Como Acercarse A La Poesia - Ethel Krauze
Como Acercarse A La Poesia - Ethel Krauze
Como Acercarse A La Poesia - Ethel Krauze
que yo misma he vivido?, y no pretende enseñar ¡quién sabe qué sea enseñar
poesía!, sino contagiar el amor que le tengo y que ha dado sentido a mi
existencia. Te asomarás a mis asombros, mis amores y mis pesadillas: no
tengo otra manera de llegar a ti si no es entregándote mi alma, que entregarla
es el camino que me ha acercado a la poesía.
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PRÓLOGO
Ethel Krauze
abril de 1991
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CÓMO ME ACERQUÉ YO
A LA POESÍA
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Hoy me confieso vergonzosamente mala compradora de libros. Como que
no les creo a las nuevas y coloridas portadas, al olor recién salido de la
imprenta, no se han impregnado de penumbras, de maderas y de sándalos.
No sabía leer. Y sin eso no podía entrar en aquel mundo. Miguel tocaba el
piano. Un día mi padre me compró dos globos en el parque; uno verde y otro
azul. No quise que me los amarrara en la muñeca, y llegando a la casa se me
soltaron, el jardín se congeló, los vi subir y subir hasta que desaparecieron en
el cielo. Me daba vergüenza llorar delante de mi padre porque yo había tenido
la culpa. Primero me dijo “¿ya ves?, por necia”, y luego me prometió que me
compraría otros. ¿Otros? ¡No!, yo quiero ésos, ésos, ni siquiera pude verlos
bien, no pude abrazarlos, no jugué ni un rato con ellos. ¡Pobrecitos! Desde el
jardín oía “Para Elisa” que tocaba Miguel, y el corazón me dolía en cada
brinco. Y treinta y tres años después no he olvidado los versos que compuse
para los globos:
En la soberana
los siglos impiden,
por eso el verano
y la primavera
se alejan un poco
en tierras mojadas.
De una montaña
sale un globito,
no es un cualquiera:
es verde y azul.
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Había un torillo
cerca de la cabañería
que sus menjurjes
nadie los aguantaba.
Una señora gorda, flaca,
fea y bonita
muele maíz
en su plato ardiente.
El espíritu manual
salió a la calle.
Por fin llegó la tarde en que Miguel habría de cumplir su promesa. Puso
unos dados con letras sobre la mesita de la recámara y me sentó frente a él.
“Ésta es la b, y ésta es la o; juntas dicen bo”. En dos horas me enseñó a leer.
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Él ya tenía nueve años y sabía muchísimo. Corrí desgañitándome al comedor,
donde mi madre improvisaba su escritorio y le di la noticia. Alzó la vista de
sus papeles y dijo: “¿Tan pronto? No, no puede ser”. Se lo demostré
cabalmente: Miguel escribió en un papel: bobe, mamá y caca. Lo leí de
corrido. Petra, que regaba las macetitas, dijo “¿Y esa niña tan grosera?”,
mientras mi madre aplaudía a Miguel. Me quedé callada, roja. Antes de
volver a sus papeles mi madre me miró de reojo y murmuró sonriendo:
“Bueno, parece que no todo era locura”. Ahora yo podría leer como ella sus
papeles llenos de letras. Me senté frente a ella y me puse a leer lo primero que
encontré: las revistas médicas de mi padre. “Pan-crea-ti-tis… úl-ce-ra duo-de-
nal…”, comencé en silencio, para no molestarla. Eran mis letras. Preciosas
todas. Letras. Fue como si un nuevo sol hubiera entrado en mi vida, como si
me hubieran quitado alguna nebulosa dé los ojos. Letras.
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libros no sólo se leen con los ojos, hay que tentarlos como se tienta un cuerpo
hermoso y muy amado, al desnudo, sin pudores, sin reticencias. Y también,
¿por qué no?, hay que rayarlos y romperlos y deshojarlos cuando no nos
gustan, cuando nos han defraudado; un mal libro es peor que una traición. ¿Y
cómo saber cuándo un libro es bueno o es malo? Confiando en nuestro
instinto, robusteciéndolo con más y más libros. Sólo se aprende a leer,
leyendo. Y no hay más regla que la del lector, que es el principal protagonista
en esta aventura. Yo aprendí a amar los libros porque en casa los había, y eran
de uso diario, natural; eran principales en la vida, pero sin sacralizaciones, sin
aspavientos, sin miedos, sin mitos, sin imposiciones. Nadie nunca me obligó a
leer algo que yo no hubiera querido, nadie me escondió algún libro
“prohibido” o dizque inadecuado a mi edad.
María no sabía leer; Petra apenas, pero compraba cada semana las revistas
de monitos en los puestos de periódicos; estaba enamorada del Payo. Yo
también. Leíamos juntas Lágrimas y risas, Chanoc, Memín Pingüín,
Hermelinda linda; llorábamos con los amores imposibles, los huerfanitos
desamparados y las madres desalmadas. Miguel me prestaba sus ejemplares
viejos, que guardaba con llave, de Supermán, Archie y La pequeña Lulú. Nos
arrebatábamos las revistas y muchas veces nos peleamos a golpes. Pasaba mi
madre y me veía con Petra en el escalón de la cocina suspirando por las
veleidades de Rarotonga, y murmuraba: “¿Otra vez leyendo esas
cochinadas?”, y seguía de largo meneando la cabeza. Miguel le pedía un peso
cada lunes para el nuevo ejemplar de Supermán, y ella se lo daba,
murmurando: “¿Otra vez esas porquerías?”. Jamás intervino para
impedírnoslo. Su labor fue más sutil, y enteramente eficaz.
No creo que hubiera sido la primera vez, pero fue la indeleble: tengo seis,
siete años, estoy a la mesa delante de un plato de jaletina, mis pies no tocan el
suelo. Miguel, que ya es grande, habla con mi madre de cosas muy profundas,
creo que de Sócrates[2]. Berta está salpicando el mantel con trozos de jaletina
que escupe entre berridos, es muy chica; de repente, no sé cómo, acabamos
trenzadas a manotazos. El blanco mantel queda hecho un asco de pegostes
color frambuesa. No hay modo de controlarnos. Después de unos gritos
inútiles, mi madre se queda callada contemplando el mantel. Nos paraliza.
“¡Miren! —dice enrollándose el chino de la frente— ¡es la sangre de Ignacio
sobre la arena!”[3]. Nos miramos, asustados.
—Sí, ¿no ven?, el mantel es como la arena, y esos cachitos de jaletina son
las gotas de sangre del pobre de Ignacio que está muriéndose…
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—¿Quién es Ignacio? —preguntamos.
—Un torero. Y lo mató el toro.
—¿Lo mató?
—Miren, les voy a contar. Él tenía un amigo que lo quería muchísimo y lo
fue a ver torear. Y cuando lo vio tirado, lleno de sangre, se levantó gritando:
¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña, que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena!. ¿Se imaginan?, le pidió a los jazmines, que son
unas florecitas blancas, que llegaran corriendo a tapar la sangre de Ignacio,
porque no quería verla, porque le daba mucho dolor ver a su amigo así.
Vengan florecitas, les dijo, y a todos los demás les dijo avísenles que ya se
apuren. ¿No es precioso?
Algo como un bloque de plomo muy brillante me golpeó la cabeza. Sentí
que las lágrimas me subían enloquecidas hasta los ojos, como si nacieran en
el centro de mi cuerpo. ¿Un torero? ¿Cómo un señor se para en un lugar para
que lo mate el toro? ¿Cómo su amigo se pone a gritar a las florecitas que se
apuren para tapar la sangre?
—… y su sangre ya viene cantando, dice el poeta, ¿se imaginan cuánto
quiere a Ignacio que hasta oye cantar su sangre?
Mi madre va diciendo los versos y va explicándolos y su rostro se hace
dorado y me extiende una servilleta para que me suene la nariz, porque ya no
puedo seguir ahogando los sollozos. Berta comienza a recoger los trozos de
jaletina y los va poniendo sobre el plato; Miguel está muy serio y muy pálido.
Estoy llorando, pero siento tanta felicidad al mismo tiempo, que no sé qué
me pasa. Lloro por Ignacio, muchísimo, no soporto ver su sangre sobre la
arena. Pero también lloro horrible por el amigo que sufre más porque no
soporta verlo sufrir. ¿Y esta felicidad? ¿Por qué tengo esta sensación como de
mareo cuando veo volar el enjambre de flores blancas en el cielo de la tarde?
¿Por qué me queda una canción tan dulce en las orejas cuando oigo a la
sangre cantando por marismas y praderas, y ni siquiera sé qué son “marismas
y praderas”? ¿Por qué ya no quiero ver ahorita la tele, ya no quiero hacer la
tarea, no quiero ir a jugar al patio? ¿Qué quiero? Ay que no quiero verla, que
su recuerdo me quema…
“Esto es la poesía”, dijo mi madre levantándose de la mesa. Miré el
mantel, su blancura manchada de rojo. Y me enamoré para siempre de
Federico García Lorca.
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porque uno quería. Y leer era entrar en un mundo de sonidos deslumbrantes
que cantaban amores de hadas, de grillos, de burros plateados y sirenitas
tristes. Alzaba los ojos del libro y tardaba en volver a ver las paredes de mi
cuarto, me costaba trabajo aterrizar porque llegaba la hora del baño o del
chocolate con donas. Pero sentada en el pupitre de la clase, me esforzaba en
reconocer que también esos objetos que parecen libros y cuyas páginas están
llenas de números y gráficas eran libros. ¿Un libro de sumas y restas? ¿Un
libro odioso que hay que aprender de memoria, si no, te ponen cero, es un
libro?
Durante toda la primaria sólo los libros de español me parecían libros.
Hablaban de palabras, las juntaban y las separaban, como un juego. Recuerdo
un lampo dichoso: entre los infinitivos y los gerundios encontré estos
renglones:
Brinqué con los ojos muy abiertos. Otra vez esa marea. Sentí que un pedacito
de mi madre estaba en ese libro, y me dije, esto es la poesía. Amar. Cantar.
Porque el mar es tan oscuro como la noche, y la nube es como la concha
donde se guarda la luna, que es tan redonda y tan brillante como las perlas.
¡Es perfecto! Abajo decía: José Juan Tablada. Es un genio, pensé. Y sentí un
peso en el pecho, como tristeza. ¿Por qué? Aquí no hay nada triste, todo es
muy bonito: el mar, la nube, la perla… ¿Por qué ya no quiero oír a la maestra
ni salir a recreo? Como que algo me jala no sé a dónde, como si flotara
despacito dentro de un torbellino. ¿Por qué suspiro? Estoy en mi banca de la
escuela, estoy en una penumbra bañada de astillas de luz.
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mis tías platicando entre carcajadas secretas durante los rezos de la shiva.
¿Por qué no lloran? Me encerré en el baño y traté de llorar, primero me dio
miedo el espejo cubierto con una sábana y luego me aburrí y ya me llevaron a
acostar. Pocos meses después mi padre me trajo un pollito amarillo al que
adoré desde que lo sentí temblar entre mis manos. Lo guardé en una caja de
zapatos y le puse su comida. Berta enloqueció de celos. Un día regresé de la
escuela y lo encontré apachurrado. Entonces sí lloré, sollocé abrazando a mi
pollito, meciéndome con él, gritando incontrolable. Ya sabía qué era la
muerte. Mi padre llamó a María y sólo entre los dos pudieron quitármelo y
calmarme. Berta se encerró en el cuarto de María. En la noche yo seguía
gimiendo “¡mi pollito!, ¡mi pollito!”, mirando puntos ciegos en el aire.
No recuerdo cuánto tiempo pasó. Yo seguía con esas muertes clavadas en
mi garganta. Y un día apareció en mis manos El príncipe feliz[7], de Oscar
Wilde. El príncipe es una estatua muy grande y muy bonita, llena de joyas.
Sus cabellos son de oro y sus ojos de esmeraldas, por boca tiene rubíes y todo
él brilla como una estrella. Pero está muy triste porque desde su altura puede
ver cómo sufren los niños pobres. Entonces le pide a su amiga la golondrinita
que le quite con el pico una esmeralda y se la lleve a una familia que no tiene
qué comer, y luego que le quite un rubí de la boca, y luego el otro ojo. Hasta
que se queda sin nada y se pone feo y ya nadie lo quiere. Pero ahora es feliz.
La golondrinita de tanto que vuela y vuela queda tan cansada que se para en el
hombro del príncipe, con la lengua de fuera, pero también es feliz porque
juntos han hecho felices a muchas personas. Y entonces, se mueren los dos, al
mismo tiempo, uno junto al otro. Un resplandor alumbra la noche.
Fue demasiado. Ahí estaban mi abuelo y mi pollito, encarnados en el
príncipe y la golondrinita. Fue perfecto. Oscar Wilde había entendido
exactamente lo que a mí me había pasado. Me dormí suspirando, ya sin
fuerzas para llorar. Había encontrado la paz en esas páginas, porque el poeta
había dicho todo lo que yo traía adentro, él me comprendía. Durante mucho
tiempo, en las noches, ya sola en mi cama, evoqué al príncipe y a la
golondrinita en sus vuelos nocturnos, y así iba entrando en el sueño.
Había tres tipos de libros: los de filosofía, que eran para discutir, no sé
qué, pero eran para eso; los de la escuela, que eran horribles, como ya dije,
para “estudiar” y no sacar ceros; y los libros libros, que según ya sabía yo,
eran de poesía. El principito era poesía, el “Verde que te quiero verde”[8] era
poesía, Andersen[9] también. Yo no distinguía entre cuentos, poemas,
crónicas, cartas… Todo lo que me ponía a flotar era poesía, todos los
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escritores que sabían lo que yo sentía eran poetas. Sigo sintiendo lo mismo el
día de hoy. Y no creo estar equivocada.
Yo también quería decir lo que sentía. Ya no me conformaba con aquellas
composiciones orales casi onomatopéyicas de mis primerísimos años, casi
carentes de significado, o con tan secretos sentidos que nadie, ni yo, entendía.
Quería poner las cosas por escrito, como lo hacían los poetas. Iba a cumplir
nueve años y desde hacía semanas le había hecho jurar a mi padre que me
regalaría un diario de pastas de piel, con grabado japonés en la portada, y
llavecita con candado; todos los días iba a verlo en los aparadores del
Sanborns. Llegó el día. “¿Éste?”, dijo mi padre y lo puso entre mis manos.
Asentí, apenas podía tocarlo. Salimos de la tienda y yo era otra, sencillamente
otra, nunca volví a ser la de antes.
Era un diario con una hoja fechada para cada día. Y era el catorce de junio
y quedarían vacíos los seis meses anteriores. En ese momento no podía pensar
en qué iba a hacer con todas esas páginas en blanco. Comencé de inmediato,
escribí que acababa de cumplir nueve años y que mi padre me había regalado
un diario muy bonito y que sentía yo muchas cosas porque… ¡zaz!, que se me
acaba la página. ¿Y ahora qué hago? Continué en la siguiente, porque no
podía yo parar, sentía la cara roja y sudaba mucho. Me eché una semana del
diario. Acabé agotadísima. Al día siguiente decidí que sólo escribiría una
página, tal como venía fechada. Yo estaba enamorada de David, que ya iba en
secundaria. Y mis páginas se poblaron de sus ojos verdes, de su piel morena,
de sus cabellos negros y crespos. Y no me alcanzaba el espacio. Entonces
tomé la decisión más importante de mi vida: llenar las páginas de los meses
anteriores no con lo que me había pasado, porque era imposible recordar día
por día desde el primero de enero y ya estábamos en agosto, sino con lo que
hubiera querido que pasara. Inventé esos seis meses anteriores a mi
cumpleaños, y cuando terminé el diario vi que no había diferencia, que en
realidad todo era cierto porque estaba dentro de mí. Sin darme cuenta había
encontrado la profunda verdad que hay en la literatura: no importa que las
cosas sucedan o no en el mundo exterior, lo importante es expresar lo que
ocurre en el mundo interior, ése que compartimos secretamente.
