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Aproximaciones Al Fluir de Los Días

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Aproximaciones al

fluir de los días


REQUIEM

Decir qué hay, sería una violación al pacto informal de los sentidos. De
igual modo, es un secreto a voces que eso, carece de cualquier algo que
signifique. Aconsejo mirar como si no hubiese nada, pues de la nada
brotará la nada y más nada, y en algún momento, gracias a la hermosa
perseveración; la tierra prometida de diamantes, continuará su flujo de
incumplimiento. Miremos la nada.
Soy un pesimista, es cierto, lo soy como la mayoría de realidades que
realizan, realmente, un auscultación en nuestras almas, detectando la
singularidad que nos abrasa -con S-. La tierra prometida de diamantes,
tiene tierra -y aún, algo de pasto- junto a sus lindeces perfectamente
dibujadas en hojas de carpeta, colgantes de postes sin lámparas, con
delirios de faros. Una nada exponencial.
Para esos finos trazos
que unen todo.
El desayuno

Estruendoso, como un sonido lacrimoso, especulativo tal vez; la observé


garabatear su mano rolliza por el cajón de las tazas: las revolvía,
acariciaba, coloreaba, como intentando conocerlas. Las cenicientas horas
de la misma mañana de mañana, desclavaban un frío que pacía nubes por
las espaldas de la luna, y los aromas súbitos de un acechante aguacero, se
mezclaban con el vaho del jarrón de lata, que hervía junto a la leche y la
nata, en procura del café.
Me miró, creía en mis mejillas beocias de niño, se reía de mis brazos
rechonchos; como si en ellos hallase las lomas de burro que necesitaba.
Yo, por mi parte, no la miraba o, al menos no directamente.
Desde los renglones de mis pupilas, su imagen parecía desglosar unas
piernas de maceta, que flotaban tímidas debajo de un soplido floral con
colores inexactos.

-Guarda con quemarte. Agarrá bien la taza.- Imperativa, al compás del


taconeo de la tabla de picar, sin voltearse; con la naturalidad del que
percibe y la paranoia del que inventa. No emití respuesta alguna, no
quería, el hedor de las chauchas siendo ejecutadas -varias horas antes del
horario pactado-, me bastaba.
El espacio estaba taimado en lujos, indulgente, portador de un aura
opalina que reverberaba por las procesiones de la jovata mayólica,
intentos de reflejar las venas de una pared húmeda, futurista; el axioma de
la sutileza que corría sin horas por el halo de cristal que traspapelaba su
mirada, al igual que la mía. Nuestros ojos rodaron enhiestos, de golpe,
hasta encontrarse debajo de la cama: no los seguí, no quería y tampoco
ella.
Desdibujé los garabatos del diseño de mi taza, susurré el miasma de la
linfa seca, y la taza se convirtió en cilindro, y el cilindro en taza. Se dio
vuelta con decisión, y llevó el cilindro hasta su conciliábulo; me di vuelta
con incertidumbre, y recordé la taza, para olvidarla.
Un dulce Siminulú

Volví a abrir los ojos, y tuve la segunda revelación de mi vida: Por los
cantos de tu tierno estuario, por ahí donde la laja se hizo olvido y el
olvido, las cenizas de un vientito otoñal que cual saeta, penetró la hora
sombría de los elegidos; por ahí, en algún nexo flotante se labraron las
lágrimas con las que ahora no me encuentro; los sueños o el sopor
imparable que invocó tus tres voces, bajo el asedio de un dolor
pleonásmico, onomatopéyico. Ex profeso y de la nada,

-Bueno, por eso. Usted cuente ovejitas, que yo me quedo acá.- Una, dos,
tres, una, diez, una, cien... ¡Miles de millones de ovejitas! Pero ninguna
saltaba o, a decir verdad, me limitaba a contar su presencia inexorable
ante el cerco, y el cerco se limitaba a observar el destino de su despertar
imposible; aprehendido por la tortuosidad y tortura del día, y sus
hipérboles finitas, delgadas, flacas como un bambú. Cataratas de tizas
gastadas, que se fundían en un largo embrollo de palabras que huían del
niño durmiente.

Abrí los ojos, y había dejado de creer en ovejas y pastores, en aguas,


estrellas y vientos. Brisas oscilantes y silbantes como el susurro del
escarbe de la cuchara en un frasco a punto de vaciarse, o el movimiento
siguiente al final de la razón. He ahí, la tercera revelación de mi vida.
La regurgitación del sentido figurado de una
gota

Si estuve consciente, no lo recuerdo. Tardé unos tres minutos en


inspeccionar la zona, y concluí que todo se hallaba en óptimas
condiciones, por lo que portando un gesto prodigio, me di vuelta y volví
por donde fui.
Realmente no hacía frío: las veredas estaban casi derretidas por un sol
egregio que supeditaba toda la ración invernal del barrio, y alrededores.
Él estaba nulo, ella, equidistante como si estuviese fluyendo por un
torrente de metal, junto al primigenio principio de las cosas. Nada más
lejos de la realidad, ella asomaba primero sus piernas y caderas, para
finalmente demostrar sus brazos y dejarse ir por el pogromo de sacos de
té, cucharas sucias y vasos volcánicos que, simplemente tentaba la
relación espacio-temporal entre la nostalgia, y el estado de quietud.
Me limitaba a observar el caer de un gota y, acto seguido, la aparición
del nepotismo más asqueroso de la naturaleza: la transformación de dama
en catarata, y de catarata en agua para la pava, a la cual sellé
inmediatamente, y coloqué sobre la hornalla. El ritual de iniciación diario
en la bella razón de ser humano, había comenzado.
Todos Día, junto un como

El ambiente estaba tenso, rugoso, con un espesor inexplicable que parecía


observar huraño por entre las macetas de papel maché -el alba, para
aquella micro ciudad de plantas o, la aurora para las flores que esperaban-.
Me sentía rara, vana, rumiaba una mustia que sabía a escalofríos, y se
traducía como un químico irrisorio por el rostro esquivo de mi marido.
Uno de ellos, estaba aquí con nosotros.

