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Charlas Cuaresmales 2010

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CHARLAS CUARESMALES 2010


Año sacerdotal

“SERVIDORES DE VUESTRA ALEGRÍA” (2 Cor 1,24)


El servicio del sacerdote a la comunidad del Pueblo de Dios

Charlas Cuaresmales 2010 – Año Sacerdotal


“Servidores de vuestra alegría” (2 Cor. 1,24)
El servicio del sacerdote a la comunidad el Pueblo de Dios
I. “No conocer la Escritura significa no conocer a Cristo” (San Jerónimo; DV 25)
La Palabra de Dios, alimento de la vida espiritual y de la Catequesis.
II. “No podemos vivir sin el domingo” (Cristianos de Túnez, siglo IV)
La Eucaristía es la fuente y la meta de la vida cristiana personal y comunitaria.
III. “La justicia es inseparable de la caridad” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, n.
1)
La Caridad brota de la Eucaristía y construye la Comunidad.

IV. “En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios” (2 Cor
5,20)
El Sacramento de la Reconciliación y la Penitencia.

Alfonso Crespo Hidalgo

“SERVIDORES DE VUESTRA ALEGRÍA” (2Cor 1,24)

Estamos celebrando un especial Año Sacerdotal, convocado por el Papa


Benedicto XVI con motivo del 150º Aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, Juan
María Vianney. El Papa ha señalado un lema para considerar, especialmente, a lo largo
de este año: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”.
Este Año Sacerdotal tiene dos objetivos:
Primero, “contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los
sacerdotes para que, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio
evangélico”.
Segundo, “ayudar a percibir cada vez más la importancia del papel y de la misión
del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea”. El Cura de Ars era muy
humilde pero, consciente del don que es un sacerdote para su gente, decía: “Un buen
pastor es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno
de los dones más preciosos de la misericordia divina”.
En nuestra memoria está viva la presencia de los sacerdotes que nos han ayudado
a conocer la Palabra de Dios, a celebrar y recibir la gracia de los Sacramentos y a hacer
más viva la Caridad. Dios sigue haciendo obras grandes en la debilidad de sus servidores.
Dad gracias a Dios por los sacerdotes. Y, para que en su debilidad humana resplandezca
la fuerza de Dios, orad por vuestros sacerdotes y acompañadles con vuestro afecto.
El ser humano ha nacido para la alegría y se pregunta ¿dónde y cómo podemos
encontrar la alegría? San Agustín encontró definitivamente la fuente de la alegría en Dios
y confesó: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti”. Los creyentes confesamos que Cristo, el Señor, es la fuente de la
verdadera alegría. Cristo es la riqueza de la Iglesia y su Muerte y Resurrección es la gran
noticia que alegra la existencia del mundo.
El sacerdote es el mensajero de esta Buena Noticia. Con el mensaje pascual, el
sacerdote trae orientación, luz, consuelo, fe, esperanza y gozo a la vida de muchas
personas. Él testifica en su vida que “la alegría del Señor es su fortaleza” (Neh 8,10) y se
ofrece, también hoy y en el futuro, como “servidor de vuestra alegría” (2Cor 1,24).
El sacerdote anima y preside las tres grandes tareas de la Iglesia: la Catequesis,
la celebración de los Sacramentos y el ejercicio de la Caridad. En estas Charlas
Cuaresmales, vamos a meditar sobre estas tres tareas de la Iglesia y el servicio que el
sacerdote presta al pueblo de Dios, mediante la Palabra, los Sacramentos y la Caridad.

I. “NO CONOCER LA ESCRITURA SIGNIFICA NO CONOCER A CRISTO” (San


Jerónimo; DV 25)

La Palabra de Dios, alimento de la vida espiritual y de la Catequesis

Introducción: En el marco de la celebración del Año Sacerdotal


El sacerdote, en nombre de Cristo Pastor, hace presente en el mundo de hoy la
Buena Noticia del Reino y la ofrece a todos los hombres como la ansiada respuesta a
todas las preguntas y desafíos del corazón humano. El sacerdote ejerce su ministerio
desde un triple servicio: el presbítero, unido al obispo, edifica la comunidad cristiana por
el servicio de la Palabra, los Sacramentos y la Caridad.
El sacerdote, como ministro de la Palabra, trasmite a los todos hombres la Buena
Noticia de su salvación y los acompañan en el conocimiento de la Revelación del Misterio
de Dios. Los sacerdotes estudian y meditan la Palabra para hacerla oración propia y
poderla ofrecer a la comunidad y al mundo en toda su riqueza y esplendor. La
predicación del evangelio, reclama hoy del pastor aquella parresía (valentía) que exaltó
Pablo y que caracterizó a los primeros cristianos.

No conocer la Escritura es no conocer a Cristo


El Concilio cita a San Jerónimo cuando afirma: “No conocer la Escritura significa
no conocer a Cristo” (DV 25). Como nos ha señalado el mensaje del Sínodo sobre “La
Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”, los sacerdotes, contemplan el
“rostro de la Palabra”, el mismo Cristo, para poder comunicarlo (Cf PO 4.13); ellos
trabajan por hacer de las comunidades y parroquias “casas de la Palabra”, en las que es
escuchada, acogida y ofrecida a los demás, continuando la misión evangelizadora de la
Iglesia.
Las especiales circunstancias culturales y la influencia de los Medios de
Comunicación, ha exigido un esfuerzo generoso de los sacerdotes para poder “abrir
nuevos caminos a la Palabra” y comunicar con actualidad y eficacia el Misterio de nuestra
salvación.

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El sacerdote debe ser el primer creyente de la palabra, con plena conciencia de
que las palabras de su ministerio no son “suyas”, sino de Aquel que lo ha enviado. No es
su único poseedor, es deudor, con relación al pueblo de Dios. Como servidor de la
Palabra, el sacerdote no sólo debe vivir en contacto asiduo con la Palabra, y por lo mismo
orar antes de anunciarla, sino también predicar de tal manera que provoque la oración;
predicar para que la gente rece: predicar de manera que inspire la oración de quienes
tenemos delante. Una verdadera homilía sólo es tal si ella misma se puede convertir en
oración.

Una comunidad que ama la Palabra y vive de la Palabra


La Palabra de Dios no es primordialmente palabra acerca de Dios o doctrina sobre
Dios, sino palabra que Dios nos dirige personalmente. Dios no es un “dios mudo” como
los ídolos sino un Dios que habla, que interpela al hombre y se dirige a él como amigo
(Ex 33,11; Jn 15,14s).
En la Catequesis, en los grupos de formación parroquial, en múltiples actividades
de la Comunidad, es la Palabra el alimento y el motivo del diálogo entre los cristianos y el
mejor medio para orar. Los Salmos son la expresión de un pueblo orante que ha sabido
trasmitirnos la riqueza de sentimientos y vivencias humanas expresadas como acción de
gracias, como súplica o petición, como pregunta o reclamo a un Dios con quien podemos
hablar porque Jesús nos ha enseñado a llamarle Padre.
La Comunidad, en cada celebración eucarística, antes de acercarse a la Mesa del
Pan se acerca a la Mesa de la Palabra. En ella, es el mismo Dios quien nos habla a través
de la lectura de la Biblia. Esta experiencia de un Dios que nos habla da sentido a la vida.
Dios, en el Nuevo Testamento, se revela como amor.

1. La doble mesa del Pan y la Palabra


En la Carta “Quédate con nosotros, Señor”, el Papa Juan Pablo II, nos dejaba
estas hermosas palabras: “La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la
liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de
las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan… En la narración de los discípulos de
Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por
los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su persona (cf. Lc
24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la
oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con
Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc 24,29)” (Quédate con nosotros, nn. 11-12).
Toda la vida de la Iglesia, de cada cristiano y de cada comunidad, tiene su origen
y su meta en la Eucaristía: de ella brota el manantial de gracia que nos sostiene; y a ella
se dirige el caudal de la vida de los cristianos. En la Eucaristía, participamos de la
escucha de la Palabra y la comida del Pan eucarístico: es la doble mesa del Pan y la
Palabra.
“Les explicó las Escrituras”, nos dice el relato de Emaús. Esta explicación del
Maestro es una guía para conocer su Misterio. A Jesús no se llega verdaderamente
más que por la fe. El estudio y la explicación de las Escrituras, de la Palabra de Dios,
ayuda a preparar la respuesta a la pregunta formulada por Jesús a sus apóstoles: “«Y
vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con
él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad
del misterio: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). (Cf. NMI 19). En esta

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pregunta y esta respuesta nos jugamos la autenticidad de la fe. Jesús empeñó su tiempo
entre nosotros a ayudarnos a que demos, también nosotros, la respuesta adecuada.
2. “Les hablaba en parábolas...”
Cuando Jesús comienza a predicar la llegada del Reino de Dios, comienza
poniendo una serie de comparaciones, que terminan concretándose en verdaderas
narraciones: es la hora de las parábolas. Este lenguaje en imágenes está al inicio de
todo. Cuando el hombre tuvo la idea de escribir comenzó a pintar; para los pueblos de
Oriente la imagen es superior a la palabra, anterior a la palabra: la imagen es el punto
de apoyo y el impulso de la palabra.
Hay en el Evangelio todo un mundo de imágenes, de comparaciones,
semejanzas... que la versión de la Biblia de los Setenta, traducirá como “parábolas”. La
historia señalará con el término “parábola” algo referido a una narración breve,
inventada, pero verosímil, tomada comúnmente de la naturaleza, de la vida y usada para
expresar, por su medio, enseñanzas de tipo religioso o moral.
Las parábolas son los fragmentos mejor conocidos por el pueblo cristiano, y
conservadas en la memoria desde la infancia. A su vez forman parte del patrimonio de
todos, creyentes o no creyentes: por ejemplo, decir “hijo pródigo” es ya una imagen que
pertenecen al patrimonio de la humanidad, creyente o no.
Hay que notar que las parábolas tienen un encuadro geográfico e histórico
concreto: el mundo de Jesús. El lenguaje de la parábola es una delicadeza de Jesús para
los más sencillos y humildes, pues pone la enseñanza más difícil en el lenguaje más
sencillo. Hablar en parábolas es un signo de “la maestría del Maestro”.
Jesús sabe revestir las grandes verdades con formas humildes y cotidianas. Esa
combinación de la pequeñez de lo cotidiano, con la enormidad de lo que se descubre tras
la cortina de las imágenes, es efectivamente el gran misterio de las parábolas; misterio
que las constituye en fenómeno absolutamente único en la historia de la literatura
universal.
Jesús fue el gran maestro de las parábolas, y casi todos cuantos las han usado
posteriormente han imitado su estilo. En cuanto al número de las trasmitidas por el
Evangelio, está en unas 30.

