Lo Más Cruel Del Invierno Comp
Lo Más Cruel Del Invierno Comp
Lo Más Cruel Del Invierno Comp
DIRECCIÓN DE ARTE
Valeria Bisutti
e llamo Michael: Michael Vyner. Voy a contar-
les algo acerca de mi vida y los extraños eventos
- que me han traído al lugar en el que ahora me
encuentro sentado, pluma en mano, con el pulso acelerado
por los recuerdos.
Espero que escribir me ayude a entender mejor mi propia
historia; tal vez esto me permita iluminar los todavía oscuros
recovecos que retumban en mi memoria.
El horror acecha entre las sombras y mi mente se retrae
ante su avance. Dios mío, todavía puedo ver ese rostro... ese
horrible rostro. iEsos ojos! Me aferro a la pluma con tanta
fuerza que temo hacerla añicos. Para contar esta historia voy
a necesitar cada pizca de mi fuerza de voluntad. Pero es im-
perioso que lo haga.
Desde pequeño enfrenté adversidades,pero jamás había
visto la negrura tremenda de un alma vacía de todo lo que es
bueno, transformada —por el resentimiento y el odio—en
algo completamente infame y falto de amor. Jamás había co-
nocido tanta maldad.
Puede que la historia que voy a narrar parezca producto de
una imaginación febril, pero la verdad es solo una y lo único
que puedo hacer es contarla lo mejor posible, dentro de los
límites de mi habilidad, y pedirles que la lean sin prejuzgar.
Si luego se apartan, incrédulos, no podré más que sonreír y
desearles lo mejor. .. y desear, también, librarme con esa misma
facilidad de los terribles espectros que me acechan desde el mo-
mento en que ocurrieron los eventos que estoy a punto de narrar.
Ahora vengan conmigo.Retrocederemosen el tiempo y,
mientras la niebla de los años pasados se despeja, nos situa-
remos en medio de las frías y desgastadas lápidas de un ce-
menterio grande y atestado.
A nuestro alrededor hay ángeles de piedra, obeliscos de
granito y urnas de mármol. La estatua de un león durmiente
protege la sepultura de un viejo soldado; un ángel reza frente
a la tumba de un niño bienamado. En todas partes abundan
las inscripciones conmemorativas, palabras de amor deveni-
do en dolor.
Una hilera de fastuosos mausoleos bordea un sendero ado-
quinado que describe una curva bajo la sombra de altos ci-
preses. Cerca, un carruaje fúnebre está detenido; los caballos,
adornados con penachos negros, comienzan a impacientar-
se. Es octubre y el aire es tan húmedo y frío como las fosas
bajo nuestros pies. La neblina matinal aún no se ha disipado.
Las hojas caídas cubren los adoquines.
Un mirlo canta alegremente, ajeno a su macabro entorno;
el sonido resuena agudo y dulce por todo el cementerio si-
lencioso. Los grajos pasan volando a baja altura y parece que
responden con su propio canto. Un trecho más allá hay una
tumba recién abierta. Los pocos deudos se van alejando, y de-
jan atrás a un niño solo.
El niño ha llorado tanto durante los últimos días que cree
que ha agotado para siempre su provisión de lágrimas. Sin
embargo, al bajar la mirada y clavar la vista en la horrible caja
de madera que descansa dentro del espantoso hueco, las
lágrimas vuelven a brotar.
Hay pocas cosas más tristes que un funeral poco concu-
rrido. Cuando ese funeral es en honor a una amada madre,
entonces la tristeza es mil veces más aguda y el llanto, más
amargo.
Imagino, en este punto, que ya habrán adivinado que el
niño solitario, de pie frente a la tumba abierta, no es otro que
el narrador de esta historia.
iraba esa tumba con tal sensación de temor y
desespero, que parecía que estuviera viendo mi
propia tumba. Todo lo que amaba estaba en esa
odiosa caja de madera a mis pies. Ahora estaba solo: comple-
tamente solo.
Jamás conocí a mi padre. Lo asesinaron cuando yo era
apenas un bebé; fue uno de los tantos soldados cuyas vidas
terminaron mientras peleaba por el Imperio Británico en las
lejanas tierras de Afganistán. No tenía otra familia. Mi madre
y yo éramos todo el uno para el otro.
Mi madre no era fuerte, aunque había sobrellevado las difi-
cultades con gran valentía. Soportó su enfermedad con hidal-
guía. Pero el coraje no siempre es suficiente.
Este y muchos otros pensamientos me rondaban junto a esa
tumba. Consideré saltar y acompañarla. Casi parecía preferi-
ble al oscuro y espinoso camino que se abría frente a mí.
Mientras me encontraba frente al borde de la fosa, oí unos
pasos y me di vuelta para ver al abogado de mi madre, el se-
ñor Bentley, caminando hacia mí acompañado de un hom-
bre alto y elegantemente vestido. Lo había visto, por supuesto,
durante el funeral y me había preguntado quién podría ser.
Su rostro era largo y pálido, su nariz grande pero esculpida
finamente. Era una cara adecuada para la expresión seria y
lúgubre que ahora tenía.
—Michael —dijo Bentley—. Este es el señor Jerwood.
—Señor Vyner —dijo el hombre, tocando el ala de su som-
brero—. ¿Podría hablar con usted?
Bentley nos dejó solos yvolvió a reencontrarse con su espo-
sa, quien había permanecido a una distancia respetuosa. Al
mirar a Jerwood una vez más, me pareció reconocerlo.
—Perdón, señor, pero... —dije, tragando sollozos y limpián-
dome las lágrimas de las mejillas a toda prisa—, ¿lo conozco?
—Sí,nos conocemos, Michael —contestó él—, pero sin
duda eras muy joven como para recordar nuestro encuentro.
¿Puedo llamarte Michael?
No respondí y él sonrió a medias, tomando mi silencio
como aprobación.
—Excelente. Para resumir, Michael, casi no me conoces,
pero yo te conozco muy bien.
—¿Es amigo de mi madre, señor? —pregunté, desconcerta-
do por la identidad del hombre.
—Me temo que no —dijo, dirigiendo rápidamente la mira-
da hacia la tumba y luego de vuelta hacia mí—. Aunque vi a
tu madre en varias ocasiones, no puedo decir que fuéramos
amigos. De hecho, no puedo decir honestamente que le agra-
dara a tu madre. Más bien debo confesar, si así me obligara un
juez en la corte, que tu madre me aborrecía. Pero jamás per-
mití que eso influenciara en manera alguna mis asuntos con
ella, y declararía, ante ese mismo juez hipotético, que tenía a
tu difunta madre en la más alta estima.
El extraño tomó una profunda bocanada de aire al final de
su discurso, como si el esfuerzo de decirlo lo hubiera agotado.
—Pero, discúlpeme, señor —dije—.Todavía no entiendo...
—No entiendes quién soy —dijo, con una sonrisa, mientras
negaba con la cabeza—. Qué tonto, discúlpame.
Se quitó el guante de la mano derecha y la extendió hacia mí
1
con una leve reverencia.
—Tristán Jerwood —dijo—, de Enderby, Pettigrew &
Jerwood. Represento los intereses de Sir Stephen Clarendon.
No contesté. Había oído ese nombre antes, por supuesto.
Fue por salvar a Sir Stephen que mi padre había muerto, en
un acto de valentía que atrajo abundantes elogios e, incluso,
alcanzó los diarios.
Pero yo jamás había logrado sentirme orgulloso de su sacri-
ficio. Sentía rabia porque mi padre había dado su vida para
preservar la de un hombre al que yo no conocía. Esta hostili-
dad fue claramente visible en mi rostro. La expresión del se-
ñor Jerwood se enfrió varios grados.
—Sospecho que has oído ese nombre antes —dijo.
—Sí, lo he oído, señor —contesté—. Sé que nos ayudó des-
pués de que murió mi padre. Con dinero y cosas así. Pensé
que Sir Stephen iba a venir al funeral.
Jerwood había oído —tal y como yo esperaba— el tono de
reproche en mi voz, y apretó los labios, dejando escapar un
suspiro y mirando de nuevo hacia la tumba.
—Yono le caía bien a tu madre, Michael —explicó, sin mi-
rarme de nuevo—. Recibió el dinero y la ayuda de Sir Stephen
porque tenía que hacerlo, por su bien y por el tuyo, pero
siempre tomó solamente una cantidad mínima de lo que se
le ofrecía. Era una mujer muy orgullosa, Michael. Siempre la
respeté por eso. A tu madre la ofendían ese dinero y su propia
necesidad, y me detestaba por ser el intermediario. Es por eso
que insistió en contratar a su propio abogado.
En este punto dirigió la mirada hacia el señor Bentley, quien
me esperaba de pie junto a su esposa. Había vivido en la casa
de los Bentley durante los días previos al funeral. Los conocía
porque los había visto en varias ocasiones, muy brevemente,
pero ambos habían sido amables y generosos. Sin embargo
mi sufrimiento aún estaba tan fresco, que incluso su amabili-
dad me resultaba dolorosa.
—Era una muy buena mujer, Michael, y eres un chico muy
afortunado por haberla tenido como madre.
Las lágrimas brotaron instantáneamente de mis ojos.
—En este momento no me siento muy afortunado, señor
—dije.
Jerwood llevó su mano a mi hombro.
—Ya,ya —dijo, tratando de calmarme—. Sir Stephen ha teni-
do varias dificultades. Creo que este no es el momento adecua-
do para hablar de ellas, pero te aseguro que si no hubieran sido
de una naturaleza tan extrema, se encontraría hoy a tu lado.
Una lágrima me rodó por el cuello. Me encogí de hombros
para quitarme su mano de encima.
—Le agradezco que haya venido, señor... por haber venido
en su lugar —dije, con frialdad. No tenía ánimo para que un
extraño que, por confesión propia, no le agradaba a mi madre,
me consolara.
Jerwood retorció los guantes como si estuviera retorciendo
el cuello de una gallina imaginaria. Luego suspiró.
—Michael—dijo—,es mi deber informarte de algunos
asuntos que conciernen a tu futuro inmediato.
Naturalmente, yo había pensado bastante en mi futuro, y
eso había logrado deprimirme más a cada momento. ¿Quién
era yo ahora? Era una no-persona, alguien desvinculado de
cualquier lazo familiar, que flotaba libre y sin amigos.
—Sir Stephen es ahora tu custodio legal —dijo.
—Pero pensé que mi madre no confiaba en Sir Stephen ni
en usted -—dije,un poco desconcertado—. ¿Por qué accede-
ría a tal cosa?
—No necesito recordarte que no tienes a nadie más, Mi-
chael —dijo Jerwood—. Pero te aseguro que tu madre estaba
completamente de acuerdo. Ella te quería y sabía que, a pesar
de todo, esa era la mejor opción.
Aparté la mirada. Él tenía razón, por supuesto. ¿Qué opción
tenía?
—Deberás cambiarte de escuela —dijo Jerwood.
—¿Cambiarme de escuela? —dije—.¿Por qué?
—ASir Stephen le parece que Saint Barnabas no es la escue-
la adecuada para el hijo... —el protegido, debería decir— de
un hombre como él.
—Pero me gusta donde estoy —dije con seriedad.
Jerwood sonrió casi imperceptiblemente.
—Eso no es lo que he leído en las cartas que Sir Stephen ha
recibido del director.
Me sonrojé un poco, tanto de vergüenza como de rabia, por
este extraño que sabía sobre mis asuntos personales.
—Estepodría ser un nuevo comienzo para ti, Michael.
—Noquiero un nuevo comienzo, señor —respondí.
Jerwood dejó escapar un largo suspiro y apartó la mirada.
—No luches contra esto —dijo, como si se lo dijera a los ár-
boles—. Sir Stephen solo quiere lo mejor para ti, créeme. En
cualquier caso, él mismo podrá confirmártelo.
Al decir esto me miró.
—Estás invitado a visitarlo en Navidad. Te espera en Haw-
ton Mere mañana por la noche.
—¿Mañana por la noche? —pregunté con un grito, sor-
prendido.
—Sí —dijo Jerwood—. Debo llevarte yo mismo. Debemos
tomar un tren desde...
—iNo iré! —dije, instantáneamente.
Jerwood suspiró y le hizo un gesto con la cabeza a Bentley,
quien se acercó deprisa, frotando sus manos y mirándonos a
ambos con ansiedad.
—Entonces, ¿está todo solucionado? —preguntó, con la na-
riz roja como un tomate—. ¿Está todo bien?
Bentley era bajo y más bien robusto, aunque parecía in-
capaz de aceptar lo robusto que era. Su ropa era al menos
una talla más pequeña de la que debía usar y le daba una
apariencia bastante alarmante, como si los botones fueran
a ceder en cualquier momento o él mismo fuera a explotar
ruidosamente.
Esta impresión de hinchazón, de sobremaduración, se exa-
cerbaba aún más gracias a su cara roja y sudorosa. Y si todo
esto no fuera suficiente, Bentley era propenso a tener las más
inquietantes contracciones, que podían variar en intensidad,
desde un simple tic o espasmo hasta alarmantes convulsiones.
—Le he informado al señorito Vyner sobre su situación es-
colar —dijo Jerwood, apartándose un poco de Bentley.
Tocó el ala de su sombrero, haciéndonos un gesto a cada uno.
—También le he informado sobre su visita a Sir Stephen.
