Caperusita, Trunfo
Caperusita, Trunfo
Caperusita, Trunfo
Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre Escupió el chicle con la violencia de una bala y me pareció ver en el polvo
he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me una sangrienta herida. Volvió a alejarse sin despedirse.
creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por Sentí que el polvo del camino era mi pecho, traspasado por la bala de chicle,
allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por
pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la
la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los
traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré
conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una
graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos.
cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón
carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui al
árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un pueblo y me tomé unas cervezas en la primera tienda. “Bonito disfraz”, me
perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Quise despedazarlos como
campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió pulgas pero eran más de tres.
a ver. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita
Detuve la bicicleta y desmonté. Me sacudí el polvo del camino y la saludé con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado
con respeto y alegría. Caperucita hizo con su chicle un globo tan grande de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el
como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás diablo.
de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin – ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie
dejar de masticar. asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz? juguete.
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una – Estoy de vacaciones, lobo feroz –dijo–. ¿O te parece que éste es el
flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No uniforme?
esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije: – ¿Y qué llevas en el canasto?
– Quiero regalarte una flor, niña linda. – Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
– ¿Esa flor? No veo por qué. Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué
– Está llena de belleza –dije, lleno de emoción. debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba
– No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra. pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la
Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di – Corta un pedazo.
alcance. Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con
– Mira mi reguero de lágrimas. delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas,
– ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital. que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se
– No me caí. lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el
– Así parece porque no te veo las heridas. estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el
– Las heridas están en mi corazón –dije. corazón.
– Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un
abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres. abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome. La creo muy capaz de cumplir su promesa.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su «Caperucita Roja y otras historias perversas» de Arciniegas, Triunfo. © Panamericana. Editorial
Ltda. (Re-edición El Barco de Vapor, Ed. SM).
travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del
bosque y juro que se alegró de verme.
– La receta funciona –dijo–. Voy a venderla, lobo feroz.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago
y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás
todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas
proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque
necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El
corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita,
expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador.
Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección
del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
– Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
– Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo. Le pregunté por qué.
Es una abuela rica – explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo
hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y
anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de
piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar.
No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque
para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron
vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba.
Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá.
Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el
lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque,
solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a
Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca
tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o
en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y