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Lo Más Cruel Del Invierno Comp

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CHRh

Nació en Hull en 1958y actualmente vive


en Cambridge, Inglaterra. Ganó su primer
premio literario a los ocho años.
Comenzótrabajando como dibujante
y publicó sus ilustraciones en varios
periódicos: The Times, The Independent,
TheGuardian, Financial Times,
entre otros.
DISEÑO
Romina Romero

DIRECCIÓN DE ARTE
Valeria Bisutti
e llamo Michael: Michael Vyner. Voy a contar-
les algo acerca de mi vida y los extraños eventos
- que me han traído al lugar en el que ahora me
encuentro sentado, pluma en mano, con el pulso acelerado
por los recuerdos.
Espero que escribir me ayude a entender mejor mi propia
historia; tal vez esto me permita iluminar los todavía oscuros
recovecos que retumban en mi memoria.
El horror acecha entre las sombras y mi mente se retrae
ante su avance. Dios mío, todavía puedo ver ese rostro... ese
horrible rostro. iEsos ojos! Me aferro a la pluma con tanta
fuerza que temo hacerla añicos. Para contar esta historia voy
a necesitar cada pizca de mi fuerza de voluntad. Pero es im-
perioso que lo haga.
Desde pequeño enfrenté adversidades,pero jamás había
visto la negrura tremenda de un alma vacía de todo lo que es
bueno, transformada —por el resentimiento y el odio—en
algo completamente infame y falto de amor. Jamás había co-
nocido tanta maldad.
Puede que la historia que voy a narrar parezca producto de
una imaginación febril, pero la verdad es solo una y lo único
que puedo hacer es contarla lo mejor posible, dentro de los
límites de mi habilidad, y pedirles que la lean sin prejuzgar.
Si luego se apartan, incrédulos, no podré más que sonreír y
desearles lo mejor. .. y desear, también, librarme con esa misma
facilidad de los terribles espectros que me acechan desde el mo-
mento en que ocurrieron los eventos que estoy a punto de narrar.
Ahora vengan conmigo.Retrocederemosen el tiempo y,
mientras la niebla de los años pasados se despeja, nos situa-
remos en medio de las frías y desgastadas lápidas de un ce-
menterio grande y atestado.
A nuestro alrededor hay ángeles de piedra, obeliscos de
granito y urnas de mármol. La estatua de un león durmiente
protege la sepultura de un viejo soldado; un ángel reza frente
a la tumba de un niño bienamado. En todas partes abundan
las inscripciones conmemorativas, palabras de amor deveni-
do en dolor.
Una hilera de fastuosos mausoleos bordea un sendero ado-
quinado que describe una curva bajo la sombra de altos ci-
preses. Cerca, un carruaje fúnebre está detenido; los caballos,
adornados con penachos negros, comienzan a impacientar-
se. Es octubre y el aire es tan húmedo y frío como las fosas
bajo nuestros pies. La neblina matinal aún no se ha disipado.
Las hojas caídas cubren los adoquines.
Un mirlo canta alegremente, ajeno a su macabro entorno;
el sonido resuena agudo y dulce por todo el cementerio si-
lencioso. Los grajos pasan volando a baja altura y parece que
responden con su propio canto. Un trecho más allá hay una
tumba recién abierta. Los pocos deudos se van alejando, y de-
jan atrás a un niño solo.
El niño ha llorado tanto durante los últimos días que cree
que ha agotado para siempre su provisión de lágrimas. Sin
embargo, al bajar la mirada y clavar la vista en la horrible caja
de madera que descansa dentro del espantoso hueco, las
lágrimas vuelven a brotar.
Hay pocas cosas más tristes que un funeral poco concu-
rrido. Cuando ese funeral es en honor a una amada madre,
entonces la tristeza es mil veces más aguda y el llanto, más
amargo.
Imagino, en este punto, que ya habrán adivinado que el
niño solitario, de pie frente a la tumba abierta, no es otro que
el narrador de esta historia.
iraba esa tumba con tal sensación de temor y
desespero, que parecía que estuviera viendo mi
propia tumba. Todo lo que amaba estaba en esa
odiosa caja de madera a mis pies. Ahora estaba solo: comple-
tamente solo.
Jamás conocí a mi padre. Lo asesinaron cuando yo era
apenas un bebé; fue uno de los tantos soldados cuyas vidas
terminaron mientras peleaba por el Imperio Británico en las
lejanas tierras de Afganistán. No tenía otra familia. Mi madre
y yo éramos todo el uno para el otro.
Mi madre no era fuerte, aunque había sobrellevado las difi-
cultades con gran valentía. Soportó su enfermedad con hidal-
guía. Pero el coraje no siempre es suficiente.
Este y muchos otros pensamientos me rondaban junto a esa
tumba. Consideré saltar y acompañarla. Casi parecía preferi-
ble al oscuro y espinoso camino que se abría frente a mí.
Mientras me encontraba frente al borde de la fosa, oí unos
pasos y me di vuelta para ver al abogado de mi madre, el se-
ñor Bentley, caminando hacia mí acompañado de un hom-
bre alto y elegantemente vestido. Lo había visto, por supuesto,
durante el funeral y me había preguntado quién podría ser.
Su rostro era largo y pálido, su nariz grande pero esculpida
finamente. Era una cara adecuada para la expresión seria y
lúgubre que ahora tenía.
—Michael —dijo Bentley—. Este es el señor Jerwood.
—Señor Vyner —dijo el hombre, tocando el ala de su som-
brero—. ¿Podría hablar con usted?
Bentley nos dejó solos yvolvió a reencontrarse con su espo-
sa, quien había permanecido a una distancia respetuosa. Al
mirar a Jerwood una vez más, me pareció reconocerlo.
—Perdón, señor, pero... —dije, tragando sollozos y limpián-
dome las lágrimas de las mejillas a toda prisa—, ¿lo conozco?
—Sí,nos conocemos, Michael —contestó él—, pero sin
duda eras muy joven como para recordar nuestro encuentro.
¿Puedo llamarte Michael?
No respondí y él sonrió a medias, tomando mi silencio
como aprobación.
—Excelente. Para resumir, Michael, casi no me conoces,
pero yo te conozco muy bien.
—¿Es amigo de mi madre, señor? —pregunté, desconcerta-
do por la identidad del hombre.
—Me temo que no —dijo, dirigiendo rápidamente la mira-
da hacia la tumba y luego de vuelta hacia mí—. Aunque vi a
tu madre en varias ocasiones, no puedo decir que fuéramos
amigos. De hecho, no puedo decir honestamente que le agra-
dara a tu madre. Más bien debo confesar, si así me obligara un
juez en la corte, que tu madre me aborrecía. Pero jamás per-
mití que eso influenciara en manera alguna mis asuntos con
ella, y declararía, ante ese mismo juez hipotético, que tenía a
tu difunta madre en la más alta estima.
El extraño tomó una profunda bocanada de aire al final de
su discurso, como si el esfuerzo de decirlo lo hubiera agotado.
—Pero, discúlpeme, señor —dije—.Todavía no entiendo...
—No entiendes quién soy —dijo, con una sonrisa, mientras
negaba con la cabeza—. Qué tonto, discúlpame.
Se quitó el guante de la mano derecha y la extendió hacia mí
1
con una leve reverencia.
—Tristán Jerwood —dijo—, de Enderby, Pettigrew &
Jerwood. Represento los intereses de Sir Stephen Clarendon.
No contesté. Había oído ese nombre antes, por supuesto.
Fue por salvar a Sir Stephen que mi padre había muerto, en
un acto de valentía que atrajo abundantes elogios e, incluso,
alcanzó los diarios.
Pero yo jamás había logrado sentirme orgulloso de su sacri-
ficio. Sentía rabia porque mi padre había dado su vida para
preservar la de un hombre al que yo no conocía. Esta hostili-
dad fue claramente visible en mi rostro. La expresión del se-
ñor Jerwood se enfrió varios grados.
—Sospecho que has oído ese nombre antes —dijo.
—Sí, lo he oído, señor —contesté—. Sé que nos ayudó des-
pués de que murió mi padre. Con dinero y cosas así. Pensé
que Sir Stephen iba a venir al funeral.
Jerwood había oído —tal y como yo esperaba— el tono de
reproche en mi voz, y apretó los labios, dejando escapar un
suspiro y mirando de nuevo hacia la tumba.
—Yono le caía bien a tu madre, Michael —explicó, sin mi-
rarme de nuevo—. Recibió el dinero y la ayuda de Sir Stephen
porque tenía que hacerlo, por su bien y por el tuyo, pero
siempre tomó solamente una cantidad mínima de lo que se
le ofrecía. Era una mujer muy orgullosa, Michael. Siempre la
respeté por eso. A tu madre la ofendían ese dinero y su propia
necesidad, y me detestaba por ser el intermediario. Es por eso
que insistió en contratar a su propio abogado.
En este punto dirigió la mirada hacia el señor Bentley, quien
me esperaba de pie junto a su esposa. Había vivido en la casa
de los Bentley durante los días previos al funeral. Los conocía
porque los había visto en varias ocasiones, muy brevemente,
pero ambos habían sido amables y generosos. Sin embargo
mi sufrimiento aún estaba tan fresco, que incluso su amabili-
dad me resultaba dolorosa.
—Era una muy buena mujer, Michael, y eres un chico muy
afortunado por haberla tenido como madre.
Las lágrimas brotaron instantáneamente de mis ojos.
—En este momento no me siento muy afortunado, señor
—dije.
Jerwood llevó su mano a mi hombro.
—Ya,ya —dijo, tratando de calmarme—. Sir Stephen ha teni-
do varias dificultades. Creo que este no es el momento adecua-
do para hablar de ellas, pero te aseguro que si no hubieran sido
de una naturaleza tan extrema, se encontraría hoy a tu lado.
Una lágrima me rodó por el cuello. Me encogí de hombros
para quitarme su mano de encima.
—Le agradezco que haya venido, señor... por haber venido
en su lugar —dije, con frialdad. No tenía ánimo para que un
extraño que, por confesión propia, no le agradaba a mi madre,
me consolara.
Jerwood retorció los guantes como si estuviera retorciendo
el cuello de una gallina imaginaria. Luego suspiró.
—Michael—dijo—,es mi deber informarte de algunos
asuntos que conciernen a tu futuro inmediato.
Naturalmente, yo había pensado bastante en mi futuro, y
eso había logrado deprimirme más a cada momento. ¿Quién
era yo ahora? Era una no-persona, alguien desvinculado de
cualquier lazo familiar, que flotaba libre y sin amigos.
—Sir Stephen es ahora tu custodio legal —dijo.
—Pero pensé que mi madre no confiaba en Sir Stephen ni
en usted -—dije,un poco desconcertado—. ¿Por qué accede-
ría a tal cosa?
—No necesito recordarte que no tienes a nadie más, Mi-
chael —dijo Jerwood—. Pero te aseguro que tu madre estaba
completamente de acuerdo. Ella te quería y sabía que, a pesar
de todo, esa era la mejor opción.
Aparté la mirada. Él tenía razón, por supuesto. ¿Qué opción
tenía?
—Deberás cambiarte de escuela —dijo Jerwood.
—¿Cambiarme de escuela? —dije—.¿Por qué?
—ASir Stephen le parece que Saint Barnabas no es la escue-
la adecuada para el hijo... —el protegido, debería decir— de
un hombre como él.
—Pero me gusta donde estoy —dije con seriedad.
Jerwood sonrió casi imperceptiblemente.
—Eso no es lo que he leído en las cartas que Sir Stephen ha
recibido del director.
Me sonrojé un poco, tanto de vergüenza como de rabia, por
este extraño que sabía sobre mis asuntos personales.
—Estepodría ser un nuevo comienzo para ti, Michael.
—Noquiero un nuevo comienzo, señor —respondí.
Jerwood dejó escapar un largo suspiro y apartó la mirada.
—No luches contra esto —dijo, como si se lo dijera a los ár-
boles—. Sir Stephen solo quiere lo mejor para ti, créeme. En
cualquier caso, él mismo podrá confirmártelo.
Al decir esto me miró.
—Estás invitado a visitarlo en Navidad. Te espera en Haw-
ton Mere mañana por la noche.
—¿Mañana por la noche? —pregunté con un grito, sor-
prendido.
—Sí —dijo Jerwood—. Debo llevarte yo mismo. Debemos
tomar un tren desde...
—iNo iré! —dije, instantáneamente.
Jerwood suspiró y le hizo un gesto con la cabeza a Bentley,
quien se acercó deprisa, frotando sus manos y mirándonos a
ambos con ansiedad.
—Entonces, ¿está todo solucionado? —preguntó, con la na-
riz roja como un tomate—. ¿Está todo bien?
Bentley era bajo y más bien robusto, aunque parecía in-
capaz de aceptar lo robusto que era. Su ropa era al menos
una talla más pequeña de la que debía usar y le daba una
apariencia bastante alarmante, como si los botones fueran
a ceder en cualquier momento o él mismo fuera a explotar
ruidosamente.
Esta impresión de hinchazón, de sobremaduración, se exa-
cerbaba aún más gracias a su cara roja y sudorosa. Y si todo
esto no fuera suficiente, Bentley era propenso a tener las más
inquietantes contracciones, que podían variar en intensidad,
desde un simple tic o espasmo hasta alarmantes convulsiones.
—Le he informado al señorito Vyner sobre su situación es-
colar —dijo Jerwood, apartándose un poco de Bentley.
Tocó el ala de su sombrero, haciéndonos un gesto a cada uno.
—También le he informado sobre su visita a Sir Stephen.
Debo despedirme. Hasta mañana, señores.
Sentí una ola de desdicha. El futuro de un niño siempre
está en manos de otros; un niño es siempre impotente. Pero
cuánto envidiaba a aquellos niños cuyo destino estaba bajo el
control amoroso de sus padres y no, como el mío, guiado por
las manos frías y tristes de dos abogados.
—Michael... —dijo Bentley, en un tono tenso—. Vamos,
querido. Todo irá bien. Todo irá bien, ya verás.
—Pero no quiero ir —dije—. Por favor, señor Bentley, ¿no
podría pasar Navidad con ustedes?
Bentley se retorcía, incómodo.
—Verás, muchacho —dijo—. Esto es muy difícil. Muy difícil.
—¿Señor? —dije, un poco preocupado por su aflicción y por
lo que podría estar causándola.
—Por mucho que a la señora Bentley y a mí nos gustaría
tenerte con nosotros, creemos que es justo que aceptes la in-
vitación de Sir Stephen.
—Entiendo —dije.
Sentí vergüenza por estar a punto de llorar otra vez y apar-
té la mirada para que Bentley no pudiera advertir mi cara de
preocupación.
—Ahora bien —dijo, tomándome de los brazos con ambas
manos y girándome hacia él—. Él es tu custodio, Michael. Eres
el protegido de un hombre muy adinerado y toda tu vida de-
pende de él. ¿Vas a desechar todo esto por una sola Navidad?
—¿Loharía él? —pregunté—. ¿Me deshonraría porque me
quedé con ustedes y no con él?
—Creo que no —dijo—. Pero con los ricos nunca se sabe.
Trabajo con ellos todo el tiempo y, déjame decirte, son un
grupo extraño. Y si los ricos son extraños, la alta burguesía lo
es aún más. Uno nunca sabe qué hará cualquiera de ellos...
Bentley se detuvo ahí, percatándose de que divagaba un poco.
—Vea Hawton Mere en Navidad —dijo, susurrando—. Ese
es mi consejo. Es el consejo gratuito de un abogado, Michael.
Es un bien escaso y maravilloso.
—No —dije, negándome a salir de mi sombrío estado de
ánimo—. No iré.
Bentley miró el suelo, se balanceó sobre los talones de
atrás hacia adelante una o dos veces, y después exhaló rui-
dosamente.
me pidió
—Tengo algo para ti, mi niño. Tu querida madre
que te lo entregara en el momento indicado.
interior de su
Con esas palabras, sacó un sobre del bolsillo
y leí la carta
abrigo y me lo dio. Sin preguntar qué era, lo abrí
que contenía.
Querido Michael:
Sabes que siempre he repudiado tomar cualquier cosa del
hombre cuya vida salvó tan noblementetu querido padre a
costa de su propia vida. Pero, aunque cada vez que recibí su
ayuda me hacía más consciente de la ausencia de mi esposo y
me dolía el corazón, la aceptaba, Michael, por ti.
Y ahora, por ti,escribo esta carta mientras tengo fuerzas,

porque sé lo orgulloso que eres. Michael, es mi voluntad —mi


última voluntad— que aceptes amablemente todo lo que Sir
Stephen puede ofrecerte. Acepta su dinero y sus oportunidades
y haz algo de ti mismo. Sé todo lo que puedes ser. Hazlo por mí,
Michael.
Como siempre y para siempre,
Tu madre que te quiere.

Doblé la carta y Bentley me pasó un pañuelo para secarme las


lágrimas que ahora llenaban mis ojos. ¿Qué argumento podía
ofrecer en contra de una carta así? Parecía que no tenía opción.
Bentley me abrazó.
—Ya,ya —dijo—. Todo irá bien, todo irá bien. Hawton Mere
tiene un foso, según me dicen. iUn foso!Serás como un caba-
llero en su castillo, ¿no? iUn caballero!
Y ondeó su dedo índice en imitación extravagantede una
espada.
—Una casa señorial con foso, ¿ah? Sí, sí. Todo irá bien.
Me sequé las lágrimas y el agotamiento me inundó.
Resistirse era inútil y no tenía energía de reserva para elabo-
rar una objeción.
—Ven,mi niño —dijo Bentley, silenciosamente—. Vámonos
de este lugar. El aire de un cementerio está cargado de humo-
res malignos; tóxicos, ¿sabes? Muy tóxicos, de hecho. Pues,
conocí a un hombre que cayó muerto mientras salía de un
funeral. Muerto antes de llegar a la puerta. Bien, bien muerto.
Bentley me guio hacia el carruaje y trepamos dentro. El ca-
rruaje crujió al avanzar, las ruedas se movieron con estruen-
do. Miré por la ventana y vi alejarse la tumba de mi madre,
perdida entre una incontable cantidad de lápidas.
asé una noche sin descanso en la casa de los
Bentley en el barrio de Highgate,y empaqué la
maleta cuando me levanté temprano al otro día.
Mientras viajábamos hacia la estación de King's Cross esa
tarde, me senté examinando silenciosamentemis múltiples
desdichas. Sentí resentimiento hacia todos aquellos que
habían conspirado para llevarme a este punto, incluida mi
madre, me da vergüenza admitirlo. El dolor le había abierto
camino a una profunda e irritada amargura.
Cuando llegamos, el sol ya se estaba hundiendo detrás del
nuevo Hotel Saint Pancras, y la diferencia entre ese edificio
alto y elegante y el más modesto y marginal de la estación de
King's Cross me recordó un poco a la diferencia entre los dos
abogados que ahora se encontraban de pie junto a mí en la
ajetreada entrada de la estación.
Descargaron mi maleta y pareció que me traspasaban, con
distante eficiencia, del cuidado de un abogado al cuidado de
otro. Sentí como si fuera un manojo de papeles legales en lu-
gar de una persona.
Después de darle la mano a Jerwood,Bentleytomó mi
mano entre las suyas; me sonrió, sacudiéndose y sonrojándo-
se un poco, mirando nerviosamente al señor Jerwood, como
si la amabilidad fuera una especie de delito entre abogados.
Por su parte, Jerwood miró en dirección al gran reloj de la
estación y comentó que era hora de partir.
—Todo irá bien —dijo Bentley, suavemente—. Todo irá bien.
—Gracias por sus servicios, señor Bentley —dije, fríamente.
Vi la mirada de dolor en sus ojos y, por un momento, sentí
una punzada de culpa... pero solo por un momento. El señor
Bentley sonrió con tristeza, me soltó la mano, tocó el ala de su
sombrero y, diciendo adiós, se alejó caminando y se perdió
en la multitud.
—Quieropensar que el señor Bentley es un buen hombre
—dijo Jerwood en voz baja, mientras lo veía alejarse—. Me
temo que los hombres como él son escasos, así que aprécialos
cuando los encuentres.
No me sentía con ánimo de valorar algo así en mi actual
circunstancia y me molesté con el abogado por tratar de in-
fluenciarme. Era perfectamente consciente de que el señor
y la señora Bentley tenían buenas intenciones, pero estaba
cansado de sentirme obligado a mostrarme agradecido con
gente a la que yo no le había pedido nada.
Entramos a la gran estación. Seguí a Jerwood, que cami-
naba con imponente determinación entre la multitud. Una
locomotora eructó una pluma de humo mugriento que salió
navegando hacia el amplio arco del techo.
Encontramos nuestra plataforma y subimos a nuestro va-
gón, y casi ni nos habíamos terminado de acomodar cuando
el tren salió tambaleándose de la estación con un chirrido en
los ejes de las ruedas y un pitido de vapor.
Durante el viaje a Ely no hubo mayores incidentes y, aunque
yo había viajado poco en tren y normalmente hubiera estado
muy emocionado, me senté en el vagón con opaco desinterés.
Jerwood estaba bastante hablador, en su estilo seco y
formal, a pesar de que yo no le di muchos incentivos. Des-
pués de un rato me di cuenta de que su aparente rigidez era
expresión de incomodidad; parecía que estaba verdade-
ramente interesado en mí y en las respuestas que les daba
a sus preguntas sobre mi vida. Por mucho que me convenía
odiarlo, me encontré abriéndome a ese extraño. De hecho,
me tomó toda la fuerza de voluntad que tenía mantener mi
comportamiento sombrío.
Aunque hablador al principio, Jerwood eventualmente
me siguió la corriente y se plegó a mi quietud. El abogado
comenzó a leer una pila de papeles que sacó de su maletín.
Me pregunté si alguno de esos papeles tendría relación con
mi futuro.
Miré por la ventana, con la vista fija y vacía sobre el paisa-
je que pasaba. Si las pirámides del antiguo Egipto hubieran
aparecido en el horizonte, les habría prestado poca atención.
Sentí como si alguna parte de mí hubiera muerto con mi ma-
dre y nunca volviera a ser capaz de sentirme vivo otra vez.
El agotamiento luchó contra la desdicha por un lugar en
mis pensamientos, y —por suerte— al final el primero ganó la
batalla. Me sumergí en un sueño intermitente, arrullado por
el movimiento del tren.
En descanso, mi mente no reconocía la necesidad de man-
tener las barreras que había construido al estar despierto,
barreras contra pensamientos que encontraba muy tristes.
Recuerdos de mi pobre madre llegaban a mí sin ser invita-
dos, aunque hasta dormido hubiera hecho lo que fuera por
permanecer en su compañía para siempre sin tener que des-
pertar jamás. Las cosas no habían sido fáciles después de la
muerte de mi padre, pero a menudo éramos felices, los dos.
Una vez que me desperté, sentí como si nuestra separación
hubiera sido forzada de nuevo y el dolor fuera más reciente
que nunca. Los sollozos me atravesaron.
Solo el deseo de no parecer débil y ridículo frente a Jerwood
secó mis lágrimas. El abogado estaba concentrado en exami-
nar los papeles que tenía distribuidos en el regazo y yo miré el
paisaje que pasaba por la ventana.
—Pronto llegaremos a Ely —dijo Jerwood.
No contesté. ¿Qué me importaba?
—Un carruaje nos esperará en la estación —continuó él—y
nos llevará a Hawton Mere. No es muy lejos.
Otra vez no contesté. Jerwood apiló los papeles y los puso
sobre la silla a su lado.
—Michael —dijo—. Entiendo que debes sentir que el mun-
do está en tu contra...
—¿Loentiende, señor? —dije, dándome vuelta hacia él, con
la voz un poco atorada.
¿Cómo un hombre así podía entender lo que yo sentía?
—Pero debes darte cuenta de que tratamos de hacer lo que
es mejor para ti —continuó.
—iNo quiero ir! —dije—. No quiero pasar la Navidad con
gente que no conozco.
Incluso mientras decía esas palabras me di cuenta de que,
sin mi madre, no podría haber otro tipo de Navidad de ahora
en adelante. Aunque era preferible pasarla
con los Bentley.
Al menos los conocía un poco y sabía
que eran amables.
Jerwood asintió con la cabeza, como si
estuviera leyendo mis
pensamientos.
—Entiendo. Debe ser difícil para ti, lo sé
—dijo—. Ylo com-
prendo, Michael. Pero dale una oportunidad
a Sir Stephen.
Te ha convertido en su protegido. No es
descabellado que te
quiera conocer, ¿no es cierto?
Me encogí de hombros y miré por la ventana otra vez. No
importaba lo que yo dijera. Iba a ir a Hawton Mere lo quisiera
o no. Jerwood reunió sus papeles y comenzó a guardarlos en
su maletín.
—Acerca de tu guardián —dijo, mientras ponía el maletín
a sus pies—, debo advertirte que Sir Stephen no se encuen-
tra muy bien últimamente. Lo conozco desde hace muchos
años, desde que éramos niños, de hecho, y es un buen hom-
bre, pero puede que no sea lo que esperas.
En realidad no había pensado mucho en cómo sería o
no sería Sir Stephen hasta ese momento. Y las palabras de
Jerwood no ayudaron a mejorar mi entusiasmo por conocer
a mi guardián.
—Sir Stephen tiene el poder de ser una gran fuerza positiva
en tu vida, Michael —dijo Jerwood—. Le prometió a tu padre
que te ayudaría y hay que reconocer que está honrando su
palabra.
—Mi padre murió y él está vivo —dije—. No hay nada que él
pueda hacer por mí para remediar eso.
Jerwood se dio cuenta de que seguir conversando sobre el
asunto sería inútil y se dispuso a mirar por la ventana, igual
que yo. El día estaba llegando a su fin, y la luz de la tarde baña-
ba en oro los campanarios de las iglesias y las ramas desnudas
de los árboles. Enviaba sombras largas y azuladas por toda la
tierra rica y dorada de campos arados, con puntitos negros
que eran cuervos. Una vez que llegamos a Ely, la luz
del día ya
no era más que algo casi extinto.
국1 디Ⅰ

