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Desde Aquí A Lo Desconocido - Lisa Marie Presley-273p.

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Lisa Marie, cortesía de Graceland Archives

Primeras imágenes promocionales de Lisa Marie, cortesía de Lisa


Marie Presley Archives
el pájaro azul

hay un pájaro azul en mi corazón que


quiere salir
pero soy demasiado duro para él.
le digo: quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.

hay un pájaro azul en mi corazón que


quiere salir
pero yo le echo whisky e inhalo
el humo de los cigarros,
y ni las putas ni los camareros
ni los dependientes de las tiendas
se enteran nunca de que
está
ahí dentro.

hay un pájaro azul en mi corazón que


quiere salir
pero soy demasiado duro para él.
le digo:
quédate ahí, ¿quieres
complicarme la vida?
¿quieres arruinar
mis obras?
¿quieres que las ventas de mis libros se hundan
en Europa?

hay un pájaro azul en mi corazón que


quiere salir
pero soy demasiado listo y solo lo dejo salir
de noche, a veces,
cuando todos duermen.
le digo: sé que estás ahí,
así que no estés
triste.
luego lo vuelvo a meter,
pero él canta un poco
ahí dentro, no he dejado que se
muera del todo
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y resulta lo bastante agradable como
para hacer llorar
a un hombre, pero yo no
lloro, ¿y
tú?

CHARLES BUKOWSKI
La voz de Lisa Marie está en esta fuente.

La voz de Riley está en esta fuente.


Lisa Marie y Riley, por Karen Dvorak
PREFACIO

Durante los años anteriores a su fallecimiento, Lisa Marie Presley,


mi madre, comenzó a escribir sus memorias. Aunque probó con
distintos enfoques e hizo varias entrevistas para el libro, no
conseguía encontrar el modo de escribir sobre sí misma. No se
consideraba interesante pese a que, por supuesto, sí que lo era. No
le gustaba hablar de ella. No se sentía segura. No sabía bien qué
valor podía tener para el público aparte del hecho de ser la hija de
Elvis. Era tan crítica consigo misma que la escritura del libro se
convirtió en una labor tremendamente difícil para ella.
Creo que no llegaba a entender del todo las razones por las que
su historia se debía contar ni el modo de hacerlo.
Y, sin embargo, sentía un ardiente deseo de contarla.
Cuando la frustración alcanzó su grado extremo, me dijo: «Peque,
ya no sé ni cómo escribir mi libro. ¿Puedes hacerlo conmigo?».
«Claro que sí», respondí.
Los últimos diez años de su vida habían sido tan
despiadadamente complicados que solo era capaz de recordarlo
todo a través de ese prisma. Pensó que yo podía tener una
perspectiva más holística de su vida que ella. Así que accedí a
ayudarla sin pararme a considerar a qué me estaba
comprometiendo, dando por sentado que lo íbamos a escribir juntas
a lo largo de un tiempo.
Un mes después, murió.

Los días, semanas y meses del duelo fueron pasando. Y, entonces,


cogí las cintas con las entrevistas que había hecho para las
memorias.
Estaba en mi casa, sentada en el sofá. Mi hija dormía. Me daba
mucho miedo oír la voz de mi madre, pues la conexión física que
tenemos con las voces de nuestros seres queridos es muy intensa.
Decidí tumbarme en la cama, porque sabía lo pesado que la pena
hace que sienta mi cuerpo.
Empecé a escucharla.
Me producía un dolor terrible, pero no podía parar. Era como si
ella estuviese en la habitación, hablándome. Sentí al instante que
volvía a ser una niña y me eché a llorar.
Mi mamá.
El tono de su voz.
Volví a tener ocho años e iba en nuestro coche. Por la radio se oía
«Brown Eyed Girl», de Van Morrison, y mi padre detuvo el vehículo y
nos obligó a bajar para ponernos todos a bailar en el arcén de la
carretera.
Pensé en la preciosa sonrisa de mi madre.
Su risa.
Pensé en mi padre mientras trataba de reanimar su cuerpo sin
vida cuando la encontró.
Después, volví a estar en el asiento del coche, mirando el rostro
de mi madre por el espejo retrovisor mientras ella cantaba al
compás de Aretha Franklin y nuestro coche avanzaba a toda
velocidad por la autopista de la Costa del Pacífico con las ventanas
abiertas.
Después, estaba en el hospital, justo después del nacimiento de
mi nuevo hermanito.
Bombardeada por los recuerdos, como el sensiblero montaje de
imágenes en flashback de alguna película. Pero real.
Quería que ella volviera.

Las primeras partes del libro son, sobre todo, su voz. En las cintas
habla largo y tendido sobre su infancia en Graceland, la muerte de
su padre, las espantosas secuelas, su relación con su madre, su
complicada adolescencia. Habla con franqueza y gracia sobre mi
padre, Danny Keough. Describe sin tapujos su relación con Michael
Jackson. Es dolorosamente sincera con respecto a su posterior
adicción a las drogas y a los peligros que acarrea la fama. Hay
también ocasiones en las que parece que quiere reducir el mundo
entero a cenizas; en otras, se muestra compasiva y empática, todas
las facetas de la mujer que fue mi madre, cada uno de esos
aspectos hermosos y rotos, forjados a la vez en torno a sus
primeros traumas y vueltos a juntar al final de su vida. Las cintas
están en bruto, con todos los arranques y vacilaciones que la gente
tiene al hablar. Siempre que me ha sido posible, lo he transcrito
exactamente como ella lo dijo. En otros casos, he editado las
palabras de mi madre para conseguir más claridad o para ir al grano
de lo que sé que estaba intentando transmitir. Lo que más me
importaba era sentir que el resultado final sonaba como ella, que yo
pudiera reconocerla en las páginas, y puedo hacerlo.
Pero hay cosas de las que no habla en las cintas, cosas que no
consiguió contar, sobre todo de la última parte de su existencia. A lo
largo de toda mi vida, nos vimos cinco veces a la semana y vivimos
juntas a tiempo completo hasta que cumplí los veinticinco años. Si
hay algún vacío en su historia, yo lo relleno. La mayor fuerza de este
aspecto del libro supone también uno de los peores defectos de mi
madre: era incapaz por naturaleza de ocultarme nada.
Espero que, durante el relato de su historia, mi madre se convierta
en un personaje de tres dimensiones, en la mujer a la que
conocimos y a la que tanto quisimos. He conseguido darme cuenta
de que su ardiente deseo por contar su historia nació de una
necesidad tanto de comprenderse a sí misma como de que los
demás la llegaran a entender del todo, por primera vez en su vida.
Mi intención no es solo la de rendir homenaje a mi madre, sino la de
contar la historia de una persona en lo que sé que fueron unas
circunstancias extraordinarias.
Todo aquel que la conoció experimentó una fuerza: pasión,
protección, lealtad, amor y un profundo compromiso con un espíritu
increíblemente poderoso. No me cabe duda de que esa fuerza
espiritual que mi abuelo poseía corría por las venas de mi madre.
Cuando estabas con ella, podías sentirla.
Soy consciente de que las grabaciones que mi madre dejó
constituyen un regalo. Muchas veces, lo único que queda de un ser
querido es un mensaje de voz que se guarda una y otra vez, algún
vídeo corto en el teléfono, algunas fotos favoritas. Yo me tomo muy
en serio el privilegio de contar con estas grabaciones. He querido
que este libro fuese tan íntimo como todas esas horas que he
pasado escuchándola, como las noches que ella pasó en la cama
con nosotros mientras oíamos aullar a los coyotes.
En su poema «Los álamos de Binsey (talados en 1879)», Gerard
Manley Hopkins escribe en referencia a esa arboleda talada que
«los que vienen después no pueden adivinar la belleza que fue».
Yo deseo que este libro deje clara «la belleza que fue» mi madre.
DESDE AQUÍ A
LO DESCONOCIDO
UNO

EN LA PLANTA
DE ARRIBA DE
GRACELAND

Lisa Marie y Elvis Presley, cortesía de Graceland Archives


Yo pensaba que mi padre podía influir en los elementos.
Para mí, era un dios. Un elegido.
Tenía algo que hacía que pudieras verle el alma. Si estaba de mal
humor, hacía mal tiempo fuera; si había tormenta, era porque él
estaba a punto de estallar. En aquel entonces, yo pensaba que podía
provocar tormentas.
Hacerle feliz, hacerle reír, ese era mi único mundo. Si yo sabía
que había algo que le resultaba divertido, lo hacía tantas veces
como podía para sacarle el máximo provecho, con el fin de
entretenerle. Cuando salíamos de Graceland, los fans siempre
gritaban: «¡Alvis! ¡Alvis!», con su acento sureño. En una ocasión,
yo me burlé de uno de ellos, imitándolo, y él empezó a
desternillarse, se moría de risa. Le pareció lo más gracioso que
había oído nunca.
En otra ocasión, yo estaba tumbada en mi cama con forma de
hamburguesa, una enorme cama como de peluche blanco y negro
con unos escalones para subir a ella, y él estaba sentado a mi lado
en una silla. Le miré y le pregunté:
«¿Cuánto dinero tienes?».
Se cayó al suelo de la risa. Nunca supe qué le había hecho tanta
gracia.
Sentía una gran conexión con él. Nuestra cercanía era mucho
más fuerte de lo que nunca le he permitido a nadie.
Me quería mucho y sentía verdadera devoción por mí; estaba
conmigo al mil por cien, todo lo que podía, a pesar de la cantidad
de gente que le rodeaba. Me dio de sí mismo tanto como le fue
posible, más de lo que le pudo dar a ninguna otra persona.
Y, sin embargo, también le temía. Era impetuoso, había que tener
cuidado de no enfadarle. Si alguna vez le molestaba o se enfadaba
conmigo, era como si el mundo se acabara. Yo no podía soportarlo.
Cuando se enfadaba conmigo, me lo tomaba de una forma tan
personal que me rompía en pedazos. Quería su aprobación para
todo. Hubo una vez que me disloqué la rodilla y él me dijo: «Joder,
¿por qué te haces daño?».
Aquello me dejó abatida.

Mi madre era hija de un miembro de las fuerzas aéreas. Conoció a


mi padre con catorce años y sus padres lo permitieron. Eran otros
tiempos.
En aquel entonces, a las mujeres se las ingresaba en el hospital
cuando se ponían de parto. Las dormían y se despertaban con un
bebé. Ella entró en el hospital toda glamurosa y guapa y, cuando
volvió en sí, le habían dado una niña.
Mi madre me contó que había considerado la idea de intentar
caerse del caballo para provocarse un aborto.
No quería engordar con el embarazo. Pensaba que no quedaría
bien como esposa de Elvis. Muchas mujeres iban detrás de él, y
todas eran guapas. Ella quería su atención absoluta. Estaba tan
enfadada por haberse quedado embarazada que, al principio, solo
comía manzanas y huevos y no cogió mucho peso. Me convertí de
inmediato en un fastidio para ella y siempre pensé que no me
quería.
Creo en la energía dentro del útero, así que quizá ya sentí
entonces su deseo de intentar deshacerse de mí. Al final, se ve que
decidió tenerme pero, en aquella época, no poseía mucho instinto
maternal.
Puede que sea eso lo que me pasa.

Cuando era pequeña, solía observar a mi madre mientras se


maquillaba. Había dos lavabos en su baño y, entre ellos, un enorme
tocador. Mi madre tenía más maquillaje del que cualquier niña
podría soñar: MAC y Kevyn Aucoin, montones de cajones llenos
de cepillos y lápices de labios, sombra de ojos y el color para labios
más famoso de MAC, Spice. Se perfilaba los labios —el arco de
Cupido que tanto le gustaba y que todos hemos heredado de su
padre— mientras se miraba en un espejo pequeño del tocador, y a
mí me parecían perfectos. Para mí, era la mujer más guapa del
mundo.
La miré y le pregunté: «¿Cuántos años tienes?».
Era la primera vez que se me ocurría pensar en su edad. «Tengo
veintiocho años», contestó riéndose.
Qué joven era.
Básicamente, mi madre pensaba que estaba mal hecha, que era
desagradable y fea. Tenía una profunda sensación de falta de valía
y jamás logré averiguar la razón. Me he pasado toda la vida
tratando de encontrar la respuesta. Mi madre era una persona
tremendamente complicada y profundamente incomprendida.
En mi familia, existe un largo historial de chicas jóvenes que se
convierten en madres: tanto mi bisabuela como mi abuela y mi
madre tuvieron sus primeros hijos jóvenes, cuando no eran más que
unas niñas.
Recuerdo que, cuando fui creciendo, deseé haber sido la madre
de mi madre y la madre de mi abuela. Empecé a reco­nocer qué era
lo que les faltaba a todas las madres jóvenes.

Me han dicho que mi nacimiento fue muy bonito. Mi padre estaba


muy nervioso, todos lo estaban. Habían hecho un montón de
ensayos generales para ver cuál era el camino más rápido hasta el
hospital. Hicieron unas cuantas carreras de prueba y lo tenían todo
controlado. Pero luego Jerry Schil­ling, uno de los más viejos
amigos de mi padre, que llevaba el coche, estuvo a punto de ir al
hospital equivocado.
Y, entonces, nací yo.
Mi madre quería estar guapa para mi padre, así que decidió
ponerse pestañas postizas antes de que él entrara a vernos. Pero
seguía bajo los efectos de la anestesia y las pegó en el espejo en
lugar de en sus párpados.
Después de eso, hubo una rueda de prensa. Mis padres salieron
del hospital y saludaron con la mano mientras todo el mundo hacía
fotos. Así que la prensa siempre ha estado presente, al otro lado de
la puerta, desde el día en que nací.
Y luego me llevaron a casa, a Graceland.

Graceland fue construida en 1939 por un médico y su mujer, Tom y


Ruth Moore. Grace, una tía de la mujer, le había regalado el terreno
a la familia, así que le pusieron el nombre en su honor. A Elvis le
gustaba tanto el nombre que lo mantuvo cuando, en 1957, pagó
ciento dos mil dólares por la casa, que en esa época tenía
novecientos metros cuadrados, y sus cinco hectáreas de terreno.
En aquel entonces, esa zona seguía siendo campo. No había
nada allí, a ocho kilómetros al sur de Memphis. Graceland ni
siquiera formó parte de la ciudad hasta 1969.
En mayo de 1957, se mudaron allí Gladys y Vernon, los padres de
Elvis, y su abuela, Minnie Mae. Elvis llegó poco después, el 26 de
junio de 1957 (habían tenido que hacer reformas y él estaba fuera
rodando El rock de la cárcel). Cuando Elvis regresó tras su paso por
el ejército, hubo otros que también se fueron a vivir allí, incluidos
Charlie Hodge y Joe Esposito, miembros de lo que se conocía como
la Mafia de Memphis, el séquito de Elvis que le acompañaba en
Graceland desde el amanecer hasta que anochecía.
La habitación de la abuela de Elvis estaba en la planta de arriba,
pero, cuando murió la madre de Elvis, Minnie Mae se cambió a la de
abajo. En 1967, cuando Priscilla se quedó embarazada, Elvis y ella
hicieron poner arriba un espacio infantil y es ahí donde estuvo la
habitación de mi madre.
En comparación con las mansiones actuales, Graceland no
parece realmente a la altura: los visitantes se quedan a menudo
sorprendidos por lo pequeña que es. Pero cuando Elvis la compró,
no solo era una mansión, sino una representación de algo que iba
mucho más allá de su simple tamaño y extensión. Hasta 1953, la
familia Presley había llevado una vida humilde. Graceland supuso la
manifestación física de cómo el sueño americano más increíble se
hacía realidad. Elvis había sido un chico de pueblo, con una familia
de pueblo rodeada de pobreza, pero había conseguido triunfar a lo
grande y se había convertido de forma milagrosa en una figura
divina, la mayor estrella del planeta. Sin embargo, siguió siendo un
chico del sur que sencillamente había conseguido comprarle a su
querida madre una casa grande y vieja.
Estaba decidido a hacer de su nuevo hogar un lugar opulento y,
cuando eres del sur, lo que haces es mudarte a él con toda la
familia: las tías, los primos, todos. Cuando procedes de una vida de
pobreza, es tu obligación llevarte a todos contigo. Y eso es lo que
hizo.
La casa está rodeada de un gran muro de piedra con su famosa
verja musical de la entrada y una garita de seguridad a la derecha.
Cuando avanzas con el coche por el serpenteante camino, cuatro
columnas blancas y enormes se elevan ante ti, custodiadas por una
pareja de esculturas de leones.
Todo el lugar tiene un aroma sureño, sobre todo en verano. Por la
noche, hay una ligera brisa veraniega y luciérnagas. Unos preciosos
árboles rodean la casa: magnolios, olmos, robles sauce, arces rojos,
pacanas y cerezos negros.
Cuando atraviesas la puerta principal, justo a la derecha se
encuentra la sala de estar, con sus icónicas vidrieras de pavos
reales azules, la televisión y el piano de cola. Enfrente están las
escaleras que suben a los dormitorios de Elvis y de mi madre. A la
izquierda está el comedor, donde llaman la atención los lujosos
cortinajes desde el suelo hasta el techo sobre un suelo de mármol
negro. La cocina está también en la planta baja, al igual que la
famosa Sala de la Selva con su gruesa moqueta y su cascada
interior. Abajo está la sala del billar, con sus paredes y su techo
tapizados. Al igual que la Sala de la Selva, este es otro lugar donde
poder esconderse.
En la parte posterior de Graceland están los establos, la pista de
raquetbol y, junto al despacho de Vernon, unos columpios que eran
de mi madre.
Mi hermano Ben y yo íbamos de niños a Graceland de
vacaciones. Al final de cada día, cuando por fin terminaban las
visitas turísticas, nos quedábamos en la casa con nuestra familia a
disfrutar de grandes cenas y a correr como locos, saltar sobre los
sofás y jugar al billar. Aunque estaba abierta al público, cuando
estábamos allí, Graceland no era más que nuestro hogar. Resulta
raro e increíble ver la historia de tu familia preservada para siempre
en el lugar donde todo ocurrió.
Es como si todo lo que se vivió en esa casa, todas las risas, los
llantos, la música, el sufrimiento, el amor, se esté repitiendo una y
otra vez, bajo las escaleras, en las paredes.
Siento que mis antepasados están allí.

Al parecer, existen en el mundo al menos seis vórtices, como


Hawái y Jerusalén, lugares con una energía que no responde a
ninguna norma científica.
Graceland era así.
Podías notarlo cuando estabas allí. Te sentías bien, recargada. Mi
padre iba allí para cargar las pilas.
La planta de arriba de Graceland la componían solamente su
habitación y la mía. Nada más. La puerta de la planta de arriba
estaba normalmente cerrada y nadie podía subir allí aparte de
nosotros dos. Incluso de niña, yo sabía que esto era algo
superespecial: nadie, salvo quizá alguna amiga, tenía ese tipo de
acceso exclusivo.
La planta de arriba de Graceland. Solo mi habitación y la suya.
Un refugio para estar con él.
Su dormitorio tenía unas puertas gigantes de vinilo negro y
dorado que daban a un pequeño pasillo y, después, al girar la
esquina, estaba mi habitación. Cuando yo subía, tenía que pasar por
su dormitorio para llegar al mío. Si las puertas de vinilo estaban
cerradas, quería decir que estaba durmiendo. Si estaban abiertas y
yo estaba tramando alguna travesura, como solía suceder, tenía que
pasar a escondidas. Pero en cualquier caso, si estaban abiertas,
siempre me aseguraba de asomarme para ver qué estaba haciendo.
Podía estar viendo la televisión, hablando con alguien o leyendo.
Había una casa al otro lado del prado que mi padre había
comprado para mi abuelo. Mi padre era una persona nocturna y,
alguna que otra vez, me despertaba y me subía a un carrito de golf
para llevarme a ver a Vernon, que nunca estaba preparado para
nuestra visita. Nos quedábamos por allí una o dos horas y, después,
volvíamos a la casa.
Casi nunca me salía con la mía cuando Vernon estaba presente.
Para mí, era una especie de figura autoritaria. No estaba muy unida
a él. Le evitaba a toda costa. Ojalá hubiese tenido una relación
distinta con mi abuelo. Sencillamente, se puede decir que me
escondía de él.
Pero esas excursiones nocturnas para ver a Vernon constituían,
en realidad, un momento en el que mi padre quería pasar un rato a
solas conmigo.
Mi padre era muy sureño.
Nadie dice «maldita sea» como la gente del sur, bien dicho, con
la intensidad y la entonación adecuadas. Cuando se pronuncia bien,
resulta divertido. Lo oía a todas horas. Mi padre y todos sus amigos
lo pronunciaban igual.
Yo quería ir a la tienda de animales, así que, una noche, mi padre
transigió y me llevó junto con su séquito. Todos cogimos una
mascota. Yo escogí un perrito blanco y peludo, y mi padre un perro
pomerania que se llamaba Edmund. Poco después, yo estaba en mi
cuarto y acababan de subirle el desayuno a su habitación, como
siempre hacían. Entonces, oí un «¡MALDITA SEA!» muy fuerte.
«¡Ese maldito perro acaba de robarme el beicon!», exclamó cuando
entré corriendo en su dormitorio.
Edmund había subido a su cama de un salto, había cogido un
trozo de beicon y había salido corriendo escaleras abajo. Joder,
cómo se enfadó con ese perro. Edmund pasó a ser el perro de mi tía
Delta después de aquello.
Otras veces, yo estaba en mi cuarto viendo la tele, oía un
«¡MALDITA SEA!» y atravesaba el pasillo hasta su habitación
para ver qué pasaba.
«MALDITA SEA, no puedo estornudar. ¡Necesito estornudar y
no puedo!», recuerdo que dijo una vez, hasta que por fin consiguió
hacerlo.
Yo tenía en mi habitación dos armarios llenos de animales de
peluche y un día me pareció ver algo ahí dentro, puede que un
ratón, una rata o algo parecido. Y me asusté. Así que salí corriendo
a por mi padre.
«¡Papi, hay una cosa en mi habitación!».
Mi padre cogió su porra y un bastón, entró en mi cuarto y cerró
la puerta. Lo único que oí después fue un montón de golpes y
azotes y a él gritando: «¡Maldito hijo de puta!». Estaba dándole una
paliza a los animales de peluche mientras trataba de encontrar
aquella cosa, lo que quiera que fuera, pero se le seguía escapando.
Al final, lo mató, pero nadie se lo llevó y recuerdo que estuvo
oliendo mal ahí dentro durante todo un mes.
En otra ocasión, yo estaba en mi habitación y oí otro «¡Maldita
hija de puta!». Esta vez venía de la parte delantera de la casa. Y,
después, un fuerte disparo.
Bajé corriendo y encontré a mi padre sentado en un sillón debajo
de un árbol. Una serpiente había bajado del árbol y había estado a
punto de morderle, así que la disparó.
Asustaba a todo el mundo. La gente no se reía cuando parecía
enfadado. Pero yo lo conocía y ese tipo de cosas me resultaban
divertidas. Simplemente, tenía una especie de furia graciosa. Eso
hacía que lo quisiera aún más.
A mí me daban unos dolores de oído terribles y, una vez, mi
padre me llevó en plena madrugada al doctor Cantor. Yo gritaba a
todo volumen por el dolor. El doctor Cantor sacó una especie de
aparato para quitarme la cera o lo que quiera que fuese y yo grité
con tanta fuerza que mi padre no aguantó y salió de la habitación.
No quería irse, pero tampoco podía soportar ver lo que iba a pasar.
Estaba apoyado contra la pared del pasillo, completamente blanco.
Después de que el doctor Cantor me sacara lo que fuera del oído,
mi padre me cogió y me sacó de allí.
Más tarde, tuvieron que hacerme una amigdalectomía. Mi padre
vino también conmigo al hospital. Recuerdo que me dieron helado,
que evidentemente a ningún niño le disgusta, pero resultaba
doloroso comer cualquier cosa, así que ponía una especie de mueca
cada vez que tenía que tragar. Mi padre estaba sentado junto a mi
cama del hospital, esperando a que yo tragara y, entonces, empezó
a reírse.
Esas muecas le parecían muy graciosas.

Su padre la llamaba Yisa. Sustituía las eles por íes griegas cuando
hablaba con mi madre.
La otra noche, estaba acunando a mi hija, Tupelo, para que se
durmiera y me sorprendí llamándola «yitty-bitty» y cantándole:
«Momma’s little baby loves shortnin’, shortnin’».[1] Me detuve y
pensé: No he oído esta canción desde que era pequeña. Y en ese
momento me di cuenta de que todas esas expresiones que utilizo,
las cosas que le digo a mi hija, son las que mi madre me decía. Ella
las había aprendido directamente de su padre. Del sur. Y todas ellas
siguen vivas en mí. La puedo oír diciendo: «¡Ven aquí y dame un
poco de cariño, maldita sea!». Está criando a mi hija a través de mí.
Cuando voy al sur y oigo el acento de Memphis, siento un anhelo,
una nostalgia por algo que nunca he vivido. Yo no he vivido nunca
en Memphis. Pero hay algo en mi interior que sí.

Una vez que se cerraba la verja, Graceland era como una ciudad en
sí misma, con su propia jurisdicción. Mi padre era el jefe de policía
y cada uno tenía su rango. Había unas cuantas leyes y normas, pero
pocas.
Era la libertad.
Mi padre me compró un carrito de golf. Era azul celeste y tenía
mi nombre en el lateral. Para mí, fue un gran regalo.
Había varios carritos. Mis amigas y yo destrozábamos con ellos
el césped, chocábamos unas con otras de frente o intentábamos
«decapitarlos» lanzándonos contra alguna rama de árbol. Torneos
de demolición total durante todo el día. Yo atravesaba una valla a
toda velocidad y, a la mañana siguiente, era como si no hubiera
pasado nada. La valla volvía a estar levantada.
Había un cobertizo al otro lado del jardín trasero. Mi padre lo
usaba para hacer prácticas de tiro con sus rifles y pistolas, pero, en
un momento dado, por la razón que fuera, se empezó a usar como
almacén de petardos. Mi padre y sus amigos cogían los petardos y
se los lanzaban entre sí. Un día, mi padre encendió uno sobre una
caja llena y explotaron todos a la vez. El cobertizo entero ardió en
llamas. A veces, me cuesta creer que no hubiese ningún muerto allí.
No sé cómo salimos ilesos, la verdad. Puede que hubiera alguna
divinidad que vigilara aquella zona, aquel vórtice.
En la planta de abajo había una sala con las paredes forradas de
tela y una mesa de billar y un dormitorio aparte para cualquier
miembro errante de la Mafia de Memphis que pasara allí la noche.
Charlie Hodge vivió en ella. David Stanley también. Esa zona tenía
su propio vórtice. Había infinidad de cigarrillos, revistas
pornográficas, tarjetas pornográficas, libros pornográficos. Me
llamaban mucho la atención aquellas revistas.
Un día, mi padre lanzó una bomba fétida por las escaleras al
interior de aquella habitación y cerró las puertas para que nadie
pudiera salir. Yo le acompañaba en todo lo que hacía. Jugaba al
billar con mis amigas allí abajo y, después, apagábamos las luces y
nos lanzábamos las bolas unas a otras y luchábamos con los palos
completamente a oscuras. Jugábamos al escondite. En aquella
habitación se abría la veda. Era el país de las travesuras.
Yo pisaba los pies de la gente con el carrito de golf y salía
disparada. Un día, estaba destrozando el jardín trasero con el
carrito y alguien me dijo que parara. «Me voy a chivar a mi padre
de lo que has dicho cuando se despierte», contesté. En otra ocasión
en que yo estaba con el carrito de golf, alguien me dijo que no
podía hacer algo y le respondí: «Le voy a decir a mi padre que tu
mujer…». Ojalá pudiera acordarme de qué fue lo que dije que
había hecho su mujer.
Estaba descontrolada.
Joe Esposito era una de las pocas personas de Graceland que se
mostraba severo conmigo y no me dejaba hacer lo que me daba la
gana. Nunca le tenía miedo a mi padre ni tampoco a mí. Era de esa
gente que siempre dice la verdad. Me decía cosas como: «La hierba
se está estropeando» o «¡Deja de perseguir a los caballos y a los
pavos reales con el carrito de golf!».
Había cuatro cocineras en Graceland, dos de día y dos de noche,
listas para preparar lo que fuera para quien fuera, a cualquier hora
del día. Siempre había gente a la que dar de comer. La casa estaba
siempre abarrotada y la cocina era un campo de batalla, así que
constantemente se estaba cocinando algo y siempre olía al Viejo
Sur. Había pollo frito con patatas fritas, buñuelos de harina de maíz
y ensalada de col y verduras.
Un día, pedí una tarta de chocolate y una de las cocineras me
dijo: «No, tu padre está enfermo, no puede comer eso». «Le voy a
decir a mi padre que te despida», le respondí.
Tenía cuatro años.

Durante muchos años, las mismas cocineras de Elvis cocinaron


para nosotros cuando estábamos en Graceland. Mi madre les pedía
que prepararan todo lo que a ella le encantaba, todas las cosas que
comía con su padre cuando era niña: pollo frito y siluro rebozado,
buñuelos de harina de maíz con verduras, pudin de plátano…
Cuando íbamos, los empleados siempre nos tenían preparados los
carritos de golf y, después de cenar, salíamos y dejábamos el
césped destrozado. Rara vez conducíamos por los caminos.
Era una tradición familiar.
Un día, vino Billy Idol a Graceland y mi madre se puso eufórica.
Era la típica seguidora de los grupos metal de los ochenta, así que
Billy Idol, Guns N’ Roses y Pat Benatar eran sus ídolos juveniles.
Billy y ella salieron juntos al jardín y, de repente, mi madre entró
corriendo y sin aliento.
«¡Acabo de tirar a Billy Idol sin querer por la trasera del carrito de
golf!», exclamó riéndose como loca.

Como mi padre se pasaba todo el día durmiendo, me escapé. Me


llevé a dos amigas conmigo; no sé si serían las hijas de Joe
Esposito, mi amiga Laura o mi prima Deana. Ojalá pudiera
acordarme.
Iba en mi carrito de golf vestida con algún bonito conjunto,
sentada en el borde mismo del asiento para poder llegar a los
pedales. Salí por la parte de atrás de Graceland en dirección a las
caravanas en las que vivían algunos de mis familiares, cuando
alguien me detuvo: «Se ha levantado y quiere verte».
Joder, solo son las dos o las tres de la tarde. Se supone que no
debería estar levantado todavía. Repasé mentalmente cual­quier
cosa que hubiese podido hacer. ¿Qué ha descubierto? Alguien le ha
dicho algo. Voy a matar al que me haya delatado.
«Tenemos un buen lío —dije a mis amigas—. No sé todavía de
qué se trata, pero quiere verme ahora mismo, y eso es un
problema».
Empecé a llorar de camino a la casa y mis amigas empezaron a
llorar también.
Subimos. Mi padre estaba sentado en su cama, en su sitio de
siempre. Siempre se sentaba en el mismo lugar, con la espalda
apoyada en una de esas almohadas con brazos, moviendo la pierna
y la cabeza. Siempre estaba moviéndose.
Nos dijo que nos sentáramos y, a continuación, sacó tres cajas
pequeñas. Me dio una a mí, otra a mi amiga y la última a mi otra
amiga.
Abrí la mía. Era una preciosa sortija que llevaba incrustada una
flor de diamantes. Nos dio sortijas a todas: la de una amiga con
esmeraldas y la de la otra con rubíes.
Era una preciosidad y yo me sentía muy culpable. La conciencia
me estaba consumiendo viva. Lo único que él quería era que
estuviéramos con él y charlar.

Veinte minutos antes de que mi padre saliera al escenario en Las


Vegas, mi madre le dijo: «Te dejo», y, aun así, él tuvo que salir a
actuar.
Yo tenía cuatro años cuando se separaron, pero seguí estando
muy unida a mi padre. Sabía lo mucho que me adoraba, lo mucho
que me quería. Él sabía lo muchísimo que yo odiaba separarme de
él. Lo muchísimo que odiaba ir a la casa nueva de mi madre en Los
Ángeles. La detestaba. Él se buscó una casa allí para estar cerca de
mí.
Cuando yo estaba en Los Ángeles, me llamaba a todas horas por
la noche para hablar conmigo o solo para dejar un mensaje en mi
teléfono. Hubo un tiempo en el que yo daba clases de piano allí y él
quería oírme, así que mi madre ponía el teléfono encima del piano
para que me oyera tocar.
Hacía todo lo que él quería. Cantaba, bailaba. Siempre quería
que cantara. A mí no me gustaba mucho, pero sabía que eso le
hacía feliz, así que lo hacía. Quiso que aprendiera a tocar
«Greensleeves» con el piano, y yo lo hice. Podría haberme dicho:
«Córtate los pies», y yo lo habría hecho.
Solo por hacerle feliz.

Mi padre y su madre, Gladys, estaban muy unidos. Pero ella le


quería tanto que se emborrachaba hasta quedar inconsciente por lo
mucho que se preocupaba por él. No pudo soportar que se fuera al
ejército —lo mandaron a Alemania— y murió por culpa de eso. Y
eso dejó a mi padre solo con sus demonios, sus demonios
autodestructivos, y se dejó llevar por ellos.
Joder, yo también tengo algo en mí que desea dejarme
anestesiada y hacer lo mismo.
A mi bisabuela, Minnie Mae, la llamaban Dodger,[2] porque, si
le lanzabas un balón o cualquier otra cosa, ella siempre lo
esquivaba. Dodger era vieja y siempre estaba en una mecedora
viendo la televisión con su pipa de rapé en la mano. Salía de su
habitación de la planta de abajo una o dos veces al día, como
mucho.
Mi padre me regaló un caballo. No creo que fuera por ninguna
ocasión especial. Me paseó por Graceland subida a ese poni, por
dentro de la casa. Todo el mundo estaba entusiasmado y armando
mucho escándalo, y Dodger empezó a gritar: «¿Qué narices está
pasando ahí?». En ese mismo momento, el caballo se detuvo y
decidió aliviarse justo en la puerta de su habitación. En muy raras
ocasiones se levantaba de su mecedora, pero consiguió hacerlo,
dispuesta a ir a ver qué estaba ocurriendo en el pasillo. Mi padre
entró en pánico.
«¡Dios mío, tenemos que salir de aquí! —exclamó—. ¡Hay que
limpiarlo rápido antes de que salga!».
Se lanzaron a limpiar la caca del suelo y a sacar el caballo de la
casa. Me llevó todo lo rápido que pudo a la parte delantera, giró y
salimos por la puerta de atrás antes de que Dodger nos encontrara.
Dodger tenía una hija, Delta Mae Biggs, mi tía Delta. Se
encargaba de cuidar de Dodger, pero era también alcohólica y
diabética, por lo que resultaba impredecible. Era muy mal hablada
y siempre protestaba por todo. Nunca decía nada bueno, pero era
divertidísima.
Me dejaban a ratos a cargo de mi tía Delta, pero ella no podía
controlarme. Por mucho que me dijera cómo comportarme, yo no
le hacía caso. «Muy bien, pequeña hija de puta», me decía, y se
rendía.
La tía Delta siempre decía que mi prima Patsy, que en realidad
era prima hermana por partida doble, era mi verdadera madre
gestante.
Un día, mi tía Delta y Patsy estaban discutiendo en la cocina y
Delta sacó un cuchillo.
«Te voy a sacar las tripas», dijo Delta.
«Pues ven aquí y hazlo, maldita sea», contestó Patsy, pero Delta
no tenía intención de hacerlo de verdad. No era más que la manera
en que se hablaban.
Mi padre le había regalado a Delta su perro pomerania, Edmund.
Era como su perro guardián, se había convertido en su protector. Si
te acercabas al dormitorio de Delta, ese perro empezaba a ladrar, a
aullar y a volverse loco. Al otro lado de la puerta, podía oírse cómo
ella lo maldecía para que se callara. Se ponía el albornoz y lo
sacaba varias veces al día, agarrándolo con su brazo derecho.
Luego, cuando empezaban a llegar las visitas, ella seguía
moviéndose por la casa con su albornoz y con Edmund en brazos,
y, al cruzarse con los visitantes, les de­cía: «¿Qué narices miráis,
hijos de puta?», les hacía una peine­ta con el dedo y seguía
maldiciendo en voz baja mientras salía con el perro. En una
ocasión, un turista le preguntó: «¿No es usted la tía Delta?», y ella
le contestó: «Qué va. Ya se murió».
Delta sabía lo mucho que me gustaba Elton John. Unas
Navidades me regaló algunos discos suyos. Mi padre vio cómo
abría el regalo, dijo: «Muy bonito», y salió por las puertas batientes
que separaban el comedor de la cocina. Supe después que, en la
cocina, él le dijo a la tía Delta: «¿Por qué le has regalado esos
discos? ¿Quién narices es ese hijo de puta al que está deseando
escuchar?».
«A ella le gusta», contestó Delta.
Al poco tiempo, antes de uno de sus conciertos, mi padre
conoció a Elton entre bambalinas. Tenía que conocer a esa persona
de los discos que yo escuchaba. Desde entonces, Elton y yo nos
hemos estado riendo de eso.
Por fin, conocí a Elton un año después, por mi noveno
cumpleaños. Mi madre me organizó una visita a su casa. Él me
enseñó su ropa, su armario, sus botas. Fue muy dulce.
Tomamos el té.

Si había alguna figura de autoridad delante, yo me enfrentaba a ella


de manera instintiva y procuraba no acercarme. Mi abuelo Vernon
era una de ellas. Me decía que no debía acostarme tarde, que no
debía estar día y noche comiendo galletas. Sé que tenía razón, pero
no me importaba. No me gustaba que nadie me dijera lo que tenía
que hacer.
Cuando estaba en Memphis, en Graceland, me levantaba a eso
de las dos de la tarde y volvía loco a todo el mundo, lista para irme
a jugar. Tenía amigos allí que vivían con mis abuelos o primos que
estaban instalados en las caravanas de la parte de atrás. Pedía
patatas fritas o sémola de maíz para desayunar, iba a por mi carrito
de golf y pasábamos en él todo el día.
Había veces en las que comía patatas fritas tres días seguidos o
que pasaba diez días sin darme un baño.
Mi padre se despertaba por fin y me mandaba llamar para que
subiera porque quería verme. Siempre me encantaba esa llamada.
Yo acudía y me quedaba con él en su habitación. La verdad es que
él no salía muy a menudo. Había allí suficiente número de personas
y pasaban suficientes cosas como para que nunca hubiese un
momento de aburrimiento. Yo me sentaba allí arriba y él me
hablaba y me preguntaba qué hacía mientras veía una de sus
diecisiete televisiones o escuchaba sus discos. A veces, bajaba y
nos sacaba de la casa: cerraba el cine de la ciudad y nos llevaba a
ver una película de James Bond o La pantera rosa.
A mi padre le encantaba divertirse y que todo el mundo se
divirtiera con él. Y le encantaba reír. En ese sentido, era muy
gregario: no lo hacía por tener un séquito que fuese detrás de él.
Era generoso porque quería que el resto disfrutara de todo.
Siempre me protegía. Me hice amiga de una de las niñas del
barrio y me quedé a dormir en su casa. Cuando me estaba yendo a
la mañana siguiente, su vecina de al lado, una mujer mayor que
estaba regando el césped vestida con su albornoz, supo quién era
yo y empezó a insultarme y a decir cosas de mi padre, como: «¡Se
cree el rey de todo!». Yo nunca había oído a nadie hablar tan mal
de él, y aquello me afectó. Cuando llegué a casa, le conté a mi
padre lo que había pasado. «¿Dónde vive?», me preguntó. Se lo
dije y me contestó: «Vamos».
Subimos con el coche hasta su casa, salió y se acercó a ella,
completamente engalanado con uno de sus conjuntos. Los vi hablar
unos minutos y, al final, ella le pidió que le firmara un disco y se
hicieron una foto juntos y sonriendo.
Era de ese tipo de padres.
Graceland estaba lleno de gente durante el día y era entonces
cuando mi padre dormía. Pero, por la noche, era un lugar tranquilo
para él. La gente le dejaba en paz. Por la noche, si las puertas de
vinilo estaban abiertas, me quedaba con él, pero terminaba
cansándome y me iba a la cama. Nadie tenía que decírmelo. Él
quería pasar el rato conmigo, tenerme cerca, por lo que no me decía
con mucha frecuencia que fuera a acostarme.
Pero pasar el rato con mi padre podía ser un arma de doble filo,
porque yo tampoco quería dejar de hacer cualquier travesura en la
que anduviese metida.
Tenía una amiga —la sobrina de su novia Ginger Alden— que
era un poco alborotadora. Era algo mayor que yo, de unos once
años, y tenía una motocicleta. Eso sí que es libertad, pensé. Quiero
una.
Pero suponía que mi padre no querría verme montada en una. Un
día, cuando él dormía, la sobrina de Ginger me subió a la parte de
atrás de la moto. Cuando atravesábamos una zona de hierba de
Graceland a toda velocidad, apareció un tendedero en medio del
césped. La sobrina de Ginger no lo vio y lo atravesó por el centro.
Se le enganchó al cuello y nos tiró a las dos hacia atrás. La moto
cayó sobre mi pantorrilla y el silenciador me hizo una gran
quemadura en la pierna.
Esa noche, traté de pasar a escondidas por su habitación para
poder ponerme unos pantalones largos en lugar de los cortos y así
ocultar la quemadura. Casi lo había conseguido, estaba a pocos
centímetros de dejar de estar a la vista, pero él me vio. Me dijo que
entrara.
«¿Qué es eso?», preguntó.
No pude mentirle.
«Es una quemadura. La moto se ha caído sobre mi pierna…».
Mi padre se quedó en silencio y mantuvo la calma, pero yo
estaba segura de que estaba muy enfadado conmigo.
«Dame la mano», dijo, y me dio un manotazo.
Sentí que mi vida había llegado a su fin. Le había enfadado por
haberme hecho una herida. Eso era lo último que él desearía nunca
para mí. No se trataba de una cuestión de control. Simplemente, no
quería que me hiriese haciendo alguna estupidez.
Poco después, me fui a la cama. En mitad de la noche, me
desperté y le vi de pie junto a mi cama. Tenía en la mano una
marioneta, un perro basset, y le movía la boca mientras me cantaba
«Can’t Help Falling in Love».

Take my hand, take my whole life, too,


For I can’t help, falling in love with you.[3]

Cuando terminó de cantar, mi padre me abrazó y me pidió


perdón.

La planta de arriba de Graceland está tal cual la dejó Elvis,


realmente puedes sentir su presencia.
A veces, dormíamos todos en su cama. A mi madre le encantaba
estar en la cama de su padre. Le hacía sentirse cerca de él y
nosotros la sentíamos también, esa cercanía. Pero como el
dormitorio de Elvis no forma parte del recorrido del tour y no se
permite que ningún visitante entre allí, si nos despertábamos tarde y
ya habían empezado las visitas, nos quedábamos en su habitación
hasta última hora de la tarde, cuando terminaban. Pedíamos a los
empleados que nos trajeran comida, normalmente de McDonald’s, y
pasábamos allí todo el día.
Encerrados en el dormitorio de Elvis.
El secador de mi abuela sigue estando allí, así que nos
colocábamos debajo de él y fingíamos que estábamos en una
peluquería.
Él tenía una pequeña placa en la pared con un poema que
siempre me desgarraba el corazón. Se titulaba «Por qué Dios creó a
las niñas»:

Dios creó el mundo con sus altísimos árboles,


montañas majestuosas y mares agitados.
Entonces, se detuvo y dijo: «Necesita una cosa más,
alguien que ría, baile y cante,
que pasee por el bosque y recoja flores,
que esté en contacto con la naturaleza cuando todo está
en silencio».
Así que Dios creó a las niñas
con ojos sonrientes y rizos ondeantes,
con corazones alegres y sonrisas contagiosas,
conductas encantadoras y femeninas artimañas.
Y, cuando hubo terminado la tarea que había empezado,
se mostró encantado y orgulloso de lo que había hecho,
pues cuando el mundo se ve a través de los ojos de una
niña
se parece en gran medida al Paraíso.

