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El Rey Recibe

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SELLO SEIX BARRAL

COLECCIÓN BIBLIOTECA TODAS

Foto: Nueva York, 2017


FORMATO 133 X 230 MM

© Jenica Heintzelman
RUSITCA CON SOLAPAS

Sobre Eduardo Mendoza Eduardo Mendoza Eduardo Mendoza SERVICIO

El rey recibe
El rey recibe

El rey recibe
Eduardo Mendoza
«En la estela de la mejor tradición cervantina, posee
una lengua literaria llena de sutilezas e ironía», Jurado Eduardo Mendoza PRUEBA DIGITAL
VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR
del Premio Cervantes 2016. Barcelona, 1968. Rufo Batalla recibe su primer encar- EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.
go como plumilla en un periódico: cubrir la boda de Nació en Barcelona en 1943. Ha publicado las no-
un príncipe en el exilio con una bella señorita de la velas La verdad sobre el caso Savolta (1975; Los sol-
«Libros pudorosamente ricos, profundos y perspi- DISEÑO 28 JUNIO SABRINA
alta sociedad. Coincidencias y malentendidos le llevan dados de Cataluña, 2015), Premio de la Crítica; El
caces, […] que han conseguido seducir a montones de
a trabar amistad con el príncipe, que le encomienda, misterio de la cripta embrujada (1979); El laberinto
lectores con su encanto, su humor gamberro y su ge- EDICIÓN
entre otras cosas, escribir la crónica de su peculiar his- de las aceitunas (1982); La ciudad de los prodigios
nerosa y valiente falta de pretensiones», Javier Cercas,
toria. El opresivo ambiente de la gris España franquis- (1986), Premio Ciutat de Barcelona; La isla inaudi-
El País.
ta pronto se quedará pequeño para Rufo, que viajará ta (1989); Sin noticias de Gurb (1991, 2011 y 2014);
a Nueva York con poco dinero, grandes esperanzas y El año del diluvio (1992); Una comedia ligera (1996),
«Sus libros se infiltran en los programas académicos
el difuso objetivo de hacer algo emocionante con su Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia, refe-
para que los adolescentes descubran que la risa es una
vida. rido además a todo el conjunto de su obra; La aven-
postura filosófica ante el mundo (muy sana, por
tura del tocador de señoras (2001), Premio al Libro
cierto)», Miqui Otero, ABC.
Rufo Batalla será testigo de los fenómenos sociales de del Año del Gremio de Libreros de Madrid; El úl- CARACTERÍSTICAS
los años setenta, como la igualdad racial, el feminismo, timo trayecto de Horacio Dos (2002); Mauricio o las
«Mendoza demuestra que la combinación de un tono
el movimiento gay o el desplazamiento de los grandes elecciones primarias (2006), Premio de Novela Fun- IMPRESIÓN CMYK + PANTONE 187C
jocoso y una seriedad total en los objetivos resulta
centros culturales y la deriva de la cultura hacia nuevas dación José Manuel Lara; El asombroso viaje de
eficaz», Jonathan Holland, The Times Literary Sup-
formas de expresión, fenómenos que en buena parte Pomponio Flato (2008), Premio Terenci Moix y
plement.
hicieron del presente lo que es hoy. Y dejará constan- Pluma de Plata de la Feria del Libro de Bilbao; El FAJA Pantone 187C P.Brillo
cia no tanto de los hechos como de la forma en que lo enredo de la bolsa y la vida (2012); El secreto de la
«Me gusta Mendoza porque nunca desatiende los pro-
vivieron quienes los presenciaron. modelo extraviada (2015); el libro de relatos Tres
blemas esenciales del oficio: la claridad, la vivacidad, PLASTIFÍCADO BRILLO
vidas de santos (2009), Teatro reunido (2017) y Qué
la intención, el humor, el sentido común literario»,
Con la conocida unión de maestría narrativa y refina- está pasando en Cataluña (2017), siempre en Seix
Juan Marsé. UVI
miento estilístico del autor, personajes reales e imagina- Barral, Riña de gatos. Madrid 1936, novela ganado-
rios, típicos del universo de Eduardo Mendoza, se dan ra del Premio Planeta y del Premio del Libro Euro- RELIEVE
«Lo que nos cuentan los libros de Mendoza es el reflejo
la mano en esta novela, brillante inicio de la trilogía Las peo, y Las barbas del profeta (2017). Ha recibido el
de lo que cualquier momento social que poco des-
Tres Leyes del Movimiento, que recorrerá los principales Premio Cervantes 2016, el Premio Liber, el Premio BAJORRELIEVE
pués de existir ya es pretérito configura como sus leyes
acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX. 10224634 de Cultura de Cataluña y el Premio Franz Kafka.
internas y en este sentido es una materia tan alejada y STAMPING

788432 234071
a la vez tan extrañamente próxima como la materia
artúrica que nutría los sueños del hidalgo», Pere

20,50
INSTRUCCIONES ESPECIALES
Gimferrer, La Razón.
Seix Barral Biblioteca Breve Imagen de la cubierta: © Robert Crumb
Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño

21 mm
Seix Barral Biblioteca Breve

Eduardo Mendoza
El rey recibe

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© Eduardo Mendoza, 2018
© Editorial Planeta, S. A., 2018
Seix Barral, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.seix-barral.es
www.planetadelibros.com

Diseño original de la colección: Josep Bagà Associats

Primera edición: septiembre de 2018


ISBN: 978-84-322-3407-1
Depósito legal: B. 16.410-2018
Composición: Moelmo, SCP
Impresión y encuadernación: CPI (Barcelona)
Printed in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro
y está calificado como papel ecológico

No se permite la reproducción parcial o total de este libro, ni su incorporación a un sistema informático,


ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia,
por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes
del Código Penal).
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún
fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com
o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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I had this story from one who had no business
to tell it to me, or to any other.

