El Galeon Hundido - Laura Garcia Corella
El Galeon Hundido - Laura Garcia Corella
El Galeon Hundido - Laura Garcia Corella
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Laura García Corella
El Galeón Hundido
Los Jaguares - 08
ePub r1.0
Gand 16.09.14
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Título original: El Galeón Hundido
Laura García Corella, 1978
Ilustraciones: Carles Prunés
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I. LIBERTAD CONDICIONADA POR MISS
SPENCER
Aquella mañana, el mar parecía un espejo de tonalidades diáfanas, ese color
aguamarina tan celebrado por los poetas. Su transparencia casi permitía descubrir los
guijarros del fondo, junto a los acantilados, acariciados tan suavemente por el vaivén
del agua que apenas si podía observarse algún que otro jirón de espumarajos, pronto
disueltos. El profundo tono azul del cielo ya no podía ser más límpido.
Un muchacho de espaldas poderosas y revuelto cabello, llevando «shorts»
oscuros y «niki» blanco con la cabeza de un jaguar en el pecho, miraba en torno con
deslumbramiento. Le parecía imposible estar allí y se dijo:
—A lo mejor es que estoy soñando… puede que dentro de nada me despierte en
mi cama… tendría que cerciorarme…
Y se pellizcó en el brazo. ¡Estaba despierto! ¡Estaba vivo! Las dos cosas a un
tiempo… Y una feliz sonrisa entreabrió sus labios.
Él, el oscuro y modesto Raúl Alonso, estaba en una playa de las Bahamas, al otro
lado del mundo, una playa desierta a aquella temprana hora de la mañana. ¡Y pensar
que dos días antes salía de su colegio madrileño con un montón de libros bajo el
brazo para iniciar las vacaciones!
—¡Cielos, ocho días en las Bahamas! ¿Quién nos lo iba a decir? Y encima, ocho
días que «Los Jaguares» podremos estar reunidos de la mañana a la noche.
La invitación había partido del señor Medina, diplomático costarricense, padre de
Oscar y Julio. Con él salieron de Madrid en un reactor y tras dos escalas aterrizaban
en Nassau, capital del archipiélago. Luego, en un barco que se dedicaba a llevar
turistas, hasta St. George, sorteando docenas de islotes. Ahora sabía que el
archipiélago se componía de veintinueve islas grandes, de las cuales sólo veinte
estaban habitadas, seiscientos islotes y gran cantidad de arrecifes.
Bueno, ya le había echado un vistazo a la playa y debía regresar, o los demás, a
los que había dejado durmiendo a pierna suelta, se enfadarían. Así que atacó los
escalones practicados en la roca, mirando ilusionado las cabañas diseminadas en la
parte alta del acantilado y el edificio de grandes proporciones donde estaban las
dependencias del restaurante, discoteca, salas de juegos y cuanto podía hacer más
grata la estancia a los turistas.
Las cabañas, rodeadas de plantas exóticas, eran rústicas en apariencia, pero en
realidad estaban provistas de todo el confort y los adelantos que la técnica podía
proporcionar. La que el señor Medina había hecho reservar era una de las mayores,
con cuatro dormitorios y una salita.
Raúl entró en la cabaña del mismo modo que había salido, saltando a través de la
ventana. Estaba todavía con una pierna en cada lado, cuando descubrió a un negro
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alto que le miraba con recelo y en el que reconoció al camarero que la víspera les
había servido la cena en el restaurante.
Oscar, que era su compañero de dormitorio, dormía atravesado en la cama, con el
flequillo sobre los ojos y Raúl sonrió con cariño de hermano mayor. Como oyera
pasos por el saloncito, abrió sin ruido la puerta. Charlando amigablemente se
hallaban Héctor y el señor Medina.
—¡Aquí tenemos a otro madrugador! —exclamó éste, invitándole a sentarse—.
¿Has descansado bien?
—Muy bien, señor. ¿Y usted?
—Bien, sí, pero estoy un poco preocupado. Ya sabes la noticia que me esperaba
en Nassau: debo dirigirme a Nueva York para asistir a una reunión de urgencia en la
ONU y yo no había contado con dejaros solos. Le estaba explicando a Héctor que
anoche telefoneé a un amigo de St. George para que me proporcione una persona
responsable que se quede con vosotros hasta mi regreso.
—En cualquier caso, si no encuentra a esa persona, tampoco debe estar
preocupado, ya se lo he dicho —dijo Héctor—. Creo que podremos arreglarnos bien
y si lo que teme es que cometamos imprudencias pues… le aseguro que no será así:
velaremos por las chicas y el pequeño.
En aquel mismo momento apareció Julio. Dio los buenos días a todos y se encaró
con su padre:
—¡Qué…! ¿Llego a tiempo para el sermón? Casi me imagino el objeto de la
conferencia. Papá, ¿olvidas que soy tan alto como tú?
Se colocó junto a su padre, hombro con hombro. Su aseveración era exacta y el
parecido entre ellos, notable.
El señor Medina era un hombre de aspecto distinguido, algo grave, pero muy
agradable. Como buen diplomático, sabía adaptarse a cuantos le rodeaban.
—Mi preocupación es lógica porque deseo lo mejor para mis hijos y sus amigos,
que también lo son míos. Así que tendréis que ser prudentes, dejando de lado vuestra
afición por las aventuras.
—¡Estupendo, papá! Héctor y Raúl te escuchan boquiabiertos y te aseguro que
van a pasar estos días pensando en todo momento si tú apruebas nuestros pasos.
—Si tú lo dices… —se conformó el señor Medina, sonriendo.
Y por el momento se acabó la conversación grave, pues entraron Sara y Verónica,
arregladitas y deseando salir y lanzarse a descubrir las maravillas de la ciudad, ya que
la víspera llegaron casi de noche y no pudieron ver mucho.
Llamaron al pequeño y todos juntos se fueron a desayunar. Cuando cruzaban la
explanada, Sara recordó a Petra, a la que tuvo que dejar en Madrid.
—Hubiera disfrutado tanto… —comentó.
Petra era un ardilla resabiada que metía sus naricitas en todo lo que afectaba a
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«Los Jaguares», a veces con gran oportunidad y otras… con menos. Al escuchar a
Sara, Oscar pensó con nostalgia en su monito León, al que había tenido que dejar con
el portero, que no lo podía ver ni en pintura. En fin, compensaciones no faltaban.
Una de ellas era que, estando allí, los mayores no podrían meterse continuamente
con él, enviándole a jugar con los chicos de su edad, como tenían por costumbre
cuando se sentían importantes.
Estaban desayunando cuando llamaron por teléfono al señor Medina. Se ausentó
unos minutos y al volver parecía radiante.
—Muchachos, parece que estamos de suerte. Mi amigo acaba de comunicarme
que la gobernanta de una familia que vino cuidando de sus niños está dispuesta a
quedarse unos días más, de modo que podremos ponernos de acuerdo. Parece que es
una persona seria y responsable. Se trata de una inglesa y, en los ratos libres, podréis
perfeccionar vuestro inglés. En cuanto terminéis vuestro desayuno nos iremos en un
taxi a visitarla.
Al atravesar St. George se dieron cuenta de que era una ciudad pequeñita cuya
principal fuente de ingresos era el turismo. La mayor parte de sus habitantes eran
negros, el resto mulatos y había una pequeña minoría de blancos.
Miss Spencer, la gobernanta en cuestión, residía en un modesto hotel de la calle
principal y alegó que le agradaba poder quedarse unos días más y disfrutar de aquel
clima privilegiado.
Cierto que puso ciertas condiciones. Las económicas fueron bastante normales,
pero exigía total obediencia por parte de los muchachos que debía «vigilar».
Era una mujer alta, seca, de cutis verdoso y unos cuarenta años, que hablaba con
voz chillona.
—Supongo que estos muchachos, señor Medina, estarán realmente bien
educados.
Tenía la ventaja de que hablaba el español bien porque, según dijo, había vivido
varios años en Cuba.
—Creo que, en cuanto a la educación de los muchachos, Miss Spencer, no tendrá
queja —alegó el señor Medina—, aunque los jóvenes, en su alegría y entusiasmo por
la vida, a veces puedan parecemos inconvenientes. ¿Qué decís vosotros, jovencitos?
—Me encanta que la señorita Spencer venga con nosotros —dijo Verónica,
abriendo marcha.
En realidad no le caía muy bien, pero si el precio que había que pagar por seguir
en las Bahamas era aquél…
Sara afirmó con la cabeza, pues temía comprometerse de palabra. Cierto que
estaba dispuesta a todo por complacer al señor Medina… Y empezó por sonreír a
Miss Spencer con toda la boca.
—¡Oh! Estoy seguro de que todo irá bien —intervino Oscar—. Nosotros, ya se
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sabe, nos hacemos amigos de todo el mundo.
El señor Medina sonreía y miró a la inglesa:
—¿No le parece prometedor, Miss Spencer?
—Sí, desde luego…
Muy pronto los tres muchachos mayores dieron muestras del «respeto que debían
a los demás» precipitándose a recoger el equipaje de la Miss, a la que descargaron de
cuanto llevaba en las manos al salir del hotel. Naturalmente, Raúl cargó con la maleta
mayor y Julio, quizá porque no se precipitó tanto, llegó tarde para que le
correspondiera maleta alguna y se limitó a ofrecer cortésmente su brazo a Miss
Spencer.
Sara reía con disimulo. En realidad, cuando «Los Jaguares» estaban reunidos,
hasta los inconvenientes parecían divertidos.
—No podemos ir todos en el taxi —objetó el señor Medina.
—Nosotros seguiremos a pie —propuso Julio.
Las chicas, con la mejor de sus sonrisas, se situaron en el asiento posterior, a los
lados de la inglesa, mientras el señor Medina lo hacía junto al chófer.
Con la primer vuelta de rueda, Julio rezongó:
—¡Qué faena nos ha hecho papá! ¡Colocarnos esa raspa de pescado…!
A Oscar le entró la risa y Héctor le afeó su conducta.
—Bueno, reconozcamos que Miss Spencer no es una sirena, pero nos vendrá bien,
sobre todo pensando en las chicas. Y tú, Julio, guárdate las ironías, especialmente
cuando le has ofrecido tu brazo tan rendidamente como si fuera la reina de las
Bermudas.
—¡Y qué remedio! Bueno, trataremos de ser con ella muy amables y muy
considerados, de modo que no tenga queja, pero espero que algún rato podamos
zafarnos de su cara larga… ¡oh, las caras largas! —exclamó cómicamente haciendo
reír a los demás.
Cuando llegaron a la cabaña, Miss Spencer había elegido para sí el mejor de los
dormitorios y las chicas le ayudaron a guardar sus vestidos en el armario.
—Pon mejor esa falda, se va a arrugar —ordenaba a Sara—. Y tú, rubita, ten
cuidado con mi frasco de colonia.
Bien, el señor Medina podía irse tranquilo: sus hijos y los amigos de sus hijos
estaban fiscalizados al máximo y no podrían cometer imprudencias. Antes de que se
fuera, Julio le recordó:
—Papá, habíamos acordado que alquilaríamos una barca y practicaríamos la
pesca submarina. Supongo que no tendrás nada que objetar.
¡Hum…! Ahora ya no es lo mismo. En fin, Héctor y tú parece que conocéis
bastante bien esa actividad, pero no estas aguas. Consultaré en el hotel.
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En gerencia le informaron de cuanto deseaba saber y le aconsejaron que le
alquilara su barca al viejo Slater, un hombre solitario que vivía al pie del faro y era el
mejor conocedor de aquellos lugares.
—Si Slater accede a ir él también en su barca y a daros instrucciones, siempre que
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seáis prudente, tenéis mi permiso.
En cuanto el señor Medina se marchó, Miss Spencer dio su primera orden, viendo
a los muchachos dispuestos a bajar a la playa:
—A las doce y media regresaremos para comer…
«¿Regresaremos?», pensaron «Los Jaguares» transmitiéndose sus pensamientos
con una mirada. O sea, que cargarían con ella durante el resto de la mañana.
Y en efecto, todos juntos descendieron por los peldaños de roca, soportando las
protestas de la Miss, que se quejaba de no poder dar un paso sin resbalar. El grandón
de Raúl, con una cortesía que era reflejo de su innata bondad, le ofreció el hombro y,
hay que decir, que ella lo aprovechó.
La playa ya no estaba desierta como por la mañana y algunos turistas tomaban el
sol o se dedicaban a nadar. Menos mal que Miss Spencer les proporcionó un respiro,
tumbándose en una hamaca y dejándoles en libertad, lo que aprovecharon «Los
Jaguares» para pasear junto a los arrecifes, entre los cuales la marea había dejado
charcos.
Una niñita de unos siete años correteaba por allí, desoyendo las llamadas de su
madre, que consideraba el lugar peligroso, hasta que la señora fue en su busca.
En inglés, la pequeña dijo, con aire caprichoso:
—Quiero jugar con ese niño…
Se refería a Oscar. Y no sólo lo entendió Oscar, sino todos los demás. Julio, muy
serio, pero con la risa en los ojos, le dijo:
—Anda, mico, no desaires a esa niña tan bonita. Lleva una muñeca preciosa y
jugaréis a papás y mamás…
Oscar se hacía el sordo, pero la madre de la niña apareció a su lado y le preguntó
cómo se llamaba… por cierto, en inglés. Oscar no lo hablaba muy bien, pero le
entendió y, con refinada astucia, mostró gesto de ignorancia.
Julio se interfirió (para fastidiar):
—Se llama Oscar, señora y, aunque no muy bien, habla el inglés, de modo que
podrá jugar con su preciosa hijita. ¿Cómo se llama la niña?
—Melisa. Yo soy la señora Sanders.
Después de aquello, «Los Jaguares» se presentaron, especificando, además del
nombre, la nacionalidad. Oscar, de reojo, miraba a la niñita como se puede mirar a un
energúmeno.
—El mar parece un espejo, ¿verdad? —preguntó Verónica, a caballo entre su
idioma y el de la señora Sanders.
—Hoy sí, pero cuando sopla el huracán resulta espeluznante. Anteayer las olas no
dejaban ver los arrecifes. Y ayer, por la mañana, toda la playa estaba llena de algas,
trozos de coral, restos de naufragios y cosas así.
Melisa se empeñó en traspasarle la muñeca a Oscar, como si le hiciera un gran
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honor y, en vista de que no la quería, le regaló el tesoro que acababa de encontrar en
un charco: una especie de chapita con tres agujeros. ¡Cielos! ¿Cómo librarse de la
mocosa y su destartalada muñeca?
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II. TRISTÁN Y SU DUEÑO
Melisa seguía contemplando a Oscar con verdadera admiración: sin duda había
encontrado a su héroe. Furioso, el chico pensó si aquella niña, que para colmo de
males llevaba una cinta rosa en el pelo, iba a estropearle las vacaciones.
—¡Me voy a nadar! —zanjó de pronto.
La niñita se empeñó en seguirle y como los arrecifes eran resbaladizos y
peligrosos, a instancias de los mayores, tuvo que darle la mano y llevar en la otra
mano la muñeca, luego de recogerla de un charco. Y así volvió a la playa y pasó ante
Miss Spencer, que tuvo un gesto satisfecho, como si se dijera: «Estos chicos son
inofensivos».
La estratagema de Oscar dio resultado porque, presumiendo de nadador fuera de
serie ante la señora Sanders, ella se encargó de que su pequeña no le siguiera al mar.
Satisfecho al fin de cuentas de su actuación, se quitó el «niki» y los «shorts»,
quedándose en bañador, para emprender seguidamente la gran carrera hacia la orilla.
El resto de «Los Jaguares», atraídos por los encantos del agua, le imitaron.
Nadaron un rato y luego se tumbaron al sol y sólo el pequeño continuaba a remojo y
no abandonó el mar hasta ver de lejos a la señora Sanders marcharse con su espantosa
chiquilla. Por cierto, ella había pillado una rabieta, porque pretendía esperar a su
nuevo amigo, pero aquella vez la madre se mantuvo firme y se la llevó. Sólo entonces
el menor de «Los Jaguares» se aventuró a salir del mar, con aire victorioso. Se juntó a
los demás y estuvieron un rato charlando, mientras tomaban el sol.
—Nuestro cancerbero se está portando bien —comentó Julio—. Se ha ido a bañar
y no nos ha molestado en toda la mañana.
—Pero a las doce y media, cuando ella se disponga a marchar, tendremos que
seguirla sin detenernos ni un segundo —objetó Verónica.
Oscar había empezado a ponerse los «shorts» y un objeto cayó de su bolsillo.
Héctor, curioso, lo tomó y estuvo dándole vueltas entre los dedos. Se trataba de una
especie de chapa de bronce por una cara y esmalte por otra, con tres agujeros.
—¿De dónde ha salido esto? —preguntó.
Los demás, intrigados por su tono de voz, se sentaron en la arena y alargaron las
cabezas.
—¡Oh! Me lo regaló ese engendro de niña —explicó Oscar—. Lo recogió en los
arrecifes. ¡Valiente porquería! Puedes tirarlo…
—Es un trozo de esmalte bien conservado —decía Héctor, frotándolo con el canto
de la mano—. Los dibujos del esmalte me dan qué pensar…
Se lo pasó a Julio y en cuanto éste se lo acercó a los ojos, manifestó con desdén:
—¿Y tú eres español? Pues sí que conoces tus cosas… Éste es el león rampante
del escudo de España y éste el castillo y encima la corona. Todavía, entre los agujeros
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distingo los rasgos que lo completan…
—Parece un trabajo antiguo —opinó Héctor.
En aquel momento Miss Spencer salió del agua e hizo una seña a los muchachos,
para que se dispusieran a marchar.
—Guárdalo —dijo Julio, devolviendo el objeto al mayor de «Los Jaguares».
La subida hasta lo alto del acantilado, bajo un sol de justicia, fue especialmente
sudorosa para Raúl, ya que, materialmente, tuvo que tirar de la Miss. Se dirigieron
directamente a la cabaña y en cuanto se arreglaron un poco marcharon a las
instalaciones del hotel.
La conversación, naturalmente, se deslizó sobre las Bermudas y aquella isla. Miss
Spencer había salido de su mutismo y se dignó informarles de algunas
particularidades, cuando ellos mencionaron el huracán que había tenido lugar en la
zona dos días antes.
—Creo que, hace doscientos o trescientos años, a esta isla se la llamaba la «de los
Diablos» y en otoño nadie quería encontrarse en estas aguas, cuando los barcos eran
de madera y vela. Los antillanos dicen: «En junio es muy pronto; en julio se acercan;
en agosto soplan; en septiembre los recuerdas y en octubre ni los nombras».
—¡Eso es muy interesante! —exclamó Sara—. Este año parece que los huracanes
vienen con cierto adelanto, porque una señora nos ha contado que hace dos días hubo
uno espantoso.
—Sí, yo lo estuve contemplando precisamente por esta parte. Suerte que
actualmente la radio suele avisar con tiempo suficiente para que las embarcaciones
busquen el abrigo del puerto.
—Desde luego, no me hubiera gustado en un día de tempestad encontrarme en un
cascarón de vela cerca de estos arrecifes —objetó Héctor.
—¿Sabe si ésta es la ruta que seguían los navíos españoles a su vuelta de
América?
—Creo que no, es decir, hacían la última escala en La Habana, antes de salir
rumbo al Este. Parece que eludían estas peligrosas aguas, hoy tan plácidas. Sin
embargo, quizá se arriesgaran en alguna ocasión para eludir a los que… ansiaban su
botín.
Julio sentó con voz firme:
—Ya… ¡los piratas!
Miss Spencer sonrió con superioridad:
—Perdón, corsarios. Ellos llevaban la patente de corsario expedida por los
monarcas ingleses. Nada ilegal —replicó.
—Según como se mire: piratas disfrazados de corsarios —insistió Julio.
Por debajo de la mesa, Verónica le dio con el pie: no era cosa de provocar un
conflicto internacional por cosas del pasado y la Miss parecía una mujer con gran
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sentido patrio.
—A lo mejor hay montones de barcos hechos migas en los fondos de los arrecifes
—dijo Oscar, tenedor en alto.
—¡Pero pequeño…! Estás un poco atrasado… esos arrecifes son de coral y
aunque, en efecto, se hubiera producido algún naufragio, los restos serían hoy
irreconocibles, porque formarían parte de la masa de coral.
Raúl se sentía incómodo cada vez que el camarero que servía su mesa se acercaba
a ellos. Le miraba como diciendo: «Te conozco, eres un golfillo amigo de las
escapadas…».
La inglesa, por el contrario, solicitó de él algunos informes sobre el lugar,
llamándole por su nombre: Jonás. Lo mismo podía ser el de pila que el apellido.
Quizá había estado anteriormente comiendo en el hotel.
Muy pronto «Los Jaguares», que eran muy prácticos, hablaron de ir a primera
hora de la tarde a St. George para alquilar bicicletas.
—Lo de alquilar bicicletas está bien —se interfirió Julio—, pero lo que realmente
nos interesa es la barca y los equipos de inmersión.
—¿Equipos de inmersión? —la inglesa pareció francamente sorprendida—. ¡Sois
demasiado jóvenes para aventuraros bajo el mar!
Los dos «Jaguares» mayores se defendieron, alegando que era un deporte que ya
habían practicado en aguas no muy profundas. Para los demás era nuevo. Pero ella les
miró con cierta mala intención y exclamó:
—No creo que sea posible. Para bucear es preciso un permiso de las autoridades
de la isla.