Se dice que fueron ocho pasos, pero no puedo asegurar nada. Estaba
terminando de limpiar el bronce de una bóveda, cuando sentí por mi
columna vertebral, nada fuera de lo común, estaba tranquilo; chusmeando
el dentellado sombrío del esqueleto que me juzgaba desde su cajón
gastado, como renegando de mi labor, aquella que no me correspondía.
Subí, no hizo falta abrir la puerta, no había: me asomé hasta el camino,
repasé con la mirada el revestimiento de anil que maquillaba la mañana, y
de vuelta volví a sentir por entre los sosiegos de mi columna, nada fuera
de lo normal. Mi sombra lucía un poco más grande, como si alguien
superpuesto me hubiese estado imitando, y en efecto: el Sol.
Me fui al cuartito donde tenía una televisión pequeña, pava y chucherías
varias, para hacerme unos mates. Saqué el mastodonte estampado con el
escudo del Deportivo Morón que me había regalado mi jermu, y volqué
sobre él un efluvio frondoso que se ocultaba en la nieve dulce del noble
azucarero viejo, que a tantos laburos me había acompañado. Volqué sobre
aquel caudal premuoso, un recital de diferencias opalinas, un extracto del
lago de la vida, de esos que nos obligan a gambetear el viento para no
desaparecer.
Fue el agua hirviendo de la canilla, la apoteosis de la concepción de
todos los sentidos de las muertes, de mis propias muertes. En aquel lago
forestal, creí distinguir una presencia totalmente ajena a todo, como un
páramo que nunca acababa de desglosar su yermo; tal vez como si no
supiese, o tal vez porque ya estaba siendo libado por mis labios adultos de
vino.

Mis sábados eran circulares: limpiar, matear, sepultar y rajar, nada


complicado. Apagué la televisión: la pelea estaba entretenida, pero obvio
que el yanqui estaba nocaut después de aquel gancho de Monzón. Me
asomé a ver si había alguien, y por allá, donde estoy señalando, una mujer
bastante mayor se encontraba a los pies de la escalera que llevaba a las
galerías. Me acerqué para ofrecerle ayuda, pero al momento de hablarle,
se volteó de mil formas tristes: me miró y me agradeció, pero no
desapareció, como era habitual que ocurriese. Me puse en porte tazón,
para que se agarre bien de mi brazo, y la acompañé hasta el sector donde
descansaba su marido.

Volví al parque, y me encontré con el oprobio humeante de un cigarro


que sostenían los escombros del busto de un político desconocido. Se lo
saqué para fumármelo yo, mientras manoteaba mosquitos en aquella
humeante varieté. Tiré sobre las bolsas de consorcio, hojas que caían de
los tilos, y encaré otra vez hacia mi despacho, con la intención de
escuchar alguna milonguita alegre al son de un paisaje, a primera vista
vacío, a segunda vista colmado; a tercera, tras un pestañeo de intenciones
afirmativas, vacío. Todo marchaba normal
A propósito de Marlén

Lo habían hecho. Bajaron, a modo de voces, de humo, como embriones


de dioses, fetos de mi boca tristes; glaucos; cetrinos; lívidos. No lo
creímos, ni tampoco lo considerábamos necesario: Marlén era chueca, o
al menos, eso parecía cuando todos dejábamos de mirarla.
Sabía que en sus medias viejas, viejitas, como mortajas, el frío existía
como existen las runas; los números o esas creencias sobre dolores que
alertan la lluvia, que mi abuela siempre me había transmitido. Aquel
saber se hizo verbo cuando la vi por vez última, bajo símbolos borrosos
que solo el estigma del invierno puede otorgar y quitar.

Los padres de ella eran yugoslavos, aunque ella era argentina, lo delataba
su mirar quejoso, la confusión de la plata con el brillo, y el reniegue de
ser cama sin siquiera ser tierra.
La vimos con un pañuelo en la boca, mas no por Sodoma, sino por
Chacarita; un destello de ese sudor etílico en virtud del agotador Después.

-Disculpá, señorita- Pronunció un ruido que prometía ser voz- ¿Qué callé
es Palacios?

-¿Palacios?- Pensó un momento- De acá, derecho.

-Es nuestro propósito- Le comentamos a la madre, pero no nos creyó,


había algo acuareloso en nuestro discurso que drenaba por nuestras sienes:
estábamos cansados, no había espacio ni recuerdo de Miedo. A Marlén la
amábamos por mucho más que su tul de pizarrón, que sólo la caspa de
alguna sucia melena de divinas providencias, podría haber quitado.
La cerraron, había comenzado el desafío de dibujarla a fuerza de
memoria, pero fue inútil. Nos tapamos con una sábana floreada de
asqueroso olor a humedad, y nos dormimos. No logramos llegar a un
acuerdo con Tarde, entonces decretamos un paro de orillas, sin darnos
cuenta que Marlén ya había huido junto a la espuma; todo derecho hasta
Palacios.
Obituario, a colación de...

.Camilo Aldo Lucero, falleció el 27 de marzo de 2022, a los 57 años de


edad, en la localidad de Azul.

¡Te vamos a extrañar, jilguerito!- Tu primo.

.Jacinto José Lezama Ruiz, falleció el 27 de marzo de 2022, a los 66


años de edad, en la localidad de Sol y Verde.

Zorzal, querido... ¿por qué?- Te quiere, tu hijo.

.María Dulcinea de la Templanza Arévalo, falleció el 27 de marzo de


2022, a los 39 años de edad, en la localidad de Rojas.

En las palomas, como quedamos.- Te anhela, Ro.

.Joaquín Pedro Varela, falleció el 24 de septiembre de 2001, a los 87


años de edad, en la localidad de Lourdes.

Sabré, y sabrás por siempre...- Quien te llora.

.Carmela Francisca Amaranta de Soler, falleció el 24 de septiembre


de 2001, a los 96 años de edad, en la localidad de San Jorge.

Por y para todos, es tu voz la que se eleva y brilla.- Lorena

.Eudosia Azucena Barbosa, falleció el 24 de septiembre de 2001, a los


78 años de edad, en la localidad de Santa Helena.

Tu recuerdo será eterno, aún en el polvo de quien lo invoque.- Julio


.Serafín Victorio Basilio Figueredo Leiva, falleció el 3 de junio de
1953, a los 9 años de edad, en la localidad de Manzanares.

Te vas tan cerca, que por poco y te alcanzo.- Mamá

.Sicilia Carolina Torcuata Cruz, falleció el 3 de junio de 1953, a los


18 años de edad, en la localidad de Las Peritas.