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de tu balcón sus nidos a colgar
y otra vez con el ala en sus cristales
jugando llamarán.
Aquí se me quebraba la voz. No sabía muy bien por qué, pero que las
golondrinas volvieran, y también las madreselvas —no sabía qué eran
“madreselvas”—, me parecía de lo más necesario en el amor. Y así era,
porque Bécquer lo decía. Nunca me importó no entender el significado de
cada una de las palabras que leía. Ni aun ahora. Nunca anduve detrás de los
diccionarios. Ni hoy lo hago. Para leer un poema hay que “entrar” en él,
tomarlo como se toma un buen vino ¿qué importa su añada, su cosecha o su
región? Vas haciendo paladar al ir bebiendo, vas haciendo camino al
andar[11], como quiere Machado. Cuando un rostro te hipnotiza, no tratas de
entenderlo, te sumerges en su contemplación.
Y yo me sumergía en los versos, y ya no sabía si amaba a Bécquer o a
David, porque Bécquer sí que sabía de amor, y lo cantaba, mientras David se
la pasaba jugando basquetbol y ni siquiera se daba cuenta que yo existía. Me
lamí los labios y me supieron a lágrimas saladas, me acerqué al espejo, más,
más, mi aliento lo empañó, cerré los ojos y besé apasionadamente su helada
superficie. Me ardían las sienes, me separé avergonzada, el corazón se me
salía por la garganta. Sobé las páginas del libro, mis páginas queridas, mis
pobrecitas páginas, tan tristes como yo, mis cómplices nocturnas, y leí,
gimiendo ya:
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Solté el sollozo. Pero no me satisfizo: Bécquer estaba hablando como hombre,
y yo era mujer, así que retomé el verso y lo puse en femenino:
Entonces pude llorar como se debe. No sabía qué era “absorta”, pero me
pareció terrible, tanto como lo que a mí me pasaba; seguramente yo vivía
absorta, y comía absorta y dormía absorta porque David me tenía absorta,
no me miraba, yo me paré todo el recreo al filo de la cancha, le aplaudí
cuando metió “canasta” dos veces seguidas, y ni así me miró… ¡Pobre de él,
pobre para siempre!, ¡desengáñate, así no te querrán!, le grité al espejo. Eran
las doce de la noche, temblaba de frío, me fui a acostar, agotadísima, y me
dormí al instante.
A esa edad yo no hubiera podido explicar qué es la poesía. Hoy todavía no
puedo hacerlo. He leído en muchos autores mil definiciones, unas
complementarias y otras antagónicas, unas metafóricas y otras académicas,
unas inextricables y otras simplistas. Lo misterioso es que todas son ciertas,
valederas, únicas. La poesía da para todos los ojos que quieran mirarla, para
todos los oídos atentos a escucharla, porque es un diálogo personal entre el
poema y tú. Aunque un millón de lectores lean el mismo libro, el poeta
siempre estará hablándote a ti, a tus propias emociones, a tus secretos
inconfesados, y tú le responderás con tu voz interior, que es la verdadera, la
que saldrá a la luz, para tu propia sorpresa. En realidad, es todo lo que hay
que saber para acercarse a la poesía.
Y yo lo intuía, tal vez porque nunca nadie me metió el “santo temor” a la
poesía, ese absurdo mito que la rodea de ajenidad inalcanzable, de toga y
birrete, de “palabras mayores”, de estrados con tapete rojo y fanfarrias; lo
único necesario para que me acercara de modo natural a ella fue que hubiera
libros en casa, y que yo pudiera viajar libremente por los libreros. Así
descubrí la primera definición de poesía, que aún no me abandona:
¿Qué es poesía?
dices mientras clavas en mi pupila
tu pupila azul.
¿Qué es poesía?
¿Y tú me lo preguntas?
¡Poesía eres tú!
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Estos versos me arrebataron. Tenían que ser de Bécquer. Reflexioné
largamente: entonces poesía es ella, porque le está hablando a ella, la mujer
de la que está enamorado, como yo de David; ella debe ser muy bonita, como
David, porque nadie se enamora de los feos; entonces poesía es amar lo
hermoso… Me vi al espejo y me solté llorando, ¡por eso no me quiere David!,
ni Bécquer tampoco, prefiere a esa tonta que ni siquiera sabe qué es poesía.
Corrí a preguntarle a mi padre qué es “pupila”. Me vio llorosa y me dijo:
“¿Qué tiene mi muchachita linda?”. Él sabe que no soy linda ¿por qué me
quiere? ¡Nunca sabré lo que es el amor de un hombre!
—Qué es pupila —insistí.
—La bolita negra de los ojos.
—¡Pero aquí dice que es azul!
—¿Cómo?
—Sí, mira —y le mostré el verso.
—Pregúntale a tu mamá. Y ya vénganse a cenar, es muy tarde.
Mi madre me dijo que era una “licencia poética”.
—¿Qué es eso?
—Para que suene mejor.
Estaba tan enojada con Bécquer por todo lo que me había hecho, que le
corregí la plana con mi propia “licencia poética”; leyendo ese poema hasta el
cansancio descubrí qué era la rima: palabras que suenan igual o muy parecido,
como “azul” con “tú”; las dos tienen u y ahí recae el golpe de voz, el acento.
Pues el necio se equivocó, en vez de haber dicho: ¿Y tú me lo preguntas?,
debió haber puesto al revés: ¿Y me lo preguntas tú?; por que así rimaría
también con el último verso: ¡Poesía eres tú!, y mientras más rimas, mejor.
Claro que yo no sabía que la rima es sólo uno de los recursos de la poesía
y no es indispensable, y que Bécquer buscaba evitar el sonsonete, pero lo
importante fue que me atreví a leer con ojos críticos —despechados— al
poeta universal, y rehíce el poema a mi gusto. Los poetas no son vacas
sagradas a las que hay que poner en un pedestal, no son intocables ni
infalibles; no son seres de otro mundo y ninguna musa trasnochada los
inspira. Son como tú y como yo, sólo que escuchan su voz interior y la
expresan con palabras, y esas palabras nos hacen descubrir nuestra propia
voz. Cada vez que descubría a un poeta, sentía que otra parte de mí se
iluminaba, se me revelaba. Como si yo hubiera estado encerrada en la
oscuridad, y Alberti[12] me abriera una ventana, y Machado otra, y
Garcilaso[13] tantas. Cada poeta es mi otro yo, y así le hablo, de tú, como a mí
misma.
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Bécquer me había herido, y yo le respondí con valentía: yo también era
poeta, y en todo caso, ¡poesía era yo! María gritó que había molletes de cajeta
para la cena, corrí contenta como nunca al comedor.
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enseña a Dafnis lo que debe hacer con Cloe. Esta parte me puso enferma de
rabia. ¿Por qué el poeta no dejó a los jóvenes que descubrieran solos los
secretos del amor? ¿Por qué metió a esa vieja de por medio? ¡Yo jamás
permitiría una cosa así! En todo caso, ¿por qué no al revés, que un viejo le
enseñe a Cloe? Estaba tan furiosa que decidí borrar de mi cabeza ese
humillante párrafo. Pero el resto de la obra me llenaba de ardores y de
insomnios; ahí entre esas páginas, estaba la historia de amor más hermosa
jamás contada, y de alguna manera yo podía vivirla sintiéndome Cloe y
bañándome desnuda como ella en el río, aunque yo nunca hubiera visto un
río, y tocando el oro de los cabellos de Dafnis, aunque David los tuviera
negros y no me hiciera el menor caso.
Guite se emocionó mucho, se le puso la piel de gallina, me lo dijo:
—Mira, se me puso la piel dimita, como de gallina —y se arremangó la
piyama para mostrarme el brazo.
Era la primera vez que me ponía tanta atención, porque yo estaba
desatada. Y creo que porque se trataba de David, y ella también sentía lo
mismo. En otras ocasiones, cuando le contaba lo que estaba leyendo, sólo
decía “qué bonito”, o “qué aburrido”, y me enseñaba el vestido o el radio
nuevo que le habían traído sus padres del último viaje a Estados Unidos. Yo
nunca entendí por qué su padre ganaba tanto dinero con las chamarras, hasta
la llevaban a Disneylandia en las vacaciones y le compraban calcetas de
colores; a mí nunca me llevaron a Disneylandia, pero a cambio de eso mi
madre no estaba encima de mí todo el día, como la de Guite, que cada semana
se pintaba el pelo de otro color y andaba tras de Guite a ver en qué la
regañaba; yo creo que no había leído un libro en toda su vida, porque se ve
que no tenía mucho en qué pensar. Para Guite las historias de los libros eran
cosa de libros y no tenían que ver con la vida real. Yo no entendía muy bien
esa diferencia, porque cada vez que leía un libro me daba cuenta de que sí
tenían que ver conmigo, con mi vida de todos los días, con lo que yo sentía.
Porque, ¿qué, si no otra cosa era la vida real? ¿No era real Dafnis espiando la
blancura del cuerpo de Cloe? Tan real como la piel de gallina de Guite
cuando se lo conté.
—¡Ay!, préstamelo, yo también quiero leerlo —dijo, y abrió enormes las
pestañas.
Fue el primero de muchos que le presté.
—Pero en secreto —me había dicho—, porque me regañan.
—Estás loca, cómo van a regañarte por eso, le dije.
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—Dicen que no les gusta que ande tiradota todo el día, haciendo quién
sabe qué, y sin hacer nada.
Y recordé que siempre le decía eso Petra a mi madre, cada vez que mi
madre le ordenaba un nuevo mandado:
—Usté porque namás está sentadota con sus papeles y no hace nada, pero
yo sí trabajo.
Y se iba bufando. Mi madre meneaba la cabeza y sonreía, volvía a
ponerse los anteojos y encendía un cigarro. Terminaba cansadísima en las
noches, decía que había trabajado mucho, que se merecía un descanso; se la
había pasado leyendo y escribiendo todo el tiempo. Se veía resplandeciente.
Guite comenzó a llevar un diario como el mío y se aprendió de memoria
el “Nocturno a Rosario”[15] y el “Idilio salvaje”[16]. Lo recitábamos frente al
espejo disfrazadas de mujeres “malas”, con tacones, medias y labios pintados,
y una mascada negra en la cabeza, a modo de bruna cabellera de india brava.
Nuestro mejor espectáculo fue el “Hombres necios que acusáis a la mujer”, de
Sor Juana[17]. Gritábamos. El padre de Guite golpeaba la puerta del baño y
nos obligaba a salir. Pero Guite ya había sido inoculada: descubrió que la
poesía era un juego, pero un juego que hace temblar el corazón.
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los labios. Siguió leyendo, todo el salón estaba mudo. ¿Eran lágrimas? Porque
de pronto se le empañaron los lentes. El corazón se me salía. Cerró el
cuaderno y se lo llevó a su escritorio. Continuó la clase, se le oía muy rara la
voz. A los cinco minutos dijo que nos dejaba libre el resto de la hora. Todos
me dieron las gracias. Pero yo no dormí esa noche, se había llevado mi
cuaderno, ¿con qué derecho, vieja bruja? Nunca nadie había leído mis cosas,
era como si una mano vil estuviera tentándome por todas partes. Y yo sudaba
y sudaba revoleándome bajo las cobijas.
Llegué temblando al día siguiente. Me dijo: “Quiero hablar contigo
cuando termine la clase”. Pensé que me expulsarían para siempre. ¿Y qué les
voy a decir a mis papás? Además, sí es cierto que estaba hablando muy fuerte
y no me dejaba escribir, yo no tengo la culpa. ¿Por qué siento que se me
quema la cabeza? Dio la hora y me acerqué a su escritorio:
—Quiero que hablemos, pero no aquí —dijo. Te invito a tomar un café,
bueno un refresco, cerca de tu casa, hoy en la tarde, ¿puedes?
No podía creerlo. Dije que sí, asustadísima. Quedamos de vernos en
Sanborns, a las cuatro. Llegué tarde de propósito, vestida con las peores
fachas que encontré. Iba retadora, esperando el consabido sermón “para mi
bien”. Ya estaba esperándome delante de su taza de café, y sonrió casi
temblorosa cuando me vio. Pedí un refresco, tenía seca la garganta.
—Primero que nada quiero pedirte perdón —dijo mirándome a los ojos,
sentí que me volvía loca—, tienes razón, a veces mi voz es horrible y
entiendo que no te deja concentrarte…
—No, es que… —balbucí a punto de echarme a correr.
—No digas nada. ¿Sabes que me pasé toda la tarde leyendo tu cuaderno?
¿Y sabes cómo me sentí? Muy mal, y me puse a llorar.
—Es que… —Me daba vueltas el restorán.
—Mira —sacó mi cuaderno y lo abrió en una página marcada por ella—,
mira, esto es poesía, es poesía pura, tú lo escribiste, ¿no te das cuenta?
Me quedé mirando los renglones, como tonta, no pude leer nada, algo
dentro de mí comenzó a sonreír.
—Vamos a hacer un trato —me dijo buscando mi mano sobre la mesa—,
yo no quiero que te detengas por mi culpa, cada vez que sientas la necesidad
de escribir durante la clase, saca tu cuaderno y hazlo, procuraré bajar la voz.
Pero bueno, ten en cuenta que debo dar la clase.
Asentí, sin poder hablar. Nunca he vuelto a tener una emoción parecida.
Al despedirnos, me dijo:
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—Y no me agradezcas nada, lo que tú haces es más importante que lo que
yo pueda enseñarte, créeme.
Ojalá hoy sepa ella, Jana Shidlo, mi maestra de yiddish, que aquello que
me enseñó esa tarde está entre lo más principal de mi vida.
A oscuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
a donde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
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¡Oh noche amable más que la alborada,
oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!
En mi pecho florido
que entero para Él solo se guardaba,
allí quedó dormido
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.[18]
Casi desfallecí. Ardía mi corazón entre los versos. Volví a leer. ¡Pero qué es
esto, Dios mío, es lo más hermoso de mi vida! Vi la noche, vi a la amada
escapándose sin ser notada al encuentro con su amado, vi la luz dorada en el
momento del abrazo, las flores en el pecho y el aire quietecito, vi un campo
de azucenas y en medio a los amantes que duermen, sus cabellos
confundidos…
Yo no sabía qué era “escala”, ni “aquesta”, ni “alborada”, nunca había
oído “almena” ni “ventalle”; jamás había estado en un campo de azucenas, ni
siquiera en un campo. Pero el poema me había hecho vivir la noche de amor
más intensa que he tenido en mi vida. No sabía que había descubierto la
poesía más elevada que ha dado la lengua castellana en todos sus siglos. Hoy
agradezco esa ventura: habérmela bebido en pureza y al desnudo, ignorando
los datos bibliográficos, las fechas, las épocas y las corrientes literarias.