Pollensa, 14 de julio (crónica telefónica de nues-


tro enviado especial Rufo Batalla). — Bajo un cielo
resplandeciente y junto a una playa paradisiaca ba-
ñada por el mar, se ha celebrado la suntuosa boda
del heredero de una de las más antiguas realezas de
Europa con una bella señorita perteneciente a una
noble y adinerada familia de la aristocracia inglesa.
Antes de entrar en detalles acerca de los contrayen-
tes, cabe destacar el hecho de que hayan sido ellos
mismos quienes eligieron para contraer matrimonio
el marco incomparable de Mallorca, y más concre-
tamente del hotel Formentor, pues, aunque ambos
residen en el extranjero, les unen a nuestra patria
y en particular a este lugar de ensueño profundos
vínculos afectivos. Por expreso deseo de Su Alteza
Real, persona de gustos sencillos, el número de in-
vitados a este magno acontecimiento se ha reducido

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a un grupo pequeño pero muy selecto de persona-
lidades del mundo de la política, los negocios y la
cultura, por no hablar de un verdadero plantel de
caras conocidas del séptimo arte.
¿Cómo son en la intimidad el príncipe y su ilus-
tre esposa?

Sí, estas frases repelentes las escribí yo hace ya


mucho, y las habría echado al olvido, como haría
cualquier persona sensata, si no fuera porque en
cierto modo cambiaron mi vida.
Acababa de cumplir veintidós años, hacía dos
que me había licenciado en Lenguas Germánicas
en la Facultad de Filosofía y Letras de Barcelona y
tres meses que había vuelto de Londres, donde ha-
bía vivido algo más de un año gracias a una míse-
ra bolsa de estudios, conseguida a base de contac-
tos familiares, y de trabajos modestos, como lavar
platos y servir mesas en restaurantes de ínfima ca-
tegoría. Durante aquel periodo pasé hambre y frío
y vagué solitario y marginado entre un lujo y una
excentricidad que me estaban vedados por foras-
tero y por pobre. A pesar de lo cual, regresé con un
conocimiento fiable del inglés y una anglofilia tan
infundada como irreversible.
De regreso en Barcelona, y a falta de algo me-
jor, había entrado de meritorio en un diario vesper-
tino. Hoy en día sería inimaginable que en estas

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condiciones me enviaran a cubrir un acontecimien-
to como el que he descrito, pero en aquella época
la prensa del corazón tenía tan poca importancia
como el público al que iba destinada, es decir, las
mujeres. Los periódicos nacionales, a pesar de su
mediocridad en todos los aspectos, menosprecia-
ban este tipo de información, que incluían bajo el
título genérico de «notas de sociedad», junto a la
crónica de sucesos y otros datos de interés secun-
dario dentro de la labor informativa. Salvo excep-
ciones muy sonadas, como la boda de Grace Kelly
con el príncipe Rainiero de Mónaco, en la prima-
vera de 1956, las notas de sociedad se limitaban a
reproducir despachos de agencia, acortando o alar-
gando el texto sin reparos en función del espacio
disponible. En terminología periodística, esto se
llamaba «un suelto». En aquella ocasión, sin em-
bargo, el periódico se había visto obligado a dar
una cobertura inusual al acontecimiento, y segu-
ramente la elección del corresponsal recayó en mí
porque la boda se celebró en pleno verano, cuan-
do la mayoría de los redactores estaban de vaca-
ciones, las noticias escaseaban, la publicidad y los
anuncios por palabras se reducían a un mínimo
y la vida intelectual y cultural del país se sumía en
un letargo más profundo de lo habitual. Estos fac-
tores y el hecho de que yo fuera el único integran-
te de la plantilla que hablaba idiomas decidieron al
director a confiarme un cometido que por lo de-
más se había visto obligado a aceptar de mala gana.

