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La Expatriada - M. Delly

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Una joven, a la muerte de su madre, pariente de un importante aristócrata,

es recogida por la madre de éste y queda a su servicio como doncella en el


palacio de éstos. Es objeto de humillaciones y envidias por parte de los
habitantes de la mansión, pero la bondad natural de la joven logra superar
todos los desafectos, incluso la misantropía del noble.
M. Delly

La expatriada
ePub r1.1
Titivillus 07.09.2019
Título original: L’expatrié
M. Delly, 1920
Diseño de portada: mabalgo
Escaneo y OCR: mabalgo

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Capítulo 1

D esgarradas un momento por una racha de fresco norte, las nubes


dieron paso a un vivo rayo de sol, que se filtró por los cristales de la
bow-window[1], junto a la cual descansaba Mirtea su delicada cabeza en el
respaldo de un sillón. Perfumaban la tibia atmósfera del aposento precoces
violetas y lirios de los valles, que a la sombra de palmeras y altos helechos
crecían en anchos macetones.
Era una miniatura de invernadero. Entre las macetas y las plantas verdes
quedaba, todo lo más, el espacio necesario para el sillón en que se había
deslizado la grácil persona de Mirtea[2].
Ésta descansaba cerrados los ojos. Sus largas pestañas doradas rozaban
sus mejillas sedosas y con reflejos de nácar; sus manos abandonábanse
sobre su blanca falda. La admirable pureza de los rasgos de la joven
evocaba el recuerdo de esas admirables estatuas debidas al cincel de los
escultores de la Grecia antigua.
Sin embargo, aquellas puras lineas no estaban aún enteramente
formadas, pues Mirtea no había cumplido aún los dieciocho años… Y esa
tierna juventud hacía todavía más conmovedores el pliegue doloroso de la
boca, de perfecto dibujo, el cerco azulado de que rodeaba los ojos de la
joven y las lágrimas que se deslizaban lentamente de sus cerrados párpados.
Descendía sobre su nuca, en peinado casi infantil, una espesa cabellera
de anchas ondulaciones naturales y de color rubio cálido, que en ciertos
momentos adquiría tonos casi leonados, y, poco después, parecía dorada y
luminosa. Sus bandós servían de armonioso marco al maravilloso rostro,
dulcemente iluminado por aquel alegre rayo de sol colocado entre dos
nubarrones.
Mirtea permanecía inmóvil, y, sin embargo, no dormía. Aun cuando no
la hubiese mantenido desvelada su solicitud filial, pronta a acudir al
llamamiento de su madre, la dolorosa angustia que le oprimía el corazón le
hubiera impedido disfrutar de un verdadera reposo.
Pronto, al día siguiente, tal vez, se encontraría huérfana y sola en el
mundo. Ningún pariente estaría allí para ayudarla en aquellos terribles
momentos, temidos por almas más maduras y más experimentadas; no
existía ningún hogar que pudiese acogerla como otra hija.
Tenía su madre, y al partir ésta para otra vida, quedaba sola la joven y
sin recursos, pues la pensión vitalicia de que gozaba la señora Elyanni
cesaba con ella.
Mirtea era hija de un griego de antigua estirpe y de húngara de noble
raza. La condesa Eduvigis Gisza había roto con toda su parentela al casarse
con Christos Elyanni, cuyo antiguo linaje no podía hacer olvidar, a los ojos
de los altivos magnates húngaros, que sus padres habían descendido de su
rango al ocuparse de negocios, y que él no era, por su parte, más que un
artista menesteroso.
Artista, lo era Elyanni en toda la extensión de la palabra. Apasionado de
ideal, vivía en perpetuo embeleso, en el que flotaban visiones de
sobrehumana hermosura. La bella condesita húngara, a quien vio un día en
París en una fiesta de caridad, a la que acudió Christos llevado por un
amigo, le impresionó por, su gracia delicada, algo etérea, y la radiante
dulzura de sus azules ojos.
Ella, por su parte, no dejó de advertir a aquel joven desconocido, cuyos
largos cabellos negros orlaban un rostro muy diferente de todos los que veía
en torno suyo; un rostro de medalla griega, al que comunicaba un
indefinible hechizo la radiante mirada de un continuo pensamiento interior.
Hízose presentar al artista, y obtuvo de la vieja prima que la
acompañaba que Elyanni hiciese su retrato.
Menudearon las sesiones, y el joven griego, que suspiraba
silenciosamente ante su hermoso modelo, atrevióse un día, arrebatado por el
entusiasmo que en él despertaban la gracia y la amabilidad de la condesita,
a declararle su pasión. Eduvigis Gisza, enamorada a su vez del pintor,
correspondía a su pasión ardiente. La joven era mayor de edad; no tenía
parientes próximos, y su fortuna, aunque poco considerable, era
independiente. Otorgóle, pues, su mano… Y fue un matrimonio feliz y
desdichado a la vez.
Dichoso, porque les unía un amor profundo y no veían nada fuera de sí
mismos; desdichado, porque tenía idénticos defectos, gustos iguales en
demasía. En tanto el carácter soñador y en exceso idealista de Elyanni
hubiera necesitado en su compañera el contrapeso de su juicio firme y
práctico, el pintor no halló en Eduvigis más que un lindo pájaro que
adoraba las flores, la luz, los tejidos claros y tornasolados, incapaz de idear
nada serio y positivo, y del todo ignorante del gobierno de una casa.
Después de haber vivido durante dos años en la patria del artista,
estableciéronse en París. El pintor amaba la capital de Francia, donde había
nacido, donde había muerto su madre, una francesa; y, sobre todo, esperaba
abrirse paso, al fin; alcanzar alguna notoriedad, realizar el sueño de gloria
que cantaba en su alma.
Pero Elyanni ni sentía el gusto del reclamo ni atendía a él para nada.
Además, sus obras, por su carácter de elevado idealismo, no se adaptaban a
las tendencias modernas. En consecuencia, el éxito ardientemente esperado
no llegó; la fortuna de Eduvigis desapareció poco a poco, y el día en que
murió el arista, de una enfermedad causada por el desaliento que lentamente
infiltróse en su corazón, no le quedó a su esposa más que una renta vitalicia,
relativamente considerable, que le dejó al pintor y después de él a su viuda,
un viejo primo que años antes extinguióse en la isla de Chio.
Mirtea tenía en aquel entonces doce años. Era una niña viva y alegre,
idolatrada de sus padres, admiradores de su belleza y de su inteligencia.
Una piedad ardiente y muy profunda, y la dirección de una anciana
institutriz, señora de elevados sentimientos, preserváronla felizmente de las
consecuencias que hubiera podido tener una educación, dada por aquellos
dos seres amables y buenos, pero nada idóneos para dirigir a una niña.
Por esto, a la muerte de Elyanni pudo verse una cosa a la vez
conmovedora y exquisita: la pequeña Mirtea, dominando el dolor que le
causaba la pérdida de un padre muy querido y el espectáculo de
desesperación de su madre, revelóse de repente casi una mujer por la
seriedad y el juicio de que dio muestras, organizando, con el auxilio de un
antiguo amigo de su padre, una nueva existencia, y cuidando con tierna
abnegación a su madre, cuya salud, débil de siempre, sufrió un rudo golpe
con el fallecimiento de Elyanni.
Madre e hija instaláronse en Neuilly, en el cuarto piso de una casa
sumamente reducida, habitada por modestos empleados.
La señora Elyanni, a quien la experiencia no logró corregir, quiso tener
el bow-window continuamente colmado de flores.
—Más bien prescindiría de comer que privarme de la presencia de
flores en torno mio —respondió al tutor de Mirtea, quien discretamente
advirtió que los ingresos tal vez no permitiesen…
—¡Oh, caballero! Sentiría muchísimo que mamá tuviera que verse
privada de flores —añadió vivamente Mirtea.
Convenía también que fuese delicado el alimento de la señora
Elyanni… Y como ésta sentía horror por los tonos obscuros, exigía que su
hija vistiese siempre de blanco dentro de su casa, costumbre nada
económica; pues la niña, que desempeñaba valerosamente y con sonriente
atención numerosos quehaceres domésticos, veíase precisada a reemplazar
frecuentemente sus vestidos, que no sufría ver ajados su madre. Ocurría, en
otros detalles lo mismo que en éste, motivo por el cual, y a pesar de las
economías que Mirtea lograba realizar en otras cosas, el presupuesto de
ingresos se equilibraba con bastante dificultad a veces.
Fue preciso contar también con los gastos de su instrucción, que pudo
reducir al mínimo la extrema facilidad y las admirables disposiciones de
que estaba dotada. El año precedente había obtenido diploma superior, y
logró desarrollar asimismo, tomando lecciones de un excelente profesor, su
notable talento de violinista.
Tal era Mirtea: alma exquisita, ardiente y pura, corazón delicado y
fervoroso, cristiana admirable, niña por su ingenua sencillez, mujer por la
energía y la reflexión de un espíritu que maduró a los embates de la prueba
y de las responsabilidades que hubo de arrostrar, pues todos los cuidados
recaían sobre ella. La señora Elyanni, languidescente de alma y de cuerpo,
dejábase mimar por su hija, y declaraba su incapacidad para ocuparse de
nada. Hacía tiempo que se negaba a salir enteramente de casa, y pasábase
los días enteros tendida, ocupándose en maravillosas labores de bordado o
divagando, fijos los ojos en el último cuadro pintado por su marido, y en el
cual el artista se había representado entre su mujer y su hija, en su estudio,
que alegraba la claridad del sol.
Habíase aislado de esta suerte, apresurando la marcha de la enfermedad,
que, al fin, la abatió dos días antes.
Al ver reflejada en la fisonomía del médico la inquietud, Mirtea
comprendió que era grande el peligro… Y al oír, la víspera, que su madre
llamaba al sacerdote, díjose que todo había concluido; pues el alma
indolente de la señora Elyanni era de aquellas que aguardan los últimos
síntomas, precursores del fin, para atreverse a pensar en ponerse a bien con
Dios.
Aquella mañana lleváronle el Viático… Y tanto para dejarla hacer con
todo sosiego su acción de gracias como para ocultar a su mirada las
lágrimas que difícilmente contuvo durante la ceremonia, refugióse Mirtea
en la ventana.
La joven amaba entrañablemente a su madre con ternura que adquiría,
sin darse ella cuenta, un matiz de protección muy explicable, atendida la
debilidad moral de la señora Elyanni. El corazón de Mirtea necesitaba
entregarse, expansionarse en abnegación sobre otros corazones débiles o
desanimados. Desaparecida su madre, terminaría aquella solicitud de cada
instante que exigía, sobre todo de algunos meses a aquella parte, la salud de
la condesa. Nadie la necesitaría ya… A menos que se hiciese religiosa para
desbordar sobre sus hermanos en Jesucristo los tesoros de ternura
contenidos en su corazón. Pero la voz divina no había hasta entonces
hablado, y Mirtea ignoraba si tenía vacación religiosa.
En el silencio reinante, turbado apenas de rato en rato por el ruido de un
tranvía, una voz débil llamó:
—¡Mirtea!
La joven levantóse vivamente y entró en el cuarto, decorado con claros
tapices y muebles de laca blanca. Verdes plantas y ramilletes de flores
ornaban sus ángulos, decorando las mesas y la chimenea… Y sobre una
mesa, cubierta con blanco mantel, abríanse también otras flores entre los
dorados candelabros y el crucifijo.
Mirtea acercóse al lecho y se inclinó sobre el pálido y ajado rostro,
rodeado de blondos cabellos cenizosos.
—¡Aquí estoy, mamá mía! ¿Qué quiere usted de su hijita? —exclamó
depositando un tierno beso en la frente de la moribunda.
—Quiero hablarte, hija mía… Escúchame: desde que siento llegar la
muerte, he comprendido…, he comprendido…
—¡Mamá!… —murmuró la entristecida joven.
Los azules ojos de la enferma, envolvieron a su hija en una mirada
profundamente afligida.
—Es preciso que nos acostumbremos a esta idea, hija mía… He
comprendido, pues, que yo no he sido para ti buena madre.
—¡Mamá! —replicó Mirtea, con un gesto de protesta.
—Sí, querida mía; es la verdad. Es cierto que te he amado mucho; pero,
en otro sentido, no he llenado ninguno de mis deberes maternales. He
declinado en tu joven alma valerosa todas las responsabilidades, todos los
cuidados; no he sabido más que encerrarme en mi pena y gastar
egoístamente todo nuestro haber, en vez de pensar en economizar para ti.
—¡Era justo, mamá; estaba bien así! Yo soy joven; trabajaré…
—¡Trabajarás!… ¡Pobre alma mía! ¿Qué podrás hacer? La competencia
es enorme…, y, por otra parte, tú no puedes vivir sola, Mirtea. Te conviene
el abrigo de un hogar, la seguridad en el seno de una familia seria… He
pensado, pues, en mi prima Gisela… Ya sabes que es la única, entre toda mi
familia, que ha continuado relacionándose conmigo. Algunos años antes de
mi matrimonio casóse ella con el príncipe Segismundo Milcza. De esa
unión nació un hijo. Algunos años más tarde me participó su viudez luego
sus segundas nupcias, el nacimiento de cuatro hijos, y, finalmente, su
segunda viudez. Nos queríamos mucho, y he creído que en recuerdo mío
aceptaría tal vez acogerte.
Mirtea se levantó vivamente.
—Mamá, ¿quiere usted que vaya a mendigar la protección y la
hospitalidad de esos parientes que no quisieron conocer a mi querido padre?
—¡Oh, los otros no! Pero Gisela nunca ha dejado de considerarme como
de la familia.
—¡Sin embargo, mamá, no me parece admisible que yo deba ser una
carga para la condesa Zolanyi! —exclamó Mirtea con viveza.
—No; pero mi prima debe tener grandes y poderosas relaciones, pues
los Gisza, los Zolanyi, los Milcza, sobre todo, pertenecen a la primera
nobleza magiar. Estos últimos son de real estirpe, y su fortuna es
incalculable. Por tanto, Gisela podrá, mejor que nadie, ayudarte a encontrar
una posición estable; será para ti una consejera, protectora… Y yo quisiera
que la escribieses de parte mía, a fin de que yo pueda confiarte a ella.
—Lo que usted quiera, mamá —respondió Mirtea, besando la linda
mano enflaquecida que descansaba sobre el cobertor de seda blanca, algo
amarillenta.
Mirtea, bajo el dictado de su madre, escribió un sencillo y patético
llamamiento a aquella parienta de ella desconocida. La señora Elyanni,
aunque con gran trabajo, consiguió firmar el papel, y Mirtea preguntóle
después:
—¿A dónde debo dirigir esta carta?
—Desde que volvió a enviudar, Gisela vive en el palacio Milcza, en
Viena. Supongo que después de la muerte del conde Zolanyi habrá ido a
vivir con su hijo mayor, que tal vez no se haya casado todavía. Manda la
carta con esa dirección. Si Gisela no está allí, se la remitirán donde resida.
Mirtea puso con mano temblorosa el sobrescrito, pegó el sello y dijo,
levantándose:
—Voy a llevarla a casa de las señoras Millon. Una u otra tendrán,
seguramente, ocasión de salir esta mañana y podrán echarla al correo.
Las señoras de Millon ocupaban un piso en el mismo rellano que Mirtea
y su madre. La de más edad era viuda de un empleado ferroviario; la joven,
hija suya, trabajaba para un almacén de flores artificiales. Eran dos buenas
y honradas personas, serviciales y discretas, que admiraban a Mirtea y lo
hubieran hecho todo para procurarle cualquier placer. Aislada como estaba
la joven, pues su madre nunca quiso anudar relaciones, varias veces
encontró un auxilio material o moral cerca de sus vecinas, y por ello, les
guardaba un reconocimiento que se traducía en palabras halagüeñas y
delicadas atenciones, pues el corazón de Mirtea, nada mezquino ni
vanidoso, no la llevaba a considerar ante todo la situación social ni la
posición o educación más o menos distinguida del prójimo.
Abrióle la puerta la señorita Albertina, joven y linda trigueña, de buena
estatura, tez pálida y mirada muy dulce.
—¡Entre usted, entre, señorita Mirtea! —díjole afablemente y dejándole
paso para que penetrase en el comedor.
En él estaba la señora Millon, mujer pequeña, viva y simpática,
amonestando a un chicuelo de cinco a seis años, un huerfanito que la
muerte de su hija mayor y de su yerno dejaron a su cargo.
Al ver a Mirtea, avanzó presurosa hacia ella, preguntándole:
—¿Qué tal? ¿Cómo sigue mamá?
—¡Está tan débil, tan débil! —murmuró la joven, ahogando en su
garganta un sollozo.
—¡Pobrecita! —exclamó la anciana señora tomándole la mano, en tanto
Albertina volvía la cabeza para disimular una lágrima.
—Vengo a pediros un favor —dijo Mirtea, procurando dominar el
temblor de su acento—. Cuando una de ustedes salga, ¿querrá llevar esta
carta al correo?
—¿Cómo no? Precisamente ha de salir Albertina dentro de poco, y lo
hará de buen grado.
—Yo también iré a llevar la carta —dijo el muchacho, que se había
adelantado y apoyaba mimosamente su fresca mejilla contra la mano de
Mirtea.
—Sí; esto es, Juanito…, y luego rezarás una oracioncita para mi querida
mamá —dijo la joven, acariciando los ensortijados cabellos del niño.
—Le rezaremos todas las noches una, señorita Mirtea… Y ya sabe usted
si necesita algo, sea lo que fuere, aquí estamos las dos para servirla.
—Oh, ya conozco su buen corazón —exclamó Mirtea, tendiendo la
mano a las dos mujeres—. ¡Gracias, gracias!… Ahora vuelvo corriendo al
lado de mi pobre mamá.
Cuando la joven hubo desaparecido, la viuda Millon puso la carta sobre
la mesa, no sin dar un vistazo al sobrescrito:
—Condesa Zolanyi… Palacio Milcza… Esas señoras no nos han dicho
nunca gran cosa de sí mismas; pero tengo la idea, Titina, de que pertenecen
a elevada alcurnia. El otro día, mientras estaba al lado de la señora Elyanni,
observé, en un lindo pañuelo que tenía en la mano, una coronita bordada.
—Y la señorita Mirtea tiene, sin afectación, maneras de princesa; esto
se ve pronto. Si tuviese parientes de gran posición que quisiesen acogerla y
la amasen como ella se merece, pues a la pobre señora me parece que le
queda poco tiempo de vida, mamá.
—¡Ah, creo que no! ¡Si pasa la noche, será todo lo más!… ¡Pobre
señorita Mirtea!… ¿Ves, Titina? Esto me oprime el corazón.
Y la buena mujer sacó un pañuelo para secarse una lágrima furtiva,
mientras Albertina, cerrando los labios para dominar su emoción, entraba
en el aposento contiguo en busca de su sombrero.
Entre tanto, Mirtea se había vuelto al lado de su madre y se ocupaba en
deshacer el altarcito. Iba y venía con suavidad, incomparablemente elegante
y esbelta, con movimientos de infinita gracia.
—¡Mirtea!
La joven acercóse al lecho. La señora Elyanni tomó su mano,
diciéndole:
—¡Mírame, hija mía!
Los azules ojos de la madre hundiéronse en las admirables pupilas
negras, aterciopeladas, radiantes, de pura claridad interior. Toda el alma
enérgica, ardiente, virginal, de Mirtea, estaba allí. Y la señora Elyanni
murmuró dulcemente:
—¡Déjame que contemple todavía tus ojos, tus bellos ojos!… ¡Mirtea,
luz mía!
—¡Mamá, no me hable usted así! —suplicó la joven.
—No hay más que una verdadera luz, la de Dios, y no… Sí; Dios es la
luz; pero esta luz increada se comunica a las almas puras, y éstas la
derraman en torno suyo… No te admires de oírme hablar así, hija mía.
Desde ayer, tu pobre madre ha reflexionado mucho; ha comprendido lo que
has sido tú para ella, lo que le había concedido Dios otorgándole una hija
como tú, y cómo le habría sido imposible vivir sin el ángel que
incesantemente ha tenido a su lado. ¡Yo te bendigo, Mirtea, amor mío; te
bendigo con toda la vehemencia de mi corazón!
—Las manos de la moribunda posáronse sobre la rubia cabellera.
Mirtea, sollozante, había caído de hinojos.
—¡No llores, hijita mía! Piensa que pronto volveré a encontrar, a mi
amado Christos. Desde lo alto, ambos velaremos por ti.
Agotadas sus escasas fuerzas, interrumpióse la señora Elyanni, dejando
caer sus manos, que Mirtea apretó contra sus labios.
Y así permanecieron inmóviles madre e hija, saboreando el doloroso
goce aquellas horas postreras.
Capítulo 2

E nvuelta en sus negros crespones, algo encorvada bajo su largo chal


negro Mirtea andaba como en sueños entre las señoras Millon.
Volvía hacia el aposento vacío desde donde acababa de partir el despojo
mortal de la señora Elyanni.
La joven sentíase aniquilada, sin poder coordinar idea alguna. Albertina
habíale tomado dulcemente la mano para apoyarla en su brazo. Y esta señal
de afectuosa atención derramó un ligero bálsamo consolador en el
destrozado, corazón de Mirtea.
Al llegar al rellano del cuarto piso, la señora Millon dijo:
—Va usted a almorzar con nosotros y acabar el día aquí, señorita
Mirtea… Y, si le parece bien, no vaya a acostarse sola en el piso; en casa
hay sitio para usted… Sería demasiado triste que…
Mirtea tomó las manos de la excelente señora y las oprimió
fuertemente.
—¡Gracias, gracias, señora! Pero yo prefiero retirarme enseguida,
acostumbrarme a esa soledad, al pensamiento de no volver a verla ya allí…
Un sollozo cortóle la voz.
—… Mañana, si no es molestia, vendré a compartir su comida… Pero
hoy no puedo, no puedo… ¡No lo tome usted a mal, se lo suplico!…
—¡Oh, seguramente que no, pobrecita mía! Haga a usted lo que le
cueste menos…, Pero déjeme que le traiga una tacita de caldo.
—No, ahora no; me sería imposible tomarlo. Esta noche probaré…
Y dichas estas palabras, la joven tendió la mano a la madre y a la hija, y
entró en su habitación, donde la sirvienta se ocupaba en ponerlo todo en
orden.
Mirtea refugióse en su aposento, un cuarto amueblado con suma
sencillez. Quitóse su sombrero, su chal y sentóse en una silla baja, junto a la
ventana.
Por primera vez, tuvo la cara conciencia del doloroso aislamiento en
que le había sumido la muerte de su madre al acompañar el coche fúnebre
que se llevaba aquel ser querido a su última morada… Y ahora asaltábale de
nuevo y más viva aquella impresión, al encontrarse sola en una casa donde
durante varios años había prodigado su abnegación a aquella madre, de
quien era afecto único.
Mirtea telegrafió la triste noticia a su tutor. Éste, viejo célibe, vivía en la
costa provenzal, retirado de la vida del arte, que le enriqueció, y a la que
había consagrado gran parte de su existencia. El tutor respondió con una
vulgar forma de pésame; y excusó su asistencia, poniendo por delante sus
reumatismos, que le impedían todo viaje. Ofrecimientos de servir a su
pupila, ninguno.
La condesa Zolanyi no había contestado. Tal vez no se encontrase en
Viena. Por otra parte, Mirtea confiaba muy poco en aquella dama, que
seguramente no se preocuparía de una joven pariente indigente y
desconocida. Así, pues, la joven imaginó que, dominado aquel primer
aniquilamiento que la tenía abatida y sin energía para nada, consideraría
luego, claramente la situación y buscaría, con el auxilio de las señoras
Millon, un medio de salir de apuros.
Pero hoy, no; no le era posible… Sentíase débil como una criaturita. En
aquel momento sonó el timbre de la puerta del piso. La sirvienta fue a abrir.
Mirtea oyó rumor de voces. Luego llamaron a la puerta de su cuarto.
—Señorita Mirtea, es una señora que desea hablar con usted.
El momento era tan poco oportuno para recibir una visita, que la joven
estuvo para responder:
—¡Hoy, no!… ¡Hoy, no!…
Pero dominóse, y, levantándose, entró en el aposento contiguo.
Una señora de mediana estatura, vestida con discreta elegancia de
medio luto, permanecía en pie en medio del comedor. Debajo, del velillo,
Mirtea observó un rostro algo ajado y unos ojos que le recordaron los de su
madre.
Aquellos ojos expresaron una especie de sorpresa admirativa al fijarse
en la joven.
La desconocida adelantóse hacia Mirtea y díjole en francés, con leve
acento extranjero:
—¿Llego tarde?… ¡Ah, pobre Eduvigis!…
—¡Sí; Dios se la ha llevado a su seno! —gimió Mirtea con los ojos
inundados de lágrimas.
—¡Pobre niña! —murmuró la extranjera, tomándole la mano y
mirándola compasivamente—. ¡Y decir que yo estaba en París! ¡Pudiera
haber acudido inmediatamente al lado de Eduvigis! Pero la carta me ha
llegado de Viena esta misma mañana.
—¡Cómo! ¿Estaba usted en París? —exclamó Mirtea con pesaroso
acento—. ¡Oh, si hubiéramos podido sospecharlo!… Pero, siéntese usted;
señora… y permítame, desde ahora, agradecerle que haya acudido tan
pronto al llamamiento de mi pobre madre.
—Era cosa muy natural —repuso la condesa, tomando asiento en el
sillón que le ofrecía Mirtea—. Eduvigis y yo éramos primas…, su padre y
el mío eran primos hermanos… Crecimos en gran intimidad, y yo he
conservado siempre muy gratamente su recuerdo, a pesar…, en fin, a pesar
de su matrimonio; que descontentó a toda nuestra parentela.
La frente de Mirtea ensombrecióse un poco, en tanto la condesa
continuaba diciendo con acento sosegado en que se traslucía alguna
emoción:
—No he vacilado, pues, en venir, con la esperanza de encontrarla aún en
vida… Pero la portera me ha dicho que… todo había concluido.
—¡Sí, señora hoy he perdido a mi pobre mamá para siempre…, para
siempre! ¡Oh, Dios mío!
Mirtea estaba sentada enfrente de la condesa, y el día, algo nuboso,
iluminaba con tenue claridad su delicioso rostro fatigado y palidecido, por
el que, ardientes y abundantes, deslizábanse las lágrimas.
La condesa pareció conmoverse; sus ojos, de viva expresión;
humedeciéronse un poco. Inclinóse y tomó la mano de la joven.
—Vamos, hija mía; no se desconsuele usted. En recuerdo de Eduvigis,
estoy dispuesta a concederle esa protección que mi prima solicitaba para
usted… Cuénteme algo de su vida; hábleme de ella y de usted.
No podía negarse que la condesa se mostrara benévola, bien que con
cierto matiz de condescendencia que no escapó a la penetración de Mirtea.
Sin embargo la joven, que había temido encontrarse con una dama
orgullosa, experimentó un alivio al observar cierta dosis de simpatía y de
amabilidad en aquella parienta desconocida.
Así, pues, hízole brevemente el relato de su existencia desde la muerte
de su padre. A veces, la condesa dirigíale una pregunta, y, entre otras cosas,
quiso enterarse de cómo estaba de fondos la huérfana.
Mirtea le reveló que no poseía nada, excepto un capitalillo que
representaba una renta de cuatrocientos francos.
—Sí; esto leí en la carta; pero pensé que tal vez poseyese usted otros
pequeños recursos. Eduvigis tenía muy hermosas joyas, diamantes que
representaban una suma considerable…
—Todo se lo han llevado las enfermedades, excepto una cruz de ópalos
que mamá tenía en grande estima.
—Sí; es una alhaja de la familia, procedente de una abuela… Así, ¿no
posee usted nada, hija mía?… Y parientes del lado paterno, ¿no tiene usted?
—Ninguno, señora. La familia de mi padre estaba ya completamente
extinguida cuando él contrajo matrimonio.
La condesa pasóse por la frente con lentitud su mano fina,
admirablemente enguantada.
—En este caso, hija mía, paréceme tener trazado ya mi deber. Por parte
de su madre, es usted una Gisza, cosa que nadie puede discutir; tiene usted,
pues, derecho al abrigo de mi hogar.
—Señora, únicamente pido una cosa —interrumpió Mirtea con viveza
—: y es que me ayude usted a encontrar una colocación seria en una familia
respetable… No quisiera ser una carga para usted; mi único deseo es
ganarme la vida.
Las rubias cejas de la noble dama frunciéronse ligeramente.
—¿Una colocación, dice usted? ¿Cuál? ¿Institutriz? ¿Señorita de
compañía?… En primer lugar, le responderé que es usted demasiado joven,
y… en fin tiene usted una fisonomía y unas maneras… que dificultarán
poder encontrar para usted una posición de ese género.
Mirtea sofocóse, y otra vez inundáronse de lágrimas sus ojos. Ajena por
completo a la coquetería, el cumplimiento implícitamente contenido en la
aseveración de su interlocutora, no hizo más que causarle una impresión
penosa, haciéndole tocar con el dedo el obstáculo que se alzaba ante sus
propósitos de trabajo.
—¡Sin embargo, preciso será que me gane la vida! —exclamó,
retorciéndose inconscientemente sus manos, admirablemente modeladas.
—Hija mía, déjeme usted manifestarle que juzgo imposible permitirle
desempeñar ninguna función subalterna, desde el momento que es usted
parienta mía. Me desagradaría en extremo que una joven que pueda
llamarme prima fuese, por ejemplo, señorita de compañía de cualquier
amiga o conocida de las muchas que tengo… No, esto no puede ser en
ningún modo. Sólo hay un medio de salvar la situación, al menos de
momento, y es que acepte usted mi auxilio para vivir en una pensión de
damas nobles donde estará usted segura.
—Y en ese caso, ¿habré adelantado algo de aquí a dos, de aquí a cinco
años? —exclamó Mirtea—. No, es imposible; no puedo deberlo todo a la
caridad de usted; he de trabajar.
La condesa, sorprendida, consideró algunos instantes sus lindas
facciones en las que vio impresa una firme resolución.
—Entonces, no sabré cómo salir del apuro… Verdaderamente, no se me
acude… A menos que…, Sí; esto lo conciliaría todo… —dijo, de pronto,
con tono triunfante y dándose un golpe en la frente—. ¿Me ha dicho que
tiene usted diplomas?
—Sí, señora; dos certificados.
—¿Es usted música?
—Soy violinista.
—¡Ah, muy bien! Mis hijos adoran la música, y podría usted enseñar a
Renato el violín… ¿Dibuja usted también?
Algo.
—¡Mejor que mejor!… Y la lengua magiar, ¿la conoce usted?
—Como el francés. Mi pobre mamá y yo hablábamos indiferentemente
una y otra. Hablo también el griego y algo el alemán.
—Siendo así, hija mía, creo que lo podemos arreglar todo —repuso la
condesa con tono satisfecho y tomando de nuevo la mano de la joven—.
Verá usted lo que propongo: la institutriz de mis hijos nos dejará el año
próximo. ¿Quiere usted aceptar substituirla en sus funciones? Como su
contrato conmigo durará todavía un año y no tengo motivo alguno para
infligirle el desaire de un despido antes de ahora, usted permanecería
aguardando entre nosotros, daría usted lecciones de violín a Renato y
celebraría sesiones musicales con mis hijas mayores… En fin, encontraría
usted en qué ocuparse; cuando otra cosa no fuese en lectora mía, pues de un
año a esta parte la vista se me fatiga mucho.
—De esta manera, sí; acepto y muy agradecida —contestó Mirtea, cuya
fisonomía serenóse súbitamente—. Muchas gracias, señora.
—No me las dé aún, hija mía, pues lo que le acabo de proponer no es
más que un proyecto puramente personal que deseo se realice, mas para el
cual necesito la aprobación del príncipe Milcza, mi hijo mayor. Vivo en su
casa y no puedo tomarla a usted bajo mi tutela, por decirlo así, sin saber lo
que él pensará de esta proposición mía… Pero, no hay temor: es muy
probable que me responderá que la lleve con nosotras, y en cuanto a los
honorarios haré como para la institutriz.
Un ademán de Mirtea interrumpió a la condesa.
Antes que todo, convendrá que juzgue usted, señora, si soy capaz de
substituir a la institutriz de sus hijos.
—¡Oh, sin duda que sí!… ¿Quiere usted venir desde mañana conmigo,
si le parece que se encuentra aquí demasiado sola?
—Preferiría no apartarme aún de esta casa —respondió Mirtea, cuyos
ojos se llenaron de lágrimas.
—Como usted quiera, hija mía. Voy, pues, a escribir inmediatamente a
mi hijo, a fin de saber a qué atenernos lo más pronto posible. Confíe usted;
le hablaré de la obligación en que estamos de no dejar abandonada a una
joven por cuyas venas circula sangre de los Gisza. Es la única consideración
capaz de decidirle a dar su anuencia al proyecto, pues tratar de conmoverle
fuera trabajo perdido… Pero, dígame: ¿cómo se llama usted, hija mía?
—Mirtea, señora.
—¡Mirtea! —respondió la condesa con tono sorprendido y de
descontento—. ¿Por qué Eduvigis no le dio un nombre de nuestro país?…
¿Es usted católica, al menos?
—¡Oh, sí, señora, como mi querida mamá!… Y me llamo Gisela
Eduvigis Mirtea. Mi padre fue quien deseó que se me diera habitualmente el
último nombre. [En la Grecia antigua, Mirtea era el sobrenombre de Venus,
a la cual estaba consagrado el mirto].
—En fin, eso importa poco —dijo la condesa, levantándose—. Ya que
prefiere usted quedarse aquí hoy, prométame, al menos, ir a almorzar con
nosotros mañana… No tema usted; no habrá ningún invitado —añadió al
ver la mirada que la joven dirigió a su vestido de luto.
Bien que Mirtea tuviese grandes deseos de rehusar, asintió, no obstante,
juiciosamente, haciendo un esfuerzo para que no pudiese tomar la negativa
a desaire la prima de su madre.
—Voy ahora a que me conduzcan al cementerio, —dijo la condesa,
dejando su dirección a la joven y tendiéndole afectuosamente la mano—.
Iré a rezar sobre la tumba de mi pobre Eduvigis… Hasta mañana, pues, hija
mía.
—Sí; señora, y gracias por la simpatía que le he merecido y por la
esperanza que me abre usted —respondió Mirtea, con emoción.
—En adelante, llámeme prima. No tengo intención de hacerme pasar
por una extraña respecto a usted… Hasta la vista, Mirtea. ¡Y permítame un
beso en recuerdo de Eduvigis!
Después de haber besado cariñosamente a la joven en ambas mejillas,
despidióse la condesa, dejando en el comedor un sutil perfume.
La visita de aquella pariente alivió ligeramente el peso que oprimía el
joven corazón de Mirtea.
Había sentido en la condesa Zolanyi cierta dosis de simpatía y un
sincero deseo de sacarla de su apurada situación. Como antes había temido
chocar con la altivez de aquella prima de su madre, al verla conducirse de
un modo distinto no pensó en decirse que la condesa hubiera podido
demostrarle un afecto algo más caluroso, haber insistido para arrancarla a
su soledad, para darle a conocer a sus hijas; en una palabra: haber hecho de
manera que no se entreviese que llenaba estrictamente un deber impuesto
por sus lazos de parentesco con Mirtea, y acaso también un poco por el
afecto que había conservado hacia su prima Eduvigis.
No; Mirtea no reflexionó en nada de esto; sólo pensó en dar fervientes
gracias a Dios, que le dejaba entrever un vislumbre de esperanza dentro del
dolor en que acababa de sumirla la muerte de su madre; pensaba que,
después de todo, siempre le sería menos duro llenar aquel papel de
institutriz cerca de parientes más bien que con personas extrañas… Y fue
también un pensamiento consolador para ella decirse que tal vez iba a
conocer la patria de su madre, el país húngaro, nunca olvidado de Eduvigis
Gisza.
Capítulo 3

E l tiempo era frío y brumoso; del cielo plomizo caía una fina lluvia
cuando, al día siguiente, tomó Mirtea el tren dirigiéndose a París.
Oprimíala cierta angustia al pensar que penetraba en un medio
desconocido, donde no todos le demostrarían la misma benevolencia que la
condesa Gisela.
Un tranvía la dejó en el arrabal Saint-Germain, no lejos de la calle
donde habitaba la condesa.
La joven detúvose pronto ante un antiguo y majestuoso edificio que
ostentaba, grabados en un escudo de piedra, complicados signos simbólicos.
Un criado que vestía negra librea condujo a la joven hasta un soberbio
vestíbulo, el cual daba paso a un inmenso salón decorado con esplendor
artístico y severo a la vez; introdújole después en un aposento un poco
menor y también magníficamente decorado, pero con cierto aspecto
familiar, gracias a una canastilla de labor, a varios libros entreabiertos y a
cierto desorden en el arreglo de las sillas, como también a la presencia de
un Menudo fox-terrier, acurrucado sobre un cojín.
Aquella habitación estaba, no obstante, desierta… El doméstico se alejó
con sordo paso sobre las alfombras, y Mirtea dirigió una mirada en torno
suyo.
Lo primero que atrajo su atención fue un cuadro colocado en medio del
principal paramento. Representaba a un a hombre joven, de aventajada
estatura, muy esbelto, que llevaba, con incomparable elegancia, el suntuoso
traje de los magnates húngaros. La cabeza, algo erguida en actitud soberbia,
parecía fijar en Mirtea sus grandes ojos obscuros, altivos y seductores, que
brillaban en un rostro de tez mate, favorecido con largos bigotes, negros
como ébano. Su mano, fina y blanca, de perfecta forma, posábase sobre el
colbac, ornado con un penacho sujeto por un broche de diamantes. Todo en
su actitud, en su mirada, en el pliegue de, sus labios, revelaba una soberana
altivez, una voluntad imperiosa y la tranquila arrogancia del ser que se
considera elevado sobre los demás mortales.
Ésta fue, al menos, la primera impresión de Mirtea. Y, no obstante, algo
había en aquel rostro que atraía con singular encanto. Mirtea no supo, con
todo, definir exactamente la naturaleza de aquella radiación que el pintor
puso en la mirada de su modelo. El ruido de una puerta que se abría y pasos
ligeros en el salón contiguo, hicieron volver la cabeza a Mirtea, la cual vio
adelantarse hacia ella a una joven alta y delgada y a una niña de aspecto
endeble. Ambas tenían los mismos cabellos rubios argentados; los mismos
ojos grises, muy grandes y algo melancólicos; el mismo rostro, de largo
corte, y la misma tez de extrema blancura.
—¡Bien venida, prima mía! —dijo la mayor, tendiendo la mano a
Mirtea—. Mamá, al contarnos ayer su visita, nos hizo entrar en deseos de
conocer a usted… Pero, presentémonos antes nosotras mismas: Ésta es mi
hermanita Mitzi; yo soy Terka.
En el mismo momento presentóse la condesa, seguida de sus otros dos
hijos: Irene y Renato. Irene era una jovencita de dieciséis a diecisiete años,
pequeña y algo corpulenta, de cabellos negros coquetonamente peinados y
de rostro regular, aunque de expresión bastante maliciosa. Vestía con
elegancia muy parisiense, y mostrábase algo orgullosa y empecatada.
Renato, un muchacho de diez años, parecíasele mucho, y su carácter era
poco apacible, según tuvo ocasión de apreciar Mirtea durante el almuerzo.
Su madre le mimaba evidentemente mucho, y su institutriz, una joven rubia,
de aspecto serio y sosegado, no tenía ninguna autoridad sobre él… Veíase
esto a la legua: aquel futuro alumno prometía más de una desazón a Mirtea.
Felizmente, la rubia Mitzi tenía el aire mucho más apacible.
Mirtea sentíase, algo cohibida en aquel magnífico comedor, en medio de
un refinamiento de lujo que le era desconocido; refinamiento al cual se
adaptaban, no obstante, sin dificultad, sus instintos aristocráticos. Sentía en
casa de sus parientes la corrección de mujeres bien educadas, que cumplían
un deber estricto, pero sin ningún impulso fervoroso hacia ella, la huérfana,
cuyo corazón desgarrado experimentaba sed de ternura. Acogíasela porque
su madre fue una Gisza; pero, desde luego, comprendió que no la tratarían
nunca como si enteramente fuese de la familia.
Irene, sobre todo, era la que demostraba mayor frialdad y orgullo. Al
dirigirse a su prima tomaba cierto airecillo de condescendencia, al cual
prefería Mirtea la actitud de indiferencia tranquila que le pareció observar
en la reserva de Terka. De todas ellas, la condesa Gisela parecióle la única
que la consideraba con alguna inclinación benévola.
Con todo, una frase de Irene reveló a Mirtea un hecho que demostró
claramente que la condesa Zolanyi había mirado tal vez siempre como un
miembro algo disgregado de su familia a Eduvigis Elyanni.
La jovencita hablaba de París y declaraba que hubiera querido vivir
siempre allí.
—Los dos meses que aquí pasamos todos los años me consuelan un
poco de la larga permanencia que hemos de hacer en el castillo de Voraczy
—añadió.
¡Dos meses!… ¡Y la condesa Zolanyi nunca había ido a ver a su prima!
La penosa impresión experimentada por Mirtea reflejóse
indudablemente en su mirada, pues la madre de Irene miró a su hija con aire
contrariado y llevó a otro terreno la conversación, hablando de Voraczy,
residencia del príncipe Milcza, donde pasaba la familia entera la primavera,
el verano y una parte del otoño.
—Si la respuesta de mi hijo es favorable, nos acompañará usted allí,
Mirtea. Es la propiedad mayor y más rica de Hungría.
—Yo la preferiría, menos magnífica, pero que se celebrasen en ella
algunas fiestas, reuniones y grandes cacerías, como en otro tiempo —
suspiró Irene—. Gracias que nos es dable asistir a las recepciones, de los
terratenientes circunvecinos; pero no podemos devolverles sus invitaciones
más que con reuniones sin importancia ninguna, y es muy de sentir, porque
no hay otra posesión como la de Voraczy para dar fiestas incomparables,
como la imaginación no podría soñarlas más suntuosas.
—A mí me gusta mucho Voraczy —dijo la pequeña Mitzi, que hasta
entonces no había tomado parte en la conversación—. ¡Es tan agradable el
aire allí!… Y se vive con más tranquilidad que en París, en Viena o en
Budapest.
—A mí también me agrada —declaró Renato—. Me recreo allí
mucho…, excepto cuando he de divertir a Karoly.
Estas últimas palabras las pronunció el muchacho bajando la voz, como
si temiera que le oyese algún personaje invisible.
Arrugóse un poco la frente de la condesa, y Mirtea observó cierta
expresión de azoramiento en la mirada de Mitzi.
—Ya te he dicho, Renato que nunca has de…, nunca… Ya lo sabes…
¡A ver cuántas veces he de advertirte!
La mirada atrevidilla del muchacho bajóse como ante una misteriosa
amenaza, que no parecía, sin embargo, existir en el tono casi temeroso de su
madre.

***

En el salón, después del almuerzo, la conversación languideció algo.


Los gustos y las costumbres de Mirtea eran muy diferentes de los de sus
parientas, sumamente amigas de pompas y placeres, al menos la condesa e
Irene, pues Terka parecía menos dada a vanidades.
Así, cuando Mirtea se levantó para despedirse, sólo halló una débil
insistencia para que no se retirase tan pronto.
—Aguarde, al menos, un momento a que enganchen para conducirla a
la estación —dijo la condesa—. Y vuelva cualquier día de éstos, el que
mejor le plazca. Espero recibir pronto una contestación de mi hijo…, y
como supongo que será favorable, convendría pensar por adelantado en lo
qué hará usted de sus muebles, pues nuestra partida para Viena se realizará
dentro de diez días. Creo que debería usted desprenderse de ellos…
—Yo hubiera querido conservar el cuarto de mi madre, —contestó
Mirtea con acento tembloroso—. Tiene poco valor, los muebles son viejos y
deslucidos.
—Comprendo su deseo, hija mía; pero ¿qué va usted a hacer de ellos?…
Verdaderamente, no me hubiera pesado mandar que los guardasen aquí, en
uno de los aposentos del segundo piso, pero esta casa pertenece al príncipe
Milcza, y el intendente que administra las propiedades que mi hijo posee en
Francia es seguro que rehusará la entrada aquí de cualquier cosa, sea la que
fuere, sin el consentimiento de su señor… Y ni él ni yo nos atreveríamos a
escribir al príncipe para una cosa de tan poca importancia.
—Reflexionaré… y veré si puedo encontrar una combinación —
respondió Mirtea.
—Eso es… Tal vez esas vecinas de que me ha hablado usted podrían
darle una idea… Y dígame usted hija mía, sin temor… Si le falta algo…
Mirtea sofocóse ligeramente, pero respondió con viveza:
—Gracias, prima mía; puede usted creer que tengo lo suficiente. Mi
pobre mamá acababa de recibir su pensión trimestral.
Un criado anunció que estaba pronto el coche. Mirtea, estrechó las
manos de sus parientas, y Terka y Mitzi la acompañaron hasta el vestíbulo.
Al entrar de nuevo ambas hermanas en el salón, oyeron que Irene decía
en tono contrariado:
—¡Será divertido tener a esa joven por institutriz! ¡No comprendo cómo
ha pensado usted, mamá!…
—Cierto que es maravillosamente bella —contestó la condesa, con tono
pesaroso—. Tal vez me apresuré demasiado el otro día… Pero la pobre me
inspiró compasión, tan sola, tan triste… Pero, después de todo, si es tan
seria y piadosa como parece, la cosa no será tal vez tan enojosa como
temes, Irene. Naturalmente que permanecerá al margen de todas nuestras
relaciones, y la confinaremos en su papel de institutriz…
—¡Ah! ¡Claro que sí! ¿Cree usted que sería nada lisonjero presentar en
sociedad a esta prima desconocida?
—Tan hermosa y con un aspecto tan admirablemente distinguido —
añadió la voz sosegada de Terka.
Irene sonrojóse y lanzó una mirada de irritación a su hermana mayor.
—Yo pienso que podré hacer con ella todo lo que me vendrá en gana —
dijo Renato, que se ocupaba en decorar las orejas del perrito con madejas de
seda, que había substraído de la canastilla de su madre.
—Sí; porque como no lo haces nunca con la señorita Rosa… —observó,
apaciblemente Terka. —Anda, Mitzi; es hora de tu lección de dibujo. Si a
Renato le parece bien, ya se reunirá con nosotras luego.
—No; a Renato no le parece bien —respondió el chiquillo,
repantigándose en un sillón—. Yo detesto el dibujo; no me gusta más que la
música… ¡A ver si esa Mirtea va a ser una mala profesora! —añadió
desdeñosamente y con su aire antipático de muchacho consentido.

***

Entre tanto, el carruaje conducía a Mirtea a la estación.


Hubiera parecido natural que la hubiese acompañado hasta allí una de
sus primas; pero verosímilmente no se le ocurrió esa idea a ninguna de las
hijas de la condesa de Zolanyi. Mirtea empezaba ya a comprender que
existiría para ella un límite en las consideraciones y en la simpatía.
De las horas pasadas en el palacio Milcza quedóle un resabio de
amargura. Para desecharla, entró en un templo y oró largo rato,
expansionando su fatigado corazón y dando rienda suelta a dulces lágrimas.
Luego, más confortada y resignándose a acatar la voluntad de Dios,
dirigióse a su casa.
En el rellano del cuarto piso, Albertina hablaba con su novio, que
acababa de almorzar en compañía de su futura familia y se disponía a
regresar a su morada. Era un joven rubio, corpulento y buen mozo, muy
jovial, que gozaba de un buen empleo en una entidad bancaria. Mirtea le
conocía ya, pues la madre de Albertina lo había presentado a la señora
Elyanni tan pronto como fueron oficiales las relaciones.
—¿Qué tal, señorita Mirtea? ¿Ha probado ese almuerzo? —preguntó
Albertina, apenas la joven hubo respondido graciosamente al cortés saludo
de Pedro Roland.
—Bien, sí… Sólo que estoy satisfecha de volver a…
Iba a decir, como antes, «a nuestra casa»; pero retuvo las lágrimas que
afluyeron a sus ojos al pensar que ya no podría volver a decir aquella dulce
palabra.
—… Estoy tan fatigada de cuerpo y de espíritu que se me hacía tarde
volver aquí… No tenía deseos de hablar ni escuchar…
—Bueno, pero no dejará usted de venir a probar nuestra sopa; ¿verdad,
señorita Mirtea? —dijo la señora Millon, presentándose en el umbral de la
puerta del piso con Juanito, colgado de su mano—. No hablaremos mucho,
para no fatigarla.
—Y yo tampoco le pediré que me cuente historias —añadió Juanito,
con caballeresca generosidad.
Mirtea hubiera querido rehusar, pero no se atrevió a hacerlo, temiendo
lastimar a aquellas excelentes personas que durante los tristes días de la
enfermedad y fallecimiento de su madre la habían colmado de atenciones
afectuosas y discretas.
Sentóse, pues, por la noche a la mesa de sus vecinas, y ni un solo
minuto el modesto mantel, los cubiertos de alpaca, los platos, sumamente
sencillos ni el servicio, realizado por sus mismas huéspedas, le hicieron
echar de menos la espléndida mesa, el delicado menú y el servicio
impecable del palacio Milcza. En casa de la señora Millon sentíase amada;
allí, aceptada tan sólo…
Y Mirtea era de aquéllas que ponen por delante las satisfacciones del
corazón a las del bienestar y refinamientos de la elegancia.

