517 Patxot
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517 Patxot
FERNANDO PATXOT
LAS RUINAS
DE MI CONVENTO
Madrid-Barcelona 1851
https://www.cervantesvirtual.com/obra/las-ruinas-de-mi-convento/
Tercera edición
Madrid-Barcelona 1858
https://books.google.es/books?id=5tFQAAAAcAAJ&hl=es
ÍNDICE
Advertencias.........................................................................................................................................5
Prólogo.................................................................................................................................................5
Dos palabras del editor, puestas en la segunda edición de Las ruinas y primera de Mi claustro.........6
I. Mi patria. Mis padres. El mar y sus encantos. El corsario y la caza nocturna. La catástrofe...........7
II. Mis tíos. Una villa deliciosa. Adela. El idioma de las plantas y de sus flores. Mis paseos.
Mis sueños.....................................................................................................................................10
III. El salto de Calasans. El piloto. Mi arrojo.....................................................................................14
IV. Mi voluntad y mi cuerpo. La Santa Unción..................................................................................15
V. Mi delirio; las mujeres bondadosas. Cómo recobré la razón.........................................................17
VI. Mi taciturnidad. Unos emblemas tristes. Acusación y defensa....................................................20
VII. La sorpresa. Las flores del cariño...............................................................................................24
VIII. La reconvención paternal...........................................................................................................26
IX. Nueva intimidad. Buen humor del piloto.....................................................................................27
X. Adiós a los paseos de mi infancia. Exaltación febril. Indignación de Adela.................................30
XI. La ermita de San Telmo. Recuerdos de mi patria. El ramo de Adela...........................................35
XII. Mi conversación con el piloto.....................................................................................................39
XIII. Mi cofre. Los dibujos. Últimos consejos de mis tíos.................................................................41
XIV. Mis soliloquios. Quiero partir sin que nadie lo vea...................................................................43
XV. Tiernos sentimientos de Adela. Me despido de ella....................................................................45
XVI. Cómo salí de la casa de mis bienhechores.................................................................................47
XVII. Me pongo en camino. Las luces que descubro. Noticias tristes. Me dirijo a la ciudad
apestada cuando todo el mundo huye de ella.................................................................................48
XVIII. Me pongo sobre mí. Me pregunto si hay algo más allá del sepulcro. La moribunda y
el padre José. Me dan por muerto. Mi resurrección.......................................................................52
XIX. Mi carta de despido. Deseo hablar con el padre José................................................................55
XX. Lo que le conté al padre José y lo que me respondió.................................................................57
XXI. Reflexiones que hice. El canario. Cuánto tarda mi nuevo amigo..............................................60
XXII. Segunda visita del padre José...................................................................................................63
XXIII. Recuerdos. Mi lucha interior. Recibo cartas...........................................................................65
XXIV. ¿Qué me quiere el mundo? ¿Leeré estas cartas o las haré pedazos?.......................................67
XXV. El reverendo padre Narciso a Manuel......................................................................................69
XXVI. María y el piloto a Manuel.....................................................................................................71
XXVII. Francisco a Manuel...............................................................................................................73
XXVIII. Adela a Manuel....................................................................................................................75
XXIX. Adela a Manuel.......................................................................................................................77
XXX. Adela a Manuel........................................................................................................................80
XXXI. Adela a Manuel.......................................................................................................................82
XXXII. Adela a Manuel.....................................................................................................................83
XXXIII. Adela a Manuel....................................................................................................................84
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Advertencias
Prólogo
¿No le será lícito al pobre religioso, arrojado de su retiro, recordar sus amarguras y sus
consuelos, antes que el tiempo acabe de secar su semblante macilento y sus manos descarnadas?
No tema nadie que para hacer oír mis quebrantos demande a las imprecaciones sus acentos de
ira. Pero desterrado de una mansión en la que había encontrado la paz del alma, separado de unos
hermanos adoptivos que me habían indicado los linderos de la bonanza en medio de los más bravos
temporales de la vida, y habiendo visto entregada a las llamas mi solitaria morada, y cubierto de
escombros aquel claustro que formaba mis delicias, ¿puede parecer extraño que mi corazón suspire
por el bien que le ha sido arrebatado? ¿No soy hombre acaso, sujeto por tanto al soplo de aquellas
brisas misteriosas que son las tristezas del alma?
La relación que publico hará ver si he sido también juguete de las pasiones devoradoras. En
ella trazo los días puros de mi infancia, las ilusiones fatales de mi juventud, los extravíos de mi
imaginación, y la necesidad que tenía de encontrar un albergue en cuyas puertas se estrellasen los
rompientes mundanales. Lo encontré en un convento. El ambiente que en él respiré fue un bálsamo
para mi corazón llagado. Mis tristezas pasadas, envueltas en una nube de esperanzas inefables,
fueron perdiendo la hiel que les daba la sutileza de un veneno, y se convirtieron en aquella dulce
melancolía que es la madre de la compasión y de la ternura. Yo me sentía tan feliz como puede serlo
el hombre en ese globo de algunos grados de circunferencia que él llama su patria.
De repente la Providencia en sus inescrutables designios permitió que el hierro y el fuego del
siglo se volviesen contra los retiros que el anonadamiento de las iras humanas ofrecía a los mismos
hijos del siglo; viviendas abiertas para todos, en las cuales bastaba entrar para ser recibido, y donde
a los que llamaban a la puerta no se les pedía limpieza de sangre, sino únicamente dolor y caridad.
Quince años han pasado, y aun me parece que tengo delante aquella desolación terrible. Yo vi a
unos desgraciados, a quienes cegaba el furor, complacerse destruyendo aquellas moradas por las
que sus hijos suspirarán en vano: navegantes de un piélago proceloso que hacían desaparecer los
puertos por los cuales clamarán mañana. Aquel espectáculo me pareció un sueño horroroso. No
quise huir. Las tumbas, que creía destinadas para recibir mis huesos, dieron un asilo a ese cuerpo
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que es un cadáver vivo, y acaso por la vez primera en ellas se sintieron de un corazón los latidos.
¿Es un delito haber permanecido velando junto a las cenizas de mis hermanos? ¿Hice mal
recorriendo por algún tiempo a la luz de la luna aquellos desiertos corredores, aquellos silenciosos
patios, aquellas profanadas aras? Mi castigo en todo caso lo llevo en los surcos de mi frente y en mi
cabeza encanecida. Colocado ¡ay de mí! a las orillas de aquel abismo en donde van a desplomarse
los sueños todos de la existencia, nada ambiciono, nada pido, sino que me dejen cerrar mis ojos, si
es posible, junto a las ruinas de mi pobre celda.
***
A las anteriores líneas, escritas por el autor de esta obra, no debe añadir el editor de la misma
más que dos palabras, a saber, que muchas veces tuvo que suspender la lectura del original
manuscrito para enjugarse el llanto; y en algunas páginas, que respiran una noble ternura, no fue
dueño de contener unos sollozos salidos de lo más profundo del pecho: tal vez porque nada
conmueve tanto como lo verdadero y con sencillez expresado. El autor cuenta su propia historia, sus
tiempos de borrasca, sus días serenos, y las persecuciones de que fue blanco; quiere bien a sus
perseguidores, y no culpa a nadie.
El editor debe manifestar que serán inútiles todos cuantos pasos se den para indagar el nombre
que sor Adela llevó en el siglo. El mismo secreto que se guardó cuando fueron publicadas las
memorias de fray Manuel en Las ruinas de mi convento, se guardará ahora. En vano los editores de
la traducción alemana de Las ruinas afirmaron que el original español era debido a la pluma de fray
Manuel de Clausans; en vano los traductores ingleses le atribuyeron al Sr. Ortiz de la Vega, y los
italianos al que fue revisor de la misma obra; en vano el director de un diario español confundió al
autor con el editor de Las ruinas de mi convento; el verdadero autor no se dio por ofendido, porque
hace tiempo que arrojó lejos de sí todo linaje de amor propio.
Sólo sí hizo decir al apreciable literato M. León Bessy, traductor de la edición francesa, que
no mentase autor alguno, y que estaba facultado para afirmar que eran erróneas las suposiciones de
aquellos traductores; y además nos hizo prometer que no perseguiríamos ante la ley a los que
reimprimieron en español sin su consentimiento Las ruinas, aunque lo merecían, más que por el
hecho, por las innumerables erratas con que las desfiguraron, y por los nombres de autor que
inventaron.
Y en verdad no sabemos cómo les cuesta a todos ellos tanto trabajo el concebir que exista en
España un autor modesto. Confesamos que es la modestia una de las más raras virtudes; pero
estamos muy lejos de creer que haya desaparecido de la tierra. Sor Adela la poseyó muy acrisolada,
y por su voluntad expresa, y la de su sabio director, irá tal como está impresa la portada de este
libro. Afánese el vulgo de los literatos en poner aureolas a sus nombres y a los de sus amigos:
flaqueza es esta de la que está libre el autor verdaderamente cristiano. «Si alguna cosa, decía la
inolvidable sor Adela, halláis en mi libro que os parezca buena, esta no es mía, pues me la inspiró
sin duda Aquel de quien todo lo bueno dimana.»
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I.
Mi patria. Mis padres. El mar y sus encantos.
El corsario y la caza nocturna. La catástrofe.
Nací en medio del mar. El Océano es mi patria. Mi padre era un navegante, y su esposa quiso
acompañarle en sus viajes. No recuerdo haber sentido sobre mis mejillas los ósculos de una madre.
Un año tenía yo apenas cuando ella murió. Metido en un tosco ataúd, en el que ataron un cañón
inútil, abrieron a su cadáver un sepulcro en la profundidad de las aguas. Creo que por esto jamás me
han arredrado las iras de los mares. Cuando mugía la tempestad, y se levantaban las olas a modo de
montañas, me parecía que la espuma blanca de su cima era el espíritu de mi madre que me llamaba
para que fuese a descansar a su lado.
A los seis años era yo un verdadero marino, y había tomado una afición intensa al San Rafael,
bergantín que me vio nacer. Era nave de mucho aguante, y cuando navegábamos a bolina
desahogada, y ganábamos las aguas de algún otro buque, señoreándose el nuestro con la vela, no me
era dable disimular mi satisfacción, y la manifestaba con gritos penetrantes. Si a veces nos tomaba
un chubasco de viento con las velas arriba, el desorden con que los marineros corrían de una a otra
parte para aferrarlas, era para mí el más interesante espectáculo. Y si, no pudiendo aguantarnos a la
capa, corríamos el temporal, abandonándonos a él con viento y mar en popa, llenábase mi tierno
pecho de un entusiasmo inexplicable. Y cuando el chubasco se convertía en turbonada, y en medio
de una negra cerrazón brillaban los relámpagos y retumbaban los truenos, nadie era capaz de
separarme del palo mayor al que me abrazaba, contemplando aquella escena espantosa. Desfogado
el chubasco, si quedaba el viento manejable, llevábame mi padre a su camarote, y allí pasaba entre
los dos la más tierna escena. En estos momentos solemnes aprendí cómo se ama a un padre.
Apoyada mi cabeza contra su pecho, mirábame de hito en hilo, hasta que sus párpados se
humedecían.
―¿No es verdad ―me decía―, que querrás mucho a tu padre? Porque tu padre, ya lo ves, de
día y de noche trabaja siempre por ti, únicamente por ti. Toca las arrugas de mi frente ―añadía
pasando por ella mi mano―; se me han abierto con la continuación de pensar en ti. Mira mis manos
encallecidas. Pocos momentos de mi vida han estado ociosas para que no te faltase el sustento. Y
sin embargo jamás he podido ponerte a cubierto de la miseria sino para el día de hoy, porque el de
mañana le entreveo siempre cubierto de tinieblas. Pobre Manuel, ¿por qué te di el ser si no puedo
darte la felicidad?
―Pero yo también trabajaré, padre ―le decía yo―, y ganaré dinero, mucho dinero, y os lo
daré todo, y compraremos otro bergantín, que será todo nuestro, y nos iremos lejos, muy lejos.
¿Verdad que sí?
Y dándole muchos abrazos subíame de nuevo a la cubierta.
Habíame familiarizado tanto con los vientos y golpes de mar, que ya nada me era más
insoportable que la bonanza. En las calmas muertas, condensaban la atmósfera una especie de
vapores blancuzcos que casi nos impedían ver las costas, por lo que decíamos que la calma
engendraba la calina que se comía la tierra. La quietud uniforme de un mar sin olas nos parecía el
anonadamiento del Océano.
Sólo me gustaba la calma en las bellas noches de verano. Apoyadas mis mejillas en entrambas
manos, y mis codos en la borda baja de popa, meciéndome lentamente el pausado balance del
buque, me extasiaba mirando los rieles argentinos que la luz de la luna reflejaba en la superficie del
agua. A veces seguía en su rápido curso a aquellos meteoros luminosos que llamábamos estrellas
cadentes. Su brillo momentáneo, su carrera fugaz y su desaparición repentina en medio de los
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espacios que acababan de cruzar, imprimían en mí una sensación dolorosa. La primera vez que vi la
luna llena asomar majestuosamente en el horizonte, la tomé por un enorme y opaco faro. Durante
unos minutos no brilló con aquella luz blanca y pura, cuyos suaves destellos son tan gratos a la
melancolía, sino con el resplandor rojizo de un cuerpo incandescente. El que no ha navegado no
conoce las noches ni sus astros. La magnificencia de una inmensa bóveda obscura, tachonada de
estrellas centelleantes, me parecía superior en maravillas a la del horizonte del día inundado por la
luz que del sol se desprende a torrentes.
Mi infancia vio, pues, lucir muchos días agitados, y algunas noches encantadas: días y noches
que apenas han dejado en mi memoria algunos ligeros surcos. El único recuerdo que de aquella mi
edad pura permanece indeleble en mi mente, es la catástrofe que la terminó.
Al caer de una tarde navegábamos con viento en popa cerrado cuando vi que mi padre fijaba
con inquietud su catalejo en un punto del horizonte.
―Manuel ―me dijo―: ¿qué ves en el mediodía cuarta a lebeche?
―Veo una montera de tope.
―No me había engañado ―replicó tristemente.
Y dirigió el catalejo hacia los demás puntos del horizonte. Pero en ninguna otra parte se veía
más que agua. Estábamos solos, delante de un objeto que excitaba en él la más viva alarma. Aquel
punto blanco, aquella vela triangular, que sólo en los días bonancibles se larga sobre los mas altos
juanetes, y cuya punta va a rematar en el tope, indicaba, atendido el viento fresco reinante, que
habíamos llamado la atención de un buque enemigo.
En 1813, época de este acontecimiento, el Mediterráneo, por el que a la sazón navegábamos,
era un mar inglés en que ondeaba con señorío el pabellón de la Gran Bretaña; pero no faltaban
algunos arriscados marinos franceses que en naves muy veleras armadas en corso se atrevían a salir
a la mar y eran el azote del comercio de aquella nación y del de sus aliados. Hasta entonces
habíamos tenido la fortuna de no avistar ninguna de esas naves temidas, y sí sólo las de los cruceros
ingleses que eran nuestra salvaguardia. Pero en este día, aquella vela, que se levantaba en lo más
distante del horizonte, a modo de una blanca nubecilla, daba a mi padre el mayor sobresalto.
Nuestra tripulación, compuesta de diez hombres, subió a cubierta, y todos se agruparon con
interés alrededor de nosotros. El anteojo pasaba de mano en mano. Algunos dudaban que aquel
objeto fuese una vela, y esperaban que de un momento a otro el viento disipase el vapor blanquizco
que tanto nos alarmaba. Había a bordo tres anteojos: el que usábamos comúnmente y le llamábamos
el catalejo; el anteojo de noche que en medio de la obscuridad nos hacía percibir claramente los
objetos aunque vueltos al revés, y por fin el anteojo de caza que casi nunca servía, el cual marcaba
si el objeto mirado se alejaba de nosotros o se acercaba, y en cuyo tubo se veía una escala graduada
con expresión de las millas que de nosotros distaba el objeto observado.
Mi padre me mandó que le subiese el anteojo de caza, y permaneció un buen rato observando.
―Es preciso largar todos los foques y acuartelar bien las velas ―dijo al cabo de algunos
minutos.
Había pronunciado estas palabras a media voz, y como si hablase consigo mismo.
Sin embargo, fueron cumplidas sus órdenes con tanta actividad que al cabo de pocos
momentos navegaba ya el buque a toda vela. Los marineros conocieron que el peligro no podía
menos de ser grave cuando era forzoso echar mano de los recursos postreros.
Durante media hora guardamos todos el más profundo silencio. Nuestro bergantín surcaba
rápida y desembarazadamente las olas sin rendir ni ahocicar. Habíamos exigido de él el último
esfuerzo, y lo hacía con brío y gentileza. Fueron aquellos momentos la realización de una lucha a
muerte entre dos enemigos que por la vez primera se veían en medio de la inmensidad de los mares.
En mi interior pedía alas a los vientos, no tanto para escapar de aquel peligro, como para que
nuestro buque saliese triunfante en lo velero. La estela que éste dejaba en la superficie del agua,
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formaba una línea recta en la que no se percibía cerca ni lejos el menor serpenteo. Nuestro timonel
cumplía perfectamente con su deber. Pero, prolongando con la vista la línea recta de nuestra estela,
desde su último copo de espuma, aparecía a lo lejos sin desviarse un punto aquella vela temida,
señal evidente de que otro buque seguía nuestras aguas y nos daba obstinadamente la caza.
―Nos es superior en vela ―dijo al fin mi padre en voz tan baja que sólo yo y el timonel
pudimos oírle―: y sin embargo ―añadió con amargura―, hemos hecho todo cuanto podíamos.
―La noche puede ayudarnos ―observó el timonel casi sin mover los labios.
―Con semejante enemigo, no ―replicó mi padre.
En esto desapareció el disco del sol como si hubiese ido a bañarse en las olas más distantes. El
viento comenzó a ceder. Oíase de tiempo en tiempo el gualdrapreo de algunas velas sobre sus palos,
hasta que una racha pasajera volvía a hincharlas. Mi padre prohibió a la tripulación fumar y
encender lumbre. Pidió el anteojo de noche, y no perdía de vista aquella vela misteriosa que nos
seguía incansable. Al cabo de una hora me entregó el anteojo, diciéndome si veía algo a barlovento,
pero se lo devolví sin poder columbrar nada.
El horizonte se había abrumado. La bóveda del cielo, acelajada, no dejaba percibir el menor
centelleo de las estrellas, y a poco nos vimos sumergidos en la obscuridad más lóbrega. Una
brumazón espesa y rastrera se había tendido sobre nosotros, y nos impedía vernos unos a otros a la
distancia de dos pasos. Ni podíamos ver a nuestro enemigo, ni era posible que él nos viese.
Mi padre tomó al momento su partido. Si continuábamos teniendo en nuestras aguas al que
nos perseguía, siendo inferiores en la marcha, al día siguiente debíamos sin remedio caer en sus
manos. Era necesario, pues, buscar nuestra salvación en algún otro recurso. Preparados los
marineros, dio la voz de orzar a la banda. Muy pronto llevamos la proa, ciñendo el viento, en la
dirección de donde venía nuestro contrario, aunque separándonos de ella por medio de un ángulo a
que nos obligaba el fresco que nos venía entablado por la proa.
Es imposible pintar la inquietud que nos dominaba mientras navegando contra el viento nos
acercábamos al objeto que tanto terror nos infundía. Y sin embargo era preciso no pasar muy lejos
de él para que a la mañana siguiente estuviésemos fuera del alcance de su vista. La niebla era
nuestra protectora. Aquella niebla que tantas veces nos había parecido incómoda, porque nos
ocultaba la tierra y los rompientes, y a la que llamábamos la enemiga de los navegantes, era en este
trance nuestro único amparo. Fijábamos los ojos en la obscuridad, temerosos de que se disipase ese
caos amigo que nos auxiliaba en nuestra atrevida virada. Pedíamos a las olas del mar más copia de
vapores que condensasen el velo que nos encubría.
Al cabo de una hora que seguíamos el nuevo rumbo, todos nos agrupamos en torno del
timonel, impulsados por un mismo instinto. Según los cálculos de los marineros, formábamos
entonces a una milla de distancia, y en sentido inverso, una línea casi paralela a la que debía seguir
nuestro perseguidor; pocos minutos después nos alejaríamos ya por su popa, mientras él,
buscándonos en opuesto rumbo, aumentaría por instantes la distancia que nos separaba. Nuestro
pobre buque estuvo admirable. Obedecía al timón con el viento por el pico, ni más ni menos que
antes había obedecido con el viento por la popa. Un poco inclinado a babor, en sus suaves balances
y cabezadas, apenas las maderas de su casco dejaban oír unos débiles crujidos, sofocados por el
ruido de la marejada que se deslizaba por nuestro estribor azotándole ligeramente.
En esto nos pareció oír ya casi por nuestra popa un rumor confuso, lejano, como de voces y
movimiento de gente. Seguramente que entonces acababa de pasar nuestro enemigo, sin pensar
siquiera que pudiese tenernos tan cerca. Todos retuvimos el aliento en aquel instante crítico. Aquel
rumor lejano subió de punto durante unos momentos, como si el viento se complaciese en abultarle,
y aun percibimos una especie de grito agudo e imperioso. Ninguno de nosotros pudo explicarle:
sólo me pareció que nuestro timonel se estremecía diciendo al oído de mi padre que aquello era la
voz de «orza todo.»
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II.
Mis tíos. Una villa deliciosa. Adela. El idioma de
las plantas y de sus flores. Mis paseos. Mis sueños.
Huérfano, a la edad de diez años, llegué, en el de 1814, a la villa de donde eran oriundos mis
padres. Fui presentado a dos respetables tíos. El uno, hermano de mi madre, era un cura digno de
veneración por sus virtudes. El otro, hermano de mi padre, era un honrado propietario que con su
esposa y una hija de la misma edad que yo, vivía económicamente del producto de sus escasos
bienes: poseía en la villa una casa, que era su morada, en las afueras una huerta, y a media hora de
distancia una viña. Los dos me recibieron con los brazos abiertos. Convinieron en que los gastos de
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para mí un encanto delicioso, porque mi carácter era inclinado al silencio. Costábame mucho
trabajo proferir una palabra, y me daba una molestia insoportable la locuacidad de mis compañeros.
Parecíame que el don de la palabra, como el más precioso que el hombre ha recibido del Criador, no
debía prodigarle inútilmente. Le empleaba en hablar conmigo mismo. Las conversaciones
interiores, las que pasan del alma al corazón, y de éste a aquella, me parecían el más noble uso del
habla humana. En vano quisiera trasladar al papel algunos de esos soliloquios instantáneos: fuera
necesario encargar la pluma a las brisas de la mañana, livianas e inconstantes. Adela decía de mí
sonriéndose que el emblema de mi existencia era la rosa blanca, símbolo del silencio. En cambio
expresaba yo las más bellas prendas de aquella niña por medio de algunas hojas de sensitiva y de la
violeta alba: el pudor y el candor.
Por la mañana le presentaba un junquillo y algunas hojas de centáurea, con lo que expresaba
mi deseo de verla feliz. Y ella comúnmente me correspondía con una ramita de moral blanco,
emblema de la sabiduría a que yo debía aspirar. Al momento me entregaba yo al estudio. Aquella
ramita era para mí el estímulo más poderoso.
Adela se enfadaba así que me veía acercarme a la sensitiva. Pasaba a veces una hora mirando
esta planta, y decía que había descubierto en ella alguna cosa que era superior a la vida vegetal.
Acercábase a ella de puntillas; me la enseñaba lozana, fresca, con las hojas enteramente abiertas, y
meciéndose suavemente sobre su tronco. Pero, si por casualidad alguna nube llegaba a ocultar el
sol, observábamos en ella un ligero estremecimiento como de terror. Y si en esto alguna hormiga
llegaba a tocar las hojas de la sensitiva, cerrábalas ésta espantada unas contra otras, y pasando la
alarma de rama en rama, el mismo tronco se inclinaba tristemente hacia la tierra. Entonces Adela no
podía contener un suspiro. Hízome prometer que nunca más pondría mis manos en un vegetal tan
tierno, tan sensible, y según ella animado. Prefería, en la estación florida, que le diese los buenos
días presentándole una aleluya. Un día madrugamos mucho sólo para sorprender a una de esas
plantas en el momento de extender sus hojas, de levantar sus flores, y de abrir sus corolas en
sintiendo la primera luz del sol. Parecióme que tienen razón los campesinos cuando dicen que la
aleluya por las mañanas alaba al Señor en nombre de las plantas.
Una mañana me vio deshojar Adela algunas hojas de sauce. No me habló una palabra; pero
encontré sobre la mesa de mi cuarto un ramo compuesto de balsamina, beleño y las hojas del sauce
que ella había recogido. Traduje el ramo por estas palabras: «la impaciencia es un defecto que
engendra la melancolía.»
En efecto, mi impaciencia era tanto más defectuosa cuanto no sabía de qué estaba impaciente.
Debía mi subsistencia a las bondades de mi tío, del padre de Adela. En su casa era yo mirado y
atendido como un hijo suyo; me daba todas aquellas muestras de ternura que de mi mismo padre
hubiera recibido. Conocía yo que todos estos beneficios exigían de mi parte una de aquellas
correspondencias que absorben todo el ser. Hubiera querido pagar con usura, y en el momento
mismo, una deuda tan sagrada. Cada día, cada hora que tardaba en satisfacer esta obligación me
parecía un siglo. Volvía a todas partes la vista y el pensamiento, pidiendo al cielo y a la tierra lo que
me faltaba. ¿No tienen ya oro esas montañas que en otros tiempos le derramaron a raudales?; ¿en
dónde están ocultos los tesoros que en medio de las tempestades de la civilización los vencidos
habrán dejado sepultados?; ¿en qué parte oculta el mar las inmensas riquezas que en sus entrañas
han quedado sumergidas? Algunos puñados de aquel metal hubieran hecho feliz a mi pobre tío, y yo
no podía dárselos. Tocante a mi felicidad, no creía en ella sobre la tierra.
Adela conocía bien mi corazón. Aquella impaciencia engendraba en mí una profunda
melancolía. Huía de las reuniones como si el trato me arrebatase parte de aquella existencia que
Dios me había dado, y que yo no quería compartir con nadie. En mis paseos me alejaba del tumulto,
y sólo me complacía oyendo a la naturaleza cuando me hablaba por los silbidos del viento, por los
murmullos de las olas, o por los estruendos de las tormentas. «Aquí ―decía para mí―, aquí es
donde se vive. Este mar no ha cambiado de fisonomía desde el momento de la creación; así mugían
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las olas cuando se agruparon a la voz del Hacedor. El mismo aire que éste impelió con su mano, es
el que ahora esparce mis cabellos sobre mi frente. Esto es vivir.» Y permanecía así horas enteras
viviendo a mi modo.
Comúnmente subía a una ermita, llamada de San Telmo, situada en una eminencia casi aislada
y que servía de atalaya por la extensión de mar y tierra que desde ella se descubre. Casi siempre el
viento soplaba allí con violencia; y, mientras reinaba en la villa una bonanza apacible, parecía que la
ermita de San Telmo luchaba con los huracanes para impedirles que turbasen la calma de su
protegida.
Al volver de esos paseos solitarios, como si me alejase de mi ser, sentía en mí el vacío de la
nada. Maquinalmente me detenía junto a un arroyo mirando tristemente el agua cristalina que por él
se deslizaba. Envidiaba la calma de las aguas que permanecían inmóviles entre los juncos, y me
compadecía de las que veía pasar de una margen a otra, inquietas y agitadas. Conversaba con ellas
como con todas los objetos inanimados a quienes en mi interior daba vida. «¿Adónde vais ―les
decía―, adónde, insensatas, si tenéis a pocos pasos el abismo en cuyo seno os anonadaréis,
perdiendo esa pureza que tanto en vosotras me encanta? ¿Pensáis que la inmensidad del mar echará
de menos algunas gotas del pobre arroyo? Quedaos aquí, en medio de la yerba, dando vida a
algunas flores solitarias.» Y comparando mi situación con la de este arroyo, deducía que era una
locura ir a sepultarme en el océano de la vida, cuando podía permanecer tranquilo en medio de la
yerba de los prados. Entonces desprendía una rama del sauce a cuya sombra estaba sentado y me
encaminaba a la casa de mi bienhechor con una taciturnidad sombría.
Adela adivinaba al momento mis sentimientos.
―Pobre Manuel ―me decía―, tú has estado en San Telmo y tienes calentura.
Guiábame al jardín, y con la fibra de áloes enlazaba una filadelfia y un poco de bálsamo de
Judea, con lo que me decía que el amor fraternal que me profesaba curaría los dolores que llenaban
mi pecho de amargura. Yo le presentaba una hoja de agrimonio para expresarle mi reconocimiento.
Pero para esto no necesitaba recurrir a ningún emblema. Mirando mi semblante y mis ojos hubiera
visto cualquiera asomada en ellos mi alma para manifestar su profundo agradecimiento. Estas
escenas no duraban más que un minuto; pero, retirándome conmovido a mi aposento, daba por una
hora riendas a un llanto copioso que gradualmente me calmaba.
Mi corazón ha sido siempre el de un niño. Terco ante las amenazas y los fieros, ha bastado
una palabra de ternura para ablandarle, y abrir en él las fuentes de las lágrimas.
Mis sueños no eran menos agitados que mis vigilias. Pero me sucedía una cosa rara y con
tanta tenacidad repetida que casi podía asegurar de día lo que soñaría por la noche. Mi sueño de hoy
era una continuación del de ayer, y un precedente que debía enlazarse con el de mañana. De manera
que si el sueño era placentero, retirábame más temprano invocándole en algún modo para que
volviese a cubrirme con sus alas. En mis sueños yo no caminaba, ni nadaba, ni volaba, y sin
embargo en actitud inmóvil, cruzados los brazos, recorría la tierra, hendía los aires, e investigaba las
profundidades de los mares. Pasaba por entre muchos seres animados, pero nadie paraba en mí su
atención, o acaso no me veían. Espíritu escudriñador de los espacios, sorprendía al viento cuando
suspiraba entre las hojas de los árboles, y a las olas cuando se agitaban sordamente en sus primeras
reuniones tumultuosas en que parecían estar preparando las borrascas, y a las nubes cuando se
amontonaban para engendrar los rayos. Encaminábame siempre al punto del horizonte que me
parecía más opaco; y allí, en medio de las tinieblas, me tendía meciéndome en ellas como en el seno
de mi felicidad. Compadecíame de los que quedaban en la luz para ostentar en ella su pequeñez, y
juzgaba que mi voluntario anonadamiento en el caos me engrandecía. Cerraba entonces los ojos y
me abandonaba a todos los encantos de la soledad. Un ambiente fresco acariciaba mi semblante,
apagaba el ardor de mi frente, y borraba las huellas de la melancolía. ¿Qué es el hombre? decía yo,
el hombre comedor, el hombre reidor el hombre sediento de oro o de sangre, ¿qué son sino los
hombres animales? En la meditación es donde vive el hombre verdadero. Y meditaba, no sé en qué:
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en la nada de mi ser, y en la sublimidad de esa nada que medita; y embebido en estas meditaciones
pasaba los instantes más deliciosos de mi vida. Si por acaso me despertaban en estos momentos
dichosos, las horas se me hacían largas hasta que lograba de nuevo volver a mi inefable caos.
Cuando Adela leía en mi semblante la agitación de mis noches, me presentaba una adormidera
blanca rodeada de verbena, y junto a esta una anémona de los prados, queriendo denotar que los
sueños encantadores son enfermizos. Yo iba en busca de una campanilla blanca, significándole que
ya estaba consolado.
Para distraerme de mi melancolía me pidió que le diese lecciones de dibujo. «Así, decía, en
ninguna estación nos faltarán flores para nuestros emblemas, pues tendremos el recurso de
pintarlas.» Pero, cuando supo pintarlas, quiso también entretenerse en hacerlas de papel. Usaba para
ello de un papel sutil de varios colores, y como le faltaban moldes para contornear las hojas,
necesitaba tener una paciencia grande para darles la figura conveniente. Pero al fin salía con su
intento, imitando a la naturaleza con un primor exquisito.
III.
El salto de Calasans. El piloto. Mi arrojo.
Contrastaba el buen humor del piloto con la tristeza que estaba pintaba en el rostro de su
compañero. Los pasos vacilantes que daba éste, su mirar vago, y la palidez de su semblante,
indicaban que iba a cumplir su voto no sin alguna repugnancia, y acaso sólo por un resto de amor
propio. A medida que se acercaba a la colina eran más inciertas sus miradas, y cuando comenzó a
trepar por ella un sudor frío bañaba su frente.
Casi todo el concurso que ocupaba la cima de la colina se componía de marinos, excepto uno
que otro curioso como yo, y no había allí ninguna mujer. Pero la ladera de la vecina montaña estaba
llena de un numeroso gentío de todos sexos y edades, que esperaba ansioso el momento solemne.
Cuando la comitiva llegó a la orilla del precipicio fue saludada con grandes aclamaciones. La
música tocaba una marcha triunfal; el aire volteaba pausadamente las aspas del molino de viento
que dominaba esta escena; y las olas que cubrían de espuma la playa cercana, las rocas fronteras y
el pie de la colina, daban un aspecto imponente a aquel espectáculo. En esto se dejó ver por un
momento en la orilla del precipicio un hombre casi desnudo. Era el piloto que, saludando a los
espectadores, se arrojó al abismo. Durante unos momentos reinó un profundo silencio. Oyóse el
ruido sordo de un cuerpo que cae a lo lejos en el agua, y todos nos agolpamos al borde de la colina,
por un movimiento de ansiedad general. Los más cercanos al pozo aseguraban en voz baja que el
piloto había caído enteramente aplomado, lo cual era una señal feliz. Pero, pasaban los instantes y
no parecía. De repente, resuenan gritos entusiastas: las mujeres hacen ondear sus pañuelos, y todas
las miradas se fijan en el puerto de Calasans. El piloto no había entrado en la cueva de debajo de la
colina, sino que, nadando un buen trecho por debajo del agua, había aparecido casi en el centro
mismo de aquel inmenso anfiteatro, como para recibir de los espectadores el parabién debido a su
intrepidez y a su fortuna. Al mismo tiempo parecía indicar por señas que esperaba a su compañero.
La atención se fijó entonces en este. Trémulo, lívido, azorado, se adelantó hacia el precipicio,
y no pareció que se arrojaba, sino que resbalaba, y se hundía. Oyéronse dos golpes, el de un cuerpo
duro que da contra una peña, y el de su caída en el agua.
—Es hombre muerto —dijo a mi lado un anciano.
—Antes de caer le mató el miedo —dijo otro.
—Socorredle, socorredle —gritaron algunos.
No me es posible contar el fin de esta escena. Dotado yo de un natural apático y reservado en
las ocasiones ordinarias de la vida, era sin embargo activo e impetuoso en los lances
extraordinarios. Ya he dicho que el mar era mi elemento. Vestido como me encontraba me arrojé al
agua. Supe después que había dado de cabeza contra un cadáver, y que hubiera perecido sin recurso
si el piloto, ayudado de una sangre fría admirable, no me hubiese salvado. Trasladáronme sin
conocimiento a la casa de mi tío.
IV.
Mi voluntad y mi cuerpo. La Santa Unción.
Cuando volví en mí no sentí ningún dolor. Estaba tendido en mi cama, dentro de mi cuarto.
Entraba una débil luz por las rendijas de los postigos casi cerrados, pero distinguía bien los objetos
que caían frente de mí. Quedéme contemplándolos. Como aquella luz era muy parecida a la que
percibía todas las mañanas al dispertar, esperaba de un momento a otro que el péndulo diese las
cinco, hora de levantarme en verano. Al cabo de un buen rato, no oyendo esta hora deseada, me
pareció que tal vez había dado ya, y quise levantarme: pero no pude. Creí al principio que acaso mi
voluntad no había dado bien la orden a mis sentidos, y la repetí. Esta vez tuve el pesar de conocer
que mi cuerpo no me obedecía. Probé de hacer un esfuerzo, y sólo una especie de estremecimiento
correspondió a mis deseos. Ni las órbitas de mis ojos pude mover; clavada mi mirada en los
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postigos, no podía apartarla de ellos. Quise gritar y tampoco me fue posible abrir los labios.
Entonces no me aventuré a probar ningún otro esfuerzo, vista la inutilidad de los que había hecho.
Traté de reunir mis recuerdos. Al principio eran vagos y confusos. Las aspas agitadas de un molino
de viento; las olas que se estrellaban contra las peñas; unas aclamaciones repetidas; una comitiva
que se adelantaba cada vez más numerosa; un abismo que se abría a mis pies: cada uno de estos
recuerdos se mantenía aislado, y no me era dable enlazarlos. Por último, la memoria de un grito
penetrante de «¡socorro!» dio una forma común a aquellas imágenes. «¿Quién salvará al
desventurado? Va a morir; se ahoga; socorredle.» Y me convencí de que había querido salvar a un
hombre. En esto sentí ruido en mi cuarto. Vi pasar por delante de los postigos algunas figuras
extrañas. Encendieron luces y cruzaron con ellas por delante de mí. Vi agruparse muchas personas
alrededor de mi cama, como si se preparasen para algún acto solemne. Conocí el rostro de Adela el
de su madre, el de mis dos respetables tíos, el del médico de la familia; y además de esto vi algunos
sacerdotes, uno de los cuales llevaba el traje reclamado por el desempeño de alguna augusta
ceremonia.
El médico me tomó el pulso, me pasó una luz por delante de los ojos, volvió a tomarme el
pulso, y dijo:
—El mismo estado de esta mañana; sólo que advierto un síntoma que me indica una crisis.
—¿No queda ninguna esperanza? —dijo mi tía.
—Por ahora no la hay más que en Dios.
—¿Y no sería posible que pudiese oírnos?
—Conozco que sería un consuelo para todos el que diese el pobre alguna señal de que sabe en
qué estado se encuentra. Si tuviese el reverendo padre Narciso la serenidad de siempre, podría
hacerse la prueba.
Entonces el venerable anciano, a quien se había dirigido el médico, se acercó a mí.
—Es por demás deciros —le dijo el médico en voz baja—, que lo último que muere en
nosotros es el corazón, cuyo camino conocéis tanto.
Mi tío me asió de la mano, la apretó vivamente, y me dijo con la mayor ternura:
—Querido Manuel, hijo mío, dinos con alguna señal cualquiera, que sabes que vas a recibir la
Santa Unción; dinos que deseas reunirte con tus padres que están en el cielo; por la Virgen de las
Mercedes, dinos que te arrepientes de haber desconfiado de Dios, y de haber querido atentar a tus
días.
Estas últimas palabras no sé cómo no me hicieron perder el postrer soplo de vida que me
quedaba. Fueron para mí como un rayo que disipa el horror de la obscuridad, y al propio tiempo
anonada. Por ellas volví completamente en mi acuerdo, y conocí que la abnegación de mí mismo
con que había acudido al socorro de un desdichado, se había tomado por el acto de desesperación de
un suicida. Lo que en este momento padecí es imponderable. Quise hablar, moverme, agitar al
menos la cabeza para negar aquel crimen. Consolábame de morir luego, con tal que antes pudiese
desengañar a todos del error en que estaban. Los esfuerzos que hice fueron vanos. Yo no pude
articular una palabra, ni estremecerme de horror, ni cerrar los párpados a la luz, que me era odiosa.
Parecía tener el alma, impotente ya, fija en mis ojos, a punto de abandonar mi cuerpo. Sin duda, por
el esfuerzo grande que hice, brillaron aquellos extraordinariamente, y por fin se inundaron de
lágrimas, que hicieron saltar copiosamente las de todos cuantos me rodeaban.
—Loado sea Dios —exclamó mi tío—, porque ha permitido que manifestases contrición en tu
hora suprema: él te perdonará como te perdonamos nosotros a pesar de que querías abandonarnos.
No te desasosiegues ya, Manuel: todos te queremos mucho.
En esto se acercó a mí el sacerdote en medio de los sollozos de los circunstantes.
Hizo con los óleos santos una cruz sobre mis ojos, diciendo:
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V.
Mi delirio; las mujeres bondadosas.
Cómo recobré la razón.
Tuve un sueño largo y agitado. No me sería dado explicarlo si hubiese de recurrir para ello
solamente a los vagos recuerdos que en mi mente dejó; pero probaré a hacerlo acudiendo a lo que
de él me dijeron las personas que me rodeaban. Soñé que pugnaba por hacerme obedecer de mi
cuerpo. La impotencia a que estaba mi voluntad reducida, en vez de desalentarla era un aguijón
incesante que la hacía repetir sus esfuerzos, indignada de verse presa. Repetíalos a todas horas, no
manifestándose jamás rendida, sino siempre encarnizada con quien había sido su vasallo sumiso, y
ahora era rebelde y obstinado. A ella oponían mis miembros una resistencia invencible. El término
de esta lucha tenaz fue que le dieron a mi cuerpo unas convulsiones terribles que hicieron
necesarios los auxilios de los que me rodeaban. Estos me parecieron hombres de facciones duras, de
rostros atezados, enemigos de refresco que acudían en socorro de mis miembros ya vencidos. Quise
rechazarlos; los miré con ira, y, viendo que se aunaban con mi contrario para combatirme, redoblé
furioso mis esfuerzos contra todos ellos. Poco antes apenas podía luchar contra mí propio; mas
ahora desafiaba a mi cuerpo y a sus auxiliares, y daba a todos ellos espanto. Pero fueron más fuertes
que yo, y me sujetaron. Entonces, llegado al colmo de mi exasperación, y haciendo un esfuerzo
extraordinario, rompí las ataduras de mi lengua, y di un grito que puso asombro en mis
perseguidores.
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cariñosa. A veces se detenía un buen rato mirándome, y de buena gana hubiera yo soltado la risa si
no hubiese temido incomodarla.
Así debieron pasar algunos días sin que mi sueño se disipase. Una mañana parecieron desear
que dejase de estar echado en la cama, y que me incorporase en ella; y así lo hice. Después me
brindaron, no ya con bebidas, sino con manjares, y los tomé. Otro día ya fueron más exigentes, y
quisieron que me vistiese y me levantase. Me encontraba tan bien que me costó trabajo obedecerlas,
y fue la única vez que me quejé de su trato; pero, la joven insistió con tanta amabilidad y dulzura
que no fui dueño de negarme a sus deseos. Al principio tuvieron que sostenerme entre las dos; pero,
muy luego tomé gusto en pasearme, en sentarme, en abrir los postigos, y en mirar la bóveda azulada
del firmamento.
Alguna vez vinieron a visitarme varios desconocidos, uno en particular que siempre me cogía
de la mano y me observaba mucho; pero yo a todos los recibía con mucha frialdad; y no
manifestaba contento sino al verme acompañado de aquellas dos cuidadosas mujeres.
Al caer de una tarde en que hacía un tiempo delicioso, me instaron para que saliese con ellas a
tomar el fresco, a lo que no me hice de rogar. Atravesamos un arroyo, tomamos una senda solitaria,
nos detuvimos en la ladera de algunas colinas, y por último llegamos a una ermita que las mujeres
llamaron de San Amans, preguntándome si había estado nunca en ella. Me miraron como si
esperasen que este sitio suscitase en mí algún recuerdo, y viendo que no, entristecidas se pusieron
de rodillas, y pronunciaron entre labios algunas palabras. Yo imité su actitud, y me levanté cuando
ellas se levantaron.
A la vuelta tomamos un camino diferente que nos condujo a la falda de una montaña cuyo
vertiente iba a parar en el mar. El horizonte estaba despejado. Las olas lamían suavemente las rocas
que estaban no muy lejos a nuestros pies. La fragancia de la flor de retama y del romero daba en
torno nuestro un olor balsámico al aire que respirábamos. Quise sentarme sobre la yerba; y ellas
hicieron lo mismo. Aquel paisaje tenía sin duda algún poder sobre mi mente, pues yo le contemplé
con una atención que hasta entonces no había puesto en ninguna cosa. Teníame encantada la
fantasía todo aquel conjunto de objetos, cada uno de por sí agradable, y en su todo hechiceros: yo
volvía la vista de las rocas a la colina, del mar al cielo, como si buscase en ellos la fisonomía de un
amigo ausente.
Hacíase tarde, y mis dos compañeras me dijeron que era ya tiempo de volvernos.
―No ―les dije―, todavía no, amigas mías, toda vez que estamos bien aquí. ¿No os agrada
este sitio? El mar está tranquilo y la noche es apacible. ¿Teméis que os riñan aquellos hombres? Yo
les diré que habéis estado conmigo, y callarán. Detengámonos, os lo ruego, algunos instantes más.
Pero esos instantes que yo pedía, y que no pudieron negar a mis súplicas aquellas excelentes
mujeres, se convirtieron en una hora. A mi lado estaba sentada la mayor de las dos; y la más joven
se había colocado a sus pies, reclinada la cabeza sobre sus rodillas, en actitud como de quien
duerme; aunque en realidad no dormía, pues la sorprendí a veces mirándome tristemente.
Acaso me hubiera cansado pronto de esta escena nocturna, si la luna no hubiese venido a
animarla rasgando unos celajes. Su luz trazó en el mar unos rieles plateados, y me hizo descubrir
una vela blanca y solitaria muy cerca de la playa.
―Vámonos, que en la ermita de San Telmo van a dar el toque de ánima ―dijo la joven
levantándose.
Y en efecto, resonó sobre mi cabeza un son lúgubre y clamoroso.
Me quedé inmóvil. Un sudor frio inundó mi cuerpo. La escena que tenía delante la vi
transformarse de repente, y tomar un aspecto terrible. La vela blanca me pareció un náufrago que
luchaba con la muerte. «Socorredle, socorredle», grité de una manera espantosa, y me abalancé
como para arrojarme al agua.
―Manuel, Manuel ―exclamó la joven asiéndose fuertemente de mis rodillas.
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VI.
Mi taciturnidad. Unos emblemas
tristes. Acusación y defensa.
Los primeros días que siguieron a estas escenas los pasé como atontado. No podía darme a mí
mismo una cuenta cabal de cuanto me había pasado, y me repugnaba que otros me la diesen: fuera
de que, por prudencia, todos ponían estudio en no refrescarme memorias pasadas. Sin embargo
tenía presentes dos circunstancias. Primera, que en Calasans me había puesto en peligro de muerte
por salvar la vida a un hombre; y segunda, que al recibir los santos óleos se me indicó que aquella
acción había sido tomada por un conato de suicidio. Las demás circunstancias las confundía con los
recuerdos vagos de mis sueños; pero aquellas dos me bastaban para darme un enseñamiento
doloroso. Tentado estuve algunas veces a provocar una explicación para decir la verdad en mi
defensa; alentábame la esperanza de confundir a los que no creen en la grandeza del alma, por su
costumbre de tocar a todas horas las pequeñeces de la vida; y quería obtener una satisfacción tan
solemne, como pública había sido la injuria que se me hizo. No obstante, meditándolo mejor, desistí
de semejante intento. ¿Mi acción, me dije a mí mismo, no la hice a la luz del sol, y a vista de todo el
mundo?; ¿no había a mi lado y delante de mí, millares de personas que podrían deponer en favor
mío? Ahora bien, si todas ellas no tuvieron ojos para ver, o se engañaron todas a una en el juicio que
formaron de lo que vieron, ¿podrán prestarme oídos para dar por ellos entrada a un convencimiento
contrario al testimonio de sus propios sentidos? Es inútil, dirán, quererme hacer creer que no vi
aquello mismo que vi; y todavía han de aferrarse más en su creencia. Y de aquí vine a deducir que
fuera locura querer apelar de un fallo del mundo por ante el mismo mundo.
Mas aquella injusticia, impresa en el fondo de mi alma y no enmendada, aumentó mi
taciturnidad, y dio naturalmente creces a mis deseos de aislamiento. Dábanme tedio las
conversaciones, y mientras pudiese hacerlo sin pasar por descortés, no respondía sino por
monosílabos. Me eran insoportables los goces materiales de la vida. Creía imposible que el hombre
estuviese exclusivamente destinado sobre la tierra a la misión de comprar y de vender, de crear
nuevos productos para encender nuevos deseos, y de acarrear incesantemente de una a otra parte las
obras de sus manos o las de la naturaleza. Cuando desde lo alto de alguna colina dominaba con la
vista una inmensa extensión de mar por un lado, y del otro otras colinas, pinares, campos
cultivados, granjas, la villa y sus jardines, creía encontrarme en un sitio desde donde veía a un lado
la civilización, y al otro la naturaleza salvaje, majestuosa y magnífica. Miraba hacia el mar como si
buscase en él un rincón en donde pudiese ir a pasar mis días. Envidiaba a los peces la facultad de
escudriñar los senos de las aguas, y a las aves el poder de surcar los aires y de hacer suyos todos los
países: y el hombre me parecía ¡loco de mí! un ser inferior encadenado sobre una peña. Y luego
cruzaban mi mente unos pensamientos vagos y terribles. Muchas veces me he preguntado quién
engendra esas imágenes que se imprimen en la mente, suaves unas y aromáticas, devoradoras otras:
y me respondía que eran hijas mías y una misma cosa con mi ser las que me acariciaban; y que
nacían fuera de mí las que me daban martirio. Todo tendía a concentrar mi existencia en mí mismo.
Sin embargo, cuando las ideas sombrías dejaban libre mi imaginación a los pensamientos más
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tiernos, reconocía que mi existencia necesitaba de otra superior a ella, o en poder, o en ternura: de
otro ser en cuyo seno pudiese apoyar mi frente abrasada, y que la bañase con el rocío de su llanto.
Insensiblemente volví a mi anterior sistema de mi vida, teniendo repartidas las horas del día
entre mis estudios, mis paseos solitarios, y mis flores. No había perdido la costumbre de dar todas
las mañanas los buenos días a Adela, entregándola a veces un ramo simbólico, y a veces una sola
flor que era ya por sí un emblema; y ella me correspondía con otra flor o con otro ramo, de manera
que nuestros saludos eran un mutuo cambio de flores. Pero notaba yo en mi prima una mudanza que
a veces me daba inquietud, y otras embeleso. Ya no era la Adela juguetona, festiva, ligera, reidora,
de los días puros de mi infancia, en que, al verme en el jardín, acudía triscando, me asía del brazo,
me enseñaba una flor recién abierta, pedía mi auxilio para perseguir las mariposas, me jugaba
alguna treta, me acariciaba y me reñía; ahora era más reservada, mucho más tierna, e
incomparablemente más bella. No dejaba de encontrarla frecuentemente cuidando las plantas, pero
ella ya no salía a mi encuentro, me esperaba: y si en mis emblemas hacía yo alusión a su belleza o a
las prendas de su alma, desde luego las rosas de sus mejillas me insinuaban que hablase de otra
cosa.
Pero, ya he dicho que casi nunca nos hablábamos. Acostumbrados al lenguaje mudo que nos
habíamos formado, en algún modo ya no sabíamos abrir los labios, pues todo cuanto deseábamos lo
decíamos sin el menor esfuerzo por medio de algunas flores o de algunas hojas, variando la
significación de las mismas según la manera de presentarlas. Esta tierna correspondencia, tan
inocente en sus principios, tan candorosa y tan pura en el modo de sostenerla, debía causarme
graves sinsabores.
Apenas acierto a mover la pluma al querer trazar esta pintura de los primeros días de mi
mocedad. No sé si es que me repugna volver la vista hacia mis pasados desvaríos, o porque lo
juzgue dañoso a la paz de mi alma, o quizá por no recordar males y dolores ya sepultados, ello es
que quisiera pasar muy por encima algunos hechos, como quien sabe que está caminando sobre
cenizas todavía calientes. Por otra parte me pregunto ¿cómo me será posible, al describir mi viaje
por el mar agitado de la vida, no hablar de los escollos que en él encontré, ni hacer mención de las
tormentas que me asaltaron, y de los torbellinos que estuvieron a punto de sumergirme? Preciso
será, pues, aun a riesgo de hacer vibrar alguna de las fibras más delicadas del sentimiento, que yo
mismo haga memoria de las heridas que más hondamente desgarraron mi pecho.
Un día, muy de mañana, antes que yo le diese los buenos días, me presentó Adela una rama de
ajenjo. Creí que era una chanza; pero, mirando su semblante, no pude menos de pedirle una
explicación. Es la primera conversación que tuvimos, que merezca tal nombre.
―Ya sabes ―le dije―, que el ajenjo indica la ausencia. ¿Vas, pues, a ausentarte?
―No yo, sino tú ―me respondió―. Ayer tarde, mientras dabas tu paseo, vino mi tío, y habló
mucho de ti con mi padre. Haz como que no sabes nada. Los dos convinieron en que para darte
carrera deben enviarte a una universidad. Y pienso que partirás dentro de algunos días.
Oyendo esto me quedé pensativo, y maquinalmente fui deshojando el ramo de ajenjo.
―¿Te entristeces? ―continuó Adela―; pues yo creí darte una buena noticia. ¿No me has
dicho alguna vez que desearías ver tierras, y correr el mundo, y que al volver tuvieses ya alguna
ocupación en que fijarte?
―Conozco ―le respondí al cabo de un rato―, que me conviene partir; pero, sin poderlo
remediar, al pensar en ello, me pongo triste.
―Pues haces mal, porque vas a dar que sentir a mi padre.
―Dios me libre de hacerlo, Adela, y de seguro procuraré demostrar alegría: no se dirá de mí
que quiero pagar con ingratitud los beneficios que he recibido. Pero a ti te confieso que lo sentiré.
―¿Y porqué, Manuel?
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―Dime tú primero, por qué te complaces en cultivar este jardín, en dar riego a las plantas, en
contemplar las flores, y en perseguir a los insectos que las agostạn. Dirás que la costumbre te hace
agradables todas estas ocupaciones. Pues lo mismo me sucede a mí. ¿Es culpa mía si esta agitación
me agrada, si los paseos que doy por la orilla del mar me embelesan; si este jardín me parece
delicioso, y si tu misma presencia en la familia es a mis ojos el mayor de los encantos? ¿Qué crees
tú que se necesita para ser feliz? A mi entender, contentarse con poco basta.
―Y sin embargo ―repuso Adela bajando los ojos―, tú no eres feliz.
―Esto será ―le respondí―, porque tal vez una felicidad completa es imposible en la vida, o
por lo menos huye del que más la codicia, cuando quizás está en posesión de ella el que menos
piensa en alcanzarla. Conozco que los deseos son lo que más nos aleja de la felicidad; y aunque
cerremos la puerta a unos, la abrimos para otros. Pero no por esto me juzgo desgraciado. Tú misma,
que seguramente no te quejas de la suerte, ¿te crees por esto enteramente venturosa?
Adela permaneció callada algunos instantes; y luego se inclinó, y tomando del pie de una
planta algunas hojas secas me las presentó sin decirme una palabra.
―Es la vez primera ―le dije―, que te muestras tan franca conmigo. Estas hojas muertas son
el emblema de la melancolía y de la tristeza. ¿Cómo quieres, pues, que yo me crea feliz, si tú, tan
digna de serlo, estás tan distante de ello? Mira, hoy mismo pintaba para ti un ramo con tus atributos:
la acacia rosa, la salvia de los bosques, la violeta, y la rosa blanca, diciéndote en él que tú, elegante
y buena, eres al mismo tiempo modesta y prudente; ¿podía yo pensar que el sauce también te
conviniese?
―No, Manuel, ayer no me convenía. Y estoy por decirte que estaba tan contenta con mi
suerte que hubiera admitido por emblema la centáurea. Pero hoy es otra cosa. Tú te quejas de tu
destino, y creo que lo haces sin razón. Tocante a mí, ya no tengo otro emblema que una planta que
ni tú ni yo habíamos pensado en procurarnos.
Yo esperaba que pronunciase el nombre de esta planta, pero volvió a guardar silencio por un
buen rato.
―¿Y cuál es? ―le pregunté por fin.
―Es muy común ―me respondió―, y sin embargo no habíamos pensado en trasladarla aquí.
Entre nosotros tiene otro nombre que el que tú la das: tú la llamas cólchica de otoño.
―Me espantas, Adela. ¿Crees pues que tus bellos días han pasado ya cuando tal vez no han
principiado todavía? ¡La colchica de otoño! ¿Sabes tú que sus flores, en vez de inspirar la alegría y
la esperanza, nos anuncian por el contrario la pérdida de los hermosos días que ya no volverán? ¿Es
posible que te acuerdes siquiera de una planta que invierte el orden de las estaciones, y cuya vista
sólo infunde tristeza?
―A mis solas ―respondió Adela con una ternura que me conmovió sobremanera―, a mis
solas o para delante de Dios puedo adoptar otro emblema: es una planta que tampoco poseemos
aunque también es muy común.
Detúvose diciendo esto, como si quisiese que yo adivinase el nombre de su segundo emblema.
―¿Un emblema para tus solas y para delante de Dios? ―dije―; no acierto.
―Sus flores ―continuó Adela―, nacen en otoño, y forman una multitud de pequeños soles
de un color amarillo subido: tú la llamas helenia.
Estas palabras tristemente pronunciadas me dejaron admirado, y comencé a creer que Adela,
que era el mismo candor y la inocencia, debía tener algún grave motivo para proferirlas.
―Permíteme que dude ―le dije―, si tus palabras se refieren más bien que a una realidad a
algún sueño molesto. A tu edad, el jacinto, que es la flor de los juegos, y la aleluya, que es el
símbolo de la alegría, te convienen mas que la helenia, que es la flor del llanto. Pero tú debes
haberte equivocado en el nombre ¿no es verdad?
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―Oye, Manuel, y comprenderás si mi aflicción tiene una causa. Tú sabes cuán limitados son
mis deseos, pues todas mis alegrías son este jardín y nuestros paseos a la viña y a las ermitas. Jamás
he deseado otra cosa sino que me dejasen prolongar estas alegrías, y pintar flores o imitarlas en
papel. Ni me he acordado nunca de pedir a Dios nada más, absolutamente nada más. Por esto me
creía feliz, y no hubiera trocado mi suerte por la de ninguna otra joven que yo conozca. Cuidaba las
plantas, las regaba, las ponía a cubierto del sol y del viento cuando me parecía que lo necesitaban, y
me decía a mí misma que era una dicha poder contemplarlas, y decirles que era a mí a quien debían
su existencia y su lozanía; de manera que las flores con que ellas se engalanaban me parecía que
eran un presente que me hacían por los cuidados que me había tomado en su conservación. De este
modo hubiera pasado mi vida sin molestar a nadie, ni pedir nada, y sin tomar por emblema las flores
que oíste. Pero ahora va a ser otro mi destino. Sábelo por fin. En la reunión de ayer, después de
haber tratado de tu suerte, trataron de la mía, y determinaron casarme.
―¡Casarte!
―Con el piloto que te salvó la vida.
―¡Sí! y que es rico, muy rico, honrado y valiente. Mis tíos te quieren bien, Adela. Con
semejante hombre no puede ser tu emblema la helenia.
―¿Pero es culpa mía si yo prefiero no casarme? ¿Por qué se ha de obligar a una a que se
case?
―¿Acaso te obligan a ti, Adela?
―Es lo mismo; porque sabiendo yo la voluntad de mis padres, por nada de este mundo dejaré
de sacrificarme.
Y se puso a llorar. Yo estaba muy conmovido. Hubiera estrechado contra mi corazón a aquella
sensible y preciosa criatura. Me parecía que era el ser a quien en mis sueños invocaba para que
viniese a embelesar mis días sobre la tierra. Esto necesito yo, decía para mí, un ser que me
comunique sus alegrías y sus tristezas, que se entusiasme cuando yo me entusiasmo, y que llore
cuando yo lloro. ¡Pobre Adela, ayer tan niña, y hoy tan desgraciada! Y la miraba encantado,
pareciéndome que había sido puesta en el mundo para que me entendiese, y hablase dulcemente
conmigo, y me consolase. ¿Y quieren arrebatármela, añadía en mi interior, precisamente cuando he
llegado a conocer que en ella esta mi felicidad? Ciego, exaltado, calenturiento, iba a arrojarme a sus
pies o acaso a profanar con el roce de mis ardientes lágrimas las suyas tan puras. Pero me pareció
como si viese levantarse delante de mí una sombra amenazadora: di un grito, y, espantado de mi
propia audacia, eché a huir.
Corrí hacia el mar, y me senté sobre una roca. Estaba trémulo como si acabase, en mi
conciencia, de cometer un crimen, aunque había tenido valor para no consumarle. Temía que ella
hubiese podido leer en mi semblante mi delirio, y miraba en torno mío como si pudiese aparecer
alguno para vengarla de mis designios.
El murmullo de las olas calma siempre la agitación de mi alma. Soplaba el viento con
violencia. Divisé a lo lejos una vela que se iba acercando ligera, y la seguí con la vista. Vino a varar
en la playa, casi a mis pies. De ella salió un pobre pescador con su mujer y tres niños que estaban
aun en la primera infancia. El pescador se echó melancólico en la playa. Aquel día no había sido
afortunado. Y sin embargo, debía sustentar a aquellos cuatro seres, que estaban junto a él, y de los
cuales los tres le pedían un pedazo de pan. ¿Es esto, me pregunté, la felicidad?
Viniéronme entonces a la memoria los días de mi niñez, los abrazos tiernos de mi padre, y
aquellas tan tristes palabras que desde sus labios llegaban a mi corazón sin pasar por mis oídos. Los
indigentes, exclamé dándome palmadas en la frente, los esclavos no deben tener hijos.
Volvíme confuso y cabizbajo a la morada de mis bienhechores, a mi ver contaminada ya con
mi aliento. Lo primero que encontré sobre mi mesa fue un papel en que vi dibujado un cacto
serpentino erizado de espinas. Adela tiene razón, dije para mí, ya no le inspiro más que horror. Debe
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de haber leído en mis ojos la perfidia de la serpiente, y me manifiesta sus sentimientos sin rebozo.
En mal hora vine al mundo, desdichado de mí, para dar que sentir a los que más me quieren. Haces
bien, criatura angelical, en mirarme con espanto. Y luego pensé que la noticia de mi partida, que
poco antes me había parecido insoportable, era ya mi única esperanza, porque todo cambiaba de
aspecto a mis ojos: mi aposento, y el jardín, la luz y hasta el aire que respiraba.
Inmóvil, yerto, tuve que apoyarme en la mesa, y doblando maquinalmente el papel iba a
romperle, cuando vi en el reverso otro dibujo. Representaba éste la peor de las plantas, aquella que,
si es cultivada, aumenta todavía sus perniciosas cualidades, pagando los beneficios con maldades
Era un ranúnculo de los prados. Esta vez el tiro hirió profundamente mi corazón, porque la
ingratitud de que se me acusaba no era mi defecto dominante. Creí, pues, que la acusación había ido
más lejos que la ofensa, y pensé que debía justificarme. Al pie del cacto serpentino dibujé una rama
de castaño, en el cual pinté el fruto rodeado de su cáscara verde, erizado de espinas como el cacto, y
en apariencia digno de horror como este; pero en el fondo bueno y aun excelente. Pedía con esto
que se me hiciese justicia, juzgándome, no por las apariencias, sino por la realidad. Al pie del
ranúnculo pinté sencillamente una margarita dorada y un poco de lino, diciendo con ello que era
inocente, y que conocía y estimaba los beneficios.
Fui al jardín en busca de mi prima, mas no la encontré; recorrí la casa, la llamé y no estaba.
VII.
La sorpresa. Las flores del cariño.
Sin duda, dije, huye de mí horrorizada. El único bien que en la tierra me parecía codiciable
desaparece, pues, para mí. El cariño púdico de una hermana, aquel afecto desinteresado y candoroso
que era para mi alma la fuente de la vida, no le encontraré ya en ninguna parte. Yo poseía en sus
consuelos y en su ternura un tesoro inestimable que ya perdí. Detúveme en el jardín en el paraje
mismo en donde poco antes había conversado con Adela. Aquí me dio la rama de ajenjo y me abrió
su corazón lastimado. Del pie de esta camelia recogió las hojas secas que me presentó. Aquí,
melancólica y conmovida, me reveló los tristes emblemas que adoptaba.
Revolvía en mi imaginación estas memorias dolorosas cuando observé junto a mí una
novedad en un rosal blanco que yo había entrelazado con otro colorado y que era diariamente el
objeto de mis cuidados. Vi clavada en las espinas del tronco una pequeña criadilla, cosa que llamó
mucho mi atención. Según el lenguaje de las flores y de las plantas que con Adela teníamos
formado, la criadilla denotaba una sorpresa. Esta sorpresa, clavada en mi rosal predilecto, indicaba
que yo había sido sorprendido junto al objeto de mi cariño. Y la sorpresa debía de haber sido fuerte,
porque la criadilla no estaba, pegada a ninguna rama pequeña, sino al tronco principal. Reconocí en
esto la mano de Adela, pero no podía explicarme bien cómo era posible que la que había trazado en
el papel que encontré en mi cuarto unas acusaciones tan terribles me diese en el jardín un aviso tan
tierno.
