La Expatriada - M. Delly
La Expatriada - M. Delly
La Expatriada - M. Delly
La expatriada
ePub r1.1
Titivillus 07.09.2019
Título original: L’expatrié
M. Delly, 1920
Diseño de portada: mabalgo
Escaneo y OCR: mabalgo
E l tiempo era frío y brumoso; del cielo plomizo caía una fina lluvia
cuando, al día siguiente, tomó Mirtea el tren dirigiéndose a París.
Oprimíala cierta angustia al pensar que penetraba en un medio
desconocido, donde no todos le demostrarían la misma benevolencia que la
condesa Gisela.
Un tranvía la dejó en el arrabal Saint-Germain, no lejos de la calle
donde habitaba la condesa.
La joven detúvose pronto ante un antiguo y majestuoso edificio que
ostentaba, grabados en un escudo de piedra, complicados signos simbólicos.
Un criado que vestía negra librea condujo a la joven hasta un soberbio
vestíbulo, el cual daba paso a un inmenso salón decorado con esplendor
artístico y severo a la vez; introdújole después en un aposento un poco
menor y también magníficamente decorado, pero con cierto aspecto
familiar, gracias a una canastilla de labor, a varios libros entreabiertos y a
cierto desorden en el arreglo de las sillas, como también a la presencia de
un Menudo fox-terrier, acurrucado sobre un cojín.
Aquella habitación estaba, no obstante, desierta… El doméstico se alejó
con sordo paso sobre las alfombras, y Mirtea dirigió una mirada en torno
suyo.
Lo primero que atrajo su atención fue un cuadro colocado en medio del
principal paramento. Representaba a un a hombre joven, de aventajada
estatura, muy esbelto, que llevaba, con incomparable elegancia, el suntuoso
traje de los magnates húngaros. La cabeza, algo erguida en actitud soberbia,
parecía fijar en Mirtea sus grandes ojos obscuros, altivos y seductores, que
brillaban en un rostro de tez mate, favorecido con largos bigotes, negros
como ébano. Su mano, fina y blanca, de perfecta forma, posábase sobre el
colbac, ornado con un penacho sujeto por un broche de diamantes. Todo en
su actitud, en su mirada, en el pliegue de, sus labios, revelaba una soberana
altivez, una voluntad imperiosa y la tranquila arrogancia del ser que se
considera elevado sobre los demás mortales.
Ésta fue, al menos, la primera impresión de Mirtea. Y, no obstante, algo
había en aquel rostro que atraía con singular encanto. Mirtea no supo, con
todo, definir exactamente la naturaleza de aquella radiación que el pintor
puso en la mirada de su modelo. El ruido de una puerta que se abría y pasos
ligeros en el salón contiguo, hicieron volver la cabeza a Mirtea, la cual vio
adelantarse hacia ella a una joven alta y delgada y a una niña de aspecto
endeble. Ambas tenían los mismos cabellos rubios argentados; los mismos
ojos grises, muy grandes y algo melancólicos; el mismo rostro, de largo
corte, y la misma tez de extrema blancura.
—¡Bien venida, prima mía! —dijo la mayor, tendiendo la mano a
Mirtea—. Mamá, al contarnos ayer su visita, nos hizo entrar en deseos de
conocer a usted… Pero, presentémonos antes nosotras mismas: Ésta es mi
hermanita Mitzi; yo soy Terka.
En el mismo momento presentóse la condesa, seguida de sus otros dos
hijos: Irene y Renato. Irene era una jovencita de dieciséis a diecisiete años,
pequeña y algo corpulenta, de cabellos negros coquetonamente peinados y
de rostro regular, aunque de expresión bastante maliciosa. Vestía con
elegancia muy parisiense, y mostrábase algo orgullosa y empecatada.
Renato, un muchacho de diez años, parecíasele mucho, y su carácter era
poco apacible, según tuvo ocasión de apreciar Mirtea durante el almuerzo.
Su madre le mimaba evidentemente mucho, y su institutriz, una joven rubia,
de aspecto serio y sosegado, no tenía ninguna autoridad sobre él… Veíase
esto a la legua: aquel futuro alumno prometía más de una desazón a Mirtea.
Felizmente, la rubia Mitzi tenía el aire mucho más apacible.
Mirtea sentíase, algo cohibida en aquel magnífico comedor, en medio de
un refinamiento de lujo que le era desconocido; refinamiento al cual se
adaptaban, no obstante, sin dificultad, sus instintos aristocráticos. Sentía en
casa de sus parientes la corrección de mujeres bien educadas, que cumplían
un deber estricto, pero sin ningún impulso fervoroso hacia ella, la huérfana,
cuyo corazón desgarrado experimentaba sed de ternura. Acogíasela porque
su madre fue una Gisza; pero, desde luego, comprendió que no la tratarían
nunca como si enteramente fuese de la familia.
Irene, sobre todo, era la que demostraba mayor frialdad y orgullo. Al
dirigirse a su prima tomaba cierto airecillo de condescendencia, al cual
prefería Mirtea la actitud de indiferencia tranquila que le pareció observar
en la reserva de Terka. De todas ellas, la condesa Gisela parecióle la única
que la consideraba con alguna inclinación benévola.
Con todo, una frase de Irene reveló a Mirtea un hecho que demostró
claramente que la condesa Zolanyi había mirado tal vez siempre como un
miembro algo disgregado de su familia a Eduvigis Elyanni.
La jovencita hablaba de París y declaraba que hubiera querido vivir
siempre allí.
—Los dos meses que aquí pasamos todos los años me consuelan un
poco de la larga permanencia que hemos de hacer en el castillo de Voraczy
—añadió.
¡Dos meses!… ¡Y la condesa Zolanyi nunca había ido a ver a su prima!
La penosa impresión experimentada por Mirtea reflejóse
indudablemente en su mirada, pues la madre de Irene miró a su hija con aire
contrariado y llevó a otro terreno la conversación, hablando de Voraczy,
residencia del príncipe Milcza, donde pasaba la familia entera la primavera,
el verano y una parte del otoño.
—Si la respuesta de mi hijo es favorable, nos acompañará usted allí,
Mirtea. Es la propiedad mayor y más rica de Hungría.
—Yo la preferiría, menos magnífica, pero que se celebrasen en ella
algunas fiestas, reuniones y grandes cacerías, como en otro tiempo —
suspiró Irene—. Gracias que nos es dable asistir a las recepciones, de los
terratenientes circunvecinos; pero no podemos devolverles sus invitaciones
más que con reuniones sin importancia ninguna, y es muy de sentir, porque
no hay otra posesión como la de Voraczy para dar fiestas incomparables,
como la imaginación no podría soñarlas más suntuosas.