Los evangelios recogen tres grandes grupos de parábolas


El primer bloque, unas 8, y se centran el tema del Reino de los cielos (el
sembrador, el trigo y la cizaña, el grano de mostaza y la levadura, el tesoro y la perla
escondidos, la red). San Mateo las recoge prácticamente todas. Un segundo bloque,
tiene como predominio el tema de la misericordia. Es este el bloque el más elaborado y
abundante. Unas 16 parábolas. Es recogido por San Lucas en los capítulos 14 al 16: el
llamado evangelio de la misericordia (en este capítulo se narran las parábolas del
banquete vacío, de la oveja perdida, del dracma perdido, del hijo pródigo, del
administrador sagaz, del rico Epulón y el pobre Lázaro, del juez y la viuda, del fariseo y
el publicano que van a orar al templo...). El tercer bloque, recoge 6 parábolas, (los diez
talentos, los dos hijos, los viñadores homicidas, las bodas reales, la de las vírgenes
prudentes y necias, la de las minas) son narraciones con un mayor dramatismo, en las
que se juegan la vida o el destino, con una mirada a la otra vida.

El lenguaje sencillo y misterioso de las parábolas, reclama un corazón limpio para


acogerlas. Es como una complicidad de Jesús con los más sencillos: para los que
teniendo ojos y oídos, limpian el corazón para ver y entender.

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3. La parábola sobre la Palabra: “Salió un sembrador a sembrar...”
Esta bella parábola pertenece al grupo de las parábolas del Reino. Estas, narradas
especialmente por Mateo, son sencillas y luminosas. Son parábolas que apoyan el
mensaje de la predicación del Reino de Dios. Son parábolas llenas de optimismo y
esperanza.
Jesús anuncia ya cercano el Reino que vaticinaron los profetas. Y lo hace con
parábolas, para poner su comprensión al alcance de los más sencillos, también los niños,
los “predilectos en el Reino de los cielos”.
La parábola del sembrador es una de las más populares (Mt 13, 1-9). Jesús está
junto al lago, quizás ha subido a la barca para predicar a los que están sentados a la
orilla, deseosos de escucharle otra vez. Jesús, seguramente divisaría al fondo a un
sembrador que cruza los campos desparramando la semilla. Parece que maltrataba su
alimento, pero lo hace en esperanza de que mañana multiplique lo que hoy desparrama.
Una débil esperanza; es la esperanza del agricultor, siempre tan pendiente de la lluvia,
las heladas, del tiempo que el no puede dominar: ¡la siembra es siempre un acto de fe y
esperanza en la fuerza de lo alto!

La calidad de la tierra
El sembrador sabe que, aún dentro de un mismo campo y siendo una sola la
semilla sometida a idénticos calores y lluvias, se darán diferencias en el fruto. Hay un
factor que ya está ahí: la calidad de la tierra.
Es una tierra accidentada, no hay en Palestina grandes llanuras, ni tierra calma:
son más bien bancales accidentados, con caminos tortuosos, con lindes imprecisas, y con
caminos que cruzan los sembrados. El agricultor sabe cuánto arriesga en cada grano
lanzado a boleo sobre esta desagradecida tierra...
También lo sabe Jesús, que se está describiendo a sí mismo en este sembrar en
una tierra sin labrar. Ha visto ya las primeras dificultades que surgen ante su
predicación. Si habla en nombre de Dios ¿cómo es que los fariseos permanecen duros de
corazón, los escribas escépticos, los romanos de Herodes desconfiados; e incluso,
muchos de los que le siguen, no acaban de creer? Es la misma semilla, el mismo
sembrador ¿por qué frutos tan diferentes? ¿Por qué los doce le siguieron, dejando
familia, casa y trabajo... y otros le repudian y le acosan? ¿Qué falla: la semilla, el
sembrador o la tierra...?
Jesús, previendo que ésta será una pregunta que se harán sus seguidores, los que
quieran continuar sembrado, propone está parábola, completada con otras, que
describen la tarea del sembrador, y los escondrijos del alma humana que recibe la
semilla.
“Parte cayó en el camino...”
Hay hombres que son como un camino, hombres y mujeres endurecidos por la
vida, que a base de desengaños y desconfianzas ya no se abren a nada. El resquemor, el
dolor y los años le endurecieron, en lugar de fecundarles: sus alforjas están cargadas de
amargura y escepticismo. Es inútil que la semilla de la palabra caiga sobre ellos. No la
recogerán. Rebotarán en la dureza de su espíritu. Vendrán las aves del cielo, o el viento,
y arrebatará la semilla, y con ella la esperanza de un posible fruto.

“Parte, entre piedras...”

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A veces, sobre la piedra o la roca, se deposita una pequeña capa de mantillo, es
una capa superficial de tierra que parece preparada para acoger la semilla: sobre ella,
cae la semilla y el labrador anhela que dé fruto, esperando que haya suficiente tierra.
Con las primeras lluvias, florece... pero con el primer rayo de sol, se secará, pues no
había raíces suficientes. El fondo de piedra le impidió crecer.
Son los muchos los hombres y mujeres que tienen más piedra que tierra en el
corazón. Apasionados, idealistas, entusiastas, fervientes espontáneos, que se apuntan a
la última idea... Son gente abierta, fáciles a la entrega, pero faltos de solidez. En su
corazón hay más dureza que fortaleza. Les gusta probarlo todo y morir por nada. Tienen
mucho de entusiasmo pero poco de entrega confiada: son tipos como el joven rico, los
que le abandonan cuando anuncia la Eucaristía en el discurso del Pan vivo, bajado del
cielo, los que se alejan a la hora definitiva de la pasión y la cruz.

“Parte, entre espinas y zarzas...”


Otros, tienen un alma construida de buena tierra, abierta a la siembra. Sería tierra
muy fecunda si se cuidase, si se arrancasen las espinas y las zarzas. Gente con el alma
llena de fuerza y de valores, pero comidos por el amor a los negocios, al placer, a las
preocupaciones del mundo, a la ilusión por la riqueza... son almas esclavizadas por el
ritmo frenético de la vida, “esclavos del tiempo”. En ellos, la semilla brota, pero pronto es
asfixiada por las espinas. No la cuidan, no la riegan, les crecen malas hierbas de
indiferencia, de sensualidad, de prisas y de consumo. La semilla de la palabra de Dios,
necesita una tierra limpia de falsas adherencias y un cuido constante.

“Otra parte, por fin, en tierra buena”


Y hay muchas almas que son tierra buena. En muchos hombres y mujeres, la
palabra de Dios crece y se multiplica. Pero incluso, entre la buena tierra hay clases de
fecundidad. Treinta, cincuenta, hasta el cien por cien. La diversidad de frutos, refleja la
liberad más íntima del hombre, de la tierra que acoge, y también de la posibilidad de
respuesta, también explicada en la parábola de los talentos. Pero el sembrador, espera al
menos un fruto posible.
Para los palestinos una buena cosecha era la que alcanzaba, al menos el
cincuenta por ciento. El cien por cien de la cosecha, la santidad, es la ilusión perfecta. Y
este porcentaje, tampoco faltará, asegura el Maestro de la parábola.
Como dice Martín Descalzo, “los frutos de esta buena tierra, será el desquite del
sembrador”. Este es el centro de la parábola: Jesús enseña a los suyos a no
desanimarse: a pesar de los obstáculos, el poder de Dios actúa y siempre hay una
semilla que produce fruto.
Los doce no olvidarán esta lección: la paradoja de un Dios que quiere depender de
los terrenos que él mismo ha creado. Es el misterio de la libertad humana, respetada por
Dios, que pide y suplica que aceptemos sus dones, que nos invita a ser tierra buena,
pero que nos acepta como somos y siembra sobre nuestra fecundidad o sobre nuestra
dureza.
Los sembradores de hoy, los sacerdotes, y cada cristiano que se compromete con
un apostolado, deben aprender que es importante la mano que siembra, pero que aún lo
es más la tierra que recibe la semilla; que tendrán que sembrar con una mano y ayudar,
con la otra, a que las tierras se abran a la fecundidad. El autor citado, a su vez trascribe
unas bellas palabras de San Agustín, comentando esta parábola: “cambiad de conducta
mientras se puede, dad vuelta a las partes duras con la reja del arado, echad fuera del

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campo las piedras, arrancad las espinas. No tengáis el corazón duro, que aniquila
inmediatamente la palabra de Dios. No tengáis una capa ligera de tierra, donde la
caridad no puede arraigar profundamente. No permitáis que las preocupaciones y deseos
del siglo ahoguen la buena semilla, haciendo inútiles nuestros trabajos con vosotros.
Todo lo contrario: sed la buena tierra. Y el uno producirá el ciento, otro sesenta y un
tercero el treinta por uno con frutos más o menos grandes en cada cual. Y todos harán el
granero”.

4. La estrategia del buen sembrador: parábolas complementarias


Hasta ahora nos hemos incluido en la parte de la parábola en la que nos
contemplamos como la tierra que recibe la semilla: nos hemos diagnosticado como
camino, zaza, piedra o tierra buena que produce, treinta, sesenta, cien... Pero conviene,
también, vernos como la mano que extiende la semilla. Hemos sido llamado a ser
sembradores de la Buena Noticia: esto es el apostolado.
Conviene pues, que aprendamos la estrategia del buen sembrador. Para ello, nos
aportan muchas sugerencias otras parábolas que completan la visión del Reino de Dios,
anunciado por los profetas, y explicado por el Maestro con la pedagogía de las parábolas.
Hacemos un recorrido por algunas de ellas.

4.1. La cizaña: el enemigo acecha en tierra buena


Todos recordamos la parábola de la cizaña (Mt 13,24-30): hay buena siembra, el
mejor trigo y la mejor tierra... pero el Maligno de noche, siembra cizaña. Crecen casi
acordes... pero luego despuntas opuestas. Y el riesgo es que la cizaña ahogue la espiga.
Esta parábola, nos anuncia la dificultad añadida a la parábola anterior. Incluso
disponiendo del mejor sembrador, de la mejor semilla y tierra excelente, con buena
voluntad, acecha el Enemigo. En el país de Jesús era frecuente la venganza, sembrando
cizaña en la tierra del vecino, contra quien se tenía algo. De esta experiencia vecinal,
arranca Jesús para explicarnos que el Enemigo, el demonio, no aguanta la belleza de un
alma que crece en caridad, que da frutos de amor... Y ataca con la argucia propia de un
ser inteligente. No de frente, sino acompañando desde dentro, se ofrece como semilla
para plantarse en el corazón del hombre: son nuestros defectos, nuestros vicios,
nuestros desordenes, incluso buenos y justificados por ayudar a los otros. Todo está
mezclado, lo bueno y lo malo. Pero noto en mí un debilitamiento espiritual: estoy
cansado, hay en mí grandes valores y grandes defectos, no avanzo en mi vida de fe, voy
a dejar mi colaboración parroquial…
El Maestro propone una estrategia para estas situaciones: paciencia, ante el
enemigo y discernir y buscar el momento adecuado para arrancar lo malo, sin riesgo de
extirpar junto a la cizaña alguna espiga buena. A su debido tiempo, se decantará la flor
de la cizaña y la flor del trigo. Entonces será el tiempo de la siega acertada.
No quiere Jesús, la violencia del que, rápidamente, quiere intervenir con fuerza
tomando decisiones precipitadas: arrancar la semilla, con el riesgo de la confusión. Invita
a un discernimiento, antes de actuar, a dejarme aconsejar. A una estrategia personal
adecuada, en la que se descarte tanto el engaño de creer que no existe el enemigo,
como el impulso ciego, que estima que se le puede vencer de frente y con las solas
fuerzas.