Solo aquello es la verdad.- Quien te piensa

.Rómulo Román Ortiz Castillo, falleció el 3 de junio de 1953, a los 27


años de edad, en la localidad de Damasco.

Alumbrado seas.- Tu novia eterna, Sigfrida.


Todos juntos, como un Día

No me devolvieron la gracia, portaban un temple hirsuto y, los pocos


modales que demostraban, no eran más que rumores de un extrañamiento,
que de a leguas permitía notar como les carcomía el corazón. Avancé: dí
dos o tres pasos y atravesé un antiquísimo umbral aparentemente reciente,
como si hubiese estado allí, o como si allí estado hubiese si como.
Creí haberme mareado, pero el Sol parecía no estar y, el donde caerme,
tampoco. La mañana estaba frígida, los intentos de acacia levantaban sus
polleras moaré, susurrando los secretos de una fronda colectiva que se
esparcía como miasma por mi rostro, junto a las borrascas leves de una
estación indefinida que suscitaba en la inversión de la urbe. Dí cuatro o
cinco pasos y me detuve, detrás mío había lejanía, a mi izquierda, un
arrabal y a mi derecha, otro más; ahí no era. Dí otros cuantos pasos
menos, como si hubiese pestañeado y en el medio, dormido miles de años.

No era un sitio imponente: una mesita, un mate y un banco de hierro


oxidado es todo lo que había, sin embargo, no quise irme. Intenté
cebarme uno para después cebarme dos, pero aquella mañana, algo mejor
estaba cebándose sobre mí; tal vez, el mero hecho de ser el aserrín del
buen gaucho o el polvillo de un triste mate que, de un momento a otro,
fue succionado por el jagüel incompleto del inquilino. Le dí los buenos
días, aunque no me escuchó, aquel sitio no era el mío.
Volví por donde nunca vine, y observé lo mismo de siempre: largos
pasillos colmados por jergones de telarañas, extensas acequias en sequía,
longevos depósitos del deber moral; beso; persignación y a la ciudad.

Creyeron ser importantes, muy. Se aproximaban estrépitos, mudos,


impertérritos; el vulgo se exiliaba de una nube onerosa, y posaba de prepo
entre mi allá y su acá; robaban la distancia; y el distar entre mi acá y su
allá. Ésto era todo, éste era el sitio, el juego.
Me sentía incómodo: la iniquidad verbal de las escaleras era evidente
cuando el tambor de los malditos acechaba sobre ellas, junto al bregar de
una lágrima. Yo no presencia nada, de igual forma, estaba solo. No supe
subirlas, me había olvidado y los recuerdos sobrantes, correspondían al
acto de bajarlas. Lo intenté, aunque fallé: abrí mal la palma derecha y
como pude, me apoyé en la pared, gracias a una estratagema desigual en
el correr de los placeres. Sentía la fuerza de mis manos tirar sin ellas y,
mi cuerpo, subir sin mí.
Fue la opción que tuve, él no quiso aceptarlo y nos separamos. No me iba
a prostenar, el prolegómeno estaba dado desde el día dos -el uno estuve
muy cansado-, no me hizo caso. La subida de la escalera, estaba
aparentemente allá arriba y reservada exclusivamente, para los que
cambiaban de turno; no era mi lugar, mucho menos mi momento.
Retrocedí, pero no ocho pasos como se rumoreó, sino seis, ya que en caso
contrario no hubiese quedado tan alineado como quería con el terraplén
-pampa ahora- de mi despacho, con el cual aún me desentiendo de toda
posesión.
La lluvia del otro día le había venido bien, estaba demasiado límpida y
las canaletas, muy faltantes de esos cuencos de dalias que me habían
privado de la gracia de los floristas, como si la sal de uno ellos me
conformase. Pese a ser un barrio bajo, era bello y tranquilo: por las
noches, cada uno contaba las estrellas nuevas que asomaban, y como
algunos tenían a su disposición el cielo íntegro -tal vez por los años de
oficio-, lo hacían con las hormigas y gusanos que les quedaban. Ésto
último generaba fuertes competencias, el ganador era el que menos tenía
y por ende, el más lindo. En mi barrio, éramos al menos todos vecinos
nuevos, y los nuevos siempre teníamos más estrellas por descubrir. En las
tardes paseábamos, sacábamos las hojas de unas bolsas de consorcio que
estaban por ahí para contaminar un poco el ambiente, y a veces
jugábamos a las escondidas por entre las calles, junto a los niños y bebés
que reían por primera y única vez, hasta el día que les tocase volver.

-¡Te encontré!

-¿Con quién hablás?- Preguntó con preocupación

-Con el nene, mamá.

Hoy por hoy vivo en otro lado, ya no cuento estrellas, y después de ser
campeón del conteo de insectos, dejé de preocuparme por la delgadez; de
hecho, si hay algo que me sobra es carne -y cielo, y escalones. Aunque mi
barrio es de uno de los altos, las calles son pocas y la vida, mucho menos;
no soy feliz. Me gustaría pegarme una vuelta, pero olvidé las llaves
afuera y me da miedo bajar los escalones, por lo que prefiero irme a
contar ovejitas, y recobrar el tiempo de aquel despacho en la Calle 18
entre DonRobledoPaladinoMaríaJosefaZebalosGasparSaturninoBasanta
TorcuatoGodoy [...] y ClorindaLazoFernandoTrujilloElidaEthelSuárez
[...], a la altura de AméricoFigueredoAnubisPáezDeSantoro[...], hueco 7,
donde las telarañas lucen más sueltas que las demás.
Si lo llamasen por su nombre

César fue un tradicionalista, pero no de aquellos que comandaban


cavernas, sino de los que cabalgaban tigres. Era, como dicen por ahí, un
enamorado del amor: estaba hace quince minutos, perdido por un
muchacho de porte ecuestre, de platónicas espaldas y broncíneos colores
en cada canto de sus huesos.
César se apellidaba Del Viso, y bien sabía vivir en ellos, ya sea como un
libérrimo chuvasco otoñal, o como un descubridor de las grandes
pequeñeces que duermen bajo la sábana de los edificios de la Ciudad de
Buenos Aires. Altisonante en modales reos y abrasantes, y a su vez
silencioso y sofisticado en artes desconocidas para los simples dioses. Su
padre, Don Isidro Del Viso, había sido un hombre y su madre, Doña Lalá,
una mujer; ambos viejos de un carácter abstruso, pero voraces en los
mudos cariños del inmarchitable ritual de la merienda: los tres a las tres.
Cuando ellos fallecieron, supo hacerlo él también: la decisión de
conservarse como cuerpo le bastó para vivir en una especie de sopor
donde descubrió que ellos también habían decidido conservarse, pero
bajo la liquidez de las almas.
Solían cruzarse palabras cuando desde la persiana chueca, se olfateaba el
petricor del Sol evanescerse por las umbrías de un departamento vacío, en
un piso altísimo de un edificio muy viejo.

