El Hermano de Las Moscas - Jon Bilbao
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Jon Bilbao
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Jon Bilbao, 2008
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Para mi hermano
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Parte I
1999-2002
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Nacimiento
Hacía tres días que Grego no se sentía bien. Padecía los síntomas característicos de
un ataque de malaria —cefalea, dolores abdominales, fiebre y escalofríos—, además
de un molesto y persistente hormigueo que le recorría el cuerpo. En la cola de
embarque del Aeropuerto Internacional de Bangkok tragó una tableta de quinina y se
esforzó por mostrarse tranquilo. Se enjugó el sudor de la frente y trató de recomponer
su aspecto ante el riesgo posible de que no le permitieran subir al avión si notaban
que estaba enfermo. Pero la azafata que recogió su tarjeta de embarque apenas le
dedicó un vistazo; para ella no era más que otro occidental descompuesto por el clima
y la gastronomía de Tailandia.
Una vez que hubieron despegado se calmó un poco. Durante el vuelo logró
dormir a ratos. Cada vez que abría los ojos pasaba por un instante de pánico hasta que
recordaba dónde se encontraba. Los demás pasajeros dormitaban o veían una película
con los auriculares puestos, cubiertos con mantas. También cada vez que se
despertaba, consultaba el reloj. Hizo el cálculo de la hora local a la que aterrizarían.
Lo repitió varias veces. Para entonces no se fiaba de su habilidad mental. Llegarían a
las cinco de la tarde. Sería aún de día.
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algún lugar a oscuras.
Consciente del recelo que despertaba creyó oportuno presentarse.
—Soy el hermano de Héctor —dijo—. ¿Sabe si han ido a algún sitio?
La expresión del hombre de la manguera se relajó, dando paso a una abierta
sonrisa. Se acercó con curiosidad renovada y quizá la intención de estrecharle la
mano por encima del seto, pero Grego no se movió de donde estaba.
—Han salido a toda prisa esta mañana —dijo mirando la mancha de salsa de
curry en los tejanos de Grego.
—¿Sabe adónde iban?
La sonrisa del vecino se ensanchó aún más, satisfecho de poder comunicar una
buena noticia.
—Iban al hospital. Sara se ha puesto de parto.
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limpia y peinado un poco.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó señalando la puerta por la que había salido
Héctor.
—Muy bien.
—¿Y Sara…?
—También muy bien.
—¿Ha sido niño o…?
—Una niña. Beatriz. ¿Quieres pasar a conocerla? Sara estará encantada de verte.
Grego retrocedió un paso.
—Es mejor que no lo haga. Creo que he cogido un virus —dijo señalándose
vagamente el rostro y el pecho—. No quisiera contagiarles algo.
Héctor le dio la razón.
—Supongo que estarás cansado después del vuelo. Yo tengo que ir a casa a
recoger algunas cosas. Puedo llevarte. Comes algo, descansas…
Grego se mostró de acuerdo. Era justo lo que necesitaba.
—Siento no prestarte más atención pero has llegado en un momento un poco
complicado.
El hermano menor le quitó importancia y pidió disculpas por su falta de
oportunidad.
—Todo estará más calmado mañana —añadió Héctor.
Cuando volvió a la habitación e informó a Sara de que Grego estaba allí ella alzó
la cabeza de la almohada.
—¿Sin avisar?
—Ya lo conoces.
—¿Y qué es lo que quiere?
—Todavía no ha dicho nada.
—¿Cómo van las cosas por la refinería? —preguntó Grego en el coche, de camino a
casa.
Héctor dijo que bien.
El hermano menor frunció el ceño mientras recordaba y dijo:
—Eres jefe de sección.
—Jefe de área —corrigió su hermano—. Área es más que sección. ¿Y qué hay de
ti? ¿Marcha bien tu negocio?
La pregunta fue formulada con verdadero interés.
Junto con otros dos socios Grego era propietario de un negocio de chárter náutico
en Pattaya, un popular centro de ocio al sudeste de Bangkok. Contaban con dos
veleros que alquilaban a los turistas; uno de diez metros para excursiones de un día y
otro mayor, de quince, para periodos más prolongados. Antes de eso Grego había
sobrevivido durante años desempeñando trabajos temporales a todo lo ancho del sur
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de Asia, sirviéndose la mayoría de las veces de la confianza que su origen despertaba
en los empresarios occidentales afincados en la zona. Entre medias se había
involucrado en varios negocios propios —compra-venta de maquinaria agrícola
usada, cereales y kaoliang, un licor obtenido de la destilación del sorgo—, casi
siempre con resultados económicos mínimos, apenas suficientes para cubrir las
inversiones realizadas, y en varios casos negativos.
Respondió que todo iba perfectamente. Estaban considerando la compra de otra
embarcación: una lancha de pesca reformada con la que impartir clases de buceo.
Uno de los socios disponía de las licencias necesarias.
Héctor apartó la vista de la carretera y miró a su hermano.
—Eso quiere decir que tenéis beneficios.
—Algunos —respondió Grego vagamente—. Aun así tendremos que pedir un
préstamo. También hay que comprar los equipos.
Permanecía con la nuca recostada en el reposacabezas y los ojos cerrados, poco
interesado en la conversación.
—¿Te encuentras bien?
—Solo necesito descansar un poco.
Había rechazado que un médico lo reconociese en el hospital. Aseguró que solo
era una molestia pasajera por algo que había comido, probablemente en el avión.
—¿Por qué has venido? —preguntó Héctor al cabo de un rato.
—Ya te lo he dicho.
—Querías vernos.
Grego asintió.
—Alguien me ofreció un pasaje de avión a buen precio. Tenía que tomarlo o
rechazarlo en el momento.
—De todos modos podrías haber llamado.
—Lamento ser una molestia. Había perdido la cuenta del embarazo de Sara.
—No eres ninguna molestia —aseguró Héctor.
Y después de una pausa añadió:
—Pero ha resultado una sorpresa volver a verte.
Entraron en la zona residencial. La mayoría de sus habitantes prefería emplear ese
término antes que el de «urbanización».
Era viernes y lucía el sol. Nubes de polen flotaban sobre las áreas ajardinadas. El
día parecía un anticipo del verano que en pocas semanas irrumpiría con toda su
fuerza. Buena parte de los vecinos se encontraba en la calle disfrutando del recién
estrenado fin de semana. Niños en bicicleta gritaban mientras se perseguían entre sí.
Pasaron frente a una cancha de baloncesto donde un grupo de cuarentones jugaba un
partido. Varios de ellos saludaron cuando vieron el coche de Héctor.
—¿Los conoces? —preguntó Grego.
—Aquí vive bastante gente de la refinería.
—Son mayores que tú.
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Héctor era el jefe de área más joven de la empresa.
—Algunos llevan pulsímetros —observó Grego—. Para jugar al baloncesto. Muy
profesional.
—No te burles. Son buena gente.
Se detuvieron frente a la casa. Dado que tenía que volver al hospital para pasar
allí la noche, Héctor no metió el coche en el garaje.
Antes de apearse preguntó una vez más por el negocio de los veleros.
—Dime que no te has peleado con los otros socios.
Grego se pasó las manos por el rostro, se frotó los ojos y respondió con calma:
—No. Todo va jodidamente bien.
El dinero para entrar en el negocio había salido de Héctor. Lo que en aquel
momento, dos años atrás, con la adquisición de su casa todavía reciente, había
representado un importante sacrificio para Sara y él.
Héctor, Sara y Beatriz llegaron a casa poco después del mediodía. Encontraron el
lugar en silencio.
Mientras Sara llevaba a la niña al dormitorio principal, que compartiría con ellos
durante las primeras noches y donde ya la aguardaba una cuna, Héctor recorrió la
casa. La puerta de la habitación de invitados se hallaba cerrada. Supuso que su
hermano estaría todavía durmiendo. Llamó suavemente.
—¿Grego? ¿Va todo bien?
No hubo respuesta.
Llamó de nuevo, con mayor fuerza.
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—Levántate. ¿No quieres conocer a tu sobrina?
—¿Qué pasa? —preguntó Sara uniéndose a él. Hablaba en susurros.
—Creo que sigue durmiendo. Ayer no se sentía bien.
Sara consultó el reloj.
—Es tarde. Dile que se levante. No ha venido a un hotel.
Héctor empujó la manilla y abrió la puerta solo una rendija. El interior estaba a
oscuras.
—¿Grego?
La franja de luz que se colaba desde el pasillo iluminaba el pie de la cama y
permitía ver las sábanas revueltas y el petate tirado en el suelo, junto a un par de
zapatos y varias prendas de ropa.
Había también algo más.
—¿Qué…?
Alertado por lo que había creído ver, Héctor terminó de abrir la puerta y accionó
el interruptor de la luz. Sara lo seguía, pegada a él.
Una legión de moscas ocupaba la habitación; paredes y techo teñidos de negro. Se
concentraban en especial número en los alrededores de la cama, que salvo por los
insectos posados en ella se hallaba vacía.
La pareja apenas dio un paso antes de retroceder espantada.
Sobresaltados por la irrupción, los insectos alzaron el vuelo. Al instante se formó
una atmósfera espesa y peluda en la que entrechocaban unos con otros. La vibración
de las alas se sumaba hasta alcanzar un nivel doloroso.
Héctor y Sara huyeron cerrando la puerta.
Se inspeccionaron pasándose las manos por el pelo y la ropa, presas de
escalofríos. Afortunadamente ninguna de las moscas había salido de la habitación.
Aun con la puerta cerrada el zumbido de la masa de insectos era perceptible. Se
propagaba a través del suelo y las paredes.
Héctor se lanzó contra la puerta y la aporreó llamando a gritos a su hermano.
La habitación no contaba con armario, ni cuarto de baño anexo, ni otro lugar
donde pudiera haberse puesto a resguardo de las moscas. La ventana estaba cerrada y
la persiana echada. Si hubiera estado escondido debajo de la cama lo habrían visto.
Los golpes alteraron más a las moscas. El zumbido aumentó de volumen. Contra
la puerta resonaba un suave golpeteo, como si un chaparrón de gruesas gotas
descargara sobre su lado interior.
Cuando fue evidente que las llamadas no hallarían más respuesta que la de los
insectos, Héctor y Sara retrocedieron hasta la cocina, mudos de asombro.
Una inspección detallada corroboró que Grego no se hallaba en la casa. Sin embargo,
cuando volvieron del hospital el cerrojo de la puerta principal estaba echado y, en
caso de que él hubiera salido, no contaba con la llave necesaria para cerrarlo desde
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fuera. La inspección demostró también que todas las ventanas estaban cerradas. A
pesar de todo, el sentido común ofrecía como única explicación que Grego había
salido de la casa.
—Y si ha sido así —especulaba Héctor—, ¿por qué no ha dejado un mensaje?
Hasta donde podía apreciar no se había producido ningún cambio en la vivienda;
todo estaba tal como él lo dejó cuando se despidió de su hermano la tarde anterior.
A modo de precaución habían colocado una toalla enrollada al pie de la puerta de
la habitación de invitados. La estancia no disponía de entrada de aire acondicionado
ni otra vía de ventilación.
Sara, mientras tanto, se ocupaba de vigilar al bebé. Beatriz arrugó los labios
cuando su madre la tomó en brazos, más para tranquilizarse a sí misma que a la niña,
que hasta entonces dormía plácidamente. En el dormitorio principal no había ninguna
mosca. Olía a limpio y el sol entraba a raudales por la ventana. Sara vio a dos niños
que jugaban en un jardín cercano a saltar sobre un aspersor de riego. Un perro los
acompañaba con sus ladridos mientras se mantenía a prudente distancia del agua.
—¿Tú qué opinas? —quiso saber Héctor, después de que ella volviera a dejar a la
niña en su cuna y regresara a la cocina.
Sara meneó la cabeza en un gesto que indicaba al mismo tiempo cansancio y los
escasos deseos que sentía de llevar a cabo deducciones. No era de personas
desaparecidas de lo que deberían estar hablando el primer día que pasaban en casa
con su hija.
No experimentaba un especial afecto por Grego. Opinaba de él que, bien
superados los treinta, continuaba aferrado a los modos y la falta de compromisos de
la adolescencia; y ello a costa principalmente de su hermano mayor. Opinión
corroborada frecuentes veces por la experiencia. El préstamo para el negocio de
chárter náutico había sido motivo de amarga discusión entre Héctor y ella. Sara había
comprendido y apreciado el sentimiento de responsabilidad que empujaba a su
marido, pero creía que prestar el dinero a Grego sería lo mismo que arrojarlo a la
basura, que tal como había ocurrido en otras ocasiones no demostraría la madurez
necesaria para llevar la empresa adelante.
—La otra pregunta es: ¿de dónde han salido esas moscas? —continuó Héctor—.
No he encontrado en la casa ni en el jardín nada que las pueda atraer, no hay basura…
ni nada muerto.
Sara se revolvió incómoda. Había pasado la hora de comer pero ninguno de los
dos sentía hambre. Tomaban una taza de té en la mesa de la cocina.
—Las únicas entradas y salidas de la habitación son la puerta y la ventana, y las
dos estaban cerradas.
—Seguro que hay una explicación lógica para todo —intervino Sara—. Tu
hermano habrá salido. Que no haya dejado una nota no debería sorprenderte.
Tampoco nos avisó de que venía. Prefirió presentarse por sorpresa después de cuatro
años.
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Héctor se vio obligado a darle la razón.
—Ha dejado aquí sus cosas —siguió ella—. Volverá. Mientras tanto, lo mejor que
podemos hacer es limpiar la habitación.
Empezó a abrir y cerrar armarios en busca de insecticida.
—No hagas nada por el momento —dijo Héctor.
—¿Qué…?
—Deja las moscas donde están.
Ella lo miraba con tranquilo estupor.
—¿Vamos a quedarnos sentados sin hacer nada? ¿Tienes idea del foco de
suciedad que representan? Piensa en la niña.
—No pueden salir de la habitación. Esperemos un poco. —Había seguridad y una
nota de enfado en su voz—. Si tienen algo que ver con Grego quiero que él me lo
explique.
Sara iba a replicar pero se lo impidió el timbre del teléfono. Héctor se apresuró a
contestar.
Era la madre de Sara. Héctor tendió a esta el auricular. Su madre vivía en la
capital y tan solo una flebitis en su pierna izquierda le impedía encontrarse allí en ese
momento para conocer al bebé. Sara desgranó un informe sobre el parto y las horas
posteriores. Pero su madre no se conformó con un simple resumen. También deseaba
los detalles.
Mientras seguía con la narración, Sara vio a Héctor salir de la cocina con el ceño
fruncido y los labios apretados, una expresión que ella conocía bien y significaba que
daba por concluida la conversación que estaban manteniendo. Lo vio encaminarse a
la habitación de invitados, situada al extremo del pasillo, contemplar la puerta unos
momentos y luego aferrar la manilla con la aparente intención de abrirla, para,
después de pensarlo mejor, retirarla sin hacer nada.
El resto de la tarde fue un rosario de nuevas llamadas telefónicas y visitas de
amigos y compañeros de trabajo interesados por el bebé.
Sara disfrutó de la atención de todos, permitiéndose olvidar durante unas horas lo
ocurrido. Abrió numerosos regalos. Después de asomarse a la cuna todos coincidían
en asegurar que la niña era preciosa. Algunos dijeron bromeando que era un bebé
ceñudo y apuntaron cierto parecido con su padre. El salón quedó alfombrado de papel
de regalo. Se descorcharon botellas de champán.
Héctor repartía su atención entre los visitantes y la puerta de la habitación de
invitados, siempre alerta a que nadie la abriese por error mientras buscaba el cuarto
de baño.
A las nueve, cuando ya todos se habían ido, Grego continuaba sin dar señales de
vida.
—¿Hay alguien a quien podamos llamar? —preguntó Sara.
Héctor no tenía constancia de que su hermano conservase amistades en la ciudad.
Recordó el petate abandonado en el suelo de la habitación. Era posible que dentro
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hubiese algo que sirviera para aclarar lo ocurrido. Pero cuando se lo mencionó a Sara,
ella se negó en firme a volver a abrir la puerta y correr el riesgo de que las moscas se
extendieran por el resto de habitaciones.
Era pronto todavía para acudir a la policía. Pero no para llamar a los hospitales,
más aun si se tenía en cuenta el afiebrado estado que presentaba Grego el día anterior.
Llamaron a todos los centros hospitalarios de la ciudad. En ninguno de ellos había
ingresado un paciente que respondiese a los datos de Grego.
Decidieron seguir esperando.
Antes de acostarse, Héctor abrió el cajón de su mesilla de noche. Debajo de varias
carpetas con recibos bancarios guardaba un sobre con dinero en efectivo para casos
de emergencia. Su contenido permanecía intacto.
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forzada. Si ese era el caso, le recomendó que se personara en comisaría con la mayor
brevedad posible.
Héctor dio las gracias y colgó.
Su hermano era una persona habituada a moverse sin dar explicaciones.
El lunes Héctor regresó al trabajo. Habitualmente iba en coche con tres compañeros
que también vivían en la urbanización, pero la noche anterior los llamó para avisarles
de que ese día iría por su cuenta.
Se detuvo en un estanco, donde compró varias cajas de habanos para repartir en la
refinería, como era costumbre cada vez que tenía lugar algún acontecimiento
familiar; una práctica que resulta paradójica si se tiene en cuenta que, debido a la
materia prima y productos que allí se manejaban, estaba prohibido fumar en la
totalidad del recinto, bajo riesgo de despido en caso de incumplimiento.
Procedió al reparto en la reunión de coordinación de jefes y supervisores que cada
día tenía lugar a media mañana. A cambio recibió numerosas felicitaciones y alguna
que otra jocosa señal de ánimo. Era el más joven de quienes asistían a las reuniones.
Sufrió un breve sobresalto cuando uno de sus compañeros le mencionó a Grego.
Era una suerte que hubiera estado presente en tan señalada ocasión, añadió para
asombro de Héctor.
En el pasado, Héctor se había referido a su hermano durante alguna charla
informal y mencionado su ocupación y exótico lugar de residencia. Pero no entendía
cómo alguien de allí podía saber que Grego había estado en su casa o en el hospital el
viernes anterior.
Los rumores y habladurías eran cosa habitual tanto en la refinería como en la
urbanización, y los canales de comunicación entre ambos lugares, anchos y eficaces.
El hombre de la manguera no había perdido el tiempo a la hora de divulgar su breve
encuentro con Grego.
Héctor apenas hizo nada ese día. Quienes lo notaron ausente lo atribuyeron a la
inquietud provocada por su recién estrenada condición de padre. Los momentos que
pudo pasar a solas en su despacho los empleó en rememorar una vez tras otra el
tiempo pasado con Grego la tarde del viernes, así como los detalles de la mañana
siguiente: la puerta y las ventanas de la casa cerradas, la ropa de su hermano
abandonada en el suelo de la habitación y, especialmente, la nube de moscas.
Lo redujo todo a una escueta serie de hechos inapelables. Dejó fuera las
interpretaciones.
Durante los corrillos que después de comer tenían lugar fuera del comedor, se
aproximó a un empleado que poseía varias colmenas. Haciéndose pasar por
mensajero de una tercera persona, interesada en iniciarse en la misma afición, lo
interrogó sobre dónde podía hacerse con un traje de apicultor.
Cuando de regreso en casa procedió a abrir el paquete que contenía el mono
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blanco de algodón, los guantes y el casco, Sara lo miró incrédula. Preguntó si se
había vuelto loco. Apeló a su sensatez. Si Grego había desaparecido, lo que debían
hacer era entrar en la habitación —previa eliminación de las moscas—, examinar sus
cosas y, si en ellas no eran capaces de encontrar alguna respuesta, avisar a la policía.
Pero no conservar en casa una habitación infestada de insectos. Sara se estremeció
solo con pensarlo.
Sin embargo Héctor se mantuvo firme. Pidió un poco de paciencia.
Sara se secó las lágrimas. Desde el parto tenía las emociones a flor de piel. A su
parecer, la más que inoportuna llegada de Grego y su desaparición ya habían
acaparado de forma suficiente la atención de los dos; atención que en aquellos
momentos debería estar centrada en el bebé. Sumada a ello, la presencia de los
insectos superaba con creces su capacidad de tolerancia. El interés de Héctor por las
moscas escapaba a sus intentos de comprensión.
Si no hubiera sido por la vulnerabilidad de Sara en esos momentos, si su
oposición hubiera sido más firme —tan solo un poco—, él no habría podido llevar a
cabo lo que tenía en mente.
Trató de dejarle claro que entendía la postura de ella, pero añadió que contaba —
o creía contar— con razones para obrar como lo estaba haciendo.
Ante las preguntas de Sara al respecto, Héctor se limitó a sugerir que quizá sería
conveniente que la niña y ella fueran a pasar unos días a casa de la madre de esta.
Hasta que todo se resolviera.
Sara se quedó rígida, con la boca entreabierta.
—¿Hay algo que no me hayas dicho? ¿Grego está metido en algún lío?
—No lo sé. No lo creo.
Hubo una pausa en la que, uno al otro, se miraron a los ojos.
—Pero, por si acaso, es mejor que os vayáis.
A lo que añadió:
—Yo esperaré aquí.
Sin ocultar su disgusto Sara dio media vuelta y entró en el dormitorio. Llenó una
maleta murmurando «Imbécil… Imbécil…», sin precisar a cuál de los hermanos se
refería.
A la mañana siguiente Héctor llamó a la refinería para decir que se tomaba el día
libre y llevó a su hija y a Sara a casa de su suegra.
Beatriz se revolvió cuando él se inclino para besarla en la frente. Bostezó
enseñando la lengua.
Antes de despedirse, Sara le preguntó una vez más si sabía lo que estaba
haciendo.
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Mosca común (Musca domestica)
Tenía que impedir que las moscas salieran de la habitación cuando abriera o cerrara la
puerta. Con tal fin se hizo con una pieza de metro y medio por dos metros y medio de
tela mosquitera que fijó con clavos a la parte alta del marco exterior, de modo que
colgase frente a la puerta como si de un telón se tratara.
La primera incursión tuvo como objeto recuperar el petate de Grego.
Se situó debajo de la tela mosquitera. Sentía la sangre zumbar en los oídos.
Sudaba a mares por los efectos sumados de los nervios y el calor que producía el traje
de apicultor. Con toda la rapidez que le permitía el atuendo, se coló en el interior y
volvió a cerrar la puerta.
Un olor rancio flotaba en el aire. Oyó los zumbidos aislados de varios insectos y
el golpe de uno de ellos al chocar contra la careta del casco, lo que produjo un sonido
como el de una pompa de jabón al reventar. Permaneció inmerso en la poblada
negrura durante unos segundos antes de accionar el interruptor de la luz.
El número de moscas superaba con creces el alojado en su recuerdo. La visión lo
hizo retroceder hasta quedar con la espalda contra la puerta. Resistió el impulso de
salir huyendo. Protegido por el traje no tenía nada que temer.
Al igual que había ocurrido la mañana del sábado, las moscas se revolvieron
cuando la lámpara iluminó la habitación. Pero entonces no había sido tanto la luz
como la apresurada entrada de Héctor y Sara lo que las había turbado; en esta
ocasión, aunque bastantes de ellas alzaron el vuelo, los movimientos pausados de
Héctor lograron que la mayoría continuara inmóvil.
Las paredes, pintadas de rosa pálido, se hallaban cubiertas por una nebulosa
negra, con zonas más densas, donde los insectos se hacinaban unos sobre otros sin
que existiera explicación discernible para tal comportamiento. De los cúmulos se
desprendían masas compactas arrastradas por la gravedad, que antes de tocar el suelo
se desintegraban en sus componentes, los cuales, tras un breve vuelo, volvían a
sumarse a la hirviente comunidad.
Héctor caminaba poniendo gran cuidado, tratando de no espantar a las moscas ni
de aplastar a las que se paseaban por el suelo.
De un perchero colgaba una vieja gabardina de Sara. De los bolsillos entraban y
salían moscas.
Cuando no había visitas en la casa Héctor empleaba la habitación como lugar de
trabajo. Disponía de un escritorio trente a la ventana. Lo ocupaban un ordenador,
libros y pilas de documentación técnica clasificada por temas.
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Tomó un libro que descansaba abierto. A simple vista estaba en perfecto estado,
pero cuando pasó los dedos por la página expuesta pareció como si las letras se
disolvieran. Diminutas estelas negras —excrementos de mosca— emborronaron el
papel.
Una rápida comprobación en las cortinas arrojó un resultado similar. Sara tenía
razón, tendrían que desinfectar la habitación. Y con gran probabilidad tirar parte de
su contenido, si no todo.
En el escaso tiempo transcurrido desde que entró, había tenido lugar un cambio.
Al principio no se percató de ello, pero en cuestión de unos instantes pasó de lo
apenas perceptible a lo sin duda evidente. La luz había disminuido. Alzó la vista
hacia la lámpara. Atraídas por su brillo y el calor que desprendía, las moscas se iban
aglomerando sobre ella, tamizando la luz en el proceso.
Siempre sin abandonar la parsimonia de movimientos, tanteó la ropa abandonada
en el suelo, entre la que rescató el pasaporte y la cartera de Grego. A continuación
tomó el petate y desanduvo el camino basta la puerta.
Una vez fuera se desprendió del casco y respiró hondo, llenándose los pulmones
de aire limpio.
Procedió a quitarse el resto del traje en el cuarto de baño. Depositó cada pieza,
incluidas las botas de goma, en la bañera.
Se lavó a conciencia.
Luego, protegido por unos guantes de látex, pasó a examinar el petate. Esparció el
contenido en el suelo del baño.
Prendas de ropa hechas un amasijo, como si hubieran sido guardadas de forma
apresurada; un par de zapatos; útiles de aseo dentro de una bolsa de supermercado;
una caja de tabletas de quinina y otra de doxiciclina, ambos, medicamentos para la
prevención de la malaria; una agenda, que Héctor hojeó atentamente —ninguno de
los nombres le dijo algo—; un cartón de tabaco.
Eso era todo.
Pasó a revisar la cartera.
Los carnés de identidad y conducir de Grego; dos tarjetas de crédito: American
Express y MasterCard, la segunda, caducada; un fajo de dinero, parte moneda local,
parte tailandesa, y unos pocos dólares; unos cuantos trozos de papel plagados de
notas, la mayoría indescifrables, entre los que encontró uno con las señas de su casa
—el mismo que su hermano había leído al taxista que lo llevó allí desde el aeropuerto
—; una foto de Grego en los muelles de Pattaya junto a dos hombres —era de
suponer que sus socios—, delante de un velero; otra foto, más vieja que la anterior,
descolorida y con los bordes manoseados, de Grego y Héctor, con veinte y veintitrés
años respectivamente, en la que el primero pasaba el brazo sobre los hombros de su
hermano mayor mientras los dos sonreían a la cámara.
Nada significativo, aparte del hecho de que todos aquellos objetos permanecieran
en la habitación. Las ropas del suelo eran las que Grego llevaba puestas el día de su
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llegada. Y el petate estaba cerrado.
El siguiente paso consistió en alimentar a las moscas. En la nevera encontró los restos
de una tarta de frambuesas llevada por alguno de los visitantes del fin de semana.
Procedió a desmigarlos en una fuente.
Protegido de nuevo por el traje, volvió a la habitación. El revuelo en esta ocasión
fue inmediato. Apenas tuvo tiempo de encender la luz antes de que un enjambre de
moscas se hubiera posado en la bandeja, ennegreciéndola, lanzándose con inusitada
ferocidad sobre el dulce. La posó en el suelo. El aire de la habitación se había llenado
de insectos que trazaban círculos sobre la bandeja, una corriente espesa con la
apariencia de un tornado en miniatura. Aquellas moscas que disfrutaban de los restos
del pastel se resistían a abandonar sus posiciones a pesar de los envites de las demás.
Pronto quedó claro que el pastel no sería suficiente.
Volvió a la cocina. Revisó los armarios y la nevera. No quería emplear nada que
enturbiara más la atmósfera de la habitación.
Se decidió por la leche. Entró una vez más en la habitación de invitados. Su
presencia pasó desapercibida. Los insectos se hallaban concentrados en el pastel.
Dispuso unos platos en el suelo y vertió en cada uno un poco de leche, lo justo
para cubrir el fondo.
Al principio no pareció que el nuevo alimento captase el interés de las moscas.
Pero poco a poco se fueron posando en los bordes de los platos. Formaron perfectos
círculos negros —los cuerpecillos muy juntos, las alas tocándose— en marcado
contraste con la blancura de la leche. Bebieron como gatitos.
Dio así inicio a una rutina en la que dos veces al día —mañana y noche—
reemplazaba los platos y fregaba con esmero los que acababa de retirar, dejándolos
luego separados de los demás, destinados a partir de entonces a ese único uso.
De puertas afuera se esforzaba por comportarse como si no ocurriese nada alejado
de lo normal. Retomó la costumbre de ir al trabajo con los compañeros de la
urbanización. En la refinería desempeñó sus tareas con dedicación y eficiencia.
A lo largo de la semana hubo más llamadas de gente que preguntó por Sara y la
niña. Todos aceptaron que hubieran ido a pasar unos días con la madre de aquella.
Una tarde, su vecino —el hombre de la manguera— interrogó a Héctor sobre su
hermano, a quien no había vuelto a ver desde su primer y único encuentro. Respondió
que la visita había sido breve, apenas unas horas, tras las que Grego se había visto
obligado a tomar apresuradamente otro avión por motivos de trabajo.
Hablaba con Sara cada noche. Con la distancia, la preocupación de ella se había
trasladado de la desaparición de Grego y la incógnita de las moscas a la actitud de su
marido. A fin de tranquilizarla le dijo que entre los objetos de Grego no había
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encontrado su cartera ni el pasaporte, así como nada de dinero, luego parecía posible,
tal como ella opinaba, que su hermano se hubiera ido sin dar explicaciones.
Respecto a las moscas, aún estaba pensando qué hacer con ellas.
Al otro extremo del hilo, Sara callaba.
Héctor era consciente de que la paciencia de su mujer disminuía día a día y pronto
llegaría el momento en que no le quedara más remedio que confesarle la idea que le
rondaba la cabeza, corriendo el riesgo de que la opinión de Sara empeorase aún más.
Para desviar la atención hacia un tema más agradable, Héctor preguntaba por la
niña. Quería saber todo cuanto había hecho a lo largo del día.
Cuando colgaba el teléfono se sentía terriblemente solo.
Debería estar con ellas. En ese momento. Ahora. Cuidando de su hija recién
nacida.