卜와:흐구

들과•
a antigua catedral sobresalía
contra la última luz de
la tarde, y la hacía parecer más un
imponente casti-
110que una iglesia. Su tamaño y
su altura se exagera-
ban por el hecho de que descansaba en la
cima de una colina,
que más bien parecía una montaña en el
paisaje plano del
distrito de Fenland. Exhibía una gran torre de picos
que se
erizaban contra el horizonte, como la corona de un
gigante.
Esperé junto a mi exiguo equipaje mientras Jerwood iba
a
buscar el carruaje que nos llevaría a Hawton Mere y a mi reu-
nión con Sir Stephen. De repente, me sentí con frío y agotado
y creo que Jerwood lo notó en mi rostro cuando regresó.
—Venconmigo —dijo, con calma—. Nuestro carruaje nos
espera.
Y sin decir una palabra más, comenzó a caminar, y yo, con
temor a perderme en ese extraño lugar, recogí mi maleta tan
rápido como pude y corrí detrás de él.
El cochero era un hombre alto y delgado, y se encontraba
de pie bajo la lámpara de gas. La sombra del sombrero le os-
curecía la cara justo por encima de la boca, una boca que pa-
reció enroscarse en una mueca desdeñosa cuando la miré.
Dio un paso hacia adelante cuando nos acercamos y le hizo
un gesto a Jerwood, quien a cambio asintió, entregándole
primero su maleta y luego la mía, antes de treparse al carrua-
je, conmigo muy de cerca. Creí oír que el cochero decía algo
cuando pasé frente a él, o más bien lo oí hacer una especie de
ruido. Pero pudo haber sido el caballo.
El cochero silbó y movió las riendas, y el carruaje avanzó
con un traqueteo por el pueblo; sus lámparas hacían que las
sombras saltaran animadas de atrás hacia adelante y que las
ventanas que pasaban brillaran y titilaran como si las llamas
de una gran fogata las lamieran.
La noche estaba ahora a pleno y sus aguas de tinta habían
inundado las planicies que se veían negras en el horizonte,
donde el cielo era apenas más claro que la tierra.
Nunca había estado en esta zona, pero sabía que hace siglos
había sido un pantano, ahora drenado y transformado en tie-
rras de cultivo. Mirar por la ventana del carruaje se parecía
más a observar un amplio e inexplorado mar desde un bote:
no había señales de ocupación humana.
Como en el tren, una vez más divagué en los límites del
sueño. El retumbar de las ruedas del carruaje se desvanecía
y regresaba intermitente a mi conciencia: un sonido como de
olas que estallan en un playa de guijarros. Me sentía flotando
en agua negra.
Soñé que estaba de pie entre las lápidas del cementerio de
Highgate, mirando hacia la tumba de mi madre. Jerwood y
Bentley se encontraban algunos metros más atrás, y susurra-
ban. A cada rato me miraban y se reían, con las caras desfigu-
radas y desagradables.
Me percaté de un movimiento entre las sombras a mi iz-
quierda y giré para ver una figura —una pequeña figura— co-
rrer entre las lápidas, esconderse y luego correr otra vez. Se
ocultaba y no me permitía distinguir sus características.
Corría deprisa por un camino serpenteante y enloquecido
que, me di cuenta con temor, la acercaba
cada vez más a don-
de yo estaba. Cuando alcanzó la lápida más cercana,
se quedó
escondida y no salió. Miré hacia Jerwood y Bentley,
pero aho-
ra ellos parecían estatuas, como si todo el mundo se
hubiera
detenido. Me asomé para mirar detrás de la lápida;
una som-
bra saltó hacia mí con aterradora brusquedad,
asfixiándome.
Me desperté con un sobresalto.
Jerwood me codeó suavemente y dijo que dentro de poco
llegaríamos a Hawton Mere y que si prestaba atención podría
capturar mi primera vista de la casa.
Me incliné por fuera de la ventana del carruaje, y la combi-
nación entre la fría noche y la lluvia que ahora comenzaba a
caer me hizo entrecerrar los ojos. Solo pude percibir una vaga
sombra a la distancia, más oscura que la oscuridad que la ro-
deaba. Aun así, pude ver que la estructura era de un tamaño
considerable. La niebla se combinaba con la lluvia para difu-
minar lo poco que podía distinguir.
Justo cuando volví a meter la cabeza en la relativa calidez
del carruaje, las lámparas, cuyo resplandor no se extendía
mucho más allá del borde del camino, iluminaron por un sor-
prendente y fugaz momento a una mujer que surgió de la no-
che. Sus brazos se extendían hacia el carruaje; tenía los ojos
desorbitados y la cara pálida, la boca abierta en un grito que
se ahogó por completo bajo el rumor sordo de las ruedas. A
pesar de la baja temperatura, ella vestía nada más que un ca-
misón de lino y, por si fuera poco, estaba empapada.
—Señor! —grité, mirando a Jerwood—.Hay una mujer,
señor. Al lado del camino. Creo que podría necesitar ayuda.
—¿Una mujer? —dijo él, saltando hacia adelante, mientras
golpeaba el techo del carruaje con el bastón. El cochero in-
mediatamente les silbó a los caballos y templó las riendas. El
carruaje se detuvo en seco, patinando un poco, y Jerwood yyo
lo abandonamos de un salto.
Jerwood tomó una de las lámparas y retrocedimos juntos
por el camino. Yo estaba seguro de que la mujer se había de-
tenido a la vera del sendero. Pero no había señales de ella.
Caminamos de un lado para otro y observamos la penum-
bra con atención, alumbrándonos con la lámpara. Pero no
había nada. A ambos lados del camino, la tierra descendía en
picada hacia lo oscuro: bien podríamos haber estado de pie
en un muelle rodeados por el mar.
Me quedé mirando desolado la oscuridad, incapaz de en-
tender cómo había podido desaparecer por completo. Con su
vestido tan blanco y el horizonte tan ininterrumpido, era difí-
cil entender cómo había podido esconderse o salir corriendo
en tan poco tiempo. En cualquier caso, la expresión de su cara
era de urgente expectación, de necesidad de ayuda o compa-
Sión, no de alguien que planeaba escaparse.
Me di vuelta tras buscar en la oscuridad y encontré a
Jerwood de pie frente a mí, sosteniendo la lámpara.
—¿Estás seguro de que la viste? —preguntó.
—Sí,señor. Muy seguro.
—Bueno, pues me temo que ahora no hay ninguna señal de
ella —dijo—. iJarvis!
El cochero de cara sombría ya se había bajado del carruaje
y caminaba hacia nosotros.
—¿Viste a alguien junto al camino? —preguntó Jerwood.
Jarvis negó con la cabeza. La aguanieve comenzaba a con-
vertirse en nieve y su sombrero y su abrigo negros estaban
ahora moteados de blanco.
—No,señor —dijo—.No he visto ni un alma desde que
salimos del pueblo. ¿Quién estaría afuera en una noche
como esta?
Jarvis se arregló el cuello del abrigo y escupió hacia la pe-
numbra, ofreciéndome una mirada que dejaba en claro que
pensaba que yo era un tonto y Jerwoodun poco más que yo,
por complacerme.
—iHola! —grité—. ¿Estás ahí?
Pero no hubo respuesta.
—Ven —dijo Jerwood, poniéndome la mano sobre el hom-
bro—. Creo que deberíamos regresar al carruaje.
Le aparté la mano encogiéndome de hombros.
—Pero está empezando a nevar. Ella seguramente morirá si
se queda afuera esta noche.
—Sino podemos verla y no responde a nuestros llamados,
Michael, no sé qué más podríamos hacer —dijo—.Has estado
cansado y adormecido. ¿No pudiste haberla imaginado en la
confusión entre el sueño y la vigilia?
—No, señor —dije con firmeza.
—Lo siento, Michael. Realmente no hay nada más que se
pueda hacer.
—Pero,señor —continué, con rabia—, ella rogaba por nues-
tra ayuda. iNo puede simplemente dejarla aquí!
—Michael—dijo Jerwood, con un toque de irritación aso-
mándole en la voz por primera vez—, si quería nuestra ayuda,
¿por qué desapareció? ¿Para qué pedir ayuda y luego escon-
derse cuando nos detuvimos?
Miré una vez más hacia la oscuridad, hacia el lugar donde ha-
bía visto a la mujer, y miré de nuevo a Jerwood, que ya caminaba
hacia el carruaje con Jarvis. No tenía respuesta a su pregunta y,
sin embargo, irse no parecía correcto.
Pero aunque me sentía avergonzado y molesto, difícilmente
podría quedarme y buscarla yo solo, sin luz que me asistiera;
entonces seguí a Jerwood y me subí junto a él en el carruaje.
Continuamos el viaje y, al ver que Jerwood no iba a hablar-
me o a mirarme, dirigí mi atención hacia la ventana justo
cuando el caballo comenzó a cruzar el puente que atravesaba
el foso. Una sola luz brillaba en la oscuridad de las altas pare-
des de Hawton Mere, y su destello dorado se reflejaba en las
aguas turbias. De pronto todo el brillo desapareció; pasamos
bajo el arco del portón de acceso a la casa y, con un estruen-
do, entramos al patio.
14전
arvis se bajó de un salto y nos abrió la puerta para que
saliéramos del carruaje. Un criado acudió a nuestro
encuentro, y su silueta resaltaba contra la luz de las
lámparas que iluminaban el patio.
—Mister Jerwood, señor —dijo, mientras tomaba el equi-
paje del abogado—. Qué bueno verlo de nuevo. Y este debe
ser el señorito Vyner —añadió, mirándome.
—Sí—dijo Jerwood—. También me complace verlo, Hodges.
—Había una mujer en el camino —anuncié, ruidosamente.
Si no podía convencer a Jerwood de que hiciera algo, tal vez
podría incitar acción en el criado.
—¿Una mujer? —preguntó el criado, mirando a Jerwood—
¿Quién era, señor?
—Elseñorito Michael cree que vio a alguien en peligro
—dijo Jerwood—.Pero nos detuvimos a mirar y no encon-
tramos a nadie.
—Pudo haber sido un búho, señor —sugirióel criado—
Usted no sería el primero en...
—iVia alguien! —dije.
El criado miró a Jerwood por encima de mí.
—Hayun campamento de gitanos, señor. Puedo preguntar
ahí en la mañana, si quiere.
—Gracias, Hodges —dijo Jerwood—. ¿Te complacería eso,
Michael?
—Peropodría estar muerta mañana —dije.
—Realmente,creo que debemos... —comenzó a decir
Jerwood.
—iUstedes no me creen! —dije, con rabia—. Pero ella estaba
ahí. Sé que estaba.
En realidad, no podría explicar por qué estaba tan agitado
y tan osado en la expresión de esa agitación. Me imagino que
fue, más que nada, una rabieta infantil debido a que los adul-
tos no me tomaban en serio. Sabía qué era lo que había visto.
¿Por qué no podían aceptarlo?
Oí a Jarvis resoplar mientras se alejaba con el caballo.
Jerwood, el criado y yo nos quedamos de pie en un silencio
incómodo durante un momento, con la nieve arremolinándo-
se a nuestro alrededor. Fue el criado quien rompió el
hechizo.
—No puedo enviar a nadie esta noche, señor —dijo—. El
clima está empeorando y allá afuera ni siquiera puedes
verte
tus propias manos. Mañana por la mañana iré yo
mismo don-
de los gitanos, pues no son muy amables con los
visitantes en
la noche.
Me quedé de pie ahí, y la frustración que sentía
hacía que la
sangre me hirviera en las venas. Pero sabía que
no había nada
que pudiera hacer.
—Mellamo Hodges, señorito Vyner —continuó
el criado—
Cualquier cosa que necesite, pregunte por mí.
Ahora, salga-
mos de este horrible clima.
Y diciendo eso, tomó mi equipaje y el de Jerwood
y comen-
zó a andar. Jerwood lo siguió y después de un momento
yo
hice lo mismo. Nos dirigimos a una puerta enorme
plagada
de clavos y bobinas de hierro forjado.
Tan pronto entré por esa puerta lo sentí: una energía
extraña inundaba el aire y brillaba como una luz negra des-
de cada sombra. Un murmullo subía y bajaba de volumen,
aunque en realidad lo percibía, más que oírlo. Todos mis sen-
tidos me decían que había peligro —peligro mortal—, y sin
embargo no vi nada extraño, excepto por un sombrío y poco
agradable corredor.
—¿Vaa quedarse con nosotros durante las festividades?
—preguntó Hodges.
—Sí—dije, dándome cuenta de lo extraña que sonaba la pa-
labra "festividades" en ese ambiente.
¿Acaso Hawton Mere podía ser alguna vez festiva? Era difícil
de creer.
Guirnaldas de hiedra tapizaban algunos rincones y brillan-
tes ramitas de acebo relucían en floreros y alféizares anun-
ciando la Navidad, pero estos toques de decoración parecían
solo resaltar la sombría naturaleza del lugar; era como hacer-
le un moño a una lápida. ¿Qué clase de lugar era ese?
Sabía que la pesadilla que había tenido sobre la extraña fi-
gura en el cementerio había agitado mis nervios, y esos ner-
vios luego se habían hecho trizas por la repentina aparición
de la mujer en el camino. Aun así, sentía como si hubiera ro-
zado un hilo de telaraña y en algún lugar del corazón sombrío
de esta casa una araña se hubiera crispado. Hice lo que podía
para evitar girar sobre los talones y salir corriendo. Porque,
¿hacia dónde correría?
—¿Michael?
Jerwood me hablaba. Giré para mirarlo de frente, atontado.
co —¿Estás bien? —preguntó—. Estás pálido.
—Yo...yo estoy... —no pude encontrar las palabras para ter-
minar la frase.
—Estás fatigado por el viaje —dijo Jerwood.
—Yhambriento, ya me imagino —añadió Hodges—. La
cena se servirá enseguida.
La calidez, la luz y el ajetreo al menos brindaban un calu-
roso cambio frente al frío y la oscuridad del patio. Pero este
contraste solo servía para recordarme una vez más el cruel
destino de la mujer del camino y la aparente insensibilidad de
los que me rodeaban. La rabia y la frustración se filtraron de
nuevo para arrasar con el sentimiento de temor.
El señor Jerwood era, evidentemente, bien conocido en la
casa. Parecía que en el aire flotara cierta sensación de alivio
por su presencia, como si fuera un médico en lugar de un
abogado. Sin embargo yo no fui beneficiario de esa misma
reacción: los sirvientes, si acaso me miraban, lo hacían su-
brepticiamente.
—SirStephen y la señorita Charlotte nos acompañarán aho-
ra —dijo Hodges—. Vengan a la cocina, señores, y caliéntense
un poco.
La cocina era una habitación enorme y abovedada donde
brillaban ollas de cobre y utensilios de todo tipo, y las paredes
estaban repletas de estanterías con platos. Había un gran cen-
tro de cocción en una de las esquinas y una hoguera al costa-
do. Hodges le preguntó a Jerwood si le gustaría tomar algo.
—Beberé una copa de brandy, si me acompañas —contestó él.
—Por supuesto, señor —dijo Hodges—.Sentémonos junto
al fuego un momento.
—Disculpe —dije—, pero necesito el... necesito...
No estaba seguro del término apropiado para una casa tan
grande, pero Hodges me entendió.
—Hay un cuarto de aseo al otro lado del pasillo, señor —dijo, 3
señalando hacia la puerta por la que habíamos entrado a
la cocina—. Justo a la izquierda de la escalera. Llévese una
lámpara.
Dejé a los dos hombres solos. Hodges ponía una botella de
brandy y dos copas sobre la mesa junto al fuego. Salí hacia
la enorme entrada, impactado por lo oscura que era, compa-
rada con la cocina. La iluminación la proporcionaban en su
totalidad unas velas y unas lámparas de aceite que brindaban
poca luz, y parecía más bien que aumentaban la negrura de
las sombras. Supuse que la comodidad moderna del gas no
había llegado aún a Hawton Mere.
En uno de los lados del salón había una imponente chime-
nea ennegrecida por el hollín. Al otro lado se levantaba una
gran escalera.
El piso estaba enchapado de incrustaciones de mármol en di-
ferentes tonos, puestas en un patrón de mosaico que generaba
la inquietante ilusión de ser docenas de cubos sólidos. El efecto
era tan convincente que me encontré queriendo saltar de uno a
otro, aunque el piso era, de hecho, completamente plano.
Para mi sorpresa, el cuarto de aseo contenía un lavabo muy
moderno, con un cuenco lujosamente decorado. Parecía
sorprendentemente fuera de lugar frente a las lóbregas deco-
un

raciones interiores de la casa.


Pero cuando tiré de la cadena, la tubería antigua gimióy
sonó como si fuera a explotar en cualquier momento. Podía
sentir las vibracionesbajo los pies mientras caminaba de
vuelta a la cocina. Entonces, algo se movió detrás de mí.
Me di vuelta y, aunque no podía ver nada en absoluto, esta-
ba seguro de que algo se escondía bajo la sombra de la esca-
lera. Regresé para investigar.
Encontré un espejo enorme, con un marco dorado. El deco-
rado del marco estaba gastado y el espejo tenía manchas en
los bordes. Era como mirarse en una piscina congelada.
—De niño me aterrorizaba ese espejo —dijo una voz a mis
espaldas.
Al girar me encontré con un hombre alto y delgado; estaba
vestido completamente de negro y su silueta resaltaba contra
la luz de las velas. El efecto era tan extraño que di un paso ha-
cia atrás, un poco más que asustado. Un inmenso perro lobo
avanzó con la cabeza gacha mientras gruñía.
—Clarence—dijoel hombre, como si hablara con un
niño—. ¿Es esa la manera de saludar a un invitado?
Pero, alarmante como era el perro, muy rápido me di cuenta
de que no era a mí a quien gruñía, sino al espejo que tenía
detrás.
—Soytu guardián, Michael —dijo el hombre, extendiendo
una mano—. Sir Stephen Clarendon. Me complace mucho
conocerte.
Mientras decía estas palabras, dio un paso hacia la luz
y
pude ver por primera vez al hombre sobre el que había oído
tanto y en cuyas manos descansaba ahora mi destino.
Estaba pálido y demacrado; tenía los ojos hundidos en dos
profundas y oscuras cavidades. El pelo largo y blanco se apar-
taba de su amplia frente y los rizos le caían sobre el cuello.
Extendió una de sus largas y pálidas manos para que yo la es-
trechara, y no quise prolongar el saludo: su mano era tan fría
como parecía. Si había una araña en el centro de esta casa,
seguro que era él.
—Encantado de conocerlo, señor —respondí, sin convicción.
—Lamento mucho lo de tu madre —dijo Sir Stephen.
—Gracias, señor.
—Tepareces a tu padre —dijo, con una sonrisa a medias—
¿Tendrás el coraje que tenía él? —me preguntó.
—No lo sé, señor —respondí.
—El tiempo lo dirá, ¿no? El tiempo lo dirá, sin duda. Tu pa-
dre era un muy buen hombre y muy valiente, mi niño. Como
sabrás, sin él yo no estaría de pie hoy aquí.
No contesté nada y creo que mi expresión delató mis senti-
mientos acerca de que ese había sido un mal intercambio. Sir
Stephen entrecerró los ojos un poco, y su sonrisa vaciló y se
desvaneció.
—Esta es mi hermana, Charlotte —dijo, después de una pausa.
Fue como si sostuviera una lámpara encendida. Sin impor-
tar lo oscuro y lúgubre que fuera el lugar, la mujer que ahora
se acercaba era una llama brillante.
—Michael —dijo ella.
Su vestido silbaba al rozar contra el suelo, y me abrazó
como a un familiar muy querido al que no hubiera visto hacía
mucho.
—Estoyencantada de conocerte —su voz era clara y pura.
Su piel, lo recuerdo claramente, era como seda, muy suave.
También era pálida, pero en ella la palidez hacía recordar a un
mármol finamente tallado. Su rostro estaba enmarcado por
rizos negros bien definidos.Era la mujer más hermosa que
jamás hubiera visto hasta ese momento, o desde ese momen-
to, y aunque su cara era un poco fría en su belleza, cambiaba
de tono por completo cuando sonreía, como sonrió en ese
momento.
—Encantado de conocerla, señora —contesté.
—Charlotte—me corrigió—.Seremos amigos, ¿no es así,
Michael?
—Ah,Sir Stephen —dijo Jerwood, llegando
desde la cocina
junto a Hodges—.Qué bueno verlo de nuevo,
señor. Veo que
ya conoció a su protegido. Y Charlotte, te
ves tan encantadora
como siempre.
—Tristán—dijoCharlotte—. Debes contarme
todas las no-
ticias de Londres durante la cena. ¿Tal
vez puedas llevar a Mi-
chael a su habitación, Hodges?
—Vengaconmigo, señorito —dijo Hodges, dirigiéndose a
mí—, Le mostraré dónde va a dormir.
odges trajo mi equipaje desde el salón y con una
lámpara en la otra mano comenzó a caminar,
conmigo detrás.
Subimos por una amplia escalera de madera, con un exten-
so pasamanos suavizado por siglos de uso. Las paredes esta-
ban tapizadas con un papel oscuro cubierto de una especie
de follaje, que hacía que cada centímetro de pared pareciera
enroscarse y brotar de una manera vertiginosa.
La luz de la lámpara creaba una burbuja de relativa lumino-
sidad, como una flor blanca brillando en medio de un fron-
doso bosque que se cerrara sobre nosotros, y yo me aferré a
su brillo con la fiel determinación de una polilla.
Retratos sombríos de los ancestros de Sir Stephen me mi-
raban fijamente a medida que avanzaba, con las caras posa-
das sobre collarines de encaje como cabezas en platos, con
expresiones que parecían declarar su desaprobación por mi
presencia en su casa.
Al final de la escalera había un inmenso y más bien sinies-
tro reloj de piso, plagado de tallas de picos y florituras, tan
ornamentado como un campanario medieval y con un se-
gundero tan resonante y profundo que casi podía sentir el
engranaje vibrando en mi cabeza.
Seguí a Hodges por un laberinto de corredores, apurándo-
me para mantener el paso del criado, pues era consciente de
la oscuridad que se movía detrás de nosotros como una gran
bestia. Tenía la inquietante sensación de que encerraba algo
terrible, algo que me horrorizaría ver si giraba la cabeza. Mi
corazón había estado agitado desde que llegué. Me sentí débil
un
cuando al fin alcanzamos la puerta de mi habitación.
Entré rápido detrás de Hodges y él usó la lámpara para en-
cender otra dentro de la habitación. Una hoguera de brasas
le daba al lugar una calurosa bienvenida de temperatura y de
color. Pero el efecto fue pasajero.
Así como una cara reflejala vida de su dueño, una habita-
ción carga con los rastros de las vidas vividas entre sus pa-
redes. La mía definitivamente sufría de tristeza. No era solo
que fuera oscura —susmuebles eran oscuros, así como su
codiciosa acumulación de sombras—, sino que el propio aire
parecía contaminado de sufrimiento.
Miré a mi alrededor.Una gran cama con un cabecero de
madera tallada resaltaba en la pared junto a un lavabo. Un ar-
mario ornado por un espejo ovalado surgió de las sombras a
la luz de la lámpara. Cuando Hodges habló di un grito ahoga-
do, sobresaltado, pues me había olvidado de que estaba ahí.
—Hayun retrete al final del corredor,a la derecha
—dijoel hombre, con una mueca—. La señorita Charlotte
hizo que los instalaran el año pasado. Pero son aparatos es-
pantosamente ruidosos, señor, como ya habrá podido
descu-
brir. Le pediré que use la bacinilla debajo de su cama si
alguna
vez necesita ir durante la noche.
—Por supuesto —dije—,Gracias,señor Hodges.
—Simplemente Hodges, señor —dijo, con una
sonrisa—
Llámeme Hodges.
Asentí,
—¿Necesita algo más, señor?
—No,creo que no, señor... lo siento... Hodges.
—Lacena se servirá a las ocho, señor —Hodgeshizo una
corta reverencia y salió de la habitación, cerrando la puerta
detrás de sí.
Estaba completamente exhausto y me apresuré a cambiar-
me mientras quedara todavía algo del calor de la chimenea.
Mientras me vestía, me sorprendí al ver a un niño de pie al
otro extremo de la habitación.
Sin embargo, rápidamente me di cuenta de que estaba vien-
do una ilusión. Era una pintura, un retrato de cuerpo entero
de un niño de mi edad, aunque de una constitución mucho
más delgada, y muy pálido. Fueron la palidez y las facciones
delicadas las que me hicieron pensar en Charlotte, y por ende
en Sir Stephen. Estaba seguro de que me hallaba frente al re-
trato de mi guardián cuando era niño, teoría que fue confir-
mada por una placa en el marco. Alguien llamó a la puerta, y
cuando miré, allí estaba Jerwood.
—Oh, bien. Te estás preparando para la cena. Yo estoy en la
habitación de al lado; cuando estés listo podemos bajar juntos.
—Como quiera, señor —dije.
Confieso que sentí algo de alivio.

La cena fue un asunto más bien tenso. El comedor era largo


y la única iluminación que había provenía de unos candela-
bros apoyados sobre la mesa, cuya luz apenas alcanzaba las
paredes.
la larga mesa, Jerwood
Sir Stephen se sentó a la cabecera de
habló casi todo
y yo a un lado y Charlotte al otro. Charlotte
continuamente sobre la
el tiempo, preguntándole a Jerwood
quedó claro
sociedad londinense y las costumbres de moda, y
que a Jerwood poco le importaba saber sobre alguna.
Cuando agotó el escaso conocimiento del abogado sobre
bonetes y pasos de baile, Charlotte volcó su atención hacia mí
y también me bombardeó con preguntas.
—Cuéntanos sobre ti, Michael —dijo— Sabemos muy
poco. ¿Qué tipo de intereses tienes?
—Yo...no sé qué contarles —dije.
—Bueno, a ver. ¿Eres un niño al que le gustan los deportes?
—preguntó—. ¿Te gusta correr? Tienes el aspecto de un corre-
dor, ¿no es así, Stephen?
Fui muy lento en responder, así que Charlotte continuó.
—Cricket, ¿tal vez? A los niños les encanta el cricket, según
me han dicho.
—Me gusta lo suficiente —respondí.
Al ver que yo no daría más detalles, golpeó la mesa suave-
mente con las uñas y apretó los labios.
—¿Eresestudioso, entonces? —preguntó después de una
pausa—. ¿Prefieres la biblioteca a un campo de juego?
Miré a Jerwood, pues por nuestra rápida conversación en el
cementerio sabía que había recibido un reporte no muy bri-
llante de mi vida escolar.
—Me gusta leer, sí —me aventuré.
—¿Tegusta? —dijoCharlotte, alegremente—. ¿Qué tipo de
libros te gusta leer? ¿Libros de historia? ¿Mitosy leyendas?
¿Cuentos de aventura? ¿Novelas?
Pronunció esta última palabra con una expresión ácida que
delató su opinión sobre ese tipo de obras. Abrí la boca para
contestar, pero Jerwood interrumpió con lo que, creo firme-
mente, fue un chisme inventado sobre algún político del que
jamás había oído hablar, y así me salvó de más preguntas.
Parecía que a Sir Stephen le satisfacía que otros domina-
ran la conversación, y decía muy poco. La parpadeante luz
de una vela oscurecía parcialmente mi visión, pero sabía que
me estudiaba con atención y su mirada me hacía sentir muy
incómodo.
Entonces me di cuenta de que Charlotte golpeaba suave-
mente su copa con las uñas, mientras escuchaba a Jerwood.
Toc, toc, toc. Toc, toc, toc. Pero el ruido comenzó a cambiar y
se convirtió en un golpeteo más fuerte que se filtraba lenta-
mente por la estructura de la habitación. Levanté la cabeza
para tratar de determinar la fuente, pero era claramente dis-
tante, aunque parecía que el sonido latía en las paredes. Ob-
servé cómo el agua de mi copa ondulaba. Parecía que nadie
más se daba cuenta.
De repente Sir Stephen dejó escapar un gemido y se apartó
de la mesa dando un empujón.
—Creo que me voy a retirar —dijo, poniéndose de pie, per-
turbado.
—Iré contigo, Stephen —dijo Charlotte, levantándose de la
silla y cambiando una mirada de preocupación con Jerwood.
Jerwood y yo también nos pusimos de pie.
—Caballeros —dijo ella—, permiso.
—Por supuesto —dijo Jerwood.
Una vez que se fueron, Jerwood suspiró y se quedó mirando
fijamente la copa de vino que mecía en la mano. Abrí la boca
para hablar, pero me interrumpió.
—Michael—dijo—.Sir Stephen sufre de cierto tipo de
agotamiento nervioso. Cada vez es más grave. Temo por su
vida, de verdad. Cada vez que lo visito se ve más frágil.
No sabía qué decir, entonces no dije nada.
—Ven.Todos estamos agotados —susurró Jerwood, ponién-
dose de pie—. Creo que es mejor que nos retiremos también.
Seguí a Jerwood fuera del comedor y por las escaleras, pero
no pronunciamos una sola palabra hasta que nos deseamos
buenas noches frente a la puerta de la habitación del abogado.
No fue sino hasta que ya me había desvestido y mi cabeza
descansaba sobre la almohada, que mis pensamientos regre-
saron a la mujer del camino. Me pregunté dónde estaría en
ese momento, en medio de la terrible oscuridad que rodeaba
Hawton Mere.
La idea de esa pobre criatura sola y rechazada se confun-
dió rápidamente con mi propio sentimiento de soledad, de
estar atrapado en ese lugar horrible. Y esto, mezclado con la
sensación de injusticia porque no me creían y me ignoraban,
pronto trajo lágrimas a mis ojos. Solo en mi habitación, me
envolví en las cobijas, enterré la cabeza en la almohada y co-
mencé a llorar.
Intenté ahogar el sonido de mi llanto pues Jerwood estaba
en la habitación de al lado, pero por un momento la desespe-
ración me dominó por completo. Tan perdido estaba en mi
dolor que pasó un tiempo antes de darme cuenta de que mis
sollozos generaban un eco extraño.
Al principio solo parecía que se amplificabande algún
modo y pensé que se debía a la quietud y a la desorientado-
ra oscuridad. Pero después pude oír que esos sollozos no se
correspondían con los míos, como si dos cantantes hubieran
comenzado a perder ritmo en medio de una canción. Este
efecto era tan extraño que gradualmente detuvo mis lágri-
mas. Pero el eco continuó. Alguien más lloraba.
En un instante me recuperé de la desdicha que me embar-
gaba. El miedo me inundó y mis sentidos se pusieron en aler-
ta. Los sollozos extraños continuaban, aunque eran cada vez
más débiles.
Estuve a punto de levantarme de la cama, aunque la habita-
ción era tan oscura que no hubiera podido saber hacia dónde
caminar. Pero los sollozosse habían detenido. La casa estaba
tan silenciosa como un monje.
Agudicé el oído, pero no escuché nada excepto el jadeo que
salía de entre mis propios labios resecos. El brillo de la hogue-
ra parecía extenderse a medida que mis ojos se ajustaban a
la penumbra y poco a poco me di cuenta de que estaba solo.
Entonces recordé lo que Hodges había dicho sobre el retrete
y también el extraordinario ruido que producía. Sonreípara
mí mismo y, con ganas, acogí la idea de que los ruidos que me
habían sobresaltado seguramente provendrían del siseo de
las tuberías.
Sin embargo, el sonido era tan extraño que sentí la necesi-
dad de taparme la cabeza con las cobijas, como para ahogarlo
en caso de que regresara, y maldije a quien había tenido la
necesidad de usar el retrete.
“4|夕rs>f 罎
la mañana siguiente me desperté sin saber muy
bien dónde estaba. Los eventos del día anterior se
habían vuelto confusos y en mis recuerdos pare-
cían un sueño. Se me dificultó darle sentido a lo que había
oído y a lo que había visto. Pero sobre todo, era consciente
de que me sentía tenso e inquieto casi desde el momento en
que abrí los ojos.
Me levanté aturdido y me dirigí a la ventana; abrí las pe-
sadas cortinas. No había mirado hacia afuera antes de dor-
mir, por lo que no tenía idea de si mi habitación daba hacia el
patio interno o, como ahora me daba cuenta, proporcionaba
una vista hacia la amplia expansión de Fenland que rodeaba
a la antigua casa.
Mi ventana se encontraba en algún lugar cerca del por-
tón que habíamos atravesado en la noche, y ahora podía ver
que el puente que cruzaba el foso estaba adornado con dos
grandes criaturas de piedra a cada lado —dragoneso grifos
o alguna otra bestia heráldica— cuyos hermanos gemelos
también ornaban las barandas de los escalones de piedra que
subían hasta la puerta principal.
Lanoche, húmeda e impenetrable, había sido reemplazada
por un día resplandeciente, brillante y transparente como el
hielo, y por un cielo casi blanco. La tierra congelada destella-
ba como si estuviera espolvoreada con azúcar.
Podía ver la ruta por la que Jerwood y yo habíamos via-
jado la noche anterior. El camino, o más bien el carril, era
una calzada larga y recta con una zanja a cada lado. Tuve el
impulso de salir de la casa en ese instante e irme lejos, pero
¿adónde iría?
Ahora me daba cuenta de que lo que me había parecido un
brezal era, de hecho, un pantano: un fango sin fin, un lodazal
tapizado con pastos, ramas y cardones, con hojas y semillas
rojizas y negras. Destellos de luz resplandecían en esta escena
muerta cuando el cielo se reflejaba en los estanques y arroyos
congelados que llenaban los huecos y las grietas del pantano.
Estaba asombrado con lo lejos que alcanzaba a ver. Mi visión
había sido limitada al punto de la ceguera por la oscuridad de la
noche anterior, pero la tierra era tan llana que también podría ha-
ber estado oculta por un grueso manto de neblina, dada la infor-
mación que la claridad me brindaba.
Dicho esto, había algo emocionante en poder mirar tan
lejos sin ningún tipo de interrupción, fuera natural o creada
por el hombre, puesto que no había ni una sola señal de exis-
tencia humana en varios kilómetros alrededor y era solo en
la línea del horizonte que los brotes de árboles dispersos se
reunían en algo parecido a un bosque.
Después de pasar una vida en los límites de Londres, este
regalo para la vista era tan interesante como vertiginoso. De
cierta manera, la casa parecía horriblemente expuesta, como
si cualquier mal viento pudiera chocar contra solo una cosa:
Hawton Mere.
Esta vulnerabilidad hacía que mis pensamientos regresaran
a la desamparada mujer al borde del camino. Al ver el paisaje
desolador en el que la casa se levantaba, su difícil situación
me parecía peor y me hacía preguntarme por su destino final.
Mi recuerdo de la mujer se había condensado y comprimi-
do: solo recordaba el sorpresivo destello de su cara bajo la luz
de la lámpara y su desesperada embestida desde la penumbra
que la rodeaba mientras pasábamos con rapidez.
¿Qué podía haber ocurrido para que ella saliera en ese esta-
do en una noche como esa, y por qué había rechazado nues-
tra ayuda después de que parecía rogar por ella? ¿Por qué se
habría escondido? E igual de importante, ¿quién era?
Mientras les daba vueltas a estos pensamientos en la cabe-
za, alguien llamó a la puerta y una criada entró. Me sonrojé
un poco por estar de pie vistiendo solo mi camisón de dormir,
pero la criada no pareció preocupada por eso.
—Buenos días, señor —dijo, mientras ponía una jarra de
agua caliente en el lavabo y caminaba hacia la chimenea—
Espero que haya dormido bien.
—No del todo mal, gracias... —dije, esperando su nombre.
—SoyEdith, señor —dijo ella.
Edith reavivó el fuego con pericia y se puso de pie, alisándo-
se la parte de adelante del vestido.
—Eldesayuno se sirve en el comedor, señor —dijo, antes de
hacer lo que me pareció una reverencia y salir.
Me lavé, me vestí y salí de la habitación, pero me sentí un
poco tonto al darme cuenta de que no tenía ni idea de por
dónde ir. Estaba tan cansado cuando Jerwood me había
acompañado la noche anterior, que mi nublada memoria
ahora me sugería un laberinto de escaleras y pasadizos. No
00 tuve otra opción que adivinar el camino, así que anduve hacia
la que sentí que era la dirección correcta.
Mientras caminaba a lo largo de un pasillo que más bien
parecía un túnel angosto, desprovisto de ventanas y con grue-
sas paredes, oí un martilleo, como si algún llamador estuviera
siendo percutido desde lejos, igual que la noche anterior.
Dos pasos más y el sonido aumentó de volumen. Es decir,
creció en fuerza y potencia, pues no era que lo oyera más clara-
mente, sino que lo sentía más fuerte. Vibraba desde el suelo, y
cuando toqué la pared esta tembló rítmicamente con el sonido.
Ese efecto me pareció desconcertante, y no hizo más que
sumarse al recelo que ya sentía desde que había dejado la
habitación. Tuve la fuerte sensación de que me seguían, una
sensación que no logré disipar a pesar de que me daba vuel-
ta cada dos pasos para ver si encontraba a alguien. Yaunque
no logré ver a un alma en ese corredor, cada vez que miraba
hacia atrás reforzaba mi presentimiento de que había al-
guien ahí.
Entonces sonó un portazo detrás de mí. Una puerta por la
que acababa de pasar se había abierto y cerrado con brusque-
dad. Cuando volví sobre mis pasos aún vibraba y el pestillo se
seguía moviendo: la puerta estaba entreabierta. Me acerqué y
entonces oí el martilleo, más claro que nunca. Un corto tramo
de escalera bajaba desde la puerta a otro corredor más peque-
ño, e incluso más oscuro, que se curvaba al pie de los escalones.
Me asomé, pero mi curiosidad fue sofocada por el temor
que se intensificaba a cada segundo que me quedaba ahí.
Entonces oí claramente tres golpes.
—¿Hola? —llamé.
No hubo respuesta. El golpe sonó de nuevo y me asustó. Pa-
recía como si el sonido estuviera dentro de mi cabeza. Atra-
vesé el umbral y bajé los escalones. No había nada ahí, nada
ni nadie.
El corredor en el que me encontraba no llevaba a ninguna
parte. Pude distinguir el marco de una puerta al fondo, pero
parecía tapiada desde hacía años.
Los paneles de madera que revestían las paredes profundi-
zaban la oscuridad. Eran tan altos como mis hombros y tan
negros como el ébano. Eran tan sombríos y tristes como toda
la casa y, sin embargo, otra vez tuve el impulso de correr; co-
rrery no detenerme nunca hasta estar a kilómetros de distan-
cia de ese lugar.
Mientras giraba para subir de nuevo los escalones, oí otra
descarga de golpes. Esta vez parecía que el sonido provenía
desde detrás de los paneles. Me incliné y le di un golpecito a
uno que sonó, claramente, hueco. Era evidente que la pared
detrás de ese panel no era sólida.
—¿Hola? —llamé otra vez.
No hubo respuesta, pero estaba seguro de que había al-
guien más allá del panel. A cada momento, mi temor crecía.
El aire en el pasillo se olía fétido y envenenado; estaba a pun-
to de regresar al cuerpo principal de la casa cuando algo me
tocó el hombro y grité, al tiempo que saltaba para apartarme.
Cuando giré vi a Jerwood.
—No pretendía asustarte, Michael —dijo—. Perdóname.
Me deslicé por la pared para sentarme en el piso de piedra
y recuperar el aliento.
—Hayuna especie de cámara secreta detrás de ese panel
—dije.
—Sí,la hay. Es un refugio para sacerdotes —dijo.
Al ver mi cara de confusión, continuó:
—Data del siglo XVI,durante el reinado de la reina Isabel.
Esta era la casa de una familia católica y aquí escondían a los
jesuitas, agentes del papa en Roma. Eran tiempos difíciles.
Si eran capturados, sufrían sangrientas torturas en el potro y
una lenta y macabra ejecución.
—Esun lugar temible —dije, mirando de nuevo el panel.
—Sí —dijo Jerwood—. Me inclino a pensar que lo es. ¿Cómo
lo encontraste?
—Oí unos golpes, señor —dije—.Sonaban como si provi-
nieran de adentro.
—¿Golpes? —dijo Jerwood, frunciendo el ceño—. Pero yo
estaba a solo unos metros y no oí nada. Además, no creo que
provinieran de adentro...
—Talvez piense que soy un mentiroso —dije, poniéndome
de pie con indignación—. iPero no lo soy! iSí oí unos golpes y
sí vi a la mujer en el camino!
Jerwood se agachó y examinó el panel.
—Me disculpo por ofenderte. No pienso que seas un menti-
roso, Michael —dijo—.Pero repararon y pintaron estos pane-
les hace años. Ven y mira, La pintura está intacta.
Renuente, arrastré los pies y miré hacia donde Jerwood
señalaba; lo que decía era completamente cierto.
—¿Quizáhaya otra entrada? —sugerí.
Jerwood negó con la cabeza.
—Estepanel oculta la única entrada o salida que había
—dijo—.Ni siquiera hay una ventana. Pero supongo que es
posible que un ratón o una rata hayan encontrado un camino
para llegar allá...
—Pero oí golpes, señor —dije—. Se lo juro. No pudo haber
sido un animal. No entiendo por qué usted no pudo oírlo,
pero no me lo imaginé. Lo juro.
Estaba menos convencido de lo que trataba de sonar en esta
valoración. Había algo extraño en el ruido que había oído. Me
sentía atrapado en un lugar entre los sueños y la vida real.
Jerwood sonrió y me dio unas palmaditas en el brazo.
—Tranquilízate, Michael —dijo—. Te creo.
—¿Me cree? —dije, un poco aliviado al oírlo.
—Eso quiere decir que creo que oíste algo —dijo Jerwood—
Pero ¿acaso Hodges no dijo algo sobre la plomería? ¿No pudo
haber sido la tubería?
Abrí la boca para discutir, pero Jerwood levantó un dedo.
—¿No puede ser al menos posible que el ruido haya sido por
la tubería?
Tuve que admitir, de mala gana, que era posible,
—Estelugar tiene un significado particular para Sir
Stephen y creo que sería mejor no mencionarle nada sobre
los ruidos. Puede que él mismo te cuente más sobre esto
cuando te conozca mejor. Pero pudiste ver cuán frágilesestán
sus nervios.
—¿Qué le ocurre? —pregunté.
Jerwood respiró profundamente.
—SirStephen ha sido un alma afligida durante la mayor
parte de su vida —dijo—. Pero su difunta esposa lo hizo tan
feliz como creo que era capaz de ser. Su muerte fue un golpe
duro para él. El dolor puede dañar el mejor de los espíritus,
Michael.
Aquí me miró y me puso una mano suavemente sobre el
hombro.
—Tepido que me hagas el favor de no mencionar nada de
esto —dijo—.Tengo mis razones, y las compartiré contigo en
otro momento. Pero, por ahora, simplemente te ruego que no
digas nada sobre esta cámara secreta. ¿Puedo confiar en ti?
El tono amigable de Jerwood me tomó por sorpresa y me dejó
un poco conmovido. Después de un momento, asentícon la

