Aproximaciones Al Fluir de Los Días
Aproximaciones Al Fluir de Los Días
Aproximaciones Al Fluir de Los Días
Decir qué hay, sería una violación al pacto informal de los sentidos. De
igual modo, es un secreto a voces que eso, carece de cualquier algo que
signifique. Aconsejo mirar como si no hubiese nada, pues de la nada
brotará la nada y más nada, y en algún momento, gracias a la hermosa
perseveración; la tierra prometida de diamantes, continuará su flujo de
incumplimiento. Miremos la nada.
Soy un pesimista, es cierto, lo soy como la mayoría de realidades que
realizan, realmente, un auscultación en nuestras almas, detectando la
singularidad que nos abrasa -con S-. La tierra prometida de diamantes,
tiene tierra -y aún, algo de pasto- junto a sus lindeces perfectamente
dibujadas en hojas de carpeta, colgantes de postes sin lámparas, con
delirios de faros. Una nada exponencial.
Para esos finos trazos
que unen todo.
El desayuno
Volví a abrir los ojos, y tuve la segunda revelación de mi vida: Por los
cantos de tu tierno estuario, por ahí donde la laja se hizo olvido y el
olvido, las cenizas de un vientito otoñal que cual saeta, penetró la hora
sombría de los elegidos; por ahí, en algún nexo flotante se labraron las
lágrimas con las que ahora no me encuentro; los sueños o el sopor
imparable que invocó tus tres voces, bajo el asedio de un dolor
pleonásmico, onomatopéyico. Ex profeso y de la nada,
-Bueno, por eso. Usted cuente ovejitas, que yo me quedo acá.- Una, dos,
tres, una, diez, una, cien... ¡Miles de millones de ovejitas! Pero ninguna
saltaba o, a decir verdad, me limitaba a contar su presencia inexorable
ante el cerco, y el cerco se limitaba a observar el destino de su despertar
imposible; aprehendido por la tortuosidad y tortura del día, y sus
hipérboles finitas, delgadas, flacas como un bambú. Cataratas de tizas
gastadas, que se fundían en un largo embrollo de palabras que huían del
niño durmiente.
Se dice que fueron ocho pasos, pero no puedo asegurar nada. Estaba
terminando de limpiar el bronce de una bóveda, cuando sentí por mi
columna vertebral, nada fuera de lo común, estaba tranquilo; chusmeando
el dentellado sombrío del esqueleto que me juzgaba desde su cajón
gastado, como renegando de mi labor, aquella que no me correspondía.
Subí, no hizo falta abrir la puerta, no había: me asomé hasta el camino,
repasé con la mirada el revestimiento de anil que maquillaba la mañana, y
de vuelta volví a sentir por entre los sosiegos de mi columna, nada fuera
de lo normal. Mi sombra lucía un poco más grande, como si alguien
superpuesto me hubiese estado imitando, y en efecto: el Sol.
Me fui al cuartito donde tenía una televisión pequeña, pava y chucherías
varias, para hacerme unos mates. Saqué el mastodonte estampado con el
escudo del Deportivo Morón que me había regalado mi jermu, y volqué
sobre él un efluvio frondoso que se ocultaba en la nieve dulce del noble
azucarero viejo, que a tantos laburos me había acompañado. Volqué sobre
aquel caudal premuoso, un recital de diferencias opalinas, un extracto del
lago de la vida, de esos que nos obligan a gambetear el viento para no
desaparecer.
Fue el agua hirviendo de la canilla, la apoteosis de la concepción de
todos los sentidos de las muertes, de mis propias muertes. En aquel lago
forestal, creí distinguir una presencia totalmente ajena a todo, como un
páramo que nunca acababa de desglosar su yermo; tal vez como si no
supiese, o tal vez porque ya estaba siendo libado por mis labios adultos de
vino.
Los padres de ella eran yugoslavos, aunque ella era argentina, lo delataba
su mirar quejoso, la confusión de la plata con el brillo, y el reniegue de
ser cama sin siquiera ser tierra.
La vimos con un pañuelo en la boca, mas no por Sodoma, sino por
Chacarita; un destello de ese sudor etílico en virtud del agotador Después.
-Disculpá, señorita- Pronunció un ruido que prometía ser voz- ¿Qué callé
es Palacios?
-¡Te encontré!