4.2. El grano de mostaza: la fuerza de lo humilde

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Mateo nos narra esta parábola a continuación de la anterior (13,31-32). El árbol
de la mostaza es una planta humilde... Y el Maestro la propone como una imagen del
Reino. El Reino crece como el árbol de mostaza: sembrado con humildad, crece con
humildad y silencio... y se hace grande, hasta anidar en sus ramas múltiples gorriones.
Lo llamativo de esta parábola es la contraposición de la sencillez del árbol y la
grandeza de la extensión del Reino. El Maestro quiere dejar una nueva lección a los
discípulos: el Reino crecerá. Pero su expansión definitiva, sujeta a las leyes de la historia
será lenta... su cumplimiento total deberá esperar a la otra vida. El Reino, que nace en
éste mundo, no usa las medidas confabuladas de los poderes reinantes... y su éxito se
alcanzará en lo definitivo del más allá. Paciencia y esperanza... caminando entre el “ya,
pero todavía no”. Tenemos la meta, pero la paciencia del agricultor nos enseña que no
podemos adelantar los frutos... No dependen de nosotros.
La debilidad de la Iglesia, como al árbol de mostaza, es a su vez su grandeza. Lo
mismo que una aparente grandeza puede ser su debilidad. En medio del brillo mediático
de las propagandas, la humildad del grano de mostaza nos muestra donde está la
grandeza de la Buena Noticia: no en la estrategia del sembrador, sino en la fuerza de la
palabra, de la semilla que se esparce.
4.3. La levadura en la masa: el fermento del amor
Es la parábola más sencilla. Mateo la narra en un sólo versículo (13,33). Recurre
Jesús a las escenas familiares: la mujer que amasa. Es una parábola al hilo del grano de
mostaza: una invitación a un trabajo cargado de humildad para extender el Reino de
Dios.
La levadura señala la necesidad de inmersión en medio de la masa. No se
evangeliza desde la distancia, sino desde el corazón de las masas. Se evangeliza con el
testimonio y la presencia más que con el discurso o la propaganda llamativa.
Hoy la Iglesia, cada persona, cada matrimonio, cada familia, insertas en medio del
mundo, están llamadas a trabajar con el silencio de la levadura, pero también con el
empuje de fermento de la sociedad para que en ella germinen los valores del Evangelio.
Aunque a veces, sean unos los que siembran y otros los que recogen.

4.4. El tesoro escondido, la perla preciosa: la alegría del converso


Las parábolas anteriores nos describen cómo es el Reino de los cielos del que
habla Jesús, nos cuenta cómo progresa, cuáles son sus virtualidades de transformación
del mundo. Falta contar cuál debe ser la postura del hombre que descubre el Reino. Y a
ello se dedican las dos últimas parábolas: la del tesoro escondido y la de la perla preciosa
(Mt 13,44-46).
Era fácil encontrar con la reja, un antiguo botín escondido por los que huyen. El
campesino que lo encuentra se llena de una gran alegría, vende lo que tiene y va y
compra el campo. Gemela es la reacción del mercader de perlas. En éste el hallazgo no
es casual, sino que vive de ello. También, lleno de alegría, vende lo que tiene y la
compra.
Hay dos datos comunes en las dos parábolas: alegría ante el encuentro y la
capacidad de venderlo todo para poder comprarlo. Lo notable es esa alegría del hallazgo
que les hace ver como absolutamente natural el abandono de todo lo demás.
La alegría del hallazgo de la fe hace fácil, evidente, inevitable y hasta nada
costoso el abandono de todo lo demás para seguir a Jesús. Maestro y Amigo de los
hombres.

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5. Jesús es la Parábola de Dios
Hay un riesgo en las parábolas de Jesús: que sean confundidas con una serie de
ejemplos moralizantes. Hay unas enseñanzas claves que deben quedar claras:
El Reino es un don de Dios: Es Dios quien siembra la semilla. La tierra más
fecunda y limpia que puede imaginarse jamás podrá dar fruto si alguien superior a ella
no la siembra. No encontrará el campesino por mucho que lo busque, un tesoro que
antes alguien no haya escondido.
Pero la obra de Dios precisa también de una respuesta humana. Dios abre
al hombre la puerta, pero el hombre debe franquearla libremente. El Reino viene y está
abierto a todos, pero no se impone a nadie. El Reino tiene un carácter profundamente
religioso: es una adhesión a un proyecto de salvación, que empuja a un cambio del
mundo a una justicia nueva, que crea la fraternidad. El Reino es un camino: no se
realizará plenamente en este mundo, aunque en él comienza...
Como explicó Jesús, la semilla es la palabra de Dios. Como dice Martín Descalzo,
basta poner Palabra con mayúscula para que lo entendamos: la semilla es Cristo. Jesús
fue sembrado hace más de dos mil años, y sigue siendo sembrado en los corazones de
los hombres. Y no mira sólo las tierras bien dispuestas, sino que se desparrama a manos
sueltas.
Jesús es la levadura que fermenta: la levadura amasada por la Iglesia e inserta en
la masa del mundo. Una masa indiferente, que sin embargo germina en frutos. Jesús es
el grano de mostaza, que crece y hace crecer y ofrece su corazón para el reposo de
todos. Jesús es sobre todo el tesoro escondido, la perla preciosa, que quien lo encuentra
se inunda de alegría y no le importa venderlo todo porque lo ha encontrado Todo.
Cristo es la gran parábola de Dios: por encima de todo, el Reino es Cristo.

6. Examinar nuestra vida desde la Palabra


El Papa nos ofrecía, en la Carta con motivo del Año Sacerdotal, un examen de
conciencia: “En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso
que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio
evangélico. Pablo VI ha observado: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a
los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque
dan testimonio». Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo
con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente:
¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento
del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La
conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta
palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma
nuestro pensamiento?”
La gran revelación de Dios, su diálogo con el hombre, culmina en la Palabra hecha
carne, Jesucristo nuestro Señor, la expresión más grande del amor de Dios; como nos
dice el evangelio de Juan: “tanto amó Dios al mundo, que entrego a su propio Hijo”
(3,6). “El amor echa fuera el temor” (1Jn 4,18). Uno se sabe guarecido en el amor de
Dios, ya que Él expulsa la angustia, la incertidumbre, el sentimiento de perdición y vacío
de nuestra existencia, y da sentido y firmeza. La Palabra de Dios es, para quien la
escucha y la acoge, bienaventuranza y alegría del corazón (Cf. Jr 15,16). Anunciar la
Palabra de Dios significa transmitir al hombre, con la alegría en Dios, la alegría del propio
existir.

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II. “NO PODEMOS VIVIR SIN EL DOMINGO, SIN LA EUCARISTÍA” (Cristianos
de Túnez, siglo IV)

La Eucaristía es la fuente y la meta de la vida cristiana personal y comunitaria

Introducción: En el marco de la celebración de este Año Sacerdotal


El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de
su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para
hacer una visita a Jesús Eucaristía. “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”,
les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle
nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”. Y les
persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para
poder vivir con Él...” Desde su experiencia de párroco, decía: “Es verdad que no sois
dignos, pero lo necesitáis”. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en
la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la
Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor
la adoración... Contemplaba la hostia con amor”.

Eucaristía y Sacerdocio especialmente unidos


En la conciencia del pueblo cristiano y del propio sacerdote, Eucaristía y
Sacerdocio van especialmente unidos. La Eucaristía es la expresión plena y el alimento
de la caridad pastoral del sacerdote: “Esta caridad pastoral fluye ciertamente, sobre
todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del
presbítero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí misma lo que
se hace en el ara sacrificial” (PO 14). La centralidad de la Eucaristía en la vida del
sacerdote, se refleja en estas sencillas palabras del Cura de Ars, que cita el Papa en su
Carta: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa,
porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios… La causa de la
relajación del sacerdote es que descuida la Misa... Dios mío, ¡que pena el sacerdote que
celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!... ¡Cómo aprovecha a un sacerdote
ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”
El sacerdote preside y hace posible la Eucaristía y la ofrece al mundo. La
Eucaristía es el pan que sostiene a cuantos peregrinamos en este mundo; la Eucaristía es
invitación a todos los que están cansados y agobiados o tienen hambre y sed de
salvación (Cf Mt 5,6; 11,28), en cualquier necesidad de bienes básicos para vivir, de
salud y de consuelo, de justicia y de libertad, de fortaleza y de esperanza, de
misericordia y de perdón. Por eso es alimento que nutre y fortalece tanto al niño y al
joven que se inician en la vida cristiana como al adulto que experimenta su propia
debilidad y, de modo singular, es viático para quienes están a punto de dejar este
mundo.
Conviene recordar la necesaria preparación para ser dignos de celebrar y recibir el
Cuerpo del Señor. El Papa nos resalta ese “círculo virtuoso” que se genera entre
Sacramento de la Reconciliación y Eucaristía. Mutuamente se buscan: el perdón y el
amor siempre se encuentran. En cada Eucaristía se hace patente el servicio ministerial
del sacerdote a todo el pueblo de Dios.

1. La Iglesia vive de la Eucaristía

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El Papa Juan Pablo II nos regaló el Jueves Santo de 2003 una sencilla y bella
Carta Encíclica sobre la Eucaristía, titulada con una afirmación germinal: La Iglesia vive
de la Eucaristía. Con ella, Juan Pablo II expresaba un anhelo: ANo puedo dejar pasar
este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el *rostro eucarístico+ de Cristo,
señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la
Iglesia. De este *pan vivo+ se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a
todos a que hagan de la Eucaristía siempre una renovada experiencia?@ (Ecclesia de
Eucharistía n. 7).
El Papa insistía en la necesidad de alimentar nuestro trabajo pastoral con la
contemplación intensa del rostro de Cristo: Acontemplar a Cristo implica saber
reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre
todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre... La Iglesia vive del Cristo
eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al
mismo tiempo, misterio de luz@ (Ecclesia de Eucharistía, n. 6).
La Eucaristía es la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia, y a la vez el
dinamismo interior que hace que la evangelización, tarea de siempre y hoy más urgente,
adquiera la fuerza necesaria para anunciar a los hombres y mujeres de hoy la Buena
Noticia de la Salvación. La evangelización brota de la Eucaristía. La evangelización,
hunde sus raíces en la vivencia eucarística.

