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Caliban y La b1-150

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independiente que contempla la publicación de una colección variable
de textos críticos. Es, por el contrario, un proyecto, en el sentido es-
tricto de «apuesta», que se dirige a cartografiar las líneas constituyentes
de otras formas de vida. La construcción teórica y práctica de la caja
de herramientas que, con palabras propias, puede componer el ciclo de
luchas de las próximas décadas.

Sin complacencias con la arcaica sacralidad del libro, sin concesiones


con el narcisismo literario, sin lealtad alguna a los usurpadores del saber,
TdS adopta sin ambages la libertad de acceso al conocimiento. Que-
da, por tanto, permitida y abierta la reproducción total o parcial de los
textos publicados, en cualquier formato imaginable, salvo por explícita
voluntad del autor o de la autora y sólo en el caso de las ediciones con
ánimo de lucro.

Omnia sunt communia!


historia
Omnia sunt communia! o “Todo es común” fue el grito co-
lectivista de los campesinos anabaptistas, alzados de igual modo
contra los príncipes protestantes y el emperador católico. Barri-
dos de la faz de la tierra por sus enemigos, su historia fue la de
un posible truncado, la de una alternativa a su tiempo que quedó
encallada en la guerra y la derrota, pero que sin embargo en el
principio de su exigencias permanece profundamente actual.

En esta colección, que recoge tanto novelas históricas como ri-


gurosos estudios científicos, se pretende reconstruir un mapa
mínimo de estas alternativas imposibles: los rastros de viejas
batallas que sin llegar a definir completamente nuestro tiempo,
nos han dejado la vitalidad de un anhelo tan actual como el del
grito anabaptista.

Omnia sunt communia!


cc creative
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Los derechos derivados de usos legítimos u otras limitaciones reconocidas por ley no se ven afec-
tados por lo anterior.

© 2004, Silvia Federici


© 2010, de la edición, Traficantes de Sueños.

Edición original: Caliban and the Witch. Women, The Body and Primitive Accumulation,
Autonomedia, 2004.

Desde Traicantes de Sueños queremos agradecer a los compañeros y compañeras de


Autonomedia la cesión de toda la base gráica que acompaña este libro.
Título:
Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria
Autora:
Silvia Federici
Traducción:
Verónica Hendel
Leopoldo Sebastián Touza
Maquetación y diseño de cubierta:
Traicantes de Sueños
taller@traicantes.net
Edición:
Mario Sepúlveda Sánchez
Traicantes de Sueños
C/ Embajadores 35, local 6
28012 Madrid
Tlf: 915320928
editorial@traicantes.net
Impresión:
Queimada Gráicas.
C/ Salitre, 15
28012 Madrid
Tlf: 915305211
ISBN: 978-84-96453-51-7
Depósito legal: M-
Calibán y la bruja.
Mujeres, cuerpo y
acumulación primitiva

Silvia Federici

Traducción:
Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza

historia
traficantes de sueos
Agradecimientos

A las numerosas brujas que he conocido en el movimiento feminista y


a otras brujas cuyas historias me han acompañado durante más de vein-
ticinco años dejando, sin embargo, un deseo inagotable por contarlas,
por hacer que se conozcan, por asegurar que no serán olvidadas.
A nuestro hermano Jonathan Cohen cuyo amor, coraje y compro-
metida resistencia contra la injusticia me han ayudado a no perder la fe
en la posibilidad de cambiar el mundo y en la habilidad de los hombres
de hacer suya la lucha por la liberación de la mujeres.
A todas las personas que me han ayudado a producir el presente
volumen. Mi agradecimiento a George Caffentzis, con quien he dis-
cutido cada aspecto de este libro; a Mitchel Cohen por sus excelentes
comentarios, por la edición de parte del manuscrito y por su apoyo
entusiasta a este proyecto; a Ousseina Alidou y Maria Sari por hacerme
conocer el trabajo de Maryse Condé; a Ferrucio Gambino por señalar-
me la existencia de la esclavitud en la Italia de los siglos XVII y XVIII;
a David Goldstein por el material sobre la pharmakopeia de las brujas;
a Conrad Herold por sus aportaciones a mi investigación sobre la caza
de brujas en Perú; a Massimo de Angelis por dejarme sus escritos sobre
acumulación originaria y por el importante debate que sobre este tema
ha organizado en The Commoner; a Willy Mutunga por el material
sobre los aspectos legales de la brujería en África Oriental. Mi agradeci-
miento a Michaela Brennan y Veena Viswanatha por leer el manuscrito
y darme consejo y apoyo. Mi agradecimiento también para Mariarosa
Dalla Costa, Nicholas Faraclas, Leopolda Fortunati, Everet Green, Pe-
ter Linebaugh, Bene Madunagu, Maria Mies, Ariel Salleh, Hakim Bey.
Su trabajo ha sido un punto de referencia para la perpectiva que da
forma a Calibán y la bruja, aunque puede que no estén de acuerdo con
todo lo que he escrito aquí.
Un agradecimiento especial a Jim Fleming, Sue Ann Harkey, Ben
Meyers y Enrika Biddle, quienes han dedicado muchas horas de su
tiempo a este libro y que, con su paciencia y ayuda, me han ofrecido
la posibilidad de terminarlo, a pesar de mis interminables dilaciones.
ÍNDICE

Prefacio (15)
Introducción (21)
1. El mundo entero necesita una sacudida. Los movimientos
sociales y la crisis política en la Europa medieval (33)
Introducción (33)
La servidumbre como relación de clase (36)
La lucha por lo común (41)
Libertad y división social (46)
Los movimientos milenaristas y heréticos (51)
La politización de la sexualidad (62)
Las mujeres y la herejía (64)
Luchas urbanas (68)
La Peste Negra y la crisis del trabajo (73)
La política sexual, el surgimiento del Estado y la
contrarrevolución (78)
2. La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres. La
construcción de la «diferencia» en la «transición al capitalismo» (85)
Introducción (85)
La acumulación capitalista y la acumulación de trabajo (91)
La privatización de la tierra en Europa, producción de escasez
y separación de la producción respecto de la reproducción (98)
La Revolución de los Precios y la pauperización de la clase
trabajadora europea (114)
La intervención estatal en la reproducción del traba-
jo: la asistencia a los pobres y la criminalización de los
trabajadores (123)
Descenso de la población, crisis económica y disciplinamiento
de las mujeres (130)
La devaluación del trabajo femenino (141)
Las mujeres como nuevos bienes comunes y como sustituto
de las tierras perdidas (147)
El patriarcado del salario (148)
La domesticación de las mujeres y la redefinición de
la feminidad y la masculinidad: las mujeres como los
salvajes de Europa (152)
La colonización, la globalización y las mujeres (157)
Sexo, raza y clase en las colonias (164)
El capitalismo y la división sexual del trabajo (176)
3. El gran Calibán. La lucha contra el cuerpo rebelde (179)
4. La gran caza de brujas en Europa (219)
Introducción (219)
Las épocas de la quema de brujas y la iniciativa estatal (223)
Creencias diabólicas y cambios en el modo de producción (231)
Caza de brujas y sublevación de clases (237)
La caza de brujas, la caza de mujeres y la acumulación del
trabajo (246)
La caza de brujas y la supremacía masculina: la domesti-
cación de las mujeres (257)
La caza de brujas y la racionalización capitalista de la
sexualidad (264)
La caza de brujas y el Nuevo Mundo (272)
La bruja, la curandera y el nacimiento de la ciencia
moderna (275)
5. Colonización y cristianización. Calibán y las brujas en el
Nuevo Mundo (287)
Introducción (287)
El nacimiento de los caníbales (290)
Explotación, resistencia y demonización (296)
Mujeres y brujas en América (304)
Las brujas europeas y los «indios» (309)
La caza de brujas y la globalización (314)
Bibliografía (319)
Índice de imágenes (367)
Brujas conjurando la lluvia. Ulrich Molitor, De
Lamiies et Pythonitis Mulieribus (De hechizeras y
adivinas) (1489). Xilografía.
Prefacio

Calibán y la bruja presenta las principales líneas de un proyecto de


investigación sobre las mujeres en la «transición» del feudalismo al
capitalismo que comencé a mediados de los setenta, en colaboración
con la feminista italiana Leopoldina Fortunati. Sus primeros resultados
aparecieron en un libro que publicamos en Italia en 1984, Il Grande
Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale [El
gran calibán. Historia del cuerpo social rebelde en la primera fase del
capital] (Milán, Franco Agneli).
Mi interés en esta investigación estuvo motivado en origen por los
debates que acompañaron el desarrollo del Movimiento Feminista en
Estados Unidos, en relación a las raíces de la «opresión» de las mujeres
y las estrategias políticas que el propio movimiento debía adoptar en la
lucha por su liberación. En ese momento, las principales perspectivas
teóricas y políticas desde las que se analizaba la realidad de la discrimi-
nación sexual venían propuestas por dos ramas del movimiento de mu-
jeres, principalmente: las feministas radicales y las feministas socialistas.
Desde mi punto de vista, sin embargo, ninguna daba una explicación
satisfactoria sobre las raíces de la explotación social y económica de
las mujeres. En aquel entonces, cuestionaba a las feministas radicales
por su tendencia a dar cuenta de la discriminación sexual y el dominio
patriarcal a partir de estructuras transhistóricas, que presumiblemente
operaban con independencia de las relaciones de producción y de clase.
Las feministas socialistas reconocían, en cambio, que la historia de las
mujeres no puede separarse de la historia de los sistemas específicos de
explotación y otorgaban prioridad, en su análisis, a las mujeres consi-
deradas en tanto trabajadoras en la sociedad capitalista. Pero el límite
de su punto de vista, según lo que entendía en ese momento, estaba en
su incapacidad de reconocer la esfera de la reproducción como fuente

15
16 Calibán y la bruja

de creación de valor y explotación, lo que las llevaba a considerar las


raíces del diferencial de poder entre mujeres y hombres en la exclusión
de las mujeres del desarrollo capitalista —una posición que, una vez
más, nos obligaba a basarnos en esquemas culturales para dar cuenta de
la supervivencia del sexismo en el universo de las relaciones capitalistas.
Fue en este contexto que tomó forma la idea de bosquejar la historia
de las mujeres en la transición del feudalismo al capitalismo. La tesis que
inspiró esta investigación fue articulada por Mariarosa dalla Costa y Sel-
ma James, así como también por otras activistas del Wages for Housework
Movement [Movimiento por un Salario para el Trabajo Doméstico], en
una serie de documentos muy controvertidos en los años setenta, pero
que finalmente reconfiguraron el discurso sobre las mujeres, la reproduc-
ción y el capitalismo. Los más influyentes fueron The Power of Women
and the Subversion of the Community (1971) [El poder de las mujeres y
la subversión de la comunidad], de Mariarosa Dalla Costa, y Sex, Race,
and Class (1975) [Sexo, raza y clase], de Selma James.
Contra la ortodoxia marxista, que explicaba la «opresión» y la sub-
ordinación a los hombres como un residuo de las relaciones feudales,
Dalla Costa y James defendieron que la explotación de las mujeres había
tenido una función central en el proceso de acumulación capitalista, en
la medida en que las mujeres han sido las productoras y reproductoras
de la mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo. Como
decía Dalla Costa, el trabajo no-pagado de las mujeres en el hogar fue
el pilar sobre el cual se construyó la explotación de los trabajadores asa-
lariados, «la esclavitud del salario», así como también ha sido el secreto
de su productividad (1972, 31). De este modo, el diferencial de poder
entre mujeres y hombres en la sociedad capitalista no podía atribuirse
a la irrelevancia del trabajo doméstico para la acumulación capitalis-
ta —lo que venía desmentida por las reglas estrictas que gobernaban
las vidas de las mujeres— ni a la supervivencia de esquemas culturales
atemporales. Por el contrario, debía interpretarse como el efecto de un
sistema social de producción que no reconoce la producción y repro-
ducción del trabajo como una actividad socio-económica y como una
fuente de acumulación del capital y, en cambio, la mistifica como un
recurso natural o un servicio personal, al tiempo que saca provecho de
la condición no-asalariada del trabajo involucrado.
A raíz de la explotación de las mujeres en la sociedad capitalista,
la división sexual del trabajo y el trabajo no-pagado realizado por las
mujeres, Dalla Costa y James demostraron que era posible trascender
Prefacio 17

la dicotomía entre el patriarcado y la clase, otorgando al patriarcado un


contenido histórico específico. También abrieron el camino para una
reinterpretación de la historia del capitalismo y de la lucha de clases
desde un punto de vista feminista.
Fue con ese espíritu que Leopoldina Fortunati y yo comenzamos a
estudiar aquello que, sólo eufemísticamente, puede describirse como la
«transición al capitalismo», y a rastrear una historia que no nos habían
enseñado en la escuela, pero que resultaba decisiva para nuestra educa-
ción. Esta historia no sólo ofrecía una explicación teórica de la génesis
del trabajo doméstico en sus principales componentes estructurales: la
separación de la producción y la reproducción, el uso específicamente
capitalista del salario para regir el trabajo de los no asalariados y la deva-
luación de la posición social de las mujeres con el advenimiento del capi-
talismo. También proveía una genealogía de los conceptos modernos de
feminidad y masculinidad que cuestionaba el presupuesto postmoderno
de la existencia, en la «cultura occidental», de una predisposición casi
ontológica a capturar el género desde oposiciones binarias. Descubrimos
que las jerarquías sexuales siempre están al servicio de un proyecto de
dominación que sólo puede sustentarse a sí mismo a través de la divi-
sión, constantemente renovada, de aquéllos a quienes intenta gobernar.
El libro que resultó de esta investigación, Il Grande Calibano: storia
del corpo sociale ribelle nella prima fase del capitale (1984), fue un intento
de repensar el análisis de la acumulación primitiva de Marx desde un
punto de vista feminista. Pero en este proceso, las categorías marxianas
que habíamos recibido se demostraron inadecuadas. Entre las «bajas»,
podemos mencionar la identificación marxiana del capitalismo con el
advenimiento del trabajo asalariado y el trabajador «libre», que contri-
buye a esconder y naturalizar la esfera de la reproducción. Il Grande
Calibano también implicaba una crítica a la teoría del cuerpo de Michel
Foucault. Como señalamos, el análisis de Foucault sobre las técnicas de
poder y las disciplinas a las que el cuerpo se ha sujetado ignora el proceso
de reproducción, funde las historias femenina y masculina en un todo
indiferenciado y se desinteresa por el «disciplinamiento» de las mujeres,
hasta tal punto que nunca menciona uno de los ataques más mons-
truosos contra el cuerpo que haya sido perpetrado en la era moderna:
la caza de brujas.
La tesis principal de Il Grande Calibano sostenía que, para poder
comprender la historia de las mujeres en la transición del feudalismo al
capitalismo, debemos analizar los cambios que el capitalismo introdujo
18 Calibán y la bruja

en el proceso de reproducción social y, especialmente, de la reproduc-


ción de la fuerza de trabajo. Este libro examina así la reorganización del
trabajo doméstico, la vida familiar, la crianza de los hijos, la sexualidad,
las relaciones entre hombres y mujeres y la relación entre producción y
reproducción en la Europa de los siglos XVI y XVII. Este análisis es re-
producido en Calibán y la bruja; y sin embargo, el alcance del presente
volumen difiere de Il Grande Calibano en tanto responde a un contexto
social diferente y a un conocimiento cada vez mayor sobre la historia
de las mujeres.
Poco tiempo después de la publicación de Il Grande Calibano, dejé
Estados Unidos y acepté un trabajo como profesora en Nigeria, don-
de permanecí durante casi tres años. Antes de irme, había enterrado
mis papeles en un sótano, creyendo que no los necesitaría durante un
tiempo. Sin embargo, las circunstancias de mi estancia en Nigeria no
me permitieron olvidarlos. Los años comprendidos entre 1984 y 1986
constituyeron un punto de inflexión para Nigeria, así como para la
mayoría de los países africanos. Fueron los años en que, en respuesta a
la crisis de la deuda, el gobierno nigeriano entró en negociaciones con
el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; negociaciones
que finalmente implicaron la adopción de un programa de ajuste es-
tructural, la receta universal del Banco Mundial para la recuperación
económica en todo el planeta.
El propósito declarado del programa consistía en hacer que Nigeria
llegase a ser competitiva en el mercado internacional. Pero pronto se
vio que esto suponía una nueva ronda de acumulación primitiva y una
racionalización de la reproducción social orientada a destruir los últi-
mos vestigios de propiedad comunal y de relaciones comunales, impo-
niendo de este modo formas más intensas de explotación. Así fue como
asistí ante mis ojos al desarrollo de procesos muy similares a los que
había estudiado en la preparación de Il Grande Calibano. Entre ellos,
el ataque a las tierras comunales y una decisiva intervención del Estado
(instigada por el Banco Mundial) en la reproducción de la fuerza de
trabajo, con el objetivo de regular las tasas de procreación y, en este
caso, reducir el tamaño de una población que era considerada dema-
siado exigente e indisciplinada desde el punto de vista de su inserción
propugnada en la economía global. Junto a esas políticas, llamadas de
forma adecuada con el nombre de «Guerra Contra la Indisciplina», fui
también testigo de la instigación de una campaña misógina que denun-
ciaba la vanidad y las excesivas demandas de las mujeres y del desarrollo
Prefacio 19

de un candente debate semejante, en muchos sentidos, a las querelles des


femmes del siglo XVII. Un debate que tocaba todos los aspectos de la
reproducción de la fuerza de trabajo: la familia (polígama frente a mo-
nógama, nuclear frente a extendida), la crianza de los niños, el trabajo
de las mujeres, las identidades masculinas y femeninas y las relaciones
entre hombres y mujeres.
En este contexto, mi trabajo sobre la transición adquirió un nuevo
sentido. En Nigeria comprendí que la lucha contra el ajuste estructural
formaba parte de una larga lucha contra la privatización y el «cerca-
miento», no sólo de las tierras comunales sino también de las relaciones
sociales, que data de los orígenes del capitalismo en Europa y América
en el siglo XVI. También comprendí cuán limitada era la victoria que
la disciplina de trabajo capitalista había obtenido en este planeta, y
cuanta gente ve aún su vida de una forma radicalmente antagónica a
los requerimientos de la producción capitalista. Para los impulsores del
desarrollo, las agencias multinacionales y los inversores extranjeros, éste
era y sigue siendo el problema de lugares como Nigeria. Pero para mí
fue una gran fuente de fortaleza, en la medida en que demostraba que,
a nivel mundial, todavía existen fuerzas extraordinarias que enfrentan
la imposición de una forma de vida concebida exclusivamente en tér-
minos capitalistas. La fortaleza que obtuve, también estuvo vinculada
a mi encuentro con Mujeres en Nigeria [Women in Nigeria, WIN], la
primera organización feminista de ese país, que me permitió entender
mejor las luchas que las mujeres nigerianas han llevado adelante para
defender sus recursos y rechazar el nuevo modelo patriarcal que se les
impone, ahora promovido por el Banco Mundial.
A fines de 1986 la crisis de la deuda había alcanzado a las institu-
ciones académicas y, como ya no podía mantenerme, abandoné Nige-
ria en cuerpo aunque no en espíritu. La preocupación por los ataques
efectuados contra el pueblo nigeriano nunca me abandonó. De este
modo, el deseo de volver a estudiar «la transición al capitalismo» me
ha acompañado desde mi retorno. En un principio, había leído los su-
cesos nigerianos a través del prisma de la Europa del siglo XVI. En
Estados Unidos, fue el proletariado nigeriano lo que me hizó retornar
a las luchas por lo común y al sometimiento capitalista de las mujeres,
dentro y fuera de Europa. Al regresar, también comencé a enseñar en
un programa interdisciplinario en el que debía hacer frente a un tipo
distinto de «cercamiento»: el cercamiento del saber, es decir, la creciente
pérdida, entre las nuevas generaciones, del sentido histórico de nuestro
20 Calibán y la bruja

pasado común. Es por eso que en Calibán y la bruja reconstruyo las


luchas anti-feudales de la Edad Media y las luchas con las que el prole-
tariado europeo resistió a la llegada del capitalismo. Mi objetivo no es
sólo poner a disposición de los no especialistas las pruebas en las que se
sustenta mi análisis, sino revivir entre las generaciones jóvenes la me-
moria de una larga historia de resistencia que hoy corre el peligro de ser
borrada. Preservar esta memoria es crucial si hemos de encontrar una
alternativa al capitalismo. Esta posibilidad dependerá de nuestra capa-
cidad de oír las voces de aquéllos que han recorrido caminos similares.

Mujer llevando una canasta de espinacas. En la


Edad Media las mujeres cultivaban a menudo
huertas donde plantaban hierbas medicinales. Su
conocimiento de las propiedades de las hierbas es
uno de los secretos que han sido transmitidos de
generación en generación. Italiano (c. 1385).
Introducción

Desde Marx, estudiar la génesis del capitalismo ha sido un paso obliga-


do para aquellos activistas y académicos convencidos de que la primera
tarea en la agenda de la humanidad es la construcción de una alternati-
va a la sociedad capitalista. No sorprende que cada nuevo movimiento
revolucionario haya regresado a la «transición al capitalismo», aportán-
dole las perspectivas de nuevos sujetos sociales y descubriendo nuevos
terrenos de explotación y resistencia.1 Si bien este libro está concebido
dentro de esa tradición, hay dos consideraciones en particular que tam-
bién lo han motivado.
En primer lugar, un deseo de repensar el desarrollo del capitalismo
desde un punto de vista feminista, evitando las limitaciones de una
«historia de las mujeres» separada del sector masculino de la clase tra-
bajadora. El título Calibán y la bruja, inspirado en La Tempestad de
Shakespeare, releja este esfuerzo. En mi interpretación, sin embargo,
Calibán no sólo representa al rebelde anticolonial cuya lucha resuena
en la literatura caribeña contemporánea, sino que también constituye
un símbolo para el proletariado mundial y, más especíicamente, para
el cuerpo proletario como terreno e instrumento de resistencia a la ló-
gica del capitalismo. Más importante aún, la igura de la bruja, que en

1 El estudio de la transición al capitalismo tiene una larga historia, que no por casualidad
coincide con la de los principales movimientos políticos de este siglo. Historiadores marxistas
como Maurice Dobb, Rodney Hilton y Christopher Hill (1953) revisitaron la «transición» en
los años cuarenta y cincuenta, después de los debates generados por la consolidación de la Unión
Soviética, la emergencia de los Estados socialistas en Europa y en Asia y lo que en ese momento
aparecía como la inminente crisis capitalista. La «transición» fue, de nuevo, revisitada en 1960 por
los teóricos tercermundistas (Samir Amin, André Gunder Frank), en el contexto de los debates
del momento sobre el neo-colonialismo, el «subdesarrollo» y el «intercambio desigual» entre el
«Primer» y el «Tercer» mundo.

21
22 Calibán y la bruja

La Tempestad se encuentra coninada a un segundo plano, se ubica en


este libro en el centro de la escena, en tanto encarnación de un mundo
de sujetos femeninos que el capitalismo no ha destruido: la hereje, la
curandera, la esposa desobediente, la mujer que se anima a vivir sola,
la mujer obeah que envenenaba la comida del amo e inspiraba a los
esclavos a rebelarse.
La segunda motivación de este libro ha sido, con la nueva expansión
de las relaciones capitalistas, el retorno a nivel mundial de un conjunto
de fenómenos que usualmente venían asociados a la génesis del capita-
lismo. Entre ellos se encuentra una nueva serie de «cercamientos» que
han expropiado a millones de productores agrarios de su tierra, ade-
más de la pauperización masiva y la criminalización de los trabajadores,
por medio de políticas de encarcelamiento que nos recuerdan al «Gran
Coninamiento» descrito por Michel Foucault en su estudio sobre la
historia de la locura. También hemos sido testigos del desarrollo mun-
dial de nuevos movimientos de diáspora acompañados por la persecu-
ción de lo trabajadores migrantes. Algo que nos recuerda, una vez más,
las «Leyes Sangrientas» introducidas en la Europa de los siglos XVI y
XVII con el objetivo de poner a los «vagabundos» a disposición de la
explotación local. Aún más importante para este libro ha sido la inten-
siicación de la violencia contra las mujeres, e incluso en algunos países
(como, por ejemplo, Sudáfrica y Brasil) el retorno de la caza de brujas.
¿Por qué, después de 500 años de dominio del capital, a comienzos
del tercer milenio aún hay trabajadores que son masivamente deinidos
como pobres, brujas y bandoleros? ¿De qué manera se relacionan la
expropiación y la pauperización con el permanente ataque contra las
mujeres? ¿Qué podemos aprender acerca del despliegue capitalista, pa-
sado y presente, cuando es examinado desde una perspectiva feminista?
Con estas preguntas en mente he vuelto a analizar la «transición» del
feudalismo al capitalismo desde el punto de vista de las mujeres, el cuerpo
y la acumulación primitiva. Cada uno de estos conceptos hace referencia
a un marco conceptual que sirve de punto de referencia para este trabajo:
el feminista, el marxista y el foucaultiano. Por eso, voy a comenzar esta
introducción con algunas observaciones sobre la relación entre mi propia
perspectiva de análisis y cada una de estos marcos de referencias.
La «acumulación primitiva» es un término usado por Marx en el
Tomo I de El Capital con el in de caracterizar el proceso político en
el que se sustenta el desarrollo de las relaciones capitalistas. Se trata de
Introducción 23

un término útil en la medida que nos proporciona un denominador co-


mún que permite conceptualizar los cambios, producidos por la llegada
del capitalismo en las relaciones económicas y sociales. Su importancia
yace, especialmente, en el hecho de que Marx trate la «acumulación
primitiva» como un proceso fundacional, lo que revela las condiciones
estructurales que hicieron posible la sociedad capitalista. Esto nos per-
mite leer el pasado como algo que sobrevive en el presente, una consi-
deración esencial para el uso del término en este trabajo.
Sin embargo, mi análisis se aparta del de Marx por dos vías distintas.
Si Marx examina la acumulación primitiva desde el punto de vista del
proletariado asalariado de sexo masculino y el desarrollo de la produc-
ción de mercancías, yo la examino desde el punto de vista de los cambios
que introduce en la posición social de las mujeres y en la producción
de la fuerza de trabajo.2 De aquí que mi descripción de la acumulación
primitiva incluya una serie de fenómenos que están ausentes en Marx y
que, sin embargo, son extremadamente importantes para la acumulación
capitalista. Éstos incluyen: i) el desarrollo de una nueva división sexual
del trabajo que somete el trabajo femenino y la función reproductiva de
las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo; ii) la construcción
de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las mujeres del
trabajo asalariado y su subordinación a los hombres; iii) la mecanización
del cuerpo proletario y su transformación, en el caso de las mujeres, en
una máquina de producción de nuevos trabajadores. Y lo que es más
importante, he situado en el centro de este análisis de la acumulación pri-
mitiva las cacerías de brujas de los siglos XVI y XVII; sostengo aquí que
la persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue
tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y
como la expropiación del campesinado europeo de sus tierras.
Este análisis se diferencia también del de Marx en su evaluación
del legado y de la función de la acumulación primitiva. Si bien Marx
era agudamente consciente del carácter criminal del desarrollo capita-
lista —su historia, declaró, «está escrita en los anales de la humanidad
con letras de fuego y sangre»— no cabe duda de que lo consideraba
como un paso necesario en el proceso de liberación humana. Creía que
acababa con la propiedad en pequeña escala e incrementaba (hasta un

2 Estas dos realidades están estrechamente conectadas en este análisis, ya que en el capitalismo
la reproducción generacional de los trabajadores y la regeneración cotidiana de su capacidad de
trabajo se han convertido en un «trabajo de mujeres», si bien mistiicado, por su condición no-
asalariada, como servicio personal e incluso como recurso natural.
24 Calibán y la bruja

grado no alcanzado por ningún otro sistema económico) la capacidad


productiva del trabajo, creando las condiciones materiales para liberar a
la humanidad de la escasez y la necesidad. También suponía que la vio-
lencia que había presidido las primeras fases de la expansión capitalista
retrocedería con la maduración de las relaciones capitalistas; a partir
de ese momento la explotación y el disciplinamiento del trabajo serían
logradas fundamentalmente a través del funcionamiento de las leyes
económicas (Marx, [1867] 1909, T. I). En esto estaba profundamente
equivocado. Cada fase de la globalización capitalista, incluida la actual,
ha venido acompañada de un retorno a los aspectos más violentos de
la acumulación primitiva, lo que demuestra que la continua expulsión
de los campesinos de la tierra, la guerra y el saqueo a escala global y la
degradación de las mujeres son condiciones necesarias para la existencia
del capitalismo en cualquier época.
Debería agregar que Marx nunca podría haber supuesto que el ca-
pitalismo allanaba el camino hacia la liberación humana si hubiera mi-
rado su historia desde el punto de vista de las mujeres. Esta historia
enseña que, aun cuando los hombres alcanzaron un cierto grado formal
de libertad, las mujeres siempre fueron tratadas como seres socialmen-
te inferiores, explotadas de un modo similar a formas de esclavitud.
«Mujeres», entonces, en el contexto de este libro, signiica no sólo una
historia oculta que necesita hacerse visible, sino una forma particular
de explotación y, por lo tanto, una perspectiva especial desde la cual
reconsiderar la historia de las relaciones capitalistas.
Este proyecto no es nuevo. Desde el comienzo del Movimiento Fe-
minista las mujeres han vuelto una y otra vez sobre la «transición al
capitalismo», aun cuando no siempre lo hayan reconocido. Durante
cierto tiempo, el marco principal que coniguraba la historia de las mu-
jeres fue de carácter cronológico. La designación más común que han
utilizado las historiadoras feministas para describir el periodo de transi-
ción ha sido el de «la temprana modernidad europea», que, dependien-
do de la autora, podía designar el siglo XIII o el XVII.
En los años ochenta, sin embargo, aparecieron una serie de traba-
jos que asumieron una perspectiva más crítica. Entre éstos estaban los
ensayos de Joan Kelly sobre el Renacimiento y las Querelles des femmes.
he Death of Nature [Querelles des femmes. La muerte de la naturaleza]
(1981) de Carolyn Merchant, L’Arcano della Riproduzione (1981) [El
arcano de la reproducción] de Leopoldina Fortunati, Working Women in
Renaissance Germany (1986) [Mujeres trabajadoras en el Renacimiento
Introducción 25

alemán] y Patriarchy and Accumulation on a World Scale (1986) [Patriar-


cado y acumulación a escala global] de Maria Mies. A estos trabajos
debemos agregar una gran cantidad de monografías que a lo largo
de las últimas dos décadas han reconstruido la presencia de las mujeres
en las economías rural y urbana de la Europa medieval y moderna, así
como la vasta literatura y el trabajo de documentación que se ha rea-
lizado sobre la caza de brujas y las vidas de las mujeres en la América
pre-colonial y de las islas del Caribe. Entre estas últimas, quiero recordar
especialente he Moon, he Sun, and the Witches (1987) [La luna, el sol y
las brujas] de Irene Silverblatt, el primer informe sobre la caza de brujas
en el Perú colonial y Natural Rebels. A Social History of Barbados (1995)
[Rebeldes naturales. Una historia social de Barbados] de Hilary Beckles
que, junto con Slave Women in Caribbean Society: 1650-1838 (1990)
[Mujeres esclavas en la sociedad caribeña (1650-1838)] de Barbara Bush,
se encuentran entre los textos más importantes que se han escrito sobre la
historia de las mujeres esclavizadas en las plantaciones del Caribe.
Esta producción académica ha conirmado que la reconstrucción
de la historia de las mujeres o la mirada de la historia desde un punto
de vista femenino implica una redeinición de las categorías históricas
aceptadas, que visibilice las estructuras ocultas de dominación y explo-
tación. De este modo, el ensayo de Kelly, «Did Women have a Renais-
sance?» (1984) [¿Tuvieron las mujeres un Renacimiento?], debilitó la
periodización histórica clásica que celebra el Renacimiento como un
ejemplo excepcional de hazaña cultural. Querelles des femmes. he Dea-
th of Nature de Carolyn Merchant cuestionó la creencia en el carácter
socialmente progresista de la revolución cientíica, al defender que el
advenimiento del racionalismo cientíico produjo un desplazamiento
cultural desde un paradigma orgánico hacia uno mecánico que legiti-
mó la explotación de las mujeres y de la naturaleza.
De especial importancia ha sido Patriarchy and Accumulation on a
World Scale de Maria Mies, un trabajo ya clásico que reexamina la acu-
mulación capitalista desde un punto de vista no-eurocéntrico, y que al
conectar el destino de las mujeres en Europa al de los súbditos colonia-
les de dicho continente brinda una nueva comprensión del lugar de las
mujeres en el capitalismo y en el proceso de globalización.
Calibán y la bruja se basa en estos trabajos y en los estudios conte-
nidos en Il Grande Calibano (analizado en el Prefacio). Sin embargo,
su alcance histórico es más amplio, en tanto que el libro conecta el
desarrollo del capitalismo con la crisis de reproducción y las luchas
26 Calibán y la bruja

sociales del periodo feudal tardío, por un lado, y con lo que Marx de-
ine como la «formación del proletariado», por otro. En este proceso,
el libro aborda una serie de preguntas históricas y metodológicas que
han estado en el centro del debate sobre la historia de las mujeres y de
la teoría feminista.
La pregunta histórica más importante que aborda este libro es la de
cómo explicar la ejecución de cientos de miles de «brujas» a comien-
zos de la era moderna y por qué el capitalismo surge mientras está en
marcha esta guerra contra las mujeres. Las académicas feministas han
desarrollado un esquema que arroja bastante luz sobre la cuestión. Existe
un acuerdo generalizado sobre el hecho de que la caza de brujas trató
de destruir el control que las mujeres habían ejercido sobre su función
reproductiva y que sirvió para allanar el camino al desarrollo de un régi-
men patriarcal más opresivo. Se deiende también que la caza de brujas
estaba arraigada en las transformaciones sociales que acompañaron el
surgimiento del capitalismo. Sin embargo, las circunstancias históricas
especíicas bajo las cuales la persecución de brujas se desarrolló y las
razones por las que el surgimiento del capitalismo exigió un ataque ge-
nocida contra las mujeres aún no han sido investigadas. Ésta es la tarea
que emprendo en Calibán y la bruja, comenzando por el análisis de la
caza de brujas en el contexto de la crisis demográica y económica de los
siglos XVI y XVII y las políticas de tierra y trabajo de la era mercantilis-
ta. Mi trabajo constituye aquí tan sólo un esbozo de la investigación que
sería necesaria a in de clariicar las conexiones mencionadas y, especial-
mente, la relación entre la caza de brujas y el desarrollo contemporáneo
de una nueva división sexual del trabajo que conina a las mujeres al
trabajo reproductivo. Sin embargo, es conveniente demostrar que la per-
secución de las brujas (al igual que la trata de esclavos y los cercamien-
tos) constituyó un aspecto central de la acumulación y la formación del
proletariado moderno, tanto en Europa como en el «Nuevo Mundo».
Hay otros modos en los que Calibán y la bruja dialoga con la «historia
de las mujeres» y la teoría feminista. En primer lugar, conirma que «la
transición al capitalismo» es una cuestión primordial para teoría femi-
nista, ya que la redeinición de las tareas productivas y reproductivas y
de las relaciones hombre-mujer en este periodo, que fue realizada con la
máxima violencia e intervención estatal, no dejan dudas sobre el carác-
ter construido de los roles sexuales en la sociedad capitalista. El análisis
que aquí se propone nos permite trascender también la dicotomía entre
«género» y «clase». Si es cierto que en la sociedad capitalista la identidad
Introducción 27

sexual se convirtió en el soporte especíico de las funciones del trabajo,


el género no debería ser considerado una realidad puramente cultural
sino que debería ser tratado como una especiicación de las relaciones de
clase. Desde este punto de vista, los debates que han tenido lugar entre
las feministas postmodernas acerca de la necesidad de deshacerse de las
«mujeres» como categoría de análisis y deinir al feminismo en térmi-
nos puramente agonísticos, han estado mal orientados. Para decirlo de
otra manera: si en la sociedad capitalista la «feminidad» se ha constituido
como una función-trabajo que oculta la producción de la fuerza de traba-
jo bajo la cobertura de un destino biológico, la «historia de las mujeres» es
la «historia de las clases» y la pregunta que debemos hacernos es si se ha
trascendido la división sexual del trabajo que ha producido ese concepto
en particular. En caso de que la respuesta sea negativa (tal y como ocurre
cuando consideramos la organización actual del trabajo reproductivo),
entonces «mujeres» es una categoría de análisis legítima, y las actividades
asociadas a la «reproducción» siguen siendo un terreno de lucha funda-
mental para las mujeres —como lo eran para el movimiento feminista de
los años setenta— y un nexo de unión con la historia de las brujas.
Otra pregunta que analiza Calibán y la bruja es la que plantean las
perspectivas opuestas que ofrecen los análisis feministas y foucaultianos
sobre el cuerpo, tal y como son usados en la interpretación de la historia
del desarrollo capitalista. Desde los comienzos del Movimiento de Mu-
jeres, las activistas y teóricas feministas han visto el concepto de «cuerpo»
como una clave para comprender las raíces del dominio masculino y de la
construcción de la identidad social femenina. Más allá de las diferencias
ideológicas, han llegado a la conclusión de que la categorización jerár-
quica de las facultades humanas y la identiicación de las mujeres con
una concepción degradada de la realidad corporal ha sido históricamente
instrumental a la consolidación del poder patriarcal y a la explotación
masculina del trabajo femenino. De este modo, los análisis de la sexuali-
dad, la procreación y la maternidad se han puesto en el centro de la teoría
feminista y de la historia de las mujeres. En particular, las feministas han
sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio
de las cuales los sistemas de explotación, centrados en los hombres, han
intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de ma-
niiesto que los cuerpos de las mujeres han constituido los principales ob-
jetivos —lugares privilegiados— para el despliegue de las técnicas de poder
y de las relaciones de poder. Efectivamente, la enorme cantidad de estudios
feministas que se han producido desde principios de los años setenta acerca
del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos
28 Calibán y la bruja

de las violaciones y el maltrato y la imposición de la belleza como una


condición de aceptación social, constituyen una enorme contribución al
discurso sobre el cuerpo en nuestros tiempos, y señalan la errónea percep-
ción, tan frecuente entre los académicos, que atribuye su descubrimiento
a Michel Foucault.
Partiendo de un análisis de la «política del cuerpo», las feministas no
sólo han revolucionado el discurso ilosóico y político contemporáneo
sino que también han comenzado a revalorizar el cuerpo. Éste ha sido un
paso necesario tanto para confrontar la negatividad que acarrea la iden-
tiicación de feminidad con corporalidad, como para crear una visión
más holística de qué signiica ser un ser humano.3 Esta valorización ha

3 No sorprende que la valoración del cuerpo haya estado presente en casi toda la literatura de la
«segunda ola» del feminismo del siglo XX, tal y como ha sido caracterizada la literatura producida
por la revuelta anticolonial y por los descendientes de los esclavos africanos. En este terreno,
cruzando grandes fronteras geográicas y culturales, A Room of One´s Own [Una habitación propia]
(1929), de Virginia Woolf, anticipó Cahier d´un retour au pays natal [Cuadernos del retorno a un
país natal] (1938) de Aimé Cesaire, cuando regaña a su audiencia femenina y, por detrás, al
mundo femenino, por no haber logrado producir otra cosa que niños.
Jóvenes, diría que […] ustedes nunca han hecho un descubrimiento de cierta importancia.
Nunca han hecho temblar a un imperio o conducido un ejército a la batalla. Las obras de
Shakesperare no son suyas […] ¿Qué excusa tienen? Está bien para ustedes decir, señalando las
calles y las plazas y las selvas del mundo plagadas de habitantes negros y blancos y de color café
[…] hemos estado haciendo otro trabajo. Sin él, esos mares no serían navegados y esas tierras
fértiles serían un desierto. Hemos alzado y criado y enseñado, tal vez hasta la edad de seis o siete, a
los mil seiscientos veintitrés millones de seres humanos que, de acuerdo a las estadísticas, existen,
algo que, aun cuando algunas hayan tenido ayuda, requiere tiempo (Woolf, 1929: 112).
Esta capacidad de subvertir la imagen degradada de la feminidad, que ha sido construida a través
de la identiicación de las mujeres con la naturaleza, la materia, lo corporal, es la potencia del «discurso
feminista sobre el cuerpo» que trata de desenterrar lo que el control masculino de nuestra realidad
corporal ha sofocado. Sin embargo, es una ilusión concebir la liberación femenina como un «retorno
al cuerpo». Si el cuerpo femenino —como discuto en este trabajo— es un signiicante para el campo
de actividades reproductivas que ha sido apropiado por los hombres y el Estado y convertido en un
instrumento de producción de fuerza de trabajo (con todo lo que esto supone en términos de reglas
y regulaciones sexuales, cánones estéticos y castigos), entonces el cuerpo es el lugar de una alienación
fundamental que puede superarse sólo con el in de la disciplina-trabajo que lo deine.
Esta tesis se veriica también para los hombres. La descripción de un trabajador que se
siente a gusto sólo en sus funciones corporales hecha por Marx ya intuía este hecho. Marx, sin
embargo, nunca expuso la magnitud del ataque al que el cuerpo masculino estaba sometido con el
advenimiento del capitalismo. Irónicamente, al igual que Michel Foucault, Marx enfatizó también
la productividad del trabajo al que los trabajadores están subordinados —una productividad que
para él es la condición para el futuro dominio de la sociedad por los trabajadores. Marx no observó
que el desarrollo de las potencias industriales de los trabajadores fue a costa del subdesarrollo de
sus poderes como individuos sociales, aunque reconociese que los trabajadores en la sociedad
capitalista están tan alienados de su trabajo, de sus relaciones con otros y de los productos de su
trabajo como para estar dominados por éstos como si se tratara de una fuerza ajena.
Introducción 29

tomado varios periles, desde la búsqueda de formas de saber no dualistas


hasta el intento (con feministas que ven la «diferencia» sexual como un
valor positivo) de desarrollar un nuevo tipo de lenguaje y de «[repensar]
las raíces corporales de la inteligencia humana».4 Tal y como ha señalado
Rosi Braidotti, el cuerpo que se reclama no ha de entenderse nunca como
algo biológicamente dado. Sin embargo, eslóganes como «recuperar la
posesión del cuerpo» o «hacer hablar al cuerpo»5 han sido criticados por
teóricos postestructuralistas y foucaultianos que rechazan como ilusorio
cualquier llamamiento a la liberación de los instintos. Por su parte, las
feministas han acusado al discurso de Foucault sobre la sexualidad
de omitir la diferenciación sexual, al mismo tiempo que se apropiaba de
muchos saberes desarrollados por el Movimiento Feminista. Esta crítica
es bastante acertada. Más aún, Foucault está tan intrigado por el carácter
«productivo» de las técnicas de poder de las que el cuerpo ha sido in-
vestido, que su análisis deja prácticamente fuera cualquier crítica de las
relaciones de poder. El carácter casi defensivo de la teoría de Foucault sobre
el cuerpo se ve acentuado por el hecho de que considera al cuerpo como algo
constituido puramente por prácticas discursivas y de que está más interesado
en describir cómo se despliega el poder que en identiicar su fuente. Así, el
Poder que produce al cuerpo aparece como una entidad autosuiciente, me-
tafísica, ubicua, desconectada de las relaciones sociales y económicas, y tan
misteriosa en sus variaciones como un Fuerza Motriz divina.
¿Puede un análisis de la transición al capitalismo y de la acumulación
primitiva ayudarnos a ir más allá de estas alternativas? Creo que sí. Con
respecto al enfoque feminista, nuestro primer paso debe ser documentar
las condiciones sociales e históricas bajo las cuales el cuerpo se tornado
elemento central y esfera de actividad deinitiva para la constitución de
la feminidad. En esta línea, Calibán y la bruja muestra que, en la socie-
dad capitalista, el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los
trabajadores asalariados varones: el principal terreno de su explotación
y resistencia, en la misma medida en que el cuerpo femenino ha sido

4 Braidotti (1991: 219). Para una discusión del pensamiento feminista sobre el cuerpo, veáse
EcoFeminism as Politics [El ecofeminismo como política] (1997), de Ariel Salleh, especialmente
los capítulos 3, 4 y 5; y Patterns of Dissonance [Patrones de disonancia] (1991), de Rosi Braidotti,
especialmente la sección titulada «Repossessing the Body: A Timely Project» (219-24).
5 Me estoy reiriendo aquí al proyecto de ècriture feminine, una teoría y movimiento literarios
que se desarrollaron en Francia en la década 1970 entre las feministas estudiosas del psicoanálisis
lacaniano que trataban de crear un lenguaje que expresara la especiicidad del cuerpo femenino y
la subjetividad femenina (Braidotti, ibidem).
30 Calibán y la bruja

apropiado por el Estado y los hombres, forzado a funcionar como un


medio para la reproducción y la acumulación de trabajo. En este sentido,
es bien merecida la importancia que ha adquirido el cuerpo, en todos sus
aspectos —maternidad, parto, sexualidad—, tanto dentro de la teoría
feminista como en la historia de las mujeres. Calibán y la bruja corrobora
también el saber feminista que se niega a identiicar el cuerpo con la es-
fera de lo privado y, en esa línea, habla de una «política del cuerpo». Más
aún, explica cómo para las mujeres el cuerpo puede ser tanto una fuente
de identidad como una prisión y por qué tiene tanta importancia para las
feministas y, a la vez, resulta tan problemático su valoración.
En cuanto a la teoría de Foucault, la historia de la acumulación
primitiva ofrece muchos contraejemplos, demostrando que sólo puede
defenderse al precio de realizar omisiones históricas extraordinarias. La
más obvia es la omisión de la caza de brujas y el discurso sobre la demo-
nología en su análisis sobre el disciplinamiento del cuerpo. De haber
sido incluidas, sin lugar a dudas hubieran inspirado otras conclusiones.
Puesto que ambas demuestran el carácter represivo del poder desplega-
do contra las mujeres, y lo inverosímil de la complicidad y la inversión
de roles que Foucault, en su descripción de la dinámica de los micro-
poderes, imagina que existen entre las víctimas y sus perseguidores.
El estudio de la caza de brujas también desafía la teoría de Foucault
relativa al desarrollo del «biopoder», despojándola del misterio con el
que cubre la emergencia de este régimen. Foucault registra la mutación
—suponemos que en la Europa del siglo XVIII— desde un tipo de po-
der construido sobre el derecho de matar, hacia un poder diferente que
se ejerce a través de la administración y promoción de las fuerzas vita-
les, como el crecimiento de la población. Pero no ofrece pistas sobre sus
motivaciones. Sin embargo, si ubicamos esta mutación en el contexto
del surgimiento del capitalismo el enigma se desvanece: la promoción
de las fuerzas de la vida no resulta ser más que el resultado de una nue-
va preocupación por la acumulación y la reproducción de la fuerza de
trabajo. También podemos observar que la promoción del crecimiento
poblacional por parte del Estado puede ir de la mano de una destrucción
masiva de la vida; pues en muchas circunstancias históricas —como, por
ejemplo, la historia de la trata de esclavos— una es condición de la otra.
Efectivamente, en un sistema donde la vida está subordinada a la pro-
ducción de ganancias, la acumulación de fuerza de trabajo sólo puede
lograrse con el máximo de violencia para que, en palabras de Maria Mies,
la violencia misma se transforme en la fuerza más productiva.
Introducción 31

Para concluir, lo que Foucault habría aprendido si en su Historia de la


sexualidad (1978) hubiera estudiado la caza de brujas en lugar de con-
centrarse en la confesión pastoral, es que esa historia no puede escribirse
desde el punto de vista de un sujeto universal, abstracto, asexual. Más
aún, habría reconocido que la tortura y la muerte pueden ponerse al
servicio de la «vida» o, mejor, al servicio de la producción de la fuerza
de trabajo, dado que el objetivo de la sociedad capitalista es transformar
la vida en capacidad para trabajar y en «trabajo muerto».6
Desde este punto de vista, la acumulación primitiva ha sido un pro-
ceso universal en cada fase del desarrollo capitalista. No es casualidad
que su ejemplo histórico originario haya sedimentado estrategias que
ante cada gran crisis capitalista han sido relanzadas, de diferentes mane-
ras, con el in de abaratar el coste del trabajo y esconder la explotación
de las mujeres y los sujetos coloniales.
Esto es lo que ocurrió en el siglo XIX, cuando las respuestas al surgi-
miento del socialismo, la Comuna de París y la crisis de acumulación de
1873 fueron la «Pelea por África» y la invención de la familia nuclear en
Europa, centrada en la dependencia económica de las mujeres a los hombres
—seguida de la expulsión de las mujeres de los puestos de trabajo remune-
rados. Esto es también lo que ocurre en la actualidad, cuando una nueva
expansión del mercado de trabajo está intentando devolvernos atrás en el
tiempo en relación con la lucha anticolonial y las luchas de otros sujetos
rebeldes —estudiantes, feministas, obreros industriales— que en los años
sesenta y setenta debilitaron la división sexual e internacional del trabajo.
No sorprende, entonces, que la violencia a gran escala y la esclavitud
hayan estado a la orden del día, del mismo modo en que lo estaban en el
periodo de «transición», con la diferencia de que hoy los conquistadores
son los oiciales del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional,
que todavía predican sobre el valor de un centavo a las mismas poblaciones
a las que las potencias mundiales dzominantes han robado y pauperizado
durante siglos. Una vez más, mucha de la violencia desplegada está dirigida
contra las mujeres, porque, en la era del ordenador, la conquista del cuerpo
femenino sigue siendo una precondición para la acumulación de traba-
jo y riqueza, tal y como lo demuestra la inversión institucional en el
desarrollo de nuevas tecnologías reproductivas que, más que nunca,
reducen a las mujeres a meros vientres.

