Desde Aquí A Lo Desconocido - Lisa Marie Presley-273p.
Desde Aquí A Lo Desconocido - Lisa Marie Presley-273p.
Desde Aquí A Lo Desconocido - Lisa Marie Presley-273p.
CHARLES BUKOWSKI
La voz de Lisa Marie está en esta fuente.
Las primeras partes del libro son, sobre todo, su voz. En las cintas
habla largo y tendido sobre su infancia en Graceland, la muerte de
su padre, las espantosas secuelas, su relación con su madre, su
complicada adolescencia. Habla con franqueza y gracia sobre mi
padre, Danny Keough. Describe sin tapujos su relación con Michael
Jackson. Es dolorosamente sincera con respecto a su posterior
adicción a las drogas y a los peligros que acarrea la fama. Hay
también ocasiones en las que parece que quiere reducir el mundo
entero a cenizas; en otras, se muestra compasiva y empática, todas
las facetas de la mujer que fue mi madre, cada uno de esos
aspectos hermosos y rotos, forjados a la vez en torno a sus
primeros traumas y vueltos a juntar al final de su vida. Las cintas
están en bruto, con todos los arranques y vacilaciones que la gente
tiene al hablar. Siempre que me ha sido posible, lo he transcrito
exactamente como ella lo dijo. En otros casos, he editado las
palabras de mi madre para conseguir más claridad o para ir al grano
de lo que sé que estaba intentando transmitir. Lo que más me
importaba era sentir que el resultado final sonaba como ella, que yo
pudiera reconocerla en las páginas, y puedo hacerlo.
Pero hay cosas de las que no habla en las cintas, cosas que no
consiguió contar, sobre todo de la última parte de su existencia. A lo
largo de toda mi vida, nos vimos cinco veces a la semana y vivimos
juntas a tiempo completo hasta que cumplí los veinticinco años. Si
hay algún vacío en su historia, yo lo relleno. La mayor fuerza de este
aspecto del libro supone también uno de los peores defectos de mi
madre: era incapaz por naturaleza de ocultarme nada.
Espero que, durante el relato de su historia, mi madre se convierta
en un personaje de tres dimensiones, en la mujer a la que
conocimos y a la que tanto quisimos. He conseguido darme cuenta
de que su ardiente deseo por contar su historia nació de una
necesidad tanto de comprenderse a sí misma como de que los
demás la llegaran a entender del todo, por primera vez en su vida.
Mi intención no es solo la de rendir homenaje a mi madre, sino la de
contar la historia de una persona en lo que sé que fueron unas
circunstancias extraordinarias.
Todo aquel que la conoció experimentó una fuerza: pasión,
protección, lealtad, amor y un profundo compromiso con un espíritu
increíblemente poderoso. No me cabe duda de que esa fuerza
espiritual que mi abuelo poseía corría por las venas de mi madre.
Cuando estabas con ella, podías sentirla.
Soy consciente de que las grabaciones que mi madre dejó
constituyen un regalo. Muchas veces, lo único que queda de un ser
querido es un mensaje de voz que se guarda una y otra vez, algún
vídeo corto en el teléfono, algunas fotos favoritas. Yo me tomo muy
en serio el privilegio de contar con estas grabaciones. He querido
que este libro fuese tan íntimo como todas esas horas que he
pasado escuchándola, como las noches que ella pasó en la cama
con nosotros mientras oíamos aullar a los coyotes.
En su poema «Los álamos de Binsey (talados en 1879)», Gerard
Manley Hopkins escribe en referencia a esa arboleda talada que
«los que vienen después no pueden adivinar la belleza que fue».
Yo deseo que este libro deje clara «la belleza que fue» mi madre.
DESDE AQUÍ A
LO DESCONOCIDO
UNO
EN LA PLANTA
DE ARRIBA DE
GRACELAND
Su padre la llamaba Yisa. Sustituía las eles por íes griegas cuando
hablaba con mi madre.
La otra noche, estaba acunando a mi hija, Tupelo, para que se
durmiera y me sorprendí llamándola «yitty-bitty» y cantándole:
«Momma’s little baby loves shortnin’, shortnin’».[1] Me detuve y
pensé: No he oído esta canción desde que era pequeña. Y en ese
momento me di cuenta de que todas esas expresiones que utilizo,
las cosas que le digo a mi hija, son las que mi madre me decía. Ella
las había aprendido directamente de su padre. Del sur. Y todas ellas
siguen vivas en mí. La puedo oír diciendo: «¡Ven aquí y dame un
poco de cariño, maldita sea!». Está criando a mi hija a través de mí.
Cuando voy al sur y oigo el acento de Memphis, siento un anhelo,
una nostalgia por algo que nunca he vivido. Yo no he vivido nunca
en Memphis. Pero hay algo en mi interior que sí.
Una vez que se cerraba la verja, Graceland era como una ciudad en
sí misma, con su propia jurisdicción. Mi padre era el jefe de policía
y cada uno tenía su rango. Había unas cuantas leyes y normas, pero
pocas.
Era la libertad.
Mi padre me compró un carrito de golf. Era azul celeste y tenía
mi nombre en el lateral. Para mí, fue un gran regalo.
Había varios carritos. Mis amigas y yo destrozábamos con ellos
el césped, chocábamos unas con otras de frente o intentábamos
«decapitarlos» lanzándonos contra alguna rama de árbol. Torneos
de demolición total durante todo el día. Yo atravesaba una valla a
toda velocidad y, a la mañana siguiente, era como si no hubiera
pasado nada. La valla volvía a estar levantada.
Había un cobertizo al otro lado del jardín trasero. Mi padre lo
usaba para hacer prácticas de tiro con sus rifles y pistolas, pero, en
un momento dado, por la razón que fuera, se empezó a usar como
almacén de petardos. Mi padre y sus amigos cogían los petardos y
se los lanzaban entre sí. Un día, mi padre encendió uno sobre una
caja llena y explotaron todos a la vez. El cobertizo entero ardió en
llamas. A veces, me cuesta creer que no hubiese ningún muerto allí.
No sé cómo salimos ilesos, la verdad. Puede que hubiera alguna
divinidad que vigilara aquella zona, aquel vórtice.
En la planta de abajo había una sala con las paredes forradas de
tela y una mesa de billar y un dormitorio aparte para cualquier
miembro errante de la Mafia de Memphis que pasara allí la noche.
Charlie Hodge vivió en ella. David Stanley también. Esa zona tenía
su propio vórtice. Había infinidad de cigarrillos, revistas
pornográficas, tarjetas pornográficas, libros pornográficos. Me
llamaban mucho la atención aquellas revistas.