Miré de nuevo los dibujos del cacto serpentino, y del ranúnculo de los prados, y me pareció
que en ellos no distinguía bien el lapicero de Adela. El sombreado carecía de dulzura, y al contrario
se notaba en él un tono seco. Las espinas del cacto tenían una inflexibilidad que me alarmaba. No,
dije con espanto, este dibujo no es obra de Adela. ¿Quién, pues, ha podido investigar los secretos de
nuestro lenguaje, y descubrir los misterios de nuestros corazones? ¿Quién ha podido asestar contra
mi pecho unos tiros tan certeros como crueles? Si hemos sido sorprendidos, según indica el aviso
del rosal, ¿en dónde lo hemos sido? ¿Acaso mi marcha, y el casamiento de Adela, ambas cosas tan
repentinas, son efecto de esta sorpresa? En este caso el golpe se dirige contra entrambos y une con
una misma persecución nuestra suerte. No debo pues abandonar a Adela al influjo de sus fatales
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emblemas: debo manifestarle que existe otro ser que a su ejemplo ha perdido también unos días
placenteros que ya no volverán, y que como ella ha consagrado los que le quedan al llanto.
Y quise escribirla. ¿Qué flor voy a escoger? ¿Qué emblema será bastante para expresar lo que
en este momento siento, y pintar la exaltación de mi mente? Yo debo decirle que la quiero, que tiene
en mí una alma que comprende y admira la suya, un corazón digno de suspirar por ella. Mientras la
creí feliz y la veía risueña correr por el jardín, imagen bella de la dicha inocente, hubiera sido un
crimen atentar al sosiego de su primavera. Pero ahora que sé que sufre en silencio, que he visto caer
por sus mejillas un llanto precioso, no debo abandonarla a su dolor. Voy a decirle lo que hasta hoy
no me había atrevido. Ya no necesito pintar las flores cortesanas de la alabanza o de la lisonja:
necesito las flores del cariño.
Y pinté una rama de mirto, y una flor de lila, manifestando así la primera emoción de la
ternura que por Adela sentía.
Mas luego me pareció poco. Lo que siento, dije, no es ya la primera emoción: es todo el
afecto, toda la ternura que puede inspirar un ser como ella. Y dibujé al lado de la flor de lila una
rosa blanca junto a otra encarnada. El cariño apenas nacido se convierte en una llama que abrasa.
Ni aun con esto me contenté, antes en otra línea diseñé un jazmín rojo de la India, diciendo así
a Adela que mi destino dependía del suyo.
Me parecía que en todas las flores encontraba algún pensamiento que dedicarle, y llamaba en
mi auxilio todos mis recuerdos para acabar la segunda línea de mi billete. Hícelo pintando un
tulipán. Era ya una declaración completa.
No basta tampoco, pensé. Es preciso manifestarle toda la fuerza del sentimiento que me
inspira, y abrirle enteramente mi pecho. Y en una tercera línea pinté un heliotropio: es decir, estoy
loco de cariño.
Ya no podía decir más. Pero entonces me pareció que había dicho demasiado, que Adela podía
enfadarse conmigo, y que no la merecería por respuesta ni una hoja de clavel. Añadí pues a mi
tercera línea una pequeña flor blanca, a la que llamábamos espiga de la Virgen, significando la
pureza de mis deseos.
Y sin detenerme un instante atravesé el jardín, y fui a poner mi dibujo en el costurero de
Adela, entre sus labores.
Sí, me dije al volver a mi cuarto, he debido hacerlo. Sin duda soy la causa de que traten de
fijar cruelmente su destino, y al menos sabrá que lamento su desgracia, que pienso a todas horas en
ella, y que, si he turbado su felicidad, tampoco yo soy feliz.
Al cabo de un rato empecé a reflexionar en lo que acababa de hacer. Me asaltaron mil dudas y
recelos, temí que el billete no llegase a las manos de mi prima, sino tal vez a las del que había
sorprendido nuestro secreto; y me alarmé tanto con este pensamiento que volví al costurero de
Adela para recoger lo que en él unos momentos antes había colocado. Entré con paso medroso, y
mirando a todas partes azorado para no ser descubierto. Adela no estaba allí; pero, sentado junto al
costurero, vi a mi tío que tenía en una mano mi dibujo, y en la otra el vocabulario de emblemas que
yo había escrito para mi prima.
Me quedé frío, avergonzado y confuso, como si tuviera delante de mí un juez severo. Mi
primer impulso fue de arrojarme a sus pies, pedirle que me perdonase, y no hiciese infeliz a su hija:
mas no tuve aliento para moverme del umbral de la puerta.
Por otra parte mi tío, aunque no podía dejar de verme, tampoco se movió de su postura, y
alternativamente miraba el dibujo y la tabla de los emblemas.
Iba a alejarme enteramente corrido, cuando mi tío me dirigió una mirada, y me dijo que me
acercase.
Yo obedecí temblando.
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VIII.
La reconvención paternal.
―Supongo ―me dijo―, que habrás pintado esto para que Adela lo regale a su novio.
En el estado de confusión en que me hallaba no acerté a responderle, y permanecí de pie
delante de él, con los ojos bajos, como si esperase un fallo terrible pero merecido.
―Porque ya te habrá dicho ―continuó―, que va a casarse pronto. Bien que me parece que
este dibujo vendría mejor presentado por el novio que por la novia.
Sin duda en este momento la palidez de mi semblante llegó a ser extremada, pues me pareció
que al mirarme iba mi tío compadeciéndose de mí, y suavizando su fisonomía y sus palabras.
―Pero, dejando esto ―añadió―, tú que tienes buen entendimiento y un corazón generoso,
me dirás si voy atinado en mis planes para haceros a los dos felices.
Guardó silencio unos momentos, metióse el dibujo y el otro papel en un bolsillo, y
tomándome una mano me dijo con un interés y con una efusión que me dejaron absorto.
―Ya sabes que un padre debe mirar por el porvenir de sus hijos. Mi fortuna es escasa, y la
viña sólo a fuerza de mucho cultivo nos da para subsistir, y esto porque la familia no es numerosa.
Bien es verdad que antes de tomar estado gané con mi sudor y la ayuda de Dios mucho más de lo
que ahora tengo. Pero con las guerras vine a menos. Pues bien, hace poco se me presentó un hombre
honrado y me dijo: «Desde la edad de quince años he trabajado sin descanso, y estoy en los treinta y
cinco. He ganado oro, pero tengo los brazos cansados, y las manos enteramente encallecidas. Deseo
pues entrar en el reposo de la vida doméstica. He visto un ángel en vuestra familia y le ofrezco todo
cuanto tengo, y además un corazón que la hará feliz, porque no está cansado ni encallecido. Dadme
vuestra hija por esposa.»
Interrumpióse de nuevo el anciano, y mirándome con la mayor ternura continuó:
―¿Qué hubieras respondido tú, Manuel, a hallarte en mi caso? Y este hombre de bien, que
había trabajado sin descanso en la primera mitad de su vida para poder llevar con honor el peso de
la otra mitad, callaba por modestia una circunstancia que le hacía acreedor a cuanto de mí pidiese.
Este hombre había salvado de la muerte del cuerpo, y de la muerte del alma a otro hijo mío. Mira,
pues, si yo debo mirar como un beneficio que me hacía la Providencia el poder otorgar a semejante
hombre la mano de una hija querida. Así, me dije, este honrado joven no solo afianza el porvenir de
mi Adela, sino que me permite atender del todo con nuevos ahorros a la felicidad del otro hijo cuya
vida le debo. ¿No te parece, Manuel, que yo no debía por ningún estilo abandonar este sendero por
el cual la mano de Dios me encaminaba, ni turbar a los que por él se dirigían?
―¡Padre mío! ―dije, sin que me fuese dado levantar los ojos.
―Así ―continuó―, pensé en mi interior, podré mantener a Manuel en una universidad, darle
una carrera, y enseñarle a hacerse digno de llegar a ser hombre. Porque, demasiado lo conoces tú,
todos somos unos niños hasta que por medio del sudor de nuestros brazos o del de nuestra frente
nos hemos hecho merecedores de consideración en la sociedad. Y así como cuando nacemos nos
amamantan, nutren y fortalecen nuestro cuerpo, y le enseñan a moverse por sí mismo, así en la
primera mocedad, cuando propiamente somos unos recién nacidos para el pensamiento, conviene
que los que tienen alguna experiencia de la vida nos dirijan, nos vayan ilustrando y lleven por
decirlo así de la mano nuestros sentimientos. De otra manera sería muy fácil que nos
descarriásemos a cada paso, e inspiraríamos horror a nuestros semejantes, y seríamos ingratos para
con Dios.
―Ingratos, jamás ―dije con acento conmovido. La alusión, por lo mismo que había sido
hecha con toda la delicadeza posible, había penetrado en mi corazón más hondamente.
Mi tío callaba para no dar a conocer en su acento la agitación de su alma.
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―Uno puede engañarse ―continué―, y creer que hace una cosa indiferente, cuando en
realidad no lo es; pero ser ingrato, esto no, jamás.
―Bien lo sé, Manuel ―me dijo mi tío―; pero es necesario que procures no olvidarnos,
escribirnos a menudo, y hacer que sepamos que estás alegre y bueno; y así que haya vacaciones las
vienes a pasar entre nosotros. ¿Te gusta mi plan? ¿No es verdad que adelantarás y estarás contento?
Porque esto es lo que deseamos todos, hijo mío, tu adelanto y tu dicha.
Y estrechándome contra su corazón, mi buen tío me dejó asomándosele las lágrimas a los
ojos. Yo las vertía abundantes, y me volví a mi cuarto para dar al sentimiento libre curso.
La escena anterior me había llenado de una admiración mezclada de ternura. A pesar mío debí
confesar que existía en el mundo alguna cosa tan buena por lo menos como mi soledad y mis
suspiradas meditaciones. Esta cosa era la hombría de bien de mi respetable tío. Como padre
vigilante había sorprendido mi correspondencia simbólica con su hija; tal vez me había visto en el
jardín, en el momento en que mis ojos debían revelarle con espanto unas intenciones siniestras. El
primer impulso de su indignación debió de ser terrible. Un hijo adoptivo, a quien había recibido en
su familia a impulsos de la caridad, estaba a punto de derramar sobre su existencia la hiel y la
ponzoña. ¡Qué horror y qué ingratitud! debió de exclamar airado. ¿Qué podía hacer el ofendido
padre? ¿Cómo era posible que contuviese y encerrase dentro de su pecho una ira justa dispuesta a
estallar para vengarse? Y sin embargo la contuvo, y dando únicamente salida por sus labios a la
ternura más bella de un padre, a aquella que no sólo perdona, sino que olvida, me dejó con su
bondad anonadado.
IX.
Nueva intimidad. Buen humor del piloto.
Sacóme de mis meditaciones un ruido ligero que me era muy conocido y que tenía para mí un
encanto inexplicable. Pero esta vez me hizo estremecer. Mi corazón palpitaba con tal violencia que
parecía llamar a sí toda mi vida, dejando la cabeza abandonada y como poseída de un vértigo. Tuve
valor para no levantar los ojos.
Adela, pues ella era, se adelantó hacia mí, y se detuvo mirando en mis mejillas las huellas de
las lágrimas.
―Vamos, no seas niño ―me dijo con dulzura―; si hubiese sabido que mi conversación había
de ponerte triste, no te hubiera dicho una palabra. Figúrate que no te he dicho nada, y que estoy lo
mismo que estaba ayer, lo mismo, sin aquellos emblemas que te dije. Y a la verdad que ya no hemos
de pensar en emblemas.
―Lo sé ―le respondí.
―Esta mañana ―continuó―, cuando tú me dejaste tan precipitadamente, yo no podía atinar
en la causa de tu fuga. Pero al volverme me encontré con mi padre. Estaba muy serio; no me riñó,
aunque, bien pudo echar de ver que yo había llorado. Me acompañó a mi cuarto, y me dijo que
deseaba ver los dibujos de las flores que tú habías hecho para mí; yo se los di, y turbada puse entre
ellos el papel de los emblemas. No se mostró enfadado, antes me miró con mucho cariño y me dijo
que ya no debía pensar en estos entretenimientos. Tú sabes que nunca le replico. Fuese y yo fui a
poner el aviso en tu rosal; debemos, pues, renunciar a pintar más flores.
―No, ya no más flores ―respondí.
―Mas no por esto quiero que estés triste. Mira, no lo sientes tú más que yo, porque si he de
decirte la verdad el lenguaje que habíamos adoptado me gustaba mucho, y hubiera pasado alegre la
mitad del día pintando emblemas. Hoy mismo había principiado una guirnalda en la que quería
pintar veinte flores de las que más me agradan y te la hubiera dado para prenda el día de tu partida;
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dibujándolas me parecía que mi pesar se calmaba, y que estaba mucho más dispuesta a obedecer
todo cuanto mi padre me mandase. Pero tú estás muy inquieto, Manuel, y vas a ponerte malo.
Con efecto, esta conversación me era insoportable. Conocía yo que era deber mío huir de
aquella niña candorosa; miraba agitado a todas partes, temiendo a cada instante ver comparecer a mi
tío, severo, indignado, para hacerme las más justas reconvenciones; y al mismo tiempo me faltaba
valor para cerrar los oídos a unas palabras cuya armonía penetraba en mi alma; y de este modo,
luchando entre la posesión de una dicha y el cumplimiento de un deber, ni poseía aquella, ni
cumplía con éste, sino que penaba.
―Manuel ―me dijo Adela esforzándose en querer calmar una agitación que al contrario
crecía con su intimidad y su franqueza―; mañana diré que quiero continuar la música que dejé hace
tiempo; tú también vas a aprenderla en tus ratos perdidos, y nos formaremos con ella otro lenguaje
que nadie entenderá fuera de nosotros dos. Así no echaremos de menos las flores que hemos
perdido. Si estamos alegres nos lo diremos; si estamos tristes, también: ¿qué mas se necesita? ¿No
te parece bien mi idea? Pero tú no me respondes, y estás mirando al jardín. Pues hazte cargo que ya
no es jardín, sino huerto como era antes. ¿No me he consolado yo para que tú te consolases? Ya le
he dicho a mi madre que, marchándote tú, y casándome ellos a mí, mire lo que se hace del jardín,
pues para mí es como si ya no existiese.
En esto se oyó la voz de mi tía.
―Me llaman ―dijo Adela―; he de ir a arreglar la mesa, y puedes pensar con qué alegría lo
hago; creo que comen en casa el piloto y el cura. Pero advierte que si mientras comemos no me
animas y no pones la cara un poco mas risueña, os dejo, o me marcho a llorar.
Y diciendo esto se alejó. Yo escuché un buen rato el ruido de sus pasos, y el de los pliegues de
su vestido mientras atravesaba ella el jardín; y cuando ya nada oí, aun me parecía que la dulzura de
su voz resonaba en mi pecho como la mas pura melodía. Al mismo tiempo me sentí aliviado de una
congoja terrible, del temor de que mi tío hubiese llegado a sorprenderme en una conversación a
solas con su hija. Determiné pues evitar por todos medios la presencia de Adela mientras llegaba el
día de mi partida.
A poco tuve que hacer otro esfuerzo sobre mí mismo. Delante de Adela había tenido que
contener mis más íntimos sentimientos, cuando con mayor ímpetu amenazaban romper los diques
de mi razón, y derramarse fuera de ellos: ahora me tocaba sujetarlos enteramente, comprimirlos y
sepultarlos debajo de otros ficticios: aparentar calma y sangre fría cuando mi corazón estaba
abrasado, y cuando mi cabeza hervía. Me llamaron para comer, y no me hice esperar. Encontré
reunidos en la mesa a mis dos tíos, a mi tía, a Adela, y al piloto. Éste estuvo chistoso con agudeza, y
sostuvo con todos una conversación animada. Cierto que no pude menos de escucharle admirado, y
en mi interior confesaba que él valía cien veces más que yo. Una vez hecha familiar y festiva la
conversación, mi tío el cura le preguntó de repente para ponerle a prueba que si sabía las
obligaciones del casado, él que deseaba casarse; y al momento respondió que eran procurarse dos
cosas por medio del trabajo, a saber, pan y alegría; y pedir a Dios otras dos, salud y paz.
―Ya veo ―dijo mi tía―, que seréis tan buen casado como habéis sido piloto de fama.
―Perdonad, madre ―dijo el piloto―, ayer me admitisteis por hijo, y debéis tutearme o no
tutear a Adela.
―Te prometo la enmienda ―repuso mi tía―, y ya ves que pongo la penitencia sobre el
pecado.
―No lo dije por tanto, y os pido mil perdones ―replicó el piloto―; y ahora a lo de piloto de
fama digo que en mi carrera también me impuse dos obligaciones, salvarme con el buque o
perderme con él.
―Buena y aun excelente es la primera de estas dos obligaciones ―observó el cura―, pero la
segunda, o no la comprendo bien, o no me parece demasiado católica.
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―Me explicaré ―respondió el piloto―; marinos hay que pierden el buque, y se salvan ellos
y su fortuna, y otros que, perdido el buque, dado que se salven ellos, dan testimonio del naufragio
en su pobreza. Yo me propuse ser de los segundos.
―Está bien ―le dijo mi tío materno―; pero en tus viajes por estos mundos. ¿no haces
memoria de alguna singularidad que sea digna de que nos la cuentes?
―En verdad puedo decir que he dado vuelta al mundo, y que no le conozco. Sin embargo,
recuerdo muy bien que he visto en él más agua que tierra, más plantas que árboles, y más insectos
que hombres.
―¡De veras! ―exclamó mi tía―; pues esto lo sabe todo el mundo, que por cada hombre que
se encuentra hay muchísimos insectos; dinos alguna extrañeza que hayas visto, alguna cosa muy
rara.
―Deseo contentaros, madre ―respondió el interpelado―; y sin ir muy lejos, hace poco vi la
mayor extrañeza, la cosa más rara que os podéis figurar.
―Vaya de cuento ―dijo interrumpiéndole el cura.
―Y que no es cuento ―replicó el piloto―; y primero debo preguntar a mi madre que ¿en
dónde nacen y se forman las criadillas?
―Toma ―respondió mi tía―, es bien sabido que nacen en la tierra, y crecen en ella.
―No hay tal ―dijo el piloto―, o por lo menos la regla no es general, pues he visto yo un
arbusto dar por fruto, y en parte muy visible del tronco, una criadilla.
―Esta no cuela ―dijo mi tía.
―A la prueba me atengo, y diré además que el arbusto que da tal fruta es un rosal.
Mi tío materno soltó una carcajada. Miré a Adela, y viendo su rostro encendido como una
grana, creí deber llamar hacia mí la atención.
―Certifico ―dije―, lo de la criadilla en el rosal, y aun me atrevería a explicar el milagro.
Noté un movimiento de satisfacción en mi tío paterno, sin duda por ver que no me desdeñaba
de tomar cartas en la conversación. Adela se repuso, bien segura de que yo no explicaría la
verdadera causa del prodigio.
―¡Eso mas! ―exclamó mi tío materno―. ¿Con que hay milagro?
―De seguro ―respondió el piloto―, en habiendo de por medio un abogado, presente o
futuro, hay milagro.
Conociendo que esta vez la andanada iba dirigida sobre mí, puse los ojos en mi plato, y
continué comiendo.
―¿Y qué tienen de común ―preguntó mi tío materno―, un abogado y un milagro?
―De mí sé decir ―respondió el piloto―, que una de las dos cosas me despierta la idea de la
otra, y me parecen idénticas. Un solo abogado he conocido; fue en Sevilla, y fui víctima de un
milagro suyo; se empeñó en probarme que yo le debía lo que no le debía; yo que no, él que sí: el
caso fue que hizo el milagro, y le hizo doble, pues tuve que pagarle a él lo que no le debía, y a un
escribano otro tanto, que no sé cómo vine a deberle.
Esta salida inesperada excitó la risa de todos mis tíos.
―Desde entonces ―continuó el piloto―, en divisando el tope de algún letrado, doy velas al
viento y me largo; y si aun con esto llegase a ponerse en mis aguas, en el momento le satisfaría al
contado todo cuanto quisiese, por no tener que pagar el milagro doble.
Creció con esto la risa. Mas viendo el piloto que yo no tomaba parte en ella, añadió a poco.
―Pero estoy muy lejos de creer que todos los letrados sepan hacer semejantes milagros, y
desde ahora, para cuando Manuel lo sea, le exceptúo de mi regla general.
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―Y sin embargo ―dijo mi tío materno―, hace poco nos ha hablado Manuel de un milagro
que ha podido ser obra suya.
―Es un error ―dijo Adela saliendo esta vez a mi defensa―, pues fui yo quien puse en el
rosal la criadilla.
―Pues desde hoy ―repuso el piloto―, adopto por bandera de seña las criadillas hermanadas
con las rosas.
―He aquí ―dijo con gravedad festiva mi tío materno―; he aquí un milagro asombroso
explicado mucho más satisfactoriamente que el del letrado de Sevilla.
―Confieso que sí ―dijo riéndose el piloto.
―¿Pero qué idea te ha dado de poner una criadilla entre las rosas? ―preguntó mi tía a su hija.
La pregunta era demasiado natural para no desconcertar a mi prima, y a mí con ella.
Afortunadamente mi tío paterno nos socorrió a entrambos, dirigiendo a su esposa otra pregunta.
―Y ¿qué idea has llevado tú ―le dijo―, al mezclar en un plato las mismas criadillas con
algunos palominos?
Acababan entonces de presentar un plato en que venían mezcladas ambas cosas.
―Me parece ―insistió mi tía―, que las criadillas y los palominos no son en la mesa tan
malos compañeros.
―Al contrario, excelentes ―dijo el piloto―; y hablando en plata, y respetando toda opinión
contraria, prefiero y me saben mucho mejor las criadillas entre palominos que entre rosas.
―Esto se llama batirse en retirada ―dijo el cura―; pues ¿y la bandera de seña?
―Lo dicho ―respondió el piloto―, y primero le faltará a mi buque la caña antes que yo deje
de adoptar la nueva enseña. En la montera más alta haré ondear las criadillas junto con las rosas;
pero creo que dentro la cámara y sentado a la mesa no he de caer en falta si hago que las mismas
naveguen de conserva con los palominos.
―Y hablando de lo que más interesa, y si me permites hacer uso de tus frases ―añadió el
cura―, ¿cuándo te he de dar mi bendición para que navegues de conserva con Adela?
―Antes hoy que mañana ―respondió el marino.
―Todavía se han de pasar algunos días ―dijo mi tío paterno―; y lo siento porque Manuel no
podrá asistir a la fiesta.
―¿Tan pronto se ausenta? ―preguntó el piloto.
―No es posible que se detenga, si ha de llegar con tiempo a la universidad ―respondió el
padre de Adela, dirigiéndome una mirada afable y significativa.
―¿Cuándo, pues, es la marcha? ―preguntó mi tía.
―Mañana ―respondió su esposo.
X.
Adiós a los paseos de mi infancia.
Exaltación febril. Indignación de Adela.
Algunas horas antes, la palabra «mañana» pronunciada por mi tío refiriéndola a mi marcha,
hubiera acaso hecho entrar en mi alma la desesperación; pero ahora, cuando ya no podía dudar que
mi sola presencia era posible que turbase la paz de una familia honrada; cuando había conocido que
apenas tenía imperio sobre mí para contenerme a vista de la ternura fraternal de mi prima; cuando
un anciano venerable me había hecho sentir con toda la dulzura imaginable el grave peso de mis
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deberes, ahora, en vez de lamentarme, hubiera dicho con el piloto, aunque en circunstancias
enteramente opuestas, «antes hoy que mañana».
Después de comer me fui a dar el último Adiós a mis paseos favoritos. Comencé por la ermita
de San Telmo. Creí que el viento, que casi constantemente reina en aquella altura, apaciguaría un
tanto el ardor de mi frente abrasada. Me engañé; la tarde era hermosa; el cielo claro; las hojas de los
arbustos estaban inmóviles; tranquilo el mar, sólo levantaba en la orilla algunas olas juguetonas que
besaban el musgo de las rocas; a lo lejos se oía el canto de algunas aves, y pude distinguir bien el de
un mirlo. Este sosiego de la naturaleza me hacía sentir más vivamente la tempestad de mi corazón.
El llanto me hubiera aliviado, pero no pude llorar. Durante algunos minutos, corrí como un
insensato de una a otra parte, junto a muchos precipicios, sin reparar apenas en ellos. Pedía a las
hojas y a las ramas de los árboles sus murmullos y sus crujidos, al aire los gemidos con que luchaba
a veces contra la colina, a las secas torrenteras aquellas corrientes que algún día vi precipitarse
impetuosas, a las olas su blanca espuma y sus bramidos, y a la naturaleza toda alguna de sus
tremendas agitaciones que corriese en armonía con la que me dominaba. Y viendo que nadie hacía
caso de mis invocaciones, miraba a todas partes azorado, y con risa convulsiva exclamaba: «la
naturaleza se muere, se muere sin remedio, porque ya no siente.» Yo creía sentir
extraordinariamente, y ahora tengo para mí que no sentía nada. Experimentaba sí una lucha de
sentimientos que pugnaban por apoderarse de mi ser exclusivamente; de una parte mi cariño para
con Adela, un deseo vago de vida, de felicidad, de orgullo; de otra me parecía que ella sólo me
había dado muestras de aquel interés familiar, apacible, casi frío, que entre parientes se nota; que
sus confianzas las había usado conmigo, como lo hubiera hecho con una amiga; que su repugnancia,
en orden al casamiento, tomaba el color de la indiferencia propia de una niña educada con reserva:
¿le había hecho yo ninguna confianza tierna? ¿habían pasado nuestras intimidades de ser unos
juegos pueriles? ¿qué significado podían tener ni el cultivo de las flores, ni el mutuo regalo de
algunos ramos, ni la pintura de algunas guirnaldas, ni unos emblemas curiosos pero inocentes?
Adela era mi prima, y nada más: y yo era un demente que pedía a Adela, y al monte, y a las aguas, y
a los vientos, una respuesta a mis interiores martirios. Luego después me comparaba yo con el
piloto que, antes de pedir a un ángel que le sirviese de apoyo en la vida, se había hecho digno de él
con su constancia en la honradez y en el trabajo. Veníanme entonces a la memoria las palabras de
mi tío, tan sencillamente pronunciadas, pero tan verdaderas y tan penetrantes. ¿Había de pagar yo
con la más monstruosa ingratitud unos beneficios inestimables? ¿Podía yo manchar sin horror, ni
aun con el pensamiento, las canas del hombre venerable que me había servido de padre?
Voy a huir, exclamé, a huir de estos sitios cuya vista me es insoportable. Aquí se acaban los
días de las ilusiones de mi infancia. Ya no volverán más aquellas horas fugaces que pasé sentado
sobre esas peñas, ensimismado, meditabundo. Esta senda la he abierto yo sobre la yerba. Desde aquí
contemplé algún día los esfuerzos que hacían los pobres pescadores para no volver a la playa sin
dejar cumplidas las esperanzas de sus familias. En este sitio me ha sorprendido no pocas veces la
luna cuando yo no dormía, ni velaba, entregado a la vaguedad de mis tristezas. Estos pinos, que
ahora casi me impiden el paso, yo los vi nacer, que parecían unas débiles plantas: algún día, que
acaso podrían darme sombra, yo estaré lejos, demasiado lejos, para poder aprovecharme de ella. A
algún otro la darán, porque de algo servirán ellos; mas yo, ¿a quién podré ser útil en la vida? Aquí
acostumbraba a descansar, apoyada mi vacilante cabeza sobre la yerba. Allí fue, bien me acuerdo,
donde me sorprendió una tempestad; yo vi a las nubes atraerse unas a otras, llamar en su auxilio a
las más lejanas, y aglomerarse sobre mi frente para darme miedo con su voz tremenda: pero yo,
absorto en su contemplación y casi aletargado, no me moví, y tuve el placer de verlas romperse y
abrirse en mil pedazos por sus propios esfuerzos. ¡Quién me diera la calma de los momentos
deliciosos que en este otro sitio pasé! Aquí pensé mucho en ella, en los emblemas que quería
presentarle, en la explicación de los que de ella recibía, y sobre todo en la transformación que en su
persona iba notando. ¿Quién la iba embelleciendo gradualmente? ¿quién daba a su talle aquel
contorno elegante, a sus mejillas aquellas rosas, a sus ojos aquel mirar tierno, y a su voz aquella
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dulzura que tanto poder sobre mí tenía? Ya no la oiré mas. Y cuando esté entregado a toda la
amargura de mis pesares, cuando unos dolorosos recuerdos acibaren todos los instantes de mi vida,
en vano pediré al ambiente de la mañana que lleve hasta mí aquellos acentos que me fueron un día
tan agradables: ¿en dónde se dejarán oír entonces? ¿Quién será bastante feliz para que a él vayan
encaminados?
Entregado a estos pensamientos me había sentado y permanecía casi oculto entre dos arbustos
cuando me pareció oír no muy lejos de mí aquella misma voz querida por la que en mi interior
suspiraba. Dudé si sería una ilusión, y si la vehemencia de mis deseos podía dar nueva vibración en
mis oídos a unos ecos ya remotos y apagados. Paré mi atención, y percibí distintamente pasos de
gente que se acercaba. Al mismo tiempo oí la voz de Adela, que decía:
―Desde la ermita le vi junto a este pinar, y no nos llevaba mucha ventaja.
¿Sabes ―dijo otra voz que reconocí por la de su madre―, sabes que ya no me puedo tener en
pie, cansada de saltar por estos barrancos? Vaya que Manuel tiene unos gustos bien extraños.
―Lo que es ahora no puede estar muy lejos ―repuso Adela―; y el vigía de San Telmo nos
ha dicho que le vio detenerse al pie de esta loma.
―Pues llámale ―dijo su madre―, o búscale, y no tardes, que yo me siento y no doy un paso
mas.
―Ya que de todos modos es preciso que descanséis un instante ―dijo Adela―, hacedlo aquí,
en este claro, sobre la yerba. Dejadme tender antes este pañuelo. Ahora sentaos, madre, pero cuenta
con que no os durmáis, y cuando yo os llame respondedme. Voy a subir a esta colina, y si no le
descubro, le llamaré y al momento me tendréis a vuestro lado.
―Pero hazlo pronto, que hemos de estar en casa antes que tu padre, tu tío y el piloto hayan
vuelto de su paseo.
―Al instante ―respondió Adela.
Y luego oí el ruido de las ramas que mi prima iba separando mientras subía por una cuesta en
la que en vano su madre hubiera querido seguirla. Apenas pude contenerme al saber que iba en
busca de mí. Al principio quise dar un rodeo para salir de improviso a su encuentro; pero luego,
pensando que al día siguiente debía alejarme de ella para siempre, me pareció que sería aumentar la
amargura de mis recuerdos el añadir a ellos algunos momentos más pasados entre ilusiones
deliciosas. Con el rostro caído sobre el pecho, quedéme pues inmóvil y contemplativo. ¿Me
quitarán de encima, decía para mí, el peso de la desventura algunas palabras compasivas más o
menos, pronunciadas a mis oídos? Mi sino está ya patente. Ni quiero verla ni oírla: quédese aquí
con sus gracias, con su candor y su inocencia, ya que estoy destinado a respirar otro aire que el que
ella respira, y a mirar otras flores que las que a ella le dan su aroma.
En esto ya no oí nada. Levantóse un vientecillo fresco, el que yo tanto deseaba, y que me dio
mucho consuelo y alivio. Yo le recibía con la cabeza descubierta, presentándole mi frente
enardecida. Y mientras pasaba dando gemidos y haciendo revolotear mis cabellos, me parecía que el
mundo no existía para mí y que mi ser permanecía extático, como si el viento se llevase, a medida
que iban naciendo, las emanaciones de mis pensamientos y de mis dolores.
No sé cuánto tiempo permanecí de este modo, porque, cansado de mirar un mar sin olas y un
cielo sin nubes, cerré mis párpados para atender solamente a las armonías de las brisas. Estas
llevaban de tiempo en tiempo a mis oídos algún susurro de las hojas de los árboles, algún lejano
crujido de las ramas de los arbustos, o tal vez el golpear apenas perceptible de alguna piedra que se
deslizaba y que saltando iba a parar al mar. A veces imitaba el aire en torno mío, ya el ruido de unos
ligeros pasos, ya los ecos de una voz conocida, o ya el movimiento agitado de los pliegues de un
vestido. Acostumbrado yo a entregarme a estas fantasías de los vientos, saboreaba un silencio. la
tierna tristeza que en mi pecho despertaban. Al fin recliné mi cabeza contra una rama.
33
Con mi movimiento hice crujir sin duda alguna otra rama cercana, o quizás mi nueva posición
me hizo percibir más sonidos, pues desde este instante me pareció que todo se agitaba en torno mío,
que los arbustos daban unos contra otros, se separaban y volvían a juntarse con violencia, y hasta
creí oír una especie de suspiro profundo y comprimido. Abrí los ojos y vi a mi lado a Adela,
agraciada como nunca, más bella en su melancolía, más animada por el cansancio, y más atractiva
por la soledad que nos rodeaba. A nuestros lados, y detrás de nosotros, sólo se veía la frondosidad
de los ramajes; sobre nuestras cabezas el toldo azulado del horizonte; y a nuestros pies, y hasta
donde alcanzaba la vista, la verde alfombra de un mar tranquilo. Varias veces la miré convencido de
que aquellas miradas eran las últimas que me sería dado dirigirle.
Sin duda la tenacidad de mi atención, y al mismo tiempo mi silencio, y el lugar, debieron
alarmarla, pues de repente bajó los ojos, y me pareció que, asustada, hacía un movimiento para
alejarse.
―¿Qué haces aquí? Vente con nosotras ―me dijo a media voz.
―Ya no nos veremos más, Adela ―le respondí instándola para que se detuviese.
―Te andábamos buscando ―añadió ella―, esforzándose para sacarme de allí.
―Éste es el último momento de mi felicidad ―continué yo como si hablase conmigo mismo.
―Dime si estás despierto ―dijo ella―, y no me espantes con este modo de mirarme.
―Adela ―dije yo―, mañana, a estas horas, estaré muy lejos de ti.
―Vámonos Manuel, que mi madre nos espera.
Diciendo esto comenzó a marcharse; pero fue de modo que, deslizándosele un pie sobre la
yerba, vaciló un momento en la orilla de aquel precipicio, y hubiera ido rodando por él, si con
presteza no la hubiese yo asido del brazo. La idea del peligro que ella acababa de correr, y la fiebre
que me devoraba, me hicieron olvidar de mí mismo hasta el punto de intentar, aunque en vano a
causa de su resistencia, imprimir mis labios en su frente pura. Al recordar esta escena me horrorizo
ahora: pero ya dije a mis lectores que antes de pertenecer al claustro había pertenecido al mundo.
Adela se levantó precipitadamente como si hubiese sentido el contacto de una llama.
―Madre ―gritó con voz penetrante y que parecía implorar auxilio.
Yo quedé inmóvil, corrido y lleno de una turbación profunda. Mi delirio había llegado al más
alto colmo, y volviendo de repente en mí a vista del terror que estaba pintado en el semblante de
Adela, soltéla trémulo y confuso.
Luego se oyó la voz de mi tía que decía:
―Adela, Adela, ¿qué tienes? ¿en dónde estás?
―Resbalé, pero no es nada, madre ―respondió la hija.
Y luego por lo bajo me dijo mirándome indignada.
―Manuel, ya no te quiero.
Y la vi alejarse. Pero a poco, apiadada sin duda de mi consternación, y no queriendo dejarme
abandonado a la misma en aquella soledad, volvió hacia mí, y dijo en alta voz.
―Venid, madre, está aquí, ya le encontré.
―¿Pero dónde estáis que no os veo? ―decía mi tía adelantándose.
―A mano derecha vuestra ―respondíala su hija yendo y viniendo como para servirle de guía
y como si temiese al mismo tiempo algún acto de desesperación de mi parte―; tomad este sendero.
―¿Y qué cristiano pasa por este camino de cabras? ¿Quieres que me vaya a dar merienda a
los peces? ―preguntaba la madre sin detenerse por esto.
―No miréis al fondo, y asíos de las ramas: tened cuidado con este barranco; así, llegaos
―decía la hija.
―¿Y qué hacía en estos sitios, el excomulgado? ―añadió la madre.
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―Ya hemos andado lo más difícil del camino ―dije a mi tía al llegar a San Telmo―; ahora la
senda es menos áspera, y viene cuesta abajo: si me lo permitís me quedaré aquí hasta la hora de la
cena.
―Nada se te puede negar ―me respondió―, cuando lo pides con tan buenos modos. Pero
procura ser puntual.
Y les vi alejarse sin que Adela se volviese para mirarme.
XI.
La ermita de San Telmo. Recuerdos
de mi patria. El ramo de Adela.
Desde el terraplén de la ermita de San Telmo se descubren por todos lados unas perspectivas
admirables. Hasta este día me habían parecido deliciosas; pero ahora las miraba con indiferencia, o
por mejor decir no las veía. Me consideraba como un hombre que al dar los primeros pasos en la
vida, en vez de tomar una senda segura y sólida, me había metido en un cenagal infecto; en el cual
los mismos esfuerzos que en bien de mi salvación hacía, sólo servían para hundirme más y más, y
perderme. En vano aquella tarde había querido estar solo, y había ido a colocarme entre unos
precipicios en un sitio agreste y de ninguno frecuentado; en vano quise evitar la presencia de Adela,
no respondiendo a su voz cuando oí que andaba en busca mía: era tal la fuerza de mi desventura que
no podía evitar que los demás interpretasen mal mis buenas acciones, y al mismo tiempo me
impeliesen voluntariamente a cometer otras malas. ¿Porqué hubo de buscarme Adela?; porqué se
me puso delante de improviso, y en medio de la soledad me presentó más bella que nunca la rosa de
su hermosura? ¿No huía yo de mirarla? ¿No me había hecho sordo a sus acentos a pesar de los
encantos que para mí tenían?
—¡Ah! ―exclamé levantando la voz―, soy el hombre mas desgraciado que la tierra sustenta.
Yo creía estar solo, pero volviéndome vi delante de mí a un hombre de pie, con los brazos
caídos, que me estaba mirando de hito en hito. Era el anciano vigía de San Telmo, con quien
algunas veces conversaba en aquel terraplén, y a quien no conocía por otro nombre que el de
abuelo.
―Pobre niño ―me dijo sonriéndose.
―¿Han sido afortunados hoy los pescadores, abuelo? ―le pregunté dominando mi sorpresa.
―A lo que se ve ―me respondió―, lo han sido un poco mas que tú, pues no se quejan.
―Voy a dejar estas tierras, abuelo ―le dije.
―¿Y por esto te llamas desgraciado? ¿No las dejaba cada día tu padre, para arriesgarse a unos
peligros que tú no correrás?
―¿Conocísteisle vos a mi padre?
―Hace veinte y seis años que le conocí por un valiente, aquí mismo en donde te veo a ti tan
amilanado.
―¿Y cómo fue esto? Contádmelo, abuelo.
―Fue un día memorable para este terraplén y para toda esta comarca.
―¿Un día memorable, decís?
―¿Crees tú que siempre ha estado este sitio quieto y pacífico como ahora? Para todos ha
habido sus tempestades, antes y después de las bonanzas, amigo desgraciado.
―Nunca me habíais hablado de esto, abuelo. ¿Decís que aquí ha tenido lugar algún hecho
memorable en el que se encontró mi padre?
36
―Y fue en un día sereno como el de hoy, sólo que hacía un frío intenso, a bien que ni tu padre
ni yo lo sentimos. Era el 31 de marzo de 1795. Saca la cuenta y verás que la fecha es de veinte y
seis años como llevo dicho1. Cabal, veinte y seis años, y algunos meses. Y me parece que fue ayer.
El tiempo va que vuela, amigo. Entonces mí cabeza estaba más poblada, y mis piernas más firmes.
Creo que en las seis horas que duró el combate subí de la playa aquí, y bajé a ella por lo menos
cincuenta veces.
―¿Hubo, pues, un combate?2
―No uno, sino ocho.
―¿Ocho combates en seis horas, abuelo?
―Ocho, y cada uno a cual mas recio. Como digo, serían las ocho de la mañana; tu padre
estaba sentado aquí con la cara vuelta a levante.
―¿Mi padre decís?
―Todavía no lo era, pero entonces ya conocía a tu madre con la que más adelante casó. Yo
me paseaba distraído. «Antonio, me dijo, ¿veis allá una vela real?» Llamábamos a los navíos de
guerra velas reales. «La veo, respondí, pero veo más lejos más de una: veo tres, cuatro, seis, nueve.
Son nueve las que veo. Es una escuadra.» «La vela que va delante, dijo él, es española.» «La
segunda, dije yo, no lo es; la tercera tampoco: todas son tricolores fuera de la primera.» «Y los ocho
navíos tricolores, dijo él, persiguen al español; no hay duda, le dan caza. Largad bandera, Antonio.»
Y me ayudó a largar la bandera. «Ya nos ha visto, dijo al cabo de un rato, y pide práctico.» Diciendo
esto se marchó precipitadamente. No había pasado un cuarto de hora cuando noté en el puerto un
movimiento desusado. Salieron de él algunas lanchas, y muy luego el navío español viró de repente
e hizo rumbo hacia ellas. No tardó mucho tiempo en acercarse, y precedido de las lanchas entró con
una majestad... Vamos, que era cosa de ver y de admirar la limpieza de su casco, la brillantez de su
artillería, y la gallardía de su arboladura. Aquí se colocó, en medio del puerto, que pocas veces se ha
visto tan honrado, presentando una banda a la boca; aquí, a cosa de un tiro de pistola de la playa.
¡Qué navío, amigo! llamábase el Montañés, y el nombre le venía de molde, situado como estaba
entre dos montañas. Era buque de ochenta cañones, y no sé cuántos cientos de plazas.
―¿Y se salvó?
―Había dado el primer paso para salvarse. Tu padre le había servido de práctico. La playa se
llenó de gente; algunas barcas de pescar se acercaban al navío, se armaban junto a él, y después iban
a situarse a entrambos lados del puerto, en medio de las rocas. Y todo se hacía en silencio, como
cuando se trabaja con empeño y de buena gana. Tu padre, que era el mejor piloto de la villa, lo
dirigía todo, dando consejos al capitán del navío.
―¿Y luego?
―Estoy pensando que haces mal en no seguir la carrera de tu padre. No dudo que será
profesión honrosa la de abogado; pero, por cada piloto que haya tenido poca suerte, encontrarás
cincuenta abogados que ganan a dedos el escaso pan que comen.
―¿Y qué fue del navío?
―Con parte de su artillería se aumentó la de la batería del muelle. En menos de media hora
subieron y colocaron en este terraplén, aquí en donde estamos, dos cañones de a veinte y cuatro.
Con la escolta vino tu padre en calidad de comandante de este fuerte. Hechos con presteza y
terminados todos los preparativos, volvimos nuestra atención al mar. Los ocho navíos enemigos,
viendo al nuestro dirigirse hacia tierra, vacilaron en seguirle, creyendo tal vez que, desesperando de
poder salvarle, el capitán iría a embarrancar con él. Pero, luego, viéndole tomar posición, y
desafiarlos desde ella, se fueron acercando a tierra.
1 Luego estamos en 1821, y el protagonista tiene unos diecisiete o dieciocho años de edad. (Nota del editor digital.)
2 El suceso se refiere a los meses finales de la guerra del Rosellón, contra la República francesa. (Nota del editor
digital.)
37
―¿Todos ocho?
―Verás cómo pasó el lance. Vinieron uno en pos de otro. Daban dos viradas, y a la tercera
asomaban por la punta de las Horcas, allí en frente, junto al molino de viento, y con poca vela,
pausadamente cruzaban por delante del puerto, haciendo llover sobre la villa, y la batería, y el
Montañés, y esta ermita, un granizo de balas, de granadas y metralla. Por esto te dije que fueron
ocho las acometidas. Pero fueron ocho las defensas. Nuestros dos cañones eran los primeros en
disparar. Tu padre daba la voz de fuego al ver la punta de la proa de un enemigo, y como todos
seguían el mismo camino, ninguno de nuestros saludos se perdió. Después de nosotros disparaba la
batería del muelle, y por fin rompía el Montañés una especie de fuego graneado que no cesaba un
momento mientras pasaba el enemigo, haciendo retumbar estos contornos de una manera espantosa.
Las barcas cañoneras tampoco dormían, de manera que el puerto, y la montaña, las rocas y la playa,
todo parecía erizado de bocas de fuego para defender el pabellón del Montañés. Aquellos de entre
los navíos enemigos que menos averiados quedaron, volvieron a cruzar segunda vez, con intento, a
lo que se vio, de hacer alheña al nuestro si no podían reducirle a que arriase bandera. Fueron dos los
que cruzaron a un tiempo, que casi se tocaban, e iban muy despacio. Aquello sí que fue un infierno.
Andanada va, andanada viene, y no se veía nada más que fogonazos y humo, y los topes de los
enemigos que parecían ir caminando solos por encima de las nubes. Las balas daban unos silbidos
horribles. Mil y treinta y dos disparos hizo aquel día el Montañés, y cuidado que hubo quien los
contó uno por uno, sin los cuarenta que hizo esta batería, y cincuenta y cuatro la del muelle. Al fin
nos enseñaron la popa los enemigos, y nosotros dimos muchos vivas, y desde aquí continuamos
disparando y haciendo alarde del triunfo. Sin embargo, después se oyeron algunos llantos.
―¡Cómo! ¿hubo muchas desgracias?
―Solo hubo una en esta batería. Una bala hizo saltar en mil pedazos aquella piedra del ángulo
de la ermita: así se ha quedado. Oímos un ¡ay! Esto fue al principio del combate, pero nadie
abandonó su puesto. Sólo al cantar victoria tu padre cayó ensangrentado entre mis brazos.
―¿Mi padre?
―Sí, tu padre, el que había preparado la defensa, el que todo lo había dispuesto y ordenado, el
verdadero salvador del Montañés; ahí verás, amigo mío, qué pagos da el mundo. Otro se llevó la
gloria; tu padre la herida. Ésta fue la pensión que obtuvo, ésta la cruz que le dieron. Este banco en
que tú te sientas cada día, y esta tierra que pisas, los salpicó su sangre. No te vuelvas para llorar;
tienes motivo para hacerlo delante de todo el mundo, pues perdiste un padre que valía mucho, muy
valiente, y sobre todo, muy hombre de bien.
«Es verdad, dije en mi interior, fue muy honrado. Y yo ¿qué soy?»
—Por esto le queríamos todos. Pero quien más le quiso fue tu madre, ¡y qué buena pareja
hacían los dos! Aun de casados la trataba él con un miramiento, con unas atenciones; bien se lo
merecía ella, que por su amor quiso seguirle en sus viajes, y esto le ocasionó la muerte. Pero ¿qué te
ha dado amiguito? ¿A qué vienen estos sollozos? Vamos, sosiégate, que aquí veo venir a la criada
de tu tía. Sí, es ella, y trae el ramo que para el altar de la ermita acostumbra enviarme tu prima todos
los sábados; hermoso ramo me manda hoy.
―¡Un ramo! ―exclamé como si volviese en mí.
―¡Y qué flores! ―dijo el vigía―; vaya que tu prima se pinta la primera en cultivarlas y las
saca tan bonitas que parecen una bendición de Dios. No te digo nada de las que envía hoy. Vuestra
criada está loca; ¡cómo corre cuesta arriba! Es un ramo de claveles. Mira que te vas a caer, tontuela.
¿Qué estás diciendo? No te oigo. ¿Si está aquí el señorito? Aquí está sentado.
―¿A mí me llama? ―dije yo.
―Ya le veo ―dijo la joven―: me han dicho que le enseñase el ramo antes de dároslo a vos,
abuelo, para que mire si le parece bien.
―¿Quién te lo ha dicho? ―le pregunté cuando hubo llegado al terraplén.
38
―¿Pues quién ha de ser? Vaya que estoy cansada―respondió la joven sentándose sin
ceremonias―; me decían que ibais a cerrar la ermita, y que era cosa de triscar. No, que no he
triscado, y dos veces he caído de bruces; pero, señor Manuel, ya veis que el ramo está limpio:
miradle.
Tomé el ramo y le examiné; formábanle muchos claveles encarnados, y ninguno amarillo; y
entre ellos había mezcladas algunas flores de naranjo. Los claveles eran naturales; las flores de
naranjo eran artificiales. En lo alto del ramo vi una muy pequeña rama de olivo al lado de una flor
de naranjo, y junto a ésta una ramita de pino tumbada. Los claveles no tenían significación porque
mientras los había en el jardín se enviaba cada sábado algún ramo de ellos a la ermita. Pero, por
delicadeza sin duda, habían dejado de poner claveles amarillos, símbolo del desdén. El pino
denotaba mi osadía contra la flor de naranjo, es decir contra la pureza. Pero la misma flor de
naranjo, viendo a su lado tumbada la osadía, es decir, juzgándome arrepentido de mi atrevimiento,
me presentaba la ramita de olivo, símbolo de la paz, de la concordia, de la clemencia.
Mi corazón me daba saltos en el pecho; se me atravesó un nudo en la garganta, y devolviendo
el ramo a la joven, apenas pude decirle que estaba bien:
―Como vos los hacíais los otros sábados ―dijo ella recibiéndolo―, la señorita dijo que os lo
enseñase antes de darlo al abuelo. La señora decía que no estabais para ramos; pero la señorita
insistió en que os lo enseñase, y me dijo que os encontraría aquí o por estos contornos. Si no ha
vuelto a dormirse, decía la señora; y si duerme, quítale el sombrero y déjale dormir. Pero la señorita
dijo que os despertase, y que sería una crueldad dejaros dormido pues podríais caeros al mar como
en marras, y no hablarse más de vos. Pero ahí tenéis el ramo, abuelo, que yo me voy con vuestro
permiso, y sin él sino me lo dais, a mis quehaceres.
―Vete con Dios, silenciosa ―dijo el vigía tomando el ramo―, y otra vez procura no besar el
suelo, o por lo menos límpiate el polvo que con el beso se te haya pegado a la nariz y a la barba.
―Gracias, abuelo ―dijo ella limpiándose con el delantal―; buen sermón hubiera llevado si
la señorita hubiese reparado en ello antes que vos. Muchas gracias. ¡Y qué buenos aires corren por
aquí! ¡qué vista! ¿verdad señorito? Estaréis muy divertido aquí, abuelo.
―Más alegre estarás tú ―respondióle el vigía―, y mucho mas divertida cuando veas que se
te ha vuelto carbón puro el principio que has dejado a la lumbre para la cena.
―Esta vez la errasteis, abuelo ―replicó ella―, porque la señorita se cae de puro buena, y me
ha dicho que con tal que no dejase por estas breñas dormido al señorito, y con tal que os entregase
el ramo a tiempo antes de cerrarse la ermita, aunque después tardase mucho, que me fuese
descansada en ella, pues cuidaría del principio, de la sopa, de la ensalada, de los postres, y aun de
poner la mesa. Con que ya veis que todavía me sobra tiempo para rezar una salve.
Diciendo esto se acabó de limpiar la cara, se entró en la ermita, y saliendo a poco rato, nos dio
las buenas tardes, y se fue.
―Sabes qué se me figura ―me dijo el vigía―, pero se ha de quedar entre los dos y es una
confianza que no usaría con otro.
―Hablad con toda seguridad, abuelo ―respondí―, pues sigo vuestra máxima de que no ha
de salir por nuestra boca lo que un amigo hace entrar por nuestros oídos.
―Lo digo ―añadió él―, porque sentiría que riñesen a esta buena muchacha, que no tiene
otro defecto que el ser un poco atolondrada.
Entró en la ermita, y sacando el ramo, y enseñándomele, continuó.
―Dime en conciencia a qué viene esta ramita de pino; aun la de olivo, pase: no te parece que
en la primera caída que dijo la muchacha haber dado se le cayó una flor, y viéndola ajada puso en su
lugar la primera rama de olivo que encontró; y en la segunda caída perdió otra flor, y la suplió con
una ramita de pino, y aun esta, en su turbación, la puso al revés?
39
XII.
Mi conversación con el piloto.
me has entendido perfectamente. Pero vamos al caso. Y primero prométeme que me hablarás claro,
y llamarás al pan pan, procediendo conmigo con ingenuidad y franqueza.
―Lo prometo ―le respondí―, y es fácil que lo cumpla, pues a la verdad no sé cómo podría
disfrazar mis sentimientos, dado que lo quisiese.
―En tal conformidad ―dijo él―, voy a declararme contigo lisa y llanamente. Sé que eres
para Adela algo más que un primo.
No sé si mi cara se puso pálida; pero sí sé que un frío interior circuló por mi cuerpo con una
rapidez extraordinaria. Sin embargo, no suspendí el paso ni levanté los ojos del suelo, ni abrí la
boca. Me parecía que cualquier movimiento mío iba a hacer traición a mi alma, y deseaba en aquel
momento tener la insensibilidad de la piedra.
―Sé que eres para ella un hermano ―continuó el piloto al cabo de un buen rato.
Oyendo esto, creo que mi terror interno se explayó rompiendo todo yo en un sudor de hielo.
Pero tampoco tuve valor para apoyar ni con una afirmación sencilla lo que acababa de oír.
―Pues bien ―añadió―, un hermano sabe, o conoce, o cuando menos trasluce los
sentimientos de su hermana, pues no han de faltarle indicios en que colegir el camino que siguen y
los pasos que dan la voluntad y el corazón de aquella. Dime, pues, si crees que tu hermana puede
ser feliz uniendo su suerte a la mía.
―Creo ―le respondí sin titubear porque de otro modo no hubiera podido responderle―, creo
que poseéis medios para hacerla feliz.
El piloto permaneció algunos momentos silencioso, esperando tal vez que yo me extendiese
explicando mi respuesta. Mas, viendo que yo daba por enteramente contestada la pregunta, replicó a
poco.
—Lacónica es tu respuesta, y en parte satisfactoria para mí pues si poseo medios conducentes
a su felicidad, es natural que yo los emplee, y que de este modo alcance lo que anhelo. Pero también
me dice tu respuesta que si yo he de poner en uso unos medios que labren su felicidad, es claro que
ella por el pronto no será feliz, pues necesitará que la hagan tal. ¿Lo crees así?
―No; creo que ella debe ser feliz desde luego.
―Tú has leído mucho, Manuel, y sabes huir el cuerpo. Yo seré más franco contigo. Desde tu
desgracia he tenido entrada libre en vuestra casa. Continuamente veía a Adela, y ella estaba afable y
risueña conmigo, debiéndole yo unas atenciones llenas de delicadeza. Su laboriosidad, sus modales
y su modestia, aun sin hablar de sus demás prendas naturales, me tenían encantados los ojos y
rendida la voluntad. No le dije una palabra acerca de mis intenciones. ¿Pero querrás creer que desde
que las conoce advierto en ella respecto a mí una mudanza completa? Ya no se sonríe conmigo,
tiembla al acercárseme, veo su rostro tan pronto pálido como sonrosado, y su mirar fijo en el suelo
me indica una niña sumisa y resignada, mas no contenta como otras veces la vi. Si mi buen trato, mi
ternura, y mi rendimiento han de hacerla feliz, daré por bien empleadas todas las horas de mi
existencia que de hoy más destino para este empeño. Pero, Manuel, éste se me partiría ―dijo
señalando su corazón―, si ni en popa cerrada, ni a punta de bolina, ni con todo trapo, ni arrizado,
me fuera posible navegar con esperanza en demanda de su dicha. Por esto te pedí una respuesta
franca y amistosa, la que no me has dado.
―Merecéis ser muy feliz ―le respondí sin ser dueño de contenerme―, y ella os hará tal.
―¿Lo dices con el alma?
―Con el alma lo digo.
―Gracias, Manuel ―me dijo estrechándome la mano afectuosamente―. Ahora debo decirte
otra cosa. Sé que los que asistís a las aulas tenéis a veces alguna confianza que hacer a un amigo. En
tal caso dirige dos palabras a tu hermano, que nunca te han de faltar masteleros de respeto.
41
―Gracias ―le dije a mi vez a tiempo que estábamos delante de la casa de mi tío, a donde me
subí.
XIII.
Mi cofre. Los dibujos.
Últimos consejos de mis tíos.
―Manuel ―dijo mi tía esforzando la voz―; es menester gritar muy alto para que Manuel nos
oiga. No he visto en mi vida un modo de dormir como el suyo, así, sentado y con tanto ojo abierto.
Di, ¿no son tuyos esos dibujos?
―¡Ah! sí, míos son ―dije yo.
Eran los mismos que Adela me había ido entregando en cambio de los que de mí recibía;
correspondencia misteriosa hasta entonces e inocente, que tantas lágrimas mías había tenido poder
de enjugar. Los tomé precipitadamente como si tratasen de arrebatarme aquella única memoria que
de los días placenteros de mi infancia guardaba.
―¿Te quedas con ellos ―me dijo mi tía―, o los pones en el cofre?
―Me quedo con ellos ―dije yo.
—¿Tanto precio tienen a tus ojos ―preguntóme mi tío―, que ni a tu mismo cofre quieres
confiarlos? ¿En dónde podrás tenerlos más seguros?
No supe qué responder a esta observación, y rollando los dibujos los metí en el cofre, pero mi
tío no pudo menos de notar mi turbación.
―Apuesto ―dijo mi tía probando si cerraba bien el cofre, a que estas flores son las que
pintaba Adela. Niñerías de los primeros años.
Mi tío me miró de manera que a pesar mío hube de bajar los ojos.
Todo está corriente y en su puesto, añadió mi tía dando la vuelta a la llave; Dios mío, lo mejor
se me olvidaba; pues ¿y el bálsamo que me dejé en mi cómoda? y por poco se va sin él; sin el
bálsamo que así, en dos credos, hace desaparecer el más fiero chichón, y cierra y sana las más
graves heridas: voy por él.
Y fue en busca del bálsamo.
―Manuel ―me dijo el cura sin apartar de mis ojos los suyos como si quisiese escudriñar
todos los escondrijos de mi alma―; Manuel, acabo de descubrir un mal que ya no tiene remedio, y
del cual ni debemos hablar siquiera. Dame estos dibujos.
―¡Los dibujos! ―respondí―; ¿y qué haré sin ellos en mis ratos de solaz?
―Dame estos dibujos.
―Dejadme en mi soledad mirar las flores que tanto me gustaron.
—Manuel, dame estos dibujos.
―Tomadlos, tío ―dije sacándolos del cofre y poniéndolos en sus manos.
―Desgraciado, estas flores no las debiste de admitir ayer, ni estimarlas en tanto hoy. Un día
más que las guardases causarían tu perdición, y acaso la de otros.
―Ya está el cofre dispuesto ―dijo mi tía volviendo a entrar junto con su esposo―; sólo
faltaba el bálsamo que pongo en este rincón; ciérralo tú si puedes.
―Algo apretado va ―dijo mi tío paterno cerrando el cofre y dándome la llave―; luego
vendrán por él, y al amanecer el mozo del calesero llamará a la puerta. Ahora si os parece vamos a
cenar.
La cena fue breve y silenciosa. Mi tío materno no cenó con nosotros, pero no quiso dejarnos
solos y se sentó a mi lado. Las únicas palabras que se pronunciaron en ella fueron éstas.
—¿Has recibido carta de la capital? ―preguntó el cura a mi tío paterno.
―Sí, y no me ha gustado mucho.
―¿Hay malas nuevas?
―Dicen que ha habido dos casos de fiebre amarilla.
―¿Es posible? Serán recelos y nada más.
―No sé más de lo que canta la carta.
43
―En este caso Manuel no podrá detenerse allí los días que pensábamos.
―Sólo tres, en vez de diez.
Concluida la cena, mis tíos me abrazaron cordialmente y me dieron sus últimos consejos.
―Procura siempre que tu lengua sea veraz, y tu corazón bueno ―me dijo mi tío materno.
―Economiza sin miseria, y habla poco ―me dijo me tío paterno.
—Toma este reliquiario ―díjome mi tía entregándome uno de plata, pequeño y muy
antiguo―; y en cualquiera tentación mala rézale con devoción diez padrenuestros y diez avemarías,
y no te perderás: y haga Dios que no hayas de estar rezando a todas horas. Y ahora dame la mano.
Y mi buena tía puso en ella un papelito doblado que por el peso conocí que debía contener
una parte de sus ahorros.
―Guarda esto para un apuro ―añadió a mi oído.
Y me acompañaron hasta mi aposento.
XIV.
Mis soliloquios. Quiero partir sin que nadie lo vea.
Al fin estoy solo. Si me dijesen que debía permanecer en esta casa un día mas, me temo que
atentaría a mi existencia. Y sin embargo los respeto a todos, los venero, siento sobre mí todo el peso
de sus bondades; pero este peso me abruma. Me han educado, instruido, colmado de beneficios: han
hecho mal, muy mal, porque debían haberme abandonado a la miseria y a la muerte. Ya descansaría
yo tranquilo, entregado al sueño de la nada, sin melancolía, sin pesares, sin remordimientos 3. ¿Qué
me han valido sus cuidados, fuera del sentimiento de mis dolores? ¿Qué esperanzas halagüeñas me
han hecho concebir para el día de mañana fuera de la continuación del martirio que en mí mismo
siento? Les debo el aire que respiro, y el fuego que al respirarle me abrasa. Yo estoy por demás en
todo. Yo estaba destinado a la orfandad, al abandono, y han querido contrariar en mí a la naturaleza.
¿No me arrebató ésta a mi madre en cuanto vi la luz primera? ¿No vi caer a mis pies, anegado en su
propia sangre, a mi padre así que hube sentido el primer destello de la razón? ¿A qué vino, pues,
oponerse al decreto de la suerte? Orfandad, aislamiento, desamparo, y el último descanso, esto me
convenía y necesitaba yo. Quisieron darme nuevos padres, y hoy se ven en la precisión de alejarme
de ellos; se esforzaron en rodearme de una nueva familia, y viendo que he sembrado en ella el
llanto, me vuelven a mi soledad; decretaron que no debía ser yo un indigente, y han hecho de mí el
ser más miserable que existe; ahí tienes la vida, me dijeron, hela ahí; la vida es esa joven pura,
sonrosada, tierna, llena de animación y de encantos, que se sonríe contigo, que te acaricia, y parece
como que te brinda con la felicidad suprema; vive a su lado, crece debajo de su sombra, gózate en
mirarla a todas horas; bella es la vida, decía yo, muy bella: esta vida que veo delante de mí me hará
soportables los tormentos del tedio que en mí siento, y la acepto hasta con delirio: pero ahora me
dicen que aquella vida no debí mirarla siquiera, que sus caricias debí rechazarlas, y que la felicidad
que me ofrecía debía parecerme espantosa: aquella vida es la muerte, exclaman horrorizados.
¿En dónde estará, pues, mi vida? ¿Quién, si no he de buscarle en ella, poseerá el secreto que
ha de dar a mi ser alguna ilusión, algún atractivo ante mis propios ojos? Si el estar contento a su
lado, si el sentir que mi corazón se aliviaba cuando alguna palabra insinuante de aquella vida
llegaba hasta él, y le hacía abrir el raudal de las lágrimas, si el amor a las plantas, a la luz, al cielo, a
todo cuanto me rodeaba, amor que se despertaba en mí cuando en dulce arrobamiento la
contemplaba, si todo eso no es mi vida, buscadme otra si os place, indicádmela, o si no decid
abiertamente que habéis querido arrebatármela, bárbaros, después de haberme enseñado a quererla.
3 Son expresiones soltadas con la fuerza del dolor, y en sentido material o de materialista. (Nota del rev. nombr. por la
Aut. Ecl.)
44
¿Qué vais a hacer, insensatos? ¿Creéis que contra mí solamente va asestado el tiro que dirigís
contra mi vida? También a ella la despedazáis, a ella a quien la llamáis asimismo vida vuestras,
honra de vuestras canas, y último término de todas vuestras esperanzas. Suplícoos, por los besos
que os dieron vuestras madres moribundas, que me atormentéis a mí solamente, y no a ella. Haced
trizas mis entrañas, exprimid sobre mi pecho toda la amargura posible, pero no la hagáis temblar a
ella, la inocente, ni queráis que los surcos del llanto marchiten en mal hora las flores de sus mejillas.
Todo esto, y qué sé yo cuántas cosas más, dije entre mí así que me hube encerrado en mi
cuarto. Me sentaba, me levantaba, me tendía en la cama, volvía a levantarme, daba precipitados
pasos, me detenía de repente, cogía algún mueble como para ir a destrozarle, y a lo mejor, puesta
una mano sobre mis ojos, tenía que arrimarme contra la pared para no dar conmigo en el suelo.