6 El «trabajo muerto» es el trabajo ya realizado que queda objetivado en los medios de producción.
Según Marx el «trabajo muerto» depende de la capacidad humana presente («trabajo vivo»), pero
el capital es «trabajo muerto» que subordina y explota esa capacidad (Marx, 2006, T. I). [N. del E.]
32 Calibán y la bruja

También la «feminización de la pobreza» que ha acompañado la difu-


sión de la globalización adquiere un nuevo signiicado cuando recorda-
mos que éste fue el primer efecto del desarrollo del capitalismo sobre
las vidas de las mujeres.
Efectivamente, la lección política que podemos aprender de Calibán
y la bruja es que el capitalismo, en tanto sistema económico-social,
está necesariamente vinculado con el racismo y el sexismo. El capita-
lismo debe justiicar y mistiicar las contradicciones incrustadas en sus
relaciones sociales —la promesa de libertad frente a la realidad de la
coacción generalizada y la promesa de prosperidad frente a la realidad
de la penuria generalizada— denigrando la «naturaleza» de aquéllos a
quienes explota: mujeres, súbditos coloniales, descendientes de esclavos
africanos, inmigrantes desplazados por la globalización.
En el corazón del capitalismo no sólo encontramos una relación
simbiótica entre el trabajo asalariado-contractual y la esclavitud sino
también, y en relación con ella, podemos detectar la dialéctica que exis-
te entre acumulación y destrucción de la fuerza de trabajo, tensión por
la que las mujeres han pagado el precio más alto, con sus cuerpos, su
trabajo, sus vidas.
Resulta, por lo tanto, imposible asociar el capitalismo con cualquier
forma de liberación o atribuir la longevidad del sistema a su capacidad
de satisfacer necesidades humanas. Si el capitalismo ha sido capaz de
reproducirse, ello sólo se debe al entramado de desigualdades que ha
construido en el cuerpo del proletariado mundial y a su capacidad de
globalizar la explotación. Este proceso sigue desplegándose ante nues-
tros ojos, tal y como lo ha hecho a lo largo de los últimos 500 años.
La diferencia radica en que hoy en día la resistencia al capitalismo
también ha alcanzado una dimensión global.
1. El mundo entero necesita una sacudida.
Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval

El mundo deberá sufrir una gran sacudida. Se dará una situación tal que los
impíos serán expulsados de sus lugares y los oprimidos se alzarán.

homas Müntzer, Open Denial of the False Belief of the Godless World
on the Testimony of the Gospel of Luke, Presented to Misera-
ble and Pitiful Christendom in Memory of its Error, 1524.

No se puede negar que después de siglos de lucha la explotación continúa exis-


tiendo. Sólo que su forma ha cambiado. El plustrabajo extraído aquí y allá por
los actuales amos del mundo no es menor, en proporción, a la cantidad total de
trabajo, que el plustrabajo que se extraía hace mucho tiempo. Pero el cambio
en las condiciones de explotación no es insignificante […] Lo que importa es
la historia, el deseo de liberación […]

Pierre Dockes , Medieval Slavery and Liberation, 1982.

Introducción

Una historia de las mujeres y de la reproducción en la «transición al


capitalismo» debe comenzar con las luchas que libró el proletariado
medieval —pequeños agricultores, artesanos, jornaleros— contra el
poder feudal en todas sus formas. Sólo si evocamos estas luchas, con
su rica carga de demandas, aspiraciones sociales y políticas y prácticas
antagónicas, podemos comprender el papel que jugaron las mujeres
en la crisis del feudalismo y los motivos por los que su poder debía ser

33
34 Calibán y la bruja

destruido a in de que se desarrollara el capitalismo, tal y como ocurrió


con la persecución de las brujas durante tres siglos. Desde la perspectiva
estratégica de esta lucha, se puede observar que el capitalismo no fue
el producto de un desarrollo evolutivo que sacaba a la luz fuerzas que
estaban madurando en el vientre del antiguo orden. El capitalismo fue
la respuesta de los señores feudales, los mercaderes patricios, los obispos
y los papas a un conlicto social secular que había llegado a hacer tem-
blar su poder y que realmente produjo «una gran sacudida mundial». El
capitalismo fue la contrarrevolución que destruyó las posibilidades que
habían emergido de la lucha anti-feudal —unas posibilidades que, de
haberse realizado, nos habrían evitado la inmensa destrucción de vidas
y de espacio natural que ha marcado el avance de las relaciones capitalis-
tas en el mundo. Se debe poner énfasis en este aspecto, pues la creencia
de que el capitalismo «evolucionó» a partir del feudalismo y de que re-
presenta una forma más elevada de vida social aún no se ha desvanecido.
El modo, no obstante, en que la historia de las mujeres se entrecru-
za con la del desarrollo capitalista no puede comprenderse si sólo nos
preocupamos por los terrenos clásicos de la lucha de clases —servicios
laborales, índices salariales, rentas y diezmos— e ignoramos las nuevas
visiones de la vida social y la transformación de las relaciones de género
que produjeron estos conlictos. Éstos no fueron insigniicantes. En la
lucha anti-feudal encontramos el primer indicio de la existencia de un
movimiento de base de mujeres opuesto al orden establecido, lo que
contribuye a la construcción de modelos alternativos de vida comunal
en la historia europea. La lucha contra el poder feudal produjo tam-
bién los primeros intentos organizados de desaiar las normas sexuales
dominantes y de establecer relaciones más igualitarias entre mujeres y
hombres. Combinadas con el rechazo al trabajo de servidumbre y a las
relaciones comerciales, estas formas conscientes de trasgresión social
construyeron una poderosa alternativa ya no sólo al feudalismo sino
también al orden capitalista que estaba reemplazando al feudalismo,
demostrando que otro mundo era posible, lo que nos alenta a pregun-
tarnos por qué no se desarrolló. Este capítulo busca respuestas a dicha
pregunta, al tiempo que examina los modos en que se redeinieron las
relaciones entre las mujeres y los hombres y la reproducción de la fuerza
de trabajo, en oposición al régimen feudal.
Es necesario también recordar que las luchas sociales de la Edad
Media escribieron un nuevo capítulo en la historia de la liberación. En
su mejor momento, exigieron un orden social igualitario basado en la
El mundo entero necesita una sacudida 35

riqueza compartida y en el rechazo a las jerarquías y al autoritarismo.


Estas reivindicaciones continuaron siendo utopías. En lugar del reino
de los cielos, cuyo advenimiento fue profetizado en la prédica de los
movimientos heréticos y milenaristas, lo que resultó del inal del feuda-
lismo fueron las enfermedades, la guerra, el hambre y la muerte —los
cuatro jinetes del Apocalipsis, tal y como están representados en el fa-
moso grabado de Alberto Durero— verdaderos presagios de la nueva
era capitalista. Sin embargo, los intentos del proletariado medieval de
«poner el mundo patas arriba» deben ser tenidos en cuenta: a pesar
de su derrota, lograron poner en crisis el sistema feudal y, en su mo-
mento, fueron «revolucionarios genuinos», ya que no podrían haber
triunfado sin «una reconiguración radical del orden social» (Hilton,
1973: 223-24). Realizar una lectura de la «transición» desde el punto
de vista de la lucha anti-feudal de la Edad Media nos ayuda también
a reconstruir las dinámicas sociales que subyacían en el fondo de los
cercamientos ingleses y de la conquista de América; nos ayudan, so-
bre todo, a desenterrar algunas de las razones por las que en los siglos
XVI y XVII el exterminio de «brujas» y la extensión del control estatal
a cualquier aspecto de la reproducción se convirtieron en las piedras
angulares de la acumulación primitiva.

Campesinos preparando la tierra para sembrar.


El acceso a la tierra era la base del poder de los
siervos. Miniatura inglesa (c. 1340).
36 Calibán y la bruja

La servidumbre como relación de clase

Si bien las luchas anti-feudales de la Edad Media arrojan un poco de


luz sobre el desarrollo de las relaciones capitalistas, su signiicado po-
lítico permanece oculto a menos que las enmarquemos en el contexto
más amplio de la historia de la servidumbre, es decir, de la relación
de clase dominante en la sociedad feudal y, hasta el siglo XIV, foco de
la lucha anti-feudal. La servidumbre se desarrolló en Europa entre los
siglos V y VII, en respuesta al desmoronamiento del sistema esclavista
sobre el cual se había ediicado la economía de la Roma imperial. Fue
el resultado de dos fenómenos relacionados entre sí. Hacia el siglo IV,
en los territorios romanos y en los nuevos Estados germánicos, los te-
rratenientes se vieron obligados a conceder a los esclavos el derecho a
tener una parcela de tierra y una familia propia, con el in de contener
así sus rebeliones y evitar su huida al «monte», donde las comunidades
de cimarrones comenzaban a organizarse en los márgenes del Imperio.1
Al mismo tiempo, los terratenientes comenzaron a someter a los cam-
pesinos libres quienes, arruinados por la expansión del trabajo esclavo
y luego por las invasiones germánicas, buscaron protección en los se-
ñores, aún al precio de su independencia. Así, mientras la esclavitud
nunca fue completamente abolida, se desarrolló una nueva relación de
clase que homogeneizó las condiciones de los antiguos esclavos y de los

1 El mejor ejemplo de sociedad cimarrona fueron los bacaude que ocuparon la Galia alrededor del
año 300 a. C. (Dockes, 1982: 87). Vale la pena recordar su historia. Eran campesinos y esclavos
libres que, exasperados por las penurias que habían sufrido debido a las disputas entre los aspirantes
al trono romano, deambulaban sin rumbo ijo, armados con herramientas de cultivo y caballos
robados, en bandas errantes (de ahí su nombre «banda de combatientes») (Randers-Pehrson, 1983:
26). La gente de las ciudades se les unía y formaban comunidades autogobernadas, en las que
acuñaban monedas con la palabra «Esperanza» escrita en su cara, elegían líderes y administraban
justicia. Derrotados en campo abierto por Maximiliano, correligionario del emperador Diocleciano,
se volcaron a la guerra de «guerrillas» para reaparecer con fuerza en el siglo V, cuando se convirtieron
en el objetivo de reiteradas acciones militares. En el año 407 d. C. fueron los protagonistas de una
«feroz insurrección». El emperador Constantino los derrotó en la batalla de Armorica (Bretaña)
(Ibidem: 124). Los «esclavos rebeldes y campesinos [habían] creado una organización ”estatal”
autónoma, expulsando a los oiciales romanos, expropiando a los terratenientes, reduciendo a
esclavos a quienes poseían esclavos y [organizando] un sistema judicial y un ejército» (Dockes, 1982:
87). A pesar de los numerosos intentos de reprimirlos, los bacaude nunca fueron completamente
derrotados. Los emperadores romanos tuvieron que reclutar tribus de invasores «bárbaros» para
dominarlos. Constantino retiró a los visigodos de España y les hizo generosas donaciones de tierra
en la Galia, esperando que ellos pusieran a los bacaude bajo control. Incluso los hunos fueron
reclutados para perseguirlos (Renders-Pehrson, 1983: 189). Pero nuevamente encontramos a los
bacaude luchando con los visigodos y los alanos contra el avance de Atila.
El mundo entero necesita una sacudida 37

trabajadores agrícolas libres (Dockes, 1982: 151), relegando a todo el


campesinado en una relación de subordinación. De este modo durante
tres siglos (desde el siglo IX hasta el XI), «campesino» (rusticus, villanus)
sería sinónimo de «siervo» (servus) (Pirenne, 1956: 63).
En tanto relación de trabajo y estatuto jurídico, la servidumbre era
una pesada carga. Los siervos estaban atados a los terratenientes; sus
personas y posesiones eran propiedad de sus amos y sus vidas estaban
reguladas en todos los aspectos por la ley del feudo. No obstante, la ser-
vidumbre redeinió la relación de clase en términos más favorables para
los trabajadores. La servidumbre marcó el in del trabajo con grilletes
y de la vida en la ergástula.2 Supuso una disminución de los castigos
atroces (los collares de hierro, las quemaduras, las cruciixiones) de las
que la esclavitud había dependido. En los feudos, los siervos estaban
sometidos a la ley del señor, pero sus transgresiones eran juzgadas a
partir de acuerdos consuetudinarios («de usos y costumbres») y, con el
tiempo, incluso de un sistema de jurado constituido por pares.
Desde el punto de vista de los cambios que introdujo en la relación
amo-siervo, el aspecto más importante de la servidumbre fue la conce-
sión, a los siervos, del acceso directo a los medios de su reproducción.
A cambio del trabajo que estaban obligados a realizar en la tierra del
señor (la demesne), los siervos recibían una parcela de tierra (mansus o
hide)3 que podían utilizar para mantenerse y dejar a sus hijos «como
una verdadera herencia, simplemente pagando una deuda de sucesión»
(Boissonnade, 1927: 1934). Como señala Pierre Dockes en Medieval
Slavery and Liberation (1982) [La esclavitud medieval y la liberación],
este acuerdo incrementó la autonomía de los siervos y mejoró sus con-
diciones de vida, ya que ahora podían dedicar más tiempo a su re-
producción y negociar el alcance de sus obligaciones, en lugar de ser
tratados como bienes muebles sujetos a una autoridad ilimitada. Lo que
es más importante, al tener el uso y la posesión efectiva de una parcela
de tierra, los siervos siempre disponían de recursos; incluso en el punto
álgido de sus enfrentamientos con los señores, no era fácil forzarles a

2 Las ergástulas eran las viviendas de los esclavos en las villas romanas. Se trataba de «prisiones
subterráneas» en las que los esclavos dormían encadenados; las ventanas eran tan altas (de acuerdo a la
descripción de un terrateniente de la época) que los esclavos no podían alcanzarlas (Dockes, 1982: 69).
«Era posible […] encontrarlas casi en cualquier parte», en las regiones conquistadas por los romanos
«donde los esclavos superaban ampliamente en número a los hombres libres» (Ibidem: 208). El nombre
ergastolo aún se utiliza en el vocabulario de la justicia penal italiana; quiere decir «cadena perpetua».
3 Demesne, mansus y hide eran términos usados en el derecho medieval inglés. [N. de la T.]
38 Calibán y la bruja

obedecer por miedo al hambre. Si bien es cierto que el señor podía


expulsar de la tierra a los siervos rebeldes, esto raramente ocurría, da-
das las diicultades para reclutar nuevos trabajadores en una economía
bastante cerrada y por la naturaleza colectiva de las luchas campesinas.
Es por esto que —como apuntó Marx— en el feudo, la explotación del
trabajo siempre dependía del uso directo de la fuerza.4
La experiencia de autonomía adquirida por los campesinos, a partir
del acceso a la tierra, tuvo también un potencial político e ideológico.
Con el tiempo, los siervos comenzaron a sentir como propia la tierra que
ocupaban y a considerar intolerables las restricciones a su libertad que la
aristocracia les imponía. «La tierra es de quienes la trabajan» —la misma
demanda que resonó a lo largo del siglo XX, desde las revoluciones mexi-
cana y rusa hasta las luchas de nuestros días contra la privatización de la
tierra— es ciertamente un grito de batalla que los siervos medievales hu-
bieran reconocido como propio. Sin embargo, la fuerza de los «siervos»
provenía del hecho de que el acceso a la tierra era para ellos una realidad.
Con el uso de la tierra también apareció el uso de los «espacios
comunes»5 —praderas, bosques, lagos, pastos— que proporcionaban
recursos imprescindibles para la economía campesina (leña para com-
bustible, madera para la construcción, estanques, tierras de pastoreo), al
tiempo que fomentaron la cohesión y cooperación comunitarias (Birrell,
1987: 23). De hecho, en el norte de Italia el control sobre estos recursos
sirvió de base para el desarrollo de administraciones autónomas comu-
nales (Hilton, 1973: 76). Tan importante era «lo común» en la econo-
mía política y en las luchas de la población rural medieval que su memoria

4 Marx se reiere a esta cuestión en el Tomo III de El Capital, cuando compara la economía
de la servidumbre con las economías esclavista y capitalista. «El grado en el que el trabajador
(siervo autosuiciente) puede ganar aquí un excedente por encima de sus medios de subsistencia
imprescindibles […] depende, bajo circunstancias en lo demás constantes, de la proporción en la
que se divide su tiempo de trabajo en tiempo de trabajo para sí mismo y en tiempo de prestación
personal servil para el señor [...] En estas condiciones, el excedente de trabajo realizado [por los
siervos] sólo puede ser sustraído mediante una coerción extraeconómica, sea cual fuere la forma
que ésta asuma» (Marx, 1909, Vol. III: 917-18).
5 La expresión inglesa commons ha adquirido, con el uso, la condición de sustantivo. Se refiere a
«lo común» o lo «tenido en común», casi siempre con una connotación espacial. Hemos decidido
traducirlo, según corresponda, como «tierras comunes» o «lo común». Varios autores han
contribuido a la discusión acerca de la permanencia de la «acumulación primitiva» en términos de
enclosure (cercamiento) de los commons. Entre ellos cabe mencionar, además de Silvia Federici,
a George Caffentzis, Peter Linebaugh, Massimo de Angelis, Nick Dyer-Witheford, al colectivo
Midnight Notes y a quienes contribuyen en la revista The Commoner. [N. de la T.]
El mundo entero necesita una sacudida 39

todavía aviva nuestra imaginación, proyectando la visión de un mundo en


el que los bienes pueden ser compartidos y la solidaridad, en lugar del deseo
de lucro, puede ser el fundamento de las relaciones sociales.6
La comunidad servil medieval no alcanzó estos objetivos y no debe
ser idealizada como un ejemplo de comunalismo. En realidad, su ejem-
plo nos recuerda que ni el «comunalismo» ni el «localismo» pueden ga-
rantizar las relaciones igualitarias, a menos que la comunidad controle
sus medios de subsistencia y todos sus miembros tengan igual acceso a
los mismos. No era éste el caso de los siervos y de los feudos. A pesar
de que prevalecían formas colectivas de trabajo y contratos «colectivos»
con los terratenientes, y a pesar del carácter local de la economía cam-
pesina, la aldea medieval no era una comunidad de iguales. Tal y como
se deduce de una vasta documentación proveniente de todos los paí-
ses de Europa occidental, existían muchas diferencias sociales entre los
campesinos libres y los campesinos con un estatuto servil, entre campe-
sinos ricos y pobres, entre aquéllos que tenían seguridad en la tenencia
de la tierra y los jornaleros sin tierra que trabajaban por un salario en la
demesne del señor, así como también entre mujeres y hombres.7
Por lo general, la tierra era entregada a los hombres y transmitida
por linaje masculino, aunque había muchos casos de mujeres que la he-
redaban y administraban en su nombre.8 Las mujeres también fueron ex-
cluidas de los cargos para los cuales se designaba a campesinos pudientes
y, en todos los casos, tenían un estatus de segunda clase (Bennett ,1988:

6 Para una discusión sobre la importancia de los bienes y derechos comunes en Inglaterra, véase
Joan Thrisk (1964), Jean Birrell (1987) y J. M. Neeson (1993). Los movimientos ecologistas y
eco-feministas han otorgado a lo común un nuevo sentido político. Para una perspectiva eco-
feminista de la importancia de lo común en la economía de la vida de las mujeres, véase Vandana
Shiva (1989).
7 Para una discusión sobre la estratiicación del campesinado europeo, véase R. Hilton (1985: 116-17,
141-51) y J. Z. Titow (1969: 56-9). Es de especial importancia la distinción entre libertad personal y
libertad de tenencia. La primera signiicaba que un campesino no era un siervo, a pesar de que él o ella
todavía tuvieran que proveer servicios laborales. La última quería decir que un campesino tenía una tierra
que no estaba asociada a obligaciones serviles. En la práctica, ambas tendían a coincidir; esto comenzó a
cambiar no obstante cuando los campesinos libres comenzaron a adquirir tierras que acarreaban cargas
serviles a in de expandir sus propiedades. Así, «encontramos campesinos libres (liberi) en posesión de
tierra villana y encontramos villanos (villani, nativi) en posesión vitalicia de tierras, aunque ambos casos
son raros y ambos estaban mal considerados» (Titow, 1969: 56-7).
8 El examen de testamentos de Kibworth (Inglaterra) en el siglo XV, realizado por Barbara
Hanawalt, muestra que «en el 41 % de sus testamentos los hombres preirieron a hijos varones
maduros, mientras que en un 29 % de los casos eligieron sólo a la mujer o a la mujer y un hijo
varón» (Hanawalt, 1986b: 155).
40 Calibán y la bruja

18-29; Shahar, 1983). Tal vez sea éste el motivo por el cual sus nombres
son rara vez mencionados en las crónicas de los feudos, con excepción
de los archivos de las cortes en los que se registraban las infracciones de
los siervos. Sin embargo, las siervas eran menos dependientes de sus pa-
rientes de sexo masculino, se diferenciaban menos de ellos física, social
y psicológicamente y estaban menos subordinadas a sus necesidades de
lo que luego lo estarían las mujeres «libres» en la sociedad capitalista.
La dependencia de las mujeres con respecto a los hombres en la co-
munidad servil estaba limitada por el hecho de que sobre la autoridad
de sus maridos y de sus padres prevalecía la de sus señores, quienes se
declaraban en posesión de la persona y la propiedad de los siervos y
trataban de controlar cada aspecto de sus vidas, desde el trabajo hasta el
matrimonio y la conducta sexual.
El señor mandaba sobre el trabajo y las relaciones sociales de las
mujeres, al decidir, por ejemplo, si una viuda debía casarse nuevamente
y quién debía ser su esposo. En algunas regiones reivindicaban incluso
el derecho de ius primae noctis —el derecho de acostarse con la esposa
del siervo en la noche de bodas. La autoridad de los siervos varones so-
bre sus parientas también estaba limitada por el hecho de que la tierra
era entregada generalmente a la unidad familiar, y las mujeres no sólo
trabajaban en ella sino que también podían disponer de los productos
de su trabajo, y no tenían que depender de sus maridos para mante-
nerse. La participación de la esposa en la posesión de la tierra estaba
tan aceptada en Inglaterra que «cuando una pareja aldeana se casaba
era común que el hombre fuera y le devolviera la tierra al señor, para
tomarla nuevamente tanto en su nombre como en el de su esposa»
(Hanawalt, 1986b: 155).9 Además, dado que el trabajo en el feudo
estaba organizado sobre la base de la subsistencia, la división sexual del
trabajo era menos pronunciada y exigente que en los establecimientos
agrícolas capitalistas. En la aldea feudal no existía una separación social
entre la producción de bienes y la reproducción de la fuerza de trabajo;

9 Hanawalt ve la relación matrimonial medieval entre campesinos como una «sociedad». «Las
transacciones de tierra en las cortes feudales indican una fuerte práctica de responsabilidad y
toma de decisiones de ambos [...] Marido y mujer también aparecen comprando y vendiendo
terrenos para ellos o para sus hijos» (Hanawalt, 1986b: 16). Sobre la contribución de las mujeres
al trabajo agrícola y al control del excedente de productos alimenticios, véase Shahar (1983: 239-
42). Y sobre la contribución extralegal de las mujeres a sus hogares, B. Hanawalt (1986b: 12). En
Inglaterra, «el espigamiento ilegal era la forma más común para una mujer de obtener más granos
para su familia» (Ibidem).
El mundo entero necesita una sacudida 41

todo el trabajo contribuía al sustento familiar. Las mujeres trabajaban


en los campos, además de criar a los niños, cocinar, lavar, hilar y man-
tener el huerto; sus actividades domésticas no estaban devaluadas y no
suponían relaciones sociales diferentes a las de los hombres, tal y como
ocurriría luego en la economía monetaria, cuando el trabajo doméstico
dejó de ser visto como trabajo real.
Si tenemos también en consideración que en la sociedad medieval
las relaciones colectivas prevalecían sobre las familiares, y que la mayo-
ría de las tareas realizadas por las siervas (lavar, hilar, cosechar y cuidar
los animales en los campos comunes) eran realizadas en cooperación
con otras mujeres, nos damos cuenta de que la división sexual del tra-
bajo, lejos de ser una fuente de aislamiento, constituía una fuente de
poder y de protección para las mujeres. Era la base de una intensa so-
cialidad y solidaridad femenina que permitía a las mujeres plantarse en
irme ante los hombres, a pesar de que la Iglesia predicase sumisión y
la Ley Canónica santiicara el derecho del marido a golpear a su esposa.
Sin embargo, la posición de las mujeres en los feudos no puede tra-
tarse como si fuera una realidad estática.10 El poder de las mujeres y sus
relaciones con los hombres estaban determinados, en todo momento,
por las luchas de sus comunidades contra los terratenientes y los cam-
bios que estas luchas producían en las relaciones entre amos y siervos.

La lucha por lo común

Hacia inales del siglo XIV, la revuelta del campesinado contra los te-
rratenientes llegó a ser constante, masiva y, con frecuencia, armada. Sin
embargo, la fuerza organizativa que los campesinos demostraron en ese
periodo fue el resultado de un largo conlicto que, de un modo más o
menos maniiesto, atravesó toda la Edad Media.

10 Ésta es la limitación de algunos de los estudios —en otro sentido excelentes— producidos
en años recientes sobre las mujeres en la Edad Media por parte de una nueva generación de
historiadoras feministas. Comprensiblemente, la diicultad de presentar una visión sintética de un
campo cuyos contornos empíricos aún se están reconstruyendo ha llevado a cierta tendencia hacia
análisis descriptivos, enfocados sobre las principales clasiicaciones de la vida social de las mujeres:
«la madre», «la trabajadora», «mujeres en zonas rurales», «mujeres en las ciudades», con frecuencia
abstraídas del cambio social y económico y de la lucha social.
42 Calibán y la bruja

Contrariamente a la descripción de la sociedad feudal como un mundo


estático en el que cada estamento aceptaba el lugar que se le designaba
en el orden social —descripción que solemos encontrar en los manuales
escolares—, la imagen que resulta del estudio del feudo es, en cambio,
la de una lucha de clases implacable.
Como indican los archivos de las cortes señoriales inglesas, la aldea
medieval era el escenario de una lucha cotidiana (Hilton, 1966: 154;
Hilton, 1985: 158-59). En algunas ocasiones se alcanzaban momentos
de gran tensión, como cuando los aldeanos mataban al administrador o
atacaban el castillo de su señor. Más a menudo, sin embargo, consistía
en un permanente litigio, por el cual los siervos trataban de limitar los
abusos de los señores, ijar sus «cargas» y reducir los muchos tributos
que les debían a cambio del uso de la tierra (Bennett, 1967; Coulton,
1955: 35-91; Hanawalt, 1986a: 32-5).
El objetivo principal de los siervos era preservar su excedente de
trabajo y sus productos, al tiempo que ensanchaban la esfera de sus
derechos económicos y jurídicos. Estos dos aspectos de la lucha servil
estaban estrechamente ligados, ya que muchas obligaciones surgían del
estatuto legal de los siervos. Así, en la Inglaterra del siglo XIII, tanto
en los feudos laicos como en los religiosos, los campesinos varones eran
multados frecuentemente por declarar que no eran siervos sino hom-
bres libres, un desafío que podía acabar en un enconado litigio, segui-
do incluso por la apelación a la corte real (Hanawalt, 1986a: 31). Los
campesinos también eran multados por rehusar a hornear su pan en el
horno de los señores, o a moler sus granos o aceitunas en sus molinos,
lo que les permitía evitar los onerosos impuestos que les imponían por
el uso de estas instalaciones (Bennett, 1967: 130-31; Dockes, 1982:
176-79). Sin embargo, el momento más importante de la lucha de los
siervos se daba en ciertos días de la semana, cuando los siervos debían
trabajar en la tierra de los señores. Estos «servicios laborales» eran las
cargas que más directamente afectaban a las vidas de los siervos y, a lo
largo del siglo XIII, fueron el tema central en la lucha de los siervos por
la libertad.11

11 Como escribe J. Z. Titow en el caso de los campesinos bajo servidumbre: «No es difícil ver
por qué el aspecto personal del villanaje sería eclipsado, en la mente de los campesinos, por el
problema de los servicios laborales [...] Las incapacidades que surgen del estatus alienado tendrían
lugar sólo esporádicamente [...] No así los servicios laborales, en particular el trabajo semanal, que
obligaba a un hombre a trabajar para su terrateniente tantos días a la semana, todas las semana,
además de prestar otros servicios ocasionales» (Titow, 1969: 59).
El mundo entero necesita una sacudida 43

La actitud de los siervos hacia la corveé, otra de las denominaciones de


los servicios laborales, se hace visible a través de las anotaciones en los
libros de las cortes señoriales, donde se registraban los castigos impues-
tos a los arrendatarios. A mediados del siglo XIII, hay pruebas de una
«deserción masiva» de los servicios laborales (Hilton, 1985: 130-31). Los
arrendatarios no iban ni enviaban a sus hijos a trabajar la tierra de los señores
cuando eran convocados para la cosecha,12 o iban a los campos demasiado
tarde, para que los cultivos se arruinaran, o trabajaban con desgana, tomán-
dose largos descansos, manteniendo en general una actitud insubordina-
da. De aquí la necesidad de los señores de ejercer una vigilancia constante
y estrecha, de la que esta recomendación da prueba:

Dejen al administrador y al asistente estar todo el tiempo con los labradores,


para que se aseguren de que éstos hagan su trabajo bien y a conciencia, y que al
final del día vean cuánto han hecho […] Y dado que por costumbre los sirvien-
tes descuidan su trabajo, es necesario que sean supervisados con frecuencia; y el
administrador debe supervisarlo todo de cerca, que trabajen bien y si no hacen
bien su trabajo, que se los reprenda. (Bennett, 1967: 113)

Una situación similar es ilustrada en Pedro el labrador (c. 1362-70), el


poema alegórico de William Langland, donde en una escena los peo-
nes, que habían estado ocupados toda la mañana, pasan la tarde sen-
tados y cantando y, en otra, se habla de holgazanes que en época de
cosecha acuden en masa sin buscar «otra cosa que hacer, que beber y
dormir» (Coulton, 1955: 87).
La obligación de proveer servicios militares en tiempos de guerra
también era objeto de una fuerte resistencia. Tal y como relata H. S.
Bennett, en las aldeas inglesas siempre era necesario recurrir a la fuerza
para el reclutamiento y los comandantes medievales rara vez lograban
retener a sus hombres en la guerra, pues los alistados, después de ase-
gurarse su paga, desertaban en cuanto aparecía la primera oportunidad.
Ejemplo de esto son los registros de pagos de la campaña escocesa del
año 1300, que indican que mientras que en junio se había ordenado

12 «Si uno toma las primeras páginas de los registros de Abbots Langley: a los hombres se los
multaba por no ir a la cosecha, o por no ir con una suiciente cantidad de hombres; llegaban tarde
y cuando llegaban hacían mal su trabajo o con haraganería. A veces no uno sino un grupo entero
faltaba y dejaba los cultivos del señor sin recoger. Otros incluso iban pero se mostraban muy
antipáticos». (Bennett, 1967: 112)
44 Calibán y la bruja

alistarse a 16.000 reclutas, a mitad de julio sólo se pudieron reunir 7.600


y esa «era la cresta de la ola […] en agosto sólo quedaban poco más de
3.000». Como consecuencia, el rey dependía cada vez más de criminales
indultados y forajidos para reforzar su ejército (Bennett, 1967: 123-25).
Otra fuente de conlicto provenía del uso de las tierras no cultivadas,
incluidos los bosques, lagos y montañas que los siervos consideraban propie-
dad colectiva. «Podemos ir a los bosques […]» —declaraban los siervos en
una crónica inglesa de mediados del siglo XII— «y tomar lo que queramos,
tomar peces de la laguna y cazar en los bosques; haremos lo que sea nuestra
voluntad en los bosques, las aguas y las praderas» (Hilton, 1973: 71).
Aun así, las luchas más duras fueron aquéllas en contra de los im-
puestos y las cargas que surgían del poder jurisdiccional de la noble-
za. Éstas incluían la manomorta (un impuesto que el señor recaudaba
cuando un siervo moría), la mercheta (un impuesto al matrimonio que
aumentaba cuando un siervo se casaba con alguien de otro feudo), el
heriot (un impuesto de herencia que pagaba el heredero de un siervo
fallecido por el derecho de obtener acceso a su propiedad, que general-
mente consistía en el mejor animal del difunto) y, el peor de todos, el
tallage, una suma de dinero decidida arbitrariamente que los señores
podían exigir a voluntad. Finalmente, aunque no menos signiicativo,
el diezmo era un décimo del ingreso del campesino para el clero, que
generalmente recogían los señores en nombre de aquéllos.
Estos impuestos «contra la naturaleza y la libertad» eran, junto con
el servicio laboral, los impuestos feudales más odiados, pues al no ser
compensados con ninguna adjudicación de tierra u otros beneicios re-
velaban la arbitrariedad del poder feudal. En consecuencia, eran enér-
gicamente rechazados. Un caso típico fue la actitud de los siervos de
los monjes de Dunstable, quienes, en 1299, declararon que «preferían
ir al inierno antes que ser derrotados en esto del tallage» y «luego de
mucha controversia» compraron su libertad (Bennett, 1967: 139). De
manera similar, en 1280 los siervos de Hedon, una aldea de Yorkshire,
hicieron saber que, si no se abolía el tallage, preferían irse a vivir a las
ciudades vecinas de Revensered y Hull «que diponen de buenos puer-
tos que crecen diariamente y no tienen tallage» (ibidem: 141). Éstas no
eran amenazas en vano. La huida hacia la ciudad o el pueblo13 era un

13 La distinción entre «pueblo» y «ciudad» no siempre es clara. Para nuestros propósitos en este
trabajo, ciudad es un centro poblado con cédula real, sede episcopal y mercado, mientras que pueblo
es un centro poblado (generalmente más pequeño que la ciudad) sin un mercado permanente.
El mundo entero necesita una sacudida 45

elemento permanente de la lucha de los siervos, de tal manera que, en


algunos feudos ingleses, se decía una y otra vez «que había hombres
fugitivos que vivían en las ciudades vecinas; y a pesar de que se daba la
orden de que se los trajera de regreso, el pueblo continuaba dándoles
refugio […]» (ibidem: 295-96).
A estas formas de enfrentamiento abierto debemos agregar las múl-
tiples e invisibles formas de resistencia, por las que los campesinos
subyugados se han hecho famosos en todas las épocas y lugares: «Des-
gana, disimulo, falsa docilidad, ignorancia ingida, deserción, hurtos,
contrabando, rateo […]» (Scott, 1989: 5). Estas «formas de resistencia
cotidiana», tenazmente continuadas durante años, abundaban en la
aldea medieval y sin ellas no resulta posible ninguna descripción ade-
cuada de las relaciones de clase.
Esto puede explicar la meticulosidad con que las cargas serviles se
especiicaban en las crónicas de los feudos:

Por ejemplo, con frecuencia [las crónicas feudales] no dicen simplemente que
un hombre debe arar, sembrar y escarificar un acre de la tierra del señor. Dicen
que debe labrarlo con tantos bueyes como tenga en su arado, escarificarlo con
su propio caballo y costal [...] Los servicios (también) eran registrados al míni-
mo detalle [...] Debemos recordar a los campesinos de Elton, que admitieron
que estaban obligados a apilar el heno del señor en su campo y también en su
establo, pero que la costumbre no los obligaba a cargarlo en carros para llevarlo
de un lugar a otro. (Homans, 1960: 272)

En algunos lugares de Alemania, donde las obligaciones incluían dona-


ciones anuales de huevos y aves de corral, se diseñaron pruebas de salud
para evitar que los siervos pasaran a los señores los peores pollos:

La gallina es colocada (luego) frente a una verja o puerta; si cuando se la asusta


tiene suficiente fuerza para volar o abrirse paso, el administrador debe acep-
tarla, goza de buena salud. De nuevo, un pichón de ganso debe aceptarse si es
lo suficientemente maduro para arrancar pasto sin perder el equilibrio y caer
sentado vergonzosamente. (Coulton, 1955: 74-5)
46 Calibán y la bruja

Semejante detalle en las regulaciones ofrece testimonio de la diicul-


tad para hacer cumplir el «contrato social» medieval y de la variedad
de campos de batalla de los que disponía una aldea o un arrendatario
combativos. Los derechos y obligaciones estaban regulados por «costum-
bres», pero su interpretación también era objeto de muchas disputas. La
«invención de tradiciones» era una práctica común en la confrontación
entre terratenientes y campesinos, ya que ambos trataban de redeinir-
las u olvidarlas, hasta que llegó un momento, hacia ines del siglo XIII,
en que los señores las establecieron de forma escrita.