Debo despedirme. Hasta mañana, señores.
Sentí una ola de desdicha. El futuro de un niño siempre
está en manos de otros; un niño es siempre impotente. Pero
cuánto envidiaba a aquellos niños cuyo destino estaba bajo el
control amoroso de sus padres y no, como el mío, guiado por
las manos frías y tristes de dos abogados.
—Michael... —dijo Bentley, en un tono tenso—. Vamos,
querido. Todo irá bien. Todo irá bien, ya verás.
—Pero no quiero ir —dije—. Por favor, señor Bentley, ¿no
podría pasar Navidad con ustedes?
Bentley se retorcía, incómodo.
—Verás, muchacho —dijo—. Esto es muy difícil. Muy difícil.
—¿Señor? —dije, un poco preocupado por su aflicción y por
lo que podría estar causándola.
—Por mucho que a la señora Bentley y a mí nos gustaría
tenerte con nosotros, creemos que es justo que aceptes la in-
vitación de Sir Stephen.
—Entiendo —dije.
Sentí vergüenza por estar a punto de llorar otra vez y apar-
té la mirada para que Bentley no pudiera advertir mi cara de
preocupación.
—Ahora bien —dijo, tomándome de los brazos con ambas
manos y girándome hacia él—. Él es tu custodio, Michael. Eres
el protegido de un hombre muy adinerado y toda tu vida de-
pende de él. ¿Vas a desechar todo esto por una sola Navidad?
—¿Loharía él? —pregunté—. ¿Me deshonraría porque me
quedé con ustedes y no con él?
—Creo que no —dijo—. Pero con los ricos nunca se sabe.
Trabajo con ellos todo el tiempo y, déjame decirte, son un
grupo extraño. Y si los ricos son extraños, la alta burguesía lo
es aún más. Uno nunca sabe qué hará cualquiera de ellos...
Bentley se detuvo ahí, percatándose de que divagaba un poco.
—Vea Hawton Mere en Navidad —dijo, susurrando—. Ese
es mi consejo. Es el consejo gratuito de un abogado, Michael.
Es un bien escaso y maravilloso.
—No —dije, negándome a salir de mi sombrío estado de
ánimo—. No iré.
Bentley miró el suelo, se balanceó sobre los talones de
atrás hacia adelante una o dos veces, y después exhaló rui-
dosamente.
me pidió
—Tengo algo para ti, mi niño. Tu querida madre
que te lo entregara en el momento indicado.
interior de su
Con esas palabras, sacó un sobre del bolsillo
y leí la carta
abrigo y me lo dio. Sin preguntar qué era, lo abrí
que contenía.
Querido Michael:
Sabes que siempre he repudiado tomar cualquier cosa del
hombre cuya vida salvó tan noblementetu querido padre a
costa de su propia vida. Pero, aunque cada vez que recibí su
ayuda me hacía más consciente de la ausencia de mi esposo y
me dolía el corazón, la aceptaba, Michael, por ti.
Y ahora, por ti,escribo esta carta mientras tengo fuerzas,
卜와:흐구
들과•
a antigua catedral sobresalía
contra la última luz de
la tarde, y la hacía parecer más un
imponente casti-
110que una iglesia. Su tamaño y
su altura se exagera-
ban por el hecho de que descansaba en la
cima de una colina,
que más bien parecía una montaña en el
paisaje plano del
distrito de Fenland. Exhibía una gran torre de picos
que se
erizaban contra el horizonte, como la corona de un
gigante.
Esperé junto a mi exiguo equipaje mientras Jerwood iba
a
buscar el carruaje que nos llevaría a Hawton Mere y a mi reu-
nión con Sir Stephen. De repente, me sentí con frío y agotado
y creo que Jerwood lo notó en mi rostro cuando regresó.
—Venconmigo —dijo, con calma—. Nuestro carruaje nos
espera.
Y sin decir una palabra más, comenzó a caminar, y yo, con
temor a perderme en ese extraño lugar, recogí mi maleta tan
rápido como pude y corrí detrás de él.
El cochero era un hombre alto y delgado, y se encontraba
de pie bajo la lámpara de gas. La sombra del sombrero le os-
curecía la cara justo por encima de la boca, una boca que pa-
reció enroscarse en una mueca desdeñosa cuando la miré.
Dio un paso hacia adelante cuando nos acercamos y le hizo
un gesto a Jerwood, quien a cambio asintió, entregándole
primero su maleta y luego la mía, antes de treparse al carrua-
je, conmigo muy de cerca. Creí oír que el cochero decía algo
cuando pasé frente a él, o más bien lo oí hacer una especie de
ruido. Pero pudo haber sido el caballo.
El cochero silbó y movió las riendas, y el carruaje avanzó
con un traqueteo por el pueblo; sus lámparas hacían que las
sombras saltaran animadas de atrás hacia adelante y que las
ventanas que pasaban brillaran y titilaran como si las llamas
de una gran fogata las lamieran.
La noche estaba ahora a pleno y sus aguas de tinta habían
inundado las planicies que se veían negras en el horizonte,
donde el cielo era apenas más claro que la tierra.
Nunca había estado en esta zona, pero sabía que hace siglos
había sido un pantano, ahora drenado y transformado en tie-
rras de cultivo. Mirar por la ventana del carruaje se parecía
más a observar un amplio e inexplorado mar desde un bote:
no había señales de ocupación humana.
Como en el tren, una vez más divagué en los límites del
sueño. El retumbar de las ruedas del carruaje se desvanecía
y regresaba intermitente a mi conciencia: un sonido como de
olas que estallan en un playa de guijarros. Me sentía flotando
en agua negra.
Soñé que estaba de pie entre las lápidas del cementerio de
Highgate, mirando hacia la tumba de mi madre. Jerwood y
Bentley se encontraban algunos metros más atrás, y susurra-
ban. A cada rato me miraban y se reían, con las caras desfigu-
radas y desagradables.
Me percaté de un movimiento entre las sombras a mi iz-
quierda y giré para ver una figura —una pequeña figura— co-
rrer entre las lápidas, esconderse y luego correr otra vez. Se
ocultaba y no me permitía distinguir sus características.
Corría deprisa por un camino serpenteante y enloquecido
que, me di cuenta con temor, la acercaba
cada vez más a don-
de yo estaba. Cuando alcanzó la lápida más cercana,
se quedó
escondida y no salió. Miré hacia Jerwood y Bentley,
pero aho-
ra ellos parecían estatuas, como si todo el mundo se
hubiera
detenido. Me asomé para mirar detrás de la lápida;
una som-
bra saltó hacia mí con aterradora brusquedad,
asfixiándome.
Me desperté con un sobresalto.
Jerwood me codeó suavemente y dijo que dentro de poco
llegaríamos a Hawton Mere y que si prestaba atención podría
capturar mi primera vista de la casa.
Me incliné por fuera de la ventana del carruaje, y la combi-
nación entre la fría noche y la lluvia que ahora comenzaba a
caer me hizo entrecerrar los ojos. Solo pude percibir una vaga
sombra a la distancia, más oscura que la oscuridad que la ro-
deaba. Aun así, pude ver que la estructura era de un tamaño
considerable. La niebla se combinaba con la lluvia para difu-
minar lo poco que podía distinguir.
Justo cuando volví a meter la cabeza en la relativa calidez
del carruaje, las lámparas, cuyo resplandor no se extendía
mucho más allá del borde del camino, iluminaron por un sor-
prendente y fugaz momento a una mujer que surgió de la no-
che. Sus brazos se extendían hacia el carruaje; tenía los ojos
desorbitados y la cara pálida, la boca abierta en un grito que
se ahogó por completo bajo el rumor sordo de las ruedas. A
pesar de la baja temperatura, ella vestía nada más que un ca-
misón de lino y, por si fuera poco, estaba empapada.
—Señor! —grité, mirando a Jerwood—.Hay una mujer,
señor. Al lado del camino. Creo que podría necesitar ayuda.
—¿Una mujer? —dijo él, saltando hacia adelante, mientras
golpeaba el techo del carruaje con el bastón. El cochero in-
mediatamente les silbó a los caballos y templó las riendas. El
carruaje se detuvo en seco, patinando un poco, y Jerwood yyo
lo abandonamos de un salto.
Jerwood tomó una de las lámparas y retrocedimos juntos
por el camino. Yo estaba seguro de que la mujer se había de-
tenido a la vera del sendero. Pero no había señales de ella.
Caminamos de un lado para otro y observamos la penum-
bra con atención, alumbrándonos con la lámpara. Pero no
había nada. A ambos lados del camino, la tierra descendía en
picada hacia lo oscuro: bien podríamos haber estado de pie
en un muelle rodeados por el mar.
Me quedé mirando desolado la oscuridad, incapaz de en-
tender cómo había podido desaparecer por completo. Con su
vestido tan blanco y el horizonte tan ininterrumpido, era difí-
cil entender cómo había podido esconderse o salir corriendo
en tan poco tiempo. En cualquier caso, la expresión de su cara
era de urgente expectación, de necesidad de ayuda o compa-
Sión, no de alguien que planeaba escaparse.
Me di vuelta tras buscar en la oscuridad y encontré a
Jerwood de pie frente a mí, sosteniendo la lámpara.
—¿Estás seguro de que la viste? —preguntó.
—Sí,señor. Muy seguro.
—Bueno, pues me temo que ahora no hay ninguna señal de
ella —dijo—. iJarvis!
El cochero de cara sombría ya se había bajado del carruaje
y caminaba hacia nosotros.
—¿Viste a alguien junto al camino? —preguntó Jerwood.
Jarvis negó con la cabeza. La aguanieve comenzaba a con-
vertirse en nieve y su sombrero y su abrigo negros estaban
ahora moteados de blanco.
—No,señor —dijo—.No he visto ni un alma desde que
salimos del pueblo. ¿Quién estaría afuera en una noche
como esta?
Jarvis se arregló el cuello del abrigo y escupió hacia la pe-
numbra, ofreciéndome una mirada que dejaba en claro que
pensaba que yo era un tonto y Jerwoodun poco más que yo,
por complacerme.
—iHola! —grité—. ¿Estás ahí?
Pero no hubo respuesta.
—Ven —dijo Jerwood, poniéndome la mano sobre el hom-
bro—. Creo que deberíamos regresar al carruaje.
Le aparté la mano encogiéndome de hombros.
—Pero está empezando a nevar. Ella seguramente morirá si
se queda afuera esta noche.
—Sino podemos verla y no responde a nuestros llamados,
Michael, no sé qué más podríamos hacer —dijo—.Has estado
cansado y adormecido. ¿No pudiste haberla imaginado en la
confusión entre el sueño y la vigilia?
—No, señor —dije con firmeza.
—Lo siento, Michael. Realmente no hay nada más que se
pueda hacer.
—Pero,señor —continué, con rabia—, ella rogaba por nues-
tra ayuda. iNo puede simplemente dejarla aquí!
—Michael—dijo Jerwood, con un toque de irritación aso-
mándole en la voz por primera vez—, si quería nuestra ayuda,
¿por qué desapareció? ¿Para qué pedir ayuda y luego escon-
derse cuando nos detuvimos?
Miré una vez más hacia la oscuridad, hacia el lugar donde ha-
bía visto a la mujer, y miré de nuevo a Jerwood, que ya caminaba
hacia el carruaje con Jarvis. No tenía respuesta a su pregunta y,
sin embargo, irse no parecía correcto.
Pero aunque me sentía avergonzado y molesto, difícilmente
podría quedarme y buscarla yo solo, sin luz que me asistiera;
entonces seguí a Jerwood y me subí junto a él en el carruaje.
Continuamos el viaje y, al ver que Jerwood no iba a hablar-
me o a mirarme, dirigí mi atención hacia la ventana justo
cuando el caballo comenzó a cruzar el puente que atravesaba
el foso. Una sola luz brillaba en la oscuridad de las altas pare-
des de Hawton Mere, y su destello dorado se reflejaba en las
aguas turbias. De pronto todo el brillo desapareció; pasamos
bajo el arco del portón de acceso a la casa y, con un estruen-
do, entramos al patio.
14전
arvis se bajó de un salto y nos abrió la puerta para que
saliéramos del carruaje. Un criado acudió a nuestro
encuentro, y su silueta resaltaba contra la luz de las
lámparas que iluminaban el patio.
—Mister Jerwood, señor —dijo, mientras tomaba el equi-
paje del abogado—. Qué bueno verlo de nuevo. Y este debe
ser el señorito Vyner —añadió, mirándome.
—Sí—dijo Jerwood—. También me complace verlo, Hodges.
—Había una mujer en el camino —anuncié, ruidosamente.
Si no podía convencer a Jerwood de que hiciera algo, tal vez
podría incitar acción en el criado.
—¿Una mujer? —preguntó el criado, mirando a Jerwood—
¿Quién era, señor?
—Elseñorito Michael cree que vio a alguien en peligro
—dijo Jerwood—.Pero nos detuvimos a mirar y no encon-
tramos a nadie.
—Pudo haber sido un búho, señor —sugirióel criado—
Usted no sería el primero en...
—iVia alguien! —dije.
El criado miró a Jerwood por encima de mí.
—Hayun campamento de gitanos, señor. Puedo preguntar
ahí en la mañana, si quiere.
—Gracias, Hodges —dijo Jerwood—. ¿Te complacería eso,
Michael?