—A mí me gusta mucho Voraczy —dijo la pequeña Mitzi, que hasta
entonces no había tomado parte en la conversación—. ¡Es tan agradable el
aire allí!… Y se vive con más tranquilidad que en París, en Viena o en
Budapest.
—A mí también me agrada —declaró Renato—. Me recreo allí
mucho…, excepto cuando he de divertir a Karoly.
Estas últimas palabras las pronunció el muchacho bajando la voz, como
si temiera que le oyese algún personaje invisible.
Arrugóse un poco la frente de la condesa, y Mirtea observó cierta
expresión de azoramiento en la mirada de Mitzi.
—Ya te he dicho, Renato que nunca has de…, nunca… Ya lo sabes…
¡A ver cuántas veces he de advertirte!
La mirada atrevidilla del muchacho bajóse como ante una misteriosa
amenaza, que no parecía, sin embargo, existir en el tono casi temeroso de su
madre.
***
***
***
***
***
Terka fue quien asumió la tarea de hacer visitar todo el castillo a Mirtea.
Su frialdad, propia de su temperamento, no tenía la apariencia de altivez
casi desdeñosa que revelaba la de Irene, quien sabía perfectamente, según
los casos, mostrarse amable y solícita.
Mirtea vio, pues, minuciosamente, la magnífica morada, y admiró como
artista, sin sombra de envidia alguna, las bellezas que contenía. Contempló
las antiguas encuadernaciones, de inestimable precio, de los volúmenes que
contaba la biblioteca; las admirables pinturas que decoraban los techos de
los salones, amueblados con inusitado lujo; las piezas de orfebrería, que
podían rivalizar con las mejores producidas por los más célebres orífices,
encerradas en la Sala de los Banquetes, donde en otro tiempo se celebraban
suntuosos ágapes, como así le reveló Terka.
—Ahora no sirve, pues el príncipe come en sus habitaciones con su
hijo.
—¿Es un niño, verdad?
—Sí, tiene cinco años; pero apenas aparenta tres. Es una pobre
criaturita, muy endeble, pero cuya inteligencia está, en cambio, sumamente
desarrollada. Es el ídolo de su padre, su consuelo.
—No comprendí lo que me dijo Renato el día de nuestra llegada…: que
su hermano no era casado y que lo era, no obstante… Supuse que con esto
quería significar que el príncipe era viudo…
Terka, que franqueaba en aquel momento la puerta de la sala, volvió
hacia Mirtea su faz, de pronto ensombrecida.
—No, no es viudo; el chiquito tenía razón. El príncipe Milcza está
divorciado.
—¡Ah! —murmuró tristemente Mirtea.
—Ha obtenido el divorcio en Francia, donde frecuentemente residía,
después de no sé qué formalidades y dificultades numerosas. Ella, lo mismo
que él, estaba empeñada en lograrlo para recobrar su libertad… Pero nunca
hablamos de esas tristes cosas, que no hemos podido impedir… ¡Oh,
desgraciadamente, no nos ha sido posible! —dijo Terka, acompañando sus
palabras con un suspiro.
—¿Y él ha conservado el niño?
—¡Sí, gracias a Dios! Si no lo hubiese obtenido, no sé a qué extremos le
hubiera llevado la cólera. ¡Pobre Arpad!… La fe está muerta en él —
murmuró, melancólicamente, Terka.
Mirtea levantó la cabeza y repuso:
—¿Crees que la fe nunca muere por completo, Terka? Me parece que en
cada alma queda un destello oculto, capaz de surgir un día.
—No sé… En, todo caso, nadie se atrevería aquí a intentar en él esa
resurrección moral.
—¡Oh!, ¿por qué? —exclamó Mirtea sorprendida.
Terka la miró con aire de estupefacción.
—¿Por qué? ¿No te bastó verle, el otro día, para comprender que nunca
soportaría una palabra respecto a ese asunto?… No, no la toleraría, ni aun
de parte del padre Joaldy, que fue quien le administró la primera comunión.
¡Oh!, no sabes todavía quién es Arpad, porque de haberle conocido, no me
hubieras dirigido tal pregunta.
—Es que —contestó dulcemente Mirtea— no comprendo que pueda
vivirse cerca de un alma sufriente y apartada de Dios sin procurar curarla y
reconducirla a Él.
—Otra alma, tal vez; ¡pero la del príncipe Milcza, no! Cuando le
conozcas no dejarás de comprenderlo.
***
***
Por la tarde de aquel mismo día, una ligera lluvia que amenazaba
convertirse en recio chubasco obligó a Mirtea y al ama de Karoly a llevar a
éste precipitadamente al castillo. Ambas instalaron al niño en el gran
aposento, completamente tapizado de blanco y abundantemente aireado,
contiguo al gabinete-despacho del príncipe Milcza.
El niño pasaba allí los días lluviosos; pero, por la noche, dormía en un
cuarto contiguo al de su padre, en el primer piso, porque el príncipe ejercía
por sí mismo una exquisita vigilancia sobre el niño amado.
Mitzi estaba allí aquel día. Karoly la había reclamado, y la niña se
prestaba pacientemente a mi nuevo juego, imaginado por su sobrinito.
Mitzi tenía un carácter apacible y reservado, que parecía algo frío; pero
Mirtea, que la había estudiado más de una vez, preguntábase si bajo aquella
apariencia no ocultaba un corazón mucho más ardiente que el de sus
hermanas mayores.
—¡Aquí está papá con el padre Joaldy! —anunció, gozosamente,
Karoly.
El limosnero iba algunas veces a sentarse junto al niño y le hablaba
dulcemente, colocándose a maravilla al alcance de aquella inteligencia
infantil y esparciendo así, en su joven alma una semilla de educación
cristiana.
El príncipe Milcza no se oponía a esa acción del anciano sacerdote,
como no privaba tampoco a Mirtea que mezclase en sus relatos algunas
enseñanzas religiosas.
—¡Cuénteme una historia, padre! —pidió cariñosamente Karoly, tan
pronto como el limosnero tomó asiento a su lado.
El padre Joaldy sabía escoger en las páginas evangélicas lo que podía
interesar e instruir al niño. La historia del buen Zaqueas, contada de un
modo gracioso y fino, pareció entusiasmar a Karoly.
—¡Oh, qué contento debió ponerse cuando Nuestro Señor le llamó!