Se dedicó a limpiar la casa y efectuar pequeños arreglos, para matar el tiempo y
como mecanismo de compensación frente a la capa de excreciones que, poco a poco,
rebozaba la habitación de invitados. Alquiló un aparato de limpieza con vapor y atacó
las alfombras y tapicerías de la vivienda. Repuso los dispositivos antipolillas de los
armarios. Desmontó un grifo que goteaba. Dio una innecesaria mano de pintura a la
puerta del garaje.
Estaba orgulloso de su casa: la materialización de sus deseos acunados. El lugar
idóneo para formar una familia.
En la planta baja se encontraban la cocina, el salón, un cuarto de baño y la
habitación de invitados; y en la superior, la habitación de la pareja, otra más,
destinada a Beatriz, y un segundo cuarto de baño. Desde la ventana del dormitorio
principal se divisaba la chimenea de la refinería alzándose por encima de árboles y
casas, a escasos kilómetros de distancia. Por las noches, las luces de la instalación y
los penachos de fuego de las antorchas, donde se quemaban los residuos de los
procesos, teñían las nubes de un naranja sucio. Para Héctor el permanente
recordatorio de su lugar de trabajo representaba una molestia tolerable.
Cuando el viento soplaba desde aquella dirección, arrastraba un olor dulzón a
hidrocarburos y compuestos sulfurados que se colaba por cada rendija de la casa y
llevaba a las moscas a un estado de frenesí bullicioso. La habitación de invitados se
hallaba bajo la del matrimonio, y tumbado en su cama Héctor sentía a los insectos
zumbar como un potente motor a ralentí.
Durante una de las visitas a la habitación llevó consigo una botella de plástico en la
que había introducido unos trozos de plátano. Una vez retirado el tapón bastaron unos
segundos para que media docena de moscas se colara dentro atraída por la fruta.
Cerró la botella.
En la mesa de la cocina, provisto de una lupa y un manual de entomología
tomado de la biblioteca, estudió a los insectos.
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Hasta donde fue capaz de apreciar, no se diferenciaban de la descripción que el
libro recogía de una simple mosca común: cuerpo de color gris, de seis a nueve
milímetros; dos alas; tres pares de patas; abdomen amarillo; y en la cabeza, un par de
pequeñas antenas, dos prominentes ojos compuestos, entre los que se arracimaban
otros tres simples, y una probóscide carnosa y esponjosa para chupar el alimento.
Leyendo sobre su ciclo de desarrollo averiguó que pasa por cuatro estadios:
huevo, larva (con tres diferentes fases), crisálida y adulto.
Las hembras depositan sus huevos en lechos orgánicos donde las larvas puedan
encontrar alimento, además de las condiciones de temperatura y humedad adecuadas
para su desarrollo. La duración de cada uno de los estadios intermedios varía
dependiendo de las condiciones ambientales, siendo, como regla general, más corta
cuanto mayor sea la temperatura. En total, el tiempo desde que una mosca adulta
desova, hasta que el huevo se desarrolla a otra mosca adulta, oscila entre los diez y
los veinte días.
Una vez emergida de la vaina puparia, la mosca descansa mientras el cuerpo y las
alas finalizan el proceso de endurecimiento. Después de una hora, es totalmente
móvil y, si es un macho, ya puede aparearse.
Las hembras se aparean una sola vez a lo largo de su vida, tras lo que almacenan
el esperma del macho para realizar, de forma espaciada, de cuatro a seis puestas de
entre cien y ciento cincuenta huevos cada una.
Realizó cálculos tomando como fecha de inicio el sábado, día en que habían
aparecido las moscas. Después de varias visitas a la habitación todavía le era
imposible estimar el número de insectos allí alojados; este le parecía en todo
momento abrumador, mayor cada vez que cruzaba la puerta. Una plaga bíblica a la
espera de lanzar su azote sobre campos y personas.
Basándose en lo recogido en el libro y asumiendo un reparto al cincuenta por
ciento entre moscas macho y moscas hembra, las expectativas eran estremecedoras.
Consideró la posibilidad de someter a los insectos a la opinión de un experto, pero
el temor a atraer la atención —tanto si las moscas no tenían nada de anormal como en
el caso contrario—, así como de lo que podría ocurrir si las moscas permanecían
separadas durante demasiado tiempo, lo llevó a conformarse con lo averiguado por sí
mismo.
La leche demostró ser un buen alimento, las moscas lo aceptaban sin excesivo
revuelo, era limpio y fácil de reponer. Solo existía una salvedad.
Durante los primeros días encontró en varias ocasiones moscas que en el
transcurso de su lucha por llegar hasta el alimento habían caído en él y fallecido
ahogadas. Las hallaba flotando en la leche, mientras sus compañeras, ajenas a la
pequeña tragedia, sorbían ávidamente en el borde del plato. Esto lo llevó a introducir
un cambio en el método de alimentación. Continuó empleando los platos, pero en
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lugar de verter la leche empapaba en ella unas bolas de algodón de las que las moscas
podían chupar sin riesgo alguno.
Aquellas muertes por ahogamiento —aproximadamente dos docenas—
despertaron su preocupación ante las consecuencias que pudieran conllevar. Víctima
de sentimientos encontrados —entre ellos una aflicción vergonzosa— tiró los
cuerpecillos bañados en leche por el inodoro.
En las siguientes visitas a la habitación se detuvo a buscar otras moscas que
también hubieran fallecido.
Debido a la alteración que producía entre los insectos, ya no encendía la lámpara
del techo. Empleaba en su lugar una linterna. Ataviado con el traje de apicultor, y con
los insectos cruzando el estrecho haz de luz, se sentía como un astronauta que
explorara un planeta desconocido, cubierto por una atmósfera hostil. Cada poco
agitaba la linterna para espantar a las moscas que se posaban en la lente. Las cortinas
y la ropa de la cama habían adquirido un aspecto ceniciento y pesado. Los signos y
letras del teclado del ordenador resultaban ininteligibles. Las moscas se apelotonaban
sobre los algodones empapados en leche formando grotescos bombones. En la
almohada aún persistía la impresión dejada por la cabeza de Grego.
Pasó minuciosamente el haz de la linterna por el suelo y los muebles. No halló
más cuerpos muertos.
Iba a la refinería. Alimentaba a las moscas. Hablaba con su mujer. Cada noche pasaba
quince minutos en la ducha frotándose todo el cuerpo. Llegó el fin de semana sin que
se hubiera producido ningún cambio.
A menudo se descubría contemplando una de las fotos de la cartera de Grego, en
la que aparecían los dos juntos. Se la había apropiado y ahora la llevaba consigo. En
ella él tenía más pelo y Grego lucía la rechonchez que lo había acompañado desde la
infancia y hasta, aproximadamente, el momento en que fue realizada la foto; los
viajes posteriores endurecieron su figura.
Había sido hecha el último verano que pasaron juntos. Pocas semanas después
Grego anunció que no continuaría en la universidad. Desoyendo toda protesta
abandonó los estudios de medicina. Hasta entonces sus calificaciones habían sido
buenas —no excelentes pero sí por encima de la media—, aunque nunca había
mostrado un interés especial por la carrera. Sus explicaciones fueron las habituales de
quien deja de estudiar.
El padre de un conocido, subdirector de una empresa de montajes mecánicos, le
ofreció trabajo. La empresa operaba en el sudeste asiático y el norte de África. Estaba
especializada en centrales eléctricas. En ocasiones construían centrales nuevas. En la
mayoría, se dedicaban a parchear instalaciones obsoletas; trabajos que por su escaso
rendimiento económico o lo recóndito de su ubicación las empresas importantes
acostumbraban a rechazar. En septiembre, despreciando todo dictado de
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determinismo social, Grego subió a un avión con destino Hong-Kong.
Héctor le advirtió de que estaba echando al traste su vida.
Héctor siempre había tenido las ideas claras.
Algunas tardes salía a correr. Era el único deporte que practicaba. La Navidad
anterior Sara le había regalado unas zapatillas nuevas y un atuendo completo de
tejido Clima-Fit, con colores llamativos y bandas reflectantes en brazos y piernas. Le
gustaban las zapatillas, pero siempre que Sara no se encontraba en casa él se ponía
sus viejos pantalones de deporte y la sudadera de la universidad en lugar de la ropa
nueva.
Había numerosos lugares para hacer ejercicio en los alrededores. La urbanización
disponía de un amplio parque, calles tranquilas por donde apenas pasaban coches y
áreas semidesiertas donde solo había solares cubiertos de maleza. Ninguno de estos
sitios terminaba de satisfacerlo.
Salía de la urbanización, corría diez minutos por el arcén de la carretera que
tomaba cada mañana para ir a la refinería, saltaba el quitamiedos y se adentraba en un
paraje boscoso que se extendía entre la carretera y la costa a lo largo de una franja de
varios kilómetros.
Rara vez se encontraba con otras personas; algún que otro corredor esporádico y,
en primavera y verano, parejas en busca de un rincón discreto.
Llegaba hasta las zonas más recónditas del bosque, más allá del ruido de la
carretera y los preservativos arrojados entre las raíces de los árboles.
Su lugar de trabajo se ubicaba en una de las salas de control de la refinería, junto
a las unidades de producción, en un edificio bunkerizado, sin ventanas, donde
subsistía un rumor permanente de equipamientos electrónicos. Una vez dentro, el
único indicio acerca de si en el exterior llovía o lucía el sol, si era de día o de noche,
llegaba a través de las temblorosas imágenes de los monitores de vídeo. El paso del
tiempo se atenía a una mecánica particular, más lenta y espesa que de puertas afuera.
Después de una jornada allí dentro, Héctor solo sentía deseos de zambullirse en el
bosque, llenar los pulmones con el aroma que la capa de hojas desprendía al ser
pisada y, por espacio de una hora, no ver ni hablar con persona alguna. Reconocía su
falta de instinto gregario.
Pero las veces que salió a correr a lo largo de esa semana el ejercicio no bastó
para que dejara atrás sus pensamientos.
A medida que pasaban los días sin que hubiera cambios y se intensificaban las
peticiones de Sara para que le explicara su modo de obrar, Héctor se cuestionaba a sí
mismo con intensidad creciente. Aumentaba el peso de lo absurdo. Llevaba a cabo
ejercicios de imaginación en los que dejaba a un lado las pruebas que indicaban lo
contrario y trataba de convencerse de que su hermano, simplemente, se había
marchado sin dar explicaciones, como era su estilo. Antes de que pasara mucho
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tiempo recibiría una llamada suya —o en el peor de los casos de la policía o un centro
sanitario— que lo resolvería todo dentro del marco de la más completa racionalidad.
Se fijó un plazo máximo. El martes se cumpliría una semana desde que sacó a
Sara y la niña de la casa. Si para entonces todo seguía igual limpiaría la habitación.
Traería a su mujer y su hija de vuelta. Acudiría a la policía y denunciaría la
desaparición de Grego.
El sábado por la mañana revisó las especificaciones del insecticida que había en
el garaje. Luego condujo hasta un supermercado donde compró tres botes más, con
fórmula específica contra dípteros, y se aprovisionó de útiles de limpieza.
Llamó a Sara y la informó de que iría a recogerlas a mediados de semana.
Justificó no ir antes inventándose una reunión de trabajo para la mañana del martes;
debía pasar el sábado y el domingo preparándola. Le dolió mentir a su mujer pero se
disculpó a sí mismo diciéndose que era en beneficio de ambos.
Para terminar de tranquilizarla no vio inconveniente en adelantarse a los hechos y
asegurarle que el problema de las moscas ya estaba resuelto. El suspiro de alivio de
Sara llegó claramente a través del teléfono. Héctor se disculpó por la actitud mostrada
durante los días anteriores. La achacó a los nervios y la impresión producida por la
irrupción de Grego y su aún más súbita desaparición. Sara le quitó importancia, ya
había pasado todo. Le aseguró que pronto sabrían algo de su hermano. Era una mujer
a la que le gustaba mirar hacia delante. Héctor deseó por encima de todas las cosas
poder estar junto a ella y estrecharla entre sus brazos.
La decisión tomada y la conversación con Sara —que le impedía cambiar de idea
y echarse atrás— lograron que se relajara. Metió en un armario el petate de Grego y
no volvió a mirarlo. Los días anteriores había revisado repetidamente su contenido
buscando no sabía qué en los bolsillos de la ropa y comprobando con la punta de la
lengua que las tabletas de quinina realmente lo fueran.
Pensó en la niña, en Beatriz, una entidad aún no del todo definida dentro de su
marco de responsabilidades. Se censuró cuando no fue capaz de reproducir una
imagen mental de ella, de su rostro durmiente y sus muecas exploratorias.
La noche del lunes empapó unos cuantos algodones en leche. Sería la última comida
de las moscas. Al día siguiente, una vez que regresara del trabajo, esperaría a la
oscuridad del atardecer para que su actividad llamara menos la atención, entonces
levantaría la persiana, abriría la ventana y a todas las moscas que se resistieran a salir
las rociaría generosamente con insecticida.
Los insectos se revolvieron cuando dejó los algodones. Actuaban del mismo
modo cada vez que cruzaba la puerta. No se habituaban a su presencia.
Eran moscas. Resultaba absurdo esperar que se comportaran de otra forma.
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Esa noche el viento sopló desde la refinería. Hasta el amanecer, momento en que se
callaron repentinamente, las moscas zumbaron de forma que hicieron vibrar las
paredes.
Héctor prolongó la estancia en la cama veinte minutos más allá de su hora
habitual, como hacía siempre que no le tocaba llevar el coche y sus compañeros
acudían a recogerlo. Cubierto con un albornoz, tomando sorbos de una taza de café,
recorrió la casa en busca de algún insecto que hubiera escapado de su encierro.
Llevaba a cabo la misma inspección cada mañana. No pasó por alto ningún rincón ni
se paró a pensar que era la última vez que tendría que hacerlo.
Se detuvo frente a la puerta de la habitación de invitados. Después de la frenética
noche no se oía nada en el interior. Hizo a un lado la mosquitera y apoyó la mano en
la puerta. Nada. Golpeó con los nudillos. Silencio. Más fuerte. Eso debería haber
bastado para que dentro se despertase cierta actividad, pero continuó sin ocurrir nada.
Sus compañeros pasarían a recogerlo en unos minutos. Tenía el tiempo justo para
terminar el café y vestirse.
Ya se alejaba por el pasillo cuando creyó oír algo.
¿Un gemido?
En la habitación.
Pegó una oreja a la puerta. Dentro todo continuaba en silencio. Llamó de nuevo y
aguardó, presa de una ansiedad en aumento.
Sí. Un gemido.
Y otro más.
Sin detenerse a coger el traje de protección, abrió la puerta.
Después de diez días la fetidez se había convertido en algo palpable. Encendió la
luz.
El aspecto de la habitación había cambiado radicalmente. Las moscas habían
desaparecido, quedando de ellas nada más que la suciedad.
En el suelo, entre los platos con los algodones, se hallaba Grego. Estaba desnudo
y, como a un recién nacido, le costaba coordinar sus movimientos. Intentaba ponerse
en pie. Deslumbrado por la repentina luz, parpadeó tratando de enfocar la mirada
sobre el hermano mayor.
Las palabras salieron con dificultad de su boca.
—¿Qué día es hoy?
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Transformación Ø
Durante una de sus escasas visitas después de que se hubiera ido a Asia, Grego había
confesado a su hermano el motivo principal de tan drástica decisión. En los meses
previos al viaje, la sensación de resentimiento de que era presa, explicó, lo había
llevado a recurrir a fantasías de destrucción y muerte para conciliar el sueño por las
noches.
—Lamento sonar apocalíptico o teatral pero eso es exactamente en lo que
pensaba. Imaginaba elaborados finales para personas conocidas y anónimas.
Empezaba por aquellos a quienes guardaba algún rencor, por ridículo e injustificado
que fuese. Soñaba con ciudades desiertas y campos carbonizados.
Los hermanos estaban en un bar, frente a la tercera ronda de cervezas, después de
que Sara los hubiera invitado a abandonar por unas horas el pequeño apartamento
donde ella y Héctor vivían entonces. Grego dormía en el sofá cama del salón,
estancia que al día siguiente de su llegada ya se encontraba impregnada de su
temperamento, con prendas de ropa abandonadas sobre los muebles, periódicos
despiezados y platos con restos de las comidas que le gustaba prepararse a media
noche.
Héctor tomó un sorbo de cerveza. Estaba habituado a los discursos desbocados de
su hermano, al igual que a los rebuscados motivos con que justificaba sus acciones.
Escuchaba con escaso interés sus palabras acerca de edificios desplomándose como
fichas de dominó.
—Las fantasías tenían un efecto relajante —concluyó Grego—, como el de una
droga blanda. Cada noche me conducían al sueño de forma infalible.
Héctor no se lo tomó en serio. Sabía que hacerlo lo conduciría a él de forma
infalible al enfado y a comenzar una discusión, y prefería disfrutar en armonía de la
compañía de Grego mientras durase su visita.
Recordó aquella escena mientras contemplaba a su hermano dar cuenta del tercer
plato de comida. El aturdimiento que sufría cuando lo encontró en la habitación se
había prolongado por espacio de varias horas. En ese intervalo su regreso se completó
con la recuperación de los hábitos y necesidades de un ser humano, aunque
acompañados de cierta falta de práctica y pequeñas molestias físicas.
Héctor lo había sacado del fangal que era el suelo de la habitación de invitados y
llevado al cuarto de baño, donde puso a llenar la bañera. La primera petición de
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Grego —previa incluso a la de una explicación para lo ocurrido— fue de agua y
alimento. Volvía presa de una sed y un apetito voraces. Se enjuagó la boca y bebió
varios vasos de agua, atragantándose en el proceso. Luego su hermano le llevó café y
galletas.
Los primeros bocados resultaron desconcertantes. Le dolían las encías. Masticaba
despacio, reconociendo los sabores y las texturas, cuestionándose que fueran los
mismos que recordaba.
Después de pasar un rato sumergido en agua caliente comenzó a recuperar la
sensibilidad en las piernas. Héctor lo lavó con una esponja y jabón abundante.
Ninguno dio muestras de incomodidad. Sencillamente, era lo que había que hacer en
ese momento.
Una vez aseado, Grego se contempló largamente en el espejo. Su hermano lo
había informado del tiempo transcurrido desde que lo dejó en casa para que se
recuperara: diez días. En ese periodo ni la barba ni las uñas le habían crecido. Por
otro lado, tanto el hormigueo como los supuestos síntomas de malaria habían
desaparecido por completo y dejado en su lugar un malestar similar al de una resaca
alcohólica, a lo que había que sumar unos pinchazos intermitentes, breves aunque
agudos, en el vientre, que cada poco lo hacían doblarse de dolor.
Era presa de un horrendo sabor de boca y la primera vez que vació la vejiga su
orina fue de un color oscuro y desprendió un olor pútrido, como de agua estancada.
Se cepilló los dientes durante cinco minutos, aunque al principio el sabor mentolado
del dentífrico le quemó la lengua.
En la cocina, Héctor lo esperaba con una comida más consistente: huevos revueltos,
tortitas, miel y café.
Había dicho a sus compañeros del trabajo cuando fueron a recogerlo que ese día
no iría a la refinería. Explicó que su hermano acababa de llegar por sorpresa y no se
encontraba bien. No parecía grave, quizás una indisposición digestiva, pero por si
acaso iba a acompañarlo a urgencias. Preguntaron si podían ayudar de algún modo.
Héctor respondió que no era necesario. Más tarde llamaría a su superior para
explicarle la ausencia.
Escrutaba a Grego en busca de rasgos anómalos, convenciéndose de que quien se
hallaba frente a él era de veras su hermano. Este comía en silencio. Masticaba
minuciosamente cada bocado. De vez en cuando se detenía sorprendido por un nuevo
pinchazo en el vientre —la intensidad de los cuales iba decreciendo—, o para mirar a
su alrededor como si no terminara de reconocer el lugar donde se encontraba.
Contemplaba la fuente de fruta en el centro de la mesa, la fila de cazuelas de cobre
sin otra función que la estrictamente decorativa, el frigorífico cuya puerta pronto
luciría los dibujos de Beatriz.
Salvo por un pequeño temblor en las manos ya era capaz de controlar sus
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movimientos.
—No he pasado estos diez días durmiendo, ¿verdad?
Héctor no le había contado nada de lo sucedido. Había confiado en que fuera
Grego quien se lo explicara a él.
—No recuerdas nada.
—Recuerdo que estuvimos juntos, que recogiste algunas cosas antes de volver al
hospital. Después fui a la habitación. Supongo que me quedé dormido. Eso es todo.
Hasta esta mañana.
Para entonces la habitación de invitados había sido abierta y se ventilaba
lentamente.
—¿Qué es lo que ha pasado, Héctor?
Con calma, tratando de ser lo más preciso posible, pero aun así costándole dar
crédito a sus propias palabras, el hermano mayor procedió a narrar lo ocurrido
durante los diez últimos días. Grego escuchaba incrédulo.
—Moscas.
—Eso es.
—La habitación ha estado llena de moscas.
—No pedí la opinión de nadie. Pero eran moscas.
A Grego se le escapó una risa nerviosa. Sus manos temblorosas acertaron a
encender un cigarrillo.
—¿Y dónde he estado yo mientras tanto?
Héctor lo miró con fijeza.
—Que yo sepa no has salido de la habitación.
Grego le devolvió la mirada.
—No puedes hablar en serio.
Héctor se levantó y dio unos pasos por la cocina. Volver a ver a su hermano no lo
hacía sentirse aliviado.
—Estoy de acuerdo en que parece imposible.
Tras una pausa añadió:
—Pero no creo que te resulte del todo extraño. Si no, ¿por qué viniste aquí?
Héctor estaba junto a su hermano cuando este se detuvo a contemplar el
panorama que ofrecía la habitación. Había visto el asombro y la repugnancia en su
expresión, pero también una sombra de reconocimiento.
—Sabías que iba a pasar.
—Sí. Algo. Pero no tenía idea de qué. Solo pensé que estaba enfermo. —Dio una
profunda calada al cigarrillo, retuvo el aire y lo expulsó por la nariz—. Y que en
ningún sitio cuidarían de mí mejor que aquí.
Se frotaba las manos. Un velo de sudor le cubría la frente. Parecía a punto de caer
presa de un ataque de nervios.
Héctor tomó asiento a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Trata de tranquilizarte.
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El gesto resultó rígido, falto de práctica. Ninguno recordaba la última vez que se
habían prestado apoyo, más allá de la simple ayuda económica.
—¿Tienes algo que pueda tomar? —preguntó Grego.
Héctor fue al cuarto de baño, donde estaba el armario de las medicinas, y volvió
con un ansiolítico suave. Lo depositó frente a su hermano, junto a un vaso de agua.
—Y ahora, ¿qué tal si me lo cuentas todo desde el principio? —pidió Héctor—.
Lo que sepas y lo que creas saber. Con calma.
La historia no era larga, pero Grego realizó numerosas pausas y fumó un cigarrillo
tras otro.
En las mismas fechas, un año atrás, comenzó a sentirse mal. Siempre había sido
sensible a la malaria, a pesar de los tratamientos preventivos; luego, cuando
empezaron los síntomas, los reconoció rápidamente como los propios de esa
enfermedad. Tomó la medicación de refuerzo y continuó acudiendo al trabajo. Uno
de sus socios se encontraba de viaje y el otro servía de patrón para un grupo de
turistas que había alquilado un velero durante una semana, por lo que él se encontraba
a cargo de todo.
Las molestias no remitieron. Todo lo contrario. Al cabo de tres días se volvieron
tan intensas, habiéndose sumado a ellas un fuerte hormigueo nunca antes
experimentado, que no tuvo más remedio que cerrar el negocio y quedarse en casa a
la espera de que el mal desapareciera.
Se alojaba en un apartamento de dos habitaciones no lejos del muelle. Las
paredes eran finas como el papel y cuando un camión pasaba por la calle parecía que
el edificio fuera a venirse abajo, pero era lo más parecido a una residencia fija que
había tenido en años. La proximidad de una pescadería obligaba a mantener las
ventanas cerradas para evitar que el olor invadiese el apartamento. Esto, a la postre,
resultó ser una gran suerte.
Tal como había hecho cuando llegó a casa de su hermano, Grego echó las
persianas y se acostó.
Unas horas más tarde —o lo que él creyó que fueron solo unas horas— despertó
en el suelo y aturdido. Tardó unos momentos en recuperar el control de los músculos.
Todo lo atribuyó a la enfermedad. Pensó que se había caído de la cama. Quizá se
había golpeado la cabeza, aunque después de palparse a conciencia no encontró
ninguna zona dolorida.
Pronto se sintió mejor. Estaba recuperado de sus molestias.
Había sin embargo varias cosas que no alcanzaba a comprender. La primera era la
terrible suciedad que cubría el apartamento —menor de todas formas que la de la
habitación de invitados de Héctor, dado que en aquel caso las moscas se habían
repartido por toda la vivienda—. La comida que tenía fuera del frigorífico se había
podrido y varias cucarachas correteaban a sus anchas por el suelo. Sobre los platos
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sucios del fregadero se había formado una costra verde. Más sorprendente todavía era
el número de mensajes en el contestador automático, la mayoría dejados por sus
socios, preguntándole, con preocupación y enojo crecientes, por los motivos de su
repetida ausencia del trabajo. Varios mensajes manuscritos con interrogaciones
similares habían sido colados por debajo de la puerta.
Abrió las ventanas de par en par. El olor de la pescadería era más tolerable que el
del apartamento. Fue a un restaurante cercano. Estaba hambriento. Mientras esperaba
la comida, pidió una taza de café para terminar de despejarse, luego una segunda y,
por último, un vaso de vodka. Estaba engullendo un plato de arroz reseco cuando su
desconcierto alcanzó el límite. El cliente sentado a su lado estaba leyendo el
periódico. Vio la fecha que figuraba en las páginas. Habían pasado diez días desde
que se metió en la cama.
Incapaz de explicar lo ocurrido regresó al apartamento. Nada de lo que allí pudo
encontrar lo ayudó a aclararlo.
A continuación se dirigió a la oficina del muelle. El recibimiento que le depararon
sus socios tuvo el mismo tono que los mensajes, parte de preocupación, parte de
enfado. Uno a causa de su viaje y el otro por la travesía en velero, no conocían la
verdadera duración de la ausencia de Grego, lo que impidió que sus reacciones fueran
más agudas. Se disculpó contándoles que había permanecido los días anteriores en un
hospital, aquejado de una dolencia viral. Era poco creíble pero la realidad lo era
menos aún.
Los socios —uno alemán y el otro francés, afincados en Tailandia desde hacía
años— intercambiaron miradas de escepticismo. En el tiempo que llevaban juntos ya
se habían formado una opinión propia sobre Grego y sus modos de obrar. Este
prometió avisarles con la debida antelación si debía volver a ausentarse.
Con poco disimulada reticencia aceptaron sus disculpas y, después de asegurarse
de que Grego se encontraba bien, todos volvieron al trabajo.
—¿Fuiste a ver a un médico? —quiso saber Héctor.
El hermano menor asintió.
—Se lo conté todo salvo lo del lapso de diez días. Me reconoció pero no encontró
nada. Según él pudo ser un virus.
—Mañana iremos a ver a un médico de aquí —dijo el hermano mayor—. Que te
haga una revisión completa.
Grego no presentó objeciones.
—¿Esta vez avisaste a tus socios antes de irte?
—Les dije que había un problema familiar y tenía que venir a casa. Sin más
explicaciones.
—¿Te creyeron?
Grego se encogió de hombros.
—Será mejor que los llames.
—¿Y qué les digo?
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—Limítate a dar señales de vida. Y di que aún tendrás que quedarte unos días.
Grego quiso ayudar a limpiar la habitación. No estaba del todo recuperado pero
insistió en hacerlo.
Entre los dos descolgaron las cortinas y las metieron, junto con la ropa de cama,
en bolsas de basura. Los libros y papeles de Héctor tampoco eran recuperables.
Tiraron la esponja empleada para lavar a Grego y los platos donde se habían
alimentado las moscas.
Después de meditarlo brevemente Héctor tiró también el traje de apicultor.
Un año atrás Grego había limpiado su apartamento con agua y lejía. Héctor no
estaba convencido de que eso bastara, quería asegurarse de que todo quedara
desinfectado. Como primer paso, sacaron los muebles a la parte trasera de la casa; los
limpiaron con agua y jabón y luego empleando una solución suave de lejía. Ese
tratamiento obligaba a volver a barnizar los muebles de madera. Por el momento los
dejaron así. El siguiente paso tendría que esperar al día siguiente. Héctor conduciría
entonces hasta un almacén de productos agroganaderos, donde se haría con una
garrafa de aceite fenólico, empleado para la desinfección de establos.
El ordenador fue limpiado con alcohol.
A fin de que los muebles no llamaran la atención de los vecinos decidieron
trasladarlos al garaje. Grego jadeaba por el esfuerzo.
—¿Quieres que hagamos un descanso?
—No. Prefiero acabar cuanto antes.
Los pinchazos que le castigaban el vientre habían ido desapareciendo, hasta que a
media tarde no quedó rastro de ellos.
El año anterior no había sentido nada parecido.
Héctor sospechaba que tanto los pinchazos como el que las molestias sentidas por
su hermano a su regreso hubieran sido mayores en esta ocasión podían estar
relacionados con las moscas ahogadas en la leche. Ese hecho, a priori sin
importancia, adquiría ahora un cariz inquietante e invitaba a formularse ciertas
preguntas: ¿qué habría ocurrido si el número de moscas fallecidas hubiera sido
mayor?, ¿qué había pasado con las moscas que Héctor tiró por el inodoro?, ¿existía
una relación unívoca entre cada insecto y una porción del cuerpo de Grego?
Por el momento no creyó oportuno plantear tales cuestiones ni mencionar a las
moscas ahogadas. Su hermano ya tenía suficientes noticias que asimilar.
Otro aspecto perturbador lo constituía la pérdida de peso sufrida por Grego: cerca
de dos kilos. Algo que también había sucedido un año atrás. Héctor especulaba que
ese peso podía representar el equivalente de la energía consumida durante los
cambios, lo que explicaría el intenso apetito de Grego a su vuelta.
Mientras trabajaban no lo perdió de vista. No llegó a percibir nada extraño en él.
Su hermano permanecía inmerso en sus pensamientos, lo que era lógico dadas las
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circunstancias.
Una vez hubieron retirado todos los muebles al garaje, Héctor entró en la casa y
volvió a salir llevando dos cervezas. Encontró a su hermano acomodado en una silla
de jardín.