—Eso ya lo preguntaremos —repuso Julio—. De todas formas, como somos
menores de edad, no vamos a hacer prospecciones científicas, sino divertirnos
practicando el submarinismo a muy escasos metros bajo la superficie.
Ella quiso oponerse, pero los dos mayores se defendieron, alegando que contaban
con el permiso del señor Medina.
La señorita debió pensar que eran unos muchachos obstinados y se encogió de
hombros. Y si ellos pensaron que el intenso calor iba a desanimarla, se equivocaron.
Insistió en ser de la partida y juntos emprendieron la caminata. Una vez en St. George
no encontraron dificultades para el alquiler de bicicletas (incluida la destinada a Miss
Spencer). Y ya sobre el sillín, preguntaron por la casa de Slater, el que vivía al pie del
viejo faro.
Un sendero bien marcado conducía al pie del faro. El terreno era inhóspito y sólo
una casa blanca, con tejas rojas, de ventanas bien pintadas también en rojo, se
levantaba en aquellos parajes, de modo que la confusión era imposible. Estaba
rodeada de una cerca y apenas apoyaron las bicis en la misma, un perro ladró con
fiereza. Entonces Oscar, tan amante de los animales, se adelantó hacia él y, aunque
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parecía como si fuera a saltarle al cuello, sus caricias lo calmaron.
—¡Qué mastín tan espléndido! —dijo Sara, pasándole la mano por el lomo.
—Eso de espléndido… —se burló Julio—. Si te refieres al tamaño, puede, pero es
más viejo que Matusalén.
Miss Spencer había saltado a un lado y se detenía en la parte de fuera de la
empalizada, sin atreverse a pasar por miedo al perro. Los muchachos, por el
contrario, le rodeaban haciéndole zalemas. El viejo mastín, atónito, se dejaba
acariciar.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz bronca.
Al instante, un individuo que no bajaría del metro noventa, ancho de espaldas,
con unos ojos inquisitivos en su piel reseca por el contacto con el aire y el sol,
todavía erguido y fuerte, aunque debía contar bastantes años, avanzó hacia los
muchachos con enojo:
—¡Fuera! ¡Tristán os va a destrozar!
Oscar respondió sorprendido:
—¡Pero si es un cordero! Mire, ya somos amigos…
El pasmo del hombre era indudable.
—¡Centellas, no puedo creerlo! Tristán se abalanza al cuello de cuantos pretenden
traspasar el umbral de mi casa. Sin duda tenéis un atractivo especial para los
mastines…
Tristán saltaba en torno a los muchachos, que jugueteaban alegremente con él.
—Bueno, ¿qué buscáis aquí?
Hablaba un español lento y gangoso, quizá porque oía a «Los Jaguares»
expresarse en este idioma, pero indudablemente no era el suyo propio. No es que lo
hablara mal, sino que la pronunciación lo traicionaba.
—Nos han dicho que usted podría alquilamos su barca. Mi amigo y yo —había
señalado a Julio— practicamos el submarinismo.
—¡No! Los turistas me han dado ya tantos disgustos que he decidido no
alquilarles mi barca ni una vez más; ya podéis buscar a otro, centellas.
Héctor, plantado ante él, le miraba con firmeza:
—Si usted es el señor Slater, no queremos otro barquero. Nos han dicho que es el
mejor.
—Pero yo no puedo encargarme de una pandilla de jovenzuelos mimados ni
pasarme el tiempo sacándoles del agua para que no se ahoguen.
—No somos jovenzuelos mimados, señor Slater —opuso Julio—, ni tendrá que
sacarnos del agua por la sencilla razón de que somos buenos nadadores. A Tristán le
gustaría venir con nosotros en la barca. Se le ve.
Slater dudó. Su único afecto en la tierra era el perro. Había perdido a su esposa
hacía ya bastantes años y su carácter se había hecho gruñón. Pocos le soportaban y él
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soportaba a pocos. Pero le daba qué pensar la instintiva simpatía de Tristán por
aquellos desconocidos.
Sus dudas se le reflejaron en el rostro.
—Y en cuanto al precio… —prosiguió Julio.
—¡Centellas, el precio lo pongo yo! Si me decido, será el mismo que siempre.
En aquel momento Miss Spencer, desde el otro lado de la empalizada, llamó al
orden a sus huestes:
—Muchachos, dejad a ese chucho de una vez y salid de ahí. Os llenará de pulgas
y luego me las traspasaréis a mí. Todas las pulgas se vienen conmigo.
En aquel momento, Oscar olvidó las promesas de exquisita educación y respeto
para con la gobernanta que había prometido a su padre:
—¡Tristán no tiene pulgas! ¡Es un perro precioso y simpático como él solo!
En el fondo, Slater empezaba a ablandarse. Tristán había recibido desusadamente
bien a los muchachos, como si sintiera ansia de compañía alegre, y en cuanto a él…
pasaba días enteros sin hablar con nadie… y era un grupo encantador, quizá poco
exigente, al contrario de la mayoría de los turistas. Las muchachitas le contemplaban
con admiración y los chicos eran espléndidos, educados…
—¡Hum…! Bien, siempre que en el agua obedezcáis mis órdenes y os procuréis
el permiso para practicar la pesca submarina, creo que podríamos arreglarnos.
Supongo que tendré que enseñaros muchas cosas, porque estas aguas no son «otras
aguas».
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Los muchachos se mostraron de acuerdo, manifestando que seguramente tenía
razón y les encantaría escuchar sus explicaciones y que les hablara de sus
experiencias.
—Hasta no hace mucho yo me dedicaba a acompañar turistas y proporcionarles
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equipo. Salvo los trajes, no tenéis que preocuparos por nada más. Y si conseguís el
permiso, mañana a las siete de la mañana, aquí.
Al abrir la puerta de la empalizada, Tristán intentó arrojarse sobre Miss Spencer,
quizá porque intuía su animadversión y el recelo que le inspiraba. Por suerte estaba
rodeado por los muchachos y éstos consiguieron sujetarlo por el collar.
—¿Vendrá también Tristán? —preguntó Oscar, con ojos ilusionados.
—Él va siempre donde voy yo —replicó el viejo.
Se marcharon locos de alegría, excepto la señorita, que estaba muy disgustada.
Con toda facilidad encontraron la dirección proporcionada por Slater y, con el
dinero por delante, en la oficina de permisos se lo expidieron en seguida para Héctor,
Julio y Raúl. Mientras lo extendía, el empleado comentó, haciéndose el gracioso:
—Supongo que esas muchachitas y el pequeño no bucearán. De todas formas,
nada lo impide, pues no irán ni un metro debajo del agua. En cuanto vean una morena
regresarán a la barca y ya no se mojarán ni un dedo.
¿Qué sería eso de las morenas? Sara y Verónica se miraron con aprensión.
—Si contáis con el permiso del señor Medina —puntualizó la Miss—, yo me lavo
las manos.
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III. LAS SORPRESAS DE LOS FONDOS MARINOS
El madrugón no había supuesto ningún sacrificio para «Los Jaguares» y, con toda
puntualidad, llegaron a la casita blanca de ventanas rojas, entre los aullidos alegres de
Tristán. Miss Spencer, por el contrario, permanecía en la cama: por un lado Tristán y
por otro abandonar la cama tan pronto, le pareció una tontería. Y después de todo, el
viejo ogro tenía obligación de velar por los muchachos: para eso cobraba.
Slater tenía su propio embarcadero en un recodo del acantilado, donde se
balanceaba su vieja barca, como él le decía, aunque en realidad era algo más que
barca: contaba con un motor de gasoil, un mástil muy alto y dos minúsculos
camarotes en la cala, además de una cocinita.
Tristán se había adelantado saltando y miraba a la pandilla, como invitándola a
seguirle.
Raúl se dijo que por la mañana temprano el mar ganaba en belleza, tal como ya
había pensado la víspera. Y Slater estaba contento. Aquellos chicos le habían quitado
de las manos todos los objetos que había sacado de su casa, especialmente un par de
botellas de oxígeno. Eran muy atentos, sí.
—Aquí en la barca tengo el resto de las cosas: linternas, más botellas de oxígeno,
aletas, gafas, pesas de plomo y un montón de cosas que no sospecháis.
—¡Me privan las cosas insospechadas! —exclamó Sara a pleno pulmón.
Y entonces, por primera vez, los muchachos descubrieron que Slater sabía sonreír.
—Los latinos sois muy vehementes —dijo nostálgico—. Mi esposa lo era…
aunque había nacido en Cuba.
Luego empezó a dar instrucciones, sin duda porque no quería detenerse en sus
recuerdos. Verónica se lanzó a preguntar:
—¿Se llamaba María, verdad?
—¿Cómo centellas lo sabes?
—Su barca lleva el hermoso nombre de María…
—¡Hum…! Sí…
Luego se inclinó sobre los mandos del motor y puso la barca en movimiento.
Héctor le contó que Julio y él eran buenos submarinistas y que Raúl no sabía nada de
ello, pero la ocasión era buena para que aprendiera.
—¿No se aburrirán las muchachas y el pequeño?
Héctor se echó a reír:
—Ellos no se aburren en ninguna parte. Además, les queda la solución de tirarse
al agua de vez en cuando. Ha de saber que Verónica tiene una marca de natación
escolar en su haber y el pequeño es más vivo que el hambre. Nuestra pelirroja no es
precisamente un pez, pero junto a su compañera, se defiende.
—¿Cuál es el sitio más adecuado para sumergirnos? —le preguntó Julio.
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—Entre la primera y la segunda cadena de arrecifes. Supongo que os interesará
ver las formaciones de coral, que siempre son interesantes y, si sabéis buscar, quizá
podáis encontrar algún resto de naufragio. No es fácil, porque son la presa de todos
los buceadores. En cualquier caso, siempre podréis conformaros con un pececillo
plateado.
Verónica hizo la pregunta que le quemaba los labios desde que subieran a la
barca, adelantando la cabeza y haciendo saltar su hermoso pelo rubio.
—Todos mis libros de Zoología dicen que éstas son aguas de tiburones…
—¡Dios mío! No me había atrevido a nombrarlos, pero estaba acordándome de
ellos —exclamó Sara, con gesto medroso.
—No voy a deciros que no existen; sería engañaros —reconoció Slater—, pero
tampoco son tan frecuentes en esta zona como se asegura, siempre, naturalmente, que
no olfateen algo suculento. Muchachos… —encendió su pipa despacio, mirando a la
lejanía—. En el caso improbable de que aparezca un tiburón, no pretendáis volver a
la superficie precipitadamente porque estaréis invitándole a un banquete. Por el
contrario, bajad lentamente hasta el fondo y quedaos inmóviles, aplastados contra la
arena, hasta que se marche. ¿Entendido?
Julio se frotó la coronilla. Estaba luchando entre el deseo contrapuesto de
quedarse en la barca y el de avistar a uno de los escualos de que hablaba Slater.
El viejo Slater, que parecía haberlo previsto todo, empezó a desenrollar la cuerda
de una gran polea junto a la borda, ató una piedra en el extremo y dijo:
—Cuando una persona se sumerge, aunque sea en el lugar más tranquilo, debe
estar siempre con cien ojos. Si hubiera alguna dificultad, no tenéis más que tirar de la
piedra. Llevadla con vosotros, pues la cuerda tiene una extensión de veinte metros…
—Gracias, señor Slater. Sus indicaciones nos serán muy útiles —dijo Héctor.
—Déjate de «señor», si hemos de ser amigos. Otra cosa: el peligro más inminente
que puede haber es el de tropezar con una morena. Con ésas no vale quedarse
inmóvil, sino conservar la cabeza, ¡centellas! Por estas aguas las hay de dos metros
de largo y siempre tienen su refugio en alguna grieta u oquedad. Desconfiad de las
grietas. Ahora bien, si sois un par de niños de papá, quedaos en la barca.
—Amigo Slater —rió Julio—, sus indicaciones son tan interesantes que supongo
han elevado en muchos grados el deseo de la zambullida. Hasta Raúl tiene cara de
envidia…
En realidad, Raúl no sentía ningún deseo de ver aquellos fondos, después de
escuchar palabras tan terroríficas como «tiburón», «morena»… Pero las chicas le
miraban tratando de indagar en su rostro si las sospechas de Julio eran o no realidad y
dijo, poniéndose colorado…
—¡Oh! Pues… yo. Sí que me gustaría mucho bucear.
—¿Y a qué esperas? —rezongó Slater—. Si es verdad que tus amigos son
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expertos, ve con ellos, obedéceles y ya resoplarás cuando vuelvas a la superficie.
Siendo la primera vez, te aconsejo que no te quedes mucho tiempo en el agua,
empieza por zambullidas cortas.
Tras una pausa cargada de ironía, añadió Slater:
—¡Hala! Empezad a poneros el equipo. Me bastará veros para saber si realmente
sois expertos o no.
Hasta Tristán, sentado sobre las patas traseras, observaba atentamente.
—Abajo hará frío —masculló Slater, cuando los muchachos empezaron a
enfundarse en los trajes de goma.
Raúl iba algo retrasado. Era mejor imitar a los otros y no hacer tonterías, de modo
que seguía el ritual hasta en los menores detalles. Luego Héctor, sin inmutarse,
atornilló el regulador a la válvula de la parte superior de su botella de oxígeno e hizo
girar el botón que la abría, para comprobar si estaba a punto. Con un silbido agudo, el
aire pasó por el regulador. Apretó el botón de purificación para quitar cualquier
residuo de agua en la boquilla y el aire comenzó a pasar audiblemente desde el tubo
de goma.
Julio hacía sobre poco más o menos lo mismo, pero haciéndose servir. Su
hermano, con gesto satisfecho, le iba alargando todo lo que él le pedía. Luego, a una
indicación suya, se inclinó por la borda para mojar las aletas y Slater tuvo que
rescatarlo por un pie, cuando ya estaba en el aire. En cuanto se pusieron las aletas, se
ajustaron los cinturones de pesas, una tira de nylon con tres pastillas de plomo de
medio kilo cada una.
Mordiendo con fuerza su pipa, Slater no perdía detalle. Julio enjuagó su máscara
y escupió después en el interior de la placa protectora.
—¡Qué porquería! ¡Puaf! —saltó Sara—. ¿Para qué está el agua?
—Para manifestarte en «finolis» sería mejor que te hubieras quedado en la cabaña
—le reprochó el mayor de los hermanos.
El menor afirmó con un movimiento de su barbilla y Slater explicó:
—De no hacer lo que has visto, muchachita, el cristal se empañaría bajo el agua
debido al cambio de temperatura y la visión se vería dificultosa. ¡Hay que escupir!
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Ayudados por sus compañeros, los buceadores levantaron su botella de oxígeno y
se ajustaron las bridas.
—Un momento —dijo Slater—. Os falta el cuchillo; aquí los tengo. Y si tropezáis
con una morena, usadlo. Pero no se os ocurra herirla en la cola, sino en la cabeza.
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Los submarinistas afirmaron. Slater añadió todavía:
—Si encontráis dificultades, tres tirones de la cuerda, recordadlo y me tendréis a
vuestro lado.
Héctor fue el primero en dejarse caer de espaldas. Julio no se detuvo y Raúl lo
pensó un poco más, pero vio los grandes ojos azules de Verónica puestos
interrogativamente en él y, con la gracia de un elefante, se tiró. En el primer momento
sintió un pánico superlativo. Su única reacción fue patalear como un loco, hasta que
descubrió a Héctor, indicándole con el gesto que se tranquilizara e imitase sus
movimientos. Sin embargo, muy pronto las burbujas enturbiaron la visión y, por
segunda vez, Raúl se dejó ganar por el pánico. Mas vio que las burbujas desaparecían
y dejaban una estela en el agua. Entonces se tranquilizó. Cierto que para un novato, el
espectáculo no podía ser más impresionante… agua por todas partes, excepto en el
fondo. Se le había aclarado la visión y los rayos del sol, atravesando las aguas azules,
iluminaban la arena y el coral.
Viéndole más tranquilo, Héctor pataleó en el agua y lentamente se dio una vuelta
completa, oteando hasta donde alcanzaba a ver, en busca de cualquier peligro en
potencia. Descubrió a una pareja de meros que entraban y salían de las rocas y a
Julio, que debía haber ido rápido, escarbando con los dedos en la arena del fondo,
junto a la pared de coral.
Héctor tragó saliva para destaparse los oídos a medida que aumentaba la presión
y, con la mano, se tocó la mascarilla para recordarle a Raúl que hiciera lo propio.
Al llegar al fondo comprobó que se hallaban en una especie de anfiteatro, un
cuenco en tres de cuyos costados el coral y la roca subían abruptamente hacia la
superficie. El cuarto, la cara que daba al mar, estaba abierto. También podía divisar,
sobre su cabeza, el ancla de la «María».
Las formas distantes se convertían en una neblina confusa. Sintió un cosquilleo de
excitación y al mismo tiempo una intensa sensación de claustrofobia.
Buscó con los ojos a Raúl, que debía sentirse peor que él y le vio moverse
torpemente, tratando de no separarse de él. Le hizo un gesto alegre para darle ánimo.
Luego se elevó un poco y nadó hacia la derecha, donde se encontraba Julio,
empeñado en excavar la arena junto a la pared de coral.
¡Siempre sería el mismo! ¡El eterno investigador! Si se empeñaba en encontrar
restos de naufragios, a lo mejor lo lograba. Raúl pataleaba torpemente a su espalda,
tratando de permanecer unido a él, asiéndole un hombro.
Y por fin, los dos se encontraron junto a Julio. Raúl parecía haberse serenado y
mostraba un objeto de vidrio. Era parte del casco de una botella y Héctor le indicó
que lo tirara.
Julio, con su manía de escarbar, estaba enturbiando el agua y los otros se alejaron
un poco. Un mero siguió tras ellos. Pero tras el mero llegaba alguien más. Una
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enorme barracuda que los contemplaba inmóvil con su ojo negro rodeado de un
círculo blanco. Tenía el cuerpo liso y brillante y la quijada inferior dejaba ver una
hilera de dientes puntiagudos. Raúl, asustado, pataleó torpemente y la barracuda
aferró su mano, hincándole uno de sus dientes. Inmediatamente empezó a salir sangre
de la incisión. ¡Sangre verde!
El grandullón casi se desmayó del pánico. Héctor le quitó el cinturón de pesas y
le ayudó a llegar a la superficie. Al emerger, vieron cuatro cabezas pendientes de lo
que pasaba en el agua: las de Oscar, las chicas y Tristán, que empezó a ladrar
alegremente.
Ellas les tendieron las manos y poco después, dejando un reguero, ambos estaban
sobre la cubierta. En cuanto le quitaron la mascarilla, Raúl jadeó con pánico:
—¡Estoy envenenado! ¡Mi sangre es verde!
—¡Tonterías, muchacho! —barbotó Slater, sin quitarse la pipa de los dientes—.
Te pondré mercromina y puedes volver al agua.
—Es que mi sangre es verde… —insistió él.
—Ahora ya no es de ningún color, porque no sangras. Y si abajo tenía ese matiz
debes saber que la explicación es del todo natural: en el agua de mar, a pocos pies de
profundidad, la sangre es siempre verde. El agua filtra la luz y parece consumir los
colores del espectro, matiz a matiz. El primero que desaparece es el rojo; el verde
perdura más tiempo. Y por debajo de los treinta metros también éste se esfuma,
dando paso al azul. En las profundidades en penumbra, ya a cincuenta metros o más,
es negra.
Raúl se tranquilizó y empezó a sentir una gran sensación de bienestar, pero, de
momento, prefería seguir donde se hallaba.
Héctor, que se había quitado la mascarilla, respiró el aire con fruición y dijo:
—Me vuelvo, a ver qué hace Julio.
En aquel momento, las burbujas del agua y el movimiento en la superficie
anunciaban la llegada del tercer submarinista. Llevaba entre las manos, con todo
cuidado, unos trozos de latón.
Sara puso las manos para recibir aquello y los trozos de lata oxidada se le
desparramaron en las manos, dejando ver el contenido: un conjunto de cartones
empapados y ampollas de cristal, conteniendo un líquido.
—¡Esto sí que tiene gracia! ¡Frasquitos de perfume en el fondo del mar! —
exclamó Sara—. Julio, ¿tienes alguna varita mágica?
Slater, que estaba sentado a popa, se quitó la pipa de los labios y, apartando a los
muchachos, se inclinó sobre las manos de Sara.
—¡Centellas! ¿Así que era verdad?
¿Qué quería decir?
—Pero… es perfume, ¿no? —insistió Sara—. Podríamos abrir un frasquito Y ver
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cómo huele.
—¡No lo hagas! —gritó el viejo—. ¡Cuidado con esas ampollas!
Julio, que se había librado de la mascarilla Y se estaba quitando el correaje conla
botella, explicó:
—Las encontré junto al arrecife, a unos veinte o veinticinco centímetros de
profundidad. ¿Qué supone que es, Slater?
—No supongo, lo sé. Muchachos, ¿puedo confiar en vosotros?
«Los Jaguares», impresionados, afirmaron.
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IV. LA HISTORIA DE UN NAUFRAGIO
Conforme avanzaba la mañana, algunos barquitos iban apareciendo en el mar. A unos
cincuenta metros, un yate blanco navegaba lentamente. Sus pasajeros, tumbados en
cubierta, tomaban el sol. Pero «Los Jaguares» no veían nada, pendientes del viejo.
