Escuela... El Nombre de Una Relación Singular
Escuela... El Nombre de Una Relación Singular
Escuela... El Nombre de Una Relación Singular
La escuela es sólo en relación y esa relación singular es lo que proporciona un juego de sentidos.
Es de noche y la ciudad de Rosario en su epicentro urbano va quedando atrás mientras nos aproximamos a su pe-
riferia. Cada vez más tenue, la iluminación ahora depende de los faros del auto en el que nos dirigimos al barrio.
“Uds., los porteños, le dicen ‘villa’, entre nosotros no suena bien”. Se refieren a ciertos enclaves pauperizados,
construidos casi por prepotencia de vidas que no fueron alojadas en el diseño modernizante de las ciudades.
Intento conocer algo más de la experiencia, pero mis preguntas son fallidas volviendo el intercambio un lugar de
cosas demasiado dichas que poco dicen. Hablan de autogestión, ningún indicio de violencia ni deserción… Datos
estrechos a preguntas clicheteadas.
Llegamos a una “casa”, precaria, sencilla, situada en una calle escasamente alumbrada.
Ingresamos por un pasillo lateral y por esa cosa loca de las imágenes que nos asaltan sin pedir permiso recuerdo
el sitio en el que Rodolfo Walsh pasó sus días de clandestinidad.
Los tiempos se confunden en mi cuerpo y lo que creía pasado brota confusamente emocionado. No es la casa en
su despojo y arquitectura mínima que se confunde en un vecindario austero, lo que me evoca la morada de Walsh,
sino el mundo que se afirma en una intimidad política. El presente inventa el pasado, dice Meschonnic. Nueva-
mente un continuo, una afectividad “combativa” que ahora no combate pero guarda su impulso en el arrojo deci-
dido de probar otros modos de existencia.
Quienes gestan esta escuela se resisten a vivir separados de sus fuerzas y entonces las ponen a prueba; ha-
ciendo tambo, radio, escuela; que es mucho más que una diversidad de unidades productivas, mediáticas o
escolares.
En el patio trasero, una habitación hace el “lugar” de aula. Largas mesas improvisadas con tablones reúnen a
unos cuantos estudiantes de distintas edades. A la entrada un cochecito con un bebé durmiendo extrañan la es-
cena escolar. Miro a mi alrededor tratando de ubicar al docente. Cuando creo haberlo pescado, algo me dice que
no lo era. Al frente un pizarrón expone frases de geografía. Nada muy distinto de lo que podríamos leer en cual-
quier escuela.
Muy concentrados trabajan en sus carpetas, escriben, se consultan, se ríen… no quieren salir al recreo: “estamos
trabajando”, dice alguien justificando su decisión de permanecer ahí.
El pizarrón exhibe enunciados que describen el tiempo como una línea y algunas otras apreciaciones que podría-
mos filiar en una concepción fragmentaria de la temporalidad.
Algo pasa de espaldas al pizarrón, en ese cuarto en el que se amuchan varios cuerpos.
“Estamos trabajando… no queremos salir al ‘recreo’”. Y entonces no importa tanto la disciplina-geografía escolar-
sino lo que se arma con materialidades afectivas que se activan. En esas relaciones circulan espesuras que no se
dejan leer a través de códigos de sentido.
Algo se cuela de la letra escrita en la pizarra y arma texturas, intensidades, atmósferas no formalizadas que ha-
cen a una temporalidad compartida y difícil de clasificar.
Las cosas no están “escritas” para ofrecernos un sentido, apenas están ahí para ser pensadas.
La estantería mental de la pedagogía crítica se cae a pedazos. Creer en exceso en el “mensaje”, comprar la lógica
de la significación se presentan como los grandes obstáculos. Ya lo decía Freud: la verdad no aparece nunca
donde se la espera, y en caso de hablar desentona.
Si me quedara presa de los textos escritos en la pizarra no vería nada, si buscara en las fotocopias el sentido de
esa pedagogía lejos muy lejos estaría de acercarme al valor de esa experiencia.
Hay un lenguaje en otra parte. Me pregunto si la pedagogía como lenguaje se reduce a los supuestos significados
de lo que se enuncia. ¿No habría un lenguaje en esos cuerpos agrupados en torno de alguna cosa que permanece
oculta al entendimiento?
