Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

El Hermano de Las Moscas - Jon Bilbao

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 251

Héctor es un hombre tranquilo que ocupa un cargo de responsabilidad en

una refinería de petróleo y vive felizmente casado en una apacible zona


residencial. El mismo día en que nace su primogénita, recibe la visita
inesperada de su hermano Grego. Este lleva una vida errática y aventurera
en el sudeste asiático, malviviendo de los escasos ingresos de un negocio de
alquiler de embarcaciones. Visiblemente enfermo, se retira a descansar al
cuarto de invitados. A la mañana siguiente, Héctor encuentra la habitación
ocupada por un inmenso enjambre de moscas. Los insectos, miles, tapizan
las paredes. Y no hay rastro de Grego. Desde ese momento la familia se ve
inmersa en una pesadilla brotada de su propio seno, horrible y fascinante a
un tiempo, que pone a prueba la resistencia de sus vínculos y amenaza la
cordura de cada uno de sus miembros.
El hermano de las moscas, primera novela de Jon Bilbao, reveló a este autor
como una de las voces más sólidas de la actual narrativa española.

www.lectulandia.com - Página 2
Jon Bilbao

El hermano de las moscas


ePub r1.0
Titivillus 20.02.17

www.lectulandia.com - Página 3
Jon Bilbao, 2008

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
Para mi hermano

www.lectulandia.com - Página 5
Parte I
1999-2002

Muy difícil pensar bien.

AL HEDISON en La mosca (1958)

www.lectulandia.com - Página 6
---
Nacimiento

Hacía tres días que Grego no se sentía bien. Padecía los síntomas característicos de
un ataque de malaria —cefalea, dolores abdominales, fiebre y escalofríos—, además
de un molesto y persistente hormigueo que le recorría el cuerpo. En la cola de
embarque del Aeropuerto Internacional de Bangkok tragó una tableta de quinina y se
esforzó por mostrarse tranquilo. Se enjugó el sudor de la frente y trató de recomponer
su aspecto ante el riesgo posible de que no le permitieran subir al avión si notaban
que estaba enfermo. Pero la azafata que recogió su tarjeta de embarque apenas le
dedicó un vistazo; para ella no era más que otro occidental descompuesto por el clima
y la gastronomía de Tailandia.
Una vez que hubieron despegado se calmó un poco. Durante el vuelo logró
dormir a ratos. Cada vez que abría los ojos pasaba por un instante de pánico hasta que
recordaba dónde se encontraba. Los demás pasajeros dormitaban o veían una película
con los auriculares puestos, cubiertos con mantas. También cada vez que se
despertaba, consultaba el reloj. Hizo el cálculo de la hora local a la que aterrizarían.
Lo repitió varias veces. Para entonces no se fiaba de su habilidad mental. Llegarían a
las cinco de la tarde. Sería aún de día.

Recogió su petate de la cinta de equipajes y buscó un taxi. Dio al conductor una


dirección anotada en un trozo arrugado de papel.
Veinte minutos después se detenían en una calle residencial, en las afueras de la
ciudad. El conductor dedicó un comentario apreciativo a la zona.
La casa hacia la que se encaminó Grego no era de las mayores de la calle. Pulsó
el timbre y aguardó sin que nadie acudiera a abrir. Volvió a llamar, golpeó la puerta
con los nudillos. Parecía no haber nadie.
Un seto de aligustre separaba el jardín del de la vivienda contigua. Hacía poco
que había sido plantado, aún deberían pasar varios años hasta que pudiera proteger la
respectiva intimidad de las propiedades. En el otro lado un hombre regaba una
bancada de flores con una manguera. Alertado por la llegada de Grego había
interrumpido su labor y lo observaba con curiosidad y desconfianza.
—¿Busca a alguien?
El petate y la ropa gastada llamaban la atención en aquel vecindario. Grego
llevaba barba de varios días y el pelo aplastado después de haber dormido en el
avión. Volvía a sudar copiosamente y sentía la acuciante necesidad de tumbarse en

www.lectulandia.com - Página 7
algún lugar a oscuras.
Consciente del recelo que despertaba creyó oportuno presentarse.
—Soy el hermano de Héctor —dijo—. ¿Sabe si han ido a algún sitio?
La expresión del hombre de la manguera se relajó, dando paso a una abierta
sonrisa. Se acercó con curiosidad renovada y quizá la intención de estrecharle la
mano por encima del seto, pero Grego no se movió de donde estaba.
—Han salido a toda prisa esta mañana —dijo mirando la mancha de salsa de
curry en los tejanos de Grego.
—¿Sabe adónde iban?
La sonrisa del vecino se ensanchó aún más, satisfecho de poder comunicar una
buena noticia.
—Iban al hospital. Sara se ha puesto de parto.

La enfermera depositó a la niña —a Beatriz, ese sería su nombre— en los brazos


temblorosos de Héctor. Era su primer hijo y no cesaba de preguntar si estaba bien, si
no había habido ningún problema. La enfermera le aseguró que el bebé se encontraba
en perfecto estado, al igual que la madre.
Estaban ya en la habitación, el parto había concluido y Sara lo observaba desde la
cama, fatigada y feliz.
Ella trabajaba en el hospital. Era enfermera de quirófano. Su familiaridad con el
lugar se reflejaba en la habitación privada de la que disfrutaba y las abundantes
visitas de miembros del personal interesados por su estado y el del bebé. Fue una de
esas visitas quien informó a Héctor de que fuera había alguien que decía ser su
hermano.
Hacía cuatro años que no se veían. Tampoco hablaban a menudo. La última vez
que lo hicieron Héctor acababa de saber que su mujer estaba embarazada y telefoneó
a Grego para informarlo de que al cabo de unos meses sería tío. Cuando el hombre de
la manguera dijo a este que su hermano y su nuera habían ido a la maternidad él
apenas recordaba la noticia.
La llegada de Grego no se encontraba programada. Había planeado avisar a
Héctor desde el aeropuerto de Bangkok, pero con los nervios del último momento se
había olvidado de ello, y no disponía de crédito para hacerlo más tarde desde el
teléfono del avión.
Héctor contempló de arriba abajo a su hermano menor. Después de la emoción
del parto se sentía demasiado aturdido para discernir si le alegraba o no su aparición.
Decidió que sí y le estrechó la mano con fuerza.
—¿Qué haces aquí?
Grego se encogió de hombros.
—Me apetecía verte.
Al llegar al hospital había buscado unos servicios, se había puesto una camisa

www.lectulandia.com - Página 8
limpia y peinado un poco.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó señalando la puerta por la que había salido
Héctor.
—Muy bien.
—¿Y Sara…?
—También muy bien.
—¿Ha sido niño o…?
—Una niña. Beatriz. ¿Quieres pasar a conocerla? Sara estará encantada de verte.
Grego retrocedió un paso.
—Es mejor que no lo haga. Creo que he cogido un virus —dijo señalándose
vagamente el rostro y el pecho—. No quisiera contagiarles algo.
Héctor le dio la razón.
—Supongo que estarás cansado después del vuelo. Yo tengo que ir a casa a
recoger algunas cosas. Puedo llevarte. Comes algo, descansas…
Grego se mostró de acuerdo. Era justo lo que necesitaba.
—Siento no prestarte más atención pero has llegado en un momento un poco
complicado.
El hermano menor le quitó importancia y pidió disculpas por su falta de
oportunidad.
—Todo estará más calmado mañana —añadió Héctor.
Cuando volvió a la habitación e informó a Sara de que Grego estaba allí ella alzó
la cabeza de la almohada.
—¿Sin avisar?
—Ya lo conoces.
—¿Y qué es lo que quiere?
—Todavía no ha dicho nada.

—¿Cómo van las cosas por la refinería? —preguntó Grego en el coche, de camino a
casa.
Héctor dijo que bien.
El hermano menor frunció el ceño mientras recordaba y dijo:
—Eres jefe de sección.
—Jefe de área —corrigió su hermano—. Área es más que sección. ¿Y qué hay de
ti? ¿Marcha bien tu negocio?
La pregunta fue formulada con verdadero interés.
Junto con otros dos socios Grego era propietario de un negocio de chárter náutico
en Pattaya, un popular centro de ocio al sudeste de Bangkok. Contaban con dos
veleros que alquilaban a los turistas; uno de diez metros para excursiones de un día y
otro mayor, de quince, para periodos más prolongados. Antes de eso Grego había
sobrevivido durante años desempeñando trabajos temporales a todo lo ancho del sur

www.lectulandia.com - Página 9
de Asia, sirviéndose la mayoría de las veces de la confianza que su origen despertaba
en los empresarios occidentales afincados en la zona. Entre medias se había
involucrado en varios negocios propios —compra-venta de maquinaria agrícola
usada, cereales y kaoliang, un licor obtenido de la destilación del sorgo—, casi
siempre con resultados económicos mínimos, apenas suficientes para cubrir las
inversiones realizadas, y en varios casos negativos.
Respondió que todo iba perfectamente. Estaban considerando la compra de otra
embarcación: una lancha de pesca reformada con la que impartir clases de buceo.
Uno de los socios disponía de las licencias necesarias.
Héctor apartó la vista de la carretera y miró a su hermano.
—Eso quiere decir que tenéis beneficios.
—Algunos —respondió Grego vagamente—. Aun así tendremos que pedir un
préstamo. También hay que comprar los equipos.
Permanecía con la nuca recostada en el reposacabezas y los ojos cerrados, poco
interesado en la conversación.
—¿Te encuentras bien?
—Solo necesito descansar un poco.
Había rechazado que un médico lo reconociese en el hospital. Aseguró que solo
era una molestia pasajera por algo que había comido, probablemente en el avión.
—¿Por qué has venido? —preguntó Héctor al cabo de un rato.
—Ya te lo he dicho.
—Querías vernos.
Grego asintió.
—Alguien me ofreció un pasaje de avión a buen precio. Tenía que tomarlo o
rechazarlo en el momento.
—De todos modos podrías haber llamado.
—Lamento ser una molestia. Había perdido la cuenta del embarazo de Sara.
—No eres ninguna molestia —aseguró Héctor.
Y después de una pausa añadió:
—Pero ha resultado una sorpresa volver a verte.
Entraron en la zona residencial. La mayoría de sus habitantes prefería emplear ese
término antes que el de «urbanización».
Era viernes y lucía el sol. Nubes de polen flotaban sobre las áreas ajardinadas. El
día parecía un anticipo del verano que en pocas semanas irrumpiría con toda su
fuerza. Buena parte de los vecinos se encontraba en la calle disfrutando del recién
estrenado fin de semana. Niños en bicicleta gritaban mientras se perseguían entre sí.
Pasaron frente a una cancha de baloncesto donde un grupo de cuarentones jugaba un
partido. Varios de ellos saludaron cuando vieron el coche de Héctor.
—¿Los conoces? —preguntó Grego.
—Aquí vive bastante gente de la refinería.
—Son mayores que tú.

www.lectulandia.com - Página 10
Héctor era el jefe de área más joven de la empresa.
—Algunos llevan pulsímetros —observó Grego—. Para jugar al baloncesto. Muy
profesional.
—No te burles. Son buena gente.
Se detuvieron frente a la casa. Dado que tenía que volver al hospital para pasar
allí la noche, Héctor no metió el coche en el garaje.
Antes de apearse preguntó una vez más por el negocio de los veleros.
—Dime que no te has peleado con los otros socios.
Grego se pasó las manos por el rostro, se frotó los ojos y respondió con calma:
—No. Todo va jodidamente bien.
El dinero para entrar en el negocio había salido de Héctor. Lo que en aquel
momento, dos años atrás, con la adquisición de su casa todavía reciente, había
representado un importante sacrificio para Sara y él.

Grego se instaló en la habitación de invitados mientras Héctor recogía su neceser y


algo de ropa.
—Hay comida en la nevera, puedes calentar algo. Supongo que estarás
hambriento.
—En realidad no.
—Entonces descansa. Nosotros volveremos mañana por la mañana, luego
podremos hablar con más tranquilidad.
Después de repetirse mutuamente que se alegraban de verse, se dieron un abrazo
acompañado de palmadas en la espalda. Grego estaba ardiendo.
—Llama a un médico si te sientes peor. Los números están en la agenda que hay
junto al teléfono.
Una vez a solas Grego se encerró en su habitación y, a tirones, se desprendió de la
ropa. El roce de las prendas contra la piel avivaba el hormiguero que lo atormentaba
desde hacía días. A continuación bajó la persiana para que no entrara ni un resquicio
de luz y se tendió en la cama.

Héctor, Sara y Beatriz llegaron a casa poco después del mediodía. Encontraron el
lugar en silencio.
Mientras Sara llevaba a la niña al dormitorio principal, que compartiría con ellos
durante las primeras noches y donde ya la aguardaba una cuna, Héctor recorrió la
casa. La puerta de la habitación de invitados se hallaba cerrada. Supuso que su
hermano estaría todavía durmiendo. Llamó suavemente.
—¿Grego? ¿Va todo bien?
No hubo respuesta.
Llamó de nuevo, con mayor fuerza.

www.lectulandia.com - Página 11
—Levántate. ¿No quieres conocer a tu sobrina?
—¿Qué pasa? —preguntó Sara uniéndose a él. Hablaba en susurros.
—Creo que sigue durmiendo. Ayer no se sentía bien.
Sara consultó el reloj.
—Es tarde. Dile que se levante. No ha venido a un hotel.
Héctor empujó la manilla y abrió la puerta solo una rendija. El interior estaba a
oscuras.
—¿Grego?
La franja de luz que se colaba desde el pasillo iluminaba el pie de la cama y
permitía ver las sábanas revueltas y el petate tirado en el suelo, junto a un par de
zapatos y varias prendas de ropa.
Había también algo más.
—¿Qué…?
Alertado por lo que había creído ver, Héctor terminó de abrir la puerta y accionó
el interruptor de la luz. Sara lo seguía, pegada a él.
Una legión de moscas ocupaba la habitación; paredes y techo teñidos de negro. Se
concentraban en especial número en los alrededores de la cama, que salvo por los
insectos posados en ella se hallaba vacía.
La pareja apenas dio un paso antes de retroceder espantada.
Sobresaltados por la irrupción, los insectos alzaron el vuelo. Al instante se formó
una atmósfera espesa y peluda en la que entrechocaban unos con otros. La vibración
de las alas se sumaba hasta alcanzar un nivel doloroso.
Héctor y Sara huyeron cerrando la puerta.
Se inspeccionaron pasándose las manos por el pelo y la ropa, presas de
escalofríos. Afortunadamente ninguna de las moscas había salido de la habitación.
Aun con la puerta cerrada el zumbido de la masa de insectos era perceptible. Se
propagaba a través del suelo y las paredes.
Héctor se lanzó contra la puerta y la aporreó llamando a gritos a su hermano.
La habitación no contaba con armario, ni cuarto de baño anexo, ni otro lugar
donde pudiera haberse puesto a resguardo de las moscas. La ventana estaba cerrada y
la persiana echada. Si hubiera estado escondido debajo de la cama lo habrían visto.
Los golpes alteraron más a las moscas. El zumbido aumentó de volumen. Contra
la puerta resonaba un suave golpeteo, como si un chaparrón de gruesas gotas
descargara sobre su lado interior.
Cuando fue evidente que las llamadas no hallarían más respuesta que la de los
insectos, Héctor y Sara retrocedieron hasta la cocina, mudos de asombro.

Una inspección detallada corroboró que Grego no se hallaba en la casa. Sin embargo,
cuando volvieron del hospital el cerrojo de la puerta principal estaba echado y, en
caso de que él hubiera salido, no contaba con la llave necesaria para cerrarlo desde

www.lectulandia.com - Página 12
fuera. La inspección demostró también que todas las ventanas estaban cerradas. A
pesar de todo, el sentido común ofrecía como única explicación que Grego había
salido de la casa.
—Y si ha sido así —especulaba Héctor—, ¿por qué no ha dejado un mensaje?
Hasta donde podía apreciar no se había producido ningún cambio en la vivienda;
todo estaba tal como él lo dejó cuando se despidió de su hermano la tarde anterior.
A modo de precaución habían colocado una toalla enrollada al pie de la puerta de
la habitación de invitados. La estancia no disponía de entrada de aire acondicionado
ni otra vía de ventilación.
Sara, mientras tanto, se ocupaba de vigilar al bebé. Beatriz arrugó los labios
cuando su madre la tomó en brazos, más para tranquilizarse a sí misma que a la niña,
que hasta entonces dormía plácidamente. En el dormitorio principal no había ninguna
mosca. Olía a limpio y el sol entraba a raudales por la ventana. Sara vio a dos niños
que jugaban en un jardín cercano a saltar sobre un aspersor de riego. Un perro los
acompañaba con sus ladridos mientras se mantenía a prudente distancia del agua.
—¿Tú qué opinas? —quiso saber Héctor, después de que ella volviera a dejar a la
niña en su cuna y regresara a la cocina.
Sara meneó la cabeza en un gesto que indicaba al mismo tiempo cansancio y los
escasos deseos que sentía de llevar a cabo deducciones. No era de personas
desaparecidas de lo que deberían estar hablando el primer día que pasaban en casa
con su hija.
No experimentaba un especial afecto por Grego. Opinaba de él que, bien
superados los treinta, continuaba aferrado a los modos y la falta de compromisos de
la adolescencia; y ello a costa principalmente de su hermano mayor. Opinión
corroborada frecuentes veces por la experiencia. El préstamo para el negocio de
chárter náutico había sido motivo de amarga discusión entre Héctor y ella. Sara había
comprendido y apreciado el sentimiento de responsabilidad que empujaba a su
marido, pero creía que prestar el dinero a Grego sería lo mismo que arrojarlo a la
basura, que tal como había ocurrido en otras ocasiones no demostraría la madurez
necesaria para llevar la empresa adelante.
—La otra pregunta es: ¿de dónde han salido esas moscas? —continuó Héctor—.
No he encontrado en la casa ni en el jardín nada que las pueda atraer, no hay basura…
ni nada muerto.
Sara se revolvió incómoda. Había pasado la hora de comer pero ninguno de los
dos sentía hambre. Tomaban una taza de té en la mesa de la cocina.
—Las únicas entradas y salidas de la habitación son la puerta y la ventana, y las
dos estaban cerradas.
—Seguro que hay una explicación lógica para todo —intervino Sara—. Tu
hermano habrá salido. Que no haya dejado una nota no debería sorprenderte.
Tampoco nos avisó de que venía. Prefirió presentarse por sorpresa después de cuatro
años.

www.lectulandia.com - Página 13
Héctor se vio obligado a darle la razón.
—Ha dejado aquí sus cosas —siguió ella—. Volverá. Mientras tanto, lo mejor que
podemos hacer es limpiar la habitación.
Empezó a abrir y cerrar armarios en busca de insecticida.
—No hagas nada por el momento —dijo Héctor.
—¿Qué…?
—Deja las moscas donde están.
Ella lo miraba con tranquilo estupor.
—¿Vamos a quedarnos sentados sin hacer nada? ¿Tienes idea del foco de
suciedad que representan? Piensa en la niña.
—No pueden salir de la habitación. Esperemos un poco. —Había seguridad y una
nota de enfado en su voz—. Si tienen algo que ver con Grego quiero que él me lo
explique.
Sara iba a replicar pero se lo impidió el timbre del teléfono. Héctor se apresuró a
contestar.
Era la madre de Sara. Héctor tendió a esta el auricular. Su madre vivía en la
capital y tan solo una flebitis en su pierna izquierda le impedía encontrarse allí en ese
momento para conocer al bebé. Sara desgranó un informe sobre el parto y las horas
posteriores. Pero su madre no se conformó con un simple resumen. También deseaba
los detalles.
Mientras seguía con la narración, Sara vio a Héctor salir de la cocina con el ceño
fruncido y los labios apretados, una expresión que ella conocía bien y significaba que
daba por concluida la conversación que estaban manteniendo. Lo vio encaminarse a
la habitación de invitados, situada al extremo del pasillo, contemplar la puerta unos
momentos y luego aferrar la manilla con la aparente intención de abrirla, para,
después de pensarlo mejor, retirarla sin hacer nada.
El resto de la tarde fue un rosario de nuevas llamadas telefónicas y visitas de
amigos y compañeros de trabajo interesados por el bebé.
Sara disfrutó de la atención de todos, permitiéndose olvidar durante unas horas lo
ocurrido. Abrió numerosos regalos. Después de asomarse a la cuna todos coincidían
en asegurar que la niña era preciosa. Algunos dijeron bromeando que era un bebé
ceñudo y apuntaron cierto parecido con su padre. El salón quedó alfombrado de papel
de regalo. Se descorcharon botellas de champán.
Héctor repartía su atención entre los visitantes y la puerta de la habitación de
invitados, siempre alerta a que nadie la abriese por error mientras buscaba el cuarto
de baño.
A las nueve, cuando ya todos se habían ido, Grego continuaba sin dar señales de
vida.
—¿Hay alguien a quien podamos llamar? —preguntó Sara.
Héctor no tenía constancia de que su hermano conservase amistades en la ciudad.
Recordó el petate abandonado en el suelo de la habitación. Era posible que dentro

www.lectulandia.com - Página 14
hubiese algo que sirviera para aclarar lo ocurrido. Pero cuando se lo mencionó a Sara,
ella se negó en firme a volver a abrir la puerta y correr el riesgo de que las moscas se
extendieran por el resto de habitaciones.
Era pronto todavía para acudir a la policía. Pero no para llamar a los hospitales,
más aun si se tenía en cuenta el afiebrado estado que presentaba Grego el día anterior.
Llamaron a todos los centros hospitalarios de la ciudad. En ninguno de ellos había
ingresado un paciente que respondiese a los datos de Grego.
Decidieron seguir esperando.
Antes de acostarse, Héctor abrió el cajón de su mesilla de noche. Debajo de varias
carpetas con recibos bancarios guardaba un sobre con dinero en efectivo para casos
de emergencia. Su contenido permanecía intacto.

El domingo transcurrió de forma similar al sábado. Más visitas. El teléfono sonó


abundantes veces. Llamadas que tenían como objeto interesarse por la niña y su
madre.
Lo primero que Héctor hizo después de levantarse fue recorrer la casa en busca de
insectos que pudieran haber escapado de su encierro. No encontró ninguno.
Beatriz era muy tranquila, apenas lloraba. Cada pocas horas se revolvía y gemía
pidiendo alimento, para luego, una vez saciada, volver a dormirse plácidamente. La
pareja pasaba largos ratos junto a su cuna, habituándose a su presencia. Sara no se
separaba de ella, cediendo el resto de preocupaciones a Héctor.
Solo cuando llegó de nuevo la noche sin que hubiera noticias de Grego, Sara
preguntó qué iban a hacer.
En el garaje guardaban dos botes de spray insecticida, uno lleno y el otro
semivacío, sobrantes de los que habían comprado la primavera anterior cuando su
jardín y la mayoría de los de la calle sufrieron una plaga de pulgón. Héctor lo había
comprobado esa tarde. Luego volvió a dejarlos donde estaban, en una estantería
repleta de artículos de limpieza y herramientas perfectamente ordenadas.
Algo le decía que aquellas moscas eran parte importante de lo que ocurría y no
sería prudente —en contra de lo que dictaba la lógica cotidiana— rociarlas con
insecticida o, más sencillo aún, abrir la ventana de la habitación para que se
dispersaran por sí mismas.
Sara aceptó su intuición con franco recelo y solo bajo la promesa de que no dejase
salir a una sola de las moscas, enumerándole a continuación las enfermedades de las
que podían ser portadoras.
—Cuando esto acabe tendremos que desinfectar los muebles —añadió.
Cediendo a la insistencia de Sara, Héctor llamó a la policía. La operadora con
quien habló lo informó de que no era necesario aguardar ningún plazo de tiempo
antes de poder denunciar la desaparición de una persona. La denuncia se podía llevar
a cabo en cualquier momento siempre que existiese la sospecha de una desaparición

www.lectulandia.com - Página 15
forzada. Si ese era el caso, le recomendó que se personara en comisaría con la mayor
brevedad posible.
Héctor dio las gracias y colgó.
Su hermano era una persona habituada a moverse sin dar explicaciones.

El lunes Héctor regresó al trabajo. Habitualmente iba en coche con tres compañeros
que también vivían en la urbanización, pero la noche anterior los llamó para avisarles
de que ese día iría por su cuenta.
Se detuvo en un estanco, donde compró varias cajas de habanos para repartir en la
refinería, como era costumbre cada vez que tenía lugar algún acontecimiento
familiar; una práctica que resulta paradójica si se tiene en cuenta que, debido a la
materia prima y productos que allí se manejaban, estaba prohibido fumar en la
totalidad del recinto, bajo riesgo de despido en caso de incumplimiento.
Procedió al reparto en la reunión de coordinación de jefes y supervisores que cada
día tenía lugar a media mañana. A cambio recibió numerosas felicitaciones y alguna
que otra jocosa señal de ánimo. Era el más joven de quienes asistían a las reuniones.
Sufrió un breve sobresalto cuando uno de sus compañeros le mencionó a Grego.
Era una suerte que hubiera estado presente en tan señalada ocasión, añadió para
asombro de Héctor.
En el pasado, Héctor se había referido a su hermano durante alguna charla
informal y mencionado su ocupación y exótico lugar de residencia. Pero no entendía
cómo alguien de allí podía saber que Grego había estado en su casa o en el hospital el
viernes anterior.
Los rumores y habladurías eran cosa habitual tanto en la refinería como en la
urbanización, y los canales de comunicación entre ambos lugares, anchos y eficaces.
El hombre de la manguera no había perdido el tiempo a la hora de divulgar su breve
encuentro con Grego.
Héctor apenas hizo nada ese día. Quienes lo notaron ausente lo atribuyeron a la
inquietud provocada por su recién estrenada condición de padre. Los momentos que
pudo pasar a solas en su despacho los empleó en rememorar una vez tras otra el
tiempo pasado con Grego la tarde del viernes, así como los detalles de la mañana
siguiente: la puerta y las ventanas de la casa cerradas, la ropa de su hermano
abandonada en el suelo de la habitación y, especialmente, la nube de moscas.
Lo redujo todo a una escueta serie de hechos inapelables. Dejó fuera las
interpretaciones.
Durante los corrillos que después de comer tenían lugar fuera del comedor, se
aproximó a un empleado que poseía varias colmenas. Haciéndose pasar por
mensajero de una tercera persona, interesada en iniciarse en la misma afición, lo
interrogó sobre dónde podía hacerse con un traje de apicultor.
Cuando de regreso en casa procedió a abrir el paquete que contenía el mono

www.lectulandia.com - Página 16
blanco de algodón, los guantes y el casco, Sara lo miró incrédula. Preguntó si se
había vuelto loco. Apeló a su sensatez. Si Grego había desaparecido, lo que debían
hacer era entrar en la habitación —previa eliminación de las moscas—, examinar sus
cosas y, si en ellas no eran capaces de encontrar alguna respuesta, avisar a la policía.
Pero no conservar en casa una habitación infestada de insectos. Sara se estremeció
solo con pensarlo.
Sin embargo Héctor se mantuvo firme. Pidió un poco de paciencia.
Sara se secó las lágrimas. Desde el parto tenía las emociones a flor de piel. A su
parecer, la más que inoportuna llegada de Grego y su desaparición ya habían
acaparado de forma suficiente la atención de los dos; atención que en aquellos
momentos debería estar centrada en el bebé. Sumada a ello, la presencia de los
insectos superaba con creces su capacidad de tolerancia. El interés de Héctor por las
moscas escapaba a sus intentos de comprensión.
Si no hubiera sido por la vulnerabilidad de Sara en esos momentos, si su
oposición hubiera sido más firme —tan solo un poco—, él no habría podido llevar a
cabo lo que tenía en mente.
Trató de dejarle claro que entendía la postura de ella, pero añadió que contaba —
o creía contar— con razones para obrar como lo estaba haciendo.
Ante las preguntas de Sara al respecto, Héctor se limitó a sugerir que quizá sería
conveniente que la niña y ella fueran a pasar unos días a casa de la madre de esta.
Hasta que todo se resolviera.
Sara se quedó rígida, con la boca entreabierta.
—¿Hay algo que no me hayas dicho? ¿Grego está metido en algún lío?
—No lo sé. No lo creo.
Hubo una pausa en la que, uno al otro, se miraron a los ojos.
—Pero, por si acaso, es mejor que os vayáis.
A lo que añadió:
—Yo esperaré aquí.
Sin ocultar su disgusto Sara dio media vuelta y entró en el dormitorio. Llenó una
maleta murmurando «Imbécil… Imbécil…», sin precisar a cuál de los hermanos se
refería.
A la mañana siguiente Héctor llamó a la refinería para decir que se tomaba el día
libre y llevó a su hija y a Sara a casa de su suegra.
Beatriz se revolvió cuando él se inclino para besarla en la frente. Bostezó
enseñando la lengua.
Antes de despedirse, Sara le preguntó una vez más si sabía lo que estaba
haciendo.

www.lectulandia.com - Página 17
---
Mosca común (Musca domestica)

Tenía que impedir que las moscas salieran de la habitación cuando abriera o cerrara la
puerta. Con tal fin se hizo con una pieza de metro y medio por dos metros y medio de
tela mosquitera que fijó con clavos a la parte alta del marco exterior, de modo que
colgase frente a la puerta como si de un telón se tratara.
La primera incursión tuvo como objeto recuperar el petate de Grego.
Se situó debajo de la tela mosquitera. Sentía la sangre zumbar en los oídos.
Sudaba a mares por los efectos sumados de los nervios y el calor que producía el traje
de apicultor. Con toda la rapidez que le permitía el atuendo, se coló en el interior y
volvió a cerrar la puerta.
Un olor rancio flotaba en el aire. Oyó los zumbidos aislados de varios insectos y
el golpe de uno de ellos al chocar contra la careta del casco, lo que produjo un sonido
como el de una pompa de jabón al reventar. Permaneció inmerso en la poblada
negrura durante unos segundos antes de accionar el interruptor de la luz.
El número de moscas superaba con creces el alojado en su recuerdo. La visión lo
hizo retroceder hasta quedar con la espalda contra la puerta. Resistió el impulso de
salir huyendo. Protegido por el traje no tenía nada que temer.
Al igual que había ocurrido la mañana del sábado, las moscas se revolvieron
cuando la lámpara iluminó la habitación. Pero entonces no había sido tanto la luz
como la apresurada entrada de Héctor y Sara lo que las había turbado; en esta
ocasión, aunque bastantes de ellas alzaron el vuelo, los movimientos pausados de
Héctor lograron que la mayoría continuara inmóvil.
Las paredes, pintadas de rosa pálido, se hallaban cubiertas por una nebulosa
negra, con zonas más densas, donde los insectos se hacinaban unos sobre otros sin
que existiera explicación discernible para tal comportamiento. De los cúmulos se
desprendían masas compactas arrastradas por la gravedad, que antes de tocar el suelo
se desintegraban en sus componentes, los cuales, tras un breve vuelo, volvían a
sumarse a la hirviente comunidad.
Héctor caminaba poniendo gran cuidado, tratando de no espantar a las moscas ni
de aplastar a las que se paseaban por el suelo.
De un perchero colgaba una vieja gabardina de Sara. De los bolsillos entraban y
salían moscas.
Cuando no había visitas en la casa Héctor empleaba la habitación como lugar de
trabajo. Disponía de un escritorio trente a la ventana. Lo ocupaban un ordenador,
libros y pilas de documentación técnica clasificada por temas.

www.lectulandia.com - Página 18
Tomó un libro que descansaba abierto. A simple vista estaba en perfecto estado,
pero cuando pasó los dedos por la página expuesta pareció como si las letras se
disolvieran. Diminutas estelas negras —excrementos de mosca— emborronaron el
papel.
Una rápida comprobación en las cortinas arrojó un resultado similar. Sara tenía
razón, tendrían que desinfectar la habitación. Y con gran probabilidad tirar parte de
su contenido, si no todo.
En el escaso tiempo transcurrido desde que entró, había tenido lugar un cambio.
Al principio no se percató de ello, pero en cuestión de unos instantes pasó de lo
apenas perceptible a lo sin duda evidente. La luz había disminuido. Alzó la vista
hacia la lámpara. Atraídas por su brillo y el calor que desprendía, las moscas se iban
aglomerando sobre ella, tamizando la luz en el proceso.
Siempre sin abandonar la parsimonia de movimientos, tanteó la ropa abandonada
en el suelo, entre la que rescató el pasaporte y la cartera de Grego. A continuación
tomó el petate y desanduvo el camino basta la puerta.
Una vez fuera se desprendió del casco y respiró hondo, llenándose los pulmones
de aire limpio.
Procedió a quitarse el resto del traje en el cuarto de baño. Depositó cada pieza,
incluidas las botas de goma, en la bañera.
Se lavó a conciencia.
Luego, protegido por unos guantes de látex, pasó a examinar el petate. Esparció el
contenido en el suelo del baño.
Prendas de ropa hechas un amasijo, como si hubieran sido guardadas de forma
apresurada; un par de zapatos; útiles de aseo dentro de una bolsa de supermercado;
una caja de tabletas de quinina y otra de doxiciclina, ambos, medicamentos para la
prevención de la malaria; una agenda, que Héctor hojeó atentamente —ninguno de
los nombres le dijo algo—; un cartón de tabaco.
Eso era todo.
Pasó a revisar la cartera.
Los carnés de identidad y conducir de Grego; dos tarjetas de crédito: American
Express y MasterCard, la segunda, caducada; un fajo de dinero, parte moneda local,
parte tailandesa, y unos pocos dólares; unos cuantos trozos de papel plagados de
notas, la mayoría indescifrables, entre los que encontró uno con las señas de su casa
—el mismo que su hermano había leído al taxista que lo llevó allí desde el aeropuerto
—; una foto de Grego en los muelles de Pattaya junto a dos hombres —era de
suponer que sus socios—, delante de un velero; otra foto, más vieja que la anterior,
descolorida y con los bordes manoseados, de Grego y Héctor, con veinte y veintitrés
años respectivamente, en la que el primero pasaba el brazo sobre los hombros de su
hermano mayor mientras los dos sonreían a la cámara.
Nada significativo, aparte del hecho de que todos aquellos objetos permanecieran
en la habitación. Las ropas del suelo eran las que Grego llevaba puestas el día de su

www.lectulandia.com - Página 19
llegada. Y el petate estaba cerrado.

El siguiente paso consistió en alimentar a las moscas. En la nevera encontró los restos
de una tarta de frambuesas llevada por alguno de los visitantes del fin de semana.
Procedió a desmigarlos en una fuente.
Protegido de nuevo por el traje, volvió a la habitación. El revuelo en esta ocasión
fue inmediato. Apenas tuvo tiempo de encender la luz antes de que un enjambre de
moscas se hubiera posado en la bandeja, ennegreciéndola, lanzándose con inusitada
ferocidad sobre el dulce. La posó en el suelo. El aire de la habitación se había llenado
de insectos que trazaban círculos sobre la bandeja, una corriente espesa con la
apariencia de un tornado en miniatura. Aquellas moscas que disfrutaban de los restos
del pastel se resistían a abandonar sus posiciones a pesar de los envites de las demás.
Pronto quedó claro que el pastel no sería suficiente.
Volvió a la cocina. Revisó los armarios y la nevera. No quería emplear nada que
enturbiara más la atmósfera de la habitación.
Se decidió por la leche. Entró una vez más en la habitación de invitados. Su
presencia pasó desapercibida. Los insectos se hallaban concentrados en el pastel.
Dispuso unos platos en el suelo y vertió en cada uno un poco de leche, lo justo
para cubrir el fondo.
Al principio no pareció que el nuevo alimento captase el interés de las moscas.
Pero poco a poco se fueron posando en los bordes de los platos. Formaron perfectos
círculos negros —los cuerpecillos muy juntos, las alas tocándose— en marcado
contraste con la blancura de la leche. Bebieron como gatitos.

Dio así inicio a una rutina en la que dos veces al día —mañana y noche—
reemplazaba los platos y fregaba con esmero los que acababa de retirar, dejándolos
luego separados de los demás, destinados a partir de entonces a ese único uso.
De puertas afuera se esforzaba por comportarse como si no ocurriese nada alejado
de lo normal. Retomó la costumbre de ir al trabajo con los compañeros de la
urbanización. En la refinería desempeñó sus tareas con dedicación y eficiencia.
A lo largo de la semana hubo más llamadas de gente que preguntó por Sara y la
niña. Todos aceptaron que hubieran ido a pasar unos días con la madre de aquella.
Una tarde, su vecino —el hombre de la manguera— interrogó a Héctor sobre su
hermano, a quien no había vuelto a ver desde su primer y único encuentro. Respondió
que la visita había sido breve, apenas unas horas, tras las que Grego se había visto
obligado a tomar apresuradamente otro avión por motivos de trabajo.
Hablaba con Sara cada noche. Con la distancia, la preocupación de ella se había
trasladado de la desaparición de Grego y la incógnita de las moscas a la actitud de su
marido. A fin de tranquilizarla le dijo que entre los objetos de Grego no había

www.lectulandia.com - Página 20
encontrado su cartera ni el pasaporte, así como nada de dinero, luego parecía posible,
tal como ella opinaba, que su hermano se hubiera ido sin dar explicaciones.
Respecto a las moscas, aún estaba pensando qué hacer con ellas.
Al otro extremo del hilo, Sara callaba.
Héctor era consciente de que la paciencia de su mujer disminuía día a día y pronto
llegaría el momento en que no le quedara más remedio que confesarle la idea que le
rondaba la cabeza, corriendo el riesgo de que la opinión de Sara empeorase aún más.
Para desviar la atención hacia un tema más agradable, Héctor preguntaba por la
niña. Quería saber todo cuanto había hecho a lo largo del día.
Cuando colgaba el teléfono se sentía terriblemente solo.
Debería estar con ellas. En ese momento. Ahora. Cuidando de su hija recién
nacida.
Se dedicó a limpiar la casa y efectuar pequeños arreglos, para matar el tiempo y
como mecanismo de compensación frente a la capa de excreciones que, poco a poco,
rebozaba la habitación de invitados. Alquiló un aparato de limpieza con vapor y atacó
las alfombras y tapicerías de la vivienda. Repuso los dispositivos antipolillas de los
armarios. Desmontó un grifo que goteaba. Dio una innecesaria mano de pintura a la
puerta del garaje.
Estaba orgulloso de su casa: la materialización de sus deseos acunados. El lugar
idóneo para formar una familia.
En la planta baja se encontraban la cocina, el salón, un cuarto de baño y la
habitación de invitados; y en la superior, la habitación de la pareja, otra más,
destinada a Beatriz, y un segundo cuarto de baño. Desde la ventana del dormitorio
principal se divisaba la chimenea de la refinería alzándose por encima de árboles y
casas, a escasos kilómetros de distancia. Por las noches, las luces de la instalación y
los penachos de fuego de las antorchas, donde se quemaban los residuos de los
procesos, teñían las nubes de un naranja sucio. Para Héctor el permanente
recordatorio de su lugar de trabajo representaba una molestia tolerable.
Cuando el viento soplaba desde aquella dirección, arrastraba un olor dulzón a
hidrocarburos y compuestos sulfurados que se colaba por cada rendija de la casa y
llevaba a las moscas a un estado de frenesí bullicioso. La habitación de invitados se
hallaba bajo la del matrimonio, y tumbado en su cama Héctor sentía a los insectos
zumbar como un potente motor a ralentí.

Durante una de las visitas a la habitación llevó consigo una botella de plástico en la
que había introducido unos trozos de plátano. Una vez retirado el tapón bastaron unos
segundos para que media docena de moscas se colara dentro atraída por la fruta.
Cerró la botella.
En la mesa de la cocina, provisto de una lupa y un manual de entomología
tomado de la biblioteca, estudió a los insectos.

www.lectulandia.com - Página 21
Hasta donde fue capaz de apreciar, no se diferenciaban de la descripción que el
libro recogía de una simple mosca común: cuerpo de color gris, de seis a nueve
milímetros; dos alas; tres pares de patas; abdomen amarillo; y en la cabeza, un par de
pequeñas antenas, dos prominentes ojos compuestos, entre los que se arracimaban
otros tres simples, y una probóscide carnosa y esponjosa para chupar el alimento.
Leyendo sobre su ciclo de desarrollo averiguó que pasa por cuatro estadios:
huevo, larva (con tres diferentes fases), crisálida y adulto.
Las hembras depositan sus huevos en lechos orgánicos donde las larvas puedan
encontrar alimento, además de las condiciones de temperatura y humedad adecuadas
para su desarrollo. La duración de cada uno de los estadios intermedios varía
dependiendo de las condiciones ambientales, siendo, como regla general, más corta
cuanto mayor sea la temperatura. En total, el tiempo desde que una mosca adulta
desova, hasta que el huevo se desarrolla a otra mosca adulta, oscila entre los diez y
los veinte días.
Una vez emergida de la vaina puparia, la mosca descansa mientras el cuerpo y las
alas finalizan el proceso de endurecimiento. Después de una hora, es totalmente
móvil y, si es un macho, ya puede aparearse.
Las hembras se aparean una sola vez a lo largo de su vida, tras lo que almacenan
el esperma del macho para realizar, de forma espaciada, de cuatro a seis puestas de
entre cien y ciento cincuenta huevos cada una.
Realizó cálculos tomando como fecha de inicio el sábado, día en que habían
aparecido las moscas. Después de varias visitas a la habitación todavía le era
imposible estimar el número de insectos allí alojados; este le parecía en todo
momento abrumador, mayor cada vez que cruzaba la puerta. Una plaga bíblica a la
espera de lanzar su azote sobre campos y personas.
Basándose en lo recogido en el libro y asumiendo un reparto al cincuenta por
ciento entre moscas macho y moscas hembra, las expectativas eran estremecedoras.
Consideró la posibilidad de someter a los insectos a la opinión de un experto, pero
el temor a atraer la atención —tanto si las moscas no tenían nada de anormal como en
el caso contrario—, así como de lo que podría ocurrir si las moscas permanecían
separadas durante demasiado tiempo, lo llevó a conformarse con lo averiguado por sí
mismo.

La leche demostró ser un buen alimento, las moscas lo aceptaban sin excesivo
revuelo, era limpio y fácil de reponer. Solo existía una salvedad.
Durante los primeros días encontró en varias ocasiones moscas que en el
transcurso de su lucha por llegar hasta el alimento habían caído en él y fallecido
ahogadas. Las hallaba flotando en la leche, mientras sus compañeras, ajenas a la
pequeña tragedia, sorbían ávidamente en el borde del plato. Esto lo llevó a introducir
un cambio en el método de alimentación. Continuó empleando los platos, pero en

www.lectulandia.com - Página 22
lugar de verter la leche empapaba en ella unas bolas de algodón de las que las moscas
podían chupar sin riesgo alguno.
Aquellas muertes por ahogamiento —aproximadamente dos docenas—
despertaron su preocupación ante las consecuencias que pudieran conllevar. Víctima
de sentimientos encontrados —entre ellos una aflicción vergonzosa— tiró los
cuerpecillos bañados en leche por el inodoro.
En las siguientes visitas a la habitación se detuvo a buscar otras moscas que
también hubieran fallecido.
Debido a la alteración que producía entre los insectos, ya no encendía la lámpara
del techo. Empleaba en su lugar una linterna. Ataviado con el traje de apicultor, y con
los insectos cruzando el estrecho haz de luz, se sentía como un astronauta que
explorara un planeta desconocido, cubierto por una atmósfera hostil. Cada poco
agitaba la linterna para espantar a las moscas que se posaban en la lente. Las cortinas
y la ropa de la cama habían adquirido un aspecto ceniciento y pesado. Los signos y
letras del teclado del ordenador resultaban ininteligibles. Las moscas se apelotonaban
sobre los algodones empapados en leche formando grotescos bombones. En la
almohada aún persistía la impresión dejada por la cabeza de Grego.
Pasó minuciosamente el haz de la linterna por el suelo y los muebles. No halló
más cuerpos muertos.

Iba a la refinería. Alimentaba a las moscas. Hablaba con su mujer. Cada noche pasaba
quince minutos en la ducha frotándose todo el cuerpo. Llegó el fin de semana sin que
se hubiera producido ningún cambio.
A menudo se descubría contemplando una de las fotos de la cartera de Grego, en
la que aparecían los dos juntos. Se la había apropiado y ahora la llevaba consigo. En
ella él tenía más pelo y Grego lucía la rechonchez que lo había acompañado desde la
infancia y hasta, aproximadamente, el momento en que fue realizada la foto; los
viajes posteriores endurecieron su figura.
Había sido hecha el último verano que pasaron juntos. Pocas semanas después
Grego anunció que no continuaría en la universidad. Desoyendo toda protesta
abandonó los estudios de medicina. Hasta entonces sus calificaciones habían sido
buenas —no excelentes pero sí por encima de la media—, aunque nunca había
mostrado un interés especial por la carrera. Sus explicaciones fueron las habituales de
quien deja de estudiar.
El padre de un conocido, subdirector de una empresa de montajes mecánicos, le
ofreció trabajo. La empresa operaba en el sudeste asiático y el norte de África. Estaba
especializada en centrales eléctricas. En ocasiones construían centrales nuevas. En la
mayoría, se dedicaban a parchear instalaciones obsoletas; trabajos que por su escaso
rendimiento económico o lo recóndito de su ubicación las empresas importantes
acostumbraban a rechazar. En septiembre, despreciando todo dictado de

www.lectulandia.com - Página 23
determinismo social, Grego subió a un avión con destino Hong-Kong.
Héctor le advirtió de que estaba echando al traste su vida.
Héctor siempre había tenido las ideas claras.

Algunas tardes salía a correr. Era el único deporte que practicaba. La Navidad
anterior Sara le había regalado unas zapatillas nuevas y un atuendo completo de
tejido Clima-Fit, con colores llamativos y bandas reflectantes en brazos y piernas. Le
gustaban las zapatillas, pero siempre que Sara no se encontraba en casa él se ponía
sus viejos pantalones de deporte y la sudadera de la universidad en lugar de la ropa
nueva.
Había numerosos lugares para hacer ejercicio en los alrededores. La urbanización
disponía de un amplio parque, calles tranquilas por donde apenas pasaban coches y
áreas semidesiertas donde solo había solares cubiertos de maleza. Ninguno de estos
sitios terminaba de satisfacerlo.
Salía de la urbanización, corría diez minutos por el arcén de la carretera que
tomaba cada mañana para ir a la refinería, saltaba el quitamiedos y se adentraba en un
paraje boscoso que se extendía entre la carretera y la costa a lo largo de una franja de
varios kilómetros.
Rara vez se encontraba con otras personas; algún que otro corredor esporádico y,
en primavera y verano, parejas en busca de un rincón discreto.
Llegaba hasta las zonas más recónditas del bosque, más allá del ruido de la
carretera y los preservativos arrojados entre las raíces de los árboles.
Su lugar de trabajo se ubicaba en una de las salas de control de la refinería, junto
a las unidades de producción, en un edificio bunkerizado, sin ventanas, donde
subsistía un rumor permanente de equipamientos electrónicos. Una vez dentro, el
único indicio acerca de si en el exterior llovía o lucía el sol, si era de día o de noche,
llegaba a través de las temblorosas imágenes de los monitores de vídeo. El paso del
tiempo se atenía a una mecánica particular, más lenta y espesa que de puertas afuera.
Después de una jornada allí dentro, Héctor solo sentía deseos de zambullirse en el
bosque, llenar los pulmones con el aroma que la capa de hojas desprendía al ser
pisada y, por espacio de una hora, no ver ni hablar con persona alguna. Reconocía su
falta de instinto gregario.
Pero las veces que salió a correr a lo largo de esa semana el ejercicio no bastó
para que dejara atrás sus pensamientos.
A medida que pasaban los días sin que hubiera cambios y se intensificaban las
peticiones de Sara para que le explicara su modo de obrar, Héctor se cuestionaba a sí
mismo con intensidad creciente. Aumentaba el peso de lo absurdo. Llevaba a cabo
ejercicios de imaginación en los que dejaba a un lado las pruebas que indicaban lo
contrario y trataba de convencerse de que su hermano, simplemente, se había
marchado sin dar explicaciones, como era su estilo. Antes de que pasara mucho

www.lectulandia.com - Página 24
tiempo recibiría una llamada suya —o en el peor de los casos de la policía o un centro
sanitario— que lo resolvería todo dentro del marco de la más completa racionalidad.
Se fijó un plazo máximo. El martes se cumpliría una semana desde que sacó a
Sara y la niña de la casa. Si para entonces todo seguía igual limpiaría la habitación.
Traería a su mujer y su hija de vuelta. Acudiría a la policía y denunciaría la
desaparición de Grego.
El sábado por la mañana revisó las especificaciones del insecticida que había en
el garaje. Luego condujo hasta un supermercado donde compró tres botes más, con
fórmula específica contra dípteros, y se aprovisionó de útiles de limpieza.
Llamó a Sara y la informó de que iría a recogerlas a mediados de semana.
Justificó no ir antes inventándose una reunión de trabajo para la mañana del martes;
debía pasar el sábado y el domingo preparándola. Le dolió mentir a su mujer pero se
disculpó a sí mismo diciéndose que era en beneficio de ambos.
Para terminar de tranquilizarla no vio inconveniente en adelantarse a los hechos y
asegurarle que el problema de las moscas ya estaba resuelto. El suspiro de alivio de
Sara llegó claramente a través del teléfono. Héctor se disculpó por la actitud mostrada
durante los días anteriores. La achacó a los nervios y la impresión producida por la
irrupción de Grego y su aún más súbita desaparición. Sara le quitó importancia, ya
había pasado todo. Le aseguró que pronto sabrían algo de su hermano. Era una mujer
a la que le gustaba mirar hacia delante. Héctor deseó por encima de todas las cosas
poder estar junto a ella y estrecharla entre sus brazos.
La decisión tomada y la conversación con Sara —que le impedía cambiar de idea
y echarse atrás— lograron que se relajara. Metió en un armario el petate de Grego y
no volvió a mirarlo. Los días anteriores había revisado repetidamente su contenido
buscando no sabía qué en los bolsillos de la ropa y comprobando con la punta de la
lengua que las tabletas de quinina realmente lo fueran.
Pensó en la niña, en Beatriz, una entidad aún no del todo definida dentro de su
marco de responsabilidades. Se censuró cuando no fue capaz de reproducir una
imagen mental de ella, de su rostro durmiente y sus muecas exploratorias.

La noche del lunes empapó unos cuantos algodones en leche. Sería la última comida
de las moscas. Al día siguiente, una vez que regresara del trabajo, esperaría a la
oscuridad del atardecer para que su actividad llamara menos la atención, entonces
levantaría la persiana, abriría la ventana y a todas las moscas que se resistieran a salir
las rociaría generosamente con insecticida.
Los insectos se revolvieron cuando dejó los algodones. Actuaban del mismo
modo cada vez que cruzaba la puerta. No se habituaban a su presencia.
Eran moscas. Resultaba absurdo esperar que se comportaran de otra forma.

www.lectulandia.com - Página 25
Esa noche el viento sopló desde la refinería. Hasta el amanecer, momento en que se
callaron repentinamente, las moscas zumbaron de forma que hicieron vibrar las
paredes.
Héctor prolongó la estancia en la cama veinte minutos más allá de su hora
habitual, como hacía siempre que no le tocaba llevar el coche y sus compañeros
acudían a recogerlo. Cubierto con un albornoz, tomando sorbos de una taza de café,
recorrió la casa en busca de algún insecto que hubiera escapado de su encierro.
Llevaba a cabo la misma inspección cada mañana. No pasó por alto ningún rincón ni
se paró a pensar que era la última vez que tendría que hacerlo.
Se detuvo frente a la puerta de la habitación de invitados. Después de la frenética
noche no se oía nada en el interior. Hizo a un lado la mosquitera y apoyó la mano en
la puerta. Nada. Golpeó con los nudillos. Silencio. Más fuerte. Eso debería haber
bastado para que dentro se despertase cierta actividad, pero continuó sin ocurrir nada.
Sus compañeros pasarían a recogerlo en unos minutos. Tenía el tiempo justo para
terminar el café y vestirse.
Ya se alejaba por el pasillo cuando creyó oír algo.
¿Un gemido?
En la habitación.
Pegó una oreja a la puerta. Dentro todo continuaba en silencio. Llamó de nuevo y
aguardó, presa de una ansiedad en aumento.
Sí. Un gemido.
Y otro más.
Sin detenerse a coger el traje de protección, abrió la puerta.
Después de diez días la fetidez se había convertido en algo palpable. Encendió la
luz.
El aspecto de la habitación había cambiado radicalmente. Las moscas habían
desaparecido, quedando de ellas nada más que la suciedad.
En el suelo, entre los platos con los algodones, se hallaba Grego. Estaba desnudo
y, como a un recién nacido, le costaba coordinar sus movimientos. Intentaba ponerse
en pie. Deslumbrado por la repentina luz, parpadeó tratando de enfocar la mirada
sobre el hermano mayor.
Las palabras salieron con dificultad de su boca.
—¿Qué día es hoy?

www.lectulandia.com - Página 26
---
Transformación Ø

Durante una de sus escasas visitas después de que se hubiera ido a Asia, Grego había
confesado a su hermano el motivo principal de tan drástica decisión. En los meses
previos al viaje, la sensación de resentimiento de que era presa, explicó, lo había
llevado a recurrir a fantasías de destrucción y muerte para conciliar el sueño por las
noches.
—Lamento sonar apocalíptico o teatral pero eso es exactamente en lo que
pensaba. Imaginaba elaborados finales para personas conocidas y anónimas.
Empezaba por aquellos a quienes guardaba algún rencor, por ridículo e injustificado
que fuese. Soñaba con ciudades desiertas y campos carbonizados.
Los hermanos estaban en un bar, frente a la tercera ronda de cervezas, después de
que Sara los hubiera invitado a abandonar por unas horas el pequeño apartamento
donde ella y Héctor vivían entonces. Grego dormía en el sofá cama del salón,
estancia que al día siguiente de su llegada ya se encontraba impregnada de su
temperamento, con prendas de ropa abandonadas sobre los muebles, periódicos
despiezados y platos con restos de las comidas que le gustaba prepararse a media
noche.
Héctor tomó un sorbo de cerveza. Estaba habituado a los discursos desbocados de
su hermano, al igual que a los rebuscados motivos con que justificaba sus acciones.
Escuchaba con escaso interés sus palabras acerca de edificios desplomándose como
fichas de dominó.
—Las fantasías tenían un efecto relajante —concluyó Grego—, como el de una
droga blanda. Cada noche me conducían al sueño de forma infalible.
Héctor no se lo tomó en serio. Sabía que hacerlo lo conduciría a él de forma
infalible al enfado y a comenzar una discusión, y prefería disfrutar en armonía de la
compañía de Grego mientras durase su visita.

Recordó aquella escena mientras contemplaba a su hermano dar cuenta del tercer
plato de comida. El aturdimiento que sufría cuando lo encontró en la habitación se
había prolongado por espacio de varias horas. En ese intervalo su regreso se completó
con la recuperación de los hábitos y necesidades de un ser humano, aunque
acompañados de cierta falta de práctica y pequeñas molestias físicas.
Héctor lo había sacado del fangal que era el suelo de la habitación de invitados y
llevado al cuarto de baño, donde puso a llenar la bañera. La primera petición de

www.lectulandia.com - Página 27
Grego —previa incluso a la de una explicación para lo ocurrido— fue de agua y
alimento. Volvía presa de una sed y un apetito voraces. Se enjuagó la boca y bebió
varios vasos de agua, atragantándose en el proceso. Luego su hermano le llevó café y
galletas.
Los primeros bocados resultaron desconcertantes. Le dolían las encías. Masticaba
despacio, reconociendo los sabores y las texturas, cuestionándose que fueran los
mismos que recordaba.
Después de pasar un rato sumergido en agua caliente comenzó a recuperar la
sensibilidad en las piernas. Héctor lo lavó con una esponja y jabón abundante.
Ninguno dio muestras de incomodidad. Sencillamente, era lo que había que hacer en
ese momento.
Una vez aseado, Grego se contempló largamente en el espejo. Su hermano lo
había informado del tiempo transcurrido desde que lo dejó en casa para que se
recuperara: diez días. En ese periodo ni la barba ni las uñas le habían crecido. Por
otro lado, tanto el hormigueo como los supuestos síntomas de malaria habían
desaparecido por completo y dejado en su lugar un malestar similar al de una resaca
alcohólica, a lo que había que sumar unos pinchazos intermitentes, breves aunque
agudos, en el vientre, que cada poco lo hacían doblarse de dolor.
Era presa de un horrendo sabor de boca y la primera vez que vació la vejiga su
orina fue de un color oscuro y desprendió un olor pútrido, como de agua estancada.
Se cepilló los dientes durante cinco minutos, aunque al principio el sabor mentolado
del dentífrico le quemó la lengua.

En la cocina, Héctor lo esperaba con una comida más consistente: huevos revueltos,
tortitas, miel y café.
Había dicho a sus compañeros del trabajo cuando fueron a recogerlo que ese día
no iría a la refinería. Explicó que su hermano acababa de llegar por sorpresa y no se
encontraba bien. No parecía grave, quizás una indisposición digestiva, pero por si
acaso iba a acompañarlo a urgencias. Preguntaron si podían ayudar de algún modo.
Héctor respondió que no era necesario. Más tarde llamaría a su superior para
explicarle la ausencia.
Escrutaba a Grego en busca de rasgos anómalos, convenciéndose de que quien se
hallaba frente a él era de veras su hermano. Este comía en silencio. Masticaba
minuciosamente cada bocado. De vez en cuando se detenía sorprendido por un nuevo
pinchazo en el vientre —la intensidad de los cuales iba decreciendo—, o para mirar a
su alrededor como si no terminara de reconocer el lugar donde se encontraba.
Contemplaba la fuente de fruta en el centro de la mesa, la fila de cazuelas de cobre
sin otra función que la estrictamente decorativa, el frigorífico cuya puerta pronto
luciría los dibujos de Beatriz.
Salvo por un pequeño temblor en las manos ya era capaz de controlar sus

www.lectulandia.com - Página 28
movimientos.
—No he pasado estos diez días durmiendo, ¿verdad?
Héctor no le había contado nada de lo sucedido. Había confiado en que fuera
Grego quien se lo explicara a él.
—No recuerdas nada.
—Recuerdo que estuvimos juntos, que recogiste algunas cosas antes de volver al
hospital. Después fui a la habitación. Supongo que me quedé dormido. Eso es todo.
Hasta esta mañana.
Para entonces la habitación de invitados había sido abierta y se ventilaba
lentamente.
—¿Qué es lo que ha pasado, Héctor?
Con calma, tratando de ser lo más preciso posible, pero aun así costándole dar
crédito a sus propias palabras, el hermano mayor procedió a narrar lo ocurrido
durante los diez últimos días. Grego escuchaba incrédulo.
—Moscas.
—Eso es.
—La habitación ha estado llena de moscas.
—No pedí la opinión de nadie. Pero eran moscas.
A Grego se le escapó una risa nerviosa. Sus manos temblorosas acertaron a
encender un cigarrillo.
—¿Y dónde he estado yo mientras tanto?
Héctor lo miró con fijeza.
—Que yo sepa no has salido de la habitación.
Grego le devolvió la mirada.
—No puedes hablar en serio.
Héctor se levantó y dio unos pasos por la cocina. Volver a ver a su hermano no lo
hacía sentirse aliviado.
—Estoy de acuerdo en que parece imposible.
Tras una pausa añadió:
—Pero no creo que te resulte del todo extraño. Si no, ¿por qué viniste aquí?
Héctor estaba junto a su hermano cuando este se detuvo a contemplar el
panorama que ofrecía la habitación. Había visto el asombro y la repugnancia en su
expresión, pero también una sombra de reconocimiento.
—Sabías que iba a pasar.
—Sí. Algo. Pero no tenía idea de qué. Solo pensé que estaba enfermo. —Dio una
profunda calada al cigarrillo, retuvo el aire y lo expulsó por la nariz—. Y que en
ningún sitio cuidarían de mí mejor que aquí.
Se frotaba las manos. Un velo de sudor le cubría la frente. Parecía a punto de caer
presa de un ataque de nervios.
Héctor tomó asiento a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Trata de tranquilizarte.

www.lectulandia.com - Página 29
El gesto resultó rígido, falto de práctica. Ninguno recordaba la última vez que se
habían prestado apoyo, más allá de la simple ayuda económica.
—¿Tienes algo que pueda tomar? —preguntó Grego.
Héctor fue al cuarto de baño, donde estaba el armario de las medicinas, y volvió
con un ansiolítico suave. Lo depositó frente a su hermano, junto a un vaso de agua.
—Y ahora, ¿qué tal si me lo cuentas todo desde el principio? —pidió Héctor—.
Lo que sepas y lo que creas saber. Con calma.

La historia no era larga, pero Grego realizó numerosas pausas y fumó un cigarrillo
tras otro.
En las mismas fechas, un año atrás, comenzó a sentirse mal. Siempre había sido
sensible a la malaria, a pesar de los tratamientos preventivos; luego, cuando
empezaron los síntomas, los reconoció rápidamente como los propios de esa
enfermedad. Tomó la medicación de refuerzo y continuó acudiendo al trabajo. Uno
de sus socios se encontraba de viaje y el otro servía de patrón para un grupo de
turistas que había alquilado un velero durante una semana, por lo que él se encontraba
a cargo de todo.
Las molestias no remitieron. Todo lo contrario. Al cabo de tres días se volvieron
tan intensas, habiéndose sumado a ellas un fuerte hormigueo nunca antes
experimentado, que no tuvo más remedio que cerrar el negocio y quedarse en casa a
la espera de que el mal desapareciera.
Se alojaba en un apartamento de dos habitaciones no lejos del muelle. Las
paredes eran finas como el papel y cuando un camión pasaba por la calle parecía que
el edificio fuera a venirse abajo, pero era lo más parecido a una residencia fija que
había tenido en años. La proximidad de una pescadería obligaba a mantener las
ventanas cerradas para evitar que el olor invadiese el apartamento. Esto, a la postre,
resultó ser una gran suerte.
Tal como había hecho cuando llegó a casa de su hermano, Grego echó las
persianas y se acostó.
Unas horas más tarde —o lo que él creyó que fueron solo unas horas— despertó
en el suelo y aturdido. Tardó unos momentos en recuperar el control de los músculos.
Todo lo atribuyó a la enfermedad. Pensó que se había caído de la cama. Quizá se
había golpeado la cabeza, aunque después de palparse a conciencia no encontró
ninguna zona dolorida.
Pronto se sintió mejor. Estaba recuperado de sus molestias.
Había sin embargo varias cosas que no alcanzaba a comprender. La primera era la
terrible suciedad que cubría el apartamento —menor de todas formas que la de la
habitación de invitados de Héctor, dado que en aquel caso las moscas se habían
repartido por toda la vivienda—. La comida que tenía fuera del frigorífico se había
podrido y varias cucarachas correteaban a sus anchas por el suelo. Sobre los platos

www.lectulandia.com - Página 30
sucios del fregadero se había formado una costra verde. Más sorprendente todavía era
el número de mensajes en el contestador automático, la mayoría dejados por sus
socios, preguntándole, con preocupación y enojo crecientes, por los motivos de su
repetida ausencia del trabajo. Varios mensajes manuscritos con interrogaciones
similares habían sido colados por debajo de la puerta.
Abrió las ventanas de par en par. El olor de la pescadería era más tolerable que el
del apartamento. Fue a un restaurante cercano. Estaba hambriento. Mientras esperaba
la comida, pidió una taza de café para terminar de despejarse, luego una segunda y,
por último, un vaso de vodka. Estaba engullendo un plato de arroz reseco cuando su
desconcierto alcanzó el límite. El cliente sentado a su lado estaba leyendo el
periódico. Vio la fecha que figuraba en las páginas. Habían pasado diez días desde
que se metió en la cama.
Incapaz de explicar lo ocurrido regresó al apartamento. Nada de lo que allí pudo
encontrar lo ayudó a aclararlo.
A continuación se dirigió a la oficina del muelle. El recibimiento que le depararon
sus socios tuvo el mismo tono que los mensajes, parte de preocupación, parte de
enfado. Uno a causa de su viaje y el otro por la travesía en velero, no conocían la
verdadera duración de la ausencia de Grego, lo que impidió que sus reacciones fueran
más agudas. Se disculpó contándoles que había permanecido los días anteriores en un
hospital, aquejado de una dolencia viral. Era poco creíble pero la realidad lo era
menos aún.
Los socios —uno alemán y el otro francés, afincados en Tailandia desde hacía
años— intercambiaron miradas de escepticismo. En el tiempo que llevaban juntos ya
se habían formado una opinión propia sobre Grego y sus modos de obrar. Este
prometió avisarles con la debida antelación si debía volver a ausentarse.
Con poco disimulada reticencia aceptaron sus disculpas y, después de asegurarse
de que Grego se encontraba bien, todos volvieron al trabajo.
—¿Fuiste a ver a un médico? —quiso saber Héctor.
El hermano menor asintió.
—Se lo conté todo salvo lo del lapso de diez días. Me reconoció pero no encontró
nada. Según él pudo ser un virus.
—Mañana iremos a ver a un médico de aquí —dijo el hermano mayor—. Que te
haga una revisión completa.
Grego no presentó objeciones.
—¿Esta vez avisaste a tus socios antes de irte?
—Les dije que había un problema familiar y tenía que venir a casa. Sin más
explicaciones.
—¿Te creyeron?
Grego se encogió de hombros.
—Será mejor que los llames.
—¿Y qué les digo?

www.lectulandia.com - Página 31
—Limítate a dar señales de vida. Y di que aún tendrás que quedarte unos días.