cabeza. Sea como fuere, al igual que un sueño, el ruido ya em-


pezaba a convertirse en un recuerdo vago dentro de mi cabeza.
—Buen chico —dijo Jerwood—. Ven, vamos a desayunar.
omí con poco entusiasmo. Jamás había querido
venir a este lugar y ahora que estaba aquí no podía
pensar en nada más que en escapar. Me sentía in-
merso en una neblina de susurros y misterios.
Me pregunté por los extraños golpes que había oído y por lo
que habría querido decir Jerwood con que esa cámara oculta
a la que él llamaba "refugio para sacerdotes" tenía un "signifi-
cado especial". ¿Sería que el ruido realmente había provenido
de la tubería? Tampoco podía sacarme de la cabeza la imagen
de la mujer del camino. Definitivamente algo sucedía en esa
casa. Podía sentirlo en cada fibra de mi ser. Jerwood ocultaba
algo. Pero ¿qué? Cualquier posibilidad inmediata de averi-
guarlo se extinguió rápidamente.
—Michael —dijo Jerwood, recostándose en la silla. Estába-
mos solos en el comedor—. Esta tarde debo irme de Hawton
Mere por unos días. Tengo asuntos urgentes en Londres que
debo atender.
—¿Me está dejando solo aquí? —dije, soltando el cuchillo
sobre el plato.
Jerwood sonrió y levantó las cejas.
—Me conmueve que me vayas a extrañar —dijo—.Pensé
que te alegraría saber que me iba.
Sonreí con ese comentario. Antes de ese momento hubiera
pensado lo mismo, pero, solo como estaba, Jerwood era mi
único lazo entre el mundo exterior y ese triste lugar, y la única
persona con la que me sentía, hasta cierto punto, a gusto.
—¿Me acompañarías a caminar antes de irme? —preguntó.
—¿Por qué, señor? —pregunté—. ¿Adónde?
—Bueno,pues pensé que podríamos echar un vistazo al
lugar en el que viste a la mujer anoche —dijo.
Me percaté de que Jerwood no había dicho "creíste ver",
y sonreí.
—Además—continuó—,te hará bien tomar algo de aire
fresco.
Era difícil no estar de acuerdo con eso. Me puse un abrigo y
seguí a Jerwood, quien ya había hecho lo mismo. Salimos por
la puerta al jardín. El aire era tan frío que me golpeó como una
bofetada, pero sin duda era vigorizante.
Caminamos bajo el arco del portón, Clarence nos ladró
cuando pasamos y seguimos hacia el puente, que era el único
camino para salir de la pequeña isla sobre la que se levantaba
la casa.
Miré hacia atrás y vi a Hawton Mere como un castillo que
dominaba la tierra a su alrededor. Las poderosas paredes,
perforadas aquí y allá por ventanas, estaban rematadas con
tejados de cerámica. Resaltaba una torre coronada con una
pequeña punta piramidal, y una veleta dorada brillaba con el
sol, Grandes chimeneas se alzaban sobre el techo, como cen-
tinelas, con el humo saliéndoles de las cabezas como plumas.
Una parte de mí guardaba la débil esperanza de que fuéramos
a alejarnos de Hawton Mere y no nos detuviéramos hasta lle-
gar a Elyyal tren a Londres. Pero después de medio kilóme-
tro, Jerwood se detuvo,
—Mira—dijo,aplaudiendo--, ¿qué opinas?
—¿Sobre qué, señor? —pregunté.
Levantó el brazo en un gesto teatral y señaló un espan-
tapájaros que había al lado del camino, sobre una parcela
con plantas de remolacha. Miré al espantapájaros y luego a
Jerwood, un poco desconcertado.
—Vamos —dijo Jerwood—. Mira de nuevo. Estaba oscuro,
tenías aguanieve en los ojos, estabas exhausto...
—No, señor —dije, entendiendo adónde iba con eso—. No
vi un espantapájaros, señor. Tampoco vi un búho. Era una
mujer. Se movía. Nos llamaba. Su cara es tan clara en mi men-
te como lo es la suya ahora, señor.
Jerwood dejó descansar la mano sobre mi hombro.
—¿Yverdaderamente no hay posibilidad de que estés equi-
vocado, Michael? ¿Ninguna?
—No, señor —dije—. Sé lo que vi. ¿Por qué no me cree?
—No se trata de creer o no creer.
—iPero sí se trata de eso, señor! —dije con vehemencia—
Justamente se trata de eso. Si usted me dijera algo así, yo le
creería.
—Sí,Michael —dijo Jerwood, con una sonrisa—. Creo que
quizá me creerías.
Se encogió de hombros y tembló por el frío.
—Soyabogado. Miro la evidencia. Simplemente no puedo
entender por qué alguien pediría ayuda y luego desaparecería
cuando nos detenemos a darle asistencia. No tiene sentido.
—Lo sé —dije—. Lo he pensado una docena de veces. Pero
así tenga sentido o no, eso fue lo que pasó.
00 Miré hacia Hawton Mere. Incluso desde la distancia se veía
malévola: como un sapo monstruoso que espera atacar.
—Además —dije, apuntando con el brazo hacia el espanta-
pájaros—, esto no se parece en nada a lo que ella vestía. Aun-
que la vi apenas un instante, me di cuenta de que solamente
vestía un camisón ligero de lino, eso era todo.
Jerwood había estado moviéndose a mi alrededor, pero con
estas palabras se detuvo en seco y giró para mirarme. La ex-
presión en sus ojos se parecía un poco a la que Sir Stephen
tenía justo antes de habernos dejado la noche anterior. Era
una mirada de asombro.
—¿Qué dijiste? —preguntó.
—Dijeque ella solo vestía un camisón de lino, señor
—estabaun poco preocupado por el repentino cambio de
tono en la voz de Jerwood—. Estaba empapada, y su pelo era
negro como el carbón y estaba también mojado y escurría
agua. Estaba pálida, señor. Como un muerto.
Jerwood se volvió, con la cabeza entre las manos y susurró
algo. Miró hacia Hawton Mere. Cuando giró de nuevo y me
miró, su expresión era una mezcla de confusión y tristeza.
—¿Por qué no dijiste eso en aquel momento? —preguntó.
—Lointenté —dije—,pero nadie me escuchaba.
Jerwood miró hacia ambos lados, como si pensara que la
mujer aparecería de repente. Una bandada de pájaros pasó
por encima, sus alas silbaron levemente.
—¿Sabe quién es? —pregunté.
Me miró durante un tiempo, su gesto era vacilante.
—No—dijo,después de una larga pausa, negando con la
cabeza y alejándose rápidamente—. No, no lo sé —le oí decir,
para sí mismo.
Pero todo en su expresión indicaba que sí sabía.
No volví a ver a Jerwood sino hasta el almuerzo y, con la
presencia de Charlotte, no pude abordar el asunto. Tan pron- 3
to terminamos de comer el abogado comenzó a alistarse para
volver a la ciudad.
Salí al camino para decirle adiós al carruaje y, mientras este
se alejaba de Hawton Mere, deseé con todas mis fuerzas ha-
ber estado sentado junto a Jerwood. Él me miró y se despidió
con la mano, y su mirada tenía la misma curiosa expresión
que había mostrado por la mañana. ¿Qué sabía y por qué no
quería decirlo?
Continué caminando por la carretera hasta el espantapája-
ros. Su ropa rasgada revoloteaba con la brisa. Su cara, tosca-
mente dibujada, me miraba fijamente. Di la vuelta, de regreso
a la casa. Qué desolada se veía. Qué sombría. Hawton Mere
parecía cerrada sobre sí misma, envolviéndose en sus pesa-
das paredes como si formaran una extensa capa. Recorrí el
camino de regreso con el corazón triste, pero resuelto a in-
tentar hacer, al menos, lo que Jerwood había pedido: aceptar
que esta era una prueba que tenía que superar por el bien de
mi futura libertad. Todo lo que debía hacer era dejar pasar los
próximos días.
or improbable que uno o dos días antes pudiera
resultarme la idea de extrañar a Jerwood, todas las
dudas acerca de mi permanencia en esa casa se
habían multiplicado con su partida. Por un lado, la cena sin
Jerwood era aún más incómoda, si algo así era posible. Como
Sir Stephen no se sentía bien todavía, Charlotte y yo comimos
solos.Pero parecía que el abogado era lo único en común que
teníamos y sin él no había mucho que decirnos.
Alparecer, Charlotte había agotado su reserva de preguntas
la noche anterior y se le dificultaba mantener una conversa-
ción. Para ser justo, en ese aspecto no recibió mucha ayuda
de mi parte. Comimos la mayor parte de la cena en silencio.
Esa noche, para mi sorpresa, dormí profundamente y me
levanté renovado. La luz del sol entraba por la ventana de mi
habitación y parecía que algo de mi tristeza se iba disipando
ante su brillo.
Mientras me vestía miré el retrato del joven Sir
Stephen, bañado ahora en claridad, y por primera vez vis-
lumbré el personaje extrañoy sombrío que era incluso desde
ese entonces, con una expresión que mediaba entre la triste-
za y el miedo.
Me pregunté si una persona podía nacer con un tempera-
mento melancólico,o si algo le había sucedido antes de que
pintaran el retrato. "O tal vez —pensé—, simplemente debe
ser a causa de esta casa. Demasiado tiempo en este lugar tan
triste le cuesta caro a una mente joven. Otra razón más —me
recordé— para salir de Hawton Mere lo más pronto posible".
Charlotte me acompañó en el desayuno. Aunque nuestra
conversación no fue menos forzada que la de la noche ante-
rior, ella parecía más animada. Me alentó a recorrer cualquier
lugar de la casa, con tal de que no molestara a Sir Stephen en
su estudio de la torre. Yono tenía ninguna intención de ir allá,
así que no tuve inconveniente y estuve de acuerdo.
—Venconmigo, quiero mostrarte algo —dijo Charlotte, una
vez que terminamos el desayuno.
Y diciendo eso, me tomó del brazo y me guio por el salón y
luego por entre varias puertas, hasta que abrió una muy alta
para revelar una biblioteca enorme.
—Esta es mi habitación favorita —dijo Charlotte—. Siempre
me ha gustado, desde que era una niña.
A medida que nos movíamos por el recinto, ella acaricia-
ba las estanterías y los libros, suavemente, como si fueran los
flancos de un caballo bienamado.
—Mipadre no era muy dado a manifestar su cariño
—confesó ella—, pero sí complacía el amor de mi madre por
los libros. Fue ella quien armó esta biblioteca. La conserva-
mos y cuidamos en su honor.
Charlotte se volvió y me sonrió, tal vez susceptible al efecto
que esta charla sobre su madre podría tener en mí. Pero no me
entristeció. En realidad, pensar que compartíamos algunos
sentimientos parecidos sobre este tema aligeró mi corazón.
—Tedejaré ahora, Michael —dijo—. Disfruta los libros.
para
Me conmovió que Charlotte confiara en mí como
dejarme solo en la biblioteca entre esos libros queridos y, an-
sioso por no perder esa confianza, me quedé de pie asombrado
por el lugar, sin atreverme a manipular ninguna de las obras,
La biblioteca tenía más libros de los que jamás había visto en
un solo lugar. Descubrí mi gusto por la lectura durante la enfer-
medad de mi madre. Antes de eso, en realidad nunca había
tendido el encanto, o el propósito, de leer por gusto, pero ahora
encuentro que puedo pasar horas sin otro entretenirniento que
el solitario ejercicio de leer un libro y transportarme a tierras
lejanas y aventuras fantásticas en el vehículo de sus páginas.
Este amor por la lectura se transformó cada vez más en una
medicina para mi corazón y mi mente atormentados.
Pero la biblioteca de Hawton Mere ofrecía poco a los inte-
reses de los niños. Pasé algún rato hojeando un libro hermo-
samente ilustrado sobre aves, pero pronto me cansé de los
atlas y enciclopedias y salí de allí en busca de algo más que
me entretuviera.
Hawton Mere era una casa antigua y por eso no tenía la
distribución de una vivienda normal. Las habitaciones se
continuaban unas con otras en una rueda enorme, y cada ha-
bitación era tan grande como la anterior, repleta de muebles
que parecían grandiosas bestias sombrías. Algunosocupaban
esquinas completas, otros se erigían contra paneles de made-
ra oscura y paredes empapeladas en tonos del más profundo
rojo, verde y azul.
Rostros severos me miraban desde arriba en marcos de fi-
Iigrana, y trofeos de cabezas de venado me detenían con sus
ojos muertos. Aves disecadas se posaban con recelo bajo
domos de vidrio polvorientos.
Entre más recorría el circuito de la casa, más intranquilo
me sentía. Comencé a tener la sensación de estar caminando
dentro de un laberinto, girando en cada esquina sin saber qué
encontraría después. Entonces, al regresar al salón, me topé
con Clarence, el perro lobo, y mi corazón se sobresaltó.
—Note preocupes por Clarence —dijo Hodges, al entrar
por la puerta con una canasta llena de leños—. No te hará
daño. Ve a saludar al señorito Michael, perro necio.
Con eso, Clarence galopó hacia adelante y empujó mi mano
hasta que le acaricié la cabeza. La cola de la gran bestia co-
menzó a menearse y subí la mirada para ver a Hodges con
una sonrisa en la cara.
—Le cae bien, señor —dijo.
—¿Sí?—pregunté.
—Oh, sí —dijo Hodges—. Le mordió la mano al último niño
que trató de acariciarlo.
Hodges se rio ante la mirada de horror que debió aparecer
en mi cara.
—Estoybromeando, señor —dijo, riendo a carcajadas—.
Clarence no le haría daño ni a una mosca.
Yono estaba convencido de la naturaleza dócil de Claren-
ce, pero estaba seguro de que no quería hacerme daño. Sin
embargo, era claro que no le permitían ir más allá del salón,
porque se detuvo en la puerta cuando retomé mis
recorridos,
ladrando un poco por haberse quedado atrás, hasta que
Hodges lo llamó al jardín.
Continué mi exploración. La casa ahora parecía desierta. 1
Un silencio como el que precede a un trueno descendió so-
bre ella. Desde cada pared y cada repisa de chimenea un reloj
marcaba la hora, y el sonido se hacía cada vez más profundo
y sincronizado, hasta convertirse para mí en los golpes que
había oído antes. Cada superficie vidriada de la casa parecía
temblar a cada golpe. ¿Cómo podía ser yo el único en oírlos?
Me moví de una habitación a otra, deshaciendo mis pasos
en busca de la fuente del sonido. Una vez más me encontré de
pie frente a las escaleras que bajaban hacia la cámara secreta
detrás de los paneles.
Antes no me había percatado, pero los escalones de piedra
continuaban hasta toparse con la pared, lo que generaba la
sensación de que había un pasadizo oculto bajo el revesti-
miento.
Estaba decidido a saber qué producía ese sonido, y esa de-
terminación fue suficiente para superar mi malestar y permi-
tir que mis pies bajaran los escalones.
Elmartilleo era definitivamente más fuerte ahora y no había
lugar a duda: había alguien adentro del agujero. Más allá de lo
que Jerwood hubiera dicho sobre una sola entrada, lo cierto
era que alguien golpeaba desesperadamente intentando salir.
Me apresuré hacia el panel y empujé, pero no se movió. Bus-
qué algún tipo de cerradura, pero no parecía haber ninguna.
ee Volví a empujar y esta vez el panel se abrió hacia adentro con
una facilidad tan repentina que caí hacia adelante.
De hecho fue una gran caída, y el susto y el dolor al aterrizar,
combinados con la oscuridad impenetrable, me desorienta-
ron completamente.
Entonces algo se movió. No vi qué era, pues la débil claridad
que provenía del panel abierto apenas iluminaba.
—¿Hola? —dije. Mi voz sonó frágil y endeble—. ¿Hay al-
guien ahí?
Inmediatamente supe que tenía que salir. Sea lo que fuere
que hubiera ahí, no era algo bueno. Para nada. Pude sentir
que se alistaba para moverse, para atacar.
Me di vuelta y salté hacia el panel abierto, pero lo que había
ahí fue más rápido. Sentí —no, más bien, percibí— que me
rozaba, lanzándose hacia el agujero. Vi una sombra pasar y la
puerta del panel se cerró de un golpe.
Oscuridad. Oscuridad profunda. Salté hacia donde había
habido luz, arañando el panel, pero parecía sellado otra vez.
iEstaba atrapado!
El panel no cedía. Lo golpeé y grité, pero no hubo respues-
ta. Escuché, con la oreja presionada contra la madera, pero el
único sonido era el de mi propio aliento jadeante. Volví a gol-
pear y a llamar. La oscuridad era tan pesada que parecía que
me llenaba los pulmones. Sentí como si me ahogara en tinta.
Golpeé con fuerza hasta que me dolieron los puños, y co-
mencé a preguntarme si el sonido sería tan eficazmente aho-
gado por esas paredes gruesas que nadie podría oír los golpes
jamás, al igual que nadie podría oír los juramentos y maldi-
ciones que vociferaba.
Me desplomé, agotado por el esfuerzo. "No corro peligro
—me dije—. Sin duda me extrañarán y, aunque es una casa
grande, solo hay unos cuantos lugares en los que puedo estar.
No debo entrar en pánico".
Pero sin importar lo que intentara pensar para calmarme,
ese lugar era tan horrible que no permitía que mis esfuerzos
frenaran los latidos de mi corazón. Con la vista negada por
la oscuridad, mis otros sentidos parecieron afinarse. Algo se
abalanzó sobre mí, estaba seguro; tan seguro que levanté el
brazo para defenderme pero, por supuesto, no toqué nada.
Pero eso no calmó mi terror. Tan pronto bajé el brazo me
convencí de que algo se arrastraba hacia mí. Di unas patadas
al frente pero, de nuevo, solo pude sentir el aire húmedo a mi
alrededor.
"Estos son espectros de la mente —me dije—,nada más que
eso, nada más. No pueden hacerme daño. No son reales".Y,
sin embargo, con cada segundo que pasaba me convencía de
que había algo más aparte de mi imaginación en ese lugar.
Había algo ahí. Algo despreciable y terrible: una oscuridad
convertida en algo material.
Otra vez golpeé con fuerza el panel, y mis golpes se volvie-
ron más desesperadosdentro de esa horrible penumbra. Ni
siquiera podía ver mis propios puños frente a mi cara, pero
latían de dolor. Una oscuridad más profunda se solidificaba
detrás de mí, y su fría y terrible presencia me helaba la sangre.
4
En algún momento sentí que me aplastaría y me asfixiaríaen
su despiadado abrazo. Grité con toda la fuerza que mis pul-
mones ahogados pudieron reunir.
De repente, el panel se abrió. La luz del pasaje que alguna
vez pareció tan débil y apagada brillaba ahora como un res-
plandeciente rayo de sol.
Salí dando arañazos y arrastrándome, como si tuviera a los
perros del infierno a punto de morderme los pies, y salté hacia
el otro lado del pasillo. Todo el cuerpo me temblaba de miedo.
Unos brazos grandes me envolvieron y una voz amable me
consoló. Era Hodges.
—Señorito Michael —dijo—.¿Qué diablos hacía ahí adentro?
Intenté responder, pero mi boca era incapaz de pronunciar
palabra. Levanté la mirada y me sorprendió una figura de pie
sobre los escalones que, para mis ojos que se ajustaban len-
tamente, parecía apenas una silueta. Mientras parpadeaba e
intentaba descifrar quién era, la figura se retrajo, cubriéndose
la cara, pegándose a la pared, sollozando, su mirada pasando
de la mía hacia aquella pequeña y oscura cámara secreta. De
pronto, para mi sorpresa, comenzó a gritar.
Hodges se apartó de mi lado y se movió hacia los gritos
mientras Charlotte llegaba rápidamente, con la cara pálida y
confundida, tratando de entender qué sucedía. Solo cuando
ella envolvió con los brazos a la figura que gritaba entendí que
era Sir Stephen.
Intenté hablar, pero parecía que el sonido de mi voz lo ha-
cía aullar con más fuerza. Se cubrió la cabeza con los brazos
mientras nos miraba como un loco.Hodges me hizo señas de
que me quedara quieto y Charlotte se llevó a Sir Stephen.
—Llevaa Michael al salón de abajo y espérenme ahí
—dijo, cuando se alejaba.
—Sí,señora —dijo Hodges.
Miré una vez más a mi aterrorizado guardián, cuya cara aso-
maba por encima del hombro de Charlotte,y luego seguí a
Hodges. Los gritos continuaban por todo el corredor, y me se-
guían, pero cuando llegué a las escaleras se habían apaciguado.
Me quedé de pie en el salón con Hodges, sin saber qué
hacer. La puerta estaba abierta. Otros criados iban y venían
cumpliendo con sus oficios,mirándome de reojo, atentos a
las escaleras y al lugar de donde venían los gritos. Un gran
retrato colgaba encima de la chimenea; era de un hombre ro-
busto y de quijada cuadrada. Nos observaba desde arriba con
el ceño fruncido, como si estuviera listo para tirarnos de las
orejas por la impertinencia de mirarlo.
—Es el padre de Sir Stephen —dijo Hodges, señalándolo.
Me impresionó lo diferente que era de sus hijos. Claramen-
te estos habían heredado las facciones finas y la constitución
delicada de su madre. No podía ver nada de ese hombre tosco
en ellos. Después de un momento, Charlotte bajó.
—¿Quéhacías ahí? —dijo con un susurro cuando entró en
la habitación, cerrando la puerta detrás de sí.
—Nopretendía hacer daño —dije—.Oí...
Pero recordé lo que Jerwood había dicho y decidí no contar
lo que había oído.
—Tansolo exploraba la casa, señora.
ojos azules.
Ella sonrió y entrecerró sus brillantes
—Charlotte—me corrigió—. Sir Stephen no está bien,
Michael.
—Lamento si...
Ella puso un dedo sobre sus labios para indicar silencio.
—Notenías cómo saber —dijo—. Eres un niño y los niños
son curiosos e irresponsables.
Pronuncióestas palabrascon un tono de amonestación.
Sonrió dulcemente, como si tan solo resaltara una obviedad,
y yo no pude pensar en nada más que en asentir con la cabeza
admitiendo mi propia curiosidad e irresponsabilidad.
—Puedodarme cuenta de que estás impresionado con la
apariencia de mi hermano, pero la salud de Sir Stephen es
precaria. No pienses mal de él, por favor, y te pido que entien-
das que no se lo puede agitar de ese modo.
—Losiento —repetí,incapaz de pensar en algo más para
decir.
—Séque lo sientes —dijoCharlotte con amabilidad—
Debe ser muy difícil para ti. Has pasado por muchas cosas
últimamente. Pero debo regresar con Sir Stephen. Ahora dor-
mirá, pero querrá que esté ahí cuando despierte. Hablaremos
después, Michael.
Charlotte se alejó con un siseo, pues su vestido se deslizaba
por el piso de mármol. La miré subir las escaleras y luego giré
hacia Hodges, quien estaba de pie a mi lado.
—Venga,señorito Michael —dijo,dándome unas palmadi-
tas en el brazo—. Venga a sentarse conmigo en la cocina un
rato, ¿sí? El señor Jerwood me pidió que lo cuidara en su au-
sencia y eso es lo que pretendo hacer.
eguí a Hodges a la cocina, y el aire caliente nos gol- 3
peó la cara cuando cruzamos la puerta. La cocina
era como un mundo diferente, comparado con la
fría penumbra de Hawton Mere: el fuego brillaba como un
sol poniente y bañaba cada superficie con su luz dorada.
Los criados compartían chistes y cantaban y silbaban
mientras trabajaban. Habían creado un santuario en ese lu-
gar y entonces se me ocurrió que si podía quedarme ahí por
el resto de mi estadía en Hawton Mere, las cosas no estarían
tan mal. Pero sabía que Sir Stephen y Charlottejamás tole-
rarían tal cosa. Ahora era un señor. No se me permitiría vivir
entre el servicio.
Además,los criados estaban demasiado ocupados como
para pasar el tiempo conmigo.A pesar de su promesa de
prestarme atención especial, Hodges tenía múltiples tareas
que realizar, y esto le dejaba poco tiempo para sentarse y
acompañarme. Al rato me sentí como si estuviera estorbando
y me fui de la cocina, sin ser visto.
No fue sino hasta que crucé el puente y dejé atrás los con-
fines del sombrío jardín que sentí el calor de los rayos del sol
en mi cara. Pero ese sol no levantaba el ánimo de Hawton
Mere o del pantano que la rodeaba. El efecto de esas paredes
grandes, altas y gruesas aún era de aplastante gravedad. Pero
me pareció que, al menos durante el día —ydesde afuera—
no me producían tanto temor.
El sol brillaba desde un cielo pálido y deslumbrantemente
azul y tuve que entrecerrar los ojos por la claridad,
pues ya
estaban acostumbrados a la penumbra de la casa. Lospan-
tanos congelados centelleaban como si estuvieran cubiertos
de diamantes y zafiros. Por primera vez estaba dispuestoa
aceptar la posibilidad de que este paisaje pudiera conside-
rarse hermoso.
El aire era puro y la línea del horizonte se veía tan nítida
como la orilla del foso. Podía ver a varios kilómetros de dis-
tancia. Y esa extensión me dio la curiosa sensación de estar
expuesto. Porque aunque estaba solo, el hecho de que parecía
que era el único ser vivo alrededor me hizo sentir como un
espécimen servido en una bandeja.
Justo cuando pensaba en eso, sentí que algo se movía rápi-
damente hacia mí por el pantano. Oí una fuerza que susurra-
ba y se escondía detrás de mí, pero cuando me di vuelta no
había nada. Otra vez los susurros en mi espalda, como si algo
corriera por entre la maleza, pero una vez más no pude ver
nada al girarme. Nada.
Me quedé quieto, perplejo, en silencio. Y el silencio ahora
era absoluto y tan inquietante como lo habían sido los susu-
rros, porque parecía como si me hubiera quedado sordo en
un instante.
De pronto vi de reojo un movimiento. Un movimiento bo-
rroso. Blanco. Algo blanco moviéndose junto a la casa. Vola-
ba. No... caía. Cuando me volví, lo que fuera que hubiera sido
ya se había ido, aunque su eco permanecía en mi memoria,
aferrándose como el sueño se aferra en el recién levantado.
Corrí en esa dirección. Llegué a la parte del foso que quedaba
debajo del balcón de piedra, cubierto de liquen. ¿Acaso había
caído algo de ese balcón? ¿Alguien se había caído al foso? Me
detuve en seco, mirando fijamente al hielo.
No había nada. Nada turbaba la superficie congelada, nada
la había atravesado: el hielo estaba intacto. Tampoco se oía
ningún sonido.
¿Eraposible que Jerwood tuviera razón? ¿Sería que había ima-
ginado a la mujer aquella noche? "La tristeza puede afectar la
mente'; había dicho él. ¿Acaso la tristeza había afectado la mía?
De repente, me sentí menos seguro de todo.
Deambulé de vuelta hacia la casa, un poco aturdido. Esta-
ba a punto de subir las escaleras para investigar cuál de las
habitaciones de arriba tenía ese balcón, cuando Sir Stephen
emergió de las sombras. Debió haber estado de pie frente al
espejo que le producía tanto terror de niño. A juzgar por su
expresión, todavía le provocaba miedo.
—Michael —dijo.
Su rostro parecía más delgado, si eso era posible; su cuerpo
estaba tenso, como si aguardara una explosión. El recuerdo
de él gritando como un loco regresó a mi memoria e hizo que
me alejara.
—¿Señor? —respondí.
—Quería hablar contigo sobre esta mañana —dijo.
—Lo siento, señor —me detuve en los escalones.
Su cuerpo parecía completamente arqueado hacia mí,
como si estuviera a punto de atacar.
—Nofue mi intención... solo oí un ruido y...
Él dio un paso largo y yo me aparté involuntariamente,
tropezándome en el proceso.
—¿Oísteun ruido? —dijo—. ¿Un ruido? ¿Qué ruido?
Pronunciaba cada repetición de esa palabra con mayor
intensidad mientras caminaba a mi alrededor, y sus pálidos
y esqueléticos dedos se agarraban del aire que circulaba en
medio de los dos.
—Stephen! —llamó una voz detrás de él.
Era Charlotte.
Al principio, Sir Stephen no se movió. Había asumido que
estaba enfadado conmigo, por alguna razón inexplicable,
pero su expresión no era de enfado. Era, más bien, de enlo-
quecida curiosidad. No dejó de mirarme, con su cara a pocos
centímetros de la mía, en busca —al menos eso parecía— de
algo. ¿Pero de qué?
—Stephen —dijo Charlotte otra vez—.Asustas a nuestro in-
vitado. Creo que ya tuvimos suficiente agitación por un día.
Sir Stephen parpadeó, y sus ojos perdieron poco a poco la
chispa maníaca. Dobló los dedos frente a mi cara y dio un paso
hacia atrás, llevándose la mano a la sien y enderezándose. Yo
permanecí clavado contra los paneles de las escaleras, feliz de
mantener la mayor distancia posible entre nosotros. Clarence
subió las escaleras galopando para quedarse a mi lado, miran-
do a Sir Stephen con cautela, como si no lo conociera.
—Yo...yo... me disculpo, Michael —dijo Sir Stephen, sin mi-
rarme—. Perdóname.
Con eso, giró y subió las escaleras, despacio al principio,
pero agilizando el paso gradualmente, hasta casi correr en el
último escalón. En segundos había desaparecido.
Me pregunté cuán trastornada estaría la cabeza de mi guar-
dián. Todavía estaba un poco sobresaltado. La manera en la
que se me había acercado en las escaleras... podría incluso
pensar que era peligroso. Observé a Charlotte, que todavía
miraba hacia el final de las escaleras. Respiró profundamente
y luego se volvió hacia mí. Pensé que estaría enojada porque
parecía que yo de nuevo había sido la causa de otro ataque de
nervios de Sir Stephen, pero estaba equivocado.
—Ven conmigo, Michael —dijo, estirando la mano—. Me
consta que la señora Guerrant tiene una gran porción de tarta
de sobra. Jamás probarás una tarta de manzana mejor en toda
Inglaterra, te lo aseguro.
Bajamos esos pocos escalones, el brazo de Charlotte enla-
zado en el mío, como si fuéramos viejos amigos, y cuando al-
canzamos el calor acogedor de la cocina yo estaba, de nuevo,
más tranquilo.
—Me temo que tengo asuntos que atender —dijo Charlotte.
Se inclinó y me dio un beso en la mejilla; me sonrojé al
instante.
Ella sonrió por mi vergüenza y, sin decir otra palabra, se
alejó caminando. Su vestido siseaba discretamente contra
las baldosas del piso, como el murmullo de los niños en
una iglesia.
La tarta de manzana de la señora Guerrant era tan deliciosa
como Charlotte había asegurado que sería y se lo hice saber a
la cocinera, que permaneció de pie a mi lado mientras comía,
con las manos en la cadera. De hecho, resultó ser una mujer
muy amigable, que se alborotaba y aplaudía de vez en cuan-
do, creando pequeñas explosiones de harina.
—Esencantador tener a un chico en la casa otra vez, seño-
rito Michael —dijo—. No había habido un niño desde que Sir
Stephen y Charlotte eran pequeños. Y Hodges y yo también
lo éramos.
—¿Ustedtambién ha estado en esta casa desde joven, seño-
ra Guerrant?—pregunté,tomando un sorbo de leche.
—Bueno,desde que tenía más o menos tu edad —dijo—.Mi
madre era la cocinera en ese entonces, y yo trabajaba ayudan-
do en la cocina. El señor Hodges era el botones del padre de
Sir Stephen. Hay una pintura de él en el salón.
—Sí —dije—. La he visto.
El tono de la señora Guerrant había cambiado al mencio-
nar al padre de Sir Stephen y su expresión se había agriado.
Estaba claro que ella no había sentido ningún cariño por él y
me parecía que la señora Guerrant no era de esas personas a
quienes no les caía bien alguien sin razón. Hodges me daba
la misma impresión. Me pregunté si lo lúgubre en esta casa
tendría que ver con el legado de ese hombre.
—Tuvimosbuenos momentos en esa época —dijo la señora
Guerrant—. Aún los tenemos, a este lado de la puerta.
Apuntó hacia la puerta de la cocina con la cabeza.
—Pero la casa se ha vuelto un lugar triste y viejo, Michael.
Necesita niños, Una casa necesita niños.
—¿SirStephen y Lady Clarendon no querían tener hijos?
—pregunté.
—Oh,Lady Margaret no podía esperar a tener hijos, Dios la
bendiga —dijo la señora Guerrant—. Es una lástima que no
estuvieras aquí cuando ella vivía. Ay, era un lugar muy dife-
rente, señorito Michael.
En este punto me dio la espalda, pero vi que se llevaba un
trapo a los ojos y su voz sonó entrecortada.
—Nopasa un día sin que piense en ella —dijo—.Era la per-
sona más amable que hubieras podido conocer jamás. Pero
era demasiado buena para esta casa.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
La señora Guerrant se dio vuelta y pude ver las lágrimas
titilando en sus ojos.
—Nome prestes atención —dijo—.Soy una vieja boba.
Pero entonces cambió su expresión. Pareció como si el
rosado de sus mejillas se atenuara de repente.
—Nadapodrá hacerme comprender por qué lo hizo.
—¿Hacer qué? —dije.
—Cómo pudo. ..
—SeñoraGuerrant —dijo Charlotte, entrando a la cocina.
La señora Guerrant se enderezó rápidamente, dejando caer
el trapo y ocupándose con alguna tarea.
—¿Podría prepararle una jarra de té a Sir Stephen?
—Por supuesto, mi señora —respondió la señora Guerrant.
—¿Estátodo bien? —preguntó Charlotte, mirándonos alter-
nadamente.
—Sí,todo muy bien, mi señora —dijo la cocinera—. Estaba
pelando cebollas, es lo que pasa.
Charlotte sonrió y se fue. La señora Guerrant respiró hondo
y me sonrió también.
—Nome preste atención, señor —dijo—. Soy una vieja sin
importancia. Continúe su camino, señorito Michael.
ir Stephen no nos acompañó a Charlotte
ya mí para la cena esa noche, pero sin duda apare-
ció en mis sueños más tarde, acechando desde las
sombras y moviéndose por las escaleras oscuras como un
insecto repugnante.
Comenzaba a sentir como si me estuvieran gastando una
broma monstruosa: tener la ventaja de un benefactor adine-
rado, pero encontrar a ese benefactor, aparentemente, a un
paso del manicomio. ¿De qué servía un guardián tan trastor-
nado? ¿Qué propósito demente tenía él para mí en esa casa y
cuánto debía esperar para descubrirlo?
A la mañana siguiente desayuné solo. Clarence me espe-
raba en el salón, atento a que lo acariciara antes de entrar al
comedor. Yoestaba feliz de complacerlo cada día.
Regresé a mi habitación y pasé el par de horas siguientes
hojeando algunos libros que había traído de la biblioteca.
Estaba particularmente atraído por uno del famoso artista y
narrador de viajes Arthur Weybridge, sobre sus aventuras en
Asia Menor. Se lo había dedicado a su hijo Francis, que había
muerto en circunstancias trágicas durante la expedición.
Pero a pesar del destino de Francis, estaba encantado con
las maravillosas ilustraciones de esas locaciones extraordina-
rias y las descripciones de lo que allí habían hallado. El calor
de Turquía parecía brillar ante mis ojos. Cuánto contraste
había con la fría y húmeda Hawton Mere. Me hacía anhelar
irme de viaje.
Llegué al comedor para almorzar, pasando rápidamente
por la puerta que llevaba a la torre de Sir Stephen. Mientras lo
hacía se me ocurrió que, como la torre se levantaba sobre la
habitación que daba al balcón de piedra por el que había visto
que algo caía el día anterior, esta podía estar cerca.
Supuse que debía haber una entrada no muy lejos de donde
estaba; la encontré, pero cuando traté de abrirla estaba cerra-
da con llave. Me di por vencido y continué mi camino.
Al inicio de las escaleras que bajaban hacia el salón me de-
tuve para mirar el curioso reloj de pie con la imagen de un sol
sonriente sobre el lado izquierdo del frente, y una luna triste
con estrellas a la derecha. La luna me recordaba un poco a
Hodges. Sonreí para mí mismo con ese pensamiento.
Mientras admiraba el reloj, oí un ruido y bajé las escale-
ras pensando que tal vez me encontraría con Clarence. Pero
cuando llegué no vi más que mi reflejo en el enorme y viejo
espejo que moraba bajo la sombra perpetua de la escalera.
Estaba a punto de seguir mi camino cuando una figura se mo-
vió en el vidrio detrás de mí.
Me di vuelta, pero no había nadie. Me asomé a mirar el sa-
Ión, pero estaba desierto. Regresé al espejo y lo observé una
vez más. Para mi sorpresa, la figura en sombras estaba ahí
otra vez. Ahora era más nítida, aunque todavía era oscura
y se retorcía y estiraba. Deformada o no, a medida que me
acercaba al espejo podía notar que se trataba de un niño,
aunque su expresión era de rabia contenida: sus manos eran
como garras y su cuerpo se arqueaba horriblemente.
En un instante parecía ser nada más que un niño, al si-
guiente apenas era humano. Sin importar cuánto tratara de
concentrarme en sus rasgos, el reflejo sombrío era siempre
borroso y confuso, como un líquido a punto de disolverse en
la oscuridad a su alrededor.
De repente, el reflejo del niño-criatura se movió hacia ade-
lante y mi corazón se paralizó. El vidrio se doblaba y hacía
burbujas, se tensaba y sacudía, como si no pudiera soportar
la tarea de reflejar esa cosa, y antes de que pudiera alejarme,
se formó una gran grieta y el espejo se hizo añicos, como si lo
hubieran golpeado con un martillo.
El estruendo atrajo a Hodges, que llegó corriendo desde el
jardín, y a Charlotte, que estaba en el salón. Me encontraron
con los brazos elevados sobre la cabeza, estupefacto luego del
desastre de la destrucción del espejo, con vidrios rotos aún
tintineando a mis pies.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —dijo Charlotte,
mirando al espejo y luego a mí—. ¿Qué has hecho, Michael?
—¿Yo?—dije, bajando los brazos—. No he hecho nada, lo juro.
—Entonces, ¿el espejo se rompió solo? —dijo—.En serio,
¿es así como agradeces la amabilidad de Sir Stephen? Esa ate-
rradora tontería ayer y ahora esto. Me sorprendes, Michael.
—No rompí el espejo —dije.
—Yentonces, ¿quién lo rompió? —preguntó ella.
Miré a Charlotte y de nuevo al vidrio desparramado a mis
pies. No sabía qué decir. No estaba seguro de lo que había visto.
DE OUE
I;