—Hace veinte años —empezó a decir Slater— naufragó un velero en estos
arrecifes, durante un huracán. Era de noche y parece que sus tripulantes confundieron
las luces del hotel de allá arriba con el faro y fueron a chocar contra los arrecifes. No
hubo más que un superviviente: lo encontraron a la siguiente mañana entre los
arrecifes, cubierto de heridas, y lo llevaron al hospital. Durante varios días estuvo
entre la vida y la muerte y en su delirio contó que el velero transportaba veinte cajas
de cigarros que contenían frascos de un tóxico desconocido. Parece que el inventor
era el mismo herido. En su delirio aseguraba que sólo él conocía la fórmula y que
quien poseyera el tóxico tendría al mundo en un puño. Supongo que habréis oído
hablar de la guerra bacteriológica…
Los muchachos afirmaron. Se oyó un castañetear de dientes: alguien estaba muy
asustado.
—Días más tarde, el científico, o lo que fuera, murió. Algún tiempo después, esto
se llenó de buceadores, sin duda tratando de hallar las cajas de cigarros. Pero el
velero se había hecho añicos contra los acantilados y las corrientes debieron llevarse
parte de sus restos. Se encontraron algunas cuadernas y diversos objetos, pero no
mucho. Al fin, decepcionados, los submarinistas dejaron de buscar. Aquel velero
llevaba por nombre «Tauro»…
Sara, con las ampollas en las palmas de sus dos manos juntas, no se atrevía ni a
respirar.
—¿Podría… a-alguien… li-ibrarme de e-es-to?
—¡Cuidado! ¡Quieta! —ordenó Slater.
Y Sara se quedó como si fuera de piedra, pero murmurando pestes contra Julio,
por dedicarse a buscar cosas tan macabras. Slater, mientras tanto, había doblado una
lona en el suelo e indicó a Sara que dejara sobre ella, con mucho cuidado, las
ampollas.
—¿Lo veis? Todavía mantienen los restos del cartón protector. Supongo que el
agua ha ido pudriendo poco a poco la madera de las cajas, antes de ejercer su acción
sobre el metal de que iban forradas.
—¿No pensaréis volver a ese horrible lugar, verdad? —preguntó Verónica.
Pero ahora todos estaban muy pensativos.
—No me siento bien teniendo ahí esas ampollas… ¿No podríamos dejarlas en
algún sitio? —protestó Sara.
—Ése es el problema, muchacha, que no podemos dejarlas en cualquier sitio.
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Habrá que reflexionar profundamente.
—Slater —opuso Héctor, sentándose a su lado— la solución no es más que una:
avisar a las autoridades de la isla. Ellos tomarán las medidas oportunas.
Oscar, que durante varios minutos había estado con una expresión extraña, se
golpeó la frente y exclamó:
—¡Ya sé! Lo que contienen esos tubitos son «micobrios».
—Querrás decir microbios —le corrigió su hermano.
Y Slater, que había estado pensativo, denegó con la cabeza, respondiendo a la
pregunta del mayor.
—No, muchacho; no, al menos, mientras no hayamos encontrado todas las cajas.
Os aseguro que si ahora fuéramos a las autoridades, inmediatamente se sabría en la
isla que habíamos encontrado el peligroso preparado que buscan las potencias más
importantes para su guerra química. No veo más que una solución: reunir todas esas
cajas y destruirlas… Es lo más honrado. Y además, muchachos, y esto sí que es
importante, en el mayor secreto.
—Pero las autoridades tienen la obligación… —empezó Julio.
—Muchacho, a raíz del hundimiento del «Tauro» varios desconocidos vinieron a
proponerme que buscara esa carga. Sabían que conozco estos lugares como nadie y
uno de ellos llegó a ofrecerme una cantidad tan desorbitada que si os la dijera no me
creeríais. Alegué que no confiaba en las declaraciones de un moribundo, pero a pesar
de todo, estas aguas se llenaron de buceadores. Yo mismo exploré por mi cuenta y…
nada de nada. Ya había olvidado el famoso contenido de las cajas de cigarros.
—Pues no ha sido difícil hallarla. He excavado un poco al azar —explicó Julio—
y ya ve…
—No comprendo que, si existía, no se encontrara entonces —razonaba el viejo,
con la pipa entre los labios—. Cierto que estas aguas dan muchas sorpresas. He
tenido el capricho de ir reuniendo documentación a lo largo de mi vida y he sabido de
buques que se han ido a pique más allá de la primera hilera de arrecifes y pasados los
años sus restos han aparecido pasada la tercera. Los huracanes los han levantado,
enviándolos por encima de los arrecifes.
—¿Es posible? —preguntó Héctor.
De pronto Julio recordó la chapita que Melisa le había dado a Oscar y se la pidió
a Héctor.
Con ella en la palma de la mano, se aproximó al dueño de la «María».
—¿Esto le sugiere algo?
El hombre la tomó y estuvo dándole vueltas en la mano. Aunque no solía dejar
ver sus impresiones, era evidente que el objeto le interesaba.
—¿También la habéis encontrado abajo?
—No —explicó Héctor—. Una niña la recogió de un charco entre las rocas de la
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segunda línea de arrecifes.
—Está rota… tiene agujeros —dijo Oscar con cierto desdén.
—Sí, tres agujeros iguales y bien delimitados. Y el escudo de España…
Toda la fantasía que Sara albergaba, y era mucha, se hinchó como el viento
hincha una vela.
—¡Por estas aguas debe haber un galeón español!
Slater no estaba de acuerdo. Y dijo:
Según tengo entendido los galeones españoles huían de esta ruta. Dicen los
documentos que guardo que ni un galeón español ha naufragado en estas aguas. Y sin
embargo… sé lo que representa este objeto.
—¿Sí…?
Hasta Tristán se había quedado mirando a Slater.
—Supongo que el huracán de hace dos días ha producido algunos desarreglos en
los fondos… En fin, ésta es la cerradura de un arcón. Los tres agujeros representan
los orificios de las llaves…
¡Era asombroso! Apenas podían creerlo… El viejo se explicó:
—Cuando las flotas del oro salían de La Habana, en donde se reunían los barcos
procedentes de diversos puntos antes de regresar a España, buscando su fuerza en la
unión del mayor número posible de barcos, era frecuente que en la nao capitana se
llevara el tanto por ciento del tesoro que correspondía al rey. En América se
instalaron orfebres holandeses, que entonces eran los mejores del mundo, de modo
que se enviaban a España joyas confeccionadas, además del oro acuñado en
México…
—¡Qué de cosas sabe usted! —se admiró Oscar.
Héctor le hizo una señal con la mano, para que se callara. Todos en la «María»
estaban pendientes de los labios de su capitán.
—El arca real se cerraba con tres llaves: una la guardaba el delegado del monarca
en aquel puerto, otra el capitán y la tercera el propio rey. Sin esta llave el arca no
podía abrirse y con ello se evitaban los robos durante la travesía. Guardadla,
muchachos, es vuestra… Y no penséis en el galeón. Su madera estará podrida hace ya
muchos años y formando parte de cualquier banco de coral.
—Realmente, lo importante es lo del tóxico… —objetó Héctor preocupado y
seguro de que habían hallado algo más peligroso que la propia dinamita.
—Así que, nos guste o no, tenemos que encontrarlo antes de que lo encuentren
otros… —sentó Julio con sentido práctico.
El viejo afirmó.
—Me temo que sí —dijo—. Yo también haré parte del trabajo y celebro que seáis
tan responsables. Sin embargo, se nos presenta un dilema: ¿qué hacemos después con
el contenido de los tubos? Por mi alma que no me gustaría entregarlo ni a unos ni a
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otros para que hagan uso de él. Y en cuanto a destruirlo nosotros… Podríamos
provocar una catástrofe…
—El caso es demasiado serio para resolverlo nosotros, de acuerdo —razonó Julio,
con las largas piernas extendidas sobre la tarima de cubierta y la espalda apoyada en
la borda—, pero sigo opinando que el hallazgo se ha producido y son las
autoridades…
—Muchacho —le interrumpió Slater—. A raíz del hundimiento del «Tauro»
llegaron aquí muchos desconocidos de diversos países y puedo asegurarte que
empezaron por comprar no sólo a los que ocupaban altos cargos, sino a los empleados
que están tras las ventanillas. Puede que ahora no fuera así, pero sólo con que uno se
fuera de la lengua…
Julio se levantó de pronto, interceptando con su larga figura el sol que daba en la
cara del viejo.
—Voy a proponerle una solución: desde luego, hay que empezar por buscar esas
cajas fatídicas hasta tenerlas todas y telefonear a mi padre, que está en Nueva York.
El conoce bien a las personas, sabe en quién puede confiar y en quién no. Porque aquí
de lo que se trata es de destruir «eso» sin producir daño. No sé, supongo que un
químico de primera sabrá cómo hacerlo…
Todos «Los Jaguares» se pronunciaron por aquella solución. El viejo no estaba
del todo conforme, pero tampoco se le ocurría otra.
—No me convence mucho… En fin, avísale si te parece; después de todo, eres tú
el descubridor de este tóxico de muerte. Pero no telefonees. Lo que se habla por
teléfono puede escucharlo alguien.
—¿Qué le parece enviarle una carta certificada con el avión de la tarde?
—Bien. Nadie verá nada raro en que un hijo escriba a su padre. Y ahora, si os
parece, vayamos allá abajo.
El viejo se enfundó en su traje de goma y hasta Raúl se dispuso a ser de la partida.
Cuantos más fueran, antes acabarían.
Se llevaron la lona. Si encontraban más cajas, podrían anudarla por las cuatro
puntas y les servirían para el transporte. Las chicas y Oscar les vieron zambullirse
con gesto de preocupación. Acodada en la borda, con su melena al viento, Verónica
murmuró:
—No me gusta nada este asunto del líquido con microbios o gas o lo que sea…
¡Qué mala suerte tenemos! Allá donde vamos encontramos entuertos por
«desfacer»…
—¡Ay, sí, pero los nuestros son más gordos que los de don Quijote! Ahora
mismo, se me ha puesto carne de gallina. Y menos mal que tenemos a Tristán.
—Me apetecería tirarme al agua, pero supón que se rompe una ampolla… ¡no
quiero ni pensarlo! —susurró la rubia Verónica.
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—Bueno, los chicos han estado en el agua y no les ha ocurrido nada —les recordó
Oscar—, aparte lo de la sangre verde de Raúl. No he entendido muy bien eso, pero
¿por qué no ha de tener Raúl la sangre del color que le dé la gana? Después de todo,
los aristócratas la tienen azul y no veo que el verde sea un color de menos categoría.
Tuvieron que explicarle que lo del color azul de la sangre de los aristócratas era
en sentido figurado, porque la tenían como el resto de las personas.
Slater se había llevado la bomba y conforme los muchachos escarbaban con las
manos, porque no se atrevían a utilizar herramientas, la bomba iba absorbiendo la
arena. Era el único modo de trabajar viendo lo que hacían.
Habían conseguido cavar un hoyo más que regular, junto a la masa de coral, pero
sin encontrar más cajas. Julio introdujo por el hueco su largo brazo y volvió el rostro
extrañado hacia sus compañeros. Braceando y con gestos, les hizo saber lo del hueco.
Volvió a meter el brazo y se retiró de pronto con tanto ímpetu, que su correaje se
enganchó en el coral, soltándose de la boquilla.
Sin indagar qué podía haber asustado de tal manera al muchacho, Slater tiró su
cinturón de pesas de plomo y cerró la válvula de su boquilla. Entonces se quitó el
correaje y, tapando con el pulgar la entrada de la boquilla, puso ésta entre los labios
de Julio. Luego, con un pataleo, empujó al muchacho y ambos comenzaron a subir.
Los ojos de Julio se abrieron con horror tras el cristal de la máscara. ¿Podría
aquel hombre emerger sin oxígeno? ¿No le estallarían los pulmones? Y tampoco
podía hacerlo sin una breve pausa a medio camino para evitar los efectos de la
descompresión.
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El viejo Slater, a pesar de sus años, tenía una complexión poderosa y no había
perdido la calma. ¡Era realmente asombroso!
Afortunadamente, todo salió bien. Una vez en el barco, el muchacho se volvió
hacia el viejo:
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—Es usted formidable… uno se cree muy eficiente y no es más que un botarate.
Gracias, amigo.
—¡Jul! ¿Dónde está tu botella? —preguntó Oscar, que se había quedado pálido.
—Se me ha enganchado en el coral. Está abajo.
Después de aspirar un par de bocanadas de aire, el viejo giró en redondo hacia el
joven.
—Y a todo esto, ¿se puede saber qué es lo que ha provocado tu estampida?
—Algo viscoso se movía en la oquedad.
A pesar de que la piel del rostro del dueño de la barca era como pergamino color
café, palideció:
—Pronto, ayudadme a colocarme una botella. Es posible que en la boquilla de
ésta haya entrado agua…
—¿Por qué está asustado? —le preguntó Julio.
El viejo no quería decirlo y, con la mirada, le indicó a las chicas y el pequeño. Por
lo que había escuchado antes de la primera inmersión, Julio dedujo lo que callaba:
¡Tenía que tratarse de una morena! Y se acarició el brazo, que pudo haberse quedado
en el agujero, de no retirarlo con tanta prontitud.
Slater se había arrojado, de espaldas, al agua. Julio pensaba en sus dos
compañeros allá abajo, a merced del temible monstruo.
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V. UNA MISTERIOSA CAVIDAD BAJO EL CORAL
Entre las transparentes aguas azules, Slater pudo ver dos figuras oscuras, inmóviles,
contemplando con indudable alivio el largo cuerpo del murénido que yacía a sus pies.
Y el alivio se le contagió también al viejo. ¡De modo que habían sabido dar cuenta de
su enemigo…!
Y se dijo que eran unos muchachos fuera de serie. Raúl conservaba un cuchillo en
la mano.
El animal, por cuya cabeza salía todavía sangre verde, mediría cerca de los dos
metros de longitud y tenía la piel gruesa y dura. Parecía gris azulado, pero Slater
sabía que en realidad era verde y que el moco amarillo que le recubre inducía a error.
Si esperaban parabienes gesticulantes por parte del viejo, los muchachos se
equivocaron. Por señas, les indicó la conveniencia de seguir el trabajo. Y lo hicieron
hasta agotar las posibilidades, pero no tuvieron suerte y regresaron a la superficie,
dando por terminada la búsqueda de la mañana.
—¿Qué pasó con la morena o lo que fuera? —preguntó Sara con voz nerviosa en
cuanto vio la primera cabeza sobresalir del agua.
—Nos sorprendió —explicó Héctor—. Del primer coletazo me tiró: con el
segundo se me enroscó al cuerpo como una serpiente, inmovilizándome el brazo
derecho. En fin, que durante unos instantes me sentí francamente pesimista. Pero
entonces vi que nuestro forzudo se disponía al ataque, cuchillo en mano y, aunque no
confiaba mucho en su puntería, el caso es que a la primera acertó con el blanco… —
Héctor sonreía, echando a broma el incidente, como era su costumbre en los
momentos difíciles, logrando así acabar con la tensión.
—Slater —dijo Julio—. ¿No resulta rara esa oquedad en el coral?
—¡Hum…! No es corriente, pero tampoco es la primera vez que esto ocurre a lo
largo de los arrecifes. A veces los animales trabajan sobre restos, instalan su colonia y
puede haber alguna parte no tan sólida como a primera vista pueda parecer. Lo cierto
es que las morenas aprovechan esos huecos para permanecer ocultas y atacar de
improviso a sus futuras víctimas.
Con los nervios a flor de piel, Verónica protestó:
—¿Por qué tenéis que volver a bucear en este lugar? ¿Y por qué tenemos que
seguir buscando ese horrible líquido mata gentes? Soy de la opinión que debemos
abandonar.
—¡Cobardica! —le reprochó Julio.
Slater parecía distraído mientras se libraba del equipo, pero giró en redondo de
pronto, encarándose al grupo:
—Abandonar… es muy cómodo de decir. ¿Queréis que esa cosa macabra sea
encontrada por personas sin escrúpulos? Si no lo hacéis vosotros lo haré yo solito. Y,
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desde luego, con menos probabilidad que con vuestra cooperación. Por otra parte,
éste es un lugar pequeño donde todo se sabe y cuando alguien observe que vengo a
sumergirme de continuo en este lugar, sospecharán que pasa algo extraño. En cambio,
un grupo de jovenzuelos como vosotros puede pasar totalmente inadvertido sin
levantar sospechas. En fin, debéis decidir vosotros.
Se produjo un silencio tenso. Pasados unos segundos, Héctor lo rompió:
—Compañeros, la cuestión es grave y no debe decidir uno solo: la decisión ha de
ser conjunta, como siempre y a mano alzada. ¿Quién está a favor de buscar las
ampollas?
Su mano se levantó con la última palabra: Raúl y Julio hicieron lo propio. Las
chicas, con los labios prietos y las miradas rencorosas, se mantuvieron inmóviles.
Oscar, de pronto, había decidido calzarse y se ponía una sandalia con toda
parsimonia.
—Bien, ha habido empate —resumió Héctor—. Después de esto, la solución no
es más que una: que ellas dos y Oscar se queden en la playa o donde prefieran y
nosotros prosigamos los trabajos.
Tras los cristales de sus gafas, los ojos de Sara parecían despedir llamaradas:
—¿Qué os habéis creído? ¿Somos o no somos un grupo unido? ¡Lo que sea de
unos que sea de los otros! ¡Se acabó! Nosotras vendremos también y ayudaremos en
todo lo que sea posible…
—¡Eso! —gritó Verónica, golpeando las tablas del piso de la barca con su pie
descalzo.
La sandalia parecía presentar dificultades.
—Gracias, chicas —dijo Héctor—. En cuanto a Oscar, creo que todos preferimos
que no sea de la partida. Para que no se aburra, puede jugar con Melisa.
Si el mayor de «Los Jaguares» había pretendido zafarse del pequeño, como así
era, cometió un error mayúsculo. El menor de los Medina, rojo de indignación, se
irguió cuan alto era y algo más, alzando los talones.
—¡Eso es muy bajo! ¡Siempre me estás «mospreciando»!
—Mico, se dice menospreciando… —opuso su hermano.
—¡No me corrijas, porque todo el mundo me entiende! —protestó el chico, con
harta razón—. Iré donde vayáis vosotros. Y os advierto que Tristán me está dando la
razón. Miradlo y lo comprobaréis.
Podía parecer una de sus jactancias, pero no era muy seguro. El perro aulló,
moviendo la cabeza.
Slater, que no había vuelto a mediar en la discusión, había hecho girar a la
«María» y regresaba al embarcadero. Antes de saltar a tierra, advirtió:
—Muchachos, el éxito de nuestra empresa radica en la discreción. No habléis de
esto donde puedan oíros. A nadie, ¿entendido?
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—Bueno, quizá Miss Spencer sí debiera saberlo… —objetó Verónica.
—Creo que no. En fin, allá vosotros.
—Miss Spencer no sabrá nada —aseguró Julio—. Tiene todo el aspecto de esas
mujeres que sufren ataques de histeria. Se pondría nerviosa y lo echaría todo a rodar.
—Otra cosa —añadió el viejo barquero antes de separarse de ellos—. El hallazgo
es vuestro, pero si no os importa podría guardarlo yo en mi casa. Aparte de su
aislamiento, nadie va hasta allí y estará seguro.
«Los Jaguares» aceptaron la propuesta y luego de quedar citados en el
embarcadero para las cuatro y media; volvieron a sus bicis y empezaron a pedalear
colina arriba.
En el camino encontraron a la señora Sanders, que también regresaba al hotel con
su hijita. La niña hizo muecas a Oscar, poniéndose el pulgar en la nariz y abriendo los
dedos ostensiblemente:
—Malo… tonto… no has venido a jugar conmigo.
—Calla, Melisa —dijo su madre—. Ya sé que habéis estado practicando el
submarinismo. Al salir de mi cabaña he visto a la señora que os acompaña en lo más
alto del acantilado seguir todos vuestros movimientos con unos binoculares. Os cuida
muy bien.
Las dejaron atrás y echaron pestes contra los buenos oficios de la gobernanta.
—Según como sean sus binoculares —dijo Héctor—, ha podido vernos salir del
agua con algo en las manos…
—Bueno, si indaga podemos contarle el cuento de la morena y algo así —zanjó
Julio—, no creo que sea para tanto.
—Me han tenido con el alma en un hilo, jovencitos —dijo la Miss nada más
echarles la vista encima—. Esto de las inmersiones se ha acabado.
«Los Jaguares» protestaron en todos los tonos, asegurando que sumergirse en
aquellas aguas pacíficas y claras era un placer que no querían desaprovechar. Les
gustaba más que nada y ya que tenían el permiso del señor Medina…
Viéndose desbordada, la Miss sentenció:
—Ya que tengo tan poca amabilidad a mi alrededor, me sacrificaré. Si han de
volver, iré yo también.
A «Los Jaguares» les había decepcionado la afirmación de la señorita. Y cuando
entraron en la cabaña para arreglarse, Héctor susurró que había que evitar que les
acompañara y Oscar se brindó con petulancia:
—Tristán y yo lo lograremos…
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Durante la comida, la Spencer estuvo dedicada a indagar sobre lo que habían
hecho y visto durante la mañana. «Los Jaguares», con bastante habilidad, le hablaron
de la sangre verde de Raúl, de la preocupación de Slater respecto a ellos y que incluso
también se había sumergido: del mero que les seguía, de los sargos que salían de las
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grietas… y nada de la morena, puesto que ella empezaba a ponerse severa.
—El señor Slater nos espera esta tarde. Nos hemos divertido mucho —dijo Oscar.
Y, con su carita inocente, lo que él decía siempre era inocente.