Grego quiso ayudar a limpiar la habitación. No estaba del todo recuperado pero
insistió en hacerlo.
Entre los dos descolgaron las cortinas y las metieron, junto con la ropa de cama,
en bolsas de basura. Los libros y papeles de Héctor tampoco eran recuperables.
Tiraron la esponja empleada para lavar a Grego y los platos donde se habían
alimentado las moscas.
Después de meditarlo brevemente Héctor tiró también el traje de apicultor.
Un año atrás Grego había limpiado su apartamento con agua y lejía. Héctor no
estaba convencido de que eso bastara, quería asegurarse de que todo quedara
desinfectado. Como primer paso, sacaron los muebles a la parte trasera de la casa; los
limpiaron con agua y jabón y luego empleando una solución suave de lejía. Ese
tratamiento obligaba a volver a barnizar los muebles de madera. Por el momento los
dejaron así. El siguiente paso tendría que esperar al día siguiente. Héctor conduciría
entonces hasta un almacén de productos agroganaderos, donde se haría con una
garrafa de aceite fenólico, empleado para la desinfección de establos.
El ordenador fue limpiado con alcohol.
A fin de que los muebles no llamaran la atención de los vecinos decidieron
trasladarlos al garaje. Grego jadeaba por el esfuerzo.
—¿Quieres que hagamos un descanso?
—No. Prefiero acabar cuanto antes.
Los pinchazos que le castigaban el vientre habían ido desapareciendo, hasta que a
media tarde no quedó rastro de ellos.
El año anterior no había sentido nada parecido.
Héctor sospechaba que tanto los pinchazos como el que las molestias sentidas por
su hermano a su regreso hubieran sido mayores en esta ocasión podían estar
relacionados con las moscas ahogadas en la leche. Ese hecho, a priori sin
importancia, adquiría ahora un cariz inquietante e invitaba a formularse ciertas
preguntas: ¿qué habría ocurrido si el número de moscas fallecidas hubiera sido
mayor?, ¿qué había pasado con las moscas que Héctor tiró por el inodoro?, ¿existía
una relación unívoca entre cada insecto y una porción del cuerpo de Grego?
Por el momento no creyó oportuno plantear tales cuestiones ni mencionar a las
moscas ahogadas. Su hermano ya tenía suficientes noticias que asimilar.
Otro aspecto perturbador lo constituía la pérdida de peso sufrida por Grego: cerca
de dos kilos. Algo que también había sucedido un año atrás. Héctor especulaba que
ese peso podía representar el equivalente de la energía consumida durante los
cambios, lo que explicaría el intenso apetito de Grego a su vuelta.
Mientras trabajaban no lo perdió de vista. No llegó a percibir nada extraño en él.
Su hermano permanecía inmerso en sus pensamientos, lo que era lógico dadas las

www.lectulandia.com - Página 32
circunstancias.
Una vez hubieron retirado todos los muebles al garaje, Héctor entró en la casa y
volvió a salir llevando dos cervezas. Encontró a su hermano acomodado en una silla
de jardín.
—Un sitio agradable —dijo Grego.
Héctor y Sara habían construido un pequeño cenador en la parte trasera de la casa,
cubierto por un emparrado. Tinajas de barro con flores adornaban el jardín. Una
enredadera se encaramaba por la pared de la vivienda y rodeaba la puerta de acceso a
la cocina, rumbo a las ventanas de la planta superior.
—Te lo has montado bien.
Héctor se encogió de hombros.
—Es Sara quien se encarga de todo.
—Las cosas no te van mal.
—¿En qué sentido?
Grego sonrió al ver a su hermano colocarse a la defensiva.
—En todos. Una bonita casa. Una mujer preciosa. Ahora la niña. Eres jefe de
sección.
—De área.
—Lo sé. Área es más que sección.
—No nos quejamos.
—Compras cerveza de marca…
Bebían de las botellas. El líquido tenía un gusto tostado. Grego lo saboreaba
haciendo chasquear la lengua. Héctor tomó asiento también y estiró las piernas.
—Seguro que aspiras a comprar un Mercedes antes de cumplir los cuarenta.
¿Quieres poner una estrella en tu vida?
Héctor sonrió como si nunca hubiera pensado en ello.
—Estaría bien.
—Tienes tus necesidades de ocio satisfechas —añadió Grego poniendo voz de
anuncio publicitario.
Era la hora en que la gente regresaba de sus trabajos. Se inició un rumor de
coches en la calle, hasta entonces en calma, y gemidos eléctricos de puertas de garaje
abriéndose y cerrándose. Y luego el clamor de los niños que salían a jugar y voces
adultas que se llamaban unas a otras preguntándose qué tal había ido el día.
Procedente de alguna cocina llegaba un aroma a guiso de carne.
Poco después, en cuanto comenzara a declinar la luz, la urbanización se llenaría
de ciclomotores de reparto de comida a domicilio.
Héctor fue a por otras dos cervezas. Comentó que le gustaría construir una
barbacoa. Hablaron sobre el lugar adecuado para colocarla.
Charlaban enfrascados cuando unos crujidos de vegetación aplastada los
interrumpieron.
Procedente del jardín contiguo y atravesando un hueco del seto que servía para

www.lectulandia.com - Página 33
separarlos hizo aparición una tortuga. Se detuvo y estiró la cabeza. Los ojillos miopes
otearon el panorama a ras del suelo. Sus dueños le habían adornado el caparazón con
una llamativa cruz de pintura naranja a fin de localizarla entre la hierba.
Héctor se acercó a ella y le dio media vuelta para dejarla mirando de nuevo hacia
el hueco por donde se había colado. La tortuga escondió la cabeza y las patas al verse
manipulada de tal modo. Pero enseguida volvió a extenderlas, y, lentamente,
comenzó a deshacer su camino.
—Siempre está entrando aquí. Debe de haber alguna planta que la atrae. Una vez
se coló hasta la cocina.
Grego observaba la cruz naranja que desaparecía al otro lado del seto. De pronto
estaba tenso, como si la visita del reptil lo hubiera turbado.
—Se alimenta de vegetales —apuntó Héctor—. Creo.
El hermano menor acabó de un trago lo que quedaba de su botella.
Héctor volvió a sentarse. Pero la charla quedó abandonada.
Estaba distraído, pensando en el modo de limpiar la habitación de invitados,
cuando su hermano habló de nuevo:
—¿Se te ocurrió hacer una foto de las moscas?
La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Había permanecido diez días
conviviendo con un hecho insólito y no se le había ocurrido documentarlo.
—Me habría gustado que lo hubieras hecho.
Héctor se disculpó e, interiormente, se recriminó a sí mismo.
—Me lo has contado y he visto la habitación, pero no soy capaz de imaginarlo.
¿Estás seguro de que eran moscas?
—Así es.
—¿Cómo puedes estar convencido?
Hablaba con calma, como si interrogara a un niño que después de hacer una
travesura cuenta una historia inverosímil para encubrirla.
—Lo comprobé. En cualquier caso, son fáciles de reconocer.
—¿Sara las vio también?
—¿Piensas que me lo he inventado?
Grego se desperezó. Sus articulaciones crujieron.
—Es una historia difícil de creer.
—Has estado en la habitación, has visto el traje de apicultor…
—Lo sé.
—No es necesario que me digas que es difícil de creer.
—Lo siento. No pongo en duda tu palabra.
Echó la cabeza atrás y dejó que los rayos de sol que se colaban a través del
emparrado le cayeran en la cara. Ahora que los pinchazos y cualquier otra molestia
habían desaparecido se sentía muy bien. Mejor, de hecho, de lo que se había sentido
en mucho tiempo.
—Vuelvo a tener hambre. ¿Qué hay para cenar?

www.lectulandia.com - Página 34
—Hola, Sara.
—Hola, Grego.
—¿Es esta mi sobrina?
—No. Es la doble que la sustituye en los viajes, para que no se canse.
—¿Puedo cogerla?
Sara lo miró de arriba abajo.
—¿Puedo?
Héctor entró en la casa cargado con las maletas.
—Está bien —accedió ella—. Pero ten cuidado.
Depositó a la niña en sus brazos.
—Hola, preciosa, ¿cómo estás? No nos conocemos.
Y susurrando las palabras añadió:
—Yo soy tu tío.
Beatriz abrió y cerró las manitas.
—¿Es eso un saludo? ¿Sí? Me parece que sí.
—Ya es suficiente.
La niña regresó a los brazos de su madre, que se la llevó a la habitación. De
camino dirigió un vistazo al sofá del salón, donde ahora dormía Grego, y puso los
ojos en blanco.
—¿Se lo has contado?
—No —respondió Héctor.
Los hermanos habían acordado mantener en secreto lo ocurrido. En opinión de
Grego, revelarlo no solucionaría nada.
—¿Quién iba a creer algo así?
—Tú tampoco me crees, ¿verdad?
Grego desvió la mirada.
—Joder, Héctor.
—¿Qué piensas entonces que ocurrió esos diez días? ¿Que estuviste dormido sin
despertarte? ¿Ni un solo momento? No tiene sentido.
—¿Lo tiene tu historia?
—¿Cómo explicas entonces lo del año pasado? ¿Y el estado de la habitación
cuando despertaste?
Grego movió la cabeza negativamente.
—No lo sé.
Hizo una pausa.
—De lo único de lo que estoy seguro es de que ya ha pasado —carraspeó—, y
que tu versión no nos favorece a ninguno.
Durante el viaje de regreso a casa Héctor había mentido a Sara. Su hermano había
conocido a alguien en el avión que lo había traído desde Tailandia. Una chica. La
noche que ellos pasaron en el hospital ella lo llamó. Pasaron juntos los diez días

www.lectulandia.com - Página 35
siguientes.
La mentira previa acerca de cómo no había encontrado la documentación ni el
dinero de Grego entre su equipaje apoyaba la historia.
Ella viajaba en el asiento trasero, junto al serón de Beatriz, y miraba a su marido a
través del retrovisor.
—¿Y la habitación? ¿Y las moscas?
—Una infestación. Nada que ver. Debí llamar a los exterminadores en el primer
momento.
La habitación de invitados había sido desinfectada mediante aceite fenólico y una
bomba de agua, al igual que los muebles, que continuaban en el garaje. De todos
modos el panorama con que se encontró Sara era desolador: el agua había corrido la
pintura de las paredes e hinchado el parqué; mientras que la fetidez del encierro había
sido reemplazada por un picante olor químico.
En su dormitorio, Sara se paseaba acunando a la niña. Héctor entró y vio que
estaba llorando.
—No sé lo que os traéis vosotros dos entre manos ni quiero saberlo —espetó a su
marido—, pero no admito que me tomes por estúpida.
Él trató de replicar pero ella no se lo permitió.
—¿Qué coño pasa con tu hermano?
—¿Qué pasa con él?
—Estaba divirtiéndose por ahí, tan tranquilo, mientras nosotros nos
preocupábamos. ¿No crees que eso merece más que una disculpa por su parte?
Hizo una pausa. Los ojos le brillaron.
—No habéis estado juntos, ¿verdad? No has esperado a que yo me fuera para
reunirte con él e iros de juerga. Di me que no.
Hablaba sin alzar la voz, para no sobresaltar al bebé, pero las palabras le salían
disparadas por el enfado. Una perdigonada de saliva fue a parar al rostro de Beatriz,
que arrugó el ceño. Sara se apresuró a limpiarla.
—Perdón, mi amor. —Le pasó un pañuelo de papel por la frente—. Perdón.
Un nuevo ataque de lágrimas la hizo sentarse en la cama.
Héctor fue junto a ella. Alargó la mano para acariciar al bebé pero Sara lo apartó
de él.
—Sara…
—Imbécil.
—Escúchame bien, te lo pido. Yo no he tenido nada que ver con lo que ha pasado.
Nada. Deseo que quede claro.
Calló a la espera de una respuesta.
—¿Sara?
Ella depositó al bebé sobre la cama y se secó las lágrimas. Héctor le acarició la
espalda. Ella no se movió ni dijo nada.

www.lectulandia.com - Página 36
Los análisis determinaron que Grego se hallaba en perfecto estado. En cuanto
conoció los resultados anunció su intención de regresar a Tailandia.
—Es mejor no complicar más las cosas —dijo a su hermano—. Ya te he causado
demasiadas molestias.
Héctor opinaba que debía quedarse un tiempo y asegurarse de que no surgían
secuelas.
Grego sonrió sin humor, como si su hermano insistiera en una broma ya gastada.
—Me encuentro perfectamente. Ya has oído al médico. Además, tengo que volver
al trabajo. Estaré bien, de veras.
En efecto, su aspecto era excelente; nada que ver con el que presentaba cuando
apareció por sorpresa en la maternidad del hospital.
Sara recibió la noticia con muda satisfacción. En el momento de la despedida se
mostró distante pero cordial. Aceptó las disculpas de Grego.
Héctor acompañó a su hermano al aeropuerto. Decidieron actuar como si nada
hubiera ocurrido. También quedaría entre ellos que era el hermano mayor quien
pagaba el billete a Bangkok. Se despidieron con un abrazo.
—Tómate las cosas con calma —pidió Grego.
Antes de separarse Héctor le devolvió la foto de los dos que había tomado de su
cartera. Grego la miró un instante, como si no supiera de qué se trataba. Sonrió y se la
guardó en el bolsillo trasero de los pantalones.
Héctor lo observó alejarse entre la corriente de pasajeros. Todavía estaba al
alcance de su vista cuando, antes de llegar al control de pasaportes, se volvió para
decir algo a dos chicas que estaban tras él en la cola; llevaban pantalones cortos y
camisetas de tirantes. Las chicas se miraron entre sí y rieron. Vio que les enseñaba su
tarjeta de embarque y que ellas a su vez hacían lo mismo con las suyas. Luego él dijo
algo más y entonces fueron los tres quienes rieron.

www.lectulandia.com - Página 37
---
Pautas de comportamiento

A finales de julio, la madre de Sara se encontraba lo bastante recuperada de su flebitis


como para hacerles una visita. Para entonces la habitación de invitados había sido
restaurada y la mayor parte de los muebles sustituida por otros nuevos.
Coincidiendo con su estancia, Sara y Héctor organizaron una cena para celebrar el
comienzo de las vacaciones veraniegas. Asistió un grupo de amigos entre los que se
contaban vecinos y compañeros de trabajo de ambos.
Laura, la madre de Sara, quien fumaba cigarrillos extralargos, vestía trajes de
espiga y hacía gala sin rubor de un trasnochado orgullo de clase —su difunto marido
había sido durante veinte años subdirector de una compañía naviera—, fue sin
ninguna competencia la estrella de la cena. Desde la cabecera de la mesa deleitó a los
invitados con anécdotas sobre la élite financiera de antaño y —a petición de algunos
— también sobre la infancia de Sara, aunque sin sobrepasar el punto a partir del cual
esta pudiera haberse sentido de veras avergonzada.
Ese año el matrimonio no salió de vacaciones, prefirió quedarse en casa cuidando
y disfrutando de Beatriz.

El otoño se estrenó con una violenta tormenta eléctrica. El cielo se ennegreció en


pleno día y obligó a encender la iluminación de la refinería.
Un rayo cayó sobre la chimenea principal. Al instante todos los motores eléctricos
de la instalación se detuvieron, fundidos o bien desconectados por sus dispositivos de
seguridad. En las salas de control se desató el frenesí.
Héctor se encontraba en el exterior y no lejos de la chimenea cuando descargó el
rayo. En sus recuerdos quedaría fijado a cámara lenta el momento en que el látigo
blancoazulado surgió entre las nubes y azotó el extremo de la construcción como si
entre ellos existiera algo personal. El estampido hizo que le temblaran los dientes. La
emisora que sostenía en la mano salió despedida para caer a diez metros de distancia,
fundida y humeante.
Dos hombres corrieron hacia él gritando su nombre. Héctor continuaba con el
rostro alzado hacia la cima de la chimenea, a doscientos metros de altura, la
mandíbula colgante, como si acabara de ser testigo de una manifestación divina. El
fantasma del rayo permaneció fijado a su retina por dos días, manifestándose cada
vez que cerraba los párpados. Al cabo de ese tiempo languideció; se hizo una grieta
de luz, luego un filamento y más tarde nada.

www.lectulandia.com - Página 38
Él fue el único que se hallaba en las cercanías de la chimenea en el momento en el
que cayó el rayo. Durante varios días, la gente lo señaló admirada y no pocos se
aproximaron para que les relatara lo sucedido.
Una tarde, cuando Héctor salía de su coche al regreso del trabajo, un niño surgido
de la nada apareció junto a él, posó una mano sobre una de las suyas, la mantuvo allí
un par de segundos, absorbiendo su energía, y luego echó a correr sin haber
pronunciado palabra.

Concluyó el permiso por maternidad y Sara regresó al trabajo. Contrataron a una


niñera para que cuidara de Beatriz. Tenía veintiocho años y quería trabajar en el
teatro, aunque después de mencionarlo en la entrevista para conseguir el puesto nunca
volvió a hablar del tema. Era la mayor de cinco hermanos y manejaba a Beatriz con
precisión desenvuelta. Poseía una melena larga y pelirroja que durante las horas de
trabajo llevaba recogida. De no ser por un marcado estrabismo en el ojo izquierdo
habría sido atractiva. Se llamaba Carol.
Además de cuidar a la niña se encargaba de la casa. Algunos días, a su regreso de
la refinería, Héctor la encontraba todavía allí, pasando la aspiradora o limpiando las
lámparas con agua y amoniaco.
Hasta entonces Sara y él se habían repartido las tareas domésticas. A Héctor
nunca le había molestado. Más bien al contrario. Le parecía una actividad provista de
ocultas dotes relajantes, lo más próximo a la laborterapia que había experimentado.
Sin embargo, contemplar a una tercera persona desempeñando el mismo trabajo le
producía un efecto opuesto. Ver a aquella chica limpiar el polvo o escanciar líquido
desatascador en los desagües lo llenaba de tristeza.

Héctor soportaba con estoicismo los malos tragos que su trabajo en la refinería
conllevaba. Al contrario de lo que en un principio había esperado, eran muchos más
los temas administrativos —rutinarios y, cuando tenían que ver con la gestión del
personal, a menudo desagradables— que debía afrontar que los rigurosamente
técnicos.
No se quejaba. No se veía a sí mismo superior a aquellos que lo rodeaban ni creía
que ser capaz de definir su insatisfacción lo hiciera merecedor de algo mejor.
Desempeñaba su labor dando lo mejor de sí mismo. Cualquier tentación de desahogo
doméstico se disolvía rápidamente cuando escuchaba de boca de Sara los dramas que
a diario tenían lugar en los quirófanos.
Por las noches ella le daba masajes en el rostro, asegurándole que acabaría
cubierto de arrugas antes de los cuarenta si no aprendía a liberar la tensión. Héctor
prometía seguir el consejo. La voz le salía como la de un radiocasete al que se le
estuvieran acabando las pilas.

www.lectulandia.com - Página 39
Por supuesto, pensaba en su hermano. Este había regresado a sus modos habituales y
daba escasas señales de vida; solo una llamada telefónica pocos días después de su
partida y, unos meses más tarde, una postal con motivo del cumpleaños de Héctor. En
ella aparecía la foto de una puesta de sol sobre el Golfo de Tailandia y, en primer
término, una canoa tradicional, reducida a mera silueta negra, ocupada por un único
tripulante. El remo detenido en mitad del movimiento de entrar en el agua. Su cabeza
se volvía pensativamente hacia el astro en declive.
La postal llegó con varios días de retraso respecto al cumpleaños. Después de
desearle felicidades Grego añadía, refiriéndose a sí mismo, que el negocio marchaba
viento en popa. Se mantenía por encima del umbral de la solvencia.
En una breve posdata apuntaba sin entrar en detalles que todo seguía bien.
Héctor colocó la postal en un lugar bien visible del panel de corcho de su
despacho.
A medida que transcurrían los meses, lo acontecido iba adoptando tintes de
ficción. La rutina diaria negaba con rotundidad que pudiera haber pasado.
Cuando Sara le preguntó si había algo en especial que le gustaría como regalo de
cumpleaños, Héctor pidió una cámara fotográfica. La que tenían hasta entonces era
un modelo antiguo y pesado.

La noche de Navidad pagaron un suplemento a Carol para que cuidara de Beatriz.


Ellos habían sido invitados a cenar por Romano Santos. Su casa se hallaba también
en la urbanización; disponía de piscina, gimnasio y garaje para varios coches. Corría
el rumor no confirmado de que el garaje contaba con calefacción.
Santos trabajaba en la refinería, a decir de muchos por simple diversión, pues el
dinero de su familia le hubiera permitido vivir holgadamente sin trabajar. Ocupaba
una jefatura de departamento. El hecho de que se encargara de un área de trabajo
diferente a la de Héctor, y que no fuera superior directo de este, evitaba situaciones
incómodas y permitía que Sara y él aceptaran sus invitaciones con sincero gusto.
El salón estaba presidido por un ajedrez para cuatro jugadores con tablero de
mármol. Durante los aperitivos los invitados bebieron agua de pozos artesianos
noruegos, que Santos escanció en pequeñas raciones.
Durante el transcurso de la cena alguien mencionó al comensal sentado a su lado
—aunque con la verdadera intención de que todos pudieran oírlo— la historia de una
vecina que había presentado una denuncia de violación contra su marido. Aunque
más tarde retiró la acusación. Todos conocían a los aludidos. Él era comedido y
amable, no había indicios de que su matrimonio pasara por problemas. Héctor se
inclinó por el veredicto de inocencia. En su opinión, la historia ofrecía escasos visos
de verosimilitud. Otros, estimulados por lo tortuoso del tema, prefirieron aventurar
conjeturas.

www.lectulandia.com - Página 40
Desde su puesto de anfitrión, Santos los observaba discutir y disfrutaba de la
animación reinante. Tenía el cabello gris acero y un fino bigote del mismo color.
El debate se prolongó hasta los postres, momento en que se disolvió en una lluvia
de chismes sin concierto.
Cuando estaban despidiéndose y recogiendo los abrigos, otra de las invitadas se
acercó a Sara y disimuladamente le confesó que la cena ofrecida por ella el verano
anterior había sido mejor.
La pareja regresó a casa a pie. Ambos estaban achispados. Por el camino volvió a
surgir el tema de la denuncia de violación. Sara contó que cuando tenía dieciocho
años había ido con un chico a una fiesta celebrada en casa de una de sus amigas. Los
padres de esta no estaban así que disponían del lugar para ellos. Después de beber
bastante, el chico empezó a ponerse desagradable. Lejos de atender a las peticiones
de Sara para que se comportara o bien se fuera a su casa, él intentó propasarse.
Estaban solos en una habitación donde se habían refugiado para que no los vieran
discutir. La empujó sobre la cama y antes de que Sara pudiera hacer nada por
impedirlo le abrió la blusa haciendo saltar los botones y arrancó el sujetador. Los
tirantes le dejaron marcas en los hombros. Ella se defendió. Le clavó en el muslo un
alfiler para el pelo. Lo amenazó con volver a hacerlo si se acercaba de nuevo.
El chico retrocedió tambaleándose. Una mancha de sangre crecía en la pernera de
sus pantalones y se descolgaba hacia la rodilla. Salió de la habitación con cara de ir a
vomitar.
Sara permaneció allí hasta que recuperó la calma. Luego llamó discretamente a su
amiga para que le prestara algo de ropa.
Más tarde consideraría como un triunfo personal el haber resuelto la situación sin
pedir ayuda.
Hasta ese momento, Héctor había desconocido la historia.
Después de pagar a Carol y asegurarse de que la niña estaba dormida, hicieron
uso del retorcido tubo de vaselina que guardaban en el armario de su cuarto de baño.

En el mes de febrero, un lunes a primera hora de la mañana, mientras Héctor y sus


compañeros tomaban café de máquina en vasos de poliestireno y charlaban sobre el
fin de semana antes de atacar el trabajo, las sirenas de alarma volvieron a sonar en la
refinería.
Una de las tuberías que introducían el crudo en el enorme horno que lo calentaba
antes de enviarlo a la torre de destilación había reventado y provocado un incendio de
grandes proporciones. Bastaron unos segundos para darse cuenta de que el problema
superaba las capacidades de los servicios de emergencia de la refinería. Se llamó a los
bomberos. La policía comenzó a evacuar las viviendas próximas.
Un derroche incontrolado de espuma extintora durante los primeros momentos
hizo que los alrededores del horno quedaran empantanados por un manto blanco de

www.lectulandia.com - Página 41
medio metro de espesor. La válvula de paso de la conducción reventada era imposible
de localizar. El sistema que permitía cerrarla a distancia desde la sala de control no
respondió, dañado por el fuego o por la espuma.
Héctor se hallaba al frente de una de las brigadas contraincendios compuestas por
empleados de la refinería. Los colores de cuanto los rodeaba se reducían al naranja
del fuego, el blanco de la espuma y el negro del humo. El calor alcanzó el nivel
suficiente para derretir el metal a cinco metros de distancia del horno. Tuberías y
pasarelas de acceso colgaban como relojes dalinianos.
Pronto fue evidente que no lograrían nada atacando directamente el foco del
fuego. Héctor decidió emplear una de las dos mangueras de su brigada para refrigerar
un reactor próximo, que corría el peligro de resultar dañado si continuaba
aumentando la temperatura, mientras la otra barría la espuma acumulada y así
permitía que una segunda brigada encontrara la válvula de paso y la cerrara
manualmente.
El accidente se zanjó con cuantiosos daños materiales pero ninguna víctima
personal. La brigada de Héctor y él en particular fueron felicitados por su efectividad
y sangre fría.
Durante su momento álgido el fuego había llegado a propagarse por los conductos
de escape del horno, y asomado por la parte alta de la chimenea de la refinería, que
por espacio de unos minutos quedó convertida en un inmenso faro.
Sara se encontraba en el hospital, ocupada en el quirófano, y no tuvo noticia del
episodio hasta después de que hubo concluido.
Carol sí tuvo ocasión presenciarlo. Desde las ventanas de la casa, con Beatriz en
brazos, contempló el espectáculo de la espesa columna de humo que se alzaba hacia
el cielo, la chimenea coronada por el penacho de llamas y los helicópteros que
trazaban círculos en torno a ambas. Animaba a la niña a que mirara hacia allí
diciéndole lo bonito que era. Aun a aquella distancia era posible distinguir las hebras
de espuma —levantadas por Héctor y sus hombres— que ascendían impulsadas por
el aire caliente como una nevada invertida. En ningún momento llegó a pensar que
allí dentro pudiera haber personas que corrían verdadero peligro.

En la primavera se corrió el rumor de que la empresa petrolera madre de la refinería


iba a iniciar un plan de jubilaciones anticipadas para los empleados de mayor edad. El
director lo confirmó durante una reunión matinal de jefes y supervisores. Los más
jóvenes tendrían vía libre de cara a las promociones. Héctor recibió un codazo de
quien estaba sentado a su lado. Desde el otro lado de la mesa Romano Santos le guiñó
un ojo.
El jefe de departamento de Héctor entraba en la franja de edad de quienes podían
beneficiarse del retiro adelantado. Era un hombrecillo de hablar huidizo y opiniones
maleables. Tenía la costumbre de chuparse las encías. Llevaba en la compañía toda su

www.lectulandia.com - Página 42
vida. No hacía mucho que ocupaba el cargo y era una opinión general que este se
trataba más de un premio a su fidelidad que a su valía.
Esa tarde Héctor fue a correr al bosque. Recostado contra un árbol se esforzó por
mantener la mente en blanco.

Le gustaba sentarse en el mostrador de la cocina y observar a Sara las noches en que


a ella le tocaba preparar la cena. Mientras tanto, él se interrogaba sobre los aspectos
de su vida en que adoptaba un comportamiento excesivamente pasivo.
No había preocupación que las escenas domésticas no pudieran aliviar en buena
medida. Disfrutaba del costumbrismo moderno, con meterse en la bañera junto a su
mujer y su hija, con deambular por el videoclub en busca de una película y volver a
casa y preparar palomitas de maíz, momentos de serenidad que le recordaban que
había logrado algo que muchas personas pasan toda la vida anhelando. Daba las
gracias por lo que poseía. Un agradecimiento abstracto que no iba dirigido a nadie ni
nada en particular.
Sara había conservado su buena figura después del parto. En la calle los hombres
se volvían para mirarla. Era alta, casi tanto como su marido —que pertenecía a una
familia de personas de gran estatura—, y poseía una abundante melena castaña que le
llegaba hasta más abajo de los hombros y cuidaba con esmero. Prestaba atención a su
apariencia, como compensación —le gustaba decir— a tener que pasar buena parte
del día embutida en la impersonal ropa de quirófano, con el pelo dentro de una funda
de papel desechable y la cara cubierta por una mascarilla.
Por las noches se desnudaba mientras Héctor, tumbado en la cama con las manos
bajo la nuca, disfrutaba del espectáculo. A continuación se contemplaba
detenidamente en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario. Apretaba y
estiraba la piel de los muslos en busca de imperfecciones. Le preocupaba la evolución
de sus pechos. Se los miraba de frente y de perfil y a continuación de nuevo de frente.
Los levantaba con las manos.
—¿Tú qué crees? ¿No están un poco caídas?
Seguía así hasta que Héctor le pedía con voz ronroneante que entrara en la cama.

Cuando a Héctor le resultaba difícil conciliar el sueño recurría a una fantasía


relajante. Imaginaba un gran par de manos demiúrgicas que lo doblaban
repetidamente y apretaban hasta hacer de él una pelota, proceso al que atendía
impasible, sin sentir el menor dolor puesto que en esa fantasía estaba fabricado de un
material plástico y maleable que se plegaba sin oponer resistencia a los deseos de las
grandes manos. Luego, estas lo lanzaban con fuerza inusitada lejos de ellas, como si
más que una pelota fuese un cohete —simple juguete del que ya se hubieran hartado
—, y pasaba sobre edificios y montañas y lagos mientras gozaba con plena

www.lectulandia.com - Página 43
tranquilidad del vuelo pues poseía la certeza de que tras la caída —indolora también
— seguiría un rebote que —gracias a su naturaleza elastoplástica— lo elevaría a igual
altura y más lejos aún. Así una y otra vez…

***

Una mañana, cuando faltaban dos días para el primer cumpleaños de Beatriz, sonó el
teléfono.
Contestó Héctor. Estaba terminando de vestirse para ir al trabajo. Al principio no
reconoció la voz que le hablaba. Sonaba atropellada y había ruido de fondo en la
línea, la señal se entrecortaba.
Era Grego. Llamaba desde el aeropuerto de Bangkok.
Después de colgar, Héctor tomó asiento en la cama, donde permaneció con el
rostro entre las manos hasta que un toque de claxon lo informó de que sus
compañeros habían llegado a recogerlo.
Sara no se sintió ni mucho menos feliz al enterarse de la nueva visita de su
cuñado. Y menos aún cuando supo que se encontraba enfermo.
—Lo que ha de hacer es ver a un médico. ¿Por qué viene aquí?
Héctor no supo responder sin poner en entredicho su salud mental ni hacer
enfadar más a su mujer.
—¿Cuánto va a quedarse?
—Varios días. Dos semanas. No sé.
Sara preguntó si no había otro lugar donde pudiera alojarse.

Recogió a su hermano en el aeropuerto. Grego parecía aún más descompuesto que el


año anterior. Pálido y afiebrado, al borde de un ataque de nervios. Su aspecto había
atraído la atención del personal de aduanas, que lo había obligado a abrir su equipaje
y sometido a un poco delicado interrogatorio.
Cuando por fin llegó junto a su hermano mayor no se detuvo en saludos, lo
empujó hacia las puertas de salida.
—Va a ser esta noche —dijo.
Había creído que no llegaría a tiempo. El vuelo había sufrido un retraso de dos
horas en una de las escalas.
Una vez en el coche, Héctor le pidió que se tranquilizase. Había llevado
ansiolíticos.
—Esto no va a hacerme nada —dijo él, casi gritando, pero aun así se tragó una de
las pastillas—. Héctor, tienes que ayudarme.
—Lo estoy haciendo.
—Tienes que llevarme a un médico. A uno bueno.

www.lectulandia.com - Página 44
Héctor le dirigió un rápido vistazo, iban por la autopista. Conducía por encima del
límite de velocidad.
—De momento esperaremos.
—¿Esperar? ¿A qué?
Grego empezó a sollozar.
—¿Qué me está pasando?
El hermano mayor realizaba dolorosos esfuerzos por aparentar calma. Apretaba el
volante. Tenía blancos los nudillos.
—No vamos a tu casa —se percató Grego—. ¿Adónde vamos?
Tras la muerte de sus abuelos paternos los dos hermanos habían recibido en
herencia la casa de estos. Una vivienda tradicional, de finales del XIX, a la que se
habían efectuado abundantes reformas. De la construcción original quedaba más bien
poco, con excepción de los muros exteriores, de piedra caliza. Cuando sus abuelos
eran aún jóvenes, el establo y el corral se habían trasladado desde la planta baja a una
dependencia anexa levantada con ese fin, y actualmente en estado de ruina. El
antiguo horno para el pan había desaparecido, al igual que muchos de los ladrillos de
tejar que cerraban la parte superior de la fachada, cuyos huecos se encontraban ahora
ocupados por nidos de golondrina.
El valor de la propiedad radicaba en la parcela donde se levantaba: diez hectáreas
de pastos y árboles —robles y, a medida que se ascendía en altitud por la línea de
montañas paralela a la costa, hayas—, sin otras construcciones a la vista y a menos de
una hora de la ciudad.
Después de muchos esfuerzos, Héctor había convencido a su hermano para no
venderla. Se amparó en la revalorización del terreno.
El acceso se llevaba a cabo por un camino que solo en los últimos metros
cambiaba el firme de tierra por una capa de cemento agrietado.
Héctor visitaba la casa de tanto en cuando. Se aseguraba de que los candados
colocados en las puertas y ventanas ejercieran su labor. Mantenía el camino
transitable. Albergaba la esperanza de, algún día, acondicionarla como sitio de
descanso. Lejos de la escasa intimidad que ofrecía la urbanización.
—¿Quieres que me quede aquí? ¡Está cayéndose a pedazos!
—Las habitaciones de arriba están en buen estado. Nadie nos molestará.
Grego arremetió con una sarta de quejas que su hermano procedió a atajar.
—No puedes quedarte en casa. ¿Sabes lo que va a ocurrir dentro de poco?
Grego meneó la cabeza afirmativamente.
—Ya no crees que me lo inventase, ¿verdad?
—No sé qué creer.
Héctor resopló.
—No podemos ir a casa —dijo remarcando las palabras—, con Beatriz, la niñera
y todos los vecinos alrededor.
—Llévame a un hospital.

www.lectulandia.com - Página 45
Estaban frente a la casa. Héctor detuvo el coche y se volvió hacia su hermano.
Adoptó la misma expresión que empleaba cuando en el trabajo se veía obligado a
imponer su parecer ante los subordinados.
—Grego, ¿piensas de veras que existe alguien en el mundo capaz de ayudarte?

Escogieron la mayor de las habitaciones. Héctor se aseguró de que la ventana y los


postigos estuvieran bien cerrados. Los muebles que en el pasado ocuparon la estancia
habían sido vendidos o llevados al vertedero. Las paredes eran blancas, salvo por
alguna mancha aislada de humedad. Una gruesa capa de polvo cubría la madera del
suelo. Del techo colgaban unos cables con los extremos pelados. La casa no contaba
con conexión eléctrica desde hacía años.
—Vamos, ayúdame —pidió Héctor.
En el maletero llevaba varios rollos de plástico de embalar que entre los dos
extendieron sobre el suelo de la habitación. Contaba también con una colchoneta
hinchable, una manta, una linterna y algo de comida y agua para esa noche. Había
llevado platos de papel, leche y un paquete grande de algodón.
—¿Te vas ahora?
—Tranquilo —respondió Héctor sentándose junto a él en la colchoneta—.
¿Quieres comer algo?
—No tengo hambre. Me gustaría librarme de este dolor de cabeza.
—He traído Tylenol. Aunque no sé si te conviene después de lo que ya has
tomado.
—No puedo estar peor que como me siento.
Anochecía. La habitación iba quedándose en penumbra. Encendieron la linterna.
Grego permanecía recostado contra la pared con los ojos cerrados. Una vena le
latía en mitad de la frente.
—¿Cómo te encuentras?
A modo de respuesta Grego se levantó y se quitó la ropa hasta quedarse solo con
los calzoncillos. Tenía la piel enrojecida y en algunas partes hinchada y arañada.
—¿Y eso?
—Llevo dos días rascándome sin parar.
Volvió a sentarse. Guardaron silencio por unos instantes.
—¿Tienes alguna idea de por qué te está pasando esto?
El hermano menor abrió los ojos y miró detenidamente a Héctor. Cuando habló
empleó un tono similar al usado por este momentos antes en el coche.
—¿En serio crees que hay un motivo para lo que me está pasando?
Héctor se limitó a pasear el círculo de luz de la linterna en busca de arañas.
—¿Qué hora es? —preguntó Grego.
—Casi las once.
—Quiero que te vayas.

www.lectulandia.com - Página 46
—¿Estás seguro?
—No te quedes en la casa. Vete.
—No sé si…
Pero Grego le atajó.
—Tienes que prometerme que lo harás. No quiero que estés aquí. Y dentro de
diez días…, tampoco quiero que estés. Que no haya nadie cerca.
Héctor apuntó con la linterna al rostro de su hermano, como si quisiera asegurarse
de que era él quien estaba hablando. Brillaba de sudor y tenía mechones de cabello
pegados a la frente.
—No te preocupes.
—Vete.
El hermano mayor se puso en pie.
—¿Quieres la linterna?
—La luz me molesta. Llévate también la ropa.
Se estrecharon las manos.
Pero a Héctor aún le quedaba algo por hacer. Antes de irse distribuyó varios
platos de papel por el suelo. Empapó con leche unas bolas de algodón y las dejó en
ellos.
—¿El desayuno? —preguntó Grego con una sonrisa torcida.
—¿Seguro que no necesitas nada más?
—No.
Cuando finalmente salió, el cuarto quedó en total oscuridad.
No se fue de inmediato. Aguardó junto a la puerta, en el pasillo vacío e iluminado
por la linterna. Sabía que su hermano estaría escuchando, a la espera de oír sus pasos
alejarse. No se habían dado un abrazo. No habían entrecruzado palabras de
despedida. Daban por sentado que volverían a verse.
Diez días al año tampoco es tanto tiempo. Unas breves vacaciones.
Llevaba la ropa de Grego hecha un fardo. Se agachó y colocó las prendas
extendidas contra la parte baja de la puerta. El suelo era irregular y quedaba una
amplia rendija entre la puerta y él.
Luego salió de la casa, que quedó sumida en un silencio pétreo durante horas.
En el camino de regreso pensó en las fantasías de destrucción de Grego. En ellas,
el final de cuanto lo rodeaba no venía provocado por ningún instinto de venganza ni
neurosis latente, tan solo por el deseo de crear un mundo donde sus preocupaciones y
responsabilidades dejaran de tener sentido.
Una puesta a cero.

—¿Me crees ahora?


De nuevo en el pasillo. La luz del sol ponía en evidencia el polvo acumulado en el
suelo.

www.lectulandia.com - Página 47
A Sara le temblaba la mandíbula. Habían abierto la puerta solo un instante y
apenas una rendija. Héctor volvió a colocar la ropa del suelo empujándola con el pie.
—¿Cómo es posible?
—No me hagas esa pregunta.
—Pero… ¿estás seguro?
—Tú lo has visto.
Sara negó con la cabeza.
—Deberíamos informar a alguien.
Héctor la miró fijamente. Ella empezó a caminar arriba y abajo por el pasillo.
—Algún médico o… No sé…
Su marido la interrumpió. Vistió sus palabras de una calma ensayada.
—Sara, yo voy a bajar un momento al coche. Mientras tanto quiero que pienses
seriamente sobre lo que acabas de decir. Y luego hablaremos.
Unos minutos después regresaba con varias bolsas que contenían un nuevo traje
de apicultor y una pieza de tela mosquitera para la puerta. Llevaba también el
equipaje de Grego, que el día anterior se había quedado en el coche. Lo dejó todo
sobre el somier desnudo que había en la habitación contigua.
Además de electricidad, la casa tampoco disponía de agua y eso constituía un
inconveniente a la hora de asearse. En visitas posteriores llevaría unas cuantas
garrafas, jabón y toallas.
—¿Lo has pensado?
Sara fumaba un cigarrillo recostada contra la pared del pasillo.
Asintió.

Héctor cumplió con la palabra dada. Transcurridos los diez días aguardó hasta bien
entrada la mañana antes de acudir a la casa. No había podido dormir esa noche, lo
mismo que Sara, que no dejó de revolverse en su lado de la cama y se levantó dos
veces con la disculpa de comprobar si Beatriz estaba bien.
La habitación contigua a la de las moscas había sido acondicionada como
almacén y vestuario. El día anterior había dispuesto en ella ropa limpia y algo de
comida: chocolate y zumo de naranja envasado. Dudó sobre dejar también leche. Al
final decidió no hacerlo.
Cuando llegó, Grego ya se estaba aseando.
—Me alegro de verte —dijo el hermano mayor.
—No te acerques mucho. Parece que se me hubiera muerto algo dentro de la
boca. Apesta.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si me hubieran dado una paliza. Aparte de eso estupendamente.
Grego se enjuagó la boca con un trago de agua. La escupió por la ventana. Se
quedó unos instantes allí, dejando que el sol lo calentara.

www.lectulandia.com - Página 48
—¿Qué tal ha ido todo para ti? —quiso saber.
—Mejor que la otra vez. ¿Sientes pinchazos?
—No. Me estoy recuperando más rápido.
—Puede que te estés habituando.
Grego seguía mirando al exterior. La temperatura era agradable. Una brisa ligera
ondulaba la hierba de los campos. Se palpó el torso.
—No estoy seguro de haber adelgazado. Creo que sí.
—Eso tiene fácil solución. ¿Hambriento?
—Me comería un caballo.
Antes de que llegara Héctor, ya había dado cuenta de tres chocolatinas y un litro
de zumo.
—Termina de vestirte, iremos a desayunar. Sara está deseando verte.
Grego lo miró sorprendido.
—¿Seguro?
—Seguro.
En el coche Héctor lo interrogó sobre lo que era capaz de recordar.
—Recuerdo que estuviste conmigo en la habitación. Te fuiste y te llevaste la luz.
En ese momento sentía que me iba a estallar la cabeza. Poco después el dolor
desapareció. Es lo último que recuerdo: el dolor yéndose. Me quedé dormido.
Supongo.
—¿Algo más? Cualquier cosa. Aunque no te parezca importante.
Hizo memoria. Llevaba la ventanilla abierta y el brazo colgando por fuera. No
apartaba los ojos del paisaje. Avanzaban por caminos vecinales. Faltaba un trecho
para llegar a la autopista.
—Recuerdo… en el instante previo a caer dormido… una sensación de espesura.
No podría describirlo más exactamente. Como si el aire se volviera espeso.
Hizo una pausa.
—¿Qué me está pasando?
Héctor no contestó.
—¿Crees que volverá a ocurrir? —quiso saber Grego.
—Ha ocurrido tres veces.
—Quieres decir que sí.
—No creo que este asunto permita sacar conclusiones.
—Pero piensas que sí.
—¿Recuerdas la fecha exacta en que te ocurrió la primera vez, en Pattaya?
—Diez de junio. La misma que las otras.
Héctor guardó silencio. Miraba pensativo la carretera.
—¿Qué crees qué significa?
El hermano mayor se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
Llegaron a la autopista. No había apenas tráfico. Aceleró.

www.lectulandia.com - Página 49
—¿Hoy no vas a trabajar? —preguntó Grego.
—He pedido permiso. Y Sara también. Ahora nos espera en casa.
Luego añadió:
—Esta vez he hecho fotos. En la guantera.
Las fotos estaban dentro de un sobre. Grego lo sostuvo unos momentos,
sopesándolo.
A los lados de la autopista, por encima de las barreras antirruido, se alzaban
concesionarios de coches, centros comerciales y edificios corporativos. Pasaron
frente a un establecimiento de venta de piscinas prefabricadas situado sobre una
elevación del terreno. Tres inmensas bocas de color celeste en posición vertical,
apuntaladas con andamios, bostezaban hacia los vehículos que circulaban por la
autopista.
Grego chasqueó la lengua, se dio unos golpecitos con el sobre en la rodilla y
volvió a guardarlo en la guantera sin haber llegado a abrirlo.
—Más tarde —dijo.

Sara los recibió con una sonrisa que no ocultaba su miedo.


—Hola, Grego. ¿Cómo estás?
En el breve abrazo que se dieron ella le tanteó los hombros, como si quisiera
asegurarse de su firmeza. Luego se apartó rápidamente. Retrocedió hasta quedar con
la espalda contra la pared. Rectificó. Avanzó un par de pasos. Beatriz, encaramada a
una silla de bebé, contemplaba la escena con reserva. Acababa de desayunar, aún
tenía churretones de comida en la barbilla.
Su madre la limpió con el babero.
—Mira, Beatriz. Este es tu tío Grego.
La voz de Sara tembló perceptiblemente.
El aludido se agachó para quedar a la altura de la niña.
—Hola, cariño. No te acuerdas de mí.
Estaba flaco y desastrado. Llevaba el cabello revuelto y el rostro marcado por un
resto de aturdimiento. Sus palabras sonaron provistas de una intención sospechosa.
Beatriz se echó atrás haciendo un puchero y alzó los brazos hacia su madre, que se
apresuró a cogerla.
—Pronto se acostumbrará a ti —afirmó Héctor—. Mientras Sara y yo preparamos
un buen desayuno —añadió—, ¿por qué no te das una ducha? Te sentirás mejor.

Estaban todos sentados a la mesa de la cocina tomando café. Beatriz se acomodaba


sobre las rodillas de su madre.
—Estoy de acuerdo en que es imposible sacar conclusiones —decía Sara—. No
podemos fiarnos de que exista… o vaya a existir —corrigió— una pauta fija.

www.lectulandia.com - Página 50
—Quieres decir que puede ser impredecible —quiso saber Grego.
Ella asintió.
—¿Esta vez sentiste los síntomas con la misma antelación?
—Sí. Idéntica.
Grego se hallaba recuperado en lo que al aspecto físico se refería. Bebía el café a
sorbos, encorvado sobre la taza.
Sara se dirigió a su marido.
—Cuando entrabas en la habitación, ¿notaste algo diferente respecto al año
pasado?
Ella nunca había estado en el lugar, reservándose Héctor el cuidado de los
insectos.
Héctor negó con la cabeza.
—¿La cantidad de moscas era la misma?
—Aparentemente. Es imposible precisar el número.
—Podría ser interesante averiguarlo… —pensó ella en voz alta—. ¿Quién te hizo
la revisión el año pasado? —preguntó a Grego cambiando de tema.
Respondió Héctor en lugar de su hermano. Dio el nombre del médico.
—Lo conozco. Es bueno. Parece que ahora te encuentras bien —dijo a Grego—.
¿Sientes alguna molestia?
—No.
—Podemos repetir la revisión. Pero algo me dice que tampoco esta vez nos dirá
nada.
—Las especulaciones solo nos conducen a ponernos más nerviosos —sentenció
Héctor—. Estamos de acuerdo en que sabemos poco o nada de lo que ocurre. Y que
podemos considerarlo impredecible…
—No tenemos datos suficientes —intervino Sara.
—Por eso creo —prosiguió el hermano mayor— que lo más conveniente sería
que te quedaras con nosotros, en casa, donde podemos cuidarte en caso de que ocurra
algo.
Grego alzó la vista del fondo de su taza de café.
—Sara y yo lo hemos hablado. Y creemos que es lo mejor.
Ella miró hacia la ventana.
—No sé… —empezó a decir Grego.
—¿Qué vas a hacer si no? No podemos volver a actuar como si nada hubiera
ocurrido.
Aguardó a que su hermano dijera algo. Pero este permaneció callado.
—¿Piensas volver a Tailandia? —prosiguió—. Y luego, ¿qué? ¿Tomar un avión y
regresar aquí cada vez que te sientas mal?
Tanto Grego como Sara guardaron silencio.
—Piensa en lo que podría ocurrir si no llegaras a conseguirlo.
No costaba imaginar lo que pasaría si, como Héctor advertía, el momento de la

www.lectulandia.com - Página 51
transformación se presentaba hallándose Grego en un entorno no controlado: en la
calle, un avión en vuelo o, simplemente, una habitación con las ventanas abiertas.
Pero la capacidad para tomar decisiones había abandonado al hermano menor.
Meneó la cabeza.
—En ningún sitio te encontrarás mejor que aquí.
—Quisiera estar solo un momento —acertó a decir Grego.
Su hermano lo acompañó a la habitación de invitados. Grego se detuvo en el
umbral y contempló el acogedor aspecto que ofrecía, muy diferente al de la última
vez que la había visto. Un rayo de sol cruzaba oblicuamente la habitación y formaba
un charco de luz sobre la alfombra. En él flotaban unas inofensivas partículas de
polvo con aspecto de plancton marino.
Grego llevaba los hombros caídos. Las manos colgando a los costados del cuerpo.
Parecía haber envejecido varios años. Ahora que estaba fuera de la vista de Sara y la
niña, dejó de contenerse y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
Héctor le apoyó una mano en el hombro y luego, torpemente, se decidió a
abrazarlo. Como un muñeco entre sus brazos, su hermano no respondió al gesto.
—No te preocupes —pidió Héctor con la voz también quebrada—. Yo cuidaré de
ti. No dejaremos que te pase nada malo.
Cuando regresó a la cocina encontró a Sara todavía en la mesa. Había encendido
un cigarrillo, cosa que nunca hacía cuando estaba en casa, y fumaba arrojando el
humo lejos de la niña. Héctor se sentó frente a ella.
Beatriz se estiraba y empujaba los platos sucios tratando de alcanzar el azucarero.
Emitía unos chillidos agudos cada vez que su madre se lo impedía agarrándola por la
cintura y atrayéndola de nuevo hacia ella.
Sara echaba la ceniza del cigarrillo en la taza de café.
—¿Podremos sobrellevar esto sin volvernos locos?

www.lectulandia.com - Página 52
---
Los dos hermanos y Sara y Beatriz y también Carol

Grego aceptó la propuesta de su hermano. Sin embargo, antes de instalarse, había


asuntos que resolver.
Por última vez, subió a un avión con destino Tailandia.
Sus socios escucharon con atención la oferta de venta sobre su tercio del negocio.
A modo de explicación aludió a una emergencia familiar que lo obligaba a
instalarse con su hermano por tiempo indefinido. La vaguedad con que el motivo fue
expresado daba a entender una naturaleza mortificante que disuadió a la pareja de
socios de formular preguntas.
La oferta era generosa y ellos dieron una muestra de caballerosidad al no regatear
el precio. Grego no pudo dejar de pensar que, una vez superado el primer asombro,
sus socios se habían alegrado con la noticia. Después de tres años el negocio estaba
consolidado y entregaba beneficios regularmente; entre los dos podrían conducirlo
sin problemas, y, en caso de ser necesario, atraer el interés de un inversor con
solvencia verificable. En lo referente a las tareas del día a día, Grego sería
reemplazado por un empleado a sueldo, que sin duda les provocaría menos dolores de
cabeza que él.
Durante los días necesarios para poner a punto los trámites Grego se dedicó a
despedirse de las amistades, zanjar el alquiler del apartamento y embalar sus
pertenencias. En un primer momento pensó en venderlo todo y quedarse solo con lo
indispensable. Luego cambió de idea. Si conservaba sus posesiones podría mantener
cierta independencia de Héctor y Sara.
Además, su partida no se hallaba motivada por el despecho o el fracaso. No
dejaba atrás una etapa de la que no quisiera conservar recuerdos.
Preparó un equipaje con lo más necesario y el resto lo dispuso en un contenedor
que facturó por vía marítima.
Una semana después volvía a reunirse con sus socios en la oficina del muelle. Un
notario se halló presente durante la formalización de la venta. A continuación, Grego
recibió un talón por el importe acordado como primera fase del pago. El resto le fue
entregado en forma de dos avales bancarios embolsables a los seis y doce meses
respectivamente.
Sobre una mesa descansaban la documentación de un catamarán deportivo y el
presupuesto de una agencia de publicidad. Hasta entonces, la parquedad económica
de Grego había representado una traba para la expansión del negocio. Ahora los
socios restantes eran libres para obrar como quisieran.

www.lectulandia.com - Página 53
Llegado el momento de la despedida, todos se desearon mutuamente lo mejor.

Héctor también tenía preparativos de los que encargarse. Y el más importante y


complicado de todos era acabar de convencer a Sara de que hacían lo correcto.
Ella reconocía que el traslado de Grego era, sin duda, lo más conveniente para
garantizar su seguridad y el secreto del problema. Pero aun así se resistía a la idea de
alojarlo bajo su techo.
El buen estado físico que el hermano menor presentaba a las pocas horas de su
última transformación, con una ausencia total de secuelas, así como la lejanía en el
tiempo de la próxima, facilitaban rebajar la importancia de los hechos y aferrarse a
argumentos prosaicos.
—Nunca nos devolverá el préstamo. El dinero que le ofrezcan por su negocio lo
necesitará para mantenerse.
—Ya me estoy ocupando de eso —aseguraba Héctor.
—¿Y esperas que se quede aquí, en casa, indefinidamente? ¿Has pensado en la
niña, en su seguridad?
—Seamos razonables. Admito que él no te guste, y menos aún el motivo de su
presencia. Esto lo comparto. Pero Grego sigue siendo él —en este punto no podía
evitar que la voz le vacilase—, no es ningún monstruo. Además, estoy seguro de que
hará cuanto esté en su mano para que la convivencia resulte lo más cordial posible.
—Lo más cordial posible —repetía ella adoptando la voz de una muñeca parlante
y meneando la cabeza a un lado y al otro.
Luego recuperaba la seriedad y dirigía a Héctor una mirada capaz de atravesar
cuerpos mucho más resistentes que el suyo.
—¿Y si alguna vez le ocurre de repente? En una habitación donde esté Beatriz.
Por ejemplo.
—Hasta ahora ha habido síntomas que advertían de ello a tiempo.
—Hasta ahora… —repetía ella.
Los razonamientos siempre se veían truncados cuando las especulaciones acerca
de lo que podría ocurrir entraban en juego.

En la refinería, Héctor visitó la oficina de Recursos Humanos y a los encargados de


personal de las empresas subcontratadas. Les presentó el currículum de su hermano,
haciendo hincapié en su experiencia en la empresa de montajes mecánicos. Todos
escucharon amablemente, pero Héctor no llevaba trabajando allí el tiempo suficiente
ni ocupaba un cargo con la trascendencia necesaria para pedir favores de esa índole,
o, en el caso de que le fueran concedidos, para no tener que pagarlos más adelante.
Una tarde, cuando ya había perdido la esperanza, sonó el teléfono de su despacho.
La fría voz de un empleado de Recursos Humanos lo informó de una vacante que su

www.lectulandia.com - Página 54
hermano podría ocupar, en caso de estar interesado.
Tras exponerle sin adornos la naturaleza del mismo, guardó silencio, a la espera
sin duda de un airado rechazo.
Por el contrario Héctor se lo agradeció vivamente.
—Tú respondes por él —concluyó la voz, igualmente gélida.

—¿Un trabajo de jardinero? —repitió Grego.


Héctor asintió una vez más.
—Voy a trabajar de jardinero —dijo el hermano menor, contemplando el
contenido del vaso de whisky y haciendo entrechocar los cubitos de hielo—. En una
refinería.
Había regresado de Tailandia esa tarde. Durante la cena puso al tanto a Héctor y
Sara de los pormenores de la venta del negocio. Ahora los dos hermanos tomaban una
copa en el salón mientras Sara acostaba a Beatriz.
—No tienes que aceptarlo si no quieres. Pero tal como lo veo no es una mala
ocupación.
La dirección de la refinería consideraba importante que la entrada al recinto y los
alrededores del bloque de oficinas —de donde no pasaba la mayoría de los visitantes
— desmintieran la idea de lo que se podía encontrar más allá, en las zonas de
producción. Con tal fin las oficinas estaban rodeadas por una extensa zona verde. Una
barrera de árboles estratégicamente dispuesta disimulaba ante los ojos de los
visitantes el bosque metálico que se alzaba a escasa distancia.
El mantenimiento de este escudo verde lo llevaba a cabo una sola persona.
Héctor no mencionó que del predecesor en el puesto se podía decir —siendo
benévolos— que padecía ciertas limitaciones intelectuales. También había
conseguido el trabajo gracias a la intercesión de un pariente y hasta su jubilación se le
había podido ver a diario patrullando alrededor de las oficinas montado en una
segadora a motor John Deere; o bien, en los días lluviosos, acodado en el mostrador
de entrada de las oficinas, con la vista perdida en el cuerpo de la resignada
recepcionista.
—El sueldo no es alto, pero te bastará para mantenerte mientras buscas otra cosa.
Por otro lado —prosiguió Héctor—, no hay problemas para que cojas unos días de
vacaciones cuando lo necesites.
La sonrisa con que respondió Grego quedó deslucida, entre otras cosas, por la
fatiga del viaje.
—Ok., hermanito. Me has convencido. ¿Cuándo empiezo?
—Mañana mismo. Si quieres.
Grego alzó un pulgar para indicar su conformidad. Apuró el whisky y emitió un
largo suspiro.
Su equipaje, todavía sin abrir, con las etiquetas de facturación prendidas de las

www.lectulandia.com - Página 55
asas, formaba una pequeña montaña en la habitación de invitados. El container con
los muebles no llegaría hasta semanas después. Dado que la habitación no contaba
con armario, Sara había liberado uno del pasillo, donde hasta entonces guardaba
trastos viejos y útiles de limpieza.
Cuando Sara entró en el salón encontró a los hermanos sumidos en un silencio
meditativo, ambos con los pies sobre la mesilla de centro y sendos vasos vacíos entre
los muslos.
Se dirigió al mueble bar.
—¿Os relleno las copas?
Héctor dio un leve respingo. Por un instante la miró como si no la conociera, las
comisuras de la boca presas de un fruncimiento de pánico.
Con un lánguido gesto, Grego tendió el vaso. Sara lo rellenó, y también el de su
marido. Sirvió otro para ella.
—Ya le he contado lo del trabajo —dijo Héctor.
—Ajá…
—Y le parece bien.
Sara tomó asiento entre los dos. Creía buena idea que Grego trabajara en la
refinería, donde estaría bajo la vigilancia de su hermano.
—Mientras encuentro otra cosa —acotó Grego.
—Por supuesto.
El salón volvió a sumirse en el silencio. Un coche pasó frente a la casa. El sonido
de una lata de cerveza rebotando contra el asfalto. Un perro empezó a ladrar.
Héctor había pasado un brazo sobre los hombros de Sara. En otras circunstancias
ella se habría recostado contra él, pero la presencia de Grego la cohibía.
No le gustaban los silencios en las reuniones. Creía que si la gente callaba era
debido a su presencia o a algo que ella había dicho. Una de sus escasas debilidades de
carácter.
Cuando transcurrió un rato sin que nadie pronunciara palabra, se puso en pie
como empujada por un resorte.
—Ahora vuelvo.
Los dos hermanos siguieron el trayecto de sus caderas hasta la puerta. Héctor se
encogió de hombros.
Regresó instantes después con un fajo de libros que depositó en la mesilla,
obligando a los hermanos a retirar los pies.
—Esto puede interesarte —dijo, entregando el primero de ellos a Grego.
Se trataba de un manual ele entomología. Entre las páginas asomaban numerosos
Post-it dispuestos a modo de marcadores.
—Mientras estabas fuera he ido a la biblioteca.
Los días anteriores Sara había pasado largas horas investigando después de salir
del hospital. Cuando regresaba a casa encontraba a Beatriz acostada y a su marido
dormitando frente al televisor.

www.lectulandia.com - Página 56
—No creo que sea el momento apropiado —terció Héctor.
—No importa —dijo Grego—. ¿Qué tienes ahí?
Los demás libros versaban también sobre insectos. Manuales de uso interno de
empresas fabricantes de insecticidas y compañías de exterminación. Tratados de
epidemiología.
La investigación de Sara se había centrado en la mosca común. En particular en
su ciclo reproductivo, longevidad y área de acción.
Con gesto sombrío, Grego pasó las páginas.
—Llegada la noche, a las moscas les gusta reposar sobre superficies redondeadas,
sintiendo especial predilección por los cables eléctricos recalentados —leyó.
—Cuando les eches un vistazo comprobarás que los datos difieren de unas
fuentes a otras —informó Sara—. Por otro lado apenas existen tratados referidos en
exclusiva a la mosca común. Son muchos más los que versan acerca de la mosca del
vinagre, muy popular en los estudios de genética.
—Lamento haber escogido un insecto tan vulgar.
Grego devolvió el libro al montón.
—También he estado trabajando en esto —continuó Sara—. Mi idea es que los
tres —recalcó sus palabras pasando la mirada de un hermano a otro— contribuyamos
con nuestras opiniones y cuanto podamos averiguar.
Entre las manos sostenía un cuaderno. Lo sujetaba con cuidado, como si se tratara
de un objeto valioso o delicado. Las cubiertas eran de una piel que a simple vista se
adivinaba cálida y suave al tacto. Una banda de fieltro actuaba de marcapáginas.
Cuando lo abrió, las hojas abanicaron un aroma a papel de calidad. No era el tipo de
artículo que es posible encontrar en una papelería convencional, sino el cuaderno que
albergaría el diario de una niña rica o la obra de un escritor famoso y empecinado en
continuar escribiendo a mano.
Las primeras páginas estaban ocupadas por una fina caligrafía.
—Esta primera parte es… Será —corrigió— una crónica de cuanto vaya
ocurriendo. Una especie de diario. Me he tomado la libertad de transcribir lo que tú y
Héctor me habéis contado sobre las primeras transformaciones. Me gustaría que lo
revisaras —pidió a Grego—, prestando especial atención a las fechas. Tú serás quien
más tenga que aportar: tus sensaciones, cualquier pequeño cambio que percibas…
Dado que no sabemos nada, todo lo que podamos averiguar, por nimio que a priori
pueda parecer, será importante.
Grego asintió, un tanto cohibido frente a semejante demostración de celo.
—He reservado una parte —prosiguió ella pasando las páginas hasta llegar a un
apartado al final del cuaderno señalado por un Post-it— para las preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Los interrogantes sobre lo que desconocemos y espero que podamos ir
averiguando con el tiempo.
—¿Puedo verlo? —pidió Grego.

www.lectulandia.com - Página 57
La caligrafía de Sara era un indicador de contención, imperturbable línea tras
línea.
Las preguntas constaban escritas al modo inglés, con signos de interrogación —y
también de admiración— únicamente al cierre. El número de estos signos constituía
el baremo por el que se medía la importancia adjudicada a cada cuestión.
La primera de ellas, dominando todas las demás, era:

Motivos?????

Había anotadas más de una docena de preguntas. Todas y cada una de ellas
conducían a especulaciones alarmantes y nuevas interrogaciones.

Si las moscas se dispersaran, qué ocurriría cuando la transformación se


invirtiera???
Si las moscas se reprodujeran y su número aumentara, qué ocurriría cuando la
transformación se invirtiera???!!

Grego cerró el cuaderno.


—Estoy un poco cansado para leerlo con la atención que se merece.
—Lo entiendo —aceptó ella.
Recuperó el cuaderno y lo depositó en el hueco protector de su regazo.
—Todos estamos cansados —concluyó Héctor poniéndose en pie. Se tambaleó un
poco al hacerlo—. Será mejor que nos vayamos a la cama. Mañana tenemos que
madrugar añadió dirigiéndose a su hermano.
—Tienes razón —coincidió Sara, levantándose también.
Grego permaneció en el sofá. Volvía a tener la mirada perdida.
—Apaga las luces cuando te retires —dijo Sara al ver que no se movía—. He
dejado toallas limpias en el cuarto de baño.
—Gracias.
—¿Quieres que deje aquí los libros?
—No. Puedes llevártelos.
Ella los recogió y salió de la habitación sin despedirse.
—Es mejor que trates de dormir —dijo Héctor.
Al pasar tras el sofá donde estaba sentado Grego, le dio una palmada en el
hombro.
—No les ha prestado ninguna atención —dijo Sara una vez en el dormitorio.
Sentado en el borde de la cama, Héctor tenía dificultades para desatarse los
cordones de los zapatos. Se arrepentía de haber aceptado el segundo whisky.
—Es el primer beneficiario de lo que podamos averiguar —insistió ella—. ¿No se
da cuenta? ¿O es que no piensa tomárselo en serio?

www.lectulandia.com - Página 58
—Está aquí, luego me parece que sí se lo está tomando en serio. Y estoy seguro
de que no ha pretendido menospreciar tus esfuerzos.
Para qué mencionar que las fotografías que le había pedido que hiciera a las
moscas continuaban en la guantera del coche, en el mismo lugar donde las había
dejado hacía casi dos semanas. Intocadas.
Sara se estaba desnudando. A medida que se desprendía de las prendas, las
examinaba y a continuación las plegaba para devolverlas al armario o bien las echaba
a un cesto de ropa para lavar. Se quitó la blusa, olisqueó las axilas y la lanzó al cesto.
—Simplemente no era el momento adecuado. Para ti esto puede resultar muy
interesante…
—¿Insinúas que lo hago en mi beneficio?
—Ni lo insinúo ni lo pienso.
La voz sonó ronca a causa del alcohol, y más ruda de lo que él había pretendido.
Se dejó caer en la cama vestido solo con los calzoncillos. Gruñó al ver la hora que
brillaba en el reloj-despertador. Tenía que cepillarse los dientes, pero volver a
levantarse y cubrir la distancia que mediaba hasta el cuarto de baño le parecía una
tarea inabordable.
—Demos tiempo al tiempo —dijo.
Tras ponerse el camisón, Sara se metió en la cama y apagó la luz.
—Si no vas a ponerte el pijama, al menos tápate.
Él obedeció con movimientos torpes. Una vez bajo la sábana se aproximó
reptando a ella. Sara desprendía un calor reconfortante. Le dio un beso, que en la
oscuridad fue a aterrizar sobre su sien. Ella respondió acurrucándose contra él, dando
así por zanjado el amago de discusión.
Héctor se iba sumiendo en el sueño trazando espirales.
—¿Qué te parece la venta de su negocio?
—Hmmm…
—¿Podría haber conseguido más dinero?
Susurraba directamente al oído de su marido.
—Lo que le han dado está bien.
—No tenía prisa. Podría haberse quedado un tiempo y sacar algo más. ¿No crees?

Grego encajó bien entre el personal de la refinería. Durante los primeros días fueron
muchos los que tras enterarse de que se trataba del hermano de Héctor se acercaron
para presentarse. Algunos estaban al tanto de su anterior ocupación en Tailandia y
cuando llegaban a la inevitable pregunta acerca de por qué la había abandonado,
Grego se limitaba a responder que deseaba pasar un tiempo en casa, con la familia.
El trabajo no era complicado. Grego cumplía con la labor satisfactoriamente.
Además su conversación era mucho más amena que la de su predecesor. Ambas cosas
le granjearon la buena opinión del jefe del Departamento de Servicios Auxiliares, un

www.lectulandia.com - Página 59
cajón de sastre que abarcaba desde la gestión del comedor al mantenimiento de las
líneas de teléfono.
Los hermanos llegaban juntos cada mañana. Héctor, cargado con un portafolio, se
adentraba en la zona de producción mientras Grego se quedaba en el edificio de
oficinas. Disponía de un cuarto que cumplía las funciones de vestuario y almacén de
limpieza. Después de ponerse el mono de trabajo, revisaba la lista de tareas para ese
día. No salía a la calle hasta que no hubieran pasado quince o veinte minutos de la
hora de entrada y menguado el tráfico de gente.
Un hecho: en el pasado había desempeñado trabajos peores. Soltar a golpe de
maza pernos gripados de la carcasa de una turbina no era comparable con arrancar
malas hierbas.
Otro hecho: alquilar veleros a chicas danesas en gap-year bajo el sol del Golfo de
Tailandia era mejor.
Muchísimo mejor.

Con el transcurrir de las semanas Sara empezó a tolerar, si bien con dificultades, la
presencia de Grego en casa, la cual era casi constante fuera de sus horas de trabajo.
No contaba con conocidos en la ciudad y las aficiones que había cultivado en
Asia —casi siempre en compañía de otros hombres, todos solteros y sin
responsabilidades— no resultaban compatibles con los hábitos de una familia
suburbana de clase media.
Los roces se convirtieron en cosa cotidiana, y obligaron a unos y otros a descubrir
nuevos límites en sus capacidades de tolerancia.

Quien más contribuyó a aliviar las tiranteces fue Beatriz.


La niña profesaba adoración por su tío. Héctor y Sara nunca la habían visto
desplegar una actitud tan abierta con nadie; ni siquiera con Carol, a quien conocía
desde siempre.
La buena acogida de la niña era correspondida por Grego. Nunca presentaba
objeciones a interrumpir aquello que estuviera haciendo para satisfacer las solicitudes
de Beatriz.
Viéndolos jugar Héctor se sentía, más que como un padre, como un abuelo.

El enfrentamiento entre Sara y Grego se mantuvo activo, sin embargo, en lo referido


a otro asunto.
El flujo de información que ella había esperado que se produjera con la llegada de
Grego no tuvo lugar. Las preguntas acerca de alteraciones en la percepción de olores
o sabores, de trastornos del sueño, de dolores de cabeza anómalos, de lunares o

www.lectulandia.com - Página 60
marcas en la piel, de caída del cabello, de episodios de fatiga, de mareos… eran
respondidas con insatisfactorios monosílabos y apenas reflexión previa. Los intentos
por indagar en el pasado en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera ser motivo de
lo que estaba sucediendo hacían que Grego mirara al vacío y menease la cabeza.
Sara no tenía constancia de que hubiera leído los libros que había recopilado para
él.
La única anotación realizada por Grego en el cuaderno de piel rezaba del
siguiente modo:

La tarde del 9 de junio de 1999 me sentía tan mal por lo que creía un ataque de
malaria que decidí cerrar la oficina antes de la hora habitual. Cuando mis socios o
yo teníamos que ausentarnos dejábamos en la puerta un cartel que informaba de la
hora a la que estaríamos de vuelta y un número de teléfono donde localizarnos.
También dejábamos aviso en el local contiguo, un taller de motores náuticos.
Pero ese día decidí olvidar las dos cosas. Quería que nadie me molestara. Me
limité a colgar el cartel de CERRADO y me largué.
No acudí a un médico. Había pasado antes por episodios de malaria y ese
parecía uno más. Creí que podía hacerle frente sin ayuda. Disponía de medicación.
Por el camino compré fruta y zumo de naranja. Cuando me serví un vaso, me
supo mal, tenía regusto a producto químico. Recuerdo que comprobé la fecha de
caducidad.
Me molestaba la luz. Antes de bajar las persianas miré por la ventana. El viejo
chino-tailandés que regentaba la pescadería de enfrente negociaba con dos de sus
proveedores habituales. Dos niños, desnudos salvo por unos calzones, le habían
llevado una raya recién pescada. El pez era grande. Al viejo le costó levantarlo para
colocarlo en la balanza. Los niños habían llevado su presa en un remolque acoplado
a una bicicleta. Iban descalzos. No parecían importarles las escamas ni la suciedad
del suelo. Esperaron en silencio mientras el viejo sacaba unos bahts de la caja
registradora para pagarles. En un rincón, encima de unas hojas de periódico,
descansaba una montaña de tripas de pescado. El viejo formaba a lo largo del día
tres o cuatro montañas semejantes a medida que iba limpiando el género. Cuando se
hacían demasiado grandes las envolvía en más periódicos y las tiraba a una
alcantarilla. Me repugnaba esa costumbre.
Como la mayor parte de los comerciantes de la ciudad, el viejo había colgado un
cartel celebrando el final del milenio. No importaba que faltaran seis meses para el
acontecimiento.
Su mujer o alguna de sus hijas había confeccionado una cuenta atrás con
números de cartulina que indicaban los días que restaban hasta el 31 de diciembre.
Colgaba de un lugar bien visible de la pescadería. Las cifras menguantes estaban
rodeadas por caballitos de mar, también de cartulina, peces voladores y tortugas.
Dirigiendo el conjunto había un Santa Claus con rasgos locales. En lugar de ir en

www.lectulandia.com - Página 61
trineo cabalgaba a lomos de una ballena. Una concesión al turismo en un país
mayoritariamente budista.
Es absurdo que haga mención de este detalle, incluso que lo recuerde.
Creo que nunca he presenciado nada que responda mejor a la idea de «fuera de
contexto» que aquel Santa Claus de ojos rasgados.
Todo el mundo hablaba del milenio. El fantasma del «Efecto 2000» y los horrores
que caerían sobre nosotros una vez que el contador del pescadero llegara a cero eran
trámite obligado en las conversaciones. Nuestros veleros estaban reservados desde
hacía meses por turistas que deseaban pasar la noche del 1 de enero en el mar, bien
por esnobismo bien porque allí se sentirían más seguros de los azotes que recibiría el
mundo.
Cuando días después regresé de mi periodo de ausencia (este eufemismo es tan
válido como cualquier otro) y hube recuperado el uso de mis facultades, una de las
machas cosas que me pasaron por la cabeza fue la de que había sufrido un adelanto
de lo que
El desvanecimiento
Ahora estoy seguro de

El texto se interrumpía así, en mitad de la frase.

Cada vez que Sara interrogaba a Grego sobre su desinterés, él respondía con un
arranque de carácter. Aseguraba que le importaba más de lo que ella podía llegar a
imaginar.
A continuación se encerraba en su cuarto y evitaba a la familia durante las
siguientes horas. No era difícil imaginar que durante ese tiempo se cuestionaba
seriamente si había hecho lo correcto al abandonar su vida anterior. Si no existiría el
modo de hacer frente en solitario a lo que le ocurría.
A quien más desconcertaban tales cambios de humor era a Beatriz. La niña
recorría la casa buscando a su tío. El silencio dolido que mostraba Sara acrecentaba
su confusión. En dos ocasiones encontraron a la niña dormida en el suelo, ante la
puerta de la habitación de invitados.
Las apelaciones de Héctor al diálogo y la paciencia arrojaban breves resultados.
Después de que Sara preguntara a Grego si estaba dispuesto a ponerse en manos
de un hipnotizador —se había informado al respecto y tenía el número de uno tan
reconocido como discreto (así constaba en su página web)— este pasó una semana
sin dirigirle la palabra. Si ella entraba en una habitación en la que él se encontrara,
Grego dejaba lo que estuviera haciendo y salía sin molestarse en mirarla.
Sara llegó a sentirse violenta en su propia casa.
Tan solo la mediación de Héctor —una vez más— permitió salvar la situación.
Un episodio similar, salvo que en este caso fue ella quien le retiró la palabra a él,

www.lectulandia.com - Página 62
tuvo lugar una noche en que Grego veía la televisión mientras tomaba una de sus
cenas tardías. Sara entró en el salón cargada con varios libros y el cuaderno de piel.
Echó un breve vistazo a las imágenes de la pantalla y comenzó a disponer los libros
en la mesa. En una hoja de papel llevaba las preguntas recopiladas durante los días
anteriores. La casa se hallaba en calma. Estaban los dos solos. Héctor revisaba
papeleo —había trasladado su mesa de trabajo desde el dormitorio de invitados al
principal— y Beatriz hacía rato que dormía.
Grego desvió su atención del televisor a Sara y su trajín de documentación.
—Antes de que yo llegara aquí —dijo en tono adormilado—, ¿con qué cojones
ocupabas tu tiempo?
Ella desorbitó los ojos como si acabara de recibir una bofetada. Volvió a recoger
los libros y salió del salón. Grego se enfrascó de nuevo en la televisión.
En privado, Héctor se sorprendía más por el comportamiento de ella que por el de
su hermano. A pesar de su carácter pragmático, pulido por el trabajo en los
quirófanos, Sara respondía de forma desconsoladamente emocional a los desplantes.
Héctor se vio obligado a señalarle que el rechazo de Grego no iba, en ningún
caso, dirigido a ella. No era nada personal.

Otro hecho más: Grego no quería hablar de lo que le sucedía.


Así de simple.

La venganza de Sara se manifestaba como preguntas añadidas al cuaderno.

Si Grego se encontrara enfermo (gravemente) en el momento de su


transformación, ¿qué les ocurriría a las moscas?

Grego no guarda ningún recuerdo de su periodo «insecto». Pero ¿lo hacen las
moscas de su existencia como ser humano?