Libertad y división social

En términos políticos, la primera consecuencia de las luchas serviles fue


la concesión de «privilegios» y «fueros» que ijaban las cargas y asegura-
ban «un elemento de autonomía en la administración de la comunidad
aldeana», garantizando, en ciertos momentos, para muchas aldeas (par-
ticularmente en el norte de Italia y Francia) verdaderas formas de auto-
gobierno local. Estos fueros estipulaban las multas que las cortes feudales
debían imponer y establecían reglas para los procedimientos judiciales,
eliminando o reduciendo la posibilidad de arrestos arbitrarios y otros
abusos (Hilton, 1973: 75). También aliviaban la obligación de los siervos
de alistarse como soldados y abolían o ijaban el tallage. Con frecuencia
otorgaban la «libertad» de «tener un puesto», es decir, de vender bienes
en el mercado local y, menos frecuentemente, el derecho a enajenar la
tierra. Entre 1177 y 1350, sólo en Lorena, se concedieron 280 fueros
(ibidem: 83).
Sin embargo, la resolución más importante del conlicto entre amos
y siervos fue la sustitución de los servicios laborales por pagos en dinero
(arrendamientos en dinero, impuestos en dinero) que ubicaba la relación
feudal sobre una base más contractual. Con este desarrollo de fundamen-
tal importancia, prácticamente terminó la servidumbre pero, al igual que
muchas «victorias» de los trabajadores que sólo satisfacen parcialmente
las demandas originales, la sustitución también cooptó los objetivos de
la lucha; funcionó como un medio de división social y contribuyó a la
desintegración de la aldea feudal.
El mundo entero necesita una sacudida 47

Para los campesinos acaudalados que en posesión de grandes extensio-


nes de tierra podían ganar suiciente dinero como para «comprar su san-
gre» y emplear a otros trabajadores, la sustitución debe ser considerada
como un gran paso en el camino hacia la independencia económica y
personal, en la misma medida en que los señores disminuían su control
sobre los arrendatarios cuando éstos ya no dependían directamente de
su trabajo. Sin embargo, la mayoría de los campesinos más pobres —
que poseían sólo unos pocos acres de tierra apenas suicientes para su
supervivencia— perdieron incluso lo poco que tenían. Obligados a pa-
gar sus obligaciones en dinero, contrajeron deudas crónicas, pidiendo
prestado a cuenta de futuras cosechas, un proceso que inalmente hizo
que muchos perdieran su tierra. En consecuencia, hacia inales del siglo
XIII, cuando las sustituciones se difundieron por toda Europa occiden-
tal, las divisiones sociales en las áreas rurales se profundizaron y parte
del campesinado sufrió un proceso de proletarización. Como escribe
Bronislaw Geremek (1994: 56):

Los documentos del siglo XIII contienen grandes cantidades de información


sobre campesinos «sin tierra» que a duras penas se las arreglan para vivir en los
márgenes de la vida aldeana ocupándose de los rebaños […] Se encuentran
crecientes cantidades de «jardineros», campesinos sin tierra o casi sin tierra que
se ganaban la vida ofreciendo sus servicios […] En el sur de Francia los brassiers
vivían enteramente de la «venta» de la fuerza de sus brazos [bras], ofreciéndose
a campesinos más ricos o a la aristocracia terrateniente. Desde comienzos
del siglo XIV, los registros de impuestos muestran un marcado incremen-
to del número de campesinos pobres, que aparecen en estos documentos
como «indigentes», «pobres» o incluso «mendigos».14

La sustitución por dinero-arriendo tuvo otras dos consecuencias nega-


tivas. Primero, hizo más difícil para los productores medir su explota-
ción: en cuanto los servicios laborales eran sustituidos por pagos en
dinero, los campesinos dejaban de diferenciar entre el trabajo
que hacían para sí mismos y el que hacían para los terratenientes.

14 El siguiente es un retrato estadístico de la pobreza rural en Picardy en el siglo XIII: indigentes


y mendigos eran el 13 %; propietarios de pequeñas parcelas de tierra, económicamente tan
inestables que una mala cosecha era una amenaza a su supervivencia, el 33 %; campesinos con
más tierra pero sin animales de trabajo, el 36 %; campesinos ricos, el 19 % (Geremek, 1994: 57).
En Inglaterra, en 1282, los campesinos con menos de tres acres de tierra —insuicientes para
alimentar a una familia— representaban el 46 % del campesinado (ibidem).
48 Calibán y la bruja

La sustitución también hizo posible que los arrendatarios libres em-


plearan y explotaran a otros trabajadores, de tal manera que, «en un
desarrollo posterior», promovió «el crecimiento independiente de la
propiedad campesina», transformando a «los antiguos poseedores cam-
pesinos» en arrendatarios capitalistas (Marx, 1909: T. III, 924 y sig.).
La monetización de la vida económica no beneició, por lo tanto, a
todos, contrariamente a lo airmado por los partidarios de la economía
de mercado, que le dan la bienvenida como si se tratara de la creación
de un nuevo «bien común» que reemplaza la sujeción a la tierra y que
introduce criterios de objetividad, racionalidad e incluso libertad per-
sonal en la vida social (Simmel, 1978). Con la difusión de las relaciones
monetarias, los valores ciertamente cambiaron, incluso dentro del cle-
ro, que comenzó a reconsiderar la doctrina aristotélica de la «esterilidad
del dinero» (Kaye, 1998) y, no por casualidad, a revisar su parecer acer-
ca del carácter redentor de la caridad hacia los pobres. Pero sus efectos
fueron destructivos y excluyentes. El dinero y el mercado comenzaron
a dividir al campesinado al transformar las diferencias de ingresos en
diferencias de clase y al producir una masa de pobres que sólo podían
sobrevivir gracias a donaciones periódicas (Geremek, 1994: 56-62). El
ataque al que fueron sometidos los judíos a partir del siglo XII y el
sostenido deterioro de su estatuto legal y social en ese mismo periodo
deben también atribuirse a la creciente inluencia del dinero. De hecho,
existe una correlación reveladora entre, por un lado, el desplazamiento
de judíos por competidores cristianos, como prestamistas de reyes, pa-
pas y el alto clero y, por otro, las nuevas reglas de discriminación (por
ejemplo, el uso de ropa distintiva) que fueron adoptadas por el clero
en su contra, así como también su expulsión de Inglaterra y Francia.
Degradados por la Iglesia, diferenciados por la población cristiana y
forzados a coninar sus préstamos al nivel de la aldea (una de las po-
cas ocupaciones que podían ejercer), los judíos se transformaron en un
blanco fácil para los campesinos endeudados, que descargaban en ellos
su enfrentamiento con los ricos (Barber, 1992: 76).
Las mujeres, en todas las clases, también se vieron afectadas, de un
modo muy negativo. La creciente comercialización de la vida redujo aún
más su acceso a la propiedad y el ingreso. En las ciudades comerciales
italianas, las mujeres perdieron su derecho a heredar un tercio de la pro-
piedad de su marido (la tertia). En las áreas rurales, fueron excluidas de la
posesión de la tierra, especialmente cuando eran solteras o viudas. Como
consecuencia, a inales del siglo XIII, encabezaron el movimiento de
El mundo entero necesita una sacudida 49

éxodo del campo, siendo las más numerosas entre los inmigrantes rurales
a las ciudades (Hilton, 1985: 212) y, hacia el siglo XV, constituían un
alto porcentaje de la población de las ciudades. Aquí, la mayoría vivía en
condiciones de pobreza, haciendo trabajos mal pagados como sirvientas,
vendedoras ambulantes, comerciantes (con frecuencia multadas por no
tener licencia), hilanderas, miembros de los gremios menores y prosti-
tutas.15 Sin embargo, la vida en los centros urbanos, entre la parte más
combativa de la población medieval, les daba una nueva autonomía so-
cial. Las leyes de las ciudades no liberaban a las mujeres; pocas podían
afrontar el coste de la «libertad ciudadana», tal y como eran llamados los
privilegios vinculados a la vida en la ciudad. Pero en la ciudad, la sub-
ordinación de las mujeres a la tutela masculina era menor, ya que ahora
podían vivir solas, o como cabezas de familia con sus hijos, o podían
formar nuevas comunidades, frecuentemente compartiendo la vivienda
con otras mujeres. Aún cuando por lo general eran los miembros más
pobres de la sociedad urbana, con el tiempo las mujeres ganaron acceso
a muchas ocupaciones que posteriormente serían consideradas trabajos
masculinos. En los pueblos medievales, las mujeres trabajaban como
herreras, carniceras, panaderas, candeleras, sombrereras, cerveceras, car-
dadoras de lana y comerciantes (Shahar, 1983: 189-200; King, 1991: 64-
7). «En Frankfurt, había aproximadamente 200 ocupaciones en las que
participaban entre 1.300 y 15.00 mujeres» (Williams y Echols, 2000:
53). En Inglaterra, setenta y dos de los ochenta gremios incluían muje-
res entre sus miembros. Algunos gremios, incluido el de la industria de
la seda, estaban controlados por ellas; en otros, el porcentaje de trabajo
femenino era tan alto como el de los hombres.16 Hacia el siglo XIV, las
mujeres comenzaron a ser maestras así como también doctoras y ciruja-
nas y comenzaron también a competir con los hombres con formación

15 La siguiente canción de las hiladoras de seda da una imagen gráica de la pobreza en la que
vivían las trabajadoras no cualiicadas de las ciudades (Geremeck, 1994: 65):
Siempre hilando sábanas de seda
Nunca estaremos mejor vestidas
Pero siempre desnudas y pobres,
Y siempre sufriendo hambre y sed.
En los archivos municipales franceses, las hilanderas y otras asalariadas eran asociadas con las prostitutas,
posiblemente porque vivían solas y no tenían una estructura familiar detrás. En las ciudades, las mujeres
no sólo sufrían pobreza sino también distanciamiento de los familiares, lo que las hacía vulnerables al
abuso (Hughes, 1975: 21; Geremek, 1994: 65-6; Otis 1985: 18-20; Milton, 1985: 212-13).
16 Para un análisis de las mujeres en los gremios medievales, véase Maryanne Kowaleski y Judith
M. Bennett (1989); David Herlihy (1995); y Williams y Echols (2000).
50 Calibán y la bruja

universitaria, obteniendo en ciertas ocasiones una alta reputación. Dieciséis


doctoras —entre ellas varias mujeres judías especializadas en cirugía o
terapia ocular— fueron contratadas en el siglo XVI por la municipali-
dad de Frankfurt que, como otras administraciones urbanas, ofrecía a
su población un sistema de salud pública. Doctoras, así como parteras
y sage femmes, predominaban en obstetricia, ya sea pagadas por los go-
biernos urbanos o manteniéndose con la compensación que recibían de
sus pacientes. Después de la introducción de la cesárea, en el siglo XIII,
las obstetras eran las únicas que la practicaban (Optiz, 1996: 370-71).

Mujeres albañiles
construyendo la pared de
una ciudad. Siglo XV.

A medida que las mujeres ganaron más autonomía, su presencia en la


vida social comenzó a ser más constante: en los sermones de los curas
que regañaban su indisciplina (Casagrande, 1978); en los archivos de
los tribunales donde iban a denunciar a quienes abusaban de ellas (S.
Cohn, 1981); en las ordenanzas de las ciudades que regulaban la prosti-
tución (Henriques, 1966) y, sobre todo, en los movimientos populares,
especialmente en el de los heréticos.
El mundo entero necesita una sacudida 51

Luego veremos el papel que jugaron en los movimientos heréticos. Por


ahora basta decir que, en respuesta a la nueva independencia femenina,
comienza una reacción misógina violenta, más evidente en las sátiras
de los fabliaux, donde encontramos las primeras huellas de lo que los
historiadores han deinido como «la lucha por los pantalones».

Los movimientos milenaristas y heréticos

El cada vez más importante proletariado sin tierra que surgió de estos
cambios fue el protagonista de los movimientos milenaristas de los si-
glos XII y XIII; en éstos podemos encontrar, además de campesinos
empobrecidos, a todos los condenados de la sociedad feudal: prosti-
tutas, curas apartados del sacerdocio, jornaleros urbanos y rurales (N.
Cohn, 1970). Las huellas de la breve aparición de los milenaristas en
la escena histórica son escasas, y nos hablan de una historia de revuel-
tas pasajeras y de un campesinado endurecido por la pobreza y por la
prédica incendiaria del clero que acompañó el lanzamiento de las Cru-
zadas. La importancia de su rebelión radica, sin embargo, en que in-
auguró un nuevo tipo de lucha que desde el comienzo se proyectó más
allá de los conines del feudo y que estaba impulsada por aspiraciones
de un cambio total. No es casual que el surgimiento del milenarismo
fuera acompañado por la difusión de profecías y visiones apocalípticas
que anunciaban el in del mundo y la inminencia del Juicio Final, «no
como visiones de un futuro más o menos distante que había que espe-
rar, sino como acontecimientos inminentes en los que muchos de los
que en ese momento estaban vivos podían ser participantes activos»
(Hilton, 1973: 223). El movimiento que desencadenó la aparición
en Flandes del falso Balduino en 1224 y 1225 constituye un ejemplo
típico de milenarismo.
El hombre, un ermitaño, decía ser el popular Balduino IX, que había
sido asesinado en Constantinopla en 1204 —si bien no podía probarse.
Su promesa de un mundo nuevo provocó una guerra civil en la que los
trabajadores textiles lamencos se convirtieron en sus más fervientes par-
tidarios (Nicholas, 1992: 155). Esta gente humilde (tejedores, bataneros)
estrecharon ilas a su alrededor, aparentemente convencidos de que les
iba a dar plata y oro y de que iba a realizar una reforma social total (Volpe,
1922: 298-99). El movimiento de los pastoreaux (pastores) —campesi-
nos y trabajadores urbanos que arrasaron el norte de Francia alrededor
de 1251, incendiando y saqueando las casas de los ricos, exigiendo una
52 Calibán y la bruja

mejora de su condición—17 y el movimiento de los «lagelantes» —que


comenzó en Umbría (Italia) y se extendió por varios países en 1260, fecha
en la que, de acuerdo a la profecía del abad Joaquín de Fiore, virtualmen-
te, el mundo iba a terminar— compartían similitudes con el movimiento
del falso Balduino (Russell, 1972a: 137).

Procesión de
flagelantes durante la
Peste Negra.

17 (Russell, 1972: 136; Lea, 1961: 126-27). El movimiento de los pastoreaux también fue provocado por
los acontecimientos de Oriente, en este caso la captura del rey Luis IX de Francia por los musulmanes,
en Egipto, en 1249 (Hilton, 1973: 100-02). Un movimiento formado por «gente humilde y sencilla» se
organizó para liberarlo, pero rápidamente adquirió un carácter anticlerical. Los pastoreaux reaparecieron
en el sur de Francia en la primavera y el verano de 1320, todavía «directamente inluenciados por la
atmósfera de las cruzadas […] [No] tuvieron oportunidad de participar en la cruzada en Oriente; en su
lugar, usaron sus energías para atacar a las comunidades judías del suroeste de Francia, Navarra y Aragón,
muchas veces con la complicidad de los consulados locales, antes de ser barridos o dispersados por los
funcionarios reales» (Barber, 1992: 135-36).
El mundo entero necesita una sacudida 53

Sin embargo, no fue el movimiento milenarista sino la herejía popular


la que mejor expresó la búsqueda de una alternativa concreta a las rela-
ciones feudales por parte del proletariado medieval y su resistencia a la
creciente economía monetaria.
La herejía y el milenarismo son frecuentemente tratados como si fue-
ran lo mismo pero, si bien no es posible efectuar una distinción precisa,
resulta necesario señalar que existen diferencias signiicativas entre ambos.
Los movimientos milenaristas fueron espontáneos, sin una estruc-
tura o programa organizativo. Generalmente fueron alentados por un
acontecimiento especíico o un líder carismático, pero tan pronto como
se encontraron con la violencia se desmoronaron. En contraste, los mo-
vimientos herejes fueron un intento consciente de crear una sociedad
nueva. Las principales sectas herejes tenían un programa social que
reinterpretaba la tradición religiosa, y al mismo tiempo estaban bien
organizadas desde el punto de vista de su sostenimiento, la difusión
de sus ideas e incluso su autodefensa. No fue casual que, a pesar de la
persecución extrema que sufrieron, persistieran durante mucho tiempo
y jugasen un papel fundamental en la lucha antifeudal.
Hoy poco se sabe sobre las diversas sectas herejes (cátaros, valdenses,
los «pobres de Lyon», espirituales, apostólicos) que durante más de tres si-
glos lorecieron entre las «clases bajas» de Italia, Francia, Flandes y Alema-
nia, en lo que sin duda fue el movimiento de oposición más importante
de la Edad Media (Werner, 1974; Lambert, 1977). Esto se debe, funda-
mentalmente, a la ferocidad con la que fueron perseguidos por la Iglesia,
que no escatimó esfuerzos para borrar toda huella de sus doctrinas. Se
convocó a Cruzadas —tal y como la dirigida contra los albigenses—18

18 La Cruzada contra los albigenses (cátaros del pueblo de Albi, en el sur de Francia) fue el primer ataque a
gran escala contra los herejes y la primera Cruzada contra europeos. El papa Inocencio III la puso en marcha
en las regiones de Toulouse y Montpellier después de 1209. A partir de ese momento la persecución de los
herejes se intensiicó de forma dramática. En 1215, con ocasión del cuarto Sínodo Laterano, Inocencio
III incluyó en los cánones sinodales un conjunto de medidas que condenaban a los herejes al exilio, a la
coniscación de sus propiedades, al tiempo que los excluía de la vida civil. Más tarde, en 1224, el emperador
Federico II se unió a la persecución con el ordenamiento Com ad conservandum, que deinía la herejía
como un crimen de lesa maiestatis que debía ser castigado con la muerte en la hoguera. En 1229, el Sínodo
de Toulouse estableció que los herejes debían ser identiicados y castigados. Los herejes declarados y sus
protectores debían ser quemados en la hoguera. La casa donde un hereje era descubierto debía ser destruida
y la tierra sobre la que estaba construida debía ser coniscada. Aquéllos que renegaban de sus creencias
debían ser emparedados, mientras que aquéllos que reincidieran habían de sufrir el suplicio de la hoguera.
Después, en 1231-1233, Gregorio IX instituyó un tribunal especial con la función especíica de erradicar
la herejía: la Inquisición. En 1254 el papa Inocencio IV, con el consenso de los principales teólogos de la
época, autorizó el uso de la tortura contra los herejes (Vauchez, 1990: 163-65).
54 Calibán y la bruja

contra los herejes, de la misma manera que se convocaron Cruzadas para


liberar la Tierra Santa de los «inieles». Los herejes eran quemados en la
hoguera y, con el in de erradicar su presencia, el Papa creó una de las
instituciones más perversas jamás conocidas en la historia de la represión
estatal: la Santa Inquisición (Vauchez, 1990: 162-70).19
Sin embargo, tal como Charles H. Lea (entre otros) ha mostrado en
su monumental historia de la persecución de la herejía, a pesar de las
pocas crónicas disponibles, es posible crear una imagen imponente de
sus actividades y credos, así como del papel de la resistencia hereje en
las luchas antifeudales (Lea, 1888).
A pesar de tener inluencia de las religiones orientales que mercade-
res y cruzados traían a Europa, la herejía popular era menos una des-
viación de la doctrina ortodoxa que un movimiento de protesta que
aspiraba a una democratización radical de la vida social.20 La herejía era
el equivalente a la «teología de la liberación» para el proletariado medie-
val. Brindó un marco a las demandas populares de renovación espiritual
y justicia social, desaiando, en su apelación a una verdad superior, tanto
a la Iglesia como a la autoridad secular. La herejía denunció las jerarquías
sociales, la propiedad privada y la acumulación de riquezas y difundió
entre el pueblo una concepción nueva y revolucionaria de la sociedad
que, por primera vez en la Edad Media, redeinía todos los aspectos de
la vida cotidiana (el trabajo, la propiedad, la reproducción sexual y la
situación de las mujeres), planteando la cuestión de la emancipación en
términos verdaderamente universales.

19 André Vauchez atribuye el «éxito» de la Inquisición a su procedimiento. El arresto de sospechosos


se preparaba en absoluto secreto. Al principio, la persecución consistía en redadas contra las reuniones
de los herejes, organizadas en colaboración con las autoridades públicas. Más adelante, cuando
los valdenses y cátaros ya habían sido forzados a la clandestinidad, se llamaba a los sospechosos a
comparecer ante un tribunal sin decirles las razones por las cuales habían sido convocados. El mismo
secreto caracterizaba el proceso de investigación. A los acusados no se les decían los cargos en su contra
y a quienes los denunciaban se les permitía mantener su anonimato. Se dejaba libres a los sospechosos
si daban información sobre sus cómplices y prometían mantener sus confesiones en silencio. De esta
manera, cuando los herejes eran arrestados nunca podían saber si alguien de su congregación había
hablado en su contra (Vauchez, 1990: 167-68). Como señala Italo Mereu, el trabajo de la Inquisición
romana dejó cicatrices profundas en la historia de la cultura europea, creando un clima de intolerancia
y sospecha institucional que continúa corrompiendo el sistema legal hasta nuestros días. El legado
de la Inquisición es una cultura de la sospecha que depende de la acusación anónima y la detención
preventiva y trata a los sospechosos como si ya se hubiese demostrado su culpabilidad (Mereu, 1979).
20 Recordemos aquí la distinción de Friedrick Engels entre las creencias herejes de campesinos
y artesanos, asociadas a su oposición a la autoridad feudal, y las de los burgueses, que eran
principalmente una protesta contra el clero (Engels, 1977: 43).
El mundo entero necesita una sacudida 55

El movimiento herético proporcionó también una estructura comuni-


taria alternativa de dimensión internacional, permitiendo a los miem-
bros de las sectas vivir sus vidas con mayor autonomía, al tiempo que
se beneiciaban de la red de apoyo constituida por contactos, escuelas
y refugios con los que podían contar como ayuda e inspiración en mo-
mentos de necesidad. Efectivamente, no es una exageración decir que
el movimiento herético fue la primera «internacional proletaria» —ése
era el alcance de las sectas (particularmente de los cátaros y los valden-
ses) y de las conexiones que establecieron entre sí a través de las ferias
comerciales, los peregrinajes y los permanentes cruces de fronteras de
los refugiados generados por la persecución.
En la raíz de la herejía popular estaba la creencia de que Dios ya no
hablaba a través del clero debido a su codicia, su corrupción y su escan-
daloso comportamiento. Las dos sectas principales se presentaban como
las «iglesias auténticas». Sin embargo, el reto de los herejes era principal-
mente político, ya que desaiar a la Iglesia suponía enfrentarse al mismo
tiempo con el pilar ideológico del poder feudal, el principal terratenien-
te de Europa y una de las instituciones que mayor responsabilidad tenía
en la explotación cotidiana del campesinado. Hacia el siglo XI, la Iglesia
se había convertido en un poder despótico que usaba su pretendida in-
vestidura divina para gobernar con mano de hierro y llenar sus cofres
haciendo uso de incontables medios de extorsión. Vender absoluciones,
indulgencias y oicios religiosos, llamar a los ieles a la iglesia sólo para
predicarles la santidad de los diezmos y hacer de todos los sacramentos
un mercado eran prácticas comunes que iban desde el Papa hasta el cura
de la aldea. De este modo, la corrupción del clero se hizo proverbial en
toda la cristiandad. Las cosas degeneraron hasta tal punto que el clero
no enterraba a los muertos, bautizaba o daba absolución de los pecados
si no recibía alguna compensación a cambio. Incluso la comunión se
convirtió en una ocasión para negociar y «si alguien se resistía a una de-
manda injusta, el obstinado era excomulgado y después debía pagar por
la reconciliación además de la suma original» (Lea, 1961: 11).
En este contexto, la propagación de las doctrinas heréticas no sólo
canalizaba el desdén que la gente sentía por el clero, también les daba
conianza en sus opiniones e instigaba su resistencia a la explotación
clerical. Bajo la guía del Nuevo Testamento, los herejes enseñaban que
Cristo no tenía propiedad y que si la Iglesia quería recuperar su poder espi-
ritual debía desprenderse de todas sus posesiones. También enseñaban
que los sacramentos no eran válidos cuando los administraban curas
56 Calibán y la bruja

pecaminosos, que las formas exteriores de adoración —ediicios, imágenes,


símbolos— debían descartarse porque sólo importaba la creencia interior.
Igualmente, exhortaban a la gente a que no pagase los diezmos y negaban la
existencia del Purgatorio, cuya invención había servido al clero como fuente
de lucro por medio de las misas pagadas y la venta de indulgencias.
La Iglesia usaba, a su vez, la acusación de herejía para atacar toda forma
de insubordinación social y política. En 1377, cuando los trabajadores tex-
tiles de Ypres (Flandes) se levantaron en armas contra sus empleadores, no
sólo fueron colgados por rebeldes sino que también fueron quemados por la
Inquisición como herejes (N. Cohn, 1970: 105). También hay documentos
que muestran que unas tejedoras fueron amenazadas con ser excomulgadas
por no haber entregado a tiempo el producto de su trabajo a los mercaderes
o no haber hecho bien su trabajo (Volpe, 1971: 31). En 1234, para castigar a
los arrendatarios que se negaban a pagarle los diezmos, el Obispo de Bremen
llamó a una cruzada contra ellos «como si se tratara de herejes» (Lambert,
1992: 98). Pero los herejes también fueron perseguidos por las autoridades
seculares, desde el Emperador hasta los patricios urbanos, ya que se daban
cuenta de que el llamamiento herético a la «religión auténtica» tenía impli-
caciones subversivas y cuestionaba los fundamentos de su poder.
La herejía constituía tanto una crítica de las jerarquías sociales y de
la explotación económica como una denuncia de la corrupción clerical.
Como señala Gioacchino Volpe, el rechazo a todas las formas de autori-
dad y un fuerte sentimiento anticlerical eran elementos comunes a todas
las sectas. Muchos herejes compartían el ideal de la pobreza apostólica21
y el deseo de regresar a la simple vida comunal que había caracterizado

21 La politización de la pobreza, junto al surgimiento de una economía monetaria, introdujeron


un cambio decisivo en la actitud de la Iglesia hacia los pobres. Hasta el siglo XIII, la Iglesia exaltó la
pobreza como un estado de santidad y se dedicó a la distribución de limosnas, tratando de convencer a
los pueblerinos de que aceptaran su situación y no envidiaran a los ricos. En los sermones dominicales
los curas prodigaban historias como la del pobre Lázaro sentado en el cielo al lado de Jesús y viendo
a su vecino rico pero avaro ardiendo en llamas. La exaltación de la sancta paupertas («santa pobreza»)
también servía para recalcar a los ricos la necesidad de la caridad como medio de salvación. Con esta
táctica, la Iglesia conseguía donaciones sustanciales de tierras, ediicios y dinero, supuestamente con
el in de que se distribuyesen entre los necesitados; así se convirtió en una de las instituciones más
ricas de Europa. Pero cuando los pobres crecieron en número y los herejes comenzaron a desaiar
la codicia y la corrupción de la Iglesia, el clero desechó sus homilías sobre la pobreza e introdujo
muchos «matices». A partir del siglo XIII, la Iglesia airmó que sólo la pobreza voluntaria tenía mérito
ante los ojos de Dios, como signo de humildad y rechazo a los bienes materiales; en la práctica, esto
signiicaba que ahora sólo se brindaría ayuda a los «pobres que lo merecen», es decir, a los miembros
empobrecidos de la nobleza y no a los que mendigaban en las calles o en las puertas de la ciudad. A
estos últimos se los veía cada vez más como sospechosos de vagancia o fraude.
El mundo entero necesita una sacudida 57

a la iglesia primitiva. Algunos, como los Pobres de Lyon y la Hermandad


del Espíritu Libre, vivían de limosnas donadas. Otros se sustentaban a partir
del trabajo manual.22 Otros experimentaron el «comunismo», como los
primeros taboritas en Bohemia, para quienes el establecimiento de la
igualdad y la propiedad comunal eran tan importantes como la refor-
ma religiosa.23 Un inquisidor también dijo que los valdenses «eluden

22 Entre los valdenses se dio una larga polémica acerca de cuál era la forma correcta de mantenerse.
Se resolvió en el Encuentro de Bérgamo de 1218 con una importante ruptura entre las dos ramas
principales del movimiento. Los valdenses franceses (Pobres de Lyon) optaron por una vida basada
en la limosna, mientras que los de Lombardía decidieron que uno debía vivir de su propio trabajo
y formar colectivos de trabajadores o cooperativas (congregationes laborantium) (di Stefano,
1950: 775). Los valdenses lombardos conservaron sus pertenencias —casas y otras formas de
propiedad privada— y aceptaron el matrimonio y la vida familiar (Little, 1978: 125).
23 Holmes (1975: 202), Milton (1973: 124) y N. Cohn (1970: 215-17). Según los describe
Engels, los taboritas eran el ala democrática revolucionaria del movimiento nacional de liberación
husita contra la nobleza alemana en Bohemia. De esto, Engels sólo nos dice que «sus demandas
relejaban el deseo del campesinado y las clases bajas urbanas de terminar con toda opresión
feudal» (Engels, 1977: 44n). Pero su sorprendente historia es narrada en mayor detalle en he
Inquisition of the Middle Ages, de H. C. Lea (1961: 523-40), donde leemos que eran campesinos
y gente humilde que no querían nobles y señores entre ellos y que tenían tendencias republicanas.
Eran llamados taboritas porque en 1419, cuando los husitas de Praga fueron atacados, siguieron
viaje hasta el monte Tabor. Allí fundaron una nueva ciudad que se convirtió en el centro tanto
de la resistencia contra la nobleza alemana, como de experimentos comunistas. La historia cuenta
que, cuando llegaron de Praga, sacaron unos grandes arcones en los que se le pidió a cada uno
que pusiera sus posesiones, para que todas las cosas pudieran ser comunes. Aparentemente, este
acuerdo colectivo no duró mucho, pero su espíritu pervivió durante algún tiempo después de su
desaparición (Demetz, 1997: 152-57).
Los taboritas se distinguían de los ultraquistas en que, entre sus objetivos, estaba incluida
la independencia de Bohemia y la retención de la propiedad que habían coniscado (Lea, 1961:
530). Ambos coincidían en los cuatro artículos de fe que unían al movimiento husita frente a
enemigos externos:
I. Libre prédica de la Palabra de Dios
II. Comunión [tanto del vino como del pan]
III. Abolición del dominio del clero sobre las posesiones temporales y su retorno a la vida
evangélica de Cristo y los apóstoles
IV. Castigo de todas las ofensas a la ley divina sin excepción de persona o condición
La unidad era muy necesaria. Para sofocar la revuelta de los husitas, en 1421 la Iglesia envió un
ejército de 150.000 hombres contra taboritas y ultraquistas. «Cinco veces», escribe Lea, «durante
1421, los cruzados invadieron Bohemia y las cinco veces les derrotaron». Dos años más tarde, en
el Sínodo de Siena, la Iglesia decidió que, si no se podía derrotar militarmente a los herejes de
Bohemia, había que aislarlos y matarlos de hambre mediante un asedio. Pero eso también falló y
las ideas husitas continuaron difundiéndose en Alemania, Hungría y los territorios eslavos del sur.
Otro ejército de 100.000 hombres fue lanzado contra ellos en 1431, de nuevo en vano. Esta vez
los cruzados huyeron del campo de batalla aún antes de que la batalla comenzara, al «oír el canto
de batalla de las temidas tropas husitas» (ibidem).
58 Calibán y la bruja

Campesinos
cuelgan a un monje
que ha vendido
indulgencias.
Niklaus Manuel
Deutsch (1525).

todas las formas de comercio para evitar las mentiras, los fraudes y los
juramentos», y los describió caminando descalzos, vestidos con ropas
de lana, sin nada que les perteneciera y, al igual que los apóstoles, po-

Lo que, inalmente, destruyó a los taboritas fueron las negociaciones entre la Iglesia y el ala
moderada de los husitas. Hábilmente, los diplomáticos eclesiásticos ahondaron en la división
entre los ultraquistas y los taboritas. Así, cuando se emprendió otra cruzada contra los husitas,
los ultraquistas se unieron a los barones católicos pagados por el Vaticano y exterminaron a sus
hermanos en la batalla de Lipania, el 30 de mayo de 1434. Ese día 13.000 taboritas resultaron
muertos en el campo de batalla.
Las mujeres del movimiento taborita eran muy activas, al igual que en todos los movimientos
herejes. Muchas pelearon en la batalla por Praga en 1420, cuando 1.500 mujeres taboritas cavaron
una trinchera que defendieron con piedras y horquillas (Demetz, 1997).
El mundo entero necesita una sacudida 59

seyendo todo en común (Lambert, 1992: 64). El contenido social de


la herejía se encuentra, sin embargo, mejor expresado en las palabras
de John Ball, el líder intelectual del Levantamiento Campesino Inglés
de 1381, quien denunció que «estamos hechos a imagen de Dios, pero
nos tratan como bestias», y agregó, «nada estará bien en Inglaterra […]
mientras haya caballeros y siervos» (Dobson, 1983: 371).24
Los cátaros, la más inluyente de las sectas herejes, destacan en la
historia de los movimientos sociales europeos por su singular aversión a
la guerra (incluidas las Cruzadas), su condena a la pena capital (que pro-
vocó el primer pronunciamiento explícito de la Iglesia a favor de la pena
de muerte)25 y su tolerancia hacia otras religiones. Francia meridional,
su bastión antes de la cruzada albigense, «fue un refugio seguro para los
judíos cuando el antisemitismo crecía en Europa; [aquí] una fusión del
pensamiento cátaro y el pensamiento judío produjo la Cábala, la tradi-
ción del misticismo judío» (Spencer, 1995b: 171). Los cátaros también
rechazaron el matrimonio y la procreación y fueron estrictamente vege-
tarianos, tanto porque rehusaban matar animales como porque desea-
ban evitar cualquier comida, como huevos y carnes, que fuera resultado
de la generación sexual.
Esta actitud negativa hacia la natalidad ha sido atribuida a la in-
luencia ejercida sobre los cátaros por sectas orientales dualistas como
los paulicianos —una secta de iconoclastas que rechazaba la procrea-
ción por considerar que es el acto por el cual el alma queda atrapada
en el mundo material (Erbstosser, 1984: 13-4)— y, sobre todo, los bo-
gomilos, que en el siglo X hacían proselitismo entre los campesinos de

24 Estas palabras —«el llamamiento a la igualdad social más conmovedor en la historia de la


lengua inglesa», de acuerdo con el historiador R. B. Dobson— fueron puestas en la boca de John
Ball, para incriminarlo y hacerlo aparecer como un idiota, por Jean Froissart, un cronista francés
contemporáneo, severo opositor a la Revuelta Campesina Inglesa. La primera oración del sermón,
que, según se decía (en la traducción de Lord Berners, siglo XVI), John Ball había dado muchas
veces, es la siguiente: «Ah, vosotros, buena gente, las cosas no están bien en Inglaterra, no lo
estarán hasta que todo sea común, y hasta que no haya más siervos ni caballeros, sino que estemos
todos unidos, y los señores no sean más amos que nosotros» (Dobson, 1983: 371).
25 Alrededor de 1210 la Iglesia había establecido la reclamación de la abolición de la pena de muerte
como un «error» hereje, que atribuía a los valdenses y a los cátaros. Tan fuerte era la presuposición de
que los opositores a la Iglesia eran abolicionistas, que cada hereje que quería someterse a la Iglesia tenía
que airmar que «el poder secular puede, sin cometer el pecado capital, practicar juicios de sangre, con la
condición de que castigue con justicia, no por odio, con prudencia, sin precipitación» (Mergivern, 1997:
101). Como señala J. J. Mergiven, el movimiento hereje adoptó altura moral en esta cuestión y «forzó
a los “ortodoxos”, irónicamente, a asumir la defensa de una práctica muy cuestionable» (ibidem, 103).
60 Calibán y la bruja

los Balcanes. Los bogomilos, movimiento popular «nacido entre cam-


pesinos cuya miseria física los hizo conscientes de la perversidad de las
cosas» (Spencer, 1995b: 15), predicaban que el mundo visible era obra
del Diablo (pues en el mundo de Dios los buenos serían los primeros)
y se negaban a tener hijos para no traer nuevos esclavos a esta «tierra
de tribulaciones», tal y como denominaban a la vida en la tierra en
uno de sus panfletos (Wakefield y Evans, 1991: 457).
La inluencia de los bogomilos sobre los cátaros está comprobada26
y es posible que la elusión del matrimonio y la procreación por parte
de los cátaros proviniera de un rechazo similar a una vida «degradada a
la mera supervivencia» (Vaneigem, 1998: 72), más que de una «pulsión
de muerte» o de un desprecio por la vida. Esto es lo que sugiere el hecho
de que el antinatalismo de los cátaros no estuviera asociado a una con-
cepción degradante de la mujer y su sexualidad, como es frecuente en
el caso de las ilosofías que desprecian la vida y el cuerpo. Las mujeres
tenían un lugar importante en las sectas. En cuanto a la actitud de los
cátaros hacia la sexualidad, pareciera que mientras los «perfectos» se
abstenían del coito, no se esperaba de los otros miembros la práctica de
la abstinencia sexual. Algunos desdeñaban la importancia que la Iglesia
le asignaba a la castidad, argumentando que implicaba una sobrevalora-
ción del cuerpo. Otros herejes atribuían un valor místico al acto sexual,
tratándolo incluso como un sacramento (Christeria) y predicando que
practicar sexo, en lugar de abstenerse, era la mejor forma de alcanzar
un estado de inocencia. Así, irónicamente, los herejes eran perseguidos
tanto por libertinos como por ser ascetas extremos.
26 Entre las pruebas de la inluencia de los bogomilos sobre los cátaros se encuentran dos trabajos
que «los cátaros de Europa occidental tomaron de los bogomilos»: La visión de Isaías y La cena
secreta, citados en la reseña de literatura cátara de Wakeield y Evans (1969: 447-65).
Los bogomilos eran a la Iglesia oriental lo que los cátaros a la occidental. Además de su
maniqueísmo y antinatalismo, lo que más alarmaba a las autoridades bizantinas era el «anarquismo
radical», la desobediencia civil y el odio de clase de los bogomilos. Como escribió el presbítero Cosmas
en sus sermones contra ellos: «Enseñan a su gente a no obedecer a su amos, injurian a los ricos, odian al
rey, ridiculizan a los ancianos, condenan a los boyardos, ven como viles ante los ojos de Dios a aquéllos
que sirven al rey y prohíben a los siervos trabajar para su patrón». La herejía tuvo una enorme y larga
inluencia en el campesinado de los Balcanes. «Los bogomilos predicaban en el lenguaje del pueblo
y su mensaje fue comprendido por el pueblo […] su organización lexible, sus atractivas soluciones
al problema del mal y su compromiso con la protesta social hicieron al movimiento virtualmente
indestructible» (Browning, 1975: 164-66). La inluencia de los bogomilos sobre la herejía puede
rastrearse en el uso, común en el siglo XIII, de la expresión buggery [sodomía] para connotar primero
herejía y después homosexualidad (Bullough, 1976a: 76 y sig.). [Buggery es una palabra que aún se
utiliza en inglés como sinónimo de «sodomía», y deriva de «búlgaro». A los bogomilos se los asociaba
fundamentalmente con los pueblos de la región que hoy ocupa Bulgaria. N. de la T.]
El mundo entero necesita una sacudida 61

Las creencias sexuales de los cátaros eran, obviamente, una elaboración


soisticada de cuestiones desarrolladas a través del encuentro con reli-
giones herejes orientales, pero la popularidad de la que gozaron y la
inluencia que ejercieron en otras herejías señala también una realidad
experiencial más amplia, arraigada en las condiciones del matrimonio y
de la reproducción en la Edad Media.
Se sabe que en la sociedad medieval, debido a la escasa disponibili-
dad de tierra y a las restricciones proteccionistas que ponían los gremios
para entrar a los oicios, tener muchos hijos no era posible y tampoco
deseable y, efectivamente, las comunidades de campesinos y artesanos
se esforzaban por controlar la cantidad de niños que nacían entre ellos.
El método más comúnmente usado para este in era la postergación
del matrimonio, un acontecimiento que, incluso entre los cristianos
ortodoxos, ocurría a edad madura (si es que ocurría), bajo la regla de «si
no hay tierra no hay matrimonio» (Homans, 1960: 37-9). En conse-
cuencia, una gran cantidad de jóvenes tenía que practicar la abstinencia
sexual o desaiar la prohibición eclesiástica relativa al sexo fuera del
matrimonio. Es posible imaginar que el rechazo hereje de la procrea-
ción debe haber encontrado resonancia entre ellos. En otras palabras,
es concebible que en los códigos sexuales y reproductivos de los herejes
podamos ver realmente las huellas de un intento de control medieval de
la natalidad. Esto explicaría el motivo por el cual, cuando el crecimien-
to poblacional se convirtió en una preocupación social fundamental
durante la profunda crisis demográica y la escasez de trabajadores a
inales del siglo XIV, la herejía comenzó a ser asociada a los crímenes
reproductivos, especialmente la «sodomía», el infanticidio y el aborto.
Esto no quiere sugerir que las doctrinas reproductivas de los herejes
tuvieran un impacto demográico decisivo, sino más bien que, al menos
durante dos siglos, en Italia, Francia y Alemania se creó un clima políti-
co en el que cualquier forma de anticoncepción (incluida la «sodomía»,
es decir, el sexo anal) pasó a ser asociada con la herejía. La amenaza que
las doctrinas sexuales de los herejes planteaban a la ortodoxia también
debe considerarse en el contexto de los esfuerzos realizados por la Igle-
sia para establecer un control sobre el matrimonio y la sexualidad que
le permitieran poner a todo el mundo —desde el Emperador hasta el
más pobre campesino— bajo su escrutinio disciplinario.
62 Calibán y la bruja

La politización de la sexualidad

Como ha señalado Mary Condren en he Serpent and the Goddess


(1989) [La serpiente y la diosa], estudio sobre la entrada del cristia-
nismo en la Irlanda céltica, el intento eclesiástico de regular el com-
portamiento sexual tiene una larga historia en Europa. Desde épocas
muy tempranas (desde que la Iglesia se convirtió en la religión estatal
en el siglo IV), el clero reconoció el poder que el deseo sexual confería
a las mujeres sobre los hombres y trató persistentemente de exorcizarlo
identiicando lo sagrado con la práctica de evitar a las mujeres y el sexo.
Expulsar a las mujeres de cualquier momento de la liturgia y de la ad-
ministración de los sacramentos; tratar de usurpar la mágica capacidad
de dar vida de las mujeres al adoptar un atuendo femenino; hacer de la
sexualidad un objeto de vergüenza… tales fueron los medios a través de
los cuales una casta patriarcal intentó quebrar el poder de las mujeres y
de su atracción erótica. En este proceso, «la sexualidad fue investida de
un nuevo signiicado […] [Se] convirtió en un tema de confesión, en
el que los más ínimos detalles de las funciones corporales más íntimas
se transformaron en tema de discusión» y donde «los distintos aspectos
del sexo fueron divididos en el pensamiento, la palabra, la intención,

Castigo por adulterio. Los amantes son


guiados por la calle atados entre sí. De un
manuscrito de 1396 de Toulouse, Francia.
El mundo entero necesita una sacudida 63

las ganas involuntarias y los hechos reales del sexo para conformar una
ciencia de la sexualidad» (Condren, 1989: 86-7). Los penitenciales, los
manuales que a partir del siglo VII comenzaron a distribuirse como
guías prácticas para los confesores, son uno de los lugares privilegiados
para la reconstrucción de los cánones sexuales eclesiásticos. En el primer
volumen de Historia de la Sexualidad (1978), Foucault subraya el papel
que jugaron estos manuales en la producción del sexo como discurso
y de una concepción más polimorfa de la sexualidad en el siglo XVII.
Pero los penitenciales jugaban ya un papel decisivo en la producción de
un nuevo discurso sexual en la Edad Media. Estos trabajos demuestran
que la Iglesia intentó imponer un verdadero catecismo sexual, prescri-
biendo detalladamente las posiciones permitidas durante el acto sexual
(en realidad sólo una era permitida), los días en los que se podía practi-
car el sexo, con quién estaba permitido y con quién prohibido.
La supervisión sexual aumentó en el siglo XII cuando los Sínodos
Lateranos de 1123 y 1139 emprendieron una nueva cruzada contra la
práctica corriente del matrimonio y el concubinato27 entre los clérigos,
declarando el matrimonio como un sacramento cuyos votos no podía
disolver ningún poder terrenal. En ese momento, se repitieron también
las limitaciones impuestas por los penitenciales sobre el acto sexual.28

27 La prohibición que la Iglesia imponía a los casamientos y concubinatos de los clérigos estaba
motivada, más que por necesidad alguna de restaurar su reputación, por el deseo de defender su
propiedad, que estaba amenazada por demasiadas subdivisiones y por el miedo a que las esposas de
los curas interirieran excesivamente en las cuestiones del clero (McNamara y Wemple, 1988: 93-
5). La resolución del Segundo Sínodo Laterano reforzó otra que ya había sido adoptada en el siglo
anterior, pero que no se había puesto en práctica debido a una revuelta generalizada en su contra.
La protesta alcanzó su clímax en 1061, con una «rebelión organizada» que condujo a la elección del
Obispo de Parma como antipapa, bajo el título de Honorio II, y a su posterior intento fallido de
capturar Roma (Taylor, 1954: 35). El Sínodo Laterano de 1123 no sólo prohibió los casamientos
en el clero sino que declaró nulos los existentes, imponiendo una situación de terror y pobreza a las
familias de los curas, especialmente a sus esposas e hijos (Brundage, 1987: 214, 216-17).
28 Los cánones reformados del siglo XII ordenaban a las parejas casadas evitar el sexo durante los
tres periodos de Cuaresma asociados con Pascua, Pentecostés y Navidad, en cualquier domingo
del año, en los días festivos previos a recibir la comunión, en su noche de bodas, durante los
periodos menstruales de la esposa, durante el embarazo, durante la lactancia y mientras hacían
penitencia (Brundage, 1987: 198-99). Estas restricciones no eran nuevas. Eran reafirmaciones de
la sabiduría eclesiástica expresadas en docenas de Penitenciales. Lo novedoso era su incorporación
al cuerpo de la Ley Canónica «que fue transformada en un instrumento efectivo para el gobierno y
disciplina eclesiásticas en el siglo XII». Tanto la Iglesia como los laicos reconocían que un requisito
legal, con penalidades explícitas, tendría un estatuto diferente a una penitencia sugerida por el
confesor personal de cada uno. En este periodo, las relaciones más íntimas entre personas se
convirtieron en asunto de abogados y criminólogos (Brundage, 1987: 578).
64 Calibán y la bruja

Cuarenta años más tarde, con el Tercer Sínodo Laterano de 1179, la


Iglesia intensiicó sus ataques contra la «sodomía» dirigiéndolos simul-
táneamente contra los homosexuales y el sexo no procreativo (Bowsell,
1981: 277). Por primera vez, condenó la homosexualidad, «la inconti-
nencia que va en contra de la naturaleza» (Spencer, 1995a: 114).
Con la adopción de esta legislación represiva la sexualidad fue
completamente politizada. Todavía no encontramos, sin embargo, la
obsesión mórbida con que la Iglesia Católica abordaría después las
cuestiones sexuales. Pero ya en el siglo XII podemos ver a la Iglesia no
sólo espiando los dormitorios de su rebaño sino haciendo de la sexua-
lidad una cuestión de Estado. Las preferencias sexuales no ortodoxas
de los herejes también deben ser vistas, por lo tanto, como una postu-
ra antiautoritaria, un intento de arrancar sus cuerpos de las garras del
clero. Un claro ejemplo de esta rebelión anticlerical fue el surgimiento,
en el siglo XIII, de las nuevas sectas panteístas, como los amalricianos
y la Hermandad del Espíritu Libre que, contra el esfuerzo de la Iglesia
por controlar su conducta sexual, predicaban que Dios está en todos
nosotros y que, por lo tanto, es imposible pecar.

