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2 Cuentos Resumen

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La Señorita Julia

Amparo Dávila
(Pinos, Zacatecas, 21 de febrero de 1928 - Ciudad de México, 18 de abril de 2020)

Llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido
aquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana,
metódica y tranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros
habían observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes.
Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada, ante su
escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida.

Ella que siempre estaba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo
elogio. En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La
señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía
tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían
casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir.

Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oír música, mientras la señorita Julia tejía algún suéter
para sus sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y,
a la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y sobrinos;
por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a su casa muy
satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.

Había perdido su alegría habitual y la tranquilidad de que siempre había gozado; su aspecto
comenzaba a ser deplorable y su estado nervioso, insostenible. Perdió por completo el apetito y el
placer por la lectura y la música. Aunque lo intentaba, no podía interesarse en nada.

Experimentaba una enorme vergüenza de que descubriera su tragedia. De solo imaginarlo sentía que
las manos le sudaban y la angustia le provocaba náuseas. Después ya no era solo ese temor, sino que
Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuera preparar venenos. Había improvisado un
pequeñísimo laboratorio utilizando algunas cosas que se había encontrado en un cajón, y que sin
duda su padre guardaba como recuerdo de sus años de farmacéutico, pues unos años antes de morir
vendió la farmacia y solo se dedicaba a atender unos cuantos enfermos. En ese laboratorio Julia
pasaba todos sus ratos libres y algunas horas de la noche mezclando sustancias extrañas que, la
mayoría de las veces, producían emanaciones insoportables o gases que le irritaban los ojos y la
garganta.

La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajaba en la oficina, a pedirle a Carlos de Luna que la
acompañara hasta su casa porque quería comunicarle algo importante. Este la recibió con marcada
frialdad, de una manera casi hostil, como se puede ver algo que está produciendo daño o un peligro
inmediato y temido.
Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comentario. Con sombrero y paraguas negros y su
habitual traje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno, que ese día estaba más acentuado.
Julia lo invitó a pasar.

La sola presencia del señor De Luna le producía confianza y tranquilidad. Se reprochó entonces
haberlo visto tan poco durante ese último tiempo. Se reprochó también no haber tenido el valor de
confiarle su tragedia.

Los dos bebían el café, en silencio. De pronto Julia dijo:


—Carlos… yo quisiera decirle…
—Diga, Julia.
—¿No quisiera oír algo de música?
—Como usted guste.
Julia se levantó a poner unos discos, profundamente contrariada consigo misma. No se había
atrevido, no se atrevería nunca. Las palabras se habían negado a salir.

Tal vez aquella actitud demasiado seca de Carlos la había contenido. Aquella mirada tan lejana
cuando ella iba a empezar a contarle su tragedia. Cogió su tejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna
comenzó a hablar, más bien a balbucear:

—Julia, yo quisiera proponerle… más bien… yo he pensado… querida Julia… yo creo que lo
mejor… es decir, tomando en cuenta… Julia, por nuestro bien y salud espiritual… lo más
conveniente es dar por terminado… bueno, quiero decir no llevar adelante nuestro proyecto
de matrimonio…
Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, se secó la frente con el pañuelo varias veces.
Estaba tan pálido como un muerto y la voz se le quebraba constantemente. Después, un
poco más calmado, siguió hablando “de la tremenda responsabilidad que el matrimonio
implicaba, de los numerosos deberes y las obligaciones de los cónyuges…”
Julia estaba aún más pálida que él. El tejido había caído de sus manos y la boca se le secó
completamente. El dolor y el desencanto la habían traspasado de tal manera que temía no
poder decir ni una sola palabra. Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estaba de
acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lo mejor para ambos.
La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se
había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño;
olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las ratas. Tenía la
convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su vida, y toda lucha contra
ellos resultaría inútil.

A veces se quedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto era todo su descanso. Su
hermana Mela iba todas las noches a acompañarla. Temían que algo le pasara, si la dejaban
sola; tal era su estado. Y Mela, cansada de las labores de su casa, caía rendida y se dormía
profundamente. A veces la despertaban los pasos de Julia que iba y venía por toda la casa
buscando las ratas, “aquellas ratas infernales que no la dejaban dormir…”

Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia… en la
escalera… aquellas carreras… saltos… resbalones… después allí en su cuarto… llegando hasta su
cama… debajo de la cama. Abrió los ojos y se incorporó

Escuchó como una estampida, una huida rápida, distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver
unos ojillos muy redondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama; ahora sí las
encuentro… Después de algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío. Lloró
sordamente. Se mesaba los cabellos con desesperación o se clavaba las uñas en las palmas de las
manos produciéndose un daño que ya no sentía.