Sentía una tirantez penosa en todos los nervios de mi cabeza, agolpábaseme en ella la sangre, y
percibía una fuerte pulsación en mis arterias. Creí que la razón se me ofuscaba, y temí que acaso iba
de un momento a otro a perderla.
Alarméme verdaderamente, porque me pareció que ya pensaba sólo por intervalos, y que mi
agitación terrible y mi furor contra todo cuanto me rodeaba eran los primeros pasos de la demencia.
Este recelo me puso algún tanto sobre mí. Miré despacio toda la sala, me lavé muchas veces la
frente, apagué la vela, y abrí la ventana por si entraba la luz de la luna. El sol, decía yo, distingue las
clases, realza el orgullo, y patentiza las miserias; pero la luna derrama sobre todos el descanso que
nos iguala, y a todos nos circunda de sueños y de amores, tal vez más dulces para el que más
desgraciado era a la luz del día: lleguen pues hasta mí los reflejos de la luna. Pero la noche era
oscura, el cielo se había anublado, y reinaba en torno mío el más profundo silencio, solamente
interrumpido por las olas que casi sin fuerza se tendían unas sobre otras en la playa.
Íbame tranquilizando por grados. La calma que reinaba en torno mío, la frescura del ambiente,
el ruido monótono de la resaca, todo contribuía, ya que no a ahuyentar de mi ánimo las tétricas
imágenes que le atormentaban, a lo menos a disminuir la intensidad de sus aflicciones. Dicen que la
noche es capa de pecadores; de mí sé decir que algunas veces le debí consejo y alivio. Iba sintiendo
un desahogo grato a medida que mi corazón se aligeraba aunque escasamente de las penas que le
oprimían: bien como aquel que, abrumado poco antes bajo un peso insoportable, toma por más
llevadera una carga que otras veces apenas pudo sostener.
Todavía, dije para mí, conservo la razón. No temo la muerte. La he visto de cerca, unas veces
rodeada de la blanca espuma del mar, y otras veces teñida en sangre: y su imagen no me atormenta
jamás, antes me consuela, porque me hace entrever que algún día todas esas nubes que pasan por
delante de mis ojos pavorosas en su lobreguez, todas esas tempestades de la existencia que rompen
en horrendos estallidos, se disiparán para mí completamente. Entonces podré desafiar todos sus
furores, seré invulnerable a sus tiros, y me sonreiré meciéndome sobre el horror con que contaban
para combatirme. Pero, me confunde y me anonada la idea de que es posible que se desorganice mi
mente sin que mi cuerpo perezca. Si es mi destino infausto, ¡sin ventura de mí!, el ir arrastrando mi
ser por encima de esa tierra que me niega todavía el abrigo de sus entrañas, al menos no pierda yo la
luz del alma, que la estimo en mucho más que la del día. Antes que mi degradación, caiga mil veces
sobre mí la nada del sepulcro.
Sentado en una silla cerré los ojos, y determiné esperar de esta suerte la madrugada. Deseaba
salir de la casa de mis bienhechores sin que nadie me viese, para no tener que sonrojarme
nuevamente ante una palabra o una mirada. Acababa de verlos a todos, de despedirme de todos. Me
había sido fuerza mirar y no ver, oír y enmudecer, sentir y no estremecerme, y a pesar de esto mi
semblante o mi turbación habían sido traidores para con mi alma, de modo que el secreto más
sagrado de mi existencia había ya dejado de serlo. Era imposible, pues, volver a presentarme
delante de aquellos que habían sabido leer en el fondo de mi corazón, y escudriñar sus pliegues más
recónditos. Resolví por tanto partir al rayar del alba antes que nadie se hubiese levantado, sin
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esperar a que me llamasen a la puerta, y aun anticipar mi marcha al menor movimiento que
percibiese.
No bien acababa de tomar esta resolución cuando me pareció que llegaba a mis oídos un ruido
extraño e insólito en aquellas horas de la noche.
XV.
Tiernos sentimientos de Adela. Me despido de ella.
Me pareció que abrían alguno de los balcones que eran al mismo tiempo puertas que desde la
mayor parte de las habitaciones daban salida al jardín. Hiciéronlo con mucho tiento, de manera que
el ruido apenas hubiera llamado mi atención a no mediar mi vehemente deseo de estar alerta con el
objeto de ausentarme antes que nadie se hubiese levantado.
Tomé, pues, mi sombrero, y muy de callada abrí la puerta del jardín, para bajar por la escalera
que desde él daba a la orilla del mar. Mi único pensamiento era alejarme. No atendí a otra cosa y me
adelanté en silencio, prefiriendo acabar de pasar la noche sentado en la playa antes que exponerme a
tener que hablar con nadie. La fragancia de las flores me pareció grata. Llevé a mis labios un clavel
y dije muy bajo, que apenas yo mismo pude oírme:
―Flores hermosas, que me disteis los únicos consuelos que en este mundo recibí, adiós para
siempre.
―¡Ay! ―exclamó junto a mí una voz apagada.
Creí distinguir una sombra blanca que también estaba inclinada sobre las flores. No era una
visión engañosa.
―Manuel ―me dijo la misma voz, que conocí ser la Adela―, no extrañes verme aquí. Tenía
necesidad de respirar más holgadamente.
―Y yo ―le respondí―, necesitaba respirar otro aire enteramente libre.
―¿Viste el ramo de San Telmo?
―Sí, y te doy las gracias.
―¿Conservas, Manuel, algún enfado conmigo?
―¡Yo! ¿Cómo puedes creer esto, Adela?
―Pues, ¿no soy yo la causa de tu partida tan precipitada? Sin mi imprudencia en entregar el
papel de los emblemas, hubieras pasado algunos días más entre nosotros.
―Y hubiera estado sufriendo todo este tiempo más.
―¿Tanto te desagrada nuestra compañía?
―Adela, por los días placenteros que hemos pasado juntos, por el recuerdo de aquellos juegos
inocentes a que nos entregábamos en este mismo jardín, y en medio de estas flores, suplícote, y no
me niegues este último favor que de ti espero, que no me hables con ternura, pues soy indigno de
ella, de ti, de tus padres, y de todo.
―Dios mío, tú vas a ser muy desgraciado.
―¿No me dijiste que tú también lo serías?
―¿Y la resignación, amigo mío, para cuando la guardaremos?
―Y el dolor, Adela mía, el dolor que penetra hasta el corazón, y se detiene en él, y le barrena
cruelmente, ¿le sanarán, di, tu resignación ni nadie en la tierra?
—Tus palabras me hacen temblar. Dime, Manuel, ¿a dónde ibas a estas horas?
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―¿Sabes tú a dónde me envían tus padres? A mirar libros, a rodearme de ellos, a no tener
otros pensamientos que los que de ellos me vengan: obedezco, pues; he comido el pan de otros, y
soy su esclavo.
―Y yo, ¿no soy acaso esclava de nadie? ¿Te parece que quedaré aquí dueña de mis albedríos,
y señora de poder decir sí, o de poder decir no? ¿Porqué te lamentas, pues, de una condición que no
es meramente tuya, sino común a todos?
―Para mí, Adela, y estas palabras salen de mi alma para ir a sepultarse en la tuya; para mí tus
padres, con toda su bondad, sus beneficios, y su cariño, han sido muy crueles; sin quererlo, Adela,
se entiende, lo han sido sin quererlo.
―¿Qué te han hecho, Manuel?
―A mí, nada, absolutamente nada; y si te dije lo contrario te engañé, porque, ya lo ves, yo
mismo no sé lo que me digo. A tus padres les debo respeto, veneración, silencio, y han sido también
para mí como para ti unos verdaderos padres. Yo les obedezco, y cumplo con mi deber. Sí, Adela
mía, la más tierna y la más compasiva de las hermanas, déjame, te lo ruego, cumplir con mi deber.
Adiós, adiós... hasta algún día.
―Mira, Manuel, ha sido una inspiración que yo haya salido hasta aquí. Tú no debes partir
hasta el amanecer. Tú llevas algún intento siniestro. Tú no tienes ni resignación, ni fe en nada, ni
amor a nosotros, ni esperanza en Dios. Tú vas a perderte. Si te mueves, llamo a mi padre. Quisiera
distinguir bien tu cara, y leer en ella alguna cosa de lo que pasa en tu interior, que debe de ser
horrorosa. ¿No eres cristiano, di? ¿No te basta haber atentado ya una vez a tus días?
―¿Haber atentado a mis días? ―repetí yo deteniéndome en cada palabra como si quisiese
pesar bien esta acusación que tantas veces me había sido dirigida más o menos abiertamente, y a la
cual siempre me desdeñé de contestar―; en este caso soy indigno de que nadie me compadezca: la
sociedad debe rechazarme, pues renuncié a ella.
―Entonces no tienes corazón. Renunciar a la ternura de todos los que nos rodean; no querer
padres, ni hermanos, ni amigos; negarse a recibir consuelos, ¡insensato!; ¿de qué te sirve pues la
instrucción que has recibido? ¿No tiene para ti la vida ningún atractivo, ninguna esperanza, ni en ti,
ni en los que te quieren?
―¿Hay alguien que me quiera a mí?
―¿Te han faltado aquí desvelos, solicitud, cariño?
―¿Y me faltan hoy desengaños, alejamientos y martirios?
―¿No tienes una hermana que estará pensando en ti, que en sus oraciones no se acuerda
jamás de ella, sino que siempre pide al cielo contentos y dichas para ti, hermano desagradecido?
―También yo he de pensar en ella, únicamente en ella, porque mi estrella lo quiere así, hasta
que Dios quiera otra cosa.
―Es que Dios, óyeme bien, no puede querer que nadie atente a su propia vida.
―No, no lo quiere, Adela; y tampoco quiere que nadie nutra ni alimente ningún ser para
destinarle al tormento. ¿Por qué, di, hermana mía, te me dieron a conocer si debían arrebatárteme
luego? ¿Y por qué se complacieron, Adela, en verme feliz a tu lado, si conocían que era forzoso
alejarme de ti?... Pero yo también lo conozco, que debo huir de tu lado, que el aire que tu respiras es
pernicioso para mí, que no puede haber para los dos de común otra cosa que los pesares. Déjame, de
nuevo te lo suplico, criatura incomparable, déjame con mi amargura, que yo procuraré suavizarla si
es posible; abandóname a mi dolor, y lejos de ti será tal vez menos intenso y penetrante. ¿Pues qué,
no te merece nada el hermano que ha pasado contigo aquellas horas de la infancia que no se olvidan
jamás? ¿Fueras bastante cruel para permitir que no conservase de nuestra despedida el recuerdo tan
puro como tierno que ahora dejaría en mí?
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―Te dejo, hermano mío, pero dime antes sobre esta cruz, dijo sacándose una de plata que
llevaba pendiente del cuello, dime que jamás atentarás contra tus días.
―Te lo juro, jamás.
―¡Oh! ¡y qué contento me acabas de dar! Ahora, aunque en ningún tiempo conozca yo lo que
oigo llamar la felicidad, tendré la dicha de saber que no eres un criminal detestable. Ahora, cuando
en tus paseos nocturnos veas la luna que salga como en este momento rasgando las nubes, mírala
bien y piensa que yo también la miro, y que en cualquier situación de la vida a que el cielo me
conduzca, después de Dios, hermano mío, te querré entrañablemente a ti. ¿Estás contento, Manuel?
¿No te parece que tu corazón no está tan oprimido como lo estaba? Ensánchale, amigo mío, haz que
recobre nueva vida, y no te amilanes jamás... Oigo ruido. Adiós, hermano mío, adiós.
Y a la luz de la luna, que en efecto iluminaba en aquel momento el jardín, la vi alejarse ligera
entre las flores, y penetrar en su aposento. Ni el despido de adiós pude proferir. El corazón me daba
saltos en el pecho. Las palabras que acababa de oír, el resplandor repentino de la luna que, dando en
Adela, me la presentó como una aparición deliciosa de mis sueños, y su fuga instantánea cuando
había conseguido derramar en mi alma un aroma consolador, eran partes para tenerme extático y
arrobado. No di ni un paso para seguirla, como si temiese que el menor movimiento mío haría
derramarse fuera de mí el bálsamo que tanto bien me hacía.
No eran vanos mis temores, pues al volverme un estremecimiento general recorrió mi cuerpo,
y al arrobamiento de satisfacción que se había apoderado de mí sucedió el espanto.
XVI.
Cómo salí de la casa de mis bienhechores.
XVII.
Me pongo en camino. Las luces que descubro. Noticias tristes.
Me dirijo a la ciudad apestada cuando todo el mundo huye de ella.
El primer efecto de la escena descrita en el capítulo anterior fue que me quedé como atontado.
Dígolo porque recuerdo muy bien que di muchas vueltas por la población antes de poder atinar con
la casa del calesero, sin embargo de que la tenía yo muy conocida. Al fin di con ella sin saber cómo,
ni cómo no. Subí al carruaje, que era un carromato cubierto con un toldo de cañas en el cual más
bien me tendí que me senté, y saliendo de la villa, en la que había pasado mi segunda infancia, al
poco trecho nos condujo el camino por entre unos sombríos bosques de alcornoques. El traqueteo
del carruaje me hizo mucho bien, pues me sepultó en una especie de estupor que no me dejaba fijar
la atención en ningún pensamiento; y en algún modo apagaba en mí los recuerdos a medida que mi
corazón los iba encendiendo.
En este estado sentí vivamente que hiciésemos una parada, pero el calesero me dijo que
habíamos llegado al mesón en donde debíamos comer. Por fortuna venían conmigo dos viajeros, los
cuales en la mesa hicieron todo el gasto de la conversación. Uno de ellos sostenía que los viajes son
muy útiles, y el otro afirmaba que de ellos no saca el pueblo sino gravámenes, pues no falta quien
procure importar de fuera cargas nuevas, pero ningún alivio. Interpelado el calesero para que diese
su parecer, dijo sencillamente que los hombres, las ciudades y las tierras de los países en donde
había estado, le habían parecido cortados con un mismo patrón, de modo que, recorrida una legua
de tierra, se hacía cargo de haber recorrido mil leguas, salva la grandeza o la pequeñez de los
objetos.
Volvimos a emprender nuestro camino, y esta vez me dormí profundamente. Al caer de la
tarde me despertó el fresco agradable que corría, y no bien había anochecido cuando pregunté al
calesero si faltaba mucho para llegar a la posada, y habiéndome dicho que una legua escasa, quise
hacerla a pie. Ni aun así pude fijarme en ninguna idea. Miraba las luces que en las granjas veía
encendidas, y la que venía más recta con el camino era la que llamaba más mi atención. Tomábala
por nuestro guía, y decía, sigamos esta luz que es bella. Pero muy luego, al volver de una colina,
desaparecía la luz, o la dejábamos a un lado con descontento mío. Otra se nos ponía frontera. Ésta
es más viva, más radiante, ésta me agrada, decía yo. Mas se apagaba repentinamente sin que nos
hubiésemos alejado de ella. Otra le sucedía, muy débil, muy lejana, apenas perceptible, y casi
misteriosa. Las ramas de algún árbol la ocultaban por un momento, pero luego volvía a aparecer
siempre muy apartada y tranquila. Esta nueva luz llego a inspirarme cierto interés. Dos veces el
camino se apartó de ella, una vez a la izquierda y otra a la derecha, pero al fin volvía a dirigirse
hacia ella. Mas también la perdimos en un declive que hacia el camino al cruzar por un barranco.
Esta sucesión de luces que aparecían a lo lejos atractivas, y luego se ocultaban o se
extinguían, despertó en mi pecho unas memorias tristes. También durante mi existencia, corta pero
muy agitada, muchas esperanzas engañosas, a manera de luces lejanas, me habían brindado con su
resplandor, plácido en unas, dudoso y vacilante en otras; también una de ellas, más pura y blanca
que las otras, había persistido en servirme de guía en la noche de mis quebrantos, y volvía siempre a
mí aunque naturalmente debía abandonarme: pero todas las perdí en un momento, sumiéndome de
golpe en una lóbrega torrentera. Entonces, abismado entre unas peñas enormes, ninguna luz brillaba
para mí en la tierra, y hube de levantar los ojos a lo alto como si pidiese algún destello a las luces
inextinguibles que centellean en el firmamento.
En la posada, en donde hicimos noche, ni cené ni pude cerrar los ojos. Verdaderamente mi
posición había cambiado desde que mi tío me había sorprendido en el jardín la noche antes. Sin esta
sorpresa probablemente hubiera ido a seguir mis estudios; acaso allí la distracción y el bullicio de
las aulas hubieran gradualmente dado un color suave a mi melancolía, o tal vez disipádola. Pero las
terribles reconvenciones de mi tío habían dejado en mi pecho una impresión tanto más profunda
49
cuanto en aquel momento yo las creí menos merecidas. Yo no podía aceptar el pan de manos de
quien al dármelo me maldecía.
La injusticia de los hombres se había cebado en mí cruelmente. Cuando, sin mirar el peligro a
que me exponía, sin atender más que al grito de socorro dado en favor de un hombre moribundo, me
precipité al mar para salvarlo, llamáronme a una voz suicida; y cuando, a duras penas, haciendo el
esfuerzo más extraordinario que cabe en un pecho humano, conseguí domar mis ímpetus naturales,
y avasallar mi pasión y mis sentidos, a la luz de las estrellas, y a solas delante de una joven que me
daba pruebas de la mayor ternura, llamáronme réprobo, alma degradada, y monstruo de iniquidad y
de perfidia. El mundo me rechazaba. No debía esperar de él más que amarguras. La paz, la justicia,
la calma debí buscarlas en otra parte.
En dónde, lo ignoraba. Pero puedo afirmar que jamás conocí como en aquellos momentos lo
mucho que debe el hombre al sentimiento de su dignidad propia. Mientras nadie me había ajado,
aquel sentimiento dormía en mí, o existía solo en germen informe; pero desde que sentí sobre mí la
huella de un baldón inmerecido, desarrollóse, creció y dominó en mi alma. En un día salvé las
vallas que separan la infancia de la edad madura.
Este resultado lo debí, pues, a la circunstancia dicha; pero, para que se consumase era preciso
que pasase yo días de prueba, y que sostuviese contra mí mismo unas luchas desgarradoras. Por el
pronto no tenía más que una idea vaga; la de que debía tomar una determinación que revelase en mí,
no el niño de ayer, sino el hombre de hoy.
Cuando me levanté, la posada andaba revuelta. Encontré a los posaderos, al calesero y a mis
dos compañeros de viaje en conversación animada con otras personas.
―Malas nuevas, señorito ―me dijo la posadera―; no vayáis a la ciudad.
―Yo he de llegar allá quieras que no ―dijo el calesero―, pero entraré por una puerta, y
saldré por otra.
―Yo, aquí me quedo ―dijo uno de los viajeros.
―Y yo, ni más ni menos ―dijo el otro viajero.
―Pero señores ―dijo el posadero―, ¿es posible que no haya exageración en lo que se
cuenta?
—Mirad, aquí llega otro de los fugitivos.
Con efecto, un hombre se apeó de su caballo a la puerta de la posada, y entró.
―Contadnos algo, buen hombre ―dijo la posadera―; entrad, sentaos, ¿o queréis tomar
alguna cosa? ¿Es cierto lo que dicen?
―No sé lo que dicen ―respondió el recién llegado―; mas si me hacéis el favor de dos
deditos del rancio, con algunos bizcochos, luego hablaremos.
―Toñica ―dijo el posadero llamando a una de las mozas del mesón―, pronto, el rancio y los
bizcochos.
―Y entretanto decidnos algo ―añadió la posadera.
―Lo dicho, dicho ―respondió el recién llegado sentándose cómodamente delante de una
mesa.
―Aun no habéis dicho nada.
―He dicho que en viniendo aquello que dije, diría algo, y a mí no me dan papilla.
―Está bien, lo primero siempre es lo primero. Ahí os traen el vaso. Bebed, no os detengáis,
ya sabemos que lo hacéis a nuestra salud. Ahora hablad.
―Hablemos pues.
―¿Venís de la capital?
―No.
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―¿Pues quién dijo que venía de allá?... ¡Ah! aquí llega otro.
Entró otro viajero y pidió de comer.
―¿Traéis noticias de la ciudad?
―De por allá vengo.
―¿Habéis visto muchos muertos.
―Ninguno.
―¿Ninguno, y venís de allá? ¿No dicen que todo el mundo se muere?
―Unos se mueren, otros se van por no morirse, y otros se quedan y no se mueren.
―¿Y sabéis si han muerto muchos?
―Así me lo dijo ayer noche, antes de largarme, uno a quien le consta, porque tiene relaciones
íntimas con los muertos.
―¿Con los muertos?
―Es un sepulturero.
―¿Un sepulturero os lo dijo? Miren si es cierto; ¿y cuántos murieron ayer?
―Sepulturero, ninguno que yo sepa: aquel con quien hablé no conocía más que el número de
los muertos de su parroquia, y dijo que pasaban de sesenta.
―¿Sesenta en una sola parroquia?
―Esto sin contar los que van en carros.
―¿Pero qué mal es este que mata a tanta gente?
―Dolores en la cabeza, dolores en las rodillas, dolores en los tobillos, vómito amarillo o
negro, ojos encendidos, muchas ganas de estar tendido, y se acabó.
―Pero esto es una peste, ¿y cómo dejan salir a nadie?
―¡Qué peste ni qué pepitoria! En saliendo de la ciudad todo el mundo se pone tan bueno
como si tal cosa; el mal está dentro.
―Sin embargo ―dijo otro de los presentes―, me acaban de decir que mañana quedará
formado el cordón, y no se dejará salir a nadie.
―Lo que es mañana no creo que quede dentro un alma. Todos salen hoy para el campo o para
el cementerio.
―Yo he de entrar y salir hoy mismo ―dijo el calesero―, aunque mis compañeros me hayan
abandonado. Con que, al avío. ¿Y vos, señorito, os quedáis también?
―No, que os sigo ―le dije.
—Ni mujer, ni hijos tengo ―repuso el calesero―; esta mula y este carro son mi patrimonio, y
serán de quien me entierre.
De nuevo nos pusimos en camino. Esta vez puede decirse que íbamos contra una corriente. El
camino real estaba lleno de gente, unos a pie, otros a caballo, estos en carro, aquellos en coche; pero
todos venían hacia nosotros, y ninguno seguía el rumbo que nosotros llevábamos.
―¿Os falta sal en la mollera? ―nos decían los más chulos.
―¿Estáis desesperados o vais directamente a la casa de locos? ―gritaban otros.
Los que iban a pie, los más de ellos padres de familia que llevaban a cuestas sus tiernos niños,
o la poca ropa que salvaban, nos miraban compasivamente como si creyesen imposible que ningún
carruaje pudiese ir en dirección a la ciudad. Encima de los coches, de los galerines, de las tartanas,
veíamos atados colchones, cofres, sombreros, paraguas, todo con una mezcolanza que denotaba el
desorden y la premura con que había sido emprendida la marcha. Vimos varias familias, a juzgarlo
por sus trajes muy acomodadas, que venían agrupadas de pie sobre unos malos carros, apoyadas las
51
manos en las barandillas de los mismos, y llevando extendidos algunos paraguas para librarse de los
rayos del sol. Algunos, al parecer estudiantes, venían a pie, procesionalmente, cantando a coro una
canción catalana cuyo estribillo recuerdo perfectamente y decía:
A Deu noble patria mía,
La millor ciutat del mon.
«A Dios noble patria mía, la mejor ciudad del mundo.» La tonada era triste. Cada estancia era un
adiós a las cosas notables de la ciudad; repetían al terminarla el estribillo, y luego antes de
comenzar otra estancia se pasaban una bota que iban vaciando sin perder el paso.
―¿Os falta dinero para ir en carruaje? ―les preguntó el calesero.
―No queremos enriquecer a los que especulan con el llanto público, y hacen pagar por el
alquiler de un mal carro lo que nuevo no cuesta ―respondió uno de los estudiantes.
Un coche que venía detrás de ellos llamaba mucho la atención de los transeúntes. En el
pescante iba el cochero muy apretado entre dos criadas; detrás venían de pie cuatro criados puestas
las manos en varias correas, dentro venían los amos haciendo asomar por las portezuelas las caras
de unos perritos falderos muy peinaditos, y encima iba atado un mastín entre una docena de jaulas
que contenían tórtolas, canarios, un cardenal, un ruiseñor, perdices y un loro.
―Los señores que vienen en este coche ―dijo el calesero, no tienen hijos.
A pocos pasos que anduvimos, una muy diferente comitiva nos conmovió profundamente.
Dos mujeres, la una muy joven, sostenían y llevaban atravesada sobre dos palos, y atada a ella una
silla de brazos en la cual, mas bien tendido que sentado, y sujeto a ella por la mitad del cuerpo, iba
un anciano impedido, al parecer padre de una de las dos mujeres, y abuelo de la otra. Cargadas con
semejante peso, que hubiera abrumado a dos hombres robustos, descansaban de trecho en trecho
aquellas compasivas mujeres, y enjugaban el polvo y el sudor que bañaba la frente de aquel
desgraciado, el cual acaso ni con una sonrisa, ni con una significativa mirada, podía pagarlas su
noble piedad filial.
A vista de semejante espectáculo sentí que se me llenaban de agua los ojos.
El calesero no pudo contenerse, y sacando su pañuelo, se sonaba estrepitosamente para
ocultarme la conmoción que sentía.
Al cabo de un rato me dijo:
―Creo que realmente pueden tenernos por locos, viendo que somos los únicos que vamos allá
cuando todo el mundo viene.
Conocí que con poco que le hubiese instado hubiera dado al momento la vuelta: pero,
embebido en lo que estaba contemplando, guardé silencio.
―Si os parece ―me dijo poco después―, nos volveremos.
―Yo he de ir, si no en carruaje a pie ―le respondí.
―Arre generala ―gritó el calesero dando un varazo a la mula y cobrando aliento al oír el
tono decisivo de mi respuesta.
Yo mismo no he podido nunca explicarme si lo que me sostuvo en aquel momento fue una
sangre fría natural, o una desesperación profunda y tranquila, o una completa indiferencia para todo
lo concerniente a mi vida o a mi muerte, o tal vez, y casi me avergüenzo de decirlo, un deseo
íntimo, una esperanza secreta de acabar pronto con todo, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo. Es
lo cierto que sin temblar, entré en la ciudad por una puerta que me pareció baja y lóbrega, y en la
cual vi agolpado un numeroso gentío anhelante por salir a respirar el aire puro del campo que yo
abandonaba.
Fue a la caída de una tarde. En las cercanías de la puerta por donde entré, sólo vi familias
enteras que cerraban las puertas de sus casas, y dejándolas abandonadas huían deseosas de
aprovechar el corto plazo que quedaba antes de que las tropas cerrasen el cordón. Después recorrí
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toda una calle en la cual no oí ni encontré ningún habitante. Pasé por junto a otra puerta de la
ciudad, y allí me dio un vértigo que me obligó a apoyarme bien y a cerrar los ojos. No fue un gentío
presuroso, animado de una vaga esperanza de vida, lo que allí vi, sino una verdadera fuga de
cadáveres. Los vivos huían por la otra puerta, los muertos salían por esta. No iban todos en ataúdes.
Envueltos los más en un blanco lienzo que diseñaba sus formas, llevábanlos pendientes a la espalda
unos hombres sudorientos, descalzos, antes atezados que lívidos, los cuales más bien corrían que
andaban, deseosos, no tanto de descartarse de sus cargas, como de ir en busca de otras nuevas.
El calesero entró en un mesón en donde descargó los efectos que llevaba, y sin detenerse un
momento se volvió con ánimo de salirse inmediatamente de la ciudad. Pregunté al mozo del mesón
si había en él un cuarto desocupado. Me respondió que lo estaban todos, pero que amos y mozos se
habían ausentado. Por fortuna un faquín cargó con mi equipaje, y se ofreció a ir conmigo en busca
de una posada donde me recibiesen. En efecto, después de muchas vueltas y revueltas, cruzando por
varios callejones entregados a la soledad, en los cuales no resonaban ni los pasos de los ociosos, ni
el bullicio de los transeúntes, ni las voces y los instrumentos de los artesanos; después de haber
llamado inútilmente en algunas posadas, y de haber recibido en otras algunas respuestas evasivas,
llegamos a una en la cual me dieron hospedaje.
XVIII.
Me pongo sobre mí. Me pregunto si hay algo más allá del sepulcro.
La moribunda y el padre José. Me dan por muerto. Mi resurrección.
convulsivamente como para arrancar los ayes de mi sueño. Tardé mucho tiempo en volver
completamente en mí, porque todavía resonaban en mis oídos aquellas voces plañideras.
Un gemido sordo y penetrante, exhalado casi junto a mí, puso el colmo a mi espanto. Yo
estaba despierto. Aquellos ayes eran reales. Un tabique me separaba de otro cuarto en donde una
voz, al parecer de mujer, daba de tiempo en tiempo unos sentidos lamentos, y luego unos suspiros
dolorosos. Me pareció que sentía a mi lado el estertor de un moribundo, y que la muerte daba
vueltas por mi cuarto y me tendía su mano descarnada. El terror me dejó inmóvil. Yo que la había
desafiado en aquel mismo día; yo que acaso en mi interior la invoqué; yo que fundaba en la nada
todas mis esperanzas y consuelos, ahora me pregunté azorado si encontraría vacío el sepulcro, y en
él la nada que buscaba.
Esta duda me afligió sobremanera, y me hizo desear que la muerte esperase un poco más hasta
que mi mente hubiese meditado este punto. Era la primera vez que pensaba en semejante cosa. Para
mí la vida consistía en respirar un aire puro, en oler el aroma de los vegetales, en admirar la
naturaleza, y en pasar muchas horas hablando con lo que llamaba mi yo. Iba al templo, y rezaba lo
que rezaban mis tíos, pero sin pararme en ello. El cielo era para mí una bóveda inmensa, llena de
lumbreras magníficas, y digna de contemplarse desde las mas altas peñas, mientras mugían a mis
pies las olas encrespadas. Pero nunca pedí a aquellas lumbreras si alguno las formó. La vida me
parecía el cansancio del corazón, y la fatiga del pensamiento; y la muerte, en mi opinión,
deteniendo el movimiento del uno, y acallando al otro, debía ser para entrambos un envidiable
descanso.
Pero ahora me preguntaba si ese yo, que estaba despierto aun durmiendo mi cuerpo, acaso
también, muerto éste, subsistiría, evento que estaba fuera de mis alcances y para el cual acaso no
estaba bastante preparado. Y cierto que en la duda del sí o del no, era mejor inclinarme al lado que
menos riesgo me ofreciese; y era evidente que, optando por el sí, ya no debía temer ningún peligro
por parte del no; mas por el contrario, tomando por sistema el no, corría el albur de encontrar en el
sí unas eventualidades terribles. Porque, supuesta la existencia póstuma del yo, sin duda tendría este
en la inmensidad de los tiempos señalado algún porvenir, algún fin; y en la nueva duda de si este
fin, este porvenir, eran los mismos que en mi infancia me habían imbuido, tocábame también optar
por el camino de menos dudosas consecuencias. Estas reflexiones cruzaron mi mente, iluminándola
con la luz viva e instantánea del relámpago, que en verdad volvió a dejarme sumido en la lobreguez,
pero no sin haberme indicado cómo y en donde me encontraba.
El primer resultado de tales pensamientos fue el desear que la muerte tardase en
presentárseme todo el tiempo que yo necesitaba para salir de mis dudas. Sin embargo esa misma
muerte, poco antes deseada y ahora temida, estaba alrededor de mí, embistiendo, atropellando,
hiriendo, hacinando muchas víctimas, y lanzándose en busca de otras. A mi lado, con su mano de
hielo, había asido una que estaba dando sin duda las postreras convulsiones. Mirad que se muere,
decía una voz junto a su cama. Voy en busca del padre José, dijo otra voz. Y oí pasos precipitados, y
bajar la escalera, y abrir la puerta de la calle, y luego resonar la campanilla del edificio sombrío.
Luego en él iban a buscar al padre José para que acudiese a dar alivio a los enfermos. ¿Y este
hombre qué podía hacer con un moribundo?
Oí a poco nuevos pasos, y una nueva voz que decía con bondad.
―Hermana, tengamos confianza en el que es la vida.
―La tengo, padre mío ―respondió la moribunda―, pero la cabeza se me va.
―¿Tenéis algún grave peso en la conciencia? Abridme vuestro corazón y quedaréis tranquila.
Entonces no oí más que sollozos, confusos murmullos, y unos suspiros exhalados de lo más
íntimo del pecho.
―¡Ay! ―exclamó al fin la moribunda―; padre, padre, vos me habéis dado más que la vida.
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―Hermana mía ―respondió aquella voz llena de afabilidad y confianza―; bien lo sabéis que
hay dos vidas, la que nos sirve de carga, y que un soplo la arrebata, y la que nos alivia, y es eterna.
―Padre ―repuso la moribunda―, quedad rogando por mí.
―Hermana ―respondió el padre―, de vos debo esperarlo yo; de vos que sois más feliz, pues
vais a entrar en la vida envidiable.
―Gracias, padre ―añadió la moribunda con un acento tan penetrante que me llegó al alma―;
gracias por el bien que acabáis de hacerme.
Yo permanecía con la boca entreabierta, seca y sedienta; escuchaba lleno de asombro, porque
me parecía imposible que un hombre tuviese bastante poder para consolar, o tal vez sanar, a lo que
parecía, a quien se encontraba tan próximo a su fin. ¿Quién será este hombre, decía yo, tan
extraordinario, que tanto puede, o cuál es su secreto?
Pero el estertor de la moribunda no cesaba, antes tomo creces, y por grados se fue haciendo
más penoso, hasta que la voz del padre resonó, no ya callada y misteriosa, sino fuerte, aunque si
cabe más llena de bondad y de ternura.
―Hermana ―decía―, vedle al que os ofrece la nueva vida, vedle cómo abre sus brazos para
recibiros; yo también sufrí, os dice, y ahora ya no sufro; tu dolor acaba de hacerte digna de mí, y te
salva; consérvale hasta tu postrer aliento; exprésale con el entendimiento mientras de este te quede
el menor resto; ya se abre para ti la verdadera vida, la de los que no padecen. Loado sea el que es la
vida.
Cesó en esto la voz patética, y sólo oí un suave murmullo, y luego los pasos de alguno que se
marchaba. Yo quise gritar, padre, padre, mas no pude; quise incorporarme en la cama, y tampoco
me fue posible. Sentí los más vivos dolores en todas las articulaciones de mi cuerpo, y fuertes
pulsaciones en los labios, en las sienes, en la cabeza; un calor extraordinario me oprimía el corazón;
respiraba penosamente y me sentía muy inquieto y calenturiento; la cara, el pecho y el cuello los
tenía bañados en sudor; un hipo penoso y un salto de tendones me atormentaban; sentía frío intenso
en los pies; me dieron náuseas, y debí de llamar la atención de los que moraban en la casa, pues a
poco tuve que cerrar los ojos por no poder sufrir el resplandor de una vela a cuya luz alguno me
miraba.
―¿Hace mucho tiempo que se siente malo? ―preguntó el que me examinaba a otro que no
vi.
―Ayer noche llegó, pagó un mes adelantado, cenó con apetito, y se acostó; sólo me acuerdo
que le vi tomar el fresco en el balcón.
Esto respondió con voz temblorosa el dueño de la casa.
―Pues los síntomas ―dijo la otra voz―, son de haber entrado en el tercer período. Esta bilis
es negra como la pez; el cuello y el pecho están llenos de manchas negras; esta sangre que arroja
por la nariz, boca y oídos... ¿En dónde sentís más dolor? ―me preguntó levantando la voz.
Hice un esfuerzo para responder, y aun quise pronunciar el nombre del padre José; mas solo
debieron de salir de mi boca unos sones inarticulados.
―Es un caso fulminante ―repuso el que me había hecho esta pregunta―; ha perdido el
habla, y el pulso va desapareciendo. La ciencia no sirve aquí de nada.
Ya no oí mas. Ofuscóseme la cabeza, y perdí el conocimiento cuando iba a hacer otro esfuerzo
para poder pronunciar el nombre que tanto en aquellos instantes me interesaba.
El tiempo que permanecí en este estado no lo sé; pero más adelante me dijeron que me había
entrado un delirio espantoso, y que algunas horas después me quedé inmóvil y yerto. Mis ojos
estaban fijos y vidriados, mis articulaciones tiesas e inflexibles, y mi corazón no latía. Tomáronme
por un cadáver. Uno de aquellos faquines de muertos, que en algún modo me salieron al paso a mi
entrada en la ciudad, llevóse a la difunta del cuarto contiguo, y dijo que luego volvería por mí. Y en
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efecto volvió. Envolvióme en las sábanas de mi cama, cargó conmigo, y comenzó a bajar por la
escalera. Sin duda con el movimiento, o acaso al doblar fuertemente mi cuerpo, debió causarme un
dolor muy vivo, pues dicen que di un grito. Espantado y despavorido el faquín, dio otro grito no
menos terrible que el mío, y me soltó de modo que fui rodando un buen trecho de la escalera. Sin
esta circunstancia, yo hubiera ido a aumentar el numero de los desventurados que, particularmente
en tiempos de contagios, por la precipitación con que se hacen las inhumaciones, perecen víctimas
del más cruel suplicio. En el día de hoy, hallándome tan distante de aquella época calamitosa,
todavía me estremezco y se me erizan los cabellos pensando en la eventualidad funesta de que por
los designios de la Providencia me libré. Es un recuerdo que he de hacer esfuerzos para alejar de mi
mente pues me infunde un terror que hiela en las venas mi sangre. La idea de encontrar en el
sepulcro, en vez de la paz y del descanso, la ira, la desesperación y la rabia, me da un martirio tan
atroz, que ni por un instante me parece tolerable.
XIX.
Mi carta de despido. Deseo hablar con el padre José.
Las contusiones que recibí debieron despertarme de mi letargo, pues cuando me volvieron a
mi cama abrí los ojos, miré a todas partes, y me quejé de los dolores que sentía. Al pronto conocí
que debía haberme pasado alguna cosa muy extraordinaria, pues como si yo llamase la atención de
todos de una manera muy singular, entró mucha gente a verme, y cada uno expresaba su asombro a
su modo.
―Pobre mozo, de buena se ha salvado ―decía uno.
―Seguramente es un milagro ―añadía otro.
―Este muchacho ―dijo una mujer―, tiene sin duda un buen ángel de la guarda.
―¿Pero cómo os dabais tanta prisa en llevarle a enterrar? ―preguntó otra mujer.
―Ninguna ―respondió el posadero―, doce horas estuvo completamente muerto, el médico
le vio, en fin todos dijeron que estaba tan cadáver como la otra huéspeda que visteis.
―Pues se ha burlado del médico, del vómito, y hasta del que se lo llevaba, que del susto se ha
puesto malo, y se ha hecho acompañar a un hospital.
―No había para menos oyendo que el difunto le hablaba al oído.
―Vaya que por esta vez el muerto habrá enterrado al sepulturero.
―Yo creo que no hay mucho en que fiar todavía ―dijo muy quedito el posadero.
―Muy pálido está y suspenso ―respondió en voz baja una de las mujeres.
―A la segunda no lo cuenta ―repuso otro vecino despidiéndose.
―¿Porqué no envías a llamar al padre José que lo entiende mucho mejor que ningún médico?
―dijo la que parecía más compasiva de las mujeres que allí habían acudido.
―Y será lo mas acertado ―respondió el posadero.
Entonces se acercó a mí, y me preguntó si deseaba alguna cosa. Díjele que tenía mucha sed.
Me respondió que pondría a calentar alguna bebida. Mas yo le dije que si no me daba agua fría no
quería nada.
―¿Os parece si el agua fría podrá dañarle? ―preguntó el posadero dirigiéndose a las mujeres.
―Yo le daría por el gusto, Andrés ―respondió una de ellas―; ¿no ha hecho el milagro la
naturaleza? Pues si ella pide agua, dársela, que para algo la pide.
Fueron en busca de un cántaro, y le pusieron sobre una mesa junto a mi cama.
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―Ahora decidme ―me preguntó Andrés―, si os convendrá hablar alguna cosa con el padre
José que es un hombre muy bueno, muy compasivo.
―Y que a no dudarlo ―añadió una de las mujeres―, tiene mas medicina en sus palabras que
todos los boticarios juntos en sus potes.
―Yo lo haría en vuestro lugar ―dijo la otra mujer―; cuidado que no vais sino a ganar,
porque es hombre que no trata con aspereza a nadie, y sabe más que un doctor.
―Está bien ―respondí dirigiéndome a Andrés―; pero antes desearía que me escribieseis una
carta de dos líneas que voy a dictaros.
―Con mucho gusto.
Salióse, volvió con recado de escribir, y sentándose delante de la mesa, me dijo que ya podía
dictarla.
―Pues escribid ―le dije―: «Muy Sr. mío: por encargo particular de vuestro sobrino
moribundo...»
―¿Qué es esto de moribundo? ―dijo Andrés deteniéndose―; si ya no se trata de semejante
cosa.
―Me acabáis de decir que no me negaréis este último favor que os pido.
―Bueno, ya está «moribundo».
―Escribid «tengo el dolor de participaros…»
―Ya está «participaros».
―«Que acaba de pasar a mejor vida. Soy con el mayor sentimiento vuestro afectísimo seguro
servidor» y el nombre que gustéis.
Miróme de hito en hito el posadero como si viese por primera vez alguna cosa nueva y
asombrosa, y viéndome muy tranquilo, se encogió de hombros, y acabó de escribir, diciendo:
―Así como así tampoco ha de servir, pongo cualquier nombre. Juan de las Viñas o Anselmo
de los Perotes. ¿La cierro?
―Cerradla, y cuando llegue el caso os suplico que la pongáis en el buzón.
Me pidió el sobre, se lo dicté; a mi tío en la villa de su vecindad, y quedando la carta sobre la
mesa dije que me harían grande merced si iban por el padre José y me dejaban solo con él.
En esto se salieron del cuarto cuantos estaban en él, y oí al posadero que decía.
―Es mucho joven este; se mete de rondón en una ciudad apestada, se muere, resucita, y ahora
hace con la mayor calma sus preparativos para un nuevo viaje.
―¿Si querrá matar a otro sepulturero? ―dijo una de las mujeres―; mal año para el que
cargue con él.
Volvió a entrar Andrés al cabo de un rato, y me dijo que tuviese paciencia, porque le habían
dicho que el padre José había salido, pero que en cuanto estuviese de vuelta subiría al instante.
Mientras esperaba su venida, los minutos me parecieron horas. Temía a cada momento que se
ofuscase de nuevo mi mente, y que alguna ráfaga febril enturbiase otra vez los pensamientos que
tan claros entonces tenía. Era evidente que había yo pasado por una crisis tremenda de la cual los
que se escapan son muy contados, crisis que podía haberme arrastrado ya bien a pesar mío a la
realización de mis esperanzas de ayer, o de mis temores de hoy. Si en vez de detenerme y retroceder
estando a la orilla del sepulcro, me hubiese faltado un pie y caído rodando en sus concavidades
tenebrosas, ¿qué es lo que en su fondo encontrado hubiera? ¿La nada, de mí tanto apetecida, o bien
la nueva vida de que antes había oído hablar tan tiernamente? No debía, no, exponerme segunda vez
al peligro de un cruel desengaño. Y la amenaza estaba aun pendiente sobre mi cabeza. La
enfermedad no había cedido. Los mismos síntomas de antes sentía yo en mi cuerpo. Los dolores en
las articulaciones no me dejaban sosegar, y si probaba de moverme tomaban una intensidad
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vivísima; las pulsaciones de mis arterias eran fuertes y muy repetidas en la cara y en la cabeza; mi
respiración era cansada; y atormentábame una sed que parecía crecer a medida que con mas ansia
bebía del agua que a la mano me dejaron. Únicamente las náuseas habían desaparecido; y noté
también que el sudor que antes sólo mi cara, mi cuello, y pecho bañaba, ahora se iba extendiendo y
apuntando por todo mi cuerpo. Yo quería contener la fatal propensión que tenía mi sangre de
agolpárseme a la cabeza y anublarla. Para ello procuraba enardecer mi corazón, dispertar en él
sentimientos de ternura, avivar el fuego del cariño, y llamar en mi auxilio todo cuanto pudiese hacer
refluir hacia él la sangre que debajo mi cráneo hervía.
Por fin oí llamar a la puerta, oí abrirla, y que saludaban por su nombre al padre José. Sin duda
hablaron con él algunos momentos en voz baja, y al cabo de poco espacio entró en mi cuarto el
hombre desconocido de quien tanto bien yo esperaba,
XX.
Lo que le conté al padre José y lo que me respondió.
Era un religioso de la orden seráfica; su rostro enjuto y afable; su mirada franca y expresiva.
―Creo que tu nombre es Manuel ―me dijo con la mayor amabilidad―, y no tomes a mal
que te tutee, pues mis canas me dan algún derecho de tratarte como a hijo; no te canses en hablar
por ahora; si este sudor que me parece general puedes conservarle algún tiempo será muy bueno;
estate muy quietecito: ¡pobre Manuel! Vaya que no puedes quejarte de la Providencia. Te envía
tribulaciones, y al mismo tiempo hace en tu favor un milagro. Hijo mío, te pusieron al nacer un
bello nombre para ser invocado, porque ya sabes que el nombre Manuel es como si dijésemos
Salvador, y en efecto él, que todo lo puede, te ha salvado. Figúrate qué contento estará cuando lo
sepa tu padre.
―¡Mi padre! ―dije yo―, no tengo padre.
―O tu madre ―añadió él.
―Tampoco tengo madre ―respondí.
El padre José me miró enternecido oyendo mis respuestas tan breves como tristes, y luego
continuó:
―Gran desgracia es haber perdido en nuestra primera juventud a nuestros padres. Los
consejos, los desvelos, el afán con que un padre mira por su hijo, y la tierna solicitud y el amor de
una madre no son para recobrados en la tierra una vez perdidos. Ya no me maravillo de que aquel de
quien poco ha te hablé haya obrado hoy en favor tuyo una especie de prodigio. Porque la
Providencia se manifiesta llena de una equidad que cuanto más se contempla más nos asombra; y
habrá previsto que una vez que tú carecías en la tierra de padres que te dirigiesen y encaminasen,
era razón que en otra parte los encontrases para suplir aquella falta.
―Ya los había encontrado ―le dije―, pero también los perdí.
―¿Te los arrebató la muerte?
― Mi desventura fue, y no la muerte.
―Según eso ¿te crees desgraciado?
―Soy el mas infeliz de los hombres.
―Yo no veo en tu frente ninguno de los surcos que deja el infortunio verdadero. No pocas
veces creemos que la desgracia es una realidad, y no es más que una quimera, una cosa que creemos
ver y estar tocando, y que sin embargo no existe. Permíteme que dude de que en efecto sea tan
grande tu desventura como la supones.
―Voy a abriros mi pecho, y podréis juzgar después.
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―Hazlo, hijo mío, pero sin cansarte, y como si estuvieses hablando contigo mismo; ahora me
interesa doblemente tu suerte, por lo mismo que tan infeliz te crees.
Entonces le conté brevemente la historia de mi vida, cómo perdí a mis padres, cómo me
recogieron mis tíos, la enseñanza que me dieron, mis paseos, mis melancolías, el cultivo de las
flores, los emblemas que formaba, mis sueños, mi arrojo en Calasans, mi enfermedad, la mala
opinión en que quedé, el cariño que a mi prima profesaba, los peligros a que él me expuso, cómo
pude vencerme a mí mismo, y la especie de maldición que contra mí fulminó mi tío.
Cuando hube concluido, el padre José, que durante mi narración no había abierto los labios
para interrumpirme, ni dar la más ligera muestra de lo que opinaba con respecto a todo cuanto oía,
me dijo:
―Manuel, debo confesar que en efecto eres el joven más desgraciado que jamás conocí, y al
mismo tiempo reconozco toda la inmensidad del favor que hoy has recibido, porque hace pocas
horas que tu desgracia no tenía ya ningún remedio, y ahora por el contrario le tiene y muy seguro, y
no me sabré apartar de tu lado sin que te le enseñe y logre que le adoptes. Hijo mío, te he de hablar
con franqueza; y no podré decirte otra cosa fuera de lo que siento, ni disfrazarte mi opinión dando
algún rodeo a mis palabras; y te pido que me perdones si éstas no te parecen tan suaves como acaso
te las prometerías de mí.
»Yo no veo en tu historia más que a un joven favorecido del cielo, que con mano larga te dio
comprensión clara, que te hizo encontrar unos segundos padres, cosa que muy rara vez se encuentra,
que te hizo el beneficio de darte una hermana cuyos consuelos puros son inapreciables en la vida,
que te abrió caminos para tantos otros cerrados, que te condujesen a un buen enseñamiento y a un
bienestar apacible: que es como si te hubiese dicho, no te ha de faltar nada, buenas dotes naturales,
buenos padres que las cultiven, y si perdiste unos ahí van otros, y una excelente hermana destinada
a volverte al buen carril si de él te apartas; en suma, los mayores y los mas inestimables bienes que
pueden formar el patrimonio del hombre en la tierra. Y si una sola vez alguna nube cruza por tu
horizonte y le ofusca un momento, en cambio, ¡cuántos cuidados, cuántas bendiciones, y cuánto
cariño... Dime ¿de qué modo has correspondido a tales beneficios? Has querido rebajar a la
hermana, poniendo en tu pensamiento al nivel de tus pasiones una ternura que era tan superior a
ellas. Habiendo encontrado nuevos padres, has intentado arrebatarles la hija que realmente era suya,
no por adopción, como tú, sino por naturaleza. Y las facultades de que te dotó el cielo has estado a
punto de convertirlas contra el mismo que te las dio. Yo no veo en ti, hijo querido, más que un
desagradecimiento y una ingratitud de mal aspecto.
»Mira, pues, si con razón te dije que reconocía en ti a un joven enteramente desgraciado. Y
esta desgracia es tanto mayor cuanto me temo que si tú desconociste los derechos de un padre y la
pureza de un amor de hermana, fue porque desconocías a Dios que es la fuente y el origen de donde
manan todos estos derechos, y todas estas bellezas. ¿Es posible, Manuel, que tú te creyeses
colocado tan alto en la creación que pudieses pasarte sin un Dios? ¿Era orgullo acaso, porque,
viendo que tú, el hombre, puedes allanar los montes, sangrar los ríos, surcar los mares, investigar
los aires, preguntar a los astros sus dimensiones y movimientos, y remedar los truenos y el rayo,
creías verdaderamente ser tú el Dios? ¿O era exasperación de tu vanidad, porque, no pudiendo
comprender un ser superior al tuyo, preferías negarle? Oh, Manuel, y cuán dulces momentos de tu
vida has convertido en otros de amargos sinsabores, sólo por no verte en la naturaleza más que a ti,
a ese tu tan débil pensamiento que con un soplo se apaga, y no ver al que da cuna, alimento y vigor
a todos los pensamientos, amor al bien, horror al mal, al que inspira la virtud y las acciones
benéficas, al que nos manda querer bien aun a los que nos quieren mal, no abandonar al afligido y
tener caridad con todos.
»Perdona, joven querido, ya veo que fue una ilusión pasajera de aquellos días en que no se
piensa, y se vive sólo para los sentidos. Perdona, que ese tu llanto y tus sollozos me dicen
claramente, y con mucha más fuerza que tus palabras, que reconoces al ser que te formó, y que por
lo mismo que le reconoces entiendes que le debes veneración y cariño. Sí, Manuel, sí que se lo
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debes, y tú acaso mucho más que ningún otro. ¿Luego tú, alma privilegiada, capaz de comprender
toda la sublimidad de los sentimientos mas puros; tú, poseedor de un corazón organizado con la más
primorosa delicadeza, vegetabas en una triste indiferencia para todo lo delicado y lo sublime, y
míseramente te agostabas en ella? ¿Qué hacías, di, cuando las tiernas plantas de tu jardín, perdido el
color, inclinadas, casi secas, te pedían que restaurases las fuerzas que el ardor del sol las había
arrebatado? ¿No acudías al momento en busca del agua que las daba nueva vida, las hacía levantar
las ramas, y animaba con renaciente brillo y esmalte su verdura? ¿Y no conocías que así como a
ellas las amortigua el calor y tienen sed de agua para restablecerse, del mismo modo a nosotros la
indiferencia nos enerva y paraliza, y tiene entonces nuestra alma sed de Dios para reponerse en su
dignidad y en su grandeza?
»Ah, querido hijo mío, conozco que no debería añadir una palabra más porque tu conmoción
me dice claramente lo mucho que sientes lo pasado; pero es tal el gozo que se apodera de mí al
pensar que por las misericordias del que es inmenso en ellas, eres al fin digno del ser que te anima,
que no acierto a expresarme, y a pesar de esto mi corazón quisiera hacerte partícipe de todas estas
alegrías. ¿Y cuán pequeño debías de ser, Manuel, cuando, abismado en lo que llamabas tus
meditaciones, te creías bastante grande para contemplar y mirar de frente el mar airado, y las nubes
aglomeradas para rodar sobre tu cabeza, y los torrentes que mugían a tus pies, y los huracanes que
en torno tuyo bramaban pues, semejante a un ser muy débil que desafía a otro muy fuerte, resaltaría
más tu poquedad puesta en parangón con tales asombros, los cuales son voces terribles con que las
cosas creadas indican y señalan el poder del que las creó? ¿Y por el contrario cuán grande me
pareces ahora que te crees pequeño y sepultado en el polvo, pero que has abierto ya los ojos del
alma, y hablas por medio de las lágrimas, de los suspiros y del dolor con aquel que es todo poder,
todo grandezas?
»Hijo querido, por quien me intereso más de lo que por ningún otro lo he hecho, prométeme
que ahora procurarás sosegarte: toma mi mano, tómala; estoy muy contento de ti; desahoga tu
corazón, pero, sosiégate, te lo ruego; ya que Dios te ha salvado milagrosamente la vida, procura
conservarla, que para algo te tiene destinado; y en algo querrá que le sirvas. No te muevas de como
estás, conserva este sudor; no quiero que digas ni una sola palabra; ya volveré; ahora ya tienes otro
padre, no te hablo de mí solamente, ya sabes de quién; ahora ya no vives en el abandono; ahora,
Manuel, ya no eres desgraciado. ¿No es verdad que tu corazón late más espacioso, que respiras más
holgadamente, que tu cabeza se va aclarando, y que tus ojos distinguen la luz en lo que creías ser un
fondo de tinieblas? A Dios, a Dios, hasta la noche; yo no te dejaría, hijo mío, por nada de este
mundo; pero tú sabes que mis instantes son de los demás, no son míos; y ahora si me detengo a tu
lado es más por la satisfacción que siento de conversar contigo, que por ninguna necesidad que tú
tengas de oírme. Pero volveré, Manuel, esta noche, si Dios no me lo impide.
Me dejó besar su mano que bañé con lágrimas ardientes, y se salió del cuarto.
Oí que en el corredor hablaba con el dueño de la casa, quien le preguntó qué idea formaba de
mí, y si me creía desahuciado.
―Creo ―respondió―, que si conserva el sudor en que le dejo, tal vez estará mañana fuera de
peligro.
―Pero es un milagro lo que con él ha pasado ―dijo una de las mujeres.
―Sí, respondió el padre José; aquí veo el dedo de la misericordia divina; os recomiendo
mucho que cuidéis bien a este joven, porque su suerte me interesa sobremanera.
―Descansad, padre.
Tal fue la primera visita que me hizo el padre José.
60
XXI.
Reflexiones que hice. El canario.
Cuánto tarda mi nuevo amigo.
Yo no dormía, pero me hallaba tan bien con mis pensamientos, que no quise levantar los
párpados. Bien es verdad que no hubiera podido hacerlo sin que hubiese fluido el agua de que
estaban llenos mis ojos, y preferí dejarla manar a mis solas. Una cosa me tenía lleno de satisfacción
interna, y es que había ganado mucho en la estimación de mí mismo, y me parecía que si todos mis
parientes y la misma Adela hubiesen podido leer en mi interior en aquellos momentos, hubieran
quedado enteramente satisfechos de mí, ni más ni menos que yo lo estaba, y me hubieran
perdonado, sin la menor vacilación, todos cuantos sinsabores les había dado.
Y al mismo tiempo ya no sabía yo en qué fundar las quejas que contra ellos poco antes tenía,
pareciéndome por el contrario que había yo faltado con todos ellos en miramientos, en gratitud y en
todo linaje de consideraciones. No podía negar que yo había sido para mi nueva familia una carga
muy pesada por su naturaleza, y mucho más gravosa todavía por mi índole original y en algún modo
fantástica. Y aunque realmente estuviesen en un error y fuesen injustos creyendo que yo había
atentado contra mi vida, ¿no les dio acaso campo la extrañeza de mi carácter para suponer de mí
estas y otras cosas repugnantes? Mi presencia había turbado el sosiego de que antes disfrutaban; y
mi ausencia, pero larga, constante, incesable, debía devolverles la paz de que tan dignos eran. No
era necesario ya que la muerte acudiese en mi auxilio, para hacerles recobrar el perdido sosiego: no
me había entrado temor a la muerte, pero tampoco la deseaba ni la invocaba. Bastábame llevar a
cabo otro pensamiento que me ocupaba sin descanso.
Por momentos me iba yo sintiendo mas aliviado. Las náuseas habían cesado completamente;
ya no sentía escozor en los ojos, ni dolor en las articulaciones, ni pulsaciones violentas en mis
arterias, ni salto de tendones, ni frio en las extremidades, ni pesadez en la cabeza, ni aquella sed que
tanto me atormentara. Gradualmente volvía a la vida, y no sentía volver a ella, considerando que tal
vez no me sería imposible hallar campo en que se extendiese mi imaginación y se espaciase la
actividad de mi mente.
Mi conmoción no me había permitido hablar al padre José acerca de mi porvenir; fuera de que
no me atreví, hallándome todavía a las puertas del sepulcro, a consultarle acerca de lo que haría si
de ellas me alejaba la Providencia; no fuese a creer que tomaba yo consejo del miedo. Mas ahora
que en todo mi ser renacía la esperanza de vivir, y que mi animación me hacía augurar que en breve
recobraría la salud y las fuerzas, ya no tomaría él mi determinación por un arranque que me
inspirara el temor, sino que la miraría como consultada con la reflexión y adoptada por el
convencimiento. Estaba decidido a manifestarle clara y redondamente mis deseos, a solicitar su
parecer para alcanzar el logro de los mismos, e impedir que por ningún camino pudiesen quedar
frustrados.
Deseaba que viniese lo más pronto posible; ponía atento el oído al menor movimiento que me
parecía percibir en la escalera o en los demás dormitorios; miraba la luz que por los entreabiertos
postigos penetraba, y por la variación de las sombras quería conocer si el sol estaba ya cerca de su
ocaso, por parecerme que a la caída de la tarde vendría el que yo esperaba. Y tanto hice por estar
sobre mí, que, cansado de este desvelamiento, me quedé dormido.
Cuando desperté los rayos del sol daban de lleno frontero a mí, y me pareció que su luz era
mucho más brillante que al tiempo de dormirme. Esta noche no viene nunca, dije para mí. Y me
puse a contemplar un canario que, pendiente del techo en mitad del cuarto, daba saltos en su jaula,
se movía bullicioso de uno a otro lado, subía al comedor, picoteaba, castañeteaba, y, garbeando con
mucha gracia, en dos saltos trasladábase al bebedero, y en él metía la cabeza, la levantaba, se
sacudía, y luego gentil y briosamente entonaba sus trinos y gorjeos admirables. Paraba un momento
su canción, y oyendo a lo lejos algún otro canario que le imitaba, no quería quedarse en zaga, y
esforzábase en ahogar con todo el lleno de su voz la del rival que parecía desafiarle. Y si por dicha
todo quedaba en silencio en torno suyo, erguíase ufano, y volvía a sus saltos, a su picoteo, a sus
baños y a sus trinos.
62
―Parece que estáis despierto ―dijo a mi lado una voz que conocí por la de la mujer de
Andrés―; vamos que ahora tomaréis un sorbito de caldo.
No me hice de rogar, me incorporé, bebí y volví a tenderme.
―Así me gustan los jóvenes, que sean obedientes ―añadió―, presumo que no tendréis más
ganas de dormir.
―¿Creéis que he dormido mucho? ―le pregunté.
―¿Si habéis dormido? La friolera de catorce horas de un tirón ―me respondió―, y siempre
sosegadamente y sin muestras de mal sueño o pesadilla. Pero también sois ya otro de lo que erais.
Ahora sí que estáis fuera de peligro.
―¿Catorce horas decís que he dormido?
―Por más señas que el padre José vino al anochecer, y dormíais como un patriarca: os estuvo
mirando un buen rato, porque ya os quiere mucho, y nos ordenó que sobre todo no turbásemos para
nada vuestro sueño.
―¿Y se fue?
―¿Queríais que se estuviese sentado aquí toda la noche mirando cómo dormíais? Pero dijo
que volvería esta mañana.
―¿Sabéis que dijo esto?
―Lo dijo y lo ha cumplido.
―¿Lo ha cumplido?
―Pues qué, ¿faltó nunca el padre José a una palabra que haya dado? Muy de madrugada oí
llamar a la puerta; bajé a abrir, era el padre mismo; con él entramos en este cuarto, y casi me dieron
ganas de reírme, porque Andrés, que había querido velar a vuestro lado desde las dos, diciendo que
el tiempo que faltaba para ver asomar el alba lo pasaría leyendo, dormía con un ruido tan estrepitoso
que no sé cómo no despertasteis. Le pellizqué, y dijo desperazándose que estaba muy despierto, y
que había resistido a la tentación de dormirse que le había entrado muy fuerte. Pero vos dormíais
con tanta calma que el padre José dijo que no había nada que temer por vos. Volvió a encargarnos
mucho silencio y se marchó.
―¿Y no dijo si volvería? ―pregunté yo ansioso.
―Precisamente que volvería, estoy en que no lo dijo ―respondió la mujer de Andrés―; pero
supongo que volverá, aunque ha de creer que por ahora no hay necesidad de que vuelva.
―¿Y en qué os fundáis para suponer que volverá?
―Me fundo en una razón muy sencilla, y al mismo tiempo muy clara. Y en la misma os
fundaríais vos, y no creo que me equivoque.
―¿Y cuál es esta razón en que decís que me fundaría yo?
―Es que, si bien no dijo terminantemente que volvería, a lo menos vino a indicarlo; y de
seguro no faltará.
―¿Y podéis recordar qué fue lo que dijo para indicar que no faltaría?
―Dijo... pero estaos quietecito, y no os hagáis aire, que las recaídas dicen que son fatales.
―¿Qué dijo?
―Ahora me acuerdo bien; dijo que si al anochecer no os encontraba recargado fuera señal de
que estaríais casi restablecido, y apenas tendríais convalecencia. Ahora bien, para poder encontraros
recargado, o bien casi bueno, es necesario que vuelva.
―Cierto. Pero si vuelve, y yo duermo, os pido que me despertéis: y me daríais un pesar si no
lo hicieseis.
63
―Vaya que no quiero desazonaros. Descansad tranquilo, que cuando vuelva el padre José, si
es que ha de volver, os entraré una pajuela en la nariz para que despertéis al momento.
—Y si no tenéis a la mano ninguna pajuela, pronunciad en la concavidad de mi oído, aunque
sea en voz muy baja, el nombre del padre José, y veréis como en el momento mismo abriré los ojos.
―Haremos la prueba; mas si no basta el nombre recurriremos a la pajuela. Ahora cerrad el
pico, y no os revolváis tan a vuestro sabor que vengáis a encoger las sábanas.
XXII.
Segunda visita del padre José.
El padre guardó nuevamente un profundo silencio. Sus párpados estaban casi enteramente
cerrados, y sus manos se apoyaban en el borde de mi cama. Mi determinación debía haberle
sorprendido mucho, y parecía estar indeciso.
―Nadie que sepa cómo llegaste aquí te puede negar valor ―replicó poco después―; pero en
la superficie a veces hay apariencias de fortaleza, y en el fondo no hay más que desesperación. ¡Ah!
Manuel, me temo que ayer no adelantamos nada. No tomes a mala parte mis palabras; pero, para
que reconozca yo el estado de tu alma respóndeme con toda la sinceridad posible a lo que te
pregunte.
―Hablad, padre mío, hablad.―
―Cuando llegaste a esta ciudad, ¿qué es lo que esperabas, qué deseabas?
―La muerte.
―Mas ya no la deseabas, o yo me engañé mucho, cuando te hablé la primera vez.
―Entonces deseaba una muerte cristiana.