Una tarde de principios de septiembre Héctor entró en la cocina después de haber


estado corriendo en el bosque. Carol daba la cena a la niña. Beatriz alzó los brazos a
modo de saludo. Lo normal era que a esa hora Carol ya se hubiera ido. El reloj que
colgaba en la pared indicaba que eran cerca de las ocho.
—¿Sara no está en casa?
—Ha llamado para decir que se retrasará. Una urgencia en el hospital.
—Ajá.
—Me ha pedido que me quede y dé la cena a la niña. Yo le he dicho que tengo
una cita. A las ocho y media. En el centro. Y ella me ha dicho que usted me llevaría.

www.lectulandia.com - Página 63
Mientras hablaba miraba los cercos de sudor en la camiseta de Héctor.
—¿No está mi hermano en casa? Él puede llevarte.
La chica se encogió de hombros.
—No lo he visto.
Héctor se asomó al pasillo. La habitación de Grego estaba abierta. No había
nadie.
—Dame diez minutos para ducharme.
—Es un poco tarde. ¿Podríamos ir ya? —dijo Carol retirando el plato de la niña y
volcándolo en el cubo de la basura.
Héctor subió al dormitorio en busca de un jersey que ponerse sobre la ropa
sudada. Cuando salió a la calle Carol estaba asegurando a Beatriz a la silla para bebés
del asiento trasero del coche.
Estar a solas con la chica lo hacía sentirse incómodo. Habitualmente era Sara
quien trataba con ella.
Héctor había llegado a una conclusión respecto a Carol. Lo que de veras le
molestaba de ella no era la actitud fría que le dispensaba, ni su charla errática, sino su
marcado estrabismo. Aquel ojo desviado hacía que la chica le diese lástima. Y como
le daba lástima evitaba acercarse a ella.
Más o menos cada seis meses Carol cambiaba de estilo de vestuario.
Radicalmente. Metía toda su ropa en bolsas y la llevaba a una tienda de segunda
mano, de la que surgía una nueva Carol que siempre negaba a la anterior: deportiva,
recatada, motera sin moto… Un síntoma de búsqueda de la identidad comprensible en
un adolescente, pero que al filo de los treinta se tornaba inquietante.
En su última transformación había adoptado el look gótico. Desde entonces se
paseaba por la casa quitando el polvo o pasando la aspiradora ataviada como un
personaje de Anne Rice.
Esa tarde lucía medias agujereadas, minifalda y una blusa con una especie de
gorguera en el cuello, todo de color negro. Calzaba botas militares. Llevaba los dedos
cubiertos de anillos y un piercing en la nariz.
—¿Siempre has tenido eso? —preguntó Héctor.
—¿A qué se refiere?
Se señaló la nariz.
—Me lo puse hace un mes.
—No me había fijado.
Los labios de la chica se curvaron en una mueca de desprecio. Llevaba los ojos
perfilados con maquillaje. El estrábico parecía un planeta saliéndose de su órbita.
—Así que una cita, ¿eh? No sabía que tuvieras novio.
Carol se revolvió en su asiento. En la parte trasera Beatriz se entretenía con los
juguetes que siempre había en el coche a tal fin.
—He quedado con unos amigos.
—Unos amigos… Bueno. ¿Qué vais a hacer? Si es que me lo puedes decir.

www.lectulandia.com - Página 64
La respuesta de la chica se retrasó lo bastante como para que Héctor pensara que
no iba a producirse. No tenía claro el modo en que debía hablar con Carol, si
tratándola como a una adulta o como a una adolescente. Ella estaba comprobando su
maquillaje en un espejito que había sacado del bolso. Se aplicó un lápiz perfilador a
los labios. A Héctor le admiró que pudiera hacerlo a pesar del movimiento del coche.
—Vamos al teatro.
—¿Cuál es la obra?
—Un montaje nuevo. De un conocido.
—Vaya… ¿Sobre qué trata?
—Su mujer también ha dicho que haga algunas compras… Que las haga usted —
dijo Carol.
De algún lugar de las entrañas de su bolso sacó un Post-it con una lista de
anotaciones y lo pegó en el salpicadero del coche, gesto con el que se desentendía del
encargo.
Héctor miró de reojo el papelito amarillo. Solo había cuatro cosas anotadas.
—Hay un supermercado de camino. Podemos parar.
—Llego tarde. ¿No puede hacerlo a la vuelta?
—Solo será un momento. Si estás aquí puedo dejar a Beatriz contigo y el coche
en doble fila. Es más rápido. ¿Me harás ese favor?
Ella resopló y Héctor lo interpretó como un asentimiento.
Un minuto después se detenía en doble fila ante las puertas del supermercado.
—Ahora vuelvo —dijo saltando del vehículo.
El establecimiento se encontraba a rebosar. Había olvidado que era principio de
mes. Familias completas con carritos rebosantes obstruían los corredores.
En la línea de cajas registradoras había un tapón de gente. Cambió dos veces de
fila con la esperanza de dar con una más rápida. Las cajeras aguardaban de brazos
cruzados a que alguna de las líneas telefónicas, colapsadas por el uso simultaneo de
demasiadas tarjetas de crédito, quedara disponible. Se puso nervioso sin poder
evitarlo. Su ropa de deporte empezó a oscurecerse con una nueva remesa de sudor.
Cuando por fin pudo meter la compra en una bolsa y correr hacia la salida, su
reloj marcaba más de las ocho y media.
Entró en el coche preparado para un bombardeo de quejas.
Estas sin embargo no tuvieron lugar. Beatriz seguía entretenida con sus juguetes,
mientras Carol estudiaba atentamente algo que sostenía entre las manos. La guantera
estaba abierta. Carol, con el ceño fruncido por la perplejidad, contemplaba las fotos
realizadas hacía meses.
—¿Qué haces?
De inmediato Héctor se percató de que el tono de alarma no era el más prudente.
—Me aburría. ¿Qué es esto?
Se acercaba las fotos a la nariz y luego las alejaba, tratando de discernir lo que
aparecía en ellas.

www.lectulandia.com - Página 65
Realizadas sin más iluminación que el flash de la cámara, en las fotos no se
apreciaba gran cosa. Tan solo unos cúmulos negros, carentes de forma, como
manchas de escoria. La ausencia de muebles u otros objetos que pudieran servir como
referencia hacía difícil valorar las dimensiones de los grupos de moscas.
En su mayor parte solo reflejaban trozos de pared salpicados de manchas negras,
de las que sobresalían tenues destellos. Reflejos arrancados por el flash a las alas de
los insectos.
—¿Tiene usted la cámara estropeada?
Héctor puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico.
—El carrete era viejo. Supongo que estaba deteriorado. O que habrá habido un
fallo en el revelado.
Se reprochó su dejadez. Debería haber retirado las fotografías para guardarlas en
lugar seguro. O mejor aún, destruirlas.
—Es curioso —dijo Carol interesada—. Parecen moscas.
Barajó las fotos hasta dar con una que ofrecía un plano corto de un trozo de pared.
Se la mostró a Héctor poniéndosela ante la cara y tapándole la visión de la carretera.
—Sí. No sé —dijo él apartándose.
—Aquí y aquí. Parecen moscas.
—Puede ser. Es difícil distinguir algo.
—¿Dónde las hizo?
—No las hice yo. Son de un carrete viejo. Quise hacer unas fotos a Beatriz y me
encontré con él en la cámara. Llevan ahí meses —dijo señalando la guantera.
Carol las revisó una vez más antes de devolverlas al sobre donde habían estado
guardadas.
—Debería comprar una cámara digital.
Estaban llegando al centro. El tráfico era denso. Avanzaban con lentitud.
—Siento haberme retrasado en el supermercado. ¿Tus amigos te esperarán?
Ella se encogió de hombros.
—Supongo. Y si no es así tampoco importa mucho.
Estaban detenidos en un semáforo. La cola de vehículos que tenían por delante
era tan extensa que la luz se puso en verde y luego otra vez en rojo sin que ellos
llegaran a pasar.
—Oiga —dijo súbitamente Carol—, su hermano, ¿de qué va?
—¿A qué te refieres?
En todo el tiempo transcurrido desde que llegó Grego, Carol no había hecho
referencia a él. La explicación que se le había facilitado era la misma que habían
dado a los demás. El hermano menor quería sentar cabeza. Instalarse con su familia.
Sin embargo, resultaba inevitable percatarse de la tirantez existente en la casa.
—¿Va a quedarse mucho tiempo?
—Hace años que mi hermano y yo no estamos juntos. Me gusta tenerlo aquí.
—Lo que quiero decir es que, si piensa quedarse a vivir, ¿no sería más cómodo

www.lectulandia.com - Página 66
que buscara un sitio para él?
—¿Grego te molesta de alguna manera? ¿Dificulta tu trabajo?
—No pretendo insinuar nada de eso.
La actitud levemente ofendida de Héctor surtió efecto.
—Es lógico que la presencia de una persona más en la casa trastoque ciertas
cosas. Solo es un periodo transitorio. Hasta que nos habituemos a la situación.
—Claro —asintió ella.
El semáforo volvió a ponerse en verde y reemprendieron la marcha.
—No sé lo que habrás podido ver u oír, pero me gustaría que no sacaras
conclusiones erróneas —añadió Héctor.
—No he visto nada —se apresuró a señalar ella—. Y a mí no me gustaría que
usted pensase que meto las narices donde nadie me llama. El comentario de antes ha
estado fuera de lugar.
Héctor meneó afirmativamente la cabeza. Un gesto que podía significar tanto que
la chica estaba en lo cierto como que podían dar por zanjada la conversación.
—¿En qué países ha estado su hermano?
—Además de en Tailandia, donde ha vivido los últimos años, en China, en
Indonesia, en Birmania… Creo que también pasó un tiempo en Vietnam. No estoy
seguro. Era difícil seguirle la pista. Lo mejor es que se lo preguntes a él.
—Puede que lo haga. Seguro que tiene cosas interesantes que contar.
Héctor le dio la razón.
—¿A ti te gusta viajar?
—Sí… Algo —respondió la chica—. No he tenido muchas oportunidades. Pero
supongo que llegaría a gustarme. Doble a la derecha. El sitio donde he quedado está
aquí mismo. ¿Sabe una cosa? Si yo fuera él, su hermano, no hubiera venido a vivir
aquí. No se lo tome a mal. ¿Puede parar?
Héctor acerco el coche a la acera. Un grupo de gente aguardaba ante las puertas
de un centro social. Un cartel confeccionado a mano —el titulo de la obra y la hora
de inicio de la función— representaba el único indicio de que allí iba a tener lugar
una representación teatral.
—Parece que llego a tiempo —dijo Carol—. Estas cosas siempre se retrasan.
Se volvió hacia Beatriz.
—Hasta mañana, cariño.
En algún momento del trayecto, sin que Héctor se percatara, la chica se había
colocado unas uñas acrílicas de notables dimensiones. Carol se tocó los labios con las
yemas de los dedos y depositó el beso en la mejilla de Beatriz. Por un instante las
uñas relucieron como zarpas frente al rostro de la niña.
—Gracias por traerme —se despidió abriendo la puerta del coche.
—De nada.
Héctor vio a la chica caminar hacia la entrada del improvisado teatro. Un par de
jóvenes se separaron del grupo para recibirla. Llevaban abrigos negros hasta el suelo

www.lectulandia.com - Página 67
y los ojos pintados. Carol les dijo algo y señaló el coche. Dedicaron a Héctor unas
miradas gélidas y afectadas.
En casa, encontró a Grego improvisando una cena a base de sobras.
—¿Dónde os habíais metido?
Héctor le explicó lo sucedido, prescindiendo de lo de las fotos.
—¿Sara no ha regresado todavía?
—No —respondió Grego, revolviendo el contenido de una cazuela.
—¿Adónde has ido esta tarde?
—A la ferretería. Dos de los faroles del jardín están fundidos.
Héctor dejó sobre la mesa el sobre con las fotos, liberado por fin de su reclusión
en la guantera.
—¿Qué es eso?
Beatriz se abrazaba a las piernas de su tío. Quería que la alzase en brazos. El
batiburrillo de comida de la cazuela desprendía un olor confuso y grasiento.
—Las fotos que me pediste hace meses.
—…
—Si no quieres verlas deberíamos deshacernos de ellas. Hoy las ha encontrado
Carol.
Grego se envaró.
—¿Cómo?
—Le he dicho que el carrete estaba defectuoso. Me parece que se lo ha creído.
Pero debemos tener más cuidado.
Fue a tirar el sobre al cubo de la basura.
Grego lo detuvo.
Tomó el sobre y se sentó a la mesa. El hermano mayor ocupó su lugar frente a la
cazuela. Se concentró en revolver la cena. Podía sentir a Grego tras él, pasando las
fotos una a una.
—¿Toda esta masa negra son…?
—Exacto.
—Hay cientos.
—Probablemente miles.
Hablaban sin mirarse. Uno ocupado con la cena y otro con las fotos.
—Y tú entras ahí para alimentarlas.
—Así es.
Héctor sirvió la comida. Colocó los platos en la mesa, junto con cubiertos, vasos
y servilletas. La niña intentaba encaramarse a una silla. El olor de la comida había
vuelto a abrirle el apetito. Su padre le dio un yogur y la dejó quedarse con ellos un
rato antes de acostarla; en otro caso no les permitiría cenar en paz.
Llegado al final del fajo de fotografías, Grego las estudió de nuevo, empezando
por la primera. Del mismo modo que Carol había hecho antes, se las acercaba a los
ojos y las alejaba, tratando de distinguir las imágenes. Cuando terminó las dejó a un

www.lectulandia.com - Página 68
lado, boca abajo.
—Es mejor que comas. Se va a enfriar.
Cenaron en silencio. Héctor ayudaba a comer a Beatriz. Hacia los últimos
bocados, la niña empezó a dar cabezadas, los ojos se le cerraban. Su padre le retiró el
babero y la tomó en brazos.
—Voy a acostarla y darme una ducha.
—Yo recojo esto.
Beatriz emitió un murmullo de queja cuando salían de la cocina. Alargó un brazo
hacia Grego. Héctor la acercó a él y la niña depositó un beso adormilado en la mejilla
de su tío.
—Héctor —dijo este.
Dejó los platos y cubiertos sucios en el fregadero y abrió el grito del agua
caliente.
—¿Qué?
—Gracias.
La ese final se prolongó silbante.

www.lectulandia.com - Página 69
---
Refugio

—Tiene posibilidades.
—Habrá que trabajar bastante. Buena parte de la madera está apolillada.
—Lo primero es el tejado. Aislar y poner tejas nuevas.
Héctor trató de abrir la puerta del desván. La humedad la había hinchado hasta
fusionarla con el marco.
—Imposible. Media casa está igual.
—El corral será un buen sitio para la caldera. Se puede colocar el depósito en la
parte trasera —dijo Grego.
Estaban en la casa de los abuelos, adonde habían ido tras salir de la refinería.
Grego tomaba nota en una libreta de las reparaciones necesarias.
Llegaron a la habitación donde había permanecido encerrado meses atrás. No
había sido limpiada con el esmero dedicado al dormitorio de invitados de la otra casa.
En el techo quedaban zonas oscuras, como si alguien hubiera encendido una hoguera
en la habitación. En un rincón descansaba una garrafa de aceite fenólico vacía a
medias. Flotaba un olor más lúgubre que en el resto de estancias, semejante al del
alquitrán. Grego abrió las ventanas. Entró una bocanada de aire frío y solo un poco de
luz. Una franja anaranjada recortaba la silueta de los árboles. Grego asomó medio
cuerpo para estudiar el alero del tejado.
—Está lleno de nidos de golondrina podridos.
—Vamos afuera. Echemos un vistazo mientras quede luz.
Bajaron las escaleras alumbrando los escalones con una linterna.
La techumbre de la cuadra se había venido abajo hacía años. El interior estaba
plagado de maleza. En los huecos de los muros se revolvían insectos que se
escabullían al ser iluminados. Héctor hundió el filo de una navaja multiuso en el
marco de la puerta. Entró sin ninguna dificultad.
—También podrido.
Grego contempló el panorama con las manos apoyadas en las caderas.
—Aquí hay poca cosa aprovechable… Quizá los muros.
Serán difíciles de aislar. Mejor echarlo todo abajo y levantar algo nuevo.
Después de meditarlo un instante Grego coincidió con él.
Hacía un frío intenso, cargado de humedad, que calaba hasta los huesos. El otoño
había sido corto.
Contemplaron la declinante línea de luz en el cielo. La casa era una presencia
oscura a sus espaldas. Había un puñado de frutales. Eran viejos. Los troncos

www.lectulandia.com - Página 70
encalados brillaban en medio de la negrura. Flotaban en el aire. Fantasmas de
troncos.
De los restos de la cuadra salieron arrastrándose pequeños cuerpos que se
internaron en la noche para cazar.
—¿De veras quieres vivir aquí? —preguntó Héctor.
Grego asintió.
—Es solitario.
—No me importa.
—Muy solitario. ¿Estás seguro?
—Lo estoy.
—Necesitarás un medio de transporte.
—Tarde o temprano tendré que hacerme con uno. En cualquier caso.
—Espero que no te sientas presionado a hacerlo. A venir aquí.
Grego restregó las botas contra la hierba, como si quisiera limpiarse algo adherido
a las suelas.
—La única presión es la que yo me impongo. Es lo mejor para todos.
Había comunicado la noticia días atrás, mientras cenaban.
La casa de los abuelos se hallaba a una distancia aceptable de la refinería.
Existía otra ventaja. Las reformas pondrían en marcha los planes largamente
pospuestos de Héctor para hacer habitable la propiedad. Planificarían la obra entre
ambos.
Las pertenencias de Grego aguardaban en un guardamuebles desde que el
contenedor llegó de Tailandia. Las trasladaría a la casa.
Se quedaron un rato más, hasta que se hizo por completo de noche. Sin decir
palabra, reconfortados por la mutua compañía.
Luego la silueta que era Grego se agitó presa de un escalofrío.
—¿Nos vamos? Me estoy quedando helado.
Subieron al coche. La luz de los faros atrajo la atención de muchos ojos ocultos.
—¿Paramos a tomar algo? —propuso Grego—. Entraremos en calor.
—Ok.
Ese día Héctor había salido pronto del trabajo con la excusa de ver la casa. Esto,
unido a la oportunidad de un momento de relajo con su hermano, era causa de
celebración más que suficiente.
Desde que en la refinería había sido anunciado el plan de jubilaciones anticipadas,
se disputaba una competida carrera entre los aspirantes a ascensos, entre los que
figuraba Héctor. Todos se esforzaban por engrosar su lista de méritos. No había
espacio para la benevolencia, aunque nadie cometía la temeridad de declarar
abiertamente sus intenciones. Se trataba de un enfrentamiento brumoso y solitario, sin
enemigos francos. Relaciones profesionales que habían sido cordiales y productivas
durante años estaban deshaciéndose.
Héctor luchaba por no quedarse atrás. Si hacía caso a la rumorología, contaba con

www.lectulandia.com - Página 71
posibilidades de hacerse con uno de los puestos que quedarían vacantes. Su jefe ya
había anunciado su intención de aceptar la oferta y retirarse. El cargo era apetecible.
A menudo Héctor se había dicho que podría desempeñarlo con solvencia. Por
supuesto, había otros pretendientes, todos ellos con una experiencia más prolongada.
El Departamento de Producción era una presa cotizada.
Pero los meses iban quedando atrás y ningún ascenso se había concretado todavía.

La zona comercial de la urbanización se reducía a una tienda de ultramarinos, una


farmacia y un bar. Este, que durante los meses de primavera y verano contaba con
una amplia terraza y constituía el centro de la vida social del lugar, el resto del año
permanecía desierto. Cuando los hermanos entraron, el dueño abandonó el periódico
que estaba hojeando y los saludó con una sonrisa. Tomaron acomodo en un extremo
de la barra. Pidieron cerveza. El dueño llevaba corbata, parecía un cliente habitual
que hubiera pasado detrás de la barra a prepararse él mismo una copa. Tras servirles
las bebidas volvió a su periódico.
Grego sacó la libreta. Repasaron las anotaciones. Por el momento solo afrontarían
las reparaciones imprescindibles. Habilitarían la cocina, el baño y un par de
habitaciones. El resto debería esperar su turno.
También derribarían la cuadra. En su lugar levantarían una estancia
completamente nueva, anexa a la casa.
Aunque Héctor participaría en lo económico, sería el hermano menor quien
correría con la parte gruesa de los gastos. Había insistido en hacerlo así.
El cuaderno regresó al bolsillo de Grego.
—¿Otra cerveza?
Héctor echó un vistazo al reloj.
—Claro.
Hicieron una seña al dueño.
—Ayer vuestra niñera estuvo haciéndome preguntas. Más de una hora. Otra vez.
Héctor sonrió para sus adentros.
—Dice que irá a Tailandia las próximas vacaciones. Salta a la vista que no lo
hará.
—¿Qué le contaste?
Grego se encogió de hombros.
—Tonterías. Lo que les gusta oír a los turistas. Es una chica desconcertante. Y esa
costumbre que tiene de cambiar continuamente de tema.
Su hermano no pudo menos que mostrarse de acuerdo.
—Aunque tiene un buen par —añadió Grego.
—Hmm…
—¿Te has fijado?
—Por supuesto.

www.lectulandia.com - Página 72
Dieron unos tragos pensativos a sus cervezas.
Grego se atragantó por un ataque de risa.
—Me insinuó que podíamos quedar para tomar una copa… y seguir hablando.
Miró a su hermano y desorbitó los ojos.
Héctor rio también, aunque sin entusiasmo.
—¿Vais a quedar?
Grego resopló.
—No sé. Ya veremos… No creo.
Durante su estancia en Asia Grego había mantenido numerosas relaciones.
Ninguna prolongada. Héctor tenía constancia de ello por las menciones realizadas en
sus esporádicas llamadas telefónicas. Una guía turística local, una turista brasileña…
Su hermano le había confesado que uno de los atractivos del alquiler de veleros
era las oportunidades que ofrecía para conocer mujeres. A las clientas les gustaba
encontrar tras el mostrador a un occidental capaz de sugerirles lugares recónditos que
visitar. La promesa de que tales sitios eran prácticamente desconocidos, salvo por los
habitantes locales, actuaba como un potente imán. Y, por supuesto, para llegar a ellos
era imprescindible la ayuda de un guía.
También en esto la rutina de Grego había cambiado.
Desde que se alojaba con su hermano su vida social se había reducido.
Las moscas representaban una traba a la hora de establecer relaciones. Traba que
a ojos de Héctor parecía insalvable.
En tales circunstancias parecía lógico que Grego optase por contactos breves,
carentes de continuidad. Aun así a Héctor no le hacia feliz la idea de que se viera con
alguien tan próximo como Carol.
Continuaron bebiendo y conversando un rato más. Las maderas oscuras
imperaban en la decoración del local. Sonaba una música suave de piano.
Era momento de retirarse, pero todavía se entretuvieron charlando con el dueño.
A Héctor le caía bien. Lo mismo le ocurría a Grego. Este se sentía locuaz. El plan de
reformar la casa le había insuflado ánimos. Ahora contaba con un objetivo.
El dueño del bar hablaba con marcado acento estadounidense. Procedía de
Chicago, donde había dirigido otro local, en el centro financiero de la ciudad.
Aquello fue en los ochenta. Su negocio fue una víctima derivada del crack bursátil de
mil novecientos ochenta y siete. Después de eso pensó que era un buen momento para
cambiar de aires y probar qué tal se le daban las cosas en Europa.
En una ocasión había mostrado a los hermanos la cicatriz en forma de estrella que
portaba poco más arriba del corazón, fruto de un tiroteo en su antiguo negocio.
Él y Grego conversaban animadamente. Héctor los observaba en silencio.
Miembros de una élite superior. Portadores de fértiles experiencias.
Grego era la clase de persona a la que, en el competitivo escenario de una fiesta,
sin más ayuda que su aplomo y las pocas frases que pudiera intercambiar
imponiéndose a la música, le bastan unos instantes para impresionar a su interlocutor.

www.lectulandia.com - Página 73
Héctor no se podía contar en el mismo grupo, él necesitaba más tiempo,
especialmente si el interlocutor era femenino. Él podía necesitar años. Requería de
ese tiempo para dar pruebas de su fidelidad, abnegación, puntualidad a la hora de
llevar un sueldo a casa…
Si se organizase un concurso de televisión que versara sobre su persona, sobre
Héctor, y los participantes —es de suponer que familiares y amigos próximos—
tuvieran que enumerar adjetivos que describieran su personalidad, estos serían:
práctico, resolutivo, fiable…
No eran imaginaciones suyas. En diferentes ocasiones había escuchado tales
términos referidos a él; a menudo sin que quien los pronunciaba supiera que estaba
escuchando.
… técnico, responsable, elemental…
Algunas veces pensaba que eso era suficiente, que bastaba para conseguir todo lo
que pudiera desear en la vida.
Otras muchas pensaba que no.
… más aplicado que brillante…

El sábado siguiente fueron a ver a Romano Santos. Tenía un vehículo que deseaba
vender y podía servir a Grego. Hicieron el camino a pie. En la entrada de la
propiedad, cercada por un muro de dos metros y una puerta de hierro, Héctor pulsó
un llamador y dijo su nombre mirando a una cámara de vigilancia semioculta entre
enredaderas.
Romano los recibió en ropa de deporte. Dio una palmada en la espalda a Héctor y
pasó amigablemente el brazo sobre los hombros de Grego mientras lo guiaba al
garaje.
El vehículo en venta era un Land Rover, bien conservado pero antiguo, color
arena, con remolque.
Había algo genuinamente masculino en él, más allá de su robustez y la sobriedad
del diseño. Se trataba del fin para el cual había sido concebido: trabajo manual sin
concesiones, con ciertas connotaciones militares.
Los hermanos lo inspeccionaron. El vehículo no tendría dificultades para recorrer
los caminos hasta la vieja casa de los abuelos, la cual, con toda naturalidad, como si
lo hubiera estado esperando, ya había pasado a ser considerada por todos la casa de
Grego.
Romano explicó que solía emplearlo para ir a la montaña. Hasta el día en que su
mujer se negó a acompañarlo si no lo cambiaba por un vehículo más cómodo.
La mujer de Romano aparecía en público en contadas ocasiones. Cada vez menos
en los últimos años. Héctor la había visto una sola vez, durante una cena de Navidad
de la compañía. Era cortes, comedida y poseía la mirada dispersa característica de los
consumidores de inhibidores de serotonina.

www.lectulandia.com - Página 74
—¿Cuánto? —preguntó Grego.
Romano extrajo un papel del bolsillo y se lo tendió. Era una de sus tarjetas, en la
parte trasera figuraba anotada una cantidad.
Después de mirarla, Grego se la enseñó a su hermano. No era baja.
—¿Incluye el remolque?
Romano miró el complemento como si la idea no se le hubiera ocurrido. Estaba
desenganchado del Land Rover y descansaba en un rincón del garaje, cubierto por
una lona plastificada.
—De acuerdo.
Entregó a Grego las llaves para que fueran a probarlo.
Arrancó a la primera.
Cuando se detuvieron frente a la puerta de salida, esta se abrió sin que ellos
hicieran nada, accionada por Romano desde la casa.
Conducía Grego.
—¿Qué te parece? —preguntó Héctor mientras curioseaba por el salpicadero.
—Me gusta. Siempre he querido tener un cacharro de estos.
Lo llevaron a un taller recomendado por Romano para someterlo a una revisión
profesional. El establecimiento cerraba los sábados pero el dueño había abierto ex
profeso para ellos. Concluyó que se encontraba en buen estado.
A continuación lo llevaron a otro taller, este escogido por Héctor, para una
segunda revisión. El dictamen fue similar.
Una vez ultimado el papeleo, Romano insistió en que se quedaran a tomar un
aperitivo. Se acomodaron en unos profundos sillones en el salón, adonde una
doncella les llevó bebidas y canapés.
Era la primera vez que Romano trataba a Grego fuera de la refinería. Se
embarcaron en una animada charla acerca de las bebidas del sudeste de Asia, durante
la que Grego rememoró su época de comerciante de kaoliang.
Héctor callaba y escuchaba. No podía evitar sentir un especial aprecio por
Romano. Veía ejemplarizante su actitud hacia el trabajo. Sin pasar por alto sus
responsabilidades ni conformarse con que las cosas se llevaran a cabo tan solo
correctamente, el talante siempre relajado de Romano contagiaba de aplomo a
quienes aceptaba bajo el cobijo de su ala.
Sobre un aparador descansaban varias fotografías enmarcadas de su hijo. El
conjunto ofrecía la apariencia de un altar doméstico. La fotografía central mostraba a
un Romano Santos varios años más joven sosteniendo al muchacho, que aparentaba
trece o catorce, en sus brazos. Se hallaban al borde una piscina en la que ristras de
boyas demarcaban calles de natación. Al fondo, unas gradas y gente borrosa. El
muchacho iba en bañador y estaba empapando la ropa de su padre. A ninguno parecía
importarle. Los dos lucían sonrisas que se les salían de los rostros. Ante ellos
sostenían, para que la cámara pudiera verla bien, una medalla con reflejos dorados.
Hasta ahí no había nada de extraño. Una imagen de triunfo infantil, orgullosa

www.lectulandia.com - Página 75
paternidad y felicidad compartida. La escena cobraba un tinte diferente cuando la
atención se fijaba en las piernas del muchacho, en el tramo que quedaba por debajo
de las rodillas. A partir de ese punto las extremidades eran de una delgadez anormal y
colgaban fláccidas, con una apariencia gomosa. Los pies eran también más reducidos
de lo que cabría esperar.
En otras fotografías aparecía en más piscinas; satisfecho tras la conclusión de una
carrera; nadando al estilo mariposa, los brazos proyectándose hacia delante y alzando
columnas de agua… Y en una silla de ruedas, a los dieciocho años, recibiendo un
diploma durante una ceremonia de graduación. Los trofeos distribuidos entre las
fotografías semejaban presentes votivos al dios del altar.
En ese momento el chico estudiaba en una universidad estadounidense.
Era imposible no apreciar tras sus logros el espíritu de su padre.
Grego se había levantado a estudiar el altar. Romano se acercó.
—No podía permitir que se pasara la vida autocompadeciéndose —dijo tomando
una de las fotografías— ni que se convirtiera en un mero receptor de ayudas para
discapacitados. ¿Qué futuro le esperaba en ese caso? ¿Clasificar correo en una oficina
postal? Por fortuna he podido darle todo cuanto ha necesitado.
Realizó una pausa antes de proseguir, durante la que sonrió como si un recuerdo
agradable le hubiera acudido a la memoria.
—Sin embargo eso no es suficiente. No basta si a lo que aspira una persona es a
ganarse el reconocimiento. El suyo propio —recalcó— y el de los demás. Eso debe
salir de dentro. Cualquier otro objetivo resulta mediocre en comparación.
»Existen dos clases de personas: las que reciben dinero por desempeñar un
trabajo que dominan mejor que la mayoría; y las que el dinero lo reciben por hacer el
trabajo que otros no desean. ¿Cuál de las dos creéis que se siente mejor cuando abre
los ojos por la mañana?
Grego lo miraba con expresión pétrea. Héctor posó el vaso que tenía en la mano y
se puso en pie.
—Ya es hora de que nos vayamos.
Romano continuó hablando como si no lo hubiera oído.
—Tu hermano va a ser alguien importante —aseguró a Grego—. Dispone de lo
que hay que tener para asumir responsabilidades y dormir con ellas, y te aseguro que
eso es algo por lo que muchos de los jefes con plazas de aparcamiento propias que
desfilan ante ti cada mañana claman en sus súplicas más secretas, por lo que estarían
dispuestos a cambiar el recuerdo de sus primeras eyaculaciones compartidas.
Héctor escuchaba boquiabierto. No imaginaba que Romano albergara esa opinión
de él. Se sentía halagado. Pero no pudo evitar ponerse a la defensiva.
—No tiene miedo a perder amigos con tal de que las cosas se hagan como se han
de hacer —prosiguió Romano—. Las escalas de prioridades… —Hizo una pausa
pensativa en la que se miró los pies, como si algo se le hubiera caído. Permaneció así
tanto tiempo que los hermanos acabaron mirando el mismo punto de la alfombra,

www.lectulandia.com - Página 76
intrigados. Las escalas de prioridades son importantes. Son los verdaderos apellidos
de una persona.
»Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que conquiste la posición que de
veras se merece. Lo aseguro contigo delante, como el mejor testigo posible en virtud
del vínculo que os une. —Se volvió hacia Héctor—. Te lo prometo, chico. Estoy
seguro de que no me defraudaras.
Héctor se revolvió incómodo.
—Gracias por tu confianza.
Romano agitó la mano en un gesto de quitarle importancia.
—No me las des.
Desde la puerta del salón, la doncella aprovechó ese momento para hablar.
Llevaba un rato allí, aguardando.
—Señor, la señora me manda preguntarle si va a comer con ella en la habitación o
lo hará en el comedor.
—Gracias, Claudia. Dile que subiré en unos minutos.
La doncella desapareció sigilosamente.
—Lo siento, amigos, al parecer es más tarde de lo que pensaba.
Grego comprobó que llevaba toda la documentación del Land Rover. Romano los
acompañó al garaje.
—Me alegro de que hayáis venido. Si tienes cualquier problema con tu
adquisición —dijo a Grego—, ya sabes dónde encontrarme.
Héctor permanecía callado. Estrechó la mano de Romano.
El hermano menor se alegraba de salir de allí. Cuando se detuvieron frente a la
puerta de hierro de la entrada y esta se abrió en silencio, activada desde la casa, los
labios se le fruncieron de desagrado ante la idea de que Santos todavía los estuviera
observando.

Las obras dieron inicio de inmediato. Cada día, tras salir de la refinería, Grego acudía
a comprobar los progresos. Se encargó de varias de las tareas en persona. Lo prefirió
así a pesar de la demora que ello provocaba.
Cuando volvía a casa lo normal era que todos estuvieran acostados. Cenaba a
solas en el salón en penumbra, frente al televisor con el volumen anulado. Las
imágenes desprovistas de sonido cobraban profundidad, los labios silenciosos
rebosaban potencialidad de significado.
Disfrutaba de la cena silenciosa. Era consciente de las tres presencias dormidas en
el piso superior. Y de que a su vez ellas eran conscientes de él y no les alteraba que se
encontrara allí. Era el guardián de su sueño. Distinguía a través del techo las siluetas
térmicas de los tres; dos de ellas tendidas juntas, casi tocándose; otra, a escasos
metros, más pequeña, hecha un ovillo. Irradiando calor.
Encontraba notas en la cocina que le deseaban un feliz descanso. Algunas

www.lectulandia.com - Página 77
llevaban la firma simbólica de su sobrina.
A veces se encontraba con Héctor o Sara, que bajaban por un vaso de leche o no
podían dormir y deseaban charlar un rato. Hablaban en susurros. El paréntesis de
silencio se veía apenas alterado. La única fuente de luz: las imágenes mudas de la
pantalla.
Una noche, la atención de Sara quedó atrapada por el televisor. Emitía una
película, un melodrama de los cincuenta. Habían estado hablando de naderías, sin que
ella atendiera a las imágenes. En la pantalla una pareja sostenía una conversación
desesperada; ella —¿viuda?, ¿casada?— estaba nerviosa, los ojos le bailaban en las
cuencas, como si se sintiera avergonzada o no deseara estar allí; él llevaba sombrero,
el cuello del abrigo alzado y dos profundas arrugas le bajaban desde los lados de la
nariz a las comisuras de la boca. La vista de Sara se volvió un instante hacia la
película, buscando nada en particular, y fue de pronto succionada. Enmudeció
también. Fascinada. Permaneció así, abstraída en los labios de los actores.
—Es como si hablaran de nosotros —dijo—, como si nos estuvieran analizando o
criticando. No a ti y a mí —aclaró tras una pausa—, sino a nosotros en general.
Grego asintió. El pensamiento podría haber sido suyo.
Las veces en que se encontraba con Sara por la noche ella solo llevaba la ropa que
empleaba para dormir. Camisones. Camisetas largas. No se mostraba incómoda por
estar vestida así en su presencia. Tan solo, cuando se sentaba, estiraba las prendas
para cubrirse los muslos. La convivencia había mejorado desde que Grego anunciara
su intención de trasladarse.
Los temas de sus charlas eran inofensivos, prescindibles. Podrían haber estado
callados sin que la situación variara apenas. Él llevaba todavía la ropa de trabajo.
Zapatos manchados de yeso, tejanos gastados. Olía a sudor. Tenía los nudillos en
carne viva por acarrear ladrillos sin protección de guantes. El trabajo manual le
estaba tonificando los músculos.
Grego trataba de mostrarse natural. Ella bebía un vaso de leche, le deseaba buenas
noches, ascendía las escaleras. Él llevaba el plato de la cena a la cocina, apagaba el
televisor, se encerraba en su habitación.
Recostaba la cabeza en la almohada abrumado por olores equivocados. Crema
hidratante. Champú tropical. Una noche más se había fijado demasiado en las formas
que llenaban el camisón, en la porción adicional de carne que ella mostraba a medida
que ascendía los escalones camino del dormitorio.
Las imágenes térmicas en la planta superior ganaban definición, poseían zonas de
emisión destacadas.
Después de haber visto la televisión a oscuras, cuando cerraba los ojos, una nube
de puntos blancos y negros danzaba en su retina.

—Ellos pasan poco tiempo en casa y la niña es un cielo. Sí, me gusta el trabajo.

www.lectulandia.com - Página 78
—Pero supongo que tendrás otras cosas en mente, planes de futuro.
—Por supuesto. No voy a continuar haciendo de niñera indefinidamente.
—¿Y bien?
—Y bien, ¿qué?
—¿Cuáles son tus planes?
—Teatro.
—¿Teatro?
—Me gusta. Tengo contactos. Gente que ha hecho cosas. Conocidos.
—Quieres decir que te pueden ayudar.
—Eso es.
—A interpretar, dirigir…
—Probablemente dirigir. Y también escribir. Controlar el conjunto. Disponer de
una visión global. Hacer varias cosas ayuda a conservar la perspectiva.
—Suena bien. Se ve que lo tienes pensado. Que lo controlas desde la primera
etapa. La etapa abstracta.
—Yo lo llamo el caldo de cultivo.
—Caldo de cultivo…
—Ya tengo dos libretos. Quienes los han leído han asegurado que son
reveladores.
—Quieres decir revolucionarios.
—No. Quiero decir reveladores.
—¿De qué?
—Pues supongo que de mí, de lo que tengo que decir. De las cosas que me
interesan.
—Claro.
—No te los voy a dejar leer. No te molestes. Me gusta escoger a mis lectores.
—No me molesto.
—Busco personas que sepan sintonizar, con background, referencias, ya sabes,
capaces de arquitecturar una opinión.
—No te lo iba a pedir.
—Ya…
—Me gusta tu modo de vestir.
—Gracias.
—Un indicador de consciencia.
—Desarróllalo.
—El resultado de una reflexión. Una aceptación no autodestructiva de la
oscuridad. Quiero decir la oscuridad con O mayúscula. No me parece algo fúnebre.
En absoluto. Nada que ver con los oficinistas ojerosos, maletín en mano, que puedes
encontrar a diario en el metro, enfundados en trajes escogidos por sus mujeres,
adornados con corbatas compradas sin esmero por sus dos coma tres hijos la pasada
Navidad. Ellos sí son fúnebres.

www.lectulandia.com - Página 79
—Me has leído el pensamiento. ¿Tan evidente es mi personalidad?
—No pienso responder a eso.
—¿No te parezco interesante?
—Nunca hagas esa pregunta si quieres que tu interlocutor te guarde respeto.
—Ya…
—No te enfades.
—No me enfado. Seguro que tú sí tienes cosas interesantes que contar.
—¿Por qué?
—Por tus viajes y todo eso. Supongo.
—Por mis viajes. Claro. Montones de cosas interesantes. Estoy repleto de ellas.
Soy como una máquina de discos, pero en lugar de tocar canciones cuento cosas
interesantes. Introduces una moneda, tiras de la palanca y ahí está.
—¿Te estás burlando de mí?
Él mudó su expresión, se puso serio de repente. Apretó los labios.
—Si crees de veras que lo estoy haciendo, dímelo, y me iré ahora mismo.

A comienzos de la primavera Héctor cometió un error en el trabajo.


La refinería estaba fuera de servicio por mantenimiento. Permanecería así un mes.
Durante ese tiempo las labores de revisión, reparación y remodelación ocupaban las
veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Que los trabajos se realizaran
de forma coordinada obligaba a una minuciosa planificación.
Aunque la parte mayor y más dura de la labor era desempeñada por el
Departamento de Mantenimiento, los jefes de área de Producción cargaban con la
responsabilidad de dar luz verde a cada uno de los trabajos y el visto bueno una vez
que estuvieran concluidos. Durante esos días el número de trabajadores se
multiplicaba por tres. Largas filas de empleados temporales desfilaban cada mañana
por delante de Grego y su segadora.
Sobre la mesa de Héctor se apilaban gruesos fajos de impresos: autorizaciones de
trabajo a la espera de ser firmadas. Cualquier tarea que se llevara a cabo requería su
correspondiente autorización. De cuando en cuando alguna no contaba con todos los
requisitos previos necesarios y era rechazada.
Un viernes por la tarde, tras doce horas en la atmósfera mal ventilada de la sala de
control y con un punzante dolor de cabeza castigándole las sienes, Héctor se topó con
una autorización no rellenada del todo. Una de las medidas de seguridad necesarias
para la intervención del equipo a reparar no había sido cumplimentada. Se trataba de
algo rutinario y de escasa importancia; era posible empezar a trabajar sin que
existiera verdadero peligro, ni para la maquinaria ni para los trabajadores. Pero la
casilla correspondiente no había sido tildada y Héctor era un hombre minucioso. Sin
pensarlo dos veces coloco la autorización en la bandeja de las rechazadas. Luego se
fue a casa. Tomó una cena ligera y un analgésico para el dolor de cabeza, pidió a Sara

www.lectulandia.com - Página 80
que desconectara el teléfono y se fue a la cama. Lo del teléfono era una medida de
precaución para filtrar las llamadas poco importantes. Antes de caer dormido dejó
sobre la mesilla su busca, mediante el que podrían localizarle en caso de que
ocurriera algo grave.
El sábado durmió hasta tarde. Comió con la familia y luego acompañó a Grego a
su casa, donde lijaron contraventanas varias horas. Por la noche fue con Sara al cine.
En ningún momento se separó del busca.
El día siguiente transcurrió de modo igualmente plácido.
Llegado el momento de ir a la cama, Sara se ofreció a darle un masaje. Él se
libero de la ropa y se tumbó boca abajo en la cama. Ella había entrado al cuarto de
baño, de donde tardó unos minutos en salir. Héctor se estaba quedando dormido
cuando sintió a su mujer acomodarse a horcajadas sobre él, su entrepierna desnuda y
luego sus manos acariciándole la espalda y el aroma dulzón del aceite de cerezas.
Cuando llegó a su despacho el lunes no tuvo tiempo de quitarse la chaqueta antes
de que sonara el teléfono. Era su jefe. Quería verlo de inmediato. El tono no era
amable.
La autorización de trabajo que había rechazado el viernes había provocado un
efecto de bola de nieve. La tarea era clave dentro del programa. No había podido ser
llevada a cabo y —en un sistema donde todas las reparaciones estaban ligadas—
tampoco las que dependían de su conclusión. Le habían llamado repetidas veces al
busca a lo largo del fin de semana pero él nunca había contestado. Héctor aseguró no
haber recibido ninguna llamada. Una rápida comprobación demostró que el listado de
números de la centralita tenía varios nombres intercambiados.
Pero eso no representaba una excusa. Su exceso de celo había provocado un
retraso en los trabajos, con unas consecuencias que en ese momento todavía se
estaban evaluando.
Había pasado por alto que la tarea rechazada, aunque sencilla, era clave para el
programa.
El departamento era el foco de atención de todos. Su jefe no dejaba de chuparse
las encías y resoplar. No era el tipo de incidente que necesitaba en ese momento,
cuando ya acariciaba el retiro. A él sí lo habían localizado el fin de semana, después
de no poder contactar con Héctor. Por su cargo, contaba con autoridad para dar el
visto bueno a la autorización. Rehusó hacerlo. Alegó desconocer los detalles por los
que no había sido firmada. Quizá su subordinado poseyera motivos.
En la reunión matinal Héctor soportó una reprimenda pública del director de la
refinería. Este hacía crujir los nudillos. Una y otra vez. Como si poseyera más dedos
que el resto de los hombres. Los demás presentes permanecieron con las miradas
clavadas en la mesa. Varios eran firmes competidores en la carrera por la promoción.
Esa tarde Héctor recibió en su oficina la visita de Romano Santos. Los dos
operadores que en ese momento estaban recibiendo instrucciones musitaron una
despedida y se escabulleron. Romano cerró la puerta. Lucía una expresión relajada.

www.lectulandia.com - Página 81
Se mantuvieron la mirada.
—No te preocupes —dijo Romano.
Se paseó por la oficina curioseando las estanterías. Acarició los lomos de una fila
de manuales técnicos. Sonrió ante una fotografía enmarcada de Beatriz.
¿Eso era todo?
Lo que necesitaba era una afirmación categórica. Una frase de comprensión en la
que se reconociese que había obrado como era debido. Instrucciones para iniciar una
estrategia reactiva. O, en su defecto, otra reprimenda; una arenga acerca de la
limitación que representan unos principios demasiado firmes.
¿Qué debía ver en el modo lánguido con que Romano pasaba las páginas de un
prontuario? La desilusión no era un sentimiento que cupiera en él. Si alguien lo
decepcionaba, continuaba adelante sin detenerse, sin auxiliar a los heridos.
Dejó el libro.
—¿Quieres que hable con ellos?
—¿Con quiénes?
—Ya sabes —se encogió de hombros—. Con los que escuchan.
Héctor hizo girar su silla un cuarto de circunferencia a la derecha, otro cuarto a la
izquierda y de nuevo a la derecha.
—No.
El silencio fue la forma que Romano empleo para interrogarlo de nuevo.
—Puedo arreglármelas solo.
—Lo sé.
Se encaminó hacia la puerta. Posó la mano en el picaporte, pero sin accionarlo.
Hizo un gesto con el mentón para señalar las estanterías.
—Eres quien más libros tiene en su oficina de toda la refinería. Llévate unos
cuantos a casa. No te forjes fama de teórico.

Mientras preparaban la cena Sara le escuchó contar lo sucedido. Se abstuvo de


formular valoraciones sobre las consecuencias, los puestos que había perdido en la
carrera por la promoción. Rechazaba los comentarios condescendientes. Se limitó a
murmurar un: «Ya veremos» y colocar los platos en la mesa.
Él lo agradeció.
No tuvo tiempo de hablar con Grego antes de que se enterara por boca de otros.
Al Final de la jornada el coste económico de su error circulaba libremente. Cada
nueva persona que se enteraba de la cifra respondía con un largo silbido acompañado
de una mirada al vacío.

Esa noche Sara le habló de la Guarida.


Estaban en la cama, hacía rato que la casa se encontraba en silencio. Héctor era

www.lectulandia.com - Página 82
incapaz de conciliar el sueño.
La Guarida era el lugar al que ella se retiraba para aislarse de cuanto la rodeaba.
Un retiro psicológico. Fruto de su imaginación.
Un hueco en una pared de roca, de apenas medio metro de alto y las dimensiones
justas para albergar a una persona en posición ovillada. El suelo era de tierra pisada y
la entrada estaba resguardada por tupidos arbustos. Dentro no hacía frío ni calor;
reinaba la temperatura a la que el cuerpo parece unirse de forma borrosa al aire que lo
rodea, sin el estorbo de una superficie intermedia. Sara se tumbaba allí. Se imaginaba
desnuda y satisfecha. Sus olores corporales: regalos que se hacía a sí misma. Tomaba
acomodo mirando al fondo de la cavidad. Del techo colgaban frágiles estalactitas,
antiquísimas pero todavía en sus primeras fases de formación, el suave vello de la
montaña. Sara convivía pacíficamente con ellas. Ninguno de sus movimientos llegaba
a dañarlas. Nadie sabía dónde estaba la cavidad. En el exterior reinaba una oscuridad
ancestral.
Nunca se lo había contado a nadie.
Héctor escuchaba con la vista fija en el techo. Ella se aproximó. Le desabrochó
un botón del pijama, introdujo la mano y le acarició las costillas.
—Ven a dormir conmigo —dijo.
La sentía respirar junto a su oído.
Sus inspiraciones y expiraciones se sincronizaron.
Él cerró los ojos. Sara lo olfateó y, como el felino que protege a sus crías, lo
aferró con los dientes en torno al cuello y lo trasladó hasta lugar seguro. Su tamaño se
había triplicado de repente. Caminaba a cuatro patas, desnuda, con los pechos
oscilando bajo ella.

—¿Por qué tenemos que venir a un hotel?


—¿No te gusta el sitio?
Grego estaba tendido en la cama, con un plato sobre el estómago desnudo. Tenía
migas entre el vello del pecho. El establecimiento era modesto y no disponía de
servicio de habitaciones, pero él se había camelado al chico de recepción para que les
llevara una botella de vino y algo de comer de un restaurante cercano.
—Es tan burgués. Venir aquí.
—Me gusta más que tu casa. Las cosas claras —dijo él.
La habitación daba al patio del edificio, donde había tiestos con flores y sábanas
tendidas. Una anciana regaba cada mañana.
—También podemos ir a la tuya.
—No es mi casa. Es la de mi hermano. Y no quiero que allí pase nada.
—Quiero decir a la otra.
—Aún no.
Ella se dio la vuelta y quedó acostada dándole la espalda. El somier crujió. Movió

www.lectulandia.com - Página 83
las caderas buscando postura.
—Lo digo por el dinero.
Grego pensó que había cosas más caras. Pero en su lugar dijo:
—No te preocupes por eso.
Era domingo y acababa de anochecer. El hotel estaba silencioso. Terminó de
comer y dejó el plato en el suelo. Su ropa estaba esparcida por todas partes. La de
Carol, plegada sobre una silla, toda ella de color negro.
—El color de fondo del universo.
Ella no respondió. Pensó que se había quedado dormida. Pero al cabo de unos
instantes Carol preguntó:
—¿Vamos a salir o nos quedamos?
Grego reptó sobre las sábanas. Nuevos crujidos del somier. Se pegó a ella.
Inspeccionó de cerca la espalda pecosa. Un calor creciente subiendo desde la cadera.
Un rato después salían a la calle en busca de algún lugar donde beber algo. Con la
caída de la noche había descendido la temperatura. Ambos caminaban con los
hombros encogidos. La chaqueta de Carol no era suficiente. Pronto empezó a sentir
escalofríos.
—Deberías haber cogido tu abrigo.
—Creí que no iríamos lejos.
Las calles estaban desiertas. Ninguno de los locales que vieron les pareció
apetecible.
—¿Volvemos? —propuso ella.
Grego gruñó.
—¿Me dejas tu anorak? Me estoy helando.
Él se quitó la prenda y se la tendió.
—¿Por qué cambias de idea con tanta frecuencia?

Héctor aprovechaba los fines de semana para pasar todo el tiempo posible con
Beatriz. La niña crecía con una rapidez que lo llenaba de dolor.
Sara proseguía su investigación particular. Acarreaba libros. Revisaba páginas
web de vergonzoso contenido esotérico. Realizaba anotaciones en el cuaderno de
cubiertas de piel.
Para entonces Grego pasaba fuera varias noches por semana. El hermano mayor
no preguntaba.
La primera fase de las obras en la casa de los abuelos estaba a punto de concluir.
Grego los invitó un sábado a comer allí. Verían el nuevo aspecto del lugar.
A mediodía la temperatura era casi veraniega. Sacaron una mesa a la calle. La
ensalada brillaba a la luz del sol. Esparcidos por los rincones había sacos de cemento
sobrantes y rimeros de ladrillos. Utilizaron varios de estos para improvisar una
barbacoa. Beatriz se maravilló con la incandescencia del carbón vegetal, como si

www.lectulandia.com - Página 84
hubiera permanecido albergada en su interior a la espera de ese momento para
revelarse.
El césped delante de la casa estaba castigado por las rodaduras de los vehículos,
pero pronto se recuperaría. Sendas capas de polvo cubrían el Land Rover de Grego
por fuera y por dentro. Héctor observó un faro roto y una honda abolladura donde
antes no había nada.
Después de comer, los hermanos recorrieron la casa. Grego fue mostrando una a
una las reformas llevadas a cabo. Las habitaciones arregladas parecían haber
aumentado de tamaño. En la cocina solo faltaba colocar los electrodomésticos. Héctor
preguntaba qué era lo que había hecho su hermano y qué los obreros. Ante algunas
respuestas inclinaba la cabeza y volvía a observar el trabajo con mayor detenimiento.
Respiraba el aroma de la madera lijada.
Se entretuvieron en la dependencia levantada donde había estado la cuadra.
Héctor estudió los remates exteriores e interiores. Todas las decisiones referidas a
aquella parte de la casa habían surgido de él. Grego se había limitado a seguir sus
instrucciones. El hermano mayor mostraba su conformidad mediante mudos
asentimientos. Comprobó la puerta. Era firme y disponía de una robusta cerradura.
Cuando los hermanos salieron, Sara empujaba a Beatriz en un columpio. Esta
aullaba de gozo al tiempo que pedía ser empujada con más fuerza.
Había sido levantado por Grego ex profeso para su sobrina. Él mismo había
soldado los tubos del armazón, protegido las cadenas con recubrimiento de goma y
puesto una barandilla alrededor del asiento para que la niña no pudiera caerse. Héctor
observó la escena, complacido. Sara se había abierto un par de botones de la blusa
para broncearse el cuello y su hija no dejaba de reír y saludar cada vez que alcanzaba
el punto más alto de su trayectoria.
Pensó en el columpio. En lo sencillo y ajustado de su diseño. En los diferentes
materiales que lo conformaban. En el trabajo necesario para construirlo. Todo ello
para cumplir un servicio tan banal como era el suyo. Y se asombró y congratuló de
que alguien, tiempo atrás, hubiera decidido hacer algo semejante por primera vez.

Llegó el mes de junio y con él el cumpleaños de Beatriz.


Era domingo. La celebración tuvo lugar por la tarde. Durante los preparativos,
Héctor no dejaba de dirigir vistazos disimulados a su hermano. Hasta que no pudo
más y en un momento en que se encontraron a solas preguntó:
—¿Cómo va eso?
A Grego le brillaba la frente.
—Va.
El salón estaba adornado con serpentinas. Beatriz tomó asiento en la cabecera de
la mesa. Carol también estaba presente y no dejaba de hacer fotos. Echaron las
persianas para crear penumbra. Los hermanos empezaron a cantar el Cumpleaños

www.lectulandia.com - Página 85
feliz y Sara salió de la cocina llevando entre las manos, en actitud solemne, una tarta
adornada con dos velas. La depositó frente a la niña, que la miró sonriente pero sin
saber qué hacer.
—¡Sopla las velas, cariño!
Pudo con una. La otra se le resistió y Héctor acudió en su ayuda.
Aplausos. Besos. Beatriz un poco asustada. Ni siquiera se dio cuenta de que su tío
se acercó a ella apenas lo justo para depositarle un beso en la frente, permaneciendo
el resto del tiempo a una prudente distancia.
Había pedido los siguientes diez días libres en la refinería. Para todos los que no
eran de la familia, debía volar a Tailandia por un asunto de negocios. Flecos de su
vida anterior. Debido a la compañía de Carol, mantenían la pantomima. En un rincón
aguardaba una maleta. Héctor lo llevaría al aeropuerto.
Mientras los demás ayudaban a la niña a abrir regalos, Grego y Carol se vieron en
la cocina.
—¿Nervioso por el viaje?
—No. ¿Por qué?
—Estás muy callado.
Él consultó su reloj. Llevaba haciéndolo todo el día.
—Hace una semana que apenas pronuncias palabra.
—No sé.
Evitaba su mirada.
—Bueno —dijo ella y resopló.
No estaban tan unidos como para que le hubiera pedido ir con él. No se le había
pasado por la cabeza.
—¿Me traerás algo?
—¿Qué?
La miró con cara de no comprender.
—Un recuerdo.
—Ah. Bien.
—Olvídalo. No hace falta.
Él miró otra vez el reloj. Carol cogió unos platos sucios de la encimera y los dejó
en el fregadero.
—¿Vas a volver?
Del salón llegaba el crujido de los papeles de regalo y en la calle brillaba el sol.
El emparrado de la parte trasera empezaba a echar hojas.
—Claro. En diez días estaré de vuelta.
Lo dijo como si ella hubiera preguntado una tontería.
Le dio un beso en la mejilla. Luego miro hacia la puerta y volvió a besarla, ahora
en los labios, pero sin entretenerse.
—Creo que ya es hora. Avisaré a mi hermano.
Volvieron al salón.

www.lectulandia.com - Página 86
Héctor alzó la mirada. Tenía a la niña sobre las rodillas.
—¿Vamos?
Sara salió a la calle para despedirse de él. Carol se quedó dentro con la niña.
—No sé qué decir.
Grego sonrió.
—¿Lo habitual en estos casos?
—Cuídate.
Él rio.
—No sé cómo.
Se abrazaron.
Creo que no he dedicado mucha atención a Beatriz.
—Ahora no importa.
Los hermanos subieron al coche y Sara los observó desde el camino de entrada
mientras se alejaban.

Grego se calmo visiblemente una vez se quedaron solos.


—¿Te duele la cabeza?
—Solo un poco. Sí.
Héctor conducía con cuidado, miraba continuamente por el retrovisor y accionaba
los intermitentes con amplia anticipación antes de cambiar de carril.
Llegaron a la casa con tiempo de sobra. Aún quedaban varias horas de luz. La
maleta de Grego estaba prácticamente vacía. Solo llevaba en ella una muda de ropa.
—Dejémoslo todo preparado —propuso Héctor.
Se encaminaron a las dependencias levantadas donde había estado la cuadra.
Por la puerta principal se accedía a una primera habitación. Esta desempeñaba
una doble función: vestuario y cámara intermedia para que las moscas no pudieran
escapar. Grego posó la maleta. De dos ganchos en la pared colgaban sendos trajes de
apicultor, y en el suelo, bajo un banco de madera, descansaban dos pares de botas de
goma. A la derecha, una puerta conducía a un cuarto de baño con ducha, inodoro y un
amplio lavamanos. En una estantería había rollos de papel toalla, cajas de guantes de
goma y garrafas de gel desinfectante, todo ello en abundancia, además de un botiquín
de primeros auxilios.
Descorrieron una cortina de tela mosquitera. La puerta que protegía la estancia
principal contaba a modo de mirilla con un ventanuco de cristal reforzado. Allí, como
en el resto de las habitaciones, el suelo estaba cubierto de pavimento plástico. Las
paredes y el techo también habían sido tratados para que su limpieza resultara
sencilla. El piso tenía una leve pendiente hacia un sumidero que de momento
permanecía tapado. La lámpara estaba encastrada en el techo y protegida por una
campana plástica; el interruptor que la controlaba se hallaba en el vestuario. Había
una ventana, necesaria para la posterior ventilación, con doble cristal y postigos

www.lectulandia.com - Página 87
exteriores asegurados por un candado. La habitación disponía asimismo de una
claraboya en el techo, la cual garantizaba el fotoperiodo necesario para el buen
mantenimiento de las moscas.
Un catre situado en un rincón representaba todo el mobiliario. Mayor importancia
tenían los alimentadores.
Estos consistían en una batería de seis cilindros de vidrio, de treinta centímetros
de alto y diez de diámetro, montados en vertical sobre un bastidor de madera. Estaban
llenos de una mezcla de zumos de frutas y leche condensada y contaban con un tapón
en la parte superior para su llenado. La inferior había sido taladrada y atravesada por
un tubo que finalizaba en un cartucho de algodón del que los insectos podían chupar
el alimento.
El resto del equipamiento lo formaban un radiador, un lavaojos de emergencia y,
colgados en la pared, un termómetro y un higrómetro.
Toda la construcción e instalación había corrido por cuenta de Grego. Su hermano
lo había ayudado puntualmente. Era mejor no involucrar a extraños cuya curiosidad
pudiera verse despertada por las peculiaridades del lugar.
Héctor comprobó que la ventana estuviera bien cerrada. Palpó los algodones de
los alimentadores para ver si estaban húmedos. Probó el lavaojos; los rociadores
tenían la presión adecuada.
—Por mí está correcto. ¿Qué dices tú?
Grego todavía miraba el conjunto con asombro, como si no lo hubiera levantado
él mismo con sus propias manos.
—Por mí también. Es pronto todavía. Vamos afuera.
Héctor lo siguió a la calle.
Tomaron acomodo en la hierba, mirando hacia el punto por donde habría de
ponerse el sol. Corría una leve brisa. El hermano mayor echó la cabeza atrás. En el
cielo trazaba círculos la silueta de un ave. No reconoció cuál. Parecía muy liviana,
casi ingrávida, apenas un trazo de carboncillo en el azul menguante.
—No está mal este sitio —dijo recibiendo la brisa en el rostro—. El viento lo
barre.
Grego mordisqueaba un tallo de hierba. Asintió. Se palpaba un hombro.
—Un sobreesfuerzo —dijo—. Cargando escombros. Me alegro de dejar el trabajo
un tiempo.
Estaba bronceado gracias a la actividad a la intemperie. No había perdido ni
ganado peso, pero sus rasgos se habían afilado, ganando definición. A Héctor no se le
pasó por alto. Al igual que su postura, que podría calificarse de relajada. Las rodillas
alzadas, los brazos apoyados en estas.
—No es necesario que te quedes —dijo Grego—. Puedo arreglármelas solo. No
tengo más que cerrar la puerta.
—Ni hablar.
—¿No te fías?

www.lectulandia.com - Página 88
—Me fío. Pero me quedo.
La calma de la que Grego hacía gala resultaba notable, especialmente al recordar
el modo en que habían transcurrido esos mismos momentos un año atrás.
Observaban el descenso del sol. El hermano menor se frotaba allí donde el picor
era más acusado —en el pecho y la parte alta de la espalda, sin que pudiera saberse el
motivo—. Héctor le había explicado el procedimiento que seguiría durante los
próximos diez días. Visitaría la casa cada uno de ellos. Quizá no entrase siempre en la
habitación; si no resultaba necesario se limitaría a comprobar a través de la mirilla del
vestuario que todo iba bien. Se aseguraría de que los alimentadores estuvieran llenos.
Había envases de zumo y leche condensaba de repuesto en cantidad más que
suficiente.
A medida que amainaba la luz, la hierba iba tomando un color azulado.
Murciélagos tempraneros hacían quiebros sobre el campo. Ninguno de los hermanos
dejó de percatarse. Presas invisibles en la claridad menguante.
Una pareja de gatos asilvestrados emergió de un bosquecillo. Estaban escuálidos.
Avanzaban con varios metros entre sí y la cabeza gacha, sosteniendo cada pata en el
aire unos instantes antes de posarla. Cuando los vieron se quedaron inmóviles.
Hombres y felinos se mantuvieron la mirada. Luego los gatos tomaron también
asiento en la hierba, se lamieron las patas y miraron a su alrededor, como buscando el
motivo de la presencia allí de los dos hermanos. Finalmente cruzaron ante ellos y se
perdieron bajo unos arbustos de donde surgió un crujir de ramas y el frenesí de un
aleteo.
Héctor se levantó de un salto cuando su hermano se puso en pie. El sol estaba
cortado por el horizonte. No había nubes en el cielo y su mitad era de color rosa.
—Iré adentro —dijo Grego.
—¿Notas algo?
—No. Pero prefiero retirarme. Estoy cansado.
Arqueó la espalda. Crujió una vértebra.
Antes de entrar en la habitación se detuvo para echar un vistazo a la casa,
iluminada por la luz del ocaso. Las semanas anteriores había acelerado el trabajo a fin
de tenerlo todo dispuesto para ese instante. Largas jornadas, en la refinería y luego
allí, ultimando remates.
Héctor sintió deseos de preguntarle para quién o para qué reservaba los
pensamientos de esos últimos momentos. Pero guardó silencio. Tal cosa sería
trascendente solo si su hermano no fuera a volver.
—Mejor nos despedimos aquí —propuso Grego.
La brisa olía a pasto y madera.
Se quedaron parados. Sin saber qué hacer o decir. Luego sonrieron y se
estrecharon la mano. Hubo también un abrazo.
Cuando se estaban separando, Héctor besó a su hermano en la mejilla.
—Cuídate.

www.lectulandia.com - Página 89
Este sonrió, incómodo.
—Claro.
Grego entró en el recinto inundado todavía de olor a nuevo. Héctor lo siguió a
unos pasos de distancia y se detuvo en el umbral de la habitación principal.
—Hasta pronto.
El hermano menor estaba en el centro de la estancia; el catre sin mantas ni
almohada a un lado, los alimentadores con su empalagoso contenido al otro.
—Para mí es como si volviéramos a vernos mañana por la mañana.
Héctor estaba haciendo una última inspección visual del lugar.
—Claro —dijo—. Mañana. ¿Te dejo la luz encendida?
—No es necesario. Puedes cerrar.
Héctor obedeció. Cerró la primera puerta, provista de una simple manilla, sin
cerrojo alguno. Observó por la mirilla mientras su hermano arrastraba el catre y lo
situaba bajo la claraboya del techo, por donde aún se colaba un hálito de luz y quizá
llegara a ver las estrellas. Grego lo miró y asintió. Todo estaba dispuesto.
Apagó la luz.
Su hermano pequeño desapareció. Comenzaban para él diez días de perfecto
vacío.
Echó la llave a la puerta exterior. Luego cerró también la casa. Caminó hacia su
coche arrastrando los pies. Azotado por la envidia.

www.lectulandia.com - Página 90
Parte II
2005-2006

… y tal vez también, con aquel entusiasmo propio de las muchachas de su edad, anheloso siempre de
una ocasión que le permita ejercitarse, dejóse llevar secretamente por el deseo de aumentar lo
pavoroso de la situación de Gregorio, a fin de poder hacer por él aún más de lo que hasta entonces
hacía.

FRANZ KAFKA, La metamorfosis

www.lectulandia.com - Página 91
---
Anotaciones de supuesta utilidad

La mitología taiwanesa sitúa el origen de la especie humana en lo alto de una


montaña. En aquel lugar se alzó durante miles de años una gran roca. A lo largo de
todo ese tiempo la roca absorbió las esencias derramadas por el Sol y la Luna, fue
testigo de innumerables amaneceres, ocasos y cambios de estación. Hasta que una
mañana, sin previo aviso, cuando despuntaba el primer rayo de luz del día, un trueno
sacudió la tierra y la roca se desgajó en dos mitades.
De su interior surgieron, aturdidos y llenos de curiosidad, dos hombres y una
mujer. Contemplaron la inmensidad del paisaje que se extendía a su alrededor: las
junglas, las estepas, las cordilleras, los pantanos, los desiertos, las aves que
evolucionaban en el cielo y los animales que por doquier, todavía sobrecogidos a
causa del trueno, les dirigían miradas no exentas de desconfianza. La desnudez de los
tres se estremeció ante la fresca brisa del amanecer. Y entonces uno de los hombres
proclamó que la vida en aquella tierra sería sin duda demasiado difícil, dio media
vuelta y entró en la roca, que en ese momento, con un nuevo trueno, volvió a cerrarse
y recuperar su integridad anterior como si esta nunca se hubiese visto alterada. El otro
hombre y la mujer se quedaron solos.
Únicamente se tenían uno al otro para sobrevivir. Se alimentaban de frutos y de
los animales que sus aún escasas habilidades les permitían capturar. Con las pieles de
estos confeccionaron toscas vestiduras para hacer frente al frío. Evitaban alejarse de
la montaña donde habían aparecido, temerosos de los peligros que pudieran encontrar
más allá, y no perdían de vista la gran roca, por si acaso esta volvía a abrirse, cosa
que no ocurrió.
En sus escasos momentos de asueto, al hombre y a la mujer les gustaba tenderse a
descansar a la sombra de los árboles. Observaban pastar a los gamos e identificaban
el trino de los pájaros. Aprendieron a desenvolverse en la naturaleza mediante la
atenta observación de los animales. Durante su instrucción les interesó especialmente
la presencia de crías en cuantas especies los rodeaban. Crías que garantizaban la
supervivencia del grupo.
Así decidieron que ellos también debían reproducirse. Sin embargo desconocían
el modo como podían hacerlo.
Sus mentes primitivas, y quizás algún recuerdo inconsciente de su gestación en el
seno de la gran roca, los hacían adorar los astros, a quienes atribuían el origen de todo
cuanto existía. Por ello, tanto el hombre como la mujer, expusieron los cuerpos
desnudos al Sol para que su esencia penetrara por sus orificios corporales y los

www.lectulandia.com - Página 92
fecundase. Lo mismo hicieron bajo el resplandor helado de la Luna.
Durante días y noches repitieron el ritual sin lograr nada.
Sufrían hambre. Era difícil cazar sin otra ayuda que sus manos o las toscas
herramientas que podían fabricar. Las costuras de las ropas se deshacían y el frío los
castigaba. El fuego era todavía desconocido para ellos como fuente de luz, calor y
protección.
La especie humana bien podría haber comenzado y terminado con aquel hombre
y aquella mujer. Una existencia anecdótica que ni siquiera habría dejado rastro en la
Tierra.
Comenzaban a sucumbir al desánimo y pensar que carecían de la capacidad de
generar descendencia. Pero una brillante mañana, cuando la mujer, a punto ya de
darse por vencida, ofrecía una vez más su cuerpo al Sol, una mosca fue a posarse en
su muslo.
Ella la miró y, antes de que pudiera espantarla, una segunda mosca se posó en el
mismo lugar, se montó sobre la otra y comenzó una serie de frenéticos y diminutos
movimientos de los que la mujer no perdió detalle.
Una vez las moscas se hubieron separado y partido en direcciones opuestas, ella
corrió a contarle al hombre lo que había visto.
Durante los días siguientes, su observación de los animales fue más atenta y
sigilosa que nunca, lo que les permitió presenciar escenas semejantes a la de las
moscas, protagonizadas por otras especies.
De ese modo supieron lo que habían de hacer y la especie humana logró
extenderse sobre la faz de la Tierra.

En otra versión de la historia el final sufre una variación. En el momento en que el


hombre y la mujer descubren que han de tomar contacto físico uno con el otro, y se
hacen conscientes del papel de cada uno, él siente pudor y renuncia a participar en el
acto. Los esfuerzos de la mujer por convencerlo no surten efecto. Ambos discuten y
esa noche se acuestan cada uno en un extremo de la mísera cueva que tienen por
refugio.
Cuando el hombre se despierta a la mañana siguiente descubre que está solo.
Llama a la mujer y la busca por los alrededores, sin lograr encontrarla.
Siguen varios días de soledad en los que el hombre caza animales y recolecta
frutos únicamente para él, a la vez que no deja de reprocharse su actitud remilgada y
haber discutido con la que fue su compañera.
Una mañana, durante el transcurso de una de sus batidas en busca de alimento, el
hombre se encuentra con otra mujer. Está agachada y bebe a la orilla de un arroyo.
Esta mujer tiene la piel negra.
El hombre se acerca a ella, quien después del sobresalto inicial resulta ser
amigable. No habla y parece tener dificultades para comprender las palabras de él.

www.lectulandia.com - Página 93
Finalmente, recurriendo a gestos y dibujos trazados con un palo en un lecho arenoso
de la orilla del arroyo, él logra que la mujer lo acompañe a su cueva.
Una vez allí, sin que medie palabra ni petición alguna, ella comienza a poner
orden en el lugar, muy descuidado durante los días que el hombre ha pasado solo. Él
toma acomodo en un rincón y la observa hacer, feliz de volver a estar acompañado.
Le llama poderosamente la atención la lustrosa piel negra, así como sus esbeltas
formas. La observa agacharse y levantarse una y otra vez a medida que va recogiendo
los objetos desperdigados por la cueva. No es capaz de apartar los ojos de ella, quien
parece ajena a su presencia, como si se hubiera olvidado de que él está allí.
Entonces, incapaz de contenerse por más tiempo, el hombre empuja a la mujer
negra al burdo lecho de pieles animales que hasta hacía unos días había compartido
con su antigua compañera, y la toma. Actúa sin cortapisas, gozando intensamente en
el proceso.
Esa noche, mientras el hombre disfruta de un profundo y satisfecho sueño, la
mujer negra se levanta. Sigilosamente va hasta el cuenco de arcilla sin cocer que
emplean para guardar el agua y procede a lavarse el polvo de carbón que le cubre la
piel, revelando poco a poco el color de la mujer que había salido de la gran roca, la
primera compañera del hombre.

Uno de los episodios más deplorables de la invasión japonesa de China, entre mil
novecientos treinta y cuatro y mil novecientos cuarenta y cinco, corrió a cargo de la
Unidad de Prevención Epidémica y Purificación de Agua del Ejército de Kuantung,
más conocida como Unidad 731. Al frente de esta se encontraba el general Shiro
Ishii, precursor de la guerra biológica.
La unidad de Ishii se instaló en la región de Manchuria, cerca de Harbin, y recibió
carta blanca para emplear a los prisioneros chinos como cobayas humanas a fin de
probar la eficacia militar de los agentes bacteriológicos.
Uno de los estudios llevados a cabo consistió en la comprobación en los
prisioneros de la capacidad que poseían pulgas, piojos, garrapatas, mosquitos y
moscas para propagar enfermedades.

Las investigaciones modernas han probado que la mosca común es transmisora de los
gérmenes de la fiebre tifoidea y la disentería, entre los de otras enfermedades. Los
mismos estudios han llegado al dato de que una mosca, en el entorno de un área
residencial, puede ser portadora de más de un millón novecientas cuarenta mil
bacterias, la mayor parte de ellas en su apéndice bucal y los extremos de las patas.
Desde el punto de vista del peligro para la salud, tragar una mosca equivale a
hacer lo mismo con varias docenas de cucarachas.

www.lectulandia.com - Página 94
A diferencia de otros insectos, la mosca doméstica adulta no entra en estado de
letargo invernal.

De acuerdo a la teoría de la interpretación de los sueños, la mosca representa un


pequeño obstáculo que ha de ser superado.
Si la mosca aparece volando alrededor de tu cabeza quiere decir que el obstáculo,
a pesar de su nimiedad, no desaparecerá por sí mismo y requiere una intervención
inmediata.

Hernán Cortés recoge en sus crónicas que durante la conquista de Nueva España, más
que los indios, le preocupaban las moscas, mosquitos y garrapatas que atacaban a
hombres y animales.

El mariscal Rommel, durante su campaña en el norte de África, decretó importantes


sanciones para todos aquellos hombres que no enterrasen sus excrementos, los cuales
eran fuente de atracción de moscas.

Desde las investigaciones con DDT efectuadas en los años cuarenta, el numero de
casos documentados de resistencia de insectos a los insecticidas ha aumentado sin
cesar. La mosca doméstica ocupa el primer lugar en cuanto a poseedora de
mecanismos de optimización para su supervivencia.

Una antigua historia de los indios de Norteamérica habla de dos tribus que vivían
próximas entre sí. Una de ellas era sacrificada y trabajadora, sus miembros
recolectaban alimentos durante el verano y los almacenaban para los duros meses de
frío. En la otra, por el contrario, se dedicaban en cuerpo y alma a la diversión y
ocupaban sus días cantando y bailando sin que el futuro los preocupase. Cuando el
Gran Espíritu se percató del comportamiento de las tribus honró a la primera
transformando a todos sus miembros en abejas, mientras que a los de la otra los
transformó en moscas.
Con escasas variaciones, un mito de los aborígenes australianos narra la misma
historia.

De las diez plagas con que Dios castigó a los egipcios en el Éxodo, tres eran de
insectos: la tercera, la cuarta y la octava; piojos, moscas y langostas, respectivamente.

www.lectulandia.com - Página 95
Apuleyo hablaba, de la habilidad de las brujas de Tesalia para transformarse en aves,
perros y moscas.

Las mujeres romanas se teñían de negro las pestañas mediante un polvo obtenido al
machacar moscas y huevos de hormiga.

Apolonio de Rodas menciona en sus Argonáuticas la muerte de Ladón, el monstruo


de cien cabezas encargado de guardar las manzanas de oro de las Hespérides.
Hércules acabo con él después de haber mojado la punta de sus flechas en el
poderoso veneno extraído de la Hidra de Lerna.
Al día siguiente la criatura se corrompía al sol, destrozada, exhibiendo sus
pútridas heridas aún manchadas de veneno, por las que, sin embargo, se paseaban las
moscas.

La palabra mosca deriva del término latino musca, que significa «parásito», pero
también «hombre curioso e importuno».