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—Necesito un mínimo de cinco folios. Lleva
un traje oscuro y aguanta hasta el final de la cere-
monia. Luego habrá recepción y banquete. Por su-
puesto, tú no estás invitado, pero te quedas rondan-
do por donde te dejen y averiguas lo que puedas de
los invitados, el menú y estas cosas. Los vestidos
de las mujeres son importantes. Con eso y unas
fotos de agencia cubrimos el expediente. Al prínci-
pe ni te acerques. El muy capullo se niega a conce-
der entrevistas a la prensa española. Prueba con
alguien del séquito, pero no te metas en líos. Y so-
bre todo no te emborraches.
En su voz había un deje exagerado de repug-
nancia. Quería dejar bien claro delante de sus su-
bordinados que desaprobaba el interés por la boda
y que sólo lo hacía debido a presiones «de arriba».
El director del periódico se llamaba Jaime Bas-
sols y era un viejo republicano de derechas, depu-
rado y restablecido en su cargo tras varios años de
ostracismo y privaciones. En aquella nueva etapa
de su vida se esforzaba por hacer del periódico un
órgano de información y difusión más que de ma-
nipulación y propaganda, objetivo que sólo con-
seguía en una parte mínima pero suficiente para
justificarse ante el prójimo y ante su propia con-
ciencia. No le faltaban los conflictos, las amenazas,
las humillaciones y los berrinches; en ocasiones se
consideraba un héroe, en otras, un cobarde, y siem-
pre, un fracasado. La suma de estas valoraciones le
había agriado el carácter.

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Yo había entrado a trabajar en el periódico gra-
cias a la recomendación de un pariente, pese a no
tener ni siquiera el título de periodista, lo que no era
insólito en aquellos tiempos. Mis padres habían
costeado mis estudios con grandes esfuerzos y es-
taban haciendo lo mismo con mis hermanos, por
lo que tan pronto obtuve el título universitario y re-
gresé de mi estancia en Londres, aunque acaricia-
ba otros sueños, no tuve más opción que ponerme
a trabajar para aportar algo a la economía domés-
tica. Mi función en el periódico consistía básica-
mente en hacer de chico de los recados, redactar
ocasionalmente alguna gacetilla y ser amable con
todo el mundo. Como no daba muestras de aspirar
a nada ni de querer arrebatarle el puesto a nadie,
pronto me fue perdonado el doble pecado original:
haber entrado por enchufe y estar mejor prepara-
do que el resto del personal.

Por mi parte, debo contar lo que se cuenta, pero


de ninguna manera debo creérmelo todo, y esta ad-
vertencia mía valga para toda mi narración.

La tarea que me habían asignado, aun siendo


insustancial, constituía una prueba de confianza
y debería haberme producido orgullo o al menos
satisfacción, pero no era así. Por una cuestión de
principios, el acontecimiento sobre el que debía
escribir no me podía resultar menos atractivo. Una
boda real me parecía una estupidez y un insulto.

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Como tantos jóvenes de mi generación, en mis
años de estudiante no sólo había sido un activo
opositor al régimen dictatorial, sino un ferviente
partidario de la revolución a ultranza. Había hecho
una lectura superficial de Marx y Engels y, a ren-
glón seguido, de Antonio Gramsci, Georg Lukács,
Frantz Fanon, Régis Debray y algunos más, sin
enterarme de gran cosa. Pero unas cuantas frases
extraídas de abstrusas teorías económicas habían
bastado para encender mi imaginación y enarde-
cer mi ánimo. Perdido en aquella galaxia teórica,
había acabado decantándome por algunas figuras
marginales, como Trotski, que unía al espíritu re-
volucionario una cierta heterodoxia y una aparen-
te amplitud de miras, o la figura mítica del Che
Guevara. Y no me parecía contradictorio identifi-
carme también con los anarquistas, desesperados
merodeadores nocturnos y conspiradores de pis-
tolón y bomba.
Como era previsible, mis padres recibieron la
noticia de mi misión con alegría y una sombra de
preocupación ante la posibilidad de que su hijo no
supiera estar a la altura de las circunstancias. Para
ellos yo seguía siendo un niño y aquella actitud a
veces me hacía pensar que el resto de las personas
tenían el mismo concepto de mí. Dos años de ser-
vicio militar, una parodia de virilidad hecha de
brutalidad y jactancia, no habían hecho más que
confirmar la sensación íntima de desamparo y la
nostalgia del hogar, y el nuevo trabajo, conseguido

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por influencia ajena y no por méritos propios, no
había aumentado mi autoestima.
Para mayor desespero, mi madre no supo dar-
me ninguna información sobre los protagonistas
de la boda que debía cubrir. Ni siquiera sabía de
qué boda le estaba hablando. Mientras me plan-
chaba y almidonaba una camisa blanca y se dispo-
nía a planchar el pantalón del traje con un trapo
húmedo, me contó la boda de Grace Kelly, que yo
recordaba vagamente, y, muchos años antes, la del
sultán de Marruecos. La dejé hablar porque la veía
desgranar recuerdos lejanos, historias teñidas de
un vaho dorado al que ya no se consideraba digna
de acceder ni siquiera de un modo vicario.
Con este espíritu emprendí el viaje al día si-
guiente.

Traveling is a fool’s paradise.