Pasaron muchos años para que yo supiera que la “Noche oscura” de San Juan
de la Cruz es un poema místico del siglo XVII español, y que la mística es la
experiencia del alma que se despoja de sus necesidades mundanas en busca de
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la gracia de Dios, y que hay tres etapas: la purgativa, la iluminativa y la
unitiva; que la primera es precisamente la noche oscura, donde el alma vaga a
ciegas, y la segunda está marcada por la luz interior que pone Dios como
señal de su Gracia en el alma afanosa, y la tercera es el encuentro, la unión
por fin del alma y su Creador; y que es la experiencia suprema que sólo
algunos elegidos han tenido.
La mañana que lo descubrí, habiéndome escapado de trigonometría, sin
ser notada, sólo sabía que algo me había elevado los pies, como si ya no
caminara tocando el suelo, algo se había metido debajo de mi piel, como si el
aleteo de un pájaro habitara en mi sangre, algo me punzaba en el cuello
dulcemente, algo, algo terriblemente hermoso había pasado y me velaba los
ojos un campo de flores nunca visto. Ya nunca volvería a ser la de antes. Salí
del baño, el sol me dio en los ojos, di unos pasos erráticos, me detuve en el
pasillo, miré el patio vacío, la hilera de salones con sus puertas verdes, y me
solté llorando con la frente pegada a la pared.
Ahora que acabo de transcribir la “Noche oscura” en estas páginas, he
vuelto a temblar en mi escritorio. Han pasado más de veinte años, y el poema
sigue idéntico dentro de mí. Es de noche y en la casetera suenan los adagios
barrocos. Estoy en bata y por la ventana veo los faros rojos de los coches que
pasan. Pero nada de esto es cierto. Lo único real es el ventalle de cedros
donde ando meciéndome en secreto, de la mano de San Juan, en pleno
corazón de Polanco.
Felizmente las clases de literatura, en la escuela, no pudieron hacer mella
en mi amor por la poesía. Tuve que aprender de memoria fechas de
nacimiento y muerte de todos los escritores en lengua española, para pasar el
año; la noche anterior al examen memorizaba los nombres de las corrientes
literarias y sus respectivas definiciones “Romanticismo: el amor y la muerte;
Modernismo: el cisne y la interrogación; Realismo: el búho y el
costumbrismo; Renacentismo: el conceptismo y el gongorismo…”. Los
“ismos” me mareaban. Aprobaba el examen y olvidaba todo al día siguiente.
Las clases de literatura eran “otra cosa”, que nada tenían que ver con la
literatura, con los poemas que yo leía y que sonaban en mis orejas. Eran
odiosas esas clases, yo no entendía absolutamente nada y además no sabía
para qué servían todos aquellos “ismos”; las matemáticas servían para contar
el dinero; la química para inventar fórmulas que no hicieran estallar a los
líquidos, a los sólidos ni a los gaseosos; la física para construir casas que no
se te cayeran en la cabeza; ninguna me gustaba, pero las tres servían para
algo. ¿Para qué servían las clases de literatura?
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Después de veinte años de leer y escribir como único oficio, puedo decir,
claramente, que no sirven para nada. Lo que sí consiguen los programas
escolares es despertar miedo y asco por la literatura, en ese afán por
despojarla de su libertad creadora, de su vuelo lúdico, para aprisionarla entre
“parámetros”, “contextos”, “coordenadas”, en un archivero mohoso,
rimbombante y totalmente innecesario. Después de veinte años de leer y
escribir como único oficio, no sé en qué año nació Cervantes[19], y no me
importa. Pero el Quijote anda “enderezando entuertos” en la esquina de mi
casa; he olvidado en qué ciudad nació Rafael Alberti, pero nunca a sus
ángeles[20], que vuelan sobre mi cama cuando el alba despunta; ignoro a qué
corriente literaria —en realidad, nunca he sabido bien a bien qué sea eso—
pertenece Concha Urquiza[21], pero su “Job” mantiene encendida en mi cielo
la oscura lumbre de sus ojos.
Cuando inauguré mi taller literario en la galería Guadalupe Posada del
ISSSTE, me encontré con veinte pares de ojos expectantes ante su primera
aventura con la poesía. Había oficinistas, amas de casa, ingenieros; querían
algo nuevo en sus vidas rutinarias, no sabían qué. El viejo horror hacia las
clases de literatura todavía se les notaba en el temblor de las manos, en el
tartamudeo de las gargantas secas. Abrí el libro, leí:
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Nunca había visto ojos más desorbitados, ni más felices. Y lo único que
yo había hecho fue abrir el libro y leer un poema. Es lo que cualquier persona
puede hacer, en cualquier momento, para acercarse a la poesía. Cuando
aquella gente descubrió que no tenía que aprenderse nombres ni fechas ni
palabras raras, sintió que la poesía podía convertirse en un oasis.
No estoy en contra del conocimiento, ni digo que los datos académicos y
bibliográficos hagan daño por sí mismos; estoy en contra de que los
programas escolares los presenten como obligatorios, y peor aún, como
sustitutos del poema, de su lectura original. Las clases de literatura deberían
ser talleres de lectura y de creación. Nada más. Un tiempo dedicado a jugar
con las palabras, leyéndolas y escribiéndolas, descubriendo cómo suenan y lo
que dicen y por qué, encontrando nuestras propias palabras, las que son
capaces de expresar lo que llevamos dentro. Esto transforma la vida. No
importa que después vayas a dedicarte a la ingeniería, la medicina, o al
comercio, o a criar hijos; lo que hagas será mejor si has paladeado un poema,
tu vida será más plena, más lúcida, más dichosa si has navegado los mares
todos, desde Homero hasta Joseph Conrad[23], si has llorado las Églogas con
Garcilaso, si has visto reverdecer el “Olmo viejo” que Machado canta milagro
de la primavera, si has esperado junto a Lope[24] en las noches, cubierto de
rocío, si en todo eso has encontrado el sonido de tu propia voz.
Lo demás: nombres, fechas, bibliografías, corrientes y teoría literaria
están en los manuales, los diccionarios y las enciclopedias; existen para que
los consultes cuando necesites un dato específico, no para que te aprendas su
contenido de memoria, si no ¿cuál sería su función?
En las clases de literatura de secundaria, su función fue horrorizar a mis
pobres compañeros, que nunca tuvieron la oportunidad de acercarse de veras
a la poesía, y salieron escupiendo un montón de datos tan inextricables como
desechables. ¿Por qué insisto tanto en esto? Porque no todos tienen el
privilegio de nacer en una casa con libros, donde la poesía es algo que se
respira de modo natural y diariamente, tanto que en mí se convirtió en
poderoso antídoto contra la literatura escolar. Para la mayoría, la escuela es el
primer contacto con los libros, y las materias de literatura, la única rendija
posible hacia la poesía. Pero si esa rendija es turbia y abierta apenas por
quienes dictan burocráticamente los programas escolares, el resultado es el
que ya conocemos: la gente en México no lee, y eso, fatalmente, la convierte
en servidora de otros.
Nunca leíamos nada en clase. Yo sola descubrí la “Noche oscura” en las
últimas páginas del libro de texto. Yo sola me lo bebí hasta que se volvió
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parte de mi vida. Si tienes hijos, ten libros en casa, y déjalos volar entre las
páginas. Yo volaba la “Noche oscura” sin descanso, ansiosa de encontrar un
amado que me esperara en un campo de azucenas, para escaparme de mi casa
y correr a regalarle mis cabellos, sobre su pecho florido.
Llegó, por fin. Adrián llegó una tarde de mayo de mis trece años. Supe
que era él, cuando Miguel lo trajo a comer a la casa y sus ojos oscuros me
miraron, como diciéndome cosas. Y cuando a los postres me dijo: “soy
poeta”, mi corazón tembló, creció, gimió, y fue a estrellarse contra el abismo
por la ventana del comedor.
David desapareció por arte de magia, y Adrián entró con el pie derecho en
mis noches oscuras desde ese momento. Comenzó a visitar la casa con
frecuencia, y yo dejé de comer, y las manos me sudaban mientras lo
escuchaba hablar con Miguel en las sobremesas; yo no entendía casi nada,
porque ya eran grandes y discutían sobre existencialismo y literatura
comprometida. Para mí la existencia no estaba en discusión, bastaba
despertarse todas las mañanas con la imagen de Adrián delante de los ojos
para que la sangre corriera como liebre en las venas y la vida toda se llenara
de estallidos de luz y, ¿eso de literatura comprometida?, quien sabe qué fuera
eso, pero Adrián se frotaba el bigote, y como si estuviera enojado decía que el
único compromiso de la literatura estaba en las palabras. Yo oía esas frases y
un pájaro me revoloteaba en las sienes, en varias ocasiones me levanté
corriendo a mi recamara, me encerré con llave, y me solté a llorar de amor,
echada sobre la cama, las manos cubriéndome el rostro.
No, esto era diferente, nada tenía que ver con lo que hasta hace poco había
sentido por David. Me volví silenciosa y huidiza. No le conté nada a Guite, y
sólo de pensar que ella pudiera enamorarse de Adrián me provocaba
espasmos en el estómago. Un día sonó el timbre, salí a ver: era él. Me entregó
un papel doblado y se alejó rápidamente sin haber abierto la boca. Leí:
“Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía… Las
muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos[25]. A las
ocho en la fuente del parque”.
Varios años después supe que eran versos del Cantar de los cantares,
donde he abrevado inagotablemente. Pero allá, ¿cómo reproducir aquí y ahora
esa aguda espina dorada[26] que se me hundió en el pecho? La calle
desapareció, los coches, el edificio de enfrente, la reja. No sé cuánto tiempo
estuve así, de pie, con los ojos en los renglones. Me convertí en un fantasma,
flotaba en una neblina luminosa o dentro de un mar muy profundo. Así llegué
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a la recámara, y me senté a mirar las manecillas del reloj, durante tres horas y
media. Casi a las ocho, me escabullí sin ser notada gracias al alboroto que
había en la cocina donde María estaba regañando a mi madre porque ya no
había en la despensa harina para los hot cakes que Berta pedía a gritos. Salí,
corrí en la noche oscura, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía, y
que era el farol de la esquina. Cuando abrí los ojos los labios me quemaban,
volví a hundirme en los tuyos Adrián, como quien se echa en el mar de La
Quebrada, y supe cómo se mecen los cedros, aunque no había cedros, mi
rostro recliné sobre tu pecho, y juro Adrián, juro que un aire de azucenas
envolvió mi corazón.
Cuando volví a la casa, diciendo que había salido a ver los cachorritos
recién nacidos de la perra del portero de al lado, Berta suspiraba delante de su
bolillo con cajeta, a falta de hot cakes, mi padre veía la tele, mi madre estaba
en su escritorio, Miguel tocaba el piano. Pensé: no han vivido nada, y floté
hacia mi recámara, a ver moverse las manecillas del reloj, hasta el día
siguiente.
Siempre nos veíamos a escondidas. Cuando ya no sentía yo los labios, y
me separaba jadeante para respirar un poco, él me decía al oído sus poemas.
Eran hermosísimos, aunque nunca supe de qué trataban. Él decía que era un
poeta “de vanguardia”, y por eso debía romper con todas las reglas y escribir
como le viniera en gana, sin artificios trasnochados. Yo no sabía qué era
“trasnochado”, pero no importaba, me bastaba con saber que él era mi
Bécquer, mi García Lorca, mi Machado, mi San Juan. Y yo siempre escribía
lo que me venía en gana, aunque no sabía que con eso estuviera rompiendo
alguna regla, o todas, para convertirme en “poeta de vanguardia”. Hoy me
provocan sonrisa y sonrojo estas lucubraciones, al recordar la inteligente voz
de Alfonso Reyes[27], que las aclara de golpe:
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necesidad de aullar a la luna llena, y eso no es poesía. […] El
poeta debe hacer de sus palabras cuerpos gloriosos.
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Una tarde salí temprano a esperarlo, llevaba mi cuaderno, me senté en el
pasto. Vi los árboles, el cielo, la fuente, las hojas secas sonando en el rojo
arroyo de arenas. Todo daba vueltas y yo daba vueltas con todo. Cogí la
pluma, siguiendo un impulso incontenible, y comencé a escribir:
Algo más:
tus ojos y el perfil del sol.
Algo más:
correr por nubes de naranja
jugoso charco de miel,
agua y cascada
y algo más.
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¿para qué mirar las nubes desde la banca, si en los renglones voy corriendo
entre nubes de naranja, empapándome en sus charcos jugosos?
Ahora sé decirlo de otro modo: la realidad de la poesía es más que la
diaria realidad, en nuestro ir y venir cotidiano sólo vemos esta nube, o aquella
otra, estos ojos que tenemos delante y que olvidaremos mañana; tenemos una
visión dispersa y fragmentada del mundo, y con la escasa memoria que sólo
sirve para vivir día con día. Pero en la poesía, las palabras no aluden
únicamente a un objeto determinado, sino que encierran significados
múltiples y animan nuestra memoria para hacerlos presentes y simultáneos;
esto es lo que da unidad y riqueza a nuestra visión del mundo. Pongamos un
ejemplo, cuando Quevedo[34] dice:
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haber vivido encerrada en un sótano y ser apresada por los nazis. Ella era
idéntica a mí: morena de cabellos negros, de ojos grandes y un leve bozo
sobre los labios que la avergonzaba, tenía una hermana y un hermano, una
madre todopoderosa y un padre entero y prudente, y era judía, y se enamoraba
mucho. Ana Frank era yo, escribía un diario, y miraba por la ventana, mucho
rato, quién sabe qué. Se quejaba de lo mismo que yo, quería lo mismo que yo
quería. Durante mucho tiempo viví en una Holanda impalpable y morí sobre
una tabla, torturada, a los quince años. Veinte años después anduve los
canales de Ámsterdam, el guía dijo en pésimo inglés: “ésta es la casa donde
estuvo escondida Ana Frank”. Y el agua del canal se elevó como nube y me
llenó los ojos.
Nunca he vivido nada tan dramático como lo que cuenta Ana Frank, pero
ella me hizo sentir en cada poro sus sufrimientos. Y ésta es la experiencia
impagable que da la obra literaria. Y no importa si ella lo vivió o lo inventó,
lo que vale es lo que está escrito. Todo lo que se escribe es real, está en las
páginas, existe de manera autónoma. Si abrimos ahora la Ilíada veremos de
nuevo morir heroicamente a Héctor, y si la abrimos mañana ahí estará
muriendo otra vez, eternamente muriendo en los renglones. La vida en la
existencia diaria es fugitiva, pasajera; en la poesía es permanente. ¿Te importa
comprobar puntillosamente lo que vivió esa pobre criatura en la Holanda nazi,
como si fueras periodista o historiador? Lo valioso, lo escalofriante, es verla
en este momento poniendo cajas al pie del ventanuco para atisbar el cielo,
como dicen sus páginas.
Eso de llamarle “ficción” a la literatura es una pobre y malévola
deformación. Parecería el reino de la mentira, de lo falso, y por lo tanto, de lo
inocuo. Parecería que la literatura nada tiene que ver con la carne y los huesos
nuestros de cada día. Y es, sin embargo, todo lo contrario. En ella se
encuentran las verdades fundamentales de la condición humana. No importa
si los hechos que ahí se cuentan sucedieron o no en la realidad tangible,
comprobable, biográfica, lo que importa es su verosimilitud, es decir, que
pudieron existir, que podrán darse, que son reales en la medida en que ocurren
en las páginas y que esas páginas nos hacen conocer nuestras pasiones, y
reconocerlas en los demás.