-¿De vuelta, vieja?

-De vuelta, m’hijo.

No tuvo hermanos, considerar a Beltrán como uno, hubiese sido una


crueldad que el meollo indescifrable de los Del Viso, no habría tolerado.
El nombre -y el hombre- Beltrán era inexpresivo y alambicado: vestía
ropa cara, y lucía un mostacho hirsuto y fluido que, sin embargo, delataba
toda ausencia de vigor en su esencia y presencia. No lo volvió a ver desde
aquel otoño de la edad media, donde sorprendió la puerta de su casa con
el afán de conversar con Don Isidro, y todo acabó en una ventisca de
lágrimas y reproches que César, espiando a través de la mirilla, se
prometió jamás perdonar.

-Bien muerto estás, hijo de puta- Amagó a pensar alguna vez, pero tan
santas eran las putas para él, que se retractó inmediatamente.
Cierto día, se vistió de un infamante lino amarillento, se colgó el mejor
rosario, y cuando estaba por abrir la puerta para retomar el cumplimiento
del deber dominical, se enteró que un lunes urgente se había inmiscuido
en su triste mañana, y que el deber era otro. Se descolgó el collar, bajó a
la calle, y como si fuese la primera vez, recorrió la vieja Plaza Chile, se
deleitó con un guitarrista de jazz que tocaba por Cabildo, y bajo el
azaroso canto de un 60 que se cruzó; palideció de nostalgia ante una urbe
que era mucho mayor de lo que su ventana argumentaba.
Caminaba arqueado, jugando a pasar por debajo de las nubes hasta
enamorarse de alguien y erguirse, intentando ser un poco más que las
ratas.

Más tarde que temprano, en el bar de la esquina, acabó enamorándose de


aquel muchacho de vermiculares rizos, que leía profundamente a pocos
metros de él. Bajó levemente la cabeza para, con su vista periférica -sin
desaferrarse del párvulo retrato del ecuestre muchacho-, comprobar la
profundidad insondable de su taza, que sólo decoraba un triste saco de té.
Se vio a sí mismo incólume, como si el muro de oscuridad en el que
acostumbraba vivir, no hubiese bastado para superar el llano emblema del
delirio. Supo, y con cada hoja que pasaba el muchacho, sabía más.
Los mensajes habían perdido su símbolo, e inevitablemente, su mensaje;
pues ya no eran necesarios. Las manchas amarillas del libro, le habían
regalado el primer y único orgasmo que conocería en su vida, el mundo.
Se levantó, lanzó sobre la mesa con precisión algunos fajos de papeles
con cierto valor monetario, y se fue. Había comenzado a extrañar el
placer de sentirse olvidado.
Cuarto oscuro

Ni débil ni frígida. La templada víspera de otra tarde, inundaba las retinas


de un pulmón de manzana que desde el ventanal del comedor, refugiaba
sus rebeldías por el viejo sofá. Ayer habían sido dos: Carlitos, el hijo de
la almacenera, y el maestro de música. Nunca nos dijeron nada, pero
sabíamos todo. Asomé la mitad de mi nariz por un pasillo improvisado
que la cortina me había regalado, y el calor de la desolación de un barrio,
abrasaba con propiedad mi cerebro.

Volé casi medio metro. Tan alto y viril, como aniñado y febril, reconoció
en mi rostro el estigma de la complicidad y, casi a los chapaleos, por
entre los jarrones de mi nona, entendió que sería inútil hacerlo solo.

-¿¡Dónde mierda están los libros!?

-¡Qué carajos le interesa a usted, mal nacido!

Se acercó a mí, y desde su verde intento de acariciarme pontíficemente,


lanzó un manotazo bruto que me dejó inconsciente junto al cadáver de la
ventana. Oía voces menestrales, y sentía por la colina de mi vientre rodar
pataleos y llantos aún sin dar. Olfateaba el olor putrefacto de la penumbra
que me abrazaba, y por encima de mí, el rumoreado estantiguo que
reverberaba sus meollos más oscuros.

-Mire, Lo Giúdice, la cosa es simple: a ‘la vaquita’ -como me habían


apodado- cójala, péguele, haga lo que quiera; pero que hable y que haga
aparecer a Saborido. Pórtese bien, no me tiembla el pulso si tengo que
volarle el mate y esconderlo por ahí.

-Entendido, señor.

Comencé a oír el cucuneo de unas botas invisibles, la hora de mi muerte


había llegado. Dos manos frías como una urna se posaron sobre mis
hombros pelados, y un recital de conmisceraciones tímidas, drenaron de
una carcajada impertérrita que auscultó la cuenta regresiva de un nuevo
chusmerío barrial.
Mis talones paspados por el roce con el colchón, fueron el único
documento de la fuerza que alguna vez había poseído, y que sentía ahora
desaparecer por entre las pulseras medievales que me asían al único
espacio donde la luz era libre, la crucifixión.

-¿Vas a ser mía, putita?- Pronunció un voz castrática, bajo el son de una
mímesis secular que parecía ser el de bajarme la bombacha. -¿Vas a ser
mía? Pronunciaba con desesperación, mientras yo sentía su mirada como
propia, y de mi irrefutable omnipresencia gomosa, un goterón hirviendo
que descendía por mis muslos rollizos. -¡Qué rico sentirte acabar, basura!
El rumor se extendió seis días más, junto a un rito que descendía todo
vestigio de un sol vital por mi vientre, ya no sentía a quien iba a darme a
luz, ya no sentía a Mariano. El séptimo día, como es costumbre para todo
proceso catártico, mi fantasma descansó; fue aquí cuando tomé noción
del tiempo, a razón de familiares cánticos de la hinchada de River Plate
que se oían a lo lejos, ahogados.
No quise llorar, ya lo hacía mi vientre. Cerré los ojos y me quedé
despierta, reviviendo un recuerdo de la niñez donde sentada en la nuca de
mi padre, ajetreaba las manos como un pescadito al compás de las
gambetas del wing izquierdo.

