Desde El Encendido Corazón Del Monte: Renée Ferrer de Arrellaga
Desde El Encendido Corazón Del Monte: Renée Ferrer de Arrellaga
Desde El Encendido Corazón Del Monte: Renée Ferrer de Arrellaga
Pocos años de vida les quedan a los bosques del Paraguay, pocas esperanzas a las
especies en vías de extinción, escasas alternativas para el verdor del planeta. ¿Seremos
capaces de vislumbrar el peligro a tiempo y de detener la destrucción total?
Ante semejante pregunta surgió la posibilidad de buscar otros caminos para llegar hasta
ustedes, lectores, que son los depositarios de este llamado a un compromiso compartido de
salvamento ante el peligro de un daño irremediable, de una irrecuperable devastación.
Por ello, Axial Naturaleza y Cultura les invita a abrir un capítulo nuevo con respecto a la
protección y a la recuperación de los bosques nativos del Paraguay, bajo el Programa
denominado Yo cuento arbolitos, para lo cual se apeló a dos creadores muy distintos en
cuanto a cultura y modos de expresión -Renée Ferrer, escritora, y el indígena chamacoco
OGWA, artista plástico, quienes sumaron esfuerzos en la defensa de la ecología, a través
del arte. Cada vez que este libro sea adquirido se dará la posibilidad de que un retoño de
árbol originario de nuestro suelo conserve su savia y se yerga firme en las praderas de
nuestro país.
Estos cuentos, narrados en voz alta o en la intimidad de cada uno de nosotros, servirán
también para abonar nuestra sensibilidad ante la impotencia de la naturaleza frente a la
pérdida de ese latido indefenso que, sin embargo, constituye nuestra única esperanza ante el
futuro. ¿Será acaso factible, frente a estos relatos e imágenes, sentir la presencia de nuevos
mundos posibles, donde exista un equilibrio entre las fuerzas naturales y las voluntades
culturales? Nosotros creemos que sí.
La conmovieron la inmensidad de la fronda, allá abajo, y los silbos que parecían emanar
de cada hoja. Algo en su cuerpo menudo le avisó que había llegado. Quizás el retumbar de
los latidos de su corazón o las rutas aladas de sus antecesores. Ni siquiera poseía la
representación de la distancia. En su cerebro sin memoria todo sucedía en el presente: la
espesura, el sol desplegado sobre la primavera y ella, arrebatada de cielo en los remolinos
del viento.
Por un hueco de sombra se metió en el follaje, brincando sobre los goterones de luz
filtrados hasta el suelo; observando la respiración del bosque, su fluir de vida creciendo
hacia las nubes; escuchándolo todo.
El balanceo de las lianas, los gusanos y el delicioso manjar de los insectos llamaban su
atención por todas partes. Certera y astuta, picoteó una rama. Se bañó en el mullido colchón
de hojas, que al pie de cada árbol esparcía su húmeda fragancia y, más tarde, hecha un
capullo moteado sobre sus patitas tiesas, dormitó en plácido abandono.
Un poco más. Un poco más de ese canto, de la impalpable caricia de su voz. Que se
repita el llamado. Que me persiga de nuevo. Que se me acerque. Me gusta. Y escapaba otra
vez, vacilando entre la incertidumbre de la huida y el deseo.
De pronto, una nota se soltó de las otras para quedarse vibrando en el aire cual flecha
sonora. El cortejo había terminado. Quieto y orondamente diminuto se paró el zorzal sobre
la rama, mientras ella, abatida ya su resistencia, se le fue aproximando con el pico ansioso,
como una cría desvalida que pide alimento.
Antes que la luna desnudara su doncellez de plata, el zorzal alambró con su canto una
parcela de monte y, al día siguiente, incuestionable señor de sus dominios, buscó el lugar
adecuado donde plantar su nido. Pelusas, pajitas secas, una pizca de musgo, algo de
manantial y un poco de barro, bastaron para terminar aquella construcción, tras múltiples y
compartidos ajetreos.
No bien arreció el sur, la madre y los polluelos partieron hacia la riqueza frutal de las
cosechas, dejándolo al cuidado del nido.
Sin el revoloteo de los suyos, se le volvieron largos los días y más lejanas las estrellas.