A finales de la década de los sesenta Mallorca ya


estaba invadida por el turismo masivo, pero el aero-
puerto de Palma era pequeño y destartalado, los
transportes públicos, deficientes, y las carreteras,
estrechas y bacheadas, corrían entre campos áridos
salpicados de molinos de viento y pueblos adorme-
cidos. En un autocar de línea desvencijado y apes-
toso, que paraba cada cinco minutos, llegué a Po-
llensa a la caída de la tarde, cansado, asfixiado y
medio mareado. Con el billete de avión me habían
facilitado un bono de estancia en un hotel que en-

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contré preguntando a los viandantes. El hotel era
una antigua casa de familia rehabilitada, que no
ofrecía un encanto ni un lujo que yo tampoco es-
peraba. Me registré, subí a la habitación, colgué el
traje para ver si se desarrugaba, me di una ducha,
me puse ropa limpia y salí a la calle en busca de un
restaurante barato donde cenar lo que tolerase mi
alterado estómago.
De camino por una calle estrecha y mal ilumi-
nada hacia donde suponía que estaría la anima-
ción, se me acercó una chica bastante mona y me
preguntó si hablaba inglés. Llevaba pantalón largo,
camiseta de tirantes, sandalias de cuero y una bol-
sita de lona en bandolera; era delgada, con el cabe-
llo castaño, ni largo ni corto, y una sonrisa sim-
pática. Le respondí que hablaba inglés y ella, con
evidentes muestras de nerviosismo, me contó que
se le había averiado la motocicleta y buscaba deses-
peradamente un taller de reparaciones. Le di a en-
tender que a aquella hora todos los talleres estarían
cerrados y le aconsejé esperar al día siguiente. Im-
posible, repuso, su alojamiento, al que había de
regresar sin falta, estaba lejos de la población. Le
dije que yo no disponía de vehículo propio para
acompañarla y que lo único que podía hacer por
ella era echar un vistazo a la motocicleta. Mis co-
nocimientos de mecánica eran rudimentarios pero
aquellos aparatos eran aún más rudimentarios.
Anduvimos sin hablar hasta donde estaba la
motocicleta. Al tratar inútilmente de ponerla en

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marcha, supuse que había hecho la perla. Los mo-
tores de dos tiempos funcionaban con una mezcla
de gasolina y aceite y si el aceite no era de buena
calidad, el líquido se apelmazaba y formaba una
bolita iridiscente, llamada la perla, que obstruía el
carburador. Mientras le daba estas explicaciones,
desmonté la bujía, la limpié con el pañuelo y la
volví a instalar. El motor arrancó al primer intento.
Lo apagué de nuevo y recomendé a la chica que lle-
vara la motocicleta al taller en cuanto pudiera o que
hiciera una reclamación si la había alquilado.
—No sé cómo agradecértelo.
—No tiene importancia.
—Para mí, mucha. Además, te has puesto per-
dido de grasa por mi culpa.
Era verdad: la camisa presentaba varios tizno-
nes. Por fortuna mi madre, en previsión del calor,
había puesto varias mudas en la maleta. Me en-
cogí de hombros con una actitud entre mundana
y estúpida.
—No es grave. Mi hotel está a la vuelta de la es-
quina y tengo ropa limpia. Si puedes esperar a que
me cambie, te dejo que me invites a una copa. O te
invito yo, da lo mismo.
Ella miró el reloj, accedió a la propuesta y jun-
tos deshicimos el camino hasta el hotel. El recepcio-
nista se debía de haber ido a dormir y la recep-
ción, vacía e iluminada por un fluorescente, daba
grima. En la esquina de la calle había un hombre
apoyado en la pared. La oscuridad sólo permitía ver

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su silueta, alta y corpulenta, tocada con un sombre-
ro de playa. Nada inquietante, en principio, pero
tampoco grato.
—¿Te importa si subo contigo?
—No tardo nada, pero si quieres subir, sube.
La habitación, con una bombilla de bajo volta-
je suspendida del techo, no era mucho más alegre.
Ella se quedó mirando la calle por el ventanuco
mientras yo me lavaba y me cambiaba en el cuar-
to de baño. Cuando salí ella había apagado la luz.
Con la claridad proveniente de fuera apenas si po-
día distinguir sus rasgos.
—Así está mejor. ¿Cómo te llamas?
—Rufo, ¿y tú?
—Monica. Monica Coover.
Se sentó en la cama y yo me senté a su lado.
Monica Coover se apoyó en mí y susurró que to-
mara las debidas precauciones. De sus palabras
deduje que no era cuestión de perder tiempo en
simulacros de seducción. Al cabo de una hora ella
se puso la ropa y se marchó. Aún debía de haber
algún sitio abierto para tomar un bocado, pero de-
cidí quedarme en la cama y me dormí en seguida.

Les grands seigneurs ont des plaisirs, le peuple


a de la joie.

Me desperté a las diez de la mañana, con el sol


ya muy alto.
Como la boda era a las doce, calculé que tenía

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tiempo de sobra. Me duché, me afeité y salí a desa-
yunar en una cafetería cercana al hotel. Luego re-
gresé a la habitación, me puse una camisa blanca, el
traje oscuro, la corbata y los zapatos que mi madre
había lustrado a conciencia. En el espejo me encon-
tré ridículo. Volví a bajar y pregunté al recepcionista
dónde estaba el hotel Formentor y cuánto tardaría
en llegar. El recepcionista preguntó a su vez cómo
tenía pensado ir y al decirle que pensaba ir a pie
respondió que unas tres horas. Sin embargo, aña-
dió, con aquel calor no me recomendaba empren-
der la excursión hasta el atardecer. Eran las once.
—¿Tan lejos está?
—A unos diez kilómetros, en la punta del cabo.
Para llegar hay que andar un buen rato y después
subir y bajar una montaña. Lo mejor es ir por mar,
pero el barco no sale del puerto de Pollensa hasta
las dos. Y de aquí al puerto hay un buen trecho.
—¿Y en taxi?
—Le costará una pasta.
—Es que he de llegar a la boda.
—¿Quién se casa? ¿Usted?
El peculiar acento mallorquín me impidió dis-
cernir si el recepcionista hablaba en serio o en
broma.
Me eché a la calle, anduve hasta la plaza y subí
a un taxi cuyo conductor se avino de mala gana a
llevarme al hotel Formentor previo pago por ade-
lantado de una suma equivalente a todo el dine-
ro de que disponía. La carretera, sinuosa, estre-