Mientras esperábamos a que terminaran las visitas, a mi madre le


encantaba mirar los libros de su padre, para conocerlo mejor. Era
evidente que él trataba de alcanzar una comprensión más profunda
del mundo, pues la mayoría de los libros eran de temática espiritual
o de autoayuda, como Understanding Who You Are [Entender quién
eres], Sacred Science of Numbers [La ciencia sagrada de los
números], Cómo ser feliz, El profeta, de Khalil Gibrán, e incluso Aquí
ahora. Recuerda, de Ram Dass, libros muy humanos. También
había montones de Biblias. Elvis subrayaba frases y escribía cosas
como «¡AMÉN!» en los márgenes.
Cuando veías las partes subrayadas y esa búsqueda espiritual,
entendías la sensación de estar completamente roto que compartía
con mi madre. Estaba intentando recomponerse, buscaba un
significado más profundo, algo que ella también buscaría más tarde
en su propia vida.
Así que, a menudo, nos quedábamos allí sentados y mi madre iba
línea tras línea, leyendo con atención todo lo que él había
subrayado para enseñárnoslo, buscando algo a lo que agarrarse.
Después, los de seguridad llamaban a la puerta y nos traían
fiambre y galletas, y nos lo comíamos.
Todavía se puede sentir su presencia en esa habitación. Su
espíritu está grabado allí dentro.
Tengo un vago recuerdo de una conversación que mantuvimos en
esa habitación sobre un párrafo que Elvis había subrayado. Quise
llamar a alguien que me ayudara a recordarlo, pero me di cuenta de
que no me queda nadie a quien llamar.

Siempre estaban ahí fuera, los fans, sentados en la valla o entre los
árboles junto al garaje abierto. Al lado había arboledas y una
iglesia. Los mirones podían entrar y sentarse en un lateral de la
valla o bajo algún árbol al otro lado de ella y, durante todo el día y
toda la noche, literalmente se limitaban a permanecer allí y
observarnos. Había algunos que tenían el monopolio sobre un árbol
determinado. Se ponían allí solo para ver a mi padre salir de casa y
meterse en el coche. No había nada que pudiéramos hacer porque
era propiedad de la iglesia. Estaba prohibido meterse en el interior
del bosque. Mi padre no lo permitía. Eso quedaba fuera de toda
discusión.
Se suponía que no debía hacerlo, pero yo me acercaba a toda
velocidad con mi carrito de golf hasta los fans y les gritaba
palabrotas como: «¡A la mierda! ¡Cabrones!». Ellos se limitaban a
quedarse allí sentados, me sonreían y me saludaban con la mano.
A veces, algún fan saltaba la valla y se lanzaba una orden de
búsqueda. Los de seguridad venían en mi busca. «¡Métete en la
casa, te van a matar!», me decían.
En cuanto arrestaban a esa persona yo podía salir de nuevo.
Siempre había mucha gente en la verja de la entrada, a cualquier
hora del día, incluso en mitad de la noche. Y todavía pasa, por
cierto.
Nunca he visto que no haya nadie en la entrada de Graceland.
Jamás.
En aquella época, esperaban para ver si entraba o salía mi padre,
o yo o cualquier otro. Quienquiera que estuviese en la casa.
En un momento dado, se me ocurrió una gran idea. Los fans que
estaban fuera siempre querían que yo cogiera su cámara y le hiciera
una foto a mi padre.
«Dame veinte pavos y le hago una foto», les decía a los
superfans que estaban junto a la valla. Por supuesto, me daban los
veinte dólares y, a continuación, yo entraba en la casa y sacaba una
foto del suelo. Les devolvía la cámara y les decía: «Aquí tienes una
foto de la puerta y del suelo».
Empecé a hacerlo con regularidad.
Hubo una vez que cogí la cámara de uno de ellos, pero estaba
aburrida y ya no me apetecía hacer fotos, así que la lancé a los
arbustos. Me sentía fatal por aquello, aunque lo hice más de una
vez. Mi tío Vester, que trabajaba en la garita de seguridad de la
verja de entrada, fue al despacho y preguntó: «Lisa ha vuelto a
coger una cámara. ¿Deberíamos ir a buscarla?».
Años después, una persona se me acercó y me dijo: «¡Me cogiste
la cámara cuando estaba en la entrada y no volviste!». Contesté:
«Ay, Dios mío, lo siento mucho».
Era como la protagonista de Eloise en Nueva York.
No me siento orgullosa de ello.

Todos los años íbamos a Graceland para la vigilia a la luz de las


velas con la que se conmemora la muerte de Elvis, un encuentro al
que acuden miles de personas de todo el mundo.
Yo debía de tener unos veinte años en aquella ocasión en
particular y vi que una anciana admiradora, claramente de la
generación de Elvis, abrazaba a mi madre. Aquella mujer iba allí
todos los años, así que la reconocí. Pero esta vez me fijé bien en su
interacción. Observé de una forma distinta el lenguaje corporal de mi
madre, supongo que porque yo era ya mayor. Y el modo en que mi
madre se entregó a los brazos de aquella mujer me emocionó. En
ese momento, vi con toda claridad que estaba buscando un
progenitor.

En Graceland todo era un caos. Mi padre se aburría de dar vueltas


por la finca, así que algunas veces me decía: «Súbete al carrito de
golf» y, con ocho, nueve o diez carritos más siguiéndonos detrás,
sacaba a todo el convoy a través de la verja de entrada al Elvis
Presley Boulevard y nos llevaba calle abajo. La gente empezaba a
gritar y chillar desde sus coches.
Se compró una motocicleta nueva con un pequeño sidecar en el
lado derecho. Estaba entusiasmado. Señaló al sidecar, me miró y
dijo: «Súbete». Salimos volando por la verja de la entrada,
recorrimos los barrios residenciales que hay por detrás de
Graceland y, después, regresamos a la casa. Conducía con cuidado,
pero yo estaba aterrada.
Ir a sus conciertos era lo que más me gustaba del mundo.
Estaba muy orgullosa de él. Me cogía de la mano y me sacaba a
escena, y después volvía al lugar que tenía que ocupar en el
escenario y a mí me apartaban de él y me llevaban al sitio donde
tenía que sentarme entre el público. Normalmente con Vernon.
La electricidad de aquellos conciertos. Nunca he experimentado
nada que se parezca ni un poco a esa sensación. Jamás.
«Electrizante» es una palabra demasiado genérica, pero la verdad
es que era eso lo que me parecía. Me encantaba verlo actuar. Había
determinadas canciones que me gustaban —«Hurt» y «How Great
Thou Art»—. Le pedía que las cantara para mí y él siempre lo
hacía.
Sin embargo, no me gustaba que me iluminaran los focos ni que
me pidiera que me pusiera de pie delante de todo el mundo. En Las
Vegas, durante su residencia musical, presentó a Vernon y, después,
miró hacia mí y recuerdo que pensé: Ay, Dios. Ay, Dios. No, por
favor. «¡Lisa, ponte de pie!», exclamó. No es que no me sintiera
orgullosa ni que no le quisiera. Es que yo solo deseaba que los
focos le iluminaran a él, me encantaba. No era algo que me
correspondiera a mí. Lo detestaba.
Pero en otros sitios menos públicos me encantaba disfrutar de su
fama con él.
En Los Ángeles, yo asistía al colegio John Thomas Dye, en lo
alto de las colinas de Bel Air. Todavía voy a veces por allí con el
coche solo para recordar el día que mi padre vino a un encuentro de
padres y profesores. Yo sabía que iba a venir y estaba deseando que
llegara. Podía notar el nerviosismo y la emoción de los profesores.
Mis compañeras estaban tan entusiasmadas que yo me puse aún
más nerviosa. Todos corrían de un sitio a otro como locos.
Entonces apareció mi padre. Salió del coche, vestido con ropa
respetable —pantalones negros y una especie de blusa—, pero
también llevaba un cinturón grande y majestuoso con hebillas,
joyas y cadenas y unas gafas de sol. Iba fumando un puro. Fui hasta
el coche y recorrí el camino de entrada con él, y solo recuerdo esa
sensación de ir andando a su lado, agarrada de su mano.

A veces, cuando veo vídeos de actuaciones de Elvis, pienso que, si


no hubiese hecho exactamente lo que hizo en el momento preciso
en que lo hizo, si no hubiese entrado en un edificio determinado,
grabado una determinada canción, bailado de la forma que lo hizo
delante de una determinada persona, no habría existido ningún Elvis
Presley. Probablemente habríamos vivido en algún lugar de
Mississippi.
Ni siquiera acabé el instituto en «esta» versión de mi vida, así que
no puedo ni imaginar dónde estaría en esa otra. Mi bisabuelo era
conductor de camiones, puede que hubiésemos seguido con esa
tradición. Quizá hubiésemos fabricado muebles en Tupelo.
Mi madre habría terminado en la cárcel, eso seguro.
En California, cuando estaba con mi madre, tenía una niñera que se
llamaba Yuki Koshimata. Yuki era una mujer japonesa bajita y
cuidaba muy bien de mí. Siempre estaba pendiente. Me estuvo
escribiendo hasta el día de su muerte. Recibí postales todas las
Navidades, todos los cumpleaños, incluso después de casarme y
tener hijos.
Cada vez que dejábamos a Yuki en su casa cuando llegaban el fin
de semana o sus días de vacaciones, yo me ponía a gritar. Recuerdo
ir en el coche con mi madre al volante y chillar con todas mis
fuerzas mientras veía cómo nos alejábamos y la perdíamos de vista.
Estaba muy unida a ella.
Salir de Graceland y subir a un avión en el Aeropuerto
Internacional de Memphis para volver a Los Ángeles suponía para
mí un auténtico trauma. Pero, en cuanto salíamos del coche en
Memphis, yo me transformaba por completo. Nunca quería irme de
allí. Me encantaba todo lo que allí había. Me encantaba el clima,
me encantaban las tormentas, me encantaba el frío, los sonidos de
los pájaros, las luciérnagas. Me encantaba la gente, me encantaban
los olores. Uno de mis recuerdos preferidos, de cuando tenía siete u
ocho años, es la imagen de salir del avión en Memphis, mirar hacia
abajo y ver la nieve.
Hubo momentos en los que yo estaba en el colegio en Los
Ángeles y veía que un coche negro se detenía y que, a
continuación, una persona venía a mi clase para recogerme, y era
para ir a verle. Me metían en un avión y me llevaban adondequiera
que él estuviese. Normalmente, era por un impulso. Le decía a
alguien: «Ve a por ella», y me llevaban adonde estaba él.
Yo esperaba la llegada de ese coche. Siempre era negro,
normalmente un Mercedes o una limusina. Cada vez que ese coche
aparecía, sentía que mi vida era la mejor que podía haber.
En ocasiones, él volvía en el avión conmigo. Y también
aterrizaba el puto avión. Al final del trayecto, ocupaba el asiento
del copiloto, lo cual ponía a todo el mundo de los nervios, y
anunciaba: «Señoras y caballeros, abróchense los cinturones, por
favor. Elvis va a aterrizar el avión».
Yo pensaba: Eh…, ¿me puedo bajar?, y me abrochaba el
cinturón lo más apretado que podía; solo recuerdo que después
todo el mundo aplaudía cuando aterrizábamos, porque estábamos
vivos.
Estábamos vivos.

Se suponía que yo tenía que volver a Los Ángeles porque estaba a


punto de empezar el colegio.
«Por favor, pregúntale a mamá si me deja quedarme», le
supliqué a mi padre.
«Voy a llamarla y se lo pregunto», me respondió, y me dijo que
esperase en mi habitación. Recuerdo dar vueltas delante de su
puerta, en aquel pasillo con la alfombra de lana tan gruesa. Por fin,
salió y me dio un abrazo. Oí una especie de sonido silbante. Estaba
llorando.
«No te puedes quedar —dijo—. Quiere que vuelvas a casa».
Mi padre no decía nada malo de mi madre. No quería que yo
pensara mal de ella. Al analizarlo ahora, hicieron una labor
fantástica al mantener un frente unido y un vínculo de verdadera
amistad. Seguía habiendo mucho amor entre ellos y siempre ponían
buena cara delante de mí. Fui muy afortunada.
En fin, que él no quería hacer que ella quedara mal, pero estaba
de lo más triste. Recuperó la compostura y dijo: «Sabes que tu
madre tiene razón. Debes volver porque empiezan las clases y
necesita que te prepares. Yo no quiero que te vayas, lo sabes, pero
tu madre tiene razón. Es lo que hay que hacer».
Nunca olvidé aquel sonido silbante, su forma de llorar mientras
intentaba que yo no me diera cuenta. Eso me demostró lo mucho
que me quería.
Pero mi situación no me volvía loca. Una vez, en el colegio, cogí
un libro de Japón. Allí todo era precioso: la arquitectura, los
estanques. Y recuerdo que deseé vivir allí. No es que fuese una
desagradecida, pero me sentía sola en Los Ángeles. Y no lo estaba,
pero me sentía muy sola. No tenía muchos amigos. Así que me
quedé mirando aquel libro, deseando poder vivir como fuera en
aquellas fotos. Muy lejos. Otro mundo, otro lugar, otra época.
Lo único que me salvaba era la música. Tenía un pequeño
tocadiscos de 45 revoluciones y la música era lo único que me
sacaba de allí. Ponía a Neil Diamond y, luego, a Linda Ronstadt y a
mi padre. Recuerdo estar en el suelo de mi habitación, con el
tocadiscos delante.
Ese aparato y mi muñeco de Snoopy eran mis amigos
imaginarios. Snoopy lo era todo para mí. Lo quería tanto que se le
rompió la nariz y volví a cosérsela. Tenía ropa para vestirlo, un
conjunto para cada día. Me acompañaba a todas partes. Era mi
mejor amigo. Me lo llevaba al colegio porque me daba miedo estar
allí, y me obligaban a guardarlo en mi taquilla, cosa que no me
gustaba nada.
Pero me hacía más fácil estar allí, sabiendo que él también
estaba.

Siempre se podía notar la intensidad de mi padre.


Si era una intensidad buena, resultaba increíble; si era mala,
joder, había que andarse con ojo. Apartarse. Desprendía
magnetismo. Lo que fuera a ser, lo sería al mil por cien. Y, cuando
se enfadaba, todo el mundo echaba a correr, se agachaba y se ponía
a cubierto.
Recuerdo una ocasión en especial. Diría que fue durante una de
sus giras, en Tahoe. Él siempre reservaba la planta superior del
hotel donde se alojaba, para él y todo su séquito. Esa noche, había
vuelto a su habitación, enfadadísimo, maldiciendo y gritando.
Alguien me dijo que me escondiera detrás de una silla de la suite
principal y que no me moviera. Todos trataban de esconderse detrás
de algo, apartarse de su puto camino. Así que me escondí y vi cómo
cogía cosas a manos llenas, a brazos llenos, y las lanzaba por el
balcón. Había encontrado su trayectoria de vuelo y la iba a usar
hasta que hubiese terminado de tirar objetos por ese balcón.
Al final, se calmó y alguien me dijo: «Ya está, ya puedes salir.
Quiere verte».
Yo pensé: ¿Que quiere verme?
«¿Por qué estaba tan enfadado?», pregunté.
«Pues porque se ha quedado sin agua», me contestaron.
Así que cogí cuatro botellas de agua y entré en su habitación.
«Me han dicho que no tienes agua», le comenté, y él se limitó a
hacerme una señal para que fuera a darle un abrazo.
Pero era respetuoso. No era maleducado con la gente. No era una
persona furiosa. No era su estado habitual. Hay personas que viven
siempre en medio de una completa destrucción, otras se compran
allí una casa y la recorren furiosas durante un tiempo. Mi padre
solo iba de visita.
A veces, mi padre me llevaba a un parque de atracciones de
Memphis que se llamaba Libertyland, y lo cerraba para mí y para
todo su séquito y sus familias y amigos. Él y yo nos montábamos
en las montañas rusas. Me encantaba.
Una de aquellas visitas de mi padre a la ira fue una vez en la que
se suponía que íbamos a ir a Libertyland. Yo había invitado a todas
mis amigas, pero, cuando subí la noche antes, oí el tono malo: el
tono de barítono, el de la intensidad mala. Me fui a mi habitación y
escuché unos ruidos fuertes de cosas rompiéndose. Le estaba
gritando con todas sus putas fuerzas a alguien. Oí que le decía que
no íbamos a ir a Libertyland al día siguiente. Yo estaba desolada.
Más tarde, supe que había vuelto a quedarse sin algo y que lo
necesitaba antes de que fuéramos. O eso o que no querían dárselo.
Así que estalló en cólera y llamó como a diez médicos y
enfermeras distintos hasta que encontró a alguien que le dio una
solución. En cuanto la enfermera o el médico le administró lo que
fuera que necesitaba, se puso bien. Y fuimos a Libertyland.
Recuerdo estar aquel día sentada con él en la montaña rusa, la
Zippin Pippin, con un ojo mirando hacia delante y el otro fijo en la
pistola dentro de su funda, a mi lado. A menos que lo conocieras o
que lo entendieras, sé que esto puede sonar muy mal. Cualquiera
podría pensar que estaba loco por llevar un arma con su hija
sentada a su lado, pero es que él era del sur. Simplemente, era
divertido.
Así que nos montamos una y otra vez.
Eso fue como una semana antes de su muerte.
DOS

SE HA IDO

Lisa Marie en el público, cortesía de Graceland Archive


La idea de que mi padre se muriera me tenía siempre preocupada.
A veces veía que estaba ausente. A veces me lo encontraba
desmayado.
Escribí un poema con este verso: «Espero que mi papá no se
muera».
Él había hecho instalar una tele y un sillón en mi habitación, así
que venía a menudo, se apoltronaba en la butaca y se fumaba sus
puros. Yo podía despertarme a cualquier hora y encontrármelo allí
sentado. Una vez, estaba con una amiga en mi cuarto y vi que él
llegaba a la puerta y empezaba a caerse. Noté que se iba hacia la
derecha, que se inclinaba demasiado, y grité: «¡Sujétalo!». Mi
amiga y yo conseguimos ponernos debajo y sostenerlo hasta que él
se agarró en alguna parte y recobró la compostura; luego se volvió
sin más a su habitación.
Esto sucedió varias veces: parecía contento de verme y, de
repente, empezaba a tambalearse.
Y sucedió mucho más hacia el final.
Una vez, estaba sentada a su lado mirando la tele y dije: «Por
favor, papá, no te vayas a ir. No te mueras, por favor».
«No me voy a ir a ningún sitio», dijo.
Y luego me sonrió.
Yo presentía que iba a pasar algo trágico, lo cual me inspiraba una
actitud protectora, me hacía sentir que debía vigilarlo.
Un día, cuando pasé junto a su habitación, estaba tumbado boca
arriba y me aterrorizó ver lo hinchado que tenía el estómago.
Al cabo de unos días, yo estaba en mi habitación con mis
amigas. Nos habíamos echado todas en la cama-hamburguesa para
ver esa película tan triste, La canción de Brian. A media película,
me entró de golpe una gran inquietud por mi padre y fui a su cuarto
de baño, donde me lo encontré tumbado en el suelo boca abajo. Se
había agarrado del toallero para sostenerse, pero la barra se había
partido y él se había caído. Bajé corriendo a avisar a Delta y ella
pidió ayuda. Lo levantaron, le dieron café y le hicieron caminar. Yo
miraba cómo lo paseaban por la habitación. Él se aferraba a ellos.
En un momento dado, tenía la cabeza caída, pero, cuando me vio
en el sillón, nuestras miradas se encontraron y todo su rostro se
iluminó. Intentó soltarse para acercarse a mí, pero noté que iba a
vomitar.
«No —avisé—. Está a punto de vomitar».
Así que lo llevaron al baño y, en efecto, lo sacó todo.
Yo no dije nada. No hablé de ello con nadie. Simplemente lo
interioricé todo.

Durante un invierno en Graceland, mi padre quiso que me subiera


con él a una motonieve, pero yo tenía miedo. Era alocado,
temerario, salvaje. Aun así, me subí a la motonieve porque era mi
padre. Empezamos a bajar por la parte más empinada del sendero,
pero él perdió el control y fuimos patinando hasta saltar por encima
del bordillo. Ambos nos las arreglamos para mantenernos sujetos y
acabamos aterrizando entre risas sobre la hierba.
Hubo otra ocasión, sin embargo, en la que él y algunos de sus
amigos bajaron en trineos, tumbados boca abajo, mientras las
esposas y los niños los miraban. Yo me encontraba en lo alto de la
cuesta y estaba muerta de miedo porque no había forma de parar
aquellos trineos, ni frenos, ni cuerdas de las que tirar. Solo recuerdo
que pensé: ¿Qué estás haciendo, papá?
Observé cómo descendía tumbado en el trineo, y una vez más,
como con la motonieve, saltó por encima del bordillo al llegar
abajo, dio tres volteretas y se quedó tendido, completamente
inmóvil. Todos se alarmaron y corrieron hacia él, temiendo que
estuviera muerto. Cuando se acercaron, enloquecidos, mi padre se
puso boca arriba y soltó una carcajada gutural absolutamente
increíble. Aquello le pareció lo más divertido del mundo.

Durante el día yo andaba con un grupo formado por mis primos y


mis amigos. Mi abuelo tenía una novia, Sandy Miller, que vivía con
él en la casa que quedaba al otro lado del prado. Ella tenía tres
hijos, dos niños y una niña. La niña, Laura, tenía mi edad. Era una
de mis mejores amigas. La hija de mi prima Patsy, Deana Gambill,
también era mi mejor amiga. Yo la protegía mucho, la quería un
montón. Pero Laura y yo nos peleábamos brutalmente. Yo la
aterrorizaba, intentaba obligarla a comerse mi maquillaje. Un día,
estábamos peleándonos en mi habitación porque yo quería su
maleta Barbie y ella no me la daba.
«Dame esa maldita maleta», dije.
«¡No!».
«No he podido comprarla, no la tienen en ninguna parte. Será
mejor que me la des», insistí.
Había una estatua en mi habitación y, cuando la sostuve en alto,
Laura empezó a gritar: «¡Nooooo!». De repente, miró hacia mi
derecha y yo me giré y vi a mi padre allí de pie. Rápidamente bajé
la estatua e intenté fingir que solo estábamos jugando.
«¿Qué estás haciendo?», preguntó él.
«Nada, solo jugábamos», contesté.
«No mates a tu mejor amiga», me dijo. Sabias palabras.
Cuando tenía ocho o nueve años, me enamoré a lo bestia de uno
de los hermanos de Laura, Rory. Estuve perdida y rematadamente
enamorada de ese chico durante años. De metro ochenta y pelo
oscuro, Rory era realmente mono. Tenía una gran personalidad,
unos ojazos verdes y una increíble sonrisa. Yo no podía ni
moverme cuando aparecía. Él me decía que iba a escribirme cartas;
yo esperaba y esperaba. Le pedía a Laura que le preguntase a Rory
si yo le gustaba. Estaba pendiente de todo lo que él hacía o decía.
Creía que era algo mutuo porque Rory me besó una vez, o quizá
dos, mientras jugábamos al escondite a oscuras en la sala de billar
de abajo. Yo estaba siempre deseando jugar al escondite para ver si
él volvía a hacerlo.
Rory acabó teniendo un montón de novias preciosas y yo estaba
siempre supercelosa. Dios mío, no podía soportarlo. Se me iba a
romper el corazón.

Cuando tenía seis o siete años, había pasado el verano en


Graceland y mi padre se fue de gira, así que mi abuela materna
vino a recogerme. Volamos juntas a New Jersey para quedarme con
ella, mi abuelo y los cinco hermanos de mi madre en Mount Holly.
Nunca había conectado con mi abuela. Una vez, estaba en la
bañera y ella se agachó para enjuagarme de tal modo que se le veía
todo el escote. Tenía un gigantesco lunar oscuro en el pecho. Yo lo
miré y me puse a chillar a grito pelado. «¡No me cojas en brazos
con esa cosa que tienes ahí!».
Había pasado el verano en la casa de mi padre, donde no había
normas, así que tenía que ser «des-malcriada», pero yo no me
dejaba. Los padres de mi madre mantenían firmemente la idea de
que yo no era nadie especial, que no debía ser tratada como si lo
fuera, que yo era igual que el resto de la familia. El cambio
resultaba tan desconcertante que a menudo me ponía a gritar como
una posesa. Recuerdo haberme pasado una hora entera chillando
tan fuerte que los hermanos menores de mi madre se reían todos de
mí.
Mi madre tenía la gélida actitud de mi abuela, quien la había
adquirido a su vez de su madre, mi bisabuela.
En un momento dado, yo tenía un pequeño camafeo, un objeto
perfumado que adoraba. Un día, no lo encontraba por ninguna parte
y lloraba desconsolada, y todo el mundo intentaba ayudarme a
buscarlo. Recuerdo que luego, estando en el coche, eché un vistazo
al bolso de mi abuela. Ahí estaba. «¿Qué es esto?», pregunté. «Tú
no has visto nada, no es nada», repuso ella, y apartó su bolso.
Oh, Dios, pensé, ¡la muy bruja me robó el camafeo!
Soy consciente de que yo actuaba a veces como una princesa.
Pero es raro, porque era —soy— muy insegura. Resultaba todo
muy desconcertante.
Mirando ahora atrás, solo estaba realmente segura de una cosa:
de que mi padre me quería.

Celebramos mi noveno cumpleaños en el Lisa Marie, el avión de


mi padre. Él estaba en la parte trasera, en su habitación, y salió para
sumarse a toda la gente que estaba a mi alrededor cantando el
«Cumpleaños feliz». Charlie Hodge, que era una especie de
asistente suyo en el escenario, se me acercó, vació sus bolsillos
sobre la mesa y dijo: «Coge lo que quieras». No traía un regalo, así
que yo cogí el dinero directamente.
En aquel momento, mi padre estaba saliendo con Ginger Alden.
Él había tenido un montón de novias y a mí me habían gustado la
mayoría de ellas. Estaban Sheila Caan y Linda Thompson, a quien
yo adoraba. Me daba cuenta de que ella nos quería realmente a mí
y a mi padre. Cuando rompieron, él no me dijo nada, y un día yo
subí corriendo a darle un beso a su novia, creyendo que era Linda,
y resultó que era Ginger. A mí Ginger me daba igual, pero no me
gustaba. No le gustaba a nadie.
Siempre era muy cariñosa conmigo —era la actitud obvia que
había que adoptar, a menos que fueses idiota—, pero a mí no me
gustaba que hiciera enfadar a mi padre. Yo solía escuchar sus
conversaciones telefónicas. Él tenía uno de aquellos teléfonos
antiguos en los que se encendía una luz y tú podías coger otro
auricular. Esas conversaciones me sacaban completamente de
quicio. Ella no se preocupaba por él. Yo notaba que no le quería en
absoluto. En una ocasión en la que mi padre se peleó con ella,
recuerdo el ruido de su Stutz, su coche favorito, que se alejaba
derrapando. Como yo sabía que se habían peleado, al oírle salir a
toda velocidad por la verja me inquieté.
Recuerdo que él me preguntaba: «¿Has visto a Ginger? ¿Está por
aquí? ¿Dónde está?».
«No sé dónde está», decía yo.
Ella estaba volviéndolo loco, tratándolo realmente mal. Ahora
estaba a su lado y al minuto siguiente había desaparecido. Un día,
fui con ella a visitar a su familia. Yo no se lo dije a mi padre, pero
sí a otras personas, y ella quería que la acompañara, así que pensé
que no había problema. Al volver, él estaba furioso, cosa que me
destrozó.
Toda aquella relación fue muy turbulenta.

De esas experiencias, mi madre aprendió a poner a sus hijos por


delante de sus parejas.
Cada vez que tenía una nueva, nos llevaba a la cocina y nos
decía: «Chicos, este es [insertar el nombre]», y se quedaba
sonriendo y observando cómo se desarrollaba una incómoda
conversación. Pero siempre quería ver cuál era nuestra impresión
sobre su nuevo novio: confiaba en nuestro instinto.
Después, nos preguntaba: «¿Qué os ha parecido? ¿Os ha
gustado?». Si decíamos que no, el novio desaparecía al instante. Y
si él nos decía algo inconveniente, ella lo ponía en su sitio.

Aquel mismo año, al final de otro verano increíble en Graceland,


mi padre estaba preparándose una vez más para salir de gira. Junto
a la puerta principal se alineaban todos aquellos enormes
contenedores negros, listos para ser cargados. Él se iba al día
siguiente y yo me volvía a California para empezar el colegio.
La idea me deprimía de verdad; no quería irme.
Mi padre había hecho construir una gigantesca pista de raquetbol
y yo había estado jugando allí con mis amigos hasta muy tarde.
Tarde de verdad, pasada la medianoche. Justo cuando iba a entrar
en casa por la puerta trasera, mi padre estaba saliendo y me tropecé
con él.
«Vete a la cama», dijo, y yo asentí. Le di un beso y un abrazo, y
ambos nos despedimos con un «Te quiero». Luego subí a mi
habitación y me fui a dormir.
Me desperté sobresaltada a mediodía y tuve una sensación de
pánico. Algo va mal, pensé. Sentía un tipo de energía distinto.
No era algo insólito que me despertara algún alboroto. Una
noche me había despertado el estrépito de un taladro, acompañado
de golpes, música y todo tipo de ruidos. Mi padre se había
empeñado en que subieran su órgano para poder tocar y cantar
música góspel en su habitación, pero el órgano no entraba por la
puerta, así que tuvieron que hacer toda una reforma para poder
meterlo allí dentro.
Me levanté y me encontré a Joe Esposito. «¿Qué pasa con mi
padre? ¿Dónde está?», pregunté.
«Tu padre está enfermo», contestó Joe.
«¿Eso qué significa?», dije, y me metí corriendo en su cuarto de
baño, que era verdaderamente enorme, tan grande que contenía una
pila solo para lavarse el pelo. La ducha era gigantesca también, un
espacio envolvente al que podías entrar andando. Había también un
vestidor inmenso con una cama dentro; por si alguien quería echar
una siesta, supongo. Tenía dos entradas, una conectada con mi
propia habitación.
Crucé a toda prisa el cuarto de baño y allí estaba. Justo cuando
empezaba a ver a mi padre caído en el suelo y me disponía a correr
hacia él, alguien me sujetó y me hizo retroceder. Había gente junto
a él, moviéndose a su alrededor, tratando de atenderlo. Yo chillaba
como una loca.
Sabía que aquello no pintaba bien. Luego me sacaron de la
habitación.
Habían sido muchas las ocasiones en las que lo había encontrado
en el suelo o incapaz de manejar su propio cuerpo. Eran los
barbitúricos.
Me sujetaron y me llevaron abajo. Subieron una camilla. Yo me
encontraba en el comedor y la puerta principal estaba abierta de par
en par. Bajaron la camilla por las escaleras y pasaron justo por mi
lado. No le vi la cara, pero vi su cabeza, vi su cuerpo, vi su pijama,
y vi sus calcetines asomando por abajo.
Me zafé de quien me estuviera sujetando y corrí hacia la camilla,
pero alguien me obligó a retroceder. Tenían que seguir
atendiéndole.
Fue todo rapidísimo.
No lo declararon muerto todavía. Se lo llevaron y yo empecé a
gritar que lo quería, que lo necesitaba, y me puse a dar patadas y
puñetazos a quienes me estaban reteniendo para zafarme de ellos,
pero no me soltaron.
La puerta principal se cerró.
Debo decir para ser justa que, si hubiera llegado a su lado, le
habría visto la cara, que estaba deformada, y eso me habría
traumatizado más.
Luego ya solo nos quedó esperar. Yo preguntaba una y otra vez:
«¿Se pondrá bien? ¿Se pondrá bien? ¿Se pondrá bien?».
«Estamos esperando a que nos llamen del hospital para
informarnos», dijo alguien.
Cogí a mi amiga Amber —era la sobrina de Ginger— y subimos
a mi habitación. Encendí un cigarrillo mientras esperábamos y
rocié el aire con un limpiacristales, confiando en que nadie notara
el olor.
Recuerdo que de alguna manera a Ginger le había dado tiempo a
peinarse y a maquillarse. Iba de punta en blanco.
Había transcurrido como una hora cuando oí a mi abuelo
gimiendo y gimiendo. Ese sonido. Nunca se me borrará cómo
sonaban sus gemidos. Yo no entendía qué estaba diciendo, así que
bajé.
Al acercarme, oí: «Ayyyyy, ayyyyy, se ha ido, se ha ido». Todo
el mundo estaba allí: mi abuelo, Ginger, la tía Delta, mi bisabuela,
todos.
Todos, salvo mi padre.
«¿Quién se ha ido?», pregunté.
«¡Tu papá se ha ido! ¡Mi hijo ha muerto!», dijo mi abuelo.
Me enfurecí. Me puse toda roja, di media vuelta y eché a correr.
Ginger trató de agarrarme de la camisa por detrás para retenerme,
pero corrí como una loca. Ni siquiera sé a dónde fui. Creo que
volví arriba, a mi habitación, y que cerré con cerrojo. No recuerdo
lo que hice después.
No sabía qué hacer. Una rabia terrible, extrema, fue mi primera
reacción; el dolor vino después. No sé realmente por qué me sentía
así, salvo que estaba furiosa con el universo por permitir que
pudiera suceder algo así. Salí con mi carrito de golf y me fui a una
de las caravanas de la parte trasera. Estábamos mirando las
noticias, y de golpe se me vino todo encima.
La vida que yo conocía había terminado definitivamente.
Es el mayor temor de tu infancia: cuando quieres a alguien, no
quieres perderlo. Es un jodido terror, y te tortura. La mayoría de los
niños sufren esa angustia. Siempre que le decía a mi padre que me
daba miedo que se fuera a morir, él respondía: «No me voy a
ninguna parte, no me voy a ninguna parte».
Pero se fue.

Más tarde, estaba en casa bajando las escaleras y miré los


contenedores negros. Parecía como si él fuera a bajar en cualquier
momento para salir de gira. Luego recuerdo que pensé: ¿Podré
volver a Memphis siquiera?
Esa tarde, una vez que se lo llevaron —y esto es algo que me ha
dolido toda mi vida—, se desató la ley de la jungla. Todo el mundo
se desmelenó. Lo saquearon y desvalijaron todo —joyas,
recuerdos, objetos personales— incluso antes de que él fuera
declarado muerto.
Aún puedes encontrar cosas de aquel día que salen a subasta.

Me enteré de que mi madre iba a venir a buscarme. Eso fue lo peor.


Me pareció como una invasión: Graceland era mi espacio, el sitio
donde yo estaba con mi padre, y no quería que ella viniera aquí. Mi
madre iba a arruinar todo el ambiente. Yo tenía a mis amigos, a
muchas personas a mi alrededor. Y ella no solo iba a venir para
llevarme a casa, cosa que no me gustaba, sino también para asistir
al funeral.
Luego se me ocurrió otra cosa sobre la cuestión de si no podría
volver más aquí. Mi abuelo aún estaba vivo, así que tendría una
excusa para venir.
Pero ¿ella me dejaría?
Al fin llegó. Yo estaba en un carrito de golf con uno o dos
amigos. Recuerdo que apareció en el umbral, en los escalones de la
puerta principal, y que me llamó y me hizo señas para que me
acercara. Le hice una seña a mi vez y seguí mi camino. Me gritó:
«¿Cómo puedes andar en un carrito de golf en este momento?».
Pero no le hice ningún caso; estaba muy disgustada.
No comprendí siquiera por qué me gritaba, pero ahora,
mirándolo en retrospectiva, entiendo que seguramente estaba
pensando en los fans que había en la calle. Ellos podían verme, y
mi madre pensó probablemente que daría mala imagen que yo
estuviera paseando con un carrito de golf y jugando con mis
amigos cuando mi padre acababa de fallecer.
Porque el mundo entero se había detenido.

La capilla ardiente de mi padre se organizó como un acto público.


Trajeron el cuerpo a la casa. Lo colocaron en la sala de estar, la
habitación que queda antes de la sala del piano de la derecha, según
entras por la puerta principal. Yo estaba muy contenta de que él
estuviera allí. Me sentía afortunada.
Me senté en los escalones que van a la planta de arriba con un
par de amigos y observé la marea incesante de gente que avanzaba
en la cola, desmayándose, gritando, llorando, lamentándose
desgarradoramente. No sé si me veía nadie, quizá sí, pero estaban
demasiado concentrados mirándolo a él.
Durante innumerables horas permanecí sentada observando.
Había ambulancias afuera, y a cada hora se llevaban a personas
que se desvanecían. Parecía que el país entero estuviera allí. Ya ni
siquiera veías las calles, había demasiada gente.
Yo estaba tan ocupada observando el dolor de todos los demás
que aún no podía sentir el mío realmente. Trataba de afligirme por
mi padre, pero entendía al mismo tiempo que él era «Elvis
Presley». Comprendía al personaje que encarnaba, y sabía que ser
Elvis era lo que más le gustaba.
El hecho de contemplar a otras personas llorando a mi padre hizo
que yo no lo llorase en público. No lo hice. No pude.
No recuerdo cuánto duró la capilla ardiente, pero hubo mucho
dramatismo. Yo me lo guardaba todo dentro. Pensaba: Guau, mira
a esa persona, está perdiendo la chaveta. Después, me iba a llorar
a mi habitación, donde nadie podía verme, o bien lloraba de noche
antes de dormirme.
No sabía qué hacer con mi dolor. Hacía cosas para distraerme
que me funcionaban un ratito, pero, si tenía un solo minuto, perdía
el control.
Bajé a donde estaba tendido en el ataúd, solo para estar con él,
para tocarle la cara y cogerle la mano, para hablar con él. Le
pregunté: «¿Por qué está pasando esto? ¿Por qué estás haciendo
esto?».
Sabía que muy pronto él ya no volvería a estar allí. No recuerdo
mucho más. Tenía nueve años. Todo aquello me sobrepasaba, joder.
Es algo que aún me sigue golpeando; va y viene a temporadas.
Ha habido noches, ya de adulta, en las que simplemente me
emborrachaba y escuchaba su música y me quedaba ahí sentada,
llorando.
El dolor todavía se presenta.
Aún está ahí.
Después de la muerte de mi padre, mi vida cambió totalmente.
Aparte de con mis abuelos, seguí en contacto con Patsy y con una o
dos personas de la Mafia de Memphis, como Jerry Schilling. Los
demás se fueron esfumando.
Mi madre se quedó en Memphis hasta que todo terminó, y en
octubre mi padre fue trasladado desde el cementerio de Forest Hill
a la parte de atrás de Graceland, junto a su madre. Esa fue la
primera vez que sentí realmente la pérdida; obviamente por la
muerte de mi padre, pero sobre todo sentí que estaba atrapada con
aquella mujer. Fue como un doble golpe: él está muerto y yo estoy
atrapada con ella.
Mi madre me llevó a Europa con su hermana. Roma, Francia,
Londres. Trataba de mantenerme muy ocupada.
Me llevaron a Buckingham Palace. La prensa estaba
enloquecida. No paraban de localizarnos allí donde estuviéramos.
Pero el día de la visita al palacio fue tranquilo. Miré el cambio de
guardia. Yo estaba enfadada. Pensaba: ¿Qué hacemos aquí fuera?
¿Por qué no entramos? ¿Por qué estamos aquí esperando para
entrar cuando en Graceland la gente entra sin más? No lo
entendía.
Una noche, en Francia, le dije a mi madre que yo era la
reencarnación de María Antonieta y que tenía que ir a Versalles. Así
que me llevaron allí y yo andaba por el lugar diciendo: «Sí,
reconozco esto, reconozco aquello…».
Antes del viaje a Europa, me habían enviado seis semanas a
Rancho Oso, un campamento de verano en las montañas del norte
de Santa Barbara.
En el campamento había un caballo que yo adoraba, y cabalgué
mucho. Era sanador. Pero, después, estaba en la piscina
divirtiéndome con todos los niños y, bruscamente, me sentía mal.
Me quedaba ensimismada un minuto y luego decía: «Oh, Dios mío,
mi padre ha muerto». En una ocasión estaba tumbada al sol y sonó
en la radio una canción de Elvis; me quedé llorando allí una hora.
La mayoría de aquellos niños no sabían quién era yo, y yo no me
molestaba en decírselo; pero después algunos empezaron a alardear
ante mí asegurando que habían estado en el funeral de Elvis Presley
en Memphis.
«Yo vi su cadáver», afirmó uno.
«No, qué va», repliqué.
«Sí, estábamos allí…».
«Yo soy su hija —dije—. Vosotros no estuvisteis allí. Yo sí, o sea
que lo sé».

Después del campamento, mi madre quería que fuera a un buen


colegio, así que me inscribió en uno de lujo de Los Ángeles. Todo
el mundo tenía allí un padre o una madre famoso, y yo no estaba en
absoluto en esa onda.
Luego mi madre se echó un novio francés y se obsesionó con la
idea de ser francesa, así que me metió en una escuela francesa y me
obligó a dar unas jodidas clases de francés.
Yo quería recuperar mi otra vida.
Siempre estaba deseando ir a Memphis. Quería asegurarme de
que podría ir allí, y ella a veces utilizaba aquello para amenazarme:
«No vas a poder ir a Memphis si no… bla, bla, bla», cosa que me
fastidiaba de verdad, pero estaba dispuesta a hacer lo que fuera
necesario. Mi madre sabía que eso lo era todo para mí.
En mi reloj mantuve la hora de Memphis.
Ella me dejaba ir allí cada Navidad, cada Pascua y cada verano.
Yo me quedaba con Patsy —que era una figura materna para mí—
y andaba con ella y sus hijos. Para mí significaba mucho formar
parte de aquella familia.
Los domingos eran día de limpieza, y veíamos películas,
comíamos panecillos con salsa de carne o panecillos con
salchichas, bebíamos botellas gigantes de Pepsi, íbamos al
videoclub o pasábamos la noche en Graceland. Mi tía siguió
viviendo ahí varios años después de la muerte de mi padre. Y yo
iba a dormir allí mientras ella estuvo viva. La cocina aún no estaba
abierta al público; yo ocupaba la habitación que queda justo al
lado.
La planta de arriba estaba cerrada. Podía subir, pero enseguida
tenía que volver a bajar. No sé por qué; quizá porque la habitación
de mi padre estaba ahí. Creo que había un montón de
conversaciones sobre lo que debía hacerse con esa planta para
preservarla, pero Vernon y mi madre decidieron que yo no podía
volver a ocupar mi antigua habitación.

Vernon murió en 1979 y, al cabo de un año, murió mi bisa­buela.


Recuerdo que en ambas ocasiones vino un coche al colegio. El
hecho de que de repente apareciera un coche se convirtió en una
señal a la que me acostumbré. Empecé a pensar: Ahí está el coche.
¿Quién será esta vez?
No tenía la menor conexión emocional con mi abuelo. Era una
presencia extremadamente severa. Nunca superé esa impresión.
Recuerdo que mi amiga y yo le toqueteamos la cara a mi abuelo
en el ataúd cuando nos quedamos allí solas. No es algo que
pretenda decir a la ligera, porque sé que es realmente horrendo.
Tenía suturas en el cuerpo; entonces no entendí por qué, pero ahora
supongo que tuvieron que abrirlo y dejar que se drenara.
Me estaba volviendo insensible a todo. Un funeral más, otra
pérdida. Memphis estaba convirtiéndose en un lugar al que regresar
solo para asistir a funerales. Había habido suficientes hechos
traumáticos como para que ya ni siquiera me afectaran. Todo el
mundo parecía esperar verme afligida, pero a mí nada me alteraba.
Fueron demasiados traumas.
A veces entraba en la habitación de mi madre y la encontraba
sentada en el suelo, borracha, escuchando las canciones de su
padre y llorando. Pero ella nunca hablaba de eso, ni tampoco
escuchaba su música estando sobria.
En la vida cotidiana, resulta difícil moverse por ahí sin oír una
canción de Elvis, pero aún recuerdo la primera vez que mi madre
puso a Elvis en el coche. A veces, por supuesto, sus canciones
empezaban a sonar en un café, o bien ella tropezaba con alguna al
pasar las emisoras en la radio y, en ese caso, yo observaba cómo
ella dejaba que sonara. Pero aquel día, cuando mis hermanas aún
eran pequeñas, estábamos todas yendo a algún sitio en coche y me
di cuenta de que aquella era la primera vez que mi madre decidía
poner su música, sintonizando Elvis Radio mientras conducía. A mis
hermanas les dijo: «Este es vuestro abuelo». Recuerdo que pensé
que era algo muy extraño, pero también muy bonito.
Yo tenía veintidós.
No creo que llegara nunca a procesar la pérdida. Creo que
comenzó a hacerlo durante el último año de su vida: solo en esas
fechas tan tardías, en 2021, empezó a utilizar términos como
«trauma». Pero supe sin lugar a dudas toda mi vida que ella estaba
destrozada. Recuerdo que, de pequeña, estaba un poco enfadada
con Elvis por haber dejado a mi madre y haberle causado tanto
dolor.
Siempre que oía la voz de Elvis, sentía la angustia de mi madre.
Sentía la pérdida que había sufrido.
Mi abuelo siempre había sabido que yo estaba enamorada de Rory
Miller.
Tras la muerte de Vernon, me enteré de que los Miller iban a
mudarse a Colorado. Se suponía que yo iba a ver a Rory antes de
que se fueran; de hecho, habíamos quedado en que pasaríamos todo
el día juntos. Patsy lo sabía, pero en el último momento recibí una
llamada telefónica: «Tu madre quiere que tomes hoy un vuelo a
Los Ángeles y vuelvas a casa». Patsy se lo había contado a mamá,
y ella no quiso permitirlo.
Yo estaba destrozada. Rory me llevó al aeropuerto. Fue la
primera vez en la que recuerdo haber sentido un odio efectivo, real
y concreto hacia mi madre.
Muchos años después, vi a Rory mientras estaba de gira; cené
con él y su esposa y con Patsy. Rory me comentó: «Tu padre me
llevó aparte y me dijo: “Será mejor que no hagas nada, o te mataré,
joder”».
Mi padre no soltaba ese tipo de tacos a la ligera, así que el
mensaje fue captado con toda claridad. Rory dijo que le prometió
que nunca haría nada conmigo en el sentido romántico, y también
que nunca me contaría aquella conversación.
«Pero creo que ahora puedo contarlo sin problemas», añadió.