¿Verdad, padre? Si yo hubiese estado allí, también me habría subido a un
árbol, porque soy muy pequeñito…, o bien papá me hubiera tomado en
brazos para subirme muy alto, muy alto, para ver al buen Jesús.
El príncipe Milcza, sentado a cierta distancia, seguía distraídamente con
la vista los movimientos de sus lebreles, que retozaban ante la puerta
abierta. ¿Había escuchado el piadoso relato, que debía recordarle las
enseñanzas de sus primeros años?…
A las últimas palabras de Karoly volvió un poco la cabeza y envolvió al
niño en una mirada de apasionada ternura, casi dolorosa a fuerza de
intensidad.
—Ahora, Mirtea, vas a sentarme en tus rodillas y luego contarás al
padre la leyenda de Hellé —continuó Karoly, tendiendo los brazos hacia la
joven…
Ésta tomó en brazos el flaco cuerpecito (cada vez le parecía más flaco)
y comenzó el relato solicitado. Era una preciosa leyenda griega, que le
había deleitado en los días de su infancia.
Y Mirtea, cuya voz pura comunicaba mayor encanto todavía a la
expresiva lengua magiar, sabía narrar con penetrante y exquisita emoción
las desdichas, la conversión, la muerte angélica de Hellé, la joven pagana
convertida en esposa del Señor.
—¡Qué bonito! ¿Verdad, padre? —dijo Karoly con entusiasmo.
—Muy bonito, en efecto, y comprendo que estés muy alegre de tener a
tu lado a la señorita Mirtea, que tan bien sabe distraerte —contestó el
anciano sacerdote, acariciando suavemente la negra cabellera del niño.
—¡Yo la quiero mucho mucho! —murmuró Karoly, levantando los ojos
hacia Mirtea, que le sonreía—. ¿Verdad que Hellé debía parecérsele?
—Es posible… La señorita Mirtea es también una jovencita griega, por
mitad al menos —dijo, sonriendo, el padre Joaldy.
—¡Yo soy un magiar, nada más que un magiar! —exclamó, con cierta
altivez, el principito.
Mirtea reprimió un estremecimiento. El niño ignoraba que una sangre
extranjera circulaba por sus venas; que no era únicamente el heredero de la
antigua raza magiar de los Milcza, sino también el hijo de Alejandra
Ouloussof, descendiente de los boyardos moscovitas.
La voz del príncipe Arpad levantóse imperiosa como de ordinario, pero
con vibraciones en que, podía percibirse algún estremecimiento.
—¡Mitzi…, sírvenos él café!
La niña sé levantó y se dispuso a cumplir la orden de su hermano. Mitzi
se comportaba generalmente, en sus movimientos y en sus palabras con
discreción y finura; pero en aquel momento temía, sin duda, la mirada del
príncipe Milcza, pues diestra y habilidosa en todas ocasiones, en ésta
parecía moverse con torpeza.
Reinó algunos instantes el silencio en la vasta habitación decorada de
blanco, donde únicamente resaltaba la obscura nota del padre Joaldy. Mirtea
dejaba errar sus grandes y radiosos ojos, algo soñadores, hacia los jardines,
que entristecía una fina lluvia.
—¡Cómo me gustan tus ojos, Mirtea! —exclamó, de pronto, la vocecita
de Karoly.
La joven bajó su mirada para sonreír al niño, que la contemplaba con
una especie de éxtasis.
—¡No quiero, que me dejes nunca…, nunca! —repuso, oprimiéndose
contra ella—. ¡Te quiero tanto, Mirtea mía!
Una emoción profunda invadía a la joven. El conmovedor afecto de
aquel débil ser hacía vibrar su, alma, ávida de abnegación y de ternura, y
llena, sobre todo, de un amor de predilección para aquellos de quienes dijo
el Señor: «Dejad que vengan a mí los niños».
Inclinóse y rozó, tiernamente con sus labios la frente del niño… Pero al
levantar la cabeza encontró una mirada que expresaba tal irritación, tan
orgullosa cólera, que sintió circular por debajo de su piel un
estremecimiento.
Instantáneamente surgió en su mente una idea: el príncipe Milcza, tan
ardientemente apasionado de su hijo, ¿estaría celoso del afecto asaz ardiente
que demostraba el niño hacia aquella extraña?
Y si fuese así, era de temer que, tal como era el príncipe, con su carácter
altanero vindicativo, jamás perdonaría semejante cosa a Mirtea.
Sin embargo, ¿qué había hecho ella para despertar aquel afecto? El
mismo Arpad la había colocado cerca de su hijo, y ella había amado a aquel
hijo del príncipe lo mismo que amaba tiempo atrás a los niños de los
obreros de Neuilly. El corazón de Karoly se le había inclinado, pues,
naturalmente, porque había adivinado en el alma de Mirtea aquella
compasión tierna y aquella abnegación que no existía en la de las hermanas
de su padre, ni aun en la de su abuela.
Marsa, sentada en un rincón del aposento, bajaba la nariz sobre su
bordado; Miklos parecía apelotonarse. El príncipe mostraba su fisonomía de
los días peores. ¿Sobre quién descargaría la tormenta?
La pobre Mitzi fue quien hubo de sufrir sus efectos. A una observación
hecha duramente por su hermano, experimentó una emoción tan viva, que la
cafetera balanceóse un poco entre sus manos y vertió algo de su contenido
en el mantel.
—¡Estás muy torpe! ¿Qué instrucción te dan, que no sirves para prestar
el menor servicio? —dijo el príncipe con glacial desdén, que era peor en él
que una explosión de cólera.
Mitzi bajaba la cabeza; gruesas lágrimas inundaban sus ojos.
El padre Joaldy probó de interceder:
—Tal vez un poco de falta de costumbre, príncipe…
—Falta o no, la torpeza es evidente. Puedes retirarte, Mitzi; la señorita
Elyanni se servirá sustituirte.
No había que discutir; el tono era perentorio, y ni el mismo padre Joaldy
estaba facultado para añadir nada más.
En tanto, Mitzi se alejaba reprimiendo sus sollozos. Mirtea se levantó
para cumplir la orden dada por la voz imperativa del príncipe Arpad; pero
Karoly protestó: no quería dejar a Mirtea.
—¡Lo quiero yo! —mandó su padre, con tono sin réplica—. Démelo,
señorita, y haga usted el favor de servirnos, prontamente, pues Mitzi ha
hecho que nos retardásemos.