Un día, mi padre lanzó una bomba fétida por las escaleras al
interior de aquella habitación y cerró las puertas para que nadie
pudiera salir. Yo le acompañaba en todo lo que hacía. Jugaba al
billar con mis amigas allí abajo y, después, apagábamos las luces y
nos lanzábamos las bolas unas a otras y luchábamos con los palos
completamente a oscuras. Jugábamos al escondite. En aquella
habitación se abría la veda. Era el país de las travesuras.
Yo pisaba los pies de la gente con el carrito de golf y salía
disparada. Un día, estaba destrozando el jardín trasero con el
carrito y alguien me dijo que parara. «Me voy a chivar a mi padre
de lo que has dicho cuando se despierte», contesté. En otra ocasión
en que yo estaba con el carrito de golf, alguien me dijo que no
podía hacer algo y le respondí: «Le voy a decir a mi padre que tu
mujer…». Ojalá pudiera acordarme de qué fue lo que dije que
había hecho su mujer.
Estaba descontrolada.
Joe Esposito era una de las pocas personas de Graceland que se
mostraba severo conmigo y no me dejaba hacer lo que me daba la
gana. Nunca le tenía miedo a mi padre ni tampoco a mí. Era de esa
gente que siempre dice la verdad. Me decía cosas como: «La hierba
se está estropeando» o «¡Deja de perseguir a los caballos y a los
pavos reales con el carrito de golf!».
Había cuatro cocineras en Graceland, dos de día y dos de noche,
listas para preparar lo que fuera para quien fuera, a cualquier hora
del día. Siempre había gente a la que dar de comer. La casa estaba
siempre abarrotada y la cocina era un campo de batalla, así que
constantemente se estaba cocinando algo y siempre olía al Viejo
Sur. Había pollo frito con patatas fritas, buñuelos de harina de maíz
y ensalada de col y verduras.
Un día, pedí una tarta de chocolate y una de las cocineras me
dijo: «No, tu padre está enfermo, no puede comer eso». «Le voy a
decir a mi padre que te despida», le respondí.
Tenía cuatro años.
Siempre estaban ahí fuera, los fans, sentados en la valla o entre los
árboles junto al garaje abierto. Al lado había arboledas y una
iglesia. Los mirones podían entrar y sentarse en un lateral de la
valla o bajo algún árbol al otro lado de ella y, durante todo el día y
toda la noche, literalmente se limitaban a permanecer allí y
observarnos. Había algunos que tenían el monopolio sobre un árbol
determinado. Se ponían allí solo para ver a mi padre salir de casa y
meterse en el coche. No había nada que pudiéramos hacer porque
era propiedad de la iglesia. Estaba prohibido meterse en el interior
del bosque. Mi padre no lo permitía. Eso quedaba fuera de toda
discusión.
Se suponía que no debía hacerlo, pero yo me acercaba a toda
velocidad con mi carrito de golf hasta los fans y les gritaba
palabrotas como: «¡A la mierda! ¡Cabrones!». Ellos se limitaban a
quedarse allí sentados, me sonreían y me saludaban con la mano.
A veces, algún fan saltaba la valla y se lanzaba una orden de
búsqueda. Los de seguridad venían en mi busca. «¡Métete en la
casa, te van a matar!», me decían.
En cuanto arrestaban a esa persona yo podía salir de nuevo.
Siempre había mucha gente en la verja de la entrada, a cualquier
hora del día, incluso en mitad de la noche. Y todavía pasa, por
cierto.
Nunca he visto que no haya nadie en la entrada de Graceland.
Jamás.
En aquella época, esperaban para ver si entraba o salía mi padre,
o yo o cualquier otro. Quienquiera que estuviese en la casa.
En un momento dado, se me ocurrió una gran idea. Los fans que
estaban fuera siempre querían que yo cogiera su cámara y le hiciera
una foto a mi padre.
«Dame veinte pavos y le hago una foto», les decía a los
superfans que estaban junto a la valla. Por supuesto, me daban los
veinte dólares y, a continuación, yo entraba en la casa y sacaba una
foto del suelo. Les devolvía la cámara y les decía: «Aquí tienes una
foto de la puerta y del suelo».
Empecé a hacerlo con regularidad.
Hubo una vez que cogí la cámara de uno de ellos, pero estaba
aburrida y ya no me apetecía hacer fotos, así que la lancé a los
arbustos. Me sentía fatal por aquello, aunque lo hice más de una
vez. Mi tío Vester, que trabajaba en la garita de seguridad de la
verja de entrada, fue al despacho y preguntó: «Lisa ha vuelto a
coger una cámara. ¿Deberíamos ir a buscarla?».
Años después, una persona se me acercó y me dijo: «¡Me cogiste
la cámara cuando estaba en la entrada y no volviste!». Contesté:
«Ay, Dios mío, lo siento mucho».
Era como la protagonista de Eloise en Nueva York.
No me siento orgullosa de ello.
SE HA IDO
Mi madre me enviaba lejos muy a menudo, pero debo decir que era
muy buena organizando cumpleaños.
Recuerdo que un año fui a ver a Queen en el Forum. Había oído
que Freddie Mercury era un gran fan de mi padre, así que le llevé
uno de sus fulares. Vi el concierto y luego fui a los camerinos y
conocí a Freddie, que era muy dulce y muy humilde, y se sintió
muy conmovido por el regalo.
Cuando cumplí diez años, mi madre conoció a John Travolta y
quedó con él para que yo también pudiera conocerle el día de mi
cumpleaños. Él estaba en un momento álgido con la serie Welcome
Back, Kotter. Le habló a mi madre de la cienciología y, al cabo de
unos días, ella se apuntó. Estábamos las dos en el coche y mi madre
se puso a explicármelo, diciendo que era algo que podía hacer que
te volvieras realmente poderoso. Yo entonces estaba obsesionada
con Embrujada y con Mi bella genio: quería tener superpoderes.
Vale, pensé, es realmente genial. Quiero hacerlo.
Así que ahora éramos miembros de la Iglesia de la cienciología.
Después del colegio, mi madre me dejaba en el edificio que
tenían en Hollywood. Yo sentía que me dejaba allí para que se
ocuparan de mí y no tener que hacerlo ella. La cienciología
realmente me sirvió. Me proporcionó un lugar al que acudir, un
lugar de introspección, un lugar donde poder hablar de lo que había
sucedido y de la forma de asimilarlo. Me aficioné rápidamente y
me gustaba de verdad.
