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Historia de Dos Ciudades -- Charles Dickens, Salustiano Masó Simón, Charles Dickens -- 13-20, Madrid, DL 2008 -- Alianza Editorial -- 9788420662572 -- 579533f9c10815755ebe9c2a336bdd00 -- Anna’s Archive

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Historia Charles

ie ik Dickens
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La piel de zapa
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https://archive.org/details/historiadedosciu0000char_x3d0
Historia de dos ciudades
Pa Sekine
Vit he 2
Charles Dickens

Historia de dos
cludades

Traduccion de
Salustiano Mas6

ALIANZA EDITORIAL
Titulo original: A Tale of two Cities

Primera edicion: 2007


Primera reimpresién: 2010

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra esta protegido por la Ley,
que establece penas de prisién y/o multas, ademas de las correspondientes indemni-
zaciones por danos y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren
0 comunicaren publicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artistica o cienti-
fica, o su transformacion, interpretacion o ejecucion artistica fijada en cualquier tipo
de soporte 0 comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorizacion.

© De la traduccion: Salustiano Mas6 Simon, 2007


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2007, 2010
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15;
28027 Madrid; teléfono 91 393 88 88
www.alianzaeditorial.es
ISBN: 978-84-206-6257-2
Depésito legal: B. 7.689-2010
Composicion: Grupo Anaya
Impreso en Cayfosa, S. A.
Printed in Spain

SI QUIERE RECIBIR INFORMACION PERIODICA SOBRE LAS NOVEDADES DE


ALIANZA EDITORIAL, ENV{E UN CORREO ELECTRONICO A LA DIRECCION;:
alianzaeditorial@anaya.es
Libro primero
Resucitado
1. La ێpoca

Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sa-


biduria y la de la tonteria; la época de la fe y la época
de la incredulidad; la estaci6n de la Luz y la de las Ti-
nieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno
de la desesperacién: todo se nos ofrecia como nuestro
y no tenfamos absolutamente nada; tbamos todos de-
rechos al Cielo, todos nos precipitabamos en el infier-
no. En una palabra, a tal punto era una €poca pareci-
da a la actual que algunas de sus autoridades mas
vocingleras insistian en que, para bien 0 para mal, se
la tratara solo en grado superlativo.
Un rey de grandes mandibulas y una reina de cara
poco atractiva ocupaban el trono de Inglaterra; un rey
de mandibulas no menos grandes y una reina de cara
muy linda se sentaban en el trono de Francia’. Y en
fin, para los grandes senhores que administraban los
panes y los peces del Estado en ambos paises estaba
mas claro que el agua que las cosas, en general, ha-
bian quedado asentadas para siempre.
Corria el ano de Gracia de mil setecientos setenta y
cinco. En época tan favorecida no podian faltarle a In-
glaterra revelaciones espirituales, lo mismo exacta-

1. Jorge If de Inglaterra y su esposa, Carlota Soffa; Luis XVI de


Francia y su esposa, Maria Antonieta.

9
mente que en la actual. La senora Southcott’, cuya
sublime apariciOn vaticinara un profético guardia de
corps anunciando que estaba todo dispuesto para que
se tragase la tierra a Londres y Westminster, acababa
de cumplir sus veinticinco anos bienaventurados. El
propio fantasma del Callejon del Gallo* hacia no mas
de doce que fuera conjurado, después de comunicar
con golpecitos de ultratumba sus mensajes, igual que
los espiritus de este ano pasado (que en punto a origi-
nalidad sobrenatural dejaron bastante que desear)
transmitian los suyos. Y ya en el mero ambito de los
acontecimientos terrenales, habian llegado reciente-
mente a la Corona y al pueblo de Inglaterra los men-
sajes remitidos por cierto congreso de subditos brita-
nicos celebrado en América*, mensajes que, por
insolito que parezca, han resultado de mayor trascen-
dencia para el género humano que ninguna de las co-
municaciones recibidas por conducto de ningun po-
lluelo de la estirpe gallinacea del Callejon del Gallo.
Francia, menos favorecida en cuestiones de orden
espiritual que su hermana, la de la égida y el triden-
te, rodaba con la mayor suavidad pendiente abajo, fa-
bricando papel moneda y gastandolo. Guiada por sus

2. Joanna Southcott (1750-1814), visionaria inglesa que publicé


profecias apocalipticas en verso.
3. Fendmenos extranos del tipo poltergeist, que se produjeron en
una calle de la City londinense y provocaron numerosas contro-
versias acerca de su autenticidad. Los «espiritus del afio pasado»
son una referencia a las sesiones de la médium D. D. Home, que
adquiri6 fama cuando Dickens escribia este libro.
4. El Congreso Continental de las colonias norteamericanas se ce-
lebr6 por primera vez en Filadelfia, en septiembre de 1774, y en
enero de 1775 present6 sus quejas al Parlamento britanico me-
diante una peticién.
cristianisimos pastores, distrafiase ademas en empresas
tan humanas como la de sentenciar a un joven a que
le cortasen las manos y arrancasen la lengua con te-
nazas, para ser a continuacién quemado vivo por no
haberse arrodillado cierto dia lluvioso en veneracién
y acatamiento de una sérdida procesion de frailes que
pasaba a vista suya, a unas cincuenta o sesenta yardas
de distancia. Es bastante probable que mientras aquel
desdichado era entregado al suplicio crecieran unos
arboles en los bosques de Francia y de Noruega ya se-
nalados por ese implacable lenador que es el Destino
para ser abatidos, aserrados en tablones y posterior-
mente transformados en cierto armazon movible que,
con un saco y una cuchilla, tan terrible fama adqui-
riria en la historia. Y es también muy probable que,
para esas mismas fechas, en los toscos cobertizos de al-
gunos labradores afincados en las fértiles tierras proxi-
mas a Paris se resguardasen ya de la intemperie unas
primitivas y recias carretas salpicadas de lodos rura-
les, olfateadas por los cerdos y utilizadas como dormi-
torios por las gallinas, que esa gran Segadora que es
la Muerte tuviera ya escogidas y apartadas como ar-
mones de la Revolucion. Pero aquel Lenador y aque-
lla Segadora, aunque trabajaran sin tregua, hacianlo
en silencio, y nadie ofa sus pasos sigilosos y apagados;
antes al contrario, puesto que alimentar la menor sos-
pecha de que estaban despiertos era como declararse
reo de ateismo y de traicién.
En Inglaterra apenas existia un minimo de orden y
de protecci6n ciudadana que justificase tanta jactan-
cia nacional. La capital misma era escenario, noche
tras noche, de audaces robos con violencia perpetra-
dos por gente armada y desvalijamientos en zonas
1]
despobladas; se advertia publicamente a las familias
que no abandonaran la ciudad sin antes trasladar su
ajuar a los guardamuebles de los tapiceros, para po-
nerlo a salvo; el que oficiaba de bandido en la oscuri-
dad trocabase en comerciante de la City en pleno dia,
y si algtin compafiero de negocios a quien en su papel
de «el Capitan» hubiese atracado le reconocia y pedia
cuentas, él bravamente le descerrajaba un tiro en la
cabeza y ponia pies en polvorosa; la diligencia del co-
rreo fue asaltada por siete ladrones, y el guardia que
la acompaniaba disparé y mato a tres de ellos, para ser
luego muerto a su vez por los otros cuatro, «a conse-
cuencia de haberse quedado sin municiones», tras lo
cual la diligencia pudo ser desvalijada en paz; el alcal-
de de Londres, potentado famoso, fue atracado en
Turnham Green por un solo salteador que despojé a
tan ilustre personaje en presencia de todo su séquito;
los presos de las carceles de Londres libraban batallas
con sus carceleros, y la ley soberana disparaba entre
ellos sus trabucos, cargados con postas y balas; habiles
rateros sustraian las cruces de brillantes que llevaban
al cuello algunos arist6cratas en los estrados mismos
de la Corte; entraban los mosqueteros en St. Giles, ala
busca y pesquisa de contrabando, y la plebe abria fue-
go sobre los mosqueteros, y éstos disparaban contra la
piebe, y a nadie se le ocurria pensar que tales sucesos
tuvieran nada de extraordinario. A todo esto, el ver-
dugo, siempre atareado, veia constantemente solicita-
das sus cada vez mas inuttiles funciones: ora para col-
gar a largas ristras de criminales de diversa calana; ora
para ahorcar al autor de un robo con escalo perpetra-
do un sabado y que habia sido prendido un martes;
tan pronto quemando condenados en Newgate por

LP
docenas como quemando libelos a la puerta de West-
minster Hall; ejecutando hoy a un feroz asesino y ma-
Nana a un misero ladronzuelo que habia robado seis
peniques a un mozo de labranza.
Todas estas cosas, y otras mil semejantes, acontecfan
precisamente en aquel venturoso afio de mil setecien-
tos setenta y cinco. Y en medio de tales sucesos, mien-
tras el Lenador y la Segadora proseguian su inadvertida
tarea, aquellos dos que brillaban por sus descomunales
mandibulas, junto a sus respectivas parejas femeninas,
una fea y la otra hermosa, iban con arrogancia y con
boato, ejerciendo con vara alta sus divinos derechos. Asi
guiaba el ano mil setecientos setenta y cinco a sus Gran-
dezas, junto a miriadas de seres insignificantes —los per-
sonajes de esta historia entre otros muchos-— por los ca-
minos que ante ellos se desplegaban.
2. La diligencia

Y el que se desplegaba ante el primero de los persona-


jes de que trata la presente historia, la noche de cierto
viernes de Ultimos de noviembre, era la carretera de
Dover. Caminaba el viajero al lado de un carruaje, la
diligencia correo con destino a la ciudad citada, mien-
tras el vehiculo subia lenta y pesadamente por el cerro
de Shooter, y remontaba el hombre la cuesta chapo-
teando en el barro, igual que el resto de los pasajeros,
pero no por el puro gusto de hacer ejercicio ni mucho
menos, dadas las circunstancias, sino porque la pen-
diente, y los arreos, y el fango, y la diligencia, era todo
tan pesado que los caballos se habian parado ya tres
veces negandose a dar un paso mas y una vez, inclu-
so, intentaron dar media vuelta con el subversivo pro-
posito de regresar a Blackheath con carruaje y todo.
Pero riendas, y latigo, y cochero y guardia de la escol-
ta, todos de consuno, habian leido ese articulo del cé-
digo de la guerra que prohibe semejante designio, el
cual, por otra parte, parecia abonar resueltamente la
tesis de que algunos irracionales estan empero dota-
dos de razon; y el tiro termino por capitular y volver
al cumplimiento de su deber.
Gachas las cabezas, temblorosas las colas, esforzan-
dose por avanzar guachapeando en el pastoso fango,
dando tumbos y trompicones de vez en cuando como

14
si fuesen a desarticularse y a caer hechos pedazos.
Tantas veces como el mayoral les concedia un descan-
so, haciéndolos parar con un discreto «jSooo! ;Sooo,
esta bien!», el delantero izquierdo meneaba violenta-
mente la cabeza con todos sus arreos y cascabeles,
como negando, con enfatico gesto impropio de un ca-
ballo, la simple posibilidad de que el carruaje coronara
jamas aquel repecho. Y siempre que el animal promo-
via estos bruscos tintineos, el viajero en cuestidn se
sobresaltaba, cosa harto natural dado su nerviosismo,
y sentia el 4nimo conturbado.
Una niebla vaporosa cubria todas las hondonadas,
y en su desolaci6n habiase aventurado por la ladera
arriba como uno de esos espiritus maléficos que bus-
can reposo y no lo encuentran. Pegajosa e intensa-
mente fria, avanzaba despacio por el aire, y sus ondu-
laciones se perseguian y encabalgaban a ojos vistas lo
mismo que las olas de un torvo y borrascoso mar. Era
bastante espesa para reducir a un estrecho circulo la
luz de los faroles del coche, hurtandolo todo a la mira-
da con excepcion del propio carruaje y de unas pocas
yardas de camino; y el vaho que los ajetreados caba-
llos exhalaban se le sobreanadia a tal punto que daba
la impresion de ser los animales la fuente y el origen
de toda aquella niebla.
Otros dos viajeros, ademas del ya citado, subian
con apuro la cuesta al lado de la diligencia. Los tres
iban tapados y arropados hasta las orejas, y calzaban
botas altas. Ninguno de ellos habria podido decir, por
los escasisimos rasgos que se distinguian, qué cara o
aspecto tenian sus companeros de viaje, y casi tantas
envolturas y recubrimientos como los que ocultaban
los semblantes a los ojos del cuerpo escondian la per-

iG}
sonalidad e intenciones de cada cual a los ojos del
alma de sus companieros. En aquellos tiempos, los via-
jeros andaban siempre con suma cautela y se abste-
nian de hacer confidencias a desconocidos, pues cual-
quier compafiero de ruta podia ser un bandido o
cémplice de bandidos. Y en lo que a cOmplices se re-
fiere, lo dificil era precisamente no encontrarselos, ya
que en todas las cervecerias y casas de postas solia ha-
ber alguien a sueldo del «Capitan», alguien que podia
ser desde el propio amo del establecimiento hasta el
ultimo mozo de cuadra. En eso precisamente iba pen-
sando el guardia de la diligencia correo de Dover, la
noche de aquel viernes de noviembre de mil setecien-
tos setenta y cinco, mientras el carruaje remontaba
con sordo traqueteo la cuesta de Shooter; encarama-
do en su pescante particular de la trasera del vehiculo,
daba fuertes patadas para que no se le entumeciesen
los pies, sin apartar la vista un solo instante del arcon
que llevaba al alcance de la mano, donde un trabuco
cargado coronaba una pila de seis u ocho pistolas de
arzon, también cargadas y que descansaban a su vez
sobre un monton de machetes.
Ocurria en la diligencia de Dover lo propio y carac-
teristico de todos los viajes, que el guardia sospechaba
de los viajeros, los viajeros sospechaban unos de otros
y del guardia, todo el mundo recelaba de todo el mun-
do y el cochero no estaba seguro mas que de los caba-
llos, respecto a los cuales hubiera podido jurar a con-
ciencia por los dos Testamentos que no reunjan las
condiciones debidas para el viaje.
—jSooo! —dijo el cochero-, jbueno, esta bien! ;Un
tironcito mas, y arriba! jMaldita sea vuestra estampa,
lo que me ha costado haceros subir! ;Oye, Joe!

16
—¢ Qué hay? —-contesté el guardia.
—¢Sobre qué hora sera?
—Por lo menos las once y diez.
—jVoto a Cristo! —exclam6 el cochero, contrariado-.
iY todavia no estamos en el alto de Shooter! jArre,
arre! jVamos de una vez!
El discolo caballo delantero, sorprendido por el lati-
go cuando habia resuelto categ6ricamente no moverse
mas, hizo un decidido esfuerzo y los otros tres le secun-
daron. Una vez mas, la diligencia de Dover avanz6 con
mil fatigas, hundiéndose en los charcos al par de ella las
botas altas de los pasajeros. Pardbanse éstos cuando el
carruaje se paraba, y jamas se apartaban un solo paso
de él. Si cualquiera de los tres hubiese tenido la auda-
cia de proponer a otro adelantarse un poco en la niebla
y la oscuridad, se habria expuesto a que le pegaran in-
mediatamente un tiro tomandole por bandolero.
El ultimo tirén llev6 a la diligencia a la cima del re-
pecho. Los caballos detuviéronse de nuevo para tomar
aliento y el guardia se apeo a calzar la rueda para la
bajada y abrio la portezuela para que subiesen los via-
jeros.
—jChis, Joe! —avis6 el cochero con tono de alarma,
mirando para abajo desde su pescante-. ¢No oyes?
—¢ Qué dices, Tom?
Escucharon ambos.
—Diria que se acerca un caballo al trote.
—A mi me parece que al galope, Tom -replicé el
guardia soltando la portezuela y encaramandose en su
puesto de un brinco-. jFavor al rey y a la justicia, caba-
lleros!
Y tras esta invocaciOn apresurada, amartill6 su tra-
buco y se puso en guardia.

17
Halladbase el viajero de quien trata esta historia su-
bido ya en el estribo, a punto de entrar en el carruaje;
los otros dos viajeros, dispuestos a seguirle, aguarda-
ban tras él. Y el primero continu6 sobre el estribo, mi-
tad dentro del coche mitad fuera, en tanto que los
otros permanecian en la calzada. Miraron todos al co-
chero, y luego al guardia, y después otra vez al coche-
ro, y escucharon con atencion. El cochero miraba ha-
cia atras, y el guardia también, y hasta el recaicitrante
caballo delantero enderez6 las orejas y miro para
atras, por no ser menos.
El silencio consecutivo a la interrupcién del ruidoso
y trabajoso rodar del vehiculo, sumado a la quietud de
la noche, hizo reinar una calma practicamente absolu-
ta. El jadear de los caballos comunicaba un tembior al
carruaje como si éste se hallara en un estado de viva
agitaciOn, y a los viajeros les palpitaba el corazon tan
fuerte que tal vez pudieran oirse los latidos; pero en
todo caso, la silenciosa pausa era expresiOn audible de
unos seres humanos sin aliento, que contenian el re-
suello y cuyo pulso latia acelerado por la expectacion.
El son de un caballo al galope se acercaba rauda y
furiosamente por la cuesta arriba.
—jAlto ahi! -rugid el guardia con voz lo mas estent6-
rea que pudo-. ;Deténgase quien sea! ;Al]to 0 disparo!
La marcha se interrumpié de pronto, y, con no
poco chapaleo y trastabilleo, una voz de hombre in-
quirioé desde la niebla:
—Es esa la diligencia de Dover?
-jA vos qué os importa! -replicé el guardia-.
éQuién sois?
—Digo que si es esa la diligencia de Dover.
—{Por qué lo queréis saber?

18
—Porque si lo es, tengo que hablar con uno de los
viajeros.
—~ Qué viajero?
—E] senor Jarvis Lorry.
El viajero a quien venimos refiriéndonos dio mues-
tras al instante de que ése era su nombre. El guardia,
el cochero y los otros dos viajeros le echaron sendas
miradas de descontianza.
—No os movais de ahi -grit6 el guardia a la voz que
habia hablado en la niebla—: porque si se me fuera el
dedo sin querer, puede que ya no hubiera medio de
reparar el error en toda vuestra vida. El caballero lla-
mado Lorry que conteste.
—{ Qué pasa? —pregunto a esto el viajero con voz un
tanto temblorosa—. ¢Quién me busca? ¢Jerry quizas?
«Pues si ese fulano es Jerry, maldita la gracia que
me hace su voz —murmur6 el guardia entre dientes-.
No me gustan nada las voces tan roncas. Jerry.»
—E] mismo, senor Lorry.
—~Qué hay de nuevo?
—Un despacho de alla para vos. De T. y Compania.
— Conozco al mensajero, guardia —dijo el tal Lorry,
saltando del estribo a la calzada, en lo que le ayuda-
ron desde atras, con mas presteza que cortesia, los
otros dos pasajeros, quienes acto seguido entraron
atropelladamente en el carruaje, cerraron la portezue-
la y subieron la ventanilla—. Puede acercarse; no hay
ningun peligro.
—Espero que asi sea, pero no tengo por qué fiarme
-refunfun6 el guardia para su capote-. jA ver, el del
caballo!
-jA ver, hombre, veamos de una vez! —dijo Jerry
con voz atin mas ronca que antes.
19
—Acercaos al paso, gentendido? Y si llevais pistole-
ras en la silla, procurad tener las manos lejos de ellas.
Porque a mi se me va el dedo como el diablo de rapi-
do, y cuando cometo esos errores es plomo lo que
sale. Conque venid que nos veamos las caras.
A poco fueron dibujandose lentamente en la nie-
bla las siluetas de un caballo y de su jinete, hasta lle-
gar junto a la diligencia donde aguardaba el viajero. El
jinete se agacho en su montura y tras echar una mira-
da al guardia alarg6 al viajero un papelito doblado. El
caballo del mensajero estaba reventado, y tanto el ani-
mal como su jinete aparecian cubiertos de barro desde
los cascos del primero hasta el sombrero del segundo.
—jGuardia! —dijo el viajero, en tono tranquilo y
confidencial.
—<Qué se os ofrece? —respondiéd con sequedad el
guardia, alerta en todo momento, con la mano dere-
cha en la culata del trabuco, la izquierda en el canon y
la vista en el jinete, a quien apuntaba con su arma.
—No hay nada que temer. Yo soy del banco Tellson.
Sin duda conoceréis el banco Tellson, en Londres.
Asuntos de importancia me llevan a Paris. Ahi va una
corona para que echéis un trago. ¢Puedo leer esto?
—Esta bien, pero despachad pronto, caballero.
Lorry desdobl6 el papel, y a la luz del farol de la di-
ligencia que caia de aquel lado ley6, primero para si y
luego en voz alta:
—«Esperad en Dover a mademoiselle». Ya veis que
el mensaje no es largo, guardia. Decid a quien os en-
via, Jerry, que mi contestacién es: RESUCITADO.
Jerry se sobresalt6 al oirlo.
—jVaya una contestacién mas rara, demonio! —ex-
clam6 con voz mas ronca que nunca.

20
—Llevad ese recado, y los que os mandan sabran
que he recibido éste tan bien como si os lo diera por
escrito. Buen viaje, amigo. Y buenas noches.
Dichas estas palabras, el viajero abri6 la portezuela
del coche y entré en él, totalmente desasistido ahora
por sus companeros, que se habian apresurado a es-
conder sus relojes y bolsas en la cafia de las botas, y
para entonces fingian dormir, sin mas propésito evi-
dente que el de eludir cualquier otra iniciativa.
Reanudo su pesada marcha el carruaje, envuelto
en tupidos festones de niebla que se iban espesando
en la bajada. Volvio el guardia el trabuco a su arcon, y
una vez dado un vistazo al resto de su contenido, asi
como a las pistolas suplementarias que llevaba al cin-
to, mird en una arqueta mas pequena que iba debajo
de su asiento y en la que habia unas cuantas herra-
mientas de cerrajero, un par de antorchas, pedernal y
yesca. Hombre previsor, llevaba todo lo preciso para
encender con relativa facilidad y seguridad los faroles
del coche si, como frecuentemente ocurria en los via-
jes, los apagaba el viento: bastaba con que hiciera sal-
tar las chispas del eslab6n y el pedernal delante de la
yesca y al amparo de su propio cuerpo para que (si es-
taba de suerte) la llama prendiese en cinco minutos.
—jTom! —llam6 el guardia en voz baja, por encima
de la baca del coche.
—<Qué hay, Joe?
—Has oido el recado?
—Si, Joe.
—.Y qué has sacado en limpio?
—Nada en absoluto.
—Mira qué coincidencia, hombre -murmuro el guar-
dia—. A mi me ha pasado lo mismo.
21
Entretanto, al quedar a solas en la oscuridad y la
niebla, Jerry desmonto no solo para dar algun descan-
so a su agotada cabalgadura, sino para limpiarse el ba-
rro de la cara y vaciar de agua el ala de su sombrero
en que cabian muy cerca de tres cuartillos. Estuvo un
rato parado, la brida sobre el brazo salpicado de lodo,
hasta que se desvanecié el ruido de la diligencia que
se alejaba y volvio a reinar el silencio nocturno; en-
tonces dio media vuelta y echo a andar cuesta abajo.
—Después de la galopada que te has pegado desde el
Temple, amiguita, no me fio de tus remos delanteros
hasta que lleguemos a terreno llano —dijo aquel men-
sajero de voz bronca, mirando a su yegua-. «Resucita-
do». Vaya un recadito enigmatico, por mil demonios.
jEsas cosas a ti no te convienen, Jerry! jEn menudo
apuro ibas a verte si eso de resucitar los muertos se pu-
siera de moda!
3. Las sombras de la noche

Es un hecho asombroso y digno de reflexi6n que todo


ser humano esté constituido de tal forma que siempre
haya de ser un profundo secreto y un misterio para sus
semejantes. Cuantas veces entro de noche en una gran
ciudad, pienso muy seriamente que todas y cada una
de aquellas casas apifadas en la sombra encierran su
propio secreto; que cada habitaci6n de cada una de
ellas encierra su propio secreto; que cada coraz6n sin-
gular que late en los cientos de miles de pechos que las
habitan es, en algunos de sus ensuenos y pensamien-
tos, un secreto impenetrable para el coraz6n mas proxi-
mo. Hay en esto algo de pavoroso, que nos lleva a pen-
sar incluso en la Muerte. Ya no podré seguir pasando
las hojas de este libro que amé y que en vano esperaba
leer hasta el fin. Ya no podré seguir escudrinando las
profundidades de estas aguas insondables, penetradas
por fugaces destellos, en las que vislumbré ocultos te-
soros y realidades sumergidas. Estaba escrito que el li-
bro habria de cerrarse de golpe para los siglos de los si-
glos cuando yo apenas hubiese leido una pagina. Estaba
escrito que una eterna congelacion ocluiria las aguas
cuando la luz jugaba en su superficie y yo estaba en la
orilla desentendido. Mi amigo ha muerto, mi vecino ha
muerto, mi amor, la amada de mi corazon, ha muerto;
es la inexorable consolidacion y perpetuacion del se-

23
creto que hubo siempre en aquella individualidad y que
yo llevaré en la mia hasta el fin de mi vida. En cualquie-
ra de los cementerios de esta ciudad por donde paso,
¢duerme quizds un muerto mas inescrutable de lo que
para mi son, en su mas intima personalidad, sus atarea-
dos habitantes, o de lo que lo soy yo para ellos?
En cuando a esto se refiere, el legado natural e ina-
lienable del mensajero que cruzaba la noche a caballo
era exactamente el mismo que el del rey, ei primer
ministro del Estado o el mas rico comerciante de Lon-
dres. Y otro tanto cabe decir de los tres pasajeros ence-
rrados en el angosto recinto de una destartalada y vie-
ja diligencia; cada uno era para los otros un misterio
tan impenetrable como si hubieran viajado solos, cada
cual en su coche propio, y con una provincia entre co-
che y coche.
Volvia el mensajero a un trote corto, parando a
menudo a refrescarse en las tabernas del camino, pero
poco dispuesto a trabar conversacién con nadie, se-
gun todas las apariencias, y con una tendencia mani-
fiesta a llevar el sombrero calado hasta los ojos. Ojos
que se avenian muy bien con la situacién, pues eran
negros, opacos, duros y muy proximos entre si, como
si temieran ser descubiertos en algo inconfesable si se
mantenian demasiado separados. Su expresi6n era
realmente siniestra, a lo que tal vez contribufa el he-
cho de que los ojos brillaran bajo un sombrero de tres
picos que parecia una escupidera y sobre una especie
de bufanda descomunal que le llegaba casi a las rodi-
llas. Cada vez que se paraba a beber, apartaba aquel
bufand6n con la mano izquierda, pero s6lo mientras
se echaba al coleto el licor con la derecha, pues tan
pronto como lo apuraba volvia a embozarse.

24
-jNo, Jerry, no! -murmuraba para si el mensajero
mientras cabalgaba, volviendo siempre obsesivamen-
te al mismo tema-. Eso a ti no te traerfa nada bueno,
Jerry. \Jerry, tu eres un honrado comerciante, no pue-
des entrar en esa clase de negocios! jResucitado...!
jQue me ahorquen si no estaba borracho cuando me
dio un recado como ése!
Tan perplejo le tenia el mensaje que de cuando en
cuando se quitaba el sombrero para rascarse la cabeza.
Salvo en el mismo vértice, medio asolado ya por la
calvicie, un pelo negro e hirsuto cubriale la testa por
completo y le bajaba por la frente y las sienes casi has-
ta la nariz roma y ancha. Era aquella cabeza como for-
jada en herreria, como bardal de tapia erizado de puas,
a tal punto que el mejor de los jugadores de «a la una
andaba la mula» lo habria considerado el mas peligro-
so hombre del mundo para saltarselo de pie.
Mientras el mensajero trotaba de regreso con el
mensaje que tenia que transmitir al vigilante nocturno
del banco Tellson, que estaria en su garita de la puer-
ta, alla en Temple Bar, y que a su vez habria de llevar
el recado a sus superiores, las sombras de la noche ad-
quirian para é] formas macabras, como emanadas de
aquel mensaje, sombras que inquietaban también a la
yegua, como emanadas asimismo de sus propios y par-
ticulares motivos de desasosiego que, a juzgar por sus
espantadas ante cada sombra del camino, debian de
ser legion.
Y para los tres inescrutables viajeros de la diligen-
cia, que entretanto brincaba, traqueteaba y daba tum-
bos en su aburrido trayecto, las sombras de la noche
tomaban igualmente las formas que sus adormilados
ojos y sus divagantes imaginaciones les sugerian.

25
El banco Tellson tenfa una verdadera sucursal en la
diligencia. Para el empleado del mismo que, pasado el
brazo por una correa gracias a la cual evitaba chocar
con su vecino cada vez que el vehiculo brincaba en un
bache, daba cabezadas en el asiento con los ojos en-
tornados, las ventanillas del carruaje, el farol cuyos te-
nues resplandores entraban por ellas y el bulto del
viajero sentado frente a él eran el banco, en el cual
efectuaba operaciones brillantes y afortunadas. Los
cascabeles del atalaje figurabansele tintineo de mone-
das, y en cinco minutos se aceptaban alli mas letras de
las que Tellson, con todas sus filiales en el pais y en el
extranjero, habia aceptado jamas en el triple de tiem-
po. Luego se abrian ante él los recintos blindados sub-
terraneos del banco Tellson, donde tantos efectos y se-
cretos se custodiaban (y no era poco lo que de todos
ellos sabia el viajero), y entraba provisto de las gran-
des llaves y una vela de luz mortecina, y los hallaba
seguros, fuertes, sdlidos, tranquilos, tal como en la ul-
tima ocasion los viera.
Pero aunque el banco apenas le abandonaba un
solo momento, y aunque la diligencia (de manera
confusa, como un dolor latente bajo los efectos de un
calmante) no se alejaba de su animo, habia otra idea
fija, tenaz y persistente que no dej6é en toda la noche
de darle vueltas en el pensamiento. Aquel viaje tenia
por objeto sacar a un hombre de su sepultura.
Ahora bien, lo que las sombras de la noche no pre-
cisaban era cual de entre la multitud de rostros que
hacian aparecer delante de él era el verdadero sem-
blante de la persona enterrada; pero todos eran la cara
de un hombre de unos cuarenta y cinco afios, y dife-
rian principalmente por las pasiones que expresaban,

26
asi como por su palidez cadavérica, su aspecto maci-
lento y descarnado. Orgullo, desprecio, desaffo, obs-
tinaci6n, sumisiOn, quejumbre, todo esto manifesta-
ban en procesiOn interminable aquellas formas en su
diversidad de rasgos: mejillas hundidas, livideces ma-
cabras, manos y perfiles esqueléticos. Pero en lineas
generales todas aquellas caras eran una y la misma, y
a todas correspondia una cabeza prematuramente en-
canecida. Cien veces pregunto6 al espectro el sonolien-
to viajero:
—¢ Cuando te enterraron?
La respuesta era siempre la misma:
—Hace casi dieciocho anos.
—{Habias perdido toda esperanza de volver a la luz?
—Si, hace ya mucho que la perdi.
—¢Sabes que vas a volver a la vida?
—Eso me dicen.
—Supongo que te interesara vivir.
—No lo sé.
—¢ Querras que te la presente? ¢Vendras a verla?
Las contestaciones a esta pregunta eran diversas y
contradictorias.
—jEspera! —respondia unas veces con voz entrecorta-
da-. jSi la viese tan de repente me moriria! —Otras ve-
ces, hecho un mar de lagrimas, suplicaba—: jLlévame
en seguida! —Y otras, en fin, mirando con asombro a su
interlocutor, decia—: No la conozco. No sé de quién me
hablas.
Interrumpia el viajero este soliloquio para cavar y
cavar en su imaginaciOn, cavar con una azada, con
una enorme llave, con las manos y las unas, para cavar
sin punto de reposo y desenterrar a aquel desdichado.
Y cuando al fin lo tenia fuera, con tierra adherida al

Bg
pelo y al rostro, se le desvanecia entre las manos, con-
vertido de repente en polvo. El viajero se erguia en-
tonces con sobresalto y, bajando la ventanilla, exponia
sus mejillas a la realidad de la niebla y la lluvia.
Sin embargo, aun con los ojos abiertos a la lluvia
y la niebla, fijos en el movil rodal de luz que los fa-
roles proyectaban, en los setos a la orilla del camino
que huian veloces con bruscas sacudidas, las sombras
nocturnas del exterior parecian incorporarse al corte-
jo de las nocturnas sombras de dentro del coche. La
sede misma del banco en Temple Bar, las operaciones
de la vispera, las cajas fuertes, el mensajero enviado en
su busca y el propio mensaje de respuesta que él mis-
mo mandara, todo estaba alli otra vez, real y tangible
y verdadero. Y de entre medias de estas cosas surgia
nuevamente aquel rostro espectral, y una vez mas se
le acercaba e inquiria:
—¢ Cuando te enterraron?
—Hace casi dieciocho anos.
—Supongo que te interesara vivir.
—No lo sé.
Y cavaba, cavaba, cavaba... Hasta que uno de sus
companeros de viaje le indicaba con ademan impa-
ciente y destemplado que subiese el cristal de la ven-
tanilla. Aseguraba entonces el brazo en ja correa pro-
tectora y se ponia a divagar en torno a las dos figuras
sonolientas de los viajeros, pero no tardaba en desen-
tenderse de ellos para volver a su idea fija del banco y
de la sepultura.
—¢ Cuando te enterraron?
—Hace casi dieciocho anos.
—¢Habias perdido toda esperanza de volver a la luz?
—Si, hace ya mucho que la perdi.
Z|
Sonaban aun en sus oidos las palabras como si se
acabaran de pronunciar —claras y distintas como no
habia ofdo otras en su vida— cuando el fatigado viajero
advirti6 de pronto que las sombras de la noche habian
dado paso a los resplandores del dia.
Bajo la ventanilla y contemplo el sol, que asomaba
ya en el horizonte. Habia una loma roturada y un ara-
do en el punto mismo en que la noche anterior lo de-
jaran, tras haber desuncido los caballos; mas alla se di-
visaba un soto apacible y tranquilo en cuyos arboles
todavia quedaban muchas hojas bermejas y doradas.
Aunque la tierra se mostrara fria y himeda, el cielo
estaba despejado, y el sol se levantaba rutilante, placi-
do y hermoso.
—jDieciocho anos! -exclam6 el viajero, contem-
plando el sol-. ;Dios misericordioso, creador de la luz!
;Dieciocho anos enterrado en vida!
4. La preparacion

Cuando aquella misma manana la diligencia lleg6 sin


mas contratiempos a Dover, el mayordomo del Royal
George Hotel abrio la portezuela segun tenia por cos-
tumbre. Lo hizo con cierto aire solemne y ceremonio-
so, pues un viaje en diligencia desde Londres y en in-
vierno era una proeza bien digna de que se felicitara
al audaz viajero que la llevaba a cabo.
No pudo felicitar el mayordomo mas que a uno
solo de aquellos intrépidos viajeros, ya que los dos res-
tantes habianse quedado en sus destinos respectivos.
El interior del carruaje, todo mohoso y oriniento con
su paja himeda y sucia, mas parecia una oscura pe-
rrera grande y maloliente, y cuando sali6 de ella el se-
nor Lorry, sacudiéndose las pajas, arrugado el abrigo,
chafado el sombrero y rebozadas las piernas de lodo,
mas que hombre semejaba una especie de perro gran-
don y desvalido.
—¢Hay barco manana para Calais, mayordomo?
—Si, senor, si continua el buen tiempo y sopla vien-
to favorable. Habra marea alta sobre las dos de la tar-
de. gDesea descansar el senor?
-No pienso acostarme hasta la noche; pero necesi-
to habitacién y un barbero.
—Y el desayuno después? Si, sefior... Por aqui, se-
nor, tened la bondad. jEnsefad la Concordia al senor!

30
La maleta del caballero y agua caliente a la Concordia.
Quitadle las botas al senor en la Concordia. (Encon-
traréis un fuego agradable, sefior.) Que vaya un bar-
bero a la Concordia. ;Vamos, aprisa, todo listo y a pun-
to en la Concordia!
La habitaci6n que en el Royal George Hotel cono-
cian todos como «la Concordia» se asignaba siempre a
un viajero de los que llegaban en la diligencia, y como
estos viajeros venian invariablemente arropados de la
cabeza a los pies, el aposento presentaba el interés sin-
gularisimo de que si bien siempre se veia entrar en él
a un tipo unico de hombre, luego salian caballeros de
todas clases y variedades. Por eso, rondando como por
casualidad en diversos puntos del trayecto entre la
Concordia y el saloncito donde se servian los desayu-
nos, habia un mayordomo mas, y dos mozos, y varias
criadas, y hasta la duena misma del establecimiento,
cuando un caballero de unos sesenta anos, solemne-
mente vestido con un traje marron, no muy nuevo
pero bastante bien conservado, con grandes punos
cuadrados y carteras no menos grandes cubriéndole
los bolsillos, salid de la mencionada habitacion y se di-
rigid al referido saloncito para desayunar.
Aquella manana no habia nadie en él mas que el
caballero del traje marrén. Le habian puesto la mesa
junto a la chimenea, y cuando se sent6, iluminado por
el resplandor del fuego, a la espera de que le sirviesen el
desayuno, tan inmovil y callado estaba como si posara
para que lo retratase un pintor.
Con ambas manos sobre las rodillas, el aspecto que
ofrecia era el de un hombre metddico y ordenado, y en
el bolsillo del chaleco un estrepitoso reloj dejaba oir un
sonoro tic-tac como predicando su seriedad y longevi-

31
dad en contraste con la ligereza y la evanescencia del
fuego que crepitaba alegre en la chimenea. Era hombre
de bien torneadas piernas, y a juzgar por las medias os-
curas, finas y perfectamente cenidas, estaba un tanto
envanecido de ello. Los zapatos y hebillas eran también
sencillos, pero bonitos y elegantes. Bien ajustado a la
cabeza Jlevaba un pintoresco peluquin, suave, crespo y
rubio como el lino, el cual es de presumir estuviera he-
cho de pelo natural, pero sus hebras mucho mas pare-
cian filamentos de seda o de vidrio. En cuanto a la ca-
misa, si en finura no igualaba a las medias, en cambio
en blancura no tenia nada que envidiar a las crestas de
las olas que venian a romper en la playa vecina ni a las
velas que mar adentro resplandecian heridas por el sol.
Animaban aquel semblante de expresi6n mesura-
da y comedida, bajo la peregrina peluca, dos ojos tier-
nos, de viva y alegre mirada, que otrora debieron de
dar no poco trabajo a su dueno hasta que consiguiera
imponerles, a fuerza de practica y ejercicio, la expre-
sion de reserva y compostura caracteristica del banco
Tellson. Las mejillas eran de color saludable, y la cara,
aunque surcada por algunas arrugas, mostraba pocas
huellas de angustias y preocupaciones, tal vez porque
los solterones empleados en el banco Tellson se ocu-
paban primera y principalmente de cuidados ajenos, y
esos cuidados de segunda mano son como los guantes
usados, que entran y salen con facilidad.
Para completar su semejanza con un hombre que
posara ante un pintor, el senor Lorry se qued6 dormido.
Despert6 cuando le trajeron el desayuno, y arrimando
la silla a la mesa, dijo al camarero que le servia:
—Quiero que reserven habitacién para una sefnori-
ta que probablemente llegara hoy mismo, no sé a qué

a2
hora. Es posible que pregunte por el sefior Jarvis Lorry,
o simplemente por un caballero del banco Tellson, no
lo sé. En cualquier caso que me pasen recado, por favor.
—Si, senor. ¢El banco Tellson de Londres, sefior?
—Si.
—Si, senor. Con frecuencia tenemos el honor de
hospedar a caballeros de ese banco en sus viajes entre
Paris y Londres, senior. En la casa Tellson y Compania
se viaja mucho, senor.
—En efecto. Nuestra casa es tan francesa como in-
glesa.
—Pero vos no acostumbrdis a hacer esos viajes,
éverdad, senor?
—En los ultimos anos, no. Hace ya quince que vini-
mos... Va ya para quince anos que estuve la ultima vez
en Francia.
—Es posible? En aquellas fechas no estaba yo aqui,
senor. Ni yo ni ninguno de los que ahora estamos. El
hotel George tenia por entonces otros duenos, senor.
—Ya me lo figuro.
—Pero apostaria cien contra una, senor, que una casa
como Tellson y Compania era ya conocida hace no sdélo
quince anos, sino cincuenta, ¢no es asi, senor?
—Podriais triplicarlo, poned ciento cincuenta, y no
os apartariais mucho de la verdad.
—Es posible, senor?
Redondos de pasmo los ojos y la boca y alejando-
se de la mesa unos pasos sin volverse, el camarero se
paso la servilleta del brazo derecho al izquierdo, adopto
una postura cOmoda y se qued6 mirando atentamen-
te al huésped mientras éste comia y bebia, como desde
una atalaya o un observatorio, segtn es costumbre in-
memorial de los camareros de todas las épocas.

33
Terminado el desayuno, el senor Lorry sali6 a dar
un paseo por la playa. Desde alli no se divisaba la an-
gosta y tortuosa ciudad de Dover, que tenia la cabeza
escondida entre los acantilados de roca caliza lo mis-
mo que un avestruz marino. La playa era un desierto
lleno de pedregales y escollos donde el mar hacia lo
que se le antojaba, y lo que se le antojaba era destruir.
Rugia contra la ciudad, tronaba contra los acantilados
y, enloquecido, tenia a todo el litoral en jaque. El aire
que corria entre las casas olia tan fuertemente a pes-
cado que podria uno haber presumido que los peces
enfermos salian de las aguas para restaurar su salud
en ese aire, lo mismo que los seres humanos buscan la
terapia de los banos de mar. No faltaban pescadores
en el puerto, y de noche abundaban los paseantes da-
dos a la contemplacién del océano, especialmente en
horas de subida de la marea. Pequenos comerciantes
sin negocio ni actividad que ostentar hacian a veces
grandes e inexplicables fortunas, y, por muy extrano
que parezca, nadie por aquellos contornos podia su-
frir la presencia de un farolero.
A medida que caia la tarde y que el aire, tan didfano
que hubo momentos en que se divisaban las costas de
Francia, volvia a saturarse de niebla y de vapor, oscure-
cianse también los pensamientos del sefior Lorry. Cuan-
do, ya cerrada la noche, esperaba la cena sentado al
amor de la lumbye, en el comedor, como por la mafiana
habia esperado el desayuno, su imaginaci6n seguia ca-
vando, y cavando, y cavando entre las rojas brasas.
Una botella de clarete fino después de la cena no
hace ningtin dano a un buen cavador, como no sea
por la manifiesta propensi6n a sumirle en una dulce
pereza. Hacia ya largo rato que permanecia ocioso, y

34
acababa de servirse el Ultimo vaso de vino con esa cara
de satisfaccion tan absoluta que siempre se aprecia en
un caballero entrado en afios pero saludable que llega
al fondo de una botella, cuando se oyé el estrépito de
un carruaje, que subia por la calleja y entraba en el
patio del hotel.
—jLa senorita! -exclam6 Lorry, y dej6 sobre la mesa
el vaso de vino intacto.
Pocos minutos después entraba el camarero y anun-
ciaba que la senorita Manette acababa de llegar de Lon-
dres y deseaba ver al caballero del banco Tellson.
—¢Tan pronto?
La senorita Manette habia tomado un refrigerio en
el camino, por lo que no pensaba cenar, y mostraba
vivisimos deseos de ver inmediatamente al caballero
del banco Tellson, si no habia inconveniente y él tenia
gusto en recibirla.
Al caballero del banco Tellson no le quedé6 otro re-
medio que vaciar su vaso con un aire de estélida des-
esperaciOn, ajustarse el pintoresco y rubio peluquin a
las orejas y seguir al camarero, que le acompano hasta
la habitacion de la senorita Manette. Era un aposento
espacioso y sombrio, con un mobiliario finebre, tapi-
ceria toda negra y mesas macizas barnizadas de tonos
oscuros. A estos muebles se les habia sacado brillo y
mas brillo, al punto de que los dos altos candelabros
colocados sobre la mesa central se reflejaban l6brega-
mente en la brunida superficie como si, enterrados en
hondos sepulcros de ébano, no pudiera esperarse de
ellos luz alguna hasta que los desenterraran.
Tan impenetrable era la oscuridad, que el senor Lo-
rry, encaminados ya sus pasos por una deteriorada al-
fombra, supuso que la senorita Manette estaria en algu-
35
na dependencia contigua, hasta que, rebasados los dos
altos candelabros, vio a la persona que le estaba espe-
rando, de pie junto a la mesa que habia entre la chi-
menea y ellos. Era una joven de unos diecisiete anos,
con traje de montar, que atin sostenfa en la mano el
sombrero de paja que habia llevado en el viaje. Al fijar
los ojos en aquella linda y graciosa figurilla, con abun-
dante cabellera de oro, un par de ojos azules que sa-
lieron ail encuentro de los suyos con inquisitiva mira-
da y una frente con la singular aptitud (como joven y
tersa que era) de alzarse y fruncirse en una expresién
no enteramente de perplejidad, ni de asombro, ni de
sobresalto, ni tan sdlo de una viva y concentrada aten-
cidn, aunque de todo ello participaba; al fijar los ojos
en estas cosas, se le represent6 la vivida y repentina
imagen de una nina a la que tuvo en sus brazos en la
travesia de aquel mismo canal, con tiempo frio, grani-
zO a manta y mar gruesa. La evocaciOn paso como un
soplo por la desvaida superficie del espejo de cuerpo
entero situado a espaldas de la joven, en cuyo marco
una valetudinaria procesi6n de negros cupidos, algu-
nos sin cabeza y todos lisiados, ofrecia negros cestos de
frutos del mar Muerto a sendas divinidades femeninas,
también negras. Y el caballero saludé a la sefiorita Ma-
nette con una cumplida reverencia.
-Tomad asiento, caballero, por favor —dijo con voz
adolescente muy clara y agradable, en la que apenas
era perceptible un leve acento extranjero.
—Os beso la mano, senorita —contest6 el sefior Lorry
haciendo otra reverencia muy a la antigua usanza, an-
tes de sentarse.
—Ayer recibi carta del banco, sefior, comunicando-
me que se ha sabido... o descubierto...

36
—La palabra es lo de menos, sefiorita: sirve cual-
quiera.
—... algo sobre los escasos bienes que dej6é mi pobre
padre, a quien no he tenido la dicha de conocer... hace
tanto que muriO...
Lorry se revolvi6 en su silla y dirigié a la procesi6n
de negros cupidos una mirada que dejaba traslucir su
apuro y desvalimiento, jcomo si aquellas figuras lle-
varan algun socorro en sus absurdos cestos!
—... y que era preciso que yo fuese a Paris, donde
habria de ponerme en contacto con un caballero del
banco enviado a la capital de Francia con ese fin.
—Ese caballero soy yo, senorita.
—Me lo figuraba, senor.
La joven le hizo una reverencia (en aquellos tiem-
pos las senoritas hacfan reverencias), con el loable de-
seo de manifestarle el respeto que su mayor edad y
superior juicio le merecian y el caballero le correspon-
did con otra.
—Contesté al banco, senor, que si aquellos que extre-
man su bondad conmigo hasta el punto de darme con-
sejo consideraban necesario el viaje, irla desde luego a
Francia, pero que como soy huérfana y no tengo ami-
gos que puedan acompanarme, estimaria en mucho se
me permitiera colocarme durante el viaje bajo la pro-
tecci6n de ese digno caballero. El caballero habia salido
ya de Londres, pero tengo entendido que le enviaron
un mensajero rogandole que me esperase aqui.
—Me tuve por muy afortunado —dijo Lorry- al reci-
bir el encargo, y por mucho mas dichoso me tendré
cumpliéndolo, senorita.
—Os lo agradezco infinito, caballero; os lo agradez-
co de todo corazon. Me prevenia el banco que el caba-

37
llero me explicaria los pormenores del asunto, y que
me preparara a recibir noticias sensacionales. He he-
cho todo lo posible por prepararme, y naturalmente,
estoy muerta de curiosidad y de impaciencia por saber
de qué se trata.
—Naturalmente —dijo el senor Lorry-. En efecto...,
yo...
Hizo una pausa, volvio a ajustarse el peluquin a las
orejas y anadio:
—La verdad es que no sé cOmo empezar.
Y no empezo, pero, en su indecisi6n, su mirada se
encontré con la de la joven. Alz6 ésta la frente en
aquel gesto singular tan suyo -tan lindo y caracteristi-
co ademas de singular-, y levant6 la mano cual si en
un ademan involuntario quisiera atrapar alguna som-
bra que pasara.
—El caso es que no me sois enteramente desconoci-
do, caballero.
—~Vos creéis? —abrid y extendidé Lorry las manos
con una escéptica sonrisa.
Entre las cejas y justamente sobre la naricilla, cuya
lea no hubiera podido ser mas delicada y grdacil, se
ahondé la expresiOn antes descrita, en tanto se senta-
ba pensativamente la joven en la silla junto a la que
habia permanecido de pie hasta entonces. Lorry la ob-
servO un momento, cavilosa, y cuando al rato levant6é
ella la mirada, prosiguio:
—Supongo que en vuestra patria de adopcidn de-
searéis que Os trate como a una sefirita inglesa, ;no
es asi, senorita Manette?
—Como vos gustéis, caballero.
—Soy hombre de negocios, senorita Manette, y ten-
go uno a mi cargo que debo llevar a buen fin. Ahora,

38
cuando os lo exponga, no vedis en mf mas que una
maquina parlante, pues a decir verdad no soy mucho
mas que eso. Con vuestro permiso, senorita Manette,
voy a referiros la historia de uno de nuestros clientes.
—j Historia!
Lorry, al parecer, confundié intencionadamente la
palabra que la joven acababa de repetir, pues afiadid
con premura:
—Si; clientes. En la banca solemos dar titulo de clien-
tes a todos aquellos con quienes tratamos. El cliente a
que me refiero era un caballero francés, un hombre de
ciencia con mucho talento... Era médico.
—<No seria de Beauvais?
—Pues si, precisamente, de Beauvais. Lo mismo que
monsieur Manette, vuestro padre, el caballero de que os
hablo era de Beauvais. Y a semejanza de vuestro pa-
dre, este caballero gozaba de gran reputaci6n en Paris.
Tuve el honor de conocerle alli. Nuestras relaciones
fueron exclusivamente de negocios, pero confidencia-
les. Por esa €poca estaba yo en nuestra sucursal fran-
cesa. ;COmo pasa el tiempo! ;Veinte anos!
—Por esa época... ¢qué época? Perdonad mi curiosi-
dad, caballero, pero me gustaria sabet...
—Hablo de hace veinte anos, senorita. El caballe-
ro de mi historia contrajo matrimonio con una dama
inglesa, y yo era uno de sus fideicomisarios. Sus ne-
gocios, como los de tantas otras familias y caballeros
franceses, estaban enteramente en manos del banco
Tellson. Lo mismo que de aquel caballero, soy o he
sido fideicomisario de muchisimos clientes de la casa,
personas de condicién muy diversa. Son simples rela-
ciones comerciales, senorita; no hay en ellas amistad,
ningtin interés personal, nada que se parezca al senti-
39
miento. He pasado de unas a otras, en el transcurso de
mi vida profesional, lo mismo que paso de un cliente
a otro durante mi jornada de trabajo; en una palabra,
que no tengo sentimientos: soy una simple maquina.
Continuando con...
—Pero es que ésa es la historia de mi padre, caballe-
ro; y empiezo a sospechar —decia esto con un curioso
fruncimiento de toda la frente, fija con vivisima aten-
cidén en él-, empiezo a sospechar que a la muerte de
mi madre, que sdlo sobrevivid dos anos a mi padre,
fuisteis vos quien me trajo a Inglaterra. Estoy casi se-
gura de que fuisteis vos.
El senor Lorry tomo la vacilante manecita que con-
fiadamente buscaba las suyas y la llevé con cierta cere-
monia a los labios. Luego acompano de nuevo a la jo-
ven hasta su silla, y puesta la mano izquierda sobre el
respaldo mientras usaba alternativamente la derecha
para frotarse la barbilla, ajustarse el peluquin o subra-
yar con ademanes sus palabras, permanecié de pie mi-
rando a los ojos a la muchacha, quien a su vez mirabale
a €l desde su asiento.
—En efecto, fui yo, senorita Manette. Y el hecho de
que desde entonces no haya vuelto a veros os con-
vencera de que decia la verdad cuando hace un rato,
hablando de mi mismo, afirmaba que no tengo sen-
timientos y que todas mis relaciones con mis seme-
jantes son meras relaciones de negocios. No, nada de
sentimientos; vos habéis sido la pupila de) banco Tell-
son desde entonces, y yo he andado atareadisimo con
otros negocios del banco todos esos afios. ;Sentimien-
tos! No tengo tiempo ni ocasi6n para ellos. Me paso
la vida entera haciendo girar y girar un enorme torno
pecuniario, senorita.
Tras esta original descripcidn de su diaria rutina
profesional, Lorry alis6 con ambas manos su sedosa
peluca (cosa por demas innecesaria, pues hubiera sido
imposible alisarla mas de lo que estaba) y reanud6 el
hilo de su discurso.
—Hasta aqui, senorita, como habréis observado, lo
que os estoy contando es la historia de vuestro padre.
Las diferencias vienen ahora. Si cuando él murié no
hubiese muerto en realidad... ;No os asustéis! ;Os ha-
béis sobresaltado!
La joven, en efecto, habia cogido con ambas manos la
muneca de su interlocutor, visiblemente sobresaltada.
—jPor favor, senorita! —dijo Lorry con tono apaci-
guador, llevando la mano izquierda desde el respaldo
de la silla a los crispados y suplicantes dedos que con
tan violento temblor se aferraban a él—-. Dominaos, os
lo ruego, calmad esa agitaciOn... Pero si no son mas
que negocios. Como os iba diciendo...
La expresion de la joven le turb6 tanto que enmu-
decioé un instante, titube6 y comenzo de nuevo:
—Como os iba diciendo, si monsieur Manette no
hubiera muerto: si s6lo hubiera desaparecido inespe-
rada, silenciosamente, como desvanecido en el aire; si
no hubiera sido dificil adivinar su espantoso parade-
ro, aunque sin posibilidad alguna de llegar hasta él; si
se hubiese atraido la enemistad de algun compatriota
con facultad para ejercer un privilegio que los demas
valientes de mi época, alla al otro lado del canal, no se
atrevian a mencionar ni en voz baja; por ejemplo, el
privilegio de llenar 6rdenes en blanco! con las que se

1. Bajo los Borbones podian emitirse en Francia arbitrarios manda-


tos de encarcelamiento (lettres de cachet) para recluir indefinidamen-

41
arrojaba a cualquiera por tiempo indeterminado en el
olvido de un calabozo; si su esposa hubiera implorado
la gracia del rey, de la reina, el favor de la corte, las in-
fluencias del clero, solicitando alguna noticia de él, todo
completamente en vano... entonces la historia de vues-
tro padre habria sido la de ese infortunado caballero, el
doctor de Beauvais.
—jPor lo que mas querais, caballero, continuad!
—Si. A eso voy. Pero ¢podréis resistirlo?
—Puedo resistirlo todo menos la incertidumbre en
que ahora mismo me tenéis.
—Hablais con sosiego, y sin duda estais ya sosegada.
;Magnifico! -exclam6 Lorry con expresi6n en aparien-
cia menos satisfecha de lo que sus palabras denotaban-.
Es todo una cuestion de negocios. Miradlo como una
cuestiOn de negocios... un negocio que hay que llevar
adelante. Pues como iba diciendo, si la esposa del doc-
tor de que os hablo, aunque dama de valor y animo ex-
cepcionales, hubiera sufrido tan intensamente por esta
causa antes de que su hijito naciera...
—No seria una hija, caballero?
—Una hija, si. Cosa... cosa de negocios... no os acon-
gojéis... os lo ruego... Senorita, si la pobre senhora hu-
biera sufrido tan intensamente antes de que su hijita
naciera que, con el fin de impedir que la pobre criatu-
ra recibiese en herencia el calvario de angustias y su-
frimientos que ella habia tenido que pasar, hubiese
tomado la resolucién de educarla en la creencia de
que su padre habia muerto... No, no os arrodilléis! En

te a personas sin juicio previo; se crefa que los nobles influyentes los
podian obtener sin dificultad. La Bastilla era una de las fortalezas
donde los presos podian ser confinados por dichos mandatos.

