Charlas Cuaresmales 2010
Charlas Cuaresmales 2010
Charlas Cuaresmales 2010
com
IV. “En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios” (2 Cor
5,20)
El Sacramento de la Reconciliación y la Penitencia.
2
El sacerdote debe ser el primer creyente de la palabra, con plena conciencia de
que las palabras de su ministerio no son “suyas”, sino de Aquel que lo ha enviado. No es
su único poseedor, es deudor, con relación al pueblo de Dios. Como servidor de la
Palabra, el sacerdote no sólo debe vivir en contacto asiduo con la Palabra, y por lo mismo
orar antes de anunciarla, sino también predicar de tal manera que provoque la oración;
predicar para que la gente rece: predicar de manera que inspire la oración de quienes
tenemos delante. Una verdadera homilía sólo es tal si ella misma se puede convertir en
oración.
3
pregunta y esta respuesta nos jugamos la autenticidad de la fe. Jesús empeñó su tiempo
entre nosotros a ayudarnos a que demos, también nosotros, la respuesta adecuada.
2. “Les hablaba en parábolas...”
Cuando Jesús comienza a predicar la llegada del Reino de Dios, comienza
poniendo una serie de comparaciones, que terminan concretándose en verdaderas
narraciones: es la hora de las parábolas. Este lenguaje en imágenes está al inicio de
todo. Cuando el hombre tuvo la idea de escribir comenzó a pintar; para los pueblos de
Oriente la imagen es superior a la palabra, anterior a la palabra: la imagen es el punto
de apoyo y el impulso de la palabra.
Hay en el Evangelio todo un mundo de imágenes, de comparaciones,
semejanzas... que la versión de la Biblia de los Setenta, traducirá como “parábolas”. La
historia señalará con el término “parábola” algo referido a una narración breve,
inventada, pero verosímil, tomada comúnmente de la naturaleza, de la vida y usada para
expresar, por su medio, enseñanzas de tipo religioso o moral.
Las parábolas son los fragmentos mejor conocidos por el pueblo cristiano, y
conservadas en la memoria desde la infancia. A su vez forman parte del patrimonio de
todos, creyentes o no creyentes: por ejemplo, decir “hijo pródigo” es ya una imagen que
pertenecen al patrimonio de la humanidad, creyente o no.
Hay que notar que las parábolas tienen un encuadro geográfico e histórico
concreto: el mundo de Jesús. El lenguaje de la parábola es una delicadeza de Jesús para
los más sencillos y humildes, pues pone la enseñanza más difícil en el lenguaje más
sencillo. Hablar en parábolas es un signo de “la maestría del Maestro”.
Jesús sabe revestir las grandes verdades con formas humildes y cotidianas. Esa
combinación de la pequeñez de lo cotidiano, con la enormidad de lo que se descubre tras
la cortina de las imágenes, es efectivamente el gran misterio de las parábolas; misterio
que las constituye en fenómeno absolutamente único en la historia de la literatura
universal.
Jesús fue el gran maestro de las parábolas, y casi todos cuantos las han usado
posteriormente han imitado su estilo. En cuanto al número de las trasmitidas por el
Evangelio, está en unas 30.
4
3. La parábola sobre la Palabra: “Salió un sembrador a sembrar...”
Esta bella parábola pertenece al grupo de las parábolas del Reino. Estas, narradas
especialmente por Mateo, son sencillas y luminosas. Son parábolas que apoyan el
mensaje de la predicación del Reino de Dios. Son parábolas llenas de optimismo y
esperanza.
Jesús anuncia ya cercano el Reino que vaticinaron los profetas. Y lo hace con
parábolas, para poner su comprensión al alcance de los más sencillos, también los niños,
los “predilectos en el Reino de los cielos”.
La parábola del sembrador es una de las más populares (Mt 13, 1-9). Jesús está
junto al lago, quizás ha subido a la barca para predicar a los que están sentados a la
orilla, deseosos de escucharle otra vez. Jesús, seguramente divisaría al fondo a un
sembrador que cruza los campos desparramando la semilla. Parece que maltrataba su
alimento, pero lo hace en esperanza de que mañana multiplique lo que hoy desparrama.
Una débil esperanza; es la esperanza del agricultor, siempre tan pendiente de la lluvia,
las heladas, del tiempo que el no puede dominar: ¡la siembra es siempre un acto de fe y
esperanza en la fuerza de lo alto!
La calidad de la tierra
El sembrador sabe que, aún dentro de un mismo campo y siendo una sola la
semilla sometida a idénticos calores y lluvias, se darán diferencias en el fruto. Hay un
factor que ya está ahí: la calidad de la tierra.
Es una tierra accidentada, no hay en Palestina grandes llanuras, ni tierra calma:
son más bien bancales accidentados, con caminos tortuosos, con lindes imprecisas, y con
caminos que cruzan los sembrados. El agricultor sabe cuánto arriesga en cada grano
lanzado a boleo sobre esta desagradecida tierra...
También lo sabe Jesús, que se está describiendo a sí mismo en este sembrar en
una tierra sin labrar. Ha visto ya las primeras dificultades que surgen ante su
predicación. Si habla en nombre de Dios ¿cómo es que los fariseos permanecen duros de
corazón, los escribas escépticos, los romanos de Herodes desconfiados; e incluso,
muchos de los que le siguen, no acaban de creer? Es la misma semilla, el mismo
sembrador ¿por qué frutos tan diferentes? ¿Por qué los doce le siguieron, dejando
familia, casa y trabajo... y otros le repudian y le acosan? ¿Qué falla: la semilla, el
sembrador o la tierra...?