―¿Y desde cuándo, o cómo, te ha entrado este deseo que ahora me manifiestas?
—Desde ayer, que vi que por ahora la muerte se alejaba de mí, y conocí que era más bello
vivir como vos vivís que morir como yo anhelaba.
―¿Y mi existencia ha podido parecerte envidiable?
―Sí, padre mío; antes de veros os había oído; pegada mi cabeza contra este tabique, no perdí
ninguna de las palabras que proferisteis hablando de una nueva vida a la huéspeda que exhortasteis.
Me conmoví sobremanera, y no sé si por un presentimiento o porque sentí en mí el primer síntoma
de la enfermedad, quise llamaros cuando os marchabais, mas ya no pude.
―¡Dios mío! ¿Y yo pasé junto a ti sin que el corazón me dijese que alguien me imploraba?
Mira si hemos de bendecir a la Providencia, y si aunque estuviésemos siempre postrados adorándola
pagaríamos jamás los beneficios que la debemos. ¿Es decir que yo hablaba también contigo cuando
esforcé la voz para encaminar a aquella penitenta a la mansión eterna? ¡Oh! luego ya debía haber
entrado en tu alma la sed de perdón; entonces ya no podía serte fatal la muerte; y en este caso el que
lo puede todo no tuvo solo por designio al volverte a la vida el salvar tu alma, sino que acaso te
encaminaba por la senda en que te veo dispuesto a entrar.
―¿Es decir, padre mío, que puedo contar con vos?
―No nos precipitemos, Manuel; y dime primero si sabes que el siglo, ese a quien llamas tu
enemigo, ha entrado en ira contra nosotros, y se opone a que se aumente el número de nuestros
hermanos, y aun nos amenaza con cerrarnos de un momento a otro las puertas del claustro, y
arrojarnos de él como de una mansión extraña.
―Lo sé, padre, y también di oídos, algún día a las voces del siglo; mas ahora no hacen mella
en mí.
―¿Y si la tempestad descarga sobre nosotros, y allí en donde crees poder saborear la paz,
encuentras las tribulaciones mas amargas?
―¿No las encontrareis vos también? ¿Y puedo desear otra cosa mejor que tomaros por mi
guía así en los días de calma como en los de borrasca?
―Joven, tu vocación es tal vez verdadera, pero también puede ser un ardid del que sabe
inclinar al mal haciendo alarde de enseñarnos el camino del bien: es necesario probarla.
―¿Y cómo?
―Pasándola por el crisol del tiempo.
―¡Oh, padre mío! No permitáis que tarde mucho en ver cumplidos mis deseos. Yo sé que
vuestro instituto tiene prevista esta prueba, pero la deja hacer dentro del claustro mismo. Os lo
suplico por las almas que de vos recibieron sus últimos consuelos. Ya no tengo calentura, tomadme
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el pulso; en este momento me levantaría y os seguiría a donde quiera que os pluguiese guiarme:
pero no me hagáis esperar; no me dejéis abandonado a mí mismo cuando sabéis que, aunque soy
niño en la edad, he pasado ya por tantas tribulaciones que acaso otras nuevas darían conmigo en
tierra. ¿No me llamasteis hijo vuestro?
―Sí, Manuel, te di este nombre porque desde que te vi me inspiró Dios que te hablase con
toda la ternura que un padre usa con su hijo; y persisto en dártelo. Pero, tratándote como se trata a
un hijo, tengo derecho a esperar de ti la obediencia que un hijo debe a su padre.
―Sin duda, y la mía será sin límites.
―Pues bien, te mando que de lo dicho no me hables hasta que yo, meditándolo bien, te lo
recuerde.
―Obedeceré.
―A Dios por hoy Manuel.
―¿Volveréis, padre mío?
―Volveré, si Dios lo consiente, como lo espero.
XXIII.
Recuerdos. Mi lucha interior. Recibo cartas.
Ni mas ni menos que aquel que para escapar de un peligro inminente hace un esfuerzo
extraordinario del que apenas se creía capaz, y una vez conseguido su objeto, se tiende casi
exhausto, y cadavérico, así me quedé yo al despedirse de mí el padre José. Al principio temí que me
iba a dar un deliquio; pero me fui reponiendo, y al poco rato no sabía cómo manifestar el contento
que sentía por haber tenido valor para decir «esto necesito, y sin ello no hay para mí paz ni ventura
en la vida.» Me revolví a uno y otro lado como si probase el vigor que me quedaba, me incorporé, y
aun intenté saltar de la cama y vestirme; pero me detuvo la idea de que era ya de noche, y que sería
más prudente esperar a que amaneciese para levantarme.
Andrés entró a poco, me presentó una taza, cuyo contenido bebí sin preguntar lo que era, y me
deseó las buenas noches.
Su mujer entró también para preguntarme si deseaba alguna cosa, y me dijo al despedirse:
―¿Cómo es que habéis puesto de mal humor al padre José?
―¡Yo! ―le dije admirado―, me parece que no puede estar descontento de mí.
―Lo digo ―añadió ella―, porque al salir de aquí se fue sin decirnos una palabra, y aun me
pareció que se llevaba el pañuelo a los ojos. Pero sentiría mucho afligiros. Tal vez se enjugaba el
sudor de la cara. Creo que esta noche ya no necesitáis que os velen.
―No, me siento perfectamente bien.
―Ah, tomad esa bolsita y llevadla siempre encima; me han traído algunas, y dicen que son un
excelente preservativo. Huelen un poco a alcanfor. Os la pongo debajo la almohada.
Dile las gracias, y me dejó solo. Mi sueño fue tranquilo. Al despertar vi tan claramente todos
los objetos de mi aposento, que me pareció que era ya de día. Mas por otra parte no oía en toda la
casa el menor ruido, ni el tránsito de gente o de carruajes por la calle, ni el tañido de las campanas.
Llegué a temer si todo había quedado desierto, y si me habían abandonado. Me vestí casi
temblando, y miré por los postigos del balcón. Brillaba la luna en su lleno, y daba a la noche la
apariencia de un día pálido. Tuve recuerdos. Cuando vi por última vez a Adela los rayos de la luna
iluminaron su rostro, y poco después los pliegues flotantes de su vestido cuando desapareció. Y me
acuerdo muy bien que me dijo que en donde quiera que estuviese, con tal que la luz de ese astro me
alumbrase, permaneciese mirándole y estuviese seguro que ella también le miraba.
66
Tal vez en este momento está en el jardín, rodeada de las flores de nuestra infancia,
contemplando esa luna que tan bella hoy se ostenta. Esos reflejos blancuzcos podrían traerme
algunas de aquellas dulces miradas tan gratas para mi pecho. Dime, oh luna, qué es lo que hace en
este momento, si corre por sus mejillas alguna lágrima, si pronuncia tiernamente algún nombre, si
está marchito su semblante, o si arranca de su seno algún suspiro; dile que estoy aquí, mirándote
como ella te mira. Pero tú me dices que ella está solícita preparando sus galas de boda, y se sonríe
con los de su familia, y persigue alguna mariposa o tal vez contempla ahora alguna luciérnaga, o
prende alguna flor a su tocado. ¿Qué flor habrá escogido? Pero, ¿qué me importa ya? Dile que al fin
he encontrado la paz del alma; dile que acabo de entrar en una senda en la cual el lado que mira al
mundo está orlado de claveles amarillos. Dale un adiós eterno, porque ya ni a ti podré mirarte, pues
siempre me retratarías su imagen, y yo debo y quiero alejarla de mí.
Volvíme a mi cama, y sacando de debajo la almohada la bolsita que allí había dejado la mujer
de Andrés púsela sobre mi corazón, no tanto por un impulso de credulidad, como porque me pareció
que su olor me había conciliado el sueño. Es lo cierto que nuevamente me quedé dormido. Pero esta
vez, me persiguió cruelmente la imagen que yo quería desterrar de mí. En todas partes veía a Adela.
Si me paseaba por entre riscos y despeñaderos, ella acudía, y con una pajuela, que pasaba
suavemente por mis sienes, me despertaba. Si me iba al prado, asomaba su cabeza entre dos flores,
y sonriéndose me decía que estaba para ir al altar. Y si ponía mis ojos en el cielo, cansado de verla
en todas partes en la tierra, he aquí que las estrellas tomaban su fisonomía para decirme que ella
estaba en el mundo, que yo doquier que me fuese la vería, y que la naturaleza tomaba a su cargo
reproducirla en todas partes. Hermana mía, decíale yo, ¿no me dijiste que desterrase de mi pecho la
melancolía? pues hazte cargo que eres tú mi melancolía, y que, huyendo tú de mí, al instante he de
quedar tranquilo. Huye de mí, huye, tú que tan excelentes consejos me diste en otro tiempo, y tan
tiernos consuelos.
Cuando desperté estaba cansado de luchar con mi sueño. Era de día. El primer objeto que vi
sobre la mesa fue la carta que yo había dictado a Andrés. Tú has de ser mi salvación, dije
apretándola contra mi pecho; tú me has de separar completamente del mundo que todavía se afana
en presentarme fantasmas halagüeñas y símbolos de felicidad; tú dirás a la tentación que
enmudezca, a los hombres que ya no soy hombre, y a la naturaleza que ya soy superior a ella porque
me encuentro en el seno de su autor. Abrazado con él, oh ¿qué poder tendréis ya sobre mí? Dejadme
vivir solo; yo no quiero mal a nadie; yo no he nacido para turbar el sosiego de nadie; si no os place
que respire este aire, me retiraré, iré en busca de otro ambiente: pero no me persigáis, ni con
vuestros halagos, ni con vuestras injusticias, ni con vuestros encantos seductores: yo os deseo bien a
todos, me humillo delante de todos, pero si me arrancáis de mi soledad, hacéis más que arrancarme
la vida, porque me haréis el más desventurado de los hombres. ¿Qué papel haría entre vosotros?
Enemigo de la luz, me vería condenado a vivir nadando en ella; enemistado con los sentimientos
tiernos, tendría que poner afable el rostro mientras mi corazón se partiría; me ofreceríais pasiones, y
yo ¡Dios mío! conozco que debo esclavizarlas si no quiero que me ennegrezcan. ¡Oh! soltadme, y
ahí os entrego mi carta de despido. Yo temblaba. Tenía apretada con una mano aquella carta en la
cual cifraba mis últimas esperanzas de triunfar del siglo, y con la otra probaba a ponerme las varias
prendas de mi vestido, y no acertaba a hacerlo. No sé si hubiera tenido valor para ir a echarla en el
buzón; pero no tuve fuerzas para más, y rendido bajo el peso de esta lucha de sentimientos y
afectos, me dio un vértigo, se me cayó la carta de las manos, fuila buscando a tientas porque me
pareció que daba vueltas en torno mío, y caí desvanecido.
Cuando volví en mí, al pronto creí que había soñado todo lo que por mí pasó aquella noche;
pero a poco la voz de la mujer de Andrés hirió mis oídos.
―Vamos ―decía―, que no ha sido más que un desmayo: pero, ¿quién os puso en el magín
que habíais de vestiros tan de mañana, e iros solo, sin el auxilio de nadie? ¿Qué sopa habíais
tomado, o qué dedito de buen vino habíais bebido para confortaros? ¿No conocisteis que era tentar a
67
Dios el que vos, que estabais moribundo ayer, os fueseis por vuestros pasos hoy, sin que nadie os
sostuviese, aunque os encaminaseis a la iglesia, cuanto menos al correo?
―¿Que decís del correo? ―le pregunté admirado.
―Sí, señorito, al correo. Pues qué, picarillo, ¿creíais que no se os descubriria? ¿Pensabais que
no conoceríamos que habíais escrito una carta, y que ibais vos misma con ella al correo, no fiándoos
de nosotros? Pues todo se os ha adivinado, y ahí veréis si es bueno vivir con quien os quiera bien.
Vaya que cuando echasteis a rodar la mesa creí que la casa se venia abajo. Entré y al instante vi lo
que era, porque a vuestros pies teníais la carta que era el cuerpo del delito.
―¿Y dónde la habéis puesto? ―le pregunté ansioso.
―¿Qué dónde la he puesto? ¿Y dónde la queríais poner vos? Yo dije, está cerrada y lleva
sobre, pues al buzón con ella.
―¿Al buzón, decís?
―No fui yo, ¡qué disparate! No había yo de dejaros tendido aquí sin sentido. Y como Andrés
había salido, llamé al mozo, que sabe letras, y se lo encargué.
―¿Y la echó?
―Y no solo la echó, sino que, adivinando todos vuestros deseos, le dije que si en las listas
veía vuestro nombre, tomase la carta que para él viniese.
―¿Y qué?
―Y ha traído, no una, cuatro. Pero llaman, y me temo que sea la vecina. Sí, ella es. Después
volveré. Las cartas las tenéis, junto con la bolsita, debajo la almohada. Cuidado con leerlas hasta
haber tomado caldo, calavera: y estarse bien quietecito, pues de no, se lo voy a contar todo al padre
José, ¿ois? al padre José, y estoy segura que él os reñirá como merecéis. No moverse, y hasta luego
XXIV.
¿Qué me quiere el mundo?
¿Leeré estas cartas o las haré pedazos?
¿Qué cartas son estas? ¿Qué me quiere el mundo? ¿Quién ha indagado que yo existo en él?
¿Deseo yo acaso tener relaciones con nadie? ¿No he dado ya a todos mi último adiós, o por mejor
decir no le ha dado por mí esta mujer remitiendo aquella carta atroz que yo hubiera hecho pedazos
delante del buzón fatal? ¿Qué me piden pues? Soy un cadáver que sólo tengo derecho para reclamar
algunos pies de tierra; ya no veo nada ni en la creación ni en los sentimientos. Fuera de mí todo
contacto que pueda otra vez recordarme la luz que aborrecí. No tengo amor ni odio: frialdad sí, e
indiferencia.
Voy a hacer mil pedazos estos papeles; así como así no pueden hablar conmigo, ni dirigirse a
mí para nada, ni excitar mi interés en lo mas mínimo. Vale más ignorar su contenido. Le ignoraré,
debo ignorarle y estar tranquilo como si realmente durmiese en un sepulcro. ¿Qué poder invocáis,
ideas mundanas, para querer despertarme de mi letargo? ¿Apelaréis a las imágenes risueñas,
haciendo que cual céfiros juguetones se agiten blandamente junto a mis oídos? No os servirán,
porque las cavernas en que moro han de ahuyentarlas dándoles espanto. ¿Recurriréis a las
amenazas, a los fieros, y al eco terrible que encuentra en todas partes la voz de anatema? Pobres
enemigos del reposo mío, que no sabéis que me rodea una muralla de hielo contra la cual se
estrellarán sin hacer mella todos vuestros furores. ¿O contáis llamarme a partido por medio del
ruego, de la compasión, de la ternura? Ah, ignoráis ciertamente que el reinado del cariño acaba allí
en donde empieza el del desvío de todo y para todo. Hagámoslas pedazos.
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Y saqué las cartas de debajo la almohada. Pero, al tenerlas en la mano, pensé si tal vez seria
una debilidad huir el cuerpo a vista del primer enemigo que venía a combatirme en mi retiro, y si
probaría más grandeza de ánimo hacer pedazos las cartas después de leídas. ¿Qué he de temer yo?,
dije para mí. Nada de cuanto me digan puede ser bastante a hacerme mudar de resolución. Miremos
estas cartas. Son cuatro en efecto; ¿de quién serán?
Busqué los sellos de la administración y por ellos vi que las fechas no debían ser iguales. Una
de ellas debió serme dirigida el mismo día de mi partida, otro día otra, y así cada día me habían
escrito una nueva carta. ¿Serán todas de una misma mano? Las letras de los sobres son distintas, y
hasta la forma de cada uno de los sobres es diferente. Luego son cuatro los que aquí vienen a turbar
mi reposo, cuatro que se han aunado contra mí.
Y estuve un buen rato contemplando los sobres, leyéndolos y queriendo adivinar por ellos
quién era el enemigo que debajo de él se encontraba. Me parecía conocer el carácter de letra de tres
de aquellas cartas; pero el de la cuarta, que era la segunda en orden de fechas, me era desconocido.
Esto excitó más vivamente mi curiosidad, y determiné romper las nemas, y mirar aunque no fuese
mas que las fechas y las firmas.
La primera llevaba la fecha del día mismo de mi partida, y la firmaba mi tío materno, el
reverendo padre Narciso.
La segunda, cuyo carácter de letra me era desconocido, llevaba la firma de mi tía, pero en una
posdata había otro firma y era la del piloto.
La tercera la escribía mi tío paterno.
La cuarta era toda de mano de Adela.
No quise saber más, ni en aquel momento hubiera tenido valor ni fuerzas para leer toda las
cartas; por lo que volví a cerrarlas y a ponerlas debajo la almohada. Apoyando contra ésta mi
cabeza, púseme a querer adivinar lo que en ellas me dirían. No pocas veces metí la mano bajo la
almohada para ver si acaso se habían escurrido, pues no hubiera querido que se me extraviasen y
fuesen a divulgar mis secretos a algún extraño. Y si me parecía que faltaba alguna, volvía a sacarlas
y las contaba nuevamente. Al fin me pareció que lo mas seguro era apretarlas bien entre mis manos,
y no soltarlas más que para destruirlas.
Al mismo tiempo pensé que si venía el padre José se las entregaría, y le preguntaría si era
obligación mía leerlas o no, dado que yo ni lo deseaba ni lo temía. Se lo preguntaré, dije; se las
daré, para que él las lea primero y me diga si su lectura es peligrosa o no para mi reposo. Y así
estuve atento escuchando si alguien llamaba a la puerta.
Una vez llamaron en efecto, y oí pasos; pero no entró nadie en mi cuarto. Pensé si habían
detenido al padre en otra sala para contarle lo mismo que yo quería decirle. Después oí de nuevo los
pasos, pero el que entró no fue el padre José, sino Andrés con una taza de caldo. La tomé, y me
alentó porque ya estaba decaído.
Ahora me dejarán solo un buen rato, dije en mi interior, ahora podré leer las cartas y luego
romperlas. Y las abrí y fuilas poniendo por orden de fechas para leerlas conforme habían sido
escritas. Iba a leer la primera, cuando oí de nuevo pasos en el corredor, y volví a ocultarlas con
presteza. Por fortuna los pasos se alejaron y nadie entró. Tres veces probé a dar principio a la
lectura; pero otras tantas tuve que dejarla por idéntico motivo. No quise exponerme más a que me
interrumpiesen; y preferí esperar la noche para leerlas en su soledad, enteramente tranquilo.
Varias veces entraron en mi cuarto Andrés o su mujer para darme el alimento o las bebidas
convenientes, y casi siempre que salían me daban deseos de comenzar la lectura, pero jamás pude
pasar de leer la fecha de la primera carta.
El padre José no pareció en todo el día. En vano al caer de la tarde puse toda mi atención para
distinguir bien las pisadas de los que entraban y salían de la casa. Este es Andrés, decía yo, este es
su mujer, este es el mozo, este es la vecina: y nunca me engañé, pues la voz de los que pasaban
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junto a mi cuarto me daba después fe de que mi oído percibía bien. Pero no pude oír ni la voz ni los
pasos del padre José.
Al fin encendieron luces, y me convencí de que éste no vendría.
Llegada la noche, cuando reinó en toda la casa un silencio profundo, saqué las cartas. Yo no
había pensado en una cosa, en que para leerlas necesitaba luz, y no la tenía. Ni la había en mi
cuarto, ni las paredes del edificio frontero permitían que entrasen todavía en él los rayos de la luna.
A lo menos debía esperar algunas horas, y entonces una nube pasajera podía frustar a lo mejor mis
esperanzas. He aquí cómo llegué a desear con ardor lo mismo que por la mañana me había parecido
despreciable. ¿Qué me dirán estas cartas? ¿Por qué, no uno solo, sino todos los miembros de la
familia de mis bienhechores se han empeñado en escribirme?
Me acuerdo que me subí de pie sobre la mesa, colocada delante del balcón, y probé de leer
haciendo que la débil luz de la noche que entraba por los postigos diese de lleno en las cartas; mas
no me fue posible leer ni una sola línea. Dormíme, pues, esperando que el primer albor del día me
despertase para aprovechar sus rayos blancuzcos, y satisfacer mi curiosidad.
Con efecto, desperté a tiempo que asomaban los primeros destellos del alba, y a su escasa luz
leí las cartas que a continuación copio, sin detenerme a pintar los afectos que cada una de ellas
avivó en mi alma, precisamente cuando me creía puesto ya al abrigo de todos los sentimientos que
hacen latir apresuradamente los corazones. En aquellos mismos momentos tal vez una carta que yo
dicté llamaba a la puerta de mis bienhechores para darles un pesar intenso; y en cambio ¿qué me
habían escrito ellos?
XXV.
El reverendo padre Narciso a Manuel.
Miércoles 11.
Verdaderamente, querido Manuel, este día ha sido para mí lo que tú acostumbras a llamar un
día de R. Tú sabes que tengo la desgracia de no dar crédito a las R ni a las F: pero uso tu lenguaje,
no el mío. Para mí tengo que los días que se pasan en el santo temor de Dios son de F, o sea de
felicidad, y los que dejamos transcurrir sin haber hecho alguna obra buena son de R, es decir de
desgracia, o mejor de reprobación. Así, cada noche, sin mirar en el calendario si el día de la semana
lleva R o no la lleva, sé positivamente si mi día ha sido de Dios,o de otro que no lo es y que excuso
nombrarte.
Pues bien, en este día, aun no concluí de sacar mis cuentas, lo cual voy haciendo en esta que
tú lees.
Cuando pienso que por muchos años y hasta el día de hoy he estado ciego, o, lo que es peor
todavía, he estado mirando y no viendo, que es doble ceguedad, casi estoy por borrar todas mis
cuentas pasadas y resumirlas en una, en la cual me temo que saldría ganancioso aquel que no he
querido nombrar.
Y en efecto, yo debí mirar, y ver, porque el peligro era bien visible, y no se necesitaba abrir
mucho ojo para verle. Y sin embargo no he visto nada, hasta hoy que el mal es acaso irremediable.
Esto, amado Manuel, me ha puesto en una grande tribulación, de manera que he tenido que
acudir a mi libro predilecto. Por fortuna le tengo siempre en la mano, y le he añadido un índice
manuscrito que me indica los capítulos en los cuales he de dar con lo que necesito. Para mí es el
libro mejor, porque es el que da mas consuelos. Al instante le abrí por el capítulo en que se enseña
el modo de invocar a Dios cuando nos amenazan las tribulaciones. «Ahora estoy atribulado y no le
va bien a mi corazón; me hallo rodeado de angustias; y en semejante congoja ¿qué dire? Hágase,
Señor tu voluntad: yo bien merecí ser atribulado, y angustiado. Conviene, pues, que yo sufra, y,
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ojalá sufra con paciencia hasta tanto que pase la tempestad, y suceda la bonanza.» Seguramente que
Kempis conocía muy bien la contextura del corazón humano, pues sabe tan admirablemente sanar
sus llagas y dar alivio a sus dolores.
Ya te estoy oyendo que dices no estar bien probado si fue Kempis o si Gerson quien escribió
el libro entendido: para mí lo mismo da; tal vez se llamó Kempis de su padre y Gerson de su madre,
y no te rías; lo único que importa resolver y determinar es si sus más lejanos abuelos se llamaron
Adán y Eva, pues es mucho honor para nuestra especie el que uno de los nuestros haya podido
escribir semejante libro.
Aquellas líneas que te dejo transcritas me han tranquilizado, y dado a entender que muchas
veces está en nuestra mano ahuyentar la tempestad y llamar la bonanza. Y la razón es bien clara,
pues si la calma ha de suceder a la borrasca, no habiendo ninguna de ellas eterna, fuera de aquella
cuya sola idea nos hace temblar, se cae de su peso que nuestra paciencia ha de ser el verdadero
remedio para disipar las nubes y hacer venir el buen tiempo. De esta manera, Manuel, está en
nuestra mano convertir todas las R de la semana, y las de todas las semanas, en otras tantas F.
Tomada la determinación de acudir a la paciencia, me ha sucedido que he ido viendo más
claro en todo; por lo que al momento he pensado en adoptar un plan del cual más adelante, si como
espero en Dios no se atraviesan obstáculos mayores, tendrás conocimiento si obedeces en todo y por
todo a quien te profesa mucho cariño.
Por el pronto abro nuevamente el libro, esta vez no para mí sino en bien tuyo. «Hijo, no
puedes poseer la libertad perfecta si no te niegas del todo a ti mismo. Conserva en tu memoria esta
breve y perfectísima sentencia; déjalo todo, y lo hallarás todo; deja el deseo, y hallarás el descanso.
No creas a tu deseo, porque el que ahora tienes, presto se mudará en otra cosa. Mientras vivieres
estarás sujeto a la mudanza, aunque no quieras, porque te hallarás ahora alegre, ahora triste, ahora
sosegado, ahora turbado, ahora aplicado, ahora perezoso, ahora pesado, ahora ágil: ¿Quieres ser rico
en constancia? Te aconsejo que compres el oro afinado en fuego de que habla el Apocalipsis, y serás
rico.»
Dime ahora si el autor del libro te conocía perfectamente a ti, aunque ha siglos que murió. Y
si no te basta la prueba, abre otra página. «Anda por do quieras, busca lo que quisieres, disponlo y
ordénalo todo según tu parecer, y no hallarás sino que siempre has de padecer algo o de grado o por
fuerza;... o sentirás dolor en el cuerpo; o padecerás tribulaciones en el espíritu;... ya te mortificará el
prójimo, ya te serás molesto a ti mismo, y no habrá consuelo ni remedio que baste a confortarte...
porque Dios quiere que aprendas a sufrir las tribulaciones sin consuelo... vuélvete adentro, vuélvete
afuera, vuélvete arriba, vuélvete abajo, en todo hallarás la cruz, y es necesario que en todas partes
tengas paciencia si quieres gozar la paz interior.»
De modo, sobrino mío, que tu Gerson o mi Kempis han conocido que tu mal y el mío se
corresponden, y reclaman un mismo remedio. El tal autor debió de ser un gran médico. Sin él
hubiera yo dado comienzo a esta carta reconviniéndote, y remachando tal vez el clavo que te da
tormento. Pero habiéndole leído antes, él me ha dicho que tú estabas peor que yo, pues a mí sólo me
venían de rechazo las penas cuyo primer ímpetu caía sobre ti, desdichado, de suerte que tú estabas
inundado de sinsabores, y a mí sólo llegaban por ser tuyos los que en ti ya no cabían. Luego si yo
necesito un consuelo, tú necesitas ciento; si mi borrasca ha durado una hora, la tuya durará algunos
días; y si un poco de paciencia me ha bastado a mí para reponerme, tu tienes precisión de proveerte
de ella para algún tiempo.
Creo que estarás convencido (y en esto no harás más que hacerme justicia), de que si
estuviese en mi mano cambiar en un momento tu suerte, ya estaría cambiada. Pero yo no tengo
ninguna varilla de hacer prodigios, y cuando nuestro médico común te dice que donde quiera que te
vuelvas hallarás tribulaciones o dolor, de seguro, aunque yo tuviese dicha varilla, no podría hacer
por ti más de lo que él dice, porque sus palabras tienen la virtud de deshacer todas las magias y no
admiten mas encantamientos que la verdad. Aparte pues del pensamiento que he hecho y voy a
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poner por obra cuanto antes, no puedo hacer por ti mas que compadecerte si te niegas a tomar mi
medicina, y tenerte doble compasión y doble amor del que te tengo, si, habiéndola tomado, hallas
que el mal está tan enconado que aun resiste a separarse de ti.
Tú necesitas recogerte por algunos días dentro de ti mismo; pero esto no puedes hacerlo ni por
los caminos, ni en una posada, ni en esa ciudad a donde dirijo la presente, ni en ninguna otra parte
mejor que en donde voy a decirte.
Deja la ciudad, y a una legua de distancia, siguiendo las montañas que la rodean, las cuales
forman una desigual cordillera, subirás a la más alta desde la cual disfrutarás de la más agradable
perspectiva, porque verás mucha tierra al rededor y te parecerán las demás montañas unos collados.
También verás la ciudad, y mas allá de ella una vasta extensión de mar. Todo esto te alegrará; pero
mucho más te ha de alegrar el ver a tu mano izquierda, en medio del vertiente de una cordillera que
viene a juntarse con aquella montaña, un edificio vasto pero humilde, construido con solidez, pero
desprovisto de adornos que por de fuera llamen la curiosidad poco ni mucho. Llamarás a su puerta;
preguntarás por el padre Ambrosio, y nombrándote a él y diciéndole que vas a verle de parte de un
condiscípulo suyo, que soy yo, le besarás las manos que puedo asegurarte que han hecho mucho
bien, y le pedirás que te permita hacer en su compañía ocho días de ejercicios espirituales, los
cuales has de emplear implorando al que es fuente de toda luz para que ilumine tu alma, y te inspire
a fin de que conozcas tu vocación verdadera.
Porque, hablando en plata, Manuel, para abogado, por más que diga tu tío Francisco, me
pareces un poco adusto. No creas por esto que trate de inclinarte a otra carrera u oficio, porque a la
verdad no sabría qué consejo darte; para la carrera de mar te veo más propenso a mirar las estrellas
que los escollos; para otros oficios tu ensimismamiento podría serte fatal; para casado, dado que
encontrases una buena y virtuosa heredera, ni aun tengo para mí que serías apto, pues tu habitual
melancolía habría de hacerte infeliz, y contigo a los que te rodeasen; acaso saldrías un buen pintor si
la demasiada contemplación no te volviese perezoso. De todos modos te repito que en vano
intentaría aconsejarte; y por lo mismo que estoy convencido de mi inutilidad, te ruego que des el
paso que te llevo dicho, pues en aquella morada de seguro hallarás los modelos de paciencia que
según el susodicho libro necesitas, y luego buenos consejos, y por fin la inspiración que te conviene
acerca del camino que debes tomar en la vida. No te digo que des ningún paso que yo no haya dado.
A tu edad también fui allá, y de allí salí hecho lo que soy: un nada convencido de su nada. La
montaña se llama el Tibidabo. La morada es el convento de San Gerónimo.
Cuando hayas estado en él escríbeme largo, y dime sin estudio todo cuanto pienses. Quiero
que me remitas también el borrador de las cartas que me escribas. Recibe la bendición de tu tío.
Narciso.
XXVI.
María y el piloto a Manuel.
Y primero te diré que nunca pude creer que dejases entre nosotros tanto vacío. Desde que
saliste de esta casa nadie habla en ella. Francisco se pasea del jardín a su cuarto y de su cuarto al
jardín, la criada no canta, y Adela se está en su dormitorio arreglando no sé qué, y olvidada de regar
las flores, y dar de comer a las gallinas.
Y hasta de darme a mí los buenos días, pues a los que yo la di al entrar solo respondió con una
especie de saludo a la vela, que a la verdad más que saludo me pareció un balance corto y vivo de
aquellos que hacen temer un desarbolo. Este apartado ya conocerás que es de mi cosecha: del yerno,
no de la suegra.
Lo que siento mucho (esto es de la suegra), porque lo que no haga ella tendré que hacerlo yo,
y me será preciso reñirla, y mas ahora que tendré menos ocasión de reñir a la criada en el supuesto
que ya no canta.
Esta tarde voy a principiar una novena para alcanzar de San Félix que llegues sin novedad a tu
destino. La haré en la iglesia de San Juan, la cual está cada día más concurrida y hermosa, gracias a
los cuidados de tu tío el padre Narciso, a quien, distraída dictando estas líneas, no he visto entrar, y
le veo ahora pasearse en el jardín con Francisco. Y cuidado que, como sabes muy bien, nunca
acostumbra venir a estas horas. Apostaría a que están hablando de ti, y lo hacen con mucho interés,
aunque desde aquí no se oye nada.
La suegra no oye, aunque escucha. Mas yo sin escuchar he oído un «no, sí, no», que me han
parecido los tres golpes de mar de ordenanza. Tú sabes, y te lo digo por si no lo sabes, que nosotros
llamamos golpes de ordenanza a las tres olas seguidas que vienen en un viento duro, y a las cuales
sigue un rato de bonanza hasta que vengan otras. Y si tú aciertas a explicarme la causa de ser tres
olas, y no dos, ni una, ni cuatro, cosa que nadie explicó que yo sepa hasta el día, también te
explicaré yo aquellas dos negaciones y una afirmación que no entiendo. Esto es mío.
Y ahora (dice la suegra) se van al cuarto de Francisco. De seguro tu partida ha puesto también
de mal humor a tu tío el padre Narciso, pues en otras ocasiones hubiera entrado hasta aquí, aunque
no fuese más que para saludarme, y más cuando es imposible que no me haya visto.
Y lo mismo digo de mí, que me ha visto anclado, navegando él, y no me saludó al ancla, ni a
la vela, ni a la voz si ya no tomas por un saludo al cañón aquellos tres golpes que te dije; pero en
este caso a otro golpe, según eran recios, me pongo el buque por montera. Habla el yerno.
Esto me prueba (habla la suegra), y no sé lo que te iba a decir, porque mi yerno me deja
desmemoriada (gracias, madre mía,) con su tardanza en escribir lo que le dicto, que no parece sino
que lo escribe dos veces.
Pero ella se guarda bien de decir que su buque, dictándome, navega tan dormido que me temo
que se vaya enteramente a la banda, por lo que no es extraño que entre balance y balance me sobre
tiempo para doblar esta carta. Y aquí callo y entra ella.
Te digo, pues, que la llegada de tu tío Narciso, y su conversación tan animada con mi
Francisco son dos cosas que han de tener relación con tu partida, aunque ahora no acierto a
encontrársela, pero si llego a indagarlo ya te avisaré para tu gobierno, y para que veas lo mucho que
te quiero.
Otra extrañeza mucho mayor que la de no haberme saludado tu tío materno, es que acaba de
salir del cuarto de Francisco, y entra en el de Adela. Esta vez si que me pierdo en mil conjeturas; ya
no creo que se trate de ti, pero también te digo que cuando estabas tú aquí nunca tuvieron lugar
estas visitas, ni estos misterios, y dejarnos tú y empezar ellas y ellos, ha sido una misma cosa.
Y no acaba esto aquí, sino que tu tío el cura sale con Adela del cuarto de ésta.
Lo que yo certifico porque la estoy mirando, y se me va tras ella el alma en viento. Pero
contigo me confesé ayer, y tú sabes si la quiero. Adivina de quién es este párrafo.
Y se entran en el cuarto de Francisco sin decirme nada. Confieso que, cuando no tengo otra
cosa mejor en que ocuparme, naturalmente me inclino a ser curiosa; y por esto me dice mi director
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todos los sábados, y me lo repetirá sin duda pasado mañana, que procure siempre tener algo que
hacer; pero tú no podrás negarme que esta visita, y estas idas y venidas, y este conciliábulo
significan alguna cosa que quisiera poder explicarte ya que me he puesto a escribirte. ¿Y sobre todo,
no te parece que debían haberme hablado antes alguna cosa aunque no me la hubiesen dicho muy
deletreada, pues no les hubiera dado ocasión para ello, que con poco me contento?
Me temo, primo mío, que si no la han dicho nada es porque vieron aquí al yerno; si ya no es
que la curiosidad le abulta los objetos, y la hace ver una vela de cruz en una insignificante cangreja.
De todos modos procuraré no poner más forro a la presente, y a la primera brisa que sople me hago
a la mar. Lo digo yo, y sigue ella.
Ya procuraré indagar algo, y ponerte al corriente de ello, si la cosa lo merece. Por el pronto
ahí se están metidos, mientras tú estarás caminando por entre bosques de alcornoques, sin haber
tomado chocolate, pues no lo tomaste antes de salir, y sin haber almorzado, pues otro se comió tu
almuerzo, y esperarás con ansia la hora de comer. ¿Qué estarás pensando en este momento?
Quisiera verte por un claro del bosque que atraviesas, y se me figura que estarás durmiendo la siesta
del carnero, que es la peor, que se hace con el estómago vacío.
Te advierto que, yendo de viaje, procures tener bien apretado y sujeto el bolsillo, no sea que a
deshora despiertes y te encuentres sin él, que es el peor daño que le puede sobrevenir a uno que
viaja, y más si como tú tiene la costumbre de dormirse sobre las peñas y a la orilla de los
despeñaderos.
Con que a Dios, y mantente bueno. Si ésta no la recibes al tiempo de tu llegada a esa, culpa,
no a mí, que la he dictado muy de prisa, sino a mi yerno que ha dado en escribirla muy despacio. Al
mediodía sale el correo, y le encargo al susodicho que la ponga en él sin tardanza; pero él me dice
que aun tendrá buen espacio para añadir una posdata. Te encargo que en los pueblos por donde
pases no te descuides de visitar las iglesias, y de escribirme qué imágenes de santos se veneran en
ellas, qué reliquias se conservan, qué sermones has oído, si te parecieron bien, si has salido de ellos
edificado y devoto: y sobre todo dime si te vas poniendo más alegre de lo que sueles estar. No sé
porqué has de estar triste: ¿qué te falta? un buen látigo con que te zurren cuando te hallen embobado
y hecho un estafermo. No te olvides de tu buena tía.
María.
P. D. Lo del látigo y compañía no es mío; esto lo es. Acabo de salir de tu casa; los tres de la
conferencia estaban todavía en ella, y no han reparado en mí, o han hecho como que no reparaban.
Me dan barruntos de no sé qué cosa. Tus respuestas no pudieron tranquilizarme sino por algunas
horas, y mis temores de ayer vuelven a darme en qué sentir. Me pongo triste. ¡Qué diantre! pecho al
agua. Lo que siento es que estoy a la quilla. Pero ¿porqué no habla claro? Sí es sí, bien, y si no,
limpio los fondos, espero el primer viento en popa, y voyme a correr fortuna. Tuyo
Anselmo.
XXVII.
Francisco a Manuel.
defiende, y dice que te he ofendido, de modo que casi me moverá a pedirte perdón. Cree que yo te
obligo a seguir los estudios de abogado. Sigue la carrera que más te guste, Manuel, o aquella que
Dios te inspire. El día de hoy no he hecho nada, y estoy muy cansado. A Dios, hasta mañana que
continuaré.
Viernes 13 a las cinco de la mañana.
Repito que ya no debes pensar en lo de ayer... Como si nada hubiese pasado. El paraje a
donde te envía tu tío materno ha de agradarte según él dice. Si allí haces oración ténme presente en
ella porque lo necesito. Siento no haber consultado a tiempo todas mis cosas con el reverendo: tal
vez no te hubiera dado a ti ningún disgusto, y no sintiera yo pesares en este momento. No vayas a
creer que tú me los has dado. Mis pesares nacen de una indecisión, que para mí es el mayor de
todos. Voy a preguntar si alguno te vio por el camino, y me da noticias tuyas.
Viernes 13 a las once de la mañana.
¿Será verdad? dicen que el contagio se ha declarado en esa de una manera terrible. Acabo de
enviar un propio con orden de que vuelva contigo, pero me ha dicho que en la ciudad no entraría, y
por si no te encuentra en el camino, he aquí la copia de la carta que para ti le he dado:
«Querido Manuel, vuélvete con el dador; vuelve a los brazos de tu familia, que los tiene
abiertos para estrecharte en ellos.»
Viernes 13 a las dos de la tarde.
Así que recibas esta carta vete a ver a mi corresponsal en esa, que ya tiene aviso, y te recibirá
bien. Haz lo que él te diga. Tiene orden de darte lo que necesites. No tienes más que nombrarte. Su
casa da vistas al mar: también tiene jardín. Sobre todo sal luego, luego, de cualquier posada en
donde estés. El aire que en ellas se respira es sofocado; los cuartos son pequeños, malsanos, poco
ventilados. Aunque hayas hecho algún adelanto al posadero, déjalo correr todo, y vete a donde te
digo.
Estoy pensando que tal vez no encuentres a mi corresponsal en la ciudad, en cuyo caso habrá
salido para un pueblecito, distante unas dos millas. No es un pueblo, es un monasterio dentro de
cuyo cercado hay varias casas habitadas por particulares. Saliendo de la ciudad por la puerta de San
Antonio, tomas a la derecha una senda que te conducirá, no perdiendo de vista una montaña encima
de la cual verás una ermita, a un pueblo reducido; estando en él tomarás a la izquierda un camino
que conduce a Pedralbes, lugar retirado, fresco, propio para la meditación. En él te darán razón de
mi corresponsal, si no le encuentras por la ciudad, calle y número que al pie te marco. En donde
quiera que le encuentres tendrá ya noticias mías.
En el supuesto que hubiese sucedido en su familia alguna desgracia, lo que espero en Dios no
será, en este caso... Pero el reverendo llega y lo consultaremos. Es la tercera vez que entra hoy en
esta casa. Todo el mundo pregunta por ti. Todos quieren salir a recibirte. Todos creen que no puedes
tardar, porque las noticias que de por ahí van llegando son muy tristes, y nos ponen cada momento
en una nueva consternación. No seas mal hijo.
Viernes 13 a las diez de la noche.
Por más que quiera no puedo descansar. Me ha sido preciso levantarme de la cama para
escribirte. Casi todos nuestros conocidos tienen noticias de que sus amigos de esa han abandonado
la ciudad y se han salido al campo. Por esto no puedo indicarte otra casa a donde vayas, si en la que
llevo dicho ha sucedido alguna desgracia. Tu tío materno dice que des los pasos que yo te indico, y
que en todo caso siempre queda el recurso que él te dijo en su carta. Dice que él no tendrá reparo en
irte a buscar allá. Si te sientes indispuesto escribe al momento solo dos líneas para saber en dónde
paras. La mejor medicina contra ese mal es ir a buscar los aires del campo. Cuando pienso que en
este momento habrás entrado ya en la ciudad, no puedo más con mi dolor, ni me es posible
escribirte con calma.
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Si crees que alguno no te quiere aquí, te engañas: quisiera que pudieses vernos, que nos
hubieses visto ayer y hoy para mudar de opinión. Tu reverendo tío está dispuesto a hacer por ti lo
que ningún otro haría. Él quiere asegurar tu porvenir. Yo haré lo que él quiera. Llámale padre,
porque es imposible que un padre te tuviese mas cariño. Ya conocerás más adelante sus intenciones.
Quiere hacerte feliz, y no te digo más.
Llaman y es muy extraño a esta hora.
Es un recado del mismo de quien te hablaba. Me dice que el capellán que cuida de una
capillita muy venerada, llamada de la Buena Nueva, es muy amigo suyo, que acaba de escribirle, y
que te dará buena acogida si vas a verle. Añade que dicha capillita se encuentra a un cuarto de hora
del pueblo que te dije, pero no a la mano de Pedralbes, sino al otro lado, y casi al pie del Tibidabo.
Elige, pues, y no permitas que permanezcamos en una ansiedad que nos es a todos tan penosa.
Es imposible que no conserves alguno de aquellos sentimientos tiernos que nos hacen olvidar
enteramente las injurias recibidas, y nos obligan sólo a pensar en el bien que nos han hecho.
No puedo más, y he de dejar la pluma. Tú comprendes mejor que yo lo que no acierto a
expresarte.
Sábado 14 a las seis de la mañana.
Las noticias que de esa llegan son crueles. Estas son las últimas líneas que voy a añadir a esta
carta.
Manuel querido, cuando tu padre partió para su último viaje estuvimos un rato solos,
conversando acerca de las vicisitudes de las cosas humanas. Podríamos hacer un convenio, me dijo,
y los dos estaríamos más tranquilos. ¿Cuál? le pregunté. Es muy sencillo, me dijo; si tú mueres, yo
adoptaré a tu Adela, y si yo falto antes, tú adoptarás a Manuel. Nos dimos las manos en señal de
mutuo consentimiento, y se hizo a la vela para el viaje del cual no volvió. Esto sólo lo sabía Dios. A
ti te lo digo para que veas que tomándote por hijo no he hecho más que cumplir con un deber. Él
hubiera hecho lo propio con tu prima. Ahora bien, la imagen de tu podre padre la tengo siempre a la
vista que me dice: ¿hubieras dejado partir a tu hija? ¿No procurarías por todos medios arrancarla de
los brazos de la muerte que la amenazase con ahogarla en ellos?
¡Oh! vuelve, hijo mío, y no llenes de desconsuelo mi vejez. No permitas que un anciano
derrame lágrimas en vano.
Ahora estoy más tranquilo, porque me parece que ya te he dicho cuanto te debía decir. Yo creo
verte leyendo esta carta y abrazándote con ella, y. besándola, como si me abrazases a mí. Conozco
que debiste sufrir mucho. No he sufrido yo también? ¿No sufren todos cuantos me rodean? ¿Y no
está en tu mano darnos una de aquellas alegrías que son tanto más estimadas cuanto los sufrimientos
han sido más dolorosos y más profundos? De ti la espera tu tío
Francisco.
XXVIII.
Adela a Manuel.
las palabras que he puesto entre líneas me las había comido. Si por casualidad no lo vuelvo a leer te
quedabas en ayunas del sentido.
Ignoro si lo que escribo formará al fin una carta, pero tengo necesidad de escribir; si no hablo
contigo, me dirigiré a mí misma, dándome cuenta de todo cuanto pienso y hago, una vez que perdí
aquella intimidad que contigo me daban los dibujos y las flores.
Me parece que veo el carruaje en el cual te vas alejando. ¿Porqué te separas de tu hermana?
Miren que pregunta tan necia. Esto he de borrarlo si llego a poner en limpio este escrito. Pues no,
que te estarías toda la vida regando el jardín, y mirando las nubes. ¿Pero qué piensas en este
momento? Apuesto a que no piensas nada. Yo he de pensar en algo aunque no quiera.
Vamos, que lo que por mí pasa es demasiado duro para no quejarme. Yo respeto mucho a este
hombre, y si quieren le veneraré y le querré como si fuese otro padre mío: ¿pero casarme con él? No
sé como Dios ha podido permitir que mi padre concibiese semejante idea. ¿Qué necesidad tienen de
casarme? ¿No estoy bien como estoy? ¿Ambiciono yo ninguna otra cosa?; ¿les he dicho que no
estuviese contenta de estar a su lado, y de obedecerles en todo cuanto les pluguiese mandarme?
No sé lo que daría yo ahora porque el ángel de la guarda de mi padre, pues cada uno de
nosotros tiene uno, le hablase al oído y le dijese, ¿qué es lo que hace? ¿porqué no conoce que seré
infeliz y que me sacrifica? Pues si a él le llegaban a decir esto, al momento variaría de intención,
estoy muy segura.
Cuando veo que soy tan desgraciada, y que aun con esto apenas me quejo, me enfado mucho
contra ti, hermano mío. ¿Qué penas tienes tú que puedan compararse con la mía? Y sin embargo tan
mohíno y taciturno, y hecho un hurón. Dirás que te cansan a pesar tuyo con tus estudios. Pero tú
puedes dejarlos cuando quieras, y si no hoy, mañana. Mas yo no podré dejar a aquel con quien me
casen, sino es dejando la vida.
Eso sí, en sentir de mi madre voy a ser la mujer más feliz del mundo. Lo dice a sus vecinas, a
sus conocidas, a todos los entrantes y salientes, de modo que mi felicidad anda en boca de todos.
«¡Oh! es un hombre de bien a carta cabal.» «La dicha se nos entra en casa sin merecerla.» «No
tengo boca para alabarle.» «Vaya, si es un potentado.» Y de este modo me cierra la boca para poder
decir mi opinión, aunque si la tuviese abierta tampoco la diría.
Yo estoy ennegreciendo este papel, y cubriéndole de necedades. No lo extrañes, porque, desde
ayer, tengo la cabeza tan torpe que yo misma no me conozco. Tú que sabes más que yo, ¿no podrás
decirme si hay alguna ley que nos obligue a casarnos? Porque ellos lo hacen como si no hubiese la
menor dificultad, y dicen que lo hacen, y los que lo oyen no lo extrañan. ¿Soy yo un mueble, Dios
mío, que me dicen aquí no estás bien, y me mandan a otra parte? Y aun vaya enhorabuena si me
tratasen como a un mueble y me dijesen, quédate en este rincón, que de él no me movería. Pero me
dicen más, pues me obligan a querer bien y mucho al mismo a quien me entregan atada de pies y
manos, y dicen que he de vivir a solas con él, separándome de las personas a quienes más
entrañablemente quiero.
Por el pronto ya me han separado de ti a quien he querido siempre mucho. ¡Ay hermano! tal
vez el cariño que te tengo a ti es causa de que no pueda querer a otro; porque tú lo habrás visto en
todo, y yo lo experimento ahora, que, poniendo demasiado amor en alguna cosa, las demás casi se
miran con indiferencia. Y yo ahora más que nunca conozco que te quiero extraordinariamente. Otras
conocidas mías se han separado de sus hermanos, y no por esto han quedado menos alegres; pero yo
no sé pensar más que en ti cuando no pienso en mi desgracia, y te digo la verdad que si no me
hubieses asegurado que jamás atentarías a tus días, la tristeza me hubiera consumido. ¿Porqué he de
quererte tanto, hermano mío, y eso que has sido tan malo conmigo? No vayas a enfadarte: lo
pasado, pasado: pero te confieso que si el enfado de ayer tarde me hubiese durado un poco más,
hubiera acabado por no querer jamás a nadie. Pero luego conocí que tú no quisiste ofenderme, y que
ya que fui tan tonta que vine a estorbarte y a hacerte mala obra en tus meditaciones, fue justo que
me castigases en lo que más siento. Pero tú debes enmendarte, porque tienes tales arranques que
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cualquiera te tomará por un loco. Te lo digo por lo mismo que te quiero mucho, y que sentiría no
quererte. Y a la verdad en aquel momento me parecías tan detestable que no me era posible concebir
por qué no te aborrecía.
Afortunadamente tú vuelves tan pronto en ti de tus errores como yo de mis enfados, por lo
que conozco que tienes un fondo excelente, y te quiero todavía más. ¡Ay, y qué días tan felices
hemos pasado! ¿Por qué no habían de durar toda la vida? ¿Por qué se ha hecho preciso que tú te
ausentes, y que yo también abandone esta casa, y este jardín en el cual pasé contigo unas tan
deliciosas horas? Las mariposas se pasearán ya cuanto quieran, que ni tú ni yo las perseguiremos.
Las orugas se comerán nuestras plantas. Las hormigas acabarán de echarlas a perder. Ya no tengo
compasión ni a la rosa, ni a la misma sensitiva, y si han de morir que sea pronto y no padezcan.
Hermano mío, para mí no deseo la muerte, no, porque sé que es gran pecado desearla: mas
dime si es muy agradable la vida que me espera.
Verdaderamente soy yo la loca. Iba a escribirte para darte ánimo, y te hablo sólo de tonterías
que ni van ni vienen. Me temo que ya no me bastará borrar alguna línea, sino que tendré que hacer
pedazos todo lo escrito. Y es lo malo que tengo paciencia para escribir, y no la tengo para leer lo
que una vez escribí. En fin, si llega este papel a tus manos, ríete de mí tanto como quieras; riéndote
es como me puedes dar la única alegría que puedo tener.
Momentos hay en que me parece que debo hacer algún esfuerzo para salir de la situación en
que me hallo. Entonces me paseo, doy dos o tres carreras por el jardín, voy y vuelvo sin objeto
determinado: yo misma me doy a entender que voy a hablar con mi padre y a decirle francamente lo
que me parece. ¿Qué le diré? Y pensando en lo que le diré, me siento otra vez, y ni digo ni hago
nada.
Otras veces, y casi no me atrevo a decirtelo, me dan unas ganas de sollozar, y me quedo tan
oprimida de corazón, que para respirar bien necesito levantarme, y abrir la boca; y aun así no puedo
reprimirme enteramente. ¿Querrás creer que dos veces he tenido que dejar esta carta para desahogar
mi pena? Tú la leerás riéndote de las faltas que en ella notares. Sí, ríete, que yo también estoy para
hacer lo mismo. Riámonos de todo. Ello ha de pasar todo por nosotros, tanto si lloramos como si
nos reímos. Tú lo mismo hubieras partido riendo que llorando. A mí me han de casar lo mismo de
un modo que de otro. ¡Oh, hermano mío, qué risa! ¿Pero dónde está mi risa de otro tiempo? ¿Dónde
aquella risa alegre a que me entregaba cuando te hacía alguna burla del modo mejor que yo sabía?
La risa de ahora me daña más; no puedo reírme.
¿Es posible que en tan poco espacio haya cambiado mi condición de tal manera que a mí
propia me soy desconocida? ¿Qué hay dentro de mí que no se adapta conmigo? Me pondré mala.
¿Y porqué no? Sería un bien para mí. Quisiera ponerme fea, horrorosa, para que nadie quisiera
casarse conmigo. ¡Y cómo huirían de mí! Pues háganse cargo de que lo soy, y déjenme. Pero
entonces tú también despreciarás a tu hermana, y yo lo perdería todo.
Adela.
XXIX.
Adela a Manuel.
de la guarda le inspirase alguna cosa en favor mío, o que mi ángel y el suyo se conviniesen para no
hacerme desgraciada. Pero mi padre no me dijo nada.
Poco después llegó «mi yerno» como dice mi madre, y saludándole tan bien como supe me
volví a hablar contigo, y mi madre con «su yerno» se quedó en el comedor, mientras mi padre iba
de una a otra parte de la casa, siempre silencioso y mohíno.
Aquí entra lo interesante. Tu tío Narciso, que no tenía con nosotros parentesco, son muy
contadas las veces que al año viene a casa, aunque, éso sí, es muy amigo de todos; y las veces que
viene le dice mi madre que sus visitas son de médico, cortas, y de pie. Pero hoy no ha sido así, sino
que ha hecho una visita larga, no de pie, sino sentada, y paseada de mil maneras. Primero ha estado
en el jardín en conversación muy animada con mi padre, después se ha ido con él al cuarto de éste,
y por fin, cuando oí nuevamente pasos en el jardín, y creí que se marchaba, me le vi entrar en mi
cuarto.
Te estaba escribiendo, y me quedé alelada. Me dijo que mi padre quería hablarme, y me
aconsejó, con la amabilidad que todos le conocemos, que respondiese con la mayor franqueza que
me fuese posible a todo cuanto aquel tuviese a bien preguntarme. Al momento pasé con él al cuarto
de mi padre. Éste se paseaba con la cabeza baja, sin apoyarse como otras veces en su palo. Pareció
que no nos veía entrar, o por lo menos no nos miró, ni detuvo los pasos que daba acompasadamente.
Lo bueno fue que el padre Narciso se puso también a dar su paseo por la sala, de manera que,
cuando el uno venía de un extremo, el otro iba, y yo me quedé en medio, parada y sin atreverme a
mirarlos. Ya empezaba a cansarme, y mas viendo que no decían una palabra, cuando mi padre, sin
detenerse ni volverse, me dijo:
—¿Sabes, Adela, que hay quien piensa que vas a casarte a disgusto?
No supe qué responder, porque directamente no me preguntaba nada, y si hubiese abierto los
labios, de seguro no hubiera hallado más palabras que las de que «lo adivinaba.»
Entonces tu tío materno se paró delante de mí, y me dijo:
—No extrañes la pregunta de tu padre, Adela; yo, como amigo de toda la familia, y que a ti te
quiero mucho, no estaré tranquilo hasta que oiga de tu boca que el casamiento que vas a hacer es
enteramente a gusto tuyo.
Los dos continuaron su paseo, y yo me quedé en medio como antes, y tampoco dije nada.
Por último, tu tío materno volvió a pararse, y mirándome me dijo:
—¿Y bien, Adela, qué respondes a mi pregunta?
Mi padre, sin pararse ni mirarme, dijo entonces:
—Vamos, habla con franqueza, hija mía.
—Yo —respondí— hago siempre contenta lo que es del gusto de mi padre.
—Bien dicho —dijo mi padre.
—Y haces muy bien —añadió tu tío—, porque el amor que nos tienen los padres se paga con
otro amor, y los sacrificios que hicieron por nosotros es justo pagarlos con otros sacrificios. ¿Lo
crees así?
—Ciertamente —le respondí.
A esto no dijo nada mi padre.
—En este caso —continuó tu tío—, aunque fuese para ti el mayor sacrificio casarte, lo harías
gustosa con tal de dar con él contento a tu padre.
—Es claro —respondí yo.
Mi padre comenzó a apoyarse en su bastón, como si marcase con él el compás de los pasos
que daba.
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Yo estaba más tonta que nunca. ¿Querrás creer que tu tío, tan viejo como es y cascado, llegó a
figurárseme que era verdaderamente el ángel de la guarda cuyo auxilio había yo invocado? Estuve
un buen rato mirándole, y me pareció la cosa más hermosa que he visto en mi vida. Él me
preguntaba de modo que yo podía responder sin comprometerme, y a la verdad que con lo dicho me
parecía que había lo bastante para que mi padre meditase bien lo que creyese conveniente que debía
de hacer conmigo.
Pero no paró en esto la conversación.
Tu tío se sentó con mucha calma, y fijando en mí los ojos como si me protegiese con su
mirada, dijo:
—Eres una hija excelente, Adela, porque cumples con tu obligación; y tu sacrificio, si es que
lo haces, puede ser acepto a los ojos de Dios. Y no dudo que así como eres buena hija, serás buena
esposa. Para ser lo segundo manda Dios una cosa, y es que el corazón de la esposa pertenezca y sea
del esposo. Pregúntote ahora; ¿tienes el corazón dispuesto para darle a tu esposo?
Hermano mío, esta pregunta me hizo perder los estribos. Sin ser dueña a más hube de llevar el
delantal a mis ojos, y llorando y sollozando respondí que mi corazón lo entregaría a aquel a quien
mi padre me mandase.
—Basta, Adela —dijo tu tío, retírate.
Y yo me salí del cuarto, y aquí me tienes otra vez.
He estado un buen cuarto de hora sin poder tomar la pluma. Mira que si es cierto lo que ha
dicho tu tío, y seguramente debe de serlo cuando él lo dice, yo me encuentro en un atolladero del
cual me es imposible salir. ¿Es decir que si me caso no sólo he de dar mi mano sino también mi
corazón? Pero si esto no está en mí; si por más esfuerzos que haga no venceré nunca la repugnancia
que tengo a casarme; ¿qué le he de hacer? Yo le daré mi mano, si me lo mandan, diré que sí a todo:
pero ¿qué poder tengo yo sobre mi corazón para hacer que quiera a alguno de buen grado o por
fuerza? Es inútil pensar en conseguirlo. Cuanto más yo diga que sí, mi corazón dirá que no, y punto
concluido. Pues no es poco testarudo mi corazón. Ayer mismo conocí que no podría nada contra él.
Yo me empeñé en que no había de perdonarte por tu locura, y él se hizo fuerte en que olvidase el
agravio. Yo que no, él que sí; y tuvo que pasar la suya porque ya me entraba calentura.
Y si el precepto canta lo que dijo tu tío, esto no tiene composición; o no me casan, o mi
sumisión se va por una parte y mi corazón por otra.
Ahora dime tú si entiendes lo que significa la escena que acabo de contarte, pudiéndote
asegurar que en mi relación no te he quitado ni añadido una sílaba. Lo que pude traslucir fue que mi
padre tenía una opinión y tu tío otra, y que trataban de aclararlas y de ver cuál de las dos era la más
fundada. Ya has visto cuán poca cosa pude decirles, pues a lo mejor, y cuando más serenidad
necesitaba, no pude contener el llanto. Así se habrán quedado como estaban. Sin embargo, su
conferencia dura todavía. Tal vez volverán a llamarme. Oh, si lo hacen, de seguro les digo el
evangelio: de mí pueden disponer, de mi corazón no.
Una cosa debo añadirte. Mi padre, no obstante lo mucho que le quiero, me da miedo cuando
le veo tan silencioso y tan serio; de modo que a solas con él no me atreveré a decir una palabra, y
aun creo que ni podré llorar; pero si está con él tu tío, ya es otra cosa, y tendré ánimo, porque su
bondad me inspira tanta confianza, que sin ser dueña a otra cosa diré lo que siento.
En este momento sale del cuarto de mi padre. ¿Si entrará? Pero no, que se va al comedor, sin
duda para ver a mi madre; eso es; con ella si que hace la visita del médico. Ya se despide. Malo,
muy malo para mí si mi padre me llama. Ya me pongo a temblar. Voy a dar una vuelta por el jardín,
no sea que vayan a creer que no quiero ver a nadie. Pobre jardín, ¿quién te vio ayer y te verá
mañana? No quiero que quede en él ni una flor. De todas ellas voy a hacer un ramo para la ermita de
San Telmo. Será el de despido. Pondré todas las flores mezcladas tan confusamente como pueda.
Pero no: las distinguiré por colores, formando varias listas espirales que vendrán a perderse en una
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base compuesta de pasionarias. De este modo ya nadie podrá deshojar delante de mí ninguna de las
flores que tú tanto quisiste. Después ya no habrá mas que ramas estériles privadas de la belleza de
sus adornos; y luego se irán amontonando al pie de los troncos las hojas mustias y secas.
Adela.
XXX.
Adela a Manuel.
Sentí desde luego haberle hablado con tanta franqueza; pero tanto me instó que me puso en la
alternativa de decir lo que dije o de mentir.
Ahora espero que me digas tu opinión acerca de mi franqueza, aunque tengo para mí que ya
es inútil que me digas nada, porque ni él volverá a preguntármelo, ni yo pienso darle ocasión para
ello.
Entretanto yo hablo contigo como si no tuviese sueño. Y lo tengo, hermano mío: ¿sabes por
qué? Porque la vela que me alumbra se va acabando, y yo la miro, y cuando vuelvo los ojos al papel
apenas veo nada. Fuera de que ya te he dicho lo que pensaba contarte por esta noche.
Pero no, alguna cosa me dejaba en el tintero, y voy apresuradamente a sacarla de él antes que
me quede a oscuras.
¿No te da vergüenza, Manuel, que los extraños sepan de ti lo que debieran ignorar? ¿Por qué
has de hablar con las estrellas, y con el aire, y con el agua, si no te han de responder ni te escuchan?
Sabes quién te oye sin escucharte? Otros que no son agua, ni aire, ni estrellas, sino huesos y carne, y
que se han de reír de ti, o tenerte por un loco. Dígolo porque el buen Antonio, el vigía de San
Telmo, me preguntó por ti, y me dijo que ¿qué tenias ayer? Pues te oyó exclamar que eras el más
desgraciado de los hombres. Yo me eché a reír, y le dije que no extrañase tus soliloquios, porque
componías versos.
Esto has ganado; ya eres poeta. Pero, por Dios, no vuelvas a exclamarte de este modo. Haz lo
que yo; pon tus admiraciones por escrito, y no las leas después si no quieres reírte de ti mismo.
Mandámelas, que yo lo haré por ti.
La luz se extingue por grados; ya la mano y el papel se quedan a oscuras; esto lo escribo a
tientas, y mañana veré si realmente he formado letras o rúbricas. A Dios, hermano mío: en donde
quiera que en este momento te encuentres, allá te envío la expresión del más puro cariño de que es
capaz mi alma. Mantente bueno y no hagas locuras.
Adela.
XXXI.
Adela a Manuel.
Esto ya se entiende un poco mas, y te aseguro que al leerlo respiré más fácilmente. Dios sabe
lo que puede durar un viaje, y más haciéndose con intención de que dure.
Pero, Manuel querido, ninguna alegría viene sin su acompañamiento de tristezas. A eso de las
diez han venido vecinos y conocidos, y tu tío otra vez, y el piloto también, y todos hablaban con mi
padre, y afirmaban que eran quinientos, que se sabía de positivo, por el correo y por propios que
habían llegado. Y mi padre andaba fuera de sí, y dio dinero y una carta, y dijo muchas cosas a un
hombre que al momento se marchó. Yo estaba azorada, y no sabía qué pensar de todo esto, porque
no acababa de entenderles bien, y no quería meterme entre tanta gente. Después vino uno que habló
más alto, diciendo que todos los pasajeros habían vuelto. «¡Loado sea Dios!» exclamó mi padre.
Pero en el mismo instante entró otro, y dijo que en efecto todos habían vuelto, menos tú, Manuel.
Entonces todos se quedaron consternados.
Mi madre se llegó adonde yo estaba, y se sentó en un rincón. Yo le pregunté qué era todo
aquello que oía y no entendía; y supe de ella la verdad. ¿Quinientos muertos en un día? Manuel, tú
no harás la locura de meterte en donde muere tanta gente: esto sería querer tentar a Dios. El hombre
a quien mi padre dio dineros y una carta es un propio; pero tu tío cree que volverá sin ti. ¿Cómo es
que los demás se han vuelto y tú no? Así que recibas esta carta vuélvete, que ahora ya lo sabes todo,
y si no lo hicieses me darías un pesar grande.