***

Pasados unos días, un billete de la condesa Zolanyi informaba a Mirtea


que el príncipe Milcza aceptaba que su madre se ocupase de la hija de su
prima Eduvigis. Por tanto, era preciso que la joven lo dispusiese
inmediatamente todo para su partida, tomando las necesarias disposiciones
relativas a la venta de los muebles que ocupaban el pisito. Los que desease
conservar encontrarían sitio en casa de una vecina, que aceptaba, mediante
un estipendio módico, guardarlos en un aposento que, no necesitándolo,
podía ofrecerle. Los demás, cuidóse de venderlos ventajosamente la señora
Millon, a quien Mirtea confió algunos recuerdos muy queridos, pero
demasiados voluminosos para llevárselos.
—¡Y cuidaré con la mayor solicitud de sus flores, señorita! —dijo la
excelente señora, extendiendo la mano hacia la ventana, el día en que
Mirtea abandonó definitivamente el piso.
Fue para la joven, un gran consuelo pensar que la substituirían en su
querida morada sus vecinas, pues con motivo del próximo enlace de
Albertina, las señoras Millon decidieron trasladarse, por ser de mayor
capacidad, al piso en donde vivieron Mirtea y su madre.
Cuando la joven volvió del cementerio, donde fue a rezar una última
oración sobre la tumba de su madre, la señora Millon y Albertina
dirigiéronse con Juanito a acompañar, a Mirtea a la estación. La joven,
lloraba silenciosamente al separarse de sus humildes, pero verdaderas
amigas, que hasta el último instante encontraban medio de rodearla de
atenciones.
—Nos escribirá usted alguna vez, ¿no es cierto, señorita Mirtea? —
preguntó Albertina, enjugándose los ojos que hinchaban las lágrimas.
—¡Sí, oh, sí! ¡Jamás olvidaré cuán buenas han sido para mí ustedes dos!
—¡Ah, si hubiésemos podido conservarla a nuestro lado! —suspiró la
señora Millón.
El tren poníase en movimiento. Mirtea vio pronto desaparecer aquellos
rostros amigos… Y hundióse en el rincón del compartimiento, diciéndose
que comenzaba para ella una nueva vida, llena de incertidumbres.

***

La familia Zolanyi tenía dispuesta la partida para días después. Mirtea


pasó, pues, aquel día y el siguiente en el palacio Milcza.
La actitud de sus parientas se precisó tal como lo había presentido: en la
condesa, una benevolencia algo fría; en Terka, una reserva cortés; en Irene,
una indiferencia algo desdeñosa y, en ciertos momentos, un tanto agresiva.
En cuanto a Mitzi, parecía modelar su actitud por la de su hermana
mayor, y Renato, agitado por la perspectiva de la marcha, otras cosas tenía
que hacer para ocuparse de aquélla a quien llamaba la substituta de la
institutriz.
Mirtea comprendió así, desde el primer momento, que viviría
moralmente aislada en el seno de aquella familia, y que no cabía contar con
que hallase una amistad entre aquellas primas de su misma edad, que no la
aceptaban del todo como una verdadera parienta.
De paso para Viena detuviéronse allí ocho días, pues la condesa tenía
que llevar a cabo algunas diligencias. El príncipe Milcza poseía en esa
capital un palacio magnífico, decorado con soberbio lujo. Pero, lo mismo
que en el de París, nada revelaba en él la presencia habitual o accidental del
dueño.
Terka, a quien Mirtea hizo esa observación un día que recorrían ambas
los admirables salones, respondióle brevemente:
—No; el príncipe Milcza no se ausenta ya de Voraczy.
En las raras ocasiones en que la condesa y sus hijas hablaban del
príncipe, éstas últimas designaban siempre a su hermano de ese modo
ceremonioso, y todos, aun el independiente Renato, tomaban un tono en que
la deferencia andaba mezclada con cierta especie de temor.
Una hermosa tarde de mayo presenció la llegada de los viajeros a la
estación, desde la cual había que tomar carruajes para dirigirse al castillo de
Voraczy.
En el apeadero aguardaban dos coches. La condesa y sus hijas ocuparon
el primero, y Mirtea, la joven institutriz y Renato subieron al segundo,
donde hallaron también sitio las camareras.
Descendía el crepúsculo. Mirtea vio tan sólo vagamente el verde paisaje
que se extendía por ambos lados del camino.
—¡Todo esto es del príncipe Milcza…, todo esto, todo esto! —decía
Renato, tendiendo la mano en todas direcciones hacia los bosques, cuya
línea obscura cerraba el horizonte—. No puedo señalarle hasta dónde, y
necesitará usted mucho tiempo para verlo todo. Iremos en coche… Me
gustará enseñarle… ¡Hay un lago muy lindo!… Y el Danubio no está lejos;
ya verá usted. El príncipe Milcza tiene un yate precioso…; algunas veces se
pasea por el río con Karoly.
—¿Quién es Karoly? —preguntó Mirtea.
—¿Karoly? Es su hijo.
—¡Ah! ¿Es casado el príncipe? —exclamó, sorprendida, la joven, pues
hasta aquel momento no había oído hacer alusión a una princesa Milcza.
—No, no lo es ya… y, además, da lo mismo —respondió Renato.
—¿Cómo es eso? —dijo, sonriendo, Mirtea—. ¿Es viudo, entonces?
—¡No, no! —repuso el muchacho con impaciencia—. ¡No comprende
usted nada!… ¡Quiero decir que!… ¡Ah! ¡Hemos llegado ya!… ¡Mire
usted, mire usted, Mirtea!
Los coches, saliendo de una magnífica avenida formada por árboles
enormes, acababan de franquear una verja inmensa, colmada de lámparas
eléctricas, que hacían resaltar sus artísticos repujados. Más allá del patio
principal, digno de una morada regia, alzábase una soberbia construcción,
de majestuoso y casi severo aspecto. Una luz intensa, y, no obstante,
suavísima, iluminaba todo el frontis, y, sobre todo, la monumental
escalinata, de doble tramo, donde aguardaban varios domésticos de blanca
librea con vueltas de color esmeralda.
En el vestíbulo, alto como una nave de iglesia, embaldosado de mármol
y decorado, con magníficos tapices, un personaje imponente, vestido de
negro, inclinóse ante la condesa, diciendo:
—Su excelencia el príncipe Milcza me ha encargado dar la bienvenida a
vuecencia e informarla que, terminada la comida, vendrá a ofrecerla sus
cumplimientos.
—¡Ah, gracias, Vildy!… Subamos aprisa, niñas; no nos retardemos…
Katalia, acompañe usted a la señorita Elyanni a su aposento.
Estas palabras dirigíanse a una mujer alta y muy correctamente vestida
de seda negra. A la invitación que le dirigió ceremoniosamente, Mirtea la
siguió hasta una habitación vasta, amueblada con cierto lujo y dotada de un
confort ignorado de la joven en su cuartito de Neuilly.
Y, no obstante, ¡cuánto hubiera preferido encontrarse todavía allí! ¿Qué
sería ella en esta morada opulenta, sino una casi extraña, la prima pobre a la
que se acepta y se desdeña de paso?
Reprimiendo las lágrimas, que inundaban sus párpados, hincóse de
rodillas y reconfortó su corazón con una oración ferviente. Luego,
apresurándose a componer un poco su peinado y cambiar su vestido de
viaje, descendió algo al azar.
Un doméstico le indicó el comedor, pieza muy elegante, pero cuyas
dimensiones, relativamente restringidas, no cuadraban con la apariencia del
castillo. La comida fue bastante expedita. La condesa parecía estar nerviosa,
y se levantó sin haber probado los postres, cuando un criado le anunció que
«su excelencia aguardaba en el salón de las princesas».
—¡Niñas, vamos pronto!… Renato, deja esa crema, hijo mío; no
hagamos aguardar al príncipe… Componte el cuello… Mirtea, ya la
presentaré uno de estos días… Esta noche no es necesario.
Y a la vez que decía estas palabras alejábase apresuradamente, seguida
de sus hijas y de Renato. En el rostro de este último reflejábanse en mezcla
singular la contrariedad, el temor y el aburrimiento.
Mirtea volvióse a su habitación, en extremo admirada de tanta
corrección y etiqueta en las relaciones de madre a hijo, de hermanas a
hermano. Decididamente, valía más llamarse Millon y amarse
francamente…
Ese príncipe Milcza debía de ser algún gran señor hinchado de orgullo,
que seguramente miraría desde muy alto a Mirtea Elyanni, su humildísima
parienta.
Capítulo 4

M irtea despertó al día siguiente a la hora que tenía por costumbre, es


decir, muy temprano, y se levantó al momento, ya repuesta por
completo de la ligera fatiga del viaje, y con apacibilidad de ánimo al ver el
alegre sol que entraba por las dos ventanas de su aposento.
Vistióse rápidamente, y, dirigiéndose a una de ellas, la abrió.
Admirablemente dibujados, extendíanse ante ella los jardines del castillo.
¡Pero qué jardines tan singulares! Tan lejos como pudo extender la vista,
Mirtea no alcanzó a ver en ellos ni una sola flor. Soberbios follajes, de
sorprendente variedad de tonos, maravillosas y raras plantas verdes,
formaban todos los matices. En los estanques, de mármol se irisaba y
tornasolaba el agua herida por los rayos del astro diurno.
—¡Ninguna flor! —murmuró Mirtea, con tristeza.
Lo mismo que su madre, adoraba la joven esas delicadas hojas maestras
ofrecidas por Dios al hombre para hechizar su mirada… Y la vista de
aquellos jardines sin flores infiltraba en el alma de Mirtea una singular
impresión de melancolía.
Una camarera joven, vestida con el traje nacional, entróle el desayuno.
Después de tomar rápidamente el espumoso chocolate, bajó Mirtea la
inmensa escalera, al pie de la cual encontró a un criado, y como le
preguntase por dónde se iba a la capilla, el doméstico la acompañó a través
de anchos corredores embaldosados de mármol, hasta una puerta de roble,
primorosa obra de talla, que abrió, inclinándose respetuosamente.
La capilla debió de formar parte de construcciones anteriores al actual
castillo, pues tenía aspecto de gran antigüedad. Como la obscurecían unas
vidrieras bastante opacas, Mirtea no vio de pronto nada más que el altar,
donde un anciano sacerdote de larga barba nevada comenzaba el Introito.
Mirtea arrodillóse al azar sobre un antiguo banco esculpido.
Únicamente algunos servidores asistían al santo sacrificio. Ante el coro, una
hilera de sillones y reclinatorios blasonados anunciaban el sitio habitual de
la condesa y de sus hijos. Delante figuraban otros dos sitiales de aspecto tan
suntuoso como severo, ostentando una corona de príncipe.
Terminada la misa y rezadas sus oraciones, Mirtea dio la vuelta a la
capilla y admiró los artísticos tesoros con que los príncipes Milcza habían
adornado el pequeño santuario. Después, rezada una oración postrera, salió,
encontrándose en una galería inmensa, que precedía inmediatamente al
templo.
Guarnecía el lado izquierdo una sucesión de admirables vidrieras de
colores que derramaban sobre las losas de mármol regueros de púrpura, de
índigo, y de amarillo de oro. La pared derecha cubríanla cuadros de arte
religioso, obras de maestros, alternando con antiguos tapices de inestimable
valor.
Contemplando aquellas maravillas, que encantaban su alma de artista,
Mirtea llegó al extremo de la galería. Por una puerta de encina, anchamente
abierta, vio una escalinata de mármol rojo, que barría en aquel momento un
criado. Más allá extendíase la perspectiva de los jardines y del parque.
La joven bajó con intención de ver de cerca aquéllos, extraños jardines
y aproximarse a los soberbios invernáculos, cuya cúpula centelleaba a
distancia entre los árboles.
¿Se habían refugiado allí, tal vez, las flores?
Mirtea, qué lo creyó así, engañóse. Detrás de los cristales no vio más
que plantas verdes, raras y magnificas, eso sí, y follajes de todos los tonos,
desde el púrpura intenso hasta el verde pálido argentado.
A pesar de su desilusión, sentíase tan animada la joven por el alegre sol
y la brisa matinal que soplaba deliciosamente fresca, que resolvió hacer una
breve exploración por el parque. Andando a paso vivo, no tardó en alcanzar
los viejos y magníficos árboles que formaban una cúpula majestuosa en las
avenidas que se cruzaban en todos sentidos.
Aquel parque era soberbio; debía ser interminable y encerrar mil
preciosas rincones. Pero, cosa singular, Mirtea no había logrado ver todavía
ninguna flor. ¿Sería, acaso, que aquel terreno se negaba a producirlas?
¡Ah, no! Apenas se le había ocurrido esa idea descubrió casi oculto
entre las hojas un pequeño jacinto, que parecía avergonzarse de crecer allí.
La vista de la flor ensanchó el corazón de Mirtea, que, inclinándose, la
cogió y prendió en su corpiño.
Convenía ahora pensar en el regreso, a pesar del atractivo que sentía, y
que la hubiera impulsado a seguir adelante.
La joven tomó por una avenida que invadían casi los arbustos, los
cuales crecían exuberantes y en toda libertad. Una hierba fina y casi rala
tapizaba el suelo, salpicado de puntos de oro por el sol cuando su luz
lograba atravesar el espesor de los follajes.
De repente encontróse Mirtea en el extremo de la avenida, ante un prado
inmenso, rodeado de un oquedal centenario. Hirieron el aire agudos
ladridos, y dos negros lebreles lanzáronse saltando hacia la joven. Ésta,
sorprendida y asustada, no pudo reprimir un ligero grito.
—¡Aquí, Hadj, Lulá! —dijo una voz breve.
Detuviéronse los perros, y Mirtea, volviendo un poco la cabeza, vio a
pocos pasos de sí a un joven esbelto y de elevada estatura, en traje de
montar, que se mantenía apoyado en el cuello de un magnífico alazán bayo,
estremecido sobre sus nerviosos remos. La joven encontró dos grandes ojos
obscuros, cuya irritada expresión la hizo desear hallarse bajo tierra.
El desconocido tocóse el ala del sombrero con gesto soberanamente
altivo, y volvió la cabeza.
Mirtea penetró con precipitación bajo la verde bóveda de la avenida,
volvió sobre sus pasos y tomó algo al azar, una dirección que
afortunadamente fue acertada, pues tardó poco en llegar a los jardines, y vio
ante sí la imponente masa del castillo, dorado por el sol, que hacía
centellear los cristales de las innumerables ventanas. En el momento en que
la joven se aproximaba, el ruido de un galope de caballo le hizo volver la
cabeza.
El desconocido encontrado pocos minutos antes llegaba, en línea recta,
haciendo que el alazán franquease los obstáculos representados por los
cuadros de follaje y los recipientes de mármol de los surtidores. El
caballero, además de buen mozo y elegante, era incomparable jinete y
dominaba en absoluto al bruto soberbio y fogoso que montaba.
A pocos metros de la gran escalinata, el animal paróse en seco. El joven
apeóse con ligereza, echó las riendas a uno de los domésticos que se
precipitaban a su paso y subió rápidamente las gradas de la escalinata.
Terka salía en aquel instante con una sombrilla en la mano. El
desconocido detúvose junto a ella, tendióle la mano y le dijo algunas
palabras. Mirtea, que no se atrevía a avanzar, observaba perfectamente la
expresión irritada del rostro del joven, aquel rostro cuyos rasgos eran los del
magnate del palacio Milcza, pero que diferían de expresión, no habiendo
conservado de ella, al parecer, más que la altanería.
Terka bajaba los ojos y mostrábase muy cohibida al responder a su
interlocutor. Éste penetró en el vestíbulo, y la joven descendió lentamente la
escalinata.
Entonces advirtió a Mirtea, que se adelantaba hacia ella.
—¿Vienes del parque, desdichada? —díjole, con aire, ligeramente
agitado.
—Sí… ¿He cometido con esto algo reprensible? —preguntó Mirtea, con
inquietud.
—Es claro…; pero, como nadie te había advertido, no podías saber…
Es la hora de pasearse el príncipe, y quiere hacerlo absolutamente solo. El
menor encuentro le desagrada. Las personas de por aquí lo saben y se
apartan de su camino así que oyen el galope de su caballo.
—Siento haberlo ignorado. He cometido, sin querer, una indiscreción,
que ha contrariado, sin duda, vivamente al príncipe Milcza, si he de juzgar
por la expresión de su fisonomía cuando hace poco me he encontrado ante
él en el parque. He sentido algún temor, lo confieso, y he huido como una
chiquilla.
—¡Oh!, cuando el príncipe está contrariado, sabe demostrarlo de un
modo que hace entrar en deseos de hallar una madriguera para meterse
dentro… En fin, por esta vez creo que no habrá sido grande su enojo. Le he
explicado que habías pecado por ignorancia, y ha parecido aceptar la
excusa. Para mayor satisfacción suya, podrás decírselo por ti misma la
primera vez que le veas… ¿Qué te parecen estos jardines, Mirtea?
—Serían soberbios si hubiese flores —respondió, con franqueza, la
joven.
Terka miró con azoramiento hacia el vestíbulo, del cual había
desaparecido momentos antes el príncipe Milcza.
—¡No hables nunca de flores en presencia de él! Las aborrece; no
quiere ver ni una sola aquí. Los guardianes de los jardines, para halagarle,
extreman su celo hasta perseguir con ahínco el crecimiento de las infelices
florecillas, que a veces despliegan inopinadamente sus corolas en algún
rincón del parque… Pero soy de tu opinión, Mirtea —añadió, bajando la
voz.
Y después de pronunciar estas últimas palabras, con cierta expresión de
tristeza, abrió su sombrilla y se alejó hacia los jardines con paso indolente.
Mirtea penetró en el castillo y logró, no sin trabajo encontrar su aposento.
Necesitaría algún tiempo antes de orientarse en aquella inmensa morada…
y acaso mayor tiempo todavía para acostumbrarse a cosas tan extrañas para
ella, no siendo las menos el conocer todas las singularidades del señor de
Voraczy.
¿Qué misantropía era aquélla, tratándose de un hombre tan joven? Tal
vez le hubiese herido algún dolor terrible, y no sabiendo reaccionar
cristianamente, abstraíase en una melancolía orgullosa…
Entregada a estas reflexiones, Mirtea, que iba deshaciendo su maleta,
vio caer de pronto sobre las prendas de ropa blanca el jacinto cogido en el
parque.
—¡Oh, pobre florecilla mía! —exclamó— Afortunadamente, no te ha
visto el príncipe Milcza. Voy a conservarte preciosamente, ya que no podré
tener aquí otras flores. La joven abrió su carterita y colocó en ella la
hermosa liliácea, junto al retrato de la madre desaparecida, a la vez, que
contemplaba el fino rostro, de ojos bellísimos, pero sin profundidad…
—¡Madre de mi alma! —gimió—. ¡Cuánto quisiera estar todavía junto a
ti, en nuestra humilde morada!
Y un sollozo ahogó su acento.

***
Terka fue quien asumió la tarea de hacer visitar todo el castillo a Mirtea.
Su frialdad, propia de su temperamento, no tenía la apariencia de altivez
casi desdeñosa que revelaba la de Irene, quien sabía perfectamente, según
los casos, mostrarse amable y solícita.
Mirtea vio, pues, minuciosamente, la magnífica morada, y admiró como
artista, sin sombra de envidia alguna, las bellezas que contenía. Contempló
las antiguas encuadernaciones, de inestimable precio, de los volúmenes que
contaba la biblioteca; las admirables pinturas que decoraban los techos de
los salones, amueblados con inusitado lujo; las piezas de orfebrería, que
podían rivalizar con las mejores producidas por los más célebres orífices,
encerradas en la Sala de los Banquetes, donde en otro tiempo se celebraban
suntuosos ágapes, como así le reveló Terka.
—Ahora no sirve, pues el príncipe come en sus habitaciones con su
hijo.
—¿Es un niño, verdad?
—Sí, tiene cinco años; pero apenas aparenta tres. Es una pobre
criaturita, muy endeble, pero cuya inteligencia está, en cambio, sumamente
desarrollada. Es el ídolo de su padre, su consuelo.
—No comprendí lo que me dijo Renato el día de nuestra llegada…: que
su hermano no era casado y que lo era, no obstante… Supuse que con esto
quería significar que el príncipe era viudo…
Terka, que franqueaba en aquel momento la puerta de la sala, volvió
hacia Mirtea su faz, de pronto ensombrecida.
—No, no es viudo; el chiquito tenía razón. El príncipe Milcza está
divorciado.
—¡Ah! —murmuró tristemente Mirtea.
—Ha obtenido el divorcio en Francia, donde frecuentemente residía,
después de no sé qué formalidades y dificultades numerosas. Ella, lo mismo
que él, estaba empeñada en lograrlo para recobrar su libertad… Pero nunca
hablamos de esas tristes cosas, que no hemos podido impedir… ¡Oh,
desgraciadamente, no nos ha sido posible! —dijo Terka, acompañando sus
palabras con un suspiro.
—¿Y él ha conservado el niño?
—¡Sí, gracias a Dios! Si no lo hubiese obtenido, no sé a qué extremos le
hubiera llevado la cólera. ¡Pobre Arpad!… La fe está muerta en él —
murmuró, melancólicamente, Terka.
Mirtea levantó la cabeza y repuso:
—¿Crees que la fe nunca muere por completo, Terka? Me parece que en
cada alma queda un destello oculto, capaz de surgir un día.
—No sé… En, todo caso, nadie se atrevería aquí a intentar en él esa
resurrección moral.
—¡Oh!, ¿por qué? —exclamó Mirtea sorprendida.
Terka la miró con aire de estupefacción.
—¿Por qué? ¿No te bastó verle, el otro día, para comprender que nunca
soportaría una palabra respecto a ese asunto?… No, no la toleraría, ni aun
de parte del padre Joaldy, que fue quien le administró la primera comunión.
¡Oh!, no sabes todavía quién es Arpad, porque de haberle conocido, no me
hubieras dirigido tal pregunta.
—Es que —contestó dulcemente Mirtea— no comprendo que pueda
vivirse cerca de un alma sufriente y apartada de Dios sin procurar curarla y
reconducirla a Él.
—Otra alma, tal vez; ¡pero la del príncipe Milcza, no! Cuando le
conozcas no dejarás de comprenderlo.

***

El fin de la visita del castillo no le produjo ya a Mirtea el mismo placer


que al comenzarla. Miró distraídamente la Sala de los Magnates, donde se
veía el sitial del príncipe varios peldaños más elevado que los demás; la sala
de las fiestas, el jardín de invierno, maravillas que ahora no bastaban para
vencer la singular frialdad de que se sintió de pronto invadida.
Pensaba en el dueño de aquellas magnificencias, en aquel ser, que tal
vez experimentaba un dolor profundo, tanto más acerbo cuanto no residía
ya en su corazón la esperanza divina. Una piedad inmensa invadía el alma
de Mirtea hacia aquel gran señor, que por tan lamentables circunstancias
resultaba ser más pobre, más desnudo de bienes que ella, la humilde
huérfana, que se veía obligada a ganarse el pan.
¿De qué le servían sus inmensas riquezas, aquella morada casi regia,
aquel ejército de servidores, dirigidos por Vildy, el mayordomo, y Katalia,
el ama de llaves? Un poco de fe, un poco de amor divino, hubieran sido un
bálsamo infinitamente más dulce sobre las heridas que pudo haber recibido.
Mirtea no había vuelto a verle. Vivía con su hijo una vida
completamente aparte de los Zolanyi. La condesa Gisela no ejercía ninguna
autoridad fuera de su servicio privado; Vildy y Katalia continuaban
dirigiéndolo todo, y Mirtea no dejaba de observar, a veces, cuánto la
condesa y sus hijas parecían estar poco satisfechas en aquella morada.
Renato había dado comienzo a sus lecciones de violín. Después de
haber oído a Mirtea ejecutar admirablemente una sonata de Beethoven,
acompañada al piano por Terka, el muchacho se decidió a aceptar a su
prima por profesora, y como le gustaba la música, la joven no tuvo que
sufrir demasiado de las rarezas de carácter que el muchacho reservaba para
la señorita Rosa, cuyas lecciones, según decía, le horripilaban.
Mirtea dedicaba también muchos ratos a la música con sus primas, y la
condesa, apreciando el encanto exquisito de su voz y de una dicción muy
pura, queríala por lectora.
No le faltaban, pues, ocupaciones a la joven, mucho más desde el
momento que acompañaba a menudo a sus primas en sus paseos a pie o en
coche. Irene la cargaba sin contemplaciones de cuanto la estorbaba:
sombrilla, abrigo, saco de labor. Mirtea substituía, evidentemente, para ella,
a una camarera. Renato, poco a poco, no dejaba de imitar, también a su
hermana, de modo que Mirtea volvía a veces del parque muy fatigada.
La condesa y sus hijas habían reanudado sus relaciones con los demás
propietarios de la comarca, y habían recibido a su vez numerosas visitas;
pero Mirtea permanecía completamente apartada e invisible para los
visitantes de Voraczy.
Compensaba esas ligeras espinas de su situación la posibilidad de asistir
diariamente a la misa, y el apoyo espiritual que encontraba en el padre
Joaldy, limosnero de Voraczy, sacerdote instruido y piadoso, alma serena,
que se santificaba en el recogimiento y en la caridad apostólica ejercida con
los pobres, muy numerosos en los dominios del príncipe Milcza, cuyos
ispans[3] acostumbraban a ser duros y rapaces.
Una tarde entretuviéronse las jóvenes más que de costumbre en el
parque. Al advertirlo, diéronse prisa, a fin de llegar a tiempo a la hora del
té. Mientras se dirigían al Castillo, díjoles Mirtea, señalando una avenida
del parque:
—¿Por qué no pasamos nunca por aquí? Este camino debe ser mucho
más directo.
—Sí, pero nos conduciría al templete griego, cerca del cual pasa Karoly
la mayor parte, del día.
—Bueno; ¿y qué inconveniente es ése? —preguntó Mirtea, mirando,
sorprendida, a Irene.
—¿Qué inconveniente?… ¡No estoy yo segura de que un capricho del
niño o de su padre nos inmovilizase allí! No vamos al lado de Karoly más
que por orden expresa…, ¡y basta y sobra!…, ¡vaya si sobra!
—¡Oh!… ¡Tu sobrinito, Irene! —exclamó Mirtea, a pesar suyo y casi
escandalizada.
—¡Irene! —murmuró al mismo tiempo Terka, echando una mirada
temerosa en torno suyo.
Irene bajó la voz, mirando a su prima con aire entre serio, y burlón, y
replicando:
—No temas; no hay nadie… Pero ¿acaso te figuras, cándida Mirtea, que
podemos tratar a Karoly como hacen generalmente tantas tías con sus
sobrinos?
—No sé por qué no ha de poder ser así —contestó Mirtea.
—¿Por qué?… ¿Por qué?… Pues bien: no puede ser porque Karoly es el
hijo del príncipe Milcza.
Irene acompañó estas últimas palabras con una risita irónica, que acabó
de sorprender a Mirtea:
—¿No comprendes?… Más tarde te explicaré esto: ahora no hay
tiempo. Andemos aprisa.
Poco después, llegaron cerca de la gran terraza de mármol, sobre la cual
daba el salón en que pasaba la mayar parte de las horas la condesa Zolanyi.
Irene, al subir las gradas, exclamó:
—Estoy algo despeinada; pero ¡tanto se me da! No quiero subir a mi
cuarto. Tengo sed, y voy a servirme al momento una taza de…
Interrumpióse bruscamente, y sin terminar lo que iba a decir, detúvose
en seco. Dos lebreles asomaron sus negras cabezas por el umbral del salón
y se lanzaron hacia ella.
—¡Cielos! ¿Está aquí el príncipe? —murmuró con sofocado acento—.
¡Precisamente hoy que nos hemos retardado tanto!… ¡Y mis cabellos!…
—¡Corre inmediatamente a tu cuarto! —aconsejóle, en voz baja, Terka.
—¿Para hacerle aguardar más?… ¡No, no!… ¿Y quién te dice que no
me haya visto?… ¿A dónde vas, Mirtea?… ¡No te vayas, no!… ¡Quién sabe
si desviarás un poco la tormenta!
Mirtea entró detrás de sus primas.
Frente por frente de la condesa, el príncipe Milcza, vestido de franela
blanca, y repantigado en un sillón, hojeaba distraídamente una revista.
Al entrar las jóvenes, las contempló con aquella sombría mirada que le
observó Mirtea cuando le vio días antes galopando por una avenida.
—¡Es algo tarde, condesa! —dijo con tono glacial.
Y observando en aquel momento a Mirtea, que se disimulaba todo lo
posible detrás de sus primas, levantóse y se inclinó para saludarla.
La condesa apresuróse a hacer entonces la presentación, con intento, sin
duda, de desviar la tormenta, como decía Irene.
El príncipe dirigió algunas palabras corteses y frías a Mirtea, la cual
logró contestar sin turbarse demasiado, a pesar de la extraña timidez que la
sobrecogió de pronto.
Irene adelantóse hacia la mesilla del té para servirlo; pero la voz breve
del príncipe la detuvo:
—Deja a Terka que nos sirva el té y anda a peinarte. ¿No ves que
pareces una loca con esos cabellos alborotados?
Tiñóse de púrpura el semblante de la joven, y salió sin protestar.
Mirtea sentóse junto a la silla, y, viendo a la condesa ocupada en una
labor, tomó un libro ya comenzado a leer.
El príncipe hojeaba de nuevo su revista con aire de altivo despego.
Apenas pareció advertir que Renato, entrando suavemente, contra su
costumbre, se llegaba a él y le besaba la mano.
La joven griega sentía en torno de sí una atmósfera desacostumbrada.
Parecía como si alrededor de la condesa y de su prole pesase gravemente
una molestia extraña. Renato, el turbulento Renato, permanecía quietamente
sentado junto a su madre, tan quieto como la tranquila Mitzi. El cuidado
meticuloso que dedicaba siempre Terka a la preparación del té parecía
redoblarse hoy, como si hubiese creído absolutamente preciso alcanzar una
perfección ideal… Y al entrar de nuevo en el salón, Irene, tan exuberante de
palabras, deslizóse silenciosamente hasta su sitio, queriendo, sin duda,
evitar que su hermano reparase en ella.
Era la presencia del príncipe Milcza quien producía en todos ellos aquel
efecto singular… Mirtea, por su parte, lo experimentaba también.
Pero en ella, no conociendo al príncipe, nada tenía de sorprendente. No
era para él más que una extraña, como claramente lo había demostrado
llamándola hacía poco «señorita», mientras que las hijas de la condesa no le
habían rehusado el título de prima, y la trataban, sobre todo la mayor, con
relativa franqueza.
Al verle en plena luz, Mirtea notó al momento el gran parecido del
príncipe con el retrato del palacio Milcza, en París. Únicamente había entre
ellos la diferencia que separa a un hombre en todo el esplendor de la
juventud y de la dicha, de aquel que vivió sufriendo amarguras. El bello
rostro del príncipe tenía una expresión dura y altanera, que contribuía a
acentuar el pliegue desdeñoso de los labios. Fuerza era convenir en que la
actitud orgullosa, el silencio glacial y las palabras breves de aquel hermano,
no eran propias para animar las expansiones de los miembros de su familia.
Los dos lebreles, que se habían tendido a los pies de su dueño,
levantáronse súbitamente y se lanzaron a una de las puertas-ventanas. La
condesa, alzando los ojos, dijo vivamente:
—¡Ah, es Karoly!
Una mujer morena, vigorosa y joven todavía, vistiendo un rico traje
nacional, presentóse en el umbral del salón con un niño en brazos, un ser
endeble, pequeñito, y que no aparentaba tener más de tres años.
La condesa se levantó apresuradamente y tomó al niño de manos de la
sirvienta. Terka, sus hermanas y Renato acercáronse y rozaron con una
caricia los cabellos negros que cubrían la cabeza de la criatura, cumpliendo
con ello, al, parecer, algún rito de indispensable etiqueta.
La misma Condesa no mostraba mayor expansión hacia su nieto.
Karoly volvió hacia su padre sus ojos negros, asaz grandes; su pálida
carita, sufriente y algo desabrida, iluminóse súbitamente, y tendió hacia el
príncipe los brazos, quien se levantó y lo tomó entre los suyos.
Su rostro, de expresión dura y sombría, endulzóse súbitamente de un
modo increíble; sus soberbios ojos impregnáronse de acariciadora ternura al
estrechar contra su corazón al desmirriado pequeñuelo.
No parecía el mismo hombre; en aquel momento era verdaderamente el
joven magnate del retrato que viera Mirtea.
Karoly volvió hacia su padre sus ojos negros, contemplando a su padre
con una especie de adoración. Sus flacos deditos acariciaban dulcemente la
cabeza obscura, extraordinariamente espesa y rizada, que comunicaba un
carácter algo extraño a la fisonomía del príncipe Milcza.
La mirada del niño fijóse de pronto en Mirtea, que permanecía sentada y
le miraba con interés compasivo. Consideróla un instante, y después
extendió hacia ella un dedo.
—¿Quién es, papá?
La voz del niño, suave y cantarina, armonizaba con su endeble
apariencia.
—Ve a preguntárselo, queridito —respondió el príncipe, bajándolo al
suelo.
El pequeñuelo dio algunos pasitos hacia la joven.
¡Cuán menudo y delicado era! La compasión oprimió el sensible
corazón de Mirtea. Levantóse e, inclinándose hacia Karoly, lo tomó en
brazos.
—Me llamo Mirtea Elyanni —dijo, envolviendo al niño en el dulce
fulgor de sus aterciopeladas pupilas.
—Mirtea… Mirtea… —repetía Karoly, poniendo, su manita sobre la de
la joven—. Es muy lindo… Y te quedas aquí, ¿verdad?
—Creo que sí.
—¡Qué gusto! Quiero estar contigo hoy.
Y con gesto confiado, el niño enlazó con sus bracitos el cuello de la
joven.
—Ésta es una simpatía espontánea que no acostumbra sentir, ni
conceder Karoly —dijo el príncipe, que contemplaba aquella escena con
mirada enigmática—. Debe usted amar mucho a los niños, señorita. ¿Habrá,
tenido éste la intuición de esa voluntad?
—En efecto, príncipe; soy muy amante de esos queridos seres, y tengo
la costumbre de alternar con ellos, pues en Neuilly me ocupaba mucha de
los asilados en un patronato vecino de nuestro domicilio.
—Puede usted retirarse, Marsa —dijo el príncipe, dirigiéndose a la
sirviente, que permanecía en pie junto a la puerta del salón—. Sírvenos
pronto el té, Terka. ¡Qué desesperada lentitud es hoy la tuya!
A la vez que pronunciaba estas palabras, repantigóse de nuevo el
príncipe en su sillón, en tanto Mirtea volvía a su sitio, sentando a Karoly en
sus rodillas. El niño se apelotonaba contra ella y permanecía silencioso;
pero su mirada no dejaba de fijarse en su padre, cuyos ojos, cada vez que
encontraba los de Karoly, adquirían aquella expresión de acariciadora
dulzura, que tanto contrastaba con su habitual severidad, y su voz, tan breve
e imperiosamente fría, hallaba entonaciones increíblemente tiernas al
dirigirse al niño.
Por lo demás, el príncipe hablaba muy poco, y el salón de la condesa
Zolanyi había perdido aquella noche su fisonomía acostumbrada, esto es,
cuando Irene y Renato lo animaban con su vivacidad y su bulliciosa charla.
La misma condesa, que ordinariamente gustaba de la amena conversación,
parecía apurada en encontrar asuntos que la mantuviesen, agotados pronto
por el laconismo de su hijo.
El maestresala trajo leche para Karoly en una tacita cincelada, que era
una pura maravilla. El niño quiso que se la sirviese la misma Mirtea, y la
joven, en extremo complaciente, sostúvole el vaso mientras el pequeñuelo
la bebía con lentitud y visiblemente contento.
—Acaba usted de obtener un excelente resultado, señorita —dijo el
príncipe con tono satisfecho—. Días hace que Karoly rehusaba tomar su
taza de leche, y yo no me atrevía a forzar su voluntad por temor de que el
resultado fuese más bien perjudicial que beneficioso. Pero ese hombrezuelo
caprichoso se decide hoy… en honor de usted, probablemente.
—Yo la quiero mucho, papá —dijo Karoly con su débil vocecilla.
—Puedes envanecerte de esto, Mirtea, pues las simpatías de Karoly no
son ordinariamente tan prontas —dijo, sonriendo, la condesa Gisela.
—Esto no es ningún inconveniente por ahora. Ya sabré enseñarle yo
más adelante la desconfianza —replicó el príncipe con voz adusta, que
impresionó singularmente a Mirtea.
Levantóse al decir esto, y salió a la terraza, donde encendió un cigarro y
se puso a fumar, recorriéndola a lo largo y a lo ancho.
Irene y Renato atreviéronse entonces a hacer algún movimiento, y
comenzaron a hablar en voz queda. Pero su madre púsose pronta un dedo en
la boca, indicando con la vista a Karoly.
El niño dormíase en los brazos de Mirtea.
El príncipe Milcza volvió a entrar suavemente, y se puso a leer hasta
que despertó Karoly. Retiróse entonces llevándose al pequeñuelo, algo
adormilado aún, quien repetía, dirigiéndose a Mirtea y haciéndole signos
con la manita:
—Te quiero mucho, Mirtea… Ven a jugar conmigo… Me contarás
muchos cuentos… A mí me gustan mucho los cuentos…
Cuando se hubo cerrado la puerta tras del príncipe, el silencio reinó
todavía unos instantes en el salón. Luego levantóse Renato, se desperezó
bruscamente y se lanzó hacia afuera, murmurando:
—¡Uf! ¡No puedo más!
Irene, sacó un pañuelo de batista, lo apoyó contra su frente y exclamó
con doliente voz:
—¡Tengo una horrible jaqueca! Es una cosa atrozmente fatigosa tener
que contenerse así, cuando se sabe que una palabra, un simple movimiento,
pueden dar motivo a críticas severas… e injustas.
—¡Irene! —respondió la condesa, dirigiendo hacia la puerta del salón
una mirada temerosa.
—¡Vamos, mamá! ¡No supondrá usted que el príncipe se entretenga en
mirar por el ojo de la cerradura! —replicó la joven con su irónica risita.
—¡Pero puede oírte un criado, niña!… Y si alguna vez llegara a sus
oídos una palabra de ésas!… ¡Tienes muy poco cuidado, Irene!
—Esto es a veces superior a mí, mamá. Hay momentos en que no me es
posible dejar de sublevarme… ¡Ea!, voy a imitar a Renato, dando una
vuelta por el parque, a ver si se me calman los nervios… ¿Vienes también,
Mirtea?
—No; voy a rezar un rato en la capilla, Irene.
En la mirada de ésta brilló un fulgor algo malicioso e irónico a la vez.
Salió al mismo tiempo que Mirtea, y ambas ya en el pasillo, puso un
instante la mano sobre el brazo de su prima, diciéndola:
—Haces bien en ir a cobrar fuerzas, Mirtea; pues, o mucho me
equivoco, o tendrás que desplegar en breve toda tu paciencia y tu…, ¿cómo
lo diré?… tu humildad. Karoly te ha demostrado voluntad… No tardarás en
saber lo que cuesta poseer el afecto de Karoly.
—¿Qué quieres decir, Irene? —preguntó, Mirtea, mirando con sorpresa
a la joven.
—Ya te he dicho que pronto lo sabrás… y deseo caritativamente que no
dure tu esclavitud más tiempo que la mía —añadió con risita burlona,
alejándose y dejando a Mirtea estupefacta y perpleja.
Capítulo 5