La literatura no es ficción, sino conocimiento profundo del ser humano.
No inventa, descubre; no copia, crea; es una lente de aumento, muy ancha y
microscópica a la vez, donde nos miramos a nosotros mismos.
Y esto lo encontraba yo en cualquier autor. No sabía de géneros ni de
definiciones. Lo mismo podía darme San Juan de la Cruz que Ana Frank.
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¿Hay diferencia sustancial entre un poema, un cuento, una novela, un diario?
Allá, creía que no, ni la notaba; hoy, con veintitrés años más y una carrera en
letras, sigo en lo mismo: el arte literario es uno solo, el canto de las palabras
que alumbra el corazón y enciende la inteligencia, que nos hace mejores
hombres y mujeres.
Vayamos al origen: todo pueblo nace a partir de un libro. Al pueblo judío
se le define como el pueblo del Libro, que es la Biblia. Cada civilización tiene
su libro correspondiente: hindúes, egipcios, árabes, aztecas, todos han surgido
de la noción de un libro sagrado, dictado por Dios; y éste fue convirtiéndose
en el coro de Musas que más tarde inspiraran al poeta y que hoy se llama
talento. Al arte de la palabra se le denominó desde su origen Poesía.
Hoy, independientemente de la fe religiosa, los libros sagrados forman
parte de la poesía de una civilización. Son el fundamento de su cultura, y
siguen siendo fuentes del conocimiento literario. Dice Schwob[36]: “quizá
encontráramos en la Biblia nuevos procedimientos literarios y el arte de dejar
las cosas en su sitio”. Todo poeta, pues, se siente una especie de dios, porque
emula al Dios creador. Cuando éste dice: “hágase la luz”, sus palabras son la
luz; no que al segundo siguiente de decirlas el mandato sea obedecido, no, las
palabras de Dios son el acto mismo, crean ellas solas la luz. Así el poeta crea
una realidad literaria. Cuando dice:
Tierno sauz,
casi oro,
casi ámbar,
casi luz.[37]
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este término siga siendo el más puro, el más directo, el que revela la entraña
misma de este arte.
Todo lo que se escribía se hacía en verso. La poesía que hablaba de las
hazañas de un pueblo a través de sus héroes, era llamada épica, como la
Ilíada[38] y el Mío Cid[39]. La que se refería a las emociones más íntimas y
personales, era la lírica, como toda la amorosa. Y la que se desarrollaba en un
escenario donde se representaban acciones, era la poesía dramática, como la
obra de Shakespeare[40]. La noción de escritor, en vez de poeta es muy
posterior y surge cuando vuelven a clasificarse la épica, la lírica y la
dramática. La épica hacía las veces de historia; cuando la historia se convierte
en ciencia social, autónoma, y el periodismo surge como vocero de la noticia,
la poesía épica ha de encontrar un nuevo aliento, al que se le llama narrativa.
El verso desaparece y sus formas de expresión se vuelven novelas, cuentos y
crónicas. La dramática evoluciona en función del escenario, busca otros
lenguajes diferentes al verso y sale de la poesía para convertirse en otro arte,
autónomo: el teatro. Sólo la lírica queda intacta, y es a la que hoy en día
llamamos poesía, según los cánones académicos. De tal modo el término
poesía quedó tan reducido que fue necesario encontrar otro que reuniera a
todas estas formas de expresión: novelas, cuentos, crónicas, poesía; literatura
fue el elegido. Hay en catalán una expresión muy hermosa para explicar esa
palabra, se dice del amante de la literatura que está de ietra ferit, herido de la
letra o por las letras.
Tres cosas me han llevado a esta, acaso, un poco extensa explicación de la
poesía como origen del arte de la palabra: hay otro libro en esta misma
colección, es Cómo acercarse a la literatura; ignoro por qué, como si la
literatura y la poesía fueran cosa aparte; pero en fin, por otro lado, dos libros
sobre el tema son apenas un anuncio para su vastedad. La segunda: he
contado a lo largo del paginario, sin distinción ninguna de géneros literarios,
mi acercamiento apasionado a los libros; la misma espina me clavaba Bécquer
que Oscar Wilde, lo mismo cantaba a Lorca que a Longo, igual mi insomnio
se poblaba con Fray Luis de León[41] que de Selma Lagerlof[42]. Todo aquello
era poesía, sin saber si se trataba de un cuento, una novela, o un diario. Y todo
es poesía. Porque la poesía no está en la artesanía de cortar renglones y
rimarlos, sino en el espíritu que anima a ese conjunto de palabras para crear
con ellas una experiencia única, como revela su concepto original. Y la
tercera: como dice Mann[43] “lo que se busca se encuentra”, y acabo de leer
en Jules Renard[44] lo siguiente: “quisiera ser, en prosa, un poeta muerto al
que se le echa de menos; la prosa debe ser un verso que no conserva el
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renglón”. Es decir, todo escritor de veras, aunque no haya escrito un verso
propiamente dicho en su vida, se sentirá poeta; primero, porque así fue en el
origen, y segundo, porque ahí sigue estando la médula del arte de la palabra:
la búsqueda de una forma específica, irrepetible, que dé a luz el contenido.
Con Adrián caminé las palmeras de Florencia en la Zona Rosa. Él me dijo:
—Mira, son los Beatles.
Las miré: sus largas melenas meciéndose en la brisa de la tarde, juro que a
una le vi los lentes redondos de John Lennon. Luego me dijo:
—Mira a la gente, ve todo lo que hace, cada movimiento, cómo caminan,
cómo suben al camión, cómo se alisan el pelo o se arreglan el saco, todo,
todo, no pierdas ni un detalle.
Vi todo, todo hasta que me dolieron los ojos.
—Ya —dije.
—¿No parecen locos? —respondió sonriendo.
Después de mi primera perplejidad, comencé a ver locos en todas partes.
Era su manera de hacerme vivir la poesía: ver lo que estaba delante, pero que
otros no veían, en sus diarias prisas. Él era el ser más inteligente de la tierra, y
el más sensible. Y yo me mareaba de felicidad y buscaba la noche en el
horizonte para que las sombras cubrieran nuestro amor entre los árboles del
parque.
Ya no se aparecía por la casa. Miguel lo olvidó pronto y mi madre no
metió la nariz. Sólo María sabía, y era cómplice de mis escapadas a clase de
francés, a clase de hawaiano, a clase de guitarra, a hacer la tarea a casa de
Guite…
—Ay pobrecita de mi niña —decía suspirando, mientras me veía correr
hacia la reja, ardientes las mejillas—, ay tu mamá yo no sé, ella sabrá…
Y yo adoraba a mi madre, y a María, y adoraba la vida.
Poco me duró. Como vivía en otro mundo, no puse atención en éste que
pisaba diariamente. Y sólo cuando ya era demasiado tarde me enteré de las
lenguas que había soltado la vecina, una alemana gorda y bruja, entre la
población de la cuadra. Mi padre comenzó a oír cosas “de la hijita del
doctor”; a todo mundo mandó callar con su letal mirada de antiguo y fiero
gard en las canchas del encontronazo. La vieja no cejó. Un día lo detuvo en la
calle y le gritó a la cara:
—¡Herr dóktorr, herr dóktorr!, ¡hijita ustet, tan pulkrro ustet, dóktorr!,
¡hijita manosea con farshtínkener, yo visto, dóktorr, no cuentan, yo visto!,
¡vergoenza!
Mi padre se zafó con rabia:
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—Usted ocúpese de lo suyo.
La vieja quedó convertida en estatua de sal. Pero mi padre entró en la casa
con las quijadas apretadas y los ojos más rusos que nunca. Corrí a
esconderme. Faltaban unos minutos para mi encuentro con Adrián. Me escapé
como pude. Le conté. Me abrazó. Hicimos planes complicadísimos, y
juramentos. Todavía me volví hacia sus ojos oscuros en mi carrera de regreso
a la casa, sonreían diciéndome adiós. No he vuelto a verlo, nunca.
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permiso, porque es muy grande para mí, pero sabía la conclusión: ¡lo amo, lo
amo! Y ni una palabra me salía de la boca.
Entonces mi madre tomó una de las hojas y comenzó a leer en voz alta:
… y espesas miradas,
y temblor de cosas,
y romper de cristales,
y barcos de papel…
El sábado pasado fui a comer con mis padres, y les conté de este libro. Les
dije:
—No que me lo haya propuesto, pero estoy dándome cuenta de que es un
homenaje a ustedes, a la casa donde me crié.
Se miraron, me miraron, con mucha extrañeza.
—¿Pero por qué? —dijo mi madre.
—¿Yo qué hice? —dijo mi padre.
Me eché a reír:
—Por eso, precisamente —les dije—. Por que lo hicieron con tal
naturalidad, que ni siquiera saben lo que hicieron. Se quedaron aún más
extrañados.
—¿No se dan cuenta? Me regalaron lo que más amo: la poesía.
—Pero nosotros no hicimos nada —insistió mi madre—. No sólo no me
obstaculizaron, sino que me estimularon…
—¡Pero yo ni leo poesía! —dijo mi padre.
Volví a reír:
—La tenías en la casa, y te sentías orgulloso de mí.
—Ah, eso sí.
—Y tú, mamá, me la explicabas desde que era yo niña.
—¿De veras?
—¿No te acuerdas del “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, en el
comedor, de sobremesa?
—¡Ay sí es cierto!… ¿era el “llanto” o el “verde que te quiero verde”?
—Era la atmósfera de la casa, el amor a los libros.
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—Sí… ¿de dónde nos habrá venido, Luis, de los abuelos? ¡Pero uno era
sastre, y el otro, vendedor ambulante!
—No importa. Ahí estaba. Y digo en mi libro que es lo único que se
necesita para acercarse a la poesía.
—Bueno, en eso tienes razón. A ver, cuéntame cómo estás haciendo el
libro, porque quiero contarte de mi tesis que estoy a punto de terminar —dijo
mi madre.
—¿Sabes que voy a contar este diálogo en mi libro?
—¡No, no pongas que a esta edad apenas estoy terminando mi tesis de
doctorado! ¡Es una vergüenza!
—Siempre te he visto escribiendo alguna tesis, sumida entre libros y
papeles. Eso eres tú, un ejemplo.
—¿No te estás burlando?
—Dame más tequila y no digas tonterías.
—Te vas a emborrachar.
—Dale y no discutas —dijo mi padre.
Y les conté que mucho tiempo pensé cómo escribir este libro. Que
primero se me ocurrió un texto escolar, o académico, lleno de clasificaciones
y definiciones. Que vomité ante la idea. Y después de insomnios descubrí el
sentido de hacer un libro como éste: contar cómo yo misma me había
acercado a la poesía, por qué la leía, por qué la escribía, qué me enamoraba;
es decir, contar mi vida y entreverar ahí veinte años de oficio y algunas
reflexiones, apenas teóricas.
—No busco enseñar, que la poesía no se enseña, sino contagiar, como se
inocula un virus maravilloso.
—¡Me parece maravilloso! —exclamó mi madre—. No te atrevas a hacer
otra cosa, nada que se parezca a un manual de secundaria Y hablando de
secundaria, fíjate que Selma Lagerlof…
—Tú me diste a leer El carretero de la muerte cuando tenía yo doce años.
Me asusté muchísimo.
—… no te pasó nada, bueno, ella, que no me acuerdo si es irlandesa, ¿o
danesa?, ¡qué importa!…
—Así me enseñaste, que no importan fechas ni datos, sino la sustancia de
la literatura.
—… ¿de veras?, ¡pues claro que lo que importa es la sustancia!, bueno, ya
déjame decirte, Selma Lagerlof escribió un libro como el que te encargaron,
pero sobre geografía, y se le ocurrió poner de personaje a un ave que recorre
las zonas del país y va contando lo que ve. Resultó tan atractivo y tan útil que
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lo convirtieron en libro de texto para las escuelas. Se dieron cuenta que poner
a los niños a aprender de memoria los nombres de los ríos, de las capitales, y
de las cordilleras así nada más, en abstracto, no tenía ningún sentido, y la
Lagerlof había conseguido darle a la geografía un sentido literario, humano,
uniendo al paisaje con su gente, con su vida diaria.
—Has dado, como siempre, totalmente en el clavo. Confirmas y reafirmas
mi idea.
—¡No se te ocurra hacer otra cosa!
—Lo juro.
—Bueno, ahora quiero decirte los ejercicios sobre creatividad que estoy
poniéndole a mis alumnos, y tú dime los que pones en tu taller, a ver de qué
manera los combinamos.
—Bueno hijita, las dejo para que platiquen, me voy a mi siesta —dijo mi
padre y se levantó para darme un beso en la frente.
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—¿Eso quieres?
—¡No! —grité.
—Entonces lea, y suénese la nariz, ande —y me ofreció su pañuelo.
Siguió la sesión. El Maestro me dedicó más de tres horas radiografiando
mis versos, para desechar la paja y encontrar la aguja y hacerla lúcida delante
de mis ojos. Salí enteramente transformada. Me sentía pesada como plomo y
ligera al mismo tiempo, como con alas. Suspiraba entrecortadamente. Al
despedirnos, El Maestro me tomó con fuerza del brazo, y me dijo con mucha
suavidad:
—Si la lastimo es porque vale, usted vale. Porque dime, ¿para qué iba yo
a perder mi tiempo, que no es oro, ésas son porquerías, sino obras inmortales?
Lo vi gigantesco, avasallador, y me sentí mareada de felicidad. La
experiencia me hizo guardar cama durante tres días. Pero fue apenas la
primera de las pavorosas golpizas que me hicieron escritora.
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palabras en el papel me recobraban, me daban un etéreo piso donde yo podía
moverme, ciertamente, con felicidad.
Salí a buscarlo. Anduve las calles que caminábamos; las anduve, las
desanduve. Recorrí las cuatro estaciones del parque. Le puse nombre a las
piedras, a los patos. Vi la fuente vacía, y la vi alumbrando con su lluvia de oro
las ramas de los árboles. Grité. Volví a la casa, los ojos secos, el pecho
helado.
Con un bulto de poemas bajo el brazo, llegué a ver al Maestro. Él estaba
escribiendo, y murmuraba cosas y hacía ademanes locos. No me hizo el
menor caso. Me quedé parada en la puerta cerca de media hora, temblando.
Alzó por fin la vista y me dijo:
—Qué haces allí.
—Este…
—No digas “este”, es como no lavarse los dientes, como traer sucias las
uñas, como eructar en el banquete… como…
—O sea que…
—No digas “oseaque”, apesta, hiede, ¿entiendes? Es una muletilla
asquerosa para llenar un vacío mental.
Me quedé muda y me puse morada. He de reconocer que jamás he vuelto
a decir “este” ni “oseaque” desde entonces. Le mostré mi bulto.
—Siéntate.
Me senté, feliz. Comencé a abrirlo, a acomodar los papeles en orden.
—Deja —me dijo haciéndolos a un lado—. ¿Tienes orejas?
Titubeé. Iba a comenzar mi frase con un “este”… Me tapié la boca.
—¿No tienes orejas? Bueno, ni modo.
—¡Sí, sí tengo! —salté.