Las horas se quedaron baldías, ahora que su compañera se había borrado de la tarde.
Pacientemente la esperó; hasta que el invierno, por fin en retirada, cedió el paso a la
resurrección de las semillas, a la esplendente anunciación de la savia.
No bien el día se coma a la luna; posiblemente antes que la noche se trague al sol, se
repetía valerosa, buscando la fronda, entre que alentaba a sus pichones a volar ligero sin
divisar el verde por ningún lado.
Allí estaba, uniendo la tierra y el cielo con su tronco grisáceo, el cedro. No se dejó
engañar la primera vez que lo vio. Sabía que bajo ese aspecto ceniciento dormían los
colores rojizos de la aurora. No recordaba bien cuándo se convirtió en el compañero
inmóvil de su imaginación. ¿Sería aquel atardecer en que se refugió bajo su follaje
sintiendo sobre la frente una garúa apenas perceptible, que lo fue impregnando con un
aroma de sombra y de jugos montaraces? ¿O aquella noche, cuando lo sorprendió
meditando en voz alta, como si de la corteza cuarteada y olorosa le fluyera la palabra? Se
acercaba desde entonces a escucharlo como los pájaros, como las nubes, como las abejas
que, coqueteando con su tronco, guardaban en sus huecos la untuosa miel. Le fascinó su
voz grave, bajada de la reverberación de los astros.
Arribó sigiloso y se retiró con temor. Era cierto. La sospecha se desplegó ante sus ojos:
los hombres estaban allí; el campamento, a la izquierda; a la derecha, las máquinas. En el
centro, el temblor de las flores.
Algo debía hacer para salvarlo; algo, que su pequeñez le permitiera, pensaba con
desesperación, observando los aprestos para la sierra.
A la noche siguiente, no bien los obrajeros se tumbaron al resguardo de las carpas, Pablo
se internó hasta el corazón del monte y lo buscó entre los árboles, desdibujados por la
ausencia de la luna. Separó las lianas que ceñían el matorral; atento al quejido del mantillo,
recorrió la picada y, finalmente, guiado por el aleteo de las mariposas que comen sus
brotos, lo identificó. Lo rodeó con sus brazos, acarició su aspereza, le preguntó cómo
estaba. No temas, parecían decirle sus manitas morenas.
Sin más dilación comenzó el ascenso. El tronco, coronado por la copa servida, era un
puente desde la tierra hasta la mismísima altura. Siguiendo los rastros del perfume, indagó
el itinerario posible entre los racimos de flores; los atajos, los descansos de aquel viaje del
cual no vislumbraba el final. Se topó con un fruto tempranero e insistió sobre la premura de
su misión. Debían entenderlo. En cualquier momento, el amanecer rompería el huevo de la
noche y sería demasiado tarde. Averiguó entre una nidada bullanguera el trayecto más
corto. Recordando el vuelo ondulante de una semilla de alas grandes, siguió a tientas la ruta
que una vez le vio emprender. Le pidió consejos a la última horqueta para evitar los
vahídos que amagaban tirarlo abajo. Subió y subió hasta tocar el cielo. Paseó entre las
constelaciones y, antes que se apagaran las estrellas, eligió la más grande, la que brillaba
más.
La tomó entre sus manos; con solicitud se la metió en el bolsillo soslayando el vértigo
descendió, firme y lento. Cuando estuvo en el suelo, la observó: su luz enceguecía.
Extendió los brazos tanto como su tamaño lo permitía y, buscando una saliente leñosa,
la colgó sobre el fuste, como una señal.
Al otro día, cuando volvieron los hombres a terminar la faena, vieron sobre el cedro
solitario aquella estrella, como un beso de luz sobre la madera fraganciosa y, asustados por
el misterioso designio, lo dejaron vivir.
La confesión de las semillas
Se encontraron después de varios años, cuando el cuerpo de sus antecesoras no era sino
un recuerdo leñoso en el ciclo de las estaciones.
Dentro de una vaina oblonga, arropadas por una pelusilla, con la impaciencia de la
partida apenas sojuzgada y la curiosidad reventándoles por todas partes, ocho semillas de
un samu'ú decidieron reunirse al cabo de los años, a recordar los días de encierro y las
vicisitudes de la separación.