A l día siguiente, al salir de la capilla, Mirtea encontró a Constanza, la


camarera de la condesa Zolanyi, que la aguardaba para decirle que su
señora deseaba hablarle.
Mirtea, algo sorprendida, siguió a la camarera hasta las habitaciones de
la condesa.
Ésta, que no se había levantado aún, tendió la mano a la joven,
exclamando:
—¡Apresúrate, hija mía! Mi hijo acaba de enviarme un recado… No me
sorprende; lo esperaba ya, después de lo ocurrido ayer. Parece que el niño
no hizo más que hablar de ti hasta que lo acostaron, y te ha llamado ya hoy
apenas se ha despertado. El príncipe solicita, por tanto, que vayas a pasar la
mañana y luego la tarde con su hijo.
—Si esto puede complacer al pequeñuelo, con mucho gusto iré… Pero
esta mañana tengo la lección de Renato…
La condesa levantó las manos al cielo.
—¡Qué lección ni qué Renato! ¡Líbrenos Dios! Karoly te quiere junto a
sí; el príncipe Milcza ordena que nos sometamos al deseo del niño…,
¿comprendes?, «ordena», pues la palabra «solicitar» no significa otra cosa,
en su pluma o en su boca; ten siempre muy presente esto, Mirtea. Ni tú ni
yo somos libres de rehusar… ¡Ve, ve pronto, al lado del niño! Lo hallarás
en el parque, cerca del templete griego. Por prescripción facultativa pasa
allí la mayor parte de las horas del día, así que el tiempo lo permite. Llévate
un libro, una labor para no fastidiarte demasiado… ¡Ah, cielos, se me
olvidaba! Mi hijo pide que no te vistas de negro…; no quiere ver colores
obscuros cerca del niño.
—¡Pero esto no puede ser! ¡Dejar yo el luto…, tan reciente!…
La condesa Zolanyi hizo un gesto de impaciencia.
—Ponte un vestido blanco cuando vayas al lado de Karoly; luego te lo
quitas. Vuelvo a decírtelo: no se puede discutir nada de lo que pida o desee
el príncipe Milcza. ¡Apresúrate, Mirtea! El niño te aguarda impaciente.
Mirtea volvió a su aposento para ponerse uno de los vestidos blancos
que usaba en Neuilly. Anegáronsele en lágrimas los ojos, mientras se lo
abrochaba, en recuerdo de aquella que siempre quiso verla vestida de aquel
modo, exigencia pueril y a menudo molesta, a lo que, por afecto filial, cedió
ella siempre. Hoy, una autoridad extraña le imponía la misma obligación, y
al mismo tiempo acababa de experimentar súbitamente sensación vivísima
de su posición dependiente, al ver cómo la condesa le daba claramente a
comprender que ni siquiera podía pensar en discutir la orden de que era
objeto.
El alma altiva y enérgica de Mirtea no se hubiera, sin embargo, tan
fácilmente sometido, si no se hubiese tratado de evitar, tal vez, una
impresión desagradable a un niño enfermo. Sólo por un motivo de tal
naturaleza podía dar exteriormente tregua al gran luto, que si manifestaban
sus ropas, sentía en su corazón con mucha mayor intensidad todavía.
Transcurrida media hora, penetraba en el parque. No conocía aún el
templete griego, al cual evitaban cuidadosamente acercarse las hijas de la
condesa. Pero, al divisarlo, detúvose encantada: era una maravilla la que se
alzó de pronto ante ella en el fondo de un pintoresco claro. Sobre el follaje
circundante alzábase completamente blanco el marmóreo templete, de puras
e ideales líneas. A la derecha, entre los árboles, brillaba el agua azul de un
minúsculo lago, sobre la cual bogaban algunos cisnes.
Al pie de las gradas del peristilo, el pequeñuelo Karoly estaba tendido
sobre una silla larga. A pocos pasos de él, Marsa, la sirvienta que fue su
nodriza, trabajaba en una labor de bordado. Más lejos, sobre una de las
gradas, permanecía sentado un muchacho, cuya edad no pasaría de diez
años, rubio, de aire tímido, y vestido con un rico traje húngaro.
Karoly, al volver la cabeza y divisar a Mirtea, lanzó un grito de júbilo y
tendió hacia ella los brazos.
—¡Oh, Mirtea! ¡Qué contento estoy!… ¡Ven, ven!…
Conmovida por aquella alegría infantil, la joven sentóse al lado del niño
y acarició tiernamente la cabecita que se apoyaba en su hombro.
El niño, entusiasmado, repetía:
—¡Estoy contento!… ¡Estoy contento!… ¡Qué lindo vestido blanco! A
mí no me gusta el negro. ¡Es muy feo…, muy triste!
Fue preciso que Mirtea le contase un cuento. Luego, fatigado, durmióse,
apoyado en la joven. Ésta, no atreviéndose a hacer ningún movimiento por
temor de despertarle, permanecía inactiva, en apariencia al menos, pues
interiormente rogaba por las almas que la rodeaban, por aquel pobre ser tan
débil, cuya endeblez y el espontáneo afecto que le había demostrado hacían
vibrar los instintos de maternal ternura sumamente desarrollados en su
corazón. Los niños del patronato de Neuilly sabían qué tesoro de dulzura y
de abnegación había para ellos en la «amada señorita Mirtea», y aquel hijo
del príncipe lo adivinó al instante en la mirada de la joven.
Karoly despertó en el momento en que llegaba el maestresala, seguido
de varios domésticos, trayendo una mesa y los elementos de un cubierto.
Cuando el tiempo estaba hermoso, el príncipe y su hijo almorzaban allí
como ya se lo había, dicho el niño a Mirtea.
—Yo quiero que también almuerces con nosotros —dijo Karoly,
asiendo de la mano a la joven.
—¡Oh, no, queridito; esto no puede ser! Yo almuerzo con tu abuela y
con tus tías.
—Sí, sí; yo quiero que te quedes, y papá lo querrá también si yo, se lo
pido.
—¡Vamos, niño, sé juicioso! —dijo dulcemente Mirtea—. Después
volveré, te lo prometo.
Y se alejó, no estando muy segura de que hubiese persuadido a Karoly.
La condesa y sus hijas almorzaban ya cuando la joven entró en el
comedor. Irene, envolviéndola en una mirada envidiosa, que le era familiar
respecto a aquella prima, a quien consideraba sobradamente bella,
preguntóle irónicamente:
—¿Te has divertido mucho, Mirtea?
—El deber, raras veces es una diversión —respondió fríamente la joven
—. Pero sí me ha complacido proporcionar algún contento a ese pobre
enfermito.
—¡Ah, si tienes instintos de hermana de caridad, tanto mejor para ti! —
declaró Irene— ¡Buena falta te harán en esas circunstancias!
—¡Irene, hija mía!… —reprendió la condesa, con tono descontento.
—¡Pero, mamá! Por ventura, ¿digo nada inconveniente?, —repuso la
joven—. Mirtea no tardará en convencerse de la verdad de mis palabras, y
tal vez no dure su serenidad largo tiempo… Me pareces algo presuntuosa,
Mirtea; ya veremos si tendrá siquiera mi resistencia.
Irene tendió la vista en torno suyo, y, viendo que los criados estaban
apartados en aquel momento, inclinóse hacia su prima.
—Hace dos años —continuó— era yo el caprichito del niño. No podía
dejarlo en todo el día; tenía que someterme a todos sus antojos; reír cuando
reía él, y permanecer largas horas inactiva e inmóvil cuando él dormía,
apoyándose en mí. Cuando mamá se preparó a partir para pasar, como de
costumbre, el invierno en Viena, el príncipe declaró que yo permanecería en
Voraczy para hacerle compañía a Karoly. ¡Ah, lo que lloré al verles marchar
a todos! Pero era preciso mostrarse alegre ante el niño y ante su padre,
soportar sin vacilación, sin sublevarse, una violencia continua, un
devorador hastío. Caí enferma, y el príncipe se vio obligado a enviarme a
Viena. Pero nunca me ha perdonado esto.
—Es inútil desanimar de antemano a Mirtea contándole esas cosas —
dijo la condesa con tono reprobador—. Y ella puede muy bien ser más
paciente que tú…
La entrada de un sirviente hizo cambiar la conversación. Mirtea,
terminado el almuerzo, dirigióse de nuevo hacia el templete. Karoly la
acogió con las mismas demostraciones de alegría, y fue preciso comenzar al
momento un gran partido de una especie de oca, que apasionaba al
pequeño. Añadióse a la partida otro compañero, Miklos, el hungarillo, hijo
de un ispán del príncipe y destinado por él al servicio y al recreo de Karoly.
Mirtea advirtió entonces que el principito no era siempre el niño
apacible y amable que viera por la mañana. Antojadizo y voluntarioso,
fácilmente irritable, mostrábase un verdadero tiranuelo para Miklos,
humilde y sumiso en su presencia y en cierto momento, sin razón ninguna,
su mano cayó sobre el rostro del criadito.
Mirtea exclamó vivamente:
—¡Oh, Karoly! ¡Eso no está bien!
La nodriza interrumpió su labor con azoramiento, Miklos permaneció
un instante boquiabierto y Karoly abrió desmesuradamente los ojos,
exclamando:
—¡Pero, Mirtea! ¡No hay más que papá que pueda reñirme!… Y tú, tú
estás aquí para divertirme y contarme lindos cuentos. Cuéntame uno…
¡Vete, Miklos! No quiero que lo oigas.
—Déjale a ese compañerito que lo escuche también; eso le distraerá —
dijo Mirtea, conmovida por el aspecto entristecido del muchacho, que se
levantaba para alejarse.
—¡No, no, no quiero! ¡Vete, Miklos! —gritó, enojado, Karoly.
Mirtea tomó la mano del principito, y le dirigió una mirada de
penetrante reproche.
—Me das mucha pena, Karoly. No está bien que seas tan duro con ese
niño tan bueno y que tanto te quiere. Mira que así ofendes al buen Dios, que
nos manda que nos amemos unos a otros.
—¿El buen Dios? —dijo, pensativo, Karoly—. Papá no me habla nunca
de Él. Marsa me hace decir una oración, y el padre Joaldy viene aquí
algunas veces a sentarse cerca de mí, y me habla del Niño Jesús y de la
Santa Virgen. Me gusta mucho oírle… ¡Pero no quiero que me digas que te
has enfadado conmigo, Mirtea! —añadió, apoyando mimosamente su
mejilla en la mano de la joven.
—Si te lo he dicho, es porque es cierto. Veamos. ¿Me prometes ser más
amable con ese pobrecito Miklos? ¿Me lo prometes, y te querré mucho
mucho?
El principito levantó hacia Mirtea sus grandes ojos negros, parecidos a
los de su padre, y dijo gravemente:
—Bueno, lo probaré… Y luego, le preguntaré a papá si permite que me
riñas, ya que sabes hacerlo tan bien…
Mirtea no pudo menos de reírse, y se inclinó para besar a Karoly, en
prenda de reconciliación, después de lo cual el niño llamó a Miklos para
que oyese la maravillosa historia que iba a contar Mirtea.
En el momento más patético, levantóse Marsa, diciendo vivamente:
—¡Su excelencia!
—¡Ah, papá! —exclamó, alegremente, Karoly.
El príncipe Milcza, seguido de sus lebreles, llegaba dando vuelta al
templete.
—Ven pronto a sentarte, papá —gritó, placenteramente, el principito—,
para que Mirtea pueda continuar su historia.
El príncipe avanzó, inclinóse ante la joven y tomó asiento en un sillón al
pie de la silla larga, diciendo con altiva tranquilidad:
—Prosiga usted, pues, señorita.
Y abriendo un libro, pareció absorberse en su lectura, con gran
satisfacción de Mirtea, que así consiguió sacudir el encogimiento que le
causó su aparición y terminó el cuento enteramente a gusto de Karoly.
—¡Oh, qué lindo es, Mirtea!… ¡Y lo cuentas tan bien!… ¿Verdad,
papá?
—Muy bien —respondió, distraídamente, el príncipe; sin levantar los
ojos.
—Cuéntame otro, Mirtea —solicitó el niño.
—Mañana te lo contaré; ahora estás un poco agitado y conviene que te
sosiegues. Ya verás qué historieta tan bonita te referiré mañana.
—No, no; quiero que me la cuentes en seguida.
El príncipe interrumpió su lectura y dijo fríamente:
—Puede usted satisfacer el deseo de Karoly, señorita.
Su tono significaba claramente: «Quiero que lo satisfaga».
Mirtea comenzó, pues, una nueva narración, y el niño, complacido, le
dejó un momento de reposo, que, aprovechó, ella para tomar su labor.
A las cinco trajeron el café y la leche para el principito. Su padre dejó el
libro y dijo con fría cortesía:
—¿Quiere usted servirnos, señorita?
Decididamente, no le faltaba razón a la condesa Zolanyi al decir a
Mirtea, que las palabras tomadas del vocabulario de la cortesía mundana
adquirían en boca del príncipe Milcza una significación imperiosa de las
más acentuadas, y que no admitía réplica.
Mientras se acercaba a la mesa, el príncipe se levantó, e inclinándose
sobre la silla larga tomó al niño en brazos y se paseó con él a lo largo y a lo
ancho, estrechando contra sí al débil ser cuya cabecita descansaba sobre su
hombro.
—¡Ah, papá; tengo que pedirte una cosa! —dijo de repente Karoly—.
¿Permites a Mirtea que me riña alguna vez?
—No lo permito a nadie… La señorita Elyanni no se ha de ocupar más
que en distraerte y divertirte; lo demás es incumbencia mía.
Estas palabras cayeron, precisas y heladas, de labios del príncipe Arpad.
Mirtea volvió ligeramente el rostro para que no se viese el rubor que lo
cubría, y tomó la cafetera con mano algo trémula.
—¡Es lástima, porque reprende muy bien! —continuó diciendo el niño
—. Me ha dicho que he sido malo con Miklos. Tú no me lo dices nunca,
papá.
—No te ocupes de esto, y haz de Miklos lo que te parezca —ordenó el
príncipe, con tono breve.
Y, sentándose de nuevo, puso al niño sobre sus rodillas.
Mirtea trajo la leche de Karoly; colocó silenciosamente sobre una
mesita, cerca del príncipe, una bandeja con el servicio, y volvió a tomar su
sitio y su labor.
—¿No se sirve usted, señorita? —dilo Arpad, pasados unos momentos.
—No tengo costumbre de tomar café, príncipe.
—¡Qué ocurrencia! —dijo éste, con tono desaprobador—. Irene
pretendía también que no podía sufrirlo; pero yo conseguí hacerle contraer
algo la costumbre de tomarlo. Pruebe usted también, señorita.
No teniendo razón plausible para negarse a tal invitación, Mirtea
levantóse y se sirvió un sorbo de café.
Pero ¿qué había de deducir de semejante exigencia? ¿Acaso tenía el
príncipe la pretensión de imponer hasta sus menores gustos personales a las
personas que le rodeaban?
Una vez hubo tomado su taza de café, levantóse el príncipe, puso al
niño en el suelo, y díjole:
—Anda un poquito, Karoly. Yo me llego al castillo; pronto volveré.
El niño, después de dar, languidescente, algunos pasos alrededor, de la
silla larga, refugióse en brazos de Mirtea y permaneció en ellos tranquilo y
silencioso hasta las siete, hora en que volvió su padre.
—Marsa, toma al príncipe Karoly. Señorita Elyanni, está usted libre.
Hasta mañana, ¿no es así? Karoly la aguardará impaciente.
Y, sin esperar una contestación, que probablemente juzgaba superflua, el
príncipe saludó a Mirtea y alejóse seguido de Marsa, que llevaba en brazos
al niño.
—¡Hasta mañana, Mirtea!, —dijo Karoly, agitando sus manitas—. Yo
quería que comieses con nosotros; pero papá no quiere.
Mirtea emprendió lentamente el camino de regreso al castillo. Aquella
tarde sentía una impresión rara. Parecíale estar oprimida en un torno, o que
unos lazos implacables intentasen paralizar sus movimientos.
Semejante sensación era debida, indudablemente, a la lasitud que
experimentaba. Acostumbrada a una vida activa, habiendo hecho hasta
entonces un paseo diario con sus primas, estaba sumamente enervada de
aquel día, pasado en entera inmovilidad.
¡Y al día siguiente ocurría lo mismo! El príncipe Milcza lo había dicho
sin ambages: estaba destinada a recrear a Karoly. En tanto no se cansase el
niño, debía estar a su disposición, someterse a todos sus caprichos.
Sí había comprendido claramente esto en las palabras pronunciadas
hacía poco por el príncipe… Y sabía también que le estaba vedado
reprender al niño, dirigirle la menor reconvención.
—¡Esto no me será posible! —murmuró—. Es superior a mí… Si el
príncipe se incomoda, tanto peor para él.
Pero no pudo menos de sentir un ligero estremecimiento, al pensar que
caería sobre ella aquella mirada, inflamada de cólera.
Al acercarse al castillo vio a Terka, que, con paso presuroso, dirigíase
hacia una avenida.
La joven condesa detúvose al ver a su prima, y preguntóle en voz baja:
—El príncipe Milcza ha entrado en el castillo, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Bueno… Pues voy a hacer una algo, Mirtea. Mamá ha encontrado
esta mañana, en el fondo de un costurero, una miniatura representando a la
madre de Karoly. Todos sus retratos, por orden del príncipe, fueron
destruidos en el momento del divorcio. Ignoro cómo pudo conservarse éste,
y voy a arrojarlo al lago, porque si el príncipe llegara a percibir de él un
solo fragmento…
—¿A ver, Terka? ¿Quieres mostrármelo?
La joven dirigió una medrosa mirada en torno suyo, y luego tendió a
Mirtea una miniatura representando a una mujer joven, rubia, de escultural
hermosura. Ornaban su cabellera y cubrían su vestido, de tul verde pálido,
flores en profusión. Los ojos, bellísimos, tenían una expresión indefinible
que impresionó desagradablemente a Mirtea.
—Iba vestida así cuando el príncipe la vio, por primera vez en un baile
de trajes celebrado en la Embajada de Rusia. Ella era rusa, prima del
embajador, de familia noble, pero venida a menos. El príncipe, que no era
un hombre cándido, ni mucho menos, dejóse, sin embargo, cautivar en una
trama de sencillez y dulzura que no eran más que pura farsa. Aquella mujer,
muy inteligente, comprendió que bajo un exterior sumamente mundano
ocultaba el príncipe un alma demasiado seria para que la coquetería y la
frivolidad pudieran tener acceso en ella. Así, procuró lisonjear su orgullo
mostrándose mujer instruida, enterada de arte y literatura; en fin, no
descuidó nada de lo que pudiera agradar a aquel ser brillante y profundo a
la vez, a aquel gran señor artista, que tan agradablemente sabía
producirse…
—¿Él? —dijo Mirtea, con tono incrédulo.
—Nadie lo sospecharía hoy, ¿no es cierto? Pues ten por seguro que era
el ídolo de los salones aristocráticos de París y de Viena; su elegancia daba
el tono a la moda masculina. Con su elevado nacimiento, su fortuna y sus
cualidades físicas e intelectuales, podía aspirar a las más brillantes
alianzas… Eligió, sin embargo, a Alejandra Ouloussof; pero apenas se vio
ésta elevada al rango de princesa Milcza, todo cambió. Revelóse
hambrienta de lujo y de placeres, y mostró un corazón seco, sin valor moral
ninguno. El príncipe jamás hizo confidencias a nadie, pero nos parece que
debió sufrir amargamente de su desilusión, pues al cabo de seis meses de
matrimonio no era ya el mismo, hombre. Su mirada adquirió algo de esa
dureza que reside ahora continuamente en ella, excepto para su hijo… Creo
que ocurrieron entre ambos esposos escenas terribles. Ya puedes haber
comprendido, aun habiéndole visto, que no es cosa fácil que nadie se le
imponga. Así, infligió a su mujer uno de los más duros castigos que pudiera
haber ideado, obligándola a permanecer aquí y privándola de las
distracciones mundanas que eran su ambiente. Alejandra se sublevó al
principio; luego probó de conseguir su objeto por medio de la dulzura, de la
humildad, mostrándose arrepentida; pero él desconfiaba: la conocía
demasiado.
Terka volvió a mirar en torno suyo y a lo lejos, para cerciorarse de que
nadie podía oírla, y prosiguió:
—Sin embargo, el nacimiento de su hijo suavizó un poco el rigor del
príncipe. Permitió algunas relaciones con los terratenientes circunvecinos,
pero se negó, en absoluto a volver a Viena o a París. Esto no satisfizo a
Alejandra. Las distracciones que se le ofrecían en Voraczy estaban muy
lejos de halagar a aquel alma frívola y ávida de brillar en lo más selecto de
la sociedad aristocrática. Por espacio de un año púsole todo en obra para
decidir a su marido, pero chocó con una voluntad inquebrantable. El
príncipe no quiso alejarse de Voraczy. Tenía bastante del mundo, decía, y
gustaba de vivir tranquilamente en sus dominios, ocupándose de la
educación de su hijo. Entonces, cuando comprendió que nada era capaz de
cambiar la resolución de su marido, Alejandra concibió una rabia sorda, y
un día en que el príncipe se negó a autorizarla para que concurriese a una
fiesta que se daba en Budapest, la escena habida entre ambos fue espantosa.
Exactamente no se sabe lo que ocurrió; sólo pudo averiguarse que cuando la
camarera, llamada por un golpe seco de timbre, entró en el aposento de su
señora, encontró a ésta sola, presa de una terrible crisis de nervios y
profiriendo amenazas contra su esposo.
Terka, visiblemente emocionada al referir aquel suceso, guardó silencio
un instante. Luego prosiguió:
—Al día siguiente, Alejandra había desaparecido y, con ella, el
pequeñuelo Karoly. No me es posible describirte la desesperación y el furor
de mi hermano cuando esto llegó a su noticia. Inmediatamente se hicieron
pesquisas en todas direcciones, y no fue difícil indagar dónde estaba la
fugitiva. Se había refugiado en París, y declaró únicamente que había
procedido de aquel modo con el exclusivo objeto de vengarse de su esposo,
arrebatándole a su hijo, porque sabía que era su único afecto.
—¡Qué perversa mujer! —no pudo menos de exclamar Mirtea.
—Cómo pudo el príncipe, con su carácter tan entero y ardiente,
dominarse hasta el punto de no llegar a un extremo terrible contra su mujer,
lo ignoro —continuó la hija mayor de la condesa—. Apoderóse
inmediatamente del niño, el cual contrajo un enfriamiento durante el
precipitado viaje de su madre, y enfermó tan gravemente en el palacio
Milcza, que estuvo durante algunos días en peligro de muerte. Pudo, no
obstante, sobrevivir a la tremenda crisis, pero ha quedado sumamente débil,
como ya has podido advertir…, y creo, Mirtea, que el motivo del odio, más
que la aversión y el desprecio del príncipe Milcza hacia esa mujer, sin
corazón y sin alma, reside ahí sobre todo. Al ver diariamente a su amado
hijito en ese estado de endeblez, que no logra vencer por ahora, a pesar de
no perdonar medio para lograrlo, debe decirse: «Es su madre la causa de
ello».
—¿Y entonces solicitó el divorcio?
—Sí… El padre Joaldy procuró disuadirle, pero chocó con un alma en
que la sublevación había llegado hasta el extremo y que, además, había
perdido la guía segura de la fe… Es improbable que piense en volver a
casarse nunca; en cuanto a ella, lo ha hecho ya. Ha contraído nuevas
nupcias con un banquero americano, y es una de las reinas de Boston… Ya
comprenderás ahora por qué me doy prisa a hacer desaparecer este último
vestigio de la presencia de esa mujer nefasta.
—¿El último?… Quedará siempre su hijo —repuso gravemente Mirtea
—. ¿No ha tratado nunca de volver a verle?
—¡Jamás! La fibra maternal no existía en ella.
—El niño no se le parece —dijo Mirtea, devolviendo la fotografía a su
prima después de haberla mirado por última vez.
—No; afortunadamente, es un verdadero Milcza. Su padre le ama con
apasionada ternura, que me asusta a veces, pues no me atrevo a pensar si
por desgracia un día…
Al pronunciar estas últimas palabras, la joven bajó la cabeza y se alejó
hacia el fondo del parque, en tanto. Mirtea continuaba en dirección hacia el
castillo.
Aunque la luz crepuscular era muy intensa todavía, la soberbia
residencia estaba ya, brillantemente iluminada. Hacia la derecha, surgía una
intensa claridad de las habitaciones del príncipe Milcza, que ocupaban toda
aquella parte del castillo.
Una piedad inmensa invadió el corazón de Mirtea al pensar en los
sufrimientos de aquella alma indignada y martirizada, que no había sabido
encontrar un consuelo cerca del Único que la consolaría, y se adhería con
pasión intensa, exclusiva, a un solo ser, a aquel infeliz pequeñuelo Karoly,
tan delicado, tan endeble, cuyo aspecto oprimió el corazón de Mirtea
cuando lo vio por vez primera.
Capítulo 6

S in haber recibido ni siquiera un simulacro de solicitud, únicamente por


la voluntad del príncipe Milcza, encontróse pues, Mirtea formando
parte del servicio de Karoly…
La palabra servicio, con toda su dureza, no lo era en exceso para
expresar la sujeción que debía sufrir la joven cerca del exigente y mimado
principito. No gozaba un momento de libertad; todas sus horas,
exceptuando las de comer, pertenecían a Karoly.
Dábase ahora cuenta del temor que aquel niño inspiraba a sus tías. Para
Irene, sobre todo tan amiga de recreos y distracciones y tan poco inclinada,
por lo que iba viendo, a la abnegación, el pensamiento de tal esclavitud
debía ser insoportable.
Y, sin embargo, hubiera bastado un capricho de Karoly para
imponérsela. Así, más aún que su madre y sus hermanas, veía con
satisfacción, la vehemencia con que el principito deseaba a Mirtea.
—Mientras tanto —decían alegremente—, no piensa en nosotras. Nunca
habíamos tenido tanta libertad. Siempre solicitaba, ya a la una, ya a la otra,
para hacerle compañía. El pobre Renato ha pasado allí días que no olvidará
seguramente… ¿Y yo?… ¡Nos has salvado, Mirtea! —añadía, con tono
burlón.
Ese asomo de mala voluntad hacia su prima no dejaba de demostrarlo
en todas ocasiones, ni de lanzarle alguna palabra más o menos malévola.
Mirtea lo soportaba todo con paciencia; desempeñaba valerosamente la
tarea, que le habían asignado cerca del niño, tarea que le era menos penosa
a medida que aumentaba el afecto compasivo que le inspiraba aquel ser
antojadizo, pero singularmente afectuoso en su debilidad, y que le
manifestaba una ternura ardiente.
Aquélla no igualaba, sin embargo, todavía, al amor apasionado que
sentía Karoly hacia su padre; amor, por lo demás, recíproco. Era evidente
que el príncipe Milcza no veía en el mundo más que a su hijo. Todo
convergía hacia aquella criatura, todos debían inclinarse ante su voluntad…,
todos, excepto su padre, pues, cosa singular, aquel hombre que exigía que
nada resistiese a un deseo de Karoly sabía reservar para con su hijo su
propia autoridad.
El pequeñuelo le obedecía instantáneamente, y no insistía nunca cuando
su padre había dicho: «No, esto no lo quiero, Karoly».
Esa autoridad absoluta que el príncipe Milcza conservaba sabre el
idolatrado niño, y que era a veces —cabía reconocerlo— un verdadero
despotismo, ejercíala también con todas las personas que estaban a su
servicio o de él dependían, y extendíase hasta a su propia madre. Mirtea
hubo de preguntarse, al principio, por qué la condesa y sus hijas se sometían
benévolamente a todas las exigencias del joven magnate; pero poco a poco,
por algunas palabras de Terka, de Irene, de Renato, aclaróse para ella el
misterio: La condesa había quedado completamente arruinada por los
derroches de su segundo marido; ella y sus hijos debíanlo todo a la
complacencia del príncipe Milcza, que les tenía asignada una soberbia renta
y permitía que disfrutasen con toda libertad de sus instalaciones en París y
en Viena.
Esa dependencia dorada, por penosa que fuese durante la permanencia
en Voraczy, parecíales, sin embargo, preferible a la vida modesta que
hubiera sido la suya con las exiguas rentas de la condesa Zolanyi, y todos
doblaban la cabeza ante aquella autoridad tiránica, temiendo desagradar a
quien les procuraba el lujoso bienestar que consideraban indispensable.
Como todos, sentía Mirtea pesar sobre ella aquella voluntad imperiosa.
Esta voluntad la encadenaba cerca del lecho en que reposaba el niño y le
vedaba pronunciarse contra los caprichos o los actos injustos del principito.
Para Mirtea, esta última obligación era la más dura, y no podía menos
de prescindir algunas veces de ella, aunque, naturalmente, de un modo muy
discreto. Generalmente, bastaba una simple palabra, menos aún: una
mirada. Karoly parecía leer corrientemente en los expresivos ojos de
Mirtea, de «su». Mirtea, como decía con su vocecilla, a la vez que
zalamera, dominadora. Pero en presencia del príncipe Arpad, debía
abstenerse hasta de la sombra de un reproche a las exigencias menos
juiciosas del niño. Tenía cierta manera de decir. «Permito esto a Karoly,
señorita», que en modo alguno invitaba a la discusión.
Presentábase regularmente todos los días hacia las cuatro, y aguardaba a
que Mirtea, hubiese servido el café. Mostrábase tan frío y tan lacónico
como el primer día, y cuando no se ocupaba del niño, absorbíase
generalmente en su lectura. Sólo hacía una excepción a esta manera de
proceder cuando veía a Mirtea tomar su violín, a ruegos de Karoly, a quien
entusiasmaba la música. Entonces, algo suavizada la expresión de su
mirada, perdíase soñadora en las frondas circundantes, y escuchaba los
sones delicados y profundamente expresivos que aquel arco arrancaba al
instrumento. El príncipe era, al decir de sus hermanas, un admirable
músico, y componía también, pero únicamente para sí, siendo ésta una de
las raras distracciones de su vida solitaria.
—Tiene usted un verdadero temperamento de artista, señorita —díjole a
Mirtea la primera vez que la oyó, y con el tono de un hombre obligado por
cortesía a dirigir un cumplimiento.
Así pasaban los días, iguales todos, excepto cuando el príncipe llevaba a
su hijo a las habitaciones de la condesa, a la hora del té. Dos o tres veces
también hizo que el niño diera un paseo, a través del parque, en un
cochecito que él mismo conducía. Karoly había querido que le acompañase
Mirtea, y Terka recibió «invitación» de unirse a su prima.
Los paseantes detuviéronse en un agreste rincón del parque; el príncipe
sacó del bolsillo un periódico y sentóse a leerlo, y las jóvenes se ocuparon
en recrear a Karoly. Luego, sin que su padre hubiese casi abierto la boca,
tomaron pronto el camino de vuelta.
Esos paseos eran, no obstante, muy raros, pues solían agitar en exceso a
la nerviosa criatura. Karoly había de contentarse con largas permanencias
en el parque, aspirando el aire puro, vivificado por los sanos aromas de los
pinos que rodeaban el templete.
Privada, así de movimiento, Mirtea se debilitaba un poco y perdía el
apetito. Por consejo del padre Joaldy, hubo, pues, de decidirse a suprimir a
veces la asistencia a la misa cotidiana, con objeto de dar un paseo matinal.
Generalmente, tenía éste un fin caritativo, ya que el limosnero de Voraczy
había indicado, a la joven algunas familias pobres que bendecirían su visita.
Una mañana, al volver de uno de esos paseos a través de los campos
cubiertos de soberbias mieses, y apenas llegaba al gran vestíbulo del primer
piso, Mirtea corrió peligro de que la derribase Renato, que corría como un
loco, con aire furioso.
—¿Qué te pasa, Renato? ¡Por poco me arrojas al suelo! —exclamó la
joven, recobrando con trabajo el equilibrio.
—Y a mí, ¿qué se me da? —gritó rabiosamente el muchacho—. Ese
estúpido Macri ha dejado morir mis bengalíes, y voy a echárselo en cara…
¿Por qué te ponías delante de mí?… Tanto peor para…
El colérico chiquillo no pudo continuar. Las palabras expiraron en sus
labios. En el corredor principal, donde se abrían todos los aposentos,
aparecía el príncipe Milcza en traje de montar. La espesa alfombra que
cubría el suelo había amortiguado el ruido de sus pisadas, de suerte que ni
Mirtea ni Renato las habían oído.
—¡Eso es lo que se llama, un muchacho bien educado! —dijo,
fríamente, el príncipe. El hijo menor de la condesa, muy pálido, bajaba los
ojos ante la severa mirada que sobre sí sentía.
—¡Tiende las manos!
El muchacho obedeció, y el príncipe, levantando el látigo, lo descargó
sobre los dedos de aquél, trazando en ellos una roja señal.
—¡Oh, no, no; esto no! —exclamó Mirtea, juntando las manos—.
¡Basta, por piedad!
El príncipe pareció no oír la súplica de la joven, el látigo azotó por
segunda vez los dedos del muchacho, quien apretó los labios para sofocar
un grito de dolor, y los ojos de Mirtea se llenaron de lágrimas.
—¡Oh, príncipe, por piedad! —murmuró otra vez.
—Te hago gracia del resto por esta vez —dijo el príncipe, con tono
breve—. Pero, si reincides, no tendré compasión. Ahora, pídele perdón a tu
prima.
Renato, con aire sumiso, obedeció sin chistar, y el príncipe,
inclinándose ligeramente ante Mirtea, dirigióse hacia la escalera con rápido
paso.
Cuando hubo desaparecido, Renato levantó los ojos hacia su prima, en
cuyo rostro se leían las señales de una viva emoción.
—¡Ah! ¡Has llorado!… ¡Ahora comprendo!… Sin esto, no me hubiera
ahorrado parte del castigo. ¡Pero como se ha puesto tan contento!
—¿Contento…, por qué? —preguntó, sorprendida, la joven.
—Es claro. Una vez le oí decir al conde Vidervary, nuestro primo (hace
varios años de esto, yo tenía poco más de seis): «¡Tendría una infinita
satisfacción en hacer derramar todas las lágrimas que pudiera a esos
demonios que llaman mujeres!»… Por eso, al verte llorar, se ha alegrado
tanto, que ha dejado de golpearme… Porque tú, a sus ojos, no eres más que
un demonio, Mirtea —concluyó, con aire de triunfo, el muchacho.
¡Cómo debió de haber sufrido aquel hombre para llegar a tal grado de
amargo desdén, de rencorosa desconfianza!… Mirtea había tenido ya la
intuición de aquel sentimiento; pero las palabras de Renato lo revelaban
más duro, más intenso.
«¿Y es su mujer quien le ha transformado así; es decir, aquella que
debiera haber sido la luz, el encanto y el consuelo de su vida?», pensaba
tristemente Mirtea, dirigiéndose al templete.
No se admiraba ya ahora del austero atavío de aquellos jardines. Su
esplendor tenía antes fama en todo el país húngaro. Pero si el príncipe
Milcza aborrecía hoy las flores y las desterraba implacablemente de su
vista, era porque Alejandra las amaba apasionadamente y cubríase con ellas
el día nefasto en que la vio por primera vez.

***

Por la tarde de aquel mismo día, una ligera lluvia que amenazaba
convertirse en recio chubasco obligó a Mirtea y al ama de Karoly a llevar a
éste precipitadamente al castillo. Ambas instalaron al niño en el gran
aposento, completamente tapizado de blanco y abundantemente aireado,
contiguo al gabinete-despacho del príncipe Milcza.
El niño pasaba allí los días lluviosos; pero, por la noche, dormía en un
cuarto contiguo al de su padre, en el primer piso, porque el príncipe ejercía
por sí mismo una exquisita vigilancia sobre el niño amado.
Mitzi estaba allí aquel día. Karoly la había reclamado, y la niña se
prestaba pacientemente a mi nuevo juego, imaginado por su sobrinito.
Mitzi tenía un carácter apacible y reservado, que parecía algo frío; pero
Mirtea, que la había estudiado más de una vez, preguntábase si bajo aquella
apariencia no ocultaba un corazón mucho más ardiente que el de sus
hermanas mayores.
—¡Aquí está papá con el padre Joaldy! —anunció, gozosamente,
Karoly.
El limosnero iba algunas veces a sentarse junto al niño y le hablaba
dulcemente, colocándose a maravilla al alcance de aquella inteligencia
infantil y esparciendo así, en su joven alma una semilla de educación
cristiana.
El príncipe Milcza no se oponía a esa acción del anciano sacerdote,
como no privaba tampoco a Mirtea que mezclase en sus relatos algunas
enseñanzas religiosas.
—¡Cuénteme una historia, padre! —pidió cariñosamente Karoly, tan
pronto como el limosnero tomó asiento a su lado.
El padre Joaldy sabía escoger en las páginas evangélicas lo que podía
interesar e instruir al niño. La historia del buen Zaqueas, contada de un
modo gracioso y fino, pareció entusiasmar a Karoly.
—¡Oh, qué contento debió ponerse cuando Nuestro Señor le llamó!
¿Verdad, padre? Si yo hubiese estado allí, también me habría subido a un
árbol, porque soy muy pequeñito…, o bien papá me hubiera tomado en
brazos para subirme muy alto, muy alto, para ver al buen Jesús.
El príncipe Milcza, sentado a cierta distancia, seguía distraídamente con
la vista los movimientos de sus lebreles, que retozaban ante la puerta
abierta. ¿Había escuchado el piadoso relato, que debía recordarle las
enseñanzas de sus primeros años?…
A las últimas palabras de Karoly volvió un poco la cabeza y envolvió al
niño en una mirada de apasionada ternura, casi dolorosa a fuerza de
intensidad.
—Ahora, Mirtea, vas a sentarme en tus rodillas y luego contarás al
padre la leyenda de Hellé —continuó Karoly, tendiendo los brazos hacia la
joven…
Ésta tomó en brazos el flaco cuerpecito (cada vez le parecía más flaco)
y comenzó el relato solicitado. Era una preciosa leyenda griega, que le
había deleitado en los días de su infancia.
Y Mirtea, cuya voz pura comunicaba mayor encanto todavía a la
expresiva lengua magiar, sabía narrar con penetrante y exquisita emoción
las desdichas, la conversión, la muerte angélica de Hellé, la joven pagana
convertida en esposa del Señor.
—¡Qué bonito! ¿Verdad, padre? —dijo Karoly con entusiasmo.
—Muy bonito, en efecto, y comprendo que estés muy alegre de tener a
tu lado a la señorita Mirtea, que tan bien sabe distraerte —contestó el
anciano sacerdote, acariciando suavemente la negra cabellera del niño.
—¡Yo la quiero mucho mucho! —murmuró Karoly, levantando los ojos
hacia Mirtea, que le sonreía—. ¿Verdad que Hellé debía parecérsele?
—Es posible… La señorita Mirtea es también una jovencita griega, por
mitad al menos —dijo, sonriendo, el padre Joaldy.
—¡Yo soy un magiar, nada más que un magiar! —exclamó, con cierta
altivez, el principito.
Mirtea reprimió un estremecimiento. El niño ignoraba que una sangre
extranjera circulaba por sus venas; que no era únicamente el heredero de la
antigua raza magiar de los Milcza, sino también el hijo de Alejandra
Ouloussof, descendiente de los boyardos moscovitas.
La voz del príncipe Arpad levantóse imperiosa como de ordinario, pero
con vibraciones en que, podía percibirse algún estremecimiento.
—¡Mitzi…, sírvenos él café!
La niña sé levantó y se dispuso a cumplir la orden de su hermano. Mitzi
se comportaba generalmente, en sus movimientos y en sus palabras con
discreción y finura; pero en aquel momento temía, sin duda, la mirada del
príncipe Milcza, pues diestra y habilidosa en todas ocasiones, en ésta
parecía moverse con torpeza.
Reinó algunos instantes el silencio en la vasta habitación decorada de
blanco, donde únicamente resaltaba la obscura nota del padre Joaldy. Mirtea
dejaba errar sus grandes y radiosos ojos, algo soñadores, hacia los jardines,
que entristecía una fina lluvia.
—¡Cómo me gustan tus ojos, Mirtea! —exclamó, de pronto, la vocecita
de Karoly.
La joven bajó su mirada para sonreír al niño, que la contemplaba con
una especie de éxtasis.
—¡No quiero, que me dejes nunca…, nunca! —repuso, oprimiéndose
contra ella—. ¡Te quiero tanto, Mirtea mía!
Una emoción profunda invadía a la joven. El conmovedor afecto de
aquel débil ser hacía vibrar su, alma, ávida de abnegación y de ternura, y
llena, sobre todo, de un amor de predilección para aquellos de quienes dijo
el Señor: «Dejad que vengan a mí los niños».
Inclinóse y rozó, tiernamente con sus labios la frente del niño… Pero al
levantar la cabeza encontró una mirada que expresaba tal irritación, tan
orgullosa cólera, que sintió circular por debajo de su piel un
estremecimiento.
Instantáneamente surgió en su mente una idea: el príncipe Milcza, tan
ardientemente apasionado de su hijo, ¿estaría celoso del afecto asaz ardiente
que demostraba el niño hacia aquella extraña?
Y si fuese así, era de temer que, tal como era el príncipe, con su carácter
altanero vindicativo, jamás perdonaría semejante cosa a Mirtea.
Sin embargo, ¿qué había hecho ella para despertar aquel afecto? El
mismo Arpad la había colocado cerca de su hijo, y ella había amado a aquel
hijo del príncipe lo mismo que amaba tiempo atrás a los niños de los
obreros de Neuilly. El corazón de Karoly se le había inclinado, pues,
naturalmente, porque había adivinado en el alma de Mirtea aquella
compasión tierna y aquella abnegación que no existía en la de las hermanas
de su padre, ni aun en la de su abuela.
Marsa, sentada en un rincón del aposento, bajaba la nariz sobre su
bordado; Miklos parecía apelotonarse. El príncipe mostraba su fisonomía de
los días peores. ¿Sobre quién descargaría la tormenta?
La pobre Mitzi fue quien hubo de sufrir sus efectos. A una observación
hecha duramente por su hermano, experimentó una emoción tan viva, que la
cafetera balanceóse un poco entre sus manos y vertió algo de su contenido
en el mantel.
—¡Estás muy torpe! ¿Qué instrucción te dan, que no sirves para prestar
el menor servicio? —dijo el príncipe con glacial desdén, que era peor en él
que una explosión de cólera.
Mitzi bajaba la cabeza; gruesas lágrimas inundaban sus ojos.
El padre Joaldy probó de interceder:
—Tal vez un poco de falta de costumbre, príncipe…
—Falta o no, la torpeza es evidente. Puedes retirarte, Mitzi; la señorita
Elyanni se servirá sustituirte.
No había que discutir; el tono era perentorio, y ni el mismo padre Joaldy
estaba facultado para añadir nada más.
En tanto, Mitzi se alejaba reprimiendo sus sollozos. Mirtea se levantó
para cumplir la orden dada por la voz imperativa del príncipe Arpad; pero
Karoly protestó: no quería dejar a Mirtea.
—¡Lo quiero yo! —mandó su padre, con tono sin réplica—. Démelo,
señorita, y haga usted el favor de servirnos, prontamente, pues Mitzi ha
hecho que nos retardásemos.
Después de pronunciar estas palabras, el príncipe rodeó a Karoly con
sus brazos, envolviéndole en una larga mirada… Y Mirtea pensó que había
aprovechado la primera ocasión para arrebatar a su hijo a la que proyectaba
una sombra sobre su celosa ternura paternal.
Capítulo 7

T ranscurridos algunos días, al despedirse Mirtea por la noche de sus


primas para retirarse a su habitación, díjole la condesa Zolanyi:
—Tengo que entregarte algo, hija mía. Ven conmigo.
Mirtea siguió a la condesa al primer piso, hasta el saloncito que precedía
a su aposento, y ya en él la madre del príncipe abrió un cajón de su secreter
y sacó un elegante portamonedas de cuero leonado, diciendo a la joven:
—El príncipe Milcza ha regalado por sí mismo los emolumentos que te
debe a cambio de los servicios solicitados por él para su hijo. Me ha
entregado esto para ti…
La tez de Mirtea tomó el color de la púrpura, y con gesto, espontáneo
rechazó el portamonedas que la condesa le tendía.
—¡No, esto no puedo aceptarlo!… Recibo de usted el alimento, el
abrigo bajo su techo…; ¡esto basta; no quiero que se me pague por la
distracción y el alivio que puedo prestar a ese pobre niño enfermo…, y que
le presto de todo corazón! —añadió, emocionada.
La condesa miró a la joven con intenso asombro.
—¡Pero, hija mía, no comprendo!… Aceptaste substituir, en su día, a la
señorita Rosa, y no pensaste en rehusar honorarios, ni debíamos tratar entre
nosotras de tal cosa, por lo mismo que era muy natural. Ya ves, pues, que
nada ha cambiado; en vez de entrar en funciones con Renato y Mitzi, las
desempeñas con Karoly…
—No, no me es posible considerar la cosa del mismo modo… Karoly es
un pobre niño enfermó y triste, cerca del cual lleno una tarea de caridad, en
recompensa de lo cual juzgo absolutamente imposible aceptar dinero —
contestó Mirtea con cierta indignación.
—¡Pero niña, qué idea!… En todo caso, esa tarea es sumamente pesada
y tu sujeción muy grande, para que puedas aceptar sin escrúpulos una
indemnización. Mi hijo, si exige mucho de los que le rodean, sabe
reconocerlo a lo príncipe, como podrás juzgar —añadió la marquesa,
tratando de poner el portamonedas en manos de Mirtea.
Pero la joven retrocedió, haciendo un gesto de enérgica negativa.
—¡Le repito que es imposible, prima mía!
—¡Mirtea! ¿Qué significa esta testarudez? —exclamó la condesa, con
tono descontento— ¡No puedes rehusar…, él no lo aceptaría nunca!
—Ya le explicará usted mis razones, prima mía.
—¿Yo?…, ¿yo?… ¿Crees que para satisfacer tus exagerados escrúpulos
voy a exponerme a incurrir en su desagrado? No lo pienses, hija mía… ¡Oh,
no lo imagines ni un momento! Ayer me dijo categóricamente: «Tenga la
bondad de entregar esto a la señorita Elyanni, en agradecimiento de la
distracción que proporciona a mi hijo». Yo he cumplido ya su encargo; lo
demás te concierne a ti. Si te parece; hazle las objeciones que quieras; yo
estoy ya desligada de este asunto.
—¡Pues bien; se las haré! —dijo, resueltamente, Mirtea.
La condesa la miró con algún estupor, diciéndole:
—¿Vas a tener, verdaderamente, valor para eso? No te lo aconsejo; es
decir, quisiera que desistieses de tu propósito, pues desde el momento en
que él ha juzgado oportuno proceder así, no soportará que te pronuncies
contra su decisión… En fin, como quieras; pero el portamonedas tómalo; lo
que no quiero yo son responsabilidades; la voluntad del príncipe era ésta; la
he cumplido, y bástame.
Mirtea tomó el portamonedas y, al llegar a su cuarto, lo depositó en un
cajón de su secreter. Parecíale que aquel cuero flexible y satinado le
quemaba los dedos… ¡Ah! ¡De qué manera había sabido el orgulloso
magnate hallar el medio de infligir una humillación a la que había cometido
la imperdonable falta de hacerse amar demasiado de su hijo! ¡Cómo le
demostraba claramente que no era a sus ojos más que una mercenaria, con
la cual solventaba una deuda mandándole entregar una gruesa suma de
dinero!
¡Sí; era generoso, regiamente generoso, como había dicho su madre!
El amor propio herido sublevábase en el alma de Mirtea e inundaba su
rostro de bochorno ardiente. La joven levantó súbitamente los ojos hacia el
crucifijo que extendía sus brazos en la pared y murmuró:
—¡Dios mío, perdonadme! ¡No soy más que una orgullosa!… Tal vez,
considerándolo bien, no haya tenido él la intención que le atribuyo. Me ha
tratado como lo hubiese hecho, por ejemplo, con la señorita Rosa. Jamás ha
parecido considerarme como una parienta… Pero, a causa del mismo afecto
que me profesa ese pobrecillo Karoly, y al que con tanto placer
correspondo, no puedo aceptar que se me recompense en esta forma.
La joven acercóse a la ventana abierta y ofreció su frente a la frescura
de la noche. Sí; le devolvería aquel dinero, explicándole los motivos que la
inducían a no aceptarlo, y si el príncipe era un verdadero gentilhombre,
comprendería su invencible repugnancia a recibir una remuneración en
cambio de la adhesión y ternura de que rodeaba a Karoly.
Pero, repentinamente, preguntóse con alguna perplejidad si encontraría
en sí valor bastante para hablar ante aquella mirada de hielo, ante aquella
fisonomía que desconcertaba a todo el mundo.
No obstante, era preciso. ¿Acaso iba a permitir ella también, como
todos, que la invadiese el servil temor de descontentar al príncipe
Milcza?… : Hablaríale aquella misma tarde, cuando se despidiera de
Karoly.
A pesar de todo, preocupábala innegablemente la perspectiva de la
conversación que tendría que sostener con el magnate. No sin cierto temor,
vio, por tanto, llegar la tarde, y una vez al lado de Karoly, hubo de hacer un
esfuerzo para concentrar su atención sobre la lectura que hacía al niño.
Interrumpió pronto esa lectura la llegada de una banda de tziganos[4]
que iban a dar una serenata al principito.
Era éste uno de los grandes placeres de Karoly, y su padre se lo
procuraba con frecuencia.
El director de la banda, un anciano alto y robusto, sabía arrancar
admirables sonidos a su violín. Aquella tarde parecía excederse a sí mismo,
y Mirtea, olvidado por breves instantes su ansiedad, escuchábale extasiada.
Karoly apoyaba contra ella su delicada cabecita, y vestidos ambos de
blanco, iluminado el radiante rostro de Mirtea por el reflejo de un rayo de
sol que se deslizaba sobre las columnas del templete, formaban el más
delicioso cuadro que pudiera imaginarse.
De repente saltaron en el claro los lebreles Hadj y Lulá… Quedó roto el
encanto. Interrumpieron los músicos su labor, y, súbitamente, pareció cubrir
un velo la mirada de Mirtea.
El príncipe Milcza adelantóse, despidió a los tziganos, arrojándoles
algunas monedas de oro, y sentóse junto al pequeñuelo.
Mirtea observó, con sólo dirigirle una mirada, que la fisonomía del
príncipe era en aquel momento, más sombría y ceñuda que nunca.
Verdaderamente había escogido mala ocasión para comunicarle lo que se
había propuesto.
Los lebreles tendieron sus finas cabezas a las caricias de Mirtea, y luego
echáronse a su lado. Los inteligentes animales, demostraban también a la
joven una adhesión mayor cada día, y precisamente aquella tarde
abandonaban por ella al dueño, de quien habían sido siempre inseparables.
—¡Aquí Lulá, Hadj!
¡Qué irritación vibraba en su acento! ¿Estaría también celoso del cariño
demostrado por sus perros?
Hadj y Lulá fueron dócilmente a echarse a sus pies; pero sus grandes
ojos, afectuosos, permanecieron vueltos hacia la joven.
Karoly, enervado tal vez por aquella pesada atmósfera, estaba aquel día
antojadizo como nunca. Miklos experimentaba los efectos de la vena
caprichosa del niño, sin lograr, no obstante a pesar de su docilidad,
satisfacer las exigencias del principito… Y Mirtea, que con infinito trabajo
impedíase a sí misma intervenir, sentía invadida su alma por una sorda
irritación al observar la desdeñosa impasibilidad del príncipe Milcza.
Imposible sería decir qué idea cruzó de repente por el cerebro de aquel
niño mimado. Cansado de los diversos ejercicios que hacía ejecutar al pobre
muchacho, Karoly exclamó de pronto, designando el césped sobre el cual
estaba sentado Miklos con la frente bañada en sudor:
—¡Haz el buey, Miklos! ¡Será muy divertido! ¡Come hierba, Miklos!…
¡Pronto, pronto… come hierba!
Esta vez pasó por los claros ojos de Mirtea un vislumbre de
impaciencia.
—Vamos a ver, Karoly, ¿qué pensamiento se te acude? —exclamó
Mirtea, olvidándose esta vez de lo preceptuado—. Esto no has de pedírselo
a Miklos.
El príncipe Arpad dejó el libro en que estaba leyendo. Su voz levantóse
imperiosa y dura:
—¡Obedece a tu amo, Miklos!
El muchacho, sumamente sofocado, dejó vagar todavía cierta vacilación
en la mirada.
—¿No obedeces? —gritó el príncipe con tono amenazador.
Miklos bajó temeroso la vista y se inclinó hacia el césped.
Pero Mirtea se levantó bruscamente, en un movimiento de rebelión, que
le fue imposible dominar.
—¡Esto es odioso! —exclamó—. ¡Usted no debe ordenar esto! ¡Este
niño tiene un alma como la de usted, y le está a usted vedado tratarle como
a una bestia!
Una mirada centelleante, en que se mezclaban a la vez el estupor y la
cólera, fijóse en Mirtea, cuyo rostro teñía de púrpura la indignación.
—¿Con qué derecho se atreve usted a censurarme? —dijo el príncipe
con un tono en que temblaba una irritación intensa—. ¡Tiene usted
singulares audacias; pero yo le aseguro que no soy hombre que las tolere!
—¡Y yo no puedo ver que se cometa una injusticia sin protestar! —
contestó firmemente la joven, sosteniendo con intrépida altivez aquella
mirada, que hubiera hecho temblar a todos los habitantes de Voraczy.
Pálido en extremo, con las venas de su frente súbitamente hinchadas, el
príncipe levantóse y dijo, alzando la voz, sin reprimir su violencia y
extendiendo bruscamente la mano en dirección al castillo:
—¡Retírese usted! ¡No soportaré nunca que se discutan mis voluntades,
y menos todavía que se me rete!
—Sin embargo, no espere usted verme inclinar la cabeza ante esas
voluntades cuando sean contrarias a mi conciencia —respondió altivamente
Mirtea.
Y con la frente alta, sin bajar la vista ante aquella dura mirada, que
parecía querer aniquilarla, alejóse con rápido paso, sin escuchar la vocecita
llorosa de Karoly, que llamaba:
—¡Mirtea! ¡Oh, Mirtea!
La joven tomó al azar una avenida del parque… Latíanle violentamente
las sienes; la indignación desbordaba todavía de su pecho.
Preciso era, en verdad, que un sentimiento omnipotente —la caridad de
un corazón cristiano, la compasión de un alma femenina hacia aquel niño
tratado con la peor dureza— hubiese súbitamente dominado todo su ser,
para que aquellas palabras hubieran podido escaparse de sus labios
dirigiéndose al príncipe Milcza. ¡Tenía razón: la había retado!… ¡A él, que
sabía hacer humillar todas las frentes!
¡Acababa de crearse un implacable enemigo!…, y le oprimió cierta
angustia el corazón al pensar que mandaría arrojarla de Voraczy y
prohibirla, verosímilmente, a su madre que se ocupase de la joven audaz,
que, única entre todos, habíase atrevido a censurarle y desafiarle.
Pero no le pesaba aquel acto; había cumplido con su deber. Dios no la
abandonaría, y proveería a todas sus necesidades.
Y, a medida que andaba, levantaba los ojos al cielo, rezando una oración
y entregándose, como una criatura confiada, en manos de la divina
Providencia, a la vez que probaba de calmar la agitación, la ansiedad de su
alma.
Pronto tomó el camino de vuelta al castillo. Más apaciguada,
consideraba con valerosa resignación el inevitable mañana, pues ya se hacía
cargo de que el orgulloso príncipe Milcza no le perdonaría nunca su
rebelión.
De pronto detúvose, lanzando un ligero grito de sorpresa. A pocos pasos
de ella, al pie de un árbol, estaba sentado Miklos, oculta la cabeza entre las
manos y sollozando desconsoladamente.
—¿Qué tienes, pobrecito? —exclamó la joven, avanzando vivamente
hacia el infeliz muchacho e inclinándose hacia él.
—¡Su excelencia me ha echado! —balbució Miklos, mostrando una
carita de expresión desesperada y cubierta de lágrimas—. ¡Mi padre va a
enfadarse mucho, y me pegará! ¡Ah!…, ¡ah!— terminó, sollozando más
fuertemente.
—Mirtea sentóse al lado del chiquillo y probó de consolarle. Pero éste
no cesaba de repetir:
—¡Me pegará, me pegará cada día, señorita Mirtea! Mi padre me dijo:
«¡Si das motivo para que te echen, va verás la paliza que te zurro, y no te
perdonaré nunca!».
—¿Viven lejos tus padres, Miklos?
—¡Oh, no muy lejos, señorita!
—Pues bien; te acompañaré y les explicaré lo que ha sucedido, y ya
verás cómo tu padre, si yo se lo suplico, no te maltratará.
El chiquillo levantó hacia la joven una mirada de ardiente
reconocimiento.
—¡Gracias! ¡Gracias!… ¡Qué buena es su excelencia!
Mirtea tomó la mano a Miklos, y ambos tomaron una senda a través del
parque, ganando así un camino que debía conducirlos más pronto hacia la
vivienda del ispán Buhocz. Era una morada de risueño aspecto, rodeada de
un jardín bien cuidado.
En el umbral, una mujer robusta, de faz algo rígida, mecía a un niño en
una cuna de mimbre.
—¡Miklos!… ¿Qué ha pasado? —exclamó con inquietud, a la vez que
saludaba a Mirtea.
—Una cosa algo sensible, pero afortunadamente no muy grave —se
apresuró a responder la joven.
En el instante en que acababa de pronunciar estas palabras, salió del
interior de la casa el ispán, hombre de rasgos acentuados y de fisonomía
seca, que Mirtea recordó haber encontrado dos o tres veces en el castillo.
Reconocióla también él, y la saludó deferentemente.
—¿Qué circunstancia nos proporciona el honor de que nos visite su
excelencia? —preguntó el ispán.
—Voy a explicárselo… ¡Vamos, Miklos, no temas! —dijo Mirtea,
poniendo la mano sobre la cabeza del niño, a quien no se le quitaba el
temblor.
—¿Cómo? ¿Ha hecho alguna majadería? —preguntó el ispán con tono
amenazante.
Mirtea refirió lo ocurrido… El ispán respingó, lanzando una mirada
furiosa, mientras su mujer exclamaba colérica:
—¡Lo han echado!… ¡Ah, miserable arrapiezo! ¡Él será causa de
nuestra perdición, de nuestro deshonor!
—¡Bribón! —gruñó el padre, extendiendo el puño hacia el pobre
chiquillo—. ¡Habías de obedecer!… ¡Habías de hacer lo que te mandaban!
¿Oyes, mala prosapia?
Y avanzó hacia Miklos con la mano levantada.
Pero Mirtea se puso con resolución ante el inocente.
—¡No; no puedo consentir que lo golpee usted! —dijo, fijando en el
ispán su bella mirada severa—. No lo merece; lo que ha sucedido es culpa,
mía…. ¡Prométame usted que no le pegará!
—¡Ah, no! ¡Pues no faltaba más! ¡Le zurraré hoy, mañana, y más
aún!… fortuna será que ese miserable no me haga incurrir en el desagrado y
me ponga a mal con su excelencia. ¿Qué sería de nosotros, con nuestros
cinco hijos, si pierdo mi plaza?
Mirtea no se desanimó ante aquel esclavo irritado. Discutió, suplicó, y
su dulce elocuencia, sus razonamientos, apaciguaron poco a poco la cólera
del ispán y de su mujer.
—Le prometo no castigarle por esta vez —dijo el padre, echando
todavía una mirada rencorosa hacia el pobre Miklos, que no había dejado de
temblar—. Pero voy a hacer una cosa…, sí; una cosa ridícula. ¡Es una
debilidad!
—¡Seguramente! —añadió la mujer—. Sólo que, es curioso…, no se
puede resistir a su excelencia. ¡Si quisiera interceder por Miklos con el
principito!…
—Lo probaré. No hay, en efecto, nadie sino el niño, que sea capaz de
doblegar la voluntad del príncipe.
Pero, al decir esto, Mirtea pensaba para sí misma: «¿Quién me dice que
yo vuelva a ver a ese pobrecito Karoly?».
Despidióse la joven de los Buhocz y de Miklos, que la besaba las manos
con fervoroso reconocimiento, y con pasó algo fatigado tomó nuevamente
el camino del castillo.
Al atravesar los jardines llegaron a sus oídos los sones de un órgano,
procedente de la habitación del príncipe Milcza. Era una armonía
tormentosa, agitada, y, sin embargo, magnífica… ¿Qué artista hacía vibrar
así el instrumento? Él; sin duda…, él; aquel ser de corazón endurecido, de
alma implacable.
Porque aquel hombre había sufrido, en su corazón o en su orgullo, una
herida terrible, ¿era razón que inmolase a su huraño resentimiento a cuantos
le rodeaban?
La indignación invadió de nuevo el alma de Mirtea, quien murmuró,
levantando resueltamente la cabeza:
—¡No, de nada me pesa! Al menos verá que no todos humillan la frente
ante sus injusticias.
Capítulo 8

A l día siguiente, Mirtea prolongó su estancia en la capilla después de


terminada la misa. Necesitaba adquirir, con la oración, una reserva de
fuerza y de confianza para el porvenir, que ahora se le presentaba
angustioso.
En el momento en que se disponía a retirarse, vio, al volver la cabeza, a
la camarera de la condesa Zolanyi.
—¿Qué quiere usted, Constanza murmuró?
—La señora condesa suplica a la señorita que vaya a hablar con ella.
Mirtea hizo una reverencia al altar, y se dirigió al primer piso.
La condesa, que aún no se había levantado, hablaba animadamente con
Irene, sentada junto a ella.
—¡Óyeme, desdichada! —exclamó al ver a Mirtea—. ¿Qué historia es
esa que ha contado Marsa? ¿Es verdad que has dirigido reproches al
príncipe, a propósito de Miklos?
—Es cierto, prima mía —respondió firmemente, Mirtea.
—¿Te has atrevido?… ¡Pero eso es una cosa inaudita!… ¿Y por
semejante motivo?… ¿Estabas loca?…
—No lo creo. Creí que ése era mi deber, y lo cumplí… Ahora será lo
que plazca a Dios —añadió la joven con calma.
La condesa alzó los brazos al techo.
¡Es decir, que mi hijo va a obligarme a que no me ocupe más de ti, que
te verás en el caso de marcharte de Voraczy!… Francamente, Mirtea, no sé
cómo calificar tu actitud. Dada tu posición, debías, más que otra persona,
acallar tu amor propio, tu susceptibilidad…
—¡No fue susceptibilidad lo que me indujo a formular una protesta! Lo
que no pude soportar fue ver que se tratase a un pobre niño con sin igual
dureza y desdén, y esa injusticia me obligó a defenderle.
Irene sonrió con cierto aire de mofa irónica.
—¡Qué valerosa ironía! Si fueses un hombre, ya te estoy viendo
convertida en caballero andante para defender al débil y al oprimido contra
un implacable tirano…; y en esta circunstancia el opresor está representado
por el príncipe Milcza. ¡Pero no va a sonreírte la victoria, intrépido
guerrero! Has querido, presuntuosamente, medirte con otro mucho más
fuerte que tú.
—Lo sé, y estoy pronta a sufrir las consecuencias —respondió,
fríamente, Mirtea.
—¡Oh, en verdad que eres muy temeraria! —exclamó la condesa con
irritación—. Y yo aparezco responsable ante mi hijo, puesto que fui yo
quien aquí te trajo.
Oprimióse el corazón de Mirtea al oír estas palabras de la condesa. ¡No
parecía sino que hubiera cometido una falta imperdonable!… Llenábanse de
lágrimas sus ojos, y para no mostrarlas a la malévola mirada de Irene, salió
con precipitación.
—¡Quién había de decirme que esa joven tenía que costarme tantas
desazones! —gimió la condesa—. ¡Parecía tan amable, tan sumisa!
—¡Oh, no tanto como eso, Mamá! Yo la he juzgado siempre muy altiva,
muy enérgica para cuanto ella considera como un deber… Y ésta palabra
«deber» encierra para ella, a veces, escrúpulos exagerados, y aun audacias
increíbles… Hoy tenemos una prueba de ello.
—En fin, que me ha puesto en una situación muy comprometida. ¿De
qué manera va a tomar eso tu hermano?
—¡No será cosa, mamá! Arpad comprenderá que usted no podía
conocer bien el verdadero carácter de ésa casi extraña… Y debo confesarle
que ese incidente, muy enojoso al pronto, me parece que será favorable para
nosotras.
—¿Qué quieres decir, Irene?
—¿No ha pensado usted, mamá, que ese afecto creciente de Karoly
hacia Mirtea podía darnos más de una inquietud? Es seguro que el niño no
hubiera querido separarse de ella durante el invierno, y nos hubiera
obligado a permanecer con ella… ¡Un invierno en Voraczy, en soledad
completa!… ¿No ha pensado usted en esto, mamá? ¡Fuera terrible!
—Es verdad —respondió la condesa palideciendo, intensamente, como
si aquella perspectiva la hubiese consternado.
Y, hundiendo un instante la cabeza en su almohada, repuso con tono
vacilante y algo conmovido:
—Sea como sea, estoy apesarada por esa niña, que me recomendó su
madre, y que, innegablemente, es muy simpática.
Irene hizo un ligero movimiento de hombros.
—¡Qué quiere usted, mamá! No es culpa de usted, ni mía, sino
exclusivamente de ella… Ahora, el daño está hecho ya; no podernos
remediarle nada… Todas nuestras súplicas reunidas no pesarían un adarme
contra la decisión de Arpad.
—¡Por desgracia, no! —suspiró la condesa.