Jesús, previendo que ésta será una pregunta que se harán sus seguidores, los que
quieran continuar sembrado, propone está parábola, completada con otras, que
describen la tarea del sembrador, y los escondrijos del alma humana que recibe la
semilla.
“Parte cayó en el camino...”
Hay hombres que son como un camino, hombres y mujeres endurecidos por la
vida, que a base de desengaños y desconfianzas ya no se abren a nada. El resquemor, el
dolor y los años le endurecieron, en lugar de fecundarles: sus alforjas están cargadas de
amargura y escepticismo. Es inútil que la semilla de la palabra caiga sobre ellos. No la
recogerán. Rebotarán en la dureza de su espíritu. Vendrán las aves del cielo, o el viento,
y arrebatará la semilla, y con ella la esperanza de un posible fruto.
5
A veces, sobre la piedra o la roca, se deposita una pequeña capa de mantillo, es
una capa superficial de tierra que parece preparada para acoger la semilla: sobre ella,
cae la semilla y el labrador anhela que dé fruto, esperando que haya suficiente tierra.
Con las primeras lluvias, florece... pero con el primer rayo de sol, se secará, pues no
había raíces suficientes. El fondo de piedra le impidió crecer.
Son los muchos los hombres y mujeres que tienen más piedra que tierra en el
corazón. Apasionados, idealistas, entusiastas, fervientes espontáneos, que se apuntan a
la última idea... Son gente abierta, fáciles a la entrega, pero faltos de solidez. En su
corazón hay más dureza que fortaleza. Les gusta probarlo todo y morir por nada. Tienen
mucho de entusiasmo pero poco de entrega confiada: son tipos como el joven rico, los
que le abandonan cuando anuncia la Eucaristía en el discurso del Pan vivo, bajado del
cielo, los que se alejan a la hora definitiva de la pasión y la cruz.
6
campo las piedras, arrancad las espinas. No tengáis el corazón duro, que aniquila
inmediatamente la palabra de Dios. No tengáis una capa ligera de tierra, donde la
caridad no puede arraigar profundamente. No permitáis que las preocupaciones y deseos
del siglo ahoguen la buena semilla, haciendo inútiles nuestros trabajos con vosotros.
Todo lo contrario: sed la buena tierra. Y el uno producirá el ciento, otro sesenta y un
tercero el treinta por uno con frutos más o menos grandes en cada cual. Y todos harán el
granero”.
7
Mateo nos narra esta parábola a continuación de la anterior (13,31-32). El árbol
de la mostaza es una planta humilde... Y el Maestro la propone como una imagen del
Reino. El Reino crece como el árbol de mostaza: sembrado con humildad, crece con
humildad y silencio... y se hace grande, hasta anidar en sus ramas múltiples gorriones.
Lo llamativo de esta parábola es la contraposición de la sencillez del árbol y la
grandeza de la extensión del Reino. El Maestro quiere dejar una nueva lección a los
discípulos: el Reino crecerá. Pero su expansión definitiva, sujeta a las leyes de la historia
será lenta... su cumplimiento total deberá esperar a la otra vida. El Reino, que nace en
éste mundo, no usa las medidas confabuladas de los poderes reinantes... y su éxito se
alcanzará en lo definitivo del más allá. Paciencia y esperanza... caminando entre el “ya,
pero todavía no”. Tenemos la meta, pero la paciencia del agricultor nos enseña que no
podemos adelantar los frutos... No dependen de nosotros.
La debilidad de la Iglesia, como al árbol de mostaza, es a su vez su grandeza. Lo
mismo que una aparente grandeza puede ser su debilidad. En medio del brillo mediático
de las propagandas, la humildad del grano de mostaza nos muestra donde está la
grandeza de la Buena Noticia: no en la estrategia del sembrador, sino en la fuerza de la
palabra, de la semilla que se esparce.
4.3. La levadura en la masa: el fermento del amor
Es la parábola más sencilla. Mateo la narra en un sólo versículo (13,33). Recurre
Jesús a las escenas familiares: la mujer que amasa. Es una parábola al hilo del grano de
mostaza: una invitación a un trabajo cargado de humildad para extender el Reino de
Dios.
La levadura señala la necesidad de inmersión en medio de la masa. No se
evangeliza desde la distancia, sino desde el corazón de las masas. Se evangeliza con el
testimonio y la presencia más que con el discurso o la propaganda llamativa.
Hoy la Iglesia, cada persona, cada matrimonio, cada familia, insertas en medio del
mundo, están llamadas a trabajar con el silencio de la levadura, pero también con el
empuje de fermento de la sociedad para que en ella germinen los valores del Evangelio.
Aunque a veces, sean unos los que siembran y otros los que recogen.
8
5. Jesús es la Parábola de Dios
Hay un riesgo en las parábolas de Jesús: que sean confundidas con una serie de
ejemplos moralizantes. Hay unas enseñanzas claves que deben quedar claras:
El Reino es un don de Dios: Es Dios quien siembra la semilla. La tierra más
fecunda y limpia que puede imaginarse jamás podrá dar fruto si alguien superior a ella
no la siembra. No encontrará el campesino por mucho que lo busque, un tesoro que
antes alguien no haya escondido.
Pero la obra de Dios precisa también de una respuesta humana. Dios abre
al hombre la puerta, pero el hombre debe franquearla libremente. El Reino viene y está
abierto a todos, pero no se impone a nadie. El Reino tiene un carácter profundamente
religioso: es una adhesión a un proyecto de salvación, que empuja a un cambio del
mundo a una justicia nueva, que crea la fraternidad. El Reino es un camino: no se
realizará plenamente en este mundo, aunque en él comienza...