Mi madre me enviaba lejos muy a menudo, pero debo decir que era
muy buena organizando cumpleaños.
Recuerdo que un año fui a ver a Queen en el Forum. Había oído
que Freddie Mercury era un gran fan de mi padre, así que le llevé
uno de sus fulares. Vi el concierto y luego fui a los camerinos y
conocí a Freddie, que era muy dulce y muy humilde, y se sintió
muy conmovido por el regalo.
Cuando cumplí diez años, mi madre conoció a John Travolta y
quedó con él para que yo también pudiera conocerle el día de mi
cumpleaños. Él estaba en un momento álgido con la serie Welcome
Back, Kotter. Le habló a mi madre de la cienciología y, al cabo de
unos días, ella se apuntó. Estábamos las dos en el coche y mi madre
se puso a explicármelo, diciendo que era algo que podía hacer que
te volvieras realmente poderoso. Yo entonces estaba obsesionada
con Embrujada y con Mi bella genio: quería tener superpoderes.
Vale, pensé, es realmente genial. Quiero hacerlo.
Así que ahora éramos miembros de la Iglesia de la cienciología.
Después del colegio, mi madre me dejaba en el edificio que
tenían en Hollywood. Yo sentía que me dejaba allí para que se
ocuparan de mí y no tener que hacerlo ella. La cienciología
realmente me sirvió. Me proporcionó un lugar al que acudir, un
lugar de introspección, un lugar donde poder hablar de lo que había
sucedido y de la forma de asimilarlo. Me aficioné rápidamente y
me gustaba de verdad.
Adquirí la idea de que nosotros no solo éramos nuestro cerebro,
no solo éramos nuestro cuerpo, no solo éramos nuestras emociones.
Teníamos todas esas cosas, pero no consistíamos solamente en eso.
Éramos espíritus. Yo me preguntaba: «Por qué estamos aquí? ¿Por
qué estoy aquí? ¿Cuál es el sentido de todo esto?». En ese
momento, la Iglesia parecía radical de un modo excitante; no
parecía una Iglesia organizada, la verdad. Atraía a personas guais,
artísticas, insólitas.
Aquello se convirtió en mi tribu.

En el colegio francés al que me envió mi madre, todos los niños


parecían ser hijos de famosos: las hijas de Tony Curtis, la hija de
Peter Sellers y la hija de Vidal Sassoon, Catya, iban allí. Catya
estaba en mi clase, y yo me obsesioné con ella porque su madre se
lo compraba todo. Siempre tenía las cosas más nuevas, como un
par de sandalias con tacón, y entonces yo también quería tenerlas.
En un momento dado trajo un corrector líquido, y yo también quise
tenerlo. A mí madre aquello le irritaba. Recuerdo que yo quería
pasar una noche en casa de Catya: todas mis amigas lo habían
hecho… ¡y ella tenía un ascensor en su casa! Me moría de ganas de
ir, pero mi madre no me dejaba. Pensaba que Catya estaba
malcriada y no quería que yo respirase ese ambiente. Más tarde, se
hizo amiga de Vidal y Beverly Sassoon; Catya, lamentablemente,
murió de sobredosis a los treinta y tres años.
Me doy cuenta de que mi madre fue severa en el buen sentido; le
preocupaba por encima de todo que me convirtiera en una niña
consentida. No creo que yo lo fuera; creo que podía ser algo
distraída con las cosas, pero no me parece que fuera
deliberadamente una niña malcriada. Sé que mi padre me malcrió,
pero mi madre hizo todo lo contrario.
Era muy estricta, de hecho. Nunca fue una amiga para mí,
alguien con quien poder hablar.
Me sentía como si fuera su trofeo. Ella quería que tuviera una
puesta de largo. Yo ni siquiera sabía lo que era eso, pero ella
siempre lo deseó. Quería que terminara mis estudios. Me daba la
sensación de que debería haber tenido una hija distinta. Todo se
reducía a las apariencias; el aspecto de las cosas parecía ser más
importante que los sentimientos. Mi madre nunca se permitía
perder los estribos. Todo estaba siempre en su sitio.

Mi madre desaparecía continuamente. Estaba en una isla comiendo


algo que había pescado en el océano, o estaba de viaje en un país
extranjero, o tenía otra aventura con otro hombre; así que yo
empecé a tener más niñeras y más chefs. Mi madre contrataba a un
montón de gente, y yo me hice amiga de muchos de ellos.
Cuando más segura me sentía era cuando mi tíos, Michelle y
Gary, venían a nuestra casa. En esa época, teníamos un largo
pasillo; mi habitación quedaba casi al final, y la habitación de
Michelle y Gary estaba al fondo del todo. Ese pasillo me
aterrorizaba de noche, pero, cuando ellos estaban allí, me sentía
mejor.
Michelle y Gary eran las dos únicas personas con las que
realmente podía hablar.
Cuando mi madre no estaba, yo podía traer a dormir a una
amiga: esa era siempre mi salvación. Pero no me resultaba fácil
hacer amigos. Todavía me resulta difícil. Tal vez pensaban que yo
era una mocosa malcriada, cuando, de hecho, estaba simplemente
aterrorizada.

Así que allí estaba, en un colegio de lujo pijo, con todos aquellos
hijos de famosos y con todo el mundo hablando en francés y
viajando por el mundo, y estudiando como locos porque querían ser
los mejores.
Yo no estaba interesada en nada de eso. Era una niña
terriblemente insegura, temerosa, asustadiza. Los demás no se ha­-
cían amigos míos, o adoptaban una actitud competitiva: quién tenía
unos padres más ricos, quién una casa más grande.
Aún sigue pasando lo mismo. Y la gente todavía cree que soy
una zorra porque, por desgracia, tengo ese punto gélido de mi
madre.
Me estaba quedando atrás en todas las asignaturas. Me encerraba
en mi habitación y escuchaba mis discos: la música siempre,
siempre, siempre.
Dos veces al año, después de que mi padre muriera, soñaba con él.
Los sueños eran tan reales que me echaba a llorar al despertarme,
porque tenía la sensación de estar con él y no quería que aquello
terminara. Hacía un gran esfuerzo para volver a dormirme, para
volver a estar con él.
No creo que fueran sueños realmente. Creo que eran apariciones.
Ya sé que mucha gente no estará de acuerdo conmigo y pensará
que eso son tonterías. Puedes tener este tipo de sueños y
desecharlos diciendo que son solo sueños. Vale, muy bien. Pero yo
creo que las personas que amamos de nuestro pasado pueden
visitarnos.
Y mi padre lo hacía regularmente.
En los sueños, él y yo estamos juntos en mi habitación. Yo estoy
en la cama-hamburguesa y él, en el sillón. Estamos cerca,
conectados, hablando. Y de repente, a mí me entra pánico y digo:
«¡Espera! ¡Tienes que parar esto, papá! ¡Tienes que esperar! ¡Vas a
sufrir una sobredosis, te va a dar un ataque al corazón! ¡Papá! Te
vas a morir. Va a suceder».
Y, en el sueño, mi padre me mira con mucha calma, sabiamente,
y dice con una sonrisa: «Cariño, ya ha sucedido».
Y entonces me despierto.
Los sueños solo se interrumpieron en 1992, cuando nació mi
hijo.
TRES

Lisa Marie en el mar, cortesía de Lisa Marie Presley Archives


Cuando yo tenía unos diez años, mi madre me envió a un par de
colegios diferentes en Los Ángeles. Uno estaba en Los Feliz; el
otro, en Culver City. Nuestra empleada doméstica, una maravillosa
señora negra llamada Ruby, me llevaba a la escuela por la mañana
y, durante el trayecto, ponía canciones de góspel, que eran lo único
que yo quería escuchar porque eran lo que mi padre escuchaba.
Los colegios eran superinformales: sin uniformes, no tan rígidos
como los colegios burgueses en los que había estado antes, lo cual
me pareció refrescante. Me fue bien allí porque podía aprender a
mi propio ritmo. Podía terminar una tarea y simplemente tacharla
de la lista, asunto concluido. Allí tampoco tenía que ser nadie
especial. No sentía ninguna presión. No me desenvuelvo bien en
grupo —ni en el trabajo, ni en el colegio, ni en ninguna parte—, así
que aquella enseñanza individualizada me venía perfecta. Los otros
niños, además, eran humildes y normales: allí no había camarillas,
ni niños ricos, ni niños malcriados, ni abusones, ni zorras.

Aun así, durante los siguientes años empecé a desarrollar una


actitud muy mala y me fui metiendo en las drogas a lo bestia. Me
expulsaron del colegio de Culver City. La cienciología, sin
embargo, no quería expulsarme del todo, así que me envió a un
colegio suyo, la Apple School, en Los Feliz. Pensaron que esa
nueva escuela sería más capaz de lidiar conmigo, pero yo fracasaba
en todo, en cada jodida ocasión.
No es que estuviera tratando de ser mala. Simplemente me
importaba todo una mierda. Vestía toda de negro, me teñí el pelo de
negro. Era de esas personas con una actitud tipo «que te jodan, a la
mierda la autoridad, a la mierda el sistema, a la mierda los
profesores, a la mierda los padres». Fue en torno a esa época
cuando descubrí el álbum The Wall, de Pink Floyd. Ese disco se
convirtió en lo único que escuchaba, en lo único que me interesaba.
Era mi biblia y mi autobiografía.
«We don’t need no education…».[4]
Yo siempre estaba en el despacho de ética, que era básicamente
el despacho del director. (No podría enumerar la cantidad de gente
que me he encontrado después que me dice: «Yo te conocí en
ética…»). Había entrado en aquel colegio en «libertad condicional»
y nunca pasé de esa fase. Continuamente me saltaba alguna clase
como educación física, a la que nunca fui muy aficionada, o ni
siquiera me presentaba en el colegio.
Mi madre no podía controlarme. No podía hacer nada. Yo no era
un problema fácil para ella. No podías torturarme para que deseara
aprender. No me interesaba ser una buena niña. Así pues, un
viernes, mi madre me recogió en el colegio, me llevó en coche a
Montecito, donde ella tenía una casa, y, en cuanto llegamos, me
dijo: «Prepara la maleta, te vas a estudiar a Ojai».
Yo sabía a aquellas alturas que ella había estado barajando la
idea de meterme en un internado en Suiza o en un kibutz en Israel,
porque había encontrado cuatro o cinco solicitudes de admisión
para distintos lugares. Me daba la sensación de que mi madre
siempre estaba buscando activamente la manera de mandarme
lejos: aparte de lo de Suiza e Israel, me había dejado tirada en la
cienciología básicamente porque pensaba que aquella gente podría
manejarme. La cienciología se ocupó en cierto modo de criarme en
lugar de ella. Pero, cada vez que mi madre intentaba meterme en un
internado, yo la cagaba en la prueba de admisión y la solicitud era
denegada.
Ahora, sin embargo, iba a convertirme en una interna de la
Happy Valley School, en Ojai, y me sentía mortificada. El colegio
estaba pensado a todas luces para padres que simplemente querían
mandar lejos a sus hijos. Para algunos, el objetivo era obtener una
buena educación, seguro, pero para otros era solamente porque sí.
Yo estaba allí «porque sí».
Lo primero que hice cuando llegué fue mirar a ver quién tenía
hierba. Enseguida descubrí que la mayoría de los alumnos tenían la
misma mentalidad y estaban tan alborotados como yo, así que
aquello empezó a encantarme. Estábamos en el quinto pino sin
nada que hacer.
Yo pasaba los fines de semana con mi madre en Montecito —
quedaba solo a una hora—, a menos que estuviera «confinada», lo
cual significaba que me había metido en algún lío durante la
semana y no podía irme a casa. Y seguí metiéndome en líos, así que
el periodo de «libertad condicional» seguía extendiéndose más y
más. Hacía cosas como no presentarme en clase, aunque todos
dormíamos a unos treinta metros de donde se encontraban las aulas.
A veces, había una redada de drogas y se ponían a investigar quién
estaba implicado, aunque siempre estaba muy claro que era yo.
Siempre me quedaba rezagada en mis estudios y era una alumna
mediocre. Había sido malísima en mates desde que nací,
rematadamente mala, y no tenía interés en una carrera, ni siquiera
en una asignatura concreta, la que fuera. Tampoco tenía interés en
portarme bien.
Como he dicho, todo me importaba realmente una mierda.
Empecé a pasar por distintas fases. En Ojai fui una especie de
chica hippy, una especie de chica punk rock, una especie de chica
funk rock. Lo único que quería hacer era consumir drogas: hierba y
coca, básicamente. No era adicta a una sustancia en particular. Me
gustaban todas. Quería agenciarme cualquier cosa que pudiera
tragar, inhalar, comer o esnifar. Nunca me tropecé con heroína, sin
embargo. Nunca estuve en un sitio donde hubiera, gracias a Dios.
(Eso sucedería más tarde). Mi principal propósito en la vida era
encontrar algo que consumir. Muy pronto me instalé en una fase de
heavy metal —tiñéndome todo el pelo de negro, o
decolorándomelo— y de drogas.
Pero la Happy Valley School tampoco estaba particularmente
inclinada a expulsarme, porque sabían que mi vida familiar no era
demasiado buena.
La directora de la Apple School llevaba cada verano a un grupo
de alumnos a España, donde tenía una casa, y, aunque yo ya no
estaba en ese colegio, mi madre me dejó ir. Nosotros cinco, los
alumnos, nos ocuparíamos de las tareas domésticas —jardinería y
cultivos— y nos divertiríamos de noche, yendo a la playa y
montando fiestas.
De algún modo, había logrado superar aquel primer año en Ojai.

Cuando yo era joven, mi madre nos llevaba a Ojai siempre que


podía para que montáramos a caballo en el valle. Tenía una
conexión especial con el valle de Ojai por la época que había
pasado allí estudiando. Y los caballos siempre le habían encantado;
sabía cómo conectar con ellos, cómo percibir si estaban asustados
o enfadados. Pero no quería pasear al trote simplemente. Siempre
quería cabalgar a medio galope o al galope. Para ella, los caballos
representaban una forma de libertad. No creo que cayera nunca en
la cuenta de que su propia madre tenía la misma conexión con ellos.
En el trayecto a Ojai, escuchaba la canción de Michael Martin
Murphey sobre la misteriosa mujer de Yellow Mountain y su poni,
«Wildfire». De hecho, ella solía escuchar aquella canción en bucle
cuando yo era una adolescente.
Mi madre tuvo a lo largo de su vida algunos caballos con los que
estableció una fuerte conexión. Cuando vivimos en Hawái, siempre
que iba a montar suplicaba en un establo cercano que le dejaran un
caballo llamado Misty; incluso quiso llevárselo a casa, a Los
Ángeles, pero los dueños se negaron.
Durante la pandemia de covid, iba a cabalgar a Ojai
continuamente. El último caballo que montó mi madre en su vida se
llamaba Corona. Ella encontraba muy divertida la coincidencia.

A aquellas alturas, el papel de mi madre era solo el de una señal de


stop crónica. No intentaba hablar conmigo, salir conmigo, ser mi
amiga. Yo estaba totalmente enamorada de la familia de mi padre:
eran una gente pintoresca y alocada con la que me identificaba de
una forma que no me era posible con mi madre.
Soy consciente de que ella trataba de hacerlo lo mejor posible.
Intentaba resolver las cosas, y también crecer, y yo se lo ponía
realmente difícil. Nunca le gritaba, ni le hablaba mal, ni la
insultaba, ni me comportaba de modo violento; nada de eso.
Simplemente era una chica abatida, extremadamente melancólica,
taciturna, oscura. Estoy segura de que ella no tenía ni idea de lo que
debía hacer.
Después del viaje a España, yo no quería volver a Ojai, pero no
tuve otro remedio. Me salté la primera semana y, cuando
finalmente llegué allí, había aparecido una chica nueva muy
alocada. Me había estado esperando y empezó a seguirme a todas
partes. «Me lo han contado todo sobre ti», decía. Parecía guay,
interesante, pero yo en aquel momento tenía una historia con un
chico alemán, y entonces ella se acostó con él y yo pensé: Se
acabó, no aguanto más aquí. Así que fingí ante mi madre que
estaba totalmente enganchada a las drogas.
«Si me quedo aquí, me voy a morir», le dije.
Y, como era de esperar, me sacó de Happy Valley.

Mi madre había estado saliendo con un tipo llamado Michael


Edwards. Salieron durante unos seis años en total.
Edwards era actor y modelo, un tipo teatral con un horrible
temperamento. Consumía drogas a menudo, también. Él y mi
madre se peleaban constantemente, llegando a la violencia física.
Yo la oía gritar.
Salían mucho de fiesta, iban a discotecas, y circulaba a su
alrededor un montón de cocaína. Era cuando volvían de noche,
después de haber salido, que oía cómo gritaba él y cómo
empezaban a volar los muebles. Era algo tremendamente
desestabilizador.
En un giro demencial de los acontecimientos, Edwards consiguió
un papel en la película Queridísima mamá, interpretando al amante
de Joan Crawford. Un día, mientras él aún estaba rodando la
película, mi madre entró en mi habitación, revisó mi armario y
empezó a gritarme porque yo usaba perchas de alambre. «¿Por qué
usas estas perchas? ¡Estas son de la tintorería! ¡Hay que cambiarlas
por otras bonitas, por perchas de plástico!».
Mientras gritaba, oímos una risa al fondo del pasillo.
«¡Qué ironía! —exclamó Michael—. ¡Es una verdadera locura
que tú estés gritándole a tu hija por unas perchas de alambre y que
yo esté trabajando en Queridísima mamá!».[5]
Mi madre se dio cuenta de lo loca que era la situación y empezó
a reírse también. Yo pensé: Así es mi vida ahora. Estáis los dos de
la puta cabeza.

Mi madre pensaba volver a meterme en la Apple School, pero yo


iba tan atrasada en mis estudios que le dijeron que necesitaría
clases particulares diarias, así que me quedé en casa de mamá con
Edwards. Pero, por supuesto, yo tampoco quería estar allí. En
realidad, no quería estar en ninguna parte. No sé lo que quería.
Seguramente solo quería a mi padre.
Reaccionaba con impertinencia constantemente, ponía heavy
metal a tope en mi tocadiscos todo el día.
Una noche mi madre preparó la cena y, cuando empecé a cortar
el pollo, vi que no estaba cocido, así que lo dije. Inmediatamente,
Edwards lanzó por los aires su plato, que cruzó la habitación y se
hizo trizas contra la pared. Yo alcé las manos, como diciendo:
«Pero ¿qué coño?». Y entonces él se levantó de golpe, empezó a
gritar idioteces y salió disparado.
Cuando volvió, sujetaba el extremo del cable de mi tocadiscos:
lo había cortado con unas tijeras. Aún seguía gritando.
«¡Tu madre prepara la cena y tú no haces más que poner a todo
volumen tu puto rock and roll, tu jodida música, esa música de rock
and roll…!».
No tenía ningún sentido lo que decía. Al final me dijo a gritos
que me marchara de allí. Yo estaba en shock. Mientras salía de la
cocina, oí que empezaban a hablar de mí, tratando de decidir qué
hacer conmigo.
Yo fui a buscar cocaína. Tenía un poco escondido en alguna
parte, pero no recordaba dónde.

La primera vez que Edwards entró en mi habitación en mitad de la


noche, borracho, de rodillas, se había producido unos años antes.
Creo que yo tenía diez. Me desperté y me lo encontré arrodillado
junto a mi cama, deslizando un dedo por mi pierna por debajo de
las sábanas. Si me movía, él paraba, así que yo me movía. Estaba
despierta, aunque fingía que dormía.
Él me dijo que iba a enseñarme lo que pasaría cuando fuera
mayor. Me estaba poniendo la mano en el pecho y diciendo que un
hombre me tocaría ahí; luego me puso la mano entre las piernas y
dijo que me iban a tocar ahí. Creo que esa noche me besó
suavemente y luego se fue.
Al día siguiente, se lo conté a mi madre en el coche y observé
cómo ella pisaba el acelerador hasta el fondo. Al llegar a casa, me
fui corriendo a mi habitación y ella se metió disparada en la suya y
cerró de un portazo. Finalmente me llamó y me dijo que Edwards
quería disculparse.
Él estaba sentado sobre la cama con aspecto huraño y
enfurruñado. «Lo siento mucho, pero así es como enseñan a los
niños en Europa. Eso es lo que estaba haciendo».
Yo no sabía qué decir. Siempre me sentía mal cuando se
disculpaba.
Con el tiempo, la cosa fue evolucionando: me tocaba y me daba
azotes mientras me pedía que no mirara. «No me mires —decía—,
no vuelvas la cabeza». Supongo que mientras lo hacía se
masturbaba. No es que estuviera enojado conmigo: actuaba con
mucha calma, sentado en una silla, mientras me daba en el culo.
Las nalgas se me ponían negras, azules, anaranjadas, verdes.
Era más o menos la misma rutina cada vez. Entraba en la
habitación, hacía lo de siempre. Una vez le enseñé a mi madre
cómo tenía el culo y ella dijo: «Bueno, ¿qué hiciste tú para
provocar esto?», como si él simplemente me hubiera dado una
azotaina por portarme mal. Y después se liaba a gritos con él. «Ah,
estaba borracho», alegaba Edwards; o bien: «En realidad ella
estaba coqueteando conmigo». Y entonces mi madre le obligaba a
venir a disculparse. Yo me sentía mal y le perdonaba.
Tenía once, doce, trece años.
Él seguía viniendo a mi habitación de vez en cuando, pero yo me
movía o hacía algo para que creyera que me estaba despertando y
entonces volvía despavorido por el pasillo a la habitación de mi
madre y ya no se me acercaba.
En aquel momento, mi madre estaba tratando de desarrollar una
carrera profesional. Pretendía convertirse en modelo y actriz, y
estaba haciendo anuncios, así que se iba de la ciudad bastante a
menudo. Por demencial que pueda sonar, Edwards pasaba más
tiempo en casa que mi madre. Yo estaba más acostumbrada a
convivir con él que con ella.
Todas las Navidades mi madre me hacía unos regalos increíbles,
pero él no tenía demasiado dinero para hacer lo mismo, y yo
siempre lloraba el día de Navidad porque me sentía fatal por él.
Edwards era muy duro consigo mismo y hacía el papel de víctima
lastimosa.
No obstante, tenía un carácter horrible. Una mañana me hizo un
comentario, algo así como que hiciera el favor de sacar mis bragas
de la secadora. Creo que contesté en voz baja con una frase
desagradable, del tipo: «No será porque no te guste…», mientras
salía del comedor. Él cogió una silla y me la lanzó. Me dio en la
espalda: no con mucha fuerza, pero lo suficiente como para que me
cagara de miedo. No dejé de llorar durante todo el trayecto al
colegio.
Me pasé la mañana llorando y una profesora que me caía muy
bien me vio y me pregunto qué ocurría. Me llevó aparte y me dijo:
«¡Te hacía falta desmoronarte y perder el control!», porque yo
actuaba la mayor parte del tiempo como una chica dura.
Había mucha violencia en casa. Oía cómo gritaba y lloraba mi
madre, y sabía que él debía de estar tirándole cosas a la cabeza.
Quería protegerla, pero no sabía cómo.
Uno de aquellos viajes de Edwards para trabajar de modelo en
las islas Vírgenes fue un auténtico desastre. Viajamos los tres. Mi
madre sospechaba que él tenía una aventura con una de las modelos
y me reclutó para ayudarla a pillarlo. En un momento dado, ella
entró en la habitación que él ocupaba y oí cómo se enzarzaban en
una pelea. Entré allí y vi cómo la agarraba y la tiraba sobre la
cama. Crucé corriendo la habitación y salté sobre su espalda; él me
tiró también sobre la cama. Mi madre gritó: «¡Vámonos,
vámonos!». Echamos a correr por el pasillo, llegamos al ascensor y
pulsamos el botón; él venía persiguiéndonos mientras nosotras
esperábamos frenéticamente a que se abriera la puerta del ascensor,
como en una escena de terror. De algún modo conseguimos llegar a
mi habitación. Entonces él la llamó, convertido otra vez en un
cachorrillo, y le suplicó que volviera.
Me cabreé muchísimo cuando ella lo hizo.
Al día siguiente salí para Memphis, pero estaba hecha un puto
lío.

Escuchar a mi madre describiendo estos incidentes me rompió el


corazón. Sé que lo que le sucedió fue uno de sus traumas infantiles
más profundos, pero no creo que ella —ni ninguno de los que la
conocimos— se planteara cómo pudo haber contribuido a alguno de
los sentimientos fundamentales que acarreaba consigo, como la
vergüenza o el autodesprecio.

Cumplí catorce años y mi primer novio fue un chico con el que iba
al colegio. Al principio, nos portábamos fatal el uno con el otro;
mis amigas decían que él actuaba así porque estaba enamorado de
mí, y yo también lo maltrataba por mi parte. Pero luego, cuando
volvimos al colegio después de un verano, él se había vuelto de
repente muy guapo y tenía la voz más grave; ya no era el gilipollas
regordete e irritante de antes. Así que salimos durante un año e
hicimos de todo, salvo mantener relaciones sexuales. Era un buen
chico, aunque tenía un carácter terrible.
Mi madre estaba trabajando como actriz en una película para la
televisión con Michael Landon que se rodaba en las Bahamas. Fui
a verla, y allí había un tipo de veintitrés años que tenía también un
pequeño papel en la película. No lo conocí hasta el día antes de
irme, y me enamoré locamente. Estuvimos paseando por la playa y
no paramos de charlar. Era realmente mono. Me senté con él
mientras hacía su maleta. Yo estaba muy triste, luego él me besó y
ambos abandonamos las islas. Recuerdo que en el vuelo de vuelta
estuve escuchando una y otra vez esa canción, «Torn Between Two
Lovers» [Desgarrada entre dos amantes], porque aún tenía a mi
novio de Los Ángeles con el que había estado saliendo un año.
Al llegar a casa, rompí con él.
Solía llamar al chico de veintitrés años y me quedaba callada. Y
él se acostumbró a aquellas llamadas silenciosas. No sabía que era
yo; entonces no había identificador de llamada ni nada semejante.
La primera vez dijo con irritación: «Hola, ¿quién es? Hola,
¿hola?». La segunda vez, dijo: «Otra vez tú». Más tarde, para
responder sí o no a sus preguntas, yo me limitaba a pulsar los
números. «¿Nos hemos visto?». Pip. «¿Nos conocemos?». Pop.
Finalmente, él dedujo quién era. Yo estaba atacada de los nervios.
Al chico, comprensiblemente, le daba muchísimo miedo quedar
conmigo y yo tampoco sabía cómo iba a arreglármelas para verle.
Un día, en el colegio, les dije a los profesores que tenía que ir al
dentista y él me recogió a una manzana o dos.
Estuvimos todo el día paseando por Beverly Hills. A mí me daba
igual lo que hiciéramos, me daba igual dónde estábamos, me daba
igual todo. Solo quería estar con él.
Al final me dio su anillo y me dejó justo antes de que yo tuviera
que volver al colegio.
Estaba colada por él. Colada de verdad.
Mi madre se enteró y me castigó; me prohibió hablar o contactar
con él, lo cual, por supuesto, no funcionó. No es que yo no hubiera
hecho lo mismo en su lugar, pero a mí nada iba a detenerme.
Estaba completa y locamente enamorada.
Después, hubo un montón de encuentros a escondidas con él. En
un momento dado, mi madre dijo que podía verle, pero que no
debíamos quedarnos solos. Tendríamos que estar en un lugar que
ella supiera y en el que pudiera vernos. Él podía venir a verme a
casa, o bien yo podía invitarle a ir a un sitio en el que mi madre
también fuera a estar; naturalmente, acabó haciéndose amigo de
Edwards. Era un chico de veintitrés años sometido a vigilancia por
una madre recelosa. Pero la historia no hacía más que repetirse. Mi
madre tenía catorce años cuando conoció a mi padre. Ahora yo
estaba reproduciendo su propia vida de un modo curioso, aunque
mi madre y mi padre esperaron hasta que ella cumplió los
dieciocho para tener sexo. Yo tenía catorce cuando perdí mi
virginidad con aquel chico.
Cuando le veía, lo único que quería era tener sexo o pegarme el
lote. No podía pensar en otra cosa. Buscábamos algún sitio a donde
ir o nos quedábamos en su coche en un aparcamiento. Yo le decía a
mi madre que me encontraría con ella en tal sitio, que solo íbamos
a dar una vuelta, y luego nosotros buscábamos otro lugar donde
besarnos.
Pero él era un tremendo mujeriego. Había estado con todo el
mundo. Era ese tipo de chico en secundaria, y también en el plató
de rodaje: ese tipo de chico. Había mujeres de todas las edades
enamoradas de aquel hijo de puta. Y a él le resultaba muy fácil
seguir su vida habitual, con sus otras mujeres, porque yo no le veía
tan a menudo, e incluso cuando podía era solo durante un rato.
Cuando más tarde me relacioné con personas que le conocían,
que habían ido al colegio con él, me hablaron de una furgoneta que
tenía y a la que subían chicas en cada recreo, almuerzo o descanso.
Era un completo y total casanova.
Es más, todas estaban enamoradas de él. Era una locura. Mi
madre conocía entonces a una mujer que era una conejita de
Playboy. Cuando yo empecé a salir con este tipo, la conejita de
Playboy ya tenía una aventura con él, y mi madre me dijo que esa
mujer estaba intentando convencerla para que me enviara a aquel
kibutz de Israel y poder quitarme así de en medio.
Estuve con él durante dos años y medio.
El final fue de pesadilla.
Me llevó a un parque e hizo que un amigo suyo nos sacara fotos
en secreto mientras estábamos juntos. Vendieron la historia,
sacaron dinero por las fotos. Yo no le importaba. Era simplemente
una oportunidad para él. La nuestra era una relación ilegal y, al
vender aquellas fotos, se delató, pero a los medios de la época les
tenía sin cuidado que yo fuera una menor y se limitaron a darle
publicidad a la información.
No sabía que era él quien había montado aquella sesión de fotos.
Después lo negó, pero mi madre me contó que sí había sido él.
Cuando lo descubrí, me tragué veinte Valiums, aunque
asegurándome de que alguien me viera. No iba tan en serio en mi
intento de suicidio. Fui al hospital y me dieron jarabe de
ipecacuana para que vomitara, y así se acabó la historia. Pero yo
estaba destrozada de verdad. Aquel fue mi primer gran amor y mi
primera gran traición.
No iba a descansar hasta que consiguiera vengarme de algún
modo. A mi madre se le ocurrió un plan. Ella no quería contarme
los detalles porque yo aún hablaba algunas veces con el tipo. Pero
él traficaba con cocaína, creo, así que organizaron las cosas para
que unos polis fuera de servicio hicieran una redada de drogas. Mi
madre quería que el tipo saliera humillado.
Me contó que le hicieron una inspección anal.

Cuando mi madre me habló de esta traición, me dijo que era el


primer recuerdo que tenía de haberse sentido utilizada, el momento
en que se dio cuenta de que la gente se acercaba a ella por interés.
A lo largo de su vida hablaba de esto con regularidad; era uno de
sus principales traumas. Este solo fue uno de una larga sucesión de
acontecimientos de su infancia que al final se unieron en su mente
para construir una base de desconfianza en la gente, algo que
nunca llegó a superar.

Volví al instituto, pero, en cuanto me pusieron delante un libro de


álgebra, me escapé. No entendía por qué tenía que estar allí, en un
lugar donde nunca nadie me preguntó qué me interesaba. Si vas a
meter a un niño en el colegio durante tantos años, lo menos que
puedes hacer es averiguar cuáles son sus intereses. Jamás conseguí
que nadie me explicara la razón por la que debía asistir a esas
clases.
Recuerdo que una vez revisé mis informes de notas y, desde que
era pequeña, lo único que decían era que siempre estaba muy
cansada y que odiaba la educación física. Y también que se me veía
muy triste.
Desde los nueve años, cuando murió mi padre, todo el mundo
decía que tenía cara de tristeza.
Después mi madre me llevó a vivir con ella otra vez, pero, como
no estaba a gusto, me puse insoportable. Estaba claro que ella no
me quería allí. Me envió a otros internados, pero ninguna de las
veces salió bien. Al final, un día apareció en medio de la noche, me
dijo que hiciera las maletas, me llevó al Scientology Celebrity
Centre y me dejó allí.
La mujer que dirigía esa institución me condujo a una habitación
diminuta en el tercer piso, pero a mí me pareció bien con tal de no
estar en casa de mi madre.
La primera mañana que pasé en ese lugar, descolgué el espejo
grande de la pared, llamé al camello que me suministraba cocaína y
lo invité a venir a él y a otras seis o siete personas. Después
estuvimos cuatro días de fiesta ininterrumpida en aquella
habitación.
En cierto momento me desperté y me los encontré a todos
dormidos. Entonces llegué a mi límite y me puse a chillar:
«¡Despertaos todos y largaos de aquí, joder! ¡Todos fuera!».
Después cogí lo que quedaba de la cocaína y la tiré por el váter.
Fui al sitio donde evaluaban a la gente. Estaba tiritando, sudando
y llorando. «Ayudadme», les dije, aunque apenas me salía la voz.
Me trasladaron a una habitación muy bonita en la sexta planta:
era lujosa como un palacio, con cocina, comedor y de todo. Me
hicieron prometer que me iba a comportar bien y que estudiaría o
haría algo creativo, de verdad. Y, no sé cómo ni por qué, funcionó.
Durante los meses siguientes comenzó a irme muy bien. Pero de
repente mi madre intentó que vol­viera a casa con ella. Y entonces
fue cuando empezó el puto DEFCON3.
Era Navidad.
No recuerdo por qué, pero tuve que ir con Edwards y con ella a
Pensacola, en Florida, a casa de la hija de él. Se suponía que las dos
teníamos que quedarnos allí, sin salir, pero nosotras fingimos que
obedecíamos y nos escapamos. No tomamos drogas, aunque creo
que sí algo de alcohol, pero el problema era que había mentido. Mi
madre y Edwards aparecieron en casa de su hija. Cuando vi bajar a
mi madre del coche, salí a la calle como una exhalación y ella me
persiguió.
Yo corría a toda velocidad y ella iba detrás gritándome, pero no
logró alcanzarme. Al final me metí voluntariamente en su coche.
Ella estaba en el asiento de delante y yo en el de atrás, y no dejaba
de chillarme porque esquivaba los golpes que quería darme,
mientras Edwards intentaba quitármela de encima. Entonces
empecé a darme puñetazos en la cara, intentando que quedara todo
muy dramático y que pareciera que me lo había hecho ella.
Al día siguiente cogimos un avión de vuelta a Los Ángeles y
durante el trayecto no me perdió de vista ni un segundo. En la
escala que tuvimos que hacer, intenté por todos los medios
encontrar un teléfono para llamar al Celebrity Centre y pedirles
ayuda, pero mi madre no me dejó ni siquiera ir al baño sola.
Cuando llegamos a la ciudad, fuimos al Celebrity Centre;
mientras mi madre y yo cruzábamos el vestíbulo para recoger
algunas cosas de mi habitación, yo me sentía como si me
estuvieran obligando a hacerlo a punta de pistola. De camino me
quedé mirando a un chico que conocía un poco (nunca olvidaré que
llevaba una chaqueta de cuero negra, botas del mismo color y
bóxers), abrí mucho los ojos con cara de alarma y articulé la
palabra: «Ayúdame», aunque sin emitir ningún sonido.
Mi madre me llevó con ella a casa esa noche y al día siguiente
empezó un duro proceso de negociación. Ella accedió a dejarme
volver al Celebrity Centre, pero solo si iba a la oficina de Narconon
que había en las instalaciones y empezaba la rehabilitación.
«Espera un momento», dije y fui a llamar al padre de una amiga.
Le pregunté qué debía hacer. Él me aconsejó que le pidiera
veinticuatro horas para pensarlo y lo hice. Al día siguiente les dije a
los de la rehabilitación que al parecer tenía tres opciones: vivir con
Edwards y mi madre, entrar en Narconon o irme a la calle.
Y que elegía la tercera opción.
«¡No, no, espera!», fue su respuesta y las negociaciones
continuaron (esta vez en un restaurante de comida rápida cercano).
Les dije que quería volver a la habitación que tenía antes,
mantener mi libertad, y que para estar allí haría lo que quisieran
(leer, estudiar), que lo único que quería era quedarme en el
Celebrity Centre y en mi habitación. Al final accedieron.
Así que volví. Y poco después me encontraron borracha y
desmayada precisamente delante de esa habitación.
Al final se les ocurrió una muy buena idea. Me hicieron cuidar
de otra chica que había ido allí buscando ayuda tras reconocer su
adicción a las drogas. Me dieron un coche para que pudiera llevarla
a los sitios y asistirla con su vida. Me hice muy amiga de ella,
prácticamente la adopté. Había sido madre muy joven y era adicta a
la heroína. Su marido y sus hijos ni siquiera lo sabían. A mí me
ayudó mucho ocuparme de ella, preocuparme por otra persona.
Básicamente tenía mi propio apartamento en el Celebrity Centre
e hice muchos amigos en aquel lugar. De vez en cuando me
enrollaba con el chico mayor que vendió aquellas fotos mías.
Recuerdo que vivía con una mujer (no sé si llegó a casarse con
ella), pero una tarde quedé con él en la casa que compartían,
cuando ella no estaba, y nos acostamos allí.
Él quería quedar conmigo más a menudo, tener algo que se
pareciera más a una relación, pero yo ya había conocido a un chico
que se llamaba Danny Keough y me había enamorado de él.
CUATRO

HAY UN PÁJARO AZUL


EN MI CORAZÓN

Lisa Marie y Danny Keough, cortesía de Lisa Marie Presley


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Había oído hablar mucho de Danny Keough.
Él tenía veintiún años cuando lo conocí y yo acababa de cumplir
diecisiete. Había llegado a Los Ángeles desde Oregón y era bajista
en un grupo que se llamaba D’bat, que hacía bolos en garitos
pequeños de la ciudad. Todos los del grupo eran muy monos y
tenían bastantes fans, pero las chicas estaban locas por Danny.
También les gustaba el cantante, un chico que se llamaba Alex,
pero no era tan atractivo ni tenía esa pinta de duro de Danny.
Además, Alex estaba enamorado de su propio reflejo. Y mucho.
Nos burlábamos de él sin parar porque no dejaba de mirarse en la
parte de atrás de las cucharas.
Después supe que todos los chicos de D’bat estaban
encaprichados conmigo, pero yo ni me enteré. Siempre he sido
muy tonta para esas cosas. No me lo tenía nada creído; de hecho,
en aquella época mi autoconfianza brillaba por su ausencia. Y en
cuanto me enteraba de que alguno era un rompecorazones, un
seductor o un mujeriego, me ponía en guardia. Siempre iba con
pies de plomo, pero añadía una capa de protección extra si me
parecía que alguno era un cabrón, sobre todo después de lo que me
pasó con ese novio mayor que vendió nuestras fotos. Pero, aunque
intentaba protegerme todo lo posible, también era muy inocente,
como una colegiala.
Seguía viviendo en el Celebrity Centre, aunque estaba haciendo
la transición para volver a casa de mi madre. Me autoorganicé una
fiesta de cumpleaños en el restaurante que había en el jardín de
rosas de la parte de atrás del edificio. Esa fue la primera vez que
estuve en la misma habitación que Danny. Nuestra primera
interacción fue algo fugaz y de pasada, y yo ni me acordaba. Más o
menos una semana después, volví definitivamente a casa de mi
madre e invité a cenar en el Moustache Café de Melrose a toda la
gente que vino a mi fiesta del jardín. Danny estaba en aquella cena
también y se puso a hacer unos comentarios que no me gustaron
nada; me pareció arrogante y muy sobrado. Le respondí, y me di
cuenta de que le molestaba. Aquella noche acabamos todos en una
fiesta en Hollywood Hills y, cuando sacaron la tarta, delante de
todo el mundo, le manché la cara con el glaseado. Él cogió un
poco, me lo puso en la mejilla y luego me lo quitó de un lametón.
Me puse muy nerviosa.
Pensaba que todo aquello no era más que un inofensivo
intercambio de bromitas, pero después me enteré de que entonces
ya iba a por mí. Le había dicho que no valía para novio y eso le
hizo decidirse a perseguirme. Y, cuanto más chulo y menos
interesado parecía él, más enganchada estaba yo.
Un día estaba en una fiesta en Beverly Hills con una amiga que
vivía conmigo en casa de mi madre. Ella salió de allí antes que yo
y, cuando fui a buscarla, la encontré dándole un beso a Danny. Él la
apartó de un empujón y me di cuenta de que estaban discutiendo,
pero yo me enfadé de todas formas y pensé: Danny, eres un cerdo.
Ahí dentro estabas ligando conmigo y salgo a la calle y te pillo
besando a mi amiga.
Un par de semanas después me contó que ella se había lanzado
por sorpresa, y que seguramente lo hizo a propósito porque sabía
que yo iba a salir de la fiesta a buscarla. Estaba muy avergonzado.

El estilismo de los D’bat era el típico de los new romantics, con


pendientes, blusas de seda, collares, bandanas y plumas. Mi padre
tenía un carisma increíble, todo el mundo hablaba de él. Era muy
guapo, tenía una Kawasaki GPz550 rojo brillante y todas las chicas
perdían la cabeza por él.
E, igual que a mi madre, no le importaba lo más mínimo la fama;
de hecho, incluso era un poco alérgico a todo eso, como ella.
La primera vez que mi padre vio a mi madre, él estaba arreglando
su moto y ella cruzaba el aparcamiento del Celebrity Centre con mi
abuela. Llevaba una chaqueta de cuero y él pensó: ¿Quién será esa
chica con tanta personalidad? Sus miradas se cruzaron y él sintió un
flechazo enseguida.
A mi padre lo que le iba era el jazz y ni siquiera sabía que Elvis
había tenido una hija, mucho menos que se trataba de esa chica
con la cazadora de cuero negra.
La siguiente vez que la vio fue en el Moustache Café. Mis padres
no se cayeron bien al principio. «Así que te crees irresistible, ¿eh?»,
le dijo ella esa noche, porque todo el mundo conocía su reputación.
Él pensó que ella era demasiado distante.
Pero también le pareció que esa chica menuda que había en un
extremo de la mesa contaba con un poder y una presencia que no
tenían nada que ver con que fuera la hija de Elvis Presley. (De
hecho nunca tuvieron ni una conversación sobre Elvis durante su
relación; él sabía que sufría mucho por su pérdida, pero ella nunca
lo mencionó). Supo inmediata­mente que ella no sentía la necesidad
de impresionar a nadie y también le pareció que tenía un físico
increíblemente imponente y que irradiaba una intensidad que le
atraía.
El intercambio de puyas se prolongó durante toda la cena hasta
que él pensó: Me parece que me cae bien esta chica. Él asegura
que se enamoró de ella por sus cualidades imposibles. Así lo explica
él: «Ella no se limitaba a aceptar las cosas tal cual, sin hacer nada.
Era una fuerza de la naturaleza y siempre defendía lo que creía,
pero por puro convencimiento, no solo por ser beligerante. Me
gustaba ese duelo verbal que teníamos. Cuando me dijo que yo no
valía para novio, solo consiguió que la deseara más».