Ba’alzevuv, Beelzebub y Belzebú son deformaciones de Baal Zebub, «Príncipe Baal»,


y su significado es «El señor de las moscas», uno de los nombres asignados al
demonio en el Nuevo Testamento.
Algunos autores, entre ellos Milton en su Paraíso perdido, le atribuyen el papel
de segundo en la jerarquía infernal, por debajo de Satán.
Su iconografía es muy variada: robusto, rostro abotagado, coronado por un aro de
fuego, cornudo, abundante pilosidad, alas de murciélago, patas de ánade, cejas
siempre alzadas, ciento cinco ojos… Todos coinciden sin embargo al hablar de lo
portentoso de su cólera; hasta la voluntad más firme desfallece ante él.
Una vez convocado resulta extremadamente complicado deshacerse de él.
Reina sobre el mes de julio.

Los griegos ofrecían todos los años un buey en sacrificio al «Dios de las moscas» en
el templo de Actium. Lo mismo hacían los sirios, quienes aseguraban que una mosca
nunca sería vista en el templo de Salomón en Jerusalén.

www.lectulandia.com - Página 96
En su Historia natural, Plinio el Viejo realiza numerosas referencias a las moscas.
Dice de ellas que huían en masa de Olimpia cuando durante los juegos sagrados se
ofrecía un toro en sacrificio al dios Myiodes; que al igual que los perros nunca
entraban en el templo de Hércules, en la ciudad de Roma; que por tratarse de seres
engendrados espontáneamente, el coito de un macho con una hembra producía un ser
imperfecto, diferente de sus progenitores y a partir del cual no se genera nada; y
también que los cuerpos de las moscas ahogadas resucitan si son introducidos en
ceniza.

En la misma obra, Plinio atribuye a las moscas amplias propiedades curativas. Afirma
que Muciano, tres veces cónsul de Roma, se protegía de las inflamaciones oculares
llevando siempre consigo una mosca viva, envuelta en un retal de lienzo blanco; que
una mezcla compuesta por un tercio de cenizas de mosca y dos tercios de cenizas de
papel, aplicada durante diez días, constituye un buen remedio contra la calvicie; el
mismo mal se puede evitar con cabezas frescas de mosca, después de haber frotado la
calva con una hoja de higuera, o bien con una mezcla de cenizas de mosca, berza y
leche materna; si la mezcla se realiza con cenizas de mosca, excrementos de ratón,
antimonio y esipo, hace crecer las pestañas; para curar la epilepsia propone la ingesta
de veintiún moscas rojas, a ser posible provenientes de un cadáver; y para el
tratamiento de los forúnculos, frotar contra los mismos un número impar de moscas,
empleando el dedo anular.

La mitología egipcia atribuye a la imagen de la mosca un significado de protección.


Se han encontrado imágenes de moscas talladas en dientes de hipopótamo que datan
de los Periodos Antiguo y Medio, y más antiguas aún, talladas en piedra, las cuales
tenían como finalidad librar de la desgracia a sus poseedores.
Durante el Periodo Nuevo, la «Orden de la mosca dorada» fue una condecoración
otorgada a aquellos que habían demostrado un especial valor en el combate.
En la tumba de la reina Ahhotep I (circa 1550 a.C.) se halló una cadena de oro
con tres colgantes que representaban moscas doradas del valor.

Durante el periodo de lactancia las madres egipcias se trataban los pechos doloridos
con un ungüento elaborado a base de bilis de toro, ocre, excrementos de mosca y
calamina.

www.lectulandia.com - Página 97
El jeroglífico egipcio de la mosca representaba la palabra aff —mosca—, al mismo
tiempo que era símbolo de valentía.

El Museo Británico alberga en sus depósitos ejemplares de un extraño tipo de


amuleto egipcio en forma de mosca: los afef.
En varios de ellos, la cabeza del amuleto no es la del insecto, sino la de un
hombre o una mujer. Según la opinión de los egiptólogos, estas piezas representan el
alma, o ba, de las personas, de acuerdo al paralelismo entre la mosca que sale de su
larva y el ba de la persona que surge del cuerpo tras el fallecimiento.

Sin embargo, una vez que se traspasaban las fronteras de la muerte, las moscas
dejaban de ser apreciadas por los egipcios. Su carácter necrófago las convertía en
seres indeseables. De ahí que a la diosa Neith, guardiana de los vasos canopes, donde
se albergaban las vísceras de los difuntos, se le atribuyeran las cualidades de una
araña, tradicional depredadora de insectos.

También aparecen las moscas en las religiones de Mesopotamia. La divinidad


femenina Nintu es representada portando un collar adornado con moscas, el cual
acaricia mientras jura que nunca olvidará el gran diluvio enviado contra los hombres
por un grupo de dioses vengativos.
Cuando Ziusudra, el único superviviente del diluvio, realiza un sacrificio en
honor a las deidades que lo han ayudado, estas se manifiestan a su alrededor en forma
de moscas. Desde entonces, el insecto pasó a simbolizar la presencia vigilante de los
dioses.

Además de ser importantes portadoras de enfermedades, las moscas también pueden


ser victimas de virus, hongos y bacterias.
A menudo es posible distinguir alrededor de las moscas que aparecen muertas en
las casas, sobre los alféizares interiores de las ventanas, un tenue círculo de polvillo.
Se trata de las esporas producidas por los hongos que han matado al insecto.

La capacidad de adaptarse rápidamente a un nuevo medio constituye sin duda la


mayor ventaja evolutiva de los insectos, lo que les ha permitido ocupar desde la
prehistoria cualquier nicho medioambiental que hubiera disponible.

www.lectulandia.com - Página 98
Su evolución ha ido pareja a la de las plantas, con las que han establecido una
relación simbiótica.
También supieron aprovechar la aparición en la era Mesozoica de los primeros
mamíferos, cuyos excrementos y cadáveres resultaron ser un medio nutriente
inmejorable para sus larvas.

Numerosos bestiarios de la época medieval, como De animalibus, atribuido a Alberto


Magno; el Bestiaire d’Amour, de Fournival; o el Llibre de les Bésties, de Ramón
Llull, coinciden en atribuir al ser humano un significado engañoso, mientras que, por
el contrario, el de los animales resulta concreto y fijo —su comportamiento, positivo
o negativo, es constante—, lo que permite asignarles un valor simbólico específico.

El cronista catalán Bernat Desclot escribió a finales del siglo XIII sobre los hechos
acaecidos en mil doscientos ochenta y cinco en la ciudad de Gerona, a la llegada de
las tropas invasoras de Felipe III. Los franceses profanaron la Colegiata de San Félix,
donde se guardaba el cuerpo incorrupto de San Narciso. Entonces surgió del sepulcro
del santo gran cantidad de moscas que atacaron a los soldados franceses y hostigaron
a los caballos al penetrar por su ano y fosas nasales.
Veinte mil soldados y cuatro mil caballos murieron víctimas de las picaduras.
Historiadores franceses del siglo XIII recogen el mismo suceso.
En una versión posterior, del siglo XV, las moscas son venenosas y se especifica
que brotan de la nariz de San Narciso.
Un hecho similar tuvo lugar en la misma ciudad en el año mil seiscientos
cincuenta y tres, una vez más frente a tropas francesas. Varios oficiales del ejército
invasor dejaron más tarde constancia de ello en un documento firmado ante el notario
real de Sant Feliu de Guíxols; en él aseguran que los gerundeses transportaron el
sepulcro de San Narciso a las murallas de la ciudad y que de él surgieron moscas
azules y verdes que asolaron la caballería francesa.
De nuevo en un testimonio posterior, de veinte años más tarde, se dice que las
moscas salieron de la nariz del santo y que las había azules, blancas, verdes, rojas y
negras, que eran venenosas y del tamaño de una bellota.

Magno Aurelio Casiodoro, teólogo, enciclopedista y ministro del rey ostrogodo


Teodorico el Grande, relató en el siglo VI un extraño suceso que tuvo lugar en la
ciudad de Nisibis, en la antigua Mesopotamia. Nisibis fue sitiada en tres ocasiones
por el rey persa Sapor II, entre los años trescientos treinta y ocho y trescientos
cincuenta. Durante uno de esos largos y penosos sitios el obispo de la ciudad subió a
las murallas y desde allí invocó a San Efrén para que aliviara el sufrimiento de sus

www.lectulandia.com - Página 99
fieles. De inmediato, una nube de moscas y mosquitos cayó sobre los persas y
desboco a sus elefantes, obligándolos a romper las escuadras y retirarse.

Hasta prácticamente el siglo XVIII, la generación espontánea fue una teoría


usualmente admitida para explicar el origen de determinadas formas simples de vida
a partir de una materia inanimada previa: las lombrices de la tierra o los gusanos de la
carne en descomposición. Aristóteles y Santo Tomás de Aquino fueron férreos
defensores de esta teoría, que respaldaron con una sólida base filosófica.
Uno de los motivos de la elevada aceptación popular de la generación espontánea
fue su compatibilidad con el fijismo imperante, contrario al concepto de evolución.
Los seres que nacían mediante generación espontánea no eran «nuevos», sino que
correspondían a especies ya existentes.
Las formas complejas de vida, las que no surgían de la materia inanimada, habían
estado en la Tierra desde siempre, inalteradas, generación tras generación.

Los científicos más tempranos entendían el mundo material como una combinación
de cuatro «átomos»: aire, agua, tierra y fuego. Elementos de los que —en las debidas
proporciones— también estarían compuestos los seres vivos.
Para resultar coherente con esta tesis, la generación espontánea postulaba que
tales elementos, en tales proporciones, aparecían en los cuerpos en descomposición.
Sin embargo, no era posible pasar por alto el hecho de que no todos los restos
putrefactos producían vida. Esto no ocurría si la temperatura ambiental era baja. Por
el contrario, si era alta ocurría con gran rapidez. Surgió así un nuevo postulado. Para
que brotase la vida no bastaba únicamente con la combinación de los cuatro
elementos fundamentales, sino que también era necesario un impulsor externo, una
fuente de dinamismo; en otras palabras, un aporte de energía, papel que fue atribuido
al Sol.
Esta interpretación clásica del origen de la vida conllevaba cuestiones en aquel
momento solo explicables desde el ámbito de la filosofía. Los cuerpos vivos están
ordenados en su interior, son homogéneos, así lo exige su correcto funcionamiento;
sin embargo la materia descompuesta está desordenada, la combinación de sus
elementos no le permite desempeñar actividad alguna. Luego, ¿cómo es posible que
el orden parta del desorden?
Este interrogante es el que más tarde llevaría al concepto físico de entropía: la
naturaleza, abandonada a sí misma, tiende al desorden. Para que tenga lugar el
proceso contrario es necesario un elemento organizador. De nuevo, un aporte de
energía.

www.lectulandia.com - Página 100


Jan Baptista van Helmont (1580-1644), químico, biólogo y médico belga, famoso por
ser el inventor de la palabra «gas» y haber identificado el dióxido de carbono, entre
otros numerosos logros, redactó una receta para la producción de ratones que
aseguraba haber probado personalmente. Bastaba con colocar una camisa sucia en un
recipiente junto a un puñado de granos de trigo o cortezas de queso; al cabo de
veintiún días se obtenían ratones, machos y hembras, capaces de reproducirse.

Estas ideas comenzaron a cuestionarse seriamente en el siglo XVII, gracias en parte a


los trabajos de Francesco Redi (1626-1698). Redi fue superintendente de la Farmacia
Ducal en la corte de los Medici, en Florencia, y se cuenta que sus dudas acerca de la
veracidad de la generación espontánea surgieron a partir de la lectura de Homero.
En el canto XIX de la Ilíada, Aquiles clama a su madre, la diosa Tetis, por el
cuidado del cuerpo de su compañero Patroclo, muerto a manos del troyano Héctor.

AQUILES.— (…) Ahora me armaré, pero temo que mientras tanto


penetren las moscas por las heridas que el bronce causó al esforzado hijo
de Menetio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo —pues le falta la vida
— y corrompan todo el cadáver.

A lo que Tetis responde:

TETIS.— Hijo, no te turbe el ánimo tal pensamiento. Yo procurare apartar


los importunos enjambres de moscas, que se ceban en la carne de los
varones muertos en la guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su
cuerpo se conservaría igual que ahora o mejor todavía (…).

Su teoría acerca de que las moscas eran la verdadera fuente de los gusanos que
brotaban de la carne fue probada por él mismo mediante un sencillo experimento.
Introdujo trozos de carne en vasijas y dejó unas abiertas mientras que cerró las otras.
La carne de las primeras, adonde las moscas pudieron acceder, crio gusanos, cosa que
no ocurrió con la de las segundas. Redi llegó así a la conclusión de que los gusanos se
trataban en realidad de moscas en estado larvario.

Antón van Leeuwenhoek (1632-1723) creyó haber rebatido la teoría de Redi. Van
Leeuwenhoek fue un comerciante holandés cuyo hobby era la óptica. Tallaba sus
propias lentes y logró fabricar un rudimentario microscopio, uno de los primeros de

www.lectulandia.com - Página 101


la historia. Con él descubrió, en mil seiscientos setenta y cinco, pequeños seres que
pululaban en una muestra de agua de acequia. Les dio el nombre de «animálculos», lo
que actualmente se conoce como protozoos.
Van Leeuwenhoek cocinó un caldo con agua y granos de pimienta, lo hirvió, lo
filtró y lo sometió al examen del microscopio. Halló protozoos. La generación
espontánea parecía ser la única explicación.

El sacerdote católico inglés John Turbeville Needham (1713-1781) llevó a cabo un


experimento similar al de van Leeuwenhoek, solo que tomó la precaución de sellar la
boca del recipiente donde cocinó el caldo.
Los protozoos volvieron a aparecer.

Los estudios del fisiólogo italiano Lázaro Spallanzani (1729-1799) contribuyeron a


aclarar las cosas.
Spallanzani estudió leyes en la Universidad de Bolonia, a pesar de lo cual acabó
convirtiéndose en uno de los pioneros de la biología experimental. Investigó la
capacidad de algunos animales para regenerar partes amputadas de sus cuerpos y
logró trasplantar satisfactoriamente la cabeza de un caracol al cuerpo de otro. Estudió
la circulación de la sangre en los pulmones, la transformación del oxígeno en dióxido
de carbono durante la respiración y el funcionamiento de los jugos gástricos. Realizó
numerosos experimentos a fin de determinar qué elemento del semen es el verdadero
responsable de la fecundación; experimentos durante los que consiguió fecundar
artificialmente a una hembra de perro.
En mil setecientos sesenta y siete repitió el experimento de van Leeuwenhoek.
Hirvió el caldo, lo filtró e impidió que el aire entrara en contacto con él. Su
aportación consistió en una medida precautoria que adoptó previamente: esterilizó el
recipiente.
Los protozoos no aparecieron.

Aun así, los defensores de la generación espontánea no se dieron por vencidos y


argumentaron que las excesivas medidas adoptadas por Spallanzani habían acabado
con el principio vital necesario para que tuviera lugar el brote de vida. Y con este
principio vital no se referían al calor del Sol ni a cualquier otra fuente de energía
reconocida, sino a algo de índole superior, sobrenatural, imprescindible para que la
vida tuviera lugar.

Debió ser Louis Pasteur (1822-1895) quien, al enunciar su Teoría Microbiana de la

www.lectulandia.com - Página 102


Enfermedad, pusiera un punto y final definitivo a la corriente que apoyaba la
generación espontánea. Según tal teoría, las bacterias y otros microorganismos que
aparecen en los seres vivos —o en sus cadáveres— no se crean a partir de estos, sino
que provienen del entorno.

***

Estas y otras anotaciones figuraban recogidas con la pulcra caligrafía de Sara en su


cuaderno de cubiertas de piel.

www.lectulandia.com - Página 103


---
El jefe

Los estorninos negros parecían otra nube que se retorcía y acercaba empujada por el
vendaval. El cielo se había tornado plomo en minutos. Olía a ozono. Hebras de
hierba, hojas y fragmentos de corteza trazaban círculos furiosos en el aire.
Por el este el paisaje estaba desenfocado, allí donde la tormenta ya había
empezado a descargar y avanzaba pisando los talones a la bandada.
Disparos de armas de fuego se intercalaban entre los truenos. Cada descarga, una
agitación en la masa de aves. Lluvia de plumas y cuerpos. Un hueco que se llenaba de
inmediato. Los dueños de las fincas se afanaban para que los estorninos no
encontraran cobijo en sus propiedades.
El número no parecía disminuir. Se movían en un área estrecha, presionados por
los disparos y la tormenta. Descargas cerradas a derecha e izquierda. Un banco de
sardinas en el aire. Se doblaba sobre sí mismo. Unas veces una esfera, un aro, una
pelota deshinchada.
Habían sido expulsados de la ciudad, donde se colaron por ventanas, por rendijas
diminutas e inexplicables. Levantaron tejas y revestimientos. Despensas
transformadas en comederos. Estorninos golpeándose contra las lámparas, enredados
en las cortinas, piando asustados cuando alguien abría por sorpresa una puerta.
Camas cubiertas de excrementos. Agujas de policarbonato en las fachadas de los
edificios oficiales. En los parques, sistemas de megafonía que emitían día y noche las
llamadas de alarma de su especie. Chimeneas toscamente tapiadas.
Se formó un corredor invisible en el aire, entre los disparos, en la dirección del
viento. Y la bandada se ahusó en un cilindro flexible de un centenar de metros.
Se lanzó directa hacia donde Héctor la esperaba.
Le sudan las manos en torno a la escopeta. Se resiste a apoyar el índice en los
gatillos. Espera a que se acerquen más. El viento hace flamear su corbata. Aguarda
plantado sobre el tejado del refugio. Los bolsillos del traje lastrados por el peso de los
cartuchos. Las moscas zumbando bajo él, alteradas por la cercanía de la tormenta, la
electricidad que satura la atmósfera. Manchas negras en el cristal de la claraboya se
apelotonan como si quisieran ver lo que sucede fuera. Ávidas de la carnicería
inminente.
Un piar frenético. El extremo de la bandada alcanza la vertical del refugio. Se
curva para iniciar el descenso en picado.
No es necesario apuntar. El primer disparo genera una boca en la cabeza de la
bandada.

www.lectulandia.com - Página 104


El primer estornino cae sobre la claraboya con un ruido sordo. Al otro lado, las
moscas se retiran un instante y luego se lanzan contra él, la barrera de cristal de por
medio.
Recarga la escopeta hasta perder la cuenta del número de veces. Al día siguiente
tendrá el hombro amoratado desde el cuello hasta el codo. Los cañones se calientan.
Queman al tocarlos.
Los estorninos trazan círculos sobre él como indios alrededor de un grupo de
colonos. Cada poco, una sección se desgaja de la bandada y se lanza contra la
guarida. Saben lo que hay dentro.
Héctor sigue disparando mientras la lluvia los alcanza. Cortinas cerradas entre las
que los pájaros se agitan como en una pesadilla. En un instante queda empapado de
pies a cabeza. Plumas adheridas al traje.
Estampidos de disparos. Salpicaduras de sangre. Chasquidos cuando los cartuchos
quemados salen despedidos. Solo escucha un zumbido continuo que lo acompañará
durante horas, lo mismo que el olor de la cordita.
Los tejados de la guarida y la casa, junto con el campo circundante, se van
cubriendo de cuerpos de aves. Algunos aún se agitan. Otros se arrastran y tratan de
alzar el vuelo con una única ala.
A veces los disparos coinciden con el estampido de los truenos.
Tratan de posarse en los árboles, decididos a quedarse allí. Dispara a través de las
frondas, al azar. Caen plumas negras brillantes y hojas manchadas de sangre.
Sigue disparando hasta que una de las descargas alcanza el corazón invisible de la
bandada y toda ella se agita al unísono. Se transforma en un gran trapo sucio con un
agujero en el centro, por donde se cuela la lluvia.
Los estorninos ascienden como si quisieran ponerse a salvo del plomo. Luego
ceden en su empeño y se alejan, de pronto silenciosos.
Héctor, apoyado en la escopeta como si fuera un bastón, los observa desaparecer
entre las nubes. No se fía. Aguarda un nuevo ataque. Tiene sangre en la cara. El
cuerpo de un pájaro lo ha alcanzado en plena caída. Su traje es un guiñapo.
Pasan varios minutos antes de que se mueva. Los estorninos no regresan. Uno de
ellos se arrastra en silencio por el tejado del refugio. De una patada lo manda lejos de
su vista.

Entró en la casa a ducharse y cambiarse de ropa. Los zapatos mojados dejaron huellas
en las alfombras. Comprobó puertas y ventanas. Un libro abierto y bocabajo
descansaba sobre una mesilla auxiliar, donde Grego lo había dejado la semana
anterior. Días después retomaría la lectura en el mismo punto, sin notar el intermedio
transcurrido. Al lado reposaba un vaso vacío. El contenido se había evaporado y
dejado una pátina cobriza en el fondo. Los platos de la última cena en el fregadero.
Los antiguos muebles de Grego, livianos y desteñidos, fabricados pensando en el

www.lectulandia.com - Página 105


clima tropical, parecían atemorizados entre los nuevos, más robustos y acordes con la
casa.
Se contempló en el espejo del cuarto de baño. Un charco creció a sus pies. Dejó
en la repisa del lavabo su cartera, con el contenido empapado, las llaves del coche y
solo dos cartuchos sobrantes.
La tormenta cedió. Se alejó en la misma dirección que los estorninos.
Montó en su Mercedes. El asiento de cuero lo abrazó. Cruzó la verja metálica de
dos metros que rodeaba la propiedad. En la puerta, un férreo candado y un cartel que
advertía de que el lugar se hallaba protegido por vigilancia profesional, aunque en
realidad no era así.

A la mañana siguiente volvía a lucir el sol. En la refinería, el guarda de la entrada dio


el alto a un camión cisterna para que el Mercedes pasara en primer lugar. Saludó a
Héctor llevándose un dedo a la visera de la gorra. El coche siguió hacia las plazas de
aparcamiento reservadas ante el edificio de oficinas. En la suya, un cartel todavía
brillante rezaba JEFE DE SEGURIDAD.
Su departamento contaba con edificio propio, independiente del resto de la
refinería, situado sobre una elevación del terreno. Como un punto de vigía. La planta
baja era abierta. En ella aguardaban dos camiones de bomberos. Colgados en una
pared: chaquetones ignífugos, cascos y equipos autónomos de respiración.
Un operario inutilizaba extintores viejos agujereándolos mediante golpes de pico.
Se seco la frente. Saludo a su jefe respetuosamente pero sin sonreír. Siguió
trabajando. Los cilindros desahuciados esperaban en pie, en apretada formación.
El despacho de Héctor se hallaba en la planta superior. Un amplio ventanal
ofrecía una panorámica de la instalación. Las torres. La apretada maraña de
conducciones. Y más allá, el área de tanques extendiéndose hacia el mar y el puerto.
Su segundo le fue desgranando el programa del día. Él asentía y miraba por la
ventana. Las manos cruzadas a la espalda. En el alféizar descansaban unos
prismáticos. Una emisora acercaba los incesantes mensajes lanzados por quienes
estaban al otro lado del cristal. El pulso de la refinería.

Beatriz dispuso platos y cubiertos en la mesa del salón. Tenía cinco años y sabía en
qué lado del plato debía ir el tenedor y en cuál el cuchillo. Parecía salida de un
anuncio de champú infantil. Muchos opinaban que era un reflejo de su madre. Se
había puesto el vestido de las ocasiones especiales y una diadema adornada con
estrellas, regalo de su abuela.
Cada poco preguntaba cómo iba la cena. Le preocupaba que no estuviera lista a la
hora acordada. Carol, protegida por un delantal, le aseguró que lo estaría. Atendía al
mismo tiempo el horno, la sartén y una bandeja de entremeses a medio preparar.

www.lectulandia.com - Página 106


Hacía tiempo que había abandonado los atuendos góticos. Aquella era una etapa
superada. No así lo referido al color negro. Su ropa era convencional pero fúnebre.
Eso había permanecido. Nadie preguntó el motivo. Una viuda joven.
Sara estaba dándose un baño. Héctor había llamado para decir que llegaría
puntual a la cena. Nunca se sabía a qué hora esperarlo.
Sonó el timbre. Miradas al reloj de la cocina. Beatriz corrió a abrir la puerta. Rio
cuando alguien la alzo en brazos.
Carol se asomó secándose las manos con un trapo. Grego devolvió a la niña al
suelo.
—Estás muy delgado.
Él se encogió de hombros.
—¿Qué tal tus vacaciones?
—Cortas.
La niña no se apartaba de su tío. Junto a la puerta había una bolsa con un paquete
envuelto en papel de regalo. Carol volvió a la cocina. Se despidió una vez hubo
servido los entremeses. Un escueto buenas noches.

Había ido a bucear con sus antiguos socios. Emplearon CD’s viejos para atraer a los
peces. Colgaron varios de ellos de una boya. La corriente los mecía y el sol producía
destellos que atraían la pesca. Vieron una barracuda.
Explicó qué es una barracuda.
Las preguntas de Beatriz no tenían fin. Sara le pedía que dejara tranquilo a su tío
y se tomara la cena. Grego respondía sin dejar de comer. Se servía raciones
abundantes. Gruesas tajadas de carne acompañadas de patatas y salsa. Alimentos
fáciles de comer. Sin huesos ni espinas. Robaba trozos de comida del plato de
Beatriz.
—Si no te lo comes rápido te voy a dejar sin nada.
Ella reía y sus padres terminaban haciendo lo mismo. Héctor se había liberado del
traje y puesto cómodo. Descansaba la barbilla en la palma de la mano mientras
escuchaba a su hermano. Había abierto una botella de vino caro.
—¿Dónde dormías? —preguntó Beatriz.
—En casa de uno de mis socios.
—¿Qué socios?
—Uno de los que fueron mis socios.
—¿Tiene hijos?
—Una niña.
—¿Pequeña?
—Más o menos como tú.
Beatriz revolvió con el tenedor el contenido de su plato.
—¿Me llevarás alguna vez?

www.lectulandia.com - Página 107


Grego se limpió los bordes de la boca con la servilleta.
—Dependerá de tus padres.
La niña miró a estos.
—Acábate la cena. Es tarde.
Hizo un gesto de fastidio. Continuó revolviendo las verduras intocadas.
El regalo le había gustado. Unas sandalias adornadas con conchas y perlas falsas.
Parecían artesanales. No llevaban etiqueta. Ni el papel de regalo ni la bolsa permitían
identificar dónde habían sido compradas.
De postre había tarta. A pesar de todo lo que había comido, Grego no le hizo
ascos. Dijo que regresaría al trabajo al día siguiente.
—¿Este sábado iremos a tu casa? —quiso saber Beatriz.
—Mejor el próximo.
—¿Por qué?
—Beatriz… —dijo su padre.
—Ya veremos —puntualizó Grego—, puede que este. ¿Llevarás las sandalias?
La niña se dio por satisfecha. Terminó el postre en silencio, dejando hablar a los
mayores.
Grego pensaba en añadir un garaje a la casa. Y también en otras reformas.
Arreglos, más bien. Las casas de campo, ya se sabe.

Tras la cena, Sara hubo de pedir varias veces a Beatriz que se fuera a la cama. A
continuación, ella y los hermanos tomaron acomodo en el salón.
Héctor no había podido ir al refugio esa mañana para recibir a Grego. Una
reunión inaplazable se lo había impedido. El hermano menor le restó importancia. No
había tenido ningún problema. Se sentía muy bien. Incluso conservaba su bronceado.
Había pasado el día en casa, descansando y dando cuenta de todo lo que guardaba en
la nevera.
Sara llevó a cabo las preguntas de rigor. Todo había marchado de acuerdo al
calendario. Sin cambios. Cronométrico. Misma fecha de inicio, misma de final. Los
síntomas se habían manifestado con la antelación habitual. La «resaca» posterior se
había prolongado hasta media tarde. Grego respondía escuetamente.
Sobre lo que había ocurrido durante los diez días intermedios… Nada. Oscuridad
y olvido.
Héctor elaboró un somero resumen. Mencionó a los estorninos. Aún había que
limpiar la escopeta, que había dejado en el recibidor de la casa.
Bien, el hermano menor se ocuparía. Los diez días habían concluido y ya no
había que pensar más en ello. El problema se había esfumado hasta un año después.
Volvió a hablar de sus planes de arreglar la casa. Preguntó por el trabajo, si había
ocurrido algo en la refinería. Y si alguien había llamado preguntando por él.
Después de acostar a Beatriz, Sara había cogido el cuaderno de cubiertas de piel.

www.lectulandia.com - Página 108


Tenía el lomo gastado. Entre las páginas asomaban recortes y hojas sueltas. Ahora
descansaba a su lado a la espera de alguna información que Grego pudiera facilitar.
La investigación continuaba en manos de ella. No era una labor gratificante. Los
resultados prácticos se reducían a cero. Desconocía el motivo de las
transformaciones. Desconocía hasta cuándo se prolongarían. Desconocía cómo se
llevaban a cabo. Desconocía por qué Grego las sufría. Qué había en él.
Acumulaba citas, simbología, teorías defendidas por legos y ocultistas, anécdotas
sobre el paso de cometas.
Cuando ya habían transcurrido dos años desde que Grego regresó de Tailandia,
cargado con sus cosas y resignado a vivir con ellos, lo había convencido para que se
sometiera a un chequeo médico minucioso. Movió algunos hilos en el hospital. Grego
se tendió en la camilla de un escáner.
Los resultados no reflejaron ninguna anomalía. El médico a cargo de la revisión
se los expuso a él y a Sara. Todos los parámetros se encontraban dentro de los
márgenes correctos. Añadió que Grego poseía un levísimo soplo cardiaco. Nada
importante. No empleó los verbos sufrir ni padecer. La escasa seriedad del soplo
explicaba que en revisiones anteriores no hubiera sido detectado.
—El riesgo que representa para su salud es nulo. Tampoco es un primer síntoma
de problemas cardiacos. Puede desarrollar una vida perfectamente normal. Como ya
se ha dado cuenta.
Sara revisaba la carpeta con los resultados.
—¿Qué ocurre, Sara?
—Nada.
Continuó pasando páginas.
Silencio.
El médico carraspeó. Sabía controlar su voz para formular preguntas
comprometidas.
—Nos ayudaría que nos dijeseis lo que esperabais encontrar. Por qué habéis
venido aquí.
—Por nada —dijo Grego.
El médico lo miró por encima de las galas.
—Me estoy haciendo mayor. Nos pareció oportuno ver qué tal andaba todo. Es lo
que ustedes recomiendan, ¿no?
El sillón del médico crujió cuando este se reclinó en él y asintió.
¿Qué motivos justificarían hacer publico el fenómeno de las moscas?
Que alguien pudiera ayudar a Grego no parecía realista. Que hacer público lo que
le ocurría, aunque no hubiese solución para ello, pudiera ayudarlo a él o a otras
personas, tampoco.
¿Cuál sería la vida que le esperaba si se decidían a revelarlo? ¿Los adjetivos que
se le aplicarían? ¿Los que les aplicarían a ellos, su familia, después de haber
convivido con el problema a lo largo de los años, haber limpiado el rastro de las

www.lectulandia.com - Página 109


moscas y alimentado a Grego tras sus regresos, simulando que volvía de unas meras
vacaciones?
Aun así, Sara no se daba por vencida.
Interrumpió la charla entre los hermanos.
—Grego…
La forma en que lo dijo invitaba a ponerse en guardia.
—Hay algo que me gustaría pedirte.
Hizo una pausa. Los dos hermanos la miraban atentamente.
—Quizá deberíamos haberlo hecho hace tiempo —prosiguió como si hablase
consigo misma.
—¿Qué?
—La transformación.
Grego se retrepó en el sillón.
—¿Qué le ocurre?
—El momento de la transformación. Me gustaría verlo. La próxima vez.
La transformación. Algo que hasta entonces nadie había presenciado. Grego había
insistido al respecto volcando en ello toda su firmeza. Quería estar solo y con las
luces apagadas cuando sucedía. Que no hubiera nadie en las proximidades del
refugio.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Podría ayudarnos.
—No insistas.
—No es necesario que estemos allí. Podemos instalar una cámara.
Grego meneó la cabeza, incrédulo.
—La colocaríamos en la antesala del refugio, apuntando a través de la mirilla.
Héctor la pondría a funcionar antes de despedirse de ti. Y luego se iría.
—Sara…
—¿Sí?
—No lo hagas. No lo hagáis.
Se había inclinado hacia delante. Los miraba a los ojos. Primero a uno, luego al
otro.
—Dejemos las cosas como están —dijo tajante.
Sara y Héctor intercambiaron una mirada. Este se levantó y salió del salón sin
decir palabra.
—Muy bien —claudicó ella.
Tamborileó sobre el cuaderno de piel. Luego se levantó en dirección al mueble-
bar. Rellenó su copa y la de Grego. Volvió a tomar asiento. Miró hacia el techo y
escuchó, como si eso le bastara para saber si su hija estaba dormida.
—Hay algo que queremos mostrarte.
En ese momento Héctor regresó al salón. Depositó algo en la mesa baja que

www.lectulandia.com - Página 110


tenían delante, entre un montón de revistas y un encendedor con base de piedra
pulida. Un frasco de mermelada. Estaba vacío y limpio. La tapa había sido perforada
con un punzón Fino. Desde dentro los contemplaba una mosca.
Aguardaron la reacción de Grego.
—¿Qué significa esto?
—La cogí ayer —dijo Héctor.
—¿Del refugio?
—Claro.
La mosca se paseaba por las paredes del frasco buscando restos de su antiguo
contenido.
—¿Para qué?
Su voz sonó alterada. No apartaba los ojos del insecto.
—Para ver qué pasa —intervino Sara.
—¿Qué vais a hacer con ella?
—Esperar.
Grego se volvió hacia su hermano.
—¿Cómo te has atrevido? ¿Qué habría pasado si…?
—Has dicho que te encuentras bien —lo atajó Héctor.
—Sí. Pero…
—Pero ¿qué?
Silencio.
—Nada.
Cogió el frasco. La mosca realizó un breve vuelo y volvió a posarse. Se atusó las
patas delanteras.
—Sigue igual.
Habló Sara:
—Desde ayer. Sin cambios.

Pasada la medianoche se separaron. Grego rehusó llevarse la mosca consigo. En el


momento de subir al Land Rover parecía descompuesto. Musitó una despedida entre
dientes.
Ya en el dormitorio Sara dijo:
—Yo lo he visto bien.
Se puso el camisón y entró al cuarto de baño.
Héctor colocó en la mesilla el busca del que ahora nunca se separaba.
—Como siempre —respondió metiéndose en la cama.
Apoyó la cabeza en la almohada y, como si ese movimiento fuera una orden para
que el mundo desapareciera hasta el día siguiente, todo empezó a oscurecerse.
—Sí —oyó decir a alguien.
Se sobresaltó.

www.lectulandia.com - Página 111


—Creo que está bien —dijo Sara.

Cuando a la mañana siguiente Grego salió de casa para ir a la refinería se encontró


con un zorro frente a la puerta. Olisqueaba poco convencido uno de los estorninos
muertos. Durante un instante se miraron, igualmente asombrados. Grego nunca había
visto un zorro. No sabía que los hubiera por los alrededores. Un ser salido de una
lámina de caza. Había muchas cosas que a pesar de todos sus viajes no había visto.
El animal se alejó al trote hasta una mata de arbustos donde quedó agazapado a la
espera de que el terreno se despejara.
Grego empujó el estornino con la punta de su bota. Hervía de hormigas. Había
más cuerpos por los alrededores, los que los carroñeros de mayor tamaño, como el
zorro, habían pasado por alto.
Esa tarde limpió el refugio. Durante el resto de año nunca entraba en él. Lo
incomodaba estar allí y lo incomodaba el trabajo. Guantes y mascarilla. Agua a
presión. Solución de fenolcresol. Era como limpiar las heces de otro. Dudaba si le
correspondía hacerlo a él. Los alimentadores estaban prácticamente vacíos.
Alzó la vista hacia la claraboya y vio sangre y plumas. Fue por la escalera. En el
tejado lo esperaba un campo de estorninos con las patas alzadas al cielo, asados al
sol. Las moscas se cebaban en ellos. Cuando regresó provisto de una bolsa de basura
se resistieron a abandonar el alimento. Zumbaban rabiosas.
Los cuerpos iban cayendo uno a uno en la bolsa mientras Grego farfullaba
maldiciones.

El frasco con la mosca quedaba guardado durante el día en un cajón del tocador de
Sara, protegido bajo llave. Cuando ella regresaba por la tarde lo colocaba junto a la
ventana, donde recibía la luz del sol. Teniendo cuidado de que el insecto no escapase,
introdujo en el frasco una pastilla de caldo de carne, alimento suficiente para muchos
días.
Cada tarde, Sara pasaba un rato junto a la mosca. La inspeccionaba con ayuda de
una lupa. Al igual que le había ocurrido a Héctor años atrás, no encontró en ella nada
anómalo. Se trataba de una mosca común. Pegaba su probóscide a la pastilla de caldo.
Realizaba breves desplazamientos en zigzag por la pared del frasco.
También como su marido, se planteó la posibilidad de someter a la mosca a la
opinión de un experto. Y por los mismos motivos la rechazó.
A Grego, mientras tanto, le costaba conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama
hasta que la claridad del amanecer se colaba por la ventana. Trinos mañaneros. Los
pájaros salían de sus nidos en busca del primer alimento del día.
Se contemplaba en el espejo.
Se reprochaba verse alterado por una nimiedad semejante. Por una mosca.

www.lectulandia.com - Página 112


Cuando coincidía con su hermano en la refinería nunca era él quien sacaba el
tema a colación. Si no había nadie cerca Héctor lo informaba de que todo continuaba
sin cambios.
—Deberías haber cogido varios ejemplares —dijo Sara.
Era por la mañana, aún iba en camisón y había sacado el frasco del cajón para ver
si se había producido algún cambio durante la noche. Dio unos golpecitos con la uña
en el cristal. La mosca despegó del fondo del frasco como impulsada por un resorte,
golpeó la tapa con un leve plop y volvió a posarse.
La voz de Héctor salió del baño contiguo, donde estaba afeitándose.
—¿Por qué?
—Si hubiera machos y hembras quizá se reprodujeran.
Silencio en el cuarto de baño.
—¿Me has oído?
—Sí.
Pequeñas moscas. Hijas de Grego. Sobrinas de Héctor.
Sara chasqueó la lengua. Devolvió el frasco al cajón. Era frustrante. Cualquier
nuevo experimento, cualquier comprobación, debía aguardar todo un año hasta ser
llevado a cabo.
Esa tarde la mosca estaba muerta. Sara la encontró encogida en el fondo del
frasco. Habían pasado veintitrés días desde que fue capturada. Una rápida consulta a
los libros reveló que el tiempo entraba dentro del intervalo de longevidad de una
mosca normal.
Tomó nota de las fechas en su cuaderno.
La pastilla de caldo había perdido su forma y estaba pegada al fondo del frasco.
El cristal estaba moteado por pequeñas manchas marrones amarillentas. Sara reprimió
una arcada cuando acercó la nariz.
Llamaron a Grego para informarlo. No dejó traslucir una especial emoción, pero
esa noche durmió sin interrupciones por vez primera desde su último regreso.
No había notado nada. Ningún dolor ni vacío del que fuera consciente.
A instancias de Sara, el cuerpo de la mosca permaneció dos días más en el frasco.
La inspeccionaba dedicándole la misma atención que cuando estaba viva. No cambió.
No desapareció. Al cabo de ese tiempo, cogió una paleta de jardinería y la enterró en
el jardín.
La mosca había continuado viva unos días. Punto.
¿Conclusiones que era posible sacar?
Cero.
Solo nuevas especulaciones. Más preguntas. Y ya había suficientes.

El regreso de Grego depende de que las moscas permanezcan juntas????

Hay moscas más importantes que otras???

www.lectulandia.com - Página 113


Hasta qué punto la repetida presencia de las moscas implica una pérdida de la
identidad de Grego???

Repasó las anotaciones del cuaderno como había hecho innumerables veces. Las
fechas que acompañaban los últimos textos se espaciaban gradualmente.
¿Qué pensaría cualquiera que se asomara a aquellas páginas? ¿Qué imaginaría en
virtud de su contenido? La letra de amanuense. La pulcritud de las reseñas históricas.
La pseudociencia.
Un gráfico con las fechas de las transformaciones a lo largo de los años. Grego a
moscas; moscas a Grego. Dos líneas horizontales y paralelas. Una azul, otra roja.
Diez de junio. Veinte de junio. Invariables. Los síntomas comenzaban tres días antes.
Cerró el cuaderno. Acarició la piel de la cubierta, ablandada por el uso y los años.
Lo depositó en el cajón de su tocador. Libros en el lugar donde debería haber
perfumes. Echó la llave.

Grego continuaba siendo jardinero. Segaba la hierba. Fumigaba los setos. Había
hablado en repetidas ocasiones con los encargados de las empresas subcontratadas de
la refinería. Les recordó su experiencia técnica. No tenía por qué trabajar allí
necesariamente, decía. Admitía cierta movilidad. No estaba atado a la refinería.
Todos asentían y aseguraban que lo tenían en mente para futuras contrataciones.
Su jefe lo esperó una mañana a la entrada de las oficinas. Lucía una sonrisa de
oreja a oreja. Le pasó el brazo por los hombros.
—Tengo una sorpresa.
Grego lo acompañó, intrigado, a la parte trasera del edificio.
—¿Qué te parece?
La nueva segadora era roja brillante. Las cuchillas hacían pensar en una máquina
bélica restaurada.
Grego la miraba, carente de expresión.
—Vamos, dime. ¿No te gusta?
No hubo respuesta.
Sorprendido por tal indiferencia, el jefe retrocedió unos pasos para contemplar
mejor la segadora. Quizás había pasado por alto algún defecto. Al no encontrar
ninguno, y dado el silencio inamovible de Grego, le ordenó que se pusiera manos a la
obra.
Hubo comentarios jocosos cuando salió montado en la máquina. Silbidos. Era un
niño con un juguete nuevo. Él forzaba la sonrisa y saludaba con un gesto del mentón.

A la nueva recepcionista del turno de tarde no parecía importarle el trabajo de Grego.


Apareció un lunes, como por ensalmo, detrás del mostrador, acomodándose los

www.lectulandia.com - Página 114


auriculares y pulsando con timidez los botones de la centralita. El burdo uniforme
impuesto por la compañía le quedaba bien. Llenaba la tela. Un cuerpo al gusto de los
blue collars. Los comentarios eran interminables. Hablaba con un leve ceceo. Había
llevado ortodoncia buena parte de su vida. De acuerdo a la tarjeta prendida en su
solapa se llamaba Diana.
Muchas personas se acodaban en el mostrador para presentarse. Antes había
trabajado como recepcionista en una empresa de fertilizantes. El lugar apestaba a
compuestos nitrogenados. Cuando regresaban tras las vacaciones, el olor sumía a los
empleados en un triste mutismo hasta que sus pituitarias volvían a quedar saturadas.
Lo contaba sin perder la sonrisa. Una anécdota pasada de la que por fin podía reírse.
La silla de la recepción era incómoda, baqueteada por un rosario de empleadas que se
detenían un tiempo allí y luego desaparecían. Mientras hablaba, Diana arqueaba la
espalda en busca de postura, sacaba pecho.
Cuando empezaron a verse fuera del trabajo, Grego salía con una fisioterapeuta a
la que había conocido en un bar. Tenía una risa estruendosa, después de unas copas
lloraba. Dejó de llamarla y de responder sus llamadas.
Fue con Diana a un restaurante recomendado por Héctor. Un camarero se quedó
junto a su mesa durante toda la cena. A modo de aperitivo les sirvieron ajo hervido
hasta el punto de dulzura. Ella lo untó en una pequeña tostada, sin hacer comentarios
ni interrumpir la conversación, como si hubiera hecho lo mismo cada día de su vida.
No la alteraba que cada pocos tragos el camarero les rellenara las copas.
Su padre había trabajado para la marina mercante. Ahora estaba retirado. Su
madre daba clases de pintura. No vivían en la ciudad. Tenía dos hermanos, los dos
varones, mayores que ella.
Había comprado unos pendientes para la ocasión. Esferas de coral. Durante el
primer plato pidió disculpas. Le pesaban. Se los quitó y los depositó dentro de un
bolso diminuto. Grego quedó prendado del gesto.
Le contó cosas sobre él. Cómo había abandonado los estudios… Anécdotas de
Asia… No el discurso habitual. Prescindió de la mitología. Momentos buenos,
momentos malos. A menudo escaseaba el agua; reservaba para beber la que le
correspondía para afeitarse, en su lugar se remojaba la cara con leche caliente. La
leche no le gustaba.
La falta de un domicilio fijo… Recorridos en canoa por la costa… Cierta
nostalgia de su familia… Héctor…
Las preguntas de Diana eran prudentes y oportunas.
Pocos días después la llevó a conocer la casa de los abuelos. Después de recorrer
las habitaciones, ella aseguró que parecía nueva. Cuando pasaron por delante del
refugio preguntó qué había dentro.
—Herramientas y muebles viejos.
Ya iban a irse cuando una tormenta repentina empezó a descargar sobre la casa.
La hierba se doblaba bajo el peso de la lluvia. Repiqueteos en el tejado. El Land

www.lectulandia.com - Página 115


Rover estaba a unos metros de la puerta. Distancia suficiente para que quedaran
empapados, incluso bajo la protección de un paraguas. Miraron por la ventana del
salón. Las gotas de lluvia explotaban contra los cristales.
Diana alzó la cabeza. Era más baja que él.
—Tendremos que quedarnos un poco más.

Fueron a cenar a casa de Héctor. Ella se mostró cohibida en presencia del Jefe de
Seguridad de la refinería, en su comedor, rodeada por su familia. Él la recibió con una
sonrisa y la invitó a sentirse como en su casa. Le apoyó la mano en el hombro
guiándola hacia el salón, donde le hizo entrega de una copa. Sara la escudriñó de la
cabeza a los pies. Había oído hablar mucho de ella. Mientras tanto, Carol se movía
como un fantasma, dejando fuentes en la mesa.
Diana y Beatriz se gustaron desde el primer momento. La nueva novia de Grego
era desenvuelta, lucia grandes aros en las orejas y pulseras tintineantes. Prestó una a
la niña y más tarde no volvió a pedírsela. Parecía importante para ella ganarse su
aceptación.
Grego dirigió la conversación a lo largo de la velada, satisfecho de que todo
marchara bien.
Sara se mostró amable pero sin conceder excesiva confianza a la nueva.
Conversó. Llenó los silencios de Héctor.
Observaba a Diana. La chica estaba visiblemente nerviosa. Aferraba los cubiertos
con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. De vez en cuando un trozo de comida
escapaba de su plato y caía al mantel. Ella murmuraba:
—¡Oh!
Y lo recuperaba rápidamente tomándolo entre el índice y el pulgar.
Y Sara comprendía.
Una cierta zafiedad cariñosa.

Durante sus salidas, Grego y Diana dejaban a menudo que Beatriz los acompañase.
Iban al cine. Hacían pequeñas excursiones. La niña se maravilló cuando pasaron
junto a un campo en cuyo centro descansaba una silla solitaria. No había nada más a
su alrededor. Estaba allí para sentarse a observar lo invisible.
La devolvían puntualmente a casa. Antes de caer rendida la niña anunciaba un
próximo plan. Meriendas. Películas. Esperaba a que su padre regresara del trabajo
para pedirle permiso. Sara se lo concedía con mayor dificultad.
Diana plantó flores alrededor de la casa de Grego.
Él continuaba hablando bien de ella.

www.lectulandia.com - Página 116


Héctor y Sara les devolvieron la visita. Fueron a comer un domingo. La vieja casa de
los abuelos ya no merecía tal calificativo. Su aspecto era muy diferente al que había
ofrecido pocos años atrás. Se había convertido en una postal doméstica, protegida por
barniz y pintura de intemperie.
El otoño había sido húmedo, y el invierno comenzó del mismo modo. Las vistas
eran verdes y marrones. Algunas construcciones habían hecho aparición en el paisaje
circundante. Viviendas. Antenas de comunicaciones. Todavía a distancia suficiente.
Beatriz despego unas hojas secas del banco del columpio.
Encontraron a Diana en la cocina. Llevaba un delantal comprado el día anterior.
La frente cubierta por un velo de sudor. No, gracias, no necesitaba ayuda. Beatriz se
quedó rondando alrededor de ella, manoseando la comida de las fuentes. Los
hermanos conversaban en el salón. Sara llamaba la atención a la niña. Permanecía
con la espalda contra la pared, sin saber si era correcto ir con los hombres o bien
debía permanecer allí y hacer compañía a aquella chica de hablar ceceante.
—De veras, no necesito ayuda —repetía Diana.
Sara fue a lavarse las manos. En la repisa del lavabo, junto a los artículos para el
afeitado de Grego había envases de maquillaje, unas pinzas de depilar y un cepillo
con cabellos atrapados entre las cerdas. En un cajón: un secador, un tarro de crema
hidratante y tampones.
La sobremesa se prolongó hasta la caída de la tarde. Los dos hermanos y Diana
hablaban sobre la refinería. Sara asentía cuando alguien le aclaraba algo de lo que
habían dicho. Dirigía miradas a su hija, que dibujaba en la mesa donde habían
comido, rodeada de lápices de colores. Beatriz pegaba la nariz al papel. Tarareaba.
Murmuraba para sí misma. Cada vez que finalizaba un dibujo iba mostrándolo a cada
uno de los adultos. Elogios. Aclaraciones sobre el significado. Hondos asentimientos.
Era una niña imaginativa. Pasaba largas horas encerrada en su habitación, sumida
en complejos juegos privados. A Sara le preocupaba que no contara con suficientes
amistades, Había hablado sobre ello con su tutora del colegio. Esta no vio un
problema serio; Beatriz mantenía buenas relaciones con sus compañeros. Tan solo
sugirió que la niña se inscribiera en alguna actividad de grupo.
Ya anochecía cuando se despidieron. Durante el regreso a casa Beatriz se quedó
dormida en el asiento trasero. Sus padres hablaban mediante susurros.
La idea de que la casa pertenecía a ambos hermanos, y que por tanto Héctor podía
hacer uso de ella cuando quisiera, había quedado olvidada. Ahora se trataba de la
casa de Grego.
Haber llegado a creer que podrían pasar las vacaciones en ella les parecía algo
inaudito.
—¿Alguna vez has pensado en pedir la excedencia?
Él despegó la mirada del asfalto.

www.lectulandia.com - Página 117


—Para hacer ¿qué?
—Tomar un descanso. Alejarte. Te conservarían el cargo ¿no?
—Supongo. Sí.
Sara se pasaba las manos por el pelo.
—¿Qué haríamos en ese descanso?
—Pues… lo que se hace en los descansos.
Una tenue sonrisa.
—Ir a algún sitio unos meses. Unos meses sí podemos, ¿no es cierto?
—¿Adónde?
—No lo sé. —Una exhalación de impaciencia—. A algún sitio donde no hayamos
estado. ¿Podemos permitírnoslo?
Antes de que Héctor respondiera, añadió:
—Alquilaríamos la casa.
Él torció el gesto.
Sara siguió acariciándose el pelo. Varios cabellos quedaron prendidos entre sus
dedos. Los contempló. Agitó las manos y cayeron despacio hacia la alfombrilla
impoluta del Mercedes.
La niña gimió algo en sueños y cambió de postura. Los relojes del salpicadero
parecían flotar en el aire.
—Ahora no es el momento. Quizá más adelante —dijo él.
Sara asintió.
—Podemos tomar unas vacaciones. Eso, sí. Unos días. Un par de semanas —
sugirió Héctor—. ¿Tendrías problemas en el hospital?
—No. Estaría bien.
Trató de no sonar decepcionada.
—Llevaríamos a Beatriz —añadió Héctor.
Sara lo meditó.
—Mejor tú y yo. Solos.
—¿Y la niña?
—La dejaremos con mi madre.

Tomaron un avión con destino Nueva York.


La Gran Manzana estaba cubierta de nieve. Vapor brotando de las alcantarillas.
Ya estaba encendida la iluminación navideña.
Subieron al mirador de la planta ochenta y seis del Empire State Building. En la
fachada norte, el viento helado les hizo lagrimear. Iban protegidos por abundante ropa
de abrigo. Pidieron que les hicieran una foto con la mancha nevada que era Central
Park como fondo. Entre los gorros y las bufandas apenas se les veían los ojos. Las
palomas se posaban en el enrejado antisuicidas.
Cada mañana pedían el desayuno al servicio de habitaciones y lo tomaban en la

www.lectulandia.com - Página 118


cama. Hacían planes. Sobre Beatriz y sobre ellos.
Harían algunas reformas en la casa, decidieron. Realizaron bosquejos en el papel
de carta del hotel.
Aparte de ese viaje, el único capricho que se habían concedido después del
ascenso había sido el coche de Héctor, y habían aguardado varios meses hasta
comprarlo para que no pareciese que lo esperaba con ansia.
Retiraban los restos del desayuno para continuar un rato más en la cama. Se
despojaban del pijama y el camisón. Despacio. Uno al otro. La habitación estaba
repleta de espejos.
Recorridos en taxi de un extremo a otro de Manhattan. Times Square tras el
anochecer desbordaba la capacidad de percepción. Tenían que quitarse los guantes
para pasar las paginas de la guía. Acudieron a un espectáculo de Broadway. Héctor
compró las entradas a un reventa que se abrigaba con una parka militar. La
transacción lo puso de mal humor. Contemplaron boquiabiertos la ballena azul
suspendida del techo del Museo de Historia Natural.
Héctor se plantaba desnudo frente a la ventana de su habitación y veía caer la
nieve. Las nubes eran de un color entre gris y marrón y poseían consistencia palpable,
como tumores generados por el cielo. Las partes superiores de los edificios más altos
quedaban ocultas.
Mientras tanto Sara dormitaba en la bañera, probaba las sales de baño compradas
esa tarde. Una mujer china las había pesado en una balanza de platillos y envuelto en
papel de seda.
Las camareras les llevaban cada mañana prendas de ropa recién planchadas y
todavía calientes.

—¿Qué tal Nueva York?


—Una maravilla.
Romano Santos tenía nuevo despacho. Las vistas desde sus ventanales no incluían
torres ni tuberías, solo árboles y paisaje. Las alfombras camuflaban el taconeo de las
secretarias que entraban de continuo, dejaban documentos y le susurraban mensajes
al oído. Cuando los ascensos comenzaron a hacerse realidad él había jugado sus
cartas tan silenciosa como provechosamente. Ahora tanto el número como la
importancia de las personas a su cargo habían crecido.
Héctor aguardó mientras revisaba una carta y estampaba su firma. Santos iba al
trabajo en un coche con lunas tintadas y chofer. Fuera del despacho, junto a la puerta,
un escolta armado hacía crucigramas.
—Vas a ir a un curso de formación.
—Ahora estamos muy ocupados.
Santos se balanceó en su sillón. Llevaba un monograma en el bolsillo de la
camisa.

www.lectulandia.com - Página 119


—Pero has tomado dos semanas de vacaciones.
—Trabajo en equipo —prosiguió—. Nuevas técnicas de trabajo en equipo.
Le tendió un e-mail impreso, una comunicación de Recursos Humanos con las
fechas y contenidos del curso.
—¿Quién va a hacerse cargo del departamento mientras tanto?
—Tu segundo. Me llamará si surge algo serio.
Héctor volvió a mirar el papel. El curso era fuera de la ciudad.
—¿Quién más va a ir?
—Solo tú.
—Prefiero dejarlo para otro momento.
—Esto mejora el currículum de tu departamento. Tómalo como una prolongación
de las vacaciones —fue la somera respuesta.
Dos días después Héctor se hallaba en el salón de un hotel en compañía de otros
asistentes, la mayoría más jóvenes que él. Los dividieron en grupos. Se organizó un
concurso para ver qué grupo era capaz de fabricar más barcos de papel en quince
minutos; debían montar una cadena de producción. Una persona, un doblez. Antes de
empezar, disponían de un tiempo para planear y ensayar la estrategia. Se produjo un
bullicio de conversaciones superpuestas que aumentó de volumen a la vez que el
suelo se cubría de papeles doblados y desechados.
Por las noches hablaba con Sara. Antes de colgar, ella le pasaba el teléfono a
Beatriz.
La última jornada del curso, un orador con aspecto de presentador de concurso
televisivo —puntuaba su discurso con algo que parecían pasos de claqué— les habló
sobre estrategias de liderazgo. Tenía el rostro moreno y brillante como la piel de un
zapato. Ilustró su alocución con una historia.
Hasta el siglo XIX, los bisontes campaban a sus anchas por las llanuras de los
Estados Unidos, explicó; inmensas manadas de miles de miembros que podían
obligar a un tren a detenerse durante horas mientras cruzaban la vía. Y todos esos
animales, todos esos miles, recalcó, seguían a un único líder: el macho dominante de
la manada. Si el líder estaba calmado, ellos lo estaban. Si el líder emprendía la
estampida, ellos lo seguían. La relación de dependencia llegaba hasta tal punto que
los bisontes pastaban con la cabeza ladeada para no perder de vista a su líder.
Los indios descubrieron esto y aprendieron a identificar al macho dominante. Una
vez lo tenían localizado, dos cazadores se embadurnaban con grasa de bisonte para
ocultar su olor y camuflados con la cabeza y la piel de un bisonte muerto se
adentraban en la manada. Con infinito tiento llegaban adonde el líder pastaba sin
sospechar nada, y entonces uno de los cazadores le clavaba un puñal en el corazón. A
continuación, rápidamente, el segundo cazador empleaba las pértigas que llevaba
consigo para apuntalar el cadáver antes de que se desplomara. Hecho esto, la manada
quedaba a su merced. Viendo al líder inmóvil, los demás miembros continuaban del
mismo modo, ocurriese lo que ocurriese.

www.lectulandia.com - Página 120


Más adelante un nuevo macho ocuparía el lugar del líder muerto. Pero no antes de
que un grupo de cazadores armados con arcos y flechas hubiera caído sobre la
manada.
Los indios sabían que su supervivencia dependía en buena parte de la de los
bisontes, por lo que emplearon esta táctica con comedimiento, matando solo a los
animales que necesitaban para el sustento de la tribu.
Ocurrió que pocos años después los hombres blancos descubrieron el truco. Y
esto representó el fin de los bisontes en los Estados Unidos.
El orador hizo una pausa para que sus palabras calaran en la audiencia. Luego
prosiguió.
La estrategia de liderazgo de las grullas resulta muy diferente. Podemos verlas
todos los otoños y primaveras en el transcurso de sus migraciones, formando una
nítida V en el cielo. El miembro que vuela en el vértice de esa V es el líder del grupo.
Pero a diferencia del caso de los bisontes, este líder no está solo. Las aves que vuelan
a sus costados son sus segundos en el mando. Existe un escalafón. Y durante el gran
vuelo migratorio, de miles de kilómetros, el líder no ocupa siempre el mismo lugar,
sino que a intervalos cede la posición a algunos de sus segundos para que se hagan
cargo de la responsabilidad de guiar al grupo y así él poder descansar. Y en el caso de
que el líder desfallezca y se desplome en pleno vuelo, uno de sus segundos tomará su
posición y cargo sin que el vuelo se interrumpa ni la estructura del grupo se vea
apenas alterada.
—La estrategia de liderazgo de las grullas es la correcta. Los bisontes estaban
condenados al fracaso.
El orador escrutó a su audiencia.
—¿Qué quieren ser ustedes, bisontes o grullas?
Al principio nadie dijo nada.
La voz del orador se alzó para llegar hasta el último rincón de la sala.
—¿Bisontes o grullas?
Algunas tímidas respuestas.
—Grullas.
—Sí. Grullas.
—¡Más alto! ¡Bisontes o grullas!
Un coro de voces enfervorizadas que aseguraban ser grullas hizo retumbar las
paredes mientras el orador se lanzaba a un zapateado de claqué sobre la tarima.
Héctor guardaba silencio. Por supuesto. Aunque él también tenía su opinión.

Los sábados por la mañana se quedaba en la cama hasta tarde. Despertaba al


amanecer, como cualquier otro día. Sus movimientos alertaban a Sara y los dos se
reunían en el centro de la cama para una sesión de sexo matinal. Desviaban la cabeza
para protegerse de sus alientos. Luego Sara volvía a deslizarse suavemente en el

www.lectulandia.com - Página 121


sueño.
Él permanecía despierto contemplando el techo. Pasaba lista a las cosas que
deseaba conseguir en la vida. Iba tildando las que ya poseía. Si debía recurrir a juegos
semejantes quería decir que aún no había logrado lo suficiente.
Buscaba el éxito. Sin ambigüedades.
Luego ya vendrían los matices. El proceso de relativizar.
Por otro lado no era un hombre que ansiara homenajes y reconocimientos. No
deseaba ser el centro de los actos sociales. Había nacido para rechazar invitaciones
elegantemente.
Se levantaba teniendo cuidado de no despertar a Sara. En la cocina, Beatriz veía
los dibujos animados. En cuanto lo veía entrar, se ponía en pie de un salto para
ayudarlo a preparar el desayuno. Ponía todo su esmero en la labor. Echaba cereales en
un bol y su padre vertía la leche. Introducía rebanadas de pan en el tostador. La
encimera de la cocina iba quedando cubierta de café derramado y pulpa de naranja.
Todos los sábados igual. Desayunaban juntos. Ella untaba demasiada mermelada en
las tostadas y él se las comía. Aseguraba que estaban deliciosas.
Cuando habían terminado Beatriz le pedía que le comprase un perro, y Héctor
respondía que más adelante, cuando fuera capaz de encargarse de él. Todos los
sábados igual.

Concretaron las reformas a llevar a cabo en la casa y buscaron un contratista.


Desoyendo la opinión de Sara, Héctor quiso realizar algunos de los trabajos él
mismo. Hacía mucho que no trabajaba con las manos.
Empezaría por retirar los azulejos del cuarto de baño. Se armó con un martillo y
un cortafrío.
No había despegado una docena de azulejos cuando, al hacer palanca bajo uno de
ellos, este se partió súbitamente y una esquirla salió despedida hacia su ojo.
Sintió un fuerte pinchazo. Dejó caer las herramientas. El menor parpadeo
agudizaba el dolor. Sara trató sin éxito de localizar la esquirla. La mejilla de Héctor
estaba bañada en lágrimas y él no dejaba de maldecir.
Fueron a urgencias.
Un ATS le extrajo el cuerpo extraño y dictaminó que sufría un arañazo en la
córnea. A continuación le cubrió el ojo, el derecho, con abundante gasa y algodón.
El bulto, sostenido por anchas bandas de esparadrapo, le deformaba la cabeza
como si de una extraña protuberancia del cráneo se tratase.
—La próxima vez que quiera hacer trabajos en casa póngase unas gafas
protectoras.
Tuvo que llevar el parche durante toda la Navidad.

www.lectulandia.com - Página 122


Las celebraciones abundaron a lo largo y ancho de la urbanización. Se convertían en
una obligación. Cenas y reuniones. Invitaciones formales enviadas por correo.
Preguntas acerca de quiénes serían los demás invitados. Consultas a catálogos de
vinos.
Héctor y Sara asistieron a varias de ellas. Grego y Diana no; fueron pasados por
alto.
Todos se sorprendían a causa del parche. Él explicaba que se había golpeado con
una rama mientras corría por el bosque. Sara saludaba y se alejaba por una copa.
En varias de las fiestas coincidieron con Romano Santos. Aunque el tono fuera
informal, aunque fuera fin de semana, él llevaba traje y un portafolio bajo el brazo,
siempre recién llegado del despacho. Nunca iba acompañado de su mujer. Con los
años, las apariciones públicas de esta habían continuado mermando, hasta
desaparecer. Ahora apenas salía de su dormitorio, protegido por cortinas que no
dejaban pasar la luz. Hacía tiempo que Santos se había trasladado a otra habitación.
Los médicos iban y venían. El armario de las medicinas estaba cerrado con llave.
En la medida de lo posible, Héctor evitaba toparse con Santos. Gravitaba hacia el
otro extremo de la fiesta.
Volvía a contar la historia del golpe con la rama a un grupo de invitados cuando
aquel se le acerco por el lado ciego. Varios de los presentes eran también empleados
de la refinería.
—Nuestro Jefe de Seguridad debería tener más cuidado —dijo Santos—. Así no
resulta un buen ejemplo.
Hubo risas. Héctor se unió a ellas. Alzó la copa hacia su superior, como si
brindara por sus palabras.

Corría por el bosque abrigado con guantes y un jersey con capucha. Iba más lento que
de costumbre. El ojo tapado lo desequilibraba. La respiración se condensaba en
nubecillas, formaba volutas. El suelo, los troncos, todo estaba mojado.
Más adentro en el bosque. Esquivaba las ramas que le salían al paso.
Cuando llegó a la zona de silencio se dobló con las manos apoyadas en las
rodillas. Resolló a través de los dientes. Se preguntó si le correspondía llorar. En caso
de hacerlo mojaría el parche. Las lágrimas lo empaparían hasta hacer que el
esparadrapo se desprendiese. La masa de algodón caería al suelo, donde parecería un
hongo brotado de las entrañas del bosque.
Había un árbol derrumbado por la vejez. Donde antes se había alzado, se abría
ahora un cráter que desprendía un vigoroso aroma. Las raíces al aire, como un gran
pulpo en actitud defensiva. Había una congregación de pájaros posados en ellas,
atentos al movimiento de las lombrices. Herrerillos, carboneros, reyezuelos, y más

www.lectulandia.com - Página 123


arriba las cornejas. Alzaron el vuelo en cuanto lo sintieron aproximarse.
Se agachó bajo la bóveda que formaban las raíces y tomó una piedra de entre la
tierra removida. Pesaba varios kilos. Se amoldaba a la cavidad de su mano. Había
permanecido oculta durante décadas, resistiendo el peso del árbol.
Escogió un tronco cercano y la lanzó. Salió desviada hacia un lado y se perdió
entre la vegetación.
Cogió más piedras. Lo intentó de nuevo. Con mayor fuerza en cada ocasión.
Quería ver saltar trozos de corteza. Dejar cicatrices.
Falló todos los tiros. El parche le impedía apuntar correctamente.

www.lectulandia.com - Página 124


---
Primeras muertes

El camino hasta la casa de Grego no había sido mejorado. Continuaba plagado de


baches. La maleza se desbordaba a ambos costados. El cemento del último tramo
estaba desecho y la hierba asomaba con fuerza por los huecos.
El coche de Sara llegó renqueando. Una cortina se abrió un instante y a
continuación Grego apareció en la puerta. Sorpresa debajo de su sonrisa.
—¿Vienes sola?
Ella abrió los brazos y miró a su alrededor.
—Se me ha ocurrido hacerte una visita.
Había ido directamente desde el trabajo. Héctor no se hallaba al tanto.
Al cubrir el turno de tarde en la recepción de la refinería, la jornada de Diana se
prolongaba más allá del final de la de Héctor.
Pasaron a la cocina. En el fregadero aguardaba una montaña de platos sucios.
Grego le ofreció café recalentado, sobrante del desayuno.
—Puedo hacer más.
Ella dijo que no importaba.
Grego abrió un armario, chasqueó la lengua. Sacó una taza del fregadero y la
enjuagó rápidamente.
Había un periódico sobre la mesa. La primera página estaba abarquillada. Era de
hacía dos semanas. Los azulejos de la pared situada tras los fogones estaban cubiertos
por una pátina amarillenta.
Fijado en la puerta de la nevera con un imán había un dibujo hecho por Beatriz.
Sara no recordaba haberlo visto antes.
—Gracias —murmuró cuando le puso la taza delante.
—Espero que te guste. No contaba con tener visita.
—¿No va a venir Diana?
—Creo que no. No duerme aquí todas las noches.
Ella tomó un sorbo de café y le añadió más azúcar. Entrelazó los dedos sobre la
mesa. Sonrió, pareció que fuera a decir algo. Abrió la boca. Pero se echó atrás.
—Lo siento.
Rio.
—¿Qué pasa? —quiso saber Grego.
—¿Cómo te van las cosas?
—No hace tanto tiempo que no hablamos.
—Bastante, en realidad —apuntó ella—. Pero me refiero a Diana. ¿Cómo os va?

www.lectulandia.com - Página 125


Grego se recostó en la silla.
—Bien. Nos va bien.
—Me alegro…
Sara contemplaba la superficie del café.
—Lleváis juntos varios meses.
—…
—¿Piensas seguir adelante?
Él aguardó unos instantes antes de responder.
—Sí.
Se miraron. Cada uno esperando que el otro dijera algo.
Fue ella quien lo hizo.
—Supongo que tomáis las debidas precauciones.
—Por supuesto.
—Porque tu problema…
—Las tomamos.
—No sabemos cómo puede…
—No es necesario que me lo recuerdes —la atajó él—. Siempre he tomado
medidas.
Ella asintió.
—No quería molestarte.
Él la miraba con dureza.
—¿Has venido para preguntarme eso?
Una sonrisa incómoda. Sara se encogió de hombros.
—Puedes estar tranquila.
Grego trató de adoptar un tono más relajado.
—¿Algo más?
—Diana me dijo que sufres mareos.
—Nada importante.
—¿Desde cuándo?
—Semanas. Solo ha pasado dos o tres veces.
—¿Lo has consultado?
—No es importante.
—También me dijo que tienes problemas para dormir.
Grego suspiró. Desvió la vista a la ventana. Los cristales necesitaban una buena
limpieza.
—Episodios de insomnio. Duran unos pocos días. Luego todo vuelve a la
normalidad.
—¿Por qué no me lo has contado? ¿Recuerdas las fechas?
—No.
—¿Ni lo que estabas haciendo cuando te mareabas? Podría ser importante.
—Secarme después de tomar una ducha. Cortar la hierba en la jodida refinería.

www.lectulandia.com - Página 126


¿Contenta?
—A ella sí se lo has dicho.
—¿Temes que lo vaya contando por ahí?
Sara estaba inclinada hacia él.
—A mí me lo contó.
—A ti.
—Puede hacerlo a alguien más.
—Sara, creo que te estás excediendo en tu tarea.
—¿Cuánto sabe?
—Sara…
—Grego…
Ella no se amilanaba.
—¿Cuánto?
—…
—La gente habla. Preguntan sobre vosotros. Parece mentira que no lo sepas.
—Nada.
Sara lo miraba a los ojos.
—No sabe nada.
—Y seguirá así.
Grego apretó las mandíbulas.
Cuando habló lo hizo con calma, remarcando las palabras.
—Como he dicho, te estás excediendo.
—El asunto me incumbe.
Una pausa.
—Lo sé. Lo entiendo.
Era todo lo que tenían que decir.
Sara se levantó. Él la acompañó hasta el coche. Le abrió la puerta.
—Trata de recordar las fechas de los mareos y de lo demás, para tomar nota. Y
avísame si vuelve a pasar. Por favor.

Durante las siguientes semanas, a medida que la primavera iba quedando atrás y el
mes de junio se aproximaba de nuevo, Sara escrutó a Diana en busca de cambios en
su actitud.
No ocurrió tal cosa.
La chica no le contó nada más sobre Grego. Nada que pudiera considerarse fuera
de lo corriente. En su lugar se inclinaba hacia Sara en tono conspirador y le deslizaba
chismorreos del trabajo. Cierto alto cargo recibía dos o tres veces por semana la
llamada de una voz femenina que decía ser la enfermera de su dentista. Siempre
llamaba justo antes de que él saliera a comer.
Sara se los transmitía a su marido. Él sonreía y meneaba la cabeza.

www.lectulandia.com - Página 127


Diana ya se había formado su propia opinión acerca de quiénes en la refinería
eran de fiar y con quiénes resultaba más recomendable guardar las distancias.
—¿Tu marido? De los mejores. Sin duda.
Subrayaba tal afirmación con un gesto tajante de la mano. Sus pulseras
tintineaban.
Compartía un apartamento en la ciudad con otra chica. Pasaba los fines de
semana con Grego pero, de momento, no planeaba mudarse con él. La casa estaba un
poco aislada y ella no tenía coche. Iba al trabajo en el autobús que la compañía
disponía para los empleados.
Insistía en lo del aislamiento de la casa. Era lo que menos le gustaba.
Una noche, mientras ella y Grego conversaban en el salón con la ventana abierta,
un mochuelo se coló dentro. Ocurrió tan rápido que no alcanzaron a verlo entrar. La
brisa del aleteo les acarició la cara. Cuando se volvieron, el ave había caído en la
alfombra. Estaba inmóvil. Las alas desplegadas. Las cortinas aún oscilaban.
Ella permaneció acurrucada; el corazón le batía en el pecho. Grego se levantó.
Empujó al mochuelo con la punta del pie. Estaba muerto.