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cha y sin asfaltar, contorneaba peñascos y bordeaba
acantilados altísimos. El brillo del mar era cegador.
En una revuelta de la carretera nos detuvo una pa-
reja de la Guardia Civil, me preguntó quién era y
cuál era el motivo de mi presencia allí y me pidió la
documentación. Deduje que estábamos llegando al
hotel y que la vigilancia era debida a la presencia de
personalidades ilustres. Mostré el carnet de identi-
dad y la acreditación que me habían facilitado en el
periódico y dije que iba a la boda del hotel Formen-
tor. Con esta explicación nos dejaron seguir. A la
entrada del sendero que conducía finalmente al
hotel nos volvieron a parar dos individuos de pai-
sano y se repitió el trámite. Recorrimos cien metros
más y llegamos a una explanada frente a un edifi-
cio grande, alargado y no muy alto, de techo plano
y fachada lisa, de color claro. En la fachada se abrían
las ventanas de las habitaciones menos favoreci-
das, las que daban al campo y no al mar. Me apeé
y el taxi dio media vuelta y emprendió el regreso.
Antes de entrar en el edificio miré a mi alre-
dedor y vi un estacionamiento oculto por un seto
y repleto de coches. Además de los coches había
dos camionetas con distintivos de cadenas de tele-
visión extranjeras.
En la penumbra del hall un recepcionista soli-
tario, con blazer azul, camisa blanca y corbata, le-
vantó los ojos de unos papeles mecanografiados, me
examinó de arriba abajo y prosiguió la lectura. Rei-
naba una quietud insólita: el hotel estaba cerrado

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al público ajeno a la boda y los asistentes estaban
todavía en la capilla. A la derecha de la recepción
un pasillo conducía a una puerta de cristal de dos
hojas y tras ella había unas mesas puestas, con mu-
cha cristalería y un centro floral en cada una de
ellas. Pregunté al recepcionista dónde estaba la ca-
pilla. El recepcionista señaló hacia abajo con el
dedo y luego una escalera a mi izquierda. Bajé al
piso inferior, que estaba al nivel del jardín. No me
costó dar con un salón abarrotado de gente. Las
puertas estaban abiertas y los asistentes desborda-
ban la capacidad del salón y se desparramaban por
el corredor. No había forma de entrar ni de ver lo
que sucedía dentro, porque los fotógrafos se ha-
bían subido a las sillas de las últimas filas. Atisban-
do entre las piernas de éstos y las cabezas de los
otros distinguí al fondo algo parecido a un balda-
quino de damasco azul, y aguzando el oído distin-
guí una voz grave que entonaba una salmodia. De
cuando en cuando centelleaban los flashes. Allí no
había nada que hacer, salvo esperar a que conclu-
yera la ceremonia religiosa y la real pareja y sus
invitados abandonaran el salón y se dirigieran al lu-
gar del ágape. Volví sobre mis pasos y salí al jardín
con la remota esperanza de ocupar un lugar desde
donde ver a los invitados en mejores condiciones
cuando salieran a tomar el aire, como suponía que
harían antes de encerrarse en el comedor.
El jardín era mucho más extenso de lo que ha-
bía imaginado: varias terrazas escalonadas descen-

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dían hasta una pequeña playa y en todas ellas había
espacios delimitados por setos frondosos. Entre los
árboles crecían azaleas y lentiscos y otras plantas
propias de terrenos pedregosos y secos. Pinos, pal-
mas y olivos daban sombra. Todo estaba dispuesto
y cuidado con esmero.
Después de rodear el edificio sin encontrar nada
de interés para el reportaje, llegué a una piscina de
agua clara, fresca y tentadora. El sol caía a plomo.
Retrocedí hasta la entrada y me cobijé en una pér-
gola. Por los intersticios de una espesa parra los
rayos del sol dibujaban círculos en el empedrado.
A sabiendas de no estar cumpliendo mi misión con
la debida diligencia, me quité la americana, la col-
gué del respaldo de un silloncito de mimbre, me
aflojé la corbata y me desabroché el botón superior
de la camisa, que me asfixiaba, me senté en el sillon-
cito y sin darme cuenta me quedé dormido.
Me despertó una voz bronca.
—¡Eh, tú!
La voz provenía de un individuo de unos cua-
renta años, bajo, rollizo, calvo y sudoroso, con un
bigote negro y espeso, vestido con un traje de ga-
bardina gris y una corbata grasienta. Le acompa-
ñaba otro hombre, alto, rubio y colorado de piel;
con ropa veraniega y sandalias con calcetines habría
podido pasar por un turista, salvo por la mirada,
inexpresiva y oblicua.
De no haber sido arrancado bruscamente de
un sueño culpable, tal vez habría respondido a la