—Magnífico, entonces ábrelas —y tomó un libro empastado en piel de la
repisa más cercana, y comenzó a leer:
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Hallé luego al que ama mi alma:
Trabé de él, y no lo dejé,
Hasta que lo metí en casa de mi madre,
Y en la cámara de la que me engendró.
No podía ser cierto. ¿Alguien había escrito algo así?, ¿esas frases como
aromas que hacen cerrar los ojos? El estudio se llenó de noche bajo soles de
desierto.
—Lee —dijo dándome el libro.
Comencé balbuciendo. Me detuvo en cada palabra y me corrigió. Él decía
el verso y luego yo lo repetía. Al final me dijo:
—Hasta que te enamores de tu voz leyendo esto, no vuelvas por acá.
Recogí mis papeles con tal timidez que quería volverlos invisibles.
Cuando iba cerrando la puerta, la cara roja y punzante, él ya volvía a lo suyo;
me quedé un momento afuera, oyéndolo murmurar quién sabe qué.
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—Bueno, está bien, vamos a verlos sílaba a sílaba, no, letra a letra
¿entendido?
Fue mi primera crítica literaria formal. Pero no me esperaba una cosa así.
En realidad no sé qué esperaba, tal vez esas reseñas llenas de adjetivos que
vienen en los libros de texto y que dicen de un autor, por ejemplo: “de amplio
estilo y sabio manejo de la pluma este autor plasma toda su originalidad así
como sus más hondas emociones…” es decir, palabras abstractas que no
dicen absolutamente nada de la obra y que abundan en las solapas y las
contraportadas de las novedades editoriales.
Ese día aprendí a leer un poema, a encontrar de veras su sustancia, a
desechar la retórica, a distinguir entre el arte y el desahogo personal, como
dice Reyes: “Hasta los perros sienten la necesidad de aullar a la luna llena, y
eso no es poesía”[46].
El Maestro me trató como a un perro. Y me hizo poeta.
—Falso, esto no es cierto, no es verso, no es nada.
—¡Por qué dice eso, es lo que yo sentía cuando lo escribí! —gemía yo.
—Mentira. Querías espantar al lector, hacerte la tenebrosa, y en este otro
te regodeaste poniendo palabras que ni conoces sólo para sorprenderte a ti
misma, y este final es miserable, retórica pura, dizque para cerrar con broche
de oro…
Yo no quitaba los ojos de los versos, que iban desmoronándose uno a uno.
Pero me rebelaba. Quería entender. ¿Cómo puede saber si un verso es cierto o
es falso? Se sabe si es bello o no, o si estamos o no de acuerdo con lo que
dice, si nos gusta o nos molesta. Pero… ¿cierto o falso? Yo preguntaba y él
explicaba, ahora veo que con inaudita paciencia, con rabioso amor. Sus
argumentos me penetraban, pero algo faltaba para que yo acabara de
asimilarlos. Entonces me arrebató la página y subrayó cinco veces uno de los
versos del poema, un sólo renglón, aislado, en medio y brevísimo, ¡cómo no
acordarme todavía!:
el caballo es como el viento
Y me gritó a la cara:
—Esto es lo único auténtico del poema, el único verso, veo el galopar del
caballo fundiéndose en el viento, veo la crin volando en la llanura y escucho
su ulular, el caballo es negro y poderoso y es, es, es el viento. Quítale el
como, es timidez, ingenuidad, no estás confiando en tu visión, no estás
confiando en el poder de tus palabras para hacer del caballo el viento, pero lo
hiciste, aquí está, el caballo es el viento y esto es lo único cierto en el planeta,
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porque tú lo ves, lo oyes, lo hueles, lo palpas, ¿no está aquí cabalgando sobre
la mesa?
Un mar de luz se abrió delante de mis ojos. Sentí un vendaval de crines en
el pecho y era lo más cierto, lo más auténtico que había vivido hasta entonces.
No sé cómo comunicar de otra manera esta experiencia, más que con la
experiencia misma. La poesía no se enseña, se contagia. El que ve más,
alumbra para que el otro mire en redondo el horizonte. La verdad en la poesía
está en el poder de las palabras para reproducir la visión, la emoción que la
anima. No son palabras bonitas, raras, diferentes del lenguaje común; es un
estado de alma que se convierte en estado de palabras. Y sólo ahí se da de
veras.
Se le llama poesía a muchas cosas: a un paisaje, a una flor, a una
atmósfera. ¡Cuántas veces hemos oído decir que una mirada es poética, o un
ademán, o una tarde de lluvia! Pero es un uso coloquial o popular del término,
y se refiere a la materia prima, a la emoción previa con la que habrá de
construirse la reunión de palabras que devendrán poesía. La poesía no está en
la naturaleza o en los hechos diarios y exteriores, sino en la mirada del poeta
sobre ella, sobre ellos, para convertirlos, a través de las palabras, en
realidades únicas, irrepetibles, que alumbrarán nuestra propia mirada.
Dice Borges[47]: “Y navegué toda la noche, desde Homero hasta Joseph
Conrad”. Y con esto nos dice: para conocer el mar no voy al mar, sino a los
poetas que hablan del mar, y ahí, en las páginas, estaré navegando todos los
mares posibles. Ésta es la verdad que encierra la poesía. Y para acercarse a
ella, sólo hay que leer y leer, nada más, hasta aprender a leer: arrancarle el
resplandor de la verdad, que es la belleza, como quiere Platón.
¡Ay, cabalgué esa noche como jinete sin par en mi caballo de viento,
recorriendo todos los caminos!
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nombre, esperando que pasara yo al frente del micrófono. No pude moverme.
Unos aplausos sueltos al fondo, tímidos, casi perplejos. Di unos pasos en la
cuerda floja, sentí que me iba de bruces sobre las butacas. Vi negro.
—Hay que felicitar mucho a esta niña —decía la directora, excitadísima—
porque hubo una gran polémica entre el jurado, todos creían que se trataba de
un plagio, pero, pues no, hasta ahora no se ha demostrado.
Me volví hacia ella con ojos de cobra.
—Y también hubo mucha polémica —continuó— porque el concurso era
para la preparatoria, pero bueno, ella se inscribió y compitió con todas las de
la ley, y pues sí, fue la mejor.
Me pidió que leyera en voz alta mis poemas. Yo comencé, con lágrimas
de rabia, porque la acusación de plagio se me había encajado como puñal en
la espalda; cuando terminé viví lo que nunca más, ni aun con el Nobel,
volveré a vivir: ese flotar entre las nubes del aplauso atronador. Semanas
pasaron para que yo pudiera bajar a la tierra.
Mi madre botó sus lápices de maquillaje y se levantó como loca del
tocador:
—¡Te lo dije! ¿Ya ves? ¿No te lo dije?
Brillaron sus ojos castaños y sus brazos me rodearon hasta sofocarme.
Bebimos tequila para brindar.
—¿Plagio? —sonrió— ¡Qué bueno que piensen eso, quiere decir que estás
a la altura de cualquier poeta! Debes sentirte muy orgullosa.
Ella sabía siempre qué decir en el momento justo. Salvo, curiosamente,
cuando se trató del premio. Mil doscientos pesos, o la excursión gratis con los
preparatorianos a Oaxaca, en las vacaciones de semana santa, que ya se
avecinaba. En realidad nunca pensaron que una niña de secundaria fuera a
ganar, de modo que el premio sería no pagar los mil doscientos pesos que
costaba la excursión ya enteramente organizada. Los directivos de la escuela
querían que yo aceptara el dinero, ¿qué iban a hacer conmigo en el viaje?
Pero yo lo único que quería en el mundo era ir a esa excursión con los de
prepa. ¡Qué experiencia sin igual! Y viviría para contarla. Cientos de páginas
esperaban ser colmadas con tan portentosa materia prima.
De espaldas me fui cuando mi madre me dijo que de ninguna manera, que
el dinero era más que suficiente y no me dejaría ir con esos lobos para que
abusaran de mí toda una semana. Creo que perdió la razón. Yo ya me sentía
una loba en las penas de amor, estaba sufriendo amargamente por un hombre
mayor que todos esos corderos, y la experiencia de la vida me había vuelto
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astuta y desdeñosa. Me había volcado en mi poesía y ahora había ganado por
derecho propio saborear mi triunfo como yo quisiera.
Hubo gritos y amenazas, silencios mortales y para siempre, hasta la
bofetada que me hizo girar en redondo y puso las cosas en su sitio:
—¡Yo voy a ir, aunque primero me muera!
Fui. Y qué experiencia, de veras ha sido irrepetible: nunca he vuelto a
tener esa sensación de ser invisible y de sentirme como una mancha en el
vestido de fiesta al mismo tiempo. Ni siquiera pude darme el lujo de estorbar,
porque me hacían a un lado de la manera más risueña. Ellos y ellas
platicaban, reían, bailaban, yo deambulaba como zombie, hasta que enferma
de vergüenza, ¿vergüenza de qué si nadie advertía mi existencia?, me iba a mi
cuarto a escribir y a llorar. La última noche, el más feo y más chaparro de
todos tuvo compasión de mí, ¿o de él, porque ninguna muchacha le hacía
caso?, y me sacó a bailar. Mi venganza fue exquisita: lo llevé a mi cuarto para
escándalo de todos, y pasamos la noche juntos, leyendo poemas, hasta que él
no pudo más y se despatarró vestido, boqueando sobre la cama, hacia las seis
de las mañana. Al día siguiente era yo el centro de atención. Juramos nunca
contar a nadie lo que no había pasado, y nos devolvíamos miradas suspicaces.
Después del viaje me buscó y me persiguió en la escuela, siempre con libros
de poesía bajo el brazo. Pero yo me había vuelto mala, comencé a pintarme la
boca y las uñas, a dar alas y a rechazar, esperando inútilmente amainar mi
furioso amor.
Mi madre me miró mucho cuando llegué. Yo hice el mejor ademán de
femme fatale que me sabía: una larga sobada en los cabellos, y corrí a llorar
por Adrián en mi recámara.
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supieran, y describí las historias y los personajes, no sé cómo, ni qué tanto
inventé, sólo recuerdo los ojos de los demás, que fueron perdiendo la risa, y la
sonrisa, y se hicieron graves, escandalosos. Mi madre fingía estar
apenadísima, pero se veía henchida de orgullo. El Maestro fumaba y me
sacudía el hombro diciéndome:
—Muy bien, qué bueno.
Entonces grité:
—¡Yo lo amo, lo amo!
—¡A quién! —gritaron.
—¡A Adrián!
—¿Quién es Adrián?
Se armó el caos. Recuerdo que ya estaba yo en la sala, hipando entre
estertores, y un amigo de Miguel que había bebido lo suficiente, me tomaba la
mano, de rodillas frente a mí y balbucía:
—Yo lo mato, dime quién es, dónde, yo lo mato, ¿quieres que lo mate?
Yo negaba con los ojos en blanco:
—No, yo lo voy a matar —gemí.
En el comedor se alzaban las voces. Me levanté tambaleando y El Maestro
corrió a detenerme, y en ese momento me vacié jadeando sobre los zapatos
del Maestro, ¡y él no se movió!, me detenía el mentón con una mano y con la
otra me anudaba los cabellos en la nuca para que no se ensuciaran.
Después supe que entre mi madre y Miguel, acabada la fiesta, me llevaron
cargando a la recámara, que pesaba yo una tonelada y que me tiraron varias
veces en la escalera, que limpiaron mis porquerías, me desvistieron entre
tumbos y jalones, y me metieron bajo la cobija. Estuvieron mirándome,
aterrorizados, temiendo la congestión alcohólica; una hora después,
aterrorizados, apagaron la luz en silencio, corrieron a sus camas: era
inconfundible el motor del coche de mi padre.
Cuando abrí los ojos al día siguiente, vi el infierno. Pero mi madre se
asomó con una charola de jugos y refrescos.
—Le dijimos a tu papá que algo te cayó mal al estómago.
Me arrojé sobre la charola.
—Qué bárbara eres, diste un espectáculo…
Me miró seriamente, fumaba.
—Ya —dijo poniéndome una mano en la frente—, descansa, tranquila.
Miguel llegó sonriendo:
—¡Cómo no tuve una cámara para filmarte!
María llegó con caldito de pollo y salsa picante.
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Mi padre llegó a sobarme la panza y a acariciarme la mejilla.
¿Por qué son así? ¿Cómo pueden quererme? ¿Por qué no me castigan y
me encierran en un sótano?
No pude levantarme en dos días. Pero esa experiencia me transformó. El
mundo sabía ya que yo era escritora. Ya había yo pasado por los peores vicios
de la vida, ya había sufrido un gran amor, y lo más importante, ¡le había
vomitado los zapatos al Maestro, y él no sólo no se movió, sino que me
sostuvo amorosamente para que yo no me cayera de bruces en mi propia
inmundicia! No he encontrado hasta ahora una metáfora mejor para describir
lo que él ha hecho conmigo. Tardé en recuperarme. Recordaba al amigo de
Miguel diciéndome “yo lo mato”, y pensé: “¿para qué?”. No valía la pena.
Pronto apareció Diego.
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en el campo, lo hospeda un rústico labriego. Al despedirse, olvida el ejemplar
de la Ilíada que llevaba consigo. Pasa un año. El escritor regresa y encuentra
su ejemplar muy manoseado; le pregunta al labriego. El labriego responde:
—No sabía qué era. Pero ya que estaba aquí, lo empecé a leer, y seguí
leyendo, y lo leí muchas veces.
—¿Y? ¿Qué le pareció, es decir, qué sacó de esta lectura?
—Pues no sé señor, pero como que los hombres son más grandes.
“Como que los hombres son más grandes”, es la frase perfecta para
describir el ánimo que deja en nosotros la literatura. Como que todo es más
intenso, y más habitado de cosas, de mundo, de seres, de cantos. Yo veo
duendes enredándose en el humo de las chimeneas, y escucho las doradas
canciones de las sirenas, y monto en pegasos hacia cielos plomizos. Y ahora
el aleteo de un papagayo no me deja en paz. Acabo de descubrirlo en “Un
corazón sencillo” de Flaubert[48]. Nunca se me hubiera ocurrido que a las
puertas del paraíso habría de recibirnos un papagayo azul, como le sucedió a
la criada Felicité. Desde ahora, diviso un rumor de alas azuladas cada vez que
me asomo suspirando a las alturas.
Si te nutres con esto serás único, con voz propia y capacidad de juicio y
voluntad. No formarás parte de la masa que simplemente obedece. Porque la
poesía te da individualidad, te dota de ser. Dice Machado: “Por más que hago
no puedo sumar individuos”[49]. Un lector es más que un hombre que no lee,
es más ser humano porque se ha ido poblando de las muchas vidas que
transitan en las páginas y no sólo se ha reducido a su experiencia personal,
fatalmente pobre.
En el reino de la literatura hay llagas y elevación, “literatura: tierra de las
elevaciones”, como dice El Maestro, redención y pecado, cima y sima, todo
entra y todo apasionadamente, sin medianías, sin pudores, sin eufemismos,
sin chaturas. Ésta es su riqueza. El que tenga miedo o resquemor de ser, que
no se acerque, porque no saldrá del pantano con el gris plumaje intacto, sino
desgarrado, colorido, enorme y deslumbrante.