Como explicó Jesús, la semilla es la palabra de Dios. Como dice Martín Descalzo,
basta poner Palabra con mayúscula para que lo entendamos: la semilla es Cristo. Jesús
fue sembrado hace más de dos mil años, y sigue siendo sembrado en los corazones de
los hombres. Y no mira sólo las tierras bien dispuestas, sino que se desparrama a manos
sueltas.
Jesús es la levadura que fermenta: la levadura amasada por la Iglesia e inserta en
la masa del mundo. Una masa indiferente, que sin embargo germina en frutos. Jesús es
el grano de mostaza, que crece y hace crecer y ofrece su corazón para el reposo de
todos. Jesús es sobre todo el tesoro escondido, la perla preciosa, que quien lo encuentra
se inunda de alegría y no le importa venderlo todo porque lo ha encontrado Todo.
Cristo es la gran parábola de Dios: por encima de todo, el Reino es Cristo.
9
II. “NO PODEMOS VIVIR SIN EL DOMINGO, SIN LA EUCARISTÍA” (Cristianos
de Túnez, siglo IV)
10
El Papa Juan Pablo II nos regaló el Jueves Santo de 2003 una sencilla y bella
Carta Encíclica sobre la Eucaristía, titulada con una afirmación germinal: La Iglesia vive
de la Eucaristía. Con ella, Juan Pablo II expresaba un anhelo: ANo puedo dejar pasar
este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el *rostro eucarístico+ de Cristo,
señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la
Iglesia. De este *pan vivo+ se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a
todos a que hagan de la Eucaristía siempre una renovada experiencia?@ (Ecclesia de
Eucharistía n. 7).
El Papa insistía en la necesidad de alimentar nuestro trabajo pastoral con la
contemplación intensa del rostro de Cristo: Acontemplar a Cristo implica saber
reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre
todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre... La Iglesia vive del Cristo
eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al
mismo tiempo, misterio de luz@ (Ecclesia de Eucharistía, n. 6).
La Eucaristía es la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia, y a la vez el
dinamismo interior que hace que la evangelización, tarea de siempre y hoy más urgente,
adquiera la fuerza necesaria para anunciar a los hombres y mujeres de hoy la Buena
Noticia de la Salvación. La evangelización brota de la Eucaristía. La evangelización,
hunde sus raíces en la vivencia eucarística.
11
Eucaristía no es algo, es Alguien; no es sólo el efecto o la obra salvadora de Cristo, es el
mismo Cristo Salvador, salvando, desde la integridad de su misterio, su vida y su misión.
Todos los sacramentos contribuyen a construir la Iglesia, que es el sacramento
fundamental de Cristo. Pero la celebración eucarística es el misterio mismo de la Iglesia,
*la alianza nueva en la sangre de Cristo+. Es el sacramento regio, el *santísimo
sacramento+ en el que los demás convergen y quedan superados. En la celebración de la
Eucaristía el cristiano encuentra aquello en lo que es bautizado, el sacerdote aquello para
lo que ha sido ordenado, los esposos el amor que los une. La Eucaristía ilumina a los
demás sacramentos.
La Eucaristía no se agota en su celebración litúrgica. Una vez consagrados el pan
y el vino, permanecen como sacramento de la presencia real y viva del Señor en medio
de su pueblo. La Eucaristía es en verdad “sacramento permanente”. Lo es en la reserva
eucarística y lo es en la vida de los cristianos.
El cristiano, en efecto, no sólo vive en relación con la Eucaristía en la celebración
y la adoración, sino también a lo largo de toda su vida. La liturgia eucarística y la liturgia
de la vida están íntimamente unidas. En la Eucaristía experimentamos la fuerza
vivificadora del Evangelio, nos sentimos peregrinos con el Evangelio, llamados a sembrar
los valores del Reino en el corazón de todos los hombres, y aspiramos a una plenitud
evangélica que sólo llegará al final de los tiempos: "cada vez que coméis este pan y
bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1Cor 11,26). Como
afirma de diversas formas el mismo Vaticano II, la liturgia de la Eucaristía se prolonga en
la liturgia de la vida, y los creyentes pueden ser en todo momento "adoradores en
espíritu y en verdad" (Cf. SC 61; LG 35).
La implantación de una Iniciación cristiana como proceso catecumenal, e incluso
de una re-iniciación cristiana de los ya bautizados, es una de las prioridades de la Iglesia,
y en concreto de nuestra diócesis. La recepción de los Sacramentos del Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, hacen del cristiano un “cristiano adulto”, que ha completado
su “iniciación” y se presenta ya como un cristiano convencido. Sabemos que siempre no
es esto así. Pero hacia ello hemos de caminar. La Iniciación cristiana, es Adon de Dios y
tarea maternal de la Iglesia@. Insistamos en que nuestros procesos de Iniciación
cristiana, colaborando con la gratuidad de la Gracia, sean una auténtica escuela de
madurez en la fe, centrada en la vivencia de la Eucaristía.
12
tienen? ¿Qué queréis que os diga? ¿Qué os felicite? Pues no es como para felicitaros”
(1Cor 11,21).
La Eucaristía es un derroche de amor. Es el deseo de permanencia de Dios entre
nosotros, hecho comida y cercanía. La Eucaristía es el recuerdo constante y actualizado
de un amor apasionado por el hombre, que es la fuente del amor fraterno. Por eso, no
hay mayor agravio que “reducir” la Eucaristía a un rito, que justifica olvidar la caridad
fraterna. Y no hay a la vez más peor riego que querer mantener la fraternidad sin beber
en las fuentes de la Eucaristía.