Poco después, desde la intimidad de la tierra, los brotos perforaron el tegumento malva,
levantándose hacia el cielo con el vigor de un niño. Fue lindo desperezarse al sol,
descubriendo el mundo con las plúmulas henchidas de savia; beberse a tragos pequeños los
aguaceros y sentir el zarandeo de la brisa dejando, sin embargo, las hojas tiernas en su sitio.
Lindo, asombrarse ante la levedad de los nidos sobre las ramas incipientes y, una vez
coronadas de verdor, escuchar en el follaje el trajinar de los pájaros. Y, más tarde,
deslumbrarse ante el abultamiento de las yemas, el estallido de las corolas o las frutas en
sazón.
Conocido el motivo de la cita por las divagaciones del búho, las hijas de aquellas
semillas andariegas no cejaron en el empeño de encontrarse, siguiendo el itinerario de su
memoria pajarera.
Así fue como un verano, bajo un cielo deslumbrado de estrellas, formando un círculo
confidente, se reunieron en el mismísimo lugar donde se dispersaran las semillas
primigenias.
Una partida de grillos aserraba el silencio del palmeral dormido, cuando empezaron a
develar sus existencias dispares.
No faltó quien tuviese aventuras más distantes. Arrastrada por los vientos hasta una
toldería, creció junto a un río, presenciando la transformación de su tronco en una canoa, en
la cual los hombres se internaban a pescar.
La más turgente brindó el agua almacenada en su interior para alivianar la sed de todo
un pueblo, durante una sequía que no llevaba trazas de terminar. ¡Qué rica está! ¡Qué rica
está! escuchaba bendecir, mientras le dolían los tajos en la albura y a la gente le crecía el
alivio.
Empalidecían las estrellas cuando notaron que la última se había separado del grupo,
reclinándose a llorar.
Pero un día, se quebró el rumoroso palpitar del monte. La umbría quietud quedó
desbaratada. Los escuché llegar. Era tiempo de tala, quemazón y desbande.
Me golpearon sus voces; el brillo del acero trizó la tersura de las cortezas; el chasquido
de las cadenas nos despobló de gorjeos. Aguardé, esperanzado dentro de mi tristeza, viendo
que se llevaban a otros como yo. Conjeturé mi destino. Me desvelé esperando hasta que, sin
escuchar mis súplicas, cumplieron con la orden y nos prendieron fuego.
Nada le gustaba tanto. Ni otear el horizonte a la espera de los malones para dar la voz de
alerta, escuchando como el pecho se le llenaba de coraje, ni pintarse la cara con los colores
de las ceremonias rituales, ni mirar a los hombres, embriagados de chicha y baile,
desatándose del mundo para entrar en la vorágine de una libertad inconsciente. Nada. Salvo
quedarse dentro de su propio pensamiento bajo la cúpula de los árboles, con el olor
humedecido de la tierra, arropada por un amasijo de hojas y de ramas tiernas; recorriendo
después, meditativo, los santuarios de savia y de sombra otorgados por los dioses.
Si acaso otra cosa le interesaba más era el cielo, con su danza circular de estrellas, la
aparición del tigre hambriento de luna, la marcha habitual de las constelaciones.
Entre la intimidad de los bosques y la vastedad del firmamento, Avaipe desgranaba los
días rutinarios de la tribu. Se evadía tras las abejas hasta los colmenares escondidos,
persiguiendo de paso el sueño calcinado de los lagartos; alternaba la búsqueda de presas,
junto a los guerreros investidos, con la recolección de peces burbujeantes; o acechaba, en la
bóveda celeste, ese desvestirse de la noche, sacándose una a una las estrellas, como si
fueran pendientes, hasta quedarse en pura aurora.
Ante el silbido de los astros, permaneció contemplando la avalancha que quebraba los
árboles, la geometría irregular de los ramajes, la perentoria estabilidad de los nidos.
Sometido a la belleza de la luz, canceló los sollozos, sabiendo que todo a su alrededor se
desmoronaba, salvo él que, testigo impotente y obligado, presenció el derrumbe gradual de
su morada.