Acabada la comida regresaron a la cabaña. Julio se encerró en el dormitorio para
escribir y la Miss se tumbó en una hamaca, a la sombra de un grupo de palmeras.
Luego, poco a poco, los muchachos la dejaron sola. Tenían prisa por saber si Julio
había explicado bien a su padre la gravedad de la situación que les planteaba el
peligroso hallazgo.
—¿Me tenéis por disminuido mental? —protestó Julio—. Bueno, os leeré la carta
y si creéis que debe añadirse algo…
—Espera, cerraré la puerta —Sara lo hizo así y luego todos se agruparon en torno
a la mesa junto a la que el mayor de los dos hermanos se hallaba sentado.
La lectura se hizo en voz recatada, pero tranquila. Cierto que la ventana estaba
abierta, pero la Miss se hallaba al otro lado de la casa y la explanada aparecía vacía.
Se aprobó la carta, con una única objeción de Héctor:
—Añade una postdata: pídele que telefonee en cuanto haya decidido algo y que lo
que diga únicamente tú puedas entenderlo, en el supuesto de que alguna telefonista
estuviera a la escucha.
Y se añadió la postdata. Aquella tarde, los seis muchachos y la gobernanta
pedalearon hasta la oficina de correos, a tiempo de que la carta saliera aquel mismo
día en avión hacia Nueva York. Y la certificó para mayor seguridad.
Seguidamente, se dirigieron al embarcadero. Minutos más tarde llegaba Slater
con su inseparable Tristán. Oscar corrió hacia el perro, se abrazó a su cuello, le
acarició la cabeza… Cuando lo soltó, el mastín se fue derecho hasta la Spencer,
ladrando de modo escalofriante. Espantada, ella emprendió la retirada, seguida muy
de cerca por las respetables fauces del animal.
Todos a un tiempo llamaban a Tristán que, en el último instante, desdeñó la presa.
—Me siento incapaz de ir a ninguna parte con ese chucho detrás de mí.
Muchachos, id sin mí, pero no volváis tarde.
En los ojos juveniles se reflejaba el regocijo y un cierto airecillo de triunfo. Y
poco después, estaban en el mismo lugar de la mañana. Los tres jaguares mayores y
Slater se dispusieron a la inmersión.
—Muchachitas —dijo el hombre— os dejo a Tristán. Es un buen guardián, ya lo
sabéis. Y estad listas a recibir lo que podamos encontrar. Y con mucho cuidado…
Héctor le contó lo de los binoculares de la Miss.
La burlaremos, si se le ocurre vigilar, aunque posiblemente se cansará pronto de
estar de centinela. He preparado unas bolsas de lona y saldremos del agua
protegiéndolas con nuestras espaldas. La quilla de la «María» impedirá la visión por
el otro lado.
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Se llevaron la bomba, linternas y el resto del material, incluidos los cuchillos.
Aquella tarde hubo suerte. Empezaron por atrapar un pergo e introducirlo por la
cavidad que había habitado la morena; si tenía compañía, el cebo la haría salir. Con
Slater al lado y el brazo firme de Raúl, no le temían.
Ningún monstruo marino acudió al reclamo y siguieron ahondando bajo el coral.
Luego Slater pasó al otro lado a ras del hoyo y pronto sacó una mano, haciendo señas
de que alguno le siguiera. Y como Julio se consideraba el descubridor de la cavidad,
introdujo por él su largo y delgado cuerpo.
La luz de la linterna de Slater alumbraba un espectáculo sorprendente: sobre sus
cabezas había una especie de bóveda rematando una cavidad de unos seis metros de
largo por tres de ancho. De la arena emergían numerosos objetos: un tenedor, un jarro
de cobre… una palangana de porcelana…
Julio pensó que la cueva debía tener varios orificios de comunicación, ya que
unos pececillos plateados danzaban cómodamente por allí. Lo mismo que su
compañero, empezó a recoger cosas. De la arena emergía algo pesado y tiró con
fuerza, encontrándose con un trozo de ancla entre las manos. A través de la mascarilla
miraba con sorpresa a Slater. ¡No cabía duda! ¡Aquéllos eran los restos del «Tauro»!
Con parte del hallazgo entre las manos, fue a reunirse con los de fuera. Los otros
dos parecían atónitos y contentos. Luego Héctor le siguió a la oquedad, mientras Raúl
se quedaba de guardia. Colgados del cuello llevaban los sacos de lona.
Los tres empezaron a escarbar con las manos. Héctor echó a su saco un trozo de
metal, una cuchara… Slater, de pronto, les mostró algo: ¡una caja mejor conservada
que la que Julio encontrara por la mañana, conteniendo las ampollas que ya conocían!
Se había dedicado a escarbar junto al coral, en la parte correspondiente al hoyo
que por la mañana practicaron por el otro lado.
Héctor, por su parte, recogió varios trozos de cuaderna, algunos mejor
conservados que otros. Al rato, Slater ordenó la subida, señalando hacia arriba.
Para los tres de la barca el tiempo había sido eterno. ¿Qué sucedía allá abajo?
Sara se mordía las uñas sin compasión y Verónica, que no podía con su inquietud,
acabó por arrojarse al agua con gafas de bucear y nadar en torno a la embarcación,
zambulléndose de vez en cuando durante unos instantes para indagar lo que pasaba.
—¡Ya vuelven! —gritó de pronto en dirección a Sara.
Oscar y Tristán se lanzaron hacia la borda. A pesar de su nerviosismo, todos
hicieron lo que se les había recomendado y tendieron las manos a los submarinistas
para ayudarles a subir (pero no hacia los sacos), hasta el momento en que ellos
ponían su pie en la «María», con todo género de precauciones, para resguardar su
peligrosa carga. Por otra parte, las cajas conservaban los cartones, aunque
convertidos en pasta, pero siempre era una salvaguarda para el cristal.
—¡Lo han encontrado! —exclamó Oscar, abrazado a Tristán lleno de alegría por
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el éxito.
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VI. DONDE SE ACLARAN MUCHAS COSAS SOBRE
EL GALEÓN
Nada más arrancarse la mascarilla y librarse de la botella, Slater ordenó: —Seguidme
y traed los sacos… Con mucho cuidado.
Uno a uno, tratando de no resbalar por el reguero de agua que iban dejando,
entraron en el minúsculo camarote y depositaron los sacos sobre una litera.
Julio miraba con insistencia al viejo: —¿Es el «Tauro» lo que hemos encontrado,
verdad?
—Son restos del «Tauro» y algo más. Amigos, el mar a veces tiene bromas
sorprendentes…
¿Por qué lo diría? Mientras esperaban sus palabras, podía oírse el vuelo de una
mosca.
—Lo que hemos encontrado, en realidad, es parte del casco de un viejo galeón
español.
—Pero… usted había dicho…
Allí apretujados en el estrecho recinto, trataban de dominar su emoción.
—Un galeón que debió saltar sobre los arrecifes, quizá no en la fecha de su
hundimiento, sino después a causa de otro huracán… ¡Cualquiera sabe!
—¿Está seguro?
—Completamente seguro. El casco, que debía ser muy fuerte, de la mejor y más
noble madera, bien embreado, quedó volcado. Los corales empezaron a trabajar sobre
él y formaron una costra que retardó bastante la putrefacción de la madera. Cuando
ésta se produjo lentamente, tenía sobre ella una capa de coral que ha ido haciéndose
más gruesa. Y doscientos cincuenta años después, ¿quién puede saberlo?, sobre esta
masa fue a estrellarse el «Tauro». Por la fuerza del choque, de las corrientes, en fin,
de la acción del mar, parte de la carga del velero removió la arena del fondo y fue a
situarse en la cavidad del galeón.
—¡Esto sí que es romántico y no lo de las ampollas! —exclamó Sara.
—Vamos a examinar lo hallado…
Y mientras extraían uno a uno los objetos de los sacos, a «Los Jaguares», por vez
primera en sus vidas, les faltó chispa para lanzar los sabrosos comentarios a que
estaban tan habituados. No tenían más que ojos. Ojos y nada más.
Apareció la cuchara, bastante oxidada. Luego el jarro de cobre… Después un
trozo de metal sucio… Slater lo frotó entré los dedos y su brillo les asombró:
—¡Ese trozo de metal no está oxidado! —exclamó Héctor.
Y se figuró el motivo. Slater afirmó:
—No está oxidado por la sencilla razón de que el oro no se oxida, muchachos.
Parte de la inscripción es todavía legible…
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—¿Se trata de un… ochavo? —preguntó Sara con temblores en la voz:
—Mejor todavía —confirmó Slater—. Es un doblón.
Y ved estas letras: Dei G.
Verónica se encogió de hombros. Y seguidamente, haciendo girar la moneda entre
los dedos, el capitán de la barca añadió:
—¡Todo está claro, muchachos! Aquí dice: Philippus V, antes de la palabra Dei y
la mayúscula G. inicial de gratia. O sea, Felipe V por la Gracia de Dios…
Todos estaban atónitos. El tiempo había dejado unas letras sueltas y le seguía:
Indiarum Rex…
—¡Pero Felipe V no era un indio! —exclamó Sara.
—Muchacha, puedo poner las letras que faltan y la inscripción completa:
Philippus V, Dei G., Hispaniarum et Indiarum Rex. Traducido del latín dice
textualmente: Felipe V, por la Gracia de Dios, Rey de España y de las Indias.
Estaban atónitos, emocionados, después de tantos años sumergido, podía decirse
que por azar, habían ido a dar con los restos de un galeón español. La palangana de
porcelana, a la que le faltaba un trozo, era un trabajo muy antiguo, indudablemente.
Con mano temblorosa seguían haciendo el recuento, olvidando casi las mortales
ampollas. Se extrajo lo que parecía una bola de arena adherida a una pequeña concha
y luego de apartar ésta resultó ser una sortija de oro con una piedra verde.
—Una esmeralda… —exclamó Slater.
Pero los hallazgos no terminaban ahí. Al frotar un objeto ovalado, se descubrió
que se trataba de un medallón. Por el anverso era un esmalte con la efigie del Niño
Jesús finamente trabajado. Por el reverso, grabado en el oro, llevaba las iniciales M.
L. S.
Las chicas empezaron a darle vueltas a la cabeza: ¿Quién podía ser M. L. S.?
El medallón, la sortija y la moneda pasaban de mano en mano. La moneda,
además, llevaba la letra «M».
—Seguramente quiere decir «María» —apuntó Raúl.
—No, muchachos: la «M» significa que la moneda está acuñada en México.
Consultaré la documentación que tengo en casa y quizá podamos saber el nombre del
galeón. Ahora puedo deciros que no estaba equivocado y que la chapa con el agujero
de las tres cerraduras corresponde a un arcón, propiedad con toda seguridad de Felipe
V, que tenía la última llave para poder abrirlo. Con los años, la madera se iría
pudriendo y el contenido se desparramó por la arena…
—¡Lo buscaremos! —gritaron a una «Los Jaguares».
—Y es posible que encontréis parte de ese contenido o… no encontréis nada.
Quizá las corrientes lo hayan desparramado. Muchachos, ¿recordáis que hay otra
cuestión más importante?
¡Las cajas! Naturalmente, volvieron la atención a ellas. Contando la de la mañana,
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tenían siete en su poder.
—Tendremos que seguir buscando… —dijo Héctor.
—Por hoy no. Si alguien vigila desde los acantilados, quizá llamase la atención
los continuos viajes al fondo, especialmente porque sois muy jóvenes. Mañana
continuaremos —prosiguió Slater.
Oscar se revolvió el pelo. Todas las películas sobre tesoros que había visto
estaban en su mente.
—Señor, ¿de quién será ese tesoro? —preguntó.
—No te falta sentido práctico —dijo Slater, con una leve sonrisa—. Naturalmente
es vuestro…
—¡Y suyo! —saltó impetuosamente Héctor.
—No, sois vosotros quienes lo habéis hecho todo. Ahora bien, de la isla no se
puede sacar nada sin permiso de las autoridades. Tendréis que declararlo y ellos os
ofrecerán una determinada cantidad por los objetos. Si queréis conservarlos, podéis
rechazar la cantidad y abonar el porcentaje que os impongan… esto es siempre lo
mejor, porque os permite poseer objetos históricos que como tales superan en mucho
a su valor intrínseco.
—Nos gustaría conservar algo… —murmuró Julio—. Quizá pueda arreglarse.
—Un consejo, muchachos. No habléis tampoco de estos hallazgos o la zona se
llenaría de buceadores y nos fastidiarían para realizar la búsqueda que tenemos por
delante.
Poco después regresaban al embarcadero y luego, todos juntos, se dirigieron a
casa de su barquero, con Tristán retozando alegremente a su lado.
—Slater, guarde usted las cosas del galeón juntamente con las ampollas —dijo
Julio.
—De acuerdo. Pero quiero que alguno de vosotros sepa el escondite.
Julio y Héctor, a una seña del viejo, le siguieron hasta la cocina. El hombre corrió
un mueble, levantó una trampilla y aparecieron unos peldaños de madera.
—Como veréis, mi casa está sobre el mar casi y os aseguro que no es fácil
encontrar este escondite…
Estaban en un sótano, tres de cuyas paredes eran de roca viva. La cuarta estaba
constituida por grandes piedras. Slater dijo:
—Recordad esto: cuarta piedra a partir del ángulo; y quinta piedra a partir de la
cuarta de la línea inferior…
Con una hoja de acero, apartó aquella piedra. Introdujo el brazo y tiró de otra. En
su interior quedaba una pequeña cavidad. Allí depositó los tesoros.
—Ahora ya no me necesitáis a mí para venir a retirar lo que os pertenece —dijo
con acento misterioso.
—¿Y las ampollas? ¿No las guarda ahí? —preguntó Héctor, intrigado.
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—Las ampollas tienen otro escondite. Cuando os vayáis llevaré las cajas halladas
esta tarde con la de esta mañana. En el momento en que se haya dispuesto lo que
vaya a hacerse con ellas, sabréis dónde están.
—Pero… —objetó Julio.
—Es un conocimiento peligroso, muchachos. De momento, es mejor que lo
ignoréis.
Regresaron a la cocina y pusieron el mueble sobre la trampilla. Luego pasaron a
una salita y Slater empezó a rebuscar papeles.
—¿Qué busca? —preguntó Sara, intrigada.
—Tengo la relación de todos los galeones españoles que naufragaron desde el año
mil seiscientos hasta el mil ochocientos. Y bastantes fotocopias que me he hecho
enviar de los archivos de La Habana, Sevilla, Cádiz y Madrid. Trataremos de indagar
el nombre del galeón naufragado y su carga.
—¡Eso debe ser imposible! —objetó Verónica.
Slater denegó con la cabeza y repuso:
—No del todo. Para empezar, tenemos la fecha de acuñación de las monedas…
Con el índice recorría las líneas de una página.
—¡Aquí está! Felipe V ocupó el trono en el año 1700 y como las monedas que se
acuñaban en América con destino a España salían inmediatamente para la Península,
significa que debo consultar los barcos que naufragaron entre esta fecha y 1746, que
es la de su muerte…
Julio pensó que era un hombre extraordinario; un hombre que en su soledad, se
preocupaba continuamente de saber y ampliar sus extensos conocimientos. Y de
pronto, Slater levantó la cabeza y sonrió:
—En este momento ya sé algo más…
—¿Quéee…? —preguntaron «Los Jaguares» a una, acodados en la mesa y
adelantando sus cabezas hacia él.
—Dos cosas. El nombre de la persona a la que se destinaba el medallón.
—¡Yupi! —gritó Oscar—. Es usted adivino.
Como si no le hubiera oído, el viejo añadió:
—M. L. S. son las iniciales de María Luisa de Saboya, primera esposa de Felipe
V. —Volvió una página y luego añadió—: María Luisa murió en 1714, de modo que
mi indagación queda reducida a sólo esos catorce años. Felipe se casó después con la
duquesa de Parma…
A continuación empezó a pasar papeles, todos ellos fotocopias de actas de salidas
de barcos españoles desde América con destino a España.
Sin embargo, no estaba contento con lo que veía:
No puede ser… En 1712 naufragó una flota de cinco barcos, pero todos ellos
naufragaron fuera de estos parajes. Habrá que pensar en otra cosa. Dejadme repasar
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un momento viejas crónicas…
«Los Jaguares» tuvieron que esperar media hora, sin moverse, sin hablar, pero tan
interesados que, aunque por norma general nunca estaban quietos mucho tiempo, no
les resultó un sacrificio.
—¡Esto es interesante! —dijo de pronto—. Según uno de los pocos
supervivientes del naufragio de la flota de cinco galeones, mandada por el almirante
Velázquez,
un sexto buque se les había añadido a última hora de forma un tanto misteriosa.
Velázquez, en principio, se negó a admitirlo, pero el capitán de aquel barco, el
«Coruña», parece que llevaba una carta del rey y cuando Velázquez la leyó cambió de
idea y aceptó al «Coruña» en su flota.
—Pero entonces, ¿dónde está el «Coruña»? —preguntó Héctor.
—Eso es lo que debemos averiguar. Entre las tripulaciones corrió el rumor de que
aquel galeón en apariencia sin importancia transportaba un tesoro y de ahí que
hubiera solicitado la protección de Velázquez. Salieron de La Habana en septiembre,
con un retraso que había disgustado mucho a Velázquez, que temía a los huracanes,
además de a los piratas…
Seguido con atención por la pandilla, el viejo consultaba unos mapas, buscando la
zona donde la flota de Velázquez se había hundido, arrojada contra los arrecifes por el
espantoso huracán, muy cerca de New Providence.
—Slater, ¿y si el «Coruña», que se salvó del huracán, se desvió de la ruta para no
caer en manos de los piratas? Usted dijo que los barcos que iban a la Península no
pasaban por aquí… Y eso significa que los piratas no los esperaban en esta parte de
las Bahamas. Quizá el capitán del «Coruña» afrontó los riesgos de una navegación
todavía más peligrosa, pero que podía librarle de los crueles bandidos del mar —
especificó Julio.
—Tu teoría es buena, muchacho. Casi estoy por asegurar que nuestro galeón es el
«Coruña».
Por gusto, se hubieran quedado toda la noche con Slater. Era tan interesante
escuchar de sus labios historias pasadas… Pero Héctor recordó el respeto que habían
prometido a Miss Spencer y, no sin pesar, se despidieron del hombre y su perro,
prometiendo estar en el embarcadero a las siete de la mañana, para proseguir la
búsqueda.
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Las últimas palabras de Slater fueron:
—Discreción, muchachos. Hay muchas aves de rapiña sueltas por aquí. Que no se
os escape ni una palabra.
—¿Contar nosotros estas cosas? ¡Qué chorrada! ¡Ni hablar! —replicó Oscar.
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—A veces se puede descubrir algo anormal en una actitud especial. No secretéis
entre vosotros ni nada por el estilo.
Subieron a las bicis y empezaron a pedalear en dirección a la carretera. En un
paraje desierto, un coche les adelantó y se quedaron entre él y un pequeño turismo
que venía tras ellos. Al llegar a un recodo, el turismo se detuvo bruscamente. El
coche de atrás también, y se encontraron emparedados, pero todavía… no estaban
asustados.
Del primero de los coches, salieron dos hombres: uno blanco y otro negro. Y del
segundo, sólo un negro.
—¿Qué significa esto? —preguntó Héctor.
El hombre blanco habló en inglés:
—Seguidnos y no os pasará nada. De lo contrario…
Julio, Héctor y Raúl se miraron. Éste pensaba utilizar los puños, pero los otros
afirmaron:
—¡No hagáis tonterías! ¡Vamos armados!
Uno de los negros arrojó las bicicletas a una zanja. Luego obligaron a los seis a
entrar en la parte posterior del turismo que estaba en primer lugar, prensándolos como
sardinas en lata, antes de taparles los ojos con pañuelos.
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VII. EL MAYOR PELIGRO: IGNORAR DONDE
ESTA LA VERDAD
Los continuos brincos del coche, luego de rodar cosa de un cuarto de hora, alertaron a
«Los Jaguares». Debían haber entrado en un terreno desigual tras apartarse de la
carretera. Héctor, por lo bajo, murmuró para los suyos:
—Tranquilos… aquí la gente debe ser muy bromista. Alguien quiere que nos
divirtamos…
El conductor del coche explotó:
—¡A callar! ¡Hablaréis cuando se os interrogue!
Una revuelta brusca, unos metros más y el vehículo se detuvo. Uno a uno, sin
contemplaciones, los sacaron a empujones.
—¡Hala! ¡A caminar!
—¿Hacia dónde, señor? —preguntó Julio con voz que sonaba seria.
Otro empujón le marcó el camino. Luego una voz se expresó en el idioma de
Cervantes, aunque con cierta dificultad:
—¡Que se quiten las vendas de los ojos!
«Los Jaguares» obedecieron la orden con verdadero placer. Se encontraban en
una habitación baja de techo, en la que había una mesa y un hombre de aspecto brutal
sentado junto a ella. A su lado, en pie, midiendo con desdén a la pandilla, estaba
Jonás, el camarero del Hotel.
—¡Venga, mi tiempo es precioso! ¿Cuántas ampollas habéis sacado ya?
Disimuladamente, Julio pisó el pie de su hermano, que era el más indiscreto,
mientras que Héctor, con aire veraz, replicaba:
—Señor, no le comprendo, ni tampoco la razón de que se nos haya traído aquí por
la fuerza. Daremos cuenta a las autoridades de la violencia cometida contra nosotros.
—¡Cállate, «Desteñido»! Es decir, calla las protestas y desembucha el resto.