Cuando la Eucaristía la reducimos a una “misa” mal celebrada, ritualizada,
despojada de su misterio sacramental y de su contexto comunitario, ajena a la exigencia
de comunión que supone, y de transformación del mundo en un mundo nuevo que
adelante el Reino, estamos desvirtuando y manipulando el “misterio de nuestra fe”.
13
Caridad sin Eucaristía: “la fraternidad huérfana”
Pero no es menos grave, en contexto creyente, el peligro de intentar construir la
fraternidad sin Eucaristía. Peligro que amenaza al ejercicio de la caridad y al compromiso
por la justicia, cuando se viven, en la Iglesia, sin su más profunda motivación, o con una
motivación excesivamente débil. Entendemos por “motivación débil” la que procede
únicamente de imperativos éticos, desligados del carácter más genuino de la ética
cristiana: ser expresión de una identidad creyente que se fundamenta en el amor de Dios
y el mandamiento nuevo.
Un ejercicio de la caridad cuyo centro no sea la Eucaristía tiende a crear una
“fraternidad plana”. Sin la Eucaristía, la fraternidad resultante sería una “fraternidad
huérfana”, una fraternidad sin Padre. Una fraternidad sin Eucaristía deja de ser una
fraternidad cristiana. El ejercicio de una caridad radicada en la Eucaristía es la
manifestación visible de que el Señor sigue con nosotros, expropiándose y dándose en la
entrega diaria de los creyentes.
Una vida sin Eucaristía no puede transformarse, pues, en vida fraterna cristiana.
Desligar la Caridad, en la que se expresa la propia entrega, de la Eucaristía, es
desgajarla del tronco que la hace cristiana, en cuanto asumida en la caridad misma de
Cristo, que la hace suya para seguir amando en el mundo.
14
“Nosotros no podemos vivir sin el domingo”
Estamos llamados a ser testigos y profetas de una “cultura eucarística”, que
supera los egoísmos y las rupturas y preconiza un mundo más humano, en el que brille el
esplendor de la verdad de Dios. La participación activa y espiritual en la Eucaristía nos
abre a la esperanza de las realidades prometidas, más allá de los horizontes limitados de
un mundo atrapado por el relativismo y por una cultura que apostata silenciosamente de
Dios. De la Eucaristía, brota la fuerza capaz de transformar el mundo y la cultura, porque
ella es epifanía de comunión, lugar de encuentro del Pueblo de Dios con Jesucristo,
muerto y resucitado, fuente de vida y esperanza.
Es conocida la respuesta de los cristianos de Abitinia (Tunez) a sus acusadores, en
el siglo IV, cuando le prohibieron celebrar la liturgia: “nosotros no podemos vivir sin el
domingo”, esto es, sin celebrar la Eucaristía. La Eucaristía, que celebramos cada
domingo, es memoria del Sacrificio redentor de Jesucristo, actualización de su Muerte y
Resurrección, fuente de alegría para el mundo.
15
en el servicio es también una denuncia profética contra la sociedad del bienestar, que tan
sólo valora el tener y lo efímero.
El sacerdote se ofrece a la Iglesia, y a la sociedad en general, como servidor y
“gestor de comunión”. La “espiritualidad de comunión” reclamada por el Concilio Vaticano
II y urgida por el Papa Juan Pablo II en el umbral del Tercer Milenio, encuentra en el
sacerdote su principal impulsor. Como dice el Concilio “su excelsa función es apacentar
de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos
cooperemos unánimemente, cada uno a su modo, en la obra común” (LG 30).
Este espíritu de comunión, también se manifiesta en medio de la sociedad con
signos de reconciliación y cooperación. En muchos pueblos, en muchas parroquias, el
sacerdote se ha convertido en signo de unidad y comunión y, junto a la comunidad
parroquial que él preside, se ofrece como lugar de encuentro y de acogida y fuerza que
impulsan el diálogo, la superación de barreras culturales o raciales y religiosas, buscando
siempre la unidad con el vínculo del amor.
16
quien sólo es amor. Dios no lo puede todo. Dios no puede manipular, humillar, abusar,
destruir. Dios sólo puede lo que puede el amor infinito. Es el amor de Dios el que es
omnipotente. Y cuando olvidamos esto y nos salimos de la esfera del amor, comenzamos
a fabricar un Dios falso que no existe.
Desde el punto de vista bíblico, afirmar que Dios es amor, equivale a implantar en
el amor toda su relación con el hombre. Y san Juan termina sacando una conclusión
lógica: “Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el
que permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él” (1 Jn 4, 16).
Dios es un misterio de amor. El misterio de la Trinidad no es una especulación
teológica, es ante todo el misterio del amor. Cuando los cristianos confesamos la Trinidad
de Dios, queremos afirmar que Dios no es un ser solitario, cerrado sobre sí mismo, sino
un ser solidario. Dios es comunidad, entrega y donación mutua, comunión gozosa de
vida.
Los cristianos nos incorporamos por el Bautismo a este amor trinitario: Dios Padre
nos ama a todos los hombres, reconciliados con El a través de la redención amorosa
obrada por su Hijo. El Hijo, en su amor filial, nos lleva consigo a todos los hombres sus
hermanos. El Espíritu no enlaza en el amor sólo al Padre y al Hijo, sino que nos incorpora
en la misma comunión a los que movidos por El gritamos con espíritu de hijos: ¡Abba,
Padre! Creer en el Dios trinitario no es algo superfluo. Es vivir creciendo como hombres
desde el amor gratuito del Padre; seguir a Jesús, el Hijo, en su obediencia filial al Padre y
su amor incondicional a los hermanos; dejarnos guiar por el Espíritu, dando frutos de
"amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"
(Ga 5, 22).