Aquella mañana la señorita Julia se levantó haciendo un gran esfuerzo. Dio algunos pasos
tambaleante y se detuvo unos minutos frente al espejo para componerse el cabello. El rostro que vio
reflejado no podía ser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algo que ponerse y… ¡allí estaban!
… Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las había descubierto!… ¡las
malditas, las malditas, eran ellas!… con sus ojillos rojos y brillantes… eran ellas las que no la dejaban
dormir y la estaban matando poco a poco… pero las había descubierto y ahora estaban a su merced…
no volverían a correr por las noches ni a hacer ruido… estaba salvada… volvería a dormir… volvería a
ser feliz… allí las tenía fuertemente cogidas… se las enseñaría a todo el mundo… a los de la oficina… a
Carlos de Luna… a sus hermanas… todos se arrepentirían de haber pensado mal… se disculparían…
olvidaría todo… ¡malditas, malditas!… ¡qué daño tan grande le habían hecho!… pero allí estaban… en
sus manos… reía a carcajadas… las apretaba más… caminaba de un lado a otro del cuarto… estaba tan
feliz de haberlas descubierto… ya había perdido toda esperanza… reía estrepitosamente… Ahora
estaban en su poder… ya no le harían daño nunca más… hablaba y reía… lloraba de gusto y de
emoción gritaba, gritaba… qué suerte haberlas descubierto, qué suerte… risa y llanto, gritos,
carcajadas… con aquellos ojillos rojos y brillantes… gritaba… gritaba… gritaba…
Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y bostezando, encontró a Julia apretando furiosamente su
hermosa estola de martas cebellinas.
CHAC MOOL
Originalmente publicado en la Revista de la Universidad de México (No. 12,
agosto 1954)
Los días enmascarados (México: Los Presentes, Imprenta Juan Pablos, 1954,
104 pp.)

Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)