Una vez terminado el aluvión, vuelto ya del temor y del embeleso, Avaipe trató de
incorporarse. No se pudo mover. Su espalda, sus extremidades, su destino estaban clavados
al suelo. Sólo el rostro podía ladearse de un lado a otro, permitiéndole ver la cabellera de
fuego que le había crecido a la tierra.
No pudo gritar, orar tampoco; los gemidos le fueron vedados, pero sus ojos dejaron
correr, desde la esquina de los párpados un agüita empañada. Escuchó la soledad; aprendió
con paciencia las argucias de la intemperie; reconoció, dentro de las llamas aturdidas por el
viento, el esqueleto de las cosas. Nadie se acercó a socorrerlo ni comprendió su
aislamiento. Ante tamaña orfandad, paladeó el lento sabor de la tristeza. Como ofrenda a un
sol implacable y a una luna sombría, permaneció en idéntica postura durante el ciclo de las
estaciones innumerables, escuchando la vida moribunda a su alrededor.
Cuentan los sabios, que pocos se atreven a contradecir, que hasta ahora puede verse en
el solitario corazón del monte, petrificada y yacente, la figura de un hombre abrazado a las
raíces plurales de la selva.
La gota de miel
Las colinas aterciopeladas ascienden ante sus ojos, cada vez más oscuras. En lo alto, los
verdes tiernos, sombríos, ingenuos otra vez, se entremezclan formando una maraña
deliciosa, de la cual ella no aparta los ojos mientras intenta, trabajosamente, alcanzar la
cumbre con su carga a cuestas.
En sus ojos, las imágenes se repetían sobre espejos de innumerables caras: los rostros
consumidos alrededor de los fogones; el acoso del sol sobre los árboles; los peces
boqueando en el lecho de un río cada vez más exiguo, mientras los venados huían
despavoridos de las quemazones imprevistas. La hambruna proliferaba entre la gente y
desfallecían los pájaros. Se evaporaron las aguas. Los insectos decidieron trasladar su
compañía zumbadora a parajes más benignos. Debo volver, pensaba trepando con ahínco,
sin demorarse.
Hizo un esfuerzo más, y luego otro, y uno último, hasta salir de las profundidades
sonrosadas, donde la intensidad del perfume le golpeaba la cabeza, atontándola por
momentos. No podía desistir, no ahora que los hombres, las mujeres y los niños esperaban
seguramente algún milagro, antes de emprender el éxodo perentorio a medida que
aumentaba la escasez.
Aferrada al borde, mantuvo su cuerpo en equilibrio hacia un lado y otro, apeligrando
desplomarse por la fatiga que le impedía proseguir. Se quedó inmóvil absorbiendo la
húmeda frescura, hasta recuperar el aliento. Miró el ramaje tupido, las agujas de sol
colándose entre la fronda, el cielo avaro, e impulsándose con las alas maltrechas partió
hacia el asentamiento de la tribu.
Nadie sabe realmente cómo sobrevivió el gentío, pero en los cantos de un anciano
chamán existe un himno dedicado a la abeja solitaria que elaboró la primera gota de miel de
una colmena soberana.
Los árboles se despertaron antes que el sol sacara los brazos del horizonte. Ni el canto
del corochiré, ni las corridas del venado, ni las cosquillas del rocío en las nervaduras de las
hojas, fueron la causa. Tampoco las disputas de los loros o la acechanza del cazador: algo
más siniestro se cernía sobre la calma del monte.
Con los ojos chorreando sueño escucharon el tronar de los motores, como un presagio de
malos tiempos. Los golpes iniciales, liberando la leche de las cortezas, provocaron la
alarma del palo santo y la indignación de los coronillos. Nuevamente estaban allí, los
hombres.
Los animales corren, saltan, se escabullen entre las matas. Por aquí, por allá, pronto, que
ya se acercan. Las aves, despavoridas, piden refugio a la distancia.
Año tras año tenemos que aguantarlos, protesta un lapacho amarillo. Nos despojan de
nuestros amigos, se queja el timbó, vertiendo un agua espesa. Nos arrebatan la sombra, se
rebela un tarumá. Desbaratan las colmenas. Ultrajan el perfume. Silencian el murmullo que
nos habita.