—Peropodría estar muerta mañana —dije.
—Realmente,creo que debemos... —comenzó a decir
Jerwood.
—iUstedes no me creen! —dije, con rabia—. Pero ella estaba
ahí. Sé que estaba.
En realidad, no podría explicar por qué estaba tan agitado
y tan osado en la expresión de esa agitación. Me imagino que
fue, más que nada, una rabieta infantil debido a que los adul-
tos no me tomaban en serio. Sabía qué era lo que había visto.
¿Por qué no podían aceptarlo?
Oí a Jarvis resoplar mientras se alejaba con el caballo.
Jerwood, el criado y yo nos quedamos de pie en un silencio
incómodo durante un momento, con la nieve arremolinándo-
se a nuestro alrededor. Fue el criado quien rompió el
hechizo.
—No puedo enviar a nadie esta noche, señor —dijo—. El
clima está empeorando y allá afuera ni siquiera puedes
verte
tus propias manos. Mañana por la mañana iré yo
mismo don-
de los gitanos, pues no son muy amables con los
visitantes en
la noche.
Me quedé de pie ahí, y la frustración que sentía
hacía que la
sangre me hirviera en las venas. Pero sabía que
no había nada
que pudiera hacer.
—Mellamo Hodges, señorito Vyner —continuó
el criado—
Cualquier cosa que necesite, pregunte por mí.
Ahora, salga-
mos de este horrible clima.
Y diciendo eso, tomó mi equipaje y el de Jerwood
y comen-
zó a andar. Jerwood lo siguió y después de un momento
yo
hice lo mismo. Nos dirigimos a una puerta enorme
plagada
de clavos y bobinas de hierro forjado.
Tan pronto entré por esa puerta lo sentí: una energía
extraña inundaba el aire y brillaba como una luz negra des-
de cada sombra. Un murmullo subía y bajaba de volumen,
aunque en realidad lo percibía, más que oírlo. Todos mis sen-
tidos me decían que había peligro —peligro mortal—, y sin
embargo no vi nada extraño, excepto por un sombrío y poco
agradable corredor.
—¿Vaa quedarse con nosotros durante las festividades?
—preguntó Hodges.
—Sí—dije, dándome cuenta de lo extraña que sonaba la pa-
labra "festividades" en ese ambiente.
¿Acaso Hawton Mere podía ser alguna vez festiva? Era difícil
de creer.
Guirnaldas de hiedra tapizaban algunos rincones y brillan-
tes ramitas de acebo relucían en floreros y alféizares anun-
ciando la Navidad, pero estos toques de decoración parecían
solo resaltar la sombría naturaleza del lugar; era como hacer-
le un moño a una lápida. ¿Qué clase de lugar era ese?
Sabía que la pesadilla que había tenido sobre la extraña fi-
gura en el cementerio había agitado mis nervios, y esos ner-
vios luego se habían hecho trizas por la repentina aparición
de la mujer en el camino. Aun así, sentía como si hubiera ro-
zado un hilo de telaraña y en algún lugar del corazón sombrío
de esta casa una araña se hubiera crispado. Hice lo que podía
para evitar girar sobre los talones y salir corriendo. Porque,
¿hacia dónde correría?
—¿Michael?
Jerwood me hablaba. Giré para mirarlo de frente, atontado.
co —¿Estás bien? —preguntó—. Estás pálido.
—Yo...yo estoy... —no pude encontrar las palabras para ter-
minar la frase.
—Estás fatigado por el viaje —dijo Jerwood.
—Yhambriento, ya me imagino —añadió Hodges—. La
cena se servirá enseguida.
La calidez, la luz y el ajetreo al menos brindaban un calu-
roso cambio frente al frío y la oscuridad del patio. Pero este
contraste solo servía para recordarme una vez más el cruel
destino de la mujer del camino y la aparente insensibilidad de
los que me rodeaban. La rabia y la frustración se filtraron de
nuevo para arrasar con el sentimiento de temor.
El señor Jerwood era, evidentemente, bien conocido en la
casa. Parecía que en el aire flotara cierta sensación de alivio
por su presencia, como si fuera un médico en lugar de un
abogado. Sin embargo yo no fui beneficiario de esa misma
reacción: los sirvientes, si acaso me miraban, lo hacían su-
brepticiamente.
—SirStephen y la señorita Charlotte nos acompañarán aho-
ra —dijo Hodges—. Vengan a la cocina, señores, y caliéntense
un poco.
La cocina era una habitación enorme y abovedada donde
brillaban ollas de cobre y utensilios de todo tipo, y las paredes
estaban repletas de estanterías con platos. Había un gran cen-
tro de cocción en una de las esquinas y una hoguera al costa-
do. Hodges le preguntó a Jerwood si le gustaría tomar algo.
—Beberé una copa de brandy, si me acompañas —contestó él.
—Por supuesto, señor —dijo Hodges—.Sentémonos junto
al fuego un momento.
—Disculpe —dije—, pero necesito el... necesito...
No estaba seguro del término apropiado para una casa tan
grande, pero Hodges me entendió.
—Hay un cuarto de aseo al otro lado del pasillo, señor —dijo, 3
señalando hacia la puerta por la que habíamos entrado a
la cocina—. Justo a la izquierda de la escalera. Llévese una
lámpara.
Dejé a los dos hombres solos. Hodges ponía una botella de
brandy y dos copas sobre la mesa junto al fuego. Salí hacia
la enorme entrada, impactado por lo oscura que era, compa-
rada con la cocina. La iluminación la proporcionaban en su
totalidad unas velas y unas lámparas de aceite que brindaban
poca luz, y parecía más bien que aumentaban la negrura de
las sombras. Supuse que la comodidad moderna del gas no
había llegado aún a Hawton Mere.
En uno de los lados del salón había una imponente chime-
nea ennegrecida por el hollín. Al otro lado se levantaba una
gran escalera.
El piso estaba enchapado de incrustaciones de mármol en di-
ferentes tonos, puestas en un patrón de mosaico que generaba
la inquietante ilusión de ser docenas de cubos sólidos. El efecto
era tan convincente que me encontré queriendo saltar de uno a
otro, aunque el piso era, de hecho, completamente plano.
Para mi sorpresa, el cuarto de aseo contenía un lavabo muy
moderno, con un cuenco lujosamente decorado. Parecía
sorprendentemente fuera de lugar frente a las lóbregas deco-
un
alto
—Nohay necesidad, Michael —dijo—. No hay necesidad de
explicar.No te traje aquí para castigarte por ese espejo. Siem-
pre lo odié. No lo extrañaré.
Mi guardián se inclinó hacia adelante y dejó descansar las
tros
largas manos sobre las rodillas. El fuego brilló en sus ojos.
e la
—Pero estoy intrigado —dijo—. Si no rompiste el espejo,
era
entonces, ¿quién lo rompió?
en
—Se... simplemente se rompió —dije—. Solo.
as Sir Stephen asintió, como si esta información fuera la que
él esperaba.
—¿Yviste algo antes de que pasara? —preguntó.
Mi primer impulso fue contarle la verdad, como lo había
hecho con Hodges, pero recordé la petición de Charlotte de
que considerara el estado mental de Sir Stephen y no hiciera
nada que lo pudiera alterar.
—No, señor —dije.
Sir Stephen hizo una mueca de desagrado.
—¿Estás seguro? ¿No viste nada en lo absoluto?
—No, señor —contesté de nuevo.
—¿Yno has visto ni oído nada inusual durante tu estadía en
Hawton Mere?
—No, señor —dije.
Me miró durante largo rato sin decir nada; su mirada era
horriblemente inquietante, como la de una mantis religiosa
a punto de atacar.
—iVamos!—dijo, poniéndose de pie--. Vamos a tomar algo
de aire.
Sir Stephen caminó con pasos largos hacia una
puerta abo-
vedada en medio de dos repisas de libros y desapareció.
Sin-
tiéndome un poco nervioso pero también un poco
tontopor
haberme quedado atrás, me di cuenta de que no tenía
otra
opción que seguirlo.
La puerta ocultaba otra escalera que subía. Lasparedes
y
los escalones en espiral eran de ladrillo, tan pequeñosque
apenas había espacio para apoyar el pie completo sobre ellos.
Tuve que subir casi de puntillas.
Una puerta de madera me recibió en la cima y, al abrirla, pude
ver que estábamos en el tejado de la torre. Sir Stephen estaba de
pie frente al borde almenado y miraba hacia abajo. Caminé en su
dirección para acompañarlo y él se quedó viéndomefijamente,
como si se hubiera olvidado de mí.
Tenía puesto un par de anteojos extrañosy redondos.Eran
de un tono azul profundo; no podía verle los ojos. Él se dio
cuenta de que los buscaba.
—He desarrollado una aversión a la luz —dijo, al ver mi
expresión—. Qué vista, ¿no, Michael?
Debo confesar que era impresionante. El terreno era tan llano
por kilómetros a la redonda que la vista parecía infinita, y el ho-
rizonte, tan blanco como un océano congelado.Parecía como
si estuviéramos sobre la cofa de un barco atrapado en el hielo.
—Misantepasados construyeron esta casa por su va-
lor estratégico; los pantanos y el foso la protegen. Pero
ello hace que la casa no sea muy hospitalaria.Nací aquí
—continuó—.Jugaba en el jardín cuando era niño. Mi her-
mana y yo corríamos por toda la casa. Cuando mi padre no
estaba a veces había risas, incluso felicidad.
Intenté, sin suerte, imaginarme a Sir Stephen y a Charlotte
como niños sonrientes y felices.
—Solíajugar con Hodges —dijomi guardián, con una
ruidosa risotada—. ilmagínate eso! Éramosinseparables.
Todavía lo somos, espero, aunque las cosas han cambiado
entre nosotros. Pero es un buen hombre, Michael. No dejes
que ese exterior brusco te haga pensar lo contrario.
—Nunca lo he dudado —respondí, aunque eso no era del
todo cierto.
—Charlotte también solía jugar con nosotros, creo —conti-
nuó Sir Stephen, cediendo a los recuerdos. Se quitó los
anteojos y se frotó los ojos, en un intento por recordar.
—No, no —dijo, volviendo a calzarse los anteojos—. No me
acuerdo.
Dirigió la mirada hacia el jardín.
—Ah, Charlotte —dijo—. ¿Dónde estaría yo sin su fortaleza?
¿Dónde? Ella es demasiado dedicada, me parece. Sé que cree
que no puede dejarme, y sin embargo me preocupa que yo le
haya impedido disfrutar de las alegrías de la vida; un espo-
so, una familia —con estas palabras la sonrisa de Sir Stephen
desapareció y él se dirigió hacia el otro lado de la torre, dán-
dome la espalda mientras miraba hacia los pantanos. El cielo
era ahora de un gris ominoso y el viento se sentía frío.
—iTenemos mucho en común tú y yo, Michael! --gritó, sin
darse vuelta.
—¿Señor? —dije yo, preguntándome cómo habría llegado
a tal conclusión.
—Amboshemos enfrentado grandes tristezas —dijo—.Yo
también perdí a mi madre cuando era relativamente joven,y
pensé que jamás volvería a sentir un dolor así hasta que perdí
a mi querida esposa.
Se dio vuelta para mirarme cuando me acerqué. Su largo
rostro se veía aún más pálido contra el cielo oscurecido y sus
anteojos creaban la ilusión de ocultar unas cavidades vacías.
—Ellaera una criatura tan adorable —dijo—. Tan afectuosa.
Tanfeliz.
Pronunció la palabrafeliz con la misma entonación con que
se pronunciaría el nombre de una especia exótica.
—Parecíatener una fuente inagotable de felicidad y, por un
tiempo, yo no sentí el abatimiento que había marcado mi
ju-
ventud. Pero toda felicidad es finita, Michael.
iNo necesitaba que me lo recordaran! Sir Stephen
dirigió su
vista hacia las almenas y subió la mirada al cielo, como
si bus-
cara algo. Sacó una pequeña botella del bolsillo, removió
el
tapón y tomó un trago.
—Láudano —dijo, mientras se guardaba la botella otra
vez
en el bolsillo—.El doctor Duchaine no lo aprueba, pero
el
doctor Duchaine puede irse al infierno.
Sir Stephen observó por un momento el suelo bajo sus pies
y luego me volvió a mirar.
—¿Túduermes, Michael? —preguntó, de repente.
—¿Quéquiere decir, señor? —pregunté,un poco con-
fundido.
—Yocasi no duermo —dijo.
Se me acercó un poco más, tambaleándose.
—Elloscreen que estoy loco, ¿sabes? Porque oigo cosas.
Pero tú también oyes cosas, ¿no es así, Michael?
Y fue en ese momento, a pesar de las peticiones de Char-
lotte, que de repente entendí que Sir Stephen merecía saber
la verdad. Sabía lo que era que no creyeran en uno, y parecía
injusto fingir que yo tampoco oía esos ruidos.
—Sí, señor —dije.
Sir Stephen sonrió.
—Gracias —dijo—. Gracias. Tan parecido a tu padre.
Me miró de una manera extraña; pude ver mi reflejo en sus
anteojos.
—Seha escapado, ¿sabes? —dijo, en un tono confiado—
Solían ser simples ruidos. Los ruidos eran lo suficientemente
atroces. Pero ahora creo que a veces lo veo en las sombras.