Y entonces el pizarrón, símbolo de que hay escuela, no es más que un artificio desimbolizado, que presta utilida-
des concretas. Ese cuarto que hace las veces de aula, no lo es por su pizarra, ni por las fotocopias distribuidas, ni
por la presencia de un maestro o de alumnos, ni por los fragmentos escritos en el frente, ni por el acto de copiar-
los. Lo que lo hace “escuela” es la atmósfera, la concentración, la interlocución, la risa, las miradas periférica-
mente atentas… el peso de una presencia que parece sospechar que allí hay algo que vale la pena investigar. Quie-
nes la hacen no apelan a su “ función social” para justificarla pero basta ver esos cuerpos, olfatear esas ganas
cómplices, ese gesto de proximidad, para afirmar que ese territorio leve y fuertemente sostenido en un cuerpo
deseante, es vivido como escuela.
La escuela vive en un clima de intercambio y pregunta no formulada retóricamente. Hay pregunta en un estar que
no deserta. Y hay escuela en la deserción de sus formas anquilosadas.
Algunos datos que sólo ayudan a componer el mapa, no más que eso: la decisiones se toman en asamblea, no
hay directores y a pesar de no haber obtenido aún el reconocimiento oficial, nadie falta: ni maestros ni estudian-
tes. Hace más de cuatro años que esta escuela no registra ausencias. Casi cinco años de crecimiento.
No es la reverberancia de una imagen de educación popular favorecida por esa intimidad aguerrida y una fraterni-
dad que se respira entre jóvenes profesores y heterogéneas generaciones de estudiantes. Lo que la hace escuela
es que en el acto de repetirse brota una diferencia. Volver uno y otro día no es obligación. Volver uno y otro día no
es dato menor. Y mucho menos cuando se vuelve o se habita una experiencia de pensamiento grupal y un modo
abierto y problematizante de funcionamiento. Lo que la hace escuela – singular- es su relación con el tiempo. Es-
cuela que inventa el tiempo, que lo hace experiencia eternamente “presente” (no actual) y no profecía desencar-
nada de un futuro que nunca llega.
Lo que la hace escuela es la exigencia mutua de trabajar diariamente con materias vivas que vibran no en las
anécdotas o particularidades de sus habitantes sino en la vitalidad de una existencia inacabada y en un modo de
interrogación que va esbozando un sentir común que hace a una comunidad sin atributos, una comunidad por ve-
nir que no realiza un absoluto comunitario.
“En las escuelas de directores les preocupa lo que tenemos que saber, aquí sabemos que somos capaces de saber”,
dice Juan, uno de los docentes de la ETICA.
Volvamos al relato de la cotidianeidad de la escuela, retornemos a ese día al que llegué casi azarosamente sin
ningún prolegómeno organizativo… Al cabo de un rato salimos al patio y ese clima íntimo se propaga ahora con
más gente, otros profes, otros estudiantes. Hay algo en común entre ellos.
Entre el aula y el patio hay una puerta que los separa y sin embargo se trata de lo mismo. El recreo no es el cese
del trabajo, no opera como distinción entre tiempo de descanso y tiempo de obligación. Se trata más bien de mo-
mentos continuos, lo que los une es la “verdad” de lo que acontece en un tiempo indistinto.
Y esa verdad no es del orden del buen sentido, de lo que se opone a la mentira o a la falsedad. Esa verdad es lo
que se distingue del simulacro. Esa verdad está dada por el problema que da consistencia a la experiencia de ha-
cer escuela. La verdad es aquí creación de valor. Es verdad lo que tiene existencia o mejor lo que da forma nueva
a la existencia social.
Una de las compañeras-estudiantes (como se llaman entre ellos) que ronda los 30 años me dice: “antes de venir
acá no sabía pensar mis problemas. Estaba siempre nerviosa, creía que lo que me pasaba era sólo cosa de mi vida”.
Creación de valor.
La ETICA no es una experiencia ejemplificadora, no es sólo micropolítica que hace mundo, es también un golpe al
corazón de un lenguaje que perdió el alma cuando se separó del cuerpo del sentir.
Fin de la clase