El amor se convierte, pues, en el criterio último y definitivo en ambas direcciones:
no hay más Dios que el Dios que ama, y no hay más hombre auténtico que el que se
sitúa en ese amor y permanece en él como en una morada de donde saca
fuerza, vida y sentido.
Que el “principio” del cristianismo sea el amor, no significa ya que éste sea
también siempre el estilo de vida de la comunidad cristiana en general y de los cristianos
en particular. De hecho, el cristianismo ha sido muchas veces acusado de lo contrario:
ser infiel a lo que predica. Así, el amor se convierte en el gran desafío de los cristianos:
demostrar que el amor no es sólo un principio sino la fuerza que configura y fermenta
todo su actuar concreto. Al estilo evangélico podríamos decir que ser cristiano es dar
frutos de amor.
17
La vida de Jesús fue un ejemplo patente de esta gran revelación. La vida de Jesús
se alimenta de la experiencia radical de la relación con su Padre, Abba; es decir, una
relación abierta en la ternura a la entrega total. Entrega al Padre, pero incluyendo en su
esencia la entrega a los demás. Esta relación filial no será nunca utilizada por Jesús como
evasión de la dureza del camino de la vida, sino como fuente dinamizadora de la entrega
a los demás: un amor tan patente y maduro que hace que Jesús sea calificado por los
primeros cristianos como “el que pasó haciendo el bien” (Hech 10, 38) y en la reflexión
contemporánea como el hombre para los demás. El amor es el modo de vida que
define a Jesús.
Basta escuchar el mensaje de Jesús y seguir todo su vivir y su morir para
descubrir que el Dios que se acerca a los hombres es amor, entrega infinita, perdón sin
límites, misericordia gratuita, gracia que se concede sin condiciones previas: el Dios
revelado en Jesús es el Padre que acoge al hijo prodigo, al hijo perdido y le ofrece una
nueva posibilidad de existencia gozosa (Cf. 5, 11-32). Es amor que busca al hombre
perdido precisamente porque está perdido (Cf. 5, 4-7): No es el Dios de un perdón
calculado, “hasta siete veces”, sino el que perdona sin límites, “hasta setenta veces
siete” (Mt 18, 21-22), invitando a amar a los enemigos y acoger a los pecadores (Cf. Mt
5, 43-48; Lc 15, 2). Un Dios que prefiere la misericordia a los sacrificios rituales y exige
reconciliación y fraternidad para que el culto sea verdadero (Cf. Mt 12, 7; 5, 23-24).
Pero, es en la cruz donde se nos revelará de manera definitiva el amor respetuoso
y sin límites de Dios al hombre, su perdón infinito a una humanidad que lo rechaza, su
entrega salvadora a unos hombres que lo crucifican.
La tarea del cristiano será, en definitiva, revivir en su estilo de vida el estilo de
Jesús: una profunda y cariñosa relación amorosa con el Padre que nos impulsa a amar a
todos: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a
los otros” (Jn 23, 35). ¡Cuanta razón tiene Jesús al plantearnos el amor como “su”
Mandamiento! Y en vivirlo está sin duda la fuente más profunda de la alegría para un
cristiano y el camino más certero hacia la plena afirmación de Dios y del hombre.
18
hombre”. Es el Dios que dice al pueblo de Israel y a cada israelita: “No temas, te he
llamado por tu nombre” (Is 43, 1) y que hace responder desde la fe: “Me salvó porque
me amaba” (Ps 18, 20). El Dios a quien Jesucristo nos enseñó a llamar Padre.
Desde esta perspectiva se resuelve el falso problema sobre la caridad: ¿Qué es lo
primero y más importante, el amor a Dios o el amor al prójimo? Como es bien sabido,
Jesús, supera esta pregunta presentada así como dilema: si hubiera que considerarlos
como dos mandamientos, el segundo sería “semejante” (idéntico) al primero (Mt 22, 39).
Pero el evangelista Lucas ni siquiera los considera como dos mandamientos, sino que los
presenta como un todo único tal que “el que lo cumple alcanza la vida” (Cf Lc 10, 25-28).
Es impensable para el hombre pretender amar a Dios si no es desde su responsabilidad
en el mundo con todos sus hermanos y sobre todas las cosas. Tengo que amar a Dios,
pero al amar a Dios tengo que amar al hermano en quien Dios ha puesto su
complacencia. El hermano es mi acceso a Dios, el lugar donde encuentro cómo amarle:
es como el sacramento de Dios. La verdadera amenaza al cristianismo no viene de
ataques exteriores, sino del lado de los que, mientras dan culto a Dios, desprecian a los
hombres: “Ay de vosotros, escribas y fariseos farsantes, porque pagáis el diezmo de la
menta, del anís y del comino, y dejasteis de lado las cosas más graves de la ley: la
justicia y la compasión y la buena fe” (Mt 23, 23).
19
El amor supone poner manos a la obra aquí y ahora, no quedarnos en bellas
teorías. Pablo VI enunció con una expresión magnífica que la tarea del cristiano consiste
en “realizar una civilización del amor”. En un mundo que siempre inventa nuevas
beligerancias, donde las guerras militares se superan con guerras económicas y los
misiles destructivos son hoy las “caídas de la bolsa” con la inflación y el desempleo, es
necesario descalificar la violencia y quebrar su círculo de hierro mediante “una caridad
inteligente”, como ha definido el Papa, que traduzca en hechos concretos un principio
perenne de amor al prójimo. Únicamente desde el amor de los cristinos, podrá hacerse
creíble que Dios es amor y que el amor es el único medio de la verdadera existencia
humana: Sólo el amor es digno de fe.