Hubo un ruido repentino, como de pasos, como si un niño
hubiera corrido por el tejado, y Sir Stephen se encogió debido
al pánico. Casi pude ver su corazón latiendo debajo del abri-
go. Uno o dos copos de nieve flotaron en la brisa fría. Estaba a
punto de contarle a Sir Stephen que había visto el fantasma de
Lady Clarendon, cuando él me agarró del brazo.
—Pensé que me aliviaría saber que no estoy loco —dijo—
saber que alguien más puede compartir estos horrores
conmigo. Pero ahora que sé que son reales, me
asustan
mucho más. La locura ahora casi me parece atractiva.
Rio y me atrajo hacia él.
—¿Qué dices si saltamos, Michael? ¿Qué dices?
Me sacudí para soltarme y él sonrió, mientras trepabapara
quedar de pie en el borde.
—¿Entonces, solo yo? —dijo, mirándome por encima del
hombro mientras se balanceaba en la cornisa. Vi lo que pre-
tendía hacer.
—iNo! —grité—. Mi padre murió para salvarle la vida. iNose
atreva a desperdiciarla!
Me sorprendí por la vehemencia de esas palabras y pareció
como si mi voz hubiera dividido el frío aire con el chasquido
de un látigo. Sir Stephen respiró profundamente, dejó caer la
cabeza entre los hombros y descendió. Yotenía lágrimas en
los ojos, pero eran más de rabia que de tristeza.
—Tienes toda la razón, por supuesto —dijo Sir Stephen—
Tu padre era un hombre muy valiente. Era un buen soldado.
Era bueno en combate y se preocupaba por sus hombres.
"Yoera un pobre oficial, como te podrás imaginar, Michael.
Estaba ahí solo para complacer a mi padre. ¿Cuántos hombres
habrán muerto por mi incompetencia? Hubiera sido mejor
para todos si la bala que le dio a tu padre me hubiera dado a mí.
Yo no tenía ánimos para discutir ese pensamiento, pues
parecía resumir con exactitud mis sentimientos sobre el
asunto. Ahora la nieve caía continuamente, en copos gran-
des y gruesos.
—Perode alguna manera debo compensarlo —dijo,mirán-
dome con sinceridad.
Fruncí el ceño, preguntándome si se trataría de otro epi-
sodio de locura. Quería desesperadamente alejarme de ese
extraño hombre. Estaba a punto de excusarme cuando Sir
Stephen juntó las manos en un ruidoso aplauso.
—Adelante,Michael, vete —dijo,pasándose una mano por
el pelo lacio y blanco, mientras los copos de nieve que caían
se posaban sobre su abrigo—. No te retendré más.
Con eso me dio la espalda y se quedó de pie mirando al
horizonte una vez más. Su delgada y negra figura, por un
momento, pareció la de un escarabajo apoyado en las patas
traseras. Me pregunté si pensaba saltar.
Pero esa locura en particular pareció desvanecersey ahora
daba la impresión de estar tranquilo. Lo dejé y regresé por las
escaleras estrechas. Me encontré con Charlotte a punto de su-
bir, dando golpecitos en la pared de yeso con las uñas.
—Oh, estaba a punto de subir por ti. Has estado hablando
con Sir Stephen durante largo tiempo —dijo—.Espero que no
lo hayas agotado.
—No creo —dije.
—¿Estátodo bien? —preguntó.
—Sí,bastante bien.
Me pregunté si debía contarle sobre la amenaza de Sir
Stephen de saltar de la torre, pero decidí no hacerlo. Estaba se-
guro de que nada de lo que pudiera decirle la sorprendería. Ella
sabía cómo era su hermano y yo me negaba a asumir alguna
ecesitaba alejarme de ese odioso lugar. Me sentía
prisionero en Hawton Mere, y esas imponentes
paredes grises me recordaban cada vez más las
paredes de una prisión. Para ser justo, nadie me había prohi-
bido salir de los confines de la casa. Era un encarcelamiento
autoimpuesto,porque tanto esos lóbregos pantanos como el
fantasma que los merodeaba me producían mucho temor.
Mi espíritu se animó un poco cuando miré por la ventana
unas horas después y vi que la nieve que caía sin parar desde
mi encuentro con Sir Stephen se había acumulado. Toda la
extensión de tierra circundante estaba ahora cubierta por un
manto tan grueso y blanco que parecía flotar sobre las nubes,
y por un momento mi alma sintió como si estuviera volando
junto a ellas.
Nada levanta el ánimo como lo hace la nieve recién caída.
No puedo pensar en ningún malestar que no se vea aligerado
por dos o tres bolas de nieve bien apuntadas. Lo único que
deseaba era salir de esa sombría casa y correr hacia la relu-
ciente blancura. Decidí explorar la isla sobre la que se erigía
Hawton Mere.
A un lado de la casa había un jardín con
arbustos recorta-
dos que se levantaban como piezas
de un abandonado juego
de ajedrez, un juego gigante.
La otra parte era una huerta, de
la que la señora Guerrant
obtenía la mayoría de los vegetales
y las hierbas. También
había gallinas, y un gallinero para res-
guardarlas.
A orillas de la parte
más amplia del foso, donde se
formaba
una especie de lago, había un cobertizo y un botede
remos,
aunque ambos se veían muy descuidados. Cercadeahí,
un
inmenso soporte de madera se apoyaba contra las viejaspa_
redes, como si fuera un gran sujetalibros.
Pronto agoté las posibilidades de la isla, y decidíquede-
bía cruzar el foso una vez más para obtener algo de espacio.
La nieve ahora cubría los pantanos como una alfombra,yel
lugar parecía nuevo, más brillante y menos amenazante, mu-
cho menos amenazante que la casa que se elevaba sobremí.
Crucé el puente e instantáneamente sentí que podía respirar
con más libertad.
Era una mañana fría. El cielo estaba cubierto por una del-
gada capa de nubes y la nieve caía ocasionalmente en ráfagas
irregulares. Clarence me acompañó, aunque pronto se abu-
rrió y, después de perseguir a una urraca que pasaba, trotó de
regreso a la casa.
Me ocupé en la construcción de un muñeco de nieve, cuyas
facciones rechonchas me hicieron pensar en el buen señor
Bentley. Cuando lo terminé, decidí circundar todo el foso
para regresar a la casa, donde me calentaría los pies frente a
la chimenea de la cocina.
Hawton Mere se veía más inmensa que nunca. Me detuve y
miré hacia la torre con capitel de Sir Stephen, y me pregunté
sobre el hombre que estaba adentro y sobre el papel que ha-
bía jugado en los eventos trágicos de la casa. ¿Era aflicción o
remordimiento lo que lo desanimaba tanto? ¿Era culpa lo que
lo mantenía recluido como prisionero?
Rodeétoda la casa, bordeando la parte amplia del foso.
Cercadel agua el suelo se ponía más desigual y pantanoso,
abarrotadode hojas, juncos y totoras heladas y ennegrecidas.
Mevi obligado a alejarme del borde, saltando de montículo
en montículopara evitar el lodazal congelado de en medio.
Finalmente, logré llegar al puente, lo crucé y luego me detu-
vebajo la ventana de mi habitación. Fue entonces cuando caí
en la cuenta de que, cuando lo vi, el fantasma de Lady Claren-
don miraba hacia arriba con atención, hacia cierta parte de la
casa.Tuvela curiosidad de saber qué lugar podía ser.
Caminé de vuelta unos metros hacia el puente, me ubiqué
donde me pareció que ella se había parado y miré hacia arri-
ba. Había un balcón de piedra, con una puerta abovedada...
era el mismo lugar del que había imaginado ver que algo caía.
Mientras estaba ahí de pie, oí un ruido extraño. Comenzó
como el sonido que produce una tiza sobre una pizarra mo-
jada: un chirrido y un chillido. Justo entonces el hielo frente
a mí comenzó a agrietarse. El sonido era tan agudo que me
llevélas manos a los oídos para acallarlo.
Albajar la mirada hacia el foso, vi que algo surgía desde las
sucias profundidades del agua hacia la espesura del hielo. Al 1
principio no era más que una figura, una oscuridad en medio
del gris congelado, pero luego se hizo nítida. La cara de Lady
Clarendon me miraba fijamente por debajo del hielo, no con
rabia, sino con una tristeza abrumadora.
Me llené de un miedo estupefacto.No pude hacer más
que quedarme de pie y mirar boquiabierto a esta criatura
desdichada y, al mismo tiempo, espantosa, con la piel blanca
azulada, los ojos límpidos y bordeados por un aro rojo,bajo
la capa de hielo.
Me tomó un momento asimilar su terrible y trágica forma:
el pelo mojado flotaba alrededor de su cara y tenía las manos
extendidas hacia el hielo que la cubría. Y entonces sucedió...
Oí un débil siseo detrás de mí, como si una culebra se desli-
zara por la nieve. Al principio, la presión sobre mi espalda fue
casi imperceptible. Era como una brisa que aumentaba su po-
tencia con espantosa e inesperada brusquedad, hasta que me
empujó hacia adelante; mis zapatos se deslizaron sobre la ori-
lla nevada del foso y todo mi cuerpo se resbaló y cayó al hielo.
El frío me golpeó como la patada de un caballo de tiro, sa-
cándome el aire de los pulmones y dificultándome la respi-
ración mientras trataba de aferrarme al hielo sin suerte, pues
se quebraba cuando lo tocaba. Mi ropa pesaba mucho por el
agua; era como si tuviera un ancla atada a las piernas, me era
muy dificil mantener afuera la cara, que apuntaba al cielo.
Mis intentos por gritar pidiendo ayuda eran inútiles. El frío
y el miedo me habían secado los pulmones y de repente me
convencí de que así era como iba a morir. Producía dolorosos
ruidos sibilantes, y las altas paredes de la casa se arremoli-
naban dentro y fuera de mi vista mientras me sacudía con
desesperación.
Con toda mi fuerza agotada ya no podía mantener la ca-
beza a flote, y mientras me hundía bajo las negras y conge-
ladas aguas del foso, tuve la sensación de que mi alma se
liberabay nadaba fuera de mí. Era como estar dormido, y
no se sentía tan mal.
pero de repente sentí que algo me agarraba y me arrastraba
fuera de ese destino acuoso. Parecía que duraba una eterni-
dad,como si me hubiera hundido en profundidades insonda-
blesy me estuvieran acarreando con una cuerda.
Y entonces, la luz y el sonido explotaron a mi alrededor. Las
paredes de la casa estaban ahí otra vez, y desaparecían para
volver a aparecer sobre mí. Luego vislumbré frente a mí una
cara borrosa. Una voz decía mi nombre. Un perro —iClaren-
ce!—ladraba emocionado.
Sentía tanto frío. Intentaron pararme sobre mis pies, pero
no podía sentir las piernas. Me doblé y vomité una copiosa
cantidad de agua del foso, de fétido sabor, sobre la nieve.
Unos fuertes brazos me levantaron del suelo y me carga-
ron hacia el puente. Mi cabeza colgabahacia atrás tamba-
leándose de un lado para otro, y apenas visible en el límite
de la neblina, vi al fantasma, observando mi retirada.
Levanté la cabeza para ver quién me había rescatado y
mis ojos lograron enfocar el marcado perfil de Hodges.
—Debemos llevarlo a la casa, señorito Michael —dijo—
y secarlo.
Me cargó sin esfuerzoaparente y me sentí como un niño
otra vez. Tenía un recuerdo borroso de mi padre cargándome
de la misma manera cuando era muy pequeño, y al pensar
en eso y en la miseria de mi condición, me brotaron lágrimas
de los ojos.
Dbl
como
Hodges subió corriendo por los escalones y abriólapuerta
de una patada. Edith estaba quitando el polvo en el salónde
entrada y se aterrorizó cuando llegamos. Yoestaba preocu_
pado con que ella me viera llorar y levanté el brazoparacu.
brirme la cara.
—Mantén esa puerta abierta y busca a la señora Guerrant,
niña —gritó Hodges, dirigiéndose a la cocina.
Edith entró en acción con un sobresalto, corriendopara
abrirnos la puerta, siguiéndonos y voceando el nombrede
la cocinera mientras Hodges me llevaba hacia la chimenea.
Cuando Edith regresó con la señora Guerrant, la cocinera gri-
tó horrorizada y le dijo a Edith que trajera cobijas.
No me había dado cuenta de lo frío que estaba hasta que
entré al calor de la cocina. El cuerpo entero me dolía con un
dolor punzante, como si estuviera completamente tachonado
de espinas de rosa. Mi piel era de un azul pálido; un cadáver
se hubiera visto vívido a mi lado.
La señora Guerrant revoloteaba a mi alrededor como si yo
fuera un niño pequeño y estuviera contento por la atención.
Las lágrimas se acumulaban en mis ojos mientras me quita-
ban los zapatos y los pantalones mojados y me envolvían en
una enorme cobija junto al fuego ardiente.
—Tráigaleun poco de leche al muchacho, señora Guerrant
—dijo Hodges—. Y un traguito de brandy no estaría de más.
Yotambién me tomaré una copa.
—¿Qué está sucediendo?
cambiado el vestido.
Charlotte llegó de repente. Se había
—Elseñorito Michael se resbaló mientras
caminaba afue-
ra, mi señora —dijo la cocinera—. El señor
Hodges lo sacó
del foso...