42
el nombre del cielo, gpor qué habéis de arrodillaros
ante mi?
-jPara suplicaros que me digdis la verdad! jPor
compasiOn, senor, no me ocultéis nada!
—Pero... si se trata sdlo de negocios, sefiorita, y vues-
tras emociones me confunden. ¢Cémo voy a despachar
ningun negocio con el 4nimo conturbado? Vamos a
procurar serenarnos. Si tuvierais la amabilidad de de-
cirme ahora, por ejemplo, cudntos peniques suman
nueve monedas de nueve peniques, o cudntos chelines
son veinte guineas, eso me alentaria y me tranquiliza-
ria mucho respecto a vuestro estado de animo.
Sin contestar directamente a este ruego, la joven se
sent6 con suma compostura una vez que Lorry la
hubo levantado gentilmente del suelo, y sus manos,
aferradas todavia a las munecas de su protector, pare-
cian muchisimo mas firmes y sosegadas que antes,
cosa que confort6é y tranquiliz6 un tanto al senor Jar-
vis Lorry.
—Muy bien, perfectamente. ;Valor! jYa hemos que-
dado en que se trata sdlo de negocios! Se os presenta
un negocio, un interesante negocio. Senorita Manet-
te, vuestra madre tomo con respecto a vos la decision
que habéis oido. Y cuando murié la pobre, creo que de
pena, sin haber cejado un solo instante en la infructuo-
sa busqueda de vuestro padre, os dej6, con dos anos
de edad, en disposicién de crecer hermosa y feliz sin
la nube negra de vivir en la incertidumbre respecto a
vuestro padre, que podia haber expirado en su encierro
o seguir consumiéndose en él muchos y largos anos.
Pronunciaba estas palabras contemplando con ad-
miracion y piedad infinita la ondulante cabellera de oro,
como si se dijera que de haber sido las cosas de otro

43
modo quizd se viesen ya en aquel oro unas hebras de
plata.
—Sabéis que vuestros progenitores no disfrutaron
de gran fortuna, y que lo que tenian paso a vuestra
madre y a vos. En cuanto a dinero y bienes no se ha
descubierto nada nuevo; pero...
Sintid aumentar la presi6dn de las manos en sus
mufiecas e interrumpi6 el discurso. La expresion de la
frente que tan especialmente habia atraido su aten-
cién y que ahora Ilevaba un rato impasible habiase
ahondado de pronto en un gesto de pena y horror.
—Pero se le ha encontrado... a él. Vive, esta vivo.
Probablemente muy cambiado; hecho una ruina hu-
mana, tal vez; aunque esperemos que no. Lo impor-
tante es que esta vivo. Lo han llevado a casa de un an-
tiguo criado suyo, en Paris, y alli vamos nosotros: yo,
a identificarlo si puedo, y vos, para devolverle a la
vida, al amor, al deber, al descanso, al bienestar.
Sintid ella que un estremecimiento recorria todo
su ser, y como por contagio, el escalofrio se transmitid
a su interlocutor. Con voz queda, sobrecogida, clara,
como hablando en suenos, la joven dijo:
—jVoy a ver su alma en pena! jSera su alma en
pena... no él!
Lorry acaricié las manos asidas a su brazo.
-jVamos, vamos, vamos! jUn poco de calma, por
favor! Ahora ya estais informada de todo lo bueno y
de todo lo malo. Vamos a reunirnos con el desventu-
rado caballero, tan inicuamente tratado, y tras un feliz
viaje por mar, y otro no menos feliz por tierra, pronto
podréis abrazarlo.
En el mismo tono, casi ya en un susurro, repiti6 la
joven:
—jHe vivido despreocupada, dichosa, y nunca me
ha rondado el fantasma de mi padre!
—Sdlo una cosa mas y termino —dijo Lorry, recal-
cando las palabras para asegurarse la atencién de su
oyente—. Cuando lo encontraron fue bajo otro nom-
bre; el suyo, o lo olvidaron hace tiempo o habia algun
interés en ocultarlo. Seria peor que inttil querer ave-
riguar eso ahora; querer averiguar si, durante los lar-
gos anos de cautiverio, se habian olvidado en absoluto
de él o si lo han mantenido deliberadamente preso.
Peor que inutil, ponerse ahora a hacer averiguacio-
nes, y digo peor que inutil porque seria peligroso. Mas
vale no mencionar siquiera el asunto y sacar a vuestro
padre de Francia como sea. Yo mismo, con la salva-
guardia de ser subdito britanico, y hasta el banco Tell-
son, con ser tan importante para el crédito francés,
evitamos mentar para nada la cuestién. No llevo enci-
ma ni una sola nota escrita que se refiera manifiesta-
mente a ello. Es lo que se dice un servicio secreto. Mis
credenciales, instrucciones y notas se resumen en una
sola palabra: «Resucitado», que puede significar cual-
quier cosa. ¢Pero qué le pasa...? jSi no se ha enterado
de una sola palabra de cuanto le acabo de decir! jSe-
norita Manette!
Totalmente inméovil y silenciosa, sin haberse echa-
do hacia atrds siquiera en su asiento, la joven parecia
a todas luces insensible; abiertos y clavados los ojos en
él, y con aquella ultima expresion que se le habia que-
dado como cincelada o marcada a fuego en la frente,
sus manos continuaban asidas al brazo del hombre
con tal fuerza que no se atrevia él a desasirlas por mie-
do a lastimarla. Visto lo cual dio voces pidiendo auxi-
lio, sin moverse.
Acudié una mujer de aspecto turbulento, roja de la
cabeza a los pies, como Lorry pudo observar aun en
su nerviosismo, pues rojos eran los cabellos, rojo el
extraordinario vestido cenido y ajustado segin Dios
sabe qué moda, y rojo el portentoso, el inaudito gorro
con que se tocaba, como hecho a la medida de un gi-
gantesco granadero 0 como un descomunal queso de
Stilton. Irrumpid esta mujer en el cuarto antes que
ningtin sirviente dei hotel y en un santiamén resolvid
la cuestion del desasimiento de la desventurada jo-
vencita mediante el método de plantar a Lorry una vi-
gorosa mano en el pecho y, de un enérgico empell6n,
enviarlo contra la pared mas proxima dando traspiés.
«jPara mi que debe de ser un hombre!», pens6 Lorry
todo jadeante, al tiempo que chocaba contra la pared.
—jEh, qué hacéis ahi! —chill6 aquel fantoche a las
criadas, que habian entrado en pos suyo-. ¢Por qué no
vais a buscar lo que hace falta, en vez de quedaros mi-
randome como idiotas? ¢Es que soy yo un espectaculo
tan interesante? ¢Por qué no corréis en seguida por
todo lo que hace falta? Como no traigdis ahora mismo
sales, vinagre y agua fria ya veréis lo que es bueno...
jVamos, a escape!
Se dispersaron al punto, en busca de los remedios
solicitados, en tanto que la mujer acomodaba a la pa-
ciente con mucha delicadeza en un sofa y la atendia
con suma habilidad y carifo, llamandola «preciosa
mia», «palomita mia», y extendiéndole la dorada ca-
bellera sobre los hombros con indecible orgullo y pri-
mor.
-jY vos, el de marron! —grit6 luego, volviéndose fu-
riosa contra Lorry-, gno podiais decirle lo que fuera
sin darle un susto de muerte? jMirad c6mo la habéis

46
dejado, con la carita palida y las manos frias! ¢A eso le
llamais vos ser banquero?
A tal extremo desconcerté a Lorry una pregunta de
tan dificil contestacién que hubo de limitarse a con-
templar la escena desde cierta distancia, con un leve
asomo de simpatia y humildad, en tanto la robusta
matrona, una vez despedidas las criadas del hotel bajo
la enigmatica amenaza de que «ya verian lo que era
bueno» si se quedaban alli mirandola embobadas, vol-
via a su cometido y poco a poco, con muchos mimos y
halagos, lograba que la joven le reclinara en el hom-
bro la desfalleciente cabeza.
—Parece que ya se encuentra mejor —dijo Lorry.
—No sera gracias a vos... jBonita mia!
A lo que el interpelado, tras una nueva pausa de
leve simpatia y humildad, inquirio:
—Supongo que acompanaréis a la senorita Manette
a Francia, ¢no es asi?
—jMira con las que me sale ahora! —repuso la muje-
rona-. ¢Creéis que si la Providencia no tuviese dispues-
to que yo cruzara el charco me habria traido al mundo
en una isla?
Como también ésta era cuestion harto dificil de
contestar, el senor Jarvis Lorry juzg6 oportuno reti-
rarse para meditar sobre ella.
5. La taberna

Una gran barrica de vino se habia hecho pedazos en la


calle. Habia ocurrido el accidente al descargarla de un
carro; la barrica cay6 al suelo, sali6 rodando, chascaron
los aros contra el empedrado y fue a abrirse, lo mismo
que una nuez, frente a la puerta de una taberna.
Todo el mundo interrumpio sus quehaceres, 0 sus
ocios, y corrié al lugar del siniestro con la sana in-
tencidén de beberse el vino. Las piedras del pavimen-
to, asperas, desiguales y puntiagudas, puestas como
a proposito para dejar lisiado a todo el que por ellas
transitara, habian distribuido en charquitos el liquido
derramado, y en torno a cada uno de estos charcos se
apinaba, segun su extension, un grupo o un tropel de
bebedores que se empujaban afanosos. Algunos hom-
bres, arrodillados, recogian el vino en el hueco de las
manos y lo bebian a sorbetones, o bien dejaban beber
a las mujeres inclinadas sobre sus hombros, que sor-
bian con no menos avidez antes de que el liquido se
escurriera entre los dedos. Otros, hombres y mujeres,
lo recogian del suelo en jarritos de barro desportilla-
dos, y hasta con panioletas de las que las mujeres Ile-
vaban a la cabeza, que luego exprimian hasta la Ulti-
ma gota en las bocas abiertas de los ninos. No faltaban
quienes hacian pequefios diques de barro para conte-
ner el vino que corria, ni quienes, avisados por miro-

48
nes que presenciaban la rebatifia desde ventanas altas,
se precipitaban aca y alla para atajar pequefios regue-
ros que tomaban nuevas direcciones. Otros se dedica-
ban a chupar pedazos de barrica medio podridos por el
vino y tenidos por las heces, lamiendo y hasta mordis-
queando los fragmentos mas jugosos con ansia y de-
lectacién. No habia alcantarilla alguna por donde pu-
diera irse el vino, de modo que no solo lo recogieron y
trasegaron todo a los est6magos, sino también mucho
barro junto a él a tal punto que quedé la calle como si
hubiese pasado por ella un barrendero, cosa por cierto
muy improbable para quienes la frecuentaban.
Mientras duro esta diversion no ces6 en la calle la
algarabia de carcajadas y gritos de regocijo proferi-
dos alegremente por hombres, mujeres y ninos. Ha-
bia muy poca rudeza en toda esta jarana, y si mucha
travesura y jovialidad. Era de apreciar una especial ca-
maraderia, una inclinaci6n manifiesta a confraternizar
que se expresaba, entre los mas jacareros y afortuna-
dos sobre todo, en forma de brindis, apretones de ma-
nos, abrazos festivos y aun en danzas en que tomaban
parte lo menos diez o doce, cogidos de la mano y en
corro. Cuando se acab6 el vino, y los sitios donde mas
abundantemente se habia remansado quedaron secos
y rastrillados por los avidos dedos, que dejaron en el
suelo sus marcas paralelas como dibujos de parrillas,
todas estas demostraciones de jubilo cesaron tan su-
bitamente como habian comenzado. El que habia de-
jado su sierra hincada en el leno que estaba serrando,
pusola de nuevo en movimiento; la mujer que dejara
sobre el escalén de un portal la ollita de ceniza calien-
te destinada a mitigar el martirio del frio en sus manos
y pies, o los de su hijo, volvid a recogerla; individuos
49
de brazos remangados, revueltas grenas y rostros ca-
davéricos, que habian salido de oscuros sdtanos a la
luz invernal, regresaron de nuevo a sus antros, y so-
bre todo aquel escenario fue poco a poco cerniéndose
una lobreguez que parecia en é] mucho mas natural
que la luz del sol.
El vino era rojo, y habia tenido el suelo de la an-
gosta calleja del suburbio de Saint Antoine’, en Paris,
donde se habia derramado. También habia tenido mu-
chas manos, y caras, y pies descalzos, y muchos zue-
cos. Las manos del hombre que serraba el leno deja-
ban huellas rojas en la herramienta, y la frente de la
mujer que amamantaba a su hijo también se tind con
el andrajo que a guisa de panuelo habia vuelto a anu-
darse a la cabeza. Los que habian lamido, ansiosos, las
duelas de la barrica tenian manchas atigradas junto a
las comisuras de la boca. Y un buen mozo, de esta
suerte embadurnado, con un mugriento gorro de dor-
mir que mas parecia talego y que llevaba casi en la co-
ronilla, pringo bien el dedo en las heces del vino y
dandoselas de gracioso, garrapate6 en una pared esta
palabra: SANGRE.
Dia habria de llegar en que también ese vino se ver-
tiera y corriera por las calles y en que muchos de los
que por allf andaban se manchasen las manos con él.
Y ahora que la lobreguez envolvia de nuevo a Saint
Antoine, al que un momentaneo destello habia saca-
do de su santo recogimiento, los tonos tétricos impe-
raban por doquier: frio, mugre, enfermedad, ignoran-

1. Barrio parisino donde existia una primitiva industria manufac-


turera; sus habitantes fueron el nucleo de la masa insurgente en
los dias mas dramaticos de la Revolucién.

50
cia y hambre formaban la distinguida corte del santo,
magnates todos de inmenso poderio, pero muy parti-
cularmente el Ultimo de ellos. Tiritando en todas las
esquinas, entrando y saliendo por todas las puertas,
asomadas a todas las ventanas, temblando bajo toda
suerte de harapos que agitaba el viento, veifanse las
muestras vivas de un pueblo que habia sido prensado
y triturado una y mil veces entre las piedras del moli-
no, y no precisamente el legendario molino que trans-
forma a los viejos en jévenes llenos de vida, sino bien
al contrario, el que hace viejos a los jévenes. Los ni-
hos tenian cara de ancianos y hablaban con voz grave
y triste.|Y en todos ellos, en los semblantes adultos, la-
brado en los mas hondos surcos de la edad y afloran-
do con tenaz reiteraci6n, destacaba ese signo: el ham-
bre. Reinaba en todas partes;;Hambre desbordando de
las altas casas, agarrada a la misera ropa tendida en
cuerdas y palos; hambre pregonada por los mil par-
ches y remiendos que parecian querer taparla donde-
quiera, hechos de paja, trapos, madera, papel; hambre
repetida en cada trozo de la escasa provisi6n de lena
que serraba el aserrador, en la mirada atonita de las
chimeneas sin humo, levantada en tolvaneras del su-
cio arroyo, que entre sus basuras no ofrecia restos de
nada minimamente comestible.Hambre era la inscrip-
cidn que se leia en los anaqueles del panadero, escrita
en cada panecillo de su misero surtido de pan detesta-
ble; en la salchicheria, en cada embutido de perro
muerto puesto a la venta. Hambre que hacia sonar sus
resecos huesos entre las castahas que daban vueltas
en el asador. Hambre desmenuzada en atomos en
cada escudlida racion de patatas fritas con unas cicate-
ras gotas de aceite.
Habia sentado sus reales en todo lo que con ella
hacia juego. De una estrecha y tortuosa callejuela, lle-
na de las peores inmundicias y de los mas insoporta-
bles hedores, salian otros callejones no menos tortuo-
sos y estrechos, poblados todos de andrajos y gorros
de dormir y todos con tufo a gorro de dormir y an-
drajos, y todas las cosas visibles presentaban un ceno
como si en ellas se estuviera incubando Dios sabe qué
morbo. Sin embargo, en la expresion hurana de aque-
lla gente acosada por la penuria habia como una feroz
intuici6n de la posibilidad de rebelarse y de luchar.
Desalentados y huidizos como parecian, no faltaban
entre ellos ojos llameantes, ni labios apretados, livi-
dos de tanto reprimirse, ni frentes contraidas en tor-
vas arrugas que recordaban la soga del patibulo, ob-
jeto sin duda de las cavilaciones de aquellos hombres
en su doble posibilidad de sufrirla un dia o aplicarla
al cuello de sus opresores. Las muestras comerciales.
(y habia casi tantas como tiendas) eran siniestras ilus-
traciones de la necesidad. Carniceros y tocineros ha-
bian mandado pintar en las suyas s6lo piltrafas, y los
panaderos, la imagen de los panes mas ruines y bas-
tos. Los bebedores toscamente representados en las
muestras de las tabernas grufiian apurando sus vasos
de vino aguado y cerveza insulsa servida con noto-
ria mezquindad por los taberneros y formaban ame-
nazadores conciliabulos. Nada estaba representado en
condici6n 6ptima, excepto armas y herramientas. Los
cuchillos y hachas aparecian bien afilados y relucien-
tes, los martillos del herrero eran macizos y pesados,
y las armerias estaban repletas de mortiferas armas de
fuego. Las mal empedradas calles, con sus mil char-
cos y tropezaderos, carecian de aceras, pasandose sin

52
transicion de los portales al arroyo y viceversa, y para
acabar de arreglar las cosas, corrian los desagiies por
mitad de la calzada... cuando corrian, claro, que era
solo después de haber llovido con alguna intensidad,
y entonces mostraban singulares resabios y queren-
cias por meterse en las casas. Muy de trecho en tre-
cho colgaban burdos faroles que se subfan y bajaban
mediante cuerdas y garruchas; por la noche, cuando
el farolero los arriaba, encendia e izaba de nuevo, una
débil hilera de pabilos mortecinos se balanceaba en lo
alto con un vaivén mareante, como las luces de una
embarcacion en el mar. Lo cierto es que en un mar
estaban, y el buque y su tripulacion corrian grave pe-
ligro de verse envueltos por la tempestad.
Pues habia de llegar el dia en que los famélicos veci-
nos de aquel arrabal, a fuerza de ver trabajar tantas y
tantas noches al farolero, en su desocupacion y su ham-
bre, terminarian por concebir la idea de perfeccionar el
método, colgando hombres mediante aquellas cuerdas
y garruchas para que luciesen sobre las tinieblas de su
miseria. Pero no habia llegado atin ese momento, y to-
dos los vientos que soplaban en Francia agitaban en
vano los andrajos de aquellos descamisados y tristes es-
pantapajaros, pues los pajaros de hermoso canto y lin-
do plumaje no se enteraban.
La taberna, mejor que muchas otras por su aspecto
y categoria, estaba en un cruce de calles, y el taberne-
ro, con chaleco amarillo y calzon verde, habia perma-
necido a la puerta presenciando la contienda por be-
berse el vino derramado.
—No es asunto mio —decia, encogiéndose de hom-
bros—. Se les ha caido a los del almacén. Que traigan
otra.
A esto, como sus ojos repararan en el buen mozo
que, al lado opuesto de la calle, estaba escribiendo en la
pared su chanza, le grit6:
~jEh, tu, Gaspar! ¢Qué haces ahi?
El tipo sefialé lo escrito con una enorme afectacién
de trascendencia, como es propio en los de su ralea;
pero no acerto en la diana de sus intenciones, y se
perdio totalmente el mensaje, cosa que también suele
suceder a los de dicha casta.
—Bueno, ¢y qué? ¢Quieres que te metan en el ma-
nicomio? —dijo el tabernero, cruzando la calle y bo-
rrando la chirigota con un punado de lodo, cogido del
arroyo a tal efecto y aplicado y estregado sobre la pin-
tada—. Por qué has de escribir en la via publica? gNo
hay otro sitio donde escribir esas palabras? jContesta!
En su reconvencion dejé caer la mano que tenia mas
limpia (quiza accidentalmente, quiza no) sobre la pe-
chera del gracioso. Este la apart6 vivamente con la
suya, dio un salto portentoso y cay6 en una fantastica
postura de baile, quitandose uno de sus cochambro-
sos zapatos en el aire y exhibiéndolo provocativa-
mente en la mano. En tales circunstancias lo menos
que puede decirse es que su broma parecia bastante
pesada, por no calificarla de feroz y cruel.
—Ponte el zapato, anda, ponte el zapato —-dijo el otro-.
Llama al vino, vino; y no hay més que hablar. -Y tras
esta admonicion, se limpié la mano sucia en la ropa del
gracioso, con toda intencién sin duda ya que por causa
suya se la habia manchado, volvi6 a cruzar la calle y en-
tro en la taberna.
Era el tal tabernero un hombre como de treinta
anos, de aire marcial y robusto cuello de toro, y debfa
de ser sin duda de temperamento fogoso, pues aun-

54
que el dia era glacial, llevaba la casaca al hombro, y la
remangada camisa mostraba desnudos hasta los codos
los brazos morenos. Tampoco a la cabeza llevaba mas
prendas que su propio cabello crespo y moreno. Pues
era un tipo totalmente moreno, con ojos vivos y bien
plantados que en general miraban de buen talante,
pero también echaban a veces miradas implacables:
un hombre a todas luces de firme resoluci6n y prop6-
sito inquebrantable, con quien no seria de desear en-
contrarse de frente en un paso estrecho bordeado por
dos abismos, pues nada en el mundo le haria volver
sobre sus pasos.
Madame Defarge, su esposa, estaba sentada tras el
mostrador cuando él entr6. Era una mujer robusta de
aproximadamente la misma edad, ojos vigilantes que
muy raras veces parecian mirar a nada en particular,
grandes manos forradas de sortijas, semblante imper-
turbable, facciones enérgicas y una gran compostura
en los modales. Habia en madame Defarge una_carac-
teristica peculiar, y es que jamas se equivocaba contra
sus propios intereses en ninguna de las cuentas del es-
tablecimiento que corrian a su cargo. Mujer muy sensi-
ble al frio, estaba toda envuelta en pieles, y se cubria
con un largo chal de colores chillones arrollados a la ca-
beza, aunque no tanto que ocultara sus monumentales
pendientes. Tenia delante su labor de calceta, pero la
habia dejado para hurgarse en los dientes con un pali-
Ilo. Absorta en esta ocupaciOn, que practicaba soste-
niéndose el codo derecho con la mano izquierda, ma-
dame Defarge no dijo nada cuando entro su consorte;
s6lo emitid una tosecilla casi imperceptible. Lo cual,
combinado con un ligerisimo enarcamiento de las bien
delineadas cejas negras, indicé a su marido la conve-

5)
niencia de dar un vistazo entre los clientes, por si habia
llegado alguno nuevo mientras él estaba en la calle.
Paseo el tabernero la mirada por todo el local hasta
que sus ojos vinieron a posarse en un caballero ya en-
trado en afios y en una senorita, sentados ambos en
un rincon. Habia otros parroquianos, naturalmente:
dos jugando a las cartas, dos jugando al domin6, y tres
de pie junto al mostrador apurando despacio unos
menguados vasos de vino. Al pasar tras el mostrador,
pudo advertir el tabernero que el caballero entrado en
anos decia con un gesto a la joven que le acompania-
ba: «Ese es nuestro hombre».
«¢Qué diablos estaréis haciendo vosotros dos en
un sitio como éste? -se dijo monsieur Defarge para su
capote—. No os conozco.»
Pero fingid no haber reparado en los desconocidos
y entabl6 conversacion con el triunvirato de clientes
que bebian en el mostrador.
—¢Cdmo va eso, Jacques? —dijo uno de ellos a mon-
sieur Defarge-. ¢Se han trincado ya todo el vino de la
barrica?
—Hasta la ultima gota, Jacques -respondiéd mon-
sieur Defarge.
Tras este breve intercambio de nombres de pila, la
senora Defarge, sin dejar un solo momento de hur-
garse con el palillo, solt6 otra tosecita y volvié a enar-
car las cejas otro poquito.

2. El uso del nombre «Jacques» por Defarge y otros revoluciona-


rios tiene su origen en las insurrecciones campesinas de 1358,
cuando los rebeldes lo adoptaron —o «Jacques Bonhomme»—
como nom-de-guerre a partir del que la nobleza les habia adjudica-
do con menosprecio.

56
-Bien raras veces —dijo el segundo de los parro-
quianos dirigiéndose a monsieur Defarge-, bien raras
veces tienen ocasi6n de robar el vino estos brutos mi-
serables; el vino ni ninguna otra cosa que no sea el
pan negro y la muerte. ¢No es verdad, Jacques?
—Asi es, Jacques. |
A este segundo intercambio de nombres de pila,
madame Defarge, que seguia utilizando su palillo con
perfecta compostura, dejo oir otra tosecilla y de nuevo
enarcé las cejas en un leve gesto casi imperceptible.
Llego entonces el turno de hablar al ultimo de los
tres, y dejando sobre el mostrador su vaso vacio hizo
chascar los labios y dijo:
—jPeor todavia! jHiel es lo que tienen siempre en la
boca esos borregos, y llevan una vida de perros! ¢No
~ es cierto, Jacques?
—Esa es la pura verdad, Jacques —fue la respuesta
de monsieur Defarge.
Consumado este tercer intercambio, madame De-
farge dejo su mondadientes, arque6 visiblemente las
cejas y se rebull6 un poco en su asiento.
—jAguarda, pues es verdad! —musit6 el marido para
sus adentros—. Senores... jmi mujer!
Los tres parroquianos se quitaron el sombrero e hi-
cieron a madame Defarge sendas reverencias. Corres-
pondio ella al saludo con una inclinacién de cabeza y
una mirada rapida, tras lo cual eché un vistazo como
al acaso por toda la taberna, recogi6 la calceta con mu-
cha afectaciOn de calma y sosiego y se enfrascéd en su
labor.
—Sefiores —dijo el marido, que no habia apartado de
su mujer la viva y escrutadora mirada ni un solo mo-
mento-, buenos dias. La habitaci6n amueblada, para
57
caballero solo, que deseabais ver y por la que pregun-
tabais cuando salf, esta en el quinto piso. La puerta de
la escalera da al patio pequefio que hay aqui mismo a la
izquierda —sefial6 con la mano-, junto al escaparate
de mi establecimiento. Pero ahora que recuerdo, uno
de vosotros ya ha estado ahi y puede guiaros. jSenores,
adids!
Pagaron la consumicion y se retiraron. Estaba mon-
sieur Defarge observando muy atento a su esposa y la
calceta en que ésta se afanaba cuando el caballero de
avanzada edad se adelanté desde su rincén y expres6
su deseo de hablar con él unas palabras.
—Con muchisimo gusto, senor mio —respondio el
tabernero, y sin decir nada mas se acercé con él hasta
la puerta.
Su conferencia fue breve, pero muy concluyente.
Casi a las primeras palabras, monsieur Defarge denot6
su sorpresa y escuch6é con profunda atencién. Antes
de un minuto de coloquio, hizo un gesto afirmativo y
sali6 a la calle. El caballero llam6 entonces con una
sena a la jovencita y salieron ambos en pos del taber-
nero. Madame Defarge, entregada a su labor de punto
de media con dedos agiles y atenci6n muy fija, no vio
nada de lo sucedido.
E] senor Jarvis Lorry y la senorita Manette fueron a
reunirse con monsieur Defarge en un portal situado a
la izquierda de la taberna. Daba este portal a un peque-
no patio maloliente y negro, entrada publica y general
a un enorme conglomerado de casas habitadas por un
numero muy grande de gente. En el oscuro pasillo que
conducia a la escalera, no menos oscura y con idénti-
co suelo de baldosas, monsieur Defarge hincé una ro-
dilla en tierra y lev6 a los labios la mano de la hija de

58
su antiguo senor. Fue un delicado homenaje, aunque
en la forma de manifestarlo no se trasluciese mucha
delicadeza: en pocos segundos el tabernero habia ex-
perimentado una notabilisima transformaci6n. Todo
el buen humor habia desaparecido de su semblante, y
nada quedaba ya de su aspecto campechano, sustitui-
do por el de un hombre colérico, taimado y peligroso.
—Es muy arriba, y esto esta para pocas bromas. Mas
vale subir despacio —dijo a Lorry el tabernero con voz
desabrida, al iniciar el ascenso de la escalera.
—Esta solo? —inquiri6 aquél en voz baja.
-—jY tan solo! Dios le valga, gquién queréis que le
acompanie? —respondio el otro, en voz baja también.
—¢Siempre esta solo, entonces?
—Si; siempre.
—¢Por su propio deseo?
—Porque asi lo exige su situaciOn particular. Tal como
estaba el dia en que vinieron a preguntarme si queria
tenerlo en mi casa y ser discreto, con el riesgo que es de
suponer... tal como lo vi entonces sigue ahora.
—¢Muy cambiado?
—jCambiado...!
El tabernero descarg6 un punetazo contra la pared
y solt6 una maldicion espantosa. Ninguna contesta-
cién directa hubiera podido ser ni la mitad de elo-
cuente que aquel gesto, de suerte que a medida que
subjan un tramo y otro, mas y mas se le caia a Lorry el
alma a los pies.
Una escalera como aquélla, con sus accesorios, en
la parte mds vieja y poblada de Paris, seria hoy pun-
to menos que inabordable, pero ya entonces resultaba
repelente para todo aquel que no tuviera embotados
los sentidos por la fuerza de la costumbre. Cada ha-
59
bitaculo de las inmundas colmenas que eran aquellas
altas casas de vecinos —es decir, el cuarto o cuartos a
que daba acceso cada puerta que se abria a la escale-
ra general— dejaba su monton de basura en el corres-
pondiente rellano, aparte de otras inmundicias que
los inquilinos arrojaban por las ventanas. La incoer-
cible e irremediable masa de descomposici6n que de
este modo se engendraba habria bastado a envenenar
el aire aun cuando la pobreza y la miseria no lo hu-
biesen contaminado ya con sus exhalaciones deleté-
reas; y, combinados aquellos dos sérdidos efluvios, el
aire se hacia casi irrespirable. Mas no habia otro cami-
no que dicha escalera, a través de semejante atmosfe-
ra, remontando un abrupto y tenebroso pozo de co-
chambre y ponzona. Cediendo a su propia turbacion
de animo y a la inquietud de su joven companera,
que aumentaba por momentos, el senor Jarvis Lorry
se detuvo dos veces para descansar. Cada una de estas
paradas tuvo lugar ante una reja funesta, deprimen-
te, por la que cualquier languideciente resto de aire
puro e incorrupto parecia escapar, dejando entrar en
cambio todos los vapores viciados y nauseabundos del
exterior. A través de estas herrumbrosas rejas capta-
bamos sabores, mas que vislumbres, de la turbia y pro-
miscua vecindad, y nada de cuanto a la vista se alcan-
zaba, mas proximo o de menor altura que los remates
de las dos grandes torres de Notre-Dame, parecia ser
asiento de vida saludable o nobles aspiraciones.
Por fin llegaron a lo alto de la escalera y se detuvie-
ron por tercera vez. Todavia quedaba un ultimo tramo
mas angosto y empinado para llegar al sotabanco. El
tabernero, que iba siempre unos pasos delante y siem-
pre del lado del senor Lorry, como si temiese le hiciera

60
preguntas la senorita, se dio aqui la vuelta y, tantean-
do cuidadosamente en los bolsillos de la casaca que
llevaba echada sobre un hombro, sacé una llave.
—<Lo tiene cerrado con llave, amigo mio? —pregun-
to sorprendido el sefior Lorry.
-Si; ya lo veis -contest6 monsieur Defarge con
ceno adusto.
—éY estimdis necesario tener a ese infortunado tan
recluido?
—Estimo necesario tener la puerta cerrada con Ilave
—le susurr6é monsieur Defarge al oido, frunciendo gra-
vemente el entrecejo.
—¢Por qué?
—jCOmo que por qué! Pues porque ha vivido tanto
tiempo encerrado que si ahora se le dejara la puerta
abierta se asustaria... deliraria... se golpearia hasta ma-
tarse... qué sé yo los extremos a que podria llegar.
—Es posible? -exclamo el senor Lorry.
—¢ Que si es posible? -repitid Defarge amargamente-.
Ya lo creo. En bonito mundo vivimos, en el que son po-
sibles éstas y muchas otras atrocidades parecidas, y no
solo posibles, sino que ocurren, que estan ocurriendo,
jfijaos bien!, estan ocurriendo todos los dias, bajo ese cie-
lo que nos cobija. Vive el Demonio. Vamos, vamos.
Tan quedamente habian sostenido este dialogo que
no lleg6 a oidos de la senorita ni una sola palabra del
mismo; era tan fuerte, sin embargo, la emociOn que
para entonces la dominaba, tan acusado su temblor y
su expresiOn tan angustiosa, o mas aun, parecia tan
aterrada, tan sobrecogida, que Lorry se consider6 obli-
gado a dirigirle unas palabras de animo.
~jValor, hija mia, valor! En un momento habre-
mos pasado lo peor de este negocio. Solo nos resta ya
61
franquear la puerta de ese cuarto y habremos pasado
lo peor. Entonces todo el bien que le traéis, todo el
consuelo y la dicha que vos vais a aportarle comenza-
ran a obrar. Aqui, nuestro buen amigo, nos ayudara.
Muy bien, amigo Defarge. Adelante. ;Al negocio, al
negocio!
Subieron despacio y sin ruido. El tramo aquel era
corto, y pronto estuvieron arriba. Entonces, al doblar
el brusco recodo que alli existia, sorprendieron a tres
hombres que, inclinados junto a una puerta, escudri-
faban muy atentos el interior del cuarto correspon-
diente por algunas grietas 0 agujeros de la pared. Al
oir pasos cerca se volvieron e irguieron a una, y resul-
taron ser los tres tocayos que poco antes estaban be-
biendo en la taberna.
—Con la sorpresa de vuestra visita los habia olvida-
do -explic6 monsieur Defarge-. Dejadnos, mucha-
chos; tenemos que hacer aqui.
Los tres hombres se quitaron de en medio y baja-
ron silenciosamente.
Como al parecer no habia otra puerta en aquel piso
y el tabernero se fue derecho a ella en cuanto estuvie-
ron solos, Lorry, en voz baja y con cierta contenida
célera, le pregunto:
—{Es que hacéis de monsieur Manette objeto de
exhibicién?
—Lo enseno, si, del modo que habéis visto, a unas
pocas personas escogidas.
—¢Y Os parece eso bien?
—Si; no me parece mal.
-Y esos pocos, gquiénes son? ¢Cdmo los escogéis?
—Escojo a verdaderos hombres, tocayos mios (me
llamo Jacques), hombres que es conveniente que lo

62
vean. Y basta. Vos sois inglés, y ésta es otra historia.
Aguardad ahi un momento, por favor.
Advirtiéndoles con un gesto que se quedaran atras,
monsieur Defarge se agach6é y miro por una rendija
de la pared. Luego, irguiéndose de nuevo, llam6 dos 0
tres veces a la puerta, evidentemente sin otro objeto
que el de hacer ruido, y con esa misma intencién pas6
por ella tres o cuatro veces la Ilave antes de introdu-
cirla desmanadamente en la cerradura y hacerla girar
con el mayor estrépito posible.
Empujada por su mano, se abri6 la puerta lenta-
mente hacia dentro, y mir6 el tabernero al interior de
la pieza y dijo algo. Le contest6 una voz débil. El par-
lamento habia consistido en poco mas que en mono-
silabos.
Volvi6 el guia la cabeza y les hizo sena de que en-
traran. Lorry se dio cuenta de que la joven estaba a
punto de desmayarse y !a sostuvo por la cintura.
—jSi no es mas que un... un... un negocio! —balbu-
cid, con un brillo de humedad en las mejillas que no
suele producirse precisamente por cuestiones de ne-
gocios-. jEntrad, hija mia, entrad!
—Tengo miedo —dijo ella, temblando.
—~Miedo? ¢De qué?
—De él... de mi padre.
Viéndose en grave apuro entre el estado de la jo-
ven y las sefias que el guia hacia, indicandoles que pa-
saran, Lorry se enlaz6 al cuello el tembloroso brazo de
su compafiera, la levant6 un poco y entr6 aprisa con
ella en la habitacién. Franqueada la puerta, la dejé en
pie de nuevo y la sostuvo, aferrada a él.
Defarge sacé la llave de la cerradura, cerro la puer-
ta, eché la llave por dentro, volvi6 a sacarla y se que-
63
do con ella en la mano. Hizo todo esto metd6dicamen-
te y con el mayor estrépito que pudo. Finalmente se
dirigid con paso mesurado a la ventana. Alli se detuvo
y dio media vuelta.
La buhardilla, destinada en principio para almace-
nar lefia y usos similares, era ligubre y oscura, pues la
ventana no pasaba de ser un tragaluz o salida al teja-
do, con una pequena garrucha para subir las provisio-
nes desde la calle: desprovista de cristales, cerrabase
mediante dos simples hojas de madera, como cual-
quier otra puerta de construccion francesa. Para evitar
el frio, una de estas hojas estaba firmemente cerrada,
y la otra muy levemente entornada tan sdlo. Con lo
cual era tan exigua la luz que entraba en el cuarto que
al principio era dificil ver nada, y sdlo una larga cos-
tumbre podia haber desarrollado poco a poco en cual-
quiera la aptitud para realizar un trabajo de artesania
en semejante oscuridad. Sin embargo, tal era el traba-
jo que en la buhardilla se realizaba, pues sentado en
un banquillo de espaldas a la puerta, y dando cara a la
ventana donde el tabernero se habia parado a mirarle,
un hombre con todo el pelo blanco se afanaba sin al-
zar para nada la vista, en la paciente tarea de compo-
ner zapatos.
6. El zapatero

—jBuenos dias! —dijo monsieur Defarge, contemplan-


do la cana cabeza inclinada sobre su labor.
Levantdse por un momento aquella cabeza y una
voz debilisima contest6 al saludo como desde muy le-
jos.
—jBuenos dias!
—Siempre tan aplicado, ¢eh?
Tras un prolongado silencio, la cabeza se irguid
otro instante y la voz respondio:
—S{... trabajando.
Esta vez un par de ojos huranos, macilentos, ha-
bianse fijado en su interlocutor, para volver a abatirse
en seguida.
El desmayo de aquella voz inspiraba horror y pie-
dad. No era el desmayo propio de la debilidad fisica,
aunque el encierro y las privaciones tuvieran sin duda
su parte en ello. Su lamentable peculiaridad consistia
en que era el languidecimiento propio de la soledad y
de la falta de uso. Era como el ultimo y débil eco de
un son que se hubiera producido muchisimo tiempo
atras. Tan enteramente habia perdido la vivacidad y
resonancia propias de la voz humana, que afectaba a
los sentidos lo mismo que un color, bello en su dia,
que hubiera marchitado el tiempo hasta dejarlo en un
tinte menguado y desvaido, y tan ahogada y remota

65
sonaba que parecia salir de un subterraneo. Pero al
mismo tiempo expresaba tan fielmente la desespera-
cién de un ser humano perdido y abandonado, que
un viajero hambriento y sediento, exhausto tras ha-
ber errado solitario por un desierto, habria evocado
en ese mismo tono su casa y sus amigos antes de ten-
derse definitivamente para expirar.
Pasados unos minutos de trabajo silencioso alza-
ronse de nuevo aquellos ojos huranos, no con interés
ni con curiosidad, sino movidos por la oscura y ma-
quinal percepcion de que el sitio ocupado por el unico
visitante en que habian reparado todavia no estaba
vacio.
—Quisiera dejar entrar un poco mas de luz —dijo
Defarge, que no habia apartado la mirada del zapate-
ro—. ¢Podriais soportarla?
El zapatero interrumpi6o su trabajo. Paseé la vista
por el suelo, a derecha e izquierda, con aire ausente,
como escuchando, y luego la levant6 hacia su interlo-
cutor.
—¢Deciais...?
—Que si podriais tolerar un poco mas de luz.
-Tendré que tolerarla, si la dejais entrar —replicé,
con una levisima sombra de énfasis en la segunda
clausula.
Abrio el otro un poquito mas la hoja entornada, y la
claridad que irrumpi6 con ello en la buhardilla mostr6é
al artesano con un zapato a medio acabar sobre las ro-
dillas, descansando por el momento en su tarea. A sus
pies y encima del banco se veian algunas herramientas
y varios retazos de cuero. Tenia la barba blanca, mal re-
cortada pero no muy larga, el rostro demacrado y unos
ojos de extraordinaria vivacidad. Lo descarnado y con-

66
sumido del rostro habria hecho parecer grandes aque-
llos ojos bajo las cejas todavia oscuras y el enmarafiado
cabello blanco, aunque de suyo no lo fueran; mas lo
cierto es que eran grandes de por si, y lo parecian en
modo excepcional. La harapienta camisa amarilla, des-
abrochada en el cuello, dejaba ver unas carnes flaccidas
y decrépitas. Tanto é] mismo como su viejo guardapol-
vo de dril, las medias caidas, todos los pobres andrajos
con que se vestia, habian decaido por efecto del largo
apartamento del aire y de la luz hasta el punto de que,
en su apagada uniformidad de pergamino, habria sido
dificil distinguir unas prendas de otras y aun de la mis-
ma carne que cubrian.
Habia interpuesto una mano entre sus ojos y la luz,
y hasta los huesos parecian transparentarsele: Prolon-
gaba asi la pausa en su trabajo, con una mirada fija e
inexpresiva. Nunca miraba a la persona que tenia de-
lante sin antes bajar los ojos al suelo y pasearlos en to-
das direcciones, como si hubiera perdido el habito de
asociar espacio con sonido, y jamas hablaba sin vacilar
antes de esta manera, olvidandose de lo que iba a decir.
—¢Vais a terminar hoy ese par de zapatos? —pregun-
to Defarge, haciendo senas a Lorry de que se acercara.
—¢Deciais...?
—Que si pensdis terminar hoy esos zapatos.
—No puedo decir que lo piense. Supongo que si. No
lo sé.
La pregunta, sin embargo, le record6 su tarea, y
volvio a inclinarse de nuevo sobre ella.
Se adelant6 Lorry silenciosamente, dejando a la hija
junto a la puerta. Llevaba un par de minutos parado jun-
to a Defarge cuando el zapatero alz6 de nuevo la vista.
No manifest6 la menor sorpresa al ver a otra persona:
67
se llev6 a los labios los temblorosos dedos de una de
las manos (labios y ufas eran del mismo color plomizo
palido), y luego, dejando caer nuevamente la mano,
volvié a inclinarse sobre el zapato. La mirada y el movi-
miento fueron cosa de solo un instante.
~Tenéis una visita, como veis —dijo monsieur Defarge.
—¢ Qué decis?
—Que tenéis aqui una visita.
El zapatero levanto la vista como antes, pero sin
apartar las manos del trabajo.
—Mirad —dijo Defarge-; aqui esta monsieur que en-
tiende mucho de zapatos. Ensenadle ese que estais
haciendo. Tomadlo, monsieur.
Lorry tomo el zapato en sus manos.
—Decidle a monsieur qué clase de zapato es, y el
nombre del fabricante.
Medio una pausa mas larga que las habituales y al
fin el zapatero respondi6o:
—He olvidado vuestra pregunta. Qué me deciais?
—Decia que si no podriais explicar aqui a monsieur
qué clase de zapato es éste.
—Es un zapato de senora. Un zapato de paseo, espe-
cial para senoritas. Ahora esta de moda. Aunque yo
nunca he visto la moda. He tenido un modelo a mi
disposici6n. —Y contempl6 el zapato con un asomo de
orgullo.
—cY el nombre del fabricante? —-inquirié Defarge.
Ahora que no tenia obra en que ocupar sus manos,
el desdichado puso los nudillos de la derecha en el hue-
co de la izquierda, y luego repitié la operacién a la in-
versa, y finalmente se acaricié la barba, para volver a
empezar y proseguir los mismos movimientos sin pun-
to de reposo. La tarea de sacarle de la abstracci6n en

68
que siempre se hundia después de haber hablado era
como la de hacer voiver en sia una persona débil presa
de un sincope o la de prolongar el aliento de un mori-
bundo del que se espera alguna importante revelacion.
—¢Preguntabais por mi nombre?
—En efecto, eso preguntaba.
—Ciento Cinco, Torre del Norte.
—¢Nada mas?
—Ciento Cinco, Torre del Norte.
Y exhalando una tristisima queja que no fue ni un
suspiro ni un gemido, volvio a inclinarse sobre su ta-
rea hasta que de nuevo se rompid el silencio.
—Pero vuestra profesion no es la de zapatero, ¢ver-
dad? —inquiri6 Lorry mirandole con fijeza.
Volvio el interpelado sus ariscos ojos hacia Defarge
como si quisiera traspasarle la pregunta, mas como de
aquella parte no le llegara auxilio alguno, los dirigié
de nuevo a su interlocutor, no sin antes pasearlos un
momento por el suelo.
—¢Que si no soy zapatero de profesidn? No; yo no
era zapatero de oficio. Lo... lo aprendi aqui. Yo solo lo
aprendi. Pedi permiso para...
Al llegar a este punto perdio el hilo de su discurso
durante varios minutos, sin parar un momento de eje-
cutar con las manos los movimientos ritmicos antes
descritos. Al fin sus ojos volvieron lentamente al rostro
del que se habian desviado; cuando pararon en él, se
sobresalt6, y al igual que un durmiente que, despertan-
do un momento, vuelve a un tema de la noche ante-
rior, asi reanud6 su interrumpido discurso el zapatero:
—Pedi permiso para aprender yo solo el oficio, y a
fuerza de mucho tiempo y dificultades lo consegui.
Desde entonces me dedico a hacer zapatos.

69
Cuando alargaba la mano para coger el que atin te-
nia Lorry en las suyas, éste, sin dejar de mirarle soste-
nidamente a la cara, le pregunto:
~Monsieur Manette, ;no me recordais?
El zapato cay6 al suelo mientras el zapatero, inm0-
vil, miraba fijamente a su interlocutor.
—Monsieur Manette —Lorry puso a Defarge la mano
en el brazo-, ¢no os acordais de este hombre? Miradlo
bien. Miradme a mi. gNo acude a vuestra memoria,
monsieur Manette, el recuerdo de vuestro viejo ban-
quero, de vuestros negocios de antano, de vuestro
viejo criado, de todos aquellos buenos tiempos?
El tantos anos cautivo clavaba ahora sus miradas al-
ternativamente en Lorry y en Defarge, y poco a poco,
entre las negras brumas que le envolvian el alma, de-
bian de pugnar por abrirse paso algunos destellos de la
inteligencia obnubilada, a juzgar por la animacion de
que daban muestra los rasgos de su frente. Volvieron
a nublarse, se amortiguaron, desaparecieron; pero ha-
bian brillado una vez. Y tan exactamente se repitid la
expresion en el inmaculado rostro de la joven, que se
habia deslizado pegada a la pared hasta un punto des-
de el que podia verle y donde ahora estaba mirdndole,
levantadas las manos en un primer impulso de horro-
tizada compasion, aunque quiza también para apartar
esa dolorosa imagen de la vista, pero tendidas luego
hacia él, temblando con el ansia vivisima de estrechar
aquella cabeza de espectro contra su joven y calido pe-
cho, y devolverle a fuerza de amor la vida y la esperan-
za... tan exactamente se repitid la expresi6n (aunque
con rasgos mas firmes) en el inmaculado rostro de la
joven que fue como si hubiera pasado de él a ella lo
mismo que una antorcha encendida.

70
Pero, transmitida esta luz, habian vuelto a caer so-
bre él las tinieblas. Mir6 a los dos, cada vez con menos
atenciOn, y sus ojos ausentes buscaron el suelo y otea-
ron a su alrededor del modo que les era peculiar. Fi-
nalmente, con un profundo suspiro, cogi6 el zapato y
reanudo su obra.
—Le habéis reconocido, monsieur? —pregunt6 De-
farge en voz baja.
—Si; por un momento. Al principio perdi toda espe-
ranza de identificarlo; pero, por breves instantes, he
visto sin lugar a dudas el rostro que un dia conoci tan
bien. jChist! Alejémonos un poco mas. ;Chist!
La joven, separandose al fin de la pared, se habia
acercado al banco donde estaba sentado su padre. In-
clinado éste sobre su trabajo, no advertia la presencia
de aquella figura humana que habria podido extender
la mano y tocarle, y habia en todo ello un no sé qué
de terrible y de patético.
No se pronuncié una sola palabra; no se hizo un
solo ruido. La joven seguia de pie, como un espiritu, a
su lado, y él continuaba inclinado sobre su labor.
Sucedi6 que al cabo de un rato fuele menester
cambiar la herramienta que tenia en la mano por su
cuchilla de zapatero, la cual estaba en el lado contra-
rio al de la muchacha. Teniala ya en la mano, y se aga-
chaba de nuevo sobre su labor, cuando sus ojos acer-
taron a descubrir la falda de la visitante. Entonces los
alz6 y vio su rostro. Los dos observadores hicieron
ademan de acercarse, alarmados, pero ella los contu-
vo con una sena. No temia que el zapatero la agredie-
se con la cuchilla, que era lo que ellos recelaban.
Miréla aquél con ojos aténitos y temerosos, y al
rato sus labios empezaron a configurar algunas pala-

ur
bras, aunque no salia de ellos nada audible. Poco a
poco, en las pausas de su anhelante respiracion, se le
oyo murmurar:
-—.Y esto qué es?
La joven, por cuyas mejillas corrian raudales de 1a-
grimas, se llevé las manos a los labios y le mand6 un
beso; luego las enlaz6 sobre su pecho como si ya tu-
viese reclinada en él la desmedrada cabeza del autor
de sus dias.
—{TUt no eres la hija del carcelero? —-pregunt6 éste.
—No -respondio ella con un suspiro.
—¢Pues quién eres?
Embargada por la emocién que le impedia articu-
lar palabra, la joven se limit6 a sentarse en el banco
junto al zapatero. Retrocedi6o éste, pero ella le puso la
mano en el brazo, y, al sentir su contacto, un raro es-
tremecimiento le conmovi6 visiblemente de la cabeza
a los pies; dej6 suavemente a un lado la cuchilla y se
qued6 como embobado contemplando a la joven.
Se habia echado ésta a un lado la rubia cabellera,
que llevaba en largos bucles, y en su apresurado ade-
man habia dejado sueltos unos cuantos que le caian
ahora sobre el cuello. Adelantando la mano muy des-
pacio, cogid él aquel cabello y lo miré. Pero entretan-
to habia vuelto a extraviarse su mente, y, con otro
profundo suspiro, se puso de nuevo a trabajar.
Mas no por mucho tiempo. Soltandole el brazo, la
joven le puso la mano en el hombro. Después de mi-
rar aquella mano dos 0 tres veces, como si quisiera
asegurarse de que realmente estaba alli, el zapatero
dej6 su zapato, se llev6 la mano al cuello y sac6é un
ennegrecido cordén del que pendia un jironcito de
tela doblado. Lo desdoblé cuidadosamente sobre la

WP)
rodilla y pudo verse que contenia una pequefia mues-
tra de cabello: no mas de una o dos largas hebras do-
radas que algun remoto dia habria acariciado sin duda
entre los dedos.
Volvié a tomar en su mano el pelo de la joven y lo
examin6o con atencion.
—jEs el mismo! jCémo es posible! ;Cudndo fue!
j;Cémo fue!
Y al reaparecer el gesto de concentracién en su
frente, parecié darse cuenta de que también la frente
de la muchacha se contraia en una expresiOn seme-
jante. Asiéndola por los hombros, la hizo volverse ha-
cia la luz y la contemplo de Ileno.
—La noche aquella, cuando fueron a prenderme,
ella recliné la cabeza en mi hombro. Le daba miedo
que saliera, aunque yo no sentia temor alguno. Y
cuando me Ilevaron a la Torre del Norte, me encon-
traron esto oculto en la manga. «;Me vais a permitir
conservarlo?», les pregunté. «Jamas me podra servir
para la fuga material, aunque si para la evasion del es-
piritu.» Estas palabras les dije, si; las recuerdo muy
bien.
Muchas veces form6 estas palabras con los labios
antes de conseguir articularlas. Pero cuando al fin
pudo hacerlo en términos audibles, lo hizo de forma
coherente, aunque despacio.
~;Cémo es posible? —anadid-. ¢Eras tu?
Una vez mas, los dos espectadores se adelantaron,
alarmados por la brusquedad con que se habian vuel-
to hacia la muchacha. Pero ésta se limit6 a decir en
voz baja, con absoluta tranquilidad:
—Os ruego, sefiores, que no os acerquéis a nosotros,
no habléis, no os movais.
—jEh! -exclam6 el zapatero-. gDe quién era esa voz?
Fue casi un grito, y al proferirlo solt6 a la joven, se
llev6 las manos a los blancos cabellos y se puso a me-
sarselos en un arrebato frenético. Desvanecidse este
rapto, como todo en él se desvanecia excepto su aplica-
cidn a la tarea de hacer zapatos, y volviendo a doblar su
pequenio relicario tante6 para guardarselo de nuevo en
el pecho, bajo la camisa. Pero aun continuaba mirando
a lajoven, y mene6 patéticamente la cabeza.
—No, no, no: tt eres demasiado joven, demasiado
lozana. No puede ser. Ya ves cOmo ha quedado el pri-
sionero. Estas no son las manos que ella conocié, ni
ésta la cara que ella vio, ni ésta la voz que escucho.
No, no. Ella existi6... y él existid... antes de los largos
anos de la Torre del Norte... muchos siglos antes.
~Cémo te llamas, angel de mi vida?
Conmovida por tanta dulzura, la hija cay6 de rodi-
llas delante del padre, con ambas manos suplicantes
apoyadas en el pecho del desdichado.
—jOh, senor!, en otra ocasidn sabréis mi nombre, y
quién fue mi madre, y quién mi padre, y las razones
de que yo nunca supiera su historia, tan dolorosa.
Pero no puedo decirselo en este momento, ni en este
lugar. Lo unico que puedo hacer, aqui y ahora, es pe-
diros vuestra bendicién. jPor el amor de Dios, dadme
un beso, un beso! jOh, querido, querido mio!
Confundiose la fria nieve de un cabello con el res-
plandeciente oro del otro, que calentaba y alumbraba
como la luz radiante de la Libertad.
—Si ois en mi voz... no sé si sera eso, pero espero
que lo sea... si ois en mi voz alguna semejanza con
otra que fue en tiempos dulce musica en vuestros of-
dos, jllorad, llorad por ella! Si al tocar mi pelo, os re-

74
cuerda el tacto una cabeza bien amada que descansa-
ba en vuestro pecho cuando erais joven y libre, jllorad,
llorad por ella! Si al hacer alusién al hogar que nos
aguarda, donde me consagraré con todo mi amor y
abnegacion a vuestro servicio, os traigo a la memoria
otro hogar abandonado largos afios mientras vuestro
pobre corazon se consumia lejos, jllorad, llorad por él!
La joven habia estrechado mas su abrazo, y le me-
cia en su pecho como a un nino.
—Si cuando os diga, queridisimo mio, que vuestra
agonia ha terminado, que estoy aqui para liberaros y
que nos vamos a Inglaterra para vivir alli en paz y so-
siego, si cuando os diga esto os hago pensar en vuestra
vida malograda y en nuestra Francia nativa que tan
cruel ha sido con vos, jllorad, llorad por ella! Y si cuan-
do os revele mi nombre, y el de mi padre que todavia
vive, y el de mi madre que muri6, sabéis que tengo
que postrarme de hinojos ante mi venerado padre e
implorar su perdon por no haberme esforzado todos
los dias de mi vida en procurar su libertad, y no haber
pasado en vela y llorando todas las noches, porque el
carino de mi pobre madre me ocult6 el suplicio que
sobre é1 pesaba, jllorad, llorad por ello! jLlorad por ella
y llorad por mi! ;Senores, demos gracias a Dios! Ya
siento sus benditas lagrimas en mi rostro, y sus sollo-
zos repercuten en mi corazon. jOh, mirad! jGracias,
gracias, Dios mio!
Habia caido él finalmente en brazos de la hija, y te-
nia la cabeza reclinada sobre su pecho: escena esta tan
conmovedora, y tan terrible no obstante por la tre-
menda injusticia y los tremendos sufrimientos que la
habian precedido, que los dos testigos hubieron de cu-
brirse la cara con las manos.

