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Tres leyendas circulan desde tiempos remotos entre los
habitantes del pueblo guaraní, historias de jóvenes guerreros
y mujeres destacadas: Anahí,una muchacha de corazón noble y gentil trato; Taca, la bondadosa hija de un cacique, y Morotí, la joven más hermosa y valiente del pueblo. EL CHAJÁ El anciano Aguará era el cacique de una tribù guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza lo habían distinguido entre todos; pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con gran coraje lo acompañaba en sus tareas de jefe. Todos admiraban a Taca por su destreza con el arco y la querían por su bondad. Las madres de la tribu acudían a ella cuando sus hijos se hallaban en peligro, seguras de encontrar el remedio que los salvara. Era la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de la tribu. Taca era, además, muy bella. Su piel era cobriza y sus ojos negros y expresivos. En su boca siempre brillaba una sonrisa. Dos largas trenzas negras caían a los lados de su rostro. Un tipo cubría su cuerpo hasta los tobillos y una faja de colores, que los guaraníes llamaban chumbé, ceñía su cintura. Muchos jóvenes solicitaron al cacique el honor de casarse con su hija, pero ella rechazaba a todos. Su corazón pertenecía a un valiente guerrero, Ará-Naró, que se hallaba cazando en las selvas del norte. Taca pensaba casarse cuando el regresara y, entonces, el viejo cacique tendría quien lo reemplazase en las tareas de jefe. La vida de la tribu transcurría serena hasta que un día tres jóvenes salieron en busca de alimentos al bosque, donde siempre hallaban miel de lechiguana y frutos de banano, de algarrobo y de mburucuyá. Durante el camino, uno de ellos, sin tiempo ni armas para defenderse, fue sorpresivamente atacado por un yaguareté. Nada pudieron hacer sus compañeros para salvarlo. La fiera lo destrozó con sus garras. Los otros dos solo pudieron huir y, jadeantes y sudorosos, llegaron a la aldea para contar lo sucedido. La noticia causó sorpresa y miedo en la tribu, pues hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado a ese bosque. Desde ese día ya no hubo tranquilidad porque, aunque se tomaron precauciones, el yaguareté seguía merodeando y otros más fueron víctimas del sanguinario animal. Entonces, el Consejo de Ancianos determinó que un grupo de guerreros debía buscar a la terrible fiera y terminar con ella. El cacique pidió a los hombres de la tribu que se presentaran ante él aquellos que quisieran llevar a cabo la peligrosa tarea. Grande fue la sorpresa del jefe cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-Ú. De los demás, ninguno quiso exponer su vida. Así fue como Pirá-Ú, sin ayuda de nadie y confiando en su valor, partió a cumplir tan temeraria empresa. Durante los siguientes días todos esperaban ver llegar al valiente muchacho con la piel del feroz enemigo. Pero las esperanzas se desvanecieron. Pirá-Ú no regresó; el yaguareté se había cobrado otra vida. Nuevamente el cacique pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie se presentó ante él. Taca, indignada, reunió al pueblo y, en términos duros y con ademán enérgico, les dijo: -Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Estoy segura de que si Ará-Naró estuviera entre nosotros, él se encargaría de dar muerte al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y traeré su piel. ¡Vergüenza les dará reconocer que una mujer tuvo más valor que ustedes, cobardes! Y, después de lo dicho, entró en su toldo. El cacique se opuso a que su hija llevara a cabo una empresa tan peligrosa. -Hija mía -le dijo-, tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasados. Pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar. -Padre, los guerreros creen que el yaguareté es un enviado de Añá para terminar con nosotros, y temen enfrentarlo -le contestó Taca-. Yo debo salvar a la tribu. ¡Permite que vaya! Los dioses me ayudarán y volveré triunfante. El anciano tuvo que acceder ante las razones justas y claras de su hija. Y Taca empezó los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día, al atardecer. Cuando se disponía a partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que partieran hacía una Luna se acercaban. Estaban a corta distancia de los toldos. Fue para Taca una gran noticia. Entre los cazadores venía Ará-Naró, su enamorado, y él podría acompañarla para dar muerte al yaguareté. Los bravos cazadores llegaron esa misma noche, cargados de muchos animales que alimentarían a los suyos, pieles y plumas, conseguidos después de grandes sacrificios y de enormes peligros. Aguará saludó con todo cariño a los muchachos, que se apresuraron a poner a sus pies las piezas más hermosas. Luego Ará-Naró se dirigió a Taca y, como una prueba de su gran amor, le ofreció un presente: las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se pintaron en el rostro de la doncella, que