Hoy por hoy vivo en otro lado, ya no cuento estrellas, y después de ser
campeón del conteo de insectos, dejé de preocuparme por la delgadez; de
hecho, si hay algo que me sobra es carne -y cielo, y escalones. Aunque mi
barrio es de uno de los altos, las calles son pocas y la vida, mucho menos;
no soy feliz. Me gustaría pegarme una vuelta, pero olvidé las llaves
afuera y me da miedo bajar los escalones, por lo que prefiero irme a
contar ovejitas, y recobrar el tiempo de aquel despacho en la Calle 18
entre DonRobledoPaladinoMaríaJosefaZebalosGasparSaturninoBasanta
TorcuatoGodoy [...] y ClorindaLazoFernandoTrujilloElidaEthelSuárez
[...], a la altura de AméricoFigueredoAnubisPáezDeSantoro[...], hueco 7,
donde las telarañas lucen más sueltas que las demás.
Si lo llamasen por su nombre
-Bien muerto estás, hijo de puta- Amagó a pensar alguna vez, pero tan
santas eran las putas para él, que se retractó inmediatamente.
Cierto día, se vistió de un infamante lino amarillento, se colgó el mejor
rosario, y cuando estaba por abrir la puerta para retomar el cumplimiento
del deber dominical, se enteró que un lunes urgente se había inmiscuido
en su triste mañana, y que el deber era otro. Se descolgó el collar, bajó a
la calle, y como si fuese la primera vez, recorrió la vieja Plaza Chile, se
deleitó con un guitarrista de jazz que tocaba por Cabildo, y bajo el
azaroso canto de un 60 que se cruzó; palideció de nostalgia ante una urbe
que era mucho mayor de lo que su ventana argumentaba.
Caminaba arqueado, jugando a pasar por debajo de las nubes hasta
enamorarse de alguien y erguirse, intentando ser un poco más que las
ratas.
Volé casi medio metro. Tan alto y viril, como aniñado y febril, reconoció
en mi rostro el estigma de la complicidad y, casi a los chapaleos, por
entre los jarrones de mi nona, entendió que sería inútil hacerlo solo.
-Entendido, señor.
-¿Vas a ser mía, putita?- Pronunció un voz castrática, bajo el son de una
mímesis secular que parecía ser el de bajarme la bombacha. -¿Vas a ser
mía? Pronunciaba con desesperación, mientras yo sentía su mirada como
propia, y de mi irrefutable omnipresencia gomosa, un goterón hirviendo
que descendía por mis muslos rollizos. -¡Qué rico sentirte acabar, basura!
El rumor se extendió seis días más, junto a un rito que descendía todo
vestigio de un sol vital por mi vientre, ya no sentía a quien iba a darme a
luz, ya no sentía a Mariano. El séptimo día, como es costumbre para todo
proceso catártico, mi fantasma descansó; fue aquí cuando tomé noción
del tiempo, a razón de familiares cánticos de la hinchada de River Plate
que se oían a lo lejos, ahogados.
No quise llorar, ya lo hacía mi vientre. Cerré los ojos y me quedé
despierta, reviviendo un recuerdo de la niñez donde sentada en la nuca de
mi padre, ajetreaba las manos como un pescadito al compás de las
gambetas del wing izquierdo.
No habría pasado media hora desde que cerré los ojos, cuando comencé a
oír cerca mío y con mucha claridad, cánticos familiares.
-...
-¡Lo Giúdice!- Tardó en cumplir, pero lo logró. Del otro lado esperaba el
coronel, que poca importancia brindó al escenario apocalíptico que se
desglosaba detrás. -¡Agarramos a Saborido!- Exclamó con alegría.
-...
Véase también el artículo 18. Las noticias no son alentadoras: los jóvenes
se están cansando antes, de la juventud. Según cierto plantel de
astrónomos de una zona apartada de Europa, hay una razón muy clara
ante este fenómeno.
Es probable, ellos siguieron con sus planos y obscenidades tantas sin
cruzar jamás ni tres miradas al pizarrón, quien vestía ecuménicas
fórmulas y un alma belicosa, chirriando su rouge muerto por entre los
chistes y llamados de atención constantes del profesor. No sé más que
ésto, las noticias siguen llegando y es más grave de lo que se creía: los
jóvenes se están cansando antes, de la niñez; no llegan al tercio de la
primera década -si es que ésta está pactada, en principio-, y ya pasan al
seis octavos de la quinta. Sin conflictos de niños, con conflictos aniñados,
no llegan nunca a ser niños.
-¿8x7?
-...
-¿8x7?