75
Cuando nada turbaba el silencio de la buhardilla
desde hacia buen rato, y el palpitante y estremecido
pecho del hombre habiase rendido a la calma que
inexorablemente sigue a todas las tempestades —sim-
bolo para los humanos de la paz y el silencio en que
esa tempestad que llamamos vida debe al fin acallarse
y aquietarse—, se adelantaron ambos para levantar al
padre y a la hija, pues poco a poco él habia terminado
por desplomarse, y en el suelo yacia agotado, exhaus-
to, como en un letargo. La joven se habia dejado caer
junto a él, a fin de que la cabeza paterna siguiera des-
cansando en su brazo, y el pelo femenino caia como
cortina, resguardandole de la luz.
Después de sonarse repetidas veces se inclin6 Lorry
sobre ellos y, alzando una mano, la joven dijo:
—Si fuera posible, sin trastorno para mi padre, arre-
glarlo todo para salir en seguida de Paris, de modo que
a él nos lo pudiéramos llevar desde la misma puerta...
—Pero pensadlo bien. ¢Esta realmente en disposi-
cidn de emprender el viaje? —inquirié Lorry.
—En mejor disposicion, creo yo, que para permane-
cer en esta ciudad, que tan horrible ha sido para él.
—Nada mas cierto —dijo Defarge, que se habia arro-
dillado para ver y escuchar mejor-. Y lo que es mas,
monsieur Manette estara mejor fuera de Francia, por
muchisimas razones. Os parece bien que alquile una
silla de postas con sus caballos?
—Esto es un negocio —dijo Lorry, que aproveché la
primera oportunidad para volver a su estilo metdédi-
co-; y si el negocio ha de ultimarse, mejor sera despa-
char pronto.
—Entonces tened la amabilidad de dejarme sola con
él —pidio la seforita Manette-. Ya veis lo tranquilo que

76
se ha quedado; podéis dejarlo conmigo sin ningun te-
mor. ¢Por qué habiais de temer? Si cerrdis la puerta
con llave para que nadie nos moleste, no dudo que
cuando volvais lo hallaréis tan sosegado como lo de-
jais. De todos modos, yo me cuido de él hasta que es-
téis de vuelta, y entonces nos lo llevaremos sin mas
dilaciones.
Ni Lorry ni Defarge se mostraban muy partidarios
de acceder a este ruego, y mas bien preferian quedarse
uno de ellos. Mas como no solo habia que atender a la
provision de coche y caballos, sino también al arreglo
de salvoconductos y pasaportes, y como el tiempo apre-
miaba, pues el dia se acercaba a su ocaso, resolvieron
por fin repartirse el trabajo entre los dos, y salieron pre-
surosos para Ilevarlo a cabo.
Luego, cuando empezo a oscurecer, la hija se ten-
di6é en el duro suelo al lado del padre y permanecio vi-
gilandole. Las sombras de la noche se espesaban mas
y mas, y ambos yacieron inmoviles y silenciosos hasta
que a través de las grietas de la pared se vio brillar una
luz.
El] senior Lorry y monsieur Defarge lo habian dis-
puesto todo para el viaje, y ademas de abrigos y man-
tas, tralian pan, carne, vino y café. Defarge deposit6 las
provisiones y el farol encima del banco del zapatero
(no habia en el sotabanco mas que esto y un jergén),
y entre Lorry y él despabilaron al cautivo y le ayuda-
ron a ponerse en pie.
Ninguna inteligencia humana habria sido capaz de
leer, en el pasmo y el susto reflejados en el semblante
de aquel hombre, los misterios de su alma y de su
pensamiento. ¢Tenia nocién de lo que estaba pasan-
do? ¢Recordaba lo que le habian dicho? ¢Sabia que

77
habia llegado para él la hora de la libertad? Todas é€stas
eran preguntas a las que ni el mas sagaz habria sabido
responder. Intentaron hablarle, pero se mostraba tan
confuso y tardaba tanto en responder que, temiendo
aturdirle mas de lo que estaba, decidieron no moles-
tarle mas por el momento. De vez en cuando se aga-
rraba la cabeza con ambas manos en una actitud vio-
lenta y extraviada que no habian observado antes en
él. Sin embargo, el solo acento de la voz de su hija pa-
recia de alguna manera complacerle, e invariable-
mente se volvia hacia ella cuando hablaba.
Con la sumisi6n propia de quien ha sido acostum-
brado a obedecer largos anos bajo amenazas y coaccio-
nes, comid y bebi6 lo que le dieron, y se puso la capa y
otras prendas que a tal efecto le entregaron. Tampoco
ofrecié resistencia alguna cuando su hija se cogio de su
brazo, y hasta tomo —y retuvo— la mano de ella entre
las suyas.
Iniciaron el descenso. Monsieur Defarge iba delan-
te con el farol, y Lorry cerraba la breve comitiva. No
habian bajado muchos peldanos de la escalera princi-
pal cuando monsieur Defarge se detuvo y miré con
atencion el techo y las paredes. .
—~Recordais el lugar, padre? ¢Os acordais de cuan-
do subisteis esta escalera?
—<Qué dices?
Pero antes de que la joven pudiera repetir la pre-
gunta, musit6 él una respuesta como si en efecto la
hubiera repetido.
—Que si me acuerdo? No; no me acuerdo. Hace
tanto, tanto tiempo...
Estaba claro que no conservaba recuerdo alguno
de su traslado desde la carcel a aquella casa. Le oyeron

78
murmurar: «Ciento Cinco, Torre del Norte», y era in-
dudable que cuando miraba en torno suyo buscaba
los sdlidos muros de la fortaleza que durante tanto
tiempo le habian enclaustrado. Al salir al patio, instin-
tivamente altero el ritmo de sus pasos, como si espe-
rase abordar un puente levadizo; y al no encontrarlo,
y ver en cambio el coche que aguardaba en la calle,
solt6 la mano de su hija y volvié a agarrarse como an-
tes la cabeza.
No habia gente en la puerta, ni se veia a nadie en
ninguna de las innumerables ventanas; ni siquiera
un transeunte casual por la calle. Reinaba en todas
partes un silencio y una soledad poco comunes. S6lo
habia un alma a la vista, y era madame Defarge que ha-
cia calceta recostada en el quicio de la puerta, y no vio
nada.
Habia subido el prisionero al carruaje, y la hija le
habia seguido, cuando Lorry, los pies ya en el estribo,
viose detenido por las suplicas de aquél, que reclama-
ba lastimeramente sus herramientas de zapatero y sus
zapatos a medio terminar. Madame Defarge grito en el
acto a su marido que ella subiria a buscarlos, y, sin de-
jar un solo instante su calceta, se perdi6 en las sombras
del patio. No tard6 en reaparecer con los objetos re-
queridos y en entregarselos a los viajeros; inmediata-
mente después volvia a recostarse en el quicio de la
puerta, sin haber dejado un solo momento de hacer
calceta y, por supuesto, sin haber visto nada.
Defarge monto6 en el pescante y dio la orden:
—jA la barrera!
EI postill6n hizo restallar el latigo, y el carruaje se
puso en marcha con estrépito bajo la mortecina luz de
los faroles que el viento hacia bambolearse.

79
Y asi rod6, bajo aquellos oscilantes faroles —que in-
variablemente brillaban con luz mas viva en las calles
principales y mas languidas y vacilantes en las callejas—
y frente a bien iluminados comercios, bulliciosos y ale-
gres gentios, cafés y teatros todo luz y color, hasta llegar
a una de las puertas de la ciudad. Del cuerpo de guar-
dia salieron algunos soldados con linternas.
—jLos pasaportes, viajeros!
—Aqui estan, sefior oficial —dijo Defarge, echando
pie a tierra y llevandose al militar aparte, con gesto
circunspecto-; éstos son los papeles del caballero de
pelo blanco que veis ahi dentro: me fueron confiados,
junto con su persona, en... —baj6 la voz, hubo un re-
vuelo entre las linternas de los soldados, e introducida
una de ellas en el coche por un brazo uniformado, los
ojos correspondientes a dicho brazo contemplaron
algo que no todos los dias ni todas las noches podia
contemplarse, es decir: al caballero del pelo blanco.
—jEsta bien! j;Continuen! -surgi6 una voz del uni-
forme.
—Adieu! -se despidio Defarge.
Y asi, bajo un breve dosel de oscilantes faroles cada
vez mas mortecinos, salieron por fin a campo raso,
bajo el inmenso dosel de las estrellas.
Bajo esa béveda tachonada de luminarias fijas y
eternas, tan lejanas algunas de este minusculo planeta
que segun afirman los sabios es dudoso que sus rayos
hayan tenido tiempo de llegar a él y descubrirlo como
un punto en el espacio donde nada se sufre ni se hace;
bajo todas esas estrellas y luceros las sombras de la no-
che eran tupidas y negras. Durante las frias y desvela-
das horas que fueron sucediéndose hasta que despun-
to el dia, nuevamente esas sombras murmuraron en

80
los oidos del senior Jarvis Lorry -sentado ahora
frente
al desenterrado y resucitado y preguntandose
qué su-
tiles facultades se habrian perdido definitiva
mente
para él y cuales otras serfan susceptibles de restau
ra-
cidn- la antigua pregunta.
—Supongo que te interesara volver a vivir.
Y la respuesta era siempre la misma:
—-No lo sé.
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Libro segundo
El hilo de oro
1. Cinco anos después

El banco Tellson, al lado de Temple Bar', era ya en 1780


un establecimiento arcaico. Muy pequefo, muy os-
curo, muy feo e incOmodo. Era arcaico ademas en su
talante, ya que los socios de «la Casa» se enorgulle-
cian de su pequenez, la oscuridad, la fealdad y todas
las incomodidades reinantes en ella. Se jactaban in-
cluso de su preeminencia en tales aspectos, y procla-
maban apasionadamente su convicci6n de que si no
hubiese tantos reparos que oponerle no seria tan res-
petable su domicilio social. Y no era ésta en absolu-
to una creencia pasiva, sino un arma que esgrimian
contra otros centros similares establecidos en locales
mas comodos. Tellson (decian) no precisa de anchura,
ni de luz; Tellson no necesita decoraci6n ni primores.
Que tengan todo esto Noakes and Co., o Snooks Bro-
thers, pues muy bien, alla ellos; pero Tellson no, jgra-
cias a Dios!
Cualquiera de dichos socios habria desheredado al
hijo al que se le hubiese ocurrido proponer la recons-
trucci6n del banco Tellson. En ese aspecto, la Casa se
hallaba a la altura misma de la nacion, que muy fre-
cuentemente desheredaba a sus hijos por proponer

1. Portal que sefialaba el limite occidental de la City de Londres, y


donde se exhibfan las cabezas de los condenados por traicion.

85
mejoras en leyes y costumbres ya de antiguo harto
discutibles, mas no por ello menos respetables.
Y asi resultaba que Tellson era la apoteosis de la in-
comodidad. Tras abrir a empujones una puerta que
mostraba estupida obstinacién en continuar cerrada
hasta que al fin cedia con un débil carraspeo, y una
vez salvado el descenso de dos escalones, encontraba-
se uno en un miserable tenducho con dos exiguos
mostradores donde unos empleados mas viejos que
Matusalén tomaban en sus manos el cheque del clien-
te, comunicandole un temblor como si le agitara el
viento mientras examinaban la firma a la luz del mas
sordido ventanuco concebible, embadurnado siempre
de salpicaduras de barro de Fleet-street y que resulta-
ba todavia mas l6brego por culpa de unos barrotes de
hierro y por la sombra compacta de Temple Bar. Si el
negocio que alli llevaba a cualquiera hacia indispensa-
ble una entrevista con la Casa, lo introducian en una
especie de celda de castigo que servia de trastienda,
donde podia meditar contrito sobre su descarriada
existencia hasta que la Casa se presentaba con las ma-
nos en los bolsillos y el cuitado apenas si podia vis-
lumbrarla en aquella lobreguez. El dinero del cliente
salia de vetustos y carcomidos cajones de madera, o
entraba en ellos, con desprendimiento y volatilizaci6n
de particulas que se metian por la nariz y adherian a
la garganta de los presentes cada vez que se abrian y
cerraban los respetables cajones. Los billetes de banco
tenfan un olor rancio y mohoso, como a punto de des-
componerse y trocarse otra vez en trapos viejos. Al-
macenabase la plata en vecindad de cloacas y pozos
negros, y estaba un dia o dos para que se empafiase su
brillo por obra de deletéreas emanaciones. Valores y

86
escrituras eran depositados en improvisadas cajas
fuertes que fueron antes fregaderos y cocinas, y el aire
del banco saturabase de la pringue exhalada con el
rece y manoseo de estos pergaminos. Los cofrecillos
con documentos y papeles de familia guarddbanse
arriba en un aposento digno de los Barmecidas ardabi-
gos’, pues siempre habia en él una monumental mesa
de comedor sin que jamas se sirviese comida alguna, y
donde, en pleno ano mil setecientos ochenta, las car-
tas que a uno le escribiera un dia su primer amor, o
sus hijos de corta edad, sdlo en fecha muy reciente se
habian visto eximidas de ser impertinentemente fis-
gadas, a través de las ventanas, por las cabezas de los
ajusticiados expuestas en Temple Bar con una brutali-
dad y ferocidad insensata, propia de Abisinia 0 de los
ashanti.
Pero es que por aquel entonces la condena a muerte
era receta muy en boga’ en todos los gremios y profe-
siones, y el banco Tellson no constituia excepcion a esta
regla ni mucho menos. Si la naturaleza lo remedia todo
con la muerte, ¢por qué no habia de hacer otro tanto la
legislacion humana? Asi pues, para el falsificador de
una firma: pena de muerte; para el que hacia circular
un billete falso: pena de muerte; para el que violaba la
correspondencia: pena de muerte; para el que robaba
cuarenta chelines y seis peniques: pena de muerte; para
el que escapaba con el caballo ajeno que tenia encargo

2. En un cuento de Las mil y una noches, un miembro de esta fami-


lia persa obsequia a un pordiosero con un banquete en el que to-
dos los platos estan vacios.
3. En la Inglaterra del xvm, la pena capital estaba muy extendida;
en 1826, cuando se tom6 la primera medida para humanizar las
leyes, mas de doscientos delitos la tenfan como castigo.

87
de guardar a la puerta del banco Tellson: pena de muerte;
para el que acufiara un chelin falso: pena de muerte...
En suma, todos aquellos que pulsaran las tres cuartas
partes de las notas del gran teclado del crimen eran
irremisiblemente condenados a muerte. Y no es que
todo esto sirviese lo mas minimo a efectos de preven-
cién de la delincuencia —casi habria podido observarse
que lo que sucedia era exactamente lo contrario-; pero,
eso si, por lo que a este bajo mundo se refiere, tenia la
ventaja de solventar de una vez y para siempre los en-
gorros y complicaciones de cada caso particular. De tal
suerte que Tellson, en su €poca, como otros estableci-
mientos comerciales mas importantes contemporaneos
suyos, habia arrebatado tantas vidas que si las cabezas
de sus victimas hubieran sido apiladas en Temple Bar
en vez de recibir discreta sepultura, probablemente ha-
brian obstruido la escasa luz de que la planta baja dis-
ponia, hecho este no poco significativo.
Apretados hasta el entumecimiento en toda clase
de lobregos chiscones y cuchitriles del banco Tellson,
los matusalenes antes citados llevaban el negocio con
gran solemnidad y compostura. Cuando en la casa
londinense de Tellson admitian a un empleado joven,
lo escondian en alguna parte hasta que se hacia viejo.
Lo guardaban en un sitio oscuro, come a un queso,
hasta que adquiria el olor peculiar de la casa y lo recu-
bria su verdin caracteristico. Sdlo entonces se permitia
que se le viera, espectacularmente inclinado sobre
enormes libros, anadiendo sus calzas y polainas al
peso general del establecimiento.
A la puerta del banco Tellson -jamdas dentro, a no
ser que lo llamaran— habia siempre un hombre, especie
de recadero y factétum, que al mismo tiempo servia

88
como muestra viviente de la casa. Nunca faltaba de alli
en horas del comercio, como no le hubiesen mandado
a un recado, y aun entonces quedaba representado por
su hijo, un galopin de doce afios, vivo retrato de su pa-
dre. Dabase por supuesto que Tellson, altivo y magna-
nimo, se dignaba tolerar al fact6tum. La casa siempre
habia tolerado a alguien con ese cometido, y el tiempo
y la rutina acababan por instalar en el puesto a dicha
persona. El hombre se apellidaba Cruncher, y cuando
en los albores de su existencia renunci6 por delegaci6n
a las obras de las tinieblas y del pecado, en la iglesia pa-
rroquial de Houndsditch, recibi6 el apelativo suple-
mentario de Jerry.
Situémonos ahora en el domicilio particular del tal
Cruncher, en Hangingsword, Whitefriars*. Hora: las
siete y media de una ventosa manana de marzo, Anno
Domini de 1780. Cruncher enunciaba siempre el Ano
de Nuestro Senor con las palabras «Anna Dominos» en
la suposicion quiza de que la Era Cristiana databa de la
invencion del popular juego del domino y de que la in-
ventora era una dama que le dio su nombre: Ana.
Los aposentos del senor Cruncher no se hallaban
en una vecindad muy distinguida que digamos, y se
reducian a solo dos cuartos, en el supuesto de que el
ropero con puerta-ventana de cristal enterizo pudiera
ser contado como tal. Pero todo era orden y pulcritud
en la casa. Pese a lo temprano de la hora de aquella
ventosa manana de marzo, la pieza en que Cruncher
se hallaba acostado estaba ya barrida y fregada, y en-
tre las tazas y los platos dispuestos para el desayuno y

4. Barrio situado entre el Tamesis y Fleet-street poblado por de-


lincuentes y fugitivos de la justicia.

89
el tablero de la coja mesa de pino, habiase extendido
un mantel muy blanco y limpio.
Reposaba Cruncher bajo una colcha toda de retazos
policromos, como un hogareno Arlequin. Al principio
dormia a pierna suelta, pero poco a poco empezo a re-
volverse y rebullir en la cama, hasta que al fin sali6 a la
superficie con sus pelos de puerco espin que parecia
iban a hacer jirones las sabanas. Y fue en ese momento
cuando, con voz terriblemente exasperada, exclamo:
—jQue me aspen si no ha vuelto ésa a las andadas!
Una mujer de aspecto diligente y hacendoso se le-
vant6 con prisa y sobresalto del rincdn donde estaba
de rodillas, demostrando que era ella la persona a
quien aquellas palabras habian aludido.
—jPero cé6mo! -exclam6 el hombre, buscando una
bota a orilla de la cama—. Conque otra vez con las mis-
mas, ,eh?
Tras esta segunda salutaci6n al dia, la tercera salva
consistid en arrojar violentamente una bota contra la
mujer. Era una bota muy sucia de barro, por cierto, y
aqui tal vez convenga hablar de una insolita circuns-
tancia relacionada con la economia doméstica de
Cruncher, y era que éste, si muy a menudo volvia del
banco a casa con las botas limpias, no menos frecuen-
temente hallaba esas mismas botas cubiertas de barro
a la manana siguiente.
—Pero cémo —dijo Cruncher, ya con otro tono, tras
haber errado el tiro-. Qué andas haciendo ahi, bea-
tona incordiante?
—Estaba rezando mis oraciones.
—jRezando, eh! ;Vaya parienta que m’ ha tocao en
suerte! ¢Qué te propones con tanto arrodillao y rezo
contra m{?
—No rezo contra ti, rezo por ti.
—Na’ d’eso. Y a mas, mira, no consiento que te tomes
esas atribuciones conmigo. jHasta ahi podiamos llegar!
Ya ves, Jerry, hijo mio, qué madre tan estupenda ties’,
rezando contra el negocio de tu padre. Una madre muy
cumplidora, hijito. Y muy religiosa, ‘chacho, muy reli-
giosa, que se arrodilla y reza pa’ dejar a su hijo sin pan
y manteca.
El] pequeno Cruncher, que estaba en camisa, tom6
muy a mal esto ultimo, y volviéndose hacia su madre
le pidid enérgicamente que no mezclara en sus rezos
nada que afectase a su manutenciOn personal.
-cY qué te figuras tu que valen tus rezos, presun-
tuosa? —inquiri6 el hombre con inconsciente falta de
logica—. jQué crees que valen, dime, vamos a ver!
—Me salen del coraz6n, Jerry, y no tien’ mas valor
que ése.
—{Que no tien’ mas valor que ése? —repitid su ma-
rido—. Entonces no valen gran cosa. Pero valgan o no,
has el favor de no volver a rezar contra mi. ¢l’ oyes? No
te lo consiento. No voy a dejar que me traigas la negra
con tus camandulas. Si quies’ arrodillarte y rezar, haslo
en favor de tu marido y tu hijo, no en contra. Vamos,
que si no hubia’ tenido yo una mujer desnaturaliza’ y
esta pobre criatura una madre sin sentimientos como
tu eres, otro gallo m’ habria cantao la semana pasa’ y
habria sacao algunos cuartejos, en vez de echarme en-
cima el cenizo y desbaratarmelo todo con tus rezos y
tus beaterias. ;Pero asi me maten —prosigui6 Cruncher
que entretanto habia ido vistiéndose- si con tantas de-
vociones y unas cosas y otras no he tenido esta semana
la mas mala pata que pua’ caerle en suerte a un pobre
diablo como yo!... j;Un comerciante honrao, pa’ que

91
lo sepas! Anda, Jerry, hijo mio, vistete y mientras me
limpio las botas echa a tu madre una ojea’ de cuando
en cuando. En cuanti que veas que quié’ arrodillarse
m’avisas. Porque mia’ lo que te digo -se dirigié de nue-
vo a su mujer-, esto s’ ha acabao pa’ siempre, ¢Lo-yes?
iPa’ siempre! Yo valgo menos que un birlocho, y soy
mas suave que una malva, y a veces, si no fuera porque
me duele, no sabria si esta molondra es mia o del ve-
cino... pero al bolsilio que no me toquen; y me da a la
nariz que tu te pasas to’ el santo dia estorbando que al
pobre le luzca el pelo, y eso no lo aguanto yo, beatona
incordiante, ja ver qué dices ahora!
Refunfunando, ademas, frases como «jSi, claro!
Pues no eres tu poco devota. ¢Y crees muy piadoso ir
contra los intereses de tu marido y de tu hijo? jCon-
testa!», y despidiendo nuevos haces de sarcasticas
chispas de las afiladeras de su indignaci6n, dedicabase
Cruncher con ahinco a limpiarse las botas y a su pre-
paracion general para el trajin del dia. Mientras tanto
el hijo, que también tenia la cabeza guarnecida de in-
cipientes plas y cuyos ojos nifios aparecian no menos
juntos que los de su progenitor, mantenjia la requeri-
da vigilancia sobre la madre. De rato en rato daba
grandes sustos a la pobre mujer: salia disparado del
ropero donde dormia y donde se estaba vistiendo y
aseando, y sofocando la voz clamaba:
—Ya vas a arrodillarte, madre... ;Eh, padre!
Y tras haber provocado esta falsa alarma, corria de
nuevo a su cubil con una aviesa sonrisita en los la-
bios.
No habia mejorado nada el humor del buen Crun-
cher cuando al cabo vino a sentarse para tomar el de-
sayuno. Y cuando la senora Cruncher impetré6 la ben-

92
dicidn de Dios manifest6 él su enojo con especial
animosidad:
—j Vamos! ¢Qué haces? ¢ Ya estas otra vez, santurro-
na del diablo?
Su esposa le explicé que sdélo se trataba de bendecir
la mesa.
—jPues déjate de bendiciones! —dijo Cruncher, mi-
rando en torno suyo como si temiera ver desaparecer
el pan por obra y gracia de las preces de su mujer—. No
quiero verme desahuciado de mi casa, ni que desapa-
rezca la comida de mi mesa. ;Conque callate!
Y con ojos enrojecidos y cara ojerosa, como si hu-
biera pasado toda la noche de juerga, Jerry Cruncher
devor6o el desayuno entre grunidos y rugidos lo mis-
mo que una fiera en su jaula del parque zooldgico.
Hacia las nueve de la manana suaviz6 su aspecto de
ogro y adopto el mejor porte de hombre diligente y
respetable que su natural consentia, con lo cual estu-
vo listo y a punto para las ocupaciones de la jornada.
Pese a su predilecta descripci6n de si mismo como
«honrado comerciante», mal podria Ilamarse comer-
cio a todas aquellas ocupaciones suyas. Su puesto con-
sistia en un taburete de madera improvisado con los
restos de una silla sin respaldo a la que se le habian se-
rrado las patas, y que todas las mananas el pequeno
Jerry, caminando al lado del padre, llevaba y colocaba
al pie de la ventana del banco mas pr6xima a Temple
Bar. Alli, con la anadidura del primer punado de paja
que podian coger de cualquier vehiculo que pasara,
con el fin de preservar de la humedad y del frio los
pies del singular mandadero, constituia como quien
dice el campamento del dia. En aquel puesto era tan
conocido Cruncher para los viandantes de Fleet-street
93
y del Temple como este viejo monumento mismo, y
casi de tan mala catadura como él.
Asentados los reales a las nueve menos cuarto, a
tiempo para saludar con un toquecito de tricornio
cuando llegaran al banco los matusalenes de Tellson,
Jerry se instal6 en su puesto aquella ventosa manana
de marzo acompaniado por el pequeno Jerry, que solia
estarse de pie a su lado siempre que no se dedicaba a
esporadicas correrias por las inmediaciones maltra-
tando con sumo refinamiento, de palabra y de obra, a
cuantos chiquillos acertaban a pasar y eran lo bastan-
te pequenos para sus caritativos fines. Padre e hijo,
tan sumamente parecidos entre si, contemplando en
silencio el trafico matinal de Fleet-street con las cabe-
zas tan juntas como sus ojos respectivos, presentaban
notable semejanza con una pareja de monos. No dis-
minuia esta semejanza por la circunstancia accidental
de que el Jerry adulto mordiera y escupiera alguna
brizna de paja, mientras los parpadeantes ojillos del
pequeno Jerry observaban al padre con tanta viveza y
atencién como todo lo que pasaba en Fleet-street.
Asomo por la puerta uno de los ordenanzas del
banco y avis6:
—jMozo!
—jHurra, padre! ;Aqui tenemos un recadito bien
temprano, para empezar el dia!
Y una vez que hubo deseado buena suerte a su
progenitor, el pequeno Jerry se sent6 en el taburete,
entr6 en posesion de la paja que su padre habia esta-
do mordisqueando y se puso a cavilar.
—jSiempre tiznado de 6xido! jSiempre los dedos su-
cios de Oxido! —musit6 el pequefio Jerry—. gDe donde
traera mi padre esa herrumbre? jAqui no la hay!

94
2. Vista de una causa

—~Conoceréis bien Old Bailey', no? —-pregunt6é uno de


los empleados mas viejos al recadero Jerry.
—Si, senor —repuso el interpelado con cierto retin-
tin—. Conozco el Bailey, c6mo no.
—Perfectamente. ¢Y conocéis también al senor Lo-
rry?
—Conozco al senor Lorry en todavia mejor que Old
Bailey, caballero —dijo Jerry en tono semejante al de
un testigo que declarara mal de su grado en el estable-
cimiento en cuestidn—. Mucho mejor de lo que yo, co-
merciante honrado, tengo malditas ganas de conocer
Old Bailey.
—Muy bien. Buscad la puerta por donde entran los
testigos y mostrad al ujier esta nota para el senor Lorry.
Entonces os dejara pasar.
—<A la sala del tribunal, senor?
—A la sala del tribunal.
Los ojos de Cruncher parecieron arrimarse uno a otro
un poco mas y preguntarse entre ellos: «¢Qué te parece
eso?».

1. Tribunal de justicia situado junto a la prisibn de Newgate. Los


presos alli encerrados eran conducidos a la puerta contigua para ser
juzgados, y colgados por el cuello en la calle, hasta que las ejecucio-
nes publicas fueron abolidas en 1866.

95
~;Y tengo que esperar en la sala, sefhor? —inquirio,
como resultado del conciliabulo.
—Voy a deciros lo que habéis de hacer. El ujier pasa-
ra la nota al senor Lorry, y vos procuraréis hacer al-
gtin gesto que llame la atencion del senor Lorry, indi-
candole dénde estdis. Entonces no tenéis que hacer
mas que seguir alli hasta que él os necesite.
Mientras el anciano empleado doblaba cuidadosa-
mente la nota y ponia en ella las senas, Jerry Crun-
cher, tras observarle en silencio hasta que lleg6 a la
operacion del papel secante, comento:
—Supongo que esta manana estaran juzgando al-
gun caso de falsificaci6n, no?
—jDe traicion!
—Descuartizamiento seguro —dijo Jerry—. jSon unos
barbaros!
-Es la ley -observ6 el anciano empleado, volvien-
do sus sorprendidas antiparras hacia él-. Si, senor; jla
ley!
—Pues aunque sea la ley, a mi me parece una bar-
barida descuartizar a un hombre. Ya es bastante judia-
da matarlo, pero hacerlo cachos es una atrocida, se-
nor.
—De ninguna manera -replicé el viejo empleado-.
Y procurad hablar con respeto de la ley. Tened mucho
cuidado con la lengua, amigo mio, y dejad que la ley
siga su curso. Es un consejo.
—Es la humeda lo que me desata la lengua, sefior
—dijo Jerry—. Juzgad vos mismo qué manera tan perra
de ganarse el pan es la mia, siempre a la intemperie.
—Bueno, bueno —dijo el viejo—. Todos tenemos
nuestra manera de ganarnos la vida, unos con hume-
dad y otros en seco. Aqui esta la carta. Andando.
96
Cogié Jerry la carta y, con menos deferencia atin
en su fuero intimo que la que habia exteriorizado, ob-
servO para si: «Menudo carcamal estas ti hecho».
Luego se despidio con una reverencia, inform6 de pa-
sada a su hijo sobre el lugar adonde iba y emprendio
el camino.
Por aquel entonces ahorcaban a los condenados en
Tyburn’, de modo que la calle donde se alzaba la car-
cel de Newgate no habia adquirido atin la infame no-
toriedad que mas tarde la caracterizaria. Pero la prision
era un lugar abyecto en que se practicaban casi todas
las formas de crapula y de vileza y donde se incubaban
horrendas enfermedades que entraban luego en las sa-
las de audiencia con los reos, y a veces, desde el ban-
quillo, alcanzaban al mismisimo presidente del Tribu-
nal Supremo, arrancandolo y llevandoselo del estrado.
Mas de una vez habia acontecido que el juez, con su
birrete negro, pronunciara su propia sentencia no me-
nos inexorable que la del acusado, e incluso que mu-
riese antes que él. Por lo demas, Old Bailey era famoso
como una especie de hostal de la muerte del que con-
tinuamente iban saliendo pdalidos viajeros en coches y
carretas para un violento transito al otro mundo, reco-
rriendo unas dos millas y media de calles y vias publi-
cas, y haciendo abochornarse a unos pocos buenos ciu-
dadanos, si es que los habia. Tan grande es la fuerza de
la costumbre, y tan deseable que las costumbres desde
el principio sean buenas. Era famoso también por la pi-

2. Tyburn Tree: patibulo ubicado en campo abierto donde las ejecu-


ciones equivalian a festejos publicos; los criminales eran llevados en
procesi6n multitudinaria a través de las calles de Londres y a menu-
do pronunciaban discursos de despedida, mientras la multitud se
entregaba a macabras celebraciones. Fue suprimido en 1783.

O7
cota, sabia y antigua institucién que infligia un castigo
cuyo alcance nadie era capaz de prever, y asimismo por
el poste donde amarraban a los condenados a pena de
azotes, otra institucién no menos antigua y venerable,
muy edificante y lenitiva como espectaculo. Tampoco
le faltaba renombre por las frecuentes y generalizadas
transacciones que alli se efectuaban entre desalmados
y sicarios de toda laya y en las que se ponia precio a la
vida o a la honra del préjimo: otro vestigio de sabiduria
ancestral que sistematicamente conducia a la perpetra-
cidn de los mas espantosos crimenes mercenarios que
podian cometerse bajo el cielo. Total, que Old Bailey,
por aquella época, era cabal ilustracion del precepto
segun el cual «todo lo que es es justo», aforismo que se-
ria tan concluyente como ocioso si no Ilevara implicita
la inoportuna consecuencia de que nada de cuanto ha
sido fue nunca injusto.
Abriéndose paso entre la abigarrada muchedumbre
que andaba dispersa por todas partes en aquel horrible
teatro de la vida y la muerte con la habilidad de un
hombre acostumbrado a abrirse paso sin violencias, el
recadero encontré la puerta que buscaba y entreg6 la
carta por un ventanillo que en ella habia. Pues el publi-
co pagaba entonces por ver la funcidn en Old Bailey
exactamente lo mismo que para verla en Bedlam’, sélo
que el primero era un espectaculo mucho mas aprecia-
do. En consecuencia, todas las puertas de Old Bailey
estaban bien custodiadas; a excepcion, claro esta, de las

3. Bedlam era el Bethleham Hospital for the Insane, o sea el Hos-


pital Belén para locos. Entre los londinenses de la época era una
diversion popular ir a ver a los dementes de Bedlam, y los loque-
ros 0 vigilantes sacaban buen provecho de tan morboso interés.

98
que daban acceso a los reos, pues éstas, mas hospitala-
rias, estaban siempre abiertas de par en par.
Tras una cierta demora, y a regafiadientes, la puer-
ta-gir6 un breve espacio sobre sus goznes y permitio a
Jerry Cruncher introducirse en la sala de estrados.
—¢Qué estan juzgando? —pregunt6 al primero que
vio a su lado.
—Todavia nada.
—Y qué van a juzgar?
—Un caso de traicion.
—Lo que castigan con descuartizamiento, ¢no?
—Eso —contest6 con fruici6n el otro-. Sacan al cul-
pable a rastras amarrado a un canizo y lo llevan asi
hasta el patibulo. Alli lo ahorcan, pero s6lo a medias,
luego lo bajan y le van cortando miembro por miem-
bro delante de sus mismas narices y después le sacan
las tripas y las queman ante sus propios ojos, y a con-
tinuacion le rebanan la cabeza de un tajo y lo parten
en cachos. Esa es la sentencia.
—Si lo encuentran culpable, querréis decir —anadi6
Jerry, estimando oportuna esta salvedad.
—jPues ya lo creo que lo encontraran culpable! —ex-
clam6 el otro—. No temais por eso.
La atencion de Cruncher se vio atraida entonces por
el ujier, que se encaminaba hacia Lorry con la nota en
la mano. El senor Lorry estaba sentado a una mesa, en-
tre los caballeros con peluca, no lejos de uno de estos
empelucados caballeros, el abogado defensor del reo,
que tenia delante un enorme legado de papeles, y casi
frente por frente de otro, también con su correspon-
diente peluca y con las manos metidas en los bolsillos,
el cual, tantas veces como Cruncher le miraba, parecia
tener toda su atencién concentrada en el techo de la

99
sala. A fuerza de toser y de frotarse la barbilla y de ha-
cer senas con la mano, consigui6é Jerry que el senor Lo-
rry, que ya se habia puesto de pie y andaba buscandole
con la mirada, reparara por fin en él, tras lo cual hizo
un leve gesto de asentimiento y volvi6 a sentarse.
—¢Qué tiene ése que ver con el proceso? —inquirié
el individuo con quien habia hablado antes.
—Que me maten si lo sé -repuso Jerry.
—cY vos qué tenéis que ver con él, si puede saberse?
—Pues que me maten si lo sé, tampoco.
La entrada del juez y el gran revuelo y expectacion
que su presencia produjo en la sala interrumpieron el
didlogo. En seguida el banquillo de los acusados pas6
a constituir el punto central del general interés. Dos
carceleros que hasta ese momento habian permaneci-
do en pie a ambos lados del mismo salieron de la sala
y volvieron a poco con el acusado, a quien situaron
frente al tribunal.
Todos los presentes, excepto el caballero con pelu-
ca que miraba al techo, fijaron los ojos en él. Todo el
aliento humano alli concentrado se volc6 sobre él,
como un mar, 0 un viento, 0 un incendio. Rostros avi-
dos de curiosidad pugnaban por asomarse tras colum-
nas y esquinas para ver cOmo era; los espectadores de
las ultimas filas se ponian de pie para no perderse un
pelo de aquel hombre; unos se apoyaban en los hom-
bros de los que tenjan delante para poder empinarse y
verle mejor, otros se subian a las repisas, a los z6calos,
se encaramaban donde fuese con tal de no perderse
un apice de su figura. Destacando entre todos, como
una muestra viva de las erizadas barbas del muro de
Newgate, veiase a Jerry: su aliento, saturado del vaho
de la cerveza que habia tomado por el camino, con-

100
vergia sobre el reo mezclado con oleadas de otras cer-
vezas, y ginebras, y té, y café, y mil cosas mas, for-
mando todo ello como una niebla y una Iluvia impura
que empanaba los grandes ventanales del recinto.
El objeto de tan viva curiosidad era un joven de
unos veinticinco anos, buen mozo y de gallardo as-
pecto, rostro curtido por el sol y ojos oscuros. Un jo-
ven gentleman sin duda. Vestia con sencillez, de ne-
gro O gris muy oscuro, y el cabello, largo y moreno,
llevabalo recogido con una cinta en la nuca, mas por-
que no le estorbase que por gala o adorno. Lo mismo
que una emocion del animo se manifiesta siempre a
través de cualquier velo corporal, asi en aquel hom-
bre la palidez originada por su situacion trasparecia en
su semblante a través de la tez morena y curtida, de-
mostrando que el alma era mas fuerte que el sol. Por
lo demas, totalmente dueno de si mismo, hizo una re-
verencia al juez y permanecioé inmovil.
Pero la forma en que se lo comian con la vista de-
notaba un interés muy particular, bien poco ennoble-
cedor de la humanidad por cierto. Si sobre él se cer-
niera el peligro de una sentencia menos horrible —si
hubiera probabilidad de que pudieran ahorrdrsele
cualquiera de sus feroces detalles— perderia sin duda
otro tanto de la fascinacion que ejercia. El espectaculo
era el de un hombre que iba a ser condenado a un
vergonzoso descuartizamiento. La criatura inmortal
que de tal forma iba a ser degollada y troceada como
las reses en el matadero: ahi estaba la sensacion. Cual-
quiera que fuese el barniz con que los diversos espec-
tadores doraran este interés, segun las variadas artes y
facultades para el autoenganio, en su raiz insoslayable
era un interés propio de ogros.

101
;Silencio en la sala!
Charles Darnay*, el acusado, habia sostenido la vis-
pera su inocencia y rechazado la acusaciOn solemne
que con tanto aparato contra él se formulaba: la de ser
traidor a nuestro sereno, augusto, excelentisimo y etc.,
etc., Rey y senor nuestro, por haber auxiliado en diver-
sas ocasiones y de diversos modos y maneras a Luis el
rey de Francia, en sus guerras contra nuestro sereno,
augusto, excelentisimo y etc., etc., antes citado; es de-
cir, yendo y viniendo entre los dominios de nuestro se-
reno, augusto, excelentisimo y etc., etc., anteriormente
referido y los del también aludido Luis de Francia, y re-
velando pérfida, fementida, alevosamente —y otra larga
serie de infamantes adverbios— revelando al susodicho
Luis de Francia las fuerzas que nuestro sereno, augus-
to, excelentisimo y etc., etc., antes citado estaba prepa-
rando para enviar al Canada y a América del Norte’.
Esto es lo que Jerry, mas hirsuta la testa a medida que
los términos juridicos iban erizandole la crin, sac6 en
limpio con no poca satisfacciOn, y asi tras algun rodeo
mental consiguid entender que el susodicho y mil y mil
veces susodicho Charles Darnay estaba alli ante él para
ser juzgado, que el jurado prestaba a la saz6n juramen-
to y que el Fiscal General se preparaba para hablar.
El acusado, que estaba siendo mentalmente colga-
do, decapitado y descuartizado por todos los presentes,

4. Al parecer, el juicio contra Charles Darnay se bas6 en el proce-


so Rex versus La Motte, que tuvo lugar en el Old Bailey en 1780.
5. El aho 1780 fue especialmente dificil para Inglaterra en su lu-
cha contra los independentistas norteamericanos. En 1778, Fran-
cia habia entrado en ella al lado de las colonias rebeldes y Espana
y Holanda habian seguido el mismo camino; una victoria inglesa
parecia imposible por entonces.

102
y lo sabia, no se inmutaba por ello ni asumia la menor
actitud teatral. Permanecia callado y atento, presen-
ciando la apertura de las actuaciones con circunspecto
interés, y tenia apoyadas las manos en la baranda de
madera que ante él se hallaba, con tal compostura que
no habia movido ni una hoja de las hierbas sobre ella
esparcidas. Como precauci6én contra los miasmas in-
fectos de la carcel, se habian esparcido hierbas por toda
la sala y hecho aspersiones con vinagre.
Sobre la cabeza del reo habia un espejo destinado a
reflectar la luz sobre él. Legiones de réprobos y desdi-
chados habianse visto reflejados en aquel espejo para
desaparecer de su superficie y de este mundo junta-
mente. Asi, si el espejo hubiera podido devolver las
imagenes reflejadas hasta entonces en su superficie lo
mismo que el océano ha de devolver sus muertos al-
gun dia, aquel abominable lugar se habria visto pobla-
do por una pavorosa concurrencia de fantasmas. Quiza
cruzo en ese instante por la mente del reo la visién de
la infamia y deshonra que acaso le estuvieran reserva-
das; sea como fuere, un cambio de postura le hizo ad-
vertir el rayo de luz que le iluminaba el rostro, y mir6
hacia arriba. Entonces, al descubrir el espejo, se sonro-
jo, y con la mano derecha barri6 las hierbas a un lado.
Sucedié que tal ademan le hizo volver el rostro ha-
cia la izquierda de la sala. Y casi al nivel mismo de sus
ojos, en aquel angulo del estrado, estaban sentadas
dos personas en las que se fijo de inmediato su mira-
da. Tan de inmediato, y con un cambio de expresién
tan grande, que todos los ojos que hasta entonces des-
cansaban en él se volvieron hacia esas dos personas.
Los espectadores vieron en las dos figuras a una se-
fiorita de poco mas de veinte anos y a un caballero

103
que sin duda alguna era su padre. Hombre este de as-
pecto muy notable por la absoluta blancura de su ca-
bello y por una indefinida e indescriptible intensidad
en la expresiOn de su rostro: no de una indole activa,
sino meditativa y reservada. Cuando dicha expresién
aparecia, su aspecto era casi el de un anciano, pero
cuando se desvanecia —al hablar con su hija, como en
aquel momento-— convertiase en un vardn apuesto
que atin no habia pasado de la flor de la vida.
Tenia la hija enlazado con una mano el brazo del
padre, a cuyo lado estaba sentada, y apretabalo cari-
nhosamente con la otra, ya que, temerosa de cuanto
alli veia y en su compasion por el reo, se habia estre-
chado junto a su acompanante. Expresaba su frente
de modo muy claro el terror y la conmiseracion, obse-
sionada como estaba con el peligro que sobre el acu-
sado se cernia. Tan ostensible todo esto, y manifestado
de forma tan resuelta y natural, que los espectadores
que no habian experimentado piedad por el reo sen-
tianse ahora conmovidos por la muchacha, y empez6
a circular el rumor:
—¢ Quiénes son?
Jerry, el recadero, que también a su modo habia
hecho algunas observaciones, y que, absorto en sus
pensamientos, no habia parado de chuparse la he-
rrumbre de los dedos, estiré el cuello cuanto pudo
para ver si ofa quiénes eran. La muchedumbre que le
rodeaba habia hecho llegar la pregunta de unos en
otros hasta el ujier mas proximo, y desde éste la res-
puesta habia vuelto mas despacio, de unos en otros y
en otros, hasta llegar por fin a Jerry:
—Testigos.
—~De qué parte?
—Son testigos de cargo.
—¢ Contra el reo?
—Si, contra el reo.
El juez, cuyos ojos habian ido por un momento en
la direcci6n general, se echo hacia atras en su asiento,
y mir6 fija y sostenidamente al hombre cuya vida es-
taba en sus manos, en tanto que el Fiscal General se
levantaba para aprestar la soga, afilar el hacha y clavar
los clavos del patibulo.
3. Desilusion

El senor Fiscal General, en su informe al jurado, dijo


que el reo que tenian a la vista, aunque joven en anos,
era ya ducho en las practicas de traicion que exigian
pagase el delito con la vida. Que su relaci6n y trato
con el enemigo publico no eran de hoy ni de ayer, ni
siquiera del ano pasado o del anterior. Que era cosa
probada que el reo, durante un tiempo mucho mas
prolongado, habia viajado habitualmente entre Fran-
cia e Inglaterra con motivo de asuntos secretos de los
que no podia dar explicacién clara y convincente. Que
si las maquinaciones de los traidores estuviesen lla- —
madas a prosperar, cosa que por fortuna jamas ocu-
rria, pudieran haber quedado impunes las actividades
realmente perversas y criminales de aquel hombre.
Pero que la Providencia, en cambio, habia puesto en
el animo de una persona sin miedo y sin tacha la idea
de indagar y descubrir la indole de los manejos del
acusado, y que, llena de horror, esta persona se habia
apresurado a denunciarlas al primer Secretario de Es-
tado y al muy honorable Consejo Privado de Su Ma-
jestad. Que este patriota iba a comparecer ante ellos.
Que su decision y su actitud tenian algo de sublime.
Que habia sido amigo personal del reo, pero que, des-
cubriendo su infamia en hora mala y a la vez venturo-
sa, habia resuelto inmolar en el altar de la patria al

106
traidor cuyo afecto y amistad no podia ya seguir al-
bergando en su pecho. Que si en Inglaterra, como un
dia se hiciera en Grecia y Roma, se mandasen erigir
estatuas a los bienhechores publicos, este ilustre ciu-
dadano habria de tener incuestionablemente la suya.
Que la Virtud, como habian observado los poetas (en
muchas estrofas que, estaba seguro, conocerfan ya al
dedillo los sefiores del jurado y tendrian sin duda a
flor de labios, a lo cual, por la cara de sorprendidos en
falta que éstos pusieron, pudo inferirse que los aludi-
dos no sabian ni palabra de tales poetas y estrofas),
era en cierta manera contagiosa, y mas especialmente
esa egregia virtud llamada patriotismo, 0 amor al pais
natal. Que el alto ejemplo de aquel inmaculado e in-
tachable testigo de la Corona, cuyo solo nombre hon-
raba a quien lo pronunciase, habiase transmitido al
criado del reo, promoviendo en él la santa resoluci6n
de registrar los cajones y los bolsillos de su senor y
apropiarse furtivamente de sus papeles. Que a él (el
senor Fiscal General) no le extranaria oir palabras de
reprobaci6n 0 menosprecio dedicadas a este admira-
ble sirviente; pero que, en términos generales, él lo
preferia a sus hermanos y hermanas (los del senor Fis-
cal General se entiende), y lo honraba mas que a su
padre y su madre (los del senor Fiscal General, por su-
puesto). Que, asi las cosas, confiaba en que los seno-
res del jurado recapacitasen e hiciesen otro tanto. Que
las declaraciones de estos dos testigos, junto con los
documentos que habian descubierto y que serian ex-
hibidos, demostraban que habian obrado en manos
del reo algunas relaciones de las fuerzas de Su Majes-
tad, asi como de su disposicion y preparacion tanto
por tierra como por mar, y no dejaban subsistir duda

107
alguna de que el inculpado habia venido proporcio-
nando tales informes a una potencia enemiga. Que no
podia probarse que estas relaciones estuviesen escritas
del pufio y letra del acusado; pero que eso no cambia-
ba las cosas lo mas minimo; que, en realidad, mas bien
favorecia a la acusaciOn, al mostrar la astucia y las pre-
cauciones del reo: Que las pruebas se remontaban a
cinco afios atras y mostraban al acusado ya empenado
en estas perniciosas misiones desde unas pocas sema-
nas antes de la fecha en que se libro la primera batalla
entre las tropas inglesas y los norteamericanos’. Que
por todas estas razones, el jurado, de cuya lealtad no
se podia dudar y él personalmente no dudaba, y cuyo
sentido de la responsabilidad tampoco ponian en duda
ni él ni nadie, debia declarar culpable al reo y librar al
mundo de semejante traidor, sin que en su decisién
entrasen para nada las inclinaciones y sentimientos
personales. Y que nunca mas podrian descansar la ca-
beza en la almohada, que jamas podrian soportar tam-
poco la idea de que sus mujeres descansaran la cabeza
en la almohada, y que tampoco serian ya capaces de
admitir nunca la noci6n de que sus hijos descansaran
la cabeza en las respectivas almohadas; en suma, que
ya jamas seria posible, para ellos ni para los suyos,
descansar la cabeza en ninguna almohada habida ni
por haber, en tanto la del reo no fuese arrebatada por
el verdugo. Por lo que el senor Fiscal General conclufa
pidiéndoles esa cabeza, en nombre de todo lo mas
caro y sacrosanto que pudiera ocurrirsele, y por la fe
de su declaracién solemne de que ya consideraba al
reo hombre muerto y enterrado.