Adquirí la idea de que nosotros no solo éramos nuestro cerebro,
no solo éramos nuestro cuerpo, no solo éramos nuestras emociones.
Teníamos todas esas cosas, pero no consistíamos solamente en eso.
Éramos espíritus. Yo me preguntaba: «Por qué estamos aquí? ¿Por
qué estoy aquí? ¿Cuál es el sentido de todo esto?». En ese
momento, la Iglesia parecía radical de un modo excitante; no
parecía una Iglesia organizada, la verdad. Atraía a personas guais,
artísticas, insólitas.
Aquello se convirtió en mi tribu.
Así que allí estaba, en un colegio de lujo pijo, con todos aquellos
hijos de famosos y con todo el mundo hablando en francés y
viajando por el mundo, y estudiando como locos porque querían ser
los mejores.
Yo no estaba interesada en nada de eso. Era una niña
terriblemente insegura, temerosa, asustadiza. Los demás no se ha-
cían amigos míos, o adoptaban una actitud competitiva: quién tenía
unos padres más ricos, quién una casa más grande.
Aún sigue pasando lo mismo. Y la gente todavía cree que soy
una zorra porque, por desgracia, tengo ese punto gélido de mi
madre.
Me estaba quedando atrás en todas las asignaturas. Me encerraba
en mi habitación y escuchaba mis discos: la música siempre,
siempre, siempre.
Dos veces al año, después de que mi padre muriera, soñaba con él.
Los sueños eran tan reales que me echaba a llorar al despertarme,
porque tenía la sensación de estar con él y no quería que aquello
terminara. Hacía un gran esfuerzo para volver a dormirme, para
volver a estar con él.
No creo que fueran sueños realmente. Creo que eran apariciones.
Ya sé que mucha gente no estará de acuerdo conmigo y pensará
que eso son tonterías. Puedes tener este tipo de sueños y
desecharlos diciendo que son solo sueños. Vale, muy bien. Pero yo
creo que las personas que amamos de nuestro pasado pueden
visitarnos.
Y mi padre lo hacía regularmente.
En los sueños, él y yo estamos juntos en mi habitación. Yo estoy
en la cama-hamburguesa y él, en el sillón. Estamos cerca,
conectados, hablando. Y de repente, a mí me entra pánico y digo:
«¡Espera! ¡Tienes que parar esto, papá! ¡Tienes que esperar! ¡Vas a
sufrir una sobredosis, te va a dar un ataque al corazón! ¡Papá! Te
vas a morir. Va a suceder».
Y, en el sueño, mi padre me mira con mucha calma, sabiamente,
y dice con una sonrisa: «Cariño, ya ha sucedido».
Y entonces me despierto.
Los sueños solo se interrumpieron en 1992, cuando nació mi
hijo.
TRES
Cumplí catorce años y mi primer novio fue un chico con el que iba
al colegio. Al principio, nos portábamos fatal el uno con el otro;
mis amigas decían que él actuaba así porque estaba enamorado de
mí, y yo también lo maltrataba por mi parte. Pero luego, cuando
volvimos al colegio después de un verano, él se había vuelto de
repente muy guapo y tenía la voz más grave; ya no era el gilipollas
regordete e irritante de antes. Así que salimos durante un año e
hicimos de todo, salvo mantener relaciones sexuales. Era un buen
chico, aunque tenía un carácter terrible.
Mi madre estaba trabajando como actriz en una película para la
televisión con Michael Landon que se rodaba en las Bahamas. Fui
a verla, y allí había un tipo de veintitrés años que tenía también un
pequeño papel en la película. No lo conocí hasta el día antes de
irme, y me enamoré locamente. Estuvimos paseando por la playa y
no paramos de charlar. Era realmente mono. Me senté con él
mientras hacía su maleta. Yo estaba muy triste, luego él me besó y
ambos abandonamos las islas. Recuerdo que en el vuelo de vuelta
estuve escuchando una y otra vez esa canción, «Torn Between Two
Lovers» [Desgarrada entre dos amantes], porque aún tenía a mi
novio de Los Ángeles con el que había estado saliendo un año.
Al llegar a casa, rompí con él.
Solía llamar al chico de veintitrés años y me quedaba callada. Y
él se acostumbró a aquellas llamadas silenciosas. No sabía que era
yo; entonces no había identificador de llamada ni nada semejante.
La primera vez dijo con irritación: «Hola, ¿quién es? Hola,
¿hola?». La segunda vez, dijo: «Otra vez tú». Más tarde, para
responder sí o no a sus preguntas, yo me limitaba a pulsar los
números. «¿Nos hemos visto?». Pip. «¿Nos conocemos?». Pop.
Finalmente, él dedujo quién era. Yo estaba atacada de los nervios.
Al chico, comprensiblemente, le daba muchísimo miedo quedar
conmigo y yo tampoco sabía cómo iba a arreglármelas para verle.
Un día, en el colegio, les dije a los profesores que tenía que ir al
dentista y él me recogió a una manzana o dos.
Estuvimos todo el día paseando por Beverly Hills. A mí me daba
igual lo que hiciéramos, me daba igual dónde estábamos, me daba
igual todo. Solo quería estar con él.
Al final me dio su anillo y me dejó justo antes de que yo tuviera
que volver al colegio.
Estaba colada por él. Colada de verdad.
Mi madre se enteró y me castigó; me prohibió hablar o contactar
con él, lo cual, por supuesto, no funcionó. No es que yo no hubiera
hecho lo mismo en su lugar, pero a mí nada iba a detenerme.
Estaba completa y locamente enamorada.
Después, hubo un montón de encuentros a escondidas con él. En
un momento dado, mi madre dijo que podía verle, pero que no
debíamos quedarnos solos. Tendríamos que estar en un lugar que
ella supiera y en el que pudiera vernos. Él podía venir a verme a
casa, o bien yo podía invitarle a ir a un sitio en el que mi madre
también fuera a estar; naturalmente, acabó haciéndose amigo de
Edwards. Era un chico de veintitrés años sometido a vigilancia por
una madre recelosa. Pero la historia no hacía más que repetirse. Mi
madre tenía catorce años cuando conoció a mi padre. Ahora yo
estaba reproduciendo su propia vida de un modo curioso, aunque
mi madre y mi padre esperaron hasta que ella cumplió los
dieciocho para tener sexo. Yo tenía catorce cuando perdí mi
virginidad con aquel chico.