El campamento cobra vida. Cuatro estacas y un cuero sobre el envarillado precario, algo
de paja y palmas, es todo el resguardo contra la susurrante vitalidad del monte.
El vientre de los montes es la gran matriz del universo. En él muere y renace la vida, el
incomprendido lenguaje de la naturaleza, medita un cedro en voz alta.
Aquella noche hubo un concilio en la floresta. Escogidos los ejemplares de buen fuste;
condenada, con la incisión precisa, la resina aromática de los más vigorosos, todos sabían
que a la mañana siguiente, sin reparos en la floración o en el albergue que otorgaban a los
pájaros, comenzaría la tala.
Agobiados por tamaña indiferencia, y por la fatiga de rebrotar para morir sin tregua, los
árboles conjeturaron el camino a seguir. Se acabó la paciencia, la estoica conformidad, el
duelo después de la mutilación y del abandono. No estaban dispuestos a dejarse avasallar
una vez más, aunque sí resueltos a impedir que el filo del invasor los volteara.
Se irían para siempre. Por rigurosa votación se decidió la partida. ¿Pero adónde?,
preguntaban los retoños sin experiencia. A un lugar donde no nos destruyan, respondían,
resignados, los ancianos.
No fue fácil acordar los detalles. Algunos árboles cobijaban familias enteras que se
negaban al traslado; otros pretextaron la pesada carga de sus frutos, y la mayoría temía que
se le cayeran los nidos de los brazos. Finalmente, se decidió que esa noche, no bien saliera
la luna, el monte entero escaparía hacia la altura, dejando al hombre huérfano de fronda.
Cuando se dio la señal, levantaron las ramas como si hubieran sido alas y, a la voz de
libertad, ascendieron hacia el cielo, isla enorme de savia y de sombra.
Grande fue su estupor al comprobar el desatino de las aves, el escape precipitado de los
lagartos, los aullidos de los zorros rojos, el fúnebre graznido del urutaú. Los animales se
fueron resbalando hacia las fosas que quedaron, mientras ellos remontaban vuelo, sin
posibilidad de detenerlos.
Llegaron, por fin, a una región exenta de amenazas, desde donde observaron el mundo
suspendido, como un ojo vacío del universo.
¡Oh sorpresa! Los animales iban cayendo en la congoja. Los hombres, sentenciados a
vivir sin sombra, deambulaban por los páramos, y las nubes, sin el llamado del follaje,
retenían los aguaceros, mientras se agrietaba la tierra como una fruta sin pulpa.
Una mañana, algo extraño aconteció. Mirando el erial en que se había convertido su
antiguo asentamiento, entreabrieron los troncos y, desde el corazón que esconde la médula
olorosa, fluyó una tupida lluvia de semillas, que lentamente fue cubriendo los campos
desmochados.
Al verlas, desvalidas sobre tanta aridez, se pusieron a llorar, hasta que el sol hizo
germinar nuevamente la vida.
El cinturón de luciérnagas
Sí, era él. Solía bajar hasta la aguada mientras ella, demorandose ante la caricia de sus
ojos, lo llamaba con chasquidos de su lengua. Esbelto, paciente, si no lo alertaba el olor de
un intruso; predispuesto a la fuga en cuanto percibía el crujido de la maraña, la miraba
impasible desde su timidez.
De repente, se tensaron sus orejas, frunció el hocico y escapó hacia la llanura que se
derramaba a sus pies, dándole el tiempo justo para salir del agua y correr tras la huella de su
carrera zigzagueante.
En la cabeza afilada, el azoramiento le brilló en los ojos, que se disparaban con increíble
rapidez hacia ambos costados del camino, buscando un indicio. Parecen luciérnagas, pensó.
La muchacha no se dejó engañar: aquella fuga apenas comenzaba. Confundida con las
sombras del matorral, avanzaba despacio, volteando la cara a cada instante. Alguien acecha
al animal. Se lo confirmaba el redoble de su corazón.
Hurgó a su alrededor. Calculó las distancias. A cierto trecho, la bestezuela pastaba: los
ojos mansos, los dientes ensañados en los jugos del pasto. Sin tardanza, ella tomó dos
luciérnagas que revoloteaban cerca suyo, colocándoselas en la cintura.