Finales del mes de mayo. Un día caluroso; verano adelantado. Dos trabajadores de la
refinería perforan una tubería a diez metros de altura para efectuar un injerto.
A mediodía el calor los hace sudar copiosamente. Trabajan con el torso
descubierto, incumpliendo las normas. Se han quedado sin agua. Uno de ellos irá por
más. Deberá devolver al suelo la plataforma elevadora donde están subidos. No
tardará mucho. El otro decide quedarse y continuar el trabajo. La tubería forma parte
de un haz horizontal lo bastante robusto como para sostenerlo sin problemas. Libera
el extremo del cable al que está atado su arnés de seguridad de la barandilla de la
plataforma elevadora y lo fija a uno de los perfiles de hormigón que sustentan el haz.
No hay ningún supervisor a la vista.
Cuando el que iba a ir por el agua llega al suelo y se aleja unos metros de la
plataforma oye un golpe.
El casco de su compañero contra el suelo.
Este se retuerce cabeza abajo en el aire, sostenido por el arnés de seguridad y el
cable. Chilla como si le estuvieran atravesando las entrañas con un cuchillo. Las
manos en la entrepierna. Tira con furia de las correas del arnés.
Tiene el torso cubierto de tatuajes. Parece una enorme araña pendiendo de su
seda.
El otro corre a la plataforma. Le pide que aguante.
Pero no deja de chillar. La caída ha sido apenas de metro y medio. El cable ha
aguantado. El golpe no ha podido bastar para que se produjera una lesión en la
espalda.
De todos modos, se retuerce como un poseso.

www.lectulandia.com - Página 128


Con voz aguda anuncia que no lo aguanta más.
Estira las correas del arnés dispuesto a romperlas.
Una de ellas le ha aplastado un testículo.
La plataforma sube hacia él con un lamento hidráulico.
No lo aguanta más. No hace caso a los gritos que le piden que resista.
Afloja los cierres.
Se desliza del arnés como un fruto maduro de su tallo.
Su compañero, a mitad del ascenso, lo ve pasar ante él y estrellarse contra el
suelo. Durante años recordará el sonido que produce un cráneo al quebrarse.

Héctor, el jefe del Departamento de Mantenimiento —responsable del accidentado—


y el nuevo jefe del Departamento de Producción —quien encargó la realización del
trabajo en la tubería— se reunieron a puerta cerrada en el despacho del primero.
Debían acordar una estrategia frente a la investigación judicial. Sin nadie que pudiera
oírlos, el cruce de acusaciones no tardo en producirse. Advertencias de hasta dónde
estaba dispuesto a ceder cada uno. Murallas en torno a las responsabilidades.
Después de escuchar la declaración del único testigo, la dirección de la refinería
suspiró. Esas cosas ocurrían. Sin embargo, la versión de los hechos que ofrecieron
algunos periódicos señalaba ciertas deficiencias de seguridad.
Miradas hacia Héctor.
La dirección declaró su absoluta confianza en los responsables de la planta. Pero
quería que todo quedara aclarado favorablemente a la mayor brevedad posible.

Para justificar su ausencia de diez días durante el mes de junio Grego recurrió a la
historia habitual, y Diana la aceptó sin impedimentos. Beatriz ya le había explicado
que todos los años, a principios del verano, su tío regresaba a Tailandia; iba a pescar
con unos amigos.
—Cosas de hombres. Te aburrirías enseguida —dijo él.
—Lo imagino. Pero me gustaría acompañarte.
—Cuando regrese iremos los dos a algún sitio.
—¿Prometido?
—Sabes que sí.
Antes de su partida asistieron juntos a la fiesta de cumpleaños de Beatriz. Luego,
Héctor y Grego dejaron a Diana en su apartamento, de camino al aeropuerto.
El hermano mayor aguardó en el coche mientras la pareja se despedía.
—¿Cómo lo llevas? —preguntó Grego cuando ya conducían hacia el refugio.
Al igual que todos, había escuchado historias contradictorias acerca de lo
sucedido. Dentro y fuera del trabajo. La acción judicial estaba resultando exhaustiva.
La compañía había abierto también una investigación a fin de depurar su imagen. Por

www.lectulandia.com - Página 129


el momento Héctor y su departamento habían salido bien librados. Pero el ambiente
era tenso. Su papel de juez y parte hacía que no fuera bien visto por el resto de
implicados.
Durante la celebración del sexto cumpleaños de su hija, Héctor había
permanecido meditabundo y apartado. Contempló cómo Beatriz soplaba las velas y
los hilos de humo que salieron de estas. Sara le dedicaba miradas preocupadas. Le
llevó un trozo de tarta.
—Saldremos de esta —respondió finalmente.
—¿Y tú? —preguntó después de una pausa.
A simple vista no había nada anómalo en la apariencia ni el comportamiento de
Grego.
—Yo estoy bien —corroboró.
Se hacía tarde. Estaba anocheciendo. Diana y él se habían entretenido
despidiéndose. Sin embargo no daba muestras de hallarse nervioso ni pidió a su
hermano que fuera más rápido.
—Me gusta esa chica —dijo Héctor.
Grego recibió con perplejidad la declaración. Nunca había pedido a Héctor su
opinión sobre las mujeres con las que salía. Había dado por supuesto que, por el
hecho de trabajar en el mismo lugar que ellos, Diana no resultaba de su agrado, lo
mismo que la rapidez con que su relación se había afianzado y el modo en que ella se
había incorporado a la familia.
—De veras. Se puede contar con ella —añadió el hermano mayor.
Grego esperó que concretase sus palabras. Lo que no sucedió.
—Y estoy seguro de que tú harás lo que haya que hacer cuando llegue el
momento.
El hermano menor asintió.
Sus últimos pensamientos antes de la transformación de ese año versarían sobre
estas palabras de su hermano.

Hasta bien entrada la noche Héctor no regresaba a casa. Las jornadas en la refinería
estaban plagadas de escollos. Se hablaba de encontrar un cabeza de turco que ofrecer
a la prensa.
A continuación conducía hasta el refugio para comprobar el estado de las moscas
y reponer el contenido de los alimentadores.
—Si quieres yo puedo ocuparme de eso —propuso Sara.
Estaban en la cama. Héctor acababa de llegar. Ella lo esperaba leyendo una
revista.
—Puedo ir después del trabajo. No tienes por qué cargar tú solo con la
responsabilidad.
Él contemplaba el techo.

www.lectulandia.com - Página 130


—Me has explicado en qué consiste. No es complicado. ¿No?
Después de un instante en que cerró los ojos y pareció haberse quedado dormido,
Héctor dijo:
—De acuerdo. Ve tú. Algunos días. Cuando yo no pueda.
Sara se acurrucó junto a él.
—No te preocupes —dijo—. Todo se solucionará.

Al día siguiente Sara fue al refugio. Nunca había estado allí sola. Recorrió los
alrededores de la casa comprobando que no hubiera nada anómalo, retrasando el
momento de enfrentarse a los insectos. Las contraventanas eran rojas. Los cristales
deformaban el interior de la casa; algunos eran más verdosos que los demás. Fuera
del camino de acceso la hierba llegaba hasta las rodillas. Si te adentrabas en ella se
elevaban nubes de polen. Brincaban saltamontes. Mariposas.
De haber sido más pequeña, de no contar con las dependencias anexas y su
contenido, la casa habría parecido extraída de una narración infantil.
Cuando giró la llave y entró en el vestuario le temblaban las rodillas. Muy
despacio, se asomó a la mirilla. Las moscas cubrían la habitación. Tapizaban las
paredes. El catre era una masa negra con cuatro patas. Se arracimaban sobre los
alimentadores. Las que estaban volando aparecían de repente al cruzar el haz de luz
que caía de la claraboya del techo.
Estaba empapada en sudor antes de ponerse uno de los trajes. Debajo solo llevaba
la ropa interior.
Siguió el procedimiento indicado por su marido. Asegurarse de que la puerta del
vestuario estuviera bien cerrada. Situarse bajo la cortina de mosquitera. Abrir la
puerta apenas una rendija. Entrar en la habitación principal con cuidado. Mirar el
suelo. No aplastar ninguna mosca.
Revuelo moderado.
Quedó inmóvil en el centro de la estancia. Llevaba una mascarilla además del
casco de apicultor. Algunos insectos comenzaron a posarse sobre el traje y cubrir la
garrafa donde llevaba la mezcla de zumo y leche para los alimentadores, como si
quisieran arrebatársela de las manos. Héctor ya le había advertido de que eran
insaciables.
Espantó a las moscas que se paseaban por los depósitos de los alimentadores. Uno
a uno, retiró los tapones y vertió la mezcla hasta que volvieron a quedar llenos. Le
temblaba el pulso. Derramó un poco al suelo. Las moscas se abalanzaron.
Algunas de ellas menospreciaron el alimento. La preferían a ella. Aplicaban sus
probóscides a las manchas de sudor que crecían bajo las axilas del traje.
En cuanto terminó se apresuró a salir. Se sacudió las moscas de encima antes de
traspasar la puerta. Esta era una de las partes más complicadas. Debía asegurarse de
que ningún insecto la seguía. Si ocurría así —lo que era habitual a pesar de todas las

www.lectulandia.com - Página 131


precauciones tomadas— debía atraparlo mediante el cazamariposas de gasa dispuesto
para ello y que descansaba en un rincón, y devolverlo adentro. Inspeccionó la cortina
de mosquitera sin encontrar nada.
Una vez aseada y repuesta, después de haber salido afuera a respirar y comprobar
que el mundo seguía existiendo, volvió a asomarse a la mirilla.
Era imposible contabilizar las moscas. Permaneció largo rato estudiándolas. No
alcanzó a ver ninguna pareja acoplada.

Aseguró que podía hacerse cargo de las moscas.


—Tú, descansa —recomendó a Héctor.
Él se mostró conforme; aunque no libre de reticencias.
—Avísame si ocurre cualquier cosa. ¿Lo harás?
A lo largo de los días siguientes su habilidad fue creciendo. Logró calmarse. Las
moscas no podían hacerle ningún daño. Buscaba pautas de comportamiento.
Contabilizaba las moscas que se agolpaban en la mirilla cada vez que entraba en el
vestuario. Quizás el número fuera en aumento. La reconocieran. Supieran por qué se
encontraba allí.
Dejó de molestarle que se posaran sobre ella.
Probó a alimentarlas con papillas infantiles y leche con miel. Lo aceptaban todo.
Vació los alimentadores. Las moscas tenían que esperar para comer hasta que ella
llegara. Les llevaba sobras de casa. Fuentes de huesos.
Primero entraba en la habitación con las manos vacías, para comprobar si se
alertaban, si preveían la llegada del alimento. Confiaba en provocar un
comportamiento condicionado. Algunas moscas reaccionaban a su presencia. El
número variaba.
Luego les hacía entrega de las fuentes.
La furia.
Fregó la cocina de la casa. Limpió los cristales. Sacaba una silla a la entrada y se
sentaba a fumar contemplando el paisaje. El sol de la tarde todavía poseía fuerza.
Cada poco se humedecía los brazos desnudos con el agua de una botella.
Pensaba en las moscas mientras el cielo se enrojecía.
Nunca llevó consigo el cuaderno de cubiertas de piel ni dejó constancia en él de
lo que hacía. Lo albergaba todo en su cabeza. Esa era su investigación particular.
Cada noche realizaba para Héctor un somero resumen de lo ocurrido, sin
mencionar los experimentos. Él asentía quedamente.
—Deberíamos haberlo hecho siempre así. Repartirnos la labor.
En la refinería, Diana había preguntado a Héctor por su hermano. No tenía
noticias de él. No la había llamado. No le había mandado ningún e-mail. Héctor le
pidió que no se preocupara; su hermano era así. Estaría navegando. No tendría ningún
teléfono cerca, seguro.

www.lectulandia.com - Página 132


—A Grego le gusta aislarse.
—Lo he notado —dijo ella con sonrisa resignada.
Una tarde, mientras Sara se encontraba en el refugio, se desató una tormenta de
verano. Ocurrió de manera repentina. La atmósfera se electrizó. Las primeras gotas
de lluvia olían a tierra. Las moscas volaban alarmadas, colisionando contra las
paredes y entre ellas.
Sara aguardó junto a la mirilla hasta que la tormenta hubo pasado. Auscultaba la
puerta con la palma de su mano.
Provista de una escoba se dedicó a eliminar las telas de araña que encontró por los
alrededores. Aplastó a las tejedoras.
Otro día cambió la escoba por la llama de un encendedor. Las arañas se
carbonizaban y encogían sin llegar a arder. Halló cierto placer al observarlo. Algo
antiguo que se agitaba dentro de ella.
Descansaba en el salón con los pies apoyados en el sillón de enfrente. Pensaba en
el modo en que dispondría los muebles si la casa le perteneciera. Se quedaba
paralizada cuando crujía una viga del techo.
De regreso en su casa se aseaba con esmero. El agua de la bañera por encima de
los labios. Asomaba solo la nariz, como un cocodrilo. Se untaba de crema hidratante
frente al espejo del tocador. Tenía un cuello interminable. Beatriz entraba de puntillas
y se sentaba en el borde de la cama. La miraba hacer. La crema para el contorno de
los ojos la aplicaba mediante suaves toques.
Hojeaba revistas. Miraba las fotos de las actrices, estudiaba su aspecto y
averiguaba sus edades para poder compararse.
—Héctor…
Él levantó la vista del periódico.
—Ya casi no vemos a nuestros amigos.

Estaba en el refugio. Las moscas revoloteaban a su alrededor. Una deidad y su


cohorte de seres inferiores. Un plato vacío en el suelo, en el centro mismo de la
estancia.
Muy despacio, como si su deseo fuera el de exhibirse, introdujo los pulgares por
la cintura elástica de los pantalones del traje de apicultor. Se los bajó poco a poco
junto con las bragas. Se acuclilló sobre el plato.
Las moscas se posaron antes de que hubiera terminado.
En el lavamanos del vestuario, mediante círculos lentos, interminables, se frotó
las nalgas con una esponja.

Héctor fue al refugio ese día, más tarde. De acuerdo a los informes de Sara todo
marchaba sin novedad. Él sentía remordimientos por desatender lo que hasta entonces

www.lectulandia.com - Página 133


había sido una labor suya en exclusiva.
Tomó el teléfono para llamarla y decirle que iba a ir. Lo pensó un instante y
volvió a colgar.
Halló el vestuario limpio y ordenado. Los trajes de apicultor colgados de sus
perchas. Trazos recientes de una fregona en el suelo.
Silencio.
La mirilla.
Los alimentadores estaban vacíos. Hacía días que los cilindros no albergaban
nada. Vio el plato en el suelo. Las moscas comiendo. El inconfundible contenido.
Algo nimio. Pero un regalo, al fin y al cabo. Algo personal.
Una prueba de infidelidad.
Durante la cena guardó silencio. A nadie le pareció extraño. Un hombre cansado.
Cuando Beatriz se hubo retirado a su habitación y no pudo oírlos, volvió a preguntar
cómo iba todo en el refugio.
Sara no apartó la mirada de la película que emitía la televisión.
—Como siempre.
—¿Te las arreglas con los alimentadores?
—A estas alturas…
—¿Eso es un sí?
Ella lo miró por fin.
—Claro. ¿Qué te pasa?
—Nada.
Silencio. Sara regresó a la película.
—¿Y tú? ¿Se está solucionando el problema?
—El problema se solucionó en cuanto aquel imbécil se soltó del arnés. Lo demás
no son más que puntos de vista.
El juez no había encontrado deficiencias en la labor del Departamento de
Seguridad. Ambos trabajadores contaban con el equipo y la formación necesarios.
—Me alegro —dijo ella.
Héctor esperó un instante antes de decir:
—Te lo conté ayer.
Ella parpadeó.
—¿Sí?
—Sí. No importa.
—Lo siento.
—Mañana iré yo a ver a las moscas. Hace mucho que no me paso por allí.
—Como quieras.

Pudo retirar el plato, llenar los alimentadores y desaparecer antes de que Héctor
llegara.

www.lectulandia.com - Página 134


Durante los escasos días que restaban hasta el regreso de Grego se observaron de
cerca, tratando de que el otro no lo notara.
Los celos eran un sentimiento en el que Héctor carecía de experiencia. Él
retomaría el cuidado de los insectos. No albergaba dudas respecto a su hermano.
Confiaba en él.
Las moscas eran algo diferente.
Las contempló de otro modo. Tal colectividad no era natural. La masa oscura
deslizándose arriba y abajo por las paredes.

Sara continuó acudiendo al refugio a escondidas. Anhelaba algún tipo de reacción por
parte de las moscas. Aunque no les hizo más regalos.
El décimo y último día se plantó ante la mirilla. Héctor había repuesto los
alimentadores la tarde anterior. No era necesario entrar.
A la mañana siguiente Grego volvería a estar con ellos. Y para efectuar cualquier
otra comprobación con las moscas ella debería esperar todo un año.
Nubarrones espesos cubrían el cielo. Imperaba un calor húmedo; el aire no
llenaba los pulmones. Una claridad grisácea, más propia del amanecer que de aquella
hora del día, entraba por la claraboya. Las moscas se movían aletargadas. Las que
volaban por la habitación lo hacían de modo vacilante, a sacudidas, como si de un
momento a otro fueran a desplomarse.
Se situó bajo la cortina de mosquitera, aferró la manilla y entró. Antes de darse
cuenta ya estaba en el centro de la estancia. No se había tomado la molestia de
ponerse el traje. No llevaba casco ni mascarilla.
Dentro hacía aún más calor.
Algunas moscas se alzaron del suelo para dejarle sitio. El resto permaneció
inmóvil, aturdido por la temperatura.
No sabía si respirar por la boca o por la nariz.
Los insectos comenzaron a posarse. Se mantuvo inmóvil. Los ojos abiertos
apenas una rendija. Las moscas despegaban de las paredes y volaban hacia ella. Se
notaba bañada en sudor. Gotas le resbalaban espalda abajo. La ropa se le fue
oscureciendo. Empezó a notar el peso de las moscas. Tiraban de las prendas hacia el
suelo.
Se colaron entre el pelo y por debajo de la ropa. La espalda, mojada de sudor, era
como una tira atrapamoscas. Se asomaron a sus orejas. Ahora mantenía los ojos y la
boca fuertemente cerrados. Con dos dedos se protegía las fosas nasales. Moscas
paseando por su frente y párpados. Tenía que espantárselas de los oídos. El
movimiento contribuía a alterarlas. Notaba pequeños impactos procedentes de todas
direcciones.
El zumbido de la habitación fue creciendo.
Las sintió en los labios. Le costaba respirar. Abrió los ojos una grieta

www.lectulandia.com - Página 135


infinitesimal. Se vio negra. Del todo cubierta. Más insectos despegaban de las
paredes.
Miró hacia arriba. El techo estaba tapizado de moscas. Algunas se dejaban caer
como lluvia negra. Rebotaban en sus hombros.
Era suficiente. Se lanzó hacia la puerta. El movimiento repentino encolerizó a las
moscas. Pisó todas las que no se apartaron a tiempo de su camino.
Llevada por la prisa por salir de allí cuanto antes se olvidó de mantener la boca
cerrada. Fue como tomar un bocado de arena. Escupió. Moscas salieron volando de
su boca. Manoteó en el aire en busca de la manilla.
Cuando por fin logró abrir la puerta, quedó enredada en la cortina de mosquitera.
Algunos insectos la siguieron. Cerró tras ella. Tenía moscas debajo de la ropa. Se las
sacudió. Las aplastó. Se manoteó todo el cuerpo.
Corrió a la ducha. Terminó de arrancarse la ropa debajo del agua. Escupía. Tenía
fragmentos atrapados entre los dientes. Le faltaban manos para frotarse.
El camino desde la puerta estaba sembrado de cuerpos machacados. Unas cuantas
moscas revoloteaban explorando aquel territorio nuevo para ellas.
Solo eran moscas. Nada más.

www.lectulandia.com - Página 136


---
Cuando se rompe la pauta

—A partir de ahora yo me haré cargo de mi hermano —sentenció Héctor.


Habían atrapado a las moscas del vestuario empleando el cazamariposas y las
habían devuelto al refugio. Héctor no quiso prestar oídos a la propuesta de Sara
acerca de conservarlas hasta más allá de la vuelta de su hermano, como habían hecho
el año anterior con un único ejemplar.
Recogieron los cuerpos muertos del suelo del vestuario y procedieron a
enterrarlos.
A la mañana siguiente, Grego regresó acompañado por un dolor como nunca
antes había experimentado. Agujas al rojo lo atravesaban de parte a parte.
Permanecía acostado en su habitación. No quiso ir a ningún otro sitio. Se aferraba
a las sábanas y los ojos se le desorbitaban ante cada acometida del dolor.
Agarró a Héctor de la manga y lo acercó hacia sí.
—¿Qué ha pasado?
Hablaba entre resoplidos, como una parturienta.
Un accidente. La ventana. La abrió apenas una rendija para aliviar el calor. Estaba
vigilando. Pero no esperaba que las moscas se abalanzaran de aquel modo hacia el
aire fresco.
Grego recostó la cabeza en la almohada. Quizás aliviado por la idea de que partes
de él volaran en ese momento sobre los campos, libres de dolor.
—No volverá a ocurrir —declaró Héctor—. Te lo juro.
Apretaba la mano de su hermano. Estaba ardiendo. Había cabellos desprendidos
en la almohada.
El padecimiento se prolongó durante tres interminables días. Héctor fue a buscar
a Diana para que lo ayudara a cuidar de él.
Una dolencia intestinal. Algún alimento en mal estado. No es la primera vez que
le ocurre.
Ella le pasaba un paño húmedo por la frente. No comprendía que no quisiera ver a
un médico.
Probaron analgésicos y relajantes musculares.
Solo admitía alimentos líquidos. Bebía enormes cantidades de agua. No la quería
ni fría ni caliente, debía estar a la temperatura justa. Diana le preparó sopa. Se la
administraba a cucharadas; a él le temblaba demasiado el pulso.
Tardó otros diez días en encontrarse plenamente repuesto.
En ese tiempo Sara le hizo una única visita. Lo miró a los ojos. Beatriz lo echaba

www.lectulandia.com - Página 137


de menos y deseaba que se mejorara cuanto antes, dijo. Diana permanecía sentada
junto a la cama. Había pasado la noche allí; tenía mechones pegados a la frente y el
cansancio la hacía parecer enferma a ella también.
Héctor fue taxativo. No tendrían lugar más experimentos. Desde ese momento se
limitarían a cuidar y proteger a Grego durante los diez días al año en que así lo
requería. Nada más. Tal como él deseaba. Las pruebas, las investigaciones, tan solo
habían traído malestar y dificultades.
Por el bien de todos.
—¿Estamos de acuerdo?
Su mujer asintió. Nunca en todo el tiempo que se conocían lo había oído hablar
con una contundencia comparable. Pero también con resentimiento. Resentimiento
que no iba dirigido únicamente a ella, sino también contra sí mismo.
Sara acató la decisión.
No volverían a hablar de las moscas.
No más investigaciones.

Grego y Diana recuperaron su vida anterior. Él le preguntaba qué debía haber en la


casa para que ella quisiera quedarse. A continuación le preguntaba qué no debía
haber. Él lo arreglaría todo.
El próximo junio se hallaba muy lejano. Invisible en la distancia.
Ella reía ante su insistencia. Le gustaría vivir en un apartamento en la ciudad. Las
ventanas darían a un patio con árboles. Podrían espiar las conversaciones de los
vecinos.
Iban juntos al mercado. Escogían entre las frutas y verduras como si fueran
antigüedades o sellos valiosos.
A Diana le gustaba ir al cine. Pocas cosas alcanzan la intensidad del momento en
que se apagan las luces y se ilumina la pantalla, decía. Cuando aún todo puede
ocurrir.
En la refinería corría el rumor de que se veían en los vestuarios. Aunque tal cosa
nunca había llegado a suceder. La prudencia de ella se imponía. Las secretarias
buscaban arrugas en su uniforme. Aseguraban que Grego estaba especialmente
dotado.
Salían los cuatro juntos: Grego y Diana, Héctor y Sara. Para los hermanos era
importante. Durante las cenas, los dos se enfrascaban en largas conversaciones acerca
de su infancia, como si hiciera años que no se veían. Risas. Héctor se secaba los ojos
con el borde de una servilleta. La anécdota era cómica pero no lo dejaba en buen
lugar.
—Vale, vale…
Pero Grego continuaba.
Diana escuchaba boquiabierta. Sara reía, tenía que posar los cubiertos. Sus

www.lectulandia.com - Página 138


pendientes se balanceaban.
Iban a la playa. El pecho lleno de Diana atraía las miradas. Grego se percataba de
ello. Se movía para disimular el bulto que crecía en su entrepierna.
Ella paseaba en torno a la casa con una regadera de hojalata. Desde el salón, él la
contemplaba aparecer y desaparecer tras los cristales deformantes de las ventanas.
Tan solo diez días.
¿Sería capaz de comprenderlo?
Se preguntaba.
Si fuera así, serían libres de ir adonde quisieran. Grego podría volver a hacer las
cosas que hacía antes.
Le hacía regalos espontáneos que ella aceptaba con suspicacia.
A mediados de agosto recibieron la visita de los padres de Diana. En el tiempo
que estuvieron allí, el acento de esta experimentó una repentina transformación para
volverse similar al de su madre, que engolaba las primeras sílabas de las palabras.
Comieron fuera de la casa. La brisa mecía las esquinas del mantel. Agitaban las
servilletas para espantar a las avispas que se acercaban al postre.
El padre se abstraía a menudo de la conversación y dejaba vagar la mirada. Tenía
piernas cortas y brazos robustos. Un hombre recio. El vello le asomaba bajo el cuello
de la camisa. Tatuajes desvaídos, como manchas de ceniza, en ambos antebrazos,
recuerdo de sus años en la marina.
—Vives en un bonito sitio —dijo a Grego.
—¿Te importa si te pregunto tu edad? —lo interrogó luego.
Y más tarde:
—¿Me puedes recordar a qué te dedicas?
Grego respondía concisamente. No aventuraba planes de mejora.
—¿Alguien quiere más vino? ¿Sí?
Para que Diana aceptara lo que le ocurría debía ofrecerle algo a cambio,
concluyó. Algo mejor que lo que poseía en ese momento. Reactivó su búsqueda de un
nuevo trabajo. Se cuidaba las manos tratándolas con aceite de oliva. Mantenía las
uñas aseadas, libres de grasa de la segadora.
Septiembre. Días cada vez más cortos. Un olor diferente en el aire.
—¿Quieres ir a algún sitio el sábado?
Ella rellenaba un crucigrama. Estaba tumbada en el sofá, se le formaba un pliegue
de piel bajo la barbilla. Garabateó en el borde de la página, pensando la respuesta.
Su abuelo vivía en un pequeño pueblo del interior. Apenas un puñado de casas.
Hacía mucho que no lo visitaba.
—Iremos —asintió Grego.
El paisaje se volvió amarillo y luego marrón a medida que se aproximaban. Diana
llevaba un plano de carreteras desplegado sobre el regazo. Creció el calor. Fue como
si retrocedieran varias semanas, de regreso al corazón del estío. Salieron de las vías
principales. Tuvieron que dar media vuelta y deshacer el camino en un par de

www.lectulandia.com - Página 139


ocasiones. Campos de girasoles marchitos, decididamente erguidos a pesar de su
estado, con las corolas apuntando en la misma dirección, como si una ráfaga de
viento solar los hubiera abrasado. Nidos de cigüeñas en torres de alta tensión.
Diminutos racimos de casas del mismo color del terreno. En cada cartel indicador,
una corona de flores seca.
El pueblo se elevaba en lo alto de un otero. El sol caía sobre él como un castigo.
Todas las calles eran en pendiente. No había ni un alma a la vista; era como si los
habitantes hubieran cedido su lugar a los gatos que sesteaban en los soportales.
—Es aquí —dijo Diana deteniéndose frente a una puerta.
Accionó la aldaba. No había timbre.
Les abrió un hombre que era como una cáscara hueca. Los pantalones le
quedaban flojos y olía a loción de afeitar.
—¡Abuelo!
El anciano recibió agradecido los besos de Diana. Cuando esta le presentó a
Grego él murmuró algo ininteligible e inclinó la cabeza en una reverencia
involuntaria.
Comieron en la cocina, sobre un mantel de hule. Cada vez que el anciano se
levantaba por más pan o vino, Diana lo seguía con las manos preparadas, dispuesta a
cogerlo cuando se cayese.
Después de la comida, el abuelo declaró su deseo de acostarse a descansar. Apeló
a los privilegios que le concedía su edad. Diana y Grego lo disculparon; irían a dar un
paseo.
—¿Qué ha sido de Ramsés? ¿Sigue vivo? —preguntó ella.
El anciano se detuvo a mitad de camino de su habitación.
—Ramsés no morirá nunca —dijo con una sonrisa en la que faltaban la mayoría
de los dientes.
Antes de salir, Diana rebuscó en la alacena. Cogió un par de zanahorias y se las
guardó en el bolsillo.
Recorrieron las calles silenciosas. Se cruzaron con algunos vecinos, les
devolvieron los saludos. Hornacinas con vírgenes de rasgos desvaídos en las
fachadas.
Caminaron hasta sobrepasar los límites del pueblo y tomaron un camino de tierra.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Grego.
Ella señaló una casa aislada que rielaba unos cientos de metros más adelante. El
cielo era de un azul blanquecino.
—Vas a ver.
Grego se abstuvo de preguntar. Sabía que no le diría más.
Los alrededores de la casa parecían un vertedero. Somieres oxidados. Un coche
montado sobre ladrillos. Pajareras vacías. Fuentes de falso mármol.
Había un perro atado al cable de un tendedero de ropa. Corría de un extremo a
otro; la cadena se deslizaba por el cable. Sus ladridos advirtieron de la llegada de la

www.lectulandia.com - Página 140


pareja. La silueta de un hombre apareció en la puerta de la casa.
Medía casi dos metros e iba con el torso descubierto. El estómago se le
desbordaba sobre un cinturón adornado con tachuelas. Era inmensamente calvo y
tenía la piel del color del chocolate, atezada por la intemperie. Llevaba varios anillos
de plata.
El fruncimiento del ceño desapareció en cuanto pudo reconocer a Diana.
Cuando se acercaron más, Grego vio que una gruesa cicatriz recorría el vientre
del hombre en vertical, como si antaño se hubiera sometido a una cesárea.
Presentaciones. Grego no captó su nombre. Parecía extranjero. Su mano se perdió
dentro de la del hombre calvo.
Poseía una sonrisa luminosa, que dedicó repetidamente a Diana. No podía creer
cómo había cambiado. La escudriñó de la cabeza a los pies, varias veces.
—¿Cuánto tiempo hacía que no venías por aquí?
Ella se encogió de hombros y apartó un mechón de la frente.
—Años. Muchos.
Una niña con un vestido de flores se asomo a la puerta. Llevaba la barbilla
apretada contra el cuello y se chupaba el pulgar. Iba descalza. Permaneció allí,
mirándolos con timidez. Al cabo de un rato inició un baile silencioso que consistía en
hacer oscilar las caderas.
—¿Y bien? ¿Qué os trae a mi casa?
El hombre se dirigía exclusivamente a Diana. Una vez concluidas las
presentaciones Grego había desaparecido para él.
—Nos gustaría ver a Ramsés. Mi abuelo ha dicho que sigue aquí.
—Por supuesto que sigue aquí —dijo el hombre asintiendo. Abrió las manos con
las palmas hacia arriba y miró al cielo—. Adónde va a ir si no.
Los condujo hasta una cuadra en la parte trasera de la casa. Había excrementos de
oveja en el camino. A los lados, más trastos viejos. Ruedas de bicicleta y un motor
fueraborda.
Grego quedó momentáneamente cegado cuando pasó de la claridad del exterior a
la penumbra de la cuadra. Dentro hacía aún más calor. Olía a paja y madera vieja.
Partículas de polvo bailaban en el haz de luz que entraba por un ventanuco cubierto
de telarañas. Colgado junto a la puerta había un botiquín. Algo se movió al fondo del
corral.
—Tienes visita —dijo el hombre.
Diana avanzó sin miedo.
—¿Ramsés?
Unas pezuñas rascaron el suelo de tierra. Ella se acuclilló y sacó una de las
zanahorias del bolsillo.
—¿No tienes hambre?
—Ese siempre está hambriento —apuntó el hombre—. Se te comería la ropa si lo
dejaras.

www.lectulandia.com - Página 141


Una masa renqueante y peluda emergió de la oscuridad avanzando hacia la
zanahoria. Un macho cabrío, tan viejo y gordo que las patas apenas alcanzaban a
sostenerlo. El pelo negro se le enroscaba en sucios tirabuzones, tan largos que
arrastraban por el suelo. Tenía la barba canosa.
Después de que la hubiera olfateado, unos dientes amarillos cortaron un trozo de
zanahoria. Las mandíbulas comenzaron a moverse a derecha e izquierda. Pequeñas
jorobas le deformaban la espalda, todo un rosario de quistes y tumores.
A un lado de la cabeza, el macho cabrío poseía un tercer ojo. Este miraba
fijamente a Grego mientras masticaba. Permaneció clavado en él.
Diana observaba su reacción. A Grego se le atragantó la respiración y retrocedió
un paso. Algo se le había helado en el pecho. El hombre echó la cabeza atrás y soltó
una carcajada.
—Siempre igual.
El ojo estaba fijo. No parpadeaba. Parecía independiente de los demás, que no se
apartaban de la zanahoria.
El hombre juró que nunca se cerraba. Ramsés dormía con él abierto. Y aun así, a
pesar de los muchos años del animal, no había perdido su brillo. Estaba convencido
de que el ojo era útil, de que se hallaba unido al cerebro a través de su propio nervio.
Contó que cuando Ramsés nació y la voz de su peculiaridad corrió por el pueblo,
los vecinos se presentaron en la casa portando cuchillos y aperos de labranza,
dispuestos a acabar con él y reducir sus restos a cenizas en el fuego purificador. Al
hombre no le quedó más remedio que disuadirlos por la fuerza. Durante tres días y
tres noches hizo guardia ante la cuadra con una escopeta.
Diana sacó la otra zanahoria y se la ofreció al macho cabrío.
—Vamos, acércate —pidió a Grego—. No tengas miedo.
Él obedeció asqueado, poco deseoso de arrimarse a semejante ser. Ramsés reculó,
pero enseguida volvió por más alimento.
—Mis hermanos y yo veníamos a verlo cuando éramos niños. Le traíamos
regalos. Decíamos que daba buena suerte —explicó Diana mientras acariciaba el
grueso pelamen del animal.
Detrás de ellos, con el haz de luz del ventanuco cortándolo en diagonal, el
hombre asentía en silencio. Recordaba aquella época pasada, más próspera y feliz.

Los dos hermanos se reunieron en el bar de la urbanización. Grego llegó en primer


lugar. Había pasado por casa después del trabajo para cambiarse de ropa. Llevaba una
camisa planchada y tejanos nuevos. Escogió una mesa al fondo del local. Apuró una
copa de un par de tragos y pidió otra para la espera.
Héctor se le unió poco después.
Empezaron hablando de temas menores. En la refinería una grúa había chocado
contra un haz elevado de tuberías; era el acontecimiento del día. Grego posaba su

www.lectulandia.com - Página 142


copa en la mesa y la levantaba; trazaba cercos de humedad.
—¿Y bien? —preguntó el hermano mayor al cabo de un rato—. ¿Quieres decirme
algo?
Grego asintió. Carraspeó.
El primo de su jefe era dueño de un almacén de vinos, explicó. Actuaba de
intermediario entre bodegas y restaurantes. El negocio marchaba bien. Contaba con
una cartera de clientes fijos. La semana anterior su mujer había recibido una oferta de
trabajo que no podía rechazar pero que los obligaba a trasladarse al extranjero. Iban a
vender el almacén.
Grego ya había visitado el lugar. No se encontraba lejos de allí; en dirección a la
ciudad. Tenía buen aspecto. Le habían mostrado los libros de cuentas. Los clientes
eran solventes.
Héctor escuchaba sin hacer comentarios.
El precio de venta era elevado. Pero, en opinión de Grego, justo dadas las
circunstancias. También había acudido al banco, explicó. Solo le concederían el
crédito necesario si alguien lo avalaba.
El dinero que le quedaba de la venta del negocio de Pattaya no era suficiente,
añadió. Había gastado una parte considerable en los arreglos de la casa. Por otro lado,
disponía de cierta experiencia como comerciante de licores. Podía hacerse cargo del
almacén. Estaba seguro. Al cien por cien.
—¿A cuánto asciende el aval?
Grego se lo dijo. La cantidad quedó flotando en el aire.
El hermano mayor guardó silencio. Se recostó en la silla. Llevaba la corbata
aflojada y tenía los ojos cansados.
Emitió un largo:
—Bueno.
Y añadió:
—Quiero ver esos libros de cuentas antes de hacer nada.

Diana reaccionó primero con sorpresa y después con alegría moderada.


—¿De veras es lo que quieres?
Él asintió.
—Mi propio negocio.
En la parte trasera del Land Rover había cajas de vino. Desde ese momento y
durante unos pocos meses las habría de continuo.
Por su parte, Sara acogió la noticia con escepticismo, aunque se abstuvo de
efectuar comentarios. Héctor repetía que su hermano sabía lo que tenía entre manos.
Grego abandonó el trabajo en la refinería. Compró varios trajes. Tenía buen gusto
para los zapatos.
Procedió a visitar a todos los clientes y proveedores del almacén a fin de

www.lectulandia.com - Página 143


presentarse. Su desenvoltura logró disimular el conocimiento vacilante que tenía del
negocio. Les regaló botellas de vino francés y californiano, brillantes como si
hubieran sido barnizadas, arropadas entre paja, en elegantes cajas de tres unidades.
Los pedidos previos al cambio de manos del negocio fueron ejecutados
puntualmente.
El almacén contaba con dos empleados: un administrativo y un chico para los
repartos. Conservó a ambos. El primero llevaba dos décadas en el negocio y puso a
Grego al tanto de cuanto necesitaba saber.
A partir de las cinco, el almacén quedaba sumido en silencio. A Grego le gustaba
permanecer allí más allá de la hora de cierre. Revisaba las facturas y los cobros
pendientes. Paseaba entre las filas de cajas.
Héctor saboreaba un sorbo de vino. Acababan de descorchar la botella.
—Exquisito.
Se pasó la punta de la lengua por los labios.
—¿Es realmente bueno? —preguntó—. Reconozco que no tengo sensibilidad
para el vino.
—Lo es —dijo Grego con tono experto. Sostenía la botella como quien sostendría
a un recién nacido.
El despacho de Grego estaba preparado para recibir clientes. Los sillones eran de
piel, había expositores con botellas escogidas. Un sacacorchos de plata sobre la mesa.
Héctor miraba a su alrededor. Sus palabras producían un tenue eco.
Una mañana, cuando el hermano mayor llegó a la refinería y cruzó la zona
ajardinada frente a las oficinas vio que alguien volvía a conducir la segadora. Un
chico de espalda encorvada y mirada ausente. No preguntó su nombre.

—¿Por qué no tenemos un perro? —quiso saber Beatriz.


—¿Por qué no sales a jugar? —respondió su madre.
A través de la ventana se veían unos cuantos niños correteando al otro lado de la
calle. Sus gritos alcanzaban notas dolorosas.
—Ve con ellos.
Beatriz se dejó caer, enfurruñada, en un sofá.
—¿No?
La niña meneó la cabeza.
—Papá siempre dice que tendremos uno. Me está engañando.
Sara tomó asiento junto a ella. Le cepilló el pelo con los dedos. Brillaba. Era
largo.
—¿Has hablado con él?
—¿Para qué? Me dirá lo mismo.
—Quieres un perro —dijo Sara.
Habló para sí, como si pasara a limpio la idea. Algo definitivo.

www.lectulandia.com - Página 144


—Lo cuidaría. No tendríais que preocuparos por nada. Por nada —repitió.
Sara acercó la nariz a la cabeza de su hija e inhaló profundamente.
—En este vecindario ya hay suficientes perros. Demasiados, en realidad. ¿Lo
sabes?
—Sí.
Un sí vacilante.
—Bien.
Fueron a una tienda de animales. Escogieron un hámster. Si Beatriz daba pruebas
de ser capaz de hacerse cargo de él volverían por un perro. Ella lo aceptó tan solo
como una solución temporal. El roedor era de color negro. Cuando se ovillaba para
dormir, cosa que hacía durante la mayor parte del tiempo, era difícil distinguir qué
extremo del cuerpo era cada cual.
Absorbería la atención de Beatriz menos que un perro.
Le compraron una jaula esférica, del tamaño de una pelota pequeña. Dentro de
ella, el hámster podía desplazarse por la casa. Producía un sonido como de ronroneo
sobre el parqué. Beatriz le puso el nombre de Chewie. Le reponía el agua y el pienso
y se quedaba sentada junto a él, decepcionada porque no hubiera que hacer nada más.

El precio de los regalos que Grego hacía a Diana aumentó. Ella insistía en que no
eran necesarios y él en que, simplemente, le gustaba hacerlo. Ropa. Zapatos. Salían a
cenar varias noches por semana.
No le había contado nada aún.
Quería disfrutar del momento por el que estaba pasando. Solo se trataba de un
aplazamiento. Se decía a sí mismo que lo haría.
Ella dormía con los labios entreabiertos. Se pintaba las uñas de los pies. Paseaba
descalza por la casa. Decía que le gustaría acostarse todas las noches sobre sábanas
limpias.
Cuando iba por la calle, Grego se fijaba en las parejas con las que se cruzaba.
Trataba de percibir puntos en común entre sus miembros. A simple vista. Una actitud
semejante. Niveles compatibles de atractivo.
En un par de ocasiones, Diana le preguntó dónde estaban las llaves del refugio.
—¿Para qué las necesitas?
Los latidos, acelerados de repente.
—Es donde están las herramientas, ¿no?
Ella estaba haciendo alguna pequeña reparación, colgando un cuadro. Necesitaba
un destornillador, un martillo. Podía encargarse, no hacía falta que él se moviera.
Grego insistía en ir a buscarlos en persona. Poco después volvía del lugar donde
realmente estaban guardadas las herramientas. Ella no parecía sospechar. Le daba las
gracias y regresaba a lo que estuviera haciendo.

www.lectulandia.com - Página 145


Un domingo, su hermano, Sara y Beatriz fueron a comer a su casa. La niña se
empeñó en llevar al hámster. Hacía frío, otoño bien avanzado. El roedor correteaba
por las habitaciones dentro de su jaula. Se metía debajo de los sillones y salía
arrastrando bolas de polvo.
Grego y Diana planeaban ir a esquiar en el mes de diciembre. Ella estaba
ilusionada y un poco nerviosa; nunca había ido a la nieve.
La chica se movía por la casa con desenvoltura de propietaria. Si se percataba de
que todos —por diferentes motivos— la escrutaban cuando aumentaba la potencia de
la calefacción o llevaba el postre a la mesa no lo dejaba traslucir.
Sentados a la mesa, sentían la jaula de Chewie golpeando contra sus pies.
—Beatriz, ¿por qué no te lo llevas fuera? —propuso Sara.
En cuanto la niña lo depositó en el camino de acceso a la casa, la nariz del roedor
pareció enloquecer. Olfateaba en todas las direcciones. Chewie se alzaba sobre las
patas traseras. Quería abarcar cuanto lo rodeaba. Hacía rodar la jaula unos metros.
Olfateaba un poco. La hacía rodar en la dirección opuesta. No resultaba sencillo. El
camino era irregular. Se golpeaba contra las piedras y quedaba atrapado en los
baches.
La niña nunca lo había visto comportarse de ese modo y se propuso ayudarlo.
Detuvo la jaula en mitad de una carrera pisándola con la punta del pie. Desacopló
las dos mitades que la formaban. Como si se tratara de un huevo que acabara de
eclosionar, el hámster salió de su interior.
Al principio permaneció inmóvil. Continuó olfateando a su alrededor, como si
decidiera hacia dónde dar el primer paso.
Luego salió corriendo a sorprendente velocidad. Antes de que Beatriz pudiera
detenerlo, se zambulló en unas matas de hierba alta. Algunos tallos oscilaron y
desapareció.
Lo buscaron hasta que se hizo de noche. La hierba estaba húmeda. Quedaron
empapados hasta las rodillas. Pisaban con cuidado para no aplastar al roedor.
—No es posible.
Grego se rascaba la cabeza. Habían salido corriendo en cuanto oyeron los gritos
de la niña. El animal no podía haber ido muy lejos.
—Increíble.
Estaba molesto. Le dolía el disgusto de su sobrina. Que hubiera ocurrido en su
casa.
Era como si se hubiese esfumado. Como si se hubiese escondido bajo tierra.
—Podría haber ocurrido en cualquier otro sitio —dijo Héctor contemplando la
tupida vegetación.
Beatriz permanecía junto a la puerta con un plato repleto del pienso favorito del
hámster.
En el camino de regreso Héctor le dijo que su mascota sería ahora más feliz, en el
campo, con los suyos.

www.lectulandia.com - Página 146


—¿Más feliz que conmigo?
—Ya sabes lo que quiero decir, cariño.
Ella guardó silencio un instante.
—¿Ahora podré tener un perro?
Cuando llegaron a casa estaba llorando, acurrucada en un rincón del asiento
trasero. Su madre tuvo que alzar la voz para que saliera del coche.
En las últimas semanas la pareja había estado considerando la posibilidad de tener
un segundo hijo.
A la mañana siguiente, Héctor debía dirigir un simulacro de incendio. Habría
medios de comunicación presentes, escrutando con lupa cuanto sucediera.
Sara asistiría una operación de bypass de aorta.

Para ir a esquiar Grego alquiló un vehículo más apropiado. A su Land Rover se le


colaba el frío por cada junta. Escogió un todoterreno. Diana estaba inquieta, sería la
primera vez que se montara en unos esquís. Él la tranquilizó asegurándole que le
enseñaría los fundamentos básicos; aunque en realidad no había practicado el esquí
más que en un par de ocasiones, años atrás, cuando estaba en la universidad.
Fue a buscarla a la salida del trabajo. Mientras esperaba, varias personas se
detuvieron a saludarlo y echar un vistazo al vehículo. Diana se acercó tirando de una
pequeña maleta. Él contempló su contoneo. El frío le había encendido los colores.
La nieve hizo su aparición media hora después. Primero, retazos en las cunetas;
luego, una extensión interminable y siempre en pendiente. Diana iba absorta en la
contemplación del paisaje, sobre el que ya empezaba a caer la noche. Una suave
música manaba de la radio. El todoterreno olía a nuevo. Pasaron ante cocheras de
quitanieves junto a las que aguardaban pilas de sacos de sal ordenadas en pulcras
hileras.
Llegaron al hotel de la estación de esquí a la hora de la cena. El recepcionista los
informó de que el estado de las pistas era inmejorable. Fijada a un panel de corcho se
encontraba una copia del parte meteorológico para el día siguiente: era favorable.
El comedor tenía una chimenea circular en el centro y un tupido árbol de Navidad
en un rincón. Los rostros de los comensales hacían gala de una fatiga satisfecha
después de haber pasado la jornada en las pistas. En las paredes colgaban antiguas
fotografías del lugar: esquiadores abrigados con gruesas prendas de lana, sosteniendo
esquís de madera.
Poco después tomaban una copa en el salón, apoltronados en unos sillones
gastados pero todavía confortables. Había varios grupos de hombres en la barra;
dirigían miradas disimuladas a Diana. Ella calentaba una copa de coñac entre las
manos, no parecía darse cuenta de lo que ocurría. Grego le acariciaba la rodilla
mientras conversaban. Se sentía hondamente satisfecho. Más de lo que se había
sentido durante la mayor parte de los momentos vividos en Asia, más de lo que se

www.lectulandia.com - Página 147


había sentido cuando inauguró el negocio de Pattaya y, por supuesto, más de lo que se
había sentido en los últimos años, desde su obligado regreso. Se volvió hacia los
hombres de la barra. Ellos apartaron la mirada.
Era capaz de todo.

Después de desayunar fueron a alquilar los equipos. Para la hora de la comida, Diana
ya podía sostenerse tímidamente sobre los esquís y recorrer unos metros por la pista
de principiantes. Cuando se tendieron en la habitación para echar una breve siesta,
Grego empezó a despojarla de la ropa. Ella se resistió.
—Me duelen las piernas —se quejó.
Pero él no se dio por vencido tan fácilmente.
—Déjame a mí.
Por las noches no bajaban las persianas. El paisaje se volvía de color azul. Podía
verse a una distancia asombrosa.
Al tercer y último día de su estancia, Diana poseía la habilidad suficiente para que
los dos pudieran descender a la par.
—Voy a descansar un poco. ¿Vienes? —preguntó.
En ese momento apenas había cola en los remontes.
—Enseguida. Voy a bajar una vez más.
Se separaron, Diana hacia el hotel y Grego hacia una pista de mayor dificultad.
Mientras el remonte lo conducía ladera arriba, se ajustó cuidadosamente gafas y
guantes. Fue presa de un escalofrío. La temperatura parecía haber descendido.
Una vez en lo alto lo abrumó lo acusado de la pendiente. En un primer momento
pensó que superaba sus capacidades. Visto desde allí el hotel no era más que un
pequeño rectángulo marrón con puntos multicolores moviéndose en sus
inmediaciones. La carretera se perdía en dirección al valle.
Un grupo de adolescentes provistos de snowboards y ropa fluorescente pasó junto
a él y se lanzó ladera abajo sin vacilar. Un aullido retador, un impulso y allí estaban,
trazando amplias eses, haciéndose cada vez más pequeños.
Decidió seguirlos. Podía hacerlo. Se encomendó a sí mismo.
Ganó velocidad con rapidez. Los primeros giros resultaron un tanto vacilantes. En
uno de ellos trastabilló y se vio a sí mismo cayendo, pero logró conservar el
equilibrio en el último instante.
Fue cobrando seguridad. Los chicos de los snowboards casi habían llegado abajo.
Se olvidó de ellos. Ya no existían. Tampoco el hotel y, por un instante, tampoco
Diana. Apenas era consciente de que en algún lugar había alguien esperándolo.
Estaba concentrado en lo que hacía. Solo lo acompañaba el sonido de los esquís al
rascar la nieve. Sentía el aire frío en la cara, agrietándole los labios. Podía ver las
líneas de flujo doblándose y rodeando su cuerpo para volver a juntarse tras él. Era
como si se colasen por el interior del traje, como si se deslizaran sobre su piel a

www.lectulandia.com - Página 148


fracciones de milímetro de distancia. Piernas y brazos obraban por sí mismos. Él tan
solo debía dejarse disfrutar. Los rastros paralelos que dejaba sobre la manta de nieve
eran la rúbrica perfecta a aquellos días de descanso.
Más tarde reconstruiría innumerables veces el momento. Rememoraría las
sensaciones de los instantes previos para compararlas con las de después, en un
intento por determinar cuándo empezó y cuál fue el desencadenante, si es que lo
hubo. Los miembros flexibles. El roce del traje alquilado en las axilas. El brillo del
sol, más intenso cuando giraba hacia la izquierda, tenue cuando lo hacía a la derecha.
También especularía, hasta provocarse jaquecas, acerca de lo que habría tenido
lugar en caso de que hubiese aceptado la propuesta de Diana de retirarse con ella al
hotel. Acerca de si habría ocurrido lo mismo y a la misma hora.
Las llamadas de alerta llevaban un rato produciéndose cuando por fin se percató
de ellas. Por debajo de él, a una distancia alarmantemente próxima, una esquiadora
gritaba y agitaba los bastones para llamar su atención. En el suelo, a su lado, había un
hombre incapaz de levantarse. Se esforzaba por volver a situarse sobre sus esquís. Lo
vio intentarlo una vez y desplomarse.
Avanzaba directo hacia ellos.
Su último pensamiento antes de reaccionar fue que se parecían a Diana y a él, la
misma complexión, idéntica preocupación uno por el otro.
Trazó un giro más brusco de lo que era capaz de hacer controlando la situación y
salió lanzado hacia un lado de la pista, todavía sobre los esquís. El extremo de la
última ese trazada se prolongó más de lo debido. Iba directo hacia las cintas que
demarcaban el costado de la pista. Trató de frenar. Juntó los extremos delanteros de
los esquís. Pero lo hizo demasiado rápido. Se cruzaron uno sobre el otro y Grego se
desplomó hacia delante.
Tragó nieve. Las gafas se le clavaron en el caballete de la nariz. No sintió cuándo
se le soltó uno de los esquís. Abrió los brazos para frenarse.
Era consciente de que había personas viéndolo morder el suelo. Cabezas giradas
hacia él.
Cuando por fin se detuvo le zumbaban los oídos. Estaba tendido de bruces y tenía
nieve en la nariz y la boca.
Empezó por mover los miembros, despacio, uno a uno. Estaban doloridos pero en
buen estado. Hasta que llegó a la pierna izquierda. Cuando trató de moverla, un dolor
lacerante ascendió desde el tobillo. Se giró lo justo para mirárselo. Era el pie del que
no se había soltado el esquí.
Oyó una voz, la de la chica que lo había alertado, preguntándole si se encontraba
bien. Sonaba lejana. Le pedía que se mantuviera inmóvil.
No debía moverse. Pronto irían a buscarlo y se ocuparían de él, estaría en buenas
manos. Pero era difícil permanecer quieto. La respiración se le agitó en cuanto se dio
cuenta de lo que sucedía. La parte de su frente que no estaba en contacto con la nieve
quiso velarse de sudor.

www.lectulandia.com - Página 149


En un principio pensó que el traje se le había rasgado durante la caída y la nieve
había entrado en contacto con su piel. Que tal era el motivo de la quemazón. Pero
había experimentado lo mismo el número de veces suficiente como para reconocerlo
sin espacio a dudas. El picor pronto se extendió por todo el cuerpo. Tan intenso que
anestesió el dolor del tobillo torcido.
Era siete de diciembre. Faltaban tres días para que se cumplieran seis meses desde
la última transformación.

—¿Tanto te duele? Podemos pedir un analgésico —propuso Diana.


El tobillo había sido vendado, pero no era eso lo que preocupaba a Grego. Insistía
en volver a casa de inmediato. Se comportaba como el niño que después de herirse lo
único que desea es alejarse del lugar del accidente.
Faltaba poco para que anocheciera. Las pistas estaban desiertas. Los enfermeros
que lo atendieron habían dictaminado que solo sufría un esguince.
—Podría haber sido mucho peor —añadió uno de ellos.
Aun así la lesión lo incapacitaba para conducir. Finalmente, Diana cedió a su
insistencia y bajó a recepción para averiguar si alguien podía llevarlos a casa. Una
vez solo, Grego cojeó hasta el cuarto de baño y se contempló en el espejo. Estaba
pálido y sudoroso. Todavía no sentía rastro de cefalea, pero el picor le recorría todo el
cuerpo en oleadas, con una intensidad como hacía años que no sentía. Rascarse no
serviría de nada; el padecimiento procedía de un lugar más profundo. Empapó una
toalla en agua fría y se envolvió el torso desnudo con ella.
Cuando regresó Diana, lo encontró sentado en el borde de la bañera, ataviado de
esa guisa, con el tobillo herido apoyado en el inodoro, el rostro hundido entre las
manos y farfullando algo ininteligible. Alarmada, le preguntó qué era lo que le
ocurría. Quiso llamar a un médico.
—¿Nos vamos? —le cortó él.
A esas horas no había transporte publico. Sin embargo un camarero acababa de
terminar un turno de varios días y regresaba a la ciudad. Tenía una furgoneta y estaba
dispuesto a llevarlos. Pero no pensaba partir hasta la mañana siguiente.
Grego vomitó una maldición que tomó a Diana por sorpresa.
—Llámalo —ordenó—. Dile que le pagaremos.
Obedeció, pero no logró hacer cambiar de idea al camarero, quien declaró estar
demasiado cansado para ponerse al volante. Añadió que el parte meteorológico no era
favorable; se esperaba ventisca por la noche.
Tampoco sirvió de nada que Grego tomara el teléfono y lo informara en persona
de su pretensión. La voz del camarero se endureció para negarse por última vez.
Finalmente, Grego colgó. Diana lo miraba con el ceño fruncido.
—Pasaremos aquí la noche —dijo—. Descansaremos. Verás cómo mañana te
encuentras mejor.

www.lectulandia.com - Página 150


Y tras una pausa añadió:
—Todos estaremos más calmados entonces.
Luego, mientras Grego se tendía en la cama y se sumía en un silencio
ensimismado, ella empezó a devolver a las maletas el contenido del armario.

Fue una noche larga, en la que Grego no concilió el sueño en ningún momento. Si
todo seguía su curso habitual todavía disponía de dos días para llegar al refugio, lo
que en circunstancias normales sería tiempo más que suficiente. Pero si en efecto
aquellos eran los preliminares de una nueva transformación, estaban teniendo lugar
muy alejados de las fechas habituales, por lo que podía suceder cualquier cosa.
Diana permanecía acostada a su lado, hecha un ovillo. Cada vez que Grego se
movía ella se despertaba y preguntaba con un hilo de voz si se encontraba bien. Él
permanecía alerta. En caso de percibir algo anómalo —un empeoramiento repentino,
la vaga sensación de que el aire comenzaba a espesarse— se encerraría en el cuarto
de baño, decidió. Lo primordial era protegerla a ella. Lo que ocurriese después no
estaría en su mano.
También existía otra opción.
Despertar a Diana. Encender la luz para mirarla a la cara. Y contárselo todo.
No eran esos el decorado y la situación que había imaginado para hacerlo. En
plena montaña, rodeados de nieve y después de que ella lo hubiera visto comportarse
casi como un perturbado.
En la escena que había previsto, él le exponía la situación de forma serena, como
quien habla de un error cometido en la juventud, solventado hace largo tiempo y del
que se ha destilado una enseñanza práctica. Ella creería que se estaba burlando, y él,
sonriente, sin mostrarse ofendido por su incredulidad, dejaría así las cosas. Las
dejaría reposar. No insistiría.
Unos días después volvería a abordar el tema, en esta ocasión arropado por su
familia, en presencia de Héctor y Sara, quienes corroborarían su historia. En tal
punto, Diana comenzaría a preocuparse de veras. La sospecha de que, en este caso los
tres, continuaban burlándose de ella se aplacaría en cuanto le mostrasen el refugio,
los trajes de apicultor, los alimentadores, el cuaderno con las anotaciones de Sara…
Entonces sería cuando —sin duda, de manera inevitable— se planteara la locura no
solo de Grego, sino también de su familia. De todos ellos.
Sería ese el momento en que a él le tocaría convencerla de que todo lo demás
también era igualmente cierto, de que la quería y estaba dispuesto a cuidar de ella, de
que haría cualquier cosa que le pidiera, de que salvo diez días al año era un hombre
normal.
Una luz grisácea anunció la llegada del amanecer. Grego la vio insinuarse, y
luego entrar en la habitación y dibujar cada vez con mayor detalle los objetos que la
llenaban.

www.lectulandia.com - Página 151


Diana gimió y se desperezó.
—¿Qué tal estás? —preguntó.
—Bien.
—Tienes mejor aspecto.
Él le acarició el pelo y pidió disculpas por su comportamiento de la noche
anterior. Ella le restó importancia. Tenía la cara estragada por el sueño. Dejó caer los
pies al suelo y fue arrastrándolos al cuarto de baño. Grego la oyó usar el inodoro y
abrir el grifo de la ducha.
Media hora más tarde, después de un desayuno que Grego se forzó a tragar, se
encontraban en marcha. El todoterreno alquilado se quedó en el aparcamiento del
hotel.
Avanzaban despacio. Había nevado copiosamente durante la noche y en un par de
ocasiones hubieron de detenerse a la espera de que los quitanieves despejaran la
carretera. Diana iba en el asiento delantero y conversaba con el camarero. Servía café
de un termo. Grego había tomado acomodo en la parte trasera, donde podía mantener
estirada la pierna. Se limitaba a contemplar el paisaje nevado. Cada poco Diana se
volvía y le dedicaba una sonrisa que él le devolvía sin comentarios. Había empezado
a dolerle la cabeza.
El cielo también era blanco. Pasaron ante casas engalanadas con iluminación
navideña. Figuras abrigadas abrían caminos de acceso con palas. Los perros
brincaban y se revolcaban en la nieve, felices, dándole mordiscos como a un maná
concedido por su dios canino.
Grego pensó en la nieve. Le maravillaba que un fenómeno de tales proporciones,
capaz de transformar el paisaje hasta más allá de donde alcanza la vista, fuera
totalmente silencioso; de que los hombres, cobijados en sus casas, pudieran dormir
ajenos a su caída.
En la ciudad se despidieron del camarero y tomaron un taxi. Grego aseguró no
necesitar ayuda, podía arreglárselas solo, no hacía falta que ella lo acompañara a casa
ni se quedara con él. Se detuvieron frente al edificio de Diana. Grego la abrazó y le
dio las gracias por todo. Ella sonrió confundida.
—Hablamos pronto.
—Claro —dijo ella.
Grego dio su dirección al conductor mientras Diana se quedaba en la acera, junto
a su maleta.

El hermano mayor acudió inmediatamente a la llamada. Se apresuró a disponer todo


lo necesario. Grego se había acostado en el catre del refugio, de donde se negaba a
salir. Telefoneó al almacén de vinos para informar de que se ausentaría durante unos
días. El administrativo continuaría haciéndose cargo del negocio mientras tanto.
Los síntomas proseguían su curso, ni más deprisa ni más despacio que en otras

www.lectulandia.com - Página 152


ocasiones. Lo único que había cambiado era la fecha. La tarde del tercer día desde su
inicio, cuando todavía quedaba luz, Grego pidió a su hermano que lo dejara solo.
Antes de irse, Héctor le preguntó por última vez cómo se encontraba.
—Bien. Estoy bien. No estoy cansado.
Meneaba la cabeza, incrédulo.

Al día siguiente, cuando Héctor visitó el refugio, las moscas cubrían las paredes. Las
contempló con desagrado, no había esperado volver a verlas tan pronto. Era diez de
diciembre. Se cumplían seis meses desde la anterior transformación.
Caía una lluvia helada. Las nubes se apoyaban en las copas de los árboles. Había
sido necesario encender la calefacción del refugio.
A través de la mirilla, distinguió algo en el suelo, junto al catre. Se enfundó un
traje de apicultor y entró. Era una hoja de papel, escrita con la desordenada caligrafía
de Grego.
Su hermano le había dejado instrucciones. Las moscas se paseaban a sus anchas
sobre ellas.

***

Escogió una hora del final de la tarde, cuando quedaba poca gente en las oficinas y
Diana se encontraba próxima a concluir su turno.
Ella se envaró en cuanto lo vio acercarse. Hacía tres días que no lograba hablar
con Grego, no respondía a sus llamadas. Había ido al almacén, donde los empleados
la habían informado de que se hallaba ausente, y luego a su casa. Había llamado a la
puerta y gritado su nombre. Nadie le respondió.
Héctor tenía la boca seca, apenas le salían las palabras. Pasaron a una pequeña
habitación que albergaba una fotocopiadora.
Incapaz de mirarla a los ojos, Héctor le dijo que su hermano se había ido. No
sabía a dónde.
Hizo una pausa.
Ni tampoco cuándo volvería.
Diana aguardaba. Tenía los labios fruncidos. Estaba haciendo un visible esfuerzo
por mantenerse firme.
—Solo me ha dicho —prosiguió Héctor— que de este modo será mejor para los
dos. Y que tú no tienes la culpa de nada.
A ella le temblaba la barbilla.
—Diana… Si te sirve de consuelo —meneó la cabeza, consciente de lo absurdo
de sus palabras—, creo que es totalmente cierto. No ha sido culpa tuya. Estoy seguro.
—Y te envía a ti a decírmelo.

www.lectulandia.com - Página 153


Él no respondió.
—Ni siquiera quiere hablar conmigo. Llamarme.
—…
—Dile que si pensó que de esta forma sería mejor se ha equivocado. No es eso lo
que…
La voz se le rompió antes de que pudiera terminar la frase. Se volvió para que no
la viera llorar.
Héctor dio un paso, dispuesto a apoyar las manos en sus hombros y quizás a
abrazarla. Pero ella se zafó. Salió corriendo de la habitación, dejándolo plantado con
las manos suspendidas en el aire.
El vestíbulo del edificio estaba desierto. No había nadie en el mostrador de
recepción y varias luces parpadeaban en la centralita. Héctor dudó entre regresar a su
despacho y dar el día por concluido.
Se encaminó a las puertas, que se abrieron con un zumbido. Llovía. No había
cogido su abrigo. Las luces de posición de la chimenea y las torres de destilación
flotaban entre las nubes. Fue al encuentro de la parte de su familia que lo esperaba en
casa.

www.lectulandia.com - Página 154


Parte III
Seis meses

Estaba sentenciado como un perro que persigue automóviles.

JAMES SALTER, Años luz

www.lectulandia.com - Página 155


---
Visión exterior

La parada de autobús estaba frente a una imprenta. El estrépito de las máquinas


crispaba la paciencia de quienes se cobijaban bajo la marquesina transparente. Al otro
lado de la calle se elevaba un edificio en ruinas. Un entramado de vigas y
contrafuertes metálicos contra la fachada garantizaba que se mantuviera en pie. Del
edificio manaba un olor a habitación tapiada y vuelta a abrir después de largo tiempo.
Con la caída de la noche, bandadas de murciélagos salían en tropel por una brecha del
tejado.
Los demás edificios de la calle eran igualmente viejos. Las fachadas estaban
manchadas de hollín y grandes pedazos del enlucido se habían desprendido. Había
bolsas de basura en los portales, papeles revoloteando en mitad de la calle. Eran
pocos los vehículos que pasaban y por las aceras deambulaban esos personajes con
dificultades para caminar y siempre cargados con bolsas, tan habituales en las
estaciones de tren.
Por fin el autobús aparecía, se detenía brevemente y Carol subía a él.
Realizaba un intrincado recorrido por el oeste de la ciudad. Poco a poco, iba
vaciándose de pasajeros. Y luego, como en un epílogo, dejaba atrás los edificios, el
cinturón de fábricas y almacenes, la zona de expansión urbana, y se lanzaba hacia las
áreas despejadas de la periferia. Era la parte del trayecto que más gustaba a Carol.
El autobús no seguía las vías principales. En su lugar tomaba una carretera de
tercer orden que serpenteaba entre áreas arboladas y viejas canteras de mineral de
hierro. De tanto en cuando se detenía frente a un árbol o poste de tendido telefónico
en los que tan solo un discreto cartel indicaba que aquello se trataba en efecto de una
parada establecida. Personas mudas y serias montaban y tomaban asiento con la
espalda recta y la mirada al frente. No se veían casas por los alrededores. Era como si
se hubieran materializado allí mismo, junto a aquel árbol o poste de teléfono.
Carol, sentada en uno de los asientos del fondo del autobús y vestida de negro,
con la melena pelirroja hasta la cintura y la mirada divergente, no se sentía dispareja a
ellos.
En un momento dado, el autobús traspasaba un arco formado por las ramas de los
árboles que crecían a ambos costados de la carretera y una pulcra hilera de casas
hacía aparición. La primera de ellas lucía un brillante y orgulloso número uno en el
buzón de la entrada.
Carol cubría ese trayecto prácticamente a diario.
El autobús se detenía en la plaza de la urbanización, donde ella y otras empleadas

www.lectulandia.com - Página 156


de servicio doméstico se apeaban.
Había árboles engalanados con luces de Navidad. El día era oscuro y húmedo;
una niebla densa, con sabor a salitre, se había aposentado sobre el lugar. La gente
permanecía al cobijo de sus casas.
Carol se ciñó el abrigo y echó a caminar.
Dos años atrás, sus deseos de dedicarse al teatro se habían visto materializados
cuando el dueño de una pequeña sala accedió por fin a representar su tercera obra.
Carol empleó para producirla parte del dinero dejado en herencia por su abuela. La
sala podía acoger a una treintena de espectadores sentados en bancos de madera. Se
encontraba en los bajos de un bar y el acceso a ella se realizaba por una trampilla en
el suelo, al fondo del local, entre los servicios y el almacén. La música y el vocerío de
los clientes quedaban apenas atenuados.
La obra llevaba por título Los herederos de Mr. Mxyzptlk. Contaba con dos actos
y otros tantos personajes: un hombre y una mujer, ambos de edad mediana, ataviados
con sobrios uniformes de ejecutivo, maletín en mano. En el primer acto, primero él y
luego ella, recitaban unos extensos monólogos de cara al público. Lo hacían en
posición inmóvil, firmes en el centro del escenario, carente de adornos y decorado.
Empleaban un idioma inventado por Carol ex profeso para la obra. Le había
costado meses de trabajo construirlo; largas noches en blanco hasta dotarlo de una
aparente morfología y la musicalidad necesaria.
Los monólogos eran recitados en tono de resentimiento contenido.
En el segundo acto los dos actores figuraban al mismo tiempo sobre el escenario.
Esta vez había además, en el centro del mismo, una caja con las dimensiones de una
nevera doméstica, pintada de gris metalizado. El lado que miraba al público había
sido recubierto con piezas extraídas de ordenadores viejos, incluido un teclado.
Disponía de varias filas de luces de colores que se encendían y se apagaban.
Los actores dirigían a la máquina, en el mismo lenguaje inventado y
alternativamente, lo que parecía ser una extensa colección de peticiones y preguntas.
Al final se acercaban ceremoniosamente y tecleaban algo en el panel frontal.
El público lo componían las amistades góticas de Carol y una colección de
jóvenes de mirada aturdida, acompañados de olor a marihuana. Escrutaban la obra sin
perder palabra, atentos a la aparición de significados ocultos en los discursos.
Transcurridas dos semanas desde el estreno, el dueño de la sala anunció que el
número de espectadores no bastaba para mantener la obra. Recurriendo una vez más
al dinero de su abuela, Carol alquiló la sala a fin de poder continuar en cartel. Se
había corrido el rumor de que un conocido crítico teatral asistiría en los próximos
días.
Al cabo de otras dos semanas no le quedó más remedio que desistir. La única
reseña recibida pertenecía a una oscura publicación universitaria, y se limitaba a
apuntar el mérito demostrado por los actores al recitar un texto de semejantes
características.

www.lectulandia.com - Página 157


A pesar de todo Carol logró el reconocimiento necesario para que una pequeña
academia de arte dramático la contratara como profesora. Impartía clases tres noches
a la semana. Los alumnos eran, en su mayoría, personas de edad avanzada, que
durante el día trabajaban como empleados de banca o amas de casa.
El director del centro era un cuarentón que vestía tejanos y camisas con los
faldones por fuera del pantalón, capaz de disertar durante horas sobre teoría e historia
teatral. Desde su divorcio, dormía en el sofá cama que tenía en su oficina. Carol
pasaba algunas noches con él. Cuando salían a cenar cogían dinero de la caja de la
academia. De algún modo, la noticia se había hecho pública, lo que no favoreció las
buenas relaciones de Carol con el resto de profesores.
Desde el final de las representaciones de Los herederos de Mr. Mxyzptlk había
escrito otras dos obras, ambas inteligibles. No se las había mostrado a nadie.
Permanecían ocultas en un cajón de su escritorio, acumulando confianza en sí
mismas.
Para mantenerse debía seguir trabajando en casa de Héctor y Sara. Y daba gracias
por la posibilidad de continuar haciéndolo. Sara le permitía seguir un horario flexible.
Y le pagaba bien por un trabajo que no era duro ni complicado. A Carol le gustaba
pensar que durante aquellos años había logrado demostrarle la confianza que merecía.
Limpiaba, preparaba la comida y esperaba a Beatriz en la parada del autobús
escolar. La mayor parte del tiempo disponía de la casa para ella sola. En los
momentos libres tomaba un té y hojeaba las revistas de Sara, o simplemente
descansaba en el salón escuchando la casi completa ausencia de sonidos del lugar.
Ordenar la casa apenas le requería unos minutos; era como si la familia se moviera
sin llegar a entrar en contacto con sus muebles.
Al resto de empleadas domésticas que se desplazaban en el autobús le gustaba
despotricar e intercambiar información sobre sus empleadores. Carol prefería
mantenerse al margen de tales corrillos. Sara siempre la había tratado con
consideración, más como a una amiga que como a una empleada; y Beatriz era una
niña introvertida que no le acarreaba trabajo. En cuanto a Héctor, las escasas veces
que hablaba con ella siempre hacía gala de una medida educación, un tanto ridícula y
trasnochada a su modo de ver. Sobre él pesaba la responsabilidad de que los
incendios que de tanto en cuando iluminaban el cielo sobre la refinería fueran
aplacados con rapidez y ausencia de daños personales. Comprendía que se tratara de
un hombre de pocas palabras, siempre cansado y sumido en sus pensamientos.
Oyó unos ladridos que salían de la niebla. Unos metros más adelante un joven
jugaba con su perro en una zona de recreo. Lanzaba un hueso de caucho, y cada vez
el animal lo atrapaba en el aire sin esfuerzo aparente. El chico parecía agotado,
deseoso de regresar a casa, gruñía con cada nuevo lanzamiento, mientras que el
animal, arrancando con las pezuñas un poderoso olor a hierba y tierra húmeda,
regresaba al trote una y otra vez a depositar el hueso ante su amo, al que una ley no
escrita obligaba a lanzarlo de nuevo.

www.lectulandia.com - Página 158


Un poco más allá un velero a escala trazaba ochos en una piscina de aguas
verdosas. El ronroneo de la hélice llegó hasta Carol. Cada vez que la nave se
encontraba a punto de estrellarse contra el borde de la piscina, un golpe de timón la
apartaba del peligro. Cápsulas de luz química a proa y popa y en el extremo del
mástil principal actuaban como indicadores de posición. En la casa próxima, en una
ventana del segundo piso, una silueta manejaba un telemando.
Los gorriones posados en un comedero para pájaros alzaron la cabeza para ver
pasar a Carol.
La urbanización había crecido mucho desde que Héctor y Sara se instalaron en
ella. No quedaban parcelas vacías y las primeras calles habitadas comenzaban a
mostrar un gradual declive; farolas desconchadas y buzones en los que había hecho
aparición el óxido.
Carol llegó a la casa. El césped estaba cuidado. La bicicleta de Beatriz descansaba
en el camino de acceso. Una corona de falso acebo colgaba de la puerta enmarcando
el ojo de la mirilla. Era la mañana del veinte de diciembre. Carol abrió con su propia
llave.
—Esfuérzate en hacer memoria —decía Sara en el salón.
La voz de Grego contestó:
—Todo ha sido como siempre.
Era como si escupiera las palabras.
Sara empezó a preguntar algo más pero se interrumpió cuando vio a Carol en la
puerta.
—Buenos días —saludó la chica—. Voy a preparar la comida. ¿Hace falta algo
del supermercado?
—No… Creo que no.
Sara estaba recostada contra la pared, con los brazos cruzados. Hundido en un
sillón se encontraba Grego. Parecía recién levantado de la cama, estaba pálido y
llevaba el pelo revuelto. Echó un vistazo a Carol y apartó la mirada. Tenía la cara
blanda.
—¿Podrías prepararnos algo para comer ahora? —preguntó Sara.
—Claro.
Sara se dirigió a Grego.
—¿Qué te apetece?
Él se encogió de hombros.
—Cualquier cosa —dijo Sara hablando de nuevo a Carol—. Nada complicado. Y
un poco de café, por favor.
—Enseguida.
Se retiró a la cocina. Mantuvo el oído atento, pero no alcanzó a oír nada más.
Poco después Héctor llamó desde la refinería. Sara tomó el teléfono del pasillo.
—Parece que bien… De veras… Bastante nervioso…
Una pausa.

www.lectulandia.com - Página 159


—No hace falta que vengas… Quizá luego, cuando esté más calmado… Sí, claro.
Por supuesto que ha preguntado. Varias veces.
Otra pausa. Cuando Sara volvió a hablar lo hizo en un volumen menor, casi
susurrando.
—Aún no hemos hablado de eso… No le digas nada a ella. Ya decidiremos qué
hacer… Lo decidirá él.
Colgó en el momento en que Carol salía de la cocina llevando una bandeja de
sándwiches.
—¿Querías algo?
Miró la bandeja.
—Ah… Bien. Eso está bien.
—Ahora os llevo el café.
Por supuesto, Carol estaba al corriente de la ruptura de Grego y Diana. Todo el
mundo lo estaba. La noticia había saltado ágilmente de la refinería a la urbanización.
Los vecinos estaban ansiosos por hacerse con los detalles, y en ausencia de ellos se
entregaban a la especulación. De idéntico modo se preguntaban sobre la desaparición
de Grego tras lo sucedido.
La interpretación más extendida apuntaba a que, ahora que comenzaba a
prosperar, Grego había abandonado a Diana a cambio de alguien más acorde con su
nueva posición.
Depositó la bandeja en la mesa del salón. Grego se paseaba arriba y abajo.
—Gracias.
Carol se frotó las manos contra los costados de los pantalones.
—¿Qué tal estás?
La pregunta no parecía albergar ironía.
—Carol —intervino Sara—, he recordado que necesitamos algunas cosas del
supermercado. ¿Podrías ir ahora?
—¿Y la comida?
—Yo me encargo.