Nunca fui alguien de relaciones breves ni rollos de una noche. Si


estoy con alguien, voy en serio; y si no, pues no. O blanco o negro.
Un tiempo después, al final de otra fiesta, llevé a Danny a casa
en el coche; entonces tenía una habitación alquilada en una parte
rara de Los Ángeles, Highland Park o por ahí. Su compañera de
piso, una mujer de veintitrés años, estaba en el programa de
protección de testigos porque había denunciado a un importante
traficante de drogas en Denver.
Recuerdo que fuimos a su habitación y pasé la noche con él
charlando. No sucedió nada, no tuvimos relaciones sexuales ni
nada. Solo me quedé allí tumbada con él, enrollándonos un poco y
hablando. Me quedé hasta bien entrada la madrugada y después
volví a casa sola.

Mi padre recuerda esa noche de una forma un poco diferente:


«Nos tomamos unas copas y nos peleamos; nos tiramos cosas,
incluso derribamos un armario viejo y se rompió. Pero mi compañera
de piso no pudo quejarse porque estaba escondida».

Después de eso, Danny y yo empezamos una relación, pero yo


seguía siendo precavida. Él había dejado tras de sí un buen número
de corazones rotos: siempre era él quien rompía, aunque ellas
seguían enamoradas. Su relación más larga solo había durado seis
semanas. Era muy joven, pero yo todavía más, así que él tenía las
cosas más claras que yo. Seguía intentando darle un giro a mi vida:
tomármelo todo en serio, empezar a poner las cosas en su sitio,
salir de esa fase tan loca y dejar atrás mis primeras experiencias
con las drogas. No era adicta entonces, solo tenía mucha curiosidad
y quise probar todo lo que se me puso por delante.
Era solo rebeldía en realidad.
Necesitas tener algo más grande que el subidón que te dan las
drogas, que esa sensación, esa felicidad, ese vacío. Y yo empezaba
a encontrarlo. Quería saber qué coño estaba haciendo aquí, cosas
sobre la vida, sobre la gente. No quería estar haciendo el tonto por
ahí más tiempo.
Pero no me iba a conformar con buscarme un trabajo que me
diera de comer y ya está.
Necesitaba respuestas.

La confianza y la arrogancia de Danny me resultaban atractivas.


Me atraen los hombres fuertes, los alfa. Seguramente será por mi
padre; él era muy alfa y yo siempre fui la niña de papá. Aunque soy
una mujer muy fuerte, nunca he querido ser la que llevara los
pantalones ni la voz cantante. Me parece bien que sea otra persona
la que asuma ese papel.
Danny y yo aguantamos juntos unos cuatro meses en un
principio; sin duda era la relación más larga que él había tenido,
pero a mí me preocupaba que él se fijaba en todas. Y además podía
ser un cabrón muy escurridizo, difícil de controlar. Estaba
locamente enamorada de él, pero Danny se encaprichó de una chica
italiana que no hablaba su idioma y llevaba las axilas sin depilar. Y
entonces lo nuestro se terminó.
Pero siempre supe que seguía enganchada a él. Después de que
rompiéramos, estuve hecha polvo durante dos años; no podía
olvidarme de él. Me quedé bloqueada y obsesionada. Yo era así. No
quería que nadie lo supiera, pero tenía una verdadera obsesión con
él.
Lo de la italiana fue algo breve, pero a mí me dejó destrozada.
Tenía el ánimo por los suelos.
Durante ese tiempo salí con otros chicos poco interesantes, que
solo eran pasatiempos. Uno fue Brock el Matabichos, un tío que se
corría, literalmente (le producía una erección de verdad), cazando
grillos y espachurrándolos. Era una costumbre asquerosa, pero
Brock era muy guapo y estaba en Alcohólicos Anónimos. Utilicé al
Matabichos solo para fastidiar a Danny. Todos los tíos con los que
salí en aquella época sabían que en realidad estaba enamorada de
ese tal Danny y solo estaba esperando la oportunidad para poder
volver con él.
No sabía qué quería, solo que deseaba estar con Danny y que
necesitaba tener hijos con él, que es lo más raro y loco de todo.
Sentía que yo tenía que ser la madre de sus hijos; en el fondo
estaba segura de que siempre estaríamos conectados, que la
relación siempre sería buena y que eso no podría ser malo para la
vida de un niño.
Danny se fue a vivir fuera de Los Ángeles durante un tiempo, pero,
en cuanto regresaba, mi radar lo detectaba enseguida y no lo perdía
de vista. Lo veía en las fiestas, y eso me mataba, sobre todo cuando
aparecía con una chica. No sabía lo que pensaba de mí. Estuvimos
jugando al gato y al ratón un tiempo; de repente, yo también
aparecía en una fiesta con un tío cuando sabía que Danny estaría
allí. Tenía mis energías puestas al mil por cien en maquinar,
manipular y planear. Me fijaba en que, cuando Danny me veía con
otro chico, todo en él cambiaba: su postura se hundía de forma
evidente y se reducía su nivel de energía. Pero aun así seguía
pensando que yo le importaba una mierda.

Mi madre estuvo detrás de él durante dos años. Y no le daba ni la


más mínima vergüenza. Pero él tenía miedo de su fama y huía del
fenómeno que la acompañaba; sabía que ella supondría su
destrucción. No había muchas cosas que le dieran miedo cuando
era joven, pero ella le producía terror.
Se sentía como un pececillo en un océano lleno de tiburones. No
era más que un bajista normal y corriente. Todo aquello era
demasiado.
Un día me planté en su casa. Los dos salimos a la puerta, nos
sentamos en la acera y hablamos. «Esto me está comiendo por
dentro. Hablemos de lo que sentimos de verdad, se acabaron los
juegos», le dije.
Fuimos sinceros el uno con el otro y un par de semanas después
quedamos para tener una cita… en los MTV Video Music Awards.
Estuvieron a punto de detener a Danny aquella noche. En un
momento dado, un hombre (que resultó ser un paparazzi) se lanzó
hacia nosotros en medio de un sitio oscuro, Danny instintivamente
le dio un puñetazo y el hombre cayó sobre una barrera de
seguridad. Tuvimos que pactar una foto con la revista People para
que el fotógrafo no pusiera una denuncia. Nos pagaron setenta mil
dólares por ella.
A nosotros no nos parecía que ser famoso fuera algo divertido.
No salíamos por ahí con otros famosos. Teníamos un perfil bajo y
no éramos ostentosos. Yo adapté mi nivel de vida al de Danny,
porque él era muy orgulloso y yo no quería hacer nada que lo
espantara. Para mantenerse hacía trabajillos que le salían, pintando
paredes, poniendo tejados u otras cosas en la construcción, y
también tocaba en los bolos que le iban saliendo.
Tampoco es que yo viviera como una princesa. Mi primer coche
fue un Toyota Celica Supra.
Pero pasó algo una noche, en el China Club, cuando estaba con
mis amigos en un reservado. Rick James apareció de repente y se
sentó a mi lado. Rick y yo habíamos coincidido un par de veces
antes y él siempre parecía estar sin blanca. Me decía: «Oye, las
cosas no me van muy bien», o: «Quiero dejarlo, pero necesito
poner mi vida en orden». Y a mí me daba pena. Quería ayudarlo.
Aquella noche Rick estaba colocadísimo, Danny vio que se
acercaba demasiado a mí y lo miró meneando la cabeza. Entonces
no sé qué se torció, pero Rick se levantó y se lanzó de un salto a
atacar a Danny, como un animal salvaje. Por suerte el guardia de
seguridad lo vio todo, agarró a Rick en el aire, en medio del salto, y
lo sacó del local.
Más o menos en esa época empecé a trabajar como ayudante de
Jerry Schilling. Entonces él estaba en la junta directiva de Elvis
Presley Enterprises y mi madre me hizo asistir a las reuniones. No
tenía ni idea de qué pintaba yo allí, así que simplemente me
quedaba sentada y escuchaba. Mi madre era quien llevaba las
riendas y quería que yo me fuera familiarizando con todo para
cuando tuviera que hacerme cargo, al cumplir veinticinco años.
Un día, en una de esas reuniones, cometí el error de sentarme en
la cabecera de la mesa. Entonces entró mi madre y dijo: «No
vuelvas a sentarte en mi sitio en la presidencia de la mesa. ¿Pero
quién te crees que eres? Este es mi negocio. Yo fui quien abrió
Graceland. ¡No puedes entrar sin más y sentarte ahí como si fueras
alguien!».
También pasaron cosas curiosas durante el breve tiempo que
estuve trabajando para Jerry Schilling. En aquel momento, él era el
mánager de Jerry Lee Lewis, que entonces era el peor cliente
posible, aunque a mí me adoraba. Siempre se portó fenomenal
conmigo. Un día íbamos en avión de vuelta desde Memphis a Los
Ángeles y me tocó sentarme al lado de Jerry Lee. Cuando
aterrizamos, la oficina me hizo llegar un mensaje al interior del
avión que decía: «No entréis en la terminal. Que no recoja su
equipaje. Hay agentes federales esperándolo en la puerta».
Al parecer, Jerry Lee llevaba un maletín que supuse que estaría
lleno de drogas, Demerol seguramente. Así que, en vez de ir a por
su equipaje, Jerry Lee y yo nos escapamos del aeropuerto por
nuestra cuenta, tras echar a correr como fugitivos.
El problema era que a mí no me gusta mucho el teléfono; de
hecho, lo peor que puedes hacer conmigo es obligarme a contestar
un maldito teléfono. Y una de las cosas que tenía que hacer en ese
trabajo era atender el de Jerry Schilling.
Solo tardó unos seis meses en despedirme.

Danny y yo estuvimos juntos un año. Un año entero. Yo tenía


diecinueve años. Por él incluso llegué a fingir que me encantaba su
héroe, el bajista Jaco Pastorius, aunque a mí en realidad no me
gustaba el jazz.
Y en ese tiempo me quedé embarazada. Aunque no era la
primera vez que me quedaba embarazada de él.
La primera vez que me pasó ni siquiera me di cuenta. Durante
aquellos primeros cuatro meses en que salimos, un día acabé en
Urgencias con unos dolores tan terribles que me llevaron corriendo
al quirófano. Los médicos creían que era apendicitis, pero cuando
me reanimaron después de la anestesia me dijeron que tenía un
embarazo ectópico (aunque, ya que me habían abierto, me quitaron
el apéndice también).
No me había quedado embarazada antes con ninguna otra
persona, lo que resultaba increíble, porque había tenido tan poco
cuidado como con él y no utilizaba anticonceptivos de ningún tipo.
Pero con Danny me ocurrió en aquella ocasión y volvió a pasar
cuando empezamos a salir otra vez.
La segunda vez yo no sabía qué hacer y Danny tampoco. Al final
aborté. Y fue la mayor estupidez que he hecho en toda mi vida. Me
quedé hundida. Lo hice y los dos acabamos llorando. Ambos
estábamos destrozados y poco después nos distanciamos y
rompimos. No podía perdonármelo.
Danny se fue de viaje para tocar con su grupo en un crucero por
el Caribe. Yo me dediqué a viajar por Europa con un bono de Eurail
durante un par de meses. Seguía sin poder creer que hubiera
abortado. Estaba muy decepcionada conmigo misma.
Así que decidí elaborar un plan.
Planifiqué, tramé y manipulé. Determiné exactamente qué días
iba a estar ovulando; incluso fui a Memphis a ver a mi tía Patsy y
entre las dos pensamos cómo hacer que pasara. Fue un trabajo de
equipo. Lo medí todo a la perfección. Y después organicé
cuidadosamente cuándo iba a ir a ver a Danny al barco.
Fuimos a Aruba o a no sé qué isla a pasar la noche.
Recuerdo que volví al barco deseando con todas mis fuerzas
haberlo conseguido.
Danny no tenía ni idea de mi plan, pero a mí ya me daba igual
qué opinara él al respecto, ni si quería formar parte de todo eso o
no. Sentía que tenía que redimirme, enmendar lo que había hecho,
porque seguía sin asimilar que hubiera abortado. Voy a tener este
bebé, porque necesito tener uno, pensé. Hablaba con el hijo que
había perdido y le decía: «Lo siento, no puedo creer que hiciera
eso, joder. Perdóname y quédate conmigo hasta que me quede
embarazada otra vez».
Cuando volví de Aruba esperé dos semanas y me hice el test de
embarazo. Entonces llamé a Danny.
«Estoy embarazada», anuncié.
Danny supo enseguida que tenía que casarse conmigo. Le había
tendido una trampa. No era mi intención, pero lo hice.

Mi madre me contó muchas veces todos los detalles de cómo


calculó el momento de su ovulación para hacerlo coincidir con esa
noche en Aruba. Y desde luego que tenía intención de tenderle una
trampa a mi padre.
El día en que mi padre se enteró de que iba a tener un hijo había
estado ensayando en la discoteca. El barco se movía mucho y tuvo
que agarrar los platos de la batería para evitar que acabaran en el
suelo.
A la derecha de esa discoteca había un camerino y alguien le gritó
desde allí: «Danny, tienes una llamada».
Esto fue mucho antes de que existieran los teléfonos móviles, y
llamar a un barco era algo totalmente inusual: había que conectar
con un repetidor para contactar con la embarcación a través de la
radio de banda ancha. O algo parecido.
Cuando mi padre llegó al teléfono (incluso recuerda el aspecto del
aparato; era blanco), mi madre le anunció: «Estoy embarazada».
Y a mi padre se le cayó el auricular de la mano. Se quedó en
shock, porque nunca se le había pasado por la cabeza casarse ni
tener hijos. Pero de repente se animó y pensó: ¿Por qué no?
Así que se recuperó enseguida, recogió el auricular y solo
contestó: «Vale».

Mi madre no estaba muy contenta: para ella Danny no era más que
un músico guapo pero un poco loco que no tenía un trabajo de
verdad ni un futuro que mereciera la pena, y ningún padre quiere
eso para su hija. Me dijo que yo necesitaba a alguien más
distinguido, más establecido.
Un día, en su casa, el novio que tenía entonces (Edwards ya
estaba fuera de su vida en aquella época) se llevó a Danny a la pista
de tenis y cuando volvieron Danny estaba pálido. Nadie sabía
exactamente a qué demonios se dedicaba ese novio de mi madre:
siempre estaba muy ocupado con reuniones, pero nadie sabía de
qué iban. Y era muy maquiavélico. Aquel día, en la pista de tenis,
le dijo a Danny que yo le echaría de una patada cuando terminara
con él, que no lograría ninguno de sus sueños ni objetivos en la
vida porque se iba a meter en algo que le quedaba muy grande, y
que yo no me preocupaba por él ni lo quería.
Aquel novio le dijo que no era amor, sino posesión.

Hicieron varios intentos de alejar a mi padre de mi madre para poder


seguir ejerciendo control sobre ella. El de la pista de tenis solo fue el
primero.
Mi madre siempre tuvo las emociones a flor de piel; podía
empatizar con cualquier cosa, pero no era nada cerebral. Mi padre
es muy inteligente y eso suponía una amenaza y un problema para
todos, porque les complicaba sus intentos de controlarla. Trataron
de que mi madre abortara; a él lo siguieron, intentaron incriminarlo
en algo, pero siempre aguantaba, más decidido aún (hasta el punto
de que protegerla a ella casi acaba con él).
Mientras mi padre estaba de gira, el novio de Priscilla contrató a
unos detectives privados para investigar el pasado de mi padre y le
dijo a mi madre que lo que habían descubierto era tan oscuro y
terrible que ni siquiera podía contárselo. Cuando mi padre volvió, mi
madre estaba muy distante y fría con él. Cuando él se enteró del
motivo, mi madre y él fueron inmediatamente a ver al novio.
«Tienes mi permiso para contarle a Lisa todo lo que hayas
descubierto sobre mí», aseguró mi padre. No había nada, por
supuesto, y el novio solo murmuró algo sobre «un error» y después
se escabulló corriendo de la habitación.

A esas alturas estaba muerta de miedo; me parecía que éramos


Danny y yo contra todos. Pero seguí con el embarazo y nos
casamos en el Celebrity Centre. A la boda solo asistieron mi madre,
unos cuantos amigos íntimos y el oficiante.
Unos seis meses después celebramos un gran convite de boda en
el Bel-Air Country Club. Me puse un vestido blanco para que mi
familia y mis amigos también se sintieran parte de todo aquello.
Para entonces, mi embarazo ya estaba muy avanzado.
Cogí mucho peso y la prensa me machacó por eso. En aquella
época no tenían reparos en llamarte gorda cuando estabas
embarazada. Tenía un montón de paparazzi siguiéndome a todas
partes; toda la atención estaba puesta en mi embarazo y no podía
soportarlo. Me acosaban constantemente. Por primera vez
empezaron a perseguirme con los coches y a veces yo conducía
como una loca para librarme de ellos. Y eso cuando salía
simplemente para ir a la tienda.
Danny y yo nos compramos nuestra primera casa, una normal en
el Valle de San Fernando. Intentábamos prepararnos para tener al
bebé, pero yo estaba soportando una presión tremenda,
seguramente la peor de mi vida.
La policía nos ayudó para poder entrar y salir del hospital. Y
resultó muy estresante tener agentes de seguridad y de policía
apostados en la planta y ver cómo los paparazzi intentaban entrar
mientras yo estaba dando a luz. Después, la policía tuvo que
esforzarse al máximo para lograr sacarnos de allí; fue como cuando
el presidente sale de alguna parte.

El día que nací, mis padres engañaron a los paparazzi que estaban
acampados delante de nuestra casita de Tarzana, en la mismísima
calle. No teníamos una puerta de acceso con seguridad ni nada de
eso entonces. Mi padre tenía un amigo que vivía en Sunny Cove,
una callecita sin salida junto a Mulholland Drive, en Hollywood Hills.
Él sabía que los paparazzi los seguirían hasta el hospital si podían,
así que llamó a su amigo cuando mi madre se puso de parto y
fueron con el coche hasta el extremo de Sunny Cove, todo el rato
con los periodistas detrás. Entonces su amigo sacó el coche y
bloqueó la salida de la calle para que mis padres pudieran escapar.
Mi madre y mi padre habían ido a clases de preparación al parto
según el método Lamaze. Allí les dieron una pirámide de
focalización —es lo que hacen siempre—, que se supone que hay
que colocar en un sitio donde la mujer pueda verla para que se
centre en ella.
Cuando se puso de parto, mi madre gritaba de dolor, pero al
principio dijo que no quería la epidural. Mi padre intentaba ayudarla,
insistiéndole en que se fijara en la pirá­mide.
«¡Que le den a la pirámide y que te den a ti!», chilló ella.
Mis padres me llamaron Riley, pero no pensaron en un segundo
nombre. La madre de Priscilla, Ann (a la que llamábamos Nana),
sugirió que deberían ponerme también el nombre de mi padre.
Aceptaron, porque ellos tampoco tenían otra propuesta, y dejaron el
papeleo en manos del hospital. Y se ve que allí alguien consideró
que Danielle quedaba mejor delante de Riley, así que mi nombre
oficial es Danielle Riley Keough.
Poco después de nacer, entraron unos fotógrafos en la habitación
para hacerme una foto. Habían presionado a mi madre para que
publicara una foto mía en todas partes con la intención de que la
prensa dejara de seguirnos. Por esa foto pagaron trescientos mil
dólares, que en los ochenta era una cantidad astronómica, el
equivalente a casi un millón de dólares de la actualidad. Apareció en
la portada de la revista People con el titular: «LA PRIMERA NIETA
DE ELVIS. ¡YA ESTÁ AQUÍ!».

De repente tuve que hacer un curso acelerado de cómo ser madre.


Me casé con veinte años y tuve a mi hija a los veintiuno, más o
menos como mi madre.
Cuando nació Riley, todos estaban contentos. Ella fue como un
faro especial, un espíritu único, una luz en este universo. Me sentí
como un recipiente que había servido a un propósito: Riley era mía
pero también de todos los demás.
Adoraba ser madre. Y me di cuenta de que mi objetivo en la vida
era cuidar de otra persona. Ser madre lo era todo para mí y Riley
era la joya más preciada que tenía. Estaba decidida a hacer todo lo
posible por criarla bien y protegerla.
Se dice que con tus hijos haces lo mismo que hicieron tus padres
contigo o justo lo contrario. Pues yo opté por lo contrario.

Danny entró en un grupo que se llamaba Ten Inch Men y empezó a


hacer bolos por la ciudad. Me encapriché un poco con el vocalista
(ese tío tenía un grave síndrome del cantante) y eso se convirtió en
un problema en nuestro matrimonio. Una noche, el cantante, que
estaba borracho, me dijo: «¿Sabes? Si no fuera por Danny, creo que
tú y yo haríamos una pareja perfecta». Yo le conté a Danny lo que
me había dicho, porque siempre fui muy sincera. Pero fue difícil
para él, porque Danny estaba sobre el escenario pero yo miraba al
cantante. Eso lo volvía absolutamente loco y al final se separó del
grupo.
Danny empezó con las setas alucinógenas y a fumar porros, y
ese tema provocaba peleas gordísimas entre nosotros, porque
entonces yo no quería saber nada de las drogas.
Pero en general conseguimos solucionar las cosas.
Nos mudamos a una casa en Mountaingate, por encima de la
405. Éramos como un matrimonio normal que hacía fiestas y
barbacoas con mi familia.

Y ahí estábamos los tres, en 1991, viviendo en Los Ángeles, por


encima de la 405.
«¡Jaco se ha escapado!».
Ese es el primer recuerdo que tengo.
Mi padre corriendo y mi madre también, conmigo en brazos y
gritando sin parar: «¡Jaco se ha escapado! ¡Se ha escapado!»,
como si por decirlo en voz alta pudiera hacer que no hubiera
pasado.
Estaba muy alterada. Íbamos arriba y abajo por nuestra calle.
Normalmente se oyen los coches que pasan por la autopista 405
hacia el otro lado del cañón, pero ese día lo único que llegaba a mis
oídos era la voz de mi madre gritando: «¡Jaco se ha escapado! ¡Se
ha escapado!».
Jaco era nuestro carlino. Le pusieron ese nombre por Jaco
Pastorius. Mi padre vio una vez al legendario Jaco en la casa de
Stanley Clarke, el día del cumpleaños de este. Jaco apareció en un
Mercedes último modelo (todavía no se había convertido en un
indigente, totalmente perdido en el infierno de las drogas). Ya había
hecho sus álbumes clásicos con Joni Mitchell y Weather Report. Mi
padre tenía dieciséis años cuando conoció a su ídolo.
Diez años después estaba buscando a otro Jaco por la calle.
No lo encontraron. Tal vez se lo quedó un vecino o tuvo un
encuentro con algún coyote. En aquella época, mis padres no eran
muy responsables, pero me querían mucho. Nunca he dudado de
ello. Jamás.
Es lo mismo que mi madre sentía por Elvis. Y lo que ella quería
que yo sintiera.
Pero ese flirteo con el vocalista fue muy duro para mi padre,
porque afectaba a las dos cosas que más le importaban: su familia y
su grupo.
Mi padre volvió después de una gira y le contó que había tonteado
un poco con unas gemelas mientras estaba de viaje. No llegó a
tener relaciones sexuales con ellas (estaba orgulloso de que solo
hubieran sido unos besos y unos bailes sexis), pero se lo dijo a mi
madre de todos modos y ella le tiró un plato a la cabeza desde el
otro lado de la cocina, como si fuera un frisbi.
Muchos años después hablaron de este episodio delante de mí.
Fue así:
Mamá: ¿Dos? Pensaba que solo había sido una.
Papá: Te confundirás con alguna otra ocasión.
Mamá: Yo no sabía nada de unas gemelas.
Papá: Bueno, no eran gemelas en realidad. Eran dos amigas.
Mamá: Ah, dos amigas…

Poco después de que nos mudáramos a aquella casa, mis padres


empezaron a recibir amenazas de muerte. Había un tío en concreto
de una zona rural del sur (mi padre decía que no tenía dientes y que
medía más de dos metros), que les escribía cartas en las que
hablaba de que vendría a por mí porque, según decía, yo era hija
suya. «Voy a matar a Danny y a recuperar a mi hija», escribía desde
lo más profundo de Arkansas. Mi padre nos envió a mi madre y a mí
a Hawái y se quedó sentado en nuestra casa a esperarlo, con un
arma en el regazo. Mis padres contrataron a un detective privado
para localizar a ese hombre en cuanto llegara a la ciudad, pero las
autoridades en Los Ángeles solo podían retenerlo durante unos
días, por eso tenía el arma a mano.
En otra ocasión mi padre llamó a la policía para denunciar que
había un hombre con un arma delante de nuestra casa. Vinieron, lo
tiraron al suelo para detenerlo y posteriormente él demandó a mi
padre.
Después de eso, vivimos casi siempre en urbanizaciones
cerradas con seguridad. No nos quedó más remedio.

Me gustaba tanto ser madre que quise tener otro hijo. Y deseaba
con todas mis fuerzas que fuera un niño. Mi madre me aconsejó
qué hacer para tener un niño o una niña. Me dijo básicamente que
el esperma de los niños llega antes que el de las niñas, pero se
muere más rápido, de manera que, si quieres un niño, debes tener la
relación sexual justo antes del inicio de la ovulación (para que
llegue solo el primer esperma).
Así que, igual que planifiqué el viaje para quedarme embarazada
la primera vez, en esta ocasión debía planearlo todo también pero
para tener un niño, porque disponíamos de una ventana de
oportunidad breve. Por eso lo hicimos tres veces en un día y
después nada, porque no quería arriesgarme a que llegara el
esperma femenino.
Cuando me quedé embarazada, nos fuimos todos a Florida y
alquilamos una casa allí. Fue un embarazo muy fácil. Entonces
estaba entrenando mucho, así que estaba en muy buena forma. Me
puse un tope de aumento de peso de poco menos de doce kilos, que
era lo justo para tener un bebé sano, y aumenté ese peso
exactamente, ni un gramo más. Y era todo tripa, no engordé por
ningún otro sitio.
Cuando rompí aguas, fuimos en coche a Tampa, donde tuve a mi
hijo Ben por parto natural. Vivimos en Florida durante más o
menos un año y medio; todo iba genial y los dos nos pusimos muy
morenos. Allí tenía sensación de estabi­lidad.
Pero entonces empecé a dar clases de canto.

Cuanto más horrible se volvía el tiempo, más feliz estaba mi madre.


Cuando vives en un sitio como Florida, da la sensación de que,
por lo menos una vez a la semana, hay una alerta de tornado o de
huracán; la madre naturaleza vuelca allí toda su fuerza. Pero a mi
madre le encantaba aquel clima tan extremo. Aunque había vivido
en el sur de California intermitentemente durante toda su vida,
odiaba el clima de esa zona. Solo le gustaba el sol si estaba en una
playa de Hawái. Mi madre quería nieve, lluvia, tormentas
tropicales… Algo, lo que fuera.
El día que nació mi hermano, yo pasé mucho rato sentada en la
sala de espera del hospital de Tampa con el hermano de mi padre,
Thomas, y su esposa, Eve. Era tarde, estaba oscuro. Lo siguiente
que recuerdo es encontrarme en la habitación de mi madre,
sintiéndome diminuta en comparación con su cama, que era muy
alta, e intentando mirar por encima de ella. El ambiente era
tranquilo. Mi madre y mi padre estaban allí, y también mi hermano.
No recuerdo si cogí a Ben en brazos, pero sí la sensación de
simplemente estar allí acompañada de la presencia de ese recién
nacido que había llegado en medio de la noche.

Toda mi vida había querido cantar, pero nunca lo había hecho.


Empecé a dar clases solo para educar la voz, pero un día le pedí a
mi profesora que se diera la vuelta y que no me mirara.
«Solo escúchame y dime si crees que tengo posibilidades con
esto o si te parece que tengo algo que hace que merezca la pena que
lo intente. Si no, las dos haremos como si no hubiera pasado
nunca», le dije.
Y a continuación canté una estrofa y el estribillo de «Baby I
Love You», de Aretha Franklin.
Cuando la mujer me miró de nuevo parecía sinceramente
alucinada. Les pidió a su marido y a otras personas que entraran y
me hizo cantar de nuevo. Y, aunque sabía a lo que me tendría que
enfrentar, pensé: Vaya, tal vez pueda hacerlo…
Le comenté a Danny que quería que me produjera esa canción.
«Puede pasar que haga esto y funcione o que sea la cosa más
vergonzosa de mi vida, y entonces simplemente haremos como si
no hubiera ocurrido», le dije.
Danny se ocupó de la producción de «Baby I Love You» en el
legendario estudio One on One de Los Ángeles. (Él había trabajado
allí en el pasado, pero lo despidieron también por no contestar al
teléfono, porque estaba ocupado tocando el bajo). Les hice oír la
grabación a toda mi familia. Todo el mundo se quedó con la boca
abierta: no se podían creer que esa fuera mi voz. Así que Danny y
yo empezamos a escribir música juntos e hice una maqueta. Se
corrió la voz y Prince, Michael Jackson y todo el mundo
empezaron a interesarse.
Esa maqueta nos cambió la vida para siempre.
CINCO

MIMI

Lisa Marie y Michael Jackson, cortesía de Lisa Marie Presley


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Conocí a Michael Jackson cuando era pequeña, en Las Vegas.
Creo que tenía unos seis años. Mi padre actuaba en el Hilton y los
Jackson 5 al final de la calle. Michael recordaba que fui a los
camerinos a conocerlos. No me acuerdo para nada de ese episodio.
Cuando yo era adolescente (tendría quince o dieciséis,
seguramente), Michael llamó a mi madre para invitarla a cenar con
él. Cuando vi el mensaje de que había llamado le dije a mi madre:
«Mamá, ¿pero qué demonios estás haciendo? ¿Por qué te llama
Michael Jackson?».
Después descubrí que él esperaba que yo fuera con ella, pero no
lo dijo claramente porque no quería que sonara raro.
Un par de años después, cuando trabajaba para Jerry Schilling y
lo ayudaba con su trabajo de mánager de Jerry Lee Lewis, Michael
intentó contactar conmigo a través de un hombre de negocios, John
Branca, que trabajaba para una empresa relacionada con el
patrimonio de Elvis y que también había ayudado a Michael a
adquirir el catálogo de los Beatles. Pero en aquel momento yo
estaba a punto de casarme con Danny, así que aquello no llegó a
nada. Michael me contaría más adelante que, cuando salí en la
portada de la revista People después de la boda con Danny, se
quedó destrozado. Estaba convencido de que nosotros debíamos
estar juntos.
Yo no tenía ni idea de que todo esto estaba pasando.
La primera vez que hablé con Michael que sí recuerdo fue en
1993, justo después de su famosísima actuación en el descanso de
la Super Bowl y su entrevista con Oprah. Nos conocimos a través
de un amigo común. Yo acababa de hacer mi maqueta y él dijo que
la había oído y que quería verme. Al principio yo no quería ir a la
reunión; no me gustaba la idea de convertirme en el proyecto de
otra persona. Prince también lo había intentado y, aunque respetaba
lo que ellos hacían, mi intención era crear algo diferente, algo
propio.
Pero al final fui.
Cuando Michael llegó, me quedé sorprendida de encontrarlo allí
solo, y más aún de que él fuera muy tranquilo y extremadamente
amable. Danny había ido conmigo y le pidió a todo el mundo que
saliera de la habitación para que Michael y yo pudiéramos hablar.
Conectamos enseguida. Intercambiamos números de teléfono y
él dijo que me llamaría. Yo vivía en Clearwater en aquella época y
me estaba tomando muy en serio lo de la cienciología y
progresando. En aquella época me negaba a tomar ningún
medicamento, ni siquiera un ibuprofeno, por extraño que pueda
parecer. Al final Michael me llamó. Habíamos acordado una señal:
si el teléfono sonaba tres veces y después paraba es que era
Michael y tenía que salir todo el mundo de la habitación para que
pudiera hablar con él. Nos pasábamos mucho tiempo al teléfono.
Me pareció que se sentía solo y necesitaba una amiga. Pero lo que
pretendía era conquistarme.
Al final me invitó a ir a verlo a Atlanta. Fui con mi asistente, que
era la mujer del hermano de Danny. Allí estuvimos los dos solos y
fuimos a parques de atracciones. No sé por qué Danny me dejó
hacerlo, por qué confió en mí.
Fue un error.
Las cosas siguieron así durante unos meses y entonces se
hicieron públicas las acusaciones de abuso de menores. Michael
desapareció, se escondió. Nadie lo encontraba. Le hice saber que
estaba ahí para apoyarlo si quería hablar y él empezó a llamarme
prácticamente cada dos días. Yo era una de las poquísimas personas
con quien hablaba o que sabía dónde estaba.
Se fue a Suiza a rehabilitarse de su adicción a los analgésicos
con receta y al volver acabó en Los Ángeles, justo cuando se
produjo el terremoto de Northridge. Me contaron que Michael ese
día salió de su casa corriendo en pijama, se subió al Jeep, fue al
aeropuerto y cogió el jet Gulfstream para ir directo a Las Vegas,
porque le aterraban los terremotos.
Me pareció muy gracioso.
Me llamó desde allí y me invitó a reunirme con él otra vez. Fui
al Mirage, donde se alojaba, y me llevé conmigo a los niños y a mi
cuñada. Michael y yo teníamos habitaciones separadas, pero yo iba
a la suya todas las noches y nos pasábamos muchas horas
despiertos hablando, como se hace cuando acabas de conocer a
alguien, viendo películas como Tiburón, bebiendo y contándonos
nuestras infancias, nuestras vidas y cómo nos sentíamos.
Michael tenía mucha energía y una gran presencia, y aquella
semana me abrió las puertas de su mundo y de su mente. Sabía que
eso no lo hacía a menudo. No creo que lo hubiera hecho nunca
antes, en realidad, hasta que empezó a hablar conmigo. Sabía que
yo lo entendía y conectamos de verdad, porque no lo juzgaba.
Comprendí perfectamente quién era y de dónde venían esas
mierdas que tenía en la cabeza. Ambos procedíamos de un entorno
parecido y nos encontrábamos en circunstancias similares. Todo en
nuestras vidas había sido increíblemente anormal. No había
ninguna razón por la que no deberíamos haber conectado.
¿Y aquel encuentro cuando los dos éramos niños? Él recordaba
todos los detalles: dónde me senté, lo que dije…
«¿Te acuerdas del vestido blanco?», me preguntó.
«¿Cómo puedes recordar el color del vestido que llevaba? Dios
mío, ¿lo recuerdas de verdad? Yo no tengo ningún recuerdo de nada
de eso. Lo único que me viene a la mente es el miedo que tenía de
decirle a mi padre que quería ir a ver una actuación de alguien que
no fuera él», reconocí.
Se suponía que solo iba a estar en Las Vegas dos días, pero acabé
quedándome ocho. No pasó nada a nivel físico, pero la conexión
era muy fuerte, una locura. Nadie había visto nunca ese lado de
Michael. Él no era tan estridente ni tan calculador. Eso era una
fachada.
En algún momento de la semana que pasé allí, Danny vino en
avión a Las Vegas, fue a buscarnos al Mirage y se puso a aporrear
puertas. Le dije que solo estaba ayudando a Michael, siendo una
buena amiga, y que lo mejor era que nos dejara y volviera a casa. Y
él lo hizo.
La última noche, Michael volvió a invitarme a ir a su habitación.
Cuando llegué, me dijo: «No me mires, es que estoy muy nervioso.
Quiero decirte algo».
Y entonces apagó las luces.
«No sé si lo has notado, pero estoy completamente enamorado
de ti. Quiero que nos casemos y que seas la madre de mis hijos»,
añadió mientras estábamos en una oscuridad total.
Entonces me tocó una canción sobre sus sentimientos. Cuando
terminó, continuó: «No tienes que decir nada. Sé que te he
desconcertado, pero de verdad que te quiero. Deseo estar contigo».
No dije nada en el momento, pero poco después respondí: «Me
siento muy halagada. No puedo ni hablar».
A esas alturas yo también sentía que estaba enamorada de él. Ya
le había dicho que mi matrimonio corría un serio peligro.
Me lo estaba guardando todo dentro, así que, cuando volví a mi
habitación del Mirage, reventé. Recuerdo que fui al vestidor, me
apoyé en la pared, resbalé hasta el suelo y me quedé mirando al
vacío. Estaba tan profundamente prendada, tan nerviosa… Oh,
Dios mío, joder, ¿qué acaba de pasar?, pensé.
No quería decirle que yo sentía lo mismo porque estaban mis dos
hijos conmigo, y además primero tenía que volver a casa y
contárselo a mi marido. Pero no había duda de que estaba
completamente enamorada.
A la mañana siguiente, Michael y yo volvimos juntos a Los
Ángeles en su jet privado. Cuando aterrizamos, me dijo: «Te voy a
echar de menos».
Y después me aseguró que lo dejaba todo en mis manos, que
aceptaría lo que yo decidiera, y que me llamaría.
Cuando llegué a casa, Danny estaba en la cama, dormido. Yo
estaba muy arreglada. Cada vez que iba a ver a Michael me peinaba
en la peluquería, escogía cuidadosamente la ropa, me hacía las
uñas…, porque todo tenía que estar perfecto.

Llevaba las uñas del mismo rojo con el que pintaban los camiones
de bomberos y tamborileaba con ellas sobre la mesita de café de
cristal. Yo intentaba imitarla, pero era demasiado pequeña y no tenía
las uñas lo bastante largas para que hicieran ruido.
Mi madre se mordía las uñas; lo hacía casi hasta la cutícula y se
provocaba heridas, pero no quería que Michael se las viera así.
Quería ser la mujer perfecta para él (Michael nunca supo que mi
madre fumaba, por ejemplo), algo que no era muy distinto de lo que
hacía su madre con su padre. Pero cuando Michael y ella ya
llevaban un tiempo juntos, él por fin se atrevió a decirle que le
gustaban más sus uñas al natural; él no necesitaba que fuera la
mujer perfecta, ni mucho menos. Y ella no se podía creer que se
hubiera gastado miles de dólares en manicura durante todo un año
cuando él prefería vérselas mordidas.

Así que ahí estaba yo, perfecta de pies a cabeza, aunque no había
dormido en toda la noche.
«Ven a la cama conmigo», pidió Danny.
«No puedo», respondí y me fui de la habitación.
Danny salió de la cama y vino a buscarme.
«Vamos a hablar. ¿Qué ha pasado?», preguntó.
«Michael me ha pedido que te deje, me case con él y tenga sus
hijos».
«¿Y qué le has dicho tú?».
«No le he dicho nada».
«Pues ya está —concluyó Danny—. Se acabó. Olvidémoslo».
Entonces se fue a hacer las maletas, se llevó al perro y salió con
el coche por la puñetera verja.
No volvió.

Un día después, Michael llamó. ¿Iba a dejar a Danny o no? Cuando


Michael se enteró de lo que había pasado, se puso muy contento y
me mandó una cesta de flores gigante. Empecé a ir a visitarlo a Los
Ángeles y siempre me ponía fatal, muy nerviosa. Recuerdo que
sudaba mucho.
Me confesó que todavía era virgen. Creo que había besado a
Tatum O’Neal y que tuvo algo con Brooke Shields, pero las cosas
no pasaron a mayores, solo hubo un beso. También me contó que
Madonna había intentado enrollarse con él una vez, pero no llegó a
suceder nada.
Estaba aterrorizada, porque no quería hacer nada que pudiera
asustarlo. Cuando decidió darme un beso por primera vez, lo hizo
sin más. Él era quien lo iniciaba todo. Cuando empezaron a pasar
cosas a nivel físico me quedé desconcertada. Creía que querría
esperar a hacerlo cuando estuviéramos casados, pero me dijo: «¡No
tengo intención de esperar!».

Yo estaba sentada en el regazo de mi madre en una habitación de


hotel en Clearwater, Florida, cuando me dijo que mi padre y ella se
iban a divorciar. Me puse histérica y me eché a llorar de una forma
incontrolable porque creía que eso significaba que él ya no iba a
seguir siendo mi padre.
«No, no, claro que es tu padre», me explicó mi madre.
Aquel día, Ben encontró uno de sus pintalabios rojo fuerte y pintó
una raya en la pared con él. A mi hermano siempre le encantó jugar
con el maquillaje de mi madre, pero esta vez se había metido en un
buen lío.
«Se lo voy a contar a mamá», dije, y lo hice.
Recuerdo oír cómo le gritaba a Ben en la otra habitación. Él
lloraba y me sentí muy culpable. He cargado durante años con esa
culpa, la de ser la hermana mayor.
Ben siempre fue capaz de romperme el corazón.

Creo que Michael consiguió calarle muy hondo a mi madre. Ella


quería recomponer sus heridas y consideraba que era un
incomprendido, algo con lo que ella se identificaba.
Mi padre se quedó destrozado. Después del divorcio estuvo tres
meses viajando, primero por Italia en barco con unos amigos y
después por México. Leyó un poema de Bukowski que se acababa
de publicar, «El pájaro azul», que le recordó a mi madre. Un día se
perdió en una jungla mientras alucinaba por culpa de una bebida
que le habían dado unos hombres del lugar y lo rescató un perro
que se llamaba Searchlight [Foco de Búsqueda]. Cuando regresó
tenía un tatuaje, un ojo morado y el pelo naranja. Me eché a llorar
cuando lo vi porque me di cuenta del tremendo dolor que estaba
soportando. Mi hermano fue a su dormitorio a por una goma para
intentar borrarle el tatuaje.

Cuando entramos en el despacho del abogado juntos, Danny me


dijo: «Yo no quiero nada».
No habíamos firmado contrato prematrimonial, pero le contesté
que tenía que quedarse con algo, así que lo obligué a aceptar un
poco de dinero.
Danny era así de increíble. Nunca hizo nada para traicionarme.
Siempre, en todo momento estuvo ahí para mí. De hecho fue él
quien pidió el divorcio para que pudiera casarme con Michael.
Nos convertimos en los mejores amigos. Íbamos de vacaciones
familiares juntos. Riley y Ben nunca vieron nada malo entre
nosotros. En lo que respecta a ellos, lo hicimos estupendamente.

Nosotros llamábamos «Mimi» a Michael, porque mi hermano no


podía pronunciar su nombre. Era una leyenda y a ella le recordaba a
su padre. Me dijo que el único que había logrado acercarse a ser lo
que fue Elvis era Michael.
Al principio no sabíamos si estaban viviendo un romance o si era
solo un amigo que traía algunas veces. (Yo bromeaba diciendo que
siempre encontró la forma perfecta de presentarnos a sus diferentes
maridos). Con Mimi, igual que pasó con otros, ya salíamos por ahí y
hacíamos actividades juntos mucho antes de que ella nos confesara
que mantenían una relación.
No recuerdo el momento en que me dijo que se iban a casar, pero
sí cuando empezó a quedarse a dormir.
Cuando venía, el mundo de ella se paraba. Sonaba el timbre de la
verja de entrada y una voz decía: «MJ está aquí». El trayecto en
coche desde la verja de entrada a nuestra casa era de unos seis
minutos; en ese tiempo mi madre no paraba de ir de acá para allá
como una loca para retocarse los labios y el maquillaje.
Él entraba por la puerta de atrás, a través de la cocina.
Normalmente la encimera estaba cubierta de pilas de acuerdos de
confidencialidad y tabloides (OK!, Star, National Enquirer, Globe)
que sus asistentes le dejaban allí para que mi madre leyera todo lo
que escribían sobre ella. Pero cuando Michael venía de visita, ella
hacía que guardaran las revistas y a él nunca le pidió que firmara un
acuerdo de confidencialidad. Probablemente fue la única excepción.
Michael y mi madre se convirtieron en un bombazo enseguida.
Cuando pasaba algo importante en nuestras vidas, cosas que
hacían que la prensa se volviera loca, ella nos sacaba del colegio y
teníamos que quedarnos en casa hasta que las aguas se calmaban
un poco. Cuando volvíamos a clase, había seguridad afuera durante
todo el día. Y, si yo iba a dormir a casa de algún amigo, el personal
de seguridad esperaba afuera toda la noche también. A mi madre le
afectaba mucho lo que la gente escribía sobre ella. No tenía
hermanos con los que compartir esa carga, nadie que entendiera
cómo era de verdad. Era la princesa de América y a la vez no quería
serlo.
Su reticencia solo conseguía que la caza fuera más interesante
para la prensa. Había fotógrafos en los árboles. Mi padre siempre
estaba empujando o peleándose con alguno.
Durante toda su vida, mi madre intentó alejarse de todo eso. Pero,
por paradójico que pueda parecer, se enamoró de Michael Jackson.
Cuando Michael empezó a formar parte de nuestras vidas, la
fama creció exponencialmente. Creo que nadie previó el nivel al que
iba a llegar. Mi madre no, sin duda. Muy pocas veces pensaba de
antemano en las consecuencias.
Michael y mi madre se casaron en la República Dominicana veinte
días después de que ella obtuviera el divorcio de mi padre.
Posteriormente declaró a la revista Playboy que no se lo contó a
nadie, ni siquiera a su madre, hasta que Priscilla la llamó
informándole: «Hay helicópteros sobrevolando mi casa y
volviéndome loca. Dicen que te has casado con Michael Jackson».
A lo que mi madre se limitó a contestar: «Sí, eso acabo de hacer».

