2 Cuentos Resumen
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Amparo Dávila
(Pinos, Zacatecas, 21 de febrero de 1928 - Ciudad de México, 18 de abril de 2020)
Llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido
aquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana,
metódica y tranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros
habían observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes.
Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada, ante su
escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida.
Ella que siempre estaba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo
elogio. En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La
señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía
tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían
casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir.
Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oír música, mientras la señorita Julia tejía algún suéter
para sus sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y,
a la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y sobrinos;
por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a su casa muy
satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.
Había perdido su alegría habitual y la tranquilidad de que siempre había gozado; su aspecto
comenzaba a ser deplorable y su estado nervioso, insostenible. Perdió por completo el apetito y el
placer por la lectura y la música. Aunque lo intentaba, no podía interesarse en nada.
Experimentaba una enorme vergüenza de que descubriera su tragedia. De solo imaginarlo sentía que
las manos le sudaban y la angustia le provocaba náuseas. Después ya no era solo ese temor, sino que
Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuera preparar venenos. Había improvisado un
pequeñísimo laboratorio utilizando algunas cosas que se había encontrado en un cajón, y que sin
duda su padre guardaba como recuerdo de sus años de farmacéutico, pues unos años antes de morir
vendió la farmacia y solo se dedicaba a atender unos cuantos enfermos. En ese laboratorio Julia
pasaba todos sus ratos libres y algunas horas de la noche mezclando sustancias extrañas que, la
mayoría de las veces, producían emanaciones insoportables o gases que le irritaban los ojos y la
garganta.
La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajaba en la oficina, a pedirle a Carlos de Luna que la
acompañara hasta su casa porque quería comunicarle algo importante. Este la recibió con marcada
frialdad, de una manera casi hostil, como se puede ver algo que está produciendo daño o un peligro
inmediato y temido.
Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comentario. Con sombrero y paraguas negros y su
habitual traje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno, que ese día estaba más acentuado.
Julia lo invitó a pasar.
La sola presencia del señor De Luna le producía confianza y tranquilidad. Se reprochó entonces
haberlo visto tan poco durante ese último tiempo. Se reprochó también no haber tenido el valor de
confiarle su tragedia.
Tal vez aquella actitud demasiado seca de Carlos la había contenido. Aquella mirada tan lejana
cuando ella iba a empezar a contarle su tragedia. Cogió su tejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna
comenzó a hablar, más bien a balbucear:
—Julia, yo quisiera proponerle… más bien… yo he pensado… querida Julia… yo creo que lo
mejor… es decir, tomando en cuenta… Julia, por nuestro bien y salud espiritual… lo más
conveniente es dar por terminado… bueno, quiero decir no llevar adelante nuestro proyecto
de matrimonio…
Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, se secó la frente con el pañuelo varias veces.
Estaba tan pálido como un muerto y la voz se le quebraba constantemente. Después, un
poco más calmado, siguió hablando “de la tremenda responsabilidad que el matrimonio
implicaba, de los numerosos deberes y las obligaciones de los cónyuges…”
Julia estaba aún más pálida que él. El tejido había caído de sus manos y la boca se le secó
completamente. El dolor y el desencanto la habían traspasado de tal manera que temía no
poder decir ni una sola palabra. Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estaba de
acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lo mejor para ambos.
La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se
había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño;
olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las ratas. Tenía la
convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su vida, y toda lucha contra
ellos resultaría inútil.
A veces se quedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto era todo su descanso. Su
hermana Mela iba todas las noches a acompañarla. Temían que algo le pasara, si la dejaban
sola; tal era su estado. Y Mela, cansada de las labores de su casa, caía rendida y se dormía
profundamente. A veces la despertaban los pasos de Julia que iba y venía por toda la casa
buscando las ratas, “aquellas ratas infernales que no la dejaban dormir…”
Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia… en la
escalera… aquellas carreras… saltos… resbalones… después allí en su cuarto… llegando hasta su
cama… debajo de la cama. Abrió los ojos y se incorporó
Escuchó como una estampida, una huida rápida, distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver
unos ojillos muy redondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama; ahora sí las
encuentro… Después de algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío. Lloró
sordamente. Se mesaba los cabellos con desesperación o se clavaba las uñas en las palmas de las
manos produciéndose un daño que ya no sentía.
Aquella mañana la señorita Julia se levantó haciendo un gran esfuerzo. Dio algunos pasos
tambaleante y se detuvo unos minutos frente al espejo para componerse el cabello. El rostro que vio
reflejado no podía ser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algo que ponerse y… ¡allí estaban!
… Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las había descubierto!… ¡las
malditas, las malditas, eran ellas!… con sus ojillos rojos y brillantes… eran ellas las que no la dejaban
dormir y la estaban matando poco a poco… pero las había descubierto y ahora estaban a su merced…
no volverían a correr por las noches ni a hacer ruido… estaba salvada… volvería a dormir… volvería a
ser feliz… allí las tenía fuertemente cogidas… se las enseñaría a todo el mundo… a los de la oficina… a
Carlos de Luna… a sus hermanas… todos se arrepentirían de haber pensado mal… se disculparían…
olvidaría todo… ¡malditas, malditas!… ¡qué daño tan grande le habían hecho!… pero allí estaban… en
sus manos… reía a carcajadas… las apretaba más… caminaba de un lado a otro del cuarto… estaba tan
feliz de haberlas descubierto… ya había perdido toda esperanza… reía estrepitosamente… Ahora
estaban en su poder… ya no le harían daño nunca más… hablaba y reía… lloraba de gusto y de
emoción gritaba, gritaba… qué suerte haberlas descubierto, qué suerte… risa y llanto, gritos,
carcajadas… con aquellos ojillos rojos y brillantes… gritaba… gritaba… gritaba…
Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y bostezando, encontró a Julia apretando furiosamente su
hermosa estola de martas cebellinas.
CHAC MOOL
Originalmente publicado en la Revista de la Universidad de México (No. 12,
agosto 1954)
Los días enmascarados (México: Los Presentes, Imprenta Juan Pablos, 1954,
104 pp.)
Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)