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HO WA R D J A C OB S O N
tenía junto a la tumba, pues se le veía mucho menos lúgubre una
vez despojado de su abrigo, de su bufanda y, si no me equivoco, de la viuda. Decir que tenía un aire alegre sería mucho decir, pero ahora se volvió animadamente inaccesible, en lugar de simple- mente inaccesible. Parecía desprenderse de él un fuego frío, tal como las chispas de una bengala. Era apuesto, siempre y cuando uno considere apuestos a los hombres altos y rapaces. A mí, que soy todo lo contrario de un depredador, me intimidaba. Pero eso es parte de lo que significa ser apuesto, ¿no?, quiero decir: infundir miedo. Se había situado junto a una mesa donde había salchichas y empanada de cerdo, dificultando el acceso del resto de la gente y flirteando de un modo glacial con dos chicas rellenitas, que yo tomé por hermanas por la sencilla razón de que él parecía querer separarlas. Daba la impresión, tal vez injusta o tal vez no, de ser un hombre capaz de cruzar cualquier límite siempre que el asunto entrañase alguna oscura travesura. Fue esa misma impresión lo que me impulsó a preguntarme si aquellas chicas, ahora que me fi- jaba, tenían la edad suficiente para poder dirigirse a ellas con tanta libertad. Hasta qué punto eran jóvenes no habría sabido de- cirlo: cuando no tienes hijos (y la paternidad no es lo mío) pierdes la capacidad de distinguir los doce años de los veintisiete. Pero las dos exhibían abiertamente esa expresión depravada de las chicas que saben que podrían meterte en la cárcel por su causa. Marius, por su parte, aunque permitía que se sintieran objeto exclusivo de su atención y únicas beneficiarias de su brillantez, lograba esgrimirlas al mismo tiempo como una especie de repro- che a la concurrencia: como si la aburrida mediocridad de todos ellos fuese el motivo de que se hubiera visto reducido a malgas- tar su tiempo con un par de niñatas con aros en la nariz y pinta- labios negro. Pero tal vez no lo interpreté bien. Quizá se sentía profundamente afectado por el funeral y consumido por tal dolor