-21- Respondió, tremuloso pero decidido. Sudaban opciones nonatas por
cada uno de los poros de su guardapolvo, el aula estaba en completo
bullicio.
Mire el artículo 30 con suma premura, y no tema, los viejos se cansan
antes de la vejez.
Bajo el silencio de Nosotros
Decir que fue un acuerdo, sería mentir. Las horas protestaban su devenir
elegante, y los sectores estaban siendo sorteados. Por dentro, todos
queríamos la puerta pero, si recientemente habíamos acordado que la
misma precisaba de un cartel de salida para no retenernos por siempre
-cartel que, claramente no existía- entonces, estar en ese sector era tan
inútil, como amontonarse en el rincón más apartado.
Rincón que, en mi caso, fue el izquierdo, junto a Gregorio y Alai. Si
bien, ésto representaba una catástrofe a nivel personal, ya que Gregorio
solía sacar lo peor de mí con sus acotaciones pedantes y su porte gomoso
al hablarme, al menos no estaba sola. A lo largo y ancho del salón,
acomodamos las mesas y las sillas con la intención de formar algo
parecido a un vecindario. Nos acomodamos en el correspondiente, nos
repartimos material acolchonado para improvisar las almohadas, y
salimos al centro del salón, donde se conformaba una ronda que parecía
estar a los pies de una fogata. Si por mutuo acuerdo, nosotros nos
habíamos puesto en esta situación, también podíamos ponernos en otra,
por el mismo motivo: alcé la voz y les propuse levantar la mirada y, en el
techo húmedo y sucio, acordar un cielo; luego, en el suelo, un pastizal; en
las paredes, por su parte, una pampa y, en las ventanas y la puerta, la
noche y el día. Habíamos acordado un mundo y unas reglas. Nos había
tomado quince minutos, lo que a otro le habría tomado siete días. No
profesamos palabra y, aún así, las cosas se hicieron. Todo, más que un
montón de fierro y madera marcada con liqui-paper, lucía como un vasto
paisaje de carpas y pampa.
Nuestros vecinos: Bruno, Thiago y Vincenzo, eran apodados como la
Secta, ya que durante las madrugadas, mientras los espiábamos, veíamos
como un Bruno vestido de guardapolvo con el bolsillo pintado de rojo,
golpeaba un compás en una escuadra, como si de un llamado geométrico
se tratase. Murmuraban temas diversos, proponían soluciones para
nuestra situación y todo, bajo un carácter filantrópico pueril.
La carpa de enfrente, por su parte, albergaba a ‘’las Brujas’’: Dulce,
Ramiro y Belén, quienes cada mañana, ofertaban cuadernos de tapas
azules con textos jeroglíficos, que parecían recetas y lecturas del
horóscopo:
-Buen día, chicos. Les queremos ofertar, por el costo insuperable de diez
pesos con cincuenta, nada más y nada menos que ‘El gran grimorio de
Belén’. No lo dejen pasar.- ¿Qué mejor para matar el tiempo? Hicimos
caso, y no lo dejamos pasar. Si bien siempre se supo que la caligrafía de
Belén era jeroglífica, nosotros estábamos dispuestos a descifrarla, aunque
imposible nos resultó. Como las Brujas nos caían bastante mal -sobretodo
Dulce-, preferimos ni preguntarles qué habían escrito.
Buscando soluciones, en cierto momento, dirigimos la mirada hacia el
este, y muy a lo lejos se apreciaba un cubo gigante y negro donde en
cuyas espaldas, un cielo verde y tiznado de geometrías sólidas y números
indistinguibles, argumentaba la divinidad necesaria. Era un sitio que
jamás habíamos pronunciado ni pensado, pero lo habíamos tomado como
el más propio y natural de todos; lo llamamos ‘’la Piedra’’.
-Podrán cruzar la inmensa fauna de las letras, podrán gozar del hermoso
rocío del papel; pero recuerden, que la luz ha de manifestarse como tinta
en vuestros cuerpos, tarde o temprano. Y cuando eso ocurra, es el viento
quien los hallará como un panal y soplará, soplará hasta romperlos y
dibujar con su miel, a quienes caminarán en su lugar. Es por ello que...
-No, parecías uno de esos viejos con barba de borrachos que teníamos
que estudiar. Vamos de vuelta, dale.