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interpelación con energía y aplomo, pero me sen-
tía confuso y sólo acerté a murmurar humildemen-
te que ya me iba. El hombre del traje de gabardina
gris me detuvo con un ademán.
—¡Eso te crees tú! ¡Las manos donde yo pueda
verlas!
Era una frase de serie de televisión, pero la dijo
con una sinceridad poco tranquilizadora. Con un
gesto automático levanté los brazos; al cabo de unos
segundos los bajé y puse las manos abiertas sobre
el velador.
—Soy periodista.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no estás dentro? ¿Te pa-
gan por dormir la siesta?
El otro se había desplazado hasta colocarse a mi
espalda.
—Oiga, señor, yo no sé nada de nada. ¿Ha ocu-
rrido algo?
El hombre del traje de gabardina se limitó a la-
dear la cabeza y resoplar.
—Ven con nosotros, listillo.
No se me pasó por la cabeza preguntarles si eran
policías y menos pedir que me mostraran una iden-
tificación. En aquella época no se hacían estas co-
sas, en parte por miedo y en parte por lógica: nadie
se habría atrevido a suplantar a la policía. Sea como
fuere, lo mejor era obedecer y no preguntar. Insistir
en que se trataba de un error no habría servido de
nada: la policía no cometía errores y si cometía al-
guno se guardaba mucho de reconocerlo. De modo

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que me levanté sin dejar de mostrar en todo mo-
mento las manos y seguí sin chistar al hombre del
traje de gabardina, que había dado media vuelta y
se encaminaba al hotel. El otro me tendió la ame-
ricana que había dejado en el respaldo del silloncito.
Le di las gracias con un movimiento de cabeza y los
tres recorrimos el corto sendero empedrado hasta
el hotel. En el vestíbulo nos detuvimos ante la puer-
ta del ascensor y el hombre del traje de gabardina
pulsó el botón de llamada. Mientras esperábamos
el ascensor se oyó un murmullo creciente y se vio
un centelleo de flashes. La ceremonia nupcial ha-
bía concluido y los asistentes abandonaban el sa-
lón para dirigirse al comedor o al jardín. Si no po-
día echar siquiera un vistazo a esa breve maniobra,
no me quedaría nada que contar, salvo el cúmulo
de estupideces que se habían conjurado para arrui-
nar el reportaje y de paso mi carrera periodística.
Esta contingencia no me mortificaba tanto como el
bochorno de ser despedido por incompetente a las
primeras de cambio. Por el momento, sin embar-
go, un asunto más grave acaparaba mi atención.
Se abrieron las puertas del ascensor y entramos
los tres. El hombre del traje de gabardina pulsó el
botón del tercer piso, las puertas se cerraron y dejó
de oírse el jolgorio del grupo, que ahora se desaho-
gaba después de haber permanecido sentado y en
silencio durante la ceremonia.
Al llegar al tercer piso tomamos el pasillo a la
derecha, anduvimos unos metros y nos detuvimos

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ante una puerta. El hombre del traje de gabardina
sacó del bolsillo una llave, abrió y accedimos a una
habitación amplia y luminosa, con una cama de
matrimonio y muebles elegantes, de buena calidad.
La lámpara de pie y las lámparas de las mesillas de
noche eran de latón, con pantallas de pergamino.
A través de un ventanal apaisado se veía el jardín,
el mar y las colinas que formaban la bahía.
Allí me hicieron dejar sobre una mesa de ma-
dera clara con ribetes dorados todo lo que llevaba
en los bolsillos. El hombre inexpresivo me cacheó
para cerciorarse de que no ocultaba nada entre la
ropa. Por la forma en que lo hizo, sin dejar un rin-
cón por explorar, pensé que hacía con frecuencia
la misma operación. Mientras tanto, el hombre del
traje de gabardina sacó de un bolsillo de su ame-
ricana una bolsa de tela y metió en ella todas las
cosas depositadas en la mesa.
—Ahora espérate aquí y no hagas tonterías.
—¿Puedo preguntar el motivo?
—Lo sabrás cuando sea el momento.
El hombre del traje de gabardina llevaba la bol-
sa en la mano, como si fuera Judas. Abrió la puer-
ta, salieron los dos y cerraron. Desde dentro oí el
chasquido de la llave en la cerradura.
No me molesté en comprobar si me habían en-
cerrado. El ventanal se podía abrir, pero la distan-
cia hasta el suelo del jardín era considerable y la
pared no ofrecía asideros. En la mesilla de noche
había un teléfono. Descolgué el auricular y al ver

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que había línea llamé a la centralita sin obtener res-
puesta. Como sólo se podía llamar al exterior a tra-
vés de la centralita, el teléfono no servía para nada.
El armario estaba vacío: hasta las perchas se habían
llevado. La cama estaba hecha. Las sábanas pare-
cían de hilo, con bordados. En el cuarto de baño
había toallas y jabón. En la habitación hacía calor
y, sin nada mejor que hacer salvo esperar, me di
una ducha, que me refrescó durante unos minutos,
pero no me serenó el ánimo.