La ansiedad inducida por el reflejo todavía me acompañaba.


—Había algo en el espejo —dije—. Un niño.
—¿Un niño? ¿Un niño? —dijo Charlotte, enojada--.
¿Qué
tonterías son esas? El único niño en esta casa eres tú.
—Yolo vi —fue todo lo que pude decir.
—Estáherido, señorita —dijo Hodges, avanzando hacia mí.
En ese momento me di cuenta de que tenía un hilo de san-
gre en la cara. Un vidrio debió haberme golpeado cuando el
espejo estalló.
—¿Por amor al cielo, por qué harías algo así, Michael?
—dijo Charlotte, agarrándome con fuerza del brazo—. Simple-
mente no lo entiendo. ¿Qué le voy a decir a Sir Stephen?
—Elseñorito Michael está herido —dijo Hodges con firme-
za, tirando de mí hasta que Charlotte soltó mi brazo y se que-
dó de pie, aturdida—. Lo llevaré a la cocina.
Pareció que Charlotte se calmó un poco con la intervención
de Hodges.
—Muy bien —accedió—. Muy bien. Ocúpate de él,
Hodges.
Entonces, dirigiéndose hacia mí, dijo:
—SirStephen estará muy decepcionado.
Y con un leve temblor en la voz, añadió:
—Yoestoy muy decepcionada.
Dijo estas palabras mientras enderezaba los pliegues
de su
vestido, antes de salir como flotando. La sangre se me metió
en los ojos, haciendo que Charlotte se viera borrosa y temblo-
rosa mientras desaparecía de mi vista.
Hodges me guio a la cocina y la señora Guerrant se llevó
las manos al pecho con sorpresa,
produciendo una nube de
harina detrás de la que desapareció.
—Dios de las alturas —dijocon un grito
ahogado, mientras
caminaba hacia nosotros—.¿Yahora qué ha pasado? Oí
un
terrible estruendo.
—Elespejo del salón ha estallado —dijoHodges, con natu-
ralidad—. El señorito Michael tiene un corte en la cara. No es
nada serio, señora Guerrant.¿Podríapedirle que organizara
la limpieza del espejo mientras me encargo de él?
—Por supuesto —dijo ella, dejando caer los brazos para re-
velar dos grandes y blancas huellas de manos en el pecho—
Por supuesto. iEdith! iEdith!
Y así se marchó la señora Guerrant para dirigir a los sirvien-
tes. Hodges empapó un trozo de muselina en algo que había
en una botella marrón y lo sostuvo en mi frente, provocándo-
me muecas de dolor.
—Debíadvertirleque podría arder, señor —dijo,con una
sonrisa.
Sonreí de vuelta.
—Essolo un rasguño —dijo—. Estará bien, señor—. Sosten-
ga esto con fuerza hasta que deje de sangrar.
Me senté frente al fuego,me encargué de la compresa de
muselina e hice lo que me había dicho. Hodges movió las bra-
sas un poco.
—¿Quépasó con el espejo, señorito Michael? —preguntó
Hodges—. Sé que usted no lo rompió. ¿Qué quería decir con
eso de que había un niño?
—No lo sé —dije.
Por muy seguro que estuviera de lo que había visto, sabía Io
inverosímil que sonaba.
Hodges miró al suelo y entrelazó los dedos.
—Vamos,señorito Michael —dijo, con un susurro—. Algo
está sucediendo aquí. No puedo decir que sé qué es, pero sin
duda algo pasa. Jerwood me contó que usted oyó golpes de-
trás de los paneles donde se encuentra el escondite de los sa-
cerdotes. ¿Espor eso que regresó ahí ayer?
—Sí—dije,frunciendo el ceño—. Pero nadie me creería.
Hodges me lanzó una mirada dura y prolongada.
—SirStephen oye golpes —dijo—.Es parte de su enferme-
dad, dice el médico —seinclinó un poco sobre mí—, pero
¿cómo puede ser parte de una enfermedad si usted también
puede oírlos?
No tenía una respuesta para eso.
Hodges negó con la cabeza.
—¿Porqué no me cuenta qué vio exactamente en ese espejo?
Al principio estaba un poco reacio a acceder, pues nota-
ba lo poco creíble que sonaría. Yomismo tenía dificultades
para creerlo. Pero ahora sabía que no estaba solo en mis ex-
periencias y, además, no estaba de más compartir esa carga,
así que lo hice.
—Creíver a un niño, pero parecía que el espejo doblaba el
reflejo —fruncí el ceño, tratando de recordar—. No. Solo una
parte se doblaba. Había un niño y luego había algo más, como
una criatura...
—¿Una criatura? —dijo Hodges—. ¿Qué clase de criatura?
—No lo sé. Algo extraño —dije—. Yo... yo no sé qué era. Tre-
paba... trepaba por las paredes, como una gran araña.
Hodges se veía tan preocupado por este informe que pare-
cía que lo hubiera visto con sus propios ojos.
—Dios mío —murmuró.
—Entonces, ¿me crees, Hodges?
—No sé qué creer, señorito Michael —respondió, con una
mueca—. Pero creo que juzgo bien el carácter de las personas
y a usted no lo veo como un mentiroso o un tonto. Y sé —to-
dos sabemos— que algo no está bien en esta casa.
—Elseñor Jerwood dijo que la cámara secreta tenía un sig-
nificado especial para SirStephen —dije—.¿Qué quiso decir?
Vi que el señor Hodges miraba de reojo a la señora Guerrant,
quien caminaba tan cerca de nosotros que podía oír la conver-
sación. También vi que ella asintió con la cabeza en respuesta
a la pregunta que el señor Hodges le hizo sin palabras.
—No está bien hablar mal de los muertos, pero el padre de
Sir Stephen era un hombre cruel —dijo Hodges—. Era duro
y despiadado. Le parecía que su esposa trataba a la señorita
Charlotte y a Sir Stephen, particularmente a Sir Stephen, con
demasiada ternura. Estaba obsesionado con imponerle algún
tipo de dureza.
"Pero en lugar de hacer que Sir Stephen se hiciera más fuer-
te, dañó algo dentro de él: algo que en realidad jamás se ha
reparado.
Hodges se perdió en sus recuerdos por un momento.
pasó esa Navidad —dijo la señora
—Cuéntale al niño lo que
nosotros.
Guerrant,caminandohacia
señora Guerrant —dijo Hod-
—Yaiba a llegar a eso, gracias,
eso?
ges—.¿Ydebería estar quemándose
chillido cuando vio
La señora Guerrant dejó escapar un
permitió sonreír ami-
que salía humo del horno y Hodges se
gablemente.
—Comoestaba a punto de decir, Michael —dijo Hodges—
la
el punto crítico fue en una Navidad. Sir Stephen tendría
edad de usted, y el padre le hacía las cosas muy difíciles. Solía
llorar en su habitación, pobre.
"Yono era mucho mayor que él y sentía mucha pena. Mi
padre era un buen hombre, era bondadoso. Yono podía en-
tender cómo un padre podía tratar a su propio hijo tan mal.
"Entonces, todo debió volverse demasiado para Sir Stephen
en esa Navidad, porque su padre entró en su estudio para en-
contrarlo completamente destrozado.Sir Stephen padre ha-
bía estado trabajando en una historia sobre su familia y todas
sus notas estaban desparramadas por el lugar, hechas peda-
zos. Los libros estaban rasgados y estropeados.
"Eljoven amo no intentó ocultar lo que había hecho y, por
primera vez en la vida, se enfrentó a su padre y demostrÓ
valentía.
"El padre estaba furioso. Arrastró al pequeño Stephen, que
daba patadas y gritaba, hacia ese estrecho espacio detrás de
los paneles que había sido construido originalmente para
ocultar a los sacerdotes, y lo arrojó dentro mientras su madre
lloraba y le rogaba a su marido que tuviera algo de piedad.
Aquí Hodges hizo una pausa y negó con la cabeza mientras
recordaba. Cuando me miró de nuevo, me sorprendí al notar
que tenía lágrimas en los ojos.
—Hoy, todos en Havvton Mere conocen la historia de esa os-
cura cámara, pero esto ocurrió poco después de que el padre
de Sir Stephen la hubiera descubierto, mientras investigaba
para su libro. El agujero —porque eso es, apenas un lóbrego
agujero— había sido sellado y pintado hacía siglos, y hubiera
sido mejor para todos que hubiera permanecido así.
"Resulta que un sacerdote jesuita se había escondido ahí
cuando esta casa era una fortaleza católica. Los soldados de
la reina Isabel habían llegado y habían tomado custodia de la
familia y, aunque buscaron por toda la casa, nunca encontra-
ron ni el agujero ni al sacerdote.
"Nadie sabe por qué el sacerdote no pudo salir del escondi-
te. Tal vez estaba muy asustado. Talvez tenía la cabeza trastor-
nada. Cualquiera que fuera la razón, no fue sino hasta cuando
la familia regresó después de más de un mes, que encontra-
ron su cadáver. Dicen que su cara estaba petrificada con una
mirada de terror, y tenía las uñas quebradas porque había tra-
tado de salir del agujero rasgándolo.
"En todo caso, Sir Stephen padre encerró al joven amo en
el agujero y prohibió que todos se acercaran al lugar. Esto su-
cedió en la tarde y no permitió que su esposa lo soltara hasta
la mañana siguiente. El joven Stephen golpeó con fuerza esos
paneles durante toda la noche, pobre niño.
"Cuando su madre abrió la cámara, salió disparado como
un animal salvaje. Ella trató de consolarlo, pero él la atacó. Le
arañó la cara yla tumbó. Mi padre y otros dos criados tuvieron
que sostenerlo. Y todo el tiempo él miraba hacia atrás, hacia
el agujero.
Recordé el terror que había sentido al estar allí —y eso sin
contar que no sabía la terrible historia— y no tuve dificultad
en entender cómo se debió sentir Sir Stephen. No pude evitar
abrigar algo de compasión por él.
—SirStephen nunca volvió a ser el mismo niño que era an-
tes de entrar —dijo Hodges—. Nunca volvió a ser el mismo.
Después de eso, padre e hijo casi no se hablaban y Sir Stephen
se enlistó en el ejército tan pronto como pudo. Solo regresó
para el funeral de su padre.
Hodges hizo un esfuerzo, como si tragara algo particular-
mente desagradable.
—¿Qué clase de hombre le haría eso a su hijo? Lo recuerdo
como si fuera ayer, señorito Michael. Una cosa así se graba en
la mente para siempre.
Suspiró profundamente y volvió la mirada a la puerta de la
cocina.
—Creo que la maldad se ha grabado hasta en las piedras de
esta casa.