1. Se refiere a la batalla de Lexington y Concord, en 1774.

108
Cuando el Fiscal General dejé de hablar se oyé en
toda la sala un espeso zumbido, como si una nube de
moscardas azules volaran ya en torno al reo, antici-
pando lo que iba a suceder en breve. Cuando se hizo
de nuevo el silencio, apareci6 el intachable patriota en
la parte del estrado reservada a los testigos.
El senor Procurador General, sin apartarse un pun-
to de las normas de su superior jerdrquico, interrogé
entonces al patriota: el caballero John Barsad. La his-
toria de esta alma inmaculada respondia exactamente
a la descripci6n dada un rato antes por el senior Fiscal
General, quiza con el defecto, eso si, de que la pintu-
ra fuera un poco demasiado exacta. Una vez librado de
aquella carga su noble pecho, él se habria retirado dis-
cretamente, pero el caballero con peluca que tenia de-
lante un monton de papeles y que estaba sentado no
lejos del senor Lorry pidio la venia para hacer al testigo
unas cuantas preguntas. E] caballero también con pelu-
ca sentado enfrente continuaba mirando al techo.
éSe habia dedicado él mismo al espionaje alguna
vez? No, y le parecia indignante una insinuacion tan
vil. De qué vivia? De lo que le rentaba su hacienda. Y
esta hacienda ¢donde estaba? No lo recordaba con
precision. gY en qué consistia? Eso no le importaba a
nadie. ;La habia heredado? En efecto, la habia here-
dado. ¢De quién? De un pariente lejano. ¢Muy leja-
no? Bastante. ¢Habia estado alguna vez en la carcel?
Por supuesto que no. ¢Ni siquiera por deudas? No en-
tendia qué tenia que ver eso con el asunto en litigio.
~Ni siquiera por deudas...? Vamos, le instaba a respon-
der a esta pregunta, gnunca habia sufrido prisi6n por
deudas? Si. gCudntas veces? Dos o tres. ¢No habrian
sido cinco o seis? Quizds. ¢Qué profesién ejercia? Era

109
un caballero. zY no le habian pegado alguna vez de
puntapiés? Puede que si. ¢Con frecuencia? No. ¢Le ha-
bian echado a patadas escaleras abajo? Eso si que no;
en cierta ocasiOn recibid un puntapié en lo alto de una
escalera y rod6 escalones abajo porque quiso, por su
propia voluntad. Y en dicha ocasi6n, no lo echaron a
patadas por fullero, por hacer trampas con los dados?
Algo asi fue lo que dijo el borracho embustero que le
agredio, pero no era cierto. ¢Juraba que no era cierto?
Desde luego que lo juraba. ;No habia vivido nunca de
hacer trampas en el juego? Nunca. ¢Ni habia vivido
del juego? No mas que otros caballeros. gHabia pedido
dinero prestado alguna vez al reo? Si. ¢Se lo habia de-
vuelto? No. Y esa intimidad con el acusado ¢no era en
realidad muy superficial y pasajera, una de esas amis-
tades forzadas que se entablan en sillas de posta, posa-
das y paquebotes? No. ¢Estaba seguro de haber visto
las citadas relaciones en manos del reo? Desde luego.
éY no sabia nada mas acerca de ellas? No. ¢No se las
habria agenciado él mismo? No. ¢Esperaba obtener
algo por la denuncia? No. ¢Ni siquiera cobrar algtin
dinero del gobierno como confidente? jDe ninguna
manera! ¢Ni ningun otro beneficio? jNada en absolu-
to! ¢Podia jurarlo? Una y mil veces. ¢No le habia guia-
do, pues, otro motivo que el puro patriotismo? Nin-
guno mas.
El virtuoso criado, fRoger aly, juré
j decir la verdad y
solo la verdad por todo cuanto habia que jurar. Habfa
entrado al servicio del acusado, de buena fe y con per-
fecta inocencia, cuatro afios antes. A bordo del paque-
bote de Calais pregunto6 al reo si necesitaba un criado,
y el reo lo tom6 entonces a su servicio. No pidié al
acusado que lo admitiera de sirviente como una obra

11
de caridad: jamas habia pensado tal cosa. Empezo a sos-
pechar del reo y a vigilarlo poco tiempo después. Al dis-
poner su ropa, cuando salian de viaje, habia visto rela-
ciones similares a las halladas en los bolsillos del reo, y
no pocas veces por cierto. Las presentadas en el proce-
so las habia sacado de un caj6n del escritorio del reo.
No; no las habia puesto él mismo previamente allf. Vio
al acusado ensenar relaciones como aquéllas a caba-
lleros franceses en Calais, y relaciones parecidas a otros
caballeros franceses, tanto en Calais como en Boulog-
ne. El amaba a la Patria, y no podia tolerar aquello, de
modo que acabé denunciandolo. No; nunca se habia
sospechado de él que robara ninguna tetera de plata;
hubo lenguas infames que le imputaron el hurto de
una mostacera de plata, pero luego result6 que era
sdlo de metal plateado. Hacia siete u ocho anos que
conocia al testigo que habia prestado declaracion an-
tes que él, pero se trataba de una pura coincidencia.
No, a él no le parecia una coincidencia tan singular y
sorprendente, pese a que la mayor parte de las coinci-
dencias lo fueran. Y tampoco le parecia coincidencia
tan chocante que el motivo que le impuls6 a obrar,
también a él, fuera s6lo un auténtico e indiscutible pa-
triotismo. El era inglés amante de su patria, y espera-
ba que hubiese muchos igual.
Zumbaron de nuevo las moscardas azules, y el se-
nor Fiscal General llam6 al senor Jarvis Lorry.
—Senior Jarvis Lorry, ¢sois empleado del banco Tell-
son?
—Lo soy.
-—cY os obligaron vuestros negocios a hacer un viaje
de Londres a Dover, en la diligencia-correo, la noche
de un viernes de noviembre de 1775?

11
—En efecto, asi fue.
—{Os acompanaban otros viajeros?
—Dos.
—¢Se apearon en el camino, durante la noche?
—Si, senor.
—Sefior Lorry, mirad al acusado. ;Era uno de aque-
llos dos viajeros?
—No puedo comprometerme a afirmar tal cosa.
—Pero ¢se parece a alguno de ellos?
-Iban los dos tan embozados, era la noche tan os-
cura y guardabamos todos tanta reserva que no pue-
do arriesgarme a decir siquiera eso.
—Senor Lorry, mirad otra vez al acusado. Aun supo-
niéndole tan abrigado como decis que iban aquellos
viajeros, ghay algo en su corpulencia o su estatura que
pueda hacer descartar la hipdtesis de que fuera uno de
ellos?
—No.
—Entonces no juraria usted, senor Lorry, que el
acusado no era ninguno de aquellos hombres?
—-No.
-¢Asi que por lo menos admitis que pudiera haber
sido uno de ellos?
—Si. Salvo que, segun recuerdo, aquellos dos hom-
bres parecian tener mucho miedo de los salteadores,
ni mds ni menos que yo mismo. Y el acusado no tiene
aspecto de hombre temeroso.
—<Y no habéis visto nunca fingir temores que en
realidad no se sienten, senor Lorry?
—Si; claro que lo he visto.
—Mirad una vez mas al acusado. ¢Podriais asegurar
haberle visto antes?
—Sin duda alguna.
—¢ Cuando?
—Regresaba yo de Francia pocos dias después y él
subio a bordo en Calais e hizo la travesia conmigo.
—~A qué hora embarcé el acusado?
—Poco después de media noche.
—O sea, a altas horas de la noche. ¢Fue el tinico pa-
sajero que llegé a bordo a una hora tan intempestiva?
—Bueno, da ja casualidad de que era el unico pasa-
jero del barco.
—«Casualidades» aparte, senor Lorry. ¢Fue el unico
pasajero que lleg6 a bordo a altas horas de la noche?
—Si.
—éViajabais solo, senor Lorry, 0 con alguna compa-
nia?
—Me acompanaban dos personas. Un caballero y
una dama. Estan aqui presentes.
—-En efecto, estan aqui en la sala. ;Tuvisteis alguna
conversaciOn con el acusado?
—Muy poca, casi nada. Habia borrasca, la travesia
fue larga e ingrata, y la pasé tumbado en un sofa, casi
de costa a costa.
—jSenorita Manette!
La joven a la que todos habian mirado antes, y que
ahora fue otra vez objeto de la atencién general, se
puso de pie. Su padre se levant6 también, sin soltarse
el brazo que le tenia cogido la muchacha.
—Senorita Manette, mirad al acusado.
Harto mas penoso fue para éste arrostrar tal com-
pasion, manifestada por una criatura tan joven y tan
hermosa, que habérselas con toda aquella multitud.
Fue el verse, como quien dice, a solas con ella al borde
de su sepultura, no toda la impertinente curiosidad de
que era objeto, lo que por el momento le dio valor

113
para sobreponerse y permanecer completamente se-
reno. Con la mano derecha, acelerada y nerviosa,
combinaba las hierbas que tenia delante formando
con ellas los cuadros de flores de un quimérico jardin,
y los esfuerzos que hacia por controlar y refrenar la
respiracion anhelante delatabanse en el temblor de
los labios palidos y exangties, pues toda la sangre se le
agolpaba ahora en el corazon. Y otra vez se dejo oir el
sordo e intenso zumbar de las moscardas.
—Senorita Manette, ¢habiais visto anteriormente al
acusado?
—Si, senor.
—~Donde?
—A bordo del paquebote de que antes se ha habla-
do y en la misma ocasi6n, senor.
—¢Sois vos la senorita a la que hace un momento se
aludia?
—jOh, para desgracia mia, si, lo soy!
Su planidero acento de compasion tuvo como con-
trapunto la voz menos musical del juez que un tanto
desabridamente le dijo:
—Limitaos a contestar a las preguntas que se os ha-
gan, sin comentarios de ninguna clase.
—Senorita Manette, ¢sostuvisteis alguna conversa-
cidn con el acusado durante aquella travesia del Ca-
nal?
—Si, senor.
—Referidnosla.
En medio de un profundo silencio, la joven empe-
zo a decir débilmente:
—Cuando el caballero subi6 a bordo...
—cOs referis al acusado? —pregunt6 el juez frun-
ciendo el entrecejo.

114
—Si, milord.
—Pues entonces decid el acusado.
—Cuando el acusado subi6 a bordo, observé que mi
padre —volvi6 carifiosamente los ojos hacia el padre
que continuaba a su lado- se hallaba muy fatigado y
en muy mal estado de salud. Tan postrado y tan débil
se encontraba que yo, temiendo que el aire confinado
le perjudicase, le habia preparado una cama en cu-
bierta junto a los escalones del camarote y me sentaba
a su lado para cuidarle. No habia mas pasajeros a bor-
do aquella noche que nosotros cuatro. El acusado
tuvo la gentileza de pedirme permiso para aconsejar-
me la manera de resguardar a mi padre del viento y
del mal tiempo mejor de lo que yo lo habia hecho.
Claro, yo no sabia c6mo ni donde iba a soplar el vien-
to en cuanto saliéramos del puerto, y por eso lo habia
dispuesto mal. Entonces lo hizo él por mi. Manifest6
mucha bondad y amabilidad interesandose por el es-
tado de mi padre, y estoy segura de que no fingia. Ese
fue el motivo de que entablaramos conversacion.
—Permitidme que os interrumpa un momento.
éLleg6 solo a bordo el acusado?
—No.
—¢Cuantos le acompanaban?
—Dos caballeros franceses.
—¢ Observasteis si hablaban entre ellos?
—S{; estuvieron hablando hasta el ultimo momen-
to, cuando los caballeros franceses hubieron de volver
al bote que los habia traido.
—¢Visteis si cambiaron entre ellos algunos papeles
parecidos a éstos?
—S{; vi que se intercambiaban algunos papeles, pero
no sé qué clase de papeles eran.
ligt
—~No eran como éstos, en forma y tamano?
—Posiblemente, pero en realidad no lo sé, aunque
estuvieron muy cerca de mi, hablando en voz baja,
porque se habfan parado en lo alto de la escalerilla del
camarote, a la luz del farol alli colgado; el farol alum-
braba poquisimo, y ellos hablaban muy quedo, asi que
no of nada de lo que decian. S6lo vi que estaban mi-
rando papeles.
—Bien; volved a vuestra conversaciOn con el acusa-
do, senorita Manette.
—El acusado fue muy afable y muy Ilano conmigo,
en el desvalimiento en que me encontraba, y con mi
padre lo mismo, fue muy bueno, y amable, y servicial...
Espero —y prorrumpi6 en llanto—, espero no se lo re-
compense yo ahora perjudicandole con mis palabras.
Nuevo zumbido de moscardas.
—Senorita Manette, si el acusado no comprende per-
fectamente que prestais declaraci6n tal como es vuestro
deber y estdis obligada a prestarla, sin escapatoria posi-
ble y mal que os pese, sera el unico de los aqui presentes
que no lo comprenda. Continuad, por favor.
—Me dijo que viajaba por negocios de indole muy
dificil y delicada que podian llevar a situaciones de
apuro y compromiso y que por eso viajaba bajo nom-
bre supuesto. Anadio que tales asuntos le habian obli-
gado a pasar unos dias antes a Francia y que durante
mucho tiempo habrian de obligarle a frecuentes idas y
venidas entre Francia e Inglaterra.
—¢Dijo algo referente a América, senorita Manette?
Haced por recordar todos los detalles.
—Trato de explicarme el origen de esa guerra y dijo
que, a su entender, Inglaterra habia procedido de un
modo injusto y torpe. Luego, en tono de chanza, ana-

116
di6 que tal vez George Washington alcanzara en la
historia un renombre casi tan grande como el de Jor-
ge II. Pero no habia en todo ello ni sombra de mali-
cia, pues lo decia entre risas y por pasar el rato.
Cualquier expresion muy marcada que aparezca
en el rostro de un primer actor durante una escena
del maximo interés y en el que estén fijas muchas mi-
radas sera inconscientemente imitada por los especta-
dores: mientras declaraba de tal suerte, la cara de la
joven reflejaba dolorosamente la zozobra, y en las
pausas que hacia para dar tiempo a que tomase nota
el juez, observaba el efecto de sus palabras en el fiscal
y en el abogado defensor. Esta misma expresiOn se ad-
vertia en la totalidad de las personas que llenaban la
sala, hasta el punto de que una gran mayoria de aque-
llas caras podrian haber sido tomadas por espejos de la
del testigo, cuando el juez alz6 la vista para fulminar
con sus rayos aquella tremenda herejia acerca de
George Washington.
El senor Fiscal General indic6 entonces a milord
que, por via de precaucion y formalidad, estimaba ne-
cesario llamar a declarar al padre de la joven, el doctor
Manette, y asi se hizo.
—Doctor Manette, mirad bien al acusado. ¢Le ha-
béis visto anteriormente alguna vez?
—Si, en una ocasién. Me visit6 en mi casa, en Lon-
dres. Hace cosa de unos tres anos 0 tres anos y medio.
—~Podéis identificarlo como vuestro companero de
viaje a bordo de aquel paquebote o referiros a su con-
versaciOn con vuestra hija?
—No puedo hacer ni lo uno ni lo otro, senor.
—¢Existe alguna razon particular 0 especial que os
lo impida?

1]
—S{—respondio en voz baja.
—Segtin parece, tuvisteis la desgracia de sufrir un
largo encarcelamiento en vuestro pais natal, sin juicio
previo ni acusacion siquiera, gno es asi, doctor Ma-
nette?
-Si; un largo encarcelamiento —contest6 en un
tono que conmovid a todos.
—cY en la ocasion de que se trata acababais de reco-
brar la libertad?
—Eso me dicen.
—iNo conservais ningun recuerdo de aquel enton-
ces?
—Ninguno. Mi mente es como una hoja en blanco a
partir de cierto momento, no puedo precisar siquiera
qué momento, cuando en mi cautividad me dedicaba
a hacer zapatos, hasta la época en que me hallé vi-
viendo en Londres con mi querida hija, aqui presente.
Me habia acostumbrado a sus atenciones, a su carino,
cuando Dios misericordioso me devolvio las faculta-
des; pero soy totalmente incapaz de decir c6mo suce-
did todo esto. No recuerdo nada en absoluto.
El senor Fiscal General se sent6, y el padre y la hija
sentaronse a su vez, tan juntos como antes.
Sobrevino entonces un hecho singular. Era objeto
de las actuaciones demostrar que el acusado, en com-
pania de otro traidor c6mplice suyo cuyo rastro no se
habia podido encontrar, emprendio viaje en la dili-
gencia-correo de Dover la noche de aquel viernes de
noviembre, cinco anos atras, y se ape6 del carruaje
durante la noche, para despistar, en un lugar donde
no pensaba quedarse y desde el cual retrocedié unas
doce millas o mas hasta una guarnicion y arsenal mili-
tar con el propésito de recoger informes. Se llam6 a

118
un testigo para que lo identificase como la persona
que, en el momento indicado, estaba en el salén de
un hotel de aquella plaza esperando a otra persona.
Interrogaba la defensa a dicho testigo sin resultado al-
guno, salvo la confesi6n de no haber visto nunca al
acusado en ninguna otra oportunidad ni circunstan-
cia, cuando el caballero con peluca que se habfa pasa-
do todo el tiempo mirando al techo escribié unas pa-
labras en un pedacito de papel, lo enrolld y se lo tiré a
su colega. El defensor aprovecho la primera pausa
para leerlo y luego mir6 al acusado con enorme inte-
rés y curiosidad.
—Estdis dispuesto a ratificaros en vuestra seguri-
dad de que aquel hombre era el acusado?
El testigo estaba completamente seguro.
—Y no habéis visto nunca a otra persona de gran
parecido fisico con el acusado?
—No tanto —dijo el testigo— como para confundirla
con él.
—Pues mirad bien a este caballero, a este ilustre co-
lega mio —prosiguié el abogado senalando al que ha-
bia tirado el papelito—, y luego mirad con atencion al
acusado. ;Qué os parece? ¢No los encontrdais casi
idénticos?
Salvo que el aspecto del ilustre colega era el de un
hombre dado a la disipaci6n y que vestia con desalino,
tenia una semejanza con el reo capaz de sorprender no
solo al testigo, sino a todos los presentes cuando los
compararon. Formulado al presidente del tribunal el
ruego de que pidiese al ilustre colega que se quitara la
peluca, a lo que milord accedié de mala gana, result6
que el parecido era mucho mas notable todavia. Mi-
lord pregunt6 entonces al senor Stryver (el defensor)

119
si no acabarian juzgando por traicion al senor Carton
(que asi se llamaba el ilustre colega). Pero el senor
Stryver contest6 a milord que no; lo que si deseaba, en
cambio, era pedir al testigo le dijese si lo que acababa
de ocurrir una vez no podria haber sucedido otra; si
hubiera osado hablar con seguridad tan temeraria de
haber visto antes aquel palpable ejemplo de su posibi-
lidad de errar. Resultado de todo ello fue anular y ha-
cer trizas el testimonio en cuestion, dejando sin nin-
gun efecto ni valor las declaraciones del testigo.
Jerry Cruncher, que entretanto se habia rebanado
una buena porcion del Oxido que le manchaba los de-
dos, sin perderse detalle del juicio, tuvo ocasion de oir
entonces como el senor Stryver presentaba el caso al
jurado como quien confecciona un traje a la medida.
Ast, contra todo lo expuesto antes por el fiscal, demos-
tro que el patriota Barsad era un traidor y un espia a
sueldo, un traficante en sangre desvergonzado y cini-
co y uno de los canallas mas grandes que habian pisa-
do la tierra desde los tiempos de Judas, el maldito de
Dios, a quien sin duda alguna se parecia bastante. Dijo
tambien que el virtuoso criado Cly era amigo y cém-
plice suyo, y que en punto a cualidades no desmerecia
de él, pues eran tal para cual. Que aquellos dos mise-
rables falsificadores y perjuros pusieron en el acusado
sus ojos de lince y resolvieron hacerlo su victima, ya
que por ser éste de origen francés y tener que resolver
asuntos de familia en Francia habiase visto precisado
a efectuar todas aquellas travesias del Canal, aunque
por supuesto las consideraciones debidas a otras per-
sonas muy allegadas a él y muy queridas le impidie-
ran, aun a riesgo de su vida, revelar la naturaleza de
tales asuntos. Destaco asimismo la forma en que se

120
habia retorcido y tergiversado el testimonio de la se-
norita, a quien todos habian visto declarar acongojada
y nerviosa, por lo que dicho testimonio carecia de va-
lor, como carecian totalmente de importancia las aten-
ciones y las galanterias, por demas inocentes y habi-
tuales entre cualquier pareja de jovenes en semejante
circunstancia, con la excepcidn claro esta de aquella
referencia a George Washington, harto descabellada e
imposible de ser tenida por algo mas que una ingenio-
sidad de pésimo gusto. Anadio que seria una debilidad
del gobierno cejar en el empeno de fomentar la popu-
laridad explotando las mas bajas antipatias y temores
ciudadanos, y en consecuencia el senor Fiscal General
habia sacado el mejor partido del caso a dichos efec-
tos; pero no tenia base ninguna, si no era esa vil e in-
fame categoria de pruebas y testimonios que con tan-
ta frecuencia tergiversaban y pervertian tales casos, y
de ello estaban Ilenos los juicios por traicién al Estado
en todo el pais. Al llegar a este punto intervino milord
(con expresiOn tan severa como si lo dicho no fuese
verdad), manifestando que no podia continuar en el
estrado y tolerar semejantes alusiones.
Llam6 entonces el senor Stryver a unos cuantos tes-
tigos de la defensa, y el Chiquichaque pudo ofr luego al
senor Fiscal General volver completamente del revés el
traje a la medida que con tanta habilidad habia confec-
cionado el senor Stryver para el jurado, haciendo ver
que Barsad y Cly eran cien veces mejores de lo que él
les conceptuaba, y el acusado cien veces peor. Intervi-
no por ultimo el presidente de la sala, quien a fuerza de
volver el traje una vez y otra del derecho y del revés
termin6é por deformarlo y convertirlo en una mortaja
para el acusado.
121
Entonces el jurado se volvi6 a un lado para delibe-
rar, y una vez mas hirvi6 el aire con un espeso zumbi-
do de moscardas.
El sefior Carton, que tanto rato llevaba mirando al
techo, no cambio de sitio ni actitud siquiera en aque-
llos momentos de general revuelo y conmocion.
Mientras que su ilustre colega, el senor Stryver, reco-
gia los papeles que tenia delante y hacia comentarios
en voz baja con sus vecinos de mesa, echando inquie-
tas miradas al jurado de vez en cuando; mientras que
todos los espectadores rebullian mas o menos, apar-
tandose y agrupandose de nuevo; mientras que hasta
el propio milord se levanto de su asiento y dio unos
pasos despacio por el estrado, no sin despertar en el
publico la sospecha de cuan febril debia de ser su esta-
do de animo; mientras que todo esto acontecia en la
sala de audiencia, aquel individuo era el nico que se-
guia repantigado, medio caida la estropeada toga,
puesta la desalinada peluca como el azar quiso que ca-
yera sobre su cabeza cuando se la quit6 para dar testi-
monio, las manos en los bolsillos y los ojos en el te-
cho, de donde no se habian apartado en todo el dia.
Se apreciaba en su porte un especial descuido, un cier-
to aire bohemio que no sdlo le daba aspecto indecoro-
sO sino que aminoraba la gran semejanza que sin duda
tenia con el acusado (semejanza que su momentanea
seriedad habia acentuado al maximo, cuando los com-
pararon), al extremo de que buena parte de los espec-
tadores, fijandose ahora en él, decianse entre sf que
no eran en realidad tan parecidos. Tal fue la observa-
cion que Gruncher hizo a su vecino, anhadiendo:
—Apostaria media guinea a que ese tipo no pinta nada
en el juicio. No tiene trazas de abogado, ¢a que no?

bee
Y sin embargo, aquel senor Carton estaba en todos
los detalles mucho mas de lo que pudiera creerse, por-
que cuando la senorita Manette abati6 la cabeza sobre
el pecho de su padre, fue el primero en advertirlo y,
de modo que todos pudiesen ofrle, dijo:
—jUjier, atended a esa joven! Ayudad al caballero a
retirarla de la sala. ¢No veis que va a caerse?
Todos la compadecieron mucho cuando la sacaban
del recinto, y no fue poca la lastima que inspir6 su pa-
dre. Sin duda le habia afectado considerablemente
que le recordaran los dias de su encarcelamiento. Al
ser interrogado habia dado muestras de viva agitacion
interna, y desde entonces ya no le habia abandonado
aquel ceno reconcentrado o caviloso que le hacia pa-
recer mas viejo y pesaba sobre él como una nube. En
el momento en que el doctor salia, se habia vuelto de
nuevo el jurado de cara al tribunal y, tras una breve
pausa, su portavoz comenzo a hablar.
No se habian puesto de acuerdo, por lo que mani-
festaban el deseo de retirarse. El presidente de la sala
(obsesionado atin quiza con George Washington) se
mostro un tanto sorprendido ante aquella ins6lita dis-
crepancia, pero concedi6é su venia para que se retira-
sen a deliberar, con la debida guarda de vista, y se reti-
ro él también. El juicio habia durado todo el dia, y
empezaron a encender las lamparas de la sala. Co-
menz6 a rumorearse que el jurado tardaria mucho en
reaparecer. Los espectadores salieron a tomar algo, y
el acusado se retir6 al fondo del estrado y se le permi-
tid tomar asiento.
El senor Lorry, que habia salido antes acompanan-
do a la joven y a su padre, entr6é de nuevo y llamo por
sefias a Jerry. Como la expectacion y la concurrencia

123
habian decrecido bastante, le fue facil a éste acercarse
al anciano, que le dijo:
—Si queréis comer algo, Jerry, id en buena hora. Pero
no os alejéis mucho de aqui. Tan pronto como tengais
noticia de que ha vuelto el jurado, no demoréis ni un
instante porque voy a necesitaros para que llevéis el
veredicto al banco. Sois el mensajero mas rapido que
conozco, y llegaréis a Temple Bar mucho antes que yo.
Tenia Jerry la anchura de frente justa para poder
dar en ella con los nudillos, y eso hizo él en agradeci-
miento por el elogio y el chelin que el caballero le
puso en la mano. En ese momento se acerc6 Carton y
tocé a Lorry en el brazo.
—~Cémo esta la senorita?
—Muy acongojada; pero su padre la esta reaniman-
do, y fuera de la sala se siente mejor.
—Se lo comunicaré yo al acusado, porque a un ca-
ballero respetable como vos, empleado de banca, no
conviene se le vea hablando ptblicamente con él, ya
sabéis...
Lorry se sonroj6 como si se sintiera culpable de ha-
ber debatido en su animo ese punto, y Carton se diri-
gid hacia los pasillos. La salida estaba en esa misma di-
reccion, y Jerry le siguid, todo ojos, oidos y ptas.
--jSenor Darnay!
El acusado se acercé al momento.
—Naturalmente estaréis deseoso de saber c6mo se
encuentra la testigo, la senorita Manette. Se esta re-
poniendo y pronto estara bien. No esta ya tan contur-
bada como la habéis visto.
—Lamento muchisimo haber sido la causa de su
afliccién. ¢Podriais decirselo asi de mi parte, con mi
mas ferviente gratitud y reconocimiento?

124
—Si, claro que podria; y lo haré, si vos me lo pedis.
Se comportaba aquel hombre con tal desgaire que
rayaba casi en insolencia, por su desatencion a las re-
glas de cortesia mas elementales: asf, hablaba con el
reo medio vuelto a un lado y sin mirarle a la cara, re-
clinado el codo en la barra del tribunal.
—Pues si, os lo ruego. Y os lo agradeceré en el alma.
—cY qué esperdis, senor Darnay? —inquirié Carton,
todavia en la postura descrita.
=Lo peor.
—Si; es lo mas sensato que cabe esperar, y lo mas
probable. Pero yo creo que la retirada del jurado es en
favor vuestro.
Como no estaba permitido entretenerse y pararse
en la puerta de salida, Jerry no pudo oir mas; conque
alli los dej6 -tan parecidos en fisonomia como distin-
tos en porte y modales— uno al lado del otro, refleja-
dos ambos en el espejo que encima de ellos habia.
Larga y pesada se hizo la hora y media que hubo
de transcurrir en los pasillos de abajo, atestados de
maleantes y granujas de todas clases, aun cuando para
matar el tiempo no les faltasen empanadas y cerveza
en abundancia. Incomodamente sentado en un banco
después del piscolabis, el recadero de la voz bronca se
habia quedado un poco traspuesto cuando un fuerte
murmullo y una vertiginosa marea de gente precipi-
tandose a la escalera que conducia a la sala le arrastr6
entre sus olas.
—jJerry, Jerry! -estaba llamandole ya Lorry arriba,
a la puerta.
~jVoy, sefhior! Hay que matarse para volver a en-
trar. ;Aqui me tenéis, senor!
Lorry le alarg6 un papel por encima del gentio.

125
—jAprisa! ¢Lo tenéis ya?
—jSi, senor!
Apresuradamente escrita en aquel papel, leiase la
palabra «Absuelto».
—Si ahora hubieseis vuelto a escribir aquello de «Re-
sucitado» —musit6 Jerry dando media vuelta—, esta vez
s{ que no se me hubiera escapado lo que queriais decir
con el dichoso recadito.
Y ya no tuvo oportunidad de musitar ni pensar
nada mas hasta que se vio lejos de Old Bailey, porque
la multitud se volcaba en la calle con una impetuosi-
dad que casi le levant6 en vilo, y un zumbido ensor-
decedor llen6 todos los 4ambitos como si las burladas
moscardas azules se dispersaran en busca de otra ca-
rrona.
4. Enhorabuena

Desde los mal alumbrados pasillos de la audiencia, los


ultimos sedimentos del guiso humano que habia esta-
do hirviendo alli todo el dia salian a borboll6n, cuando
el doctor Manette, Lucie Manette su hija, el senor Lo-
rry, el procurador del acusado y el abogado defensor
senor Stryver, reunidos en torno a Charles Darnay, a
quien acababan de dejar en libertad, le felicitaban por
haber escapado de la muerte.
Dificil habria sido, aun a pleno sol, reconocer en el
doctor Manette, con su expresiOn inteligente y su
prestancia fisica, al zapatero del sotabanco de Paris.
Sin embargo, nadie le habria mirado dos veces sin que
la curiosidad le indujera a fijarse mas atentamente en
él, aun cuando el observador no tuviese oportunidad
de apreciar el melancélico acento de su voz apagada y
grave ni el ensimismamiento que sin motivo aparente
le ensombrecia a veces el rostro. Aunque una causa
externa, como el reciente juicio, no dejara nunca de
suscitar en el fondo de su alma el recuerdo del largo y
penoso cautiverio, aquel estado también solia surgir
espontaéneamente en cualquier ocasi6n, arrojando so-
bre él un torvo ensombrecimiento tan incomprensible
para quienes no conocian su historia como si hubie-
ran visto la sombra de la Bastilla proyectada sobre
aquel hombre por un sol de verano, cuando el sinies-

127
tro edificio se hallaba en realidad a trescientas millas
de distancia.
Sdlo su hija poseia la virtud de conjurar aquella som-
bra negra y ahuyentar la pesadumbre del animo. Ella era
el hilo de oro que le unia a un Pasado anterior a su desdi-
cha y a un Presente mas alla de tal desdicha y malaven-
turanza. Y el acento de su voz, la luz de su semblante, el
contacto de su mano ejercian casi siempre una benéfi-
ca influencia sobre él. No en toda situaci6n y momen-
to, pues la joven recordaba ocasiones en que su poder
habia fracasado; pero tales ocasiones habian sido muy
raras y paSajeras, y crefa que no volverian a repetirse.
Darnay le besé la mano con fervor y gratitud, y luego
se dirigid a su defensor, Stryver, a quien dio las gracias
efusivamente. Era hombre este Stryver de poco mas de
treinta anos, pero aparentaba lo menos cincuenta. De
complexi6n recia y corpulenta, rubicundo y sanguineo,
de una ruda franqueza en sus modales y exento de todo
miramiento que le cohibiese, tenia un modo particular
de introducirse en corrillos‘y conversaciones empujando
(fisica y moralmente) con el hombro, procedimiento
que también empleaba para abrirse paso en la vida.
Aun llevaba puestas la peluca y la toga, y cuadran-
dose de forma exagerada ante su cliente y obligando
al inocente senor Lorry a salirse del grupo, dijo:
—Es una gran satisfacci6n para mi haberos librado y
salvado vuestro honor, senor Darnay. Era una acusa-
cién infame, de lo mas burda e ignominiosa que cabe
imaginar; mas no por eso tenia menos probabilidades
de haber prosperado.
—Me habéis puesto en una obligacién muy grande...
y siempre os guardaré gratitud en dos sentidos —dijo su
cliente cogiéndole la mano.

128
—He hecho por vos cuanto he podido, senor Dar-
nay; lo que otro cualquiera hubiera hecho, me figuro
yo.
Como es de suponer, queria inducir con esto a que
alguien le rebatiera, y asi lo hizo Lorry (quiza no del
todo desinteresadamente, sino con el propésito de
volver a meterse en el corro), diciendo:
—Muy pocos lo hubieran hecho como vos.
—Lo creéis asi? —dijo Stryver—. Bueno, la verdad es
que habéis estado en el juicio todo el dia y tenéis mo-
tivos para saberlo. Ademas, sois hombre de negocios.
-Y en calidad de tal —-replicé Lorry, a quien el ilus-
tre jurista habia vuelto a introducir ahora en el grupo
de la misma manera que antes lo expulsara, es decir,
con la fuerza propulsora de su hombro-, en calidad de
tal, ruego al senor Manette ponga fin a esta conferen-
cia para que podamos volver todos a casa. La senorita
Lucie parece indispuesta, el senor Darnay ha pasado
un dia terrible, y todos estamos rendidos.
—Hablad por vos mismo, senor Lorry —dijo Stryver-.
A mi todavia me espera toda una noche de trabajo.
Hablad por vos.
—Por mi hablo -respondi6 Lorry-, y por el senor
Darnay, por la senorita Lucie y... vamos a ver, senorita
Lucie, ¢no os parece que puedo hablar en nombre de
todos nosotros? —hizo esta pregunta a la joven con
marcada intencion, dirigiendo de paso una mirada al
padre.
La expresion del anciano habiase petrificado, por asi
decirlo, mirando a Darnay de forma muy extrana: era
un mirar atento que fue ganando en intensidad hasta
convertirse en un ceno de disgusto y desconfianza, no
exento incluso de temor. Y coincidiendo con esta ex-

i229
presiOn insdlita, parecian habérsele extraviado los pen-
samientos.
Padre -dijo Lucie, tomandole suavemente la
mano. El doctor, muy poco a poco, ahuyento aquella
sombra y se volvio hacia su hija.
—~Volvemos a casa, padre?
—Si-respondi6 él, con un largo suspiro.
Los amigos del acusado recién absuelto se despidie-
ron con la impresion, por él mismo suscitada, de que no
iba a salir en libertad esa misma noche. Las luces ha-
bianse extinguido casi totalmente en los pasillos, cerra-
banse con estrépito las verjas de hierro y aquel lugubre
recinto quedaba desierto hasta que a la manana siguien-
te lo reanimase el humano interés por el cadalso, la pi-
cota, los azotes y el hierro al rojo con que marcaban a
los condenados. Acompanada por su padre y el senor
Darnay, Lucie Manette salié al aire libre. Llamaron a un
coche de alquiler, y el padre y la hija partieron en él.
Stryver los habia dejado en los pasillos para volver
al vestuario. Otra persona, que no se habia unido al
grupo ni cambiado una sola palabra con ninguno de
sus componentes, permaneciendo recostada en la pa-
red donde la sombra era mas densa, salié calladamen-
te una vez que lo hicieron todos los demas y no per-
dié de vista el coche hasta que desaparecié en la
distancia. Luego se acerc6é a Lorry y a Darnay que es-
taban parados en la acera.
-—jVaya, senor Lorry! Parece que los hombres de
negocios pueden hablar ya con el senor Darnay, ¢eh?
Nadie habia reconocido la participacién de Carton
en el juicio; nadie se habia enterado siquiera. Se habia
quitado ya la toga, mas no por ello mejoraba en un
apice su aspecto.
—Si supierais el lio en que se mete un hombre de
negocios cuando tiene que luchar entre ceder a un
impulso humano y bondadoso y guardar las aparien-
cias de respetabilidad de los negocios, os resultaria di-
vertido, senor Darnay.
Lorry se ruboriz6, y un tanto acaloradamente dijo:
-Eso ya lo habiais dicho antes, caballero. Nosotros
los hombres de negocios que servimos a una casa no
somos duenos de nosotros mismos: hemos de pensar
en la Casa mas que en nuestra persona.
-Ya lo sé, hombre, ya lo sé -contest6 Carton con
aire despreocupado-. No os enojéis, senor Lorry. Vos
sois tan bueno como otro cualquiera, no me cabe la
menor duda: y aun mejor, me atreveria a asegurar.
-Y la verdad, caballero —prosigui6o Lorry sin hacerle
caso-, no sé lo que pintdis vos en este asunto. Si me
perdondis que os lo diga, aunque sdlo sea por lo mu-
cho que Os aventajo en anos, no veo qué pueden im-
portaros a vos estos negocios.
—jNegocios! Valgame Cristo, yo no tengo negocio
—dijo Carton.
—Pues es una lastima que no los tengais, caballero.
—Eso creo yo también.
—Porque si los tuvierais —prosigui6 Lorry—, puede
que estuvieseis ocupado en ellos.
—jQuitad alla, hombre de Dios! Ni pensarlo —repu-
so Carton.
~jPues oidme una cosa, caballero! —exclam6 Lorry,
totalmente acalorado ya por la indiferencia del otro-.
Los negocios son una ocupaciOn muy digna y respeta-
ble. Y si imponen a un hombre sus restricciones, si-
lencios e impedimentos, el senor Darnay, que es un
joven generoso y un perfecto gentleman, sabe com-

Nant
prender y dispensar muy bien esa circunstancia. Bue-
nas noches, senor Darnay, quedad con Dios. Ojala que
este suceso de hoy sea para vos el principio de una
vida prospera y feliz... ;A ver, litera!
Quiza un tanto enojado consigo mismo, no menos
que con el abogado, subi6 Lorry prestamente a la lite-
ra y emprendié el camino de Tellson. Carton, que olia
a vino de Oporto y no parecia totalmente sereno, se
echo a reir y se volvid hacia Darnay:
—Extrana casualidad la que nos ha reunido a vos y
a mi. ;Quién iba a deciros que esta noche os encontra-
riais a solas en mitad de la calle con vuestro alter ego!
~Todavia me parece increible volver a contarme en-
tre los seres de este mundo —contest6 Charles Darnay.
—No me choca. Hace un rato, ibais bien adelantado
camino del otro. Pero hablais con voz desmayada...
—Es que empiezo a sentirme desmayado.
—Y por qué diablos no vais a cenar entonces? Yo
ya he cenado mientras deliberaban esos majaderos
acerca del mundo en que os correspondia estar, si en
éste o en el otro. Permitidme que os indique la taber-
na mas proxima donde dan bien de comer.
Y cogiéndole del brazo, le condujo por Ludgate Hill
hasta Fleet-street, le hizo pasar bajo unos soportales y
entr6 con él en una taberna. Alli los acomodaron en
un pequeno reservado donde Charles Darnay no tar-
do en recobrar sus extenuadas fuerzas gracias a una
buena cena regada con buen vino, mientras que Car-
ton, sentado frente por frente a la misma mesa, con su
botella de Oporto delante, bebia con aquel aire suyo
medio apatico, medio insolente.
—¢Os vais dando cuenta de que pertenecéis otra vez
a este bajo mundo terrenal, sefior Darnay?

132
—Estoy en una confusion terrible por lo que hace a
tiempo y lugar, pero al menos me doy perfecta cuenta
de que estoy vivo entre los vivos.
—jDebe de ser una satisfaccidn inmensa! —Dijo esto
con amargura, y volviendo a Ilenar su vaso, que era
muy grande, prosiguid—: Pues yo, el mayor deseo que
tengo es olvidar que pertenezco a este valle de lagri-
mas. No hay en él ningun bien para mi (excepto vinos
como éste) ni yo le soy tampoco de ninguna utilidad.
Asi que en eso no nos parecemos mucho. La verdad
es que estoy empezando a pensar que nos parecemos
en bien pocas cosas.
Turbado por las emociones del dia, y con la impre-
sion de que el hallarse alli con aquel Doble suyo rudo
y descarado era como un sueno, Charles Darnay no
supo qué contestar, y finalmente opto por no hacerlo.
—Ahora que ya habéis cenado —dijo Carton al rato-,
épor qué no brindamos, senor Darnay?
—<Y por quién voy a brindar yo?
—¢~Como que por quién? Tenéis el nombre en la
punta de la lengua. O al menos deberiais tenerlo; ju-
raria que lo tenéis.
—jPues bien, por la senorita Manette!
—jPor la senorita Manette!
Miro Carton a su companiero fijo a la cara mientras
bebia y luego arrojé el vaso por encima del hombro,
haciéndolo anicos contra la pared. A continuaci6n
hizo sonar la campanilla y pidio otro.
—Es una joven encantadora, ¢eh?, y debe de ser de-
licioso darle la mano para subir a un coche en la oscu-
ridad, senor Darnay... —dijo, llenando el vaso que aca-
baban de traerle.
—Si-—dijo Darnay, laconico, por toda respuesta.
133
-Es una joven encantadora, jy tiene que ser turba-
dor que una mujer tan hermosa se apiade y llore por
uno! Qué tal sienta? ¢No vale la pena estar a punto
de ser condenado a muerte para merecer esa simpatia
y esa compasion, senor Darnay?
Darnay no respondio una sola palabra.
—Quedé muy complacida con vuestro recado,
cuando se lo di. No es que lo manifestara, pero me lo
figuro.
La alusiOn fue oportuna pues record6 a Darnay que
aquel desagradable companero le habia prestado un
gran servicio, de forma espontanea y gratuita, en el cur-
so de tan azaroso dia. Llev6 la conversaciOn a ese terre-
no y le dio las gracias.
—No hay de qué dar las gracias, ni las merezco —con-
testo Carton con aire indolente—. En primer lugar, no
tenia nada que hacer, y, en segundo, no sé por qué lo
hice. Senor Darnay, permitidme una pregunta.
—Os responderé con mil amores, asi podré corres-
ponderos un poco por lo mucho que os debo.
—¢Os figurdis que os tengo algun aprecio?
—La verdad, senor Carton -repuso el otro visible-
mente desconcertado-, no se me habia ocurrido pre-
guntarmelo.
—Pues preguntaoslo ahora.
—Parecia que si, pero empiezo a sospechar que no.
—-En efecto, no creo tenéroslo —respondié Carton-.
Y empiezo a formarme una opinién bastante buena
de vuestro entendimiento.
~A pesar de todo —prosigui6 Darnay, disponiéndo-
se a hacer sonar la campanilla—, espero que eso no sea
Obice para que yo pague la cuenta y para que nos des-
pidamos sin ningun enojo.

134
-jNo, hombre, en absoluto! —respondi6 Carton, y
Darnay llam6-. Os referis al gasto completo? —pre-
gunto luego, y ante la afirmativa, orden6 al mozo-:
Entonces traedme otra botella del mismo vino y me
despertais a las diez.
Pagada la cuenta, Charles Darnay se levanté y dio
las buenas noches a su acompaniante. Sin devolverle
el saludo, Carton se levant6 a su vez con aire casi de
desafio e inquirio:
—Otra cosa mas, senor Darnay, ¢creéis que estoy
borracho?
—Creo que habéis bebido, senor Carton.
—~Cdomo que lo creéis? ;Lo sabéis! Os consta que he
bebido.
—Si me obligais a decirlo... Si; lo sé.
—Entonces quiero que sepais también la raz6n. Soy
un desenganado, senor mio. No me importa nadie so-
bre la tierra ni tampoco le importo yo a nadie.
—Es muy de lamentar. Podriais haber empleado
mejor vuestro talento.
—Tal vez, senor Darnay; o tal vez no. Y no os con-
gratuléis por no estar borracho ahora; no sabéis lo que
aun os puede pasar. jBuenas noches!
Cuando se quedo solo, aquel ser estrafalario cogi6
una vela, se dirigid a un espejo que habia en la pared
y se mir6 detenidamente en él.
—{Te cae bien ese hombre? —interpel6 a su propia
imagen-. ¢Por qué has de tener ningun aprecio a un
hombre que se te parece? No hay nada digno de apre-
cio en ti; lo sabes perfectamente: jMaldito! jCOmo has
cambiado! ;Buena razon para simpatizar con un hom-
bre que te recuerda de donde has caido y a lo que po-
drias haber llegado! Ponte en su lugar, y te habrian

135
mirado esos ojos azules como le han mira
do a él, y te
habrian visto compadecido por aquel rostr
o conturba-
do como é1 lo fue. ;Vamos, hablemos claro
de una vez!
Tu odias a ese individuo.
5. El «chacal»?

Por aquel entonces se bebia mucho, y la mayor parte


de los hombres empinaban el codo inmoderadamen-
te. Tan grande es la mejora que ha introducido el
tiempo en las costumbres, que una mencion nada hi-
perbolica de la cantidad de vino y ponche que un ca-
ballero solia trasegar en el decurso de una noche sin el
menor desdoro de su reputaci6n y buena fama, pare-
ceria hoy una exageraciOn absurda. La ilustre profe-
sion del foro no se quedaba atras en sus inclinaciones
baquicas con respecto a otras ilustres profesiones. Y el
senor Stryver, que gracias a la virtud propulsora de su
hombro empezaba a gozar de una numerosa y lucrati-
va clientela, no les iba a la zaga en esto a los colegas,
como tampoco en otros aspectos de secano de la prac-
tica juridica.
Predilecto en Old Bailey, tanto como en la Audien-
cia, Stryver habia empezado a eliminar cautelosamen-
te los peldafios mas bajos de la escala por la que subia.

1. Jackal, en inglés, ademas de designar al conocido animal, signifi-


ca «persona que desempenia servicios o trabajos rutinarios para
otra». En espafiol no tenemos esta polisemia, de origen visiblemen-
te metaf6rico, pero en la traduccion de este capitulo hacemos nues-
tra la metafora para poder seguir los similes y alegorias del autor
entre el chacal y el le6n. Traducimos, pues, por «chacal» donde el
rigor semantico hubiera exigido «auxiliar» 0 «factotum».

13
Asi, la Audiencia y Old Bailey no tenian ahora mas
remedio que llamar al predilecto a sus amorosos bra-
zos, y abriéndose paso a empellon limpio hacia la faz
radiante del presidente del Tribunal Supremo, podia
verse la rubicunda cara de Stryver surgir a diario de
entre el jardin de pelucas como un gran girasol que se
irguiese hacia el astro del dia sobre un plantel de vis-
tosas flores.
Habiase comentado antano en el foro que aunque
Stryver era un charlatan y un hombre sin escrupulos,
expeditivo y osado, carecia sin embargo de esa facul-
tad de extraer lo esencial de una serie de informes y
pruebas testificales que constituye una de las mas no-
tables y necesarias dotes del buen abogado. Pero lue-
go experiment6 en esto una sorprendente mejora.
Cuantos mas asuntos tenia, mayor parecia su capaci-
dad de dar con la esencia y el quid de cada uno de
ellos; por mucho que trasnochara en sus holgorios
con Sydney Carton, siempre tenia las cosas a punto a
la manana siguiente.
Sydney Carton, el mas apatico y menos promete-
dor de los hombres, era el gran conmilit6n de Stryver.
Lo que los dos bebian en un ano habria permitido flo-
tar holgadamente a un navio de Su Majestad. Jamas
tenia Stryver un caso, dondequiera que fuese, en el
que no estuviera presente Carton con las manos en
los bolsillos y mirando al techo del tribunal. Frecuen-
taban ambos los mismos lugares, y prolongaban sus
habituales orgias hasta muy entrada la noche; incluso
era fama que a Carton se le habia visto en pleno dfa
camino de su casa, escondiéndose y tambaledndose,
como un gato trasnochador y libertino. Por Ultimo
empezo a cundir la idea, entre los interesados en el

138
asunto, de que aunque Sydney Carton no seria nunca
una figura, un «le6n», era en cambio un «chacal» ex-
traordinario. Y que prestaba inapreciables servicios a
Stryver dentro de esa modesta disposicién.
—Las diez, senor —dijo el mozo de la taberna a quien
habia encargado que le despertase—. Sefior, las diez.
—¢ Qué pasa?
—Las diez, senor.
—~Las diez qué? ¢Las diez de la noche?
—Si, senor. Me pedisteis que os despertase a esta
hora.
-jAh, ya recuerdo! Esta bien, esta bien.
Tras algunos torpes intentos de entregarse de nue-
vo al sueno, cosa que el mozo impidié muy habilmen-
te removiendo el fuego sin parar por espacio de cinco
minutos, se levant6, se encasquet6 el sombrero y sali6
a la calle. Volvid al Temple, y una vez que se hubo
despejado la cabeza dando paseos por King’s Bench
Walk y Paper Buildings, entro en el bufete de Stryver.
El pasante, que nunca asistia a tales entrevistas, se
habia marchado a casa, y el propio Stryver en persona
salié a abrir la puerta. Estaba en zapatillas, envuelto en
una bata muy holgada, abierto el escote para mayor co-
modidad. Mostraba en el cerco de los ojos ese sello in-
confundible de turbulencia, fatiga y marchitamiento
que suele observarse en todos los bebedores impeni-
tentes de su condicion, desde el retrato de Jeffries para
abajo, y que, mas o menos encubierto por los distintos
disfraces del Arte, no es dificil rastrear en los retratos de
todas las épocas que han rendido culto a Baco.
—Llegas un poquito tarde —dijo Stryver.
~A la hora de siempre; un cuarto de hora de retra-
so todo lo mas.

13
Pasaron a una pieza mas bien oscura, llena de estan-
terias con libros y de papeles esparcidos por todas par-
tes. En la chimenea ardia un fuego magnifico. Sobre la
repisa humeaba una tetera, y en medio de todo aquel
maremagno de papeles destacaba una mesa bien abas-
tecida de vino, brandy, ron, azucar y limones.
—Por lo que veo ya te has bebido tu botella, Sydney.
Esta noche han sido dos, me parece. He cenado
con nuestro cliente del dia; o le he visto cenar, que es
lo mismo.
—Qué extrafia ocurrencia tuviste, Sydney, al llamar
la atencion sobre lo del parecido. ¢Cémo se te ocurriéd
tal cosa? ¢Cuando reparaste en ello?
—Pensé que era un tipo muy galan y muy majo, y
que yo podria haber sido lo mismo que é1 si hubiera
tenido un poco de suerte.
Stryver se echo a reir hasta que las carcajadas hi-
cieron retemblar y agitarse su precoz barriga.
—jSiempre a vueltas con tu suerte, Sydney! Anda a
trabajar, anda a trabajar.
De no muy buena gana, el chacal se afloj6 la ropa,
entro en una pieza contigua y volvid con un jarro
grande de agua fria, una palangana y un par de toa-
llas. Empap6o éstas en el agua, las retorci6 para enju-
garlas un poco, se las arroll6 a la cabeza de un modo
que daba grima verlo, se sent6 a la mesa y dijo:
—Ya estoy listo.
—Esta noche no tenemos mucha faena, Sydney —dijo
Stryver, contento, dando un vistazo a sus papeles.
—¢Cuanto?
—Sélo dos expedientes.
—Dame el peor primero.
—Ahi van, Sydney. jManos a la obra!

140
El le6n se arrellan6 en un sofa junto a la mesa pro-
vista de bebidas, mientras el chacal se sentaba a su escri-
torio atestado de papeles, al lado opuesto de la referida
mesa, con botellas y vasos al alcance de la mano. Uno y
otro hacian el gasto sin restricciones, mas cada cual de
diferente modo. El le6n se pasaba largos ratos con las
manos en el cinto, bien retrepado en su sofa, contem-
plando el fuego, o echando alguna que otra ojeada a
documentos de poca monta. El chacal, en cambio, con
expresiOn concentrada y fruncidas las cejas, estaba en-
frascado en su tarea; sus ojos no seguian el movimiento
de la mano que a veces se tendia para coger el vaso y
que bien a menudo perdia mas de un minuto en tan-
teos antes de encontrarlo y acercarlo a los labios. En dos
Oo tres ocasiones debid de resultar tan intrincado el asun-
to que le ocupaba que estim6 ineludible levantarse y
mojar de nuevo las toallas. De estas peregrinaciones al
jarro y la palangana volvia con unos turbantes hime-
dos tan estramb6ticos que no hay palabras para descri-
birlos, y que resultaban aun mas cémicos por el contras-
te con su expresiOn de preocupada gravedad.
Por fin el chacal tuvo dispuesta una presa de sufi-
ciente envergadura para el le6n, y procedio a ofrecér-
sela. La tom6 el le6n con prevencion y cautela, apart6
lo que no le gustaba, hizo algunas observaciones,
auxiliado en todo por el chacal, y cuando aquella pre-
sa quedo perfectamente digerida, el le6n volvi6 a lle-
varse las manos al cinto y se tumb6 a meditar. El cha-
cal entonces se reconfort6 con un buen vaso al coleto
y un nuevo recambio de compresa y se dedicé a la
preparaciOn de una segunda comida, que fue servida
al le6n de igual manera y duro hasta después de ha-
ber sonado en los relojes las tres de la manana.