***

Entre tanto, Mirtea lloraba silenciosamente en su aposento. La helada


ironía de Irene y los reproches de la condesa habíanle claramente
demostrado que no tenía que esperar de sus parientas ni sostén moral ni
afecto verdadero. No podía estar más sola en la tierra…, en apariencia tan
sólo, pues poseía a Aquel que no abandona nunca a sus criaturas, al Dios de
amor, que dijo: «Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos».
¡Sería preciso buscar ahora otro camino! Mandaría sin demora a
preguntar al padre Joaldy si podía recibirla. El buen sacerdote le daría
seguramente útiles consejos; sabría guiar a su pobre oveja, algo
desamparada…
De pronto sonó en la puerta un ligero golpe… Llamaba a ella Thylda, la
joven camarera húngara destinada al servicio de Mirtea y de Rosa, la
institutriz.
—Marsa avisa a vuecencia que el príncipe Karoly la espera impaciente
y se agita mucho no viéndola llegar.
Mirtea sintió un ligero sobresalto de estupor… Marsa obraba,
evidentemente, por orden. ¿Había que pensar que el príncipe Milcza
consideraba como no ocurrido el incidente de la víspera?
Parecía el hecho tan inverosímil, dado lo que habían manifestado a
Mirtea y lo que ella misma había observado del carácter del joven magnate,
que permaneció un momento indecisa, preguntándose si debía o no acudir
al llamamiento del niño. Decidióse, al fin, y, después de cambiarse el
vestido de luto, dirigióse al templete griego. Karoly acogió su llegada con
transportes de alegría. Su carita, más pálida, más fatigada que de ordinario,
radiaba de ventura.
—¡Oh, Mirtea mía! ¡Me parecía que no querías venir!… ¡Y he llorado
tanto esta noche porque papá estuvo ayer tan enfadado contigo!… Me dijo
que, no volvería a verte, y esto me ha causado tanta pena, que he tenido
calentura muy fuerte, y entonces papá ha permitido que volvieses cada día,
pero sólo hasta las cuatro.
Hasta las cuatro…, es decir, un poco antes de ir a reunirse él con el
niño. Para complacer al hijito doliente, consentía en pasar por encima de su
resentimiento, pero no hasta el punto de encontrarse con Mirtea.
Ésta experimentó con ello un profundo alivio. Después de la escena de
la víspera, un encuentro entre ambos no hubiera podido menos de ser
sumamente desagradable. La condesa y sus dos hijas mayores, cuando a la
hora del almuerzo, les comunicó Mirtea la noticia, lanzaron exclamaciones
de sorpresa.
—Tienes mucha suerte, Mirtea —dijo Irene con tono acerbo—. Si
Karoly no te hubiese tomado tanto afecto, hasta el punto de enfermar al oír
que no habían de volver a verte, no te hubieras salido tan bien de la cosa…
Pero confieso que estoy terriblemente inquieta para nuestro invierno —
añadió, volviéndose hacia su madre y su hermana.
Estas últimas inclinaron la cabeza con aire preocupado, y Terka
murmuró:
—En esto no podemos remediar nada, Irene. ¡Qué le vamos a hacer!
—No, nada —dijo rabiosamente la menor, echando a Mirtea una mirada
malévola.
***

Después de este aviso, la vida recobró para Mirtea igual marcha que
antes, con la diferencia de que tenía tres horas más de libertad cada tarde.
Empleábalas la joven en hacer algún ejercicio, en visitar por los
alrededores del castillo a algunas familias pobres, a las cuales socorría con
consejos y cuidados, a falta de dinero, que apenas contenía su escueta bolsa.
Para la joven era cosa infinitamente penosa no poder aliviar tantas
miserias. El príncipe Milcza no se preocupaba de todos aquellos seres que
vivían en sus dominios. Y Mirtea pensaba con cierta irritación cuán fácil le
hubiera sido, no obstante, derramar beneficios en torno suyo. Pero no; el
príncipe prefería que todos le temiesen; hacer gala de un implacable
despotismo. Importábale verdaderamente poco o nada a aquel ser orgulloso
que le amasen y bendijesen los humildes. Cierta tarde, al volver Mirtea de
una miserable aldea eslovaca, encontró al padre Joaldy, que, como ella,
regresaba de una visita caritativa.
—¡Oh, padre, qué miseria! —dijo la voz estremecida de la joven—.
¿No cree usted que si se le hablase de ella al príncipe Milcza, quizá
socorrería a esos desdichados?
El anciano sacerdote meneó la cabeza con aire de duda, y contestó:
—El príncipe me entrega todos los años una considerable suma para mis
limosnas; pero, fuera de esto, no debo hablarle de nada… ¡Pobre príncipe!
—añadió con súbita emoción.
—¡Es duro e implacable! —exclamó Mirtea, al recordar que en ninguna
ocasión había visto un acto de afabilidad en aquel hombre.
—¡Ah!, es que su corazón se endureció a consecuencia de la cruel
desilusión por él sentida. En tiempos de su primera comunión era un, ser de
alma amante y delicada, algo soberbio y voluntarioso ya, a causa de las
adulaciones de que se veía objeto por parte de cuantos le rodeaban, pero
infinitamente amable y seductor. Sentía hacia mí un afecto muy grande, y
sólo de mí aceptaba algún reproche. Más tarde, lanzado en el movimiento
mundano, ocultaba bajo una apariencia escéptica y una indiferencia altiva
las aspiraciones de un corazón muy ardiente, de un alma cuyos elevados
instintos e innata delicadeza preservábanla de peligrosos descarríos. Sin
embargo, yo veía con dolor que la profunda piedad de su infancia no
existía, ya que amenazaba ahogar su fe aquel ambiente frívolo y de
incredulidad mundana en que vivía. Así, anhelaba fervientemente que
llegase el día en que encontrara a una mujer seria y cristiana que supiera
guardar para el bien y para la verdad aquella alma tan hermosa, amenazada
de extraviarse… ¡Ah!, y, por desdicha, lejos de ser así, encontró a esa rusa,
¡a esa criatura perversa!
El anciano sacerdote suspiró dolorosamente al pronunciar estas últimas
palabras.
—Con semejante corazón —prosiguió, al cabo de un momento—, el
desencanto había de ser más terrible y dejar huellas más profundas que en
cualquier otro. El último acto de aquella inicua mujer, que faltó poco para
que le costase la vida a su hijo; la debilidad persistente de éste; el constante
temor de perder a ese ser amado, una especie de rencorosa desconfianza
hacia la Humanidad en general, y en particular hacia el sexo femenino, y
acaso también una profunda herida en su orgullo al ver que se había dejado
alucinar por falsos exteriores, todo eso ha contribuido a que ese ser tan
admirablemente dotado, y que no tiene treinta años todavía, se haya
convertido en una especie de misántropo, de corazón empedernido y alma
cerrada para todo lo que no es su hijo, su único amor. En una palabra: el
príncipe Milcza es un enfermo moral. Sólo habría para él un remedio: el
retorno a la fe…; pero ¡ah!, desde sus desdichas se ha alejado, al contrario,
completamente de la religión.
El sacerdote y Mirtea continuaron andando algunos momentos en
pensativo silencio.
El padre Joaldy preguntó de pronto:
—¿Y Miklos? ¿Ha vuelto al lado de Karoly?
—¡Ah, no! Karoly lo ha pedido a su padre; pero ha chocado con una
categórica negativa… ¿Y dice usted que ese hombre tuvo antes de ahora
buen corazón, padre? —exclamó Mirtea con tono de protesta.
—¡Vamos, no se indigne usted tanto hijita mía! —dijo, paternalmente,
el anciano sacerdote—. Se lo repito: está moralmente enfermo; su antigua
generosidad, sus instintos elevados y caballerescos parecen haber
desaparecido en la tormenta de que su pobre corazón ha sido teatro. Pero no
están muertos, no lo creo…, no quiero creerlo. Todos los días ruego a Dios
para que ilumine esa alma con bienhechora luz.
—Entonces, ¿débese también a una huraña misantropía esa frialdad que
demuestra hacia su madre, y la dureza e indiferencia con que mira a su
hermano y a sus hermanas?
—Sí; todo esto deriva de ella. En primer lugar ha de saber usted que la
condesa Gisela no ha tenido nunca autoridad ninguna sobre su hijo, y aun lo
ha conocido muy poco. Anulada por el príncipe Segismundo, su primer
esposo, no tenía derecho ninguno sobre el niño, a quien su padre, hombre
de carácter despótico y violento, quería educar por sí solo. Cuando murió,
confióse la tutela del joven al príncipe Andrés Milcza, su tío mayor, quien
le idolatraba, y le convirtió en una especie de reyezuelo absoluto. Lo mismo
que en vida de su esposo, la princesa viuda tampoco tuvo en esta situación
voz en el capítulo; sólo le era permitido admirar a su hijo, nada más. Otro
carácter hubiera sufrido profundamente de tal preterición; pero la princesa
supo tomar con gran facilidad su partido… Sin embargo, nadie, dadas las
circunstancias, se admiró de que aceptase un segundo matrimonio…, nadie,
exceptuando su hijo. Éste, al conocer el proyecto, sintió un descontento
indecible, debido menos al hecho de aquella segunda unión que a la
antipatía que le inspiraba el conde Zolanyi. Lo sucedido después demostró
que su precoz inteligencia había adivinado el mezquino valor moral de
aquel hombre… Desde entonces reinó una especie de animadversión entre
la madre y el hijo. Las relaciones entre ambos, poco íntimas ya, volviéronse
más frías, más ceremoniosas, bien que nunca dejasen de ser correctas…
Luego ocurrió la muerte del conde y la ruina para su mujer y sus hijos. El
príncipe Arpad, que acababa de contraer matrimonio y comenzaba ya a
sentir las duras espinas de la desilusión, les prestó su auxilio sin vacilar, con
generosidad perfecta, sin una palabra que pudiera parecerse a un reproche,
pero sin ningún impulso afectuoso tampoco. Ya oprimían su corazón las
estrecheces del sufrimiento. Y más tarde ha sentido hacia sus hermanas y su
misma madre algo de su universal y amarga desconfianza a la vez que sus
instintos autoritarios, fomentados ya por el sistema de educación de su tío
abuelo, transformábanse en ese despotismo extraño, que no perdona a
nadie… Pero yo creo que si hubiese encontrado en su madre y en sus
hermanas algo menos de espíritu mundano y más acendradas virtudes
cristianas, su influencia, a la larga, hubiera, cuando menos, atenuado esa
triste disposición de su alma.
—Tal vez sí —dijo, pensativamente, Mirtea—. Pero ¿cómo, dada esa
frialdad de relaciones, viene la condesa a vivir así una parte del año en
Voraczy?
—Para Karoly, únicamente. Esa estancia de su madre y de sus tías
produce un cambio para el niño…, ordinariamente al menos, pues este año
es usted, usted sola la que…
El padre Joaldy interrumpióse de pronto para decir, poniéndose la mano
ante los ojos:
—Pero ¿no es el ispán Buhocz ése que veo llegarse aquí tan de prisa?
—Me parece que sí, padre.
Era, en efecto, Casimiro Buhocz. Detúvose cerca del sacerdote y de
Mirtea, y les saludó, diciendo:
—Acabo de saber una noticia muy mala: unos tziganos, de regreso de
una peregrinación por tierras orientales, han traído aquí los gérmenes de
una enfermedad terrible y poco conocida aún, una especie de fiebre, que
casi siempre es mortal, sobre todo para los adultos que se ven atacados de
ella. Si escapan con vida, es con mengua de su salud, que siempre queda
profundamente alterada, o bien, con más frecuencia todavía, su rostro
conserva las señales de la enfermedad, convirtiéndose en una máscara
asquerosa.
—¿Será, pues, una especie de viruela muy maligna, por lo que dice
usted? —pregunto Mirtea.
—Se le parece en ciertos aspectos; pero es más peligrosa. La
enfermedad es menos dañina para los niños; cuando están bien constituidos,
se les salva muy fácilmente.
—¡Pero yo no he oído hablar de esto! —dijo, sorprendido, el padre
Joaldy.
—Los tziganos lo ocultaban; pero un hombre de la aldea de Lohacz
acaba de sufrir el ataque de esa fiebre, y no ha tardado en cundir el espanto.
Esta noche lo sabrá todo el mundo. Yo vengo a prevenir a su excelencia
para que tome las medidas oportunas.
El ispán saludó y alejóse.
—¡Una epidemia así será una cosa terrible entre toda esta pobre gente!
—dijo el padre Joaldy con dolorosa emoción—. Será necesario, hija mía,
que interrumpa usted sus visitas de caridad.
—Sí, a causa del pequeño Karoly… Esto va a hacer temblar al príncipe
Milcza, padre.
—¡Oh, los habitantes del castillo nada tendrán que temer! El príncipe
tomará las medidas más severas; nadie podrá salir más allá del parque; el
menor objeto necesario que entre en Voraczy va a ser sometido a una
rigurosa desinfección… ¡Oh, el niño nada tiene que temer! Se le guardará
de la epidemia como se le guarda del menor peligro.

***

Al entrar en el castillo, Mirtea dirigióse a su cuarto para cambiar de


vestido, y bajó al salón, donde permanecían habitualmente la condesa y sus
hijos.
Al pie de la escalera encontró a las inseparables Terka y Mitzi.
—¿Sabes ya la noticia? —díjole la mayor— Parece que tenemos encima
la amenaza de una espantosa epidemia.
—Sí —contestó Mirtea—; el padre Joaldy y yo acabamos de encontrar
al ispán Buhocz, que nos la ha comunicado.
—¡Oh; aquí no tendremos nada que temer! El príncipe va a toma
medidas draconianas. ¡Será muy interesante!… Pero, atendiendo a la
circunstancia que le obligará a ello, nos someteremos voluntariamente, pues
todo vale más que arriesgarse a contraer tan terrible enfermedad —dijo
Terka, cuyo cuerpo sacudió un ligero estremecimiento.
Las jóvenes dirigiéronse hacia el salón.
La condesa e Irene, inclinadas sobre, un periódico, levantaron
vivamente la cabeza el entrar aquéllas.
—¡Toma, Terka, lee esto! —exclamó la condesa, tendiendo el periódico
a su hija—. Un horroroso incendio, en el teatro de Boston… Entre las
víctimas, la señora Burnett, nacida Alejandra Ouloussof…
Terka tomó vivamente el periódico, mientras el alma de Mirtea,
penetrada de cristiana tristeza, elevaba una oración para la desdichada que
había desertado de todos sus deberes y a quien una muerte espantosa
acababa de sorprender así, de improviso.
—¿Lo sabrá nunca Arpad?… Lee con mucha irregularidad los
periódicos, y nadie se atreverá aquí a pronunciar ese nombre en presencia
suya —observó la condesa.
—Que lo sepa o no, pienso que esto no tiene ninguna importancia —
replicó Irene— ¡No se le ocurrirá nunca al príncipe Milcza, tal como lo
conocemos ahora, la idea de volver a casarse!
Capítulo 9

L a epidemia había invadido una aldea de los alrededores de Voraczy y


se cebaba con violencia en las viviendas pobres, donde, viviéndose
frecuentemente en condiciones defectuosas, las prescripciones higiénicas de
los médicos solían ser letra muerta.
Muchos ataúdes, grandes y pequeños, habían tomado ya el camino del
camposanto, y pocas eran las casas donde a uno u otro de los miembros de
la familia no hubiese atacado la caprichosa plaga, que dejaba a veces al más
débil para apoderarse de un ser vigoroso, que perdonaba a un niño para
arrebatar a la madre.
En Voraczy sufría pocas perturbaciones la quietud. El príncipe Milcza
había tomado tales medidas que parecía imposible conservar el más mínimo
temor.
Los habitantes de la ostentosa residencia estaban en algún modo
prisioneros, y todos los objetos que penetraban en el castillo, hasta la menor
carta, sometíanse a una rigurosa desinfección. Cualquiera que hubiese
franqueado los límites del parque podía estar seguro de que no volvería a
poner los pies en el castillo… Nadie, sin embargo, podía tener ganas de
aventurarse a ello; nadie podía pensar en sentir temores ante la seguridad de
que se disfrutaba en Voraczy.
Nadie, excepto el padre Joaldy y Mirtea. Tantos sufrimientos como se
desarrollaban cerca de ellos hacían penosa para sus generosas almas aquella
misma seguridad. Pero el ministerio del sacerdote le agregaba al castillo, y
Mirtea no era libre de seguir los caritativos anhelos de su corazón intrépido.
Karoly, desde que temió perderla, cada día mostrábasele más
apasionado. Todas las tardes, al verla alejarse, intentaba retenerla.
—¡No te vayas, Mirtea; quédate, quédate hoy! Papá no se incomodará;
le diré que soy yo quien te lo ha pedido…
Pero la joven no sentía veleidad ninguna de encontrarse en presencia del
príncipe Milcza, y procuraba cuidadosamente no encontrarse con él al
regresar al castillo.
Sus días estaban ahora ocupados como nunca. No pudiendo Renato
visitar ni ver a sus amigos, fastidiábase enormemente, y quiso recomenzar
sus lecciones de violín. Sus hermanas, privadas igualmente de sus
habituales relaciones, ponían a contribución a Mirtea para dedicar el tiempo
a la música tan pronto como había terminado su obligación con Karoly.
Prolongábanse aquellas sesiones hasta muy tarde de la noche, porque
Terka era una filarmónica apasionada, y en cuanto a Irene, parecía sentir un
maligno placer en imponer a su prima una obligación cualquiera.
Mirtea, a quien el pesar de la muerte de su madre contribuyó a ponerla
en estado algo anémico, sentíase cada día más fatigada, y guardaba
ansiosamente siempre la hora en que le era permitido tomar, en fin, algún
reposo.
Un día prolongóse más que de ordinario la sesión musical. Terka había
querido tocar varias sonatas de Beethoven; Irene ejecutó trozos modernos
de raras sonoridades, que distendieron penosamente los nervios fatigados de
Mirtea, la cual, una vez retirada en su habitación, rezó sus oraciones y se
apresuró a desnudar y trenzar sus cabellos, a fin de acostarse para descansar
su cabeza dolorida.
De repente sonó un golpe en la puerta. Era Thylda quien llamaba a ella,
trastornada la faz.
—¡Señorita…, oh, señorita!… ¡El principito!…
—¿Cómo?… ¿Qué sucede, Thylda? —exclamó Mirtea, ansiosamente.
—Está enfermo… Temen que sea la fiebre…
—¡Oh, Dios mío! ¡Pero si esta tarde no tenía absolutamente nada!
—Le ha sobrevenido hace una hora…, de repente… Y la llama a usted,
señorita Mirtea; no cesa de llamarla. Su excelencia me envía a preguntar si
quiere usted…
—¡Oh, al momento! —dijo la joven, sin vacilar un segundo—.
¡Pobrecito, mi pobrecito Karoly!
Y se lanzó fuera del aposento, olvidando el descuido de su peinado, sin
pensar más que en el niño, presa, tal vez, de la terrible enfermedad.
La condesa, algo trastornada, se dirigía también a las habitaciones de su
hijo.
—¡Mirtea!… ¡Es espantoso!… —gimió al cruzarse con la joven—.
¿Cómo habrá podido producirse? ¡Ah, tal vez se engañen!…
—¡Dios lo quiera! —murmuró, fervorosamente Mirtea.
Ambas penetraron en el salón que precedía al aposento en que el niño
jugaba durante el día. El príncipe Milcza, en pie, hablaba con él médico,
que residía también en el castillo, agregado a la persona del principito. El
joven magnate volvió la cabeza, y a Mirtea se le oprimió él corazón al
observar la alteración espantosa de su fisonomía y la sorda angustia
reflejada en sus obscuras pupilas.
—Arpad…, ¿verdad que no es «eso»? —exclamó la voz anhelante de la
condesa.
El rostro del príncipe se crispó y contestó con voz casi ronca:
—Sí, es eso.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró la condesa, juntando las manos.
La mirada del príncipe detúvose en Mirtea, que permanecía inmóvil
cerca de la puerta, sin atreverse a avanzar.
—Karoly la llama a usted, señorita. ¿Tendrá usted valor para arriesgarse
a contraer el mal?
—¡Sí, príncipe con el auxilio de Dios! —contestó sencillamente la
joven, dando algunos pasos hacia la puerta del aposento del niño.
Un gesto del doctor la detuvo.
—Señorita: conviene que sepa usted, de antemano, las consecuencias
posibles de tal acto. Esta enfermedad, cuando se escapa de ella, deja a
menudo señales terribles, desfigura atrozmente…
—Poco importa —dijo Mirtea con la misma tranquila sencillez—.
Nadie me necesita en el mundo; nadie sufrirá si muero o si enfermo… En
cuanto a mi rostro, está destinado a ver la muerte, más horrorosa todavía,
apoderarse de él. Estas consideraciones no pueden, por tanto, hacer
retroceder a una cristiana, y así estoy pronta, doctor, a prestar mis cuidados
al niño.
La condesa fijaba sus ojos estupefactos en Mirtea. Aquel tranquilo
heroísmo, aquel desprendimiento, aquella despreocupación de un resultado
más terrible que la muerte para las mujeres orgullosas de su hermosura,
parecíanle, evidentemente, incomparables.
El anciano doctor consideraba con verdadera admiración, y sumamente
emocionado, a aquella joven, cuya espléndida belleza hacía resaltar de un
modo más conmovedor esa noche aquel tocado infantil, aquella soberbia
trenza de reflejos de oro descendiendo sobre el negro vestido que Mirtea, en
su precipitación, no tuvo tiempo de quitarse.
El príncipe envolvió a Mirtea en una larga mirada, y le dijo con tono
claro y frío:
—Quiero, señorita, que proceda usted con toda libertad. Si experimenta
algún temor retírese; me explicaré perfectamente su resolución, pues las
consecuencias, tales como se las acaba de manifestar el doctor Heday, son
terribles, en la edad de usted sobre todo… Y, además, no la obliga ningún
deber…
—Dispénseme usted —respondió, sosegadamente la joven—; sí me
obliga un deber para con ese niño que me ama y me solicita. Por lo demás,
se lo repito, nada temo, y me someto de antemano a la voluntad de Dios.
Dicho esto, adelantóse hacia el cuarto de Karoly y, al pasar junto al
príncipe, la mano de éste rozó su brazo…
—Aguarde usted…, reflexione todavía…
Mirtea levantó los ojos, sorprendida del acento angustiado del príncipe,
y le vio muy pálido, y contraídas las facciones.
—No he de reflexionar más… Si hubiese sido libre, no habría vacilado
en ir a cuidar a estos desdichados en sus pobres viviendas. ¿Por qué, pues,
he de vacilar en exponerme por ese niño, a quien amo profundamente?
Y abrió la puerta con resolución apenas hubo pronunciado la última
palabra.
Karoly estaba tendido en su blanca camita. Presentaba el rostro
hinchado, cubierto de manchas violáceas; su respiración era fatigosa.
Mirtea advirtió, con sorpresa, que el niño estaba solo.
—¿Dónde está Marsa? —dijo detrás de ella la voz del príncipe Milcza
—. Hace cinco minutos, cuando he salido para decir algunas palabras al
doctor, la he dejado aquí, sentada al pie de la cama… ¿Cómo se ha atrevido
a alejarse?
Al decir esto; el príncipe apoyó largamente el dedo en el botón
eléctrico, en tanto Mirtea se acercaba al lecho y apoyaba suavemente su
mano en la frente de Karoly.
Al sentir aquel contacto, levantó el niño sus hinchados párpados, y sus
negros ojos fijáronse ávidamente en la joven.
—¡Oh, Mirtea mía! ¿Estás aquí ya? —gimió con ahogada vocecita—.
¿Verdad que vas a curarme?
—Así lo espero, queridito mío, si te estás muy quietecito y haces todo lo
que diga el doctor —respondió, tiernamente, la joven.
—Sí, sí… ¡Pero no me dejarás, Mirtea!
—¡No, no, ángel mío; no temas!
Después de consolar así al enfermito, la joven tomóle la mano y sentóse
a su cabecera.
El príncipe había entrado en la habitación contigua. A través de la
puerta, Mirtea oía su voz breve, que adquiría poco a poco irritadas
entonaciones, y, en un momento dado, volvió a entrar en el aposento con la
frente contraída.
—¡No puede encontrarse a esa mujer! —dijo en voz baja—. Se habrá
fugado al ver enfermo al niño… Esto nos prueba, hasta la evidencia, que es
ella la culpable. Bien le observaba yo esta tarde un aire singular; parecía no
atreverse a levantar los ojos. ¡Ah, la miserable habrá escapado algunos
instantes a mi vigilancia, y habrá logrado comunicarse con alguno de los
suyos! Macri acaba de decirme que su madre y uno de sus hijos están
atacados. ¡Ya no es necesario indagar cómo ha podido Karoly sufrir los
efectos del contagio!
La voz del príncipe quebróse un poco… Aproximóse a la cama, se
inclinó hacia el niño, y le contempló intensa y dolorosamente.
—¡Amor mío, Karoly mío; te salvaremos! —exclamó con tono
sordamente apasionado—. ¡Y yo no te dejaré, cariño mío; no temas nada!
—¡Papá…, Mirtea! —murmuró el pobrecito.
—¡Sí, queridito mío; no se moverá tampoco de tu lado!… Y ya verás
cómo el doctor Heday te cura pronto…
¡Qué acariciadoras y suaves inflexiones sabía tomar aquella voz,
habitualmente dura e imperativa! ¡Cuán tierna dulzura reflejaban aquellas
soberbias pupilas!
El doctor entró para indicar a Mirtea diferentes precauciones higiénicas
que la convenía tomar. Después volvió a examinar al enfermito. La
fisonomía del hombre de ciencia reflejaba, a pesar suyo, algo de la profunda
inquietud que le embargaba. El príncipe, tomándole del brazo, le apartó de
la cama y preguntó con voz temblorosa:
—¿Le salvará usted? Veamos… ¿Le salvará usted?
—¡Hay esperanza todavía, excelencia!
—¿Esperanza?… ¿No más que esperanza?… ¡Es una certidumbre lo
que yo quiero!
—Nadie podrá dársela a vuecencia —replicó, tristemente, el anciano
doctor—. Yo haré todo lo posible; no puedo ofrecer más. Acabo de
telegrafiar a Budapest; uno de mis colegas estará aquí, mañana. Pero, como
ya he dicho a vuecencia, será demasiado tarde. Mañana el niño estará
salvado, o…
El doctor no se atrevió a terminar la frase. Pera el príncipe había
comprendido. Con paso de autómata volvió hacia el lecho y sentóse junto a
él, fijando su ardiente mirada en el desfigurado rostro del niño.
El doctor se retiró al aposento contiguo y se echó sobre un canapé, para
estar pronto a responder al primer llamamiento… Permanecieron solos
junto al niño su padre y Mirtea, escuchando, silenciosos y desgarrada el
alma, la respiración, cada vez más anhelosa, de Karoly.

***

Las primeras luces del alba alumbraron la agonía del niño. Los
esfuerzos de la ciencia eran impotentes para salvar a aquel frágil ser,
demasiado débil para soportar semejante ataque.
El padre Joaldy fue, también a compartir la dolorosa vela. Sentado junto
a Mirtea, oraba, como ésta, con toda su alma, menos aún por el niño que por
el padre, en cuya fisonomía se reflejaban las señales de una desesperación,
tanto más espantosa cuanto más contenida.
La condesa Zolanyi, tratando de sobreponerse al terror que le inspiraba
la epidemia, habíase presentado un momento a la puerta de la estancia.
Pero, al verla lívida y temblorosa, Mirtea se levantó precipitadamente,
diciéndola:
—¡Oh, prima mía, no entre usted, créame! Si teme usted el contagio, no
hay disposición más favorable para sufrirlo… Y usted ha de conservarse
para sus hijos…
—¡Pero Karoly…, yo soy su abuela! —balbució la condesa, dirigiendo
a la carita desfigurada del niño una mirada llena de espanto.
—¡Ah! ¿Qué puede usted hacer por el pobre angelito? —replicó el
padre Joaldy—. La señorita Mirtea tiene razón; no se exponga usted…
La condesa retiróse, después de haber dirigido una mirada de ansiedad a
su hijo. Pero éste ni siquiera dio muestras de haber advertido su presencia.
Desde el instante en que comprendió que Karoly estaba irremisiblemente
perdido, pareció dejar de ver y de oír en absoluto.
Levantábase radiante el día. El sol hería los cristales del gran aposento
blanco donde agonizaba el principito… Un rayo que se deslizó hasta el
lecho ilumino el rostro pálido, desolado, de Mirtea, luego la faz desfigurada
de Karoly. El niño abrió los ojos; su mirada, velada ya, fijóse en Mirtea; sus
bracitos intentaron tenderse hacia ella.
—¡Mirtea…, bé… same…!
La joven adivinó más bien que comprendió las palabras que surgían de
aquella garganta jadeante, y se inclinó, poniendo sus labios sobre el rostro
cubierto de las señales de la terrible enfermedad.
Ante el acto sublime de aquella joven, que así ofrecía su juventud y su
radiante hermosura a aquel contacto peligrosísimo, el príncipe Milcza salió
súbitamente de su hosco sopor y extendió la mano para apartar a Mirtea.
—No… ¡Esto, no! —dijo con sofocado acento.
—¡Oh! ¡Rehusarle ésta satisfacción, pobrecito!… ¿Cómo podría
hacerlo? —exclamó la joven, con un gesto de protesta.
El príncipe volvió la cabeza y se absorbió de nuevo en la contemplación
de su hijo.
El doctor había entrado suavemente, manteniéndose en pie detrás de
Mirtea y fijando en el príncipe Arpad una mirada profundamente afligida.
De pronto, el niño experimentó una breve convulsión, levantáronse sus
manitas y sus labios murmuraron:
—Papá… Mirte…
El príncipe se inclinó sobre su hijo y apoyó sus labios en la pálida frente
del moribundo…
Y Karoly exhaló el último suspiro bajo el apasionado beso de su padre.
Capítulo 10

E l príncipe Milcza amortajó por sí mismo a su hijo, sin querer aceptar


otra ayuda que la de Mirtea.
A causa del contagio, no podía exponerse al principito en la gran galería
de la capilla, como lo fueron antes todos los Milcza.
Permaneció, pues, en el gran aposento blanco, rodeado de luz, con la
cabecita reposando sobre un almohadón de terciopelo blanco y sus manitas
cruzadas sobre una cruz de plata.
Esta cruz era la que recibió el último suspiro de la madre de Mirtea. Una
vez terminado el amortajamiento, la joven había mirado en torno suyo
buscando un crucifijo; pero sólo vio una estatuilla de la Virgen, una
maravilla de marfil. Entonces, sin vacilar, sacó de su corpiño el querido
recuerdo maternal y lo puso entre las manitas que los temblorosos dedos del
príncipe Milcza acababan de cruzar.
Ahora que estaban sosegadas sus facciones, el niño había casi recobrado
su acostumbrado aspecto. Pero, por vez primera, Mirtea advirtió, al
contemplar cerrados sus grandes ojos negros, que Karoly se parecía a su
madre.
El padre Joaldy, el doctor y Katalia, el ama, de llaves, a quien no
asustaba el temor del contagia, sucediéronse para la fúnebre vela. Mirtea,
aniquilada de emoción y de fatiga, hubo de ceder a los, ruegos del
limosnero para que descansase algunas horas; pero tardó poco en ocupar de
nuevo su sitio junto al despojo del aquel pequeño ser, al cual la dolorosa
noche de su agonía le había unido con lazos indestructibles.
El príncipe Milcza no abandonó ni un segundo la cámara mortuoria, y
depositó por sí mismo en el sarcófago, forrado de raso blanco, el cuerpo de
su hijo. En su rostro rígido, tan pálido como el del muertecito, sólo los ojos
permitían ver algo de la horrorosa desesperación que debía triturar aquel
corazón de hombre.
Los funerales celebráronse con la pompa acostumbrada, en la capilla del
castillo. Por primera vez vio Mirtea ocupado uno de los sillones
principales…, y por primera vez también vio al príncipe Milcza vestido de
negro.
Los ojos de la joven, henchidos de lágrimas, fijábanse con ardiente
compasión en la alta silueta que permanecía en pie delante de todos.
Del corazón de Mirtea surgió, ferviente y dolorosa, una súplica:
—¡Dios mío, tened piedad de él!… ¡Dadle la fuerza y la fe que le falta!
El minúsculo sarcófago fue a ocupar su lugar en la cripta donde tantos
príncipes Milcza reposaban ya: Lentamente, el príncipe Arpad lo roció con
agua bendita… Luego, volviéndose, apartó con imperioso gesto a cuantos
estaban allí, a su familia, a los domésticos, a los terrazgueros, y salió
rápidamente, sin aguardar a que, conforme al uso, todos hubiesen desfilado
por delante de él.
Mirtea había podido sostenerse hasta entonces, gracias a un supremo
esfuerzo de energía. Pero una vez se hubo retirado a su aposento, dejóse
caer sobre su sillón, desfalleciendo de lasitud física y moral a consecuencia
de aquellos tres dolorosos días, en que después de la agonía del niño, asistió
a la del padre, muda, pero espantosa.
En su cerebro, fatigado, en su corazón, penosamente oprimido,
dominábalo todo en aquel momento una idea; una compasión inmensa,
colmada de angustia, hacia aquel padre, cuyo horroroso sufrimiento había
comprendido hacia aquel alma que iba a encontrarse sola en su lucha contra
el dolor atroz de la separación…, ¡sola, porque estaba distanciada de su
Dios! Y nadie podía intentar sacarle de su espantosa soledad, nadie podía
intentar hablarle de resignación… No, ni aun su madre.
Aquel hombre había entregado su corazón entero al niño adorado, y
ahora que ya no existía Karoly, el príncipe debía considerar la existencia
como un horrible desierto.
En el alma de Mirtea surgió súbitamente un remordimiento al recordar
el breve incidente de la víspera. En el momento de depositar al niño en su
féretro, el príncipe había quitado el crucifijo colocado entre las manos de
Karoly, y pedido, levantando hacia Mirtea sus ojos, de los que no se
apartaba una expresión de desesperación inmensa:
—¿Esta cruz le trae a usted a la memoria algún recuerdo querido?
—Sí, príncipe; estuvo entre las manos de mi madre muerta.
—¡Ah! —murmuró él, tendiéndosela.
Ahora pensaba Mirtea que tal vez hubiese sido para el príncipe un
consuelo conservar aquel crucifijo en recuerdo de su amado Karoly, y que
hubiera debido cedérselo. La querida muerta, desde lo alto del cielo, habría
bendecido aquel sacrificio de su hija en favor de un desdichado que había
perdido la fe en Dios, y a quien la divina imagen del Redentor hubiera
podido aportar una fuerza y una resignación sedante en la horrorosa noche
en que, indudablemente, se agitaba su alma martirizada.
Aquella idea pesarosa convirtióse para Mirtea en un verdadero
sufrimiento. Así, propúsose entregar, al día siguiente la cruz a la condesa
Zolanyi, suplicándole que hiciese por manera de enviársela a su hijo. Si se
hubiese atrevido, ella misma la habría mandado entregar al príncipe aquella
noche.
Pero Katalia, que fue de parte de la condesa a informarse de cómo
estaba y a ofrecerle sus cuidados, le participó que el príncipe se había
encerrado en su despacho, prohibiendo que bajo ningún pretexto fuesen a
estorbarle.
Mirtea se acostó, rehusando todo alimento. Su garganta, oprimida por la
pena y el cansancio, con trabajo, sorbió la infusión calmante que le trajo
Katalia… Y las horas deslizáronse lentas, no aportándole más que el
insomnio y poblando su cerebro angustias imprecisas.
Al rayar el alba, encontrábase algo reposado su cuerpo; pero su cerebro
experimentaba más fatiga aún que la víspera.
Una especie de inquietud nerviosa agitaba a Mirtea, ordinariamente tan
sosegada y juiciosa, y la obligó, en fin, a levantarse.
Abrió la ventana, y el aire matutino, fresco y ligero, dilató sus
pulmones. Tendió la vista hacia las espesuras del parque, y creyendo que tal
vez un paseo matinal calmaría sus nervios sobreexcitados después de la
penosa tensión de los días precedentes, vistiese, cúbrióse las hombros con
un abrigo y bajó, sin cruzarse con ninguna persona en el castillo, dormido
todavía, y se dirigió a una puertecita de servicio, por donde salía ella del
edificio cuando la condesa Zolanyi albergaba a uno o más huéspedes y la
joven no quería arriesgarse a encontrarlos. Los rosados velos de la aurora
corríanse lentamente. Los primeros rayos del sol irisaban las gotas de rocío
esparcidas en los follajes, y arrancaban centellas a los cristales de los
invernaderos.
La fresca brisa vivificaba algo los fatigados nervios de Mirtea y
atenuaba el sufrimiento del cerco doloroso que le oprimía las sienes.
La joven avanzaba así en dirección del templete griego. Allí, más que
en otra parte, encontraría el recuerdo de aquel que era ahora un ángel en
presencia del Eterno; allí podría rememorar con punzante dolor las horas
penosas, pero tan a menudo consoladoras, pasadas cerca del caprichoso y
tierno niño, sobre el cual había ejercido, por el único encanto de su mirada,
de su sonrisa, de su firmeza afectuosa, una influencia más poderosa cada
día, y que la había amado hasta el punto de mezclar su nombre al de su
padre, en su última palabra.
Mirtea tomó un sendero que la condujo hasta el lindo estanque en que se
recreaba Karoly viendo nadar los cisnes… Dio la vuelta al minúsculo lago,
se encaminó al templete… Sobre el suelo, cubierto de espeso y
aterciopelado césped, deslizábanse sus pasos sin producir ruido. Contorneó
la base del peristilo, y detúvose súbitamente… Alguien la había precedido
en aquel lugar, donde se deslizaba plácidamente la infancia de Karoly.
El príncipe Arpad manteníase en pie, apoyado en una de las columnas
del peristilo, cruzados los brazos y fijos los ojos en el sitio del césped donde
habitualmente colocábase la silla larga de Karoly. Un rayo de sol,
deslizándose oblicuamente a lo largo de las columnas, iluminaba el pálido
rostro del príncipe, surcado por un dolor indescriptible.
De repente descruzó los brazos, y el sol hirió en su diestra un objeto
brillante…
Mirtea había visto…, había comprendido…
Lanzóse desolada, y subió los escalones, lanzando un grito de
angustia…
El príncipe Milcza volvióse bruscamente y retrocedió un poco al ver
alzarse ante él a la joven, pálida como una muerta y dilatados los ojos, en
que se pintaban el horror y el reproche.
—¡Usted…, usted aquí! —dijo sordamente.
—¡Príncipe!… ¡Oh!, ¿qué iba usted a hacer? —murmuró la joven, con
inexorable acento de dolor.
Por la mirada del desdichado pasó una llamarada de cólera.
—¿Qué viene usted a hacer aquí? —profirió con violenta voz—.
¡Déjeme!… ¡Retírese!…
—¿Dejarle llevar a cabo este crimen? —exclamó la joven con
indignación— ¡No, no; no hará usted esto!
—Lo haré porque quiero…; porque la vida ya no es nada para mí.
¿Piensa usted que pueda yo vivir sin él, sin mi amado hijito?… No, no; es
imposible, y desapareceré también… Váyase pronto; si no hubiese usted
llegado, todo había concluido ya.
—¡Con toda mi alma se lo ruego! —gimió la joven, uniendo las manos
y alocada por aquel acento de apasionado dolor en que sentía palpitar una
decisión irrevocable—. ¡Es usted cristiano; no olvide, usted su alma! ¡Por
Dios, se lo suplico! —repitió con la voz entrecortada por un sollozo. Un
estremecimiento convulsivo sacudió el cuerpo del príncipe; crispáronse un
segundo sus facciones… Y, súbitamente, atravesó su mirada otra llamarada
de cólera.
—¡No, no, no me vencerá usted! ¡Quiero morir!…, No será usted más
fuerte que yo… ¡Retírese, le digo!
Mirtea se irguió, centelleantes los, ojos…
—¡No, no me moveré de aquí! ¡Veremos si tendrá usted el valor de
matarse en mi presencia! ¿Ha creído usted, acaso, con ese crimen, encontrar
a su hijo junto a Dios?… ¿No piensa usted que obrar así es una cobardía?
De los labios del príncipe escapóse una exclamación de loco furor. Su
mano derecha levantóse…, sonó una detonación. Mirtea hizo un brusco
movimiento de lado; el proyectil no hizo más que rozarla…, y cayó
desvanecida de espanto y de emoción sobre la última grada del peristilo.
—¡Mirtea!… ¡Oh!
El príncipe estaba ante ella, arrodillado en los peldaños de mármol. Sus
manos asían las de la joven; su mirada, llena ahora de terror y de angustia,
fijábase con intraducible ansiedad en el rostro de la joven, tan blanco como
las columnas del templete.
¡Mirtea!… ¿Está usted herida?
—¡No, gracias a Dios! —respondió, débilmente, la joven.
—¡Ah, loco! ¡Ah, miserable de mí! —exclamó el príncipe con tono de
sorda desesperación—. ¡Usted…, usted, que prodigó con tanto cariño y
abnegación sus cuidados a mi hijito!… ¡Usted, que arriesgó su vida por
él!… ¡Mirtea!… ¿Podrá usted perdonar nunca a este desdichado loco?…
¡Sí, porque ahora mismo estaba yo loco de dolor, después de una noche
atroz, en que he visto sin cesar el amor de mi alma, a mi adorado Karoly!
—Sí, no era usted mismo; bien lo he comprendido —respondió
dulcemente la joven—. Yo no tengo nada que perdonarle… No es a mí,
príncipe, a quien ha ofendido usted con ese acceso de desesperación.
—¡Ah, yo no creo, no puedo creer ya! —articuló el príncipe con acento
en que Mirtea pudo advertir un profundísima amargura.
Los ojos de la joven inundáronse en lágrimas.
Y sus manos estremeciéronse en las del príncipe.
—¡Ésta, ésta es la gran infelicidad de usted! —gimió con voz sofocada
por la emoción—. Si hubiese usted tenido fe, ésta le habría ayudado a
soportar su tremendo dolor… Pero, en realidad, no puedo creer que usted,
educado cristianamente, no haya conservada en el fondo de su corazón un
ligero destello de esa fe perdida.
El príncipe se había levantado, conservando entre sus manos una de las
de Mirtea; su mirada, menos hosca, contemplaba el bello rostro entristecido
en que radiaba el alma ardientemente cristiana de la joven.
—No sé —murmuró pensativamente—. Mi corazón se ha endurecido;
un sombrío velo ha cubierto mi alma… Pero bastante hemos hablado de
mí… Preciso es pensar en usted. ¡Ah, pobre niña! ¡Cómo tiembla usted
aún!
—No es nada… Hace algunos días…, tal vez a causa de la fatiga, me he
vuelto mucho más impresionable…
—¡Sí, ha prodigado usted sus fuerzas por él!… Y su padre se lo
recompensa, ¡de qué modo!… ¡Mirtea, voy en busca del doctor Heday!…
—¡Oh, no; no lo haga usted! —dijo vivamente la joven—. No es
necesario que sepa nadie lo que ha ocurrido aquí.
—Es usted generosa en exceso —manifestó el príncipe con alguna
emoción—. Pero no aceptaré que de ello pueda sufrir su salud. El doctor
será discreto…
—Le aseguro que es inútil. Iré pausadamente hasta el castillo…
Al hablar así, Mirtea púsose en pie; pero vaciló un poco y asióse al
brazo que el príncipe extendía hacia ella.
—¿Ve usted? No está usted bastante fuerte todavía. Permítame, al
menos, ofrecerle el apoyo de mi brazo para volver al castillo.
La joven miró al príncipe con aire perplejo.
—Pero se preguntarán qué significa esto… ¿Y si me interrogan?…
—Conteste que se ocupen de sus asuntos —respondió el príncipe,
haciendo un gesto de contrariedad y frunciendo las cejas.
—¿Aun en el caso de que sea su madre?…
—Mi madre duerme todavía a estas horas. Los criados no creo que se
hayan levantado aún, y los jardineros no han comenzado tampoco sus
faenas. Por lo demás, débil como está usted, no la dejaré, ciertamente,
volver sola, aun cuando hubiese de contar delante de todo el mundo, lo que
acaba de suceder.
Subyugada por la decisión del acento del príncipe, Mirtea apoyó su
mano en el brazo que él le ofrecía, y sostenida así dio algunos pasos; pero
de pronto un fuerte estremecimiento agitó todo su ser.
Acababa de ver en el suelo el revólver, que el príncipe arrojó lejos de sí
en el momento de lanzarse hacia ella.
—¡Oh! ¡Debiera haberlo quitado de su vista! —dijo éste, recogiéndolo y
deslizándolo en un bolsillo de su pantalón.
Pero en aquel momento encontró la mirada de Mirtea, que expresaba,
trastornada otra vez, una angustiosa súplica. Ante aquella mirada, que llegó
hasta el fondo de su ser, el príncipe Milcza se conmovió, como acaso no le
hubiese ocurrido nunca.
Las últimas nieblas que aún pugnaban por avasallar de nuevo su razón,
disipáronse al ver el sincero interés que merecía a una joven que sólo altiva
indiferencia y desagradecimiento había recibido de él.
—Prometo a usted solemnemente —dijo con emoción; que no trató de
reprimir— no volver a usarlo para… semejante motivo. ¡Pero ruegue usted
algo por mí, Mirtea…; usted, que comprende cuánto sufro!
La mano de la joven deslizóse en su corpiño y sacó la crucecita de plata.
Sus grandes ojos, conmovidos y sublimes en su dulce expresión,
levantáronse para fijarlos en los del príncipe.
—No sé si me he engañado —díjole tímidamente—; pero me pareció
comprender que le sería a usted agradable conservar esta cruz, en recuerdo
de su amado hijito… ¡Si quisiera usted aceptarla!…
—¡Oh, no, no! —contestó, vivamente, el príncipe—. Es usted
admirablemente buena y delicada, pero este sacrificio lo rehúso, Mirtea…
—Suplícole que lo acepte. ¡Me consideraré sumamente dichosa al
pensar que lleva usted como una égida este recuerdo de nuestra redención,
que recibió el último suspiro de mi querida madre y el de su adorado hijito!
Y, al decir esto, Mirtea puso en la mano del príncipe la crucecita.
Lo que nadie hubiera logrado en el mundo, hacer penetrar una gota de
bálsamo consolador en aquel corazón que endureció la contrariedad ante las
veleidades mundanas y acababa ahora de oprimir la desdicha con férreas
tenazas, lo consiguió, al fin el sublime sentimiento de una joven que supo
compadecerse de una infelicidad incomprendida.
Verdad es que la elevación del alma de Mirtea era inmensamente
superior a la de cuantas rodeaban al príncipe.
Éste, al recibir la crucecita, exclamó, con voz sofocada por la alteración
que su ánimo sufría:
—Pero ¿usted…, usted?
—Yo pensaré, contenta, que esta cruz le ayudará, tal vez, a encontrar la
resignación y el reposo —contestó, gravemente, Mirtea.
El príncipe entreabrió su chaleco e introdujo la cruz en su bolsillo
interior.
—¡No sé con qué palabras podría darle las gracias, Mirtea!… Pero
acuérdese que en adelante puede usted pedírselo todo a su primo —dijo,
ofreciéndole nuevamente el brazo.
Y ambos encamináronse al castillo.
Como había dicho el príncipe, los jardines estaban completamente
desiertos, y en el castillo no se notaba movimiento ninguno.
Antes de llegar a él, Mirtea detúvose.
—Ahora, puedo ya entrar sola. Muchas gracias, príncipe.
—¡Príncipe! —dijo éste con tono de reproche—. ¿No quiere usted
llamarme primo, Mirtea? Verdad es que hasta hoy, arisco y misántropo,
como me ha conocido usted siempre, no había tratado de reivindicar los
privilegios que ese grado de parentesco me otorga. Pero ahora ha estrechado
fuertemente esos lazos la admirable abnegación y el afecto que consagró
usted a mi adorado angelito… Y si me llamase usted con ese título que
ahora ambiciono, me demostraría que me ha perdonado aquel espantoso
segundo de locura, que será uno de los más dolorosos recuerdos de mi vida.
—¡Oh, no vuelva usted a pensar en él! Ruégole que lo olvide para
siempre, como yo desde ahora lo desecharé de mi pensamiento… Tanta es
mi dicha al pensar que Dios, en su misericordia, me ha permitido llegar en
aquel terrible instante. ¡Ah, olvidémoslo los dos, y créame usted que no le
guardo ningún resentimiento, primo mío! —concluyó la joven, tendiéndole,
tímidamente, la mano.
—¡Gracias, Mirtea! —contestó efusivamente el príncipe, inclinándose y
rozando con sus labios los dedos que le ofrecían. Luego se alejó lentamente,
no sin volverse varias veces para estar seguro, sin duda, de que Mirtea no
necesitaba ya su auxilio.
La joven dirigióse sin novedad a su cuarto. Pero al llegar a él sintió una
gran desfallecimiento, y sólo tuvo tiempo de dejarse caer en un sillón.
Tendida en él la encontró Thylda dos horas más tarde, al ir a arreglar el
cuarto…
Y la joven camarera bajó precipitadamente, esparciendo la voz de que a
la señorita Mirtea la había atacado la enfermedad que arrebató de la tierra al
principito.
Capítulo 11

P or fortuna no se confirmaron los temores de Thylda. El doctor Heday


no encontró ningún síntoma alarmante. Mirtea no tenía más que una
fiebre nerviosa, debida al cansancio y a las emociones de los pasados días.
Katalia compareció pronto en el aposento de la joven, y le manifestó
que su excelencia la había mandado llamar, ordenándole que abandonase
todos sus quehaceres, a fin de ocuparse exclusivamente en cuidarla.
El celo que demostró el ama de llaves en cumplir con discreta y
respetuosa solicitud aquel cometido, claramente demostraban la extensión y
la precisión severa de las órdenes del príncipe.
Hasta entonces, la encargada de la economía del castillo, aunque no
dejase de haber procedido siempre en correcta forma, pareció, lo mismo que
toda la servidumbre, considerar a Mirtea como una entidad algo
descuidable. Pero aquella breve entrevista con el señor de Voraczy modificó
ostensible y totalmente, sobre semejante punto, las ideas de Katalia.
Durante los ocho días que Mirtea guardó cama no salió de su
habitación, el doctor fue a visitarla mañana y tarde.
Al cabo de tres días, sintiéndose ligeramente aliviada, la joven habíale
dicho:
—Verdaderamente, doctor, no hay necesidad de que se moleste usted
tanto. No estoy enferma hasta el punto de que deba usted visitarme
diariamente dos veces.
—¡Orden del príncipe Milcza, señorita! —respondió el médico—. Y al
salir de aquí debo también ir cada vez a comunicarle cómo sigue usted… Es
natural; no puede hacer menos por aquella que arriesgó su vida cuidando a
su hijo.
—¡Cómo exagera usted, doctor! —dijo la joven con cierto airecillo de
enfado.
—¡Bueno, bueno! Sé perfectamente lo que me digo, señorita Mirtea…
Y, por fortuna, el príncipe Milcza no es hombre que se olvide de sus deudas.