Cuando le veía, lo único que quería era tener sexo o pegarme el
lote. No podía pensar en otra cosa. Buscábamos algún sitio a donde
ir o nos quedábamos en su coche en un aparcamiento. Yo le decía a
mi madre que me encontraría con ella en tal sitio, que solo íbamos
a dar una vuelta, y luego nosotros buscábamos otro lugar donde
besarnos.
Pero él era un tremendo mujeriego. Había estado con todo el
mundo. Era ese tipo de chico en secundaria, y también en el plató
de rodaje: ese tipo de chico. Había mujeres de todas las edades
enamoradas de aquel hijo de puta. Y a él le resultaba muy fácil
seguir su vida habitual, con sus otras mujeres, porque yo no le veía
tan a menudo, e incluso cuando podía era solo durante un rato.
Cuando más tarde me relacioné con personas que le conocían,
que habían ido al colegio con él, me hablaron de una furgoneta que
tenía y a la que subían chicas en cada recreo, almuerzo o descanso.
Era un completo y total casanova.
Es más, todas estaban enamoradas de él. Era una locura. Mi
madre conocía entonces a una mujer que era una conejita de
Playboy. Cuando yo empecé a salir con este tipo, la conejita de
Playboy ya tenía una aventura con él, y mi madre me dijo que esa
mujer estaba intentando convencerla para que me enviara a aquel
kibutz de Israel y poder quitarme así de en medio.
Estuve con él durante dos años y medio.
El final fue de pesadilla.
Me llevó a un parque e hizo que un amigo suyo nos sacara fotos
en secreto mientras estábamos juntos. Vendieron la historia,
sacaron dinero por las fotos. Yo no le importaba. Era simplemente
una oportunidad para él. La nuestra era una relación ilegal y, al
vender aquellas fotos, se delató, pero a los medios de la época les
tenía sin cuidado que yo fuera una menor y se limitaron a darle
publicidad a la información.
No sabía que era él quien había montado aquella sesión de fotos.
Después lo negó, pero mi madre me contó que sí había sido él.
Cuando lo descubrí, me tragué veinte Valiums, aunque
asegurándome de que alguien me viera. No iba tan en serio en mi
intento de suicidio. Fui al hospital y me dieron jarabe de
ipecacuana para que vomitara, y así se acabó la historia. Pero yo
estaba destrozada de verdad. Aquel fue mi primer gran amor y mi
primera gran traición.
No iba a descansar hasta que consiguiera vengarme de algún
modo. A mi madre se le ocurrió un plan. Ella no quería contarme
los detalles porque yo aún hablaba algunas veces con el tipo. Pero
él traficaba con cocaína, creo, así que organizaron las cosas para
que unos polis fuera de servicio hicieran una redada de drogas. Mi
madre quería que el tipo saliera humillado.
Me contó que le hicieron una inspección anal.
Mi madre no estaba muy contenta: para ella Danny no era más que
un músico guapo pero un poco loco que no tenía un trabajo de
verdad ni un futuro que mereciera la pena, y ningún padre quiere
eso para su hija. Me dijo que yo necesitaba a alguien más
distinguido, más establecido.
Un día, en su casa, el novio que tenía entonces (Edwards ya
estaba fuera de su vida en aquella época) se llevó a Danny a la pista
de tenis y cuando volvieron Danny estaba pálido. Nadie sabía
exactamente a qué demonios se dedicaba ese novio de mi madre:
siempre estaba muy ocupado con reuniones, pero nadie sabía de
qué iban. Y era muy maquiavélico. Aquel día, en la pista de tenis,
le dijo a Danny que yo le echaría de una patada cuando terminara
con él, que no lograría ninguno de sus sueños ni objetivos en la
vida porque se iba a meter en algo que le quedaba muy grande, y
que yo no me preocupaba por él ni lo quería.
Aquel novio le dijo que no era amor, sino posesión.
El día que nací, mis padres engañaron a los paparazzi que estaban
acampados delante de nuestra casita de Tarzana, en la mismísima
calle. No teníamos una puerta de acceso con seguridad ni nada de
eso entonces. Mi padre tenía un amigo que vivía en Sunny Cove,
una callecita sin salida junto a Mulholland Drive, en Hollywood Hills.
Él sabía que los paparazzi los seguirían hasta el hospital si podían,
así que llamó a su amigo cuando mi madre se puso de parto y
fueron con el coche hasta el extremo de Sunny Cove, todo el rato
con los periodistas detrás. Entonces su amigo sacó el coche y
bloqueó la salida de la calle para que mis padres pudieran escapar.
Mi madre y mi padre habían ido a clases de preparación al parto
según el método Lamaze. Allí les dieron una pirámide de
focalización —es lo que hacen siempre—, que se supone que hay
que colocar en un sitio donde la mujer pueda verla para que se
centre en ella.
Cuando se puso de parto, mi madre gritaba de dolor, pero al
principio dijo que no quería la epidural. Mi padre intentaba ayudarla,
insistiéndole en que se fijara en la pirámide.
«¡Que le den a la pirámide y que te den a ti!», chilló ella.
Mis padres me llamaron Riley, pero no pensaron en un segundo
nombre. La madre de Priscilla, Ann (a la que llamábamos Nana),
sugirió que deberían ponerme también el nombre de mi padre.
Aceptaron, porque ellos tampoco tenían otra propuesta, y dejaron el
papeleo en manos del hospital. Y se ve que allí alguien consideró
que Danielle quedaba mejor delante de Riley, así que mi nombre
oficial es Danielle Riley Keough.
Poco después de nacer, entraron unos fotógrafos en la habitación
para hacerme una foto. Habían presionado a mi madre para que
publicara una foto mía en todas partes con la intención de que la
prensa dejara de seguirnos. Por esa foto pagaron trescientos mil
dólares, que en los ochenta era una cantidad astronómica, el
equivalente a casi un millón de dólares de la actualidad. Apareció en
la portada de la revista People con el titular: «LA PRIMERA NIETA
DE ELVIS. ¡YA ESTÁ AQUÍ!».
Me gustaba tanto ser madre que quise tener otro hijo. Y deseaba
con todas mis fuerzas que fuera un niño. Mi madre me aconsejó
qué hacer para tener un niño o una niña. Me dijo básicamente que
el esperma de los niños llega antes que el de las niñas, pero se
muere más rápido, de manera que, si quieres un niño, debes tener la
relación sexual justo antes del inicio de la ovulación (para que
llegue solo el primer esperma).
Así que, igual que planifiqué el viaje para quedarme embarazada
la primera vez, en esta ocasión debía planearlo todo también pero
para tener un niño, porque disponíamos de una ventana de
oportunidad breve. Por eso lo hicimos tres veces en un día y
después nada, porque no quería arriesgarme a que llegara el
esperma femenino.