Fue con cierta pesadumbre en el corazón y con una con-


siderable turbación que llegué al comedor esa noche. Pero
me sentí aliviado de ver que no había señales de Sir Stephen,
y que al final de esa larga mesa en esa habitación cavernosa
solo había un puesto, iluminado por un solo candelabro si-
tuado muy cerca.
Elresto de la habitación era tan sombrío que casi no podía
percibir su extensión, salvo por unos vagos y fantasmales des-
tellosde retratosque miraban desde las paredes pintadas de
rojo oscuro. Un fuego de leña ardía en la enorme chimenea.
Una adornada pero descolorida cortina de tapiz colgaba en la
pared opuesta a mí.
Charlotte apareció por otra puerta y me dijo que Sir Stephen
aun se encontraba muy mal para cenar conmigo, por lo que
cenaría en su habitación. Yodebía cenar solo, pues ella aten-
dería a su hermano y cenaría después. Con eso, y su sonrisa
usual, se fue.
10
uando me asomé por la ventana de mi habitación
después de regresar de la cena, no podía ver el foso
abajo, y mucho menos el pantano más allá. Había
como una masa sólida, como si una pared alta y negra se hu-
biera levantado a pocos centímetros de mi ventana. Lo único
que pude ver fue mi propia cara de preocupación reflejada
en el vidrio.
A pesar de los acercamientos amistosos de Hodges, de la
señora Guerrant y de Edith, yo seguía completamente has-
tiado de la casa. Me forcé a releer la carta de mi madre que
Bentley me había dado, en la que me suplicaba que aceptara
cualquier ayuda que Sir Stephen estuviera dispuesto a ofre-
cer. Sin esa carta, creo que me hubiera ido de ese maldito
lugar para probar suerte en el camino.
El cansancio trepó sobre mí, imponiéndome una carga
pesada sobre los hombros; mis piernas estaban a punto de
ceder. Me lavé, me desvestí y me subí a la cama, feliz de sen-
tir la calidez de las sábanas a mi alrededor y ansioso por
conseguir el olvido que trae el sueño.
El sueño llegó bastante rápido, pero su efecto se interrum-
pió. No podría decir a qué hora oí el ruido por primera vez
pero, aunque me había resguardado entre las cobijas, ni si-
quiera la fuerza combinada entre estas y las almohadas pudo
bloquearlo.
Comenzó como un quejido suave. O al menos eso era cuan-
do lo noté por primera vez. Cuando me levanté, mi piel ya es-
taba húmeda y pegajosa por el sudor y mi corazón palpitaba
muy rápido. El quejido sonaba tanto lejos como cerca:
esta_
ba como amortiguado por la distancia y sin embargo parecía
emanar del propio tejido de las paredes. Resonaba y vibraba
por la mampostería, variando gradualmente desde un queji-
do a un lamento, y de este a un chillido desesperado. Debería
decir que parecía más un animal, pero no creo que un animal
pudiera jamás producir un sonido tan angustiante.
Estaba tan profundamente oscuro que no podía ver la cama
en la que yacía, mucho menos el resto de la habitación. Mira-
ba fijamente, como un ciego; los sonidos se intensificaban en
volumen, exagerados por la quietud que me rodeaba.
¿Era esa una voz humana? ¿Era ese un grito humano?
Como siempre sucede con las voces en la oscuridad, al
principio era difícil discernir de dónde provenía. Me senté
en la cama y aparté las cobijas, esforzándome por escuchar.
Hubo un crujido en el piso de madera y algo que sonó como
una respiración. No había duda: alguien estaba al otro lado de
mi puerta. Esto me fue confirmado cuando escuché el pica-
porte que giraba lentamente.
—¿Hola? —dije—. ¿Quién está ahí?
El movimiento de la manija de la puerta se detuvo de inme-
diato, pero aunque no se movía, estaba seguro de que quien la
había girado estaba afuera todavía, y entonces, tan silenciosa
y sigilosamente como pude, salté de la cama.
Mientras con lentitud alcanzaba la puerta, con los brazos esti-
rados y las manos abiertas, listo para abrirla, el sonido de aque-
imaginé que quienquiera que
lla respiración se intensificó y me
incluso en ese momento, la cara
estuvieraafuera tendría,
la puerta de madera, y estaría escuchando.
contra
entrada, tomé el picaporte y le di un giro
Melancé hacia la
qué esperar. Pero ciertamente
repentino.Dificilmentesabía
nadie.
no que no hubiera
hacia ambos lados penetran-
Saltéhacia el corredor. Miré
ver nada y, aunque contuve la
do la oscuridad, pero no pude
ningún sonido.
respiraciónpara oír mejor, tampoco escuché
¿Pudoalguienhaber huido tan rápida y silenciosamente?
de que,
Parecíaimposible. Sin embargo estaba convencido
alguien ahí.
hasta el momento en el que abrí la puerta, había
ma-
Un recuerdo repentino de Sir Stephen escapándose esa
ñana y de su salvaje comportamiento momentos atrás vino a
mí mientras estaba allí, de pie, mirando fijamente la oscuri-
dad, y me estremecí.
Entré en la habitación para encender la lámpara que se ha-
bía consumido al lado de mi cama y regresé al pasillo. Soste-
niéndola frente a mí y otra vez mirando hacia ambos lados,
confirmé que el pasillo, de hecho, estaba vacío.
Comencé a sentirme algo estúpido y de repente temí que
Charlotte o alguno de los criados me vieran en esa situación.
No quería tener que explicar lo que hacía. La oscuridad en-
gendra dudas, y mis certezas sobre los sonidos del otro lado
de la puerta ya comenzaban a colapsar.
Regresé a la habitación y cerré la puerta detrás de mí, pero
tan pronto lo hice oí, claramente, pasos rápidos y cortos.
—¿Hola?—susurré—.¿Quién está ahí?
Pronuncié esas palabras tan amablemente como pude, no
obstante sonaron temblorosas debido a mis nervios.Justo
cuando ponía los dedos sobre el picaporte una vez más,un
martilleo sacudió la puerta con tanta violencia que casi me
caigo para atrás.
Los paneles cedieron y la madera del marco de la puerta
sonó como si estuviera a punto de astillarse, chirriando y cru-
jiendo como las tablas de un barco en una tormenta. Parecía
como si crujieran hasta las vetas de la madera. Las bisagras
retumbaban y se sacudían. Por instinto, salté hacia adelante y
giré el seguro de la puerta.
La manija comenzó a repiquetear y se movía de arriba aba-
jo, de arriba abajo, hasta que de repente no hubo más que
silencio. Exhalé el aire contenido y luego, igual de inespera-
damente, el sonido de los pasos se volvió a escuchar, esta vez
alejándose.Armándome con el poco valor que me quedaba,
di un paso hacia adelante y tomé el picaporte, sorprendido
por lo frío que se sentía contra mi palma sudorosa. Giré la lla-
ve y tiré de la puerta para abrirla.
La luna debió haber salido de entre las nubes, pues un poco
de su luz se colaba por las pequeñas ventanas del pasillo. Miré
hacia ambos lados, pero no pude ver nada en ninguna direc-
ción. De alguna manera sabía que quienquiera que hubiera
estado ahí ya se había ido.
Retrocedí hacia la habitación deprisa y no perdí el tiempo:
hice girar la llave una vez más, llevándola conmigo para de-
jarla al lado de la cama. Me recosté y me cubrí de nuevo con
las cobijas,pero el sueño se demoró en llegar,y cuando me
levanté, mi cara apuntaba hacia la puerta, tal y como había
quedado cuando finalmente me dormí.
I sonido de los golpecitos que Edith le daba suave-
mente a mi puerta me despertó, y me sorprendí al
oír sus pasos y, luego, su grito ahogado. Cuando me
incorporé para mirarla, por primera vez vi verdadero enojo
en su rostro.
—Señor! —dijo, airadamente—. ¿Qué ha hecho?
—¿Hecho?—dije, adormilado—. Lo que sea que...
Pero entonces vi lo que hacía enfadar a Edith. La ropa de
cama del armario, mi ropa y varias otras cosas estaban des-
parramadas por el suelo, como si un tornado hubiera pasado
por mi habitación.
—Soyyo la que tendrá que ordenar esto —dijo Edith, con
severidad—. Si la señorita Charlotte lo ve...
Comenzó a sollozar. Me tomó unos minutos entender qué
pasaba. Había cerrado la puerta con seguro. La llave aún
estaba donde la había dejado la noche anterior. ¿Qué...?
¿Cómo... ?
—Yo lo limpiaré, Edith —dije—. Lo prometo. La señorita
Charlotte no tendrá de qué quejarse.
—Entonces,supongo que habrá sido una
broma perfecta
para mí —dijo, entre sollozos.
—Nofue una broma -—dije—.
Lo siento, Edith. Lo siento
mucho.
Edith suspiró.
—Volverédespués, cuando
usted esté tomando el desayu-
no, señor —dijo, y
se alejó rápidamente.
Aunque contemplé
el desorden a mi
alrededor con horrible
asombro durante varios minutos, para cuando hube terminas
do de recoger y de vestirme para bajar a desayunar me había
calmado un poco. Había tenido la esperanza de despertary
darme cuenta de que simplemente me había quedadodor-
mido después de irme a la cama exhausto y lo había soñado
todo. En definitiva, esto tenía el sabor de una pesadilla.
Pero claramente no había sido un sueño. Alguien habíaes-
tado al otro lado de la puerta. Alguien había movido el pica-
porte. Alguien había huido antes de que pudiera atraparlo.
Alguien había regresado mientras dormía y le había hecho
esto a mi habitación. La idea de que alguien hubiera estado
ahí mientras dormía era horrible.
Bajé las escaleras al salón y Charlotte apareció desde la sala
de dibujo. Se acercó hacia mí con su usual gracia silenciosa.
Tenía un vestido del azul más profundo, con un brillo satina-
do que resplandecía cuando se movía como el agua bajo la
luz del sol.
—¿Me imagino que dormiste bien, Michael? —dijo, mien-
tras golpeaba las uñas rítmicamente.
—Me temo que no —dije, recordando la imagen de mi habi-
tación revuelta que me había recibido esa mañana.
—Lamento oír eso —dijo,poniendo una mano firme sobre
mi hombro—. ¿No estás cómodo aquí?
¿Qué debía responder a una pregunta así?
Sonreí lo mejor que pude y dije:
—Sí,por supuesto.
—Espero que no te hayamos molestado por la noche —dijo.
—No,no creo... —respondí, preguntándome qué querría decir.
—SirStephen está enfermo otra vez —dijo ella—. Estaba
muy agitado, de hecho. Estaba tan contento por tu visita, Mi-
chael, pero me temo que lo verás poco durante el resto de tu
estadía.
"Esodifícilmenterepresenta un problema para mí','pensé, y
sin embargo parecía que su insistencia en que yo estuviera en
esa casa para Navidad fuera una burla. ¿Qué diferencia hacía
para él?
Charlotte me deseó un desayuno agradable —ellarara vez
desayunaba, me aseguró—y se deslizó por el corredor hacia
el arco que llevaba a los aposentos de Sir Stephen en la torre.
Me pregunté de nuevo si podía haber sido Sir Stephen quien
había golpeado a mi puerta. ¿Acaso era su mente tan frágil y
perturbada que lo llevaba a deambular por la noche? Pensé
en el hombre salvaje que había gritado y delirado afuera de la
cámara oculta detrás de los paneles: no era difícil de imaginar.
Talvez tenía otra llave de mi habitación.
Me lo imaginé encorvado sobre mí, con sus manos como
garras... ¿Quién sabía de lo que era capaz en ese estado? To-
das estas preguntas y otras más retumbaban en mi cabeza
como abejas al ataque mientras caminaba
hacia el comedor.
Era una mañana estupenda y la
brillante luz del sol hizo su
mejor esfuerzo para perforar la
penumbra de la casa e ilu-
minar mi desayuno. Unas
cuantas ventanas del corredor te-
nían vitrales que lanzaban un
brillo teñido sobre las paredes
opuestas, pintándolas de rojo,
azul y dorado. El color parecía
no cuadrar —estridente, casi empalagoso— en esa casade
sombras. Otra vez quedé libre para entretenerme como me-
jor pudiera ese día.
Esta no era una tarea fácil en un lugar tan hostil como Haw-
ton Mere, y las horas pasaban lentamente. Quería hablar con
alguien. Necesitaba darles voz a mis pensamientos afligidos,
compartirlos. Para mi sorpresa, fue Jerwood quien primero
me vino a la cabeza como confidente, pero él ya no estaba en
la casa y no tenía idea de cuándo lo volvería a ver. También
me habría gustado tener la oportunidad de descubrirmás
sobre lo que él sabía acerca de la mujer misteriosa, pues era
claro que algo ocultaba.
Pensé en los amables Bentley, y en lo cálida, acogedora y
normal que sería su casa en ese momento. De hecho, la ima-
gen de los rollizos y alegres Bentley parecía ser un antídoto
contra el triste Sir Stephen y su deprimente hogar. Me aver-
goncé de lo frío que había sido con Bentley y juré redimirme
la próxima vez que nos viéramos.
Después de deambular sin rumbo y de jugar muchas, mu-
chas partidas de solitario, era hora de almorzar carnes frías
y pastel, cosa que al menos constituía un acontecimiento.
Charlotte me acompañó en esa comida. Había estado preo-
cupado de que ella siguiera enojada conmigo por haber roto
el espejo, pero, aun si ya había aceptado que no había sido
mi culpa o simplemente había decidido dejarlo atrás, Char-
lotte no mencionó el incidente y tampoco dio pistas de mo-
lestias persistentes. De hecho, parecía hacer más esfuerzo de
llegado a la
lo normal para conversar conmigo. Pero yo había
conclusión de que ella era una de esas personas que se sien-
ten incómodas ante la cercanía de los niños. Estaba seguro
de que tenía las mejores intenciones, pero nuestros intercam-
bios parecían entrevistas con una educada directora de cole-
gio, así que no me molesté cuando se disculpó de nuevo y dijo
que debía atender correspondencia importante.
Lo que siguió fue una tarde de tranquilo tedio. Una vez más
caminé de habitación en habitación, mirando nuevamente
las cabezas de animales y los pájaros disecados, las pinturas
que
y los libros. Incluso me detuve al inicio de las escaleras
bajaban a la cámara secreta en la que, años atrás, se había es-
condido aquel sacerdote.
Ahora todo estaba en silencio y, aunque no hubieran podi-
do obligarme a bajar esos escalones por todo el oro del mun-
do, podía sentir que gran parte del horror que había emanado
de ese lugar ya no estaba. Igualmente, sabía que aquello que
me había rozado no había salido de la casa aún.
El aburrimiento de estos paseos era aliviado por los en-
cuentros casuales con los criados. A diferencia de Charlotte
y de Sir Stephen, ellos parecían estar genuinamente compla-
cidos por tener a un joven en la casa, y tal vez felices de tener
una excusa para descansar de sus tareas. Me hablaban y bro-
meaban conmigo, y me contaban un poco de sus vidas y de la
vida en el pueblo.
Camino de regreso a mi habitación con otro libro de la
biblioteca, pasé por la puerta de la habitación del balcón y
pensé en intentar abrirla otra vez. Extendí la mano,
perotan
pronto esta tocó el picaporte una voz hizo que el
corazónme
saltara en el pecho.
—Esahabitación siempre tiene llave.
Era Edith, que subía por las escaleras.
—Solo me preguntaba qué habitación era —dije.
—Esa era la habitación de la señora —dijo Edith—.A Sir
Stephen le gusta que permanezca tal y como era.
Asentí y continué mi camino. Había averiguado de quién
era la habitación, pero nada más; el misterio del lugar perma-
necía intacto. Me senté en la cama a leer el libro.
Cuando otra vez fue hora de cenar, no me sorprendió oír
que Sir Stephen aún se encontraba muy enfermo para estar
en compañía diferente a la de Charlotte, así que ella cenaría
con él en su estudio.
Me quedé solo,preguntándome sobre lo que hablarían
ellos dos arriba en la torre. ¿Hablarían sobre mí? Y,si lo ha-
cían, ¿qué dirían? ¿Qué tenía reservado Sir Stephen para mí?
¿Qué secretos se escondían en el corazón de Hawton Mere?
Sin tener nada más que estas reflexiones para entretenerme
durante la cena, mis ojos descansaron sobre el gran tapiz que
colgaba como una cortina al otro extremo de la habitación.
Era una creación elaborada, repleta de ramas sobre las que se
posaban todo tipo de aves y otros pequeños animales.
Durante la contemplación de la cortina, de repente se me
ocurrió que en realidad no había ventana en esa pared, pues
con toda seguridad esta debía dar contra el salón de entrada.
¿Erauna puerta, tal vez? Pero no recordaba haber visto una
en la pared correspondiente en el salón. Entonces, si no había
puerta ni ventana, ¿para qué colgar una cortina? 5
Talvez mi intriga se debiera a la ansiedad por liberar mi
mente de todos esos recuerdos de las aventuras nocturnas.
Decidí investigar.
Melevanté lentamente, dejando los cubiertos y empujando
la silla hacia atrás. Edith, que recogía los platos, se sobresaltó
por el sonido y se quedó de pie, mirándome, pero no le presté
atención. Caminé hacia la cortina y la corrí.
En lugar de una ventana o una puerta, la cortina escondía un
grandioso retrato a escala real de una mujer: una mujer a la que
reconocí, a pesar de haberla visto solo una vez. Aunque la mu-
jer del retrato vestía ropa costosa y parecía la personificación
de la salud ideal, la hubiera reconocido en cualquier lugar.
Me quedé de pie, completamente paralizado, incapaz de
hallar el sentido de lo que veía. La criada, que se encontraba
cerca, notó mi expresión de desconcierto e incomodidad.
—Que Dios lo bendiga, señor —dijo—. Era tan hermosa,
¿no cree? La pobre Lady Clarendon. Y no solo físicamente,
si entiende lo que digo. Todos la extrañamos terriblemente,
Dios bendiga su alma.
—¿LadyClarendon? —pregunté.
—Sí,señor -—contestóEdith, un
poco nerviosa frente a
mi evidente perplejidad—. Es
a causa de ese retrato que Sir
Stephen ha comenzado a comer
en su habitación, señor, pero
no permite que lo quiten.
Edith continuó hablando mientras se alejaba,peroyono
la escuchaba. ¿Lady Clarendon? Ella estaba muerta. ¿Cómo
podía ser Lady Clarendon la mujer a la que yo había vistocon
mis propios ojos?
¿Qué demonios ocurría en este lugar? Parecía que cadase-
creto contenía a su vez otro secreto; que cada sombra escon-
día otra sombra más oscura que la primera.
Caminé de regreso a mi habitación con paso rápido, tratan-
do de encontrarle sentido a lo que me habían contado.Pero
era imposible. Apenas había podido ver a la mujer del cami-
no. Tal vez estaba equivocado: incluso, aunque hubiera algún
tipo de parecido, eso no significaba que fuera ella. Talvez po-
día ser algún familiar. Pero ¿por qué un familiar de Lady Cla-
rendon estaría rondando los pantanos?
Regresé a mi habitación y me acerqué a la ventana para ce-
rrar la cortina. La luna aún no había salido y el pantano más
allá del foso era invisible en la sobrecogedora oscuridad. En
algún lugar más allá, un búho ululó.
La única iluminación de toda la escena eran dos pálidos
rectángulos que bañaban la tierra, al otro lado del foso. Uno
provenía de la luz de mi ventana; el otro, de otra habitación.
Toda mi confianza en lo racional se evaporó cuando miré
hacia afuera, pues de alguna manera supe que ella iba a apa-
recer; algún sentido secreto me hizo saber que ella estaba ahí,
y, en efecto, la mujer dio un paso hacia la luz que proyectaba
esa otra ventana que, asumí, se encontraba en el mismo nivel
que la mía.
Lentamente subió la cabeza para mirar hacia la habitación
de la que provenía la luz y, si hasta ese momento había senti-
do lástima por ella, ahora sentía temor. ¿Cómo podía haberla
visto alguna vez como a un ser viviente? Era tan etérea como
la niebla que se arremolinaba a su alrededor, siempre a punto
de disolverse.
Su postura sugería miedo. Estaba de pie con la timidez de
un venado, como si el más leve sonido o movimiento en la
casa la fuera a enviar rápidamente de vuelta al pantano.
Apoyé la cara en la ventana con el aliento entrecortado, em-
pañando el frío cristal. Limpié el vaho con la manga y, mien-
tras lo hacía, el fantasma giró la cabeza y me miró fijamente.
La expresión que tenía era alarmante. Abrió los ojos y su
boca se movió: parecía que hablaba para sí misma. Su mirada
me llenó de horror y por un momento no pude entender por
qué se posaba en mí fijamente, como con un extraño anhelo.
que ella me pudie-
Y luego se me ocurrió: no era simplemente
de que yo la veía.
ra ver; era que se había dado cuenta
la mirada.
Cerré la cortina. No podía sostenerle
¿Había sido ella en mi puerta la noche anterior? Retrocedí
¿Qué tipo de lugar
lentamente, sin dejar de mirar la ventana.
deambulaban entre los vivos?
era este, en el que los muertos
con el tiempo mis
No sé cuánto más estuve ahí de pie, pero
piernas se doblegaron y temí que no fueran a soportarme
lámpara encendida, con
más. Me retiré a la cama pero dejé la
una terrible fobia a esa sobrecogedora oscuridad.
entonces llegó la Nochebuena. Me desperté con el
sonido de unos golpes e inmediatamente sentí que
todo mi cuerpo se tensaba con el mismo temor y
agitación que había experimentado la noche anterior.
Pero era Edith. La miré con verdadero alivio y creo que mi
expresión la divirtió,porque noté que se sonrojaba al sentirse
observada con tanta atención.
—Debía estar muy cansado, señor —dijola criada.
—¿Perdón, Edith?
—Olvidó apagar la lámpara, señor.
Asentí con timidez, doblemente avergonzado,tanto por la
muestra de temor que debió notarse como por el desperdicio
de aceite.
—Iré a traerle un poco de agua tibia —dijo,levantando la
jarra del lavabo.
Cuando llegó a la puerta puso la mano sobre el picaporte,
pero no lo giró. Me miró mientras me desperezaba y bostezaba.
—¿Yase recuperó de su accidente, señorito Michael?
—preguntó.
—Tansolo fue un rasguño. Estoy bien, gracias, Edith
—contesté.
Se sonrojó y salió aprisa de la habitación. Tan pronto se fue
sentí frío, y no perdí tiempo en vestirme y bajar a desayunar.
Comí con la mirada fija en la cortina que colgaba al otro lado
de la habitación, y tan pronto hube terminado no resistí la ten-
tación de caminar hacia allí para moverla y revelar el retrato.
Mi corazón se paralizó cuando lo hice. Aunque era una casi
irreconocible, saludable y elegante versión de la mujer que había
visto afuera la noche anterior, claramente era la misma persona.
La vivacidad y el vigor representados en la pintura eran
completamente diferentes de la cosa sin vida que deambula-
ba por los pantanos. ¿Qué quería conmigo? ¿Qué podía que-
rer conmigo?
Caminaba de vuelta a mi habitación después de desayunar
cuando Charlotte se deslizó desde las sombras que rodeaban
la puerta que llevaba a la torre de Sir Stephen. Lucía un ves-
tido de terciopelo verde profundo, como del color del musgo
húmedo.
—Michael—dijo,con una sonrisa cálida.
—¿Sí,Charlotte?
—SirStephen quiere hablar contigo.
—¿Ah, sí?
—Sí—dijo Charlotte—. Quiere hablar contigo. .. en privado.
Está en su estudio, esperándote. Te llevaré.
Asentí, pero de pronto estaba sin palabras. iEn privado!
Me llené de temor por quedarme solo con mi impredecible
guardián. Charlotte se acercó y me puso una mano en cada
hombro.
—Adoro a mi hermano, Michael —dijo—. Solo busco pro-
tegerlo. Si esto me hace ser dura a veces, pues me disculpo.
Estaba a punto de decir que no había necesidad de discul-
parse, cuando ella continuó.
—Tepediré que no exaltes a Sir Stephen excesivamente,
Michael.
—Intentaré no hacerlo —dije, convencido de que lo mejor
sería cumplir con mi palabra.
—Muybien. Ven conmigo —contestó ella, y comenzó a
caminar.
La seguí, y así entramos a la parte de la casa desde la que
brotaba la torre. Era claro, incluso para mi ojo no calificado,
que habíamos ingresado a una parte de construcción mucho
más antigua.
Charlotte empezó a subir por una escalera en espiral for-
mada por grandes losas de piedra, y cuyas paredes eran ás-
peras y abultadas. Era oscura y húmeda, y se volvía un poco
vertiginosa a medida que subíamos por su espiral.
Finalmente llegamos a un descanso y a una pequeña puer-
ta abovedada, como las que uno podría encontrar en la base
y
de la torre de una iglesia, conformada por paneles de roble
tachonada con cabezas de clavos.
Charlotte se aferró al aro metálico que sostenía el picaporte
y golpeó tres veces; el sonido vibró en los escalones de piedra.
Una voz amortiguada contestó desde el interior y ella levantó el
picaporte y abrió la puerta. Sin embargo no entró, simplemen-
te me sonrió y desapareció escaleras abajo dejándome solo.
—Entra, Michael —dijo la voz.
Pasé e inmediatamente me sorprendió la escala de la ha-
bitación, que ocupaba todo el ancho de la torre y se elevaba
en un alto techo abovedado. Enormes y bien provistas estan-
terías de libros revestían las paredes; había un mapamundi
antiguo y un gran telescopio junto a la ventana. Una inmensa
chimenea albergaba una fogata modesta frente a la queSir
Stephen estaba sentado, en una grotesca silla de espaldaralto,
con un libro abierto sobre el regazo.
—Michael —dijo, poniéndose de pie.
Era más alto de lo que había notado en mis encuentros
previos con su tempestuoso ser, aunque estaba vestidodela
misma manera: de negro de los pies a la cabeza. Su cara era
delgada y pálida y, en conjunto, habría quedado muy bien
interpretando el papel de un sombrío director de pompas
fúnebres.
—Veny siéntate —dijo—.¿Has encontrado diferentes ma-
neras de entretenerte en Hawton Mere? Me imagino que
Charlotte ya te habrá enseñado la biblioteca.
—Sí,señor —dije—. Charlotte ha sido muy amable.
Ambos nos sentamos frente al fuego. Sir Stephen parecía
inquieto. Su mano izquierda se movía en un constante esta-
do de agitación. Los dedos largos terminaban en largas uñas
y estas rascaban y recogían la tela del pantalón a la altura
del muslo. Podía ver que esa área estaba desgastada y raí-
da. Su mano derecha hacía viajes ocasionales al otro lado y
agarraba la caprichosa mano por la muñeca, en un intento
por detenerla.
—Charlotteme contó sobre el incidente con el espejo
—dijoSir Stephen, en un tono tan bajo que parecía que
hablaba consigo mismo.
—Yono lo rompí, señor —dije—,Honestamente, yo...
Sir Stephen levantó la mano para silenciarme.
e Sir

alto
—Nohay necesidad, Michael —dijo—. No hay necesidad de
explicar.No te traje aquí para castigarte por ese espejo. Siem-
pre lo odié. No lo extrañaré.
Mi guardián se inclinó hacia adelante y dejó descansar las
tros
largas manos sobre las rodillas. El fuego brilló en sus ojos.
e la
—Pero estoy intrigado —dijo—. Si no rompiste el espejo,
era
entonces, ¿quién lo rompió?
en
—Se... simplemente se rompió —dije—. Solo.
as Sir Stephen asintió, como si esta información fuera la que
él esperaba.
—¿Yviste algo antes de que pasara? —preguntó.
Mi primer impulso fue contarle la verdad, como lo había
hecho con Hodges, pero recordé la petición de Charlotte de
que considerara el estado mental de Sir Stephen y no hiciera
nada que lo pudiera alterar.
—No, señor —dije.
Sir Stephen hizo una mueca de desagrado.
—¿Estás seguro? ¿No viste nada en lo absoluto?
—No, señor —contesté de nuevo.
—¿Yno has visto ni oído nada inusual durante tu estadía en
Hawton Mere?
—No, señor —dije.
Me miró durante largo rato sin decir nada; su mirada era
horriblemente inquietante, como la de una mantis religiosa
a punto de atacar.
—iVamos!—dijo, poniéndose de pie--. Vamos a tomar algo
de aire.
Sir Stephen caminó con pasos largos hacia una
puerta abo-
vedada en medio de dos repisas de libros y desapareció.
Sin-
tiéndome un poco nervioso pero también un poco
tontopor
haberme quedado atrás, me di cuenta de que no tenía
otra
opción que seguirlo.
La puerta ocultaba otra escalera que subía. Lasparedes
y
los escalones en espiral eran de ladrillo, tan pequeñosque
apenas había espacio para apoyar el pie completo sobre ellos.
Tuve que subir casi de puntillas.
Una puerta de madera me recibió en la cima y, al abrirla, pude
ver que estábamos en el tejado de la torre. Sir Stephen estaba de
pie frente al borde almenado y miraba hacia abajo. Caminé en su
dirección para acompañarlo y él se quedó viéndomefijamente,
como si se hubiera olvidado de mí.
Tenía puesto un par de anteojos extrañosy redondos.Eran
de un tono azul profundo; no podía verle los ojos. Él se dio
cuenta de que los buscaba.
—He desarrollado una aversión a la luz —dijo, al ver mi
expresión—. Qué vista, ¿no, Michael?
Debo confesar que era impresionante. El terreno era tan llano
por kilómetros a la redonda que la vista parecía infinita, y el ho-
rizonte, tan blanco como un océano congelado.Parecía como
si estuviéramos sobre la cofa de un barco atrapado en el hielo.
—Misantepasados construyeron esta casa por su va-
lor estratégico; los pantanos y el foso la protegen. Pero
ello hace que la casa no sea muy hospitalaria.Nací aquí
—continuó—.Jugaba en el jardín cuando era niño. Mi her-
mana y yo corríamos por toda la casa. Cuando mi padre no
estaba a veces había risas, incluso felicidad.
Intenté, sin suerte, imaginarme a Sir Stephen y a Charlotte
como niños sonrientes y felices.
—Solíajugar con Hodges —dijomi guardián, con una
ruidosa risotada—. ilmagínate eso! Éramosinseparables.
Todavía lo somos, espero, aunque las cosas han cambiado
entre nosotros. Pero es un buen hombre, Michael. No dejes
que ese exterior brusco te haga pensar lo contrario.
—Nunca lo he dudado —respondí, aunque eso no era del
todo cierto.
—Charlotte también solía jugar con nosotros, creo —conti-
nuó Sir Stephen, cediendo a los recuerdos. Se quitó los
anteojos y se frotó los ojos, en un intento por recordar.
—No, no —dijo, volviendo a calzarse los anteojos—. No me
acuerdo.
Dirigió la mirada hacia el jardín.
—Ah, Charlotte —dijo—. ¿Dónde estaría yo sin su fortaleza?
¿Dónde? Ella es demasiado dedicada, me parece. Sé que cree
que no puede dejarme, y sin embargo me preocupa que yo le
haya impedido disfrutar de las alegrías de la vida; un espo-
so, una familia —con estas palabras la sonrisa de Sir Stephen
desapareció y él se dirigió hacia el otro lado de la torre, dán-
dome la espalda mientras miraba hacia los pantanos. El cielo
era ahora de un gris ominoso y el viento se sentía frío.
—iTenemos mucho en común tú y yo, Michael! --gritó, sin
darse vuelta.
—¿Señor? —dije yo, preguntándome cómo habría llegado
a tal conclusión.
—Amboshemos enfrentado grandes tristezas —dijo—.Yo
también perdí a mi madre cuando era relativamente joven,y
pensé que jamás volvería a sentir un dolor así hasta que perdí
a mi querida esposa.
Se dio vuelta para mirarme cuando me acerqué. Su largo
rostro se veía aún más pálido contra el cielo oscurecido y sus
anteojos creaban la ilusión de ocultar unas cavidades vacías.
—Ellaera una criatura tan adorable —dijo—. Tan afectuosa.
Tanfeliz.
Pronunció la palabrafeliz con la misma entonación con que
se pronunciaría el nombre de una especia exótica.
—Parecíatener una fuente inagotable de felicidad y, por un
tiempo, yo no sentí el abatimiento que había marcado mi
ju-
ventud. Pero toda felicidad es finita, Michael.
iNo necesitaba que me lo recordaran! Sir Stephen
dirigió su
vista hacia las almenas y subió la mirada al cielo, como
si bus-
cara algo. Sacó una pequeña botella del bolsillo, removió
el
tapón y tomó un trago.
—Láudano —dijo, mientras se guardaba la botella otra
vez
en el bolsillo—.El doctor Duchaine no lo aprueba, pero
el
doctor Duchaine puede irse al infierno.
Sir Stephen observó por un momento el suelo bajo sus pies
y luego me volvió a mirar.
—¿Túduermes, Michael? —preguntó, de repente.
—¿Quéquiere decir, señor? —pregunté,un poco con-
fundido.
—Yocasi no duermo —dijo.
Se me acercó un poco más, tambaleándose.
—Elloscreen que estoy loco, ¿sabes? Porque oigo cosas.
Pero tú también oyes cosas, ¿no es así, Michael?
Y fue en ese momento, a pesar de las peticiones de Char-
lotte, que de repente entendí que Sir Stephen merecía saber
la verdad. Sabía lo que era que no creyeran en uno, y parecía
injusto fingir que yo tampoco oía esos ruidos.
—Sí, señor —dije.
Sir Stephen sonrió.
—Gracias —dijo—. Gracias. Tan parecido a tu padre.
Me miró de una manera extraña; pude ver mi reflejo en sus
anteojos.
—Seha escapado, ¿sabes? —dijo, en un tono confiado—
Solían ser simples ruidos. Los ruidos eran lo suficientemente
atroces. Pero ahora creo que a veces lo veo en las sombras.
Hubo un ruido repentino, como de pasos, como si un niño
hubiera corrido por el tejado, y Sir Stephen se encogió debido
al pánico. Casi pude ver su corazón latiendo debajo del abri-
go. Uno o dos copos de nieve flotaron en la brisa fría. Estaba a
punto de contarle a Sir Stephen que había visto el fantasma de
Lady Clarendon, cuando él me agarró del brazo.
—Pensé que me aliviaría saber que no estoy loco —dijo—
saber que alguien más puede compartir estos horrores
conmigo. Pero ahora que sé que son reales, me
asustan
mucho más. La locura ahora casi me parece atractiva.
Rio y me atrajo hacia él.
—¿Qué dices si saltamos, Michael? ¿Qué dices?
Me sacudí para soltarme y él sonrió, mientras trepabapara
quedar de pie en el borde.
—¿Entonces, solo yo? —dijo, mirándome por encima del
hombro mientras se balanceaba en la cornisa. Vi lo que pre-
tendía hacer.
—iNo! —grité—. Mi padre murió para salvarle la vida. iNose
atreva a desperdiciarla!
Me sorprendí por la vehemencia de esas palabras y pareció
como si mi voz hubiera dividido el frío aire con el chasquido
de un látigo. Sir Stephen respiró profundamente, dejó caer la
cabeza entre los hombros y descendió. Yotenía lágrimas en
los ojos, pero eran más de rabia que de tristeza.
—Tienes toda la razón, por supuesto —dijo Sir Stephen—
Tu padre era un hombre muy valiente. Era un buen soldado.
Era bueno en combate y se preocupaba por sus hombres.
"Yoera un pobre oficial, como te podrás imaginar, Michael.
Estaba ahí solo para complacer a mi padre. ¿Cuántos hombres
habrán muerto por mi incompetencia? Hubiera sido mejor
para todos si la bala que le dio a tu padre me hubiera dado a mí.
Yo no tenía ánimos para discutir ese pensamiento, pues
parecía resumir con exactitud mis sentimientos sobre el
asunto. Ahora la nieve caía continuamente, en copos gran-
des y gruesos.
—Perode alguna manera debo compensarlo —dijo,mirán-
dome con sinceridad.
Fruncí el ceño, preguntándome si se trataría de otro epi-
sodio de locura. Quería desesperadamente alejarme de ese
extraño hombre. Estaba a punto de excusarme cuando Sir
Stephen juntó las manos en un ruidoso aplauso.
—Adelante,Michael, vete —dijo,pasándose una mano por
el pelo lacio y blanco, mientras los copos de nieve que caían
se posaban sobre su abrigo—. No te retendré más.
Con eso me dio la espalda y se quedó de pie mirando al
horizonte una vez más. Su delgada y negra figura, por un
momento, pareció la de un escarabajo apoyado en las patas
traseras. Me pregunté si pensaba saltar.
Pero esa locura en particular pareció desvanecersey ahora
daba la impresión de estar tranquilo. Lo dejé y regresé por las
escaleras estrechas. Me encontré con Charlotte a punto de su-
bir, dando golpecitos en la pared de yeso con las uñas.
—Oh, estaba a punto de subir por ti. Has estado hablando
con Sir Stephen durante largo tiempo —dijo—.Espero que no
lo hayas agotado.
—No creo —dije.
—¿Estátodo bien? —preguntó.
—Sí,bastante bien.
Me pregunté si debía contarle sobre la amenaza de Sir
Stephen de saltar de la torre, pero decidí no hacerlo. Estaba se-
guro de que nada de lo que pudiera decirle la sorprendería. Ella
sabía cómo era su hermano y yo me negaba a asumir alguna
ecesitaba alejarme de ese odioso lugar. Me sentía
prisionero en Hawton Mere, y esas imponentes
paredes grises me recordaban cada vez más las
paredes de una prisión. Para ser justo, nadie me había prohi-
bido salir de los confines de la casa. Era un encarcelamiento
autoimpuesto,porque tanto esos lóbregos pantanos como el
fantasma que los merodeaba me producían mucho temor.
Mi espíritu se animó un poco cuando miré por la ventana
unas horas después y vi que la nieve que caía sin parar desde
mi encuentro con Sir Stephen se había acumulado. Toda la
extensión de tierra circundante estaba ahora cubierta por un
manto tan grueso y blanco que parecía flotar sobre las nubes,
y por un momento mi alma sintió como si estuviera volando
junto a ellas.
Nada levanta el ánimo como lo hace la nieve recién caída.
No puedo pensar en ningún malestar que no se vea aligerado
por dos o tres bolas de nieve bien apuntadas. Lo único que
deseaba era salir de esa sombría casa y correr hacia la relu-
ciente blancura. Decidí explorar la isla sobre la que se erigía
Hawton Mere.
A un lado de la casa había un jardín con
arbustos recorta-
dos que se levantaban como piezas
de un abandonado juego
de ajedrez, un juego gigante.
La otra parte era una huerta, de
la que la señora Guerrant
obtenía la mayoría de los vegetales
y las hierbas. También
había gallinas, y un gallinero para res-
guardarlas.
A orillas de la parte
más amplia del foso, donde se
formaba
una especie de lago, había un cobertizo y un botede
remos,
aunque ambos se veían muy descuidados. Cercadeahí,
un
inmenso soporte de madera se apoyaba contra las viejaspa_
redes, como si fuera un gran sujetalibros.
Pronto agoté las posibilidades de la isla, y decidíquede-
bía cruzar el foso una vez más para obtener algo de espacio.
La nieve ahora cubría los pantanos como una alfombra,yel
lugar parecía nuevo, más brillante y menos amenazante, mu-
cho menos amenazante que la casa que se elevaba sobremí.
Crucé el puente e instantáneamente sentí que podía respirar
con más libertad.
Era una mañana fría. El cielo estaba cubierto por una del-
gada capa de nubes y la nieve caía ocasionalmente en ráfagas
irregulares. Clarence me acompañó, aunque pronto se abu-
rrió y, después de perseguir a una urraca que pasaba, trotó de
regreso a la casa.
Me ocupé en la construcción de un muñeco de nieve, cuyas
facciones rechonchas me hicieron pensar en el buen señor
Bentley. Cuando lo terminé, decidí circundar todo el foso
para regresar a la casa, donde me calentaría los pies frente a
la chimenea de la cocina.
Hawton Mere se veía más inmensa que nunca. Me detuve y
miré hacia la torre con capitel de Sir Stephen, y me pregunté
sobre el hombre que estaba adentro y sobre el papel que ha-
bía jugado en los eventos trágicos de la casa. ¿Era aflicción o
remordimiento lo que lo desanimaba tanto? ¿Era culpa lo que
lo mantenía recluido como prisionero?
Rodeétoda la casa, bordeando la parte amplia del foso.
Cercadel agua el suelo se ponía más desigual y pantanoso,
abarrotadode hojas, juncos y totoras heladas y ennegrecidas.
Mevi obligado a alejarme del borde, saltando de montículo
en montículopara evitar el lodazal congelado de en medio.
Finalmente, logré llegar al puente, lo crucé y luego me detu-
vebajo la ventana de mi habitación. Fue entonces cuando caí
en la cuenta de que, cuando lo vi, el fantasma de Lady Claren-
don miraba hacia arriba con atención, hacia cierta parte de la
casa.Tuvela curiosidad de saber qué lugar podía ser.
Caminé de vuelta unos metros hacia el puente, me ubiqué
donde me pareció que ella se había parado y miré hacia arri-
ba. Había un balcón de piedra, con una puerta abovedada...
era el mismo lugar del que había imaginado ver que algo caía.
Mientras estaba ahí de pie, oí un ruido extraño. Comenzó
como el sonido que produce una tiza sobre una pizarra mo-
jada: un chirrido y un chillido. Justo entonces el hielo frente
a mí comenzó a agrietarse. El sonido era tan agudo que me
llevélas manos a los oídos para acallarlo.
Albajar la mirada hacia el foso, vi que algo surgía desde las
sucias profundidades del agua hacia la espesura del hielo. Al 1
principio no era más que una figura, una oscuridad en medio
del gris congelado, pero luego se hizo nítida. La cara de Lady
Clarendon me miraba fijamente por debajo del hielo, no con
rabia, sino con una tristeza abrumadora.
Me llené de un miedo estupefacto.No pude hacer más
que quedarme de pie y mirar boquiabierto a esta criatura
desdichada y, al mismo tiempo, espantosa, con la piel blanca
azulada, los ojos límpidos y bordeados por un aro rojo,bajo
la capa de hielo.
Me tomó un momento asimilar su terrible y trágica forma:
el pelo mojado flotaba alrededor de su cara y tenía las manos
extendidas hacia el hielo que la cubría. Y entonces sucedió...
Oí un débil siseo detrás de mí, como si una culebra se desli-
zara por la nieve. Al principio, la presión sobre mi espalda fue
casi imperceptible. Era como una brisa que aumentaba su po-
tencia con espantosa e inesperada brusquedad, hasta que me
empujó hacia adelante; mis zapatos se deslizaron sobre la ori-
lla nevada del foso y todo mi cuerpo se resbaló y cayó al hielo.
El frío me golpeó como la patada de un caballo de tiro, sa-
cándome el aire de los pulmones y dificultándome la respi-
ración mientras trataba de aferrarme al hielo sin suerte, pues
se quebraba cuando lo tocaba. Mi ropa pesaba mucho por el
agua; era como si tuviera un ancla atada a las piernas, me era
muy dificil mantener afuera la cara, que apuntaba al cielo.
Mis intentos por gritar pidiendo ayuda eran inútiles. El frío
y el miedo me habían secado los pulmones y de repente me
convencí de que así era como iba a morir. Producía dolorosos
ruidos sibilantes, y las altas paredes de la casa se arremoli-
naban dentro y fuera de mi vista mientras me sacudía con
desesperación.
Con toda mi fuerza agotada ya no podía mantener la ca-
beza a flote, y mientras me hundía bajo las negras y conge-
ladas aguas del foso, tuve la sensación de que mi alma se
liberabay nadaba fuera de mí. Era como estar dormido, y
no se sentía tan mal.
pero de repente sentí que algo me agarraba y me arrastraba
fuera de ese destino acuoso. Parecía que duraba una eterni-
dad,como si me hubiera hundido en profundidades insonda-
blesy me estuvieran acarreando con una cuerda.
Y entonces, la luz y el sonido explotaron a mi alrededor. Las
paredes de la casa estaban ahí otra vez, y desaparecían para
volver a aparecer sobre mí. Luego vislumbré frente a mí una
cara borrosa. Una voz decía mi nombre. Un perro —iClaren-
ce!—ladraba emocionado.
Sentía tanto frío. Intentaron pararme sobre mis pies, pero
no podía sentir las piernas. Me doblé y vomité una copiosa
cantidad de agua del foso, de fétido sabor, sobre la nieve.
Unos fuertes brazos me levantaron del suelo y me carga-
ron hacia el puente. Mi cabeza colgabahacia atrás tamba-
leándose de un lado para otro, y apenas visible en el límite
de la neblina, vi al fantasma, observando mi retirada.
Levanté la cabeza para ver quién me había rescatado y
mis ojos lograron enfocar el marcado perfil de Hodges.
—Debemos llevarlo a la casa, señorito Michael —dijo—
y secarlo.
Me cargó sin esfuerzoaparente y me sentí como un niño
otra vez. Tenía un recuerdo borroso de mi padre cargándome
de la misma manera cuando era muy pequeño, y al pensar
en eso y en la miseria de mi condición, me brotaron lágrimas
de los ojos.
Dbl