141
-~Y ahora que ya hemos acabado, Sydney, vamos a
tomarnos un ponche.
El chacal se quité de la cabeza las toallas, que ya
otra vez despedian vaho, se desperez6, bostez6, dio
un tirit6n y se puso a preparar la bebida indicada.
—Hoy has estado muy oportuno con esos testigos,
Sydney. Ha salido todo a pedir de boca.
—Siempre estoy oportuno, ¢0 es que no?
—<Quién te dice lo contrario? No es para que te
pongas asi, hombre. Toma un poco de ponche y sosié-
gate.
El chacal accedi6, con un refunfuno.
—Mi buen Sydney Carton, de la ilustre facultad de
Shrewsbury —dijo Stryver, haciendo gestos afirmati-
vos con la cabeza mientras pasaba revista al presente
y al pretérito de su colega—, mi buen Sydney Carton,
siempre lo mismo que un balancin: tan pronto arriba
como abajo... jexaltado y optimista o con el animo por
los suelos!
—Si, claro -replic6 el otro, suspirando—. El mismo
Sydney, con la misma suerte. Ya en aquel entonces
hacia los ejercicios escolares de otros chicos y raras ve-
ces los mios.
—zY por qué no los tuyos?
--Sabe Dios. Era mi estilo, supongo. —Se habia sen-
tado, y estaba con las piernas estiradas y las manos en
los bolsillos, contemplando el fuego.
—Mira, Carton —dijo su amigo, plantandose ante él
con aire desafiante, como si la rejilla del fuego fuera la
fragua en que se forjara el esfuerzo, sostenido, y la uni-
ca delicadeza que pudiera tenerse con el buen Sydney
Carton, de la ilustre Facultad de Shrewsbury, fuera em-
pujarlo para que cayese la lumbre-, siempre has ido

142
por malos caminos. Careces de energia y de decision.
Mirame a mi.
-jVaya un fastidio! -replic6 Sydney, riendo mas
alegre y de mejor talante-. ;Déjate de sermones!
-<Y como he logrado lo que he logrado? —dijo
Stryver—. ¢C6mo salgo adelante en la vida?
—En parte, pagandome para que te ayude, supon-
go. Pero no vale la pena que pierdas el tiempo repren-
diéndome, o reprendiendo al aire. Tu, todo lo que te
propones lo consigues. Siempre has estado en prime-
ra fila, y yo siempre detras.
—Bien he tenido que bregar para situarme en pri-
mera fila; no naci en ella, si no me equivoco.
—No estuve presente en el natalicio, pero mi opi-
nion es que si naciste en ella, amigo mio —dijo Carton,
echandose otra vez a reir. Y los dos rieron con ganas.
—Antes de Shrewsbury, y en Shrewsbury, y des-
pués de Shrewsbury —prosiguid Carton-, siempre has
estado en tu fila, y yo en la mia. Hasta en nuestros
buenos tiempos de estudiantes, cuando andabamos
por el Barrio Latino de Paris aprendiendo nuestra piz-
ca de francés, y de legislaci6n francesa y otras menu-
dencias de la vieja Galia que no nos han servido de
gran cosa, tu siempre estabas en alguna parte, y yo...
en ninguna.
—<Y de quién era la culpa?
—Pues, en Dios y en conciencia, no puedo asegurar
que no fuese tuya. Andabas siempre afanandote y
empujando, atropellando y arremetiendo, de una ma-
nera tan impaciente y continua que a mi no me que-
daba en la vida mas oportunidad que la holganza y el
reposo. Pero mira, no hay cosa mas deprimente que
ponerse a hablar del pasado cuando despunta el dia.
143
Conque, antes de que me marche, hablame de algo
mas ameno, anda.
~j;Como quieras! Vamos a brindar por la hermosa
testigo, entonces —dijo Stryver levantando el vaso-.
éTe parece mas ameno?
Evidentemente no, pues volvid a ensombrecérsele
el rostro.
—jLa hermosa testigo! -murmur6, mirando al fondo
del vaso—. Ya esta bien de testigos por hoy y por esta
noche... ¢Y quién es tu hermosa testigo?
—La encantadora hija del doctor, la senorita Manette.
—Es bonita?
—{No lo es, acaso?
—No.
—jPero, hombre de Dios, si ha sido la admiracion de
todo el tribunal!
-—jAl diablo la admiracién de todo el tribunal!
~Quién ha nombrado a Old Bailey juez de belleza?
jNo es mas que una munequita de cabello de oro!
—Pues sabes una cosa, Sydney? —dijo Stryver, mi-
randolo con ojos maliciosos y acariciandole despacio
la cara colorada—. ¢Sabes que de primer momento me
incliné a pensar que te hacia tilin la munequita de ca-
bello de oro...? Bien listo anduviste en ver lo que le
pasaba...
—jEn ver lo que le pasaba! Si una joven, bonita o
no, se desmaya a cuatro pasos de las narices de un
hombre, no creo que para verlo hagan falta anteojos.
Brindo contigo, pero no admito eso de la belleza. Y no
bebo mas por hoy; me voy a la cama.
Cuando su anfitri6n le acompano hasta la escalera
con una vela para alumbrarle en su bajada, ya el dia
asomaba friamente por las mugrientas ventanas, y

144
cuando salié de la casa, el aire era frio y triste, el cielo
aparecia encapotado y gris, corria el rfo ligubre y oscu-
ro, y todo era como un desierto sin animacion y sin
vida. Danzaban aca y alla remolinos de polvo, llevados
y traidos por las rafagas de un desapacible ventarr6n
matinal, como si se hubieran levantado las arenas de re-
motos desiertos y las primeras tolvaneras, en su avance
implacable, empezaran a invadir y sepultar la ciudad.
Como quien ha malgastado las fuerzas de su espiri-
tu y se encuentra solo en medio de un desierto, aquel
hombre se detuvo en la silenciosa avenida por donde
transitaba, y por un momento crey6 ver, en el inhés-
pito horizonte, un vasto espejismo de noble ambicion,
esfuerzo abnegado y perseverancia. En la hermosa
ciudad de esta vision, habia etéreas galerias desde
donde ie contemplaban los amores y las gracias, jardi-
nes en los que maduraban los frutos de la vida, aguas
de Esperanza que fulgian y espejeaban ante sus ojos.
Un instante después todo habia desaparecido. Subid
la empinada escalera hasta su cuarto, en lo alto de un
angosto bloque de viviendas, y echandose vestido y
todo en una cama desalinada y revuelta, no tard6 en
humedecer la almohada con sus lagrimas.
Triste, muy triste, se levantaba el sol; y nada mas
triste podia iluminar que el espectaculo de aquel hom-
bre de buenas aptitudes y buenos sentimientos, pero
incapaz de aplicarlos y ejercerlos de manera conve-
niente, incapaz de obrar en su propio provecho y pro-
curarse la felicidad, consciente de su mala ventura y
resignado a dejarse devorar por ella.
6. Cientos de visitas

Tenia el doctor Manette su tranquila residencia en un


apacible rincon no lejos de la plaza de Soho. Cierta
tarde de un hermoso domingo, cuando ya cuatro me-
ses habian arrastrado en sus olas el juicio por traicion,
llevandoselo muy lejos mar adentro en cuanto al inte-
rés y el recuerdo publico se refiere, deambulaba por
las soleadas calles el senor Jarvis Lorry, desde Cler-
kenwell, donde vivia, hacia la casa del doctor, a cuya
mesa estaba invitado. Después de varias recaidas en la
absorbente dedicacion a los negocios, Lorry habia ter-
minado por hacerse amigo intimo del doctor, y la
tranquila casa de Soho era como un oasis en su exis-
tencia.
Tres imperativos de costumbre movian a Lorry ha-
cia el Soho a primera hora de la deliciosa tarde de
aquel domingo. Primero, porque, en domingos con
buen tiempo, acostumbraba dar un paseo con el doc-
tor y Lucie antes de cenar; segundo, porque, en do-
mingos con mal tiempo, solia acompanarlos en casa
como amigo de la familia, charlando, leyendo, miran-
do por la ventana... en una palabra: pasando el dia. Y
tercero, porque casualmente tenia ciertas dudas per-
sonales y muy sutiles que resolver, y sabia que, dados
los habitos y normas imperantes en casa del doctor,
aquella hora era la mas propicia para resolverlas.

146
Dificil habria sido encontrar en todo Londres un
rincOn mas pintoresco que aquel en que el doctor se
habia establecido. No tenia ningtin transito, y las ven-
tanas principales de la vivienda gozaban de una pre-
ciosa vista a la calle, con un aire de sosiego y recogi-
miento que era una delicia. Habia pocas edificaciones
entonces al norte de Oxford Road, y medraban los ar-
boles, crecian las flores silvestres y los espinos en flor
alegraban aquellos prados hoy desaparecidos. En con-
secuencia, los aires del campo circulaban por el Soho
con absoluta libertad, en vez de entrar en el barrio ali-
caidos y mustios, como pobres que no encuentran si-
tio en que caerse muertos. Y habia por las inmediacio-
nes muchas y muy buenas solanas donde al final del
verano maduraban los melocotones.
El sol estival entraba esplendoroso en aquel rincén
durante las primeras horas del dia; pero cuando el ca-
lor abrumaba las calles, el rinc6n quedaba en sombra,
aunque no en una sombra tan cerrada que no se co-
lumbrara tras ella un vivo resplandor. Era un lugar ai-
reado y fresco, austero pero alegre, maravillosamen-
te propicio a los ecos: un verdadero puerto de refugio
donde descansar del trafago y estruendo de las calles.
En tal fondeadero no podria faltar una embarcacion
tranquila, y alli estaba en efecto. Ocupaba el doctor dos
pisos de una casa grande y silenciosa en la que se ejer-
cian diversos menesteres durante el dia, aunque con
bien poco ruido, el cual cesaba totalmente por las no-
ches. En un edificio que habia detras y que tenia acceso
por un patio donde crecia un platano de rumorosas ho-
jas verdes, construfanse al parecer Organos de iglesia, y
también se cincelaba plata y se batia oro: a esto se refe-
ria sin duda la muestra de la entrada, descomunal bra-
147
zo dorado de algtin misterioso gigante que amenazase
con transformar en oro a cuantos alli se acercaran, tras
haberse convertido él mismo en el precioso metal. Pero
de todas estas industrias, como de cierto inquilino soli-
tario que presuntamente habitaba en el piso de arriba,
o del oscuro guarnicionero que seguin se rumoreaba te-
nia un despacho en la planta baja, muy poco se ofa ni
se veia nunca. De vez en cuando cruzaba el portal un
obrero despistado poniéndose la casaca, 0 asomaba por
alli un desconocido, o se ofa un tintineo distante al otro
lado del patio, o un mazazo del gigante de oro. Estas
no eran, sin embargo, mas que las excepciones indis-
pensables para la confirmacion de la regla, que venia
impuesta por la algarabia de los gorriones avecindados
en el platano y el rumor de los ecos que desembocaban
por la esquina de enfrente, con una asiduidad y un te-
son que duraban desde el domingo por la manana has-
ta la noche del sabado.
El doctor Manette recibia alli a los pacientes que su
antigua reputacion, acrecentada con los rumores de la
dramatica historia de su vida, le trafa a la consulta. Sus
conocimientos cientificos, junto con su pericia y des-
velo para llevar a cabo ingeniosos experimentos, le da-
ban una discreta celebridad, y ganaba para vivir con
desahogo.
Todo esto lo sabia y tenia presente Jarvis Lorry
cuando tird del cordén de la campanilla de aquella
tranquila casa, la hermosa y soleada tarde de domingo
ya descrita.
—¢Esta en casa el doctor Manette?
Lo esperaban de un momento a otro.
~Y la senorita Lucie, zesta en casa?
También la esperaban.

148
-Y la senorita Pross, ¢esta en casa?
Posiblemente si, pero como la doncella que habia
abierto la puerta no podia adivinar las intenciones de
la senorita Pross en cuanto a la afirmacién o la nega-
cidn del hecho, se qued6 indecisa.
—Pues como yo si estoy en la casa —contest6 Lorry-,
subiré.
Aunque la hija del doctor no sabia nada de su pais
de origen, le debia quiza de un modo innato esa rara
habilidad de hacer grandes cosas con pocos medios
que se cuenta entre las caracteristicas mas utiles y
agradables de aquel pais. El mobiliario era harto sen-
cillo, pero los pequenos adornos, sin otro valor que el
de la originalidad y el buen gusto, lo hacian resaltar de
tal manera que su efecto era delicioso. La disposici6n
de todo en las habitaciones, desde el objeto mayor al
mas pequeno, la sabia combinacion de los colores, la
elegante variedad y el contraste obtenidos con la sim-
ple colocaci6n de cuatro baratijas por unas manos pri-
morosas, guiadas por unos ojos sensibles y un exqui-
sito sentido, eran cosas tan gratas en sf mismas al par
que manifestaci6n tan fiel de su autora que, mirando
Lorry ahora en torno suyo, las propias sillas y mesas
parecian preguntarle, con un viso de aquella expre-
sion peculiar que para entonces ya le era tan conoci-
da, eh, qué tal, qué tal queda esto?
Uno de los pisos tenia tres habitaciones, y como las
puertas que las comunicaban estaban abiertas para
que se ventilasen, el sefor Jarvis Lorry paso de una
a otra observando sonriente la elocuencia con que
el ambiente reflejaba en cada una de ellas la perso-
nalidad de sus ocupantes. La primera era la mejor, y
allf estaban los pajaros y las flores de Lucie, sus libros,
149
su escritorio, el costurero y una caja de pinturas a la
acuarela; la segunda era la sala de consulta del médi-
co, que también se utilizaba para comedor; la tercera,
animada por los cambiantes juegos de luz y sombra
con que salpicaba el susurrante follaje del platano, era
el dormitorio del doctor, y alli, en un rincon, veiase el
banco de zapatero, que ya no se usaba, con la caja de
herramientas al lado, exactamente igual que estuvie-
ra un dia en el sotabanco de aquella casa contigua a la
vinateria, en el barrio de San Antonio de Paris.
«jMe gustaria saber -se pregunto Lorry, detenien-
do en él la mirada-, por qué conserva a su lado ese re-
cordatorio de los pasados sufrimientos...!»
—zY qué tiene eso de extranio? —inquirié de pronto
una voz que le sobresalio.
Era la senorita Pross, aquella mujer turbulenta y
colorada, de fuerza herctilea, a quien vio por vez pri-
mera en el Hotel del Rey Jorge de Dover, y con quien
habia llegado a sostener una relacion bastante cordial.
—Me habia figurado... -empez6 a decir Lorry.
—jBah! jOs habiais figurado...! -exclam6 la senorita
Pross, con lo que el bueno de Lorry dej6 su frase sin
terminar.
-Y bien, ¢cOmo estais? -pregunt6 entonces aquella
daina, con tono aspero, pero deseosa de dejar traslucir
que no abrigaba la menor animosidad.
—Estoy bastante bien, gracias —contest6 Lorry con
humildad-. ¢Y vos?
-No tengo mucho bueno de que presumir —dijo la
senorita Pross.
—¢De veras?
-jY tan de veras! —repuso la sefiorita Pross—. Estoy
muy preocupada con mi Palomita.

150
—~De veras?
—Por el amor divino, decid otra cosa, y no siempre
«¢de veras?, ¢de veras?», porque es que me sacais de
quicio —replicé la senorita Pross, que si de talla era lar-
ga, en punto a finura se quedaba corta.
—(Diremos «realmente», entonces? —rectificé Lorry.
—Tampoco eso de «realmente» me complace mucho;
pero es algo mejor. Pues si, estoy muy preocupada.
—¢Se puede saber la causa?
—Me fastidia que vengan preguntando por ella do-
cenas de individuos que de ningin modo son dignos
de mi Palomita —explic6 la senorita Pross.
—c<Y vienen a docenas?
—A cientos —dijo la senorita Pross, pues era caracte-
ristico de esta dama (como de tantas otras personas an-
tes y después de ella en la historia) que siempre que al-
guien ponia en duda sus afirmaciones, las exageraba.
—jValgame Dios! —-exclam6 Lorry, no ocurriéndose-
le comentario menos comprometido.
—Llevo viviendo con la nina, o la nina viviendo
conmigo, y me han pagado siempre por ello, cosa en
que desde luego no habria yo consentido, tenedlo por
seguro, si hubiera contado con medios propios para
mantenerme y mantenerla... desde sus diez anos. Y
eso es muy doloroso, la verdad —dijo la senorita Pross.
Como no viera muy claro qué fuese concretamente
lo doloroso, Lorry meneé la cabeza, utilizando esa par-
te tan importante de su persona como una especie de
panacea dialéctica capaz de decirlo todo sin decir nada.
—Gente de todas las calanas, tipos que no son dig-
nos de mi prenda ni por sohacién andan rondando
siempre y a todas horas —dijo la senorita Pross—. Cuan-
do empezasteis vos el asunto...

151
—¢ Que lo empecé yo, senorita Pross?
—2Es que no? A ver, gquién hizo resucitar al padre?
~jCaramba! Si a eso le llamais empezar el asunto...
—dijo Lorry.
-No seria terminarlo, me figuro yo... Pues digo que
cuando lo empezasteis, ya la cosa era para fastidiarse;
no es que tenga yo ningun reparo que hacerle al doc-
tor Manette, salvo que no es digno de semejante hija,
y no hay que culparle por ello, pues de nadie hubiera
podido esperarse otra cosa, dadas las circunstancias. Y
bueno, al padre habria podido perdonarlo; pero es ya
el colmo, y mas que el colmo, que después de él se
presenten turbas y muchedumbres a quitarme el cari-
no de mi Palomita.
Sabia Lorry que la senorita Pross era muy celosa,
pero también habia llegado a saber por entonces que,
bajo la superficie de su genio estrafalario, se escondia
una criatura totalmente abnegada; estas criaturas sdlo
se encuentran entre las mujeres y, por puro amor y
admiraci6n, son muy capaces de hacerse esclavas de
una juventud ajena, cuando han perdido la suya, o
de una hermosura que nunca tuvieron, de logros y
perfecciones que jamas les cupo la fortuna de alcan-
zar y de unas halaguenas esperanzas que tampoco
brillaron nunca en sus propias vidas oscuras. Cono-
cia lo bastante bien el mundo para saber que no hay
en él nada mejor que la pura lealtad del coraz6n, y
tal veneracion le inspiraban unos servicios asi presta-
dos, tan limpios de cualquier tacha mercenaria, que
en los ordenamientos retributivos que en su fuero in-
terno hacia —como todos, mas 0 menos, los hacemos—
la situaba mucho mas préxima a los Angeles de in-
ferior jerarquia, a ella, la seforita Pross, que a tantas

SYA
damas inconmensurablemente mas favorecidas por la
naturaleza y por el arte, todas ellas poseedoras de una
cuenta en Tellson
—-Nunca hubo ni habra mas que un hombre digno
de mi Palomita —dijo la sefiorita Pross—, y ése era mi
hermano Solomon, si no hubiera tenido un pequeno
desliz en la vida.
Las indagaciones que Lorry habia podido efectuar
sobre la historia personal de la senorita Pross dejaron
bien probado el hecho de que su hermano Solomon
era un brib6n desalmado que la habia despojado de
cuanto poseia, so pretexto de poner un negocio, y lue-
go la abandon6 en la pobreza para el resto de sus dias
sin el menor escrtpulo ni remordimiento. La buena
opinion que de su hermano tenia la sefiorita Pross, a
pesar de ese pequeno desliz, era para Lorry algo muy
serio, y pesaba considerablemente en el aprecio que
aquella mujer le merecia.
-Ya que estamos solos, por el momento, y somos
ambos personas de negocios —dijo cordialmente Lorry
cuando volvieron a la sala y se sentaron en amistad y
compania-—, permitidme que os pregunte si el doctor,
cuando habla con Lucie, se refiere alguna vez a los
tiempos en que hacia zapatos.
—Nunca jamas.
—Y sin embargo conserva el banco y las herramien-
tas...
—jEh! -replicé la senorita Pross, meneando la cabe-
za—. Que yo no digo que no hable de ello alguna vez
consigo mismo.
—¢Creéis que piensa a menudo en ello?
—Si-—contest6 la senorita Pross.
—Imaginais que...?
15
Qued6 a medias la pregunta, bruscamente atajada
por la senorita Pross:
~Yo nunca imagino nada. No tengo imaginacion.
—Acepto la correccion. ¢Suponéis...? Porque me fi-
guro que por lo menos os atreveréis a suponer, alguna
VEZE
—De cuando en cuando -repuso la senorita Pross.
—¢Suponéis, entonces —-repitio Lorry, guinando un
ojo risueno y mirando a su interlocutora con amabili-
_ dad-, suponéis que el doctor Manette pueda tener al-
guna teoria propia, preservada del olvido durante to-
dos estos afios, en cuanto a la causa que le acarreé tan
larga prisidn, y que quiza recuerde incluso el nombre
de su acusador?
~Yo no supongo nada acerca de nada, fuera de lo
que mi Palomita me dice.
—cY es...?
—Que ella se figura que si, que lo sabe.
-No os enfadéis si os hago estas preguntas; pues yo
no soy mas que un hombre de negocios, un hombre
practico bastante lerdo, y vos, una mujer practica.
—{Bastante lerda? —inquirio la senorita Pross sin in-
mutarse.
—-No, no, no. Por supuesto que no -replicé Lorry al
punto, no poco gustoso de retirar el adjetivo, por
cuanto también le afectaba. Y volviendo al tema-: ;No
es extraordinario que el doctor Manette, inocente sin
duda de todo delito como todos sabemos muy bien,
no toque nunca este asunto? No voy a decir que lo
haga conmigo, aunque sostuvimos relaciones de ne-
gocios hace muchos anos, y hoy somos amigos fnti-
mos; pero si es raro que no hable de ello con su hija a
la que tanto quiere y que le corresponde con carifio

154
entranable. Creedme, sefiorita Pross, no abordo esta
cuestiOn con vos por curiosidad, sino por interés y por
amor a esta Casa.
—Pues bien, a lo que a mi se me alcanza, y soy bien
corta de alcances como vos diréis -puntualiz6 la seno-
rita Pross, ablandada por el tono de la disculpa—, todo
este asunto le da miedo.
—¢ Miedo?
-Es bastante natural, me figuro yo, y la razén esta
clara. Para él] es un recuerdo espantoso. Ademas de
que con ello llegé a perder la noci6n de sf mismo. Al
no saber cOmo pudo olvidarse de quién era ni de qué
forma recobro la conciencia de su persona, no puede
tener la certeza de que no vaya a ocurrirle todo de
nuevo. Basta con eso para que no le resulte grato el
tema, me figuro yo.
Era una observacion mas profunda de lo que Lorry
esperaba.
—Es verdad —dijo—, y seguro que sdlo pensarlo debe
infundir temor. Sin embargo me asalta una duda, se-
norita Pross, ¢sera bueno para el doctor Manette tener
siempre reprimido ese temor en el fondo del alma? En
realidad es esta duda, y la inquietud que a veces me
causa, lo que me ha decidido a confiarme hoy a vos.
—No se puede hacer nada —dijo la senorita Pross me-
neando la cabeza—. En cuanto se toca esa cuerda, el
doctor se altera en seguida y es mucho peor. Vale mas
dejarle en paz. En resumidas cuentas, no nos queda
otro remedio que dejarle, tanto si nos parece bien como
si nos parece mal. Algunas veces se levanta en plena
noche y desde arriba le oimos pasear y pasear por su
cuarto. Mi nifia entonces sabe que, en su fuero interno,
todos esos paseos los esta dando por su antigua carcel.

1533)
Corre a su lado, y siguen paseando y paseando juntos,
hasta que el doctor se tranquiliza. Pero él nunca le dice
una palabra sobre la verdadera causa del desasosiego, y
ella cree que es mejor no insinudrselo. Siguen pasean-
do y paseando juntos, en silencio, hasta que el amor y
la comparifa de su hija le devuelven a la realidad.
Aunque la senorita Pross hubiera negado tener
imaginacion, su repeticidn de la frase «paseando y
paseando» denotaba tal percepcion de la angustia de
hallarse mondétonamente obsesionado por una idea
triste que su negacién anterior quedaba desmentida,
atestiguandose que no le faltaba la referida facultad.
Se ha descrito ya la casa como un lugar maravillo-
so propicio a los ecos, y en efecto, habia empezado a
resonar tan a punto el eco de unos pasos que se acer-
caban que parecia como si la sola menci6n de aquel
tedioso pasear de un lado a otro los hubiera suscitado.
—jYa estan aqui! —dijo la senorita Pross, levantan-
dose y poniendo fin al coloquio-. ;Y ahora no tardare-
mos en recibir cientos de visitas!
Tan curioso por sus propiedades actsticas era el
rincon aquel, tan a manera de un oido extrano y sin-
gular, que estando Lorry asomado a la ventana abier-
ta, a la espera del padre y la hija cuyos pasos sentia,
antojabasele que no iban a llegar jams. Y no sdlo mo-
rian los ecos, cual si los pasos se hubieran alejado, sino
que en vez de ellos se ofan los de otros pasos que nun-
ca se materializaban y que se extinguian definitiva-
mente cuando ya parecian inmediatos. Sin embargo,
padre e hija se dejaron ver al fin, y ya estaba lista la
senorita Pross a la puerta de la calle para recibirlos.
Era una delicia ver a la senorita Pross, aunque tur-
bulenta, colorada y fosca, quitarle el sombrero a su

15
nina del alma cuando lleg6 al primer piso, soplarle el
polvo y retocarlo con las puntas de su panuelo, do-
blar el manto de la joven para guardarlo, alisarle la
espléndida cabellera con tanto orgullo como quiza
habria puesto en alisar su propio pelo si hubiera sido
la mas guapa y presumida de las mujeres. También a
su Palomita era una gloria verla, besandola y dandole
las gracias y protestando de que se tomara tantas mo-
lestias por ella, cosa que sdlo se atrevia a hacer como
en broma, pues de lo contrario la sefiorita Pross se
habria retirado a su habitacién muy dolida y apenada
para desahogarse llorando. No menos grato resultaba
ver al doctor, mirandolas y diciendo a la senorita
Pross que mimaba demasiado a Lucie, con un acento
y unos ojos en los que habia tanto mimo como el de
la senorita Pross, y aun lo habrian superado si esto
fuera posible. Y también daba gusto, por ultimo, ver
al bueno de Lorry contemplando toda la escena son-
riente, radiante, con su peluquin, y dando gracias a
su estrella de solter6n por haberle deparado, en los
ultimos anos de su vida, algo que muy bien podia Ila-
marse un hogar. Pero no se presentaron los anuncia-
dos centenares de personas a contemplar todo aque-
llo, y Lorry esper6 en vano el cumplimiento de la
prediccion de la senorita Pross.
Llego la hora de sentarse a la mesa, y los cientos de
visitas continuaban sin aparecer. En el reparto de las
faenas domésticas correspondian a la senorita Pross
los menesteres mas de escalera abajo, y hay que decir
que cumplia siempre a las mil maravillas. Las comi-
das, por ejemplo, eran de calidad muy modesta, pero
tan excelentemente guisadas y con tal esmero servi-
das, tan primorosas en sus combinaciones, mitad al

15
gusto inglés mitad al francés, que habria sido imposi-
ble mejorarlas. Y como las amistades de la senorita
Pross eran de caracter eminentemente practico, habia
efectuado correrias por el Soho y zonas adyacentes en
busca de franceses empobrecidos, quienes, tentados
por chelines y medias coronas, hacianla participe de
misterios culinarios. De estos hijos e hijas de la Galia
venidos a menos, habia adquirido artes tan portento-
sas que la mujer y la muchacha que integraban el ser-
vicio doméstico tenianla casi por una hechicera, 0 por
la madrina de Cenicienta, que mandaba por un pollo
o un conejo, 0 por un par de hortalizas al huerto, y lo
transformaba en lo que le placia.
Los domingos, la senorita Pross se sentaba a la
mesa del doctor, pero los demas dias se empenaba en
tomar sus comidas a horas incégnitas, bien en las de-
pendencias de escaleras abajo, bien en su habitacién
del segundo piso: un cuarto azul al que nadie, salvo
su Palomita, tenia acceso. En la ocasion referida, la se-
norita Pross, correspondiendo al afable semblante y a
los lisonjeros esfuerzos de la joven por complacerla, se
deshizo en amabilidades, de suerte que la comida re-
sult6 también muy grata y amena.
Era un dia sofocante, y, a los postres, Lucie propu-
so que se sirviera el vino a la sombra de! platano, para
tomar un poco el fresco. Y como ella era el centro en
torno al cual todo giraba y revoloteaba, alla salieron a
instalarse bajo el platano, y la joven bajo el vino ella
misma en especial atencién al senor Lorry. Ya desde
algun tiempo antes habiase constituido en su exclusi-
va escanciadora, y durante el ameno coloquio, senta-
dos todos a la sombra del platano, procuré tenerle
siempre el vaso lleno. Misteriosos remates y traseras

1S
de edificios vecinos, asomados por sobre las tapias, fis-
gaban indiscretamente su platica, y el platano les su-
surraba algo, alla en lo alto, a su manera.
Pero los centenares de visitas, a todo esto, seguian
sin aparecer. El que si lleg6 fue Darnay, estando ya
sentados bajo el arbol, pero sélo era uno.
El doctor Manette le recibid amablemente, y otro
tanto hizo su hija. Pero la senorita Pross se sintié afec-
tada de pronto por contracciones nerviosas en la cara
y el cuerpo y se retir6 dentro de la casa. A menudo
era victima de este achaque, y en conversaci6n fami-
liar solia amarlo «un ataque de tics».
Hallabase el doctor en su mejor forma y parecia re-
juvenecido. La semejanza fisica entre Lucie y él era,
en tales momentos, muy acusada, y segun estaban
sentados uno junto a otro, reclinada ella en el hombro
paterno y descansando él el brazo en el respaldo de la
silla de su hija, era una gloria observar rasgo por rasgo
el parecido.
Se habia pasado hablando el doctor todo el dia, so-
bre los mas diversos asuntos y con una viveza des-
acostumbrada.
—Decidme, doctor Manette —inquirid Darnay, si-
guiendo el tema de conversacion que versaba sobre los
viejos edificios de Londres-, gconocéis bien la Torre?’.
—Lucie y yo estuvimos alli un dia, pero sdlo de paso.
Vimos lo suficiente para percatarnos de que en efecto
es muy interesante; poca cosa mas.
~Yo si que he estado en ella, como recordaréis —dijo
Darnay con una sonrisa, aunque sin poder evitar que

1. La Torre de Londres, donde tradicionalmente eran encerrados


los acusados de traici6n, como Darnay, en espera del juicio.

159
la ira le hiciese enrojecer un poco-. Y no en plan de
visita, por cierto; sin demasiadas facilidades para verla
bien. Me contaron un hecho muy curioso cuando es-
tuve alli.
-¢Y por qué no nos lo referis? —pidid Lucie.
—Cuando se hacian unas reparaciones, los obreros
descubrieron un antiguo calabozo tapiado y olvidado
hacia ya muchos afios. Sus paredes estaban llenas de
inscripciones grabadas por los presos: fechas, nombres,
lamentos y plegarias cubrian hasta la ultima piedra. En
un rinc6n, cierto preso que al parecer salié de alli para
el cadalso, habia grabado como despedida tres Wnicas
letras. Debid de valerse de una herramienta bastante
deficiente, y la inscripcién estaba hecha muy aprisa y
con mano poco segura. Al principio estas letras se leye-
ron como D.I.C., pero al examinarlas mas detenida-
mente se vio que la ultima letra era una G. No habia
recuerdo ni registro de ningun preso con esas iniciales,
y se hicieron muchisimas conjeturas en vano sin acer-
tar con la persona a quien pudiera corresponder ese
nombre. Por ultimo se le ocurrié a alguien que las le-
tras aquellas quiza no fuesen iniciales, sino la palabra
DIG [«excavad»]. Examinaron cuidadosamente el sue-
lo al pie de la inscripcidn hasta que debajo de una pie-
dra o baldosa, entre la tierra, hallaronse los restos de un
papel mezclados con los de una carterita o bolsita de
piel. Lo que aquel preso desconocido habia escrito ja-
mas podra leerse, pero es evidente que escribié algo y
lo enterré para que no lo descubriese el carcelero.
—jPadre! -exclamo Lucie de pronto-, jte sientes mal!
El doctor se habia puesto subitamente de pie, lle-
vandose una mano a la cabeza. Su ademan y aspecto
aterraron a todos.
-No, hijita mia, no me siento mal. Esté empezando
a llover, caen unos goterones enormes y me han so-
bresaltado. Mejor sera que entremos.
Se recobr6 casi al instante. Era verdad que cafan
gotas muy grandes, y el doctor ensefié algunas sobre
el dorso de su mano. Pero no dijo una sola palabra
respecto al descubrimiento de que se habia hablado y,
cuando entraban en la casa, la perspicaz mirada de
Lorry capt6 o crey6 captar, en el rostro del médico
cuando é€ste se volvia hacia Charles Darnay, la misma
expresion extrana que mostrara al volverse hacia él
en los pasillos del Tribunal.
Pero se recobro tan pronto que Lorry lleg6 a dudar
de la agudeza de sus percepciones. Y cuando se detu-
vo bajo el brazo de gigante que presidia la entrada y
coment6 que aun no era inmune a las pequenas sor-
presas (si es que habia de serlo alguna vez) y que en
efecto la lluvia le habia sobresaltado, el dorado y me-
talico brazo no parecia mas firme que él.
Lleg6 la hora del té y ni rastro aun de todos aquellos
cientos de visitas que se esperaban. Habia aparecido por
alli Sydney Carton, si, pero con él sdlo eran dos.
Tan sofocante era la noche que aunque tenian
abiertas puertas y ventanas, estaban agobiados de ca-
lor. Asi, una vez que hubieron tomado el té, se dirigie-
ron todos a un mirador y se acomodaron frente al cie-
lo cargado del anochecer; Lucie sentada junto a su
padre; Darnay al lado de ella, y Carton recostado en
un antepecho. Las cortinas eran largas y blancas, y al-
gunas de las rachas tormentosas que se revolvian atra-
padas en aquel rincon las levantaban violentamente
hasta el techo, haciéndolas ondear lo mismo que unas
alas espectrales.
161
—Siguen cayendo goterones —dijo el doctor Manet-
te-; pocos y pesados. La tormenta viene despacio.
—Pero inexorable —dijo Carton-; no hay quien nos li-
bre.
Hablaban en voz baja, como hacen casi siempre los
que miran y esperan; como jamas dejan de hacer quie-
nes miran y esperan, en una habitacion oscura, a que
en el cielo resplandezca el rayo.
Por las calles se advertia mucho apremio de gente que
aceleraba el paso y corria en busca de sitio donde guare-
cerse antes de que estallara la borrasca; ecos de pasos que
iban y venian, llenando de resonancias aquel rincén en-
cantado aunque aparentemente nadie anduviese por alli.
—jCuanta gente, y sin embargo qué soledad! —co-
mento Darnay cuando llevaban escuchando un rato.
—Es impresionante, ¢verdad, senor Damay? —inqui-
rid Lucie-. A veces me he pasado aqui sentada tardes
enteras, hasta figurarme que..., pero incluso una sim-
ple figuraci6n tonta me hace estremecerme esta noche;
esta todo tan negro, tan solemne...
~Pues sepamos de lo que se trata; que nos estre-
mezcamos nosotros también.
—A vos Os parecera sin importancia. Son puros an-
tojos de la fantasia que sdlo impresionan en el mo-
mento de forjarlos, supongo yo; no se pueden comu-
nicar. A veces he venido a sentarme aqui a solas, al
atardecer, y me he puesto a escuchar hasta sentir la
impresiOn de que los ecos que desde aqui siempre se
oyen son los de todos los pasos que estan Ilegando y
llegando constantemente a nuestras vidas.
—Pues de ser asi, es un buen monton de gente la que
llega a nuestra existencia en un solo dia -tercié Sydney
Carton, en uno de sus tipicos arranques.

162
Los pasos eran incesantes, y su apresuramiento se
aceleraba. Ecos y mas ecos, y hasta ecos de ecos de pi-
sadas, repercutian por todo el dmbito de la casa; en
apariencia, bajo los balcones; otros daba la impresién
que en el aposento mismo; unos que venjan, otros que
iban, algunos que se alejaban y otros que se extingufan
definitivamente; todos en las calles distantes, y ni uno
solo al alcance de la mirada.
—zY estan todos esos pasos destinados a todos no-
sotros sin distincién, senorita Manette, o nos los tene-
mos que repartir?
—No lo sé, senor Darnay; ya os dije que era una fi-
guracion tonta, pero quisisteis saber. Las veces que me
he abandonado a ella, estaba sola, y entonces imagi-
naba que eran los pasos de las personas Jlamadas a en-
trar en mi vida y en la de mi padre.
-jYo les abro las puertas de la mia! —dijo Carton-.
No hago preguntas ni pongo condiciones. Una gran
muchedumbre se abate sobre nosotros, senorita Ma-
nette... La estoy viendo ahora mismo... a la luz del re-
lampago. —Estas ultimas palabras las pronuncié mo-
mentos después de una vivida exhalacién que le
alumbr6 de lleno, comodamente recostado en el ante-
pecho del mirador.
~jY la estoy oyendo! —anadi6, al retumbar el true-
no-. ;Ahi viene ya, rauda, violenta, furibunda!
Lo que en realidad venia era el turbidn desatado y
torrencial que le oblig6 a suspender las declamacio-
nes, pues ninguna voz podia oirse con el ruido del
aguacero. Una memorable tormenta estall6 a la par
de aquel diluvio, y ya no amaino un instante ni el
agua ni el fuego ni el estruendo hasta después de salir
la luna a medianoche.

163
Estaba dando la una la gran campana de Saint
Paul, tranquila y despejada ya la atmosfera, cuando el
buen Lorry, acompaniado por Jerry, que calzaba botas
altas y llevaba un farol, emprendia el camino de vuel-
ta a Clarkenwell. Entre el Soho y Clarkenwell habia
algunos trechos solitarios, y Lorry, por temor a posi-
bles salteadores, retenia siempre a Jerry para este ser-
vicio, si bien por lo comun solia efectuarse un par de
horas antes.
~jVaya nochecita, Jerry! -exclam6 Lorry-. Casi
como para sacar de sus sepulturas a los muertos.
-Yo no la he visto atin ni espero verla, senor —repu-
so Jerry—; no, ni espero verla, la noche en que pueda
suceder tal cosa.
—Buenas noches, senor Carton —dijo el hombre de
negocios—. Buenas noches, senor Darnay. ¢Volvere-
mos a ver juntos una noche como ésta?
Tal vez. Tal vez habrian de ver también algun dia
una multitud rugiente, impetuosa, precipitandose
inexorablemente sobre ellos.
7. Monsenor en la Corte

Monsenor, uno de los grandes de la Corte, daba su re-


cepcidn quincenal en su suntuoso palacio de Paris.
Monsenor estaba en la camara privada, en el sancta-
sanctorum, el lugar archisacrosanto para la turba de
adoradores que aguardaban fuera, en los salones del
palacio. Monsenor se disponia a tomar el chocolate. Era
capaz monsenor de engullir muy holgadamente un
sinfin de cosas, y algunos aguafiestas malpensados su-
ponian que se estaba engullendo a Francia entera mas
aprisa de lo que hubiera podido creerse. Pero el choco-
late matinal no podia cubrir el trayecto hasta el gaznate
de monsenor sin el concurso de cuatro mozos bien for-
nidos, ademas del cocinero.
Si. Cuatro hombres hacian falta, los cuatro con vis-
tosa y fastuosa indumentaria —amén de que el jefe de
aquella tropa era incapaz de seguir viviendo con me-
nos de dos relojes de oro en el bolsillo, en un noble y
virtuoso afan por ajustarse al buen tono instituido por
monsenor-— para llevar el bendito chocolate hasta los
labios de monsenor. Un lacayo traia la chocolatera
ante la sacra presencia; un segundo lacayo desmenu-
zaba el chocolate y lo revolvia con el molinillo; el ter-
cero presentaba ceremoniosamente la servilleta, y el
cuarto —el de los relojes de oro- servia el chocolate a
monsenor. Habria sido imposible para monsenor pres-

165
cindir de uno solo de aquellos servidores de su choco-
late sin caer del elevadisimo sitial que ocupaba bajo la
admiracion de los cielos. Que sdlo se lo hubieran ser-
vido tres habria sido indigno, una de las manchas mas
nefastas que podian afear su blasén. La reduccion a
dos habria supuesto para él la muerte.
La noche de la vispera habia asistido monsenor a
una cena intima, con deliciosas representaciones de la
Comedia y la Gran Opera. Raras eran las noches en
que monsenor no asistia a cenas intimas con gente de
lo mas brillante y encantadora. Tan cumplido e im-
presionable era monsenor que la Comedia y la Gran
Opera tenfan mucha més influencia cerca de él, en la
tediosa y arida tramitacién de los asuntos y secretos
de Estado, que las necesidades de Francia entera. Cir-
cunstancia venturosa para Francia, como siempre lo
es para todos los paises favorecidos de modo semejan-
te... Como lo fue (valga el ejemplo) para Inglaterra,
en los anorados dias de aquel alegre Estuardo que la
vendio!.
Tenia monsenor una idea realmente magnanima
de los asuntos publicos generales, y era dejar que todo
siguiera su curso propio y natural; en cuanto a los
asuntos publicos particulares abrigaba el no menos
magnanimo principio de que todo debia seguir tam-
bién su curso natural: es decir, el que lo encaminaba a
consolidar su poder y engrosar sus arcas particulares.
Respecto a sus placeres, generales y particulares, mon-
senor abrigaba otra idea nobilisima, la de que el mun-
do habia sido creado para satisfacerlos. La leyenda de
su divisa (alterado el texto original en sdlo un pro-

1. Carlos II.
nombre, que no es gran cosa) decia: «Mia es la tierra y
todo cuanto hay en ella, monsefor.»
Sin embargo monsefnor habia ido poco a poco com-
probando cémo en sus asuntos, privados y ptblicos,
se deslizaban ciertos apuros y dificultades de caracter
harto prosaico, y por ello se habia visto forzado a aliar-
se con un recaudador general*. Sucedio asi en el caso
de la Hacienda publica, porque monsenor no sabia de
ella ni palabra, y consiguientemente debia ponerla en
manos de alguien que la entendiera; y en el caso de
las finanzas particulares, porque los recaudadores ge-
nerales eran ricos, mientras que monsenor, después
de generaciones dadas a fastuosos lujos y despilfarros,
era cada vez mas pobre. De ahi que monsenor hubie-
ra sacado a su hermana de un convento, a tiempo to-
davia de impedir que tomara el velo, la prenda mas
barata que podia llevar, y se la diera en recompensa a
un recaudador general muy rico, pero pobre en linaje.
El cual recaudador general, con su correspondiente
bast6n de puno de oro, hallabase a la saz6n entre la
concurrencia que llenaba los salones, y era objeto de
mucha lisonja y reverencia por parte de aquella hu-
manidad... Exceptuando siempre, claro esta, la supe-
rior humanidad de la sangre de monsenor, porque
ésta, sin excluir a su propia esposa, le miraba con el
mas absoluto desprecio.
El recaudador general era hombre suntuoso en
grado eminente. Treinta caballos llenaban las caballe-

2. En Francia, bajo los Borbones, era costumbre arrendar los im-


puestos, es decir, vender el derecho a percibirlos a un individuo
por una suma fija, lo que condujo a muchos abusos e imposicio-
nes; fue una de las causas de la Revolucion.

167
rizas, veinticuatro criados le atendian en las camaras,
seis damas de compafifa asistian y servian a su mujer.
Como quien no hacia afectacién de otra cosa que de
saquear y expoliar donde podia —aunque sus relacio-
nes por matrimonio propendieran a cierta moralidad
social-, el recaudador general era por lo menos la ma-
yor y mas solida entidad real entre los personajes que
habjan acudido al palacio de monsenor aquel dia.
Pues aquellas estancias, aunque hermosisimo es-
pectaculo digno de verse, ornadas con cuanto en pun-
to a decoracién podian proporcionar el buen gusto y
el arte de la época, carecian, en verdad, de toda con-
sistencia. Consideradas con relacién a las turbas de
descamisados que pululaban por doquier con sus an-
drajos y sus gorros de dormir (y no muy lejos, por
cierto, ya que las vigilantes torres de Notre Dame,
equidistantes casi de los dos extremos, podian muy
bien contemplar uno y otro), habrian revestido un ca-
riz sumamente inquietante si alguien en casa de mon-
senor hubiera sido capaz de inquietarse por cosas tan
nimias. Militares de alta graduacién horros de todo
saber y ciencia militar; oficiales de marina sin la me-
nor idea de lo que es un barco; funcionarios ignoran-
tes de los negocios publicos; clérigos desvergonzados,
mundanos hasta el colmo, de ojos sensuales, lengua
suelta y vida licenciosa; todos de lo mas inepto y ne-
gado para las vocaciones que representaban, tremen-
dos embusteros en su afectaci6n de pertenecer a ellas;
pero todos, proxima 0 remotamente, de la misma cla-
se y prosapia de monsenor, y en consecuencia fraudu-
lentamente promovidos a un sinfin de sinecuras y car-
gos publicos en que todo eran prerrogativas y lucro...
hay que decir que los de tal especie se contaban por

168
docenas de docenas. Y no abundaban menos las per-
sonas sin relacién inmediata con monsefor o con el
Estado, pero sin relacion asimismo con nada que fue-
se real, sin la menor sombra de trayectoria ni de fina-
lidad positiva en sus divagantes existencias. Médicos
que amasaban grandes fortunas prescribiendo exqui-
siteces para curar achaques imaginarios y de todo
punto inexistentes sonrefan en las antecamaras de
monsenor a sus pacientes cortesanos. Arbitristas que
habian descubierto toda suerte de panaceas para los
pequenos males que aquejaban al Estado, excepto el
de ponerse a trabajar en serio para extirpar de veras
una sola de esas lacras, aturdian con su chachara a
cuantos incautos les prestaban oidos en ja recepcidn
de monsenor. Descreidos fil6sofos que remoldeaban
el mundo con palabras y levantaban babeles de naipes
para escalar el cielo platicaban, en aquella pasmosa
asamblea convocada por monsenor, con quimicos in-
crédulos que acariciaban la idea de la transmutaci6n
de los metales. Exquisitos caballeros de la mas noble
cuna, ya conocidos en aquella época distinguidisima
—como de entonces aca siempre lo han sido— por sus
frutos de indiferencia respecto a todo asunto natural
de interés humano, vegetaban en el palacio de mon-
senor en el mas ejemplar estado de languidez y ener-
vamiento. Y eran tales los hogares que estas diversas
notabilidades dejaban a sus espaldas en el preclaro
mundo de Paris, que los espias mezclados entre los
devotos de monsenor —la mitad o mas de tan distin-
guida y obsequiosa compania— habrian hallado harto
dificil descubrir entre los angeles de aquel empireo
una sola mujer casada que en su porte y maneras de-
notara ser madre. A decir verdad, salvo por el mero

169
hecho de traer alguna inoportuna criatura a este mun-
do —lo cual no da demasiado derecho al titulo de ma-
dre—, en la buena sociedad no se conocia semejante
especie. Mujeres aldeanas daban el pecho a los ninos,
cosa tan impresentable en el mundo elegante, los cui-
daban y criaban, y en los salones veianse deliciosas
abuelas de sesenta afios que vestian y alternaban
como jovencitas de veinte.
La lepra de la irrealidad desfiguraba a todos los se-
res humanos del séquito de monsenor. En la sala mas
apartada estaban media docena de sujetos excepcio-
nales que ya de algunos anos a esta parte abrigaban
el vago recelo de que las cosas llevaban bastante mal
rumbo, en general. Como una prometedora medida
para enderezarlas, la mitad de dicha media docena ha-
bian ingresado en una fantastica secta de convulsionis-
tas’, yalasazon estaban considerando en conciencia si
no deberian ponerse a dar alaridos, echar espumara-
jos y caer en trance cataléptico alli mismo, significan-
do con ello un aviso del cielo muy claro y elocuente, a
manera de poste indicador del futuro para prevencién
y guia de monsenor. Ademas de estos derviches, otros
tres se habian metido de rond6n en otra secta que pre-
tendia arreglar el mundo con una jerigonza sobre «el
Centro de la Verdad», sosteniendo que el hombre se
habia alejado de este centro —lo cual no necesitaba
mucha demostraci6n-, pero no se habia salido de la
circunferencia, y se trataba de impedirle que la traspa-
sara y se distanciara de ella, empujandole por el con-

3. Grupo de fanaticos religiosos cuyas creencias habian florecido


en circulos elegantes durante el reinado de Luis XV, pero habian
perdido toda importancia cuando Dickens escribe.

170
trario hacia el centro e instandole a regresar al mismo
por medio de ayunos y vision de espiritus. Entre éstos
se daba siempre mucha platica y conferencia con espi-
ritus, en efecto, y ello era fuente de un bien inmenso
que jamas se materializaba en hechos reales.
Claro que cuantos frecuentaban el suntuoso pala-
cio de monsenor iban correcta y admirablemente ves-
tidos, lo cual no deja de ser un consuelo. Si resultara
que el Dia del Juicio sélo hubiera de ser un concurso
de trajes, todos los alli presentes estaban salvados para
la eternidad. Qué cabelleras tan bien rizadas, empol-
vadas y engomadas, qué finura de cutis artificialmen-
te conservados y compuestos, qué bizarria de sables
para deleite de la vista, qué delicadeza de perfumes en
honor del sentido del olfato, cudntos y cudntos pri-
mores que sin duda garantizaban la continuidad de
todo aquello por los siglos de los siglos. Los exquisitos
caballeros del mas alto linaje ostentaban alhajas que
tintineaban al compas de sus languidos movimientos,
aureos pinjantes con repique de preciosas campani-
llas, y toda aquella musica celestial, el frufru de las se-
das, los brocados y la fina lenceria tenian como con-
trapunto un murmullo en el aire que soplaba, alla
lejos, sobre San Antonio y su hambre devoradora.
El traje era el talisman infalible y el conjuro magico
para que todas las cosas siguieran en su sitio respecti-
vo. Todo el mundo iba vestido como para un perpetuo
baile de mascaras. Desde el Palacio de las Tullerias*,
pasando por monsenor y toda la Corte, por las Cama-
ras, los Tribunales de Justicia y toda la sociedad (ex-
cepcién hecha de los descamisados, por supuesto), el

4. Sede de los reyes de Francia en Paris.

171
baile de disfraces llegaba hasta el mismisimo verdugo,
a quien en aras del magico ritual se exigia que actuase
«rizado y empolvado el cabello, casaca con galones de
oro, escarpines y medias blancas de seda». ;Y quién
iba a dudar, entre los invitados a la recepcidn de mon-
senor en aquel afio de gracia de mil setecientos ochen-
ta, de que un sistema sustentado y fundamentado en
un verdugo de rizada y empolvada cabellera, galones
de oro, escarpines y medias de seda blancas, no habia de
exceder en duracion a las mismisimas estrellas!
Una vez que monsenor hubo aliviado de sus cargas
a los cuatro servidores y tomadose el chocolate, man-
do que se abrieran de par en par las puertas del sanc-
tasanctdrum y se present6 ante los que le aguardaban.
Y entonces, jah, qué sumision, qué vil y rastrera adu-
lacion, qué servilismo, qué abyecta manera de humi-
llarse a sus plantas! Pues en cuanto a doblegarse y
prosternarse en cuerpo y alma nada se dejaba alli para
el Altisimo, y ésta quiza fuese una de las razones por
las que los fieles de monsenor jamas importunaran al
cielo con sus preces.
Dispensando una promesa aqui y una sonrisa mas
alla, una frasecita en voz baja a un esclavo feliz y un
gesto de salutaci6n con la mano a otro, monsefnior cru-
z6 afablemente las estancias hasta llegar a la remota
region de la Circunferencia de la Verdad. Alli dio me-
dia vuelta, hizo el mismo recorrido a la inversa y aca-
bo recluyéndose de nuevo en el santuario, con los be-
nignos duendes del chocolate, y ya no se le vio mas.
Concluida la mascarada, el suave rumor que inun-
daba el aire se trocé en una momentanea borrasca, y
las preciosas campanitas bajaron tintineando por las
escaleras. Pronto de toda aquella grey no qued6 mas

172
que una sola persona, y esta persona, con el sombrero
bajo el brazo y la caja de rapé en la mano, se dirigié
despacio entre los espejos hacia la salida. Finalmente,
ya en la ultima puerta, se volvié en direccién al sanc-
tasanctorum y maldijo:
—jAsi os lleve el Diablo!
Dicho lo cual se sacudi6 de los dedos el rapé como
quien se quita de los pies el polvo del camino y sose-
gadamente echo a andar escalera abajo.
Era un varon de unos sesenta anos, vestido con
pulcritud y buen gusto, de porte altivo y rostro como
una bella mascara. De una palidez transparente, muy
bien marcado y definido cada uno de sus rasgos, aquel
rostro se distinguia en seguida por una expresion fija
e impavida. La nariz, por lo demas bien proporcio-
nada, se contraia casi imperceptiblemente en la par-
te superior de ambas aletas. En esas dos contraccio-
nes o senos residia el unico leve cambio que aquella
cara experimentaba. A veces cambiaban de color, y
de cuando en cuando se dilataban y contraian en una
especie de débil pulsacién: entonces daban a todo el
semblante una expresion de perfidia y crueldad. Exa-
minado con atencion, la aptitud de aquel rostro para
exhibir una expresi6n semejante veiase favorecida
por las lineas de la boca y de las 6rbitas oculares, de-
masiado horizontales y delgadas. Y sin embargo, en su
aspecto general, era un rostro hermoso, un rostro fue-
ra de lo comun.
Bajo su dueno hasta el patio, subio a la carroza que
le estaba aguardando y se alejo en ella. Pocos eran los
que con él habian hablado en la recepcion; habiase
mantenido un tanto aparte, y monsefor podria ha-
berse mostrado mas cordial en su trato. Asi las cosas,
Wes
casi le complacia ahora ver dispersarse al populacho
delante de los caballos, escapando algunos por mila-
gro de ser atropellados. El cochero conducia como si
cargase contra una hueste enemiga, y la salvaje teme-
ridad de aquel hombre no parecia inmutar al amo, ya
que ni en su rostro ni en sus labios apuntaba el menor
gesto o palabra de moderaci6n. Ya algunas veces se
habia dejado oir la queja, aun en una ciudad sorda y
una época muda como aquéllas, de que la barbara
costumbre patricia de conducir a rienda suelta por las
angostas calles sin aceras ponia en peligro, de una ma-
nera desconsiderada, !a integridad fisica y aun la vida
de los infelices villanos. Pero pocos se paraban a pen-
sar en tales pequeneces, y en esto como en tantas
otras cosas se dejaba que los miserables del estado Ila-
no se libraran y saliesen de apuros como pudieran.
Con un estrépito infernal y una inhumana falta de
miramiento casi incomprensibles en nuestros dias, el
carruaje volaba por las calles y doblaba a toda marcha
las esquinas, esquivado por mujeres que chillaban a
su paso y por hombres que se agarraban entre si y
agarraban a los chicos para apartarse y ponerse a sal-
vo. Hasta que por fin, al llegar precipitadamente a una
esquina junto a una fuente publica, una de las ruedas
paso con leve trompic6én por encima de algo y los ca-
ballos se encabritaron y retrocedieron entre un coro
de gritos aterrados.
De no ser por este ultimo inconveniente, es proba-
ble que la carroza no se hubiera detenido; ya se sabia
que las carrozas proseguian la marcha dejando atrdas a
sus victimas. ¢Quién iba a impedirselo? Pero el asus-
tado lacayo se habia apeado de un brinco y veinte ma-
nos sujetaban las bridas de los caballos.

174
—¢ Qué ha sucedido? -pregunt6 monsieur asoman-
dose tranquilamente por la ventanilla.
Un hombre alto, tocado con gorro de dormir, habia
sacado un bulto de entre las patas de los caballos y lo
habia depositado junto al pilon de la fuente, para ten-
derse en el barro y llorar sobre él con unos aullidos
como los de un animal salvaje.
—jPerd6n, senor marqués! —dijo sumisamente uno
de aquellos harapientos-. Es una criatura.
—éY por qué arma ese escandalo insoportable? ¢Es
su hijo?
—Disculpe el senor marqués... Qué pena... Claro que
es su hijo.
La fuente quedaba a cierta distancia, porque la ca-
lle se ensanchaba en aquel punto formando una espe-
cie de plazoleta. Cuando el hombre alto se levant6 su-
bitamente del suelo y se acercé corriendo a la carroza,
el senor marqués llev6 la mano un instante a la em-
punadura de su espada.
—jMuerto! —grit6 el hombre en un arrebato de des-
esperaciOn incontenible, levantando ambos brazos
por encima de la cabeza y mirando de hito en hito al
arist6crata—. jMe lo han matado!
La gente, arremolinada en torno, miraba al senor
marqués, y todos aquellos ojos no expresaban otra
cosa que la atenta expectacion, la ansiedad propia del
caso; no se advertia en ellos célera ni hostilidad alguna.
Tampoco despegaba nadie los labios; después del pri-
mer grito habian enmudecido, y mudos continuaban.
La voz del que habia hablado primero era anodina y
mansa, en su extrema sumisiOn. El sehor marqués pa-
se6 la mirada sobre todos ellos como si no fuesen mas
que ratas salidas de los agujeros.