Cançons tranquil·les aniran per la ventada.

Maté el tiempo mirando el paisaje: la bahía for-


maba una circunferencia perfecta: desde la venta-
na de la habitación no se veía la salida al mar abier-
to. No soplaba viento y el agua estaba inmóvil, de
un azul tornasolado. Conté catorce yates fondea-
dos frente al hotel. Tenían banderas de distintos
países y pensé que debían de pertenecer a algu-
nos invitados a la boda. Una lancha con el distin-
tivo de la Guardia Civil hacía la ronda con parsi-
monia. En las laderas de la cala, fuera de los límites
del jardín, ocultas entre espesos matorrales, se po-
dían entrever algunas casas, aisladas entre sí, blan-
cas, de una sola planta y muy esquemáticas de línea,
como solían ser las casas de los ricos en aquellos
años. Al cabo de un rato, aburrido de la contempla-
ción, me tumbé en la cama y me quedé dormido.
Me desperté sudoroso, inquieto y hambriento.

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El sol seguía alto. Del jardín llegaba, atenuado
por la distancia, el sonido de una orquesta que to-
caba valses, pasodobles y otros bailables antiguos.
Escuchando aquella música, recordé lo que me ha-
bía contado mi madre, a saber, que Grace Kelly
había recalado en aquel mismo hotel durante su
luna de miel.
De la boda de Grace Kelly se había hablado mu-
cho en la prensa española, el NO-DO había mos-
trado numerosas imágenes e incluso se había pro-
yectado en los cines una película de medio o largo
metraje en la que se daba cuenta pormenorizada de
un enlace seguramente vistoso pero que ni los más
acérrimos acababan de considerar romántico. En
aquella época Grace Kelly había conquistado el co-
razón del mundo y Rainiero de Mónaco el de nadie.
Era un príncipe y eso bastaba para acallar las opinio-
nes disidentes, pero en su fuero interno la mayoría
se preguntaba por qué una mujer tan maravillosa se
casaba con semejante mentecato. Al fin y al cabo,
Grace Kelly, aunque fuera en la ficción, había es-
tado en los brazos de Clark Gable, de Cary Grant,
de Gary Cooper, de James Stewart y de William
Holden, y Rainiero, príncipe o no príncipe, era un
retaco cabezón, orejudo, con cara de atontado y as-
pecto presuntuoso, incapaz de mostrar en público
cariño, admiración o pasión por su adorable espo-
sa. La boda había convertido a una actriz en prin-
cesa, pero eso, en los tiempos modernos, no tenía
importancia, sobre todo si el principado era un pue-

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blo sin más atractivo que un casino y la presencia
ocasional de millonarios. Las mujeres se esforzaban
por dejar de lado estas consideraciones, se aferra-
ban a fantasías trasnochadas y al ver a Grace Kelly
vestida de novia exclamaban: ¡es una auténtica prin-
cesa! Lo cual era una verdad a medias, porque a los
ojos del mundo, Grace Kelly era más que una prin-
cesa: era un mito. En fin de cuentas, la boda de
Grace Kelly con Rainiero de Mónaco quedó en la
memoria colectiva como un suceso más bien tris-
te, y nada de lo que difundieron posteriormente los
medios de información consiguió disipar ese sen-
timiento. Del reportaje de la boda yo recordaba un
castillo de fuegos artificiales orquestado por cele-
brados pirotécnicos valencianos, a lo que la radio
española dio gran importancia.
A las seis paró la música, quizá para servir una
merienda.
Tuve el presentimiento de que nadie se ocupa-
ría de mí hasta que la fiesta hubiera concluido, los
invitados se hubieran ido y no hubiera testigos de
lo que fuera a pasar. Con la culpabilidad de quien
no sabe de qué se le acusa, empecé a pensar que la
detención no se debía a un error ni estaba relacio-
nada con la seguridad de los asistentes a la boda,
como había supuesto hasta entonces, sino que se
trataba de una medida contra mi persona y, como
allí no había hecho nada, ni bueno ni malo, el mo-
tivo de la detención por fuerza había de guardar
relación con mis ideas y mis actividades políticas.

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En Europa, por aquellos años, los disturbios, los
enfrentamientos y las acciones violentas todavía
no habían alcanzado la frecuencia y la intensidad
que tendrían más tarde en algunos países, si bien
había huelgas y manifestaciones y se habían come-
tido asaltos, secuestros y agresiones derivados de
la inestabilidad social. Naturalmente, en España las
cosas eran distintas, puesto que la represión sofoca-
ba cualquier atisbo de movimiento popular, pero
aun así, no había faltado alguna tímida huelga y ac-
tividades aisladas de una red de personas bastante
bien organizada, que fuera y dentro del país traba-
jaba para debilitar y desacreditar una dictadura a la
que ya nadie confiaba en derribar. Yo no militaba en
ningún partido ni pertenecía a ninguna asociación
política o de cualquier otra índole. Mientras estu-
ve en la universidad, hice acto de presencia en al-
gunas manifestaciones y poca cosa más.
Sólo una vez un amigo y yo, por iniciativa pro-
pia, introdujimos unas caricaturas de Franco he-
chas por nosotros mismos entre los programas de
mano de la Pasión según San Mateo, en el Palau
de la Música. Mi amigo y yo frecuentábamos el Pa-
lau de la Música debido a nuestra afición por la
música clásica, pero considerábamos que, salvo
nosotros dos, el público habitual representaba lo
más reaccionario y vil de la sociedad catalana. El
día de autos, con mucho disimulo y mucho miedo,
intercalamos ocho caricaturas de Franco en la pila
de programas y nos quedamos observando el efec-