Las mujeres y la herejía

Uno de los aspectos más signiicativos del movimiento herético es la


elevada posición social que asignó a las mujeres. Como señala Gioac-
chino Volpe, en la Iglesia las mujeres no eran nada, pero aquí eran con-
sideradas como iguales; las mujeres tenían los mismos derechos que los
hombres y disfrutaban de una vida social y una movilidad (deambular,
predicar) que durante la Edad Media no encontraban en ningún otro
lugar (Volpe, 1971: 20; Koch, 1983: 247). En las sectas herejes, sobre
todo entre los cátaros y los valdenses, las mujeres tenían derecho a ad-
ministrar los sacramentos, predicar, bautizar e incluso alcanzar órdenes
sacerdotales. Está documentado que Valdo se separó de la ortodoxia
porque su obispo rehusó permitir que las mujeres pudiesen predicar. Y
de los cátaros se dice que adoraban una igura femenina, la Señora del
Pensamiento, que inluyó en el modo en que Dante concibió a Beatriz
(Taylor, 1954: 100). Los herejes también permitían que las mujeres y
los hombres compartieran la misma vivienda, aun sin estar casados,
ya que no temían que favoreciese comportamientos promiscuos. Con
frecuencia las mujeres y los hombres herejes vivían juntos libremente,
El mundo entero necesita una sacudida 65

como hermanos y hermanas, de igual modo que en las comunidades


agápicas de la Iglesia primitiva. Las mujeres también formaban sus pro-
pias comunidades. Un caso típico era el de las beguinas, mujeres laicas
de las clases medias urbanas que vivían juntas (especialmente en Alema-
nia y Flandes) y mantenían su trabajo, fuera del control masculino y sin
subordinación al control monástico (McDonnell, 1954; Neel, 1989).29

Mujer hereje
condenada a la
hoguera. Las
mujeres tenían una
presencia importante
en el movimiento
hereje de cada país.

29 La relación entre las beguinas y la herejía es incierta. Mientras que algunos de sus contemporáneos,
como Jacques de Vitro —descrito por Carol Neel como «un importante administrador eclesiástico»—
apoyó su iniciativa como una alternativa a la herejía, «fueron inalmente condenadas bajo sospecha de
herejía por el Sínodo de Vienne de 1312», posiblemente por la intolerancia del clero hacia las mujeres
que escapaban al control masculino. Las beguinas desaparecieron posteriormente «forzadas a dejar de
existir por la reprobación eclesiástica» (Neel, 1989: 324-27, 329, 333, 339).
66 Calibán y la bruja

No sorprende que las mujeres estén más presentes en la historia de la


herejía que en cualquier otro aspecto de la vida medieval (Volpe, 1971:
20). De acuerdo a Gottfried Koch, ya en el siglo X formaban una parte
importante de los bogomilos. En el siglo XI, fueron otra vez las muje-
res quienes dieron vida a los movimientos herejes en Francia e Italia.
En esta ocasión las herejes provenían de los sectores más humildes de
los siervos y constituyeron un verdadero movimiento de mujeres que
se desarrolló dentro del marco de los diferentes grupos herejes (Koch,
1983: 246-47). Las herejes están también presentes en las crónicas de
la Inquisición; sabemos que algunas de ellas fueron quemadas en la
hoguera, otras fueron «emparedadas» para el resto de sus vidas.
¿Es posible decir que esta importante presencia de mujeres en las
sectas herejes fuera la responsable de la «revolución sexual» de estos
movimientos? ¿O debemos asumir que el llamado al «amor libre» fue
una treta masculina para ganar acceso fácil a los favores sexuales de las
mujeres? Estas preguntas no pueden responderse fácilmente. Sabemos,
sin embargo, que las mujeres trataron de controlar su función repro-
ductiva, ya que son numerosas las referencias al aborto y al uso femeni-
no de anticonceptivos en los Penitenciales. De forma signiicativa —en
vista de la futura criminalización de esas prácticas durante la caza de
brujas—, a los anticonceptivos se les llamaba «pociones para la esterili-
dad» o maleicia (Noonan, 1965: 155-61) y se suponía que las mujeres
eran quienes los usaban.
En la Alta Edad Media, la Iglesia veía todavia estas prácticas con
cierta indulgencia, impulsada por el reconocimiento de que las mujeres
podían desear poner límite a sus embarazos por razones económicas.
Así, en el Decretum, escrito por Burchardo, Obispo de Worms (hacia
1010), después de la pregunta ritual:

¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer cuando fornican y desean
matar a su vástago, actuar con su maleficia y sus hierbas para matar o cortar el
embrión, o, si aún no han concebido, lograr que no conciban?

Estaba estipulado que las culpables hicieran penitencia durante diez años;
pero también se observaba que «habría diferencia entre la acción de una
pobre mujerzuela motivada por la diicultad de proveerse de alimento y la
de una mujer que buscara esconder un crimen de fornicación» (ibidem).
El mundo entero necesita una sacudida 67

Las cosas, no obstante, cambiaron drásticamente tan pronto como el


control de las mujeres sobre la reproducción comenzó a ser percibido
como una amenaza a la estabilidad económica y social, tal y como ocu-
rrió en el periodo subsiguiente a la catástrofe demográica producida
por la «peste negra», la plaga apocalíptica que, entre 1347 y 1352, des-
truyó a más de un tercio de la población europea (Ziegler, 1969: 230).
Más adelante veremos qué papel jugó este desastre demográico en
la «crisis del trabajo» de la Baja Edad Media. Aquí podemos apun-
tar que, después de la diseminación de la plaga, los aspectos sexuales
de la herejía adquirieron mayor importancia en su persecución. Éstos
fueron grotescamente distorsionados según formas que anticipan las
posteriores representaciones de los aquelarres de brujas. A mediados
del siglo XIV, a los inquisidores no les bastaba con acusar a los herejes
de sodomía y licencia sexual en sus informes. También se les acusaba
de dar culto a los animales, incluido el infame bacium sub cauda (beso
bajo la cola), y de regodearse en rituales orgiásticos, vuelos nocturnos y
sacriicios de niños (Russell, 1972). Los inquisidores informaban tam-
bién sobre la existencia de una secta de culto diabólico conocida como
los luciferanos. Coincidiendo con este proceso, que marcó la transición
de la persecución de la herejía a la caza de brujas, la mujer se convirtió
de forma cada vez más clara en la igura de lo hereje, de tal manera que,
hacia comienzos del siglo XV, la bruja se transformó en el principal
objetivo en la persecución de herejes.
Sin embargo, el movimiento hereje no terminó aquí. Su epílogo tuvo
lugar en 1533 con el intento de los anabaptistas de establecer una Nueva
Jerusalén en la ciudad alemana de Münster. Este intento fue aplastado con
un baño de sangre, seguido de una ola de despiadadas represalias que afec-
taron a las luchas proletarias en toda Europa (Po-Chia Hsia, 1988a: 51-69).
Hasta entonces, ni la feroz persecución ni la demonización de la he-
rejía pudieron evitar la difusión de las creencias herejes. Como escribe
Antonino di Stefano, ni la excomunión, ni la coniscación de propie-
dades, ni la tortura, ni la muerte en la hoguera, ni las cruzadas contra
los herejes pudieron debilitar la «inmensa vitalidad y popularidad» de la
heretica pravitatis (el mal hereje) (di Stefano, 1950: 769). «No existe ni
una comuna», escribía Jacques de Vitry a principios del siglo XIII, «en
la que la herejía no tenga sus seguidores, sus defensores y sus creyentes».
Incluso después de la cruzada contra los cátaros de 1215, que destruyó
sus bastiones, la herejía (junto con el Islam) siguió siendo el enemigo
y la amenaza principal a la que se tuvo que enfrentar la Iglesia. Nuevos
68 Calibán y la bruja

seguidores aparecían en todas las profesiones y condiciones sociales: el


campesinado, los sectores más pobres del clero (que se identiicaban
con los pobres y aportaron a sus luchas el lenguaje del Evangelio), los
burgueses urbanos e incluso la nobleza menor. Pero la herejía popular
era, principalmente, un fenómeno de las clases bajas. El ambiente en
el que loreció fue el de los proletarios rurales y urbanos: campesinos,
zapateros remendones y trabajadores textiles «a quienes predicaba la
igualdad, fomentando su espíritu de revuelta con predicciones proféti-
cas y apocalípticas» (ibidem: 776).
Podemos llegar a vislumbrar la popularidad de los herejes a partir
de los juicios que la Inquisición aún llevaba adelante hacia 1330, en la
región de Trento (norte de Italia), contra aquellos que habían brinda-
do hospitalidad a los apostólicos en el momento en que su líder, Fray
Dulcino, treinta años antes, había pasado por la región (Orioli, 1993:
217-37). En el momento de su llegada se abrieron muchas puertas
para brindar refugio a Dulcino y sus seguidores. Nuevamente en 1304,
cuando junto al anuncio de la llegada de un reino sagrado de pobreza y
amor Fray Dulcino fundó una comunidad entre las montañas de Verce-
llese (Piamonte), los campesinos de la zona, que ya se habían levantado
contra el Obispo de Vercelli, le dieron su apoyo (Mornese y Buratti,
2000). Durante tres años los dulcinianos resistieron a las cruzadas y al
bloqueo que el Obispo dispuso en su contra —hubo mujeres vestidas
como hombres luchando junto a ellos. Finalmente, fueron derrotados
sólo por el hambre y la aplastante superioridad de las fuerzas que la
Iglesia había movilizado (Lea, 1961: 615-20; Milton, 1973: 108). El
mismo día en el que las tropas reunidas por el Obispo de Vercelli inal-
mente vencieron, «más de mil herejes murieron en las llamas o en el río
o por la espada, de los modos más crueles». Margherita, la compañera
de Dulcino, fue lentamente quemada hasta morir ante sus ojos por-
que se negó a retractarse. Dulcino fue arrastrado y poco a poco hecho
pedazos por los caminos de la montaña, a in de brindar un ejemplo
conveniente a la población local (Lea, 1961: 620).

Luchas urbanas

No sólo las mujeres y los hombres, también los campesinos y los tra-
bajadores urbanos descubrieron una causa común en los movimientos
heréticos. Esta comunión de intereses entre gente que de entrada se
El mundo entero necesita una sacudida 69

supone podrían tener distintas preocupaciones y aspiraciones, puede


observarse en diferentes situaciones. En primer lugar, en la Edad Media
existía una relación estrecha entre la ciudad y el campo. Muchos bur-
gueses eran ex-siervos que se habían mudado o escapado a la ciudad con
la esperanza de una vida mejor y, mientras ejercitaban sus artes, conti-
nuaban trabajando la tierra, particularmente en épocas de cosecha. Sus
pensamientos y deseos estaban todavía profundamente conigurados
por la vida en la aldea y por su permanente relación con la tierra. A
los campesinos y trabajadores urbanos les unía también el hecho de
que estaban subordinados a los mismos gobernantes. En el siglo XIII
(especialmente en el norte y centro de Italia), la nobleza terrateniente
y los mercaderes patricios de la ciudad estaban comenzando a integrar-
se, funcionando como una estructura de poder única. Esta situación
promovió preocupaciones similares y solidaridad entre los trabajadores.
Así, cuando los campesinos se rebelaban, encontraban a los artesanos y
jornaleros a su lado, además de una masa de pobres urbanos cada vez
más importante. Esto fue lo que sucedió durante la revuelta campesina
en el Flandes marítimo, que comenzó en 1323 y terminó en junio de
1328, después de que el rey de Francia y la nobleza lamenca derrotaran
a los rebeldes en Cassel en 1327. Como escribe David Nicholas, «la
habilidad de los rebeldes para continuar el conlicto durante cinco años
sólo puede concebirse a partir de la participación de la ciudad entera»
(Nicholas, 1992: 213-14). Nicholas agrega que a inales de 1324 los
artesanos de Ypres y Brujas se sumaron a los campesinos rebeldes:

Brujas, ahora bajo el control de un partido de tejedores y bataneros, siguió el


rumbo de la revuelta campesina […] Comenzó una guerra de propaganda en la
cual los monjes y predicadores dijeron a las masas que había llegado una nueva
era y que ellos eran iguales a los aristócratas. (Ibidem: 213-14)

Otra alianza entre campesinos y trabajadores urbanos fue la de los tu-


chinos, un movimiento de «bandoleros» que operaba en las montañas
del centro de Francia; de este modo, los artesanos se unieron a una
organización típica de las poblaciones rurales (Milton, 1963: 128).
Lo que unía a campesinos y artesanos era una aspiración común de
nivelar las diferencias sociales. Como escribe Norman Cohn, existen
pruebas en diferentes tipos de documentos:
70 Calibán y la bruja

Desde los proverbios de los pobres en los que se lamentan de que «el hombre
pobre siempre trabaja, siempre preocupado, trabaja y llora, no ríe nunca de
corazón, mientras que el rico ríe y canta […]».
Desde los misterios donde se dice que «cada hombre debe tener tantas pro-
piedades como cualquier otro y no tenemos nada que podamos llamar nuestro.
Los grandes señores poseen todo y los pobres sólo cuentan con el sufrimiento
y la adversidad […]».
Desde las sátiras más leídas que denunciaban que «los magistrados, alcal-
des, alguaciles e intendentes viven todos del robo. Todos engordados por los
pobres, todos quieren saquearlos [...] El fuerte roba al débil […]». O también:
«Los buenos trabajadores hacen pan del trigo pero nunca lo mastican; no,
sólo reciben los cernidos del grano, del buen vino sólo reciben los fondos
y de la buena ropa sólo las hilachas. Todo lo que es sabroso y bueno va a
parar a la nobleza y al clero».
Cohn (1970: 99-100)

Estas quejas muestran cuán profundo era el resentimiento popular con-


tra las desigualdades que existían entre «pajarracos» y «pajaritos», los
«gordos» y los «lacos», como se llamaba a la gente rica y a la gente pobre
en el modismo político lorentino del siglo XIV. «Nada andará bien en
Inglaterra hasta que todos seamos de la misma condición», proclamaba
John Ball durante su campaña para organizar el Levantamiento Cam-
pesino Inglés de 1381 (ibidem: 199).
Como hemos visto, las principales expresiones de esta aspiración a
una sociedad más igualitaria eran la exaltación de la pobreza y el comu-
nismo de los bienes. Pero la airmación de una perspectiva igualitaria
también se relejaba en una nueva actitud hacia el trabajo, más evidente
entre las sectas herejes. Por una parte, existe una estrategia de «rechazo
al trabajo», como la propia de los valdenses franceses (los Pobres de
Lyon) y los miembros de algunas órdenes conventuales (franciscanos,
espirituales), que, en el deseo de liberarse de las preocupaciones mun-
danas dependían de las limosnas y del apoyo de la comunidad para
sobrevivir. Por otra parte, existe una nueva valorización del trabajo, en
particular del trabajo manual, que alcanzó su formulación más cons-
ciente en la propaganda de los lolardos ingleses, quienes recordaban
a sus seguidores: «Los nobles tienen casas hermosas, nosotros sólo te-
nemos trabajo y penurias, pero todo lo que existe proviene de nuestro
trabajo» (ibidem; Christie-Murray, 1976: 114-15).
El mundo entero necesita una sacudida 71

Sin lugar a dudas, recurrir al «valor del trabajo» —una novedad en una
sociedad dominada por una clase militar— funcionaba principalmente
como un recordatorio de la arbitrariedad del poder feudal. Pero esta nueva
conciencia demuestra también la emergencia de nuevas fuerzas sociales que
jugaron un papel crucial en el desmoronamiento del sistema feudal.
La valorización del trabajo releja la formación de un proletariado
urbano, constituido en parte por oiciales y aprendices —que trabaja-
ban para maestros artesanos que producían para el mercado local—,
pero fundamentalmente por jornaleros asalariados, empleados por
mercaderes ricos en industrias que producían para la exportación. A
comienzos del siglo XIV, en Florencia, Siena y Flandes, era posible en-
contrar concentraciones de hasta 4.000 jornaleros (tejedores, batane-
ros, tintoreros) en la industria textil. Para ellos, la vida en la ciudad
era sólo un nuevo tipo de servidumbre, en este caso bajo el dominio
de los mercaderes de telas que ejercían el más estricto control sobre
sus actividades y la dominación de clase más despótica. Los asalariados
urbanos no podían formar asociaciones y hasta se les prohibía reunirse
en lugar alguno fuese cual fuese el objetivo; no podían portar armas ni
las herramientas de su oicio; y no podían hacer huelga bajo pena de
muerte (Pirenne, 1956: 1932). En Florencia, no tenían derechos civi-
les; a diferencia de los oiciales, no eran parte de ningún oicio o gremio
y estaban expuestos a los abusos más crueles a manos de los mercaderes.
Éstos, además de controlar el gobierno de la ciudad, dirigían un tribu-
nal propio y, con total impunidad, los espiaban, arrestaban, torturaban
y colgaban al menor signo de problemas (Rodolico, 1971).
Es entre estos trabajadores donde encontramos las formas más radica-
les de protesta social y una mayor aceptación de las ideas heréticas (ibidem:
56-9). Durante el siglo XIV, particularmente en Flandes, los trabajadores
textiles estuvieron involucrados en constantes rebeliones contra el obis-
po, la nobleza, los mercaderes e incluso los principales oicios. En Brujas,
cuando en 1378 los oicios más importantes se hicieron poderosos, los
trabajadores de la lana continuaron la sublevación en su contra. En Gante,
en 1335, un levantamiento de la burguesía local fue superado por una
rebelión de tejedores que trataron de establecer una «democracia obre-
ra» basada en la supresión de todas las autoridades, excepto aquellas que
vivían del trabajo manual (Boissonnade, 1927: 310-11). Derrotados por
una coalición imponente de fuerzas (que incluía al príncipe, la nobleza, el
clero y la burguesía), los tejedores volvieron a intentarlo en 1378, y esta
vez tuvieron éxito, instituyendo la que (tal vez con cierta exageración) ha
72 Calibán y la bruja

dado en llamarse la primera «dictadura del proletariado» conocida en


la historia. Según Peter Boissonnade, su objetivo era «alzar a los traba-
jadores cualiicados contra sus patrones, a los asalariados en contra de
los grandes empresarios, a los campesinos en contra de los señores y
el clero. Se decía que pensaban exterminar a la clase burguesa en su
conjunto, con la excepción de los niños de seis años y que proyecta-
ban hacer lo mismo con la nobleza» (ibidem: 311). Sólo a través de
una batalla a campo abierto, que tuvo lugar en Roosebecque en 1382,
y en la que 26.000 de ellos perdieron la vida, fueron inalmente de-
rrotados (ibidem).
Los acontecimientos que tuvieron lugar en Brujas y Gante no fue-
ron casos aislados. También en Alemania y en Italia, los artesanos y los
trabajadores se revelaban en cada ocasión que se les presentaba, forzan-
do a la burguesía local a vivir en un constante terror. En Florencia, los
trabajadores tomaron el poder en 1379, liderados por los ciompi, los
jornaleros de la industria textil lorentina.30 Ellos establecieron también
un gobierno de trabajadores, que sólo duró unos pocos meses antes
de ser completamente derrotados en 1382 (Rodolico, 1971). Los tra-
bajadores de Lieja, en Países Bajos, tuvieron más éxito. En 1384, la
nobleza y los ricos (llamados «los grandes»), incapaces de continuar una

30 Los ciompi eran los encargados de lavar, peinar y engrasar la lana para que pudiese ser trabajada.
Eran considerados trabajadores no cualiicados y tenían el estatus social más bajo. Ciompo es
un término peyorativo que signiica sucio y andrajoso, probablemente debido a que los ciompi
trabajaban semidesnudos y siempre estaban engrasados y manchados con tintes. Su revuelta
comenzó en julio de 1382, disparada por las noticias de que uno de ellos, Simoncino, había
sido arrestado y torturado. Aparentemente le habían hecho revelar, bajo tortura, que los ciompi
habían tenido reuniones secretas durante las cuales, besándose en la boca, habían prometido
defenderse mutuamente de los abusos de sus empleadores. Al enterarse del arresto de Simoncino,
los trabajadores corrieron hasta la casa del gremio de la industria de la lana (el Palazzo dell’Arte)
para exigir la liberación de su compañero. Después, una vez liberado, ocuparon la casa del gremio,
establecieron patrullas sobre el Ponte Vecchio y colgaron la insignia de los «gremios menores»
(arti minori) de las ventanas de la sede del gremio. También ocuparon la alcaldía donde airmaron
haber encontrado una habitación llena de cuerdas de horca destinados a ellos, según creían.
Aparentemente con la situación bajo control, los ciompi presentaron un petitorio exigiendo que
se les incorporase al gobierno, que no se les siguiera castigando con la amputación de una mano
por el impago de deudas, que los ricos pagaran más impuestos y que los castigos corporales fueran
reemplazados por multas en dinero. La primera semana de agosto formaron una milicia y crearon
tres nuevos oicios, mientras se hacían preparativos para unas elecciones en las que, por primera
vez, participarían miembros de los ciompi. Su nuevo poder no duró, sin embargo, más de un mes,
ya que los magnates de la lana organizaron un «cierre patronal» que los redujo al hambre. Después
de ser derrotados, muchos fueron arrestados, colgados y decapitados; muchos más tuvieron que
abandonar la ciudad en un éxodo que marcó el comienzo de la decadencia de la industria de la
lana en Florencia (Rodolico, 1971: passim).
El mundo entero necesita una sacudida 73

resistencia que había persistido durante más de un siglo, capitularon.


De ahí en adelante «los oicios dominaron completamente la ciudad»,
convirtiéndose en los árbitros del gobierno municipal (Perenne, 1937:
201). En el Flandes marítimo, los artesanos también habían brindado
su apoyo al levantamiento campesino en una lucha que duró desde
1323 hasta 1328, en lo que Pirenne describe como «un intento genuino
de revolución social» (ibidem: 195). Aquí —según señala un contem-
poráneo oriundo de Flandes cuya iliación de clase resulta evidente—
«la plaga de la insurrección era tal que los hombres se asquearon de la
vida» (ibidem: 196). Así, desde 1320 hasta 1332, la «gente de bien» de
Ypres le imploró al rey que no permitiese que los bastiones internos del
pueblo, en los que ellos vivían, fueran demolidos, dado que los prote-
gían de la «gente común» (ibidem: 202-03).

La Jacquerie. Los
campesinos tomaron las
armas en Flandes en 1323,
en Francia en 1358, en
Inglaterra en 1381, en
Florencia, Gante y París en
1370 y 1380.

La Peste Negra y la crisis del trabajo

La Peste Negra, que mató entre un 30 % y un 40 % de la población eu-


ropea, constituyó uno de los momentos decisivos en el transcurso de las
luchas medievales (Ziegler, 1969: 230). Este colapso demográico sin
precedentes ocurrió después de que la Gran Hambruna de 1315-1322
hubiera debilitado la resistencia de la gente a las enfermedades (Jordan,
1996) y cambió profundamente la vida social y política de Europa,
74 Calibán y la bruja

inaugurando prácticamente una nueva era. Las jerarquías sociales se


pusieron patas arriba debido al efecto nivelador de la morbilidad gene-
ralizada. La familiaridad con la muerte también debilitó la disciplina
social. Enfrentada a la posibilidad de una muerte repentina, la gente ya
no se preocupaba por trabajar o por acatar las regulaciones sociales y
sexuales, trataba de pasarlo lo mejor posible, regalándose una iesta tras
otra sin pensar en el futuro.
La consecuencia más importante de la peste fue, sin embargo, la
intensiicación de la crisis del trabajo generada por el conlicto de clase:
al diezmarse la mano de obra, los trabajadores se tornaron extremada-
mente escasos, su coste creció hasta niveles críticos y se fortaleció la
determinación de la gente a romper las ataduras del dominio feudal.
Como señala Christopher Dyer, la escasez de mano de obra causada
por la epidemia modiicó las relaciones de poder en beneicio de las
clases bajas. En épocas en que la tierra era escasa, era posible controlar a
los campesinos a través de la amenaza de la expulsión. Pero una vez que
la población fue diezmada y había abundancia de tierra, las amenazas
de los señores dejaron de tener un efecto signiicativo, ahora los cam-
pesinos podían moverse libremente y hallar nuevas tierras para cultivar
(Dyer, 1968: 26). Así, mientras los cultivos se pudrían y el ganado
caminaba sin rumbo por los campos, los campesinos y artesanos se
adueñaron repentinamente de la situación. Un síntoma de este nuevo
rumbo fue el aumento de las huelgas de inquilinos, reforzadas por las
amenazas de éxodo en masa a otras tierras o a la ciudad. Tal y como las
crónicas feudales muestran de forma escueta, los campesinos «se nega-
ban a pagar» (negant solvere). También declaraban que «ya no seguirían
las costumbres» (negant consuetudines) y que ignorarían las órdenes de
los señores de reparar sus casas, limpiar las acequias o atrapar a los sier-
vos fugados (ibidem: 24).
Hacia inales del siglo XIV la negativa a pagar la renta y brindar
servicios se había convertido en un fenómeno colectivo. Aldeas enteras
se organizaron conjuntamente para dejar de pagar las multas, los im-
puestos y el tallage, dejando de reconocer el intercambio de servicios
y las cortes feudales, que eran los principales instrumentos del poder
feudal. En este contexto, la cantidad de renta y de servicios retenidos
era menos importante que el hecho de que la relación de clase en la que
se basaba el orden feudal fuese subvertida. Así es como un escritor de
comienzos del siglo XVI, cuyas palabras relejan el punto de vista de la
nobleza, describió sintéticamente la situación:
El mundo entero necesita una sacudida 75

La Peste Negra destruyó


un tercio de la población
europea. Fue un punto de
inflexión, social y político,
en la historia de Europa.

Los campesinos son demasiado ricos […] y no saben lo que significa la obe-
diencia; no toman en cuenta la ley, desearían que no hubiera nobles […] y les
gustaría decidir qué renta deberíamos obtener por nuestras tierras. (ibidem: 33)

Como respuesta al incremento del coste de la mano de obra y al des-


moronamiento de la renta feudal, tuvieron lugar varios intentos de au-
mentar la explotación del trabajo a partir del restablecimiento de los
servicios laborales o, en algunos casos, de la esclavitud. En Florencia, en
el año 1366, se autorizó la importación de esclavos.31 Pero semejantes
medidas sólo agudizaron el conlicto de clases. En Inglaterra, un inten-
to de la nobleza por contener los costes del trabajo por medio de un
Estatuto Laboral que ponía límite al salario máximo, causó el Levan-
tamiento Campesino de 1381. Este se extendió de una región a otra y
terminó con miles de campesinos marchando de Kent a Londres «para
hablar con el rey» (Milton, 1973; Dobson, 1983). También en Francia,
entre 1379 y 1382, hubo un «torbellino revolucionario» (Boissonnade,
1927: 314). Las insurrecciones proletarias estallaron en Bezier, donde

31 Tras la Peste Negra cada país europeo comenzó a condenar la vagancia y a perseguir el
vagabundeo, la mendicidad y el rechazo al trabajo. Inglaterra tomó la iniciativa con el Estatuto
de 1349 que condenaba los salarios altos y la vagancia, estableciendo que quienes no trabajasen, y
no tuvieran ningún medio de supervivencia, tenían que aceptar trabajo. En Francia se emitieron
ordenanzas similares en el año 1351 recomendando a la gente que no diera comida ni hospedaje a
mendigos y vagabundos de buena salud. Una ordenanza posterior estableció, en 1354, que quienes
permaneciesen ociosos, pasaran el tiempo en tabernas, jugando a los dados o mendigando, tenían
que aceptar trabajo o afrontar las consecuencias; los infractores primerizos iban a prisión a pan y
agua, mientras que los reincidentes eran puestos en el cepo y quienes infringían por tercera vez
eran marcados a fuego en la frente. En la legislación francesa apareció un nuevo elemento que se
convirtió en parte de la lucha moderna contra los vagabundos: el trabajo forzado. En Castilla una
ordenanza introducida en 1387 permitía a los particulares arrestar a vagabundos y emplearlos
durante un mes sin salario (Geremek, 1985: 53-65).
76 Calibán y la bruja

cuarenta tejedores y zapateros fueron ahorcados. En Montpellier, los


trabajadores insurrectos proclamaron que «para Navidad venderemos
carne cristiana a seis peniques la libra». Estallaron revueltas en Carcas-
sone, Orleans, Amiens, Tournai, Rouen y inalmente en París, donde
en 1413 se estableció una «democracia de los trabajadores».32
En Italia, la revuelta más importante fue la de los ciompi. Comenzó
en julio de 1382, cuando los trabajadores textiles de Florencia forzaron a
la burguesía, durante un tiempo, a compartir el gobierno y a declarar una
moratoria sobre todas las deudas en las que habían incurrido los asalaria-
dos; más tarde proclamaron que, en esencia, se trataba de una dictadura
del proletariado («la gente de Dios»), aunque fue rápidamente aplastada
por las fuerzas conjuntas de la nobleza y la burguesía (Rodolico, 1971).
«Ahora es el momento» —oración que se repite en las cartas de
John Ball— ilustra claramente el espíritu del proletariado europeo ha-
cia inales del siglo XIV, una época en la que, en Florencia, la rueda de
la fortuna comenzaba a aparecer en las paredes de las tabernas y de los
talleres con el in de simbolizar el inminente cambio de suerte.
Durante este proceso se ensancharon las dimensiones organizativas y
el horizonte político de la lucha de los campesinos y artesanos. Regiones
enteras se sublevaron, formando asambleas y reclutando ejércitos. Por mo-
mentos, los campesinos se organizaron en bandas, atacaron los castillos
de los señores y destruyeron los archivos donde se conservaban las marcas
escritas de su servidumbre. Ya en el siglo XV los enfrentamientos entre
campesinos y nobles se convirtieron en verdaderas guerras, como la de las
remesas en España, que se extendió de 1462 a 1486.33 En el año 1476
comenzó en Alemania un ciclo de «guerras campesinas», cuyo punto de

32 El concepto de «democracia de los trabajadores» puede parecer absurdo cuando es aplicado a


estas formas de gobierno. Pero debemos considerar que en Estados Unidos, a menudo considerado
un país democrático, todavía ningún trabajador industrial se ha convertido en presidente y que
los órganos más altos de gobierno están completamente ocupados por los representantes de la
aristocracia económica.
33 Las remesas eran una liquidación de impuestos que los siervos campesinos tenían que pagar en Cataluña
para dejar sus tierras. Después de la Peste Negra, los campesinos sujetos a las remesas también estaban
sometidos a un nuevo impuesto conocido como los malos usos que, en épocas anteriores, se había aplicado
de manera menos generalizada (Milton, 1973: 117-18). Estos nuevos impuestos y los conlictos alrededor
del uso de tierras abandonadas dieron origen a una guerra regional prolongada, en cuyo transcurso los
campesinos catalanes reclutaron a un hombre cada tres familias. También estrecharon sus lazos por medio
de asociaciones juradas, tomaron decisiones en asambleas campesinas y, para intimidar a los terratenientes,
cubrieron los campos de cruces y otros signos amenazadores. En la última fase de la guerra exigieron el in
de la renta y el establecimiento de derechos campesinos de propiedad (ibidem: 120-21, 133).
El mundo entero necesita una sacudida 77

partida fue la conspiración liderada por Hans el Flautista. Estos procesos


se propagaron en forma de cuatro rebeliones sangrientas conducidas por
el Bundschuch («sindicato campesino») que tuvieron lugar entre 1493 y
1517, y que culminaron en una guerra abierta que se extendió desde 1522
hasta 1525 en más de cuatro países (Engels, 1977; Blickle, 1977).
En ninguno de estos casos, los rebeldes se conformaron con exigir
sólo algunas restricciones del régimen feudal, como tampoco negocia-
ron exclusivamente para obtener mejores condiciones de vida. Su ob-
jetivo fue poner in al poder de los señores. Durante el Levantamiento
Campesino de 1381 los campesinos ingleses declararon que «la vieja
ley debe abolirse». Efectivamente, a comienzos del siglo XV, al menos
en Inglaterra, la servidumbre o el villanaje habían desaparecido casi por
completo, aunque la revuelta fue derrotada política y militarmente y
sus dirigentes, ejecutados brutalmente (Titow, 1969: 58).
Lo que siguió ha sido descrito como la «edad de oro del proletariado
europeo» (Marx, 1909, T. I; Braudel 1967: 128-ss.), algo muy distinto
de la representación canónica del siglo XV, que ha sido inmortalizado
iconográicamente como un mundo bajo el maleicio de la danza de la
muerte y el memento mori.
horold Rogers ha retratado una imagen utópica de este periodo
en su famoso estudio sobre los salarios y las condiciones de vida en la
Inglaterra medieval. «En ningún otro momento», escribió Rogers, «los
salarios fueron tan altos y la comida tan barata [en Inglaterra]» (Rogers,
1894: 326-ss.). A los trabajadores se les pagaba a veces por cada día del
año, a pesar de que los domingos o principales festivos no trabajaban.
La comida corría a cuenta de los empleadores y se les pagaba un viati-
cum por ir y venir de la casa al trabajo, a tanto por cada milla de distan-
cia. Además, exigían que se les pagara en dinero y querían trabajar sólo
cinco días a la semana.
Como veremos, hay razones para ser escépticos con respecto al al-
cance de este cuerno de la abundancia. Sin embargo, para una parte im-
portante del campesinado de Europa occidental, y para los trabajadores
urbanos, el siglo XV fue una época de poder sin precedentes. No sólo
la escasez de trabajo les dio poder de decisión, sino que el espectáculo
de empleadores compitiendo por sus servicios reforzó su propia va-
loración y borró siglos de degradación y sumisión. Ante los ojos de
los empleadores, el «escándalo» de los altos salarios que demandaban
los trabajadores era sólo igualado por la nueva arrogancia que exhibían
78 Calibán y la bruja

—su rechazo a trabajar o a seguir trabajando una vez que habían satisfe-
cho sus necesidades (lo que ahora podían hacer más rápidamente debido
a sus salarios más elevados); su tozuda determinación a ofrecerse sólo para
tareas limitadas, en lugar de para periodos prolongados de tiempo; sus
demandas de otros extras además del salario; y su vestimenta ostentosa
que, de acuerdo a las quejas de críticos sociales contemporáneos, los hacía
indistinguibles de los señores. «Los sirvientes son ahora amos y los amos
son sirvientes», se quejaba John Gower en Mirour de l’omme (1378), «el
campesino pretende imitar las costumbres del hombre libre y se da esa
apariencia con sus ropas» (Hatcher, 1994: 17).
La condición de los sin tierra también mejoró después de la Peste
Negra (Hatcher, 1994) y no exclusivamente en Inglaterra. En 1348
los canónigos de Normandía se quejaron de que no podían encontrar
a nadie que estuviese dispuesto a cultivar sus tierras sin pedir más que
lo que seis sirvientes hubieran cobrado a principios de siglo. En Italia,
Francia y Alemania los salarios se duplicaron y triplicaron (Boisson-
nade, 1927: 316-20). En las tierras del Rin y el Danubio, el poder de
compra del salario agrícola diario llegó a equipararse al precio de un
cerdo o de una oveja, y estos niveles salariales alcanzaban también a las
mujeres, ya que la diferencia entre el ingreso femenino y el masculino
se había reducido drásticamente en los momentos de la Peste Negra.
Para el proletariado europeo esto signiicó no sólo el logro de un
nivel de vida que no se igualó hasta el siglo XIX, sino también la des-
aparición de la servidumbre. Al terminar el siglo XIV la atadura de los
siervos a la tierra prácticamente había desaparecido (Marx, 1909, T. I:
788). En todas partes, los siervos eran reemplazados por campesinos
libres —titulares de tenencias consuetudinarias o enitéusis— que acep-
taban trabajar sólo a cambio de una recompensa sustancial.

La política sexual, el surgimiento del Estado y la contrarrevolución

A inales, no obstante, del siglo XV, se puso en marcha una contrarre-


volución que actuaba en todos los niveles de la vida social y política.
En primer lugar, las autoridades políticas realizaron importantes es-
fuerzos por cooptar a los trabajadores más jóvenes y rebeldes por medio
de una maliciosa política sexual, que les dio acceso a sexo gratuito y
transformó el antagonismo de clase en hostilidad contra las mujeres
El mundo entero necesita una sacudida 79

proletarias. Como ha demostrado Jacques Rossiaud en Medieval Pros-


titution (1988) [La prostitución medieval], en Francia las autoridades
municipales prácticamente dejaron de considerar la violación como de-
lito en los casos en que las víctimas fueran mujeres de clase baja. En la
Venecia del siglo XIV, la violación de mujeres proletarias solteras rara
vez tenía como consecuencia algo más que un tirón de orejas, inclu-
so en el caso frecuente de un ataque en grupo (Ruggiero, 1989: 94,
91-108). Lo mismo ocurría en la mayoría de las ciudades francesas.
Allí, la violación en pandilla de mujeres proletarias se convirtió en una
práctica común, que los autores realizaban abierta y ruidosamente por
la noche, en grupos de dos a quince, metiéndose en las casas o arras-
trando a las víctimas por las calles sin el más mínimo intento de ocultarse
o disimular. Quienes participaban en estos «deportes» eran aprendices o
empleados domésticos, jóvenes e hijos de las familias acomodadas sin
un centavo en el bolsillo, mientras que las mujeres eran chicas pobres
que trabajaban como criadas o lavanderas, de quienes se rumoreaba
que eran «poseídas» por sus amos (Rossiaud, 1988: 22). De media la
mitad de los jóvenes participaron alguna vez en estos ataques, que Ros-
siaud describe como una forma de protesta de clase, un medio para
que hombres proletarios —forzados a posponer su matrimonio durante
muchos años debido a sus condiciones económicas— se cobraran «lo
suyo» y se vengaran de los ricos. Pero los resultados fueron destructivos
para todos los trabajadores, en tanto que la violación de mujeres pobres
con consentimiento estatal debilitó la solidaridad de clase que se había
alcanzado en la lucha antifeudal. Como cabía esperar, las autoridades
percibieron los disturbios causados por semejante política (las grescas,
la presencia de pandillas de jóvenes deambulando por las calles en busca
de aventuras y perturbando la tranquilidad pública) como un pequeño
precio a pagar a cambio de la disminución de las tensiones sociales,
ya que estaban obsesionados por el miedo a las grandes insurrecciones
urbanas y la creencia de que si los pobres lograban imponerse se apode-
rarían de sus esposas y las pondrían en común (ibidem: 13).
Para estas mujeres proletarias, tan arrogantemente sacriicadas por
amos y siervos, el precio a pagar fue incalculable. Una vez violadas,
no les era fácil recuperar su lugar en la sociedad. Con su reputación
destruida, tenían que abandonar la ciudad o dedicarse a la prostitución
(ibidem; Ruggiero, 1985: 99). Pero no eran las únicas que sufrían.
La legalización de la violación creó un clima intensamente misógino
que degradó a todas las mujeres cualquiera que fuera su clase. También
insensibilizó a la población frente a la violencia contra las mujeres,
80 Calibán y la bruja

Burdel de un grabado alemán del siglo XV. Los


burdeles eran vistos como un remedio contra la
protesta social, la herejía y la homosexualidad

preparando el terreno para la caza de brujas que comenzaría en ese


mismo periodo. Los primeros juicios por brujería tuvieron lugar
a fines del siglo XIV; por primera vez la Inquisición registró la
existencia de una herejía y una secta de adoradores del demonio
completamente femenina.
Otro aspecto de la política sexual fragmentadora que príncipes y
autoridades municipales llevaron a cabo con el in de disolver la pro-
testa de los trabajadores fue la institucionalización de la prostitución,
implementada a partir del establecimiento de burdeles municipales
que pronto proliferaron por toda Europa. Hecha posible gracias al
régimen de salarios elevados, la prostitución gestionada por el Esta-
do fue vista como un remedio útil contra la turbulencia de la juven-
tud proletaria, que podía disfrutar en la Grand Maison —como era
llamado el burdel estatal en Francia— de un privilegio previamente
reservado a hombres mayores (Rossiaud, 1988). El burdel municipal
El mundo entero necesita una sacudida 81

también era considerado como un remedio contra la homosexualidad


(Otis, 1985), que en algunas ciudades europeas (por ejemplo, Padua y
Florencia) se practicaba amplia y públicamente, pero que después de
la Peste Negra comenzó a ser temida como causa de despoblación.34
Así, entre 1350 y 1450 en cada ciudad y aldea de Italia y Francia
se abrieron burdeles, gestionados públicamente y inanciados a partir
de impuestos, en una cantidad muy superior a la alcanzada en el siglo
XIX. En 1453, sólo Amiens tenía 53 burdeles. Además, se elimina-
ron todas las restricciones y penalidades contra la prostitución. Las
prostitutas podían ahora abordar a sus clientes en cualquier parte de
la ciudad, incluso frente a la iglesia y durante la misa. Ya no estaban
atadas a ningún código de vestimenta o a usar marcas distintivas, pues
la prostitución era oicialmente reconocida como un servicio público
(ibidem: 9-10).