“Quédate con nosotros, Señor”


Apoyado en la profunda reflexión de la Carta encíclica ALa Iglesia vive de la
Eucaristía@, y con motivo del Año de la Eucaristía, el Papa Juan Pablo II promulgó una
hermosa Carta, profunda y a la vez sencilla y llena de delicadeza, titulada: A(Quédate
con nosotros, Señor!@.
La escena de los discípulos de Emaús se ha convertido en un Aicono@, un símbolo
del actual camino de la Iglesia en medio del mundo:A«Quédate con nosotros», Señor,
porque atardece+ (cf. Lc 24,29). Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma
del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al
Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos... La luz de la Palabra
ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos» (cf. ibíd. 31). Entre la
penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel
Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de
la plena luz. «Quédate con nosotros», suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de
Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el «pan partido»,
ante el cual se habían abierto sus ojos@. (Quédate con nosotros, n. 1)
Este pasaje de luz, nos rescata de nuestras desilusiones y cansancios y nos sitúa
de nuevo ante el asombre de la contemplación del Resucitado, presente en la Eucaristía;
y la mesa compartida fortalece los deseos de comunión eclesial y alienta el envío
misionero por todos los barrios y calles de nuestros pueblos y ciudades, para
convertirnos a cada uno de nosotros en compañeros de viaje de tantos hombres que
necesitan que se les explique las Escrituras y se les invite a compartir el Pan de la
Eucaristía.

Eucaristía celebrada, Eucaristía adorada, Eucaristía vivida


La Eucaristía es la acción sacramental central del tiempo de la Iglesia, por la que
se continúa y actualiza la salvación realizada por Cristo de una vez para siempre... La

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Eucaristía no es algo, es Alguien; no es sólo el efecto o la obra salvadora de Cristo, es el
mismo Cristo Salvador, salvando, desde la integridad de su misterio, su vida y su misión.
Todos los sacramentos contribuyen a construir la Iglesia, que es el sacramento
fundamental de Cristo. Pero la celebración eucarística es el misterio mismo de la Iglesia,
*la alianza nueva en la sangre de Cristo+. Es el sacramento regio, el *santísimo
sacramento+ en el que los demás convergen y quedan superados. En la celebración de la
Eucaristía el cristiano encuentra aquello en lo que es bautizado, el sacerdote aquello para
lo que ha sido ordenado, los esposos el amor que los une. La Eucaristía ilumina a los
demás sacramentos.
La Eucaristía no se agota en su celebración litúrgica. Una vez consagrados el pan
y el vino, permanecen como sacramento de la presencia real y viva del Señor en medio
de su pueblo. La Eucaristía es en verdad “sacramento permanente”. Lo es en la reserva
eucarística y lo es en la vida de los cristianos.
El cristiano, en efecto, no sólo vive en relación con la Eucaristía en la celebración
y la adoración, sino también a lo largo de toda su vida. La liturgia eucarística y la liturgia
de la vida están íntimamente unidas. En la Eucaristía experimentamos la fuerza
vivificadora del Evangelio, nos sentimos peregrinos con el Evangelio, llamados a sembrar
los valores del Reino en el corazón de todos los hombres, y aspiramos a una plenitud
evangélica que sólo llegará al final de los tiempos: "cada vez que coméis este pan y
bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1Cor 11,26). Como
afirma de diversas formas el mismo Vaticano II, la liturgia de la Eucaristía se prolonga en
la liturgia de la vida, y los creyentes pueden ser en todo momento "adoradores en
espíritu y en verdad" (Cf. SC 61; LG 35).
La implantación de una Iniciación cristiana como proceso catecumenal, e incluso
de una re-iniciación cristiana de los ya bautizados, es una de las prioridades de la Iglesia,
y en concreto de nuestra diócesis. La recepción de los Sacramentos del Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, hacen del cristiano un “cristiano adulto”, que ha completado
su “iniciación” y se presenta ya como un cristiano convencido. Sabemos que siempre no
es esto así. Pero hacia ello hemos de caminar. La Iniciación cristiana, es Adon de Dios y
tarea maternal de la Iglesia@. Insistamos en que nuestros procesos de Iniciación
cristiana, colaborando con la gratuidad de la Gracia, sean una auténtica escuela de
madurez en la fe, centrada en la vivencia de la Eucaristía.

2. La Eucaristía construye la comunidad


“No se construye ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la
celebración de la Eucaristía” (PO 6); “la Eucaristía es la fuente y cumbre de toda vida de
la comunidad” (CD 30). Cuando los cristianos falseamos y deformamos el significado de
la Eucaristía, cuando la vaciamos de su auténtico contenido y empobrecemos su
celebración, corremos el riesgo de falsear y deformar la vida de la comunidad, negando
las mismas fuentes del Evangelio.
Baste ahora recordar la severa advertencia de Pablo a la Iglesia de Corinto: “no
puedo felicitaros de que vuestras reuniones causen más daño que provecho. Porque, en
primer lugar, oigo decir que cuando os reunís en asamblea formáis bandos...Y así,
cuando tenéis una reunión os resulta imposible comer la cena del Señor, pues cada uno
se adelanta a comerse su propia cena, y mientras uno pasa hambre, el otro está
borracho... ¿En tan poco tenéis la asamblea de Dios, que queréis abochornar a los que no

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tienen? ¿Qué queréis que os diga? ¿Qué os felicite? Pues no es como para felicitaros”
(1Cor 11,21).
La Eucaristía es un derroche de amor. Es el deseo de permanencia de Dios entre
nosotros, hecho comida y cercanía. La Eucaristía es el recuerdo constante y actualizado
de un amor apasionado por el hombre, que es la fuente del amor fraterno. Por eso, no
hay mayor agravio que “reducir” la Eucaristía a un rito, que justifica olvidar la caridad
fraterna. Y no hay a la vez más peor riego que querer mantener la fraternidad sin beber
en las fuentes de la Eucaristía.
Cuando la Eucaristía la reducimos a una “misa” mal celebrada, ritualizada,
despojada de su misterio sacramental y de su contexto comunitario, ajena a la exigencia
de comunión que supone, y de transformación del mundo en un mundo nuevo que
adelante el Reino, estamos desvirtuando y manipulando el “misterio de nuestra fe”.

3. Eucaristía y Caridad se “acompañan”


La vinculación entre Eucaristía y Caridad es tan íntima que es imposible concebir
la Eucaristía al margen de la Caridad o la Caridad, al margen de la Eucaristía. Ambas
están unidas en el mismo misterio. La Caridad o es eucarística o no es Caridad, y la
Eucaristía o es sacramento de amor o no es Eucaristía. La Caridad, cortadas sus raíces
eucarísticas, se ha visto, con frecuencia limitada a ser más un sentimentalismo que una
opción que fluye de la fe.
Por desgracia, el tratamiento repetido y rutinario de la Eucaristía y de la Caridad
ha llevado a muchos creyentes a instalarse pacíficamente en una separación de estas dos
dimensiones nucleares de la vivencia cristiana, dando como resultado, para muchos, una
Eucaristía sin fraternidad, y, para no pocos, una fraternidad sin Eucaristía.
De una u otra forma, con más o menos intensidad, el divorcio entre la fe y la vida,
denunciado por el Concilio como una con-causa del ateísmo contemporáneo, tiene sus
raíces en la desvinculación entre Eucaristía y Caridad. La propuesta del evangelio como
posibilidad de salvación en un mundo indiferente y, a veces, hostil, tiene que primar lo
que San Agustín llamaba “el sacramento para los no creyentes”: la Caridad; todo aquello
que Pablo VI, en Evangelii Nuntiandi, propone con la categoría de testimonio, como
primer paso del proceso evangelizador. Hay que evitar una doble tentación: “Eucaristía
sin Caridad”, “Caridad sin Eucaristía”.

Eucaristía sin caridad: “la fraternidad ausente”


Una Eucaristía sin vida fraterna es una Eucaristía sin contexto. Cuando no se
traduce en fraternidad, la Eucaristía pierde su fuerza salvadora. Cuando no abarca toda
la riqueza del acontecimiento de Jesucristo, encarnado “por nosotros los hombres y por
nuestra salvación”, corre el peligro de reducirse al recuerdo de una salvación ocurrida en
el pasado, sin incidencia en la salvación de nuestro mundo y de nuestra historia, tan
fuertemente heridos por la antifraternidad: el odio, la guerra, la enemistad, la
indiferencia, la hostilidad, la creciente brecha entre ricos y pobres, el escándalo del Norte
y el Sur, la vergüenza del cuarto mundo, las intolerables bolsas de pobreza y miseria.
La presencia real de Jesucristo en la Eucaristía es presencia de su cuerpo
entregado y de su sangre derramada. Presencia, que en el pan partido y en el vino
repartido nos reclama la entrega de nuestra propia vida para la construcción de un
mundo de hijos y hermanos. Sólo así la Eucaristía es “centro y culmen de toda la vida
cristiana”: el sacramento donde la vida cristiana llega a su plenitud.

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Caridad sin Eucaristía: “la fraternidad huérfana”
Pero no es menos grave, en contexto creyente, el peligro de intentar construir la
fraternidad sin Eucaristía. Peligro que amenaza al ejercicio de la caridad y al compromiso
por la justicia, cuando se viven, en la Iglesia, sin su más profunda motivación, o con una
motivación excesivamente débil. Entendemos por “motivación débil” la que procede
únicamente de imperativos éticos, desligados del carácter más genuino de la ética
cristiana: ser expresión de una identidad creyente que se fundamenta en el amor de Dios
y el mandamiento nuevo.
Un ejercicio de la caridad cuyo centro no sea la Eucaristía tiende a crear una
“fraternidad plana”. Sin la Eucaristía, la fraternidad resultante sería una “fraternidad
huérfana”, una fraternidad sin Padre. Una fraternidad sin Eucaristía deja de ser una
fraternidad cristiana. El ejercicio de una caridad radicada en la Eucaristía es la
manifestación visible de que el Señor sigue con nosotros, expropiándose y dándose en la
entrega diaria de los creyentes.
Una vida sin Eucaristía no puede transformarse, pues, en vida fraterna cristiana.
Desligar la Caridad, en la que se expresa la propia entrega, de la Eucaristía, es
desgajarla del tronco que la hace cristiana, en cuanto asumida en la caridad misma de
Cristo, que la hace suya para seguir amando en el mundo.