Sara le dejó las llaves de su coche. Fue a un centro comercial. Miró escaparates
durante un rato e hizo la compra. A pesar de la hora temprana el lugar estaba
atestado. Villancicos por el sistema de megafonía.
Cuando volvió a casa Héctor se encontraba allí, lo que era algo excepcional;
habitualmente comía en el trabajo.
Sara había compuesto una comida a base de sobras rescatadas de la nevera. La
mesa del salón estaba dispuesta.
Por hoy ya está todo —dijo a Carol—. Puedes irte.
Antes de salir comió algo en la cocina e hizo tiempo hojeando el periódico. No
oyó nada de lo que hablaron en el salón.

www.lectulandia.com - Página 160


En el exterior la niebla no se había movido un ápice. Los conos de luz de los
coches la teñían brevemente de amarillo. Aguardó sola en la parada del autobús.
El conductor le guiñó un ojo cuando subió.
—Hola, princesa.
Tomó asiento al fondo.
Una hora después entraba en su apartamento.
La estudiante alemana a la que tenía alquilada media habitación no había fregado
los platos desde hacía días. En mitad del pasillo había una bolsa de deporte
abandonada con toallas sucias y ropa del gimnasio, también de la alemana.
No tenía nada que hacer durante el resto del día. Las clases en la academia se
habían suspendido hasta después de las fiestas. El director le había dejado un mensaje
en el contestador. Estaba pasando los días entre Nochebuena y Nochevieja con su
hijo, por lo que no podían verse, pero se acordaba de ella.
Apartó más ropa sucia de un sillón y tomó asiento con un libro. Leyó sin prestar
atención a las palabras. Volvió un par de veces al comienzo de la misma pagina. Más
tarde podía ir al cine, o llamar a alguien, se dijo. Calculó el dinero que le quedaba
hasta fin de mes. Odiaba la Navidad.

En casa de Héctor, este colocó un teléfono ante su hermano para que llamase al
almacén de vinos.
—Mañana irás a trabajar —dijo tajante.
Grego empezó a decir que no se sentía dispuesto, pero no lo dejó terminar.
—Estás bien. Ni siquiera te duele el tobillo.
El hermano menor giró el pie a derecha e izquierda, como si hasta ese momento
no hubiera prestado atención al detalle.

A la mañana siguiente Carol vio que alguien había dormido en la habitación de


invitados.
—Ha sido Grego —dijo Sara cuando ella le preguntó al respecto—. Puede que se
quede unos días.
Luego añadió:
—Se ha averiado la calefacción de su casa.
—¿Quieres que arregle la habitación?
Después de pensarlo un instante Sara respondió negativamente. Ya se encargaría
el propio Grego.
Más tarde, en el viaje de regreso a la ciudad, alguien tomó asiento a su lado en el
autobús. Una mujer de la urbanización. Había charlado otras veces con ella; su hija
era amiga de Beatriz, iban a jugar al mismo parque. El marido trabajaba en el taller
eléctrico de la refinería.

www.lectulandia.com - Página 161


Se interesó por cómo estaban todos en casa de Héctor y Sara. Había visto el Land
Rover de Grego ante la puerta.
—Hace mucho que no se deja ver.
—Ha estado de viaje.
La mujer la observaba atentamente, pero Carol no añadió más.
—Ya… Pero él está bien, ¿no?
—Claro. Todos están bien.
Durante un rato nadie dijo nada. Carol miraba desfilar el paisaje. Pensaba en lo
que haría por Nochevieja. No le apetecía hacer nada especial, pero tampoco disponía
de ofertas que rechazar.
Entonces la mujer dijo:
—Esas cosas no se hacen. No es correcto.
—¿Disculpe?
—Yo conocía a esa chica, ¿sabes? Fue hace un par de meses. Mi marido se olvidó
en casa las pastillas para la tensión y fui a llevárselas a la refinería. Estuve charlando
con ella. Me cayó bien enseguida. Era una chica encantadora.
—Supongo que lo seguirá siendo.
La mujer la miró como si hubiera hablado más de la cuenta. Luego se retrepó en
el asiento dispuesta a mantener una actitud ofendida durante lo que quedaba del
trayecto.
—Esas cosas no se hacen —repitió.

El administrativo del almacén de vinos puso a Grego al tanto de cómo había ido el
negocio en su ausencia. Los pedidos se habían satisfecho puntualmente. Varios
clientes habían llamado preguntando por él.
Mientras tanto, Grego jugaba con el sacacorchos de plata que tenía en la mesa.
—¿Dijeron qué querían?
—Imagino que algún pedido especial, fuera de catálogo.
—Podrías haberte encargado tú.
El administrativo casi le doblaba la edad. Tenía la piel del cuello apergaminada. A
menudo trataba en persona con los clientes, labor a la que no se oponía. Llevaba una
pajarita malva cuyos extremos se curvaban hacia abajo. Miró a Grego por encima de
las gafas.
En efecto. Podría haberlo hecho. Pero hasta ahora usted siempre ha querido
encargarse de ello. ¿Desea que modifiquemos la forma de actuar?
Grego respondió que no y tomó la lista de clientes a quienes había que devolver la
llamada.
—¿Algo más? ¿No?
Esa tarde se reunió con Diana para entregarle las cosas que ella había dejado en
su casa. Escogió para el encuentro un café concurrido. Tener gente alrededor lo

www.lectulandia.com - Página 162


ayudaría, pensó.
Se limitó a balbucear prácticamente lo mismo que Héctor ya había transmitido a
la chica, además de nuevos tópicos, poco o nada satisfactorios. Diana meneaba la
cabeza. Le preguntó «¿Por qué?» tres veces a lo largo del breve rato que
permanecieron juntos, ignorando en cada caso las respuestas anteriores.
Luego, renunciando a obtener una explicación fidedigna, tomó la bolsa con sus
cosas y se levantó de la mesa mientras Grego le deseaba que encontrara a alguien
mejor.
Volvió al almacén. Permaneció encerrado en su oficina hasta que todos se
hubieron ido. El teléfono sonó varias veces. Contestó a las primeras llamadas.
Clientes a los que despachó con brevedad. Luego optó por ignorarlo. Y finalmente lo
dejó descolgado.
Cogió el sacacorchos de plata y fue al almacén. Abrió una caja dispuesta para ser
enviada a la mañana siguiente. Descorchó la primera botella y tomó asiento en el
suelo.
Horas después se presentaba borracho en casa de su hermano, después de haber
montado el Land Rover sobre la acera y derribado un cartel indicador a dos manzanas
de allí. Héctor, en pijama, salió a recibirlo y lo acompañó al dormitorio de invitados.
Una pareja de vecinos que regresaba del cine pasó en coche frente a la casa y
presenció la escena.
—No debería haber venido —dijo Grego después de desplomarse en la cama.
Tenía dificultades para vocalizar.
—¿Adónde ibas a ir? No habrías llegado a tu casa en este estado.
—Quiero decir al principio. No debería haber venido.
Héctor echó un vistazo al pasillo, por si Beatriz se había levantado alertada por el
ruido.
—Hiciste lo que tenías que hacer.
—Debería haberme quedado donde estaba. Terminarlo donde empezó.
Contempló el pulcro dormitorio, la lámpara de lectura con la pantalla bordada, los
aguafuertes de perros de caza que adornaban las paredes, y se cubrió el rostro con las
manos.

Pasó Año Nuevo y Grego continuaba sin regresar a su casa. Carol no preguntó al
respecto. Se lo encontraba tumbado en el sofá, viendo la televisión, o jugando con
Beatriz después de que la niña le hubiera insistido durante largo rato. No hacía nada
en especial. Fumaba en el jardín. Daba paseos en el Land Rover. Parecía ir a trabajar
solo cuando le apetecía, lo que ocurría en contadas ocasiones y únicamente durante
breve espacio de tiempo. Carol oyó al hermano mayor recriminarlo al respecto.
También pudo atisbar un fragmento de conversación en el que Sara le pedía que
fueran otra vez al médico. Y cómo él se negaba.

www.lectulandia.com - Página 163


La tensión entre los hermanos resultaba palpable a pesar de sus intentos por
disimularla.
Héctor regresaba tarde del trabajo. Casi nunca estaba en casa. Sara y Grego se
reunían en la mesa de la cocina alrededor de una botella de vino y conversaban a
media voz. Cuando Carol entraba, callaban.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
La casa estaba silenciosa. Héctor y Sara se encontraban en el trabajo, Beatriz en
el colegio y no había rastro de Grego por ninguna parte.
Carol recogió los platos y tazas del desayuno y los metió en el lavavajillas.
Limpió la cocina. Esa mañana tocaba colada.
En la habitación de Grego parecía que hubiera estallado una bomba. Había
prendas de ropa arrojadas por el suelo y sobre los muebles, sin distinción entre sucias
y limpias. En la mesilla, dos tazas con cercos de café. Las mantas estaban hechas un
revoltillo a los pies de la cama. Periódicos atrasados. Un discman. CD’s fuera de sus
cajas.
No se alteró ante el panorama, ya estaba habituada. Recogió las prendas que le
parecieron más sucias o arrugadas y las echó a un cesto. Antes de salir, rescató una
botella de vino vacía de debajo del aparador.
Luego fue a la habitación de la niña y por último a la del matrimonio, donde la
cama ya había sido hecha. Cogió las toallas húmedas del cuarto de baño anexo y a
continuación hizo un alto. Había varios frascos nuevos en el tocador de Sara. Se
acomodó en la butaca tapizada que había delante y los abrió y olisqueó uno a uno. A
través del espejo podía ver el ordenado dormitorio a su espalda, la ventana, las ramas
de un árbol. Probó una barra de labios. Cada objeto lo devolvía al lugar exacto de
donde lo había cogido.
El tocador tenía dos cajones. Abrió uno de ellos. Dentro no había más que
álbumes de fotos. No les prestó atención. Había tenido oportunidad de verlos
repetidas veces; ella misma aparecía en muchas de las fotografías. Tanteó el otro
cajón. Estaba cerrado, tal como suponía. Había probado a abrirlo en otras ocasiones y
siempre lo había hallado protegido por llave.
No consideraba que aquellas inspecciones fueran algo malo, sino un derecho del
que gozaba. La primera de ellas, poco después de haber llegado a la casa, tuvo como
disculpa conocer mejor a las personas para las que trabajaba. Luego se transformó en
una costumbre. Nunca se había apropiado de nada; tampoco se lo había planteado.
Estaba al corriente de que Héctor guardaba dinero en efectivo en su mesilla.
Se asomó al pasillo.
—¿Hola? —volvió a preguntar.
Silencio.
No había nada de extraño en un cajón cerrado con llave. Existe alguno en casi
todas las casas, el lugar donde se guardan los documentos de importancia y unas
pocas joyas. Podría haberlo abierto cuando hubiera querido, pero nunca lo había

www.lectulandia.com - Página 164


hecho. Una cosa era echar un vistazo a lo que estaba expuesto, y otra muy diferente
violar lo que alguien había querido mantener alejado de manos extrañas.
Sin embargo, el secretismo que imperaba en la casa había despertado su
curiosidad.
Se dirigió al armario. En el cajón de la ropa interior de Sara, apartó varias prendas
del fondo y extrajo el sobre oculto bajo ellas. Dentro había varias llaves; algunas de
ellas oxidadas, cuya utilidad la propia dueña probablemente ya había olvidado. Tomó
una de latón, todavía brillante.
Encajó sin trabas en la cerradura del cajón.
Dentro había un cuaderno de cubiertas de piel, gastado por los bordes, del que
asomaban numerosos marcadores y bordes de recortes. Y a su lado una pluma
estilográfica.
Un diario personal.
Lo tomó con cuidado. Una banda elástica lo mantenía cerrado e impedía que
escaparan los papeles sueltos que contenía. Cuando lo extrajo del cajón, quedó al
descubierto un sobre grande con el logotipo del hospital donde Sara trabajaba.
Se arrellanó en la butaca. Dejó el diario a un lado para estudiar primero el
contenido del sobre. Se trataba de resultados médicos. Los datos no le dijeron nada,
pero en la primera página figuraban el nombre y los apellidos de Grego. Quizás en el
cuaderno encontrara información que la ayudara a comprender todo aquello.
—¿Qué estás haciendo?
Le dio un vuelco el corazón.
En la puerta, mirándola con gesto de pocos amigos, se encontraba Grego.
—Nada.
Tenía los resultados de los análisis en la mano. El cajón estaba abierto y el
cuaderno aguardaba sobre el tocador, entre los cosméticos.
—Creí que no había nadie.
—Lo imagino.
—He preguntado.
—Estaba fuera, en la parte de atrás. ¿Qué estás haciendo? —repitió.
La chica trató de dibujar una sonrisa.
—Es inútil disimular. Me has cazado.
Él no dijo nada. Llevaba unos tejanos y un jersey viejos, la ropa que empleaba
cuando estaba en casa, y un albornoz encima. Esa mañana no se había afeitado. Tenía
los ojos enrojecidos.
—Estaba curioseando. —Devolvió los documentos al cajón sin meterlos en el
sobre—. A veces me llevo algo. Alguna barra de labios. Solo eso. Sara no se da
cuenta.
Guardó silencio a la espera de alguna reacción.
—Tienes que creerme.
—No sé.

www.lectulandia.com - Página 165


—Nunca me he llevado nada importante.
—¿Qué has visto?
—¿Cómo?
Grego señaló con el mentón. El cuaderno de piel.
—Nada. No he visto nada. Estaba buscando cosméticos, algo que ella ya no use.
Hizo una pausa y añadió:
—Vamos, Grego. Ya me conoces.
Él miró el cesto con ropa sucia abandonado en el suelo.
—Será mejor que sigas con lo que estabas haciendo.
Carol se levantó de la butaca. Tomó el cuaderno con intención de guardarlo
también en el cajón.
—Deja eso. Yo me encargo.
Ella murmuró un: «Como quieras», antes de coger el cesto y salir de la
habitación.
Prosiguió con sus tareas. Sentía a Grego en la casa pero no habló más con él.
Pensó en volver a disculparse. Aunque no lo hizo. Eso sería atribuir más importancia
a lo sucedido.
Los resultados médicos de Grego y aquel diario, que adivinaba repleto de
anotaciones, no se le iban de la cabeza.
Esa noche tuvo clase en la academia. Tan solo asistieron media docena de
alumnos. Al fondo del aula se sentaba una chica con el pelo teñido de azul, verdoso
en las raíces. Era la única de los presentes que había visto Los herederos de Mr.
Mxyzptlk. Se pasaba las clases de brazos cruzados y masticando chicle. Cada poco
interrumpía a Carol para interrogarla acerca de cómo había aplicado a su obra lo que
fuera que estuviera explicando en ese momento. Acompañaba sus preguntas de una
sonrisa socarrona que empezaba a contagiar al resto de alumnos.
Carol la odiaba.
Después de clase fue a cenar con el director a un restaurante chino donde pagaron
a medias. A pesar de las intenciones de él, Carol alegó estar cansada y tras la cena se
separaron.

—Debemos ser más cuidadosos —se quejó Héctor—. Lo extraño es que no haya
ocurrido antes.
—No teníamos motivos para pensar mal de ella —dijo Sara.
—Aun así.
Grego se mantenía al margen. Después de haberles contado lo ocurrido se había
sumido en un silencio pensativo.
—¿La necesitamos de veras? —preguntó Héctor.
Sara se tomó su tiempo para responder.
—Es una ayuda.

www.lectulandia.com - Página 166


Y añadió:
—Con cualquier otra persona nos enfrentaríamos al mismo problema.
Héctor se acariciaba el mentón. Había tenido un día difícil. Esa mañana un
trabajador había sufrido quemaduras en ambas manos mientras efectuaba una
reparación en una subestación eléctrica. Cuando regresó a casa solo deseaba darse
una ducha y quizá tomar un trago. Lo último que había esperado era toparse con
nuevas dificultades.
—Nunca me ha gustado esa chica —declaró.
Luego se volvió hacia Grego.
—Es mejor que vuelvas a tu casa. Aquí llamas demasiado la atención.
Grego asintió y se palmeó las rodillas.
—Está bien. Daremos la impresión de que todo marcha perfectamente. Como
siempre. ¿Verdad, hermano?

—Señorita, ¿está usted segura de que es por aquí?


El taxi cabeceaba con cada nuevo bache. La maleza de los costados del camino
amenazaba con arañar la pintura.
—Sí. Más adelante —contestó Carol.
Pasaron ante un pastizal donde, la tarde anterior, un rayo había caído en el centro
de un rebaño de vacas. La descarga eléctrica se propagó por el suelo en ondas
concéntricas. Los animales que se encontraban de costado respecto a ellas
continuaron en pie, los que estaban de frente se desplomaron. Estos aún permanecían
sobre la hierba, muertos, con las patas rígidas.
—Jesús… —musitó el conductor.
Carol apenas dedicó un vistazo a las vacas. En un bolsillo del abrigo llevaba el
sobre con la compensación entregada por Sara al final de su última jornada de
trabajo. Un fajo de billetes que sentía contra el pecho como algo sucio que se le
hubiera quedado pegado.
—Beatriz ya no requiere tanta atención como antes. Las cosas han cambiado.
Seguro que lo comprendes —había dicho Sara.
Añadió que le escribiría una carta de recomendación.
—Señorita…
Habían llegado a la valla que rodeaba la propiedad. Las puertas se encontraban
abiertas.
—Es por aquí. No se pare, por favor.
En primer lugar había ido al almacén de vinos. Tenía la esperanza de que Grego
intercediera en su favor para que volvieran a contratarla. Apelaría, si era necesario, al
tiempo que habían pasado juntos. Pero el administrativo la informó de que Grego no
había aparecido por allí en todo el día.
Viéndola tan alterada, el hombre la invitó a tomar asiento y le ofreció un vaso de

www.lectulandia.com - Página 167


agua. Estaba tan molesto como confuso. No hacía mucho que había pasado por una
escena similar con Diana.
La casa apareció tras una curva.
—¿Quiere que espere?
Carol no respondió de inmediato. El coche de Sara estaba aparcado junto al Land
Rover de Grego. Maldijo para sí. Era de suponer que a esa hora ella se encontraría en
el hospital.
—Sí, por favor —dijo.
Al menos averiguaría qué hacía ella allí.
La puerta de la casa estaba abierta. Olía a cerrado. No anunció su llegada.
Caminaba con todo el sigilo del que era capaz. Pasó ante la puerta de la cocina. Había
platos sucios en el fregadero. Las puertas de los armarios estaban abiertas y el interior
revuelto. Vio fragmentos de un vaso roto en el suelo.
En el salón no había nadie y las contraventanas se encontraban cerradas.
Se asomó a las escaleras que llevaban al piso de arriba. No había subido más que
unos pocos escalones cuando Sara apareció en lo alto. Los pies separados, el mentón
alzado. Cortándole firmemente el paso.
—¿Qué haces aquí? —preguntó. La posición elevada le concedía ventaja.
—¿Qué haces tú?
—Creo que deberías irte, Carol.
La chica no se movió.
—¿Y Grego?
—Si has venido para hablar con él, este no resulta un buen momento.
Grego dormía en su habitación con un paño húmedo sobre la frente. Esa
madrugada, tras dar cuenta de dos botellas de Cabernet, había llamado a Diana.
Después de un rato de escuchar su farfullar ella había colgado, pero no sin antes
ordenarle que no volviera a ponerse en contacto con ella. De modo alguno.
—¿Pasa algo? —inquirió la chica.
—No.
—¿Entonces?
—Si quieres hablar sobre el trabajo o tu compensación, llámame a casa. Ahora es
mejor que te vayas.
—…
—No me obligues a ser grosera.
Carol resistió un instante más en la escalera. Luego comenzó a desandar los
escalones.
—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.
—Arranque.
Apretaba los dientes a fin de contener el llanto.
Por el camino extrajo el sobre y contó su contenido. Volvió a hacerlo una vez
más. Hizo cálculos. El taxista le dirigía vistazos por el retrovisor.

www.lectulandia.com - Página 168


Cuando llegaron a la carretera general volvió a preguntar adónde iban a
continuación.
—¿A la ciudad?
—No. A la ciudad no.
Iban a la urbanización.
Poco después la chimenea y las antorchas de la refinería aparecieron sobre las
copas de los árboles. Penachos de humo manchaban el cielo. El coche se llenó de olor
a hidrocarburo. El taxista emitió un suspiro de desagrado. Carol se estrujaba las
manos. La mirada le bailaba.
En la plaza de la urbanización cambió el taxi por el autobús, donde como
esperaba encontró el habitual grupo de empleadas domésticas. Se acercó a ellas.
Hablaron durante todo el trayecto hasta la ciudad. Se mostraron escandalizadas por su
despido y se inclinaron ávidamente hacia delante mientras les relató en detalle cuanto
lo había rodeado.
Cuando el autobús llegó a la parada de Carol, esta volvía a estar sola. Echó un
vistazo a la gente que deambulaba por la calle. Un grupo de chicos sentados en el
bordillo de la acera se pasaba una botella sin etiqueta. Una mujer chillaba de acera a
acera a un vagabundo que empujaba un carrito de supermercado. Involuntariamente
se palpó el bulto que formaba el sobre del dinero en su abrigo.
Anochecía. Los murciélagos del edificio en ruinas que había enfrente salieron a
cazar.

Al día siguiente toda la urbanización comentaba que Grego y Sara eran amantes. Que
él había abandonado a la recepcionista de la refinería para liarse con la mujer de su
hermano.

www.lectulandia.com - Página 169


---
Desde su elevada perspectiva

—¿Y Grego? ¿No va a venir?


—Acaba de llamar desde el almacén. Va a retrasarse. Se nos unirá a los postres.
Los invitados echaban un vistazo a la mesa y contaban los cubiertos. Todavía no
había nadie sentado.
—¿Qué vais a tomar? —preguntaba Héctor junto al mueble-bar.
Romano Santos fue el ultimo en aparecer. Parecía apurado.
—No habéis empezado aún, ¿verdad?
Sara lo ayudó a quitarse el abrigo.
—Estamos tomando una copa.
Él pidió disculpas en nombre de su mujer; había pasado todo el día con molestias
y no podría cenar con ellos, dijo. Les enviaba saludos. Sara nunca había dejado de
incluirla en sus listas de invitados.
—Dile a Úrsula que se mejore pronto. Estoy deseando verla.
—Y ella a ti.
Santos acarició el brazo de Sara.
—¿Pasamos al salón? Nos están esperando.
Eran una decena de amigos, algunos de ellos también vecinos, gente del hospital
y la refinería. Del equipo estéreo brotaba música a bajo volumen. Una camarera
contratada paseaba entre los grupos ofreciendo canapés.
Mientras tanto, Beatriz cenaba en la cocina. El mismo menú que para los adultos
pero en miniatura. Sara le hacía visitas cada poco. La camarera entraba y salía.
—¿Quieres venir a saludar?
—Luego.
—Luego vamos a cenar nosotros.
La niña se metió una cucharada en la boca.
—¿Eso significa que no quieres?
—…
—De acuerdo. Ya hablaremos luego tú y yo.
Cuando hubieron terminado con las copas, tomaron asiento, un tanto apretados,
alrededor de la mesa.
—Tú aquí, Romano —dijo Sara indicándole una de las cabeceras.
Héctor se acomodó en la otra.
Hubo exclamaciones de asombro cuando se sirvió el primer plato.
—No os alteréis. He tenido ayuda en la cocina —apuntó Sara.

www.lectulandia.com - Página 170


Varias conversaciones tenían lugar simultáneamente.
La camarera llevaba el cabello firmemente recogido. Cuando pedía permiso para
retirar un plato se le escapaba un suave acento de Europa del Este. Cada vez que
entraba en el salón ellos estaban hablando de algo diferente.
—¿Algo que me dé miedo y me cueste reconocer? —se preguntaba una
anestesista del hospital—. Las escaleras mecánicas.
—Entrar en un ascensor con un desconocido.
—Las sierras radiales.
—Meter la mano en un microondas.
—A mí, el hilo dental. Siempre temo cortarme las encías.
(…)
—Este vino es fabuloso.
Todos se mostraron de acuerdo. Giraban las botellas para examinar las etiquetas.
—Ha sido una elección de mi hermano —informó Héctor.
—Desde que Grego tiene el almacén ya no sé qué traer a vuestras cenas —declaró
Santos.
(…)
—Ahora cosas que no os gusten y nunca hayáis revelado.
—Viajar en avión. No me da miedo, pero no me gusta.
—Usar desodorante.
—Las tartas de cumpleaños.
Abucheo general.
—Demasiado fácil.
—Está bien… Los Beatles.
(…)
—Lo digo en serio, hubo un tío, un tal Richet, que aseguraba haber asistido a más
de doscientas sesiones como médium.
—He leído sobre él. ¿El de los ectoplasmas?
—¿Qué es eso? —preguntó un tercero.
—Algo así como una sustancia que habita en nuestro interior. Una sustancia viva.
Con la adecuada invocación puede fluir de los poros… y otros orificios. Una especie
de filamentos.
Exclamaciones de desagrado.
—Por favor. No mientras estamos cenando.
—Más o menos es eso, creo —continuó quien había sacado el tema—. Según ese
artículo, en las fiestas de la alta sociedad estaba de moda hacer fotos de falsas
apariciones.
—¿Cómo falsas?
—Simulaban los ectoplasmas con trozos de muselina mojada.
(…)
—¿Por qué daríais todo lo que ahora poseéis?

www.lectulandia.com - Página 171


Se hizo un breve silencio mientras pensaban.
—¿Estás de broma?
Carcajadas.
—Por mis hijos, claro.
—Yo por vivir en una isla desierta. Desnudo. Para siempre. Dejaría que me
crecieran las uñas y se pusieran amarillas —declaró un tasador inmobiliario vecino de
Héctor y Sara.
Su mujer lo miró de hito en hito.
—No hablas en serio.
Él levantó la copa para que se la volvieran a llenar.
—Te lo juro por mi sillón de masaje.
(…)
Como estaba anunciado, Grego se presentó a los postres. Dio una vuelta a la mesa
estrechando manos y besando mejillas y luego todos se apretujaron un poco más para
hacerle sitio. Se sentó junto a su hermano. Hubo miradas más o menos disimuladas.
Llevaba la corbata aflojada. Parecía cansado.
—Gracias —murmuró cuando la camarera colocó ante él una ración de crème
brûlée.
—¿Cómo va eso? —preguntó Santos desde el otro extremo de la mesa—. ¿El
negocio marcha?
—Hasta ahora nunca me había fijado en cuánto bebe la gente.
Los invitados miraron las botellas vacías acumuladas en la mesa y rieron.
Grego se incorporó a la conversación sobre política local que su hermano, una
especialista en alergias del hospital y el marido de esta mantenían. Ahogó un par de
bostezos. En ambas ocasiones, Héctor, bromeando, le dio un codazo en el costado.
Había retomado el trabajo en el almacén. Prefería no detenerse a analizar si servía
o no de algo. Al menos lo mantenía ocupado. También había puesto en orden su casa.
Acogía agradecido las visitas de la familia, a pesar de los momentos difíciles que se
producían cada vez que la niña preguntaba por Diana.
Paseaban por los alrededores con la disculpa de buscar a Chewie, el hámster de
Beatriz, perdido meses atrás. Iban al cine los cuatro juntos.
No había vuelto a sufrir los síntomas de una transformación repentina. Pero si
había sucedido una vez podía hacerlo otra. Los días transcurrían bajo una amenaza
permanente.
Y había terminado de asumir que nadie salvo su familia podía ayudarlo.
Procuraba no apartarse de su proximidad. Los desplazamientos para visitar a los
clientes los resolvía con la mayor brevedad posible, a menudo en el mismo día.
Tomaba el primer avión de la mañana y regresaba por la tarde. La noche anterior se
despertaba asaltado por falsos picores.
Se esforzó por mantener el ritmo de la charla durante lo que quedaba de la cena.
Alrededor de la medianoche empezaron los vistazos a los relojes y los primeros

www.lectulandia.com - Página 172


invitados anunciaron que se retiraban. Poco a poco los demás los siguieron.
Agradecieron a Héctor y Sara la invitación.
Santos se despidió de Grego con una palmada en la espalda. Luego, este subió a
la habitación de Beatriz.
—Estoy despierta —dijo la niña desde la oscuridad cuando abrió la puerta una
rendija.
—¿No te han dejado dormir?
—Hablabais muy alto. ¿Ya te vas?
—Sí. Mañana tengo que trabajar.
Se acercó para darle un beso.
—Que descanses, cariño.
Luego se despidió de su hermano y Sara. El motor del Land Rover bramó en la
calle silenciosa.
—¿Qué te ha parecido? —la interrogó Héctor.
Sara estaba cepillándose los dientes. Escupió en el lavabo.
—Creo que ha estado bien. Se han divertido.
—Esa zorra de la papada operada no nos ha quitado ojo en toda la noche.
—¿La de Recursos Humanos?
—La misma —contestó él desde la cama, donde estaba tumbado con los dedos
entrelazados sobre el estómago.
—No le hagas caso.
—Ya. Pero me jode. Creo que he cenado demasiado.
—¿Quieres una tableta?
—Ahora no. Quizá luego.
Desde que Carol había dicho en el autobús lo de Grego y Sara, las miradas
furtivas y los cuchicheos cada vez que iban al supermercado o llevaban a Beatriz al
parque se habían convertido en cosa habitual.
Nadie se había atrevido a interrogarlos directamente al respecto, pero a donde
quiera que fueran se sentían observados.
El caso de Grego era similar. El número de clientes que visitaba el almacén había
crecido de modo que no dejaba de sorprenderlo. Todos preguntaban por él. El
administrativo, con su puntillosa educación, los informaba de que se encontraba
ocupado y señalaba la puerta de cristal esmerilado tras la que una silueta borrosa
parecía hablar por teléfono.
Todos confiaban en pasar al ya popular despacho, tomar asiento en uno de los
sillones de cuero, catar una botella y charlar un rato.
—¿Sabe si tardará mucho?
—Está hablando con Napa. Es difícil de saber.
—Ya…
—Pero si quiere usted esperar…
—No sé.

www.lectulandia.com - Página 173


Nuevo vistazo hacia la puerta esmerilada.
—Ya que está usted aquí quizá le gustaría probar los nuevos caldos que acabamos
de recibir. Tenemos una oferta de promoción. Estoy seguro de que el precio por caja
le asombrará.
De vez en cuando, a oídos de Sara o de los hermanos llegaban fragmentos de una
conversación que tenía lugar en el pasillo contiguo del supermercado o en la parada
del autobús escolar, mientras esperaban a Beatriz.
—(…) su hermano lo acogió en casa después de haber andado dando tumbos (…)
—(…) y le consiguió el trabajo en la refinería (…)
—(…) ¿de dónde crees que ha salido el dinero para ese negocio? (…)
—(…) bonita forma de agradecérselo (…)
Tan solo la firme petición de Héctor para que se mantuviera al margen y no
atrajera más la atención impedía a Grego responderles.
—(…) ¿y qué me decís de ella? (…)
El rumor tardaba en amainar. Resultaba demasiado jugoso: el Jefe de Seguridad
de la refinería, su hermano y su hasta entonces intachable esposa.
Las indagaciones no parecían hallar fondo.
Alguien del hospital, adonde las habladurías también habían llegado, recordó que
Sara había acompañado tiempo atrás a Grego para que se sometiera a un chequeo. El
hecho, hasta entonces sin importancia, adquirió un cariz renovado. Brotaron
interrogantes acerca del interés concreto que Sara podía albergar en la salud de su
cuñado.
También se preguntaban si durante las vacaciones del verano anterior, cuando
Grego aún estaba saliendo con Diana, él efectuó de veras su viaje anual a Tailandia, o
por el contrario…
Un operador de la refinería, que en sus días de descanso cultivaba una pequeña
huerta lindante con el camino que llevaba a la casa de Grego, aseguraba haber visto a
Sara pasar por allí —ella sola— en esas mismas fechas. Varias veces.
—Es mejor que nos relajemos. No hay que dar más motivos de atención —dijo
Sara saliendo del cuarto de baño.
—El relajo es precisamente lo que nos ha traído aquí.
Se tumbó junto a Héctor y emitió un largo suspiro.
—Todo lo que debemos hacer es actuar del modo más normal posible.
Aguantaremos el chaparrón.
Y luego añadió:
—Piensa en la niña.
Héctor ya lo hacía.

En la refinería también había miradas de reojo, aunque no tantas como había


esperado. Para su sorpresa, la actitud de compañeros y subordinados hacia él se

www.lectulandia.com - Página 174


volvió más deferente; los silencios cuando tomaba la palabra en las reuniones, más
atentos. Cambios que se encontraban lejos de tranquilizarlo.
Sonó el teléfono de su despacho.
—¿Estás ocupado ahora?
Era Romano Santos.
—Ya lo sabes.
—Voy a dar una vuelta por la planta y pensé que te gustaría acompañarme.
No se trataba de una petición habitual.
—De acuerdo. ¿Quince minutos?
—Hasta entonces.
La tarde estaba tocando a su fin. La mayoría de empleados con jornada ordinaria
se había ido ya y en la planta solo quedaban los operadores a turnos.
—Es mi hora preferida del día —declaró Santos.
—También la mía. La de todos.
Paseaban bajo una bóveda de tuberías. Aunque técnicamente se hallaban a la
intemperie, sobre ellos se alzaba una urdimbre metálica que apenas permitía
vislumbrar el cielo.
Resultaba excepcional ver a Romano Santos con ropa de faena. Su mono estaba
limpio y aún conservaba las marcas de la plancha. Por el modo de caminar se
adivinaba que debajo continuaba llevando la camisa y los pantalones del traje. Las
botas de seguridad no tenían un rasponazo.
El mono de Héctor sí estaba usado. Del bolsillo del pecho asomaba una libreta en
la que tomaba notas cuando se encontraban con una manguera de vapor abandonada
en mitad de un corredor y otras faltas leves.
—¿Te gusta tu trabajo, Héctor?
No se apresuró a responder.
—Sí.
Hizo una pausa.
—Lo valoro.
—Ya…
Santos guardó silencio durante unos pasos, considerando si su pregunta había sido
de veras respondida.
—Últimamente no hemos tenido oportunidad de hablar mucho.
—Ya sabes dónde está mi despacho.
Los empleados con quienes se cruzaban les dirigían saludos y adoptaban un aire
atareado. No todos los conocían personalmente, pero el color blanco de sus cascos los
delataba como cargos importantes.
Salieron de debajo del entramado de tuberías. Poco más adelante nacía un camino
de tierra que remontaba un tramo de ladera hasta una de las antorchas de la refinería.
En lo alto ardía una llama permanente donde se quemaban gases y residuos líquidos
de los procesos de la planta.

www.lectulandia.com - Página 175


—¿Subimos? —propuso Santos.
Héctor asintió.
El camino era empinado. Pasaron junto a los anclajes de los tirantes metálicos que
soportaban la antorcha.
Santos carraspeó.
—Reconozco que al principio me preocupó tu aclimatación al puesto. Sé que no
es lo que habías esperado. Un departamento diferente. No conocías a nadie.
—Está superado.
—Lo sé.
—Y que otros jefes…, bueno, pudieran ponerte las cosas difíciles.
—No me gusta entrar en conflictos de territorialidad. A no ser que no quede otro
remedio.
—Es un buen criterio —convino Santos.
Hizo una pausa.
—Si no te presté ayuda esos primeros meses no fue porque te hubiera perdido de
vista. Tan solo creí que sería mejor de ese modo. Ganarte el respeto por ti mismo.
—Ajá…
—Manejaste bien el asunto de aquel desgraciado que se soltó del arnés. Metiste
en cintura a muchos.
Héctor no dijo nada. Aguardó lo que vendría a continuación.
A medida que se acercaban a la base de la antorcha el olor a hidrocarburo se hacía
más intenso. Notaban los labios pegajosos. Caminaban sobre tierra desnuda. La zona
había sido defoliada a fin de evitar incendios si una pavesa alcanzaba el suelo.
—Ya nadie duda de tu capacidad. Tengo constancia de ello.
—Me alegro.
—Sabía que lo harías bien.
Llegaron al final del camino y Santos se volvió a contemplar el panorama. La
refinería se extendía ante ellos. Se encontraban a la altura de la cima de las torres de
destilación. En ese momento se conectó el sistema de alumbrado. Centenares de luces
siluetearon la planta. Sobre ellas, el cielo era violeta pálido. La refinería parecía una
ciudad importada del futuro; un futuro no del todo halagüeño pero incluso así
arrebatador.
—No deja de impresionarme —reconoció Santos.
Héctor guardó silencio, pero oteaba el paisaje con similar atención. Las sustancias
que discurrían por aquel laberinto de tuberías eran inflamables, tóxicas o se hallaban
a elevada temperatura. Una fuga, por leve que fuera, representaba un peligro de
consecuencias alarmantes.
—Eres un buen hombre. Siempre has hecho lo que debías hacer. No lo olvides.
Santos continuaba con la vista perdida en la planta.
—Estas cosas no se me dan bien —prosiguió—. Resulta incómodo para todos.
—No sé a qué te refieres.

www.lectulandia.com - Página 176


—Ya… Lo entiendo. Aun así, si quieres hablar…
—No sé lo que habrás oído, pero nada de ello es cierto. Solo la pataleta de una
empleada descontenta. Un bulo.
Santos meneó la cabeza.
—Imagino que no continúa con vosotros.
—Puedes estar seguro.
A Héctor se le endureció el tono sin poder evitarlo.
—Es un mal trago —opinó Santos—. En cualquier caso. Pero si te sirve de
consuelo, aquí todos piensan que no te lo merecías.
—¿El qué?
Santos se encogió de hombros.
—Todo eso.
Luego preguntó:
—¿Crees que tenemos lo que nos merecemos?
Héctor miró a su superior. Tenía constancia de que en los últimos días el estado
de la mujer de Romano había empeorado.
—Nunca me he detenido a pensarlo.
—Mientes. Pero no importa.
—Si hablamos de mi caso…
Santos lo interrumpió.
—No me refería a ti. Ni a mí. Ni a nadie en concreto. Solo es una pregunta —hizo
un gesto que abarcó cuanto se extendía ante ellos— formulada en general. Además
—se volvió hacia él—, tú todavía estás en mitad del camino, no has alcanzado lo que
de veras te corresponde.
En la luz menguante del atardecer sus rasgos quedaban difuminados. Héctor
alcanzó a distinguir el brillo de dos filas de dientes blanqueados.

Por esas mismas fechas una nueva chica apareció tras el mostrador de recepción.
Diana no dejó pistas sobre adónde se fue. Su despedida se ciñó a sus compañeras de
puesto.
Héctor lo lamentó profundamente. Y al mismo tiempo se alegró. Ya no debía
sentirse incómodo cada vez que entraba o salía del edificio de oficinas.

El suelo estaba encharcado. Imperaba el bullicio propio de las voces infantiles y el


chacoloteo de los pies calzados con sandalias de goma. Desde las duchas situadas al
fondo del vestuario ascendía una nube de vapor. Las niñas se secaban. Una de las
instructoras pasó dando palmadas para meterles prisa; el siguiente grupo estaba a
punto de llegar. Había toallas y bañadores mojados por todas partes.
Beatriz se secaba los huecos entre los dedos de los pies cuando una de las niñas

www.lectulandia.com - Página 177


mayores se le acercó. Había otras observando. Cuchicheaban y se daban codazos.
—Oye.
Beatriz alzó la vista. La otra niña era más alta. Llevaba solo unas bragas rosas con
la cinturilla bordada. La miraba con las manos apoyadas en sus todavía inexistentes
caderas.
—¿Quién es ese que viene a recogerte?
—Mi tío.
Hubo risas contenidas.
—¿No es tu padre?
Beatriz meneó la cabeza.
La niña mayor miró un instante hacia sus compañeras sin dejar de sonreír.
—¿Y a tu madre cuál le gusta más?
Beatriz achicó los ojos, confundida.
—No sé.
La respuesta produjo una descarga de carcajadas.
—¿No lo sabes?
—Mi padre —respondió con un hilo de voz. Miraba a derecha e izquierda. Tenía
el pelo todavía mojado.
—¿Quieres que yo te lo diga? —preguntó la niña mayor, y se agachó con
intención de susurrarle algo al oído.
El resto del vestuario no perdía detalle.
No llegó a decirle nada. Beatriz dejó caer la toalla, empujó a la niña, que cayó
hacía atrás golpeándose violentamente la cabeza contra una de las taquillas, y salió
corriendo.

Sara estaba sentada con el bolso sobre el regazo. No había una superficie libre donde
pudiera posarlo. El cubículo se hallaba atestado de libros y carpetas y apestaba a
tabaco frío. En el alféizar de la ventana había una fila de tiestos con cactus, y en las
paredes dibujos infantiles fijados con masilla adhesiva.
—Beatriz no es una niña problemática, ni siquiera en el sentido más general del
término —apuntó la tutora—. No posee una actitud que deba, digámoslo así,
alarmarnos.
Desde el otro lado del escritorio, Sara la miraba fijamente.
—No es muy sociable, como usted ya habrá notado —prosiguió la tutora mientras
revisaba el contenido de la carpeta abierta ante ella—. Concede una enorme
importancia a su familia, lo que no es, en absoluto, algo malo. —Hizo una pausa en la
que se exploró entre los dientes con la punta de la lengua—. Casi todas sus
redacciones versan sobre ustedes, sobre lo que hacen cuando están juntos.
—Dedicamos a nuestra hija todo el tiempo que podemos.
—Me hago cargo. Sin embargo, es importante potenciar las otras relaciones que

www.lectulandia.com - Página 178


Beatriz puede tener. Otros niños. Sus compañeras y compañeros.
—No lo paso por alto.
—Una excesiva dependencia, en este caso de la familia, puede ocasionar
problemas cuando las cosas… Si las cosas no marchan bien en dicho entorno.
—¿Qué quiere decir?
—¿Va todo bien en su casa?
—Sí.
La tutora cerró la carpeta y sonrió incómoda.
—No malinterprete la pregunta, por favor. Estoy aquí para ayudar.
—Nunca lo haría.
—Bien.
—Bien.

Había días en que Héctor se preguntaba si su familia se estaba volviendo loca. Si las
moscas existían en la realidad o eran solo fruto de sus mentes trastornadas. Nadie
salvo ellos las había visto. De hecho, ni siquiera su hermano lo había hecho.
No existían pruebas. Las fotos hechas por él años atrás habían sido destruidas. Y
Carol, la única persona aparte de ellos que las había visto, solo había apreciado
manchas. Quizás insectos. Algo confuso.
Las moscas muertas durante la penúltima transformación, cuando Sara entró sin
protección al refugio, ya se habían convertido en polvo.
Una vez que Grego volvía a ser Grego, no quedaba rastro de las moscas.
Sí. La suciedad.
Pero tampoco la había visto nadie.
Quizá limpiaban un refugio limpio. Un refugio levantado para nada.
Héctor ni siquiera podía estar seguro de eso.
Para salir de dudas no le quedaría más remedio que recabar una opinión exterior.
La única forma de probar la ausencia de locura era hacer público que durante
años se habían comportado como unos perturbados. Algo que ni siquiera consideraba
como una alternativa.

Tenía lugar la inauguración de un nuevo centro comercial. Se encontraba cerca de la


urbanización y Beatriz quería ir. Había carteles por todas partes. Propuso que fueran
el sábado por la mañana.
Héctor no dijo nada. La idea de comenzar el fin de semana inmerso en una
vorágine de compradores no lo llenaba de placer.
—Puedo llevarla yo —se ofreció Grego.
Los cuatro estaban cenando en torno a la mesa de la cocina. La niña no pareció
convencida. Desde el incidente en los vestuarios se mostraba recelosa en presencia de

www.lectulandia.com - Página 179


su tío, a pesar de que Sara había mantenido una charla al respecto con ella.
—Luego podemos ir a comer —añadió Grego—. Tú escoges el sitio.
—…
—Beatriz… —la conminó su madre.
La niña asintió. El leve movimiento de cabeza fue toda su respuesta.
—Puedo acompañaros, si queréis —terció Sara.
—No hace falta. Nosotros nos las arreglamos bien. Quédate. Disfrutad de la
mañana.
—¿Estás seguro?
—A mí me parece bien —intervino Héctor, con lo que el asunto quedó zanjado.
La mañana del sábado Grego pasó a recoger a su sobrina. Esta iba a
regañadientes. Su madre la había tenido que obligar a levantarse.
Por el camino, Grego apenas logró arrancarle monosílabos.
El cielo lucía despejado, salvo por un puñado de nubes aisladas de aspecto
algodonoso.
El aparcamiento frente al nuevo centro comercial se hallaba repleto. Grego tuvo
que dar varias vueltas antes de encontrar una plaza libre.
Dentro del edificio sonaba música de desfile y colgaban guirnaldas del entramado
de vigas del techo. Apenas se podía circular de tanta gente como había. Una
verdadera muchedumbre que deambulaba sin prisa alguna asomándose a los
establecimientos y señalándose cosas entre sí. Los padres se debatían para no perder
de vista a sus niños.
Muchas de aquellas personas no residían en la zona, habiéndose desplazado desde
distancias considerables. Por doquier había anuncios de ofertas especiales con motivo
de la inauguración.
Cada poco un globo escapaba de las manos de un niño, ascendía y quedaba
atrapado en el entramado del techo, donde las luces lo calentaban hasta que estallaba.
Los estampidos se sucedían con sorprendente regularidad.
Varias compañeras de la clase de natación de Beatriz estaban sentadas en la
terraza de un restaurante de comida rápida mientras la madre de una de ellas las
vigilaba desde otra mesa. Aquella a la que había empujado en el vestuario llevaba un
aparatoso vendaje alrededor de la cabeza.
Beatriz tiró de Grego en otra dirección.
En el centro del edificio se desplegaba una plaza cubierta por una cúpula
transparente. Visto desde allí, el cielo parecía algo remoto, no casaba con el recinto
cerrado e iluminado artificialmente. Las nubes se habían multiplicado y abarcaban
casi la totalidad de la cúpula.
En mitad de la plaza, expuesto sobre una tarima giratoria, se alzaba un flamante
todoterreno color cereza. Una batería de focos estratégicamente dispuesta arrancaba
destellos al cromado de las llantas. Un poco más allá, una pantalla gigante mostraba
el mismo vehículo circulando por paisajes agrestes y vadeando corrientes de agua.

www.lectulandia.com - Página 180


Se trataba de una más de las estrategias promocionales. Las compras que
superaban determinado coste iban acompañadas de un cupón para participar en el
sorteo del flamante vehículo. Dos azafatas con vestidos de lentejuelas custodiaban
sendas urnas. Una pequeña muchedumbre se agolpaba alrededor con intención de
introducir sus cupones y atisbar por un instante el interior del todoterreno. Los
participantes en el sorteo se apoyaban en las espaldas de los familiares para cubrir los
cupones con sus datos.
Grego y Beatriz rodearon el gentío, la niña cogiéndolo con fuerza de la mano.
—¿Te apetece comer algo? —preguntó él.
Entonces restalló un trueno que los hizo sobrecogerse, a ellos y al conjunto de la
multitud. Fue como si algo en las entrañas del cielo se hubiera desgarrado. Algo que
no tenía que ver simplemente con la meteorología.
Cayó un silencio general, roto solo por la música que brotaba del sistema de
megafonía. Todos alzaron sus miradas hacia la cúpula. Al otro lado no había más que
nubes, de un tupido gris plomo. Vieron cómo se estrellaban las primeras gotas de
agua. Luego estas dieron paso a un repiqueteo más acusado. Gruesas piedras de
granizo golpeaban la superficie transparente. Desde aquella distancia era difícil
apreciar su tamaño. Fue el sonido lo que despertó el pánico. El matraqueo.
Cada vez mayor.
Más fuerte.
Un pelotón de guardas de seguridad se materializó entre la gente y comenzó a
apartarla de debajo de la cúpula. Se oyó un crujido y uno de los sectores de esta cedió
de pronto bajo los impactos del granizo. Quedó colgando precariamente del marco,
amenazando a quienes todavía se hallaban debajo. El granizo y la lluvia irrumpieron
por la abertura.
Grego alzó en brazos a la niña, que temblaba asustada. De repente había personas
corriendo por todas partes, sin rumbo fijo. Ellos se colaron en una cafetería que
súbitamente se había quedado desierta. Los camareros contemplaban atónitos la
muchedumbre.
Se oyeron gritos de quienes se encontraban junto a las puertas del edificio. Nadie
osaba salir. Piedras de hielo como pelotas de tenis caían del cielo. Una alcanzó una de
las puertas, que se astilló como una telaraña. Las miradas estaban fijas en los coches
del aparcamiento, en los que el hielo se ensañaba a sus anchas. Era como si un tropel
de niños aporreara a la vez, con furia, sus tambores de hojalata.
Grego tomó asiento con Beatriz en el regazo.
—Me haces daño —se quejó ella.
Él aflojó su abrazo.
—Perdona, cariño.
—¿Qué pasa?
—Es una tormenta. Una tormenta.
Sobre una mesa, a su lado, humeaban dos tazas de café y alguien había

www.lectulandia.com - Página 181


abandonado un bollo tras darle un único mordisco. Una de las camareras llamaba por
el móvil y sostenía este frente a ella con el brazo extendido para que su interlocutor
oyera la algarabía.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar la niña.
—Granizo. Ya lo has visto antes, ¿verdad?
Ella asintió.
—Solo es granizo. Pero más grande.
Le acarició el pelo. Juntos, vieron correr a la gente.
Permanecieron allí hasta que el repiqueteo hubo amainado.
Un camarero se acercó a ellos.
—¿Van a tomar algo?
—No, gracias.
Puso mala cara y volvió a la barra. Discutió con sus compañeros. Por lo visto,
aprovechando el tumulto, varios clientes se habían ido sin abonar sus consumiciones.
Poco después regresó a la mesa.
—Si no van a tomar nada tienen que irse.
—Solo será un momento.
Luego preguntó a Beatriz si quería que se fueran. Ella dijo que sí.
Oyeron a otra camarera anunciar que había entrado agua en el almacén.
Cuando salieron a la calle las nubes volvían a abrirse y dejaban paso a un sol que
calentaba con fuerza impropia de la estación, a la vez que hacía refulgir el granizo
que tapizaba el suelo. Tuvieron que achicar los ojos para no quedar deslumbrados.
—Cuidado donde pisas —recomendó Grego.
Los visitantes del centro comercial contemplaban sus maltrechos vehículos. Un
grupo se había reunido en torno a un bloque de hielo del tamaño de un coco y le hacía
fotos. Una familia sorprendida por la tormenta en el momento en el que llegaba al
aparcamiento se hallaba atrapada en su coche. El granizo había abollado las puertas
hasta dejarlas bloqueadas y varios voluntarios ayudaban a sacar a los niños por las
ventanillas. Había ramas y fragmentos de carteles publicitarios en el suelo. Por la
carretera pasaron varios coches de policía y camiones de bomberos haciendo sonar
las sirenas.
Llegaron al Land Rover. Parecía como si todo él hubiera sido trabajado a
conciencia a base de golpes de maza. Grego dio una vuelta alrededor para evaluar los
daños. La luna del parabrisas estaba abombada hacia dentro, cubierta por una
filigrana blanca. Varias piedras de hielo habían logrado atravesarla y reposaban en los
asientos delanteros, donde ya habían empezado a fundirse.
Vieron correr a una de las azafatas que custodiaban las urnas del sorteo. Hacía
equilibrios sobre los tacones. En un par de ocasiones estuvo a punto de irse de bruces
al suelo. Se detuvo ante un pequeño utilitario igualmente destrozado. Las lágrimas le
embarraban el maquillaje. Miró alrededor en busca de alguien que pudiera ayudarla.
Beatriz tiró de la manga de su tío.

www.lectulandia.com - Página 182


—Vámonos a casa.
Grego montó en el Land Rover. Apartó trozos de hielo y de la luna rota. El motor
se puso en marcha al segundo intento, pero era imposible conducir con el parabrisas
en aquel estado. Volvió a bajar.
Tomados de la mano cruzaron el asolado aparcamiento en busca de una parada de
autobús.

www.lectulandia.com - Página 183


---
Estocástico

Héctor hojea las revistas técnicas acumuladas durante meses en un rincón de la mesa.
Presta escasa atención a su contenido. Cada poco deja vagar la vista hacia la ventana
del despacho, por donde entra un sol oblicuo y anaranjado, y la mantiene allí unos
instantes sin pensar en nada en concreto. En el pasillo el zumbido de los ordenadores
se ha ido mitigando a medida que la gente se retiraba a sus casas.
Su segundo llamó a la puerta. Se iba también.
—¿Necesitas algo?
Héctor meneó la cabeza.
—Hasta mañana.
—Lo mismo digo. No te quedes hasta tarde.
Su segundo formaba parte del Departamento de Seguridad desde hacía diez años
y merecía la consideración de compañeros y superiores. Cuando el anterior jefe se
retiró, todas las apuestas apuntaban a él como su sucesor. Sin embargo apareció
Héctor, proveniente de otro departamento y sin experiencia en el campo.
Los primeros meses resultaron difíciles, hubo que salvar reticencias. Pero los dos
supieron ganarse el mutuo respeto. Héctor podía confiar en su subalterno, bien a la
hora de delegar, bien cuando este debía aceptar una orden poco grata.
Era un hombre de escasa estatura, con brazos y piernas fuertes, y unos ojos como
canicas negras, hundidos en el rostro. Sabía de él que practicaba el piragüismo y tenía
dos hijos, uno de ellos adoptado. Antes de ir a parar a la refinería había sido bombero
en un petrolero. Nunca bebía alcohol y respondía mediante una sonrisa silenciosa a
las bromas de sus compañeros al respecto. Eso era todo.
Antes de despedirse definitivamente, el segundo se detuvo y contempló las
revistas esparcidas sobre la mesa. Héctor estaba en mangas de camisa, con la nuca
recostada en el respaldo de su sillón.
—¿Estás bien?
—Claro.
—…
—Vamos, vete. Te estarán esperando en casa.
—Pensaba acercarme al puerto. Hay una lancha de pesca en venta.
Héctor alzó las cejas.
—Quiero echarle un vistazo —prosiguió el otro—. Quizá te apetezca venir.
Respirar aire limpio.
Héctor volvió a contemplar la ventana, considerando el ofrecimiento.

www.lectulandia.com - Página 184


—Gracias. Pero me voy en unos minutos. Mi mujer quiere que la acompañe a no
sé dónde. —Hizo un gesto vago con la mano—. Ya sabes.
—Sí. Ya sé —respondió él—. Entonces, hasta mañana.
El despacho volvió a sumirse en la calma. Frente a la mesa, una fila de monitores
de televisión arrojaba imágenes en circuito cerrado de la refinería. Una emisora
transmitía las comunicaciones entre los operadores de la planta; el volumen había
sido rebajado al mínimo, hasta convertirlo en un murmullo adormecedor. Héctor
abandonó la revista que tenía en las manos y cerró los ojos.
Había sido un día caluroso. La primavera avanzaba a paso firme hacia el verano.
En ese momento, su mujer, su hija y Grego deambulaban entre atracciones y
puestos de comida rápida, griterío y olor a palomitas de maíz, en las fiestas de un
pueblo vecino. Héctor había rehusado acompañarlos. Alegó tener trabajo.
Sara había insistido para que fuera con ellos. Resultaría divertido. La idea había
sido de Grego, quien en un principio planeaba ir solo con Beatriz. Pero Sara se sumó
rápidamente.
—Esa tarde libro en el hospital. Lo pasaremos bien. Vamos, anímate —había
pinchado a su marido.
Sin embargo él se mantuvo firme en su negativa y Sara suspiró y renunció. Con la
llegada del buen tiempo ella había empezado a unirse a las salidas de Grego y la niña.
Sesiones de cine IMAX y visitas al acuario, donde Beatriz introdujo en una urna su
propuesta para el nombre de un bebé de foca. Salidas de las que solo ocasionalmente
Héctor formaba parte.
—¿Hay algo que no me hayas contado? —lo interrogó Sara.
—¿Sobre qué?
—Algo del trabajo.
—No. No ocurre nada. Lo de siempre.
Grego no había insistido para que su hermano los acompañara a la feria.
Paseó por el despacho. La moqueta acallaba los pasos. Apoyó las yemas de los
dedos en el cristal de la ventana. Continuaba haciendo calor. Los cañones de agua
contraincendios estaban abiertos, como medida excepcional, para refrigerar las
instalaciones. Surtidores de diez metros regaban los entramados de tuberías y
generaban pequeños arco iris bajo ellos.
Todos pronosticaban un verano tórrido.
El edificio permanecía silencioso.
Revisó algunos papeles. Desganadamente. Comenzó un par de tareas que no
exigían concentración.
No sentía remordimientos por disfrutar de un momento para él. Era algo que le
correspondía.
En la pantalla del ordenador parpadeaban los esquemas que monitorizaban las
variables de la planta.
Se quedó en el despacho hasta que anocheció.

www.lectulandia.com - Página 185


De camino a su coche pasó frente al edificio que albergaba las oficinas. La luz de
Romano Santos estaba encendida. Y aún continuaría así varias horas más. Su mujer
había sido ingresada en una clínica, aquejada por una crisis nerviosa, la segunda en lo
que iba de año. No quería a su marido cerca. Lo había declarado a gritos mientras la
introducían en la ambulancia. El grupo de curiosos reunido ante la casa no perdió
detalle. En esos momentos, una enfermera contratada permanecía a su lado.
La familia estaba cenando cuando Héctor llegó. Tenían el rostro encendido
después de haber pasado toda la tarde al sol. Fatigados y al mismo tiempo repletos de
energía. Beatriz todavía llevaba un gorrito cónico, verde y dorado. Los de Grego y
Sara, igual de llamativos, descansaban en la mesa. Héctor nunca se habría puesto algo
semejante.
La niña narró atropelladamente los acontecimientos del día. Había montado en
todas las atracciones, acompañada unas veces por Grego, otras por su madre, incluido
el túnel del terror, que no le había dado miedo, aseguró, aunque dentro olía a pis. La
noria era lo que más le había gustado, cuando estaba arriba podía ver su casa y cada
vez que la barquilla pasaba cerca del suelo hacía un ruido raro, como metálico, ¡clak!,
que a Sara no le gustaba nada.
Su padre preguntaba ¿Sí? y ¿De veras? y miraba a los demás como si buscara
confirmación a sus palabras.
—¿Y tú, qué tal? —le preguntó Sara más tarde.
Estaba sumergida en la bañera, una espesa capa de espuma le llegaba hasta más
arriba de la barbilla. Sopló para abrir un hueco bajo la nariz.
Sentado en el bordillo, Héctor le acariciaba una pantorrilla por debajo del agua.
—Lo normal. Me alegro de que os hayáis divertido.
—A Beatriz le ha gustado mucho. Y a tu hermano. Parece que se encuentra bien.
—Lo he notado.
Ella contó que se habían cruzado con varios vecinos. Sus expresiones al verla en
compañía de Grego fueron impagables. Héctor sonrió con desgana.
—Tienes que salir más a menudo. Fomentas los rumores.
Hablaba medio en serio medio en broma.
—Lo sé.
—¿Y?
Él obvió la pregunta.
—¿Te ha contado algo?
—¿Quién?
—Mi hermano. ¿Cómo está?
—Te lo he dicho.
—No. Cómo está. En serio.
—No hemos hablado de eso. Beatriz estaba allí. Puedes preguntárselo tú.
—Quizá prefiera hablar contigo.
Hizo una pausa. El rostro era la única parte de su mujer que asomaba sobre la

www.lectulandia.com - Página 186


espuma, como una careta arrojada en la nieve.
—Prefiere hacerlo —rectificó.
—Qué dices.
—Vamos… Le gusta hablar contigo. Estar contigo.
—Y contigo. Y con Beatriz. Somos su única compañía.
—Lo sé.
Asintió despacio, arriba y abajo, como si quisiera dejar claro que era consciente
de la situación.
Sacó la mano del agua. Contempló la espuma adherida entre los dedos, parecían
membranas.
—Hay motivos para que prefiera en especial tu compañía.
—¿Cuáles?
—Seguro que has pensado en ello. Tú también. Resulta evidente.
—No lo es.
—…
—No te calles ahora.
—Eres la única mujer con la que puede estar.
—…
—La única.
Sara se rio resoplando por la nariz, lo que hizo que varias hebras de espuma se
elevaran en el aire y luego volvieran a caer lentamente. Héctor estiró la mano para
recogerlas. Se deshicieron en su palma.
—Puede estar con otras mujeres. Si toma precauciones. Puede ir a sitios. Seguro
que lo ha hecho otras veces.
—No lo sé.
—Lo sabes, no te hagas el tonto. En Asia. Y también aquí, al principio.
—No lo sé —repitió él—. Pero no me refiero a eso —aclaró.
—¿A qué, entonces?
—Pues a estar… A disfrutar de otra persona. Con su compañía. A lo que quería
hacer con Diana.
Pequeñas ondulaciones rizaron la superficie de la bañera. La mención del nombre
continuaba produciendo incomodidad.
—No me parece un deseo objetivo.
—A mí sí —opinó Héctor.
—¿…?
—Contigo no se ve obligado a pasar por el trámite de explicar lo que le sucede.
No es necesario. Estás al corriente.
Luego añadió:
—No te vas a horrorizar. Podrías hacerte cargo. Lo has visto.
—Sí. Lo he visto.
—Y ya lo has aceptado.

www.lectulandia.com - Página 187


Sara escrutaba a su marido. Se irguió lentamente. La espuma crepitó y se deslizó
por sus hombros.
—Lo malinterpretas. Su deseo de compañía.
—Me temo que no. Su necesidad de compañía —corrigió.
—Yo no soy del tipo de Grego.
—Conozco a mi hermano.
—Y siendo así, ¿me permites que vaya con él? ¿Que salgamos juntos?
—Habéis ido con la niña.
—Sabes a lo que me refiero.
Él asintió.
—Conozco a mi hermano —volvió a decir—. No hará nada.
—Pero…
—No pasará de ahí.
Las palabras quedaron entre ellos, suspendidas, como una presencia más en el
cuarto de baño. Guardaron silencio. Sara sintió que el agua comenzaba a enfriarse.
Luego Héctor dejó un albornoz al alcance de su mano y salió.

A medida que se aproximaba la fecha en que tradicionalmente tenía lugar la


transformación de Grego, crecían los interrogantes en torno a esta.
Y el primero era: ¿tendría lugar?
Le seguían: ¿ofrecería algún cambio? Y ¿la del pasado mes de diciembre la habría
sustituido?
La experiencia invitaba a ser pesimistas. Todos se preparaban para una nueva
venida de las moscas.
Si realmente ocurría así, la primera conclusión a deducir sería la de un aumento
de la frecuencia, que de una vez al año pasaría a ser de seis meses.
¿Y a continuación? ¿Seguiría creciendo? ¿Cada vez menos tiempo?
Era posible.
Menos tiempo… Hasta llegar ¿adónde?
¿A la completa desaparición de Grego y su sustitución por las moscas?
También era posible.
Precisamente este constituía el principal problema, fuente de preguntas y noches
en vela. Cualquier cosa era posible.
Cualquier intento de análisis acababa conduciendo, ineludiblemente, al campo de
las especulaciones.
Grego pidió a Sara que desenterrase su cuaderno de notas y le permitiera
revisarlo. Invirtieron largas horas en comentar su contenido y explorar nueva
documentación. Al final de cada sesión, sin haber logrado nada en claro, Sara se
abandonaba a la formulación de conjeturas.
Llegados al punto final del proceso, ¿las moscas serían capaces de reproducirse?

www.lectulandia.com - Página 188


En el caso de que no lo hicieran, su vida sería breve. Grego concluiría su
existencia transformado en un enjambre de insectos. No existiría ningún tipo de
continuidad, en una forma u otra.
¿O se alcanzaría un estado intermedio Grego/moscas —o moscas/Grego— en el
que él/ello fuese —o fuesen— algo así como un monstruo de película de serie B fruto
de un experimento científico fallido? Un actor de segunda disfrazado con una
máscara de látex. Horripilante en contra de su voluntad, al mismo tiempo que
necesitado, como el que más, de auxilio y calor humano.
Y, por supuesto, condenado a la extinción puesto que un ser tal no dispone de
cabida en este mundo.
La idea, a pesar de todo, no dejaba de poseer aspectos reconfortantes.
Si lo que estaban viviendo se tratara en efecto de una película, ellos podrían saber,
cuando menos a grandes rasgos, a qué atenerse. Existirían un inicio, un desarrollo y
un desenlace, regidos por las confortables leyes de la causalidad.
Acontecimiento.
Consecuencia.
Acontecimiento.

Las sorpresas, los giros repentinos de la trama, por desconcertantes que pudieran
resultar en un primer instante, no estarían exentos de su correspondiente explicación.
Todo se sucedería de este modo, hasta desembocar en una conclusión que rubricara
satisfactoriamente el conjunto.
Por el contrario, el origen de las transformaciones se situaba en la primera de
ellas. Antes no había nada. Las repetidas rememoraciones de Grego, guiadas
meticulosamente por Sara, así lo corroboraban.
Tampoco nada había anticipado la transformación del anterior mes de diciembre.
La búsqueda de explicaciones llevaba a Sara y a los hermanos a silencios de los
que volvían con nuevas cargas de desasosiego que sumar al que ya los acompañaba.
Habían tomado la costumbre de tratar el tema al abrigo de la casa, bien la de
Grego, bien la del matrimonio, siempre alejados de otras personas. Obraban así sin
haberlo acordado de antemano. Las paredes constituían el único límite que podían
poner al problema. Abordarlo al aire libre, a la vista de otros seres vivos, con el cielo
sobre ellos y un amplio horizonte al frente, lo habría convertido en algo aún más
inabarcable de lo que ya era.
—No hemos considerado la posibilidad de que todo esto conduzca a algo positivo
—planteó Sara una tarde.
Estaban en el almacén, en el despacho de Grego. Ella se había detenido allí de
regreso del hospital. Contuvo el aliento antes de hablar. Parecía ansiosa. Llevaba todo
el día dando vueltas a la idea.
Grego guardó silencio un instante. Luego preguntó:
—¿Por ejemplo?

www.lectulandia.com - Página 189


En el cuaderno de Sara figuraban algunas notas que ella procedió a citar. Notas
acerca de las ventajas que desde el punto de vista evolutivo poseían los insectos
frente a otras especies. Se trataba de los primeros seres vivos que desarrollaron la
capacidad de volar, lo que representó no solo la posibilidad de desplazarse a grandes
distancias, sino también un método inmejorable para huir de los depredadores, más
aun cuando todavía ninguno de ellos podía perseguirlos en ese medio.
Por otro lado, su pequeño tamaño hizo posible que poblaciones considerables
compartieran espacios reducidos, al ser también reducida la cantidad de alimento que
requerían para la supervivencia.
Pero en especial, lo que ha permitido a los insectos alcanzar el extraordinario
nivel de proliferación del que disfrutan (el número de especies es superior a la suma
de las del resto de seres vivos), ha sido la rapidez de su ciclo reproductivo. En otras
palabras, la mayor frecuencia en el intercambio de información genética.
—Pensé que no nos haría daño adoptar un punto de vista más positivo —informó
Sara.
Él agradeció su intención, si bien no veía ninguna ayuda en cuanto acababa de
escuchar. Aquel discurso sobre la evolución de los insectos y la posibilidad de que lo
que a él le ocurría fuera un paso más dentro de esta —¡¿era eso lo que quería decir?!
— solo venía a significar la pérdida de perspectiva de Sara sobre el problema y la
adopción —al tratar de encontrar aspectos favorables donde no los había— de un
criterio más emocional en su posicionamiento.
Las anotaciones que había citado llevaban años en el cuaderno.
Se limitó a observarla mientras ella peroraba sobre especies que habían
desarrollado alas, luego las habían perdido y más tarde habían vuelto a generarlas…
Agitaba las manos mientras hablaba. Cruzaba y descruzaba las piernas. La falda le
llegaba por encima de las rodillas; con cada movimiento se subía un poco. Sara tiraba
de ella y continuaba hablando.
Algunas noches Grego se quedaba en casa del matrimonio para hacer de niñera.
Veía a su hermano y Sara darse los últimos retoques en el espejo del recibidor,
desearle buenas noches y salir camino del cine o el restaurante. Cuando se volvía
encontraba a Beatriz contemplándolo fijamente.
Con la cercanía de la fecha de la transformación el interés de Sara aumentó
todavía más si cabe. Acaparaba la conversación cada vez que se encontraba con
alguno o ambos de los hermanos. La sorprendían las peticiones de estos para que
cambiara de tema y les concediera un descanso.

A finales del mes de mayo recibieron dos noticias. Ninguna de ellas fue precedida de
aviso. Ambas llegaron el mismo día.
Tras asistir en el hospital a su última intervención de la jornada, Sara encontró un
mensaje de su madre en el buzón de voz del móvil. Le comunicaba que iría a hacerles

www.lectulandia.com - Página 190


una visita. El día siguiente. Hacía mucho que no veía a su nieta. Facilitaba la hora de
llegada de su avión para que alguien fuera a recogerla, pero no decía durante cuánto
tiempo planeaba quedarse.
Simultáneamente, Romano Santos convocaba a Héctor a su despacho. Este debía
asistir a un nuevo curso; en esta ocasión, sobre gestión de emergencias. En Houston.
En el Instituto del Fuego. Durante la primera quincena de junio.
No se encontraría presente para la transformación de Grego.
Santos notó su contrariedad.
—¿Algún inconveniente?
Héctor negó con la cabeza.
—Supongo que no.