34 Así, la proliferación de burdeles públicos estuvo acompañada por una campaña contra los
homosexuales que se extendió incluso a Florencia, donde la homosexualidad era una parte
importante del tejido social «que atraía a hombres de todas las edades, estados civiles y niveles
sociales». La homosexualidad era tan popular en Florencia que las prostitutas solían usar ropa
masculina para atraer a sus clientes. Los signos de cambio vinieron de dos iniciativas introducidas
por las autoridades en 1403, cuando la ciudad prohibió a los «sodomitas» acceder a cargos
públicos e instituyó una comisión de control dedicada a extirpar la homosexualidad: la Oicina de
la Decencia. Signiicativamente, el primer paso que dio la oicina fue preparar la apertura de un
nuevo burdel público, de tal manera que, en 1418, las autoridades aún seguían buscando medios
para erradicar la sodomía «de la ciudad y el campo» (Rocke, 1997: 30-2, 35). Sobre la promoción
de la prostitución inanciada públicamente como remedio contra la disminución de la población y la
«sodomía» por parte del gobierno lorentino, véase también Richard C. Trexler (1993: 32):

Como otras ciudades italianas del siglo XV, Florencia creía que la prostitución patrocinada
oicialmente combatía otros dos males incomparablemente más importantes desde el
punto de vista moral y social: la homosexualidad masculina —a cuya práctica se atribuía
el oscurecimiento de la diferencia entre los sexos y por lo tanto de toda diferencia y
decoro— y la disminución de la población legítima como consecuencia de una cantidad
insuiciente de matrimonios.

Trexler señala que es posible encontrar la misma correlación entre la difusión de la homosexualidad,
la disminución de la población y el auspicio estatal de la prostitución en Lucca, Venecia y Siena entre
inales del siglo XIV y principios del XV; señala también que el crecimiento en cantidad y poder
social de las prostitutas condujo inalmente a una reacción violenta, de tal manera que mientras que:

[A] comienzos del siglo XV predicadores y estadistas habían creído profundamente [en
Florencia] que ninguna ciudad en la que las mujeres y los hombres parecieran iguales
podía sostenerse por mucho tiempo […] un siglo más tarde se preguntaban si una
ciudad podría sobrevivir cuando las mujeres de clase alta no pudieran distinguirse de las
prostitutas de burdel (Ibidem: 65).
82 Calibán y la bruja

Incluso la Iglesia llegó a ver la prostitución como una actividad legí-


tima. Se creía que el burdel administrado por el Estado proveía un
antídoto contra las prácticas sexuales orgiásticas de las sectas herejes y
que era un remedio para la sodomía, así como también un medio para
proteger la vida familiar.
Resulta difícil discernir, de forma retrospectiva, hasta qué punto esta
«carta sexual» ayudó al Estado a disciplinar y dividir al proletariado me-
dieval. Lo que es cierto es que este new deal fue parte de un proceso más
amplio que, en respuesta a la intensiicación del conlicto social, condu-
jo a la centralización del Estado como el único agente capaz de afrontar
la generalización de la lucha y la preservación de las relaciones de clase.
En este proceso, como se verá más adelante, el Estado se convirtió
en el gestor supremo de las relaciones de clase y en el supervisor de
la reproducción de la fuerza de trabajo —una función que continúa
realizando hasta el día de hoy. Haciéndose cargo de esta función, los
funcionarios de muchos países crearon leyes que establecían límites
al coste del trabajo (ijando el salario máximo), prohibían la vagancia
(ahora castigada duramente) (Geremek, 1985: 61 y sg.) y alentaban a
los trabajadores a reproducirse.
En última instancia, el creciente conlicto de clases provocó una nue-
va alianza entre la burguesía y la nobleza, sin la cual las revueltas prole-
tarias no hubieran podido ser derrotadas. De hecho, es difícil aceptar la
airmación que a menudo hacen los historiadores de acuerdo a la cual
estas luchas no tenían posibilidades de éxito debido a la estrechez de su
horizonte político y «lo confuso de sus demandas». En realidad, los ob-
jetivos de los campesinos y artesanos eran absolutamente transparentes.
Exigían que «cada hombre tuviera tanto como cualquier otro» (Perenne,
1937: 202) y, para lograr este objetivo, se unían a todos aquellos «que
no tuvieran nada que perder», actuando conjuntamente, en distintas
regiones, sin miedo a enfrentarse con los bien entrenados ejércitos de la
nobleza, y esto a pesar de que carecían de saberes militares.
Si fueron derrotados, fue porque todas las fuerzas del poder feudal
—la nobleza, la Iglesia y la burguesía—, a pesar de sus divisiones tradi-
cionales, se les enfrentaron de forma uniicada por miedo a una rebe-
lión proletaria. Efectivamente, la imagen que ha llegado hasta nosotros
de una burguesía en guerra perenne contra la nobleza y que llevaba
en sus banderas el llamamiento a la igualdad y la democracia es una
distorsión. En la Baja Edad Media, dondequiera que miremos, desde
El mundo entero necesita una sacudida 83

Toscana hasta Inglaterra y los Países Bajos, encontramos a la burgue-


sía ya aliada con la nobleza en la eliminación de las clases bajas.35 La
burguesía reconoció, tanto en los campesinos como en los tejedores y
zapateros demócratas de sus ciudades, un enemigo mucho más peligro-
so que la nobleza —un enemigo que incluso hizo que valiese la pena
sacriicar su preciada autonomía política. Así fue como la burguesía ur-
bana, después de dos siglos de luchas para conquistar la plena soberanía
dentro de las murallas de sus comunas, restituyó el poder de la nobleza
subordinándose voluntariamente al reinado del Príncipe y dando así el
primer paso en el camino hacia el Estado absoluto.

John Hus martirizado en


Gottlieben sobre el Rin
en 1413. Después de su
muerte sus cenizas fueron
arrojadas al río.

35 En Toscana, donde la democratización de la vida política había llegado más lejos que en
cualquier otra región europea, en la segunda mitad del siglo XV se dio una inversión de esta
tendencia y una restauración del poder de la nobleza promovida por la burguesía mercantil con
el in de bloquear el ascenso de las clases bajas. En esa época se produjo una fusión orgánica
entre las familias de los mercaderes y las de la nobleza, por medio de matrimonios y prerrogativas
compartidas. Esto dio por terminada la movilidad social, el logro más importante de la sociedad
urbana y de la vida comunal en la Toscana medieval (Luzzati, 1981: 187, 206).
Alberto Durero, La caída del hombre
(1510). Esta impactante escena
sobre la expulsión de Adán y Eva
de los Jardines del Edén evoca la
expulsión del campesinado de sus
tierras comunales; esta expulsión
comenzó en Europa occidental en
la misma época en que Durero creó
esta obra.
2. La acumulación de trabajo y la degradación
de las mujeres. La construcción de la «diferencia» en la
«transición al capitalismo»

¿Me pregunto si todas las guerras, derramamientos de sangre y miseria no lle-


garon a la creación cuando un hombre buscó ser el señor de otro? […] Y si esta
miseria no se irá […] cuando todas las ramas de la humanidad vean la tierra
como un tesoro común a todos.

Gerrard Winstanley, The New Law of Righteousness, 1649.

Para él, ella era una mercancía fragmentada cuyos sentimientos y elecciones
rara vez eran consideradas: su cabeza y su corazón estaban separadas de su es-
palda y sus manos, y divididas de su matriz y vagina. Su espalda y sus músculos
estaban insertos en el campo de trabajo […] a sus manos se les exigía cuidar y
nutrir al hombre blanco […] [S]u vagina, usada para el placer sexual de él, era
la puerta de acceso a la matriz, lugar donde él hacía inversiones de capital —el
acto sexual era la inversión de capital y el hijo que resultaba de ella la plusvalía
acumulada […]

Barbara Omolade, «Heart of Darkness», 1983.

Introducción

El desarrollo del capitalismo no era la única respuesta a la crisis del


poder feudal. En toda Europa vastos movimientos sociales comunalis-
tas y las rebeliones contra el feudalismo habían ofrecido la promesa de
una nueva sociedad construida a partir de la igualdad y la cooperación.
En 1525, sin embargo, su expresión más poderosa, la «Guerra Cam-
pesina» en Alemania o, como la llamó Peter Blickle la «revolución del

85
86 Calibán y la bruja

hombre común», fue aplastada.1 En represalia, cien mil rebeldes fueron


masacrados. Más tarde, en 1535, la «Nueva Jerusalén», el intento de
los anabaptistas en la ciudad de Münster para traer el reino de Dios a
la tierra, también terminó en un baño de sangre, primero debilitado
probablemente por el giro patriarcal de sus líderes quienes, al imponer
la poligamia, produjeron la rebelión de las mujeres que había entre sus
ilas.2 Con estas derrotas, agravadas por el despliegue de las cacerías de
brujas y los efectos de la expansión colonial, el proceso revolucionario
en Europa llegó a su in. El poderío militar no fue suiciente, no obs-
tante, para evitar la crisis del feudalismo.

1 Peter Blickle cuestiona el concepto de una «guerra campesina» debido a la composición social de
esta revolución, que incluía entre sus ilas a muchos artesanos, mineros e intelectuales. La Guerra
Campesina combinó la soisticación ideológica, expresada en los doce «artículos» de los rebeldes,
y una poderosa organización militar. Los doce «artículos» incluían: el rechazo a la servidumbre,
una reducción de los diezmos, la revocación de las leyes contra la caza furtiva, una airmación del
derecho a recolectar leña, una disminución de los servicios laborales, una reducción de las rentas,
una airmación de los derechos a usar lo común y una abolición de los impuestos a la herencia
(Bickle, 1985: 195-201). La excepcional destreza militar que demostraron los rebeldes dependía
en parte de la participación de soldados profesionales en la revuelta, incluidos los lansquenetes
—los célebres soldados suizos que, en esa época, eran la tropa mercenaria de elite en Europa. Los
lansquenetes comandaron los ejércitos campesinos, poniendo a su servicio su experiencia militar y,
en varias ocasiones, rehusaron actuar contra los rebeldes. En un caso, motivaron su rechazo con el
argumento de que ellos también venían del campesinado y que dependían de los campesinos para
su sustento en tiempos de paz. Cuando quedó claro que no podían coniar en ellos, los príncipes
alemanes movilizaron las tropas de la Liga Suabia, traídas de regiones más remotas, para quebrar
la resistencia campesina. Sobre la historia de los lansquenetes y su participación en la Guerra
Campesina véase Reinhard Baumann, I Lanzichenacchi (1994: 237-256).
2 Políticamente, los anabaptistas representaron una fusión de «los movimientos sociales de la Baja
Edad Media y el nuevo movimiento anticlerical que se desencadenó a partir de la Reforma». Como
los herejes medievales, los anabaptistas condenaban el individualismo económico y la codicia, y
apoyaban una forma de comunalismo cristiano. La toma de Münster tuvo lugar tras la Guerra
Campesina, cuando el descontento y las insurrecciones urbanas se extendieron desde Frankfurt
hasta Colonia y otras ciudades del norte de Alemania. En 1531, los gremios tomaron el control
de la ciudad de Münster, le cambiaron el nombre por Nueva Jerusalem y, bajo la inluencia de
inmigrantes anabaptistas holandeses, instalaron en ella un gobierno comunal basado en compartir
los bienes. Como escribe Po-Chia Hsia, los documentos de Nueva Jerusalem fueron destruidos y su
historia sólo ha sido contada por sus enemigos. No debemos suponer así que los acontecimientos
se sucedieron de la manera en que han sido narrados. De acuerdo a los documentos disponibles,
las mujeres disfrutaron primero de un alto grado de libertad en la ciudad; por ejemplo, «podían
divorciarse de sus maridos incrédulos y formar nuevos matrimonios»». Las cosas cambiaron con la
decisión del gobierno reformado de introducir la poligamia en 1534, que provocó una «resistencia
activa» entre las mujeres que, según se presume, fue reprimida con prisión e incluso ejecuciones
(Po-Chia Hsia, 1988a: 58-9). No está claro por qué se tomó esta decisión. Pero el episodio merece
mayor investigación dado el papel divisivo que jugaron los gremios en la «transición» con respecto a
las mujeres. Sabemos, de hecho, que los gremios hicieron campaña en varios países para excluir a las
mujeres de los lugares de trabajo asalariado y nada indica que se opusieran a la persecución de brujas.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 87

En la Baja Edad Media la economía feudal quedó condenada, enfren-


tada a una crisis de acumulación que se prolongaba desde hacía más
de un siglo. Podemos deducir sus dimensiones a partir de algunas sen-
cillas estimaciones que indican que entre 1350 y 1500 tuvo lugar un
cambio muy importante en la relación de poder entre trabajadores y
patrones. El salario real creció un 100 %, los precios cayeron un 33 %,
también cayeron las rentas, disminuyó la extensión de la jornada labo-
ral y apareció una tendencia hacia la autosuiciencia local.3 También
pueden encontrarse pruebas de la tendencia a la desacumulación en
el pesimismo de los mercaderes y terratenientes de la época, así como
en las medidas que los Estados europeos adoptaron para proteger los
mercados, siempre dirigidas a suprimir la competencia y forzar a la
gente a trabajar en las condiciones impuestas. Las anotaciones en los
archivos de los feudos documentan que «el trabajo no valía ni el desa-
yuno» (Dobb, 1963: 54). La economía feudal no podía reproducir-
se: la sociedad capitalista tampoco podría haber «evolucionado» a
partir de la misma, ya que la autosuficiencia y el nuevo régimen de
salarios elevados permitían la «riqueza popular», pero «excluían la
riqueza capitalista».4
Como respuesta a esta crisis, la clase dominante europea lanzó una
ofensiva global que en el curso de al menos tres siglos cambiaría la
historia del planeta, estableciendo las bases del sistema capitalista mun-
dial, en un intento sostenido de apropiarse de nuevas fuentes de ri-
queza, expandir su base económica y poner bajo su mando un mayor
número de trabajadores.
Como sabemos, «la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio moti-
vado por el robo: en una palabra, la violencia» fueron los pilares de este
proceso (ibidem: 785). Así, el concepto de «transición al capitalismo»
es en muchos sentidos una icción. En los años cuarenta y cincuenta,

3 Sobre el aumento del salario real y la caída de precios en Inglaterra, véase North y homas
(1973: 74). Sobre los salarios lorentinos, Carlo M. Cipolla (1994: 206). Sobre la caída del valor
de la producción en Inglaterra véase R. H. Britnel (1993: 156-71). Sobre el estancamiento de la
producción agraria en distintos países europeos, B. H. Slicher Van Bath (1963: 160-70). Rodney
Hilton sostiene que en este periodo se experimentó «una contracción de las economías rurales e
industriales […] que probablemente la clase dominante sintió antes que nadie […] Las ganancias
señoriales y las utilidades industriales y comerciales comenzaron a caer [...] La revuelta en las
ciudades desorganizó la producción industrial y la revuelta en el campo fortaleció la resistencia
campesina al pago de la renta. La renta y las ganancias cayeron aún más» (Milton, 1985: 240-41).
4 Marx (2006, T. I: 897).
88 Calibán y la bruja

los historiadores británicos lo usaron para deinir un periodo —que iba


aproximadamente de 1450 a 1650— en el que se estaba descomponien-
do el feudalismo en Europa, al tiempo que no parecía claro qué sistema
socio-económico lo iba a reemplazar, si bien ya estaban tomando forma
algunos elementos de la sociedad capitalista.5 El concepto de «transición»
nos ayuda a pensar un proceso de cambio y unas sociedades en las cuales
la acumulación capitalista coexistía con formaciones políticas que toda-
vía eran de forma predominante no capitalistas. Sin embargo, el término
sugiere un desarrollo gradual, lineal, mientras que el periodo que nom-
bra fue uno de los más sangrientos y discontinuos de la historia mundial
—una época que fue testigo de transformaciones apocalípticas, que los
historiadores sólo pueden describir en los términos más duros: la Era de
Hierro (Kamen), la Era del Saqueo (Hoskins) y la Era del Látigo (Stone).
«Transición», entonces, no puede evocar los cambios que allanaron el ca-
mino para la llegada del capitalismo y las fuerzas que lo conformaron. En
este libro, en consecuencia, se va a usar dicho término principalmente en
un sentido temporal, mientras que para los procesos sociales que caracteri-
zaron la «reacción feudal» y el desarrollo de las relaciones capitalistas usaré
el concepto marxiano de «acumulación primitiva», aunque coincido con
sus críticos en que debemos pensar nuevamente la interpretación de Marx.6
Marx introdujo el concepto de «acumulación primitiva» al inal del
Tomo I de El Capital para describir la reestructuración social y econó-
mica iniciada por la clase dominante europea en respuesta a su crisis
de acumulación y para establecer (en polémica con Adam Smith)7 que:

5 Sobre Maurice Dobb y el debate sobre la transición al capitalismo, véase Harvey J. Kaye (1984:
23-69).
6 Entre los críticos del concepto de «acumulación primitiva» tal como lo usa Marx se encuentran
Samir Amin (1974) y Maria Mies (1986). Mientras Samir Amin centra su atención en el
eurocentrismo de Marx, Mies pone el énfasis en su ceguera en relación con la explotación de las
mujeres. Una crítica distinta aparece en Yann Moulier Boutang (1998: 16-23), que critica a Marx
por dar la impresión de que el objetivo de la clase dominante en Europa era liberarse de una fuerza
de trabajo que no necesitaba. Boutang subraya que ocurrió exactamente lo contrario: el objetivo
de la expropiación de tierras era ijar a los trabajadores en sus trabajos, no incentivar la movilidad.
Al capitalismo —como recalca Moulier Boutang— siempre le ha preocupado principalmente
evitar la huida del trabajo.
7 Michael Perelman señala que el término «acumulación primitiva» fue en realidad acuñado por
Adam Smith y luego rechazado por Marx debido al carácter ahistórico del uso que le dió Smith.
«Para recalcar su distancia de Smith, Marx antepuso el peyorativo “llamada” al título de la parte
inal del primer tomo de El Capital, que él consagró al estudio de la acumulación primitiva.
Fundamentalmente, Marx descartó la mítica acumulación “anterior” a in de centrar la atención
en la experiencia histórica real». (Perelman, 1985: 25-6)
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 89

i) el capitalismo no podría haberse desarrollado sin una concentración


previa de capital y trabajo; y que ii) la separación de los trabajadores de
los medios de producción, y no la abstinencia de los ricos, es la fuen-
te de la riqueza capitalista. La acumulación primitiva es, entonces, un
concepto útil, pues conecta la «reacción feudal» con el desarrollo de una
economía capitalista e identiica las condiciones históricas y lógicas para
el desarrollo del sistema capitalista, en el que «primitiva» («originaria»)
indica tanto una precondición para la existencia de relaciones capitalis-
tas como un hecho temporal especíico.8
Sin embargo, Marx analizó la acumulación primitiva casi exclusiva-
mente desde el punto de vista del proletariado industrial asalariado:
el protagonista, desde su perspectiva, del proceso revolucionario de su
tiempo y la base para una sociedad comunista futura. De este modo,
en su explicación, la acumulación primitiva consiste esencialmente
en la expropiación de tierra del campesinado europeo y la formación
del trabajador independiente «libre». Sin embargo Marx reconoció
también que:

El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exter-


minio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la
conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un
coto reservado para la caza comercial de pieles-negras […] constituyen factores
fundamentales de la acumulación primitiva.9

Asimismo, Marx denunció que «no pocos capitales que ingresan ac-
tualmente en Estados Unidos, sin partida de nacimiento, provienen de
la sangre de los niños recientemente acumulada en Inglaterra» (ibidem:
945). En contraste, no encontramos en su trabajo ninguna mención a
las profundas transformaciones que el capitalismo introdujo en la re-
producción de la fuerza de trabajo y en la posición social de las mujeres.
En el análisis de Marx sobre la acumulación primitiva tampoco aparece

8 Sobre la relación entre las dimensiones histórica y lógica de la «acumulación primitiva» y sus
implicaciones para los movimientos políticos de hoy véase: Massimo De Angelis, «Marx y la
Acumulación Primitiva. El Carácter Continuo de los “Cercamientos” del Capital», en he
Commoner: Fredy Perlman, he Continuing Appeal of Nationalism, Detroit, Black and Red, 1985;
y Mitchel Cohen, «Fredy Perlman: Out in Front of a Dozen Dead Oceans» (manuscrito inédito).
9 Marx (2006, T. I: 939). [Traducción castellana ajustada a la traducción inglesa usada por la
autora. N. de la T.]
90 Calibán y la bruja

ninguna referencia a la «gran caza de brujas» de los siglos XVI y XVII,


a pesar de que esta campaña terrorista impulsada por el Estado resultó
fundamental a la hora de derrotar al campesinado europeo, facilitando
su expulsión de las tierras que una vez detentaron en común.
En este capítulo y en los que siguen discuto estos sucesos, especialmen-
te con referencia a Europa, defendiendo que:

1. La expropiación de los medios de subsistencia de los trabajadores


europeos y la esclavización de los pueblos originarios de Améri-
ca y África en las minas y plantaciones del «Nuevo Mundo» no
fueron los únicos medios para la formación y «acumulación» del
proletariado mundial.
2. Este proceso requirió la transformación del cuerpo en una má-
quina de trabajo y el sometimiento de las mujeres para la repro-
ducción de la fuerza de trabajo. Fundamentalmente, requirió la
destrucción del poder de las mujeres que, tanto en Europa como
en América, se logró por medio del exterminio de las «brujas».
3. La acumulación primitiva no fue, entonces, simplemente una
acumulación y concentración de trabajadores explotables y capi-
tal. Fue también una acumulación de diferencias y divisiones dentro
de la clase trabajadora, en la cual las jerarquías construidas a partir
del género, así como las de «raza» y edad, se hicieron constituti-
vas de la dominación de clase y de la formación del proletariado
moderno.
4. No podemos, entonces, identiicar acumulación capitalista con
liberación del trabajador, mujer u hombre, como muchos mar-
xistas (entre otros) han hecho, o ver la llegada del capitalismo
como un momento de progreso histórico. Por el contrario, el
capitalismo ha creado las formas de esclavitud más brutales e in-
sidiosas, en la medida en que inserta en el cuerpo del proletariado
divisiones profundas que sirven para intensiicar y ocultar la ex-
plotación. Es en gran medida debido a estas divisiones impues-
tas —especialmente la división entre hombres y mujeres— que
la acumulación capitalista continúa devastando la vida en cada
rincón del planeta.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 91

La acumulación capitalista y la acumulación de trabajo

Marx escribió que el capital emergió sobre la faz de la tierra «chorreando


sangre y mugre de los pies a la cabeza»10 y, en efecto, cuando vemos el
comienzo del desarrollo capitalista tenemos la impresión de estar en un
inmenso campo de concentración. En el «Nuevo Mundo» encontramos
el sometimiento de las poblaciones aborígenes a través de los regímenes
de la mita y el cuatequil:11 multitud de personas dieron su vida para sacar
la plata y el mercurio de las minas de Huancavelica y Potosí. En Euro-
pa Oriental se desarrolló una «segunda servidumbre», que ató a la tierra
a una población de productores agrícolas que nunca antes habían sido
siervos.12 En Europa Occidental se dieron los cercamientos, la caza de
Brujas, las marcas a fuego, los azotes y el encarcelamiento de vagabundos
y mendigos en workhouses13 y casas correccionales recién construidas, mo-
delos para el futuro sistema carcelario. En el horizonte, el surgimiento del
tráico de esclavos, mientras que en los mares, los barcos transportaban ya
«sirvientes contratados»14 y convictos de Europa a América.

10 Marx (2006, T. I: 950).


11 Para una descripción de los sistemas de encomienda, mita, y catequil véase (entre otros)
André Gunder Frank (1978: 45); Steve J. Stern (1982); e Inga Clendinnen (1987). Gunder
Frank describió la encomienda como «un sistema bajo el cual los derechos sobre el trabajo de
las comunidades indígenas eran concedidos a los terratenientes españoles». Pero en 1548, los
españoles «comenzaron a reemplazar la encomienda de servicio por el repartimiento (llamado catequil
en México y mita en Perú), que obligaba a los jefes de la comunidad indígena a suministrarle
al juez repartidor español una cierta cantidad de días de trabajo por mes […] Por su parte, el
funcionario español distribuía este suministro de trabajo destinado a contratistas emprendedores,
quienes se suponía que pagaban a los trabajadores cierto salario mínimo» (1978: 45). Sobre los
esfuerzos de los españoles para someter a los trabajadores en México y Perú a través de diferentes
etapas de colonización, y su impacto en el catastróico descenso de la población indígena, véase
nuevamente Gunder Frank (ibidem: 43-9).
12 Para una discusión de la «segunda servidumbre» se puede consultar Immanuel Wallerstein
(1974) y Henry Kamen (1971). Aquí es importante remarcar que los campesinos transformados
en siervos por primera vez, producían ahora para el mercado internacional de cereales. En otras
palabras, a pesar del carácter aparentemente retrógrado de la relación de trabajo que se les impuso,
bajo el nuevo régimen estos campesinos estaban integrados en una economía capitalista en
desarrollo y en la division del trabajo capitalista a nivel internacional.
13 Las workhouses, literalmente «casas de trabajo», eran un tipo de asilo para pobres establecido en
Inglaterra en el siglo XVII. [N. de la T.]
14 Los indentured servants estaban obligados a trabajar por un determinado periodo de tiempo,
durante el cual recibían casa, comida y a veces una escasa remuneración, con la cual pagaban su
traslado a otro país. [N. de la T.]
92 Calibán y la bruja

Lo que se deduce de este panorama es que la violencia fue el principal


medio, el poder económico más importante en el proceso de acumu-
lación primitiva,15 porque el desarrollo capitalista requirió un salto in-
menso en la riqueza apropiada por la clase dominante europea y en el
número de trabajadores puestos bajo su mando. En otras palabras, la
acumulación primitiva consistió en una inmensa acumulación de
fuerza de trabajo —«trabajo muerto» en la forma de bienes robados
y «trabajo vivo» en la forma de seres humanos puestos a disposición
para su explotación— llevada a cabo en una escala nunca igualada
en la historia.
De forma signiicativa, la inclinación de la clase capitalista durante
los primeros tres siglos de su existencia, estuvo dirigida a imponer la
esclavitud y otras formas de trabajo forzado en tanto relación de trabajo
dominante, una tendencia limitada sólo por la resistencia de los traba-
jadores y el peligro de agotamiento de la fuerza de trabajo.
Esto era así no sólo en las colonias americanas, donde en el siglo
XVI se formaban las economías basadas en el trabajo forzado, sino
también en Europa. Más adelante examino la importancia del trabajo
esclavo y el sistema de plantación en la acumulación capitalista. Aquí
me interesa recalcar que en la Europa del siglo XV la esclavitud, nunca
completamente abolida, se vio revitalizada.16
Como relata el historiador italiano Salvatore Bono, a quien debe-
mos el más extenso estudio sobre la esclavitud en Italia, había muchos
esclavos en las áreas del Mediterráneo durante los siglos XVI y XVII
y su cantidad creció después de la batalla de Lepanto (1531) que au-
mentó las hostilidades contra el mundo musulmán. Bono calcula que
en Nápoles vivían más de 10.000 y en todo el reino napolitano 25.000

15 Me hago eco aquí de la frase de Marx en el Tomo I de El Capital: «La violencia […] es ella misma
una potencia económica» (Marx, 2006: 940). Mucho menos convincente es la observación con la
que Marx la acompaña: «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva»
(Ibidem). Primero, las parteras traen vida al mundo, no destrucción. Esta metáfora también sugiere
que el capitalismo «evolucionó» a partir de fuerzas que se gestaban en el seno del mundo feudal
—un supuesto que Marx mismo refuta en su discusión sobre la acumulación primitiva. Comparar
la violencia con las potencias generativas de una partera también arroja un halo de bondad sobre
el proceso de acumulación de capital, sugiriendo necesidad, inevitabilidad y, inalmente, progreso.
16 La esclavitud nunca fue abolida en Europa, sobrevivía en ciertos nichos, fundamentalmente como
esclavitud doméstica femenina. A finales del siglo XV, sin embargo, los portugueses comenzaron
nuevamente a importar esclavos de África. Los intentos de imponer la esclavitud continuaron en
Inglaterra durante el siglo XVI, teniendo como consecuencia (tras la introducción de ayuda pública)
la construcción de workhouses y casas correccionales, de las que Inglaterra fue pionera en Europa.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 93

(el 1 % de la población); en otras ciudades de Italia y del sur de Francia


se registran números similares. En Italia se desarrolló también un sis-
tema de esclavitud pública en el cual miles de extranjeros secuestrados
—los antepasados de los migrantes indocumentados de hoy— eran
empleados por los gobiernos municipales para obras públicas o bien
eran entregados a ciudadanos que los ponían a trabajar en la agricultu-
ra. Muchos eran destinados a galeras, una fuente de trabajo en la que
destacaba la lota del Vaticano (Bono, 1999: 6-8).
La esclavitud es «aquella forma [de explotación] que el amo siempre
se esfuerza por alcanzar» (Dockes, 1982: 2). Europa no era una ex-
cepción y es importante destacarlo para disipar el supuesto de una co-
nexión especial entre la esclavitud y África.17 Sin embargo, la esclavitud
en Europa siguió siendo un fenómeno limitado, ya que las condicio-
nes materiales para su existencia no estaban dadas. En cualquier caso,
los deseos de implementarla por parte de los empleadores deben haber
sido muy fuertes si se tiene en cuenta que en Inglaterra no fue abolida
hasta el siglo XVIII. El intento de instituir nuevamente la servidum-
bre también fracasó, excepto en el Este, donde la escasez de población
otorgó a los terratenientes un nuevo poder de decisión.18 En el Oeste
su restablecimiento se evitó debido a la resistencia campesina que cul-
minó en la «guerra de los campesinos» en Alemania. Esta «revolución
del hombre común», un amplio esfuerzo organizativo desplegado en
tres países (Alemania, Austria y Suiza) con trabajadores de todos los
sectores (agrícolas, mineros, artesanos, incluso algunos de los mejores
artistas alemanes y austriacos),19 marcó una antes y un después en la

17 Sobre este punto, véase Samir Amin (1974). También es importante poner el acento en la
existencia de la esclavitud europea durante los siglos XVI y XVII (y después) porque este hecho ha
sido «olvidado» por los historiadores europeos. De acuerdo con Salvatore Bono, este olvido auto-
inducido es el producto de la «Pelea por África», justificada como una misión para poner fin a la
esclavitud en el continente africano. Bono argumenta que las élites europeas no podían admitir
haber empleado esclavos en Europa, la supuesta cuna de la democracia.
18 Immanuel Wallerstein (1974: 90-5) y Peter Kriedte (1978: 69-70).
19 Paolo Thea (1998) ha reconstruido convincentemente la historia de los artistas alemanes que
se pusieron del lado de los campesinos.
Durante la Reforma algunos de los mejores artistas del siglo XVI abandonaron sus estu-
dios para unirse a los campesinos en lucha […] Escribieron documentos inspirados en
los principios de la pobreza evangélica, como el de compartir los bienes y la redistribu-
ción de la riqueza. Algunas veces […] tomaron las armas por la causa. La lista intermina-
ble de quienes, después de las derrotas militares de mayo y junio de 1525, hicieron frente
a los rigores del código penal, aplicado de forma despiadada por los vencedores contra
94 Calibán y la bruja

historia europea. Como la Revolución Bolchevique de 1917 en Rusia,


atacó directamente el centro de poder; y al recordar la toma de Müns-
ter por los anabaptistas, los poderosos conirmaron sus temores de que
estaba en marcha una conspiración para derrocarlos.20 Después de la
derrota, ocurrida el mismo año de la conquista de Perú y conmemorada
por Alberto Durero en su «Monumento a los Campesinos Vencidos»
(hea, 1998: 65, 134-35), la venganza fue despiadada. «Miles de cadá-
veres yacían en el suelo desde Turingia hasta Alsacia, en los campos, en
los bosques, en los fosos de miles de castillos desmantelados e incen-
diados», «asesinados, torturados, empalados, martirizados» (ibidem:
153, 146). Pero el reloj no podía dar marcha atrás. En algunas zonas
de Alemania y otros territorios que habían estado en el centro de la
«guerra», se mantuvieron derechos consuetudinarios e incluso formas
de gobierno territorial.21

los vencidos, incluye nombres famosos. Entre ellos están [Jorg] Ratget, descuartizado
en Pforzheim (Stuttgart), [Philipp] Dietman, decapitado, y [Tilman] Riemenschneider,
mutilado —ambos en Wurzburg— [Matthias] Grunewald, perseguido en la corte de
Magonza donde trabajaba. Los acontecimientos impactaron hasta tal punto a Holbein el
Joven que abandonó Basilea, una ciudad desgarrada por el conflicto religioso.
También en Suiza, Austria y el Tirol los artistas participaron en la guerra campesina, incluidos
algunos famosos como Lucas Cranach (Cranach el viejo) y una gran número de pintores y
grabadores (ibidem: 7). Thea señala que la participación profundamente sentida de los artistas
en la causa de los campesinos está también demostrada por la revalorización de temas rurales
que retratan la vida campesina —campesinos bailando, animales y flora— en el arte alemán
contemporáneo del siglo XVI (ibidem: 12-15; 73, 79, 80). «La campiña se había animado […], en
el levantamiento había adquirido una personalidad que valía la pena representar». (ibidem: 155)
20 Durante los siglos XVI y XVII los gobernantes europeos interpretaron y reprimieron cada
protesta social a través del prisma de la guerra campesina y el anabaptismo. Los ecos de la
revolución anabaptista se sintieron en la Inglaterra isabelina y en Francia, inspirando severidad y
una rigurosa vigilancia con respecto a cualquier desafío a la autoridad constituida. «Anabaptista»
se convirtió en una palabra maldita, un signo de oprobio e intención criminal, como «comunista»
en los Estados Unidos de la década de 1950 y como «terrorista» en nuestros días.
21 En algunas ciudades-estado se mantuvieron las autoridades aldeanas y los privilegios. En varias
comarcas, los campesinos «siguieron negándose a pagar deudas, impuestos y servicios laborales»; «me
dejaban gritar y no me daban nada», se quejaba el abad de Schussenried reiriéndose a quienes trabajaban
su tierra (Blickle, 1985: 172). En la Alta Suabia, a pesar de que la servidumbre no había sido abolida,
algunas de las principales demandas de los campesinos en relación con los derechos de herencia y
matrimonio fueron aceptadas con el Tratado de Memmingen de 1526. «También en el Alto Rin algunas
comarcas llegaron a acuerdos que eran positivos para los campesinos» (ibidem: 172-179). En Berna y
Zürich, Suiza, la esclavitud fue abolida. Se negociaron mejoras para el «hombre común» en el Tirol
y Salzburgo (ibidem: 176-179). Pero «la verdadera hija de la revolución» fue la asamblea territorial,
instituida después de 1525 en Alta Suabia, que sentó las bases para un sistema de autogobierno, que
perduró hasta el siglo XIX. Después de 1525 surgieron nuevas asambleas territoriales que «[realizaron]
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 95

Grabado alemán de principios del siglo XVII que vilipendia la


creencia anabaptista del reparto comunista de los bienes.

Sin embargo, esto fue una excepción. En los lugares donde no se pudo
quebrantar la resistencia de los trabajadores a ser convertidos en sier-
vos, la respuesta fue la expropiación de la tierra y la introducción del
trabajo asalariado forzoso. Los trabajadores que intentaban ofrecer su
trabajo de forma independiente o dejar a sus empleadores eran castiga-
dos con la cárcel e incluso con la muerte, en caso de reincidencia. En
Europa no se desarrolló un mercado de trabajo «libre» hasta el siglo
XVIII y, todavía entonces, el trabajo asalariado contratado sólo se con-
seguía tras una intensa competencia entre trabajadores, en su mayoría
varones adultos. Sin embargo, el hecho de que la esclavitud y la servi-
dumbre no pudieran ser restablecidas signiicó que la crisis laboral que
había caracterizado a la Edad Media tardía continuó en Europa hasta
entrado el siglo XVII, agravada por el hecho de que la campaña para
maximizar la explotación del trabajo puso en peligro la reproducción

débilmente una de las demandas de 1525: que el hombre común formara parte de las cortes territoriales,
junto con la nobleza, el clero y los habitantes de las ciudades». Blickle concluye que «allí donde triunfó
esta causa no podemos decir que los señores coronaron su conquista militar con una victoria política,
ya que el príncipe estaba aún atado al consentimiento del hombre común. Sólo después, durante la
formación del Estado absoluto, el príncipe pudo liberarse del consentimiento» (ibidem: 181-82).
96 Calibán y la bruja

Campesino desplegando la bandera


de la «Libertad»

de la fuerza de trabajo. Esta contradicción —que aún hoy caracteriza


el desarrollo capitalista—22 explotó de forma aún más dramática en las
colonias americanas, en donde el trabajo, las enfermedades y los casti-
gos disciplinarios destruyeron a dos tercios de la población originaria
americana en las décadas inmediatamente posteriores a la conquista.23

22 Reiriéndose a la creciente pauperización en el mundo ocasionada por el desarrollo capitalista, el


antropólogo francés Claude Meillassoux (1981: 140), Mujeres, graneros y capitales, ha dicho que esta
contradicción anuncia una futura crisis para el capitalismo: «En última instancia el imperialismo
—como medio para reproducir fuerza de trabajo barata— está conduciendo al capitalismo a una
grave crisis, ya que si todavía existen millones de personas en el mundo […] que no participan
directamente en el empleo capitalista […] ¿cuántos aún pueden, debido a la disrupción social, el
hambre y las guerras que causa, producir su propia subsistencia y alimentar a sus hijos?».
23 La dimensión de la catástrofe demográfica causada por el «intercambio colombino» sigue
debatiéndose hasta día de hoy. Las estimaciones del descenso de la población en América del Sur y
Central en el primer siglo post-colombino varían mucho, pero la opinión académica contemporánea
es casi unánime en asemejar sus efectos a un holocausto americano. André Gunder Frank escribe
que «en poco más de un siglo, la población india descendió un 90 % e incluso un 95 % en México,
Perú y algunas otras regiones» (1978: 43). De forma semejante, Noble David Cook dice que «tal vez
nueve millones de personas vivían dentro de los límites delineados por las fronteras contemporáneas
del Perú. La cantidad de habitantes un siglo después del contacto era más o menos una décima parte
de los que estaban allí cuando los europeos invadieron el mundo andino» (Cook, 1981: 116).
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 97

Estaba también en el corazón de la trata de esclavos y la explotación del


trabajo esclavo. Millones de africanos murieron debido a las terribles
condiciones de vida que sufrían durante la travesía24 y en las planta-
ciones. Nunca en Europa la explotación de la fuerza de trabajo alcanzó
semejante proporción genocida, con excepción del régimen nazi. En los
siglos XVI y XVII, la privatización de la tierra y la mercantilización de
las relaciones sociales (la respuesta de los señores y los comerciantes a
su crisis económica) también causaron allí una pobreza y una mortali-
dad generalizadas, además de una intensa resistencia que amenazó con
hundir la naciente economía capitalista. Sostengo que éste es el con-
texto histórico en el que se debe ubicar la historia de las mujeres y la
reproducción en la transición del feudalismo al capitalismo; porque los
cambios que la llegada del capitalismo introdujo en la posición social de

Alberto Durero, Monumento a los Campesinos


Vencidos (1526). Esta ilustración, que representa a
un campesino entronizado sobre una colección de
objetos de su vida cotidiana, es altamente ambigua.
Puede sugerir que los campesinos fueron traicionados
o que ellos deben ser tratados como traidores. De
este modo, ha sido interpretada como sátira de los
campesinos rebeldes o como homenaje a su fuerza
moral. Lo que sabemos con certeza es que los hechos
de 1525 perturbaron profundamente a Durero que,
como luterano convencido, debió seguir a Lutero en
su condena de la revuelta.

24 En inglés, la travesía de barcos cargados de esclavos desde África hacia América recibía el
nombre de Middle Passage. Los barcos comenzaban su viaje en Europa cargados de mercancías que
intercambiaban por esclavos en las costas de África. Luego emprendían el viaje a América cargados
de esclavos, que vendían para comprar mercancías americanas, que serían a su vez vendidas en
Europa. Es decir, de este circuito triangular, el tráfico de esclavos ocupaba el trayecto intermedio;
es por esto que en algunos textos se acepta pasaje medio como traducción. [N. de la T.]
98 Calibán y la bruja

las mujeres —especialmente entre los proletarios, ya fuera en Europa o


en América— fueron impuestos ante todo con el in de buscar nuevas
fuentes de trabajo, así como nuevas formas de disciplinamiento y divi-
sión de la fuerza de trabajo.
Con el in de sostener esta argumentación, en este texto se rastrean
los principales hechos que dieron forma a la llegada del capitalismo en
Europa —la privatización de la tierra y la revolución de los precios.
Planteo que ninguna de las dos fue suiciente como para producir y
sostener el proceso de proletarización. Después se examinan a grandes
trazos las políticas que la clase capitalista introdujo con el in de dis-
ciplinar, reproducir y ensanchar el proletariado europeo, comenzando
con el ataque que lanzó contra las mujeres; este ataque acabó con la
construcción de un nuevo orden patriarcal que deino como el «patriar-
cado del salario». Finalmente, considero hasta qué punto la producción
de jerarquías raciales y sexuales en las colonias podía formar un terreno
de confrontación o de solidaridad entre mujeres indígenas, africanas y
europeas y entre mujeres y hombres.