Sabemos que habéis encontrado la carga del «Tauro». ¿Dónde está?
Sin duda usted se ha vuelto loco, delira o nos confunde con otros. No sabemos de
qué habla. ¿Podemos marcharnos?
La serenidad de Héctor había empezado por reanimar a los suyos, pero el hombre
de aspecto brutal golpeó con fuerza colosal, el tablero de la mesa, haciendo saltar su
contenido y las chicas sufrieron un sobresalto muy visible. ¿En poder de qué ogro
habían caído? El miedo de Oscar se recrudeció tanto que, para no ver, se echó el
flequillo sobre los ojos, con un movimiento de cabeza.
¡Pues sí que le sirvió de mucho! Uno de los negros que intervinieron en el rapto,
le tomó por los hombros apartándolo de sus compañeros.
—Cada vez que mintáis —dijo— éste recibirá un puñetazo en la barriga.
Entonces Julio se adelantó un poco, tratando de que no se le viera la
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preocupación:
—Un momento: vamos a hablar claro. Ustedes mencionan unas ampollas y
nosotros no sabemos nada de ellas. De lo que sí podemos hablarles es del galeón
español, pero no diremos más hasta que no suelten al pequeño.
Jonás, con risa aviesa, mostraba su rostro desagradable en el que destacaban unos
dientes que, por contraste con lo oscuro de su piel, parecían más blancos.
—¿No lo había dicho? Son jóvenes, pero peligrosos. Eso sí, bastante tontos. En
estas aguas jamás se ha hundido ningún galeón español, paliduchos del diablo.
El hombre sentado tras la mesa, de rostro ancho, granítico, brutal, hizo callar a
sus compinches con el gesto:
—¡Basta de digresiones y de mentiras! ¿Cuántas de las veinte cajas tenéis en
vuestro poder?
—¿Qué cajas? —preguntó Héctor, dispuesto a fingir ignorancia.
«Me la cargo», pensó Oscar, escuchando su mentira. Y antes de que nadie pudiera
reaccionar, se tiró en plancha, abalanzándose hacia la puerta. Desgraciadamente,
fuera permanecía el otro negro que les había apresado y pudo retenerlo sin esfuerzo.
El hombre sentado tras la mesa sonrió. Tenía una sonrisa que causaba pavor en las
chicas.
—No le hagáis nada al pequeño: que nadie diga que somos unos brutos. Eso sí,
nos lo quedaremos hasta que nos traigan las veinte cajas completas, con doce
ampollas por caja…
¡Lo sabían! ¡Lo sabían todo! En un momento, Julio decidió su estrategia:
—Está bien: yo he encontrado una de esas cajas que tanto les interesan, pero si mi
hermano se queda con ustedes no la verán, palabra. Ni tampoco le indicaré el lugar
donde ha aparecido. Si quieren algo, rastrillen los fondos por su cuenta.
El hombre sentado tras la mesa le contempló con mirada apreciativa.
—Podríamos hacerlo sin ninguna dificultad. Sabemos dónde ha estado anclada la
«María» esta mañana y esta tarde, pero para nosotros es mucho más fácil y…
disimulado permanecer al margen. Unos muchachos como vosotros no despiertan el
menor recelo. Bien, seremos razonables. Podéis marcharos, el pequeño también, pero
seguiréis buscando para nosotros. Cuando nos hayáis entregado las veinte cajas
completas ya no tendréis nada que temer. Y una advertencia. Os tenemos vigilados
todo el tiempo… Si os portáis mal, no escaparéis…
Jonás tocó el hombro del individuo sentado tras la mesa.
—Jefe, tengo un capricho: me gusta ese bonito cabello como el oro, ¿puedo
quedármelo?
Señalaba a Verónica, que se había quedado pálida. ¿Y si le hacían el escalpelo?
—Adelante —le invitó Julio—. Quédese ese cabello, pero ya puede despedirse de
las cajas. No lo olviden, soy el único que puede decir dónde he efectuado el hallazgo.
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Si ustedes saben tanto, no ignorarán que me he quedado solo un rato allá abajo,
cuando mis compañeros han subido a la superficie. Ellos no conocen el lugar exacto.
Yo, sí.
Los otros permanecían en silencio, esperando la decisión del jefe, que jugueteaba
con un abrecartas.
—¿Así que si os dejamos ir trabajaréis para nosotros y nos entregaréis la totalidad
del cargamento del «Tauro»? Pero sin venirnos con cuentos de galeones españoles…
A lo mejor se os ocurre decir que llevaba un tesoro.
Julio contestó precipitadamente, antes de que cualquiera de sus compañeros se le
adelantara:
—¡Está bien! No volveremos a mentir. Pueden quedarse con las ampollas, porque
no tenemos el menor interés en ésa porquería… Supongo que se tratará de alguna
droga y a nosotros…
A pesar del terror que sentía, Sara le admiró. Con su cara delgada y seria, y
¡menudo cómico era! Hacía mentira de la verdad y viceversa.
—Cuidado con mentir… —le recordó el hombre de la cara grasienta—. Sabemos
que la caja la has encontrado esta mañana, luego no hay razón para que esta tarde no
hayáis acabado de recoger el cargamento.
—Para estar tan enterado como asegura, le falta algún conocimiento. Esta tarde
he sufrido un accidente… en realidad no debía practicar el submarinismo, pues hace
unos años tuve una enfermedad del pecho. Por eso no puedo cansarme ni moverme
muy rápido. Y mis amigos no entienden nada de este deporte y en seguida les entran
mareos. Pero lo haremos siempre que ninguno de nosotros reciba daño. Lo que quiero
decir es que deben darnos tiempo. Quizá tengamos suerte o quizá debamos trabajar
duro antes de completar el trabajo.
—Está bien… después de todo, os tenemos tan vigilados que es como teneros en
el puño. Ni una palabra a nadie. Eso sí, todas las tardes le entregaréis a Jonás lo que
hayáis encontrado.
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—Eso será imposible, porque no lo guardamos nosotros —replicó vivamente
Héctor.
—¡Ya! Slater os ha engañado como a chinos. Hace años que buscaba esto… es un
hombre que no conoce la honradez, aunque ponga la cara más honrada del mundo. Es
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igual, nos entenderemos con vosotros y con Slater… Que mañana os entregue lo que
ha guardado.
—No querrá —objetó Héctor—. Ya nos ha amenazado con dejarnos solos. Y
nosotros, sin sus consejos, somos incapaces de movernos bajo el agua —insistió
Héctor.
Los otros se miraron… indudablemente se entendían con los ojos.
Contra lo que esperaban, les dejaron ir a todos. Eso sí, vendándoles previamente
los ojos. A ciegas subieron al coche y, cuando descendieron, comenzaba a anochecer.
Sus bicicletas se hallaban entre los matorrales.
—Esto no podré resistirlo. No es que sea miedosa —fue lo primero que dijo Sara
—, pero esto de la guerra química y demás horrores es demasiado fuerte. De pronto
he perdido todo interés por las Bahamas. ¿No podríamos tomar el primer avión y
huir?
—Cálmate, Sara —le dijo Héctor, comprobando con el rabillo del ojo que
Verónica no se quejaba porque estaba incapacitada para encontrar su voz y parecía a
punto de sufrir un ataque de nervios. En cuanto a Oscar, metía prisa para escapar de
allí.
—Sí, cálmate —dijo también Julio—. Este asunto es muy peligroso y si no
encontramos la protección de la policía, nos marcharemos inmediatamente.
Por un instante, Raúl experimentó una gran contrariedad. Para él había sido un
sueño asomarse a aquella vida de millonario y nunca había disfrutado tanto como con
el paseo submarino, sustos aparte. Y le resultaba cruel abandonarlo todo de pronto y
permitir que aquellos malvados… Pero la seguridad de las chicas era antes que nada.
—Sí, hay que avisar a la policía, diga lo que diga Slater y no hacer el héroe por
nuestra cuenta.
—Exacto —convino Julio—. Acompaña a las chicas hasta el hotel. Allí hay gente
y no puede pasaros nada malo. Héctor y yo tendremos que llegarnos hasta St. George.
Ellas protestaron. Un grupo de seis les resultaba más seguro que otro de cuatro,
pero Héctor y Julio se salieron con la suya.
Pedaleando como alma que lleva el diablo, mientras los otros lo hacían cuesta
arriba dejándose el aliento, acabaron donde habían dicho.
A aquella hora de la tarde no quedaba en el despacho más que un oficial. Se
hallaba de espaldas, con su uniforme de camisa de manga corta y Héctor empezó:
—Señor, venimos a hacer una denuncia…
El oficial accionó lentamente su silla giratoria.
—¡Usted! —exclamaron los muchachos a un tiempo.
¡Ay! No hacía mucho que lo habían conocido y era el mismo individuo de raza
blanca que junto con dos negros abordara a «Los Jaguares» obligándoles a abandonar
las bicis y subir al coche. ¡Uno de la banda!
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—¿Así que sois más rebeldes de lo que parece? Pues os vais a encontrar con lo
que no esperáis. Ahora no están aquí mis compañeros, pero todos saben de lo que se
trata. En realidad, es una misión que cumplimos para nuestras propias autoridades, es
decir, para los servicios secretos… Chicos, haced lo que se os ha dicho o esta isla se
va convertir en un nido de espías internacionales.
Completamente apabullados, los dos «Jaguares» salieron del despacho, sin ningún
orden en sus ideas.
Una vez en la calle y sobre las bicicletas, tomaron el camino de la colina. El
intenso calor del día había sido sustituido por una brisa fresca y agradable y Héctor
murmuró:
—Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo, que casi no sé lo que me hago. Sin
embargo, tengo la impresión de que nos estamos portando como papanatas… Ahora
resulta que estamos en poder de Slater, que no es de fiar y que los malos no son
malos y sólo han querido asustarnos un poco.
—Me siento como tú —repuso Julio, retrasando la marcha—. Si en realidad
Slater se está burlando de nosotros, hay que reconocer que le ha salido de primera: es
el guardián de las ampollas y el guardián de los tesoros del galeón…
—Exacto. Y, sin embargo… no veo claro, Julio… es todo demasiado confuso.
—Sí, demasiado. Y bien mirado… Slater me ha salvado hoy la vida arriesgando
la suya.
—Y todos sus consejos sobre lo que debíamos hacer han sido acertados…
—Pero subsiste el hecho de que nos ha manipulado para que le confiáramos
nuestros tesoros.
Con un giro de manilla, Héctor dio la vuelta a la bici. Sólo dijo:
—Vamos.
Julio, que le había comprendido, le imitó. Poco después rodaban por el sendero
poco cómodo que conducía a la casa de ventanas rojas. Oyeron aullar a Tristán y,
mientras desmontaban, vieron al viejo tras el cristal de una ventana y luego abrir la
puerta confiado.
—¿Qué pasa? Estábamos citados para mañana…
—Pero han sucedido algunos hechos desde que nos separamos, Slater. ¿Podemos
pasar?
—Desde luego, hijos…
El hombre cerró la puerta, fue hasta la mesa, encendió la pipa sin prisa y se dejó
observar sin mirar a los muchachos. Lentamente preguntó:
—¿Cuáles son esas cosas que os han vuelto contra mí?
Era un buen observador, sí. Un hombre con vastos conocimientos y que sabía
entender a la gente.
—Cuando subíamos al hotel, dos coches nos han interceptado el camino. A los
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seis nos han obligado a entrar en uno de ellos con los ojos vendados. Al quitarnos la
venda estábamos en un lugar desconocido en presencia de un negro llamado Jonás y
otro que parecía jefe…
—¿Y ése con aspecto de jefe tenía el rostro ancho y grasiento?
—Sí.
—Entonces habéis tropezado con Kitchen… ¡mal bicho! ¿No se habrán atrevido a
haceros daño?
Levantó la vista, contemplando ya a uno, ya a otro de sus visitantes. Héctor
repuso:
—No, daño no, pero amenazarnos sí… Las chicas y el pequeño están
atemorizados.
—Y tienen razón para estarlo. Kitchen es capaz de todo. Posee gente adiestrada
en todas las Bahamas, en Nueva York y creo que en otros muchos sitios… No es fácil
escapar de él.
—Pues él nos ha prevenido contra usted. De todas formas, hemos ido a la policía,
considerando que este caso no es cosa nuestra. Pero… pero…
A Héctor le costaba hablar.
—Ya. En la policía no os han hecho caso.
El policía que estaba en el despacho era uno de nuestros raptores —saltó Julio, sin
su flema habitual—. Parece que la policía está actuando para los servicios secretos
y…
La risa amarga de Slater cortó las palabras de Julio.
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VIII. LA HORA DE LAS GRAVES DECISIONES
La risa amarga se transformó en cólera. A los muchachos les pareció que era un
hombre distinto el que tenían ante sí. Les miraba con rabia antes de barbotar:
—¡Mentecatos, más que mentecatos! ¡Os habéis ido de la lengua!
—Un momento, eso mismo podríamos preguntarle a usted. Le aseguro que
nosotros no hemos hablado con nadie de nuestros descubrimientos, pero ellos lo
sabían, lo sabían todo: que hay veinte cajas, con doce ampollas cada una…
—Todos aquí han oído la historia, esa historia que contó el superviviente del
«Tauro», pero con el paso de los años se ha convertido en leyenda. Nadie ya buscaba
esas ampollas. ¿Cómo sabían que habéis encontrado siete cajas?
—No sabían lo de las siete cajas, sino de una —repuso Julio—. Y eso significa
que usted le ha confiado el hallazgo a alguien…
—¡Yo no hablo con nadie, centellas!
—Pues salvo ese detalle, lo sabían todo… —opuso Héctor.
—¿Todo? ¿También el hallazgo del galeón?
Julio adelantó la mano. Una suposición cobraba fuerza en su mente.
—Un momento… cuando ellos nos han pedido que les entregáramos las
ampollas, amenazando con retener a mi hermano caso de negarnos, yo he pretendido
pactar, quiero decir, negar el hallazgo de las ampollas. Les he contado que hemos
descubierto un galeón español con idea de contentarlos con él y que nos dejaran en
paz y lo han tomado a cuento.
—O sea, que no sabían lo del doblón, ni lo de la sortija y el medallón…
Como los muchachos negaran, Slater entrecerró los ojos, pensativo. Como para sí,
murmuró:
—Ignoraban esto e ignoraban que tuviéramos siete cajas.
—Nosotros no las tenemos, las tiene usted —le recordó Julio.
—Exacto. El oro español podéis llevároslo ahora mismo, pero las ampollas no,
¿entendido? No sabréis dónde están. Mi inútil vida no tenía objeto y ahora la tiene.
Sea como sea, impediré que las ampollas vayan a poder de Kitchen. Es un miserable
que no se detiene ante nada, ni siquiera ante el crimen. En realidad lo suyo es el
comercio de drogas, un comerciante muy floreciente que abarca todas estas costas,
con una banda bien organizada y mucha gente situada en puestos importantes
trabajando para él.
—Pero… ese policía… Trabaja para los servicios secretos… —insistió Héctor.
—Allá tú si te lo crees: yo no. Es un policía vendido a Kitchen.
Se hizo un silencio tenso. Observando a aquel hombre, Julio hubiera jurado que
era honrado. Slater no cesaba de repetir como perdido en sus pensamientos:
—Ni lo de las siete cajas ni lo del galeón… Kitchen no estaría dispuesto a perder
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una sola moneda o joya antigua… Luego no saben más que de lo hallado por la
mañana…
—No lo hemos contado a nadie —insistía Héctor.
Julio adelantó su cabeza hacia el viejo, por encima de la mesa:
—En efecto, no lo hemos contado, pero yo le he escrito a mi padre a Nueva York,
detallándole lo que nos ha sucedido esta mañana. ¿Cree que han podido interceptar
mi carta? Yo mismo la he puesto en el correo, certificada y con sello de avión…
—No es fácil… desde luego, no lo es. Casi diría que es imposible, aunque, claro,
le falta el casi… —repuso Slater—. Bien, muchachos, será mejor que os dirijáis a la
primera parada de taxis, pongáis las bicis sobre él y regreséis al hotel. No os pido que
confiéis en mí, pero sí que desconfiéis de Kitchen y de todos sus cómplices…
—El caso es… que las chicas quieren irse —explicó Héctor.
—Pero no podemos hacerlo hasta que mi padre regrese o nos envíe dinero. No
tenemos tanto como para los billetes de avión, pagar el hotel y pagarle a Miss
Spencer y… a usted —terminó Julio.
—Por mí no importa. Ahora os digo que corréis un gran peligro. Ellos no se
detendrán ante nada. En fin, es una pena que no podamos terminar el trabajo todos
juntos. Sin embargo, os digan lo que os digan, tened fe en el viejo Slater. Un
momento, llevaos los tres objetos que guardo en el sótano. En cuanto a las ampollas,
no os diré dónde las tengo. Únicamente si el señor Medina trae un químico
competente que las destruya sin peligro, las entregaré. Por lo demás, mientras aliente,
todo será inútil.
—Slater, yo… quiero creer en usted y el corazón me dice que puedo confiar. Sin
embargo, todo esto nos ha desorientado —murmuró Julio.
—Lo comprendo… no es para menos —repuso el viejo con sonrisa triste—.
Vamos al sótano.
—No, no… —dijo Héctor, avergonzado—. Hasta mañana.
—Yo saldré al mar a la hora convenida. Si os decidís… Mi opinión es que tenéis
un margen de tiempo. Ellos esperan las veinte cajas y aunque pueden contratar un
equipo de buceadores, tendrían que dar parte del botín, quiero decir, de lo que la
potencia que sea les pague por el invento del químico. Y con vosotros están más
seguros. Os tienen atrapados. Ahora mismo saben que estáis aquí. Y confían en caer
sobre todo el hallazgo. Están tan seguros que se inquietan menos de lo que suponéis.
El viejo salió al camino con Tristán a su lado, luego de echar la llave a la puerta y
guardársela en el bolsillo.
—¿No tiene miedo de vivir en esta casa aislada? —preguntó Héctor.
—Sólo será lo que Dios quiera. Tengo a Tristán, que me avisa siempre que llega
alguien y yo sé defenderme.
Les acompañó un rato, hasta llegar a lugar habitado, y regresó a su casa entre las
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sombras.
Los muchachos tenían la impresión de haber producido un pesar al viejo con su
desconfianza y tampoco se sentían muy felices en aquel momento, aparte su
desorientación. Ya no sabían qué creer y en quién podían confiar. De algo se hallaban
bien ciertos: estaban amenazados. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Sería Kitchen tan peligroso
como Slater suponía?
Cerca ya del hotel, al que llegaron sin tropiezos, Héctor confió a su compañero
sus temores:
—¿Qué te parece si enviamos a las chicas y a tu hermano con Miss Spencer fuera
de aquí?
—También se me había ocurrido. Por gusto, huiría a toda velocidad, pero, si
realmente ese líquido es tan importante y tan mortífero como parece, toda mi vida me
despreciaría por… por…
—Sí, te comprendo —afirmó Héctor.
—De todas formas, esta noche trataré de comunicar con papá. Lo más
disimuladamente posible le diré que aquí han surgido complicaciones y que espero su
consejo.
Encontraron a sus compañeros y a Miss Spencer aguardándoles en uno de los
saloncitos del hotel y la mujer no podía ocultar su disgusto. Aparte de que habían
llegado retrasados para la cena, su autoridad era nula con la pandilla y así lo
manifestó:
—Honradamente, muchachos, tengo la impresión de estar aprovechándome de un
dinero que no gano. En realidad, no ejerzo ninguna vigilancia sobre vosotros. La
verdad, me habéis resultado muy rebeldes.
Héctor aceptó el reproche y procuró componer un rostro amistoso.
—Por lo que respecta a nosotros no le falta razón, Miss Spencer. Cierto que el
señor Medina la contrató pensando no precisamente en nosotros, sino en las chicas y
Oscar. ¿Será tan amable de velar por ellos en todo momento?
—Suponiendo que pueda echarles la vista encima… No deseo otra cosa. Me
habéis hecho pasar un día horrible. No quiero pensar en cómo me sentiría si os
sucediese algo…
La gobernanta parecía de pronto mucho más comprensiva y Héctor empezó a
pensar si no debían confiarse a ella. Después de todo, era una garantía para Verónica,
Sara y Oscar.
Pero Julio debió leer sus pensamientos y con la mirada negó. No tenía nada en
contra de la Spencer, pero hasta no aclarar sus ideas no debían confiar…
Antes de pasar al comedor solicitó una conferencia con el «Waldorf Astoria», de
Nueva York, y quedaron en avisarle en cuanto hubiera línea.
Como no habían podido hablar a solas con Raúl, Oscar y las chicas, se les veía a
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éstos bastante curiosos por el resultado de sus gestiones desde el momento de
separarse.
No habían hecho más que sentarse a la mesa, cuando llamaron a Julio al teléfono.
No tuvo suerte. Su padre no se hallaba en el hotel y supuso que localizarlo iba a
ser difícil. Claro que al día siguiente recibiría su carta y él tomaría alguna
determinación. Pero ¿y si ésta no llegaba a su destino?
Cuando regresaba a la mesa, tropezó en la puerta con Jonás.
—Cuidado —susurró éste—. La rebeldía se paga cara y vosotros, a pesar de
nuestras recomendaciones, no sólo habéis ido a ver a la policía, sino también a Slater.
—A Slater tenemos que seguir viéndolo de todas formas, si hemos de hacer lo que
ustedes quieren.
—Desde luego, pero sin confiar en él y pasándonos a nosotros toda la
información. Se mire por donde se mire, no tenéis escapatoria.