175
~—Me sorprende —dijo, sacando su bolsa— que no se-
pais cuidar de vosotros mismos y de vuestros hijos.
Siempre tenéis que estar alguno por medio, obstru-
yendo el camino. ¢Cémo puedo yo saber si han sufri-
do algtin danio mis caballos? jToma! Dale eso.
Arroj6 una moneda de oro para que la recogiese el
lacayo y todas las cabezas se inclinaron para verla
caer.
—;Muerto! —volvio a gritar el hombre alto con tono
patético y desgarrador.
Le interrumpio la subita llegada de otro hombre a
quien los demas abrieron paso. Al verle, el desdichado
se dej6 caer sobre su hombro, entre gemidos y sollo-
zos, senalando hacia la fuente donde algunas mujeres
se inclinaban sobre el bulto inanime y se movian amo-
rosamente a su alrededor, tan silenciosas, no obstan-
te, como los hombres.
-Lo sé todo, lo sé todo —dijo el recién llegado-.
;Animo, Gaspard, amigo mio! Mejor es para el pobre-
cillo haber muerto asi que seguir con vida. Ha muerto
en un instante, sin sentirlo. Qué sufrimientos no le
esperarian, en cambio, si viviera?
—Eres filésofo, por lo que veo —dijo sonriendo el
marqués-. Como te llamas?
—Me llamo Defarge, senor.
—zY cual es tu oficio?
—Soy tabernero, senor marqués.
—Pues coge eso, fil6sofo y tabernero —dijo el mar-
qués, arrojandole otra moneda de oro-, y gastatelo en
lo que quieras. jA ver! ¢Estan listos los caballos?
Sin dignarse mirar ni una vez mas a la concurren-
cia, se reclino el sehor marqués en su asiento, y se ale-
jaba ya del lugar con el aire de un caballero que acci-

176
dentalmente ha roto cualquier objeto de poco valor y
lo ha pagado, porque se lo puede permitir, cuando de
repente se vio perturbada su calma por una moneda
que, entrando por la ventanilla de la carroza, caia tin-
tineando en el suelo.
—jAlto! —-dijo el senor marqués-. ;Parad los caba-
llos! ¢Quién ha tirado esto?
Miro al sitio donde un momento antes quedara
Defarge el tabernero; pero sélo vio al desventurado
padre que seguia sollozando de bruces en el suelo, y la
figura que se erguia a su lado era la de una mujer for-
nida y morena que, imperturbable, hacia calceta.
—jPerros! -exclam6 el marqués, aunque sin rudeza
y sin que sus facciones se alteraran lo mds minimo,
salvo las aletas de la nariz-. De qué buena gana os
atropellaria y os exterminaria de la faz del mundo. Si
supiese quién es el brib6n que tir6 esto al coche, y si el
muy bandido estuviese al alcance, no se libraria de
morir aplastado bajo las ruedas.
Tan acobardados vivian todos y tan larga y penosa
era su experiencia de las injusticias que personajes
como aquél podian cometer, al amparo de la ley o al
margen de ella, que ni una voz, ni una mano, ni si-
quiera una mirada o0s6 levantarse. Por lo menos entre
los varones. Porque la mujer de la calceta si que alz6
la vista con firmeza y miré al marqués a la cara. Su
sentido de la dignidad no permiti6 a éste darse por en-
terado; los ojos desdenosos pasaron por encima de la
mujer y de todas las demas ratas aquellas; volvio a re-
clinarse en el asiento y dio la orden:
—jEn marcha!
Se alejé en la carroza, y pasaron otras rodando ve-
lozmente en rapida sucesion; el ministro, el asesor del

177
Estado, el recaudador general, el doctor, el jurista, el
eclesidstico, la Gran Opera, la Comedia, todo el baile
de mdascaras rodando velozmente en espléndida ca-
rrera sin fin. Las ratas habian salido de sus agujeros
para mirar, y lo hacian horas enteras; soldados y guar-
dias pasaban con frecuencia entre ellas y el espectacu-
lo, formando una barrera tras la que se movian furti-
vas y por cuyos intersticios procuraban atisbar. Hacia
ya buen rato que el padre habia recogido del suelo el
fardo indnime y habia desaparecido con él, en tanto
las mujeres que lo atendieran mientras yacia al pie de
la fuente permanecian ahora alli sentadas viendo co-
rrer el agua y desfilar el Baile de Mascaras; y la que se
habia distinguido entre todas, irguiéndose altiva con
su calceta, continuaba moviendo y moviendo las agu-
jas con la fuerza impasible del Destino. Corria el agua
de la fuente, discurria rapido el rio, se apresuraba el
dia hacia su noche, y asi también la vida en la ciudad
corria, segun es norma, hacia la muerte; el tiempo y
su raudal no se detenian por nadie, las ratas dormian
de nuevo apretujadas en sus madrigueras oscuras, el
Baile de Mascaras encendia sus luces para la cena, y
todas las cosas seguian su curso.

|
8. Monsenor en el campo

Un bonito paisaje en el que lucian las mieses, aunque


poco abundantes. Hazas de misero centeno donde de-
biera haber crecido el trigo; hazas de miseros guisan-
tes y de habas, de las mds ordinarias hortalizas, en vez
de trigo. En la naturaleza inanimada, como en los
hombres y mujeres que la cultivaban, advertiase una
tendencia dominante a vegetar de mala gana; una cla-
ra disposici6n a renunciar, a dejarse vencer por el des-
aliento, y languidecer, y marchitarse.
En la carroza de viaje, que bien podria haber sido
mas ligera, pues tiraban de ella cuatro caballos de pos-
ta y la guiaban dos postillones, subia el sehor marqués
una empinada cuesta. El rubor que tenia el rostro del
viajero no ponia en entredicho su elevada alcurnia,
ya que no procedia de su fuero interno, sino que se
debia a una circunstancia externa totalmente ajena a
su dominio: el sol poniente.
Y con tal esplendor irrumpieron los arreboles en la
carroza al coronar la referida cuesta que, por un mo-
mento, su ocupante quedo todo banado en grana y
carmesi.
—Pronto va a ponerse el sol —dijo el senor marqués
mirandose las manos.
Y en efecto, tan bajo estaba ya el astro del dia que
en un momento desaparecio tras el horizonte. Cuan-

179
do ajustaron a la rueda la pesada galga y el carruaje se
desliz6 pendiente abajo, envuelto en una nube de pol-
vo con olor a ceniza, los igneos resplandores se disipa-
ron rapidamente. Y comoquiera que el sol y el mar-
qués descendian al mismo tiempo, cuando quitaron la
galga de la rueda no quedaba ya el menor vestigio de
arrebol.
Desplegabase ahora ante los ojos un territorio que-
brado, de dilatados horizontes, un pueblecito al pie de
un cerro, detrads una amplisima ladera, la torre de una
iglesia, un molino de viento, un bosque reservado
para la caza y un penon rematado por una fortaleza
que se utilizaba como carcel. Por todas estas cosas, os-
curas ya con la caida de la noche, paseaba la mirada el
marqués con el gesto de quien se acerca a sus domi-
nios.
El pueblo tenia sdlo una calle muy pobre, una cer-
veceria no menos pobre, un pobre taller de curtidos,
una misera taberna, una mala cuadra para relevo de
postas, una fuente mezquina y las demas cosas que
puede haber en un pueblo, todas igual de pobres,
como pobres eran también sus vecinos, todos los veci-
nos sin excepcidn, sentados muchos de ellos a la puer-
ta de sus casas, picando para la cena cebollas de dese-
cho y cosas por el estilo, en tanto que otros lavaban
en la fuente hojas, hierbas y otros parvos productos
de la tierra con algun viso de comestibles. No habia
que ser muy lince para descubrir las causas que a se-
mejante miseria les reducian: el impuesto para el Es-
tado, el impuesto para la Iglesia, el impuesto para el
senor de la comarca, impuestos locales y generales
que habian de pagarse aca y alla con arreglo al solem-
ne registro tributario efectuado en el pueblecito, tanto

180
que lo realmente asombroso era que no hubiera sido
engullido aun de una vez aquel pobre pueblecito, y
con él todos los demas.
Se veian pocos nifios, y ningtin perro. En cuanto a
hombres y mujeres, slo tenian una alternativa: o vi-
vir en aquellas condiciones infimas mientras pudieran
sostenerse, 0 sufrir la cautividad y la muerte en la for-
taleza de lo alto del penon.
Precedido por un heraldo y por el restallar de los 1a-
tigos, que culebreaban en tomo a las cabezas de los
postillones, y al aire del crepusculo, como si las mismi-
simas Furias lo escoltaran, lleg6 el sehor marqués en su
carroza de viaje ante el port6n de la casa de postas. Ha-
llabase ésta a pocos pasos de la fuente, y los aldeanos
interrumpieron sus actividades para mirarle. También
él los miré, y vio en ellos, sin saberlo, las figuras escua-
lidas y los rostros demacrados por la accion lenta y te-
naz de la miseria que habian de dar origen a la falaz
creencia inglesa, mantenida contra toda evidencia du-
rante casi un siglo, de que los franceses estaban todos
muy delgados.
Paseaba el senor marqués la mirada por los sumi-
sos rostros que ante él se inclinaban, como él mismo
se habia inclinado ante monsenor en la Corte -si bien
la diferencia consistia en que aquellas cabezas inclina-
banse solo para sufrir y no para propiciar— cuando se
unio al grupo un peon caminero.
—jTraedme a ese individuo! —dijo el marqués al he-
raldo que le acompanaba.
Trajeron al pobre hombre a su presencia, con la go-
rra en la mano, y los demas se apifaron alrededor
para mirar y escuchar, lo mismo que otros habian he-
cho en Paris, junto a una fuente publica.
181
—~No me he cruzado contigo en el camino?
—Cierto, monsefor. He tenido el honor de que os
cruzarais conmigo.
-En la subida de la cuesta y también luego arriba,
éno es asi?
—Asi es, Monsenor.
—cY qué es lo que mirabas con tanta atencién?
—Miraba al hombre, monsenor.
Se agacho un poco y con su astrosa gorra azul se-
nal6 debajo del carruaje. Todos sus paisanos se aga-
charon para mirar donde indicaba.
—{Qué hombre, so cerdo? ¢Y por qué mirabas ahi?
—Perd6n, monsenor. Iba colgando de la cadena de
la galga.
—Pero ¢quién? —pregunt6 el viajero.
—Pues el hombre, monsenor.
—jQue el diablo se lleve a estos idiotas! gY cOmo se
llama ese hombre? Tu conoces a todos los de por aqui.
éQuién era?
—jClemencia, monsenor! No era de por aqui. Nun-
ca le habia visto en mi vida.
—~Colgado de la cadena, dices? ¢Ahorcado?
—Con vuestra venia, ahi esta lo raro, monsefnor,
que ese hombre llevaba la cabeza echada para atras...
jasi!
Se volvié de lado él mismo, hacia la carroza, y se
echo hacia atras, de cara al cielo y con la cabeza pen-
diente. Luego se irguid, dio un par de vueltas a la go-
rra entre las manos e hizo una reverencia.
—cY qué aspecto tenia?
—Mas blanco que un molinero, monsefor. Todo cu-
bierto de polvo, blanco como un espectro, jalto como
un espectro!
La descripcidn caus6 enorme sensaciOn en el corro;
pero todos los ojos, sin consultarse entre s{, miraban
al senor marqués. Quiza para observar si tenfa algtn
espectro sobre su conciencia.
—Pues si que te has portado bien —dijo el marqués,
satisfecho de que aquel pelagatos no fuera capaz de
enojarle—. Ves un polizon en mi carroza y no vales
para abrir esa bocaza y avisarme. jBah! ;Soltadlo,
monsieur Gabelle!
Monsieur Gabelle era el encargado de la casa de
postas y recaudador de impuestos todo en una pieza!;
se habia presentado con suma obsequiosidad para
asistir a este interrogatorio, sosteniendo por el brazo
al interrogado de manera Oficial.
—jBah! Puedes largarte —dijo monsieur Gabelle.
-Y si ese forastero llega al pueblo esta noche y pide
posada, echadle mano y aseguraos de que es persona
decente, Gabelle.
—Es para mi un honor vuestras 6rdenes, monse-
nor.
-Y dime, zescap6 el hombre...? ¢Dénde esta ese
maldito?
El maldito estaba ya debajo del coche con media
docena de amigos suyos, senalando la cadena con su
gorra azul. Otra media docena de allegados lo sacaron
perentoriamente de alli y lo llevaron, jadeante, a pre-
sencia del senor marqués.
—Dime, mastuerzo, ¢escap6 ese hombre cuando
nos paramos a echar la galga?

1. Hay un juego de palabras con el nombre de este funcionario,


ya que la gabelle era el impuesto sobre la sal, el mas aborrecido de
todos los aplicados en Francia antes de la Revolucion.

183
—Se tir6 de cabeza por la ladera abajo, monsenor,
como el que se tira al rio.
—Averiguad eso, Gabelle. jEn marcha!
Los seis 0 siete que estaban observando la cadena
seguian atin entre las ruedas, como borregos, y tan
subitamente giraron éstas que solo por milagro salva-
ron el pellejo; tenian muy poca cosa mas que salvar,
aparte el pellejo y los puros huesos, pues de otro modo
quiza no habrian sido tan afortunados.
El impetu con que la carroza sali6 del pueblo y em-
prendio briosa el ascenso de la ladera contigua se vio
muy pronto frenado por lo abrupto de la cuesta. Poco
a poco los caballos aminoraron la marcha hasta po-
nerse al paso, y solo con gran fatiga continuaron su-
biendo, tambaleantes, entre las multiples y suaves fra-
gancias de la noche estival. Los postillones, con una
nube de mosquitos por escolta en vez de Furias, pro-
curaban espantarlos solapadamente con las trallas; el
lacayo marchaba a pie al lado de las caballerias, y se
oia al mensajero que iba delante al trote, invisible en
la distancia y la oscuridad.
Junto al tramo mas empinado de la cuesta habia
un pequeno cementerio con una cruz y una imagen
de Nuestro Redentor, de hechura reciente y grandes
dimensiones, clavada en ella; era una imagen tosca,
tallada en madera por algun escultor inexperto y rus-
tico; pero éste habia copiado la figura humana del na-
tural -habia reproducido acaso la suya propia—, pues
era una figura terriblemente descarnada y flaca.
Al pie de aquel emblema de la aflicci6n humana, de
una afliccién inconmensurable que desde hacia ya tiem-
po crecia y empeoraba y que atin no habia alcanzado su
hora peor, estaba arrodillada una mujer. Cuando el ca-

184
rruaje lleg6 a su altura volvi6 la cabeza, se levanté a
toda prisa y se plant6 ante la portezuela del vehiculo.
—jSois vos, monsenor! Una merced, monsefior, una
merced.
Con una exclamacion de impaciencia, aunque sin
alterar su expresi6n lo mas minimo, se asom6 monse-
nor por la ventanilla.
—jVeamos! Qué es lo que quieres? jSiempre pidien-
do!
—jPor el amor de Dios Todopoderoso, monsefior!
Mi marido, el guardabosque...
—¢ Qué pasa con tu marido, el guardabosque? Siem-
pre estais lo mismo. ;No puede pagar algo?
-Ya lo ha pagado todo, monsenor. Ha muerto.
—Bueno, pues ya descansa en paz. ¢Puedo yo de-
volvértelo?
—jNo, monsenor, ay de mi! Pero esta enterrado ahi,
debajo de un montoncito de hierba miserable.
-—c<Y qué?
—Hay tantos montoncitos de hierba como ése,
monsenor...
—cY qué?, repito, gy qué?
Parecia una vieja, aunque era joven, y su actitud
denotaba intensisima pena y desconsuelo; juntaba
con vehemente energia sus manos nudosas, de abul-
tadas venas, o bien ponia una de ellas en la portezuela
del coche, tierna y amorosamente, como si fuera ésta
un pecho humano capaz de ablandarse y sentir la su-
plicante caricia.
~j;Ofdme, monsefior! ;Monsenor, oid mi peticion!
Mi marido muri6 de hambre; son muchos los que mue-
ren de hambre; muchisimos mas, los que van a morir
igual, de pura hambre y necesidad.
185
~2Y qué?, sigo diciendo, ¢y qué? ¢Puedo yo darles
de comer?
—No; no es eso lo que pido, monsenor; bien lo sabe
Dios. Lo que os suplico es que se ponga un pedazo de
piedra o de madera, con el nombre de mi marido, para
indicar dénde esta. Si no, en seguida se olvidara el si-
tio, no lo podran encontrar cuando yo muera de la
misma enfermedad, y me enterraran debajo de otro
monton de hierba miserable, otro monton distinto...
jHay tantos, monsenor, aumentan tan aprisa, con tan-
tisima hambre como hay, monsenor, monsenor!
El lacayo la hizo alejarse de la portezuela; reanud6é
la marcha el carruaje a un trote ligero de sus caballos,
pronto avivado por los postillones; qued6 la mujer
atras, muy atras, y monsenor, nuevamente escoltado
por las Furias, acortaba con rapidez la legua o el par
de leguas que atin le separaban de su castillo.
Envolvian al viajero las suaves fragancias de la no-
che estival, y también envolvian, con la misma gene-
rosa imparcialidad de la lluvia, al astroso, polvoriento
y aperreado grupo reunido no muy lejos junto a la
fuente, al que el pedn caminero, con ayuda de la go-
rra azul sin la cual no era nada, continuaba hablando
de su hombre semejante a un espectro, y no pararia
mientras quisieran oirle. Poco a poco, a medida que
iban cansandose, fueron retirandose a sus casas uno
tras otro. Parpadearon luces en ventanas y ventanu-
cos, y estas luces, conforme iban quedando a oscuras
las ventanas y apareciendo estrellas en el cielo, pare-
cian volar trasplantadas a lo alto, en vez de apagarse.
La sombra de una gran mansion de altos tejados,
rodeada de frondosos Arboles, extendfase ya ante el
senor marqués en aquellos mismos instantes. Brilld

186
una antorcha y la carroza se detuvo. La puerta grande
del castillo se abrid para dar paso al sefior que se apea-
ba del carruaje.
—¢Ha llegado ya de Inglaterra monsieur Charles, a
quien espero?
—Todavia no, monsefior.
9. La cabeza de la Gorgona

El castillo del sehor marqués era una mole arquitecto-


nica de vastas proporciones y s6lidos muros, con un
amplio patio enlosado de piedra delante, y dos escali-
natas de acceso, también de piedra, que se juntaban en
una terraza de piedra frente a la puerta principal. Todo
era pétreo alli, balaustradas y jarrones estaban hechos
de piedra, y por todas partes habia flores labradas en
piedra, rostros humanos y cabezas de le6én cincelados
en piedra, como si dos siglos antes, cuando se termin6o
de construir, lo hubiese mirado la cabeza de la Gorgona
con esos funestos ojos que todo lo transformaban en
piedra.
Se apeo el senor marqués de la carroza, y precedi-
do por una antorcha inici6 la subida de la espaciosa
escalinata, turbando la oscuridad lo suficiente para ga-
narse el estrepitoso regano de una lechuza instalada
en el tejado de las caballerizas, ingente y macizo edifi-
cio, alla entre los arboles. Todo lo demas estaba tan os-
curo y callado que la antorcha que un servidor llevaba
por la escalinata arriba, y la que otro sostenfa ante la
gran puerta principal, lucian como si se hallasen en
un sal6n bajo techado, y no a la intemperie de la no-
che. No se ofa otro ruido que el ulular de la lechuza, y
el rumor de una fuente al caer el agua en el pilon de
piedra, pues era una de esas noches cerradas que re-

188
tienen durante largo rato el aliento, exhalan luego un
prolongado y tenue suspiro, y vuelven a contener la
respiracion.
La enorme puerta se cerré con chirriar metdlico
tras haber dado paso al sehor marqués, y éste cruzé
un vestibulo decorado con algunas panoplias de caza
que le daban cierto caracter inhdspito y severo, acen-
tuado por varias fustas y latigos cuyo rigor debia de
haber sentido en las espaldas mas de un campesino
cuando su senor se encolerizaba.
Evitando las estancias mas espaciosas, que perma-
necian cerradas y a oscuras durante la noche, el senior
marqués, precedido siempre por el sirviente portador
de la antorcha, subio por la escalera hasta una puerta
que se abria en el pasillo. Franqueada esta puerta, en-
tr6 en sus aposentos privados, compuestos de tres ha-
bitaciones: el dormitorio y dos salas. Techos altos y
abovedados, suelos frios sin alfombras, grandes mori-
llos en las chimeneas donde en invierno ardian bue-
nos fuegos de lena, y todos los lujos de un marqués
que vivia en una época y en un pais lujosos. En el es-
pléndido mobiliario dominaban la moda y el gusto del
pentltimo Luis de aquella dinastia llamada a ser eter-
na: Luis XIV; si bien la presencia de numerosos obje-
tos, ilustraciones de viejas paginas de la historia de
Francia, conferia al conjunto una amena diversidad.
En la tercera de las piezas mencionadas habia una
mesa puesta para que cenaran dos personas. Era una
sala redonda, en una de las cuatro torres redondas y
rematadas por chapiteles que flanqueaban el castillo,
alta de techo y poco espaciosa; tenia la ventana abier-
ta de par en par y las celosias cerradas, de suerte que
la oscuridad de la noche s6lo se hacia ostensible en
189
sutiles lineas horizontales de negror que alternaban
con el gris color piedra de las anchas tablillas.
—Me dicen que mi sobrino no ha llegado —observ6
el marqués mirando los preparativos para la cena.
Asi era, en efecto. En el castillo esperaban que lle-
gase con monsenor.
—jAh! No es probable que llegue esta noche; pero
dejad la mesa como esta, de todos modos. Estaré listo
para cenar en un cuarto de hora.
Un cuarto de hora mas tarde, como habia dicho, el
marqués estuvo listo y se sent6 para tomar a solas la
opipara cena. Estaba su silla frente a la ventana, y ha-
bia terminado de tomar la sopa y se llevaba el vaso de
burdeos a los labios cuando lo dej6 de nuevo sobre la
mesa.
—{ Qué ha sido eso? —pregunt6 con calma, mirando
con atencion las lineas de negror y de color de piedra.
—<Qué, monsenor?
—Al otro lado de las celosias. Abre las celosias.
Se hizo como decia monsenor.
—Qué es?
—No es nada, monsenor. Solo los arboles y la noche.
El criado que acababa de hablar, tras haber abierto
las celosias y haberse asomado a la desierta tiniebla,
aguardaba a pie firme, de espaldas al negro vacio, las
instrucciones de su senor.
—Esta bien —dijo el amo, imperturbable-. Vuelve a
cerrarlas.
Se obedecié una vez mas la orden, y el marqués si-
guid con la cena. Habia llegado a la mitad cuando se
interrumpio con el vaso en la mano al oir un estrépito
de ruedas que se aproximaban raudas hasta detenerse
delante del castillo.
—Pregunta quién ha llegado.
Era el sobrino de monsefir. Hacia primeras horas
de la tarde se habia situado a pocas leguas detrds de
monsenor, mas, pese a haber acortado rapidamente la
distancia, no habia logrado darle alcance en el cami-
no. Por las casas de postas fue teniendo noticia de que
monsenor le llevaba delantera.
Habia que decirle, segtin 6rdenes de monsefor,
que la cena ya estaba servida y que se le rogaba acu-
diese sin dilaci6n. Momentos después el recién llega-
do se presentaba. Era un caballero a quien en Inglate-
rra conocian por el nombre de Charles Darnay.
Monsenor le recibid con cortesia, pero no se estre-
charon la mano.
—¢Salisteis ayer de Paris, senor? —-pregunt6 a mon-
senor cuando tomaba asiento a la mesa.
—Ayer. ¢Y vos?
—He venido directamente.
—~De Londres?
—Si.
—Pues habéis tardado mucho —observo el marqués
con una sonrisa.
—Al contrario; he venido derecho y sin demoras.
—Perd6n; no me refiero al viaje en si, sino a lo que
habéis tardado en emprenderlo.
—Me han entretenido... -el sobrino se interrumpidé
un momento en su respuesta— me han entretenido di-
versos asuntos.
—No lo dudo —contest6 el tio con su habitual corte-
sia.
Mientras estuvo presente algun criado no se cruza-
ron entre ellos otras palabras. Cuando, servido el café,
se encontraron a solas, el sobrino, fijando la vista en el

191
tio y sosteniendo el mirar de aquel rostro semejante a
una hermosa mascara, inici6 asi la conversacion:
—He vuelto, sefior, como sin duda suponéis, en pro-
secuciOn del asunto por el que me habia ausentado.
Me puso en grave peligro, un peligro inesperado, tre-
mendo, pero es una misi6n sagrada, y aunque me hu-
biera llevado a la muerte creo que me hubiese infun-
dido valor para arrostrarla.
—A la muerte, no —dijo el tio—. No es preciso mentar
la muerte para nada.
—Dudo mucho, senor -replic6 el sobrino-, que si
me hubiese llevado al borde mismo de la muerte os
hubierais molestado vos lo mas minimo para librarme
del sacrificio.
Al oir esto se ahondaron las depresiones peculiares
de aquella nariz y los finos rasgos de aquel rostro cruel
se alargaron, dandole una expresion siniestra. El tio
hizo un gracioso ademan de protesta, muestra tan evi-
dente de su educacién exquisita que no resultaba
nada tranquilizadora.
—La verdad, senor —prosigui6 el sobrino-, a juzgar
por cuanto he visto, no parece sino que hayais procu-
rado expresamente dar un aspecto atin mas sospecho-
so a las circunstancias, ya bastante sospechosas, que
me rodeaban.
—-No, hombre, de ninguna manera, eso no —dijo el
tio en tono jovial.
—Pero, sea lo que quiera —continu6 el sobrino, mi-
randole con profunda desconfianza—, sé que vuestra
diplomacia me detendria por los medios que fuesen,
sin el menor escrupulo.
-Ya os lo avisé, amigo mio —dijo el marqués, con
una sutil pulsacion en las aletas de la nariz—. Hacedme

192
la merced de recordar que os adverti eso mismo, hace
mucho tiempo.
—Si; lo recuerdo.
—Muchas gracias —dijo el marqués, con una amabi-
lidad realmente extraordinaria.
Su tono persisti6 unos momentos en el aire casi
como la resonancia de un instrumento musical.
-En verdad, senor —prosigui6 el sobrino-—, creo que
por mi buena estrella y vuestra mala fortuna he podi-
do evitar verme encerrado en una carcel de Francia.
—No os comprendo en absoluto —dijo el tio, toman-
do un sorbo de café-. ¢Puedo pediros que os expli-
quéis?
—Creo que sino estuvierais en desgracia en la Corte
y no os hubiera eclipsado esa nube en los ultimos
anos, ya una lettre de cachet habria dado con mis hue-
sos en alguna fortaleza por tiempo indefinido.
—Es posible —dijo el tio con calma imperturbable-.
Por el honor de la familia, podria incluso resolverme a
incomodaros en esa medida. Os ruego que me discul-
péis.
—-Veo que, afortunadamente para mi, la recepcidén
de anteayer fue, como de costumbre, bastante fria
para vos —observé el sobrino.
-Yo no diria que afortunadamente, amigo mio —re-
plicé el marqués con refinada cortesia—; no estaria tan
seguro de eso. Una buena ocasi6n para reflexionar,
con las ventajas que la soledad depara, podria influir
en vuestro destino muchisimo mas ventajosamente
de lo que vos, por vos mismo, sois capaz. Pero es inutil
discutir ahora la cuestiOn. Yo estoy, como bien decis,
en situacion desventajosa. Esos pequenos correctivos,
esos benignos auxilios al poder y al honor de las fami-

193
lias, esos nimios favores que tanta incomodidad po-
drian acarrearos, s6lo se obtienen hoy por interés y a
fuerza de importunar. ;Son tantos los que los solici-
tan, y se conceden (relativamente) a tan pocos! Antes
no era asi, pero en todas estas cosas Francia va de mal
en peor. No hace mucho, nuestros antepasados goza-
ban del derecho de vida y muerte sobre los villanos
asentados en sus dominios. De esta misma estancia
han sacado a muchos de esos perros para la horca; en
el cuarto de al lado, mi dormitorio, sabemos que fue
apunalado sin mas un individuo por manifestar algu-
nos escrupulos insolentes tocante a la honra de su
hija... ¢su hija? Hemos perdido muchos privilegios; se
ha puesto de moda una nueva filosofia, y querer ha-
cer valer nuestros fueros en estos tiempos que corren
podria acarrearnos quiza (y fijaos bien que digo quiza)
inconvenientes nada despreciables. ;Anda todo muy
mal, muy mal!
Tom6 el marqués una pulgaradita de rapé y mene6d
la cabeza en un gesto de desaprobacién, con un des-
aliento elegante que delataba su actitud ante el pais
que todavia le albergaba a él: a ese grandioso medio
de regeneracion.
~—Tanto hemos hecho valer nuestros fueros, lo mis-
mo en tiempos antiguos que modernos —dijo el sobri-
no con pena y desaliento— que nuestro apellido es mas
aborrecido, creo yo, que otro cualquiera en toda Fran-
cia.
—Pues esperemos que asi sea —dijo el tio—-. El abo-
rrecimiento es el homenaje involuntario que los pe-
quenos rinden a los grandes.
-No he visto en toda esta comarca —prosigui6 el so-
brino en el mismo tono que antes— ni un solo rostro

194
que me mire con alguna deferencia, si no es la triste
deferencia de la esclavitud y del miedo.
—jAh! -exclam6 el marqués-, un tributo a la gran-
deza de la familia, merecido por la forma en que la fa-
milia ha sabido mantener su grandeza. —Y, tomando
una nueva pulgaradita de rapé, cruz6 ligeramente una
pierna sobre la otra.
Mas cuando su sobrino, apoyando un codo en la
mesa, se cubri6 los ojos con la mano en un gesto de re-
concentracion y abatimiento, la fina mascara le mir6é de
soslayo con un interés, una atenci6n y una expresiOn
de desagrado mas intensos de lo que cabria esperar de la
presuncion de indiferencia de quien la ostentaba.
—La represiOn es la unica filosoffa duradera. Ese
respeto ciego del miedo y de la esclavitud, amigo mio
—observo el marqués—, mantendra a los perros obe-
dientes al latigo mientras ese techo —mir6 hacia arri-
ba— nos resguarde del cielo inclemente.
Lo cual quiza no iba a ser por tanto tiempo como el
marqués suponia. Si le hubieran mostrado esa noche
un cuadro del castillo, y de otros cincuenta castillos
como aquél tal como iban a encontrarse pocos anos
después, tal vez no habria sido capaz de identificarlo
entre los desolados montones de ruinas ennegrecidas
por el fuego y despojadas por el saqueo. Y en cuanto
al techo de que alardeaba, quiza hubiera descubierto
c6mo servia de resguardo en una nueva forma contra
el cielo inclemente, esto es, alejando su visi6n para
siempre de los ojos de aquellos cuerpos en que las iras,
en forma de plomo salido de los canones de cien mil
mosquetes, habia hallado al fin su diana.
-Entretanto —dijo el marqués-, mantendré el ho-
nor y la paz de nuestra familia, si vos no lo hacéis.

195
Pero debéis de estar fatigado. gPonemos fin a nuestra
platica por esta noche?
—Permitidme un momento mas.
—Una hora, si os place.
—Senor —dijo el sobrino—, hemos obrado mal, y es-
tan madurando los frutos de nuestra iniquidad.
—:Que hemos obrado mal nosotros? -repitid el
marqués con una sonrisa inquisitiva, senalando deli-
cadamente primero a su sobrino y senalandose luego
a si mismo.
—Nuestra familia, nuestra honorable familia, cuyo
honor tanto nos importa a ambos, aunque de modo
tan distinto. Ya en tiempos de mi padre hicimos un
dano inmenso, atropellando a todo ser humano que se
interponia entre nosotros y nuestros gustos, cualquiera
que fuesen. ¢Y por qué hablar de tiempos de mi padre,
si son también los vuestros? ¢Puedo separar de él a su
hermano gemelo, su heredero y sucesor inmediato?
—jLa muerte nos ha separado! —dijo el marqués.
~Y a mi me ha dejado —contest6 el sobrino— ligado a
un sistema que considero abominable, responsable de
él pero sin facultad de cambiar cosa alguna; esforzan-
dome por cumplir la ultima suplica que salidé de labios
de mi madre y obedecer la ultima mirada de los ojos de
mi querida madre, que me implor6o tuviese misericor-
dia y tratara de reparar tantos agravios... Y me torturo
buscando inutilmente quien me ayude, y medios para
poder hacer algo.
—Si esperais encontrarlos en mi, sobrino —dijo el
marqués tocandole con el indice en el pecho (halla-
banse ahora frente a frente, de pie junto a la chime-
nea)—-, podéis estar bien seguro de que vuestra btis-
queda sera inutil.
Y segun miraba tranquilamente al sobrino con la
cajita del rapé en la mano, iban estrechdndose cruel y
astutamente todas y cada una de las lineas rectas que
dibujaban su fisonomia en la neta blancura del rostro.
Volvio a tocarle en el pecho, como si su dedo fuese la
fina punta de una pequenia espada con la que muy
gentilmente le traspasara, y dijo:
—-Amigo mio, yo moriré perpetuando el sistema
bajo el cual he vivido.
Dicho lo cual, tom6 una Ultima pulgarada de rapé
y se guardé la caja en el bolsillo.
—Mas vale proceder como seres racionales —afiadio,
después de hacer sonar una campanilla que habia so-
bre la mesa— y aceptar nuestro destino natural. Pero
vos estais perdido, monsieur Charles, por lo que veo.
—Esta propiedad y Francia estan perdidas para mi
—dijo tristemente el sobrino-. Renuncio a ellas.
—¢Son vuestras, acaso, para que podais renunciar?
Francia tal vez lo sea, gpero esta propiedad? Claro que
eso admite pocas dudas; pero ges vuestra ya?
—No habia en mis palabras la menor intenci6n de
reclamarla todavia. Si pasara de vuestras manos a las
mias manana...
—Lo cual tengo la vanidad de considerar improba-
ble.
—... O de aqui a veinte anos...
—Me hacéis demasiado favor —dijo el marqués-,
pero de todos modos prefiero esa suposicion a la otra.
~... No me haria cargo de ella, y viviria de otro modo
y en otra parte. No renunciaria a gran cosa, pues ¢qué
es esto sino un yermo de miseria y desolaci6n?
~;Vaya! —exclamo el marqués paseando la mirada
por la lujosa estancia.
—No; a primera vista no tiene mal aspecto. Pero cuan-
do se mira en su integridad, a la luz del sol y de la razon,
esto no es mas que una torre que se desmorona a fuerza
de disipacién, despilfarro, extorsiones, deudas, hipote-
cas, opresion, hambre, indigencia y sufrimientos.
~;Vaya! —volvi6 a exclamar el marqués, al parecer
muy halagado.
—Si alguna vez llega a ser mia, la pondré en manos
mas aptas que poco a poco la descarguen del peso que
la hunde, si es que tal exoneracion es posible, de suer-
te que el miserable pueblo que no puede abandonar
estas tierras y que ha sido estrujado ya hasta el limite
del sufrimiento humano, pueda en otra generaci6én
padecer menos; pero eso no es para mi. Pesa una mal-
dicidn terrible sobre todo este dominio.
-—<Y vos? —inquirié el tio—-. Perdonad mi curiosidad;
pero ges que vos, con esa nueva filosofia, pensdais vivir
del mana del cielo?
—Para vivir tendré que hacer lo que otros compa-
triotas mios, aun de noble linaje, habran de hacer qui-
zas algun dia: trabajar.
—cEn Inglaterra?
—Si. No sufrira desdoro por mi, en este pais, el honor
de la familia, senor. Y tampoco mancillaré nuestro ape-
llido en ningun otro, porque no lo uso fuera de Francia.
El toque de campanilla habia sido orden para que
encendiesen luces en el dormitorio contiguo, el cual
aparecia ahora brillantemente iluminado a través de
la puerta que comunicaba las dos estancias. Miré el
marqués en esta direcci6n y escuch6 hasta ofr los pa-
sos del criado que se retiraba.
—Mucho atractivo tiene Inglaterra para vos, visto lo
poco que habéis prosperado alli -observ6 entonces el

198
marques, volviendo hacia su sobrino el rostro impavi-
do y sonriente.
-Ya he dicho que, por lo que a mi prosperidad se
refiere, no se me oculta lo mucho que quizé tenga que
agradeceros a vos. Y en cuanto a lo demas, se trata de
mi refugio.
—Dicen esos fachendosos britanicos que su isla es re-
fugio de mucha gente. ¢Conocéis vos a un compatriota
nuestro que ha encontrado asilo alli, un médico?
—Si, le conozco.
—¢Con una hija?
—Si.
—Si... -dijo el marqués-. Estais fatigado. Buenas no-
ches.
Y al inclinar la cabeza, del modo mas cortés que pue-
da concebirse, habia tal reserva en su expresiOn son-
riente, y en sus palabras tal misterio, que no pudo me-
nos de sorprender vivamente al sobrino. Al mismo
tiempo, las finas y rectas arrugas que le orlaban los ojos,
asi como los finos y rectos labios y las aletas de la nariz,
curvaronse en un gesto de sarcasmo bello y diabélico.
—Si -repitid el marqués—. Un médico con una hija.
Si. jAsi empieza la nueva filosofia! Estais fatigado.
Buenas noches.
En vano le mir6 el sobrino mientras se encamina-
ba hacia la puerta. Tanto le habria valido interrogar a
cualquier rostro de piedra de los que ornaban exte-
riormente el castillo como esperar la menor aclaracion
de aquel rostro impenetrable.
~Buenas noches —dijo una vez mas el tio—. Sera para
mi un placer volver a veros manana por la manana.
Que descanséis. Alumbrad a mi senor sobrino hasta su
cuarto..., «y por mi podéis asar vivo en la cama a mi se-

199
for sobrino, si os parece» —anadio para su capote antes
de hacer sonar de nuevo la campanilla para que el ayu-
da de camara acudiese a su dormitorio.
Vino el criado y se volvié a marchar; el senor mar-
qués quedo dando paseos por la alcoba envuelto en
una holgada bata de dormir, como suave ejercicio pre-
paratorio para el sueno en aquella tranquila y caluro-
sa noche. Con sus blandas zapatillas que hacian total-
mente silenciosa la pisada, deslizabase por la estancia
como un tigre exquisito: parecia uno de esos marque-
ses embrujados de que habla la leyenda, famosos por
su maldad incorregible, cuya periddica transforma-
cion de tigre en hombre o de hombre en tigre estuvie-
ra en aquel mismo punto aconteciendo.
Paseaba de un lado a otro del voluptuoso dormito-
rio, repasando los pormenores del reciente viaje que
acudian espontaneamente a su memoria: la lenta y
trabajosa subida de la cuesta a la caida del sol, los arre-
boles del poniente, la bajada, el molino, la carcel en lo
alto del penon, el pueblecito en la hondonada, los al-
deanos junto a la fuente y el peén caminero con su
gorra azul, senalando bajo el coche la cadena de la
galga. Aquella fuente le recordaba otra de Paris, el pe-
queno bulto tendido en la grada del pil6n, las mujeres
inclinadas sobre él, y aquel hombre alto que gritaba
«j;Muerto!», levantados los brazos al cielo.
«Ya me he tranquilizado ~se dijo el sefior marqués-;
ya puedo acostarme.»
Tras lo cual, dejando sdlo una vela encendida sobre
la amplia chimenea, echo en torno suyo las finas corti-
nas de gasa y oy6 cémo la noche rompia el silencio con
un dilatado suspiro mientras él se acomodaba para dor-
mir.

200
Los pétreos rostros de los muros exteriores con-
templaron ciegamente la negra noche por espacio de
tres largas horas todavia; por espacio de tres horas lar-
guisimas los caballos hicieron crujir los pesebres en las
cuadras, ladraron los perros y la lechuza siguid emi-
tiendo un son muy poco semejante al que convencio-
nalmente le atribuyen los poetas. Pero es que estas
aves tienen la pertinaz costumbre de no ajustarse casi
nunca a la voz que en la partitura les corresponde.
Por espacio de tres horas interminables las cabezas
de piedra del castillo, leoninas y humanas, contem-
plaron ciegamente la noche. Una densa oscuridad en-
volvia el paisaje por completo y sumaba su profundo
silencio al silencioso polvo de todos los caminos. El ce-
menterio habia llegado al punto de no distinguirse
unos de otros los montoncillos de misera hierba, y la
cruz que lo presidia podia muy bien haberse derrum-
bado, pues no se la veia en absoluto. En la aldea, re-
caudadores y contribuyentes dormian a pierna suelta.
Sonando tal vez con banquetes, como es norma gene-
ral en los hambrientos, y con solaz y descanso, como
suele acaecer al esclavo oprimido y al buey sujeto al
yugo, los escualidos habitantes dormian profunda-
mente y estaban bien alimentados y eran libres.
La fuente del pueblo siguid manando solitaria, sin
testigo de vista ni de oido, y la fuente del castillo con-
tinuo corriendo, sin que tampoco nadie la viera ni
oyera, perdiéndose las aguas de una y otra como los
minutos que iban cayendo de la fuente del tiempo,
hasta que hubieran desgranado tres horas de compac-
ta oscuridad. Luego las aguas de ambas fuentes empe-
zaron a reflejar un poco de luz livida, y los rostros de
piedra del castillo abrieron los ojos.

201
La claridad fue poco a poco en aumento hasta que al
fin tocé el sol las cimas de los Arboles silentes y derram6
su resplandor sobre el collado. En la luz grana, el agua
de la fuente del castillo parecia haberse transformado
en sangre, y los rostros de piedra mostraban un intenso
rubor carmes{. Creaban las aves enorme algarabia con
sus trinos, y en el vetusto y corroido antepecho del am-
plio ventanal del dormitorio del senor marqués, un pa-
jarillo lanzaba a pleno pulmoén su canto mas dulce. A
esto, el rostro de piedra mas proximo parecié mirar es-
tupefacto, y, abierta la boca en un gesto de pasmo, era la
imagen misma del panico y la consternacion.
Al fin, ya el sol sobre el horizonte, el pueblecito co-
menzo a rebullir. Se abrieron los ventanucos de las ca-
sas, desatrancaronse desvencijadas puertas y postigos,
y los vecinos salieron a la calle tiritando, porque el
diafano aire matinal era todavia muy frio. Y entonces
empezo para los aldeanos el trajin diario, raras veces
acompanado de un poco de alegria. Unos a la fuente;
otros a los campos; hombres y mujeres aqui, a cavar y
escarbar; hombres y mujeres alla, a cuidar el misero
ganado, a llevar las esqueléticas vacas que pacieran lo
que pudiesen en las cunetas del camino. En la iglesia
y delante de la cruz, una figura o dos arrodilladas; y
mientras duraban los rezos, la vaca que estos piadosos
vecinos conducian pugnaba por hallar entre aquellos
mismos hierbajos el desayuno.
El castillo despert6 mas tarde, como a su alta condi-
ci6n correspondia, pero muy lentamente se desperté
también, y bien que se desperto. Primero las panoplias
de caza, cuchillos y lanzas en la soledad del vestibulo,
se habian tenhido de rojo, como en sus buenos tiempos;
luego sus filos centellearon deslumbrantes, heridos por

202
el sol matinal; finalmente, puertas y ventanas se abrie-
ron de par en par; los caballos volvieron la cabeza alla
en sus cuadras, atraidos por la claridad y el frescor que
entraban a raudales por los portalones; las hojas relu-
cieron y murmuraron ante las ventanas de s6lidas re-
jas; los perros dieron fuertes tirones de sus cadenas y
brincaron, impacientes por verse libres.
Todos estos incidentes triviales eran propios de la ru-
tina de la vida, y se repetian todas las mafianas. Mas no
asi el toque a rebato de la campana mayor del castillo,
ni el precipitado bajar y subir escaleras, ni el apresura-
miento de algunos que pasaban corriendo por la terra-
za, ni el ir y venir atropellado por todas partes, ensillan-
do caballos y despachando mensajeros.
é£Qué vientos llevaron esta precipitaci6n hasta la
forma gris del caminero, entregado ya a su faena en lo
alto del repecho, fuera del pueblo, con su yantar del
dia (carga bien liviana por cierto) en un atadijo depo-
sitado sobre un monton de piedras y que no merecia
siquiera que un cuervo perdiese el tiempo en pico-
tearlo? ¢Seria que las aves, portadoras de toda clase
de semillas a distancia, dejarfan caer sobre él un gra-
nito de aquel alboroto y confusion en su siembra a vo-
leo de venturas y desventuras? Fuera asi o no, lo cier-
to es que el caminero ech6 a correr cuesta abajo en la
manana bochornosa, como si le fuese en ello la vida,
hundiéndose hasta las rodillas en el polvo, y no paré
hasta que estuvo al lado mismo de la fuente.
Todos los vecinos del pueblo estaban ya reunidos
junto al cafio, en su habitual actitud alicaida, hablando
en voz baja, pero sin manifestar otras emociones que
no fuesen curiosidad y sorpresa. Las vacas que condu-
cian, presurosamente recogidas y atadas por el ronzal a

203
cualquier cosa que las retuviese, mirandolo todo con
aire estipido, o habianse echado al suelo a rumiar la
pizca que encontraran en su interrumpida excursi6n,
que no merecia particularmente la pena. Alguna gente
del castillo, y algunos también de la casa de postas, y
todas las autoridades de la recaudacion de impuestos,
andaban mas 0 menos armados y se habian agrupado
al lado opuesto de la calleja sin que se supiera bien para
qué. Ya el peén caminero se habia introducido en me-
dio de un grupo de cincuenta amigos suyos particula-
res y estaba golpeandose el pecho con su gorra azul.
~Qué significaba todo esto, y por qué monsieur Gabelle
se encaram6 tan aprisa a la grupa de un caballo condu-
cido por un sirviente, y a pesar de la doble carga la
montura parti6 al galope, con el referido Gabelle, como
una nueva version de la balada alemana de Leonora?!.
Significaba que habia un rostro de piedra mas en-
tre los muchos que servian de ornato al castillo.
La Gorgona habia vuelto a posar alli la mirada du-
rante la noche, anadiendo la cara de piedra que falta-
ba: la que por espacio de doscientos anos habia tenido
el sitio reservado, en espera de su momento.
Yacia sobre la almohada del senor marqués. Era lo
mismo que una hermosa mascara, petrificada en un
gesto repentino de sobresalto y de cdlera. Clavado en
el corazon del cuerpo de piedra correspondiente a este
rostro veiase un cuchillo, y en torno a la empunadu-
ra, una tira de papel donde alguien habia escrito:
«Despachalo para la sepultura. De parte de JAC-
QUES».

1. Balada de horror gético compuesta en 1773 por el poeta aleman Gottfried


August Biirger.

204
10. Dos promesas

Transcurrieron otros doce meses, y en tanto se estable-


cid Charles Darnay en Inglaterra como maestro supe-
rior de lengua y literatura francesa. En nuestros dias
habria ostentado el titulo de catedratico, pero en aquel
entonces no pasaba de ser un preceptor. Daba leccio-
nes a j6venes que hallaban solaz e interés en el estudio
de una lengua viva hablada a la saz6n en todo el mun-
do, y cultivaba una personal aficion por sus tesoros de
inspiracién y sabiduria. Escribia ademas en buen in-
glés acerca de ello, y era competente traductor de tales
obras a un inglés elegante y correcto. Maestros asi no
se encontraban con facilidad en aquella época: princi-
pes y reyes habidos y por haber no eran atin de clase
intelectual, y ninguna aristocracia arruinada se habia
dado de baja en los libros de contabilidad de Tellson
para pasar al gremio de cocineros 0 carpinteros. Como
preceptor, cuyas dotes hacian el estudio extraordina-
riamente ameno y provechoso para los alumnos, y
como elegante traductor que aportaba algo a su traba-
jo a mas del mero conocimiento del diccionario, pron-
to fue el joven Darnay conocido y estimulado en su
carrera. Conocia muy a fondo, ademas, las circunstan-
cias de su pais, cada dia mas interesantes. Asi, merced
a una tenaz perseverancia y a una actitud incansable,
consigui6 prosperar.
En Londres, nunca esper6 caminar por empedrados
de oro ni descansar en lechos de rosas: si hubiese abri-
gado tan quiméricas esperanzas, sin duda no habria
prosperado en absoluto. Habia esperado tener un tra-
bajo, y lo encontr6, y se consagr6 a él, y lo hizo lo me-
jor que pudo y supo. En esto consistia su prosperidad.
Parte de su tiempo lo pasaba en Cambridge, donde
daba clases como una especie de contrabandista tole-
rado que introducia un alijo de lenguas europeas en
vez de meter por la aduana griego y latin. El resto del
tiempo lo pasaba en Londres.
Ahora bien, desde los tiempos en que reinaba un
perpetuo verano en el Paraiso, a los actuales en que
casi siempre reina el invierno en nuestras latitudes
caidas bajo el peso de la culpa, el mundo de un hom-
bre ha seguido invariablemente una sola 6rbita, la del
amor de una mujer, y ésta era también el derrotero de
Charles Darnay.
Estaba enamorado de Lucie Manette desde el mo-
mento mismo en que tan grave peligro le amenazara.
Nunca habia oido acento tan dulce y entranable como
el de esa voz compadecida, ni habia visto un rostro de
belleza tan tierna y conmovedora como aquél cuando
sus OjOs se cruzaron por vez primera al borde de la se-
pultura excavada para él. Pero todavia no habia ha-
blado de esto a Ja joven. Habia pasado un afio desde el
asesinato perpetuo en el solitario y lejano castillo al
otro lado del mar, allende los largos y polvorientos ca-
minos —el sdlido castillo de piedra que ahora era en el
recuerdo muy poco mas que la niebla de un suefio-,
un ano habia pasado y atin no habia salido de sus la-
bios una sola palabra que revelara estos sentimientos
a la persona objeto de los mismos.

206
Tenia sus razones para obrar de este modo, no lo ig-
noraba. Era también un dia de verano cuando, recién
llegado a Londres desde el centro universitario donde
impartia sus ensenanzas, encamin6 sus pasos al tran-
quilo rincén del Soho, dispuesto a buscar la oportuni-
dad de sincerarse con el doctor Manette. Era a la caida
de la tarde del dia estival, y sabia que Lucie debfa de
haber salido con la senorita Pross.
Encontro al doctor leyendo en su sillén, al pie de la
ventana. La energia que un dia le sostuvo en las tribu-
laciones, al par que agudizaba los sufrimientos, habia
vuelto poco a poco a él, y era de nuevo un hombre vigo-
roso, dotado de gran firmeza de proposito, fuerza de vo-
luntad y animo emprendedor. En su recobrada energia
mostrabase a veces un poco brusco y desigual, como al
principio se habia mostrado en sus demas facultades re-
cuperadas, pero no se habia observado esto con mucha
frecuencia y habia ido haciéndose cada vez mas raro.
Estudiaba mucho, dormia poco, soportaba grandes
fatigas con facilidad, sin dejar nunca de mostrarse
contento y alegre. Cuando vio entrar a Charles Dar-
nay dejé a un lado el libro y le tendié la mano.
—jCharles Darnay! Cuanto me alegro de veros.
Hace ya tres o cuatro dias que os esperabamos. Estu-
vieron ayer aqui el senor Stryver y Sydney Carton, y
los dos opinaron que era ya demasiado larga vuestra
ausencia.
—Les agradezco muchisimo el interés por mf —res-
pondi6 él, un poco friamente en lo tocante a aquellos
hombres, pero con la mayor cordialidad respecto al
doctor-. ¢La senorita Manette...?
—Esta bien —contest6 el doctor sin dejarle terminar
la pregunta, y vuestro regreso nos alegrara mucho a

207
todos. Ha salido a unos recados, pero no tardara en
volver.
—~Doctor Manette, sabia que ella no estaria en casa,
y aprovecho su ausencia para hablar con vos, si me
hacéis la merced de escucharme.
Siguieron unos momentos de silencio.
—¢Si? —dijo al fin el doctor, con visible embarazo-.
Acercad vuestra silla y explicaos.
Obedecio el joven la primera orden, acercé la silla,
pero el hablar no parecia resultarle tan facil. Por fin
comenzo:
—He tenido la dicha, doctor Manette, de gozar de
tanta intimidad en esta casa durante un ano o ano y
medio, que espero que el asunto que voy a exponeros
no...
El doctor alarg6 una mano y le detuvo en mitad de
su discurso. Tras una breve pausa, retiré la mano y
pregunto:
—¢Se trata de Lucie?
—Si, senor.
—Me turba mucho siempre hablar de mi hija, y mas
aun oir que alguien se refiere a ella en ese tono con
que vos acabais de hacerlo, Charles Darnay.
—jEs un tono de admiracion ferviente, homenaje
sincero y profundo carino, doctor Manette! —dijo el
joven con todo respeto.
Hubo otra pausa expectante antes que el padre
contestara:
—Lo creo. Os hago justicia. Lo creo.
Tan manifiesto era su embarazo, y tan ostensible re-
sultaba también que este embarazo dimanaba de una
resistencia a abordar la cuestion, que Charles Darnay
titubed.
—¢Me permitis que contintie?
—Si, seguid adelante —repuso el doctor tras un nue-
vo intervalo de mutismo.
—Os figurdis ya lo que voy a decir, aunque no po-
déis imaginar con qué seriedad lo digo y lo siento,
puesto que no estais en el secreto de mi corazén y no
conocéis las esperanzas, temores y angustias que lle-
van abrumdandolo muchisimo tiempo. Sabed, mi que-
rido doctor Manette, que amo a vuestra hija con toda
mi alma, tierna, desinteresada y fervientemente. Si al-
guna vez hubo amor en el mundo, ése es el que yo
siento por ella. Vos mismo habéis amado: jdejad que
vuestro antiguo amor hable por mi!
El doctor habfa apartado el rostro y tenia los ojos
inclinados al suelo. A las Ultimas palabras, volvi6 a ex-
tender la mano precipitadamente y exclam6:
—jEso no! jNo me lo mentéis! ;Os lo suplico, no me
recordéis eso!
Fue una queja tan vibrante de auténtico dolor que
estuvo resonando en los oidos de Charles Darnay du-
rante un buen rato después de acallada. Con la mano
que tenia extendida, hizo senas como rogando a Dar-
nay que no siguiera. Asi lo entendio éste, y guardo si-
lencio.
—Perdonadme —dijo el doctor con voz queda, al
cabo de unos momentos-. No pongo en duda vuestro
amor por Lucie; podéis estar seguro de ello.
Se volvi6 hacia él en su asiento, pero no le miré ni
alz6 los ojos. Apoyo el menton en la mano, y su cabe-
llo blanco se le vino sobre la frente eclipsandole el ros-
tro.
—~{Habéis hablado con Lucie?
—No.