HACE POCO TIEMPO, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en


Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto
no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la
pensión alemana, comer el choucrout endulzado por el sudor de la cocina
tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y sentirse “gente
conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos.
Claro, sabíamos que en su juventud nadaba bien, pero ahora, a los
cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a
medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no permitió que se velara —
cliente tan antiguo— en la pensión; por el contrario, esa noche organizó
un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido
en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó
acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida.
Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro.
Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Colorada
nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo, abrí el
cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras
pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico
derogado en México; cachos de la lotería; el pasaje de ida —¿sólo de ida?
—Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito, y
cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi difunto
amigo. Recordaría
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión”. El licenciado, amabilísimo. Salí tan
contento que decidí gastar cinco pesos en un Café. Es el mismo al que
íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda
que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces
todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía
cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros, de hecho librábamos
la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían la baja extracción o
falta de elegancia. Yo sabía que muchos (quizá los más humildes)
llegarían muy alto, y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades
duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así.
No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí, muchos llegaron
más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables
tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, quedamos a la mitad del
camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja
invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy
volví a sentarme en las sillas, modernizadas —también, como barricada de
una invasión, la fuente de sodas— y pretendí leer expedientes. Vi a
muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el
Café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose
a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían
reconocer. A lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida en el
hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho
agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron los
años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y también todas
las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder
meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas
abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando, y al cabo,
quién sabrá adónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las
espadas de madera. Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y
sin embargo había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era
suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el recuerdo
de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la
muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no
tendría que volver la vista a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de
propina”.
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de
teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él
es descreído, pero no les basta: en media cuadra tuvo que fabricar una
teoría. Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y... No, mira,
parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un Dios,
muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz.
Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un
sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… Figúrate,
en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o
mahometanos. No es concebible por nuestros indios veneraran a un
individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se
sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón,
¡caramba, jaque mate a Huizilopochtli! El cristianismo, en su sentido
cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación
natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor
y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay
que matar a los hombres para poder creer en ellos.
Pepe sabía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte
indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines
de semana los paso en Tlaxcala, o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste
relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas.
Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace
tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden
uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la
consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al
Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta
circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en
torno al agua. Ch…!”
“Hoy, domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac
Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de
tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo.
La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo
macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate
en la barriga para convencer a los turistas de la autenticidad sangrienta
de la escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está
aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de
trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol, vertical y fogoso:
ese fue su elemento y condición. Pierde mucho en la oscuridad del sótano,
como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharnos que le niegue
la luz. El comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultura,
que recortaba todas las aristas, y le daba una expresión más amable a mi
Chac Mool. Habría que seguir su ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua
de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó hasta el sótano, sin
que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas
sufrieron, y todo esto en día de labores, me ha obligado a llegar tarde a la
oficina.”
Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el
Chac Mool, con lama en la base”.
Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en
ladrones. Pura imaginación”.
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlos, pero
estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y
las lluvias se han colado, inundando el sótano”.
“El plomero no viene, estoy desesperado. Del departamento del
Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las
lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos
han cesado: vaya una cosa por otra”.
Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un
aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de
una eripisela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a
aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado
cambiarme a un apartamento, y en el último piso, para evitar estas
tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy
grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana, pero
que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría
ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de
decoración en la planta baja”.
“Fui a raspar la lama del Chac Mool con una espátula. El musgo
parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a
las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la
penumbra, y dar fin al trabajo, con la mano seguí los contornos de la
piedra. Cada vez que repasaba el bloque parecía reblandecerse. No quise
creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha
timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará
por arruinarla. Le he puesto encima unos trapos, y mañana le pasaré a la
pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total”.
“Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool.
Se ha endurecido pero no vuelve a la piedra. No quiero escribirlo: hay en
el dorso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que
algo corre por esa figura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe
duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos”.
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina;
giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que
llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los
compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o
delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool”.
Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la vieja, la que tantas veces vi
en memoranda y formas, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto,
parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando
trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo
ininiteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa.
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es, más
que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos
mejor cuenta de su existencia, o estar, si pinta un bromista de rojo al
agua… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un
espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y
olvidados?… Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran
una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar
encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la
quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí, y nosotros
no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo.
Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en un caracol.
Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haber borrado hoy:
era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la
tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o la muerte que
llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad
que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que debe sacudirnos para hacerse
viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación: el Chac Mool,
blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi
dorado, parecía indicarme que era un Dios, por ahora laxo, con las
rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por
fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay
dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos
que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a
dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a abrir los
ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la
mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz
parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
Casi sin aliento encendí la luz. “Allí estaba Chac Mool, erguido,
sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos,
casi bizcos, muy pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores,
mordiendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón
cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac
Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover”.
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la
Secretaría, con una recriminación pública del Director, y rumores de
locura y aun robo. Esto no lo creí. Si vi unos oficios descabellados,
preguntando al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus
servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el
desierto. No supe qué explicación darme; pensé que las lluvias
excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían crispado. O que
alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo,
con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de
familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, …un glu-glu de agua
embelesada… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias
ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca su
paternidad mítica: el sauce, su hija descarriada; los lotos, sus mimados; su
suegra: el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que
emana de esa carne que no lo es, de las chanclas flameantes de
ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto
por Le Plongeon, y puesto físicamente en contacto con hombres de otros
símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempestad, natural; otra
cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel.
Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. Él sabe de la inminencia del
hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el estómago que
el mercader le untó de ketchup al creerlo azteca: No pareció gustarle mi
pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes,
de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primero días, bajó a dormir al
sótano, desde ayer, en mi cama”.
“Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala en que duermo
ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos
de ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac
Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; saltó hacia la puerta
con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al
baño… Luego bajó jadeante y pidió agua; todo el día tiene corriendo las
llaves, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy
abrigado, y le he pedido no empapar la sala más”.
“El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a
devolver a la Lagunilla. Tan terrible como su risilla —horrorosamente
distinta a cualquier risa de hombre o animal— fue la bofetada que me dio,
con ese brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su
prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como
se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad
infantil; pero la niñez —¿quién lo dijo?— es fruto comido por los años, y yo
no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando
empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que
se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo
doblegarme. Mientras no llueva —¿y su poder mágico?— vivirá colérico o
irritable”.
Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool sale de la casa.
Siempre, al oscurecer, canta una canción chirriona y anciana, más vieja
que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y cuando
no me contestó, me atreví a entrar. La recámara, que no había vuelto a
ver desde el día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí
se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero
detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos.
Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto
explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas”.
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que
telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz con pollo.
Pero lo sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable:
desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero
Chac ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los
días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea.
Dice que si intento huir me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él
no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no hay
luz, debo acostarme a la ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac
Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí
sus brazos helados, las escamas de su piel renovada, y quise gritar.
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse en piedra otra vez.
He notado su dificultad reciente para moverse; a veces se reclina durante
horas, paralizado, y parece ser, de nuevo, un ídolo. Pero estos reposos
sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiera
arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos
intermedios amables en que relataba viejos cuentos; creo notar un
resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a
pensar: se está acabando mi bodega; acaricia la seda de las batas; quiere
que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y
lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas,
incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede
estar mi salvación: si el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos
de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado. Pero también, aquí,
puede germinar mi muerte: el Chac no querrá que asista a su derrumbe,
es posible que desee matarme.
Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a
Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir trabajo, y esperar la
muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Necesito
asolearme, nadar, recuperar fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a
la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac
Mool; a ver cuánto dura sin mil baldes de agua”.
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise volver a pensar en su
relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia
al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo
psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la terminal, aún
no podía concebir la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para
llevar el féretro a casa de Filiberto, y desde allí ordenar su entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se
abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su
aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su
cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de
lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
—Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
—No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver
al sótano.

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