Siguió adelante con su bandeja, y Sara, que había podido observar la breve
conversación desde el ángulo de la mesa que ocupaba, empezó a morderse los labios.
Nada más volver a la cabaña dijeron que estaban cansados y se retiraron a sus
respectivas habitaciones, mientras que Miss Spencer se quedaba en la salita, viendo la
televisión.
Muy pronto las luces de los dormitorios se apagaron una tras otra, lo que podía
parecer bastante raro, tratándose de «Los Jaguares», que en esta ocasión tenían
bastantes cosas por tratar. Pero no se debe olvidar que todas las puertas daban a la
salita.
La noche era cálida y las ventanas permanecían abiertas.
Por la del cuarto ocupado por Héctor y Julio saltaron dos sombras. Raúl susurró:
—Aquí estamos…
—Jo… nos morimos de curiosidad y de… miedo —confesó Oscar.
—Hablad bajo. Os esperábamos —susurró el jefe de «Los Jaguares».
—¿Qué habéis hecho? —quiso saber Raúl.
—Aguardemos a las chicas. No tardarán en caer por aquí y nos evitaremos las
repeticiones…
En aquel mismo instante, temblando, torpemente, otras dos sombras trepaban
sobre el alféizar. La luna sacó destellos de oro al cabello de Verónica y brillo plateado
a los cristales de las gafas de Sara.
—¡Ssss… sss…!
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Julio les tapó las bocas con las manos. Luego, por señas, indicó a todos que le
siguieran de puntillas hasta el pequeño cuarto de baño que tenía el dormitorio, al
igual que los otros. Abrió la ducha y mientras todos trataban de ponerse a resguardo
del agua, Julio susurró:
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—Sabemos que estamos vigilados, las ventanas son bajas y… hablaremos aquí.
Nadie escuchará nuestras palabras. Debemos darnos prisa y evitar los comentarios
inútiles. Va por ti, mico.
—Jo… Jul… uno, que es tan discreto…
Una mano cayó sobre la boca del chico. Héctor y el mayor de los hermanos
hicieron el relato de lo sucedido desde que se separaron en el camino del hotel.
—Resumiendo —concluyó Héctor—. La situación es grave y debemos tomar una
determinación conjunta.
—Creí que nos marcharíamos inmediatamente —susurró Verónica, secándose el
agua de la cara con el brazo.
—Hemos pensado en eso, pero Julio y yo, tras meditarlo, no lo creemos oportuno
para… nosotros.
—¿Proponéis que nos dividamos? ¿Marchar unos y quedarse otros? —saltó Sara.
En la oscuridad, su voz sonaba belicosa, aunque les constaba a los otros que había
estado llorando y que lo que secaba de la cara no era precisamente agua, pues se
resguardaba con las cortinas del baño.
—Podéis ir a otro lugar de las Bahamas con la señorita Spencer —propuso Julio
—. Es una de las cosas que quería decirle a papá, pero no estaba.
—¡Qué chorrada! Eso de las divisiones no va conmigo. Vámonos todos —
sentenció Oscar.
—Tú te callas, mico.
—¿Tengo voz y voto o no tengo voz y voto? —preguntó.
—Lo tienes —le tranquilizó Verónica que le sabía aterrado. Por lo menos, tanto
como ella.
—Vayamos por orden. ¿Comunicamos a Miss Spencer lo que está sucediendo?
Votación —pidió Héctor.
Se produjeron tres «sí» rápidos: los de Raúl, Verónica y Oscar.
—No —barbotó Sara—. Esa histérica que está a punto de caer en una crisis
nerviosa en cuanto ve a un perro de lejos no nos evitaría ningún peligro y aumentaría
nuestras dificultades.
—Iba a dar mi voto afirmativo, pero Sara me ha convencido —decidió Julio.
—No estoy de acuerdo ni con unos ni con otros —Héctor cerró un momento la
ducha. Se oía una música procedente del televisor. La abrió de nuevo—. Esperemos a
ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Otra votación: ¿Se confía o no se confía
en Slater?
—Sí se confía —dijo Oscar el primero—. Un hombre tan bueno… Tristán lo
sabe, de lo contrario no le querría tanto.
—Pero Tristán quiere al que le da de comer —empezó a porfiar Verónica—.
Propongo fingir que confiamos en él, pero observarle sin que lo parezca.
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—¡Vaya! Eres más astuta de lo que suponía —dijo Héctor, que votó con Verónica
y también Raúl, como era de esperar.
—Me abstengo —siguió Julio.
Empujaron a Sara para que se decidiese. Estaba confusa a cuenta de todo aquello
de los servicios secretos. Y entonces los rostros de Kitchen y Jonás se presentaron en
su mente y un escalofrío le recorrió la espalda:
—Estoy a favor de Slater —dijo decidido Oscar.
—¿Queda entendido? —resumió Héctor—. Retrasamos el momento de
sincerarnos con Miss Spencer y continuaremos nuestro trato normal con Slater… en
apariencia. Bien, hemos dejado fuera de debate las cuestiones más importantes y hay
que plantearlas. ¿Quién quiere marcharse?
—Yo —zanjó Oscar. Si le llamaban niño pequeño que se lo llamasen, no era cosa
de hacerse el mayor a cambio de comprometer el pellejo.
—Bien, mico; tienes las ideas claras, no se puede negar —dijo su hermano.
—Bien mirado, esta cuestión de la guerra química o bacteriológica es algo
demasiado fuerte para nosotros. Estoy con Oscar —decidió Verónica.
Nuevo empujón a Sara, que trató de afirmar su voz:
—Yo… me hubiera gustado mucho actuar de acuerdo con mis principios morales,
pero creo que… sí, me adhiero a lo propuesto por los dos votantes.
—Has quedado muy bien —susurró Julio por un lado de la boca—. ¿Raúl…?
La primera intención del grandón muchacho había sido la de apoyar a la parte
más débil de «Los Jaguares», pero de un modo vago intuía que su respuesta tenía
bastante importancia y se salió por la tangente.
—¿Y vosotros dos?
—Me quedo —dijo Héctor.
—Ídem de ídem —Julio.
—Entonces me… quedo también.
Sara saltó como si le hubiera mordido una víbora. Olvidó la precaución de
sostener la cortina del baño y en un instante se quedó hecha una sopa.
—¡No estoy de acuerdo! ¿Qué es eso de que unos se queden y otros se marchen?
¿Y nuestro «uno para todos y todos para uno?». Por gusto me iría ahora mismo; el
sentido común me está pidiendo a gritos que actúe con sentido común, pero resulta
que las divisiones me gustan tan poco como a Oscar.
—Tu sentido común es estupendo —le dijo Héctor—, sigue sus consejos.
—No, si vosotros os quedáis.
Los tres mayores estaban un tanto apabullados.
—No tenemos derecho a haceros correr este peligro —dijo Héctor—, pero
tampoco lo tenemos a abandonar un arma tan peligrosa en poder de los primeros
malvados que se apoderen de ella.
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—Esos «micobrios» acabarán por destruirnos a todos…
Nadie corrigió al pequeño. Todos habían callado, enfrentándose
desesperadamente a la realidad a través de su conciencia. Estaban viviendo el instante
más grave de sus jóvenes vidas y lo sabían.
Transcurrían minutos eternos.
—Me gustaría que las chicas y Oscar se fueran, pero nosotros debemos quedarnos
—articuló Raúl con serena gravedad.
Otra pausa. Verónica nunca supo de dónde sacó el valor para puntualizar:
—Sigamos todos juntos… por lo menos hasta tener noticias del señor Medina.
—Eso ha de ser mañana mismo, de una forma u otra —replicó Julio—. Nosotros
estaremos en el embarcadero por la mañana.
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IX. DÍA DE GRANDES PRECAUCIONES Y
TENSIÓN
A la hora convenida, todos «Los Jaguares», menos uno, se hallaban en el
embarcadero. Casi al mismo tiempo, Slater y su perro se les unían. Tristán ladró con
manifiesto malhumor.
—¿Dónde está el pequeño? —preguntó Slater.
—Se ha quedado con Miss Spencer —repuso Héctor.
Sus compañeros se habían apresurado a liberar a Slater de un par de botellas de
oxígeno y un cesto en el que se veían gafas, aletas y un par de linternas. Subieron a la
barca sin la alegría de la víspera y Slater susurró:
—Está bien que hayáis dejado al chico en casa, pero Tristán se ha encariñado con
él y me temo que va a tener un día imposible. ¿Dispuestos al trabajo?
Todos afirmaron con seriedad desacostumbrada.
—Anoche me fue imposible comunicar con mi padre —explicó Julio, cuando ya
la barca navegaba en dirección a los arrecifes.
—Hemos acordado confiar en usted —expuso Sara, mirando al viejo con el
rabillo del ojo.
—¡Hum…!
Había estado seco, como si no lo agradeciera.
Raúl, que había cargado con las botellas para subirlas a la embarcación,
murmuró:
—Ha traído botellas vacías…
—Ya sabéis que tengo oxígeno en la nave y las llenaré a su debido tiempo. Por si
no os habéis dado cuenta, os advierto que alguien ha estado registrando la «María»,
supongo que durante la noche.
«Los Jaguares» se quedaron de una pieza: ellos no veían nada raro.
—Este barco y yo nos conocemos hace muchos años, amigos; es como si formara
parte de mi propia piel y sé sin lugar a dudas cuándo una persona extraña ha estado
en él.
Bajó al camarote y fue observándolo todo sin tocar nada. Sara sentía la impresión
de haber tragado plomo:
—¿No nos harán sabotaje, verdad?
—Descuida, muchachita: un sabotaje supondría para «ellos» el fin de lo que
quieren saber. Han estado aquí por si yo hubiera dejado escondido en cualquier sitio
de la embarcación lo que todos sabemos. Una simple comprobación, pues no ignoran
que soy desconfiado.
Con tal preludio, nadie podía sentirse alegre. Soplaba una brisa demasiado fuerte,
pero que no molestaba tanto a los expedicionarios como sus propios pensamientos.
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Al llegar al lugar próximo al arrecife donde realizaban las investigaciones, Slater
echó el ancla.
—Propongo que vayamos dos a dos, de modo que el trabajo no se detenga. Si os
parece, el primer turno puede ser para Héctor y Julio y el segundo para Raúl y para
mí. Elijo a Raúl porque es novato y puedo ayudarle.
Se miraron y… aceptaron.
—Vosotras podéis hacer algo práctico. ¿De verdad eres tan buena nadadora,
rubita?
—Creo que sí.
—Entonces, permanece atenta a la cuerda con la piedra y cuando observes tres
tirones seguidos, nada hasta la proa, pero finge sentirte tan a disgusto como si apenas
supieras nadar…
En realidad, no le veían objeto a las previsiones de Slater hasta que él, que había
estado manipulando en un cinturón salvavidas de planchas de corcho, aclaró:
—Arrójate al agua con este cinturón: y cuando recibas la señal procura sumergirte
un poco. Observarás que dos de los corchos conservan la forma, pero que están
huecos. Si hallamos algo más procedente del galeón, lo esconderás en esas dos
cavidades. Si «ellos» ignoran este otro hallazgo, no es cosa de regalárselo. Os
aseguro que en este momento y hasta que regresemos a casa, estamos bajo control.
—¿Qué haré yo? —preguntó Sara.
Slater le pasó unos binoculares.
—Barre con esto los acantilados y todo barco o barquichuelo que aparezca cerca
o lejos. Toma nota de las personas y procura que no se te escape ningún detalle.
Todavía Slater tenía otra recomendación por hacer:
—Saben lo de las ampollas y aunque no es cosa de mostrarlas, el que las traiga a
bordo las dejará con cuidado en el saco. Yo bajaré el saco al camarote. Pero cuando
se suban objetos del galeón, suponiendo que los encontremos, nadie bajará con ellos
al camarote para llamar la atención de nuestros observadores. Al emerger, todos
permaneceremos en cubierta sin demostrar excitación.
—A lo mejor no nos vigilan tan estrechamente como suponemos. Puede que todo
lo sepan porque interceptaron la carta que Julio envió a su padre —dijo Verónica, que
era la primera que quería creer en sus palabras.
—Nos vigilan. Tristán ha olfateado la novedad nada más saltar al «María»… no
sé si me habrán seguido, pero mi perro ha descubierto… ¡esto!
Recogió de entre las cuerdas dos pequeños objetos sujetos a otros tantos cables.
—¿Qué es? —preguntó Verónica.
—Un par de micrófonos. De no ser por Tristán, podían haber escuchado nuestra
conversación, pero arrancarlos ha sido mi primer acto, antes de revisar la
embarcación.
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—¡Dios mío! —exclamó Sara, sintiendo un escalofrío.
—Suponga que queda algún otro… —argumentó Héctor.
—No. Tristán lo hubiera sabido.
Slater arrojó al agua los micrófonos. Julio y Héctor estaban ya con el equipo a
punto y se lanzaron al agua, llevándose la bomba. Sin embargo, el trabajo sería lento
durante la mañana, porque temiendo romper el cristal de las ampollas no podían
excavar sino con las manos.
Cuando regresaron a la superficie, lo hicieron con el contenido de una caja, o sea,
doce ampollas. Se sentaron a descansar sobre las tablas y, antes de que Slater y Raúl
se arrojaran a su vez, Héctor susurró:
—El galeón sigue entregando sus tesoros. Hemos extraído otras diez monedas de
oro y un collar. Son fáciles de disimular por su tamaño. Yo llevo las monedas debajo
del traje, en el pecho, y Julio el collar. Hemos dejado señal en el sitio donde han
aparecido las ampollas y en donde estaba el tesoro.
La mañana transcurrió sin sobresaltos. Sara creyó ver, entre un grupo de
palmeras, algo que se movía. Era la figura de un hombre y estaba segura de que les
observaba con otros binoculares, pero como ella estaba bajo su punto de mira, el
hombre debió esconderlos cuando desde su observatorio en lo alto del acantilado
comprendió que iba a ser descubierto.
La inmersión resultó provechosa: en total, dos cajas completas de ampollas,
catorce monedas de oro, un collar, dos brazaletes y un crucifijo. Éste fue el único
objeto que, por su tamaño, hubo que atar a la cuerda y recogió Verónica con disimulo.
Aquella mañana, por precaución, no miraron los hallazgos, pero más tarde
descubrirían que el crucifijo, de oro, era una verdadera joya de orfebrería.
Cuando regresaron para comer, Oscar, Miss Spencer, Melisa, su mamá y dos
amigas de ésta, se hallaban en el embarcadero. Melisa parecía tan feliz…
Indudablemente, Oscar era su héroe.
Por supuesto, la cara del chico no podía ser más lastimosa, pero se animó cuando
pudo abrazarse a Tristán. Y todos los turistas acompañaron al viejo a su casa, pues
Oscar se empeñaba en presentarla como una rareza muy fina y digna de admirar.
Miss Spencer, por temor al perro, caminaba retrasada.
Julio, que había pasado el brazo por los hombros de su hermano, murmuró para
él, con voz apenas audible:
—Lo has hecho genial, mico.
De la misma forma, el pequeño respondió:
—Jo… Jul… presento mi dimisión. No puedo soportar a esa niña…
La misión de Oscar había consistido, precisamente, en presentarse en el
embarcadero con la gente que Había podido reclutar, sin que nadie se diese cuenta,
para que el viejo Slater llegara protegido hasta su casa y pudiera poner a salvo los
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hallazgos. Una vez en su casa, el viejo podía defenderse. Armas y medios de defensa
no le faltaban.
Cuando entraron en el hotel para comer, Jonás, muy estirado dentro de su
chaquetilla almidonada, se inclinó ante Héctor. Pero no para hablarle del menú ni
nada parecido.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Doce ampollas —susurró el muchacho.
—Son pocas.
—Demasiadas, si se tiene cuenta que hemos escarbado en varios metros de arena
sin más que las manos.
Julio intentó una vez más comunicar con su padre. Estaba ausente de su hotel en
Nueva York y le dejó a la telefonista el encargo de que lo llamara a St. George.
Por la tarde, se repitió la salida al mar y las inmersiones. Y como a Oscar no se le
aceptó la dimisión, tuvo que quedarse a jugar con Melisa y estar en el embarcadero,
porque aseguró a la niña que sus amigos le llevarían un pez de plata único, algo
nunca visto. La mamá, las amigas de la mamá y Miss Spencer fueron de la partida.
Resultó, según explicaciones de Héctor, que los peces de plata debían haberse
dado cita aquel día en otro lugar, pero aseguró que Slater tenía en su casa un arpón de
cazar ballenas realmente espectacular. ¿No querían verlo?
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El arpón resultó ser de lo más vulgar, pero como no entendían, las mujeres y la
niña lo tomaron por extraordinario. Sin embargo, no resultó tiempo perdido, porque
el viejo les habló de tempestades y eso resultaba interesante.
Aquella noche, nada más llegar al hotel, Julio era llamado a una de las cabinas
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telefónicas.
—¿Eres tú, papá?
¡Gracias a Dios! ¡Era él!
—¿Has recibido mi carta?
—Sí, la he recibido. Iré muy pronto a buscaros, porque tengo deseos de bucear
con vosotros, pero mañana por la mañana tengo en la ONU una reunión a la que no
puedo faltar. Espero que eso no te disguste: un amigo mío va a ir también a St.
George. Es un nórdico llamado Paulssen, creo que ya me has oído mencionarlo
muchas veces. Lo pasaremos bien con él. Es un tipo que se sabe todas las tretas de la
inmersión y los fondos. ¿Qué tal estáis todos?
—Muy bien, pero deseando que vengas.
—Será lo antes posible, descuida. No estoy seguro, pero es posible que Paulssen
llegue antes que yo, posiblemente mañana. Atendedle bien.
—Puedes estar seguro de que será así.
Al poner el auricular en la horquilla, Julio sintió inmenso alivio. Su padre había
recibido la carta e interpretado a la perfección lo que se requería de él. Con toda
discreción acababa de anunciarle la llegada de Su amigo nórdico, o sea, un hombre
rubio llamado Paulssen. Su frase sobre que se sabía «todas las tretas de la inmersión»
significaba que era el químico adecuado para entenderse con el peligroso hallazgo y
de su entera confianza.
¡Menos mal! Llevaban ya recuperadas dieciséis de las veinte cajas y, aparte las
joyas, tenían en su poder, es decir, en el sótano de Slater, veinticuatro monedas de oro
de Felipe V. Todo ello había salido de la «María» en el interior de las botellas de
oxígeno, hábilmente camufladas por el fondo para introducir los objetos.
¡Ojalá el nórdico llegase al día siguiente! Iba a ser una carrera contra el reloj.
Al salir de la cabina telefónica, Jonás se cruzó con él.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Dos cajas completas…
Siempre se quedaba corto para que creyesen tener más tiempo a su favor. Con tal
de que le dieran crédito…
El juego de miradas de sus compañeros era un juego con muchas luces, pero trató
de inculcarles calma, aunque confesó en voz alta que había hablado con el señor
Medina y que en cuanto terminara su trabajo en Nueva York, él estaría allí.
Mientras cruzaban la explanada, dejando atrás a la señorita inglesa, Julio explicó
que, con toda probabilidad, el hombre enviado por su padre estaría allí al día
siguiente. Era un nórdico, un rubio llamado Paulssen.
—Tiene que ser un químico de primera —concluyó Julio.
—Pues que no se retrase —susurró Verónica— porque mis nervios no están ya
para aguantar mucho. Hay algo que me da qué pensar…
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Como los demás la interrogasen con el gesto, añadió:
—Se trata de Slater: le estamos protegiendo muy favorablemente para él y puede
que resulte traidor el detalle de las botellas de oxígeno con tapa falsa lo que me
inspira desconfianza. ¿Es que las ha usado ya otras veces? ¿Por qué y para qué?
—¡Calla! —susurró Sara, viendo llegar a Miss Spencer.
Aquella noche apenas pudieron pegar ojo. Sabían que el día siguiente iba a
resultar definitivo, con toda probabilidad. Bajo el casco del galeón habían efectuado
ya una verdadera criba y, naturalmente, lo que quedaba por encontrar si estaba allí, y
seguramente era así, iría saliendo a la superficie cada vez con mayor rapidez.
A la mañana siguiente, Oscar presentó su dimisión de modo irrevocable: o se
libraba de Melisa o sucumbía.
—Te aceptaremos la dimisión esta tarde —trató de embaucarle Julio—, pero esta
mañana, sé simpático con la niña de la cinta rosa, por favor, y tráela al embarcadero.
Asegúrale que hoy sin falta tendrá su pez de plata. Después de todo, es una niña muy
mona…
—¡Puaf! —exclamó el chico.
Pero se dejó subyugar. Naturalmente, tendría que volver a interesar a Miss
Spencer, la mamá de la niña, las amigas de la mamá… Realmente, no le sería difícil,
por la sencilla razón de que, como no tenían nada que hacer y se aburrían, estaban
dispuestas a seguir sus sugerencias. Y realmente, por lo que respectaba a la Miss, se
estaba portando del modo más amable, sin negarse a sus deseos. ¡Si la pobre no
hubiera sido tan aburrida…!
Y a la mañana siguiente, con gesto resignado, vio marchar a sus compañeros.
Todos llevaban el aire alegre, es decir… falsamente alegre. Intuían que aquél iba a ser
un día decisivo.
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X. EL ATAQUE DEL TIBURÓN
Una intensa preocupación embargaba al grupo que descendía la colina llevando las
bicicletas por el manillar. Hasta les costaba hablar. Y el tener la certeza de que iban a
recibir ayuda, aunque era un alivio, no les devolvía la calma.