***

La condesa Zolanyi y Terka, una vez estuvieron totalmente convencidas


de que no había nada que temer de la terrible enfermedad, subieron varias
veces a visitar a Mirtea y a pasar con ella algunos momentos.
Renato y Mitzi solicitaron también acompañarlas; pero Irene se abstuvo,
pretextando que no estaba del todo segura de que no hubiese aún peligro de
contagio; pero, en realidad, no era así. Lo que no quería la altanera joven
era dar un testimonio de simpatía a aquella prima, cuya belleza e irresistible
encanto despertaban su envidia, y que acababa de adquirir una nueva
aureola por la abnegación que demostró al no abandonar la cabecera del
principito.
El padre Joaldy fue también a visitar a la enferma, y le trajo un estuche
de cuero blanco, en el que, una vez lo abrió, vio Mirtea la admirable
estatuilla de la Virgen que estaba en el aposento de Karoly.
—El príncipe Milcza quisiera que la aceptase usted en recuerdo de su
hijo —explicó el limosnero.
—¡Oh, me complace muchísimo!… Dé usted las gracias al príncipe en
nombre mío, padre —contestó, emocionada, Mirtea.
Ahora, cada vez que su mirada encontraba la, estatuilla de marfil,
dedicaba un recuerdo al niño y dirigía al cielo una oración para el padre.
¿Habría, por fin, descendido alguna resignación en aquella alma
desgarrada por el más acerbo dolor y rebelada contra el destino?… Mirtea
preguntábase, esto con angustia. Pero no le era posible informarse, pues la
condesa no había vuelto a ver a su hijo desde el día de los funerales, y el
padre Joaldy no había podido provocar la menor confidencia cuando recibió
la visita del príncipe, el día en que éste le entregó la estatuilla. Mirtea sabía
únicamente que mostraba a todos un rostro impasible y glacial; que se
pasaba largas horas encerrado en su despacho, comía apenas y se entregaba,
en el parque, a fantásticas y alocadas carreras a caballo.
—¿Buscará, acaso, la muerte por este medio? —pensó Mirtea con
espanto, y aguardó con secreta impaciencia el momento en que le sería
permitido reanudar su vida normal. Tal vez entonces podría encontrarle y
adivinar lo que pasaba en aquel alma cerrada a todas las expansiones. No le
fue posible, sin embargo, realizar su esperanza. Tanto en el castillo como en
el parque, el príncipe permanecía invisible.
—¡Acabará por volverse loco! —murmuraba Terka.
—Pero, en fin —dijo un día Mirtea, llevada por su franqueza—, ¿no
podríais probar, discreta y suavemente, de arrancarlo a su soledad? Terka e
Irene permanecieron, por espacio de un instante, mudas de estupor.
—¿Qué dices?… —exclamó, al fin, la mayor—. ¿Tendrás también
trastornado el cerebro, pobre Mirtea?… No puedo creer que, conociendo al
príncipe Milcza, no te hagas cargo de la manera como acogería tal audacia.
—Porque no le amáis bastante…, porque sabe que le tenéis miedo —
dijo resueltamente Mirtea—. Pero si os atrevieseis…, si él viera el ardiente
deseo de consolarlo, de mitigar su pena…
—¡Oh, oh! —interrumpió Irene con burlona risita—. Tú ahora te
muestras intrépida porque a él le plugo olvidar, gracias a los ruegos de su
hijo, la libertad de lenguaje que usaste con él cierto día. Pero eso no se
renovaría impunemente, tenlo por seguro… Y puedes estar segura también
de que ni nosotras mismas, sus hermanas, seríamos bien recibidas si
intentásemos la manera de cambiar su humor arisco.
—Francamente, Mirtea, si estuvieses en nuestro lugar, ¿lo probarías? —
preguntó Terka.
—Sin duda alguna. Me sería imposible sentir cerca de mí sufrir a mi
hermano sin probar de consolarle, de curarlo…, aun a riesgo de provocar su
irritación o su desagrado.
Irene dirigió una mirada malévola al bello rostro, en que irradiaba un
secreto y caritativo ardor, y dijo, con tonillo de mofa, encogiéndose
ligeramente de hombros:
—Verdaderamente, eres muy cándida, Mirtea, y tienes muy exaltadas
ideas. ¡Un poco más, y nos pedirías que convirtiésemos al príncipe Milcza!
—Es claro que sí, y deber vuestro sería probarlo —replicó, fríamente,
Mirtea.
Y, dejando a la irónica joven entregada al estupor que le produjeron
aquellas palabras, salió del aposento en que aquella conversación se había
desarrollado.
Aquella tarde quería ir la joven a visitar a un niño enfermo de los
alrededores de Voraczy. La epidemia había decrecido totalmente; la condesa
y sus hijas reanudaban poco a poco sus relaciones, y Mirtea sus visitas de
caridad. El padre Joaldy le indicaba solamente las viviendas en que no se
había cebado la plaga, a fin de que no se arriesgase a llevar al castillo algún
germen funesto.
Después de haber llevado sus consuelos, sus consejos y una limosna,
¡ay!, muy ligera a la pobre morada, la joven regresaba lentamente al
castillo, atravesando el parque.
Algo fatigada porque aún no había recobrado del todo sus fuerzas,
sentóse cerca de un estanque ante el cual varias hayas enormes, cortadas
recientemente, formaban una especie de alta barricada.
Al buscar su pañuelo para enjugarse algunas gotas de sudor que la
calurosa temperatura hacía perlear en sus sienes, su mano encontró un
portamonedas de flexible cuero… Hacía algún tiempo que lo llevaba
siempre encima, con la esperanza de poder, al fin, explicarse respecto a
aquel asunto, con el príncipe Milcza. El incidente relativo a Miklos y más
tarde el penoso suceso de que Voraczy fue teatro, retardaron aquella
explicación que era, sin embargo, indispensable.
Pero ¿cuándo le sería dable volver a ver al príncipe, ya que más que
nunca parecía sumirse en su hosca soledad?
Pensativa, dejaba vagar la joven su mirada por el estanque, cuyas aguas
brillaban con irisados reflejos a los rayos del sol. En aquel apartado rincón
del parque, sólo se oía el ruido que producía el gorjeo de los pájaros o la
zambullida de alguna rana.
Pero de pronto sonó a poca distancia el galope de un caballo…, y
apreció un jinete detrás de las arboledas que rodeaban el estanque. Antes de
que Mirtea hubiese podido hacer un solo movimiento, el caballo pegó un
salto soberbio por encima del agua y de los árboles derribados, y plantóse,
rígidas y estremecidas las patas, a pocos pasos de la joven. Ésta se puso de
pie, lanzando un grito, asustada, al que correspondió una exclamación del
jinete, quien, apeándose ligeramente, adelantóse hacia ella con viva
solicitud.
—¡Mirtea! ¿La he asustado a usted? No la había visto; la ocultaban a
usted tanto estos árboles… —exclamó el príncipe Milcza, pues era él,
fijando en la joven una inquieta mirada.
—¡Pero si lo que hace usted es espantoso! —dijo Mirtea, tratando de
reprimir el temblor de su voz—. En verdad creeríase que…, que busca
usted un accidente —terminó casi con un murmullo.
El príncipe le tomó la mano.
—¡Mirtea!… ¿Qué ha imaginado usted?… ¡Oh, no, no! Me han gustado
y he practicado siempre esos ejercicios, como verdadero magiar que soy.
Ahora trato de engañar así las penas que me torturan; me embriago de aire y
de velocidad… ¡Pero me pesa en el alma haber asustado a usted!
—¡Oh, se me pasó ya! —dijo la joven con una ligera sonrisa y
extendiendo la mano para acariciar las narices del alazán, que avanzaba su
hermosa y fina cabeza.
—Abdul le pide perdón como su dueño, Mirtea… Pero dígame cómo se
encuentra usted ahora. He sabido diariamente de usted por el doctor, pero
me complace poder juzgar por mí mismo… ¿Me dirá usted que pudiera
haberlo hecho antes? Sí, efectivamente, y tendría usted muchísima razón;
pero debo decir, en descargo mío, que he sido presa de una fuerte crisis de
misantropía —añadió, pasándose, la mano por la frente.
Mirtea murmuró, emocionada:
—Hubiera convenido desecharla…, acudir al lado de su madre, de sus
hermanas…
—Sí, debí hacerlo… Pero tengo a veces momentos tan terribles, que mi
energía sufre un indecible quebrantó. No obstante, crea usted que tenía
intención de ir uno de estos días a tomar el té al lado de mi madre.
—¿Y no podría ser hoy? —propuso, tímidamente, Mirtea.
El príncipe entreabrió sus labios, para dejar que asomase en ellos una
vaga sonrisa, tal como la joven se la había visto algunas veces al
contemplar a Karoly.
—¿Hoy?… Sea como usted dice… Pero ¿es usted como yo, Mirtea?
¿Le gustan los paseos solitarios? ¿Cómo no se pasea con mis hermanas?
—He ido a visitar a una familia pobre, a la entrada de la aldea de Silzi.
—Y Terka o Irene, ¿no la acompañan nunca en esas visitas caritativas,
naturalmente? —dijo con irónico acento el príncipe.
—¡Pero si ellas tienen también sus pobres, a quienes distribuyen
limosnas cada semana!… —replicó vivamente, Mirtea.
Por la mirada del príncipe pasó una vislumbre sarcástica.
—Sí; algunos pobres escogidos, de ésos cuya miseria ofende poco la
vista… ¡Oh!, conozco mucho la caridad mundana… La he visto de cerca y
he podido estudiarla… La otra, la verdadera, debe ser la de usted. Seguro es
que la quieren a usted mucho los desdichados, ¿no es verdad, Mirtea?
—Supongo que no deben detestarme —respondió, sonriendo, la joven
—. En cuanto a mí; puedo decir que les profeso mucho afecto, y mi única
pena es la de no poder aliviar todas sus miserias, muy horrorosas a veces.
—Sí, es usted para ellos un rayo de luz…, para todos los desdichados —
murmuró con tono indefinible.
El príncipe volvióse ligeramente, miró el sol, que ya descendía hacia el
horizonte, y preguntó:
—¿Vuelve usted ahora al castillo, Mirtea?
—Sí; me parece que es hora ya.
—¿Quiere usted aceptar mi compañía y la de Abdul?
—Con mucho gusto…, tanto más cuanto he de hablarle.
—Estoy a su disposición —contestó el príncipe, tomando las riendas a
su caballo. Y al momento internáronse por la ancha vereda a través de las
magníficas frondas de aquel rincón del parque. Pasados unos instantes, el
príncipe preguntó:
—¿De qué se trata, Mirtea?
La joven repitióle entonces, con claras frases, lo que ya tiempo atrás
dijo a la condesa Zolanyi.
El príncipe detúvose bruscamente, contraídas las facciones y tomó el
portamonedas, que le tendió la joven.
—¡Oh, sírvase usted dispensarme! —dijo con acento algo sofocado—.
¡Dinero a usted…, a usted, que prodigó a mi hijo su afecto, su abnegación
inapreciable!… ¡Mirtea, perdóneme! ¡La ofendí, bien lo conozco…, y eso
fue muy penoso para usted! ¿Verdad?
—Algo, sí, no quiero negarlo —contestó la joven con franqueza—. Pero
eso fue de momento, porque luego reflexioné que usted no pudo tener
intención de agraviarme.
El príncipe volvió un poco la cabeza y púsose nuevamente en marcha.
Avanzaron así un rato en silencio que, al fin, rompió el príncipe para decir
en voz baja, en la que se traslucía una entonación de súplica:
—¿Querrá usted perdonarme, Mirtea?
—¡Oh, no lo ponga usted en duda! —respondió, vivamente la joven.
—¡Gracias, prima mía!… Y si le pidiese que distribuyera este dinero a
los pobres, ¿lo aceptaría usted?
—¡Para ellos, sí, y con gran placer! Se lo entregaré en nombre de usted,
primo mío, y ellos rogarán a Dios por usted —dijo Mirtea con brillante
expresión de contento, reflejada en sus expresivos ojos.
De nuevo volvieron a ponerse silenciosamente en marcha.
La mirada del príncipe, menos sombría que de ordinario, perdíase en la
profundidad de las arboledas, salpicadas de luz por los rayos del sol, que
conseguía aún atravesar la bóveda de los follajes mientras se hundía en el
horizonte en un mar de fuego. Cerca ya del castillo, el príncipe llamó a un
criado y le entregó el corcel. Luego se despidió de la joven, diciéndole:
—Voy a cambiar de traje, e iré a tomar el té con ustedes. Hágame el
obsequio de advertirlo a mi madre, Mirtea.
La joven, después de haberse quitado su vestido de, paseo, bajó al salón
de la condesa. Cuando hubo anunciado la visita del príncipe, vio alargarse
súbitamente las facciones de todos; Renato abandonó la partida que sobre la
alfombra tenía empeñada con el gozquecillo de su madre; Terka se apresuró
a verificar la perfecta corrección de la mesilla del té, e Irene, a una
observación de la condesa, probó de atenuar la excentricidad asaz acentuada
de su peinado.
—Fortuna es que no nos caiga aquí como llovido del cielo, según su
costumbre —observó—. A dicha, lo has encontrado, y mucho es que se
haya dignado comunicarte su intención.
—Así, ¿has vuelto con él, Mirtea? —preguntó la condesa—. ¿Y no
tenía el aire sombrío, enfurruñado?…
—Realmente no, prima mía. ¡Pero cómo se le conoce que es inmenso su
sufrimiento!
—Pues bien; ése era el momento oportuno de intentar aquel apostolado
que sueles predicarnos tan bien —dijo irónicamente Irene—. Ya que tanto
te compadeces, podías…
La joven interrumpióse súbitamente al oír en la terraza un paso harto
conocido… Y en tanto duró la visita del príncipe Milcza, apenas abrió la
boca, guardando una postura sosegada y casi tímida, que contrastaba con su
habitual vivacidad y sus maneras decididas. Irene, la más parlanchina,
inquieta y machacona de la familia, mostrábase ante su hermano mayor,
humilde y deferente como ninguna… Y Mirtea preguntábase si acaso sería
por tal motivo que el príncipe Milcza parecía profesarle cierta especie de
antipatía, que por cierto no disimulaba.
A partir de aquel día, Arpad fue casi todas las tardes a tomar el té en el
salón de su madre. Hablaba poco, pero en cambio, demostraba apreciar
mucho la lectura que su prima hacía generalmente a la condesa. La voz pura
y profundamente armoniosa de Mirtea, su notable dicción, comunicaban un
nuevo encanto a las selectas obras leídas por ella.
—De buen grado la oiría a usted hasta la noche, Mirtea —díjole un día
—. Pero temo que abusemos de usted. En adelante deseo que no lea tanto.
Mirtea sentía en él un cambio indefinible. Frío y taciturno siempre,
indiferente con sus hermanas y con Renato, hasta el punto de parecer, a
veces que ignoraba su presencia, y sencillamente correcto con su prima,
comunicaba, sin embargo, al dirigirse a ella, cierta dulzura a su mirada, y a
su voz…
En determinados momentos, la joven sentía la impresión de ser objeto
de un interés particular por parte de aquel hombre a quien tan cruelmente
hirió la desdicha en plena juventud; observaba en sus actos, en las palabras
que le dirigía, una grave solicitud, que tal vez era en él una señal del
reconocimiento que le guardaba.
Entre la condesa y sus hijos, cada día era mayor la inquietud al ver
acercarse el invierno.
El príncipe Milcza no hacía alusión a la estancia habitual de su madre
en Viena; parecía acostumbrarse definitivamente a la visita que todas las
tardes hacía al salón de la condesa, y ésta, lo mismo que sus hijas, veía con
terror la perspectiva de un invierno en Voraczy.
Al oírlas lamentarse de eso, apenas podía Mirtea reprimir las palabras
que la indignación hacía acudir a sus labios. ¿Acaso no hubiera debido
complacerlas ver al príncipe volver poco a poco a la vida? ¿No habría sido
natural verlas prontas a sacrificarle sus fútiles placeres, demostrándole
discretamente algún afecto, que acaso le hubiese, andando los días,
conmovido, abriendo, su alma a mayores expansiones?
—A mí me gustaría más permanecer en Voraczy —decía Renato—. Nos
quedaríamos los dos, ¿verdad, Mirtea?
—Los tres —añadió Mitzi, apoyando su rubia cabeza en el brazo de su
prima.
El encanto de Mirtea influía en los dos niños, que le eran más adictos
cada vez, y el impetuoso Renato la obedecía más que a todos.
Una tarde en que la condesa y sus hijas mayores habían ido de visita a
una propiedad de las inmediaciones, Mirtea se llevó a los dos hermanitos
bastante lejos, al campo.
Los tres, después de andar gran rato, detuviéronse a la margen de un
arroyo. Los guardas del príncipe Vileza no habían pasado por allí, y los
ribazos estaban cubiertos de flores otoñales.
En tanto Mirtea tomaba asiento en el tronco de un árbol derribado y
tomaba su labor, los niños se dedicaron a una copiosa recolección, que
depositaron a los pies de su prima.
—¿Para qué os servirán todas estas pobres flores? —díjoles ésta—. No
podemos llevarlas al castillo.
—¡Oh, no! —dijo asustada Mitzi—. El príncipe se enfadó mucho con
Terka el año pasado, un día que mi hermana había olvidado desprender de
su cuerpo una rosa que le dieron en casa de los Boldy.
—¡Qué lástima! ¡Son tan bellas! —exclamó Renato con tono pesaroso
—. Oye, Mitzi: ¿Vamos a hacer un tocado para Mirtea? Será el hada de las
flores.
Mitzi batió palmas, y Mirtea se mostró complaciente a la fantasía de los
niños… Pronto se encontró literalmente cubierta de flores.
—He visto en el bosque muchas campánulas, azules y rosas muy lindas
—dijo Renato—. Ven, Mitzi, vamos a hacer un ramo.
—No os alejéis —recomendó Mirtea—, y volved en seguida que os
llame.
Ambos hermanitos fuéronse corriendo, y Mirtea reanudó su labor
interrumpida.
Un pálido sol de otoño rodeaba a la joven. A través de las ligeras flores
en ellos esparcidas, sus cabellos adquirían reflejos de oro mate. Una franja
de florecillas de tonos malva ceñía su frente, sombreando ligeramente sus
pupilas, fijas en la labor y veladas por sus largas pestañas rubias.
Terminada su hebra, levantó la cabeza para buscar el hilo, que los niños
habrían, sin duda, tirado en la hierba… Pero de su garganta salió una
exclamación de azoramiento…
Casi enfrente de ella, apoyado en un tronco de los árboles del
bosquecillo, estaba el príncipe Milcza pálido el rostro, casi tan pálido como
lo viera Mirtea en el momento de la agonía de Karoly, y sus facciones
crispábanse ligeramente.
Mirtea, casi, con inconsciente gesto, llevóse la mano a su cabellera para
quitarse las flores… Pero el príncipe extendió la mano, diciendo con voz
extrañamente cambiada:
—¡No, Mirtea!… ¡No se las quite usted!
—Y se acercó a la joven, la cual balbució, bajando la vista:
—¡Dispénseme usted! Los niños, se han recreado…
—¿Pero de qué he de dispensarla, pobre Mirtea? Nada ha hecho usted
que lo merezca. Yo soy quien hasta ahora se ha portado atrozmente como
un verdadero egoísta…, pues voy creyendo que a usted le agradan mucho
las flores…
—No quiero negarlo. Heredé este gusto de mi madre, que no sabía vivir
sino rodeada de ellas.
—En este caso, ¡cuán privada de este placer se ha visto usted aquí! Yo,
en otro tiempo, también las amaba apasionadamente…
El príncipe se pasó la mano por la frente, y murmuró con un dejo de
amargura que hizo estremecer a Mirtea:
—Mi error consistió en envolverlas a todas en la misma reprobación.
No quise reflexionar que si existen flores ponzoñosas, hay otras buenas,
muy buenas, y algunas exquisitas. Al fin he llegado a comprenderlo…, y
aunque me esté vedado coger aquélla cuyo delicado perfume me ha hecho
volver sobre mi injusta prevención, en ningún modo he de impedir que se
atavíe usted con ellas, Mirtea, pues las flores son el adorno natural de las
jóvenes.
El príncipe trataba de hablar con calma; pero Mirtea, sorprendida, sentía
vibrar en él una emoción intensa y algo dolorosa también. Viole inclinarse
para recoger la labor que la joven, en su encogimiento, dejó deslizar hasta la
hierba, y alejarse apresuradamente.
Cuando los niños volvieron, encontraron a Mirtea inactiva y no
recobrada aún de su emoción; pero al verlos recogió al momento su labor, y
los tres regresaron en seguida al castillo.
El príncipe Milcza retrasóse mucho aquel día en ir a tomar el té.
Excusóse con aire distraído, y apenas tomó asiento al lado de su madre,
díjole tranquilamente, como si hubiese continuado una conversación
comenzada por la mañana:
—Creo, madre mía, que debe usted ya pensar en su habitual estancia en
Viena.
La condesa, sobrecogida un momento, balbució por fin:
—Sí, habíamos pensado…; pero, Arpad, si nuestra presencia aquí te es
agradable…
—No creo que pueda usted ponerlo en duda —contestó el príncipe
cortésmente—. Pero no pretendo cambiar para nada sus costumbres ni
imponerle un invierno en Voraczy.
—¡Lo haríamos de buena gana por ti, Arpad! —contestó la condesa,
movida por un arranque sincero.
—Muchas gracias —contesto el príncipe con cierta frialdad—; pero no
he de aceptar ese sacrificio. No quiero que alcance a los demás la soledad
de mi destino, a la que no podré sustraerme nunca.
Bajo la tranquila altivez con que el príncipe dijo estas palabras, Mirtea
creyó percibir una inmensa amargura, una especie de aflicción sin
esperanza de alivio.
Oprimiéndose el corazón, pensó que iba a sumirse nuevamente en su
negra melancolía, y la indignó observar el relámpago de júbilo que brilló en
los ojos de Irene y la contenida satisfacción que revelaba la fisonomía de
Terka… ¡Oh, no! Ella no se hubiera portado así con un hermano suyo, aun
cuando hubiera sido éste tan frío y poco afectuoso como el príncipe Milcza.
Habríale dicho: «Las penas te agobian; sufres mucho…; no quiero dejarte
solo, Arpad. ¡Qué me importan las fiestas, las distracciones mundanas, con
tal que pueda contribuir, aunque no sea más que por pocos instantes, a
distraerte diariamente de tus sombríos pensamientos!».
Pero ¡ay!, ella no era su hermana, y a las jóvenes condesas no era
probable que les saliese nunca del corazón usar ese lenguaje con el príncipe
Milcza.
Era muy posible que Mirtea no se hubiese engañado creyendo adivinar
en él una recrudescencia de sufrimiento moral, pues desde ese día pareció
recobrar su gusto por la soledad completa. No volvió a presentarse en el
salón de su madre, ni se le volvió a ver por el parque una sola vez. En
cambio, entregábase apasionadamente a la música, y Mirtea, al atravesar los
jardines, oía a veces los sones del piano o del órgano.
Los preparativos de la partida llevábanse a cabo lentamente. La condesa
no quería demostrar demasiada prisa en alejarse de su hijo. Por otra parte, y
no obstante su deseo de reanudar su vida de sociedad de los precedentes
inviernos, no manifestaba por aquella temporal ausencia una verdadera
satisfacción, y así lo confesó un día a Mirtea:
—Estoy inquieta por Arpad; temo que vuelvan a asaltarle negras ideas.
—Entonces, ¿por qué no se queda usted aquí, prima mía?
—¿Quedarme…, después que él me ha dado a comprender su deseo de
estar solo?…
—¡Oh! ¿Cree usted que él quiso expresar esto?
—No me cabe ninguna duda. Por cortesía, no pudo decírmelo
explícitamente; pero le conozco bastante para entender lo que se oculta bajo
sus correctas palabras.
***

La víspera del día fijado para la partida, Mirtea, a pesar del tiempo
brumoso y frío, llegóse hasta la vivienda del ispán Buhocz para despedirse
de Miklos. La joven iba a verle algunas veces, y era aquello un rayo de luz
en la vida del muchacho, que en el hogar paterno era poco satisfactoria,
pues su padre no sabía perdonarle que le hubiesen echado del castillo, y sus
hermanos mayores le hacían blanco de toda clase de impertinencias. Mirtea
encontró al pobre chico llorando, y al saber que la joven se ausentaba,
aumentábasele el pesar.
—Ahora seré continuamente desgraciada, ya que no tendré a usted aquí
para consolarme algunas veces —exclamó sollozando—. ¡Oh, señorita
Mirtea! ¡Si pudiese ocuparme en cualquier cosa en el castillo!… Mi padre
no diría entonces que no sirvo para nada, y no volvería a echarme en cara el
pan que como.
¿Ocuparle en el castillo? Pero ¿a quién solicitarlo? Si Mirtea hubiese
podido ver al príncipe Arpad, habría intentado interesarle por la suerte de
Miklos. ¿No le había dicho que podía pedirle todo lo que deseaba? Pero
Arpad no se presentaba por parte alguna, y, evidentemente, no le vería antes
de marcharse. No le quedaba más recurso que rogar al padre Joaldy para
que intercediese en favor de Miklos.
Habiendo dado un abrazo al chico, recomendándole que le escribiese,
alejóse Mirtea, oprimido el corazón al pensar que iba a alejarse de aquellos
seres por quienes se interesaba con todo el ardor de su alma caritativa, y de
la residencia de Voraczy, que, de unos meses a aquella parte, le era
singularmente querida.
¡Cuán tristes se presentaban aquel día todas las cosas! Aquel cielo
brumoso; aquel parque desnudo de follajes; aquellos jardines preparados
para el invierno… todo hablaba de melancolía, de pena, de sufrimiento.
Mirtea, la valerosa Mirtea, experimentaba ese día las efectos de aquella
tristeza ambiente, pues poco a poco asomaran en sus grandes ojos
abundantes lágrimas.
Subió lentamente las gradas de la escalinata y entró en el vestíbulo; pero
detúvose un instante en el umbral. El príncipe Milcza estaba en pie, cruzado
de brazos, ante uno de los magníficos tapices que ornaban las paredes.
Junto a él, un hombre correctamente vestido de negro, hablaba en voz baja,
llena de deferencia.
Mirtea avanzó, aligerando el paso, con intención de seguir adelante sin
estorbar al príncipe; pero éste volvióse y la divisó.
—¡Buenos días, Mirtea! —dijo saludándola—: Aquí estoy ocupado en
examinar esta tapicería, que ha sufrido, no sé cómo, un pequeño deterioro.
A la vez que pronunciaba estas palabras, fijaba el príncipe su mirada, a
la vez fría y triste, en el semblante de la joven. ¿Vio acaso las lágrimas que
aún brillaban en sus ojos? Sea como fuere, lo cierto es que una breve, pero
intensa emoción, transparentóse en su mirada.
—Dentro de poco le manifestaré mi decisión respecto a esta compostura
—dijo, dirigiéndose al hombre vestido de negro, quien se inclinó
profundamente, y marchóse.
El príncipe dio algunos pasos hacia la escalera, y luego detúvose
súbitamente, diciendo con voz ligeramente trémula.
—¿Por qué ha llorado usted, Mirtea?
La joven inclinó algo la cabeza al responder:
—Pienso que es la tristeza de este día gris… y también la pena de
ausentarme de Voraczy.
—¿Le agrada esta propiedad?
—Sí; muchísimo… ¡Y luego, hay tanto bien por hacer en todas
partes!…
El príncipe volvió, la cabeza, y Mirtea no pudo ver la expresión
dolorosa de su mirada.
—A propósito, primo mío, quisiera pedirle algo…
—¿De qué se trata? —dijo el príncipe.
—De Miklos. Desde que le despidió usted, al niño maltrátanle en su
casa… Ahora mismo acabo de encontrarle bañado en lágrimas. Si pudiera
ocuparle usted aquí en algo. ¿No querría hacerlo?
—Pensaré en su protegido, Mirtea. No le faltará ocupación; se lo
prometo.
—¡Se la agradeceré muchísimo! —exclamó la joven, con gozosa
entonación—. Es usted muy bueno, primo mío.
—¿Yo? —replicó, el príncipe con amargo tono—. Junto a un corazón
elevado y verdaderamente cristiano, hubiera podido serlo; pero sólo, he
encontrado perversidades en mi camino, miserables vanidades, y esto ha
levantado en mi alma un muro inaccesible a la piedad.
—No me es posible creerlo; ¿acaso no estoy viendo que no se niega
usted a ocuparse de Miklos? —exclamó la joven con tono conmovido de
protesta.
Contemplóla el príncipe, y murmuró con cierta especie de fervor:
—Usted es quien es buena…, tan buena, que vence con su caridad a los
más implacables… ¡Sea usted bendita, Mirtea, por el bien que me ha
hecho…, y ruegue por mí!
Volvióse bruscamente apenas hubo pronunciado estas palabras, y
alejóse con rápido paso, dejando sobrecogida a la joven, la cual no volvió
ya a verle antes de la partida.
Aquella misma noche se despidió de su madre y de sus hermanas en la
habitación de la condesa, y no se presentó cuando al día siguiente se alejó
de Voraczy su familia.
Desde el coche que la llevaba a la estación pudo Mirtea, durante buen
rato, percibir la magnífica residencia, rodeada de sus seculares arboledas y
coronada por el pabellón blanco y verde que anunciaba le presencia del
dueño…
Una tristeza profunda apoderóse del alma de la joven al pensar en
aquella otra alma, que adivinó elevada y ardiente, y que allí iba a quedarse a
solas con sus penas y sus dolorosos recuerdos, sin la confortadora luz de la
fe.
—¡Dios mío! ¡Dadme que sufra yo, si conviene, a fin de que le
concedáis ese don sin el cual no puede salvarse! —exclamó interiormente
en un impulso de su joven y ardiente corazón.
Capítulo 12

L os leños del hogar llameaban alegremente, y las grandes lámparas,


veladas de verde pálido, derramaban su atenuada luz sobre una parte
del vasto salón, colgado de obscuros tapices y decorado con suntuoso y
severo mueblaje.
Aquella suave claridad iluminaba también, cerca de la chimenea, el
apacible rostro y los bandós rubio ceniza de la señorita Rosa, y recortaba
sobre el rico damasco de la vasta tapicería el puro perfil de Mirtea Elyanni
comunicando a su espesa cabellera un delicado matiz de oro pálido. La
institutriz leía…, o, dicho más exactamente, intentaba leer. En realidad,
dormitaba, y en los labios de Mirtea asomaba de vez en cuando una sonrisa
al verla despertarse sobresaltada, tomar de nuevo el libro y dejarlo caer al
cabo de unos instantes.
Mirtea estaba perfectamente desvelada. Confeccionaba con gran
actividad una faldita de lanilla, que serviría de excelente abrigo para una
niña pobre, a quien pensaba ofrecerla como regalo de Navidad, y
apresurábase a terminar su trabajo, porque se acercaba la hora de vestirse
para ir a la misa del gallo.
A la vez que se entregaba a su labor, repasaba en su memoria los meses
transcurridos. Aunque ligeros, no habían dejado de traerle algunos
sinsabores, principalmente por parte de Irene, cuya malevolencia y envidia
habían aumentado a partir de un día en que Mirtea, de vuelta de una gran
ceremonia celebrada en la catedral, se encontró frente a un elegante grupo
de personas que salían del salón de la condesa.
Ésta, ante la sorpresa de sus invitados, se vio en la precisión de
presentar a la joven. Ahora bien, entre aquellas personas había un joven
oficial que llevaba el apellido de Gisza, quien, al oír decir a la condesa
Zolanyi: «La señorita Mirtea hija de mi pobre prima Eduvigis Gisza»,
exclamó al momento:
—¡Pues entonces somos primos, señorita!… ¡Cuánto me place!… Y me
atrevo a esperar que tendré nuevamente el gusto de cumplimentar a usted.
Cuando Mirtea se hubo alejado, felicitaron mucho a la condesa Zolanyi
por la belleza, la gracia y la natural distinción de su joven parienta. El
conde Mathias Gisza no se mostró el menos entusiasta, por lo que Irene
trasladó a Mirtea la cólera inspirada por la admiración de su primo hacia
aquella «extraña», como interiormente la denominaba ella.
Terka, que hasta entonces había tratado con más benevolencia a Mirtea,
fue poco a poco cambiando, al advertir que Mitzi, su preferida y su
inseparable, cada día se mostraba más ardientemente adicta a su prima. Así
pues, aunque por diferente motivo, Terka había llegado también a sentir
envidia, y demostraba gran frialdad a Mirtea, frialdad casi tan penosa para
ella como las palabras mordaces o acerbas de Irene.
Afortunadamente, la condesa Gisela permanecía invariablemente igual;
pero no advertía —o no quería advertir— la hostilidad de sus hijas hacia
Mirtea. Su carácter, algo indolente, preocupábase poco de que la joven
sufriese de aquella malevolencia y aquella injusticia, y además, la debilidad
que tenía por sus hijas la inducía a no dirigirles la menor censura.
En cambio de esas ligeras desazones que afligían a Mirtea, estábanle
reservadas algunas compensaciones en la existencia, casi austera y privada
de distracciones, que llevaba en el palacio Milcza, comparada con la vida
de jolgorio y mundano devaneo de sus primas. Además del afecto de Mitzi,
poseía el de Renato, sobre quien decididamente tomaba una real influencia.
Además, habíase granjeado la simpatía de la señorita Rosa, excelente y
plácida joven, con la cual perfeccionaba el idioma alemán y platicaba
frecuentemente sobre literatura, asunto favorito de la institutriz, muy
versada en esos estudios.
Cuatro días hacía que la familia Zolanyi se había trasladado a Budapest,
como tenía por costumbre todos los años para celebrar las fiestas de
Navidad, instalándose en el antiguo palacio que en esa ciudad poseía el
príncipe Milcza, quien lo ponía a disposición de los suyos, lo mismo que
sus moradas de París y de Viena.
Aquella mañana habían, pues, partido todos para pesar la víspera y el
día de Navidad en el castillo de Selzy, distante algunos kilómetros de
Budapest. Pero ni siquiera por un instante se pensó en invitar a Mirtea, por
más que los castellanos de Selzy fuesen Gisza, parientes suyos… Y, en
consecuencia, la joven habíase quedado sola para celebrar aquella fiesta de
Navidad, con la institutriz, en el grande y austero palacio, donde flotaba el
recuerdo de los antepasados del príncipe Arpad.
Los pensamientos de la joven trasladábanse aquellas instantes a
Voraczy. ¿Qué sería para «él» la dulce fiesta de Navidad, tan infinitamente
consoladora para los corazones cristianos? ¿Continuaba imperando la
rebelión de su alma, o bien, apaciguábanse lentamente sus impulsos?
Las noticias de Voraczy, además de raras, eran muy sucintas. La
condesa había escrito varias veces a su hijo, y éste la había contestado con
cartas muy breves, sin entrar en pormenores personales. Sólo por una carta
de Katalia a Thylda, sobrina y ahijada suya, supieron los Zolanyi y Mirtea
que el príncipe Milcza celebraba frecuentes conversaciones con el padre
Joaldy, que realizaba excursiones a través de sus tierras de Voraczy y que se
preocupaba de mejorar la suerte de los que en ellas residían, a cuyo efecto
daba instrucciones a los ispáns. El ama de llaves era mujer de carácter muy
discreto, y conocedora, además, de la aversión que le inspiraban al príncipe
las habladurías, extendíase poco en esos detalles. Pero así y todo, tales
noticias inundaron de gozo y esperanza el corazón de Mirtea. Si Arpad salía
de su aislamiento y se ocupaba del bienestar ajeno, de los humildes y de los
pequeños, de quienes era responsable ante Dios, bien podía decirse que
estaba salvado.
Miklos había cumplido su promesa de escribir a Mirtea, participándole
que su excelencia el príncipe Milcza le había tomado a su servicio
particular y que no podía ser mayor su dicha. Su dueño era muy bueno con
él, y no le manifestaba nunca la dureza de otra tiempo.
«Se lo agradezco a usted con todo mi corazón, señorita Mirtea —
terminaba el muchacho—. Todos los días ruego para que el buen Dios le
haga a usted muy dichosa, y porque su excelencia esté menos triste».
Triste lo estaba, indudablemente más, el pobre príncipe, en aquellos días
de fiestas familiares, solo en su morada magnífica. El recuerdo de su hijito
debía ser para él más intenso, su dolor más punzante.