4. La Eucaristía cumbre y centro de la vida cristiana


Quizás entendamos ahora mejor por qué la Eucaristía, en la que la presencia real
de la vida entregada de Jesús nos alcanza y nos incorpora en comunión de existencias,
es el “culmen y centro” de la vida cristiana; la que da una identidad nueva a toda la
existencia del creyente.
La celebración no es para el creyente una teatralización de gestos. En la
celebración se hace presente en la historia el mismo estilo de vida de Jesús, gracias a la
participación del creyente en la unción del mismo Espíritu. El Espíritu que ungió a Jesús y
lo envió a anunciar la Buena Nueva a los pobres, se hace presente en la celebración
eucarística (epíclesis), transformando los dones y derramándose en los creyentes,
capacitándolos para hacer de Jesús-salvador contemporáneo de todos los hombres y
anunciador, permanente y vivo, del evangelio a los pobres.
Con su vida y su muerte, que cobran en la Cena de despedida una densidad y
conciencia particulares, Jesús ejerce, en efecto, un sacerdocio solidario: “por eso tenía
que hacerse en todo semejante a sus hermanos... Precisamente porque él mismo fue
sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer ahora a los que están bajo la
prueba” (Hb 2,17.18). Pasión y muerte son el momento culminante de toda la existencia
histórica de Jesús, entregada a Dios y a los hombres: “por virtud del Espíritu eterno se
ofreció a sí mismo a Dios como víctima inmaculada” (Hb 9,14). Sustituye así todos los
sacrificios antiguos, dejando atrás un culto externo e ineficaz para dar paso a un culto
existencial, que asume a todo el hombre para unirlo radicalmente a Dios, en solidaridad
con todos los hermanos.
Por eso, la Eucaristía hace a la Iglesia y se convierte en medio del mundo en
fermento de fraternidad. Pero es la comunión con Jesucristo la que nos vuelve
radicalmente a los demás, con una verdad tal que quedaría negada si el gesto litúrgico
de la paz no fuera el signo de una vida, entendida desde la Eucaristía, como pro-
existencia, en lo cotidiano y en lo extraordinario, en las relaciones interhumanas
cercanas y en los compromisos sociales, económicos y políticos que ayudan a la
construcción de una humanidad nueva.

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“Nosotros no podemos vivir sin el domingo”
Estamos llamados a ser testigos y profetas de una “cultura eucarística”, que
supera los egoísmos y las rupturas y preconiza un mundo más humano, en el que brille el
esplendor de la verdad de Dios. La participación activa y espiritual en la Eucaristía nos
abre a la esperanza de las realidades prometidas, más allá de los horizontes limitados de
un mundo atrapado por el relativismo y por una cultura que apostata silenciosamente de
Dios. De la Eucaristía, brota la fuerza capaz de transformar el mundo y la cultura, porque
ella es epifanía de comunión, lugar de encuentro del Pueblo de Dios con Jesucristo,
muerto y resucitado, fuente de vida y esperanza.
Es conocida la respuesta de los cristianos de Abitinia (Tunez) a sus acusadores, en
el siglo IV, cuando le prohibieron celebrar la liturgia: “nosotros no podemos vivir sin el
domingo”, esto es, sin celebrar la Eucaristía. La Eucaristía, que celebramos cada
domingo, es memoria del Sacrificio redentor de Jesucristo, actualización de su Muerte y
Resurrección, fuente de alegría para el mundo.

III. “LA JUSTICIA ES INSEPARABLE DE LA CARIDAD”


(Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 1)

La Caridad brota de la Eucaristía y construye la Comunidad

Introducción: En el marco de la celebración de este Año Sacerdotal


El mensaje del Evangelio, muestra que el deseo de justicia, que anida en el
corazón de los hombres de buena voluntad y que configura los programas de múltiples
instituciones sociales y políticas, tiene su raíz y fuente en la caridad.
Benedicto XVI nos dice en su última encíclica Caritas in veritate (n. 6): “La justicia
es «inseparable de la caridad», intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la
caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima», parte integrante de ese amor «con
obras y según la verdad» (1Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la
caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las
personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el
derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la
lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con
relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de
misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en
las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la
justicia en el mundo”.

El sacerdote, servidor de la caridad e impulsor del “bien común”


El sacerdote es servidor de la Caridad. El sacerdote que preside la Eucaristía,
como expresión de la caridad pastoral, quiere “ser para los demás, como Cristo. Lo cual
sólo es posible con una disponibilidad incondicional para el servicio a los hermanos en
caridad, que conduce a la entrega personal de la vida entera por la causa del Señor”.
Muchos sacerdotes actualizan en su vida la entrega de Cristo. Con una ejemplar
disposición al sacrificio, a la entrega de su de tiempo y de salud, de la misma vida, por
los demás, al estilo de Jesús. La austeridad de vida de tantos sacerdotes y su constancia

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en el servicio es también una denuncia profética contra la sociedad del bienestar, que tan
sólo valora el tener y lo efímero.
El sacerdote se ofrece a la Iglesia, y a la sociedad en general, como servidor y
“gestor de comunión”. La “espiritualidad de comunión” reclamada por el Concilio Vaticano
II y urgida por el Papa Juan Pablo II en el umbral del Tercer Milenio, encuentra en el
sacerdote su principal impulsor. Como dice el Concilio “su excelsa función es apacentar
de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos
cooperemos unánimemente, cada uno a su modo, en la obra común” (LG 30).
Este espíritu de comunión, también se manifiesta en medio de la sociedad con
signos de reconciliación y cooperación. En muchos pueblos, en muchas parroquias, el
sacerdote se ha convertido en signo de unidad y comunión y, junto a la comunidad
parroquial que él preside, se ofrece como lugar de encuentro y de acogida y fuerza que
impulsan el diálogo, la superación de barreras culturales o raciales y religiosas, buscando
siempre la unidad con el vínculo del amor.

1. Caridad es el nombre de Dios: “Deus est Caritas: Dios es Amor”


Cuentan que en uno de sus viajes a España, algunos periodistas preguntaron a la
Madre Teresa de Calcuta qué mensaje quería enviar a quienes se dedicaban a la pastoral
caritativa y social entre nosotros; y como la Madre Teresa respondiera: “que celebren
bien la Eucaristía”, aquellos periodistas pensaron que no había entendido bien la
pregunta. Se la explicaron de nuevo, haciéndole ver la gran cantidad de personas y
tareas que la pastoral de la caridad promueve en nuestro país. La Madre Teresa, que
había entendido muy bien la pregunta, les volvió a contestar con precisión y hondura:
“que celebren bien la Eucaristía”. Sin duda que si le hubieran seguido preguntando: “y
qué diría usted a quienes celebran la Eucaristía”, la Madre Teresa hubiera respondido:
“que se note en el testimonio de su caridad”.
Conviene que nos acerquemos a la palabra caridad y profundicemos en ella. Es
una de las palabras que sostiene nuestra identidad de cristianos y el ejercicio de la
misma nos identifica como tales.
En una lectura serena del Evangelio nos encontramos con frases que son como
relámpagos. Frases que impactan al lector creyente, que desde la mente pasan al
corazón y se quedan allí, reposadas como un registro que cada vez que se toca resuena
en la vida del cristiano y le pone alerta. Todos tenemos en nuestra mente y corazón,
hechas vida, una serie de frases de la Escritura que son punto de referencia de nuestra
fe, grandes slogans que nos sintetizan nuestra vivencia cristiana.
Una de esas frases, tremenda afirmación, la encontramos en la primera Carta de
S. Juan: “Dios es amor”. Tiene todo el aire de una definición solemne, que quiere
expresar directamente el ser de Dios. Sólo en otras dos ocasiones se encuentra algo
paralelo: “Dios es espíritu” (Jn 4, 24) y “Dios es luz” (1Jn 1, 5). Y aun, frente a estas,
“Dios es amor” ofrece la particularidad de aparecer repetida dos veces (1 Jn 4, 8 y 16).
Esta frase constituye el centro dinámico de la carta, hacia el que se atrae la otra gran
definición: “Quien ama a su hermano permanece en la luz, y no hay escándalo en él” (1
Jn 2, 10).
El amor no es tan sólo una actividad más de Dios, sino que toda su actividad es
una actividad amorosa. Si crea, crea por amor; si gobierna las cosas, lo hace en el amor,
cuando juzga, juzga con amor. Todo cuanto hace es expresión de su naturaleza, y su
naturaleza es amar. Dios es sólo amor y desde ahí hemos de comenzar a comprender a
Dios. Es cierto que Dios es omnipotente, pero su omnipotencia es la omnipotencia de

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quien sólo es amor. Dios no lo puede todo. Dios no puede manipular, humillar, abusar,
destruir. Dios sólo puede lo que puede el amor infinito. Es el amor de Dios el que es
omnipotente. Y cuando olvidamos esto y nos salimos de la esfera del amor, comenzamos
a fabricar un Dios falso que no existe.
Desde el punto de vista bíblico, afirmar que Dios es amor, equivale a implantar en
el amor toda su relación con el hombre. Y san Juan termina sacando una conclusión
lógica: “Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el
que permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él” (1 Jn 4, 16).
Dios es un misterio de amor. El misterio de la Trinidad no es una especulación
teológica, es ante todo el misterio del amor. Cuando los cristianos confesamos la Trinidad
de Dios, queremos afirmar que Dios no es un ser solitario, cerrado sobre sí mismo, sino
un ser solidario. Dios es comunidad, entrega y donación mutua, comunión gozosa de
vida.
Los cristianos nos incorporamos por el Bautismo a este amor trinitario: Dios Padre
nos ama a todos los hombres, reconciliados con El a través de la redención amorosa
obrada por su Hijo. El Hijo, en su amor filial, nos lleva consigo a todos los hombres sus
hermanos. El Espíritu no enlaza en el amor sólo al Padre y al Hijo, sino que nos incorpora
en la misma comunión a los que movidos por El gritamos con espíritu de hijos: ¡Abba,
Padre! Creer en el Dios trinitario no es algo superfluo. Es vivir creciendo como hombres
desde el amor gratuito del Padre; seguir a Jesús, el Hijo, en su obediencia filial al Padre y
su amor incondicional a los hermanos; dejarnos guiar por el Espíritu, dando frutos de
"amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"
(Ga 5, 22).
El amor se convierte, pues, en el criterio último y definitivo en ambas direcciones:
no hay más Dios que el Dios que ama, y no hay más hombre auténtico que el que se
sitúa en ese amor y permanece en él como en una morada de donde saca
fuerza, vida y sentido.
Que el “principio” del cristianismo sea el amor, no significa ya que éste sea
también siempre el estilo de vida de la comunidad cristiana en general y de los cristianos
en particular. De hecho, el cristianismo ha sido muchas veces acusado de lo contrario:
ser infiel a lo que predica. Así, el amor se convierte en el gran desafío de los cristianos:
demostrar que el amor no es sólo un principio sino la fuerza que configura y fermenta
todo su actuar concreto. Al estilo evangélico podríamos decir que ser cristiano es dar
frutos de amor.