Ya ves que tu excelente tío nos quiere mucho a los dos, pues desea que no nos separemos.
¿No era esto lo que tú deseabas? ¿No me dijiste que estos lugares, y los valles de estos contornos,
las ermitas a donde íbamos, y los paseos solitarios que frecuentabas eran tan gratos para ti? Ya no te
impide nadie el volver a ellos; todo podrás recorrerlo a tu gusto; y aun creo que me harás agradables
a mí misma las orillas del mar de las cuales sólo saco una gran pesadez de cabeza.
No, por más que digan, creo que es imposible que hayas entrado en esa ciudad. Mi madre dice
que apuesta a que el propio te encontrará dormido en alguna posada. Tu tío menea la cabeza
tristemente; y mi padre calla, y conozco que sufre mucho. Yo no puedo escribir más. A Dios.
Adela.
XXXII.
Adela a Manuel.
XXXIII.
Adela a Manuel.
XXXIV.
¿Qué haré, Dios mío? ¿Volveré? ¿Les escribiré?
Al fin pude acabar la lectura de estas cartas. Digo que la pude acabar porque hubo momentos
en que creí que se agotaban enteramente mis fuerzas. El llanto me ofuscaba los ojos; los sollozos,
los suspiros y los gemidos me embargaban la respiración. Frecuentemente tuve que pararme para
enjugar mis párpados, para tenderme en la cama, y dar libre rienda a mis sentimientos. De seguro
que si en aquel momento hubiese tenido a mi lado alguna persona interesada en volverme a la casa
de mis bienhechores, la hubiera seguido sin vacilar, y hubiera abrazado las rodillas y pedido mil
perdones a los que por mí pasaban tanta pena. Honrados bienhechores míos, ¡cuán indigno había
sido yo de vuestras bondades! No lloréis más, les hubiera dicho; vuestro hijo adoptivo vuelve a
vuestros brazos para no separarse de ellos jamás; vedle cuán mudado está; antes se quejaba de todo,
y creía ser el blanco del menosprecio y del odio de todos; mas ahora ve que era injusto en sus
acusaciones, desatentado en sus juicios: ahora conoce que verdaderamente merecía en vez de amor
un completo desvío.
Pero, hallándome solo y abandonado a mis propios impulsos que me habían colocado en un
vertiente suave, me pareció de golpe que todo ese cúmulo de bondades, de sacrificios y de cariño
me abrumaban más que las injusticias de que antes me quejé, y en vez de detenerme en mi
pendiente resbaladiza, me impelían en ella. Yo no podía soportar tanto amor, tanta abnegacion,
tanta. dulzura; yo no tenía con qué pagar tantos beneficios. Sin embargo, no me llamaban
únicamente mis bienhechores. Una incomparable hermana, la paloma de mi aislamiento, me
acariciaba tiernamente, y con el llanto me pedía que no fuese sordo a sus ruegos. Y yo conocía que
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aun había cariño en mí para pagar su ternura. Oh, espera, dije para mí, que por ti he de venir; lo que
por ningún otro hiciera, he de hacerlo por mi hermana adoptiva. Tú venciste, Adela.
¡Desdichado de mí! ¿Y cómo he de volver?, ¿en qué estoy pensando? Estas cartas tienen un
siglo. Se escribieron cuando yo vivía. Ahora soy un cadáver. Yo mismo dicté mi sentencia de
muerte; y esta sentencia partió a mi pesar como un rayo; y en este instante mismo, ahora que mi
pecho se ensanchaba para vivir, se ejecuta. Sólo que en vez de matarme a mí, mata a los que fuera
de mí son mi vida, mi amor, mis esperanzas. Ahora les llega la carta funesta; y la abren creyendo
que el hijo, que el hermano perdido, vuelve a ellos; y llenos de gozo la empiezan a leer. Es muy
corta. Estremeceos y gemid, y caed en tierra. Es el brazo de Dios que, cayendo sobre vosotros,
descarga el golpe sobre mí. Beneficios, amor, ternura, delicias de la tierra, todo se sepulta en la
nada. Llorad, y separémonos. Y en realidad: ¿qué más tiene separarse ahora o de aquí a algunos
años? Y es mejor ahora, porque después tal vez ya volveríais a ser víctimas de las acusaciones
injustas de un desagradecido.
¿Perderlo todo, pudiendo aun poseerlo todo? ¿Porqué no he de ir allá y decirles que enjuguen
su llanto, que el hijo todavía vive, que aquella carta es una mentira? Y luego podré decirles que
parto para un viaje largo, difícil, peligroso. Así en mi soledad tendré el placer de saber que hay
alguno fuera de sus puertas que piensa en mí, y esto será un gran consuelo. ¿Qué haré? ¿no soy la
causa de su amargura, y quien por tanto debe disiparla? Y ahora que tendrían para mí tantos
encantos aquellas orillas deliciosas, aquellas lomas, y las sendas que conducen a la ermita de San
Telmo, y los valles en que descansé, y el arroyo en cuyas márgenes tantas veces me detuve, ahora,
que, disipada en parte mi melancolía, el verde de los campos me sería más agradable, y los paisajes
me parecerían más risueños: oh, no será posible que yo renuncie a ver por la última vez todas estas
cosas antes de entrar en mi sepulcro.
Mas ¡ay de mí! que todo eso no son más que ilusiones engañosas. ¿Qué sacaré de renovar mi
despido con el mundo cuando le he dado ya mi a Dios postrero? De despedida en despedida
acabaría por volver a mi punto de partida, a mi tedio antiguo, a mis dolores, y a mi ingratitud
deplorable.
¿Y si les escribiese? ¿si en vez de ir allá les dijese que no voy porque he preferido una
existencia más tranquila, en la cual mis días puedan correr pausadamente sin iras, sin llantos, sin
pesares?
No, no, jamás. Mi ida y mi carta no harían otra cosa que perderme en la opinión de mis
bienhechores. Ahora que estoy lejos, y me separa de ellos un abismo, ahora que ya no existo, tengo
en su corazón una morada lisonjera, y sus labios se abren para alabarme, y para orar por mí al
Eterno cada día. Todo lo perdería si fuese allá o les escribiese. Su llanto se irá calmando, su dolor se
convertirá en una tristeza que les hará bendecirme al acordarse de mí. Este homenaje de amor
rendido a los muertos, es mil veces preferible, por lo verdadero y profundo, a las demostraciones de
cariño tributadas a los vivos.
Y diciendo esto me acabé de vestir, oculté las cartas, y llamé a la mujer de Andrés. Era ya de
día.
—¿Ya volvemos a las andadas? —me dijo ella—, ¿queréis que os dé un insulto como el de
ayer? ¿Qué es esto? Vestido os encuentro y a punto de salir: ¿tenéis alguna otra carta para el correo?
—No es esto, no —le respondí—, sólo necesito ir a ver al padre José.
—¿De veras? —añadió—; esto ya es otra cosa; pero os prohíbo que salgáis hasta haber
tomado un ligero refrigerio: yo misma voy a preparároslo; sentaos un momento.
Obedecí, y poco después volvió aquella buena mujer.
—Vamos —me dijo—, que el ayuno corta las piernas, y una buena sopa las aviva.
—¿Creéis —le pregunté—, que hallaré en el convento al padre José?
—A dos pasos tenemos la puerta y el portero —respondió—, y yo misma voy a preguntarlo.
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Salió en esto presurosa, y no tardé mucho en oír la campanilla de la portería. Me sentí más
alentado, y probé a dar algunos pasos por mi cuarto, y aunque me flaqueaban un poco las piernas,
conocí que podía salir a la calle sin recelo.
La mujer de Andrés volvió a entrar diciéndome:
—El padre José no está en el convento. Ya me lo temí.
—¿Es posible —le pregunté—, que haya salido tan de madrugada?
—Y sin embargo tampoco ha salido —me respondió.
—¿En dónde estará, pues?
—En donde yo pensé que estaría. No tenéis más que dejar a mano derecha la portería, y os
vais a mano izquierda y os entráis por la primera puerta que veréis, la cual os conducirá a un patio,
y frontero a aquella puerta veréis otra. Es la de la iglesia. Allí encontrareis al padre José que dice la
primera misa. La oís con devoción, aunque sin estar mucho tiempo de rodillas, y concluida seguís al
padre José a la sacristía. ¿Queréis que os acompañe? Lo haré con mucho gusto.
—Gracias, os lo agradezco, pero creo que podré ir solo.
—Si hay ánimo, adelante, que el día está bueno; pero si no le hay, volveos a la cama.
—Me encuentro bien —le dije; y salí.
Soplaba un airecillo fresco que no me fue desagradable. Vi delante de mí aquel edificio vasto
y sombrío, dejé a la derecha la puerta del convento, y me encaminé a la izquierda hasta dar con otra
puerta que daba entrada a un patio dividido en dos partes por un ángulo que formaba en mitad de él
la iglesia. Conducía al interior de esta una puerta de humilde apariencia, por la cual penetré.
Era la primera vez que entraba en un templo de cristianos con un corazón cristiano.
Hasta entonces en los templos no había mirado yo más que la osadía y majestuosidad de las
naves, la ligereza y la solidez de las columnas, la gracia o los caprichos de las arcadas. Aquel
cúmulo de obras primorosamente labradas y dispuestas, no me hablaba sino del arquitecto de las
piedras, y no del Artista Supremo.
XXXV.
La primera vez que entré en el templo
con un corazón cristiano.
Sólo dos velas ardían delante del santuario. Sólo un hombre oraba en él, que era yo. Sólo
resonaba en aquel recinto la voz suave de un ministro del altar, y era la del padre José. La hora, la
soledad, la escasa luz que allí reinaba, y la armonía de aquella voz eran partes para tenerme
enteramente arrobado y contemplativo. Me postré junto a un banco, y hube de apoyarme a él con
ambas manos como en un reclinatorio, y flaqueándome las rodillas, la mitad del cuerpo y la cabeza
me fue forzoso apoyarlas sobre mis manos.
En esta postura no perdí ninguna de las preces que el sacerdote pronunciaba con voz clara, en
un idioma que no me era desconocido. Las primeras palabras que os fueron estas:
«Vos, Dios mío, que borráis los pecados del mundo, tened misericordia de nosotros. Vos, que
estáis sentado a la diestra del Padre, tened piedad de nosotros, porque sólo vos sois Santo, y Señor,
y Altísimo.»
Y en efecto, dije entre mí, ¿quién con él puede parangonarse si es el autor de todo? ¿quién al
lado suyo puede llamarse noble, grande, poderoso?
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Por mí os lo ofrezco, dije yo, y por los que ayer aun podía llamar míos, pero a quienes he
renunciado ya para serviros, y para acercarme a vuestro banquete sagrado.
«Tomad y comed todos, dijo el sacerdote con una unción que me llegó al alma; éste es mi
cuerpo.»
Sí, lo es, sí, exclamé yo: ese cuerpo es vuestro; es aquel que, por nuestro bien, sufrió martirio.
«Tomad y bebed todos, añadió con no menos fervor el ministro sagrado, porque éste es el
cáliz de mi sangre.»
También es verdad, proseguí yo; es aquella sangre preciosa que, derramada sobre la tierra, fue
bastante para purificarla y bendecirla.
«Señor, exclamó el sacerdote sollozando, no soy digno, no, de que entréis en mi pobre
albergue: basta que digáis una sola palabra, y será sana mi alma.»
Y lo repitió dos veces golpeándose el pecho. Y yo me quedé parado y absorto, sin saber qué
decir; porque si aquel hombre tan ejemplar, tan puro, tan santo, se consideraba indigno de los
envidiables beneficios con que su Hacedor le brindaba, ¿qué sería de mí, nuevo en aquellas sendas,
y que acababa de salirme de otras llenas de mundanas ilusiones y de pensamientos malos?
Pero, habiendo el sacerdote meditado un corto espacio, dijo con una ternura cuya fuerza no
me es posible expresar:
«Cómo podré corresponder al Señor por lo mucho que en bien mío hizo? He aquí que tomo el
cáliz de la salud e invoco el nombre de Dios, y canto sus alabanzas, con lo que quedaré libre de mis
enemigos.»
Y yo no acertaba a abrir los labios ni a volver en mí de mi éxtasis, siendo testigo de la
humildad del ministro, y de su entusiasmo cuando hubo recibido el cuerpo sagrado y la sangre de la
vida. Yo seguía con mis miradas todos sus movimientos, todas sus acciones, y me parecía otro
hombre, mas ágil, mas animado de lo que antes le había visto, hasta que con voz grave dio fin a sus
ceremonias diciendo entre otras cosas:
«El Verbo estaba en Dios. Por él fue hecho todo, y nada se hizo sin él. En él estaba la vida, y
esta era la luz de los hombres. Y la luz resplandecía en las tinieblas, y las tinieblas no la
comprendían.»
Verdad es, dije yo, que la luz resplandecía en mí, y que era yo tan ciego que nunca acerté a
verla. Mas ahora la distingo claramente, y me dejo guiar por ella. Ella me ha conducido hasta aquí.
A ella debo la resolucion que tomé de no ver en el siglo mas que las tinieblas, y de reconocer en el
Eterno el origen de la luz. ¿Será forzoso que me aparte de ella cuando tan cerca la tengo? ¿me
negará sus resplandores ahora que siento más su influencia? Yo he pedido hasta hoy a las flores de
la existencia sus aromas; yo demandaba a la vida del cuerpo sus deleites todos, sus goces, sus
perfumes: pero he conocido que la fragancia de las rosas sólo duraba un día, y que los perfumes
sensuales me daban vértigos en vez de alivio.
XXXVI.
Condiciones que me imponen
si quiero entrar en el claustro.
Seguí al padre José a la sacristía, y estando en ella me hizo seña de que esperase un momento.
Terminado que hubo sus oraciones, subí con él a su celda.
—Padre —le dije—, perdonad que no cumpla la promesa que os hice de no volver a hablaros
de mi vocación hasta que me lo mandaseis. Desde que no os veo he pasado horas muy tristes.
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Contéle mis luchas interiores, mi estado de indecisión, de zozobra, la fatalidad que había dado
curso a la carta en que se participaba a mis parientes mi muerte, y por último puse en sus manos la
correspondencia que había recibido, y le rogué encarecidamente que hiciese de modo que no se
demorase mi admisión en su orden. Respondióme que el caso era grave, y que si yo no lo tomaba a
mal lo consultaría con el padre guardián, que era hombre para darnos a los dos un buen consejo.
Díjele que me parecía muy bien, y dispuso que yo permaneciese en otra celda esperándole mientras
él pasaba a la del padre guardián; añadióme que podía emplear el tiempo leyendo cualquiera de los
libros que estaban sobre una mesa.
Yo quise probar a leer en alguno de ellos, mas no pude ni enterarme de su título: de tal suerte
me dominaba, ofuscándome para todo lo demás, la idea de la necesidad que a mi entender tenía de
sepultarme en un claustro, ahora más que nunca cuando no podía tardar en hacerse pública la
noticia de mi muerte. Preferí sentarme delante la única ventanilla que daba luz a la celda. Llamaba
hacia ella mí atención un ruido como de las olas, y abriéndola vi que en efecto daba al mar. Pero
surcaban por él muchas más velas de cuantas durante muchos años vi en el país de mis
bienhechores. Unas iban, otras venían; estas velas gualdrapeaban sobre sus palos, aquellas estaban
enteramente recogidas. Las había de cruz y de cuchillo. Las unas tenían unas proporciones
colosales, mientras otras parecían por su pequeñez cosa de juego. Al lado suyo vi también puestas
en movimiento muchas barquillas que con vela o remo se trasladaban ligeras de un paraje a otro
deslizándose suavemente por encima del agua sin dejar en ella más que un surco momentáneo. Más
allá, junto a la torre de un faro, vi el casco de un buque sin velas, sin árboles, sin obra muerta,
fuertemente amarrado, y contra el cual se estrellaban con furia las olas. Este, decía yo, ha visto
declinar los días de su juventud, y acostumbrado a los ímpetus del mar, ni huye de su encono, ni
hace caso de su braveza.
—Amigo mío —oí que me decía el padre José—; veo que el libro de tu propia meditación te
gusta más todavía que el de los pensamientos ajenos. El padre guardián nos espera.
Seguíle y pasamos a otra celda, en donde vi sentado a un religioso que tenía en la mano las
cartas que yo había entregado al padre José.
Me hizo sentar, y mirando las cartas, como si en ellas leyese lo que estaba diciendo, me habló
así:
—Tu vocación del otro día, Manuel, pudo ser una sorpresa del que a todos nos persigue para
abrirnos brecha allí en donde menos lo esperamos. La de hoy es menester sujetarla a una prueba, y
si de ella sale victoriosa, la tendré por verdadera, y daré los pasos oportunos para que seas admitido,
a pesar de las órdenes del siglo, en el colegio de misioneros. Necesito que vayas tú mismo a pedir el
consentimiento de uno de tus tíos, y tanto si le obtienes como si te le niegan, a tu vuelta serás
recibido. Conozco que la prueba es fuerte, pero la creo indispensable. Tú creías que para estar ya
muerto para el mundo te bastaba pasar el umbral de una puerta y colocarte entre cuatro paredes. De
este modo hubieras entrado como un medroso y fugitivo allí en donde debes penetrar haciendo
manifestación de todo tu denuedo. Esta entrada no conviene; antes has de dar tus pruebas de valor,
no de un valor como quiera, sino de aquel que resiste a los afectos más tiernos. Tú deseabas que
nadie supiese tu sacrificio, pero conviene que le sepan todos; conviene que desmientas la voz de tu
muerte, que podría ser un ardid para encubrir tu timidez, y que digas que estás con vida, y que la
consagras al servicio del Eterno. Éste es el quilate por el cual debe pasar tu vocación. De él saldrá
más purificada, más digna y más resuelta, si es verdadera; y si no lo fuese, él te ahorrará pesares
profundos, Manuel, y te dirá que acaso la paz de tu alma no está en donde la buscas, sino allí de
donde huías y donde te llaman ahora. A Dios, Manuel.
Dijo, me entregó las cartas, y me dejó solo con el padre José.
—No puedo separarme de lo que él ha dicho —dijo éste—. O hay vocación, o no la hay. Si la
hay, será fuerte; y si no existe, te ahorrarás una gran desgracia.
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Y sin que yo hallase palabras para responderle, me acompañó hasta la puerta del convento, y
abriendo el portillo, que yo tantas veces había visto y oído abrir desde mi posada, se despidió de mí.
Lo que me pedían estaba tan distante de mis ideas, y pugnaba con ellas tan abiertamente si
quería traerlo a mi pensamiento, que al pronto pensé si me despreciaban por niño. Para mí la noticia
de mi muerte estaba enlazada con la idea del claustro, de suerte que desmentir aquella era lo mismo
que alejar de mí hasta la más remota idea de la soledad y del aislamiento. Téngame por muerto el
mundo, decía yo, y ya no habrá obstáculos para que yo viva tranquilo, solo y olvidado. Por el
contrario si saben que existo, si les digo que he vuelto a la vida, se obstinarán en acosarme por todas
partes, y me será imposible vivir en el retiro. La muerte, pues, me conducirá al claustro; y la vida
me devolverá al siglo.
Pues bien; ahora me dicen que la muerte puede conducirme a mi desventura, y que si he de
penetrar en el claustro, ha de ser rompiendo antes nuevamente por en medio del siglo. ¿Tendré valor
para decir a éste que vuelvo a él, que no crea a la fama que de mi corrió, que ahí me tiene en su
seno, pero que entienda que sólo he vuelto para darle mi último adiós? Y sin embargo no me es
posible permanecer indeciso; porque, si me estoy quieto sin desmentir la voz de mi muerte, no
alcanzo el descanso que por este camino columbraba, pues me niegan la entrada en el claustro. De
manera que he de decidirme por mi vuelta al seno del siglo, aun a riesgo de no hallar en mí el
denuedo y la fuerza necesarios para romper los lazos con que ahora más que nunca me tendrá
sujeto.
Lleno de estos pensamientos entré en mi posada, y pregunté a la mujer de Andrés si sabía que
fuese tan riguroso el cordón establecido alrededor de la ciudad que no pudiese salir nadie.
—¿Ya pensáis en abandonarnos? —me dijo ella—; el cordón es riguroso; pero, si mucho os
conviene pasar de contrabando, tengo un hermano que es un buen marinero, y os desembarcará en
su barquilla al punto de la costa que os convenga.
Díjela que mandase por él, y en efecto se me ofreció a acompañarme donde quisiese, con tal
que costeando pudiésemos hacer el viaje en un día. Manifestéle el punto a donde deseaba ir, y me
dijo que, saliendo al anochecer del día que me pareciese, no creía difícil poder llegar allá antes de
amanecer. Añadió que iría con nosotros un hijo suyo por si era necesario no dejar de mano el remo;
y quedamos convenidos en el flete. Díjele que pensaba volver con él.
—A la mano de Dios —me respondió—; si os quedáis nos comeremos vuestras provisiones.
¿Y cuándo es la marcha? Porque pensar que, débil como estáis, podréis soportar el viaje, es suponer
un imposible.
—Así lo creo también —le dije—, y me parece que podremos aplazarlo para dentro tres días.
—Corriente. ¿Y cuánto tiempo —me preguntó— pensáis permanecer allá?
—Sólo algunas horas.
—Las dedicaremos a la pesca: ¿sois aficionado a ella?
—En la mesa, y no en otra parte.
—Lo mismo me sucede a mí con la caza.
—¿Llevaréis equipaje? —me preguntó.
—El que llevo puesto y nada más.
—Mejor, así el repuesto de vituallas podrá ser más completo.
Y despidióse repitiendo nuevamente el día y la hora de la cita.
91
XXXVII.
Una excursión marítima.
Embarcámonos el día y hora convenidos. Sin duda el cuñado de Andrés era muy amigo de los
individuos del resguardo, pues habló de secreto con alguno de ellos al tiempo de nuestra partida.
—¿Estamos de pesca, Pablo? —le preguntó uno.
—Todo irá bien si pica, y el anzuelo no falla —respondió Pablo.
Efectivamente, íbamos en una barca de pescar, y hasta que estuvo bien entrada la noche nos
mantuvimos delante del puerto, y aun parecíamos dispuestos a volver a él. Pero así que reinó una
oscuridad favorable a nuestro intento, acuartelamos nuestra única vela, presentando toda su
superficie a un vientecillo oeste que reinaba, y luego surcamos el mar siguiendo la dirección del
oleaje.
El hijo de Pablo, que era hombre ya formado, iba al timón, Yo me senté junto a él, y Pablo
delante de mí. Había yo oído hablar de las excursiones de los contrabandistas, de las señas que en el
mar se hacían, y de sus relaciones con los guardacostas; y recordando todo esto, al momento conocí
que me había puesto en manos de uno de aquellos.
—La barca del Negro debe navegar por estas aguas —dijo el hijo de Pablo.
—No, que salió ayer para poniente —dijo el padre.
—¿Quién es el Negro? —pregunté yo admirado.
—Es una escampavía —respondió Pablo—, que no admite propinas, y lo quiere todo o nada.
Y le llamamos el Negro para distinguirle de los demás que admiten blancas, que son los más.
—Menos lo entiendo ahora —dije yo—; ¿y de quién ha de admitir propinas o blancas, como
las llamáis, la negra escampavía?
—¿De quién —respondió Pablo—, sino de nosotros, que se las ofrecemos en cambio de poder
navegar seguros por esas calas?
—¿Hay temor de piratas, amigo Pablo? —le dije.
—No, sino de negros —respondió por él su hijo.
—Es extraordinario —dije yo fijando la vista en la oscuridad del horizonte—; ¿no habéis
visto dos llamaradas hacia esta parte, que se han sucedido casi sin intervalo la una a la otra, y que se
han apagado casi al mismo tiempo de encenderse?
—Esto es muy común en el mar —respondió Pablo, afectando indiferencia.
Y a poco encendió su pipa, cuya luz iluminó un momento nuestra barca; mas luego la apagó y
volvimos a quedarnos en la oscuridad.
—¿Distingues algo? —preguntó Pablo a su hijo.
—Me parece —respondió el hijo—, como si hubiese visto brillar y apagarse una farola.
—Ellos son —dijo el padre; singlemos en dirección a ellos.
Y al cabo de algunos minutos pasamos junto a un buque de porte mayor, desde el cual, sin que
nos detuviésemos, echaron en el fondo de nuestra barca algunos bultos; y ni Pablo ni su hijo
mostraron admiración, ni preguntaron lo que aquello era. Al caer en nuestra barca el último bulto,
dijo desde el buque una voz apagada.
—El Negro a lebeche.
—Entonces doy con el cargamento al agua —respondió Pablo.
—Todavía no —replicó aquella voz—; seguid vuestro rumbo, que él vendrá a nosotros.
Cuando estuvimos a alguna distancia, vimos nuevamente brillar hacia donde dejamos el
buque algunas llamaradas fugaces.
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Entonces amanecía. Pablo hizo entrar la barca en una caleta, casi escondida entre dos altas
peñas, y cuando salté en tierra me dijo:
—Aquí os aguardaré hasta una hora después de anochecido, y si no estáis de vuelta, creeré
que habéis preferido quedaros.
XXXVIII.
Mis honras fúnebres.
Mi intención al saltar en tierra era dirigirme en busca del reverendo padre Narciso, echarme a
sus pies, pedirle su consentimiento, y volverme. Mas, no bien hube pisado aquella tierra tan
conocida, me entró una indecisión dolorosa. ¿Hacia qué parte iré? ¿qué haré? ¿qué diré? Y en vez
de entrar en la villa, di un rodeo a la izquierda. Muy luego se presentó a mi vista un edificio
imponente. Era el monasterio de benedictinos observantes, situado al oeste de la población, fundado
según unos a mediados del siglo décimo, y en sentir de otros a mediados del octavo. No resonaba el
menor ruido en el pueblo; puertas y ventanas, todo permanecía cerrado. Pero las puertas del
monasterio estaban abiertas, y entrando en la iglesia me puse de rodillas en el rincón más oscuro de
ella. Varios campanillazos me indicaban las misas que iban saliendo, y observé que en todas el
celebrante vestía casulla negra. Sentéme, y por más que hice no pude determinarme a salir.
Permanecí de este modo algún tiempo, y vi que empezaba a entrar gente. A poco encendieron
algunas luces en el altar, y luego varias antorchas en el centro mismo del templo. Entonces descubrí
un túmulo sencillo, cubierto enteramente de negro, que sostenía un ataúd. Luego oí principiar un
oficio de difuntos, sin que ningún instrumento músico, ni aun el órgano, acompañase la voz grave y
acompasada de los religiosos. Esto me interesó sobremanera, y determiné no moverme hasta que el
oficio hubiese terminado.
Pocas veces me sentí en mi vida tan vivamente conmovido como en aquellos momentos.
«Dale, Señor, tu reposo eterno, decían los religiosos, y haz que brille sobre de él tu luz eterna... Oye
nuestras preces: toda carne ha de venir a ti. La memoria del justo será eternamente buena; y no
temerá oír hablar mal de sí... Cuando yo me adelantaré por en medio de las sombras de la muerte,
no temeré ningún daño, estando tú conmigo, Dios mío… Las aflicciones y los pesares con que me
has castigado han sido para mí un consuelo.
Y dieron principio a la prosa, alternando la voz de los monacillos con la de los graves
cenobitas.
—Oh día de cólera aquel —decían los primeros—, en que el universo mundo quedará
reducido a cenizas, a tenor del oráculo de David y de las predicciones de la Sibila.
—Oh y qué espanto —respondían los cenobitas—, se apoderará de los mortales cuando el
Juez vendrá a tomarles las últimas cuentas.
—Se abrirá el libro —decían aquellos—, que contiene todo cuanto para juzgar se necesita.
—Y cuando se sentará el Juez —añadían los religiosos—, lo que está oculto brillará para que
nada quede impune.
—Mísero de mí —exclamaba un monacillo—, ¿qué diré, o a quién imploraré cuando hasta a
los justos los veré trémulos?
—Sálvame, rey de reyes, fuente de bondad, juez de majestad tremenda, inaccesible a las
dádivas —decía patéticamente un cenobita.
Continuaba entrando gente, la mayor parte vestidos de luto, a lo que me pareció desde el
rincón en donde permanecía casi invisible. En esto un monacillo comenzó a repartir candelas
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encendidas, que todos recibían y conservaban. También vino a mí y me ofreció una, mas no quise
recibirla.
Levantáronse todos para oír el evangelio,
—En verdad os digo —decíase en él—, que la hora se acerca, y que ha llegado ya, en que los
muertos oigan la voz del hijo de Dios; y los que la oirán, vivirán.
Me levanté también, aunque mirando con azoramiento a todas partes, temeroso de que alguno
reparase en mí.
—No os asombre lo que os digo —continuaba el evangelista—, porque el tiempo se acerca en
que los que moran en el sepulcro oirán la voz del hijo de Dios, y los que hayan hecho buenas obras
resucitarán a la vida, y los que las hayan hecho malas se levantarán para caer en los tormentos.
Llegado el ofertorio vi que todos cuantos llevaban candela se formaron como en procesión, se
encaminaron al altar mayor, y allí apagaron la luz, y se volvieron cabizbajos. La distancia no me
permitió conocer a nadie. Uno de los que volvían, en vez de detenerse en el sitio que antes ocupaba,
se sentó a mi lado, haciéndome estremecer.
Era un anciano a quien no conocí, el cual me dirigió la palabra con aquella libertad que en los
pueblos cortos usan los viejos hablando con los jóvenes.
—¿Porqué no has ido al ofertorio? La misma edad que tú tendría el difunto: esto está mal
visto.
—Perdonad, pues estoy algo indispuesto —le respondí—: pero decís que tenía mi edad el
difunto?
—Vamos al decir, diez y nueve años poco más o menos.
—¿Le conocíais vos? —le pregunté temeroso de oír el nombre de algún conocido mío.
—Personalmente no, aunque todo el mundo le conocía: ¡pobre joven! él mismo se ha buscado
la muerte.
—No extrañéis —le dije— que esté poco instruido en el particular, porque soy forastero.
—Era un joven maniático que ya había estado loco —añadió mi interlocutor—, y a quien todo
le daba tedio. ¿Has visto el pozo de Calasans?
—Me acuerdo —le respondí—, haberlo visto otra vez que estuve aquí.
—¿Y no te han contado —me dijo— ningún suceso triste de los que allí han tenido lugar?
—Ninguno —le dije.
—Pues figúrate que un día se reunieron alrededor de aquel lugar más de cuatro mil personas,
casi toda la villa, para presenciar el salto que en el pozo iban a dar dos marinos, uno de ellos muy
valiente. Este dio el salto con felicidad. Su compañero se hizo un arañazo en la peña; pero acaso no
hubiera muerto, por más que digan, si en aquel momento un loco no se hubiese precipitado tras él y
caído aplomado sobre su cuerpo. El loco se salvó, y el del arañazo se quedó bebiendo agua.
—¿Y ahora —le pregunté admirado de los puntos de semejanza que esta historia tenía con la
mía—, ahora celebran los funerales del que entonces murió?
—No —me dijo—, estos funerales son para descanso del loco, que no ha salido tan bien
librado de su segunda locura como de la primera.
—¿Y cuál ha sido su segunda locura? —le dije yo.
—Toma, Dios le perdone, quiso meterse en una ciudad apestada, lo mismo que si entrara en
un café; y al día siguiente tenía ya puesta la candela en la mano.
—¿Y son por él, por Manuel, estos funerales? —exclamé cayendo de rodillas.
—¿Luego le conocías? —me dijo el anciano—: no me admira tu sentimiento, porque, a pesar
de las extrañezas de este Manuel, todos le querían. Así están sus parientes que acaso alguno de ellos
no lo cuente. Una prima suya, con quien vivió como hermano y hermana, al saber la nueva se quedó
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doce horas sin habla, y desde que volvió en sí parece que no se acuerda de nada. Iba a casarse, y dio
despido al novio. Ayer pidió que la acompañasen a no sé qué pueblo, y sus padres se fueron con
ella. Dios lo remedie. Ahí, junto al presbiterio, he visto llorando como un chiquillo a otro tío del
difunto, que es un eclesiástico de costumbres ejemplares. En fin, es una consternación —añadió el
anciano levantándose y saliendo del templo.
Yo di conmigo de rostro contra las losas del santuario.
Jamás, dije para mí, tendré valor para volver atrás en el camino andado. Muerto soy a los ojos
de todos, y muerto quiero quedarme para siempre. Los que me querían bien han recibido ya el golpe
cruel, bien a pesar mío. Los que no me hacían justicia, ya mañana no pensarán en mí. Antorchas que
ardéis en torno de ese túmulo, también alumbráis al que mañana vendrá sin pompa, sin ruido, a
ocupar esa morada funeraria, hoy vacía.
Y como si temiese ver a los vivos aunados para arrancarme del sepulcro, huí del templo, di
por entre torrenteras la vuelta a San Telmo, y volví a tenderme cuan largo soy en la barca de Pablo.
—A la vela —le dije.
—Con mucho gusto —me respondió—; así el levante que empieza a soplar nos vendrá como
una bendición de Dios.
Y por la noche volvíamos a pisar las playas de la ciudad apestada.
XXXIX.
Cómo fui recibido en el convento.
Cuando volví a verme con el padre José, y le conté lo que me pasó, y le dije que no me era
posible volver ninguna mirada hacia el siglo, pero que insistía más que nunca en mi idea, en vez de
mostrarse quejoso a vista de mi poca resolución, me recibió en sus brazos y me dijo:
—Dios te ha permitido asistir a las últimas honras hechas a tu cuerpo: y verdaderamente ya
eres profeso. No creas que la condición que se te impuso de ir a ver a tu familia, fuese para obtener
el consentimiento de tus tíos: fue solo para probar tu obediencia, porque el que entra aquí no ha de
tener otra voluntad que la de Dios, y la de los superiores. Yo creo que ahora nadie pondrá obstáculos
a tu vocación. Pero, antes que pises el umbral de esta morada, permíteme que te haga algunas
reflexiones. ¿Crees tú que, por haber triunfado de tus inclinaciones y deseos, has acorralado ya tus
pasiones y reducídolas a un silencio eterno?
—No, padre mío —le respondí—, pero el triunfo de hoy me anima para esperar en el de
mañana.
—La costumbre de vencer —me dijo—, efectivamente nos alienta y fortifica. ¿Pero no sabes
que por la soledad discurren las idealidades, las visiones, las fantasmas que muchas veces son más
temibles que las realidades del siglo? Y la razón porque son más temibles es clara; porque las
realidades aparecen en el siglo tales como son, seductoras por un lado, y por el otro afeadas con sus
pequeñeces, su ridiculez y sus miserias; pero las fantasmas del desierto sólo te presentarán el lado
agradable, risueño y hechicero, y en vano querrás darles vueltas en busca de su lado feo pues se
volverán a medida que tú te vuelvas, y siempre las verás bellas y complacientes. ¿Y te parece que
podrás resistirlas?
—Pero yo —le respondí—, no estaré enteramente solo, y podré, si la tentación es muy fuerte,
implorar vuestro auxilio.
—El de Dios, has de decir, que no el mío —me interrumpió.
—Sí, el de Dios —dije yo—, que no permitirá que yo falte a mis votos solemnes.
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—¡Tus votos solemnes! —dijo el padre José con amargura—, acaso ni te dejarán
pronunciarlos. ¿No sabes que el siglo cree que nuestros votos no nos obligan, y que puede salir del
claustro de su grado el que una vez entró en él libremente?
—Lo sé —le respondí—, pero creo que si las promesas hechas de hombre a hombre son
obligatorias, las hechas a Dios han de ser sagradas.
—¡Ay Manuel!— me dijo estrechándome la mano—, vas a entrar por las puertas del claustro
en los días de la tribulación, y cuando nuestros hermanos del siglo nos declaran una guerra de
exterminio.
—Pero, padre —le dije—, ¿es posible que penséis en tal cosa cuando en esta ciudad, por todas
sus calles, estáis viendo que os buscan para que prestéis consuelos a los desgraciados? ¿No suena a
todas horas la campanilla de la portería? ¿No os llaman todos? ¿No os abren todos las puertas de sus
casas, y no sois recibido en ellas hasta con lágrimas de alegría?
—Y sin embargo —replicó el padre—, la tempestad se va formando, y tú verás, no lo permita
Dios, que el día que cese la calamidad cesará la memoria de todo eso que tú dices. Entonces,
Manuel, necesitarás tener doble valor, porque tendrás muchos enemigos a quienes amar, y por
quienes orar en tus días y en tus noches.
—Le tendré, padre —respondí—, le tendré para amarlos siempre, y amarlos tanto más cuanto
mayores y más crueles sean sus injusticias.
—Sí, Manuel —me dijo el padre abrazándome—; en esto como en los padecimientos hemos
de esforzarnos en imitar al Inimitable. Si nos miran con desvío, les daremos amor; si convierten el
desvío en odio, les profesaremos doble amor; y si al desvío y al odio hacen suceder las injurias y las
persecuciones, les tributaremos amor, más amor y siempre amor.
Quedamos abrazados un buen rato hasta que el padre pudo dominar su conmoción. Entonces
me dijo con su acostumbrada dulzura:
—Ahora, Manuel, debo cumplir con mi deber indicándote el peso de la carga que sobre tus
hombros pretendes tomar. Te engañas, hijo mío, si crees que sólo en su parte material has de
cumplir los votos que estás dispuesto a hacer; digo que estás en un error si piensas que sólo siendo
pobre y manteniendo casto tu cuerpo, y haciendo lo que te manden, tendrás ya cumplidas tus
promesas solemnes: pues sabe que, cumpliéndolas materialmente, puedes faltar a ellas con el alma,
y es lo mismo que si ni con el cuerpo ni con el alma las cumplieses. Entiende que el espíritu ha de
ser mucho más pobre, más casto, y más sumiso que el cuerpo. Si sueñas en honras, en dignidades,
en grandezas, de nada te servirá que cubras tu cuerpo con andrajos; si a tu espíritu le permites que
se detenga y pasee entre imaginaciones deleitables, en vano será decir que tu cuerpo es puro; y si tu
alma, aunque no se oponga a que el cuerpo obedezca, lo hace repugnándolo y reacia, inútilmente
aparecerá aquel sumiso y obediente. ¿Dime, pues, si te crees capaz de ser pobre hasta en tus deseos,
virgen de cuerpo y alma, y de no tener voluntad interior ni exteriormente?
—Lo probaré —le respondí—, y si mis inclinaciones pudiesen más que mi voluntad os lo diré
con el alma.
—Tienes razón —me dijo—, los días de prueba son el crisol que nos purifica y muestra los
quilates de nuestra vocación y de nuestra fe. ¿Deseas, pues, entrar en la prueba?
—Ardientemente lo deseo, padre —le respondí.
—Sígueme pues, y veremos al padre provincial.
Hícelo como me mandaba, y atravesando algunos corredores, nos detuvimos delante de otra
celda tan humilde en la apariencia como las demás. Llamó a ella suavemente el padre José, y
diciéndonos desde dentro que entrásemos, la abrió; no se distinguía de las otras sino en que había
dentro tres celdas que se comunicaban en vez de una. En la segunda división encontramos al padre
provincial que nos recibió muy afable.
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XL.
Estoy en el claustro. Borrasca de 1822.
Estoy en el claustro. Los cabellos que el viento agitaba sobre mi frente no los tengo ya, he
tirado los perfumes con que algún día cubrí mi cuerpo, y los vestidos que me sentaban bien, y las
galas todas con que me adorné. Mi traje es un hábito grosero; mi calzado unas sandalias; mis
muebles, una cama y dos sillas. Tengo muchos hermanos que me han dado el ósculo de paz, pero de
los cuales ninguno me cansa con preguntas importunas. Callan y yo callo; oran y yo oro; imploran
al Eterno, y yo le imploro; se emplean en trabajos manuales, como el de cavar en el huerto, aserrar
madera, limpiar la ropa, barrer el templo y el convento, adornar los altares; y yo imito su ejemplo.
Yo me hallo bien aquí. Solitario en medio de muchos compañeros, mudo para todos menos
para con Dios, entregado a continuas ocupaciones que no me dejan ni un momento a solas con mis
antiguos desvaríos, yo bendigo a la Providencia que me ha conducido a este retiro. No por esto
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aborrezco a los que quedan en el siglo. Yo les tengo cariño, les deseo un buen colmo de felicidades,
no les envidio nada, me alegro de sus alegrías, y aun espero serles útil algún día esforzándome en
disipar las tristezas que tal vez anublan su alma. ¿Y no haré bien haciendo esto? ¿Puede haber más
fuertes enemigos para el hombre que su propia melancolía y sus dolores? ¿Y no será bueno que
alguno busque en la soledad, única parte en donde se encuentra, el bálsamo que ha de sanarlos de
aquellos males?
Puesto en el siglo, ya estaría yo marchito, y ahora me dice mi corazón que todavía puedo ser
útil a los hombres. Yo no pretendo que los demás me imiten: sólo deseo que no me arranquen de
este desierto en donde busco la medicina para mi alma y para las suyas. Ellos, los criadores de las
riquezas temporales, afánense en pos de ellas, escudriñen los senos de la tierra, surquen los mares, y
busquen fuerzas motrices para crear, y mejorar, y ofrecernos las maravillas de los cuerpos: que yo,
si se cansan y caen postrados, los levantaré, y si se amilanan he de darles ánimo, y si naufragan he
de recogerlos y ampararlos, y si, por fin cansados de las riquezas de la tierra, con que a lo más
lograrán dar al barro una capa de oro, suspiran por las riquezas del alma, diréles en dónde están y he
de ponerlas a su alcance. Ellos, los engendradores de hombres, busquen en hora buena la beldad y
los deleites lícitos, y crean que así han de transformar en el antiguo Edén sus moradas; que yo,
cuando por sus hijos tengan pesares que no acertaron a prever, les procuraré los únicos consuelos
que existen, y tomaré de la mano a los pobres niños, y cubriré la desnudez de su alma, como ellos
cubren la de su cuerpo. Ellos, los batalladores, sueñen por todas partes en la gloria, en los triunfos,
en el aura pública de entusiasmo llena, y pidan a la fama celebridad, y manden a muchos: que yo
obedeceré siempre; y en aquel día en que los triunfos se conviertan en tristes azares, y los aplausos
en maldiciones, yo les diré que no se entreguen a la desesperación, que hay algo menos efímero que
aquellas glorias y aquel entusiasmo, y que pueden hacerse superiores a todas esas cosas y
engrandecerse más que antes de su desgracia.
Esto es bueno; muy bien estoy aquí.
Y efectivamente pasé días y pasé meses contento, tranquilo, pudiendo mirar a lo pasado sin
turbarme en lo presente. Después desapareció el contagio, y en pos de él descargó sobre nosotros la
tempestad de 1822.
Una noche, a la hora de ir al coro, nos sacaron de nuestra morada, y nos embarcaron. Yo seguí
la suerte del padre José.
—Ya lo ves —me dijo—, ni tus días de prueba te han dejado pasar en sosiego. ¿Qué piensas
hacer, Manuel?
—Mis deseos fueran de seguiros a donde quiera que fueseis —le respondí—, porque lejos de
vuestro lado me creería enteramente perdido.
—Yo pienso —añadió—, dejar pasar la borrasca, que creo no ha de ser duradera,
aprovechando los ofrecimientos de un digno cura que vive en un pueblo corto y retirado. No creo
que haya dificultad en que tú te vengas conmigo. Sólo veo un peligro para ti.
—¿Y cuál, padre mío, que no sea posible conjurarle? —le pregunté con ansia.
—Al dirigirnos allá —me respondió—, oirás el ruido de las armas, y acaso enardezca tu
cabeza el vapor de la sangre.
—¿Os mezclaréis, padre —le dije—, en la lucha?
—Jamás —me respondió—; estas manos, que levantan el pan sagrado, no he de teñirlas en
sangre.
—Y yo haré lo que hagáis vos.
Y la borrasca la pasamos en una feligresía sita en un rellano de los Pirineos, lugar de muy
contados habitantes, de aires sanos, y de agradables perspectivas, aunque muy frío.
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—Figúrate —me decía el padre José—, que este valle es nuestro convento, esta casita nuestra
celda, y aquel santuario nuestra iglesia, y te parecerá que no nos hemos movido de nuestra morada.
Hagamos, pues, aquí lo mismo que allí hacíamos.
Y me llamaba por la noche para que le acompañase en el rezo, me señalaba las faenas en que
debía ocuparme de día, y se imponía las mismas abstinencias y privaciones que si en el claustro se
encontrase. Cuando sabía que alguien necesitaba en alguna granja lejana los auxilios del cura, iba él
allá conmigo y a pie, diciendo que este ejercicio, y el espiritual que luego nos esperaba, aumentaban
nuestras fuerzas del alma y del cuerpo.
Así transcurrieron para nosotros los días aciagos de la primera tempestad, sin que apenas
probásemos su amargura, pues en algún modo no hicimos otra cosa que mudar nuestra soledad de
sitio, o por mejor decir transformar aquella feligresía en un convento. El rumor de la lucha llegaba a
veces hasta nosotros, pero a manera de un eco amortiguado, cuyos últimos sonidos se perdían a la
entrada de nuestro valle.
—Manuel —me decía el padre José—, aumentemos nuestras horas de oración, porque
nuestros hermanos la necesitan ahora más que nunca. Unos contra otros andan enconados, ciegos, y
se persiguen de muerte. Si quieren hablar, no encuentran otra voz que la de la ira; y si quieren obrar
ha de ser destruyendo. Son muy desgraciados.
Otro día corrió la voz de que se formaba una especie de cruzada, y vimos que los pocos
moradores de nuestra feligresía abandonaban sus hogares. Unos iban, otros venían, y todos andaban
presurosos, diciendo que iban a echar el resto.
—Echemos también —me dijo el padre José—, el resto de nuestras preces, para que a todos
los mire Dios con ternura, y no permita que se enrojezcan más las manos de unos y de otros.
No tardó mucho tiempo en llegarnos la noticia de que el estruendo de la lucha había cesado
enteramente.
—Dios mío —exclamó el padre José—, apartad del pecho de los vencedores todo sentimiento
de ira, y haced que con la dulzura alejen del corazón de los vencidos toda propensión a la venganza.
Un día se levantó muy de mañana y me dijo:
—Manuel, mis votos me llaman nuevamente, y tú sabes que no los he puesto en olvido.
—Ni yo tampoco mis promesas y mis deseos —le respondí.
—Atiende —me dijo—, que las nubes que ahora han desaparecido pueden otra vez
presentarse más negras y amenazadoras.
—¿Qué le hace, padre —le respondí—, con tal que os tenga a mi lado?
—Yo puedo faltarte, Manuel —añadió—, el día que menos lo pienses, ¿y qué harás entonces
si sólo en mi débil apoyo te fías?
—Es que cada día —le dije—, voy adquiriendo fuerzas a vuestro lado, y aunque algún día os
alejaseis de mí, vuestra memoria me protegería; en Dios lo espero.
—Sólo un temor me queda, Manuel.
—¿Cuál?
—¿Tú corazón está tranquilo?
—Mi corazón, padre mío, no da sino los latidos que mi existencia necesita.
—¿Y a tu mente no la hostiga ningún recuerdo?
—Mi mente no mira ya a lo pasado, sino a lo futuro.
—Volvámonos, pues, a nuestra morada, Manuel; y saludemos de nuevo aquellas celdas que
fueron nuestras alegrías.
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XLI.
Mi método de vida en el claustro.
La víspera de mi profesión.
Si se me pregunta el método de vida que seguí en el claustro, diré que, contado lo que hice un
día, los doy por contados todos. Mientras el colegio de las misiones, que necesitaba reparaciones, se
rehabilitaba, nos recibieron en el principal convento de la provincia; pero llevábamos la misma vida
que si estuviésemos en el colegio.
A las doce de la noche íbamos al coro todos los religiosos, sin exceptuar uno; luego teníamos
media hora de oración mental, y a eso de las dos nos retirábamos a nuestras celdas. Muy de mañana
volvíamos al coro para recitar las horas menores. Rezábase entonces la misa conventual, la cual
sólo en los días clásicos se cantaba, y al mismo tiempo se hacía otra media hora de oración. Los
padres de misa las decían en el orden que se les tenía prescrito, y después tomaba cada uno su
desayuno. El espacio que quedaba hasta las diez era dedicado al estudio. De diez a once era hora
destinada para las conferencias morales. Desde ellas se pasaba al refectorio, en donde jamás se
omitía la lectura edificativa que hacíamos por turno, el cual sólo era interrumpido cuando por
penitencia se nombraba un nuevo lector. Muchas veces lo fui yo en mis días de prueba. En las
mesas no conocí el uso de los manteles. En ciertos días señalados, dadas las gracias después de la
comida, practicábamos el acto humilde de fregar los platos. Acabado este acto íbamos en
comunidad a la iglesia, y en ella rezábamos la estación en cruz delante del Santísimo.
Volvíamos a nuestras celdas, y a eso de la una y media oíamos la campanilla que nos llamaba
al coro, en donde permanecíamos tres cuartos de hora rezando vísperas y completas. Terminado este
rezo, nos reuníamos en conferencia, la cual versaba los viernes sobre la regla, los sábados sobre
asuntos de rúbrica, y los demás días de la semana sobre casos de teología mística. Ordinariamente
salíamos de esta conferencia, que llamábamos vespertina, a las tres de la tarde, y desde esta hora
hasta las cinco y media nos dedicábamos al estudio.
Luego oíamos otra vez el tañido de la campana que daba un llamamiento para tener una hora
de oración mental, de la cual nos levantábamos saliendo con dirección al refectorio para la colación
o la cena, según los días. Saliendo de él nos encaminábamos otra vez al coro, en donde
entonábamos solemnemente en honor de la Virgen el «enteramente hermosa y sin mancha» y por
devoción añadíamos el rezo de su corona. En seguida, y a tenor de las leyes de la orden, tres días en
la semana teníamos disciplina.
En esto daba la hora de las ocho y cuarto, oíamos el toque de silencio y retiro, y hechas las
oraciones privadas, descansábamos hasta media noche.
Los jueves eran días de asueto. Por tanto no teníamos conferencia matutina ni vespertina, la
oración mental de la tarde la hacíamos de diez a once de la mañana, y salíamos a paseo
encaminándonos a los sitios más solitarios y agrestes.
El silencio que en nuestro claustro reinaba era admirable. Cuando se nos destinaba a alguna
faena o trabajo mecánico, dando treguas a las horas de estudio, parecíamos unas verdaderas
máquinas, atendida nuestra taciturnidad. Sin embargo, a veces, cuando alguno no podía apartar de
su imaginación alguna idea del siglo, se le imponía por precepto que rezase en voz baja durante el
trabajo, uno o más salmos que le indicaban.
Ni en los corredores, ni en los patios, ni en el huerto, se permitió jamás que se juntase nadie
en corrillos; ni en las celdas se oían los pasos de quien por ellas vaguease. Ningún religioso, por
más que fuese en dignidad constituido, dejaba de ejercer los oficios de la comunidad, ni aun los
llamados actos de humillación. Uno de estos actos tenía lugar el viernes por la tarde en la oración
mental. El religioso a quien le tocaba ser semanero e hebdomadario, llevando pendiente del cuello
una soga, colocada en la cabeza una corona de espinas, cargada en el hombro una pesada cruz de
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más de diez palmos de largo, enteramente descalzo aun en los más crudos días de invierno, se
empleaba de esta suerte, durante la meditación de sus compañeros, en hacer las estaciones del Vía
Crucis. Yo vi al mismo padre guardián empleado en ese penoso ejercicio. Yo le vi también servir a
toda la comunidad en el refectorio, como si fuese un simple lego, los días en que la misa conventual
entre nosotros se celebraba. Actos de esta naturaleza eran muchos los que se practicaban, y si he
mencionado sólo los pocos que llevo dichos, es porque los tengo más presentes en la mente por la
impresión que en ella me dejaron.
A todas estas ocupaciones sólo dejaban de asistir los dedicados en aquel día a la predicación,
los imposibilitados, o los que asistían a los enfermos y a los moribundos. Por lo demás en nuestra
milicia llevaban los capitanes la misma carga que los soldados.
A mí, fuera de los actos que a todos eran comunes, me probaron la vocación de mil maneras.
Me reprendían aunque cumpliese exactamente con mi deber. A lo mejor me imponían una
penitencia severa, sin que pudiese yo atinar en qué había faltado. Me estaba vedada toda réplica a
mis maestros, y adrede me decían una cosa que sonaba mal en geografía, en historia o en física,
para poner en un cepo mi fantasía. Las horas de estudio pasábalas yo comúnmente en la biblioteca
del convento, y cuando más embebido me veían en la lectura, «levántese» me decía un padre y me
obligaba a tomar la escoba y barrer la sala.
Una noche, cuando acababa de dar el toque de descanso, entró en mi celda el padre José y me
dijo:
—Tu tiempo de prueba se acaba, Manuel, y es hora de pensar en lo que te conviene. ¿Insistes
en tu idea?
—Ahora como siempre —le respondí—, sólo desde el claustro puedo ser útil a los hombres.
—Sígueme, pues —me dijo.
Nos dirigimos a la iglesia; pero antes nos paramos en uno de los patios, en jardín por mis
hermanos transformado. En él se detuvo el padre José, y me dijo que formásemos un par de ramos
de claveles y de rosas para adorno del altar mayor. Hacía mucho tiempo que yo no había tocado a
ninguna flor, y aun apartaba de ellas la vista cuando en alguna parte me parecía descubrirlas. Sin
embargo obedecí. Mi mano trémula, una por una iba separando las flores de sus ramas, y después
las juntaba y las ataba. El corazón me daba unas palpitaciones que desde mucho tiempo no había yo
sentido. Pero pude vencerme, no sin un grande esfuerzo, y presenté al cabo de poco rato los dos
ramos al padre José, que me estaba mirando tristemente.
—¿No te gusta dar un paseo —me preguntó—, a estas horas en que el fresco parece que dilata
los pulmones, en que el silencio y la soledad convidan a la meditación, y en que nada nos distrae de
ella? Levanta la cabeza, Manuel, y verás esa innumerable multitud de estrellas, que todas y cada
una tiemblan, y sin embargo forman un conjunto asombroso. Y mira en ese otro lado la luna, tan
apacible, que parece nos convida a la quietud y al silencio.
Yo la miré, pero tuve que bajar los ojos, y me quedé con la cabeza inclinada sobre el pecho.
—¿Será, Manuel —me dijo el padre—, que todavía tenga para ti esa luz pálida algún lenguaje
misterioso? Si es así, huye, Manuel, que aun es tiempo.
—No —le respondí—, padre mío; aunque esta luz le diga algo a mi mente, es lo que a uno le
dicen los recuerdos de sus antiguos pesares cuando ya está muy lejos de ellos. En vez de serme
peligrosa su memoria, me hace comparar mis martirios pasados con mis venturas presentes.
—Considera —me dijo el padre—, que esos ramos que acabas de hacer adornarán el altar al
pie del cual pronunciarás tus votos.
—Que le adornen, padre —le dije—; y si me lo mandáis deshojaré mañana todas esas flores,
y con las hojas iré sembrando de vivos colores todo el templo en donde ha de resonar la voz de mis
promesas al Eterno.
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—Su voluntad sea cumplida —dijo el padre en actitud de poner en los astros sus miradas, sus
brazos y su voz.
—¿Es decir que la hora está próxima? —le pregunté.
—Y tanto, que mañana, óyeme bien, pertenecerás al siglo o al sepulcro.
Yo me arrojé a los brazos de mi segundo padre. Los sollozos me embargaban la voz; respiraba
penosamente, y tuve que apoyar mi frente sobre el pecho de aquel hombre venerable.
—¿Lloras? —me preguntó.
Yo no podía llorar, pero al oír su tierna voz eché el llanto.
No me fue posible responderle.
—Lloras? —repitió.
—De alegría, padre mío —le respondí.
—¿Te parece que retardemos por algunos días la solemne ceremonia?
—No, padre mío.
—¿Y este llanto, Manuel, este llanto?
—Es el último despido dado a las fragilidades de nuestra existencia.—
Y levantando mi frente, enjugué mi rostro, y tuve valor para mirar de frente el astro de las
noches.
—Dadme esos ramos, padre mío —añadí.
—¿Para qué, Manuel?
—Para que adorne yo mismo con ellos el altar del sacrificio.
XLII.
Mi profesión solemne. Un ¡ay! triste y doloroso.
El día siguiente el tañido de las campanas atrajo mucha gente al templo. Yo le vi adornado
como en los días de las más grandes festividades. Los legos, los monacillos, los semaneros
encargados de la limpieza y embellecimiento del templo, iban de una a otra parte, siempre
silenciosos, pero más solícitos que de ordinario. El huerto, y los jardines agrestes que en los patios
había, quedaron privados de sus flores, que todas se destinaron para adorno de la iglesia. Aquel día
salieron los damascos que con más cuidado se guardaban. A la Virgen que en el altar mayor se
veneraba la pusieron su más rico y precioso vestido. Pendientes del techo se colocaron muchas
arañas de cristal. Luego apareció el templo brillantemente iluminado. Todos los religiosos,
formados en comunidad, precediéndoles una cruz, vinieron a buscarme a mi celda, entonando un
cántico de preparación en el que invocábamos las mercedes del dispensador de ellas. Era la vez
primera que veía turbada por la voz humana la calma de aquellas soledades. La voz de la religión,
grave y austera, resonaba en el templo, en los patios y en las celdas, llenándolo todo de sus
armonías.
A mi llegada al santuario sentí la fragancia de las flores, vi las nubes de incienso que subían a
las bóvedas, y oí resonar el órgano dando al aire alegres melodías. Aquella magnificencia poco
acostumbrada, la especie de ovación de que era yo objeto, aquellas innumerables luces que
derramaban vivos resplandores hasta en los más oscuros ángulos del templo, la voz sonora de los
padres que parecían llevarme de la mano ante las aras, y el gentío que se agolpaba al paso para
verme, todo daba a mi imaginación un grande enardecimiento. Parecíame que cada paso que daba
me iba acercando al término, que no estaba lejos, de todos mis deseos. Yo hubiera deseado menos
pompa, menos luz, menos miradas que en mi rostro se fijasen; pero el padre José me dijo que
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aquella ostentación en mi sacrificio era mi última prueba. Mi postrer a Dios al siglo debí darle, no a
media voz como quien teme oírse a sí mismo, sino alta y ferviente como quien desea que le oigan
todos. La religión me abría sus brazos recibiéndome de entre las flores, los perfumes, las armonías,
las reuniones numerosas, y las grandezas de la tierra.
En esto, cuando los perfumes eran más deliciosos a mi olfato, y la nube de incienso más densa
daba a las bóvedas y al conjunto de las luces un aspecto mágico a mi vista; cuando los himnos de la
religión, y la voz suave y grata de los niños del coro, y las melodías más dulces del órgano, tenían
encantados mis oídos, el sacerdote pronunció estas palabras:
—Dios poderoso y eterno, recibid esta hostia sin mancha que os ofrezco, aunque indigno de
este ministerio.
Y como si yo fuese la víctima ofrecida, me tendieron o me tendí sobre las losas frías, y me
cubrieron con un paño fúnebre. Me pareció que todo se transformaba en el santuario; cesaron las
voces de los niños, los religiosos dejaron oír sus cantos mas graves y patéticos, y el órgano apagó
sus dulzuras para hacer resonar primero los zumbidos del viento, y luego los rugidos de la
tempestad, las agudezas del clarín, y las discordancias precursoras del juicio. Allí estaba yo tendido,
en los brazos de la muerte que me arrancaba de una vida para entregarme a otra. Sin duda muchos
fieles tenían compasión de mí en aquel instante; mas yo me compadecía de ellos, y me sentía bien
como estaba, y en mi opinión era el cadáver más feliz de cuantos allí caminaban sobre sus
sepulcros.
En torno de mi mortaja oí rezar el oficio de difuntos, que yo repetía con todo mi corazón,
deteniéndome en las palabras que más impresión me hacían, o que se adaptaban más a mi pasado y
a mi presente.
Mis años, decía yo siguiendo con el espíritu a los religiosos, mis años se han deslizado
rápidamente, y estoy andando por un camino del cual no he de volver. Mis fuerzas están agotadas,
mis días son cortos, y ya no me queda otra cosa que el sepulcro. Todos mis pensamientos se han
desvanecido, y todas las esperanzas de mi corazón se han disipado. Quisieron darme a entender que
la noche en que me encuentro se cambiaría en un hermoso día, y que la luz sucedería pronto a las
tinieblas. Pero yo digo a mi sepulcro, tú serás mi padre; y a los gusanos, vosotros seréis mi madre y
mis hermanas. ¿En dónde está mi esperanza?
Al cabo de poco un sacerdote, levantando la voz, pronunció fuertemente las palabras de la
antífona.
—Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá: y todo el
que vive y cree en mí, no morirá en la eternidad.
Entonces separaron de mí la mortaja, y me levanté del sepulcro en que yacía. Las luces del
templo me parecían más vivas que antes, y el aroma de las flores más puro: el órgano mudó de tono
y acompañó otros cantares. Dos sacerdotes se colocaron a mi lado y me acompañaron hasta el pie
del ara, en donde se encontraba el padre provincial teniendo abierto en la mano el libro de los
evangelios. Sobre de él y la imagen de la cruz fui yo a dar el complemento a aquella imponente
ceremonia. Reinó en aquel instante el más profundo silencio. El padre provincial me hizo las
preguntas de estilo, y yo pronuncié mis votos ante Dios y los hombres con voz entera, libre y
desembarazada, que resonó por el templo.
Pero también resonó en él casi al mismo tiempo un ¡ay! tan tierno, tan doloroso, que aun hoy
día que le recuerdo me hace estremecer y hiela en mis venas la sangre. Hubo un momento de
confusión y de alarma; sin embargo todo lo sofocó, cubriéndolo con el estrépito de una alegría
ruidosa, el órgano que esta vez rompió en el lleno de sus fuerzas para solemnizar la victoria
conseguida.
Aunque me sentí inundado en sudor al oír aquel ¡ay! triste y penetrante, y temblé todo yo, no
volví el rostro, y cuando me condujeron otra vez pausadamente al convento por en medio de la
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iglesia, puse los ojos en el suelo y no me atreví ni un momento a alzarlos de él, como si temiese las
miradas sañudas de los enemigos a quienes había vencido. Pero mis oídos no pude taparlos, y pasé
y aun me fue forzoso detenerme muy cerca de donde había nacido la confusión que siguió al
pronunciamiento de mis votos.
—Estará loca, pobre niña —dijo una mujer.
—Hace rato —añadió otra—, que estaba diciendo entre labios que veía a un muerto, y que era
el mismo muerto, que muy bien le conocía.
—¿Y no tiene padres la infeliz?
—Murieron en una refriega que hubo en su pueblo; y un viejo cura la tiene a su lado, y hoy la
dejó salir conmigo.
No oí más, ni quise saber más, y cuando me encontré en mi celda me pareció imposible que
hubiese ido a ella por mis pasos.
—Dios es siempre Dios —me dijo el padre José al oído—, y no abandona jamás al que se
pone en sus brazos.
XLIII.
El libro de los consuelos.
No sé si sabré explicar lo que por mí pasó durante algunos días. Estremecíame a cada
momento: sentía recorrer en mis venas con una celeridad increíble un frío interior que muchas veces
creí que iba a dar conmigo en tierra. El ruido que formaban en los corredores las puertas de las
celdas al cerrarse, y los pasos de los religiosos, el murmullo de las hojas de los árboles que en los
patios crecían, los primeros tañidos de la campana al principiar cada toque, la primera vibración del
órgano en nuestras solemnidades, y la primera nota de nuestros cantares en el coro, resonaban en
mis oídos como otros tantos ayes repentinos, lúgubres, arrancados de lo más profundo del pecho. Y
era necesario que hiciese un esfuerzo para volver en mí, y reconocer la realidad de lo que me daba
espanto. Pero aquellos ayes tomaban otras formas, y cuando no podían entrar en mi corazón por mis
oídos se abrían paso por mis ojos. Las imágenes que veía en los cuadros de los corredores, y en el
mismo templo, me parecía que fijaban en mí unos ojos desencajados, y alargando el rostro lívido,
abrían la boca con la expresión del mayor espanto; y luego se desvanecían, y no necesitaban hablar
para que yo entendiese que decían: «¡Ay!, es un cadáver que vive.»
Y si me ponía en oración, la imagen misma del crucificado daba a mi entender en su agonía
ayes lastimeros, y yo interrumpía mis preces para mirar si era verdad aquel prodigio, o bien un
efecto de mis ilusiones. Y si abría mi libro de rezo, todo eran en él siniestras predicciones,
lamentaciones del quebranto, ayes dolorosos proferidos en medio de los tormentos. Todo temblaba
al rededor de mí, todo prorrumpía en quejas plañideras, todo daba unos suspiros que me llegaban al
alma.