con una suave sonrisa agradeció el obsequio. Después... cada uno se retiró a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Naró quedaron solos. En ese momento, el viejo cacique comunicó a Ará-Naró la decisión de su hija. -Hijo mío -le dijo-, un yaguareté se ha cobrado muchas víctimas entre nuestro pueblo. Se decidió dar muerte al sanguinario animal, pero nadie quiere hacer frente a tan terrible enemigo. Todos le temen creyéndolo un enviado de Añá, imposible de vencer. Taca ha decidido ser ella quien termine con el yaguareté y piensa partir ahora mismo en su busca. -Los guerreros temen a Añá y no quieren atacar a quien creen su enviado -agregó la joven-. Dentro de un instante saldré en busca del yaguareté y cuando vuelva gritaré una vez más su cobardía al pueblo del valiente Aguará. -No has de ir sola, Taca. Espera unos instantes y yo te acompañaré. -Ya debo partir, Ará-Naró -contestó la muchacha-: ¡Yahá, yahá!* Pronto se reunió Ará-Naró con su prometida y, cuando la Luna envió su luz sobre la Tierra, ellos marchaban tras el yaguareté. La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Naró aconsejó prudencia a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el animal, adelantándose, lo animaba: -¡Yahá!, ¡yahá! Cerca de un ñandubay se detuvieron. Habían oído un rumor en la hierba. Supusieron que el yaguareté estaba cerca y no se equivocaban. Saliendo de un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Eran los ojos de la fiera que, sigilosamente, se iba acercando. Ará-Naró le indicó a su enamorada que se protegiera detrás de un añoso árbol y se dirigió, decidido, hacia la fiera. El guerrero era fuerte y valiente, pero el yaguareté, con toda fiereza, lanzó un rugido salvaje. Taca que seguía la lucha desde su escondite, se estremeció. Un zarpazo desgarró el cuello del valiente indio y lo arrojó a tierra. Con él rodó la fiera enfurecida y poderosa. Taca dio un grito y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado, que se trabó en pelea con su nueva atacante. Pero fue en vano. En esa prueba de valientes ninguno salió triunfante. Taca y Ará-Naró mataron al yaguareté pero pagaron con la vida su heroísmo. Pasaron los días y en la tribu ya nadie dudaba de la muerte de los jóvenes prometidos. El viejo cacique, cuya tristeza era cada día mayor, fue marchitándose hasta que Tupá sintió piedad por su tristeza y le quitó la vida. Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente. Prepararon una gran urna de barro y, después de colocar en ella el cuerpo del cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida. En el momento de la despedida una pareja de aves, que nadie había visto antes, apareció gritando -¡Yahá!, ¡yahá! Eran Taca y Ará-Naró que, convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos. Ellos los habían librado del feroz enemigo y serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse algún peligro. Por eso, el chajá sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá y, cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta -¡Yahá!, ¡yahá!
LA FLOR DEL CEIBO
Cuentan los antiguos que, antes de que los españoles pisaran las tierras que baña el río Paraná, vivía allí la tribu de los indomables guerreros guaraníes. La única hija del cacique se llamaba Anahí, la de la voz de pájaro. Tupá la había bendecido con un corazón noble, un gentil trato y una virtud muy especial: tenía una maravillosa voz y todas las mañanas cantaba las melodías de su tribu con tanta dulzura que quienes la escuchaban quedaban encantados. Un día hubo un gran revuelo y notables preparativos entre los indios. -¿Qué sucede? -preguntó Anahí a uno de los guerreros-. ¿Por qué vistes las galas de guerra y afilas las flechas? -Un peligro nuevo nos amenaza. Esta vez no son nuestros habituales enemigos, sino seres muy raros, que visten trajes brillantes y duros y llevan flechas que arrojan fuego. Tu padre no quiere avisar a los niños y las mujeres porque no sabe si son humanos como nosotros o son enviados por algún genio del mal. Pero nos ordenó que estuviéramos preparados. No tardaron los guaraníes en darse cuenta de que los invasores eran hombres como ellos que, a fuerza de golpe y de espada, iban arrasando las tribus. Les arrebataban las tierras, mataban a muchos y a otros los hacían esclavos. El cacique decidió contraatacar con valor y coraje. Al caer la tarde, guio a los guerreros al combate, que fue largo y sangriento. Toda la noche lucharon los indios por su libertad y el alba los vio volver derrotados. Anahí les salió al encuentro y, al preguntar por su padre, en el silencio de los hombres descubrió que nunca más volvería a abrazarlo. Fue enterrado el cacique en las tierras sagradas y un dulce y armonioso canto, como el que solía escuchar cada mañana, lo acompañó al encuentro con Tupá. Pocos días después, los guerreros se reunieron en asamblea para discutir quién sería el próximo cacique, ya que