Después de pronunciar estas palabras, el príncipe rodeó a Karoly con
sus brazos, envolviéndole en una larga mirada… Y Mirtea pensó que había
aprovechado la primera ocasión para arrebatar a su hijo a la que proyectaba
una sombra sobre su celosa ternura paternal.
Capítulo 7
***
Después de este aviso, la vida recobró para Mirtea igual marcha que
antes, con la diferencia de que tenía tres horas más de libertad cada tarde.
Empleábalas la joven en hacer algún ejercicio, en visitar por los
alrededores del castillo a algunas familias pobres, a las cuales socorría con
consejos y cuidados, a falta de dinero, que apenas contenía su escueta bolsa.
Para la joven era cosa infinitamente penosa no poder aliviar tantas
miserias. El príncipe Milcza no se preocupaba de todos aquellos seres que
vivían en sus dominios. Y Mirtea pensaba con cierta irritación cuán fácil le
hubiera sido, no obstante, derramar beneficios en torno suyo. Pero no; el
príncipe prefería que todos le temiesen; hacer gala de un implacable
despotismo. Importábale verdaderamente poco o nada a aquel ser orgulloso
que le amasen y bendijesen los humildes. Cierta tarde, al volver Mirtea de
una miserable aldea eslovaca, encontró al padre Joaldy, que, como ella,
regresaba de una visita caritativa.
—¡Oh, padre, qué miseria! —dijo la voz estremecida de la joven—.
¿No cree usted que si se le hablase de ella al príncipe Milcza, quizá
socorrería a esos desdichados?
El anciano sacerdote meneó la cabeza con aire de duda, y contestó:
—El príncipe me entrega todos los años una considerable suma para mis
limosnas; pero, fuera de esto, no debo hablarle de nada… ¡Pobre príncipe!
—añadió con súbita emoción.
—¡Es duro e implacable! —exclamó Mirtea, al recordar que en ninguna
ocasión había visto un acto de afabilidad en aquel hombre.
—¡Ah!, es que su corazón se endureció a consecuencia de la cruel
desilusión por él sentida. En tiempos de su primera comunión era un, ser de
alma amante y delicada, algo soberbio y voluntarioso ya, a causa de las
adulaciones de que se veía objeto por parte de cuantos le rodeaban, pero
infinitamente amable y seductor. Sentía hacia mí un afecto muy grande, y
sólo de mí aceptaba algún reproche. Más tarde, lanzado en el movimiento
mundano, ocultaba bajo una apariencia escéptica y una indiferencia altiva
las aspiraciones de un corazón muy ardiente, de un alma cuyos elevados
instintos e innata delicadeza preservábanla de peligrosos descarríos. Sin
embargo, yo veía con dolor que la profunda piedad de su infancia no
existía, ya que amenazaba ahogar su fe aquel ambiente frívolo y de
incredulidad mundana en que vivía. Así, anhelaba fervientemente que
llegase el día en que encontrara a una mujer seria y cristiana que supiera
guardar para el bien y para la verdad aquella alma tan hermosa, amenazada
de extraviarse… ¡Ah!, y, por desdicha, lejos de ser así, encontró a esa rusa,
¡a esa criatura perversa!
El anciano sacerdote suspiró dolorosamente al pronunciar estas últimas
palabras.
—Con semejante corazón —prosiguió, al cabo de un momento—, el
desencanto había de ser más terrible y dejar huellas más profundas que en
cualquier otro. El último acto de aquella inicua mujer, que faltó poco para
que le costase la vida a su hijo; la debilidad persistente de éste; el constante
temor de perder a ese ser amado, una especie de rencorosa desconfianza
hacia la Humanidad en general, y en particular hacia el sexo femenino, y
acaso también una profunda herida en su orgullo al ver que se había dejado
alucinar por falsos exteriores, todo eso ha contribuido a que ese ser tan
admirablemente dotado, y que no tiene treinta años todavía, se haya
convertido en una especie de misántropo, de corazón empedernido y alma
cerrada para todo lo que no es su hijo, su único amor. En una palabra: el
príncipe Milcza es un enfermo moral. Sólo habría para él un remedio: el
retorno a la fe…; pero ¡ah!, desde sus desdichas se ha alejado, al contrario,
completamente de la religión.
El sacerdote y Mirtea continuaron andando algunos momentos en
pensativo silencio.
El padre Joaldy preguntó de pronto:
—¿Y Miklos? ¿Ha vuelto al lado de Karoly?
—¡Ah, no! Karoly lo ha pedido a su padre; pero ha chocado con una
categórica negativa… ¿Y dice usted que ese hombre tuvo antes de ahora
buen corazón, padre? —exclamó Mirtea con tono de protesta.
—¡Vamos, no se indigne usted tanto hijita mía! —dijo, paternalmente,
el anciano sacerdote—. Se lo repito: está moralmente enfermo; su antigua
generosidad, sus instintos elevados y caballerescos parecen haber
desaparecido en la tormenta de que su pobre corazón ha sido teatro. Pero no
están muertos, no lo creo…, no quiero creerlo. Todos los días ruego a Dios
para que ilumine esa alma con bienhechora luz.
—Entonces, ¿débese también a una huraña misantropía esa frialdad que
demuestra hacia su madre, y la dureza e indiferencia con que mira a su
hermano y a sus hermanas?
—Sí; todo esto deriva de ella. En primer lugar ha de saber usted que la
condesa Gisela no ha tenido nunca autoridad ninguna sobre su hijo, y aun lo
ha conocido muy poco. Anulada por el príncipe Segismundo, su primer
esposo, no tenía derecho ninguno sobre el niño, a quien su padre, hombre
de carácter despótico y violento, quería educar por sí solo. Cuando murió,
confióse la tutela del joven al príncipe Andrés Milcza, su tío mayor, quien
le idolatraba, y le convirtió en una especie de reyezuelo absoluto. Lo mismo
que en vida de su esposo, la princesa viuda tampoco tuvo en esta situación
voz en el capítulo; sólo le era permitido admirar a su hijo, nada más. Otro
carácter hubiera sufrido profundamente de tal preterición; pero la princesa
supo tomar con gran facilidad su partido… Sin embargo, nadie, dadas las
circunstancias, se admiró de que aceptase un segundo matrimonio…, nadie,
exceptuando su hijo. Éste, al conocer el proyecto, sintió un descontento
indecible, debido menos al hecho de aquella segunda unión que a la
antipatía que le inspiraba el conde Zolanyi. Lo sucedido después demostró
que su precoz inteligencia había adivinado el mezquino valor moral de
aquel hombre… Desde entonces reinó una especie de animadversión entre
la madre y el hijo. Las relaciones entre ambos, poco íntimas ya, volviéronse
más frías, más ceremoniosas, bien que nunca dejasen de ser correctas…
Luego ocurrió la muerte del conde y la ruina para su mujer y sus hijos. El
príncipe Arpad, que acababa de contraer matrimonio y comenzaba ya a
sentir las duras espinas de la desilusión, les prestó su auxilio sin vacilar, con
generosidad perfecta, sin una palabra que pudiera parecerse a un reproche,
pero sin ningún impulso afectuoso tampoco. Ya oprimían su corazón las
estrecheces del sufrimiento. Y más tarde ha sentido hacia sus hermanas y su
misma madre algo de su universal y amarga desconfianza a la vez que sus
instintos autoritarios, fomentados ya por el sistema de educación de su tío
abuelo, transformábanse en ese despotismo extraño, que no perdona a
nadie… Pero yo creo que si hubiese encontrado en su madre y en sus
hermanas algo menos de espíritu mundano y más acendradas virtudes
cristianas, su influencia, a la larga, hubiera, cuando menos, atenuado esa
triste disposición de su alma.