En el punto donde el sendero se ensanchaba, volvieron a montar en las bicis.
A medio camino, Sara preguntó a Héctor, que pedaleaba a su lado:
Suponiendo que esta mañana acabaseis de reunir las ampollas, ¿volveréis al fondo
del mar?
—Si ha llegado el nórdico, no; de lo contrario, sí, para que «ellos» crean que no
hemos concluido el trabajo y así ganar tiempo.
—Es curioso… no hemos vuelto a verlos…
No eran precisas más explicaciones. Los otros le entendieron. Se refería a
Kitchen, el policía, los otros dos negros…
—Mejor —murmuró Verónica con semblante sombrío—. Ya me aterra bastante
tener que ver a Jonás durante la comida. Me quita el apetito.
Oscar había recibido la orden de no separarse para nada de Miss Spencer. La
amenaza del día que fueron llevados ante el brutal Kitchen no había podido olvidarla.
—Me gustaría poder encontrar el lugar a que nos llevaron prisioneros…
Lo dijo Julio y con ello provocó una explosión de malhumor en Sara. ¡Ella no
quería acordarse de aquel chamizo!
Encontraron a Slater aguardándoles en el embarcadero. Su rostro parecía de
piedra, con la pipa entre los labios, mirando la línea lejana donde se unían mar y
cielo. Pero Héctor creyó ver un parpadeo nervioso en sus ojos.
Aquella mañana no revisó la barca. Sin duda lo había hecho antes de que llegaran
y Tristán saltó hacia ellos.
Bien pensado, no protegían demasiado bien a Slater. Aquella mañana había salido
solo de casa.
De pronto, Verónica se estremeció: Slater se apoyaba en lo que de lejos les había
parecido un bastón. ¡Pero se trataba de una escopeta de caza!
—¿Te asusta esto? Soy buen cazador y a veces me gusta acertarle a un ave. Tengo
licencia, no creas…
Fingieron aceptarlo con naturalidad.
Aquella mañana trabajaron de firme. Empezaban a odiar la bóveda formada por el
galeón y todo aquel asunto. Y la idea del tesoro que atesoraban no les compensaba en
absoluto, aunque Julio les aseguraba que su padre querría conservar algo para todos
ellos y dejar el resto en poder de las autoridades de la isla.
Empezaron las inmersiones por turno. A mediodía, cuando Slater y Raúl,
terminando el último turno, se izaron a la barca, el primero murmuró:
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—Todo listo… hemos terminado, salvo que deseéis apoderaros de toda la carga
del «Coruña».
—Yo no lo deseo —susurró Sara, abrigándose con la toalla, porque estaba helada,
a pesar del fuerte calor.
Los demás se manifestaron en igual sentido. Tenían ya las veinte cajas y pasadas
las cuarenta monedas de oro, además de otra cadena de oro en la que iban ensartadas
tres soberbias sortijas, un brazalete y un par de pendientes muy largos, realmente
regios.
—Si esta tarde no viniéramos —susurró Héctor—, «ellos» supondrían la verdad y
no nos concederían ni un minuto para entregarles las ampollas. De modo que
tendremos que volver, siempre que no haya llegado el químico amigo del señor
Medina y disponga otra cosa.
A última hora, recordando a Melisa, trataron de capturar un pez. Y lo lograron,
pero no un pez de plata, sino azulado, vulgar y con… cara de pez.
Melisa, que estaba en el embarcadero, se sintió bastante desilusionada, aunque
Miss Spencer se lo alabó mucho.
—¿No ha llegado nadie al hotel preguntando por nosotros? —le preguntó Julio—.
Es posible que coincidamos con un amigo de papá aficionado a sumergirse en estas
aguas.
—Venimos directamente de la playa —explicó la Miss.
Al llegar al hotel preguntaron en recepción y la respuesta fue negativa.
—¿Qué os sucede? Os veo tristes, decepcionados… —dijo la Miss, mirando de
uno en uno a los muchachos.
—Empezamos a hartarnos de barca y submarinismo —dijo Sara.
—Yo tengo ganas de ir de excursión —dijo Oscar, con acento caprichoso.
—Bueno, ya iremos de excursión —le respondió su hermano—, pero esta tarde
volveremos al mar. Resulta que estamos haciendo unos estudios de la refracción de la
luz sobre las masas de coral y nos faltan algunas notas…
—¡Qué interesante! —exclamó la Miss.
—¿Puedo ir con vosotros esta tarde? Yo estoy harto de Melisa y Miss Spencer no
ha tenido ayer ni una hora libre. Se pasó el tiempo pendiente de mí —dijo Oscar.
—Eres un pegote, pero ¡qué se le va a hacer…! —replicó su hermano.
Cuando se levantaron de la mesa, los muchachos se encaminaron hacia la salida,
para dirigirse a la cabaña.
—Voy a tomar café en el salón, muchachos. Luego iré con vosotros —dijo Miss
Spencer.
Iban despacio y pudieron ver a Jonás atender a su gobernanta y a la mamá de
Melisa, que se le había unido.
Oscar quería saber. Era muy pequeño para inmiscuirse en una cuestión tan grave,
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pero como ya estaba al tanto de todo…
—Sí, ya está listo —se limitó a informarle Sara.
Y de pronto tuvo la sospecha, mejor dicho, seguridad de que «ellos» lo sabían.
Con voz temblorosa, lo comunicó a sus compañeros. Los demás habían tenido igual
intuición.
—¡Vaya! —exclamó Héctor—. ¡A ver si vais a fallar ahora! El temor os hace ver
la situación con pesimismo. No hablamos nada en ninguna parte, ni en la cabaña ni
siquiera por ahí. Sólo lo hemos hecho en descampado y lo menos posible y
asegurándonos de que estábamos en terreno despejado, como ahora.
No le faltaba razón y se tranquilizaron en parte.
Estuvieron viendo la tele en la salita, junto a la Miss, pero se les notaba distraídos.
A las cuatro se despidieron de la gobernanta, dispuestos a bajar al embarcadero.
Slater se hallaba ya en la «María», fumando con aire distraído.
—Veo que viene también el pequeño. Bueno, es igual, que venga…
—¿Es que no le agrada que esté aquí? —preguntó Verónica.
—Por lo menos, Tristán, el pobre animal, está loco de alegría, pero alguien notará
hoy que no nos comportamos como ayer…
Cerca de los arrecifes, un yatecito blanco acababa de pasar dejando una estela de
espuma. En el lugar de siempre, Slater echó el ancla.
Ninguno tenía deseos de sumergirse, pero había que hacerlo. De pronto, Tristán,
con las orejas en alto, empezó a olfatear y a gruñir.
—¿Qué le pasa? —preguntó Oscar.
—A lo mejor se contagia de nuestra inquietud —comentó Verónica.
Héctor y Julio, como siempre, hacían el primer turno de inmersión. Revisaron el
equipo, se ajustaron el correaje con la botella y desaparecieron a la vista de los de la
embarcación. Tristán sacó la cabeza por encima de la borda y empezó a mover la cola
y aullar largamente. De vez en cuando volvía la cabeza para mirar a Slater.
Éste dejó la pipa y empezó a ponerse el traje de goma. Los ladridos de Tristán se
hacían acuciantes.
—¡Algo sucede abajo! —exclamó Slater—. Lo comprobaré.
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Rápidamente, Raúl se ajustó el correaje con otra botella, sin perder tiempo en
colocarse el traje, aunque sí el cinturón de pesas de plomo y la mascarilla, ajustando
rápidamente el tubo a la válvula y siguió a Slater.
Tristán continuaba ladrando aparatosamente.
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Cuando Julio y Héctor llegaron al fondo, patalearon un poco para avanzar y llegar
a la masa de coral bajo la cual se hallaba la cavidad del galeón. Inmediatamente, una
sombra grande y silenciosa, les interceptó la luz.
Héctor levantó la cabeza y vio… ¡un tiburón! Estaba a menos de cuatro metros de
distancia, moviéndose de derecha a izquierda, entre ellos y la masa coralina. Julio,
que iba a lo suyo, no debió enterarse.
Héctor, por un momento, perdió la cabeza, pero pronto recordó las advertencias
de Slater para un caso similar y su primera intención fue la de dejarse caer al fondo y
permanecer inmóvil. ¡Pero no podía, porque el tiburón seguía a Julio! ¿Cómo
avisarle?
No tenía otra remedio que patalear y acercarse rápidamente. Le vino al
pensamiento el extraño temor que todos habían sentido desde por la mañana… Antes
de que llegara hasta su compañero, Julio se volvió. Pudo ver el terror en sus ojos.
Había perdido la cabeza y trataba de regresar a la superficie removiendo con fuerza el
agua, pero el gran escualo le ganaba en rapidez. Casi había llegado a tocarlo… Con
una voltereta sobre sí mismo, Julio pasó bajo él, desorientándolo por un instante. Ya
no cabía tumbarse en la arena, sino luchar.
Héctor extrajo su cuchillo del cinturón y se dispuso al ataque. Pero estaba
nervioso y no hizo más que pinchar al monstruo cerca de la cola, enfureciéndolo.
Se libró como pudo del coletazo, aunque el movimiento que éste produjo le envió
un metro más allá.
De nuevo el monstruo se encaminaba hacia Julio, que intentó ganar la oquedad,
para refugiarse al otro lado. El agujero no permitía el paso del tiburón, pero éste le
había seguido y acechaba situado a lo largo de la masa de coral, contra la que lanzó
su furia, imprimiéndole fuertes coletazos. Luego se volvió, recordando sin duda que
había otra presa y Héctor creyó que todo había terminado para él.
Pero entonces, una masa se destacó de la arena y una mano armada con un largo
cuchillo se destacó por un instante. El agua empezó a teñirse de verde…
El monstruo arreciaba en sus coletazos. Héctor decidió ayudar a su salvador y
entonces divisó vagamente a Julio saliendo de la oquedad y marchando hacia allí.
Alguien más le cayó sobre la cabeza. Durante unos instantes, hizo prodigios de
habilidad para hurtarse a los coletazos y, sobre todo, las temibles fauces y pudo pasar
bajo el tiburón. El agua se volvía cada vez más borrosa y más verde. Pero no estaba
solo atacando. De pronto le empujaron y salió hacia un lado. Entonces descubrió a
Slater y a Raúl, con sus cuchillos en la mano, teñidos de verde. También el suyo lo
estaba. Slater les hacía señas de que el peligro había pasado. Y no quiso ni ver los
estertores últimos del tiburón. Seguido de sus compañeros, se dispuso a emerger, pero
Slater le señaló otro lugar donde el agua se iba aclarando, luego de presentar un tono
más oscuro. Una masa de carne flotaba a escasos metros de la arena del fondo.
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Tristán, que ladraba desesperadamente, se calló de pronto al aparecer la cabeza de
su amo. Tres cabezas más surgieron casi al mismo tiempo. Sara, Verónica y Oscar
tuvieron que aguardar unos minutos antes de enterarse de lo que había sucedido
abajo. Por su parte, Julio, Raúl y Héctor no intentaron dárselas de valientes: estaban
pálidos y temblorosos.
—El tiburón no ha venido a buscaros porque sí —dijo Slater, volviéndose a poner
la pipa en los labios—. Alguien le ha arrojado abundante carnaza para atraerlo. Una
res recién muerta. Supongo que ha sido el yate que nos precedía y luego ha
desaparecido tras la otra línea de arrecifes.
Héctor trató de afirmar su voz, diciendo:
—Slater, gracias. Sin su ayuda, no sé dónde estaría…
—Dale las gracias a este buen muchacho —señalaba a Raúl—, porque la potencia
de su brazo atacando al tiburón ha sido un factor de gran ayuda.
Soplaba un viento tan fuerte, cuya violencia iba en aumento, que Slater decidió
dar la vuelta y regresar sin pérdida de tiempo al embarcadero.
—Se avecina un huracán, muchachos. Volvemos a casa.
Las chicas no podían ni hablar, de puro impresionadas. Oscar, con gesto aterrado,
se abrazaba a Tristán. En el embarcadero de la «María», generalmente desierto,
aguardaban dos personas: se trataba de Miss Spencer y un desconocido alto, de
cabello muy rubio, un poco largo.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Parecen asustados! —exclamó la Miss.
—Nos atacó un tiburón —le gritó Oscar, confundiendo la realidad.
Ella hizo muestras de horror y luego recordó al hombre alto. Entonces lo
presentó:
—El señor Paulssen, amigo del señor Medina. Acaba de llegar al hotel y, como
tenía interés en conoceros, he tenido mucho gusto en traerlo aquí.
¡El nórdico y «Los Jaguares» se precipitaron a estrecharle las manos, locos de
alegría! ¡Al fin les sucedía algo agradable!
—Encantado, señor Paulssen —dijo Julio—. Le presento al señor Slater, nuestro
amigo, que nos ha librado ya de más de un compromiso serio bajo el agua.
El nórdico, sonriendo, estrechó la mano del curtido hombre de mar.
—¡Qué alegría! ¡Ahora ya estamos a salvo! —gritó Oscar, fuera de sí—. ¿Nos
librará de los «micobrios», verdad, señor Paulssen?
—Desde luego; para eso he venido.
Como Miss Spencer mirase a unos y a otros como si se hubieran vuelto locos,
Héctor le dijo:
—Descuide, Miss Spencer; el encuentro con el tiburón no nos ha trastornado el
juicio. Contra nuestra voluntad, hemos tenido que guardar en secreto un hallazgo que
casualmente hicimos en los fondos marinos de los arrecifes. Se trata de algo
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sumamente peligroso, que no debiera existir, pero que el señor Paulssen se
compromete a destruir sin el menor peligro, ¿no es así?
El nórdico afirmó y Miss Spencer dejó escapar exclamaciones para todos los
gustos, quejándose de que la hubieran tenido en la ignorancia de hechos tan graves.
—¿Está ya todo? —preguntó Paulssen.
—Todo —replicó Héctor—. Slater, ¿podemos ir a su casa?
—Desde luego…
Dejó pasar a todos y se quedó el último, con su pipa en los labios y su escopeta de
caza en la mano.
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XI. ¡ENGAÑADOS!
«Los Jaguares», descargados de un gran peso, hablaban todos a un tiempo. Y las
chicas, una a cada lado de Paulssen, le miraban como a un héroe de leyenda. ¡Ahí era
nada! ¡El hombre que iba a librarles de sus preocupaciones!
Slater les indicó la salita. Apoyó luego la escopeta en la pared y se encaró con los
«Jaguares» mayores:
—¿Seguro que puedo hacerle entrega de las ampollas?
—Desde luego. Pero tráigalas con mucho cuidado —le indicó Héctor—. Estamos
demasiado alegres para darnos un susto.
—¿Quiere que le ayudemos? —preguntó Paulssen.
—No, gracias; tomen asiento, por favor, vuelvo en seguida. Si acaso… Héctor,
acompáñame.
Héctor se adentró con él en la cocina y la Miss tomó asiento en una silla, junto a
la mesa, luego de asegurarse de que Oscar estaba abrazado al cuello de Tristán.
Parecía satisfecha, lo mismo que Paulssen, lo mismo que el resto de los muchachos.
Y de pronto, una llamada de alerta, como una lucecita apenas visible, en el
cerebro de Julio. Se pasó la mano por los ojos… estaba nervioso, habían sido dos días
de una tensión espantosa y, por último, aquella tarde…
Diez minutos después, Slater y Héctor entraban en la salita. Llevaban entre los
dos, con todo cuidado, un cesto de palma, que colocaron sobre la mesa. Las ampollas
estaban en hileras, sobre capas de algodón.
Visiblemente excitado, el nórdico se alzó de la silla, inclinándose sobre el cesto.
Miss Spencer hizo lo propio. La luz de la lámpara caía directamente sobre ellos.
—¿Destruirá aquí mismo las ampollas? —preguntó Héctor.
—No, no… necesito un compuesto químico y tengo que hacerlo con mucho
cuidado.
—Estas ampollas han de ser destruidas aquí —objetó Slater con brusquedad—.
No se puede andar por el mundo con ellas.
—Exactamente, amigo. He traído un maletín con todo lo necesario y esta misma
noche quedarán destruidas.
—¿Por qué no ha traído el maletín con el material? —insistió el viejo.
—La verdad, ignoraba si ustedes tenían esto dispuesto, pero no se preocupe,
porque todo se hará bien. En mi habitación del hotel hay una suntuosa bañera de
mármol que puede resistir perfectamente el ácido neutralizante. Lo llevaré con mucho
cuidado. El señor Medina ya conoce mis planes…
¿Qué ocurría? ¿Qué era aquella presión en su espalda? Viendo a Julio con el
cañón de la escopeta de Slater apoyando por la boca en la espalda del forastero, la
Miss gritó:
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—¡Julio! ¿Te has vuelto loco?
—¡No se mueva, nórdico de pega! Y usted tampoco, vieja bruja —lanzó Julio en
dirección a la gobernanta.
Slater, que en un primer momento pareció sorprendido, se arrojó de pronto contra
la mujer, sujetándola por los brazos, cuando ella, hecha un basilisco, trataba de
lanzarse contra Julio. Héctor y Raúl, por la costumbre de apoyar las acciones de
cualquiera de «Los Jaguares», hicieron lo propio con el nórdico, aunque él se debatía,
tratando de librarse.
—Julio, ¿qué viento te ha picado? —le reprochó Sara—. ¿Por qué de repente…?
No completó la frase. Julio, con un golpetón en la coronilla de Paulssen, le obligó
a bajar la cabeza. Luego le escarbó el pelo y, mostrando las raíces, dijo:
—Mi padre me anunció a un nórdico, para que yo supiera que el hombre que iba a
llegar era rubio. Y ha llegado un rubio de pega. Hace un instante, cuando estaba bajo
la lámpara, he visto que su pelo era teñido. ¿Tiene cuerdas, Slater? Pues amarre a este
hombre. Y tú, Tristán, vigila la casa y avisa si alguien se acerca.
—¿Y yo? ¿Qué tengo que ver yo con este nórdico o lo que sea? —se quejó la
Miss—. No lo conocía hasta hace una hora, que se presentó preguntando por
vosotros.
—Puede que no lo conociera anteriormente, vieja bruja —le lanzó Julio sin nada
del respeto prometido para ella—, pero la avaricia que reflejaban sus ojos, cuando se
ha inclinado sobre el cesto, me ha hecho ver claro. ¿Recuerdan que no comprendimos
de qué modo se supo el hallazgo de las ampollas del «Tauro»? Nadie se fue de la
lengua y «ellos» sólo sabían lo que yo contaba a papá en la carta. Porque ella, cuando
yo la leí a mis compañeros, estaba escuchando bajo la ventana. Ella avisó a Kitchen y
a toda su pandilla de criminales. Seguro que andaba por aquí haciendo fechorías,
quizá como parte de la banda de traficantes de drogas.
Para «Los Jaguares», la parte más convincente del relato de Julio era que, en
efecto, la Miss había estado escuchando la lectura de la carta bajo la ventana. ¡Era el
único modo de que se hubiera sabido!
Slater estaba bien provisto del grueso cable que usaba para atracar su barca
amarrada al embarcadero y, poco después, los dos eran inofensivos, aunque seguían
jurando su inocencia.
Julio se dirigió al teléfono y solicitó una conferencia con el Waldorf Astoria de
Nueva York. ¡Con tal de que el señor Medina estuviera en él…!
¡Estaba!
—Hola, papá. Veo que has cumplido tu palabra. El flaco señor Paulssen ya está
aquí.
—Julio, más respeto… ya sé que tiene un poco de barriga, pero no tanta. ¿Todo
va bien?
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Julio no quería preocuparle ni pasarse de la raya, por si el teléfono estaba
intervenido.
—Sí, muy bien, pero estamos deseando tenerte aquí. Que sea cuanto antes.
—Será muy pronto, hijo. Ya he solucionado aquí todo para poder ausentarme. A
ver si os portáis bien con el señor Paulssen. ¿Ha tenido buen viaje?
—No se lo he preguntado. Sí, supongo que sí…
Cuando colgó el teléfono, Julio se encaró con el hombre de pelo teñido.
—¿Qué han hecho ustedes con el auténtico Paulssen? ¡Digan inmediatamente
dónde podemos encontrarlo!
—¡Estás loco! ¡No hay más Paulssen que yo!
—¡Mentira! Paulssen es un hombre rubio y algo barrigón y usted es moreno y
hueso puro.
Slater, sin gastar más palabras, se apresuró a llevarse las ampollas. Minutos
después regresaba, diciendo:
—Sospecho que si este par de pájaros continúan aquí, no tardarán en atacar la
casa.
—Podemos llamar a… la… policía… —apuntó Verónica, pero sin mucha
esperanza.
—No sé hasta qué punto podemos fiarnos —intervino el viejo—. Os aseguro que
el «socio» de Kitchen no abandonará el despacho por si se produce alguna llamada;
ya se las arreglará para que los policías honrados que pueda haber allí no se enteren.
—Eso significa que estamos sin defensa posible —alegó Sara.
La alegría del triunfo de momentos antes se iba esfumando. La situación seguía
siendo comprometida.
Slater fumaba con calma más aparente que real.
—Bueno, muchachos, la cuestión sigue siendo la misma: se trata de destruir las
ampollas cuanto antes…
—Pero para eso necesitamos al verdadero Paulssen y no sabemos dónde está —le
recordó Héctor.
Julio, pensativo, paseaba arriba y abajo, tropezando con los muebles. Raúl
empezó a decir:
—Podríamos tratar de encontrarlo o que éstos…
Oscar le tapó la boca con la mano:
—Calla, no distraigas a Jul, que está pensando.