En la circunstancias actuales, marcadas por un egoísmo que induce al
individualismo y la exclusión, la Iglesia a través de sus múltiples instituciones
organizadas y la caridad pastoral de muchos de sus sacerdotes, se ofrece con una
especial sensibilidad y cercanía a los más necesitados, expresadas en unos compromisos
prácticos: la promoción y la defensa de la vida humana, el cuidado de los enfermos y de
los ancianos, la acogida de los marginados y de los inmigrantes, la cercanía hacia las
víctimas de la violencia o malos tratos, el respeto a los derechos humanos, la promoción
de la justicia social a través de la predicación de la Doctrina social de la Iglesia,
actualizada en la última encíclica del Papa, Caritas in veritate.
Sin la obra social de la Iglesia y la fuerza de su rico voluntariado, el Estado se
encontraría con un grave déficit de asistencia social a muchas personas. No tiene precio
el servicio que ofrece el “ejercicio de la caridad cristiana” a través de las instituciones y
asociaciones de inspiración cristiana: Caritas, Manos Unidas, Proyecto Hombre, Hogar
para los sin techo, Residencia para los enfermos de Sida, Hogares para ancianos… la
labor constante de las Caritas parroquiales. La tarea diligente de muchos sacerdotes,
religiosos y religiosas y de multitud de seglares cristianos que ofrecen gratuitamente su
tiempo y su esfuerzo a favor de los más necesitados, es una de las riquezas de la Iglesia.
El amor mutuo de los cristianos de nuestra Comunidad, de nuestra Parroquia, y el
ejercicio de la caridad debe ser hoy una levadura que hace fermentar el Evangelio en
medio de la masa del mundo. Hoy, todas nuestras tareas eclesiales tienen que ser
fuertemente evangelizadoras. Y de forma singular en esta cultura occidental
secularizada. La caridad no es filantropía, no es solidaridad, no es simple simpatía por los
demás, ni siquiera amor efectivo y generoso hacia los más necesitados. La caridad nace
en el corazón de Dios. El nos amó primero. El es la fuente del amor gratuito de caridad,
tal como se revela en Cristo y como el espíritu lo multiplica y lo hace crecer en el corazón
de los santos. La caridad es el amor de Dios en nosotros hecho de nuevo amor hacia Dios
y hacia los hombres, desde Cristo, desde el mismo Dios, por obra y gracia del Espíritu
que nos ha sido dado.
IV. “EN NOMBRE DE CRISTO
OS PEDIMOS QUE OS DEJÉIS RECONCILIAR CON DIOS”. (2Cor 5,20)
20
Jesús: «Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre
dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita»”. El Papa nos describe el método
pastoral del Cura de Ars, asegurando que se comportaba de manera diferente con cada
penitente. Quien se acercaba a su confesionario con una necesidad profunda y humilde
del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente
de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por
su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el
secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe
todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin
embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a
olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas
personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge
también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor:
Dios es amor (1 Jn 4, 8). El amor de Dios es la fuerza que impulsa al creyente a
acercarse a Dios cuando se ha alejado de Él por el pecado.
21
mentira, sobre todo cuando nos mentimos a nosotros mismos. Aspiramos a amar sin
fisuras y con limpieza, y nos sorprendemos a nosotros mismos agrediendo, hiriendo y
haciendo daño, incluso a las personas que decimos amar. A veces nos excusamos
diciendo que no somos responsables del todo, pero si miramos en profundidad no
podemos asegurar Aser un poco cómplices”.
Y lo que percibimos en nuestro interior también lo descubrimos a nuestro
alrededor. La humanidad entera está desgarrada: conviven los grandes gestos de
generosidad y solidaridad con las guerras y hostilidades más destructivas; junto a la
belleza de la solidaridad el horror del hambre; junto a los inmensos avances de la ciencia
en favor de la vida, las fuerzas tenebrosas que empujan a acortarla en su inicio (aborto)
o en su final (eutanasia). Es verdad que muchas veces no somos responsables directos
de estas situaciones, pero todos estamos envueltos en esa inmensa ambigüedad humana
que se extiende desde lo más íntimo de nosotros mismos hasta el más lejano rincón del
mundo.
Intentamos descubrir el origen del mal, de la desgracia o del pecado. Escrutamos
en nuestra propia historia y en la historia de la humanidad, y siempre encontramos esa
ambigüedad y división original, ese combate entre las fuerzas de la vida y las de la
muerte, entre las tinieblas y la luz, entre la verdad y la mentira.
Este mismo deseo de conocer el por qué de esta situación puso a los hombres que
escribieron la Biblia de cara a Dios e, inspirados por El, nos dejaron una honda
meditación sobre esta historia, desde sus orígenes. Esta historia, narrada como Historia
de Salvación, nos descubre que al inicio no está ni el mal ni el pecado. Al principio está el
gesto creador de Dios, que pone al hombre en el mundo y le confía su cuidado: un gesto
de amor del que el primero que queda satisfecho es el propio Dios: “Y vio Dios que era
bueno” (Gn 1,10.12.18.21.25.31). Pero más tarde aparece el tentador, representado en
la serpiente, que no es ni el hombre ni Dios y que viene a perturbar la buena relación
original entre Dios y Adán y Eva. Entre Dios y todo hombre representado en ellos.