***

Mirtea prestó de pronto oído. La puerta que daba comunicación al salón


con el aposento contiguo estaba abierta, y desde el vestíbulo llegaba hasta
ella rumor de voces.
—Señorita, ¿oye usted?… Diríase que… sí, verdaderamente, diríase que
es la voz del príncipe Milcza…
La institutriz, arrancada a su dulce somnolencia, sobresaltóse algo y
púsose a escuchar.
—No sé… —contestó—; ¡pero sería muy inverosímil!
Mirtea levantóse vivamente, atravesó la habitación contigua y abrió la
puerta que daba al vestíbulo.
Sí; allí estaba, efectivamente, el príncipe Milcza, irritado el rostro,
oyendo las explicaciones que le daba un criado en el colmo de la turbación
e inclinado ante él, mientras que otros servidores manteníanse detrás, en
actitud humilde y poco sosegada.
Pero el rostro del príncipe iluminóse súbitamente, y avanzó hacia Mirtea
con la mano tendida.
—¡Mirtea!… ¿Está usted aquí, al menos? Macri estaba diciéndome que
se habían marchado mi madre y mis hermanas, y ahora mismo iba a
preguntarle si había partido usted con ellas… Pero ¡está usted aquí! —
repitió con un tono de júbilo que no sabía contener, a la vez que se inclinaba
para besar la mano de su prima.
—¡Qué sorpresa! —murmuró Mirtea sin poder reprimir tampoco su
emoción—. Precisamente estaba pensando ahora mismo en lo triste que
había de ser para usted este día de fiesta en Voraczy…
—Sí; lo habría sido terriblemente si una revelación del excelente padre
Joaldy no me hubiese ayer quitado el peso que me oprimía el corazón y me
tenía cautivo. Inmediatamente decidí este viaje, con intención de pasar en
familia la fiesta de Navidad. Pero al llegar me encuentro con un vestíbulo
mal alumbrado, sin calefacción apenas, y sin persona ninguna del
servicio… Llamo…, no viene nadie; vuelvo a llamar más vivamente, y, al
fin, se deciden a comparecer esos individuos… —añadió, designando a los
criados, cuyo semblante y actitud revelaban más consternación que otra
cosa.
El príncipe los miró un instante con aire verdaderamente enojado, y
prosiguió:
—Parece que en ausencia de mi madre se permiten negligencias
increíbles…
—Es preciso mostrarse indulgente hoy, primo mío; es la víspera de
Navidad —intercedió dulcemente Mirtea.
—Sea; dispensaré por esta vez… Serestely, prepara mi habitación —
dijo, dirigiéndose a su ayuda de cámara, que se mantenía en pie detrás de él,
con una maleta en la mano.
Arpad quitóse su gabán de pieles, y, entregándolo a un doméstico, dijo,
volviéndose hacia Mirtea:
—¿Pero la han dejado a usted sola aquí?
—No; se ha quedado también la señorita Rosa. El príncipe frunció las
cejas y dijo con aire descontento:
—Mi madre debió haber evitado ésta casi soledad, tratándose de un día
tan solemne… Sobre todo este primer año, después de su penoso luto…
Pero si está en Selzy, ¿por qué no se la ha llevado a usted? ¡Es
incomprensible! Los Gisza son parientes de usted…
—Tal vez no quieran reconocerme como tal —contestó,
pensativamente, Mirtea—. Por lo demás, prefiero que sea así, a causa de mi
luto. Acaso habrá grandes reuniones en Selzy, y, realmente, no estaba allí
mi sitio.
—Siempre la misma discreción, Mirtea… Pero no tema usted; los Gisza
no tendrán pronto más que sonrisas y amistades para su primita.
—¡Oh!… ¡Lo dudo mucho!
—Y yo estoy completamente persuadido de ello —afirmó el príncipe
con tono perentorio, a la vez que se adelantaba a saludar a la señorita Rosa,
la cual mostrábase visiblemente estupefacta de aquella inesperada visita.
Luego entró con ambas jóvenes en el salón y dijo, mirando con aire de
satisfacción en torno suyo:
—Ustedes dos han sabido hacer hospitalaria y deliciosamente agradable
esta vasta habitación, demasiado majestuosa… ¿Tenía usted intención de
asistir a la misa del gallo, Mirtea?
—Sí; la señorita Rosa y yo pensábamos oírla en la vecina iglesia.
—Pues si usted lo permite, me complacería acompañarlas.
—¡Con mucho gusto! —respondió Mirtea, cuya alma se llenó
súbitamente de alegría.
Varios años, hacía que el príncipe Milcza, no frecuentaba el templo. ¡Si
aquella fiesta de Navidad pudiera ser el punto de partida de una renovación
en él!…
—En este caso, termino la velada con ustedes —dijo, tomando asiento
en un sillón—. ¡Pero no se vaya usted, señorita! —añadió, al ver que la
institutriz tomaba su libro y hacía ademán de alejarse—. Continúe usted su
lectura… ¿Y mi prima Mirtea trabajaba, indudablemente, en alguna obra
caritativa?…
El príncipe, al decir esto, tomó la faldita que la joven había arrojado
sobre la mesa para lanzarse hacia el vestíbulo, y dijo con cierta emoción:
—¡Mirtea es la misma de siempre! Los pobres, los desdichados de
cuerpo o de alma, son invariablemente sus preferidos… ¿Continúa usted en
Viena sus visitas caritativas?
—¡Oh, no mucho, por desdicha! Aquí no puedo hacerlas sola. Thylda es
muy joven también, y, por otra parte, tiene grandes ocupaciones. La señorita
Rosa me acompaña a veces, cuando goza de algún rato libre… Nos
llevamos muy bien —añadió con una sonrisa dirigida a la institutriz.
—¿Quién no se llevaría bien con usted, señorita Mirtea? —replicó la
institutriz con una vivacidad poco acostumbrada en ella.
—¡Bien dicho, señorita! —añadió el príncipe, sonriendo— ¡Ea!, no se
ruborice usted, prima mía; no vamos a cantar sus alabanzas en presencia
suya. Deme usted noticias de mi madre y de mis hermanas…, y de usted
también, naturalmente. No le encuentro a usted un semblante muy
lisonjero… ¿Verdad que no, señorita?
—¡Oh, pues me encuentro muy bien! —protestó Mirtea—. Será que la
permanencia en la ciudad me pondrá, tal vez, algo pálida.
—Indudablemente…; pero temo que trabaje usted demasiado.
Cuénteme lo que hace…, hábleme de sus ocupaciones.
En la mirada del príncipe leíase un interés profundo; el tono de su voz
endulzábase singularmente al dirigirse a su prima. No; no eran triviales
frases de cortesía las que él empleaba. Mirtea sentía que realmente deseaba
saber cuál había sido su vida durante los dos meses que habían transcurrido
sin verse. Y observaba también, con indecible júbilo, que Arpad no era ya,
en ningún modo, el mismo de antes. Cierto que su bello rostro pálido
mostraba todavía las huellas de los sufrimientos morales sobrellevados; en
sus labios dibujábase, en algún que otro momento, su habitual pliegue de
amargura; pero no era posible desconocer que había ocurrido en su alma
una cesación de tirantez que la había serenado, alguna cosa que Mirtea no
sabía explicarse y que en algún modo se parecía al júbilo de un cautivo que
ve caídas sus ataduras y lo contiene, no atreviéndose a creer todavía en su
felicidad.
La joven refirióle sencillamente su existencia en la capital austríaca,
existencia en extremo sencilla casi severa. En el alma de aquella joven tan
hermosa no existía anhelo ninguno por la vida de pompas y placeres
mundanales, cuyos ecos llegaban hasta ella.
—¿Verdaderamente, Mirtea, no envidia usted a mis hermanas? —
preguntó el príncipe, inclinándose un poco hacia ella; como para estrujar
mejor su fisonomía. La joven fijó en él sus grandes ojos, radiantes de
sinceridad.
—¡Puede usted creerme que no! ¡Esa existencia me parece tan vacía,
tan absolutamente inútil!
—¡Pero la de usted es muy seria!
—Sí, bastante —respondió sonriente la joven—; pero la prefiero mil
veces a la de mis primas.
El príncipe apoyó la mano en su barba, y murmuró:
—¡Es una verdadera lástima que mis hermanas tengan gustos tan
frívolos! No han de ser muy agradables compañeras para usted, Mirtea.
La joven bajó la cabeza y se absorbió en su trabajo. El asunto era
candente; al príncipe Milcza podía ocurrírsele interrogar a su prima acerca
de las relaciones que mantenía con sus hermanas.
Sin embargo, contentóse con preguntar:
—¿Continúa usted dando lecciones a Renato?… ¿Es tan revoltoso como
siempre?
—No, es mucho más juicioso. Y conmigo está siempre muy amable.
—¿Qué decíamos hace poco? ¡Nada es capaz de resistir a usted! —
manifestó el príncipe con cierta emoción matizada de malicia—. Pero ¿esas
lecciones no la molestan, no la fatigan?
—En modo alguno… Y, por lo demás, fuera lo mismo, ya que las
lecciones son las que más adelante, deberán ayudarme a vivir, cuando tenga
algunos años más… y no parezca tan aniñada como dice Irene —añadió
Mirtea con aire semisonriente, semiserio.
—Sí; ya veremos eso… más adelante, cómo dice usted —declaró el
príncipe, sonriendo a su vez con cierta vislumbre de emoción algo chancera
en el fondo de sus negras pupilas.
La señorita Rosa, que acababa de dirigir una mirada al reloj, anunció
que era hora de partir.
Mirtea y ella subieron a sus habitaciones, y, prescindiendo de
sombreros, envolviéronse en largos y compactos abrigos. Al bajar
encontraron en el vestíbulo, brillantemente iluminado ahora, al príncipe,
que, pronto ya, las aguardaba.
La capilla, muy próxima, formaba parte de un convento fundado por un
antecesor del príncipe Arpad. Por este motivo, los príncipes Milcza habían
tenido siempre su silla particular en el coro, junto a los sitiales de los
sacerdotes. Pero hacía años que aquel asiento permanecía inocupado… Y
sucedió que esa noche los fieles concurrentes a la capilla vieron erguirse en
aquel sitio, siempre vacío, una alta esbelta silueta. En la viva claridad
proyectada por las velas del altar aparecía una hermosa cabeza, de aspecto
altivo, de pálido y serio perfil.
Mirtea, arrodillada en los asientos reservados a la condesa y a su
familia, abstraíase en una plegaria ardiente, en una fervorosa acción de
gracias. ¿No era ése un primer paso para aquella alma antes atormentada y
que había llegado a rebelarse contra los inescrutables designios de la
Providencia?… ¡Qué dulcemente verle allí en grave y recogida actitud!
Todos los recuerdos de otra época, los piadosos recuerdos de su infancia y
de su adolescencia debían afluir en él, y bajo su influenciá bendita, el
indiferente de ayer encontraba tal vez las dulces plegarias de tiempos más
felices.
Cuando los fieles se acercaron a la Sagrada Mesa, el príncipe Arpad
volvió la cabeza hacia aquel lado. Una emoción profunda, difícilmente
reprimida, leíase en su rostro. Su mirada quedó, por espacio de algunos
segundos, fija en Mirtea.
Levantados los ojos hacia la hostia ofrecida por el sacerdote, la joven
parecía transfigurada bajo la impresión de un fervor angelical.
La emoción acentuóse en la mirada del príncipe, en la que se revelaba
un pesar profundo, una tristeza inenarrable, pero sin amargura, al mismo
tiempo que un goce religioso y una esperanza… Miró, entre la
muchedumbre, alejarse la gentil silueta de Mirtea al volver a su asiento, y
sus labios murmuraron, como si la joven hubiera podido oírle:
—¡Ruega por mí, Mirtea!
Al salir, junto a la pila del agua bendita, Mirtea y la institutriz hallaron
al príncipe, que las aguardaba. Éste les ofreció el agua y ayudó a su prima a
envolverse en su gran abrigo, haciéndolo con gestos muy suaves, casi
religiosos, y un aire de grave e intenso respeto, como lo hubiese hecho un
creyente al tocar un objeto sagrado.
En la calle, al pie de la puerta del templo, un pobre anciano, hollando la
nieve y tiritando bajo sus andrajos, imploraba limosna, rodeado de cuatro
criaturitas no menos dignas de compasión que él.
Mirtea murmuró compasivamente:
—Le conozco; es un infeliz anciano a quien el conserje de palacio da
todas las semanas un poco de pan. En su casa parece que reina una atroz
miseria… —añadió, a la vez que buscaba en su bolsillo.
Pero la mano del príncipe púsose en su brazo.
—¡Permítame usted! Esto es incumbencia mía —díjole, poniendo una
moneda de oro en la mano de cada niño, después de manifestar al pobre
viejo, que le miraba estupefacto:
—Todas las semanas encontrará usted un socorro en el palacio de
Milcza.
—¡Gracias por ellos, primo mío! —murmuró la voz de Mirtea,
temblando de emoción.
—Soy yo quien debe darle las gracias por haberme enseñado el dulce
goce de hacer bien al prójimo —replicó gravemente el príncipe.
En el vestíbulo del palacio, donde los domésticos estaban ahora solícitos
y diligentes, el príncipe Milcza ayudó por sí mismo a su prima a quitarse el
abrigo, a la vez que le preguntaba:
—¿Ha pensado usted en el refrigerio de Nochebuena, Mirtea?
—Ciertamente que sí… ¿Y si me atreviera a proponerle, que lo
compartiese usted en toda su sencillez?
—¿Atreverse? ¡Pues si yo no deseaba más que esta invitación!, —
exclamó sonriendo el príncipe—. Acepto muy agradecido, tanto más cuanto
que estoy lo que se llama hambriento, pues he comido muy ligeramente y
han transcurrido ya algunas horas.
En el gran salón, tibio y bien iluminado, manteníase el príncipe en pie
junto a la chimenea, mirando las idas y venidas de Mirtea,
concienzudamente ocupada en la preparación del té, en que, por
experiencia, sabía ya cuán exigente era el príncipe Arpad.
La luz, tamizada de verde, iluminaba el delicado perfil de la joven, y su
soberbia cabellera, realzada con una sencillez que en cualquier otra que no
hubiera sido Mirtea hubiera podido parecer coquetería, avaloraba la
perfecta forma de aquella cabeza de deidad griega. Su elegante talle, sus
movimientos naturales e infinitamente graciosos, la expresión
deliciosamente seria y atenta de su rostro mientras desempeñaba con
minucioso cuidado su tarea, todo formaba en ella un conjunto tan
delicadamente armonioso, que la excelente institutriz olvidábase de tomar
asiento contemplándola.
—Mirtea, si he de juzgar por el celo que está usted desplegando, esta
bebida va a ser una perfección —dijo, sonriendo, el príncipe.
—Puede usted creerme que así lo deseo…, sin que, no obstante, me
atreva a esperarlo. ¡Terka lo preparaba tan bien!… Y, con todo, no siempre
estaba usted satisfecho, primo mío.
—Ésta es una observación que se parece algo a un reproche, ¿no es
verdad? Vamos, le prometo ser menos exigente en adelante… Pero, vamos a
ver, ¿no le parece a usted que ese «primo mío» es demasiado ceremonioso?
¿Por qué no llamarme Arpad, como mis hermanas?
—No sé si… —contestó Mirtea con aire perplejo.
—Me complacerá muchísimo que me llame así, se lo aseguro… Y
ahora vamos a gustar ese té que tanto trabajo le ha dado, Mirtea —añadió
alegremente, viendo que la joven tomaba la tetera.
Entre todas las cenas de medianoche que se celebraron en Budapest
aquella víspera de Navidad, no hubo, probablemente, otra tan tranquila, tan
íntimamente feliz como aquélla. A instancias de su primo, Mirtea habló de
sus pasadas Navidades al lado de su madre, de su vida, sumamente ocupada
en Neuilly, de sus consolaciones y de sus tristezas, del afecto que había
encontrado en las excelentes señoras Millon. Contábaselo todo con
sencillez y confianza absolutas, y el príncipe, no menos sencillamente, algo
alterada la voz por la dolorosa emoción, recordaba a su vez las fiestas de
Navidad de su pequeño Karoly, refería rasgos de su corta vida…
—Usted es la única, Mirtea, ante quien pueda evocar, sin excesivo dolor
y aun con una especie de consuelo, el recuerdo de mi angelito…, y es
porque siento que lo amó usted de verdad y profundamente… ¡Y él, mi
adorado Karoly, la quería a usted también tanto!… casi tanto como a su
padre, Mirtea.
—Y algo celoso estuvo usted de ello, ¿verdad?
Los labios del príncipe crispáronse ligeramente y murmuró:
—¡Perdónemelo, Mirtea! ¡Me porté tan fríamente con usted!… ¡Con
tanta dureza muchas veces… y usted ha sido tan buena en olvidarlo en
seguida!… Pero ya hablaremos de esto más adelante…, le explicaré muchas
muchas cosas…
El príncipe permaneció un rato silencioso después de pronunciar estas
palabras, fijos los ojos en el hogar, donde se desplomaban los leños. Mirtea,
cruzaba sus lindas manos sobre su falda negra, miraba vagamente a la
señorita Rosa, discretamente sentada a cierta distancia, sumida, al parecer,
en su lectura, pero, en realidad, dormitando dulcemente, mecida por los
acentos de la lengua magiar, que no comprendía lo bastante para seguir la
conversación del príncipe Arpad y Mirtea. El reloj, dando dos campanadas,
sobresaltó al joven magnate.
—¡Oh, Mirtea, cómo estoy retardando su descanso!… ¡Y esa pobre
señorita, que se ha dormido!
Desvelada súbitamente por la exclamación del príncipe, la institutriz se
enderezó, abriendo tamaños ojos, y, exclamó con voz confusa:
—¡Dispénseme usted, príncipe!… Creo…, sí, verdaderamente me
parece que me había dormido.
—Mía es la culpa, señorita; vayan ustedes a descansar pronto. Mirtea,
¿podría verla mañana por la mañana antes de partir?
—¿Cómo? ¿Se va usted mañana? —exclamó la joven con tono de
sorpresa.
—Sí; he venido únicamente para asistir a la misa del gallo… ¿Parece
que se queda usted muy admirada? ¡Qué quiere usted! Gozo fama de tener
ideas muy extravagantes, a veces —dijo con cierta sonrisa en que se
mezclaba alguna ironía.
—¡Pero se va usted sin ver a su madre, a sus hermanas!…
—¡Oh! ¿Cree usted que lo sentirán? —profirió el príncipe con cierto
aire zumbón, tanto en la voz como en la mirada, que brilló singularmente—.
Mi presencia les hubiera estropeado la fiesta, no lo dude.
—¡Oh, Arpad!
El príncipe le tomó la mano, y dijo sonriendo:
—La amabilidad de usted es mucha al protestar, Mirtea. Pero no le
faltará a usted ocasión de observar que no me he equivocado cuando vea el
modo como acogerán, mis hermanas al menos, la noticia que de mi rápida
presencia aquí les dará usted… ¿Tal vez me dirá que he hecho todo lo
necesario para captarme ese despego?… ¿No? ¿No se atreve usted a
decirlo?… Pero lo piensa, es positivo… Verdaderamente, no he sido un
hermano amable; pero si yo hubiera sentido en ellas la energía, el valor, tan
intrépido como suave, de cierta alma exquisita que conozco, en vez de
verlas humillarse servilmente a mis voluntades más injustas, créalo usted,
Mirtea, que mi estimación y mi afecto hacia ellas habrían aumentado
mucho y las vería con mayor y más fraternal benevolencia.
La alusión de su primo cubrió de rosado matiz el rostro de Mirtea y veló
su mirada con alguna confusión. Para cambiar de asunto preguntóle:
—¿Conque así, está usted absolutamente decidido para mañana?
—Absolutamente… Tengo grandes proyectos, Mirtea. He venido aquí
sólo para buscar un poco de luz, y llevo colmado de ella el corazón. En
Voraczy me han asaltado todavía terribles crisis morales, y habría
zozobrado de no haber sentido en torno mío una especie de radiación
dulcísima y un ambiente de plegarias, las del padre Joaldy y las de usted,
Mirtea…
Ahora parto envuelto en luz, repetía con tono de júbilo que le era
imposible reprimir.

***

Cuando, pasados dos días la condesa Zolanyi y sus hijas regresaron a


Budapest, quedáronse estupefactas al saber la singular aparición del
príncipe Milcza en la antigua morada de sus mayores; donde no había
puesto los pies años hacía.
—¡Eso sí que es propio de él!… ¡Presentarse de improviso, sorprender a
las personas, para gozarse en su confusión!… ¿Y qué ha dicho, no
encontrándonos aquí? ¿Estaba muy descontento?
—Al contrario, prima mía; ni podía tampoco estarlo, considerando
razonablemente la cosa. De él sólo era culpa, no habiendo anunciado su
llegada.
—¡Oh! ¡Cómo si él fuese hombre para tomarse ese trabajo! Y, en fin
fuese o no suya la culpa, él no admite nunca tenerla.
—Pero, vamos a ver, ¿qué singular idea se le ha ocurrido de hacer esto?
—exclamó la condesa, que parecía realmente consternada—. ¡Él, que hacía
tanto tiempo no se le veía salir de Voraczy!… ¡Y venir tan sólo para pasar
aquí algunas horas!
—¡Para ir a la misa del gallo, él, que había desertado de la iglesia! —
añadió Terka—. Es casi, inverosímil lo que nos refieres, Mirtea, y si no
hubiese estado contigo la señorita Rosa, casi me inclinaría a creer que has
sido juguete de una pesadilla.
—¿Continúa taciturno lo mismo que siempre? ¿Te ha parecido algo
consolado de su dolor? —interrogó la condesa.
—Verdaderamente, prima mía, quiero creer que se le ha apaciguado
bastante. Compréndese muy bien, sin embargo, la profundidad de su dolor;
pero la reacción es también evidente, y su fisonomía no es la misma de
antes… La señorita Rosa lo observó igual que yo.
—Es cierto confirmó —la institutriz.
—¿Y aceptó la cena contigo?… ¿Casi me darás a entender que estuvo
amable y locuaz?…
—Así es la verdad; ha acertado usted —replicó con calma la institutriz.
La hija de la condesa dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo.
—¡Pero eso es inaudito!… ¿Qué hada le habrá transformado de un
golpe de varita?
—Pero, en fin, ¿te dio alguna explicación plausible acerca de ese viaje
imprevisto? —interrogó nuevamente la condesa.
—Díjome que se le había ocurrido súbitamente la idea de pasar en
familia la víspera de Navidad.
—¡Pero, en ese caso, debió sentir gran contrariedad, mostrarse
descontento!… Yo quiero creer más bien que le faltó valor para permanecer
en Voraczy aquella víspera de Navidad, que le traía más cruelmente a la
memoria el recuerdo de su hijo. El niño tenía ese día permiso de prolongar
algo la velada; su padre sentábale sobre sus rodillas, en el ángulo de la
chimenea, bien provista de troncos llameantes, y el padre Joaldy iba a
contarle cuentos de Navidad.
—Sí, eso será, mamá —dijo Terka— porque es evidente que nuestra
ausencia le importaba muy poco. Y preciso es convenir en que… nuestra
víspera de Navidad ne habría sido aquí tan agradable como en Selzy.
—Así, pues, Mirtea y la señorita Rosa son las que habrán disfrutado de
todo el honor y el placer de la rápida visita del príncipe Milcza —añadió,
irónicamente, Irene—. ¡Y no parecen por ello muy conmovidas!… Cuando
había para quedarse realmente despampanadas…
—Verle más tranquilo de ánimo me satisfizo sencillamente por él —
respondió Mirtea, con frialdad.
La joven sentíase vivamente irritada de la maligna zumba de Irene, y
acaso más todavía de la satisfacción, apenas disimulada, que revelaba la
fisonomía de sus primas… Y, sin embargo, todo aquel lujoso bienestar,
todos aquellos placeres que parecían serles indispensables, debíanse a la
generosidad del príncipe Milcza. Éste, no cabía desconocerlo, habíase
mostrado duro y autoritario con ellas… Pero, como la probaban las palabras
dichas por él a Mirtea dos días antes, quizá hubiera sido otra su conducta si
hubiese encontrado en sus hermanas caracteres serios y firmes, si las
hubiera visto deseosas de endulzar con su afecto su triste existencia…

***

La serie de las admiraciones no se había cerrado todavía para la condesa


Zolanyi y sus hijas.
Decididamente, el príncipe Milcza era amigo de las decisiones súbitas y
misteriosas. Una carta de Katalia a su sobrina reveló a la familia Zolanyi
otra noticia estupenda: el príncipe había partido de Voraczy, acompañado de
su ayuda de cámara y de Miklos para viajar, a lo que se decía.
Un mes después, la condesa recibió de su hijo un billete, lacónico como
todos los suyos, fechado en París. De vuelta de un viaje por España y
Argelia, el príncipe Arpad se había instalado en el palacio que poseía en la
capital de Francia, que no frecuentaba tiempo hacía.
Por sus relaciones parisienses, la condesa Zolanyi no tardó en saber que
el príncipe Milcza había reaparecido en los salones aristocráticos, en los
círculos artísticos y literarios a que antes concurría que le acogían con el
mayor agrado.
—¡Es asombroso! —exclamó la condesa Gisela al saber este nuevo
acontecimiento—. ¡Quién habría podido pensar tal cosa!… ¡Positivamente,
hay para creer que la muerte de su hijo es la que le ha arrancado de su
misantropía!… Y, sin embargo, si algo debía hundirle más en ella, no podía,
a mi parecer, ser más que esto… ¡Cuando pienso lo que estaba de hosco el
día que partimos de Voraczy!
—Sí; es realmente incomprensible —declaró Irene—. Yo le creía
desesperado… ¡Pero esto es una resurrección! Si me dijeran ahora que
piensa volver a casarse, ya no me causaría admiración alguna.
Estas palabras fueron pronunciadas con una especie de irritación
contenida, cuya causa no se explicó Mirtea, pero que hubiera comprendido
cualquiera que hubiese pensado en esto: el príncipe Milcza, sin hijos, tenía
por herederos naturales a su hermano y sus hermanas. Admitiendo que sus
dominios patrios volviesen a su familia paterna, quedábale todavía lo
bastante para colmar los más ambiciosos sueños de Terka y de Irene.
¡Y ese deslumbrador espejismo se desvanecía ante la perspectiva de un
segundo enlace!
Capítulo 13

U n dulce sol primaveral derramaba sus tibios rayos sobre los campos,
ya verdecientes; iluminaba las obscuras frondosidades de los bosques
y espejeaba en el arroyo, cuyas márgenes orlaban floridos bosquecillos.
Los aromas campestres, sanos y suaves, perfumaban la brisa ligera, que
acariciaba el rostro de Mirtea y jugueteaba con sus áureos cabellos.
¡Oh! ¡Cuánto le agradaba a ella aquel aire puro de Voraczy! Regresaba,
sin embargo, de Nápoles, donde la condesa Gisela, a consecuencia de una
bronquitis de que no lograba recobrarse, tuvo que ir a terminar el invierno
en la morada de una hermana del difunto conde Zolanyi. Pero ni la
admirable ciudad, ni su esplendorosa luz, ni todas las maravillas de sus
alrededores, lograron que Mirtea dejase de aspirar secretamente a que
llegase el día de regresar a Voraczy.
Pero, al fin, estaba ya tocando el vasto dominio de los Milcza. Como el
año precedente, el coche que iba detrás del ocupado por la condesa y sus
hijos la llevaba hacia el castillo, en compañía de la señorita Rosa y de
Renato.
El dueño de Voraczy no estaba todavía en su posesión. Había vuelto a
París, después de un nuevo viaje, realizado esta vez por Escandinavia.
Desde la capital francesa había escrito a su madre preguntándole cuándo
pensaba regresar a Voraczy, adonde, según decía, tenía él intención de
volver cuanto antes. Esa carta había obligado a la condesa a apresurar su
regreso, que de buena gana hubiera retardado, pasando algunos días en
Viena, de vuelta de Nápoles.
Pero, poco antes de, partir, al recorrer la sección de noticias de un
periódico, hallóse con este suelto: «El Bosque fue ayer teatro de un
accidente no grave, por fortuna. El conde de Lergues y su hija, la
encantadora viuda del vizconde de Soliers, daban un paseo a caballo, en
compañía del príncipe Milcza, el joven magnate húngaro, cuya reaparición
en la sociedad parisiense tan celebrada ha sido. Al dar vuelta a una avenida,
el caballo de la vizcondesa de Soliers, que hacía rato mostrábase agitado,
asustóse ante un poste y se desbocó. El príncipe Milcza, cuya maravillosa
habilidad como jinete es reconocida, lanzóse a su persecución, logrando
alcanzar al animal desbocado y detenerlo, con riesgo de que éste le
arrastrase. La señora de Soliers salió del lance con un tremendo susto, pero
no así su salvador, que con el violento esfuerzo realizado para detener a la
fogosa bestia, sufrió un magullamiento en el hombro izquierdo».
La condesa telegrafió inmediatamente a su hijo y recibió esta respuesta:
«Sufro mucho, pero no hay absolutamente nada de gravedad. Cuento estar
en Voraczy época fijada».
Sin embargo, ese mismo día, cuando la condesa llegó a la estación, un
criado le entregó un telegrama recibido por la mañana, en el cual su hijo la
informaba que no llegaría a Voraczy sino dentro de un par de días.
—¿Se habría agravado?… Tal vez fuesen deficientes los informes de
aquel periódico…
De esos temores de la condesa participaba también Mirtea. No era
extraño, de consiguiente, que velasen la satisfacción de aquel regreso a
Voraczy.

***

Como el año precedente, toda la servidumbre estaba agrupada en la gran


escalinata: una parte en traje nacional, y otra con aquella vistosa librea
blanca con vueltas de color, de esmeralda, distintivo del príncipe Milcza.
Al franquear el umbral del vestíbulo, la condesa Zolanyi detúvose,
murmurando sorprendida:
—¡Cómo! ¿Estaré soñando?… ¡Flores aquí!
—¡Flores!… —repitió Irene, con estupefacción.
Sí, el vestíbulo estaba adornado de flores…, pero adornado con
profusión infinita, embalsamado de penetrantes perfumes. Y entre aquellas
flores, llegadas, sin duda, del litoral mediterráneo, heliotropos, claveles
enormes, narcisos, anémonas; entre los delicados brezos blanco y rosa, las
grandes violetas de ligero aroma, las soberbias orquídeas, dominaban el
lirio de los valles y las rosas…, rosas nacaradas, rosas té, rosas purpúreas,
una inundación de corolas odorantes, aterciopeladas, satinadas de matices
exquisitos.
El estupor de la condesa Zolanyi fue tal, que balbució una pregunta, que
era, no obstante, del todo inútil:
—Pero, Vildy, ¿es su excelencia quien ha dado orden?…
—Sí, señora condesa —respondió el mayordomo, disimulando, como
personaje asaz discreto, la admiración que debió causarle aquella
interrogación de la madre del señor de Voraczy.
Logrando, al fin, dominar su sorpresa, la condesa Zolanyi dirigióse con
sus hijas hacia la escalera. Siguiólas Mirtea, y al llegar al primer piso
detúvose para preguntar:
—Continúo ocupando el mismo cuarto, ¿no es verdad, prima mía?
—Indudablemente… Katalia lo habrá mandado preparar ya…
El ama de llaves, que subía detrás de Mirtea, adelantóse hacia la
condesa.
—Su excelencia ha dado orden de preparar para la señorita Mirtea el
aposento de las Flores.
—¿Cómo?… ¿El aposento de las Flores? —repitió la condesa,
sorprendida a más no poder.
—¡Qué locura! —murmuró Irene, apretando los dientes casi hasta
morderse las labios—. ¡Una de las más hermosas habitaciones del
castillo!… ¡De qué modo le extravía su agradecimiento hacia!…
Irene no pronunció la palabra que iba a soltar, ni la hubiera oído Mirtea,
que seguía a Katalia, la cual la introdujo en un salón decorado con sedosas
tapicerías, profusamente sembradas de grandes flores en realce de matices
delicadísimos. Los muebles, de exquisito dibujo, tallados en madera
amarillo pálida, decorada con ligeras incrustaciones, ocultaban para ojos no
ejercitados, y dentro de su aparente sencillez, un valor superior en alto
grado al de una decoración más suntuosa. Ese lujo sobrio y refinada
elegancia, existían, además, en todos los detalles del moblaje de aquel salón
y del aposento contiguo, hacia el cual Katalia conducía a Mirtea…
Un delicado perfume llenaba la primera habitación. En una canastilla de
Sévres, las flores preferidas de Mirtea, rosas y lirios de los valles abrían sus
capullos.
—Pienso que usía estará bien aquí —dijo el ama de llaves con tono
satisfecho—. El aposento es uno de los mejores situados del castillo, y la
vista no puede ser más soberbia.
Al hablar así, Katalia abría una de las ventanas, y Mirtea avanzó hacia
el ancho balcón de piedra a la vez que una exclamación de sorpresa se
escapaba de sus labios. Ante ella extendíanse los jardines, no con su
anterior y severo atavío de follaje, sino decorados ahora con magnífica
profusión de flores admirables… Y en los recipientes de mármol surgía el
agua en chorros maravillosamente irisados por el sol.
—¡Flores, por todas partes! —murmuró Mirtea.
—Sí, todo está cambiado ahora —dijo Katalia con tono de viva
satisfacción—. Los invernaderos están colmados también de flores…
Comprendo la admiración de usía, pues nosotros también nos quedamos
altamente admirados cuando su excelencia, antes de partir, dio amplias
instrucciones sobre este particular… Y ahora la tumba del principito está
siempre cubierta de flores… iguales a éstas —añadió, designando los lirios
y las rosas—. Es de pensar que son las preferidas de su excelencia, pues la
semana pasada telegrafió expresamente dando orden que se pusieran por
todas partes.

***

Al día siguiente, después de la misa, Mirtea penetró en la sacristía,


donde el limosnero acababa de quitarse los ornamentos sacerdotales.
—¡Ah, ya está aquí mi ovejita! —dijo el padre Joaldy en extremo
satisfecho—. ¿Qué tal, hijita mía? ¿Cómo se pasó el invierno? ¿Está usted
contenta de haber vuelto a Voraczy?
Mirtea respondió complaciente a las preguntas del anciano sacerdote, y
después, excusándose de que no quería estorbarle, le pidió la llave de la
cripta, que poseía doble el padre Joaldy; la otra guardábala exclusivamente
el príncipe.
—Después de Dios, he deseado que mi primera visita fuese para mi
querido pequeñuelo Karoly, padre mío.
—Es un pensamiento digno de su corazón, amada hija. Tome esta
llave… ¡Cuántas veces nuestro pobre príncipe ha visitado la cripta este
invierno! Preciso es pensar que almas angélicas intercedían por él en esa
noche en que se resistía su corazón a todo consuelo… Pero, ahora,
encontrará usted también flores en la tumba de Karoly.
—Lo sé; padre Mío… ¿Ha cambiado, pues, mucho?
Una imperceptible sonrisa entreabrió los labios del anciano.
—No le he visto desde el mes de enero… Pero, en fin, todo hace pensar
que hay una gran transformación en él.
Al volver de su visita a la cripta funeraria, Mirtea encontró en su pupitre
una carta que Thylda había dejado encima de él durante su ausencia. Al
momento reconoció la joven en los anchos caracteres la escritura de la
señora Millon. Ella y su hija habíanla escrito diferentes veces, con lo que
pudo convencerse que no la olvidaban sus vecinas.
Sentóse la joven ante una ventana abierta y abrió rápidamente el sobre,
de vivo color violado, matiz preferido de la señora Millon, que lo usaba
frecuentemente en sus sombreros:

«Apreciable señorita Mirtea: Más de ocho días hacía que


deseaba escribirle; pero Albertina ha sufrido una fiebre maligna,
y la inquietud que nos ha dado ha sido tanta que en todos esos
días he anclado sin saber dónde tenía la cabeza. Pero como mi
hija está, ya hoy, gracias a Dios, en franca convalecencia, quiero
dedicar a usted un rato para contarle la visita que días atrás
recibimos: la del príncipe Milcza, su primo, señorita Mirtea.
»¡Figúrese usted si nos quedaríamos asombradas!… ¡Pero,
qué perfecto caballero!… ¡Y qué bien se comprende, al verle, que
es un gran señor! Pero se mostró tan amable, tan sencillo, que se
desvaneció nuestra timidez. Díjonos que, habiendo ido a visitar la
tumba de la condesa Gisza Elyanni antes de partir para Hungría,
pensó visitarnos a fin de poder llevar noticias nuestras a su
prima, la cual sabía que nos profesaba mucho afecto. ¡Puede
usted contar si hablamos de nuestra inolvidable señorita Mirtea!
¡Bien debieron zumbarle a usted, los oídos! Le enseñamos la
antigua habitación de su pobre mamá, y permaneció un instante
como embelesado, en el balcón donde continúan floreciendo los
rosales que dejó usted en él y donde, en recuerdo de usted, cultivo
en una maceta aquel lirio de los valles por el que se mostraba
usted tan apasionada. Referí todo esto a su primo, y le conté
también cómo trabajaba usted de firme y cuánto adoraba a su
pobre mamá. El príncipe parecía escucharme con gran interés, y
comprendí que apreciaba a su prima en su justo valor…
»Al primer momento pareció serle penosa la vista de nuestro
Juanito. No se me ocultó que pensaba en el angelito que tiene en
el cielo, y quise que ni nieto saliera del cuarto; pero él lo sentó
sobre sus rodillas y le hizo charlar con mucha amabilidad. El
pequeño está loco con su «príncipe», como él dice y he tenido que
prometerle solemnemente hacer un viaje a Hungría…, cuando
nos toque el premio mayor.
»¡Pero de qué manera sabe hechizar a las personas ese señor
príncipe Milcza! Figúrese usted que mi yerno —un terrible
demócrata de pico— me declaró después de su visita: «Si todas
las personas de la alta sociedad fuesen como él, enhorabuena,
porque ese príncipe, a pesar de su chic y su prosopopeya, es muy
amable».
»Y con ese cuento del chic y de la amabilidad, le faltó tiempo
para irse a publicar por todo el barrio que había recibido la
visita de un príncipe húngaro, cuyas riquezas eran fabulosas. ¡Y
había que verle pavoneándose al referir eso! ¡Si serán farsantes
esos demócratas!
»Al día siguiente recibimos un precioso juguete para el niño,
acompañado de una tarjeta del príncipe Milcza. Como Albertina
sentíase ya algo febril, mi yerno se fue solo al palacio del
príncipe, de donde volvió entusiasmado a más no poder del
cordial acogimiento que se le hizo.
»Una vecina que en esos días estuvo en el cementerio, me ha
dicho que la tumba de los padres de usted estaba cubierta, de
magníficas flores. No hay duda que fue él quien mandó adornarla
así».

Mirtea interrumpió su lectura, pues las lágrimas inundaban sus ojos…


¡Cuán delicado y bueno era! ¡Cómo sabía encontrar todo lo que más
profundamente podía conmover el corazón de Mirtea!
¿Era verdaderamente ése aquel mismo hombre tan glacial, tan
indiferente, que el año pasado ni siquiera se dignó acogerla con el nombre
de prima, que le impuso cerca de Karoly aquella especie de esclavitud, que
solamente la abnegación cristiana de Mirtea y su compasión y creciente
afecto hicieron soportable y llena de dulzura después?
¿Era ése aquel mismo príncipe Arpad, menospreciador de todo y de
todos, aquel misántropo, aquel déspota, que domeñaba las voluntades en
torno suyo y no tenía nunca una mirada de compasión para los sufrimientos
de los humildes?
—¡Oh, Dios mío, bendito seáis! —exclamó la joven en un rapto de
ardiente reconocimiento—. ¡Bendito seáis por haberle sacado de sus
tinieblas y hacer que resplandezcan en su alma los destellos de vuestra luz
purísima!

***

Esta vez el príncipe Milcza llegó el día prefijado. Un telegrama recibido


en el castillo por la misma mañana, participábalo a la condesa Zolanyi.
—No te retardes, Mirtea —dijo Terka al ver a su prima salir hacia las
dos de la tarde con el sombrero puesto—. El príncipe llegará aquí antes de
las cinco.
—Supongo que la presencia de Mirtea no es indispensable para su
llegada —replicó, irónicamente, Irene.
—¡Oh, evidentemente, no! —contestó la mayor, reanudando su lectura.
Mirtea, al salir del castillo, donde se agitaban los lacayos en librea de
gala, dirigióse hacia la aldea a paso vivo. Pensaran sus primas lo que
quisieran, deseaba que el príncipe, a su llegada, la encontrase con su
familia. Bastante le había testimoniado que formaba parte de ella y le había
colmado de delicadas atenciones para que pudiese ella considerarse
dispensada de darle esa prueba de deferencia.
En la aldea de Lohacz volvió a ver a sus queridas familias pobres del
año pasado, las cuales la recibieron con visibles muestras de alegría. Allí
tuvo ocasión de observar que había mejorado la suerte de muchos, y que el
nombre del príncipe Milcza no se pronunciaba ya con tanto temor como el
año precedente.
—Su excelencia ha despedido a muchos ispáns que se habían señalado
como excesivamente rigurosos y duros, de modo que los demás se han
vuelto mucho menos exigentes —dijéronle a Mirtea—. Y parece que el
príncipe tiene ideadas muchas reformas y mejoras.
En último lugar, Mirtea entró en una pobrísima vivienda, donde
vegetaban una viuda joven, continuamente enferma, y sus dos hijitas. El
médico, estaba allí, ocupado en amonestar a la mayor, que se negaba
tenazmente a dejarse hacer una pequeña operación, indispensable para
curarle un dedo que tenía enfermo. La niña revolcábase por el suelo; y en
vano, para sosegarla, había caído extenuada en una silla.
—¡Qué le haremos! Volveré mañana —dijo el médico—; pero tal vez
sea demasiado tarde.
Mirtea intentó a su vez calmar a la fierecilla. Su voz, a un tiempo severa
y dulce, sosegó poco a poco a la niña; pero ésta no quiso consentir en la
operación si la joven no la tuviese sentada en las rodillas. Mirtea no vaciló
un momento en permanecer por más que no ignorase que apenas le quedaba
el tiempo indispensable para volver a Voraczy y cambiar de ropas; pero no
se decidió a marcharse sino después que la niña estuvo curada y
tranquilizada del todo. Entonces se alejó apretando el paso; pero cuando ya
se acercaba al castillo, al levantar los ojos, vio la bandera ondeando al airé
en la torre principal.
El príncipe Milcza llegaba a Voraczy.
Mirtea acortó entonces el paso. De nada le servía ya ahora apresurarse;
no podía presentarse a recibir al príncipe con aquel vestido de paseo, algo
empolvado, y mucho menos teniendo en cuenta que Arpad rendía culto al
más estricto decoro. Así, entró por una puerta de servicio y dirigióse a su
aposento…
Transcurrido un cuarto de hora llamaron a la puerta. Era la condesa
Zolanyi en persona.
—¿Qué te ha ocurrido, Mirtea? —preguntóle—. Mi hijo se ha quedado
sorprendido en extremo y disgustado de no verte entre la familia…
—¡Estoy desolada, prima mía! Muy contra mi voluntad, me he
retrasado…
—En fin, ya te explicarás con él. Por lo demás, Arpad ya ha dicho en
seguida: «A Mirtea no puede haberla retenido más que un deber…, ¡a
menos que no esté bien!». Para cerciorarme de que no fuese así, he llamado
ahora al pasar… No he vuelto aún de mi admiración, Mirtea. ¡Qué
cambiado está! Ha vuelto a ser el príncipe Milcza de otro tiempo. El
príncipe encantador, como le llamaban en París y en Viena. Parece mucho
más joven; se ha despojado de aquella apariencia glacial que tan penosa nos
parecía, y se ha mostrado verdaderamente amable con todos. Creo que Irene
no anda descaminada al suponer que un segundo matrimonio no es ajeno a
esa transformación… Tal vez la vizcondesa de Soliers… Es muy
distinguida, y, sobre todo, inteligente, ingeniosa… En fin, veremos. De
momento, nos basta observar los cambios de que vamos a ser testigos… y,
además, sumamente satisfechos. Mi hijo me ha informado que la comida, a
que asistirá en adelante, tendrá lugar, como antes, en la sala de los
Banquetes, pero sin etiqueta cuando estemos en familia pues desea
conservar a esa colación un carácter íntimo. Así pues, Mirtea, puedes
vestirte como de ordinario.
El aviso era superfluo, pues Mirtea no tenía más que un solo vestido, y
no confeccionado según los últimos modelos de elegancia. Ese vestido
poníaselo diariamente para la comida y hubiera hecho muy pobre papel al
lado de las preciosas toiletes de sus primas si el príncipe hubiese querido
mantener el gran de aparato que presidía, antes, las comidas.
La joven descendió un rato antes de la comida, con intención de guardar
su labor, que recordaba haber dejada en el salón donde estaban la condesa y
sus hijas. La pieza tenía en aquel momento escasa iluminación. En cambio,
el salón contiguo (el salón de las Princesas, como se le designaba) estaba
brillantemente iluminado.
En el preciso instante en que Mirtea acababa de poner su bordado en un
saco de labor, hízole volver la cabeza el ruido que produjo al abrirse una de
las puertas de aquel salón: era el príncipe Milcza, que entraba.
Pero no era el príncipe Milcza a quien ella había hasta entonces
conocido, sino el del retrato que vio en París. Tenía razón su madre: habíase
rejuvenecido. ¿Debíase tal impresión al corte elegante de sus cabellos, algo
extraño o descuidado antes; al discreto refinamiento de su traje, antes
sencillamente correcto, pero sin responder a las exigencias de la moda, o
bien a su continente más vivo, más decidido?… ¿O tal vez consistiría en la
más dulce expresión de su rostro y a la ausencia de aquel amargo pliegue de
sus labios, de aquella sombría tristeza de la mirada que Mirtea pudo
observar todavía, aunque atenuada e intermitente, durante la víspera, de la
pasada Navidad?
La joven podía contemplarlo ahora a su sabor, pues se había detenido,
en medio del salón contiguo, echando una mirada en torno suyo… Y
sucedíale a Mirtea que ahora no se atrevía a avanzar, sobrecogida de extraña
turbación ante aquél príncipe Milcza, tan distinto del ser doliente e irritado,
que tan profundamente conmovió el alma caritativa de la joven.
El joven vio pronto, sin embargo, la esbelta silueta vestida de negro que
se dibujaba en la claridad atenuada del aposento inmediato, y súbitamente
lanzó una expresión gozosa, a la vez que avanzaba vivamente, tendidas las
manos.
—¡Mirtea…, por fin, gracias a Dios, que la veo! ¿Sabe usted que tengo
grandes ganas de dirigirle algunos reproches? A la vez que hablaba así con
tono de júbilo contenido, el príncipe inclinábase y llevaba a sus labios la
mano de la joven.
—… Pero le permito formular su defensa, primita mía; rehúsome
condenarla antes de oírla.
El príncipe sonreía dulcemente al mirarla… Y Mirtea encontraba en
aquella mirada, pero más intensa todavía, la radiación que la había
sorprendido en el retrato del palacio Milcza.
Dominando la profunda emoción que le embargaba, la joven refirió
entonces la causa que había motivado su retraso.
—¡Bien sospechaba yo que debía de existir un motivo de esa índole;
santa Isabelita! Ya, siendo así, no me atrevo a quejarme de la decepción que
he sufrido.
—Pero ¿y usted, Arpad?… ¿El hombro?…
—Marcha todo lo bien posible. He sufrido mucho esos días pasados;
por eso he retardado cuarenta y ocho horas mi llegada… Pero, vamos a ver,
lleguémonos a plena luz, Mirtea; deseo observar si tiene usted mejor
semblante que la víspera de Navidad en Viena… Sí, creo que esa temporada
en Nápoles le ha probado… A menos que sean los aires de Voraczy los que
han producido ya ese efecto…
—Tal vez —contestó, sonriendo, la joven—. ¡Ha sido tanta la
satisfacción que he experimentado al volver a encontrarme aquí!
—Y yo también, Mirtea. Tenía prisa por alejarme de París, de regresar a
esta morada…, a pesar de los punzantes recuerdos que en mí evoca.
Alteróse un poco la voz del príncipe, y cruzó por su mirada una
dolorosa vislumbre.
Los grandes ojos de Mirtea expresaban también una emoción profunda
ante la evocación del pasado, tan cercana todavía ante aquel dolor paternal,
suavizado y resignado ahora, pero que no desaparecería del corazón del
príncipe Milcza.
El ensombrecido rostro del joven magnate distendióse, sin embargo,
prontamente ante aquella mirada luminosa. Y, estrechando la mano de la
joven que conservaba entre las suyas, díjole afectuosamente.
—¡Gracias por el alivio, que me procura usted, Mirtea! En mis horas de
desfallecimiento, de negra tristeza, acordábame de mi primita, tan valerosa,
tan dulcemente alegre, a pesar de las dolorosas pruebas que han afligido su
juventud. Dios le ha concedido a usted un don inapreciable al convertirla en
una de esas hadas bienhechoras que derraman la luz en torno suyo, la dulce
y radiante luz de su alma pura. Los pobres corazones afligidos ilumínanse
con sus efluvios… Por eso los desdichados la quieren a usted tanto,
Mirtea…
La joven murmuró, ruborizándose:
—¡No diga usted locuras, Arpad!
El príncipe sonrió emocionado y repuso:
—¡Bueno! ¡Admitamos que lo sean!… Ahora, es preciso que cumpla
las comisiones que me encargaron. ¿Las señoras Millon le han escrito tal
vez participándole que había ido a visitarlas?
—Sí… ¡Oh, cuán bueno ha sido usted, Arpad! —dijo Mirtea, con una
expresiva mirada de gratitud—. ¡Amados padres míos!… ¡Pensó usted en
su tumba!
—¡Pero si eso era lo menos que podía hacer!… Y me complació
muchísimo conocer esa morada en que vivió usted tantos años, lo mismo
que a las excelentes personas que en tan alto grado la apreciaron a usted…,
y continúan estimándola igualmente; bien me convencí de ello. Sienten una
verdadera y entusiasta admiración por la señorita Mirtea, y me encargaron
mil afectuosos recuerdos. El niño Juanito quiere venir a verla. Es un gentil
muchacho, algo endeble, algo paliducho… Me hizo pensar en mi adorado
angelito, que casi tendría su edad este año…
La sombra dolorosa veló de nuevo las pupilas del príncipe Milcza.
Con suma discreción, Mirtea supo alejar el pensamiento penoso que
abría la herida apenas cerrada. Cuando la condesa y sus hijas entraron en el
salón, vieron al príncipe Arpad apoyado en la chimenea, escuchando
regocijado y con verdadero interés el relato que le hacía Mirtea, sentada
enfrente de él, de sus relaciones con las señoras Millon y de los entusiasmos
«democráticos» del marido de Albertina.
Mirtea pudo observar también, como le había dicho la condesa Gisela,
el cambio del príncipe respecto de su familia. Sólo para Irene conservaba
algo de su altanera frialdad de otro tiempo. No podía decirse que fuera
afectuoso, pues las ceremoniosas relaciones siempre existieron entre él y los
suyos, que nunca se mostraron propicios a la expansión de ese sentimiento,
pero no demostraba ya la glacial indiferencia de antes, y aun le manifestaba
cierto interés amable… Renato, sobre todo, fue por parte de su hermano
objeto de particular atención.
Llamando cerca de sí al muchacho, díjole, poniéndole una mano en el
hombro:
—Ahora me ocuparé de ti, Renato. Quiero que seas un hombre serio,
digno del nombre que llevas.
Renato bajó la frente con aire temeroso, y la condesa Gisela, cuya
fisonomía expresaba una especie de azoramiento, balbució:
—Pero, Arpad, temo… que esto sea una gran molestia para ti… Y,
verdaderamente, creo que, dada la edad de Renato, puedo yo todavía…
El príncipe sonrió algo irónicamente.
—Tranquilice usted su ternura maternal, madre mía. No renovaré para
Renato las antiguas correcciones…, a menos, que, en casos graves, me
obligase a ello. Estoy, al contrario, dispuesto a tratarlo con dulzura, y quiero
atraerme su afecto… ¿De veras te doy miedo, Renato?, —añadió al
observar la expresión temerosa del muchacho.
—Sí…, un poco —balbució éste.
—¡Ah, tontuelo! —dijo el príncipe, dando un amistoso bofetón en la
mejilla de su hermano—. Estoy persuadido de que nos llevaremos muy
bien… ¿Qué dice usted a esto, Mirtea?
—Creo que será así —respondió la joven, animando con una sonrisa a
Renato.
La condesa Zolanyi no parecía estar, sin embargo, muy persuadida; pero
no se atrevió a protestar. No obstante, como el maestresala acababa de
anunciar la comida, murmuró, poniendo la mano en el brazo que le ofrecía
su hijo mayor.
—Pero ¿no lo pondrás a pensión, Arpad?
—No es cuestión de esto, madre mía y le suplico que no se inquiete
usted por mis proyectos, encaminados al bien de Renato, cuyo carácter, algo
difícil, será bueno que lo dirija una mano masculina. Pero no, me permitiré
nunca tomar una determinación, por poco importante que sea, sin la
completa aprobación de usted.
Al oír esta declaración, que no se hubiera atrevido a esperar en otro
tiempo, serenóse la fisonomía de la condesa.
***

La sala de los Banquetes estaba magníficamente iluminada; espléndidas


flores cubrían la mesa, decorada con maravillosa porcelana de Sévres,
transparentes vasos de cristal fragilísimo y vajilla de plata cincelada con
delicado arte.
Mirtea corríase modestamente hacia el extremo inferior de la mesa,
junto a la institutriz de los niños, como tenía por costumbre entre la familia
Zolanyi; pero el maestresala la detuvo con un gesto respetuoso.
—El sitio de usía está aquí —díjole, designándole la silla colocada a la
derecha del príncipe.
Mirtea vaciló un segundo. ¿No se engañaría el maestresala? ¿Quién
debió dar semejante orden? ¿No molestaría a la condesa Gisela ver en el
sitio de honor a la joven parienta, a la prima sin posición, algo tratada
siempre como subalterna?
Pero Terka sentábase ya a la izquierda de su hermano, e Irene,
mordiéndose, ligeramente los labios, a la derecha de su madre. Mirtea tomó,
pues, asiento al lado de su primo, y su sencillez, su distinción natural,
pronto disiparon aquel momento de confusión, muy leve por lo demás,
ocasionado por la atención con que el príncipe Milcza honraba a la joven
parienta sin fortuna que habitaba bajo su techo.
¡Qué cambiado estaba! ¡Y cuán agradablemente hablaba ahora! Narraba
las impresiones de sus viajes, refería su estancia en París, las relaciones que
allí había reanudado, los libros leídos, los conciertos, las representaciones
escénicas a que había asistido. Mirtea le escuchaba con infinito placer, por
más que desconociese buena parte de las personas y de los hechos a que
Arpad aludía. Pero éste, que lo notaba al momento, poníala al corriente en
pocas palabras; evidentemente, no quería que su prima, por
desconocimiento de detalles, permaneciese ajena a la conversación.
Al hablar de la vizcondesa de Soliers, a quien libró de un accidente el
príncipe, dijo éste, encogiéndose ligeramente de hombros:
—Esas señoras jóvenes no dudan de nada. La vizcondesa escogió un
caballo difícil de refrenar, para exhibirse, es lo más seguro. Imprudencias
son esas que pueden acarrear consecuencias muy graves, no sólo para la
persona misma, sino para otras.
—La vizcondesa es, no obstante, una mujer muy inteligente —dijo la
condesa Gisela.
—Sí, bastante, a lo que creo. Tiene, sobre todo, muy vivo ingenio, habla
bien, y dotada de talento musical y linda y expresiva voz, es persona
sumamente agradable… para aquellos que aprecian a las mujeres del gran
mundo. Este verano recibiremos seguramente su visita y la de su padre.
Tienen proyectado un viaje a Austria, y se llegarán hasta aquí… para
reiterarme las gracias, según dicen. Me han abrumado ya de demostraciones
de gratitud, hasta el punto de confundirme…
La mirada del príncipe no expresaba, sin embargo, confusión ninguna, a
pesar de sus palabras. Un observador hubiera seguramente descubierto en
ellas una fuerte dosis de zumba… Por eso acogió, sin duda, con enigmática
sonrisa, esa reflexión de Terka.
—Es de creer que te profesen mucho reconocimiento por el inmenso
servicio que les prestaste, y me parece que nunca harán demasiado para
demostrártelo…
—En efecto; el reconocimiento es una gran virtud, y no seré yo quien
trate de disuadir a nadie de que lo manifieste, pues mi alma está
profundamente penetrada de él —dijo con suma gravedad el príncipe,
mirando a su prima mientras; pronunciaba estas palabras.
Un rosado matiz extendióse por las tersas mejillas de Mirtea, bajáronse
sus largas cejas, y la confusión veló su mirada, privándola de ver la
expresión malévola que brilló en la de Irene… Pero no inadvertida para
todos. El príncipe Milcza no ignoraba, al parecer, los sentimientos de su
hermana respecto a Mirtea.
Con súbito fruncimiento de cejas, el señor de Voraczy permaneció
algunos instantes silencioso, y cuando, durante la velada, se le ocurrió
dirigir la palabra a Irene, su voz recobró para ella la dureza, y la mirada, la
frialdad glacial de otros días.
Capítulo 14

E n todo Voraczy pronto había de ser Irene la única persona que no


cediese al encanto que en torno suyo esparcía Mirtea, y esto gracias a
un incidente que pudo acarrear graves consecuencias.
Algunos días después de la llegada del príncipe Milcza, Terka, su prima
y Mitzi regresaban de un paseo por el parque, cuando desde un sendero
transversal surgió un hombre hirsuto y astroso, el cual se lanzó sobre Terka
cuchillo en mano. Era un loco furioso que había logrado escapar a la
vigilancia de los guardianes de Voraczy, deslizándose en el parque. Pero
antes de que hubiera podido tocar a Terka, Mirtea, que estaba delante de su
prima, la protegió con su brazo, recibiendo en él la hoja del cuchillo.
Un guardián que iba en persecución del desdichado llegó felizmente en
el mismo instante, y disparó sobre él su revólver. Mirtea, sostenida por
Terka y por el empleado forestal, tan oportunamente acudido, pudo llegar al
castillo en breves momentos; pero, ya en el vestíbulo, desvanecióse de
emoción y de debilidad.
El príncipe y su madre acudieron inmediatamente; llamóse a toda prisa
al doctor Heday… Por fortuna, la herida no era de gravedad.
La fisonomía angustiada del príncipe Arpad serenóse algo después de la
declaración del médico, y besó la mano de su prima, murmurando:
—¡Está visto, Mirtea, que todos hemos de serle deudores!
La condesa Gisela dio ardientemente gracias a su primita, y Terka, cuyo
corazón era bueno y muy capaz de abrigar afecto, no supo de qué manera
demostrarle su gratitud.
Cada vez crecía más, pues, en importancia la personalidad de Mirtea en
Voraczy, sin que por ello sufriesen alteración ni su sencillez ni su
encantadora modestia. Ya no se trataba de que hubiese de substituir a la
señorita Rosa, pues el príncipe Arpad habíase categóricamente pronunciado
sobre este asunto un día que se encontró a solas con su madre y Mirtea.
—Para complacer a usted, no tengo inconveniente en que continúe las
lecciones de violín y alguna lectura a mi madre. Pero en cuanto a lo demás,
me niego en absoluto, y mi madre opina lo mismo que yo.
—Sí, hija mía; he resuelto considerarte como una cuarta hija —añadió
la condesa, estrechando afectuosamente las manos de la joven.
—Es usted sumamente buena —contestó, emocionada, la joven—. Pero
¿cómo aceptar, debérselo así todo?…
—Es usted una orgullosita —dijo el príncipe con dulce ironía—. Bien
sabe usted que forma parte de la familia, que nos es usted infinitamente
querida y que le somos deudores en grande… Dejemos, pues, este asunto, y
no se trate más de él. Ahí tenemos a Terka, pronta ya, y que abre grandes
ojos, preguntándose qué cosa tan interesante estaremos hablando cuando así
se nos olvida irnos a equipar para montar a caballo.
Días hacía que Mirtea estaba aprendiendo equitación, con su primo por
maestro. Muy flexible y sumamente diestra, realizaba grandes progresos, y
podía ya acompañar al príncipe y a sus hermanas en sus paseos.
Era la más deliciosa amazona que pudiera soñarse, y cuando se
presentaba en la escalinata del castillo, su admirable talle, dibujado por el
vestido de raso negro que le había ofrecido la condesa y el sombrerito de
larga pluma colocado sobre su cabellera de soberbios reflejos, despertaban
la envidia de Irene, que no sabía mirarla sino con malos ojos.
Pero no tenía más remedio que contenerse en presencia de su hermano,
pues, habiendo éste sorprendido dos o tres veces la manera acerba y
malévola con que miraba a su prima, la había reprendido con tan penetrante
dureza, que aún conservaba de ella una aguda herida su amor propio. Su
animosidad hacia Mirtea había, por tanto, crecido mucho; pero la
disimulaba, o al menos creía hacerlo, pues a la penetrante mirada del
príncipe nada pasaba inadvertido.