2. La existencia cristiana como realización del amor


La existencia del cristiano no puede legitimarse si no es como realización del
amor. Puesto que “El nos amó primero” (Cf. 1Jn 4, 10-11), amar es el ejercicio de la
auténtica humanidad. “Que ya sólo en amar es mi ejercicio”: esta poética frase del
Cántico Espiritual de S. Juan de la Cruz representa no lo raro y excepcional, sino la
culminación del proceso real que marca el único estilo verdadero de la existencia cris-
tiana.
El sentido de la gratuidad del amor divino da solera al estilo de amor cristiano.
Dios, que ama desinteresadamente y hasta el extremo, marca el modo de amar: “Si Dios
nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4, 11).
Así, el amor al prójimo se convierte en expresión y certificado de autenticidad del amor a
Dios ya que “quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no
ve” (1Jn 4, 20).

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La vida de Jesús fue un ejemplo patente de esta gran revelación. La vida de Jesús
se alimenta de la experiencia radical de la relación con su Padre, Abba; es decir, una
relación abierta en la ternura a la entrega total. Entrega al Padre, pero incluyendo en su
esencia la entrega a los demás. Esta relación filial no será nunca utilizada por Jesús como
evasión de la dureza del camino de la vida, sino como fuente dinamizadora de la entrega
a los demás: un amor tan patente y maduro que hace que Jesús sea calificado por los
primeros cristianos como “el que pasó haciendo el bien” (Hech 10, 38) y en la reflexión
contemporánea como el hombre para los demás. El amor es el modo de vida que
define a Jesús.
Basta escuchar el mensaje de Jesús y seguir todo su vivir y su morir para
descubrir que el Dios que se acerca a los hombres es amor, entrega infinita, perdón sin
límites, misericordia gratuita, gracia que se concede sin condiciones previas: el Dios
revelado en Jesús es el Padre que acoge al hijo prodigo, al hijo perdido y le ofrece una
nueva posibilidad de existencia gozosa (Cf. 5, 11-32). Es amor que busca al hombre
perdido precisamente porque está perdido (Cf. 5, 4-7): No es el Dios de un perdón
calculado, “hasta siete veces”, sino el que perdona sin límites, “hasta setenta veces
siete” (Mt 18, 21-22), invitando a amar a los enemigos y acoger a los pecadores (Cf. Mt
5, 43-48; Lc 15, 2). Un Dios que prefiere la misericordia a los sacrificios rituales y exige
reconciliación y fraternidad para que el culto sea verdadero (Cf. Mt 12, 7; 5, 23-24).
Pero, es en la cruz donde se nos revelará de manera definitiva el amor respetuoso
y sin límites de Dios al hombre, su perdón infinito a una humanidad que lo rechaza, su
entrega salvadora a unos hombres que lo crucifican.
La tarea del cristiano será, en definitiva, revivir en su estilo de vida el estilo de
Jesús: una profunda y cariñosa relación amorosa con el Padre que nos impulsa a amar a
todos: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a
los otros” (Jn 23, 35). ¡Cuanta razón tiene Jesús al plantearnos el amor como “su”
Mandamiento! Y en vivirlo está sin duda la fuente más profunda de la alegría para un
cristiano y el camino más certero hacia la plena afirmación de Dios y del hombre.

3. Un único mandamiento: amar a Dios y al prójimo


Y no sólo “Dios es amor” sino que el hombre es llamado a ser amor. Este es el
sentido en el que el hombre es “imagen de Dios”, suscitado y constituido para vivir una
relación amorosa con Dios. Así, la creatura, a pesar de la infinita distancia que parecería
separarla irremisiblemente de su Creador, queda elevada y orientada a una comunión de
intimidad amorosa con Dios; una comunión que tendrá que realizarse -para que sea
verdaderamente amorosa- en la libertad que para ello Dios le otorga, como el más
preciado don del hombre.
Según la concepción bíblica de la creación del hombre, Dios no creó el mundo y el
hombre en él para que hubiera “cosas”, “seres” que él pudiera “tener” o “dominar”; sino
que creó el hombre como imagen suya para poder entrar en una “relación personal” y
amorosa con una creatura destinada a participar de la misma vida divina. Por eso el Dios
de la Biblia, al contrario de las divinidades de todos los paganismos, es un “Dios de
personas” y no un Dios de cosas. Es el “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, el “Dios
de nuestros padres”, el “Dios con nosotros”, mientras que los dioses paganos son dioses
de los astros, o de los fenómenos naturales o meteorológicos, o de las "cosas" que los
hombres estiman y en las que buscan seguridad y felicidad, como son los dioses de las
prácticas mágicas, de la fertilidad de los campos y ganados, de la salud o de la suerte. A
Dios le interesan las personas: “Dios tiene corazón, y lo que busca es el corazón del

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hombre”. Es el Dios que dice al pueblo de Israel y a cada israelita: “No temas, te he
llamado por tu nombre” (Is 43, 1) y que hace responder desde la fe: “Me salvó porque
me amaba” (Ps 18, 20). El Dios a quien Jesucristo nos enseñó a llamar Padre.
Desde esta perspectiva se resuelve el falso problema sobre la caridad: ¿Qué es lo
primero y más importante, el amor a Dios o el amor al prójimo? Como es bien sabido,
Jesús, supera esta pregunta presentada así como dilema: si hubiera que considerarlos
como dos mandamientos, el segundo sería “semejante” (idéntico) al primero (Mt 22, 39).
Pero el evangelista Lucas ni siquiera los considera como dos mandamientos, sino que los
presenta como un todo único tal que “el que lo cumple alcanza la vida” (Cf Lc 10, 25-28).
Es impensable para el hombre pretender amar a Dios si no es desde su responsabilidad
en el mundo con todos sus hermanos y sobre todas las cosas. Tengo que amar a Dios,
pero al amar a Dios tengo que amar al hermano en quien Dios ha puesto su
complacencia. El hermano es mi acceso a Dios, el lugar donde encuentro cómo amarle:
es como el sacramento de Dios. La verdadera amenaza al cristianismo no viene de
ataques exteriores, sino del lado de los que, mientras dan culto a Dios, desprecian a los
hombres: “Ay de vosotros, escribas y fariseos farsantes, porque pagáis el diezmo de la
menta, del anís y del comino, y dejasteis de lado las cosas más graves de la ley: la
justicia y la compasión y la buena fe” (Mt 23, 23).

4. Convertirnos en Cuaresma: Amar en la historia de cada día


La conversión que siempre necesitamos los cristianos es el paso progresivo de la
consideración de un Dios como Poder infinito a la aceptación de un Dios adorado
gozosamente como Amor poderoso. Cuando no hemos descubierto todavía que Dios es
sólo amor, fácilmente nos relacionamos con él desde el interés o el miedo. Un interés que
nos mueve a utilizar su omnipotencia para oscuros deseos. O un miedo que nos lleva a
buscar toda clase de medios para defendernos de su poder amenazador.
Es muy difícil abrirse a alguien del que sólo sospechamos que es poderoso. Es
mejor ser cautos y salvaguardar nuestra independencia. Nos resistimos a que ese Dios
conozca lo que somos y lo que hacemos y sondee los rincones más oscuros de nuestro
ser. Sólo cuando el creyente intuye desde Jesucristo que Dios es sólo amor, amor
presente y palpitante en lo más hondo de nuestra existencia, comienza a crecer en su
corazón la verdadera fe.
Entonces, el estilo de vida del cristiano sera un estilo de vida basado en el
amor. Y al estar centrado en Jesús, no se trata de un sistema teórico sino de una
experiencia abierta y siempre inacabada. El cristiano siempre sentirá ante sí la llamada a
seguir creciendo, también en el amor “hasta la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,
13).
Este amor pone en cuestión, interroga, la manera de cómo nosotros, creyentes,
nos situamos delante de Dios. Hay una manera de aferrarse a las leyes y a las prácticas
religiosas que, por exigente que parezca, no es sino búsqueda interesada de seguridad
ante Dios. A veces la ley de Dios, cuando es mal entendida, se puede convertir en un
obstáculo que impide a la persona el encuentro sincero con Dios: el hombre intenta ser
fiel no a un Dios amor, que nos exige amor, un amor que es difícil de medir... sino a una
ley que da seguridad y nos permite encerrar nuestra vida en el marco de unas normas y
unas prácticas, sin que tengamos que escuchar las llamadas del amor y el clamor del
hermano. Es la postura del “hijo mayor de la parábola” que puede decir a su padre que
“jamás ha dejado de cumplir una orden suya” (Lc 15, 29) y, sin embargo, es un hombre
incapaz de acoger, amar y perdonar al hermano pequeño. Cumple... pero no ama.

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El amor supone poner manos a la obra aquí y ahora, no quedarnos en bellas
teorías. Pablo VI enunció con una expresión magnífica que la tarea del cristiano consiste
en “realizar una civilización del amor”. En un mundo que siempre inventa nuevas
beligerancias, donde las guerras militares se superan con guerras económicas y los
misiles destructivos son hoy las “caídas de la bolsa” con la inflación y el desempleo, es
necesario descalificar la violencia y quebrar su círculo de hierro mediante “una caridad
inteligente”, como ha definido el Papa, que traduzca en hechos concretos un principio
perenne de amor al prójimo. Únicamente desde el amor de los cristinos, podrá hacerse
creíble que Dios es amor y que el amor es el único medio de la verdadera existencia
humana: Sólo el amor es digno de fe.
En la circunstancias actuales, marcadas por un egoísmo que induce al
individualismo y la exclusión, la Iglesia a través de sus múltiples instituciones
organizadas y la caridad pastoral de muchos de sus sacerdotes, se ofrece con una
especial sensibilidad y cercanía a los más necesitados, expresadas en unos compromisos
prácticos: la promoción y la defensa de la vida humana, el cuidado de los enfermos y de
los ancianos, la acogida de los marginados y de los inmigrantes, la cercanía hacia las
víctimas de la violencia o malos tratos, el respeto a los derechos humanos, la promoción
de la justicia social a través de la predicación de la Doctrina social de la Iglesia,
actualizada en la última encíclica del Papa, Caritas in veritate.
Sin la obra social de la Iglesia y la fuerza de su rico voluntariado, el Estado se
encontraría con un grave déficit de asistencia social a muchas personas. No tiene precio
el servicio que ofrece el “ejercicio de la caridad cristiana” a través de las instituciones y
asociaciones de inspiración cristiana: Caritas, Manos Unidas, Proyecto Hombre, Hogar
para los sin techo, Residencia para los enfermos de Sida, Hogares para ancianos… la
labor constante de las Caritas parroquiales. La tarea diligente de muchos sacerdotes,
religiosos y religiosas y de multitud de seglares cristianos que ofrecen gratuitamente su
tiempo y su esfuerzo a favor de los más necesitados, es una de las riquezas de la Iglesia.
El amor mutuo de los cristianos de nuestra Comunidad, de nuestra Parroquia, y el
ejercicio de la caridad debe ser hoy una levadura que hace fermentar el Evangelio en
medio de la masa del mundo. Hoy, todas nuestras tareas eclesiales tienen que ser
fuertemente evangelizadoras. Y de forma singular en esta cultura occidental
secularizada. La caridad no es filantropía, no es solidaridad, no es simple simpatía por los
demás, ni siquiera amor efectivo y generoso hacia los más necesitados. La caridad nace
en el corazón de Dios. El nos amó primero. El es la fuente del amor gratuito de caridad,
tal como se revela en Cristo y como el espíritu lo multiplica y lo hace crecer en el corazón
de los santos. La caridad es el amor de Dios en nosotros hecho de nuevo amor hacia Dios
y hacia los hombres, desde Cristo, desde el mismo Dios, por obra y gracia del Espíritu
que nos ha sido dado.
IV. “EN NOMBRE DE CRISTO
OS PEDIMOS QUE OS DEJÉIS RECONCILIAR CON DIOS”. (2Cor 5,20)

El Sacramento de la Reconciliación y la Penitencia

Introducción: En el marco de la celebración de este Año Sacerdotal


El Papa Benedicto XVI, en la Carta dirigida a los sacerdotes con motivo del Año
Sacerdotal, dice: “Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas
personalmente a nosotros aquellas palabras que el Santo Cura de Ars ponía en boca de

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Jesús: «Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre
dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita»”. El Papa nos describe el método
pastoral del Cura de Ars, asegurando que se comportaba de manera diferente con cada
penitente. Quien se acercaba a su confesionario con una necesidad profunda y humilde
del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente
de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por
su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el
secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe
todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin
embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a
olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas
personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge
también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor:
Dios es amor (1 Jn 4, 8). El amor de Dios es la fuerza que impulsa al creyente a
acercarse a Dios cuando se ha alejado de Él por el pecado.