—Tal vez sí —dijo, pensativamente, Mirtea—. Pero ¿cómo, dada esa
frialdad de relaciones, viene la condesa a vivir así una parte del año en
Voraczy?
—Para Karoly, únicamente. Esa estancia de su madre y de sus tías
produce un cambio para el niño…, ordinariamente al menos, pues este año
es usted, usted sola la que…
El padre Joaldy interrumpióse de pronto para decir, poniéndose la mano
ante los ojos:
—Pero ¿no es el ispán Buhocz ése que veo llegarse aquí tan de prisa?
—Me parece que sí, padre.
Era, en efecto, Casimiro Buhocz. Detúvose cerca del sacerdote y de
Mirtea, y les saludó, diciendo:
—Acabo de saber una noticia muy mala: unos tziganos, de regreso de
una peregrinación por tierras orientales, han traído aquí los gérmenes de
una enfermedad terrible y poco conocida aún, una especie de fiebre, que
casi siempre es mortal, sobre todo para los adultos que se ven atacados de
ella. Si escapan con vida, es con mengua de su salud, que siempre queda
profundamente alterada, o bien, con más frecuencia todavía, su rostro
conserva las señales de la enfermedad, convirtiéndose en una máscara
asquerosa.
—¿Será, pues, una especie de viruela muy maligna, por lo que dice
usted? —pregunto Mirtea.
—Se le parece en ciertos aspectos; pero es más peligrosa. La
enfermedad es menos dañina para los niños; cuando están bien constituidos,
se les salva muy fácilmente.
—¡Pero yo no he oído hablar de esto! —dijo, sorprendido, el padre
Joaldy.
—Los tziganos lo ocultaban; pero un hombre de la aldea de Lohacz
acaba de sufrir el ataque de esa fiebre, y no ha tardado en cundir el espanto.
Esta noche lo sabrá todo el mundo. Yo vengo a prevenir a su excelencia
para que tome las medidas oportunas.
El ispán saludó y alejóse.
—¡Una epidemia así será una cosa terrible entre toda esta pobre gente!
—dijo el padre Joaldy con dolorosa emoción—. Será necesario, hija mía,
que interrumpa usted sus visitas de caridad.
—Sí, a causa del pequeño Karoly… Esto va a hacer temblar al príncipe
Milcza, padre.
—¡Oh, los habitantes del castillo nada tendrán que temer! El príncipe
tomará las medidas más severas; nadie podrá salir más allá del parque; el
menor objeto necesario que entre en Voraczy va a ser sometido a una
rigurosa desinfección… ¡Oh, el niño nada tiene que temer! Se le guardará
de la epidemia como se le guarda del menor peligro.
***
***
Las primeras luces del alba alumbraron la agonía del niño. Los
esfuerzos de la ciencia eran impotentes para salvar a aquel frágil ser,
demasiado débil para soportar semejante ataque.
El padre Joaldy fue, también a compartir la dolorosa vela. Sentado junto
a Mirtea, oraba, como ésta, con toda su alma, menos aún por el niño que por
el padre, en cuya fisonomía se reflejaban las señales de una desesperación,
tanto más espantosa cuanto más contenida.
La condesa Zolanyi, tratando de sobreponerse al terror que le inspiraba
la epidemia, habíase presentado un momento a la puerta de la estancia.
Pero, al verla lívida y temblorosa, Mirtea se levantó precipitadamente,
diciéndola:
—¡Oh, prima mía, no entre usted, créame! Si teme usted el contagio, no
hay disposición más favorable para sufrirlo… Y usted ha de conservarse
para sus hijos…
—¡Pero Karoly…, yo soy su abuela! —balbució la condesa, dirigiendo
a la carita desfigurada del niño una mirada llena de espanto.
—¡Ah! ¿Qué puede usted hacer por el pobre angelito? —replicó el
padre Joaldy—. La señorita Mirtea tiene razón; no se exponga usted…
La condesa retiróse, después de haber dirigido una mirada de ansiedad a
su hijo. Pero éste ni siquiera dio muestras de haber advertido su presencia.
Desde el instante en que comprendió que Karoly estaba irremisiblemente
perdido, pareció dejar de ver y de oír en absoluto.
Levantábase radiante el día. El sol hería los cristales del gran aposento
blanco donde agonizaba el principito… Un rayo que se deslizó hasta el
lecho ilumino el rostro pálido, desolado, de Mirtea, luego la faz desfigurada
de Karoly. El niño abrió los ojos; su mirada, velada ya, fijóse en Mirtea; sus
bracitos intentaron tenderse hacia ella.
—¡Mirtea…, bé… same…!
La joven adivinó más bien que comprendió las palabras que surgían de
aquella garganta jadeante, y se inclinó, poniendo sus labios sobre el rostro
cubierto de las señales de la terrible enfermedad.
Ante el acto sublime de aquella joven, que así ofrecía su juventud y su
radiante hermosura a aquel contacto peligrosísimo, el príncipe Milcza salió
súbitamente de su hosco sopor y extendió la mano para apartar a Mirtea.
—No… ¡Esto, no! —dijo con sofocado acento.
—¡Oh! ¡Rehusarle ésta satisfacción, pobrecito!… ¿Cómo podría
hacerlo? —exclamó la joven, con un gesto de protesta.
El príncipe volvió la cabeza y se absorbió de nuevo en la contemplación
de su hijo.