Estaba feliz de verdad.


Nunca he vuelto a estar así de feliz.
Nos casamos en secreto en la República Dominicana. Hubo dos
testigos.
Y, después, nos quedamos los dos solos. Pasábamos de una casa
de alquiler a otra. Nos metíamos en muchos líos. A veces, él
llamaba a su jefe de seguridad para que saliera con nosotros, pero
terminábamos deshaciéndonos de él porque lo único que queríamos
era estar a solas, hasta el punto de terminar adentrándonos en zonas
peligrosas en las que no debíamos meternos. Pero es que lo único
que queríamos era estar solos, ser normales, anónimos. Yo le hacía
la colada e íbamos juntos a hacer recados y de compras. Para
nuestra luna de miel, alquilamos una pintoresca casita en el barrio
gay de Orlando y salíamos casi todos los días a pasear por ahí, a
ver casas e ir a Disney World.
En aquella época, él no tomaba ninguna medicación. Nos
quedábamos despiertos toda la noche, charlando y sobrios.
Michael era un conversador estupendo. Era una persona que
nunca quería hablar de sí misma. De hecho, no le gustaba nada, así
que siempre desviaba la conversación. Sentía un enorme interés por
la gente y sabía cómo levantar el ánimo a los demás. Hacía todo lo
que podía por dirigir de nuevo la conversación hacia ti y a lo que te
dedicabas; sentía una profunda fascinación por cualquier cosa que
los demás pudieran decir sobre lo que hacían. Tenía una energía en
su interior, algo que resultaba extraordinario de verdad y que no he
vuelto a ver ni a sentir en toda mi vida, salvo en mi padre.
Me siento muy afortunada por que me dejara entrar en su vida.
Me enamoré de él porque era normal. Una persona normal sin
más, joder. Su normalidad era una faceta que nadie veía. Su madre
me preguntaba: «¿Él te ha dicho eso?», y Janet me decía: «Jamás le
he oído hablar así sobre nada». Yo deseaba que él mostrara más ese
lado suyo. En aquella época, no se hablaba mucho con sus
hermanos y creo que les sorprendió que nuestra relación fuera
auténtica. Pero les parecía muy bien.
Nadie le había visto nunca con la guardia baja. Yo sabía que era
poco habitual. Con todos los demás, chasqueaba los dedos si
alguien decía algo que a él no le gustaba. Un chasquido y quedabas
fuera. Porque sabía crear su propio mundo. En ese mundo, todos
tenían que estar de acuerdo con lo que él dijera.
Pero, en nuestro mundo, yo expresaba mi opinión y a él le
encantaba eso de mí porque no iba dirigida a él. Podía ser auténtica
sin ocultar nada. Michael sabía que yo era una leona con mis hijos,
con cualquiera a quien yo quisiera. Dejaba que fuera yo quien
tratara con la gente, que hiciera del poli malo. Respetaba mi
opinión y cómo la expresaba, y normalmente estaba de acuerdo
conmigo con respecto a la gente que le rodeaba y lo que estuviese
pasando.
Bueno, le gustaba esa parte de mí hasta que empezamos a
discutir y yo dirigí mi sinceridad hacia él, como ocurrió al final.

Michael vivía con nosotros en Hidden Hills. A veces, nos alojábamos


también en Neverland, pero casi siempre se venía a nuestra casa.
En Hidden Hills, me dormía con los aullidos de los coyotes, pero, en
Neverland, me despertaba con una jirafa asomando por mi ventana.
En casa, eran un matrimonio corriente. Nos llevaban juntos al
colegio por la mañana, igual que una familia normal, aunque, a
veces, Michael llevaba también un chimpancé.
Antes de que nadie lo pregunte, no se trataba de Bubbles.
A menudo nos cantaba. A mi madre, le cantaba la canción «Happy
Birthday, Lisa», de Bart Simpson. A Ben, le cantaba «Ben», su
primer éxito en solitario. Y a mí me cantaba «You Are Not Alone».
Un día, Ben estaba subido al columpio del roble, con su pañal —
solía ir con pañales o completamente desnudo— y se estaba
elevando muy alto. Gritaba: «¡Mira, Mimi! ¡Mira, Mimi!», porque
quería que Michael viera lo alto que se columpiaba para
impresionarle. Pero Michael estaba ocupado jugando conmigo. Mi
hermano se cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza contra el suelo y
empezó a llorar. Todos fuimos corriendo a ver cómo estaba.
Al día siguiente, decidió hacer caca debajo del columpio a modo
de protesta.

Tras su matrimonio con Michael, mi madre viajaba con diez guardias


de seguridad. Cuando salíamos con el coche, la gente se lanzaba
sobre el capó y golpeaba las ventanillas gritando y tratando de
agarrarnos. Mi hermano me miró en una ocasión y me dijo
emocionado: «¡Nos están siguiendo!». Y yo le contesté tajante:
«Están siguiendo a Mimi».
No nos permitían salir sin un gorro o sin gafas de sol. No sé bien
qué pensaban conseguir con eso, pero recuerdo oír un día a
Michael y a mi madre riéndose muchísimo cuando entré en el
vestidor de ella y la vi probándose una ridícula peluca roja y larga.
Los dos se ponían pelucas con la vana esperanza de poder
adentrarse en el mundo real sin que los reconocieran.
Mi madre y Michael siempre se hablaban con mucho descaro. Se
hablaban igual que lo hacían Delta o Patsy. Los dos acarreaban
problemas generacionales de adicción y, además, sus dos familias
habían sido pobres: Vernon había sido aparcero y carpintero y Joe
Jackson, operador de grúa. Y tanto Michael como el padre de mi
madre sabían muy bien lo que era tener la fama de una divinidad,
una fama que parecía haber llegado de la noche a la mañana.
Mi madre se sentía muy cómoda con la familia de Michael. Le
encantaba cenar con ellos en Hayvenhurst.
Michael deseó tener hijos con mi madre desde el primer momento
en que estuvieron juntos, pero ella no se sintió nunca muy segura al
respecto. No tenía la misma sensación que tuvo con mi padre. Lo de
tener hijos o no supuso, desde el principio, un conflicto esencial en
su matrimonio. Sé que, de vez en cuando, Michael le decía: «Si no
vas a tener hijos conmigo, buscaré a otra que sí quiera». También le
decía: «Debbie Rowe me ha dicho que quiere tener hijos conmigo».
A lo cual mi madre respondió celosa: «Pues ve a follarte a Debbie
Rowe». Lo único que yo sabía de Debbie era que se trataba de una
señora amable que me ayudaba con mis infecciones de oído.

Cuando Michael me llamó después de las denuncias, lo que me dijo


en aquel momento fue que Evan Chandler, el padre de uno de los
denunciantes, le estaba extorsionando, y creo que yo le recomendé
a Michael que llegara a un acuerdo. Todos le aconsejamos que
llegara a un acuerdo porque aquello iba a convertirse en una puta
pesadilla.
En cuanto a los abusos de niños, nunca presencié nada parecido
a esa maldita cosa. Yo misma le habría matado de haberlo visto.
No quería estar en primera línea, no quería provocar ningún tipo
de titular. Me crie evitándolo y odiando a la prensa. Hice la
entrevista con Diane Sawyer en 1995 para protegerle. Pensé que
me necesitaba y eso me gustaba mucho. Me encantó poder
interpretar por una vez el rol femenino y poder cuidar de mi
marido.
Tras aquella entrevista, Chandler me demandó porque Michael
había firmado con él un acuerdo de confidencialidad y le habían
aconsejado que no hablara del tema, pero yo no había firmado
nada. Así que intervine y dije que esas acusaciones no eran ciertas,
y por eso es por lo que me puso la demanda. Hasta tuve que prestar
declaración, pero gané.
En 1995, Michael lanzó HIStory. Estuve con él en el estudio
todo el tiempo durante la grabación. Cuando llegó el momento de
hacer la preimpresión, estaba claro que Michael se estaba sintiendo
muy presionado. Empecé a notar algunos cambios en él.

Durante un año, más o menos, estuvieron disfrutando de la emoción


del amor reciente y, después, las cosas comenzaron a ir cuesta
abajo.
Mi madre empezó a notar que Michael tomaba medicamentos y a
ver comportamientos que reconocía de su padre.
Michael comenzó a mostrarse más reservado con ella. Mi madre
me dijo que creía que estaba ocultando una adicción. En aquella
época, ella era muy contraria a las drogas. Asistía a manifestaciones
por las calles de Washington para protestar por el uso de
medicamentos en la psiquiatría infantil. El hecho de que ella
empezara a plantearle más preguntas sobre su adicción provocó
muchos roces. Fue el comienzo de muchas discusiones y él dejaba
de hablarle durante varios días. Sé que hubo una pelea
especialmente grave: uno de ellos le lanzó un plato de fruta al otro.
Los dos tenían mucho ímpetu y un carácter fuerte.
Los dos se fueron volviendo más paranoicos y se creían los
rumores que les contaban.
Durante la gala de los MTV Video Music Awards de 1994, ella no
tenía ni idea de que iba a besarla hasta que ocurrió. Al final, terminó
pensando: ¿Acaba de hacer eso para la prensa? ¿Se había
convertido Michael en otra versión de aquel primer amor que había
vendido unas fotos en el parque? Aquello prendió el temor de que
quizá solo estaba con ella porque era la hija de Elvis, un adorno.
Dejó de fiarse de él. Creía que Michael tampoco confiaba ya en ella
y él sabía que mi madre era consciente de su adicción.
La desconfianza de mi madre hacia la gente que la rodeaba no
hizo más que ir en aumento. En un momento dado, Michael estuvo
desaparecido durante varios días y mi madre no podía localizarlo.
Se puso en contacto con su círculo cercano, pero nadie le decía
nada.

Michael empezó a ir con mucha frecuencia a la consulta del


médico. Yo iba a recogerlo y él parecía ido. Creo que eran las
inyecciones de Demerol. Michael decía que las necesitaba por la
herida de su cabeza, pero yo sabía que había algo más, que se
trataba de algo serio. Un miembro de su familia me contó que era
adicto a las pastillas.
Estaba a punto de hacer una cosa muy importante para HBO y,
según creo, él no quería, así que fingió una caída y fue al hospital.
Yo no dejaba de preguntarle qué le pasaba y cada día me daba una
respuesta diferente. Karen, su maquilladora, me dijo que lo tenía
totalmente planeado porque no quería hacer lo de HBO.
Tomé un vuelo a Nueva York donde estaba ingresado en el
hospital y me quedé junto a él todos los días. Su madre también
estaba allí, además de su equipo, incluido su propio anestesiólogo.
Nadie tiene un anestesiólogo propio, cada hospital tiene los suyos.
Aquello supuso una señal de alarma. Al principio, no entendía qué
mierda estaba pasando, pero empecé a caer en la cuenta: Michael
necesitaba a alguien cerca que pudiera administrarle legalmente la
droga. Le dije a un miembro del equipo de seguridad que quería
entrar en su baño para ver qué estaba tomando. Un familiar suyo
me pidió que intentara conseguir orina suya para analizarla, pero no
lo hice.
Michael estaba muy desagradable. Se enfadó conmigo por
hacerle preguntas. «¿Qué es lo que está pasando aquí? —le dije—.
Si tienes un problema, iré contigo a rehabilitación». El médico
empezó a venir detrás de mí, para amenazarme y advertirme que
dejara de hacer tantas preguntas. Yo le contestaba: «Solo quiero
saber qué está pasando con mi marido».
El médico y Michael tuvieron una reunión y, cuando el médico
salió de su habitación, me comunicó: «Quiere hablar contigo».
En la habitación, Michael me dijo: «Estás causándome
demasiados problemas aquí. Van a llevarte al aeropuerto, tendrás
que quedarte en casa hasta que yo haya terminado. Te veré a mi
vuelta».
Así que me fui. Quería que él se viniera conmigo, pero no lo
hizo.
Poco después de aquello, le pedí el divorcio.

Alguien le había dicho a mi madre que Michael estaba pensando en


pedir el divorcio, pero que sería mejor que ella lo hiciera antes. En
2010, mi madre le contó a Oprah que había tomado la decisión de
irse porque veía movimiento de drogas y médicos, y eso la asustaba
y le hacía recordar lo que había sufrido con su padre.
Así que pidió el divorcio. Pero lo cierto era que Michael no había
tenido nunca la intención de divorciarse. Fue como en Romeo y
Julieta, el veneno bebido por error. Michael estaba tremendamente
dolido y mi madre hizo todo lo posible por ponerse en contacto con
él por teléfono y escribiéndole. Pero se negaba a hablar con ella.
Mi madre siempre decía que fue así como aprendió a hacerle el
vacío a la gente, gracias a Michael. Al final, empezaron a hablarse y
a verse de nuevo. Tuvieron una especie de relación tóxica de idas y
venidas. Él le dijo que se iba a casar con Debbie porque quería
tener hijos. El divorcio se formalizó en agosto de 1996 y Michael se
casó con Debbie a los tres meses. Pero continuamos yendo a
Neverland.
No estoy del todo segura de qué es lo que había entre mi madre y
Michael. No sé si seguían acostándose o no, pero, desde luego, sí
que íbamos mucho allí.

Pasamos varios años de idas y venidas.


Él estaba deseando tener hijos conmigo y yo no quería. Sabía
que, al final, Michael iba a quedarse con la custodia total de los
niños. Quería controlarlo todo. No quería la influencia de una
madre ni, en realidad, de ningún otro.
Supuse que Michael seguiría conmigo para que tuviera a sus
hijos y, después, me abandonaría, me dejaría fuera. Le tenía calado.
Yo lo entendía todo y lo sabía todo de él porque nos habíamos
dedicado a desnudar nuestras almas ante el otro. Sabía cómo era su
carácter. Era muy controlador y calculador.
En una ocasión en que estaba trabajando, me llamó. Durante la
conversación, le dije: «Eres como una serpiente. Nunca sé por
dónde vas a salir…».
Y Michael contestó: «Ah, qué bonito. Llamo a casa para hablar
con mi mujer y ella me dice que soy una serpiente».
«Bueno, es lo que eres», repuse.
En 1997, mi madre nos llevó a Sudáfrica, donde vimos actuar por
última vez a Michael. (Estuvimos sentados en el lateral del
escenario durante la actuación y él nos sacó a mí y a otros niños a
escena durante la canción «Heal the World»).
Durante el trayecto hacia el concierto, nuestro avión privado
estuvo a punto de estrellarse. Hicimos un aterrizaje de emergencia
en un pueblo en mitad de la nada. Estar al borde del desastre fue
para mi madre como un mal augurio.
Después de Sudáfrica, fue consciente de que tenía que poner fin
a aquello, fuera lo que fuese, en que se había convertido esa
relación. No era buena para ella y sacó a Michael de su vida.
Unos años después, Michael llamó a mi madre. Según ella, no
parecía sobrio. Le dijo: «Tenías razón. Todos los que me rodean me
quieren matar».
Fue su última conversación.
Mi madre estaba en Londres, preparando un disco, cuando
Michael murió. Más tarde, le contó a Oprah que Michael hablaba a
menudo del miedo que le daba terminar como el padre de ella.
Siempre le estaba haciendo preguntas a mi madre sobre la muerte
de Elvis: cómo había ocurrido, dónde, por qué. «Creo que yo voy a
terminar igual», le dijo.
En el funeral de Michael, mi madre estuvo sentada junto a su
ataúd durante varias horas después de que se marchara todo el
mundo, igual que había hecho con su padre. Le contó a Oprah que
no fue por hacer las paces, sino que lo que quería era, más bien,
disculparse por no haber estado a su lado.
Mi madre me dijo que se estuvo comunicando con Michael a
través de los sueños después de su muerte.
SEIS

DIEZ AÑOS

Lisa Marie y Riley en Navidad, cortesía de Lisa Marie Presley


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Como ya he contado en el prólogo, cuando grabó las entrevistas
que conformaron la base de este libro, mi madre no se encontraba
en situación de poder relatar todas las épocas maravillosas y
divertidas de su vida. Se centró, sobre todo, en lo traumático.
Por tanto, hay en las cintas mucho menos material relativo a los
años que transcurrieron entre su divorcio de Michael Jackson y su
matrimonio con Michael Lockwood, un periodo de unos diez años en
el que inventó una vida llena de magia para mi hermano y para mí y
en el que estuvo rodeada de un gran grupo de fieles amigos. Esos
años constituyen algunos de los más felices de su vida. Pero fueron
también unos años en los que la balanza de su vida estuvo a punto
de llegar a su límite.
Por suerte, mi madre me había contado toda su vida (lo cual, una
vez más, pudo suponer en ocasiones una especie de maldición para
mí como hija suya, pero me alegré de que lo hubiese hecho cuando
empecé a elaborar el libro). Así que buena parte del contenido de
este capítulo lo forman mis recuerdos de lo que ella me contó.

En Florida, vivimos en una zona que se llama Belleair. Tenía una


especie de aire pantanoso y sureño, con luciérnagas y caimanes y
con los árboles cubiertos de musgo.
Vivíamos en una casa grande y antigua. A la derecha de la puerta
de entrada hay un dormitorio y yo me estoy asomando por la puerta.
La habitación está a oscuras (todas las persianas están bajadas
pese a ser de día). Veo cómo mi madre tranquiliza a mi hermano,
que está recostado en su hombro. Recuerdo el ritmo, el shhh, shhh,
shhh, tres notas que se repiten una y otra vez.
Ahora me doy cuenta de que fue en ese momento cuando advertí
por primera vez su profundo instinto maternal. Mi madre tenía ese
instinto mucho más marcado que nadie que yo haya conocido
nunca. Por fin tuve muy claro que, si alguien nos hacía daño a Ben o
a mí, ella lo perseguiría hasta donde hiciera falta, como en las
películas del Oeste. Así era la presencia que podías notar en ella. Y
no era nada pequeña. Resultaba aterradora.
Hay otra cosa que también resulta aterradora. Solo tengo
recuerdos bonitos de Ben, pero mi madre me contó una vez que,
poco después de que él naciera, yo dije: «Ojalá se mueran todos los
bebés del mundo». Estaba claro que era mi modo de expresar mi
malestar por la llegada de ese niño.
Tenía la sensación de que Ben era el gran amor de mi madre.

Mi hermano y yo hablamos a menudo de lo mágica que fue nuestra


infancia. Puede que fuera simplemente por el momento y el lugar;
puede que sencillamente tuviéramos la suerte de encontrarnos en
una especie de instante glorioso. Lo que sí es seguro es que
tuvimos unos padres extraordinarios que querían que disfrutáramos
de una infancia alegre.
Mi madre contrató a una niñera para cada uno. La mía era Idy,
una adolescente, pero Ben tenía a Uant, que era una sudafricana de
sesenta y tantos años (su verdadero nombre era Suzanne, pero él
no sabía pronunciarlo). Uant era maravillosa con él: pasaban el día
jugando en el jardín, regando las plantas y llenándose de barro.
Cuando Ben aprendió a hablar, desarrolló cierto acento sudafricano
por estar a todas horas con Uant.
Ben tenía unos rizos que le bajaban hasta la barriga y mucha
gente pensaba que era una niña. Le encantaba estar en la
naturaleza, era un niño de campo, dulce, tierno y bueno, con una
madurez impropia de su edad.
Igual que le pasó a Elvis con su madre y a mi madre con Elvis, mi
hermano y mi madre tenían una especie de relación de «no puedo
vivir sin ti». Compartían un vínculo muy profundo.

Ben se parecía mucho a su abuelo, muchísimo, y en todos los


aspectos. Incluso se le parecía físicamente. Ben se le parecía tanto
que me asustaba. Yo no quería decírselo porque temía que fuera
demasiada carga para un niño.
Estábamos muy unidos. Me lo contaba todo. Ben y yo teníamos
la misma relación que mi padre había tenido con su madre. Era un
puto ciclo generacional.
Gladys quería tanto a mi padre y se preocupaba tanto por él que
se emborrachaba hasta quedar inconsciente. Y, luego, mi padre tuvo
su depresión y se dejó llevar por ella. Todo en mí parece que quiere
caer en lo mismo. Y mi hijo tiene la misma composición genética;
creo que es más parecido genéticamente a mí que a Danny.
Ben estaba condenado, joder.

Cuando yo tenía unos siete años, nos mudamos a una casa nueva
un poco más al norte, en Clearwater, en Osceola Avenue, con un
muelle sobre el mar. Ben y yo saltábamos desde ese muelle cuando
la marea estaba baja y rodábamos por el barro, llenándonos el
cuerpo con ese asqueroso lodo del mar y jugando con las algas, los
peces muertos y las conchas. Algunos días íbamos a buscar
lagartijas y vimos que, si les apretabas el vientre, abrían la boca y, si
dejabas de apretar, la cerraban de golpe. Así es como Ben empezó
a ponérselas de pendientes. En nuestro patio trasero teníamos una
piscina y, todos los días, llegaba el momento en que mi madre nos
gritaba desde la casa para que saliéramos de ella cuando
empezaban los truenos y los relámpagos, aunque siempre
tratábamos de quedarnos en el agua. Era más divertido cuando
llovía y cuando el cielo se iluminaba.
Lo que más le gustaba a mi madre era llevarnos al parque que
estaba junto al lago para ir a los columpios. (Lo que le encantaba
era ir a los columpios, no empujarnos cuando nos subíamos a ellos).
Sus dos normas en Florida, que nos recordaba a menudo, eran que
no podíamos bañarnos cuando llovía y que, si un caimán se lanzaba
a por nosotros, teníamos que correr en zigzag.
Mi madre nos llevaba al puerto de Clearwater montados en motos
de agua, haciendo trompos y lanzándonos al agua hacia atrás. Era
esa misma energía que había tenido en Graceland con los carritos
de golf: completamente salvaje. Una vez, lanzó a su madre hacia
atrás y, después, asustó a mi abuela fingiendo que había unos
tiburones que iban a por ella.
Otras veces, atravesábamos el puerto hasta una isla diminuta
cubierta de galletas de mar. Las recogíamos y nos las llevábamos a
casa, las secábamos y, después, les abríamos la linterna de
Aristóteles para verles esas cosas con forma de paloma que, en
realidad, eran sus dientes. Pobrecitas.
Todavía me siento mal por las lagartijas y las galletas de mar. Y
por mi abuela.
Mi madre me llevaba al Sandcastle a comprar un cucurucho de
yogur helado, ella y yo solas. Ponía la música a todo volumen en su
Mercedes negro —siempre un Mercedes negro— y escuchábamos
a Toad the Wet Sprocket (eran los noventa), a Toni Braxton y
«Return of the Mack», de Mark Morrison, aunque a ella le encantaba
todo el rhythm and blues. Mi madre siempre cantaba en el coche al
compás de la música, pero con timidez, como si no quisiera que
nadie la oyera. En aquel entonces, yo no entendía por qué la música
la asustaba.

Tras divorciarse de Michael, mi madre empezó a sufrir ataques de


pánico. Esa es la razón por la que nos sacó de Los Ángeles y nos
llevó a Florida. Eran tan graves que tuvo que ingresar varias veces
en el hospital. Incluso en Florida tenía que poner papel de aluminio
en las ventanas para que los paparazzi no pudieran hacerle fotos.
Le quitaron la vesícula biliar y el mercurio de los dientes. Pero nada
de eso le sirvió, porque no se trataba solamente de una cuestión
física. Estaba sufriendo una especie de crisis nerviosa.
Igual que mi madre descolgaba el teléfono para escuchar las
conversaciones entre Elvis y Ginger Alden, yo cogí una vez sin
querer el teléfono en Florida y oí cómo mi padre, que acababa de
ver en la prensa una foto de Michael Jackson, mi madre, Ben y yo,
decía: «Aparta a mi hijo del puto regazo de ese tío». Colgué el
teléfono rápidamente. Aunque resulte extraño, fue la primera vez
que tomé conciencia de que mi padre estaba enfadado por el
matrimonio de mi madre con Michael. Así de bien nos protegían de
sus problemas de adultos.
Pese a estar dolido, mi padre vio que mi madre necesitaba ayuda
y tomó un avión hasta Florida para cuidar de nosotros.
Ella me dijo más adelante que esa fue la última vez que se
acostaron.

Mi madre deseaba con desesperación volver con mi padre. Creía


que había destrozado a su familia y se sentía inmensamente
culpable, pero mi padre no podía arriesgarse a sentir de nuevo
aquella vulnerabilidad.
Por la noche, mi padre se sentaba con sus amigos en el balcón de
nuestra casa para tocar y cantar mientras pasaba la tormenta
tropical. Una noche, mi madre, mi padre y todos los demás
estuvimos cantando juntos «Leaving on a Jet Plane» mientras rugía
la tormenta. A los dos les encantaba la lluvia y odiaban el sol.
Habían elegido el segundo nombre de mi hermano, Storm
[Tormenta], durante la tormenta tropical Earl.
Lo cierto es que durante mi infancia nunca tuve un modelo al que
seguir. Nunca tuve una vida familiar ni una vida doméstica que
pudiese servirme de ejemplo. Ninguna estabilidad. No sentía
ningún vínculo emocional con mis abuelos, que parecían personas
perfectas, que hacían lo que había que hacer y dieron los pasos que
tenían que dar, que se casaron, tuvieron hijos y siguieron casados
hasta que murieron.
Supongo que nunca he tenido la más remota oportunidad.
Si algo deja de interesarme, me voy. Y, cuando empiezas una
relación con alguien nuevo, todo —el principio, la parte de en
medio y el final— se desarrollará en dos años. Por eso me he
casado tantas veces.
Cuando esperaba a Riley, decidí centrar mi mente únicamente en
tener y criar a mi hija. ¿Era mi objetivo que ella tuviese unos
buenos padres que fueran estables y que Danny y yo siguiésemos
casados siempre? Ni de coña. Ninguno de los dos tenía eso en
mente. Pero éramos una clase diferente de almas gemelas y siempre
terminábamos viviendo en la misma casa, sin saber cómo.

Mis padres empezaron a grabar música en el garaje de mi madre en


Florida. Aquellas se convertirían en algunas de las canciones del
primer disco de ella. Componían durante el día y, por la noche,
íbamos todos a comprar yogur helado o a ver algo en el cine (mi
madre siempre compraba un paquete de palomitas de tamaño
mediano y un refresco congelado de cereza Icee).
Siempre era muy protectora con nosotros y se aseguraba de que
no viéramos nada que fuese demasiado para adultos. Recuerdo
haber visto Flubber y el profesor chiflado en el cine local, pero
también que nos arrastró a ver Titanic. Me tuvo puestas las manos
sobre los ojos durante toda la escena de sexo en el coche. De modo
que me dejó ver la catástrofe del hundimiento del barco pero no las
tetas. Heredó el pudor de mi abuela.
Algunos días, nos llevaba al Dairy Kurl de Clearwater a comprar
cucuruchos de helado bañados en chocolate.
Mientras nuestros padres grababan en el garaje, Ben y yo
montábamos en nuestras bicis y dábamos vueltas por el jardín
delantero. Todas las tardes, a eso de las tres, nuestro vecino salía al
porche de su vieja casa victoriana y se sentaba en una silla frente al
mar a tocar el violín. Mi hermano y yo nos subíamos a nuestro
naranjo enano para poder verle por encima de los altos muros. Y
nos quedábamos allí sentados, comiendo naranjas chinas y viendo
a ese hombre tocar.
Cuando terminaba, volvíamos a bajar e íbamos al mar en busca
de manatíes, pero nunca encontramos ninguno.

Una vez que mi madre se recuperó del todo, volvimos a mudarnos a


California, a la casa donde habíamos vivido antes.
Nuestra casa de Hidden Hills, a unos cincuenta kilómetros al
oeste del centro de Los Ángeles, se convertiría en nuestra
verdadera casa de la infancia. Mi padre la había encontrado para
nosotros. Vivimos allí hasta que cumplí los veintiún años. Era un
sitio muy especial, aunque desde entonces ya la han demolido. No
había muchos famosos por allí en aquella época. Era una
comunidad ecuestre y todo el mundo tenía caballo. A mi madre le
gustaba lo apartada que estaba. Le gustaba que ningún famoso
viviera allí.
Teníamos dos hectáreas de terreno. Había un columpio colgando
de un enorme roble en la parte delantera, un huerto de frutales en la
de atrás, la casa principal, otra casa completa y dos casitas para
invitados. Recuerdo cuando fui a ver la casa por primera vez.
Cuando me fijé en el columpio del roble de seiscientos años, me
quedé prendada.
La casa principal de Hidden Hills, a la que también llamábamos
«la casa de arriba», era rústica, con chimeneas de piedra y vigas de
madera. A veces, entraban serpientes en la casa y, por la noche,
oíamos los aullidos de los coyotes y el ulular de los búhos
americanos. Había veces que abría el grifo de una bañera y salían
arañas. A menudo, encontraba tarántulas en nuestro jardín trasero.
Yo las llevaba al colegio metidas en tarros como trabajo práctico de
clase.
La ayudante de mi madre y su hijo vivían con nosotros. Él era
como nuestro hermano y los tres nos limitábamos a deambular por
ahí. Nos estrellábamos con las bicis, salíamos corriendo en busca
de serpientes, nos hacíamos cortes, nos caíamos en los rosales y
corríamos desbocados igual que mi madre había hecho en
Graceland. Creo que nos protegían unos ángeles, porque ninguno
se rompió nunca ni un hueso, ni siquiera cuando nos caíamos de los
columpios o chocábamos con los carritos de golf. Hubo una vez que
mi hermano volcó su carrito de golf, que era un todoterreno, y lo
descabezó. No sé cómo, pero salió ileso.
Además de los caballos y los siete perros, criábamos cabras,
pollos y pavos reales. Ben y yo pasábamos horas, desde el
amanecer hasta el atardecer, jugando en aquellos huertos detrás de
la casa. Imaginábamos que vivíamos en mundos que creábamos
nosotros, constantemente se nos ocurrían actividades y pasábamos
las horas jugando a ser personajes imaginarios.
Subíamos a los manzanos, los ciruelos y los granados hasta que
abríamos una granada y nos comíamos sus tiernas entrañas. La
niñera de mi hermano, Uant, nos avisaba con una campana a las
cuatro de la tarde para ir a tomar la merienda, que consistía en un té
con crumpets y mermelada, como una versión colonial británica de
su educación sudafricana. Mi madre nos procuraba todo aquello.
Era su versión de Graceland.

La década posterior a Michael Jackson fue la mejor época de mi


madre, aparte de la que pasó con mi padre en Tarzana, cuando todo
era más sencillo. Tenía muchos amigos que la querían mucho.
Viajábamos alegremente por el mundo todos juntos formando un
grupo de veinticinco personas. Diversión cada día, todo el día. Me
despertaba y me encontraba a un buen grupo de personas bebiendo
café en el muelle. Era como una vida comunal de ensueño. Nunca
estábamos solos. Ella nunca estaba sola.
Como mi madre había sido testigo de la vida de Michael, ahora
teníamos un chef privado, tres ayudantes, diez guardias de
seguridad, agentes, gerentes, amigos…, mucha gente yendo y
viniendo. Siempre estaban ocupadas todas las casas de la finca.
Tres de mis amigas se vinieron a vivir conmigo a la casa principal, e
incluso el doctor de medicina alternativa de mi madre se había
instalado en la planta de arriba, además de las dos niñeras, de
modo que, en total, podíamos vivir allí unas diecisiete personas. Y
luego estaban las que se pasaban por la casa todos los días. Mi
madre compuso para su álbum de 2005, Now What, una canción
que se llamó «Thanx», en la que hablaba de aquellos amigos:

One day
On one tombstone
All our names should go
We shared a life
The beauty
And the ugliness
Through all the pain and death
The birth of a child.[6]

Mi madre tenía un don como el de Gea, una intuición mística. A


veces, era como si la madre naturaleza cobrara vida a través de
ella.
Una mañana, mis padres estaban sentados en la cocina, tomando
café, cuando entraron dos amigos de ella, Mike y Caroline (a los que
mi madre había presentado y que ahora estaban casados y vivían
con nosotros en la casa de arriba).
«Estás embarazada», le dijo mi madre a Caroline.
Mike y Caroline se quedaron pálidos. Caroline sí estaba
embarazada, pero solo de unas semanas. Y no se lo habían
contado a nadie.

Ya a los diez años hablaba sobre vidas pasadas. Sentía como si las
hubiese vivido, podía recordarlas en algún momento, pero ya no.
Ojalá pudiera. Yo creo que hemos tenido vidas anteriores y siento
como si las cosas que recuerdo tuvieran que ver con mi forma de
morir en alguna otra vida.
Recuerdo que, cuando era joven, le contaba a la gente que había
montado en un coche ligero tirado por un caballo o en un carruaje
en una época en la que no había automóviles. Siempre me trataban
de loca cuando decía esas cosas, pero yo no he educado a mis hijos
para que piensen que ese tipo de cosas son locuras. Si mis hijos
decían algún disparate a los tres años, yo les contestaba: «¿De
verdad? ¡Qué guay!». Nunca les decía: «Eso no puede ser», o: «No
es posible», o: «Eso no lo sabes». Nunca se me ocurrió criticarlos
como hicieron conmigo cuando era joven.

Mis padres querían que el mundo fuera un lugar mágico para


nosotros.
Mi madre contrataba a un Santa Claus para que pasara corriendo
por nuestro jardín en Nochebuena y mi padre nos llevaba al bosque
a cazar hadas. El baño de mi madre tenía un jardincito secreto
anexo. A mí siempre me pareció un jardín de las hadas y eso le
conté a Ben que era. «Si les pides regalos a las hadas te los
traerán», le dije. En aquella época, a él le encantaba jugar con mis
muñecas de Polly Pocket y, siempre que entrábamos en el jardín
mágico y secreto de mi madre, pedía una. Un día fui a la tienda de
juguetes, le compré unas cuantas y las até a los árboles por la
noche. Al día siguiente, entró corriendo y le señalé: «¡Mira lo que te
han traído las hadas!».
Cuando crecí, entré en esa fase en la que un hermano menor se
convierte en una carga. Tenía unos once años cuando me hice mi
primera cuenta de correo electrónico y corría hasta el ordenador de
mi madre con la esperanza de haber recibido alguno. Un día, Ben
vino conmigo. «Tengo una poción mágica para que te la bebas», me
dijo.
Eso suponía un fastidio para una niña de once años que está
esperando recibir un correo electrónico.
«¡Vete! ¡Estoy ocupada con mi correo!».
«Pero es una poción mágica», insistió.
«No es verdad».
«Sí que lo es. ¡Te hará volar!».
«No, Ben. No va a hacerme volar», contesté, aunque en el fondo
yo seguía creyendo que podía volar.
Era consciente de que estaba rompiendo la magia y él era un niño
muy dulce. Así que le dije: «Vale, voy a probar tu poción mágica,
pero no va a hacerme volar. Mira…».
Tomé un trago y me arrepentí al instante.
A pesar de tener la boca llena de un líquido repugnante, conseguí
preguntarle: «¿Qué tengo en la boca?».
«Es mi pis», respondió.
Y entonces sí que eché a volar de verdad, tal y como Ben había
dicho que haría, escaleras abajo y por el largo pasillo hasta llegar a
mi baño. Ben me siguió y se quedó riéndose en la puerta mientras
yo escupía su poción mágica y me cepillaba los dientes con jabón
una y otra vez.
Fui a buscar a mi madre.
«¡Ben me ha dado a beber su pis!», gemí.
«Benjamin…», dijo ella, y eso fue todo. Nunca le regañaban. Lo
único que recibía era un «Benjamin…». Y, si era algo más serio, se
convertía en «Benjamin Storm…».
Todo el mundo le quería demasiado como para enfadarse con él.
En otra ocasión, fui tras él al cuarto de la colada para decirle que
no quería jugar con él porque estaba siendo un hermanito
insoportable. Recuerdo que tenía una cinta de vídeo VHS en la
mano y estaba tan enfadada que la levanté en el aire como si fuera
a pegarle con ella. Empezó a llorar.
Toda mi vida me he sentido mal por aquello. Como ya he dicho,
sabía romperme el corazón con mucha facilidad.
Porque era el niño más dulce que nadie pueda imaginar.

Íbamos a un colegio privado de Woodland Hills que se llamaba


Lewis Carroll, a tres señales de stop desde nuestra casa. Mi madre
nos recogía al terminar el día, pero no mostraba mucho interés en
nuestra educación. No teníamos que ponernos enfermos; solo con
decirle que no queríamos ir a la escuela, ella contestaba:
«¡Estupendo! Os quedaréis en casa conmigo». A veces, incluso de
camino al colegio, Ben y yo le contábamos todas las razones por las
que nos teníamos que quedar en casa ese día y, cuando ya
estábamos aparcando delante de la escuela, ella daba la vuelta al
coche para irnos y terminábamos comprando helados y yendo a la
juguetería.
Por el contrario, mi padre decía que necesitábamos una
educación, un horario, una estructura. Pero mi madre llevaba la voz
cantante y, si ella quería algo, así se hacía. Llegó el momento en
que permitió que mi padre nos educara en casa. Lo único que
recuerdo es que él nos hablaba del antiguo Egipto, que el Cinturón
de Orión estaba alineado con las grandes pirámides. Todavía hoy
sigo impresionando más a la gente con mis conocimientos de las
constelaciones que con los de matemáticas.

Un par de años antes de que yo naciera, Priscilla tuvo un segundo


hijo, un niño que se llamó Navarone. Priscilla era madre de nuevo y
mi madre lo era por primera vez, así que pasaban mucho tiempo
juntas porque las dos tenían niños pequeños. Aquello se convirtió en
un punto de entendimiento entre las dos, en un nuevo comienzo,
una forma de enterrar el hacha de guerra. Aunque sé que mi madre
también estaba un poco celosa de Navarone, porque ahí estaba ese
niño pequeño al que Priscilla adoraba.
Nana, la madre de Priscilla, era la matriarca de nuestra familia, la
abuela por antonomasia. Mientras que Nona (Priscilla) no encajaba
del todo en la imagen de «abuelita», no cabía duda de que Nana sí.
Toda la familia cenaba en la casa de Nona en Brentwood todos los
domingos. Ella preparaba sus famosas patatas asadas
chamuscadas y nosotros metíamos nuestra ensalada en la piel de la
patata y nos la comíamos. A veces, nos preparaba pasta y nos la
comíamos con requesón. De hecho, mi madre nunca comía pasta
sin requesón. Decía que era algo «típico de los Beaulieu»,
refiriéndose al apellido de soltera de Priscilla. Después de cenar, mi
abuela siempre sacaba barras de caramelo Push Pop para los
niños.
Me sentía afortunada por tener una familia tan grande y tantos
primos. Tenía montones de primos, puede que veinte en total, y nos
lo pasamos de maravilla durante muchos años, con mucha felicidad
y diversión, y muchos viajes a Hawái. Una familia normal, aunque
famosa.
Pasábamos la mayoría de los días de Acción de Gracias en casa
de Nona y, a menudo, íbamos en vacaciones a su casa de Lake
Arrowhead, donde podíamos correr sin parar al aire libre, subirnos a
las rocas y buscar puntas de flecha mientras los adultos bebían vino
y veían películas.
Por lo general, Nona me recogía o mi madre me dejaba en su
casa. Veía a Nona probablemente una vez a la semana, por lo
menos. Todas las vacaciones, todas las Navidades, todos los
domingos nos juntábamos todos nosotros. Yo sabía algo de que mi
madre y Nona habían tenido serios problemas cuando mi madre era
más joven, pero, al mirar los álbumes de fotos de la familia o los
vídeos caseros, se puede ver que éramos una familia muy unida.
Más tarde, durante nuestra adolescencia, Navarone y yo fuimos al
mismo colegio, por lo que a menudo me quedaba a dormir en casa
de mi abuela para así ir al colegio y volver juntos. Llegamos a estar
muy unidos los dos.
No supe con mucho detalle cuál había sido la relación de mi
madre con la suya hasta mucho más tarde. Durante mucho tiempo,
dejaron atrás el pasado para que Priscilla pudiera ser una abuela
para nosotros. Desde mi punto de vista, éramos una familia unida y
normal. Aquellas cenas de los domingos en casa de Nona
continuaron hasta que yo estuve bien entrada en la veintena.
Fueron dos décadas enteras en las que pensaba que mi familia
era muy normal.

Mi madre me llevaba a todas partes con ella cuando era niña.


Recuerdo que hizo una sesión de fotos con Kevyn Aucoin en
Nueva York. La vistió como si fuese Marilyn Monroe. No podía
creerme lo guapa que estaba y lo mucho que se parecía a ella. En
cuanto acabó con mi madre, Kevin me maquilló a mí también.
Recuerdo muy bien su voz grave y sus grandes manos. Mi madre
me llevó a sesiones de fotos de Cartier y Vogue y, en una ocasión, a
una prueba de vestuario de Donatella Versace. Mientras mi madre
se probaba vestidos, yo corría por el estudio con Allegra, la hija de
Donatella. Cuando ese día nos fuimos, mi madre se llevó un
magnífico vestido muy pesado de lentejuelas de Versace. No sé
bien cuántas veces se lo puso, pero a mí me encantaba ir a verlo a
su vestidor. Para mí era mágico.
Uno de mis pasatiempos preferidos cuando mi madre no estaba
en casa era entrar a escondidas en su enorme vestidor y probarme
sus vestidos. No le gustaba nada que tocara sus cosas. Un día,
cuando tenía trece años, me colé allí y le cogí uno de sus bolsos
preferidos, un Chanel negro con un águila dorada con diamantes.
Iba a ir con mis amigas al parque de atracciones Six Flags y me
pareció que sería guay llevar el bolso. Pero, en un descanso entre
montañas rusas, dejé el bolso en el banco, detrás de mí, y cuando
me levanté para irme ya no estaba.
Ese fue el único secreto que le oculté a mi madre cuando era
pequeña. Al final, cuando tenía unos veinte años, se lo conté. Creo
que ella ni siquiera se acordaba de qué bolso de Chanel se trataba,
de tantos que tenía.

A menudo, la acompañaba a fiestas. Cuando tenía unos nueve


años, mi madre me llevó a una en la casa de la playa de Alanis
Morissette, en Malibú. Mi madre no conocía a nadie en la fiesta. No
se tomaba la molestia de hacer amistades porque era muy tímida
por naturaleza, así que yo fui su amiga durante esa noche, lo cual
solía ser común.
En un momento dado, fuimos a por un poco de comida vegana —
recuerdo que había mucha comida vegana— y durante el resto de la
noche estuvimos sentadas solas junto a una hoguera en la playa,
charlando. En la oscuridad, nos dimos cuenta de que había dos
adultos revolcándose en la arena, enrollándose. Mi madre me tapó
los ojos.
«No mires», me dijo.
Cuando mi madre asistía a fiestas en Hollywood Hills, si había
alguna persona de la que pensara que yo era fan y que deseaba
conocer, me llamaba en mitad de la noche para que me levantara de
la cama y fuera a donde ella estuviera.
Una noche, cuando ya estaba acostada, alguien entró en mi
habitación con un teléfono.
«Estoy en una fiesta —dijo mi madre—. ¡No te puedes imaginar
quién está aquí!».
«¿Quién?», pregunté adormilada.
«¡Marilyn Manson! ¿Quieres venir a conocerlo?».
En aquella época yo era una gran admiradora de Manson. Así
que, aunque tenía colegio al día siguiente y estaba a una hora en
coche de Hollywood Hills desde Hidden Hills, los de seguridad me
llevaron a la fiesta en la casa de Jacqui Getty. Conocí a Marilyn
Manson y, después, subí a la planta de arriba, donde había otros
chicos. Nos estuvimos probando pelucas toda la noche hasta que
los mayores acabaron.
Mucho después, en mi decimoséptimo cumpleaños, cuando
estaba pasando por una intensa fase de Led Zeppelin y me había
hecho un tatuaje con «ZoSo», mi madre me llamó desde el
restaurante Peppone de Brentwood. «¡Vamos a cenar por tu
cumpleaños!», dijo.
Una vez más, los de seguridad me llevaron hasta allí. Me reuní
con mi madre en el aparcamiento, entramos en el restaurante y allí
estaba Robert Plant, esperando para cenar con nosotras.