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dinero para las cosas que valen la pena. No sólo se cierran fuentes de trabajo
para el escritor, sino lo que es aún más lamentable, se cierran las puertas de la
literatura para mucha gente que apenas comenzaba a asomarse. Hay esfuerzos
aislados y consistentes para que esta morosa y amorosa labor de hormiga de
los talleres literarios siga manteniéndose, pero no es suficiente. El taller
literario debe verse como una necesidad vital, porque es ahí donde se abre el
espíritu, donde se forma cabalmente a un ser humano.
Apenas en los años cuarenta —no hablemos ya del XIX— decirse poeta en
este país era poco menos que llamarse desharrapado, holgazán o loco.
Después de sufrir su viacrucis en esta vida donde no había cabida para él, se
veneraban sus cenizas y se le construía una piedra con su nombre en algún
parque público, y se le enterraba en una breve y pomposa ficha bibliográfica
de los textos escolares. Esto era en el mejor de los casos, porque de modo
natural, vivía y moría ignorado, y sólo salía a relucir su condición cuando
pedía empleo:
—¿Usted a qué se dedica?
—Soy poeta.
—Sí pues, pero qué sabe hacer.
—Versos.
—Claro, pero ¿en qué trabaja?
Los que tenían la vocación entraban derecho en la carrera de derecho, y
salían enteramente torcidos, cuando no destripaban a tiempo. No había otra
opción. La naciente carrera de letras nacía con el pie izquierdo: tan
desacreditada y desconfiable que se le consideraba ideal para señoritas a
punto de casarse, para marihuanos —que los había pocos— y para gente con
desviaciones sexuales. Los destripados deambulaban de chamba en chamba
para sacar la papa, y entretejían sus versos en algún rincón de la madrugada;
se publicaban a sus expensas en cuadernitos casi secretos. Muy pocos, los
más tenaces, lograron sobrevivir.
Hoy nos mueve a compasión la disyuntiva entre el convento y el
matrimonio que se le impuso a Sor Juana dos siglos atrás. Ella supo escoger
entre dos encierros el más propicio para dedicarse a escribir. No le faltó techo
ni comida ni paz ni silencio; cosa que sus colegas del XX no han podido
lograr. Las opciones, hace cincuenta años, desembocaban, sin excepción, en
dos alternativas: dejar la poesía o dejar de comer.
En los treinta años que siguieron el panorama fue abriéndose con la
modernización del país. El poeta se abrió paso, a codazos y empujones, en el
concierto de la sociedad: se le otorgó un lugar, todavía simbólico —¡cuántas
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veces he tenido que sufrir esta palabra: “los honorarios son simbólicos”,
mientras yo contesto a la pared “pero mi conferencia no es simbólica, aquí
estoy, dando lo que he estudiado, éste es mi trabajo”!—, un lugar todavía
provisional, “mientras no haya cosas más urgentes que atender”. En un país
pobre como el nuestro, siempre habrá cosas más urgentes que atender, por
eso se tiene al poeta en la lista de sobrantes del presupuesto, lista meramente
simbólica, porque nunca sobra un centavo.
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Diego era de Morelia, trabajaba con su padre en una tienda de abarrotes,
había estudiado comercio y era la primera vez que estaba en Acapulco. Por
eso tomamos el yate Fiesta que organizaba lunadas en La Roqueta, con
orquesta tropical y cocteles margarita. ¿Qué más podía pedir? Cerré los ojos
rozando su pecho con mi mejilla, y una espina dorada[50] volvió a penetrar mi
corazón.
El famoso yate era de quinta categoría, herrumbroso y atronador, los
músicos desafinados, la turba borracha y salivosa, las bebidas infames, pero
las estrellas danzaban sobre nuestras cabezas, y en una de ellas, en lo alto de
la bahía fantasmal, Diego me besó por primera vez.
¿Por qué estoy contando esto en un libro cuyo objetivo es decir cómo
acercarse a la poesía? Acaso porque primero se da la vida y luego viene la
teoría y la especulación. La poesía se vive, y yo la he vivido en carne y hueso
porque la he amado. Y todo lo que me ha rodeado: gente, cosas, hechos,
gozados y padecidos, se explican por ella, tienen su sello. Por eso, decía unas
páginas atrás, no es inocua. Y me hizo apartarme de Diego a gran velocidad.
Cómo acercarse a la poesía es también cómo alejarse de otras cosas, de
personas, de ideas, de destinos previsibles. Es tan múltiple y vasta la visión
del mundo que da la poesía, que la vida nunca pierde misterio, expectación;
no hay posibilidad de aburrimiento, de indiferencia, de sequedad. Lo
pequeño, lo tibio, lo prudente, lo mediocre, no sacia tu plétora interior. No
quieres pasar del útero al sepulcro[51] sin haber transitado de veras por la
vida. Entre la pena y la nada[52] prefieres la pena. Ves sirenas y demonios en
el mar, y no sólo agua y arenas. Oyes cantar a las estrellas. La noche es un
hechizo y hasta en la sandía adviertes la roja y fría carcajada[53] del verano.
Por eso cuento que cuando Diego me besó yo vi a la amada entregándose
en La piedra de Oreb[54], y fui la Sulamita goteando mirra por los dedos[55],
y entré en las espesuras de Longo para que el canto de los búhos cubriera
nuestro amor. Apenas como imagen borrosa y enrevesada pasó delante de mis
ojos el apogeo de la fiesta tropical: cuchillos y mentadas, vómitos, platillazos,
carcajadas, sudores sebosos y eructos de taco de moronga.
—Ven —susurré tomándole la mano. Él me siguió hacia las olas, tibias y
pequeñitas. Nos sentamos sobre la arena, muy lejos de la turbamulta. Lo miré
a los ojos y fui soltándome el tirante del vestido. Dio un salto hacia atrás,
estupefacto.
—Hazme el amor —le dije.
Se quedó sin habla.
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¿Cómo pude ofrecerme de modo tan natural a Diego? Yo nunca había
hecho el amor, ni siquiera mostrado mi desnudez. Acabo de leer la
explicación en la Yourcenar[56], donde ella dice que a pesar de lo mismo,
pudo describir, siendo muy joven, el amor de Ana y de Miguel, en Ana, Sóror,
que ardía dentro de ella, porque “todo ha sido ya vivido y revivido millares de
veces por los seres desaparecidos que llevamos en nuestras fibras, del mismo
modo que en ellas llevamos también a los millares de seres que un día serán”.
Yo llevaba a muchas amantes en el alma, desde Julieta[57] hasta la monja
portuguesa[58], desde Cloe hasta la india brava, y había sido la Elisa y la
Galatea de Garcilaso, y todas a las que los poetas habían amado entre los
versos. Y no sólo: también era yo las corrientes aguas, puras cristalinas, los
gamos y las ciervas del campo, las gaviotas y los peces de Gorostiza[59], y esa
noche en Acapulco fui el viento sobre la mar y en él quise beber.
Porque la poesía no te funde sólo con los personajes y sus hechos, sino
con todo lo que los rodea, es el reino de la animación porque ahí también eres
árbol y eres hoja, y como si Flaubert lo hubiera escrito para este párrafo, he
encontrado en su correspondencia con Louise Colet, lo que sentía cuando
estaba escribiendo Madame Bovary:
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miraba con ojos de bruma la minúscula bahía de La Roqueta donde no había
vivido mi primera noche de amor, alejándose, perdida para siempre.
Celia estaba negra de rabia porque eran ya las dos de la mañana cuando
llegamos al malecón, y el escándalo nos esperaría puntual en el búngalo
repleto de dedos acusadores. Diego me besó con mucha ternura en la frente,
me dijo que tenía mucho en qué pensar, y que nos veríamos en la playa por la
mañana, porque él saldría en la tarde de regreso a Morelia.
Yo juraba que no volvería. Y no paré de llorar desde que arrancó el motor
de su coche. En el búngalo todo el mundo estaba durmiendo, Celia me
pellizcó y me dio de cachetadas para que me callara. Pero las primas tenían
los ojos muy abiertos y me miraban desde la negrura apretando los labios.
Traía una nueva sonrisa, como dorada, como inquieta. Me hizo una seña y
yo me alejé disimuladamente de mi grupo y lo alcancé. Volvió. Había vuelto.
El más hermoso. Nos sentamos bajo una palapa. Me tomó ambos brazos con
fuerza y dijo mirándome de frente, a toda velocidad:
—Lo pensé mucho, ¿te acuerdas que te dije que tenía mucho en qué
pensar? Por lo de anoche… yo te quiero, sí te quiero. Nunca había conocido a
nadie como tú. Vuelvo a Morelia, porque tengo que volver, te escribo, voy
por ti pronto, le dices a tus papás, yo le digo a los míos para que vayan a
pedirte, y nos casamos, tengo un buen trabajo en la tienda, ahorramos un
tiempo y podríamos comprar un terrenito en las afueras y vamos
construyendo, con patio para los niños…
Ahora yo me quedé sin habla. Me pareció estar viviendo dentro de una
telenovela, y de las más lacrimosas. Nunca había imaginado que iría a parar a
las afueras de Morelia, ahorrando para construir una casa con patio para los
niños. Pero los ojos de Diego me envolvían y su pecho agitándose me
provocaba vértigos. Asentí. Me besó fugazmente, yo lo retuve unos segundos
con mis brazos en su cuello. Oí que en su carrera me gritaba: “¡te escribo!”,
cuando desperté. Las solteronas se enfermaron por la tarde, y no salieron a
comer helados en el malecón.
Regresé flotando a la casa, y flotando me mantuve hasta que llegó la
primera carta: ¡estaba plagada de faltas de ortografía! No podía creerlo, fue
como si una espada envenenada me atravesara de tajo el cuerpo. Llegó otra, y
luego otra, y más, cada vez más desesperadas, porque nunca contesté. Me
parecía un insulto.
Nadie ha querido creerme cuando digo que la mala ortografía dio al traste
con mi amor. Claro que no es el hecho mero, sino lo que hay detrás: cero
lecturas, y sin ellas, chatura y pobreza de espíritu. Y cierto, su mundo se
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reducía a un terrenito, una esposa virgen y un empleo seguro para la vejez. A
los dieciséis años yo había viajado al Polo Norte y visto auroras boreales,
como dice Chéjov[60], y cazado leones en la Patagonia, aunque no hubiera
salido de mi casa.
Vino a México a buscarme. Me habló por teléfono de la esquina. Salí a
encontrarlo, a escondidas. Lloró, suplicó. Ya no me pareció tan hermoso.
Regresé a escribir. Y sólo en los renglones lloré por este amor que se me
había ido entre las manos. Creí que no tendría yo remedio. Nunca más.
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Lo importante de esta aventura fue que entendí el crisol donde se forma la
obra literaria. Otra vez la Yourcenar:
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metro, observen, deduzcan, he ahí la imaginación, estarán robusteciendo su
propia experiencia.
Mi problema era saber si entraría a letras hispánicas o a letras clásicas. Mi
madre averiguó y puso las cartas sobre la mesa para que yo eligiera: la
primera me daría un panorama de la historia de la literatura en lengua
española, la segunda, el conocimiento de los orígenes de mi idioma, la
pulcritud de su uso, pero tendría que estudiar latín y griego y hasta historia y
geografía de esas culturas. No me decidía, y ése era mi conflicto.
Pero el de Guite, que quería seguir la misma carrera que yo, era estudiar
arquitectura, que le imponían los padres, o abandonar la casa, entre oprobios y
maldiciones. Con lágrimas atroces, no tuvo más remedio que la arquitectura,
una carrera decente, con prestigio, y con futuro. En los últimos semestres dejó
la carrera para casarse, como era necesario. Y como era necesario pronto se
divorció. Ahora deambula en los talleres literarios. Se ve feliz, despierta. Pero
la familia no le habla, y a mí no me perdonan la mala influencia que yo he
sido para ella.
Hace poco inauguré un taller literario que conduciría uno de mis alumnos,
egresados del curso “Formación para coordinadores de talleres literarios” que
doy en la Dirección de Promoción Cultural del Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes. Pedimos a los participantes que contaran un poco de sus
vidas y dijeran qué esperaban del taller. Uno de ellos comenzó y no paró:
había sido casado, con dos hijos, tenía un puesto importante en algo de
computadoras, era trabajador y respetado, cincuenta años, dinero seguro. En
su adolescencia se apasionó por el teatro, pero imposible, sueño guajiro con
bofetada del padre. Pasaron los años. Un día llegó a la oficina, vio a todo
mundo sobre las computadoras, se dijo, ¿qué hago aquí? Renunció. Le dijo a
la esposa. Ella lloró, lo corrió, se quedó con la casa y los hijos. Él entró a un
grupito de teatro callejero y encontró la felicidad. Del taller esperaba cierta
formación para escribir sus libretos. Su gabardina era vieja y sus zapatos muy
gastados. Pero sus ojos brillaban en el raído local de la Pencil. Nada lo
alejaría de lo que por fin había encontrado.
¿Qué sentido tiene aplastar una vocación? Siempre renacerá, como
frustráneo sufrimiento, o como giro de ciento ochenta grados en el proyecto
fundamental de la vida.
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—Ponte a leer y deja esas tonterías —me decía El Maestro.
—Termina lo que empezaste, ten disciplina, si no, siempre traerás
arrastrando una cola apestosa —decía mi madre.
Los dos tuvieron razón. Leí y escribí por mi cuenta, y saqué al mismo
tiempo mi título. El presidente de los sinodales, en el examen profesional, dijo
que yo no tenía la culpa de no saber casi nada de metodología, porque el
problema venía del pésimo nivel académico de la universidad, que casi nada
me había enseñado, pero después de una felpa feroz me dio la mención
honorífica porque ya había yo publicado Intermedio para mujeres, mi primer
libro de cuentos. Ese día me reconcilié con el espíritu universitario.
No me arrepiento de haber estudiado formalmente la literatura. Me dio
algún contexto y sobre todo me hizo conocer a algunas gentes principales,
algunos maestros que también se asqueaban de los programas escolares y me
hicieron vivir la poesía libremente, con lucidez. Pero no perdono no haber
conocido en la pomposa carrera de letras nada menos que a Alfonso Reyes, a
Vasconcelos[63], a Concha Urquiza. Años después se me revelaron y por otras
vías.
Muchos jóvenes me preguntan si es necesario estudiar en una escuela, yo
digo que no, daño no hace pero no es indispensable para acercarse a la poesía.
Sólo necesitan ojos para ver, orejas para oír. Animo para abrir un libro y
sumergirse en el mar de sus páginas.
Lo que sí ayuda mucho es el taller literario, que no es informativo sino
formativo. Ahí se lee y se escribe, se habla, se vive. Entre los alumnos de mis
cursos me han llegado doctoras en letras que lloran como niñas delante del
papel porque les he dejado un brevísimo ejercicio sobre lo que sienten frente
al mar. No pueden hilar tres palabras. Suponen que sólo las Vacas Sagradas,
los Enormes Poetas, tienen derecho a escribir. Las obligo a pellos, “usted
siente algo frente al mar y a fuerza puede ponerlo en palabras, porque sabe
hablar, aprenda a expresarse, es el mayor derecho de toda persona”. Lo hacen.
Lo leen delante del grupo. Lloran de felicidad. “¿Han vivido entre libros y se
sienten ajenas a la palabra?”. “¡Sí!”, gritan. Pues qué cruel deformación. En
cambio, los niños de kinder con los que he trabajado, logran haikús dignos de
plagio.
