Cien Años de Soledad
Cien Años de Soledad
Cien Años de Soledad
soledad
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
índice de contenidos
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RESUMEN OBRA LA FAMILIA LO MÁGICO DEL
BUENDÍA REALISMO
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RESUMEN OBRA
Resumen
Del capítulo I al V
Estos primeros capítulos están dedicados a la narración alrededor de cómo se creo la fundación de los Macondo así como los
sucesos mágicos que rodean la aldea y sus supersticiones. Aparecen personajes señalados como José Arcadio Buendía y Úrsula
Iguarán y conoceremos la infancia de la segunda generación de fundadores Buendía. José Arcadio Buendía deja Riohacha en
Colombia junto a su esposa Úrsula después de ser perseguido por otro personaje, Prudencio Aguilar. Tras estar acampando una
noche al borde de un río, soñará con Macondo, una preciosa ciudad. Será al despertar cuando decida fundarla y crearla allá
donde estaba durmiendo.
Del capítulo VI al IX
Se convierte en protagonista uno de los hijos de José Arcadio y Úrsula Iguarán, el coronel Aureliano Buendía, quien se presenta
como alguien guerrero y artista debido a su don especial para la poesía. Además, se trata de un personaje con muchas
premoniciones que normalmente se cumplen. La apacible vida en la aldea se ve alterada a causa de las guerras civiles que llevan
durante 20 años acechando al país. Aquí conoceremos como lo vive Aureliano y otros personajes.
Del capítulo X al XV
La guerra finaliza y aparece en la aldea la compañía bananera con los que se inicia una nueva etapa en Macondo. La
conflictividad social aumenta pero también pero también la prosperidad, por desgracia todo acaba y desemboca en una terrible
represión sangrienta. Conocemos aquí a los miembros de la ya cuarta generación de nuestros personajes iniciales, estos son:
José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.
Del capítulo XVI al XX
En lo últimos capítulos asistimos a la destrucción de la aldea de Macondo. Un diluvio bíblico ataca la ciudad y se nos relata la
decadencia y destrucción de ella: el final de las generaciones y los fundadores. Los últimos Buendía van a convivir en un pueblo
en ruinas hasta acabar por desaparecer, la estirpe se extinguirá en un vástago con cola de cerdo. Aureliano Babilonia, el último
descendiente, logrará descifrar las profecías que un gitano habrá dejado escritas sobre Macondo y su destrucción. La profecía se
cumple en el mismo momento en que se lee el escrito.
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LA FAMILIA BUENDÍA
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LO MÁGICO DEL
REALISMO
Prudencio Aguilar. Pág. 15
El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó un
malestar en la conciencia. Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar
agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una
expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su
garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo
que había visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen -dijo-. Lo que pasa es
que no podemos con el peso de la conciencia.» Dos noches después, Úrsula volvió a
ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón de esparto la sangre
cristalizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio
Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la
lanza. Allí estaba el muerto con su expresión triste.
-Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces regreses volveré a
matarte.
Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se atrevió arrojar la lanza.
Desde entonces no pudo dormir bien.
La muchacha de los 20
centavos. Pág. 19
Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración alterada
por un agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos de allí, se había quedado dormida
sin apagar la vela y había despertado cercada por el fuego. La casa donde vivía con la abuela
que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba de pueblo
en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada.
Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez años de setenta hombres
por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y alimentación de ambas y el
sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por segunda
vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el deseo de llorar. Esa
noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y conmiseración.
Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el
insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-
potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta
hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se
había ido del pueblo.
Misterios de laboratorio.
Pág. 24
Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la
absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del
mercurio. En cierta ocasión, meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder
cosas extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se
hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la mesa de
trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio
Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin lograr
explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de
Amaranta empezó a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto,
ante la consternación de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró.
Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una mesa, convencido de que el
acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
-Si no temes a Dios, témele a los metales.
Rebeca volvió a comer
tierra. Pág. 27.
No lograron que comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había muerta de hambre,
hasta que los indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar can
sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del
patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas. Era evidente que sus
padres, o quienquiera que la hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo
practicaba a escondidas y con conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones para
comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a una vigilancia implacable.
Echaban hiel de vaca en el patio y untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con
esos métodos su vicio pernicioso, pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio para
procurarse la tierra, que Úrsula se vio forzada a emplear recursos más drásticas. Ponía jugo
de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al serena toda la noche, y le daba la
pócima al día siguiente en ayunas.
Aunque nadie le había dicho que aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra,
pensaba que cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al
hígado.
Enfermedad del insomnio
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y
fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con
ellos despertó par casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en el
rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había entrado un animal en el
cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con
los ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad.
Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación
reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los
había obligada, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de un
reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio.
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer
tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que
dormía con ellos despertó par casualidad y oyó un extraño ruido
intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había
entrada un animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor,
chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como los de un gato en
la oscuridad.
Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación
reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los
había obligada, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de un
reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio
Pág. 153 Remedios,
la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del banano. Se
estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los
formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un
mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se
complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió un
balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y
resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión
de estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma
decente de estar en casa. La molestaron tanto para que se cortara el
cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera
moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se
rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su
instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la
moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima de los
convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora
resultaba su belleza increíble y más provocador su comportamiento con
los hombres. Cuando los hijos del coronel Aureliano Buendía estuvieron
por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban en las venas
la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto
olvidado. «Abre bien los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los
hijos te saldrán con cola de puerco.»
Pág. 153 Lo que ningún miembro de la familia supo nunca,
fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios, la
bella, soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que
seguía siendo perceptible varias horas después de que ella había
pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en el
mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad
semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la bella. En el
corredor de las begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la
casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo
transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro definido,
inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque estaba
incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que
los forasteros identificaban de inmediato.
Conclusion
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References
WILDLIFE CONSERVATION BY OLIVIA WILSON