El segundo día que siguió al de mi profesión fue muy lluvioso. El templo estaba casi desierto,
y nuestros cantos resonaban en él llenándole enteramente. Divisé una mujer de rodillas junto al
presbiterio. Al instante aparté los ojos; pero en el coro, y en los corredores, y en mi celda, me
pareció que la veía y me miraba, y que el gotear de la lluvia sobre los techos y los árboles, era su
llanto que caía a raudales. Me parecía verla caminando sobre los sepulcros, y registrándolos uno por
uno para saber si había desaparecido de ellos el cadáver que buscaba. Miraba si había restos, y
viéndolos, dejaba caer la losa que había levantado. Y al llegar a alguno que encontró vacío, rompió
en lamentos y gemidos.
La campana dio el toque de estudio, y yo me dirigí a la biblioteca. Estaba desierta. Registré
muchos libros buscando en ellos alguna cosa que se adaptase a mi situación y me sirviese de algún
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consuelo. Desde una ventana se veía el mar, que estaba proceloso. En vez de mirar al libro fijaba mi
atención en las olas, y en la lluvia que sobre ellas caía a torrentes como para calmar sus iras. Parado,
con las manos puestas sobre el libro, y los ojos clavados en el mar, me asaltó la idea de que acaso
era yo la causa del infortunio de algún ser desventurado. Esta idea me daba vueltas a la mente,
bajaba al corazón y le envolvía en un estambre sutil, subía nuevamente, henchía la imaginación,
desprendía de ella nuevos hilos, y otra vez los rodeaba al corazón, hasta que a aquella y a éste les
dio a entender que era yo un monstruo que me había complacido en dar tormento a una alma cuya
suerte me habían confiado. Escóndete en la lobreguez de la tierra, me decían entrambos, y no salgas
más de sus senos tenebrosos. ¿Para qué te han dado el ser, si en ti le ahogas y le aniquilas? ¿Para
qué buscaste en otro ser un contacto que reanimase tu vida y la suya, si en tu interior negro tenías
preparado el soplo que había de matar el ser que atraías, y a ti amilanarte y reducirte a polvo
carcomido? Y creí que el viento y la lluvia y las olas se juntaban para dar mas fuerza a sus dolientes
alaridos.
Hube de apartar los ojos de aquellos objetos, e incliné mi rostro sobre el libro, que salpiqué
con mi llanto. Entonces resonó muy baja en mis oídos una voz muy conocida.
—¿Qué está leyendo, hermano? —me dijo con ternura el padre José.
Volvióme en mí, no tanto su acento, como el modo de hablarme, que era nuevo en él. Ya no
me tuteaba como cuando me daba el nombre de hijo suyo; ya no me llamaba su querido Manuel,
sino solamente su hermano. En efecto, me acordé de que era y debía ser hermano suyo hasta la
muerte.
—Este libro —continuó—, que mañana tal vez le será útil a mi hermano, hoy puede serle
dañoso. Es un libro excelente para un anciano, y no tan bueno para un joven.
—¿Qué leeré, pues —le dije—, padre mío?
—Mi hermano —me respondió—, no ha de leer ningún libro escrito de mano de hombres; la
paz que le conviene, sólo en el que dictó Dios la encontrará.
Diciendo esto me presentó el libro de rezo, y me dijo que tradujese y parafrasease a mi modo
los versículos que me señaló.
Hícelo así, y a medida que iba escribiendo me tranquilizaba.
—Léalo, hermano —me dijo el padre José.
—Ora me esté quieto, ora me mueva —dije yo dictándome en alta voz mientras escribía—,
ninguna acción mía ignoráis, Dios mío.
—Y es cosa clara, hermano —decía el padre José, como si comentase mi paráfrasis—, porque
él os conoce perfectamente, y sabe por prueba hasta dónde alcanzáis.
—Descubrís —continué yo—, desde lejos, y aun antes de su formación, mis más recónditas
ideas, y la urdimbre de mis pensamientos, y los hilos de mis pasos. Y sin que hable sabéis lo que
quiero decir, y sin que me mueva veis a dónde intento encaminarme. ¿A dónde huiré que vuestro
inmenso espíritu no me vea?
—Si sube, hermano, al cielo —dijo el padre—, allí le hallará; si penetra en los abismos le
hallará también; si pasa de oriente a poniente y se esconde en los confines del mundo, hallarle ha
también.
—Porque para vos —escribía yo—, no hay obscuridad en las tinieblas, ni hay noche que no
sea día; y leéis en mi pecho, y escudriñáis mis afectos y mis deseos desde que me engendró mi
madre.
—Y todavía —decía el padre—, no acertaba mi hermano a concebir ninguna idea, cuando ya
Él leía en todos sus futuros pensamientos, y penetraba en los arcanos de sus más recónditas
meditaciones venideras.
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—Mi alma, Dios mío —escribía yo—, desfallece anhelando ardientemente que la saquéis de
la angustia en que suspira; mis ojos se cansan registrando por do quiera en busca de los consuelos
que de vos esperan; mi mente está árida y fría como una planta expuesta al viento y a la escarcha:
mas no olvidaré vuestros mandatos. Sondead mi corazón y ved si hablo con verdad, y si os parece
que me alejé del buen camino, obstruid el aliento de mis días, y enseñadme la eternidad.
—Una y mil veces afortunados —dijo el padre—, los que sin tropiezo siguen la senda que han
trazado los preceptos santos. Todos los dolores, todas las miserias, todos los quebrantos, son cosa
vieja, de todos conocida. Los mandatos divinos son siempre nuevos, y siempre superiores a las
humanas flaquezas. ¿Quién da hoy un gemido que otro no le haya dado ayer? Pero en el
cumplimiento de la ley santa siempre hay abnegaciones nuevas.
—El Señor —dije yo a mi vez—, oyó mis preces. Sentí las angustias de la muerte y entreví
los horrores de la tumba; pero Dios me levantó de mi abatimiento y de mi tristeza. Invocarle he
pues a todas horas, y le ofreceré sacrificios, y he de acudir al templo, y a vista de todos cumpliré los
votos que le tengo hechos.
No sé cómo fue que yo cesé de dictarme y de escribir, y el padre José cesó de comentar mi
escrito, y me encontré en sus brazos, apoyada mi cabeza sobre su hombro.
—Ha dicho mi hermano que había entrevisto los horrores de la tumba. Pues bien, le
familiarizaré con ella, y haré que lea algunas lecciones en su seno.
—En el seno de la tumba? —le pregunté asombrado.
—Allí donde la luz del sol es impotente, pero donde Dios habla. Sígame, hermano:
XLIV.
Las catacumbas.
Le seguí, y al pie de una escalera encendió un farol, y penetramos en una gruta cuya frescura
me fue grata sobremanera. Dimos en ella tres vueltas, y cuando ya me parecía imposible poder ir
más lejos, abrió el padre José una alacena descubierta, colocada en la pared de la gruta, que servía
para poner a refrescar el agua, y por ella nos internamos en una especie de catacumbas. No había
allí otra luz que la nuestra. Las paredes estaban cubiertas de nichos irregulares, de ataúdes de
piedra, de estatuas colosales, y de inscripciones.
—Todas estas cenizas —me dijo el padre José—, estuvieron un día organizadas y animadas, y
obedecieron a una mente. Si pudiésemos preguntarles con esperanza de que nos respondiesen, les
pediríamos que nos dijesen qué pensamientos les agitaron, qué esperanzas tuvieron, qué ilusiones se
formaron, y por último qué realidades encontraron al terminar de su carrera. Y si ellas pudiesen
respondernos, nos dirían que fueron lo que fuimos, que han sido lo que somos, y que son lo que
seremos. Pero por algunas de ellas nos responden los nombres que en la piedra vemos esculpidos.
Mire este ataúd, hermano.
—Le veo, padre —le respondí.
—Pues ahí tiene —continuó—, un buen ejemplo que imitar. El soplo de las pasiones había
agostado los días del que en este sepulcro yace, cuando llamó a las puertas del claustro. En él sintió
que su corazón se serenaba, y le pareció que se aliviaba de un peso inmenso. Pero el espíritu
maligno comenzó a tentarle. Las pinturas, las columnas, las plantas, los manjares, las estatuas que
en las mismas aras se veneran, todo tomaba a sus ojos una expresión fantástica, todo le recordaba lo
que al otro lado de las puertas del claustro dejó. Un día se echó a los pies de un venerable hermano,
y le dijo: «No puedo más, hermano mío.» «Acudid a Dios», le dijo el venerable. «¿Cómo he de
hacerlo, insistió el otro, si la misma imagen ante la cual me postro toma una nueva forma, y todo me
lo recuerda menos lo que busco?» «Cerrad los ojos y acudid a Dios», dijo el venerable. «¿Y qué
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diré, repuso el atribulado, si todo lo tengo dicho ya?» «Decidle a todas horas, respondió el
venerable, la dominical, hasta que la comprendáis perfectamente...» Y por la dominical triunfó de su
enemigo.
—Y creéis, padre —le dije yo—, que bastará también a disipar mis amarguras?
—A ella —respondió—, ha de añadir, hermano, el ejercicio de un fervoroso misionero. El
ánimo le tiene propenso en demasía a la abstracción y a las meditaciones. Este nicho le hablará
mejor que no pudiera hacerlo mi lengua ruda. En él descansa uno que se perdía de puro
contemplativo, y se acarriló bellamente con solo entregarse a las fatigas de las misiones. Iba de un
pueblo para otro incesantamente. Todos clamaban por él, a todas partes debía acudir, y esta
agitación continua le sanó de sus visiones. Entregábase al rezo, a la predicación, al confesonario, y
de todas estas prácticas salía diariamente más acrisolado. Murió de una manera extraordinaria.
Cierto día, acababa apenas de salir del colegio, cuando volvió a él diciendo que volvía para morir. Y
en efecto murió pocos instantes después.
Dimos algunos pasos más en aquella silenciosa morada que repetía, abultándole, el ruido de
nuestras pisadas, y multiplicaba nuestras palabras de una manera asombrosa, aunque a media voz
las profiriésemos. Tropecé en un cráneo, y el padre José le levantó, le besó, y le puso sobre uno de
los ataúdes.
—En este ataúd —me dijo, descansa un religioso que permaneció oculto, como un nuevo
Atanasio, muchos meses en medio de estos sepulcros. Los que en el siglo buscan entretenimiento en
las lecturas frívolas, las más veces parto de una desarreglada fantasía, encontrarían la realidad de la
historia de ese que fue hermano nuestro, infinitamente superior a aquellas desmañadas invenciones.
Aquí se mantuvo durante un sitio y unos asaltos horrorosos. El mundo hacía sobre su cabeza un
estruendo formidable, y él vivía sosegado entre los muertos.
—¿Y era misionero también? —pregunté yo.
—Misionero que con el breviario en la mano y la cruz en la otra iba atrayendo a sí a los
desventurados, y les daba consuelo. Nadie podía escucharle sin que sus ojos se convirtiesen en dos
fuentes. Durante su noviciado murió su hermano mayor, con lo que recayó en él un pingüe
mayorazgo. Muchos de sus antiguos amigos acudieron a él diciéndole que volviese al siglo, y
obtuvieron del padre provincial que retardase por medio año su profesión religiosa, para ver si de su
obstinación triunfaban. Pero nada pudieron recabar de él: y todas las noches antes de profesar decía
que estaba sosteniendo una guerra sin tregua, y librando combates encarnizados contra las
heredades, las fincas, los montes y los dineros de sus mayores.
—¿Todos, pues —pregunté—, antes de triunfar tuvieron que combatir a todo trance?
—Todos, hermano —me respondió el padre José—. A esotro que aquí yace le llamaron por su
candidez y por su afabilidad el palomo del convento. Cierto día un enfermo a quien socorría le dio
un bofetón, y él, volviendo la otra mejilla, le dijo que se había equivocado, que eran dos los que
merecía porque no había sabido atraerle a amar a Dios; con lo cual el enfermo se echó a llorar y
creyó.
En esto, saliendo de un corredor estrecho, se presentó a mi vista un verdadero templo
subterráneo, muy bajo, pero lleno de columnas que sostenían unas arcadas admirables por su
solidez.
—Nos encontramos, hermano —me dijo el padre José—, debajo de la iglesia que oyó poco ha
pronunciar unos votos solemnes.
—Los recuerdo —le respondí.
—Entonces —añadió—, prepárese, hermano, porque ya podemos dirigirnos a nuestro colegio,
dejando este recinto que hasta hoy nos sirvió de albergue.
—¿Y daremos comienzo a nuestras tareas, padre, recorriendo los pueblos, y llamando en
torno de nosotros a los fieles?
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—O tal vez siendo objeto de escarnio para muchos desgraciados. Pero nosotros no por esto les
daremos pruebas menos claras de nuestro cariño. Porque los infelices, rodeados por todas partes del
oropel del siglo, no aciertan a creer bellas otras cosas que sus piedras y sus metales preciosos. Sin
ellos creen que el alma les falta. La verdadera vida para ellos son los mármoles, el alabastro, y los
dorados artesones, como si jamás hubiesen de desprender de ellos sus miradas. Y nosotros hemos de
decirles que la vida no es más que la senda que conduce al sepulcro. Mire, hermano, si les ha de ser
penoso hacerse cargo de que viven muriendo, y de que la vida que llevan es el llanto, la
desesperación y la ruina, y de que la dicha está junto a las tumbas cuya vista les da espanto.
Diciendo esto volvimos al corredor de los sepulcros, y el padre José se detuvo en él delante de
algunos nichos vacíos.
Guardó silencio por unos instantes, y pareció que con sus miradas trataba de escudriñar los
senos de aquellas mansiones tenebrosas. Uno de los nichos vacíos llamaba particularmente su
atención.
—Estas moradas no tienen habitantes —dijo por fin—. Durante algún tiempo he podido
abrigar la esperanza de que en alguna de ellas podría hallar su último descanso ese mi cuerpo cuyas
fuerzas conozco que se van agotando. Pero Dios lo ha dispuesto tal vez de otro modo.
—Aun —le respondí—, podéis ser útil a los hombres, y más que a ningún otro, a ese vuestro
hermano. ¿Quién sabe si volveremos algún día a este convento?
—Hermano mío —repuso el padre José—, yo quería infundirle desapego para las cosas de la
vida, y heme aquí que yo mismo me siento débil y sin bríos, sólo porque algún día llegué a desear
que uno de esos nichos me sirviese de sepulcro. ¡Cuán frágiles somos, Manuel, y cuán deleznables
en todo!
Calló de nuevo, y al fin echó a andar, diciendo:
—Soy un niño, soy un niño.
Pocos días después nos encontrábamos en nuestro colegio.
XLV.
El colegio de las misiones. Memorias tristes.
El colegio de misiones a donde nos trasladamos está situado en una posición admirable.
Desde ella domina la vista una deliciosa y fertilísima llanura. Tárdase una hora de penosa subida en
llegar al convento. Rodea a este y le defiende de la impetuosidad de los vientos un bosque que
levanta sus frondosas copas en medio de un áspero e inculto monte. Desde las ventanas de aquella
placentera morada se descubren a lo lejos y recrean el ánimo mil objetos varios, cercanos unos e
imponentes, lejanos y más agradables otros.
Durante la dominación árabe, la cual en esta comarca fue muy corta, se levantó aquí un
castillo desde cuyos muros los invasores hacían oír sus mandatos en contorno. Alonso I de Aragón
los arrojó de él, y purificando la guarida, transformóla en un claustro, del cual hizo donación a los
canónigos regulares de San Agustín. Cuatro siglos le ocuparon estos nuevos poseedores, y por fin
un jefe supremo de aquel arzobispado le entregó a los recoletos franciscanos, quienes le erigieron en
colegio de misiones.
Parece una habitación levantada en medio de un desierto verde y frondoso. Por donde menos,
dista de poblado una legua. En los inviernos rigurosos, aquel verde de distintos matices se cubre de
una blancura brillante: entonces las nieves interceptan el paso a los que van en busca de
comestibles, y a veces por muchos días se espera en vano su vuelta deseada, y los religiosos se ven
precisados a pasar por todas las privaciones que experimentan los habitantes de una ciudad sitiada.
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La iglesia es sencilla. Consagrada a mediados del siglo doce, van ya siete que sus labradas
piedras se conservan del mismo modo que fueron asentadas. Observábamos aquí el mismo método
de vida que antes dije, sólo que anualmente hacíamos dos salidas, una en la primavera y otra en
otoño. Tomadas las órdenes en la sede del arzobispado, y obtenidas las dispensas convenientes, fui
yo uno de los destinados a recorrer los pueblos, y casi siempre iba en compañía del padre José. A
veces nos internábamos en Aragon y en Valencia; otras pasábamos los lindes de Francia y
llegábamos hasta Perpiñán. Por lo común eran en otoño cuatro o cinco las ternas que salían del
colegio, y en abril dos o tres, de manera que sólo quedaban en él las personas más necesarias para
las observancias prescritas.
Nuestra permanencia en los pueblos grandes duraba a veces un mes, y en los pequeños quince
días. Casi siempre íbamos a pie, por cansados que nos sintiésemos, y sólo hacíamos uso de carruaje
o caballería cuando el mal tiempo o alguna indisposición y premura lo reclamaban. Conocíamos, sin
verle, que nos acercábamos a algún vecindario corto, cuando muchos de sus moradores salían a
recibirnos en despoblado, y en algún modo parecían darnos una escolta de amor. En ellos, sólo el
vernos era una fiesta pública, y nuestra visita producía instantáneamente sus efectos. Sus habitantes,
metidos en chozas de piedra, en un rincón de montaña, tenían sed de sensaciones morales, y abrían
su pecho ávidos de recibirlas. No así en algunos pueblos grandes, donde entrábamos en medio de
una notable indiferencia, y teníamos necesidad de ser oídos para ser bien vistos. Cansados de sentir
a su modo, sus vecinos estaban muertos para todas las conmociones que el corazón guarda
independientes de los sentidos; y era necesario tocar en ellos las fibras más delicadas, para que
diesen unos latidos vigorosos. No admitíamos en ninguna parte otras visitas que las del cura y las
autoridades, a no ser que nos eligiesen en una especie de jueces de paz entre partes o para
reconciliar a algunos enemigos. En estos casos nuestra morada se convertía en una especie de
juzgado, en donde no hablaban dos personas a un tiempo, sino una después de otra, y en donde los
fallos del juez eran recibidos con lágrimas. El restablecimiento de la concordia entre dos corazones
enemistados era el mayor de nuestros triunfos.
Sólo un recuerdo triste, en medio de otros mil satisfactorios me dejaron los viajes que
entonces emprendí. Un día me dijo el padre José que me armase de valor, porque iba a recorrer unos
sitios que me eran muy conocidos. Nos acercábamos a la villa en donde pasé mi infancia. De nadie
fui conocido. Entre nuestros oyentes no hubo ninguno de aquellos que algunos años antes tan
tiernamente me quisieron. Otros inquilinos ocupaban sus moradas. El ambiente era el mismo,
idénticos los paisajes, igual la fisonomía de la villa. Las olas retozaban como en otro tiempo sobre
la playa. El viejo vigía de San Telmo aun existía abrumado bajo el peso de sus canas. Cuando
fuimos a visitar la ermita le encontramos ocupado en adornar el altar. Nos acompañó allá el alcalde
del pueblo, ignorando que sabía yo el camino mucho mejor que él.
—En otro tiempo —nos dijo el vigía—, hubieran vuestras paternidades admirado en estas
gradas unos vistosos ramos de flores. Aquí los mandaba una joven que ya no existe para esta ermita.
Era la perla de estos contornos. Pero la desgracia se cebó en su familia. Murió el primero lejos de
estos sitios un hermano suyo adoptivo. Al cabo de un año sus padres fueron víctimas de los bandos
civiles. Un tío del joven la sirvió de padre mientras vivió. Llevóla a la capital del principado, en
donde dicen que estuvo en un tris de volverse loca por haber visto el alma de su primo.
—¿El alma de su primo? —dijo el alcalde—; nos contáis, buen Antonio, una curiosa conseja.
—No sé lo que son consejas —respondio el vigía—, pero puedo asegurar a sus paternidades
que lo que digo es la verdad. Ella dijo haber visto el alma de su primo, y oído su voz que la decía no
sé qué.
—¿Esto dijo? —preguntó sonriéndose el alcalde.
—Tengo la memoria tan débil —respondió el anciano—, que muchas veces me he repetido lo
que el alma le dijo, porque era una cosa muy extraordinaria, y ahora no puedo recodarlo, por más
que haga. Pero sí recuerdo que ella hizo al pie de la letra lo que el alma le dijo.
110
—¿Y que hizo ella, sepamos, para dar fin a la historia? —dijo el alcalde.
—Ella —respondió el anciano—, sin apartarse de ello un ápice, hizo lo que el muerto le
mandó.
—Y el muerto la mandó no sé qué, y ella hizo no sé cuántos, y de este modo el cuento será
cuento de cuentos —dijo el alcalde soltando una estrepitosa carcajada—; sal no le falta, amigo, a la
historia, que digamos.
Mientras duró este diálogo, el padre José y yo permanecimos en silencio sentados junto a la
ermita, y volviendo en torno nuestro las miradas. Pero mi corazón estaba atado a las palabras del
vigía, y cuando éste dijo que la joven había hecho lo que el muerto la mandó, descosíanseme
involuntariamente los labios para preguntar aquello mismo en que el alcalde insistía, y como mi
deber me los cerraba luego con triple candado, por poco no caí desfallecido.
—¿Y la historia debió de poner su «Laus Deo» en el punto de hablar el muerto? —preguntó el
alcalde.
—No sé —respondió el vigía—, si hay en la historia ese «Laus Deo» que decís y que no
entiendo, pero sí os diré que hay en ella otra cosa que ha dado mucho en qué pensar.
—Sepamos lo que hay pues —dijo el alcalde—, si es que la memoria no se os va también por
esos cerros.
—Es el caso —respondió el buen anciano—, que un marino iba a casarse con la joven, y
desde que ella hizo lo que el muerto la dijo, de alegre que antes era y muy franco y bonachón, se
volvió grave, reservado y un poco maldiciente. De manera que cuando vuelve de viaje y se llega por
acá me espanta el oírle. Es de los que dicen que el convento que desde aquí veis confía verle
reducido a escombros.
—¿Y qué espera sacar de ellos? —preguntó con mucha amabilidad el padre José.
—Qué sé yo —respondió el vigía—; dice que es un buque viejo y carcomido, que está a punto
de hacerse polvo.
—¡Pobre Anselmo! —dije yo sin poder contenerme.
El honrado Antonio me miró un buen espacio, dando muestras de la mayor sorpresa.
—¿Luego le conocéis? —me dijo.
Y mirándome de hito en hito como si buscase en mí alguna cosa perdida, al fin profirió
pausadamente estas palabras que a mí iban dirigidas.
—Ya no me admira que la joven dijese que vio a un muerto, pues en vuestra paternidad me ha
parecido a mí de golpe que veía, no uno, sino dos cadáveres; el de un marino que murió veinte años
ha, y el de su hijo que ha trece años que no existe.
Y cuando nos despedimos de él todavía se quedó mirándome mientras bajábamos por la
colina de San Telmo.
XLVI.
Principia la guerra civil. Cartas del guerrillero.
Nos hacen abandonar el colegio.
Las palabras que dijo el anciano vigía haber oído proferir al piloto, revelaban los progresos
que en la opinión pública hacía la idea de la inutilidad de nuestros establecimientos, de unos
tenazmente defendida, y de otros con esfuerzo combatida. Había principiado ya la guerra civil de
los siete años, de manera que nos fue forzoso suspender nuestras salidas autumnales y primaverales.
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Encerrados en nuestro convento, sólo desde sus ventanas podíamos respirar el aire puro de los
bosques que nos rodeaban, porque hasta de las salidas de los jueves nos privábamos. Algunos de
nuestros amigos habían desaparecido, diciendo que en aquellos días de general congoja las misiones
debían recorrer los campamentos. Sorprendíanos a veces en medio de nuestras religiosas
ocupaciones el estruendo de las armas, la voz de los combatientes, el grito entusiasta de los
vencedores, y el alarido de los fugitivos; pero nosotros no por esto cesábamos en nuestras preces,
antes las repetíamos hasta que volvía a reinar el silencio en aquellas soledades. Y cuando a deshora
oíamos el redoble del tambor, o el agudo son de una corneta, al momento acudíamos al templo
como si nos llamase el tañido de una nueva campana, y allí, pegado el rostro contra el suelo,
entonábamos en voz apagada los salmos con que se imploran las misericordias de lo alto.
Un día recibí una carta de uno de los que habían abandonado nuestra morada. Decía así:
EL GUERRILLERO A MANUEL.
En caso de guerra civil, no tiene honor quien no se decide por uno u otro bando. Esta fue una
de las leyes de Atenas.
Echa tu suerte con los buenos; no te detengas un momento entre los malos; separa tu pie de
sus veredas, porque encaminan a un abismo. Esto lo pronuncian diariamente tus labios.
Yo no divido la sociedad en los días de crisis sino en hombres y en mujeres: todo hombre que
tiembla, o vacila, es mujer.
A las grandes injusticias siguen los grandes sacudimientos. Entonces el talento descuella, sin
que la destrucción pueda sepultarle; la sangre le circunda, pero él sobrenada en ella.
Despierta, hombre aletargado. El país te llama. ¿Qué es la existencia sin la gloria? Ayer
dijeron «nació un hombre» y mañana dirán «ha muerto un hombre», y otro preguntará «¿qué hizo
este hombre?» Si nada, muerto quede; si fue un héroe, entonces comenzará la vida del hombre
muerto.
Todavía ignora tu patria si eres hombre. Ven a decírselo, que ya sonó la hora.
El Guerrillero.
Enseñé esta carta al padre José, y por su consejo contesté a ella de esta suerte:
MANUEL AL GUERRILLERO.
Hermano el más querido en Dios: ¿es posible que veas la gloria allí donde descubres talados
los campos, incendiadas las mieses, saqueados los pueblos y sumidas en el llanto y la desesperación
millares de familias? ¿No conoces, desgraciado, que no se desarma la cólera del cielo parodiando
con nuestras pobres iras sus rayos poderosos? ¿No sabes que la Providencia tiene destinadas
pruebas para todos, y que estas pruebas cesarán, sin necesidad de combatirlas con la humana furia,
cuando el Omnipotente quiera, y acaso por el medio que nos parece menos asequible? ¡Oh! vuelve
en ti, hermano, y considera que juramos ser muertos para la vida, y que solo nos toca orar sobre
nuestros sepulcros.
Manuel.
EL GUERRILLERO A MANUEL.
¡Blasfemo! Guarda tu pluma empapada en hiel y veneno; teme que la ira del Dios que invocas
no caiga sobre tu cabeza. ¿Ignoras acaso que la tierra fue inficionada por sus moradores porque
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traspasaron las leyes, mudaron el derecho, y rompieron la alianza sempiterna? ¿Y no te dicen los
libros santos que por esto cesará el gozo, se acabará la algazara de gente alegre, callará el sonido de
la cítara, y el Señor desolará la tierra, y la despojará, y afligirá el aspecto de ella, y esparcirá sus
moradores? Para ti que eres morador de la tierra será el espanto, y el hoyo, y el lazo. Y si quieres
huir del espanto, caerás en el hoyo, y si escapas del hoyo serás preso en el lazo, porque serán
sacudidos los cimientos del orbe. ¿No has leído, di, la terrible amenaza del profeta a los egipcios, de
que en el día de la ira serán como mujeres, estúpidos y medrosos? Como ellos puedes ser mujer;
como ellos puedes temblar; pero no levantes la voz como los ministros del Dios de los rayos; toma
la rueca y oculta tu temblor bajo la saya.
El Guerrillero.
Cuando el padre José leyó estas líneas le vi juntar sus manos y elevarlas en alto; y poniendo
en el cielo una tierna mirada me dijo:
—Sólo Dios que lo permite puede remediarlo. Por mi parte, Manuel, al Dios de paz y de
misericordia invocaré siempre, y no pretenderé borrar las manchas de sangre con otra cosa que las
lágrimas.
No son para contadas las amarguras que desde entonces nos rodearon. Apenas pasaba día sin
que las cercanías de nuestra morada fuesen teatro de alguna escena sangrienta. Ya era un moribundo
que imploraba los socorros santos, y a quien acudíamos para desatar de su alma los lazos con que la
humana ira la sujetaba. Y luego los enemigos de aquella víctima llamaban a nuestras puertas con
imprecaciones, y nos hacían furiosos cargos porque habíamos dado acogida y socorrido en sus
últimos momentos a un desventurado. A lo mejor entraban tropas desbandadas, se apoderaban de
nuestros comestibles y de cuanto lienzo encontraban, y por despido destrozaban nuestras camas y
todos nuestros muebles. El padre José, por aquel tiempo guardián, reunía entonces en el templo a
todos los religiosos, y mientras en los patios y en los corredores resonaban la gritería, los pasos, el
ruido de las armas, y los juramentos de nuestros huéspedes, elevábase al Eterno nuestro canto grave
implorando su benignidad y sus consuelos.
—Hermano Manuel —me dijo un día el padre José—, leed este papel.
Era un oficio de cierta autoridad que, a título de consejo y andando en vueltas sobre si podría
o no responder de nuestra seguridad, le mandaba desocupar el colegio dentro de algunas horas, y
trasladarse con todos nosotros a la capital del Principado.
Cuando en reunión general se leyó ante los religiosos el oficio, nos enternecieron
sobremanera los sollozos y los gemidos de un anciano casi impedido. Decía que le abandonásemos
a la merced de la Providencia, expuesto a la sed y al hambre, delante de la ventana de su celda.
Miraba al bosque y al cielo, abría los labios para respirar con más soltura aquel ambiente hasta
entonces tan vivificador y tan tranquilo.
—Mis días son contados —exclamaba—, y no está en vuestra mano alargarlos llevándome
con vosotros: dejad que en mí se cumplan los designios del Altísimo.
—Obedezca, hermano —le dijo el padre José—, y no tema que el sol deje de alumbrar la
tierra, aunque entre día y día sean muy largas algunas noches.
Y dejando cada mueble en su puesto fuimos a postrarnos en la Iglesia delante del altar mayor,
y entonamos solemnemente el salmo de «Oh Dios, no calles mi alabanza.»
Todos pronunciamos con el más vivo fervor las palabras del profeta, que verdaderamente
parecían escritas para nosotros, y para la triste situación en que nos encontrábamos.
«Publicad —decíamos—, oh Dios, nuestra loa en defensa de nuestra inocencia oprimida;
porque mil lenguas se han desatado en calumnias contra nosotros; y nos han malquistado con todos
para que sin motivo nos persigan.
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»En vez de corresponder al amor que siempre les tuvimos, no cesan de acosarnos, y
sufriéndolo todo les respondemos con el silencio, y por ellos oramos de día y de noche.
»Con maledicencias han pagado los beneficios, y con odio irreconciliable el amor que
siempre les tuvimos.»
Al entonar el padre José este versículo, había tanta verdad en su acento, que los sollozos le
embargaron la voz; y nosotros, testigos de la caridad de aquel digno religioso, sólo pudimos hablar
con los gemidos.
De este modo salimos del colegio para no volver a pisar nunca mas sus umbrales.
XLVII.
Vuelvo a la capital del Principado.
Noche de incendios y de horrores.
Volví, pues, al convento en donde pasé mi noviciado. Recorrí de nuevo aquellos largos
corredores, aquellos espaciosos patios, y aquel huerto que yo había cultivado. Postréme otra vez
delante del altar en donde pronuncié mis votos; pisé aquellas losas sobre las cuales permanecí
tendido y desde donde oí aquel ¡ay! que por tantos días turbó mi sosiego. La celda que esta vez me
destinaron daba al mar, y desde ella oía en los días de bonanza el monótono susurro de las olas que
salpicaban las rocas, y en los de borrasca, a pesar mío, interrumpía a veces mi rezo para escuchar el
estruendo de los rompientes mezclado con los silbidos del viento.
En verdad que estaba ignorante de todo cuanto pasaba fuera de mi convento. Solo sabía que la
guerra civil estaba más encendida que nunca. Por lo demás, ocupado todo el día en las prácticas
ascéticas, las horas dedicadas al estudio las pasaba en la biblioteca, casi siempre solitaria. Pero
notaba yo frecuentes reuniones de religiosos en la celda del padre provincial. Parecíame que veía
pintada la zozobra en muchos semblantes, que anteriormente vi siempre graves e impasibles. A
deshora oía ruido de pasos en los corredores, y cómo abrían y cerraban algunas celdas, y el rumor
que se iba perdiendo a lo lejos hacia donde tenían lugar las juntas misteriosas.
Una noche llamaron a la puerta de mi celda muy callado, y entró el padre José.
—Levántese, hermano —me dijo—, que la hora del peligro se acerca.
Estábamos en mitad del verano y yo había dejado entreabierta la ventana. Por ella entraban
los rayos de la luna que delante de mí trazaban en el mar un campo argentino. La noche era
tranquila, y no se percibía ni el menor soplo del viento. Entre el mar y mi celda mediaba un
pequeño patio y la muralla que por aquel lado defiende la ciudad y opone un dique a las olas.
Cuando yo me levanté, uno de los centinelas daba la voz de alerta, que otros repetían hasta perderse
en lontananza. Nada más triste en aquel momento que la repetición de esta especie de ecos,
próximos unos, lejanos otros, alarmantes y lastimeros todos.
—¿Qué hay, padre? —pregunté.
—Estas voces lo dicen por mí —respondió el padre José—; estos gritos, que parece que se los
lleva el aire, y que de aquí a poco volverán a oírse para ser repetidos nuevamente, nos indican que
nuestro sueño ha de ser corto, no sea que de él despertemos en mal hora.
—¿Nos amenaza alguna gran desgracia? —pregunté yo.
—Desgracia será —respondió el padre—, si no estamos prevenidos para recibirla; pero se
convertirá en felicidad suprema si nos halla bien dispuestos. Oiga, hermano: el siglo ha dicho que
estas moradas debían desaparecer de la faz de la tierra, y que sobre sus cimientos debía abrir surcos
el arado. Para ello es preciso desocuparlas antes.
—¿Debemos, pues, abandonar también este retiro? —le pregunté.
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—Algunos de nuestros hermanos así lo juzgan —me respondió—: ellos creen que,
confundidos entre las oleadas de la muchedumbre, podrán ser útiles algún día a los mismos que hoy
tan ahincadamente nos persiguen; y también presumen que es deber suyo impedir que los malévolos
consumen su atentado derramando sangre.
—¿Y se atreverían, padre mío —dije yo—, a derramarla en este recinto?
—Hermano —me respondió el padre José—, otras veces las mansiones de la penitencia, y
hasta los templos del Señor han presenciado profanaciones espantosas; no será ¡ay de mí! la vez
primera que las humanas pasiones han descarriado a muchos desventurados y precipitádolos en
unas simas execrables.
—Entonces —le dije—, haced lo que otros hagan, padre mío; prevenid un crimen nefando.
Buscad en el seno de las familias, en las cuales habéis derramado vuestros consuelos, buscad en
ellas un refugio que os ponga a cubierto de las iras injustas en los días de la amargura.
—¿Y qué hará —me preguntó—, mi hermano?
—Vuestro hermano, padre mío —le respondí—, será feliz pensando que desde vuestro asilo
vuestras oraciones han de elevarse a Dios para que le abra el reino de la paz eterna. ¿De qué sirvo
yo, padre mío, o a quién soy útil, o quién hay que de mí se acuerde en su hora postrera, cuando los
ojos del alma se van abriendo a medida que los del cuerpo se cierran? Yo he de esperar mi suerte, y
desde esta celda emprender mi último viaje. Pero vos defraudaríais las esperanzas de los infelices
que sin vuestros consuelos serían tal vez víctimas de la desesperación. Poneos en salvo, padre mío.
—Manuel —me respondió con dignidad el padre José—; aquel está en salvo que en Dios
confía. Escóndase en los lóbregos abismos, en el seno del mar, en las entrañas de la tierra, que en
todas partes el rayo de Dios ha de alcanzarle. Veo que para sí mi hermano opina mejor que para su
hermano. Pero ya que a él no le falta el valor, que en tales días es un precioso don del cielo, tócanos
cumplir, hermano, un mandato de nuestros superiores, que para esto vine a turbar su reposo.
Y saliendo de la celda le seguí por aquellos corredores en cuyo suelo dibujaba la luz de la luna
las arcadas que le abrían paso y las columnas en que éstas se sostenían. Reinaba un silencio
profundo, y lo único que lo interrumpía era el ruido de los pliegues de nuestro hábito a medida que
nos adelantábamos. Dejando el corredor bajamos a tientas la escalera que conducía a la iglesia. Sólo
una lámpara ardía debajo de su espaciosa nave. Allí nuestros menores movimientos, y hasta nuestra
respiración, nos parecía que resonaban y se repetían en torno nuestro. Al padre José le pareció que
el viento debía haber apagado otras cinco lámparas que siempre ardían, y me lo dijo al oído. Una de
ellas, junto a la cual pasamos, humeaba todavía. Pero le respondí, casi sin abrir los labios, que
aquella noche había sido y continuaba siendo bonancible.
Primero pusimos en salvo el pan sagrado. Después seguimos uno por uno los altares, y de
ellos sacamos las reliquias más preciosas, los objetos fáciles de ocultar, y que eran blanco predilecto
de la veneración de los fieles. No atendimos al valor material sino al moral de lo que salvábamos.
Así es que cargó el padre José con una Divina Pastora de madera toscamente esculpida, y en la
misma capilla no tocó dos lámparas de plata preciosamente labradas. Todo íbamos a depositarlo en
la fresca gruta, de que hablé, abierta al pie de una escalera, con ánimo de entrarlo después en el
corredor sepulcral, a que llamábamos las catacumbas. Acostumbrados a la lobreguez de la gruta,
cuando volvíamos a la iglesia, a pesar de la luz escasa que la iluminaba, nos parecía que de la noche
pasábamos al día.
Reunidos todos los objetos en la gruta, los introdujimos a tientas en el corredor de las
catacumbas. Hecho el último viaje, el padre José me preguntó, en voz apenas perceptible, si al fin
del corredor oía algún ruido. Paréme, detuve el aliento, y le respondí que en efecto me parecía que
algo por aquel lado se movía. Nos adelantamos dándonos la mano; pero, al fin del corredor, cuando
nos encontramos debajo la iglesia, nos pareció que el ruido, en vez de sentirse a nuestro lado, lo
hacían sobre nuestra cabeza.
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parecióme que todo estaba tranquilo en torno de nosotros. Pero luego creí oír a lo lejos unos gritos
extraños, prolongados, y de tiempo en tiempo repetidos. Después me pareció percibir ruido de gente
que corría, y el galopear de los caballos sobre el empedrado de las calles, y hasta el choque de
sables y espadas. De vez en cuando resonaba alguna voz aguda que parecía imperiosa, y a ella
ordinariamente se seguían las carreras y el galope. Una de aquellas voces oí que por lo alto
mandaba despejar la calle, y por lo bajo decía a la plebe que nada temiese.
De repente levantó cuanto pudo la cabeza el padre José, y le vi fijar su mirada hacia el centro
de la ciudad.
—¿No ves —me dijo—, una como nube negra que se levanta muy cerca de donde ha de caer
la torre de Santa Catalina? ¡Dios mío! parece que el sol la dora con sus rayos, y sin embargo
estamos en mitad de la noche.
—Es un incendio.
—Sí —me respondió—, es un incendio voraz que está reduciendo a cenizas un templo y un
convento grandiosos.
—¿Y cómo —dije yo—, no se oye que ninguna campana dé el toque de fuego?
—El toque de difuntos oirás, y no el de fuego. Esto es una hoguera fúnebre en la cual sobre
los restos de la morada de Dios van hacinando los cadáveres de los que en ella buscaron un refugio.
—Ved ahí otra columna de humo —dije yo volviendo la vista al poniente de la ciudad.
—Sí —me dijo el padre José—, y también toma como la otra el color de fuego. Es otro
incendio. Ese cae a mano izquierda de Nuestra Señora de Belén. Sin duda las llamas devoran la
iglesia y el convento del Carmen. Hacia aquel punto cae. ¡Cómo suben las llamas hasta las nubes !
Mira cómo el fulgor de estas dos hogueras derrama por la ciudad un rojo resplandor que parece
bañarla en sangre. ¡Incendiarios!
—¿Es decir —le pregunté con horror—, que estas llamas las ha encendido la mano del
hombre?
—En tu niñez —me respondió el padre José—, acaso el estruendo del trueno te hizo temblar,
o tal vez miraste con espanto los torrentes impetuosos o el mar embravecido. Entiende ahora que el
hombre en sus furores es más temible que todo cuanto ha podido darte miedo. Manuel, pidamos a
Dios que se compadezca de los desgraciados a quienes hasta tal punto arrebata la ira.
Diciendo esto, postróse de rodillas, y yo le imité; y levantando los brazos, y poniendo en el
cielo los ojos humedecidos con el llanto, teniendo por bóveda las nubes y las estrellas, y por
antorchas dos hogueras espantosas, se puso a orar como si estuviese delante del altar mayor de
nuestra iglesia.
—Dios mío —decía—, no permitas que las llamas que ellos han encendido sean rechazadas
sobre sus cabezas. Dales tiempo para que vuelvan en sí. Ellos mismos andarán algún día recogiendo
como preciosos restos las cenizas que ahora van hacinando mal aconsejados de la ira.
Interrumpióse en esto y se levantó con azoramiento, diciendo:
—¿En dónde estamos? La ciudad se convierte en un mar de llamas. Un nuevo incendio hacia
este lado de mediodía. Éste cae mucho más cerca. Es el convento de Trinitarios descalzos. Otro
incendio todavía: hacia el convento de San José. ¡Oh iras y abominaciones de los hombres!
Estas palabras me arrancaron de la triste meditación en que me hallaba sumergido, y
levantándome me pareció realmente que la ciudad condal no era otra cosa que un volcán,
inextinguible. Cuatro columnas de humo se elevaban de su seno, y juntándose en las nubes
formaban una negra bóveda, debajo de la cual todo parecía envuelto en llamas. El tercer incendio,
que era el menos distante, despedía sobre nosotros un resplandor tan vivo que, mirando al padre
José, su pálido rostro me pareció rojo e inflamado. Él no me miró. Jamás he visto una figura más
inspirada y sublime que la suya en aquellos momentos terribles.
117
—La época del juicio final ha de estar cercana —decía contemplando aquel espectáculo
espantoso—; el hombre mismo se afana por hacer trizas a la humanidad; los que han de ser
destruidos invocan a la destrucción para que más pronto los anonade: la ira reina en todos los
corazones, y la sed de venganza hace chispear todas las miradas.
—Los gritos se acercan —dije interrumpiéndole.
—En efecto —me respondió—, y suenan hacia el convento de la Merced. Son voces cansadas
y enronquecidas a fuerza de furiosos clamores. ¿Oyes cómo gritan «fuego en ellos...»? Pero también
resuenan penetrantes alaridos de hombres y mujeres. Son los vecinos que temen ser víctimas del
incendio, y piden a los agresores que apaguen sus teas. Mas estos no quieren apagarlas. Y aquellos
infelices ponen en el cielo unos gritos de desesperación que desgarran el pecho. ¿Oyes, Manuel? El
furor y la gritería se aumentan. «¡Fuego!» gritan unos; «¡muera!» dicen otros. Esta vez los clamores
del vecindario habrán sido útiles. Los incendiarios huyen.
—Sí, padre —le dije—, pero vienen hacia nosotros.
XLVIII.
El hombre de la tea. Muerte del padre José.
Y era verdad. Muy luego resonaron ante las puertas de nuestro santuario unos gritos
espantosos, en los cuales la ira daba creces a las más nefandas blasfemias. Varias voces denotaban
que los incendiarios no estaban acordes en su plan de exterminio.
—¿De qué nos servirá —decía uno—, destruir la madriguera, si se escapan las zorras?
—Penetremos antes en la mansión de los fanáticos.
—Y ninguno escape de ella con vida.
—Os vais a perder en un laberinto de corredores —decía otro—, y se os escapará la presa.
—No, que no habrá piedra que no removamos ni escondite en que no penetremos.
—De este modo descubriremos los tesoros que deben tener ocultos.
—¿Y para qué? Perezcan con ellos sus tesoros. Yo no quiero botín, sino sangre.
—Y venganza.
—Venganza implacable.
—Que el humo haga salir de su cueva a los reptiles.
—Así perecerán ellos y sus moradas.
—Fuego en ellos y en ellas.
Y hubo unos instantes de agitación sorda, y luego de silencio profundo. Miré al padre José, y
le vi elevando al cielo una mirada dolorosa, caritativa, con la que parecía implorar al Eterno para
que se compadeciese de los desgraciados a quienes un fatal alucinamiento lanzaba a cometer un
horroroso sacrilegio.
—A tomar posiciones —dijo una voz de entre los agresores—: una brigada para cada salida.
Y se oyeron pasos, al parecer de los que formaban las brigadas, que iban a situarse cada uno
en su puesto.
—Este convento enteramente aislado, amigos, se presta para una acometida en forma: no han
de valerle vecinos llorones.
Sucedió a estas palabras otro intervalo de silencio, seguido a su vez de una estrepitosa gritería
y palmoteo.
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—La entrada bien la conoces, pero ya no te servirá si no quieres exponer al ludibrio de las
gentes los huesos de nuestros hermanos.
—Lo sé, padre mío.
—La salida... ¡Ay de mí!... Manuel, a Dios... para siempre.
—¡Padre mío! Respondedme...
Diciendo esto cogí entrambas manos de aquel venerable anciano.
Pero no me respondió.
—¡Padre mío! —repetí.
Tampoco me respondió.
A sus labios apliqué los míos.
Y aquellas bóvedas sepulcrales recogieron el último suspiro del hombre más virtuoso que he
conocido.
XLIX.
Ya no tengo padre. La última voluntad del padre José.
Lo que por mí pasó en aquel momento doloroso no sé si acertaré a explicarlo. Catorce años
había pasado al lado de aquel inimitable dechado de acciones bellas, catorce años durante los cuales
puedo decir que no pensé por mí mismo, y que viví en una especie de éxtasis, lleno cada día de
nueva admiración hacia mi ángel tutelar en la tierra. Yo le contemplaba entusiasmado por sus actos
públicos y privados, por su caridad, por la unción inefable de sus palabras. Me parecía que no era
posible hacer otra cosa mejor que las que él hacia, ni proferir palabras más dignas que las que de sus
dulces labios fluían. Yo no necesitaba verle hacer milagros para llamarle santo. Bastábame oírle,
seguir sus pasos, observar cómo sembraba la paz en las familias, y la satisfacción en los corazones,
y cómo hacía brotar el llanto de unos ojos ya casi vidriados. Yo no hacía nada que él antes que yo
no lo hubiese hecho; y si alguna buena inspiración me daba el cielo, no bien acababa yo de
concebirla cuando él la había ya puesto en obra. Júzguese, pues, cómo quedaría teniendo a mis pies,
bañado en su propia sangre, inánime, al único hombre que en la oscuridad de la vida me había
tomado de la mano, y me conducía paso a paso con seguridad por entre mil derrumbaderos... Junto
a mí acababa de apagarse para siempre la luz de mi existencia.
—Ya no tengo padre! —dije con voz alterada por los sollozos que no pude reprimir.
—¡Ya no tengo padre! —me pareció que repitieron dos veces los ecos de aquellas fúnebres
arcadas, como si las paredes mutuamente se rechazasen y devolviesen aquella voz humana, a cuyo
sonido no estaban acostumbradas.
—¡Ya no tengo padre! —repetí cayendo sobre aquel cuerpo del cual se iba apoderando ya la
frialdad del sepulcro.
Parecía que el abatimiento, y acaso la desesperación debían hacer presa en mi alma; y sin
embargo no fue así.
Puse mi frente sobre la frente de aquel hombre que ya no pensaba; mi boca sobre la boca de
aquel hombre que ya no hablaba; y mi corazón sobre el suyo que ya no latía. Todavía estaba
caliente. Y me pareció que este resto de calor me penetraba, me vivificaba, me inspiraba. Yo quería
arrebatar a su espaciosa frente la facultad de pensar cosas sublimes, y a su boca el don de
expresarlas con delicadeza y con dulzura, y a su corazón el tesoro de sentimientos puros que
encerraba.
122
—Dame tus pensamientos —decía yo a aquel cadáver—, dame tus palabras, dame tus latidos
generosos. ¿Cómo he de vivir separado de ti, ni cómo daré un paso si no te veo delante de mí? ¿Qué
he de hacer y cómo he de portarme, ángel mío, lejos de ti?
Y con mis lágrimas regaba aquel semblante inanimado; y con mis brazos estrechaba contra mi
pecho aquellos restos.
Entonces creí oír resonar todavía en mis oídos sus últimas palabras: «Amarás a mi asesino
como yo le amo; procurarás salvar su alma; si tiene hijos los amarás, y los educarás como si fuesen
hermanos tuyos.»
Lo que tiene de más bello el libro de Dios estaba incluido en estas palabras. Ellas eran el
único testamento del padre José, última voluntad incomparable en la cual me nombraba su albacea
para hacer bien al que tan mal le tratara. Yo no debía faltar a la confianza que en mí había puesto.
Su postrer suspiro le había depositado en mí, envuelto en la única cosa que poseía, en amor hacia
sus enemigos. Yo no podía mostrarme indigno del cariño y de los cuidados que me había prodigado
aquel varón ejemplar: yo tenía obligación estrecha de dar cumplimiento a su legado.
A los que le habían perseguido de retiro en retiro, arrancándole de los brazos de la soledad,
que tanto le agradaba, les debía amor.
A los que le habían acosado como una fiera, y habían jurado su muerte, yo les debía abrir mi
depósito de cariño.
A los que habían incendiado su morada, y destruido con el hierro y el fuego los altares al pie
de los cuales oraba, yo debía repartirles compasión, desvelos y ternura.
A los que, en fin, habían abierto las venas de su cuerpo, y dado por ellas salida a su sangre y a
su existencia, yo debía besarles las rojas manos, y enseñarles la fuente de una vida deliciosa en
donde se las lavasen y emblanqueciesen.
Amor a todos ellos; salud y paz a sus familias; y en pago de odios inveterados, beneficios
inestimables.
Yo me levanté, como si un rayo de luz me hubiese herido en aquella oscuridad profunda, y de
repente me sentí otro hombre. A la consternación, al temblor, y al llanto que me amilanaban y
confundían, sucedieron en mí la seguridad, la sangre fría y el valor cristiano que me dieron
confianza y aliento.
En pie, solo, sin otro arrimo que los sepulcros, rodeado de tinieblas espantosas, pisando
sangre, y teniendo delante de mí un cadáver, creí que el hombre evangélico puede hacerse superior
a todas las humanas miserias y a todas las catástrofes de la existencia.
Continuaban resonando sobre aquellas bóvedas funerales unos ruidos extraños y terribles. Ya
eran oleadas de pasos precipitados, ya estruendos como de altares que se desplomaban, ya golpes
tremendos como si los diesen con mazos colosales. A veces un silencio misterioso sucedía a todas
esas agitaciones formidables; pero no duraba mucho, y ordinariamente iba seguido a poco espacio
de la repetición de aquellos pasos, de aquel golpear furioso, y de aquellos estruendos que hacían
temblar las catacumbas.
Una vez que el intervalo de silencio duró más de lo acostumbrado, me pareció que oía un
ruido muy ligero, pero más siniestro que los anteriores. No resonaba sobre mi cabeza, sino casi a mi
lado. Era el crujir bien conocido de una cerradura. Maquinalmente volví la cabeza hacia donde me
pareció que resonaba, y vi que una luz iluminaba el corredor de los sepulcros.
123
L.
Quién era el hombre de la tea.
Vi abrir la puerta de la gruta, vi un brazo cuya mano sostenía una linterna, y vi entrar,
cerrando tras de sí la puerta, al hombre fatal que se nos había aparecido junto a la azotea del templo.
No iba armado.
—Buena cala es esta —dijo con la mayor sangre fría.
Sin ser dueño de mí mismo me puse delante del cadáver del padre José, como en ademán de
querer defenderlo.
—Para un buque chato —continuó el recién venido—, he aquí un excelente fondeadero en
que tomar zancadilla borneando.
—¿Qué poder diabólico —dije al forastero—, te lleva a las entrañas de la tierra para profanar
la morada de los muertos?
El recién venido investigó las profundidades del corredor a la luz de la linterna, y me
respondió sin mirarme.
—La sangre es un cable que lleva siempre rastro; y una mano teñida en ella deja impresos sus
dedos en la piedra, aunque ésta encubra algún resorte. Tal vez tu Dios o tu bien, y no el espíritu
maligno que dices, me hace tomar cruz aquí, y amarras. ¿Pusiste en salvo al anciano?
—Hele aquí —le dije haciéndome a un lado.
El de la tea fijó la luz de la linterna en el rostro inanimado del padre José, y levantó su brazo
yerto, y le dejó caer como si hubiese querido cerciorarse de que pertenecía a un cadáver.
—Lo siento —dijo fríamente—, porque este anciano no se parecía a ninguno de vosotros; y
en mi interior había jurado ponerle en buen puerto.
Y volvió a mirarle, y aun se inclinó, poniendo una rodilla en tierra, al parecer para escudriñar
si de aquellos labios entreabiertos salía algún ligero soplo.
—Se acabó —dijo levantándose—: este leño perdió la caña. ¿Y ahora, en qué más puedo
servirte?
Asombrábame tanta serenidad y audacia, pero las muestras de interés, que en vista de aquellos
restos sagrados acababa de dar el forastero, me habían conmovido. No tuve valor para decirle lo que
de él deseaba, y sólo pude señalarle el cadáver, y luego uno de los nichos vacíos que en la pared se
divisaban.
—Te entiendo —me dijo—, paz a los huesos. Demos sepultura a esta quilla.
Y me ayudó a depositar el cadáver del padre José en uno de aquellos nichos.
—Esto no basta —dijo—, es preciso tapar este agujero. A falta de una mala plancha de plomo
o de un pedazo de tabla, ¿no habrá por ahí algún zoquete de madera, y estopa con que revestirlo?
Oyendo esto incliné los ojos, no pudiendo soportar el peso de las lágrimas.
—Comprendo —dijo, como si mi actitud le hubiese sugerido alguna idea—; esta tierra,
empapada en su propia sangre, será, para el que supo conservarla pura en sus venas, la mejor
argamasa con que pueda rellenarse ese hueco de varenga.
Y en pocos minutos hubo tapiado con aquella tierra preciosa el nicho que encerraba los restos
para mí más queridos.
—¿Estás contento? —me dijo así que hubo terminado su obra—; ¿qué más deseas de mí?
No acertando a volver de mi conmoción y de mi sorpresa, me mantuve silencioso, cabizbajo,
sintiendo humedecerse mis mejillas.
—Ya caigo —repuso mi interlocutor como si nuevamente interpretase mi pensamiento—;
fáltale una inscripción a esta lápida, y creo leerla en tu mente.
124
—Solos estamos —le dije, viendo que continuaba registrando por todas partes—. Aquí sólo
puede vernos y oírnos el que todo lo ve y lo oye.
—Y cuya indiscreción no temo. Óyeme. Catorce años han pasado desde que aprendí a
pronunciar un nombre grato para mi alma. Yo lo profería a todas horas. Era mi aliento en mis
fatigas, mi grato descanso después de ellas, mi consuelo en el presente, y mi esperanza en el
porvenir. Pero muy luego hube de aprender a olvidarle. No sé qué ráfaga violenta arrebató de
delante de mí al ser que le llevaba, y hube de renunciar mal mi grado a todo aliento, a todo
descanso, a todo consuelo, y a toda esperanza. No pude ya saborearme pronunciando aquellas
sílabas cadenciosas, porque a diferencia de antes, me abrasaban los labios. A aquella ilusión
deliciosa sucedió desde luego en mí un odio enconado contra los que se habían gozado en
arrebatarme mi dicha. Catorce años ha que no había proferido ni oído proferir aquel nombre
hechicero. Pero, esta noche, a la luz del incendio, lo he oído yo, y ha tenido poder para detener mi
brazo y para desarmar mis iras. Tú le proferiste.
Detúvose diciendo esto el de la tea como si quisiese conocer el efecto que en mí habían
producido sus palabras. Yo me mantuve en pie delante de él, cabizbajo y meditabundo. Los
recuerdos de lo pasado que aquel hombre evocaba en aquel lugar sombrío, y en aquellos momentos
terribles, oprimían mi pecho como si le apretasen con un aro de bronce. Y en verdad que era para
darme espanto la circunstancia de que no bien acababa de apagarse la antorcha pura, que durante
tanto tiempo me había alumbrado cuando ya se abrían paso para llegar hasta mí las antiguas
tinieblas de mi existencia.
En aquella actitud, mi lengua embargada no acertó a pronunciar ni una palabra; pero a pesar
mío di un profundo suspiro.
—Tú le proferiste —continuó al cabo de un rato el hombre de la tea—: ¿quién te enseñó a
pronunciarlo? ¿Quién te mandó que lo evocases para apagar en mi alma el incendio de ahora, y
renovar en cambio el volcán ya extinguido? ¿Quién eres tú a quien yo no vi jamás, y que sabes tan
bien como yo mis secretos? ¿Conoces, di, por ventura —añadió bajando la voz—, a la que lleva
aquel nombre? ¿Sabes en dónde habita? ¿Si padece o es feliz? Dilo y te perdono a ti y a los tuyos.
¿No hice lo posible para salvar a tu anciano compañero? Yo llevaba un bálsamo que
indudablemente hubiera cerrado su herida. Estas manos se la hubieran vendado. Aun a riesgo de
perder mi existencia hubiera salvado la vuestra. Aunque hombre de mar, y muy duro a la vela,
obedezco sin dificultad al timón que siento aquí, en el pecho.
Enseñóme en esto sus manos, y sacó de su seno una redomita, y lienzo, y vendas que se había
procurado.
—¿Callas, infeliz? —repuso viendo que yo me mantenía silencioso—: ¿acaso maquinalmente
o por una casualidad funesta para mí, buscando tu lengua alguna palabra que te salvase, diste con
las únicas letras que podían hacer un milagro? Pero no; yo vi en tu rostro pintada la verdad. ¿Tú
lloras? No creí jamás que ninguno de vosotros llorara. Tú me conoces; habla; tú me has visto en
otro tiempo, en otra parte.
—Sí —le respondí—, recuerdo haberte visto muy otro de lo que hoy te veo.
—¿Y a ella, la has visto algún día, o conoces su destino?
—La vi antes que tú la vieses; dejé de verla antes que tú te alejases de ella: y desde entonces
ignoro su destino como tú mismo.
—Tu nombre, dime tu nombre.
—Yo tengo dos nombres. Mi nombre del siglo queda sepultado en una tumba.
—¿En dónde me conociste?
—En Calasans.
126
Estremecióse el de la tea al oír ese nombre. Cogió del suelo la linterna, y puesta una mano en
mi pecho, alumbraba con la otra mi semblante, y me miraba con ojos desencajados.
No pudiendo sin duda coordinar sus recuerdos, dejó de nuevo la luz, y apoyándose en una
coluna pasó su mano derecha por su frente enardecida.
—Dame otras señas —me dijo—, si quieres que te reconozca.
—Jamás me hubieras reconocido —le respondí—, si la Providencia, en sus designios
inescrutables, no hubiese querido juntar en un sepulcro a dos hombres a quienes otro sepulcro
separaba. Mira las huellas que las pasiones, más bien que la mano del tiempo, han abierto en mi
frente. Tú la viste lozana y llena de juventud y de esperanza. ¿Crees tú en la Providencia?
—Yo le doy otro nombre.
—¿Cómo llamarás, pues, a esa casualidad que te conduce a salvar por dos veces la vida a un
mismo hombre?
—No te entiendo.
—¿Podrás llamar casualidad a un suceso que hace que aquel a quien un día salvaste la vida,
salve al cabo de muchos años tu honra, desarmando con un solo nombre, y tan a tiempo, tu brazo
enarbolado contra un anciano venerable? ¿Ni aun a ese acaso has de llamarle Providencia?
—Dime tu nombre.
—Mi nombre lo llevó en el siglo un joven que tampoco creía en Dios, ni en la Providencia.
Cierto día, un hombre lo sacó del mar casi moribundo, y le volvió a la vida.
—Tu nombre.
—Aquel joven tenía una hermana adoptiva. El nombre de la hermana era el sueño de tu vida.
—Impostor; la tumba no ha devuelto jamás ninguno de sus moradores. Tú no fuiste el
hermano de Adela.
—¿Porqué, pues, me llamaste tal y me abriste tu pecho la noche antes de mi partida?
—Mírame a la cara: es un secreto de confesión lo que me revelas.
—Si así fuese se volverían cárdenos los labios antes de darle salida. El secreto que te confío
no viene de ninguna confesión, sino de la tumba. El hermano no murió.
—¿Qué se hizo pues?
—El hermano vive; el hermano fui yo.
—Una sola palabra. ¿En dónde nos vimos la última vez?
—Junto a la puerta del jardín.
—¿Y yo que te dije?
—Me preguntaste si serías feliz con ella.
—Basta, Manuel; quisiera llorar, y no sé de dónde arrancar las lágrimas. La ternura se ha
secado en mí. Te reconozco, y dudo todavía. Quisiera que me dieses tus brazos, y que una vez al
menos en mi vida llorase yo de contento: pero me parece que sueño. Cargado estoy hasta los topes.
Y bien mirado, si fuiste capaz de dar una zambullida en Calasans, no me admira que hayas dado
contigo de bruces en un claustro. Eres el loco más cuerdo que he conocido.
Y diciendo esto el piloto me estrechó contra su seno, y baño mi pecho en llanto.
127
LI.
Mi permanencia en las catacumbas. El profeta del llanto.
—Manuel —me dijo pasado ya el primer transporte—, no sabes cuánto bien acabas de
hacerme, pero tampoco sabes que el golfo de que ahora me toca sacarte es mucho más hondo que
aquel de que te salvé en Calasans. Alguno de los tuyos ha querido escapar disfrazado, y le han
conocido haciéndole descubrir la cabeza. A los demás la fuerza armada los ha puesto en salvo. Por
ahora no es posible que abandones esta bahía.
—No pienso —le respondí—, salir de aquí en mucho tiempo.
—Déjame tomar todas las alturas de este subterráneo. Este sitio cae debajo del altar mayor. La
entrada de la iglesia viene frontera. Formemos nuestra rosa náutica, y señalemos los rumbos. ¿No te
parece que la línea norte-sur la han de trazar estas dos columnas? Veamos si se ha de corregir el
rumbo. Siento renacer en mí mi humor antiguo. El mar cae a la izquierda del templo. El oleaje ha de
batir contra este lado. Apliquemos el oído.
Cuando decía esto el piloto, no resonaba ningún ruido sobre nuestras cabezas, y a la agitación
de poco antes había sucedido una calma profunda.
—El casco de este buque es muy grueso, y no deja percibir el menor ruido de fuera —dijo el
piloto después de un buen espacio en que permaneció pegado a la pared—. Pongámonos de
observación en otro punto.
—Acércate, Manuel —añadió a poco—, un sentido suple a otro sentido. El oído no percibe ni
un soplo desde este punto, pero ¿tu nariz no te dice nada? La mía está acostumbrada a olfatear muy
de lejos las algas marinas. Fijemos la estima de este sitio. Cae detrás del altar mayor, frontero a la
puerta principal de la iglesia. Desde aquí, formando una línea recta que cogiese como unas
doscientas brazas, encontraríamos mi bergantín que tengo anclado en el puerto a punto de dar velas
al viento.
Y dio algunos pasos por entre las columnas, mas luego volvió al mismo sitio.
—Éste es mi cuaderno de bitácora —dijo golpeándose en la frente—. La estima marca leste
cuarta al sudeste: es el séptimo rumbo del segundo cuadrante. A Dios, Manuel, si no vuelvo puedes
contarme entre los muertos. En todo caso el secreto de esta bahía perecerá con mi buque.
Tomóme de la mano, y me pidió que le sirviese de práctico a oscuras por el corredor de los
sepulcros.
—Porque —me dijo— un débil rayo de nuestra luz al abrir la puerta podría perderte.
Adelantámonos a tientas hasta llegar al fin de aquel corredor solitario.
Al poner la mano en la cerradura me detuvo el piloto.
—Una pregunta —me dijo apretando mi mano entre las suyas—: ¿Cómo se llamaba el vigía
de la ermita de San Telmo?
—Antonio —le respondí.
—¿Y quién llevaba ramos de flores a la ermita?