Laura llegó cargada con dos maletas, un neceser de mano y, a pesar de las fechas que
corrían, un abrigo y una gabardina dentro de sus correspondientes fundas
impermeables. En cuanto cruzó la puerta de la zona de llegadas del aeropuerto
preguntó por su nieta, asombrada de que no hubiera ido a recibirla.
—Está en casa, mamá.
—¿Vienes sola?
Sara explicó que Héctor no había salido aún del trabajo.
—Entonces, ¿con quién está la niña?
—Con su tío.
—¿Todavía anda por aquí?
Sin esperar respuesta echó a caminar hacia la salida, cediendo a Sara el privilegio
de empujar el carrito con el equipaje.
El trayecto hasta la casa bastó para que el perfume de Laura impregnara la
tapicería de los asientos. Durante días olieron a vainilla. Ella miraba por las
ventanillas y encadenaba comentarios sobre las cosas que habían cambiado desde su
última visita.
—No hace tanto de eso, mamá.
Laura desvió su atención hacia su hija. Sara iba sin maquillar, llevaba el pelo
recogido con una goma. Conducía con la espalda encorvada.
—Por lo visto sí.
Durante el resto del camino se examinó ella misma en un espejo que extrajo del
bolso.
—¿Dónde está mi nieta?
Beatriz salió corriendo a saludarla.
Besos, abrazos y exclamaciones de cómo había crecido. Laura abrió su equipaje
allí mismo, en el suelo del recibidor, para entregar a la niña los regalos que había
llevado para ella.
—Ya vale, mamá. La vas a malcriar.

www.lectulandia.com - Página 191


—Para eso he venido.
Cuando se asomó Grego, Laura se irguió y le tendió la mano para que se la
estrechase.
—¿Qué tal va esa bodega tuya?
Colocó el acento en la última palabra.
Grego no perdió la sonrisa.
—No es exactamente una bodega, Laura, aunque eso ya lo sabes. Va bastante
bien.
—Me alegro —respondió ella mientras consultaba su reloj. Eran casi las nueve.
—Sara, cariño, ¿tu marido no va a acompañarnos esta noche?

El viaje a Houston también haría que Héctor se perdiese el cumpleaños de Beatriz, así
que antes de que se fuera celebraron una cena-de-adelanto-de-cumpleaños a la que
únicamente acudió la familia. Hubo guirnaldas, regalos y una tarta en miniatura, tan
solo una ración para cada uno.
—Tranquila, luego tendrás la de verdad —la tranquilizó su abuela.
Cantaron algo titulado Casi-cumpleaños feliz, que hizo a la niña encogerse en su
silla. La pequeña variación en la letra bastó para que se atascaran y confundieran
varias veces.
Después de cenar, Beatriz se fue a su cuarto y los demás se reunieron en el salón.
Héctor partía al día siguiente. La fiesta servía también como despedida. Mientras
tomaban unas copas, Laura no dejó de observar a Grego. Si este le devolvía la mirada
y sonreía, ella daba un trago a su copa o retiraba una mota invisible de la blusa,
ignorándolo.
Cuando Sara fue a la cocina por cubitos de hielo, su madre la siguió.
—¿La niña no tiene amigos?
—Por supuesto que los tiene. ¿Por qué?
—No ha venido ninguno.
—Mamá… Solo era una cena, no su cumpleaños de verdad.
—A ese sí vendrán.
Sara vaciló.
—Pues sí, supongo. No he hablado con ella. No sé si quiere invitar a alguien.
—¿Cómo no va a querer?
Laura sonó alarmada. Escandalizada, incluso.
—Es una niña. Tiene que tener amigos. E invitarlos a su cumpleaños.
Respiró hondo, como si fuera a añadir una declaración de peso.
—Para eso es su cumpleaños.
Sara también respiró. Retuvo el aire y lo soltó lentamente. Había sacado del
frigorífico una bandeja de cubitos. Empezó a golpearla contra la encimera de la
cocina para liberar su contenido. Los cubitos saltaron en todas direcciones.

www.lectulandia.com - Página 192


Su madre se llevó una mano a la sien y cerró los ojos.
—¿Tienes que hacer eso?
Sara se detuvo.
—Gracias. Parece que la niña se lleva bien con el hermano de Héctor.
—Ajá.
Después de abrir dos armarios Sara dio con las copas de coñac. Cogió una, la olió
y procedió a enjuagarla en el fregadero.
—Nos ayuda bastante.
—¿Pasa mucho tiempo aquí?
Sara miró a su madre por encima del hombro, sin dejar de frotar la copa.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que tendrá su casa.
—Por descontado.
—Me ha parecido entender que viene a menudo.
—Cuida de la niña cuando no estamos.
—Eso está bien. Pero tendrá a alguien más. Una chica. Un hombre de su edad ya
debería…
—Había una chica. Te lo dije.
Laura miró al techo. Simuló hacer memoria.
—Sí… Aquella. Del trabajo.
—De su antiguo trabajo.
—¿Y bien?
Sara se encogió de hombros.
—Cosas que pasan.
—Ya no hay chica.
—No la hay.
—¿Por qué? Si se puede saber.
—Desconozco los detalles. Pero si tanto te interesan se los puedes preguntar a él.
—No creo que me los dijese.
—Puede que sí. Le gustas más de lo que él te gusta a ti.
—Te pones a la defensiva.
—Mamá, no es el momento.
—Pensé que tú sabrías algo al respecto.
—Ya te lo conté por teléfono.
—Me refiero a algo más. De primera mano.
—¿Por qué iba a saber algo más?
Laura se estiró la chaqueta y retiró una mota invisible de la solapa.
—Por el modo en que te mira cuando cree que no te das cuenta.
—Pero qué…
—No actúes como si no lo supieras. Una cosa es que el inocente de tu marido no
vea esas cosas y otra muy diferente que no lo hagas tú.

www.lectulandia.com - Página 193


—Creo que lo has malinterpretado.
—Me parece que no. De todos modos —Laura rebajó el volumen de su voz hasta
convertirla en un murmullo—, eso no me preocuparía tanto si tú no hicieras lo
mismo.
—¡¿…?!
—Mirarlo. De un modo que no te corresponde.
Hubo una pausa.
Luego Sara meneó la cabeza y sonrió como si acabara de salir de una alucinación.
Cogió la jarra en la que había metido los cubitos de hielo.
—Volvamos. Nos esperan.
Diciendo esto pasó frente a su madre y salió de la cocina.

Al día siguiente Sara cambió su turno en el hospital para llevar a Héctor al


aeropuerto.
—¿Podrás hacerte cargo de todo?
—Ya lo hemos hablado.
—Si a Grego le pasa lo que le debe pasar…
—No te preocupes. Me ocuparé de ello.
Y añadió:
—Sin complicaciones. Una rutina.
Héctor valoró la respuesta. La dio por aceptable.
Estaban frente a la entrada de la zona de embarque. Un grupo de pasajeros hacía
cola para cruzar el detector de metales.
No deseaba ir a los Estados Unidos, interponer un océano entre su familia y él
precisamente en ese momento. Pero ¿qué argumentos iba a exponer para quedarse?
¿Que no quería dejar sola a su mujer? También poseía otras responsabilidades a las
que hacer frente.
—Y hasta entonces…
—Si es que ocurre.
—Así es, si es que ocurre. Hasta entonces ten cuidado también.
Se besaron. Ella le rodeó el cuello con los brazos. Él hizo lo mismo por la cintura.
El sistema de megafonía estaba anunciando el embarque de su vuelo.
Sara se quedó allí mientras él vaciaba el contenido de sus bolsillos en una bandeja
de plástico y pasaba por el detector.
Volvieron a despedirse, esta vez agitando la mano. Luego Héctor se perdió entre
la corriente de viajeros.

En los días siguientes, hasta el cumpleaños de Beatriz, Sara y Grego apenas tuvieron
oportunidades de verse. Ella no quería ir a casa de él —luego tendría que dar

www.lectulandia.com - Página 194


explicaciones a su madre— y en la suya carecían de la intimidad necesaria para
hablar. Todo ello la hacía sentirse como una colegiala. Grego, por su parte, pasaba el
día en el almacén o visitando a clientes y proveedores.
Dos días antes del cumpleaños, cuando deberían comenzar a manifestarse los
síntomas habituales de la transformación, Sara no se resistió más y llamó al almacén.
Contestó Grego.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—Dame detalles.
—Estoy bien. No siento nada.
—¿Nada diferente? ¿O nada de verdad?
—Lo habitual es que para estas horas ya esté rascándome como un mono, sin
embargo… Nada.
—Entiendo.
—Quizá no pase.
—Es pronto para decirlo.
—Dame un respiro.
La ausencia de síntomas no lo ponía menos nervioso.
—Quizás esta noche podamos vernos. Puedo escaparme.
—No te molestes. Pero gracias. Te avisaré si hay algún cambio.
Colgaron al mismo tiempo.
Por la noche, cuando Sara habló con Héctor y le comunicó lo que había dicho su
hermano, él recibió la noticia con escepticismo. No sabía si debían interpretarlo como
algo bueno o lo contrario.
Hablar de consecuencias posibles escapaba a sus capacidades.
En caso de que Grego experimentara los síntomas, al menos estaría ocurriendo
algo que ya conocían. Si no pasaba así, volverían a encontrarse en el campo de las
incógnitas. Terreno minado.
Héctor se hallaba en un descanso de su curso, tenía que regresar a la sala de
reuniones donde se celebraba.
Dijo a Sara que la echaba de menos.
—Y yo a ti.
Luego se puso al teléfono Beatriz. Preguntó si cerca de donde él estaba había
pozos de petróleo. ¿Y vacas? Y también si había oído disparos por la noche. Insistía
en que visitara el Centro Espacial. Quería que le llevara comida de astronauta.

Mientras tanto, Laura había comenzado a desplegar todas sus energías y capacidad de
convicción para organizar la fiesta de cumpleaños de su nieta. La mejor que había
tenido nunca, informó, lo que casi sonó como una amenaza. Contrató un servicio de
catering y visitó una pastelería donde, en un catálogo de páginas plastificadas,

www.lectulandia.com - Página 195


procedió a escoger la tarta. En los días que siguieron llamó media docena de veces a
fin de apuntar mejoras en el diseño y asegurarse de que sería entregada en la fecha y
hora correctas. La única forma que Laura conocía de hacer las cosas era a lo grande.
Realizaba caso omiso a las peticiones de su hija para que se moderase.
«Deja disfrutar a la niña», era su respuesta habitual.
Beatriz la miraba hacer, no del todo a gusto ante tal expectativa.
La parte más espinosa de los preparativos llegó con la elección de los invitados.
La niña apenas dio tres nombres.
—Tienen que ser más. ¿Sabes cuánta comida he encargado?
Laura aguardaba frente a ella, agenda y estilográfica en mano.
Descartaron la idea de invitar al conjunto de la clase de Beatriz. Aun así la lista de
invitados fue creciendo hasta alcanzar la veintena de nombres. Procedieron según un
criterio de exclusión. Cuando acabaron, Beatriz se encerró en su cuarto.
—Se le pasará —aseguró su abuela—. Solo son nervios.
El cumpleaños caía en sábado. La fiesta consistiría en una merienda. Laura
confeccionó un plano de la urbanización con las indicaciones necesarias para llegar a
la casa. Lo dibujó a mano, empleando colores llamativos y una ornamentada
caligrafía. En las esquinas añadió dragones, grifos y otros animales fantásticos, al
estilo de los mapas antiguos. Beatriz repartió fotocopias del mismo entre los
invitados. No contenta con esto, Laura llamó a sus padres para confirmar la asistencia
y preguntar si a la conclusión de la fiesta irían a recogerlos o bien si sería necesario
llevarlos a sus casas.

Grego continuaba libre de síntomas. De todos modos el refugio estaba preparado.


Sara, y a través de ella también Héctor, solicitaban puntualmente informes acerca de
cualquier cambio.
También Grego confirmó su asistencia a la fiesta.
—No me la perdería por nada del mundo —aseguró—. Ni siquiera por tu madre.
Sara rio por teléfono.
—Hablaremos entonces. Cuando se vayan los niños.
—Bien.
Luego calló un instante, tras el que únicamente añadió:
—Hasta entonces.
Después de colgar, Sara permaneció largo rato con la mano sobre el teléfono. Si
los síntomas no habían aparecido podía significar no solo que las moscas no fueran a
presentarse esta vez, sino que nunca más lo harían.
Era posible, dado que todo lo era.
Si el proceso había comenzado sin responder a ningún motivo, bien podía
concluir del mismo modo.
Grego volvería a ser Grego y su sufrimiento habría finalizado.

www.lectulandia.com - Página 196


Le pareció legítimo alegrarse ante tal posibilidad. Aunque no lo hizo.

La fiesta transcurrió sin contratiempos. Los niños, algo incómodos al principio, no


tardaron en animarse. Hubo juegos en el jardín, supervisados por Laura, Sara y
Grego. En el salón, una camarera del catering atendía la mesa de la comida.
Sara guiñó un ojo a su hija. Beatriz estaba en un rincón del jardín en compañía de
otras dos niñas, las dos primeras de la lista, a quienes ella de veras había invitado.
Los otros niños se habían limitado a saludarla y hacerle entrega de su regalo, luego se
habían apartado y formado sus propios grupos. Laura iba de aquí para allá dando
palmadas y tratando de reunirlos a todos para un nuevo juego. Pretendía que se
sentaran en la hierba formando un círculo. Ellos simulaban no oírla, entraban y salían
del salón en busca de comida.
Grego se dedicaba a recoger platos y vasos de cartón abandonados por los
rincones. Sara se unió a él.
—¿Crees que se está divirtiendo?
—¿Beatriz o tu madre?
—Bea. Mi madre ya lo sé.
—Creo que sí, cuando la dejan en paz. Ya detesto a la mayoría de estos críos.
Vieron a un grupo vaciar sus refrescos en un tiesto para formar una especie de
puré de tierra.
—En cuanto a mí —añadió Grego—, sigo bien.
Diciendo esto fue a detener a uno de los niños, que había formado una bola de
tierra mojada y buscaba un blanco adonde lanzarla.
Con la caída de la tarde comenzó un goteo de padres en busca de sus hijos, hasta
que solo quedó un puñado de niños jugando en el jardín y dando cuenta de los
últimos trozos de tarta. Entre ellos se encontraban las dos amigas de Beatriz.
—¿Quieres que los lleve yo? —ofreció Grego a Sara. Su Land Rover ya había
sido reparado de los daños producidos por la granizada y parecía el transporte más
adecuado.
Sara rechazó la propuesta. Muchos de los padres habían torcido el gesto sin
disimulo cuando lo vieron ocupándose de los niños. Todos habían preguntado dónde
estaba Héctor y añadido que era una lástima que se perdiera el cumpleaños de su hija.
—Es mejor que vaya yo.
Él asintió. Mientras tanto se encargaría de recoger todo aquello.
—Hablaremos cuando vuelvas.
A Sara se le escapó una risa tonta.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—¿Nerviosa?
Ella meneó la cabeza dando a entender lo absurdo de la idea.

www.lectulandia.com - Página 197


—No debes estarlo. Parece que todo va bien.
Laura los observaba desde la puerta de la casa.
—Sara. Te están esperando —llamó.
Ella asintió. Luego, de forma que solo Grego pudiera verlo, puso los ojos en
blanco.
Los niños se apretujaron en el coche y uno tras otro cantaron sus respectivas
direcciones. Beatriz se empeñó en acompañarlos y despedirse de sus amigas.
—Vas a verlas el lunes en clase.
La niña apeló a los privilegios que le concedía la fecha y subió también al
vehículo.
Grego los despidió agitando la mano. Los gritos de los niños podían oírse
mientras se alejaban. Se alegró de no tener que ser él quien los llevara.

Cerca de una hora después solo faltaba por devolver a su casa una de las amigas de
Beatriz. En el asiento trasero, las dos intercambiaban opiniones sobre la fiesta.
Sara conducía sin prestarles atención. Cada poco consultaba el reloj del
salpicadero.
A esa hora y en esa fecha, lo habitual sería que su marido y Grego se encontraran
de camino hacia el refugio, donde Héctor, como era su costumbre, lo inspeccionaría
todo antes de la llegada de las moscas.
Sin embargo, en lugar de eso, Grego se encontraba en casa ayudando a recoger la
mesa mientras Laura pagaba a la camarera del catering y se despedía de ella.
Una sensación helada recorría a Sara cada vez que pensaba que su madre podía
mencionar a Grego algo sobre la conversación de la otra noche. Quizá no se atreviera
a actuar tan directamente. Pero Sara estaba segura de que, aprovechando que estaban
solos, trataría de efectuar averiguaciones.
Cuando dejaron a la última niña aún había un resquicio de luz en el cielo.
Beatriz, asaltada finalmente por el cansancio, miraba pasar el paisaje con los ojos
entrecerrados.
Mientras tanto, en la casa, la camarera del catering terminaba de recoger las
bandejas vacías y las guardaba en su furgoneta. Estaba satisfecha, a pesar de la fatiga
que siempre le producían las reuniones de niños. Laura le había hecho entrega de una
sustanciosa propina.
Regresaba a su casa. La furgoneta pertenecía a la compañía, pero no debía
devolverla hasta el día siguiente.
Para salir de la urbanización tenía que hacerlo por un lugar diferente de por donde
había entrado. A fin de facilitarle el camino, Laura le había hecho entrega de uno de
sus mapas con dibujos de seres fantásticos.
Conducía con el cristal de la ventanilla bajado y el codo apoyado en el marco. La
ventanilla del lado contrario también se hallaba bajada. La corriente de aire aliviaba

www.lectulandia.com - Página 198


el olor a comida que impregnaba el vehículo.
Nunca antes había visitado el vecindario. Iba despacio, contemplando los jardines
y las fachadas de las casas. Algunos propietarios comenzaban a llenar las piscinas.
Había pinos a los lados de la calle. Olía a resina.
Trazó la rotonda de la plaza y tomó la dirección indicada en el mapa. Se entretuvo
un instante en estudiar los dibujos que lo adornaban. Sin necesidad de ellos, ya había
llegado a la conclusión de que la mujer de la fiesta, la vieja, estaba chiflada.
Se acercaba a un cruce señalizado con un stop. Volvió a consultar el mapa. Para ir
a la ciudad debía girar a la izquierda. ¿Era a la izquierda? De repente no estaba
segura. Los trazos que representaban las calles se hallaban muy apretados en esa
parte del dibujo con el fin de dejar espacio a lo que parecía ser una ballena recubierta
de escamas. Alzó un instante la vista para comprobar la distancia que aún restaba
hasta el cruce. Levantó el pie del acelerador. La furgoneta avanzó llevada por la
inercia. Miró otra vez el mapa.
En ese momento un pájaro atravesó el vehículo. Entró por la ventanilla del
conductor, salió por la opuesta y se perdió de nuevo en el paisaje. Un segundo. Quizá
menos. La chica nunca llegó a saber de qué clase de pájaro se trataba.
Un herrerillo. Perseguía a una presa invisible. Un insecto.
Bien por la sorpresa de verse de pronto en el interior del vehículo, bien por la
angustia de la persecución, el ave emitió a su paso un chillido agudo que en el breve
instante que tuvo lugar ofreció la perfecta apariencia del lamento de un niño.
La chica dio un salto en el asiento. El mapa escapó de su mano. No sabía lo que
había ocurrido. Había sentido una corriente de aire. Y algo suave le había acariciado
durante una fracción de segundo la punta de la nariz.
Aferró el volante. Faltaban apenas unos metros para el cruce y la señal de stop.
Pisó el freno.
Salvo que, presa de los nervios, el pedal que su pie calzado con un zueco
ortopédico hundió hasta el fondo fue el del acelerador.
La furgoneta salió impulsada hacia delante justo en el momento en que un coche
ocupado por un hombre, una mujer y su hija pequeña, entraba en el cruce.
El morro de la furgoneta impactó contra el costado delantero del otro vehículo a
la altura del motor, lo que lo hizo girar como una peonza.
La furgoneta continuó su camino sin apenas desviarse de la trayectoria.
Unos metros más allá, la chica acertó con el pedal correcto. Cuando asomó la
cabeza por la ventanilla y miró atrás, el coche aún giraba. Una llanta desnuda arañaba
el asfalto. Lo vio detenerse en el centro del cruce. Y al igual que ella las personas que
paseaban por los alrededores y ya se acercaban, alertadas por el estrépito.
Los ocupantes del coche salieron por su propio pie. Primero el hombre; el más
aturdido de todos. Luego la mujer, que corrió a liberar a su hija —apenas un bebé—
de la silla donde estaba sujeta en la parte trasera.
Un lado del morro del coche estaba arrugado como un acordeón. Bajo él crecía un

www.lectulandia.com - Página 199


charco de aceite. La rueda estaba doblada. Los airbags desinflados, teñidos por la luz
del atardecer. Resultaba asombroso que los ocupantes no mostraran daños visibles.
La chica corrió junto al hombre preguntándole si estaba bien. Lo mismo hicieron
los curiosos que habían llegado junto al coche. Varios tenían sus teléfonos móviles en
la mano. Los servicios de emergencia se hallaban en camino. Él no respondió,
incapaz de articular palabra. Miraba con ojos desorbitados a su mujer, que palpaba
frenética a su hija en busca de lesiones.
Ninguno de los dos contestaba a las preguntas, como si el golpe los hubiera
dejado sordos o mudos. La chica iba de uno a otro tratando de averiguar si estaban
bien. Al contrario que ellos, lloraba. Se tocaba la cabeza y el pecho, sin saber qué
hacer con sus manos.
Por fin la mujer balbuceó algo. Dijo que la niña estaba bien.
—Está bien —repitió varias veces, en rápida sucesión.
Comenzó a oler mucho a gasolina. Alguien dijo que era mejor alejarse.
El hombre y la mujer —ella con su hija en brazos— salieron del cruce. La gente
se apartó para dejarles paso. Tenían una expresión extraña en el rostro. Abstraída. Los
dos. La niña lloraba quedamente. Llegaron a una zona de césped donde se detuvieron
y el hombre se hincó de rodillas. Juntó las manos frente al pecho y se puso a rezar
ante la mirada atónita de los curiosos.

Sara encontró el cruce cortado. Había varios coches detenidos delante del suyo,
esperando. Los ocupantes se habían apeado para ver qué ocurría. Una grúa había
retirado la furgoneta accidentada. El otro vehículo estaba ocasionando más
dificultades. Había coches de policía y una ambulancia, todos con las luces del techo
encendidas.
—¿Qué pasa? —preguntó Beatriz.
—Parece un accidente.
Un nutrido grupo de gente contemplaba el espectáculo desde ambos lados de la
calle. Sara vio a varios de sus vecinos. Media urbanización parecía encontrarse allí.
Vestían ropa de deporte, como si el accidente los hubiera sorprendido en mitad de una
sesión de ejercicio. Algunos llevaban a sus perros de las correas.
Sara bajó la ventanilla y preguntó a un policía cuánto más iban a tardar. Este
cargaba con media docena de conos de señalización, unos dentro de otros. Se encogió
de hombros.
—Un poco todavía. Hay que limpiar.
Le dio las gracias y volvió a consultar el reloj. Ya había anochecido, apenas
restaba un borrón violáceo en el cielo, por donde el sol había desaparecido.
Aunque Grego continuara sintiéndose bien pasaría la noche en su casa, junto al
refugio, donde podría cobijarse en caso de que algo ocurriera. Una medida
precautoria comunicada por Héctor desde Houston. Su tono al hacerlo había sido de

www.lectulandia.com - Página 200


firme imposición.
Si se retrasaba más no encontraría a Grego en casa. Era posible que ya se hubiera
ido.
Beatriz estiraba el cuello tratando de ver algo. Aguardaron unos minutos más.
Luego Sara comenzó a dar media vuelta.
—¿Nos vamos? —quiso saber la niña.
—Daremos un rodeo.
La maniobra provocó las quejas de otros conductores, que hubieron de mover sus
vehículos a fin de abrirles paso.

Quince minutos después Sara enfilaba la entrada del garaje. En ese momento salían a
la calle los vecinos de la casa de al lado.
—Nos han dicho que ha habido un accidente.
Ella se lo corroboró. Se dirían ansiosos por salir corriendo hacia allí.
—Parece que vuestra fiesta no ha terminado todavía.
—¿…?
—Antes hemos oído barullo.
—O eso nos ha parecido.
—¿Barullo?
—Gritos… Pudo haber sido la televisión. ¿Quizá?
La casa parecía en absoluta calma. Las luces estaban encendidas. Y el Land
Rover de Grego continuaba aparcado enfrente.
Sara se sintió palidecer; la sangre se le mudó de la periferia del cuerpo para
formar una pelota pegajosa en algún punto de la base del estómago.
Trató de mostrarse tranquila. Contuvo el deseo de correr hacia la puerta.
—Aún quedan invitados. Niños. A mi madre se le habrán ido de las manos.
Ellos la miraban fijamente, a la espera de que añadiera más a su explicación. Cosa
que no ocurrió.
—Claro…
—Será mejor que nos vayamos —dijeron.
—A no ser que quieras que nos quedemos. Por si acaso.
—No hay necesidad. Gracias.
Ellos asintieron, no del todo convencidos. Dirigieron un último vistazo a la casa
antes de echar a caminar a paso ligero hacia el lugar del accidente.
—Quizá lleguemos a tiempo de ver algo —dijeron por encima del hombro.
—Mamá —intervino Beatriz una vez estuvieron lejos— ya no quedan más niños.
—Espérame en el coche.
—¿Por qué?
—Obedece.
Y en tono más controlado añadió:

www.lectulandia.com - Página 201


—Por favor.
Sara entró por la puerta principal. Revoloteando alrededor de la lámpara del
recibidor había varias moscas.
Llamó a su madre y no halló respuesta.
A medida que avanzaba hacia el salón el número de insectos aumentaba.
Encontró la mesa de la merienda bullente de moscas. Se cebaban en los restos.
Alguien se había visto interrumpido en mitad de la labor de introducir la comida
sobrante en tupperwares.
El número de moscas parecía menor que en las anteriores ocasiones, si bien era
porque se habían dispersado por la totalidad de la casa.
En un sillón se hallaban las ropas de Grego, vacías, como si se hubiera
desintegrado mientras estaba sentado. Los zapatos, en el suelo, uno al lado del otro,
con los calcetines asomando del interior. La camisa estaba abotonada. Sobre una
mesilla auxiliar descansaba una copa de vino con su contenido íntegro. Varias moscas
hacían equilibrios en el borde.
No había rastro de Laura. Fue de una habitación a otra llamándola y asegurándose
de que todas las ventanas estuvieran cerradas y las cortinas echadas. Corrió al piso de
arriba subiendo los escalones de dos en dos. Las moscas se paseaban libremente
sobre las camas, los frascos del tocador, las muñecas de Beatriz y, en el cuarto de
baño, sobre las toallas y los cepillos de dientes. La entrada de Sara en cada habitación
provocaba un revuelo. Tampoco la encontró allí.
Regresó a la planta baja.
—¡¿Mamá?!
Manoteaba el aire frente al rostro para que las moscas no se le acercaran. La
sensación le traía recuerdos desagradables.
En el pasillo escuchó unos gemidos. Provenían del interior de un armario.
Encontró a Laura dentro, acurrucada en el suelo, hecha un ovillo tembloroso. El pelo
le colgaba sobre la cara y un babero de vómito le cubría el pecho. Tenía la blusa
desgarrada; ella misma la había roto al arrancarse los insectos de encima.
—¡Cierra la puerta! ¡Que no entren!
El armario disponía de una bombilla. Sara se apretujó junto a su madre y cerró la
puerta. Allí no había moscas. Aunque sí algunas muertas en el suelo, aplastadas por
Laura.
Aferró a su hija por la pechera.
—¡Ha sido él! ¡Las moscas!
Temblaba violentamente. No dejaba de frotarse la cara.
—¿Ha entrado alguna?
—No. Creo que no.
—¡…!
—Ninguna. Seguro.
Sara la abrazó, aunque ella trató de rechazarla.

www.lectulandia.com - Página 202


—¡¿Qué es?! ¡¿Qué es?!
Laura había presenciado aquello que hasta el momento nadie había tenido
oportunidad de ver: el paso de Grego de un estado al otro.
—Empezó a hervir —balbuceó—. Estaba allí sentado, como si nada. ¡Y se puso a
hervir!
La imagen se repetía una y otra vez en su mente. Le quedaría grabada hasta el
final de sus días.
Lo mismo que la expresión de profundo éxtasis de Grego en el instante de la
transformación.

***

El retraso provocado por el accidente había impedido a Sara y la niña estar en la casa
cuando aparecieron las moscas. También hizo que muchos de los vecinos se
acercaran al cruce a curiosear y por lo tanto que la actividad de Sara en los momentos
siguientes a su llegada no contara con testigos.
En primer lugar sacó a su madre de la casa. Pero no sin antes hacerle jurar que no
diría a Beatriz ni una palabra de lo ocurrido.
—Nada, mamá. ¿Lo has entendido bien?
Fue tajante, a pesar del estado de intensa alteración por el que pasaba la mujer.
La guio al coche.
Beatriz quiso saber qué pasaba.
—La abuela no se encuentra bien.
—¿Y el tío?
—Escúchame, cariño. Ha habido un accidente en casa y no podemos entrar. Esta
noche vamos a dormir en casa del tío Grego. Él ha tenido que irse, pero nos deja
usarla.
La niña no despegaba los ojos de su abuela, que, temblorosa todavía, se acomodó
en el asiento trasero. Se cubría con una chaqueta de Sara.
—¿Qué accidente? ¿Qué le pasa a la abuela? Huele mal.
—No la molestes. Está muy cansada. Ahora tienes que portarte bien. Es un
problema del gas. No podemos dormir aquí.
—¿Llamamos a papá?
—Luego. Ahora quiero que te quedes con la abuela mientras yo entro por algunas
cosas. ¿Harás lo que te digo?
—Has dicho que no podemos entrar.
—Solo será un momento. No te muevas del coche.
Volvió a la casa. Llenó una maleta con ropa y todo lo necesario para las tres. Tuvo
cuidado de que las moscas no se colaran en los armarios.
Los insectos salpicaban las paredes. Campaban a sus anchas por cada una de las

www.lectulandia.com - Página 203


habitaciones. En la cocina se concentraban sobre los fogones, donde chupaban la
grasa adherida.
Volvió a comprobar las ventanas y apagó las luces. Por el momento era todo
cuanto podía hacer. Antes de irse hurgó en la ropa vacía de Grego y se hizo con las
llaves de su casa. Las axilas de la camisa mostraban todavía manchas de sudor. Una
de las mangas estaba estirada en dirección a la copa de vino, como si la
transformación hubiera tenido lugar a mitad del acto de ir a cogerla para tomar un
trago. A su extremo descansaba el reloj, abrochado, en el que las manecillas
indicaban que eran las diez de la noche.
Cuando regresó a la calle, un puñado de insectos se escabulló antes de que
pudiera cerrar la puerta. Revolotearon un instante alrededor del farol de la entrada y
luego se perdieron en la oscuridad.
—Mierda.

Se instalaron en casa de Grego. Sara explicó a la niña que deberían quedarse varios
días. Mantuvo la historia de la fuga de gas y justificó la ausencia de Grego diciendo
que había tenido que salir urgentemente de viaje por motivos de trabajo. Beatriz
aceptó ambas explicaciones sin objeciones. Le gustaba aquella casa.
Más difícil resultó convencer a Laura para que continuara guardando silencio. A
Sara no le quedó otra opción que contárselo todo. Desde el principio.
Su madre se había lavado y puesto un camisón y una bata. Estaban las dos
sentadas a la mesa de la cocina después de haber acostado a la niña, que se quedó
dormida de inmediato, agotada tras el largo día. Laura estaba pálida. La sangre se le
había mudado del rostro y parecía haberse llevado con ella toda muestra de emoción.
Tomaba sorbos de una taza de té y escuchaba con expresión vacía.
—Todos estos años… —dijo cuando Sara terminó de hablar— ¿y no habéis
hecho nada?
—¿Nada? —insistió asombrada.
Prometió no contárselo a nadie, pero con el único motivo —hizo saber— de
proteger a su sobrina. No quería que algo semejante la manchara.
—Todos queremos lo mismo.
Laura asintió.
—Claro…
Cada vez que cerraba los ojos veía moscas. Sus hombros se encogieron mientras
contenía un estremecimiento. No le agradaba lo más mínimo estar allí, en la casa de
aquel ser. La guarida de un animal. Lo miraba todo con repulsión, reacia a tocar nada.
Hubiera preferido refugiarse en un hotel. Cuando entró a asearse al baño encontró
toallas arrugadas y húmedas en el toallero y un afianzado cerco de mugre en la
bañera. El agua del grifo olía a herrumbre.
—Por favor, mamá. Tienes que ayudarme con la niña.

www.lectulandia.com - Página 204


Laura se levantó de la mesa llevando la taza de té consigo.
—Está bien.
Se acercó a la ventana. Fuera todo era negrura. Contempló las arrugas de su rostro
reflejadas en el cristal.
—Esas cosas no ocurren —dijo para sí.
Hablaba con la incredulidad de quien acaba de ser víctima de un profundo
desengaño en sus más firmes y antiguas creencias.
Ambas guardaron silencio. La casa crujía a su alrededor. Sara vio una cucaracha
asomar por una rendija del armario de debajo del fregadero. Los fluorescentes del
techo hicieron brillar su coraza. Agitó las antenas y volvió a ocultarse, como si
supiera que no era bien recibida.
—Sobre nuestra conversación de la otra noche —murmuró Laura—. Tú y él.
—No hay nada.
—Lo imagino, después de lo que he visto.
—Cuidamos de Grego. Solo eso. Cuidamos de él.
Laura apretó los labios. Cerró las manos alrededor de la taza para calentarlas, a
pesar de que en la cocina hacía calor.

En cuanto Héctor se enteró dijo que tomaría el primer vuelo disponible.


Mientras tanto Sara regresó a la casa. Una vez dentro, lejos de la vista de quienes
pasaban por la calle o pudieran estar mirando desde las casas vecinas, se puso el traje
de apicultor que había cogido del refugio. Llenó otra maleta con ropa y artículos
personales y se embarcó en la tarea de concentrar a las moscas en una única
habitación. Escogió el cuarto de baño de la planta baja, pensando en su facilidad de
limpieza. Taponó los desagües y cerró las rejillas de ventilación.
Llevó allí los restos de la merienda de cumpleaños. Los depositó en el suelo.
Buscó otras cosas que pudieran atraer a las moscas —bandejas de fruta, platos y
cubiertos sucios, calzado de deporte usado…—, espantó a los insectos que se
cebaban en ellas y las metió en bolsas de basura para tirarlas o bien las colocó fuera
de su alcance. Luego bajó las persianas y apagó todas las luces de la casa salvo las
del cuarto de baño.
Las superficies claras comenzaban a mostrar desagradables tiznaduras. Lloraba
mientras trabajaba. Cuando retiró la ropa de Grego del sillón varias moscas salieron
de dentro. Habían estado atrapadas entre los pliegues desde la transformación.
Dio un puntapié a los zapatos, que salieron despedidos al otro extremo del salón.
Farfullaba entre dientes.
Perseguir y aplastar algunos insectos que pululaban por el suelo tampoco bastó
para calmar su rabia.

www.lectulandia.com - Página 205


Los azulejos del cuarto de baño eran de color marfil, pero al cabo de diez días
presentaban un tono grisáceo.
Grego se contorsionaba en el suelo mientras se aferraba el vientre.
No todas las moscas habían llegado al baño, algunas habían permanecido
escondidas o atrapadas en diferentes rincones de la casa, entre los cojines de los
sillones o los pliegues de las cortinas. Estas habían perecido de diversas formas o
bien escapado cuando Héctor tomó la decisión de abrir las ventanas a fin de ventilar.
No se aguardó al regreso del hermano menor para proceder con la limpieza. Todas las
habitaciones —con la salvedad del cuarto de baño donde estaba recluido el grueso de
las moscas— fueron rociadas con insecticida, y las moscas muertas, barridas sin
miramientos.
—Beatriz… ¿está bien?
Fueron las primeras palabras de Grego.
Ante él se encontraba su hermano, cubierto con un traje de apicultor pero sin el
casco. Lo observaba con los brazos cruzados y la espalda recta.
—Eres un imbécil.
—La niña…
—Se encuentra bien.
Grego hacía chasquear la lengua. Escupió varias veces tratando de deshacerse del
horrendo sabor de boca.
—¿Imaginas lo que habría pasado si te hubieras transformado antes, cuando los
niños estaban en casa?
El hermano menor no contestó. Trató de incorporarse, pero sus extremidades no
se lo permitían todavía. Cayó al suelo atravesado por un nuevo aguijonazo de dolor.
Se quedó sin respiración. Mucho después el aire volvió a penetrar en sus pulmones
con un silbido.
Héctor no movió un músculo por ayudarlo. Sendas venas le palpitaban en las
sienes. El enfado y el calor acumulado en la estancia hacían que le resbalaran gotas
de sudor por la frente.
—Deberías haber estado en el refugio.
—Yo estaba bien —balbuceó Grego.
—¡No lo estabas! ¡Nunca lo has estado!
Hizo una pausa para tomar aliento.
—Pero no volverá a pasar. A partir de ahora yo me ocuparé de todo. Sin
excepciones.

www.lectulandia.com - Página 206


Parte IV
Encierro

El oso
cae muerto a la vista de la ventana.
Encantadoras tribus se acaban de mudar hacia el norte.
En la parpadeante tarde las golondrinas se tornan torpes.
Ríos de alas nos circundan y enormes aflicciones.

JOHN ASHBERY, Glazunoviana

www.lectulandia.com - Página 207


---
Te negaré tres veces

Grego fue trasladado de inmediato. Su hermano apenas se detuvo el tiempo justo para
asearlo un poco. Lo llevó en volandas hasta el coche y del mismo modo lo depositó
en el refugio. En cuanto se acostó en el catre, Grego se plegó hasta hacerse un ovillo.
Mantenía los ojos cerrados. Cada pocos segundos sus músculos se envaraban,
contraídos por otra embestida del dolor.
Pasarían varios días antes de que pudiera ponerse en pie y desenvolverse por sí
mismo. Cuando su hermano lo levantó del contaminado suelo del cuarto de baño
había murmurado unas tenues quejas. Luego, durante el trayecto, había permanecido
callado, tendido en el asiento trasero del coche y apenas consciente. La luz le hacía
encogerse atemorizado.
—Aquí estarás seguro —dijo Héctor. Estaba junto al catre, contemplándolo desde
arriba.
Hacía calor. El sudor de Grego desprendía un olor agrio, mefítico, como si
estuviera liberando algún tipo de impureza acumulada.
—Vuelvo enseguida —dijo el hermano mayor.
Grego se quedó solo. Una mano como una zarpa aferraba el borde del catre.
Sara no había hecho acto de presencia en ningún momento del traslado.
A su regreso, Héctor ya no llevaba el traje de apicultor, sino una camisa y unos
tejanos viejos. También él sudaba. La temperatura en el refugio superaba los treinta
grados. Fuera, un día radiante. Dejó junto al catre una mesilla plegable y dos botellas
de agua.
En un segundo viaje llevó un termo con caldo y un viejo orinal de porcelana,
rescatado del desván de la casa. Extendió una manta sobre Grego, pero este se liberó
de ella al instante.
Héctor volvió a desaparecer varias veces más. A través de la pared, Grego lo
sentía trajinar en la casa.
La puerta que llevaba al vestuario estaba cerrada pero la exterior permanecía
abierta. A través de la mirilla vio los árboles agitándose, mecidos por una brisa que
no aliviaba el calor del día. Se adivinaban los olores de la corteza y el pasto calientes,
aunque no alcanzaba a percibirlos; sus sentidos se hallaban embotados. Fuera
también, entre la hierba alta, chirriaban los insectos.
Bebió de una de las botellas. Se derramó por encima la mayor parte del agua.
Su último recuerdo era el de una descarga de calor que le brotaba de dentro, al
mismo tiempo que el aire se adensaba a su alrededor. Por debajo de todo ello pervivía

www.lectulandia.com - Página 208


el deseo de tomar un sorbo de vino.
Y mientras eso ocurría, frente a él se hallaba la madre de Sara, cuyo rostro se
desencajaba a cámara lenta en una mueca de horror.
Volvió a entrar Héctor. Le echó un vistazo y fue al cuarto de baño contiguo a
reponer el agua de la botella.
—¿Has tomado algo de caldo?
Aguardó unos segundos por una respuesta.
—Tienes que reponer fuerzas —añadió.
Su tono era seco. Acercó una silla y tomó asiento.
Lejos de refrescar con el final del día, la temperatura dentro del refugio continuó
aumentando, como si Grego hubiera tomado el relevo del sol a la hora de generar el
calor, que se elevaba en volutas invisibles de su cuerpo. El colchón del catre estaba
empapado. A pesar de todo Héctor mantuvo la puerta cerrada.
Grego permanecía sumido en un duermevela agitado. En los intervalos en que el
dolor le concedía un respiro se deslizaba a un sueño plagado de pesadillas.
Cada vez que abría los ojos encontraba a su hermano frente a él, sentado con
gesto pensativo. Héctor le secaba el sudor de la frente con un paño y le acercaba un
vaso de agua a los labios.
Llegó la noche y con ella la agonía provocada por las moscas muertas creció.
Grego se retorcía como una víctima de descargas eléctricas. Parecía que los insectos
se vengaran por la falta de atención recibida. Los pensamientos de Grego aparecían
teñidos de rojo, saltaban de una imagen a otra y las entremezclaban, todo ello al
mismo tiempo.
Nunca había sido militante de ninguna religión, pero, entre pesadilla y pesadilla,
lo asaltó la certeza de que para las moscas no podía existir vida después de la muerte,
un paraíso o un infierno donde saldar las cuentas de su existencia terrenal; y él y las
moscas eran un mismo ser.
Lo acosaba el rostro aterrado de la madre de Sara. Ella alzaba las manos para
protegerse. Una vez tras otra.
En una de las ocasiones en que Héctor le alzó la cabeza para darle de beber, él lo
confundió con Diana. La llamó varias veces, sin más fuerza que la de un hilo de voz.
Las lágrimas se mezclaron con el sudor.
Luego volvió a caer dormido.
La siguiente vez que abrió los ojos el resplandor grisáceo del amanecer se colaba
por el tragaluz del techo. Era jueves.
Trató de incorporarse. Tenía la sensación de que sus articulaciones no eran las
suyas; ponían reparos a obedecerlo.
Héctor se levantó de la silla. Había permanecido toda la noche en vela. Estaba
pálido por el sueño.
—No hagas esfuerzos —dijo.
A continuación salió mientras Grego hacía uso del orinal. Se llevó consigo el

www.lectulandia.com - Página 209


termo de caldo, que luego trajo lleno de nuevo. Comprobó que su hermano dispusiera
de todo lo necesario. La ventana estaba cerrada y las contraventanas contaban con un
candado nuevo, más robusto que el antiguo, colocado por el lado exterior.
—Voy un rato a casa. Y tengo que pasar por el trabajo. Volveré lo antes posible.
Su tono no había experimentado ablandamiento alguno desde el día anterior.
Grego meneó la cabeza. Conservaba los ojos cerrados. No pudo ver cómo Héctor
se detenía en la puerta, contemplándolo, y daba forma a algo que no llegó a
pronunciar. Sí oyó, con toda claridad, el sonido de la llave al girar en la cerradura.

Dos días después, una vez que Grego se hubo recuperado lo suficiente para hablar de
forma inteligible, sin que un nuevo asalto de dolor lo interrumpiera cada pocas
palabras, Héctor llevó un teléfono al refugio. Debía llamar al almacén de vinos. Aún
no podía regresar al trabajo, pero al menos daría señales de vida.
Héctor había estado allí y hablado con el administrativo para comunicarle que
Grego se encontraba indispuesto y pedirle que se encargara del negocio mientras
durase su ausencia. El hombre, sin dejar a un lado sus atildados modales, no se había
abstenido de manifestar lo irregular de todo aquello. ¿Por qué no era Grego en
persona quien se lo decía? ¿Qué le ocurría para que no pudiera hablar por teléfono?
Durante los años que había trabajado con el anterior dueño del almacén nunca se
había visto en una situación similar.
Héctor le garantizó su comprensión y solicitó paciencia; su hermano se pondría
en contacto con él lo antes posible. El administrativo se acomodó las gafas y, en un
gesto nervioso, se pasó una mano por el cabello peinado con fijador.
Declaró que se haría cargo del almacén el tiempo que fuera necesario, pero
también que aquello le hacía sentirse sumamente incómodo.
—Cuando estés recuperado —dijo Héctor a su hermano— tendremos que
arriesgarnos a ir a la ciudad y acudir a un notario.
—¿Para qué?
No se le había pasado por alto el «arriesgarnos».
—Me concederás poder para llevar tu negocio cuando sea necesario. Ese hombre
no aceptará sin más mis palabras durante mucho tiempo. Y a mí no me gusta hacer de
falso correveidile.
Grego lo meditó un instante y asintió.
—Ya me encuentro mejor —dijo después, aunque no era eso lo que indicaba su
aspecto. Continuaba tendido en el catre. Se le marcaban los pómulos y tenía unas
profundas ojeras.
—Me alegro. Pero de momento continuarás aquí. Por tu bien.
Grego carecía de fuerzas para oponerse.
Cada vez que Héctor salía, cerraba la puerta con llave tras él.

www.lectulandia.com - Página 210


Sara no presentó objeciones a las decisiones de su marido, las aceptó sin oponer
palabra. Un asentimiento. Simplemente.
Héctor tomó nota de ello.
Habían vuelto a instalarse en su casa. Lo hicieron del modo más sigiloso posible
para no atraer la atención de los vecinos. Durante la noche, como ladrones.
Todas las señales del paso de las moscas habían sido borradas.
Sara se sentía tan furiosa como avergonzada. Su madre se había ido ya. La
impresión de la que había sido víctima perduraría largo tiempo. La despedida en el
aeropuerto resultó fría; Laura no ocultaba el deseo de poner distancia entre ella y…
aquello. Se mostraba incómoda en presencia de cualquier miembro de la familia, su
hija incluida. Los miraba con temor.
—Espero que sepáis lo que estáis haciendo —dijo antes de subir al avión.
Los esfuerzos por no mencionar el nombre del hermano menor se traducían en
una tensión permanente, que salía a relucir cada vez que Beatriz preguntaba cuándo
volvería su tío.
—Cariño —empezó a decir una noche Héctor—, puede que el tío Grego pase un
tiempo fuera.
—¿Cuánto?
—Bastante.
—¿Por qué?
—Tiene asuntos que resolver.
—¿Vuelve adonde estaba antes?
—No lo sé exactamente. Creo que sí.
—¿Está allí ahora?
—Eso es. Lo está preparando todo.
—¿No va a venir?
—Por supuesto que sí. Vendrá pronto, a despedirse. Ya lo verás.
Beatriz miró hacia otro lado. Se le encharcaron los ojos. A Héctor le conmovió
semejante muestra de pudor a tan corta edad.
—No te ha dicho nada porque sabía que te pondrías triste.
—…
—Lo verás enseguida. Él no iría a ningún lado sin antes despedirse de ti. Ya lo
sabes, ¿verdad?
—…
—¿Verdad?
—¿Se va por mamá?
Héctor atrajo a la niña y la estrechó contra él. La sintió fragante y cálida entre sus
brazos. Aquel pequeño ser que sollozaba era su mayor éxito en la vida, lo que más
quería y por quien estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Se dijo que todo lo que iba
a llevar a cabo era por ella y nada más que por ella.
—No, mi amor. Esto no tiene que ver con nadie. Con nadie más aparte de tu tío

www.lectulandia.com - Página 211


Grego.

—¡No puedes hacerme esto! ¡No tienes derecho!


Grego gritaba en el refugio. Estaba furioso. Fuera, Héctor lo oía dar rienda suelta
a su enfado. Destrozaba los alimentadores reduciéndolos a añicos. El contenido de los
depósitos se extendió por el suelo formando un charco viscoso. Levantó la silla donde
Héctor lo había velado y la lanzó contra la ventana. El cristal saltó en astillas, pero las
contraventanas resistieron.
Habían visto a un notario y solucionado el tema de los poderes de Héctor sobre el
negocio. Durante la entrevista y los traslados, Héctor no había dejado de observar a
su hermano por el rabillo del ojo, atento a cualquier señal de cambio. Una vez que los
documentos de cesión estuvieron en sus manos, regresaron al refugio sin entretenerse.
Por el camino Grego volvió a pedir disculpas y preguntó por Sara y la niña. Le
preocupaba especialmente que Beatriz hubiera llegado a descubrir algo. En los días
que había pasado a solas en el refugio —Héctor lo visitaba por las mañanas y después
de salir de la refinería— había dispuesto de tiempo para meditar.
Lo ocurrido la tarde del cumpleaños echaba al traste cualquier predicción
optimista que hubieran realizado. La transformación se presentó cuando no se la
esperaba —varias horas antes de lo habitual— y sin apenas aviso, tan solo unos
segundos, en los que Grego no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que
resultó demasiado tarde. Todo fue muy rápido, completamente anómalo respecto a lo
que conocía. Lo único que permaneció constante fue el tiempo de permanencia de las
moscas: sus diez días de rigor.
La conclusión a la que tanto él como los demás habían llegado era que, a partir de
entonces, podían esperar las transformaciones en cualquier momento. Sin previo
aviso. La movilidad de Grego quedaba así estrechamente limitada. Cualquier
desplazamiento a un espacio abierto, o cerrado pero no controlado, representaba un
serio riesgo para su integridad. Imaginó las moscas dispersándose en todas
direcciones empujadas por el viento. Y luego, al cabo de diez días…
No quería finalizar su existencia convertido en un enjambre de insectos
indeseables, comedores de carroña y transmisores de bacterias.
No quería acabar sus días de ningún modo. Todavía le quedaban muchas cosas
por hacer. El balance de lo que había conseguido en la vida y lo que había pasado por
alto o todavía no había logrado, contribuía a llenarlo, todavía más, de miedo y
aflicción.
Pero de ahí a que aceptara sin resistencia ser encerrado bajo llave, como un
animal, lejos de la vista de los demás, aún existía una larga distancia.
Héctor tuvo que recurrir a un engaño para que volviera a entrar en el refugio. Le
pidió ayuda para sacar el catre y limpiarlo; después de los días que Grego había
pasado retorciéndose en él estaba empapado de sudor y maloliente. Héctor se quedó

www.lectulandia.com - Página 212


atrás y una vez que su hermano hubo entrado cerró la puerta.
—¡Hijo de puta! ¡Sácame ahora mismo de aquí!
La puerta temblaba bajo sus golpes.
—Trata de calmarte y hablaremos.
—¡Abre la puerta!
—Intenta comprenderlo.
Héctor permanecía recostado contra la pared del refugio, sintiendo los golpes en
su espalda. Oyó nuevos ruidos dentro. Grego buscaba en el botiquín y las estanterías
del cuarto de baño algo que lo ayudara a salir de allí. Pero no encontraría nada, y el
tragaluz del techo quedaba fuera de su alcance, aunque se subiera al catre no llegaría
a él.
Se reanudaron los golpes. Grego arremetió contra la puerta con mayor energía.
Esa misma mañana todavía le costaba caminar con soltura; había hecho el camino del
refugio al coche, y luego al despacho del notario, tomado del brazo de su hermano.
Sin embargo en ese momento parecía dispuesto a echar la puerta abajo a fuerza de
embestidas.
Al cabo de un rato se detuvo a recuperar el aliento.
—No podrás retenerme —dijo entre jadeos—. ¿Qué piensas hacer cuando tengas
que entrar? Cuando éramos niños nunca pudiste conmigo. ¿Lo recuerdas? Yo siempre
te ganaba. No creerás que eso ha cambiado, ¿verdad?
Sus palabras eran ciertas. Desde muy corta edad Grego poseía mayor fuerza que
su hermano mayor. No encontraba dificultades en doblegar a Héctor, quien luego se
tragaba su rabia y frustración en solitario, sin quejarse ante nadie. Aquellas peleas no
se les habían borrado de la memoria, y Héctor poseía la triste certeza de que Grego
volvería a vencerlo si se enfrentaran del mismo modo. Por esa razón había abierto
una trampilla en la parte inferior de la puerta, por donde podría hacerle llegar la
comida sin necesidad de acceder al refugio.
—Muchos llamarían a esto un exceso de celo, hermano —dijo Grego.
—¿Se te ocurre otra solución?
—¡Abre la puerta!
—Solución, Grego.
—¡Abre la puerta! ¡Yo no soy como tú!
—…
—¿Me oyes?
—Te oigo.
—Yo no me mortifico haciendo cosas que no deseo para así sentirme más
importante que los demás.
Héctor guardó silencio antes de decir.
—Te he preguntado por otra solución. Por una vez, por una sola vez, me gustaría
obtener de ti algo práctico. Algo que nos sirva de ayuda.
Dentro del refugio se hizo el silencio.

www.lectulandia.com - Página 213


Cuando Grego por fin volvió a hablar dijo:
—No tienes que cuidar de mí eternamente. Esa es una responsabilidad que tú te
autoimpusiste.
Y añadió:
—Hace demasiado tiempo.
El hermano mayor se apartó del refugio. Echó a caminar con paso lerdo, impropio
de él, entre la hierba. Corría una brisa cálida que no contribuía a aliviar el calor. Oyó
a su hermano gritar que lo liberaba de su responsabilidad.
Paseó por los alrededores sin prestar atención al reloj. Había perdido mucho
tiempo a lo largo de su vida mirando el reloj. Llegó a la valla que rodeaba la
propiedad. Los terrenos colindantes habían ido cambiando de dueños con el tiempo,
en algunos de ellos había casas en construcción, viviendas veraniegas. La hierba
estaba segada; los árboles viejos habían sido cortados y reemplazados por retoños.
Nada que ver con la propiedad de los hermanos, prácticamente en estado salvaje. El
invierno había sido lluvioso y la primavera cálida. La vegetación actuaba como
barrera natural. Héctor no conocía a los vecinos ni deseaba hacerlo.
Se zambulló en un soto en busca de sombra. El sol quedó tamizado por la celosía
vegetal. La zona no había sido desbrozada en años. Los arbustos le llegaban al pecho;
debía apartarlos con las manos para poder avanzar. Lo hacía con tiento, no quería
dañar nada de lo que lo rodeaba. Telas de araña se le quedaron adheridas entre los
dedos. Espantó a una bandada de zorzales.
Topó con un rastro entre la vegetación: un paso estrecho, abierto por un animal.
Lo siguió hasta desembocar en un pequeño calvero junto a un roble, rodeado por más
arbustos. En la base del tronco había una oquedad empleada como guarida quizá por
un zorro. En ese momento se hallaba desierta. El suelo era de tierra. Estaba pisoteado
y sembrado de plumas y pequeños huesos.
Se agachó. El lugar quedaba perfectamente oculto entre los arbustos. A pocos
pasos de distancia se volvía invisible. Allí, al cobijo del roble, la temperatura era
fresca. Flotaba un hálito de putrefacción en el aire. Enganchados en la corteza del
árbol, en torno a la entrada de la guarida, había mechones rojizos. Examinó los
huesos del suelo. Parecían de aves y roedores, y muchos estaban rotos, reducidos a
astillas. Se acordó del hámster de su hija, extraviado no lejos de allí.
Cuando regresó al refugio, mucho después, este se hallaba en silencio.
—¿Grego?
Oyó movimiento dentro, pero ninguna respuesta.
—Trata de comprenderlo.
—…
—En ese caso piensa en tu sobrina.
—…
—¿Me has oído?
—Te oigo.

www.lectulandia.com - Página 214


—Piensa en la impresión que sufriría si algo te ocurriera y saliera a la luz.
Una carcajada triste atravesó la puerta.
—¿Algo?
—Si las moscas aparecieran mientras estuvieses en la calle o esperando el metro.
Si más personas te vieran cambiar y te identificaran.
—…
—¿Grego?
—¿Crees que no lo he pensado?
Ambos guardaron silencio. Héctor se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
Una nube de polen y partículas en suspensión flotaba sobre la hierba. Tenía el
acuciante deseo de irse de allí. Quería alejarse a toda prisa de aquel lugar y no tener
que regresar.
—Me alegro de oírlo —dijo—. Sería insoportable para ella. Y muy duro para
Sara. Y para mí.
—…
—Podemos acordar una solución respecto a tu estancia aquí. Algo que no nos
obligue, a ninguno de los dos, a tomar medidas de fuerza.
—…
—Tratemos de verlo como algo temporal.
—¿Qué coño quieres decir?
—Puede tener un final. Del mismo modo que empezó puede terminar. Sin más.
Cualquier día. Pensemos en ello.
Cayó el silencio, a un lado y otro de la puerta.
—Héctor.
—¿Sí?
—Vete.
—…
—¡Vete!

Las dos iban calladas en el coche. Las dos se habían arreglado para la ocasión. Héctor
había insistido en ello. Beatriz lucía un lazo en el pelo y un vestido nuevo. Sara se
había maquillado discretamente. Conducía con un nudo en el estómago. Tomó la
salida de la autopista hacia la casa de Grego.
—No tenemos que estar tristes —dijo a la niña—, si lo hacemos, tu tío se pondrá
triste también.
—Y tampoco hacerle muchas preguntas —añadió.
—¿Se pondrá triste también si se las hacemos?
—Puede ser. Sin duda.
Héctor estaba esperándolas, había ido por anticipado. Solo cuando oyeron
acercarse el coche, los hermanos salieron del refugio y pasaron a la casa.

www.lectulandia.com - Página 215


La niña saltó a los brazos de su tío. Hablaron de lo que ella había hecho en los
últimos días y de lo que planeaba hacer en vacaciones. Iría a un campamento,
explicó, junto a un lago; sus amigas irían también, dormirían en literas y les
enseñarían a encender fuego frotando dos trozos de madera.
—¿Tienes ganas de ir?
Ella asintió.
—Muchas. Bastantes.
—Eso está bien. Muy bien.
Salvo los sillones donde estaban sentados, los muebles se encontraban cubiertos
por sábanas. Sara entraba y salía de la cocina llevando refrescos y cosas para picar. Al
final apareció con una tarta y repartió raciones entre todos.
—¡Vaya! —dijo Grego—. Esto ya es demasiado.
Comieron en silencio. Sara apenas tomó un par de bocados. Evitaba mirar a
Grego.
Ya habían explicado a la niña que su tío regresaba a Asia, muy lejos, a ocuparse
en un trabajo similar al que antes tenía allí. Una oportunidad que no podía dejar pasar.
—¿Podremos ir a verte? —le interrogó.
—Claro. Pero prefiero venir yo a verte a ti.
Beatriz asintió.
—Y hasta entonces hablaremos por teléfono. Estaremos en contacto. ¿Prometido?
—Prometido.
La niña lo miraba a él y luego a la tarta. Le permitieron tomar un segundo trozo.
Ella se esforzaba en actuar de modo formal, después de cada bocado se limpiaba los
labios con la servilleta, que pronto quedó embadurnada de chocolate.
Grego la contemplaba y sonreía sin alegría. Poco después anunció que tenía que
resolver algunos asuntos y terminar de preparar el equipaje. Era la señal convenida.
La voz le salió atragantada. Sara y Héctor se pusieron en pie.
—Será mejor que nos vayamos —dijo ella.
Beatriz abrazó por última vez a su tío.
—No llores. Volveré pronto y te traeré regalos.
Héctor tomó a la niña de la mano.
—Vamos afuera, cariño.
Salieron, dejando solos a Sara y Grego.
Beatriz y su padre aguardaron en el columpio. Él la empujó varias veces, pero
enseguida ella dijo que hacía mucho calor y prefería esperar en el coche, donde había
aire acondicionado. Héctor le hizo contar cosas sobre el campamento, de las otras
niñas que iban a ir y las cosas que todavía le faltaban por añadir a su equipo de
acampada. También hicieron planes para el siguiente fin de semana. Irían de compras
y a la playa. Ella le enseñaría cuánto había progresado con las clases de natación.
No tardó en salir Sara. Llevaba el rostro rígido. Mantenía apretadas las
mandíbulas.

www.lectulandia.com - Página 216


—¿Podemos irnos?
Héctor asintió y se apeó del coche cediéndole el sitio. Él se quedaría un rato más
para despedirse de su hermano.
Grego apareció en la puerta de la casa y agitó la mano. Beatriz respondió del
mismo modo desde el interior refrigerado del coche.

El sonido del motor al ponerse en marcha se propagó por los alrededores como una
esfera que crecía y crecía, también bajo tierra. Por un instante pájaros, roedores,
hormigas en sus túneles subterráneos… interrumpieron sus labores y giraron la
cabeza o agitaron las antenas alertados por aquella intrusión sonora.
Entre ellos se encontraba Chewie.
Estaba más delgado que cuando vivía con Beatriz. La vida a la intemperie lo
había hecho envejecer prematuramente. Tenía una pata trasera atrofiada, fruto del
ataque de un gato asilvestrado del que había logrado escapar de milagro. Su pelaje
estaba mugriento y plagado de parásitos. El olfato, sin embargo, se le había
agudizado. Se alimentaba a base de frutos secos desprendidos de los árboles. Su
refugio se encontraba en un agujero bajo tierra, la antigua madriguera de otro
pequeño animal, que quizá no había tenido tanta suerte como él a la hora de librarse
de los depredadores. Dio con ella por casualidad, la primera noche que pasó a la
intemperie, sobrecogido por el ulular de las lechuzas y multitud de otros sonidos
desconocidos para él. Desde entonces nunca se había alejado de la protección que le
ofrecía. Apenas la abandonaba más que para llevar a cabo rápidas batidas en busca de
alimento. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo acurrucado en la oscuridad.
Aun así, Chewie estaba cansado. El invierno había sido duro. Había estado a
punto de morir de frío prácticamente cada noche. El alimento escaseaba y la labor de
búsqueda resultaba una novedad para él.
La primavera había traído un alivio a sus problemas, pero difícilmente podía
compensar el desgaste inflingido por los meses de frío.
En el instante en que el sonido del motor lo sobresaltó, se encontraba en la
entrada de su madriguera, con medio cuerpo dentro y medio fuera, evaluando la
posibilidad de salir del todo y atreverse a buscar algo para comer. En su lugar
retrocedió asustado por el bramido del motor y cojeó hasta el fondo de la madriguera.
Allí permaneció temblando de cara a la pared. Al cabo de un rato terminó por
calmarse y se quedó dormido. Tampoco tenía tanta hambre. Su diminuto pecho subía
y bajaba lentamente. Podía aguardar el tiempo que fuera necesario hasta sentirse
seguro. Su todavía más diminuto corazón atenuó el ritmo de los latidos. No le
preocupaba si se despertaría o no a la mañana siguiente.

El refugio había sido acondicionado con algunos muebles, un intento por hacer más

www.lectulandia.com - Página 217


tolerable la cuarentena indefinida de Grego. Este entró en él y la puerta se cerró.

Después volvieron las moscas.

www.lectulandia.com - Página 218


---
Mutatis Mutandis

Los muros de la casa habían perdido el brillo. Una gruesa capa de polvo cubría las
ventanas de modo que apenas era posible vislumbrar el interior a su través, los
muebles cubiertos por sábanas grises, entre los que correteaba algún que otro ratón.
Sobre el también polvoriento suelo de la cocina, rastros superpuestos de huellas eran
el único indicador de una presencia humana reciente. Manchas de humedad, grandes
como mapamundis, asomaban en las paredes, y en el piso superior había ollas y
cazuelas para recoger el agua de las goteras. Todo un costado del alero se había
desmoronado tiempo atrás y los restos formaban un desagradable conglomerado de
astillas y tejas rotas.
Caía una lluvia fría. Lo hacía a ritmo constante, tras varios días sin prestar tregua,
en los que había reducido el sol a una idea remota con la que era difícil asociar la luz
mortecina que alumbraba los campos.
El armazón del columpio construido para Beatriz estaba oxidado y la madera del
asiento esponjada por la lluvia y en ella crecían líquenes con forma de coronas
blancuzcas.
Héctor giró la llave del candado y abrió la puerta del refugio apenas una rendija.
El vestuario estaba en calma y la siguiente puerta, la que conducía a la estancia
principal, se encontraba cerrada. Pasó al interior. Llevaba consigo dos bolsas térmicas
con sendas bandejas de comida. Las depositó sobre un banco y se asomó a la mirilla.
Ahogó una exclamación mitad de sorpresa, mitad de disgusto.
Las moscas revoloteaban al otro lado.
Se puso con desgana el traje de apicultor.
Los insectos disponían de más lugares que antes donde posarse. El antiguo catre
había sido reemplazado por una cama de verdad, con el colchón recubierto por una
funda plástica. La estancia disponía de una mesa y un par de sillas, un banco de
abdominales y un armario con puerta corredera que albergaba libros, álbumes de
fotos y un pequeño equipo de música. La ropa se guardaba en el vestuario, al otro
lado de la puerta, donde las moscas no pudieran alcanzarla, lo mismo que una nevera
y un armario con comida.
Los nuevos alimentadores, de mayor capacidad que los antiguos, se hallaban en
servicio. Negras pelotas de insectos pendían de los extremos inferiores de los
depósitos.
El brillo y el parpadeo de un televisor atraían a las moscas. Se encontraba
protegido por una funda de plástico transparente, al igual que el reproductor de DVD

www.lectulandia.com - Página 219


situado a su lado. Héctor lo apagó. Luego retiró las sábanas y mantas de la cama.
Formó con ellas un montón donde se aseguró de que no quedaran moscas atrapadas.
Encima de la mesa descansaban una hoja de papel manuscrita y un lápiz. La examinó
brevemente. Se trataba de una carta. Estaba sin finalizar. El texto se interrumpía en
mitad de una frase. Un jersey con una camisa dentro y unos pantalones con un
cinturón abrochado formaban un revoltillo sobre la silla. Las perneras colgaban hasta
el suelo, donde, a sus extremos, reposaba un par de zapatillas de deporte.
Dobló la carta y se la guardó en el bolsillo.
Retiró un plato con restos de comida, un vaso y una garrafa de plástico llena en
sus tres cuartas partes de vino. Tanto el plato como el vaso y los cubiertos eran
también de plástico, medida adoptaba después de que unos cubiertos de metal
hubieran sido empleados durante un intento de fuga para abrir un hueco en las
contraventanas de madera. Poco después estas habían sido reemplazadas por otras
metálicas y la ventana reforzada con barrotes.
De regreso en el vestuario reguló la calefacción para fijar la temperatura en
veintiún grados. Volvió a coger las bolsas térmicas con la comida y salió sin olvidarse
de echar la llave.
Caminó hasta la casa encogido bajo la lluvia. Entró en la cocina, donde hacía
tanto frío como en el exterior. Abrió la libreta que aguardaba sobre la mesa. Pasó las
páginas, repletas de anotaciones. Casi todas consistían en fechas. A continuación de
la última, añadió la correspondiente a aquel día.

En el camino de regreso conectó la calefacción de los asientos del Mercedes. Tomó la


autopista en dirección a la ciudad, donde ahora residía la familia. En un edificio de
mármol blanco. En la planta undécima. En los días despejados, desde la terraza
divisaban el mar y las siluetas alargadas de los buques mercantes deslizándose por el
horizonte. Por ninguna de las ventanas podía verse la refinería.
La casa de la urbanización había sido vendida. La adquirió una pareja sin hijos.
Dirigían un negocio de venta de réplicas de arte a través de Internet. Los dos vestían
de negro. Durante su primera visita recorrieron las habitaciones sin desprenderse de
las gafas de sol.
Fueron muchos los vecinos sorprendidos por su decisión de mudarse a la ciudad.
Algunos lo interpretaron como menosprecio. Les sugirieron que, si de veras deseaban
trasladarse, lo hicieran allí mismo, en la urbanización, a una casa mayor. O quizás a la
nueva zona residencial que se iba a construir no lejos de allí, sobre el bosque donde
Héctor acostumbraba a correr. Las máquinas ya habían comenzado a desarraigar los
árboles.
—¿Papá?
Héctor dejó las llaves en una bandeja sobre la mesa del recibidor.
—Sí.

www.lectulandia.com - Página 220


—Llegas a tiempo. La cena está lista.
—Ajá. Huele bien.
Desde la mesa del comedor veían el cielo por las puerta-ventanas de la terraza.
Sobre la barandilla paseaban palomas. Durante todos los años que pasaron en la
urbanización nunca habían visto palomas, ni una sola, curiosidad que no dejaban de
comentar. Les parecía agradable despertarse cada mañana acompañados por su zureo.
Al principio Beatriz les dejaba migas en la terraza. Tuvo que dejar de hacerlo cuando
los vecinos se quejaron.
El hospital donde trabajaba Sara se hallaba próximo; podía ir a pie. Otro cambio
de agradecer.
Había salido bien librada de un recorte de personal. Enfermeras con las que
llevaba trabajando desde siempre fueron retiradas anticipadamente o trasladadas a
destinos de inferior categoría. Todo el mundo le aseguraba lo afortunada que había
sido al conservar su puesto. Ella les daba la razón, pero se callaba que, a pesar de
todo, consideraba la posibilidad de solicitar la excedencia. Héctor y ella volvían a
hablar de tener más hijos. El reloj corría en su contra. Se les estaba pasando el tiempo
en que podían hacerlo con garantías de seguridad.
—La probabilidad de tener a un niño con síndrome de Down es de uno entre mil
cuando la madre tiene treinta años, de uno entre cuatrocientos a los treinta y cinco, de
uno entre cien a los cuarenta… —recitaba Sara.
Y Héctor asentía.
Durante la cena de aquella noche ella solo vestía un albornoz. Acababa de salir de
la ducha, todavía tenía el pelo mojado. A través del pliegue que formaba la prenda
cuando se inclinaba sobre el plato, Héctor atisbaba la blancura de uno de sus pechos.
De no haber estado su hija delante, y de no haberse sentido él tan disperso como se
sentía, habría estirado el brazo y acariciado aquella blancura con la punta del índice,
como quien prueba un pastel de nata, y Sara se habría reído y retirado un poco y
dicho que esperase a que terminaran de cenar. Su sonrisa era radiante, las arrugas que
habían hecho aparición alrededor de la boca no lograban estropearla. Tres veces por
semana se cepillaba los dientes con fresas machacadas.
—¿Ocurre algo? —preguntó ella.
—No. ¿Por qué?
—Parece como si no estuvieras con nosotras. ¿Hay algún problema?
Él meneó la cabeza.
—No. Todo marcha bien.
Se llevó un trozo de estofado a la boca.
—Está muy bueno. —Apuntó a su hija con el tenedor—. ¿Lo has hecho tú?
Esta se rio y respondió con un largo no.
—Solo la guarnición.
El cambio de residencia también había llevado consigo un nuevo colegio para
Beatriz. Al principio el traslado le había asustado, pero —para gran alivio de sus

www.lectulandia.com - Página 221


padres— logró adaptarse rápidamente y sin dificultades. Le gustaron sus nuevos
profesores y compañeros. Pronto formó un círculo de amistades. Cualquier problema
que hubiera tenido antes quedó olvidado.
Ahora todo aquello resultaba muy lejano.
Héctor la observó mientras ella pinchaba diminutos trozos de carne con el
tenedor. Se estaba convirtiendo a pasos agigantados en una joven muy atractiva. No
pasaría mucho tiempo antes de que los chicos comenzaran a reclamar su atención. Le
resultaba inevitable sentirse asombrado ante su hija, un pájaro exótico cuyo plumaje
no cesaba de embellecerse.
De cuando en cuando Beatriz recibía un e-mail de su tío donde este le contaba
cosas de su vida en Asia, decía que se acordaba de ella y preguntaba qué estaba
haciendo. Beatriz contestaba del mismo modo y añadía recuerdos de parte de todos.
Luego, por un rato, permanecía cabizbaja y preguntaba a su padre sobre cosas que
ella ya comenzaba a olvidar. Pero pronto recuperaba el humor. Estaba creciendo.
Descubría nuevos intereses cada día.
La falta de concreción de los mensajes y las continuas evasivas de su tío respecto
a la posibilidad de hacerles una visita, la hacían pensar que también él estaba
olvidándose de ellos.
Era Héctor quien escribía los e-mails. Lo hacía desde su despacho de la refinería.
Transcribía las cartas que su hermano le entregaba o bien lo que le comunicaba
directamente de palabra. Imprimía las respuestas de Beatriz y las llevaba al refugio.
Más allá de lo relacionado con ese frágil hilo de comunicación, Héctor no hacía
referencias a su hermano. Las llamadas telefónicas habían sido vetadas. Las voces de
uno y otros podían remover las cosas. Las voces eran peligrosas.
Llevaba a lavar la ropa de su hermano a una tintorería; lo mismo hacía con los
trajes de apicultor. La comida la adquiría en un establecimiento de alimentos
preparados. Los asuntos del refugio no cruzaban la puerta de su casa. Durante la
semana visitaba el lugar al menos una vez al día, habitualmente dos, antes de acudir a
la refinería, y por la tarde a su regreso. Los fines de semana, dependía de los planes
que tuviera con su familia. A menudo los alrededores del refugio permanecían
desiertos entre la tarde del viernes y la mañana del lunes.
Tras haberlo acordado con su hermano, Héctor se entrevistó con el administrativo
del almacén de vinos. Le ofreció llevar las riendas del negocio a cambio de un
aumento de sueldo y una participación en los beneficios. Una llamada realizada por el
hermano menor acabó con las dudas que el hombre pudiera albergar. Aceptó. Héctor
ingresaba el dinero generado por el almacén en una cuenta bancaria donde
permanecía intocado.
Trataba de convertir la situación de su hermano en algo lo más tolerable posible.
Le llevaba todo aquello que le pedía, siempre que no pudiera representar un peligro
para él o para su permanencia en el refugio. Fotos de la familia, prensa, música, fajos
de revistas entre las que, como si se hubiera colado allí sin que él lo hubiera notado,

www.lectulandia.com - Página 222


siempre figuraba algo de pornografía. Se sentaba con su hermano a jugar a las cartas
y hablar. Veían la televisión. Le contaba cómo iban las cosas por casa. El otro siguió
los pormenores del cambio de residencia como si se tratara de un serial.
En los días soleados se arriesgaban a salir al exterior y dar unos pasos bajo el sol,
siempre sin alejarse del refugio. Durante tales paseos Héctor no perdía de vista a su
hermano; dispuesto a arrojarse contra sus piernas en caso de que echara a correr hacia
la espesura. Tal cosa nunca llegó a ocurrir, si bien en cierta ocasión, de nuevo al
amparo de las cuatro paredes, el hermano menor confesó que había pensado no pocas
veces en hacerlo. Varias de ellas había estado a punto de lanzarse a correr. Si no lo
había hecho era solo por la imposibilidad de encontrar otro sitio adonde ir.
La esperanza de que todo cesara algún día se volvía cada vez más difícil de
sostener. En la libreta que permanecía en la cocina de la casa, donde figuraban las
fechas de comienzo y final de cada una de las transformaciones, las anotaciones no
dejaban de sucederse.
Cuando las moscas hacían acto de presencia, Héctor debía cuidarlas también.
Protegerlas, alimentarlas, limpiar lo que ensuciaban. Tareas que le despertaban un
desagrado creciente.
La labor nunca se interrumpía.
Representaba enormes cantidades de tiempo y esfuerzo emocional. El hermano
mayor cargaba con todo el peso sobre sus hombros. En contrapartida, su familia
quedaba al margen. Desde su punto de vista, el balance resultante era positivo. No
había consiervos.
Pero a pesar de todos los esfuerzos realizados por evitarlo, el fantasma de su
hermano lograba colarse en casa. Se manifestaba en forma de los silencios en los que
Sara caía de cuando en cuando, durante los que el rostro se le descolgaba presa de un
recuerdo que la asaltaba sin previo aviso. Le podía ocurrir en cualquier lugar. Salía
con Héctor a cenar y se quedaba aturdida contemplando la comida que tenía delante,
como si no supiera qué hacer con ella. O podía manifestarse como una pregunta
formulada en mitad de la noche, con las luces apagadas:
—¿Cómo va todo? —lo interrogaba Sara.
Cuando ya habían hablado sobradamente de los hechos del día: del trabajo, de la
casa, de su hija… De todos los aspectos confesables de su quehacer cotidiano.
—Sigue igual.
Era la respuesta. O bien algo igualmente escueto.
—Hagámonos a la idea de que está internado en un centro de salud. Por su propia
voluntad. Y que eso es lo único que puede salvarlo —había solicitado Héctor tiempo
atrás—. Así será más fácil. Para todos.
El viejo cuaderno de cubiertas de piel donde Sara había hecho anotaciones
durante años desapareció en el transcurso de la mudanza. Estaba guardado en una
caja junto a algunas prendas de ropa y dos muñecos de peluche de Beatriz, todo ello
desaparecido. En la agencia de mudanzas aseguraron no saber nada. Cuando la

www.lectulandia.com - Página 223


interrogaron sobre el contenido de la caja, Sara vaciló, no mencionó el cuaderno para
no despertar la curiosidad. Nunca volvió a saber de él.

