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HO WA R D J A C OB S O N
Marius, en un coche prestado, la esperó frente a la casita de
campo de un pueblecito llamado Quatford, en Shropshire. Él te- nía veinte, ella… Su edad real no importaba, a fin de cuentas. En expectativas, también tenía veinte. Eras las cuatro en punto de la tarde: una hora en la que su marido, el profesor, o daba clase o ha- cía una siesta. O ambas cosas a la vez, como decía Elspeth bur- lona, con una voz alegre de adolescente. Ella habría preferido es- caparse de noche, con la luna como único testigo, pero Marius no había conseguido que le prestaran el coche tanto tiempo. Trató de besarla en cuanto la vio llegar con un bolso de viaje y una bufanda alrededor de los hombros, pero Elspeth le insistió para que se apresurara. —Conduce —dijo—. Limítate a conducir. Marius le preguntó dónde estaba el resto de su equipaje. —Conduce —le ordenó ella. Nadie los seguía, pero Marius obedeció. De vez en cuando, ella se echaba hacia delante y miraba por el retrovisor para asegurarse de que no venía nadie detrás. Se ponía nerviosa en los semáforos y se sobresaltaba cada vez que un co- che los adelantaba. Pero se hallaban a salvo. Ninguna alarma se había disparado; nadie los perseguía. Una vez que hubo compro- bado que su biblioteca seguía intacta y que no se habían llevado ninguna de sus conferencias, el profesor dio un suspiro y los aban- donó a su suerte. Eso Elspeth no se lo perdonó nunca. No habían planeado a dónde irían. Elspeth prefería que fuese un secreto. Marius dio por descontado que se la llevaría a su pensión en Sutton Coldfield, aunque allí compartiera el baño con otros cua- tro estudiantes. Pero Elspeth esperaba pasar un período de transi- ción en algún lugar neutral que no perteneciera a ninguno de los dos. Cuando Marius le explicó que tenía que devolver el coche an- tes de que se hiciera de noche, Elspeth le advirtió que en tal caso también tendría que devolverla a ella antes de que anocheciera.