Anahí no tenía hermanos y tampoco se había casado. Durante la discusión, uno de los guerreros levantó la voz y dijo: -Yo propongo entregarnos a los españoles. Nosotros somos fuertes y quizás algún día podremos hacer un trato. Yo prefiero vivir como esclavo y no morir inútilmente. Al escucharlo, Anahí se paró sobre una piedra y alzando su delicada pero potente voz dijo:- Prefiero morir como una valiente guerrera que entregó la vida por la libertad de su pueblo que morir sabiendo que podría haber sido libre, pero no lo intenté. Yo lucharé con ustedes y, algún día, cuando nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos nos recuerden, ellos sabrán que los invasores nos pueden quitar la vida, pero jamás nuestra libertad. Conmovido por las palabras de la muchacha, el pueblo guaraní decidió resistir. Ellos sabían que los españoles tenían una desventaja: no conocían sus tierras; bastaba con que un soldado se alejara apenas del campamento para que una silenciosa flecha lo atravesara. Tampoco conocían los peligros de la selva: todos, hasta los más pequeños de la tribu, atraían a los enemigos hacia las profundidades del monte para hacerlos caer en las garras de los animales más feroces. Pero pronto la suerte cambiaría para la tribu. Una noche, Anahí llegó hasta el puesto de centinela de un soldado. Favorecida por las sombras que la ocultaban, la muchacha extendió su arco, una flecha silbó en el aire y el centinela rodó por el suelo lanzando un grito espantoso. Los españoles, que estaban muy alertas, acudieron en auxilio de su compañero. Con su último aliento, el soldado les indicó la ruta por la que había huido la agresora. Al amanecer, los invasores atacaron el poblado. Sin titubear, la joven dirigió a los guerreros para defender el hogar y lo hizo con increíble bravura. En medio del combate se la veía altiva y valerosa. Grande fue la sorpresa de los soldados al ver que el cacique de la tribu era una joven muchachita que apenas alcanzaba el metro y medio de altura. A pesar de su coraje, Anahí fue apresada y llevada ante el capitán. -Una mujer que lucha como un hombre. ¿Sabes lo que te espera por matar a un centinela? Anahí no entendía una palabra de lo que le decían, pero sí podía presentir lo que le esperaba. -Llevadla al bosque, atadla a un árbol y quemadla viva -sentenció el español. Esa noche de Luna llena, el pequeño cuerpo de Anahí fue atado a un poste a orillas del río. Enseguida, rodearon con leñas el tronco y un soldado acercó la tea. Un denso humo negro cubrió la escena. Débiles lenguas de fuego se propagaron por las ramas. Y entre el humo y las llamas, la infeliz muchacha quedó oculta a los ojos de los verdugos. No se escuchó ningún grito desesperado, ni llantos. Un apacible canto fúnebre surgía de la garganta de Anahí; era la misma melodía que había entonado en el entierro de su padre. Los centinelas estaban a punto de retirarse, pero de repente quedaron pasmados: algo se agitaba sobre las cenizas. El fuego parecía no tocar a la niña que cantaba. Decidieron, entonces, echar aún más leña. Pero las llamas, cada vez más grandes, seguían sin tocar a Anahí y fueron creciendo a su alrededor hasta que dejaron de ser fuego. Se despegaron del suelo y se elevaron, llevando a la indiecita envuelta en un manto que no quemaba. Y, al llegar a la cima del tronco, se introdujeron en el madero con violento chisporroteo. Mudos de terror se quedaron los españoles. Miraban al pie del tronco y no veían a la joven. Miraban a la cima y el espectáculo de aquel fuego que no quemaba les producía un temor más grande aún. Por fin, uno de ellos acertó a moverse y echó a correr hacia el campamento. Los otros lo siguieron en desenfrenada carrera hasta que el lugar quedó desierto. Mientras tanto, un indio que estaba oculto entre unos matorrales también había visto el prodigio y corrió a contárselo al curandero de la tribu. -Es la mano de Tupá -dijo el curandero-, que eleva el alma de Anahí para llevársela consigo. Muéstrame el camino hacia ese lugar. Ya amanecía cuando se acercaron cautelosamente para evitar que los oyeran los españoles, que tenían su campamento no lejos de allí. -¡Aquí es! ¡Aquí está la leña de la hoguera! Pero en lugar del viejo tronco encontraron algo que nunca habían visto antes. Ahora allí se erguía un hermoso árbol cuya rugosa corteza formaba unos canales que parecían llamas danzando. Las ramas, con hojas muy verdes, lucían ramilletes de rojas y aterciopeladas flores. Flores sin perfume, que tenían la forma de las lenguas de fuego que envolvieron a Anahí y eran rojas como su sangre generosa. Habían nacido el ceibo y sus bellas flores. Desde entonces, este árbol representa el alma indomable de una estirpe que no quiere morir y que sabe luchar por su libertad. Su presencia es el símbolo de la valentía y fortaleza ante el sufrimiento y nos recuerda la historia de Anahí, "la indiecita de la voz tan dulce como el aguaí".