No habría pasado media hora desde que cerré los ojos, cuando comencé a
oír cerca mío y con mucha claridad, cánticos familiares.

-¡Pero usted es pelotudo, Lo Giúdice! ¿Me está diciendo que solamente se


la está cogiendo? Mire que no está acá para jugar. Si no habla, hágala
hablar, a las mujeres hay que pegarles para que reaccionen- Un delicado
portazo sentenció la locura.
Lo Giúdice avanzó hasta mi cuerpo, visualmente agónico. Me animé a
abrir los ojos, y detecté sus abalorios nerviosos, en contacto con mi
vientre. Se agarraba la cabeza gritando:

-¿Por qué no hablás?- Comenzó a repetir sin cesar. Mi garganta seca,


producto de los días sin agua, sólo me permitía ronronear símbolos
brillosos que parecían sordos ante el silencio, lo interpretó como una
burla: -¿Así que te reís de mí, gallinita clueca? -Frunciendo los dientes-
¿Te reís de mí?- Arrancó un tablón de los que cubría la ventana, y
sorteando con astucia mis patadas, pronunció -Ahora vas a ver lo que te
pasa a vos y a tu pollito-. Me abrió de piernas e introdujo la punta filosa
del tablón, en mi vagina.
Como un submarino, sorteó cada víscera labrada con el cariño de quien
había sido mi madre, y se topó con las puertas del infierno: sintió clavar
el tablón sobre una masa y jaló hacia afuera. Lo repitió algunos minutos
más, hasta que mi cuerpo improvisó una sábana carmín que me acurrucó
en posición fetal, mientras mi otro cuerpo, certifcaba el final de una
estirpe.

-No... ¡No! ¡Qué hice! ¡Qué mierda acabo de hacer!- Sollozaba Lo


Giúdice, quien se había sentado en la sombra debajo de la ventana,
alejado del rayo de sol que al fin me iluminaba. No tuvo mucho tiempo
para llorar, alguien llamaba del otro lado.

-Lo Giúdice, abra la puerta.

-...

-¡Lo Giúdice!- Tardó en cumplir, pero lo logró. Del otro lado esperaba el
coronel, que poca importancia brindó al escenario apocalíptico que se
desglosaba detrás. -¡Agarramos a Saborido!- Exclamó con alegría.

-...

-Mire que le dije que no la mate... y en ningún momento habló. Se salva


porque salió todo bien, no tenga dudas que de lo contrario, usted ya
estaría en una fosa común- Se percató del semblante de Lo Giúdice-
¿Usted estuvo llorando? Encima que se divirtió, llora. Mi padre decía que
llorar no vale la pena, llorar es de putos. Póngase recto, o lo vamos a
hacer hombre a balazos- Lo Giúdice respondió con un brusco saludo
marcial, intentando disimular la hombría verde que no lo dejaría dormir,
sino hasta su suicidio en 1993 en las vías del tren Sarmiento.
Alejamiento al detenimiento de las noches

Despertó a razón de un puntazo en el vientre. El cielo había recuperado


sus pasiones fanales, bajo la vasta noche banal que desangró su velo en
unos ojos rojos de zarza, infernales, ahogados en ruidos metálicos y
anexos; ruidos que parecían desplegar todo su fulgor por entre sus piernas,
como escapándose. Su dolor se había vuelto una cosquilla premonitoria,
como el anuncio de una gotera tímida ante la figura cánida -según él- de
mirares rojizos que, lentamente, se había alejado por entre los llantos de
lo que prometía ser un brezo.
Comenzó a correr marcha atrás, jadeante, creyendo en quien no había
creído jamás. El mismo ser se manifestó nuevamente, al compás del
mismo lamento multiplicado por la presencia voraz de un ladrido atonal
sublime. Su noche, se enredó, en las promesas, de una pared mocosa,
pero sin materia; una masa, espesa e invisible, que lo ralentizaba, muy
lentamente, como si nada.
De espalda a la calle, el inmenso bosque se demostraba vacío ante él,
vestido de expectación. Llegó a la reja, la trepó -de espaldas, claro- y
desde el otro lado, retomando sus huellas; las puertas de la curiosidad se
abrían al hacer contacto con la acera, -¿Sería buena idea adentrarse?-
pensó; el aburrimiento lo vencía.
Último momento

Véase también el artículo 18. Las noticias no son alentadoras: los jóvenes
se están cansando antes, de la juventud. Según cierto plantel de
astrónomos de una zona apartada de Europa, hay una razón muy clara
ante este fenómeno.
Es probable, ellos siguieron con sus planos y obscenidades tantas sin
cruzar jamás ni tres miradas al pizarrón, quien vestía ecuménicas
fórmulas y un alma belicosa, chirriando su rouge muerto por entre los
chistes y llamados de atención constantes del profesor. No sé más que
ésto, las noticias siguen llegando y es más grave de lo que se creía: los
jóvenes se están cansando antes, de la niñez; no llegan al tercio de la
primera década -si es que ésta está pactada, en principio-, y ya pasan al
seis octavos de la quinta. Sin conflictos de niños, con conflictos aniñados,
no llegan nunca a ser niños.

-Céspedes, pase al frente- Sentenció la oblicua silueta, apropósito del


caudaloso sonido incesante del alumno.
Céspedes -o el Raulo, para los amigos- supeditó su lápiz con cierta
ternura, y cuando éste se volvió azul, cayó moribundo sobre los canales
surcantes de la hoja cuadriculada. Era alto, muy alto, un prosélito entre
los rebeldes; una promesa de egregía; un prodigio del arte de prosternarse
ante la mirada cuádruple del profesor.

-¿8x7?

-...