La privatización de la tierra en Europa, producción de escasez y


separación de la producción respecto de la reproducción

Desde el comienzo del capitalismo, la guerra y la privatización de la


tierra empobrecieron a la clase trabajadora. Éste fue un fenómeno
internacional. A mediados del siglo XVI, los comerciantes europeos
habían expropiado buena parte de la tierra de las islas Canarias y la ha-
bían transformado en plantaciones de caña de azúcar. El mayor proceso
de privatización y cercamiento de tierras tuvo lugar en el continente
americano, donde a comienzos del siglo XVII los españoles se habían
apropiado de un tercio de las tierras comunales indígenas bajo el sis-
tema de la encomienda. La caza de esclavos en África trajo como con-
secuencia la pérdida de tierras porque privó a muchas comunidades de
sus mejores jóvenes.
En Europa, a ines del siglo XV, coincidiendo con la expansión colo-
nial, comenzó la privatización de la tierra que se implementó de distin-
tas formas: expulsión de inquilinos, aumento de las rentas e incremento
de los impuestos por parte del Estado, lo que produjo el endeudamien-
to y la venta de tierras. Deino todos estos procesos como expropiación
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 99

Jacques Callot, Horrores de la Guerra


(1633). Grabado. Los hombres
ahorcados por las autoridades
militares eran soldados que se habían
convertido en ladrones. Los soldados
licenciados supusieron una parte
importante de los vagabundos y
mendigos que poblaban los caminos
de la Europa del siglo XVII.

de tierras porque, incluso en los casos en que no se usó la violencia,


la pérdida de tierras ocurrió contra la voluntad de un individuo o de
una comunidad y debilitó su capacidad de subsistencia. Aquí se deben
mencionar dos formas de expropiación de la tierra: la guerra —cuyo
carácter cambió en este periodo, usada como medio para transformar
los acuerdos territoriales y económicos— y la reforma religiosa.
Antes de 1494, el conlicto bélico en Europa había consistido prin-
cipalmente en guerras menores caracterizadas por campañas breves e
irregulares (Cunningham y Grell, 2000: 95). Con frecuencia se desa-
rrollaban en verano para dar tiempo a los campesinos, que formaban
el grueso de los ejércitos, a sembrar sus cultivos; los ejércitos se enfren-
taban durante largos periodos sin que hubiese mucha acción. Pero en
el siglo XVI las guerras se hicieron más frecuentes y apareció un nuevo
tipo de guerra, en parte debido a la innovación tecnológica, pero fun-
damentalmente porque los Estados europeos comenzaron a recurrir a
la conquista territorial para resolver sus crisis económicas, inanciados
por ricos prestamistas. Las campañas militares se hicieron más largas.
Los ejércitos crecieron diez veces en tamaño, convirtiéndose en ejercitos
100 Calibán y la bruja

Mattheus Merian, Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis (1630).

permanentes y profesionales.25 Se contrataron mercenarios que no te-


nían ningún lazo con la población; y el objetivo de la guerra comenzó
a ser la eliminación del enemigo, de tal manera que la guerra dejaba a
su paso aldeas abandonadas, campos cubiertos de cadáveres, hambru-
nas y epidemias, como en «Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis» (1498)
de Alberto Durero.26 Este fenómeno, cuyo traumático impacto sobre
la población quedó relejado en numerosas representaciones artísticas,
cambió el paisaje agrario de Europa.

25 Sobre los cambios en la naturaleza de la guerra en la Europa moderna, véase Cunningham y Grell
(2000: 95-102); Kaltner (1998). Cunningham y Grell (2000: 95) escriben: «En 1490 un ejército grande
estaba formado por 20.000 hombres, en 1550 tenía dos veces ese tamaño, mientras que hacia el inal
de la Guerra de los Treinta Años los principales Estados europeos tenían ejércitos terrestres de cerca de
150.000 hombres».
26 El grabado de Alberto Durero no fue la única representación de los «Cuatro Jinetes». También
tenemos uno de Lucas Cranach (1522) y de Mattheus Merian (1630). Las representaciones de
campos de batalla retratando matanzas de soldados y civiles, aldeas en llamas y filas de cuerpos
colgados son demasiadas para mencionarlas. La guerra es posiblemente el tema principal
en la pintura de los siglos XVI y XVII, infiltrándose en cada representación, incluso las más
ostensiblemente dedicadas a temas sagrados.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 101

Muchos contratos de tenencia también se anularon cuando las tierras


de la Iglesia fueron coniscadas durante la Reforma, que comenzó con
una gran apropiación de tierras por parte de la clase alta. En Francia,
un apetito común por las tierras de la Iglesia unió en un principio a las
clases bajas y altas en el movimiento protestante, pero cuando la tierra
fue subastada, a partir de 1563, los artesanos y jornaleros, que habían
exigido la expropiación a la Iglesia «con una pasión nacida de la amar-
gura y la esperanza», y que se habían movilizado bajo la promesa de que
ellos también recibirían su parte, vieron traicionadas sus expectativas
(Le Roy Ladurie, 1974: 173-76). También fueron engañados los cam-
pesinos, que se habían hecho protestantes para liberarse de los diezmos.
Cuando estuvieron listos para defender sus derechos, declarando
que «el Evangelio promete tierra, libertad y derechos», fueron salva-
jemente atacados como impulsores de la sedición (ibidem: 192).27 En
Inglaterra mucha tierra cambió también de manos en nombre de la
reforma religiosa. W. G. Hoskin la ha descrito como «la mayor trans-
ferencia de tierras en la historia inglesa desde la conquista norman-
da» o, más sucintamente, como «el gran saqueo».28 En Inglaterra, sin

27 Este desenlace pone de maniiesto los dos espíritus de la Reforma: una popular y otra elitista,
que pronto se dividieron en líneas opuestas. Mientras el ala conservadora de la Reforma hacía
hincapié en las virtudes del trabajo y de la acumulación de riquezas, el ala popular exigía una
sociedad gobernada por el «amor piadoso», la igualdad y la solidaridad comunal. Sobre las
dimensiones de clase de la Reforma, véase Henry Heller (1986) y Po-Chia Hsia (1988).
28 Hoskins (1976: 121-23). En Inglaterra la Iglesia pre-reforma había sido propietaria del 25 al 30 %
de la propiedad real en ese país. Enrique VIII vendió el 60 % de sus tierras (Hoskins, 1976: 121-
23). Quien más ganó con la confiscación y puso mayor entusiasmo en el cercamiento de las tierras
adquiridas no fue la vieja nobleza, ni quienes dependían de los espacios comunes para mantenerse, sino
la aristocracia terrateniente (gentry) y los «nuevos hombres», especialmente los abogados y comerciantes,
que personificaban la avaricia en la imaginación campesina (Cornwall, 1977: 22-8). Los campesinos
eran proclives a dar rienda suelta a su furia contra estos «nuevos hombres». Una excelente instantánea de
los ganadores y perdedores en la gran transferencia de tierras producida en la Reforma Inglesa es la tabla
XV de Kriedte (1983: 60), que muestra que entre el 20 y el 25 % de la tierra en manos de la Iglesia se
convirtió en propiedad de la aristocracia terrateniente. Las siguientes son las columnas más relevantes.

DISTRIBUCIÓN DE LA TIERRA POR GRUPO SOCIAL EN INGLATERRA Y GALES:


1436 (en %)* 1690 (en %)
Grandes propietarios 15-20 15-20
Aristocracia terrateniente 25 45-50
Pequeños propietarios 20 25-33
La Iglesia y la Corona 25-30 5-10

[*excluido Gales]
´
102 Calibán y la bruja

embargo, la privatización se logró fundamentalmente a través de «cer-


camientos», un fenómeno que se ha asociado hasta tal punto con la
expropiación de los trabajadores de su «riqueza común» que, en nuestro
tiempo, es usado por los militantes anticapitalistas como signiicante de
los ataques sobre los derechos sociales.29
En el siglo XVI, «cercamiento» era un término técnico que indicaba
el conjunto de estrategias que usaban los lores y los campesinos ricos
ingleses para eliminar la propiedad comunal de la tierra y expandir sus
propiedades.30 Se reiere, sobre todo, a la abolición del sistema de cam-
po abierto, un acuerdo por el cual los aldeanos poseían parcelas de tie-
rra no colindantes en un campo sin cercas. El cercado incluía también

Sobre las consecuencias de la Reforma en Inglaterra en lo concerniente a la propiedad de la tierra


véase también Christopher Hill (1958: 41), que escribe:

No hace falta idealizar a las abadías como terratenientes indulgentes para admitir cierta
verdad en las acusaciones contemporáneas de que los nuevos compradores acortaron los
contratos de arrendamiento, arruinaron las rentas y desalojaron a los inquilinos […]
«¿No sabéis», dijo John Palmer a un grupo de arrendatarios que estaba desalojando, «que
la gracia del rey ha humillado todas las casas de los monjes, los frailes y las monjas? Por
lo tanto, ¿no habrá llegado ya el momento de que nosotros, los señores, derribemos las
casas de semejantes truhanes?».

29 Véase Midnight Notes (1990); también he Ecologist (1993); y el debate en curso sobre
«cercamientos» y «comunes» en he Commoner [http://www.commoner.org.uk/], especialmente
el núm. 2 (septiembre 2001) y el núm. 3 (enero 2002).
30 Ante todo, «cercamiento» quería decir «rodear un trozo de tierra con cercas, acequias u otras barreras
al libre tránsito de hombres y animales, en donde la cerca era la marca de propiedad y ocupación exclusiva
de un terreno. Por lo tanto, a partir del cercamiento el uso colectivo de la tierra fue sustituido por la
propiedad individual y la ocupación aislada» (G. Slater, 1968: 1-2). En los siglos XV y XVI se utilizaron
distintas formas para abolir el uso colectivo de la tierra. Las vías legales eran: a) la compra por una persona
de todas las parcelas bajo alquiler y sus derechos accesorios; b) la emisión por parte del Rey de una
licencia especial para cercar, o la aprobación de una ley de cercamiento por el Parlamento; c) un acuerdo
entre el terrateniente y los inquilinos, incorporado en un decreto de la Chancery [Corte especializada en
asuntos civiles. N. de la T.]; d) los cercamientos de baldíos por parte de los lores, bajo las disposiciones
de los Estatutos de Merton (1235) y Westminster (1285). Roger Manning señala, sin embargo, que
estos «métodos legales […] escondían frecuentemente el uso de la fuerza, el fraude y la intimidación
contra los inquilinos» (Manning, 1998: 25). También E. D. Fryde escribe que «el acoso prolongado a los
inquilinos, combinado con amenazas de desalojo apenas se presenta una oportunidad legal» y la violencia
física se usaron para causar desalojos en masa «en particular durante los años de desorden entre 1450 y
1485 [es decir, la Guerra de las Dos Rosas]» (Fryde, 1996: 186). En Utopía (1516), Tomás Moro expresó
la angustia y la desolación que producían estas expulsiones en masa cuando habló de ciertas ovejas, que
eran tan glotonas y salvajes que «se comen y tragan a los propios hombres». «Ovejas» —agregó— «que
consumen y destruyen y devoran campos enteros, casas y ciudades».
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 103

Fiesta rural. Todos los festivales, juegos y encuentros de la comunidad


campesina tenían lugar en los campos comunes. Daniel Hopfer. Siglo VXI

el cierre de las tierras comunes y la demolición de las chozas de quienes


no tenían tierra, pero podían sobrevivir gracias sus derechos consuetu-
dinarios.31 También se cercaron grandes extensiones de tierra para crear
reservas de venados, mientras que aldeas enteras eran derribadas para
cubrirlas de pasto.
Aunque los cercamientos continuaron hasta el siglo XVIII (Nelson,
1993), incluso antes de la Reforma más de dos mil comunidades rurales
fueron destruidas de esta manera (Fryde, 1996: 185). La extinción de
los pueblos rurales fue tan severa que la Corona ordenó una investi-
gación en 1518 y otra en 1548. Pero a pesar del nombramiento de
comisiones reales, poco se hizo para detener esta tendencia. Comenzó
entonces una lucha intensa, cuyo punto álgido fueron numerosos le-
vantamientos, acompañados por un largo debate sobre los beneicios y

31 En The Invention of Capitalism (2000: 38 y sg.), Michael Perelman ha subrayado la importancia


de los «derechos consuetudinarios» (por ejemplo, la caza) señalando que eran a menudo de vital
importancia, marcando la diferencia entre la supervivencia y la indigencia total.
104 Calibán y la bruja

las desventajas de la privatización de la tierra; un debate que continúa


hasta el día de hoy, revitalizado por la arremetida del Banco Mundial
contra los últimos bienes comunes del planeta.
Dicho brevemente, el argumento ofrecido por los «modernizado-
res», de todas las posiciones políticas, es que los cercamientos estimu-
laron la eiciencia agrícola y que los desplazamientos consiguientes se
compensaron con un crecimiento signiicativo de la producción agrí-
cola. Se airma que la tierra estaba agotada y que, de haber permane-
cido en manos de los pobres, habría dejado de producir (anticipando
la «tragedia de los comunes» de Garrett Hardin),32 mientras que su
adquisición por parte de los ricos permitió que descansara. Junto con
la innovación agrícola, continúa el razonamiento, los cercamientos
hicieron la tierra más productiva, lo que conllevó la expansión de la
provisión de alimentos. Desde este punto de vista, cualquier exaltación
de los méritos de la tenencia comunal de la tierra es descartada como
una «nostalgia por el pasado», asumiéndose que las formas comunales
agrarias son retrógradas e ineicientes y que quienes las deienden son
culpables de un apego desmesurado a la tradición.33

32 El ensayo de Garrett Hardin, «La tragedia de los comunes» (1968), fue uno de los pilares
de la campaña ideológica para apoyar la privatización de la tierra en la década de los setenta.
La versión de Hardin sobre la «tragedia» señala la inevitabilidad del egoísmo hobbesiano como
determinante del comportamiento humano. En su opinión, en un campo común hipotético, cada
pastor quiere maximizar su ganancia sin tener en cuenta las repercusiones de su acción sobre los
otros pastores, de tal manera que «la ruina es el destino al que todos los hombres se apresuran, cada
uno persiguiendo su propio interés» (en Baden y Nooan eds., 1998: 8-9).
33 La defensa de los cercamientos a partir de la «modernización» tiene una larga historia, pero el
neoliberalismo le ha dado un nuevo impulso. Su principal promotor ha sido el Banco Mundial, que
frecuentemente exige a los gobiernos de África, Asia, América Latina y Oceanía que privaticen sus
tierras comunes como condición para recibir préstamos (World Bank, 1989). Una defensa clásica de
las ganancias en productividad derivadas de los cercamientos puede encontrarse en Harriett Bradley
(1968, [1918]). La literatura académica ha adoptado un enfoque a partir de «costos/ganancias» más
ecuánime, ejempliicado en los trabajos de G. E. Mingay (1997) y Robert. S. Duplessis (1997: 65-70).
La batalla sobre los cercamientos ha cruzado ahora las fronteras disciplinarias y está siendo discutida
también por especialistas en literatura. Un ejemplo de cruce de fronteras disciplinarias es Richard Burt
y John Michael Archer (eds.), Enclosure Acts. Sexuality, Property and Culture in Early Modern England
(1994) —especialmente los ensayos de James R. Siemon, «Landlord Not King: Agrarian Change
and Interarticulation»; y William C. Carroll, «”he Nursery of Beggary”: Enclosure, Vagrancy,
and Sedition in the Tudor-Stuart Period». William C. Carroll ha detectado que en la época Tudor
hubo una animada defensa de los cercamientos y una crítica a los campos comunes llevada a cabo
por voceros de la clase cercadora. De acuerdo con este discurso, los cercos fomentaban la empresa
privada, que a su vez incrementaba la producción agraria, mientras que los campos comunes eran los
«semilleros y receptáculos de ladrones, delincuentes y mendigos» (Carroll, 1994: 37-8).
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 105

No obstante, estos argumentos no se sostienen. La privatización de la


tierra y la comercialización de la agricultura no acrecentaron la cantidad
de alimentos disponibles para la gente común, aunque aumentara la dis-
ponibilidad de comida para el mercado y la exportación. Para los traba-
jadores esto fue el inicio de dos siglos de hambre, de la misma manera
que hoy, aún en las zonas más fértiles de África, Asia y América Latina,
la mala alimentación es endémica debido a la destrucción de la tenen-
cia comunal de la tierra y la política «exportación o muerte» impuesta
por los programas de ajuste estructural del Banco Mundial. Tampoco la
introducción de nuevas técnicas agrícolas en Inglaterra compensó esta
pérdida. Por el contrario, el desarrollo del capitalismo agrario «funcio-
nó en perfecta armonía» con el empobrecimiento de la población rural
(Lis y Soly, 1979: 102). Un testimonio de la miseria producida por la
privatización de la tierra es el hecho de que, apenas un siglo después del
surgimiento del capitalismo agrario, sesenta ciudades europeas instituye-
ran alguna forma de asistencia social o se movieran en esta dirección, al
tiempo que la indigencia se convertía en un problema internacional (ibi-
dem: 87). El crecimiento de la población puede haber contribuido; pero
su importancia se ha exagerado y debe ser circunscrita en el tiempo. En
los últimos años del siglo XVI casi en toda Europa la población se había
estancado o disminuía, pero en esta ocasión los trabajadores no obtenían
ningún beneicio.
También hay errores en relación con la efectividad del sistema de agri-
cultura de campo abierto. Los historiadores neoliberales lo han descrito
como un derroche, pero incluso un partidario de la privatización de la
tierra como Jean De Vries reconoce que el uso comunal de los campos
agrícolas tenía muchas ventajas. Protegía a los campesinos del fracaso de
la cosecha, debido a la cantidad de parcelas a las que una familia tenía
acceso; también permitía una planiicación del trabajo manejable (ya que
cada parcela requería atención en diferentes momentos); y promovía una
forma de vida democrática, construida sobre la base del autogobierno y la
autosuiciencia, ya que todas las decisiones —cuándo plantar o cosechar,
cuándo drenar los pantanos, cuántos animales se permitían en los comu-
nes— eran tomadas por los campesinos en asamblea.34
Las mismas consideraciones se aplican a los «campos comunes».
Menospreciados en la literatura del siglo XVI como una fuente de hol-
gazanería y desorden, los campos comunes eran fundamentales para

34 De Vries (1976: 42-3); Hoskins (1976: 11-2).


106 Calibán y la bruja

la reproducción de muchos pequeños granjeros o labradores que so-


brevivían sólo porque tenían acceso a praderas en las que podían tener
vacas, bosques de los que recogían madera, fresas silvestres y hierbas, o
canteras de minerales, lagunas donde pescar, o espacios abiertos donde
reunirse. Además de encuentros, toma colectiva de decisiones y de co-
operación en el trabajo, los campos comunes eran la base material sobre
la que podía crecer la solidaridad y la socialidad campesina. Todos los
festivales, juegos y reuniones de la comunidad campesina se realizaban
en los campos comunes.35 La función social de los campos comunes
era especialmente importante para las mujeres, que al tener menos de-
rechos sobre la tierra y menos poder social, eran más dependientes de
ellos para su subsistencia, autonomía y sociabilidad. Parafraseando la
airmación de Alice Clark sobre la importancia de los mercados para
las mujeres en la Europa pre-capitalista, se puede decir que los campos
comunes también fueron para las mujeres el centro de la vida social,
el lugar donde se reunían, intercambiaban noticias, recibían consejos
y donde se podían formar un punto de vista propio, autónomo de la
perspectiva masculina, sobre la marcha comunal (Clark, 1968: 51).
Esta trama de relaciones de cooperación, a las que R. D. Tawney se
ha referido como el «comunismo primitivo» de la aldea feudal, se des-
moronó cuando el sistema de campo abierto fue abolido y las tierras co-
munales fueron cercadas (Tawney, 1967). La cooperación desapareció
cuando la tierra fue privatizada y los contratos de trabajo individuales
reemplazaron a los contratos colectivos; pero no sólo, las diferencias
económicas entre la población rural se profundizaron a medida que
aumentó la cantidad de ocupantes ilegales que no tenía nada más que una
cama y una vaca y a quienes no quedaba más opción que ir «rodilla doblada
y gorra en mano» a implorar por un trabajo (Seccombe, 1992). La cohesión
social empezó a descomponerse;36 las familias se desintegraron, los jóve-
nes dejaron la aldea para unirse a la creciente cantidad de vagabundos
o trabajadores itinerantes —que pronto se convertirían en el problema

35 Los campos comunes eran los lugares donde se realizaban los festivales populares y otras
actividades colectivas, como deportes, juegos y reuniones. Cuando fueron cercados, se debilitó
gravemente la socialidad que había caracterizado a la comunidad de la aldea. Entre los rituales que
dejaron de existir estaba la «Rogationtide perambulation», una procesión anual entre los campos
con el objetivo de bendecir los futuros cultivos que no pudo seguirse realizando debido a los
cercamientos (Underdown, 1985: 81).
36 Sobre la descomposición de la cohesión social véase (entre otros) David Underdown (1985), Revel,
Riot and Rebellion: Popular Politics and Culture in England, 1603-1660, especialmente el capítulo 3, que
también describe los esfuerzos hechos por la nobleza más antigua para distinguirse de los nuevos ricos.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 107

social de la época— mientras que los viejos eran abandonados a arre-


glárselas por su cuenta. Esto perjudicó particularmente a las mujeres
más viejas que, al no contar ya con el apoyo de sus hijos, cayeron en
las ilas de los pobres o sobrevivieron del préstamo, o de la ratería, atra-
sándose en los pagos. El resultado fue un campesinado polarizado no
sólo por desigualdades económicas cada vez más profundas, sino por
un entramado de odios y resentimientos que está bien documentado
en los escritos sobre la caza de brujas. Éstos muestran que las peleas
relacionadas con las peticiones de ayuda, la entrada de animales sin
autorización en propiedades ajenas y las rentas impagadas estaban en el
fondo de muchas acusaciones.37
Los cercamientos también debilitaron la situación económica de los
artesanos. De la misma manera que las corporaciones multinacionales
se aprovechan de los campesinos a quienes el Banco Mundial ha expro-
piado de sus tierras para construir «zonas de libre exportación», donde
las mercancías son producidas al menor coste; en los siglos XVI y XVII,
los comerciantes capitalistas se aprovecharon de la mano de obra barata
que se hallaba disponible en las áreas rurales para quebrar el poder de
los gremios urbanos y destruir la independencia de los artesanos. Esto
ocurrió especialmente en la industria textil, reorganizada como indus-
tria artesanal (cottage industry) sobre la base del «sistema doméstico»
(putting-out system), antecedente de la «economía informal» de hoy en
día, también construida sobre el trabajo de las mujeres y de los niños.38
Pero los trabajadores textiles no eran los únicos que vieron abaratado
su trabajo. Tan pronto perdieron el acceso a la tierra, todos los tra-
bajadores se sumergieron en una dependencia desconocida en época
medieval, ya que su condición de sin tierra dio a los empleadores poder

37 Kriedte (1983: 55); Briggs (1998: 289-316).


38 La industria artesanal fue resultado de la extensión de la industria rural en el feudo, reorganizada
por comerciantes capitalistas con el in de aprovechar la gran reserva de trabajo liberada por los
cercamientos. Con esta maniobra los comerciantes trataron de sortear los altos salarios y el poder de
los gremios urbanos. Así fue como nació el «sistema doméstico» —un sistema por medio del
cual los capitalistas distribuían entre las familias rurales lana o algodón para hilar o tejer, y a
menudo también los instrumentos de trabajo, y luego recogían el producto terminado. La importancia
del sistema doméstico y la industria artesanal para el desarrollo de la industria británica puede
deducirse del hecho de que la totalidad de la industria textil, el sector más importante en la
primera fase del desarrollo capitalista, fue organizada de esta manera. La industria artesanal tenía dos
ventajas fundamentales para los empleadores: evitaba el peligro de las «combinaciones»; y abarataba el
costo del trabajo, ya que su organización en el hogar proveía a los trabajadores de servicios domésticos
gratuitos y de la cooperación de sus hijos y esposas, que eran tratadas como ayudantes y recibían bajos
salarios como «auxiliares».
108 Calibán y la bruja

para reducir su paga y alargar el día de trabajo. En las zonas protestantes


esto ocurrió bajo la forma de la reforma religiosa, que duplicó el año de
trabajo eliminando los días de los santos.
No sorprende que con la expropiación de la tierra llegara un cam-
bio de actitud de los trabajadores con respecto al salario. Mientras en
la Edad Media los salarios podían ser vistos como un instrumento de
libertad (en contraste con la obligatoriedad de los servicios laborales),
tan pronto como el acceso a la tierra llegó a su in comenzaron a ser
vistos como instrumentos de esclavización (Hill, 1975: 181 y sg.).39
El odio que los trabajadores sentían por el trabajo asalariado era tal
que Gerrard Winstanley, el líder de los «cavadores» (diggers), declaró
que si uno trabaja por un salario no había diferencia entre vivir con el
enemigo o con su propio hermano. Esto explica el crecimiento, tras
los cercamientos (usando la expresión en un sentido amplio para
incluir todas las formas de privatización de la tierra), de la cantidad
de vagabundos y hombres «sin amo», que preferían salir a vagar
por los caminos y arriesgarse a la esclavitud o la muerte —como
prescribía la legislación «sangrienta» aprobada en su contra— antes
que trabajar por un salario.40 También explica la agotadora lucha
que los campesinos realizaron para defender su tierra, aunque fuera
pequeña, de la expropiación.
En Inglaterra, las luchas contra el cercamiento de los campos co-
menzaron a inales del siglo XV y continuaron durante los siglos XVI
y XVII, cuando el derribo de los setos que formaban los cercos se con-
virtió «en la forma más importante de protesta social» y en el símbolo
del conlicto de clases (Manning, 1988: 311). Los motines contra los
cercos se transformaban frecuentemente en levantamientos masivos. El
más notorio fue la rebelión de Kett, llamada así por su líder, Robert
Kett, que tuvo lugar en Norfolk en 1549. No se trató de una peque-
ña escaramuza. En su apogeo, los rebeldes eran 16.000, contaban con
artillería, derrotaron a un ejército del gobierno de 12.000 hombres e

39 Tan identiicado estaba el trabajo asalariado con la esclavitud que los que defendían la igualdad
(levellers) excluían a los trabajadores asalariados del voto, ya que no los consideraban lo suicientemente
independientes de sus empleadores como para poder votar. «¿Por qué una persona libre habría de
esclavizarse a sí misma?» preguntaba El Zorro, un personaje en Mother Hubbard’s Tale, de Edmund
Spenser (1591). Por su parte Gerrard Winstanley, el líder de los «cavadores» (diggers), declaró que no había
diferencia entre vivir con el enemigo y vivir con un hermano si se trabaja por un salario (Hill, 1975).
40 Herzog (1989: 45-52). La bibliografía sobre vagabundos es abundante. Entre los libros más
importantes sobre este tema están A. Beier (1974) y Poverty, A History (1994) de B. Geremek.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 109

incluso tomaron Norwich, que en ese momento era la segunda ciudad


más grande de Inglaterra.41 También habían escrito un programa que, de
haberse puesto en práctica, habría controlado el avance del capitalis-
mo agrario y eliminado todos los vestigios del poder feudal en el país.
Consistía en veintinueve demandas que Kett, un granjero y curtidor,
presentó al «Lord Protector». La primera era que «a partir de ahora
ningún hombre volverá a cercar». Otros artículos exigían que las rentas
se redujeran a los valores que habían prevalecido sesenta y cinco años
antes, que «todos los poseedores de títulos pudieran disfrutar de los be-
neicios de todos los campos comunes» y que «todos los hombres escla-
vizados fueran liberados, pues Dios hizo a todos libres con su preciado
derramamiento de sangre» (Fletcher, 1973: 142-44). Estas demandas
fueron puestas en práctica. En todo Norfolk, los setos que formaban los
cercos fueron arrancados y sólo cuando atacó otro ejército del gobierno
los rebeldes se detuvieron. Tres mil quinientos fueron asesinados en la
masacre que vino a continuación. Otros cientos fueron heridos. Kett y
su hermano William fueron colgados fuera de las murallas de Norwich.
Sin embargo, las luchas contra los cercos continuaron en la época de
Jacobo I con un notable aumento de la presencia de mujeres.42 Durante
su reinado, alrededor de un 10 % de los motines contra los cercos inclu-
yeron a mujeres entre los rebeldes. Algunas protestas eran enteramente
femeninas. En 1607, por ejemplo, treinta y siete mujeres, lideradas por
una tal «Capitán Dorothy», atacaron a los mineros del carbón que tra-
bajaban en lo que las mujeres decían que eran los campos comunes de
la aldea en horpe Moor (Yorkshire). Cuarenta mujeres fueron a «de-
rribar las verjas y setos» de un cercamiento en Waddingham (Lincolns-
hire) en 1608; y en 1609, en un feudo de Dunchurch (Warwickshire)

41 Fletcher (1973: 64-77); Cornwall (1977: 137-241); Beer (1982: 82-139). A comienzos del siglo
XVI la pequeña aristocracia rural participó en muchos motines, utilizando el odio popular hacia
los cercos, las adquisiciones y las reservas para saldar las disputas con sus superiores. Pero después
de 1549 «disminuyó la capacidad dirigente de la aristocracia en las querellas sobre los cercos y los
pequeños propietarios o los artesanos y quienes trabajaban en la industria artesanal doméstica
tomaron la iniciativa en la dirección de las protestas agrarias» (Manning, 1988: 312). Manning
describe al «forastero» como víctima típica de un motín contra los cercos. «Los comerciantes que
intentaban comprar su ingreso en la aristocracia terrateniente eran particularmente vulnerables
a los motines contra los cercos, igual que los granjeros que arrendaban la tierra. En 24 de los
75 casos de la Corte de la Cámara de la Estrella, estos motines se dirigieron contra los nuevos
propietarios y los granjeros. Otros seis casos incluían terratenientes absentistas, un peril muy
semejante» (Manning 1988: 50).
42 Manning (1988: 96-7, 114-16, 281); Mendelson y Crawford (1998).
110 Calibán y la bruja

«quince mujeres, incluidas esposas, viudas, solteronas, hijas solteras y


sirvientas se reunieron por su cuenta para desenterrar los setos y tapar
las zanjas» (ibidem: 97). Nuevamente, en York, en mayo de 1624, las
mujeres destruyeron un cerco y fueron por ello a prisión —se decía que
«habían disfrutado del tabaco y la cerveza después de su hazaña» (Fra-
ser, 1984: 225-26). Más tarde, en 1641, la muchedumbre que irrumpió
en un pantano cercado en Buckden estaba formada fundamentalmente
por mujeres ayudadas por muchachos jóvenes (ibidem). Éstos son sólo
algunos ejemplos de una confrontación en la que mujeres portando
horquetas y guadañas se resistieron al cercamiento de la tierra o al dre-
naje de pantanos cuando su modo de vida estaba amenazado.
Esta fuerte presencia femenina ha sido atribuida a la creencia de que
las mujeres estaban por encima de la ley, «cubiertas» legalmente por sus
maridos. Incluso los hombres, se dice, se vestían como mujeres para
arrancar las vallas. Pero esta explicación no puede ser llevada muy lejos,
ya que el gobierno no tardó en eliminar este privilegio y comenzó a
arrestar y encarcelar a las mujeres que participaban en los motines con-
tra los cercos.43 Por otra parte, no debemos presuponer que las mujeres
no tenían sus propios intereses en la resistencia a la expropiación de la
tierra. Todo lo contrario.
Cuando se perdió la tierra y se vino abajo la aldea, las mujeres fue-
ron quienes más sufrieron. Esto se debe en parte a que para ellas era
mucho más difícil convertirse en vagabundos o trabajadores migrantes:
una vida nómada las exponía a la violencia masculina, especialmente
en un momento en el que la misoginia estaba en aumento. Las mujeres
también eran menos móviles debido a los embarazos y el cuidado de
los niños, un hecho pasado por alto por los investigadores que consi-
deran que la huida de la servidumbre (a través de la migración u otras
formas de nomadismo) es la forma paradigmática de lucha. Las mujeres
tampoco podían convertirse en soldados a sueldo, a pesar de que algu-
nas se unieron a los ejércitos como cocineras, lavanderas, prostitutas

43 La creciente presencia de las mujeres en los levantamientos contra los cercos venía inluida por
la creencia popular de que la ley «no regía» para las mujeres y de que éstas podían allanar los setos
con impunidad (Mendelson y Crawford, 1998: 386-87). Pero la Corte de la Cámara de la Estrella
hizo todo lo posible para desengañar a la población sobre esta creencia. En 1605, un año después
de la ley sobre la brujería de Jacobo I, la Corte sancionó que «si las mujeres cometen las ofensas
de entrar sin autorización, amotinamiento u otra y se inicia una acción en contra suya y de sus
maridos, ellos pagarán las multas y los daños, aunque la entrada o la ofensa sea cometida sin el
consentimiento de sus maridos» (Manning, 1988: 98).
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 111

Hans Sebald Beham, Mujeres y


Truhanes (c. 1530). Esta imagen
muestra el séquito de mujeres
que solía seguir a los ejércitos,
incluso hasta el campo de batalla.
Las mujeres, incluidas esposas y
prostitutas, se hacían cargo del
cuidado de los soldados. Nótese la
mujer que lleva puesto un bozal.

y esposas;44 pero esta opción desapareció también en el siglo XVII, a


medida que progresivamente se reglamentaban los ejércitos y las mu-
chedumbres de mujeres que solían seguirlos fueron expulsadas de los
campos de batalla (Kriedte, 1983: 55).
Las mujeres también se vieron perjudicadas por los cercamientos
porque tan pronto como se privatizó la tierra y las relaciones monetarias
comenzaron a dominar la vida económica, encontraron mayores dii-
cultades que los hombres para mantenerse, así se las coninó al trabajo

44 Sobre este tema véase, entre otras, Maria Mies (1986).


112 Calibán y la bruja

reproductivo en el preciso momento en que este trabajo se estaba viendo


absolutamente devaluado. Como veremos, este fenómeno, que ha acom-
pañado el cambio de una economía de subsistencia a una monetaria en
cada fase del desarrollo capitalista puede atribuirse a diferentes factores.
Resulta evidente, sin embargo, que la mercantilización de la vida econó-
mica proveyó las condiciones materiales para que esto ocurriera.
Con la desaparición de la economía de subsistencia que había pre-
dominado en la Europa pre-capitalista, la unidad de producción y re-
producción que había sido típica de todas las sociedades basadas en
la producción-para-el-uso llegó a su in; estas actividades se convirtie-
ron en portadoras de otras relaciones sociales al tiempo que se hacían
sexualmente diferenciadas. En el nuevo régimen monetario, sólo la
producción-para-el-mercado estaba deinida como actividad creadora
de valor, mientras que la reproducción del trabajador comenzó a consi-
derarse algo sin valor desde el punto de vista económico, e incluso dejó
de ser considerada un trabajo. El trabajo reproductivo se siguió pagan-
do —aunque a valores inferiores— cuando era realizado para los amos
o fuera del hogar. Pero la importancia económica de la reproducción
de la mano de obra llevada a cabo en el hogar, y su función en la acu-
mulación del capital, se hicieron invisibles, confundiéndose con una
vocación natural y designándose como «trabajo de mujeres». Además,
se excluyó a las mujeres de muchas ocupaciones asalariadas, y en el caso
en que trabajaran por una paga, ganaban una miseria en comparación
con el salario masculino medio.
Estos cambios históricos —que alcanzaron su punto más alto en
el siglo XIX con la creación de la ama de casa a tiempo completo—
redeinieron la posición de las mujeres en la sociedad y en relación a
los hombres. La división sexual del trabajo que apareció con ellos no
sólo sujetó a las mujeres al trabajo reproductivo, sino que aumentó
su dependencia respecto de los hombres, permitiendo al Estado y
a los empleadores usar el salario masculino como instrumento para
gobernar el trabajo de las mujeres. De esta manera, la separación de la
producción de mercancías de la reproducción de la fuerza de trabajo
hizo también posible el desarrollo de un uso especíicamente capita-
lista del salario y de los mercados como medios para la acumulación
de trabajo no remunerado.
Lo que es más importante, la separación entre producción y repro-
ducción creó una clase de mujeres proletarias que estaban tan desposeí-
das como los hombres, pero a diferencia de sus parientes masculinos,
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 113

en una sociedad que estaba cada vez más monetarizada, casi no tenían
acceso a los salarios, siendo forzadas así a la condición de una pobreza
crónica, la dependencia económica y la invisibilidad como trabajadoras.
Como vemos, la devaluación y feminización del trabajo reproducti-
vo fue un desastre también para los hombres trabajadores, pues la deva-
luación del trabajo reproductivo inevitablemente devaluó su producto,
la fuerza de trabajo. No hay duda, sin embargo, de que en la «transición
del feudalismo al capitalismo» las mujeres sufrieron un proceso excep-
cional de degradación social que fue fundamental para la acumulación
de capital y que ésta ha permanecido así desde entonces.
Ante estos hechos, no se puede decir que la separación del trabaja-
dor de la tierra y el advenimiento de una economía monetaria fueran
la culminación de la lucha que habían librado los siervos medievales
para liberarse de la servidumbre. No fueron los trabajadores —mujeres
u hombres— quienes fueron liberados por la privatización de la tierra.
Lo que se «liberó» fue capital, en la misma medida en que la tierra
estaba ahora «libre» para funcionar como medio de acumulación y ex-
plotación, y ya no como medio de subsistencia. Liberados fueron los
terratenientes, que ahora podían cargar sobre los trabajadores la mayor
parte del coste de su reproducción, dándoles acceso a algunos medios
de subsistencia sólo cuando estaban directamente empleados. Cuando
no había trabajo disponible o no era lo suicientemente provechoso,
como por ejemplo en épocas de crisis comerciales o agrarias, podían, en
cambio, ser despedidos y abandonados al hambre.
La separación de los trabajadores de sus medios de subsistencia y su
nueva dependencia de las relaciones monetarias signiicó también que
el salario real podía ahora reducirse, al mismo tiempo que el trabajo
femenino podía devaluarse todavía más con respecto al de los hom-
bres por medio de la manipulación monetaria. No es una coincidencia,
entonces, que tan pronto como la tierra comenzó a privatizarse, los
precios de los alimentos, que durante dos siglos habían permanecido
estancados, comenzaron a aumentar.45

45 Alrededor del año 1600, el salario real en España había perdido un 30 % de su capacidad de compra
con respecto a 1511 (Hamilton, 1965: 280). Sobre la Revolución de los Precios, véase en particular
el trabajo ya clásico de Earl J. Hamilton, American Treassure and the Price Revolution in Spain, 1501-
1650 (1965), que estudia el impacto que tuvieron los metales preciosos americanos; David Hackett
Fischer, en he Great Wave: Price Revolutions and the Rhythms of History (1996), estudia las subidas de
precios desde la Edad Media hasta el presente, particularmente en el capítulo 2 (66-113); y el libro
compilado por Peter Ramsey, he Price Revolution in Sixteenth Century England (1971).
114 Calibán y la bruja

La Revolución de los Precios y la pauperización de la clase traba-


jadora europea

Este fenómeno «inlacionario», llamado la Revolución de los Precios


(Ramsey, 1971) debido a sus devastadoras consecuencias sociales, ha sido
atribuido, tanto por los economistas del momento como posteriores (por
ejemplo Adam Smith) a la llegada del oro y la plata de América, «luyen-
do hacia Europa [a través de España] en una corriente colosal» (Hamil-
ton, 1965: vii). Sin embargo, los precios habían empezado a aumentar
antes de que estos metales comenzaran a circular a través de los mercados
europeos.46 Por otra parte, por sí mismos, el oro y la plata no son capital
y se podrían haber usado para otros ines, por ejemplo para hacer joyas o
cúpulas doradas o para bordar ropas. Si funcionaron como instrumentos
para regular los precios, capaces de transformar incluso el trigo en una
mercancía preciosa, fue porque se insertaron en un mundo capitalista en
desarrollo, en el que un creciente porcentaje de la población —un tercio
en Inglaterra (Laslett, 1971: 53)— no tenía acceso a la tierra y debía
comprar los alimentos que anteriormente había producido, y porque la
clase dominante aprendió a usar el poder mágico del dinero para reducir
los costes laborales. En otras palabras, los precios aumentaron debido al
desarrollo de un sistema de mercado nacional e internacional que alenta-
ba la exportación e importación de productos agrícolas, y porque los co-
merciantes acaparaban mercaderías para luego venderlas a mayor precio.
En Amberes, en septiembre de 1565, «mientras los pobres literalmente
se morían de hambre en las calles», un silo se derrumbó bajo el peso del
grano abarrotado en su interior (Hacket Fischer, 1996: 88).
Fue en estas circunstancias en las que la llegada del tesoro americano
provocó una enorme redistribución de la riqueza y un nuevo proceso
de proletarización.47 Los precios en aumento arruinaron a los pequeños

46 Braudel (1966, Vol. I: 517-24).


47 Así es como resume Peter Kriedte (1983: 54-5) los desarrollos económicos de este periodo:
La crisis agudizó las diferencias de ingreso y propiedad. La pauperización y la proleta-
rización crecieron de forma paralela a la acumulación de riqueza […] Un trabajo sobre
Chippenham, en Cambridgeshire, ha mostrado que las malas cosechas [de finales del
siglo XVI y comienzos del XVII] supusieron un cambio decisivo. Entre 1544 y 1712
las granjas medianas casi habían desaparecido. Al mismo tiempo la proporción de pro-
piedades de 90 acres o más creció del 3 % al 14 %; las casas sin tierra aumentaron del
32 % al 63 %.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 115

granjeros, que tuvieron que renunciar a su tierra para comprar grano


o pan cuando las cosechas no podían alimentar a sus familias, y crea-
ron una clase de empresarios capitalistas que acumularon fortunas
invirtiendo en la agricultura y el préstamo de dinero, siempre en una
época en la que tener dinero era para mucha gente una cuestión de
vida o muerte.48
La Revolución de los Precios provocó también un colapso histórico
en los salarios reales comparable al que ha ocurrido en nuestro tiempo
en África, Asia y América Latina, precisamente en los países que han
sufrido «el ajuste estructural» del Banco Mundial y el Fondo Moneta-
rio Internacional. En 1600, el salario real en España había perdido el
30 % de su poder adquisitivo con respecto a 1511 (Hamilton, 1965:
280), y su colapso fue igual de severo en otros países. Mientras que el

48 Wallerstein (1974, 83); Le Roy Ladurie (1928-1929). El creciente interés de los empresarios
capitalistas en el préstamo fue tal vez el motivo subyacente a la expulsión de los judíos de la
mayoría de las ciudades y países de Europa en los siglos XV y XVI: Parma (1488), Milán (1489),
Ginebra (1490), España (1492) y Austria (1496). Las expulsiones y los pogroms continuaron
durante un siglo más. Hasta que la corriente cambió de rumbo con Rodolfo II, en 1577, para
los judíos se convirtió en ilegal vivir en prácticamente toda Europa occidental. Tan pronto como
el préstamo se convirtió en un negocio lucrativo, esta actividad, antes declarada indigna de un
cristiano, fue rehabilitada, como muestra este diálogo entre un campesino y un rico burgués,
escrito de forma anónima en Alemania alrededor de 1521 (G. Strauss: 110-11):

CAMPESINO: ¿Qué me trae hasta usted? Pues quisiera ver cómo pasa su tiempo.
BURGUÉS: ¿Cómo debería pasar mi tiempo? Estoy aquí sentado contando mi dinero, ¿no lo ves?
CAMPESINO: Dime, burgués, ¿quién te dio tanto dinero que pasas todo tu tiempo contándolo?
BURGUÉS: ¿Quieres saber quién me dio mi dinero? Te lo contaré. Un campesino golpea a
mi puerta y me pide que le preste diez o veinte florines. Le pregunto si posee un terreno de
buenos pastos o un campo lindo para arar. Él dice: «Sí, burgués, tengo una buena pradera y
un buen campo, los dos juntos valen cien florines». Yo le contesto: «¡Excelente! Entrega como
garantía tu pradera y tu campo y si te comprometes a pagar un florín por año como interés,
puedes tener tu préstamo de veinte florines». Contento de oír la buena noticia, el campesino
contesta: «Con gusto te daré esta garantía». «Pero debo decirte», replico, «que si alguna vez
dejas de pagar tu interés a tiempo, tomaré posesión de tu tierra y la haré de mi propiedad».
Y esto no preocupa al campesino, que procede a asignarme su pastura y su campo como
garantía. Yo le presto el dinero y él paga intereses puntualmente durante un año o dos; luego
viene una mala cosecha y pronto se atrasa en sus pagos. Confisco su tierra, lo desalojo y la
pradera y el campo son míos. Y hago esto no sólo con los campesinos, sino también con los
artesanos. Si un tendero es dueño de una buena casa, le presto una suma de dinero por ella
y, antes de que pase mucho tiempo, la casa me pertenece. De esta manera adquiero una gran
cantidad de propiedades y riqueza, y es por eso que paso todo mi tiempo contando mi dinero.
CAMPESINO: ¡Y yo que pensaba que sólo los judíos practicaban la usura! Ahora escucho que
también los cristianos la practican.
BURGUÉS: ¿Usura? ¿Quién habla de usura? Lo que el deudor paga es el interés.
116 Calibán y la bruja

precio de la comida aumentó ocho veces, los salarios sólo se triplicaron


(Hackett Fischer, 1996: 74). Ésta no fue una tarea de la mano invisible
del mercado, sino el producto de una política estatal que impedía a los
trabajadores organizarse, mientras daba a los comerciantes la máxima
libertad con respecto al establecimiento de precios y al movimiento de
mercaderías. Como era de esperar, unas décadas más tarde el salario real
había perdido dos tercios de su poder adquisitivo, tal y como muestran
los cambios que repercutieron en el salario diario de un carpintero in-
glés, expresados en kilos de grano, entre los siglos XIV y XVIII (Slicher
Van Bath, 1963: 327):

AÑOS KILOS DE GRANO


1351-1400 121.8
1401-1450 155.1
1451-1500 143.5
1500-1550 122.4
1551-1600 83.0
1601-1650 48.3
1651-1700 74.1
1701-1750 94.6
1751-1800 79.6

Hicieron falta siglos para que los salarios en Europa regresaran al nivel
que habían alcanzado a inales de la Edad Media. La situación se dete-
rioró hasta tal punto que, en Inglaterra, en 1550, los artesanos varones
tenían que trabajar cuarenta semanas para ganar lo mismo que hubie-
ran obtenido en quince a comienzos de ese siglo. En Francia, los sala-
rios cayeron un 60 % entre 1470 y 1570 (Hackett Fischer, 1996: 78).49

49 En referencia a Alemania, Peter Kriedte (1983: 51-2) escribe: «Una investigación reciente
muestra que, durante las tres primeras décadas del siglo XVI, un trabajador de la construcción
en Augsburgo [Baviera] podía mantener adecuadamente a su mujer y a dos niños con su salario
anual. A partir de ese momento su nivel de vida comenzó a empeorar. Entre 1566 y 1575 y
desde 1585 hasta el estallido de la Guerra de los Treinta Años, su salario ya no podía pagar el
mínimo necesario para la subsistencia de su familia». Sobre el empobrecimiento de la clase obrera
europea provocado por los cercamientos y la Revolución de los Precios, véase también C. Lis &
H. Soly (1979: 72-9), donde afirman que en Inglaterra «entre 1500 y 1600 los precios del grano
aumentaron seis veces, mientras que los salarios aumentaron tres veces. No sorprende que para
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 117

El colapso del salario fue especialmente desastroso para las mujeres.