—Portodos los cielos —dijo Charlotte,
acercándose rápi-
damente.
Me recogió en un abrazo caluroso y cuando
me dejó pude
ver que tenía lágrimas en los ojos.
—No puedes volver a ese lugar. No puedes volver a
acercar-
te a ese foso. Hubieras podido morir. Oh, Michael,Michael.
Prométeme que no volverás a ese foso.
—Sí,señora —contesté, con voz ronca.
—iEdith! —gritó Hodges, haciendo que la chica saltara uno
o dos centímetros del suelo—. No te quedes ahí embobada,
niña. Hay trabajo por hacer. iYeso va para todos ustedes!
Unió las manos en un aplauso que sonó como un tiro de
rifle, y todos nos quedamos paralizados por el sonido y luego
respiramos de nuevo. De inmediato Hodges siguió a Charlotte
afuera de la cocina.
Miré a mi alrededor, pero todos habían vuelto a sus ocupa-
ciones, así que observé las llamas, que bailaban. El calor del
fuego por fuera y el de la leche y el brandy por dentro lenta-
mente lograron su cometido, y se me ocurrió entonces que la
muerte tendría que venir a buscarme otro día.
e trajeron ropa seca y la
cocina ahora estaba li-
bre de ojos entrometidos para
que me pudiera
cambiar con algo de privacidad.
De todas ma-
neras, me desvestí y vestí de nuevo lo más
rápido posible,
preocupado de que Edith, la señora Guerrant
o Charlotte
fueran a entrar.
Después de un buen rato, alguien llamó
a la puerta y apare-
ció la cara sonriente de la cocinera.
—¿Todo listo? —preguntó.
Dije que estaba listo y ella entró como una brisa, seguida
de
Edith quien, obedeciendo sus instrucciones, recogió mi ropa
empapada y se la llevó. Decidí regresar a mi habitación, un
poco cansado de estar tan expuesto.
Edith había encendido la chimenea. Acerquéuna silla al
fuego y me senté a apreciar el calor. Todavía sentía los huesos
helados, así que no tenía afán de moverme. Mientras me en-
contraba ahí tostándome los pies, alguien llamó a la puerta y
Hodges entró.
Hice el intento de ponerme de pie, pero él levantó las
manos para detenerme.
—No se levante por mí —dijo.
—No le he agradecido por haberme salvado la vida —dije.
—No fue nada —respondió—.Aunque es a Clarence a
quien debe agradecerle.
—¿En serio? —dije, levantando las cejas—. ¿Cómo?
—Yonunca lo hubiera oído, señor —dijo Hodges—. Estas pa-
redes son tan gruesas que no se puede oír nada de un lado de la
casa a otro. No. Fue Clarence el que oyó y comenzó a ladrar
ya
aullar y me hizo saber que algo andaba mal. No se puede
pasar
tanto tiempo en agua tan fría sin hundirse del todo. Unos
segun-
dos más y hubiera sido demasiado tarde.
Hodges se quedó callado y miró al fuego. Lo vi tragar
saliva
con dificultad.
—Hubiera deseado poder llegar a Lady Clarendon así de
rápido.
—¿Lady Clarendon, señor? —dije—. ¿Qué quiere decir?
—¿Nadie le ha contado, señorito Michael? —dijoHodges—
Así fue como se quitó la vida. Saltó al foso, Dios la bendiga.
iQué manera de morir!
Así entendí por qué su fantasma estaba siempre empapado
y se me había aparecido a la orilla del foso. Recordé las páli-
das facciones de Lady Clarendon mirándome desde el hielo.
—Llegué muy tarde a ella, señor —continuó Hodges—.Ya
estaba muerta cuando la saqué del agua.
El recuerdo de luchar para aferrarme a esos fragmentos flo-
tantes de hielo y la terrible oscuridad del agua vino a mí de
repente y me produjo escalofríos.
hablara al fuego.
—Es extraño, señor —dijo Hodges, como si le
—¿Qué es extraño, Hodges? —dije.
Me miró con seriedad.
—dijo—,fue exacta-
—El lugar en el que usted cayó, señor
señoría se ahogó. El mis-
mente el mismo lugar en el que su
mísimo lugar.
en el balcón y me di cuenta de que debió ser desde
Pensé
ahí que Lady Clarendon había saltado. Hodges me dirigió una
mirada escudriñadora.
—Lavi, Hodges —dije—.La vi bajo el hielo antes de caer.
5
Los ojos de Hodges se inundaron de lágrimas, y era tan trá-
gico ver a un hombre tan fuerte llorando que sentí que las
lágrimas ardían en mis ojos también.
Aquí hice una pausa, sin saber bien cómo contarle sobre
las otras veces. Pero sentí que él merecía conocer la verdad.
Cuando terminé de describir lo que había visto,y cómo ahora
sabía que había sido Lady Clarendon la mujer que había di-
visado en el camino a Hawton Mere aquella noche, él bajó la
cabeza y lloró como un niño.
Después de un momento, respiró profundamente y se puso
de pie, limpiándose las lágrimas con la palma de la mano.
—¿Hay algo que necesite, señorito Michael? —dijo, regre-
sando en un instante a su papel de siempre.
—No, gracias, Hodges —dije.
—Entonces, me retiraré, señor —dijo,con una pequeña re-
verencia—. Edith vendrá de vez en cuando a ver cómo está.
Buen día, señor.
—Gracias otra vez, Hodges —dije—.Por haberme salvado
la vida.
Se detuvo en la puerta y me miró.
—¿Qué quiere ella, señorito Michael? —preguntó.
Era una pregunta que yo ya me había hecho.
—No lo sé —respondí.
Y se fue.
Edith efectivamente fue a cerciorarse de mi estado a inter-
valos regulares —tal vez más regulares de lo necesario
aunque Charlotte hizo que el médico fuera a verme,puesse
encontraba en la casa en una de sus visitas habitualesa Sir
Stephen, en realidad yo no necesitaba sus servicios.
—Eres un joven con mucha suerte —dijo el médico, con un
marcado acento, mientras me daba una palmadita en el hom-
bro después de haberme examinado—. Un joven con mucha
suerte, de hecho.
—¿Es usted francés, señor? —pregunté, conociendo la
respuesta de antemano, pero con necesidad de conversar
un poco.
—Oui —respondió él, mientras recogía su maletín—. Clau-
de Duchaine, a su servicio.
—¿Está usted tratando a Sir Stephen?
—Oui —dijo él—. Hago lo que puedo.
—¿Cómo está él? —pregunté.
Duchaine le dio un golpecito a su impresionante nariz con
el dedo índice.
—Unmédico no puede hablar de un paciente con otro
paciente, mon ami. Es privado.
la conversación,
Asentí, asumiendo que ese sería el final de
pero Duchaine no había terminado.
con su cuerpo
—Adecir verdad, no hay nada malo
encuentran más allá de mi ex-
—dijo—. Pero algunas cosas se
periencia.
—¿Lacabeza, quiere decir?
—No,no —contestó Duchaine, golpeándose el corazón con un
1
debería estar aquí, isalga de mi cocina! iYespecialmente tú,
perro! —le gritó a Clarence.
Me puse de pie para salir, recogiendo mis regalos. De todas
maneras, creo que no hubiera podido aguantar por más tiem-
po tanto calor.
—iFeliz Navidad! —dije desde la puerta.
1
más feliz para mí. Sin embargo, por más triste que fuera el
recuerdo, no era tan doloroso como pensé y me di cuenta de
que aún podría disfrutar ese día... y sentirme feliz.
Una vez que terminamos el budín de ciruela, se llevaron los
platos y todos nos recostamos en las sillas a punto de explotar.
Sir Stephen se puso de pie y dijo que tenía algunos anuncios
que hacer.
—Noles quitaré mucho tiempo —dijo—,pero primero
quiero agradecerle a la señora Guerrant por habernos brin-
dado una cena tan maravillosa.
La señora Guerrant recibió un caluroso y entusiasta aplau-
so. Se la veía exhausta,pobre mujer, y era de esperarse,
después de haber pasado la mayor parte del día anterior pre-
parando el festín.
—Mihermana y yo queremos agradecerles a todos por
el trabajo que han hecho durante este año y desearles una
muy feliz Navidad. Esperamos que ustedes y sus familias
disfruten el resto de las festividades. Encontrarán nuestras
habituales muestras de agradecimiento sobre la mesa del
corredor de entrada.
—FelizNavidad para usted también, señor —dijo Hodges,
poniéndose de pie y levantando su copa.
—iFelizNavidad!—acompañaron los otros criados.
Sir Stephen agradeció; luego levantó la mano en señal de
silencio y Hodges se sentó otra vez.
—Tengootro anuncio bastante importante —continuó—
Involucra al joven Michael, a quien espero hayan podido co-
nocer un poco durante su azarosa estadía en Hawton Mere.
Sentí vergüenza por ser el centro de atención, pero todas las
caras que ahora me miraban sonreían ampliamente; incluso
la de Jarvis, cuya sonrisa, aunque difícilmente agradable, era
bienintencionada. Miré a Sir Stephen, preguntándome con
inquietud qué iría a decir.
—Henombrado a Michael mi heredero —continuó—
Cuando muera, Michael será el dueño y señor de Hawton
Mere, y creo que demostrará capacidades mucho mejores
que las que he tenido yo.
Hubo muchas caras de sorpresa entre los criados frente a la
noticia. Edith parecía estar a punto de gritar, con los ojos sa-
liéndoseles de las órbitas. Pero nadie en esa habitación podía
verse más sorprendido que yo.
¿El heredero de HawtonMere? ¿Era otra locura de Sir
Stephen? Las miradas fijas sobre mí no lograron más que
aumentar mi vergüenza, y no pude sostenerlas. Me dirigí a
Jerwood, pero el abogado apenas pudo sonreírme.
—Espero que cuando llegue el momento —continuó Sir
Stephen— lo traten con el mismo respeto y la misma buena
voluntad que siempre me han demostrado. Y con esto, les
pido que levanten las copas y brinden en honor a nuestro jo-
ven amigo.
Y así, todos se pusieron de pie y levantaron las copas.
—Por Michael —dijo Sir Stephen.
—PorMichael —dijeron todos en respuesta, con tanto
entusiasmo que me sentí conmovido.
Charlotte se acercó desde el otro lado de la mesa, y me puse
de pie para saludarla. Me dio un abrazo tan caluroso y apre-
tado que pude sentir sus largas uñas clavarse en mi espalda.
—Felicitaciones, Michael —me dijo.
—Felicitaciones, mi niño —dijo Jerwood, estrechándome
la mano.
Este gesto se repitió una y otra vez mientras permanecí de pie,
en un estado de muda incomprensión frente a este extraño de-
senlace. Incluso el apretón de manos de Hodges, tan enérgico
que sentí que me había roto dos dedos, no fue suficiente para
sacarme del estupor en el que me encontraba.
Cuando el entusiasmo del anuncio de Sir Stephen se hubo
agotado, los criados limpiaron la mesa y las celebraciones
concluyeron. A los criados que tenían familia en la aldea se
les dio permiso de ir a visitarlos. El aire de celebración se es-
fumó con ellos.
Siempre queda un ambiente de melancolía después de
los momentos festivos, y esa vez no fue la excepción. Pero
a
mi depresión se añadió el hecho de que, aunque los criados
aceptaron generosamente la idea de que en algún momento
yo llegara a ser su amo, yo no quería adoptar ese papel.
No quería tener que pasar un momento más de lo necesario
en esa casa. Irónicamente, ahora que Sir Stephen había hecho
su anuncio, el motivo de que yo permaneciera en Hawton Mere
había desaparecido. Si esa había sido la razón por la que me
había traído aquí, entonces ya se había cumplido, me podía ir.
Mi cariño por Hodges y los otros criados no era suficiente para
que me quisiera quedar. Jamás querría vivir en esa casa.
Regresé a mi habitación y miré el retrato de Sir
Stephen cuando niño, y una vez más intenté imaginármelo
corriendo por los salones, junto a Charlotte, pero mis pensa-
mientos más bien se volcaron al trato inhumano que le había
dado su padre. Qué triste se veía, incluso ahí; qué temeroso.
Esperaba casarme algún día y tener hijos. ¿Por qué lleva-
ría a mi familia a Hawton Mere? Después de lo que la casa
le había hecho a Sir Stephen... Había envenenado su niñez y
arruinado su oportunidad de ser feliz. Había matado a Lady
Clarendon.
Lady Clarendon. Pobre Lady Clarendon. Miré por la venta-
na y una vez más supe, antes de verla, que ella estaría ahí. La
última burbuja de alegría navideña se deshizo en un instante
al ver su fantasma. Había sentido un enorme alivio cuando
Jerwood me había dicho que me iría de ese lugar en un día,
pero lo que ahora sentía era culpa.
Edith y la señora Guerrant atravesaron el puente hacia la al-
dea, siguiendo al resto de los criados. Lady Clarendon se les
acercó con toda la pasión y la desesperanza con que se había
acercado a nuestro carruaje la noche de mi llegada, aproximán-
dose a ellas con pasos largos y brazos extendidos, y aunque no
producía sonido alguno, era evidente que las estaba llamando.
Pero era claro que no podían verla. Nadie podía verla.
Solo yo. La señora Guerrant y Edith siguieron su camino.