como
Hodges subió corriendo por los escalones y abriólapuerta
de una patada. Edith estaba quitando el polvo en el salónde
entrada y se aterrorizó cuando llegamos. Yoestaba preocu_
pado con que ella me viera llorar y levanté el brazoparacu.
brirme la cara.
—Mantén esa puerta abierta y busca a la señora Guerrant,
niña —gritó Hodges, dirigiéndose a la cocina.
Edith entró en acción con un sobresalto, corriendopara
abrirnos la puerta, siguiéndonos y voceando el nombrede
la cocinera mientras Hodges me llevaba hacia la chimenea.
Cuando Edith regresó con la señora Guerrant, la cocinera gri-
tó horrorizada y le dijo a Edith que trajera cobijas.
No me había dado cuenta de lo frío que estaba hasta que
entré al calor de la cocina. El cuerpo entero me dolía con un
dolor punzante, como si estuviera completamente tachonado
de espinas de rosa. Mi piel era de un azul pálido; un cadáver
se hubiera visto vívido a mi lado.
La señora Guerrant revoloteaba a mi alrededor como si yo
fuera un niño pequeño y estuviera contento por la atención.
Las lágrimas se acumulaban en mis ojos mientras me quita-
ban los zapatos y los pantalones mojados y me envolvían en
una enorme cobija junto al fuego ardiente.
—Tráigaleun poco de leche al muchacho, señora Guerrant
—dijo Hodges—. Y un traguito de brandy no estaría de más.
Yotambién me tomaré una copa.
—¿Qué está sucediendo?
cambiado el vestido.
Charlotte llegó de repente. Se había
—Elseñorito Michael se resbaló mientras
caminaba afue-
ra, mi señora —dijo la cocinera—. El señor
Hodges lo sacó
del foso...
—Portodos los cielos —dijo Charlotte,
acercándose rápi-
damente.
Me recogió en un abrazo caluroso y cuando
me dejó pude
ver que tenía lágrimas en los ojos.
—No puedes volver a ese lugar. No puedes volver a
acercar-
te a ese foso. Hubieras podido morir. Oh, Michael,Michael.
Prométeme que no volverás a ese foso.
—Sí,señora —contesté, con voz ronca.
—iEdith! —gritó Hodges, haciendo que la chica saltara uno
o dos centímetros del suelo—. No te quedes ahí embobada,
niña. Hay trabajo por hacer. iYeso va para todos ustedes!
Unió las manos en un aplauso que sonó como un tiro de
rifle, y todos nos quedamos paralizados por el sonido y luego
respiramos de nuevo. De inmediato Hodges siguió a Charlotte
afuera de la cocina.
Miré a mi alrededor, pero todos habían vuelto a sus ocupa-
ciones, así que observé las llamas, que bailaban. El calor del
fuego por fuera y el de la leche y el brandy por dentro lenta-
mente lograron su cometido, y se me ocurrió entonces que la
muerte tendría que venir a buscarme otro día.
e trajeron ropa seca y la
cocina ahora estaba li-
bre de ojos entrometidos para
que me pudiera
cambiar con algo de privacidad.
De todas ma-
neras, me desvestí y vestí de nuevo lo más
rápido posible,
preocupado de que Edith, la señora Guerrant
o Charlotte
fueran a entrar.
Después de un buen rato, alguien llamó
a la puerta y apare-
ció la cara sonriente de la cocinera.
—¿Todo listo? —preguntó.
Dije que estaba listo y ella entró como una brisa, seguida
de
Edith quien, obedeciendo sus instrucciones, recogió mi ropa
empapada y se la llevó. Decidí regresar a mi habitación, un
poco cansado de estar tan expuesto.
Edith había encendido la chimenea. Acerquéuna silla al
fuego y me senté a apreciar el calor. Todavía sentía los huesos
helados, así que no tenía afán de moverme. Mientras me en-
contraba ahí tostándome los pies, alguien llamó a la puerta y
Hodges entró.
Hice el intento de ponerme de pie, pero él levantó las
manos para detenerme.
—No se levante por mí —dijo.
—No le he agradecido por haberme salvado la vida —dije.
—No fue nada —respondió—.Aunque es a Clarence a
quien debe agradecerle.
—¿En serio? —dije, levantando las cejas—. ¿Cómo?
—Yonunca lo hubiera oído, señor —dijo Hodges—. Estas pa-
redes son tan gruesas que no se puede oír nada de un lado de la
casa a otro. No. Fue Clarence el que oyó y comenzó a ladrar
ya
aullar y me hizo saber que algo andaba mal. No se puede
pasar
tanto tiempo en agua tan fría sin hundirse del todo. Unos
segun-
dos más y hubiera sido demasiado tarde.
Hodges se quedó callado y miró al fuego. Lo vi tragar
saliva
con dificultad.
—Hubiera deseado poder llegar a Lady Clarendon así de
rápido.
—¿Lady Clarendon, señor? —dije—. ¿Qué quiere decir?
—¿Nadie le ha contado, señorito Michael? —dijoHodges—
Así fue como se quitó la vida. Saltó al foso, Dios la bendiga.
iQué manera de morir!
Así entendí por qué su fantasma estaba siempre empapado
y se me había aparecido a la orilla del foso. Recordé las páli-
das facciones de Lady Clarendon mirándome desde el hielo.
—Llegué muy tarde a ella, señor —continuó Hodges—.Ya
estaba muerta cuando la saqué del agua.
El recuerdo de luchar para aferrarme a esos fragmentos flo-
tantes de hielo y la terrible oscuridad del agua vino a mí de
repente y me produjo escalofríos.
hablara al fuego.
—Es extraño, señor —dijo Hodges, como si le
—¿Qué es extraño, Hodges? —dije.
Me miró con seriedad.
—dijo—,fue exacta-
—El lugar en el que usted cayó, señor
señoría se ahogó. El mis-
mente el mismo lugar en el que su
mísimo lugar.
en el balcón y me di cuenta de que debió ser desde
Pensé
ahí que Lady Clarendon había saltado. Hodges me dirigió una
mirada escudriñadora.
—Lavi, Hodges —dije—.La vi bajo el hielo antes de caer.
5
Los ojos de Hodges se inundaron de lágrimas, y era tan trá-
gico ver a un hombre tan fuerte llorando que sentí que las
lágrimas ardían en mis ojos también.
Aquí hice una pausa, sin saber bien cómo contarle sobre
las otras veces. Pero sentí que él merecía conocer la verdad.
Cuando terminé de describir lo que había visto,y cómo ahora
sabía que había sido Lady Clarendon la mujer que había di-
visado en el camino a Hawton Mere aquella noche, él bajó la
cabeza y lloró como un niño.
Después de un momento, respiró profundamente y se puso
de pie, limpiándose las lágrimas con la palma de la mano.
—¿Hay algo que necesite, señorito Michael? —dijo, regre-
sando en un instante a su papel de siempre.
—No, gracias, Hodges —dije.
—Entonces, me retiraré, señor —dijo,con una pequeña re-
verencia—. Edith vendrá de vez en cuando a ver cómo está.
Buen día, señor.
—Gracias otra vez, Hodges —dije—.Por haberme salvado
la vida.
Se detuvo en la puerta y me miró.
—¿Qué quiere ella, señorito Michael? —preguntó.
Era una pregunta que yo ya me había hecho.
—No lo sé —respondí.
Y se fue.
Edith efectivamente fue a cerciorarse de mi estado a inter-
valos regulares —tal vez más regulares de lo necesario
aunque Charlotte hizo que el médico fuera a verme,puesse
encontraba en la casa en una de sus visitas habitualesa Sir
Stephen, en realidad yo no necesitaba sus servicios.
—Eres un joven con mucha suerte —dijo el médico, con un
marcado acento, mientras me daba una palmadita en el hom-
bro después de haberme examinado—. Un joven con mucha
suerte, de hecho.
—¿Es usted francés, señor? —pregunté, conociendo la
respuesta de antemano, pero con necesidad de conversar
un poco.
—Oui —respondió él, mientras recogía su maletín—. Clau-
de Duchaine, a su servicio.
—¿Está usted tratando a Sir Stephen?
—Oui —dijo él—. Hago lo que puedo.
—¿Cómo está él? —pregunté.
Duchaine le dio un golpecito a su impresionante nariz con
el dedo índice.
—Unmédico no puede hablar de un paciente con otro
paciente, mon ami. Es privado.
la conversación,
Asentí, asumiendo que ese sería el final de
pero Duchaine no había terminado.
con su cuerpo
—Adecir verdad, no hay nada malo
encuentran más allá de mi ex-
—dijo—. Pero algunas cosas se
periencia.
—¿Lacabeza, quiere decir?
—No,no —contestó Duchaine, golpeándose el corazón con un

la mano—. El alma, mi joven amigo. El alma.


Eldoctor Duchaine caminó hacia la puerta y la abrió. Se dio
vuelta y me sonrió generosamente.
—Ati, te receto que permanezcas cerca del fuego y caliente,
al menos por lo que queda del día. iNo más natación!
Con esto último y claramente satisfecho con su broma, el
doctor Duchaine se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Seguí sus instrucciones al pie de la letra, y permanecí en mi
habitación cerca del fuego, leyendo. La señora Guerrant hizo
que me subieran un caldo caliente, y para cuando lo hube ter-
minado, estaba feliz de ir a la cama. El asunto de engañar a la
muerte era, evidentemente, más agotador de lo que me había
imaginado y pronto estuve listo para dormir.
Una vez más decidí dejar la lámpara encendida y aguantar
la vergüenza si Edith se volvía a dar cuenta. Pero no dormí sin
interrupciones hasta la mañana.
Me desperté de repente, en medio de la noche, con todo
el cuerpo tensionado a causa de un peligro que no podía
identificar, pero que sabía presente. La lámpara que había
dejado prendida ya se había apagado. La oscuridad era im-
penetrable, tan espesa y negra como la tinta. Había alguien
en la habitación. Contuve la respiración y me quedé tan
quieto como pude.
De hecho, yacía ahí con el corazón acelerado, seguro de que
había alguien de pie junto a mi cama. ¿Ahora se inclinaba so-
bre mí? ¿Era ese su aliento en mi cara?
No pude contenerme más y di un salto, retrocediendo hacia
la cabecera.
Me senté encorvado, temblando, y comencé a preguntarme
si estaría equivocado, pues parecía no haber otro sonido más
que el de mi acelerada y vacilante respiración entre las sába-
nas y las cobijas. Pero entonces lo oí.
Al otro lado de la habitación: un callado y triste lamento. Era
evidente que se trataba del llanto de un ser humano y, más
exactamente, el de un niño, estaba seguro. Había algo tan las-
timero y triste en ese sonido que todo el miedo me abandonó
y solo pude sentir compasión.
—¿Hola? —dije, al fin—. ¿Quién está ahí?
No hubo respuesta excepto que el llanto se detuvo por un
momento antes de reanudarse con más fervor.
—¿Quién está ahí? —dije, en un intento por sonar más
confiado de lo que me sentía—. Por favor, diga algo.
El llanto fue cediendo hasta sofocarse y reducirse finalmente
a un sonido de respiraciones poco profundas, interrumpidas
de vez en cuando por resuellos y suspiros.
De pronto supe que no recibiría respuesta alguna, pues es-
taba seguro de que el sonido no provenía de una persona, de
una persona viva. Mientras que mi voz era completamente
normal, la otra era hueca y producía un eco como si saliera de
un calabozo y no de una habitación.
Me acerqué lo más que pude al brillo de la chimenea que,
de hecho, era la única luz en la habitación. Era tan débil que al
principio ni siquiera la había notado. Sabía que había cerillas
en el estante y, buscando a tientas, encontré una. La encendí
en las brasas y la usé como una suave iluminación para mi
recorrido hacia la lámpara junto a mi cama.
Oh, qué cosa tan maravillosa es la luz y cómo debieron de
apreciarla nuestros ancestros. Sentí cierta tranquilidad bajo
su influjo, hasta que hubo una repentina conmoción y una
sombra emprendió la huida de la habitación.
La puerta se abrió en cuanto la tocó, y la sombra salió.
La seguí sosteniendo la lámpara encendida frente a mí para
iluminar el corredor; sin embargo, no vi nada.
Di unos pasos vacilantes hacia adelante,y de repente las pa-
redes parecieron deformarse y doblarse hacia fuera al mismo
tiempo, y un viento cálido, como el aliento fétido de una boca
enorme, sopló vil e invisible. La lámpara se apagó al instante.
Una oscuridad implacable me asaltó, al igual que el miedo.
No podía ver nada y, aunque sabía que estaba a pocos centí-
metros de la puerta, mis manos, que buscaban a tientas, no
podían encontrarla. Escuché pasos que corrían hacia mí y
arañé la pared con pánico; finalmente encontré el picaporte.
Entré con un salto en mi habitación y cerré la puerta con fuer-
za a mis espaldas.
Permanecí ahí un tiempo antes de poder moverme. Los
únicos sonidos provenían de mi respiración jadeante y de los
latidos de mi corazón. Finalmente, me armé de valor para po-
nerle seguro a la puerta, volver a encender la lámpara y subir
a la cama.
dith entró y me deseó "feliz Navidad",un poco rubo-
00

rizada. Yo apenas pude responder, estaba agotado.


iFeliz Navidad! ¿Cuántos niños oirían esas pala-
bras y saldrían contentos de sus camas? ¿Era en realidad Na-
vidad?Sonaba demasiado normal.
—FelizNavidad, Edith —dije sin entusiasmo, y ella me miró
con cariño.
—¿Seráque en Navidad podremos sacarle una sonrisa,
señor? —dijo, alegremente.
Le sonreí apenas y ella dejó la jarra con agua caliente y se
ocupó del fuego, avivando las llamas.
Cuando salió, me moví con la intención de poner los pies en
el suelo. Sentía las piernas temblorosas, como si hubiera co-
rrido varios kilómetros y hubiera caído en la cama, exhausto.
Me dirigí balanceándome hacia la ventana y miré hacia
fuera, hacia un mundo de blancura de nieve y, una vez más,
la vista tuvo el mérito de levantarme el ánimo. Necesitaba un
poco de aire fresco.
Me vestí ansiosamente, con la ropa que Edith me había or-
ganizado amablemente cerca del fuego, y bajé corriendo. Me
encontré con Hodges en el corredor.
—Feliz Navidad, Hodges —dije, dirigiéndome hacia mis
botas y mi abrigo.
—Primero el desayuno, joven señor —dijo él, con una son-
risa pícara.
—Le prometo que no me acercaré al foso —dije—-Solo
quiero salir a la nieve y...
—Lanieve aún estará ahí cuando haya terminado.
Me mecí sobre los talones y lo miré con ojos de súplica, pero
todo lo que él hizo fue darme un ligero empujón y enviarme
en dirección a la cocina.
Caminé con fatiga por el corredor. Pensé que Hodges ni
siquiera había sentido la necesidad de desearme "feliz Na-
vidad'; y me sorprendió lo mucho que eso me dolió.
De hecho, debía verme bastante desolado cuando abrí la
puerta de la cocina. Así que el efecto fue mucho más impac-
tante cuando me encontré no solo con una explosión de calor
tan feroz como una caldera, sino con un estruendoso y sen-
tido saludo.
—iFelizNavidad! —gritó un coro de voces, tan inesperada-
mente que al principio me hizo retroceder, antes de recuperar
los sentidos y sonreírle a la asamblea de criados de pie junto
al resplandor del fuego.
La señora Guerrant caminó hacia adelante con los brazos
extendidos, y me dio un abrazo.
—FelizNavidad, señorito Michael —dijo.
Hodges también se acercó y, cuando la señora Guerrant
me
soltó, me dio unas palmaditas en la espalda.
—FelizNavidad, señorito Michael.
Les deseé lo mismo y les agradecí por reunirse y
saludarme
de esa manera, con lágrimas en los ojos. Me llevaron a
una
mesa, en la que habían hecho un arreglo floral en una taza
con acebo y romero —recogidos por Edith, según dijeron,
para contribuir al bochorno que ya sentía la pobre niña.
Yahí, organizada para mí, había una pequeña colección de
regalos.Edith había bordado mis iniciales en uno de mis pa-
ñuelos con tanta delicadeza que quedé bastante impresiona-
do. La señora Guerrant me preparó unas galletas que juntó en
un moño rojo, y también había un objeto pequeño envuelto
en tela, atado con una cinta verde.
Hodges asintió con la cabeza: levanté el objeto y solté la cin-
ta para descubrir un pequeño silbato de madera que, pude
darme cuenta, había hecho él mismo. Me conmovió el esfuer-
zo, pues sabía que Hodges era un hombre ocupado, pero me
sentí un poco confundido sobre el propósito de este regalo.
—Gracias, Hodges —dije, y mi cara de confusión lo hizo sonreír.
Edith se veía igual de sorprendida que yo al descubrir ese
lado de Hodges.
—Sóplelo —dijo Hodges, y difícilmente pude negarme.
Así que, un poco cohibido, me llevé el silbato a los labios y
soplé. Para intensificar mi vergüenza, no se produjo ningún
sonido. Pobre Hodges. Todo el esfuerzo que hizo y la cosa no
funcionaba. Estaba a punto de darle otra oportunidad al sil-
bato cuando oí un ruido de galope y Clarence entró de repen-
te por la puerta de la cocina.
—Señor Hodges! —gritó la señora Guerrant—. iNo resisto
tener a ese animal en mi cocina!
Hodges rio y yo lo acompañé apenas Clarence saltó sobre
mí y me lamió la cara.
—Sople eso y él llegará corriendo, sin duda.
—iYamismo! —dijo la señora Guerrant—. Todo el que no

1
debería estar aquí, isalga de mi cocina! iYespecialmente tú,
perro! —le gritó a Clarence.
Me puse de pie para salir, recogiendo mis regalos. De todas
maneras, creo que no hubiera podido aguantar por más tiem-
po tanto calor.
—iFeliz Navidad! —dije desde la puerta.

iDía de Navidad! La casa se veía bastante diferente. De he-


cho, Hawton Mere estaba animada, con los criados que ves-
tían sus mejores ropas y corrían de un lado para otro. Me di
cuenta de que el espíritu festivo podía entrar incluso en un
lugar como aquel, y ese pensamiento me reconfortó.
Cuando me asomé a la cocina, la señora Guerrant iba de acá
para allá, batiendo mezclas y amasando y ladrando órdenes a
todo el mundo, y se detenía solamente de vez en cuando para
limpiarse el sudor de la frente con la manga. Una confusión
de aromas llenaba el aire: canela, clavo, manzanas, romero,
pan y pasteles, y la actividad era vertiginosa. Decidí
desapa-
recer del lugar.
Salí al patio justo cuando un carruaje se acercaba
retum-
bando. Era el mismo que me había traído hasta aquí.
Jarvis
tiró de las riendas para detener al caballo y saltó al
suelo para
abrir la puerta. Para mi sorpresa, fue Jerwood quien
bajó del
carruaje, vestido impecablemente, como siempre.
—Michael —dijo, mientras se acercaba—. ¿Cómo estás,
mi
niño?
—Estoy bien, señor —dije—. ¿Yusted?
—No estoy mal —respondió Jenvood—. No estoy mal, ¿sabes? un

—Estoymuy contento de verlo de nuevo, señor.


—Bueno,pensé que agradecerías ver una cara familiar
—dijo el abogado, y la afirmación parecía más bien una
broma a sí mismo, dado su semblante poco amigable.
Me reí y, para mi alivio, Jerwood se unió.
—Jarvisme contó sobre tu accidente en el foso, Michael.
—Sí,señor. Pero ya me recuperé, como puede ver.
—Yaquí está el héroe del momento —dijo Jerwood cuando
Hodges se nos unió.
—Solo hice lo que cualquier hombre hubiera hecho
—dijoHodges.
—Tonterías. Eres un héroe y el mejor de los hombres. ¿No
es cierto, Michael?
—Sí, señor —dije.
aparte del deseo
Y me reí, por ninguna razón en particular,
tiempo.
de volver a oír ese sonido después de tanto
ubí las escaleras con Jerwood quien, antes de llegar
al final, giró hacia mí y me susurró:
—Tenemos que hablar, Michael. Ve a tu habitación
y espérame allá. Necesito conversar con Sir Stephen y con
Hodges y después iré a verte.
Acogíla petición de Jerwood y esperé de la manera más pa-
ciente. Cuando al fin llegó, abrí la puerta y el abogado entró,
con una cara terriblemente seria. De inmediato se sentó fren-
te a la chimenea y me pidió que lo acompañara.
—Soy un hombre racional, Michael —dijo, en voz baja—
Me siento orgulloso de decirlo. Jamás, ni en mis sueños más
descabellados,me imaginé estar a punto de tener la conver-
sación que vamos a tener.
—¿Señor?
—Sir Stephen no fue un hombre feliz, incluso antes de
que Lady Margaret se quitara la vida, Michael —continuó
Jerwood—,aunque con ella fue más feliz que nunca. Pero
creo que una gran parte de su infeliz estado mental puede
deberse a ese día, a la época en la que estuvo encerrado en
ese oscuro agujero. Entiendo que Hodges te contó sobre eso.
—Sí,señor —contesté.
—Lamente es una cosa frágil, Michael —dijo,mientras
caminaba hacia el retrato de Sir Stephen que colgabaen la
pared de la habitación. Dejó salir un suspiro—. Jamás había
visto a una persona tan salvajemente aterrorizada como es-
taba él ese día.
—¿Quiere decir que usted estaba aquí cuando eso sucedió?
—pregunté.
—Sí—respondió—. Antes de ser el abogado de Sir Stephen
era su amigo, y espero serlo siempre, sin importar lo difícil
que a veces resulte. Fuimos juntos al colegio y, aunque yo no
era de su mismo rango o clase social, me había invitadoa
pasar la Navidad con él...
—Justo como a mí —interrumpí.
Jerwood asintió.
—Justo como a ti. De hecho, debía tener tu misma edad
—añadió—. Y Sir Stephen también.
Jerwood se perdió en sus pensamientos por un momento.
Luego se sentó de nuevo con las manos en las rodillas y se
inclinó hacia mí. Hizo dos o tres intentos de hablar hasta que
al fin se las arregló para decir una frase coherente.
—Hace muchos años —dijo—, Sir Stephen me contó una
curiosa historia sobre tu padre.
—¿Mipadre? —dije, sorprendido por su repentino cambio
de tema.
—Sí —dijo Jerwood—. Sucedió unos meses antes de que lo
mataran, cuando Sir Stephen y él estaban juntos en Afganistán.
"El regimiento de Sir Stephen descansaba en una peque-
ña aldea, a la espera de su gran ofensiva sobre Kabul. Por
supuesto que los locales eran hostiles, pero, intimidados por
hacer mucho, excepto
la presión de los números, no podían
Alojaron a los oficiales en
fingir darles asilo con hospitalidad.
un gran palacio desocupado.
"En la primera noche Sir Stephen vio a tu padre de pie en el
patio iluminado por la luna, mirando fijamente como hacia
el espacio. Lo llamó, pero tuvo que hacerlo una segunda vez
antes de que tu padre le respondiera. Sir Stephen le preguntó
qué miraba. «El niño junto al pozo», contestó tu padre. Pero
Sir Stephen no podía ver a ningún niño.
"Aldía siguiente, le mencionó esto a uno de los guías afga-
nos, que se quedó atónito y le contó que unos años antes un
monstruoso padre había arrojado a su hijo al pozo.
Me quedé mirando a Jerwood fijamente, con asombro.
—SirStephen confrontó a tu padre con esto y él admitió
que, bajo algunas circunstancias, si había habido una muerte
prematura o violenta y si el lugar en sí era de cierto tipo —un
lugar trágico o amargo— entonces, a veces, veía imágenes
—visiones silenciosas— de los muertos.
Jerwood asintió.
—Sí,Michael —dijo—. Creo que tú heredaste ese don, o esa
maldición, según cómo lo veas.
Presionó los labios y frunció el ceño.
—Tambiénme avergüenza admitir que tal vez Sir
Stephen te haya invitado a venir con la esperanza de que
compartieras la habilidad de tu padre y arrojaras pistas sobre
lo que claramente lo agobia. Parece que lo has hecho.
—Ustedsabía que la mujer que vi en el camino era Lady
Clarendon, ¿no es así, señor? —pregunté—. ¿La reconoció
por mi descripción?
Jerwood sonrió y se recostó en el espaldar de la silla.
—En realidad no había valorado el joven inteligenteque
eres, Michael —dijo—. O, más bien, eres más que inteligente;
eres intuitivo. La inteligencia es una virtud algo sobrevalora-
da. La inteligencia real tiene valor, claro, pero a menudo la
gente se refiere al ingenio, y esto se cultiva al leer y estudiar.
Es un emblema del esfuerzo. La intuición es algo con lo que se
nace, Michael. No se puede enseñar.
Jerwood juntó las largas manos en un gesto, como si fueraa
rezar, y se puso serio una vez más.
—Como dije —continuó—. He sido amigo de Sir Stephen
desde que estábamos en el colegio. Crecí junto a él y espero
que me considere su hermano, pues es así como lo conside-
raba... considero yo.
Aquí Jerwood hizo una pausa y se reacomodó en la silla,
como si esta de repente se hubiera vuelto muy incómoda.
Presentí que estaba recordando algo muy doloroso y se le di-
ficultaba encontrar las palabras para describirlo.
—Cuando Sir Stephen yyo estábamos en la universidad me
enamoré de una muchacha, como lo hacen todos los jóvenes.
Pero ese era un amor que se sentía como ningún otro. La ama-
ba con una pasión que jamás había experimentado... ni volví
a sentir.
—¿Se casó con ella? —pregunté.
Jerwood negó con la cabeza. El cuento no parecía tener final
feliz, y yo sabía que él era soltero.
—Ella se casó con otro, Michael —dijo, en V z
baja.