Aquí estoy, parecía decirle el parpadeo de los muá en su piel cobriza. Bordeó el monte;
penetró en la picada más estrecha; exploró los laberintos conocidos sólo por los animales,
retardando la marcha para que el hombre no perdiera de vista el duplicado resplandor.
Atravesó la maleza y notó con desencanto su retraso; volviendo sobre sí lo sorprendió
husmeando el rastro que el corzo, a impulsos del pánico, había dejado flotando en el aire.
Tenía que confundirlo, o acaso subyugarlo. Se mostró ante sus ojos, morena y breve.
Atrapó otra luciérnaga y se la puso al lado de las otras. Logró anonadarlo, sobresaltarle la
respiración. Lentamente, mientras se distanciaba, fue agregando luciérnagas en torno al
talle, hasta formar un cinto titilante.
La luna sonrió desde la punta de la noche. Los pájaros se echaron a dormir en los nidos.
Pero la misteriosa mujer avanzaba sin que los troncos o los arroyos que interrumpían su
caminata lograran disuadirla. Unos riscos se irguieron, como fantasmas de noche.
El sol estalla a través del agua contra su cuerpo atigrado, irisando la espalda rumorosa
del río. A lo lejos, las costas esplenden de verdor. Un surubí remonta la corriente con
obstinación, sorteando las cabelleras negras de los camalotes que se dejan arrastrar hacia la
desembocadura. Un extraño cansancio le decapita la respiración, como si el agua se hubiese
vuelto más densa, o estuviera enferma de fiebre o de tristeza.
Disparados como flechas, los redondeles retintos de sus pupilas atisban el movimiento
demorado de los peces, las vibraciones circulares, el mutismo que se va apoderando de las
plantas.
En los intersticios de las rocas, junto a la vegetación tierna y a los hoyos arenosos,
maduran racimos de huevos rosados que los machos fecundan con certera rapidez. Una
hembra se enseñorea alrededor en espera de las larvas, inquietándose de pronto ante el
enrarecimiento de la acuosa penumbra.
Un cardumen oscurece las olas minúsculas. Las barrigas hinchadas de los dorados
insertan una cuña de miedo en su corazón. ¿De dónde bajarían con ese aire de muerte? Un
mandi'í boquea tratando de zafarse del líquido tibio que lo aprisiona. Varios bagres anclan
en el lecho del río con las colas inmóviles y los ojos desorbitados. Cuanto más avanza el
surubí tanto más extraña la frescura del agua, su liviandad sonora.
En un remanso, descansa sobre las aletas pectorales acoplando las pocas fuerzas que le
quedan. Su peregrinaje se vuelve lento, interminable. El cauce: tan estrecho que por poco se
suelta. El vigor se le escurre por las branquias exhaustas. El temor empolla en su cerebro
imágenes siniestras, olores rancios.
Antes que el crepúsculo esconda su último resplandor tras el telón de la noche, tiene que
develar el misterio. Sus jadeos se vuelven más frecuentes; el avance, una hazaña. ¿Por qué
le pesa el agua en el lomo como si fuera de piedra; por qué la corriente no canta, ni se
acercan los pájaros a beber cuando la sed los apremia?
Las orillas crecen como tierra preñada, mientras se adelgaza el no sin razón aparente.
Por el hilo de agua que persiste llega finalmente a una planicie devastada. La barbilla le
tiembla; las agallas se le inflaman de indignación; lánguidos coletazos rubrican una
protesta, entretanto prosigue por la huella reseca, atónito frente al monte en ruinas. Alguien
ha prendido fuego a los árboles que atesoraban el rocío de la amanecida; alguien cercenó el
llamado de las lluvias, ultrajando la naciente del manantial.
Desflorada la selva, las aguas comenzaron a menguar. El surubí murmuró sobre su
desgracia. La noche deslunada le alimentó el insomnio. Su cuerpo refulgió nuevamente con
los colores de la aurora, y sus ojos, anegados en llanto, se dilataron tomando una verdosa
tonalidad, hasta convertirse en una fuente donde se nutre desde entonces la madre de los
ríos en peligro.
________________________________________
Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el
siguiente enlace.