Lady Clarendon se tambaleó unos pasos más detrás de ellas,
pero eventualmente se detuvo y dejó caer la cabeza, con los
hombros pesados y sollozando. Se veía más débil, como si el
esfuerzo por tratar de contactar a los sirvientes la hubiera de-
jado exhausta.
¿Cómo podría dejar que esa criatura triste continuara fre-
cuentando los humedales? Cuando me fuera ella todavía es-
taría allí, condenada a caminar entre la gente que alguna vez
había conocido: sin ser vista, oída o amada. Me necesitaba.
Debía haber alguna razón por la que su espíritu se aferraba
a ese lugar, aunque era claro que ella le temía. ¿Quién más
descubriría la razón, si no yo?
Corrí desde mi habitación por el largo corredor y bajé la
gran escalera, haciendo que Clarenceladrara fuertemente y
corriera detrás de mí. Sabía que no me dejarían salir, por lo
que estaba obligado a escaparme. No fue difícil.
¿Tienes la valentía de tu padre?'; me había preguntado Sir
Stephen. "El tiempo lo dirá" había dicho también. Ese tiempo
había llegado.
Salí al jardín y me dirigí al puente. Edith y la señora Gue-
rrant no eran más que manchas a la distancia. Nadie me vería
a menos que miraran por la ventana, y eso era poco probable:
ninguna de las habitaciones que daban hacia ese lado esta-
ban habilitadas durante el día. Entonces, oí pasos detrás de
mí y me di vuelta, con pánico.
Era Clarence. Intenté mandarlo de regreso, pero no me ha-
cía caso. Se había sentido ignorado todo el día y aquí estaba
su oportunidad de juguetear. Continuamos caminando jun-
tos hacia el jardín cubierto de nieve. Pero no había señal del
fantasma de Lady Clarendon.
Elpantano era un manto indescifrable de blancura, y la ne-
blina pendía baja por todo el terreno como una inmensa te-
laraña. El foso era ahora un grueso manto de hielo y la nieve
era tan profunda que la casa era lo único reconocible en el
horizonte, e incluso esa vista era atenuada por la gruesa capa
nevada en los techos y paredes.
Clarence brincaba, saltando de colina en colina, sin poner
nunca una pata en el lugar incorrecto; movía la cola, y con
cada salto que daba levantaba pequeños torbellinos de nieve.
Respondía pacientemente cada vez que yo soplaba mi silbato
navideño: se lanzaba a toda velocidad a la distancia, como si
persiguiera a un venado invisible, y luego volvía, patinando y
deslizándose, saltando hacia atrás. Su expresión era la repre-
sentación del alegre abandono.
Cada vez que regresaba a mí yo me agachaba un poco, a la
espera de que me saltara encima y me tumbara boca arriba,
pero segundosantes de chocarme él cambiaba de dirección
con una agilidad impresionante y me evitaba por completo,
corriendo en círculos a mi alrededor y saltando como un ca-
chorro, tan a gusto estaba consigo mismo.
Después de hacerlo unas seis o siete veces, y de que yo lo
hubiera acariciado y mimado, corrió haciendo círculos a mi
alrededor como antes, pero, casi a medio salto, se detuvo y
miró fijamente a la distancia.
—¿Quépasa, chico? —dije, siguiendo su mirada, sin ver
nada más que la blanca nieve.
En respuesta, la piel del lomo de Clarence comenzó a eri-
zarse y dejó caer la cabeza, oliendo el aire. Después, empezó
a aullar.
—Clarence, perro tonto —dije—. No hay nada ahí.
Pero cuando volví a subir la cabeza, ahí se encontraba Lady
Clarendon, tan pálida como la nieve que la rodeaba.
Clarence se adelantó, olfateando y aullando. Pensé que
reconocería a su antigua dueña, aunque para ese entonces
no fuera más que un cachorro, y se calmaría, pero enseguida
me di cuenta de que él no podía verla; simplemente sentía
la presencia de algo que le ponía los pelos de punta. Caminó
directo hacia ella, y su figura gris atravesó el fantasma de Lady
Clarendon, como si penetrara una lámina de hielo.
El efecto de ese encuentro sobre el perro fue profundo, pues
dio un gemido y saltó hacia atrás, ladrando tristemente.
Al igual que Clarence, yo también quería correr de regreso
a la casa y a los vivos. Sentí que una ola de tristeza y deses-
peración se filtraba en mí por entre el aire frío cuando Lady
Clarendon estiró la mano y me hizo una seña para que me
acercara. Luego caminó hacia el foso. Yola seguí y nos detu-
vimos en el lugar donde me había caído. Lady Clarendon me
miró y señaló hacia arriba, al otro lado del foso.
Vi el balcón encima de nosotros. Las gruesas paredes bri-
llaban por los témpanos congelados que colgaban. Pero yo ya
sabía que ella se había caído de ese balcón.
Entonces,vi a otra Lady Clarendon aparecer sobre el para-
y viviente Lady Clarendon del
peto. Era la hermosa, saludable
a
retrato.Alinstante me di cuenta de que estaba punto de ser
testigode su muerte, pero ¿por qué?
adelante en el bal-
La Lady Clarendon viva se inclinó hacia
alegría. El aire frío
cón; su cara era la mismísima imagen de la
esa vista del
les daba a sus mejillas un brillo rojizo y, aunque
pasado era silenciosa, podía notar que Lady Clarendon grita- .2
ba algo, como anunciándole buenas noticias al mundo.
Pero cuando levantó los brazos, algo se abalanzó hacia ella:
a
una figura oscura avanzó desde las sombras de la habitación
su espalda. Con trágica rapidez, Lady Clarendon se derrumbó
desde el balcón. No logré ver a su atacante, excepto las manos
pálidas que la empujaron.
Pareció que el cuerpo se tomaba una eternidad hasta es-
trellarse contra el hielo, pero fue terrible cuando cayó. De
alguna manera, el silencio lo empeoraba. Desapareció de la
vista, dejando una enorme herida negra sobre la superficie
congelada. Más horrible aún: su cuerpo flotó; su cara aterro-
rizada y de ojos bien abiertos podía verse a través del hielo
transparente.
Las burbujas habían dejado de salir hacía rato de su boca
cuando Sir Stephen y Hodges se acercaron silenciosamen-
te corriendo por el puente. Deteniéndose a nuestro lado lo
suficientecomo para dejar salir un gemido animal, largo y
silencioso, Sir Stephen saltó de cabeza al
foso, y Hodges gritó
su nombre.
coNTM ftl[lo.
Jerwood llegó cuando el agitado Sir Stephen logró arrastrar
el cuerpo de su esposa a la orilla. Dejó que Jerwood lo sacara,
mientras Hodges cargaba el cuerpo sin vida de Lady Claren-
don a la casa.
Me quedé de pie observando cómo Jerwood ayudaba a su
viejo amigo a caminar detrás de Hodges, mientras que Sir
Stephen gritaba con desesperación el nombre de su esposa.
Miré al fantasma de Lady Clarendon, pero se había ido.
En-
tonces también se desvaneció el mundo que ella me había
mostrado. Jerwood, Sir Stephen, Hodges y el cuerpo de
la po-
bre LadyClarendon:todos habían desaparecido.
Estaba solo
otra vez.
NO
enía que hablar con Jerwood y contarle lo que ha-
bía visto. De todos los que conocía, él sería el úni-
co que me creería y sabría qué hacer para capturar
al asesino.
Era por eso que Lady Clarendon merodeaba el lugar. No era
simplemente que hubiera tenido una vida atormentada; era
que le habían arrebatado la vida cruelmente y habían hecho
que pareciera un suicidio. Había un malentendido que debía
ser aclarado: un asesinato que debía ser desenmascarado.
Y no tenía duda acerca de quién era el asesino. Aunque no
había visto al atacante, había conocido a Sir Stephen lo sufi-
ciente como para estar seguro de que él era capaz de hacer
algo así. Era dado a ataques de comportamiento salvaje, in-
cluso violento, y ahora tenía la certeza de que la culpa se su-
maba a los tormentos de su cabeza. Lo recordé animándome
a que saltara de la torre y pensé en la pobre Lady Clarendon
hundiéndose en ese foso.
Sabía que Jerwood estaba con Sir Stephen en el estudio.
Hubiera preferido esperar hasta que Jerwood estuviera
solo, pero no podía guardar todo eso dentro de mí durante
más tiempo. "Quizás —pensé—sería mejor confrontar al
asesino frente a su viejo amigo y ver qué pasa".
Entré a la casa corriendo, ignorando a la señora Guerrant
que me llamaba y los ladridos de Clarence en el patio. Subí
las escaleras rápidamente y entré por la puerta que condu-
cía a la torre. Subí a toda velocidad por la escalera en es-
piral, vuelta tras vuelta, hasta que alcancé, mareado y sin
sin golpear primero.
aliento, la puerta del estudio, que abrí
me des-
Después de haber entrado tan dramáticamente,
Subí por las
concertó darme cuenta de que no había nadie.
estaba desierto.
escaleras al techo de la torre, pero también
un intento por
Bajé y regresé a la parte principal de la casa, en
adivinar dónde hallar a Jerwood.
Decidí dirigirme a la cocina. Al menos así encontraría a
Hodges, quien seguramente sabría qué hacer. Pero apenas
emprendí mi camino por el corredor, noté que la puerta de la
habitación de Lady Clarendon estaba entreabierta. Me asomé
y vi a Charlotte de pie junto a la puerta que conducía al balcón.
—Lo siento —dije, con la intención de irme.
—Michael—dijo ella, dándose vuelta—, ¿qué puedo hacer
por ti?
—Buscaba al señor Jerwood —respondí.
Charlotte sonrió. Le dio unos golpecitos al marco de la
puerta con las uñas. Llevaba un vestido negro de terciopelo
que hacía que su piel se viera tan blanca como el cielo de in-
vierno detrás de ella. Me pregunté qué haría en esa habita-
ción, pero no me detuve a pensarlo.
—¿Qué sucede, Michael? —preguntó—. Te ves alterado.
¿Puedo ayudar?
—En realidad, no —dije—.Es algo que involucra a Sir
Stephen.
—Entonces me involucra a mí —dijo ella—. ¿Qué pasa?
—Losiento, señora, pero deseo hablar con el señor Jerwood
primero.
—Soyla hermana de Sir Stephen, Michael —dijo—.Lo que
sea que tengas que decir sobre mi hermano me lo puedes
decir a mí.
I
No sabía qué responder. Estaba seguro de que era Jerwood
quien debía recibir esa noticia en primer lugar, pero no había
una manera apropiada de explicárselo a ella.
—¿Meacompañarías al balcón? —dijo,atravesando la
i
puerta.
No tenía ganas de hacerlo sabiendo lo que había sucedido
ahí, pero sin embargo avancé.
—Realmente debo encontrar al señor Jerwood —dije, otra vez.
No quería ser abiertamente descortés con Charlotte, pero
sabía que su instinto la llevaría a excusar y proteger a su her-
mano. Entonces, no tenía mucho sentido discutir lo que pen-
saba con ella.
—Oh, tonterías, Michael —dijo—. Estoy segura de que el se-
ñor Jerwood y el asunto misterioso que tienes con él pueden
esperar... Ven conmigo, la vista es maravillosa.
Me quedé de pie a regañadientes en el marco de la puer-
ta, pero Charlotte me tomó del brazo y me empujó al balcón,
para que me parara junto a ella. Tenía razón: la vista era, de
hecho, maravillosa... mientras no mirara hacia abajo.
Charlotte señaló algunos puntos de referencia con los lar-
gos dedos y fue ahí cuando la verdad se reveló ante mis ojos.
Algo verde brilló bajo la luz del sol... y en mi memoria.
--iEra usted! —dije, con un grito ahogado.
Había visto esa misma chispa verde brillando intermitente
en la mano que había empujado a Lady Clarendon.Sir
Stephen no usaba ninguna joya. No era su mano la que
había
visto. Era la de Charlotte.
—¿Perdón, Michael? —dijo ella.
—Pobre Lady Clarendon —dije, mientras advertía que aho-
ra Charlotte se había situado detrás de mí, bloqueándome la
salida del balcón—. Ella no se suicidó. Usted la mató.
Charlotte frunció el ceño y me miró con los ojos entrece-
rrados, como si fuera una científica a la que se le presenta un
curioso y novedoso bicho. Una ráfaga de expresiones desfiló
por su cara. Dio un paso hacia mí y yo retrocedí, tropezándo-
me. Charlotte rio como una niña pequeña.
—Qué criatura tan extraña eres, Michael. Ahora, ¿por qué
pensarías tal cosa? —me miró de manera maliciosa, despec-
tiva—. Esta es su habitación, Stephen la mantiene como un
santuario. ¿No es ridículo? Está tal como estaba el día en el
que saltó.
—Ella no saltó —dije—. Usted la empujó. ¿Por qué?
Miré hacia atrás por un momento y vi una vertiginosa parte
del foso congelado debajo de mí.
—¿Por qué mataría a la esposa de su hermano?
Charlotte suspiró y me dio la espalda.
—Porque ella era débil, Michael —dijo, como si le exaspe-
rara la pregunta—. No soporto la debilidad. Stephen es débil;
tiene una mente débil, pero es mi hermano, y ¿qué puedo ha-
cer? Lo he cuidado de la mejor manera que pude, pero Haw-
ton Mere debe ser protegida. Esta casa es lo más importante,
Michael. Siempre. Si tú pertenecieras a este lugar verdadera-
mente, lo entenderías.