A los dieciocho años me publicaron mi primer poema en la revista
Diálogos de El Colegio de México. Compré parte de la edición y me dediqué
a regalar los ejemplares autografiados a diestra y siniestra. Desde entonces he
publicado doce libros y no sé cuántos artículos para revistas y periódicos. Y
he leído sin tregua, sin programa, sin concierto. Lo que cae en mis manos, lo
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que despierta mi interés. Si a las primeras páginas un libro no me atrapa, lo
dejo. Salto del clásico al moderno, de un país a otro, del cuento al ensayo, a la
poesía, como me va dando la gana. Y no hay mejor forma de leer. Muchos
jóvenes me piden bibliografías para armarse de un método de lectura. Les
digo:
—Tu método será lo que te guste.
—Pero no sé qué me gusta.
—Averígualo.
—¿Cómo?
—Poniéndote a leer.
—Pero es que… no sé analizar lo que leo.
—¡Magnífico! ¿Qué pensarías de un invitado que comiendo un melocotón
maduro se sacara los trozos de la boca para mirarlos? Lo mismo piensa Jules
Renard de los analistas de libros. Y dice que el crítico es un botánico, el
escritor sólo un jardinero. Qué prefieres, ¿oler el perfume de las rosas, o
disecarlas en el laboratorio para ponerles nombres en latín?
¿Qué se hace en un taller literario? Diré qué hago en el mío, una sesión
cualquiera, de dos horas a la semana. Los primeros quince o veinte minutos,
lectura en voz alta, preferentemente poesía, de preferencia escrita
originalmente en español. Que lea éste, aquél, aquélla. Que se oiga a sí
mismo, en diferentes tonos y modulaciones hasta que encuentre el amor a su
propia voz. Comentar acá y allá algún verso, una imagen, una metáfora.
Asociar lo leído con otras experiencias, otras lecturas. Beberse el poema.
Después un ejercicio: hacer la crónica del día, contar un pleito, describir las
nubes que se ven por la ventana, hacer el autorretrato, o un haikú sobre la taza
de café, el semáforo o la manzana. Cualquier cosa que avive nuestros
sentidos. Cuenta Azorín[64] que el discípulo devoto devoraba sus palabras con
fruición. Un día le pidió que fuera a la esquina a comprarle cigarros. El
alumno corrió como exhalación y volvió con el encargo. Azorín le dijo,
“ahora describa lo que vio, todo, desde que salió hasta que regresó”. El
muchacho enmudeció: no había visto nada, en pos del cumplimiento pueril.
“Salga y vea, y hasta que no tenga qué decir, no vuelva”, dijo el maestro. Ahí
el joven se convirtió en escritor. El ejercicio busca este despertar en el taller.
Después se habla de algún tema literario, de algún autor, siempre sin
receta, buscando que la teoría se convierta no en sucedáneo sino en
complemento de la intelección original. Y al final se leen y se comentan los
textos libres de los participantes. Se busca, como partera, que el autor dé a luz
un texto sano, es decir, completo, redondo, donde haya expresado
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exactamente lo que quería decir. Y se trabaja como en los talleres de
carpintería, de donde le viene el nombre. Recortar acá, agregar allí, pulir,
resanar, para que la silla quede bien construida y uno pueda sentarse sin temor
a darse un zapotazo.
La primera vez que di un taller fue en el CCH Sur de la UNAM. Me
dijeron que sería de poesía. Y me pagarían cinco mil pesos al mes. Los
muchachos, apenas menores que yo, llevaban sus textos. Yo les preguntaba:
—¿Es un poema? Porque se supone que aquí vemos poesía —quería
verme muy formal y cumplida, por miedo y servilismo.
—Pues… no sé ni lo que es. Así me salió, quiero que tú me digas.
Fue entonces cuando descubrí cierta mi primera intuición. En la creación
no había reglas ni géneros. Lo que valía era el impulso de las palabras por
salir a luz, y en un taller no podía separarse en cajones independientes a los
géneros, como si no tuvieran nada que ver entre sí. Yo soy poeta (la palabra
poetisa, que sería la indicada, es tan repugnante a las orejas, porque se ha
ceñido a las damas decimonónicas revestidas de sacristía y de almidonados
encajes) aunque escriba novelas, cuentos, crónicas o ensayos, además de los
versos. Cada texto nace por un ímpetu poético, como los niños, se supone,
deben nacer por amor. Desde el momento de la concepción, el niño ya tiene
sexo, que es su género. Igual el texto, sólo que a veces no es tan visible, tan
fácilmente identificable como en los humanos. A veces, el trabajo del taller es
descubrirlo, y orientar por ahí el rumbo de las correcciones. Un mismo autor
quiere cantar una emoción en versos, y sale un poema, y al día siguiente
plasmar una situación y sale un cuento, y luego lo fascina un personaje y hace
una novela. Los géneros sólo se diferencian en el énfasis que se pone en
determinada modulación del quehacer literario. Y la mayoría de las veces no
se eligen por voluntad consciente, no se da a priori la decisión; aquello que se
trae dentro y que exige salir en palabras es lo que marca el camino al autor.
Hoy día podemos hablar de tres variedades: la narrativa, la poesía y el
ensayo. El teatro, hijo de la poesía dramática, como ya dijimos, pasa a ser un
arte independiente, cuyo fin es la representación. La narrativa, hija de la
épica, se divide en cuento, crónica y novela. El cuento no es obligadamente
un texto breve, se distingue porque plantea una situación, es decir, la
confrontación de dos fuerzas contrarias. Dice Chéjov que el cuento clásico es
aquel que contiene los siguientes puntos:
a) introducción
b) presentación de 1
c) presentación de 2
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d) qué le hace 1 a 2 y viceversa
e) desenlace
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literatura, tan simple como eso. Pocos se acercan a él, porque su clave es la
idea, y las ideas muy poco tienen que ver con la literatura. Un día Degas, el
pintor, quiso ponerse a hacer versos en sus ratos de ocio, porque ideas no le
faltaban, según él. Mallarmé, poeta, respondió: “Pero los versos, oh Degas, no
se hacen con ideas, sino con palabras”. No que el escritor deba ser un
descerebrado, pero la inteligencia especulativa no es fuerte, no la necesita, su
poder es otro: ver a profundidad, anchamente, y expresar su visión con
palabras.
Decía El Maestro:
—Yo no puedo equivocarme, porque no pienso, veo.
Yo sonreía delante de esta escandalosa “locura de genio”. Él también
sonreía, pero desdeñosamente:
—Hasta que no se burlen de ti, por lo mismo, no valdrás enteramente la
pena.
Creo que ya valgo un poco la pena.
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Así se hizo. Poco después, hubo un encuentro entre los coordinadores de
los talleres, frente al público. A Fulano lo presentaron como coordinador del
taller de cuento, a Zutano como correspondía y etcétera. Como al presentador
se le había dicho que mi taller era abierto a cualquier género, dijo ante el
micrófono: “y Ethel Krauze, que coordina cuento, poesía, crónica, ensayo
y…”. La gente se echó a reír, yo era la más joven y me ostentaba como
todóloga. Yo me reí también, expliqué: cuando alguien comienza a acercarse
al arte de la palabra, hay que abrirle todas las ventanas, no ponerle anteojeras.
Yo no soy experta en nada, solamente amo la literatura.
Pero la necedad, ¿de los demás?, ¿mía?, sigue su curso. Cuando me
entrevistan quieren que me defina a fuerzas en alguno de los géneros. Muchos
creen que es imposible entrar en varios, sin ser arrogante o artificioso. Y yo
vuelvo siempre en pos del origen: en el principio todo era poesía, la fuente, la
madre, la savia, la raíz. Y el fin sigue siendo el mismo: que suenen las
palabras alma adentro.
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las burbujas en las olas, el mar canta también su partitura y tiene ritmo y
melodía, la sirena y el dragón son temas de piezas musicales… Una palabra
es todas las palabras.
—Ahora, con esas palabras, van a escribir un poema donde unan los dos
conceptos: piano y mar, en uno solo.
Normalmente hay algún desmayado que nunca había osado escribir un
solo verso. Pero el entusiasmo por el juego —así lo viven, y así quiero que lo
vivan— los repone y se lanzan. Logran cosas notables.
—¿Ven cómo no se necesita la inspiración de las nocturnidades? Son las
once de la mañana, y entre claxonazos en un inhóspito pupitre acaban de
escribir un poema.
Apenas pueden creerlo. Les digo:
—Ahora vamos a buscar el sonido de las palabras, que es donde está el
peso de la poesía. ¿No sienten que la palabra burbuja, por su sonido mismo,
está haciendo burbujas? Bur bur burj… Hay palabras cuyo sonido reproduce
el fenómeno del que habla, y eso es precisamente lo que busca la poesía.
Vamos a los niveles de la lengua: la onomatopeya, el simbolismo de los
sonidos y el signo. Toda lengua tiene un origen onomatopéyico, es decir,
reproduce el sonido de la acción. Ki ki ri kí, es la onomatopeya del canto del
gallo, según lo oímos los hispanohablantes. Porque los anglos
demencialmente oyen al gallo así: koka woudl du, y los gallos franceses
dicen: co co ri có. En fin. Las palabras primeras surgen de la onomatopeya y
así comenzaron los hombres a comunicarse.
Luego viene el segundo nivel de la lengua, cuyas palabras ya no son copia
exacta del fenómeno, sino que simbolizan su sonido, y además, asumen las
características gramaticales de cada idioma. La palabra tronar, es un verbo en
infinitivo, su origen es onomatopéyico: tron, y reproduce al trueno, pero ha
pasado ya por la gramática española y sólo simboliza, como si fuera una
metáfora del sonido, su significado. Tiritar, burbuja, tarascada, grito, gárgara,
ronronear, son ejemplos claros.
Pero hay otras palabras no tan cercanas al sonido del fenómeno, que
también pertenecen a este segundo nivel, porque su ritmo, su cadencia y
algunos de sus sonidos semejan la sensación que se quiere provocar: suavidad
es una palabra suave, lánguido es una palabra lánguida, río es una palabra que
fluye y se ensancha porque la i acentuada va abriéndose hacia la o final.
Todas estas palabras del segundo nivel son las que prefiere la poesía,
porque su afán no sólo es decir, sino crear la emoción con el decir, lo que
importa es, pues, el cómo, por encima del qué. Aquí es donde vuelvo a insistir
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que la poesía no son palabras bonitas, elegantes, rebuscadas o inextricables.
Dice Juan de Mairena[69] al alumno Pérez:
—Escriba en el pizarrón: “los acontecimientos consuetudinarios que
acontecen en la rúa”.
El alumno Pérez escribe.
—Bien, ahora ponga eso en lenguaje poético.
El alumno Pérez piensa un poco, luego anota:
—“Lo que pasa en la calle”.
El maestro sonríe:
—No está mal, no está nada mal…
Toda palabra —hasta la palabrota— cabe en la poesía sabiéndola
acomodar. Hay que leer las hermosas mentadas de Sabines[70]. Pero hay que
cuidarse del burocratismo rimbombante como en el ejemplo anterior, y de lo
que yo llamo la verdadera palabrota: las abstracciones, las vaguedades que
pretenden abarcar tanto que ya nada aprietan. La poesía es concreción, matiz,
nitidez. ¿Quieres un estilo claro?, dice Azorín, pon una cosa después de la
otra. Tan simple como eso. Tan “lo que pasa en la calle”. Mueve a risa la
grandilocuencia y el eufemismo de los discursos burocráticos de cualquier
orden, desde los periodísticos hasta los políticos, pasando por los
universitarios. Dicen “invidente” en vez de “ciego”, usan “pauperización” en
vez de “pobreza”, hablan de “punición” en lugar de “castigo”, dicen “líquido
vital” en vez de “agua”, “precipitación” en vez de “lluvia”, “contingencia” en
lugar de “problema”, o inventan palabras ultra-compuestas como
“coyunturalización”, “descontextualización”, “parametralizar”, y otros
aberrantes etcéteras. Como si el idioma natural no les alcanzara para
expresarse. Lo que ocurre es que no quieren expresarse. Ocultan sus
verdaderas intenciones detrás de aquellas palabrejas incoloras que no logran
conmover a nadie, sino tapiar de sebo las orejas.
No decirle a las cosas por su nombre, pan al pan, es un mal nacional.
Sociológicamente nos viene de la corrupción que hemos padecido en el
último siglo: entera, eficaz, sólida, imperturbable. Y lingüísticamente
encuentra su cauce en el uso de palabras que vienen del latín culto, y no del
vulgar, que es el inherente al castellano, el más evolucionado, el que más
tiempo ha pasado macerándose, añejándose en nuestras orejas, en nuestro
ánimo, y el más castizo. Ésta es una forma de corrupción idiomática: usar
sinónimos como eufemismos de las palabras que ya pertenecen al corazón de
la lengua, para vaciarlas de contenido emocional, para que sólo pasen,
asépticamente, por la superficie del intelecto. Si decimos “líquido fluvial”
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tenemos que hacer un esfuerzo racional para entender qué es eso, y luego de
entenderlo, no nos deja nada en el alma. Pero si decimos “lluvia” que es su
traducción etimológica al latín vulgar, el castellano, todas las lluvias que
hemos visto, sentido y soñado, vienen a nosotros, porque están en la memoria
de nuestra lengua; esa palabra no sólo nos dice, sino que nos toca. Al político
no le conviene tocar, es peligroso mover las fibras de la gente, podría crear
cambios impredecibles en la sociedad, por eso prefiere cubrir su discurso con
murallas lingüísticas que lo protejan, que mantengan las cosas como siempre
han estado, como charola de plata para su trono. Por eso el poeta y el político
son como el agua y el aceite. Sólo el verdadero líder se parece al poeta,
porque llama a las cosas por su nombre, y claro, provoca las revoluciones.
Pero el poeta no arenga ante el público desde un estrado. Habla
personalmente contigo desde las páginas de su libro. Y provoca revoluciones
interiores siempre ganadas, siempre en libertad, jamás torcidas hacia ninguna
dictadura. Para eso lo que el poeta necesita es hacer sentir, mover las
emociones, turbar la paz de la indiferencia y la apatía, extraer del corazón de
la lengua, porque ésta es su única herramienta, las palabras más castizas, las
más naturales, aquéllas cuyo solo sonido hiende nuestra piel.
En el segundo nivel de la lengua está este precioso material. Y si no basta
la palabra sola, vengan sus combinaciones, los acentos, la métrica, la rima, el
ritmo, toda sonoridad que conmueva es recurso legítimo de la poesía.
El tercer nivel está formado por las palabras signo y por las nuevas
palabras que fueron entrando para cubrir las necesidades de la evolución
humana. Primero nacieron los verbos y los sustantivos concretos. Las
acciones y las cosas que podían verse y tocarse y olerse y oírse, las que se
tenían delante. Eso bastaba para comunicarse. Pero onomatopeya y
simbolismo comenzaron a ser insuficientes ante las necesidades de sociedades
más avanzadas. Nacen entonces las palabras signo, que son convenciones de
cada idioma para acuñar palabras de relación, como los pronombres, las
conjunciones, las preposiciones, los artículos, es decir, palabras que sirven
para relacionar unas con otras, pero que no tienen significado concreto,
porque no hay un objeto al que estén nombrando. No hay ninguna cosa en el
mundo que se llame con o pero, sin embargo estas palabras sirven para hacer
operaciones intelectuales sobre el tiempo, el espacio o la cantidad de las cosas
visibles, y permiten así mayores matices en la comunicación.