Cuando me quedé embarazada, nos fuimos todos a Florida y
alquilamos una casa allí. Fue un embarazo muy fácil. Entonces
estaba entrenando mucho, así que estaba en muy buena forma. Me
puse un tope de aumento de peso de poco menos de doce kilos, que
era lo justo para tener un bebé sano, y aumenté ese peso
exactamente, ni un gramo más. Y era todo tripa, no engordé por
ningún otro sitio.
Cuando rompí aguas, fuimos en coche a Tampa, donde tuve a mi
hijo Ben por parto natural. Vivimos en Florida durante más o
menos un año y medio; todo iba genial y los dos nos pusimos muy
morenos. Allí tenía sensación de estabilidad.
Pero entonces empecé a dar clases de canto.
MIMI
Llevaba las uñas del mismo rojo con el que pintaban los camiones
de bomberos y tamborileaba con ellas sobre la mesita de café de
cristal. Yo intentaba imitarla, pero era demasiado pequeña y no tenía
las uñas lo bastante largas para que hicieran ruido.
Mi madre se mordía las uñas; lo hacía casi hasta la cutícula y se
provocaba heridas, pero no quería que Michael se las viera así.
Quería ser la mujer perfecta para él (Michael nunca supo que mi
madre fumaba, por ejemplo), algo que no era muy distinto de lo que
hacía su madre con su padre. Pero cuando Michael y ella ya
llevaban un tiempo juntos, él por fin se atrevió a decirle que le
gustaban más sus uñas al natural; él no necesitaba que fuera la
mujer perfecta, ni mucho menos. Y ella no se podía creer que se
hubiera gastado miles de dólares en manicura durante todo un año
cuando él prefería vérselas mordidas.
Así que ahí estaba yo, perfecta de pies a cabeza, aunque no había
dormido en toda la noche.
«Ven a la cama conmigo», pidió Danny.
«No puedo», respondí y me fui de la habitación.
Danny salió de la cama y vino a buscarme.
«Vamos a hablar. ¿Qué ha pasado?», preguntó.
«Michael me ha pedido que te deje, me case con él y tenga sus
hijos».
«¿Y qué le has dicho tú?».
«No le he dicho nada».
«Pues ya está —concluyó Danny—. Se acabó. Olvidémoslo».
Entonces se fue a hacer las maletas, se llevó al perro y salió con
el coche por la puñetera verja.
No volvió.
DIEZ AÑOS
Cuando yo tenía unos siete años, nos mudamos a una casa nueva
un poco más al norte, en Clearwater, en Osceola Avenue, con un
muelle sobre el mar. Ben y yo saltábamos desde ese muelle cuando
la marea estaba baja y rodábamos por el barro, llenándonos el
cuerpo con ese asqueroso lodo del mar y jugando con las algas, los
peces muertos y las conchas. Algunos días íbamos a buscar
lagartijas y vimos que, si les apretabas el vientre, abrían la boca y, si
dejabas de apretar, la cerraban de golpe. Así es como Ben empezó
a ponérselas de pendientes. En nuestro patio trasero teníamos una
piscina y, todos los días, llegaba el momento en que mi madre nos
gritaba desde la casa para que saliéramos de ella cuando
empezaban los truenos y los relámpagos, aunque siempre
tratábamos de quedarnos en el agua. Era más divertido cuando
llovía y cuando el cielo se iluminaba.
Lo que más le gustaba a mi madre era llevarnos al parque que
estaba junto al lago para ir a los columpios. (Lo que le encantaba
era ir a los columpios, no empujarnos cuando nos subíamos a ellos).
Sus dos normas en Florida, que nos recordaba a menudo, eran que
no podíamos bañarnos cuando llovía y que, si un caimán se lanzaba
a por nosotros, teníamos que correr en zigzag.
Mi madre nos llevaba al puerto de Clearwater montados en motos
de agua, haciendo trompos y lanzándonos al agua hacia atrás. Era
esa misma energía que había tenido en Graceland con los carritos
de golf: completamente salvaje. Una vez, lanzó a su madre hacia
atrás y, después, asustó a mi abuela fingiendo que había unos
tiburones que iban a por ella.
Otras veces, atravesábamos el puerto hasta una isla diminuta
cubierta de galletas de mar. Las recogíamos y nos las llevábamos a
casa, las secábamos y, después, les abríamos la linterna de
Aristóteles para verles esas cosas con forma de paloma que, en
realidad, eran sus dientes. Pobrecitas.
Todavía me siento mal por las lagartijas y las galletas de mar. Y
por mi abuela.
Mi madre me llevaba al Sandcastle a comprar un cucurucho de
yogur helado, ella y yo solas. Ponía la música a todo volumen en su
Mercedes negro —siempre un Mercedes negro— y escuchábamos
a Toad the Wet Sprocket (eran los noventa), a Toni Braxton y
«Return of the Mack», de Mark Morrison, aunque a ella le encantaba
todo el rhythm and blues. Mi madre siempre cantaba en el coche al
compás de la música, pero con timidez, como si no quisiera que
nadie la oyera. En aquel entonces, yo no entendía por qué la música
la asustaba.
One day
On one tombstone
All our names should go
We shared a life
The beauty
And the ugliness
Through all the pain and death
The birth of a child.[6]
Ya a los diez años hablaba sobre vidas pasadas. Sentía como si las
hubiese vivido, podía recordarlas en algún momento, pero ya no.
Ojalá pudiera. Yo creo que hemos tenido vidas anteriores y siento
como si las cosas que recuerdo tuvieran que ver con mi forma de
morir en alguna otra vida.
Recuerdo que, cuando era joven, le contaba a la gente que había
montado en un coche ligero tirado por un caballo o en un carruaje
en una época en la que no había automóviles. Siempre me trataban
de loca cuando decía esas cosas, pero yo no he educado a mis hijos
para que piensen que ese tipo de cosas son locuras. Si mis hijos
decían algún disparate a los tres años, yo les contestaba: «¿De
verdad? ¡Qué guay!». Nunca les decía: «Eso no puede ser», o: «No
es posible», o: «Eso no lo sabes». Nunca se me ocurrió criticarlos
como hicieron conmigo cuando era joven.
La relación de mi madre con Nic Cage fue muy breve. Fue como
algo que llegó y luego se fue, como una tormenta de Florida, y yo
creo que para ella supuso una especie de distracción tras su ruptura
con John. Incluso estuvo un tiempo alternando entre Nic y John.