—Un sitio agradable —dijo Grego.
Héctor y Sara habían construido un pequeño cenador en la parte trasera de la casa,
cubierto por un emparrado. Tinajas de barro con flores adornaban el jardín. Una
enredadera se encaramaba por la pared de la vivienda y rodeaba la puerta de acceso a
la cocina, rumbo a las ventanas de la planta superior.
—Te lo has montado bien.
Héctor se encogió de hombros.
—Es Sara quien se encarga de todo.
—Las cosas no te van mal.
—¿En qué sentido?
Grego sonrió al ver a su hermano colocarse a la defensiva.
—En todos. Una bonita casa. Una mujer preciosa. Ahora la niña. Eres jefe de
sección.
—De área.
—Lo sé. Área es más que sección.
—No nos quejamos.
—Compras cerveza de marca…
Bebían de las botellas. El líquido tenía un gusto tostado. Grego lo saboreaba
haciendo chasquear la lengua. Héctor tomó asiento también y estiró las piernas.
—Seguro que aspiras a comprar un Mercedes antes de cumplir los cuarenta.
¿Quieres poner una estrella en tu vida?
Héctor sonrió como si nunca hubiera pensado en ello.
—Estaría bien.
—Tienes tus necesidades de ocio satisfechas —añadió Grego poniendo voz de
anuncio publicitario.
Era la hora en que la gente regresaba de sus trabajos. Se inició un rumor de
coches en la calle, hasta entonces en calma, y gemidos eléctricos de puertas de garaje
abriéndose y cerrándose. Y luego el clamor de los niños que salían a jugar y voces
adultas que se llamaban unas a otras preguntándose qué tal había ido el día.
Procedente de alguna cocina llegaba un aroma a guiso de carne.
Poco después, en cuanto comenzara a declinar la luz, la urbanización se llenaría
de ciclomotores de reparto de comida a domicilio.
Héctor fue a por otras dos cervezas. Comentó que le gustaría construir una
barbacoa. Hablaron sobre el lugar adecuado para colocarla.
Charlaban enfrascados cuando unos crujidos de vegetación aplastada los
interrumpieron.
Procedente del jardín contiguo y atravesando un hueco del seto que servía para
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separarlos hizo aparición una tortuga. Se detuvo y estiró la cabeza. Los ojillos miopes
otearon el panorama a ras del suelo. Sus dueños le habían adornado el caparazón con
una llamativa cruz de pintura naranja a fin de localizarla entre la hierba.
Héctor se acercó a ella y le dio media vuelta para dejarla mirando de nuevo hacia
el hueco por donde se había colado. La tortuga escondió la cabeza y las patas al verse
manipulada de tal modo. Pero enseguida volvió a extenderlas, y, lentamente,
comenzó a deshacer su camino.
—Siempre está entrando aquí. Debe de haber alguna planta que la atrae. Una vez
se coló hasta la cocina.
Grego observaba la cruz naranja que desaparecía al otro lado del seto. De pronto
estaba tenso, como si la visita del reptil lo hubiera turbado.
—Se alimenta de vegetales —apuntó Héctor—. Creo.
El hermano menor acabó de un trago lo que quedaba de su botella.
Héctor volvió a sentarse. Pero la charla quedó abandonada.
Estaba distraído, pensando en el modo de limpiar la habitación de invitados,
cuando su hermano habló de nuevo:
—¿Se te ocurrió hacer una foto de las moscas?
La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Había permanecido diez días
conviviendo con un hecho insólito y no se le había ocurrido documentarlo.
—Me habría gustado que lo hubieras hecho.
Héctor se disculpó e, interiormente, se recriminó a sí mismo.
—Me lo has contado y he visto la habitación, pero no soy capaz de imaginarlo.
¿Estás seguro de que eran moscas?
—Así es.
—¿Cómo puedes estar convencido?
Hablaba con calma, como si interrogara a un niño que después de hacer una
travesura cuenta una historia inverosímil para encubrirla.
—Lo comprobé. En cualquier caso, son fáciles de reconocer.
—¿Sara las vio también?
—¿Piensas que me lo he inventado?
Grego se desperezó. Sus articulaciones crujieron.
—Es una historia difícil de creer.
—Has estado en la habitación, has visto el traje de apicultor…
—Lo sé.
—No es necesario que me digas que es difícil de creer.
—Lo siento. No pongo en duda tu palabra.
Echó la cabeza atrás y dejó que los rayos de sol que se colaban a través del
emparrado le cayeran en la cara. Ahora que los pinchazos y cualquier otra molestia
habían desaparecido se sentía muy bien. Mejor, de hecho, de lo que se había sentido
en mucho tiempo.
—Vuelvo a tener hambre. ¿Qué hay para cenar?
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—Hola, Sara.
—Hola, Grego.
—¿Es esta mi sobrina?
—No. Es la doble que la sustituye en los viajes, para que no se canse.
—¿Puedo cogerla?
Sara lo miró de arriba abajo.
—¿Puedo?
Héctor entró en la casa cargado con las maletas.
—Está bien —accedió ella—. Pero ten cuidado.
Depositó a la niña en sus brazos.
—Hola, preciosa, ¿cómo estás? No nos conocemos.
Y susurrando las palabras añadió:
—Yo soy tu tío.
Beatriz abrió y cerró las manitas.
—¿Es eso un saludo? ¿Sí? Me parece que sí.
—Ya es suficiente.
La niña regresó a los brazos de su madre, que se la llevó a la habitación. De
camino dirigió un vistazo al sofá del salón, donde ahora dormía Grego, y puso los
ojos en blanco.
—¿Se lo has contado?
—No —respondió Héctor.
Los hermanos habían acordado mantener en secreto lo ocurrido. En opinión de
Grego, revelarlo no solucionaría nada.
—¿Quién iba a creer algo así?
—Tú tampoco me crees, ¿verdad?
Grego desvió la mirada.
—Joder, Héctor.
—¿Qué piensas entonces que ocurrió esos diez días? ¿Que estuviste dormido sin
despertarte? ¿Ni un solo momento? No tiene sentido.
—¿Lo tiene tu historia?
—¿Cómo explicas entonces lo del año pasado? ¿Y el estado de la habitación
cuando despertaste?
Grego movió la cabeza negativamente.
—No lo sé.
Hizo una pausa.
—De lo único de lo que estoy seguro es de que ya ha pasado —carraspeó—, y
que tu versión no nos favorece a ninguno.
Durante el viaje de regreso a casa Héctor había mentido a Sara. Su hermano había
conocido a alguien en el avión que lo había traído desde Tailandia. Una chica. La
noche que ellos pasaron en el hospital ella lo llamó. Pasaron juntos los diez días
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siguientes.
La mentira previa acerca de cómo no había encontrado la documentación ni el
dinero de Grego entre su equipaje apoyaba la historia.
Ella viajaba en el asiento trasero, junto al serón de Beatriz, y miraba a su marido a
través del retrovisor.
—¿Y la habitación? ¿Y las moscas?
—Una infestación. Nada que ver. Debí llamar a los exterminadores en el primer
momento.
La habitación de invitados había sido desinfectada mediante aceite fenólico y una
bomba de agua, al igual que los muebles, que continuaban en el garaje. De todos
modos el panorama con que se encontró Sara era desolador: el agua había corrido la
pintura de las paredes e hinchado el parqué; mientras que la fetidez del encierro había
sido reemplazada por un picante olor químico.
En su dormitorio, Sara se paseaba acunando a la niña. Héctor entró y vio que
estaba llorando.
—No sé lo que os traéis vosotros dos entre manos ni quiero saberlo —espetó a su
marido—, pero no admito que me tomes por estúpida.
Él trató de replicar pero ella no se lo permitió.
—¿Qué coño pasa con tu hermano?
—¿Qué pasa con él?
—Estaba divirtiéndose por ahí, tan tranquilo, mientras nosotros nos
preocupábamos. ¿No crees que eso merece más que una disculpa por su parte?
Hizo una pausa. Los ojos le brillaron.
—No habéis estado juntos, ¿verdad? No has esperado a que yo me fuera para
reunirte con él e iros de juerga. Di me que no.
Hablaba sin alzar la voz, para no sobresaltar al bebé, pero las palabras le salían
disparadas por el enfado. Una perdigonada de saliva fue a parar al rostro de Beatriz,
que arrugó el ceño. Sara se apresuró a limpiarla.
—Perdón, mi amor. —Le pasó un pañuelo de papel por la frente—. Perdón.
Un nuevo ataque de lágrimas la hizo sentarse en la cama.
Héctor fue junto a ella. Alargó la mano para acariciar al bebé pero Sara lo apartó
de él.
—Sara…
—Imbécil.
—Escúchame bien, te lo pido. Yo no he tenido nada que ver con lo que ha pasado.
Nada. Deseo que quede claro.
Calló a la espera de una respuesta.
—¿Sara?
Ella depositó al bebé sobre la cama y se secó las lágrimas. Héctor le acarició la
espalda. Ella no se movió ni dijo nada.
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Los análisis determinaron que Grego se hallaba en perfecto estado. En cuanto
conoció los resultados anunció su intención de regresar a Tailandia.
—Es mejor no complicar más las cosas —dijo a su hermano—. Ya te he causado
demasiadas molestias.
Héctor opinaba que debía quedarse un tiempo y asegurarse de que no surgían
secuelas.
Grego sonrió sin humor, como si su hermano insistiera en una broma ya gastada.
—Me encuentro perfectamente. Ya has oído al médico. Además, tengo que volver
al trabajo. Estaré bien, de veras.
En efecto, su aspecto era excelente; nada que ver con el que presentaba cuando
apareció por sorpresa en la maternidad del hospital.
Sara recibió la noticia con muda satisfacción. En el momento de la despedida se
mostró distante pero cordial. Aceptó las disculpas de Grego.
Héctor acompañó a su hermano al aeropuerto. Decidieron actuar como si nada
hubiera ocurrido. También quedaría entre ellos que era el hermano mayor quien
pagaba el billete a Bangkok. Se despidieron con un abrazo.
—Tómate las cosas con calma —pidió Grego.
Antes de separarse Héctor le devolvió la foto de los dos que había tomado de su
cartera. Grego la miró un instante, como si no supiera de qué se trataba. Sonrió y se la
guardó en el bolsillo trasero de los pantalones.
Héctor lo observó alejarse entre la corriente de pasajeros. Todavía estaba al
alcance de su vista cuando, antes de llegar al control de pasaportes, se volvió para
decir algo a dos chicas que estaban tras él en la cola; llevaban pantalones cortos y
camisetas de tirantes. Las chicas se miraron entre sí y rieron. Vio que les enseñaba su
tarjeta de embarque y que ellas a su vez hacían lo mismo con las suyas. Luego él dijo
algo más y entonces fueron los tres quienes rieron.
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Pautas de comportamiento
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Él fue el único que se hallaba en las cercanías de la chimenea en el momento en el
que cayó el rayo. Durante varios días, la gente lo señaló admirada y no pocos se
aproximaron para que les relatara lo sucedido.
Una tarde, cuando Héctor salía de su coche al regreso del trabajo, un niño surgido
de la nada apareció junto a él, posó una mano sobre una de las suyas, la mantuvo allí
un par de segundos, absorbiendo su energía, y luego echó a correr sin haber
pronunciado palabra.
Héctor soportaba con estoicismo los malos tragos que su trabajo en la refinería
conllevaba. Al contrario de lo que en un principio había esperado, eran muchos más
los temas administrativos —rutinarios y, cuando tenían que ver con la gestión del
personal, a menudo desagradables— que debía afrontar que los rigurosamente
técnicos.
No se quejaba. No se veía a sí mismo superior a aquellos que lo rodeaban ni creía
que ser capaz de definir su insatisfacción lo hiciera merecedor de algo mejor.
Desempeñaba su labor dando lo mejor de sí mismo. Cualquier tentación de desahogo
doméstico se disolvía rápidamente cuando escuchaba de boca de Sara los dramas que
a diario tenían lugar en los quirófanos.
Por las noches ella le daba masajes en el rostro, asegurándole que acabaría
cubierto de arrugas antes de los cuarenta si no aprendía a liberar la tensión. Héctor
prometía seguir el consejo. La voz le salía como la de un radiocasete al que se le
estuvieran acabando las pilas.
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Por supuesto, pensaba en su hermano. Este había regresado a sus modos habituales y
daba escasas señales de vida; solo una llamada telefónica pocos días después de su
partida y, unos meses más tarde, una postal con motivo del cumpleaños de Héctor. En
ella aparecía la foto de una puesta de sol sobre el Golfo de Tailandia y, en primer
término, una canoa tradicional, reducida a mera silueta negra, ocupada por un único
tripulante. El remo detenido en mitad del movimiento de entrar en el agua. Su cabeza
se volvía pensativamente hacia el astro en declive.
La postal llegó con varios días de retraso respecto al cumpleaños. Después de
desearle felicidades Grego añadía, refiriéndose a sí mismo, que el negocio marchaba
viento en popa. Se mantenía por encima del umbral de la solvencia.
En una breve posdata apuntaba sin entrar en detalles que todo seguía bien.
Héctor colocó la postal en un lugar bien visible del panel de corcho de su
despacho.
A medida que transcurrían los meses, lo acontecido iba adoptando tintes de
ficción. La rutina diaria negaba con rotundidad que pudiera haber pasado.
Cuando Sara le preguntó si había algo en especial que le gustaría como regalo de
cumpleaños, Héctor pidió una cámara fotográfica. La que tenían hasta entonces era
un modelo antiguo y pesado.
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Desde su puesto de anfitrión, Santos los observaba discutir y disfrutaba de la
animación reinante. Tenía el cabello gris acero y un fino bigote del mismo color.
El debate se prolongó hasta los postres, momento en que se disolvió en una lluvia
de chismes sin concierto.
Cuando estaban despidiéndose y recogiendo los abrigos, otra de las invitadas se
acercó a Sara y disimuladamente le confesó que la cena ofrecida por ella el verano
anterior había sido mejor.
La pareja regresó a casa a pie. Ambos estaban achispados. Por el camino volvió a
surgir el tema de la denuncia de violación. Sara contó que cuando tenía dieciocho
años había ido con un chico a una fiesta celebrada en casa de una de sus amigas. Los
padres de esta no estaban así que disponían del lugar para ellos. Después de beber
bastante, el chico empezó a ponerse desagradable. Lejos de atender a las peticiones
de Sara para que se comportara o bien se fuera a su casa, él intentó propasarse.
Estaban solos en una habitación donde se habían refugiado para que no los vieran
discutir. La empujó sobre la cama y antes de que Sara pudiera hacer nada por
impedirlo le abrió la blusa haciendo saltar los botones y arrancó el sujetador. Los
tirantes le dejaron marcas en los hombros. Ella se defendió. Le clavó en el muslo un
alfiler para el pelo. Lo amenazó con volver a hacerlo si se acercaba de nuevo.
El chico retrocedió tambaleándose. Una mancha de sangre crecía en la pernera de
sus pantalones y se descolgaba hacia la rodilla. Salió de la habitación con cara de ir a
vomitar.
Sara permaneció allí hasta que recuperó la calma. Luego llamó discretamente a su
amiga para que le prestara algo de ropa.
Más tarde consideraría como un triunfo personal el haber resuelto la situación sin
pedir ayuda.
Hasta ese momento, Héctor había desconocido la historia.
Después de pagar a Carol y asegurarse de que la niña estaba dormida, hicieron
uso del retorcido tubo de vaselina que guardaban en el armario de su cuarto de baño.
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medio metro de espesor. La válvula de paso de la conducción reventada era imposible
de localizar. El sistema que permitía cerrarla a distancia desde la sala de control no
respondió, dañado por el fuego o por la espuma.
Héctor se hallaba al frente de una de las brigadas contraincendios compuestas por
empleados de la refinería. Los colores de cuanto los rodeaba se reducían al naranja
del fuego, el blanco de la espuma y el negro del humo. El calor alcanzó el nivel
suficiente para derretir el metal a cinco metros de distancia del horno. Tuberías y
pasarelas de acceso colgaban como relojes dalinianos.
Pronto fue evidente que no lograrían nada atacando directamente el foco del
fuego. Héctor decidió emplear una de las dos mangueras de su brigada para refrigerar
un reactor próximo, que corría el peligro de resultar dañado si continuaba
aumentando la temperatura, mientras la otra barría la espuma acumulada y así
permitía que una segunda brigada encontrara la válvula de paso y la cerrara
manualmente.
El accidente se zanjó con cuantiosos daños materiales pero ninguna víctima
personal. La brigada de Héctor y él en particular fueron felicitados por su efectividad
y sangre fría.
Durante su momento álgido el fuego había llegado a propagarse por los conductos
de escape del horno, y asomado por la parte alta de la chimenea de la refinería, que
por espacio de unos minutos quedó convertida en un inmenso faro.
Sara se encontraba en el hospital, ocupada en el quirófano, y no tuvo noticia del
episodio hasta después de que hubo concluido.
Carol sí tuvo ocasión presenciarlo. Desde las ventanas de la casa, con Beatriz en
brazos, contempló el espectáculo de la espesa columna de humo que se alzaba hacia
el cielo, la chimenea coronada por el penacho de llamas y los helicópteros que
trazaban círculos en torno a ambas. Animaba a la niña a que mirara hacia allí
diciéndole lo bonito que era. Aun a aquella distancia era posible distinguir las hebras
de espuma —levantadas por Héctor y sus hombres— que ascendían impulsadas por
el aire caliente como una nevada invertida. En ningún momento llegó a pensar que
allí dentro pudiera haber personas que corrían verdadero peligro.
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vida. No hacía mucho que ocupaba el cargo y era una opinión general que este se
trataba más de un premio a su fidelidad que a su valía.
Esa tarde Héctor fue a correr al bosque. Recostado contra un árbol se esforzó por
mantener la mente en blanco.
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tranquilidad del vuelo pues poseía la certeza de que tras la caída —indolora también
— seguiría un rebote que —gracias a su naturaleza elastoplástica— lo elevaría a igual
altura y más lejos aún. Así una y otra vez…
***
Una mañana, cuando faltaban dos días para el primer cumpleaños de Beatriz, sonó el
teléfono.
Contestó Héctor. Estaba terminando de vestirse para ir al trabajo. Al principio no
reconoció la voz que le hablaba. Sonaba atropellada y había ruido de fondo en la
línea, la señal se entrecortaba.
Era Grego. Llamaba desde el aeropuerto de Bangkok.
Después de colgar, Héctor tomó asiento en la cama, donde permaneció con el
rostro entre las manos hasta que un toque de claxon lo informó de que sus
compañeros habían llegado a recogerlo.
Sara no se sintió ni mucho menos feliz al enterarse de la nueva visita de su
cuñado. Y menos aún cuando supo que se encontraba enfermo.
—Lo que ha de hacer es ver a un médico. ¿Por qué viene aquí?
Héctor no supo responder sin poner en entredicho su salud mental ni hacer
enfadar más a su mujer.
—¿Cuánto va a quedarse?
—Varios días. Dos semanas. No sé.
Sara preguntó si no había otro lugar donde pudiera alojarse.
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Héctor le dirigió un rápido vistazo, iban por la autopista. Conducía por encima del
límite de velocidad.
—De momento esperaremos.
—¿Esperar? ¿A qué?
Grego empezó a sollozar.
—¿Qué me está pasando?
El hermano mayor realizaba dolorosos esfuerzos por aparentar calma. Apretaba el
volante. Tenía blancos los nudillos.
—No vamos a tu casa —se percató Grego—. ¿Adónde vamos?
Tras la muerte de sus abuelos paternos los dos hermanos habían recibido en
herencia la casa de estos. Una vivienda tradicional, de finales del XIX, a la que se
habían efectuado abundantes reformas. De la construcción original quedaba más bien
poco, con excepción de los muros exteriores, de piedra caliza. Cuando sus abuelos
eran aún jóvenes, el establo y el corral se habían trasladado desde la planta baja a una
dependencia anexa levantada con ese fin, y actualmente en estado de ruina. El
antiguo horno para el pan había desaparecido, al igual que muchos de los ladrillos de
tejar que cerraban la parte superior de la fachada, cuyos huecos se encontraban ahora
ocupados por nidos de golondrina.
El valor de la propiedad radicaba en la parcela donde se levantaba: diez hectáreas
de pastos y árboles —robles y, a medida que se ascendía en altitud por la línea de
montañas paralela a la costa, hayas—, sin otras construcciones a la vista y a menos de
una hora de la ciudad.
Después de muchos esfuerzos, Héctor había convencido a su hermano para no
venderla. Se amparó en la revalorización del terreno.
El acceso se llevaba a cabo por un camino que solo en los últimos metros
cambiaba el firme de tierra por una capa de cemento agrietado.
Héctor visitaba la casa de tanto en cuando. Se aseguraba de que los candados
colocados en las puertas y ventanas ejercieran su labor. Mantenía el camino
transitable. Albergaba la esperanza de, algún día, acondicionarla como sitio de
descanso. Lejos de la escasa intimidad que ofrecía la urbanización.
—¿Quieres que me quede aquí? ¡Está cayéndose a pedazos!
—Las habitaciones de arriba están en buen estado. Nadie nos molestará.
Grego arremetió con una sarta de quejas que su hermano procedió a atajar.
—No puedes quedarte en casa. ¿Sabes lo que va a ocurrir dentro de poco?
Grego meneó la cabeza afirmativamente.
—Ya no crees que me lo inventase, ¿verdad?
—No sé qué creer.
Héctor resopló.
—No podemos ir a casa —dijo remarcando las palabras—, con Beatriz, la niñera
y todos los vecinos alrededor.
—Llévame a un hospital.
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Estaban frente a la casa. Héctor detuvo el coche y se volvió hacia su hermano.
Adoptó la misma expresión que empleaba cuando en el trabajo se veía obligado a
imponer su parecer ante los subordinados.
—Grego, ¿piensas de veras que existe alguien en el mundo capaz de ayudarte?
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—¿Estás seguro?
—No te quedes en la casa. Vete.
—No sé si…
Pero Grego le atajó.
—Tienes que prometerme que lo harás. No quiero que estés aquí. Y dentro de
diez días…, tampoco quiero que estés. Que no haya nadie cerca.
Héctor apuntó con la linterna al rostro de su hermano, como si quisiera asegurarse
de que era él quien estaba hablando. Brillaba de sudor y tenía mechones de cabello
pegados a la frente.
—No te preocupes.
—Vete.
El hermano mayor se puso en pie.
—¿Quieres la linterna?
—La luz me molesta. Llévate también la ropa.
Se estrecharon las manos.
Pero a Héctor aún le quedaba algo por hacer. Antes de irse distribuyó varios
platos de papel por el suelo. Empapó con leche unas bolas de algodón y las dejó en
ellos.
—¿El desayuno? —preguntó Grego con una sonrisa torcida.
—¿Seguro que no necesitas nada más?
—No.
Cuando finalmente salió, el cuarto quedó en total oscuridad.
No se fue de inmediato. Aguardó junto a la puerta, en el pasillo vacío e iluminado
por la linterna. Sabía que su hermano estaría escuchando, a la espera de oír sus pasos
alejarse. No se habían dado un abrazo. No habían entrecruzado palabras de
despedida. Daban por sentado que volverían a verse.
Diez días al año tampoco es tanto tiempo. Unas breves vacaciones.
Llevaba la ropa de Grego hecha un fardo. Se agachó y colocó las prendas
extendidas contra la parte baja de la puerta. El suelo era irregular y quedaba una
amplia rendija entre la puerta y él.
Luego salió de la casa, que quedó sumida en un silencio pétreo durante horas.
En el camino de regreso pensó en las fantasías de destrucción de Grego. En ellas,
el final de cuanto lo rodeaba no venía provocado por ningún instinto de venganza ni
neurosis latente, tan solo por el deseo de crear un mundo donde sus preocupaciones y
responsabilidades dejaran de tener sentido.
Una puesta a cero.
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A Sara le temblaba la mandíbula. Habían abierto la puerta solo un instante y
apenas una rendija. Héctor volvió a colocar la ropa del suelo empujándola con el pie.
—¿Cómo es posible?
—No me hagas esa pregunta.
—Pero… ¿estás seguro?
—Tú lo has visto.
Sara negó con la cabeza.
—Deberíamos informar a alguien.
Héctor la miró fijamente. Ella empezó a caminar arriba y abajo por el pasillo.
—Algún médico o… No sé…
Su marido la interrumpió. Vistió sus palabras de una calma ensayada.
—Sara, yo voy a bajar un momento al coche. Mientras tanto quiero que pienses
seriamente sobre lo que acabas de decir. Y luego hablaremos.
Unos minutos después regresaba con varias bolsas que contenían un nuevo traje
de apicultor y una pieza de tela mosquitera para la puerta. Llevaba también el
equipaje de Grego, que el día anterior se había quedado en el coche. Lo dejó todo
sobre el somier desnudo que había en la habitación contigua.
Además de electricidad, la casa tampoco disponía de agua y eso constituía un
inconveniente a la hora de asearse. En visitas posteriores llevaría unas cuantas
garrafas, jabón y toallas.
—¿Lo has pensado?
Sara fumaba un cigarrillo recostada contra la pared del pasillo.
Asintió.
Héctor cumplió con la palabra dada. Transcurridos los diez días aguardó hasta bien
entrada la mañana antes de acudir a la casa. No había podido dormir esa noche, lo
mismo que Sara, que no dejó de revolverse en su lado de la cama y se levantó dos
veces con la disculpa de comprobar si Beatriz estaba bien.
La habitación contigua a la de las moscas había sido acondicionada como
almacén y vestuario. El día anterior había dispuesto en ella ropa limpia y algo de
comida: chocolate y zumo de naranja envasado. Dudó sobre dejar también leche. Al
final decidió no hacerlo.
Cuando llegó, Grego ya se estaba aseando.
—Me alegro de verte —dijo el hermano mayor.
—No te acerques mucho. Parece que se me hubiera muerto algo dentro de la
boca. Apesta.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si me hubieran dado una paliza. Aparte de eso estupendamente.
Grego se enjuagó la boca con un trago de agua. La escupió por la ventana. Se
quedó unos instantes allí, dejando que el sol lo calentara.
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—¿Qué tal ha ido todo para ti? —quiso saber.
—Mejor que la otra vez. ¿Sientes pinchazos?
—No. Me estoy recuperando más rápido.
—Puede que te estés habituando.
Grego seguía mirando al exterior. La temperatura era agradable. Una brisa ligera
ondulaba la hierba de los campos. Se palpó el torso.
—No estoy seguro de haber adelgazado. Creo que sí.
—Eso tiene fácil solución. ¿Hambriento?
—Me comería un caballo.
Antes de que llegara Héctor, ya había dado cuenta de tres chocolatinas y un litro
de zumo.
—Termina de vestirte, iremos a desayunar. Sara está deseando verte.
Grego lo miró sorprendido.
—¿Seguro?
—Seguro.
En el coche Héctor lo interrogó sobre lo que era capaz de recordar.
—Recuerdo que estuviste conmigo en la habitación. Te fuiste y te llevaste la luz.
En ese momento sentía que me iba a estallar la cabeza. Poco después el dolor
desapareció. Es lo último que recuerdo: el dolor yéndose. Me quedé dormido.
Supongo.
—¿Algo más? Cualquier cosa. Aunque no te parezca importante.
Hizo memoria. Llevaba la ventanilla abierta y el brazo colgando por fuera. No
apartaba los ojos del paisaje. Avanzaban por caminos vecinales. Faltaba un trecho
para llegar a la autopista.
—Recuerdo… en el instante previo a caer dormido… una sensación de espesura.
No podría describirlo más exactamente. Como si el aire se volviera espeso.
Hizo una pausa.
—¿Qué me está pasando?
Héctor no contestó.
—¿Crees que volverá a ocurrir? —quiso saber Grego.
—Ha ocurrido tres veces.
—Quieres decir que sí.
—No creo que este asunto permita sacar conclusiones.
—Pero piensas que sí.
—¿Recuerdas la fecha exacta en que te ocurrió la primera vez, en Pattaya?
—Diez de junio. La misma que las otras.
Héctor guardó silencio. Miraba pensativo la carretera.
—¿Qué crees qué significa?
El hermano mayor se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
Llegaron a la autopista. No había apenas tráfico. Aceleró.
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—¿Hoy no vas a trabajar? —preguntó Grego.
—He pedido permiso. Y Sara también. Ahora nos espera en casa.
Luego añadió:
—Esta vez he hecho fotos. En la guantera.
Las fotos estaban dentro de un sobre. Grego lo sostuvo unos momentos,
sopesándolo.
A los lados de la autopista, por encima de las barreras antirruido, se alzaban
concesionarios de coches, centros comerciales y edificios corporativos. Pasaron
frente a un establecimiento de venta de piscinas prefabricadas situado sobre una
elevación del terreno. Tres inmensas bocas de color celeste en posición vertical,
apuntaladas con andamios, bostezaban hacia los vehículos que circulaban por la
autopista.
Grego chasqueó la lengua, se dio unos golpecitos con el sobre en la rodilla y
volvió a guardarlo en la guantera sin haber llegado a abrirlo.
—Más tarde —dijo.
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—Quieres decir que puede ser impredecible —quiso saber Grego.
Ella asintió.
—¿Esta vez sentiste los síntomas con la misma antelación?
—Sí. Idéntica.
Grego se hallaba recuperado en lo que al aspecto físico se refería. Bebía el café a
sorbos, encorvado sobre la taza.
Sara se dirigió a su marido.
—Cuando entrabas en la habitación, ¿notaste algo diferente respecto al año
pasado?
Ella nunca había estado en el lugar, reservándose Héctor el cuidado de los
insectos.
Héctor negó con la cabeza.
—¿La cantidad de moscas era la misma?
—Aparentemente. Es imposible precisar el número.
—Podría ser interesante averiguarlo… —pensó ella en voz alta—. ¿Quién te hizo
la revisión el año pasado? —preguntó a Grego cambiando de tema.
Respondió Héctor en lugar de su hermano. Dio el nombre del médico.
—Lo conozco. Es bueno. Parece que ahora te encuentras bien —dijo a Grego—.
¿Sientes alguna molestia?
—No.
—Podemos repetir la revisión. Pero algo me dice que tampoco esta vez nos dirá
nada.
—Las especulaciones solo nos conducen a ponernos más nerviosos —sentenció
Héctor—. Estamos de acuerdo en que sabemos poco o nada de lo que ocurre. Y que
podemos considerarlo impredecible…
—No tenemos datos suficientes —intervino Sara.