—Mi hermana.
—¿Y quién cultivaba el jardín de donde salían aquellas flores?
—Estas mis manos y las de mi hermana.
—¿Y qué ofrecimiento te hice yo en nuestra última entrevista junto a aquel jardín que
cultivaste?
—Me dijiste que en ningún caso me faltarían masteleros de respeto.
—Es verdad: estas fueron mis palabras; reconozco en ti mi bandera de pagamento, y no
faltaré a ella, Manuel.
128
Volvió a abrazarme con más efusión que antes, internóse en la gruta, y cerré tras él la puerta
de las catacumbas.
Cuando me vi solo, me postré con el rostro contra la tierra delante del nicho del padre José y
permanecí en esta actitud largo tiempo. Aquellas lóbregas profundidades habían vuelto a recobrar su
antiguo silencio. Sobre sus densas bóvedas había pasado un huracán devastador que las hizo
temblar, pero que no pudo abrirlas. Los huesos de mis hermanos descansaban en paz nuevamente.
Yo era el único de mi familia que velaba por ellos. Uno de los restos esparcidos de un naufragio
espantoso, la Providencia me había colocado junto al único bien que a los náufragos había
pertenecido. Vínome entonces a la memoria el encargo que me estaba haciendo el padre José
cuando la muerte sorprendió en sus labios su postrer palabra. Me dijo que pusiese en salvo nuestras
más preciosas reliquias, y añadió que las catacumbas, así como tenían una entrada, también tenían
una salida. Pero no dijo más, porque el ángel de la dulce agonía envaró su lengua. ¿En dónde
encontraré la salida? ¿cómo lo haré para poner en salvo las prendas más sagradas? Los objetos que
más estimábamos los habíamos colocado en los nichos vacíos, y me levanté para cerciorarme de
que en ellos existían. A mi entender no faltaba nada.
En este momento un estremecimiento involuntario se apoderó de mí, y fue la única vez en mi
vida que perdí la sangre fría. Hallábame solo, en medio de aquellas sepulturas, y tuve miedo. Acudí
a los recuerdos de mi libro de rezo, y viniéronme a la mente trozos de una de las lamentaciones del
profeta de llanto. ¿Qué causa pudo haber, decía yo, decorando los versículos que más tristes me
parecían, para que una ciudad tan poblada, tan rica, tan deliciosa, se vea ahora despojada de sus
mejores adornos y bellezas?
¿Cómo es que la que hizo temblar a tantos pueblos, y era mirada como la reina de las
provincias, se halle al presente como viuda y huérfana, sin rey, sin templos, sin magistrados, ni
pontífices?
Sus caminos se ven desiertos, y no habrá quien vaya al Señor en sus mayores solemnidades.
Derribadas sus aras, gimen y suspiran sus sacerdotes.
Sus vírgenes se muestran desaliñadas y desfiguradas, y suspiran penetradas de amarga pena.
Sus enemigos se van a enriquecer con sus despojos.
Sus maldades irritaron al Señor para que fuese tratada con tanta severidad; y quedó despojada
de las preseas que más bien la sentaban.
Y cuando se vio tan mal parada, sintió vivamente la grandeza del mal que padecía, y echó de
menos la abundancia, la quietud, la riqueza y la gloria que había disfrutado por tantos siglos, y de
que se veía ahora violentamente despojada.
¡Qué pena, dirá, es esta, Dios mío, para mi alma!
Volved, Señor, los ojos a la extrema angustia que padezco, para que mis enemigos no tomen
de ahí motivo para ufanarse y decir que ellos son los que me afligen, y no Vos el que me castigáis
por malos de mis pecados.
Ellos arrebataron las cosas más preciadas y más santas, dejando la ciudad sumida en la
consternación más profunda.
Ya no se oyen en todo su recinto más que gemidos y lamentos sofocados por el espanto.
¡Oh vosotros, los que pasáis por esas calles, contemplad, y decidme si hay alguno que tenga
materia de dolor que se pueda comparar con el que yo siento!
La causa de este dolor y de esta angustia que veis, y de que no cesen de correr amargas
lágrimas de mis ojos, es porque el Señor se ha retirado lejos de mí; el Señor que me debía consolar
y volver de muerte a vida.
Justo es Dios, porque yo he provocado contra mí su cólera, olvidando su ley, sus avisos, y sus
amenazas.
129
muladar inmundo, serán destrozados, hollados y esparcidos. Todos estos restos preciosos no verán
la luz del sol sino para hacerle testigo de un nefando sacrilegio. Y si existen entre ellos vasos
sagrados, serán rotos y en moneda convertidos, y las reliquias serán objeto de mofa, o en los
lodazales sepultadas. Este porvenir sombrío hubo de columbrarlo mi hermano en su hora postrera, y
he aquí porqué me encomendó la salvación de lo que más amaba.
Y diciendo esto para mí mismo continué registrando detenidamente aquellas profundidades.
Del corredor de los sepulcros pasé al templo subterráneo, y tenté todas las paredes de su ámbito,
pidiendo secretos a las piedras, a las columnas, a la bóveda, y hasta al mismo pavimento. Una vez
creí percibir el ruido muy sordo y muy apagado de las olas que batían contra las rocas, pero después
me convencí de que el eco de mis propios pasos, repetido a lo lejos por aquellas misteriosas
arcadas, me había engañado.
LII.
Salgo a recorrer el convento a la luz de la luna.
la gruta y cerré tras de mí las catacumbas. Sentéme en ella y estuve un breve rato dudando si pasaría
adelante, o si esperaría allí a mi compañero. También estaba la gruta sumida en la oscuridad. Al fin
pudo en mí más que la prudencia el deseo de recorrer mi morada favorita, y me adelanté hacia el
primer claustro. Era de noche. Vi el cielo estrellado, y oí el murmullo de las hojas de los árboles
mecidos por un leve e inconstante vientecillo. Paréme a escuchar. Aquello era una soledad
verdadera. Nuevas catacumbas al aire libre, nadie moraba en ellas, y sus muertos eran los recuerdos.
Adelantéme a pie juntillas, recogiendo mi hábito, y lleno de gozo porque todavía veía en pie aquel
claustro tan querido. Yo tocaba las losas sepulcrales que en él existían; yo contemplaba sus
elegantes arcadas góticas, tan sólidas como bellas, aun después de cinco siglos de existencia. ¿Y los
cuadros, los cuadros que tantas veces llamaron mi atención durante mi noviciado? Allí estaban
intactos, ricos en naturalidad y en dulzura. La devastación no había sido completa. Representaban la
vida del santo fundador de mi convento, desde su infancia hasta su muerte. Era conocida en todos
ellos de una manera admirable la fisonomía del santo, por entre las arrugas del tiempo. Aquí nació,
aquí le bautizaron, aquí abandona por seguir a Dios la casa paterna, aquí instituye su regla, éste es el
cuadro tan expresivo de los azotes, en éste un ángel declara al santo la pureza del sacerdocio. Este
otro representa su muerte. Al pie de cada uno de estos cuadros se conservan unos versos dictados
por la piedad y por la fe.
Yo no me cansaba de mirarlo todo. Quise cerciorarme también de si se había salvado el
claustro interior, tan notable por su pequeñez como por los recuerdos que inspiraba. Pasé a él
cruzando por la sacristía. También estaba desierto, pero intacto. Una por una recorrí sus celdas que
más que celdas por su estrechez nichos parecían. Yo entré en la capillita donde estuvo antiguamente
la celda que el mismo santo ocupó. Mis manos y mis ojos preguntaban a las paredes si se habían
conmovido o abierto por alguna de sus partes. No es posible expresar el contento que sentí viendo
que no todo eran escombros como yo temía. Mi pecho parecía abrirse a una esperanza vaga de que
acaso aun aquellos corredores podrían algún día dar albergue a otros hombres piadosos.
Pasé ligero, dándome alas mi confianza, a los otros dos claustros, vastos como el primero, y
me cercioré de que en el piso bajo apenas existían derrocamientos, y de que los que habían
desalojado del convento a sus antiguos moradores, no se habían atrevido a fijar en él sus viviendas.
Lleguéme hasta la puerta central del convento. Estaba guardada por la parte de fuera. Sin duda
también lo estaban las demás. ¿Por dónde, pues, podía penetrar el piloto?
Esta idea me recordó que tal vez él me andaba buscando en el subterráneo; y, satisfecho de mi
primera excursión fuera de las tumbas, determiné restituirme a mi guarida. Pero antes no pude
menos de dar muchos besos a aquellas paredes, a las losas que cubrían el pavimento, a las columnas
de las arcadas góticas y a los mismos versos que al pie de cada cuadro se leían: objetos todos muy
caros para mí; amigos de mi soledad a quienes había llorado ya, temiendo que hubiesen perecido en
la catástrofe. Yo los saludaba con efusión y ternura, viéndolos en pie, y los regaba con mi llanto.
Presuroso, y sin detenerme esta vez en la gruta, penetré en las catacumbas mucho más
tranquilo que no había salido de ellas.
LIII.
Alegraos, sombras de mis antecesores. Segunda excursión
por el convento. Un encuentro inesperado. Tercera excursión.
¿Qué me importaba en este momento el que reinase la luz o la oscuridad en torno mío? Ya no
necesitaba buscar la salida misteriosa que quiso revelarme el padre José. Yo podía decir con efusión
a aquellos cadáveres a quienes creí ver poco antes sobresaltados:
«Descansad en paz que vuestra antigua mansión se ha salvado.
132
»¿Temíais que se hubiese venido al suelo aquel pequeño claustro levantado por vuestro
mismo fundador santo, y aquella capillita que le sirvió de celda ha más de seis siglos?
»Alegraos, que todavía subsiste.
»Y aquel grandioso claustro construido junto al otro pequeño como para darle sombra y
abrigo, aquel cuya gótica primorosidad y magnificencia admirabais, no ha caído desplomado, no,
como llegasteis acaso a temer.
»También se conserva.
»Yo le he visto, y he tocado el sepulcro de Entenza que en él se encuentra, y uno por uno he
contado los cuadros intactos de la vida de nuestro patriarca.
»Los otros dos claustros también subsisten.
»Alegraos conmigo, porque una sola noche de furor no ha podido arrasar la obra que reclamó
medio siglo de trabajo.
»Cuando vuelva la noche acabaré de recorrerlo todo, y de todo vendré a daros noticia,
hermanos míos.»
Rebosando júbilo mi pecho hablaba yo como si los huesos y las piedras tuviesen oídos.
Permanecía casi pegado a la puerta de la gruta, impaciente por volver a salir y por recorrer las
partes del convento que aun no había visto. La tardanza del piloto me traía inquieto. Conocía yo lo
mucho que me convenía encontrarme en las catacumbas, cuando él estuviese de vuelta, no fuese
que por alguna casualidad fatal descubriese algún otro el secreto de aquella morada.
De otra parte suspiraba por volver a respirar el aire puro de los claustros, y sentir sobre mi
frente el viento que agitaba los árboles de los patios.
Pero no me era dable salir sin peligro sino de noche.
Yo deseaba conocer si se acercaba esta noche suspirada, y entreabría de vez en cuando la
puerta de la gruta, y no bien heria mis ojos algún rayo lejano de la luz del día, me retiraba
pensativo.
Esta vez me quedé dormido bajo el mismo dintel de la puerta para que nadie pudiese entrar
por ella sin que yo despertara.
Desperté y la puerta permanecía cerrada.
Comí el último bocado de pan que me quedaba, y bebí el último sorbo de agua que en el
cántaro había.
Sin duda debía ser nuevamente de noche; y el piloto no parecía. Volví a entreabrir la puerta de
la gruta, y esta vez cerré tras de mí el resorte.
Llegué hasta el claustro gótico.
La noche extendía sobre de él su manto; pero, acostumbrado yo a la obscuridad completa de
las catacumbas, encontré que las estrellas despedían sobre mí demasiado brillo. Su luz era para mis
ojos la de un claro día. Percibí de lejos los objetos como si los rayos del sol los alumbraran.
Recorrí nuevamente en pocos instantes el claustro pequeño, y los tres grandes; conté los
cuadros preciosos por si alguno faltaba; llegué hasta la puerta del centro que continuaba guardada
por de fuera, pues oí voces tumultuosas y ruido de armas; y me decidí por fin a subir a los
corredores superiores.
Todas las puertas de las celdas estaban abiertas, y algunas de ellas destrozadas. No había allí
tampoco moradores. Entré, deteniendo el aliento, en mi celda. Mi cama, mis dos sillas y mi mesa
habían desaparecido. En un rincón vi algunos objetos. Eran mi crucifijo hecho pedazos, y uno de
mis libros de rezo, que recogí. Regué con mi llanto aquel suelo, aquellos tabiques y aquella ventana
que tanto amé. Entreabierta la dejé, y abierta de par en par la encontraba. Todavía reinaba allí el
mismo silencio de antes, sólo interrumpido por los susurros de unas olas tranquilas.
133
Estuve un buen rato asomado a la ventana contemplando las estrellas, y los rieles que en el
mar sembraban los rayos de la luna. Apoyados mis codos en el antepecho, y mis mejillas en
entrambas manos, yo preguntaba a la luna y a las estrellas si iluminarían otras noches mejores para
mis hermanos, en que estuviesen apagados los odios contra ellos ahora encendidos; yo les
demandaba a las olas, si, a la manera que pasaban ellas y se desvanecían, también habían de
desaparecer los días de la venganza, y suceder a ellos los de la calma.
—¡Ay de mí! —dije en alta voz sin poder contenerme—, ¡ay, infeliz, que no he de ver esos
días por los cuales suspiro!
—Imprudente —dijo alguno detrás de mí con una voz que me dejó yerto de asombro, al
mismo tiempo que sentí que aplicaban una mano en mi boca.
Ni aliento tuve para volverme: y encomendé mi alma al cielo, creyendo que era llegada mi
hora postrera.
—A ti entrego mi alma, Virgen santa —dije en voz apagada.
—Callad por Dios, padre Manuel —me dijo alguno—, y retiraos de esta ventana funesta.
Creció mi asombro, aunque sentí renacer mi confianza oyendo que me llamaban por mi
nombre; y me volví.
Era un hombre armado, un miliciano, el que me había sorprendido. Aquel hombre no podía
quererme bien. Yo estaba perdido.
—Ahí tenéis —le dije— el único religioso que aquí ha quedado de una comunidad numerosa.
No quiso Dios que yo sucumbiese ayer. Cebaos hoy en mí.
—No levantéis así la voz, que os perdéis —me respondió el desconocido volviéndome a tapar
la boca—; hablad bajo. ¿Está en salvo el padre José? Ni a él ni a vos os han visto en ninguna parte
por más que han ido buscándoos. Me he hecho miliciano como veis para poder llegar hasta aquí:
dos veces he penetrado ya en esta celda y en la del padre José, cuando el capitán del destacamento
me ha permitido pasearme por estos corredores. Ahora he de relevar el centinela. ¿No me conocéis?
Soy Andrés. Decidme cómo podré salvaros a vos y al padre José.
Acordéme al momento del buen Andrés cuya casa estaba cerca, y en donde vi por la vez
primera a mi hermano venerable. Desde nuestra instalación en ese convento sólo una vez le había
visto.
El corazón se me ensanchó viendo que aun existían almas compasivas; pero las palabras de
aquel amigo me conmovieron extraordinariamente porque renovaron el dolor más intenso que mi
alma había sentido.
—No os expongáis por mí, buen Andrés —le dije—, porque será de mí lo que Dios quiera.
Tocante al otro que deseáis salvar, es un ángel que ha recibido ya en el cielo el galardón que sus
virtudes merecían. Cayó herido en estos brazos, y en ellos murió.
—¡Dios mío! —dijo muy enternecido Andrés—, ¿y ha habido un monstruo capaz de levantar
su mano contra semejante hombre?
—Si le hubiese conocido como nosotros, en vez de derramar su sangre, le diera la suya,
Andrés, sin duda se la diera.—
—¡Centinela alerta! —dijo una voz aguda desde la muralla.
—Alerta está —respondió otra voz más lejana.
—Es preciso que nos separemos —dijo Andrés—. Mañana a esta misma hora volveré.
Y sin que yo pudiese impedirlo imprimió en mi mano un beso ardiente, y la regó con el llanto
que en sus ojos había acumulado la noticia de la desgracia de mi venerable hermano.
—Sed prudente por Dios —añadió en voz baja antes de alejarse—. La ciudad está
consternada, y no será extraño que tengamos otro día de luto. Dicen que viene un general con ánimo
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de castigar los desmanes del otro día, pero la milicia pretende impedirlo, y se teme un conflicto.
Dios quiera salvaros, padre Manuel. ¿Tenéis algún retiro seguro? Porque no es posible que andéis
así de día por los corredores.
—Creo tenerlo por ahora, Andrés.
—¿Y cómo os sustentáis, decid? Vuestros ojos están hundidos, y vuestra cara más macilenta
que de costumbre. Dios mío, sin duda padecéis necesidad.
—Él proveerá, Andrés.
—Pero es preciso que hagamos para nuestro bien todo cuanto esté en nuestra mano.
—Nuestros recursos están agotados, y cuando no nos queda ningún arbitrio es forzoso
abandonarnos enteramente en brazos de la Providencia.
—La celda del padre José ya sabéis que da frente por frente de mi casa. La ventana está
abierta. No la cerréis. Por ella podré socorreros. La Virgen nos protegerá.
Diciendo esto se salió presuroso.
El encuentro de este hombre bueno y sensible me había alentado momentáneamente; pero sus
palabras, que presagiaban un porvenir tempestuoso, me llenaron de sobresalto. Luego la calma de
hoy era pasajera, y uno como preludio de nuevas devastaciones. Lo que había quedado en pie de mi
morada favorita podía de un momento a otro ser teatro de unas profanaciones más terribles aun que
las que poco ha había presenciado. Las olas del furor popular sólo habían enmudecido y
replegádose sobre sí mismas para cobrar nuevos bríos, y arremeter después con renaciente furia.
¡Oh! decía yo en mi interior, si me fuese dado poner alguna cosa en salvo de todas estas
preciosidades, que acaso desaparecerán mañana para siempre. Si pudiese señalar las piedras para
reconocerlas algún día cuando las encuentre por todas partes esparcidas.
Entré en la celda del padre José, y allí se renovó mi quebranto. Ni aun restos en ella se veían.
Realmente la ventana estaba abierta, y delante de ella, mediando la calle, caía la casa de Andrés.
Asoméme un instante para verla, porque me recordaba las horas más crueles de mi pasada
existencia y las que me abrieron camino para otras más felices. El balcón estaba cerrado, y uno de
los postigos casi imperceptiblemente entreabierto. Parecióme que le cerraron con viveza cuando yo
me asomé, y que alguno dio dentro de la casa un grito dolorido.
Retiréme, registré otras celdas, penetré en la sala capitular, y luego me dirigí a la biblioteca.
Los estantes estaban destrozados; la galería de madera que rodeaba el salón la vi rota por cien
partes, y hecha pedazos su barandilla. Los libros, los preciosos manuscritos, todo estaba tirado,
confundido entre los escombros de los estantes. No pude levantar un libro sin que se desgarrasen
algunas de sus hojas. Oprimióseme el corazón, y me puse muy triste. Ya no volverán, pensé para mí,
aquellas horas de agradable meditación que aquí pasé. Aquí había estudiado lo poco que en los
libros se puede aprender. Estos libros eran mis amigos, que me daban consejos saludables, cuyas
opiniones discutía en mi mente y acaso contrariaba sin temor de excitar su encono. Este tesoro
acumulado por los sabios meditabundos que treinta generaciones habían entregado al silencio, y al
retiro, se perdió en una noche de mal consejo y de ira.
Me salí cubriendo con ambas manos mi semblante. Esta vez no podía, volviendo a mi retiro,
dar buenas nuevas a sus mudos moradores. Ensimismado me restituí a mi soledad sombría, lleno de
dolor y de amargura. Había visto asomar los primeros resplandores del alba, y palidecer delante de
ellos el brillo de las estrellas.
La misma quietud fúnebre, la misma lobreguez que antes, reinaba en las catacumbas; sólo que
la situación de mi ánimo daba creces a cuanto podía conmoverle. El piloto no había parecido, y no
lo extrañé, pues las palabras de Andrés me habían explicado su ausencia. Le era sin duda imposible
volver a entrar allí de donde había salido. No le esperaba ya. Estuve orando un buen rato, orando
por él, por mí, por mis hermanos de religión que se habían puesto en salvo, por los que habían
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sucumbido, y por mis otros hermanos del siglo que en su frenesí habían sido ciego instrumento de
aquellas desolaciones.
Tendido como algunas horas antes debajo del mismo dintel de la puerta, di otra vez los ojos al
sueño. Pero esta vez no dormí tranquilo. Asaltáronme mil imágenes siniestras. Veía en todas partes
llamas, escombros humeantes, ruinas empapadas en sangre, hombres furiosos que me perseguían, y
oía los lamentos y los gemidos de mis hermanos moribundos. Yo me oculté no sé dónde, y por
delante de mí pasaban las llamas chispeando, y el humo formaba remolinos por entre los cuales
aparecían las facciones de mis perseguidores alteradas por la venganza.
Desperté sobresaltado, sintiendo que la sed me aquejaba, y que tenía necesidad de tomar
alimento. Pero el cántaro estaba agotado, y ni un mendrugo de pan me quedaba. Este día se me hizo
muy largo y penoso. Tenía secos y entreabiertos los labios. Iba y volvía de la gruta, preguntándole si
ya había desaparecido el día, la luz del sol que era entonces mi martirio. Aplicaba mis labios a las
paredes de la gruta, y su humedad aliviaba mi ardor por un instante, pero lo enardecía luego con
más fuerza. Postréme, y hallé en la oración mayor consuelo. Cuando me levanté y volví a la gruta,
conocí que era ya de noche.
Esta vez mi primera visita fue a la fuente de la cocina. Apagué en ella mi sed; y después,
despertándoseme el hambre, anduve por ella y por el refectorio en busca de los desperdicios de
alimentos, de las migas abandonadas: pero nada encontré.
Acordemé entonces de la cita que con Andrés tenía concertada. Atravesé los corredores bajos,
y subí a la celda del padre José. ¿Cómo haré para llamar la atención de Andrés? Pero él no estará en
su casa: me dijo que nos veríamos en mi celda, y no en la del padre José. Dirigíme a mi celda,
situada en el corredor de la parte del mar, pero Andrés no estaba en ella. Le esperé buen rato, y no
compareció. ¿Por dónde debe venir? me pregunté. Entrará sin duda por la puerta central. Bajé
nuevamente a los corredores inferiores, y sin hacer el menor ruido me paré a escuchar junto a la
puerta. Paseábase el centinela de la otra parte de la calle. Parábase a veces apoyando con estrépito el
fusil sobre el suelo empedrado. Estaba solo. Al cabo de un buen espacio sentí pasos en la calle.
—Atrás —dijo el centinela.
—Camarada —respondió Andrés cuya voz conocí—, tengo permiso del comandante.
—Atrás, hay contraorden —repuso el centinela.
Sin duda se hizo cargo Andrés de que era inútil insistir, pues aunque se detuvo un momento, a
poco el ruido de sus pasos me indicó que se alejaba. Otra esperanza perdida para mí. Escuché otro
rato; pero luego, desengañado de que nadie parecía, me alejé de aquel sitio. Dos hombres se habían
acercado a mí en mi desamparo. Ambos se condolían de mi suerte, el uno por sus pasados
recuerdos, el otro por su piedad sincera: pero ninguno de ellos podía ya dar un paso para salvarme.
Inclinada la cabeza sobre el pecho recorrí otra vez los corredores bajos, sin que nada llamase mi
atención, porque ya sentía hambre. Dos veces caté casi por un movimiento involuntario la yerba que
en los patios crecía, y me pareció buena,
—En tus manos me abandono, Dios mío —decía yo.
Y vagaba indeciso, trémulo, casi fuera de mí; por aquellos claustros que fueron mis amores.
LIV.
Las ruinas. La cámara angelical. Las fantasmas.
Si esta vez me encaminé de nuevo a la celda del padre José, sólo fue para entregarme en ella a
la oración y al dolor. De rodillas, junto a donde existía antes un crucifijo precioso, con ambas manos
extendidas, me apoyaba en la pared, mudo testigo de las virtudes de aquel hombre ejemplarísimo.
De improviso me dio pavor un golpe que resonó cerca de mí. No sé qué cosa dio contra la pared y
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cayó a mis pies. De pronto no tuve valor para recogerla, pero luego vi que era un envoltorio de
papel dentro del cual encontré un panecillo. Obedeciendo a mi primer impulso, cogí el panecillo, le
besé, le probé con ansia, encontrándole sabrosísimo, y arrojé el papel, yo tenía necesidad verdadera.
Pero mientras comía el pan, que era en aquel momento para mí el bocado mas exquisito, me vino a
la idea que el papel que yo acababa de arrojar como inútil podía contener algún aviso. Lo busqué
inquieto, lo recogí, no me atreví a asomarme a la ventana de la celda para examinar su contenido, y
me salí al corredor, y debajo de una de las góticas arcadas, a la luz de la luna, pude ver que había
escritos en él algunos grandes y desiguales caracteres. Sin duda eran de mano de Andrés, y decían
así:
«No puedo entrar.
Sed muy prudente.
Destruid este papel.
Dejad caer en la calle un pedazo de pan para que yo comprenda que habéis recibido este
aviso.
Habrá tormenta.»
Hice en el momento mismo lo que el papel me prescribía, y me alejé de aquella celda
alarmado y meditabundo. Aquel presagio de una nueva devastación, que según visos debía de ser
inminente, me entristeció en el alma. Yo no pude resistir a la tentación de visitar el coro, la iglesia, y
las capillas en ella más veneradas. Yo quería abrazar lo poco que de ello quedaba, antes que una
nueva destrucción lo aniquilase todo.
Principié por el coro, el cual no reconocí más que por su sitio. Casi me fue imposible dar en él
un paso. El templo ya no estaba obscuro. La luz de la luna penetraba en él por las bóvedas
destrozadas y por todas partes abiertas. Todo eran escombros y ruinas. Algunos objetos venerandos
quedaban en pie como para indicar el sitio que antes ocuparon los demás. Las celosías de las
tribunas habían desaparecido. Las mismas tribunas estaban medio desquiciadas, y con dificultad
pude andar por ellas.
La magnífica capilla de San Antonio estaba enteramente obstruida. El precioso púlpito, obra
maestra de escultura, hecho de una sola pieza, estaba intacto. Al terminar la galería a mano
izquierda penetré en la muy venerada capilla de la tercera regla, que antes inspiraba compunción y
recogimiento. Ahora no era mas que un montón de preciosos restos confusamente hacinados. El
corazón se me partió de amargura. Ya no atendía yo a la imprudencia de mis pasos, ni al ruido que
inevitablemente, hacía caminando por encima de unos objetos movedizos: sólo a mi íntimo
sentimiento y a mi quebranto demandaba consejos.
Yo quise visitar a toda costa lo que llamábamos la cámara angelical. La empresa era peligrosa
en extremo. Fueme preciso bajar y volver a subir, cruzar por encima de mil objetos destrozados,
tremebundos, y verme sepultado a veces hasta las rodillas en una especie de charcos de polvo y de
cenizas. Todos los obstáculos vencí, y al llegar al umbral del camarín tan precioso, tan rico,
adornado con los donativos suntuosos de cien príncipes, y con los dones no menos estimables de
millares de humildes artesanos, me sentí sobrecogido de un temor inexplicable:
Hube de sentarme en la última grada de la escalera que a él conducía, y me fue forzoso
enjugar el sudor frío que bañaba mi semblante. Casi me repugnaba entrar, porque en mi sentía nacer
y avivarse una fuerte propensión a la ira contra los que presumí que se habrían atrevido a profanar
el santuario exclusivamente destinado a la reina de los ángeles. Sin embargo penetré en él
temblando.
Quedéme estático, fuera de mí, y pude apenas contener una exclamación de la más pura
alegría. La cámara angelical, aquel retrete primoroso, tan admirado como digno de serlo, se
conservaba como en los hermosos días en que allí en torno, postrados, hacíamos resonar los himnos
dedicados a la madre del Eterno humanado. La imagen de la Purísima Señora estaba allí, en pie,
sobre su antiguo asiento. Yo tocaba sus preciosos vestidos, yo besaba los anillos de sus dedos, yo
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ponía una mano en su sacra diadema, y la llevaba después a mis labios. Las llamas, el humo mismo,
los derrumbamientos, el furor humano, habían perdonado este centro de la veneración de los fieles.
Ahí estaba intacto, como para inspirar una idea sublime, una hermosa esperanza en los días
venideros. Yo lo tuve a milagro, y cayendo de rodillas me quedé en una adoración contemplativa.
Entonces me pareció que sentía rumor de voces en el templo. Desde el sitio que yo ocupaba
descubría toda la iglesia, su puerta frontera y la lateral enteramente abiertas o destrozadas. En el
atrio de la puerta lateral algunos hombres armados, que sin duda componían la guardia de aquella
parte del edificio, estaban agrupados, y hablaban en alta voz.
—Alguna celosía carcomida se habrá caído, causando el ruido que dices haber oído —decía
uno de ellos.
—Estuve escuchando un buen rato —respondió otra voz—, y puedo asegurar que el ruido en
vez de seguir de arriba abajo, caminaba horizontalmente.
—En este caso será que la fantasma del convento se ha venido hacia este lado —dijo otro.
—No eres tú mala fantasma.
—Digo lo que dicen, ni pierdo ni gano. Un centinela, desde la muralla, vio la fantasma
asomada a una ventana. Llevaba hábito; estaba pálida, ensangrentada y llorosa. Cuando oyó el grito
de alerta, no huyó, sino que se deshizo como el humo.
—Al mismo centinela se lo oí contar, y a fe que no es gallina que digamos —añadió un
tercero en confirmación de lo dicho.
—Todavía hay más. Una mujer que habita en una casa de ahí cerca, casi frente por frente de la
puerta central del convento, cayó ayer desmayada. Acababa de ver la fantasma asomada a otra
ventana. Dice que sus ojos despedían centellas, que la miró de hito en hito; y le infundió tal espanto
que del susto ha enfermado.
—Y cuidado que es la mujer de uno de nuestros camaradas.
—¡Oiga!
—Otros aseguran que la misma fantasma, la noche de la quema, permaneció, a pesar del
incendio, en lo alto de los tejados; las llamas le abrían paso cuando se acercaba y el humo formaba
una aureola roja en torno suyo. Algunos afirman que vieron en sus pies y en sus manos las
impresiones de las llagas.
—Sería, pues, el mismo seráfico padre.
—Yo estoy —añadió otro—, en que una cosa que no pesa una onza, nos daría cuenta de esa
fantasma que decís.
—¿Y cuál?
—Una bala disparada a tiempo.
—Yo apuesto —repuso otro—, a que la vista de la fantasma te haría temblar el pulso.
—A la prueba. ¿No dijiste que acababa de pasar por la galería del templo?
—A lo menos en esta dirección creí oír los pasos.
—Déjame entrar, y si no te presento la fantasma en cuerpo y alma, que me la claven en la
frente.
—La consigna es muy formal. Aquí dentro nadie entra.
—Déjame al menos atisbar desde este sitio, y si llega a asomar, fuego en ella.
—De esto nada reza la consigna.
—Manos pues a la obra.
—Con tiento: cargad los fusiles.
—Cargados están.
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—A la galería, camaradas.
—Esperad.
—Chito: todos a una, y si llega a apuntar la nariz, hagamos sobre ella fuego graneado.
—Preparen. Arm. Silencio, y ojo alerta.
—Si no me engañan mis ojos —dijo uno pasado un rato de silencio—, los pabellones del
camarín se han movido.
—Apunten —gritó uno de los hombres armados—; a ella, que ya llegó su hora.
—Os advierto que no consentiré que nadie convierta en blanco el camarín —dijo en tono
imperioso el que al parecer estaba de centinela.
Su acento de mando contuvo a sus compañeros.
—Bien dicho —añadió uno de estos—; somos enemigos de los frailes, pero no de la Virgen.
—Algo se mueve en el camarín.
En efecto, habían sin duda apercibido un ligero movimiento que yo había hecho al alejarme.
Mi situación era crítica sobremanera. Habíame internado imprudentemente en la iglesia, y me
encontraba en la parte más visible de ella. Érame imposible retirarme sin hacer ruido y sin llamar
sobre mí la saña de aquellos hombres armados. Locura hubiera sido atreverme siquiera a pensar en
volver al convento por la galería que poco antes había cruzado. Y sin embargo yo no debía esperar
en aquel sitio a que amaneciese. Era preciso que abandonase aquella cámara angelical, aunque no
fuese más que para no llamar hacia ella el furor de los que hasta aquel momento la habían
respetado. ¡Sin ventura de mí! Había tenido el gozo inmenso de ver en todo su brillo una joya
inestimable que consideraba perdida, y ahora estaba a punto de verla por mi culpa hundirse en una
sima insondable.
Encomendéme de todo mi corazón a aquella Reina cuya imagen tenía delante. Yo no sentía
morir como habían muerto algunos de mis hermanos; pero, descubiertas ya por el piloto las
catacumbas, me parecía que hasta estar seguro de este hombre no podía yo cerrar los ojos tranquilo.
Y además mi pecho se había abierto a una esperanza vaga en días más serenos, y deseaba
ardientemente dar en ellos y en los de ahora cumplimiento a los deseos que el padre José me
manifestó en sus últimos momentos.
No pudiendo volver al convento por la galería y por el coro, no me quedaba otro camino para
penetrar en él que la sacristía, o bien una pequeña puerta que, abierta casi en la mitad del templo,
daba a los corredores inferiores del primer claustro gótico. Desde la puerta en donde permanecían
en acecho aquellos hombres armados, les venía frontera la puertecita del claustro, de modo que era
imposible abrirla sin que lo viesen. La otra puerta de la sacristía la veían también aunque más
lejana. Determiné buscar en esta mi retirada. Bajé por la escalera del camarín sin que mis pies
hiciesen crujir el menor objeto: pero al fin de ella, y queriendo cruzar el trecho que me separaba de
la deseada puerta, me pareció imposible que yo hubiese pasado por allí algunos minutos antes.
Era inútil querer sentar el pie en el pavimento, pues no se descubrían por todas partes más que
piedras y tablas movedizas, unas sobre otras hacinadas, que temblaban al más ligero roce, y por
encima de las cuales era imposible dar un paso sin caer y motivar nuevos derrumbamientos.
Detúveme tentando aquellos escombros y ruinas. No bien aplicaba en ellas con mucho tiento una
mano o un pie, todo cuanto tocaba se movía, sin que en ninguna parte encontrase un punto de
apoyo.
Una de las muchas tablas en que probé de apoyarme, me ofreció resistencia, y afianzado en
ella me atreví a dar el primer paso por detrás de los escombros del altar mayor. Apoyéme luego en
una piedra que al principio cedió bajo mi peso, y luego se fijó. Dí otro paso, y otro, con las mismas
precauciones. Ya me encontraba casi junto a la puerta que debía salvarme cuando incliné el cuerpo
para evitar ser visto. Con el movimiento que hice perdió el equilibrio otra tabla en que me apoyaba,
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y para no caer tendí las manos y me así del primer objeto que a ellas me vino. Era una cadenilla de
hierro que cedió un poco bajo mi peso, de modo que quedé tendido.
Entonces me helaron de espanto los tañidos de una campana muy conocida, que resonaron
sobre mi cabeza y por encima de aquellos destrozos, a manera de unos lamentos penetrantes.
Sucedieron a ellos unas feroces imprecaciones y unos terribles alaridos.
—¡La fantasma! ¡la fantasma! —gritaron a una voz los de la puerta.
—Toca a rebato —dijo uno de ellos.
—Verdaderamente ha sido un toque de rebato.
—Hacia aquel lado la he visto deslizarse.
—A la derecha: allí, enfrente.
—Hacia la sacristía fue.
—¿Hacia dónde?
—Yo he visto una sombra junto al altar mayor.
—Alguna piedra que se habrá caído.
—La campana no hubiera sonado sin que alguno la moviese.
—Cierto que no.
—¿A qué aguardamos, pues?
Y oí cómo levantaban los gatillos de sus fusiles.
—Disparemos a la vez.
—¿Quién mueve esta batahola? —dijo con voz fuerte uno al parecer recién llegado.
—La fantasma —respondió sin vacilar uno de los hombres armados.
—¡Qué fantasma ni espantajo! ¿Quién de vosotros hizo voltear la campana?
—La fantasma, mi comandante —respondió otra voz—: esta vez todos la hemos visto.
—Pues es menester traerla aquí viva.
—¿Y cómo?
—Yendo sin armas de fuego a registrar la iglesia. ¿Quién se ofrece voluntario?
—Yo prefiero atisbarla desde este sitio —dijo uno.
—Si es verdaderamente una fantasma, será inútil perseguirla —dijo otro.
—Se hará escurridiza, y se escabullirá de entre manos —repuso un tercero.
—Mi comandante —dijo otro—, dos reclutas nuestros conozco yo que siempre me piden
permiso para entrar: y a quienes fuera bueno me parece darles esta comisión.
—¿Son del destacamento?
—Lo son, y en la puerta del dormitorio estarán.
—Vayan por ellos. Deseo conocer qué especie de animal sea una fantasma.¿Qué facha tiene?
¿Es alta o baja, enjuta y avellanada, o gorda y rechoncha? ¿Va ligera o pesada?¿Viste calzones o
sayal?
—No sé —respondió uno.
—Hay opiniones —dijo otro—; unos la pintan pálida, otros roja y tinta en sangre. Quién dice
que es el mismo seráfico en cuerpo y alma; quien afirma que no es más que un espíritu en pena.
Cada uno cree a puño cerrado lo que le aconseja el miedo.
—¿No dijiste que acababas de verla? —preguntó el jefe.
—A mí se me figuró que algo se movía hacia aquella parte —respondió el interpelado—; pero
no la distinguí perfectamente.
140
LV.
Cómo pude salir del convento.
El hijo del que mató al padre José.
Pocos momentos habían transcurrido desde mi llegada a las catacumbas cuando oí abrir la
puerta de la gruta.
—Manuel, ¿estás aquí? —dijo el piloto con el acento de un hombre que teme perder un
instante.
—Aquí estoy —le respondí casi junto a sus oídos.
—De una buena te salvaste. Pero conviene no perder un segundo. Antes que amanezca has de
abandonar este asilo. Cuando oigas las dos del reloj de la Merced, yo entraré de centinela en la
puerta del centro. No irás muy lejos. Una posada segura está ahí a dos pasos. Verás una luz detrás de
los vidrios de dos de sus ventanas en el cuarto segundo. Quítate el sayal, y ponte estos calzones,
esta levita y esta gorra.
—Jamás, jamás —le respondí—. Esta mi existencia no vale la pena de que nadie se moleste
en querer prolongarla.
—No me repliques, Manuel, que este consuelo de morir no le tendrías. Óyeme. Quieren
castigar el atentado del otro día: cuentan con la fuerza armada, y no saben que está vendida.
Mañana no va a quedar aquí piedra sobre piedra, y muchos han jurado registrar hasta las sepulturas
para sacar viva la fantasma que ha llamado la atención de todos. Uno de mis compañeros está
empeñado en descubrirla, y es un hombre temible: es el mismo que dio la muerte a tu anciano
amigo.
—¿Le conoces pues?
—Doce años ha que le llevo a remolque; y aunque muy terco e irreducible, me sirve bien.
Ahora vive conmigo en la misma posada. ¿Qué resuelves? ¿Vacilas?
Yo no vacilaba ya; daba gracias al cielo porque en aquel nuevo peligro, no sólo me ofrecía
otro asilo, sino que me abría camino para dar cumplimiento al más vehemente deseo del padre José
moribundo. Yo iba a conocer a su asesino.
—Manuel —repuso el piloto—, no añadas el último dolor a los que sobre mi existencia pesan.
Quiero salvarte o perecer contigo. Falta sólo media hora. ¿Vendrás?
—Dios mío, Dios mío —dije yo levantando en alto mis ojos y mis manos, y dándome en mi
interior a mí mismo esperanzas en mejores días.
—¿Vendrás? —repitió el piloto—; o me tienes aquí anclado, y doy por redondeado mi último
viaje.
—Vendré.
—Dame la mano.
—Mis brazos te doy y mis lágrimas.
Salióse el piloto, y yo a poco me salí también, abandonando mi sayal entre los muertos.
Como un demente recorrí en un momento los claustros todos, los patios, los corredores, el
huerto, la biblioteca, la sala capitular, las salas de enseñanza, el refectorio, las celdas una por una.
Cada objeto me arrancaba un suspiro, cada piedra una lágrima. Me despedía de los objetos
inanimados como si pudiesen comprender mi amargura. «La profanación —les decía yo—, os
aguarda; ella penetrará en este recinto sin que las humanas fuerzas basten a impedirlo. ¡Oh! si me
fuese dado cubriros con un barniz impenetrable al fuego y a la zapa, y a las mismas miradas.
¡Desgraciado de mí! Tal vez oiga, no muy lejos de este sitio, crujir todos estos objetos venerandos y
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desplomarse unos sobre otros con estruendo.» Y yo les daba con gemidos y sollozos el a Dios
postrero.
Las palabras más tristes de mi libro de rezo eran las únicas que me acudían a la mente
consternada.
¿Cómo es, decía yo, que el Eterno, lleno de enojo, ha dejado envueltos en amargas penas a sus
hijos predilectos? Ya está trastornado lo más hermoso de Jacob; ya está quebrantada toda la fuerza,
todo el poder y toda la gloria de Israel: un fuego se encendió cuya llama todo lo corría, todo lo
devoraba. Derrocados están los vallados y los muros del santuario; y sumidos en el llanto y en el
abatimiento quedan los que le defendían. ¿Qué harán, qué dirán, o a dónde acudirán para reunirse si
el santuario ya no existe? Permitió Dios que fuese destruida su tienda y roto su tabernáculo, y que
cesasen las ceremonias mas augustas, y fuesen tratados con el mayor oprobio los pontífices.
Sepultadas en sus ruinas se vieron las puertas del templo; rotas y quebrantadas las barras y cerrojos:
ya no hay exposición de la ley. Los ancianos, ceñidos de sacos, y cubierta de ceniza su cabeza, se
verán sentados en tierra, como en tiempo del mayor luto; y no les permitirá el dolor abrir los labios
más que para prorrumpir lamentos.
Mi última visita fue a la celda del padre José. En ella se renovaron mis tristezas. Regué con
mi llanto el suelo que a aquel varón santo había sostenido. Besé mil veces las paredes que habían
presenciado los más íntimos actos de sus virtudes. «Ya no volveré a veros», dije cayendo de
rodillas. En esta actitud llamó mi atención un objeto que en el suelo yacía. Le levanté creyendo que
sería alguna ropa olvidada de uso del padre José, pero vi con asombro que era un uniforme de
miliciano. Examinéle sin acertar a volver en mí de mi sorpresa. Ninguna prenda faltaba. Quién le
habrá puesto en este sitio? En mis visitas anteriores yo no había visto nada. Registrando aquellas
prendas encontré en ellas un papel, y me salí al corredor para leerle. Decía así:
«No hay que perder un instante, porque mañana ya no habría tiempo. Este vestido os salvará,
padre Manuel. Sólo lo llevaréis un minuto. A las dos entraré de centinela en la pequeña puerta que
da al huerto. Llamad muy quedo, y salid. La puerta de mi casa estará entreabierta. Veréis una luz
tras de los cristales del balcón del primer piso. Aquel es vuestro cuarto.»
Conocí la letra de Andrés, y en aquel momento mismo oí el reloj de la Merced. Daban las dos.
Era llegada la hora de mi postrer despedida. Probablemente, de los dos hombres que querían
salvarme, ninguno sabía la intención del otro. ¿Por cuál de ellos me decidiría? La casa de Andrés
me era conocida, la del piloto ignorada; en aquella debía encontrar, no sólo un celo caritativo, sino
también una familia piadosa, prudente y probada; en la del piloto encontraría seguramente a alguno
de aquellos seres cuyo semblante sólo ofrece las impresiones de la ira, y cuya boca sólo se abre para
proferir blasfemias. Mi corazón se inclinaba en favor de Andrés; pero mi deber y mi conciencia me
hicieron decidir en favor del piloto. Yo no debía huir, sino buscar la presencia de los que más daño
me habían hecho, para darles el pago que mi anciano amigo les legara. Arreglé mi traje no sé cómo,
y me trasladé a los corredores bajos. Primero me encaminé a la puertecita del huerto. Aseguréme de
que el centinela estaba solo, y di un golpe. Sólo un oído muy atento hubiera podido percibirle a dos
pasos de distancia, pero Andrés le percibió.
—Salid al momento, padre Manuel —me dijo.
—Buen Andrés.
—Si no os conociera en la voz, volvería a cerrar la puerta —me dijo—. Qué disfraz es este?
Si pasáis más adelante con él va a deteneros el centinela de la puerta del centro. Sólo con uniforme
os será dado pasar a estas horas.
—No pretendo salir en este momento, amigo Andrés, pero vengo a despedirme de vos.
—¿Y no aceptais mi casa? ¿En dónde estaréis más seguro?
—No viviré muy lejos, y confío que recibiréis muy en breve noticias de mí; pero si Dios lo
dispone de otra suerte, sabed que os quiero mucho, Andrés.
145
—Si así lo dispone el cielo, cúmplase su voluntad. ¿Cómo sabré que ya no estáis en el
convento?
—Si de la celda del padre José no cae nada.
Dirigíme sin proferir otra palabra a los claustros, y con pasos quedos me acerqué a la puerta
del centro. La antigua puerta había desaparecido, y la suplían con unas malas tablas, peor trabadas,
las que dejaban entre una y otra unos resquicios que permitían ver lo que en la calle pasaba.
El centinela no estaba solo. Alguno de sus compañeros permanecía a su lado, y le dirigía la
palabra.
—No se prepara mala zambra —le decía—; esta vez se decidirá en favor de quién queda la
partida. A mí no me gusta dejar las cosas a medio hacer. Fuera de que vale más rostro bermejo que
corazón negro. O nos despeñan, o nos levantamos a las nubes. No fuera mala broma que a lo mejor
nos viésemos obligados a ir buscando las piedras que esparcimos, y a traerlas en hombros para
reedificar los templos que incendiamos. Mala peste si consiento en ello, me consuma.
El piloto no contestaba, paseándose al parecer con impaciencia, y rozándose cuanto podía con
la puerta, como para descubrir si me hallaba yo detrás de ella esperando a que él abriese. Una vez
pegó tanto sus miradas a las tablas que casi sus ojos se tocaron con los míos.
—Mañana lo veremos —dijo a su camarada.
—No mañana —repuso éste—, sino hoy. Lo que es mañana a estas horas creo que nos cantará
otro gallo. Estoy rabiando en deseos de que empiece la bulla.
—Créeme —le dijo el piloto con laconismo—, vete a descansar.
—Por más que haga no podré pegar el ojo.
—Pues cósete los labios.
—Demasiado que los he tenido cosidos y aun clavados por espacio de muchos años. Ahora ha
llegado el tiempo de abrirlos tan anchos como son, y dar por ellos salida a todo el furor en tanto
tiempo acostalado.
—Las palabras que en las tinieblas se profieren, amigo, muy lejos resuenan.
—¿Será que pueda oírnos la fantasma? Y ahora que lo recuerdo, ¿qué tal os ha ido con ella a
los que la perseguisteis? Me han dicho que de un brinco saltó las bardas del huerto y que ha
desaparecido.
—Así parece —respondió siempre conciso el piloto.
—No será extraño que vuelva, mayormente si dentro hay algo en qué cebarse, como creo.
Pero no le aseguro el pellejo más que para lo que queda de esta noche, porque amanecerá y nos
veremos.
—O no veremos nada.
—O veremos mucho más de lo que nadie cree ni presume. Ya no es tiempo de andarse por las
ramas.
—Eso será según qué viento sople.
—No en mis días, que el sufrimiento tiene un término. Haya calma calina, o bien un temporal
deshecho; bien venga el viento por la popa, o bien nos azote por el pico, pegaremos fuego a la
Santa-Bárbara del contrario, y volarán hechos astillas los restos de su buque carcomido. Entonces
pondremos al sol todas sus entrañas.
—Mira —dijo el piloto deteniéndose—, ¿quieres dejarme solo?
—Tómalo como gustes —dijo su compañero parándose también a su vez—; pero te he
tomado por mi cuenta y no te suelto; amigos somos, tú eres capitán y piloto, yo piloto a secas;
juntos navegamos desde mucho tiempo; me conoces desde la infancia; tú eres mi primero, yo tu
segundo; cinco veces nos hemos visto con el agua a la altura de los ojos; otras tantas hemos
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naufragado; si tú te has salvado, yo también; ambos juramos guerra a los frailes; tú perdiste tu novia
antes de casarte, yo al año de casado, y el hijo que me dejó es lo que tengo más que tú y aun me
dijiste que lo adoptabas, de modo que ahora le has buscado un ayo; los mismos peligros hemos
corrido siempre y las mismas alegrías nos han regocijado; tú tomaste el otro día las armas, yo hice
lo mismo: ahora bien, tómalo a risa o con enfado, en toda esta noche y el día de mañana no me
muevo de tu lado lo que da de sí el canto de un sable. Demasiado te he dejado ir suelto desde que
despaché uno de los dos camuesos que te daban pena.
—Paciencia y barajar, como dijo el otro —respondió el piloto tomándolo con frescura—; en
este caso hazme merced de traer por acá pan, vino y jamón, y se hará menos pesada tu compañía.
—Hablaste como un rabino, y esta vez te reconozco, mi capitán: a las penas longanizas. Voy
por lo que me pides.
Y en efecto cesé de oír la voz del compañero, y sus pasos me indicaron que se alejaba.
El piloto dejó transcurrir un buen espacio, puesta la mano en las mal seguras tablas que de él
me separaban. Luego entreabrió la puerta, y me impelió hacia fuera.
—Mi posada está a pocos pasos; enfrente —dijo a media voz—; mira las dos luces en el
cuarto segundo: la puerta cae debajo.
Adelantéme casi maquinalmente en dirección a las dos luces, pero debajo de ellas vi otra luz.
Era la de Andrés. Luego la misma escalera conducía a la morada con que me brindaba el piloto, y al
asilo que me ofrecía Andrés. No mediaban entre las dos habitaciones más que algunos pies de
altura. Pasé el umbral de la puerta que en días no menos tristes aunque lejanos se había abierto
también para mí, y subí aquella escalera por la cual un día fui rodando casi cadáver.
Una débil luz iluminaba aquellos escalones húmedos, y no bien di en ellos algunos pasos,
cuando oí dos voces que a mí se dirigían.
—Por aquí, suba con tiento —me dijo desde el primer piso la voz al parecer de la mujer de
Andrés—; que esta escalera es muy resbaladiza: Andrés está de centinela ahí cerca, y luego vendrá.
—¿No le han dicho que subiese al cuarto segundo, buen hombre? —me dijo desde lo alto de
la escalera un niño al parecer de pocos años y de voz tierna y candorosa en extremo—. Mi padrino
me ha dicho que os esperase, y diese de cenar, y os acompañase al número tercero que está
desocupado. Subidle algo de comer, abuela.
—¿Entonces sois el del cuarto segundo? —dijo examinando mi traje la mujer de Andrés—.
Perdonad, como esperamos dos huéspedes, uno para un cuarto del primer piso, y otro para el del
segundo, os tomé por el otro. Bien venido seáis. Luego se os subirá la cena, porque presumo que
querréis cenar en vuestro cuarto. El otro huésped que espero cenará también en el suyo.
—Subid, subid, buen amigo —me dijo el niño tomándome de la mano, y acompañándome a
un cuarto reducido—; mi padrino me ha dicho que hiciese por no dormirme hasta que vos vinieseis,
y yo quiero mucho a mi padrino. Mirad, cuatro veces me he lavado la cara para desvelarme un
poco, porque me caía de sueño. He estado contando las horas; dan las diez, las once, las doce, y
pasaba el sereno que me da un miedo de oírle, y ha dado la una, y las dos, mi padrino me ha dicho
que a las dos vendríais, y desde entonces, y eso que van a dar las tres, me estoy en esta escalera.
¿Verdad que ahora me podré ir a descansar? Mirad, yo duermo en este cuartito junto a esta alcoba
que es para vos. Esta cama, esta mesa y estas sillas son también para vos. ¿Deseáis que os sirva en
algo? Porque tengo mucho sueño, muchísimo.
Escuchaba yo encantado a este hermoso niño que con tanta gracia y soltura me hablaba, a
pesar de ser la primera vez que me veía. Rayaba al parecer en los diez años, tenía la frente
despejada, la voz simpática, los ojos claros, y el cuerpo lleno de donaire.
—Gracias, hijo mío, puedes echarte a descansar.
—Con vuestro permiso, pues, voy a hacerlo. Pero mañana no me riñáis si no madrugo mucho.
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—A sus ojos, buen Andrés, no seré más que el ayo de este niño que aquí duerme.
—Y a los míos lo mismo. Dios mío, no quepo en mí de contento. Se lo diré a mi mujer para
que al conoceros no cometa alguna imprudencia. Cerrad estos postigos. Desde ellos veréis siempre
que os plazca la celda del padre José, y parte de los claustros, si no lo destruyen todo mañana.
Voyme que ya suben vuestros nuevos conocidos. El uno es malo en sumo grado, y dice tal
blasfemia que da convulsiones. Apagad la luz, y diré que estáis descansando.
Hícelo, y me tendí, vestido como me hallaba, en la cama que me habían dispuesto.
Oíase en la escalera la voz del piloto.
—¿Habéis subido la cena al ayo?
—Sí señor.
—¿Hace mucho que llegó?
—Como una media hora.
—Bueno.
—Andrés es una alhaja —dijo el compañero del piloto—. Es un cronómetro que no falta.
—Hola, Andrés —repuso el piloto—, dadme los cinco.
—Buenas noches —respondió Andrés.
—¿Ya no lleváis uniforme, según parece?
—Ya lo veis, amigo mío, del cuerpo de guardia a la cocina no hay más que un paso.
—¿Os parece, Andrés, si volveremos esta noche a dar caza a la fantasma?
—Al más pintado se la doy —dijo Andrés—; ahora que el ayo y el niño descansan, si no
mandáis otra cosa voyme a aprovechar del permiso que me han dado para dormir en casa un par de
horas.
—Lo mismo digo yo —dijo el piloto, subiendo el último tramo de la escalera.
LVI.
Enrique. La conmoción popular. Día de sangre.
—¿No lo quiera Dios, has dicho? Mira como tú no ignorabas que Dios puede conservarnos el
pensamiento, pues al temer perderle, pides a Dios que no lo consienta. Esta exclamación deberás
repetirla todos los días al acostarte y al levantarte, porque así el que te dio el pensamiento sabrá que
le estás agradecido y que le pides que te conserve sus beneficios.
—No lo olvidaré, ¡oh! no tengáis miedo que yo lo olvide; vaya una cosa particular, que yo
mismo lo estaba diciendo, y lo ignoraba, o no había parado en ello la atención.
—Cuántas cosas, hijo mío, creemos que nos son desconocidas, sólo porque no nos queremos
parar en ellas un instante. Mira —añadí abriendo un libro que vi encima de la mesa—, esta palabra
Dios que tú sabes, que tú pronuncias, y que me has dicho que invocarás al acostarte y al dispertar,
está aquí escrita en letras visibles, y sin embargo tú tienes ojos y no la ves.
—¿En dónde está, decidme?
—Aquí.
—Pues ahora ya la conoceré, os digo que la conoceré. Buscádmela en otra parte, y veréis
como la conozco.
—Búscala pues en esta otra página.
—Se compone de cuatro partes.
—Y cada parte se llama una letra.
—Pues se compone de cuatro letras. Ahí la tenéis. Esto quiere decir Dios, esto de más abajo
también quiere decir Dios. ¡Oh! ¡qué contento estoy! ya sé leer la palabra Dios.
—Y luego sabrás escribirla si tú quieres.
—¿Pues no he de quererlo? Vaya si lo quiero. Mirad, ahí tenéis papel, tintero y pluma. ¿La
escribís vos? Sí, lo que habéis escrito se parece a lo del libro. Esto dice, Dios. Habéis tomado la
pluma con estos tres dedos, y esta otra mano la habéis apoyado en el papel. Me tiembla el pulso, y
no me ha salido muy bien; pero esto se le quiere parecer un poco, y otra vez me saldrá mejor. Ya he
escrito, Dios. Yo estoy loco de alegría. Entonces es más fácil esto de lo que yo creía. Mirad,
enseñadme en el libro, papá, pan, queso.
-Lo que ahora te enseñaré, amiguito mío, es a tomar el desayuno; después veremos.
Con efecto, en aquel momento entró con el chocolate la mujer de Andrés, y me dirigió una
mirada muy triste. Al parecer quería hablarme, y no sabía cómo alejar al niño.
—Buenos días —nos dijo con acento muy conmovido.
—Muy buenos los tengáis —le respondí.
—Dadme un abrazo —le dijo Enrique echándole los brazos al cuello—. Sabed que estoy muy
alegre, porque ya empiezo a leer y a escribir, y luego sabré tanto como vos, y os leeré muchas cosas.
¿Me acompañaréis a paseo hoy, después de comer?
—Aparta, niño, que hoy no estoy de humor.
—¿Y qué tenéis, abuelita, vamos, contádmelo?
—Que hoy no podremos salir, que habrá bullanga.
—¡Bullanga! ¿Habrá bullanga? ¿Y esto os da pena? Pues a mí me gusta mucho la bullanga —
respondió Enrique. Y se puso a correr, y a dar brincos; asomábase al balcón y luego volvía a entrar.
—¿Te vuelves loco, muchacho —decía la mujer de Andrés.
—Ya se oyen los tambores, y las trompetas —decía a gritos Enrique—; luego empezará a
correr la caballería, y habrá carreras, y muere tú, y viva yo. ¿Me dejaréis subir a la miranda como la
otra noche, abuelita?
—Suéltame. No, no, no. ¿Subirse a la miranda hoy que se necesita tanta prudencia? Ya me
meteré la llave en el bolsillo. Hoy no se mueve usted de este cuarto, señorito, y cuidado con ello, o
se lo contaré todo a su papá.
151
—Vamos, no os enfadéis, que papá no dirá nada. También le gustan las bullangas. La otra
noche se fue a ella con mi padrino, y hoy no faltará tampoco. Ya oigo gritos —añadió subiendo la
escalera en dirección hacia la miranda.
—Padre Manuel, esto se pone muy serio —me dijo la mujer de Andrés viendo que Enrique se
alejaba—; y no sé en qué acabará. Y en efecto se oyen gritos. Voy a cerrar la puerta de la calle. Me
ha dicho Andrés que por Dios no salieseis hoy.
Al poco rato bajó Enrique y sin acordarse de su desayuno, me tomó de la mano, diciéndome:
—Subid, subid, ya se oyen tiros muy lejos; esta vez será de día y lo veremos todo.
–Amigo mío, mejor estoy aquí —le respondí con dulzura—; tú puedes subir si te complaces
en presenciar unas tristes desgracias, en ver cómo un hermano persigue a su hermano; tú puedes
subir si te gozas en escuchar los lamentos que dan los que padecen; yo me quedaré aquí rogando a
Dios, el cual como sabes nos dio la facultad de pensar, y pidiéndole que encamine todos los
pensamientos hacia el bien, y los aparte del mal.
Enrique se quedó cabizbajo y pensativo, y sin saber verdaderamente lo que hacía se sentó a mi
lado.
Había yo entreabierto una de las ventanas, de modo que no perdíamos ningún rumor de los
que en la calle y a lo lejos resonaban. Oíase el estruendo de cajas y cornetas, el ruido de la
caballería, el chirrío ronco y estrepitoso de la artillería, el penetrante son de las voces de mando, y
una confusa gritería en lontananza. Unas veces reinaba en la calle un silencio profundo; otras veces
resonaban en ella pasos precipitados como de un pelotón de gente fugitiva y muda de espanto; ya
cesaba esta alarma y a ella sucedían unos alaridos y una vocería que daba miedo, y entonces se oían
nuevamente los pasos presurosos, aunque por los gritos se echaba de ver que era gente
entusiasmada y furiosa que, avergonzada de su anterior fuga, volvía a la carga confiada en sus
propios bríos o acaso en nuevos auxiliares.
—Fuera temores, compañeros —decía uno con voz desaforada—; que la tropa es nuestra.
—La tropa es nuestra —repetía a coro la muchedumbre.
Hubo un instante en que oímos preparar fusiles, y en que sin duda se detuvieron para tomar
aliento los que se adelantaban. Enrique no pudo resistir a la tentación de asomarse a la ventana, pero
luego se retiró de ella espantado, y apenas pudo decir en voz baja:
—Ayo mío, ya no van contra los frailes.
—No, hijo mío —le respondí—, hoy van contra sus propios hermanos.
—Y se quieren matar: ¿cómo es que se quieren matar? —añadió temblando y asomándose de
nuevo—. Ya viene el general. Mirad, el general manda a la tropa que dispare. ¿Oís como gritan
muera, muera? El general y la tropa se retiran, y éstos avanzan. No se matan, no, ¿veis cómo no se
matan? Ya están lejos. Bien sabía yo que os engañabais diciendo que se querían matar. Sólo querían
matar frailes. ¿Sabéis qué son frailes?
—Son hombres como tú, hijo mío.
—¿Cómo yo, decís, mi ayo?
—Sí, como tú, y como yo; ¿no oíste nunca decir, el hijo del vecino tal se hizo fraile, entró en
religión, se metió en un convento? Pues haz cuenta que todos son hijos de vecinos.
—¿Y porqué habían de meterse en un convento? ¿Quién les obligaba a hacerlo?
—Su voluntad, hijo mío, porque a cada uno le gusta vivir a su modo, sin daño de sus vecinos.
¿No te gusta a ti vivir a tu manera?
—Cierto que sí, ¿y sabéis qué hacían en sus conventos?
—Bendecían a Dios en sus celdas y en los altares.
—¿Nada más que esto, mi ayo?
152
—Enseñaban a los niños a leer y escribir, consolaban a los enfermos, y daban pan a los
hambrientos.
—Pero por esto no merecían que se les persiguiese. ¿Por qué los persiguen, pues?
—¿No te ha sucedido nunca, hijo mío, reñir con un amigo tuyo, enfadarte seriamente con él,
amenazarle, y aun darle golpes, a pesar de que antes le querías mucho, y de que después le querrás
también?
—¡Oh! esto me ha sucedido muchas veces, y después lo he sentido mucho, y aun lo he
llorado, porque no me gusta hacer mal a nadie.
—Pues haz cuenta que lo mismo pasa entre hermanos; a veces las riñas son pasajeras; otras
veces duran más, como ha sucedido esta vez entre los frailes y sus hermanos que no son frailes,
pero hijos de vecinos como ellos mismos. Hoy los persiguen y los abrazarán mañana.
—Mirad, mi ayo, que ya vuelven; esta vez gritan con más furia: ¿oís qué voces más
descompasadas? Están locos: vienen tirando de una cuerda, y corren como desesperados. ¿Qué es
aquello que arrastran? Sí; arrastran una cosa llena de polvo, y que deja tras de sí un rastro rojo.
¡Dios mío! arrastran al general.
—¿Enrique, estás en ti?
—Son sus vestidos, sus galones, su faja; ¡Dios mío!; cuánta sangre! ¡Que le matan, infeliz,
que le matan!
Enrique cayó en mis brazos, trémulo, lívido, sin sentidos, y hube de tirarle agua a la cara.
Nada más horroroso que la desaforada gritería de la muchedumbre que en aquel momento
pasaba por debajo de la ventana. Aquello no eran voces humanas, no eran gritos que se hubiesen
oído en alguna parte, no eran los clamores más terribles en la guerra acostumbrados, ni los alaridos
salvajes de gente victoriosa: eran una especie de aullidos agudos, vibrantes, prolongados, salidos a
un tiempo de las fauces de mil fieras salpicadas en sangre, y de ella tanto más sedientas cuanto más
bebido habían. Al pronto los hubiera tomado por los silbidos horrísonos que un huracán deshecho
derrama y extiende sobre la superficie de las aguas. Pasaron en pocos instantes, dejando en pos de sí
unos rugidos vagos, flotantes, como restos desprendidos de la furia de viento que a lo lejos todavía
resonaba. Jamás hubiera creído que el hombre pudiese dar de sí tan espantosas muestras.
Cuando Enrique volvió en sí, sólo pudo proferir estas palabras:
—¿Y qué ha hecho el general para que le maten?
—Esto te enseña, hijo mío —le respondí—, que jamás debes entregarte a la cólera, si no
quieres cometer las más horrendas injusticias. El delito de este hombre era no querer consentir en
que los inocentes fuesen perseguidos.