En el siglo XIV, las mujeres habían recibido la mitad del sueldo de un
hombre por hacer igual trabajo; pero a mediados del siglo XVI estaban
recibiendo sólo un tercio del salario masculino reducido y ya no podían
mantenerse con el trabajo asalariado, ni en la agricultura ni en el sec-
tor manufacturero, un hecho que indudablemente es responsable de la
gigantesca extensión de la prostitución en ese período.50 Lo que siguió
fue el empobrecimiento absoluto de la clase trabajadora, tan extendida
y generalizada que, hacia 1550 y durante mucho más tiempo, los traba-
jadores en Europa eran llamados simplemente «pobres».
Algunas pruebas de esta dramática pauperización se pueden encon-
trar en las transformaciones de la dieta de los trabajadores. La carne
desapareció de sus mesas, con excepción de unos pocos chicharrones,
como también la cerveza y el vino, la sal y el aceite de oliva (Braudel,
1973: 127-ss; Le Roy Ladurie, 1974). Del siglo XVI al XVIII, la dieta
de los trabajadores consistió fundamentalmente en pan, el principal
gasto de su presupuesto, lo que representaba un retroceso histórico
(más allá de lo que pensemos sobre las normas alimentarias) compara-
do con la abundancia de carne que había caracterizado a la Baja Edad
Media. Peter Kriedte escribe que en aquella época, el «consumo anual
de carne había alcanzado la cifra de 100 kilos por persona, una cantidad
increíble incluso para los estándares de hoy en día. Hasta el siglo XIX
esta cifra cayó hasta menos de veinte kilos» (Kriedte, 1983: 52). Brau-
del también habla del inal de la «Europa carnívora», tomando como
testigo al suabo Heinrich Muller quien, en 1550, decía que:

[…] en el pasado se comía diferente en la casa del campesino. Entonces, había


abundancia de carne y alimentos todos los días; las mesas en las ferias y
fiestas aldeanas se hundían bajo su peso. Hoy todo ha cambiado verdade-
ramente. En estos años, en realidad, qué época calamitosa, y ¡qué precios!
Y la comida de los campesinos que están mejor es casi peor que la previa
de jornaleros y ayudantes.

Francis Bacon los trabajadores y los campesinos no fueran otra cosa que “mendigos que van de
puerta en puerta”». En Francia, en la misma época, la capacidad de compra de campesinos y
trabajadores asalariados cayó un 45 %. «En Castilla la Nueva […] trabajo asalariado y pobreza
eran considerados sinónimos» (ibidem: 72-4).
50 Sobre el crecimiento de la prostitución en el siglo XVI veáse Nickie Roberts (1992), Whores in
History: Prostitution in Western Society.
118 Calibán y la bruja

La Revolución de los Precios y la caída del salario real, 1480-1640. La Revolución


de los Precios provocó un colapso histórico en el salario real. En apenas unas
décadas, el salario real perdió dos tercios de su capacidad de compra y no regresó
al nivel que había alcanzado en el siglo XV, hasta el siglo XIX (Phelps-Brown y
Hopkins, 1981).
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 119

Las consecuencias sociales de la Revolución de los Precios vienen reveladas en estos


gráficos, que indican, respectivamente, el alza de precio del grano en Inglaterra entre
1490 y 1650, el alza concomitante de los precios y los crímenes contra la propiedad
en Essex (Inglaterra) entre 1566 y 1622 y el descenso de la población medida en
millones en Alemania, Austria, Italia y España entre 1500 y 1750.
120 Calibán y la bruja

No sólo desapareció la carne, sino que también los periodos de escasez


de alimentos se hicieron corrientes, agravados aún más cuando la co-
secha era mala. En esos momentos, las escasas reservas de grano hacían
que el precio se pusiera por las las nubes, condenando al hambre a los
habitantes de la ciudad (Braudel, 1966, Vol. I: 328). Esto es lo que ocu-
rrió en las décadas de hambruna de 1540 y 1550, y nuevamente en las
de 1580 y 1590, que fueron de las peores en la historia del proletariado
europeo, coincidiendo con disturbios generalizados y una cantidad ré-
cord de juicios a brujas. Pero la desnutrición también era endémica en
épocas normales; la comida adquirió así un alto valor simbólico como
indicador de privilegio. El deseo de comida entre los pobres alcanzó una
magnitud épica, inspirando sueños de orgías pantagruélicas —como las
que describe Rabelais en Gargantúa y Pantagruel (1522)— y causando
obsesiones de pesadilla, como la convicción, difundida entre los agri-
cultores del Nordeste italiano, de que las brujas merodeaban el campo
por la noche para alimentarse del ganado (Mazzali, 1988).
Efectivamente, la Europa que se preparaba para convertirse en el
prometeico motor del mundo, probablemente llevando a la humani-
dad hasta nuevas cotas tecnológicas y culturales, se convirtió en un
lugar donde la gente nunca tenía lo suiciente para comer. La comida
pasó a ser un objeto de deseo tan intenso que se creía que los pobres
vendían su alma al Diablo para que les ayudase a conseguir alimentos.
Europa también era un lugar donde, en tiempos de mala cosecha, la
gente del campo comía bellotas, raíces salvajes o cortezas de árboles, y
multitudes erraban por los campos llorando y gimiendo, «tanto hambre
tenían que podían devorar las judías en los campos» (Le Roy Ladurie,
1974); o invadían las ciudades para beneiciarse de la distribución de
grano o para atacar las casas y graneros de los ricos quienes, por su
parte, corrían a conseguir armas y cerrar las puertas de la ciudad para
mantener a los hambrientos afuera (Heller, 1986: 56-63).
Que la transición al capitalismo inauguró un largo periodo de ham-
bre para los trabajadores en Europa —que muy posiblemente terminó
debido a la expansión económica producida por la colonización— es
algo que queda demostrado porque, mientras que en los siglos XIV y
XV la lucha de los trabajadores se había centrado en la demanda de más
«libertad» y menos trabajo, en los siglos XVI y XVII los trabajadores
fueron espoleados por el hambre y protagonizaron ataques a panaderías
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 121

y graneros, y motines contra la exportación de cultivos locales.51 Las


autoridades describían a quienes participaban en estos ataques como
«inútiles», «pobres» y «gente humilde», pero la mayoría eran artesanos
que vivían de forma muy precaria en estos momentos.
Las mujeres eran quienes por lo general iniciaban y lideraban las
revueltas por la comida. En la Francia del siglo XVII, seis de los treinta
y un motines de subsistencia estudiados por Ives-Marie Bercé los per-
petraron exclusivamente mujeres. En los demás, la presencia femenina
era tan maniiesta que Bercé los llama «motines de mujeres».52 Al co-
mentar este fenómeno, en relación a la Inglaterra del siglo XVIII, Sheila
Rowbotham concluyó que las mujeres se destacaron en este tipo de
protesta por su papel como cuidadoras de sus familias. Pero las mujeres
también fueron las más arruinadas por los altos precios ya que, al tener
menos acceso al dinero y al empleo que los hombres, dependían más
de la comida barata para sobrevivir. Por esta razón, a pesar de su con-
dición subordinada, rápidamente salían a la calle cuando los precios de
la comida aumentaban o cuando se difundía el rumor de que alguien
iba a sacar de la ciudad el suministro de grano. Así ocurrió durante el
levantamiento de Córdoba de 1652, que dio comienzo «temprano en la
mañana […] cuando una pobre mujer anduvo sollozando por las calles
del barrio pobre, llevando el cuerpo de su hijo que había muerto de
hambre» (Kamen, 1971: 364). Lo mismo sucedió en Montpellier en 1645,

51 Manning (1988); Fletcher (1973); Cornwall (1977); Beer (1982); Bercé (1990); Lombardini (1983).
52 Kamen (1971), Bercé (1990, 169-79); Underdown (1985). Como comenta David Underdown
(1985: 117):

El papel prominente de las mujeres amotinadas [por la comida] ha sido comentado con
frecuencia. En Southampton, en 1608, un grupo de mujeres se negó a esperar mientras
la corporación debatía qué hacer con un barco que estaba siendo cargado con destino
a Londres; lo abordaron y tomaron posesión de la carga. Se supone que las mujeres
fueron probablemente las amotinadas en el incidente en Weymouth en 1622, mientras
que en Dorchester en 1631 un grupo (algunos de ellos internos de una casa de trabajo)
detuvieron una carreta creyendo erróneamente que contenía trigo; uno de ellos se quejó
de un comerciante local que «despachó por mar los mejores frutos de la tierra, incluido
manteca, queso, trigo, etc».

Sobre la presencia de las mujeres en los motines alimentarios véase también Sara Mendelson y
Patricia Crawford (1998), que escriben que «las mujeres jugaron un papel preponderante en los
motines por el grano [en Inglaterra]». Por ejemplo, «en Maldon, en 1629, una muchedumbre
de más de cien mujeres y niños abordaron los barcos para evitar que el grano fuera despachado».
Eran liderados por una tal «Capitana Ann Carter, que luego fue juzgada y colgada» por conducir
la protesta (ibidem: 385-86).
122 Calibán y la bruja

Familia de vagabundos.
Lucas van Leyden
(1520). Grabado.

cuando las mujeres salieron a las calles «a proteger a sus hijos del ham-
bre» (ibidem: 356). En Francia, las mujeres cercaban las panaderías si
estaban convencidas de que el grano iba a ser malversado, o descubrían
que los ricos habían comprado el mejor pan y el que quedaba era más
liviano o más caro. Muchedumbres de mujeres pobres se reunían en los
tenderetes de los panaderos exigiendo pan y acusándoles de esconder
sus provisiones. Las revueltas estallaban también en las plazas donde
tenían lugar los mercados de grano, o en las rutas que tomaban los
carros con maíz para la exportación y «en las orillas de los ríos donde
[…] los barqueros eran avistados cargando las bolsas. En estas ocasiones
los amotinados emboscaban los carros […] con horquetas y palos […]
los hombres cogían las bolsas, las mujeres llevaban en sus polleras tanto
grano como podían» (Bercé, 1990: 171-73).
La lucha por la comida se llevó a cabo también por otros medios,
tales como la caza furtiva, el robo a los campos o casas vecinas y los
ataques a las casas de los ricos. En Troyes, en 1523, se extendió el rumor
de que los pobres habían prendido fuego a las casas de los ricos, prepa-
rándose para invadirlos (Heller, 1986: 55-6). En Malinas, en los Países
Bajos, las casas de los especuladores fueron marcadas con sangre por
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 123

campesinos furiosos (Hackett Fischer, 1996: 88). No sorprende que los


«delitos por comida» ocuparan un lugar preponderante en los procedi-
mientos disciplinarios de los siglos XVI y XVII. Un ejemplo es la recu-
rrencia del tema del «banquete diabólico» en los juicios por brujería, lo
que sugiere que darse un festín de cordero asado, pan blanco y vino era
ahora considerado un acto diabólico si lo hacía «gente común». Pero
los principales pertrechos que los pobres tenían a su disposición en su
lucha por la supervivencia eran sus propios cuerpos famélicos, como en
las épocas en que las hordas de vagabundos y mendigos rodeaban a los
más acomodados, medio muertos de hambre y enfermos, empuñando
sus armas, mostrándoles sus heridas y forzándoles a vivir atemorizados
frente a la posibilidad tanto de contaminación como de levantamiento.
«No se puede caminar por la calle o detenerse en una plaza —escribía
un hombre de Venecia a mediados del siglo XVII— sin que las mul-
titudes lo rodeen a uno pidiendo caridad: se ve el hambre escrito en
sus rostros, sus ojos como anillos sin gema, el estado lamentable de sus
cuerpos cuyas pieles tienen la forma de sus huesos» (ibidem: 88). Un
siglo más tarde, la escena en Florencia era la misma. «Era imposible oír
misa», se quejaba un tal G. Balducci, en abril de 1650, «hasta ese punto
era uno interrumpido durante el servicio por los condenados, desnudos
y cubiertos de úlceras» (Braudel, 1966, Vol. II: 734-35).53

La intervención estatal en la reproducción del trabajo: la asistencia


a los pobres y la criminalización de los trabajadores

La lucha por la comida no era el único frente en la batalla contra la


difusión de las relaciones capitalistas. En todas partes, masas de gente
se resistían a la destrucción de sus anteriores formas de existencia, lu-
chando contra la privatización, la abolición de los derechos consuetu-
dinarios, la imposición de nuevos impuestos, la dependencia del salario

53 Los comentarios de un médico en la ciudad italiana de Bérgamo durante la hambruna de 1630


tenían un tono similar:

El odio y el terror engendrados por una muchedumbre enloquecida de personas medio


muertas, que asedia a la gente en las calles, en las plazas, en las iglesias, en las puertas de
las casas, que hace la vida intolerable, además del hedor inmundo que emana de ellos y
el espectáculo constante de los moribundos […] sólo puede creerlo alguien que lo haya
experimentado. (Citado por Carlo M. Cipolla, 1993: 129)
124 Calibán y la bruja

y la presencia permanente de los ejércitos en sus vecindarios, hecho tan


odiado que la gente corría a cerrar las puertas de las ciudades para evitar
que los soldados se asentaran a vivir entre ellos.
En Francia, se produjeron mil «emociones» (levantamientos) entre
la década de 1530 y la de 1670; muchas involucraron provincias ente-
ras e hicieron necesaria la intervención de las tropas (Goubert, 1986:
205). Inglaterra, Italia y España presentan una imagen similar,54 lo que
indica que el mundo precapitalista de la aldea, que Marx desvalorizó
llamándola «idiotez rural», pudo producir un nivel de luchas tan eleva-
do como cualquiera que haya librado el proletariado industrial.
En la Edad Media, la migración, el vagabundeo y el aumento de los
«crímenes contra la propiedad» eran parte de la resistencia a la pobreza
y a la desposesión; y estos fenómenos alcanzaron proporciones masivas.
En todas partes —si damos crédito a las quejas de las autoridades del
momento— los vagabundos pululaban, cambiaban de ciudad, cruzaban
fronteras, dormían en los pajares o se apiñaban en las puertas de las
ciudades —una vasta humanidad que participaba en su propia diáspo-
ra, que durante décadas escapó al control de las autoridades. Sólo en
Venecia había seis mil vagabundos en 1545. «En España los vagabun-
dos llenaban completamente los caminos y se detenían en cada ciudad»
(Braudel, Vol. II: 740).55 Empezando por Inglaterra, siempre pionera,
los Estados promulgaron nuevas leyes contra el vagabundeo mucho más
severas, que recomendaban la esclavitud y la pena capital en casos de
reincidencia. Pero la represión no fue efectiva y en los siglos XVI y XVII
las rutas europeas continuaron siendo lugares de encuentros y de gran
(con)moción. Por ellas pasaron herejes que escapaban a la persecución,
soldados dados de baja, trabajadores y otra «gente humilde» en busca de
empleo, y más adelante artesanos extranjeros, campesinos desplazados,
prostitutas, vendedores ambulantes, ladronzuelos, mendigos profesiona-

54 Sobre las protestas en el siglo XVI y XVII en Europa véase The Iron Century (1972), de Henry
Kamen, especialmente el capítulo 10 (331-85), «Popular Rebellion. 1550-1660». Según Kamen
(1972: 336), «La crisis de 1595-1597 tuvo vigencia en toda Europa, con repercusiones en Inglaterra,
Francia, Austria, Finlandia, Hungría, Lituania y Ucrania. Probablemente nunca antes en la historia
de Europa coincidieron tantas rebeliones en el tiempo». Se produjeron rebeliones en Nápoles en
1595, 1620, 1647 (ibidem: 334-35, 350, 361-63). En España, las rebeliones estallaron en 1640 en
Cataluña, en Granada en 1648, en Córdoba y Sevilla en 1652. Sobre los amotinamientos y rebeliones
en Inglaterra en los siglos XVI y XVII, véase Cornwall (1977), Underdown (1985) y Manning
(1988). Sobre las revueltas en España e Italia, véase también Braudel (1976, Vol. II: 738-39).
55 Sobre el vagabundeo en Europa, además de Beier y Geremek, veáse Braudel (1976, T. II: 739-
43); Kamen (1972: 390-94).
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 125

Vagabundo siendo azotado por las calles.

les. Por las rutas de Europa pasaron especialmente los relatos, historias
y experiencias de un proletariado en desarrollo. Mientras tanto, la
criminalidad también se intensiicó, hasta el punto de que podemos
suponer que una recuperación y reapropiación de la riqueza comunal
estaba en camino.56
Hoy, estos aspectos de la transición al capitalismo pueden parecer
(al menos para Europa) cosas del pasado o —como Marx dice en los
Grundrisse (1973: 459)— «precondiciones históricas» del desarrollo ca-
pitalista, que serían superadas por formas más maduras del capitalismo.
Pero la similitud fundamental entre estos fenómenos y las consecuencias
sociales de la nueva fase de globalización de la que hoy somos testigos
nos dicen algo distinto. El empobrecimiento, las rebeliones y la escalada

56 Sobre el aumento de delitos contra la propiedad después de la Revolución de los Precios véase
el gráfico de la p. 119. Veáse Richard J. Evans (1996: 35); Kamen (1972: 397-403); y Lis y Soly
(1984). Lis y Soly (1984: 218), escriben que «los datos disponibles sugieren que en Inglaterra la
criminalidad total aumentó de forma marcada en los periodos isabelino y estuardo, especialmente
entre 1590 y 1620».
126 Calibán y la bruja

«criminal» son elementos estructurales de la acumulación capitalista, en


la misma medida en que el capitalismo debe despojar a la fuerza de tra-
bajo de sus medios de reproducción para imponer su dominio.
El hecho de que, en las regiones europeas que durante el siglo XIX
emprendieron la industrialización, las formas más extremas de miseria
y rebeldía proletaria hayan desaparecido no es una prueba en contra de
esta airmación. La miseria y la rebeldía proletarias no terminaron allí;
sólo disminuyeron hasta el punto de que la super-explotación de los
trabajadores tuvo que ser exportada, primero a través de la institucio-
nalización de la esclavitud y luego a través de la permanente expansión
del dominio colonial.
En cuanto al periodo de «transición», en Europa siguió siendo una
etapa de intenso conlicto social, preparando el terreno para un con-
junto de iniciativas estatales que, a juzgar por sus efectos, tuvieron tres
objetivos principales: a) crear una fuerza de trabajo más disciplinada; b)
distender el conlicto social y c) ijar a los trabajadores en los trabajos
que se les habían impuesto. Detengámonos en cada uno de ellos.
Mientras se perseguía el disciplinamiento social, se lanzó un ataque
contra todas las formas de sociabilidad y sexualidad colectivas, inclui-
dos deportes, juegos, danzas, funerales, festivales y otros ritos grupales
que alguna vez habían servido para crear lazos y solidaridad entre los
trabajadores. Éstas fueron sancionadas por un diluvio de leyes, veinti-
cinco en Inglaterra sólo para la regulación de tabernas, entre 1601 y
1606 (Underdown, 1985: 47-8). En su trabajo sobre este aspecto, Peter
Burke (1978) ha explicado este proceso como una campaña contra la
«cultura popular».
No obstante, lo que estaba en juego era la desocialización o des-
colectivización de la reproducción de la fuerza de trabajo, así como el
intento de imponer un uso más productivo del tiempo libre. En Ingla-
terra, este proceso alcanzó su punto culminante con la llegada al poder
de los puritanos después de la Guerra Civil (1642-1649), cuando el
miedo a la indisciplina social dio lugar a la prohibición de las reuniones
y festejos proletarios. Pero la «reforma moral» fue igualmente intensa
en las regiones no-protestantes, en donde, en el mismo periodo, las
procesiones religiosas reemplazaron al baile y la danza que se habían
venido realizando dentro y fuera de las iglesias. Incluso se privatizó la
relación del individuo con Dios: en las regiones protestantes, a través de
la institución de una relación directa entre el individuo y la divinidad; y
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 127

en las regiones católicas, con la introducción de la confesión individual.


La Iglesia misma, en tanto centro comunitario, dejó de ser la sede de
cualquier actividad que no estuviera relacionada con el culto. Como
resultado, el cercamiento físico ejercido por la privatización de la tierra
y los cercos de las tierras comunes fue ampliado por medio de un pro-
ceso de cerramiento social, el desplazamiento de la reproducción de los
trabajadores del campo abierto al hogar, de la comunidad a la familia,
del espacio público (la tierra en común, la iglesia) al privado.57
En segundo lugar, entre 1530 y 1560 se introdujo un sistema de
asistencia pública en al menos sesenta ciudades europeas, tanto por ini-
ciativa de las municipalidades locales como por intervención directa del
Estado central.58 Todavía se debate acerca de sus objetivos precisos. Si
bien buena parte de la bibliografía sobre la cuestión explica la introduc-
ción de la asistencia pública como una respuesta a la crisis humanitaria
que puso en peligro el control social, el académico marxista francés
Yann Moulier Boutang, en su vasto estudio sobre el trabajo forzado,
insiste en que su principal objetivo fue «la gran ijación» de los trabaja-
dores, es decir, el intento de evitar su éxodo/huida del trabajo.59
En todo caso, la introducción de la asistencia pública fue un mo-
mento decisivo en la mediación estatal entre los trabajadores y el capi-
tal, así como en la deinición de la función del Estado. Fue el primer
reconocimiento de la insostenibilidad de un sistema capitalista que se
regía exclusivamente por medio del hambre y del terror. Fue también el

57 En Inglaterra, entre los momentos de socialidad y reproducción colectiva que fueron


aniquilados con la pérdida de los campos abiertos y las tierras comunes, se encontraban las
procesiones primaverales organizadas con el fin de bendecir los campos —y que no se pudieron
seguir haciendo una vez fueron vallados— y las danzas que se realizaban alrededor del Árbol de
Mayo el primer día de este mes (Underdown, 1985).
58 Lis y Soly (1979: 92). Sobre la institución de la asistencia pública, véase Geremek (1994),
Poverty. A History, especialmente el capítulo 4 (142-77): «La reforma de la caridad».
59 Yann Moulier Boutang, De L’eclavage au salariat (1998: 291-93). Sólo coincido parcialmente
con este autor cuando argumenta que la «ayuda a los pobres» no era tanto una respuesta a la miseria
producida por la expropiación de la tierra y la inflación de los precios, sino una medida dirigida a
evitar la huida de los trabajadores y crear así un mercado laboral local (1998). Como ya mencioné,
Moulier Boutang pone demasiado énfasis en el grado de movilidad que los trabajadores tenían a su
disposición ya que no considera la situación particular de las mujeres. Más aún, resta importancia
al hecho de que la asistencia también fuera el resultado de una lucha —que no puede reducirse
a la huida del trabajo, sino que incluía asaltos, invasiones de ciudades por masas hambrientas de
gente del campo (una constante en Francia en el siglo XVI) y otras formas de ataque. No es una
coincidencia que, en este contexto, Norwich, centro de la rebelión de Kett, se convirtiera, poco
después de su derrota, en el centro y el modelo de las reformas de la asistencia a los pobres.
128 Calibán y la bruja

primer paso en la construcción del Estado como garante de la relación


entre clases y como el principal supervisor de la reproducción y el dis-
ciplinamiento de la fuerza de trabajo.
Pueden encontrarse antecedentes de esta función en el siglo XIV,
cuando frente a la generalización de las luchas anti-feudales, el Estado
surgió como la única agencia capaz de enfrentarse a una clase trabaja-
dora uniicada regionalmente, armada y que ya no limitaba sus deman-
das a la economía política del feudo. En 1351, con la aprobación del
Estatuto de los Trabajadores en Inglaterra, que ijó el salario máximo,
el Estado se había hecho cargo formalmente de la regulación y la
represión del trabajo, que los señores locales ya no eran capaces de
garantizar. Pero fue con la introducción de la asistencia pública como
el Estado comenzó a atribuirse la «propiedad» de la mano de obra, al
tiempo que se instituía una «división del trabajo» capitalista entre la clase
dominante, que permitía a los empleadores renunciar a cualquier respon-
sabilidad en la reproducción de los trabajadores, con la certeza de que
el Estado intervendría, ya fuera con la zanahoria o con el garrote, para
encarar las inevitables crisis. Con esta innovación, se produjo también un
salto en la administración de la reproducción social, con la introducción
de registros demográicos (organización de censos, registro de las tasas de
mortalidad, natalidad, matrimonios) y la aplicación de la contabilidad a
las relaciones sociales. Un caso ejemplar es el de los administradores del
Bureau des Pauvres en Lyon (Francia), que al inales del siglo XVI habían
aprendido a calcular la cantidad de pobres y la cantidad de comida que
necesitaba cada niño o adulto y a llevar la cuenta de los difuntos, para
asegurarse de que nadie pudiera reclamar asistencia en el nombre de una
persona muerta (Zemon Davis, 1968: 244-46).
Además de esta nueva «ciencia social», se desarrolló también un
debate internacional sobre la administración de la asistencia pública
que anticipaba el actual debate sobre las prestaciones sociales. ¿Debía
asistirse solamente a los incapacitados para trabajar, señalados como los
«pobres que merecen», o también debían recibir ayuda los trabajadores
«sanos» que no podían encontrar trabajo? ¿Y cuánto o cuán poco se les
debía dar para no desalentarlos en la búsqueda de trabajo? En la me-
dida en que un objetivo fundamental de la ayuda pública fue anclar a
los trabajadores a sus empleos, estas preguntas fueron cruciales desde el
punto de vista de la disciplina social. Pero en estos asuntos rara vez se
podía alcanzar consenso.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 129

Mientras los reformadores humanistas como Juan Luis Vives60 y los


voceros de los burgueses ricos reconocían los beneicios económicos y
disciplinarios de una distribución de la caridad más liberal y centrali-
zada (aunque sin exceder la distribución de pan), una parte del clero se
opuso enérgicamente a la prohibición de las donaciones individuales.
En cualquier caso, la asistencia, por medio de todas las diferencias de
sistemas y opiniones, se administraba con tal tacañería que el conlicto
que generaba era tan grande como el apaciguamiento. A los asistidos les
molestaban los rituales humillantes que se les imponían, como llevar la
«marca de la infamia» (reservada previamente para leprosos y judíos),
o participar (en Francia) en las procesiones anuales de pobres, en las
que tenían que desilar cantando himnos y portando velas. Y siempre
protestaban vehementemente cuando las limosnas no se distribuían a
tiempo o eran inadecuadas a sus necesidades. En respuesta, en algu-
nas ciudades francesas, se erigieron horcas durante las distribuciones de
comida o cuando se les pedía a los pobres trabajar por la comida que
recibían (Zemon Davis, 1968: 249). En Inglaterra, a medida que avan-
zaba el siglo XVI, la recepción de asistencia pública —también para
los niños y ancianos— se condicionó al encarcelamiento de quienes la
recibían en «casas de trabajo», donde fueron sujetos a la experimenta-
ción de distintas estafas laborales.61 Como resultado, a inales de siglo,
el ataque a los trabajadores que había comenzado con los cercamientos
y la Revolución de los Precios, condujo a la criminalización de la clase
trabajadora, es decir, a la formación de un vasto proletariado que era o
bien encarcelado en las recién construidas casas de trabajo y de correc-
ción, o bien se veía forzado a sobrevivir fuera de la ley y en contra del
Estado —siempre a un paso del látigo y de la soga.

60 El humanista español Juan Luis Vives, conocedor de los sistemas de alivio a los pobres de
Flandes y España, era uno de los principales partidarios de la caridad pública. En su De Subvention
Pauperum (1526) sostuvo que «la autoridad secular, no la Iglesia, debe ser responsable de la ayuda
a los pobres» (Geremek, 1994: 187). Vives recalcó que las autoridades debían encontrar trabajo
para los sanos, insistiendo en que «los licenciosos, los deshonestos, los que roban y los ociosos
deben recibir el trabajo más pesado y peor pagado a fin de que su ejemplo sirva para disuadir a
los otros» (ibidem).
61 El principal trabajo sobre el surgimiento de las casas de trabajo y de corrección es The Prison
and the Factory: Origins of the Penitentiary System (1981), de Dario Melossi y Massimo Pavarini.
Estos autores señalan que el principal objetivo del encarcelamiento era quebrar el sentido de
identidad y solidaridad de los pobres. Véase también Geremek (1994: 206-29). Sobre las estafas
pergeñadas por los propietarios ingleses para encarcelar a los pobres en sus distritos, véase Marx
(1909, T. I: 793), op. cit. Para el caso de Francia, véase Foucault (1967), Historia de la locura en la
Época Clásica, especialmente el capítulo 2 (T. I: 75-125): «El gran encierro».
130 Calibán y la bruja

Desde el punto de vista de la formación de una fuerza de trabajo labo-


riosa, estas medidas fueron un rotundo fracaso y la constante preocupa-
ción por la cuestión de la disciplina social en los círculos políticos de los
siglos XVI y XVII indica que los hombres de Estado y los empresarios
del momento eran profundamente conscientes de ello. Además, la crisis
social que provocaba este estado generalizado de rebelión vino agravada
en la segunda mitad del siglo XVI por una nueva contracción econó-
mica, causada en gran medida por la drástica caída de la población en
la América hispana, después de la conquista, y por el encogimiento de
la economía colonial.

Descenso de la población, crisis económica y disciplinamiento de


las mujeres

En menos de un siglo desde que Colón tocase tierra en el continente


americano, el sueño de los colonizadores de una oferta ininita de tra-
bajo (que tiene ecos en la estimación de los exploradores sobre la exis-
tencia de «una cantidad ininita de árboles» en las selvas americanas) se
hizo añicos.
Los europeos habían traído la muerte a América. Las estimaciones
del colapso poblacional que afectó a la región después de la invasión
colonial varían. Pero los especialistas, de forma casi unánime, compa-
ran sus efectos con un «holocausto americano». De acuerdo con David
Stannard (1992), en el siglo que siguió a la conquista la población cayó
alrededor de 75 millones en Sudamérica, lo que representaba al 95 %
de sus habitantes (1992: 268-305). Ésta es también la estimación de
André Gunder Frank, que escribe que «en menos de un siglo, la pobla-
ción indígena cayó alrededor del 90 % e incluso el 95 % en México,
Perú y otras regiones» (1978: 43). En México, la población disminuyó
«de 11 millones en 1519 a 6,5 millones en 1565 y a unos 2,5 millones
en 1600» (Wallerstein, 1974: 89n). En 1580 «las enfermedades […]
ayudadas por la brutalidad española, habían matado o expulsado a la
mayor parte de la población de las Antillas y las llanuras de Nueva Es-
paña, Perú y el litoral caribeño» (Crosby, 1972: 38) y pronto acabarían
con muchos más en Brasil. El clero explicó este «holocausto» como castigo
de Dios por el comportamiento «bestial» de los indios (Williams, 1986:
138); pero sus consecuencias económicas no fueron ignoradas. Ade-
más, en la década de 1580 la población comenzó a disminuir también
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 131

en Europa occidental y continuó haciéndolo ya entrado el siglo


XVII, alcanzando su pico en Alemania, donde se perdieron un ter-
cio de sus habitantes.62
Con excepción de la Peste Negra (1345-1348), ésta fue una crisis
poblacional sin precedentes, y las estadísticas, verdaderamente atroces,
cuentan sólo una parte de la historia. La muerte cayó sobre «los po-
bres». No fueron principalmente los ricos quienes murieron cuando las
plagas o la viruela arrasaron las ciudades, sino los artesanos, los jorna-
leros y los vagabundos (Kamen, 1972: 32-3). Murieron en tal cantidad
que sus cuerpos empedraban las calles, al tiempo que las autoridades
denunciaban la existencia de una conspiración e instigaban a la pobla-
ción a buscar a los malhechores. Pero por esta disminución de la pobla-
ción se culpó también a la baja tasa de natalidad y a la renuencia de los
pobres a reproducirse. Es difícil decir hasta qué punto esta acusación
estaba justiicada, ya que el registro demográico, antes del siglo XVII,
era bastante dispar. Sabemos, sin embargo, que a inales del siglo XVI
la edad de matrimonio estaba aumentando en todas las clases sociales,
y que en el mismo período la cantidad de niños abandonados —un
fenómeno nuevo— comenzó a crecer. También tenemos las quejas de
los pastores quienes desde el púlpito lanzaban la acusación de que la
juventud no se casaba y no procreaba para no traer más bocas al mundo
de las que podía alimentar.
El pico de la crisis demográica y económica fueron las décadas de
1620 y 1630. En Europa, como en sus colonias, los mercados se con-
trajeron, el comercio se detuvo, se propagó el desempleo y durante un
tiempo existió la posibilidad de que la economía capitalista en desarrollo

62 Mientras Hackett Fischer (1996: 91-2) conecta la disminución de la población en el siglo


XVII en Europa con los efectos sociales de la Revolución de los Precios, Peter Kriedte (1983:
63) presenta una imagen más compleja. Kriedte sostiene que el descenso demográfico fue una
combinación de factores tanto malthusianos como socio-económicos. La disminución fue, para
este autor, una respuesta tanto al incremento poblacional de principios del siglo XVI, como a la
apropiación de una mayor parte del ingreso agrícola.
Una observación interesante a favor de mis argumentos acerca de la conexión entre descenso
demográfico y políticas estatales pro-natalidad ha sido realizada por Robert S. Duplessis (1997:
143), que escribe que la recuperación que siguió a la crisis de población del siglo XVII fue mucho
más rápida que en los años que siguieron a la Peste Negra. Fue necesario un siglo para que la
población comenzara a crecer nuevamente después de la epidemia de 1348, mientras que en el
siglo XVII el proceso de crecimiento fue reactivado en menos de medio siglo. Estas estimaciones
indicarían la presencia en la Europa del siglo XVII de una tasa de natalidad mucho más alta, que
podría atribuirse al feroz ataque a cualquier forma de anticoncepción.
132 Calibán y la bruja

colapsara. La integración entre las economías coloniales y europeas ha-


bía alcanzado un punto donde el impacto recíproco de la crisis aceleró
rápidamente su curso. Ésta fue la primera crisis económica internacio-
nal. Fue una «crisis General», como la han llamado los historiadores
(Kamen, 1972: 307 y sg.; Hackett Fischer, 1996: 91).
Es en este contexto donde el problema de la relación entre trabajo,
población y acumulación de riqueza pasó al primer plano del debate y
de las estrategias políticas con el in de producir los primeros elementos
de una política de población y un régimen de «biopoder».63 La crudeza
de los conceptos aplicados, que a veces confunden «población relativa»
con «población absoluta», y la brutalidad de los medios por los que el
Estado comenzó a castigar cualquier comportamiento que obstruyese
el crecimiento poblacional, no debería engañarnos a este respecto. Lo
que pongo en discusión es que fuese la crisis poblacional de los siglos
XVI y XVII, y no la hambruna en Europa en el XVIII (tal y como ha
sostenido Foucault) lo que convirtió la reproducción y el crecimiento
poblacional en asuntos de Estado y en objeto principal del discurso
intelectual.64 Mantengo además que la intensiicación de la persecución
de las «brujas», y los nuevos métodos disciplinarios que adoptó el Estado
en este periodo con el in de regular la procreación y quebrar el control de
las mujeres sobre la reproducción tienen también origen en esta crisis. Las
pruebas de este argumento son circunstanciales, y debe reconocerse que

63 «Biopoder» es un concepto usado por Foucault en Historia de la Sexualidad: Tomo 1, La


voluntad de saber, 2006 para describir el pasaje de una forma autoritaria de gobierno a una
más descentralizada, basada en el «fomento del poder de la vida» en Europa durante el siglo
XIX. El término «biopoder» expresa la creciente preocupación, a nivel estatal, por el control
sanitario, sexual y penal de los cuerpos de los individuos, así como también la preocupación por
el crecimiento y los movimientos poblacionales y su inserción en el ámbito económico. De
acuerdo con este paradigma, la emergencia del biopoder apareció con el surgimiento del
liberalismo y marcó el fin del Estado jurídico y monárquico.
64 Hago esta distinción, a partir de la discusión de los conceptos foucaultianos de «población» y
«biopoder» del sociólogo canadiense Bruce Curtis. Curtis contrasta el concepto de «población relativa»
(populousness), que se usaba en los siglos XVI y XVII, con la noción de «población absoluta» (population)
que se convirtió en el fundamento de la ciencia moderna de la demografía en el siglo XIX. Curtis
señala que populousness fue un concepto orgánico y jerárquico. Cuando los mercantilistas lo
usaban les preocupaba la parte del cuerpo social que crea riqueza, es decir, trabajadores reales o
potenciales. El concepto posterior de «población» es atomístico. «La población consiste en una
cantidad de átomos indiferenciados distribuidos a través de un espacio y tiempo abstractos» —
escribe Curtis— «con sus propias leyes y estructuras». Lo que sostengo es que hay, no obstante,
una continuidad entre estas dos nociones, ya que tanto en el periodo mercantilista como en el
del capitalismo liberal, la noción de población absoluta ha sido funcional a la reproducción de la
fuerza de trabajo.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 133

otros factores contribuyeron también a aumentar la determinación de


la estructura de poder europea dirigida a controlar de una forma más
estricta la función reproductiva de las mujeres. Entre ellos, debemos
incluir la creciente privatización de la propiedad y las relaciones econó-
micas que (dentro de la burguesía) generaron una nueva ansiedad con
respecto a la cuestión de la paternidad y la conducta de las mujeres.
De forma similar, en la acusación de que las brujas sacriicaban niños
al Demonio —un tema central de la «gran caza de brujas» de los siglos
XVI y XVII— podemos interpretar no sólo una preocupación con el
descenso de la población, sino también el miedo de las clases acauda-
ladas a sus subordinados, particularmente a las mujeres de clase baja
quienes, como sirvientas, mendigas o curanderas, tenían muchas opor-
tunidades para entrar en las casas de los empleadores y causarles daño.
Sin embargo, no puede ser pura coincidencia que al mismo tiempo que
la población caía y se formaba una ideología que ponía énfasis en la
centralidad del trabajo en la vida económica, se introdujeran sanciones
severas en los códigos legales europeos destinadas a castigar a las muje-
res culpables de crímenes reproductivos.
El desarrollo concomitante de una crisis poblacional, una teoría ex-
pansionista de la población y la introducción de políticas que promo-
vían el crecimiento poblacional está bien documentado. A mediados
del siglo XVI, la idea de que la cantidad de ciudadanos determina la
riqueza de una nación se había convertido en algo parecido a un axio-
ma social. «Desde mi punto de vista», escribió el pensador político y
demonólogo francés Jean Bodin, «uno nunca debería temer que haya
demasiados súbditos o demasiados ciudadanos, ya que la fortaleza de
la comunidad está en los hombres» (Commonwealth, Libro VI). El eco-
nomista italiano Giovanni Botero (1533-1617) tenía una posición más
soisticada, que reconocía la necesidad de un equilibrio entre la canti-
dad de población y los medios de subsistencia. Aun así, declaró que «la
grandeza de una ciudad» no dependía de su tamaño físico ni del circui-
to de sus murallas, sino exclusivamente de su cantidad de residentes. El
dicho de Enrique IV de que «la fortaleza y la riqueza de un rey yacen
en la cantidad y opulencia de sus ciudadanos» resume el pensamiento
demográico de la época.65

65 El auge del mercantilismo se produjo durante la segunda mitad del siglo XVII. Su dominio en
la vida económica estuvo asociado a los nombres de William Petty (1623-1687) y Jean Baptiste
Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV. Sin embargo, los mercantilistas de finales del siglo
XVII sólo sistematizaron o aplicaron teorías que habían sido desarrolladas desde el siglo XVI. Jean
134 Calibán y la bruja

La preocupación por el crecimiento de la población puede detectar-


se también en el programa de la Reforma Protestante. Desechando la
tradicional exaltación cristiana de la castidad, los reformadores valori-
zaban el matrimonio, la sexualidad e incluso a las mujeres por su capa-
cidad reproductiva. La mujer es «necesaria para producir el crecimiento
de la raza humana», reconoció Lutero, relexionando que «cualquiera
sean sus debilidades, las mujeres poseen una virtud que anula todas
ellas: poseen una matriz y pueden dar a luz» (King, 1991: 115).
El apoyo al crecimiento poblacional llegó a su clímax con el sur-
gimiento del mercantilismo que hizo de la existencia de una gran
población la clave de la prosperidad y del poder de una nación. Con
frecuencia el mercantilismo ha sido menospreciado por el saber econó-
mico dominante, en la medida en que se trata de un sistema de pensa-
miento rudimentario y en tanto supone que la riqueza de las naciones
es proporcional a la cantidad de trabajadores y los metales preciosos
que éstos tienen a su disposición. Los brutales medios que aplicaron los
mercantilistas para forzar a la gente a trabajar, provocando con hambre
la necesidad de trabajo, han contribuido a su mala reputación, ya que la
mayoría de los economistas desean mantener la ilusión de que el capi-
talismo promueve la libertad y no la coerción. Fue la clase mercantilista
la que inventó las casas de trabajo, persiguió a los vagabundos, «trans-
portó» a los criminales a las colonias americanas e invirtió en la trata de
esclavos, todo mientras airmaba la «utilidad de la pobreza» y declaraba
que el «ocio» era una plaga social. Todavía no se ha reconocido, por lo
tanto, que en la teoría y práctica de los mercantilistas encontramos la
expresión más directa de los requisitos de la acumulación primitiva
y la primera política capitalista que trata explícitamente el problema
de la reproducción de la fuerza de trabajo. Esta política, como he-
mos visto, tuvo un aspecto «intensivo» que consistía en la imposición
de un régimen totalitario que usaba todos los medios para extraer el
máximo trabajo de cada individuo, más allá de su edad y condición.
Pero también tuvo un aspecto «extensivo» que consistía en el esfuerzo
de aumentar el tamaño de la población y de ese modo la envergadura
del ejército y de la fuerza de trabajo.