En efecto, indiscernible. Cada factor geométrico del enorme y bello


cuadro del cosmos, no era más que piedra firme -muy- y lisa, cuyos
cabellos violetas, azules y todos esos colores que están en el espacio,
volaban al compás de un viento que surgía de la nada, bajo un
maremágnum de sacrilegios infinitos, que potenciaban de cara al pasado,
toda nuestra vida; cualquier secreto lacustre de nuestras mentes finitas.
Frente a nosotros, teníamos el lago más grande la historia de la
humanidad, nuestra pequeña humanidad del fondo del aula.

-¿8x7?
-21- Respondió, tremuloso pero decidido. Sudaban opciones nonatas por
cada uno de los poros de su guardapolvo, el aula estaba en completo
bullicio.
Mire el artículo 30 con suma premura, y no tema, los viejos se cansan
antes de la vejez.
Bajo el silencio de Nosotros

Decir que fue un acuerdo, sería mentir. Las horas protestaban su devenir
elegante, y los sectores estaban siendo sorteados. Por dentro, todos
queríamos la puerta pero, si recientemente habíamos acordado que la
misma precisaba de un cartel de salida para no retenernos por siempre
-cartel que, claramente no existía- entonces, estar en ese sector era tan
inútil, como amontonarse en el rincón más apartado.
Rincón que, en mi caso, fue el izquierdo, junto a Gregorio y Alai. Si
bien, ésto representaba una catástrofe a nivel personal, ya que Gregorio
solía sacar lo peor de mí con sus acotaciones pedantes y su porte gomoso
al hablarme, al menos no estaba sola. A lo largo y ancho del salón,
acomodamos las mesas y las sillas con la intención de formar algo
parecido a un vecindario. Nos acomodamos en el correspondiente, nos
repartimos material acolchonado para improvisar las almohadas, y
salimos al centro del salón, donde se conformaba una ronda que parecía
estar a los pies de una fogata. Si por mutuo acuerdo, nosotros nos
habíamos puesto en esta situación, también podíamos ponernos en otra,
por el mismo motivo: alcé la voz y les propuse levantar la mirada y, en el
techo húmedo y sucio, acordar un cielo; luego, en el suelo, un pastizal; en
las paredes, por su parte, una pampa y, en las ventanas y la puerta, la
noche y el día. Habíamos acordado un mundo y unas reglas. Nos había
tomado quince minutos, lo que a otro le habría tomado siete días. No
profesamos palabra y, aún así, las cosas se hicieron. Todo, más que un
montón de fierro y madera marcada con liqui-paper, lucía como un vasto
paisaje de carpas y pampa.
Nuestros vecinos: Bruno, Thiago y Vincenzo, eran apodados como la
Secta, ya que durante las madrugadas, mientras los espiábamos, veíamos
como un Bruno vestido de guardapolvo con el bolsillo pintado de rojo,
golpeaba un compás en una escuadra, como si de un llamado geométrico
se tratase. Murmuraban temas diversos, proponían soluciones para
nuestra situación y todo, bajo un carácter filantrópico pueril.
La carpa de enfrente, por su parte, albergaba a ‘’las Brujas’’: Dulce,
Ramiro y Belén, quienes cada mañana, ofertaban cuadernos de tapas
azules con textos jeroglíficos, que parecían recetas y lecturas del
horóscopo:
-Buen día, chicos. Les queremos ofertar, por el costo insuperable de diez
pesos con cincuenta, nada más y nada menos que ‘El gran grimorio de
Belén’. No lo dejen pasar.- ¿Qué mejor para matar el tiempo? Hicimos
caso, y no lo dejamos pasar. Si bien siempre se supo que la caligrafía de
Belén era jeroglífica, nosotros estábamos dispuestos a descifrarla, aunque
imposible nos resultó. Como las Brujas nos caían bastante mal -sobretodo
Dulce-, preferimos ni preguntarles qué habían escrito.
Buscando soluciones, en cierto momento, dirigimos la mirada hacia el
este, y muy a lo lejos se apreciaba un cubo gigante y negro donde en
cuyas espaldas, un cielo verde y tiznado de geometrías sólidas y números
indistinguibles, argumentaba la divinidad necesaria. Era un sitio que
jamás habíamos pronunciado ni pensado, pero lo habíamos tomado como
el más propio y natural de todos; lo llamamos ‘’la Piedra’’.

-¡Ahí está la respuesta, vamos!-Exclamé. Salimos de nuestra carpa y de la


nada, un río negro y pomposo, hecho de buzos y mochilas, se manifestó
ante nosotros:

-Podrán cruzar la inmensa fauna de las letras, podrán gozar del hermoso
rocío del papel; pero recuerden, que la luz ha de manifestarse como tinta
en vuestros cuerpos, tarde o temprano. Y cuando eso ocurra, es el viento
quien los hallará como un panal y soplará, soplará hasta romperlos y
dibujar con su miel, a quienes caminarán en su lugar. Es por ello que...

-¡Gregorio!- Reclamé- Parece que estás fumado, nene. Bajá un cambio,


vamos de vuelta.

-Pero lo estaba haciendo bien, Renata. No seas densa.

-No, parecías uno de esos viejos con barba de borrachos que teníamos
que estudiar. Vamos de vuelta, dale.
Tras unos dos o tres intentos más, Gregorio encontró finalmente, un
monólogo adecuado, permitiéndonos responder y avanzar. Pese a todo
pronóstico, las palabras del río fueron inspiradoras para nosotros, ya que
consideramos que no habíamos mayor incentivo para actuar, que la
consciencia plena de algo inevitable a punto de borrarnos.

Al otro lado del río, se encontraba la carpa de nada más y nada menos que
Máximo y Maia, los noviecitos. Si bien su polaridad etaria era evidente
en todo sentido -Máximo tenía la sombra del bigote que sólo portan los
repetidores natos, y Maia, por su parte, era la que cumplía en julio-, eran
realmente muy solidarios. Siempre mostraban toda clase de útiles y
golosinas, que prestaban sin chistar e incluso, parecían hacerlo con
alegría. Ésto fue más que suficiente para apodarlos ‘’el Maxikiosco’’, y
no podíamos sortearlos en nuestro viaje.
Alai se avivó, y trajo un tema que no estábamos teniendo en cuenta y que
era, sin dudas, fundamental.

-Che, chicos ¿cómo creen qué es el sitio donde está la Piedra? ¿Frío?
¿Caluroso?