—Esto es espantoso, Dios mío.
—Enrique querido, invoca así a nuestro Dios, que es el único que puede hacer volver en sí de
su error a nuestros hermanos, que ciegos se despeñan en un abismo de iras.
En esto resonaron nuevas voces descompasadas, nuevos gritos, roncos unos, y penetrantes
otros.
—El general a la hoguera —decían unos.
—A la hoguera, a la hoguera —respondían otros.
—La policía a la hoguera —añadían unos pocos.
—A la hoguera, a la hoguera —repetían todos.
—Las monjas a la hoguera —dijo una voz.
—A la hoguera, a la hoguera —repitieron otros.
—Fuego en las fábricas de vapor, y que se conviertan en hogueras —dijo otra voz.
—Todas en hogueras —respondió la plebe.
153
LVII.
La destrucción y el saqueo.
—Es algún desafecto: en esta casa hay desafectos. Me consta que los hay.
—Ah de casa —dijo otro dando furiosas aldabadas—; abran al momento al pueblo.
—Abran al pueblo.
—¿Y por qué hemos de esperar a que nos abran? Vais a ver cómo en un instante la puerta se
abre por sí misma —dijo otro descargando con la culata de su fusil fuertes golpes en ella.
—Abran al pueblo.
—Demos un asalto en regla —dijo otro—, y no andemos en contemplaciones.
—Asaltemos.
—Traigan escaleras de mano.
—Al asalto.
—Ah de casa, si no nos abren, serán pasados todos sin compasión a degüello.
—¿No hay por ahí ningún buen vecino que tenga escalera de mano?
—Respondan los vecinos.
—Salgan los vecinos, pronto, pronto, y digan quién hay en esta casa.
—Allí asoma una vieja.
—Viva la vieja.
—Dejad que hable la vieja.
—Decidnos, vieja de Lucifer, ¿sabéis quién habita en esta casa del lado?
—¿A quién buscáis en ella? —dijo con voz temblorosa una mujer anciana.
—Venimos a caza de gente mala —dijo uno de la plebe—, buena vieja.
—Aquí hay gente sospechosa —añadió otro—; decidnos qué clase de vecinos son esos.
—Sois unos espanta-chiquillos —repuso la vieja—; ¿no oís que aquí no hay más que un niño
que llora?
—Silencio.
—Escuchad, escuchad; y tiene razón la vieja. Es un niño que llora.
—Es un mochelo que llama a su papá.
—Papá, papá, yo quiero a mi papá —dijo uno remedando la voz de Enrique.
—Mas os valiera no perder tiempo, y hacer cosas de provecho —replicó la vieja—. Ved hacia
allá cómo persiguen a un hombre que lleva sobre sus espaldas a otro hombre. Aquellos no hacen el
bú a ningún niño. Ya le acosan, ya le cogen; pero no, que el hombre, por la puerta del huerto, se ha
metido en el convento. Es la fantasma, la fantasma, que sin duda habrá hecho presa en alguno de los
vuestros, y se lo lleva al refectorio para tragárselo vivo.
—Sí, sí, la fantasma —dijo uno del grupo—; la fantasma que el otro día se comió dos
milicianos, en menos tiempo que lo digo.
—A la fantasma, muchachos.
—A la fantasma, dijeron todos: vamos en busca de la fantasma.
Y oímos que en un momento aquella agitada muchedumbre, sin pensar más en nuestra casa, y
sin escuchar más el llanto de Enrique, se precipitó hacia el convento en medio de unas
vociferaciones espantosas.
—Arrimad estas escalas, una en cada ventana —dijo el que había dado muestras de tener más
vigorosos pulmones—. Son cortas, es menester atarlas de dos en dos. Entretanto destrozad esas
tablas, y penetrad algunos por la puerta.
—También queremos entrar nosotras —dijeron dando penetrantes chillidos algunas mujeres
de la hez más desgraciada.
155
—¿Y quién sois vosotras que habláis tan recio, y sin embargo bailáis en pelado, como
verdaderas hijas de la piedra?
—Cómo tú, somos hijas de madre, y queremos entrar en donde entréis vosotros.
—Entraréis, pero atended primero, oh doncellas, que a bien os salgan, hijas, esos arremangos:
atended un momento, y decidme sin rebozo: ¿tendréis valor, oh amazonas del pueblo y
engendradoras de los héroes del pueblo, tendréis valor repito para ver cara a cara, y para embestir
de frente a la fantasma horrible, que se come vivos a los hombres? —preguntó con voz atronadora
el de los pulmones.
—¿Si le tendremos? —respondió una voz más bien que de mujer de becerro—;
acostumbradas estamos a ser fantasmas en mitad de la noche, y a tratar con fantasmas que así como
vienen desaparecen, sin que nos hayan comido, antes las dejamos enjutas y descoloridas, que no
parece sino que las chuparon brujas.
—Pues bien, brujas chupadoras del mismo Satanás, si a la mano le tuvierais: ¿ignoráis que no
entran mujeres en los conventos destinados a los hombres? —preguntó afectando mayor solemnidad
el de la voz de trueno.
—Se acabó el tiempo de los privilegios, y ya nos calzamos las bragas —respondió la mujer—.
¿No habéis entrado vosotros hoy mismo en los conventos destinados a nosotras las mujeres?
—Tiene razón —dijo alguno de la plebe—; esta mujer habló como quien es.
—Que entren, que entren.
—Con tal que acosen como lebreles a la fantasma, y nos la traigan, bien sea entera, o bien
hecha pedazos —dijo el que por su voz era jefe.
Entonces las oleadas del gentío debieron de precipitarse hacia el convento. Oímos crujir las
tablas de la puerta del centro y caer con estruendo destrozadas; cesó el bullicio de la calle, y
resonaron carreras, golpes tremendos, y voces descompasadas en lo interior del claustro. Aquella
morada, antes tan tranquila, que en todos sus ámbitos respiraba quietud y recogimiento, ahora
ofrecía en su seno la imagen del desencadenamiento de las pasiones, y del más brutal desenfreno.
Cuando recuerdo este día, lleno de abominaciones horribles, creo que es imposible que haya yo
visto lo que vi, y oído lo que oí; vacilo, dudo, me parece que mi imaginación es víctima de algún
alucinamiento, y que lo que pasó por delante de mí fue una fantasmagoría.
Yo no vi nada; no es posible que yo haya visto nada de todo cuanto vi.
Aquello eran otra especie de hombres de los que antes de aquel día había visto, y de los que
después de aquel día estoy viendo.
Aquellas furias no debían de ser mujeres, porque en ninguna otra parte, y en ningún otro
tiempo, se me han presentado con tan repugnante colorido.
Aquello no eran gritos que pudiesen salir de humanas bocas, porque las blasfemias más
atroces eran allí nada en comparación del emponzoñado resoplido que aquellas negras bocas
provocaban.
La mujer de Andrés se había ausentado, aprovechando la coyuntura de ver libre la calle. Al
parecer vinieron por ella, llamándola con premura, y se despidió diciendo que cerraría la puerta de
la calle y se llevaría la llave.
Ya he dicho que la celda del padre José caía delante de la ventana de mi cuarto. Yo no podía
apartar de ella los ojos ni el pensamiento. En ella entraban y salían a cada momento unos grupos
presurosos, unas oleadas de gente que, allí, en aquella mansión de las puras alegrías, se entregaban a
las más abominables profanaciones. Hombres y mujeres bailaban obscenamente, entonaban
canciones lúbricas, y se asomaban a la ventana remedando la voz de los misioneros y sus sermones,
y luego discurrían por los corredores dando gritos horrorosos.
156
—¿Por qué hacen esto, mi ayo? —me preguntó Enrique algo repuesto del espanto que la
anterior gritería le había infundido.
—Porque no temen a Dios, hijo mío —le respondí—, al Dios que los sacó del polvo, y contra
quien se sublevan.
—¿Y porqué no los castiga Dios, mi ayo, ya que tan malos se han vuelto?
—Enrique querido, sobrado que los castigará su misma culpa. Estos que aquí ves, afanados en
destruir esta morada, mañana que este espacio sea convertido en escombros, pedirán con llanto a las
mudas ruinas, los hombres pan para sus esposas, las esposas educación y un asilo para sus hijos;
pero las piedras esparcidas no podrán juntarse otra vez para formar las desplomadas bóvedas; y en
su tardío desengaño, y en su desesperación tremenda, aquellos y aquellas invocarán al Dios airado a
quien ahora tan ciegamente ofenden.
Enrique volvió a asomarse al balcón.
—Mirad —me dijo.
—No te asomes, Enrique.
—Mirad, mirad.
—No aumentes, hijo mío, mi amargura.
—No van a dejar nada.
—Desgraciados.
—Mirad, cómo echan abajo los tabiques —me dijo Enrique—, cómo arrancan los goznes y
los marcos de la puerta, cómo destrozan las ventanas. Mirad, mirad cómo otros se suben a los
tejados, y van separando las tejas una por una, y se las cargan en hombres, y se las llevan. A este
paso van a destruirlo todo. Hasta el enlosado arrancan y desprenden. Mirad, mirad, mi ayo, cómo
van saliendo silenciosos, con su carga, y ya no se detienen para dar gritos, sino que se ausentan cada
uno por su lado. Yo pensé que esto no era suyo. ¿Cómo les dejan apoderarse de lo que no es suyo?
Pero todos hacen lo mismo, y se alejan muy contentos. ¿Oís qué furiosa gritería resuena en los
corredores?
LVIII.
Una nueva fantasma.
Con efecto, a la estrepitosa vocería de la calle, y a la de las celdas que a ella daban, había
sucedido un rumor sordo en el interior de los claustros, rumor por entre el cual se oían a veces
grandes clamores y gritos desaforados. Conocíase desde luego que la sed de destrucción no era el
único móvil de los que quedaban discurriendo por los corredores del convento, antes parecía que
otro más vivo interés los instigaba.
La mayor parte de los que habían entrado por las ventanas o por la puerta central, se habían
salido contentos con su presa; pero otros habían entrado en el convento por las bardas y por la
puerta del huerto, según pudimos colegir del coloquio que entre una vecina y los de la calle había
pasado. El nuevo grupo había venido persiguiendo y acosando de cerca, según la misma vecina dijo,
a un hombre, que llevaba otro hombre a sus espaldas: a la fantasma que en sentir de la vieja se iba a
comer al infeliz a quien había arrebatado.
Perseguidores y perseguido se habían internado sin duda en aquel vasto edificio por uno de
sus extremos, mientras que el centro y el opuesto ángulo eran blanco de la codicia de una multitud
desenfrenada. Ahora, el nuevo grupo había quedado solo en aquellos claustros inmensos. Los que le
componían acaso se iban dividiendo y fraccionando, de manera que unos a otros se llamaban con
unas voces en las cuales al través de la ira asomaba el espanto. Parecía que estando juntos no les
157
arredraba la fantasma perseguida, pero que aislados temían que a lo mejor iba a ser ella quien los
acometiese.
—Por aquí, por aquí —decía uno a grito herido—; acabo de verla hace un momento.
—Subid por esta escalera de la derecha —respondía otro—, y no perdáis un momento.
—No, que acaba de bajar.
—Bajemos todos.
—A mí, amigos; en aquel corredor la dejé; acudid sin temor que ya es nuestra.
—¿Porqué huyes pues?
Y el rumor que antes resonaba en los claustros superiores se oyó de golpe en los inferiores, en
donde se renovaron las carreras y los gritos furibundos.
—A ella —dijeron algunos—, a ella, todos a una, que ya va cansada y jadeante.
—Nadie se separe —dijo uno.
—Y cerremos tras de nosotros las puertas.
—Ahora a ella.
—Muera la fantasma.
—Muera, muera —repetían todos.
—Que se escapa, amigos.
Uno de los perseguidores se asomó en esto a la ventana de una celda, y dijo a los pocos que
desde la calle escuchaban la gritería:
—No dejéis salir a nadie.
—La fantasma se escapa —dijo otro.
—Cuidado con dejar salir la fantasma.
—¿Y cómo la conoceremos? —dijo alguno desde la calle.
—Es un hombre que lleva cosido a las espaldas a otro hombre —dijo el de la ventana—;
cerradle el paso con palos, con azadones, con pértigas, con piedras, con toda aquello que a la mano
os viniere; ved que ya se ha comido tres hombres.
Nadie le respondió, porque al oír sus últimas palabras, aquel trozo de calle quedó desierto.
—Se me escapó de entre manos como si bullese y saltase —dijo otro desde dentro.
—En este sitio desapareció.
—Yo la acabo de ver; cerrad este corredor; que bajen los que han quedado arriba. La fantasma
no ha vuelto a subir.
—Iba más ligera que un gamo, a pesar de la carga que llevaba, y me dejó muy en zaga.
—A ese lado todos; por aquí muchachos; no nos separemos y vayamos a una.
No podré expresar la ansiedad con que yo escuchaba todas estas voces que en el interior del
convento resonaban. ¿Quién era esta nueva fantasma objeto de una persecución tan tenaz y
encarnizada? ¿Acaso alguno de mis hermanos que hasta aquel día había encontrado un asilo en otra
parte ignorada del convento, y que, hostigado del hambre como yo lo fui, se había atrevido a dejarse
ver, y había sido descubierto? ¿Pero, cómo venían persiguiéndole desde fuera? ¿Cómo era posible
que llevase en hombros a ninguno de sus compañeros ni de sus perseguidores? Tal vez en la calle
habían conocido a algún religioso, y no halló otro medio de salvación por el pronto que meterse en
el claustro. Desgraciado, que no conocería como yo la parte escondida e impenetrable de aquella
vasta morada, y sería dentro de muy poco víctima de la saña de sus furiosos contrarios. Yo hacía
votos interiormente para que se salvase, para que el cielo le deparase algún camino nuevo,
extraordinario, en que estuviese seguro. Yo pedía a la Virgen Santísima que hiciese en favor del
158
infeliz un milagro. Yo hubiera querido tener una voz penetrante, vibradora, sólo de él oída, que le
avisase y le encaminase en aquella mansión profanada.
—Salvadle, Dios mío —decía yo—, salvadle.
—¿Deseáis que se salve la fantasma? —me dijo Enrique mirándome con asombro—; ¿no
oísteis que se ha comido tres hombres?
—Enrique mío —le respondí—, ¿crees tú que no anden errados y muy fuera de lo cierto estos
hombres en lo que dicen? A mí el corazón me dice que el hombre perseguido no es una fantasma
salpicada con la sangre de sus hermanos, sino un ser desgraciado que derrama la suya propia, lleno
de heridas que sus perseguidores le han hecho, y que huye por salvar la poca vida que le queda. ¿No
ves, hijo mío, que son muchos los que le persiguen, y que él es uno solo?
—Sin duda tenéis razón, él es uno, y ellos son muchos, muchísimos. Decís bien. El pobre me
da lástima. Y le van a coger. ¿Oís, mi ayo?
Las voces del interior resonaron en aquel momento con más estrépito que antes.
–Ya va perdida: a ella, a ella —decían los perseguidores dando furiosos alaridos.
—Es menester buscarla en este sitio.
—De este corredor no pasó.
—Por aquí, por aquí.
—Si no se nos ha escurrido entre piernas, aquí estará. No ha un minuto que la vi.
—Registrad bien todo el claustro gótico.
—Y que ninguno se aleje.
—Yo la vi entrar por esta puerta que da a la iglesia.
—A la iglesia, a la iglesia.
Y las voces se fueron apagando gradualmente, o por lo menos desde donde estábamos ya no
se oía sino una especie de ecos sordos, muy lejanos, que se confundían en los aires con otras voces
y otros sonidos que venían de distintas direcciones. Enrique y yo estábamos escuchando llenos de
azoramiento por si podíamos oír algún grito o entender alguna exclamación lejana, cuando hirió
nuestros oídos un son melancólico y tristísimo, de mí bien conocido. Era el tañido de la campana
del templo, que por tercera vez después de mi salvación en las catacumbas, llegaba hasta mí,
lúgubre y pavoroso.
Volvieron a oírse las voces confusas de las oleadas del grupo, pero no ya en el interior del
templo, ni en los claustros, sino en la calle.
Los perseguidores se habían salido del templo despavoridos.
Andaban de acá para acullá en la calle; unos se detenían en medio de ella y delante de la
puerta; otros, en quienes era más poderoso el miedo, se alejaban buen trecho antes de pararse y de
volver la vista; algunos decían a los demás que se detuviesen, que era necesario volver nuevamente
en busca de la fantasma; pero no por esto se paraban los que tal decían, antes ponían tierra por
medio, ni mas ni menos que los que les escuchaban.
—Yo me las habré con los vivos, mas no con fantasmas —dijo uno de los más prudentes.
—Presentadme uno, dos, tres hombres, y no volveré la espalda— dijo otro—, pero no me las
quiero haber con almas en pena.
—¿Y qué se hizo la fantasma? —preguntó un tercero a los fugitivos.
—Se ha subido a lo más alto del campanario, en un abrir de ojos. ¿No oíste la campana?
—Dejemos por ahora en paz a la fantasma —dijo uno al parecer muy amigo de lo real y
positivo—; y vamos a otra parte donde no nos ha de pesar, amigos míos.
159
Juntóse un corro en torno del héroe de la muchedumbre que así acababa de dirigir la voz a sus
compañeros.
Reinó durante unos momentos un silencio profundo mientras los más allegados al héroe se
hablaban en voz baja.
Pero a poco espacio estalló de nuevo la gritería, con mucha mayor fuerza y estrépito que
antes.
—A la aduana —dijo el héroe.
—A la aduana —dijo el corro.
—Allí hay bienes que repartir a los pobres.
—Allí está de sobras lo que a todos nos falta.
—Orden, compañeros.
—No se diga que haya habido desorden.
—Reparto justo, equitativo.
—Todo para todos.
—Distribución de depósitos.
—Distribución, distribución.
—A la aduana, amigos, que allí las fantasmas tienen cuerpo, y es fácil asirlas.
—A la aduana —repitieron todos.
Y la calle quedó en un momento desierta y silenciosa.
La nueva fantasma se había salvado sin duda.
LIX.
Quién era la nueva fantasma.
Los amigos de ayer ya son enemigos.
Pasaron algunas horas sin que nadie volviese a turbar la especie de calma en que quedamos
luego de transcurridas las escenas anteriores. En las puertas del convento habían quedado algunos
hombres armados que guardaban la entrada. Enrique, inquieto, desasosegado, se asomaba a la
ventana, entraba y salía, se subía a la miranda y bajaba a poco rato, y a lo mejor preguntaba, cómo
era que su padre y su padrino, y el buen Andrés y la abuelita, no volvían. Respondíale yo que no
podían tardar, y sin decirme nada se volvía a su tarea de salirse y entrar, de asomarse para ver lo que
en la calle pasaba, de subir y bajar ligero la escalera.
En verdad que ya empezaba a alarmarme la tardanza de los que por la mañana se habían
ausentado. La tormenta popular distaba mucho de estar apaciguada; no había hecho más que dejar
tranquilos algunos barrios, para hacer a otros blanco de sus furiosas embestidas. Enrique me dijo
que desde la miranda se veía en un extremo de la ciudad una columna de negro humo, que iba a
confundirse con las nubes. A veces entraba por la ventana una ligera lluvia de cenizas muy finas y
delgadas, al parecer restos por el viento esparcidos de las hogueras en que ardían los archivos de la
policía. Cansado de esperar durmióse profundamente Enrique.
No bien hubo anochecido cuando oí que abrían la puerta de la calle, y la volvían a cerrar con
mucho tiento. En la escalera no resonó ninguna voz, pero sí un andar acompasado, como si entre
algunos subiesen una carga fatigosa. Debieron de subirla con mucho cuidado, porque tardaron
algunos momentos en llegar al primer piso, en donde había los principales aposentos. Al parecer
descansaron un momento; y entonces creí distinguir la voz de Andrés y la de su mujer, y percibir el
ruido de algún objeto que dejaban en el suelo.
160
—Por fin logramos ponerla en salvo, loado sea Dios —dijo en voz baja la mujer de Andrés,
creo que esta silla en que la colocamos pesa más que ella: te confieso que ya no podía conmigo;
vamos que andar media hora sosteniendo la mitad de esta carga, huyendo de los grupos aquí,
escondiéndonos allá, y dando vueltas para no tropezar con todos los diablos que andan sueltos, no
es cosa para repetida. Te aseguro que a no haberlo pedido Sor Marta con tanto ahínco y de una
manera que me hizo llorar, no me hubiera tomado tanta pena. Pero en fin, haz bien y no mires a
quién. De las demás cada una ha acudido a su familia; pero esta me ha dicho Sor Marta que no tiene
padres, hermanos, ni conocidos, y a no encargarnos nosotros de ella, se quedaba abandonada, tan
mala como está, desde la primera bullanga. ¿Y en que cuarto te parece que la coloquemos?
—En el que destinábamos para el padre Manuel —respondió Andrés con voz apagada de
intento—: es el mejor que tenemos; pero no podríamos darle huéspeda más digna; la caridad
primero, y sobre todo, como nos decía el padre José.
—Y aun no vuelve en sí: mucho desmayo es éste. Ya empieza a darme cuidado, Andrés.
—Otro esfuerzo, mi buena mujer, y la colocaremos en la cama. Lo más difícil está hecho ya.
En esto me pareció que levantaban de nuevo la carga que poco antes habían soltado, y se
dirigían a uno de los aposentos inmediatos, desde el fondo del cual oí uno como suspiro de quien
vuelve en sí de un deliquio, y un gemido penetrante.
No tardó mucho Andrés en subir a mi cuarto; dio una mirada en derredor de sí, como quien
desea hablar a solas con un amigo, y viendo que Enrique dormía tranquilamente, se me acercó,
puesto un dedo en la boca, y me dijo que le siguiese:
—Pobre niño —dijo mirando a Enrique—, pobre niño, que a estas horas tal vez ya no tiene
padre.
—¿No tiene padre? —pregunté a Andrés sin poder contenerme—, ¿ya no tiene padre?
—A lo menos, si no lo ha perdido, está muy próximo a perderlo; pobre niño.
—¿Luego lo tiene todavía? ¿Y aun puedo serle útil y puedo hablar con él? ¿En dónde está?
¿Puedo verle, auxiliarle, Andrés?
—¿Le compadecéis? —me respondió—; también yo le compadezco: pero hasta mañana no
podremos dar ningún paso para salvarle, pues dándolo hoy, no haríamos más que perderle, o
acelerar su hora postrera.
—Pero mañana, Andrés, mañana tal vez no llegaría yo a tiempo.
—Antes es imposible: un solo paso que diésemos podría hacerle perecer entre tormentos.
—¿Vive pues todavía? Aseguradme Andrés, por el bien que esperáis en los días eternos,
aseguradme que vive todavía.
—Pero su herida es mortal. Vive únicamente, padre Manuel, para tener tiempo de despedirse
de la vida.
—¿Y en dónde le han herido? ¿Cómo no le han traído aquí? ¿Y el piloto qué se ha hecho?
—Al piloto debe el resto de vida que le queda. Los dos me parecían ayer muy malos, pero hoy
me he convencido de que eran solo unos hombres descarriados. Ambos han buscado contra el furor
de la plebe un refugio allí en donde menos pensáis, padre Manuel, en vuestro mismo convento.
—¡Cómo! ¿Los perseguía la plebe? ¿A ellos, Andrés? ¿A sus amigos de ayer? ¡Dios mío!
¡Dios mío!
—¡Qué día tan espantoso, padre Manuel! Los amigos de ayer ya son enemigos. El piloto y su
compañero quisieron oponerse a los que han convertido en cenizas la gran fábrica de vapor, y el uno
ha sido herido, y ambos han tenido que huir perseguidos como fieras. Al llegar junto a vuestro
convento, el piloto ha visto que su compañero vacilaba por la mucha sangre que había derramado, y
cargando con él ha ido a buscar un asilo en la morada misma en donde el otro día iba a la caza de
víctimas.
161
—Tremendos juicios de Dios —dije juntando las manos—; según eso, ¿era el piloto la
fantasma, hace poco acosada de corredor en corredor, de claustro en claustro, de celda en celda?
—La misma era —me respondió Andrés—: ¿Habéis oído el tañido de la campana? Estas
manos la hicieron resonar para salvarle, como lo hice con vos ayer. Habíame metido entre sus
perseguidores; los descarrié, los dividí, los llevé hasta el templo, y allí se desbandaron medrosos
oyendo aquel tañido. No sé en dónde habrán quedado los dos: pero mañana recorreremos las ruinas
en su busca.
—¿Y esta noche no, Andrés? —le dije—, ¿por qué no puede ser esta noche?
—Porque hasta mañana nos es imposible penetrar en el claustro, y porque un ángel os espera
a pocos pasos de aquí, padre Manuel —me respondió Andrés—. He puesto a un ángel al abrigo de
los ultrajes de la plebe, y creí devolverle a la vida; pero conozco que no habré salvado más que un
cadáver. Entrad, que éste es el día más triste de mi vida.
En este momento nos hallábamos a la puerta de uno de los aposentos del primer piso.
Era el mismo que, en otro tiempo, en los días más borrascosos de mi juventud, ocupé.
—¿La has metido en la cama? —preguntó Andrés a su mujer antes de pasar del umbral de la
puerta.
—Es cosa de ir pronto, pronto, en busca del médico —respondió la mujer—, no pierdas un
momento.
—Cómo! ¿Tan mala se ha puesto?
—Muy mala, Andrés.
—¿Y a dónde iré a estas horas?
—Es preciso ir por el médico.
Diciendo esto, la voz de la mujer de Andrés era imperiosa como la de quien conoce que lo que
pide es absolutamente indispensable.
Andrés no replicó.
—Allá voy —dijo encaminándose a la escalera.
Antes me tomó de la mano, y me dijo:
—Entrad, padre mío, entrad, ya sabéis que ahora sois vos nuestro padre José.
Entonces penetré en aquel aposento.
—Es una pobre monja que hemos salvado —me dijo la mujer de Andrés—; a la infeliz se le
murió un cura anciano que le hacía de padre; no tenía aquí parientes, ni más hermanas que las
compañeras de su monasterio que hoy van desbandadas. La abadesa ha mandado por mí esta tarde,
porque sabe que puede contar conmigo, y me ha dicho que unas en una casa, y otras en otra, todas
sus monjas habían encontrado un asilo, porque no faltan, no, almas piadosas, aunque hay otras muy
descarriadas. Sólo quedaba esta infeliz, desamparada, sin arrimo, y además enferma de cuidado
desde el día de la quema. «¿Puedo confiarla a vuestro cuidado? —me ha dicho sor Marta con
lágrimas en los ojos—; es una santa, de pensamiento recto, de corazón candoroso, y de alma virgen
y enteramente pura. Era la perla de nuestro convento. Ni le cansaban las abstinencias, ni le
fatigaban las vigilias, ni faltó jamás al coro; era una enfermera asidua por quien clamaban sus
hermanas dolientes; sus labios no se abrieron jamás para las murmuraciones ni las quejas;
manuscritos suyos se conservan capaces de enternecer al corazón más duro: era un verdadero
tesoro. Cuando supo que los conventos de religiosos habían sido entregados a las llamas, y que tal
vez el mundo no tardaría en venir a turbar el reposo profundo que en nuestro convento disfrutaba —
añadió sor Marta—, le dio un temblor nervioso que la tiene postrada en cama y que tal vez acabará
con ella.» Qué podía yo responder a la buena abadesa? Busqué a Andrés y fuimos por esta
desgraciada, y atada a una silla la hemos traído; aquí está: pero dudo mucho que logremos salvarla.
Acercaos, padre, voy a encender luz.
162
La mujer de Andrés se fue, volvió a poco con luz y dejóla sobre una mesa. Me hallaba yo en
el mismo cuarto que tantos recuerdos podía suscitar en mí. Aquel era el balcón que daba frente al
convento. La mujer de Andrés cerró los postigos mismos que catorce años antes yo había cerrado.
Las pinturas, los cuadros, las sillas, la mesa, todo estaba tal como yo lo dejé. También pendía del
techo una jaula dentro de la cual revoloteaba un canario, tan lindo como el que yo contemplé. La
cama estaba colocada en el mismo rincón, pegada a aquel tabique al través del cual oí por la
primera vez la voz tierna y candorosa del padre José. En ella estuve yo tendido, calenturiento,
delirante, y casi moribundo. En ella levanté por primera vez desde que nací mis ojos al cielo.
¡Cuántos recuerdos se agolpan a mi mente en este instante solemne! Aquí mi existencia cambió de
norte; en esta mesa se escribió la carta que me separó del mundo; por esta puerta me sacaron
creyéndome cadáver, y por ella me volvieron a entrar con un resto de vida que juré consagrar al
Eterno. Yo vi desde allí entrar al hombre más virtuoso que he conocido; yo sentí su mano sobre mi
frente, y me pareció que con su roce se apagaba el fuego de las pasiones que en mí ardía.
-- Acercaos, padre —me dijo la mujer de Andrés—; no abre los ojos, aunque respira.
Fue preciso que por segunda vez me llamase, y entonces me pareció que volvía en mí de un
sueño de catorce años; entonces cesé de mirar los objetos que me rodeaban, hablándome de unos
días que ya fueron, y contemplé la nueva imagen que en medio de todos ellos se me había aparecido
para darles otra fisonomía, tan tierna ¡ay de mí! como dolorosa.
LX.
Sólo el llanto nos queda. ¡Pero ésta no es mi celda!
Una blanca toca cubría la cabeza de aquella santa religiosa. Sus ojos estaban cerrados. El
dolor, no la edad, había abierto en su frente unos ligeros surcos. Su faz era lívida; su nariz afilada.
Sus labios, ligeramente rosados, estaban entreabiertos, como para dar paso a una respiración que ya
se extinguía. Las leves y caídas sombras, que en sus mejillas se diseñaban, eran indicios de una total
postración y de una profunda melancolía. Verdadera aparición de una tristeza, antes angelical y pura
que sombría, no hacía, no, manar agua de los ojos, sino que iba a buscar en el mismo pecho el
llanto. Inocente paloma de la soledad, que en ella posaba tranquila y mecía blandamente sus blancas
alas, un viento devastador la había arrojado muy lejos de su selva sagrada, a pesar de su gemidos. El
desierto debía de ser sin duda el alimento de su alma, la paz interior su consuelo, la oración su
diario sustento; y ahora, a la calma del desierto había sucedido la agitación del mundo, a la paz del
espíritu el tumulto de las ciudades, y a la oración los alaridos de las conmociones populares.
Virgen candorosa, consagrada al retiro y al silencio, acababa de ver cómo acometían las turbas
su morada, y cómo por encima de su techumbre arrojaban sobre ella amenazas de incendio. La
infeliz debió haber creído que los goznes de las puertas que detrás de ella crujieron al entrar en el
claustro, no se abrirían ya, y la separarían por siempre más de la corrupción, de los hálitos
ponzoñosos de la vida, de las iras y de las pasiones humanas. Pero de golpe vio que aquellas puertas
eran desquiciadas, y presentaban a su espantada vista el horrible aspecto de la multitud de
monstruos de quienes creyó un día haber escapado. Desgraciada, que al ver sus feas cataduras, su
feroces ademanes, su mirar sañudo y vengativo, y al oír el torrente de atroces imprecaciones que de
sus labios salían, debió de cerrar los ojos y taparse los oídos aterrada, acaso para no abrirlos ya más.
Sólo yo, como ella asaltado en mi retiro, como ella perseguido y acosado allí mismo a donde
pensé que los tiros del mundo no podían haber llegado, como ella desterrado del bosque silencioso
de mis encantos, sólo yo podía comprender toda la extensión de su desgracia, y sondear toda la
profundidad de su infortunio.
Mientras lleno de amargura contemplaba a esa nueva víctima de las calamidades públicas,
vino Andrés acompañando al médico. Este la encontró mala.
163
—¿Un sacerdote? —dijo la enferma—: es un nuevo beneficio que me dispensa la Virgen sin
mancha. De este modo ¡oh Dios mío! podré entregarte mi alma auxiliada por uno de tus ministros.
Haced que me dé a besar su mano, hermana mía, y que reciba mi confesión postrera.
Sentí que la mujer de Andrés se llegaba a mí y me asía del brazo. Yo me hallaba casi fuera de
mí, no sé si víctima de una ilusión de mis sentidos, o-si engañado por un sueño de los primeros años
de mi existencia, prisma encantador que hacía tomar a los objetos que me rodeaban una apariencia
fantástica. ¿Qué es esto que por mí pasa? me decía yo. En este mismo cuarto, en donde todas mis
mundanales ilusiones se desvanecieron, ¿es posible que ahora, al cabo de tanto tiempo, se conjuren
amenazadoras contra mí, desterrado, sin consuelo? Y en mi corazón invocaba a mi anciano y ya
fenecido amigo, para que me diese fuerzas si lo que por mí pasaba era una nueva prueba que me
deparaba el cielo sobre mis pasados dolores.
—Su desgracia os ha afectado como a mí —me dijo la mujer de Andrés—, pero alentad, padre
mío, que el buen corazón quebranta mala ventura, y ved que esa desventurada religiosa necesita de
vuestros auxilios.
—Pero ya oigo que Andrés sube —añadió dirigiéndose a la enferma—: Tomaréis un poco de
cordial, y después podréis hablar más animada.
Con efecto, en aquel momento entró Andrés, y al pasar junto a mí me dijo muy quedo:
—Esto va mal, muy mal; las turbas discurren desenfrenadas por todas partes; quieren de todos
modos saquear la aduana, y las casas de los sospechosos. Todo está perdido si el ángel de la guarda
no nos salva.
—¿A qué viene tanto secreto? —dijo a Andrés su mujer—; lo que ahora conviene es pensar en
esta pobre criatura: ¿traes el cordial?
—¿Ha vuelto en sí? —preguntó Andrés.
—Está hablando como una santa —le respondió su mujer—, y pide confesión. Tenía razón sor
Marta diciendo que era un modelo de virtud.
—Tomad un poco de cordial —dijo Andrés acercando una cucharada de él a los labios de la
enferma—: esto os alentará.
—Gracias, hermano mío; en efecto me alienta —respondió la enferma—; ahora dejadme os
ruego con el sacerdote.
Y Andrés y su mujer se salieron del aposento.
LXI.
En los umbrales del claustro solté mi última lágrima y dejé
mi postrera corona de flores. Hay un muerto en esta casa.
Aquel ángel de candor y de ternura hizo un esfuerzo para incorporarse en la cama, y no pudo.
Con una mano lívida y helada tomó la mía, y sin que fuese dueño de apartarla la aplicó a sus labios
fríos como la nieve.
—Apenas os veo —me dijo—, porque la vista se me turba; pero oigo que sollozáis. ¿Puede
daros pena mi estado? Soy digna de envidia, más que de compasión, padre mío, porque he tenido
que luchar por mucho tiempo contra mí misma, y ahora oigo que la Virgen me llama, me espera, y
dice que mis días de prueba se acaban.
No pude abrir los labios, ni hubiera hallado fuerzas en mí para poder proferir una palabra.
Formaron en mi garganta un nudo los sollozos, y mis ojos se convirtieron en dos raudales. Ella se
había detenido un instante como para tomar aliento.
165
—Padre mío —me dijo a poco—, vuestras lágrimas, que siento caer sobre mi frente, me
hablan por vos. Oíd mi confesión postrera, ya que tanto os compadecéis de mí. He sido una gran
pecadora. Antes de entrar en el claustro, apenas pensaba yo en Dios, porque todas mis esperanzas y
todas mis ideas se habían concentrado en un hombre. Aquel hombre murió, y yo continué pensando
en él todos mis días y todas mis noches. Yo entrelazaba flores, y formaba guirnaldas que dedicaba a
su memoria durante el día, porque había inventado con él un idioma de las plantas sólo de los dos
conocido. Yo me salía al aire libre durante la noche creyendo ¡insensata de mí! que la luna me
reflejaría sus miradas, porque habíamos quedado cuando se separó de mí en mirarla entrambos
durante la hora del recogimiento. Después la Virgen Pura tocó mi corazón, y creí oír la misma voz
del difunto que me prescribía entrar en religión. En los umbrales del claustro solté mi última
lágrima, y deposité mi postrera corona de flores. La voz se me apaga. Dadme un poco de cordial,
padre mío.
Fui a buscarle, llené de él una cucharada, y la apliqué a su boca.
—Gracias —me dijo—, que así podré proseguir: no me abandonéis, padre mío, si os digo que
hasta en el claustro he pensado en él. Cuando se ausentó de mí, el desgraciado no creía en Dios.
Murió casi de repente. ¿Se ha salvado, me preguntaba yo a mí misma, o se ha perdido su alma para
siempre? Y, en mis oraciones, me daban unos impulsos de desesperación que no me era dable
contener. Yo veía en todas partes llamas voraces que le consumían, y él daba grandes voces, y era a
mí a quien llamaba en su quebranto. ¿Para qué es orar si se ha perdido?, me decía una voz que me
partía el alma. Entonces no tenía otro remedio que postrarme ante la imagen de la Virgen, y pedirle
que me hiciese padecer a mí de todos modos y en todos los instantes, pero que a él le salvase en su
misericordia y le perdonase. Y me parecía que la Virgen no me miraba sañuda, antes al contrario
benigna, como si quisiese consolarme. Y ésta era mi lucha de todos los días. De modo que
¡pecadora de mí!, no hacía mas que caer, y levantarme en la gracia, y dar muy luego una nueva
caída. ¡Ay! que no puedo más, padre mío, yo me arrepiento, ¡ay!
Enmudeció otra vez; y de nuevo, sin poder pronunciar ni una sola sílaba, fui por el cordial, se
lo puse en los labios, y lo sorbió.
—Esto se acaba, padre mío —continuó—, se acaba, y todavía lucho con aquella imagen
espantosa. Dios mío, qué contenta moriría yo si supiese que aquella alma no se había perdido.
Padre, padre, ayudadme a pedírselo a la Virgen, y decidme en nombre del Dios de paz que muero
perdonada.
Y no pudo continuar, sino que murmuró entre dientes algunas sílabas que sin duda eran la
oración que a la Virgen acostumbraba elevar en aquellos momentos de prueba, y de la cual sólo oí
las últimas palabras:
—Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza mía, salvadle, salvad a Manuel, mi
hermano.
—Se salvó, se salvó, hermana Adela —exclamé yo en un transporte de que no fui dueño,
viendo las angustias que aquel ángel pasaba—; Dios y la Virgen tuvieron misericordia del pobre
joven y elevaron su alma en el momento mismo en que tenía delante de sí la mortaja; y le enseñaron
el camino que conduce a la fuente de la vida. Si te ha hecho padecer, perdónale, hermana, como
Dios te perdona.
Caí, diciendo esto, de rodillas junto a aquella cama que un día regué con mis lágrimas de
arrepentimiento, y que ahora nuevamente bañaba con el llanto que en mi arrancaban la admiración
por un objeto el más sublime, y el dolor por la más santa de las amarguras. Quedéme mirando a
aquel serafín puro que iba desprendiéndose de su capa mortal, como de un peso enojoso que le
impedía tomar su vuelo hacia las mansiones etéreas. No sabré verdaderamente cómo expresar el
efecto que en su fisonomía produjeron mis palabras. Como si al parecer las oyese desde un paraje
en donde estuviese ya libre de toda influencia terrena, aunque colocada entre el cielo y la tierra,
escuchábame atenta, parada, con los ojos fijos en el techo, con los labios entreabiertos, estática,
166
contemplativa. Esta inmovilidad le duró hasta un buen espacio después que yo cesé de hablar, de
manera que reinó en torno nuestro un silencio solemne. Rompióle al fin la moribunda.
—¿Habeis oído, padre mío? —me dijo casi exánime como si no fuese yo quien acababa de
hablarle—; ¿habeis oído esta voz que ha llegado hasta mí y me ha llenado de consuelo? Otras veces
la oí también; pero ahora está más cerca, porque también me voy acercando allá. Es la voz de mi
hermano. Se salvó, por vos, Reina de los Ángeles, por vos se salvó mi hermano.
Y todavía, sin que el menor movimiento agitase sus labios, me pareció que en su interior una
voz sorda, lejana, daba gracias a la Madre de las misericordias.
—Vida, dulzura, esperanza mía en el cielo, gracias, gracias.
Conocí que iba a exhalar el último aliento, y me levanté impelido de un deber sagrado a la
vista de un cristiano moribundo.
—Adela —le dije en alta voz—, la Virgen Madre te espera con los brazos abiertos, y te está
llamando: te absuelvo, hermana mía, en nombre del Dios de paz que te formó, y que ahora te quiere
para sí. Cree en Dios, espera en Dios, ama a Dios.
Sus ojos, oyendo esto, se fijaron ya enteramente cristalinos, y su boca me pareció que iba a
dar paso a una angelical sonrisa. No murmuró ni una sílaba, ni hizo el más ligero estremecimiento,
de manera que su alma abandonó la sutil y terrenal cubierta sin esfuerzo ni fatiga. Se hubiera dicho
que mi hermana dormía.
Incliné mi rostro sobre mi pecho, y recé: tuve valor y serenidad para rezar de pie, al lado de
aquella cama, y delante de aquellos restos, todas las preces que la Iglesia ha dedicado a los difuntos.
Cuando tuve valor entonces, no creo que me falte nunca. Yo estaba absorto, ensimismado, junto a
aquella criatura inanimada, cuando creí oír a lo lejos una música que hacía resonar en los aires
estrepitosos himnos.
«Será por ella —dije entre mí—, será por ella.» Y aquel son se fue acercando más fuerte, por
instantes más animado, y lleno de una solemnidad tan terrible, que creí estar asistiendo al juicio
postrero de aquella alma. Oyéronse voces descompasadas, furibundas, al parecer proferidas por los
espíritus malignos que sentían haber perdido una presa inestimable.
—Luces, luces —decían unos.
—Al fuego, al fuego —exclamaban otros.
—Muera, muera —decía un conjunto de voces espantoso.
Vi entrar a Andrés pálido, desencajado, y se echó en mis brazos despavorido.
—Es una santa —dije yo a voz en grito, como si estuviese defendiendo a mi hermana—; es
una santa.
—Quieren saquear la casa; buscan al piloto, y a su amigo —me dijo Andrés.
A estas palabras, que por el pronto no pude comprender bien, se siguió un estruendo
formidable como si la casa se llenase de gente que en ella por todas partes se precipitaba. Entraron
en aquel aposento algunos hombres armados, con los brazos desnudos, y la cabeza descubierta,
chispeando furor sus ojos. Andrés cayó a mis pies de rodillas. Yo me sentí animado de un fervor
ardiente que ahora no puedo explicarme.
—Miradla —dije—, tendiendo mis brazos sobre los restos de Adela.
—Miradla —repetí, dando a mi voz toda la extensión que pude—; es el cadáver de una santa.
Aquellas apariciones monstruosas se habían detenido a dos pasos de la cama, y vi que sus
armas se bajaban, y sus facciones quedaban suspensas.
—Hay un muerto —dijo uno de aquellos hombres retrocediendo.
—Hay un muerto en esta casa —dijeron todos sus compañeros alejándose.
167
Y la música, con que las turbas recorrian las calles celebrando su triunfo, y los gritos que
daban para que los vecinos sacasen luces a las ventanas, y los alaridos contra los remisos en
hacerlo, se fueron alejando también gradualmente.
LXII.
Penetro de nuevo en el convento.
¿En dónde os halláis, hermanos míos?
LXIII.
El cataclismo. Dos enterrados en vida.
Pero, en el instante mismo en que depositábamos el cadáver en su última morada, la pared del
fondo del nicho se abrió con estrépito, y oímos sobre nuestra cabeza un ruido tan espantoso que nos
pareció que las catacumbas y el templo subterráneo se venían abajo. Y si no lo hicieron, se
conmovieron a lo menos tan violentamente como si un temblor de tierra los sacudiese con ímpetu
incontrastable. Yo me estremecí, y el piloto se puso pálido como la cera.
—Las catacumbas rechazan a mi amigo —me dijo.
—Jamás —le respondí— la tierra consagrada al descanso de los fieles rechazó a los que
murieron en la paz de Dios; otra será la causa de esta conmoción espantosa. Hagamos la prueba en
otro nicho.
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Colocamos el cadáver en otro nicho sin que se reprodujese aquella especie de cataclismo, y le
tapiamos con tierra humedecida, en la cual escribí el nombre del finado y el día de su muerte.
—¿Te parece que pongamos un epitafio? —pregunté al piloto.
—Tú sabes más que yo —me respondió—, pon lo que gustes; era el amigo de mi infancia.
—Yo pongo este: «Un instante le bastó para abrir los ojos, llorar, y morir creyente.» Ahora
indaguemos qué es lo que ha podido causar el trastorno de poco ha.
El corredor de las catacumbas no presentaba ninguna ruina; el templo subterráneo estaba
también intacto; sólo el nicho en que colocamos el cadáver se había abierto interiormente a causa
sin duda del grande desquiciamiento que en el convento o en la iglesia alguna causa desconocida
había motivado.
—El huracán —dije—, ha devastado la superficie de la tierra sin dañar sus entrañas; es
preciso para ver los estragos salir al aire libre.
—Como tú quieras —me respondió el piloto—: ayer era yo el fuerte, y mandaba; hoy soy el
débil, y obedezco. Sin embargo, iré delante por si hay peligro; tú debes morir el último.
Abrimos la puerta de la gruta, y nos internamos en ella a oscuras.
—No puedo dar un paso —dijo el piloto—. Aquí hay escombros que no había.
—Ni este ambiente es el que yo aquí respiraba —respondí yo.
—Todo esto es tierra recién removida —dijo él.
—Probemos por este lado.
—No me es posible andar.
—Por aquí, pues.
—Tampoco, tampoco: la gruta está enteramente obstruida. Se habrá desplomado parte del
convento, y tenemos cerrada la salida. ¿Qué haremos, Manuel?
—Probar si es posible abrirnos paso.
Lo probamos en efecto, y debimos estar trabajando algunas horas, escarbando la tierra,
separándola del fondo en donde estaba la salida, y colocándola a un lado. No teníamos otro
instrumento que nuestros brazos. Trabajamos sin abrir los labios, ni para animarnos mutuamente, ni
para proferir una queja, sumido cada uno de nosotros en las meditaciones que los acontecimientos
de aquel día, en ellos tan fecundo, le sugerían. De mí sé decir que a veces desperté como de una
especie de letargo, y tuve que hacer un esfuerzo sobre mí mismo para recordar lo que estaba
haciendo. Al cabo de mucho tiempo de un trabajo infructuoso, el piloto me dijo:
—Esta tierra se reproduce, y cuanta más sacamos, en más cantidad y con más fuerza se
desliza sobre nosotros. Me siento bañado en un sudor, y no puedo más. Prefiero mil veces
habérmelas con la peña dura que no con esta argila floja y desmazalada que cediendo me aniquila.
—También yo me siento rendido —le respondí—: lo que hacemos es inútil.
—Vámonos pues al fondo, y a dormir con los peces. Sin embargo esta faena me ha abierto el
apetito. Voy a probar algún bocado de mi cesta.
Volvimos a cerrar la puerta, y nos sentamos en el corredor de los sepulcros: saqué mi cesta y
la presenté al piloto.
—Veamos antes la mía —me dijo levantando del suelo otra cesta—. Aquí hay carne asada,
buen jamón, un pedazo de ternera, algún dulce, una bota que huele a añejo, y una botella llena de
agua. Prefiero mi cesta a la tuya. Probemos.
—Detente —le dije—, ¿de dónde has sacado esta cesta?
—Supongo que Andrés la dejaría en el primer claustro, pues en medio de él la encontré.
—¿Has probado nada de ella?
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—¿Y no temes que de este sueño pueda nacer una eternidad espantosa? —insistí yo.
—Nada de espantos —me respondió con dureza—; si algún día he de adorar a Dios, será, no
por temor, por amor puro.
LXIV.
Las rendijas. Estas piedras no tienen argamasa.
La Providencia. De rodillas, hermano mío, de rodillas.
Poco después conocí por su respiración que dormía profundamente. Era su alma de un temple
extraordinario. Su sueño fue tranquilo, y sólo una vez le oí pronunciar el nombre de Enrique con
tanta dulzura que no pude contener mis lágrimas, pensando en la orfandad en que este pobre niño,
faltándole nosotros, quedaría sumergido. Yo no pude dormir. Mi nicho estaba pegado al del padre
José, y era el mismo en donde quisimos depositar primero los restos del padre de Enrique, y que se
abrió en su fondo con el estruendo del desquiciamiento que sobre nuestras cabezas habíamos
sentido.
Al echarme en él me pareció que el aire era allí más frío que en el fondo del corredor
subterráneo, y a la verdad me era grata una especie de fresca brisa que allí dentro acariciaba mi
semblante. Pero luego me pareció extraño que por las grietas que el estremecimiento del edificio
había abierto en el fondo del nicho pudiese llegar hasta mí una corriente de aire más puro que el que
en las catacumbas se respiraba; y para cerciorarme de que no era preocupación mía lo que sentía,
apliqué una mano con mi aliento humedecida a la más ancha de las rendijas que en la pared había.
Realmente sentí frío en la parte de la mano que tapaba la rendija. Hice distintas veces la prueba, y
obtuvo siempre el mismo resultado. No me era dable ya dudar que por las grietas del fondo de aquel
nicho entraba aire en las catacumbas.
Acordóme entonces de las últimas palabras de mi anciano amigo moribundo. Aquellos
subterráneos tenían una entrada, y una salida. En mis inútiles tentativas anteriores, yo buscaba la
salida en la columnata de debajo del templo; ahora me parecía más natural buscarla en el corredor
de los sepulcros, y en los nichos de la derecha que caían hacia la parte de oriente. Entre ellos el que
yo ocupaba era la litera central, como la llamaba el piloto, y además la más alta. Pesando en mi
mente estas consideraciones, me convencí de que acaso tenía a mi lado la suspirada salida. No quise
sin embargo turbar el sueño del piloto, y a mi vez me quedé dormido.
Cuando desperté vi luz, y llamé a mi compañero, a quien vi sentado al pie de mi nicho.
—¿Qué haces? —le dije.
—Hago lo que haría si estuviese en capilla: como mi ración, y va la segunda. Mañana será la
última.
—Eso será como Dios quiera.
—Dichoso tú que esperas. Para mí ninguna esperanza existe. Una sola pasión he sentido en mi
vida, y tuve que renunciar a ella. Odiaba a tus compañeros, y por poco mato en tu anciano amigo a
un hombre digno de vivir, y en ti a un hermano. Creí que los que a mi lado clamaban contra
vosotros, iban como yo sin intención segunda, pero luego vi que eran hombres sedientos de botín y
solapados. Tenía un camarada de la infancia, y me ha dejado. Y por complemento de desengaños te
arrastro a ti en mi desgracia. Lo que yo quisiera sería acabar de golpe en un día de negra cerrazón,
picando palos, o haciéndose astillas mi buque: pero pudrirse uno encalmado, cuando tiene fuerzas
para luchar es insoportable. Estoy para pedirte que me dejes tapiado en una de esas literas. Ahora
dime, Manuel, respondiendo a tus mismas palabras, ¿qué puede querer Dios contra lo que estamos
viendo?
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—En lo pasado —le dije— estudio lo futuro. Quisiste salvar a mi anciano amigo, y en premio
de este deseo pudiste llegar hasta aquí y abrazar a un hermano que creías haber perdido para
siempre.
—No lo niego, fue una dicha que siguió a un buen deseo.
—Defendiste ayer honrosamente la existencia y la hacienda de unos desconocidos. Te
persiguieron, y hallaste aquí un asilo seguro.
—Pero murió mi camarada.
—Tu camarada, manchado con sangre, se deslizó en la suya propia, y por la bondad eterna
murió abrazado y bendecido de los mismos que creía odiosos; mientras que querían cebarse en su
agonía atrozmente los que antes le parecieron amigos estimables.
—Cierto que siguió una expiación a un sacrificio.
—Y dime ahora: si te anunciasen que iba a morir sin remedio de muerte natural un ser en
quien hubieses puesto todo tu cariño, ¿no desearías ardientemente que nadie turbase el sosiego de
sus últimos momentos, para que al menos en una calma envidiable diese al cielo su postrer aliento?
¿No te parece que darías tu sangre toda para evitar que aquel ser cayese en manos de los que
quisieran convertir sus horas de tranquila despedida en un horroroso martirio?
—¿Y quién podría querer otra cosa?
—Pues atiende a que, sin el dedo de la Providencia que te indicó por asilo este lugar sagrado,
hubieras ido a buscar uno en tu posada, en donde hubieras perturbado los instantes postreros del
ángel en quien un día pusiste tus pensamientos y tus afectos todos.
—Explícame esto, Manuel —exclamó el piloto levantándose de improviso como si hubiese
sentido una conmoción eléctrica—. ¿Quién ha dado ayer su postrer aliento además de mi camarada?
¿Quién es el ángel de quien dices que sin saberlo he impedido que nadie turbase su despedida de la
tierra?
—Ya sabes, amigo mío, que ayer nada fue respetado. El espanto penetró hasta en las
mansiones de las vírgenes consagradas al Eterno. Andrés y su mujer salvaron a una de esas
desventuradas criaturas a quienes se les arrebataba la paz del alma. Venía enferma, y moribunda,
desde la noche de la quema. Estaba sin sentidos, y este éter se los hizo recobrar por un instante; no
movía ya los labios, y este cordial la devolvió por momentos el uso de la palabra. Sin embargo no
pudo conocerme. Pero yo, al través de un velo de catorce años, conocí al querubín en su angelical
melancolía; yo recogí las últimas palabras que en paz, a ti debida, pronunció mi hermana Adela.
—Manuel, Manuel —dijo el piloto con acento terrible—, salgamos de este calabozo de
muerte; busquemos donde quiera una salida, una salida. Quiero ver sus restos, quiero cerrar yo
mismo su sepulcro. ¿En dónde habrá por aquí una salida, una salida?
—Acerca esa luz, hombre incrédulo, para quien no existe la Providencia, y cuya vida, cuyos
pensamientos, cuyos afectos mismos los crees hijos del acaso. Acerca esta luz. Ponla aquí, junto a
esta rendija. ¿Quién la agita? ¿Por qué se separa a uno y a otro lado como si luchase con el viento?
Mírala bien, desventurado. Cuando colocamos aquí el cadáver de tu compañero, dijiste que le
rechazaba la tumba: y era otra vez la mano de Dios que no quería que cerrásemos nosotros mismos
nuestra única salida.
—Manuel, tú deliras, y te ha afectado como a mí aquella muerte.
—Empuja estas piedras que no han estado jamás unidas con argamasa.
—Ésta ha cedido.
—Y ésta también.
—Y todas ceden, Manuel, todas ceden; y dejan detrás un espacio libre. Esto está minado. Ya
estoy dentro; es preciso andar a gatas. ¿Me sigues, Manuel?
—Déjame antes colocar estas piedras como estaban.
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—Sí, amigo mío, y perezca con nosotros este secreto. Sígueme, ahora, sígueme. El aire que
aquí se respira me alivia. ¿Has contado los pasos?
—Cincuenta llevo contados.
—Íbamos —dijo el piloto—, en dirección al este. Escuchemos. Las olas debieran dejarse oír
por este lado. Sin embargo no se oye nada.
—Confianza en Dios, y adelante.
—Una pared de piedra nos cierra el paso. Era esto un nicho doble, y muy profundo, y nada
más. Volvámonos, Manuel, que esta vez la erraste.
Acerquéme a aquella pared, lleno de asombro, y sentí que el sudor de mi frente se enfriaba.
—¿Tampoco —dije al piloto—, te dicen nada esas piedras? ¿Descubres acaso vestigios de
argamasa entre piedra y piedra? ¿Puedes concebir que el que abrió hasta aquí este camino lo hiciese
por el solo placer de tocar estas húmedas piedras? Toma una de ellas separada sin esfuerzo.
—Tú hablas como piloto práctico —me dijo.
—El Dios que lee en mi conciencia sabe que dos horas ha me era tan desconocido como a ti
este camino: separemos estas piedras.
—Poco cuesta: ya están separadas. En este otro lado no hay un camino horizontal, sino una
rampa muy estrecha. Pasa delante, que yo esta vez volveré a colocar las piedras en su asiento. Ya
están. Subamos por esta rampa. Cuenta los pasos por si hemos de volver atrás: diez pasos. Es lo que
tiene de ancho la muralla. Otra pared nos cierra de nuevo el paso. Y estas piedras son mas gruesas.
Manuel, detrás de ellas oigo el mar que se estrella contra las rocas. Apartemos una piedra. Aquí hay
doble hilera de ellas. Esta me cuesta mucho apartarla; dame un golpe de mano. Es el mar, el mar.
Hay estrellas. No hay luna; todavía no ha salido la luna; no son las diez. No habrán cerrado el
portillo de la puerta de mar.
—Despacio, amigo mío, despacio que no nos oiga ningún centinela.
—Y si nos oyese, Manuel, ¿no te acuerdas de Calasans? Como allí te salvaría a nado.
—No quites más piedras —le dije—, esta abertura basta.
—Déjame pasar primero. Me temo que estas piedras no podrán sostenerme. Dame la mano.
No encuentro fondo.
—Dios mío, Dios mío.
—Esta pared es muy alta. Estoy pendiente. Voy a caer sobre las peñas. Sosténme, sosténme, o
sostén las piedras.
—Amparadnos, Virgen madre, amparadnos.
—Calla, que ya logré apoyar mi pie en un resquicio.
—¿Y no hay otros a los lados para tus manos?
—Silencio, Manuel, que veo brillar en la muralla el fusil de un centinela.
—Vuelve a subir, y escóndete.
—Ya apoyo una mano en otra rendija. A la derecha las hay varias. Y se baja bien. Ya llegué al
fondo. Pasa tú, no te detengas; hazte a la derecha. ¿Qué estás haciendo?
—Pongo las piedras como estaban.
—Baja ahora, apoya un pie en mi mano. Dame los brazos, Manuel, y estréchame en ellos con
toda tu ternura. La Providencia no podía dejarte perecer a ti que eres bueno y puedes ser útil a los
hombres.
—De rodillas, hermano mío, de rodillas sobre esas peñas. Mira cómo centellean sobre
nuestras cabezas innumerables estrellas; mira cómo se agitan unas tras otras las olas; oye cómo
suspira junto a nosotros una cosa que no se ve, y sin embargo se siente y se respira, y es el aire que
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da vida a millares de millares de seres. Así el que nos sacó de la nada, sin dejarse ver, se hace sentir,
y conserva infinidad de especies y de familias.
—Ya le siento, Manuel, le siento en lo admirable de tus sentimientos, y le adoro.
—Jamás como en aquel momento derramé tan tiernas y consoladoras lágrimas. Cuando por
encima de las peñas llegamos a la puerta del mar, el portillo estaba abierto todavía, y un cuarto de
hora después dos cristianos oraban de rodillas junto a un ataúd en donde acababan de ser colocados
los restos de Adela para ser trasladados a su última morada.
LXV.
La borrasca cede por el pronto.
Anuncio de otros días tempestuosos.
A aquella borrasca tremenda, que tronchó por su tallo tantos cedros centenarios y tantos
rosales florecientes, sucedió por el pronto una calma muerta: pero los cedros quedaron derribados, y
los rosales esparcidos. Yo vi desaparecer de mi convento hasta las ruinas.
Errante y proscrito tuve que andar por extraño suelo. No sé cómo fue que un día volví a mi
patria en la cual la Providencia me tenía deparadas nuevas y durísimas pruebas. Mi pluma tiembla
al pedirle que trace en el papel lo que por mí pasó en esotros días tempestuosos. Yo me hallé en los
campamentos. Yo vi dos huestes de hermanos unos contra otros concitados, que deseaban
mutuamente destruirse; vi formarse del barro unas figuras colosales, y dominar, y sucumbir; vi
nacer reputaciones, y crecer, y envejecerse en un día; vi unas como mangas colosales levantar y
mover en los lagos de mi patria un grande escarceo, dar espanto a las gentes, y luego resolverse su
furia en viento vano; vi en fin la muerte en todas sus fases, muerte política, muerte justiciera,
muerte voluntaria, muerte buena, muerte airada, muerte de gloria, muerte de miseria.
Y lo que fue de escasa importancia lo vi abultado en cien impresos, y lo que mereció ser
escrito, no lo he leído en ningún libro. ¿Quién escribe esos libros? me pregunté. ¿Cómo es que los
que tienen noticias no las propalan y publican, supliendo aquella falta? Yo las tuve, y escribí, día
por día, lo que por mí pasó, y aquello de que fui testigo, Quæque ipse miserrima vidi. Algunas veces
dejé la pluma para dar suelta al agua de mis ojos, y a los suspiros de mi pecho.
Entonces no encontraba alivio más que en la lectura de los escritos de mi hermana, que sor
Marta entregó a la mujer de Andrés: en ellos me pareció que el manto de la religión encubría y
suavizaba los dolores del alma4. Si algún día, que acaso no está muy distante, dije para mí, llego a
dar a luz todos esos nuevos manuscritos, los que los lean creerán tal vez que son parto de una
fantasía acalorada. Se engañarán. Algunos artistas pintaron, bien lo sé, la verdad desnuda: mas no
porque la pinte yo decentemente vestida, y más o menos engalanada, dejará de dar buen testimonio
de los hechos positivos.
FIN
4 Los manuscritos de sor Adela de que se habla aquí, se publicaron por primera vez en diciembre de 1856 con el
título de Mi claustro. (Nota del editor.)
176
CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/
221 El Corán
220 José de Espronceda, El ministerio Mendizábal, y otros escritos políticos
219 Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista
218 Charles F. Lummis, Los exploradores españoles del siglo XVI
217 Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio
216 Muhammad Ibn al-Qutiyya (Abenalcotía): Historia de la conquista de Al-Andalus
215 Textos de Historia de España
214 Julián Ribera, Bibliófilos y bibliotecas en la España musulmana
213 León de Arroyal, Pan y toros. Oración apologética en defensa del estado... de España
212 Juan Pablo Forner, Oración apologética por la España y su mérito literario
211 Nicolás Masson de Morvilliers, España (dos versiones)
210 Los filósofos presocráticos. Fragmentos y referencias (siglos VI-V a. de C.)
209 José Gutiérrez Solana, La España negra
208 Francisco Pi y Margall, Las nacionalidades
207 Isidro Gomá, Apología de la Hispanidad
206 Étienne Cabet, Viaje por Icaria
205 Gregorio Magno, Vida de san Benito abad
204 Lord Bolingbroke (Henry St. John), Idea de un rey patriota
203 Marco Tulio Cicerón, El sueño de Escipión
202 Constituciones y leyes fundamentales de la España contemporánea
201 Jerónimo Zurita, Anales de la Corona de Aragón (4 tomos)
200 Soto, Sepúlveda y Las Casas, Controversia de Valladolid
199 Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates segundo, o… de la guerra contra los indios.
198 Francisco Noël Graco Babeuf, Del Tribuno del Pueblo y otros escritos
197 Manuel José Quintana, Vidas de los españoles célebres
196 Francis Bacon, La Nueva Atlántida
195 Alfonso X el Sabio, Estoria de Espanna
194 Platón, Critias o la Atlántida
193 Tommaso Campanella, La ciudad del sol
192 Ibn Battuta, Breve viaje por Andalucía en el siglo XIV
191 Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución de Francia
190 Tomás Moro, Utopía
189 Nicolás de Condorcet, Compendio de La riqueza de las naciones de Adam Smith
188 Gaspar Melchor de Jovellanos, Informe sobre la ley agraria
187 Cayo Veleyo Patérculo, Historia Romana
186 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas
185 José García Mercadal, Estudiantes, sopistas y pícaros
184 Diego de Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano
183 Emmanuel-Joseph Sieyès, ¿Qué es el Tercer Estado?
182 Publio Cornelio Tácito, La vida de Julio Agrícola
181 Abū Abd Allāh Muhammad al-Idrīsī, Descripción de la Península Ibérica
180 José García Mercadal, España vista por los extranjeros
179 Platón, La república
178 Juan de Gortz, Embajada del emperador de Alemania al califa de Córdoba
177 Ramón Menéndez Pidal, Idea imperial de Carlos V
176 Dante Alighieri, La monarquía
175 Francisco de Vitoria, Relecciones sobre las potestades civil y ecl., las Indias, y la guerra
174 Alonso Sánchez y José de Acosta, Debate sobre la guerra contra China
173 Aristóteles, La política
172 Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia
183
21 Crónica Cesaraugustana
20 Isidoro de Sevilla, Crónica Universal
19 Estrabón, Iberia (Geografía, libro III)
18 Juan de Biclaro, Crónica
17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia
10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
4 Ajbar Machmuâ
3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)