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Brevisimos Comentarios A Dos Comunidades Racistas Del Estado de Durango

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BREVÍSIMOS COMENTARIOS A DOS COMUNIDADES


RACISTAS DEL ESTADO DE DURANGO

Velia Patricia BA RRAGÁN CISN EROS

Es bien sabido que la mayoría de los mexicanos somos racis-


tas, porque hay una tendencia bastante general a considerar
a nuestras etnias como gente inferior, en forma tal, que la
palabra ‘‘indio’’ se utiliza como sinónimo de ignorante, tonto
o persona de baja categoría. Los duranguenses no somos la
excepción, a pesar de que muchos sólo conocen a los indios
por los libros de historia cuando la estudiaron en primaria y
en la secundaria y que no se refieren a las etnias de Durango,
sino a las culturas indígenas del centro y sur del país. Curio-
samente, el racismo se da de forma bilateral: muchos de nues-
tros indígenas nos desprecian profundamente, en especial los
hoy llamados ‘‘thepehuanes del norte’’ que, de las naciones
que poblaron Durango antes de la llegada de los europeos,
se conserva aún con mucha pureza.
Remontados en lo más profundo de la sierra, cuando en el
año de 1985 tuve noticias de ellos e intenté acercarme, fui re-
cibida con una mirada glacial y un gran silencio. Otras personas
que habían tenido esta experiencia me informaron de que los
tepehuanes no hablan con nosotros, no nos aceptan entre ellos,
tampoco permiten el acceso a sus comunidades ni mucho me-
nos nuestra presencia en sus ritos y fiestas conocidos como
‘‘mitote’’; que son gente muy desconfiada y difícil de tratar.
A brevando en la historia, es posible comprender mucho del
comportamiento de esta etnia. Cuando en el siglo XVI llegaron
los primeros españoles a sus tierras, no obstante ser estos te-
pehuanes gente muy belicosa, los recibieron pasivamente y en
paz ‘‘[...] no los tuvieron por dioses, no les regalaron mujeres

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ni les hicieron ofrendas. Más bien se colige que los indios


recibieron a los blancos con la misma fría indiferencia que
siguen teniendo hoy’’.1
‘‘[...] estos tepehuanes[...] tenían rasgos de política huma-
na[...] usaban ropas y vivían en casillas o chozas, cuidaban
con amor a sus hijos’’.2
‘‘[...] sus habitantes eran más astutos y menos rústicos que
los de otras naciones’’.3
No hubo conquista, sino colonización hispana, pero los re-
cién llegados, lejos de apreciar la generosidad de los tepehua-
nes que tan fácilmente les permitieron asentarse en sus tierras

[...] obligaron a los habitantes de la sierra a movilizaciones


inoportunas cuyo resultado fue la desorganización de su agri-
cultura de temporal. A l mismo tiempo los separaron de sus
asentamientos originales; luego les impidieron la caza y la
recolección al reducirlos para la formación de pueblos.4

Hacia 1554, Francisco de Ibarra ----despúes de don Ginés


Vázquez del Mercado---- penetra en el valle del Guadiana. Los
indios desalojan ese lugar y se retiran a las montañas. Los te-
pehuanes que habían recibido bien a los españoles sufrieron
las consecuencias: ‘‘llegaron los mercaderes españoles a me-
terse a las casas de los indios, llevarse sus haberes y abusar
de sus esposas a vistas de ellos’’.5
La nación tepehuana se rebela en 1616 y fue este suceso
‘‘[...] uno de los mayores asolamientos que han sucedido en
las Indias Occidentales y el mayor que se vió en el reino de
la N ueva España’’.6 Después de un año y medio de luchas en
las que murieron cerca de mil ochocientos tepehuanes, los

1 Porras Muñoz, Guillermo, La frontera con los indios de la Nueva Vizcaya en el


siglo XVII, México, Fomento Cultural Banamex, 1980, p. 14.
2 Saravia, cit. por Sánchez Olmedo, José Guadalupe, Etnología de la Sierra M adre
Occidental, Tepehuanes y mexicaneros, México, SEP/INAH, 1980, p. 30.
3 A rlegui, cit. en ibidem.
4 Ibidem, p. 31.
5 A lbizurri, cit. en ibidem.
6 Pérez de Ribas, cit. por Porras Muñoz, op. cit., p. 14.