LA FLOR DEL IRUPÉ
Cuentan los ancianos que Morotí era la muchacha más hermosa que había conocido el valiente pueblo guaraní. Todos los jóvenes de la tribu estaban enamorados de ella, pero su corazón pertenecía a Pitá, el guerrero más fuerte, más valiente y audaz. Y también, el más enamorado. Todo el coraje de Pitá se sometía a los deseos de Morotí. Ella lo amaba, pero era presumida y caprichosa. Una tarde, Morotí estaba paseando por la orilla del río Paraná con sus amigas. Las lluvias habían provocado una peligrosa crecida y las aguas bajaban caudalosas. Morotí vio acercarse a Pitá y quiso demostrar a las muchachas todo lo que el guerrero estaba dispuesto a hacer si ella lo pedía. Sin pensarlo, se sacó uno de sus brazaletes y lo arrojó a las aguas violentas y oscuras. -¡Pitá, mi brazalete! -gritó. Sus palabras fueron suficientes para que el joven se lanzara al río detrás del objeto sin dudar. Como cualquier guerrero guaraní era un nadador excelente y conocía muy bien el río; sabía de sus riesgos y sus aguas traicioneras. Zambullirse y recobrar la joya le llevaría apenas unos minutos.Pero Tupá había dispuesto castigar la coquetería de Morotí. Por un momento, mientras todos reían, se vio asomar de las aguas la cabeza de Pitá y después, atrapado por un remolino, volvió a desaparecer. Pasaba el tiempo y el guerrero no regresaba. Al principio, creyeron que les estaba jugando una broma pero, poco a poco, las risas se transformaron en preocupación. Morotí comenzó a atormentarse por las consecuencias de sus caprichos. Si Pitá no volvía a la superficie era culpa de su insensata idea. Gritó su nombre con todas sus fuerzas. Pero no obtuvo respuesta. Cayó la noche y Morotí estaba enloquecida de dolor; su capricho y su tonto orgullo habían puesto en peligro a Pitá. Sin embargo, la muchacha no se resignaba a creer que las aguas hubieran vencido al guerrero. Pitá no podía estar muerto. En el fondo del río, en un palacio de oro y piedras preciosas habitaba I Cuñá Payé, la hechicera de las aguas. Seguramente, ella estaba reteniendo a Pita. Desesperada, antes del amanecer, Morotí se arrojó al agua. Si conseguía salvar a Pitá, prometía no volver a jugar nunca más con el amor del guerrero. Si I Cuñá Payé la capturaba, al menos moriría junto a su amado. Otra de las muchachas de la tribu, que la seguía, alcanzó a verla hundiéndose en el agua revuelta del Paraná. A gritos pidió ayuda. Llegaron todos hasta la orilla y se quedaron mirando durante un largo rato el lugar donde los amantes se habían hundido. Fue entonces, al amanecer, que observaron salir de las aguas una extraña planta que jamás habían visto antes. ¡Era enorme! Las hojas eran planas como el reflejo de la Luna en el agua. La flor era bella y perfumada; los pétalos del centro eran blancos, como la pureza de Morotí, y se tornaban rojos hacia el borde, como si el corazón del valeroso Pitá envolviera tiernamente a su amada. En la flor del irupé, Tupá había unido para siempre a los jóvenes enamorados.