Tras unos dos o tres intentos más, Gregorio encontró finalmente, un
monólogo adecuado, permitiéndonos responder y avanzar. Pese a todo
pronóstico, las palabras del río fueron inspiradoras para nosotros, ya que
consideramos que no habíamos mayor incentivo para actuar, que la
consciencia plena de algo inevitable a punto de borrarnos.
Al otro lado del río, se encontraba la carpa de nada más y nada menos que
Máximo y Maia, los noviecitos. Si bien su polaridad etaria era evidente
en todo sentido -Máximo tenía la sombra del bigote que sólo portan los
repetidores natos, y Maia, por su parte, era la que cumplía en julio-, eran
realmente muy solidarios. Siempre mostraban toda clase de útiles y
golosinas, que prestaban sin chistar e incluso, parecían hacerlo con
alegría. Ésto fue más que suficiente para apodarlos ‘’el Maxikiosco’’, y
no podíamos sortearlos en nuestro viaje.
Alai se avivó, y trajo un tema que no estábamos teniendo en cuenta y que
era, sin dudas, fundamental.
-Che, chicos ¿cómo creen qué es el sitio donde está la Piedra? ¿Frío?
¿Caluroso?
-Qué sé yo, Alai. Mirá lo que preguntás. Acordáte que nosotros sólo
sabemos que existe.-Respondí, con cierta molestia.
-No arrugues
-Che, Rena, para mí tiene razón Alai; tipo, no po...-Le puse la mano en la
boca. Por encima de mi hilera de dedos, su rubor se robaba las líneas de
mi mano y, como vistiéndole el rostro de años, entendí que estaba
viéndose en mí. Me aparté, roja también. Habíamos entendido todo. -Es
verdad. Mejor dejarse sorprender- Tras un breve silencio, pegó el grito
invocador del kiosquero.
-¡Maxi!
-Voy.
-Escucháme ¿me das unos Particulares Treinta y dos Mielcitas?- Pidió sin
mirar. Había adoptado un porte de malevo impresionante, un canchero
bárbaro. Era el bosquejo de quien sería el porteño más porteño de todos.
Con Alai nos reímos.
-Chau, chau.
-¡Ridículo!
-A ver, no exact...
-Dejála ahí.
-¿Vos sos Ariadna Lorenzo?- Se volteó hacia mí, como girando en una
silla de escritorio. Su rostro estaba atiborrado de ojos: los típicos, gordos
y topacios; los demás, de todos los colores. Sentía estar observando una
infinidad de rostros, rostros que giraban a la par como una rueda dentro
de otra, incluso en sus orejas, sus aros continuaban altos y espantosos,
también colmado de ojos diminutos. Su cuello vestía un moaré de un
color que, más que ser visible, era sensorial y se manifestaba en las
entrañas, arrancándolas con vehemencia para luego, escapar por sus
tímpanos como burbujas que zumbaban en colores imposibles de
describir. Vestía una casulla gótica del color de su sombra. Todos sus
ojos miraban hacia mí y, aunque no emitíamos palabra alguna, el mensaje
estaba claro.
Inclinó levemente su cabeza, y un mechoncito rompió con la llanura
perfecta de su peinado. Lo arranqué, y casi sin mirarla, me salí apurada.
-Es.
Abrí lentamente los ojos, todo lucía borroso. Sentía mi cerebro latir al
compás de una danza maligna que encadenaba mi cuerpo en una
superficie dura, aunque levemente acolchonada. Me sentía mal, como
nunca antes me había sentido. Creía estar sudando hielo, aunque no
lograba dar con la noción de nada. El entorno, desde mi punto de vista, se
sentía asfixiante, pequeño; creo que estaba rodeada de unas cortinas
azules y de máquinas que desprendían de sí, bracitos tan pequeños como
tubitos que incomodaban mis fosas nasales, y antebrazos. El olor era frío,
fuerte, metálico. No hallaba la claridad en ninguno de mis intentos de
distinguir el entorno, y mi mente saltaba brutalmente, impidiéndome
siquiera, reflexionar acerca de mi vida, de mis hijos y de todo lo que
dejaba atrás.
El único sonido que estaba escuchando hasta entonces, era un suspiro
muy suave que parecía jamás acabar; sin embargo, poco a poco, comenzó
a ganar espacio y forma. Parecía venir desde afuera,
-Pasá, te está esperando-Se oía como una voz jovencísima, frágil. Sentía
una presencia aproximándose a mí, sus pasos se oían como pequeños
golpes de madera y pantuflas arrastrándose.
-¿Arreglaron algo?
-No.