Bodin en Francia y Giovanni Botero en Italia son considerados economistas proto-mercantilistas.


Una de las primeras formulaciones sistemáticas de la teoría económica mercantilista se encuentra
en England’s Treasure by Forraign Trade (1622), de Thomas Mun.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 135

Como señaló Eli Hecksher, «un deseo casi fanático por incrementar la
población predominó en todos los países durante el periodo, la última
parte del siglo XVII, en el que el mercantilismo estuvo en su apogeo»
(Hecksher, 1966: 158). Al mismo tiempo, se estableció una nueva con-
cepción de los seres humanos en la que éstos eran vistos como recursos
naturales, que trabajaban y criaban para el Estado (Spengler, 1965:
8). Pero incluso antes del auge de la teoría mercantilista, en Francia
e Inglaterra, el Estado adoptó un conjunto de medidas pro-natalistas
que, combinadas con la asistencia pública, formaron el embrión de
una política reproductiva capitalista. Se aprobaron leyes haciendo
hincapié en el matrimonio y penalizando el celibato, inspiradas en las
que adoptó hacia su inal el Imperio Romano con el mismo propósito.
Se le dio una nueva importancia a la familia como institución clave
que aseguraba la transmisión de la propiedad y la reproducción de la
fuerza de trabajo. Simultáneamente, se observa el comienzo del registro
demográico y de la intervención del Estado en la supervisión de la
sexualidad, la procreación y la vida familiar.
Pero la principal iniciativa del Estado con el in de restaurar la pro-
porción deseada de población fue lanzar una verdadera guerra contra
las mujeres, claramente orientada a quebrar el control que habían ejer-
cido sobre sus cuerpos y su reproducción. Como veremos más adelante,
esta guerra fue librada principalmente a través de la caza de brujas que
literalmente demonizó cualquier forma de control de la natalidad y
de sexualidad no-procreativa, al mismo tiempo que acusaba a las mu-
jeres de sacriicar niños al Demonio. Pero también recurrió a una re-
deinición de lo que constituía un delito reproductivo. Así, a partir de
mediados del siglo XVI, al mismo tiempo que los barcos portugueses
retornaban de África con sus primeros cargamentos humanos, todos los
gobiernos europeos comenzaron a imponer las penas más severas a la
anticoncepción, el aborto y el infanticidio.
Esta última práctica había sido tratada con cierta indulgencia en la
Edad Media, al menos en el caso de las mujeres pobres; pero ahora se
convirtió en un delito sancionado con la pena de muerte y castigado
con mayor severidad que los crímenes masculinos.
136 Calibán y la bruja

En Nuremberg, en el siglo XVI, la pena por infanticidio materno era el ahoga-


miento; en 1580, el año en que las cabezas cortadas de tres mujeres convictas
por infanticidio materno fueron clavadas en el cadalso para que las contempla-
ra el público, la sanción fue cambiada por la decapitación. (King, 1991: 10).66

También se adoptaron nuevas formas de vigilancia para asegurar que


las mujeres no terminaran sus embarazos. En Francia, un edicto real de
1556 requería de las mujeres que registrasen cada embarazo y senten-
ciaba a muerte a aquéllas cuyos bebés morían antes del bautismo des-
pués de un parto a escondidas, sin que importase que se las considerase
culpables o inocentes de su muerte. Estatutos similares se aprobaron
en Inglaterra y Escocia en 1624 y 1690. También se creó un sistema de
espías con el in de vigilar a las madres solteras y privarlas de cualquier
apoyo. Incluso hospedar a una mujer embarazada soltera era ilegal, por
temor a que pudieran escapar de la vigilancia pública; mientras que
quienes establecían amistad con ella estaban expuestos a la crítica pú-
blica (Wiesner, 1993: 51-2; Ozment, 1983: 43).
Una de las consecuencia de estos procesos fue que las mujeres co-
menzaron a ser procesadas en grandes cantidades. En los siglos XVI y
XVII en Europa, las mujeres fueron ejecutadas por infanticidio más
que por cualquier otro crimen, excepto brujería, una acusación que
también estaba centrada en el asesinato de niños y otras violaciones a
las normas reproductivas. Signiicativamente, en el caso tanto del in-
fanticidio como de la brujería, se abolieron los estatutos que limitaban
la responsabilidad legal de las mujeres. Así, las mujeres ingresaron en

66 Para una discusión de la nueva legislación contra el infanticidio véase, entre otros, John Riddle
(1997: 163-66); Merry Wiesner (1993: 52-3); y Mendelson y Crawford (1998: 149). Los últimos
escriben que «el infanticidio era un crimen que probablemente fuera cometido más por las mujeres
solteras que por cualquier otro grupo en la sociedad. Un estudio del infanticidio a comienzos del
siglo XVII mostró que de sesenta madres, cincuenta y tres eran solteras, y seis viudas». Las estadísticas
muestran también que el infanticidio se castigaba de forma todavía más frecuente que la brujería.
Margaret King (1991: 10) escribe que en Nuremberg se «ejecutó a catorce mujeres por ese crimen
entre 1578 y 1615, pero sólo a una bruja. Entre 1580 y 1606 el parlamento de Ruan juzgó casi
tantos casos de infanticidio como de brujería, pero castigó el infanticidio con mayor severidad. La
Ginebra calvinista muestra una mayor proporción de ejecuciones por infanticidio que por brujería;
entre 1590 y 1630 nueve mujeres de las once condenadas fueron ejecutadas por infanticidio, en
comparación con sólo una de treinta sospechosas de brujería». Estas estimaciones son confirmadas
por Merry Wiesner (1993: 52), que escribe que «en Ginebra, por ejemplo, 25 de 31 mujeres acusadas
de infanticidio durante el período 1595-1712 fueron ejecutadas, en comparación con 19 de 122
acusadas de brujería». Todavía en el siglo XVIII, hubo mujeres ejecutadas por infanticidio en Europa.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 137

las cortes de Europa, por primera vez a título personal, como adultos
legales, como acusadas de ser brujas y asesinas de niños. La sospecha
que recayó también sobre las parteras en este periodo —y que condujo
a la entrada del doctor masculino en la sala de partos— proviene más
de los miedos de las autoridades al infanticidio que de cualquier otra
preocupación por la supuesta incompetencia médica de las mismas.
Con la marginación de la partera, comenzó un proceso por el cual
las mujeres perdieron el control que habían ejercido sobre la procrea-
ción, reducidas a un papel pasivo en el parto, mientras que los médicos
hombres comenzaron a ser considerados como los verdaderos «dadores
de vida» (como en los sueños alquimistas de los magos renacentistas).
Con este cambio empezó también el predominio de una nueva práctica
médica que, en caso de emergencia, priorizaba la vida del feto sobre
la de la madre. Esto contrastaba con el proceso de nacimiento que las
mujeres habían controlado por costumbre. Y efectivamente, para que
esto ocurriera, la comunidad de mujeres que se reunía alrededor de la
cama de la futura madre tuvo que ser expulsada de la sala de partos, al
tiempo que las parteras eran puestas bajo vigilancia del doctor o eran
reclutadas para vigilar a otras mujeres.

La masculinización de la
práctica médica está retratada
en este diseño inglés que
muestra a un ángel apartando
a una curandera del lecho
de un hombre enfermo. La
inscripción denuncia su
incompetencia. [«Errores
populares o los errores del
pueblo en cuestiones de
medicina» N. de la T.]
138 Calibán y la bruja

Alberto Durero, El Nacimiento


de la Virgen, (1502-1503). El
nacimiento de los niños era uno de
los eventos principales en la vida
de una mujer y una ocasión en
la que se imponía la cooperación
femenina.

En Francia y Alemania, las parteras tenían que convertirse en espías


del Estado si querían continuar su práctica. Se les exigía que informa-
ran sobre todos los nuevos nacimientos, descubrieran los padres de los
niños nacidos fuera del matrimonio y examinaran a las mujeres sospe-
chadas de haber dado a luz en secreto. También tenían que examinar a
las mujeres locales buscando signos de lactancia cuando se encontraban
niños abandonados en los escalones de la iglesia (Wiesner, 1933: 52).
El mismo tipo de colaboración se les exigía a parientes y vecinos. En
los países y ciudades protestantes, se esperaba que los vecinos espiaran
a las mujeres e informaran sobre todos los detalles sexuales relevantes:
si una mujer recibía a un hombre cuando el marido se ausentaba, o si
entraba a una casa con un hombre y cerraba la puerta (Ozment, 1983:
42-4). En Alemania, la cruzada pro-natalista alcanzó tal punto que las
mujeres eran castigadas si no hacían suiciente esfuerzo durante el parto
o mostraban poco entusiasmo por sus vástagos (Rublack, 1996: 92).
El resultado de estas políticas que duraron dos siglos (las mujeres
seguían siendo ejecutadas en Europa por infanticidio a inales del siglo
XVIII) fue la esclavización de las mujeres a la procreación. Si en la Edad
Media las mujeres habían podido usar distintos métodos anticoncepti-
vos y habían ejercido un control indiscutible sobre el proceso del parto,
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 139

a partir de ahora sus úteros se transformaron en territorio político, con-


trolados por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente
puesta al servicio de la acumulación capitalista.
En este sentido, el destino de las mujeres europeas, en el periodo de
acumulación primitiva, fue similar al de las esclavas en las plantaciones
coloniales americanas que, especialmente después del in de la trata de
esclavos en 1807, fueron forzadas por sus amos a convertirse en cria-
doras de nuevos trabajadores. La comparación tiene obviamente serias
limitaciones. Las mujeres europeas no estaban abiertamente expuestas
a las agresiones sexuales, aunque las mujeres proletarias podían ser vio-
ladas con impunidad y castigadas por ello. Tampoco tuvieron que sufrir
la agonía de ver a sus hijos extraídos de su seno y vendidos en remate.
La ganancia derivada de los nacimientos que se les imponían estaba
también mucho más oculta. En este aspecto, la condición de mujer
esclava revela de una forma más explícita la verdad y la lógica de la acu-
mulación capitalista. Pero a pesar de las diferencias, en ambos casos, el
cuerpo femenino fue transformado en instrumento para la reprodución
del trabajo y la expansión de la fuerza de trabajo, tratado como una má-
quina natural de crianza, que funcionaba según unos ritmos que estaban
fuera del control de las mujeres.
Este aspecto de la acumulación primitiva está ausente en el análisis
de Marx. Con excepción de sus comentarios en el Maniiesto Comunista
acerca del uso de las mujeres en la familia burguesa —como produc-
toras de herederos que garantizan la transmisión de la propiedad fami-
liar—, Marx nunca reconoció que la procreación pudiera convertirse
en un terreno de explotación, y al mismo tiempo de resistencia.
Nunca imaginó que las mujeres pudieran resistirse a reproducir, o
que este rechazo pudiera convertirse en parte de la lucha de clases. En
los Grundrisse (1973: 100), sostuvo que el desarrollo capitalista avanza
independientemente de las cantidades de población porque, en virtud
de la creciente productividad del trabajo, el trabajo que explota el ca-
pital disminuye constantemente en relación al «capital constante» (es
decir, el capital invertido en maquinaria y otros bienes), con la conse-
cuente determinación de una «población excedente». Pero esta dinámi-
ca, que Marx (1996, T. 1: 689 y sg.) deine como la «ley de población
típica del modo de producción capitalista», sólo podría imponerse si la
población fuera un proceso puramente biológico, o una actividad que
responde automáticamente al cambio económico, y si el Capital y el
Estado no necesitaran preocuparse por las «mujeres que hacen huelga
140 Calibán y la bruja

de vientres». Esto es, de hecho, lo que Marx supuso. Reconoció que


el desarrollo capitalista ha estado acompañado por un crecimiento en
la población, cuyas causas discutió de forma ocasional. Pero, como
Adam Smith, vio este incremento como un «efecto natural» del desa-
rrollo económico. En el Tomo I de El Capital, contrastó una y otra vez
la determinación de un «excedente de población» con el «crecimiento
natural» de la población. Por qué la procreación debería ser un «hecho
de la naturaleza» y no una actividad social históricamente determina-
da, cargada de intereses y relaciones de poder diversas; se trata de una
pregunta que Marx no se hizo. Tampoco imaginó que los hombres y
las mujeres podrían tener distintos intereses con respecto a tener hijos,
una actividad que él trató como proceso indiferenciado, neutral desde
el punto de vista del género.
En realidad, los cambios en la procreación y en la población están
tan lejos de ser automáticos o «naturales» que, en todas las fases del
desarrollo capitalista, el Estado ha tenido que recurrir a la regulación
y la coerción para expandir o reducir la fuerza de trabajo. Esto es par-
ticularmente cierto en los momentos del despegue capitalista, cuando
los músculos y los huesos del trabajos eran los principales medios de
producción. Pero después —y hasta el presente— el Estado no ha es-
catimado esfuerzos en su intento de arrancar de las manos femeninas

La prostituta y el soldado.
Con frecuencia viajando con
los campamentos militares, las
prostitutas cumplían la función
de esposa para los soldados
y otros proletarios, lavando y
cocinando para los hombres
a quienes cuidaba además de
proveerles servicios sexuales.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 141

el control de la reproducción y la determinación de qué niños deberían


nacer, dónde, cuándo o en qué cantidad. Como resultado, las mujeres
han sido forzadas frecuentemente a procrear en contra de su voluntad,
experimentando una alienación con respecto a sus cuerpos, su «trabajo»
e incluso sus hijos, más profunda que la experimentada por cualquier
otro trabajador (Martin, 1987: 19-21). Nadie puede describir en reali-
dad la angustia y desesperación sufrida por una mujer al ver su cuerpo
convertido en su enemigo, tal y como debe ocurrir en el caso de un
embarazo no deseado. Esto es particularmente cierto en aquellas situa-
ciones en las que los embarazos fuera del matrimonio eran penalizados
con el ostracismo social o incluso con la muerte.

La devaluación del trabajo femenino

La criminalización del control de las mujeres sobre la procreación es


un fenómeno cuya importancia no puede dejar de enfatizarse, tanto
desde el punto de vista de sus efectos sobre las mujeres como de sus
consecuencias en la organización capitalista del trabajo. Está suicien-
temente documentado que durante la Edad Media las mujeres habían
contado con muchos métodos anticonceptivos, que fundamentalmente
consistían en hierbas convertidas en pociones y «pesarios» (suposito-
rios) que se usaban para precipitar el período de la mujer, provocar un
aborto o crear una condición de esterilidad. En Eve´s Herbs: A History
of Contraception in the West (1997), el historiador estadounidense John
Riddle nos brinda un extenso catálogo de las sustancias más usadas y
los efectos que se esperaban de ellas o lo que era más posible que ocu-
rriera.67 La criminalización de la anticoncepción expropió a las mujeres
de este saber que se había transmitido de generación en generación,
proporcionándoles cierta autonomía respecto al parto. Aparentemen-
te, en algunos casos, este saber no se perdía sino que sólo pasaba a la
clandestinidad; sin embargo, cuando el control de la natalidad apareció
nuevamente en la escena social, los métodos anticonceptivos ya no eran
los que las mujeres podían usar, sino que fueron creados especíicamen-
te para el uso masculino. Cuáles fueron las consecuencias demográicas
que se sucedieron a partir de este cambio es una pregunta que no voy a

67 Un artículo interesante sobre este tema es «The Witches Pharmakopeia» (1986), de Robert
Fletcher.
142 Calibán y la bruja

Una prostituta invitando


a un cliente. El número
de prostitutas creció
inmensamente después de
la privatización de la tierra
y de la comercialización de
la agricultura que expulsó
a muchas campesinas de la
tierra.

intentar responder por el momento, aunque recomiendo el trabajo de


Riddle (1997) para una discusión sobre este asunto. Aquí sólo quiero
poner el acento en que al negarle a las mujeres el control sobre sus cuer-
pos, el Estado las privó de la condición fundamental de su integridad
física y psicológica, degradando la maternidad a la condición de tra-
bajo forzado, además de coninar a las mujeres al trabajo reproductivo
de una manera desconocida en sociedades anteriores. Sin embargo, al
forzar a las mujeres a procrear en contra de su voluntad o (como decía
una canción feminista de los setenta) al forzarlas a «producir niños para
el Estado»,68 sólo se deinían parcialmente las funciones de las mujeres
en la nueva división sexual del trabajo. Un aspecto complementario
fue la reducción de las mujeres a no-trabajadores, un proceso —muy
estudiado por las historiadoras feministas— que hacia inales del siglo
XVII estaba prácticamente completado.

68 La referencia proviene de una canción feminista italiana de 1971 titulada «Aborto di Stato»
[Aborto de Estado]. Esta canción es parte del album «Canti di donne in lotta» [Canciones de
mujeres en lucha], publicado en 1974 por el Grupo Musical del Comité del Salario por el Trabajo
Doméstico, de la ciudad de Padua.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 143

Para esa época, las mujeres habían perdido terreno incluso en las ocupa-
ciones que habían sido prerrogativas suya, como la destilación de cerveza
y la partería, en las que su empleo estaba sujeto a nuevas restricciones.
Las proletarias encontraron particularmente difícil obtener cualquier em-
pleo que no fuese de la condición más baja: como sirvientas domésticas
(la ocupación de un tercio de la mano de obra femenina), peones rura-
les, hilanderas, tejedoras, bordadoras, vendedoras ambulantes o amas de
crianza. Como nos cuenta, entre otros, Merry Wiesner, ganaba terreno
(en el derecho, los registros de impuestos, las ordenanzas de los gremios)
el supuesto de que las mujeres no debían trabajar fuera del hogar y que
sólo tenían que participar en la «producción» para ayudar a sus maridos.
Incluso se decía que cualquier trabajo hecho por mujeres en su casa era
«no-trabajo» y carecía de valor aun si lo hacía para el mercado (Wiesner,
1993: 83 y sg.). Así, si una mujer cosía algunas ropas se trataba de «tra-
bajo doméstico» o «tareas de ama de casa», incluso si las ropas no eran
para la familia, mientras que cuando un hombre hacía el mismo trabajo
se consideraba «productivo». La devaluación del trabajo femenino —que
las mujeres realizaban para no depender de la asistencia pública— fue tal
que los gobiernos de las ciudades ordenaron a los gremios que no presta-
ran atención a la producción que las mujeres (especialmente las viudas)
hacían en sus casas, ya que no era trabajo real. Wiesner agrega que las mu-
jeres aceptaban esta icción e incluso pedían disculpas por pedir trabajo,
suplicando debido a la necesidad de mantenerse (ibidem: 84-5). Pronto
todo el trabajo femenino que se hacía en la casa fue deinido como «tarea
doméstica»; e incluso cuando se hacía fuera del hogar se pagaba menos
que al trabajo masculino, nunca en cantidad suiciente como para que las
mujeres pudieran vivir de él. El matrimonio era visto como la verdadera
carrera para una mujer; hasta tal punto se daba por sentado la incapaci-
dad de las mujeres para mantenerse que, cuando una mujer soltera llega-
ba a un pueblo, se la expulsaba incluso si ganaba un salario.
Combinada con la desposesión de la tierra, esta pérdida de poder
con respecto al trabajo asalariado condujo a la masiicación de la prosti-
tución. Como informa Le Roy Ladurie (1974: 112-13), el crecimiento
de prostitutas en Francia y Cataluña era visible por todas partes:

Desde Aviñón a Barcelona pasando por Narbona las «mujeres libertinas»


(femmes de debauche) se apostaban en las puertas de las ciudades, en las
calles de las zonas rojas [...] y en los puentes [...] de tal modo que en 1594 el
«tráfico vergonzoso» florecía como nunca antes.
144 Calibán y la bruja

Una prostituta
sometida a la tortura
conocida como
accabusade. «Será
sumergida en el río
varias veces y luego
será encarcelada de
por vida».

La situación era similar en Inglaterra y España, donde todos los días,


llegaban a las ciudades mujeres pobres del campo, incluso las esposas
de los artesanos completaban el ingreso familiar realizando este traba-
jo. En Madrid, en 1631, un bando promulgado por las autoridades
políticas denunciaba el problema, quejándose de que muchas mujeres
vagabundas estaban ahora deambulando por las calles, callejones y ta-
bernas de la ciudad, tentando a los hombres a pecar con ellas (Vigil,
1986: 114-15). Pero tan pronto como la prostitución se convirtió en
la principal forma de subsistencia para una gran parte de la población
femenina, la actitud institucional con respecto a ella cambió. Mientras
en la Edad Media había sido aceptada oicialmente como un mal ne-
cesario, y las prostitutas se habían beneiciado de altos salarios, en el
siglo XVI la situación se invirtió. En un clima de intensa misoginia,
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 145

caracterizado por el avance de la Reforma Protestante y la caza de bru-


jas, la prostitución fue primero sujeta a nuevas restricciones y luego
criminalizada. En todas partes, entre 1530 y 1560, los burdeles de pue-
blo eran cerrados y las prostitutas, especialmente las que hacían la calle,
fueron castigadas severamente: prohibición, lagelación y otras formas
crueles de escarmiento. Entre ellas la «silla del chapuzón» (ducking stool)
o acabussade —«una pieza de teatro macabro», como la describe Nic-
kie Roberts— donde las víctimas eran atadas, a veces metidas en una
jaula y luego eran sumergidas varias veces en ríos o lagunas, hasta que
estaban a punto de ahogarse (Roberts, 1992: 115-16). Mientras tanto,
en Francia durante el siglo XVI, la violación de una prostituta dejó de
ser un crimen.69 En Madrid, también se decidió que a las vagabundas
y prostitutas no se les debía permitir permanecer y dormir en las calles,
así tampoco bajo los pórticos de la ciudad y, en caso de ser pescadas in-
fraganti debían recibir cien latigazos y luego ser expulsadas de la ciudad
durante seis años, además de afeitarles la cabeza y las cejas.
¿Qué puede explicar este ataque tan drástico contra las trabajadoras?
¿Y de qué manera la exclusión de las mujeres de la esfera del trabajo
socialmente reconocido y de las relaciones monetarias se relaciona con
la imposición de la maternidad forzosa y la simultánea masiicación de
la caza de brujas?
Cuando se consideran estos fenómenos desde la perspectiva del pre-
sente, después de cuatro siglos de disciplinamiento capitalista de las
mujeres, las respuestas parecen imponerse por sí mismas. A pesar de
que el trabajo asalariado de las mujeres —los trabajos domésticos y
sexuales pagados— se estudian aún con demasiada frecuencia aislados
unos de otros, ahora estamos en mejor posición para ver que la discri-
minación que han sufrido las mujeres como mano de obra asalariada
ha estado directamente vinculada a su función como trabajadoras no-
asalariadas en el hogar. De esta manera, podemos conectar la prohibi-
ción de la prostitución y la expulsión de las mujeres del lugar de trabajo
organizado con la aparición del ama de casa y la redeinición de la
familia como lugar para la producción de fuerza de trabajo. Desde un
punto de vista teórico y político, sin embargo, la cuestión fundamental
está en las condiciones que hicieron posible semejante degradación y las
fuerzas sociales que la promovieron o fueron cómplices.

69 Margaret L. King (1991: 78), Women of the Renaissance. Sobre el cierre de los burdeles en
alemania ver Merry Wiesner (1986: 174-85), Working Women in Renaissance Germany.
146 Calibán y la bruja

Un factor importante en la respuesta a la devaluación del trabajo feme-


nino está aquí en la campaña que los artesanos llevaron a cabo, a partir
de inales del siglo XV, con el propósito de excluir a las trabajadoras
de sus talleres, supuestamente para protegerse de los ataques de los co-
merciantes capitalistas que empleaban mujeres a precios menores. Los
esfuerzos de los artesanos han dejado gran cantidad de pruebas.70 Tanto
en Italia, como en Francia y Alemania, los oiciales artesanos solicitaron
a las autoridades que no permitieran que las mujeres competieran con
ellos, prohibiendo su presencia entre ellos; y cuando la prohibición no
fue tenida en cuenta fueron a la huelga e incluso se negaron a trabajar
con hombres que trabajaran con mujeres. Aparentemente los artesanos
estaban interesados también en limitar a las mujeres al trabajo domésti-
co ya que, dadas sus diicultades económicas, «la prudente administra-
ción de la casa por parte de una mujer» se estaba convirtiendo en una
condición indispensable para evitar la bancarrota y mantener un taller
independiente. Sigfrid Brauner (el autor de la cita precedente) habla
de la importancia que los artesanos alemanes otorgaban a esta norma
social (Brauner, 1995: 96-7). Las mujeres trataron de resistir frente a
esta arremetida, pero fracasaron debido a las prácticas intimidatorias
que los trabajadores usaron contra ellas. Quienes tuvieron el coraje de
trabajar fuera del hogar, en un espacio público y para el mercado, fue-
ron representadas como arpías sexualmente agresivas o incluso como
«putas» y «brujas» (Howell, 1986: 182-83).71 Efectivamente, hay prue-
bas de que la ola de misoginia que, a inales del siglo XV creció en las
ciudades europeas, —relejada en la obsesión de los hombres por la
«batalla por los pantalones» y por el carácter de la mujer desobediente,
comúnmente retratada golpeando a su marido o montándolo como a
un caballo— emanaba también de este intento (contraproducente) de
sacar a las mujeres de los lugares de trabajo y del mercado.
Por otra parte, es evidente que este intento no hubiera triunfado si
las autoridades no hubiesen cooperado. Obviamente se dieron cuenta de
que era lo más favorable a sus intereses. Además de paciicar a los oiciales

70 Un vasto catálogo de los lugares y años en los que las mujeres fueron expulsadas del artesanado
puede encontrarse en David Herlihy (1978-1991). Véase también Merry Wiesner (1986: 174-85).
71 Martha Howell (1986: 174-83). Howell (1986: 182) escribe:
Las comedias y sátiras de la época, por ejemplo, retrataban con frecuencia a las mujeres
del mercado y de los oficios como arpías, con caracterizaciones que no sólo las ridiculi-
zaban o regañaban por asumir roles en la producción para el mercado sino que frecuen-
temente incluso las acusaban de agresión sexual.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 147

Como en la «batalla por


los pantalones», la imagen
de la esposa dominante
desafiando la jerarquía sexual
y golpeando a su marido era
uno de los temas favoritos
de la literatura social de los
siglos XVI y XVII.

artesanos rebeldes, la exclusión de las mujeres de los gremios sentó las


bases necesarias para recluirlas en el trabajo reproductivo y utilizarlas
como trabajo mal pagado en la industria artesanal (cottage industry).

Las mujeres como nuevos bienes comunes y como sustituto de las


tierras perdidas

Fue a partir de esta alianza entre los artesanos y las autoridades de las
ciudades, junto con la continua privatización de la tierra, como se for-
jó una nueva división sexual del trabajo o, mejor dicho, un nuevo
«contrato sexual», siguiendo a Carol Pateman (1988), que deinía a
las mujeres —madres, esposas, hijas, viudas— en términos que ocul-
taban su condición de trabajadoras, mientras que daba a los hombres
libre acceso a los cuerpos de las mujeres, a su trabajo y a los cuerpos
y el trabajo de sus hijos.
148 Calibán y la bruja

De acuerdo con este nuevo «contrato sexual», para los trabajadores va-
rones las proletarias se convirtieron en lo que sustituyó a las tierras que
perdieron con los cercamientos, su medio de reproducción más básico
y un bien comunal del que cualquiera podía apropiarse y usar según su
voluntad. Los ecos de esta «apropiación primitiva» quedan al descubier-
to por el concepto de «mujer común» (Karras, 1989) que en el siglo XVI
caliicaba a aquellas que se prostituían. Pero en la nueva organización
del trabajo todas las mujeres (excepto las que habían sido privatizadas por
los hombres burgueses) se convirtieron en bien común, pues una vez que las
actividades de las mujeres fueron deinidas como no-trabajo, el trabajo
femenino se convirtió en un recurso natural, disponible para todos, no
menos que el aire que respiramos o el agua que bebemos.
Esta fue una derrota histórica para las mujeres. Con su expulsión
del artesanado y la devaluación del trabajo reproductivo la pobreza fue
feminizada. Para hacer cumplir la «apropiación primitiva» masculina
del trabajo femenino, se construyó así un nuevo orden patriarcal, redu-
ciendo a las mujeres a una doble dependencia: de sus empleadores y de
los hombres. El hecho de que las relaciones de poder desiguales entre
mujeres y hombres existieran antes del advenimiento del capitalismo,
como ocurría también con una división sexual del trabajo discrimina-
toria, no le resta incidencia a esta apreciación. Pues en la Europa pre-
capitalista la subordinación de las mujeres a los hombres había estado
atenuada por el hecho de que tenían acceso a las tierras comunes y
otros bienes comunales, mientras que en el nuevo régimen capitalista
las mujeres mismas se convirtieron en bienes comunes, ya que su trabajo
fue deinido como un recurso natural, que quedaba fuera de la esfera de
las relaciones de mercado.

El patriarcado del salario

En este contexto son signiicativos los cambios que se dieron dentro de


la familia. En este periodo, la familia comenzó a separarse de la esfera
pública, adquiriendo sus connotaciones modernas como principal cen-
tro para la reproducción de la fuerza de trabajo.
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 149

Complemento del mercado, instrumento para la privatización de las


relaciones sociales y, sobre todo, para la propagación de la disciplina
capitalista y la dominación patriarcal, la familia surgió también en el
periodo de acumulación primitiva como la institución más importante
para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres.
Esto se puede observar especialmente en la familia trabajadora, pero
todavía no ha sido suicientemente estudiado. Las discusiones anterio-
res han privilegiado la familia de hombres propietarios: en la época a
la que nos estamos reiriendo, ésta era la forma y el modelo dominante
de relación con los hijos y entre los cónyuges. También se le ha pres-
tado más interés a la familia como institución política que como lugar
de trabajo. El énfasis se ha puesto, entonces, en el hecho de que en la
nueva familia burguesa, el marido se convirtiese en el representante
del Estado, el encargado de disciplinar y supervisar las nuevas «cla-
ses subordinadas», una categoría que para los teóricos políticos de los
siglos XVI y XVII (por ejemplo Jean Bodin) incluía a la esposa y sus
hijos (Schochet, 1975). De ahí la identiicación de la familia con un
micro-Estado o una micro-Iglesia, así como la exigencia por parte de
las autoridades de que los trabajadores y trabajadoras solteros vivieran
bajo el techo y las órdenes de un solo amo. Dentro de la familia bur-
guesa, se constata también que la mujer perdió mucho de su poder,
siendo generalmente excluida de los negocios familiares y coninada a
la supervisión de la casa.
Pero lo que falta en este retrato es el reconocimiento de que, mien-
tras que en la clase alta era la propiedad lo que daba al marido poder
sobre su esposa e hijos, la exclusión de las mujeres del salario daba a los
trabajadores un poder similar sobre sus mujeres.
Un ejemplo de esta tendencia fue el tipo de familia de los trabaja-
dores de la industria artesanal (cottage workers) en el sistema doméstico.
Lejos de rehuir el matrimonio y la formación de una familia, los hom-
bres que trabajaban en la industria artesanal doméstica dependían de
ella, ya que una esposa podía «ayudarles» con el trabajo que ellos hacían
para los comerciantes, mientras cuidaban sus necesidades físicas y los
proveían de hijos, quienes desde temprana edad podían ser empleados
en el telar o en alguna ocupación auxiliar. Así, incluso en tiempos de
descenso poblacional, los trabajadores de la industria doméstica conti-
nuaron aparentemente multiplicándose; sus familias eran tan numero-
sas que en el siglo XVII un observador austriaco los describió apiñados
en sus casas como gorriones en el alero. Lo que destaca en este tipo de
150 Calibán y la bruja

organización es que aun cuando la esposa trabajaba a la par que el ma-


rido, produciendo también para el mercado, era el marido quien recibía
el salario de la mujer. Esto le ocurría también a otras trabajadoras una
vez que se casaban. En Inglaterra «un hombre casado [...] tenía dere-
chos legales sobre los ingresos de su esposa», incluso cuando el trabajo
que ella realizaba era el de cuidar o de amamantar. De este modo, cuan-
do una parroquia empleaba a una mujer para hacer este tipo de trabajo,
los registros «escondían frecuentemente su condición de trabajadoras»
registrando la paga bajo el nombre de los hombres. «Que este pago se
hiciera al hombre o a la mujer dependía del capricho del oicinista»
(Mendelson y Crawford, 1998: 287).
Esta política, que hacía imposible que las mujeres tuvieran dinero
propio, creó las condiciones materiales para su sujeción a los hombres y
para la apropiación de su trabajo por parte de los trabajadores varones.
Es en este sentido que hablo del «patriarcado del salario». También
debemos repensar el concepto de «esclavitud del salario». Si es cierto
que, bajo el nuevo régimen de trabajo asalariado, los trabajadores va-
rones comenzaron a ser libres sólo en un sentido formal, el grupo de
trabajadores que, en la transición al capitalismo, más se acercaron a la
condición de esclavos fueron las mujeres trabajadoras.
Al mismo tiempo —dadas las condiciones espantosas en las que
vivían los trabajadores asalariados— el trabajo hogareño que realiza-
ban las mujeres para la reproducción de sus familias estaba necesaria-
mente limitado. Casadas o no, las proletarias necesitaban ganar algún
dinero, consiguiéndolo a través de múltiples trabajos. Por otra parte,
el trabajo hogareño necesitaba cierto capital reproductivo: muebles,
utensilios, vestimenta, dinero para los alimentos. No obstante, los
trabajadores asalariados vivían en la pobreza, «esclavizados día y no-
che» (como denunció un artesano de Nuremberg en 1524), apenas
podían conjurar el hambre y alimentar a sus hijos (Brauner, 1995:
96). La mayoría prácticamente no tenía un techo sobre sus cabezas,
vivían en cabañas compartidas con otras familias y animales, en las
que la higiene (poco considerada incluso entre los que estaban mejor)
faltaba por completo; sus ropas eran harapos y en el mejor de los casos su
dieta consistía en pan, queso y algunas verduras. En este período apare-
ce, entre los trabajadores, la clásica igura del ama de casa a tiempo com-
pleto. Y sólo en el siglo XIX —como reacción al primer ciclo intenso
de luchas contra el trabajo industrial— la «familia moderna», centrada
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 151

en el trabajo reproductivo no pagado del ama de casa a tiempo com-


pleto, fue extendida entre la clase trabajadora primero en Inglaterra y
más tarde en Estados Unidos.
Su desarrollo (después de la aprobación de las Leyes Fabriles que
limitaban el empleo de mujeres y niños en las fábricas) relejó la pri-
mera inversión de la clase capitalista, a largo plazo, en la reproducción
de la fuerza de trabajo más allá de su expansión numérica. Forjada bajo
la amenaza de la insurrección, ésta fue el resultado de una solución de
compromiso entre otorgar mayores salarios, capaces de mantener a una
esposa «que no trabaja» y una tasa de explotación más intensa. Marx
habló de ella como el paso de la plusvalía «absoluta» a la «relativa», es
decir, el paso de un tipo de explotación basado en la máxima extensión
de la jornada de trabajo y la reducción del salario al mínimo, a un régi-
men en el que pueden compensarse los salarios más altos y las horas de
trabajo más cortas con un incremento de la productividad del trabajo
y del ritmo de la producción. Desde la perspectiva capitalista, fue una
revolución social, que dejó sin efecto la antigua devoción por los ba-
jos salarios. Fue el resultado de un nuevo acuerdo (new deal) entre los
trabajadores y los empleadores, basado de nuevo en la exclusión de las
mujeres del salario —que dejaba atrás su reclutamiento en las primeras
fases de la Revolución Industrial. También fue el signo de un nuevo
bienestar económico capitalista, producto de dos siglos de explotación
del trabajo esclavo, que pronto sería potenciado por una nueva fase de
expansión colonial.
En contraste, en los siglos XVI y XVII, a pesar de una obsesiva pre-
ocupación por el tamaño de la población y la cantidad de «trabajadores
pobres», la inversión real en la reproducción de la fuerza de trabajo era
extremadamente baja. El grueso del trabajo reproductivo realizado por
las proletarias no estaba así destinado a sus familias, sino a las familias de
sus empleadores o al mercado. De media, un tercio de la población fe-
menina de Inglaterra, España, Francia e Italia trabajaba como sirvientas.
De este modo, la tendencia dentro de los proletarios consistía en pospo-
ner el matrimonio, lo que conducía a la desintegración de la familia (los
poblados ingleses del siglo XVI experimentaron una disminución total
del 50 %). Con frecuencia, a los pobres se les prohibía casarse cuando se
temía que sus hijos caerían en la asistencia pública, y cuando esto ocurría
se los quitaban, poniéndoles a trabajar para la parroquia. Se estima que
152 Calibán y la bruja

un tercio o más de la población rural de Europa permaneció soltera; en


las ciudades las tasas eran aún mayores, especialmente entre las mujeres;
en Alemania un 45 % eran «solteronas» o viudas (Ozment, 1983: 41-2).
Dentro, no obstante, de la comunidad trabajadora del periodo de
transición, se puede ver el surgimiento de la división sexual del trabajo
que sería típica de la organización capitalista del trabajo —aunque las
tareas domésticas fueran reducidas al mínimo y las proletarias también
tuvieran que trabajar para el mercado. En su seno crecía una creciente
diferenciación entre el trabajo femenino y el masculino, a medida que
las tareas realizadas por mujeres y hombres se diversiicaban y, sobre
todo, se convertían en portadoras de relaciones sociales diferentes.
Por más empobrecidos y carentes de poder que estuvieran, los trabajadores
varones todavía podían beneiciarse del trabajo y de los ingresos de sus esposas,
o podían comprar los servicios de prostitutas. A lo largo de esta primera fase
de proletarización, era la prostituta quien realizaba con mayor frecuencia las
funciones de esposa para los trabajadores varones, cocinándoles y limpiando
para ellos además de servirles sexualmente. Más aún, la criminalización de la
prostitución, que castigó a la mujer pero apenas molestó a sus clientes varo-
nes, reforzó el poder masculino. Cualquier hombre podía ahora destruir a una
mujer simplemente declarando que ella era una prostituta, o haciendo público
que ella había cedido a los deseos sexuales del hombre. Las mujeres habrían
tenido que suplicarle a los hombres «que no les arrebataran su honor» —la
única propiedad que les quedaba— (Cavallo y Cerutti, 1980: 346 y sg.), ya
que sus vidas estaban ahora en manos de los hombres, que —como señores
feudales— podían ejercer sobre ellas un poder de vida o muerte.

La domesticación de las mujeres y la redefinición de la feminidad y


la masculinidad: las mujeres como los salvajes de Europa

Cuando se considera esta devaluación del trabajo y la condición social


de las mujeres, no hay que sorprenderse, entonces, de que la insubor-
dinación de las mujeres y los métodos por los cuales pudieron ser «do-
mesticadas» se encontraran entre los principales temas de la literatura y
de la política social de la «transición» (Underdown, 1985a: 116-36).72

72 Véase Underdown (1985a), «The Taming of the Scold: The Enforcement of Patriarchal
Authority in Early Modern England», en Anthony Fletcher y John Stevenson (1985: 116-36);
Mendelson y Crawford (1998: 69-71).
La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres 153

Una «regañona» es hecha


desfilar por la comunidad con
la «brida» puesta, un artefacto
de hierro que se usaba para
castigar a las mujeres de lengua
afilada. De forma significativa,
los traficantes de esclavos
europeos en África utilizaban
un aparato similar, con el fin
de dominar a sus cautivos y
trasladarlos a sus barcos.

Las mujeres no hubieran podido ser totalmente devaluadas como tra-


bajadoras, privadas de toda autonomía con respecto a los hombres, de
no haber sido sometidas a un intenso proceso de degradación social; y
efectivamente, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las mujeres perdieron
terreno en todas las áreas de la vida social.
Una de estas áreas clave en la que se produjeron intensos cambios
fue la ley. Aquí puede observarse una erosión sostenida de los derechos
de las mujeres durante este período.73 Uno de los derechos más impor-
tantes que perdieron las mujeres fue el derecho a realizar actividades
económicas por su cuenta, como femme soles. En Francia, perdieron
el derecho a hacer contratos o a representarse a sí mismas en las cor-
tes para denunciar los abusos perpetrados en su contra. En Alemania,
cuando la mujer de clase media enviudaba, era costumbre designar a
un tutor para que administrara sus asuntos. A las mujeres alemanas

73 Sobre la pérdida de derechos de las mujeres en los siglos XVI y XVII en Europa, véase (entre
otros) Merry Wiesner (1993: 33), que escribe que:

La difusión del derecho romano tuvo un efecto, en buena parte negativo, sobre el estato
legal civil de las mujeres en el periodo moderno temprano, y esto tanto por las perspec-
tivas sobre las mujeres de los propias juristas, como por la aplicación más estricta de las
leyes existentes que el derecho romano hizo posible.

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