El doctor había entrado suavemente, manteniéndose en pie detrás de
Mirtea y fijando en el príncipe Arpad una mirada profundamente afligida.
De pronto, el niño experimentó una breve convulsión, levantáronse sus
manitas y sus labios murmuraron:
—Papá… Mirte…
El príncipe se inclinó sobre su hijo y apoyó sus labios en la pálida frente
del moribundo…
Y Karoly exhaló el último suspiro bajo el apasionado beso de su padre.
Capítulo 10
***
La víspera del día fijado para la partida, Mirtea, a pesar del tiempo
brumoso y frío, llegóse hasta la vivienda del ispán Buhocz para despedirse
de Miklos. La joven iba a verle algunas veces, y era aquello un rayo de luz
en la vida del muchacho, que en el hogar paterno era poco satisfactoria,
pues su padre no sabía perdonarle que le hubiesen echado del castillo, y sus
hermanos mayores le hacían blanco de toda clase de impertinencias. Mirtea
encontró al pobre chico llorando, y al saber que la joven se ausentaba,
aumentábasele el pesar.
—Ahora seré continuamente desgraciada, ya que no tendré a usted aquí
para consolarme algunas veces —exclamó sollozando—. ¡Oh, señorita
Mirtea! ¡Si pudiese ocuparme en cualquier cosa en el castillo!… Mi padre
no diría entonces que no sirvo para nada, y no volvería a echarme en cara el
pan que como.
¿Ocuparle en el castillo? Pero ¿a quién solicitarlo? Si Mirtea hubiese
podido ver al príncipe Arpad, habría intentado interesarle por la suerte de
Miklos. ¿No le había dicho que podía pedirle todo lo que deseaba? Pero
Arpad no se presentaba por parte alguna, y, evidentemente, no le vería antes
de marcharse. No le quedaba más recurso que rogar al padre Joaldy para
que intercediese en favor de Miklos.
Habiendo dado un abrazo al chico, recomendándole que le escribiese,
alejóse Mirtea, oprimido el corazón al pensar que iba a alejarse de aquellos
seres por quienes se interesaba con todo el ardor de su alma caritativa, y de
la residencia de Voraczy, que, de unos meses a aquella parte, le era
singularmente querida.
¡Cuán tristes se presentaban aquel día todas las cosas! Aquel cielo
brumoso; aquel parque desnudo de follajes; aquellos jardines preparados
para el invierno… todo hablaba de melancolía, de pena, de sufrimiento.
Mirtea, la valerosa Mirtea, experimentaba ese día las efectos de aquella
tristeza ambiente, pues poco a poco asomaran en sus grandes ojos
abundantes lágrimas.
Subió lentamente las gradas de la escalinata y entró en el vestíbulo; pero
detúvose un instante en el umbral. El príncipe Milcza estaba en pie, cruzado
de brazos, ante uno de los magníficos tapices que ornaban las paredes.
Junto a él, un hombre correctamente vestido de negro, hablaba en voz baja,
llena de deferencia.
Mirtea avanzó, aligerando el paso, con intención de seguir adelante sin
estorbar al príncipe; pero éste volvióse y la divisó.
—¡Buenos días, Mirtea! —dijo saludándola—: Aquí estoy ocupado en
examinar esta tapicería, que ha sufrido, no sé cómo, un pequeño deterioro.
A la vez que pronunciaba estas palabras, fijaba el príncipe su mirada, a
la vez fría y triste, en el semblante de la joven. ¿Vio acaso las lágrimas que
aún brillaban en sus ojos? Sea como fuere, lo cierto es que una breve, pero
intensa emoción, transparentóse en su mirada.
—Dentro de poco le manifestaré mi decisión respecto a esta compostura
—dijo, dirigiéndose al hombre vestido de negro, quien se inclinó
profundamente, y marchóse.
El príncipe dio algunos pasos hacia la escalera, y luego detúvose
súbitamente, diciendo con voz ligeramente trémula.
—¿Por qué ha llorado usted, Mirtea?
La joven inclinó algo la cabeza al responder:
—Pienso que es la tristeza de este día gris… y también la pena de
ausentarme de Voraczy.
—¿Le agrada esta propiedad?
—Sí; muchísimo… ¡Y luego, hay tanto bien por hacer en todas
partes!…
El príncipe volvió, la cabeza, y Mirtea no pudo ver la expresión
dolorosa de su mirada.
—A propósito, primo mío, quisiera pedirle algo…
—¿De qué se trata? —dijo el príncipe.
—De Miklos. Desde que le despidió usted, al niño maltrátanle en su
casa… Ahora mismo acabo de encontrarle bañado en lágrimas. Si pudiera
ocuparle usted aquí en algo. ¿No querría hacerlo?
—Pensaré en su protegido, Mirtea. No le faltará ocupación; se lo
prometo.
—¡Se la agradeceré muchísimo! —exclamó la joven, con gozosa
entonación—. Es usted muy bueno, primo mío.
—¿Yo? —replicó, el príncipe con amargo tono—. Junto a un corazón
elevado y verdaderamente cristiano, hubiera podido serlo; pero sólo, he
encontrado perversidades en mi camino, miserables vanidades, y esto ha
levantado en mi alma un muro inaccesible a la piedad.
—No me es posible creerlo; ¿acaso no estoy viendo que no se niega
usted a ocuparse de Miklos? —exclamó la joven con tono conmovido de
protesta.
Contemplóla el príncipe, y murmuró con cierta especie de fervor:
—Usted es quien es buena…, tan buena, que vence con su caridad a los
más implacables… ¡Sea usted bendita, Mirtea, por el bien que me ha
hecho…, y ruegue por mí!
Volvióse bruscamente apenas hubo pronunciado estas palabras, y
alejóse con rápido paso, dejando sobrecogida a la joven, la cual no volvió
ya a verle antes de la partida.
Aquella misma noche se despidió de su madre y de sus hermanas en la
habitación de la condesa, y no se presentó cuando al día siguiente se alejó
de Voraczy su familia.
Desde el coche que la llevaba a la estación pudo Mirtea, durante buen
rato, percibir la magnífica residencia, rodeada de sus seculares arboledas y
coronada por el pabellón blanco y verde que anunciaba le presencia del
dueño…
Una tristeza profunda apoderóse del alma de la joven al pensar en
aquella otra alma, que adivinó elevada y ardiente, y que allí iba a quedarse a
solas con sus penas y sus dolorosos recuerdos, sin la confortadora luz de la
fe.