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españoles vencen y dan muerte a cuanto tepehuan estuvo a


su alcance. Se sabe que fueron miles los ejecutados. Sólo en
lo profundo de la sierra pudieron algunos escapar del etno-
cidio; unos huyeron al norte y otros, al sur del hoy estado
de Durango; la nación tepehuana quedaba así dividida, aislada
y condenada al abatimiento.
Ya en el siglo que corre, se les involucró en el movimiento
cristero y nuevamente fueron perseguidos; sin embargo, cuan-
do se les dotaba de tierras, abandonaban el conflicto.
Este es quizá el sentido de la tradición oral que conservan
los tepehuanes del norte que hoy prácticamente conviven
con los tarahumaras, con los que comparten sus miserias y que
explican, al menos en parte, el desprecio que sienten hacia
nosotros y el por qué nos consideran gente muy diferente a
ellos. Para ahondar nuestras diferencias, en los tiempos actuales,
ambos pueblos, los o’dami (tepehuanes) y los raramuri (tara-
humaras), asentados en alrededor de veinte comunidades al
norte del estado de Durango, han visto cómo los ‘‘de razón’’
(así los llaman ellos) han venido explotando implacablemente
sus bosques con lo que han cambiado la fertilidad de la tierra
y sus cosechas se perjudican por falta de agua ‘‘[...] sólo oímos
hablar de millones de pies[...]’’ (de madera que se extrae), fue
una de sus tantas quejas expuestas en el foro indígena que se
celebró en Durango durante el mes de febrero pasado. Evi-
dentemente, los o’dami no tienen motivos para considerarnos
de la misma calidad y, por lo mismo, demandan que sus re-
presentantes ante el gobierno sean indígenas y no mestizos
que sólo se benefician de la situación, reconocimiento a los de-
rechos originales de los indígenas, que se desconozca a los mes-
tizos que han llegado a poseer las tierras que les pertenecían,
que se desconozcan los derechos de los mestizos que no
habitan en sus ejidos, reconocimiento a sus formas de orga-
nización casi desaparecidas, y, fundamentalmente, reclaman
territorio.
Muy poco han logrado las políticas públicas, porque son
muy pocas y mal diseñadas, pero ni siquiera se cumple con
el artículo 4º de la Constitución federal; la ley no protege ni

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promueve el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos y cos-


tumbres, recursos, ni tampoco sus formas de organización so-
cial. A propósito de esta disposición constitucional, debe con-
siderarse que, si, junto con esta supuesta preservación de los
valores indígenas, son preservadas sus carencias y su atraso,
mejor será que se les asimile a la vida ordinaria de los du-
ranguenses, pero que sí se les garantice en términos reales
una existencia con todas las dignidades inherentes al ser huma-
no. La defensa de sus vidas y de su calidad humana debe ser
una prioridad para las políticas públicas y, si, junto a ello, se
logran los objetivos del artículo 4º, estaremos triunfando sobre
el problema.
Frente a los pocos esfuerzos gubernamentales, nos encon-
tramos a una sociedad civil insensible por completo al sufri-
miento de nuestras etnias indígenas, las viviendas son muy
pobres, la alimentación frugal, los azotan epidemias que, se-
gún la Secretaría de Salubridad y A sistencia, están erradicadas
del país, no tienen posibilidades de acceso a la educación téc-
nica, ni media superior o superior, su producción artesanal es
muy escasa y poco apreciada por los ‘‘de razón’’ de Durango,
no buscan colocación en el servicio doméstico de las ciudades;
por estas razones, la inmensa mayoría de los duranguenses
capitalinos jamás llegan a conocer a un tepehuan.
Estigmatizados por los ‘‘de razón’’ como rencorosos, racistas
y desconfiados, quisiéramos saber con certeza su juicio sobre
nosotros para lo cual el único camino consiste en interpretar
su silencio.
En la cara opuesta de la moneda, ubicamos a los campesinos
duranguenses asimilados a la religión mennonita. De origen
alemán, después de un penoso éxodo, llegan a la República
Mexicana, primero, a Chihuahua y luego, a Durango, bajo la
protección del general Álvaro Obregón entonces presidente
del país, quien les garantizara el respeto absoluto a sus creen-
cias religiosas enteramente apolíticas y pacifistas, así como sus
formas de organización social, pero conocedor de la gran ca-
pacidad para el trabajo agrícola, buena disposición y espíritu
respetuoso de esta gente.