—iUstedha colaborado para que se convirtiera en un sitio
horrible! —dije.
Charlotte me miró desde el marco de la puerta y luego son-
rió. Levantó algo del tocador dentro de la habitación. Algo
que no pude ver.
—Margaretera una mujer tonta —dijo,después de una
pausa—. Stephen insistió en casarse, pero ella no era lo sufi-
cientemente buena para él. No era lo suficientemente buena
para Hawton Mere. Era hermosa y amable, por supuesto, pero
fortaleza es lo que necesita esta casa. Mi padre entendía eso.
Charlotte me miró otra vez y suspiró.
—¿Qué clase de hijo hubieran tenido juntos, Michael? Pen-
sar en que si hubiera sido un niño, él habría heredado esta
casa; esta casa a la que le he dado mi vida. iNo!Ella me llevó a
hacerlo. Ella fue la culpable, no yo.
—¿Quiere decir que ella iba a tener un hijo? —grité.
Recordé la expresión alegre en la cara de Lady Clarendon,
antes de que la empujaran.
—¿Qué clase de monstruo es usted?
Me arrepentí de la severidad en mi tono, justo cuando Char-
lotte giró hacia mí y pude ver que tenía unas largas tijeras en
la mano.
—Pero ¿cómo pudiste descubrir todo esto? —dijo ella—-
¿Quién te llenó la cabeza con estas tonterías? iHodges,sin
duda!
Charlotte se acercó, examinando mi rostro. No había nada
que perder con contarle la verdad.
—Fue la propia Lady Clarendon —le dije—. Su espíritu me
mostró cómo había sido. La vi a usted empujándola del bal-
cón con mis propios ojos.
Charlotteme miró fijamente por un momento, asimilando
lo que le había dicho. Luego colapsó en carcajadas. Pero eran
risas secas y vaciadas de alegría.
—Escúchate, niño tonto —dijo.
—iPero admitió que es verdad!
—¿Lohice? Si lo he admitido, solo fue ante ti. Y tú ya tie-
nes cierta reputación de fantasioso, ¿no es así? En cualquier
caso, me temo que estás a punto de tener otro desafortuna-
do accidente.
Me di vuelta, incapaz de soportar su mirada. Ella se acercó
más y su vestido produjo un siseo, que reconocí como el susu-
rro que había oído detrás de mí ese día en la nieve.
—iUsted me empujó al foso!
—Pero Michael —dijo Charlotte, con una sonrisa—, tú te
caíste al foso. Fue un accidente, ¿no te acuerdas?
—Me acuerdo —dije—.Me acuerdo de ese sonido como
de siseo y me acuerdo de haber sentido algo sobre la espalda
justo antes de caer. Y usted se cambió el vestido. Se cambió el
vestido porque este estaba mojado por la nieve.
Charlotte suspiró.
—¿Enrealidad pensaste que me quedaría tranquila viendo
como tú, itú!, heredas Hawton Mere? Antes imoriría!
—INOes su decisión! —grité—. Sir Stephen ha...
—Pfff—resopló Charlotte—. Stephen es un loco y hay cien
testigos de eso.
—Supadre lo encerró en ese terrible lugar, con razón enlo-
queció —dije.
Charlotte sonrió.
—Oh, conoces esa historia, ¿no? —dijo.
Se movió coquetamente, girando las tijeras como si fueran
un abanico. Miré detrás de ella, hacia la puerta al otro lado
de la habitación. Tal vez lograra llegar hasta allí si conseguía
sobrepasar a Charlotte. Pero tendría que moverme rápido.
—¿Quieresque te cuente un secreto? —susurró.Yono con-
testé—. No fue Stephen el que hizo eso en el estudio de mi
padre... —se me acercó aún más—. Fui yo.
—¿Qué? —dije—. Entonces... ¿entonces Sir Stephen se
culpó para salvarla del castigo?
—¿Irónico,no? —dijo ella—.La única vez que tuvo el va-
lor de enfrentarse a papá, y no había hecho nada malo. Has-
ta papá habría quedado impresionado si hubiera sabido
la verdad. Ese fue el primero y el último acto de valentía de
Stephen.
Vi mi oportunidad y corrí hacia Charlotte. La empujé
para
entrar a la habitación y me dirigí hacia la puerta
para abrirla
de par en par. Para mi horror, de pie frente a la
puerta se en-
contraba Sir Stephen, con los anteojos negros
sobre su cara
de ceniza y los botones de su abrigo brillando
como estrellas
moribundas,
—Talvez no haya sido el último acto, Charlotte —dijo,
mirando a su hermana.
—Stephen—dijo Charlotte, con una dulce ligereza en la
voz, igual de alarmante que la malevolencia que la había pre-
cedido—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—¿Asíque la mataste, Charlotte? —dijo Sir Stephen en
voz baja, sin mostrar ninguna emoción—. ¿Tú asesinaste
a Margaret?
—PeroStephen,apuesto a que no creíste esas tonterías.
Simplemente complacía a Michael —dijo Charlotte, cam-
biando ahora su tono al de una inocencia herida—. ¿De ver-
dad crees que soy capaz de matar a alguien?
—Creoque harías lo que fuera por esta casa —respondió
Sir Stephen.
Charlotte desfalleció un poco ante la frialdad de su herma-
no, pero empezó a caminar hacia él, con los brazos estirados.
—Estás cansado... —comenzó a decir.
—Suficiente! —dijoSir Stephen, apartándola con un empu-
jón y rehusándose a mirarla a la cara.
En lugar de eso, caminó hacia mí y posó ambas manos
sobre mis hombros, sonriendo tristemente.
—Michael —dijo—, ve a buscar al señor Jerwood. Está con. ..
Pero antes de que pudiera terminar la frase dio un grito
ahogado, me miró con una expresión de desconcierto, y luego
cayó ante mis pies para dejar ver a Charlotte detrás de él con
las tijeras en la mano, con manchas color carmesí sobre las
cuchillas de plata.
Caí de rodillas e intenté levantar a Sir Stephen, pero él no
hizo ningún sonido. La sangre rebosaba de la herida en su es-
palda y, cuando lo di vuelta, más sangre le salió de la boca,
en un hilo. Llevé mi oído a su cara pero no escuché ningún
sonido, no había aliento.
—iEstámuerto! —grité, mirando a Charlotte y viendo que
las tijeras se dirigían hacia mí en un arco amplio. Me moví
justo a tiempo para salvar mis ojos cuando las cuchillas me
pasaron muy cerca de la cara.
Embestí contra ella salvajemente, con la suficiente fuerza
como para hacer que las tijeras cayeran de sus manos con un
estruendo. Recuperé mi postura retrocediendo, pero Charlotte
me siguió con una rapidez y una fuerza sorprendentes. Me
agarró firmemente por el cuello y comenzó a ahogarme. In-
tenté quitar sus manos para liberarme, pero fue inútil.
Mientras luchábamos por la habitación, con un brazo gol-
peé sin querer una lámpara que había sobre la mesa, tum-
bándola al suelo. El aceite se derramó sobre el tapete, que se
prendió al instante, quemando la parte de abajo de las gran-
des cortinas de damasco.
El fuego se extendió de inmediato por toda la habitación y
nos rodeó por completo. Parecía que Charlotte no lo notaba,
así de enloquecida estaba. Con toda la fuerza que me queda-
ba la golpeé en la cara.
Charlotteme soltó y retrocedió. Las llamas estaban vivas,y
se levantaban aquí y allá como caballos en fuego que dieran
patadas con cascos ardientes.
Pero había un camino entre las llamas y yo corrí por él, pro-
tegiéndome la cara, y me las arreglé para llegar hasta la puerta
que daba al corredor exterior. Charlotte trató de seguirme, pero
las olas de fuego estallaron como el Mar Rojo sobre el faraón.
Charlotte gritó con más furia que miedo. Me di vuelta para
ver su cara retorciéndose, llena de rabia y de odio, y pensé que
si había algo de justicia, esas llamas serían solo el principio de
otras que vendrían.
Salí de la habitación al corredor, horrorizado al ver que el
fuego se escapaba con una energía sobrenatural, emergiendo
del techo sobre mi cabeza y haciéndose visible por entre las
tablas del suelo a mis pies. Los apliques de yeso se despren-
dían. El humo se colaba por las grietas. Quise correr, pero algo
que vi adelante me detuvo en seco.
A unos tres metros de distancia, de pie y dándome la espal-
da, había un niño de mi edad, aunque su ropa parecía antigua.
Al instante supe que ese niño era el mismo que había visto en
el espejo. Murmuraba algo para sí, mientras abría y cerraba los
puños. Incluso a la distancia pude sentir su rabia. Luego, me miró.
Yahabía visto suficientes cosas en Hawton Mere que me he-
laban la sangre, pero nada, inada!, me había preparado para
lo que estaba contemplando en ese momento. Aunque el niño
había girado para enfrentarme, su cara no tenía ojos ni nariz,
ni tampoco ninguna facción excepto una boca; una boca que
ahora se abría como una herida despiadada para dejar salir
un grito que parecía destrozar el aire a nuestro alrededor. Era
un grito que reunía un mundo de rabia y dolor.
(O,y ('Oli
l' jue,
f" ICHO, SC
No al no el (le
tuueúo, Evael de había tenido
niño (111c Vida
se tuanit'estaba cogno
tan peúut•bada que su (10101' entidad
exttaña y aterradora,
Cuando Charlotte vio al niño, facciones se llenaron de
terroll Al igual que yo, notó la intensidad del odio y la amar-
gura en ese horrible rostro. Su propia crueldad había engen-
(Irado a esa criatura el día que dejó que su hertnano asutniera
la culpa por ella y tertninara encerrado en aquel escondite
siniestro. l)urante todos esos años, Sir Stephen había estado
poseído. Ahora, el detnonio que lo había atormentado a él ve.
nía por ella.
Serpientes de fuego siseaban sobre Ini cabeza y bajo mis
pies, deslizándose por el corredor y amenazando con blo-
quearme la salida si no actuaba pronto. Pero justo cuando
empecé a correr, una viga cayó del techo y me cerró el camino.
El calor de las llamas me hacía arder los ojos,
Busqué a tientas en mi bolsillo y saqué el silbato. Soplé. No
produjo ningún sonido,pero aun así esperaba que se hubiera
oído en algún lugar y que la ayuda estuviera en camino.
El humo subía en forma de plumas y me picaba en la gar-
ganta. El techo colapsó detrás de mí. El aire a mi alrededor era
insoportablemente caliente, y mi respiración se volvió cada
vez más corta.
Yacasi no podía ver, y debo confesar que pensé que mi his-
toria terminaría en ese lugar. Pero entonces Hodges y Jerwood
aparecieron corriendo, y Clarence ladraba junto a ellos.
Hodges retiró la madera en llamas sin ningún cuidado por
su seguridad.
—iMichael! —gritóJerwoodcuando llegaron al lugar en
el que estaba—.¿Qué ha sucedido aquí? ¿Dónde está Sir
Stephen?
—Estáahí atrás... en la habitación de Lady Clarendon...
Charlotte también está ahí —dije,tosiendo por el humo que
se enroscaba a nuestro alrededor.
Hodges dio un salto hacia adelante y comenzó a apartar las
vigas en llamas con las manos, luchando contra toda proba-
bilidad razonable de entrar, a pesar de que su ropa estaba ar-
diendo. El fuego se intensificó y lo atacó, quemándole el pelo.
Jerwood trató de empujarlo hacia atrás, pero Hodges lo
miró con tanta rabia que pensé que tumbaría a Jerwood, para
quitárselo de encima y regresar a lo que hacía. Esta era la leal-
tad que Sir Stephen había admirado tanto en mi padre, pero
¿debía morir otro hombre por lealtad hacia Sir Stephen?
—Señor Hodges! —grité con lágrimas en los ojos, aferrán-
dome a él y dirigiendo su cara a la mía—. iNo lo haga! iPor
favor,no lo haga! Está muerto. iSir Stephen ya está muerto! iY
usted también morirá si entra ahí!
—Pero ¿y la señorita Charlotte? —gritó.
—iFue ella quien mató a Sir Stephen! —grité—.iYtambién
mató a Lady Clarendon!
Hodges y Jerwood intercambiaron miradas de asombro.
—iEsverdad!
Otra parte del techo se vino abajo.
—INOpodrás llegar a ella, Hodges! —gritó Jerwood.
Había inhalado tanto humo al hablar que ya casi no podía
respirar, y por un momento me ahogué, mientras Hodges se
quedaba inmóvil,pensando en mis palabras.Despuésde
unos segundos, asintió.
—Por Dios santo, isalgamos de aquí! —gritó Jerwood, y esta
vez Hodges no se resistió.
Parecía que una parte de la casa colapsaba con cada paso
que dábamos. El sonido era ensordecedor, y por debajo de
él se podía oír que ese horroroso gemido de desesperación
sacudía la casa hasta sus cimientos.
Salimos al jardín dando pasos escalonados,mientras to-
síamos y nos ahogábamos y ayudábamos a los otros a cruzar
el puente hacia la seguridad del pantano. La ropa de Hodges
todavía ardía en ciertos lugares, dándole un aire salvaje mien-
tras permanecía de pie, mirando la casa.