Levantó la copa y tomó otro sorbo de brand


—Secasó con Sir Stephen.
—Pero... ¿cómo? —no podía entender cómo Jerwood había
podido continuar la amistad con el hombre que le había arre-
batado al amor de su vida.
—Nohubo malicia en el asunto —dijo—.Stephen amaba
a Margaret y ella lo amaba a él. Él no me la quitó; ella lo es-
cogió. Yo quería demasiado a Stephen como para sentir re-
sentimiento, y a ella también como para darle la espalda para
siempre debido a un sentimiento de rechazo. Pero aun así, fue
muy difícil —añadió.
Los dos nos quedamos callados por un momento, y me
sentí obligado a revisar todos los prejuicios que tenía contra
Jerwood, a demoler la imagen que tenía de él, de hombre frío
y lógico, y construir la de un amante sincero y un amigo leal.
Me conmovió que me confiara esa historia. Creo que supe
por instinto, pues mi personalidad no era tan diferente, que
Jerwood era un hombre que no formaba lazos fácilmente, y
tal vez por eso era aún más abierto y honesto cuando lo hacía.
Me sentía más que orgulloso de que me tuviera en tan alta
estima, a un joven cualquiera con tan poco conocimiento del
mundo, como para confiarme sus asuntos.
—Creo que Lady Clarendon le teme a este lugar —le dije.
—¿Leteme a esta casa? —dijo Jerwood—. ¿Por qué le teme-
ría a esta casa? Era su casa.
—Hay algo más aquí —dije.
—¿En la casa?
—Sí.
—¿Lo has visto? —preguntó Jerwood—. ¿Es acaso el fantas-
ma del sacerdote?
—No —respondí—. Tan solo he visto atisbos. Es un niño...
algunas veces.
—¿Algunasveces? —dijo Jerwood—. Michael, quiero que
me cuentes todo lo que ha ocurrido en este lugar. Todo,sin
importar lo extraño o fantasioso que pueda llegar a sonar.
Me sonrió irónicamente.
—Sinimportar lo incrédulo que creas que soy.
Entonces le conté al abogado todo lo que había visto y oído:
le conté sobre el niño en el espejo, los ruidos, las visitas noc-
turnas, la sombra en la habitación tras los paneles. Él oyó todo
con seriedad y gravedad, como si yo declarara algo perfecta-
mente normal ante una corte. También le conté sobre el com-
portamiento maniático de Sir Stephen en lo alto de la torre.
Cuando terminé, él se pasó los dedos por la cabeza y me
miró con una expresión de asombro y temor.
—Ese agujero oscuro parece estar a la cabeza de todo esto,
Michael. Me pregunto si la casa siempre ha tenido ese vacío
negro adentro, como un tumor; si siempre ha sido maligno,
desde el día en que se construyó.
Asentí. Yopensaba lo mismo.
—Lo siento mucho —dijo Jerwood, en voz baja—. Lo siento
por haber participado en traerte aquí. Mañana mismo te irás
conmigo. Cuando estaba en Londres vi al señor Bentleyy, sin
decirle mucho, le expliqué que tu visita sería más corta de lo
previsto. Por supuesto, ellos estarán encantados de recibirte.
Sentí que una oleada de alivio estallaba sobre mí y casi lloro.
—Aclararélas cosas con Sir Stephen —dijo Jerwood, po-
niéndose de pie y dándome una palmadita en el hombro—
Ah, casi lo olvido —dijo, mientras buscaba algo en el bolsillo
y sacaba una pequeña bolsa azul de terciopelo amarrada con
una cuerda negra.
Recibí la bolsa y cuando la abrí encontré un reloj de bolsillo,
de oro. A una señal de Jerwood lo giré y vi un mensaje dirigido
a mi padre, con amor, por parte de mi madre.
—Pertenecía a tu padre —dijo Jerwood—. El señor Bentley
me pidió que te lo entregara. Feliz Navidad, Michael.
—Gracias, señor —dije—. Muchas gracias.
n Hawton Mere había una tradición: criados y amos
se sentaban juntos a la mesa navideña. Era muy
agradable ver esa larga mesa extendida y arreglada
con manteles blancos y cubiertos de plata, con velas y acebo.
Tuve la gran fortuna de sentarme tan lejos de Sir Stephen
como me fue posible, entre el señor Jerwood y Hodges. Una
vez que la señora Guerrant terminó de cocinar, trajo junto a
Edith la comida a la mesa y se sentó frente a nosotros. Me
di cuenta de que había muchos más criados trabajando en
Hawton Mere de lo que había pensado y ellos, al menos, sa-
bían cómo entretenerse y disfrutar.
Qué festín era ese: ni la mismísima reina hubiera podido
disfrutar de una cena tan excelente. Había la opción entre
pavo o ganso asados. El pavo era particularmente enorme,
lo llevaron a la mesa dos criadas sobre una bandeja. Jamás
en mi vida había comido tan bien... y rara vez, desde ese día.
Me detuve y miré a mi alrededor: a lo largo de la mesa la
gente conversaba, las risas resonaban de vez en cuando y
el sonido rebotaba alegremente dentro de la enorme habi-
tación. Por primera vez desde que había llegado a Hawton
Mere, estaba disfrutando.
Sentí que accedía brevemente al lugar feliz que alguna vez
había sido Hawton Mere, pues incluso Sir Stephen
parecía
inusualmente relajado y la casa entera parecía a
gusto.
Recordé,por supuesto, las navidades que había pasado
junto a mi madre: un festejo más austero, pero
muchísimo

1
más feliz para mí. Sin embargo, por más triste que fuera el
recuerdo, no era tan doloroso como pensé y me di cuenta de
que aún podría disfrutar ese día... y sentirme feliz.
Una vez que terminamos el budín de ciruela, se llevaron los
platos y todos nos recostamos en las sillas a punto de explotar.
Sir Stephen se puso de pie y dijo que tenía algunos anuncios
que hacer.
—Noles quitaré mucho tiempo —dijo—,pero primero
quiero agradecerle a la señora Guerrant por habernos brin-
dado una cena tan maravillosa.
La señora Guerrant recibió un caluroso y entusiasta aplau-
so. Se la veía exhausta,pobre mujer, y era de esperarse,
después de haber pasado la mayor parte del día anterior pre-
parando el festín.
—Mihermana y yo queremos agradecerles a todos por
el trabajo que han hecho durante este año y desearles una
muy feliz Navidad. Esperamos que ustedes y sus familias
disfruten el resto de las festividades. Encontrarán nuestras
habituales muestras de agradecimiento sobre la mesa del
corredor de entrada.
—FelizNavidad para usted también, señor —dijo Hodges,
poniéndose de pie y levantando su copa.
—iFelizNavidad!—acompañaron los otros criados.
Sir Stephen agradeció; luego levantó la mano en señal de
silencio y Hodges se sentó otra vez.
—Tengootro anuncio bastante importante —continuó—
Involucra al joven Michael, a quien espero hayan podido co-
nocer un poco durante su azarosa estadía en Hawton Mere.
Sentí vergüenza por ser el centro de atención, pero todas las
caras que ahora me miraban sonreían ampliamente; incluso
la de Jarvis, cuya sonrisa, aunque difícilmente agradable, era
bienintencionada. Miré a Sir Stephen, preguntándome con
inquietud qué iría a decir.
—Henombrado a Michael mi heredero —continuó—
Cuando muera, Michael será el dueño y señor de Hawton
Mere, y creo que demostrará capacidades mucho mejores
que las que he tenido yo.
Hubo muchas caras de sorpresa entre los criados frente a la
noticia. Edith parecía estar a punto de gritar, con los ojos sa-
liéndoseles de las órbitas. Pero nadie en esa habitación podía
verse más sorprendido que yo.
¿El heredero de HawtonMere? ¿Era otra locura de Sir
Stephen? Las miradas fijas sobre mí no lograron más que
aumentar mi vergüenza, y no pude sostenerlas. Me dirigí a
Jerwood, pero el abogado apenas pudo sonreírme.
—Espero que cuando llegue el momento —continuó Sir
Stephen— lo traten con el mismo respeto y la misma buena
voluntad que siempre me han demostrado. Y con esto, les
pido que levanten las copas y brinden en honor a nuestro jo-
ven amigo.
Y así, todos se pusieron de pie y levantaron las copas.
—Por Michael —dijo Sir Stephen.
—PorMichael —dijeron todos en respuesta, con tanto
entusiasmo que me sentí conmovido.
Charlotte se acercó desde el otro lado de la mesa, y me puse
de pie para saludarla. Me dio un abrazo tan caluroso y apre-
tado que pude sentir sus largas uñas clavarse en mi espalda.
—Felicitaciones, Michael —me dijo.
—Felicitaciones, mi niño —dijo Jerwood, estrechándome
la mano.
Este gesto se repitió una y otra vez mientras permanecí de pie,
en un estado de muda incomprensión frente a este extraño de-
senlace. Incluso el apretón de manos de Hodges, tan enérgico
que sentí que me había roto dos dedos, no fue suficiente para
sacarme del estupor en el que me encontraba.
Cuando el entusiasmo del anuncio de Sir Stephen se hubo
agotado, los criados limpiaron la mesa y las celebraciones
concluyeron. A los criados que tenían familia en la aldea se
les dio permiso de ir a visitarlos. El aire de celebración se es-
fumó con ellos.
Siempre queda un ambiente de melancolía después de
los momentos festivos, y esa vez no fue la excepción. Pero
a
mi depresión se añadió el hecho de que, aunque los criados
aceptaron generosamente la idea de que en algún momento
yo llegara a ser su amo, yo no quería adoptar ese papel.
No quería tener que pasar un momento más de lo necesario
en esa casa. Irónicamente, ahora que Sir Stephen había hecho
su anuncio, el motivo de que yo permaneciera en Hawton Mere
había desaparecido. Si esa había sido la razón por la que me
había traído aquí, entonces ya se había cumplido, me podía ir.
Mi cariño por Hodges y los otros criados no era suficiente para
que me quisiera quedar. Jamás querría vivir en esa casa.
Regresé a mi habitación y miré el retrato de Sir
Stephen cuando niño, y una vez más intenté imaginármelo
corriendo por los salones, junto a Charlotte, pero mis pensa-
mientos más bien se volcaron al trato inhumano que le había
dado su padre. Qué triste se veía, incluso ahí; qué temeroso.
Esperaba casarme algún día y tener hijos. ¿Por qué lleva-
ría a mi familia a Hawton Mere? Después de lo que la casa
le había hecho a Sir Stephen... Había envenenado su niñez y
arruinado su oportunidad de ser feliz. Había matado a Lady
Clarendon.
Lady Clarendon. Pobre Lady Clarendon. Miré por la venta-
na y una vez más supe, antes de verla, que ella estaría ahí. La
última burbuja de alegría navideña se deshizo en un instante
al ver su fantasma. Había sentido un enorme alivio cuando
Jerwood me había dicho que me iría de ese lugar en un día,
pero lo que ahora sentía era culpa.
Edith y la señora Guerrant atravesaron el puente hacia la al-
dea, siguiendo al resto de los criados. Lady Clarendon se les
acercó con toda la pasión y la desesperanza con que se había
acercado a nuestro carruaje la noche de mi llegada, aproximán-
dose a ellas con pasos largos y brazos extendidos, y aunque no
producía sonido alguno, era evidente que las estaba llamando.
Pero era claro que no podían verla. Nadie podía verla.
Solo yo. La señora Guerrant y Edith siguieron su camino.
Lady Clarendon se tambaleó unos pasos más detrás de ellas,
pero eventualmente se detuvo y dejó caer la cabeza, con los
hombros pesados y sollozando. Se veía más débil, como si el
esfuerzo por tratar de contactar a los sirvientes la hubiera de-
jado exhausta.
¿Cómo podría dejar que esa criatura triste continuara fre-
cuentando los humedales? Cuando me fuera ella todavía es-
taría allí, condenada a caminar entre la gente que alguna vez
había conocido: sin ser vista, oída o amada. Me necesitaba.
Debía haber alguna razón por la que su espíritu se aferraba
a ese lugar, aunque era claro que ella le temía. ¿Quién más
descubriría la razón, si no yo?
Corrí desde mi habitación por el largo corredor y bajé la
gran escalera, haciendo que Clarenceladrara fuertemente y
corriera detrás de mí. Sabía que no me dejarían salir, por lo
que estaba obligado a escaparme. No fue difícil.
¿Tienes la valentía de tu padre?'; me había preguntado Sir
Stephen. "El tiempo lo dirá" había dicho también. Ese tiempo
había llegado.
Salí al jardín y me dirigí al puente. Edith y la señora Gue-
rrant no eran más que manchas a la distancia. Nadie me vería
a menos que miraran por la ventana, y eso era poco probable:
ninguna de las habitaciones que daban hacia ese lado esta-
ban habilitadas durante el día. Entonces, oí pasos detrás de
mí y me di vuelta, con pánico.
Era Clarence. Intenté mandarlo de regreso, pero no me ha-
cía caso. Se había sentido ignorado todo el día y aquí estaba
su oportunidad de juguetear. Continuamos caminando jun-
tos hacia el jardín cubierto de nieve. Pero no había señal del
fantasma de Lady Clarendon.
Elpantano era un manto indescifrable de blancura, y la ne-
blina pendía baja por todo el terreno como una inmensa te-
laraña. El foso era ahora un grueso manto de hielo y la nieve
era tan profunda que la casa era lo único reconocible en el
horizonte, e incluso esa vista era atenuada por la gruesa capa
nevada en los techos y paredes.
Clarence brincaba, saltando de colina en colina, sin poner
nunca una pata en el lugar incorrecto; movía la cola, y con
cada salto que daba levantaba pequeños torbellinos de nieve.
Respondía pacientemente cada vez que yo soplaba mi silbato
navideño: se lanzaba a toda velocidad a la distancia, como si
persiguiera a un venado invisible, y luego volvía, patinando y
deslizándose, saltando hacia atrás. Su expresión era la repre-
sentación del alegre abandono.
Cada vez que regresaba a mí yo me agachaba un poco, a la
espera de que me saltara encima y me tumbara boca arriba,
pero segundosantes de chocarme él cambiaba de dirección
con una agilidad impresionante y me evitaba por completo,
corriendo en círculos a mi alrededor y saltando como un ca-
chorro, tan a gusto estaba consigo mismo.
Después de hacerlo unas seis o siete veces, y de que yo lo
hubiera acariciado y mimado, corrió haciendo círculos a mi
alrededor como antes, pero, casi a medio salto, se detuvo y
miró fijamente a la distancia.
—¿Quépasa, chico? —dije, siguiendo su mirada, sin ver
nada más que la blanca nieve.
En respuesta, la piel del lomo de Clarence comenzó a eri-
zarse y dejó caer la cabeza, oliendo el aire. Después, empezó
a aullar.
—Clarence, perro tonto —dije—. No hay nada ahí.
Pero cuando volví a subir la cabeza, ahí se encontraba Lady
Clarendon, tan pálida como la nieve que la rodeaba.
Clarence se adelantó, olfateando y aullando. Pensé que
reconocería a su antigua dueña, aunque para ese entonces
no fuera más que un cachorro, y se calmaría, pero enseguida
me di cuenta de que él no podía verla; simplemente sentía
la presencia de algo que le ponía los pelos de punta. Caminó
directo hacia ella, y su figura gris atravesó el fantasma de Lady
Clarendon, como si penetrara una lámina de hielo.
El efecto de ese encuentro sobre el perro fue profundo, pues
dio un gemido y saltó hacia atrás, ladrando tristemente.
Al igual que Clarence, yo también quería correr de regreso
a la casa y a los vivos. Sentí que una ola de tristeza y deses-
peración se filtraba en mí por entre el aire frío cuando Lady
Clarendon estiró la mano y me hizo una seña para que me
acercara. Luego caminó hacia el foso. Yola seguí y nos detu-
vimos en el lugar donde me había caído. Lady Clarendon me
miró y señaló hacia arriba, al otro lado del foso.
Vi el balcón encima de nosotros. Las gruesas paredes bri-
llaban por los témpanos congelados que colgaban. Pero yo ya
sabía que ella se había caído de ese balcón.
Entonces,vi a otra Lady Clarendon aparecer sobre el para-
y viviente Lady Clarendon del
peto. Era la hermosa, saludable
a
retrato.Alinstante me di cuenta de que estaba punto de ser
testigode su muerte, pero ¿por qué?
adelante en el bal-
La Lady Clarendon viva se inclinó hacia
alegría. El aire frío
cón; su cara era la mismísima imagen de la
esa vista del
les daba a sus mejillas un brillo rojizo y, aunque
pasado era silenciosa, podía notar que Lady Clarendon grita- .2
ba algo, como anunciándole buenas noticias al mundo.
Pero cuando levantó los brazos, algo se abalanzó hacia ella:
a
una figura oscura avanzó desde las sombras de la habitación
su espalda. Con trágica rapidez, Lady Clarendon se derrumbó
desde el balcón. No logré ver a su atacante, excepto las manos
pálidas que la empujaron.
Pareció que el cuerpo se tomaba una eternidad hasta es-
trellarse contra el hielo, pero fue terrible cuando cayó. De
alguna manera, el silencio lo empeoraba. Desapareció de la
vista, dejando una enorme herida negra sobre la superficie
congelada. Más horrible aún: su cuerpo flotó; su cara aterro-
rizada y de ojos bien abiertos podía verse a través del hielo
transparente.
Las burbujas habían dejado de salir hacía rato de su boca
cuando Sir Stephen y Hodges se acercaron silenciosamen-
te corriendo por el puente. Deteniéndose a nuestro lado lo
suficientecomo para dejar salir un gemido animal, largo y
silencioso, Sir Stephen saltó de cabeza al
foso, y Hodges gritó
su nombre.
coNTM ftl[lo.
Jerwood llegó cuando el agitado Sir Stephen logró arrastrar
el cuerpo de su esposa a la orilla. Dejó que Jerwood lo sacara,
mientras Hodges cargaba el cuerpo sin vida de Lady Claren-
don a la casa.
Me quedé de pie observando cómo Jerwood ayudaba a su
viejo amigo a caminar detrás de Hodges, mientras que Sir
Stephen gritaba con desesperación el nombre de su esposa.
Miré al fantasma de Lady Clarendon, pero se había ido.
En-
tonces también se desvaneció el mundo que ella me había
mostrado. Jerwood, Sir Stephen, Hodges y el cuerpo de
la po-
bre LadyClarendon:todos habían desaparecido.
Estaba solo
otra vez.
NO
enía que hablar con Jerwood y contarle lo que ha-
bía visto. De todos los que conocía, él sería el úni-
co que me creería y sabría qué hacer para capturar
al asesino.
Era por eso que Lady Clarendon merodeaba el lugar. No era
simplemente que hubiera tenido una vida atormentada; era
que le habían arrebatado la vida cruelmente y habían hecho
que pareciera un suicidio. Había un malentendido que debía
ser aclarado: un asesinato que debía ser desenmascarado.
Y no tenía duda acerca de quién era el asesino. Aunque no
había visto al atacante, había conocido a Sir Stephen lo sufi-
ciente como para estar seguro de que él era capaz de hacer
algo así. Era dado a ataques de comportamiento salvaje, in-
cluso violento, y ahora tenía la certeza de que la culpa se su-
maba a los tormentos de su cabeza. Lo recordé animándome
a que saltara de la torre y pensé en la pobre Lady Clarendon
hundiéndose en ese foso.
Sabía que Jerwood estaba con Sir Stephen en el estudio.
Hubiera preferido esperar hasta que Jerwood estuviera
solo, pero no podía guardar todo eso dentro de mí durante
más tiempo. "Quizás —pensé—sería mejor confrontar al
asesino frente a su viejo amigo y ver qué pasa".
Entré a la casa corriendo, ignorando a la señora Guerrant
que me llamaba y los ladridos de Clarence en el patio. Subí
las escaleras rápidamente y entré por la puerta que condu-
cía a la torre. Subí a toda velocidad por la escalera en es-
piral, vuelta tras vuelta, hasta que alcancé, mareado y sin
sin golpear primero.
aliento, la puerta del estudio, que abrí
me des-
Después de haber entrado tan dramáticamente,
Subí por las
concertó darme cuenta de que no había nadie.
estaba desierto.
escaleras al techo de la torre, pero también
un intento por
Bajé y regresé a la parte principal de la casa, en
adivinar dónde hallar a Jerwood.
Decidí dirigirme a la cocina. Al menos así encontraría a
Hodges, quien seguramente sabría qué hacer. Pero apenas
emprendí mi camino por el corredor, noté que la puerta de la
habitación de Lady Clarendon estaba entreabierta. Me asomé
y vi a Charlotte de pie junto a la puerta que conducía al balcón.
—Lo siento —dije, con la intención de irme.
—Michael—dijo ella, dándose vuelta—, ¿qué puedo hacer
por ti?
—Buscaba al señor Jerwood —respondí.
Charlotte sonrió. Le dio unos golpecitos al marco de la
puerta con las uñas. Llevaba un vestido negro de terciopelo
que hacía que su piel se viera tan blanca como el cielo de in-
vierno detrás de ella. Me pregunté qué haría en esa habita-
ción, pero no me detuve a pensarlo.
—¿Qué sucede, Michael? —preguntó—. Te ves alterado.
¿Puedo ayudar?
—En realidad, no —dije—.Es algo que involucra a Sir
Stephen.
—Entonces me involucra a mí —dijo ella—. ¿Qué pasa?
—Losiento, señora, pero deseo hablar con el señor Jerwood
primero.
—Soyla hermana de Sir Stephen, Michael —dijo—.Lo que
sea que tengas que decir sobre mi hermano me lo puedes
decir a mí.
I
No sabía qué responder. Estaba seguro de que era Jerwood
quien debía recibir esa noticia en primer lugar, pero no había
una manera apropiada de explicárselo a ella.
—¿Meacompañarías al balcón? —dijo,atravesando la
i
puerta.
No tenía ganas de hacerlo sabiendo lo que había sucedido
ahí, pero sin embargo avancé.
—Realmente debo encontrar al señor Jerwood —dije, otra vez.
No quería ser abiertamente descortés con Charlotte, pero
sabía que su instinto la llevaría a excusar y proteger a su her-
mano. Entonces, no tenía mucho sentido discutir lo que pen-
saba con ella.
—Oh, tonterías, Michael —dijo—. Estoy segura de que el se-
ñor Jerwood y el asunto misterioso que tienes con él pueden
esperar... Ven conmigo, la vista es maravillosa.
Me quedé de pie a regañadientes en el marco de la puer-
ta, pero Charlotte me tomó del brazo y me empujó al balcón,
para que me parara junto a ella. Tenía razón: la vista era, de
hecho, maravillosa... mientras no mirara hacia abajo.
Charlotte señaló algunos puntos de referencia con los lar-
gos dedos y fue ahí cuando la verdad se reveló ante mis ojos.
Algo verde brilló bajo la luz del sol... y en mi memoria.
--iEra usted! —dije, con un grito ahogado.
Había visto esa misma chispa verde brillando intermitente
en la mano que había empujado a Lady Clarendon.Sir
Stephen no usaba ninguna joya. No era su mano la que
había
visto. Era la de Charlotte.
—¿Perdón, Michael? —dijo ella.
—Pobre Lady Clarendon —dije, mientras advertía que aho-
ra Charlotte se había situado detrás de mí, bloqueándome la
salida del balcón—. Ella no se suicidó. Usted la mató.
Charlotte frunció el ceño y me miró con los ojos entrece-
rrados, como si fuera una científica a la que se le presenta un
curioso y novedoso bicho. Una ráfaga de expresiones desfiló
por su cara. Dio un paso hacia mí y yo retrocedí, tropezándo-
me. Charlotte rio como una niña pequeña.
—Qué criatura tan extraña eres, Michael. Ahora, ¿por qué
pensarías tal cosa? —me miró de manera maliciosa, despec-
tiva—. Esta es su habitación, Stephen la mantiene como un
santuario. ¿No es ridículo? Está tal como estaba el día en el
que saltó.
—Ella no saltó —dije—. Usted la empujó. ¿Por qué?
Miré hacia atrás por un momento y vi una vertiginosa parte
del foso congelado debajo de mí.
—¿Por qué mataría a la esposa de su hermano?
Charlotte suspiró y me dio la espalda.
—Porque ella era débil, Michael —dijo, como si le exaspe-
rara la pregunta—. No soporto la debilidad. Stephen es débil;
tiene una mente débil, pero es mi hermano, y ¿qué puedo ha-
cer? Lo he cuidado de la mejor manera que pude, pero Haw-
ton Mere debe ser protegida. Esta casa es lo más importante,
Michael. Siempre. Si tú pertenecieras a este lugar verdadera-
mente, lo entenderías.
—iUstedha colaborado para que se convirtiera en un sitio
horrible! —dije.
Charlotte me miró desde el marco de la puerta y luego son-
rió. Levantó algo del tocador dentro de la habitación. Algo
que no pude ver.
—Margaretera una mujer tonta —dijo,después de una
pausa—. Stephen insistió en casarse, pero ella no era lo sufi-
cientemente buena para él. No era lo suficientemente buena
para Hawton Mere. Era hermosa y amable, por supuesto, pero
fortaleza es lo que necesita esta casa. Mi padre entendía eso.
Charlotte me miró otra vez y suspiró.
—¿Qué clase de hijo hubieran tenido juntos, Michael? Pen-
sar en que si hubiera sido un niño, él habría heredado esta
casa; esta casa a la que le he dado mi vida. iNo!Ella me llevó a
hacerlo. Ella fue la culpable, no yo.
—¿Quiere decir que ella iba a tener un hijo? —grité.
Recordé la expresión alegre en la cara de Lady Clarendon,
antes de que la empujaran.
—¿Qué clase de monstruo es usted?
Me arrepentí de la severidad en mi tono, justo cuando Char-
lotte giró hacia mí y pude ver que tenía unas largas tijeras en
la mano.
—Pero ¿cómo pudiste descubrir todo esto? —dijo ella—-
¿Quién te llenó la cabeza con estas tonterías? iHodges,sin
duda!
Charlotte se acercó, examinando mi rostro. No había nada
que perder con contarle la verdad.
—Fue la propia Lady Clarendon —le dije—. Su espíritu me
mostró cómo había sido. La vi a usted empujándola del bal-
cón con mis propios ojos.
Charlotteme miró fijamente por un momento, asimilando
lo que le había dicho. Luego colapsó en carcajadas. Pero eran
risas secas y vaciadas de alegría.
—Escúchate, niño tonto —dijo.
—iPero admitió que es verdad!
—¿Lohice? Si lo he admitido, solo fue ante ti. Y tú ya tie-
nes cierta reputación de fantasioso, ¿no es así? En cualquier
caso, me temo que estás a punto de tener otro desafortuna-
do accidente.
Me di vuelta, incapaz de soportar su mirada. Ella se acercó
más y su vestido produjo un siseo, que reconocí como el susu-
rro que había oído detrás de mí ese día en la nieve.
—iUsted me empujó al foso!
—Pero Michael —dijo Charlotte, con una sonrisa—, tú te
caíste al foso. Fue un accidente, ¿no te acuerdas?
—Me acuerdo —dije—.Me acuerdo de ese sonido como
de siseo y me acuerdo de haber sentido algo sobre la espalda
justo antes de caer. Y usted se cambió el vestido. Se cambió el
vestido porque este estaba mojado por la nieve.
Charlotte suspiró.
—¿Enrealidad pensaste que me quedaría tranquila viendo
como tú, itú!, heredas Hawton Mere? Antes imoriría!
—INOes su decisión! —grité—. Sir Stephen ha...
—Pfff—resopló Charlotte—. Stephen es un loco y hay cien
testigos de eso.
—Supadre lo encerró en ese terrible lugar, con razón enlo-
queció —dije.
Charlotte sonrió.
—Oh, conoces esa historia, ¿no? —dijo.
Se movió coquetamente, girando las tijeras como si fueran
un abanico. Miré detrás de ella, hacia la puerta al otro lado
de la habitación. Tal vez lograra llegar hasta allí si conseguía
sobrepasar a Charlotte. Pero tendría que moverme rápido.
—¿Quieresque te cuente un secreto? —susurró.Yono con-
testé—. No fue Stephen el que hizo eso en el estudio de mi
padre... —se me acercó aún más—. Fui yo.
—¿Qué? —dije—. Entonces... ¿entonces Sir Stephen se
culpó para salvarla del castigo?
—¿Irónico,no? —dijo ella—.La única vez que tuvo el va-
lor de enfrentarse a papá, y no había hecho nada malo. Has-
ta papá habría quedado impresionado si hubiera sabido
la verdad. Ese fue el primero y el último acto de valentía de
Stephen.
Vi mi oportunidad y corrí hacia Charlotte. La empujé
para
entrar a la habitación y me dirigí hacia la puerta
para abrirla
de par en par. Para mi horror, de pie frente a la
puerta se en-
contraba Sir Stephen, con los anteojos negros
sobre su cara
de ceniza y los botones de su abrigo brillando
como estrellas
moribundas,
—Talvez no haya sido el último acto, Charlotte —dijo,
mirando a su hermana.
—Stephen—dijo Charlotte, con una dulce ligereza en la
voz, igual de alarmante que la malevolencia que la había pre-
cedido—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—¿Asíque la mataste, Charlotte? —dijo Sir Stephen en
voz baja, sin mostrar ninguna emoción—. ¿Tú asesinaste
a Margaret?
—PeroStephen,apuesto a que no creíste esas tonterías.
Simplemente complacía a Michael —dijo Charlotte, cam-
biando ahora su tono al de una inocencia herida—. ¿De ver-
dad crees que soy capaz de matar a alguien?
—Creoque harías lo que fuera por esta casa —respondió
Sir Stephen.
Charlotte desfalleció un poco ante la frialdad de su herma-
no, pero empezó a caminar hacia él, con los brazos estirados.
—Estás cansado... —comenzó a decir.
—Suficiente! —dijoSir Stephen, apartándola con un empu-
jón y rehusándose a mirarla a la cara.
En lugar de eso, caminó hacia mí y posó ambas manos
sobre mis hombros, sonriendo tristemente.
—Michael —dijo—, ve a buscar al señor Jerwood. Está con. ..
Pero antes de que pudiera terminar la frase dio un grito
ahogado, me miró con una expresión de desconcierto, y luego
cayó ante mis pies para dejar ver a Charlotte detrás de él con
las tijeras en la mano, con manchas color carmesí sobre las
cuchillas de plata.
Caí de rodillas e intenté levantar a Sir Stephen, pero él no
hizo ningún sonido. La sangre rebosaba de la herida en su es-
palda y, cuando lo di vuelta, más sangre le salió de la boca,
en un hilo. Llevé mi oído a su cara pero no escuché ningún
sonido, no había aliento.
—iEstámuerto! —grité, mirando a Charlotte y viendo que
las tijeras se dirigían hacia mí en un arco amplio. Me moví
justo a tiempo para salvar mis ojos cuando las cuchillas me
pasaron muy cerca de la cara.
Embestí contra ella salvajemente, con la suficiente fuerza
como para hacer que las tijeras cayeran de sus manos con un
estruendo. Recuperé mi postura retrocediendo, pero Charlotte
me siguió con una rapidez y una fuerza sorprendentes. Me
agarró firmemente por el cuello y comenzó a ahogarme. In-
tenté quitar sus manos para liberarme, pero fue inútil.
Mientras luchábamos por la habitación, con un brazo gol-
peé sin querer una lámpara que había sobre la mesa, tum-
bándola al suelo. El aceite se derramó sobre el tapete, que se
prendió al instante, quemando la parte de abajo de las gran-
des cortinas de damasco.
El fuego se extendió de inmediato por toda la habitación y
nos rodeó por completo. Parecía que Charlotte no lo notaba,
así de enloquecida estaba. Con toda la fuerza que me queda-
ba la golpeé en la cara.
Charlotteme soltó y retrocedió. Las llamas estaban vivas,y
se levantaban aquí y allá como caballos en fuego que dieran
patadas con cascos ardientes.
Pero había un camino entre las llamas y yo corrí por él, pro-
tegiéndome la cara, y me las arreglé para llegar hasta la puerta
que daba al corredor exterior. Charlotte trató de seguirme, pero
las olas de fuego estallaron como el Mar Rojo sobre el faraón.
Charlotte gritó con más furia que miedo. Me di vuelta para
ver su cara retorciéndose, llena de rabia y de odio, y pensé que
si había algo de justicia, esas llamas serían solo el principio de
otras que vendrían.
Salí de la habitación al corredor, horrorizado al ver que el
fuego se escapaba con una energía sobrenatural, emergiendo
del techo sobre mi cabeza y haciéndose visible por entre las
tablas del suelo a mis pies. Los apliques de yeso se despren-
dían. El humo se colaba por las grietas. Quise correr, pero algo
que vi adelante me detuvo en seco.
A unos tres metros de distancia, de pie y dándome la espal-
da, había un niño de mi edad, aunque su ropa parecía antigua.
Al instante supe que ese niño era el mismo que había visto en
el espejo. Murmuraba algo para sí, mientras abría y cerraba los
puños. Incluso a la distancia pude sentir su rabia. Luego, me miró.
Yahabía visto suficientes cosas en Hawton Mere que me he-
laban la sangre, pero nada, inada!, me había preparado para
lo que estaba contemplando en ese momento. Aunque el niño
había girado para enfrentarme, su cara no tenía ojos ni nariz,
ni tampoco ninguna facción excepto una boca; una boca que
ahora se abría como una herida despiadada para dejar salir
un grito que parecía destrozar el aire a nuestro alrededor. Era
un grito que reunía un mundo de rabia y dolor.
(O,y ('Oli