“Seréis como dioses”: ésta es la oferta tentadora que le hace el maligno a
aquellos primeros seres. Ellos que son criaturas, sufren así la tentación de querer ser su
propio Creador. Les resulta atrayente y tentador ser ellos su propia fuente, su propio
origen; que todo dependa de ellos, conocerlo todo, tener la clave de todo. “El árbol del
conocimiento del bien y del mal” es precisamente el único de cuyos frutos Dios les ha
prohibido comer. Porque sólo Él, que es el origen de todo, es capaz de poseer el
verdadero conocimiento.
Sin embargo, el árbol del conocimiento “es atractivo a la vista”. Ahí comienza la
mentira. Lo que mucho más tarde el lenguaje cristiano llamó “pecado original” es la
mentira original, el engaño y la mentira que pretende hacernos olvidar que no somos
Dios. Todo arranca de ahí. Nuestra condición humana al autocontemplarse se llena de
soberbia: descubrimos en nuestras manos mil capacidades de amor, de libertad, de
creatividad. Pero nuestra mirada se enturbia: sentimos la tentación de creer que, si lo
tenemos todo, es señal de que todo viene de nosotros.
La verdad, en cambio, consiste en reconocer que somos, ante todo, criaturas:
invitados a la vida por Otro; discípulos, invitados a escuchar, a recibir de Otro el
conocimiento definitivo. No somos Dios. Y desde este profundo convencimiento,
comienza a brotar la fe, porque nos ponemos a la escucha de Otro. Pero sólo podemos
ponernos en esa postura si denunciamos la mentira original; y sólo podemos denunciarla
si antes aceptamos reconocerla arraigada en nuestro propio corazón. Es la experiencia de
sentir en nosotros esa influencia sutil y terrible del pecado.
22
b) La relación herida, la armonía rota
De la primera mentira –“seréis como dioses”- nace toda la cadena de mentiras
posteriores. Al situarnos como rivales de Dios, rompemos la armonía inicial: estar
con Dios y hablar con El como amigos. Y comienzan todos los infortunios. El primero
de ellos, la pérdida de la armonía consigo mismo. El ser humano está como
descentrado, desorientado, exiliado de lo más auténtico de sí mismo. Adán y Eva,
después de desobedecer, con la esperanza de llegar a ser como Dios, “comienzan a
avergonzarse de su desnudez, se esconden de si mismos”. Ya no pueden ser ellos
mismos sin turbarse. Empiezan a tener miedo de Dios, que, sin embargo, los ha creado
con amor y gozo. Su armonía con ellos mismos les venía de su armonía con Dios. Pero
tal armonía ha degenerado en mala conciencia, ese sentimiento nocivo que se infiltra a
veces en nosotros y que siempre es indicio de que estamos distorsionando la relación con
nosotros mismos, con los demás, con las cosas, con Dios. Esta mala conciencia nos dice
que nuestras relaciones primordiales están heridas.
Rota la armonía con Dios, que es el origen de la paz y la armonía consigo mismo,
nace la rivalidad. Se rompe la armonía de las relaciones humanas. No somos
capaces de acoger a los demás con un amor limpio y con absoluto respeto. Siempre se
mezcla la búsqueda de nosotros mismos: en forma de necesidad de dominar, de lucha
por sobresalir, de tener la razón, de ser más que el otro... En la Biblia, después de la
desobediencia de Adán y Eva, la primera gran tragedia humana es el asesinato de Abel
por Caín. El homicidio del hermano es, en plena lógica, el engendro propio de la mentira.
La relación está herida. Y se va convirtiendo en envidia, odio, rivalidad, guerra, maldad,
injusticia...
El amor a Dios y al hermano, que resumen los dos grandes mandamientos del
cristiano, denuncian también dos pecados que casi siempre van unidos: el rechazo del
hermano dimana directamente del rechazo de Dios, y a la vez la aceptación y amor al
hermano es un signo de que hemos vuelto de la muerte a la vida “nosotros sabemos que
hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Jn 3,14).
Y en nuestro interior surge el anhelo: ¿Qué hacer ante esta situación? ¿Cómo
librarnos de tal condición, si es que hay alguna posibilidad de hacer? Podemos gritar con
el apóstol ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rom 7,24).
3. ¿Quieres curarte?
“Jesús le preguntó: «¿Quieres curarte?» El inválido le contestó: «Señor, no tengo
a nadie…». Jesús le dijo: «Levántate y anda»”. (Jn 5,6-8).
Hay preguntas que parecen superfluas. ¿Quieres curarte? (Jn 5,6). Jesús hace
esta extraña pregunta a un paralítico que encuentra en su camino. ¿Qué enfermo no
quiere ser curado? Ninguno, desde luego. Sin embargo, ¿deseamos, vivamente, nosotros
ser curados de esta herida? ¿Queremos realmente salvarnos? Querer curarnos de
nuestras heridas, salir de nuestro pecado, presupone, al menos tres disposiciones:
Primero: “Reconocernos enfermos”. Lo cual no es en absoluto obvio. Dios creó
al hombre y a la mujer buenos. Pero Jesús también nos dice que “sólo Dios es bueno”
(Mc 10,18), lo cual suena realmente duro a nuestros oídos. Sin embargo, si queremos
aceptar tales palabras, ¿cómo entenderlas correctamente y sin que resulten nocivas para
nosotros? Nos resistimos a aceptar una visión pesimista de nosotros mismos, y esa
resistencia es buena. No sería cristiano pasar del “sólo Dios es bueno” a “todo lo que
hace el hombre es malo”.
23
Pero hay que andar en verdad. Y la verdad nos hace reconocer nuestra
ambigüedad fundamental y la tentación de la mentira, que están inscritas en nosotros.