20
-—<Y tampoco le habéis escrito?
—Tampoco.
—Muy poco generoso seria yo si no reconociera que
en vuestra abstencién ha entrado con mucho la consi-
deracién a mi persona. Quiero daros las gracias.
Tendié la mano, pero sus ojos no acompanaron
aquel gesto.
—Sé —dijo respetuosamente Darnay-, c6mo hubiera
podido ignorarlo, doctor Manette, yo que os he visto
juntos dia tras dia, que entre vos y la senorita Manette
media un carifio tan poco comun, tan conmovedor,
tan propio de las circunstancias que lo han alimenta-
do, que muy pocos podrian compararsele ni siquiera
entre los casos mas notables de ternura filial. Sé tam-
bién, doctor Manette, c6mo podria ignorarlo, que jun-
to al cariNo y la obediencia de una hija que ya se ha
hecho mujer, estan vivos en su corazon todo el amor y
la confianza hacia vos que son propios de la infancia. Sé
que, al no haber tenido en su ninez padre ni madre,
se consagra ahora a vos con toda la constancia y el fer-
vor de su edad y caracter actuales, unidos a la confian-
za y la adhesion de los primeros anos de su vida, cuan-
do estabais perdido para ella. Sé perfectamente que si
en realidad le hubierais sido devuelto desde el otro
mundo no podriais tener a sus ojos un caracter mAs sa-
grado del que en efecto tenéis. Y sé también que cuan-
do os abraza son las manos de una nifia, de una ado-
lescente y de una mujer, todas a una, las que rodean
vuestro cuello. Sé que al amaros a vos ve y ama a su
madre cuando ésta tenia la edad que ella tiene ahora,
Os ve y ama a vos mismo tal como erais a mi edad, ama
a su madre cuando se vio con el coraz6n destrozado,
Os ama a VOs en vuestro espantoso calvario y en vues-

210
tra bendita rehabilitacion. Todo esto lo sé porque lo he
visto desde que os visito y conozco en vuestro hogar, y
lo he tenido en cuenta dia y noche.
El padre guardaba silencio, cabizbajo. Se le notaba
un tanto acelerada la respiraci6n; pero supo reprimir
cualquier otra senal de turbaci6n o desasosiego.
—Mi querido doctor Manette, sabedor siempre de
todo esto, viéndoos siempre a vos y a ella envueltos en
esa santa luz, he contenido mis sentimientos durante
todo el tiempo que esta en las posibilidades de la na-
turaleza humana. Me he dado perfecta cuenta, y sigo
dandomela, de que interponer mi amor, ni siquiera el
mio, entre vuestra hija y vos, es como adulterar vuestra
historia con un ingrediente que no puede menos que
desmerecer de ella, por bueno que sea. Pero yo la quie-
ro. jEl cielo es testigo de que la quiero!
—Lo creo -respondio el padre, contristado—. Hace
tiempo que lo sospechaba. Lo creo.
—Pero no creais —dijo Darnay, sintiendo el triste
acento de aquella voz como un reproche- que si mi
buena estrella me permitiese alcanzar algun dia la fe-
licidad de hacerla mi esposa, habria de imponer en
ningun momento la menor separacion entre ella y vos
ni decir otra cosa distinta de lo que ahora digo. Ade-
mas de saber que seria inutil, estoy convencido de que
seria una vileza. Si contara yo con esa posibilidad, aun
confidndola al transcurso de los anos, si la albergara
en mis pensamientos y la escondiera en mi corazon, si
alguna vez hubiera concebido tal cosa... o fuese capaz
siquiera de concebirla... no podria tocar ahora esta ve-
nerable mano.
Y, al decir esto, puso su propia mano sobre la del
doctor.

PAA
—No, mi querido Manette. Soy un desterrado volun-
tario de Francia, lo mismo que vos; alejado de ella por
sus injusticias, opresiones y miserias; y, al igual que vos,
me esfuerzo por vivir de mi propio trabajo, lejos de mi
patria, confiando en un porvenir mas risueno. Sdlo as-
piro a compartir vuestra suerte, buena o mala, vuestra
vida y hogar, y seros fiel hasta la hora de la muerte. No
a quitar a Lucie el privilegio de ser vuestra hija, compa-
flera y amiga, sino a procurar que lo sea todavia mas y
ligarla mas estrechamente a vos, si cabe.
E] joven retuvo la mano unos instantes sobre la del
padre de la mujer que amaba. Respondiendo al con-
tacto brevemente, pero no con frialdad, el doctor Ma-
nette descans6 ambas manos sobre los brazos del si-
ll6n y alz6 la vista por vez primera desde el comienzo
de aquella platica. Su faz revelaba:claramente una lu-
cha: una lucha contra aquella otra expresiOn suya que
afloraba de cuando en cuando con tendencias a en-
sombrecerse de duda y de temor.
—Hablais con tanto sentimiento y tanta hombria de
bien, Charles Darnay, que os lo agradezco de todo co-
razon, y voy a abriros el mio por completo... o al me-
nos hasta donde me sea posible. ¢Tenéis alguna raz6n
para suponer que Lucie os ama?
—Ninguna. Hasta el momento, ninguna.
-zY es objeto inmediato de esta confidencia averi-
guarlo, de paso, por lo que yo sepa?
-Ni eso siquiera. Tal vez no haya para mi esperan-
zas de saberlo en muchisimos dias. Quiza salga de du-
das manana mismo.
—¢Solicitais de mf orientacién 0 consejo?
-No, senor. Pero he creido posible que, si lo esti-
mais conveniente, esté en vuestra mano darmelo.

12
—¢Queréis de mi alguna promesa?
—Eso si lo quisiera.
—cY de qué se trata?
—Comprendo muy bien que, sin vos, no podria
abrigar esperanzas. Que aun cuando la senorita Ma-
nette me hubiese acogido ya en su inocente corazon...
no creo tener la presunci6n de suponer... que podria
conservar en él lugar alguno en contra del amor por
su padre.
—Si fuera asi, gadvertis lo que, por otra parte, eso
significaria?
—En efecto; como también comprendo que una pa-
labra de su padre en favor de cualquier pretendiente
tendria en ella una influencia decisiva. Raz6n por la
cual, doctor Manette —dijo Darnay humilde pero fir-
memente-, no os pediria yo esa palabra aunque me
fuese en ello la vida.
—Lo tengo por seguro. Pero no olvidéis, Charles
Darnay, los misterios que envuelven un amor secreto,
como los que nacen de una aversion profunda; en el
primer caso, son sutiles y delicados, dificiles de pene-
trar. Mi hija Lucie es, a ese respecto, un completo mis-
terio para mi; no adivino ni aproximadamente los
sentimientos de su corazon.
—~Puedo preguntaros, senor, si a vos Os parece que
ella’ es.2.?
Viendo que titubeaba, el doctor concluy6 por él:
—¢Solicitada por algun otro pretendiente?
—Si; eso queria decir.
El padre reflexiond unos momentos antes de con-
testar:
~Vos mismo habéis podido ver aqui al senor Car-
ton. Stryver también viene de cuando en cuando. De

PANS:
tener otro pretendiente, sdlo puede ser uno de estos
dos.
—O los dos —dijo Darnay.
-No creo probable que lo sea ninguno. Deseabais
de mi una promesa. Vos diréis de qué se trata.
—Pues que si la senorita Manette, en cualquier mo-
mento y por propia iniciativa, os hiciera una confi-
dencia semejante a la que yo acabo de haceros, deis
testimonio ante ella de cuanto os he dicho, y de que
lo creéis sincero. Espero que me tengais en tan buena
opinion como para no estimular ninguna influencia
en contra mia. No necesito encareceros lo que me va
en ello. Eso es cuanto tenia que pediros. La condicién
que para ello pongais, y que tenéis indudable derecho
a exigirme, la cumpliré de inmediato.
—Os hago esa promesa —dijo el doctor— sin condi-
cidn alguna. Creo que vuestros fines son lisa y llana-
mente los que habéis expuesto. Creo también que
vuestra intencion es robustecer y no debilitar los lazos
que existen entre mi y ese otro yo, mucho mas queri-
do, que es ella para mi. Si ella me dice algtin dia que
sois indispensable para su perfecta felicidad, os la daré
por esposa. Y si existieran... Charles Darnay, si existie-
Tan...
El joven le habia cogido la mano, agradecido, y,
con las manos enlazadas, el doctor prosigui6:
—Si existieran cualesquiera razones, recelos, velei-
dades, lo que fuere, reciente 0 pasado, contra el hom-
bre a quien ella amase de veras (sin que pudiera im-
putarsele a él la responsabilidad directa de estas cosas),
todo se olvidaria en beneficio de mi hija. Ella lo es
todo para mi; mas que el sufrimiento, que la injusti-
cia, que... Pero jbah, todo esto es hablar por hablar!

214
Tan extrano fue el modo en que aquel hombre se
abism6 en el silencio, y tan extrafia la stbita fijeza de
su mirada, que Darnay sintid cémo se le enfriaba la
mano al contacto de aquella otra que muy despacio se
solt6 de la suya y se dejo caer.
—Me deciais algo —record6 el doctor Manette, esbo-
zando una sonrisa—. ¢Qué me deciais?
No sabia el joven qué contestar, hasta que recordé
haber hablado de una condicién, y respondi6 alivia-
do:
—Vuestra confianza en mi debe ser correspondida
con la mia, plena y absoluta. Mi actual apellido, aun-
que no es mas que una ligera variacion del de mi ma-
dre, no es, como sin duda recordais, el que me corres-
ponde. Quiero deciros cual es mi verdadero apellido y
por qué estoy en Inglaterra.
—jCallad! —dijo el doctor de Beauvais.
—Lo quiero asi para merecer mejor vuestra confian-
za y porque no quiero tener secretos para vos.
—jHe dicho que calléis!
Por un instante el doctor se llev6 las manos a los
oidos y hasta hizo intencion de tapar la boca a su in-
terlocutor.
-Ya me lo diréis cuando os lo pregunte, pero no
ahora. Si vuestras pretensiones prosperan, si Lucie lle-
gase a quereros, me lo diréis la manana de vuestra
boda. ¢Me lo prometéis?
—Con mucho gusto.
—Dadme la mano. Ella no puede tardar en volver, y
sera mejor que no nos vea juntos esta noche. jId con
Dios! ;Que Dios os bendiga!
Anochecia cuando Charles Darnay se marché, y
hasta una hora después, ya oscurecido del todo, no
i
volvié a casa Lucie. Entré presurosa en la habitacion,
ella sola —pues la senorita Pross habia subido directa-
mente al piso superior— y le sorprendi6 encontrar va-
cio el sillon donde su padre solia sentarse a leer.
—;Padre! —llam6-. jPadre mio!
No obtuvo respuesta, pero oy6 en el dormitorio un
leve martilleo. Atraveso ligera la estancia intermedia,
se asomo a la puerta del cuarto paterno y retrocedié
corriendo, asustada, clamando para si con la sangre
helada en las venas:
--~Qué voy a hacer ahora, Dios mio, qué voy a ha-
cer?
Su incertidumbre dur6 sdlo un momento; corrié
de nuevo a la puerta y golpe6 en ella con los nudillos,
llamando al padre con voz suave. Entonces el ruido
ceso; salid en seguida el doctor a recibir a la hija y se
pusieron a pasear juntos por espacio de un largo rato.
Aquella noche la joven se levant6 para ver si el pa-
dre dormia. Comprob6 que su sueno era profundo y
tranquilo, y que las herramientas de zapatero y el viejo
zapato sin terminar estaba todo como de costumbre.

|
N — lon
11. Entre colegas

—Prepara otro ponche, Sydney —dijo Stryver aquella


misma noche (o manana) a su chacal-; tengo que de-
cirte una cosa.
Sydney habia trabajado a destajo esa noche, y la de
la vispera, y la de la antevispera, y muchas noches con-
secutivas mas, a fin de ordenar y despachar los pape-
les de Stryver antes del inicio de las largas vacaciones.
Todo quedé por fin en orden y al corriente, los atrasos
de Stryver cumplidamente despachados y al dia, nada
se dejo alli pendiente de tramite, hasta que volviera no-
viembre con sus nieblas y brumas, las atmosféricas y las
juridicas, y trajese de nuevo al molino sus costales.
Tanta aplicaci6n no habia contribuido a levantar
los animos de Sydney, ni a moderarlo en la bebida.
Habian hecho falta muchas mas toallas mojadas que
de costumbre, para poder tirar toda la noche; a las
toallas habia precedido el correspondiente suplemen-
to de vino, y cuando se quito el turbante y lo arrojé
en la palangana donde lo habia venido mojando, a in-
tervalos, durante las seis ultimas horas, se hallaba
ciertamente muy maltrecho.
—¢Estads preparando ese otro ponche? —inquiriéd
Stryver, mayestatico, con las manos en la cintura, mi-
rando desde el sofa donde estaba tumbado.
—Si.

ilyE
~j;Ven, escichame! Voy a decirte una cosa que te
va a sorprender mucho, y a lo mejor te hace pensar
que no soy tan listo como habitualmente me conside-
ras. Me voy a Casar.
—<A casar? ¢TU?
—Si. Y no por dinero. Qué dices a eso?
-No me siento inclinado a decir gran cosa. ¢Quién
es ella?
—Adivinalo.
—¢La conozco yo?
—Adivina, adivina.
—Mira, no voy a adivinar nada, a las cinco de la ma-
hana, con los sesos friéndoseme a borbollén en la ca-
beza. Si quieres que adivine, convidame a cenar.
—Pues bien, te lo revelaré —dijo Stryver, incorpo-
randose con lentitud—. Aunque no abrigo grandes es-
peranzas de que me comprendas, Sydney, siendo un
perro insensible como eres.
—En cambio tt -replicd Sydney, ajetreado en la
preparacion del ponche-, menudo espiritu sensible y
poético estas hecho.
—jHombre! -contest6 Stryver, riendo muy ufano-,
aunque no pretendo ser la quintaesencia de lo roman-
tico (no me creas tan tonto para eso), de todos modos
soy un sujeto mas afectivo y sensible que tu.
—Con mas suerte, querras decir.
—No, nada de eso. Quiero decir que soy un hombre
con mas... con mas...
—Con mas don de gentes, digamos, por decir algo —su-
girid Carton.
—jBueno! Digamos don de gentes. Lo que quiero ha-
cer ver es que soy un hombre —dijo Stryver, pavonean-
dose ante el amigo que continuaba haciendo el pon-

218
che— que se cuida mas de ser agradable, que se toma
mas molestias por hacerse agradable, que sabe mejor
las formas de resultar agradable, en compafnia de muje-
res, que tu.
—Sigue —dijo Sydney Carton.
—Aguarda; antes de seguir adelante —dijo Stryver
meneando la cabeza con su caracteristico aire fanfa-
rron-, quiero aclarar una cuesti6n contigo. Tt has fre-
cuentado la casa del doctor Manette tanto 0 mds que
yo. ;Y francamente, he sentido vergiienza por tu des-
abrimiento en las visitas! ;Estas alli siempre tan calla-
do, tan hosco, tan mohino y con un aire tan de pobre
diablo que, por mi vida y por mi alma, me he aver-
gonzado de ti, Sydney!
—Pues deberias estarme muy agradecido por ello -re-
plicd Sydney-, porque para un hombre con tu larga
practica en el foro tiene que ser muy beneficioso aver-
gonzarse alguna vez de algo.
—No te me salgas por la tangente —contest6 Stryver,
sin darle tregua—. No, Sydney, es mi deber advertirte-
lo... y te lo digo en la cara por tu bien... que para esa
clase de trato social eres un hombre tremendamente
inepto. Eres un hombre desagradable.
Sydney apuro un vaso lleno hasta el borde del pon-
che que acababa de preparar y se ech6 a reir.
—iMe ves a mi? —dijo Stryver, cuadrandose-. Yo
tengo menos necesidad de hacerme agradable que tu,
ya que gozo de una posicién mas independiente. ¢Y
por qué lo hago?
—Jamdas en mi vida he visto que lo hicieras —mur-
muro Carton.
—Lo hago porque es politico; lo hago por principio.
;Y aqui me tienes! Salgo adelante.
219
—Pero no sigues adelante con la historia de tus pro-
yectos matrimoniales —repuso Carton, con aire negli-
gente—. Quisiera que te concretaras a eso. En cuanto a
mi... ges que no vas a entender nunca que soy inco-
rregible?
Hizo la pregunta con cierto viso de desdén.
—No tienes ningtin derecho a ser incorregible —fue
la respuesta de su amigo, proferida en un tono poco
apaciguador.
—No tengo ningun derecho a ser nada en absoluto,
que yo sepa —dijo Sydney Carton-. ;Quién es la dama?
—Mira, no vayas a sentirte apurado cuando te
anuncie su nombre, Sydney —dijo Stryver, preparan-
dole con pomposa amabilidad para la revelaci6n que
le iba a hacer—-, porque yo sé que no dices en serio la
mitad de lo que dices, y aun cuando lo dijeras, no ten-
dria importancia. Hago este pequeno preambulo por-
que en cierta ocasin me mencionaste a la senorita en
términos despectivos.
—~Yo?
—Si, tu; y en este mismo despacho.
Sydney Carton mir6 el vaso de ponche y miro al
rozagante amigo; luego se bebi6 aquél y volvid a fijar
los ojos en éste.
~Tu aludiste a la senorita motejandola de mune-
quita de cabello de oro. La senorita es miss Manette.
Si hubieras sido un hombre de alguna sensibilidad o
delicadeza de sentimientos en ese aspecto que digo,
Sydney, me habrias agraviado al designarla de tal ma-
nera; pero no lo eres. Careces de ese don en absoluto;
por eso, cuando pienso en la expresiOn de marras no
me disgusta mas de lo que me disgustaria la opinién
sobre un cuadro mio de un hombre que no tuviese

220
ojo para la pintura; o de una composicién musical
mia, de uno que no tuviera ofdo para la musica.
Sydney Carton bebia ponche a mas y mejor; apura-
ba las copas llenas hasta el borde, mirando a su amigo.
—Ahora ya lo sabes todo, Syd —dijo Stryver-. Me
tiene sin cuidado la fortuna: ella es una criatura en-
cantadora, y he decidido satisfacer mis gustos. En ge-
neral, creo que puedo permitirme vivir a mi gusto y
satisfaccion. Ella tendra conmigo un hombre ya bien
acomodado y en rapido ascenso, y un hombre de cier-
ta distinciOn: es bastante buena fortuna para ella, pero
la merece. ¢Te asombra?
Sin dejar de beber ponche, Carton respondio:
—~Por qué habria de asombrarme?
—¢Lo apruebas?
—Y por qué no habria de aprobarlo? —repuso Car-
ton y siguid bebiendo el ponche.
—jVaya! —exclam6 su amigo Stryver-. Veo que lo to-
mas mejor de lo que yo esperaba y que eres menos in-
teresado a mi respecto de lo que te creia; aunque, des-
de luego, sabes ya bastante bien a estas alturas que tu
viejo compinche es un hombre de voluntad mas que
templada. Si, Sydney, sf; ya me cansa esta forma de vi-
vir, siempre lo mismo y lo mismo; seguro estoy de que
tiene que ser un gran placer para un hombre disponer
de un hogar cuando se le antoja ir a él (que cuando no,
puede pasar la vida fuera), y estoy seguro de que la se-
norita Manette hard un buen papel en cualquier posi-
cion y me honrara siempre. Conque estoy decidido. Y
ahora, Sydney, muchachete, quiero decirte unas pala-
bras relativas a tu porvenir. Llevas mal camino, lo sa-
bes; llevas lo que se dice un camino fatal. Desconoces el
valor del dinero, tu vida es un desastre, el dia menos

221
pensado te despertards enfermo y pobre. La verdad, de-
berias pensar en una mujer que te cuidara.
El tono arrogante y protector con que decia todo
esto haciale aparecer el doble de corpulento de lo que
era, y cuatro veces mas ofensivo.
—Mira, permiteme que te recomiende —prosigui6
Stryver— que arrostres de una vez la situaciOn. Yo es lo
que he hecho, en mi caso particular y distinto; arrdstra-
la también tu, en el tuyo. Casate. Buscate a alguien que
se ocupe de ti. No importa que no disfrutes con la com-
pania y el trato de las mujeres, ni que carezcas del en-
tendimiento indispensable para ello, y del tacto. Busca-
te a alguien. Buscate una mujer respetable que posea
algunos bienes, una casera, 0 patrona, o duena de pen-
sion, algo asi... y hazla tu esposa, por si vienen mal da-
das, por lo que pueda suceder... Eso es exactamente lo
que a ti te conviene. Conque piénsalo, Sydney.
—Lo pensaré —-respondio éste.

NNN
12. El caballero delicado

Una vez que Stryver hubo decidido hacer caer tan


magnanima fortuna en la hija del doctor, resolvié no-
tificar su dicha a la agraciada antes de marcharse de
vacaciones. Tras reflexionar un rato sobre el asunto,
llego a la conclusion de que convendria dejar ultima-
dos también todos los preliminares, y que ya luego
tendrian tiempo para concertar tranquilos la fecha en
que daria la mano a la joven, quiza una semana o dos
antes de San Miguel o durante las breves vacaciones
de Navidad.
De que esa causa iba a ganarla no le cabia la me-
nor duda, y bien claro veia su camino hasta el vere-
dicto. Discutida con el jurado sobre supuestos esen-
cialmente mundanos —los unicos dignos de tomarse
en consideraciOn-— era la suya una causa sélida, sin
un solo punto vulnerable. Se Ilam6 a si mismo como
demiandante, no pudieron refutarse sus pruebas, lar-
go su alegato el defensor de la parte contraria y ni si-
quiera se retir6 el jurado a deliberar. Asi, después de
sometida a juicio, Stryver, C. J., qued6 convencido
de que no podia existir una causa mas solida que la
suya.
En consecuencia, inaugur6 sus vacaciones de vera-
no invitando a la senorita Manette a ir con él] a los jar-
dines de Vauxhall; declinada la proposicion, la invit6

23
a Ranelagh!; y como también esa invitaci6n, inexpli-
cablemente, fuera rechazada, resolvid personarse en
el Soho y declarar alli mismo sus nobles intenciones.
Hacia el Soho, pues, se encamin6o Stryver desde el
Temple, con su andar imperioso y arriscado, aun en la
flor de la inocencia su recién estrenada vacacion esti-
val. Cualquiera que le hubiese visto proyectandose ya
en el Soho cuando no habia rebasado Saint Dunstan,
junto a Temple Bar, abriéndose paso por la acera con la
arrogancia y el brio que le caracterizaban, a empellones
y codazos con los mas débiles, habria visto sin duda
cuan fuerte y digno de confianza era aquel hombre.
Como el banco Tellson le cogia de camino, y como
era cliente de la casa y sabia ademas que el senor Lorry
tenia intima amistad con los Manette, ocurridsele a
Stryver entrar en el banco y hacer participe a Lorry del
resplandor que atisbaba en el horizonte del Soho. Em-
puj6, pues, la puerta de goznes carraspeantes, bajé los
dos abruptos escalones, pas6 por delante de los dos an-
cianos cajeros e irrumpid en el mohoso chiscén donde
Lorry trabajaba sentado ante enormes libros pautados y
llenos de columnas de cifras, con perpendiculares ba-
rrotes de hierro en la ventana como si fuesen también
pautas para cifras y todo fuera una suma bajo las nubes.
—jHola! —dijo Stryver-. ¢C6mo estdis? Espero“que
os encontréis bien.
Tenia Stryver la notable peculiaridad de parecer
siempre demasiado voluminoso para cualquier sitio 0
espacio. Y para Tellson lo era en grado tan desmedido

1. Estos dos jardines de recreo suburbanos tuvieron su maxima


popularidad entre los londinenses durante el siglo xvm. En la épo-
ca en que escribia Dickens, tenian fama de vulgares.

224
que algunos viejos escribientes ubicados en apartados
rincones le dirigian miradas de reproche, como si su
volumen los aplastara a ellos contra la pared. La pro-
pia Casa, que lefa rumbosamente el periddico alla al
fondo, fruncid con visible disgusto el entrecejo, como
si la cabeza de Stryver hubiera ido a empotrarse en su
chaleco directoral.
El discreto senor Lorry, en un tono de voz que que-
ria ser muestra del que recomendaba en la circuns-
tancia, dijo:
—{Cdmo estdis vos, senor Stryver? :Cdmo estais,
caballero? —y estrecho la mano que el visitante le ten-
dia. Hubo cierta peculiaridad en la manera de estre-
char la mano que podia observarse siempre en cual-
quier empleado de Tellson que estrechara la mano a
un cliente cuando la Casa hacia sentir en el aire su
presencia. Lo hizo de una forma abnegada e imperso-
nal, como si diera la mano al visitante en representa-
cidn de Tellson y Cia.
—¢Puedo serviros en algo, senor Stryver? —pregun-
to Lorry, en su papel de empleado de banca.
—No, no... gracias; es una visita particular, senor
Lorry; quisiera hablar a solas con vos.
—jOh, si, como no! -dijo Lorry, acercando el oido,
mientras miraba de reojo a la Casa, alla lejos.
—Pues oidme, senor Lorry —dijo Stryver, tomandose
la confianza de apoyar ambos brazos sobre el escrito-
rio, con lo cual, aunque e! mueble era doble y de los
grandes, parecio resultar insuficiente medio escritorio
para él-, voy a ofrecerme en matrimonio a vuestra
adorable y joven amiga, la senorita Manette.
-;Valgame el cielo! -exclamo Lorry, rascandose la
barbilla y mirando dubitativo a su interlocutor.

225
—Valgame el cielo, senor? —repitid Stryver, echan-
do el cuerpo hacia atras-. ¢Que el cielo os valga?
~C6mo debo interpretar esas palabras, senor Lorry?
—Mis palabras —respondi6 el hombre de negocios—
son, quién lo duda, de amistad y de aprecio; no expre-
so con ellas sino el mayor respeto y la mas alta estima-
ci6n a vuestra persona, y... en suma, mi deseo de que
veais realizado cuanto podais anhelar. Pero... la ver-
dad, vos no ignordais, senor Stryver... —Lorry call6 en
este punto y movio la cabeza de un modo rarisimo,
como si en contra de su voluntad se viera obligado a
anadir, para sus adentros—: «;No ignordis que eso es
demasiado para vos!»
—jBueno! -exclam6 Stryver, descargando un polémi-
co manotazo sobre el escritorio, al tiempo que abria mas
y mas los ojos y efectuaba una inspiracion larga y pro-
funda-—. jSi os entiendo que me ahorquen, senor Lorry!
Lorry se ajust6 el peluquin a las orejas, por toda
contestaciOn y recurso, y mordioé las barbas de una
pluma.
-jAl diablo con todo, senor! —jur6é Stryver, mirando-
le de hito en hito—. gEs que no soy un buen partido?
-jSi, hombre, si! ;Ya lo creo que sois un buen parti-
do! —dijo Lorry—. Como partido, lo sois sin ningtin gé-
nero de dudas.
-<No soy un hombre acomodado? —inquirié Stryver.
—jOh, como no! Acomodado, ya lo creo -respondi6
Lorry.
—-cY que mejora constantemente en carrera y for-
tuna?
-jClaro, claro! -exclam6 Lorry, encantado de po-
der hacer otra admision mds-. Que mejorais, eso na-
die puede dudarlo.
—Entonces, {qué es lo que insinuais, si se puede sa-
ber, senor Lorry? —pregunt6 Stryver, visiblemente
abatido.
—jBueno! Yo... ¢Ibais alli, ahora? -pregunt6 Lorry.
—jAlli derecho! -repuso Stryver, pegando un pufie-
tazo sobre el escritorio.
—Pues yo en vuestro lugar no iria.
—{Por qué? —dijo Stryver-. Ya os tengo, ahora si
que no os escapais —y le amonestaba con el indice,
como en un pleito cualquiera—. Vos sois un hombre
de negocios y no puede faltaros una razon. Decidla.
éPor qué no iriais?
—Porque no irfa con semejante proposito sin tener
algun motivo para suponer que contaba con alguna
probabilidad de éxito —dijo el senor Lorry.
—jAsi me Ileve el diablo! -exclam6 Stryver-. Esa si
que es buena.
Lorry echo una mirada a la Casa, alla en la distan-
cia, y otra al enfurecido Stryver.
—He aqui un hombre de negocios... un hombre de
edad avanzada... un hombre con experiencia... en un
Banco —dijo Stryver-; y este hombre, después de haber
aducido tres razones fundamentales para el éxito com-
pleto, jdice que no hay razon que valga! jY lo dice asi,
con la cabeza puesta sobre los hombros! —Stryver hizo
resaltar la peculiaridad como si lo dicho hubiera sido
infinitamente menos extraordinario de haberlo articu-
lado con la cabeza separada del soporte corporal.
—Cuando hablo de éxito, hablo de éxito con la se-
forita; y cuando hablo de causas y razones que hagan
el éxito probable, hablo de causas y razones que influ-
yan en el d4nimo de la senorita. De la senorita, senor
mio —dijo Lorry, palmeando suavemente a Stryver en

227
un brazo-, de la senorita. La senorita es lo primero de
todo.
—¢Entonces, senor Lorry, pretendéis decirme —in-
quiri6 Stryver, poniéndose en jarras— que, en vuestra
sesuda opinion, la senorita de que aqui estamos tra-
tando es una boba remilgada?
—No exactamente eso. Y os advierto muy seriamen-
te, sehor Stryver —dijo Lorry, enrojeciendo-, que no
estoy dispuesto a consentir ninguna expresion irres-
petuosa para esa senorita, venga de quien viniere; y
que si supiera de algin hombre (que espero no se dé
el caso) tan grosero y descomedido que no supiera re-
frenarse de hablar irrespetuosamente de ella aqui en
mi presencia, ni siquiera Tellson iba a impedirme sol-
tarle cuatro frescas.
La necesidad de mostrar enojo en un tono reprimi-
do habia puesto en situacion peligrosa los vasos san-
guineos de Stryver cuando le tocé enojarse a él; pero
las venas de Lorry, habitualmente tan metddico en sus
expansiones, no se hallaban en mejor estado ahora
que le habia Ilegado la vez.
—Eso es lo que queria deciros, senor —puntualizé
Lorry—. Os ruego que toméis buena nota para que na-
die se llame a engano.
Stryver chupete6 un momento la punta de una re-
gla y luego se puso a tararear un son aplicando a los
dientes el canto de la misma, lo que probablemente
termino produciéndole dentera. Al fin rompié el em-
barazoso silencio con estas palabras:
—Lo que decis me deja aténito, sefior Lorry. gEs que
me aconsejais expresamente que no vaya al Soho y
me ofrezca en matrimonio a la sefiorita, yo... Stryver,
abogado de los tribunales de Su Majestad?

228
—¢ Queréis mi consejo, sefior Stryver?
-Si.
—Muy bien. Entonces os lo doy, y vos lo habéis re-
petido correctamente.
-Y mi Unico comentario —-ri6 Stryver con una risa
que delataba su mortificaci6n- es que eso, jja, ja, ja! ...
eso supera a cuanto pueda concebirse, pasado, pre-
sente y futuro.
-Tratad de comprenderme -prosiguidé Lorry-.
Como hombre de negocios, no soy quién para opinar
sobre este asunto, porque, como hombre de negocios,
nada sé de él. Pero como hombre ya entrado en afios,
que ha llevado en brazos a la senorita Manette, que es
el amigo de confianza de la senorita, y también de su
padre, y que profesa un carifo entranable a los dos, si
puedo hablar y he hablado. Y recordad que no soy yo
el que ha buscado la ocasién de hacer confidencias.
éCreéis que puedo equivocarme?
—jDe ninguna manera! —dijo Stryver con voz sibi-
lante—. En materia de sentido comun no puedo yo res-
ponder de terceros; s6lo puedo responder de mi mis-
mo. Supongo sentido comun en algunas personas; vos
suponéis boberia y remilgos de adolescente. Me choca
mucho, pero quiza tengais razon.
—Lo que yo suponga, senor Stryver, me asiste el ex-
clusivo derecho a expresarlo yo mismo. Y entended-
me de una vez, senor mio —dijo Lorry, con nuevo y
subito sonrojo-, no estoy dispuesto a tolerar ni siquie-
ra aqui en Tellson, que lo exprese por mi ningun otro
hijo de vecino.
—jBueno, bueno! ;Perdonadme! -rogé Stryver.
—Estdis perdonado. Gracias. Pues bien, senor
Stryver, iba a deciros que seria penoso para vos lleva-

22
ros un desenganio, que seria no menos penoso para el
doctor Manette asumir la tarea de hablaros con clari-
dad, y que para la sefiorita Manette esto mismo resul-
tarfa penosisimo. Conocéis la situacion que me cabe el
honor y la dicha de gozar cerca de esa familia. Si no
veis en ello inconveniente, sin ningun compromiso
para vos, sin representaros en modo alguno, voy a in-
tentar rectificar mi consejo mediante una breve ob-
servaciOn y un nuevo juicio expresamente destinados
a tal fin. Si no os dierais entonces por persuadido, no
os quedaria ya sino comprobar por vos mismo la ver-
dad; si por el contrario os convenciera, y las circuns-
tancias no hubieran variado, podra evitarse asi a todas
las partes interesadas un trance que, desde luego, es
preferible evitar. Qué os parece?
—cY cuanto tiempo me retendriais en la ciudad?
—jBah! Es sdlo cuesti6n de unas horas. Podria ir al
Soho esta tarde y pasarme después a veros.
—Entonces acepto —dijo Stryver-; desisto de ir alli
ahora. No es tanta mi impaciencia, al fin y al cabo.
Acepto y espero vuestra visita esta noche. Buenos dias.
Con esto dio Stryver media vuelta y salid de estam-
pia del Banco, causando a su paso tal conmocion en el
aire que los dos ancianos empleados que le despedian
con una reverente inclinacién tras los mostradores
hubieron de hacer acopio de todas las escasas fuerzas
que les quedaban para poder resistirla. A estos ende-
bles y venerables personajes siempre los veia el publi-
co en el acto de inclinar reverentemente la cabeza, y
era fama que tras haber despedido de tal suerte a un
cliente que salia continuaban inclindndose en el des-
pacho vacio hasta que acogian con una nueva reve-
rencia a otro cliente que llegaba.

230
Sobrabale perspicacia al abogado para darse cuenta
de que el banquero no habria Ilegado tan lejos en sus
manifestaciones sin tener para ello sdlido fundamen-
to, que no podia ser otro que una honrada certeza. Y
aunque no estaba preparado para tragarse una pildora
de tal calibre, sac6 fuerzas de flaqueza y la pas6 como
pudo.
-Y ahora —dijo Stryver, amonestando con el {indice
al Temple en general-, ya sé lo que he de hacer para
salir airoso de esta situacion: dejaros a todos con tres
palmos de narices.
Era uno de los sutiles ardides tacticos de un exper-
to luchador de Old Bailey, en el que hallaba profundo
alivio.
—No vas a dejarme mal, jovencita —dijo Stryver-; se
van a cambiar las tornas.
De acuerdo con tal designio, cuando Lorry se pre-
sent6 esa noche, ya las diez dadas, Stryver, en medio
de un monton de papeles y de libros esparcidos con
toda intencion, parecia totalmente ajeno al asunto de-
batido aquella misma manana. Incluso manifesto sor-
presa al ver a Lorry, mostrandose muy ensimismado y
absorto en sus ocupaciones.
—jBueno! —dijo el bondadoso emisario, tras media
hora cumplida de infructuosos esfuerzos por lograr
que el otro fuese al granio—. He estado en el Soho.
—¢En el Soho? -repitio Stryver con fria indiferen-
cia—. ;Ah, sf, claro! jEn qué estoy pensando!
~Y no me cabe la menor duda —prosiguié Lorry— de
que tenia yo razon en la conversacion de esta manana.
Mi opinion se ha confirmado, y reitero mi consejo.
—Os aseguro —repuso Stryver, en el mas amistoso
de los tonos— que lo siento muchisimo por vos, y lo

eA |
siento también por ese pobre padre. Sé que la familia
recordara esto siempre con dolor. Ni una palabra mas
sobre el asunto.
—No os comprendo —dijo Lorry.
-~Ya me lo figuro —replic6é Stryver, afirmando con la
cabeza de un modo conciliador y concluyente-; pero
no importa, no importa.
—;Ya lo creo que importa! —arguy6 Lorry.
—No; os aseguro que no. Si habia supuesto sentido
comun donde no lo hay y una loable ambicién donde
no existe ambicion alguna, reconozco mi equivoca-
cién y asunto concluido. Son muchas las j6venes que
han cometido insensateces como ésta y que han teni-
do que arrepentirse luego en la pobreza y en la oscuri-
dad. Si se ha malogrado el proyecto lo siento por ella,
porque para mi habria sido perjudicial desde un pun-
to de vista mundano; pero por lo que atane a mi inte-
rés egoista y personal me alegro. Ni qué decir tiene
que no habria ganado nada con ello. No se ha hecho
ningun mal a nadie. Yo no me he declarado a esa se-
norita, y, aqui entre nosotros, no estoy seguro ni mu-
cho menos de que, una vez que lo hubiera pensado
bien, me hubiese comprometido hasta ese punto. Uno
no puede corregir las veleidades y los remilgos de las
mocitas casquivanas, senor Lorry; no debe uno espe-
rar eso, so pena de llevarse siempre chasco. Conque ni
una palabra mas, os lo ruego. Ya os digo, lo lamento
por otros, pero me alegro por mi. Y la verdad, os que-
do agradecidisimo por vuestras confidencias y vuestro
consejo; vos conocéis a la sehorita mejor que yo; te-
niais razon, nunca habria resultado bien este asunto.
Tan sorprendido y desorientado estaba Lorry que
miraba con expresiOn estipida a Stryver segtin iba
232
éste empujandolo hacia la puerta con mil demostra-
ciones de generosidad, indulgencia y buenos deseos,
bien lejos todo ello de su animo desquiciado.
—No os apuréis, amigo mio —decia Stryver-; ni una
palabra mas de la cuesti6n; gracias, una vez mas, por
vuestras confidencias. Buenas noches.
Lorry se vio entre las sombras de la noche antes de
darse cuenta cabal de donde estaba. Stryver, tumbado
en el sofa, tenia la mirada perdida en el techo.

N iss)
13. El individuo sin delicadeza

Si en alguna parte brill6 Sydney Carton, no fue preci-


samente en casa del doctor Manette. Habiala frecuen-
tado por espacio de un ano entero, y siempre se mos-
tr6 en ella hurano y triste. Cuando le daba por hablar,
se desenvolvia bien; pero la nube de indiferencia que
le envolvia era tan densa que raras veces lograban
traspasarla los rayos de su espiritu.
Y sin embargo no dejaba de sentir interés por las
calles que rodeaban aquella casa y hasta por las in-
sensibles piedras de sus aceras y calzadas. Muchas no-
ches, cuando el vino era incapaz de depararle una ale-
gria transitoria, anduvo errante por alli como alma en
pena; muchos amaneceres luigubres sorprendieron
su figura solitaria rondando por aquellos contornos,
y rondando seguia cuando los primeros rayos del sol
naciente ponian de relieve lejanas bellezas arquitecté-
nicas en chapiteles de iglesia y elevados edificios; qui-
za entonces, con el silencio de la hora, tuviera la no-
cién de que existfan cosas mejores; cosas por lo demas
olvidadas, 0 inasequibles para él. Ultimamente, la des-
cuidada cama de su aposento del Temple habjalo aco-
gido con menos regularidad y frecuencia que nunca;
y bastante a menudo, tras haberse resuelto por fin a
acostarse, a los pocos minutos se volvia a levantar y
salia a callejear de nuevo por los alrededores.

234
Cierto dia de agosto, cuando Stryver (después de
participar a su chacal que «habia cambiado de idea en
el asunto aquel del matrimonio») se habfa marchado
con su delicadeza a Devonshire, y cuando el esplen-
dor y el perfume de las flores que ornaban las calles
brindaban como una expectativa de bondad para los
mas perversos, de salud para los mas achacosos y de
Juventud para los mas ancianos, todavia andaba Syd-
ney Carton pateando aquellos adoquines. Hasta que,
de irresolutos y sin rumbo, sintiéronse sus pies ani-
mados por una intencion, y, poniéndola por obra, le
llevaron hasta la puerta del médico.
Subi6 al piso y encontr6 a Lucie sola y ocupada en
sus labores. La joven nunca se habia sentido a gusto
en su compania y le recibio con cierta turbacion. Pero
cuando le miré6 a la cara, al cambiar las primeras frases
triviales, sentado ya él junto a la mesa, observ6 ella
un cambio en aquel rostro.
—jOs encuentro muy desmejorado, senor Carton!
cEstais enfermo?
—No. Pero la vida que llevo, senorita Manette, no
es para gozar de muy buena salud. ¢ Qué otra cosa po-
dia esperarse en un hombre disoluto como yo?
-Y no os parece...? Perdonadme la indiscreci6n,
pero es que la pregunta me ha venido sola a los labios.
~No os parece una lastima llevar esa vida?
—Es una vergtienza, bien lo sabe Dios.
—~Por qué no cambiais, entonces?
Al posar de nuevo en él su afectuosa mirada, la sor-
prendi6 y entristecié ver que en esos ojos habia lagri-
mas. También en la voz las habia cuando contest6:
-~Ya es demasiado tarde. Nunca seré mejor de lo
que soy. Me hundiré cada vez mas y seré peor.
235
Apoyo un codo en la mesa de la joven y se tapo los
ojos con la mano. En el silencio que sigui6, la mesa
temblaba.
Ella nunca le habia visto tan emocionado y estaba
muy angustiada. Aun sin mirarla lo advirti6 Carton, y
dijo:
—Os ruego que me perdonéis, senorita Manette. Me
acobarda la idea de lo que tengo que deciros. ¢ Querréis
escucharme?
—Si eso ha de haceros algtin bien, senor Carton, si
con ello habéis de sentiros mas feliz, os oiré con mu-
cho gusto.
—jDios os bendiga por vuestra compasion angelical!
Dej6 pasar unos momentos y, disipada la nube de
su rostro, expuso con firmeza:
—No os asuste oirme. No os estremezcais por nada
que os diga. Soy como alguien que hubiera muerto
joven. Mi vida es algo que pudo ser y no fue.
—No, senor Carton. Estoy segura de que aun os
queda lo mejor de la vida por vivir; segura de que po-
driais ser mucho mas digno de vos mismo.
—Lo decis vos, senorita Manette, y aunque yo sé
que no ha de ser asi, aunque en el secreto de mi pro-
pio corazon desdichado sé que son esperanzas vanas,
lo decis vos y nunca lo olvidaré.
Lucie estaba palida y temblorosa. Aquel hombre
acudia a ella en busca de consuelo totalmente deses-
perado de si mismo, con lo que la entrevista resultaba
muy diferente de lo que pudiera haber sido en una si-
tuaciOn normal.
—Si fuera posible, senorita Manette, que correspon-
dieseis al amor del hombre que tenéis delante: disolu-
to, deshecho, alcoholizado, pobre inutil para toda cosa

36
que valga la pena, como bien sabéis, él comprenderia
en ese mismo punto y hora, a pesar de su felicidad,
que os arrastraria a la miseria, al dolor y al arrepenti-
miento, que os marchitarfais a su lado, y os deshonra-
riais, y os harifa caer con él en lo mas bajo. Sé perfecta-
mente que no podéis sentir ningin carifo por mi;
tampoco lo pido, y hasta me alegro de esa imposibili-
dad.
—c~Y no podria yo ayudaros de otro modo, senor
Carton, sin ese amor de que me hablais? ¢No podria
traeros (jperdonadme de nuevo!) a un camino mejor?
éNo podria corresponder de alguna manera a vuestra
confianza? Porque ya veo que lo es —dijo ella humil-
demente, tras una leve vacilacién y con lagrimas en
los ojos—. Sé que esto no se lo diriais a ninguna otra
persona. ¢No me seria posible hacer algo por vos, se-
nor Carton?
Neg6 él con la cabeza.
—Nada en absoluto. No, senorita Manette, nada en
absoluto. Si accedéis a escucharme un momento mas,
habréis hecho por mi todo cuanto de vos depende.
Quiero que sepdais que habéis sido el ultimo ensueno
de mi alma. En mi degradacion, nunca me he sentido
tan degradado como al veros al lado de vuestro padre,
en este hogar que habéis creado vos misma, pues todo
ello ha despertado en mi viejas sombras de recuerdos
que ya creia muertos. De algun modo, hasta he pen-
sado en volver a la lucha, en comenzar de nuevo, de-
jar el vicio y la sensualidad y llevar a un final victorio-
so el abandonado combate. Un sueno, nada mas que
un sueno que se desvanece en la nada y deja al dur-
miente en el mismo sitio donde estaba echado. Pero
quiero que sepdis que ese sueno lo inspirasteis vos.

237
—¢Y no va a quedar nada? jReconsideradlo bien,
senor Carton! jIntentadlo de nuevo!
—No, senorita Manette; en todo ese tiempo he com-
prendido perfectamente que nada merezco. Y sin em-
bargo he tenido la debilidad, y atin la tengo, de querer
que vos supieseis con qué subito poder me inflamas-
teis, haciendo brotar llama del mont6n de cenizas que
yo soy... Pero una llama por naturaleza inseparable de
mi mismo, que no aviva ni alumbra nada, ni presta el
menor servicio, sino que se consume Ociosamente.
—Puesto que he tenido la desdicha, senor Carton,
de haceros mas desventurado de lo que erais antes de
conocerme...
—No digais eso, senorita Manette, porque si algo en
el mundo hubiera podido corregirme, habriais sido
vos. Y no seréis la causa de que me vuelva peor.
—Puesto que el estado de animo que describis pare-
ce que puede atribuirse a alguna influencia mia... no
sé si me explico... ~no podria valerme de mi influen-
cia para ayudaros? ¢No tengo sobre vos ningun ascen-
diente capaz de inclinaros al bien?
—E] mayor bien de que soy capaz ahora, senorita
Manette, es el que he venido a realizar aqui. Permitid-
me que durante el resto de mi vida descarriada lleve
el recuerdo de que lo ultimo que hice en el mundo
fue abriros mi coraz6n y de que en ese momento atin
quedaba algo en él que vos pudisteis deplorar y com-
padecer.
—jY que os rogué que creyerais, una vez y otra, con
el mayor ahinco, con todo mi coraz6n, que atin erais
capaz de cosas mejores, senor Carton!
—Pues dejad de rogarme que crea tal cosa, senorita
Manette. Me he puesto a prueba y sé muy bien a qué

238
atenerme. Os estoy afligiendo, pero en seguida termi-
no. ¢Me permitiréis creer, cuando recuerde este dia,
que la ultima confidencia de mi vida quedo deposita-
da en vuestro puro e inocente pecho, y que no saldra
de él] ni sera compartida por ninguna otra persona?
—Si eso ha de serviros de consuelo, dadlo por hecho.
—éNi siquiera lo revelaréis al ser que mas haydis de
querer en esta vida?
—Senor Carton -repuso ella, sobreponiéndose a su
turbaciOn tras una pausa-, el secreto es vuestro, no
mio; y os prometo respetarlo.
—Muchas gracias. Y una vez mas, Dios os bendiga.
Llevo la mano de la joven a sus labios y se dirigi6é a
la puerta.
-Y no temais, senorita Manette, que vuelva a sacar
esta conversacion ni a referirme a ella con una sola
palabra tan siquiera. Jamas volveré a mencionar el
asunto. No podriais estar mas segura si me cayese
muerto ahora mismo. Y cuando Ilegue mi hora tendré
por sagrado este recuerdo y os daré gracias y bendeci-
ré por haberme permitido haceros la ultima confesion
de mi vida y porque sabré que mi nombre, mis defec-
tos y mis desdichas los llevais benévolamente en vues-
tro coraz6n, que, por lo demas, jojala palpite siempre
alegre y feliz!
Tan distinto era aquel hombre de lo que hasta en-
tonces habia parecido y tan triste resultaba pensar en
todo lo que habia desperdiciado y en lo mucho que
malograba todos los dias, que Lucie Manette se echo a
llorar apenada por él.
—;Consolaos! —dijo Carton, volviéndose a mirarla se-
gun salfa—. No soy digno de tales sentimientos, senorita
Manette. Antes de un par de horas, las malas compa-

239
fifas y los malos habitos que desprecio pero a los que
me entrego me hardn menos digno de esas iagrimas
que cualquiera de esos seres abyectos que se arrastran
por las calles. ;Consolaos! Pero, en mi fuero interno,
siempre seré con respecto a vos lo que soy ahora, aun-
que exteriormente sea como hasta hoy me habéis vis-
to. La penultima stiplica que os hago es que me creais
estas palabras.
—Las creo, senor Carton.
~Y ahora llegamos a mi Ultima suplica; con ella os li-
braré de un visitante con quien, lo sé muy bien, no te-
néis nada en comuin y del cual os separa un espacio in-
conmensurable. Es ocioso decirlo, ya lo sé, pero me sale
asi del alma. Por vos, y por cualquiera a quien améis,
haria yo lo que fuese. Si mi carrera tuviese un sino mas
noble y hubiese alguna oportunidad o aptitud de sacri-
ficio en ella, no vacilaria en arrostrar cualquier sacrifi-
cio por vos y por aquellos a quienes amdais. En momen-
tos de recogimiento y de calma, procurad recordarme
como un hombre vehemente y sincero en este solo as-
pecto. Dia llegara, no tardara en llegar, en que se formen
alrededor vuestro nuevos vinculos, vinculos que os ata-
ran aun mas tierna y fuertemente al hogar que tanto
adornais, los vinculos mas entranables y capaces de da-
ros mayor ventura y alegria. ;jOh, senorita Manette,
cuando una carita, viva imagen de la de un padre feliz,
se mire en vuestros ojos, cuando veais vuestra propia
belleza, tan radiante, brotar en un retoho a vuestros
pies, pensad de cuando en cuando que hay un hombre
que daria su vida porque vos conservéis a vuestro lado
la de aquella persona a quien améis!
»j Adios! —dijo por ultimo-. ;Que Dios os bendiga!
—y con estas palabras la dejo.

240
14. El honrado comerciante

Muchos y diversos eran los objetos en movimiento


que diariamente se ofrecian a los ojos de Jeremiah
Cruncher, sentado en su taburete de Fleet-street, con
el pillastre de hijo al lado. jPues quién podia sentarse
en Fleet-street durante las horas mas animadas del dia
y no quedar deslumbrado y ensordecido por dos in-
mensas turbamultas, una que corria siempre hacia
poniente, en la misma direcci6n que el sol, y otra que
iba hacia el este, el punto donde el sol se levanta, am-
bas camino de los paramos mas alla de los arreboles
rojos y malvas que forma en su ocaso el astro del dia!
Con su paja en la boca, observaba el buen Crun-
cher las dos corrientes como el rustico pagano que se
paso varios siglos de guardia observando una sola, sal-
vo que Jerry no podia abrigar esperanzas de que las
suyas se secaran nunca. Ni habrian sido tales esperan-
zas muy alentadoras, ya que una pequena parte de
sus ingresos procedia del pilotaje de mujeres pusilani-
mes (la mayoria metidas en carnes y entradas en
anos) que querian cruzar las revueltas aguas desde la
orilla de Tellson a la ribera opuesta. Aunque era breve
la companiia en cada caso, nunca dejaba Cruncher de
interesarse por la dama, al punto de expresar siempre
un vehemente deseo de tener el honor de beber a su
salud. Y de las dddivas que se le hacian con objeto de

241
que pusiera en ejecucion este benévolo designio re-
caudaba sus finanzas, como ya queda dicho.
Tiempo hubo en que un poeta, sentado igualmen-
te en un taburete a la vista del publico, meditaba so-
bre el espectaculo de los hombres. Cruncher, en cam-
bio, sentado sobre un taburete en la via publica, pero
sin ser poeta, meditaba lo menos posible y miraba
constantemente a su alrededor.
Verdad es que llevaba una racha en que la anima-
cidn callejera era bien poca, escasas las mujeres que
no se atrevian a cruzar solas y en que sus asuntos en
general conocian un sino tan adverso que no podia
menos de despertarse en su animo la firme sospecha
de que la senora Cruncher debia de haberse excedido
notablemente en las devociones y jaculatorias, cuan-
do vino a llamarle la atenci6n una muchedumbre des-
acostumbrada que bajaba por Fleet-street en direccién
a poniente. Observ6 Cruncher que lo que se acercaba
era una especie de comitiva funebre, y que la impo-
pularidad de que al parecer era objeto aquel entierro
daba lugar a un formidable alboroto.
—Oye, chico —dijo Jerry padre volviéndose hacia su
vastago-, es un entierro.
—jHurra, padre! —grit6 Jerry hijo.
El jovencito profirid su euférica exclamaci6n con
misterioso significado, pero su padre lo tom6 tan a
mal que en cuanto le tuvo a tiro le solt6 una guanta-
da.
—Pero ¢qué es eso? ¢A qué gritas hurra? :Qué vasa
ensenar tu a tu padre, brib6n? jEste crio es ya dema-
siado p’a mi! —dijo Cruncher mirdndole de arriba aba-
jo-. ;Ya me ti’e harto con sus hurras! Procura que no
vuelva a Oirte o ya te vas a enterar. ¢Me oyes?

242
-No he hecho na’ malo —protest6 Jerry hijo restre-
gandose la mejilla.
—Pues a callar —-dijo Cruncher-. No me jorobes mas
con tus na’ malos. Subete al taburete y mira a la gente.
Obedecio el hijo, y el gentio fue acercdndose. Gri-
taban y silbaban todos alrededor de una destartalada
carroza funebre y del no menos destartalado coche de
duelo que la seguia, en el cual iba sdélo un plafidero,
ataviado con las deslucidas galas funerales que se juz-
gaban imprescindibles para la solemnidad de la oca-
sion. Ocasi6n que no parecia placerle mucho, sin em-
bargo, con toda aquella chusma que se agolpaba en
torno a la carroza cada vez en mayor numero; se bur-
laban de él, le hacian muecas y gritaban a coro: «;Es-
pias, espias!», a mas de otras lindezas demasiado fuer-
tes para poderlas repetir aqui.
Los cortejos fanebres habian ejercido siempre un
atractivo muy notable sobre el buen Cruncher. Pocas
cosas le excitaban y enardecian tanto como la vista de
un entierro que pasase por delante del banco Tellson.
Y naturalmente, un entierro con aquella concurrencia
tan excepcional le enardecia sobremanera, y al prime-
ro que paso por su lado le pregunt6:
—{ Qué es eso, amigo? ¢Qué pasa?
—-No lo sé —dijo el hombre-. jEspias! ;Puah! jEspias!
—{Eso qué es? —pregunto a otro.
—No lo sé -repuso el interpelado, sin dejar por ello
de llevarse las manos a la boca y de vociferar con un
acaloramiento sorprendente y con la mayor vehe-
mencia concebible-: jEspias! ;Puah! jEspias!
Al fin acert6 a pasar por alli una persona mejor in-
formada sobre el caso, y por ella pudo saber Cruncher
que era el entierro de un tal Roger Clay.