La mayoría de las noches me quedaba dormida con el sonido de


alguna fiesta en la planta de abajo, mientras tocaban el piano y la
gente cantaba con la música muy alta. A veces, Ben y yo dormíamos
juntos en la misma cama. Para los dos resultaba muy reconfortante.
Mi madre tuvo otros novios, pero mi padre seguía viviendo en la
casa de invitados.
La rutina de mi madre era la misma cada noche que estaba en
casa: un masaje mientras veía algún programa de Nick at Nite.
Después, venía a tumbarse con nosotros y a cantarnos una nana:
«Mama’s little baby loves shortnin’, shortnin’…», o una que decía
«Buenas noches, mamá os quiere, papá os quiere». Así es como
acababa la canción, pero ella seguía, nombrando a cada una de las
personas y animales que conocíamos, hasta que nos quedábamos
dormidos: «La abuela Janet os quiere, Nona os quiere, Idy y Uant os
quieren, todos los perros —Oswald, Ruckus, Lulu, Winston y Puffy—
os quieren…».
O mi padre nos leía El hobbit. Luego, los dos nos daban las
buenas noches, a veces un poco achispados y desmelenados, en
cuyo caso nuestras niñeras se sentaban con nosotros hasta que el
sonido de los coyotes me llevaba hacia un sueño que siempre tenía,
un lugar en el que nunca pasaba nada malo y donde todos vivíamos
eternamente en la órbita de los demás, la familia más unida que uno
se pueda imaginar.

Las vacaciones eran muy importantes para mi madre. La mañana


del día de Navidad nos encontrábamos cachorros saliendo de
calcetines. En Pascua, nos regalaba pollitos y conejitos.
Por su cumpleaños, alquilaba una parte del parque de atracciones
Magic Mountain, como hacía su padre en el Libertyland de
Memphis. Le encantaba montar en la montaña rusa. La Zippin
Pippin fue la primera de la que se enamoró, así que en un
cumpleaños alquiló la Colossus y subió a ella unas setecientas
veces seguidas durante toda la noche conmigo y con Ben. Obligó a
los guardias de seguridad a montar con ella hasta que se les puso la
cara verde.
Celebrábamos enormes banquetes por Acción de Gracias en los
que todos vestíamos con ropa elegante. Nada se hacía con
discreción. Quería que cada momento fuera extraordinario.
Pero luego estaban las noches en las que yo entraba en su
habitación y la encontraba sola, tumbada en el suelo y escuchando
la música de su padre, llorando.

A mi madre le costó mucho tener una carrera musical. Era muy


buena letrista, pero no sentía que tuviera un verdadero control sobre
su música. A mí ya me parecía muy valiente por su parte que hiciera
un disco.
Tras una jornada en el estudio, nos llamaba a mi hermano y a mí
para que nos sentáramos en su Mercedes a oír la canción que había
grabado ese día. Nos la ponía con un volumen muy alto y, después,
le teníamos que dar nuestra opinión. Y si no estábamos en el
colegio, porque habíamos faltado o porque era fin de semana,
íbamos con ella al estudio. Había una canción que compuso sobre
nosotros, «So Lovely», y que nos poníamos a cantar con ella.

You know I did something right


Something that keeps me alive
Oh you sweet little babies
When you came you let me know why
I was finally happy
You knew me before now didn’t you
My God you’re so lovely
Did you come here to help me
And I know you can’t sleep well
Unless I’m right there next to you
Oh you, you take care of Mommy too
You’re so quick to defend me aren’t you …
Please don’t fear to lose me
You know I have those same fears too.[7]

A mi madre le encantaba salir de gira, pero no le resultaba


lucrativo, porque no daba a la gente lo que creían querer, que era
que cantara las canciones de Elvis. Los imitadores de Elvis iban a
sus conciertos. Ella siempre temía que aparecieran. Se asomaba
por un lado del telón antes de cada actuación para ver si había
algún imitador entre el público para estar preparada. Qué raro
resultaba que alguien disfrazado de tu padre muerto te estuviera
viendo cantar. Ella estaba deseando que la tomaran en serio, pero
parecía que eso no iba a pasar nunca.
A pesar de los imitadores de Elvis, a mi madre le encantaba la
vida de la gira. A nosotros también nos encantaba. Íbamos en el
autobús de la gira con ella, durmiendo en literas, yendo de una
ciudad a otra, entrando y saliendo de hoteles de carretera para
ducharnos y, después, a otra ciudad, otro restaurante Cracker Barrel
y otro Waffle House de las afueras, la prueba de sonido, una siesta y
dar el concierto. A ella le encantaba ir en busca de bares locales en
los que tocar y, después, quedarse un rato. A veces, invitaba a
algunos fans a que vinieran de fiesta al camerino con nosotros
después de un concierto.

Me encantaba actuar en vivo, la respuesta instantánea, el


intercambio con el público. En el estudio sueles estar tú sola, pero,
en directo, podía observar las caras de la gente y ver cómo mis
palabras o mi música los conmovían. Y después conocer a los fans
y que me contaran qué había hecho mi música por ellos. Eso era
muy especial.
Además, me encantaba interactuar tanto con mis fans como con
los de mi padre. Intentaba hacerlo siempre que podía, casi más de
lo razonable. Hacía todo lo que estaba en mi mano: hablaba con
ellos, me hacía fotos, lo que quisieran. Dedicaba mucho tiempo a
eso cuando estaba de gira. Siempre me ha parecido importante
mostrarme amable y agradecida.
Mis canciones pueden ser tristes y lúgubres, solitarias,
deprimentes. Pero, después de los conciertos, la gente me decía que
esas canciones les habían salvado la vida, porque podían conectar.
También habían estado en ese lugar y habían tenido esa vida.
Mucha gente ha venido al camerino a decirme que, pese a que lo
que hago es triste, ha evitado que se suiciden. Dios mío, ¿alguien
más se siente así? Me encanta cuando me dicen eso. Hace que
quiera continuar.
Vi la presión de ese mundo desde su primera canción, «Lights Out».
Cada vez que la discográfica se la enviaba para su aprobación,
tenía un tinte más cercano al country, para atraer a los fans de Elvis.
Recuerdo estar sentada en su Mercedes y decirle: «Me gustaba la
primera versión, pero la verdad es que esta no…». La discográfica
se resistía a aceptar lo que ella quería, y ella se resistía a lo que
querían ellos. Y así siempre.

No me gusta cantar las canciones de Elvis, pero normalmente


trataba de hacer algo especial para sus fans el día del aniversario de
su muerte, sobre todo si era un año importante. En 1997, hice con
la voz grabada de él un dueto en una canción que se llamaba
«Don’t Cry Daddy» como sorpresa para los fans y, después, lo
repetí un par de veces más. Esas canciones no formaban parte de
ningún disco ni de nada que yo vendiera (salvo una vez para un
acto benéfico). Por un lado, me gusta tener mi propia identidad, si
es que la tengo.
La única vez que canté en Graceland, en 2013, tocamos tres
canciones de mi álbum Storm & Grace en la Sala de la Selva.
Recuerdo que me sentí cómoda, porque era mi casa, pero también
me fastidiaba que hubiese tanta gente y el desgaste de todo. Dios
mío, esas alfombras…
Durante la preparación de su segundo disco, Now What, venía a
casa y nos contaba de qué trataba cada canción. Grabó la canción
de Ramones «Here Today, Gone Tomorrow» para Johnny Ramone,
su buen amigo que había fallecido un año antes. «When You Go»
trataba en parte sobre mí y en parte sobre mi padre.
Pero hay una canción, «High Enough», que llama más la atención
ahora. En aquella época ella no se medicaba, pero sí bebía, algunas
noches demasiado, y la canción hablaba de forma muy clara sobre
la adicción. Pero eso fue mucho antes de que ninguno de nosotros
pudiera imaginar que se convertiría en un problema tan grave para
ella. Aunque, al pensarlo ahora, en aquella época ya iban a
apareciendo nubes de tormenta.

En octubre de 2000, mi madre conoció a Nicolas Cage en una fiesta


de cumpleaños de Johnny Ramone y, el 10 de agosto de 2002, se
casaron en Hawái. Yo tenía trece años. Cuando conoció a Nic, ella
llevaba dos años manteniendo una relación seria con un músico que
se llamaba John Oszajca.
John y ella se habían enamorado apasionadamente y se habían
comprometido hacía un tiempo, pero él era seis años más joven que
ella, y el hecho de que mi madre tuviera hijos y un exmarido que
seguía muy presente en su vida les dificultaba las cosas. Al final
rompieron y ella se preguntó a menudo cómo habría sido su vida de
no haberlo hecho.
Las locuras continuaron. Por ejemplo, hubo más intentos de
envenenar la relación con mi padre: algunas personas cercanas a
mi abuela le dijeron a mi madre que Danny había estado
vendiéndola a la prensa para sacar dinero.
A fin de demostrarlo, contrataron a un detective para que siguiera
a mi padre durante varios meses. En una ocasión, él estaba
apostando al blackjack en Las Vegas y el detective lo siguió allí.
Luego, mi padre recibió una llamada de dos amigas, Cyndi Lauper y
Angela McCluskey, para que se reuniera con ellas en el Sundance,
y, aunque él solía llevar un sombrero alto y un bastón porque
cojeaba después de haberse fastidiado la pierna con una moto, el
detective se las arregló para perderlo de vista y le dijo a mi madre
que no tenía ni idea de dónde estaba.
«Ha robado un coche y ha salido huyendo», le dijo.
En el Sundance, mi padre se reunió con Cyndi y Angela y se
fueron juntos a una fiesta del grupo francés Air. ¿Y a quién se
encontró Danny en la fiesta? A mi madre, a su novio y a su jefe de
seguridad.
«¡Hola!», dijo Danny al ver a mi madre.
Se quedó boquiabierta. Su detective había perdido la pista a mi
padre, pero él había encontrado a mi madre, como hacía siempre.

La relación de mi madre con Nic Cage fue muy breve. Fue como
algo que llegó y luego se fue, como una tormenta de Florida, y yo
creo que para ella supuso una especie de distracción tras su ruptura
con John. Incluso estuvo un tiempo alternando entre Nic y John.
Recuerdo entrar un día en su habitación y ver allí a Nic y, al
siguiente, ver a John. Estaba claro que no se decidía.
Pero Nic y mi madre se divirtieron muchísimo juntos. No sé si de
verdad estuvieron enamorados, aunque ella decía que sí. Él le
regalaba diamantes y, cada vez que venía a verla, lo hacía con un
coche distinto, normalmente un Lamborghini y siempre de un color
diferente. (Recuerdo uno verde, otro naranja, otro rojo, pero nunca
el mismo coche dos veces). Mi hermano, que tenía siete años
cuando se conocieron, no sabía pronunciarlo bien. «Ha llegado Nic
con un Lambayini», decía.
Nic le regaló a mi madre dos coches antiguos muy bonitos: un
Corvette azul descapotable de 1959 y un Cadillac blanco de los
años sesenta. Mi madre nos llevaba con ellos a Ben y a mí al
colegio por la mañana. Yo prefería el Corvette porque me encantaba
ir con la capota bajada.
Los fines de semana subíamos todos a un yate y navegábamos
hasta la isla Catalina, en el borde sudoeste de Los Ángeles. En una
de esas excursiones, Nic y ella empezaron a discutir y, no sé cómo,
su anillo de compromiso de sesenta y cinco mil dólares terminó en el
fondo del mar. (En una entrevista posterior con Diane Sawyer, mi
madre aseguró que valía más que eso y que no fue ella quien lo tiró,
pero que sí terminó en el agua…). Llamaron de inmediato a un buzo
para que tratara de encontrarlo, pero fue imposible. En la parte más
profunda, entre la isla Catalina y Los Ángeles, la distancia hasta el
fondo es de novecientos metros.
Así que Nic le compró otro anillo, este aún más caro que el
primero.
Fue en aquel yate donde vi por primera vez la película Tiburón. Mi
madre nos obligó a mi hermano y a mí a verla. Le encantaban las
películas de terror, sobre todo si podíamos verlas en un entorno que
diera miedo. Así que vimos Tiburón en un yate en medio del mar,
Misery estando alojados en un refugio de esquiadores de Jackson
Hole, The Ring en Japón y Negra Navidad una Nochebuena
encerrados en una cabaña de Lake Arrowhead. A mi hermano y a mi
madre les encantaba aquello, y gritaban y se reían todo el rato,
aunque a mí nunca me gustó. De hecho, me quedé completamente
traumatizada.
Y no eran solo las películas. Un día, mi madre apareció en el
colegio vestida como el personaje Michael Myers de Halloween. En
otra ocasión, vino como una María Antonieta muerta y llena de
sangre. Pero nosotros nos vengábamos de ella, nos poníamos la
máscara de Michael Myers y nos perseguíamos entre nosotros y a
ella por la casa. Ella pasaba más miedo que ninguno.
Tras ciento ocho días, el huracán de su matrimonio con Nic llegó a
su fin. En aquella entrevista con Diane Sawyer, mi madre le habló de
esa relación: «Los dos éramos tan melodramáticos que no
sabíamos reprimirnos».

Durante la mayor parte de mi vida, mi madre mantuvo una casa en


la isla de Hawái y pasaba en ella todo el tiempo que podía. Decía
que tenía una conexión con esa isla y que allí llegaba a pensar con
más claridad.
Como ya he dicho, mi madre siempre quería que los cumpleaños
y las vacaciones fueran algo extraordinario, así que, para celebrar
mi decimosexto cumpleaños, fuimos un gran grupo a Hawái: yo y
seis de mis mejores amigos, Ben y dos amigos suyos, mi madre y
algunos de sus amigos, su futuro marido, Michael Lockwood, y mi
padre.
Mi madre me montó una gran fiesta en la playa, con un tipo
cantando y tocando la guitarra mientras cenábamos. Mi padre me
hizo dieciséis regalos. En un momento dado, el tipo de la guitarra
nos invitó a mi padre y a mí a ponernos a su lado, en la «pista» de
hierba, para un baile padre-hija. Nosotros dos nos miramos
aterrorizados (él se había tomado al menos cuatro mai tais, gracias
a Dios, porque si hubiera estado totalmente sobrio habría sido aún
peor). No sabíamos cómo librarnos de aquel compromiso, pero mi
madre se mantuvo inflexible porque pensaba que resultaría
hilarante.
La canción que el tipo escogió para que bailáramos era «Butterfly
Kisses», de Bob Carlisle, esa historia sobre la hija enviada por el
cielo para convertirse en la niña de los ojos de su padre, que luego
se va convirtiendo en mujer y cada día se parece más a su madre.
Yo no tenía nada en contra de la canción, pero colocar a los
miembros de mi familia en cualquier situación convencional nunca
iba a funcionar demasiado bien. Toda la escena nos resultó
completamente desternillante, y mi padre y yo nos mantuvimos
agarrados retorciéndonos de risa. Todo el mundo en la mesa se
mondaba. Igual que Ben, mi padre tiene una risa increíble, un tipo
de risa que es imposible que no se te contagie. La verdad, es la vez
que más me he reído en toda mi vida, y no solo porque mis amigos
y yo hubiéramos estado toda la noche tomándonos a hurtadillas
nuestros propios mai tais y nuestras copas de champán.
Al final de la fiesta, volvimos a la casa en carritos de golf para
escuchar música y seguir celebrándolo. Mi madre siempre tenía su
propia botella de Dom Pérignon que nadie más podía tocar. Le
encantaba bailar con música de los setenta, cosas como «We Are
Family», de Sister Sledge, y «The Hustle», de Van McCoy, durante
la cual obligaba a bailar a todo el mundo con estilo discotequero.
Normalmente solo quería poner música disco… Ah, y «Toxic», de
Britney Spears.
En nuestra casa de Hidden Hills tomó clases de baile hip-hop. (A
mí también me hacía practicar, pero yo no era demasiado buena).
Ella quería que lo hiciéramos todo juntas. En un momento dado,
había aprendido a bailar «Creep», de TLC, y, cuando me dejó en
una fiesta de pijamas en el Valle de San Fernando, se quedó para
enseñarnos los movimientos a mis amigas y a mí. Con frecuencia
salía con nosotras. Decía: «Tus amigos son mis amigos».
Aquella noche en Hawái, acabó sonando «Maggie May» y todos
nos pusimos a cantarla a gritos, con gente bailando sobre las mesas
hasta bien entrada la madrugada.
Hacia las tres, me tomé un descanso y me tendí en una tumbona
del jardín para mirar las estrellas. En Hawái, a cualquier hora que te
pongas a mirarlas, verás estrellas fugaces y, en efecto, allí estaban,
cruzando a toda velocidad mi visión periférica. Mi madre vino a
tumbarse a mi lado y ambas permanecimos juntas contemplando las
luces destellantes.
«Me duele el estómago», dije.
«Eso es porque has estado bebiendo mi Dom Pérignon»,
respondió.
Finalmente, nos dimos cuenta de que faltaba alguien. En el
trayecto de cinco minutos desde la playa a la casa, habíamos
perdido no sé cómo a mi padre. No era algo insólito cuando
estábamos de fiesta, porque él era siempre un bala perdida. Pero yo
estaba algo preocupada, así que Ben y sus amigos fueron a
buscarlo. Volvieron sin él, pero con un sapo gigante que habían
encontrado.
Mi madre nunca se preocupaba por mi padre. «Él nos sobrevivirá
a todos», decía.
En un momento del baile, vi a lo lejos una figura que se acercaba
hacia nuestro patio trasero desde la enorme y escarpada roca de
lava que se alzaba en la parte posterior de la casa.
Era mi padre, sin camisa y con una diminuta mancha de sangre
en la nariz. Nadie tenía la menor idea de cómo se las había
arreglado para cruzar la lava ni de qué había estado haciendo allí.
Aquello no era nada infrecuente en Danny. Se presentaba con una
sonrisa descarada en la cara, como si no hubiera pasado nada,
cuando en realidad había pasado de todo.
La noche prosiguió como tantas otras: mis padres bailando juntos,
riéndose, metidos en su propio mundo. Siempre me parecían un par
de piratas.
Cuando ya me iba a la cama —nunca era capaz de aguantar tanto
como mis padres—, vi que mi padre se había quitado el resto de la
ropa y que estaba desnudo en una tumbona, bebiendo champán
tranquilamente con los guardias de seguridad de mi madre.
Mi madre ansiaba un vida normal y Michael Lockwood parecía su
última oportunidad para conseguirlo. Era como si sintiera que había
encontrado en él a una persona que podía ayudarla a dejar de huir
de la estabilidad.
Mientras empezaba a considerar la idea de volver a casarse,
revisó su relación con su propia madre y estrecharon sus lazos, no
solo por mí y mi hermano, sino por ellas mismas. Para tratar de
sanar lo ocurrido en el pasado. Mi madre le escribió a Priscilla la
canción «Raven»:

I’ll hear your stories


That filled your sad eyes when you had raven hair
Hold your head up high
I know that I’ve been ruthless
I’ve been ruthless
Go on, dry your eyes …
Hey, you finally see me
Hi
And I see you
And everything till now
It wasn’t that bad really
Beautiful lady
Go on, dry your eyes
You know that I’ve forgiven you and I’m sorry
And everything till now
It wasn’t that bad really
Beautiful lady[8]
Mi madre quería perdonarla. Y quería reconocer su parte en la
difícil relación que habían tenido. Esa letra significó mucho para su
madre. Después de aquello, Nona iba a las giras y se sentía muy
emocionada al escuchar su canción. De hecho, mi abuela y mi
madre se volvieron uña y carne enseguida. Siempre estaban
riéndose, divirtiéndose y emborrachándose juntas, siempre
tramando travesuras.

En 2005 mi madre y Michael se comprometieron en Hawái.


Recuerdo que ella volvió a nuestra casa de Hidden Hills y me
enseñó el anillo en la cocina.
Mi madre estaba enamorada de Japón y de su cultura, y deseaba
celebrar una boda tradicional japonesa, así que se casaron en Kioto
en enero de 2006.
Viajamos unos veinte a Japón para asistir a la ceremonia. Yo
llegué con dos días de retraso porque tenía una gripe intestinal. Mi
padre, que iba a ser el padrino de la boda, me esperó y luego voló
conmigo a Tokio.
Desde allí tomamos todos el tren a Kioto, donde nos alojamos en
un ryokan tradicional. Al día siguiente de llegar a Kioto, mi madre y
yo degustamos un desayuno típico japonés a base de pescado,
sopa miso y arroz, pero yo pedí aparte un plato de pan blanco y
jamón, porque no había visto en mi vida un pan tan esponjoso. Al
terminar el desayuno, mi mejor amiga y yo acompañamos a mi
madre y a mi abuela a una tienda de ropa, donde nos tomaron
medidas a todas para un quimono de boda tradicional.
En la cena de ensayo, recuerdo que mi madre me hizo una seña
para que saliera con ella. Echamos a andar por una preciosa y vieja
callecita (como casi todas las calles de Kioto), fumando cigarrillos.
Durante el paseo, mi madre me dijo: «Me estaba entrando un
ataque de pánico ahí dentro. No sé por qué…». Después de
caminar un poco más, añadió: «Me sentía atrapada en esa mesa.
Necesitaba salir». Yo solo tenía dieciséis años entonces y no
entendía muy bien qué pasaba, aunque supuse que quizá le
asustaba el compromiso. Quizá sabía en su interior que aquello era
el principio del último capítulo.
No obstante, al día siguiente mi madre se casó en el patio trasero
del ryokan. Siempre recordaré lo guapa que estaba. Después de la
boda, fuimos en tren a Hakone y a las fuentes termales de Gora
Kadan, en el recinto de la mansión Kaninnomiya, la antigua
residencia de verano de un miembro de la familia imperial.
Era uno de los lugares preferidos de mi madre en todo el mundo.
Le encantaban el hotel y las aguas termales. Recuerdo vívidamente
cómo nos lavamos las dos, sentadas en pequeños taburetes, antes
de entrar en los baños. No dijimos una palabra. Creo que ambas
estábamos asimilando la belleza que nos rodeaba, y lo afortunadas
que nos sentíamos por estar allí juntas.
Esa noche bajamos con nuestros quimonos al bar de karaoke del
hotel, el único sitio del establecimiento donde está permitido soltarse
un poco; de hecho, creo que lo ven con buenos ojos. Michael
Lockwood cantó «Let’s Dance», de David Bowie, mi padre se animó
con «Wild Thing», de The Troggs, mi madre y yo interpretamos
juntas «Your Song», de Elton John, y luego yo canté dos canciones
de ABBA con mi mejor amiga; mi madre se nos unió en «Chiquitita»
y las tres acabamos en el suelo llorando de risa.
Al final de la noche, mi padre bailaba con Priscilla, mi hermano
corría excitado de aquí para allá con su amigo y mi madre y yo
hacíamos duetos con la gente del lugar, como suele hacerse.

Mi madre deseaba desesperadamente tener más hijos. Hizo muchos


intentos de fecundación in vitro y, al final, se quedó embarazada.
Durante la gestación de mis hermanas, alquiló una casa en
Montecito en lo que venía a ser un primer capítulo de la vida de
cuento de hadas que quería crear para sí misma y sus nuevas
bebés. Estaba lejos de Los Ángeles, hacía un verano precioso, y
pasamos aquellos días espléndidos disfrutando de su embarazo en
su apacible jardín.
Mi madre presentía con intensidad, de un modo profundamente
espiritual, quiénes eran aquellos dos seres que llevaba dentro.
Sentía que Harper sería delicada, femenina y fuerte; y Finley,
descarada, testaruda y amorosa. Y tenía razón. Así es como son.
Mi madre era como un huracán. Y, en cambio, todo el mundo
percibe lo dulces y amables que son sus niñas.
En octubre de 2008, dio a luz a dos hijas gemelas, mis queridas
hermanas Harper Vivienne Ann Lockwood, llamada así en honor de
la madre de Michael y la de Priscilla, y Finley Aaron Love Lockwood,
llamada así en honor de Gladys y Elvis.
Harper y Finley eran dos pequeñas bebés adorables. Nacieron
por cesárea en el hospital Los Robles, en Thousand Oaks.
Junto con Michael Lockwood, estuve presente mientras le hacían
la cesárea a mi madre. Cuando salieron las bebés, recuerdo que
pensé que eran tal como las habíamos imaginado. Ambas tenían el
arco de Cupido y los párpados pesados de toda la familia.
Yo tenía entonces diecinueve años, y era como si también fueran
mis bebés.
Después de la cesárea, era importante que mi madre se levantara
y empezara a moverse cuanto antes, así que caminábamos juntas
por los pasillos del hospital, ella apoyándose en un pequeño
andador. Detestaba caminar así, pero yo, para animarla, le hablaba
en aquel extraño idioma que habíamos inventado entre ella, Ben y
yo cuando éramos muy pequeños. (Ella había hecho algo similar
con su padre). Si nos lo proponíamos, podíamos utilizar aquel
idioma y nadie más era capaz de entendernos. Entraba cada día en
su habitación y me la encontraba enfurruñada y dolorida, así que le
decía: «¿Quieres dar un paseo por las islas de Robles?». Y allá
íbamos, mondándonos de risa.
Finalmente, las gemelas vinieron a casa y todos nos pusimos en
danza para alimentar y hacer eructar a aquellos dos ángeles. Su
padre alimentaba a una, mi madre alimentaba a la otra, y yo me
encargaba de hacerles eructar; solía dormir en un catre en la
habitación.
Me encantaba despertarme de noche con las bebés. Estábamos
todos muy unidos. Si nos encontrábamos en un hotel, mis hermanas
dormían en la cama con mi madre y yo en un catre a sus pies.
Siempre estábamos juntas en la misma habitación.
Mi madre era muy intuitiva e instintiva a la hora de ejercer como
madre. Sabía instantáneamente que a Finley le gustaba que la
cogieran de tal modo y a Harper de tal otro. No sé de dónde había
sacado esa habilidad. En realidad, no creo que fuera
necesariamente algo que le habían transmitido; me parece que era
algo innato. Las circunstancias modelan a una persona, pero hay
una parte de ti que procede de tu espíritu, y el espíritu de mi madre
rebosaba amor maternal.
Durante años, ella había deseado tener otra vez la oportunidad de
ser madre. Conmigo y con Ben fue una madre joven; esta vez
quería volver a hacerlo siendo más cuidadosa y pasando más
tiempo con sus hijas. No quería que un montón de personal y de
niñeras las criaran. Quería hacerlo por sí misma, con sus propias
manos.
La infancia de Ben y la mía fueron perfectas, increíbles, y sin
embargo mi madre quería hacerlo todavía mejor esta segunda vez:
estar aún más presente y hacerlo todo por sí misma. Así que urdió
un plan: vendería la casa de Los Ángeles y se trasladaría a
Inglaterra. Allí disfrutaría de una vida maravillosa en el campo y mis
hermanas tendrían un jardín campestre por el que pasear cada
mañana y crecerían con un delicioso acento británico.
Esta es una de las cosas más desgarradoras de la última década
de su vida: ser madre era lo más importante para ella, había
deseado realmente otra oportunidad para serlo y, sin embargo, su
adicción apareció de nuevo.
Su padre había sido un adicto, aunque en los años setenta
apenas había conciencia de estas cosas. En esa época, todo el
mundo en Hollywood parecía ser adicto, pero nadie tenía los
términos para describirlo. Elvis creía que solo hacía lo que le
recomendaban los médicos; si el médico le decía que tomara una
droga para dormir y otra para despertarse, él obedecía. No había
malicia por su parte. Tal vez, pues, existía un componente genético
en la adicción de mi madre; en todo caso, esa inclinación estuvo
merodeando a su alrededor durante toda su vida, justo hasta que
mis hermanas nacieron.
Y entonces se presentó y lo arrasó todo.

Mi madre llegó pronto a un punto en el que empezó a sentir que no


tenía el control de su vida. Había tanta gente a su servicio para
resolvérselo todo que no sabía hacer cosas tan sencillas como
encender la tele de la sala de estar. Había vivido una racha
fantástica, una década entera abriéndole las puertas a la gente,
confiando en ella. El dinero, sin embargo, era una parte de su vida
de la que casi no era consciente. Un día se enteró de que cierto
miembro de su equipo había utilizado tal vez indebidamente la
tarjeta de crédito de la compañía. Empezó a investigar y descubrió
que algunos integrantes del equipo estaban agotando el crédito de
sus tarjetas de un modo que a ella no le pareció bien: demasiados
billetes de avión, demasiados móviles nuevos, demasiadas pizzas.
La mayoría de ellos eran también sus mejores amigos. No eran
ladrones; quizá simplemente se habían vuelto algo descuidados.
Pero aquello desató en mi madre un sentimiento hasta entonces
latente de que todo el mundo a su alrededor tenía intereses ocultos.
Y algo más profundo aún: pensó que era una persona indigna de ser
amada. Su forma de enfrentarse a estos sentimientos fue desterrar
a la gente que la rodeaba, sin reparar en lo grande o pequeña que
fuera la ofensa.
Al final de aquellos diez años idílicos, y prácticamente de la noche
a la mañana, había expulsado a todo el mundo de Hidden Hills:
amigos, guardias de seguridad, ayudantes, gente a la que conocía y
quería desde hacía muchos años. Incluso rompió con su religión. De
repente, quería deshacerse de todo.
Uno a uno, todos fueron despedidos. Únicamente quedaron sus
hijos, Michael Lockwood y, por supuesto, mi padre.
Una parte de su corazón nunca había salido de Graceland, no se
había desarrollado emocionalmente desde que murió su padre. Ella
misma decía lo mucho que deseaba tener amigos, pero tras casi
cuarenta años de decepciones continuas —personas que la vendían
a la prensa, que manejaban irresponsablemente su dinero, que
salían con ella por los motivos equivocados—, aprendió a erradicar
a la gente de su vida y a no mirar atrás.
Por primera vez, quería estar sola.
Un día, salió de casa por su cuenta, cosa que nunca hacía, y fue
a un pequeño cine independiente de Woodland Hills para ver una
película cualquiera; y resultó que estaban poniendo Hacia rutas
salvajes. No sabía nada sobre esa película. Que fuera a verla aquel
día es lo primero que recuerdo que mi madre haya hecho por sí
sola. Yo estaba preocupada, pero también recuerdo que pensé: Qué
coincidencia más afortunada que haya tropezado con esa película,
una historia sobre un joven idealista que se adentra solo en tierras
salvajes y encuentra su identidad a través de la soledad.
Aunque termina en tragedia.
Puedo ser realmente mala y ponerme furiosa de verdad, y asusto a
la gente cuando estoy así. Actúo de ese modo para intentar
protegerme a mí misma del dolor. Aparto a la gente de mí con
brutalidad. Es por el miedo a ser herida. Como sé que las personas
pueden hacerme daño, las excluyo, las dejo fuera.
Aprendí esto del mejor, de Michael Jackson. Él sabía hacerlo
muy bien.
Pero incluso de niña, recuerdo que una vez me enfadé
muchísimo con mi tía y le dije: «Reniego de ti. No vuelvas a hablar
conmigo». ¡A mi tía, nada menos! Soy una persona supersensible,
temerosa, y no estoy segura de quién soy. No sé quién soy; nunca
he tenido la oportunidad de descubrir mi propia identidad. No tuve
una familia. No tuve infancia; aunque una parte de ella fue
divertida, había una inquietud constante.
Y, finalmente, desperté. Me di cuenta de un montón de cosas que
habían estado sucediendo a mi alrededor durante años. Había
mucha gente dedicada a mantenerme callada y manejable.

Para entonces, sin que nosotros lo supiéramos, estaba tomando


regularmente los opioides que le habían recetado después de la
cesárea a la que fue sometida al nacer mis hermanas.
SIETE

EL AUTOBÚS
DE NASHVILLE
A LOS ÁNGELES

Lisa Marie actuando, por Karen Dvorak


Si no tienes algo que te mantenga centrada, o alguna especie de
objetivo, resulta difícil salir adelante. La vida no es fácil. ¿Quién
no desea tener un subidón? Las drogas o el alcohol te hacen sentir
de maravilla.
Has de tener algo más importante, mucho más importante que
sentir ese subidón, mucho más importante que sentir esa felicidad,
mucho más grande que ese vacío. Si no, estás en un aprieto.
Antes de volverme adicta, yo estaba centrada. Quería saber qué
coño estaba haciendo en este mundo, quería saber de la vida, quería
saber de la gente. Durante mucho tiempo, no quise hacer idioteces.
Necesitaba respuestas, fuesen cuales fuesen. Ese era mi objetivo.
Pero, en cuanto eso desapareció, descarrilé. Cuando estaba en el
hospital, tras tener a mis gemelas, me dieron Norco y fue cuando
sentí el primer increíble subidón de un analgésico.
Tenía cuarenta años.
No sé realmente lo que estaba haciendo, la verdad. Estaba
aislándome, deshaciéndome poco a poco de todo el mundo y de
todas las cosas que formaban parte de mi vida, de todos los pilares
que había construido, de todas las personas, amigos y relaciones.
Estaba empezando a desmantelar y desterrar todas y cada una de
esas cosas.
Mi madre había empezado a tomar opioides contra el dolor después
de la cesárea, y luego pasó a tomarlos para dormir.
Había cumplido los cuarenta en febrero de 2008; mis hermanas
nacieron en octubre de aquel año (yo cumpliría veinte en mayo).
Tras su breve racha con las drogas en su adolescencia, nunca
había vuelto a tocarlas. Bebía, pero, como ella misma decía, de
adulta ni siquiera tomaba ibuprofeno o paracetamol.
A lo largo de toda mi vida, mi madre solía decir: «Si yo probara las
drogas, estaría perdida». Ahora me doy cuenta de que eso era un
claro indicio de un problema de adicción que ella misma intuía. Era
algo inconsciente, creo, pero la acosaba. Lo había mantenido a raya
con la cienciología, con la crianza de sus hijos, con sus matrimonios,
con la espiritualidad. Pero estaba ahí todo el tiempo, como una
sombra. Ella decía: «Mi padre tenía cuarenta y dos años cuando
murió. Yo tengo treinta y nueve…».
Nunca habríamos imaginado que la atacaría tan cruelmente, en
una fase tan tardía de su vida. Poco después de que nacieran mis
hermanas, para tratar de ganar cierta independencia, se trasladó
con ellas y con Michael Lockwood a Inglaterra.
Al principio, vivieron una breve temporada en Richmond, en el
sudoeste de Londres, y ella llevaba algunos días a mis hermanas en
cochecito a un pequeño restaurante de crepes junto al Támesis. A
mi madre le encantaba la vida pintoresca que estaba creando.
Ben y yo nos sentimos un poco abandonados, porque su traslado
a Inglaterra implicaba que por primera vez no vivíamos todos juntos
en la misma casa. Nos compró otra en Calabasas, California, pero
pasábamos la mayor parte del tiempo con ellos en Inglaterra.
Inicialmente, mi madre había pensado vivir en Irlanda, porque
cuando éramos pequeños íbamos mucho allí. Era amiga del artista
austriaco-irlandés Gottfried Helnwein y nos alojábamos en su casa,
el castillo Gurteen de La Poer, en Kilsheelan, unos pocos kilómetros
al este de Clonmel. Íbamos todos a los pubs de la zona y
bailábamos con la música que ponían; y cuando llegaba la hora de
cerrar, volvíamos a Gurteen y correteábamos por los jardines del
castillo, o subíamos hasta lo alto de una torre y nos tumbábamos
bajo las estrellas —yo borracha, a los diecisiete—, hasta que el sol
asomaba entre las almenas.
Así que mi madre tenía muchas ganas de trasladarse a Irlanda,
pero, según aseguraba, todas las propiedades que encontró
estaban encantadas. Ella tenía una conexión muy práctica y directa
con los fantasmas, las vidas pasadas y los espíritus. Un día, una
agente inmobiliaria nos llevó a una casa muy antigua de las afueras
de Cork. Nos guio por un pasillo con un empapelado floral rosa y un
techo muy bajo. Antes de que llegáramos siquiera a la sala de estar,
mi madre dijo: «Está encantada», dio media vuelta y salió.
Pronto se decidió por Inglaterra. Al principio, Inglaterra, como
Hidden Hills en su momento, resultó realmente mágica, sobre todo
durante los dos primeros años. Me daba la impresión de que ella
pensaba que aquel era su último intento para conseguir la
estabilidad: una vez más teniendo hijos y viviendo en una enorme
casa de campo en mitad de la nada. De nuevo estaba tratando de
recrear lo que había sentido con mi padre. Una vida sencilla sin
estar rodeada de tanta gente. Solo con su marido y sus hijas.
Después de Richmond, compró en 2010 una propiedad del siglo
XV en Rotherfield, a unos cincuenta kilómetros al nordeste de
Brighton, que queda en la costa sur. La casa tenía veinte hectáreas
de terreno, un lago espectacular, ovejas, caballos, podas
ornamentales y hasta un invernadero de naranjos: era realmente
preciosa, impresionante.
También estaba encantada, pero solo en una habitación. Finley
les dijo a mi madre y a Michael que a menudo veía a un hombre en
su habitación. Al final, ellos consiguieron más datos. Al parecer, la
bisabuela de uno de los propietarios había vivido y había muerto en
la casa. Y los fuertes golpes que solían oír todos hacia medianoche
estaban relacionados seguramente con el bisabuelo, que se había
pegado un tiro en el establo muchos años atrás, un establo que era
ahora la sala de estar.

Mi madre se aficionó mucho a la jardinería en Inglaterra. Plantaba


rábanos, patatas y zanahorias en el jardín con mis hermanas. Era la
primera vez que cocinaba; aún tenía un chef, pero ahora disponía
de más tiempo y pasaba una parte de él en la cocina. También
tomábamos té junto a la chimenea a lo largo de todo el día; a ella le
encantaba encender y atizar el fuego. Se quedaba sentada, mirando
fijamente las llamas y tratando de preverlas. Nadie sabía hacer
arder una hoguera como mi madre; era una hechicera del fuego.
Cada fin de semana, Ben y yo tomábamos un tren a Londres para
ver a nuestros amigos. En Navidades, íbamos a Harrods, en
Knightsbridge, o al Borough Market, en South­wark, para hacer las
compras navideñas; luego nos dirigíamos de vuelta al pub de
Crowborough, a unos kilómetros de la casa, para juntarnos con la
gente del lugar y cantar y bailar hasta altas horas de la madrugada.
(A aquellas alturas, mi madre se había hecho muy amiga de los
dueños del pub, así que podíamos saltarnos la campana de las once
y quedarnos toda la noche). Ben tenía dieciocho años y trabajaba a
veces detrás de la barra.
Esta era la idea de mi madre de llevar una vida sencilla; aún tenía
un encargado, un guardia de seguridad, un chófer, un chef y dos
niñeras para las niñas, lo cual parece mucha gente, pero era un
equipo mínimo en comparación con lo que había tenido en
California. Finalmente, llegaría a crear su propio pub en la casa, al
que podían acudir un montón de lugareños, incluidos algunos
nuevos amigos, como el guitarrista Jeff Beck y su esposa, Sandra, y
Sarah Ferguson. (Sarah y mi madre eran muy leales la una con la
otra; ambas habían sufrido ataques similares de la prensa y en la
vida en general; ambas habían sido despellejadas y humilladas
simplemente porque eran dos mujeres decididas a ser ellas mismas
sin complejos). Y mi madre montaba también unas fiestas de
Navidad impresionantes. Pero, en general, le gustaba ir a la tienda
de fish and chips, comer un asado los domingos y dedicarse a la
jardinería con mis hermanas.
Aparentemente, había hecho lo que se había propuesto. Se había
creado una vida dulce y sencilla en el campo. Así que los dos
primeros años fueron realmente mágicos.
No teníamos ni idea, sin embargo, de que su consumo de pastillas
iba lentamente en aumento.
Una noche fuimos todos a Londres a divertirnos al club Soho House.
Normalmente, cuando mi madre y yo nos peleábamos, la cosa se
resolvía por sí sola bastante deprisa. Era capaz de ser racional, de
asumir su responsabilidad y ser empática. Aquella noche en el Soho
House, sin embargo, fue la primera vez que noté que algo iba mal.
Todo empezó por una pequeña discusión, porque yo quería ir a
Irlanda antes de Navidad. Pero enseguida capté en ella una
ferocidad que no había percibido nunca. No se decidía a terminar la
discusión y el toma y daca parecía extremadamente irracional.
«No me dijiste que ibas a irte a Irlanda tan cerca de Navidades»,
me recriminó.
«Sí, claro que te lo dije —repliqué—, solo que tú no te acuerdas».
Ella no hizo caso de ese comentario.
«Entonces ¿me vas a dejar aquí y te vas a llevar a tu hermano a
Irlanda? No es justo en absoluto, así que no voy a aceptarlo».
«Acabo de decírtelo: te expliqué hace semanas que íbamos a ir a
Irlanda. Ahora me tienes totalmente desconcertada…».
Se mantuvo implacable; no estaba dispuesta a dejarlo correr.
Había una mezquindad nueva en ella, cuando antes habríamos
resuelto la cuestión rápidamente.
Yo estaba tan confusa y furiosa por la discusión que salí airada
del club. Había conseguido sacarme de quicio. Al salir, me encontré
a mi hermano fumando un cigarrillo.
«Mamá está muy extraña…», comenté.
«¿A qué te refieres?», pregunto él.
«Pues que se ha enfurecido porque nos vamos a Irlanda cuando
se lo dijimos hace semanas. No está dispuesta a ceder».
Yo llevaba un vestido elegante, eran las dos de la madrugada y no
tenía a dónde ir. Mientras me alejaba a pie, pasó por mi lado un
rickshaw y me subí. El rickshaw estaba todo adornado con luces
navideñas, y el tipo tenía puesta la canción «Angels», de Robbie
Williams, a tal volumen que yo no oía mis propios pensamientos. Ahí
estaba, ataviada con un vestido largo y un abrigo de piel sintética, e
incluso en medio de mi furia no pude dejar de percibir lo absurda
que era la situación y me reí de mí misma. Le envié a mi madre un
vídeo mío circulando por Oxford Circus con la canción a tope. Me
respondió con un mensaje: «¡Ja!». Después de las peleas, no
solíamos mantener una conversación para resolver el problema. Al
final, una de las dos rompía el silencio y todo volvía a ser como
siempre: eso era lo que significaba su mensaje. Volví al Soho
House.
Pero las cosas estaban cambiando. Y no solo con mi madre.

Tras un par de años viviendo en Inglaterra, fuimos todos de


vacaciones a Hawái, y fue entonces cuando mi madre me reconoció
que sí, que se había vuelto adicta a los opioides, pero que pensaba
ir a desintoxicarse a México. Así pues, mi hermano y yo, junto con
mis dos hermanas, la acompañamos a México. A mitad del
tratamiento, sin embargo, ella se inventó una excusa para
suspenderlo.
«Voy a tener que volver. Las niñas empiezan el colegio después
de Pascua», anunció.
«¿Qué quieres decir? —respondí—. Tú ya sabías que esto iba a
coincidir con esas fechas, ¿no?».
«Sí, pero es que acaban de empezar. Tienen muchos amigos
nuevos. Tienen sus rutinas. No voy a sacarlas ahora de todo
eso…».
«Yo creo que todo el mundo estaría de acuerdo en que es más
importante que tú te quedes aquí, aunque mis hermanas pierdan
una semana de colegio», le dije, pero ella se mantuvo inflexible.
Siempre hacía lo que quería. Mi hermano y yo estábamos
enfadados, pero no conseguimos que cambiara de idea.