Recuerdo entrar un día en su habitación y ver allí a Nic y, al
siguiente, ver a John. Estaba claro que no se decidía.
Pero Nic y mi madre se divirtieron muchísimo juntos. No sé si de
verdad estuvieron enamorados, aunque ella decía que sí. Él le
regalaba diamantes y, cada vez que venía a verla, lo hacía con un
coche distinto, normalmente un Lamborghini y siempre de un color
diferente. (Recuerdo uno verde, otro naranja, otro rojo, pero nunca
el mismo coche dos veces). Mi hermano, que tenía siete años
cuando se conocieron, no sabía pronunciarlo bien. «Ha llegado Nic
con un Lambayini», decía.
Nic le regaló a mi madre dos coches antiguos muy bonitos: un
Corvette azul descapotable de 1959 y un Cadillac blanco de los
años sesenta. Mi madre nos llevaba con ellos a Ben y a mí al
colegio por la mañana. Yo prefería el Corvette porque me encantaba
ir con la capota bajada.
Los fines de semana subíamos todos a un yate y navegábamos
hasta la isla Catalina, en el borde sudoeste de Los Ángeles. En una
de esas excursiones, Nic y ella empezaron a discutir y, no sé cómo,
su anillo de compromiso de sesenta y cinco mil dólares terminó en el
fondo del mar. (En una entrevista posterior con Diane Sawyer, mi
madre aseguró que valía más que eso y que no fue ella quien lo tiró,
pero que sí terminó en el agua…). Llamaron de inmediato a un buzo
para que tratara de encontrarlo, pero fue imposible. En la parte más
profunda, entre la isla Catalina y Los Ángeles, la distancia hasta el
fondo es de novecientos metros.
Así que Nic le compró otro anillo, este aún más caro que el
primero.
Fue en aquel yate donde vi por primera vez la película Tiburón. Mi
madre nos obligó a mi hermano y a mí a verla. Le encantaban las
películas de terror, sobre todo si podíamos verlas en un entorno que
diera miedo. Así que vimos Tiburón en un yate en medio del mar,
Misery estando alojados en un refugio de esquiadores de Jackson
Hole, The Ring en Japón y Negra Navidad una Nochebuena
encerrados en una cabaña de Lake Arrowhead. A mi hermano y a mi
madre les encantaba aquello, y gritaban y se reían todo el rato,
aunque a mí nunca me gustó. De hecho, me quedé completamente
traumatizada.
Y no eran solo las películas. Un día, mi madre apareció en el
colegio vestida como el personaje Michael Myers de Halloween. En
otra ocasión, vino como una María Antonieta muerta y llena de
sangre. Pero nosotros nos vengábamos de ella, nos poníamos la
máscara de Michael Myers y nos perseguíamos entre nosotros y a
ella por la casa. Ella pasaba más miedo que ninguno.
Tras ciento ocho días, el huracán de su matrimonio con Nic llegó a
su fin. En aquella entrevista con Diane Sawyer, mi madre le habló de
esa relación: «Los dos éramos tan melodramáticos que no
sabíamos reprimirnos».
EL AUTOBÚS
DE NASHVILLE
A LOS ÁNGELES
BEN BEN
Ben era un ángel, por eso a nadie le cabía en la cabeza que hubiera
muerto. Era como si alguien se hubiera equivocado de persona.
Incluso gente que había pasado poco tiempo con Ben sabía que era
una fuente de bondad; sentías cómo emanaba de él, como una luz.
Era como si quienquiera que dirija este mundo hubiera cometido un
error colosal.
Había cosas de mi hermano que no supe hasta que murió, algo
que me resultó muy doloroso porque estábamos muy unidos. Por
ejemplo, nunca lo había oído cantar, pero encontré un mensaje de
voz en su teléfono en el que lo hacía y tenía una voz increíble:
descarnada, compleja, con muchos matices, la voz de alguien con
una profundidad desconocida. Mi madre tenía una relación
complicada con la música y el canto, y en nuestra casa no se
fomentaba nada que tuviera que ver con eso. Una vez, cuando tenía
unos ocho años, le pedí que me llevara a clases de canto y ella me
dijo: «Creo que, si sabes cantar, lo haces y ya está. Me parece que
las clases no sirven para nada». Era algo que le había dicho
alguien. No quería que ninguno de sus hijos se dedicase a la
música; pretendía protegernos así de lo que ella había sufrido
durante su carrera musical.
Yo tampoco sabía que a Ben se le había pasado por la cabeza el
suicidio alguna vez. Me quedé desolada al darme cuenta de que
nunca compartió su dolor conmigo.
Después de su muerte, mi madre y yo nos tumbamos juntas en la
cama y revisamos su teléfono. Intentábamos entender lo que había
ocurrido, encajar las piezas. ¿A qué hora había pasado? ¿Con quién
hablaba? Encontré una foto que hizo en la cocina sin querer,
seguramente mientras iba de camino a su habitación, minutos antes
de morir, y un mensaje que le envió a mi madre un par de semanas
antes que decía: «Creo que a mi mente le pasa algo malo. Me
parece que tengo un problema de salud mental». Me resultó
desgarrador que se hubiera dado cuenta de que necesitaba ayuda
solo dos semanas antes de suicidarse. Habría tenido todas las
oportunidades que necesitara para intentar sanar ese dolor, pero no
pudo ni arañar la superficie de sus problemas. No le dio tiempo a
hacer ensayo y error; simplemente no llegó ni a intentarlo. No fue a
terapia, ni una sola vez. Y nunca antes intentó suicidarse, ni tuvo
una sobredosis, ni nada. No hubo ni un solo grito para pedir ayuda.
La verdad es que no supo reconocer la gravedad de su depresión
hasta que ya fue demasiado tarde y optó por un disparo. Y la
irrevocabilidad de ese gesto resultaba muy desesperante y confusa.
Durante los meses posteriores a su muerte, no pudimos pensar
en otra cosa que no fueran las múltiples formas en que se podría
haber evitado.
La bebida y las drogas le habían bloqueado la imaginación y el
acceso a su alma, su luz, su conexión con la creación, con Dios, con
la belleza, la esperanza, o comoquiera que se llame esa fuerza vital
que le da sentido a nuestra vida. Lo mismo que le había pasado a
mi madre también ante mis propios ojos.
Pero no habían conseguido extinguirla. Para nosotros él estaba
lleno de vida. Y de alegría. Todavía tenía ganas de aventura y un
humor maravilloso. La adicción era parte de su vida, sí, pero su
deseo de felicidad, su poderosa voluntad para tener una vida plena,
seguían ahí y todos los que lo rodeábamos la veíamos.