—Por eso creo —prosiguió el hermano mayor— que lo más conveniente sería
que te quedaras con nosotros, en casa, donde podemos cuidarte en caso de que ocurra
algo.
Grego alzó la vista del fondo de su taza de café.
—Sara y yo lo hemos hablado. Y creemos que es lo mejor.
Ella miró hacia la ventana.
—No sé… —empezó a decir Grego.
—¿Qué vas a hacer si no? No podemos volver a actuar como si nada hubiera
ocurrido.
Aguardó a que su hermano dijera algo. Pero este permaneció callado.
—¿Piensas volver a Tailandia? —prosiguió—. Y luego, ¿qué? ¿Tomar un avión y
regresar aquí cada vez que te sientas mal?
Tanto Grego como Sara guardaron silencio.
—Piensa en lo que podría ocurrir si no llegaras a conseguirlo.
No costaba imaginar lo que pasaría si, como Héctor advertía, el momento de la
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transformación se presentaba hallándose Grego en un entorno no controlado: en la
calle, un avión en vuelo o, simplemente, una habitación con las ventanas abiertas.
Pero la capacidad para tomar decisiones había abandonado al hermano menor.
Meneó la cabeza.
—En ningún sitio te encontrarás mejor que aquí.
—Quisiera estar solo un momento —acertó a decir Grego.
Su hermano lo acompañó a la habitación de invitados. Grego se detuvo en el
umbral y contempló el acogedor aspecto que ofrecía, muy diferente al de la última
vez que la había visto. Un rayo de sol cruzaba oblicuamente la habitación y formaba
un charco de luz sobre la alfombra. En él flotaban unas inofensivas partículas de
polvo con aspecto de plancton marino.
Grego llevaba los hombros caídos. Las manos colgando a los costados del cuerpo.
Parecía haber envejecido varios años. Ahora que estaba fuera de la vista de Sara y la
niña, dejó de contenerse y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
Héctor le apoyó una mano en el hombro y luego, torpemente, se decidió a
abrazarlo. Como un muñeco entre sus brazos, su hermano no respondió al gesto.
—No te preocupes —pidió Héctor con la voz también quebrada—. Yo cuidaré de
ti. No dejaremos que te pase nada malo.
Cuando regresó a la cocina encontró a Sara todavía en la mesa. Había encendido
un cigarrillo, cosa que nunca hacía cuando estaba en casa, y fumaba arrojando el
humo lejos de la niña. Héctor se sentó frente a ella.
Beatriz se estiraba y empujaba los platos sucios tratando de alcanzar el azucarero.
Emitía unos chillidos agudos cada vez que su madre se lo impedía agarrándola por la
cintura y atrayéndola de nuevo hacia ella.
Sara echaba la ceniza del cigarrillo en la taza de café.
—¿Podremos sobrellevar esto sin volvernos locos?
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Los dos hermanos y Sara y Beatriz y también Carol
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Llegado el momento de la despedida, todos se desearon mutuamente lo mejor.
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hermano podría ocupar, en caso de estar interesado.
Tras exponerle sin adornos la naturaleza del mismo, guardó silencio, a la espera
sin duda de un airado rechazo.
Por el contrario Héctor se lo agradeció vivamente.
—Tú respondes por él —concluyó la voz, igualmente gélida.
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asas, formaba una pequeña montaña en la habitación de invitados. El container con
los muebles no llegaría hasta semanas después. Dado que la habitación no contaba
con armario, Sara había liberado uno del pasillo, donde hasta entonces guardaba
trastos viejos y útiles de limpieza.
Cuando Sara entró en el salón encontró a los hermanos sumidos en un silencio
meditativo, ambos con los pies sobre la mesilla de centro y sendos vasos vacíos entre
los muslos.
Se dirigió al mueble bar.
—¿Os relleno las copas?
Héctor dio un leve respingo. Por un instante la miró como si no la conociera, las
comisuras de la boca presas de un fruncimiento de pánico.
Con un lánguido gesto, Grego tendió el vaso. Sara lo rellenó, y también el de su
marido. Sirvió otro para ella.
—Ya le he contado lo del trabajo —dijo Héctor.
—Ajá…
—Y le parece bien.
Sara tomó asiento entre los dos. Creía buena idea que Grego trabajara en la
refinería, donde estaría bajo la vigilancia de su hermano.
—Mientras encuentro otra cosa —acotó Grego.
—Por supuesto.
El salón volvió a sumirse en el silencio. Un coche pasó frente a la casa. El sonido
de una lata de cerveza rebotando contra el asfalto. Un perro empezó a ladrar.
Héctor había pasado un brazo sobre los hombros de Sara. En otras circunstancias
ella se habría recostado contra él, pero la presencia de Grego la cohibía.
No le gustaban los silencios en las reuniones. Creía que si la gente callaba era
debido a su presencia o a algo que ella había dicho. Una de sus escasas debilidades de
carácter.
Cuando transcurrió un rato sin que nadie pronunciara palabra, se puso en pie
como empujada por un resorte.
—Ahora vuelvo.
Los dos hermanos siguieron el trayecto de sus caderas hasta la puerta. Héctor se
encogió de hombros.
Regresó instantes después con un fajo de libros que depositó en la mesilla,
obligando a los hermanos a retirar los pies.
—Esto puede interesarte —dijo, entregando el primero de ellos a Grego.
Se trataba de un manual ele entomología. Entre las páginas asomaban numerosos
Post-it dispuestos a modo de marcadores.
—Mientras estabas fuera he ido a la biblioteca.
Los días anteriores Sara había pasado largas horas investigando después de salir
del hospital. Cuando regresaba a casa encontraba a Beatriz acostada y a su marido
dormitando frente al televisor.
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—No creo que sea el momento apropiado —terció Héctor.
—No importa —dijo Grego—. ¿Qué tienes ahí?
Los demás libros versaban también sobre insectos. Manuales de uso interno de
empresas fabricantes de insecticidas y compañías de exterminación. Tratados de
epidemiología.
La investigación de Sara se había centrado en la mosca común. En particular en
su ciclo reproductivo, longevidad y área de acción.
Con gesto sombrío, Grego pasó las páginas.
—Llegada la noche, a las moscas les gusta reposar sobre superficies redondeadas,
sintiendo especial predilección por los cables eléctricos recalentados —leyó.
—Cuando les eches un vistazo comprobarás que los datos difieren de unas
fuentes a otras —informó Sara—. Por otro lado apenas existen tratados referidos en
exclusiva a la mosca común. Son muchos más los que versan acerca de la mosca del
vinagre, muy popular en los estudios de genética.
—Lamento haber escogido un insecto tan vulgar.
Grego devolvió el libro al montón.
—También he estado trabajando en esto —continuó Sara—. Mi idea es que los
tres —recalcó sus palabras pasando la mirada de un hermano a otro— contribuyamos
con nuestras opiniones y cuanto podamos averiguar.
Entre las manos sostenía un cuaderno. Lo sujetaba con cuidado, como si se tratara
de un objeto valioso o delicado. Las cubiertas eran de una piel que a simple vista se
adivinaba cálida y suave al tacto. Una banda de fieltro actuaba de marcapáginas.
Cuando lo abrió, las hojas abanicaron un aroma a papel de calidad. No era el tipo de
artículo que es posible encontrar en una papelería convencional, sino el cuaderno que
albergaría el diario de una niña rica o la obra de un escritor famoso y empecinado en
continuar escribiendo a mano.
Las primeras páginas estaban ocupadas por una fina caligrafía.
—Esta primera parte es… Será —corrigió— una crónica de cuanto vaya
ocurriendo. Una especie de diario. Me he tomado la libertad de transcribir lo que tú y
Héctor me habéis contado sobre las primeras transformaciones. Me gustaría que lo
revisaras —pidió a Grego—, prestando especial atención a las fechas. Tú serás quien
más tenga que aportar: tus sensaciones, cualquier pequeño cambio que percibas…
Dado que no sabemos nada, todo lo que podamos averiguar, por nimio que a priori
pueda parecer, será importante.
Grego asintió, un tanto cohibido frente a semejante demostración de celo.
—He reservado una parte —prosiguió ella pasando las páginas hasta llegar a un
apartado al final del cuaderno señalado por un Post-it— para las preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Los interrogantes sobre lo que desconocemos y espero que podamos ir
averiguando con el tiempo.
—¿Puedo verlo? —pidió Grego.
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La caligrafía de Sara era un indicador de contención, imperturbable línea tras
línea.
Las preguntas constaban escritas al modo inglés, con signos de interrogación —y
también de admiración— únicamente al cierre. El número de estos signos constituía
el baremo por el que se medía la importancia adjudicada a cada cuestión.
La primera de ellas, dominando todas las demás, era:
Motivos?????
Había anotadas más de una docena de preguntas. Todas y cada una de ellas
conducían a especulaciones alarmantes y nuevas interrogaciones.
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—Está aquí, luego me parece que sí se lo está tomando en serio. Y estoy seguro
de que no ha pretendido menospreciar tus esfuerzos.
Para qué mencionar que las fotografías que le había pedido que hiciera a las
moscas continuaban en la guantera del coche, en el mismo lugar donde las había
dejado hacía casi dos semanas. Intocadas.
Sara se estaba desnudando. A medida que se desprendía de las prendas, las
examinaba y a continuación las plegaba para devolverlas al armario o bien las echaba
a un cesto de ropa para lavar. Se quitó la blusa, olisqueó las axilas y la lanzó al cesto.
—Simplemente no era el momento adecuado. Para ti esto puede resultar muy
interesante…
—¿Insinúas que lo hago en mi beneficio?
—Ni lo insinúo ni lo pienso.
La voz sonó ronca a causa del alcohol, y más ruda de lo que él había pretendido.
Se dejó caer en la cama vestido solo con los calzoncillos. Gruñó al ver la hora que
brillaba en el reloj-despertador. Tenía que cepillarse los dientes, pero volver a
levantarse y cubrir la distancia que mediaba hasta el cuarto de baño le parecía una
tarea inabordable.
—Demos tiempo al tiempo —dijo.
Tras ponerse el camisón, Sara se metió en la cama y apagó la luz.
—Si no vas a ponerte el pijama, al menos tápate.
Él obedeció con movimientos torpes. Una vez bajo la sábana se aproximó
reptando a ella. Sara desprendía un calor reconfortante. Le dio un beso, que en la
oscuridad fue a aterrizar sobre su sien. Ella respondió acurrucándose contra él, dando
así por zanjado el amago de discusión.
Héctor se iba sumiendo en el sueño trazando espirales.
—¿Qué te parece la venta de su negocio?
—Hmmm…
—¿Podría haber conseguido más dinero?
Susurraba directamente al oído de su marido.
—Lo que le han dado está bien.
—No tenía prisa. Podría haberse quedado un tiempo y sacar algo más. ¿No crees?
Grego encajó bien entre el personal de la refinería. Durante los primeros días fueron
muchos los que tras enterarse de que se trataba del hermano de Héctor se acercaron
para presentarse. Algunos estaban al tanto de su anterior ocupación en Tailandia y
cuando llegaban a la inevitable pregunta acerca de por qué la había abandonado,
Grego se limitaba a responder que deseaba pasar un tiempo en casa, con la familia.
El trabajo no era complicado. Grego cumplía con la labor satisfactoriamente.
Además su conversación era mucho más amena que la de su predecesor. Ambas cosas
le granjearon la buena opinión del jefe del Departamento de Servicios Auxiliares, un
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cajón de sastre que abarcaba desde la gestión del comedor al mantenimiento de las
líneas de teléfono.
Los hermanos llegaban juntos cada mañana. Héctor, cargado con un portafolio, se
adentraba en la zona de producción mientras Grego se quedaba en el edificio de
oficinas. Disponía de un cuarto que cumplía las funciones de vestuario y almacén de
limpieza. Después de ponerse el mono de trabajo, revisaba la lista de tareas para ese
día. No salía a la calle hasta que no hubieran pasado quince o veinte minutos de la
hora de entrada y menguado el tráfico de gente.
Un hecho: en el pasado había desempeñado trabajos peores. Soltar a golpe de
maza pernos gripados de la carcasa de una turbina no era comparable con arrancar
malas hierbas.
Otro hecho: alquilar veleros a chicas danesas en gap-year bajo el sol del Golfo de
Tailandia era mejor.
Muchísimo mejor.
Con el transcurrir de las semanas Sara empezó a tolerar, si bien con dificultades, la
presencia de Grego en casa, la cual era casi constante fuera de sus horas de trabajo.
No contaba con conocidos en la ciudad y las aficiones que había cultivado en
Asia —casi siempre en compañía de otros hombres, todos solteros y sin
responsabilidades— no resultaban compatibles con los hábitos de una familia
suburbana de clase media.
Los roces se convirtieron en cosa cotidiana, y obligaron a unos y otros a descubrir
nuevos límites en sus capacidades de tolerancia.
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marcas en la piel, de caída del cabello, de episodios de fatiga, de mareos… eran
respondidas con insatisfactorios monosílabos y apenas reflexión previa. Los intentos
por indagar en el pasado en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera ser motivo de
lo que estaba sucediendo hacían que Grego mirara al vacío y menease la cabeza.
Sara no tenía constancia de que hubiera leído los libros que había recopilado para
él.
La única anotación realizada por Grego en el cuaderno de piel rezaba del
siguiente modo:
La tarde del 9 de junio de 1999 me sentía tan mal por lo que creía un ataque de
malaria que decidí cerrar la oficina antes de la hora habitual. Cuando mis socios o
yo teníamos que ausentarnos dejábamos en la puerta un cartel que informaba de la
hora a la que estaríamos de vuelta y un número de teléfono donde localizarnos.
También dejábamos aviso en el local contiguo, un taller de motores náuticos.
Pero ese día decidí olvidar las dos cosas. Quería que nadie me molestara. Me
limité a colgar el cartel de CERRADO y me largué.
No acudí a un médico. Había pasado antes por episodios de malaria y ese
parecía uno más. Creí que podía hacerle frente sin ayuda. Disponía de medicación.
Por el camino compré fruta y zumo de naranja. Cuando me serví un vaso, me
supo mal, tenía regusto a producto químico. Recuerdo que comprobé la fecha de
caducidad.
Me molestaba la luz. Antes de bajar las persianas miré por la ventana. El viejo
chino-tailandés que regentaba la pescadería de enfrente negociaba con dos de sus
proveedores habituales. Dos niños, desnudos salvo por unos calzones, le habían
llevado una raya recién pescada. El pez era grande. Al viejo le costó levantarlo para
colocarlo en la balanza. Los niños habían llevado su presa en un remolque acoplado
a una bicicleta. Iban descalzos. No parecían importarles las escamas ni la suciedad
del suelo. Esperaron en silencio mientras el viejo sacaba unos bahts de la caja
registradora para pagarles. En un rincón, encima de unas hojas de periódico,
descansaba una montaña de tripas de pescado. El viejo formaba a lo largo del día
tres o cuatro montañas semejantes a medida que iba limpiando el género. Cuando se
hacían demasiado grandes las envolvía en más periódicos y las tiraba a una
alcantarilla. Me repugnaba esa costumbre.
Como la mayor parte de los comerciantes de la ciudad, el viejo había colgado un
cartel celebrando el final del milenio. No importaba que faltaran seis meses para el
acontecimiento.
Su mujer o alguna de sus hijas había confeccionado una cuenta atrás con
números de cartulina que indicaban los días que restaban hasta el 31 de diciembre.
Colgaba de un lugar bien visible de la pescadería. Las cifras menguantes estaban
rodeadas por caballitos de mar, también de cartulina, peces voladores y tortugas.
Dirigiendo el conjunto había un Santa Claus con rasgos locales. En lugar de ir en
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trineo cabalgaba a lomos de una ballena. Una concesión al turismo en un país
mayoritariamente budista.
Es absurdo que haga mención de este detalle, incluso que lo recuerde.
Creo que nunca he presenciado nada que responda mejor a la idea de «fuera de
contexto» que aquel Santa Claus de ojos rasgados.
Todo el mundo hablaba del milenio. El fantasma del «Efecto 2000» y los horrores
que caerían sobre nosotros una vez que el contador del pescadero llegara a cero eran
trámite obligado en las conversaciones. Nuestros veleros estaban reservados desde
hacía meses por turistas que deseaban pasar la noche del 1 de enero en el mar, bien
por esnobismo bien porque allí se sentirían más seguros de los azotes que recibiría el
mundo.
Cuando días después regresé de mi periodo de ausencia (este eufemismo es tan
válido como cualquier otro) y hube recuperado el uso de mis facultades, una de las
machas cosas que me pasaron por la cabeza fue la de que había sufrido un adelanto
de lo que
El desvanecimiento
Ahora estoy seguro de
Cada vez que Sara interrogaba a Grego sobre su desinterés, él respondía con un
arranque de carácter. Aseguraba que le importaba más de lo que ella podía llegar a
imaginar.
A continuación se encerraba en su cuarto y evitaba a la familia durante las
siguientes horas. No era difícil imaginar que durante ese tiempo se cuestionaba
seriamente si había hecho lo correcto al abandonar su vida anterior. Si no existiría el
modo de hacer frente en solitario a lo que le ocurría.
A quien más desconcertaban tales cambios de humor era a Beatriz. La niña
recorría la casa buscando a su tío. El silencio dolido que mostraba Sara acrecentaba
su confusión. En dos ocasiones encontraron a la niña dormida en el suelo, ante la
puerta de la habitación de invitados.
Las apelaciones de Héctor al diálogo y la paciencia arrojaban breves resultados.
Después de que Sara preguntara a Grego si estaba dispuesto a ponerse en manos
de un hipnotizador —se había informado al respecto y tenía el número de uno tan
reconocido como discreto (así constaba en su página web)— este pasó una semana
sin dirigirle la palabra. Si ella entraba en una habitación en la que él se encontrara,
Grego dejaba lo que estuviera haciendo y salía sin molestarse en mirarla.
Sara llegó a sentirse violenta en su propia casa.
Tan solo la mediación de Héctor —una vez más— permitió salvar la situación.
Un episodio similar, salvo que en este caso fue ella quien le retiró la palabra a él,
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tuvo lugar una noche en que Grego veía la televisión mientras tomaba una de sus
cenas tardías. Sara entró en el salón cargada con varios libros y el cuaderno de piel.
Echó un breve vistazo a las imágenes de la pantalla y comenzó a disponer los libros
en la mesa. En una hoja de papel llevaba las preguntas recopiladas durante los días
anteriores. La casa se hallaba en calma. Estaban los dos solos. Héctor revisaba
papeleo —había trasladado su mesa de trabajo desde el dormitorio de invitados al
principal— y Beatriz hacía rato que dormía.
Grego desvió su atención del televisor a Sara y su trajín de documentación.
—Antes de que yo llegara aquí —dijo en tono adormilado—, ¿con qué cojones
ocupabas tu tiempo?
Ella desorbitó los ojos como si acabara de recibir una bofetada. Volvió a recoger
los libros y salió del salón. Grego se enfrascó de nuevo en la televisión.
En privado, Héctor se sorprendía más por el comportamiento de ella que por el de
su hermano. A pesar de su carácter pragmático, pulido por el trabajo en los
quirófanos, Sara respondía de forma desconsoladamente emocional a los desplantes.
Héctor se vio obligado a señalarle que el rechazo de Grego no iba, en ningún
caso, dirigido a ella. No era nada personal.
Grego no guarda ningún recuerdo de su periodo «insecto». Pero ¿lo hacen las
moscas de su existencia como ser humano?
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Mientras hablaba miraba los cercos de sudor en la camiseta de Héctor.
—¿No está mi hermano en casa? Él puede llevarte.
La chica se encogió de hombros.
—No lo he visto.
Héctor se asomó al pasillo. La habitación de Grego estaba abierta. No había
nadie.
—Dame diez minutos para ducharme.
—Es un poco tarde. ¿Podríamos ir ya? —dijo Carol retirando el plato de la niña y
volcándolo en el cubo de la basura.
Héctor subió al dormitorio en busca de un jersey que ponerse sobre la ropa
sudada. Cuando salió a la calle Carol estaba asegurando a Beatriz a la silla para bebés
del asiento trasero del coche.
Estar a solas con la chica lo hacía sentirse incómodo. Habitualmente era Sara
quien trataba con ella.
Héctor había llegado a una conclusión respecto a Carol. Lo que de veras le
molestaba de ella no era la actitud fría que le dispensaba, ni su charla errática, sino su
marcado estrabismo. Aquel ojo desviado hacía que la chica le diese lástima. Y como
le daba lástima evitaba acercarse a ella.
Más o menos cada seis meses Carol cambiaba de estilo de vestuario.
Radicalmente. Metía toda su ropa en bolsas y la llevaba a una tienda de segunda
mano, de la que surgía una nueva Carol que siempre negaba a la anterior: deportiva,
recatada, motera sin moto… Un síntoma de búsqueda de la identidad comprensible en
un adolescente, pero que al filo de los treinta se tornaba inquietante.
En su última transformación había adoptado el look gótico. Desde entonces se
paseaba por la casa quitando el polvo o pasando la aspiradora ataviada como un
personaje de Anne Rice.
Esa tarde lucía medias agujereadas, minifalda y una blusa con una especie de
gorguera en el cuello, todo de color negro. Calzaba botas militares. Llevaba los dedos
cubiertos de anillos y un piercing en la nariz.
—¿Siempre has tenido eso? —preguntó Héctor.
—¿A qué se refiere?
Se señaló la nariz.
—Me lo puse hace un mes.
—No me había fijado.
Los labios de la chica se curvaron en una mueca de desprecio. Llevaba los ojos
perfilados con maquillaje. El estrábico parecía un planeta saliéndose de su órbita.
—Así que una cita, ¿eh? No sabía que tuvieras novio.
Carol se revolvió en su asiento. En la parte trasera Beatriz se entretenía con los
juguetes que siempre había en el coche a tal fin.
—He quedado con unos amigos.
—Unos amigos… Bueno. ¿Qué vais a hacer? Si es que me lo puedes decir.
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La respuesta de la chica se retrasó lo bastante como para que Héctor pensara que
no iba a producirse. No tenía claro el modo en que debía hablar con Carol, si
tratándola como a una adulta o como a una adolescente. Ella estaba comprobando su
maquillaje en un espejito que había sacado del bolso. Se aplicó un lápiz perfilador a
los labios. A Héctor le admiró que pudiera hacerlo a pesar del movimiento del coche.
—Vamos al teatro.
—¿Cuál es la obra?
—Un montaje nuevo. De un conocido.
—Vaya… ¿Sobre qué trata?
—Su mujer también ha dicho que haga algunas compras… Que las haga usted —
dijo Carol.
De algún lugar de las entrañas de su bolso sacó un Post-it con una lista de
anotaciones y lo pegó en el salpicadero del coche, gesto con el que se desentendía del
encargo.
Héctor miró de reojo el papelito amarillo. Solo había cuatro cosas anotadas.
—Hay un supermercado de camino. Podemos parar.
—Llego tarde. ¿No puede hacerlo a la vuelta?
—Solo será un momento. Si estás aquí puedo dejar a Beatriz contigo y el coche
en doble fila. Es más rápido. ¿Me harás ese favor?
Ella resopló y Héctor lo interpretó como un asentimiento.
Un minuto después se detenía en doble fila ante las puertas del supermercado.
—Ahora vuelvo —dijo saltando del vehículo.
El establecimiento se encontraba a rebosar. Había olvidado que era principio de
mes. Familias completas con carritos rebosantes obstruían los corredores.
En la línea de cajas registradoras había un tapón de gente. Cambió dos veces de
fila con la esperanza de dar con una más rápida. Las cajeras aguardaban de brazos
cruzados a que alguna de las líneas telefónicas, colapsadas por el uso simultaneo de
demasiadas tarjetas de crédito, quedara disponible. Se puso nervioso sin poder
evitarlo. Su ropa de deporte empezó a oscurecerse con una nueva remesa de sudor.
Cuando por fin pudo meter la compra en una bolsa y correr hacia la salida, su
reloj marcaba más de las ocho y media.
Entró en el coche preparado para un bombardeo de quejas.
Estas sin embargo no tuvieron lugar. Beatriz seguía entretenida con sus juguetes,
mientras Carol estudiaba atentamente algo que sostenía entre las manos. La guantera
estaba abierta. Carol, con el ceño fruncido por la perplejidad, contemplaba las fotos
realizadas hacía meses.
—¿Qué haces?
De inmediato Héctor se percató de que el tono de alarma no era el más prudente.
—Me aburría. ¿Qué es esto?
Se acercaba las fotos a la nariz y luego las alejaba, tratando de discernir lo que
aparecía en ellas.
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Realizadas sin más iluminación que el flash de la cámara, en las fotos no se
apreciaba gran cosa. Tan solo unos cúmulos negros, carentes de forma, como
manchas de escoria. La ausencia de muebles u otros objetos que pudieran servir como
referencia hacía difícil valorar las dimensiones de los grupos de moscas.
En su mayor parte solo reflejaban trozos de pared salpicados de manchas negras,
de las que sobresalían tenues destellos. Reflejos arrancados por el flash a las alas de
los insectos.
—¿Tiene usted la cámara estropeada?
Héctor puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico.
—El carrete era viejo. Supongo que estaba deteriorado. O que habrá habido un
fallo en el revelado.
Se reprochó su dejadez. Debería haber retirado las fotografías para guardarlas en
lugar seguro. O mejor aún, destruirlas.
—Es curioso —dijo Carol interesada—. Parecen moscas.
Barajó las fotos hasta dar con una que ofrecía un plano corto de un trozo de pared.
Se la mostró a Héctor poniéndosela ante la cara y tapándole la visión de la carretera.
—Sí. No sé —dijo él apartándose.
—Aquí y aquí. Parecen moscas.
—Puede ser. Es difícil distinguir algo.
—¿Dónde las hizo?
—No las hice yo. Son de un carrete viejo. Quise hacer unas fotos a Beatriz y me
encontré con él en la cámara. Llevan ahí meses —dijo señalando la guantera.
Carol las revisó una vez más antes de devolverlas al sobre donde habían estado
guardadas.
—Debería comprar una cámara digital.
Estaban llegando al centro. El tráfico era denso. Avanzaban con lentitud.
—Siento haberme retrasado en el supermercado. ¿Tus amigos te esperarán?
Ella se encogió de hombros.
—Supongo. Y si no es así tampoco importa mucho.
Estaban detenidos en un semáforo. La cola de vehículos que tenían por delante
era tan extensa que la luz se puso en verde y luego otra vez en rojo sin que ellos
llegaran a pasar.
—Oiga —dijo súbitamente Carol—, su hermano, ¿de qué va?
—¿A qué te refieres?
En todo el tiempo transcurrido desde que llegó Grego, Carol no había hecho
referencia a él. La explicación que se le había facilitado era la misma que habían
dado a los demás. El hermano menor quería sentar cabeza. Instalarse con su familia.
Sin embargo, resultaba inevitable percatarse de la tirantez existente en la casa.
—¿Va a quedarse mucho tiempo?
—Hace años que mi hermano y yo no estamos juntos. Me gusta tenerlo aquí.
—Lo que quiero decir es que, si piensa quedarse a vivir, ¿no sería más cómodo
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que buscara un sitio para él?
—¿Grego te molesta de alguna manera? ¿Dificulta tu trabajo?
—No pretendo insinuar nada de eso.
La actitud levemente ofendida de Héctor surtió efecto.
—Es lógico que la presencia de una persona más en la casa trastoque ciertas
cosas. Solo es un periodo transitorio. Hasta que nos habituemos a la situación.
—Claro —asintió ella.
El semáforo volvió a ponerse en verde y reemprendieron la marcha.
—No sé lo que habrás podido ver u oír, pero me gustaría que no sacaras
conclusiones erróneas —añadió Héctor.
—No he visto nada —se apresuró a señalar ella—. Y a mí no me gustaría que
usted pensase que meto las narices donde nadie me llama. El comentario de antes ha
estado fuera de lugar.
Héctor meneó afirmativamente la cabeza. Un gesto que podía significar tanto que
la chica estaba en lo cierto como que podían dar por zanjada la conversación.
—¿En qué países ha estado su hermano?
—Además de en Tailandia, donde ha vivido los últimos años, en China, en
Indonesia, en Birmania… Creo que también pasó un tiempo en Vietnam. No estoy
seguro. Era difícil seguirle la pista. Lo mejor es que se lo preguntes a él.
—Puede que lo haga. Seguro que tiene cosas interesantes que contar.
Héctor le dio la razón.
—¿A ti te gusta viajar?
—Sí… Algo —respondió la chica—. No he tenido muchas oportunidades. Pero
supongo que llegaría a gustarme. Doble a la derecha. El sitio donde he quedado está
aquí mismo. ¿Sabe una cosa? Si yo fuera él, su hermano, no hubiera venido a vivir
aquí. No se lo tome a mal. ¿Puede parar?
Héctor acerco el coche a la acera. Un grupo de gente aguardaba ante las puertas
de un centro social. Un cartel confeccionado a mano —el titulo de la obra y la hora
de inicio de la función— representaba el único indicio de que allí iba a tener lugar
una representación teatral.
—Parece que llego a tiempo —dijo Carol—. Estas cosas siempre se retrasan.
Se volvió hacia Beatriz.
—Hasta mañana, cariño.
En algún momento del trayecto, sin que Héctor se percatara, la chica se había
colocado unas uñas acrílicas de notables dimensiones. Carol se tocó los labios con las
yemas de los dedos y depositó el beso en la mejilla de Beatriz. Por un instante las
uñas relucieron como zarpas frente al rostro de la niña.
—Gracias por traerme —se despidió abriendo la puerta del coche.
—De nada.
Héctor vio a la chica caminar hacia la entrada del improvisado teatro. Un par de
jóvenes se separaron del grupo para recibirla. Llevaban abrigos negros hasta el suelo
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y los ojos pintados. Carol les dijo algo y señaló el coche. Dedicaron a Héctor unas
miradas gélidas y afectadas.
En casa, encontró a Grego improvisando una cena a base de sobras.
—¿Dónde os habíais metido?
Héctor le explicó lo sucedido, prescindiendo de lo de las fotos.
—¿Sara no ha regresado todavía?
—No —respondió Grego, revolviendo el contenido de una cazuela.
—¿Adónde has ido esta tarde?
—A la ferretería. Dos de los faroles del jardín están fundidos.
Héctor dejó sobre la mesa el sobre con las fotos, liberado por fin de su reclusión
en la guantera.
—¿Qué es eso?