De vuelta en Inglaterra, había una conciencia tácita entre mi


hermano, Michael y yo en el sentido de que quizá mi madre no
quería desintoxicarse. Era siempre extremadamente sincera, pero
creo que pensaba que la virtud consistía en ser sincera, más que en
cambiar de comportamiento. Puesto que ya nos lo había reconocido,
la sinceridad parecía darle licencia para seguir con su adicción.
Ahora que lo sabíamos, mi hermano y yo notábamos cosas, como
que se quedaba dormida demasiado pronto cuando veíamos una
película juntos.
Una mañana, mientras yo estaba sentada en la cocina tomando té
y mi madre pasaba de largo, observé que chocaba ligeramente con
la pared. Me entró una sensación de terror porque sabía —ella me
lo había repetido durante años y años— que la heroína, si alguna
vez llegaba a consumirla, la mataría. Solía decir: «No me limitaría a
probarla; si la consumiera, acabaría conmigo».
Finalmente, se dio cuenta de que trasladarse a Inglaterra no había
sido tan buena idea. Se había distanciado de todos sus amigos, y el
consumo de droga había aumentado con la soledad y el aislamiento.
O bien era que necesitaba estar sola para tomar drogas. O ambas
cosas.
Su comunidad había desaparecido. Estaba en la zona rural de
Inglaterra con dos bebés y sin amigos. Entonces decidió que el
problema era el aislamiento. Odiaba Los Ángeles y quería estar
cerca de Graceland, así que decidió que iba a trasladarse a
Nashville para tener más vida social y grabar un nuevo disco.
Me sentí mejor. Ahora daba la impresión de que tenía un plan.
Danny iba a intentar vender la casa de Inglaterra y ella iba a dejar
las pastillas y a empezar de nuevo en Nashville.
Mientras miraba casas en Nashville, alquiló una en Los Ángeles,
en un campo de golf, con un precioso jardín trasero, una piscina y
una sala de cine donde mi hermano y yo vimos Juego de tronos.
Una noche, bajé para beber algo y vi que Michael estaba sacando
a mis hermanas de casa para llevarlas a una pizzería Chuck E.
Cheese. Era raro que mi madre no fuera con ellos. Subí a buscarla y
entré en su habitación. Descubrí que estaba escondida en el baño.
«No entres», dijo.
No le hice caso.
Al entrar, la encontré llorando en la bañera. Tenía un ojo morado y
la nariz ensangrentada: se había caído mientras estaba colocada.
Sollozaba y estaba claramente avergonzada. Le había dicho a
Michael que se llevara a mis hermanas para que no le vieran la
cara.
Era consciente de que aquello había ido demasiado lejos. Volvió a
rehabilitación a la semana siguiente.
Tras ese periodo, voló a Nashville.
Mi madre estaba desmoronándose lentamente. Y mi hermano
también.

Todos bebíamos mucho, pero mi hermano, incluso cuando bebía,


seguía mostrándose jovial y divertido. Era ese tipo de persona que
no quiere que la noche se acabe nunca: siempre el último en
mantenerse en pie.
Pero hubo una noche en un club, cuando yo tenía unos veintidós
años, en la que Ben empezó a insistir para que me fuera, cosa que
no me pareció normal. Me metió en un taxi y me envió de vuelta al
hotel donde nos alojábamos durante ese fin de semana. Solo
después comprendí que había estado tomando drogas —
probablemente éxtasis o coca— y que había querido sacarme de allí
para poder hacer lo que quisiera sin que yo me enterase.
Eso se convirtió en una costumbre en mi familia. Hacían cosas a
mis espaldas. Yo era como una agente de narcó­ticos: mi madre
siempre me decía que era demasiado dura con Ben, o demasiado
dura con ella, pero lo que creo que pasaba es que, sencillamente,
yo era la única que no estaba enganchada a las drogas, lo cual me
convertía en la aguafiestas.
No obstante, empezaba a estar preocupada por Ben. Una noche,
en torno a esa época, estuvo bebiendo en un pub, volvió tarde, se
cayó de la cama y se partió un incisivo. Esa noche lloró en brazos
de mi madre al pie de la escalera.
Aun así, nunca bebía de verdad durante el día. Era un bebedor a
rachas. Le daba a lo bestia un par de semanas y luego paraba
durante un largo periodo. Lo veíamos mucho tiempo sobrio. Yo me
preocupaba en el momento, pero a la siguiente semana o al
siguiente mes lo veía bien, incluso mejor que bien, bebiendo zumos
verdes y haciendo ejercicio físico.
Aquello no afectó a mi relación con él; en el caso de mi madre, en
cambio, su adicción implicaba que no estaba presente
emocionalmente gran parte de tiempo.

Cuando empecé a ver a un terapeuta, resultó muy agradable oír a


alguien que me decía: «Eh, tú no estás tan jodida», o: «Tienes que
dejar de pegarte un tiro en el pie».
También iba a un grupo de terapia y, al principio, me resistía
mucho a participar. Pero finalmente empecé a estrechar lazos con la
gente. Me di cuenta de que todos estaban tan jodidos como yo.
Alcohólicos Anónimos no me gustaba. Te pasas el tiempo
hablando de drogas y alcohol, lo cual me saca de quicio. Estoy de
acuerdo en que estoy indefensa ante esas sustancias y creo que
podría dejarlo todo, pero las pastillas fueron diseñadas para crearte
una adicción desde dentro. Aunque solo las tomes durante dos o
tres semanas seguidas, seguro que vas a tener una reacción
negativa. Tu cuerpo va a sufrir un síndrome de abstinencia.
Pero no creo que sea solo algo físico. Creo que un cuerpo es
solamente un cuerpo, y que el espíritu está en último término en el
interior de tu envoltura física, y no creo que las sustancias químicas
tengan nada que ver con el espíritu. Esas sustancias crean la
adicción física en el cuerpo, pero la raíz de la adicción procede del
hecho de ser profundamente infeliz. Es un problema espiritual.
Después de dejar la cienciología, empecé a aumentar la cantidad
de pastillas. Pensaba: Ay, Dios mío, he perdido mi religión, que era
el único camino que podía transitar, mi familia adoptiva. Todo
había desaparecido: todos mis amigos, absolutamente todo.
Sabía que se había terminado la historia.
Y estaba tan destrozada que usaba las drogas como un
mecanismo de supervivencia.

A las dos semanas de empezar una nueva vida en Nashville, mi


madre ya había vuelto a los opioides.
La adicción empeoró. Bebía más, tomaba más opioides. En un
momento dado, encontró un artículo que decía que la cocaína
puede ayudar a dejar los opioides, así que empezó a tomar cocaína
para dejar los opioides, y luego opioides para dejar la cocaína. Su
adicción continuaba pese a todos los periodos de desintoxicación
con el argumento de que siempre estaba sufriendo graves
síndromes de abstinencia que amenazaban su vida y que ningún
médico era capaz de comprender. Pensaba que todos los médicos
eran demasiado duros. No le daban lo que necesitaba en cantidad
suficiente, así que se encargaba «ella misma de hacerlo».
La cosa aumentó hasta ochenta pastillas al día.
Me hacía falta más y más para colocarme, y sinceramente no sé
cuándo tu cuerpo decide que ya no puede aguantarlo más. Pero está
claro que lo decide en algún momento.
Creo que todos nacemos siendo inocentes, y que la naturaleza de
las personas es buena de forma innata, pero que acaban jodidas por
su entorno. Y creo que mi cerebro es diferente, que soy una adicta.
De lo contrario, no habrían pasado todos esos años entre mi época
de ser una adolescente estúpida y hacerme de repente drogadicta a
los cuarenta.
Durante un par de años fue algo recreativo; luego ya no lo fue.
Era una cuestión de pura adicción, con síndromes de abstinencia de
campeonato. Si me hubiera quedado completamente sin drogas, la
gravedad de la abstinencia me habría dejado o bien en el hospital, o
bien muerta. Mi tensión arterial se disparaba a cifras altísimas.
Ya solo deseaba irme al otro barrio. Era demasiado doloroso
estar sobria.
Mi vida entera había volado por los aires, parecía como si
hubiera estallado una cosa tras otra, y ya no podía resistir más
golpes.

Mi madre recurría a todo tipo de argumentos para justificar por qué


no quería dejar las drogas, pero creo que uno de los más
conmovedores era su sentimiento de vergüenza por haberse
convertido en adicta con dos hijas pequeñas. Sus criterios
parentales eran tan exigentes que no creo que hubiera podido
mantenerse sobria jamás sabiendo por qué situación había hecho
pasar a mis hermanas. Si de algo se había enorgullecido siempre
era de ser una gran madre. Decía: «Mi música no tuvo mucho éxito,
no terminé la secundaria, no soy guapa, no soy lo bastante buena…,
pero soy una gran madre».
Cuando empezó a sentir que ni siquiera era eso, no pudo
soportarlo, así que redobló su consumo.
Cuando vivía en Nashville y estaba sumida en las profundidades
de la adicción, con frecuencia conducía trescientos kilómetros hacia
el sudoeste hasta Graceland para dormir en la cama de su padre. Al
parecer, era el único sitio donde hallaba algo de consuelo.
A menudo nos llevaba a mí, a Ben y a mis hermanas arriba, a esa
habitación, y dormíamos todos en la cama de su padre mientras
abajo los visitantes hacían el tour. Ojalá aquel hubiera sido un
momento mágico en un rincón familiar mágico. Pero lo cierto es que
lo que buscaba con de­sesperación era sentirse protegida, lo que
intentaba con desesperación era conectar con su padre. Se tendía
en su cama, se tumbaba en el suelo de su habitación: cualquier
cosa que le procurara un poco de consuelo. Era como ir a la iglesia
cuando todo está perdido y decir: «Por favor, Jesús, ayúdame».
Y, cada vez que iba allí, señalaba un trecho de hierba vacío junto
a la tumba de su padre, en el Jardín de Meditación, donde
finalmente habría de ser enterrada.
Cuando volví a Los Ángeles, recibí una llamada de mi madre.
«Me está pasando algo raro. Físicamente», me dijo.
«Tienes que venir a Los Ángeles —contesté—. Hemos de llevarte
al hospital».
Así empezó una larga serie de mensajes de texto entre mi
hermano y yo en Los Ángeles y mi madre en Nashville, un extracto
de los cuales ofrezco aquí:
Mamá: Por favor, venid a sacarme de aquí lo antes posible.
Podemos buscar una caravana o algo. Podemos ir a California.
Hablo en serio. Os necesito a los dos. No tengo fuerzas para irme
yo sola. No me siento bien en ningún sentido. Tengo las piernas y el
cuerpo hinchados. Escupo sangre. Se me han torcido los tobillos.
Me sangran los labios. Lo vomito todo salvo el yogur. Tengo los pies
tan hinchados que me da miedo.
Yo: ¡Tienes que ir al médico ahora mismo! Necesitas que te
examinen y te den vitaminas. Ve al médico ahora. No estás bien.
Ben: No quiere ir al médico. Hay uno que puede ir a la casa. Eso
es lo mejor que se puede hacer ahora.
Yo: Christy [la ayudante de mi madre] y Lockwood dicen que no
quieres ir al médico. Tienes que ir.
Mamá: Ni hablar de un médico aquí. Tennessee tiene leyes
estrictas. Se llevarán a mis niñas.
Yo: ¿Por drogas? ¿A quién le importa? Vas a morirte, mamá.
Necesitas que un médico examine tus constantes vitales.
Ben: A mí no me importaría si el diablo en persona viniera a la
tierra y dijera que es médico. Con tal de que sea médico…
Mamá: Tengo mis médicos en Los Ángeles. Quiero verlos a ellos.
Yo: ¿Puedo pedirte, por favor, una autocaravana para que te
traiga mañana a Los Ángeles?
Ben: Sube a una autocaravana y ven aquí.
Yo: Mamá, voy a reservar una autocaravana en Tennessee para
mañana. Ben [volará a Nashville e] irá contigo y con las niñas.
Ben: Responde, mamá.
Ben: Mamá, responde a mi puta llamada. Te he llamado 21 veces.
Si no quieres hablar conmigo, vale, pero tengo un plan.
Yo: Mamá, Ben tiene un buen plan. Cogerás una autocaravana
con las niñas.
Mamá: ¿Dónde nos alojaremos?
Yo: Ya te encontraré algún sitio.
Ben: Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.
Llámame.

Había tomado mucha cocaína, un trago de tequila y un montón de


pastillas. Todo eso mezclado con el estrés.
Me sentía realmente infeliz y mi cuerpo no estaba funcionando
bien.
Riley y Ben querían llevarme a un médico, todo el mundo quería
llevarme al médico, pero yo no pensaba consultar a ninguno en
Nashville, así que Riley envió a Ben a buscarme porque mi
ayudante, Christy, le había contado que había creído un par de
veces que me había muerto, que parecía que estuviera muerta en la
cama.
Ben vino a buscarme y él, las niñas y yo hicimos todo el trayecto
desde Nashville hasta Los Ángeles en un autobús de gira.
Decidimos conducir porque yo quería seguir tomando coca todo el
tiempo y no habría podido hacerlo en un avión. No creo que
hubiera podido pasar siquiera por el control de seguridad del
aeropuerto. El autobús de gira tenía seis camas, una habitación en
la parte trasera y una cocina.
Cuando llegamos a Los Ángeles, me fui directa a ver al jefe del
hospital Cedars-Sinai. Tenía treinta pulsaciones por minuto.
Tendida en la habitación, aguardé muerta de miedo.
Mi ecocardiograma salió muy mal. Estaba perdiendo mi corazón
literalmente. Tenía el corazón muerto, hecho pedazos.

Cuando llegó a Los Ángeles desde Nashville, la cabeza y la cara de


mamá tenían el doble de tamaño de lo normal. Fue directa de la sala
de urgencias a la UCI: estaba en fallo cardiaco. Era todo un caos y,
en mitad de aquello, le dijo a Michael Lockwood que iba a dejarlo.
Necesitó como una semana para empezar a recuperarse.
Una vez que se sintió algo mejor, le entró un deseo desesperado
de encontrar algún lugar seguro donde vivir con privacidad. Nos
pidió una y otra vez si podíamos buscar algún sitio en Mountaingate,
donde habíamos vivido todos cuando yo era pequeña, donde
habíamos perdido a nuestro carlino Jaco, pero habíamos sido tan
felices…

Mi madre había cambiado en esa época de administrador y, por


alguna razón, todas sus tarjetas de crédito habían quedado
bloqueadas. No tenía nada. Todo estaba patas arriba. Por orden
judicial, fue a un centro de desintoxicación en Los Ángeles, tuvo que
someterse a análisis de orina y todo lo demás. En el centro le dieron
Suboxone y otros fármacos como quetiapina y gabapentina para
desha­bituarla de los opioides, pero solo sirvieron para que se
colocara todavía más porque, fuera cual fuese la dosis normal, ella
se las arreglaba para sacarles a los médicos cinco veces más.
Cuando iba a verla, ni siquiera me reconocía. Tengo el recuerdo
de estar las dos juntas, sentadas, mientras ella trataba de
encenderse un cigarrillo durante cinco minutos enteros. Inútilmente.
Era como si todo sucediera a cámara lenta. El cigarrillo nunca
llegaba más allá de a un palmo del encendedor.
Mientras estaba desintoxicándose, mamá decidió someterse a
una cirugía bariátrica. Toda su vida había sido acosada por el hecho
de ser gorda. Operarse era algo que siempre había deseado.
Era un momento extraño para decidir tal cosa, estando en
rehabilitación. Aún no había terminado el programa. Recuerdo que
me preocupaba que aquello fuera un modo de seguir medicándose
un poco más de tiempo. No creía que estuviera preparada para
mantenerse sobria. Cualquiera que tenga experiencia con adictos
sabrá de antemano que, cuando le cuestioné si era el momento
adecuado para operarse, se desató una pelea descomunal. Aquello
la delataba claramente. Y luego me quitó de la lista de visitas del
hospital. En medio de su adicción, yo venía a ser para ella como una
agente de narcóticos; yo era Peque (el apodo habitual con el que
me llamaba; raramente, por no decir nunca, usaba Riley), no una
pirata como el resto de la familia.
Con frecuencia me veía en la situación de tener que denunciar
sus intentos de burlar el sistema. Contactaba con los médicos a sus
espaldas y les decía que estaban dándole un exceso de medicación.
Pero ella era Lisa Marie Presley y casi siempre acababa
imponiéndose, y se enfurecía por mi intromisión. Someter a los
médicos —a cualquiera— a su voluntad era algo que dominaba: un
fenómeno típico entre los famosos. A menudo me había explicado
que el problema con su padre, y con Michael Jackson, era que todos
los que les rodeaban les decían siempre que sí. Pero, por supuesto,
mi madre no veía la cuestión de la misma manera cuando se trataba
de ella. En los momentos más agónicos de su adicción, si
pretendías detenerla, quedabas excluida. A mí me decía: «Tú no lo
entiendes. No eres una adicta».
Pronto salió de rehabilitación, aunque increíblemente deprimida.
Había pasado por otra separación y sentía que no tenía nada por lo
que vivir, nada que la impulsara a mirar adelante. Tomaba un
montón de medicamentos que la dejaban atontada. Lo único que
podía hacer era sentarse en el sofá y mirar la tele.
Para que pudiera ver a mis hermanas, tenía que estar presente un
supervisor con autorización judicial. Yo era ese supervisor, así que,
para que mis hermanas volvieran con ella, mi madre tenía que vivir
conmigo. Y como mi hermano vivía con ella, él también venía en el
paquete. Así pues, mi madre, mis hermanas y mi hermano se
trasladaron a mi casa de ciento ochenta y cinco metros cuadrados
en el Valle.
Luego mi padre se mudó también allí.
En apariencia, debería haber sido bueno que estuviéramos todos
juntos.
Pero la sensación era que habíamos llegado al final.
Habíamos tenido una vida increíble, variada, preciosa, abundante,
divertida y gozosa, pero en aquella casa dio un vuelco y se volvió
insoportablemente oscura para todos nosotros.

Japón era el país favorito de mi hermano. Un día, cuando Ben y yo


estábamos viajando en tren a Kioto, me dijo medio en broma, con
falsa modestia: «Es realmente un fastidio porque, cuando hago algo
nuevo, me vuelvo tan bueno enseguida que deja de resultarme
estimulante». Nada conseguía mantener su interés mucho tiempo
porque, cuando aprendía a hacer algo, verdaderamente se le daba
muy bien. Era de esas personas con una capacidad irritante para
ser buena en todo. Pero no había encontrado algo que realmente le
atrapara. Había querido tocar la guitarra para ganarse la vida, había
hecho cursos de negocios, se había formado para ser chef de sushi,
incluso tenía un cuchillo de chef tatuado en un brazo, pero nada
llegaba a cuajar. Era realmente inteligente, mucho más intelectual
que yo. Alrededor de los veinticinco años, empezó a sentir la presión
de tener que elegir. Yo intentaba ayudarle a pensar qué podía hacer
con su vida. «Podrías mudarte a Hawái y dedicarte a la pesca», le
decía, porque esa era otra de sus pasiones. Nos enviábamos
enlaces de casas que tal vez podría comprar algún día. Su sueño
era llevar una vida sencilla en alguna parte: Hawái y Japón eran sus
opciones preferidas.
Pero cuando la conversación progresaba, Ben siempre chocaba
con la realidad: «No puedo dejar a mamá».
Como el resto de los hermanos, estaba al tanto de la tristeza y la
soledad tremendamente profundas de nuestra madre. Sabía que
ella había acabado apartando a casi todo el mundo, así como todas
las cosas que amaba, y que se encontraba muy sola. Y se había
impuesto a sí mismo la responsabilidad de no alejarse nunca de su
lado.

En mayo de 2018, fui a Tokio a rodar una película para Netflix


titulada La música del terremoto y Ben me acompañó.
Al principio nos alojamos en el Park Hyatt, el hotel que aparece en
Lost in Translation. No soy una gran bebedora, pero el día que
cumplí veintinueve años me emborraché demasiado —no aguanto el
alcohol— y vomité al lado del hotel. Oía en mi cabeza las voces de
mis padres diciéndome lo floja que era. Probablemente solo había
tomado tres copas.
En una familia de piratas, ser floja no es necesariamente algo
malo. En mi familia se enorgullecían de ser unos piratas, y
realmente daban la talla en ese sentido; pero, como me dijo una vez
mi madre, cuando yo afirmé que era muy salvaje: «Ay, Peque, tú no
eres salvaje para nada».
A la semana siguiente, encontramos un apartamento donde vivir.
Ben y yo lo pasamos de maravilla en Japón durante aquel mes.
Cada día nos levantábamos y nos íbamos a la sauna o a la sala de
vapor. Luego dábamos un paseo, comprábamos unos batidos y
seguíamos vagando por ahí.
En esos paseos por la ciudad, yo llevaba unas Nike amarillas con
las que él estaba obsesionado. Ben nunca había deseado nada que
yo tuviera, salvo aquellas zapatillas.
Yo no tenía mucho que hacer en la película, así que disponía de
tiempo de sobra. Tenía un ayudante, Shusaku, y él y Ben se hicieron
muy amigos. Cuando a mí me tocaba trabajar, ellos salían a recorrer
juntos la ciudad. Tokio es un sitio en el que se hacen cerámicas
preciosas, así que fuimos a clases los tres: hicimos un montón de
tarros, cuencos y tazas, y Shu nos servía de intérprete.
Ben era un sibarita. Íbamos a todos aquellos increíbles
restaurantes omakase y se lo comía todo, cualquier cosa. Había
platos con los que yo realmente no podía (erizos de mar, por
ejemplo), pero, como estaba el chef ahí delante y no quería ser
maleducada, esperaba a que mirase para otro lado y le pasaba a
Ben lo que yo no tenía estómago para probar.
Pese a que le gustaba tanto la buena comida, una de las cosas
favoritas de Ben eran las bolas de arroz de la cadena 7-Eleven.
(Para ser justa, la comida de los 7-Eleven de Japón es muy buena).
Solíamos llevarnos las bolas de arroz a Zushi, una playa surfista que
quedaba a una hora al sur de la ciudad. Subíamos por la montaña a
un santuario, yo con mis relucientes Nike amarillas —las «zapatillas
banana», como las llamaba Ben—, y nos comíamos allí las bolas de
arroz.
Ben me daba la lata sobre las zapatillas todos los días.
«¿Me has conseguido unas zapatillas banana?», preguntaba una
y otra vez.
Y yo le prometía una y otra vez que le compraría un par.

Durante una temporada, Ben se aficionó mucho a la confección de


joyas.
Unas semanas después de que yo empezara a salir con el
hombre que habría de convertirse en mi marido, Ben Smith-
Petersen, nos reunimos todos en Irlanda. Ben Ben le dijo a Ben
(más tarde mi madre los bautizó «Ben Ben» y «Big Ben» para
distinguirlos) que, como era evidente que iba a proponerme
matrimonio —éramos unos críos, pero estaba claro que
acabaríamos juntos—, él se encargaría de hacer un anillo. Al cabo
de unas semanas, Big Ben estaba en Australia visitando a su madre.
Ella le dijo que tenía unos diamantes que había sacado del anillo de
su bisabuela y que pensaba engarzarlos en otra joya para ella
misma, pero le dio uno de los diamantes. Y cuando él regresó a
Estados Unidos, Ben Ben encontró un anillo antiguo y se encargó de
engastarle el diamante.
Entonces Big Ben enganchó el anillo en nuestro perro y me dijo
que lo llamara. Así fue como él —bueno, estrictamente hablando, el
perro— me propuso matrimonio.

De vuelta en Los Ángeles, mientras trataba de cuidar de nuestra


madre, la propia adicción de Ben Ben al alcohol fue en aumento.
Y, a medida que aumentaba, también crecía su depresión.
Aunque, sobrio o no, él padecía ansiedad, muchas veces estaba
bien cuando no bebía. Su depresión no parecía peligrosa. A veces
pillaba una borrachera y a veces tomaba drogas: consumía éxtasis
una semana y luego pasaba el bajón, pero, tras unos días sin
probarlo, volvía a la normalidad.
Mi madre era una persona tan potente que todo lo que hacía,
fuera lo que fuese, nos afectaba mucho a todos. Nuestras vidas
estaban dominadas por el tono que ella establecía, y ese tono se
volvió denso y sin esperanza. Nuestra madre, la reina, la líder
familiar más férrea del mundo, se había derrumbado. Yo había
creído erróneamente que ella tenía tal fortaleza mental que nada
podría doblegarla nunca de verdad. Pero, por supuesto, no era así.
Basta un nivel suficiente de dolor para doblegar a cualquiera. Había
sido adicta durante casi toda una década, y las drogas le habían
provocado un sentimiento de desesperanza que lo permeaba todo.
Ya no quería hacer nada. Tenía la sensación de que su vida había
terminado. Decía: «No tengo nada; no tengo marido, no tengo
amigos, no tengo vida». Estaba tocando fondo.
Ben Ben era un niño de mamá en toda regla y no podía soportar
que su madre sufriera. Estaban tremendamente unidos, como Elvis
y Gladys: el uno atado inextricablemente a los altibajos del otro, y
verse sufrir mutuamente era para ambos durísimo. Aquello lo
destruyó. Lo que para nosotros había sido en su momento una
infancia perfecta dio paso a algo que resultó ser para él una
pesadilla. Como para muchos miembros de nuestra familia, era en
las sustancias tóxicas donde Ben encontraba alivio, y su adicción al
alcohol empeoró.
Yo pensaba a veces: Bueno, no parece que esté bebiendo mucho
más que otros amigos míos. De hecho, desde ese punto de vista, ni
siquiera era él el que más me preocupaba.
Todavía estábamos muy unidos, pero Ben no me contaba lo mal
que se sentía realmente. Un día le dijo a mi madre que no creía
estar bien mentalmente; ella, sin embargo, no me lo contó. Y eso no
habrías podido saberlo a menos que él te lo dijera.
Estábamos todos tremendamente unidos, siempre abrazados,
acurrucados juntos en la cama. Así que cuando to­do se volvió
oscuro, ¿cómo no iba a afectarnos? Durante toda nuestra vida, mi
madre había marcado el camino, y ninguno de nosotros se
habituaba al hecho de que ya no poseyera la energía de siempre.
Las drogas que seguía consumiendo después de la de­-
sintoxicación estaban apagando su luz.

Al año siguiente, mi madre fue capaz de mudarse a su propia casa


en Calabasas, y mi hermano y mis hermanas se mudaron con ella.
Juro que esa casa estaba encantada. Parecía maldita. O tal vez
se debía a lo potentes que se habían vuelto los estados de ánimo de
mi madre.
Ella no soportaba pasar unos días sin verme, pero yo no quería
estar allí. El peso de esa casa era abrumador. Mi hermano también
lo sentía; cualquiera que iba allí lo sentía.

Ben Ben decidió al fin que estaba bebiendo demasiado y mi madre


lo envió a desintoxicarse.
Pero, a su regreso, todavía estaba varado en aquella casa terrible
presenciando las dificultades de su madre. Ella no estaba realmente
sobria tampoco: no tomaba narcóticos, pero desde luego se
colocaba con el cóctel posrehabilitación. Discutíamos sobre ello
continuamente, y ella se volvía feroz para preservar su adicción. Por
lo demás, se pasaba todo el día en el sofá dormida. Ver aquello era
algo increíblemente duro para mi hermano.
Entonces mi madre sufrió un ataque de convulsiones. Mi hermano
y la ayudante de mi madre estaban en casa con ella en ese
momento. Ben Ben permaneció a su lado hasta que llegó la
ambulancia.
Fui allí esa noche para cuidar de mis hermanas. Mamá estaba en
el hospital. Ben permanecía sentado en el sofá en silencio.
«¿Estás bien?», pregunté.
«Sí», dijo él, como si estuviera totalmente ausente.
Yo estaba concentrada en las gemelas: acababan de ver cómo los
técnicos en emergencias se llevaban a su madre y estaban muy
alteradas, así que no pude prestar atención a mi hermano.
Después del ataque, mi madre comprendió que no podía seguir
de aquel modo. Aunque continuó tomando estabilizadores del
estado de ánimo, consiguió mantenerse sobria de verdad. Un día
me dijo: «Ya basta. Tengo que cambiar de vida».
Las convulsiones le habían servido de escarmiento; de hecho, les
tenía una fobia terrible.
En una ocasión, cuando yo tenía unos siete años, vimos a un
hombre que sufría violentas convulsiones en un centro comercial de
Florida. Mi madre no pudo quitarse la imagen de la cabeza durante
meses, y al final tuvo que hacer terapia para superarlo.
Cuando me dijo «ya basta», recuerdo que pensé: Al fin. Su
adicción iba a desaparecer. Realmente creí que iba a ser así.
Pero observé que la actitud de mi hermano había cambiado
después de las convulsiones de mamá. Parecía más callado y, con
frecuencia, se quedaba solo en su habitación. Recuerdo haber
pensado que debía vigilarlo más de lo normal, porque el hecho de
haber visto a su madre sufriendo espasmos tenía que haber
resultado insoportable para él.

Aquella casa encantada de Calabasas tenía un leve problema de


moho, así que mi madre, Ben y mis hermanas tuvieron que salir de
allí y alojarse en el hotel Beverly Hills mientras lo solucionaban (ella
tenía una alergia grave al moho).
Cuando todavía seguían en el hotel, Ben decidió volver a la casa
una noche para hacerle una fiesta de cumpleaños a su novia.
Mi madre y Ben estuvieron intercambiando mensajes mientras se
encontraban allí. Ella había detectado algo en su actitud que le
preocupaba.
«¿Vas a venir mañana? Vuelve a casa», le escribió.
La fiesta se alargó hasta bien entrada la madrugada. Todos
estaban reunidos en el piso de abajo, pasándoselo bien.
Ben subió al piso superior a eso de las tres y media de la
madrugada.
«Vuelve a casa», le escribió mi madre de nuevo.
A los demás les dijo que iba a por una cerveza.
OCHO

BEN BEN

Ben Keough, cortesía de Lisa Marie Presley Archives


Ninguna de las personas que había en la casa oyó el disparo.
Tardaron casi una hora en darse cuenta de que Ben no había vuelto.
Arriba encontraron la puerta cerrada con llave. Tuvieron que tirarla
para entrar.

Cuando tenía trece años, mi mejor amigo de la escuela se llamaba


Brian.
Recuerdo que un día llegué al colegio y todos estaban muy raros.
Nos reunieron en una habitación y nos dijeron que Brian había
muerto tras esnifar pegamento. Como nos alteramos mucho, nos
llevaron a dar un paseo para distraernos del suceso.
Pero nos habían mentido. Recuerdo que durante ese paseo le dije
a un profesor: «¿Qué ha pasado en realidad?».
Y el profesor reconoció: «Se ha pegado un tiro».
La gente tiene ideas equivocadas sobre el suicidio. Siempre he
pensado que, si alguien habla de hacerlo, es que no se va a atrever.
Eran las cinco y media de la madrugada del 12 de julio de 2020
cuando empezó a sonar mi teléfono.
Sobresaltada y solo medio despierta, le dije a mi marido: «Me
llama Christy. Pasa algo malo». Si la ayudante de mi madre me
llamaba tan temprano, tenía que ser una cosa muy grave. Oh, Dios
mío, algo le ha ocurrido a mamá, pensé.
Mi marido respondió: «Contesta».
El corazón me martilleaba el pecho tan fuerte que sentía su latido
en los oídos. Cogí el teléfono.
«¡Tu hermano se ha pegado un tiro en la cabeza! ¡Tu hermano se
ha pegado un tiro en la cabeza!», repetía Christy una y otra vez.
No fui capaz de asimilarlo. La oí, pero no pude digerir las
palabras, esa frase tan irrevocable. Y de repente solo podía pensar
en algo inmensamente doloroso: Esto es real y no hay nada que
pueda hacer.
El tiempo se expandió, o se aceleró, no sabría decir, pero lo
siguiente que pensé fue que iba a tener que decirle a mi madre que
el segundo hombre que más había amado en el mundo ya no
estaba.
No recuerdo haber colgado el teléfono, ni sé cómo nos subimos al
coche. Sí me acuerdo de que bebía Gatorade amarillo y que
encendí un cigarrillo. Mi marido conducía. Para mí fue como si ese
trayecto se prolongara durante siete años, pero lo único que
recuerdo es eso: una bebida energética, un cigarrillo y una
eternidad.
Mi madre estaba dormida en su habitación del hotel. Se ponía una
máquina de ruido blanco, porque era la única forma que había
encontrado para conseguir descansar un poco. Llegué corriendo
hasta su suite y me puse a aporrear la puerta. Nada. Tras unos
minutos, llamé a la recepción del hotel y les supliqué que me
abrieran la habitación. Vino un empleado de seguridad y me puse
histérica.
«Tengo que entrar ahí ahora mismo».
«No puedo dejarla entrar», contestó él.
«Por favor, por favor, se lo ruego. Tengo que hablar con mi madre.
Es una emergencia».
«No podemos permitirle la entrada sin la aprobación previa de la
huésped», insistió.
Me puse a llamar aún más fuerte. Un único pensamiento me daba
vueltas en la cabeza: Esto va a acabar con ella, es lo que va a pasar
cuando se lo diga. Durante ese rato que estuve dando golpes en la
puerta, entendí, con una claridad absoluta, que cada momento que
me quedara con ella después de lo que estaba a punto de pasar
sería un regalo. Un extra. No me la imaginaba siguiendo con su vida
sin mi hermano.
Por fin oí sus pasos acercándose.
La puerta se abrió. Estaba medio dormida.
«¿Qué pasa?», preguntó.
Inspiré hondo.
«Ben Ben se ha pegado un tiro en la cabeza», solté, aunque
intenté decirlo con toda la calma posible.
Ella al principio no entendió lo que acababa de oír. En su cara no
se vio ninguna reacción. Lo repetí. Nada. Simplemente nos
quedamos mirándonos. Pero de repente empezó a coger cosas y
anunció: «Tengo que ir con él ahora mismo».
Entró en la habitación donde dormían mis hermanas.
«Tengo que irme. Le ha pasado algo a Ben Ben», les explicó.
Ellas le preguntaron si se iba a recuperar.
«No», respondió mi madre.
Las dos se echaron a llorar inmediatamente, pero tuvimos que
dejarlas así con la niñera, no podíamos quedarnos.
Después tuve que contárselo a mi padre, que estaba en Oregón.
Casi no recuerdo esa llamada. Creo que utilicé las mismas palabras
que me habían dicho a mí: «Ben Ben se ha pegado un tiro en la
cabeza».
Él solo fue capaz de contestar: «¿Qué?». No tenía sentido para
ninguno de nosotros. Cogió el coche enseguida para ir al aeropuerto
de Portland y subirse a un vuelo a Los Ángeles.
Nosotras nos metimos en el coche y fuimos desde el hotel de mi
madre, en Beverly Hills, hasta su casa en Calabasas. Yo estaba
tumbada en el asiento de atrás, mi cuerpo sumido en un profundo
pánico. No podía respirar. También en aquella ocasión me pareció
que el viaje en coche duraba una eternidad.
Me oía respirar y ese sonido me llenaba los oídos.
Aparcamos en casa de mi madre. La policía ya lo había
precintado todo con una cinta amarilla. Era la escena de un crimen.
Subimos a su habitación. Había agentes por todas partes, en las
habitaciones, en el pasillo, y uno plantado delante de su puerta. Mi
madre quiso entrar para verlo, pero el policía no nos dejó, así que
fuimos a la habitación de mi madre a esperar. Tuve que tumbarme
en el suelo; no era capaz de seguir sosteniendo el peso de mi
cuerpo. Después, mi madre y yo nos sentamos juntas allí.
El dolor era demasiado grande para llorar. Recuerdo
perfectamente que pensé: Nunca he visto en una película esta
situación, cuando alguien muere y todo es demasiado doloroso para
llorar.
Y, cuando por fin llega el llanto, es diferente. Parece que lo que
expresas es algo más profundo que tus emociones y que no va a
parar nunca. Es una especie de dolor infinito y aterrador.
Tuvimos que esperar unas dos o tres horas hasta que la policía
acabó su investigación para asegurarse de que no había nada raro.
Solo intercambiamos unas pocas palabras.
Por fin uno de los agentes nos dijo: «Normalmente no hacemos
esto, pero les vamos a permitir verlo». Mi madre esperó al pie de las
escaleras, desesperada. Unos treinta minutos después lo trajeron en
una camilla y abrieron la cremallera de la bolsa para cadáveres.
Tenía la cara perfecta e intacta, hermosa a su manera. Se le veían
bolsas oscuras bajo los ojos y lo que parecían manchas de vino en
la boca, pero también una leve sonrisa. Mi madre le cogió la cabeza.
«¿Qué has hecho, Benjamin? ¿Pero qué es lo que has hecho?»,
preguntó como si él pudiera oírla.
Entonces fue cuando lloró por primera vez.
Se le quedaron las manos manchadas de sangre, porque le había
tocado con ellas la parte de atrás del cráneo, y después esa sangre
acabó por toda su cara.
Le dio un beso en la frente a su hijo y acercó la cara a la de él
mientras lloraba.
Yo estaba en shock. Me sentía totalmente fuera de mi cuerpo.
Creo que lloré, pero no lo sé. Me sentía como si me dirigiera una
fuerza externa. Me daba miedo tocarlo. Puse la mano sobre la bolsa
que lo cubría, más o menos a la altura del pecho. Deseaba poder
abrazarlo una vez más.
Volvieron a cerrar la bolsa y lo sacaron afuera. Nosotros salimos
detrás. Lo subieron a la parte de atrás de un vehículo, cerraron las
puertas, él se quedó ahí dentro y se lo llevaron. Así, sin más.
No se me ocurre otra forma de describir la escena que
presenciamos cuando se llevaron para siempre a mi hermano
pequeño, el único hijo varón de mis padres.
La furgoneta del forense se fue y nosotros nos quedamos mirando
cómo se alejaba.

Al día siguiente, mi padre se vino a vivir con nosotros a la casa que


acababa de alquilar mi madre.
Se podría decir que durante dos semanas no me acordaba de
cómo se hablaba. Entendía qué eran las palabras y para qué
servían, pero no sabía cómo hacer para que los pensamientos
llegaran a mis labios. La gente se dirigía a mí, pero mi boca no
hacía nada. Comprendí perfectamente lo que le pasa a la gente que
se queda muda después de un trauma.
Estábamos en julio y llevábamos ya unos meses de confinamiento
por el covid-19, así que al dolor se le sumaba el terror que nos
provocaba la posibilidad de contraer la enfermedad, que en aquel
momento estaba matando a mucha gente. Todo el mundo quería
vernos, pero tuvimos que aislarnos, lo que hizo que la situación
pareciera aún más surrealista.
Me sentía como si hubiese muerto también. No podía comer, ni
pensar. Veía la cara de Ben Ben por todas partes. No me mantenía
en pie mucho rato, pasaba la mayor parte del tiempo tumbada. Me
daba la sensación de que pesaba quinientos kilos. Unas amigas se
saltaron el protocolo anticovid y vinieron a ayudarme a bañarme y a
depilarme las piernas. Solo era capaz de quedarme tirada en el
suelo al sol.
Mis padres no se vieron limitados por la misma incapacidad física.
Yo siempre había sido la responsable, la que se hacía cargo y lo
controlaba casi todo, pero entonces no pude hacerlo.
Ellos tuvieron que ocuparse de lo relacionado con el funeral, de
elegir el ataúd y todo eso. Creo que necesitaban algo que hacer.
Yo no podía ni pensarlo, ni oír hablar del funeral. Recuerdo un día
que entré en una habitación en la que estaba mi madre fumando un
cigarrillo y mirando ataúdes, y simplemente me giré y volví a salir al
instante, antes de que me viera.
Me negaba a involucrarme en nada de aquello.

Ben era un ángel, por eso a nadie le cabía en la cabeza que hubiera
muerto. Era como si alguien se hubiera equivocado de persona.
Incluso gente que había pasado poco tiempo con Ben sabía que era
una fuente de bondad; sentías cómo emanaba de él, como una luz.
Era como si quienquiera que dirija este mundo hubiera cometido un
error colosal.
Había cosas de mi hermano que no supe hasta que murió, algo
que me resultó muy doloroso porque estábamos muy unidos. Por
ejemplo, nunca lo había oído cantar, pero encontré un mensaje de
voz en su teléfono en el que lo hacía y tenía una voz increíble:
descarnada, compleja, con muchos matices, la voz de alguien con
una profundidad desconocida. Mi madre tenía una relación
complicada con la música y el canto, y en nuestra casa no se
fomentaba nada que tuviera que ver con eso. Una vez, cuando tenía
unos ocho años, le pedí que me llevara a clases de canto y ella me
dijo: «Creo que, si sabes cantar, lo haces y ya está. Me parece que
las clases no sirven para nada». Era algo que le había dicho
alguien. No quería que ninguno de sus hijos se dedicase a la
música; pretendía protegernos así de lo que ella había sufrido
durante su carrera musical.
Yo tampoco sabía que a Ben se le había pasado por la cabeza el
suicidio alguna vez. Me quedé desolada al darme cuenta de que
nunca compartió su dolor conmigo.
Después de su muerte, mi madre y yo nos tumbamos juntas en la
cama y revisamos su teléfono. Intentábamos entender lo que había
ocurrido, encajar las piezas. ¿A qué hora había pasado? ¿Con quién
hablaba? Encontré una foto que hizo en la cocina sin querer,
seguramente mientras iba de camino a su habitación, minutos antes
de morir, y un mensaje que le envió a mi madre un par de semanas
antes que decía: «Creo que a mi mente le pasa algo malo. Me
parece que tengo un problema de salud mental». Me resultó
desgarrador que se hubiera dado cuenta de que necesitaba ayuda
solo dos semanas antes de suicidarse. Habría tenido todas las
oportunidades que necesitara para intentar sanar ese dolor, pero no
pudo ni arañar la superficie de sus problemas. No le dio tiempo a
hacer ensayo y error; simplemente no llegó ni a intentarlo. No fue a
terapia, ni una sola vez. Y nunca antes intentó suicidarse, ni tuvo
una sobredosis, ni nada. No hubo ni un solo grito para pedir ayuda.
La verdad es que no supo reconocer la gravedad de su depresión
hasta que ya fue demasiado tarde y optó por un disparo. Y la
irrevocabilidad de ese gesto resultaba muy desesperante y confusa.
Durante los meses posteriores a su muerte, no pudimos pensar
en otra cosa que no fueran las múltiples formas en que se podría
haber evitado.
La bebida y las drogas le habían bloqueado la imagi­nación y el
acceso a su alma, su luz, su conexión con la creación, con Dios, con
la belleza, la esperanza, o comoquiera que se llame esa fuerza vital
que le da sentido a nuestra vida. Lo mismo que le había pasado a
mi madre también ante mis propios ojos.
Pero no habían conseguido extinguirla. Para nosotros él estaba
lleno de vida. Y de alegría. Todavía tenía ganas de aventura y un
humor maravilloso. La adicción era parte de su vida, sí, pero su
deseo de felicidad, su poderosa voluntad para tener una vida plena,
seguían ahí y todos los que lo rodeábamos la veíamos.
Aunque también influyó el efecto que tenía en él la adicción de
nuestra madre.
Cuando Ben murió, pensé que mi madre tendría una recaída en
cuestión de horas. Sin embargo, me sorprendió y permaneció
completamente limpia para honrar su memoria. Deseaba de verdad
recomponer su vida y ayudar a los demás. Quería contribuir de
alguna forma.
Pero estaba demasiado rota.
En vez de dejarlo en el tanatorio, mi madre hizo que trajeran a mi
hermano a la casa con nosotros. Nos dijeron que, si asegurábamos
la conservación del cuerpo, podríamos mantenerlo en casa, así que
lo tuvimos allí, en hielo seco, durante una temporada. Era muy
importante para mi madre contar con tiempo suficiente para
despedirse de él, igual que había hecho con su padre. Y yo también
iba de vez en cuando y me sentaba con él.

Mi casa tiene una casita de invitados independiente, separada de la


principal, y tuvimos a Ben Ben allí dos meses. No hay ninguna ley
en el estado de California que obligue a enterrar a alguien justo
después de su muerte.
Encontré a una dueña de funeraria muy comprensiva. Le dije que
me ayudó mucho tener a mi padre en casa después de su muerte,
porque podía ir a estar con él y hablarle. «Pues le podemos llevar a
Ben Ben para que lo tenga con usted en su casa también», aseguró
ella.
«Hágalo», le pedí.
Teníamos que mantener a doce grados la habitación en la que
estaba. Todavía no sabía dónde quería enterrarlo (Hawái,
Graceland… Hawái, Graceland…), y en parte por eso lo tuve allí
tanto tiempo. Pero también me acostumbré a que estuviera, a
cuidarlo y a mantenerlo.
Creo que a cualquier persona se le pondrían los pelos de punta
de pensar en tener a su hijo así. Pero a mí no.
El proceso normal de la muerte es: la persona se muere, le hacen
una autopsia, un velatorio, un funeral, un entierro y ya está. Todo se
acaba en un periodo de cuatro a cinco días, una semana con suerte.
No te da tiempo a procesarlo. Me sentí muy afortunada de que
hubiera una forma de seguir siendo su madre, de retrasarlo todo
para poder reconciliarme con la idea de dejarlo descansar para
siempre.