—¡Dios mío! ¡Dadme que sufra yo, si conviene, a fin de que le
concedáis ese don sin el cual no puede salvarse! —exclamó interiormente
en un impulso de su joven y ardiente corazón.
Capítulo 12
***
***
***
U n dulce sol primaveral derramaba sus tibios rayos sobre los campos,
ya verdecientes; iluminaba las obscuras frondosidades de los bosques
y espejeaba en el arroyo, cuyas márgenes orlaban floridos bosquecillos.
Los aromas campestres, sanos y suaves, perfumaban la brisa ligera, que
acariciaba el rostro de Mirtea y jugueteaba con sus áureos cabellos.
¡Oh! ¡Cuánto le agradaba a ella aquel aire puro de Voraczy! Regresaba,
sin embargo, de Nápoles, donde la condesa Gisela, a consecuencia de una
bronquitis de que no lograba recobrarse, tuvo que ir a terminar el invierno
en la morada de una hermana del difunto conde Zolanyi. Pero ni la
admirable ciudad, ni su esplendorosa luz, ni todas las maravillas de sus
alrededores, lograron que Mirtea dejase de aspirar secretamente a que
llegase el día de regresar a Voraczy.
Pero, al fin, estaba ya tocando el vasto dominio de los Milcza. Como el
año precedente, el coche que iba detrás del ocupado por la condesa y sus
hijos la llevaba hacia el castillo, en compañía de la señorita Rosa y de
Renato.
El dueño de Voraczy no estaba todavía en su posesión. Había vuelto a
París, después de un nuevo viaje, realizado esta vez por Escandinavia.
Desde la capital francesa había escrito a su madre preguntándole cuándo
pensaba regresar a Voraczy, adonde, según decía, tenía él intención de
volver cuanto antes. Esa carta había obligado a la condesa a apresurar su
regreso, que de buena gana hubiera retardado, pasando algunos días en
Viena, de vuelta de Nápoles.
Pero, poco antes de, partir, al recorrer la sección de noticias de un
periódico, hallóse con este suelto: «El Bosque fue ayer teatro de un
accidente no grave, por fortuna. El conde de Lergues y su hija, la
encantadora viuda del vizconde de Soliers, daban un paseo a caballo, en
compañía del príncipe Milcza, el joven magnate húngaro, cuya reaparición
en la sociedad parisiense tan celebrada ha sido. Al dar vuelta a una avenida,
el caballo de la vizcondesa de Soliers, que hacía rato mostrábase agitado,
asustóse ante un poste y se desbocó. El príncipe Milcza, cuya maravillosa
habilidad como jinete es reconocida, lanzóse a su persecución, logrando
alcanzar al animal desbocado y detenerlo, con riesgo de que éste le
arrastrase. La señora de Soliers salió del lance con un tremendo susto, pero
no así su salvador, que con el violento esfuerzo realizado para detener a la
fogosa bestia, sufrió un magullamiento en el hombro izquierdo».
La condesa telegrafió inmediatamente a su hijo y recibió esta respuesta:
«Sufro mucho, pero no hay absolutamente nada de gravedad. Cuento estar
en Voraczy época fijada».
Sin embargo, ese mismo día, cuando la condesa llegó a la estación, un
criado le entregó un telegrama recibido por la mañana, en el cual su hijo la
informaba que no llegaría a Voraczy sino dentro de un par de días.
—¿Se habría agravado?… Tal vez fuesen deficientes los informes de
aquel periódico…
De esos temores de la condesa participaba también Mirtea. No era
extraño, de consiguiente, que velasen la satisfacción de aquel regreso a
Voraczy.
***
***
***
***
Las posesiones circunvecinas poblábanse poco a poco. El príncipe
Milcza no se mostraba ahora reacio a reanudar relaciones. Dábanse en
Voraczy algunas reuniones; organizábanse paseos… Por lo demás, nada
extremadamente mundano. El príncipe había manifestado claramente a su
madre que sólo deseaba llenar las obligaciones de su rango y que no quería
que los vanos placeres mundanos tomasen activa parte en su vida.
Mirtea figuraba en todas esas reuniones; se la había presentado en todas
partes, y la admiración de que era objeto hubiera podido envanecer un alma
menos firmemente cristiana que la suya. Pero a esos triunfos, aunque
lisonjeros, prefería mil veces la joven sus sesiones musicales con Terka y el
príncipe Arpad, a los paseos a pie, a caballo y en coche, a lo largo de los
cuales su primo y ella hablaban de toda clase de asuntos, coincidiendo en
los mismos elevados pensamientos y vibrando en idéntica admiración hacia
todas las bellezas. El príncipe Milcza parecía apreciar infinitamente la
delicada percepción de Mirtea, la finura y acierto de sus juicios y la
profundidad de su inteligencia. Había aceptado gozosamente darle algunos
consejos desde el punto de vista intelectual, como ella le pidió cierto día
con su acostumbrada y amable modestia.
—Estoy ignorante de muchas cosas, como podrá haber perfectamente
observado usted, y no quisiera que tuviera que sonrojarse de esos
desconocimientos de su prima.
—Si no la conociera tan bien, Mirtea, pensaría que busca usted un
cumplimiento —contestó, con amable sonrisa, el príncipe—. Me pongo por
entero a su disposición, sumamente satisfecho de la confianza que quiere
otorgarme.
Esa confianza en él teníala Mirtea en absoluto. Conocía ahora la
elevación de su alma, la delicadeza de su corazón, algún tiempo
obscurecidos por su dolorosa enfermedad moral… Sabía también que
aquella palabra pronunciada tiempo atrás por él en aquel día cuyo recuerdo
la hacía estremecer aún, «puede usted pedírselo todo a su primo», nada
tenía de exagerada.
Todo, hasta el perdón de Marsa, la nodriza, que había traído el germen
letal que ocasionó la muerte al pobrecito Karoly. La desdichada mujer,
arrojada con los suyos de la morada que debía a la generosidad del príncipe
Milcza, vagaba en brazos de la miseria. Había ido a suplicar la intercesión
de la condesa Zolanyi; pero ésta, asustada, ni siquiera quiso escucharla, y
había mandado que la despidiesen, diciendo:
—¡Si mi hijo la ve es capaz de hacer cualquier atrocidad!
Marsa había encontrado a Mirtea, habíase arrojado a sus pies, y la
joven, conmovida, prometióle interceder por ella.
Esta promesa no dejó, con todo, de cumplirla sin alguna aprensión. Iba a
despertar dolorosos recuerdos, chocar, sin duda, con un terrible
resentimiento…
Efectivamente; el príncipe, muy pálido, dura la mirada, la interrumpió a
las primeras palabras.