1. Beneficiarios siempre del perdón de Dios


“En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios” (2Cor 5,20).
Estas palabras siempre actuales, suenan hoy con fuerza particular y nos apremian a que
abramos el corazón y acojamos la acción misericordiosa de Dios, el único que puede
obrar la reconciliación y hacer nacer el hombre nuevo y la civilización del amor. El
anuncio gozoso de la reconciliación se encuentra en el centro mismo del
Evangelio de Jesucristo, que es gracia y perdón, salvación y paz. “Nosotros sabemos
que Dios «rico en misericordia» a semejanza del padre de la parábola, no cierra el
corazón a ninguno de sus hijos...” (Reconciliatio et paenitentia, 10). La Iglesia,
instrumento de reconciliación, paz y justicia, no puede ni debe buscar otra cosa que
llevar a los hombres a la reconciliación plena. En íntima vinculación con la misión de
Cristo, su misión se condensa en la tarea de la reconciliación del hombre: con Dios,
consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado.

2. El pecado no es la última palabra


Una mirada descuidada podría inducirnos la falsa impresión de que Dios, buen
conocedor de nuestro frágil corazón, no da mucha importancia al pecado del hombre...
Dios no minimiza el pecado. Nos revela que la misericordia es más fuerte que el
pecado. El pecado no es la última palabra. Por profundas que sean nuestras “deudas” o
graves nuestras “ofensas”, cuando nos situamos ante Dios Padre misericordioso lo que
predomina es el sentimiento de que, pese a todo, el perdón, la salvación y la
reconciliación se ofrecen de nuevo, con insistencia, gratuitamente. No hay proporción
alguna entre lo que Dios es capaz de hacer por nosotros y los errores o faltas que
nosotros podamos cometer. El perdón de Dios es siempre mayor y más fuerte.

a) El desgarro interior: “No comprendo mi proceder”


“Realmente, no comprendo mi proceder, pues no hago lo que quiero, sino que
hago lo que aborrezco” (Rom 7,15). Este grito que expresaba la situación interior que
vivía San Pablo, puede salir también de nuestros propios labios. Con frecuencia somos
conscientes de la división y la contradicción que se vive dentro de nosotros: queremos y
no queremos, deseamos y rehusamos, buscamos la verdad y nos quedamos en la

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mentira, sobre todo cuando nos mentimos a nosotros mismos. Aspiramos a amar sin
fisuras y con limpieza, y nos sorprendemos a nosotros mismos agrediendo, hiriendo y
haciendo daño, incluso a las personas que decimos amar. A veces nos excusamos
diciendo que no somos responsables del todo, pero si miramos en profundidad no
podemos asegurar Aser un poco cómplices”.
Y lo que percibimos en nuestro interior también lo descubrimos a nuestro
alrededor. La humanidad entera está desgarrada: conviven los grandes gestos de
generosidad y solidaridad con las guerras y hostilidades más destructivas; junto a la
belleza de la solidaridad el horror del hambre; junto a los inmensos avances de la ciencia
en favor de la vida, las fuerzas tenebrosas que empujan a acortarla en su inicio (aborto)
o en su final (eutanasia). Es verdad que muchas veces no somos responsables directos
de estas situaciones, pero todos estamos envueltos en esa inmensa ambigüedad humana
que se extiende desde lo más íntimo de nosotros mismos hasta el más lejano rincón del
mundo.
Intentamos descubrir el origen del mal, de la desgracia o del pecado. Escrutamos
en nuestra propia historia y en la historia de la humanidad, y siempre encontramos esa
ambigüedad y división original, ese combate entre las fuerzas de la vida y las de la
muerte, entre las tinieblas y la luz, entre la verdad y la mentira.
Este mismo deseo de conocer el por qué de esta situación puso a los hombres que
escribieron la Biblia de cara a Dios e, inspirados por El, nos dejaron una honda
meditación sobre esta historia, desde sus orígenes. Esta historia, narrada como Historia
de Salvación, nos descubre que al inicio no está ni el mal ni el pecado. Al principio está el
gesto creador de Dios, que pone al hombre en el mundo y le confía su cuidado: un gesto
de amor del que el primero que queda satisfecho es el propio Dios: “Y vio Dios que era
bueno” (Gn 1,10.12.18.21.25.31). Pero más tarde aparece el tentador, representado en
la serpiente, que no es ni el hombre ni Dios y que viene a perturbar la buena relación
original entre Dios y Adán y Eva. Entre Dios y todo hombre representado en ellos.
“Seréis como dioses”: ésta es la oferta tentadora que le hace el maligno a
aquellos primeros seres. Ellos que son criaturas, sufren así la tentación de querer ser su
propio Creador. Les resulta atrayente y tentador ser ellos su propia fuente, su propio
origen; que todo dependa de ellos, conocerlo todo, tener la clave de todo. “El árbol del
conocimiento del bien y del mal” es precisamente el único de cuyos frutos Dios les ha
prohibido comer. Porque sólo Él, que es el origen de todo, es capaz de poseer el
verdadero conocimiento.
Sin embargo, el árbol del conocimiento “es atractivo a la vista”. Ahí comienza la
mentira. Lo que mucho más tarde el lenguaje cristiano llamó “pecado original” es la
mentira original, el engaño y la mentira que pretende hacernos olvidar que no somos
Dios. Todo arranca de ahí. Nuestra condición humana al autocontemplarse se llena de
soberbia: descubrimos en nuestras manos mil capacidades de amor, de libertad, de
creatividad. Pero nuestra mirada se enturbia: sentimos la tentación de creer que, si lo
tenemos todo, es señal de que todo viene de nosotros.
La verdad, en cambio, consiste en reconocer que somos, ante todo, criaturas:
invitados a la vida por Otro; discípulos, invitados a escuchar, a recibir de Otro el
conocimiento definitivo. No somos Dios. Y desde este profundo convencimiento,
comienza a brotar la fe, porque nos ponemos a la escucha de Otro. Pero sólo podemos
ponernos en esa postura si denunciamos la mentira original; y sólo podemos denunciarla
si antes aceptamos reconocerla arraigada en nuestro propio corazón. Es la experiencia de
sentir en nosotros esa influencia sutil y terrible del pecado.

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b) La relación herida, la armonía rota
De la primera mentira –“seréis como dioses”- nace toda la cadena de mentiras
posteriores. Al situarnos como rivales de Dios, rompemos la armonía inicial: estar
con Dios y hablar con El como amigos. Y comienzan todos los infortunios. El primero
de ellos, la pérdida de la armonía consigo mismo. El ser humano está como
descentrado, desorientado, exiliado de lo más auténtico de sí mismo. Adán y Eva,
después de desobedecer, con la esperanza de llegar a ser como Dios, “comienzan a
avergonzarse de su desnudez, se esconden de si mismos”. Ya no pueden ser ellos
mismos sin turbarse. Empiezan a tener miedo de Dios, que, sin embargo, los ha creado
con amor y gozo. Su armonía con ellos mismos les venía de su armonía con Dios. Pero
tal armonía ha degenerado en mala conciencia, ese sentimiento nocivo que se infiltra a
veces en nosotros y que siempre es indicio de que estamos distorsionando la relación con
nosotros mismos, con los demás, con las cosas, con Dios. Esta mala conciencia nos dice
que nuestras relaciones primordiales están heridas.
Rota la armonía con Dios, que es el origen de la paz y la armonía consigo mismo,
nace la rivalidad. Se rompe la armonía de las relaciones humanas. No somos
capaces de acoger a los demás con un amor limpio y con absoluto respeto. Siempre se
mezcla la búsqueda de nosotros mismos: en forma de necesidad de dominar, de lucha
por sobresalir, de tener la razón, de ser más que el otro... En la Biblia, después de la
desobediencia de Adán y Eva, la primera gran tragedia humana es el asesinato de Abel
por Caín. El homicidio del hermano es, en plena lógica, el engendro propio de la mentira.
La relación está herida. Y se va convirtiendo en envidia, odio, rivalidad, guerra, maldad,
injusticia...
El amor a Dios y al hermano, que resumen los dos grandes mandamientos del
cristiano, denuncian también dos pecados que casi siempre van unidos: el rechazo del
hermano dimana directamente del rechazo de Dios, y a la vez la aceptación y amor al
hermano es un signo de que hemos vuelto de la muerte a la vida “nosotros sabemos que
hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Jn 3,14).
Y en nuestro interior surge el anhelo: ¿Qué hacer ante esta situación? ¿Cómo
librarnos de tal condición, si es que hay alguna posibilidad de hacer? Podemos gritar con
el apóstol ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rom 7,24).

3. ¿Quieres curarte?
“Jesús le preguntó: «¿Quieres curarte?» El inválido le contestó: «Señor, no tengo
a nadie…». Jesús le dijo: «Levántate y anda»”. (Jn 5,6-8).
Hay preguntas que parecen superfluas. ¿Quieres curarte? (Jn 5,6). Jesús hace
esta extraña pregunta a un paralítico que encuentra en su camino. ¿Qué enfermo no
quiere ser curado? Ninguno, desde luego. Sin embargo, ¿deseamos, vivamente, nosotros
ser curados de esta herida? ¿Queremos realmente salvarnos? Querer curarnos de
nuestras heridas, salir de nuestro pecado, presupone, al menos tres disposiciones:
Primero: “Reconocernos enfermos”. Lo cual no es en absoluto obvio. Dios creó
al hombre y a la mujer buenos. Pero Jesús también nos dice que “sólo Dios es bueno”
(Mc 10,18), lo cual suena realmente duro a nuestros oídos. Sin embargo, si queremos
aceptar tales palabras, ¿cómo entenderlas correctamente y sin que resulten nocivas para
nosotros? Nos resistimos a aceptar una visión pesimista de nosotros mismos, y esa
resistencia es buena. No sería cristiano pasar del “sólo Dios es bueno” a “todo lo que
hace el hombre es malo”.