Beatriz se abrazaba a las piernas de su tío. Quería que la alzase en brazos. El
batiburrillo de comida de la cazuela desprendía un olor confuso y grasiento.
—Las fotos que me pediste hace meses.
—…
—Si no quieres verlas deberíamos deshacernos de ellas. Hoy las ha encontrado
Carol.
Grego se envaró.
—¿Cómo?
—Le he dicho que el carrete estaba defectuoso. Me parece que se lo ha creído.
Pero debemos tener más cuidado.
Fue a tirar el sobre al cubo de la basura.
Grego lo detuvo.
Tomó el sobre y se sentó a la mesa. El hermano mayor ocupó su lugar frente a la
cazuela. Se concentró en revolver la cena. Podía sentir a Grego tras él, pasando las
fotos una a una.
—¿Toda esta masa negra son…?
—Exacto.
—Hay cientos.
—Probablemente miles.
Hablaban sin mirarse. Uno ocupado con la cena y otro con las fotos.
—Y tú entras ahí para alimentarlas.
—Así es.
Héctor sirvió la comida. Colocó los platos en la mesa, junto con cubiertos, vasos
y servilletas. La niña intentaba encaramarse a una silla. El olor de la comida había
vuelto a abrirle el apetito. Su padre le dio un yogur y la dejó quedarse con ellos un
rato antes de acostarla; en otro caso no les permitiría cenar en paz.
Llegado al final del fajo de fotografías, Grego las estudió de nuevo, empezando
por la primera. Del mismo modo que Carol había hecho antes, se las acercaba a los
ojos y las alejaba, tratando de distinguir las imágenes. Cuando terminó las dejó a un
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lado, boca abajo.
—Es mejor que comas. Se va a enfriar.
Cenaron en silencio. Héctor ayudaba a comer a Beatriz. Hacia los últimos
bocados, la niña empezó a dar cabezadas, los ojos se le cerraban. Su padre le retiró el
babero y la tomó en brazos.
—Voy a acostarla y darme una ducha.
—Yo recojo esto.
Beatriz emitió un murmullo de queja cuando salían de la cocina. Alargó un brazo
hacia Grego. Héctor la acercó a él y la niña depositó un beso adormilado en la mejilla
de su tío.
—Héctor —dijo este.
Dejó los platos y cubiertos sucios en el fregadero y abrió el grito del agua
caliente.
—¿Qué?
—Gracias.
La ese final se prolongó silbante.
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Refugio
—Tiene posibilidades.
—Habrá que trabajar bastante. Buena parte de la madera está apolillada.
—Lo primero es el tejado. Aislar y poner tejas nuevas.
Héctor trató de abrir la puerta del desván. La humedad la había hinchado hasta
fusionarla con el marco.
—Imposible. Media casa está igual.
—El corral será un buen sitio para la caldera. Se puede colocar el depósito en la
parte trasera —dijo Grego.
Estaban en la casa de los abuelos, adonde habían ido tras salir de la refinería.
Grego tomaba nota en una libreta de las reparaciones necesarias.
Llegaron a la habitación donde había permanecido encerrado meses atrás. No
había sido limpiada con el esmero dedicado al dormitorio de invitados de la otra casa.
En el techo quedaban zonas oscuras, como si alguien hubiera encendido una hoguera
en la habitación. En un rincón descansaba una garrafa de aceite fenólico vacía a
medias. Flotaba un olor más lúgubre que en el resto de estancias, semejante al del
alquitrán. Grego abrió las ventanas. Entró una bocanada de aire frío y solo un poco de
luz. Una franja anaranjada recortaba la silueta de los árboles. Grego asomó medio
cuerpo para estudiar el alero del tejado.
—Está lleno de nidos de golondrina podridos.
—Vamos afuera. Echemos un vistazo mientras quede luz.
Bajaron las escaleras alumbrando los escalones con una linterna.
La techumbre de la cuadra se había venido abajo hacía años. El interior estaba
plagado de maleza. En los huecos de los muros se revolvían insectos que se
escabullían al ser iluminados. Héctor hundió el filo de una navaja multiuso en el
marco de la puerta. Entró sin ninguna dificultad.
—También podrido.
Grego contempló el panorama con las manos apoyadas en las caderas.
—Aquí hay poca cosa aprovechable… Quizá los muros.
Serán difíciles de aislar. Mejor echarlo todo abajo y levantar algo nuevo.
Después de meditarlo un instante Grego coincidió con él.
Hacía un frío intenso, cargado de humedad, que calaba hasta los huesos. El otoño
había sido corto.
Contemplaron la declinante línea de luz en el cielo. La casa era una presencia
oscura a sus espaldas. Había un puñado de frutales. Eran viejos. Los troncos
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encalados brillaban en medio de la negrura. Flotaban en el aire. Fantasmas de
troncos.
De los restos de la cuadra salieron arrastrándose pequeños cuerpos que se
internaron en la noche para cazar.
—¿De veras quieres vivir aquí? —preguntó Héctor.
Grego asintió.
—Es solitario.
—No me importa.
—Muy solitario. ¿Estás seguro?
—Lo estoy.
—Necesitarás un medio de transporte.
—Tarde o temprano tendré que hacerme con uno. En cualquier caso.
—Espero que no te sientas presionado a hacerlo. A venir aquí.
Grego restregó las botas contra la hierba, como si quisiera limpiarse algo adherido
a las suelas.
—La única presión es la que yo me impongo. Es lo mejor para todos.
Había comunicado la noticia días atrás, mientras cenaban.
La casa de los abuelos se hallaba a una distancia aceptable de la refinería.
Existía otra ventaja. Las reformas pondrían en marcha los planes largamente
pospuestos de Héctor para hacer habitable la propiedad. Planificarían la obra entre
ambos.
Las pertenencias de Grego aguardaban en un guardamuebles desde que el
contenedor llegó de Tailandia. Las trasladaría a la casa.
Se quedaron un rato más, hasta que se hizo por completo de noche. Sin decir
palabra, reconfortados por la mutua compañía.
Luego la silueta que era Grego se agitó presa de un escalofrío.
—¿Nos vamos? Me estoy quedando helado.
Subieron al coche. La luz de los faros atrajo la atención de muchos ojos ocultos.
—¿Paramos a tomar algo? —propuso Grego—. Entraremos en calor.
—Ok.
Ese día Héctor había salido pronto del trabajo con la excusa de ver la casa. Esto,
unido a la oportunidad de un momento de relajo con su hermano, era causa de
celebración más que suficiente.
Desde que en la refinería había sido anunciado el plan de jubilaciones anticipadas,
se disputaba una competida carrera entre los aspirantes a ascensos, entre los que
figuraba Héctor. Todos se esforzaban por engrosar su lista de méritos. No había
espacio para la benevolencia, aunque nadie cometía la temeridad de declarar
abiertamente sus intenciones. Se trataba de un enfrentamiento brumoso y solitario, sin
enemigos francos. Relaciones profesionales que habían sido cordiales y productivas
durante años estaban deshaciéndose.
Héctor luchaba por no quedarse atrás. Si hacía caso a la rumorología, contaba con
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posibilidades de hacerse con uno de los puestos que quedarían vacantes. Su jefe ya
había anunciado su intención de aceptar la oferta y retirarse. El cargo era apetecible.
A menudo Héctor se había dicho que podría desempeñarlo con solvencia. Por
supuesto, había otros pretendientes, todos ellos con una experiencia más prolongada.
El Departamento de Producción era una presa cotizada.
Pero los meses iban quedando atrás y ningún ascenso se había concretado todavía.
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Dieron unos tragos pensativos a sus cervezas.
Grego se atragantó por un ataque de risa.
—Me insinuó que podíamos quedar para tomar una copa… y seguir hablando.
Miró a su hermano y desorbitó los ojos.
Héctor rio también, aunque sin entusiasmo.
—¿Vais a quedar?
Grego resopló.
—No sé. Ya veremos… No creo.
Durante su estancia en Asia Grego había mantenido numerosas relaciones.
Ninguna prolongada. Héctor tenía constancia de ello por las menciones realizadas en
sus esporádicas llamadas telefónicas. Una guía turística local, una turista brasileña…
Su hermano le había confesado que uno de los atractivos del alquiler de veleros
era las oportunidades que ofrecía para conocer mujeres. A las clientas les gustaba
encontrar tras el mostrador a un occidental capaz de sugerirles lugares recónditos que
visitar. La promesa de que tales sitios eran prácticamente desconocidos, salvo por los
habitantes locales, actuaba como un potente imán. Y, por supuesto, para llegar a ellos
era imprescindible la ayuda de un guía.
También en esto la rutina de Grego había cambiado.
Desde que se alojaba con su hermano su vida social se había reducido.
Las moscas representaban una traba a la hora de establecer relaciones. Traba que
a ojos de Héctor parecía insalvable.
En tales circunstancias parecía lógico que Grego optase por contactos breves,
carentes de continuidad. Aun así a Héctor no le hacia feliz la idea de que se viera con
alguien tan próximo como Carol.
Continuaron bebiendo y conversando un rato más. Las maderas oscuras
imperaban en la decoración del local. Sonaba una música suave de piano.
Era momento de retirarse, pero todavía se entretuvieron charlando con el dueño.
A Héctor le caía bien. Lo mismo le ocurría a Grego. Este se sentía locuaz. El plan de
reformar la casa le había insuflado ánimos. Ahora contaba con un objetivo.
El dueño del bar hablaba con marcado acento estadounidense. Procedía de
Chicago, donde había dirigido otro local, en el centro financiero de la ciudad.
Aquello fue en los ochenta. Su negocio fue una víctima derivada del crack bursátil de
mil novecientos ochenta y siete. Después de eso pensó que era un buen momento para
cambiar de aires y probar qué tal se le daban las cosas en Europa.
En una ocasión había mostrado a los hermanos la cicatriz en forma de estrella que
portaba poco más arriba del corazón, fruto de un tiroteo en su antiguo negocio.
Él y Grego conversaban animadamente. Héctor los observaba en silencio.
Miembros de una élite superior. Portadores de fértiles experiencias.
Grego era la clase de persona a la que, en el competitivo escenario de una fiesta,
sin más ayuda que su aplomo y las pocas frases que pudiera intercambiar
imponiéndose a la música, le bastan unos instantes para impresionar a su interlocutor.
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Héctor no se podía contar en el mismo grupo, él necesitaba más tiempo,
especialmente si el interlocutor era femenino. Él podía necesitar años. Requería de
ese tiempo para dar pruebas de su fidelidad, abnegación, puntualidad a la hora de
llevar un sueldo a casa…
Si se organizase un concurso de televisión que versara sobre su persona, sobre
Héctor, y los participantes —es de suponer que familiares y amigos próximos—
tuvieran que enumerar adjetivos que describieran su personalidad, estos serían:
práctico, resolutivo, fiable…
No eran imaginaciones suyas. En diferentes ocasiones había escuchado tales
términos referidos a él; a menudo sin que quien los pronunciaba supiera que estaba
escuchando.
… técnico, responsable, elemental…
Algunas veces pensaba que eso era suficiente, que bastaba para conseguir todo lo
que pudiera desear en la vida.
Otras muchas pensaba que no.
… más aplicado que brillante…
El sábado siguiente fueron a ver a Romano Santos. Tenía un vehículo que deseaba
vender y podía servir a Grego. Hicieron el camino a pie. En la entrada de la
propiedad, cercada por un muro de dos metros y una puerta de hierro, Héctor pulsó
un llamador y dijo su nombre mirando a una cámara de vigilancia semioculta entre
enredaderas.
Romano los recibió en ropa de deporte. Dio una palmada en la espalda a Héctor y
pasó amigablemente el brazo sobre los hombros de Grego mientras lo guiaba al
garaje.
El vehículo en venta era un Land Rover, bien conservado pero antiguo, color
arena, con remolque.
Había algo genuinamente masculino en él, más allá de su robustez y la sobriedad
del diseño. Se trataba del fin para el cual había sido concebido: trabajo manual sin
concesiones, con ciertas connotaciones militares.
Los hermanos lo inspeccionaron. El vehículo no tendría dificultades para recorrer
los caminos hasta la vieja casa de los abuelos, la cual, con toda naturalidad, como si
lo hubiera estado esperando, ya había pasado a ser considerada por todos la casa de
Grego.
Romano explicó que solía emplearlo para ir a la montaña. Hasta el día en que su
mujer se negó a acompañarlo si no lo cambiaba por un vehículo más cómodo.
La mujer de Romano aparecía en público en contadas ocasiones. Cada vez menos
en los últimos años. Héctor la había visto una sola vez, durante una cena de Navidad
de la compañía. Era cortes, comedida y poseía la mirada dispersa característica de los
consumidores de inhibidores de serotonina.
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—¿Cuánto? —preguntó Grego.
Romano extrajo un papel del bolsillo y se lo tendió. Era una de sus tarjetas, en la
parte trasera figuraba anotada una cantidad.
Después de mirarla, Grego se la enseñó a su hermano. No era baja.
—¿Incluye el remolque?
Romano miró el complemento como si la idea no se le hubiera ocurrido. Estaba
desenganchado del Land Rover y descansaba en un rincón del garaje, cubierto por
una lona plastificada.
—De acuerdo.
Entregó a Grego las llaves para que fueran a probarlo.
Arrancó a la primera.
Cuando se detuvieron frente a la puerta de salida, esta se abrió sin que ellos
hicieran nada, accionada por Romano desde la casa.
Conducía Grego.
—¿Qué te parece? —preguntó Héctor mientras curioseaba por el salpicadero.
—Me gusta. Siempre he querido tener un cacharro de estos.
Lo llevaron a un taller recomendado por Romano para someterlo a una revisión
profesional. El establecimiento cerraba los sábados pero el dueño había abierto ex
profeso para ellos. Concluyó que se encontraba en buen estado.
A continuación lo llevaron a otro taller, este escogido por Héctor, para una
segunda revisión. El dictamen fue similar.
Una vez ultimado el papeleo, Romano insistió en que se quedaran a tomar un
aperitivo. Se acomodaron en unos profundos sillones en el salón, adonde una
doncella les llevó bebidas y canapés.
Era la primera vez que Romano trataba a Grego fuera de la refinería. Se
embarcaron en una animada charla acerca de las bebidas del sudeste de Asia, durante
la que Grego rememoró su época de comerciante de kaoliang.
Héctor callaba y escuchaba. No podía evitar sentir un especial aprecio por
Romano. Veía ejemplarizante su actitud hacia el trabajo. Sin pasar por alto sus
responsabilidades ni conformarse con que las cosas se llevaran a cabo tan solo
correctamente, el talante siempre relajado de Romano contagiaba de aplomo a
quienes aceptaba bajo el cobijo de su ala.
Sobre un aparador descansaban varias fotografías enmarcadas de su hijo. El
conjunto ofrecía la apariencia de un altar doméstico. La fotografía central mostraba a
un Romano Santos varios años más joven sosteniendo al muchacho, que aparentaba
trece o catorce, en sus brazos. Se hallaban al borde una piscina en la que ristras de
boyas demarcaban calles de natación. Al fondo, unas gradas y gente borrosa. El
muchacho iba en bañador y estaba empapando la ropa de su padre. A ninguno parecía
importarle. Los dos lucían sonrisas que se les salían de los rostros. Ante ellos
sostenían, para que la cámara pudiera verla bien, una medalla con reflejos dorados.
Hasta ahí no había nada de extraño. Una imagen de triunfo infantil, orgullosa
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paternidad y felicidad compartida. La escena cobraba un tinte diferente cuando la
atención se fijaba en las piernas del muchacho, en el tramo que quedaba por debajo
de las rodillas. A partir de ese punto las extremidades eran de una delgadez anormal y
colgaban fláccidas, con una apariencia gomosa. Los pies eran también más reducidos
de lo que cabría esperar.
En otras fotografías aparecía en más piscinas; satisfecho tras la conclusión de una
carrera; nadando al estilo mariposa, los brazos proyectándose hacia delante y alzando
columnas de agua… Y en una silla de ruedas, a los dieciocho años, recibiendo un
diploma durante una ceremonia de graduación. Los trofeos distribuidos entre las
fotografías semejaban presentes votivos al dios del altar.
En ese momento el chico estudiaba en una universidad estadounidense.
Era imposible no apreciar tras sus logros el espíritu de su padre.
Grego se había levantado a estudiar el altar. Romano se acercó.
—No podía permitir que se pasara la vida autocompadeciéndose —dijo tomando
una de las fotografías— ni que se convirtiera en un mero receptor de ayudas para
discapacitados. ¿Qué futuro le esperaba en ese caso? ¿Clasificar correo en una oficina
postal? Por fortuna he podido darle todo cuanto ha necesitado.
Realizó una pausa antes de proseguir, durante la que sonrió como si un recuerdo
agradable le hubiera acudido a la memoria.
—Sin embargo eso no es suficiente. No basta si a lo que aspira una persona es a
ganarse el reconocimiento. El suyo propio —recalcó— y el de los demás. Eso debe
salir de dentro. Cualquier otro objetivo resulta mediocre en comparación.
»Existen dos clases de personas: las que reciben dinero por desempeñar un
trabajo que dominan mejor que la mayoría; y las que el dinero lo reciben por hacer el
trabajo que otros no desean. ¿Cuál de las dos creéis que se siente mejor cuando abre
los ojos por la mañana?
Grego lo miraba con expresión pétrea. Héctor posó el vaso que tenía en la mano y
se puso en pie.
—Ya es hora de que nos vayamos.
Romano continuó hablando como si no lo hubiera oído.
—Tu hermano va a ser alguien importante —aseguró a Grego—. Dispone de lo
que hay que tener para asumir responsabilidades y dormir con ellas, y te aseguro que
eso es algo por lo que muchos de los jefes con plazas de aparcamiento propias que
desfilan ante ti cada mañana claman en sus súplicas más secretas, por lo que estarían
dispuestos a cambiar el recuerdo de sus primeras eyaculaciones compartidas.
Héctor escuchaba boquiabierto. No imaginaba que Romano albergara esa opinión
de él. Se sentía halagado. Pero no pudo evitar ponerse a la defensiva.
—No tiene miedo a perder amigos con tal de que las cosas se hagan como se han
de hacer —prosiguió Romano—. Las escalas de prioridades… —Hizo una pausa
pensativa en la que se miró los pies, como si algo se le hubiera caído. Permaneció así
tanto tiempo que los hermanos acabaron mirando el mismo punto de la alfombra,
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intrigados. Las escalas de prioridades son importantes. Son los verdaderos apellidos
de una persona.
»Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que conquiste la posición que de
veras se merece. Lo aseguro contigo delante, como el mejor testigo posible en virtud
del vínculo que os une. —Se volvió hacia Héctor—. Te lo prometo, chico. Estoy
seguro de que no me defraudaras.
Héctor se revolvió incómodo.
—Gracias por tu confianza.
Romano agitó la mano en un gesto de quitarle importancia.
—No me las des.
Desde la puerta del salón, la doncella aprovechó ese momento para hablar.
Llevaba un rato allí, aguardando.
—Señor, la señora me manda preguntarle si va a comer con ella en la habitación o
lo hará en el comedor.
—Gracias, Claudia. Dile que subiré en unos minutos.
La doncella desapareció sigilosamente.
—Lo siento, amigos, al parecer es más tarde de lo que pensaba.
Grego comprobó que llevaba toda la documentación del Land Rover. Romano los
acompañó al garaje.
—Me alegro de que hayáis venido. Si tienes cualquier problema con tu
adquisición —dijo a Grego—, ya sabes dónde encontrarme.
Héctor permanecía callado. Estrechó la mano de Romano.
El hermano menor se alegraba de salir de allí. Cuando se detuvieron frente a la
puerta de hierro de la entrada y esta se abrió en silencio, activada desde la casa, los
labios se le fruncieron de desagrado ante la idea de que Santos todavía los estuviera
observando.
Las obras dieron inicio de inmediato. Cada día, tras salir de la refinería, Grego acudía
a comprobar los progresos. Se encargó de varias de las tareas en persona. Lo prefirió
así a pesar de la demora que ello provocaba.
Cuando volvía a casa lo normal era que todos estuvieran acostados. Cenaba a
solas en el salón en penumbra, frente al televisor con el volumen anulado. Las
imágenes desprovistas de sonido cobraban profundidad, los labios silenciosos
rebosaban potencialidad de significado.
Disfrutaba de la cena silenciosa. Era consciente de las tres presencias dormidas en
el piso superior. Y de que a su vez ellas eran conscientes de él y no les alteraba que se
encontrara allí. Era el guardián de su sueño. Distinguía a través del techo las siluetas
térmicas de los tres; dos de ellas tendidas juntas, casi tocándose; otra, a escasos
metros, más pequeña, hecha un ovillo. Irradiando calor.
Encontraba notas en la cocina que le deseaban un feliz descanso. Algunas
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llevaban la firma simbólica de su sobrina.
A veces se encontraba con Héctor o Sara, que bajaban por un vaso de leche o no
podían dormir y deseaban charlar un rato. Hablaban en susurros. El paréntesis de
silencio se veía apenas alterado. La única fuente de luz: las imágenes mudas de la
pantalla.
Una noche, la atención de Sara quedó atrapada por el televisor. Emitía una
película, un melodrama de los cincuenta. Habían estado hablando de naderías, sin que
ella atendiera a las imágenes. En la pantalla una pareja sostenía una conversación
desesperada; ella —¿viuda?, ¿casada?— estaba nerviosa, los ojos le bailaban en las
cuencas, como si se sintiera avergonzada o no deseara estar allí; él llevaba sombrero,
el cuello del abrigo alzado y dos profundas arrugas le bajaban desde los lados de la
nariz a las comisuras de la boca. La vista de Sara se volvió un instante hacia la
película, buscando nada en particular, y fue de pronto succionada. Enmudeció
también. Fascinada. Permaneció así, abstraída en los labios de los actores.
—Es como si hablaran de nosotros —dijo—, como si nos estuvieran analizando o
criticando. No a ti y a mí —aclaró tras una pausa—, sino a nosotros en general.
Grego asintió. El pensamiento podría haber sido suyo.
Las veces en que se encontraba con Sara por la noche ella solo llevaba la ropa que
empleaba para dormir. Camisones. Camisetas largas. No se mostraba incómoda por
estar vestida así en su presencia. Tan solo, cuando se sentaba, estiraba las prendas
para cubrirse los muslos. La convivencia había mejorado desde que Grego anunciara
su intención de trasladarse.
Los temas de sus charlas eran inofensivos, prescindibles. Podrían haber estado
callados sin que la situación variara apenas. Él llevaba todavía la ropa de trabajo.
Zapatos manchados de yeso, tejanos gastados. Olía a sudor. Tenía los nudillos en
carne viva por acarrear ladrillos sin protección de guantes. El trabajo manual le
estaba tonificando los músculos.
Grego trataba de mostrarse natural. Ella bebía un vaso de leche, le deseaba buenas
noches, ascendía las escaleras. Él llevaba el plato de la cena a la cocina, apagaba el
televisor, se encerraba en su habitación.
Recostaba la cabeza en la almohada abrumado por olores equivocados. Crema
hidratante. Champú tropical. Una noche más se había fijado demasiado en las formas
que llenaban el camisón, en la porción adicional de carne que ella mostraba a medida
que ascendía los escalones camino del dormitorio.
Las imágenes térmicas en la planta superior ganaban definición, poseían zonas de
emisión destacadas.
Después de haber visto la televisión a oscuras, cuando cerraba los ojos, una nube
de puntos blancos y negros danzaba en su retina.
—Ellos pasan poco tiempo en casa y la niña es un cielo. Sí, me gusta el trabajo.
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—Pero supongo que tendrás otras cosas en mente, planes de futuro.
—Por supuesto. No voy a continuar haciendo de niñera indefinidamente.
—¿Y bien?
—Y bien, ¿qué?
—¿Cuáles son tus planes?
—Teatro.
—¿Teatro?
—Me gusta. Tengo contactos. Gente que ha hecho cosas. Conocidos.
—Quieres decir que te pueden ayudar.
—Eso es.
—A interpretar, dirigir…
—Probablemente dirigir. Y también escribir. Controlar el conjunto. Disponer de
una visión global. Hacer varias cosas ayuda a conservar la perspectiva.
—Suena bien. Se ve que lo tienes pensado. Que lo controlas desde la primera
etapa. La etapa abstracta.
—Yo lo llamo el caldo de cultivo.
—Caldo de cultivo…
—Ya tengo dos libretos. Quienes los han leído han asegurado que son
reveladores.
—Quieres decir revolucionarios.
—No. Quiero decir reveladores.
—¿De qué?
—Pues supongo que de mí, de lo que tengo que decir. De las cosas que me
interesan.
—Claro.
—No te los voy a dejar leer. No te molestes. Me gusta escoger a mis lectores.
—No me molesto.
—Busco personas que sepan sintonizar, con background, referencias, ya sabes,
capaces de arquitecturar una opinión.
—No te lo iba a pedir.
—Ya…
—Me gusta tu modo de vestir.
—Gracias.
—Un indicador de consciencia.
—Desarróllalo.
—El resultado de una reflexión. Una aceptación no autodestructiva de la
oscuridad. Quiero decir la oscuridad con O mayúscula. No me parece algo fúnebre.
En absoluto. Nada que ver con los oficinistas ojerosos, maletín en mano, que puedes
encontrar a diario en el metro, enfundados en trajes escogidos por sus mujeres,
adornados con corbatas compradas sin esmero por sus dos coma tres hijos la pasada
Navidad. Ellos sí son fúnebres.
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—Me has leído el pensamiento. ¿Tan evidente es mi personalidad?
—No pienso responder a eso.
—¿No te parezco interesante?
—Nunca hagas esa pregunta si quieres que tu interlocutor te guarde respeto.
—Ya…
—No te enfades.
—No me enfado. Seguro que tú sí tienes cosas interesantes que contar.
—¿Por qué?
—Por tus viajes y todo eso. Supongo.
—Por mis viajes. Claro. Montones de cosas interesantes. Estoy repleto de ellas.
Soy como una máquina de discos, pero en lugar de tocar canciones cuento cosas
interesantes. Introduces una moneda, tiras de la palanca y ahí está.
—¿Te estás burlando de mí?
Él mudó su expresión, se puso serio de repente. Apretó los labios.
—Si crees de veras que lo estoy haciendo, dímelo, y me iré ahora mismo.
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que desconectara el teléfono y se fue a la cama. Lo del teléfono era una medida de
precaución para filtrar las llamadas poco importantes. Antes de caer dormido dejó
sobre la mesilla su busca, mediante el que podrían localizarle en caso de que
ocurriera algo grave.
El sábado durmió hasta tarde. Comió con la familia y luego acompañó a Grego a
su casa, donde lijaron contraventanas varias horas. Por la noche fue con Sara al cine.
En ningún momento se separó del busca.
El día siguiente transcurrió de modo igualmente plácido.
Llegado el momento de ir a la cama, Sara se ofreció a darle un masaje. Él se
libero de la ropa y se tumbó boca abajo en la cama. Ella había entrado al cuarto de
baño, de donde tardó unos minutos en salir. Héctor se estaba quedando dormido
cuando sintió a su mujer acomodarse a horcajadas sobre él, su entrepierna desnuda y
luego sus manos acariciándole la espalda y el aroma dulzón del aceite de cerezas.
Cuando llegó a su despacho el lunes no tuvo tiempo de quitarse la chaqueta antes
de que sonara el teléfono. Era su jefe. Quería verlo de inmediato. El tono no era
amable.
La autorización de trabajo que había rechazado el viernes había provocado un
efecto de bola de nieve. La tarea era clave dentro del programa. No había podido ser
llevada a cabo y —en un sistema donde todas las reparaciones estaban ligadas—
tampoco las que dependían de su conclusión. Le habían llamado repetidas veces al
busca a lo largo del fin de semana pero él nunca había contestado. Héctor aseguró no
haber recibido ninguna llamada. Una rápida comprobación demostró que el listado de
números de la centralita tenía varios nombres intercambiados.
Pero eso no representaba una excusa. Su exceso de celo había provocado un
retraso en los trabajos, con unas consecuencias que en ese momento todavía se
estaban evaluando.
Había pasado por alto que la tarea rechazada, aunque sencilla, era clave para el
programa.
El departamento era el foco de atención de todos. Su jefe no dejaba de chuparse
las encías y resoplar. No era el tipo de incidente que necesitaba en ese momento,
cuando ya acariciaba el retiro. A él sí lo habían localizado el fin de semana, después
de no poder contactar con Héctor. Por su cargo, contaba con autoridad para dar el
visto bueno a la autorización. Rehusó hacerlo. Alegó desconocer los detalles por los
que no había sido firmada. Quizá su subordinado poseyera motivos.
En la reunión matinal Héctor soportó una reprimenda pública del director de la
refinería. Este hacía crujir los nudillos. Una y otra vez. Como si poseyera más dedos
que el resto de los hombres. Los demás presentes permanecieron con las miradas
clavadas en la mesa. Varios eran firmes competidores en la carrera por la promoción.
Esa tarde Héctor recibió en su oficina la visita de Romano Santos. Los dos
operadores que en ese momento estaban recibiendo instrucciones musitaron una
despedida y se escabulleron. Romano cerró la puerta. Lucía una expresión relajada.
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Se mantuvieron la mirada.
—No te preocupes —dijo Romano.
Se paseó por la oficina curioseando las estanterías. Acarició los lomos de una fila
de manuales técnicos. Sonrió ante una fotografía enmarcada de Beatriz.
¿Eso era todo?
Lo que necesitaba era una afirmación categórica. Una frase de comprensión en la
que se reconociese que había obrado como era debido. Instrucciones para iniciar una
estrategia reactiva. O, en su defecto, otra reprimenda; una arenga acerca de la
limitación que representan unos principios demasiado firmes.
¿Qué debía ver en el modo lánguido con que Romano pasaba las páginas de un
prontuario? La desilusión no era un sentimiento que cupiera en él. Si alguien lo
decepcionaba, continuaba adelante sin detenerse, sin auxiliar a los heridos.
Dejó el libro.
—¿Quieres que hable con ellos?
—¿Con quiénes?
—Ya sabes —se encogió de hombros—. Con los que escuchan.
Héctor hizo girar su silla un cuarto de circunferencia a la derecha, otro cuarto a la
izquierda y de nuevo a la derecha.
—No.
El silencio fue la forma que Romano empleo para interrogarlo de nuevo.
—Puedo arreglármelas solo.
—Lo sé.
Se encaminó hacia la puerta. Posó la mano en el picaporte, pero sin accionarlo.
Hizo un gesto con el mentón para señalar las estanterías.