COIftP5hBh
POR DE Él
00 Las llamas salían del techo y de las ventanas, y el amarillo y
el rojo de su luz titilaba y bailaba sobre la nieve y el hielo del
foso.Me encontré caminando, atraído irresistiblemente hacia
el balcón, y Hodges y Jerwood me siguieron.
La luz del día se desvanecía y el inquietante brillo del cre-
púsculo bañaba la escena. Nubes rojas y rosadas se inflaban
sobre nosotros. Permanecimos de pie junto al foso, mirando
hacia la habitación en llamas.
Pero Charlotte no había muerto todavía. Apareció en el bal-
cón, gritando de terror. Pude ver algo detrás de ella, algo ne-
gro frente al cúmulo de llamas. Ahora era menos niño y más
mono, más demonio, y saltaba triunfante de un lado para otro
hasta que Charlotte,desesperada por escapar, trepó al para-
peto rasgando el vestido en llamas, y saltó al foso congelado
vistiendo solo su camisón blanco.
Debo darle crédito a Hodges, pues se lanzó al foso helado
para intentar salvarla, pero fue como si la profundidad se
la
hubiera llevado, y el criado no pudo encontrarla bajo el agua
espesa y turbia. Jerwood y yo lo ayudamos a salir y, mientras
lo conducíamos a la orilla, el cuerpo de Charlotte flotó desde
la profundidad y descansó, tal como lo había hecho el cuerpo
de Lady Clarendon, bajo el hielo grueso, con la luz del fuego
bañando sus congeladas y distorsionadas facciones.
Mientras caminábamos hacia el puente, miré hacia atrás
una vez más y pude ver el fantasma de Lady Clarendon. Es-
taba de pie a la orilla del foso, con la mirada fija en el cuerpo
de Charlotte. Volvióla cabeza para observarme brevemente
y luego, caminando hacia atrás, desapareció en la oscuridad,
y esta no solo la escondió, sino que la incorporó, la envolvió.
Ella se convirtió, simplemente, en parte de la oscuridad. Se
había ido, imaginé, para no regresar jamás.
os eventos que he narrado sucedieron hace mucho
tiempo, pero en mi recuerdo jamás se han atenua-
4 do. Son tan potentes en mi mente ahora como en
aquel momento. Desearía ante Dios haberlos podido olvidar
alguna vez. Desearía ante Dios haber podido liberar mis sue-
ños de sus horribles formas.
Tanto los funerales como las bodas tienden a conjurar vi-
siones de otros funerales y otras bodas, y la ceremonia de
Charlotte y Sir Stephen sin duda me hizo recordar el poco
atendido y lúgubre funeral de mi querida madre. Parecía ha-
ber sucedido hacía mucho y, sin dudas, había sido comple-
tamente diferente.
Nosotros —Jerwood, Hodges y yo— habíamos decidido
que lo mejor, dadas las circunstancias, era decir que había
sucedido lo que parecía: un terrible accidente. Ni siquiera
les contamos la verdad a la señora Guerrant o a Edith o a los
Bentley. ¿Qué hubiéramos ganado haciéndolo?
El rango de Sir Stephen aseguró que el servicio en la ca-
tedral de Ely fuera espectacular. El enorme y grotesco mo-
numento de mármol en honor a Sir Stephen y a Charlotte se
levanta amenazador sobre los visitantes hasta hoy, y es un
lugar turístico para los guías, quienes cuentan la trágica his-
toria de un hermano y una hermana que murieron al mismo
tiempo y yacen juntos para toda la eternidad. Dicen que es
una historia muy conmovedora, cuando está bien contada.
La asistencia de los vecinos de Sir Stephen fue numero-
sa, todos vestidos con trajes negros y costosos, como una
mujeres lloraron y se des-
bandada de cornejas negras. Las
abanicos, pero sus
mayaron y sollozaron tras pañuelos y
Aquellos que no
muestras de dolor no me convencieron.
mientras vivía
habían hablado muy bien sobre Sir Stephen
ahora esperaban beneficiarse de su muerte.
quien todavía ex-
Me situé lejos con Jerwood y con Hodges,
bri-
hibía en su cara y en sus manos las cicatrices rosadas y
llantes de sus desolados esfuerzos por llegar a Sir Stephen en
medio del fuego. Ahora habíamos formado un lazo. Cualquier
sospecha que hubiera sobre mí como el heredero de la fortu-
na de Sir Stephen, era disipada por la presencia de Jerwood,
cuya reputación de hombre honesto era irreprochable.
Dicho esto, los vecinos se contentaban con especu-
lar, por supuesto, y podía ver pequeños grupos susurran-
do misteriosamentecada vez que me daba vuelta. Pero
poco me importaba, aunque debo confesar que me com-
placía saber que sus sollozos y lamentos eran en vano: Sir
Stephen había escogido no recordarlos en su testamento.
Hawton Mere había quedado reducida a ruinas, y todas las
pinturas y tesoros acumulados por sus antepasados habían
sido destruidos también.
Pero la fortuna de Sir Stephen no residía solamente en las
piedras de Hawton Mere... en lo absoluto. Sir Stephen era
dueño de tierras por kilómetros a la redonda y tenía muchas
otras propiedades. Era accionista de muchos negocios, tan-
to aquí como en el extranjero. Como su abogado y amigo,
el trabajo de Jerwood era darle sentido a esa vasta fortuna y
distribuirla acorde a los deseos de Sir Stephen. El reparto fue
simple. Con Charlotte muerta, toda la fortuna debía destinar-
se a una sola persona: el autor de esta historia.
Cuando Jerwood me explicóque yo era el único heredero
de la fortuna de Sir Stephen, quedé estupefacto y luego me
enojé. No quería ese dinero. No había hecho nada para me-
recerlo y no quería ningún lazo con todo el dolor y la miseria
de ese lugar y esa familia. No quería tener ningún vínculo con
Charlotte, en particular.
Pero Jerwood,con sus modos amables, y posteriormen-
te los generosos Bentley me convencieron de que esa había
sido la voluntad de Sir Stephen y que no debía permitir que
el orgullo me arrebatara una magnífica oportunidad.
Reacio al principio, llegué a entender el sentido de lo que
decían y con el tiempo accedí. Jerwood me explicó que, de
hecho, no tenía que involucrarme en ninguno de los nego-
cios de Sir Stephen.Que había gente destinada a hacerse
cargo de esos asuntos. Si alguna vez llegaban a interesarme,
era claro que me encontrarían un lugar. Mientras tanto, debía
continuar con mi educación. El capital se reservaría para mí
en un fideicomiso y Jerwood administraría mis necesidades
cotidianas.
Sin embargo, el abogado hizo una propuesta que yo acep-
té sin dudar. Sugirió que podría ser apropiado otorgarles
una suma de dinero a cada uno de los criados de Hawton
Mere, dándole un monto mayor a Hodges por su lealtad a Sir
Stephen a lo largo de los años.
Jerwoodya se había encargado de que los criados encontra-
ran nuevos trabajos en otros lugares y se esforzó por asegu-
rarse de que todos los que tenían alguna conexión con la casa
estuvieran bien cuidados. Fue casi como si hubiera asumido
las cargas de Sir Stephen con entusiasmo; como si, al hacerlo,
se acercara un poco a su difunto amigo.
Después de todo esto, regresé a mi antigua escuela —yqué
extrañamente normal parecía todo ahora— y a un mundo que
ahora me parecía infantil, comparado con los eventos que ha-
bían tenido lugar en Hawton Mere. Los niños con los que no
me había llevadomuy bien al principio ahora me parecían
disminuidos en tamaño e importancia.
Tal vez porque no les prestaba atención, y tal vez porque
ahora tenía un aura que delataba mis aventuras, algunos ni-
ños me buscaron y yo comencé, aunque dudando al prin-
cipio, a formar amistades por primera vez en muchos años.
Me convertí en un estudiante bueno y entusiasta. Los pro-
fesores me estimulaban para que alcanzara logros más altos,
hasta que un día me encontré en los escalones de la universi-
dad de Cambridge, incapaz de darle crédito a mi suerte.
No los aburriré con las historias de mi vida
universitaria, de
los estudios que llevé a cabo, de los amigos que hice o
de la
chica que conocí y amé y que, cuando me dejó un día
soleado
junto al río Cam, me instó a viajar por el continente en una
especie de Grand Tour.
Escalé los Alpes en melancólicoaislamiento,tentan-
do a la muerte en más de una ocasióncon mi imprudente
indiferencia hacia el clima o el terreno... Era un vagabundo
por encima de las nubes.
Pero donde fuera que deambulara no podía librarme de
Hawton Mere. Durante varios meses, demasiadas noches,
tendría el mismo sueño recurrente en el que estaba perdi-
do, rodeado de niebla, incapaz de reconocer el sitio en el
que me hallaba.
Caminaba y caminaba sin dirección aparente, pero siempre
me encontraba en el mismo lugar: a la orilla del foso de Haw-
ton Mere, rodeado de agua congelada.
Al bajar la mirada veía una figura bajo el hielo, una forma
que se volvía más nítida al contemplarla, hasta que me daba
cuenta con terror de que era la cara de Charlotte, que me ob-
servaba fijamente, atrapándome con sus ojos repletos de un
odio asesino. El hielo sobre su cabeza se quebraba y yo me
levantaba bañado en sudor frío y temblando como si en reali-
dad hubiera estado parado ahí.
Recorrí las grandes ciudades europeas, y vi maravillosas
obras de arte y arquitectura. Escribí poesía de una naturaleza
particularmente lúgubre. Pero cualquier consuelo que busca-
ra en la naturaleza o en el arte nunca era suficiente, y comen-
zaba a anhelar las voces familiares de Inglaterra.
Sabía que si quería dejar Hawton Mere atrás tendría que
afrontar mi miedo, no esconderme.
enderezando el cuello de mi abrigo y limpiando las mangas
con la mano—. No molestes, no molestes.
Tomamos un taxi hasta su casa en Highgate y les compartí
algunas —no todas, de ninguna manera— de mis aventuras,
que ellos escucharon embelesados enfatizando ciertas partes
con gritos secos de asombro.
Su casa era tal como la recordaba. Había pasado muchos
días allí a lo largo de los años. Los Bentley me habían demos-
trado tanta bondad que, si hubiera podido permanecer en
algún lugar, me hubiera quedado ahí. Ellos habían reservado
una habitación para mí, como lo habían prometido, y después
de una gran cena y una oportunidad para oír sus noticias,
pude dormir muy bien.
Al día siguiente tomé un taxi a la posada Lincoln Fields para
ver a Jerwood. El abogado y yo teníamos una relación diferen-
te de la que tenía con los Bentley, pero en algunos aspectos
era mucho más cercana, debido a nuestras experiencias com-
partidas en Hawton Mere.
Me recibió en la puerta como un viejo amigo y ninguno de
los dos pudo hablar durante unos minutos. Yohabía cambia-
do considerablemente durante mi viaje, pero él no se veía ni
un día más viejo y estaba tan impecablemente vestido como
siempre. Pero me tenía reservada una sorpresa.
Entré al estudio y encontré a Hodges de pie. Mi alegría al
verlo solo se apaciguó por el hecho de que toda la historia
de Hawton Mere parecía estar plasmada en su cara, literal-
que había sufrido en
mente, por las quemaduras aún visibles
el incendio. Pero, ay, qué alegría me dio verlo. Me tomó por
ambos brazos y me levantó del suelo sin dificultades.
—Señorito Michael! —dijo—. Gracias a Dios, regresó sano 5
y salvo.
—Biendicho —añadió Jerwood,levantando un decantador
con oporto y sirviendo tres copas.
Hodges nos contó sobre su empleador actual, que parecía
bastante decente, y sobre la señora Guerrant y Edith, quienes
trabajaban en la misma casa que él. Incluso Jarvis, el conduc-
tor charlatán del carruaje, tenía trabajo ahí.
—Edithme pidió que le mandara un saludo especial
—dijo, guiñándome el ojo.
Me sonrojé un poco y me pareció que Jerwood disfrutaba
enormemente de este hecho.
En una nota más triste, Hodges me contó que el viejo Cla-
rence había muerto. Busqué en mi bolsillo y saqué el silbato
que Hodges me había regalado esa Navidad. Lo había llevado
conmigo en todos mis viajes y le conté cómo me había brin-
dado consuelo en mis dificultades. Hodges se conmovió con
mi relato.
Nunca hablamos directamente de los eventos en Hawton
Mere. Nunca prohibimos el tema tampoco, simplemente era
una especie de acuerdo entre los tres. Parecía que ninguno
de nosotros quería revisitar el lugar, ni siquiera con palabras.
Pero aunque acaté a voluntad lo tácitamente pactado por el
bien de la amistad, hacía mucho había decidido que la única
manera de liberarme de esos recuerdos sería enfrentándolos.
Decidí que visitaría, una vez más, las ruinas de Hawton Mere.
La casa y lo que en ella había sucedido jamás pasaban a un
plano secundario en mi cabeza y, peor aún, aparecían en mis
sueños sin ser invitados.
Pensaba que ir a Hawton Mere a ver sus ruinas me serviría,
de cierta manera, como exorcismo. Yano era un niño. Había
enfrentado muchos peligros desde ese día en Hawton Mere.
Sentía que podía mirar fijamente su cara destrozada y decir:
orma