Aunque también influyó el efecto que tenía en él la adicción de
nuestra madre.
Cuando Ben murió, pensé que mi madre tendría una recaída en
cuestión de horas. Sin embargo, me sorprendió y permaneció
completamente limpia para honrar su memoria. Deseaba de verdad
recomponer su vida y ayudar a los demás. Quería contribuir de
alguna forma.
Pero estaba demasiado rota.
En vez de dejarlo en el tanatorio, mi madre hizo que trajeran a mi
hermano a la casa con nosotros. Nos dijeron que, si asegurábamos
la conservación del cuerpo, podríamos mantenerlo en casa, así que
lo tuvimos allí, en hielo seco, durante una temporada. Era muy
importante para mi madre contar con tiempo suficiente para
despedirse de él, igual que había hecho con su padre. Y yo también
iba de vez en cuando y me sentaba con él.
Solo hace catorce meses. Ya no lloro todos los días a todas horas, ni
me encierro en mi habitación sin querer salir. He dado unos pasitos.
Ya puedo tener una conversación y no sentir que estoy perdiendo la
cabeza. Y me cuesta menos pensar. Durante mucho tiempo no era
capaz de pensar nada.
¿Cómo me estoy curando? Ayudando a la gente. Un chico le
escribió a Riley para decirle: «No me suicidé anoche por lo que
dijiste que supondría para mi familia y para los que se quedan aquí.
Así que gracias. Encontraré otra forma de seguir».
Eso me ayudó. Me animó.
Vas a tener que encontrar algo, que seguramente no tenga nada
que ver con lo que has hecho antes, y ese será tu nuevo propósito,
te guste o no. Y tendrás que seguir con ello. Eso es lo que me
importa. Honrar la memoria de mi Ben Ben y ayudar a los demás
compartiendo mi experiencia con él, con la adicción o con el
suicidio, me parece algo muy auténtico.
En eso estoy ahora.
Hace dos años, la niñera de Ben, Uant, que era para él como una
abuela, nos escribió un e-mail a todos para decirnos que ya no
quería seguir, que iba a morir. No le pasaba nada, solo que no
quería continuar. Ben y Riley fueron a Florida para verla una
última vez.
Pero no pasó nada. Siguió viviendo. Hizo lo mismo varias veces.
Ben y Riley se preocupaban mucho, pero después no cambiaba
nada.
Hace unos seis meses estaba sentada afuera sola y, de repente,
empecé a pensar en Uant. Y en mi cabeza oí: «Cogí un avión para
ir hasta Florida y estar con ella, imagínate…». Me llegaron
recuerdos de ella, canciones que le cantaba a Ben Ben cuando era
pequeño, y le dije a mi hijo en voz alta: «Vale, cariño, lo entiendo.
Pasa algo con Uant. Lo comprendo, ya te he oído. Me ha llegado el
mensaje».
Y después seguí con mis cosas.
A la mañana siguiente vino Riley y me dijo: «Suzanne murió
anoche».
La miré.
«Ben Ben me lo dijo ayer —contesté—. Me estaba diciendo
algo, pero no sabía el qué. Hablé con él en voz alta y le dije: “Pasa
algo con Uant”».
Porque lo oigo.
Y no voy a dudar de ello nunca más.
Ayer vi una foto mía con mis padres. Tenía cinco o seis años.
Estaba de pie entre los dos y ambos me tenían cogida de la mano.
Me quedé mirando mi cara infantil y pensé: Oh, Dios mío, si
alguien te hubiera dicho lo que ibas a tener que pasar en la vida, a
lo que te ibas a enfrentar. Esa niñita tan mona de pelo rubio que
llevaba un vestido a juego con el de su mamá…
Me quedé abrumada.
Me pasa lo mismo con mis hijos a veces. Miro las fotos de
cuando eran pequeños, veo sus caras antes de que sufrieran todos
los traumas que han pasado y me pongo muy triste.
Después de que mi padre muriera, la gente siempre decía que yo
parecía triste. Era como si en mi cara, en mis ojos, hubiera quedado
una huella permanente después de lo que pasó.
Pero en aquella foto no había tristeza. Toda esa mierda de
princesita triste no había asomado la cabeza todavía.
La pena apareció a los nueve años, cuando él murió, y nunca me
abandonó. Ahora es todavía peor: tengo la mirada siempre baja por
culpa de este dolor. No veo más allá.
Siempre he pensado: ¿Por qué dirá siempre todo el mundo que
parezco triste?
Ahora lo entiendo.
Sinceramente, no creo que recupere nunca la chispa que tenía. El
dolor se apodera de todo. No se puede superar. Es algo con lo que
tienes que vivir. Te adaptas. Nada en ti vuelve a ser lo mismo. Lo
que pensabas antes no tiene importancia. La verdad es que ya no
recuerdo quién era. El otro día alguien me dijo: «Te conozco mejor
que nadie», a lo que yo contesté: «No, no tienes ni puta idea de
quién soy, porque ya ni siquiera yo sé quién coño soy».
La verdadera yo, quienquiera que fuera, estalló en mil pedazos
hace año y medio.
Tengo que reconciliarme con todo eso y dejar que siga su curso,
se apodere de mí y me consuma, me dirija, y después acelerar,
frenar, acelerar otra vez y volver a frenar. Solo puedo seguir al
volante a su lado.
Si pienso en todo, en mi vida, perdería la cabeza. Intento,
fracaso, intento, fracaso, bien, mal, fallo. Entonces me siento muy
sobrepasada y empiezo a llorar al pensar en lo jodida que ha sido
mi vida. A veces me parece que no queda nada, ningún propósito,
ninguna cosa que quiera conseguir. Ningún objetivo, nada. Cero.
Pero tengo tres hijas, así que lucho contra esa sensación, lucho,
lucho, lucho, lucho. Pero sigue ahí, joder, vivita y coleando. Es
como el rugido de un león y tengo que silenciarlo, hacer que se
calle. Me sorprende seguir viva. No me puedo creer que continúe
aún en pie. No me parece bien seguir viviendo sin Ben.
Pero entonces lo repaso todo otro día y pienso: Vale, espera,
hubo una parte que no estuvo tan mal. Encontré algo bueno aquí y
un poco de diversión allá. E intento alternarlo con: «No todo ha
sido una mierda. Conocí a esta persona y pasó esto. Y estuvo bien».