—Eres quien más libros tiene en su oficina de toda la refinería. Llévate unos
cuantos a casa. No te forjes fama de teórico.
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incapaz de conciliar el sueño.
La Guarida era el lugar al que ella se retiraba para aislarse de cuanto la rodeaba.
Un retiro psicológico. Fruto de su imaginación.
Un hueco en una pared de roca, de apenas medio metro de alto y las dimensiones
justas para albergar a una persona en posición ovillada. El suelo era de tierra pisada y
la entrada estaba resguardada por tupidos arbustos. Dentro no hacía frío ni calor;
reinaba la temperatura a la que el cuerpo parece unirse de forma borrosa al aire que lo
rodea, sin el estorbo de una superficie intermedia. Sara se tumbaba allí. Se imaginaba
desnuda y satisfecha. Sus olores corporales: regalos que se hacía a sí misma. Tomaba
acomodo mirando al fondo de la cavidad. Del techo colgaban frágiles estalactitas,
antiquísimas pero todavía en sus primeras fases de formación, el suave vello de la
montaña. Sara convivía pacíficamente con ellas. Ninguno de sus movimientos llegaba
a dañarlas. Nadie sabía dónde estaba la cavidad. En el exterior reinaba una oscuridad
ancestral.
Nunca se lo había contado a nadie.
Héctor escuchaba con la vista fija en el techo. Ella se aproximó. Le desabrochó
un botón del pijama, introdujo la mano y le acarició las costillas.
—Ven a dormir conmigo —dijo.
La sentía respirar junto a su oído.
Sus inspiraciones y expiraciones se sincronizaron.
Él cerró los ojos. Sara lo olfateó y, como el felino que protege a sus crías, lo
aferró con los dientes en torno al cuello y lo trasladó hasta lugar seguro. Su tamaño se
había triplicado de repente. Caminaba a cuatro patas, desnuda, con los pechos
oscilando bajo ella.
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las caderas buscando postura.
—Lo digo por el dinero.
Grego pensó que había cosas más caras. Pero en su lugar dijo:
—No te preocupes por eso.
Era domingo y acababa de anochecer. El hotel estaba silencioso. Terminó de
comer y dejó el plato en el suelo. Su ropa estaba esparcida por todas partes. La de
Carol, plegada sobre una silla, toda ella de color negro.
—El color de fondo del universo.
Ella no respondió. Pensó que se había quedado dormida. Pero al cabo de unos
instantes Carol preguntó:
—¿Vamos a salir o nos quedamos?
Grego reptó sobre las sábanas. Nuevos crujidos del somier. Se pegó a ella.
Inspeccionó de cerca la espalda pecosa. Un calor creciente subiendo desde la cadera.
Un rato después salían a la calle en busca de algún lugar donde beber algo. Con la
caída de la noche había descendido la temperatura. Ambos caminaban con los
hombros encogidos. La chaqueta de Carol no era suficiente. Pronto empezó a sentir
escalofríos.
—Deberías haber cogido tu abrigo.
—Creí que no iríamos lejos.
Las calles estaban desiertas. Ninguno de los locales que vieron les pareció
apetecible.
—¿Volvemos? —propuso ella.
Grego gruñó.
—¿Me dejas tu anorak? Me estoy helando.
Él se quitó la prenda y se la tendió.
—¿Por qué cambias de idea con tanta frecuencia?
Héctor aprovechaba los fines de semana para pasar todo el tiempo posible con
Beatriz. La niña crecía con una rapidez que lo llenaba de dolor.
Sara proseguía su investigación particular. Acarreaba libros. Revisaba páginas
web de vergonzoso contenido esotérico. Realizaba anotaciones en el cuaderno de
cubiertas de piel.
Para entonces Grego pasaba fuera varias noches por semana. El hermano mayor
no preguntaba.
La primera fase de las obras en la casa de los abuelos estaba a punto de concluir.
Grego los invitó un sábado a comer allí. Verían el nuevo aspecto del lugar.
A mediodía la temperatura era casi veraniega. Sacaron una mesa a la calle. La
ensalada brillaba a la luz del sol. Esparcidos por los rincones había sacos de cemento
sobrantes y rimeros de ladrillos. Utilizaron varios de estos para improvisar una
barbacoa. Beatriz se maravilló con la incandescencia del carbón vegetal, como si
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hubiera permanecido albergada en su interior a la espera de ese momento para
revelarse.
El césped delante de la casa estaba castigado por las rodaduras de los vehículos,
pero pronto se recuperaría. Sendas capas de polvo cubrían el Land Rover de Grego
por fuera y por dentro. Héctor observó un faro roto y una honda abolladura donde
antes no había nada.
Después de comer, los hermanos recorrieron la casa. Grego fue mostrando una a
una las reformas llevadas a cabo. Las habitaciones arregladas parecían haber
aumentado de tamaño. En la cocina solo faltaba colocar los electrodomésticos. Héctor
preguntaba qué era lo que había hecho su hermano y qué los obreros. Ante algunas
respuestas inclinaba la cabeza y volvía a observar el trabajo con mayor detenimiento.
Respiraba el aroma de la madera lijada.
Se entretuvieron en la dependencia levantada donde había estado la cuadra.
Héctor estudió los remates exteriores e interiores. Todas las decisiones referidas a
aquella parte de la casa habían surgido de él. Grego se había limitado a seguir sus
instrucciones. El hermano mayor mostraba su conformidad mediante mudos
asentimientos. Comprobó la puerta. Era firme y disponía de una robusta cerradura.
Cuando los hermanos salieron, Sara empujaba a Beatriz en un columpio. Esta
aullaba de gozo al tiempo que pedía ser empujada con más fuerza.
Había sido levantado por Grego ex profeso para su sobrina. Él mismo había
soldado los tubos del armazón, protegido las cadenas con recubrimiento de goma y
puesto una barandilla alrededor del asiento para que la niña no pudiera caerse. Héctor
observó la escena, complacido. Sara se había abierto un par de botones de la blusa
para broncearse el cuello y su hija no dejaba de reír y saludar cada vez que alcanzaba
el punto más alto de su trayectoria.
Pensó en el columpio. En lo sencillo y ajustado de su diseño. En los diferentes
materiales que lo conformaban. En el trabajo necesario para construirlo. Todo ello
para cumplir un servicio tan banal como era el suyo. Y se asombró y congratuló de
que alguien, tiempo atrás, hubiera decidido hacer algo semejante por primera vez.
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feliz y Sara salió de la cocina llevando entre las manos, en actitud solemne, una tarta
adornada con dos velas. La depositó frente a la niña, que la miró sonriente pero sin
saber qué hacer.
—¡Sopla las velas, cariño!
Pudo con una. La otra se le resistió y Héctor acudió en su ayuda.
Aplausos. Besos. Beatriz un poco asustada. Ni siquiera se dio cuenta de que su tío
se acercó a ella apenas lo justo para depositarle un beso en la frente, permaneciendo
el resto del tiempo a una prudente distancia.
Había pedido los siguientes diez días libres en la refinería. Para todos los que no
eran de la familia, debía volar a Tailandia por un asunto de negocios. Flecos de su
vida anterior. Debido a la compañía de Carol, mantenían la pantomima. En un rincón
aguardaba una maleta. Héctor lo llevaría al aeropuerto.
Mientras los demás ayudaban a la niña a abrir regalos, Grego y Carol se vieron en
la cocina.
—¿Nervioso por el viaje?
—No. ¿Por qué?
—Estás muy callado.
Él consultó su reloj. Llevaba haciéndolo todo el día.
—Hace una semana que apenas pronuncias palabra.
—No sé.
Evitaba su mirada.
—Bueno —dijo ella y resopló.
No estaban tan unidos como para que le hubiera pedido ir con él. No se le había
pasado por la cabeza.
—¿Me traerás algo?
—¿Qué?
La miró con cara de no comprender.
—Un recuerdo.
—Ah. Bien.
—Olvídalo. No hace falta.
Él miró otra vez el reloj. Carol cogió unos platos sucios de la encimera y los dejó
en el fregadero.
—¿Vas a volver?
Del salón llegaba el crujido de los papeles de regalo y en la calle brillaba el sol.
El emparrado de la parte trasera empezaba a echar hojas.
—Claro. En diez días estaré de vuelta.
Lo dijo como si ella hubiera preguntado una tontería.
Le dio un beso en la mejilla. Luego miro hacia la puerta y volvió a besarla, ahora
en los labios, pero sin entretenerse.
—Creo que ya es hora. Avisaré a mi hermano.
Volvieron al salón.
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Héctor alzó la mirada. Tenía a la niña sobre las rodillas.
—¿Vamos?
Sara salió a la calle para despedirse de él. Carol se quedó dentro con la niña.
—No sé qué decir.
Grego sonrió.
—¿Lo habitual en estos casos?
—Cuídate.
Él rio.
—No sé cómo.
Se abrazaron.
Creo que no he dedicado mucha atención a Beatriz.
—Ahora no importa.
Los hermanos subieron al coche y Sara los observó desde el camino de entrada
mientras se alejaban.
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exteriores asegurados por un candado. La habitación disponía asimismo de una
claraboya en el techo, la cual garantizaba el fotoperiodo necesario para el buen
mantenimiento de las moscas.
Un catre situado en un rincón representaba todo el mobiliario. Mayor importancia
tenían los alimentadores.
Estos consistían en una batería de seis cilindros de vidrio, de treinta centímetros
de alto y diez de diámetro, montados en vertical sobre un bastidor de madera. Estaban
llenos de una mezcla de zumos de frutas y leche condensada y contaban con un tapón
en la parte superior para su llenado. La inferior había sido taladrada y atravesada por
un tubo que finalizaba en un cartucho de algodón del que los insectos podían chupar
el alimento.
El resto del equipamiento lo formaban un radiador, un lavaojos de emergencia y,
colgados en la pared, un termómetro y un higrómetro.
Toda la construcción e instalación había corrido por cuenta de Grego. Su hermano
lo había ayudado puntualmente. Era mejor no involucrar a extraños cuya curiosidad
pudiera verse despertada por las peculiaridades del lugar.
Héctor comprobó que la ventana estuviera bien cerrada. Palpó los algodones de
los alimentadores para ver si estaban húmedos. Probó el lavaojos; los rociadores
tenían la presión adecuada.
—Por mí está correcto. ¿Qué dices tú?
Grego todavía miraba el conjunto con asombro, como si no lo hubiera levantado
él mismo con sus propias manos.
—Por mí también. Es pronto todavía. Vamos afuera.
Héctor lo siguió a la calle.
Tomaron acomodo en la hierba, mirando hacia el punto por donde habría de
ponerse el sol. Corría una leve brisa. El hermano mayor echó la cabeza atrás. En el
cielo trazaba círculos la silueta de un ave. No reconoció cuál. Parecía muy liviana,
casi ingrávida, apenas un trazo de carboncillo en el azul menguante.
—No está mal este sitio —dijo recibiendo la brisa en el rostro—. El viento lo
barre.
Grego mordisqueaba un tallo de hierba. Asintió. Se palpaba un hombro.
—Un sobreesfuerzo —dijo—. Cargando escombros. Me alegro de dejar el trabajo
un tiempo.
Estaba bronceado gracias a la actividad a la intemperie. No había perdido ni
ganado peso, pero sus rasgos se habían afilado, ganando definición. A Héctor no se le
pasó por alto. Al igual que su postura, que podría calificarse de relajada. Las rodillas
alzadas, los brazos apoyados en estas.
—No es necesario que te quedes —dijo Grego—. Puedo arreglármelas solo. No
tengo más que cerrar la puerta.
—Ni hablar.
—¿No te fías?
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—Me fío. Pero me quedo.
La calma de la que Grego hacía gala resultaba notable, especialmente al recordar
el modo en que habían transcurrido esos mismos momentos un año atrás.
Observaban el descenso del sol. El hermano menor se frotaba allí donde el picor
era más acusado —en el pecho y la parte alta de la espalda, sin que pudiera saberse el
motivo—. Héctor le había explicado el procedimiento que seguiría durante los
próximos diez días. Visitaría la casa cada uno de ellos. Quizá no entrase siempre en la
habitación; si no resultaba necesario se limitaría a comprobar a través de la mirilla del
vestuario que todo iba bien. Se aseguraría de que los alimentadores estuvieran llenos.
Había envases de zumo y leche condensaba de repuesto en cantidad más que
suficiente.
A medida que amainaba la luz, la hierba iba tomando un color azulado.
Murciélagos tempraneros hacían quiebros sobre el campo. Ninguno de los hermanos
dejó de percatarse. Presas invisibles en la claridad menguante.
Una pareja de gatos asilvestrados emergió de un bosquecillo. Estaban escuálidos.
Avanzaban con varios metros entre sí y la cabeza gacha, sosteniendo cada pata en el
aire unos instantes antes de posarla. Cuando los vieron se quedaron inmóviles.
Hombres y felinos se mantuvieron la mirada. Luego los gatos tomaron también
asiento en la hierba, se lamieron las patas y miraron a su alrededor, como buscando el
motivo de la presencia allí de los dos hermanos. Finalmente cruzaron ante ellos y se
perdieron bajo unos arbustos de donde surgió un crujir de ramas y el frenesí de un
aleteo.
Héctor se levantó de un salto cuando su hermano se puso en pie. El sol estaba
cortado por el horizonte. No había nubes en el cielo y su mitad era de color rosa.
—Iré adentro —dijo Grego.
—¿Notas algo?
—No. Pero prefiero retirarme. Estoy cansado.
Arqueó la espalda. Crujió una vértebra.
Antes de entrar en la habitación se detuvo para echar un vistazo a la casa,
iluminada por la luz del ocaso. Las semanas anteriores había acelerado el trabajo a fin
de tenerlo todo dispuesto para ese instante. Largas jornadas, en la refinería y luego
allí, ultimando remates.
Héctor sintió deseos de preguntarle para quién o para qué reservaba los
pensamientos de esos últimos momentos. Pero guardó silencio. Tal cosa sería
trascendente solo si su hermano no fuera a volver.
—Mejor nos despedimos aquí —propuso Grego.
La brisa olía a pasto y madera.
Se quedaron parados. Sin saber qué hacer o decir. Luego sonrieron y se
estrecharon la mano. Hubo también un abrazo.
Cuando se estaban separando, Héctor besó a su hermano en la mejilla.
—Cuídate.
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Este sonrió, incómodo.
—Claro.
Grego entró en el recinto inundado todavía de olor a nuevo. Héctor lo siguió a
unos pasos de distancia y se detuvo en el umbral de la habitación principal.
—Hasta pronto.
El hermano menor estaba en el centro de la estancia; el catre sin mantas ni
almohada a un lado, los alimentadores con su empalagoso contenido al otro.
—Para mí es como si volviéramos a vernos mañana por la mañana.
Héctor estaba haciendo una última inspección visual del lugar.
—Claro —dijo—. Mañana. ¿Te dejo la luz encendida?
—No es necesario. Puedes cerrar.
Héctor obedeció. Cerró la primera puerta, provista de una simple manilla, sin
cerrojo alguno. Observó por la mirilla mientras su hermano arrastraba el catre y lo
situaba bajo la claraboya del techo, por donde aún se colaba un hálito de luz y quizá
llegara a ver las estrellas. Grego lo miró y asintió. Todo estaba dispuesto.
Apagó la luz.
Su hermano pequeño desapareció. Comenzaban para él diez días de perfecto
vacío.
Echó la llave a la puerta exterior. Luego cerró también la casa. Caminó hacia su
coche arrastrando los pies. Azotado por la envidia.
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Parte II
2005-2006
… y tal vez también, con aquel entusiasmo propio de las muchachas de su edad, anheloso siempre de
una ocasión que le permita ejercitarse, dejóse llevar secretamente por el deseo de aumentar lo
pavoroso de la situación de Gregorio, a fin de poder hacer por él aún más de lo que hasta entonces
hacía.
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Anotaciones de supuesta utilidad
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fecundase. Lo mismo hicieron bajo el resplandor helado de la Luna.
Durante días y noches repitieron el ritual sin lograr nada.
Sufrían hambre. Era difícil cazar sin otra ayuda que sus manos o las toscas
herramientas que podían fabricar. Las costuras de las ropas se deshacían y el frío los
castigaba. El fuego era todavía desconocido para ellos como fuente de luz, calor y
protección.
La especie humana bien podría haber comenzado y terminado con aquel hombre
y aquella mujer. Una existencia anecdótica que ni siquiera habría dejado rastro en la
Tierra.
Comenzaban a sucumbir al desánimo y pensar que carecían de la capacidad de
generar descendencia. Pero una brillante mañana, cuando la mujer, a punto ya de
darse por vencida, ofrecía una vez más su cuerpo al Sol, una mosca fue a posarse en
su muslo.
Ella la miró y, antes de que pudiera espantarla, una segunda mosca se posó en el
mismo lugar, se montó sobre la otra y comenzó una serie de frenéticos y diminutos
movimientos de los que la mujer no perdió detalle.
Una vez las moscas se hubieron separado y partido en direcciones opuestas, ella
corrió a contarle al hombre lo que había visto.
Durante los días siguientes, su observación de los animales fue más atenta y
sigilosa que nunca, lo que les permitió presenciar escenas semejantes a la de las
moscas, protagonizadas por otras especies.
De ese modo supieron lo que habían de hacer y la especie humana logró
extenderse sobre la faz de la Tierra.
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Finalmente, recurriendo a gestos y dibujos trazados con un palo en un lecho arenoso
de la orilla del arroyo, él logra que la mujer lo acompañe a su cueva.
Una vez allí, sin que medie palabra ni petición alguna, ella comienza a poner
orden en el lugar, muy descuidado durante los días que el hombre ha pasado solo. Él
toma acomodo en un rincón y la observa hacer, feliz de volver a estar acompañado.
Le llama poderosamente la atención la lustrosa piel negra, así como sus esbeltas
formas. La observa agacharse y levantarse una y otra vez a medida que va recogiendo
los objetos desperdigados por la cueva. No es capaz de apartar los ojos de ella, quien
parece ajena a su presencia, como si se hubiera olvidado de que él está allí.
Entonces, incapaz de contenerse por más tiempo, el hombre empuja a la mujer
negra al burdo lecho de pieles animales que hasta hacía unos días había compartido
con su antigua compañera, y la toma. Actúa sin cortapisas, gozando intensamente en
el proceso.
Esa noche, mientras el hombre disfruta de un profundo y satisfecho sueño, la
mujer negra se levanta. Sigilosamente va hasta el cuenco de arcilla sin cocer que
emplean para guardar el agua y procede a lavarse el polvo de carbón que le cubre la
piel, revelando poco a poco el color de la mujer que había salido de la gran roca, la
primera compañera del hombre.
Uno de los episodios más deplorables de la invasión japonesa de China, entre mil
novecientos treinta y cuatro y mil novecientos cuarenta y cinco, corrió a cargo de la
Unidad de Prevención Epidémica y Purificación de Agua del Ejército de Kuantung,
más conocida como Unidad 731. Al frente de esta se encontraba el general Shiro
Ishii, precursor de la guerra biológica.
La unidad de Ishii se instaló en la región de Manchuria, cerca de Harbin, y recibió
carta blanca para emplear a los prisioneros chinos como cobayas humanas a fin de
probar la eficacia militar de los agentes bacteriológicos.
Uno de los estudios llevados a cabo consistió en la comprobación en los
prisioneros de la capacidad que poseían pulgas, piojos, garrapatas, mosquitos y
moscas para propagar enfermedades.
Las investigaciones modernas han probado que la mosca común es transmisora de los
gérmenes de la fiebre tifoidea y la disentería, entre los de otras enfermedades. Los
mismos estudios han llegado al dato de que una mosca, en el entorno de un área
residencial, puede ser portadora de más de un millón novecientas cuarenta mil
bacterias, la mayor parte de ellas en su apéndice bucal y los extremos de las patas.
Desde el punto de vista del peligro para la salud, tragar una mosca equivale a
hacer lo mismo con varias docenas de cucarachas.
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A diferencia de otros insectos, la mosca doméstica adulta no entra en estado de
letargo invernal.
Hernán Cortés recoge en sus crónicas que durante la conquista de Nueva España, más
que los indios, le preocupaban las moscas, mosquitos y garrapatas que atacaban a
hombres y animales.
Desde las investigaciones con DDT efectuadas en los años cuarenta, el numero de
casos documentados de resistencia de insectos a los insecticidas ha aumentado sin
cesar. La mosca doméstica ocupa el primer lugar en cuanto a poseedora de
mecanismos de optimización para su supervivencia.
Una antigua historia de los indios de Norteamérica habla de dos tribus que vivían
próximas entre sí. Una de ellas era sacrificada y trabajadora, sus miembros
recolectaban alimentos durante el verano y los almacenaban para los duros meses de
frío. En la otra, por el contrario, se dedicaban en cuerpo y alma a la diversión y
ocupaban sus días cantando y bailando sin que el futuro los preocupase. Cuando el
Gran Espíritu se percató del comportamiento de las tribus honró a la primera
transformando a todos sus miembros en abejas, mientras que a los de la otra los
transformó en moscas.
Con escasas variaciones, un mito de los aborígenes australianos narra la misma
historia.
De las diez plagas con que Dios castigó a los egipcios en el Éxodo, tres eran de
insectos: la tercera, la cuarta y la octava; piojos, moscas y langostas, respectivamente.
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Apuleyo hablaba, de la habilidad de las brujas de Tesalia para transformarse en aves,
perros y moscas.
Las mujeres romanas se teñían de negro las pestañas mediante un polvo obtenido al
machacar moscas y huevos de hormiga.
La palabra mosca deriva del término latino musca, que significa «parásito», pero
también «hombre curioso e importuno».
Los griegos ofrecían todos los años un buey en sacrificio al «Dios de las moscas» en
el templo de Actium. Lo mismo hacían los sirios, quienes aseguraban que una mosca
nunca sería vista en el templo de Salomón en Jerusalén.
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En su Historia natural, Plinio el Viejo realiza numerosas referencias a las moscas.
Dice de ellas que huían en masa de Olimpia cuando durante los juegos sagrados se
ofrecía un toro en sacrificio al dios Myiodes; que al igual que los perros nunca
entraban en el templo de Hércules, en la ciudad de Roma; que por tratarse de seres
engendrados espontáneamente, el coito de un macho con una hembra producía un ser
imperfecto, diferente de sus progenitores y a partir del cual no se genera nada; y
también que los cuerpos de las moscas ahogadas resucitan si son introducidos en
ceniza.
En la misma obra, Plinio atribuye a las moscas amplias propiedades curativas. Afirma
que Muciano, tres veces cónsul de Roma, se protegía de las inflamaciones oculares
llevando siempre consigo una mosca viva, envuelta en un retal de lienzo blanco; que
una mezcla compuesta por un tercio de cenizas de mosca y dos tercios de cenizas de
papel, aplicada durante diez días, constituye un buen remedio contra la calvicie; el
mismo mal se puede evitar con cabezas frescas de mosca, después de haber frotado la
calva con una hoja de higuera, o bien con una mezcla de cenizas de mosca, berza y
leche materna; si la mezcla se realiza con cenizas de mosca, excrementos de ratón,
antimonio y esipo, hace crecer las pestañas; para curar la epilepsia propone la ingesta
de veintiún moscas rojas, a ser posible provenientes de un cadáver; y para el
tratamiento de los forúnculos, frotar contra los mismos un número impar de moscas,
empleando el dedo anular.
Durante el periodo de lactancia las madres egipcias se trataban los pechos doloridos
con un ungüento elaborado a base de bilis de toro, ocre, excrementos de mosca y
calamina.
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El jeroglífico egipcio de la mosca representaba la palabra aff —mosca—, al mismo
tiempo que era símbolo de valentía.
Sin embargo, una vez que se traspasaban las fronteras de la muerte, las moscas
dejaban de ser apreciadas por los egipcios. Su carácter necrófago las convertía en
seres indeseables. De ahí que a la diosa Neith, guardiana de los vasos canopes, donde
se albergaban las vísceras de los difuntos, se le atribuyeran las cualidades de una
araña, tradicional depredadora de insectos.
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Su evolución ha ido pareja a la de las plantas, con las que han establecido una
relación simbiótica.
También supieron aprovechar la aparición en la era Mesozoica de los primeros
mamíferos, cuyos excrementos y cadáveres resultaron ser un medio nutriente
inmejorable para sus larvas.
El cronista catalán Bernat Desclot escribió a finales del siglo XIII sobre los hechos
acaecidos en mil doscientos ochenta y cinco en la ciudad de Gerona, a la llegada de
las tropas invasoras de Felipe III. Los franceses profanaron la Colegiata de San Félix,
donde se guardaba el cuerpo incorrupto de San Narciso. Entonces surgió del sepulcro
del santo gran cantidad de moscas que atacaron a los soldados franceses y hostigaron
a los caballos al penetrar por su ano y fosas nasales.
Veinte mil soldados y cuatro mil caballos murieron víctimas de las picaduras.
Historiadores franceses del siglo XIII recogen el mismo suceso.
En una versión posterior, del siglo XV, las moscas son venenosas y se especifica
que brotan de la nariz de San Narciso.
Un hecho similar tuvo lugar en la misma ciudad en el año mil seiscientos
cincuenta y tres, una vez más frente a tropas francesas. Varios oficiales del ejército
invasor dejaron más tarde constancia de ello en un documento firmado ante el notario
real de Sant Feliu de Guíxols; en él aseguran que los gerundeses transportaron el
sepulcro de San Narciso a las murallas de la ciudad y que de él surgieron moscas
azules y verdes que asolaron la caballería francesa.
De nuevo en un testimonio posterior, de veinte años más tarde, se dice que las
moscas salieron de la nariz del santo y que las había azules, blancas, verdes, rojas y
negras, que eran venenosas y del tamaño de una bellota.
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fieles. De inmediato, una nube de moscas y mosquitos cayó sobre los persas y
desboco a sus elefantes, obligándolos a romper las escuadras y retirarse.
Los científicos más tempranos entendían el mundo material como una combinación
de cuatro «átomos»: aire, agua, tierra y fuego. Elementos de los que —en las debidas
proporciones— también estarían compuestos los seres vivos.
Para resultar coherente con esta tesis, la generación espontánea postulaba que
tales elementos, en tales proporciones, aparecían en los cuerpos en descomposición.
Sin embargo, no era posible pasar por alto el hecho de que no todos los restos
putrefactos producían vida. Esto no ocurría si la temperatura ambiental era baja. Por
el contrario, si era alta ocurría con gran rapidez. Surgió así un nuevo postulado. Para
que brotase la vida no bastaba únicamente con la combinación de los cuatro
elementos fundamentales, sino que también era necesario un impulsor externo, una
fuente de dinamismo; en otras palabras, un aporte de energía, papel que fue atribuido
al Sol.
Esta interpretación clásica del origen de la vida conllevaba cuestiones en aquel
momento solo explicables desde el ámbito de la filosofía. Los cuerpos vivos están
ordenados en su interior, son homogéneos, así lo exige su correcto funcionamiento;
sin embargo la materia descompuesta está desordenada, la combinación de sus
elementos no le permite desempeñar actividad alguna. Luego, ¿cómo es posible que
el orden parta del desorden?
Este interrogante es el que más tarde llevaría al concepto físico de entropía: la
naturaleza, abandonada a sí misma, tiende al desorden. Para que tenga lugar el
proceso contrario es necesario un elemento organizador. De nuevo, un aporte de
energía.
Su teoría acerca de que las moscas eran la verdadera fuente de los gusanos que
brotaban de la carne fue probada por él mismo mediante un sencillo experimento.
Introdujo trozos de carne en vasijas y dejó unas abiertas mientras que cerró las otras.
La carne de las primeras, adonde las moscas pudieron acceder, crio gusanos, cosa que
no ocurrió con la de las segundas. Redi llegó así a la conclusión de que los gusanos se
trataban en realidad de moscas en estado larvario.
Antón van Leeuwenhoek (1632-1723) creyó haber rebatido la teoría de Redi. Van
Leeuwenhoek fue un comerciante holandés cuyo hobby era la óptica. Tallaba sus
propias lentes y logró fabricar un rudimentario microscopio, uno de los primeros de
***
Los estorninos negros parecían otra nube que se retorcía y acercaba empujada por el
vendaval. El cielo se había tornado plomo en minutos. Olía a ozono. Hebras de
hierba, hojas y fragmentos de corteza trazaban círculos furiosos en el aire.
Por el este el paisaje estaba desenfocado, allí donde la tormenta ya había
empezado a descargar y avanzaba pisando los talones a la bandada.
Disparos de armas de fuego se intercalaban entre los truenos. Cada descarga, una
agitación en la masa de aves. Lluvia de plumas y cuerpos. Un hueco que se llenaba de
inmediato. Los dueños de las fincas se afanaban para que los estorninos no
encontraran cobijo en sus propiedades.
El número no parecía disminuir. Se movían en un área estrecha, presionados por
los disparos y la tormenta. Descargas cerradas a derecha e izquierda. Un banco de
sardinas en el aire. Se doblaba sobre sí mismo. Unas veces una esfera, un aro, una
pelota deshinchada.
Habían sido expulsados de la ciudad, donde se colaron por ventanas, por rendijas
diminutas e inexplicables. Levantaron tejas y revestimientos. Despensas
transformadas en comederos. Estorninos golpeándose contra las lámparas, enredados
en las cortinas, piando asustados cuando alguien abría por sorpresa una puerta.
Camas cubiertas de excrementos. Agujas de policarbonato en las fachadas de los
edificios oficiales. En los parques, sistemas de megafonía que emitían día y noche las
llamadas de alarma de su especie. Chimeneas toscamente tapiadas.
Se formó un corredor invisible en el aire, entre los disparos, en la dirección del
viento. Y la bandada se ahusó en un cilindro flexible de un centenar de metros.
Se lanzó directa hacia donde Héctor la esperaba.
Le sudan las manos en torno a la escopeta. Se resiste a apoyar el índice en los
gatillos. Espera a que se acerquen más. El viento hace flamear su corbata. Aguarda
plantado sobre el tejado del refugio. Los bolsillos del traje lastrados por el peso de los
cartuchos. Las moscas zumbando bajo él, alteradas por la cercanía de la tormenta, la
electricidad que satura la atmósfera. Manchas negras en el cristal de la claraboya se
apelotonan como si quisieran ver lo que sucede fuera. Ávidas de la carnicería
inminente.
Un piar frenético. El extremo de la bandada alcanza la vertical del refugio. Se
curva para iniciar el descenso en picado.