Negar esto sería mentirnos a nosotros mismos y esconder la cabeza. Ya lo expresó Jesús
en el Evangelio en una parábola llena de un profundo conocimiento del interior del
hombre: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El
fariseo se plantó y se puso a orar consigo mismo de esta manera: «Dios mío, te doy
gracias porque no soy como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano». El
publicano, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo;
no hacía más que darse golpes de pecho diciendo: «Dios mío, ¡ten compasión de este
pecador!» Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios, y aquél no”. (Lc 18,10-14).
Es necesario reconocer nuestra condición de enfermos, de pecadores, para poder
demandar y pedir con humildad, con golpes de pecho, la salud y la salvación.
Segundo: “Aceptar que no podemos conseguirlo solos”. Queremos curarnos,
anhelamos salvarnos, pero es necesario aceptar que no lo podemos conseguir solos.
Querríamos bastarnos a nosotros mismos, sin darnos cuenta de que precisamente en eso
consiste la mentira original: ¿para qué tenemos necesidad de un salvador? Esta pregunta
casi nunca aflora a nuestros labios, pero vivimos cada día como si el llevar nuestra vida a
buen término o hacerla desembarcar en el fracaso dependiera exclusivamente de
nosotros. Lo cual puede engendrar en nosotros sentimientos de endiosamiento o de
autosuficiencia, aunque lo más frecuente es que dé lugar al desaliento y la desesperanza.
Querer sanar significa reconocer que tenemos necesidad de los cuidados de otro.
Y decirlo con profunda sencillez. Así gritó el paralítico a Jesús cuando le pregunta si
quiere curarse: “¡Señor, no tengo a nadie...!”
Tercero: Que demos nuestro “sí” a nuestro verdadero deseo. ¿Quieres
curarte? supone una pregunta por nuestra voluntad, por nuestra capacidad de querer de
verdad. Esto es hermoso: que seamos solicitados, en lo más íntimo de nosotros mismos,
de nuestra libertad. La grandeza del hombre, que ha sido creado libre es que incluso
puede decir “no” a Dios. Podemos rehusar ser curados. Por eso es preciso que demos
nuestro “sí” a nuestro verdadero deseo, y que lo hagamos libremente, voluntariamente.
Sólo cuando nuestro deseo ha sido confirmado por el sí expreso de nuestra
voluntad, la gracia viene a nosotros en forma de curación y salvación. Y oímos las firmes
palabras de Jesús: “Levántate y anda”.
24
que Jesús muestra mayor ternura cuando trata a personas despectivamente encasilladas
en la categoría de los “pecadores”: la mujer adúltera, la prostituta, el recaudador
deshonesto... No es de extrañar que el amor prenda en sus corazones al percibir la
actitud de Jesús. Esta plena solidaridad de Jesús, el Hijo de Dios con todos los hombres
la va a llevar “hasta el extremo” (Jn 13,1), pues por ella va a morir. Morirá por amor, y
por eso resucitará, culminando así definitivamente su obra de reconciliación.
La Resurrección es el restablecimiento de todas las cosas en su verdad, que no es
otra que la de estar orientadas hacia Dios. En ella todo queda reconciliado. En ella se
manifiesta que el pecado no es ni la primera palabra ni la última. Por la Resurrección
sabemos que ese amor se extiende a todos los tiempos, antes y después de Cristo, y
abarca a todos los hombres, sean cuales sean sus creencias y sea cual sea su pecado.
Comienza así para nosotros una vida nueva. Esta victoria de Cristo sobre la muerte es un
don compartido con toda la humanidad. Con él, también nosotros hemos pasado de la
muerte a la vida, del pecado a la gracia. Por eso san Pablo afirma que “somos muertos
que han vuelto a la vida” (Rom 6,13).
Por ello, a partir de la Resurrección, nuestra mirada sobre la condición humana se
transforma: el ser humano, visto en y desde Cristo, es más un ser salvado que un
pecador. Para los cristianos, el Bautismo es el sacramento que celebra nuestra
participación en la muerte y Resurrección de Cristo: “Hemos sido sepultados con él por el
bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos, por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”
(Rom 6,4). Por eso el Bautismo es el primer sacramento de la reconciliación, porque
proclama nuestro enraizamiento en la Resurrección de Cristo, esto es en la fuente de la
salvación. Sin embargo, tenemos que acceder a lo que ya nos ha sido dado desde el
comienzo de forma progresiva. La reconciliación nos ha sido dada, pero tiene que
recorrer su camino y hacernos sintonizar con ella poco a poco. Nuestros pecados, son la
señal de que esa transformación no está consumada, de que todavía no nos hemos
adaptado a la verdadera vida en Cristo. Aun estando salvados, seguimos siendo
pecadores. El sacramento de la Penitencia nos recuerda, etapa a etapa, que estamos a la
vez ya reconciliados y en vías de reconciliación. Esto lo vivieron tan profundamente los
primeros cristianos que incluso se denominó al sacramento de la Penitencia con el
nombre de “segundo bautismo”. Esta realidad es una invitación a esa conversión
continua a la que estamos llamados y de la que estamos necesitados.
25
relación fundamental que se regenera en la conversión: es la vuelta a la casa del Padre y
dejarnos abrazar por Él.
A partir de esta relación filiar restablecida, se regeneran las demás relaciones
fundamentales que constituyen a la persona. Si perdemos esta relación con Dios, nuestro
esfuerzo por ser mejores puede estar más cerca de un planteamiento filosófico que de
una auténtica relación de fe. Por eso la conversión es hoy una demanda difícil ya que se
ha oscurecido el rostro de Dios en nuestro contexto cultural. Y no sabemos encontrarle.
26