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to del sabotaje, que, a decir verdad, no fue extraor-
dinario: los que daban con la caricatura la miraban
confusos y la volvían a dejar en la misma pila; al-
gunos doblaban la hoja y se la guardaban en el bol-
sillo, y uno la estrujó y la arrojó al suelo con ex-
presión de disgusto. Pero nadie denunció el hecho
y la velada transcurrió sin contratiempos. Ahora,
sin embargo, pensaba que tal vez el delito había sido
detectado y descubierta la identidad de sus auto-
res, uno de los cuales acababa de ser aprehendido
en el hotel Formentor. Erbarme dich, mein Gott,
pensé, por más que se me antojaba poco verosímil
que la policía hubiera elegido precisamente aquel
lugar y aquella ocasión para proceder a la deten-
ción de alguien cuyo paradero habitual no era un
misterio para nadie.
Para tranquilizarme, me volví a duchar. A las
ocho se reanudó el baile. En vez de la orquesta atro-
nó el aire un conjunto de rock con una megafonía
estridente. La actuación vino acompañada de cier-
to movimiento en la bahía. De cuando en cuan-
do una lancha o un bote de remos conducía a una
o varias personas a los yates.
A las nueve se puso el sol detrás de unos cerros
rocosos parcialmente cubiertos de pinos y jaras. Se
encendieron las lámparas exteriores. Metidas entre
el follaje, apenas daban luz. El cielo se tiñó de gra-
nate. Seguramente a aquella hora los periodistas
acreditados ya habrían enviado sus crónicas por
teletipo y regresado a sus casas en el último avión.

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Transcurrida una hora más, oí girar de nuevo
la llave en la cerradura. Se abrió la puerta y entra-
ron tres hombres en la habitación. Los dos primeros
eran mis viejos conocidos, el hombre del traje de
gabardina y su adlátere. Al tercero no lo había vis-
to nunca, pero no tuve dificultad en adivinar quién
era. Sólo entonces empecé a entender el lío en el
que me había metido.

A quoy faire la cognoissance des choses, si nous


en perdons le repos et la tranquillité, où nous serions
sans cela?

—Disculpe que no me dirija a usted en español.


Mis conocimientos son muy elementales. Por for-
tuna usted entiende y habla inglés a la perfección.
Si no me expreso con la suficiente claridad, no ten-
ga reparo en interrumpirme: mi pronunciación es
deficiente. Estudié en Inglaterra, pero el acento ma-
terno nunca se pierde... Ahora se imponen las pre-
sentaciones. El señor de la puerta, pulcramente
ataviado con un traje de gabardina gris, se llama
Pirelli, o algo que se aproxima a Pirelli. Los días
laborables, incluidos los sábados por la mañana,
trabaja para una misteriosa organización apodada
Sa Nostra. Los días festivos incrementa su peculio
ayudando a llevar la contabilidad de este magnífico
hotel. Y, llevado de su innata amabilidad, no desde-
ña prestar algún servicio adicional. Habla castella-
no, una cosa que denominan mallorquín y, debido

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a su contacto con los turistas, una mezcla de len-
guas que podríamos calificar de situacional. El otro
caballero es Constantin Alois Brzeg, en el almana-
que de Gotha, el conde Salza, mi primo y mi brazo
derecho. Por desgracia, el conde Salza sólo habla
y entiende idiomas bárbaros. Los dos, el señor Pi-
relli y el conde Salza, han tenido la gentileza, a rue-
gos míos, de representar esta, ¿cómo llamarla?, pe-
queña farsa, por la que le pido mil disculpas. Confío
en que comprenda mis motivos. Era del todo esen-
cial impedir que pudiera enviar al periódico una
nota sin haber hablado antes conmigo, y el único
método seguro era tenerle aislado por completo.
La confusión era igualmente necesaria para que
usted aceptara la reclusión sin resistencia ni, ¿cómo
diríamos?, alharaca. Ahora debo presentarme a mí
mismo, puesto que nadie lo hará por mí: soy el prín-
cipe Tadeusz Maria Clementij Tukuulo. Bobby para
los amigos. En el día de hoy me he casado con la
que por derecho matrimonial se ha convertido en
reina, o, quizá sería mejor decir, en futura reina:
Queen Isabella. A Queen Isabella le habría encan-
tado saludarle, pero se ha retirado a descansar. Ha
tenido un día agotador, como bien puede suponer.
Y anoche, por circunstancias que no hacen al caso,
durmió menos de lo aconsejable. Igual que usted,
según tengo entendido.
Se acercó a la ventana. El cielo seguía despeja-
do y la luna, que acababa de aparecer, iluminaba un
mar silencioso y pacífico.

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