-Ay, no sé- Dudó un segundo- Para mí es árido.

-Qué sé yo, Alai. Mirá lo que preguntás. Acordáte que nosotros sólo
sabemos que existe.-Respondí, con cierta molestia.

-Sí, perdón-Tímida- Pregunté porque capaz no hay nada, y estamos yendo


al pedo.

-No arrugues

-No arrugo, es que...

-Veremos, veremos, después lo sabremos-La interrumpí con arrogancia.

-Che, Rena, para mí tiene razón Alai; tipo, no po...-Le puse la mano en la
boca. Por encima de mi hilera de dedos, su rubor se robaba las líneas de
mi mano y, como vistiéndole el rostro de años, entendí que estaba
viéndose en mí. Me aparté, roja también. Habíamos entendido todo. -Es
verdad. Mejor dejarse sorprender- Tras un breve silencio, pegó el grito
invocador del kiosquero.

-¡Maxi!

-Voy.

-Escucháme ¿me das unos Particulares Treinta y dos Mielcitas?- Pidió sin
mirar. Había adoptado un porte de malevo impresionante, un canchero
bárbaro. Era el bosquejo de quien sería el porteño más porteño de todos.
Con Alai nos reímos.

-Suyo- Extendiendo la mano- ¿Tenés cambio de cinco?

-Sí, tomá- Respondió Gregorio, llevándose la mano al bolsillo buscando


unos billetes de hoja cuadriculada, que le habían quedado de la clase de
matemáticas.
-Listo, nos vemos.

-Chau, chau.

-¡Es mi viejo, boluda!- Le susurré a Alai, antes que nos interrumpieran


unas voces lejanas:

-¿¡Y esa pinta de tachero!?

-¡Giráte un Balbo, gordo!

-¡Ridículo!

Madelaine, Chantal y Jackeline o, como solían llamarlas todos: ‘’las


Francesitas’’. Tres repetidoras de crocantes cabellos y hediondos rocíos,
que atentaban nuestra pampa escupiendo espíritus recamados de miasma,
cantos en forma de súcubos que se inmiscuían en cada fragmento de
nuestra madrugada imaginaria, y sucumbían las estrellas que, de a poco y
como pequeños fanales azules, se caían sobre nuestras cabezas
partiéndose en novecientos sesenta y tres pedazos, dejando los treinta y
siete restantes, como embriones de auroras que prometían fundirse en mil
albas, y estallar en una orgía de numismática fugazmente voraz; un
marasmo entre los conos y el dulzor de las frutas. Me tapé los oídos, y di
la orden.

-¡Corran y tápense los oídos!- Alai, recordando el exceso de cera que


quedaba en la goma de sus auriculares, entendió que podía hacer algo
más; era su momento.

-¡Avancen y espérenme!- Se frenó, volteó hacia las Francesitas, y se


limitó a dejarlas cantar pues, su canto, en sus oídos no podía penetrar.

-¿¡Qué está haciendo!?- Gritó Gregorio. Los cantos se acrecentaban sin


parar, como si en sus notas hubiese un saltimbanqui que las rebotase.

-¡Canten, dale! ¡Canten que no las puedo escuchar!- Pronunciaba Alai,


provocativa. Aquella pelota de ruido, resultó, finalmente, por explotar en
un pitido agudísimo que nos tiró al suelo como una fuerte onda expansiva.
Lo había logrado.
Continuamos nuestro camino, triunfales. La Piedra estaba próxima. Sólo
nos quedaba una carpa, antes de que la pampa se desnudase en su
máximo esplendor, dándonos vía libre hacia nuestro destino. La Caverna
era distinta, era la única carpa que no estaba hecha como todas las demás;
más que ser un silla con camperas que funcionaban de cortinas, era una
mesa recostada que arrinconaba y escondía bien a quien se hallaba en su
interior. Nos acercamos

-¿Entonces me estás diciendo que tus Particulares Treinta, son palitos de


chupetines levantados del piso?

-A ver, no exact...

-Dejála ahí.

-Cállense- Ordené, antes de dar el primer llamado- ¿Hola?- No hubo


respuesta. Decidí asomarme sigilosamente: -¿Hay alguien?- El silencio
reinaba. Por descarte, en su interior sólo podía albergar Ariadna, la mítica
Ariadna Lorenzo que en los chequeos de lista matutinos, nos turnábamos
para gritar-¡Ausente!-. Era una chica de la que se rumoreaba, sin
conocerla, de ser parte de un círculo familiar de lo más dañino y que ello,
era el motivo de su ausencia.
Su rostro, como un ánfora divino, permanecía apartado de mi rango de
visión; de no ser por los pequeños abalorios que parecían desprenderse de
las raíces de su inmenso cabello rubio -como papel glasé-, habría jurado
que su presencia era meramente metafísica. Su sombra era violeta y, por
la posición en la que se hallaba su cuerpo bajo el Sol, parecía estar mal
colocada. Su presencia se sentía ecuménica, omnipresente, me hacía
dudar de cuál era la distancia real que nos separaba de la Piedra.

-¿Vos sos Ariadna Lorenzo?- Se volteó hacia mí, como girando en una
silla de escritorio. Su rostro estaba atiborrado de ojos: los típicos, gordos
y topacios; los demás, de todos los colores. Sentía estar observando una
infinidad de rostros, rostros que giraban a la par como una rueda dentro
de otra, incluso en sus orejas, sus aros continuaban altos y espantosos,
también colmado de ojos diminutos. Su cuello vestía un moaré de un
color que, más que ser visible, era sensorial y se manifestaba en las
entrañas, arrancándolas con vehemencia para luego, escapar por sus
tímpanos como burbujas que zumbaban en colores imposibles de
describir. Vestía una casulla gótica del color de su sombra. Todos sus
ojos miraban hacia mí y, aunque no emitíamos palabra alguna, el mensaje
estaba claro.
Inclinó levemente su cabeza, y un mechoncito rompió con la llanura
perfecta de su peinado. Lo arranqué, y casi sin mirarla, me salí apurada.