—Nada le rehusaré, Mirtea; nada, excepto eso. Sin esa miserable mujer,
mi amado angelito viviría aún.
—¡Pero un cristiano debe perdonar, Arpad!… Piense usted en la
situación de esa infeliz, que está sin noticias de su madre y de su hijo
enfermo…
—¡Eso, no, Mirtea! ¡Por favor, no me pida usted eso!… ¿No comprende
usted que me hace daño? —exclamó con alterado acento.
Mirtea no insistió; contentóse con orar… Al día siguiente, después de
ayudarla a subir a la silla para el cotidiano paseo a caballo, díjole,
conservando su mano entre las suyas:
—He dado órdenes para que se reintegre a Marsa en su antigua
vivienda. ¿Está usted contenta, Mirtea?
—¡Oh, Arpad!
Su mirada le manifestaba su gratitud mejor que todas las palabras de
agradecimiento, y el pliegue profundo que la lucha contra su enojo había
surcado en la frente del príncipe borróse al momento, ante el radiante fulgor
de aquellas aterciopeladas pupilas.
A lo largo de sus paseos, en los que acompañaba a sus hermanas y a su
prima, el príncipe Milcza deteníase a veces a la puerta de alguna vivienda
pobre. Los niños huían azorados, pero volvían pronto a la voz de Mirtea,
asaz conocida de todos. Los mayores guardaban los caballos, mientras los
paseantes penetraban en la triste morada. El príncipe interrogaba a los que
la habitaban, inquiriendo sus necesidades, enterándose de sus aptitudes;
acariciaba a los pequeños y demostraba tanta bondad, que el temor excitado
por su presencia disipábase poco a poco, gracias también, preciso es
decirlo, a la presencia de Mirtea, a quien todos aquellos desdichados
llamaban nuestro ángel.
La joven quedábase muy confusa ante las demostraciones de gratitud de
que era objeto; pero, en cambio, el príncipe Milcza parecía complacerse
oyendo alabar a su prima. Por lo demás, él mismo contribuía a ello,
haciendo pasar una parte de sus limosnas por las manos de Mirtea.
—Tome usted; hágame el favor de enviar esto a tal, o cual persona —
decía frecuentemente, entrando en el salón de su madre—. Si no es
bastante, Mirtea, dígamelo… Y he pensado que podría darse la casita de
orillas del lago a ese anciano que tan resignado se muestra, siendo así que le
agobian las desdichas. ¿Qué le parece a usted?
Nada se hacía sin su aquiescencia; en las decisiones de su primo
preponderaba siempre el voto de la joven. Con el padre Joaldy, y a veces
con Terka, cuya indiferencia disipábase poco a poco al lado de Mirtea,
discutían sobre la fundación de escuelas, de talleres, de asilos para los
ancianos y los enfermos. El príncipe trazó por sí mismo el plano de un
establecimiento destinado a recoger los niños abandonados y que llevaría el
nombre de su hijito.
El padre Joaldy multiplicaba las acciones de gracias. La mirada del
buen sacerdote resplandecía cada vez que al entrar el domingo en la capilla
para celebrar la misa, veía ocupado el sillón del príncipe, que tanto tiempo
permaneció vacío… El castillo entero salía, con una especie de alegría que
semejaba esparcida en el ambiente, del marasmo en que lo sumiera la
misantropía de su dueño.
***
***
***
***
FIN
M. DELLY es el seudónimo colectivo de Jeanne Henriette Marie Petitjean
de La Rosière y su hermano Fredéric Henri Josep. Ella nació en Avignon en
septiembre de 1875 y comenzó a publicar bajo el nombre de M. Delly;
murió en Versalles en 1947. Él nació en Vannes (Meurthe et Moselle) en
1876 y murió en Versalles en 1949. Eran hijos de Ernest Petitjean, oficial de
artillería, y de Charlotte Gaultier de La Rosière.
María recibió la educación elemental de los jóvenes de buena familia,
mientras que su hermano, después de sus estudios superiores, comenzó, en
la Sorbona, estudios de derecho.
Tímida, reservada y reflexiva, Marie no gustaba participar en la vida
mundana de la guarnición. A los bailes, las recepciones, visitas, prefería la
lectura, la clase de lectura permitida a jóvenes hijas bien educadas de la
época: novelas de Zénaide Fleuriot (1829-1890), Marie Maréchal (n. 1831)
y, especialmente, Eugenia Marlitt (1825-1887), una escritora alemana cuyos
héroes eran viriles, valientes, nobles, apasionados y las heroínas, hermosas;
protagonistas de vibrantes aventuras, y no la insignificancia de las vidas de
los jóvenes oficiales de la guarnición provincial. En lugar de vivir la vida,
María soñaba.
Inspirado por su lectura, encerrada con llave en su habitación, escribió sus
historias inspiradas en las aventuras de Marlitt en un viejo cuaderno escolar,
que guardaba en su cajón. Un día, su madre descubrió su secreto y,
siguiendo el consejo de Federico, y con el permiso de su padre, Marie envió
el manuscrito de uno de sus cuentos a varios editores. La Bonne Presse lo
aceptó y publicó como una serie en la Navidad en 1894.
Después de haber escrito varios cuentos, que tuvieron éxito, pero no traen
dinero, publica una primera novela, «En las ruinas», bajo el nombre de M.
Delly que apareció en 1903. Sucesivamente publica «L'Etincelle (La
chispa)» (1905), «La Maison du Lys» (1906), «Anita» (1909).
Marie Petitjean de Rosiere comenzó entonces a usar, por primera vez el
seudónimo sugerido por Frederic, M. Delly. En 1913 publicó 25 novelas
que vendieron por miles. Llegó a ser muy rica, pero continuó su modesta y
apartada vida. Su único placer, casi una pasión, era escribir.
Notas
[1] Bow-window: Ventana salediza en forma de arco de círculo. <<
[2]Mirtea: En la Grecia antigua, Mirtea era el sobrenombre de Venus, a la
cual estaba consagrado el mirto. <<
[3] Ispans: Intendentes. <<
[4]Tziganos: También llamados zíngaros, bohemios y gitanos en el ámbito
español. <<
[5]Berceuse: Composición musical de canción de cuna, de melodía suave y
ritmo uniforme, que pretende evocar el balanceo de la cuna. Estuvo de
moda como pieza pianística entre los autores del siglo XIX y principios del
XX (Chopin, Schumann, Brahms, Liszt, Debussy, etc.). <<