No es necesario apuntar. El primer disparo genera una boca en la cabeza de la
bandada.
Entró en la casa a ducharse y cambiarse de ropa. Los zapatos mojados dejaron huellas
en las alfombras. Comprobó puertas y ventanas. Un libro abierto y bocabajo
descansaba sobre una mesilla auxiliar, donde Grego lo había dejado la semana
anterior. Días después retomaría la lectura en el mismo punto, sin notar el intermedio
transcurrido. Al lado reposaba un vaso vacío. El contenido se había evaporado y
dejado una pátina cobriza en el fondo. Los platos de la última cena en el fregadero.
Los antiguos muebles de Grego, livianos y desteñidos, fabricados pensando en el
Beatriz dispuso platos y cubiertos en la mesa del salón. Tenía cinco años y sabía en
qué lado del plato debía ir el tenedor y en cuál el cuchillo. Parecía salida de un
anuncio de champú infantil. Muchos opinaban que era un reflejo de su madre. Se
había puesto el vestido de las ocasiones especiales y una diadema adornada con
estrellas, regalo de su abuela.
Cada poco preguntaba cómo iba la cena. Le preocupaba que no estuviera lista a la
hora acordada. Carol, protegida por un delantal, le aseguró que lo estaría. Atendía al
mismo tiempo el horno, la sartén y una bandeja de entremeses a medio preparar.
Había ido a bucear con sus antiguos socios. Emplearon CD’s viejos para atraer a los
peces. Colgaron varios de ellos de una boya. La corriente los mecía y el sol producía
destellos que atraían la pesca. Vieron una barracuda.
Explicó qué es una barracuda.
Las preguntas de Beatriz no tenían fin. Sara le pedía que dejara tranquilo a su tío
y se tomara la cena. Grego respondía sin dejar de comer. Se servía raciones
abundantes. Gruesas tajadas de carne acompañadas de patatas y salsa. Alimentos
fáciles de comer. Sin huesos ni espinas. Robaba trozos de comida del plato de
Beatriz.
—Si no te lo comes rápido te voy a dejar sin nada.
Ella reía y sus padres terminaban haciendo lo mismo. Héctor se había liberado del
traje y puesto cómodo. Descansaba la barbilla en la palma de la mano mientras
escuchaba a su hermano. Había abierto una botella de vino caro.
—¿Dónde dormías? —preguntó Beatriz.
—En casa de uno de mis socios.
—¿Qué socios?
—Uno de los que fueron mis socios.
—¿Tiene hijos?
—Una niña.
—¿Pequeña?
—Más o menos como tú.
Beatriz revolvió con el tenedor el contenido de su plato.
—¿Me llevarás alguna vez?
Tras la cena, Sara hubo de pedir varias veces a Beatriz que se fuera a la cama. A
continuación, ella y los hermanos tomaron acomodo en el salón.
Héctor no había podido ir al refugio esa mañana para recibir a Grego. Una
reunión inaplazable se lo había impedido. El hermano menor le restó importancia. No
había tenido ningún problema. Se sentía muy bien. Incluso conservaba su bronceado.
Había pasado el día en casa, descansando y dando cuenta de todo lo que guardaba en
la nevera.
Sara llevó a cabo las preguntas de rigor. Todo había marchado de acuerdo al
calendario. Sin cambios. Cronométrico. Misma fecha de inicio, misma de final. Los
síntomas se habían manifestado con la antelación habitual. La «resaca» posterior se
había prolongado hasta media tarde. Grego respondía escuetamente.
Sobre lo que había ocurrido durante los diez días intermedios… Nada. Oscuridad
y olvido.
Héctor elaboró un somero resumen. Mencionó a los estorninos. Aún había que
limpiar la escopeta, que había dejado en el recibidor de la casa.
Bien, el hermano menor se ocuparía. Los diez días habían concluido y ya no
había que pensar más en ello. El problema se había esfumado hasta un año después.
Volvió a hablar de sus planes de arreglar la casa. Preguntó por el trabajo, si había
ocurrido algo en la refinería. Y si alguien había llamado preguntando por él.
Después de acostar a Beatriz, Sara había cogido el cuaderno de cubiertas de piel.
El frasco con la mosca quedaba guardado durante el día en un cajón del tocador de
Sara, protegido bajo llave. Cuando ella regresaba por la tarde lo colocaba junto a la
ventana, donde recibía la luz del sol. Teniendo cuidado de que el insecto no escapase,
introdujo en el frasco una pastilla de caldo de carne, alimento suficiente para muchos
días.
Cada tarde, Sara pasaba un rato junto a la mosca. La inspeccionaba con ayuda de
una lupa. Al igual que le había ocurrido a Héctor años atrás, no encontró en ella nada
anómalo. Se trataba de una mosca común. Pegaba su probóscide a la pastilla de caldo.
Realizaba breves desplazamientos en zigzag por la pared del frasco.
También como su marido, se planteó la posibilidad de someter a la mosca a la
opinión de un experto. Y por los mismos motivos la rechazó.
A Grego, mientras tanto, le costaba conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama
hasta que la claridad del amanecer se colaba por la ventana. Trinos mañaneros. Los
pájaros salían de sus nidos en busca del primer alimento del día.
Se contemplaba en el espejo.
Se reprochaba verse alterado por una nimiedad semejante. Por una mosca.
Repasó las anotaciones del cuaderno como había hecho innumerables veces. Las
fechas que acompañaban los últimos textos se espaciaban gradualmente.
¿Qué pensaría cualquiera que se asomara a aquellas páginas? ¿Qué imaginaría en
virtud de su contenido? La letra de amanuense. La pulcritud de las reseñas históricas.
La pseudociencia.
Un gráfico con las fechas de las transformaciones a lo largo de los años. Grego a
moscas; moscas a Grego. Dos líneas horizontales y paralelas. Una azul, otra roja.
Diez de junio. Veinte de junio. Invariables. Los síntomas comenzaban tres días antes.
Cerró el cuaderno. Acarició la piel de la cubierta, ablandada por el uso y los años.
Lo depositó en el cajón de su tocador. Libros en el lugar donde debería haber
perfumes. Echó la llave.
Grego continuaba siendo jardinero. Segaba la hierba. Fumigaba los setos. Había
hablado en repetidas ocasiones con los encargados de las empresas subcontratadas de
la refinería. Les recordó su experiencia técnica. No tenía por qué trabajar allí
necesariamente, decía. Admitía cierta movilidad. No estaba atado a la refinería.
Todos asentían y aseguraban que lo tenían en mente para futuras contrataciones.
Su jefe lo esperó una mañana a la entrada de las oficinas. Lucía una sonrisa de
oreja a oreja. Le pasó el brazo por los hombros.
—Tengo una sorpresa.
Grego lo acompañó, intrigado, a la parte trasera del edificio.
—¿Qué te parece?
La nueva segadora era roja brillante. Las cuchillas hacían pensar en una máquina
bélica restaurada.
Grego la miraba, carente de expresión.
—Vamos, dime. ¿No te gusta?
No hubo respuesta.
Sorprendido por tal indiferencia, el jefe retrocedió unos pasos para contemplar
mejor la segadora. Quizás había pasado por alto algún defecto. Al no encontrar
ninguno, y dado el silencio inamovible de Grego, le ordenó que se pusiera manos a la
obra.
Hubo comentarios jocosos cuando salió montado en la máquina. Silbidos. Era un
niño con un juguete nuevo. Él forzaba la sonrisa y saludaba con un gesto del mentón.
Fueron a cenar a casa de Héctor. Ella se mostró cohibida en presencia del Jefe de
Seguridad de la refinería, en su comedor, rodeada por su familia. Él la recibió con una
sonrisa y la invitó a sentirse como en su casa. Le apoyó la mano en el hombro
guiándola hacia el salón, donde le hizo entrega de una copa. Sara la escudriñó de la
cabeza a los pies. Había oído hablar mucho de ella. Mientras tanto, Carol se movía
como un fantasma, dejando fuentes en la mesa.
Diana y Beatriz se gustaron desde el primer momento. La nueva novia de Grego
era desenvuelta, lucia grandes aros en las orejas y pulseras tintineantes. Prestó una a
la niña y más tarde no volvió a pedírsela. Parecía importante para ella ganarse su
aceptación.
Grego dirigió la conversación a lo largo de la velada, satisfecho de que todo
marchara bien.
Sara se mostró amable pero sin conceder excesiva confianza a la nueva.
Conversó. Llenó los silencios de Héctor.
Observaba a Diana. La chica estaba visiblemente nerviosa. Aferraba los cubiertos
con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. De vez en cuando un trozo de comida
escapaba de su plato y caía al mantel. Ella murmuraba:
—¡Oh!
Y lo recuperaba rápidamente tomándolo entre el índice y el pulgar.
Y Sara comprendía.
Una cierta zafiedad cariñosa.
Durante sus salidas, Grego y Diana dejaban a menudo que Beatriz los acompañase.
Iban al cine. Hacían pequeñas excursiones. La niña se maravilló cuando pasaron
junto a un campo en cuyo centro descansaba una silla solitaria. No había nada más a
su alrededor. Estaba allí para sentarse a observar lo invisible.
La devolvían puntualmente a casa. Antes de caer rendida la niña anunciaba un
próximo plan. Meriendas. Películas. Esperaba a que su padre regresara del trabajo
para pedirle permiso. Sara se lo concedía con mayor dificultad.
Diana plantó flores alrededor de la casa de Grego.
Él continuaba hablando bien de ella.
Corría por el bosque abrigado con guantes y un jersey con capucha. Iba más lento que
de costumbre. El ojo tapado lo desequilibraba. La respiración se condensaba en
nubecillas, formaba volutas. El suelo, los troncos, todo estaba mojado.
Más adentro en el bosque. Esquivaba las ramas que le salían al paso.
Cuando llegó a la zona de silencio se dobló con las manos apoyadas en las
rodillas. Resolló a través de los dientes. Se preguntó si le correspondía llorar. En caso
de hacerlo mojaría el parche. Las lágrimas lo empaparían hasta hacer que el
esparadrapo se desprendiese. La masa de algodón caería al suelo, donde parecería un
hongo brotado de las entrañas del bosque.
Había un árbol derrumbado por la vejez. Donde antes se había alzado, se abría
ahora un cráter que desprendía un vigoroso aroma. Las raíces al aire, como un gran
pulpo en actitud defensiva. Había una congregación de pájaros posados en ellas,
atentos al movimiento de las lombrices. Herrerillos, carboneros, reyezuelos, y más
Durante las siguientes semanas, a medida que la primavera iba quedando atrás y el
mes de junio se aproximaba de nuevo, Sara escrutó a Diana en busca de cambios en
su actitud.
No ocurrió tal cosa.
La chica no le contó nada más sobre Grego. Nada que pudiera considerarse fuera
de lo corriente. En su lugar se inclinaba hacia Sara en tono conspirador y le deslizaba
chismorreos del trabajo. Cierto alto cargo recibía dos o tres veces por semana la
llamada de una voz femenina que decía ser la enfermera de su dentista. Siempre
llamaba justo antes de que él saliera a comer.
Sara se los transmitía a su marido. Él sonreía y meneaba la cabeza.
Finales del mes de mayo. Un día caluroso; verano adelantado. Dos trabajadores de la
refinería perforan una tubería a diez metros de altura para efectuar un injerto.
A mediodía el calor los hace sudar copiosamente. Trabajan con el torso
descubierto, incumpliendo las normas. Se han quedado sin agua. Uno de ellos irá por
más. Deberá devolver al suelo la plataforma elevadora donde están subidos. No
tardará mucho. El otro decide quedarse y continuar el trabajo. La tubería forma parte
de un haz horizontal lo bastante robusto como para sostenerlo sin problemas. Libera
el extremo del cable al que está atado su arnés de seguridad de la barandilla de la
plataforma elevadora y lo fija a uno de los perfiles de hormigón que sustentan el haz.
No hay ningún supervisor a la vista.
Cuando el que iba a ir por el agua llega al suelo y se aleja unos metros de la
plataforma oye un golpe.
El casco de su compañero contra el suelo.
Este se retuerce cabeza abajo en el aire, sostenido por el arnés de seguridad y el
cable. Chilla como si le estuvieran atravesando las entrañas con un cuchillo. Las
manos en la entrepierna. Tira con furia de las correas del arnés.
Tiene el torso cubierto de tatuajes. Parece una enorme araña pendiendo de su
seda.
El otro corre a la plataforma. Le pide que aguante.
Pero no deja de chillar. La caída ha sido apenas de metro y medio. El cable ha
aguantado. El golpe no ha podido bastar para que se produjera una lesión en la
espalda.
De todos modos, se retuerce como un poseso.
Para justificar su ausencia de diez días durante el mes de junio Grego recurrió a la
historia habitual, y Diana la aceptó sin impedimentos. Beatriz ya le había explicado
que todos los años, a principios del verano, su tío regresaba a Tailandia; iba a pescar
con unos amigos.
—Cosas de hombres. Te aburrirías enseguida —dijo él.
—Lo imagino. Pero me gustaría acompañarte.
—Cuando regrese iremos los dos a algún sitio.
—¿Prometido?
—Sabes que sí.
Antes de su partida asistieron juntos a la fiesta de cumpleaños de Beatriz. Luego,
Héctor y Grego dejaron a Diana en su apartamento, de camino al aeropuerto.
El hermano mayor aguardó en el coche mientras la pareja se despedía.
—¿Cómo lo llevas? —preguntó Grego cuando ya conducían hacia el refugio.
Al igual que todos, había escuchado historias contradictorias acerca de lo
sucedido. Dentro y fuera del trabajo. La acción judicial estaba resultando exhaustiva.
La compañía había abierto también una investigación a fin de depurar su imagen. Por
Hasta bien entrada la noche Héctor no regresaba a casa. Las jornadas en la refinería
estaban plagadas de escollos. Se hablaba de encontrar un cabeza de turco que ofrecer
a la prensa.
A continuación conducía hasta el refugio para comprobar el estado de las moscas
y reponer el contenido de los alimentadores.
—Si quieres yo puedo ocuparme de eso —propuso Sara.
Estaban en la cama. Héctor acababa de llegar. Ella lo esperaba leyendo una
revista.
—Puedo ir después del trabajo. No tienes por qué cargar tú solo con la
responsabilidad.
Él contemplaba el techo.
Al día siguiente Sara fue al refugio. Nunca había estado allí sola. Recorrió los
alrededores de la casa comprobando que no hubiera nada anómalo, retrasando el
momento de enfrentarse a los insectos. Las contraventanas eran rojas. Los cristales
deformaban el interior de la casa; algunos eran más verdosos que los demás. Fuera
del camino de acceso la hierba llegaba hasta las rodillas. Si te adentrabas en ella se
elevaban nubes de polen. Brincaban saltamontes. Mariposas.
De haber sido más pequeña, de no contar con las dependencias anexas y su
contenido, la casa habría parecido extraída de una narración infantil.
Cuando giró la llave y entró en el vestuario le temblaban las rodillas. Muy
despacio, se asomó a la mirilla. Las moscas cubrían la habitación. Tapizaban las
paredes. El catre era una masa negra con cuatro patas. Se arracimaban sobre los
alimentadores. Las que estaban volando aparecían de repente al cruzar el haz de luz
que caía de la claraboya del techo.
Estaba empapada en sudor antes de ponerse uno de los trajes. Debajo solo llevaba
la ropa interior.
Siguió el procedimiento indicado por su marido. Asegurarse de que la puerta del
vestuario estuviera bien cerrada. Situarse bajo la cortina de mosquitera. Abrir la
puerta apenas una rendija. Entrar en la habitación principal con cuidado. Mirar el
suelo. No aplastar ninguna mosca.
Revuelo moderado.
Quedó inmóvil en el centro de la estancia. Llevaba una mascarilla además del
casco de apicultor. Algunos insectos comenzaron a posarse sobre el traje y cubrir la
garrafa donde llevaba la mezcla de zumo y leche para los alimentadores, como si
quisieran arrebatársela de las manos. Héctor ya le había advertido de que eran
insaciables.
Espantó a las moscas que se paseaban por los depósitos de los alimentadores. Uno
a uno, retiró los tapones y vertió la mezcla hasta que volvieron a quedar llenos. Le
temblaba el pulso. Derramó un poco al suelo. Las moscas se abalanzaron.
Algunas de ellas menospreciaron el alimento. La preferían a ella. Aplicaban sus
probóscides a las manchas de sudor que crecían bajo las axilas del traje.
En cuanto terminó se apresuró a salir. Se sacudió las moscas de encima antes de
traspasar la puerta. Esta era una de las partes más complicadas. Debía asegurarse de
que ningún insecto la seguía. Si ocurría así —lo que era habitual a pesar de todas las
Héctor fue al refugio ese día, más tarde. De acuerdo a los informes de Sara todo
marchaba sin novedad. Él sentía remordimientos por desatender lo que hasta entonces
Pudo retirar el plato, llenar los alimentadores y desaparecer antes de que Héctor
llegara.
Sara continuó acudiendo al refugio a escondidas. Anhelaba algún tipo de reacción por
parte de las moscas. Aunque no les hizo más regalos.
El décimo y último día se plantó ante la mirilla. Héctor había repuesto los
alimentadores la tarde anterior. No era necesario entrar.
A la mañana siguiente Grego volvería a estar con ellos. Y para efectuar cualquier
otra comprobación con las moscas ella debería esperar todo un año.
Nubarrones espesos cubrían el cielo. Imperaba un calor húmedo; el aire no
llenaba los pulmones. Una claridad grisácea, más propia del amanecer que de aquella
hora del día, entraba por la claraboya. Las moscas se movían aletargadas. Las que
volaban por la habitación lo hacían de modo vacilante, a sacudidas, como si de un
momento a otro fueran a desplomarse.
Se situó bajo la cortina de mosquitera, aferró la manilla y entró. Antes de darse
cuenta ya estaba en el centro de la estancia. No se había tomado la molestia de
ponerse el traje. No llevaba casco ni mascarilla.
Dentro hacía aún más calor.
Algunas moscas se alzaron del suelo para dejarle sitio. El resto permaneció
inmóvil, aturdido por la temperatura.
No sabía si respirar por la boca o por la nariz.
Los insectos comenzaron a posarse. Se mantuvo inmóvil. Los ojos abiertos
apenas una rendija. Las moscas despegaban de las paredes y volaban hacia ella. Se
notaba bañada en sudor. Gotas le resbalaban espalda abajo. La ropa se le fue
oscureciendo. Empezó a notar el peso de las moscas. Tiraban de las prendas hacia el
suelo.
Se colaron entre el pelo y por debajo de la ropa. La espalda, mojada de sudor, era
como una tira atrapamoscas. Se asomaron a sus orejas. Ahora mantenía los ojos y la
boca fuertemente cerrados. Con dos dedos se protegía las fosas nasales. Moscas
paseando por su frente y párpados. Tenía que espantárselas de los oídos. El
movimiento contribuía a alterarlas. Notaba pequeños impactos procedentes de todas
direcciones.
El zumbido de la habitación fue creciendo.
Las sintió en los labios. Le costaba respirar. Abrió los ojos una grieta
El precio de los regalos que Grego hacía a Diana aumentó. Ella insistía en que no
eran necesarios y él en que, simplemente, le gustaba hacerlo. Ropa. Zapatos. Salían a
cenar varias noches por semana.
No le había contado nada aún.
Quería disfrutar del momento por el que estaba pasando. Solo se trataba de un
aplazamiento. Se decía a sí mismo que lo haría.
Ella dormía con los labios entreabiertos. Se pintaba las uñas de los pies. Paseaba
descalza por la casa. Decía que le gustaría acostarse todas las noches sobre sábanas
limpias.
Cuando iba por la calle, Grego se fijaba en las parejas con las que se cruzaba.
Trataba de percibir puntos en común entre sus miembros. A simple vista. Una actitud
semejante. Niveles compatibles de atractivo.
En un par de ocasiones, Diana le preguntó dónde estaban las llaves del refugio.
—¿Para qué las necesitas?
Los latidos, acelerados de repente.
—Es donde están las herramientas, ¿no?
Ella estaba haciendo alguna pequeña reparación, colgando un cuadro. Necesitaba
un destornillador, un martillo. Podía encargarse, no hacía falta que él se moviera.
Grego insistía en ir a buscarlos en persona. Poco después volvía del lugar donde
realmente estaban guardadas las herramientas. Ella no parecía sospechar. Le daba las
gracias y regresaba a lo que estuviera haciendo.
Después de desayunar fueron a alquilar los equipos. Para la hora de la comida, Diana
ya podía sostenerse tímidamente sobre los esquís y recorrer unos metros por la pista
de principiantes. Cuando se tendieron en la habitación para echar una breve siesta,
Grego empezó a despojarla de la ropa. Ella se resistió.
—Me duelen las piernas —se quejó.
Pero él no se dio por vencido tan fácilmente.
—Déjame a mí.
Por las noches no bajaban las persianas. El paisaje se volvía de color azul. Podía
verse a una distancia asombrosa.
Al tercer y último día de su estancia, Diana poseía la habilidad suficiente para que
los dos pudieran descender a la par.
—Voy a descansar un poco. ¿Vienes? —preguntó.
En ese momento apenas había cola en los remontes.
—Enseguida. Voy a bajar una vez más.
Se separaron, Diana hacia el hotel y Grego hacia una pista de mayor dificultad.
Mientras el remonte lo conducía ladera arriba, se ajustó cuidadosamente gafas y
guantes. Fue presa de un escalofrío. La temperatura parecía haber descendido.
Una vez en lo alto lo abrumó lo acusado de la pendiente. En un primer momento
pensó que superaba sus capacidades. Visto desde allí el hotel no era más que un
pequeño rectángulo marrón con puntos multicolores moviéndose en sus
inmediaciones. La carretera se perdía en dirección al valle.
Un grupo de adolescentes provistos de snowboards y ropa fluorescente pasó junto
a él y se lanzó ladera abajo sin vacilar. Un aullido retador, un impulso y allí estaban,
trazando amplias eses, haciéndose cada vez más pequeños.
Decidió seguirlos. Podía hacerlo. Se encomendó a sí mismo.
Ganó velocidad con rapidez. Los primeros giros resultaron un tanto vacilantes. En
uno de ellos trastabilló y se vio a sí mismo cayendo, pero logró conservar el
equilibrio en el último instante.
Fue cobrando seguridad. Los chicos de los snowboards casi habían llegado abajo.
Se olvidó de ellos. Ya no existían. Tampoco el hotel y, por un instante, tampoco
Diana. Apenas era consciente de que en algún lugar había alguien esperándolo.
Estaba concentrado en lo que hacía. Solo lo acompañaba el sonido de los esquís al
rascar la nieve. Sentía el aire frío en la cara, agrietándole los labios. Podía ver las
líneas de flujo doblándose y rodeando su cuerpo para volver a juntarse tras él. Era
como si se colasen por el interior del traje, como si se deslizaran sobre su piel a
Fue una noche larga, en la que Grego no concilió el sueño en ningún momento. Si
todo seguía su curso habitual todavía disponía de dos días para llegar al refugio, lo
que en circunstancias normales sería tiempo más que suficiente. Pero si en efecto
aquellos eran los preliminares de una nueva transformación, estaban teniendo lugar
muy alejados de las fechas habituales, por lo que podía suceder cualquier cosa.
Diana permanecía acostada a su lado, hecha un ovillo. Cada vez que Grego se
movía ella se despertaba y preguntaba con un hilo de voz si se encontraba bien. Él
permanecía alerta. En caso de percibir algo anómalo —un empeoramiento repentino,
la vaga sensación de que el aire comenzaba a espesarse— se encerraría en el cuarto
de baño, decidió. Lo primordial era protegerla a ella. Lo que ocurriese después no
estaría en su mano.
También existía otra opción.
Despertar a Diana. Encender la luz para mirarla a la cara. Y contárselo todo.
No eran esos el decorado y la situación que había imaginado para hacerlo. En
plena montaña, rodeados de nieve y después de que ella lo hubiera visto comportarse
casi como un perturbado.
En la escena que había previsto, él le exponía la situación de forma serena, como
quien habla de un error cometido en la juventud, solventado hace largo tiempo y del
que se ha destilado una enseñanza práctica. Ella creería que se estaba burlando, y él,
sonriente, sin mostrarse ofendido por su incredulidad, dejaría así las cosas. Las
dejaría reposar. No insistiría.
Unos días después volvería a abordar el tema, en esta ocasión arropado por su
familia, en presencia de Héctor y Sara, quienes corroborarían su historia. En tal
punto, Diana comenzaría a preocuparse de veras. La sospecha de que, en este caso los
tres, continuaban burlándose de ella se aplacaría en cuanto le mostrasen el refugio,
los trajes de apicultor, los alimentadores, el cuaderno con las anotaciones de Sara…
Entonces sería cuando —sin duda, de manera inevitable— se planteara la locura no
solo de Grego, sino también de su familia. De todos ellos.
Sería ese el momento en que a él le tocaría convencerla de que todo lo demás
también era igualmente cierto, de que la quería y estaba dispuesto a cuidar de ella, de
que haría cualquier cosa que le pidiera, de que salvo diez días al año era un hombre
normal.
Una luz grisácea anunció la llegada del amanecer. Grego la vio insinuarse, y
luego entrar en la habitación y dibujar cada vez con mayor detalle los objetos que la
llenaban.
Al día siguiente, cuando Héctor visitó el refugio, las moscas cubrían las paredes. Las
contempló con desagrado, no había esperado volver a verlas tan pronto. Era diez de
diciembre. Se cumplían seis meses desde la anterior transformación.
Caía una lluvia helada. Las nubes se apoyaban en las copas de los árboles. Había
sido necesario encender la calefacción del refugio.
A través de la mirilla, distinguió algo en el suelo, junto al catre. Se enfundó un
traje de apicultor y entró. Era una hoja de papel, escrita con la desordenada caligrafía
de Grego.
Su hermano le había dejado instrucciones. Las moscas se paseaban a sus anchas
sobre ellas.
***
Escogió una hora del final de la tarde, cuando quedaba poca gente en las oficinas y
Diana se encontraba próxima a concluir su turno.
Ella se envaró en cuanto lo vio acercarse. Hacía tres días que no lograba hablar
con Grego, no respondía a sus llamadas. Había ido al almacén, donde los empleados
la habían informado de que se hallaba ausente, y luego a su casa. Había llamado a la
puerta y gritado su nombre. Nadie le respondió.
Héctor tenía la boca seca, apenas le salían las palabras. Pasaron a una pequeña
habitación que albergaba una fotocopiadora.
Incapaz de mirarla a los ojos, Héctor le dijo que su hermano se había ido. No
sabía a dónde.
Hizo una pausa.
Ni tampoco cuándo volvería.
Diana aguardaba. Tenía los labios fruncidos. Estaba haciendo un visible esfuerzo
por mantenerse firme.
—Solo me ha dicho —prosiguió Héctor— que de este modo será mejor para los
dos. Y que tú no tienes la culpa de nada.
A ella le temblaba la barbilla.
—Diana… Si te sirve de consuelo —meneó la cabeza, consciente de lo absurdo
de sus palabras—, creo que es totalmente cierto. No ha sido culpa tuya. Estoy seguro.
—Y te envía a ti a decírmelo.
Sara le dejó las llaves de su coche. Fue a un centro comercial. Miró escaparates
durante un rato e hizo la compra. A pesar de la hora temprana el lugar estaba
atestado. Villancicos por el sistema de megafonía.
Cuando volvió a casa Héctor se encontraba allí, lo que era algo excepcional;
habitualmente comía en el trabajo.
Sara había compuesto una comida a base de sobras rescatadas de la nevera. La
mesa del salón estaba dispuesta.
Por hoy ya está todo —dijo a Carol—. Puedes irte.
Antes de salir comió algo en la cocina e hizo tiempo hojeando el periódico. No
oyó nada de lo que hablaron en el salón.
En casa de Héctor, este colocó un teléfono ante su hermano para que llamase al
almacén de vinos.
—Mañana irás a trabajar —dijo tajante.
Grego empezó a decir que no se sentía dispuesto, pero no lo dejó terminar.
—Estás bien. Ni siquiera te duele el tobillo.
El hermano menor giró el pie a derecha e izquierda, como si hasta ese momento
no hubiera prestado atención al detalle.
El administrativo del almacén de vinos puso a Grego al tanto de cómo había ido el
negocio en su ausencia. Los pedidos se habían satisfecho puntualmente. Varios
clientes habían llamado preguntando por él.
Mientras tanto, Grego jugaba con el sacacorchos de plata que tenía en la mesa.
—¿Dijeron qué querían?
—Imagino que algún pedido especial, fuera de catálogo.
—Podrías haberte encargado tú.
El administrativo casi le doblaba la edad. Tenía la piel del cuello apergaminada. A
menudo trataba en persona con los clientes, labor a la que no se oponía. Llevaba una
pajarita malva cuyos extremos se curvaban hacia abajo. Miró a Grego por encima de
las gafas.
En efecto. Podría haberlo hecho. Pero hasta ahora usted siempre ha querido
encargarse de ello. ¿Desea que modifiquemos la forma de actuar?
Grego respondió que no y tomó la lista de clientes a quienes había que devolver la
llamada.
—¿Algo más? ¿No?
Esa tarde se reunió con Diana para entregarle las cosas que ella había dejado en
su casa. Escogió para el encuentro un café concurrido. Tener gente alrededor lo
Pasó Año Nuevo y Grego continuaba sin regresar a su casa. Carol no preguntó al
respecto. Se lo encontraba tumbado en el sofá, viendo la televisión, o jugando con
Beatriz después de que la niña le hubiera insistido durante largo rato. No hacía nada
en especial. Fumaba en el jardín. Daba paseos en el Land Rover. Parecía ir a trabajar
solo cuando le apetecía, lo que ocurría en contadas ocasiones y únicamente durante
breve espacio de tiempo. Carol oyó al hermano mayor recriminarlo al respecto.
También pudo atisbar un fragmento de conversación en el que Sara le pedía que
fueran otra vez al médico. Y cómo él se negaba.
—Debemos ser más cuidadosos —se quejó Héctor—. Lo extraño es que no haya
ocurrido antes.
—No teníamos motivos para pensar mal de ella —dijo Sara.
—Aun así.
Grego se mantenía al margen. Después de haberles contado lo ocurrido se había
sumido en un silencio pensativo.
—¿La necesitamos de veras? —preguntó Héctor.
Sara se tomó su tiempo para responder.
—Es una ayuda.
Al día siguiente toda la urbanización comentaba que Grego y Sara eran amantes. Que
él había abandonado a la recepcionista de la refinería para liarse con la mujer de su
hermano.