Las nuevas palabras surgen por necesidad. Cuando el hombre fue
inventando nuevos objetos, desde sillas y pizarrones, hasta trenes, aviones y
computadoras, tuvo que bautizarlos, como Adán en el paraíso. Y como Adán,
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buscó el origen, y el origen de nuestra lengua está en el latín y en el griego. Y
como entonces los hombres y las cosas eran nombrados por su personalidad y
su función, por sus hazañas y por su utilidad —no sólo en la Biblia, sino en
toda civilización, desde la japonesa hasta la piel roja ha sucedido lo mismo—,
así nosotros le llamamos visión de lejos a un aparato, y para acuñar el término
televisión buscamos en nuestros ancestros lingüísticos tele, que en griego
quiere decir lejos. Para decidir que una mesa debería ser llamada tal, fuimos a
mensa, que en latín significa algo que es medible, que tiene límites, y que
llegó al español ya sin la n, como dictan las leyes de la evolución de la
lengua. Pero después tuvimos que encontrar una palabra abstracta, que
nombrara no ya un objeto sino una característica o una situación humana, la
de una persona que no entiende cabalmente, que es poco inteligente, entonces
fuimos de nueva cuenta al origen, y trajimos el mismo concepto, pero la n se
quedó, para diferenciar una mesa, una superficie medida, de una gente mensa,
cuyas capacidades son medibles porque son pocas. Los sustantivos concretos
corresponden al latín vulgar, que no tienen la sombra peyorativa que hoy le
endilgamos al adjetivo, sino que significa en lingüística el más evolucionado,
el más añejado. Y los sustantivos abstractos, que obviamente nacieron
después, cuando el hombre comenzó no sólo a describir cosas, sino a producir
ideas, vienen del latín culto, es decir, del latín original, con muy poca
evolución hacia el castellano. Calidum-cálido-caldo, es un ejemplo de
evolución del latín al castellano. A una sopa caliente le decimos caldo, a un
ambiente agradable le llamamos cálido. El origen de la palabra es el mismo,
pero en nuestro idioma usamos tanto la más evolucionada como la menos, y
nos referimos a dos cosas, que aunque parecidas, una es concreta y la otra
abstracta.
Este tercer nivel de la lengua está en constante cambio, tal como cambian
las sociedades de sus hablantes. La poesía sólo lo usa en la proporción
necesaria, prefiere siempre la palabra concreta, el latín vulgar, lo castizo, el
verbo, el sustantivo. Evita lo más posible el exceso de artículos,
preposiciones, y sobre todo, aunque parezca mentira, de adjetivos. Los muy
jóvenes creen que llenar de adjetivos un escrito es hacer un gran poema. Pero
los adjetivos se anulan entre sí. No agregan, pervierten el significado, porque
lo vacían. En poesía no es mejor que sobre y no que falte, la sobra daña, como
los kilos de más dañan la belleza de la figura. Sólo el adjetivo indispensable,
aquel que da el matiz preciso que se busca, es bienvenido en un poema.
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—Ahora transformen su poema echando mano de las palabras del
segundo nivel de la lengua. Y busquen la sonoridad, el ritmo. Es decir, el
significante. Hagan que su concepto piano-mar suene a eso: a piano y a mar.
El cambio fue notable. Pondré un ejemplo: la primera versión de Claudia
Martínez Parente fue la siguiente:
Primero le pedí que trabajara esta materia prima con más conciencia poética,
es decir, que intentara darle una forma más sonora. En la misma sesión hizo
su segunda versión:
En cada uno de los tres primeros versos hay una evidente repetición de
sonidos: c y r con vocales fuertes, nasales con u acentuada, juego de sonidos
similares entre flotan, notas, nostalgia que repiten la o, la a, y la n con la t en
medio. En los últimos versos hay una rima inversa e interna: está con lleva,
las mismas vocales y en el mismo orden, pero acentuadas simétricamente,
como en un juego de espejos.
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No digo que el poeta esté consciente en todo momento de esto a la hora de
escribir. La mayoría de las veces escribe como le da la gana y punto. Pero ya
trae la música por dentro. Es el lector avezado el que observa, a posteriori, el
milagro sonoro que el poema ha conseguido. Pero sí digo que sensibilizar las
orejas ante la música de la poesía muchas veces ayuda a gozarla con más
plenitud. Esto es lo que trato de hacer con los ejercicios.
Y luego viene el original, el poema de Pellicer[71] de donde surgió el
ejercicio, lo escribo en el pizarrón, lo leemos, le descubrimos el secreto: hace
del mar un inmenso piano, las olas son las notas y las espumas las vibrantes
escalas, y en medio nosotros, que hasta nos mojamos de música y sólo por las
palabras, esas palabras que no sólo dicen, suenan.
—Así que chiste, es Pellicer… —dice uno.
—¡Y nosotros con nuestros bodrios! —dice otro.
—¿Por qué se execran? —digo— ¿Qué, Pellicer es más que ustedes?
—Pues sí… —contestan.
—Sí —digo—, hasta ahora sí. Pero él ya dio lo que dio, y si ustedes
trabajan de veras pueden llegar a igualarlo y hasta mejorarlo. Nunca
sacralicen. Sacralizar es empequeñecerse voluntariamente. El poeta no escribe
para que le enciendan una veladora, sino para que lo lean, para que dialoguen
con él, para que crezcan.
Me miran con esperanza y con desconfianza. Y entran en Pellicer con más
soltura.
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Sólo para poner un ejemplo aquí, nos detendremos en la segunda estrofa. El
primer verso está compuesto de n y m y de vocales fuertes a, e, o. La n y la m
son los sonidos más largos del idioma, los nasales, necesitan una vibración
para ser pronunciados, y eso da duración. Las vocales fuertes son abiertas,
redondean los labios. Duración vibrante y redondez, como las de las olas a la
distancia. El segundo verso está compuesto con palabras del segundo nivel de
la lengua con combinaciones de t y ll, sonidos breves, explosivos, como el
romper de las olas en la playa, y la vocal que es como un filo, una arista, una
astilla de espuma. El tercer verso también está compuesto con palabras del
segundo nivel y combina t y n, explosión de martillo, con duración de agua,
que es el encabalgamiento de los lomos de las olas en el horizonte hacia la
playa. El cuarto verso es reflejo del segundo —como el tercero del primero—,
y su sonido nos hace oír el estallido de las burbujas como si fueran astillitas
de vidrio en la piel.
La estrofa es, pues, la encarnación del fenómeno: el ir y venir de las olas.
Por eso nos penetra mucho más que un discurso filosófico sobre el mar, en
veinte tomos.
Y no estoy contradiciéndome: esto no es un análisis escolar del poema,
con corrientes, fichas y datos, lo que tanto he censurado en este libro, sino una
lectura más honda, con las orejas bien abiertas, nada más.
—Les voy a dejar la tarea —digo. Y se aprestan a escribir un largo
dictado en su cuaderno.
—No, no, es muy simple: abran las orejas, los ojos, el olfato, el gusto y el
tacto. Vivan toda la semana así, bien despiertos, a ver qué ven y qué oyen y
qué huelen y qué sienten durante siete días. Eso es todo.
Me miran con suspicacia y hasta con burleta: ¿es eso una tarea?, ¿qué
estará tramando?
Yo explico: los sentidos son las ventanas de nuestra percepción. El
razonamiento es su consecuencia. No tenemos otra forma de aproximarnos al
mundo más que con los sentidos. El poeta ve, oye, huele, gusta, siente, y
luego pone todo eso en palabras para que nosotros también veamos y etcétera,
aunque no estemos allí, porque las cosas están ya en el poema, vivas.
Esta experiencia es la que procuro en mis cursos. No precisamente para
hacer poetas, que quién sabe qué sea eso de hacer poetas, sino para vivir en la
poesía. Como escritor o como lector, todo aquel que vive en la poesía es una
persona que vive enteramente con los sentidos abiertos hacia la luz.
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que allá donde me crié. Ya no escribo en un rincón de la cama, en mis noches
de insomnio. Ahora tengo un estudio con dos escritorios. Uno grande, de
maderas viejas, de Puebla. Otro pequeño de magnolia que heredé de mi
abuelo, el polaco. Un aparato de sonido y una máquina electrónica. Buena
parte del día la paso aquí, es mi oficio. Leo y escribo. Y me gano la vida en
los talleres y los cursos, conferencias, asesorías, guiones, que son el resultado
de estar leyendo y escribiendo durante más de veinte años. Vivo de este
oficio, aunque no de mis regalías, ¡ediciones de mil ejemplares para 80
millones de habitantes! Nunca he tenido empleos burocráticos ni he desviado
el rumbo por necesidades económicas. Los que se burlaron de mí por
dedicarme a la poesía, y eligieron futuros más seguros, hoy están
desempleados y andan de chamberos en lo que se pueda, y no atinan a
entender de dónde saco para comprar un pequeño departamento y un modesto
coche del año. Cada peso ganado ha venido de mi oficio. Después de todo no
estuve tan loca: he hecho de la poesía un modo de vida, y un modo feliz,
porque he hecho lo que me hace feliz. Y hasta me pagan por hacerlo.
Ya comienza a existir el poeta en nuestro país. Comienza apenas. Falta
mucho todavía. Falta acabar de entender qué es un poeta para una sociedad.
Qué le da, de qué manera la representa, le da voz, cuerpo, nombre, sustancia,
identidad.
¿Quién era el káiser de Alemania, cuando Hölderlin?[72] ¿El gobernante
francés cuando Víctor Hugo?[73] ¿El presidente de México mientras Díaz
Mirón[74] escribía “El fantasma”? ¿Y a quién le importa saberlo? Los
hombres del poder desaparecieron, los hombres de la palabra permanecen y
habrán de habitarnos, mientras dure la lengua.
El poeta es el que da testimonio de una sociedad, el que ve su trasfondo y
el que expresa el revés del discurso público, obligadamente circunstancial. El
poeta dice la verdad porque tiene ojos para verla, no la superficial y
parcializada verdad de la noticia periodística, sino la que es esencial a la
condición humana, aquella que ni los tiranos, aun con su aparato militar en
ristre, pueden disfrazar. Por eso es el primer perseguido en todo régimen
totalitario. La lista de los poetas exiliados, cuando no encarcelados, torturados
y muertos es interminable. Pienso en la gracia de García Lorca, abatido por el
asqueroso franquismo. En Babel[75] diciéndole a las hordas stalinianas que lo
dejaran terminar su obra. En Pasternak[76] que se dejó morir porque le
quitaron todo asomo de material para escribir, aunque fuera en la pared. En la
quema de libros del imbécil Hitler. Y en todos los desterrados de los pobres
países latinoamericanos de este siglo.
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El poeta da testimonio de su tiempo y de su espacio y es a la vez
intemporal y universal. Homero es la Grecia del siglo VII a. C., pero es
también la valentía que tú tienes hoy, aquí, en este momento, para arrostrar el
peligro. Homero sigue dándote voz, aliento, ser. Y si quieres conocer la
España medieval vas a Ben Gabirol[77], no a los manuales de historia, y si la
Revolución mexicana, vas a Azuela[78], no a los discursos políticos.
Que el poeta sea la voz de un pueblo no es una metáfora.
Él recoge la lengua y la recrea, le da nueva vida, la dota de más
significación. La lengua castellana nace con Alfonso el Sabio[79] y sus
cantigas, llega a su oro con Quevedo y Garcilaso, se transforma en canción
con Rubén Darío[80], se hace lúcida y precisa con Jorge Luis Borges. El poeta
es el espíritu de la lengua, que es el humus de un pueblo.
Pero en nuestro país al poeta todavía se le ve como figura decorativa un
tanto inútil. Cuando recibe premios en el extranjero, se le convierte en orgullo
nacional, pero no se lee su obra; no se difunde más que su nombre cuando le
llega excepcionalmente la fama, y en el fondo se le sigue considerando un ser
extraño, inaccesible, al que se prefiere evitar. La gente no lee poesía, y al
Estado le importa un comino. Al poeta famoso se le institucionaliza al modo
de bien nacional, como al petróleo, a ver qué frutos rinde. Detrás de esta
actitud sólo hay desdén, y al poeta sólo le quedan dos sopas: pactar o
encerrarse a escribir lo suyo.
Para que la poesía florezca se necesita amor a la palabra. Y en este país no
lo hay. Los medios de comunicación hacen trizas el idioma, bastardeándolo.
Los políticos, con sus alquimias verbales, lo vacían de significado. Los
universitarios apenas pueden poner dos frases en su sitio. El pueblo ya no
entiende en qué idioma le hablan y ya tampoco sabe hablar. No exagero, el
panorama es lo suficientemente oscuro para tener que ensombrecerlo aún
más. Pero si tú, sí, tú que me lees en este momento, comienzas a acercarte a la
poesía, encontrarás en la palabra la fuente de tu inteligencia y de tu emoción,
recobrarás la voz, la luz. Yo no sé hablarle a las masas. Por eso te hablo
personalmente a ti: si tú te acercas, estarás también acercando a todo tu país
contigo. Esta certeza es la que me ha llevado a escribir este libro. Ojalá la
compartas.
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SEGUNDA PARTE
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CITAS
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contrarios equivalentes: disgusto, tristeza, pavor, melancolía); la
segunda es aquello que pensamos al sentir lo que sentimos. O sea: la
comprensión de la poesía se funda en el sentimiento, la impresión y la
reflexión. La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. El
poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y
rimas no son sino correspondencias, ecos de la armonía universal.
9. Pfeiffer: la poesía ilumina no poco de aquella oculta profundidad
esencial de nuestra existencia (de ahí su verdad), y la ilumina
directamente por la plasmación (de ahí su belleza). La verdadera poesía
no es veraz en el sentido intelectual, ni es bella en el sentido artesanía,
sino por el hecho de plasmar bellamente es también una manera de
apoderarse de la verdad. En razón de su verdad la poesía es necesaria;
en razón de su belleza es beatificante.
10. Pontuondo: el poeta es el hombre que conoce la vida oculta de las
cosas, el movimiento recóndito que, superando las resistencias
naturales, anhela expresarse. El poeta, recordemos los versos de
Baudelaire, es el hombre que:
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el poeta tiene que ver con la persona del poeta, y no es así. Tiene que
ver más frecuentemente con la persona del lector.
15. Shelley: la poesía es un resultado de una serie de interrogantes que te
planteas día con día, mes con mes, año con año.
16. Zaid: Leer de muchos modos, renunciando a las recetas, pero
aprovechando los ojos que dan los métodos conocidos (y otros que se
pudieran inventar) puede ser otro método: el de leer por gusto. ¿Cómo
leer poesía? Embarcándose.
17. Pompidou: ¿qué es pues, la poesía? Bien sabio el que lo diga. ¿Qué es
el alma? Se pueden comprobar en el hombre todas las manifestaciones
de la vida y analizarlas y describirlas; se puede incluso analizar un
poema, estudiar su vocabulario, su ritmo, su rima, su armonía. Todo esto
es a la poesía lo que un corazón es al alma. Una manifestación exterior,
no una explicación, y menos una definición. Si yo quisiera aproximar
una definición de la poesía, la buscaría mejor en sus efectos. Cuando un
poema, o simplemente un verso provoca en el lector una suerte de
choque, lo lleva hacia dentro de sí mismo, lo arroja hacia el sueño, o al
contrario, hacia la confrontación con el ser y el destino, puede
reconocerse el éxito poético.
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