El hermano mayor seguía siendo el Jefe de Seguridad de la refinería. Si bien porque


así lo había escogido. La propuesta de proseguir su carrera ascendente le había sido
formulada. Romano Santos se retiraba y había elegido a Héctor para que lo sucediera
en su cargo.
El día en que este acudió a comunicarle la decisión tomada, encontró a Santos
encogido en su sillón, con el rostro crispado en una mueca de dolor. La piel se le
había vuelto amarillenta. En una mesilla había una jarra de agua cuyo contenido una
secretaria reponía sin cesar.
—Piedras en el riñón —dijo Santos—. Las elimino y se reproducen. Mi particular
versión del castigo de Sísifo.
Engulló un vaso de agua y se secó las comisuras con sendos toques de un pañuelo
de hilo. Luego pidió a la secretaria que nadie los molestara durante unos minutos.
El estado de Santos había decaído más allá de lo que era posible atribuir a su
enfermedad renal. Su mujer se encontraba en esos momentos en casa, donde
alternaba las estancias con visitas a una clínica de internamiento. Las escasas
personas que habían llegado a verla decían que se había vuelto un ser enfrascado en
su mundo particular, lúcida solo a ratos, y tan pálida y consumida que parecía
translúcida. Como en un pez abisal, se podía apreciar la circulación de la sangre por
sus venas.
—¿Y bien? ¿Lo has decidido?
Sin esperar la respuesta añadió:
—He comenzado la campaña. Hemos dado los primeros pasos. Pequeños pero
importantes. Llamémoslo tu declaración de intenciones.
—No deberías haberte adelantado.
—Tonterías. No hay tiempo que perder. La dirección baraja otros candidatos.
Gente de fuera.
—No estoy seguro de que el puesto me interese.
Santos clavó en él la mirada.
—Vaya… ¿Puedo saber por qué?
—En este momento mis prioridades son otras.
—¿…?
—Personales.
Su superior se retrepó en el sillón.
—¡Y una mierda! ¡Cuándo crees que vas a tener una oportunidad mejor! ¡Una
oportunidad siquiera semejante!
—Lo asumo.
Ni siquiera el enfado logró dotar de un poco de color a sus mejillas. Santos se

www.lectulandia.com - Página 224


contrajo presa de un nuevo asalto de dolor en los riñones. Un velo de sudor le cubrió
la frente.
—He invertido tiempo y esfuerzo en ti. No creerás que todo terminó cuando
conseguiste el puesto que ocupas. Estás en la curva ascendente. No puedes detenerte
ahora.
—Estoy satisfecho.
—No te creo.
Héctor desvió la mirada. Vio árboles y cielo al otro lado de la ventana, una vista
muy diferente a la que su despacho le ofrecía.
—He sido sincero. ¿Qué otras explicaciones debo darte?
—Moralmente, muchas.
—Te agradezco lo que has hecho por mí estos años. Pero es suficiente.
Santos se puso en pie con visible esfuerzo y cojeó por el despacho.
—Es tu última palabra.
—Lo es.
Santos replicó hablando de agotamiento motivacional, de una deformación de las
prioridades, de flagrante traición. La decepción y el dolor distorsionaban la
elocuencia que, en buena parte, lo había llevado a la posición que ostentaba. Las
palabras salían de su boca acompañadas de gotas de saliva.
—No soy el único que cuenta contigo. Puedo decirte nombres de otros que tienen
puestos sus ojos en ti. Algunos te sorprenderían.
Héctor resistió la tentación de preguntar cuáles. Soportó estoicamente el discurso.
—Puede que poseas argumentos para rechazar la oportunidad que se te brinda,
pero te pido que en esta ocasión pienses en ti mismo —lo instó Santos—. Reivindica
la porción de egoísmo que te corresponde.
Continuó sin que Héctor tuviera oportunidad de replicar. Moderó el tono.
—En última instancia solo pensamos en nosotros. Nos creemos lo más importante
que existe. Y es cierto. Grábatelo. Una verdad revelada. Te la regalo. Somos lo más
importante. Todo lo demás no existiría si nosotros no estuviéramos aquí.
Antes de continuar volvió por otro vaso de agua.
—Cuando montamos en un ascensor todos sentimos que es el edificio lo que sube
o baja mientras nosotros permanecemos inmóviles.
La mano le tembló al levantar la jarra, y luego mientras bebía.
—Una vez te dije que todavía estabas en mitad del camino, que no habías
alcanzado lo que de veras te espera. Y sigo pensándolo. Dispones de tu ocasión.
Demuestra que tienes lo que hay que tener.
—No me provoques.
—Quizás es lo que necesitas. ¿Lo has consultado con Sara?
Héctor sonrió sin humor y desvió la cabeza.
—No te ofrezco el puesto porque seas de mi agrado —prosiguió Santos
moderando de nuevo el tono—. Y tú ya no puedes ayudarme a mí en nada. Solo creo

www.lectulandia.com - Página 225


que lo harías bien. Y que serían muchos los que se beneficiarían de ello. En el buen
sentido.
Hizo una pausa en la que miró fijamente a Héctor.
—¿Tienes miedo?
—No.
Santos quedó inmóvil, todo lo erguido que su padecimiento le permitía. Luego,
muy despacio, pegó la barbilla al pecho, como si esa fuera una respuesta que no
esperaba y debiera meditar.
—No tienes miedo —dijo lentamente, deteniéndose en cada palabra.
—No.
—Por lo visto tu decisión es firme.
—Creí que había quedado claro.
—Ahora lo está. Si me hubieras dicho que tenías miedo, todavía habría habido
alguna posibilidad. Pero ahora…
Héctor se puso en pie. El dolor obligaba a Santos a caminar encorvado. En pie
apenas llegaba a Héctor a la altura de los hombros. No hacía mucho era un hombre
fornido que cada mañana corría cinco kilómetros en la cinta de footing del gimnasio
de su casa.
A regañadientes estrechó la mano de Héctor. La sostuvo en la suya un instante
antes de soltarla.
—No te imaginas las veces que he velado por ti sin que lo supieras, que te he
cubierto las espaldas…
Héctor lo miró inexpresivo.
—… y que he ocultado tus errores.
Le soltó la mano y, sin decir más, dio media vuelta.
Quizá si hubieran sido otras las circunstancias Héctor habría aceptado la sucesión.
Nunca llegaría a saberlo.
Pero como había dicho —con perfecta sinceridad—, en ese momento sus
prioridades se hallaban en otro lugar.

Las anotaciones que realizaba cada vez que su hermano sufría una transformación no
solo se sucedían sin cesar sino que también correspondían a fechas cada vez más
próximas entre sí. El espacio de tiempo entre una y otra se volvía más breve.
La duración de la visita de las moscas, por el contrario, permanecía inalterable.
Por las fechas en que Héctor rehusó el ascenso, su hermano apenas disponía de
tiempo para reponerse entre dos transformaciones consecutivas. No podía recuperar
el peso que la llegada —y/o la partida— de las moscas consumía. Estaba adelgazando
inexorablemente.
La víspera del día lluvioso en que Héctor visitó el refugio llevando dos bandejas
de comida y se topó —para su sorpresa— con las moscas revoloteando dentro, su

www.lectulandia.com - Página 226


hermano había regresado a la forma humana después de otra transformación.
No habían pasado ni veinticuatro horas y los insectos volvían a estar allí.
Las transformaciones se aproximaban hacia un final de algún tipo.
Era momento de adoptar nuevas medidas.

Héctor visitó un almacén de equipamiento agroganadero. El empleado que lo atendió


lo informó de las diferentes clases de insecticida apropiado para moscas de las que
disponían. Recomendó una combinación de dos productos, uno destinado a las larvas
y otro a los insectos adultos. Se aplicaban diluidos en agua, mediante un aspersor. Las
dosis iban indicadas en los envases. Héctor cogió una garrafa de cinco litros de cada
uno. Cambió de idea y tomó otras dos de cada.
Actuó libre de remordimientos. Hacía mucho que había disociado la entidad que
representaban las moscas de la de su hermano. Seres diferentes con naturalezas
diferentes. Cuidaba de las primeras por la única razón de que había de hacerlo para
que el otro regresara. Eso era todo. El sostenimiento de su salud mental así se lo
demandaba.
Se había regido por tal separación casi desde el primer momento. Podía incluso
concretar el instante en que el resorte cerebral se accionó. En la tercera
transformación de su hermano (número suficiente para el establecimiento de una
pauta), la primera vez que lo llevó a la casa de los abuelos y lo encerró en una de las
habitaciones de la planta superior. Aquel le dijo que quería estar solo y él salió y
cerró la puerta y dispuso unas ropas enrolladas para tapar la rendija que quedaba
entre el borde de la puerta y el suelo. A continuación se despidió en silencio de quien
permanecía al otro lado de la puerta y a quien no volvería a ver hasta diez días más
tarde. No antes.
Las moscas eran un peligro. Su hermano solo había comenzado a serlo la tarde de
la fiesta de cumpleaños, pero este problema se hallaba resuelto con su estancia en el
refugio. Quedaba por solucionar el de las moscas.
Llevó el insecticida al refugio mientras su hermano se hallaba transformado, a fin
de trabajar sin interrupciones. En el vestuario dispuso un bidón de aceite vacío, que
actuaría como depósito, una bomba autoaspirante y las mangueras necesarias para
realizar las conexiones. Vertió los insecticidas. Estos habían sido diseñados para su
uso en establos y las dosis recomendadas eran las que garantizaban, además de la
eliminación de los insectos, la seguridad del ganado. Héctor carecía de esa limitación.
Vació en el depósito las seis garrafas. Rellenó el resto del depósito con agua.
Fuera lo que fuese lo que iba a ocurrir cuando el espacio entre transformaciones
se redujera a cero, él se encontraría preparado.
Una vez que estuvo todo listo, habló con Sara como si todavía no hubiera
adoptado ninguna decisión.
Siguiendo la costumbre que habían tomado cada vez que tocaban el tema de su

www.lectulandia.com - Página 227


hermano, lo hicieron por la noche, cuando habían apagado las luces y no podían verse
las caras, ni debían volver a hacerlo hasta la mañana siguiente.
Sara permaneció largo rato en silencio después de que él hubiera terminado de
hablar. Aunque hasta entonces ella se había mantenido al margen de la situación,
sabía que el final se acercaba.
—Es la forma más piadosa de hacerlo —dijo.
—Eso creo.
Luego Sara se desplazó en la cama hasta quedar pegada a él. Se abrazaron. La luz
nocturna que penetraba por la ventana tenía una naturaleza diferente a la que había en
la urbanización, más compleja y poblada. Las primeras noches en la nueva casa les
había costado conciliar el sueño. Pero no tardaron en acostumbrarse. Los sonidos de
la calle y el propio edificio los hacían sentirse acompañados.
Abrazados en la oscuridad volvieron a hablar de tener otro hijo. Héctor no solo se
había hecho a la idea sino que lo deseaba. Le gustaría que fuera un varón. Alguien
con quien compartir su tiempo libre, al que enseñar cosas.
—Puedes hacer todo eso con Beatriz —le recordó Sara—. Lo has hecho.
El asentimiento de él quedó oculto por la noche.
Sara deseaba que naciera a principios de verano. Hicieron cálculos. Prolongaría el
permiso de maternidad con la excedencia.
—¿Qué haremos con la casa?
Héctor no supo a qué se refería.
—La de los abuelos. La de tu hermano.
No contestó de inmediato. Seguía enfrascado en la imagen de Sara de nuevo con
el vientre hinchado. Volvería a haber una cuna en la casa, un bebé al que pasear en
brazos susurrándole cosas hasta que conciliase el sueño. Los mismos momentos,
correspondientes a Beatriz, le parecían terriblemente lejanos y difusos.
—La venderemos —dijo finalmente.
—¿Estás seguro?
¿Qué representaba deshacerse de una casa, en la que al fin y al cabo nunca habían
vivido, después de cuanto acababan de acordar?
—Derribaremos el refugio y la venderemos.
—¿Qué diremos a la niña? ¿Cómo explicaremos la pérdida de contacto?
En eso Héctor también había pensado.
—La gente desaparece todos los días.
Y añadió:
—Siempre he creído que sería el final adecuado para mi hermano. Desvanecerse.
Lo que él escogería. Si pudiera hacerlo.
Mientras decía esto sintió el cuerpo de Sara ponerse rígido. Ella se zafó para
regresar a su lado de la cama, donde permaneció yerta con los ojos fijos en el techo
negro.
—Que Dios nos perdone.

www.lectulandia.com - Página 228


A lo largo de los días siguientes, cada vez que Héctor entraba en el refugio para
reponer el contenido de los alimentadores, recordaba las palabras de su mujer cuando
le expuso el plan de fumigación.
«Es la forma más piadosa de hacerlo», había dicho.
Se aferró a esa opinión, que reforzaba sus motivos.
Sin embargo, cuando los insectos volvieron a irse, se topó con una oposición
prevista pero de una intensidad no imaginada.
Una vez que su hermano hubo regresado, y como cada vez que esto ocurría,
Héctor lo llevó a la casa, donde aquel habría de descansar sobre uno de los sillones
cubiertos con sábanas, mientras él se dedicaba a limpiar el refugio. Lo transportó en
brazos, abrigado con una manta. Había adelgazado tanto que apenas le costó
esfuerzo.
Pasaron junto al bidón de insecticida, la bomba y las mangueras que los
conectarían a la estancia principal del refugio para transformarla en una cámara de
gas.
Aun en su estado de aturdimiento, al hermano menor le bastó un vistazo para
prever la finalidad del depósito.
—Así no —dijo cuando Héctor lo depositó en el sillón.
—¿Por qué no?
—No quiero acabar como unas jodidas moscas.
Las palabras se le atragantaban. Héctor le llevó un vaso de agua.
—¿Qué propones?
El hermano menor jadeaba como si le costara trabajo llevar el aire a los
pulmones. Se le marcaban las cotillas y los pómulos. En el momento en que llegaron
las moscas se encontraba sin afeitar y así continuaba.
—Acabar antes.
Héctor lo contempló como si no entendiera lo que quería decir.
—Antes…
—Cuando todavía podamos despedirnos.
El hermano mayor se puso en pie y fue a la cocina, de donde regresó mucho rato
después con un tazón de caldo. Tomó asiento al lado de su hermano.
—Cuidado, está caliente.
—¿Qué respondes?
—¿A qué?
Héctor sopló una cucharada de caldo para enfriarla y se la acercó a su hermano a
la boca. La mitad se escurrió por la barbilla.
—No puedo hacerlo.
Unas carcajadas asmáticas salieron de la garganta del menor.
—Mírame bien. No voy a ir a ninguna parte.
Tenía los ojos hundidos en las cuencas y bordeados por sombras violetas. Perdía

www.lectulandia.com - Página 229


pelo. Era incapaz de diferenciar los sabores. El aumento de tono vital que antes traían
consigo los diez días de ausencia había dejado de producirse. Su persona estaba
mermando. La cantidad de energía consumida por las moscas era superior a la que era
capaz de recuperar en los breves intervalos de tregua que se le concedían. Poco a
poco cedía terreno a los insectos. Cada vez era menos él y más las moscas.
Y no deseaba ser el primer testigo de la conclusión de tal proceso.
Héctor terminó de administrarle el caldo. Después de cada cucharada le secaba la
barbilla con una servilleta. Los ojos de su hermano permanecían fijos en él a la espera
de una respuesta.
Miró el reloj.
—¿Podrás quedarte solo un rato?
—Tengo práctica.
—Volveré lo antes posible.
Sacó a la calle el televisor y los muebles del refugio. Los enchufes del interior
eran estancos. Abrió la ventana y, provisto de un rociador a presión lleno de agua y
detergente, atacó las paredes. Trabajaba con ímpetu, protegido por unas gafas de
seguridad y una mascarilla. El sudor le bañaba la cara.
Las moscas y su hermano. De nuevo la disociación. Una cosa era poner a
funcionar una bomba y que el cóctel de insecticidas acabara con unos bichos
indeseables y otra muy diferente…
Aunque era capaz de entenderlo. Si fuera él quien se encontrara en esa situación
querría lo mismo y habría formulado una petición semejante. Habría deseado tener
enfrente a alguien a quien poder estrechar la mano y dar las gracias.
Frotó el interior del refugio con un cepillo. Las limpiezas no eran tan
pormenorizadas como acostumbraban a ser antes, pero no podía permitirse el lujo de
entretenerse y que su hermano pasara más tiempo fuera. El tiempo entre
transformaciones era variable, unas veces menos, otras un poco más, pero de la
gráfica que representaba su evolución se podía deducir una incuestionable curva
decreciente.
Decidiese lo que decidiese hacer respecto a su hermano, él no podía permanecer
en el refugio las veinticuatro horas. Las transformaciones eran imprevisibles,
sobrevenían en cualquier momento, y era posible que no se encontrara allí cuando
hubiera de satisfacer la solicitud de Grego.
Mientras la estancia se secaba tomó un taladro y agujereó la pared. Dos orificios,
uno a cada lado de la puerta, justo por debajo de la altura del techo. Conectó una
manguera entre el depósito y la bomba, y otra de esta a una bifurcación en T. Desde
la bifurcación partían otras dos mangueras rematadas por sendas boquillas difusoras
que introdujo por los agujeros. Reforzó los empalmes con cinta aislante. En la
estancia principal protegió las salidas de las mangueras con sendas rejillas metálicas
de malla fina que procedió a atornillar a la pared. De ese modo su hermano no podría
obstruirlas. Tal como estaban dispuestas las boquillas, los chorros abarcarían toda la

www.lectulandia.com - Página 230


habitación. Una batería de coche alimentaba la bomba.
Era una lástima no poder realizar una prueba.
El refugio aún no se había secado del todo y los vapores del limpiador hacían
escocer los ojos y la garganta, pero ya se había retrasado demasiado. Devolvió los
muebles a su lugar. Colocó una funda plástica nueva al colchón e hizo la cama.
Encontró a su hermano reposando con los ojos cerrados y las manos entrelazadas
sobre el pecho. Respiraba dificultosamente. Se sobresaltó cuando le tocó el hombro.
—¿Estás bien? ¿Notas algo?
—Sí y no.
Chasqueó la lengua.
—¿Me traes un poco de agua?
—Ahora mismo.
Las transformaciones no eran por completo instantáneas. Existía cierto aviso que
con el tiempo el hermano menor había llegado a identificar, una sensación de
desbordamiento interior que había sustituido a los antiguos síntomas y que le advertía
de la llegada de las moscas con apenas unos segundos de antelación. De ahí que
Héctor le preguntara si notaba algo.
La puerta de la calle había quedado abierta y entre trago y trago de agua el
hermano menor miraba hacia fuera. El día era húmedo y oscuro, aunque no llovía.
Podía ver la hierba crecida, el camino de acceso a la casa y más allá, entre retazos de
bruma, una línea de árboles. Dos gorriones entraban y salían de la hierba buscando
alimento. Sabía que si mantenían la puerta abierta no tardarían en acercarse e incluso
en aventurarse a ver si podían encontrar algo en la casa.
—¿Tenemos que volver ya?
—Supongo que podemos esperar un poco más. No mucho.
—Me gusta estar aquí.
Héctor le explicó lo que había hecho en el refugio, que el depósito ya estaba
conectado. Expuso el motivo por el que lo había hecho.
—No puedo cuidar de ti a todas horas.
—¿Y las restantes? ¿Cuando estés aquí?
—¿…?
—¿Lo vas a hacer?
Realizó una pausa y añadió:
—Allí tienes lo necesario.
Señaló un armario cerrado con llave en el extremo del salón. Héctor sabía que
dentro estaba la escopeta de caza. La misma que había empleado hacía años para
ahuyentar la nube de estorninos.
—Me encargaría yo mismo si pudiese, pero parece que también esta vez te va a
tocar a ti.
Una carcajada que pareció un lamento puntuó la frase.
—Tampoco es tan importante. Y menos ahora —prosiguió el hermano menor.

www.lectulandia.com - Página 231


Sonreía mostrando los dientes—. La muerte. Quiero decir. Carece de significancia en
el esquema global. Pasa. Y ya está. El resto del conjunto no se altera. No suena una
música de liras. No hay nadie a tu lado para tomar nota de tus últimas palabras.
—Es suficiente.
—¿Te he convencido?
Héctor se levantó y cerró de golpe la puerta de la calle. Los gorriones volaron
hasta un árbol. Prosiguieron su búsqueda de alimento en otro lugar. El hermano
menor reía.
—Hazlo y te dejaré en paz.
—No tiene gracia.
—Piénsalo bien. Es la única forma que tienes de estar seguro de que todo acaba.
Al cien por cien. Como a ti te gusta, hermano. Si no lo haces, ¿quién sabe lo que
puede pasar?

El momento del desenlace se demoraba. A medida que la curva que representaba la


variación del intervalo entre las transformaciones con el tiempo se aproximaba al eje
de abscisas de la gráfica, su velocidad de decrecimiento disminuía.
El hermano menor continuaba perdiendo peso. Tan solo ingería alimentos
líquidos. Cualquier cosa más consistente que un puré, la rechazaba.
Héctor pasaba a su lado todo el tiempo que le era posible. Aceptó poner punto
final al proceso —eufemismo espontáneo adoptado entre ambos— pero solo cuando
no existiera otro remedio, en el momento en el que ya no pudiera verlo como un
crimen. Mientras tanto tratarían de disfrutar de su mutua compañía. La disociación
existente entre las moscas y su hermano permanecía en vigor.
Al hermano menor le preocupaba el recuerdo que de él pudiera albergar su
sobrina, en ese momento y en el futuro.
Entre los dos redactaron varias cartas. Las últimas representaban una despedida
velada y progresiva. Héctor las enviaría por e-mail desde su despacho.
—Espero no haberle causado problemas. Es lo último que quisiera.
—¿A qué te refieres?
—A que por haberme tenido cerca las cosas no le hayan ido tan bien como se
merece.
—Olvida eso.
—¿Le enviarás los mensajes?
—Por supuesto. Ahora descansa un poco.
—No quiero descansar. Es lo único que hago. Descansar para nada. Cuéntame
algo.
—¿Por ejemplo?
—Cualquier cosa.
Héctor tomaba aire y comenzaba a hablar. De cualquier cosa.

www.lectulandia.com - Página 232


En las cartas para Beatriz se mencionaban los deseos de su tío de llevar a cabo un
viaje. No se concretaba el destino pero sí se daban a entender su lejanía y un aura de
misterio que lo rodeaba. Mientras las redactaba, el hermano menor no tenía en mente
ninguna metáfora de la muerte, pretendía solo crear el decorado apropiado para la
posterior interrupción de la correspondencia. Narraba la recopilación de información
para el viaje, la alambicada búsqueda de mapas. Deseaba que su sobrina lo recordase
como un aventurero desaparecido en el transcurso de una expedición. Para ella, su
muerte nunca se concretaría. No habría trámites burocráticos ni ceremonias
religiosas. En su lugar figuraría un paisaje vasto aunque borroso, entre el que
sobresaldría la lejana serenidad de unas cumbres nevadas.
Los beneficios generados por el almacén de vinos fueron traspasados a una nueva
cuenta bancaria, a nombre de Beatriz.
—Cada vez está peor —dijo Héctor mediante un susurro, y aun así sus palabras
parecieron sonar muy alto, colmando la oscuridad del dormitorio.
Sentada a su lado en el borde de la cama, Sara le sostenía una mano entre las
suyas.
—Debería ir a verlo —dijo ella.
Tras un instante él respondió:
—Así lo creo.
Sara estaba al tanto del sistema de fumigación pero no sabía nada del acuerdo
establecido entre los hermanos. Eso quedaría entre ellos. Héctor no estaba dispuesto a
cargar a su mujer con un recuerdo semejante.
A pesar de todo, por debajo de la sincera preocupación de Sara, Héctor no podía
dejar de entrever un rescoldo de esperanza; sentimiento al que él había renunciado
tiempo atrás. Ella, por el contrario —Héctor estaba seguro de ello—, persistía en
confiar en que todo aquel encadenamiento de transformaciones, ida y venida de
moscas y progresivo declive de su hermano, terminaría por culminar en algo positivo.
Que del mismo modo que los insectos pasan por una metamorfosis a fin de alcanzar
un estado superior, Grego experimentaría un cambio final que traería consigo el
descanso para él, y también para todos los demás. Y este todos había que entenderlo
no como algo que abarcaría simplemente a la familia, que había permanecido a su
lado durante aquellos largos años, sino también a las moscas.

Lo primero que impresionó a Sara fue el estado de abandono de la casa. A un lado de


la misma, el viejo Land Rover se corrompía sobre sus ruedas deshinchadas, rodeado
de hierba alta.
Una vez en el refugio, a pesar de todas las advertencias que Héctor le había hecho
acerca de lo que allí iba a encontrar, el corazón se le heló y el mentón comenzó a
temblarle sin control. La sonrisa que dibujó resultó una mueca torcida.
—Hola, Grego.

www.lectulandia.com - Página 233


—Hola, Sara. ¿Cómo estás?
Con ayuda de su hermano, Grego se había arreglado para la ocasión. Llevaba
unos tejanos limpios y un jersey que disimulaba un poco su delgadez. Tenía el rostro
recién afeitado y el cabello peinado hacia atrás y todavía húmedo. Había insistido en
que Sara no lo encontrara en la cama. Aguardaba en una silla, de la que apenas se
levantó para recibir un beso en la mejilla.
Sara tomó asiento a su lado. Permaneció con las rodillas juntas y el bolso en el
regazo. El refugio olía al after shave de Grego y al limpiador desinfectante empleado
hacía solo unas horas para adecentar el lugar. Sobre la mesa esperaban dos copas y
una botella de vino previamente descorchada.
El pecho de Grego subía y bajaba por la emoción.
—Bueno…
—Bueno…
Se les escaparon sendas carcajadas nerviosas. La de Sara terminó antes.
Desde la puerta, Héctor los contemplaba.
—Os dejo para que habléis. Tengo que hacer algunas cosas en la casa.
Sara se volvió hacia él. La asustaba quedarse a solas con el hermano menor.
—Estaré aquí al lado, puedo oíros a través de la pared. Llamadme si necesitáis
algo.
La mirada de Sara bailaba de Grego a todos los rincones del refugio, sin saber
dónde posarse.
Ambos habían sido aleccionados acerca de cómo debía transcurrir el encuentro.
Sara sabía que tenía que mantener la puerta cerrada en todo momento. Y Grego, que
si comenzaba a sentir algo, por débil que fuera, aunque no pudiera determinar si se
trataba o no del comienzo de otra transformación, aunque no fuese más que un
repentino ataque de estornudos, debía pedirle a ella que saliera inmediatamente de
allí. Y Sara tenía que obedecer al instante.
Héctor salió. Como había dicho, a través de la pared de la cocina podía oír las
voces del otro lado cuando estas se alzaban, aunque no alcanzaba a distinguir lo que
decían. Tras la rigidez inicial, las palabras brotaron entre Sara y Grego. Rieron.
Héctor se interrogó por el motivo de las risas.
Extendió un mantel limpio sobre la mesa de la cocina. Cogió varias servilletas y
las hizo tiras.
En el suelo, dentro de dos barreños con petróleo, se remojaban las piezas
metálicas de la escopeta.
Las fue sacando una a una. Las dejaba escurrir y las depositaba sobre el mantel,
donde ya había dispuesto los jirones de servilleta, una brocha, bastoncillos de
algodón, escobillones, una baqueta y aceite para armas.
Acompañado por los murmullos de la conversación del refugio, procedió a frotar
las piezas con la brocha. Empleó los bastoncillos para los resortes y elementos
mecánicos. Una vez limpia, devolvía cada pieza a su lugar en la mesa teniendo

www.lectulandia.com - Página 234


cuidado de no golpearla. Pasó los escobillones por el ánima de los cañones hasta que
salieron sin rastro de suciedad.
A continuación secó a conciencia cada uno de los elementos del arma y les aplicó
una capa de aceite.
Trabajaba sin prestar atención al reloj. La luz de la tarde declinó y hubo de forzar
la vista para volver a montar la escopeta. La charla al otro lado de la pared no se
interrumpió en ningún momento.
Sostuvo el arma entre las manos. La mesa estaba cubierta de trozos de servilleta
sucios y arrugados y el olor del aceite, entre picante y dulzón, se imponía al del polvo
y la madera vieja. Echó hacia atrás los percutores. No apuntó a nada en concreto. La
luz que entraba por la ventana era gris y apenas se distinguían las formas de los
muebles. Accionó los gatillos. Sonaron dos efectivos chasquidos. Las voces en el
refugio se callaron de golpe. Permanecieron así un instante, mientras trataban de
dilucidar la naturaleza del sonido. La casa era vieja y estaba plagada de ruidos. Un
crujido de la viguería, sin duda. Prosiguieron con su conversación.
Héctor introdujo la escopeta en su funda y la apoyó en un rincón. Dejó una caja
de cartuchos sobre la encimera de la cocina, al alcance de la mano.
En ningún momento mientras duró el proceso de limpieza del arma —y tampoco
antes ni después— dedicó un pensamiento a Dios ni a las consecuencias que lo que
pensaba hacer pudiera implicar. En su opinión, la justicia divina no iba más allá que
la de una primavera que sucede a un invierno largo y severo.

www.lectulandia.com - Página 235


---
Homo heterogéneo

Pocos días después de que Romano Santos dijera adiós al trabajo durante una fiesta
organizada por sus compañeros, dos enfermeros de expresión inalterable se llevaron
de casa a su mujer. Los acompañaba un hombre vestido con traje, oculto tras gafas
ahumadas, quien no dejaba de juguetear con un anticuado reloj de bolsillo.
Las personas que pasaban en ese momento ante la casa y vieron introducir a la
señora Santos en la ambulancia, no dejaron de advertir las correas que la ataban a la
camilla. Se retorcía y aullaba pidiendo que la alejaran lo antes posible de allí.
Ordenaba a los enfermeros que se dieran prisa. Los ojos le bailaban en las cuencas.
Romano observaba desde la puerta. Todavía iba en pijama. El hombre de las gafas
ahumadas permanecía junto a él con una mano apoyada en su hombro, sin dejar
nunca de jugar con el reloj. Romano se mantuvo inalterable mientras su mujer gritaba
a pleno pulmón, de modo que cuantos había presentes pudieran oírlo, que no se
acercaran a la casa. Les advirtió sobre los ectoplasmas. Los entes brillantes que
brotaban de los montones de ropa sucia.
El hecho alimentó la corriente de rumores de índole insólita que en las últimas
fechas circulaba por la urbanización.
Durante los trabajos de limpieza del bosque cercano, donde habrían de alzarse
nuevas casas unifamiliares y calles arboladas, había tenido lugar un accidente. Una de
las excavadoras que allanaban el terreno fue tragada por la tierra. Un instante estaba
allí y al siguiente había desaparecido llevándose consigo a su conductor.
Los trabajadores que se hallaban en las inmediaciones oyeron un estruendo
apagado. Donde antes había estado la excavadora se abría un pozo de varios metros
de diámetro por cuyos bordes asomaban las raíces de los árboles. La luz no lograba
alcanzar el fondo, y cuando gritaron llamando al conductor la única respuesta que
obtuvieron fue la de sus propias voces devueltas por el eco.
Trazaron un perímetro en torno a la boca del pozo. Los bordes se desmoronaban
con facilidad.
Una vez que el equipo de rescate comenzó a descender, se encontró con una
inmensa cavidad, de dimensiones tales que podrían albergar una catedral. La abertura
por donde habían entrado iba haciéndose más y más pequeña a medida que se
descolgaban. Hallaron la excavadora boca abajo. La cabina estaba aplastada. No
había nada que pudieran hacer por el conductor.
El suelo era de tierra pisada y se hallaba cubierto de huesos. Cuando uno de los
miembros del equipo se alejó unos pasos, la luz de su casco topó con una de las

www.lectulandia.com - Página 236


paredes de roca e iluminó pinturas de ciervos y bisontes a galope.
Horas después llegaban los paleontólogos y tenía lugar un agrio enfrentamiento
entre ellos, el encargado de las obras y el jefe del equipo de rescate. Las labores para
recuperar el cuerpo del conductor estaban dañando los hallazgos.
Uno de los paleontólogos no contuvo las lágrimas al ver los huesos removidos y
aplastados. La excavadora había caído sobre el osario principal y reducido gran parte
de los restos a añicos.
Esa noche hubo un vigilante destinado a guardar la entrada de la cueva. Fue una
dura vigilia. No había dónde refugiarse. Se mantenía en calor a base de café y de no
dejar de moverse, siempre a prudente distancia de los letreros que advertían del
peligro de acercarse al pozo. Pisaba con fuerza para activar la circulación. Imaginó
cascadas de tierra cayendo al fondo de la cueva, producidas por los golpes de sus pies
contra el suelo.
Al filo del amanecer, cuando el sueño apenas le permitía mantener los ojos
abiertos, oyó un ruido procedente de la cavidad. Un sonido de succión, como el que
se produce al retirar el tapón de una bañera. Se le erizó el vello. Apuntó con la
linterna hacia la cueva. El sonido creció, más próximo cada vez. Y entonces una
corriente de algo que podía ser aire helado irrumpió fuera de la cavidad tornando el
sonido de succión en un suspiro, hizo temblar los letreros de peligro y atravesó al
vigilante, que dejó caer la linterna y abandonó su puesto a toda la velocidad que le
permitían sus piernas, sin detenerse a mirar atrás.
La pareja que ocupaba la que antes había sido la casa de Héctor y Sara supo de
esta historia —lo mismo que todos los residentes de los alrededores—, si bien le
prestaron escasos oídos. Otro asunto ocupaba en esos momentos su atención.
Se puede decir que la relación con sus vecinos de la casa de al lado era más que
tensa. Desde el momento mismo del traslado habían realizado sinceros esfuerzos por
mantener un trato cordial con ellos; intentos que naufragaron estrepitosamente el día
que los vecinos se hicieron con un perro.
El animal, un pastor alsaciano adquirido en una perrera, provocó enfrentamientos
entre los dueños de ambas casas desde el primer momento. Invadía el jardín contiguo,
hacía en él sus necesidades, destrozaba las flores y abría agujeros en el césped. Pero
aún peores eran sus ladridos. Ladraba a todas horas, de forma incansable, de día y de
noche. Costumbre que, al parecer, a sus dueños era a los únicos a quienes no
molestaba.
Una noche el perro comenzó a ladrar con una insistencia más allá incluso de la
que era habitual. Continuó así durante cerca de dos horas. Las llamadas de queja de
los vecinos no hallaron respuesta. Un grupo de ellos acabó por congregarse ante la
casa, en cuyo interior continuaban resonando los ladridos. Nadie acudió a abrir la
puerta. El coche de los dueños estaba en el garaje. Llamaron a la policía. Mientras
esta llegaba, alguien dio una vuelta alrededor de la casa asomándose a las ventanas.
Las cortinas del salón estaban echadas, pero a través de la rendija que quedaba entre

www.lectulandia.com - Página 237


ellas distinguió un cuerpo sentado a la mesa, desplomado sobre el plato de la cena.
Los agentes forzaron la puerta. Encontraron a los ocupantes de la casa, un hombre
y una mujer, ambos en torno a los sesenta años, desmayados en la mesa, uno frente al
otro. A simple vista no sufrían lesiones. La televisión estaba encendida y la comida
de los platos fría.
Mientras tanto, el perro no cesaba de ladrar. Permanecía con medio cuerpo
introducido en la chimenea del salón y la cabeza alzada hacia el conducto, en el que
reverberaban sus ladridos y por donde salían proyectados hacia el cielo nocturno. No
reaccionó ante la presencia de extraños. Uno de los agentes lo tomó del collar para
sacarlo de allí, pero el animal se revolvió y gruñó hasta lograr que lo soltara. Volvió a
la chimenea.
Sus dueños despertaron en cuanto les aplicaron una botella de amoníaco bajo la
nariz. Se hallaban aturdidos. Dijeron no saber qué había ocurrido. Estaban cenando y
de repente todo se volvió negro. No recordaban nada más. El alsaciano tampoco les
hizo caso a ellos, no dejó de ladrar ni sacó la cabeza de la chimenea. Los policías se
miraban entre sí y se rascaban la cabeza.
En la casa no faltaba nada. No había rastro del paso de presencias extrañas.
Nadie pudo hacer que el alsaciano cesara en su empeño. Durante varios días
permaneció vigilando el conducto de la chimenea. A ratos paraba de ladrar, pero no
dormía ni comía. Cada vez que alguno de sus amos trataba de hacerlo salir de allí
respondía mostrando los colmillos. Finalmente hubo de ser devuelto por la fuerza a la
perrera.
El desmayo repentino trató de achacarse a algún tipo de emanación de la
refinería, pero desde esta se negó tal acusación. No se había detectado ninguna fuga.
Y en caso de que se hubiera producido, esta no habría podido afectar a una única casa
de cuantas existían en las inmediaciones.
Quien se hizo cargo de redactar el comunicado enviado a la prensa fue el segundo
de Héctor en el Departamento de Seguridad. Las explicaciones de descargo del
problema, en opinión suya nimio y no relacionado con la refinería, le robaron una
notable cantidad de tiempo.
Con intención de descansar y olvidarse de ello, el siguiente fin de semana montó
en el remolque de su coche las piraguas de mar de su hijo mayor y de él, y juntos se
encaminaron hacia la costa. El día era despejado, aunque frío. El mar estaba en
calma. Remaron paralelos a la orilla, sin separarse uno del otro. Al cabo de una hora
llegaron frente a una pequeña playa de guijarros donde había congregado un nutrido
grupo de gente. El lugar se encontraba en la base de una falda rocosa que descendía
hasta el agua. La única forma de acceder era a pie, e incluso desde la distancia a la
que estaban, el padre y el hijo podían ver que la bajada no era sencilla; el terreno era
empinado y se hallaba sembrado de grava y pedruscos. A pesar de ello había casi un
centenar de personas distribuidas por la pendiente. Familias con niños. En la cresta de
la ladera aguardaban sus vehículos, entre los que se podían distinguir varios coches

www.lectulandia.com - Página 238


de policía.
El motivo de semejante concentración era la ballena varada en la playa. Había
arribado a la costa la noche anterior sin que nadie pudiera dilucidar el motivo. El
descenso de la marea hacía imposible sacarla de allí.
—Ha muerto ya —dijo el padre.
—¿Cómo lo sabes?
—Su propio peso la ha matado. Asfixia.
El cuerpo del cetáceo ocupaba la práctica totalidad de la playa. Había varias
personas a su alrededor, casi todas de uniforme. Vieron descender a un hombre que
portaba una caja entre las manos. Bajaba despacio, asegurando cada pie antes de dar
el siguiente paso. Lo precedía otro, con lo que parecía ser un gran rollo de cable
echado al hombro.
Una vez abajo, los hombres de uniforme se congregaron en torno a estos. Luego
desaparecieron tras la ballena.
—¿Qué hacen? —quiso saber el chico.
—Creo que intentar deshacerse de ella. Alejémonos un poco.
Se apartaron unos metros más de la costa. Una bandada de gaviotas chillaba y
giraba sobre ellos. Cuando padre e hijo volvieron a mirar hacia la playa, los hombres
que estaban junto a la ballena subían la ladera y hacían señas a los curiosos para que
retrocedieran. Quien había llevado el rollo de cable subía también, desenrollándolo
poco a poco a medida que avanzaba. Algunos de los espectadores se apartaron, pero
la mayoría hizo caso omiso de las advertencias y permaneció donde estaba.
Padre e hijo miraban atentamente. El hombre del cable terminó de desenrollarlo y
se ocultó tras un coche de policía.
Por espacio de un instante cayó un silencio apenas roto por el susurro del viento.
Todos permanecían con los ojos fijos en la ballena muerta. Y a continuación
desapareció. La explosión la levantó del suelo y todo fue una confusión de carne,
sangre, guijarros y agua. Varias de las personas que había en la ladera cayeron hacia
atrás empujadas por la onda expansiva.
Al segundo siguiente empezaron a llover trozos de ballena.
Los más gruesos, de hasta treinta kilos, cayeron cerca, sobre los espectadores y
sus vehículos.
Desde las piraguas, padre e hijo contemplaron el pánico desatado por las
consecuencias de la explosión, mientras a su alrededor caía un bombardeo de pedazos
más pequeños de carne y grasa del cetáceo.
Afortunadamente los únicos daños personales fueron los ocasionados por caídas y
tropiezos mientras la gente trataba de ponerse a salvo de lo que se les venía encima,
todos ellos leves. Los destrozos en los vehículos fueron por el contrario cuantiosos.
Techos hundidos y lunas hechas añicos.
Varios de aquellos coches habían sufrido daños de similar índole durante una
violenta granizada caída años atrás sobre un centro comercial.

www.lectulandia.com - Página 239


Las gaviotas, que se habían retirado espantadas por la explosión, pronto
regresaron a dar cuenta del banquete.
El hombre había mentido a su hijo. La ballena no estaba muerta. Nadie se deshace
de una ballena empleando dinamita. El cetáceo estaba atrapado, pero vivo. Y no
podían liberarlo. Habían aliviado su agonía. Aunque se les había ido la mano.
Entre los testigos de la desintegración se contaba la niña a quien Beatriz había
empujado en cierta ocasión en los vestuarios, ocasionándole un golpe en la cabeza.
Para entonces esa niña era toda una adolescente que no había abandonado la práctica
de la natación. Acostumbraba a entrenarse en el mar, no importaba la época del año.
Protegida por un mono de neopreno nadaba varios kilómetros al día, siempre que las
condiciones del tiempo lo permitieran. Del cuello para arriba su piel poseía un lustre
atezado que contrastaba con el color miel del cabello. Tenía las espaldas más anchas
de cuantos alumnos iban a su clase, chicos incluidos.
Había recibido varias menciones en competiciones oficiales, si bien nunca había
llegado a destacar de veras. Veía la natación solo como un entretenimiento que le
permitía mantenerse en forma.
Al término de una carrera de cien metros braza en la que finalizó segunda,
mientras se secaba a un costado de la piscina y un nuevo grupo de chicas subía a los
cajones de salida, alguien se aproximó a ella.
—Puedes hacerlo mejor.
Quien dijo esto se movía en una silla de ruedas. La parte de su cuerpo situada por
encima de la cintura era robusta, los músculos de los hombros tensaban la camisa,
mientras que las piernas parecían dos finos tubos de goma dentro de unos pantalones.
—Te he estado observando. A poco que te empeñaras podrías llegar adonde
quisieras.
—¿De veras? —preguntó la chica, sin prestarle atención, mientras guardaba sus
cosas en la bolsa de deporte.
—Yo te podría entrenar.
Sus palabras iban rodeadas por un halo de abrumadora seguridad en sí mismo.
—Sé que no corro ningún riesgo. Solo apuesto por ganadores.
No le hizo falta insistir mucho. Apenas hubo de esforzarse. Poco después la chica
era su protegida. Y otro poco después algo más que eso. Los primeros triunfos
importantes de la nadadora alcanzaron la sección de deportes de los periódicos al
mismo tiempo que, a unas páginas de distancia, la sección de cotilleos se hacía eco de
la relación sentimental entre la deportista y el entrenador, cargando las tintas no tanto
en la condición de él como en la diferencia de edades —casi dos décadas— existente
entre ambos.
Durante las conversaciones telefónicas que Sara mantenía con su madre, presumía
de conocer —aunque fuera de forma lejana— a ambos miembros de la popular
pareja.
Desde lo ocurrido tras la fiesta de cumpleaños de su nieta, Laura no había vuelto

www.lectulandia.com - Página 240


a visitar a la familia. Ni siquiera cuando se mudaron a la ciudad. Cada vez que Sara
deseaba ver a su madre, debía ser ella quien se desplazaba. Laura no quería hablar de
nada relacionado con aquella noche, pero insistía, por otro lado, en asegurar que ese
no era el motivo por el que evitaba verlos. Aludía a su edad, al cansancio que el viaje
le ocasionaba y, sobre todo, a motivos de salud. La flebitis se le había reproducido,
trastorno que la obligaba a permanecer en casa con una pierna en alto y sin moverse.
A pesar de tales justificaciones, Sara estaba convencida de que la principal
explicación para la actitud de su madre tenía que ver con Grego.
La presencia de este había levitado sobre todas y cada una de las conversaciones
y encuentros que madre e hija habían mantenido desde aquella noche.
Sara creía que, a ojos de Laura, la familia se encontraba manchada por el secreto
que había salvaguardado durante tanto tiempo, que no eran dignos de confianza.
Este pensamiento se demostró equivocado el día en que Sara recibió una llamada
del hospital donde Laura había sido ingresada de urgencia. Un coágulo en una vena
de la pierna se había desprendido y producido una embolia. Sara tomó el primer
avión. Héctor se quedó en casa con Beatriz.
Halló a su madre inconsciente. Los aparatos a los que estaba conectada producían
un rumor sedante. Sentado junto a la cama, acariciándole la mano, había un hombre.
Sara lo conocía, aunque en un primer momento le costó identificar el rostro. Los años
lo habían cambiado mucho. Había sido compañero de trabajo de su padre.
Antes de que ella pudiera decir nada, él se llevó un dedo a los labios y la invitó a
que salieran al pasillo.
—Tiene que descansar —dijo con un susurro ronco.
Una vez fuera de la habitación aquel hombre la abrazó y la estudió
detenidamente. Le temblaba la sonrisa.
—Cuánto has crecido. La última vez no eras más que una niña.
La informó sobre el estado de su madre, para lo que adoptó un tono grave.
—No está bien. El médico ha dicho que no sufre, pero…
La voz se le quebró y hubo de desviar la mirada.
Sara se sentía como si hubiera perdido el contacto con el suelo. Contempló a
aquel hombre sacar un pañuelo y secarse los ojos. Vestía una chaqueta azul cruzada,
con botones dorados. Se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata.
Un médico confirmó el pronóstico grave. El coágulo se había desplazado por el
torrente sanguíneo hasta llegar a los pulmones, donde había tenido lugar la embolia.
Se estaban aplicando terapias trombolítica y anticoagulante. Aparte de eso lo único
que podían hacer era esperar.
Esa noche el hombre de la chaqueta azul susurró que no les vendría mal tomarse
un descanso e invitó a Sara a cenar en un restaurante cercano. Estarían fuera poco
rato. Luego, añadió, volverían de inmediato al hospital.
Sentados frente a frente, explicó cómo Laura y él se habían encontrado durante
una cena, en casa de un conocido común. Hacía años que no tenían noticias uno del

www.lectulandia.com - Página 241


otro. A ambos les alegró volver a verse. Tomaron unas copas mientras recordaban los
viejos tiempos, desentendidos del resto de los asistentes. Él también era viudo.
Visiblemente incómodo, pero sin que le sorprendiera el asombro de Sara, confesó
que desde entonces se habían vuelto a ver a menudo. Casi a diario.
—Ella no sabía cómo decírtelo. Lamento que hayas tenido que saberlo de este
modo.
En los días siguientes se turnaron para ocupar la silla junto a la cama de Laura. Y
Sara fue averiguando más detalles sobre la relación entre su madre y aquel antiguo
compañero de su padre, a quien no podía dejar de observar a hurtadillas. El asombro
confundía su dolor.
Al contrario de lo que había pensado, Laura no sentía reticencia hacia ella ni
hacia su familia. En el último trecho de su vida había tenido la fortuna de encontrar a
alguien que la había hecho sentir como creía que ya no podría volver a sentirse. Y
deseaba disfrutar de ese gozo hasta el último instante.
Varias veces había tratado de contárselo a su hija, pero en el último instante
siempre se acobardaba. Así Sara pudo por fin comprender la tensión soterrada de sus
conversaciones.
—Creo que Laura veía algo impropio en lo que hacíamos —explicó él, mirándose
los zapatos.
Tosió para aclararse la garganta. Se atildaba con esmero para acudir al hospital;
unas discretas gotas de colonia, traje y corbata, esta siempre de colores alegres.
«Como a ella le gusta», explicaba.
—Le asustaba el modo en que podrías interpretarlo. Siempre estuviste muy unida
a tu padre.
Sara le tomó la mano —la mano de un anciano, temblorosa y sembrada de
manchas—, y le aseguró que se alegraba de que su madre hubiera podido disfrutar de
su compañía.
Laura recuperó la consciencia tan solo unos instantes en todo el tiempo que
pasaron allí. El tubo del aparato de respiración asistida le impedía hablar pero sonrió
al verlos juntos.
Cuando expiró, los dos se encontraban junto a ella, uno a cada lado de la cama,
sosteniéndole ambas manos.
Durante el entierro, él depositó una rosa sobre el ataúd, como un miembro más de
la familia. En el momento de ser presentado a Beatriz, se le llenaron los ojos de
lágrimas. Declaró a la joven los muchos deseos que tenía de conocerla, lo hermosa
que era y la gran medida en que se parecía a su abuela cuando esta era joven.
Sara nunca supo si su madre contó a alguien lo de Grego.
Decidió suponer que no lo hizo.
Al oficio fúnebre asistió también el administrativo del almacén de vinos, quien
dadas sus nuevas y superiores responsabilidades había dejado de recibir tal
tratamiento para pasar a ser el gerente del negocio. Héctor agradeció sentidamente su

www.lectulandia.com - Página 242


presencia.
Salvo por unos escasos contactos telefónicos con Grego después de que este se
retirara al refugio, el trato del gerente con los hermanos se había ceñido
exclusivamente a Héctor. Durante años, la relación entre ellos, siempre dentro del
marco de una estricta corrección, se había desarrollado de forma más bien fría.
Toda la responsabilidad del almacén recaía sobre él. Héctor no pedía
explicaciones sobre su modo de obrar, aunque estudiaba con una minuciosidad que
lindaba con lo insultante cuantas propuestas de inversión le sugería. El gerente
tomaba su parte de los beneficios e ingresaba el resto —una cantidad nada
despreciable— en una cuenta que no dejaba de crecer, y sobre cuya utilidad a
menudo se preguntaba.
En dos ocasiones había tanteado al hermano mayor acerca de comprarle el
almacén, y en ambas este se había negado. Para él las cosas estaban bien como
estaban.
Pero el gerente no opinaba del mismo modo. Toda la responsabilidad era suya y la
parte de los beneficios que se llevaba, limitada.
Tuvo oportunidad de replantearse esta situación durante un fin de semana de
descanso en el campo.
Se alojó en un balneario en compañía de su pareja, con la que permanecía desde
hacía dos décadas y compartía el gusto por las corbatas de lazo.
Una vez más, el gerente se desahogó compartiendo con él la antipatía que sus
jefes le producían. De uno reseñaba su afectación rayana en la soberbia, la
impaciencia apenas disimulada que mostraba cada vez que habían de reunirse para
tratar los asuntos del almacén y las miradas ladeadas que le dirigía cuando se
expresaba con el estilo florido que empleaba con los clientes; y del otro…, todo lo
que se dijera era poco. ¿Dónde estaba? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué no se ponía en
contacto con él salvo en contadas ocasiones y siempre de forma apresurada, como si
hacerlo le representara una insufrible molestia? Más de una vez había tenido la
impresión de que su antiguo jefe no hablaba libremente, que había alguien junto a él
dictándole las palabras.
Había llegado a pensar, en definitiva, que tras aquellos silencios y actitudes
anómalas se ocultaba algún tipo de práctica ilegal, de la que sin embargo carecía de
pruebas.
Volvía a especular sobre esta posibilidad con su pareja cuando, la mañana del
domingo, tomaron el ascensor para ir a desayunar. A continuación tenían una cita con
sendas bañeras de barro medicinal.
El lugar era tan fastuoso como sosegada resultaba la estancia en él. En el
aparcamiento abundaban los coches de lujo. Por los pasillos uno se cruzaba con
inquilinos enfundados en los mullidos albornoces del balneario. Se intercambiaban
saludos que a menudo recibían contestación en idiomas extranjeros.
A mitad del trayecto hacia la planta baja, el ascensor sufrió un colapso y se

www.lectulandia.com - Página 243


detuvo entre dos pisos.
—¿Qué pasa?
—No lo sé.
Eran los únicos pasajeros. Las puertas estaban cerradas y continuaron así.
Pulsaron varios botones pero el ascensor no se movió.
—¿Esperamos un poco?
—Esperar ¿a qué?
—Puede ser un fallo de corriente.
Poco después apretaban el botón de alarma. Sonó un timbre en algún lugar lejano.
—¡Espera!
Retiraron la mano del botón.
—He oído algo.
—¿Qué?
A modo de respuesta llegó hasta ellos lo que pareció el sonido de un petardo.
Procedía de abajo. Luego un grito femenino y otro petardo.
—¿Qué…?
—No sé.
En ese instante el ascensor reanudó por sí solo el descenso. Llegó a la planta baja
y las puertas se abrieron con un gemido para mostrar el escenario en que se había
convertido la recepción.
Un hombre de rasgos árabes, ataviado con traje oscuro, yacía en el suelo sobre un
charco de sangre que no cesaba de crecer. A poca distancia reposaba el cuerpo de otro
hombre, este muy fornido: el guardaespaldas del anterior. Todavía sostenía en la
mano una pistola que no había llegado a utilizar. También estaba muerto.
Al otro lado del mostrador de recepción la chica que antes lo había atendido no
era más que un cuerpo desmadejado con el orificio de un disparo en la frente. Una
explosión de sangre cubría los casilleros con las llaves de las habitaciones.
Llegaron a tiempo de oír un coche que se alejaba quemando los neumáticos.
La parada del ascensor había sido fortuita. De no haberse producido, lo más
probable habría sido que se hubieran encontrado en la recepción, de paso hacia el
comedor, en el momento del tiroteo. Y que al igual que la recepcionista hubieran sido
eliminados para evitar testigos.
Durante días el gerente permaneció sumido en una especie de aturdimiento. Podía
decir que había vuelto a nacer. Una nueva oportunidad le había sido concedida.
Cuanto le había preocupado antes, pasó a verlo desde una perspectiva diferente, más
benévola.
No volvió a quejarse de sus superiores ni de su situación laboral, que bien mirada
era mucho mejor que la de la mayoría de personas que conocía. Continuó ingresando
los beneficios del almacén en aquella cuenta acerca de la cual desconocía quién
podría resultar su beneficiario último.

www.lectulandia.com - Página 244


¿Y Héctor?
Al final de la jornada regresaba a su piso en la ciudad, cenaba acompañado de su
familia y luego se acostaba junto a Sara, cuyo vientre ya había comenzado a
hincharse.

El pavimento plástico del refugio había perdido el color a fuerza de frotarlo. Se


levantaba por los bordes y había que volver a pegarlo continuamente. La imagen del
televisor, entorpecida además de por el plástico que lo cubría por la deficiente
recepción de las señales, aparecía teñida de verde, un tono pálido que otorgaba a las
personas que aparecían en pantalla un aspecto mortecino, como de ahogados
vivientes.
Las moscas se fueron una vez más y Grego apareció tendido en el suelo,
revolviéndose como una larva gigante dejada tras de sí por los insectos. Su hijo
común.
No le importaba la desnudez. Estaba demasiado débil para experimentar pudor.
Había tomado la costumbre de, al sentir aproximarse la transformación, en los
escasos segundos de los que disponía mientras se desbordaba por dentro, apresurarse
a desprenderse de la ropa, arrojarla al vestuario y cerrar rápidamente la puerta. Se
resistía a ponerse la ropa si las moscas habían paseado sobre ella, aunque hubiera sido
lavada con lejía.
Cada vez que tenía que hacer sus necesidades o deseaba darse una ducha debía
pasar ante el depósito con la mezcla letal de insecticidas. El botón de la bomba que
los introduciría en la otra habitación aguardaba a ser pulsado en caso de emergencia.
Él sabría identificar la última transformación. Simplemente, lo sabría.
Durante los frecuentes ejercicios de imaginación con los que ocupaba el tiempo,
había pensado en lo que ocurriría si el resultado final de las transformaciones fuera
algo capaz de abrir puertas. Si ese ser (o seres) no tenía más que accionar el tirador,
traspasar la puerta del vestuario y a continuación aguardar tranquilamente a que
alguien liberara el candado de la entrada principal.
Había estado practicando qué hacer si la transformación definitiva tenía lugar
estando solo. Salir al vestuario, pulsar el botón de la bomba, volver a la otra
habitación y cerrar la puerta. Todo en el breve intervalo antes de que las moscas
llegaran por última vez.
Después de cronometrarse un par de veces seguidas acababa jadeando y debía
tenderse y descansar. Su agilidad y rapidez eran una sombra de lo que fueron. Pero
creía que podía conseguirlo.
Aun así, solo se trataba de una estrategia para caso de emergencia.
Se impacientaba cada vez que su hermano se retrasaba, y lo atravesaban punzadas
de inquietud cuando este anunciaba que tenía que irse. Grego solicitaba más tiempo.
Lo animaba a que siguieran hablando o jugaran una partida más a las cartas, todo con

www.lectulandia.com - Página 245


tal de que no se fuera.
Necesitaba cerca a alguien capaz de empuñar la escopeta.
Héctor no pudo evitar una mueca de desagrado al entrar en el refugio. Los olores
se superponían y combinaban. El lugar cerrado, el desinfectante, los residuos de las
moscas, la humedad.
—Ahora te ayudo —dijo mientras abría la ventana, cuyo candado había soltado
desde fuera.
Al instante irrumpió una corriente fría que olía a hierba y madera mojada. Grego
se encogió y tembló.
Héctor iba protegido por guantes de látex y el habitual traje de apicultor, este sin
el casco.
—¿Cómo ha ido?
Tomó a su hermano por las axilas y lo izó a la cama, donde lo dejó mientras iba
por una manta para cubrirlo. Se movía con prisa. Esa noche Sara y él cenaban con
unos amigos. Quería acabar pronto con la limpieza y volver a casa a tiempo de
afeitarse y ducharse.
—Tengo sed.
—En la casa. Espera.
—¿Qué pasa? ¿Tienes algo que hacer?
Cada vez que abría la boca, Grego proyectaba el aliento fétido que se había
convertido en uno de sus rasgos habituales.
Héctor le echó la manta sobre los huesudos hombros.
—Yo siempre tengo algo que hacer, hermano.
El otro soltó una carcajada libre de humor.
—Qué envidia. Vamos, sácame de aquí.
No era extraño que regresara de mal humor.
—Ninguna de las tres últimas veces que he visitado estas lujosas estancias tal
como ahora me ves he ido a cagar. Se podría decir que llevo más de un mes sin
hacerlo.
—Estupendo.
—¿No te parece un curiosidad digna de mención? Mi mierda repartida entre los
diminutos intestinos de un millar de moscas —dijo en tono jactancioso—. Por favor,
que lo que me ocurre no te haga perder la capacidad de asombro.
—No tienes gracia.
—Eres demasiado serio, hermano. Te están saliendo arrugas de tan serio.
—Tú me las produces.
—Eso supera mi capacidad de sentir culpa.
Los labios de Héctor se apretaron hasta formar una línea recta. Se inclinó sobre su
hermano y tomándolo por debajo de los brazos y las piernas lo alzó de la cama.
Pesaba como un niño.
El cielo estaba cubierto de nubes bajas y oscuras, prestas a soltar su cargamento

www.lectulandia.com - Página 246


de agua. Grego se estremeció cuando salieron a la calle. Hacía frío pero ya era
posible apreciar en el aire una calidad diferente a la del invierno, retazos que hacían
pensar en la primavera venidera. Al mirar hacia la ciudad el paisaje se volvía
brumoso. Las nubes habían empezado a descargar en aquella dirección y la pared de
agua se aproximaba sigilosa y mansamente, como si no quisiera llamar la atención de
nadie.
Tal como tenía por costumbre, Héctor se entretuvo para que su hermano
purificara los pulmones con aire fresco.
—¿Qué tal todos en casa?
La respuesta del mayor fue un murmullo inconexo. Estaba enfrascado en la
contemplación de la lluvia que se acercaba. A derecha e izquierda se podían
distinguir los límites de la tormenta, las líneas borrosas que separaban el agua del
terreno seco.
Durante las últimas cinco transformaciones Grego había permanecido bajo su
forma humana exactamente el mismo periodo de tiempo. La curva que reflejaba las
variaciones se había transformado en su último tramo en una recta que se deslizaba
paralela al valor cero.
Nada hacía pensar que esa vez fuera a haber una variación.
Héctor sabía el tiempo del que disponía para observar el paisaje junto a su
hermano.
La posibilidad de que la conclusión que habían estado esperando correspondiera
en realidad al estado que reflejaba aquel último tramo de la gráfica: que este siguiera
prolongándose y prolongándose indefinidamente, permitiendo a Grego apenas unas
horas de existencia racional cada diez días, representaba un final peor a cuanto
hubieran imaginado. El cual, además, obligaría a los hermanos a replantear el acuerdo
tomado de cara al momento final. Idea que en nada satisfacía a Héctor.
Reemprendieron el camino hacia la casa.
—He preparado la bañera. Pensé que te gustaría estar un rato a remojo.
—Sí… Espera…
El hermano mayor pensó que deseaba seguir un poco más al aire libre.
—No tenemos tiempo.
—No…
Grego se envaró de repente, como azotado por una descarga eléctrica.
—¿Qué pasa…?
—Llévame adentro. Ahora.
Héctor lo trasladó de vuelta al refugio, mientras Grego se palpaba nervioso el
pecho. Lo dejó en la cama y corrió a cerrar la ventana.
—Dime, ¿qué sientes?
—No lo sé… Ha sido extraño…
—¿Qué ha pasado?
—…

www.lectulandia.com - Página 247


—¡Dime!
—¡No lo sé, joder!
Seguía palpándose el pecho y respiraba agitadamente.
Héctor le posó una mano en el hombro. Notó a través del guante de látex que
estaba ardiendo. Se sentó a su lado.
Permanecieron unos instantes en silencio. Grego con los ojos cerrados, vueltos
hacia su interior.
No se dijeron nada que luego pudiera ser rememorado con afecto. No existió
despedida tal como esta es usualmente entendida. Durante los años transcurridos
desde que Grego entró al refugio para no volver a salir, cada encuentro había ido
acompañado de una despedida implícita.
Todo lo que debían decirse había sido dicho ya, de acuerdo a los papeles
asignados. El final quedaba reservado para los hechos. Para observar y actuar en
consecuencia.
—Dime algo —pidió Héctor.
El otro abrió y cerró la boca. Le crujió la mandíbula. Pero no dijo nada.
—¿Estas mejor?
—Ve por la escopeta.
En un primer momento Héctor no reaccionó.
—¿Qué…? —empezó a decir.
—La escopeta.
Como si quisiera subrayar sus palabras, Grego se llevó las manos al vientre y se
dobló sobre sí mismo al tiempo que los ojos se le desorbitaban mitad por el pánico,
mitad por el dolor.
—Ya voy —dijo el hermano mayor con voz temblorosa.
Se alzó de la cama. Miró una vez más a Grego y salió del refugio. Corrió a la
casa. La sangre le batía en los oídos. Irrumpió en la cocina tropezando con la mesa.
La libreta con las anotaciones de las fechas cayó al suelo, agotada ya su utilidad. La
última anotación nunca llegaría a realizarse.
Extrajo la escopeta de la funda. Abrió la caja de cartuchos e introdujo dos en el
arma. Le temblaban los dedos. Notaba palpitar el corazón.
No era esa la forma correcta de actuar frente a una emergencia. Debía mantener la
calma. Las decisiones correctas se adoptan con la mente fría. Tomó aire. Se concedió
unos segundos para respirar hondo.
Puso a funcionar todo aquello que había aprendido.
A través de la pared oyó a su hermano llamarlo con la voz rota. Aullaba
reclamando auxilio.
Respiró hondo de nuevo y expulsó el aire despacio. Miró la escopeta que sostenía
en las manos, percibiendo su peso, y supo lo que había de hacer a continuación.
Su hermano golpeó la pared, cosa que oyó como algo lejano.
A menos de dos metros se desataba una crisis nunca antes presenciada.

www.lectulandia.com - Página 248


Los pasos a cumplir habían sido determinados de antemano. Instrucciones breves
y sencillas a las que no tenía más que atenerse si deseaba que todo finalizara
correctamente.
Volvió al refugio. Por el camino vio que la lluvia seguía acercándose. Varios
pájaros sobrevolaron la casa huyendo de ella.
Se vio a sí mismo entrando en el vestuario a cámara lenta. La escopeta pendiendo
de una mano. Dio unos pasos hacia la otra puerta y se asomó a la mirilla.
En efecto aquella sería la última transformación.
Su hermano yacía en el suelo y se contorsionaba, ajeno al control de sus
músculos. Aún conservaba una forma humana a la que poder disparar. Unos rasgos
familiares, a pesar del rostro contraído y el brillo cárdeno.
Sus llamadas se habían interrumpido, ya fuera porque el dolor que padecía
mientras se le recolocaban las entrañas se lo impedía o porque su lengua había
abandonado tal utilidad.
Aquel hombre que se debatía contra sí mismo en el suelo era, por espacio todavía
de unos segundos, su hermano.
Héctor apoyó la escopeta en la pared.
Tomó el banco del vestuario, donde tantas veces se había sentado para ponerse y
quitarse las botas y los trajes de apicultor, y lo dispuso contra la puerta, encajado bajo
la manilla.
Actuó con parsimonia, midiendo cada movimiento, se demoró asegurándose de
que la puerta no pudiera abrirse.
Luego volvió a la mirilla.
Su hermano había dejado de serlo. Estaba sucediendo. Se encontraba en camino
de convertirse en otra cosa. El avatar llegaba.
Héctor se inclinó sobre la bomba y pulsó el botón de encendido. Esta tembló y
comenzó a ronronear. La mezcla de agua e insecticida fluyó del depósito a la bomba
y salió impulsada de esta hacia las boquillas difusoras acopladas al tabique. El sonido
de los chorros llenó la estancia contigua.
No perdió detalle de cuanto ocurrió a continuación. Pegó la nariz a la mirilla. Su
aliento acelerado produjo un círculo de vaho en el cristal.
Contempló deslumbrado la legión que manaba del interior de quien había sido su
hermano, y luego también del exterior, y cómo esta era recibida por la ducha de
insecticida y agonizaba cuando aún no había terminado de nacer.
Y vio cómo el recinto —que él había ideado— era capaz de contener las fuerzas
liberadas entre sus paredes. Y cómo el sistema de rociado cumplía satisfactoriamente
su función.
Permaneció allí varios minutos, mientras descendía el nivel del depósito. El
recinto iba inundándose; había varios centímetros de agua e insecticida en el suelo. El
sumidero del rincón estaba cerrado. Parte del líquido escapaba por debajo de la puerta
y le mojaba los pies.

www.lectulandia.com - Página 249


La bomba se detuvo por sí sola al agotarse la batería que la alimentaba.
Durante todo el proceso el único sonido había sido el procedente de la bomba y
los difusores, todo lo demás se había desarrollado en absoluto silencio.
Un horror oscuro y espeso, a medio formar, flotaba sobre el líquido acumulado en
el refugio.
En un rincón del vestuario aguardaba la pala destinada a enterrar a su hermano en
algún rincón de los alrededores, entre los árboles. Todavía sería útil.
Pero no ese día.
Ya había hecho suficiente.
Dejó que pasaran unos minutos, hasta asegurarse de que nada revivía al otro lado.
A continuación se desprendió de los guantes y del mono, que formaron un montón
desordenado en el suelo.
Volvió a cerrar la entrada del refugio y como era su costumbre echó el candado a
las contraventanas exteriores.
Comenzó a llover mientras caminaba hacia el coche, aturdido por el asombroso
hecho que había tenido ocasión de presenciar.
Una vez tras el volante, giró el espejo retrovisor para contemplarse en él. Sus ojos
enrojecidos y brillantes le devolvieron la mirada, y se dijo a sí mismo que todavía era
un hombre joven.

www.lectulandia.com - Página 250


JON BILBAO nació en Ribadesella (Asturias) en 1972 y estudió Ingeniería de Minas
en Oviedo. Antes de dedicarse a la escritura trabajó en diversos lugares, entre ellos
una central nuclear y una refinería de petróleo. En 2005 participó en la recopilación
Ficciones, publicada por la editorial Edaf en colaboración con la Asociación Colegial
de Escritores, y el mismo año obtuvo el premio Asturias Joven de Narrativa con el
libro 3 relatos. En 2007 resultó ganador del XXXVI Concurso de Cuentos Ignacio
Aldecoa por el relato Calor. En la actualidad reside en Bilbao, donde trabaja como
guionista de televisión.

www.lectulandia.com - Página 251

También podría gustarte