-¿Y, Reni?- Preguntó Gregorio


-Vamos, sigamos. No pregunten- Respondí premurosa, dando a entender
que estaba cumpliendo con una orden mayor. Corrimos por la inmensa
pampa, parecíamos tener vía libre, de no ser por la curiosidad agobiante
de mis compañeros -pese a mi pedido de silencio- y por el laberinto
inmenso de cabellos frondosos, que se habían levantado como paredes
alrededor de nosotros. Comenzaron a llorar y a lamentarse:

-¡Vamos a morir!- Gritaba Alai.

-¿¡Por qué!? ¿¡Por qué!? ¡Tan jóvenes!- Gritaba Gregorio.

No les presté atención, aunque verbalicé una serie de corporalidades para


captar su atención y que dejasen de gritar.

-¿Qué le pasa?- Susurró Gregorio a Alai, mientras yo elevaba hacia el sol,


con mis dos manos, el mechón de pelo. Mi idea dio frutos, se habían
callado.
Descendí levemente mis manos, hasta situar el mechón junto delante de
mis ojos, y quedarme bizca. Avancé, y me siguieron la corriente. Desde
mi punto de vista, el laberinto tenía sentido; parecía resolver todos sus
enigmas ante mis ojos distraídos. Incluso, podía percibir como ellos, pese
a golpearse, cruzarse, caerse y vibrar en la confusión, igualmente
lograban mantenerse detrás mío amarrados al silencio, y sorteando de una
manera para mí, desconocida, el laberinto. Cruzamos.

-Ahí está.-Suspiré, observando la piedra.

-¡Llegamos!- Alai y Gregorio, al unísono. El mechón se escapó de mis


manos, como si tuviese vida propia, y aunque intenté atraparlo en el aire,
un pinchazo en mi brazo derecho, me lo impidió.
Estábamos en la Piedra y, honestamente, poco me importaba a esta
altura; me sentía mareada, confundida, ajena, no había podido
recuperarme del encuentro con Ariadna. La inmensa estructura era de
goma espuma, y tenía en su parte más baja, pequeños huecos perfectos,
donde no cabía nada más que el ratón de la monotonía. El sitio era
inmenso, aunque de no ser por la Piedra, no era más que un circular suelo
de cemento y cielo blanco, que nada prometía, que nada auguraba.

-¿Y ahora?- Pregunté.

-¿Y ahora?- Retrucó Gregorio.


-Yo les dije que no había nada- Expresó Alai, y con razón. Nos
acercamos al cubo, lo tocamos, lo golpeamos leve y bruscamente; le
hablamos e incluso, le apoyamos el grimorio, esperando una respuesta de
cualquier tipo.
Levantamos la mirada, y la cruzamos con la de un hombre mayor que
parecía haber estado siempre allí. Tenía el cabello largo, lentes, un
afeitado perfecto, y vestía muy casualmente, con una campera deportiva y
vaqueros gastados.

-¿Qué se les ofrece?

-¿Qué tal?- Respondió Gregorio, antes que todos-Venimos de la aldea,


estamos buscando respuesta a una gran interrogante, y creímos que éste
era el sitio adecuado.

-Es.

-¿Y usted quién es?- Preguntó Alai, aunque ya bien lo sabíamos.

-Tome, necesitamos que traduzca todo ésto-Pronuncié con cierto desgano,


que se matizaba con un llanto galopante. No me interesaba charlar, sólo
quería respuestas.
Comenzó a leer el cuaderno, sumido en una sagrada paciencia que nos
salpicó; un maquillaje que prometía ocultar la eternidad. Nunca le
quitamos la mirada de encima, hasta que él nos devolvió el gesto.

-Bien, bárbaro-Dijo- Se los voy a leer completo.

Abrí lentamente los ojos, todo lucía borroso. Sentía mi cerebro latir al
compás de una danza maligna que encadenaba mi cuerpo en una
superficie dura, aunque levemente acolchonada. Me sentía mal, como
nunca antes me había sentido. Creía estar sudando hielo, aunque no
lograba dar con la noción de nada. El entorno, desde mi punto de vista, se
sentía asfixiante, pequeño; creo que estaba rodeada de unas cortinas
azules y de máquinas que desprendían de sí, bracitos tan pequeños como
tubitos que incomodaban mis fosas nasales, y antebrazos. El olor era frío,
fuerte, metálico. No hallaba la claridad en ninguno de mis intentos de
distinguir el entorno, y mi mente saltaba brutalmente, impidiéndome
siquiera, reflexionar acerca de mi vida, de mis hijos y de todo lo que
dejaba atrás.
El único sonido que estaba escuchando hasta entonces, era un suspiro
muy suave que parecía jamás acabar; sin embargo, poco a poco, comenzó
a ganar espacio y forma. Parecía venir desde afuera,

-Pasá, te está esperando-Se oía como una voz jovencísima, frágil. Sentía
una presencia aproximándose a mí, sus pasos se oían como pequeños
golpes de madera y pantuflas arrastrándose.

-Hola, viejita- Pronunció una voz viejísima, frágil. No me interesaba


saber quién era, bien lo sabía ya. Mis ojos segregaron una sustancia
líquida que los nublaba aún más de lo que estaban, mientras aquella voz
profesaba cosas que escapaban de mis sentidos que, en aquel lago que se
llevaba mis visiones, observaban su reflejo, amagando desaparecer con la
corriente. La oscuridad y el silencio comenzaban a conformarme poco a
poco.
Un ruido fuerte, saturado, insoportable, se entregó a mí bajo un
caleidoscopio de fractales, que cada cierta eternidad -o al menos, así se
sentía- me rebelaba los números que siempre habían permanecido ocultos
en cada parte de la existencia. Sentía, por primera vez en mi vida, ser
Existencia, y no una parte de ella.
Me elevé hasta el techo del cuarto, con el uso total de todos mis sentidos,
y una luz extrema se mostró ante mí; como un portal de cuarzo, que me
atravesó hasta que todo se me apagó, nuevamente; aunque esta vez, con el
efecto que hacen las televisiones viejas cuando se apagan.

Abrí lentamente los ojos, Gregorio me zamarreaba.

-Che, no te duermas, tenés que estar atenta.

-¿Cuánto me dormi?- Pregunté confundida, con la voz jovencísima y


frágil, propia de quien durmió poco tiempo.

-No sé, dos, tres minutos.

-¿Arreglaron algo?

-No.

-¿Y para qué me despertás, boludo?

-Para que compartamos el silencio.

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