Un par de años antes de morir, mi hermano se tatuó «Riley» en la


clavícula y «Lisa Marie» en la mano. Después de su muerte, a mi
madre se le ocurrió la idea de hacernos tatuajes a juego con su
nombre en las mismas partes del cuerpo. Encontramos a un
tatuador que fue capaz de reproducir el tatuaje que tenía Ben con mi
nombre y después llegó el momento de hacerle el suyo a mi madre.
Nos reunimos con él en el pequeño patio que había al lado de la
casita de invitados. Durante la reunión, mi madre se mostró
inflexible: quería el tatuaje exactamente en el mismo sitio donde lo
tenía mi hermano. El tatuador le dijo que se podía hacer, pero que
necesitaba saber la fuente y la posición.
«¿No tendrá por casualidad alguna foto?».
«No, pero se lo puedo enseñar», respondió ella.
Miré a mi madre intentando transmitirle solo con la mirada el
mensaje: ¿Es que has perdido la puta cabeza? Es la primera vez en
tu vida que ves a este hombre. No lo metas en esa habitación con el
cuerpo de mi hermano.
Sé que entendió lo que quería decirle, pero siguió adelante de
todas formas.
«Está aquí mismo», añadió señalando a la casita.
Lisa Marie Presley le acababa de pedir a ese pobre hombre que
accediera a ver el cadáver de su hijo fallecido, que estaba justo al
lado de donde nos encontrábamos, en una casa de invitados.
He tenido una vida extremadamente absurda, pero ese es uno de
los cinco momentos que encabezan el ranking de los más
excéntricos.
El tatuador, muy amable, aceptó entrar con nosotras. Mi madre lo
llevó a la habitación, abrió el ataúd y, tras cogerle la mano a mi
hermano, de la forma más pragmática que se pueda imaginar, le
señaló el tatuaje, habló con él de su ubicación y le indicó al tatuador
dónde quería que se lo hiciera a ella. Yo me quedé allí plantada,
perpleja, viendo cómo el hombre intentaba continuar la
conversación, fingiendo que allí no ocurría nada extraordinario.
Estoy segura de que estaba pensando: ¿Qué demonios está
pasando aquí?, pero de todas formas se quedó, volvimos a la casa y
le hizo el tatuaje a mi madre perfectamente.
Poco después de aquello, todos empezamos a recibir una especie
de señal de mi hermano que nos comunicaba que no quería que su
cuerpo siguiera en la casa más tiempo. Parecía decirnos: «Vamos,
chicos, esto empieza a ser un poco raro».
Incluso mi madre reconoció que sentía que le hablaba y le decía:
«Mamá, esto es una locura, ¿pero qué coño estás haciendo?».

El funeral de Ben fue el día más difícil de mi vida.


La ceremonia se celebró en Malibú, frente al océano. Creo que
infringimos alguna de las normas anticovid, porque vinieron más de
cien personas. Durante todo el trayecto en coche hasta allí no pude
parar de temblar tan fuerte que creí que me iba a romper en
pedazos o a tener un ataque al corazón.
Llegamos detrás del coche fúnebre y esperamos mientras los
portadores del féretro (que eran sus amigos más íntimos de la
infancia) lo sacaban de él y lo trasladaban.
La ceremonia fue perfecta, preciosa, con todo lo que Ben amaba.
Nos pasamos la mitad de nuestra infancia en Hawái, así que le
pedimos a un amigo hawaiano que viniera para tocar música de allí
y hacerle una bendición tradicional a mi hermano. Deepak Chopra
ofició el funeral. Pero, aunque fue algo hermoso, yo tuve que cerrar
los ojos para poder soportarlo. Cada vez que los abría, no veía casi
nada por las lágrimas, y lo poco que sí distinguía era una imagen
borrosa de mis hermanas pequeñas histéricas, agarradas a mi
madre como si les fuera la vida en ello. Así que prefería cerrarlos de
nuevo.
Estaba allí, pero como si no estuviera. Tuve que entrar en un
estado de disociación y dejar que mi espíritu abandonara mi cuerpo
una vez más.
No recuerdo gran cosa, aparte de que tenía que dedicar todas mis
fuerzas a seguir con vida. Me aferré a las palabras de Deepak,
intentando encontrar calma en aquel momento, pero no dejé de
sentirme como si me estuviera ahogando.
Todo el mundo le había escrito una carta a mi hermano. Las
atamos a unos globos biodegradables y los soltamos para que
volaran hasta el cielo mientras sonaba la versión de Jeff Buckley de
la canción de Dylan «I Shall Be Released».
Fue durísimo.
Después de eso lo enviamos a Memphis, a Graceland, para
enterrarlo junto a su abuelo.
Y en su ataúd le metí esas zapatillas Nike amarillas que tanto le
gustaron cuando los dos pasamos aquella temporada tan feliz en
Japón.

Mi familia permaneció reunida en una casa durante seis meses,


pasando el dolor todos juntos. De lo único que hablábamos desde
que salía el sol hasta que se ponía era de Ben Ben.
Mi hermano y yo éramos muy parecidos. A mí siempre me dio la
sensación de que éramos como mellizos: el mismo sentido del
humor, igual forma de hablar, incluso decíamos cosas parecidas. Él
era un poco más listo, más ocurrente y más cerebral. Desde muy
pequeños siempre les hicimos a nuestros padres preguntas como:
«¿Qué hago aquí, en este mundo?», y ellos siempre se mostraron
abiertos a tener conversaciones de ese tipo. Cuando Ben murió,
experimentamos el duelo de una forma muy bonita; no creo que la
gente tenga una oportunidad como esa normalmente. Hablamos de
la existencia, de la pérdida, del amor y de sus significados más
profundos. Fue un tiempo especial en el que todos sentimos
claramente que estábamos conectando con algo más grande que
nosotros. Estábamos mis padres, mis hermanas, mis primos y mis
amigos íntimos, aislados por el covid y la pérdida. Sacábamos a mis
hermanas al jardín y allí cantábamos, pintábamos o nos
quedábamos tumbados bajo las estrellas. Era todo Bencéntrico, un
proceso que dirigió mi madre, que anunció que no nos iba a dejar
hablar de nada más que de su hijo. Y me siento muy agradecida por
lo que hizo. Si ella no hubiera establecido esa norma, tal vez habría
oído a los amigos que me animaban a volver a trabajar o a probar
cualquier tipo de vía de escape para ahogar el sentimiento de
pérdida.
Pero mi madre se limitó a decir: «No, vamos a experimentar
esto».

Todos estuvimos de acuerdo en que, si hubiera estado limpio y


sobrio, mi hermano no se habría suicidado. Teníamos la sensación
de que, a pesar de que lo hizo, en realidad no era lo que él quería. Y
ser conscientes de ello fue muy duro para nosotros.
Nunca me he sentido enfadada con él por tomar esa decisión.
Siento una empatía tremenda y me llega la profunda tristeza por la
que estaba pasando en aquel momento y que provocó que la
muerte le pareciera la única solución.
Sé que, cuando se produce un fallecimiento, los que se quedan
siempre tienen una cierta sensación de responsabilidad, pero con el
suicidio el sentimiento de culpa es mayor. Como era mi hermano
pequeño, la sentí de forma más personal; era como si hubiera
fallado en mi papel de hermana mayor. Y mis padres soportaron una
culpa incluso más grande que la mía, por supuesto.
No entiendo del todo la relación entre el libre albedrío y el destino,
pero lo acepto. Aunque creo que mi hermano no quería morir de
verdad (mis padres y yo desearíamos haber hecho las cosas de
forma diferente para haber intentado evitar esa tragedia, y daría lo
que fuera por verlo de nuevo), ahora estoy convencida de que todo
pasa como debe en cada momento. No sé por qué ni cómo, pero la
muerte de Ben me confirmó esa creencia. Sufrí el peor golpe de mi
vida, pero también fue una experiencia profundamente
transformadora en la que tuve que rendirme a esa avalancha de
dolor y dejar de intentar evitar el sufrimiento. A raíz de ella, aprendí
una lección importantísima para mí: la única forma de salir es
soportarlo. Hay que dejar que el propio dolor te libere de sí mismo.
Desde que nacemos nos dicen que no debemos llorar. Nos
pasamos la mayor parte de nuestras vidas intentando disociar.
Cuando sentimos algo malo, buscamos otra cosa que nos haga
sentir mejor, porque le tenemos miedo. Entonces me sentí
decepcionada e indiferente con la vida, a veces rota, como le
ocurriría a cualquiera. La vida puede ser insoportablemente dura y
cruel. Pero, de alguna, forma la pérdida de mi hermano le dio una
nueva perspectiva a todos esos momentos. Ben hizo que me diera
cuenta de que lo que importa de verdad son las cosas más
pequeñas, los momentos corrientes, los destellos de felicidad.
Incluso todo el dolor.
Perder a Ben me hizo entender que dos cosas pueden ser verdad
al mismo tiempo, tal vez incluso más de dos. Esa fue una de las
experiencias más profundas que he tenido, porque necesité
aprender a mantener al mismo tiempo la alegría y el sufrimiento, la
indiferencia y la esperanza.
Me ocurre a veces que estoy haciendo algo y el volumen del dolor
baja hasta el punto de que puedo funcionar (con dificultad), pero el
resto del tiempo está altísimo y no oigo nada. Una amiga de la
infancia me preguntó: «¿Se reduce? ¿Mejora alguna vez?». La
respuesta es no. Hoy puedo darme una ducha y no pensarlo, pero
nadie me dice que mañana no estaré hecha un mar de lágrimas en
esa misma ducha.
El dolor siempre está ahí.
Los días posteriores a su muerte me senté junto a su cuerpo, en
la casita de invitados, con la esperanza de que él pudiera ayudarme
de alguna forma con el sufrimiento que sentía, guiarme de alguna
manera para soportarlo. Y aquel día juro que me pareció oír su voz
diciéndome: «Todo tiene un sentido. Sigue adelante».
Y esa sensación no me ha abandonado nunca.

Después de que Ben Ben muriera, supe que mi madre no


sobreviviría mucho tiempo. Ya no quería estar aquí.
Cuando nos lo llevamos de la casa de invitados, ella eligió vivir el
resto de su vida sumida en el duelo. Ya no quería hablar de nada
que no fuera mi hermano. Decía que su vida se había acabado, que
solo seguía en este mundo por sus otras hijas, pero que estaba
desgarrada porque tenía tres hijas aquí en la tierra y un hijo en otra
parte.
Aunque nos sorprendió a todos. Primero, porque no recayó en su
adicción. De hecho, estaba más presente de lo que había estado en
los últimos tiempos. Tuvo momentos increíbles en los que disfrutó
de la vida de una forma en que no lo había hecho durante sus años
de adicción. En nuestro primer viaje a Hawái tras la muerte de Ben
Ben, fue a hacer snorkel, a nadar en el mar, a hacer senderismo y
se tiró por una tirolina. Intentó de verdad aferrarse a la esperanza,
pero era como una fina arena que se le escapaba entre los dedos.
Yo veía que lo ponía todo de su parte. Ella lo decía continuamente.
Incluso intentó recuperar el contacto con algunas de las personas
que dejó de lado cuando se mudó a Inglaterra. Un día me mandó un
mensaje con una foto de ella comiendo con una de sus viejas
amigas; había llamado a unas cuantas y se había disculpado, casi
como si estuviera intentando dejarlo todo arreglado, atar todos los
cabos sueltos que tenía aquí.
Ojalá pudiera decir que fue todo así y proyectar una imagen
alentadora de alguien que resurgió de sus cenizas, pero la verdad
es que la mayoría de los días no hacía más que quedarse sentada
en su casa, fumando muchos cigarrillos y mirando al vacío,
contemplándolo todo pero sin ver.
Así era su dolor.
Iba a verla en días alternos y todos los fines de semana. Ella
quería que me fuera a vivir con ella, pero no lo consiguió. Si algún
fin de semana iba menos tiempo, aunque solo fuera una hora,
preguntaba: «¿Pero qué otra cosa tienes que hacer?».
Pensó en volver a hacer música, pero no estaba preparada. Cada
vez estaba más convencida de que quería ayudar a la gente, sobre
todo a los padres que pasaban por un duelo. El acto de ayudar era
su única forma de encontrar consuelo; lo hacía también para
ayudarse a sí misma. Invitaba a grupos de padres que también
habían perdido un hijo a su casa los domingos. Preparaba
sándwiches diminutos y su terapeuta de duelo y ella dirigían terapias
de grupo para superar ese sentimiento. Incluso escribió un artículo
sobre el duelo, la primera vez en su vida que hizo algo así. Y quería
hacer un pódcast sobre el tema como forma de encontrar un
propósito; deseaba desesperadamente conectar con la gente que
compartía con ella esa experiencia. No había ninguna otra cosa que
la inspirara.
Eso era lo que hacía mi madre para intentar con todas sus fuerzas
seguir adelante por sus otras hijas.
Y era muy hermoso.

Mi hijo me hizo ir a Hawái. Yo no quería ir. Teníamos una casa allí,


vivimos en ese lugar un tiempo, y a él le encantaba, era su sitio
favorito. Sabía que allí era donde yo solía ir para curarme. Y de
repente me encontré planeando un viaje para ir a ese lugar y le dije
en voz alta: «Vale, no soy yo, eres tú, pero iré. Sé que eres tú. Sé
que sabes que no quiero ir, pero iré». Y allí estaba en el aniversario
de su muerte. No fue una coincidencia, no tenía intención de
quitarle importancia a algo así.
Recuperé un poco de vitamina D. Caminaba un kilómetro y
medio a diario, que para mí era muchísimo.
Y dejé de querer morirme todos los días.

Mi hija, Tupelo, nació en agosto de 2022. La primera semana tras su


nacimiento, mi madre vino a casa para quedarse con ella por la
noche y que Ben y yo pudiéramos dormir, igual que hice yo con ella
cuando tuvo a las gemelas.
Se obsesionó inmediatamente con Tupelo; sentía que tenía una
conexión especial con ella, así que venía a mi casa de Silver Lake y
la sacaba para estar a solas con ella. Yo las veía por la ventana, las
dos sentadas en el jardín (mi madre lo llamaba su jardín de las
hadas, como yo calificaba al nuestro de Hidden Hills cuando Ben
Ben y yo éramos pequeños). Compró unos columpios y llenó toda
su casa de juguetes para que Tupelo pudiera quedarse allí a dormir.
Pero a pesar de ese gran amor que todavía tenía dentro y de los
esfuerzos que estaba haciendo por seguir viviendo, todos lo
veíamos. Sabíamos que iba a ocurrir.
Éramos conscientes de que mi madre iba a morir porque tenía el
corazón roto.

Solo hace catorce meses. Ya no lloro todos los días a todas horas, ni
me encierro en mi habitación sin querer salir. He dado unos pasitos.
Ya puedo tener una conversación y no sentir que estoy perdiendo la
cabeza. Y me cuesta menos pensar. Durante mucho tiempo no era
capaz de pensar nada.
¿Cómo me estoy curando? Ayudando a la gente. Un chico le
escribió a Riley para decirle: «No me suicidé anoche por lo que
dijiste que supondría para mi familia y para los que se quedan aquí.
Así que gracias. Encontraré otra forma de seguir».
Eso me ayudó. Me animó.
Vas a tener que encontrar algo, que seguramente no tenga nada
que ver con lo que has hecho antes, y ese será tu nuevo propósito,
te guste o no. Y tendrás que seguir con ello. Eso es lo que me
importa. Honrar la memoria de mi Ben Ben y ayudar a los demás
compartiendo mi experiencia con él, con la adicción o con el
suicidio, me parece algo muy auténtico.
En eso estoy ahora.

Hace dos años, la niñera de Ben, Uant, que era para él como una
abuela, nos escribió un e-mail a todos para decirnos que ya no
quería seguir, que iba a morir. No le pasaba nada, solo que no
quería continuar. Ben y Riley fueron a Florida para verla una
última vez.
Pero no pasó nada. Siguió viviendo. Hizo lo mismo varias veces.
Ben y Riley se preocupaban mucho, pero después no cambiaba
nada.
Hace unos seis meses estaba sentada afuera sola y, de repente,
empecé a pensar en Uant. Y en mi cabeza oí: «Cogí un avión para
ir hasta Florida y estar con ella, imagínate…». Me llegaron
recuerdos de ella, canciones que le cantaba a Ben Ben cuando era
pequeño, y le dije a mi hijo en voz alta: «Vale, cariño, lo entiendo.
Pasa algo con Uant. Lo comprendo, ya te he oído. Me ha llegado el
mensaje».
Y después seguí con mis cosas.
A la mañana siguiente vino Riley y me dijo: «Suzanne murió
anoche».
La miré.
«Ben Ben me lo dijo ayer —contesté—. Me estaba diciendo
algo, pero no sabía el qué. Hablé con él en voz alta y le dije: “Pasa
algo con Uant”».
Porque lo oigo.
Y no voy a dudar de ello nunca más.

Ayer vi una foto mía con mis padres. Tenía cinco o seis años.
Estaba de pie entre los dos y ambos me tenían cogida de la mano.
Me quedé mirando mi cara infantil y pensé: Oh, Dios mío, si
alguien te hubiera dicho lo que ibas a tener que pasar en la vida, a
lo que te ibas a enfrentar. Esa niñita tan mona de pelo rubio que
llevaba un vestido a juego con el de su mamá…
Me quedé abrumada.
Me pasa lo mismo con mis hijos a veces. Miro las fotos de
cuando eran pequeños, veo sus caras antes de que sufrieran todos
los traumas que han pasado y me pongo muy triste.
Después de que mi padre muriera, la gente siempre decía que yo
parecía triste. Era como si en mi cara, en mis ojos, hubiera quedado
una huella permanente después de lo que pasó.
Pero en aquella foto no había tristeza. Toda esa mierda de
princesita triste no había asomado la cabeza todavía.
La pena apareció a los nueve años, cuando él murió, y nunca me
abandonó. Ahora es todavía peor: tengo la mirada siempre baja por
culpa de este dolor. No veo más allá.
Siempre he pensado: ¿Por qué dirá siempre todo el mundo que
parezco triste?
Ahora lo entiendo.
Sinceramente, no creo que recupere nunca la chispa que tenía. El
dolor se apodera de todo. No se puede superar. Es algo con lo que
tienes que vivir. Te adaptas. Nada en ti vuelve a ser lo mismo. Lo
que pensabas antes no tiene importancia. La verdad es que ya no
recuerdo quién era. El otro día alguien me dijo: «Te conozco mejor
que nadie», a lo que yo contesté: «No, no tienes ni puta idea de
quién soy, porque ya ni siquiera yo sé quién coño soy».
La verdadera yo, quienquiera que fuera, estalló en mil pedazos
hace año y medio.
Tengo que reconciliarme con todo eso y dejar que siga su curso,
se apodere de mí y me consuma, me dirija, y después acelerar,
frenar, acelerar otra vez y volver a frenar. Solo puedo seguir al
volante a su lado.
Si pienso en todo, en mi vida, perdería la cabeza. Intento,
fracaso, intento, fracaso, bien, mal, fallo. Entonces me siento muy
sobrepasada y empiezo a llorar al pensar en lo jodida que ha sido
mi vida. A veces me parece que no queda nada, ningún propósito,
ninguna cosa que quiera conseguir. Ningún objetivo, nada. Cero.
Pero tengo tres hijas, así que lucho contra esa sensación, lucho,
lucho, lucho, lucho. Pero sigue ahí, joder, vivita y coleando. Es
como el rugido de un león y tengo que silenciarlo, hacer que se
calle. Me sorprende seguir viva. No me puedo creer que continúe
aún en pie. No me parece bien seguir viviendo sin Ben.
Pero entonces lo repaso todo otro día y pienso: Vale, espera,
hubo una parte que no estuvo tan mal. Encontré algo bueno aquí y
un poco de diversión allá. E intento alternarlo con: «No todo ha
sido una mierda. Conocí a esta persona y pasó esto. Y estuvo bien».
La verdad es que algunas cosas no estuvieron tan mal.

Aunque luchaba para aguantar por mis hermanas, la salud de mi


madre se estaba deteriorando. Empezó a decir que le molestaba el
estómago todo el tiempo. Tenía episodios de fiebre. Intentaba estar
inspirada y aferrarse a la esperanza, pero daba la sensación de que
el dolor producido por su corazón destrozado no hacía más que
crecer. A pesar de que yo no dejaba de pedirle citas, ella se negó a
ir a ver a ningún médico.
En 2022 tuvo una infección y después tuvieron que extirparle el
útero. Fue muy duro para ella.
«Es donde he llevado a todos mis bebés», decía.
Un día de octubre de ese mismo año fuimos todos a Disneyland.
Cuando estábamos a punto de subir a una atracción, ella tuvo que
sentarse en unos escalones y dijo que no se encontraba bien, que
tenía muchas náuseas. Volví a intentar que fuera al médico, pero
una vez más ella no quiso.
¿Qué sentido tiene escribir una autobiografía?
Pensaba que mi principal objetivo para hacerlo sería ayudar a
otras personas de alguna forma, arrojar luz, marcar la diferencia de
alguna manera. Creo que hay gente que ha pasado por algunas de
las cosas que yo he sufrido y tal vez alguien diga: «Eso me ha
ayudado».
Algo así me resultaría enriquecedor.
O tal vez digan: «Madre mía, no puedo creer que hayas
sobrevivido a eso, ni que sigas viva».
Cuando le cuento historias mías a la gente me dicen que soy
fuerte, pero eso me pone de los nervios, porque pienso: ¿Pero para
qué sirve eso? Hazme pasar por cualquier cosa y yo la superaré,
¿pero para qué? ¿Qué importa ser fuerte? A mí no me importa nada.
No soy fuerte. No es así.
Pero sigo aquí. No he perdido la cabeza, aunque me habría
gustado. Y podría haberlo hecho.
No he recaído, ni me he muerto, ni me he suicidado, que son las
tres cosas en las que pensaba durante todo el día los ocho o nueve
primeros meses tras la muerte de Ben Ben. Dudaba entre esas tres
opciones.
Pero no me decidí por ninguna.
Tengo dos niñas pequeñas que necesitan una madre. Me centro
en eso. Mi hijo estaba preocupado por sus hermanas. Eran su
principal objetivo. Los pocos mensajes que envió en sus últimos
momentos se centraban en cuidarlas y protegerlas. Ellas no lo
saben. No quiero que lo sepan hasta que sean mayores.
Sé que Ben Ben se enfadaría conmigo si yo muriera y me fuera
con él.
Se pondría hecho una furia conmigo en el infierno o en el cielo,
donde quiera que acabemos los dos.
NUEVE

EL JARDÍN
DE MEDITACIÓN

Lisa Marie y Ben, cortesía de Lisa Marie Presley Archives


La noche antes de que naciera mi hija, mi marido, mis padres y yo
fuimos a un Holiday Inn en el desierto de Mojave, junto a la
autopista 15, para esperar la llegada de Tupelo. A nuestra gestante
le iban a provocar el parto a la mañana siguiente. Cenamos todos
con ella (mi madre, mi padre, mi marido y yo) y después volvimos al
hotel.
A la mañana siguiente, Tupelo nació por cesárea. Como todo pasó
muy rápido, no tuve tiempo de mandarle un mensaje a mi madre ni
llamarla, así que no tenía ni idea de dónde estaba. Pero cuando
llevábamos a la niña a que le hicieran el test de Apgar, nos la
encontramos. Nos había estado buscando. No tenía permitido el
acceso a la zona donde nos topamos con ella, pero, como solía
hacer, había conseguido colarse y utilizó su intuición para encontrar
a su nieta.
Miró a Tupelo y lo primero que dijo fue: «Ben Ben me ha traído a
donde estabas».
Cuando volvimos a casa del hospital, mi madre y mi padre hacían
juntos el turno de las ocho de la tarde a la una de la madrugada
para que mi marido Ben y yo pudiéramos dormir un poco.
Tuvimos durante un breve tiempo unos cuantos momentos de
felicidad, gracias a la nueva bendición que había llegado a nuestras
vidas. Mi madre llamaba a Tupelo «nuestra lucecita» y la miraba a
los ojos y le decía: «Que Dios bendiga su corazoncito dulce y
peleón. Es como una criatura salida de un cuento de hadas, como
una diminuta cervatilla».
En Acción de Gracias, que pasamos en la casa de mi madre en
Calabasas, mis hermanas, ella y yo decidimos salir a dar un paseo y
no dejó que nadie más cogiera a la bebé.
Aquel día, mientras paseábamos, hablamos de los sitios a donde
podíamos ir en Navidad: ¿Tahoe? ¿Utah? ¿Hawái? Al oír esta última
opción, ella dijo: «¡Ni hablar! Una Navidad con calor es mi peor
pesadilla». Ella quería nieve, como todos los años.
Entonces yo estaba trabajando en Canadá, así que les sugerí que
vinieran todos a Whistler, en la Columbia británica. Le encantó la
idea. Durante un mes después de eso, estuve mandándole fotos de
hoteles y de cosas para hacer allí. Ella tenía muchas ganas de ir.
Lo reservé todo (vuelos, hoteles, actividades) y la factura resultó
astronómica. Pero ella solo dijo: «¿Y qué? Nunca se sabe cuándo
van a ser las últimas Navidades que vamos a pasar todos juntos».
Cuando se acercaba la fecha del viaje, lo único que quedaba por
hacer era renovar su pasaporte.
Entonces ocurrió el desastre; a pesar de que hicimos todo lo
posible, el pasaporte no llegó a tiempo.
Por tonto que pueda parecer, no poder ir a Whistler le sentó muy
mal a mi madre. Estaba deseando esa escapada mágica y ese lugar
de Canadá había acabado representando para ella un ideal, una
tierra soñada. Cuando no pudo ser, estoy segura de que algo
cambió. Parecía resignada, como si ya no pudiera encontrar aquí la
felicidad que llegó a sentir en el pasado.
Se notaba una energía extraña a finales de 2022. Además de esa
indisposición que sufrió en Disneyland, no dejaban de pasar cosas
raras relacionadas con su salud. Tuvo una infección y la ingresaron
en el hospital en noviembre. Allí le dieron opioides, algo que me
causó preocupación. No quería preguntarle ni interrogarla sobre el
tema, porque sabía que eso provocaría otra pelea monumental. Así
que decidí confiar en que tomaría solo las pastillas que necesitaba y
no abusaría. (Tras su muerte descubrí en el informe toxicológico que
efectivamente solo había tomado la cantidad prescrita y me sentí
muy orgullosa de ella).
Las cosas empezaron a ir cuesta abajo. No dejaba de quejarse
del estómago y de que tenía náuseas. Tomaba mucho Pepto-
Bismol, una medicina para el malestar estomacal, que tenía siempre
junto a su cama. Me di cuenta de que mis hermanas estaban
preocupadas también, porque me preguntaban con frecuencia:
«¿Mamá se va a poner bien?». Yo les decía que sí, pero no lo creía.
Y me parece que mis hermanas tampoco.

Después de Navidad (que al final resultó ser la última que


pasaríamos juntos), nos fuimos a Santa Ynez para recibir al 2023.
No era Whistler, sino el lugar al que siempre íbamos a pasar Año
Nuevo, así que resultó más deprimente que emocionante, pero al
menos estábamos juntos. Mi madre, mis hermanas y yo salimos a
cabalgar por el hermoso valle y fui testigo de cómo mi madre
iniciaba poco a poco una comunicación con el caballo, sintiéndolo y
aprendiendo su ritmo. Conectaba muy bien con los caballos; aunque
el animal fuera un poco difícil, ella encontraba una forma de
establecer una relación con él. Era muy bonito ver cómo era capaz
de intuir la personalidad de cada ejemplar.
En Nochevieja acabamos en un garito en el que había un grupo
que hacía versiones. En cierto momento hicieron una country de
«Suspicious Minds» y después mi madre se acercó a felicitarlos. El
cantante era un poco engreído (seguramente también le gustaba
mirarse en la parte de atrás de las cucharas) y no le hizo mucho
caso, algo que a ella le pareció gracioso.
Cuando volvió a la mesa estaba partiéndose de risa.
«Hijo de puta arrogante», exclamó.
«Creo que no sabe quién eres, mamá», contesté yo.
Cuando el grupo dejó de tocar, mis hermanas subieron a su
habitación y mi madre y yo nos escondimos en un rincón, junto al
restaurante del hotel, donde no se permitía fumar, y encendimos un
cigarrillo entre risitas, como si fuéramos adolescentes que no
quieren que les pillen sus padres. Yo había dejado de fumar hacía
años, pero me apetecía compartir un cigarrillo con mi madre. Al rato
apareció mi padre en el escondite para fumarse uno también.
Y nos quedamos los tres allí, fumando bajo el tejadillo para
protegernos de la suave lluvia.
Mientras seguíamos con los cigarrillos, mi madre dijo: «Dios, esa
niña… ¡No puedo con ella! Me pone al límite y me deja agotada».
«Lo sé, menuda es la pequeña y dulce Sawny», contestó mi
padre. (Fawn, cervatilla en inglés, se había convertido en Sawn, y
luego en Sawny en el idioma un poco tonto que compartíamos).
Y allí, en aquel momento, me sentí muy agradecida de tener aún
a mis dos padres. Sabía que no podía darlo por hecho.
Esa fue la última vez que pasé un rato con mi madre hasta que
quedamos para cenar en Los Ángeles el 8 de enero (casualmente el
cumpleaños de su padre). Solo estábamos mi marido, unas amigas,
ella y yo. Mi madre estaba extrañamente callada, retraída,
encerrada en su mundo. Yo no dejaba de intentar incluirla en las
conversaciones, pero de repente me miró y dijo: «Me voy a casa».
Se le notaba una gran tristeza y esa resignación que se había
vuelto habitual en ella. Me quedé preocupada.
Mi marido y yo la acompañamos al coche. Parecía muy frágil,
como si estuviera vacía, y mi madre no era así.
Había perdido algo.

Un par de días después volví a Vancouver, donde estaba rodando.


Me di cuenta de que le enviaba mensajes para ver cómo estaba
más a menudo, pero ella respondía menos que de costumbre. Mi
preocupación aumentó.
La mañana del 12 de enero mi madre le envió un mensaje a mi
padre que decía: «¿Me puedes ayudar? Me duele el estómago más
que nunca. ¿Me traes unos antiácidos?».
Yo había pasado una mañana estupenda con la niña. Le envié un
mensaje a mi madre el día anterior, pero ella no me respondió, algo
que no hacía casi nunca.
Cuando me llamó mi padre, supe al instante que había pasado
algo malo.
«Te llamo por tu madre. Y no tiene buena pinta», dijo.
Se me paró el corazón.
Cuando llegó a su casa para darle los antiácidos que le había
pedido, el ama de llaves ya la había encontrado tirada en el suelo.
«Creen que ha tenido un ataque al corazón. Vamos en la
ambulancia y están intentando reanimarla», explicó mi padre.
Fui directa al aeropuerto y cogí el primer vuelo disponible a Los
Ángeles. Durante todo el trayecto en coche y después el vuelo, mi
padre y mi marido no dejaron de enviarme mensajes.
«Están en el hospital»… «Todavía está viva»… «Han conseguido
reanimarla»… «Ya tiene pulso»… «Le están haciendo pruebas para
ver qué ha pasado»…
Mi mejor amiga iba conmigo en el avión para ayudarme con
Tupelo. En medio del vuelo, mi amiga me dijo: «Hay gente que
sobrevive a los ataques de corazón todos los días…».
La miré y le respondí: «No creo que lo vaya a superar. Me parece
que no quiere».
Estábamos volando sobre algún punto de Yosemite y miré hacia
abajo, a aquella naturaleza cubierta de nieve en esa época. Tupelo
no dejaba de chillar y llorar, y eso que no es muy llorona. Todo el
mundo destaca eso de ella, que casi siempre está sonriendo. Vamos
paseando por el barrio y la gente me dice: «¡Oh, mira! ¡Me está
sonriendo!». Y yo siempre me contengo para no contestar: «No es
nada personal, le sonríe a todo el mundo». Pero allí, sentada en un
avión lleno de gente, me di cuenta de que mi bebé sabía que estaba
pasando algo terrible.
Cuando Tupelo todavía estaba en el útero, hubo un momento en
que el médico nos dijo que estaba baja de peso. Entonces mi madre
me dijo: «Habla con su espíritu, dile que debe intentar coger unos
gramos. Te hará caso». Y yo lo hice. Un día, a la hora de comer, le
puse la mano sobre la tripa a la madre gestante y le dije
mentalmente a Tupelo que tenía que engordar un poco antes de
nacer.
Y no sé cómo, pero acabó con el peso perfecto. Tal vez lo que me
dijo mi madre funcionó.
En ese avión que me llevaba a casa sentí que mi madre estaba
entre dos mundos: que la reanimaban, volvía a caer, la reanimaban
otra vez y sucedía de nuevo. Deseé con todas mis fuerzas estar allí
con ella (aunque fuera espiritualmente) y decirle que me parecía
bien lo que quisiera hacer. Así que cerré los ojos y hablé con su
espíritu, como había hecho con el de Tupelo. «Si necesitas irte,
vete. Si necesitas quedarte, hazlo».
Estábamos en algún lugar al oeste del Valle de la Muerte cuando
dejaron de llegarme mensajes de mi padre. No fui capaz de soportar
el silencio mucho tiempo. Le escribí, pero yo ya lo sabía.
Eran las 17.18 cuando mi padre me escribió: «Vuelve a estar en
fallo cardiaco».
Oh, Dios.
A las 17.19 me llegó: «¿Me puedes llamar?».
«No, estoy en el avión», contesté.
A las 17.20 escribí yo: «¿Se está muriendo?».
Mi padre no dijo nada durante cuatro minutos.
«¿Ha muerto ya?», intenté otra vez.
Esperé. Entonces llegó la respuesta.
«Falleció hace unos minutos, cariño. No quería decírtelo por
mensaje, pero no me gustaría que te enteraras por la prensa. Te
quiero mucho. Siento tener que decirte esto así. No quiero que te
lleves la sorpresa cuando bajes del avión».
Mi padre fue quien más protegió a mi madre durante toda su vida
adulta. Tenía muchos amigos que iban y venían, pero él siempre
estuvo a su lado, desde que tenía diecisiete años hasta el momento
de su muerte. Fue la última persona que estuvo con ella.

Todavía nos faltaba media hora para llegar a Los Ángeles. Tupelo
por fin se había calmado lo suficiente para dormir un poco y yo me
eché a llorar sin hacer ruido para no molestar a los pasajeros que
tenía alrededor.
El mundo que había dejado cuando despegué de Canadá esa
mañana no era el mismo cuando aterricé en el aeropuerto de Los
Ángeles aquella noche. Ya no reconocía ese extraño y nuevo
planeta. Era un lugar que llevaba dos años y medio muy
dolorosamente vacío por la falta de mi hermano Ben Ben, y de
repente lo estaba aún más por la pérdida de mi madre.
Me pregunté cuántas veces puede romperse un corazón.
Mientras salíamos del aeropuerto a toda velocidad, recuerdo que
me fijé en la gente que entraba y salía de un 7-Eleven con una
iluminación muy llamativa. Para ellos no había cambiado nada. ¿Por
qué iba a hacerlo?
El tiempo volvió a hacer eso de alargarse y contraerse. Está
pasando esto otra vez. Lo reconozco, pensé.
Cuando murió mi hermano fui consciente de pronto de que ya no
podría encontrarlo en ningún lugar de esta tierra. Podía viajar a
cualquier parte, pero no daría con él. No importaba lo lejos que
volara, condujera o caminara, porque ya no estaba. Recuerdo ir
conduciendo por el norte de California y pasar delante de una
extensión inmensa de campos vacíos y pensar que él tampoco
estaba allí. No podría encontrarlo por mucho que buscara.
En aquel momento tenía la misma sensación, pero con mi madre.

Ella era como uno de los personajes de los mitos griegos: tenía
emociones humanas, pero también tal fuerza que a veces pensaba
que, si se concentraba mucho en algo, acabaría provocando
relámpagos. Su poder y su fuerza asustaban a la gente. Tenía la
extraña cualidad de ver el fondo de tu alma y una capacidad enorme
de amar de verdad, incondicionalmente.
No había duda de que en todas sus reencarnaciones había tenido
que ser alguien de la realeza. Mi padre y yo bromeábamos diciendo
que, si Dios le pidiera que volviera a este mundo siendo alguien que
no tuviera sangre real, ella declinaría su oferta.
Mi madre era la única persona capaz de decirle que no a Dios.

La noche antes de su funeral, los amigos más íntimos se


despidieron de ella en la capilla de Graceland.
Al día siguiente hicimos la ceremonia allí también. Asistieron sus
amigos y todos los que la querían, incluso gente que hacía años que
no veía, los que dejó de lado cuando se fue a Inglaterra… No faltó
nadie. Cantó un coro de amigos. Lo que empezó siendo una
mañana increíblemente traumática y dolorosa terminó en una fiesta
de celebración con baile, igual que las que hacíamos en el pasado,
con la misma gente y las mismas canciones.
Hubo mucha alegría.
Todos sentimos que ella estaba allí.
No podía hablar, así que fue mi marido quien leyó el panegírico
que había escrito yo con el título «Una carta para mi madre»:

Gracias por ser mi madre en esta vida. Estoy eternamente agradecida por haber
pasado treinta y tres años contigo. No hay duda de que elegí a la mejor madre para mí
en este mundo y lo he sabido desde siempre, desde el primer recuerdo que tengo de
ti. Y me acuerdo de todo. De cómo me bañabas cuando era bebé, cómo me llevabas
en el asiento del coche mientras oías a Aretha Franklin, la forma en que te
acurrucabas conmigo cuando me metía en tu cama por la noche y cómo olías.
Recuerdo que me llevabas a por un helado después del colegio en Florida. Cómo
nos cantabas nanas por la noche a mi hermano y a mí, y cómo te tumbabas con
nosotros hasta que nos dormíamos. Cómo siempre que te ibas de la ciudad me traías
un nuevo juego de té de una de las tiendas Cracker Barrel.
Recuerdo las notas que me dejabas en la bolsa de la comida todos los días. Lo que
sentía cuando veía que habías venido a recogerme al colegio y la sensación que me
producía tu mano en mi frente. Cómo era saberse querida por la madre más amorosa
que he conocido. Lo segura que me sentía en tus brazos. Recuerdo esa sensación de
cuando era niña, pero también de hace dos semanas, cuando compartíamos tu sofá.
Gracias por mostrarme que el amor es lo único que importa en esta vida. Espero
que pueda amar a mi hija como tú nos quisiste a mí, a mi hermano y a mis hermanas.
Gracias por darme mi fuerza, mi corazón, mi empatía, mi coraje, mi sentido del
humor, mi educación, mi temperamento, mi rebeldía y mi tenacidad. Soy un producto
de tu corazón. Mis hermanas y mi hermano también lo son. Nosotros estamos en ti y tú
estás en nosotros, mi amor eterno. Espero que sepas por fin cuánto te queríamos.
Gracias por esforzarte tanto por nosotros. Por si no te lo he dicho por lo menos una
vez todos los días, gracias.

La ceremonia terminó y la noche cayó. Subieron el ataúd de mi


madre a un carrito de golf, igual que el que le regaló su padre tantas
décadas atrás, ese que le proporcionó por primera vez la sensación
de libertad, y todos sus amigos íntimos y seres queridos seguimos al
carrito y acompañamos a mi madre desde la capilla al Jardín de
Meditación, en la parte de atrás de Graceland.
Y la enterramos al lado de mi hermano, frente a su padre.
AGRADECIMIENTOS

Gracias a Cait Hoyt, Ben Greenberg, Luke Dempsey, David


Kuhn, Neil Strauss, Alexandra Trustman, Maha Dakhil, Steve
Warren, Jennifer Gray, Hilary McClellen, Angie Marchese, Roger
Widynowski y Danny Keough.
Las esperadas memorias póstumas de la hija de
Elvis.

Hija de uno de los mayores mitos de Estados Unidos y criada en la


jungla de Graceland, Lisa Marie Presley no ha sido nunca
verdaderamente comprendida… hasta ahora. Antes de su muerte en
2023, trabajó durante años en unas memorias sinceras,
conmovedoras y totalmente únicas, grabando incontables horas de
cintas en las que se muestra tan vulnerable que deja sin respiración.
Ahora, finalmente, su hija, Riley Keough, ha trasladado su
testimonio al papel.
Lisa Marie Presley, cantante y compositora, nacida en Memphis y
criada en Graceland, fue la única hija de Elvis y Priscilla Presley.
En su carrera musical lanzó tres álbumes, el primero de los cuales
fue reconocido con un Disco de Oro. Falleció en enero de 2023.

Riley Keough es una actriz galardonada con un Emmy y un Globo


de Oro, además de recibir una nominación al Independent Spirit
Award. También ha codirigido War Pony, que ganó el Caméra d'Or
a la mejor ópera prima en Cannes, y ha fundado la productora Felix
Culpa junto con Gina Gammell. Es la hija mayor de Lisa Marie
Presley y administradora única de Graceland.
Título original: From Here to the Great Unknown

Primera edición: octubre de 2024

© 2024, Riley Keough


Los derechos sobre la obra han sido cedidos a través de Bookbank Agencia
Literaria.
© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
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© 2024, Puerto Barruetabeña, Santiago del Rey y Jesús de la Torre, por la
traducción
© 1992, Charles Bukowski por el poema «the bluebird» de The Last Night
of the Earth Poems.
Reproducido con el permiso de HarperCollins Publishers

Diseño de portada: adaptación de la cubierta original de Caroline Teagle


Johnson / Penguin Random House Grupo Editorial
Fotografía de portada: © Frank Carroll, cortesía de Graceland Archives
Diseño original de interiores: Ralph Fowler

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ISBN: 978-84-01-03511-1

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[1] «Al bebé de mamá le encanta el pan de manteca». Canción
popular de finales del siglo XIX o principios del XX. (N. de los T.).
[2] En inglés, persona evasiva o escurridiza. (N. de los T.).
[3] «Toma mi mano, toma también mi vida entera, / porque no
puedo evitar enamorarme de ti». (N. de los T.).
[4] «No necesitamos educación». (N. de los T.).
[5] La película, basada en la autobiografía de la hija adoptiva de
Joan Crawford, describe entre otros maltratos cómo la actriz
golpeaba a su hija con una percha de alambre. (N. de los T.).
[6] «Un día / En una lápida / Deberían estar todos nuestros nombres
/ Compartimos una vida / La belleza / Y la fealdad / A lo largo de
todo el dolor y la muerte / El nacimiento de un niño». (N. de los
T.).
[7] «¿Sabéis? Hice algo bien / Algo que me mantiene viva / Oh,
niñitos tan dulces / Cuando llegasteis me hicisteis saber por qué /
Era feliz por fin / Me conocisteis antes de ahora, ¿verdad? / Dios
mío, sois preciosos / Habéis venido a ayudarme / Y sé que no
dormís bien / A menos que yo esté a vuestro lado / Oh, vosotros
también cuidáis de mami / Enseguida salís a defenderme,
¿verdad…? / Por favor, no tengáis miedo de perderme / Sabéis
que yo también tengo esos mismos miedos». (N. de los T.).
[8] «Escucharé tus historias / Que humedecían tus ojos tristes
cuando tenías todo el pelo negro / Mantén la cabeza bien alta /
Sé que he sido cruel / He sido cruel / Vamos, sécate los ojos… /
Eh, finalmente me ves / Hola / Y yo te veo a ti / Y todo lo
ocurrido hasta ahora / No ha sido tan malo en realidad / Preciosa
mujer / Vamos, sécate los ojos / Sabes que te he perdonado y que
lo siento / Y todo lo ocurrido hasta ahora / No ha sido tan malo
en realidad / Preciosa mujer». (N. de los T.).
Índice

Desde aquí a lo desconocido

El pájaro azul

Prefacio

Uno. En la planta de arriba de Graceland

Dos. Se ha ido

Tres. El muro

Cuatro. Hay un pájaro azul en mi corazón

Cinco. Mimi

Seis. Diez años

Siete. El autobús de Nashville a Los Ángeles

Ocho. Ben Ben

Nueve. El jardín de meditación

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre Lisa Marie Presley y Riley Keough

Créditos

Notas

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