***
Las posesiones circunvecinas poblábanse poco a poco. El príncipe
Milcza no se mostraba ahora reacio a reanudar relaciones. Dábanse en
Voraczy algunas reuniones; organizábanse paseos… Por lo demás, nada
extremadamente mundano. El príncipe había manifestado claramente a su
madre que sólo deseaba llenar las obligaciones de su rango y que no quería
que los vanos placeres mundanos tomasen activa parte en su vida.
Mirtea figuraba en todas esas reuniones; se la había presentado en todas
partes, y la admiración de que era objeto hubiera podido envanecer un alma
menos firmemente cristiana que la suya. Pero a esos triunfos, aunque
lisonjeros, prefería mil veces la joven sus sesiones musicales con Terka y el
príncipe Arpad, a los paseos a pie, a caballo y en coche, a lo largo de los
cuales su primo y ella hablaban de toda clase de asuntos, coincidiendo en
los mismos elevados pensamientos y vibrando en idéntica admiración hacia
todas las bellezas. El príncipe Milcza parecía apreciar infinitamente la
delicada percepción de Mirtea, la finura y acierto de sus juicios y la
profundidad de su inteligencia. Había aceptado gozosamente darle algunos
consejos desde el punto de vista intelectual, como ella le pidió cierto día
con su acostumbrada y amable modestia.
—Estoy ignorante de muchas cosas, como podrá haber perfectamente
observado usted, y no quisiera que tuviera que sonrojarse de esos
desconocimientos de su prima.
—Si no la conociera tan bien, Mirtea, pensaría que busca usted un
cumplimiento —contestó, con amable sonrisa, el príncipe—. Me pongo por
entero a su disposición, sumamente satisfecho de la confianza que quiere
otorgarme.
Esa confianza en él teníala Mirtea en absoluto. Conocía ahora la
elevación de su alma, la delicadeza de su corazón, algún tiempo
obscurecidos por su dolorosa enfermedad moral… Sabía también que
aquella palabra pronunciada tiempo atrás por él en aquel día cuyo recuerdo
la hacía estremecer aún, «puede usted pedírselo todo a su primo», nada
tenía de exagerada.
Todo, hasta el perdón de Marsa, la nodriza, que había traído el germen
letal que ocasionó la muerte al pobrecito Karoly. La desdichada mujer,
arrojada con los suyos de la morada que debía a la generosidad del príncipe
Milcza, vagaba en brazos de la miseria. Había ido a suplicar la intercesión
de la condesa Zolanyi; pero ésta, asustada, ni siquiera quiso escucharla, y
había mandado que la despidiesen, diciendo:
—¡Si mi hijo la ve es capaz de hacer cualquier atrocidad!
Marsa había encontrado a Mirtea, habíase arrojado a sus pies, y la
joven, conmovida, prometióle interceder por ella.
Esta promesa no dejó, con todo, de cumplirla sin alguna aprensión. Iba a
despertar dolorosos recuerdos, chocar, sin duda, con un terrible
resentimiento…
Efectivamente; el príncipe, muy pálido, dura la mirada, la interrumpió a
las primeras palabras.
—Nada le rehusaré, Mirtea; nada, excepto eso. Sin esa miserable mujer,
mi amado angelito viviría aún.
—¡Pero un cristiano debe perdonar, Arpad!… Piense usted en la
situación de esa infeliz, que está sin noticias de su madre y de su hijo
enfermo…
—¡Eso, no, Mirtea! ¡Por favor, no me pida usted eso!… ¿No comprende
usted que me hace daño? —exclamó con alterado acento.
Mirtea no insistió; contentóse con orar… Al día siguiente, después de
ayudarla a subir a la silla para el cotidiano paseo a caballo, díjole,
conservando su mano entre las suyas:
—He dado órdenes para que se reintegre a Marsa en su antigua
vivienda. ¿Está usted contenta, Mirtea?
—¡Oh, Arpad!
Su mirada le manifestaba su gratitud mejor que todas las palabras de
agradecimiento, y el pliegue profundo que la lucha contra su enojo había
surcado en la frente del príncipe borróse al momento, ante el radiante fulgor
de aquellas aterciopeladas pupilas.
A lo largo de sus paseos, en los que acompañaba a sus hermanas y a su
prima, el príncipe Milcza deteníase a veces a la puerta de alguna vivienda
pobre. Los niños huían azorados, pero volvían pronto a la voz de Mirtea,
asaz conocida de todos. Los mayores guardaban los caballos, mientras los
paseantes penetraban en la triste morada. El príncipe interrogaba a los que
la habitaban, inquiriendo sus necesidades, enterándose de sus aptitudes;
acariciaba a los pequeños y demostraba tanta bondad, que el temor excitado
por su presencia disipábase poco a poco, gracias también, preciso es
decirlo, a la presencia de Mirtea, a quien todos aquellos desdichados
llamaban nuestro ángel.
La joven quedábase muy confusa ante las demostraciones de gratitud de
que era objeto; pero, en cambio, el príncipe Milcza parecía complacerse
oyendo alabar a su prima. Por lo demás, él mismo contribuía a ello,
haciendo pasar una parte de sus limosnas por las manos de Mirtea.
—Tome usted; hágame el favor de enviar esto a tal, o cual persona —
decía frecuentemente, entrando en el salón de su madre—. Si no es
bastante, Mirtea, dígamelo… Y he pensado que podría darse la casita de
orillas del lago a ese anciano que tan resignado se muestra, siendo así que le
agobian las desdichas. ¿Qué le parece a usted?
Nada se hacía sin su aquiescencia; en las decisiones de su primo
preponderaba siempre el voto de la joven. Con el padre Joaldy, y a veces
con Terka, cuya indiferencia disipábase poco a poco al lado de Mirtea,
discutían sobre la fundación de escuelas, de talleres, de asilos para los
ancianos y los enfermos. El príncipe trazó por sí mismo el plano de un
establecimiento destinado a recoger los niños abandonados y que llevaría el
nombre de su hijito.
El padre Joaldy multiplicaba las acciones de gracias. La mirada del
buen sacerdote resplandecía cada vez que al entrar el domingo en la capilla
para celebrar la misa, veía ocupado el sillón del príncipe, que tanto tiempo
permaneció vacío… El castillo entero salía, con una especie de alegría que
semejaba esparcida en el ambiente, del marasmo en que lo sumiera la
misantropía de su dueño.

***

Con el verano multiplicábanse las reuniones. El príncipe Milcza invitó a


pasar unos días en Voraczy a varias personas amigas, entre otras, a su primo
Mathias Gisza. El condesito mostrábase muy galante con Mirtea, lo cual
traía muy despechada a Irene, a quien contribuían a exasperar las maliciosas
insinuaciones de sus amigas.
—Es ridículo tratar como a una de nosotras a esa joven, destinada,
como está, a llevar una vida muy modesta —dijo a su madre, cierto día en
que vio a Mirtea, más hermosa que nunca, lucir una toilete blanca muy
sencilla, regalo que le había ofrecido la condesa Gisela.
Ésta contempló con sorpresa a su hija.
—¿Cómo una de vosotras?… Bien sabes que ella misma me ha rogado
que no la regale nada lujoso, y no es culpa mía si su belleza avalora la más
sencilla toilete. En cuanto a una futura existencia modesta…, me parece que
te engañas, Irene. Yo estoy persuadida de que realizará un brillante
matrimonio.
Los labios de la joven contrajéronse nerviosamente.
—¡Ah, es muy capaz!… —murmuró con los dientes cerrados—.
Mathias…, o Arpad, tal vez…
—Sí, Arpad —dijo la condesa—. Sólo ella, con su irresistible hechizo,
puede haber disipado tan prontamente la hosca desconfianza de tu
hermano… Y no hay duda que sería dichoso con ella.
Irene sublevóse:
—¿Cómo?… ¿Y usted aceptaría esto, así como así?… ¡Una joven sin
fortuna, hija de un artista fracasado!
—¡Poco a poco, Irene! Acusas a los demás de ridiculez, y tú eres más
ridícula que nadie —dijo la condesa con acento de enfado—. En primer
lugar, esa joven es una Gisza, de nobleza tan limpia como la tuya por parte
de su madre, y su padre era también hijo de noble familia, venida a menos
nada más. Es admirablemente distinguida; exquisita, moral y físicamente.
No saldría de mis labios la menor frase de desaprobación si Arpad quisiese
dármela por nuera.
—¡Todos ciegos de admiración ante ese ídolo! —exclamó,
rabiosamente, la joven—. ¡Ah! ¡Bien sabía ella lo que hacía, esa intrigante,
con sus posturas piadosas y modestas y su afectada abnegación! A pesar de
su precedente y fatal experiencia, el príncipe Milcza se ha dejado prender
otra vez…
—¡Irene! ¡Hazme el favor de moderar tu lengua y tus injustas
recriminaciones! —dijo la condesa, con tono severo, muy raro en ella—.
Mirtea preservó últimamente la vida de tu hermana, con peligro de la suya;
se ha mostrado con todos adicta y afectuosa…
Un ruido de pasos cortó la palabra a la condesa. El príncipe Milcza
entró con su primo; y preguntó, sentándose al lado de su madre:
—¿No ha bajado aún Mirtea?
—Sí; está en el salón de música con Terka… Ahí están.
—¡Felices, señoritas! —dijo, alegremente el conde Gisza;
adelantándose a saludar a las jóvenes—. El príncipe Milcza participará a
ustedes dos importantes noticias.
—¡Oh…, importantes! —contestó el príncipe, encogiéndose
ligeramente de hombros.
—¡Han visto ustedes desdeñoso!… ¿Qué te falta, pues, querido?
—Otras muchas cosas, no lo dudes… Pero no quiero que languidezca la
curiosidad que has despertado, Mathias. Las novedades son éstas: en primer
lugar, el archiduque Francisco Carlos, que en otro tiempo me honraba con
su amistad, y a quien encontré en París durante el pasado invierno, me
notifica que al dirigirse a sus posesiones de Sehancz, dentro de quince días,
se detendrá uno aquí…
—¿De veras?… ¿Se dignará su alteza?… —exclamó con expresión de
entusiasmo la condesa Zolanyi.
—Segunda novedad —continuó el príncipe con el mismo sosiego—: El
conde de Lorgues y su hija llegarán aquí la próxima semana.
—¡Magnífico! —dijo Irene con viva satisfacción—. Todo esto
producirá grande animación en Voraczy… Te verás obligado a dar grandes
fiestas, Arpad.
—No te regocijes tanto, Irene —contestó el príncipe con voz zumbona.
Celebraremos una gran recepción en honor de su alteza, esto es casi
obligatorio; pero, fuera de esto, nada más; no te forjes ilusiones. El conde
de Lorgues encontrará ya materia para regocijar su alma de erudito en la
biblioteca de Voraczy, y la vizcondesa de Soliers se contentará con sencillas
reuniones y paseos. No he pensado cambiar, en obsequio de ellos, nada en
nuestras costumbres.
—¡Estás desconsolando a esta pobre Irene, Arpad! —dijo el joven
conde con maliciosa sonrisa—. Cierto es que en ese admirable cuadro de
Voraczy las grandes fiestas son cosa sumamente indicada… ¿Qué dice usted
a esto, prima mía? —añadió, tomando una silla y sentándose junto a Mirtea.
Las cejas del príncipe Milcza delinearon un breve fruncimiento, y antes
de que pudiese contestar la joven, dijo él con imperiosa sequedad:
—A Mirtea no le apasionan, afortunadamente, esas fiestas mundanas;
no apetece más que tranquilidad… Además, no ha terminado aún su
período de luto, y no podrá tomar parte en esas magnas reuniones, que
parece deseas tanto como Irene.
—¡Oh, no tanto como eso! —contestó el joven oficial, sin darse cuenta
de la ironía contenida en el tono de su primo—. Estoy perfectamente así
desde el momento en que esto agrada a todos. Con fiestas o sin ellas,
Voraczy es para mí un edén. Estremeciéronse algo los labios del príncipe
Arpad, quien se volvió para dirigir con impaciencia una observación a
Renato, que entraba en aquel momento… Y como llegaban también los
demás huéspedes de Voraczy para el té, la conversación tomó otro giro. Los
concurrentes solicitaron de Mirtea que tocase el violín. El príncipe Milcza
se levantó al momento, diciendo que acompañaría a su prima. Ambos se
dirigieron hacia el salón de música, y Mirtea abrió un armario antiguo para
escoger un trozo entre las obras que contenía.
—¿Qué tocaremos, Arpad?
—Lo que usted quiera, Mirtea. Ya sabe usted que tenemos los mismos
gustos…
Interrumpióse de pronto el príncipe. Acababa de deslizarse y caer al
suelo un nocturno profundamente armonioso, una melodía que Karoly
deseaba oír siempre y solicitaba muchas veces con gran insistencia.
—¡Ángel mío adorado, tesoro mío! —murmuró.
La dulce mirada de Mirtea envolvió la fisonomía alterada del príncipe;
la mano de la joven se posó en la suya… Pero él la rechazó, diciendo con
tono de irritación sorda:
—¡Me compadece usted… sí; esto únicamente le inspiro… compasión!
Sobrecogida y palideciendo de improviso; miróle la joven sin
comprenderle… Pero, de pronto, tomóle él ambas manos, y murmuró con
singular vehemencia:
—¡Perdóneme, Mirtea; sufro mucho!… Soy un ingrato, lo reconozco…;
pues suceda lo que quiera, usted habrá sido para mí una luz bienhechora…
El príncipe no pudo proseguir. Entraban Terka y el conde Gisza. Mirtea
tomó un trozo de música al azar y se dirigió hacia el piano, con el alma
angustiada y conmovida.
Capítulo 15

O cho días hacía que la vizcondesa de Soliers y su padre eran huéspedes


del príncipe Milcza. Ambos quedaron admirados de las maravillas de
Voraczy. Al conde apenas podían arrancarle de la biblioteca y de la galería,
que encerraba inapreciables colecciones; su hija recorría los salones de
recepción, embriagándose de aquel lujo artístico y deplorando, con Irene y
otras aficionadas a las mundanas pompas, que no fuera posible decidir al
príncipe Arpad a que diese alguna de aquéllas maravillosas fiestas que
reunieron en Voraczy, en tiempo de la princesa Alejandra, a las noblezas
austríaca y húngara.
—¡Ahora dice que ni siquiera con ocasión de la visita del archiduque
piensa celebrar nada extraordinario! —exclamaba Irene—. Hace días que
parece como si se entristeciera otra vez.
—¡Y es imposible triunfar de su voluntad! —añadió la vizcondesa con
aire disgustado—. He insinuado, una que otra vez, que me complacería
infinito ver una de esas fiestas; pero me ha respondido muy fríamente que
había perdido el gusto de las grandes reuniones mundanas. No me he
atrevido a insistir; pues francamente debo decírselo, condesa: el hermano de
usted me intimida cuando toma cierto aire…
—¿A quién se lo cuenta usted? —murmuró Irene, con sorda cólera.
—Es verdad, querida condesa; no he dejado de observar que con usted
no se porta muy amablemente.
—¡Sí, y a causa de… esa Mirtea! —dijo Irene con cierto enojo.
—¿Cómo así? —interrogó la vizcondesa con avidez curiosa.
—He demostrado con demasiada franqueza la poca simpatía que me
merece, y esto ha bastado para enajenarme la del príncipe, que no ve en el
mundo más que a su prima, que ejerce ahora sobre él la influencia que tenía
antes Karoly; pero una influencia mucho mayor, pues él, a veces, le imponía
su voluntad al niño, mientras que a Mirtea no le rehusa nada. ¡Ah! ¡Ella no
tendría que decir más que una palabra para obtener todas las fiestas que
apeteciese! Pero ya se guardará de ello, pues sabe perfectamente que su
afectación de sencillez y de piedad son las que han encadenado a sus pies al
príncipe Milcza.
La joven viuda meneó la cabeza.
—En eso de la afectación me parece que se equivoca usted, condesa.
Desgraciadamente para usted, la señorita Elyanni es sincera,
admirablemente sincera, y en esto consiste, su fuerza y su irresistible
hechizo. No hay que pensar en que cambie de opinión el príncipe Milcza; lo
que me admira es que no la haya solicitado ya por esposa.
—Bien considerado, tal vez no se trate más que de exageradas
demostraciones de agradecimiento por parte del príncipe…
La vizcondesa de Soliers sonrió con vaga expresión de ironía.
—No se forje usted ilusiones, Irene. El agradecimiento no tiene tanta
parte como a usted se le figura en los sentimientos que el príncipe profesa a
su prima. Usted habrá notado, seguramente tan bien como yo, la
transformación de su mirada, la entonación particular de su voz cuando se
dirige a ella. Ayer, no sé por qué causa, el príncipe estaba algo ceñudo; pero
entra su prima, la mira… ¡Qué admirables ojos tiene…, profundos,
radiantes!…, y al momento cambió e iluminóse todo aquel rostro… Otro
síntoma: se pone fosco cada vez que observa las solicitudes y galanterías
que usan con ella el conde Gisza o Miheli Donacz, el joven y ya célebre
poeta nacional, que ha celebrado la belleza de Mirtea en versos deliciosos.
En fin, numerosos detalles me han revelado lo que sabe usted tan bien como
yo: el amor profundo, avasallador, que siente el príncipe por su prima.
Sonreía la vizcondesa al decir esto, y cuando subió a su habitación,
después de despedirse de Irene, decíase:
—La condesita envidia furiosamente a su prima… Tiene suerte esa
linda Mirtea… Verosímilmente, no tendrá más que escoger entre el poeta, el
conde Gisza y el príncipe Arpad. Naturalmente, preferirá a este último…
En los labios de la vizcondesa dibujóse un plieguecillo de amargura, en
tanto murmuraba:
—¡Qué lástima!… ¡Tan gran señor, tan perfecto caballero!… ¡Llamarse
princesa Milcza…, y una fortuna fabulosa!… Pero es inútil luchar contra
ella, lo comprendí desde el primer día, al ver a esa criatura tan preciosa de
alma como de cuerpo… Aguardaré la visita del archiduque; luego
abandonaremos esta morada, pues me será duro, muy duro… permanecer
aquí sin esperanza.

***

Mirtea, sentada ante su pupitre, acababa de escribir una carta a las


señoras Millon… Y ahora, algo recostada en su silla, dejaba que se perdiese
su mirada en la profundidad azul del horizonte que se descubría ante la
ventana abierta.
Experimentaba hacía algún tiempo alguna lasitud, moral sobre todo. A
pesar de las restricciones del príncipe reinaba en Voraczy una atmósfera de
mundanidad, y la joven estaba poco acostumbrada a ella, que en ciertos
momentos experimentaba una especie de fatiga. En presencie de las
personas lograba disimularla; excepto acaso a la mirada perspicaz y siempre
alerta del príncipe Milcza; pero ahora, a solas en su aposento, dejaba que se
distendiesen sus nervios y descansar su espíritu en abstracción apacible.
Pensaba en el anciano Casimiro, que tal vez abandonaría pronto este
mundo; en la pequeña Macra, cuya débil salud reflorecería pronto, gracias a
la generosidad del príncipe Milcza… Y una sombra velaba sus ojos al
recordar la arruga que hacía algún tiempo surcaba la frente de su primo, y
su preocupación visible, la especie de angustia que a veces atravesaba su
mirada. No había desaparecido del todo su antiguo sufrimiento; luchaba, sin
duda, con recuerdos desgarradores.
Un ligero golpe dado en la puerta hizo estremecer algo a Mirtea. Era la
condesa Zolanyi la que llamaba y penetró en la estancia con aire a la vez
conmovido y enajenado.
—Tengo que hablarte, niña mía —dijo a la joven después de haber
tomado asiento en un sillón—. Vengo aquí en calidad de embajadora… o
más exactamente, represento a tu querida madre. Trátase, en efecto, de dos
solicitudes de matrimonio. Mirtea hizo un movimiento de sorpresa, y su tez
coloreóse un poco.
—¿Solicitudes de matrimonio… para mí? —preguntó con tono
incrédulo.
—¡Es claro, para ti! ¿De qué te admiras tanto?
—Es que yo, prima mía, ya sabe usted que no tengo dote, y creía…
—Existen aún personas desinteresadas que aprecian la hermosura moral
y física por encima del dinero. El príncipe Milcza ha recibido la confidencia
de Miheli Donacz; y me ha encargado que te manifieste la petición de este
joven poeta, una de nuestras glorias nacionales, y que aspira ardientemente
a compartir contigo los honores que le aguardan. Es, además, un noble
carácter; por ti misma has podido juzgarlo. Es rico, pertenece a noble
familia, y es excelente cristiano.
—No lo ignoro, y estimo profundamente sus grandes cualidades —dijo
Mirtea.
¿Por qué invadieron súbitamente a la joven una tristeza extraña, una
misteriosa angustia?
—La otra demanda me la ha hecho el conde Gisza. También has podido
estudiar y juzgar a este primo tuyo. Es un joven amable, guapo, rico,
suficientemente serio y muy estimado como oficial. Te admira y te ama,
Mirtea, y su tío, que le ha hecho veces de padre, le da su consentimiento,
después de haberme escrito respecto a este particular.
Mirtea, algo pálida ahora, bajaba los ojos, e inconscientemente producía
con manos nerviosas algunas arrugas en su falda blanca.
—No te pido una respuesta inmediata, hija mía; reflexiona tanto como
quieras —continuó la condesa—. Escoge con toda independencia; por mi
parte, estoy persuadida de que uno u otro de ambos partidos lo hubiera
aprobado, tu madre.
Mirtea levantó los ojos y respondió con tranquila resolución:
—Creo, prima mía, que es inútil dejar en la incertidumbre a Miheli
Donacz y al conde Gisza, desde el momento en que estoy segura de que
hoy, lo mismo que mañana, habré de responderles declinando la honrosa
oferta que me hacen.
—¡Mirtea!… ¿Es posible? —balbució la condesa—. Es preciso que
reflexiones, hija mía… ¿Qué puedes ver en ellos que no te agrade? Dímelo
con franqueza.
—Nada, ¡oh!, absolutamente nada. Admiro su desinterés… dígaselo
usted así, agradeciendo la distinción que les he merecido…; pero, ya que
desea usted que le hable con toda franqueza, le confesaré que mi corazón no
siente por ellos inclinación ninguna.
—¡Ah, ingrata!… ¡Y ellos que te aman tanto!… ¡Ese pobre Mathias!…
¡Cómo va a desconsolarse, Mirtea!
—Crea usted que me pesa; pero ya me olvidará, prima mía. Es más leal
no dejar, desde ahora, que abrigue esperanzas.
—No quiero insistir, hija mía: Desde el momento en que tu corazón
permanece silencioso, comprendo; pero siento la pena que voy a causarle.
—Yo también —dijo emocionada Mirtea—. Sin embargo; me es
imposible proceder de otro modo. ¡Perdóneme usted la molestia que
involuntariamente le estoy, causando!
—Nada, tengo que perdonarte, hija mía… Lo único que lamento es que
no puedas hallar la felicidad de tu existencia en uno de estos excelentes
partidos. ¡Conque, no se hable más de ello! Mathias partirá esta misma
noche, y así no tendrás la turbación que te causaría volver a verle.
La condesa besó a Mirtea en la frente y abandonó la habitación.
Algunos instantes después la joven volvía a ensimismarse… La rara
angustia que acababa de experimentar no se desvanecía. ¿Por qué la
comunicación de la condesa Gisela le producía aquel efecto, ya que la
solicitación de los dos jóvenes, por lisonjera que fuese para una joven sin
fortuna, no logró hacer latir su corazón?
Mirtea se levantó con actitud resuelta. Estaba acostumbrada a
reaccionar contra las impresiones vagas, a no enervarse en vanas
quimeras… Arreglóse rápidamente los cabellos y bajó al salón; pues se
aproximaba la hora del té.
Pero, en vez de encaminarse directamente al salón de las Princesas,
donde a esa hora se reunían los huéspedes del castillo; entró en la sala de
conciertos para buscar una berceuse[5], original del príncipe Milcza, que la
víspera tocó con él por primera vez, y deseaba ver de nuevo a solas para
mejor hacerse cargo de las bellezas que contenía.
Cerca de una de las puertas-ventanas, que daban a la terraza, estaba
Irene en pie, rígidas las facciones y sombría la mirada. Al ver a su prima,
dirigióle una mirada casi aviesa, y díjole con tono sibilante:
—¡Muy desdeñosa parece que está la señorita Elyanni! ¡Un Miheli
Donacz, un conde Gisza, no son bastante para ella! ¿Aspiras, sin duda, a
cosa mejor?
—No aspiro a nada enteramente —replicó Mirtea con frialdad—. Hasta
hoy no he pensado en el matrimonio; primero, porque soy muy joven, y
después, porque la falta de dote podía ser un obstáculo… Pero lo que sé es
que Miheli Donacz y el conde Gisza, a pesar de sus relevantes cualidades y
de la estimación que les profese, me son, por otra parte, bastante
indiferentes para que haya vacilado un momento en rehusar la petición con
que me han honrado.
Irene sonrióse de un modo sardónico.
—Verdaderamente, no valía la pena de que te hiciesen tantos
homenajes: que Miheli Donacz cantase los luminosos ojos de la joven
griega, ni que el conde Mathias dejase por ti el castillo de su tío, donde se
celebran tan exquisitas fiestas. ¡Tienes un corazón de mármol, Mirtea!
Irene volvió a reírse de un modo asaz malévolo, adelantándose
lentamente hacia el centro del salón, mientras que Mirtea, dominando con
poderoso esfuerzo de voluntad la impaciencia e irritación que trataban de
avasallarla, se inclinaba hacia un estante que contenía papeles de música.
—En fin: en defecto de tu matrimonio, creo que tendremos otro —
continuó con aparente tranquilidad Irene, pero mirando a su prima de un
modo particular—. Me parece que el príncipe Milcza… Le he visto irse del
lado de los invernaderos con la señora de Soliers, pretextando mostrarle no
sé qué planta que deseaba conocer la vizcondesa. Pero observé que él estaba
muy conmovido, muy ansioso… Estoy persuadida, Mirtea, de que habrá
esta noche una novia en Voraczy.
Mirtea volvióse bruscamente, tan blanca la faz como su vestido; sus
ojos, algo dilatados, fijáronse en Irene.
—¿Ella? ¿Te parece que la vizcondesa?… —exclamó con voz sofocada.
—¡Es indudable! ¿De qué te admiras? ¿Por ventura dejaría de ser una
encantadora princesa? ¡Es graciosa y muy inteligente! Ahora me explico la
permanencia del príncipe en París y su completa transformación.
—Sin embargo, no parecía… Todos le hemos visto tratarla muy
fríamente… Y la vizcondesa es muy amiga de fiestas mundanas… —dijo
Mirtea.
Su voz sonábale de modo extraño a ella misma; una especie de niebla
pasaba ante sus ojos.
—¡Oh, ya sabrá acostumbrarla a sus gustos!, y como la vizcondesa está
muy enamorada de él, fácilmente se avendrá a lo que el príncipe quiera.
Pienso que será muy dichoso, y nosotras tendremos una linda cuñada, que
animará mucho este castillo.
Mirtea inclinóse de nuevo hacia el estante, y tomó de él algunas
composiciones musicales. Irene la miraba con perversa satisfacción; parecía
observar la palidez intensa de aquella tez admirable, el temblor algo
convulsivo de aquellas manos, cuya figura y forma ideal despertaron su
envidia tantas veces.
Pero un llamamiento de su madre le hizo abandonar el salón… Mirtea
depositó de nuevo en el estante los cuadernos que maquinalmente había
hojeado, sin acordarse ya de lo que buscaba. Salió después a la terraza, bajó
los escalones, y, maquinalmente también, dirigióse al parque.
Las palabras de Irene zumbaban de un modo singular en su cerebro…
«Esta noche habrá una novia en Voraczy…». Jamás hubiera pensado… ¡No,
nunca!
¿Por qué aquella suposición de Irene la sorprendió y turbó tan
profundamente? No había, sin embargo, nada que pudiera causar sorpresa si
el príncipe Milcza, curado de su larga crisis moral, buscaba crearse
nuevamente un hogar íntimo. Lo único que podía parecer raro es que
hubiera escogido a una mujer tan amiga de las pompas mundanas.
Habríanle, sin duda, seducido su inteligencia, la vivacidad de su
fisonomía, su agudo ingenio, las lisonjas que ella no le escaseaba… No
obstante, el príncipe no demostraba hacia la vizcondesa más que la natural
cortesía que usaba, con las demás señoras huéspedes suyas en el castillo de
Voraczy. Ninguna galantería particular, ninguna demostración de
simpatía…
Pero tal vez no gustaba de exteriorizar sus sentimientos; solamente los
revelaría a la elegida…
Mil encontrados pensamientos agitábanse en el cerebro de la joven, la
cual se encontró de pronto ante el templete griego, cuyas gradas subió,
deteniéndose en el peristilo.
Hallábase junto a la columna en que estaba apoyado Arpad en el
momento en que iba a consumar su crimen… Y el pensamiento de aquella
escena, de la terrible emoción de aquellos instantes, sobrecogió a Mirtea,
invadió su alma y la penetró de dulzura y de amargura inmensa a un
tiempo…
La joven abrió la puerta del templete… Una abuela del príncipe Arpad
había convertido el interior en un santuario dedicado a los santos patronos
de Hungría. Allí estaba su efigie labrada en mármol.
Mirtea veneraba entre todas las imágenes la de la santa duquesa de
Turingia, y ante ella fue a postrarse de hinojos, y a su dulce rostro levantó
sus ojos suplicantes.
¿Qué pedía en aquella humilde actitud? No lo sabía exactamente…
Sufría, e imploraba socorro.
Poco a poco descendió algún apaciguamiento a su espíritu. La piadosa
mirada de Santa Isabel derramaba un bálsamo de consuelo en su corazón,
trastornado por una emoción misteriosa.
La joven unió las manos y murmuró con fervor:
—¡Oh, santa que moráis en el cielo, interceded por él!… ¡Hacedle
dichoso; que se salve su alma!… Su felicidad es la mía… Siento que la
compraría gozosa al preció de un gran sufrimiento.
Levantóse y salió del templete.
Avanzaba la hora; en el castillo debía notarse ya su ausencia…
No obstante, volvió a detenerse en el peristilo. El recuerdo de lo que
había sucedido allí la embargaba; era un recuerdo doloroso y dulce a la
vez…
¡Cómo había sabido, desde entonces, comunicarle el príncipe su
reconocimiento! Mirtea comprendió que no le agradaría tan sólo la
abnegación demostrada hacia su hijo, sino algo más todavía, tal vez su
intervención en aquel minuto trágico que iba a decidir de su eternidad. ¿Era
reconocimiento lo que le inducía a rodearla de atenciones caballerescas, a
mostrarse solícito en prevenir todos sus anhelos caritativos? ¿Era gratitud la
que comunicaba tan penetrante expresión a su mirada y a su acento,
endulzándolos para ella tanto como antes para Karoly?
Ella le había producido un bien inestimable; numerosas veces se lo
había dicho. ¿No debía, pues, la joven dar gracias a Dios de haberla
escogido como el instrumento, humilde e imperfecto, de que se valió para
procurar algún sosiego a aquel espíritu sublevado?… Ahora, otra
continuaría la tarea. La esposa amada podría mucho si sabía comprender
aquel alma vibrante bajo su apariencia fría y altanera; aquel corazón en que
se encerraban, al par de una energía viril, delicadezas casi femeninas e
inmensos raudales de afecto, como la había demostrado su ardiente amor
paternal.
Dibujóse ante el espíritu de Mirtea la esbelta silueta de la señora de
Soliers: su rostro fino, sonriente, su mirada vivaz, frecuentemente
burlona…
—¿Le comprenderá? ¿Le hará dichoso?
Continuaba, sin embargo, admirándose de que el príncipe hubiese
escogido aquella mujer… Y, sin embargo, Irene tenía razón; esto explicaba
su estancia en París, y el cambio por el cual un padre desesperado pudo
convertirse en un hombre joven, amable y seductor como antes.
Mirtea le veía de nuevo allí, sentado al pie de las gradas, cerca de la
silla larga en que descansaba su hijito. ¡Qué fría y huraña expresión la
suya!… ¡Y aquella voluntad tiránica, cuyo peso hubo de sentir Mirtea lo
mismo que los demás! ¡Y aquella escena a propósito de Miklos!…
Todos los recuerdos de aquellos dieciocho meses volvían a su
pensamiento sucesivamente punzantes y dulces, mientras lentamente subían
las lágrimas a sus ojos… Y de nuevo olvidábase de la hora, dejando
transcurrir los minutos en aquel retorno al pasado.
El sol, próximo ya al horizonte, envolvía en rosada claridad a la joven
vestida de blanco, que se apoyaba en la marmórea columna, evocando en su
purísima hermosura griega la visión de una joven sacerdotisa de Palas
Atenea. En las grandes y negras pupilas flotaba un sentimiento profundo,
pero también se transparentaba en ellas una resignación tranquila. Un ligero
cerco dibujábase bajo los ojos de Mirtea, y su encantadora cabeza
inclinábase levemente, como si le costase trabajo soportar la espesa
cabellera, matizada de oro por los rayos del sol poniente…
En los alrededores del templete, el suelo estaba cubierto de espeso
césped que ahogaba el ruido de los pasos… Lo mismo que hizo Mirtea un
día, alguien apareció inopinadamente frente al templete.
Pero esta vez era «él»…
La joven hizo un brusco movimiento, y palideció más todavía. Pero ya
el príncipe escalaba los peldaños y avanzaba hacia ella.
—¡Mirtea! ¿Qué le sucede? Hace rato que nos inquieta su ausencia, y
yo me he apresurado a ir en busca de usted…
Arpad interrumpióse y fijó atentamente la vista en la joven.
—¡Mirtea…, usted ha llorado! ¿Qué tiene usted? —añadió
inclinándose, tomándole la mano y haciéndole aquellas preguntas con voz
ansiosa.
—¡Oh, no es nada!… Algunas ideas sombrías… —murmuró la joven,
tratando de sonreír.
Pero no era la linda, la radiante sonrisa habitual, la que ahora entreabría
los labios de la joven. Era una sonrisa triste, casi lastimosa.
—¿Ideas sombrías?… ¿Cuáles? ¡Dígamelo, Mirtea!
La joven bajó los ojos para evitar la mirada dulcemente imperiosa de su
primo y dijo con acento algo tembloroso:
—No vale la pena… No, realmente, Arpad…
—¿No quiere usted decirme lo que la atormenta? ¿No tiene usted
confianza en mí?… Esta confianza la tengo, sin embargo, en usted…
Los pálidos labios de Mirtea contrajéronse ligeramente… Una cosa
había, no obstante, que el príncipe le ocultó a ella como a los demás.
—¿No?… ¿No quiere usted revelarme ese pesar, Mirtea?
La joven movió negativamente la cabeza, incapaz de proferir una sola
palabra, pues sintió en la garganta una opresión invencible.
El rostro del príncipe Milcza contrájose visiblemente, y permaneció
unos instantes silencioso, considerando la pálida faz de la joven inundada
de rosada luz. De pronto dijo con acento en que vibraba una emoción
contenida:
—¿Le ha comunicado a usted algo mi madre respecto a… demandas de
matrimonio?
—Sí —contestó la joven con lasitud—. Siento vivamente que el conde
Mathias y Miheli Donacz hayan pensado en mí… Estoy confusa de ser
objeto de tal interés y de no poder responder a sus solicitudes más que con
una negativa.
—¿Una negativa?… —murmuró el príncipe.
Distendíanse sus facciones; su mirada, inquieta y sombría, iluminóse
repentinamente.
—¿No ha reflexionado usted?… ¿Ha dicho usted que no en seguida?
—¡Oh, sí! —contestó la joven, con el mismo acento de lasitud—. No he
pensado para nada en casarme… No, verdaderamente, no he vacilado un
solo instante… y no me pesa.
—Mirtea, óigame usted.
La joven levantó los ojos y vio a su primo dominado por una emoción
que casi le avasallaba por completo.
—… Debía hablarle a usted mañana, después de haber conocido su
respuesta a esas peticiones. Pero, ya que acabo de saberla, puedo decirle
que otro solicita la felicidad de ser su esposo…; otro que la ama a usted,
atrévese a asegurarlo; más, mucho más que cuantos pudieran decírselo en el
mundo. Usted ha sido para él un rayo de luz; pero él quería más que su
compasión, y por eso se esforzó en volver a ser joven, para no ofrecer a los
dieciocho años de usted un novio envejecido moral y físicamente. Ahí tiene
usted explicado por que se impuso ese destierro de varios meses a fin de
mostrarle un príncipe Milcza transformado… Y si he aguardado tanto
tiempo antes de hablarle así Mirtea; si he soportado las más dolorosas
angustias dejando que otros solicitasen, primero que yo, su mano, es que
deseaba permitirle que comparase, que eligiese voluntariamente, y no
imponerme a su inexperiencia de la vida, a su corazón tan admirablemente
caritativo y capaz por compasión hacia un alma sufriente, de llevar a cabo
un sacrificio…
Bajos los ojos, rozando sus largas pestañas sus purpúreas mejillas, la
joven escuchaba preguntándose si estaba soñando, si verdaderamente era la
voz del príncipe, cálida y vibrante, la que pronunciaba aquellas palabras,
cada una de las cuales hacía estremecer su corazón…
—Ahora, Mirtea, dígame si quiere ser mi esposa… Dígamelo con toda
independencia… Nada de piedad, nada de sacrificio: ¿Me comprende usted
bien?
—¡Arpad!
Otra frase no hubiera podido salir de su garganta, oprimida por inmensa
emoción, por la inexpresable felicidad que súbitamente la invadía; pero sus
grandes ojos, levantados hacia el príncipe, la revelaban, mejor de lo que
hubieran podido hacerlo las palabras, cuánto le pertenecía sin reserva el
corazón de Mirtea.
—¡Gracias, Mirtea…; Mirtea mía!…
Enajenado, el príncipe apoyó largo rato sus labios en las manos de la
joven.
Ambos permanecieron algunos instantes silenciosos, demasiado
conmovidos para expresar con frase alguna su mutua y radiante felicidad.
—¡Mirtea, luz mía! —pudo, al fin, pronunciar el príncipe.
Su acento parecía impregnado del mismo fervor con que la condesa
Gisza Elyanni llamó a su hija, la víspera de su muerte… Y como aquel día,
Mirtea protestó también:
—¡Oh, Arpad! ¡No diga usted eso! Yo no soy nada…
—Sí; lo digo y lo repito. Dios ha puesto un admirable reflejo de su luz
en el alma purísima de usted; ha permitido que sea su intermediaria cerca de
un pobre pecador sublevado contra Él. Experimenté su influencia desde los
primeros momentos en que la conocí a usted; penetrábame poco a poco, y
yo, que había jurado vivir eternamente desconfiado de las mujeres, traté de
sustraerme a su influjo estableciendo, con mi frialdad y mi dureza, mayor
distancia entre nosotros dos. Usted me dijo, Mirtea, que estaba celoso del
afecto de mi hijo hacia usted. Es verdad… pero, sobre todo, me rebelaba
ante el encanto que atraía a usted todos los corazones, ante la rectitud, la
deliciosa sencillez, la bondad incomparable de esta valiente alma
femenina… ¿Y sabe usted qué me causó mayar admiración? Pues lo que
más me conmovió de usted fue su bravura, su intrepidez ante mí, que no
veía en torno mío más que frentes humilladas y adhesiones serviles a todas
mis voluntades, aunque éstas fuesen injusticias.
—¡Buenos deseos tuvo usted, sin embargo, de arrojarme de Voraczy! —
dijo Mirtea con dulce sonrisa, algo maliciosa—. Sin Karoly…
—¡Mirtea!… ¡No me recuerde mi injusticia, mi dureza de aquel día!
Debo decir, no obstante, en descargo mío, que no hubiera tenido valor de
llegar hasta aquel extremo; aunque mi amado angelito no me hubiese
suplicado por usted. En mi cólera veíala a usted tan conmovedora, tan
maternalmente tierna para con él… ¿Y qué diré de lo que fue usted para mí
en aquellos días de dolor, de espantosa angustia? Pero sólo comprendí la
profundidad, el poderío del sentimiento que llenaba mi corazón el día en
que la vi a usted ataviada de flores, hada cándida y radiante… Y algo
rompióse dentro de mí, pues pensé a un tiempo mismo que yo no era libre a
sus ojos, que «la otra» se atravesaba aún en la entrevista felicidad. Ignoraba,
en efecto, su muerte. El padre Joaldy, afortunadamente, acabó por adivinar
lo que pasaba en mí, y comunicóme el trágico suceso. Por esto me vio usted
en la pasada Navidad, Mirtea… Y costáramé lo que costase, quise
enseguida reanudar mis relaciones con la sociedad, volver a ser joven para
usted, tomar de nuevo interés en la existencia, en los mil detalles de la vida,
en las cosas bellas y buenas que Dios ha sembrado en el mundo y que yo no
sabía comprender ya en mi sufrimiento, en mi rebelión orgullosa… ¡Oh, sí,
Mirtea! Usted ha sido para mí una luz, la pura, la radiante luz destinada por
la Providencia para alejar las tinieblas de mi espíritu.
Contemplaba el príncipe a la joven con grave ternura mientras le hacía
esta ardiente confesión, y en el alma de Mirtea expandíase una dicha cuya
intensidad casi la asustaba.
—¡Soy demasiado dichosa, Arpad! —murmuró.
—¡Repítalo usted, Mirtea mía!… Dígame que labro su felicidad, que
nada echará usted de menos… ¿Recuerda usted cómo nuestro pequeñuelo
Karoly nos unió en su última palabra? Por la boca de aquel angelito, Dios
nos destinaba así el uno para el otro.
El sol, franqueando el horizonte, envolvía en rosada luz a los
prometidos, que permanecían en pie en el peristilo del templete. Una calma
impresionante, casi religiosa, reinaba en aquel rincón del parque, que fue el
sitio predilecto del pequeñuelo Karoly.
—Es sumamente dulce, ¿verdad, Mirtea?, haber cambiado aquí nuestros
juramentos de esponsales, en este mismo sitio que trae a mi memoria un
horroroso recuerdo… ¡Oh, amada mía! ¿Qué iba a hacer entonces? Cuando
pienso en aquella bala que rozó…
—Desechemos semejantes recuerdos, Arpad —dijo Mirtea, poniendo
dulcemente su mano sobre el brazo del príncipe—. Dios, en su bondad, ha
permitido que todo resultase para el bien de usted… para nuestro bien…
Pero creo que va haciéndose tarde…
—Sí; preciso es que volvamos allí —contestó el príncipe, con voz
pesarosa—. Tan pronto como mi madre esté a solas, iremos a anunciarle
nuestros esponsales… Y esta noche les daremos carácter oficial en todo
Voraczy.
Ambos jóvenes bajaron las gradas del templete y tomaron lentamente la
senda que conducía al castillo. Mirtea apoyábase en el brazo de su
prometido.
El príncipe Arpad, con aquella voz cálida y acariciadora que usaba en
otro tiempo al dirigirse a su hijito, refería los recuerdos de los meses
precedentes, manifestaba los temores y las esperanzas que había abrigado.
De pronto, interrumpiéndose, preguntó:
—Y ahora, Mirtea, ¿no puede usted decir a su prometido por qué
lloraba hacía poco?
Sonrojóse la joven, vaciló un instante y respondió, con acento algo
tembloroso:
—Acababan de decirme… Creía que la vizcondesa de Soliers…
Interrumpióse, sin saber cómo proseguir.
El príncipe detúvose bruscamente.
—¿La condesa?… ¿Quiere usted decir que alguien ha sido bastante
necio para suponer que pudiera yo haber pensado en ella?
—Sí, es esto…
El príncipe soltó una ligera carcajada. Tomó las manos de Mirtea, y
exclamó con dulce ironía:
—¡Oh, amada cieguecita mía! ¿Cómo ha podido usted creer tan sólo un
minuto?… Veamos: ¿ha visto usted en mi conducta algo que, siquiera por
un instante, le haya dado motivo para pensar que hubiese yo concebido
semejante idea?
—No, nada absolutamente; es muy cierto —respondió la joven sin
vacilación—. Pero, en fin, no era tampoco cosa inverosímil… La
vizcondesa estaba muy amable, muy lisonjera…
¡Oh, ya lo creo!… Y aún dejaba ver algo…, por no decir demasiado, su
deseo de llegar a ser princesa Milcza —dijo el príncipe, con burlona sonrisa
—. Pero ¿quién le ha insinuado esta extraordinaria idea, Mirtea?
—¡Oh, déjelo, Arpad! No le importa saberlo.
—Sí me importa; tengo empeño en saberlo… Preciso es que sea alguien
bastante necio… o demasiado malévolo, pues de otro modo nadie hubiera
albergado aquí semejante pensamiento, dada la frialdad con que siempre he
respondido a las insinuaciones de la vizcondesa y de su padre… Dígame el
nombre de esa persona, Mirtea…
—¡No, Arpad; no puedo! —respondió firmemente la joven.
—¿Por qué? ¿Lo habré adivinado entonces al hablar de malevolencia?
¿He de pensar que alguien ha tratado de recrearse viéndola sufrir?
Mirtea no contestó y reanudó el paso. El príncipe reflexionaba,
fruncidas las cejas:
—Ya comprendo, ya sé quién es —dijo al cabo de unos momentos—.
Ya sé quién la detesta a usted aquí… Pero yo le respondo de que también
sabré castigarla…
—¡Oh, no, Arpad, por favor! —exclamó dirigiéndole una mirada
suplicante—. Somos ahora tan felices, que es preciso que todos lo sean en
torno nuestro.
El príncipe miró a su prima dulcemente conmovido, y contestó:
—Las heridas que se infieren al orgullo son saludables, y las que
destino al alma envidiosa que le ha causado esa pena… Dejemos esto,
Mirtea —añadió, viendo el gesto de protesta de la joven. Si hay cosa en el
mundo que difícilmente pueda perdonar es la perfidia y la falta de
corazón… Y hacia usted más todavía, que ha sido tan admirablemente
buena para todos.
Alcanzaban en aquel momento los jardines. El príncipe cogió al paso
dos rosas blancas y deslizó una en el talle de Mirtea, mientras la joven
prendía otra en el ojal del chaquet de su primo.
—Llevo, sus colores, hada mía —dijo alegremente Arpad, besando los
dedos que acababan de decorarle.
Como diesen vuelta a uno de los invernaderos, divisaron de lejos a
Renato, que brincaba con Hadj y Lulá, mientras que Mitzi andaba
tranquilamente con un libro en la mano. Los perros se lanzaron al encuentro
del príncipe y de Mirtea.
Renato, cesando en sus evoluciones, llegóse también con Mitzi al lado
de la feliz pareja. Por más que la firmeza que con él usaba su hermano no
recordase la severa dureza de otros días, el muchacho temíale aún y no se
hallaba tranquilo sino al lado de Mirtea, pues no había sido el último en
observar la influencia de su prima en todos los actos del príncipe Milcza.
En cuanto a Mitzi, había llegado a ser la preferida de su hermano mayor,
como lo era ya de Mirtea. Su naturaleza afectuosa y tierna demostraba gran
cariño a los que apreciaba, a pesar de su apariencia algo fría.
—¿Siempre estudiando, Mitzi? —dijo el príncipe acariciando los rubios
cabellos de su hermanita—. Has de correr también algún rato como este
diablillo…
Y su mirada sonriente fijóse en Renato, que se había apoderado de la
mano de Mirtea, y apoyaba en ella sus labios.
—¿Amas mucho a tu prima, Renato?
—¡Oh, sí, sí! —dijo calurosamente el muchacho.
—Entonces, te gustará saber lo que ahora mismo vamos a decirte.
—¿Qué es? —preguntó vivamente el muchacho.
—Esta noche vas a saberlo.
—Será algo agradable para Mirtea, pues sus ojos brillan, brillan… cómo
estrellas.
El príncipe y Mirtea sonrieron.
—¡Buen observador estás!… Pero a fin de moderar un poquito tu
curiosidad, Renato, vas a decirme, y Mitzi también, lo que deseáis que os
regale con ocasión de cierta gran felicidad que está por llegarnos. Prometo
que contentaré vuestros deseos a condición que sean juiciosos,
naturalmente.
Renato, relampagueantes los ojos, contestó sin vacilar:
—¡Oh, a mí me gustaría tanto un caballo, Arpad!… Un lindo caballito
negro, como el de Bela Dorayi… ¿No es juicioso esto, Mirtea? —preguntó
el muchacho con cierta inquietud y levantando los ojos hacia la joven.
—Es claro…, me parece que sí… ¿No es cierto, Arpad? —añadió
Mirtea, mirando al príncipe.
—¡Lo es! —confirmó éste—. Tendrás ese caballito que deseas,
Renato… ¿Y Mitzi? ¿Qué quiere Mitzi?
La niña ruborizóse y contestó tímidamente:
—Yo quisiera mucho mucho dinero.
—¿Dinero?… ¿Qué codicia es ésa? —exclamó el príncipe, con tono
sorprendido.
Mitzi ruborizóse más intensamente y balbució:
—Hay muchos niños que padecen hambre y otros que nunca tienen ni
juguetes ni dulces. ¡Me gustaría tanto poder dárselos a todos! La mirada del
príncipe, profundamente conmovida, fijóse en la niña, y sus labios
murmuraron:
—¡Ha sacado usted una buena discípula, Mirtea!… Ven acá que te
abrace —añadió con dulce ternura, dirigiéndose a su hermanita—. Me
alegra verte tan caritativa, y tan buena. Te daré lo que quieras, ¿oyes?…
todo lo que quieras.
—¡Oh, Arpad! —contestó Mitzi, radiante de alegría—. ¡Cuánto te amo!
—Y yo también, queridita mía, te quiero muchísimo… Y a Renato lo
mismo cuando es juicioso —añadió, sonriendo, el príncipe.
Renato, que no dejaba de tener algunos pecadillos en la conciencia, bajó
un instante la cabeza; pero la levantó en seguida, y pasando la mano bajo el
brazo de Mirtea, le dijo con tono de misterio:
—Ya he descubierto por qué brillan tanto tus ojos, Mirtea, y por qué
está Arpad tan contento.
—¿De veras? ¿Y por qué?
Renato dirigió la vista a su hermano con cierto temor.
—¿No me reñirás si digo lo que he adivinado?
—No, no temas —dijo Mirtea, sonriendo—. Vamos a ver, ¿qué has
adivinado?
—¡Qué te casarás con el príncipe Milcza! —exclamó, triunfalmente,
Renato.
—¡Vamos, no está mal el observador! —dijo jovialmente el príncipe—.
Pero procurarás tener cerrado el pico hasta que yo te permita abrirlo para
hablar de esto. Ya sabes que no soporto a los indiscretos ni a los
charlatanes.
—¡Oh; no diré enteramente nada! —replicó gravemente Renato—.
¡Pero estoy contento, muy contento! —añadió haciendo una soberbia
cabriola, en tanto Mitzi, apoyando mimosamente su carita contra la mano
de su hermano mayor, decía con gozoso acento:
—¡Oh, qué dicha, Arpad! ¡La quiero tanto a nuestra Mirtea!…
—¡Nuestra Mirtea!… —repitió el príncipe, con dulce fervor.
Dirigiéronse los cuatro hacia el castillo… Irene, inclinarla sobre los
balaustres de la terraza, palideció al divisarlos.
—Le he dicho que habría esta noche una novia en Voraczy… ¿Habré
estado, por azar, en lo cierto? —murmuró apretando los clientes.
Capítulo 16