La verdad es que algunas cosas no estuvieron tan mal.
EL JARDÍN
DE MEDITACIÓN
Todavía nos faltaba media hora para llegar a Los Ángeles. Tupelo
por fin se había calmado lo suficiente para dormir un poco y yo me
eché a llorar sin hacer ruido para no molestar a los pasajeros que
tenía alrededor.
El mundo que había dejado cuando despegué de Canadá esa
mañana no era el mismo cuando aterricé en el aeropuerto de Los
Ángeles aquella noche. Ya no reconocía ese extraño y nuevo
planeta. Era un lugar que llevaba dos años y medio muy
dolorosamente vacío por la falta de mi hermano Ben Ben, y de
repente lo estaba aún más por la pérdida de mi madre.
Me pregunté cuántas veces puede romperse un corazón.
Mientras salíamos del aeropuerto a toda velocidad, recuerdo que
me fijé en la gente que entraba y salía de un 7-Eleven con una
iluminación muy llamativa. Para ellos no había cambiado nada. ¿Por
qué iba a hacerlo?
El tiempo volvió a hacer eso de alargarse y contraerse. Está
pasando esto otra vez. Lo reconozco, pensé.
Cuando murió mi hermano fui consciente de pronto de que ya no
podría encontrarlo en ningún lugar de esta tierra. Podía viajar a
cualquier parte, pero no daría con él. No importaba lo lejos que
volara, condujera o caminara, porque ya no estaba. Recuerdo ir
conduciendo por el norte de California y pasar delante de una
extensión inmensa de campos vacíos y pensar que él tampoco
estaba allí. No podría encontrarlo por mucho que buscara.
En aquel momento tenía la misma sensación, pero con mi madre.
Ella era como uno de los personajes de los mitos griegos: tenía
emociones humanas, pero también tal fuerza que a veces pensaba
que, si se concentraba mucho en algo, acabaría provocando
relámpagos. Su poder y su fuerza asustaban a la gente. Tenía la
extraña cualidad de ver el fondo de tu alma y una capacidad enorme
de amar de verdad, incondicionalmente.
No había duda de que en todas sus reencarnaciones había tenido
que ser alguien de la realeza. Mi padre y yo bromeábamos diciendo
que, si Dios le pidiera que volviera a este mundo siendo alguien que
no tuviera sangre real, ella declinaría su oferta.
Mi madre era la única persona capaz de decirle que no a Dios.
Gracias por ser mi madre en esta vida. Estoy eternamente agradecida por haber
pasado treinta y tres años contigo. No hay duda de que elegí a la mejor madre para mí
en este mundo y lo he sabido desde siempre, desde el primer recuerdo que tengo de
ti. Y me acuerdo de todo. De cómo me bañabas cuando era bebé, cómo me llevabas
en el asiento del coche mientras oías a Aretha Franklin, la forma en que te
acurrucabas conmigo cuando me metía en tu cama por la noche y cómo olías.
Recuerdo que me llevabas a por un helado después del colegio en Florida. Cómo
nos cantabas nanas por la noche a mi hermano y a mí, y cómo te tumbabas con
nosotros hasta que nos dormíamos. Cómo siempre que te ibas de la ciudad me traías
un nuevo juego de té de una de las tiendas Cracker Barrel.
Recuerdo las notas que me dejabas en la bolsa de la comida todos los días. Lo que
sentía cuando veía que habías venido a recogerme al colegio y la sensación que me
producía tu mano en mi frente. Cómo era saberse querida por la madre más amorosa
que he conocido. Lo segura que me sentía en tus brazos. Recuerdo esa sensación de
cuando era niña, pero también de hace dos semanas, cuando compartíamos tu sofá.
Gracias por mostrarme que el amor es lo único que importa en esta vida. Espero
que pueda amar a mi hija como tú nos quisiste a mí, a mi hermano y a mis hermanas.
Gracias por darme mi fuerza, mi corazón, mi empatía, mi coraje, mi sentido del
humor, mi educación, mi temperamento, mi rebeldía y mi tenacidad. Soy un producto
de tu corazón. Mis hermanas y mi hermano también lo son. Nosotros estamos en ti y tú
estás en nosotros, mi amor eterno. Espero que sepas por fin cuánto te queríamos.
Gracias por esforzarte tanto por nosotros. Por si no te lo he dicho por lo menos una
vez todos los días, gracias.
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[1] «Al bebé de mamá le encanta el pan de manteca». Canción
popular de finales del siglo XIX o principios del XX. (N. de los T.).
[2] En inglés, persona evasiva o escurridiza. (N. de los T.).
[3] «Toma mi mano, toma también mi vida entera, / porque no
puedo evitar enamorarme de ti». (N. de los T.).
[4] «No necesitamos educación». (N. de los T.).
[5] La película, basada en la autobiografía de la hija adoptiva de
Joan Crawford, describe entre otros maltratos cómo la actriz
golpeaba a su hija con una percha de alambre. (N. de los T.).
[6] «Un día / En una lápida / Deberían estar todos nuestros nombres
/ Compartimos una vida / La belleza / Y la fealdad / A lo largo de
todo el dolor y la muerte / El nacimiento de un niño». (N. de los
T.).
[7] «¿Sabéis? Hice algo bien / Algo que me mantiene viva / Oh,
niñitos tan dulces / Cuando llegasteis me hicisteis saber por qué /
Era feliz por fin / Me conocisteis antes de ahora, ¿verdad? / Dios
mío, sois preciosos / Habéis venido a ayudarme / Y sé que no
dormís bien / A menos que yo esté a vuestro lado / Oh, vosotros
también cuidáis de mami / Enseguida salís a defenderme,
¿verdad…? / Por favor, no tengáis miedo de perderme / Sabéis
que yo también tengo esos mismos miedos». (N. de los T.).
[8] «Escucharé tus historias / Que humedecían tus ojos tristes
cuando tenías todo el pelo negro / Mantén la cabeza bien alta /
Sé que he sido cruel / He sido cruel / Vamos, sécate los ojos… /
Eh, finalmente me ves / Hola / Y yo te veo a ti / Y todo lo
ocurrido hasta ahora / No ha sido tan malo en realidad / Preciosa
mujer / Vamos, sécate los ojos / Sabes que te he perdonado y que
lo siento / Y todo lo ocurrido hasta ahora / No ha sido tan malo
en realidad / Preciosa mujer». (N. de los T.).
Índice
El pájaro azul
Prefacio
Dos. Se ha ido
Tres. El muro
Cinco. Mimi
Agradecimientos
Créditos
Notas