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Pero hay que andar en verdad. Y la verdad nos hace reconocer nuestra
ambigüedad fundamental y la tentación de la mentira, que están inscritas en nosotros.
Negar esto sería mentirnos a nosotros mismos y esconder la cabeza. Ya lo expresó Jesús
en el Evangelio en una parábola llena de un profundo conocimiento del interior del
hombre: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El
fariseo se plantó y se puso a orar consigo mismo de esta manera: «Dios mío, te doy
gracias porque no soy como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano». El
publicano, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo;
no hacía más que darse golpes de pecho diciendo: «Dios mío, ¡ten compasión de este
pecador!» Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios, y aquél no”. (Lc 18,10-14).
Es necesario reconocer nuestra condición de enfermos, de pecadores, para poder
demandar y pedir con humildad, con golpes de pecho, la salud y la salvación.
Segundo: “Aceptar que no podemos conseguirlo solos”. Queremos curarnos,
anhelamos salvarnos, pero es necesario aceptar que no lo podemos conseguir solos.
Querríamos bastarnos a nosotros mismos, sin darnos cuenta de que precisamente en eso
consiste la mentira original: ¿para qué tenemos necesidad de un salvador? Esta pregunta
casi nunca aflora a nuestros labios, pero vivimos cada día como si el llevar nuestra vida a
buen término o hacerla desembarcar en el fracaso dependiera exclusivamente de
nosotros. Lo cual puede engendrar en nosotros sentimientos de endiosamiento o de
autosuficiencia, aunque lo más frecuente es que dé lugar al desaliento y la desesperanza.
Querer sanar significa reconocer que tenemos necesidad de los cuidados de otro.
Y decirlo con profunda sencillez. Así gritó el paralítico a Jesús cuando le pregunta si
quiere curarse: “¡Señor, no tengo a nadie...!”
Tercero: Que demos nuestro “sí” a nuestro verdadero deseo. ¿Quieres
curarte? supone una pregunta por nuestra voluntad, por nuestra capacidad de querer de
verdad. Esto es hermoso: que seamos solicitados, en lo más íntimo de nosotros mismos,
de nuestra libertad. La grandeza del hombre, que ha sido creado libre es que incluso
puede decir “no” a Dios. Podemos rehusar ser curados. Por eso es preciso que demos
nuestro “sí” a nuestro verdadero deseo, y que lo hagamos libremente, voluntariamente.
Sólo cuando nuestro deseo ha sido confirmado por el sí expreso de nuestra
voluntad, la gracia viene a nosotros en forma de curación y salvación. Y oímos las firmes
palabras de Jesús: “Levántate y anda”.

4. Cristo lo ha reconciliado todo: la relación restaurada


Sólo si nos sentarnos a los pies del Señor Jesús y miramos atentamente a su
rostro, escuchando las palabras que salen de su boca, descubriremos, maravillados, el
don de la reconciliación que nos ha sido dado en Jesucristo, superior a cuanto
hubiéramos podido imaginar. Jesús es nuestra reconciliación: “Tanto amó Dios al mundo
que le dio a su Hijo” (Jn 3,6). Y ahí está como uno de nosotros. Es una realidad tan
impresionante que sus discípulos insisten en ella: “Se hizo semejante en todo a los
hombres. No se aferró a su categoría de Dios... Fue reconocido como uno de tantos” (Flp
2,5-7). Nos toca a cada uno de nosotros dejarnos afectar e impresionar, meditando el
Evangelio, por esta grandiosa realidad: Dios se ha identificado con el ser humano en
todo, “menos en el pecado” (Heb 4,15).
Descubrimos en Jesús un amor tan extraordinario que trastoca por completo
nuestros modos de ver las cosas. Dios no necesita ni nuestra virtud ni nuestra perfección
para amarnos y solidarizarse con nosotros. Su amor no pone condiciones. Parece incluso

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que Jesús muestra mayor ternura cuando trata a personas despectivamente encasilladas
en la categoría de los “pecadores”: la mujer adúltera, la prostituta, el recaudador
deshonesto... No es de extrañar que el amor prenda en sus corazones al percibir la
actitud de Jesús. Esta plena solidaridad de Jesús, el Hijo de Dios con todos los hombres
la va a llevar “hasta el extremo” (Jn 13,1), pues por ella va a morir. Morirá por amor, y
por eso resucitará, culminando así definitivamente su obra de reconciliación.
La Resurrección es el restablecimiento de todas las cosas en su verdad, que no es
otra que la de estar orientadas hacia Dios. En ella todo queda reconciliado. En ella se
manifiesta que el pecado no es ni la primera palabra ni la última. Por la Resurrección
sabemos que ese amor se extiende a todos los tiempos, antes y después de Cristo, y
abarca a todos los hombres, sean cuales sean sus creencias y sea cual sea su pecado.
Comienza así para nosotros una vida nueva. Esta victoria de Cristo sobre la muerte es un
don compartido con toda la humanidad. Con él, también nosotros hemos pasado de la
muerte a la vida, del pecado a la gracia. Por eso san Pablo afirma que “somos muertos
que han vuelto a la vida” (Rom 6,13).
Por ello, a partir de la Resurrección, nuestra mirada sobre la condición humana se
transforma: el ser humano, visto en y desde Cristo, es más un ser salvado que un
pecador. Para los cristianos, el Bautismo es el sacramento que celebra nuestra
participación en la muerte y Resurrección de Cristo: “Hemos sido sepultados con él por el
bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos, por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”
(Rom 6,4). Por eso el Bautismo es el primer sacramento de la reconciliación, porque
proclama nuestro enraizamiento en la Resurrección de Cristo, esto es en la fuente de la
salvación. Sin embargo, tenemos que acceder a lo que ya nos ha sido dado desde el
comienzo de forma progresiva. La reconciliación nos ha sido dada, pero tiene que
recorrer su camino y hacernos sintonizar con ella poco a poco. Nuestros pecados, son la
señal de que esa transformación no está consumada, de que todavía no nos hemos
adaptado a la verdadera vida en Cristo. Aun estando salvados, seguimos siendo
pecadores. El sacramento de la Penitencia nos recuerda, etapa a etapa, que estamos a la
vez ya reconciliados y en vías de reconciliación. Esto lo vivieron tan profundamente los
primeros cristianos que incluso se denominó al sacramento de la Penitencia con el
nombre de “segundo bautismo”. Esta realidad es una invitación a esa conversión
continua a la que estamos llamados y de la que estamos necesitados.

5. Convertirnos: “Sí, me levantaré y volveré junto a mi Padre”


Dios es quien siempre llama a la conversión. Siempre es el mismo Dios quien
nos llama -el Dios de la misericordia- y nos llama a lo mismo -a volver nuestra mirada
a El y acogerlo como Padre- y siempre nos llama por lo mismo -a través de su Gracia-.

El término de nuestra conversión no es algo, sino Alguien


No nos convertimos a una ideología, a un proyecto, a un mensaje moral, sino al
Dios de Jesús y, a partir de Él, a nuestros hermanos. En este punto, la conversión
cristiana se contrapone a la reforma de vida; no es lo mismo conversión que reforma,
incluso a la misma revolución por noble que se quiera. Nadie se convierte, en cristiano, si
no se vuelve al rostro personal de Dios que se revela en Jesucristo. No nos convertimos a
valores personales, ni siquiera pura y primariamente a seres humanos, como a los
pobres y marginados. Nos convertimos primariamente al Dios de Jesucristo. Esta es la

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relación fundamental que se regenera en la conversión: es la vuelta a la casa del Padre y
dejarnos abrazar por Él.
A partir de esta relación filiar restablecida, se regeneran las demás relaciones
fundamentales que constituyen a la persona. Si perdemos esta relación con Dios, nuestro
esfuerzo por ser mejores puede estar más cerca de un planteamiento filosófico que de
una auténtica relación de fe. Por eso la conversión es hoy una demanda difícil ya que se
ha oscurecido el rostro de Dios en nuestro contexto cultural. Y no sabemos encontrarle.

Convocados a recibir el perdón: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la


vida…”
Nadie sabe perdonar si él no ha sido perdonado nunca. El que no perdona es
incapaz de recibir el gozo del perdón. Si Dios nos perdona es porque “nos comprende”: El
conoce lo que hay en el corazón del hombre, escruta los riñones y los corazones, que
dirá tantas veces la Escritura. Esta comprensión total conduce al perdón. San Pablo, para
expresar este perdón total, utilizará sobre todo estas dos expresiones: “a pesar de todo,
Dios nos perdonó”; “si el pecado abundó, ¡cuánto más la Gracia!”
Sorprende la acogida incondicional de Jesús a los pecadores. Nosotros somos más
cautos, tenemos más experiencia de la vida y, a las acogidas incondicionales, llamamos
ingenuidades. La acogida de Jesús no solo destruye el pasado, sino que renueva y
construye. Es un perdón que acaba con todos los demonios interiores que pueblan la vida
del hombre: el demonio del dinero en Mateo, el demonio del sexo desbocado en la
Magdalena. Y al tiempo que acaba con esos demonios interiores, nos descubre la
esperanza: el temple para seguir intentando lo que dejamos por imposible. Después de
sentirnos perdonados, muchos de nosotros nos vamos a nuestra vida normal con el
compromiso de seguir intentando lo que casi habíamos dejado por imposible. Y seguir
buscando y pidiendo la ayuda del Señor. Todo ello, hace que por el perdón la alegría y la
paz vuelven a nuestro corazón.
En otro tiempo, cuando faltaba el amor, el “temor de Dios” hacía que muchos
volviesen a acercarse pidiendo perdón. Hoy se ha perdido este temor y el amor no ha
ocupado su lugar: se ha perdido la conciencia de pecado. Y vivimos con dolor como
muchas personas se acercan a la Eucaristía con cierta indiferencia y faltos de
preparación, incluso sin haber celebrado el Sacramento de la Penitencia desde hace
mucho tiempo. El sacerdote y todo el Pueblo de Dios, estamos llamados a hacer un
esfuerzo pastoral y formativo para revalorizar este Sacramento y mostrar a todos la
“alegría de volver a la casa del Padre” que nos aguarda para darnos el abrazo de la
reconciliación e invitarnos, como a la pecadora, “a no pecar más”.

Cuaresma 2010. Alfonso Crespo Hidalgo.

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