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La acogida dada por el gobierno federal fue muy buena,


mas no así la de los campesinos y lugareños; estos mennonitas
sufrieron constantes robos en sus haberes y vejaciones a sus
mujeres. Se les señalaba de racistas, discriminadores de los
mexicanos, y decían que nos veían como a gente inferior. Mu-
chos campesinos del lugar aseguran aún esto, por ello, realicé
una exhaustiva investigación de campo en las treinta colonias
que integran la comunidad mennonita duranguense; los resul-
tados son los siguientes:
La comunidad mennonita asentada en el estado de Durango
no presenta prejuicios raciales en ningún sentido. No aceptan
la educación oficial, no prestan servicio militar y no participan
en la vida orgánica del país. La circunstancia de que no per-
mitan nuestra intromisión en su vida social es porque temen
que sus principios religiosos sean quebrantados y haya pérdida
o menoscabo en sus valores morales. Gente eminentemente
trabajadora, han hecho producir la tierra en las condiciones
más adversas, nunca se les verá quejarse ante el gobierno por
causa de la escasez de lluvias y pérdida de sus cosechas; man-
tienen y explotan sus ganados, dan trabajo a personas no men-
nonitas, comercian en grande en toda la región, son muy afa-
bles y de buen trato, y, fundamentalmente, son un factor de
progreso en la entidad. Pobres estarían estas tierras sin su
presencia.
Son autosuficientes en todos los sentidos, se hacen cargo
de sus huérfanos, viudas y ancianos y cumplen rigurosamente
con sus obligaciones fiscales hacia el Estado.
Sin embargo, no hay ninguna disposición jurídica que les
garantice el respeto a sus costumbres y formas de organiza-
ción, circunstancia que los vuelve víctimas fáciles de ataques
arbitrarios. Por ejemplo, en uno de los últimos días de febrero
pasado, un diputado local manifestó a los medios de comu-
nicación que, si los mennonitas rehusaban recibir los servicios
públicos municipales, tendrían que dejar sus asentamientos;
es decir, los estaba condenando al destierro. Esta manifesta-
ción, sin duda, es producto de la ignorancia del diputado,
pero no deja de causar molestia a estas comunidades y de

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confundir a la opinión pública, pues induce a pensar que los


mennonitas son personas ignorantes e intransigentes y, por
sus características raciales tan notorias ----arias----, estas decla-
raciones despiertan los sentimientos negativos de la población
vecina.
Son de piel blanca, ojos azules y verdes y cabellos rubios,
pero son mexicanos y así lo consideran ellos, pues la mayoría
ya ha nacido en este país; sus ancianos están profundamente
agradecidos con el gobierno que les permitió asentarse en
nuestra República cuando, por motivos religiosos, el gobierno
canadiense prácticamente los obligó a dejar aquél país y los
gobiernos de A rgentina, Brasil, Bolivia y Paraguay les negaron
auxilio.
Hoy, los mennonitas de Durango ascienden en número a
7,500 personas y su situación jurídica no parece muy clara.
Considero que es importante garantizarles legalmente el res-
peto al compromiso que hiciera con ellos el general Álvaro
Obregón, pues estoy segura de que abandonarían Durango y
el país antes que renunciar a sus creencias y usos, cosa que
representaría una gran pérdida económica y cultural.
Cuando se redactó la Constitución de 1917, la República
Mexicana era un país convulsionado por muchos años de gue-
rras externas e internas, por ello, la obligación constitucional
de prestar servicio militar. A simismo, la ignorancia era un
factor de pobreza y de aislamiento, por lo mismo, la obligación
de cumplir con la instrucción pública. Hoy, la realidad mexi-
cana es muy distinta, si bien es necesario prever la defensa
de la patria, los mennonitas fueron aceptados en esta Repú-
blica, ahora son mexicanos y hay que resolver su situación en
un marco de respeto irrestricto a su dignidad. N uestras razo-
nes no son religiosas, son históricas y la historia demanda la
protección de todas las culturas que, como la mennonita, de
una forma tan útil como digna integran la gran nación mexi-
cana.

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