Por esas mismas fechas una nueva chica apareció tras el mostrador de recepción.
Diana no dejó pistas sobre adónde se fue. Su despedida se ciñó a sus compañeras de
puesto.
Héctor lo lamentó profundamente. Y al mismo tiempo se alegró. Ya no debía
sentirse incómodo cada vez que entraba o salía del edificio de oficinas.
Sara estaba sentada con el bolso sobre el regazo. No había una superficie libre donde
pudiera posarlo. El cubículo se hallaba atestado de libros y carpetas y apestaba a
tabaco frío. En el alféizar de la ventana había una fila de tiestos con cactus, y en las
paredes dibujos infantiles fijados con masilla adhesiva.
—Beatriz no es una niña problemática, ni siquiera en el sentido más general del
término —apuntó la tutora—. No posee una actitud que deba, digámoslo así,
alarmarnos.
Desde el otro lado del escritorio, Sara la miraba fijamente.
—No es muy sociable, como usted ya habrá notado —prosiguió la tutora mientras
revisaba el contenido de la carpeta abierta ante ella—. Concede una enorme
importancia a su familia, lo que no es, en absoluto, algo malo. —Hizo una pausa en la
que se exploró entre los dientes con la punta de la lengua—. Casi todas sus
redacciones versan sobre ustedes, sobre lo que hacen cuando están juntos.
—Dedicamos a nuestra hija todo el tiempo que podemos.
—Me hago cargo. Sin embargo, es importante potenciar las otras relaciones que
Había días en que Héctor se preguntaba si su familia se estaba volviendo loca. Si las
moscas existían en la realidad o eran solo fruto de sus mentes trastornadas. Nadie
salvo ellos las había visto. De hecho, ni siquiera su hermano lo había hecho.
No existían pruebas. Las fotos hechas por él años atrás habían sido destruidas. Y
Carol, la única persona aparte de ellos que las había visto, solo había apreciado
manchas. Quizás insectos. Algo confuso.
Las moscas muertas durante la penúltima transformación, cuando Sara entró sin
protección al refugio, ya se habían convertido en polvo.
Una vez que Grego volvía a ser Grego, no quedaba rastro de las moscas.
Sí. La suciedad.
Pero tampoco la había visto nadie.
Quizá limpiaban un refugio limpio. Un refugio levantado para nada.
Héctor ni siquiera podía estar seguro de eso.
Para salir de dudas no le quedaría más remedio que recabar una opinión exterior.
La única forma de probar la ausencia de locura era hacer público que durante
años se habían comportado como unos perturbados. Algo que ni siquiera consideraba
como una alternativa.
Héctor hojea las revistas técnicas acumuladas durante meses en un rincón de la mesa.
Presta escasa atención a su contenido. Cada poco deja vagar la vista hacia la ventana
del despacho, por donde entra un sol oblicuo y anaranjado, y la mantiene allí unos
instantes sin pensar en nada en concreto. En el pasillo el zumbido de los ordenadores
se ha ido mitigando a medida que la gente se retiraba a sus casas.
Su segundo llamó a la puerta. Se iba también.
—¿Necesitas algo?
Héctor meneó la cabeza.
—Hasta mañana.
—Lo mismo digo. No te quedes hasta tarde.
Su segundo formaba parte del Departamento de Seguridad desde hacía diez años
y merecía la consideración de compañeros y superiores. Cuando el anterior jefe se
retiró, todas las apuestas apuntaban a él como su sucesor. Sin embargo apareció
Héctor, proveniente de otro departamento y sin experiencia en el campo.
Los primeros meses resultaron difíciles, hubo que salvar reticencias. Pero los dos
supieron ganarse el mutuo respeto. Héctor podía confiar en su subalterno, bien a la
hora de delegar, bien cuando este debía aceptar una orden poco grata.
Era un hombre de escasa estatura, con brazos y piernas fuertes, y unos ojos como
canicas negras, hundidos en el rostro. Sabía de él que practicaba el piragüismo y tenía
dos hijos, uno de ellos adoptado. Antes de ir a parar a la refinería había sido bombero
en un petrolero. Nunca bebía alcohol y respondía mediante una sonrisa silenciosa a
las bromas de sus compañeros al respecto. Eso era todo.
Antes de despedirse definitivamente, el segundo se detuvo y contempló las
revistas esparcidas sobre la mesa. Héctor estaba en mangas de camisa, con la nuca
recostada en el respaldo de su sillón.
—¿Estás bien?
—Claro.
—…
—Vamos, vete. Te estarán esperando en casa.
—Pensaba acercarme al puerto. Hay una lancha de pesca en venta.
Héctor alzó las cejas.
—Quiero echarle un vistazo —prosiguió el otro—. Quizá te apetezca venir.
Respirar aire limpio.
Héctor volvió a contemplar la ventana, considerando el ofrecimiento.
A finales del mes de mayo recibieron dos noticias. Ninguna de ellas fue precedida de
aviso. Ambas llegaron el mismo día.
Tras asistir en el hospital a su última intervención de la jornada, Sara encontró un
mensaje de su madre en el buzón de voz del móvil. Le comunicaba que iría a hacerles
Laura llegó cargada con dos maletas, un neceser de mano y, a pesar de las fechas que
corrían, un abrigo y una gabardina dentro de sus correspondientes fundas
impermeables. En cuanto cruzó la puerta de la zona de llegadas del aeropuerto
preguntó por su nieta, asombrada de que no hubiera ido a recibirla.
—Está en casa, mamá.
—¿Vienes sola?
Sara explicó que Héctor no había salido aún del trabajo.
—Entonces, ¿con quién está la niña?
—Con su tío.
—¿Todavía anda por aquí?
Sin esperar respuesta echó a caminar hacia la salida, cediendo a Sara el privilegio
de empujar el carrito con el equipaje.
El trayecto hasta la casa bastó para que el perfume de Laura impregnara la
tapicería de los asientos. Durante días olieron a vainilla. Ella miraba por las
ventanillas y encadenaba comentarios sobre las cosas que habían cambiado desde su
última visita.
—No hace tanto de eso, mamá.
Laura desvió su atención hacia su hija. Sara iba sin maquillar, llevaba el pelo
recogido con una goma. Conducía con la espalda encorvada.
—Por lo visto sí.
Durante el resto del camino se examinó ella misma en un espejo que extrajo del
bolso.
—¿Dónde está mi nieta?
Beatriz salió corriendo a saludarla.
Besos, abrazos y exclamaciones de cómo había crecido. Laura abrió su equipaje
allí mismo, en el suelo del recibidor, para entregar a la niña los regalos que había
llevado para ella.
—Ya vale, mamá. La vas a malcriar.
El viaje a Houston también haría que Héctor se perdiese el cumpleaños de Beatriz, así
que antes de que se fuera celebraron una cena-de-adelanto-de-cumpleaños a la que
únicamente acudió la familia. Hubo guirnaldas, regalos y una tarta en miniatura, tan
solo una ración para cada uno.
—Tranquila, luego tendrás la de verdad —la tranquilizó su abuela.
Cantaron algo titulado Casi-cumpleaños feliz, que hizo a la niña encogerse en su
silla. La pequeña variación en la letra bastó para que se atascaran y confundieran
varias veces.
Después de cenar, Beatriz se fue a su cuarto y los demás se reunieron en el salón.
Héctor partía al día siguiente. La fiesta servía también como despedida. Mientras
tomaban unas copas, Laura no dejó de observar a Grego. Si este le devolvía la mirada
y sonreía, ella daba un trago a su copa o retiraba una mota invisible de la blusa,
ignorándolo.
Cuando Sara fue a la cocina por cubitos de hielo, su madre la siguió.
—¿La niña no tiene amigos?
—Por supuesto que los tiene. ¿Por qué?
—No ha venido ninguno.
—Mamá… Solo era una cena, no su cumpleaños de verdad.
—A ese sí vendrán.
Sara vaciló.
—Pues sí, supongo. No he hablado con ella. No sé si quiere invitar a alguien.
—¿Cómo no va a querer?
Laura sonó alarmada. Escandalizada, incluso.
—Es una niña. Tiene que tener amigos. E invitarlos a su cumpleaños.
Respiró hondo, como si fuera a añadir una declaración de peso.
—Para eso es su cumpleaños.
Sara también respiró. Retuvo el aire y lo soltó lentamente. Había sacado del
frigorífico una bandeja de cubitos. Empezó a golpearla contra la encimera de la
cocina para liberar su contenido. Los cubitos saltaron en todas direcciones.
En los días siguientes, hasta el cumpleaños de Beatriz, Sara y Grego apenas tuvieron
oportunidades de verse. Ella no quería ir a casa de él —luego tendría que dar
Mientras tanto, Laura había comenzado a desplegar todas sus energías y capacidad de
convicción para organizar la fiesta de cumpleaños de su nieta. La mejor que había
tenido nunca, informó, lo que casi sonó como una amenaza. Contrató un servicio de
catering y visitó una pastelería donde, en un catálogo de páginas plastificadas,
Cerca de una hora después solo faltaba por devolver a su casa una de las amigas de
Beatriz. En el asiento trasero, las dos intercambiaban opiniones sobre la fiesta.
Sara conducía sin prestarles atención. Cada poco consultaba el reloj del
salpicadero.
A esa hora y en esa fecha, lo habitual sería que su marido y Grego se encontraran
de camino hacia el refugio, donde Héctor, como era su costumbre, lo inspeccionaría
todo antes de la llegada de las moscas.
Sin embargo, en lugar de eso, Grego se encontraba en casa ayudando a recoger la
mesa mientras Laura pagaba a la camarera del catering y se despedía de ella.
Una sensación helada recorría a Sara cada vez que pensaba que su madre podía
mencionar a Grego algo sobre la conversación de la otra noche. Quizá no se atreviera
a actuar tan directamente. Pero Sara estaba segura de que, aprovechando que estaban
solos, trataría de efectuar averiguaciones.
Cuando dejaron a la última niña aún había un resquicio de luz en el cielo.
Beatriz, asaltada finalmente por el cansancio, miraba pasar el paisaje con los ojos
entrecerrados.
Mientras tanto, en la casa, la camarera del catering terminaba de recoger las
bandejas vacías y las guardaba en su furgoneta. Estaba satisfecha, a pesar de la fatiga
que siempre le producían las reuniones de niños. Laura le había hecho entrega de una
sustanciosa propina.
Regresaba a su casa. La furgoneta pertenecía a la compañía, pero no debía
devolverla hasta el día siguiente.
Para salir de la urbanización tenía que hacerlo por un lugar diferente de por donde
había entrado. A fin de facilitarle el camino, Laura le había hecho entrega de uno de
sus mapas con dibujos de seres fantásticos.
Conducía con el cristal de la ventanilla bajado y el codo apoyado en el marco. La
ventanilla del lado contrario también se hallaba bajada. La corriente de aire aliviaba
Sara encontró el cruce cortado. Había varios coches detenidos delante del suyo,
esperando. Los ocupantes se habían apeado para ver qué ocurría. Una grúa había
retirado la furgoneta accidentada. El otro vehículo estaba ocasionando más
dificultades. Había coches de policía y una ambulancia, todos con las luces del techo
encendidas.
—¿Qué pasa? —preguntó Beatriz.
—Parece un accidente.
Un nutrido grupo de gente contemplaba el espectáculo desde ambos lados de la
calle. Sara vio a varios de sus vecinos. Media urbanización parecía encontrarse allí.
Vestían ropa de deporte, como si el accidente los hubiera sorprendido en mitad de una
sesión de ejercicio. Algunos llevaban a sus perros de las correas.
Sara bajó la ventanilla y preguntó a un policía cuánto más iban a tardar. Este
cargaba con media docena de conos de señalización, unos dentro de otros. Se encogió
de hombros.
—Un poco todavía. Hay que limpiar.
Le dio las gracias y volvió a consultar el reloj. Ya había anochecido, apenas
restaba un borrón violáceo en el cielo, por donde el sol había desaparecido.
Aunque Grego continuara sintiéndose bien pasaría la noche en su casa, junto al
refugio, donde podría cobijarse en caso de que algo ocurriera. Una medida
precautoria comunicada por Héctor desde Houston. Su tono al hacerlo había sido de
Quince minutos después Sara enfilaba la entrada del garaje. En ese momento salían a
la calle los vecinos de la casa de al lado.
—Nos han dicho que ha habido un accidente.
Ella se lo corroboró. Se dirían ansiosos por salir corriendo hacia allí.
—Parece que vuestra fiesta no ha terminado todavía.
—¿…?
—Antes hemos oído barullo.
—O eso nos ha parecido.
—¿Barullo?
—Gritos… Pudo haber sido la televisión. ¿Quizá?
La casa parecía en absoluta calma. Las luces estaban encendidas. Y el Land
Rover de Grego continuaba aparcado enfrente.
Sara se sintió palidecer; la sangre se le mudó de la periferia del cuerpo para
formar una pelota pegajosa en algún punto de la base del estómago.
Trató de mostrarse tranquila. Contuvo el deseo de correr hacia la puerta.
—Aún quedan invitados. Niños. A mi madre se le habrán ido de las manos.
Ellos la miraban fijamente, a la espera de que añadiera más a su explicación. Cosa
que no ocurrió.
—Claro…
—Será mejor que nos vayamos —dijeron.
—A no ser que quieras que nos quedemos. Por si acaso.
—No hay necesidad. Gracias.
Ellos asintieron, no del todo convencidos. Dirigieron un último vistazo a la casa
antes de echar a caminar a paso ligero hacia el lugar del accidente.
—Quizá lleguemos a tiempo de ver algo —dijeron por encima del hombro.
—Mamá —intervino Beatriz una vez estuvieron lejos— ya no quedan más niños.
—Espérame en el coche.
—¿Por qué?
—Obedece.
Y en tono más controlado añadió:
***
El retraso provocado por el accidente había impedido a Sara y la niña estar en la casa
cuando aparecieron las moscas. También hizo que muchos de los vecinos se
acercaran al cruce a curiosear y por lo tanto que la actividad de Sara en los momentos
siguientes a su llegada no contara con testigos.
En primer lugar sacó a su madre de la casa. Pero no sin antes hacerle jurar que no
diría a Beatriz ni una palabra de lo ocurrido.
—Nada, mamá. ¿Lo has entendido bien?
Fue tajante, a pesar del estado de intensa alteración por el que pasaba la mujer.
La guio al coche.
Beatriz quiso saber qué pasaba.
—La abuela no se encuentra bien.
—¿Y el tío?
—Escúchame, cariño. Ha habido un accidente en casa y no podemos entrar. Esta
noche vamos a dormir en casa del tío Grego. Él ha tenido que irse, pero nos deja
usarla.
La niña no despegaba los ojos de su abuela, que, temblorosa todavía, se acomodó
en el asiento trasero. Se cubría con una chaqueta de Sara.
—¿Qué accidente? ¿Qué le pasa a la abuela? Huele mal.
—No la molestes. Está muy cansada. Ahora tienes que portarte bien. Es un
problema del gas. No podemos dormir aquí.
—¿Llamamos a papá?
—Luego. Ahora quiero que te quedes con la abuela mientras yo entro por algunas
cosas. ¿Harás lo que te digo?
—Has dicho que no podemos entrar.
—Solo será un momento. No te muevas del coche.
Volvió a la casa. Llenó una maleta con ropa y todo lo necesario para las tres. Tuvo
cuidado de que las moscas no se colaran en los armarios.
Los insectos salpicaban las paredes. Campaban a sus anchas por cada una de las
Se instalaron en casa de Grego. Sara explicó a la niña que deberían quedarse varios
días. Mantuvo la historia de la fuga de gas y justificó la ausencia de Grego diciendo
que había tenido que salir urgentemente de viaje por motivos de trabajo. Beatriz
aceptó ambas explicaciones sin objeciones. Le gustaba aquella casa.
Más difícil resultó convencer a Laura para que continuara guardando silencio. A
Sara no le quedó otra opción que contárselo todo. Desde el principio.
Su madre se había lavado y puesto un camisón y una bata. Estaban las dos
sentadas a la mesa de la cocina después de haber acostado a la niña, que se quedó
dormida de inmediato, agotada tras el largo día. Laura estaba pálida. La sangre se le
había mudado del rostro y parecía haberse llevado con ella toda muestra de emoción.
Tomaba sorbos de una taza de té y escuchaba con expresión vacía.
—Todos estos años… —dijo cuando Sara terminó de hablar— ¿y no habéis
hecho nada?
—¿Nada? —insistió asombrada.
Prometió no contárselo a nadie, pero con el único motivo —hizo saber— de
proteger a su sobrina. No quería que algo semejante la manchara.
—Todos queremos lo mismo.
Laura asintió.
—Claro…
Cada vez que cerraba los ojos veía moscas. Sus hombros se encogieron mientras
contenía un estremecimiento. No le agradaba lo más mínimo estar allí, en la casa de
aquel ser. La guarida de un animal. Lo miraba todo con repulsión, reacia a tocar nada.
Hubiera preferido refugiarse en un hotel. Cuando entró a asearse al baño encontró
toallas arrugadas y húmedas en el toallero y un afianzado cerco de mugre en la
bañera. El agua del grifo olía a herrumbre.
—Por favor, mamá. Tienes que ayudarme con la niña.
El oso
cae muerto a la vista de la ventana.
Encantadoras tribus se acaban de mudar hacia el norte.
En la parpadeante tarde las golondrinas se tornan torpes.
Ríos de alas nos circundan y enormes aflicciones.
Grego fue trasladado de inmediato. Su hermano apenas se detuvo el tiempo justo para
asearlo un poco. Lo llevó en volandas hasta el coche y del mismo modo lo depositó
en el refugio. En cuanto se acostó en el catre, Grego se plegó hasta hacerse un ovillo.
Mantenía los ojos cerrados. Cada pocos segundos sus músculos se envaraban,
contraídos por otra embestida del dolor.
Pasarían varios días antes de que pudiera ponerse en pie y desenvolverse por sí
mismo. Cuando su hermano lo levantó del contaminado suelo del cuarto de baño
había murmurado unas tenues quejas. Luego, durante el trayecto, había permanecido
callado, tendido en el asiento trasero del coche y apenas consciente. La luz le hacía
encogerse atemorizado.
—Aquí estarás seguro —dijo Héctor. Estaba junto al catre, contemplándolo desde
arriba.
Hacía calor. El sudor de Grego desprendía un olor agrio, mefítico, como si
estuviera liberando algún tipo de impureza acumulada.
—Vuelvo enseguida —dijo el hermano mayor.
Grego se quedó solo. Una mano como una zarpa aferraba el borde del catre.
Sara no había hecho acto de presencia en ningún momento del traslado.
A su regreso, Héctor ya no llevaba el traje de apicultor, sino una camisa y unos
tejanos viejos. También él sudaba. La temperatura en el refugio superaba los treinta
grados. Fuera, un día radiante. Dejó junto al catre una mesilla plegable y dos botellas
de agua.
En un segundo viaje llevó un termo con caldo y un viejo orinal de porcelana,
rescatado del desván de la casa. Extendió una manta sobre Grego, pero este se liberó
de ella al instante.
Héctor volvió a desaparecer varias veces más. A través de la pared, Grego lo
sentía trajinar en la casa.
La puerta que llevaba al vestuario estaba cerrada pero la exterior permanecía
abierta. A través de la mirilla vio los árboles agitándose, mecidos por una brisa que
no aliviaba el calor del día. Se adivinaban los olores de la corteza y el pasto calientes,
aunque no alcanzaba a percibirlos; sus sentidos se hallaban embotados. Fuera
también, entre la hierba alta, chirriaban los insectos.
Bebió de una de las botellas. Se derramó por encima la mayor parte del agua.
Su último recuerdo era el de una descarga de calor que le brotaba de dentro, al
mismo tiempo que el aire se adensaba a su alrededor. Por debajo de todo ello pervivía
Dos días después, una vez que Grego se hubo recuperado lo suficiente para hablar de
forma inteligible, sin que un nuevo asalto de dolor lo interrumpiera cada pocas
palabras, Héctor llevó un teléfono al refugio. Debía llamar al almacén de vinos. Aún
no podía regresar al trabajo, pero al menos daría señales de vida.
Héctor había estado allí y hablado con el administrativo para comunicarle que
Grego se encontraba indispuesto y pedirle que se encargara del negocio mientras
durase su ausencia. El hombre, sin dejar a un lado sus atildados modales, no se había
abstenido de manifestar lo irregular de todo aquello. ¿Por qué no era Grego en
persona quien se lo decía? ¿Qué le ocurría para que no pudiera hablar por teléfono?
Durante los años que había trabajado con el anterior dueño del almacén nunca se
había visto en una situación similar.
Héctor le garantizó su comprensión y solicitó paciencia; su hermano se pondría
en contacto con él lo antes posible. El administrativo se acomodó las gafas y, en un
gesto nervioso, se pasó una mano por el cabello peinado con fijador.
Declaró que se haría cargo del almacén el tiempo que fuera necesario, pero
también que aquello le hacía sentirse sumamente incómodo.
—Cuando estés recuperado —dijo Héctor a su hermano— tendremos que
arriesgarnos a ir a la ciudad y acudir a un notario.
—¿Para qué?
No se le había pasado por alto el «arriesgarnos».
—Me concederás poder para llevar tu negocio cuando sea necesario. Ese hombre
no aceptará sin más mis palabras durante mucho tiempo. Y a mí no me gusta hacer de
falso correveidile.
Grego lo meditó un instante y asintió.
—Ya me encuentro mejor —dijo después, aunque no era eso lo que indicaba su
aspecto. Continuaba tendido en el catre. Se le marcaban los pómulos y tenía unas
profundas ojeras.
—Me alegro. Pero de momento continuarás aquí. Por tu bien.
Grego carecía de fuerzas para oponerse.
Cada vez que Héctor salía, cerraba la puerta con llave tras él.
Las dos iban calladas en el coche. Las dos se habían arreglado para la ocasión. Héctor
había insistido en ello. Beatriz lucía un lazo en el pelo y un vestido nuevo. Sara se
había maquillado discretamente. Conducía con un nudo en el estómago. Tomó la
salida de la autopista hacia la casa de Grego.
—No tenemos que estar tristes —dijo a la niña—, si lo hacemos, tu tío se pondrá
triste también.
—Y tampoco hacerle muchas preguntas —añadió.
—¿Se pondrá triste también si se las hacemos?
—Puede ser. Sin duda.
Héctor estaba esperándolas, había ido por anticipado. Solo cuando oyeron
acercarse el coche, los hermanos salieron del refugio y pasaron a la casa.
El sonido del motor al ponerse en marcha se propagó por los alrededores como una
esfera que crecía y crecía, también bajo tierra. Por un instante pájaros, roedores,
hormigas en sus túneles subterráneos… interrumpieron sus labores y giraron la
cabeza o agitaron las antenas alertados por aquella intrusión sonora.
Entre ellos se encontraba Chewie.
Estaba más delgado que cuando vivía con Beatriz. La vida a la intemperie lo
había hecho envejecer prematuramente. Tenía una pata trasera atrofiada, fruto del
ataque de un gato asilvestrado del que había logrado escapar de milagro. Su pelaje
estaba mugriento y plagado de parásitos. El olfato, sin embargo, se le había
agudizado. Se alimentaba a base de frutos secos desprendidos de los árboles. Su
refugio se encontraba en un agujero bajo tierra, la antigua madriguera de otro
pequeño animal, que quizá no había tenido tanta suerte como él a la hora de librarse
de los depredadores. Dio con ella por casualidad, la primera noche que pasó a la
intemperie, sobrecogido por el ulular de las lechuzas y multitud de otros sonidos
desconocidos para él. Desde entonces nunca se había alejado de la protección que le
ofrecía. Apenas la abandonaba más que para llevar a cabo rápidas batidas en busca de
alimento. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo acurrucado en la oscuridad.
Aun así, Chewie estaba cansado. El invierno había sido duro. Había estado a
punto de morir de frío prácticamente cada noche. El alimento escaseaba y la labor de
búsqueda resultaba una novedad para él.
La primavera había traído un alivio a sus problemas, pero difícilmente podía
compensar el desgaste inflingido por los meses de frío.
En el instante en que el sonido del motor lo sobresaltó, se encontraba en la
entrada de su madriguera, con medio cuerpo dentro y medio fuera, evaluando la
posibilidad de salir del todo y atreverse a buscar algo para comer. En su lugar
retrocedió asustado por el bramido del motor y cojeó hasta el fondo de la madriguera.
Allí permaneció temblando de cara a la pared. Al cabo de un rato terminó por
calmarse y se quedó dormido. Tampoco tenía tanta hambre. Su diminuto pecho subía
y bajaba lentamente. Podía aguardar el tiempo que fuera necesario hasta sentirse
seguro. Su todavía más diminuto corazón atenuó el ritmo de los latidos. No le
preocupaba si se despertaría o no a la mañana siguiente.
El refugio había sido acondicionado con algunos muebles, un intento por hacer más
Los muros de la casa habían perdido el brillo. Una gruesa capa de polvo cubría las
ventanas de modo que apenas era posible vislumbrar el interior a su través, los
muebles cubiertos por sábanas grises, entre los que correteaba algún que otro ratón.
Sobre el también polvoriento suelo de la cocina, rastros superpuestos de huellas eran
el único indicador de una presencia humana reciente. Manchas de humedad, grandes
como mapamundis, asomaban en las paredes, y en el piso superior había ollas y
cazuelas para recoger el agua de las goteras. Todo un costado del alero se había
desmoronado tiempo atrás y los restos formaban un desagradable conglomerado de
astillas y tejas rotas.
Caía una lluvia fría. Lo hacía a ritmo constante, tras varios días sin prestar tregua,
en los que había reducido el sol a una idea remota con la que era difícil asociar la luz
mortecina que alumbraba los campos.
El armazón del columpio construido para Beatriz estaba oxidado y la madera del
asiento esponjada por la lluvia y en ella crecían líquenes con forma de coronas
blancuzcas.
Héctor giró la llave del candado y abrió la puerta del refugio apenas una rendija.
El vestuario estaba en calma y la siguiente puerta, la que conducía a la estancia
principal, se encontraba cerrada. Pasó al interior. Llevaba consigo dos bolsas térmicas
con sendas bandejas de comida. Las depositó sobre un banco y se asomó a la mirilla.
Ahogó una exclamación mitad de sorpresa, mitad de disgusto.
Las moscas revoloteaban al otro lado.
Se puso con desgana el traje de apicultor.
Los insectos disponían de más lugares que antes donde posarse. El antiguo catre
había sido reemplazado por una cama de verdad, con el colchón recubierto por una
funda plástica. La estancia disponía de una mesa y un par de sillas, un banco de
abdominales y un armario con puerta corredera que albergaba libros, álbumes de
fotos y un pequeño equipo de música. La ropa se guardaba en el vestuario, al otro
lado de la puerta, donde las moscas no pudieran alcanzarla, lo mismo que una nevera
y un armario con comida.
Los nuevos alimentadores, de mayor capacidad que los antiguos, se hallaban en
servicio. Negras pelotas de insectos pendían de los extremos inferiores de los
depósitos.
El brillo y el parpadeo de un televisor atraían a las moscas. Se encontraba
protegido por una funda de plástico transparente, al igual que el reproductor de DVD
Las anotaciones que realizaba cada vez que su hermano sufría una transformación no
solo se sucedían sin cesar sino que también correspondían a fechas cada vez más
próximas entre sí. El espacio de tiempo entre una y otra se volvía más breve.
La duración de la visita de las moscas, por el contrario, permanecía inalterable.
Por las fechas en que Héctor rehusó el ascenso, su hermano apenas disponía de
tiempo para reponerse entre dos transformaciones consecutivas. No podía recuperar
el peso que la llegada —y/o la partida— de las moscas consumía. Estaba adelgazando
inexorablemente.
La víspera del día lluvioso en que Héctor visitó el refugio llevando dos bandejas
de comida y se topó —para su sorpresa— con las moscas revoloteando dentro, su
Pocos días después de que Romano Santos dijera adiós al trabajo durante una fiesta
organizada por sus compañeros, dos enfermeros de expresión inalterable se llevaron
de casa a su mujer. Los acompañaba un hombre vestido con traje, oculto tras gafas
ahumadas, quien no dejaba de juguetear con un anticuado reloj de bolsillo.
Las personas que pasaban en ese momento ante la casa y vieron introducir a la
señora Santos en la ambulancia, no dejaron de advertir las correas que la ataban a la
camilla. Se retorcía y aullaba pidiendo que la alejaran lo antes posible de allí.
Ordenaba a los enfermeros que se dieran prisa. Los ojos le bailaban en las cuencas.
Romano observaba desde la puerta. Todavía iba en pijama. El hombre de las gafas
ahumadas permanecía junto a él con una mano apoyada en su hombro, sin dejar
nunca de jugar con el reloj. Romano se mantuvo inalterable mientras su mujer gritaba
a pleno pulmón, de modo que cuantos había presentes pudieran oírlo, que no se
acercaran a la casa. Les advirtió sobre los ectoplasmas. Los entes brillantes que
brotaban de los montones de ropa sucia.
El hecho alimentó la corriente de rumores de índole insólita que en las últimas
fechas circulaba por la urbanización.
Durante los trabajos de limpieza del bosque cercano, donde habrían de alzarse
nuevas casas unifamiliares y calles arboladas, había tenido lugar un accidente. Una de
las excavadoras que allanaban el terreno fue tragada por la tierra. Un instante estaba
allí y al siguiente había desaparecido llevándose consigo a su conductor.
Los trabajadores que se hallaban en las inmediaciones oyeron un estruendo
apagado. Donde antes había estado la excavadora se abría un pozo de varios metros
de diámetro por cuyos bordes asomaban las raíces de los árboles. La luz no lograba
alcanzar el fondo, y cuando gritaron llamando al conductor la única respuesta que
obtuvieron fue la de sus propias voces devueltas por el eco.
Trazaron un perímetro en torno a la boca del pozo. Los bordes se desmoronaban
con facilidad.
Una vez que el equipo de rescate comenzó a descender, se encontró con una
inmensa cavidad, de dimensiones tales que podrían albergar una catedral. La abertura
por donde habían entrado iba haciéndose más y más pequeña a medida que se
descolgaban. Hallaron la excavadora boca abajo. La cabina estaba aplastada. No
había nada que pudieran hacer por el conductor.
El suelo era de tierra pisada y se hallaba cubierto de huesos. Cuando uno de los
miembros del equipo se alejó unos pasos, la luz de su casco topó con una de las