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siniestto de la ('ASO,Yvi ella, al yo,

No al no el (le
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niño (111c Vida
se tuanit'estaba cogno
tan peúut•bada que su (10101' entidad
exttaña y aterradora,
Cuando Charlotte vio al niño, facciones se llenaron de
terroll Al igual que yo, notó la intensidad del odio y la amar-
gura en ese horrible rostro. Su propia crueldad había engen-
(Irado a esa criatura el día que dejó que su hertnano asutniera
la culpa por ella y tertninara encerrado en aquel escondite
siniestro. l)urante todos esos años, Sir Stephen había estado
poseído. Ahora, el detnonio que lo había atormentado a él ve.
nía por ella.
Serpientes de fuego siseaban sobre Ini cabeza y bajo mis
pies, deslizándose por el corredor y amenazando con blo-
quearme la salida si no actuaba pronto. Pero justo cuando
empecé a correr, una viga cayó del techo y me cerró el camino.
El calor de las llamas me hacía arder los ojos,
Busqué a tientas en mi bolsillo y saqué el silbato. Soplé. No
produjo ningún sonido,pero aun así esperaba que se hubiera
oído en algún lugar y que la ayuda estuviera en camino.
El humo subía en forma de plumas y me picaba en la gar-
ganta. El techo colapsó detrás de mí. El aire a mi alrededor era
insoportablemente caliente, y mi respiración se volvió cada
vez más corta.
Yacasi no podía ver, y debo confesar que pensé que mi his-
toria terminaría en ese lugar. Pero entonces Hodges y Jerwood
aparecieron corriendo, y Clarence ladraba junto a ellos.
Hodges retiró la madera en llamas sin ningún cuidado por
su seguridad.
—iMichael! —gritóJerwoodcuando llegaron al lugar en
el que estaba—.¿Qué ha sucedido aquí? ¿Dónde está Sir
Stephen?
—Estáahí atrás... en la habitación de Lady Clarendon...
Charlotte también está ahí —dije,tosiendo por el humo que
se enroscaba a nuestro alrededor.
Hodges dio un salto hacia adelante y comenzó a apartar las
vigas en llamas con las manos, luchando contra toda proba-
bilidad razonable de entrar, a pesar de que su ropa estaba ar-
diendo. El fuego se intensificó y lo atacó, quemándole el pelo.
Jerwood trató de empujarlo hacia atrás, pero Hodges lo
miró con tanta rabia que pensé que tumbaría a Jerwood, para
quitárselo de encima y regresar a lo que hacía. Esta era la leal-
tad que Sir Stephen había admirado tanto en mi padre, pero
¿debía morir otro hombre por lealtad hacia Sir Stephen?
—Señor Hodges! —grité con lágrimas en los ojos, aferrán-
dome a él y dirigiendo su cara a la mía—. iNo lo haga! iPor
favor,no lo haga! Está muerto. iSir Stephen ya está muerto! iY
usted también morirá si entra ahí!
—Pero ¿y la señorita Charlotte? —gritó.
—iFue ella quien mató a Sir Stephen! —grité—.iYtambién
mató a Lady Clarendon!
Hodges y Jerwood intercambiaron miradas de asombro.
—iEsverdad!
Otra parte del techo se vino abajo.
—INOpodrás llegar a ella, Hodges! —gritó Jerwood.
Había inhalado tanto humo al hablar que ya casi no podía
respirar, y por un momento me ahogué, mientras Hodges se
quedaba inmóvil,pensando en mis palabras.Despuésde
unos segundos, asintió.
—Por Dios santo, isalgamos de aquí! —gritó Jerwood, y esta
vez Hodges no se resistió.
Parecía que una parte de la casa colapsaba con cada paso
que dábamos. El sonido era ensordecedor, y por debajo de
él se podía oír que ese horroroso gemido de desesperación
sacudía la casa hasta sus cimientos.
Salimos al jardín dando pasos escalonados,mientras to-
síamos y nos ahogábamos y ayudábamos a los otros a cruzar
el puente hacia la seguridad del pantano. La ropa de Hodges
todavía ardía en ciertos lugares, dándole un aire salvaje mien-
tras permanecía de pie, mirando la casa.
COIftP5hBh

POR DE Él
00 Las llamas salían del techo y de las ventanas, y el amarillo y
el rojo de su luz titilaba y bailaba sobre la nieve y el hielo del
foso.Me encontré caminando, atraído irresistiblemente hacia
el balcón, y Hodges y Jerwood me siguieron.
La luz del día se desvanecía y el inquietante brillo del cre-
púsculo bañaba la escena. Nubes rojas y rosadas se inflaban
sobre nosotros. Permanecimos de pie junto al foso, mirando
hacia la habitación en llamas.
Pero Charlotte no había muerto todavía. Apareció en el bal-
cón, gritando de terror. Pude ver algo detrás de ella, algo ne-
gro frente al cúmulo de llamas. Ahora era menos niño y más
mono, más demonio, y saltaba triunfante de un lado para otro
hasta que Charlotte,desesperada por escapar, trepó al para-
peto rasgando el vestido en llamas, y saltó al foso congelado
vistiendo solo su camisón blanco.
Debo darle crédito a Hodges, pues se lanzó al foso helado
para intentar salvarla, pero fue como si la profundidad se
la
hubiera llevado, y el criado no pudo encontrarla bajo el agua
espesa y turbia. Jerwood y yo lo ayudamos a salir y, mientras
lo conducíamos a la orilla, el cuerpo de Charlotte flotó desde
la profundidad y descansó, tal como lo había hecho el cuerpo
de Lady Clarendon, bajo el hielo grueso, con la luz del fuego
bañando sus congeladas y distorsionadas facciones.
Mientras caminábamos hacia el puente, miré hacia atrás
una vez más y pude ver el fantasma de Lady Clarendon. Es-
taba de pie a la orilla del foso, con la mirada fija en el cuerpo
de Charlotte. Volvióla cabeza para observarme brevemente
y luego, caminando hacia atrás, desapareció en la oscuridad,
y esta no solo la escondió, sino que la incorporó, la envolvió.
Ella se convirtió, simplemente, en parte de la oscuridad. Se
había ido, imaginé, para no regresar jamás.
os eventos que he narrado sucedieron hace mucho
tiempo, pero en mi recuerdo jamás se han atenua-
4 do. Son tan potentes en mi mente ahora como en
aquel momento. Desearía ante Dios haberlos podido olvidar
alguna vez. Desearía ante Dios haber podido liberar mis sue-
ños de sus horribles formas.
Tanto los funerales como las bodas tienden a conjurar vi-
siones de otros funerales y otras bodas, y la ceremonia de
Charlotte y Sir Stephen sin duda me hizo recordar el poco
atendido y lúgubre funeral de mi querida madre. Parecía ha-
ber sucedido hacía mucho y, sin dudas, había sido comple-
tamente diferente.
Nosotros —Jerwood, Hodges y yo— habíamos decidido
que lo mejor, dadas las circunstancias, era decir que había
sucedido lo que parecía: un terrible accidente. Ni siquiera
les contamos la verdad a la señora Guerrant o a Edith o a los
Bentley. ¿Qué hubiéramos ganado haciéndolo?
El rango de Sir Stephen aseguró que el servicio en la ca-
tedral de Ely fuera espectacular. El enorme y grotesco mo-
numento de mármol en honor a Sir Stephen y a Charlotte se
levanta amenazador sobre los visitantes hasta hoy, y es un
lugar turístico para los guías, quienes cuentan la trágica his-
toria de un hermano y una hermana que murieron al mismo
tiempo y yacen juntos para toda la eternidad. Dicen que es
una historia muy conmovedora, cuando está bien contada.
La asistencia de los vecinos de Sir Stephen fue numero-
sa, todos vestidos con trajes negros y costosos, como una
mujeres lloraron y se des-
bandada de cornejas negras. Las
abanicos, pero sus
mayaron y sollozaron tras pañuelos y
Aquellos que no
muestras de dolor no me convencieron.
mientras vivía
habían hablado muy bien sobre Sir Stephen
ahora esperaban beneficiarse de su muerte.
quien todavía ex-
Me situé lejos con Jerwood y con Hodges,
bri-
hibía en su cara y en sus manos las cicatrices rosadas y
llantes de sus desolados esfuerzos por llegar a Sir Stephen en
medio del fuego. Ahora habíamos formado un lazo. Cualquier
sospecha que hubiera sobre mí como el heredero de la fortu-
na de Sir Stephen, era disipada por la presencia de Jerwood,
cuya reputación de hombre honesto era irreprochable.
Dicho esto, los vecinos se contentaban con especu-
lar, por supuesto, y podía ver pequeños grupos susurran-
do misteriosamentecada vez que me daba vuelta. Pero
poco me importaba, aunque debo confesar que me com-
placía saber que sus sollozos y lamentos eran en vano: Sir
Stephen había escogido no recordarlos en su testamento.
Hawton Mere había quedado reducida a ruinas, y todas las
pinturas y tesoros acumulados por sus antepasados habían
sido destruidos también.
Pero la fortuna de Sir Stephen no residía solamente en las
piedras de Hawton Mere... en lo absoluto. Sir Stephen era
dueño de tierras por kilómetros a la redonda y tenía muchas
otras propiedades. Era accionista de muchos negocios, tan-
to aquí como en el extranjero. Como su abogado y amigo,
el trabajo de Jerwood era darle sentido a esa vasta fortuna y
distribuirla acorde a los deseos de Sir Stephen. El reparto fue
simple. Con Charlotte muerta, toda la fortuna debía destinar-
se a una sola persona: el autor de esta historia.
Cuando Jerwood me explicóque yo era el único heredero
de la fortuna de Sir Stephen, quedé estupefacto y luego me
enojé. No quería ese dinero. No había hecho nada para me-
recerlo y no quería ningún lazo con todo el dolor y la miseria
de ese lugar y esa familia. No quería tener ningún vínculo con
Charlotte, en particular.
Pero Jerwood,con sus modos amables, y posteriormen-
te los generosos Bentley me convencieron de que esa había
sido la voluntad de Sir Stephen y que no debía permitir que
el orgullo me arrebatara una magnífica oportunidad.
Reacio al principio, llegué a entender el sentido de lo que
decían y con el tiempo accedí. Jerwood me explicó que, de
hecho, no tenía que involucrarme en ninguno de los nego-
cios de Sir Stephen.Que había gente destinada a hacerse
cargo de esos asuntos. Si alguna vez llegaban a interesarme,
era claro que me encontrarían un lugar. Mientras tanto, debía
continuar con mi educación. El capital se reservaría para mí
en un fideicomiso y Jerwood administraría mis necesidades
cotidianas.
Sin embargo, el abogado hizo una propuesta que yo acep-
té sin dudar. Sugirió que podría ser apropiado otorgarles
una suma de dinero a cada uno de los criados de Hawton
Mere, dándole un monto mayor a Hodges por su lealtad a Sir
Stephen a lo largo de los años.
Jerwoodya se había encargado de que los criados encontra-
ran nuevos trabajos en otros lugares y se esforzó por asegu-
rarse de que todos los que tenían alguna conexión con la casa
estuvieran bien cuidados. Fue casi como si hubiera asumido
las cargas de Sir Stephen con entusiasmo; como si, al hacerlo,
se acercara un poco a su difunto amigo.
Después de todo esto, regresé a mi antigua escuela —yqué
extrañamente normal parecía todo ahora— y a un mundo que
ahora me parecía infantil, comparado con los eventos que ha-
bían tenido lugar en Hawton Mere. Los niños con los que no
me había llevadomuy bien al principio ahora me parecían
disminuidos en tamaño e importancia.
Tal vez porque no les prestaba atención, y tal vez porque
ahora tenía un aura que delataba mis aventuras, algunos ni-
ños me buscaron y yo comencé, aunque dudando al prin-
cipio, a formar amistades por primera vez en muchos años.
Me convertí en un estudiante bueno y entusiasta. Los pro-
fesores me estimulaban para que alcanzara logros más altos,
hasta que un día me encontré en los escalones de la universi-
dad de Cambridge, incapaz de darle crédito a mi suerte.
No los aburriré con las historias de mi vida
universitaria, de
los estudios que llevé a cabo, de los amigos que hice o
de la
chica que conocí y amé y que, cuando me dejó un día
soleado
junto al río Cam, me instó a viajar por el continente en una
especie de Grand Tour.
Escalé los Alpes en melancólicoaislamiento,tentan-
do a la muerte en más de una ocasióncon mi imprudente
indiferencia hacia el clima o el terreno... Era un vagabundo
por encima de las nubes.
Pero donde fuera que deambulara no podía librarme de
Hawton Mere. Durante varios meses, demasiadas noches,
tendría el mismo sueño recurrente en el que estaba perdi-
do, rodeado de niebla, incapaz de reconocer el sitio en el
que me hallaba.
Caminaba y caminaba sin dirección aparente, pero siempre
me encontraba en el mismo lugar: a la orilla del foso de Haw-
ton Mere, rodeado de agua congelada.
Al bajar la mirada veía una figura bajo el hielo, una forma
que se volvía más nítida al contemplarla, hasta que me daba
cuenta con terror de que era la cara de Charlotte, que me ob-
servaba fijamente, atrapándome con sus ojos repletos de un
odio asesino. El hielo sobre su cabeza se quebraba y yo me
levantaba bañado en sudor frío y temblando como si en reali-
dad hubiera estado parado ahí.
Recorrí las grandes ciudades europeas, y vi maravillosas
obras de arte y arquitectura. Escribí poesía de una naturaleza
particularmente lúgubre. Pero cualquier consuelo que busca-
ra en la naturaleza o en el arte nunca era suficiente, y comen-
zaba a anhelar las voces familiares de Inglaterra.
Sabía que si quería dejar Hawton Mere atrás tendría que
afrontar mi miedo, no esconderme.
enderezando el cuello de mi abrigo y limpiando las mangas
con la mano—. No molestes, no molestes.
Tomamos un taxi hasta su casa en Highgate y les compartí
algunas —no todas, de ninguna manera— de mis aventuras,
que ellos escucharon embelesados enfatizando ciertas partes
con gritos secos de asombro.
Su casa era tal como la recordaba. Había pasado muchos
días allí a lo largo de los años. Los Bentley me habían demos-
trado tanta bondad que, si hubiera podido permanecer en
algún lugar, me hubiera quedado ahí. Ellos habían reservado
una habitación para mí, como lo habían prometido, y después
de una gran cena y una oportunidad para oír sus noticias,
pude dormir muy bien.
Al día siguiente tomé un taxi a la posada Lincoln Fields para
ver a Jerwood. El abogado y yo teníamos una relación diferen-
te de la que tenía con los Bentley, pero en algunos aspectos
era mucho más cercana, debido a nuestras experiencias com-
partidas en Hawton Mere.
Me recibió en la puerta como un viejo amigo y ninguno de
los dos pudo hablar durante unos minutos. Yohabía cambia-
do considerablemente durante mi viaje, pero él no se veía ni
un día más viejo y estaba tan impecablemente vestido como
siempre. Pero me tenía reservada una sorpresa.
Entré al estudio y encontré a Hodges de pie. Mi alegría al
verlo solo se apaciguó por el hecho de que toda la historia
de Hawton Mere parecía estar plasmada en su cara, literal-
que había sufrido en
mente, por las quemaduras aún visibles
el incendio. Pero, ay, qué alegría me dio verlo. Me tomó por
ambos brazos y me levantó del suelo sin dificultades.
—Señorito Michael! —dijo—. Gracias a Dios, regresó sano 5
y salvo.
—Biendicho —añadió Jerwood,levantando un decantador
con oporto y sirviendo tres copas.
Hodges nos contó sobre su empleador actual, que parecía
bastante decente, y sobre la señora Guerrant y Edith, quienes
trabajaban en la misma casa que él. Incluso Jarvis, el conduc-
tor charlatán del carruaje, tenía trabajo ahí.
—Edithme pidió que le mandara un saludo especial
—dijo, guiñándome el ojo.
Me sonrojé un poco y me pareció que Jerwood disfrutaba
enormemente de este hecho.
En una nota más triste, Hodges me contó que el viejo Cla-
rence había muerto. Busqué en mi bolsillo y saqué el silbato
que Hodges me había regalado esa Navidad. Lo había llevado
conmigo en todos mis viajes y le conté cómo me había brin-
dado consuelo en mis dificultades. Hodges se conmovió con
mi relato.
Nunca hablamos directamente de los eventos en Hawton
Mere. Nunca prohibimos el tema tampoco, simplemente era
una especie de acuerdo entre los tres. Parecía que ninguno
de nosotros quería revisitar el lugar, ni siquiera con palabras.
Pero aunque acaté a voluntad lo tácitamente pactado por el
bien de la amistad, hacía mucho había decidido que la única
manera de liberarme de esos recuerdos sería enfrentándolos.
Decidí que visitaría, una vez más, las ruinas de Hawton Mere.
La casa y lo que en ella había sucedido jamás pasaban a un
plano secundario en mi cabeza y, peor aún, aparecían en mis
sueños sin ser invitados.
Pensaba que ir a Hawton Mere a ver sus ruinas me serviría,
de cierta manera, como exorcismo. Yano era un niño. Había
enfrentado muchos peligros desde ese día en Hawton Mere.
Sentía que podía mirar fijamente su cara destrozada y decir:

No les dije a los Bentley ni a Jerwood adónde me dirigía,


aunque estoy seguro de que Jerwood lo sospechaba. Tomé
el tren hacia Elyy alquilé un caballo al que monté por esas
planicies con el corazón acelerado. Le di varios golpecitos
con las espuelas para que avanzara y cabalgamos por esos
caminos como si el diablo nos persiguiera. Entonces, de re-
pente, nos encontramos en el sendero que conducía a Haw-
ton Mere, y yo azucé al caballo una vez más.
Podía sentir el rechazo de la bestia a avanzar. Podía sentir
el miedo en sus amplios costados y veía la contracción ner-
viosa de sus orejas. Podía sentir su temor, y sin duda él podía
sentir el mío.
Contrariamente a lo que pensaba, la casa se veía más abru-
madora como ruina que cuando estaba en una sola pieza, con
sus techos tullidos, sus paredes destrozadas y sus ventanales
vacíos que parecían calaveras. Era tan malévola ahora que es-
taba muerta como lo había sido cuando estaba viva. Tal vez
más, incluso.
El terreno a su alrededor parecía completamente envenena-
5.1

do, como si la enfermedad de la casa se hubiera colado a los


alrededores. El foso parecía estar lleno de alquitrán, o peor, ser
algún tipo de vacío; como la oscuridad de un abismo sin fondo.
Animé a mi reacio caballo a cruzar el puente, y el hecho de
que hiciera lo que le pedía fue una clara muestra de la con-
fianza que me tenía.
El patio que seguía al portón de entrada estaba casi irreco-
nocible. Alguna vez había estado contenido por las construc-
venido
ciones a su alrededor, pero la mitad de estas se habían
como un
abajo. La torre de Sir Stephen aún se erigía, pero solo
de atrás
sobreviviente gravemente herido, pues toda la parte
amarré a un pos-
había colapsado. Desmonté del caballo y lo
súplica para que mi
te, desde donde me dirigió una mirada de
cuello mientras le
estancia fuera breve. Sonreí y le acaricié el
susurraba que no tardaría mucho.
un movimiento
Fue mientras le hablaba que vi, de reojo,
ruinas de la to-
repentino un poco apartado, más allá de las
rápidamente comencé
rre. Fue una vista fugazy nada más;
cuando una bandada
a preguntarme si la había imaginado,
mis
de palomas inició su vuelo desde el techo. Sonreí para
adentros.
Pero no había sido una paloma lo que había visto. Al dirigir
la mirada hacia la parte de atrás de la torre percibí el movi-
miento otra vez y me di cuenta de que había alguien ahí, des-
plazándose desde la parte principal de Hawton Mere hacia el
sitio en el que yo estaba.
Comencé a seguirlo, con la vista siempre bloqueada por la
mampostería destruida y por algunas ramas, y mientras avan-
zaba empecé a tener oscuros presentimientos sobre quién
podría ser.
Había asumido que con la muerte de Charlotte toda la acti-
vidad fantasmal cesaría en Hawton Mere. Tenía la esperanza
de que Lady Clarendon se hubiera reunido con Sir Stephen
y que hubiera encontrado la paz o, si no la paz, al menos el
descanso.
Pero cuando finalmente di la vuelta en una esquina pude
ver bastante bien que a unos diez metros se encontraba el
fantasma de Lady Clarendon, dándome la espalda y con-
templando sombríamente las aguas negras del foso.
—Lady Clarendon —dije—. Soy yo, Michael.
No se movió.
—Lady Clarendon —repetí.
Permaneció quieta, de pie en ese lugar. Caminé hacia ella
con nerviosismo creciente, pues me preguntaba qué nueva
tragedia la habría atrapado y la habría obligado a acechar
esas ruinas.
Cuando estaba a pocos metros, la llamé otra vez. Esta vez
pareció oírme y se dio vuelta lentamente. El pelo húmedo le
colgaba sobre la cara, pero cuando levantó la cabeza pude
ver que no era Lady Clarendon, sino alguien más... alguien
a quien reconocí muy bien a pesar de las quemaduras que le
habían desfigurado la cara. Era Charlotte.
Cuando retrocedí, aterrorizado, su cara brilló con una luz
de pura maldad. Sus ojos, que en vida habían sido tan brillan-
tes, no eran más que dos canicas blancas, como si el fuego se
hubiera llevado todo su color. Era como una araña que hu-
biera esperado todo el tiempo por ese momento, y ahora que
había llegado fuera a dar su golpe, adelantándose en banda-
zos aterradoramente veloces. Corrí hacia el caballo tan rápi-
do como pude; lo desaté con manos temblorosasy lo monté
justo cuando Charlotte flotaba sobre el jardín destrozado, con
la cabeza inclinada hacia un lado, como si estudiara algo en
especial; luego se abalanzó hacia mí.
El caballo necesitó poco estímulo para huir y salió por el
portón con tanto entusiasmo que pensé que hubiera podido
pasar por encima del foso sin necesidad del puente. Galo-
pamos por el camino, lejos de Hawton Mere,y yo no hice
el intento de volver la cabeza y mirar atrás. Jamás volvería a
ver ese lugar.
Decidí en ese instante que abandonaría el país.
sí que aquí estoy, pluma en mano, a punto de aban-
donarla para siempre después de haber hecho mi
mejor esfuerzo para contarles mi historia. Termi-
naré del mismo modo que comencé: si leyeron estas palabras,
y sin embargo consideran esta narración como el resultado
de la imaginaciónfebril de un joven que ha leído demasiadas
novelasgóticas,entonces no puedo decir nada más, aparte de
asegurarles que solo expuse la verdad en cada línea.
Cuandoregreséa Londres,le envié un telegrama al ca-
pitán Mayhewen el que le decía que quería navegar con él
cualquiera que fuera su destino. Su respuesta fue que estaría
encantado de tenerme en su barco y que navegaría hacia la
Argentina al cabo de una semana.
Mi despedida de Jerwood fue solemne. No le conté sobre
mi visita a Hawton Mere ni sobre el fantasma de Charlotte.
No juzgué necesario crearle más preocupaciones.
Los Bentleyquedaron consternados con la noticia, por
supuesto. El señor Bentleyestaba tan molesto que creo que
no lo vi retorcerse ni una sola vez. Y la señora Bentley
quiso
evitar mi partida rompiéndome cada hueso del
cuerpo con
sus abrazosde oso. Con ánimo de asustarme,
me aseguró
que toda la población de esa parte del
mundo era caníbal o
católica.
—Todoirá bien —susurró Bentley
cuando estábamos en la
plataforma—. Todo irá bien.
-—Esoespero, señor Bentley
—dije, y abordé el tren.
Entonces aquí estoy, en mi habitación de hotel en Bristol.
Mañana me uniré a la tripulación del barco de Mayhew para
partir hacia BuenosAires.Escuché que hay oportunidades
maravillosas en ese país, y disfrutaré de la aventura de aden-
trarme en una tierra extraña.
Me gustaría que el viaje comenzara ya mismo pues, si bien
no tengo pruebas, me he sentido perseguido desde mi en-
cuentro con el espectro de Charlotte en las ruinas de Hawton
Mere. La tensión que solía sentir en esa casa ha regresado y
ahora me exalto con cada crujido del piso de madera. Vuelvo
a sentirme como un niño asustado.
Pero ¿qué es eso? Algo se aproxima, puedo sentirlo. El vien-
to afuera ha cesado y un silencio de muerte cubre este lugar.
Me encuentro en un barrio bajo y animado del puerto, y sin
embargo un mutismo extraño ha descendido sobre el área.
No obstante, sí escucho algo. Un susurro. No, no es un su-
surro: es un sonido serpenteante, como el que harían en mo-
vimiento las escamas de una culebra. Y ahora se suman unos
golpes.Al principio son suaves; luego se vuelven más inten-
sos. Toc. Toc. Toc, toc, toc. Provienen del marco de la ventana,
al otro lado de la pesada cortina de la habitación que alquilo.
Toc,toc, toc. Yahe oído ese sonido antes.
Al observar la cortina que tengo frente a mí, recuerdo otra,
la de Hawton Mere, la que alguna vez hice a un lado para re-
velar el retrato de Lady Clarendon. O aquella que, desde la
ventana de mi habitación, escondía su fantasma a la orilla del
foso.¿Quéesconde esta que veo ahora ante mí? Creo que lo
sé. Oh, Dios, creo que lo sé.
La única manera de estar seguro es soltar la pluma... y
descorrer la cortina.
TRh5

orma

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