L a magnífica recepción dada por el príncipe Milcza en honor del


archiduque Francisco Carlos fue ocasión propicia para una
presentación solemne de la nueva novia a toda la nobleza, que acudió a la
invitación del joven magnate.
Mirtea, cuya soberana belleza admiró a todo el mundo, vestida con una
vaporosa y sencilla toilete blanca, obtuvo un éxito triunfal, capaz de
envanecer a otra joven menos sensata y seria que ella.
El archiduque y todos los invitados, maravillados ante aquella gracia
exquisita unida a la más encantadora modestia, felicitaron calurosamente al
príncipe Arpad cuya mirada expresaba una dicha contenida, pero profunda.
Pasada aquella fiesta, para la cual desplegó el príncipe todos los
esplendores de otro tiempo, Voraczy entró en un nuevo período de calma y
de intimidad. Los novios, acompañados de la condesa Gisela, de Terka y de
Mitzi, permanecieron pocos días en París con objeto de escoger la canastilla
de boda de la futura princesa y asistir, de pasó, al bautizo de la hijita de
Albertina. La señora de Millon había escrito a Mirtea solicitando que fuese
madrina de su nieta y dejando entender que verdaderamente no sabía a
quién elegir como padrino, ya que su parentela era sumamente reducida.
El príncipe Arpad, al enterarse de aquella velada solicitud, había
contestado al momento:
—Pues, si les parece bien, seré yo el padrino.
Nadie dijo que no… ni siquiera Pedro Roland, que debió de
estremecerse hasta el fondo de su alma de fogoso demócrata al pensar que
un príncipe iba a ser padrino de su hija. Y no fue, por cierto, quien se
mostró menos entusiasta ni menos orgullosamente gozoso.
Verdad es que el príncipe Milcza portóse como el fénix de los padrinos.
Ademas de un soberbio obsequio a la madre, constituyó para la niña un
lindo capitalito, cuya renta debía servir para su educación…
En cuanto a la madrina, recibió con semejante motivo la más preciosa
corona que jamás adornó frente alguna de princesa.
—Para tu presentación en la corte, Mirtea —dijo su prometido al
ofrecérsela.
Ofrecíale relativamente pocos regalos, exceptuando los requeridos por
su rango, pues conocía los gustos de su prometida esposa. Pero le dedicaba
mil delicadas atenciones que le encantaban más de lo que hubieran podido
hacerlo todas las maravillas del mundo. Así, habiendo llegado a su noticia
que los muebles de la condesa Gisza-Elyanni continuaban depositados en
casa de una vecina de las señoras Millon, hízolos transportar secretamente a
un cuarto de su palacio y luego condujo a él a Mirtea, que se conmovió
hasta el punto que brotaron las lágrimas de sus ojos al encontrarse en
presencia de tan queridos recuerdos y también al darse cuenta de la delicada
atención de que era objeto.
Los novios regresaron alegremente a Voraczy, residencia amada de
ambos como ninguna otra. Algunos días después de su llegada, el príncipe
Milcza solicitó hablar a solas con su madre para comunicarle lo que tenía
proyectado hacer respecto a sus hermanas y a su hermano. A Renato,
cuando alcanzara su mayoría de edad, le entregaría el dominio de los
condes Zolanyi, rescatado por él después de la muerte del segundo marido
de la condesa; Terka y Mitzi disfrutarían de soberbias dotes.
—En cuanto a Irene —añadió el príncipe—, me reservo participarle yo
mismo lo que estoy dispuesto a hacer por ella. Hágame el obsequio de
decirle que venga a hablar conmigo mañana por la mañana.
La joven pasó el resto del día y toda la noche en verdadera angustia. No
era, evidentemente, un tratamiento de favor el que le reservaba su hermano.
Desde los esponsales, el príncipe había adoptado con ella una actitud, de
absoluta indiferencia. No le dirigía nunca la palabra, y al paso que colmó de
regalos a Terka y Mitzi durante su estancia en París, nada trajo para Irene,
que durante ese tiempo permaneció en el castillo de Selzy, en casa de su
madrina, la condesa Sarolta Gisza, mientras que Renato vio llegar, dirigido
a él, un lindo cochecito y un poney, que realizaron todos sus deseos.
El príncipe parecía querer olvidarse de ella en absoluto… Y la mayor
amargura iba infiltrándose en el alma de Irene, no contra su hermano, sino
contra Mirtea, amargura tanto más intensa, cuanto no podía ni se atrevía, ni
mucho menos, hacerla sentir a su prima.
Con el alma llena, pues, de sorda angustia entró al día siguiente en el
despacho de su hermano.
El príncipe, que estaba escribiendo, le designó una silla, diciéndola
fríamente:
—Siéntate, Irene; estoy para ti dentro de cinco minutos.
¡Cinco minutos!… Cinco siglos fueron para la inquietud creciente en el
corazón de la joven al observar la glacial fisonomía de su hermano.
Sobre la mesa había un gran retrato de Mirtea vestida de blanco y
cubierta de flores, lo mismo que la divisó el príncipe Milcza cierto día junto
a un bosquecillo. Aquella fotografía hizo que subiera al cerebro de Irene
una oleada de cólera envidiosa.
El príncipe soltó, al fin, la pluma y se recostó ligeramente en el sillón
para fijar en su hermana aquella mirada que conservaba para ella la dureza
de otro tiempo.
—Mi madre te habrá explicado seguramente lo que tengo intención de
hacer para facilitar el porvenir de Terka, Mitzi y de Renato.
Irene respondió afirmativamente con voz sofocada por la emoción que
le oprimía la garganta.
—Meses atrás abrigaba yo para ti iguales intenciones a pesar de la
impresión poco favorable que me producía tu malevolencia respecto a
aquélla a quien todos debemos tanto y que se ha mostrado, no obstante, tan
paciente y tan buena contigo. Pero recientemente ocurrió cierto hecho que
me reveló que no se trataba solamente de envidia, de antipatía pasajera.
Cuando una mujer, de un modo frío y deliberado, inflige una herida
profunda a otra mujer que nunca le ha hecho más que bien; cuando no teme,
en su rabia envidiosa, darle a entender lo que sabe que nunca ha existido,
para darse el atroz placer de hacerla sufrir, no tengo, por mi parte, más que
una sola palabra para calificar semejante acto: la llamo pérfida cobardía…
Y juzgué que aquella que se hizo culpable de una felonía de tal naturaleza
no era digna de que la tratase como hermana mía.
Pálida y temblorosa, Irene mantenía bajos los ojos. Parecíale que
súbitamente se desplomaba todo en torno suyo.
—Sin embargo —prosiguió el príncipe—, a reiteradas instancias de
Mirtea, cuya caridad no conoce límites, he consentido en volver sobre mi
decisión. Recibirás igual dote que Terka y Mitzi… pero tengo verdadero
empeño en hacerte presente que lo debes a Mirtea, sólo a Mirtea…
Los cerrados labios de Irene entreabriéronse para dar salida a estas
palabras:
—De esta manera, no lo quiero…
—¡Oh, como te parezca! —repuso el príncipe con el mismo tono glacial
e incisivo—. Pero no es así como podrá tener realización el rico y brillante
matrimonio soñado por tu cerebro fútil. Reflexiona, pues, y mañana me
contestarás.
Irene se levantó bruscamente, dominada por insensata cólera, que no le
daba lugar a reflexión alguna.
—¡No mañana…, hoy! ¡No quiero nada de ella! ¡La aborrezco a esa
hipócrita, a esa intrigante!…
La irascible joven vio de pronto a su hermano de pie ante ella, su
muñeca oprimida por una mano dura y unos ojos centelleantes de irritación
que le hicieron bajar aterrada los suyos.
—¿Te atreves a insultarla, miserable, envidiosa? ¡Yo te obligaré a que le
pidas de rodillas un perdón que no mereces!
—¡Me lastimas! —tartamudeó Irene.
El príncipe soltó a su hermana y, súbitamente, dueño otra vez de sí
mismo, díjole con calma glacial:
—Creo que, en efecto, no tienes necesidad de que yo te ayude para
establecer tu porvenir. Componte como quieras: yo me desentiendo en
absoluto de una criatura ingrata y sin corazón.
Irene salió del despacho del príncipe temblando y casi lívida. En sus
oídos zumbaban terriblemente las últimas frases de su hermano… Llegó al
salón, sin saber cómo se dirigió a él, y se dejó caer en un sillón, pues sus
piernas, temblorosas, se negaban a sostenerla.
Sacudíanla de pies a cabeza sobresaltos nerviosos y apoyada la frente
contra el respaldo del asiento, lloraba convulsivamente, retorciéndose las
manos.
De pronto abrióse una puerta. Mirtea entraba con los brazos llenos de
flores para adornar los jarrones del salón.
—¡Irene! —exclamó con angustiosa sorpresa.
La joven se irguió bruscamente, como si la hubiese tocado algún
venenoso insecto, y mostró su rostro congestionado, cubierto de lágrimas, y
sus ojos centelleantes de furor.
—¿Tú aquí?… ¿Otra vez tú? ¿No basta ya humillarme, hacerme arrojar
una limosna por él?… Necesitabas todavía gozarte en lo que tan
perfectamente habías preparado…
—¡Irene!…, ¿qué estás diciendo? —murmuró Mirtea; palideciendo
intensamente.
—¡Te aborrezco! —continuó Irene, con creciente exaltación—. No eres
más que una hábil comedianta… Bien has sabido desempeñar tu papel…
Ahora haces de él lo que quieres, y te aprovechas para excitarlo contra mí, a
quien detestas.
—¡Oh, Irene! Yo he hecho todo lo contrario para…
La joven sonrióse convulsivamente.
—¡Ah! ¿Crees que podrás engañarme también a mí? ¡Hay tantas
maneras de preparar las cosas para hacer perder a las personas en el
concepto de alguien simulando que se habla en favor suyo!… Y él a pesar
de su inteligencia, ¡cae fácilmente en el lazo!… Mira lo que debo a tu
bienhechora intervención cerca de mi hermano —añadió, mostrando su
muñeca en la que se veía la señal de los dedos del príncipe Milcza—. Me ha
lastimado así porque te he tratado como te mereces… Creí que iba a
matarme… ¿Y piensas que no te odio?
Irene volvió a retorcerse violentamente las manos y se dejó caer en el
sillón, presa de una terrible crisis nerviosa.
Mirtea, asustada, se precipitó hacia el timbre, dejando caer al suelo las
flores. Luego volvió al lado de su prima, tratando en vano de calmarla.
La condesa Gisela y Terka llegaron inmediatamente, y, poco después, el
doctor Heday. Irene se apaciguaba poco a poco, pero agitaba todo su cuerpo
un temblor convulsivo y dominábala una violenta fiebre.
Su madre, su hermana y Mirtea no la abandonaron durante aquel día ni
en la noche siguiente. La joven era víctima de un delirio, y con gestos de
espanto murmuraba:
—¡Va a matarme!… ¡Tengo miedo!
Mirtea colocaba entonces la mano sobre la frente de su prima, y ésta
calmábase algo… Hacia la madrugada durmióse bajo la dulce caricia de
aquella mano infatigable, y el doctor Heday declaró con visible
satisfacción:
—¡Gracias a Dios, desaparece mi inquietud! No tendremos las
complicaciones cerebrales que temía. La condesita ha debido experimentar
una violenta conmoción moral, y, como es muy nerviosa; ha resultado de
ello un quebranto excesivo, que se calmará poco a poco.
La fiebre descendía, en efecto; apaciguábase la agitación, que sólo
reaparecía ya a intervalos cada vez más largos. Pero la enferma permanecía
silenciosa y sombría; cualquier ruido de pasos en los corredores la hacía
estremecer, y al oír pronunciar por Terka el nombre de Arpad, tuvo una
recrudescencia de fiebre.
—Ayer hubo una terrible escena entre él y ella —explicó Mirtea, a la
condesa Gisela, sorprendida del efecto producido.
Al cabo de algunos días, la mejoría acentuóse definitivamente. Irene
recobraba las fuerzas abatidas por la fiebre y la fatiga nerviosa. Pero
permanecía meditabunda y triste, a pesar de todos los esfuerzos de su
madre, de Terka y Mirtea, y no demostraba prisa ninguna en abandonar su
habitación para reanudar su vida acostumbrada.
Habíase dejado cuidar por su prima, primero inconscientemente,
durante su delirio; y no protestó cuando, al recobrar el conocimiento,
reconoció a Mirtea en aquella vigilante y asidua enfermera cuya mano
apaciguó sus más penosos accesos. Parecía reflexionar mucho; su palabra
era cada vez menos breve, y endulzábase su mirada para aquella que no
cesaba de cuidarla con discreta abnegación.
Una tarde muy soleada, Mirtea entró con el sombrero puesto y dijo,
resueltamente, a Irene:
—Anda; vente a dar una vueltecita conmigo. Aquí te estás anemiando;
es absolutamente preciso comenzar a salir.
Irene movió la cabeza negativamente.
—Todavía no, Mirtea; no me siento aún bastante fuerte…
Mirtea se inclinó hacia ella y, tomándola una mano, la miró sonriendo.
—Di más bien que todavía tienes miedo… un miedo infantil,
irrazonable…
Irene sonrojóse.
—Sí, es verdad —murmuró.
—¡Qué locura, Irene!… Me ha encargado que te manifieste su pesar por
lo sucedido, y su deseo de que no vuelva a hablarse de ello nunca más…
¡Oh, le he reñido muchísimo, te lo aseguro, por haberse excedido contigo,
sin miramiento!
—Lo merecía —dijo francamente la joven—. ¿Te refirió el modo como
te traté?
—No he sabido, ni quiero saber nada, Irene.
—Sí, lo sabrás, porque quiero yo decírtelo. Te llamé hipócrita e
intrigante… Y fui muy mala contigo, diciéndote una mentira a propósito de
la vizcondesa de Soliers… ¡Oh, comprendo que le inspire horror!
—¡Cállate, Irene! No te excites recordando esas viejas historias. Bien
sabes que todo se ha dado al olvido… Anda, ven conmigo a ver la nueva
disposición que se ha dado al gran invernadero.
Después de corta vacilación, Irene púsose su sombrero y siguió a
suprima. Anduvo lentamente apoyada en su brazo, y ambas dirigiéronse, al
invernadero; pero, de pronto, la condesita detúvose y palideció.
El príncipe Milcza conferenciaba con el jardinero en jefe… Pero al
divisar a su hermana y a su novia, adelantóse vivamente hasta ellas con las
manos tendidas hacia la convaleciente.
Conmovida por aquella cordialidad inacostumbrada, Irene sonrojóse y
se deshizo en lágrimas.
Mirtea la llevó hacia un banco y le hizo tomar asiento entre el príncipe y
ella. Irene sollozaba en el hombro de su prima; pero se calmó pronto al oír
las palabras afectuosa de su hermano y de Mirtea, y sonrió, al fin, a través
de sus lágrimas.
—No había conocido a Mirtea —dijo—; y ahora hago como todos los
demás: la quiero porque ella ha demostrado amarme aun no mereciéndolo.
—¡Irene, ésta es la palabra que desvanece las últimas nubes que
pudieran existir entre nosotros! —dijo el príncipe, inclinándose hacia su
hermana besándola en la frente.
Era su primer beso fraternal después de muchos años, e Irene,
sumamente conmovida, vio en él la señal de un perdón completo.

***

El matrimonio del príncipe Milcza y de Mirtea celebróse hacia


mediados de septiembre. El día presentóse tan hermoso y soleado, que no
parecía sino que aun el mismo cielo hubiese querido festejar a los jóvenes
esposos y contribuir al mayor esplendor de la ceremonia.
En la capilla, harto pequeña y ornada de flores con maravillosa
profusión, apenas cabían los nobles invitados, entre los cuales figuraban
todos los Gisza, excepto el conde Mathias, que no se había consolado aún.
El sol, atravesando las vidrieras de colores, inundaba de policroma luz los
adornos suntuosos, formaba un nimbo sobre la cabeza de la joven
desposada, admirablemente hermosa con su toilete de muaré argentado, y
rodeaba de claridad al príncipe Milcza, que llevaba con inimitable elegancia
su soberbio traje de magnate húngaro.
En el altar, el padre Joaldy ofrecía el santo sacrificio. El arzobispo de
G…, tío mayor del príncipe Arpad y pariente lejano de Mirtea, dio da
bendición nupcial después de pronunciar una delicada alocución sobre los
deberes conyugales, sobre la dicha, superior a todas las pruebas, que
aguarda a los esposos unidos en la misma fe, en la misma celestial
esperanza.
Y en tanto, Mirtea pensaba con radiante alegría: «¡Así es como seremos,
Dios mío, ya que os habéis dignado conducirlo de nuevo hasta Vos!». El
príncipe Arpad, dirigiendo su mirada desde el amado rostro, transfigurado
por el fervor, hasta la cruz, alzada sobre el tabernáculo, decía desde el fondo
de su corazón: «¡Gracias, Dios mío, de haberme concedido este ángel para
sostener e iluminar mi vida!».
Terminada la ceremonia, dirigiéronse los esposos a la sala de los
Magnates, donde desfilaron ante ellos todos los concurrentes: parientes,
amigos, servidores, terrazgueros… Todas las pobres gentes socorridas por
Mirtea estaban allí también, devorando con ojos a su joven princesa,
radiante de felicidad.
Avanzaban uno a uno, besando su mano y la del príncipe Arpad, a la vez
que murmuraban votos por que fuese duradera su dicha…
Acogíales Mirtea con su más linda sonrisa y dulces miradas.
Una mujer, joven todavía, de negros cabellos entrecanos, adelantóse la
última, temblando, baja la vista. Al contemplarla, crispáronse las facciones
del príncipe…
La mujer estaba ante él, humillada, casi de rodillas. Por un esfuerzo
supremo sobre sí mismo, el príncipe tendió, al fin, su mano, que Marsa rozó
con sus labios.
—¡Gracias, señor! —prosiguió la mujer, con sofocado acento.
Y, levantándose, dirigió una mirada de ardiente reconocimiento a la
joven princesa, que le sonreía.

***

La comida en la sala de los Banquetes reunió en ella, además de todos


los nobles invitados, todo el alto personal de Voraczy. Más que suntuosos
podía, con razón, calificarse de mágico aquel convite. Terminados los
postres, levantóse el arzobispo y tomó de manos del padre Joaldy una copa
de lapislázuli circuída de oro y rodeada de magníficas gemas. Desde tiempo
inmemorial aquella copa había servido en el matrimonio de todos los
príncipes Milcza… El prelado la llenó de vino de Tokay, la bendijo y
dirigiéndose hacia los nuevos esposos, la ofreció al príncipe Arpad.
Con arreglo al rito tradicional en Voraczy, era el esposo quien debía
primero mojar en ella sus labios, afirmando así su conyugal supremacía, y
después la ofrecía a su esposa. Así, no fue poco el movimiento de sorpresa
que ocurrió en la asamblea cuando se vio al príncipe inclinarse hacia Mirtea
con gesto tan respetuoso como caballeresco, y aproximar él mismo a los
labios de su esposa la copa deslumbrante. Luego bebió él a su vez, en tanto
los comensales, en pie, aclamaban a los nuevos esposos.
Mientras la concurrencia se esparcía por los salones, el príncipe y
Mirtea dirigiéronse a dar una vuelta a lo largo de las mesas preparadas en
los jardines para los terrazgueros y pobres de la comarca. Acogiéronles
entusiastas los aljen; los infelices, arrancados a la miseria o a la
desesperación por aquélla a quien corrientemente llamaban «nuestro ángel»,
besaban la orla del vestido de Mirtea.
El príncipe, visiblemente embelesado, llevóse, sin embargo, pronto a su
esposa, pues Mirtea, a pesar de su energía, no podía disimular del todo el
cansancio que experimentaba después de la larga ceremonia de la mañana y
de la comida interminable, como la tradición requería.
—Ahora podrás descansar, amada mía. Mi madre y mis hermanas se
ocuparán de nuestros huéspedes. ¿Vamos a dar un paseo por el parque? El
aire fresco tal vez disipará esa ligera jaqueca.
—¡Oh, con mucho gusto! Pero ¿no tenías algo que pedir a monseñor
Gisza antes de que partiese?
—¡Es verdad! Ya ves cómo necesito estar cerca de mi mujercita para no
descuidarme de nada… Aguárdame breves momentos, amada mía. Pronto
vuelvo a reunirme contigo.
El príncipe atrajo hacia sí a Mirtea; besóla en la frente, y se alejó con
rápido paso. Súbitamente, sin saber por qué, apoderóse de Mirtea una rara
impresión de indefinible temor.
Sintió vehementes deseos de llamar a su esposo, de gritarle: «¡No me
dejes, no te apartes de mi lado!».
Pero procuró tranquilizarse de aquella sensación, que juzgó pueril,
imaginando que la fatiga de aquel día la habría puesto nerviosa. Dentro de
pocos momentos le contaría a Arpad aquella singular idea, y ambos se
reirían de su miedo infantil.
Mirtea dirigióse lentamente hacia el parque. Penetraba en el alma
dulcemente el sosiego de un luminoso atardecer, impregnado del encanto
particular de los primeros días otoñales. Los follajes tomaban ya cálidos
tintes; el sol, en su declinación, esparcía en el ambiente una tibieza
exquisita.
Como pasase junto a un bosquecillo, oyó que se removían las hojas, y
no pudo reprimir un movimiento de espanto cuando una mujer, cubierta con
un negro manto de capuchón, se irguió de repente ante ella.
—¿Qué hace usted aquí? —dijo Mirtea, recobrándose al momento.
La desconocida, en vez de responder, interrogó en alemán, pero con
acento extranjero:
—¿Ha visto usted un retrato de la princesa Alejandra?
—Sí… Pero ¿qué significa…?
Con gesto brusco, la mujer bajóse el capuchón, y una exclamación de
sorpresa sofocóse en la garganta de Mirtea…
Tenía ante sí a Alejandra… Sí, aquéllos eran sus rasgos… aquélla, su
mirada…
Parecióle a Mirtea que su corazón cesaba de latir… La extranjera
envolvía en una mirada de odio a la joven, más blanca en aquel momento
que su traje de desposada.
—No esperaba usted esta resurrección, ¿verdad, princesa? —profirió la
aparecida con tono incisivo.
—Entonces usted… ¿no está muerta?
Las palabras surgían maquinalmente de los pálidos labios de Mirtea; no
tenía conciencia de lo que decía; cubría un velo su mirada; y parecíale que
todo se derrumbaba en torno suyo…
—Así parece, pues estoy delante de usted. Es una verdadera sorpresa,
¿no es cierto? Creíase a esa pobre señora Bornett muerta y enterrada. Por
desdicha para alguien ha sobrevivido, y noticiosa del segundo enlace del
príncipe Milcza, ha sentido la curiosidad de conocer a la que la sustituía, a
esa joven griega que tiene fama de ser tan hermosa… ¡Oh, la fama no ha
mentido! Soberanamente bella lo es usted —añadió con envidiosa mirada
—. Y aún se dice que todo el mundo la ama… ¡Y él sobre todo! Goza usted
de todas las felicidades, la vida se le anuncia radiante…, y, sin embargo,
una palabra mía puede arrebatárselo todo.
La mirada de aquella mujer, algo velada por sus párpados caídos,
escrutaba la rígida fisonomía de Mirtea.
—… Cuando se sepa que yo vivo, todo cambiará para usted. La Iglesia
declarará nulo su matrimonio; los que hoy la colman de homenajes, se
alejarán de su lado. Esto es lo que aguarda a usted, princesa Milcza, si
Alejandra Ouloussof declara que vive… Pero depende de usted que
permanezca en la tumba. Bastará para esto…
Detúvose un segundo. Mirtea la contemplaba fijamente.
—… Bastará que me ayude usted en el grave apuro de dinero en que me
hallo. Por razones inútiles de explicarle, me he separado de mi segundo
marido, y estoy casi en la miseria. Usted es la esposa del más opulento
magnate de Hungría. Fácil le será entregarme la cantidad que necesito… o
bien, si lo prefiere, algunas de las joyas de que la habrán colmado. Entonces
le haré el juramento de callarme…
Mirtea, al oír semejante proposición, experimentó un violento
sobresalto. Hasta entonces, las palabras de la extranjera llegaban a sus oídos
como una especie de zumbido. En el espantoso trastorno de su espíritu, en
la tortura de su corazón, no llegaba a alcanzar exactamente su sentido. Pero
esta vez comprendió demasiado…
—¡Cállese usted!… ¡Es odioso eso que dice! —exclamó con sofocado
acento y extendiendo la mano—. ¿Por quién me ha tomado usted?… ¿Cree,
acaso, que mi conciencia podría permitirme ejercer un engaño tan
sacrílego?… Si dice usted la verdad, soy yo misma quien la revelará a
todos… y no habrá ya princesa Milcza —profirió quebrándosele la voz.
Un relámpago de viva contrariedad cruzó por la mirada de Alejandra.
—Vamos, no abandonará usted su brillante posición por simples
escrúpulos de conciencia —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Qué sería
del príncipe Milcza sin usted? ¿Acaso podría soportar esa nueva desdicha?
¡Oh, qué atroz dolor trituraba el corazón de Mirtea!
—… ¡Y usted misma, que tanto debe quererle, usted, que es joven y
cuya existencia quedará así destrozada en el momento en que iba a gozar la
más embriagadora felicidad!… Todos esos sacrificios, todos esos
sufrimientos puede evitarlos fácilmente el silencio…, el silencio y una corta
suma…
Mirtea irguióse bruscamente y extendió las manos en un impulso de
toda su alma leal y pura.
—¡Cállese usted…, retírese, miserable tentadora! No quiero escucharla
ni un momento más. Monseñor Gisza está aquí todavía; vaya usted a
revelarle la verdad… Yo partiré al momento;… seré Mirtea Elyanni como
ayer…, y Dios nos concederá la gracia de la resignación —concluyó con
voz ahogada.
La extranjera no pudo reprimir un gesto de furor.
—¿Está usted loca? —gritó—. Es preciso que acepte lo que propongo.
¡Lo exijo!… ¿Me entiende usted? —agregó, asiendo por el puño a Mirtea y
apretándoselo con violencia, mientras sus pálidos ojos azules la miraban
con irritada expresión.
—¡Suélteme usted o llamo! —dijo firmemente Mirtea—. No está lejos
de aquí la casa de los guardas rurales y me oirán en seguida… Y si el
príncipe la ve a usted, no respondo de nada.
Las bellas facciones de la extranjera pusiéronse convulsas. Agitábalas
una rabia intensa. Soltó, sin embargo, la muñeca de Mirtea, y exclamó con
sordo furor:
—¡Es usted una estúpida y loca criatura!… Pero yo sabré alcanzar mis
propósitos de un modo o de otro. Todavía oirá usted hablar de mí, princesa
Milcza —dijo, cubriéndose nuevamente con el capuchón y alejándose con
rápido paso.
Mirtea permaneció un instante inmóvil, petrificada, como sumida en el
más horroroso anonadamiento. Luego, pasándose con gesto maquinal la
mano por la frente, tomó al azar por un sendero del parque. Dejaba que
arrastrase por el suelo la larga cola de su vestido muaré, que centelleaba a
los rayos del sol poniente. Carecía casi por completo de ideas; sentíalas
vacilar en su cerebro, comprimido por espantosa angustia…
Encontróse de pronto ante el templete griego. Atroces dolores
mordíanle el corazón… En este mismo sitio tuvieron lugar sus esponsales;
en ese poético recinto conoció ella lo que representaba para él. Una gran
postración invadió de repente a Mirtea; dobláronse sus piernas, y sólo tuvo
tiempo de dejarse caer sobre una de las gradas del templete. Allí, hundida la
frente en las manos, abismóse en un dolor silencioso; su alma agonizaba
ante la horrorosa realidad. No pensaba en sí misma, no… Pensaba en él,
sólo en él…, a quien se representaba desgarrado el corazón, desesperado,
acaso, como nunca…
De pronto acordóse que por dos veces había pedido a Dios sufrir a fin
de que concediese al príncipe Milcza la gracia de la dicha temporal y, sobre
todo, la eterna.
—«¡Oh, Dios mío, para mí lo que dispongáis! Pero él… ¡él que tanto ha
sufrido ya!».
Como punzante ironía, los sones de una orquesta de tziganos llegaban
hasta ella ritmando una szarda… ¡Todo, Voraczy ardía en fiestas en honor
suyo!… en honor de aquel matrimonio cuya nulidad sabríase pronto… De
aquellas conmovedoras ceremonias, de aquel júbilo y magnificencia, no iba
a quedar nada…
Nuevamente vería Voraczy un hombre de mirada sombría, que vagaría
solitario a través de su inmenso dominios desbordante de pesar el alma… y
tal vez de odio contra la «otra».
—¡Dios mío; tened piedad! —gimió Mirtea, que desfallecía, agobiada
por aquel martirio moral.
Pensaba aterrorizada que iba a verle, que era preciso revelarle la atroz
verdad, asistir a su trastorno, a su desesperación, luchar, tal vez, para que
prevaleciesen los derechos imprescriptibles de la ley divina…
—¡Oh, no! ¡No quiero ahora!… —murmuró, comprimiendo su pecho,
donde latía violentamente el corazón— ¡Es indispensable que parta!… ¡Le
escribiré!…
No pensaba en las imposibilidades que ante ella se alzarían, privándola
de realizar su propósito. Un espanto irrazonable, un temor horrendo de ver
el dolor del príncipe la alocaban, la hicieron levantar del suelo, pronta a huir
al azar…
Pero era demasiado tarde para intentarlo… Sonó un paso conocido… El
príncipe llegaba apresuradamente, radiante el rostro.
—¡Por fin, Mirtea, heme aquí ya! Mi excelente tío me ha detenido un
poco… Pero ¿qué es eso? ¿Qué tienes, amada mía?
Pronunció estas palabras el príncipe con tono de terror, lanzándose hacia
Mirtea, cuyo rostro estaba descompuesto y los ojos casi extraviados.
La infeliz extendió las manos, balbuciendo:
—¡Oh, Arpad, déjame!… Ya te explicaré, pero no soy, no puedo ser tu
esposa…
—¡Mirtea!
La joven comprendió en su fisonomía y en el sonido de su voz que la
creía loca.
—¡Oh, no! ¡Estoy en todo mi juicio! —díjole con voz quebrada—. ¡Es
preciso separarnos Arpad; Dios no permite que yo llene a tu lado los
deberes que había aceptado con tanta dicha!…
—¡Mirtea!… ¿Qué quieres decir? —exclamó el príncipe, asustado y
tomándole la mano.
—Alejandra vive… la he visto… —murmuró la desdichada con voz tan
débil, que Arpad la oyó apenas.
—¡Alejandra! —exclamó, mirando a Mirtea con estupor.
Ésta observó que reaparecían los temores que había demostrado el
príncipe.
—¡No; Arpad, no estoy loca, puedes creerlo! La he visto ahora mismo
en los jardines… Me ha dicho que había escapado a la muerte, que se había
separado de su segundo marido… y ha tenido la audacia, el cinismo, de
ofrecerme el silencio si le entregaba una cantidad.
El príncipe interrumpió bruscamente a su esposa:
—¿Era una mujer joven, que se parecía a Alejandra?
—Sí… ¡Oh, era ella misma! Como había visto su retrato, la he
reconocido al momento.
—El príncipe soltó la mano de Mirtea, y sacando de su bolsillo un
silbato de oro que utilizaba para llamar a sus guardas cuando tenía algo que
decirles durante sus paseos por el parque, produjo un sonido prolongado.
Luego volvióse hacia Mirtea, que le contemplaba estupefacta, la tomó las
manos y, mirándola tierna y profundamente, díjole:
—¡Oh, sí, eres mi esposa ante Dios y ante los hombres, amada mía! Has
sido víctima del engaño de una miserable aventurera…
De la garganta contraída de Mirtea escapóse un leve grito:
—¡Arpad!… ¡Oh!, ¿será cierto?
—Sí, es la verdad absoluta. La mujer que has visto es realmente una
Ouloussof, pero no es Alejandra, sino su hermana menor, Fedora, que se le
parece de un modo sorprendente, por más que aquellos que conocieron a la
difunta puedan al momento distinguir algunas diferencias. Para ti, que no
viste más que su retrato, comprendo que te haya sobrecogido la
semejanza… Esa Fedora, casada y divorciada luego, como su hermana, se
ha convertido en una especie de aventurera, a la caza, siempre de medios
onerosos para proporcionarse dinero. Como es fácil que haya leído en
alguna parte el anuncio de nuestro matrimonio, se le habrá ocurrido intentar
una estafa… No temas, pues, Mirtea mía; bien muerta está su hermana. He
tomado todos los informes; no he descuidado nada, a fin de que no pueda
subsistir la menor duda. La infeliz sobrevivió una hora a sus horrorosas
quemaduras, y lanzó el último suspiro rodeada de la familia Burnett. No
hay duda ninguna…, ninguna, te lo repito Mirtea.
Una dicha inmensa, sobrehumana, invadía a la joven que murmurando.
«¡Arpad, esposo mío!», cerró los ojos y vaciló, a punto de caer
semidesvanecida. El príncipe la recibió entre sus brazos y sentóla junto a sí
en las gradas. Mirtea iba recobrando sus sentidos, y, distendiéndose sus
nervios, empezó a sollozar dulcemente, reclinada la cabeza sobre el hombro
de su marido. Éste la calmaba con tiernas palabras. Pronto cesaron las
lágrimas, y Mirtea sintió que con la felicidad iba recobrando las fuerzas
poco a poco…
Un hombre que llevaba el traje de los guardas rurales de Voraczy
apareció de pronto en el claro. A un signo del príncipe avanzó hasta el
peristilo.
—Dulby, manda hacer inmediatamente una batida en el parque y en los
alrededores del castillo. Se trata de encontrar y de arrestar a una mujer que
ha asustado a la princesa. Es joven, rubia, muy alta, de pálidos ojos azules y
bellas facciones. ¿Podrías más o menos indicar cómo iba vestida, Mirtea?
—Llevaba un largo abrigo negro con capuchón. Pero me es imposible
decir qué dirección ha tomado. ¡Estaba tan trastornada!
—Importa poco; se buscará por todos los lados. No puede estar aún muy
lejos… ¿Has comprendido, Dulby?
—Sí, excelencia.
—Anda, y no pierdas tiempo.
—¿Quieres mandarla arrestar, Arpad? —dijo Mirtea cuando el guarda
se hubo alejado.
—¡Indudablemente!… No ignoraba que hacía algún tiempo se la
buscaba como culpable de una reciente estafa, y ayer tuve noticia de su
presencia por estos contornos. Hice mal en no concederle la necesaria
atención… ¡Qué sufrimiento te hubiera así evitado, amada mía! —exclamó
el príncipe, contemplando con dolor el querido rostro, donde permanecían
aún las huellas de la horrible angustia que había trastornado el corazón de
Mirtea.
—¡Oh, se acabó ya; no hablemos más de esta pena! —dijo, sonriendo,
la joven, para tranquilizarle—. Pensemos que fue una atroz pesadilla —
añadió sin poder dominar del todo un estremecimiento.
—Si te sintieras bastante fuerte, nos retiraríamos, amor mío. El aire es
algo fresco; y no vas suficientemente abrigada.
—¡Oh, sí, andaré apoyándome en ti, Arpad!
Lentamente, pues la joven princesa sentíase aún debilitada por aquella
terrible sacudida moral, encamináronse al castillo. En los salones, en los
jardines, danzábase al son de las orquestas de tziganos. Nadie se había dado
cuenta del breve, pero terrible drama que tuvo, sobre todo, por teatro el
corazón de Mirtea.
Evitando la parte de los jardines donde bailaban las parejas, el príncipe
condujo a su esposa hacia su gabinete-despacho, la instaló en un sillón junto
a la ventana, y llamó a Miklos para ordenarle que trajesen té. Mirtea
sosegábase paulatinamente bajo la influencia de aquélla afectuosa solicitud,
en el tranquilo ambiente de aquella habitación inmensa, amueblada con
severa y artística suntuosidad y ornada con profusión de admirables flores.
Alzado sobre la gran mesa-escritorio de su marido, vio el último cuadro
debido al pincel de Christos Elyanni, aquel lienzo que le representaba con
su mujer y su hija. De acuerdo con Mirtea, el príncipe lo había mandado
colocar en aquel aposento, donde pasaría a menudo muchos ratos con su
esposa.
—De esta manera, ya que no he tenido el honor de conocer a tus
queridos padres, los tendré con frecuencia ante la vista, lo mismo que a él
—había dicho Arpad a su prometida.
¡Cuánto habría sido el goce de los padres de Mirtea si hubiesen podido
contemplar la felicidad de su hija! Ésta había experimentado aquella misma
mañana una impresión de tristeza pensando en su ausencia… Y todavía
ahora brillaba una lágrima en sus ojos al fijarlos en el cuadro.
Pero una mano tomó la suya, y una voz cálida, aquella querida voz que
hacía poco creía no volver a oír, murmuró a su oído:
—No llores, amada esposa mía, pues hoy disfrutan ellos también con tu
dicha, y te bendicen… Mirtea mía.
Ésta levanto hacia su esposo su radiante mirada, donde tanto se
reflejaba la pureza de su alma y el príncipe murmuró:
—¡Adoro tus ojos, Mirtea!… ¿Recuerdas que nuestro pequeñuelo
Karoly lo decía así como yo?… Él también estaba hechizado con la luz de
esos grandes ojos…
Miklos, entró en aquel momento, trayendo el té y anunciando que el
guarda Dulby estaba allí pronto a dar cuenta de su misión:
—¿Ya? ¡Enhorabuena! Mándale que entre, Miklos.
El guarda presentóse cubierto de polvo y avanzó algunos pasos.
—¿Qué noticias me traes, Dulby? ¿Se ha logrado algo?
—Sí, excelencia; se la ha podido arrestar. Pero iba armada, y ha
disparado un pistoletazo a Milhacz… Temo que le haya herido gravemente.
—¡Oh, pobre muchacho! —exclamó Mirtea—. ¿Vamos a verle, Arpad?
—Tú, no, Mirtea. ¡Basta de emociones para ti hoy! Permanece quieta
aquí; vuelvo al instante, después de enterarme de lo que piensa de esa
herida el doctor.
En la gran pieza, donde flotaba un ligero perfume, Mirtea permaneció
sola, y cerrando los ojos probó de rememorar con calma los temores y
angustia por que acababa de pasar. Dios había oído favorablemente sus
ruegos; había sufrido una breve, pero dolorosa agonía, y a él, su esposo, de
quien cierto día dijera: «Su dicha es mi dicha», la Misericordia habíale
perdonado.
Un himno de reconocimiento, elevábase del alma de Mirtea, adonde
había vuelto a reinar por completo la calma.
Algo inclinada, juntas las manos, oraba «para él», para el pobre herido
en el cumplimiento de su deber, y para la desdichada criminal, que tanto la
había hecho sufrir…
El príncipe Milcza entró, diciendo con voz jubilosa:
—¡Nada grave, nada absolutamente! Ese bravo Milhacz estará en pie
dentro de pocos días, y percibirá un aumento de salario, que acogerá muy
bien su numerosa familia.
Sentándose luego junto a su esposa, díjole emocionado y besándola en
la frente:
—Desecha ya todas esas sombrías nubes que intentaron obscurecer el
primer día de nuestro enlace, Mirtea mía. Tú continuarás siendo para mí la
querida, la radiante hada de las flores… ya que por la influencia de tus
virtudes, el arrepentimiento, la fe y la caridad, esas flores celestes se han
desplegado en el alma, en otro tiempo endurecida y rebelde, en la pobre
alma enferma del príncipe Milcza.

FIN
M. DELLY es el seudónimo colectivo de Jeanne Henriette Marie Petitjean
de La Rosière y su hermano Fredéric Henri Josep. Ella nació en Avignon en
septiembre de 1875 y comenzó a publicar bajo el nombre de M. Delly;
murió en Versalles en 1947. Él nació en Vannes (Meurthe et Moselle) en
1876 y murió en Versalles en 1949. Eran hijos de Ernest Petitjean, oficial de
artillería, y de Charlotte Gaultier de La Rosière.
María recibió la educación elemental de los jóvenes de buena familia,
mientras que su hermano, después de sus estudios superiores, comenzó, en
la Sorbona, estudios de derecho.
Tímida, reservada y reflexiva, Marie no gustaba participar en la vida
mundana de la guarnición. A los bailes, las recepciones, visitas, prefería la
lectura, la clase de lectura permitida a jóvenes hijas bien educadas de la
época: novelas de Zénaide Fleuriot (1829-1890), Marie Maréchal (n. 1831)
y, especialmente, Eugenia Marlitt (1825-1887), una escritora alemana cuyos
héroes eran viriles, valientes, nobles, apasionados y las heroínas, hermosas;
protagonistas de vibrantes aventuras, y no la insignificancia de las vidas de
los jóvenes oficiales de la guarnición provincial. En lugar de vivir la vida,
María soñaba.
Inspirado por su lectura, encerrada con llave en su habitación, escribió sus
historias inspiradas en las aventuras de Marlitt en un viejo cuaderno escolar,
que guardaba en su cajón. Un día, su madre descubrió su secreto y,
siguiendo el consejo de Federico, y con el permiso de su padre, Marie envió
el manuscrito de uno de sus cuentos a varios editores. La Bonne Presse lo
aceptó y publicó como una serie en la Navidad en 1894.
Después de haber escrito varios cuentos, que tuvieron éxito, pero no traen
dinero, publica una primera novela, «En las ruinas», bajo el nombre de M.
Delly que apareció en 1903. Sucesivamente publica «L'Etincelle (La
chispa)» (1905), «La Maison du Lys» (1906), «Anita» (1909).
Marie Petitjean de Rosiere comenzó entonces a usar, por primera vez el
seudónimo sugerido por Frederic, M. Delly. En 1913 publicó 25 novelas
que vendieron por miles. Llegó a ser muy rica, pero continuó su modesta y
apartada vida. Su único placer, casi una pasión, era escribir.
Notas
[1] Bow-window: Ventana salediza en forma de arco de círculo. <<
[2]Mirtea: En la Grecia antigua, Mirtea era el sobrenombre de Venus, a la
cual estaba consagrado el mirto. <<
[3] Ispans: Intendentes. <<
[4]Tziganos: También llamados zíngaros, bohemios y gitanos en el ámbito
español. <<
[5]Berceuse: Composición musical de canción de cuna, de melodía suave y
ritmo uniforme, que pretende evocar el balanceo de la cuna. Estuvo de
moda como pieza pianística entre los autores del siglo XIX y principios del
XX (Chopin, Schumann, Brahms, Liszt, Debussy, etc.). <<

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