El paciente y bondadoso Raúl, por una vez, explotó:
—Aquí no hay nada que pensar —apartó la mano del chico, sin contemplaciones
—. Hay que actuar. Tenemos a este par de pájaros, ¿no? ¡Pues adelante! ¡Que hablen
y digan dónde está el químico! Así es como se gana tiempo.
El hombre de pelo teñido se echó a reír:
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—No lo esperéis. Si dentro de un rato no hemos regresado donde Kitchen nos
espera, ellos vendrán.
Quitándose la pipa de la boca, Slater se encaró con «Los Jaguares».
—Tomad una decisión, muchachos. ¿Hacemos nosotros fosfatina a este mago de
los tintes o nos dejamos avasallar?
«Los Jaguares» se acercaron unos a otros para consultar, como era su costumbre
en los momentos graves. Quizá pudieran hacer hablar a la inglesa y a aquel individuo
usando la violencia física, pero la formación moral del grupo no podía admitirlo. Si
les atacaban, se defenderían con todas sus fuerzas, pero eran incapaces de inferir daño
a quien no podía defenderse.
—Votación, «Jaguares» —pidió Héctor, tomando la iniciativa—. ¿Hacemos
fosfatina a la pareja hasta que hablen, o no?
—No —saltó impetuosamente Verónica.
—No —dijeron a un tiempo Sara y Raúl.
—¡Jo… qué grupo de gelatina! —protestó Oscar—. Yo iba a decir que sí a la
fosfatina de los otros, que es preferible a la mía, pero siempre lo fastidiáis todo.
Ahora ya no habrá mayoría… ¡qué asco! Y de los «micobrios», ¿qué?
—Lo siento, Oscar —dijo Héctor—, habrá mayoría porque también yo digo no.
—¡Peste y peste! —pateaba el chico.
—Un momento, «Jaguares» —se interfirió Julio, mirando de reojo a los
prisioneros—, podemos considerar el caso y no adoptar soluciones radicales, sino
fórmulas flexibles…
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—¿Quieres hablar bien y no hacernos discurrir, Jul? —volvió a protestar Oscar.
Slater seguía el debate con gran interés. Y también los prisioneros, que no
parecían acobardados:
—Sugiero el pacto… —añadió Julio.
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—¿No ves que ellos no quieren? —le recordó Raúl.
—Es porque no saben la fuerza persuasoria que poseemos. Tú, mico y todos
vosotros, incluyéndole a usted, Slater, ¿no harían donación de ciertas cosas a cambio
del químico que destruya las ampollas?
—¡Diablos, sí! —contestó precipitadamente el viejo.
Sara y Verónica suspiraron. ¡Era tan romántico el hallazgo del tesoro del
galeón…!
—Vaya por el pacto… —dijeron a una.
—Vaya por el pacto —dijeron también los demás.
Héctor se aproximó a los prisioneros.
—Poseemos un tesoro: será de ustedes dos siempre que consigamos al verdadero
Paulssen.
El hombre de pelo teñido y la mujer se miraron:
—Es una patraña —dijo ella.
Él fue más práctico. Quería ver el tesoro para poder decidir. Slater, luego de
consultar con los muchachos, fue en su busca.
Y poco después, bajo la lámpara, los doblones de oro, los collares, brazaletes,
camafeo, sortijas y el bello crucifijo de oro centelleaban. También centelleaban los
ojos antes fríos e incoloros de la Miss.
—Esto nos conviene más que lo otro —dijo ella, con gesto odioso.
—Aguarda, Amelia: tendremos esto y lo «otro». Esto nada más que para ti y para
mí. No podemos traicionar a Kitchen; no acabaríamos bien.
—Entonces… ¿es mejor no ceder?
—Tenemos buenos aliados. Lo tendremos todo…
Slater se llevó el tesoro, ayudado por Héctor, que le dijo:
—Si tuviéramos la más remota idea del lugar al que han llevado al verdadero
Paulssen… Pero creo que la casa estará vigilada y no nos permitirán salir…
—Te contaré algo que no sabes: un tío abuelo mío fue contrabandista y bajo la
casa hay un túnel que sale al acantilado…
Volvieron a la salita. Héctor tropezó con la mirada de Julio y los dos se fueron a
la cocina. El último supo entonces la existencia del túnel del contrabandista.
Con sus manos en los hombros de su compañero, el mayor de los Medina
murmuró:
—¿Tienes idea aproximada del lugar que ocupa la casa de Kitchen?
—No, aunque me pareció percibir el rumor del mar al estrellarse contra los
acantilados. No lo sentí más que un momento… bueno, aquella noche el mar era una
balsa de aceite.
—Y hoy ruge la tempestad… y sopla el viento con fuerza, ¿no lo oyes? De todas
formas, sabemos dos cosas: que la casa se hallaba a un cuarto de hora del recodo de
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la carretera, a una velocidad de unos sesenta kilómetros… menos en el último tramo:
a juzgar por los saltos del vehículo no había camino…
—Creo que no rodamos a sesenta kilómetros, sino a bastante menos. Subimos una
cuesta muy dura —le rebatió Héctor.
—¿No te parece que son suficientes datos? ¿Qué esperamos para buscarla?
—Tienen un yate. Quizá tengan prisionero a Paulssen en él.
—En tal caso, el yate estará en el puertecito. Esta noche es imposible permanecer
en el mar sin exponerse a estrellarse contra los acantilados.
—Bueno, tenemos dos posibilidades. Vamos a llamar a Slater. Tiene que
sostenerse sea como sea aquí con los prisioneros hasta que volvamos.
Mientras unos se quedaban de guardia en la salita, los otros iban reuniéndose en
la cocina con Héctor y Julio.
Al escuchar los proyectos de ambos, Verónica cerró los ojos.
—Noté un olor a algo… creo que era guano o algo parecido.
Era otro dato a tener en cuenta. Luego consultaron con Slater, informándole sobre
la posible ubicación de la casa. ¿Conocía alguna que estuviera en alto y se llegara a
través de un terreno pedregoso?
—Hay dos de esas características: una exactamente sobre el acantilado y la otra
alejada unos cien metros.
—¿Sabe si cerca de ellas anidan los albatros o gaviotas?
—Hacia el Oeste de la que está colgada sobre el acantilado, casi a media distancia
entre ambas, van a anidar.
Convinieron todavía algunos detalles, así como el reparto de fuerzas. Raúl se
quedó para defender la casa con Slater, por si fuera necesario, y los dos mayores
tomaron el camino del túnel.
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XII. Y AL FIN, LLEGO EL AMANECER
Cuando salieron del túnel, a través de un estrecho agujero laminado por las olas, los
dos muchachos se hallaban empapados. Estaba oscureciendo y el viento soplaba con
fuerza levantando olas considerables. Muy pronto hicieron su plan de marcha,
caminando entre las rocas para salir a la playa, barrida por la marea alta.
Atravesándola de parte a parte salvaban sus buenos tres kilómetros. Imaginaban la
dirección seguida el día de su breve secuestro a través de la carretera y Slater les
había explicado bien la situación de las dos casas sospechosas.
Después, trepando por unos acantilados y azotados por la lluvia, alcanzaron lo
alto del acantilado, en un paraje salvaje, totalmente desierto.
—No creo que nadie haya podido vernos… —murmuró Héctor.
Habían pasado casi dos horas cuando por fin descubrieron las dos casas, muy
borrosamente, bajo un cielo cada vez más negro.
A partir de entonces tenían que medir todos sus pasos y avanzar con precaución.
En ninguna de las dos casas se veía luz.
Rodearon la primera, tocando el suelo con las manos.
—El piso de la de Kitchen era más desigual —dijo Julio.
Casi reptando, perdieron su buen cuarto de hora, hasta que alcanzaron la segunda,
dejándose jirones de ropa en los pedruscos. No se oía más que el rugir del viento y el
tremendo oleaje machacando los arrecifes. De pronto, el ruido de una puerta llegó a
oídos de los muchachos y se tiraron al suelo, entre un montón de ladrillos rotos.
Dos sombras pasaron a unos tres metros de los agazapados y se detuvieron junto a
un cobertizo.
—Deberían estar de regreso —dijo una voz en inglés—. Si dentro de un par de
horas no sabemos nada, di a los muchachos que deben atacar. Ese viejo es capaz de
todo. Por la policía no hay que preocuparse. Quincey no dejará el despacho en toda la
noche. Si ocurre algo anormal, mándame aviso con cualquiera de los muchachos.
Suponiendo que no puedas telefonear.
—Tranquilo, todo saldrá perfecto. Unos chiquillos y un viejo no son de temer.
Todo lo más, pueden causar algunas molestias…
Abrieron la puerta del cobertizo y poco después el hombre que acababa de hablar
salía con un coche. Las luces de los faros barrieron las piedras y durante un instante,
Héctor y Julio temieron ser descubiertos. ¡Qué alivio! Siguió adelante y el otro volvió
a entrar en la casa.
Ahora sabían que la puerta de aquel cobertizo no estaba cerrada con llave.
Penetraron en él y, como ya esperaban, encontraron una ventana que daba al patio
que los muchachos conocían. Una vez allí, vieron luz en la misma habitación en la
que habían conocido al hombre de rostro brutal. Alguien paseaba arriba y abajo.
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La noche era muy oscura, pero aquella raya de luz filtrándose por la rendija de la
ventana servía para orientarles. Una de las viejas pero pesadas puertas que daban al
patio tenía un candado por la parte de fuera. Estaba cerrado, pero Héctor pudo
forzarlo. El ruido que hizo al saltar les dejó al borde del pánico. ¿Y si el guardián lo
había escuchado?
Se mantuvieron unos segundos a la expectativa, tan tensos que el sudor les caía
sobre las cejas… Pasados unos minutos empujaron con cuidado la puerta. La cerraron
después a sus espaldas y entonces Héctor encendió la linterna. Se trataba de una
leñera, donde también se almacenaban cosas viejas. En el suelo, atado de cabeza a
pies, con un pañuelo oscuro en la boca, parpadeaba un desconocido.
Julio, de un salto, se inclinó sobre él:
—¿Paulssen?
El rubio afirmó. Entonces Julio susurró en su oído, mientras le quitaba la
mordaza:
—Soy Julio Medina. Estamos en un aprieto. ¿Tiene usted medios para destruir las
ampollas?
Héctor, mientras tanto, le cortaba las ligaduras.
—Tengo dos maletines —explicó—. Ellos los introdujeron en su coche…
—¿Uno negro?
—Sí.
¡Era el que se habían llevado! De todas formas, no podían perder tiempo. Desde
el patio pasaron al cobertizo a través de la ventana. El pie de Paulssen tropezó en
algo…
Tocó el hombro de Julio y ambos se inclinaron sobre una cartera de cuero. Junto a
ella encontraron una maleta del mismo material.
—¡Son los míos! —susurró el químico.
Los muchachos se hicieron cargo de ellos y salieron de la casa, luchando contra el
viento y muy despacio para lo que hubiera sido su deseo. En cierto modo, el viento
era su aliado, porque ahogaba los ruidos, ya amortiguados por el romper del oleaje
contra los arrecifes.
Cuando estuvieron lejos, le explicaron en pocas palabras la situación en que
habían dejado a los suyos y su conocimiento de que tenían rodeada la casa de Slater,
para que nadie pudiera escapar.
—Pero nosotros tenemos un lugar secreto, aunque muy peligroso para llegar a la
casa. ¿Puede destruir fácilmente el contenido de las ampollas?
—He oído hablar del invento del científico que pereció a causa de las heridas
recibidas al naufragar el «Tauro». Estaba vendido a cierta potencia y como el asunto
trascendió, porque todos los servicios secretos del mundo se pusieron a investigar,
varios químicos estudiaron el medio de destruirlo. Uno de ellos era profesor mío.
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Parece que no se trata de gas, sino de bacterias para ser arrojadas en las aguas
potables. ¡Algo inhumano! En mis maletines llevo un ácido poderoso y una reacción
que lo inutilizará por completo.
—¿Se atreve a descender por el acantilado? —preguntó Héctor.
El hombre miró a sus pies y descubrió, muchos metros más abajo, las rocas
puntiagudas de los arrecifes sobre los que saltaban olas gigantescas.
—No creo que lleguemos sanos. En cuanto al contenido de mis maletas, un
traspiés y volaríamos por los aires.
—Pues es el único camino. Por tierra no llegaríamos jamás —repuso Héctor.
Habían salido bien prevenidos de la casa de Slater y llevaban cuerdas, pero no se
atrevían a encender las linternas y avanzaban tan despacio como si se hubieran
pegado a un mismo lugar. Por lo menos, así parecía. Pasó una hora, luego otra y
otra…
Tristán tendió las orejas y empezó a ladrar. Oscar, que se dormía con la cabeza
sobre la mesa, se enderezó asustado. Una voz gritó desde el exterior, venciendo el
estruendo del viento.
—¡Slater, estamos rodeando tu casa y no tenéis escapatoria! ¡Suelta a las dos
personas que tienes en tu poder y entrégales lo que ya sabes!
—¡Venid a buscarlas, si tenéis valor! —replicó el viejo.
Se había apostado junto a una de las ventanas, con su escopeta y Tristán se pegó a
la puerta. Raúl ocupó otra de las ventanas, pero la noche estaba muy oscura y no
podía ver nada.
Pasada media hora, la voz se dejó oír de nuevo:
—¡Slater, nuestra paciencia se ha agotado! ¡Vamos a entrar!
Alguien avanzaba. Tristán ladró y en el mismo momento Slater rompía con la
boca del arma el cristal de la ventana y su fogonazo ahuyentó a los asaltantes.
Sara y Verónica, encargadas de vigilar a los prisioneros, se habían rodeado de
botellas, dispuestas a empezar a botellazos si llegaba la ocasión.
De media en media hora, los asaltos se renovaban, pero sin éxito.
—¡Slater! —gritaron los de fuera—. Hemos recibido refuerzos y tu resistencia
será inútil.
Oscar y las chicas se dedicaban a rezar, con breves pausas para reunir objetos
pesados. Una ligera neblina grisácea empezaba a rasgar el cielo…
De pronto, Tristán empezó a aullar desesperadamente.
—¡Slater! —gritó la misma voz—. Si dentro de cinco minutos no habéis salido, tu
casa arderá por los cuatro costados…
—No es bravata —dijo el viejo a sus amigos—. Lo harán. Raúl, conduce a los
prisioneros a la cocina. O mejor, toma el arma y espera cinco minutos. Asústalos si es
necesario. Y luego, ven a la carrera.
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Raúl obedeció. Sara y Verónica, amenazándoles con las botellas, obligaron a los
prisioneros a pasar a la cocina, bajar al sótano y avanzar después por un pasadizo de
roca. La luz de la linterna de Slater tropezó de frente con otras luces. Arriba se
escuchaba un estrépito espantoso.
—¡La casa está ardiendo! —gritó Raúl, uniéndose a los fugitivos.
—¡Traemos al verdadero Paulssen! —gritó Héctor.
Los que llegaban y los que escapaban se encontraron. Pero el viejo les obligó a
seguir por el túnel, luego de recoger el cesto de las ampollas. Paulssen se había
detenido para iluminar las ampollas con su linterna.
—¿Así que es esto? —preguntó.
—Parece que no tenemos mucho tiempo… —repetía Julio.
El químico dirigió su linterna hacia los rincones del pasadizo de piedra. Cerca ya
de la salida que comunicaba con el arrecife, descubrió una hondonada formada de
modo natural en la cavidad.
Una leve luz se filtraba por el agujero de salida. Era la luz de un nuevo día.
—Muchachos, veo que estamos acosados y debemos darnos prisa. Traed las
ampollas con cuidado y pasádmelas cuando os diga…
Abrió la maleta mayor y extrajo un bombona que abrió con cuidado. Luego se
cubrió la cara con unas gafas situadas sobre un capuchón de cuero, extrajo unos
guantes de la maleta, se los calzó…
Oscar estaba medio muerto… Grandes lagrimones corrían por las mejillas de las
chicas… Los demás olvidaron hasta respirar… A espaldas de todos, Slater, que había
vuelto hacia el sótano de piedras para recoger la bolsa del tesoro, se inmovilizó.
—¡Apártense todo lo posible! —exigió Paulssen—. Pero necesito un voluntario
que vaya pasándome con cuidado las ampollas… Procuren iluminar el hoyo con toda
la luz posible…
—¡No…! —gritó el falso Paulssen.
La Miss gritaba como una histérica.
El verdadero Paulssen, muy despacio, vertió el contenido del segundo recipiente,
más pequeño que el anterior, sobre el líquido que ya tenía en el cuenco de la piedra y
al momento el líquido empezó a hervir con estrépito.
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Aunque con cuidado, Paulssen podía aligerar, pues tres voluntarios le ayudaban,
pasándole las ampollas: Raúl, Héctor y Julio.
Slater, admirado, se había aproximado un tanto, con el saco entre las manos…
En medio de la angustiosa expectación, olvidaron a los prisioneros. La Spencer se
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había ido deslizando hasta la salida y el falso nórdico, sin que nadie supiera cómo,
pudo desembarazarse de las ligaduras y estaba a punto de escapar, parapetado tras
Oscar, al que sujetaba con fuerza.
—¡Escuchen! ¡Si no me entregan ahora mismo el tesoro, tiraré este chico por el
acantilado!
Todos se quedaron de piedra. Tristán saltó sobre él, pero se encontró con el
cuerpo del pequeño y tuvo que hacerse atrás para no lastimarlo.
Slater fingió acceder. Y pasó junto al rugiente agujero, apartando de golpe a
Paulssen y a Raúl, antes de arrojar en el ácido el contenido de la bolsa.
—¡Ahora ya no te saldrás con la tuya! —rugió Slater—. Supongo que el poderoso
compuesto habrá destruido el oro y las piedras. ¡Suelta al muchacho y tu castigo será
menor!
El malvado, lanzando a Oscar a un costado, trató de escapar a través del agujero
de salida. Tristán caía sobre su pierna al instante y gracias a la rapidez con que su
dueño lo apartó, pudo salir regularmente librado.
Pero ni la mujer ni él iban a escapar: el oleaje les cerraba el paso y, sumamente
cobardes para exponerse a él, ni lo intentaron.
Sin embargo, con las primeras luces del día, el buen Slater, bañado una y mil
veces por la espuma, lograba trepar, decidido a buscar ayuda. Y entonces, con pesar
infinito, descubrió cómo el tejado de su casa se derrumbaba entre las llamas.
Pero también tuvo la satisfacción de comprobar que había acudido gente, atraída
por el incendio. Y en seguida se escuchaba el aullar de la sirena de los bomberos.
La mañana aplacó el oleaje… y los que aguardaban en el inundado túnel pudieron
salir a tierra firme. El falso Paulssen y la Miss fueron entregados a la policía, que
acudió con dos coches. Quincey murmuró junto a Héctor:
—No te molestes en denunciarme, porque no te creerán.
«Los Jaguares» no las tenían todas consigo… sin embargo y por fortuna, el
contenido de las ampollas ya no existía.
—Siento que os hayáis quedado sin las joyas, muchachos —se disculpó el viejo
—. La vida es antes, ¿no?
—¡Claro que sí! ¡Las hemos conocido y eso nos basta! —exclamó Sara—. Y
parte de nosotros ha visto un galeón románticamente hundido…
A primera hora de la mañana, el señor Medina apareció en un avión fletado
especialmente para él. Inmediatamente entraba en contacto con las más altas
autoridades de la isla. Acosado Quincey por sus superiores, confesó de plano y toda
la banda, desde Kitchen hasta Jonás y la telefonista del hotel, fueron apresados.
El ácido había destruido las joyas con la misma facilidad que las ampollas, pero el
único pesar de «Los Jaguares» era que Slater, su gran amigo, había perdido la casa.
—Permítame ayudarle a reconstruir su vivienda, amigo mío —le dijo el
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agradecido diplomático.
—¡Oh, no! Tengo algunos ahorros que no necesito. Créame, siempre me quedará
el recuerdo de la amistad de estos extraordinarios muchachos y los momentos felices
vividos junto a ellos. Por cierto, les reservo una sorpresa…
Allá en su escondite de la pared de piedra había dejado seis doblones de Felipe V.
Quería que fueran para «Los Jaguares», como recuerdo de aquellos días en las
Bahamas y el hallazgo del galeón hundido. Aunque no tuvieran los doblones, ellos no
iban a olvidar a Slater, Tristán y la «María».
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LAURA GARCÍA CORELLA es una escritora española dedicada a la temática
juvenil e infantil. Es o era también traductora, tradujo varios libros de Enid Blyton,
también se dice que usó hasta 8 seudónimos para las obras tipo Blyton de terror y
ficción. Sus obras comenzaron a publicarse hasta donde se sabe a partir del año 1964
con «Entre el amor y la muerte» en Ediciones Cid, pasando por «El secreto de las tres
esposas» en 1967, «Ellas y el FBI» en 1968, «Ellas y la misteriosa extranjera» en
1970, «Ellas y el chantajista anónimo» en 1971 y otras series juveniles que son del
estilo de novela rosa, novela con estilo policíaco y de ciencia ficción, más adelante
empieza a escribir para el mundo infantil: «Aventuras de pulgarcito» en 1976,
«Aventuras de Simbad» en 1976 y otras, después «El secreto del Inca» en 1977,
también la autora escribió un libro de cocina: «Postres y dulces» y la última al
parecer fue el de «Los jaguares» en 1985.
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