243
—cEra un espia? —-pregunt6 Cruncher.
-Espia de Old Bailey —contest6 su informador-.
;Puah! jEspias de Old Bailey! jSoplones!
-jClaro, hombre, claro! -exclam6 Jerry, recordan-
do el juicio al que habia asistido-. jSi yo le habia visto!
~Conque se ha muerto?
~Y bien muerto —repuso el otro-, pero con cien vi-
das que tuviera no pagaba. jSacadlos! jSoplones! jSa-
cadlos fuera, vamos! jEstos espias!
Tan aceptable parecié la idea en medio de la ge-
neral ausencia de ideas, que la muchedumbre la hizo
suya con animo vehemente, y repitiendo a grandes
voces el proposito de «sacadlos fuera, echadlos fue-
ra», de tal modo se agolp6 en torno a los dos vehicu-
los que los forz6 a detenerse. Cuando aquella plebe
abrié las portezuelas del coche del duelo, el solitario
planidero se debatid frenéticamente; estuvo en sus
manos un momento, pero era un sujeto tan vivo y
supo aprovechar tan bien el tiempo que al instante
siguiente se habia escabullido y corria por una boca-
calle como alma que lleva el diablo, perdiendo por
el camino la capa, el sombrero, la banda de luto del
sombrero, el panuelo blanco de bolsillo y otros em-
blemas finebres.
El populacho hizo trizas todas aquellas prendas, es-
parciendo aca y alla los jirones con inmenso regocijo,
en tanto los comerciantes se apresuraban a cerrar los
establecimientos; pues en aquellos tiempos una mul-
titud no se detenia ante nada, y era un monstruo de
lo mas temido. Ya habian conseguido abrir la carroza
y se disponian a sacar el féretro cuando alguien tuvo
la genial idea de sustituir aquel propésito macabro por
el de acompanar al finado hasta su destino en medio

244
del jolgorio general. Como lo que allf mas se echaba
de menos eran precisamente proposiciones practicas,
también aquélla fue acogida con aclamaciones, y el
coche se vio inmediatamente ocupado por ocho indi-
viduos dentro y otros doce que se encaramaron fuera,
mas otros tantos que treparon al techo como pudie-
ron y se acomodaron en él en las mas ingeniosas for-
mas de equilibrio. Entre los primeros de estos volun-
tarios contabase el propio Jerry Cruncher, quien
precavidamente ocult6 su cabeza de erizo a la posible
observacion del banco Tellson, instalandose en el mas
apartado rincoén del coche del duelo.
Protestaron los oficiantes del sepelio contra aque-
llos cambios en las ceremonias; mas como el rio se ha-
llaba a una distancia alarmantemente corta, y varias
voces hicieran observar la eficacia de un bano frio
para hacer entrar en razon a aquellos reacios profesio-
nales de las pompas funebres, la protesta fue débil y
breve. Conque, asi recompuesta, la comitiva se puso
de nuevo en marcha. Un deshollinador conducia aho-
ra la carroza mortuoria —asesorado por el cochero ti-
tular, que a tal efecto sentabase a su lado muy vigilado
por aquella turba— mientras que un pastelero, tam-
bién con el oportuno asesoramiento, empunaba las
riendas del coche del duelo. Como adorno suplemen-
tario, habiase sumado al cortejo un domador callejero
con su oso, figura muy tipica en aquellos tiempos, y el
animal, negro y comido de sarna, ponia una auténtica
nota funeraria en el sector de la comitiva donde se in-
tegraba.
De esta guisa, bebiendo cerveza, fumando, paro-
diando a grito pelado las letanias y responsos propios
del caso, e infinitas burlas mas, el tumultuoso cortejo
245
siguié su camino, y a cada paso se le unian nuevos par-
ticipantes, y todas las tiendas cerraban al verlos venir.
Su punto de destino era la vieja iglesia de San Pancra-
cio, que estaba en las afueras en medio del campo. Al
fin se presento alli el ruidoso cortejo; la gente se empe-
ho en invadir el recinto del cementerio, y termin6o sa-
liéndose con la suya, que era enterrar al difunto Roger
Clay de la forma normal y prevista, con lo que el rego-
cijo llegé al colmo y todos lo pasaron en grande.
Ya el muerto bajo tierra, y acuciada la multitud por
la necesidad de procurarse una nueva diversion, otro
genio (o quizas el mismo de antes) tuvo la brillante idea
de acusar de espias de Old Bailey a los viandantes que
tuvieron la desdicha de acertar a pasar en aquellos mo-
mentos por alli, y de clamar venganza contra ellos. Se
persigui6 pues caprichosamente a una veintena de per-
sonas inofensivas que no habian estado en su vida en
Old Bailey ni en sus alrededores, y fueron rudamente
zarandeadas y maltratadas. La transiciOn de este entre-
tenimiento al de romper escaparates y ventanas, y de
ahi al asalto y saqueo de cervecerias y tabernas, era fa-
cil y natural. Por ultimo, al cabo de varias horas, cuan-
do la turba habia echado abajo unos cuantos cenadores
y destrozado algunas cercas para dotar de estacas a los
mas belicosos, corrid el rumor de que Ilegaban los guar-
dias. Con ello lamuchedumbre poco a poco se disolvi6,
y tal vez los guardias llegaran, o tal vez no; pero esto es
una muestra de cOmo solian formarse y deshacerse las
turbas populares.
Cruncher no participo en las Ultimas expansiones,
pues se habia quedado atras, en el cementerio, char-
lando y condoliéndose con los de la funeraria. El lugar
ejercia sobre él una influencia apaciguadora. Se agen-

246
cid una pipa en una taberna de las inmediaciones y la
fum6 en paz, mirando la verja y meditando sesuda-
mente sobre nuestra ultima morada.
—Jerry -se apostrof6 Cruncher a si mismo, como
tenia por costumbre-, ya viste a Clay aquel dia, y viste
con tus propios ojos a un mozo como un castillo... No
somos nadie.
Una vez que se hubo fumado su pipa y cavilado
un ratito mas, dio media vuelta y emprendi6 el regre-
so, a fin de hacerse visible en su puesto, delante del
banco Tellson, antes de la hora de cierre. Pero ya fue-
se que sus meditaciones sobre la mortal condicién
humana le hubieran afectado al higado, 0 que su sa-
lud general estuviese ya de antes un tanto maltrecha,
oO que deseara tener una pequena atencion con un
hombre eminente, que esto en verdad bien poco im-
porta, el caso es que por el camino se detuvo para ha-
cer una breve visita a su médico, un distinguido hom-
bre de ciencia.
El pequeno Jerry habia relevado a su padre, obe-
diente y puntual como buen hijo, y le informo de que
no habia surgido ningun encargo durante su ausen-
cia. Cerr6é el banco, salieron los ancianos empleados,
quedo en su puesto el habitual vigilante nocturno, y
Cruncher y su hijo volvieron a sus lares a tomar el té.
—jEscichame una cosa! —dijo Cruncher a su mujer
nada mas entrar-—. Si, como comerciante honrao que
soy, me van mal los negocios esta noche, sabré de fijo
que has estao rezando contra mi, y me las entenderé
contigo igualito que si te hubiera visto.
La senora Cruncher nego con la cabeza, desalentada.
—;Pero si lo estas haciendo en mi cara, mujer! —chi-
1l6 él, furioso, como quien no las tiene todas consigo.
247
—No decia na’.
~Bueno, pues no pienses na’ tampoco. Tu eres muy
capaz de rezar pa’ tus adentros. Lo mismo pues’ joro-
barme de una manera que de otra. Pero ya sabes, ni te
se oculra.
—Esta bien, Jerry.
-Esta bien, Jerry —repitid Cruncher, sentandose a
tomar el té—. ;Ah! Esta bien, Jerry, si, senor. Con eso,
to’ arreglao. Pues’ seguir diciendo «esta bien, Jerry».
Cruncher no daba ninguna significacion particular
a estas mohinas reiteraciones, pero se valia de ellas,
como suelen hacer muchos otros, para expresar ironi-
camente su insatisfaccion.
—Siempre con tu «esta bien, Jerry» —prosiguid
Cruncher, dando un bocado al pan con mantequilla y
ayudandose a pasarlo, a juzgar por las apariencias, con
una suculenta ostra invisible que tomo del plato-.
jAh!, me parece muy bien. Te creo.
—Vas a salir esta noche? —pregunt6 la buena mujer
mientras él daba otro bocado.
—Si; tengo que salir.
—iMe dejas que vaya contigo, padre? —inquirié el
chico con vivo interés.
—No; no pue’ ser. Voy... como sabe tu madre... voy
a pescar. A eso es a lo que voy. A pescar.
—Pues tu cana tie’ que estar bastante oxida, ¢eh,
padre?
—Eso a tino te importa.
—cY vas a traer pescao, padre?
—Si no lo traigo, estaremos a media racion manana
—contest6 aquel digno caballero, meneando la cabe-
za—. Y basta ya de preguntas. No voy a irme hasta que
lleves un buen rato en la cama.

248
Dedico el resto de la velada a vigilar atentamente a
la mujer y a darle conversacién de mala gana, a fin de
evitar en lo posible que se entregara a sus preces y ja-
culatorias en perjuicio de lo que a él tanto importaba.
Con esta mira, inst6 al hijo a que le diese conversa-
ci6n también, y asi amargaba la vida a la pobre mujer,
insistiendo en todos los motivos de queja que podia
esgrimir contra ella, en vez de dejarla un solo momen-
to entregada a sus propias reflexiones. E] mds devoto
de los fieles no habria podido rendir mayor homenaje
a la eficacia de una oracion sincera que el de aquel
hombre con su desconfianza respecto a su mujer. Era
como si una de esas personas que se jactan de no creer
en fantasmas se asustara oyendo una historia de apa-
recidos.
-jY ffjate bien! —advirti6 Cruncher-. ;Manana, na’
de tonterias! Si yo, como comerciante honrao, puedo
traer a casa un par de tajas de carne, no me salgas con
tus manias de no querer tocarlo y de comer pan solo.
Y si, con mi comercio honrao, consigo traer una pizca
de cerveza, no me vengas con la monserga de que sélo
bebes agua. Si vas a Roma, haz como en Roma. Por-
que si no, Roma es mal enemigo, jcuidao con ella! Y
yo soy tu Roma, ya lo sabes.
Luego empezo a refunfunar de nuevo:
—jPues como hubiera que esperar a lo que tt trai-
gas! Lo que no comprendo es cémo todavia tenemos
algo que comer y que beber en esta casa, con tus di-
chosos rezos y ese comportamiento de mujer sin cora-
zon. Mira a tu hijo. ¢Es tu hijo, no? Esta mas chupao
que una paja. ¢Y tienes la desfachatez de llamarte ma-
dre y no saber que la primera obligaci6n de una madre
es tener a su hijo reventando de gordo?
249
Esto tocé en una fibra sensible al pequeno Jerry;
exhort6 a su madre a cumplir con aquella su primera
obligacién y a que, hiciera o dejara de hacer en lo de-
mas lo que quisiese, por encima de todo pusiera espe-
cial interés en el cumplimiento de aquella funcién
maternal tan tierna y delicadamente indicada por su
otro progenitor.
Asi transcurrié la velada en casa de Cruncher, has-
ta que a Jerry chico lo mandaron a la cama, y la ma-
dre, obedeciendo parecidas 6rdenes, se dispuso a acos-
tarse también. Cruncher entretuvo las primeras horas
de la noche fumando alguna que otra pipa en solita-
rio, y no se prepar6 para su excursion hasta muy cer-
ca de la una. Sobre esta hora intempestiva, cuando
rondan las almas en pena, se puso en pie, sacd una
llave del bolsillo, abri6 con ella un armario, y de su in-
terior fue extrayendo los aparejos de pesca, que con-
sistian en un saco, una barra de hierro de respetable
tamano, una cuerda, una cadena y otros adminiculos
semejantes. Equipandose habilidosamente con todos
ellos, dirigid una ultima mirada de desafio a la sehora
Cruncher, apag6 la luz y sali6 a la calle.
El pequeno Jerry, que solo habia fingido desnudar-
se cuando se fue a acostar, no tard6 en seguir los pa-
sos a su padre. Al amparo de la oscuridad, salid del
aposento, siguid escalera abajo y por el patio salié a la
calle tras él. No le inquietaba mucho la posibilidad de
no poder entrar en la casa después, porque estaba re-
pleta de inquilinos, y la puerta se quedaba entornada
toda la noche.
Impulsado por el loable deseo de estudiar el arte y
el secreto de la honrada vocaci6n de su padre, el pe-
queno Jerry, arrimandose a fachadas, paredes y porta-

250
les tanto como su ojo derecho al izquierdo, fue avan-
zando sin perder nunca de vista al venerado autor de
sus dias. No habia llegado muy lejos, en su decidido
rumbo hacia el norte, el venerado autor susodicho,
cuando se unio a él otro discfpulo de Isaak Walton!, y
prosiguieron juntos el camino.
A la media hora de salir de casa habian dejado ya
atras los parpadeantes faroles y a los mas que parpa-
deantes vigilantes nocturnos, y seguian ahora por un
camino solitario. Aqui recogieron a otro pescador, y
ello tan silenciosamente que si el pequenio Jerry hu-
biera sido supersticioso podria muy bien haber su-
puesto que el segundo aficionado a las apacibles artes
piscatorias habiase desdoblado subitamente en dos.
Siguieron los tres adelante, con el pequeno Jerry
detras, hasta detenerse al pie de un talud que se alza-
ba a un lado del camino. En lo alto del talud corria
una tapia baja de ladrillo rematada por una reja de
hierro. Amparados en la sombra del talud y de la ta-
pia, apartaronse los tres del camino y subieron por
una especie de calle sin salida, limitada en uno de sus
lados por la tapia que alli alcanzaba una altura de ocho
o diez pies. Lo primero que vio el pequeno Jerry, que
atisbaba acurrucado en un rincon, fue la silueta del
venerado autor de sus dias, bien perfilada sobre una
luna acuosa y cubierta de nubes, escalando agilmente
una puerta de verja. No tardo en saltar por encima, y
luego hizo lo mismo el segundo pescador, y a conti-
nuacion el tercero. Los tres se dejaron caer blanda-
mente en el suelo, al otro lado de la verja, y permane-
cieron allf quietos un momento, tal vez escuchando.

1. Autor de un conocido manual de pesca.

251
Después echaron a andar a gatas, apoyandose en ma-
nos y rodillas.
Fue entonces para el pequeno Jerry la ocasion de
acercarse a su vez a la puerta referida, lo cual puso por
obra conteniendo el aliento. Una vez alli, agachado de
nuevo en un rincén y oteando atentamente por la ver-
ja, distinguio a los tres pescadores avanzando a la ras-
tra entre una hierba muy tupida, y todas las sepulturas
del cementerio —pues en un vasto cementerio se halla-
ban— parecian observarlos como espectros blancos,
mientras que la torre de la iglesia contemplaba la esce-
na como el espectro de un monstruoso gigante. No ha-
bian llegado muy lejos cuando se detuvieron y levan-
taron. Y entonces comenzé la pesca.
Pescaron primero con un azadon. Al poco rato, el
venerado autor de sus dias pareci6 aprestar para la
faena un instrumento semejante a un enorme saca-
corchos. Y asi, con unas herramientas 0 con otras, afa-
naronse con ahinco en la tarea hasta que las pavoro-
sas campanadas del reloj de la iglesia espeluznaron al
pequeno Jerry de tal suerte que se alejé de alli mas
que a paso, con los pelos tan de punta como los de su
padre.
Pero las ganas, tanto tiempo contenidas, de ente-
rarse de todo aquel negocio, no solo le frenaron en su
carrera, sino que le tentaron a volver. Cuando mir6é
por segunda vez a través de la verja, los tres seguian
alli perseverantes con la pesca, pero ahora parecia que
habia picado algo. Ofase alla abajo un rechinar que-
jumbroso, y los inclinados torsos de los hombres pare-
cian tensos, como si la cosa pesara bastante. Muy poco
a poco, el oneroso bulto se desembaraz6 de la tierra
que lo cubria y aparecié en la superficie. El pequefio

a2
Jerry sabia muy bien lo que podria ser aquello, pero
cuando lo vio, y vio que su venerado padre se dispo-
nia a forzar la caja para abrirla, le entr6 un panico tan
grande, por ser nuevo semejante espectaculo para él,
que echo a correr de nuevo y no paré hasta haber re-
corrido una milla 0 mas.
Y aun entonces no se habria detenido a no ser por
la ineludible necesidad de tomar aliento, pues era la
suya una de esas carreras frenéticas en que se huye de
fantasmas 0 aparecidos de ultratumba y en las que
nada desea uno tanto como llegar al final. Estaba fir-
memente convencido de que el atatid que habia visto
venia persiguiéndole, y como se lo.imaginara pegando
saltos a su espalda, verticalmente erguido sobre el ex-
tremo mas angosto, siempre a punto de darle alcance
y ponerse a brincar a su lado, tal vez a cogerle del bra-
zo, tenia que librarse como fuera de tan aciago perse-
guidor. Por lo demas, el enemigo observaba un compor-
tamiento incongruente y parecia gozar del don de la
ubicuidad, pues aunque lo tenia detras, llenando de
espanto la noche entera a sus espaldas, precipitabase el
fugitivo hacia el centro de la calzada para evitar las bo-
cacalles oscuras con el temor de que saliera de ellas
dando brincos como una corneta hidrépica sin alas ni
rabo. Se escondia también en los portales, restregando
los hombros horribles contra los quicios y alzandolos
hasta rozarse con ellos las orejas, como por efecto de
estent6reas carcajadas. Se metia en las sombras del ca-
mino, y se tumbaba, atravesandose, astutamente, para
echarle la zancadilla. Pero todo este tiempo seguia in-
cesantemente saltando tras él y ganandole terreno, de
modo que cuando el crio lego por fin al portal de su
casa no le faltaban motivos para sentirse medio muer-

53
to. Y ni siquiera alli el perseguidor le dej6 en paz, sino
que le sigui6 escalera arriba con un golpetazo sordo en
cada peldafio, se metié en la cama con él y se dejo caer
a plomo sobre su pecho, cuando se qued6 dormido.
El pequefio Jerry se desperto de un angustiado
sueno, en el estrecho ropero donde dormia, poco des-
pués de amanecer, cuando aun no habia salido el sol,
y la causa de que se espabilara fue la presencia del pa-
dre en el cuarto contiguo. Algo debia de haberle sali-
do mal; o al menos asi lo dedujo Jerry chico del hecho
de que tuviese agarrada a la senora Cruncher por las
orejas y la estuviese dando de cogotazos contra el tes-
tero de la cama.
—jYa te avisé que me las entenderia contigo! —grita-
ba Cruncher-. jConque toma!
—jJerry, Jerry, Jerry! -imploraba la pobre mujer.
—Tu estas contra el negocio, estorbas los beneficios,
y mis socios y yo pagamos el pato. ¢No es tu deber
honrar y obedecer a tu esposo? ¢Por qué demonio no
lo haces?
~Yo procuraré ser una buena esposa, Jerry —protes-
taba la pobre mujer, deshecha en llanto.
—zY es de buenas esposas estar contra los negocios
de sus maridos? ¢Es manera de honrar a un marido fi-
gurarse que hay deshonra en su negocio? ¢Y obedeces
tu a tu marido desobedeciéndole en lo que mas le im-
porta? ¢No prometiste obediencia al casarnos?
—Es que entonces no andabas metido en ese nego-
cio tan horrible, Jerry.
—Pues conténtate —replicé6 Cruncher-— con ser la
mujer de un comerciante honrao y deja de dar vueltas
a la mollera respecti’ cuando se meti6 en ese negocio
oO no se metid. Una esposa respetuosa y obediente le

254
dejaria en paz con su comercio, le dejaria en paz de
una vez. <Y te ties’ tu por religiosa? Si ti eres una mu-
jer religiosa, ja mi que me den una sin fe! No ties’ tt
mas sentido del deber que el que tie’ el Tamesis de un
pilote, y hay que hacer contigo como con el rio, me-
tértelo a golpes.
E] altercado se desarrollaba en voz baja, y concluy6
cuando el honrado comerciante se quitd, de un par de
puntapiés, las botas sucias de barro y se tumb6, cuan
largo era, en el suelo. A lo que su hijo, tras echarle
una timida ojeada segun estaba tendido boca arriba
con las manos tiznadas de 6xido a guisa de almohada
bajo la cabeza, se tendid también y volvio a quedarse
dormido.
No hubo pescado para desayunar, y de lo demas
bien poca cosa. Cruncher estaba todo decaido, y mal-
humorado, y tenia a mano la tapadera de una olla
como proyectil disponible en caso de que la senora
Cruncher diera senales de querer bendecir la mesa. A
la hora de costumbre, bien lavado y cepillado, salié en
compania del hijo para el desempeno de sus activida-
des ostensibles.
El] pequeno Jerry, que caminaba al lado de su pa-
dre con el taburete bajo el brazo por la soleada y con-
currida Fleet-street, era un pequeno Jerry muy distin-
to del de la noche de la vispera, cuando corria para
casa, en la oscuridad y la soledad, huyendo de su tor-
vo perseguidor. Habia recobrado las manas con el dia,
y los escripulos y pavores se habian desvanecido con
la noche, particulares estos de los que sin duda parti-
cipaban también otros companeros y congéneres en
Fleet-street y en la ciudad de Londres, aquella hermo-
sa manana.

Bye)
—Padre —dijo el pequefio Jerry por el camino, cui-
dando de mantenerse a prudente distancia y con el
taburete interpuesto a manera de escudo, por si las
moscas-, ¢qué es un desenterrador?
Cruncher se paro en seco antes de contestar:
—Y como quieres que yo lo sepa?
~Yo creia que lo sabias todo, padre —dijo sin apa-
rente malicia el chiquillo.
—jEjem! Bueno... -repuso Cruncher, caminando de
nuevo y quitandose el sombrero para dar un poco de li-
bertad y esparcimiento a sus puas-; un desenterrador
es... un comerciante.
—2Y con qué comercia, padre? —inquiri6 el chico,
avispado.
—Pues comercia —respondié Cruncher, después de
haberlo cavilado un poco- con ciertos ojetos d’interés
centifico...
—Con muertos, ;verdad, padre? —pregunto el de-
monio del crio.
—Si; creo que es algo por el estilo —-contest6 Crun-
cher.
—Oh, padre, jcuanto me gustaria ser desenterrador,
cuando sea mayor del todo!
Cruncher parecié complacido, pero meneé la cabe-
za dubitativamente, como quien apela a un principio
moral.
—Eso depende de cémo desarrolles tus facultades.
Procura desarrollar tus facultades y no decir nunca a
nadie mas de lo que no tengas mas remedio que decir,
pues en los tiempos que corren nadie pue’ asegurar
qué es lo que no pue’ uno llegar a ser.
Y mientras que con estos animos que le daba su
padre adelantabase el pequeno Jerry unos pasos para

256
plantar el taburete a la sombra
de Temple Bar, afiadia
Cruncher para sus adentros:
«jJerry, ta eres un co-
merciante honrao y atin pues
’ abrigar esperanzas de
que ese chico sea tu suerte y
te compense un dia los
sinsabores que te da la madre!
».

|
N Ww N
15° Galteta

En la taberna de monsieur Defarge algunos clientes


habian estado bebiendo mas temprano que de cos-
tumbre. A las seis de la manana, los lividos rostros que
se pararon a escudrinar por las ventanas enrejadas ha-
bian columbrado en el interior otros rostros inclina-
dos sobre sendos vasos de vino. Monsieur Defarge ex-
pendia un vino muy aguado en las mejores ocasiones,
pero en la ocasi6n presente cualquiera habria dicho
que expendia un vino bautizado flojo como nunca.
Un vino agrio, ademas, 0 con un fermento de vinagre,
pues parecia tener la propiedad de avinagrar y ensom-
brecer el Animo de quienes lo bebian. De los lagares
de monsieur Defarge no brotaba la llama viva de nin-
guna bacanal, sino un rescoldo que ardia en la som-
bra, oculto entre las heces.
Era la tercera manana consecutiva en que a la taber-
na de monsieur Defarge acudia gente a beber tan tem-
prano. La cosa empezo un lunes, y asi se habia llegado
al miércoles. Mas tenia todo aquello de conciliadbulo
que de convite, pues muchos de los madrugadores, que
escuchaban atentos y murmuraban en voz baja y es-
currian el bulto en el momento oportuno, no habrian
podido depositar una moneda sobre el mostrador ni
aun cuando hubiese dependido de ello la salvacién del
alma. Estos mostraban no obstante tan gran interés

58
por el lugar como si hubiesen estado en disposicién de
‘pedir barricas enteras de vino, y se deslizaban de asien-
to en asiento y de rincén en rincoén, libando conversa-
cion en vez de bebida, con miradas anhelantes.
Pese a la extraordinaria afluencia de parroquianos,
el dueno de la taberna no estaba visible. No se le echa-
ba de menos, pues ninguno de los que franqueaban la
puerta le buscaba, ni preguntaba por él, ni se extrafia-
_ba_de-ver-solamente a madame Defarge en su silla,
despachando el vino, con un plato de calderilla delan-
te: humildes y maltratadas monedas, tan mondas y
raidas de la imagen y semejanza que en ellas un dia se
acunara como lo estaba toda aquella calderilla huma-
na de cuyos andrajosos bolsillos habian salido.
Quiza los espias que asomasen por la taberna,
como asomaban por todas partes, altas y bajas, desde
el palacio del rey hasta la carcel del delincuente, ob-
servaran alli una general ausencia de interés y un ani-
mo predominantemente distraido. Las partidas de
naipes languidecian, los jugadores de domino levan-
taban torres cavilosamente con las fichas, los bebedo-
res trazaban figuras en las mesas con las gotas de vino
derramado, la propia madame Defarge se entretenia
en seguir el dibujo de su manga con la punta del mon-
dadientes, mientras que alla, muy lejos, veia y oia algo
inaudible e invisible.
Asi se mantuvo Saint Antoine, en este vinoso as-
pecto tan suyo, hasta la hora del mediodia. Sobre las
doce, dos hombres cubiertos de polvo deambulaban
por las calles del barrio, bajo sus faroles colgantes: uno
era monsieur Defarge, y el otro un peon caminero to-
cado con gorra azul. Acalorados y sedientos, entraron
ambos en la taberna. Su llegada habia encendido una

25
especie de fuego en el pecho de Saint Antoine, un
fuego que se propagaba rapidamente a medida que
ellos avanzaban, que bullia y tremolaba en llamas de
rostros humanos en casi todas las puertas y ventanas.
Y sin embargo nadie los habia seguido; nadie tampoco
hablo con ellos cuando entraron en la taberna, aun-
que los ojos de todos estaban fijos en sus personas.
—jMuy buenos dias, caballeros! —dijo monsieur De-
farge.
Como si aquella hubiera sido una senal para des-
atar la lengua de todos los presentes, le contesto un
coro general de «Buenos dias!»,
—Hace mal tiempo, caballeros -dijo Defarge me-
neando la cabeza,
A lo cual cada uno de aquellos hombres miro al ve-
cino y luego todos bajaron la vista al suelo, en silen-
cio, Todos menos une, que se levanto y salio del esta-
blecimiento,
~Mujer —dijo Detarge en voz mas alta, dirigiéndose
a madame Detarge-, he recorrido unas cuantas leguas
con este buen peon caminero llamado Jacques. Lo en-
contre casualmente a jornada y media de Paris. Es un
buen chico este peon caminero llamado Jacques.
jDale de beber!
Un segundo cliente se levanto y salio, Madame De-
farge sirvio vino al peon caminero llamado Jacques,
que se quito la gorra azul como saludo a la concu-
rrencia y se echo un trago al coleto, En la pechera de
la blusa levaba un mendrugo de pan negro y ordina-
rio; se puso a darle bocados de cuando en cuando, y
asi continuo, roznando y bebiendo, sentado junto al
mostrador de madame Defarge. Un tercer hombre se
levanto y se fue.

260
También Defarge se repuso con un trago de vino, si
bien tom6 menos que el que se le habfa servido al fo-
rastero, porque para él ya no constituia nada extraor-
dinario el beber vino, y aguardé allf sin sentarse a que
el rustico concluyera el desayuno. No miraba a ningu-
no de los presentes, y nadie tampoco le miraba a él; ni
Ssiquiera madame Defarge, que habia vuelto a su cal-
ceta y estaba absorta en su labor.
—¢(Has terminado ya tu colaci6n, amigo? —pregunt6
Defarge en el momento oportuno.
—Si; muchas gracias.
—jPues vamos! Vas a ver el cuarto que, como te he
dicho, podrdas ocupar. Te vendra de perlas.
Salieron de la taberna a la calle; de la calle pasa-
ron a un patio, y ya en éste emprendieron el ascen-
so de una empinada escalera, llegando finalmente a
cierto desvan donde en otro tiempo un hombre con
todo el pelo blanco sentabase en una banqueta sin
levantar jamds la cabeza en su afanosa tarea de hacer
zapatos.
Pero ahora ya no habia alli ningin hombre con el
pelo blanco. Los que si estaban, en cambio, eran los
tres individuos que, uno tras otro, habian salido antes
de la taberna. Y entre ellos y el hombre del pelo blan-
co, que estaba muy lejos, existia el Unico y pequeno
vinculo de que los tres le habian observado antano
por las rendijas de la pared.
Defarge cerr6 cuidadosamente la puerta y dijo con
voz queda:
—jJacques Primero, Jacques Segundo, Jacques Ter-
cero! Este es el testigo en cuya busca fui yo, Jacques
Cuarto, conforme a la cita que se me habia dado. E] os
lo contara todo. ;Habla, Jacques Quinto!
261
El peén caminero, gorra azul en mano, se limpio la
curtida frente con ella y dijo:
—;Por donde empiezo, senor?
—Pues empieza... —le respondi6 monsieur Defarge
muy puesto en razOn— empieza por el principio.
~Yo lo vi, senores —inicio su relato el pe6n camine-
ro—, este verano va para un ano que lo vi, debajo de la
carroza del marqués, colgado de la cadena de la galga.
Y vais a ver cOmo sucedié todo. Yo habia dejado mi
trabajo, iba a ponerse el sol, la carroza del marqués
subia despacio por la cuesta, él iba colgado de la cade-
na... asi.
Una vez mas el caminero represent6 con palabras
y gestos la historia completa, en lo cual debia de ha-
berse perfeccionado mucho por aquel entonces, pues
habia sido recurso infalible y pasatiempo ineludible
alla en su pueblo durante todo un ano.
Jacques Primero intervino para preguntar si habia
visto antes a aquel hombre.
—Jamas en la vida —contest6 el caminero volviendo
a su habitual posicion perpendicular.
Jacques Tercero pregunt6 c6mo pudo reconocerlo
entonces, sino le habia visto nunca.
—Por lo alto que es —-respondi6 el peén caminero con
voz queda, llevandose un dedo a la nariz—. Cuando el
senor marqués me pregunt6 aquella tarde «;Como
era?», yo le contesté: «Alto como un espectro».
—Pues tenias que haberle dicho: «Bajito como un
enano» —objeto Jacques Segundo.
—cY yo qué sabia? Lo que iba a hacer atin no lo ha-
bia hecho, ni me conto a mi sus intenciones. ;Y fijaos
bien! Ni siquiera en esas circunstancias dije yo nada
que pudiera comprometerle. Yo estaba al lado de la

262
fuente, y el sehlor marqués me sefiala con el dedo y
dice: «jTraedme a ese pillastre!». A fe, sefiores mfos,
que no dije nada.
-En eso tiene razon, Jacques —-murmur6 Defarge
dirigiéndose al que habia interrumpido-. Anda, sigue.
—jPues bien! —dijo el peédn caminero con aire de
misterio—. Ese hombre alto desaparecié sin dejar ras-
tro, y pasaron buscandolo... gcuantos meses? ;Nueve,
diez, once?
—-No importa cuantos —dijo Defarge—. Estaba bien
escondido, pero al fin, por desgracia, lo descubrieron.
;Continua!
—Estaba trabajando yo otro dia en aquella misma
ladera, también igual que entonces, a la puesta del sol.
Habia empezado a recoger las herramientas para bajar
a mi casa, alla abajo en el pueblo, y ya casi oscurecia
cuando al levantar los ojos vi venir por lo alto del ce-
rro a seis soldados. En medio de ellos iba un hombre
alto con los brazos atados... sujetos a los costados...
jasi!
Y con la ayuda de la imprescindible gorra represen-
to a un hombre con los codos amarrados a las caderas
mediante cuerdas atadas a la espalda.
—Me aparté a un lado, senores, junto a mi monton
de piedras, para ver pasar a los soldados y al prisione-
ro, porque aquél es un camino muy solitario y no hay
que desperdiciar ningtin espectaculo que se presente;
y a lo primero, mientras se acercaban, no veia mas
que seis soldados que traian atado a un hombre alto, y
para mi vista eran casi negros, menos por el lado don-
de trasponia el sol, que tenian un borde de luz encar-
nada, senores. Y vi también que sus sombras alarga-
das llegaban hasta el otro lado del camino y seguian

263
para arriba por el cerro de aquella parte y eran tal-
mente como sombras de gigantes. También vi que ve-
nian cubiertos de polvo, y que el polvo se movia con
ellos conforme se llegaban, jpian, pian! Pero cuando
estuvieron mas cerca reconoci al hombre alto, y él me
reconocié a mi. jLo que hubiera dado aquel hombre
por poderse tirar otra vez por el talud del cerro, como
hizo la tarde que nos vimos la primera vez, en aquel
mismo sitio!
Lo describid como si lo estuviera viviendo de nue-
vo, y era evidente que lo habia presenciado bien a lo
vivo. Quiza no habia visto muchas cosas como aquélla
en su vida.
—No dejé ver a los soldados que conocia al hombre
alto, y él tampoco les dejé ver que me habia reconoci-
do a mi. Pero nos reconocimos, ésa es la verdad, y nos
lo dijimos con los ojos. «jAdelante!», ordend el que
mandaba el peloton, senalando el pueblo. «jLlevadlo
pronto a su sepultura!» Y le obligaron a andar mas
aprisa. Yo los segui. El pobre tenia los brazos hincha-
dos, por lo apretado de los nudos, y calzaba unos zue-
cos grandes y mal hechos, y andaba cojo. Porque era
cojo, y claro, pues iba despacio, y le empujaban con
los mosquetes... jasi!
E imito los movimientos de un hombre a quien
empujaban y obligan a andar a culatazos.
—Bajaron la cuesta como locos, a todo correr, y el
desgraciado se cay6. Ellos se echaron a reir y le pusie-
ron de nuevo en pie. Tenia la cara llena de sangre, y
de polvo, pero no podia Ilevarse a ella las manos, cosa
que también hacia reir a los soldados. Asf llegaron con
él al pueblo; todo el pueblo salié corriendo a verlo; pa-
saron del molino para arriba y lo subieron hasta la

264
carcel. Todo el pueblo vio abrirse las puertas de la car-
cel en la oscuridad de la noche para tragarse a aquel
hombre... jasi!
Abri6é la boca todo lo que pudo y la cerré con un
fuerte castaneteo de los dientes. A lo cual, viendo lo
poco dispuesto que se mostraba a desvirtuar el efecto
abriéndola de nuevo, le inst6 Defarge:
—Adelante, Jacques.
~Todo el pueblo —prosiguié el caminero, de punti-
llas y con voz queda- se retir6 a sus casas, y se paraban
a cuchichear al lado de la fuente; todo el pueblo se fue
a dormir, y todos sonaron con aquel desgraciado que
habian encerrado alla arriba, con barrotes y cerrojos,
en la carcel del penasco, de la que no saldria ya nun-
ca, Sino era para morir. Por la manana, con mi herra-
mienta al hombro, comiéndome mi mendrugo de pan
negro segun iba andando, di un rodeo por la parte de
la carcel, camino de mi trabajo, y alli lo vi, alla arriba,
tan alto, mirando por los barrotes de una jaula de hie-
rro, lleno de sangre y de polvo como la noche pasada.
No tenia libres las manos para poder saludar, y no me
atrevi a llamarle ni a decir nada. Me mir6 como si ya
estuviera muerto.
Defarge y los otros tres cambiaron una mirada
sombria. Escuchando el relato de aquel rustico, todos
ellos mostraban un gesto sombrio, reconcentrado, lle-
no de d4nimo de venganza; su actitud, aunque retraida
y silenciosa, era también autoritaria. Tenian todo el
aire de un severo tribunal; Jacques Primero y Segun-
do estaban sentados en el viejo camastro, apoyado el
ment6on, muy fijos los ojos en el caminero; Jacques
Tercero, no menos atento que los otros, descansando
sobre una rodilla tras ellos, deslizaba sin parar una

265
mano nerviosa por la red de finos nerviecillos dibuja-
dos en torno a su nariz y su boca; Defarge, de pie en-
tre ellos y el narrador, a quien habia situado bajo la
luz de la ventana, dirigia miradas alternativas a €ste y
a las oyentes.
—Adelante, Jacques —dijo Defarge.
—Pas6 algunos dias alla arriba, en la jaula de hierro.
El pueblo la miraba a hurtadillas, porque tenia miedo.
Pero miraba siempre, desde lejos, a la carcel que esta
en lo alto del penn; y al anochecer, cuando acaba el
trabajo del dia y se juntan todos a chismorrear alrede-
dor de la fuente, todas las caras se volvian hacia la car-
cel. Primero miraban para la casa de postas, y luego
volvian los ojos hacia la carcel. Cuchicheaban alli,
junto a la fuente, y se decian que aunque le habian
condenado a muerte no le ejecutarian; decian que se
habian presentado peticiones de indulto, en Paris, ale-
gando que si habia hecho aquello fue porque le ceg6
la ira y le entr6 como una locura con la muerte de su
hijo. Decfan que se habia solicitado el indulto hasta
del mismo rey. ¢Qué sé yo? Es posible. Puede que si, y
puede que no.
—Pues 6yeme, Jacques —dijo el Primes de ese mis-
mo nombre, interrumpiéndole con severidad-. Ten la
certeza de que se present6 una peticidn al rey y a la
reina. Todos los que estamos aqui, excepto tu, vimos
al rey tomarla en las manos, yendo por la calle en su
carroza, sentado junto a la reina. Fue Defarge, aqui
donde le ves, quien, arriesgando su vida, se interpuso
ante los caballos con la peticién en la mano.
-jY escucha otra cosa, Jacques! —dijo el Tercero,
que continuaba con una rodilla en tierra y con los de-
dos parecia buscar y buscar entre aquellos finos ner-

266
vios, con inaudita vehemencia, no se sabfa qué, como
si le atormentaran un hambre y una sed que no eran
de comida ni de bebida-; la escolta, de a caballo y de a
pie, rodeo al peticionario y lo molié a golpes. ¢Te en-
teras?
—Estoy enterado, senores.
—Pues continua —dijo Defarge.
—Ademias, por otro lado —prosigui6 el rtistico—, en
la fuente también se murmuraba que lo habian trafdo
a nuestra tierra para ejecutarlo en el lugar mismo
donde cometi6 el delito, y que desde luego era seguro
que lo ejecutarian. Por murmurar, hasta murmuraban
que como habia matado a monsenor, y como monse-
nor era el padre de sus renteros... o de sus siervos...
como querais... seria ejecutado como parricida. Un
viejo decia alla en la fuente que le quemarian delante
de sus ojos la mano derecha armada con el cuchillo;
que le abririan heridas en los brazos, el pecho y las
piernas, y verterian en ellas aceite hirviendo, plomo
derretido, resina caliente, cera y azufre, finalmente,
que seria descuartizado por cuatro caballos forzudos.
Decia aquel viejo que todo eso fue lo que le hicieron a
un preso que habia atentado contra la vida del difun-
to rey Luis Quince’. ¢Pero como iba yo a saber si no
mentia? Soy un hombre ignorante.
—jPues escucha otra vez, Jacques! —dijo el de la
mano nerviosa y el gesto avido—. Ese preso que dices
se Ilamaba Damiens, y se hizo todo en pleno dia, en

1. El 5 de enero de 1757, Robert Francois Damiens, un criado pa-


risino, hirid levemente a Luis XV. Aunque se acus6 a los jesuitas,
el propio Damiens asegur6 que atento contra el rey por el trato
que dio al Parlement. Murio tal como describe Dickens.

267
las calles de esta ciudad de Paris; y nada llamo tanto la
atencion entre la enorme concurrencia que presencidé
aquellos horrores como la muchedumbre de damas
elegantes y distinguidas, que lo miraron todo sin pes-
taftear, todo, hasta lo ultimo, Jacques, hasta lo ulti-
mo... que se prolongo hasta el anochecer, cuando el
infeliz habia perdido las dos piernas y un brazo... jy
todavia respiraba! Y eso ocurri6... pues veras, ¢tu
cudntos anos tienes?
—Treinta y cinco —-repuso el caminero, que aparen-
taba sesenta.
—Ocurrié cuando tt tenias ya mas de diez anos; po-
drias haberlo visto.
—jBasta! —dijo Defarge, malhumorado e impacien-
te-. ;Voto a Satanas! Adelante.
—jBueno!, unos murmuraban eso, otros aquello y
lo de mas alla; nadie hablaba de otra cosa; hasta la
fuente parecia susurrar lo mismo. Al cabo, el domingo
por la noche, cuando todo el pueblo dormia, bajaron
soldados desde la carcel con mucho ruido de mosque-
tes contra el empedrado de la calleja. Y empez6 a oirse
un trajin de gente que cavaba, que martilleaba, y el
jaleo de los soldados, venga a cantar y reir. Por la ma-
nana, junto a la fuente, se levantaba una horca de
cuarenta pies de alto, envenenando el agua.
El caminero alzé la vista al techo bajo del desvan, o
mejor dicho, lo traspas6 con la mirada y sefial6 como
si estuviese viendo la horca perfilandose en el cielo.
—Nadie fue a trabajar, todos los vecinos se juntaron
alli, ninguno sacé las vacas a los pastos, y allf se que-
daron las vacas con todo el mundo. Al mediodfa sona-
ron tambores. Por la noche habian Ilegado soldados a
la carcel, y alla lo trajeron en medio de muchos solda-

268
dos. Venia bien atado, como el primer dia, y con una
mordaza en la boca sujeta con una cuerda muy tiran-
te, asi, que casi parece que se refa el pobre. -Y lo re-
presento torciéndose la cara con ambos pulgares des-
de las comisuras de la boca hasta las orejas—. En lo alto
de la horca habian puesto el cuchillo, con la hoja para
arriba y la punta en el aire. Alli lo colgaron, a cuaren-
ta pies de altura... y colgando lo dejaron, envenenan-
do el agua.
Se miraron unos a otros, mientras el narrador se
limpiaba la cara con la gorra azul, pues con tanto ac-
cionar y gesticular otra vez estaba sudando.
—Era horrible, senores. ;COmo iban a sacar agua de
allf las mujeres y los ninos! jQuién iba a ponerse alli
de conversacion, al caer la tarde, debajo de aquella
sombra! ¢Debajo, he dicho? Cuando yo sali del pue-
blo, el lunes por la tarde ya casi a la puesta del sol,
miré desde lo alto del cerro y la sombra daba en la
iglesia, saltaba por encima del molino, cruzaba sobre
la carcel... jparecia que se alargaba por toda la tierra,
senores, hasta donde se toca con el cielo!
El atormentado por el hambre miraba a los otros y
se roia un dedo, y el dedo le temblaba con el ansia que
le consumia.
—Eso es todo, senores. Salf a la puesta del sol, como
me habian recomendado que hiciera, y caminé toda
esa noche y la mitad del dia siguiente, hasta encon-
trarme, segun me habian prevenido, con este camara-
da. Segui en su companiia, unos ratos a caballo y otros
a pie, durante todo el dia de ayer y toda esta noche. jY
aqui me veis!
Al cabo de un melancolico silencio, Jacques Prime-
ro dijo:
26
~jMuy bien! Lo has contado y representado fiel-
mente. ¢ Quieres esperarnos un momento ahi fuera?
—Con mucho gusto —-repuso el caminero. Defarge le
acompanio hasta el rellano de la escalera y, dejandole
alli sentado, regres6 con los demas.
Se hab{fan levantadeo los tres y, cuando Defarge vol-
vid al sotabanco, los encontro platicando, las cabezas
muy juntas.
—¢ Qué te parece, Jacques? —pregunto el Primero-.
~Lo apuntamos en la lista negra?
—Hay que apuntarlo, si. Sentenciarlo a la destruc-
cidn —contest6 Defarge.
—jMagnifico! -grazno6 el consumido por el ansia.
—2El castillo y toda la ralea? —inquiri6 el Primero.
-E] castillo y toda la ralea —respondié Defarge-.
jExterminio!
A lo cual, el atormentado por el hambre, con un
graznido entusiasta, repitid: «;Magnifico!», y comen-
zO a roerse otro dedo.
—Estas seguro —pregunt6 Jacques Segundo a De-
farge— de que no se presentaran dificultades con nues-
tro sistema de anotacidn? Sin duda que no hay riesgo
ninguno, pues nadie aparte de nosotros es capaz de des-
cifrarlo; pero gy nosotros?, gseremos capaces de desci-
frarlo siempre y en todo momento...? O, mejor dicho,
ésabra descifrarlo ella?
—Mira, Jacques —repuso Defarge, irguiendo el cuer-
po-, si madame, mi consorte, se hubiera propuesto
conservar el registro en la memoria solamente, no ol-
vidaria ni una palabra... ni una silaba. Conque regis-
trado en los puntos de su calceta, estara siempre para
ella tan claro como el sol. Confiad en madame Defar-
ge. Mas facil le seria al mas pusilanime y cobarde de

270
los vivientes borrarse a si mismo de la existencia que
borrar una sola letra de su nombre o de sus crimenes
registrados en la calceta de madame Defarge.
Se oy6 un murmullo de confianza y aprobacion, y,
a renglon seguido, el que se rofa los dedos pregunto:
—{Vamos a mandar pronto a ese palurdo para su
pueblo? Espero que si, porque con tanta simpleza,
¢no puede resultar un poco peligroso?
-El no sabe nada —dijo Defarge-; 0 al menos nada
de lo que facilmente podria dar con él en una horca
de la misma altura. Yo lo tomo a mi cargo; dejadlo
conmigo; yo me ocuparé de él y ya le pondré en cami-
no en el momento oportuno. Ahora desea ver el gran
mundo: el rey, la reina, la corte; que lo vea todo el do-
mingo.
—~Como? —exclam6 el ansioso, con ojos aténitos-.
éY es buena senal que quiera contemplar la realeza y
la nobleza?
—Mira, Jacques —dijo Defarge—, obrando con discer-
nimiento, le ensenardas leche a un gato si quieres des-
pertarle el apetito, y a un perro tendras que ensenarle
su presa natural si quieres que un dia te la traiga.
Nada mas se dijo, y al pe6n caminero, como lo en-
contraron ya medio dormido en el rellano de la esca-
lera, le aconsejaron que se echara en el camastro y des-
cansara un poco. No se hizo rogar el hombre, y pronto
se quedo como un lirén.
Peor alojamiento que la taberna de Defarge habria-
se hallado facilmente en Paris para un siervo provin-
ciano de aquella estofa. Exceptuando un misterioso
temor a madame que constantemente le obsesionaba,
su vida era en todo muy nueva y agradable. Pero ma-
dame se pasaba el dia entero sentada tras el mostra-

271
dor, tan deliberadamente desentendida de él, y tan es-
pecialmente resuelta a no advertir que su estar alli
tuviera relacion alguna con nada que ocurriese 0 pu-
diese ocurrir bajo las apariencias de las cosas, que el
hombre se estremecia dentro de sus zuecos cada vez
que acertaba a posar los ojos en ella. Pues en su fuero
interno debatia que era imposible prever lo que aque-
lla dama podria tramar en el momento menos pensa-
do, y estaba seguro de que si se le metia en su emperi-
follada cabeza afirmar y perjurar que le habia visto a
él cometer un asesinato y desollar después a su victi-
ma, infaliblemente Ilevaria a cabo su porfia hasta las
ultimas consecuencias.
Por lo tanto, cuando llegé el domingo, al caminero
no le hizo muy feliz (aunque dijo que si, que le en-
cantaba) el ver que madame iba a acompanarles a
monsieur y a él a Versalles. Y por si era poco, su des-
concierto subi6 de punto al comprobar que la buena
senora no dejaba de hacer calceta un solo momento
en el carruaje publico que los transportaba. Y todavia
mas desconcertante, si cabe, fue verla por la tarde, en-
tre la numerosa concurrencia, con la labor de calceta
en las manos mientras la muchedumbre esperaba
para ver pasar la carroza con el rey y la reina.
—Estais muy trabajadora, madame —dijo un hom-
bre a su lado.
—Si-contest6 madame Defarge—; tengo muchisimo
que hacer.
—cY qué es lo que hacéis, madame?
—Muchas cosas.
—¢Por ejemplo...?
—Por ejemplo —repuso madame Defarge, muy se-
rila—, mortajas.
El hombre se hizo a un lado en cuanto pudo, y el ca-
minero se puso a abanicarse con la gorra azul, sofocado
con aquellas apreturas. Si necesitaba un rey y una reina
para resarcirse, la verdad es que tuvo suerte: el remedio
estaba a mano, pues bien pronto el rey cariancho y la
reina carabonita llegaron en la carroza de oro, acompa-
nados por la flor y nata de la corte, una legién resplan-
deciente de damas risuefias y distinguidos caballeros,
y tal bano se dio el peén caminero en joyas y sedas y
polvos y esplendor, en tipos elegantemente desdenosos
y caras hermosamente despreciativas de ambos sexos,
que poseido por una pasajera embriaguez dio vivas al
rey, y vivas a la reina, y vivas a todo el mundo y a to-
das las cosas habidas y por haber, como si no hubiese
conocido a ningin Jacques en su vida. Luego fueron
los jardines, los patios, las terrazas, las fuentes, los par-
terres, y mas rey y reina, mas flor y nata, mas damas y
caballeros, mas vivas a todo, hasta que termin6 lloran-
do de pura e incontenible emocién. Durante todo este
espectaculo, que duro sus buenas tres horas, no le fal-
to ocasion de vociferar y llorar en compania de tantos
otros no menos emotivos que él, y Defarge lo tuvo su-
jeto todo el tiempo por el cuello de la blusa, como para
impedirle que se arrojara, frenético, sobre los objetos
de su momentanea devocion y los hiciera pedazos.
—jBravo! —dijo Defarge, dandole una palmada en la
espalda cuando hubo concluido el espectaculo-. jEres
un buen muchacho! —Le hablaba con el tono de un
patron.
El caminero volvia ahora a recobrar su aplomo, y
recelaba mucho no haber cometido algun error en las
recientes demostraciones de entusiasmo. Pero resul-
taba que no.

273
-Eres el tipo de hombre que necesitamos —le dijo
Defarge al oido-; hacéis creer a esos tontos que la cosa
va a durar eternamente. De este modo se crecen en su
insolencia y corren hacia su fin.
—jAnda! —exclam6 el peon caminero, cavilosamen-
te—. jPues es verdad!
—Estos imbéciles no se dan cuenta de nada. Y aun-
que te consideren despreciable y segarian tu vida y la
de cien como tt antes que la de uno solo de sus caba-~
llos o de sus perros, s6lo saben y creen lo que tu voz
les dice. Dejemos, pues, que sigan algun tiempo mas
en el engano; no sera muy largo.
Madame Defarge miré con arrogancia al nedfito y
aprob6 con un gesto.
-Tu gritarias y derramarias lagrimas por cualquier
cosa, siempre que fuera algo vistoso y con mucho rui-
do, gno? ;Contesta!
—Asi es, madame, eso creo. Por lo menos ahora.
-Y si te ensenaran un mont6n muy grande de mu-
necas y te dijesen que podias destrozarlas y despojar-
las en tu propio provecho, escogerias las mas ricas y
llamativas, ¢eh?, ga que si?
—Desde luego, madame.
—Claro que si. Y si te enseharan una bandada de
pdajaros que no pudieran volar, y te dijesen que fueras
y les arrancaras las plumas, que eran tuyas, tt te tira-
rias a los de plumas mas hermosas, ¢a que si?
—Es cierto, madame.
-Pues bien, hoy has visto a esas mufiecas y a esos
pajaros —-dijo madame Defarge, sehalando con la
mano hacia el sitio por donde habia desaparecido de
la vista el cortejo real-. ;Ahora, vuélvete a tu tierra!

274
16. Mas calceta

Mientras madame Defarge y su senor marido regresa-


ban amigablemente al seno de Saint Antoine, un pun-
to muy pequeno con gorra azul se atrafagaba por la
oscuridad y por el polvo, a lo largo de fatigosas aveni-
das que suman leguas, por la orilla siempre, pian, pia-
no, en direccién a ese punto de la brujula donde el
castillo del difunto y sepultado senor marqués escu-
chaba el murmullo de los arboles. Los rostros de pie-
dra gozaban ahora de gran ocio para escuchar los ar-
boles y la fuente; y los pocos descamisados del pueblo
que en su busqueda de hierba para comer y palitos se-
cos para quemar, se desviaban hasta las proximidades
del gran patio y la escalinata de piedra incluso crefan
ver, alucinados acaso por el hambre, un cambio en la
expresion de aquellos rostros. Precisamente corria
ahora el rumor por la aldea -un rumor apagado, des-
valido, como la propia existencia de sus habitantes—
de que cuando el cuchillo se clav6 en el pecho del
marqués, los rostros cambiaron la expresiOn de orgu-
llo por un gesto de colera y de dolor, y también que
cuando colgaron a aquel hombre a cuarenta pies de
altura sobre la fuente, los rostros volvieron a cambiar
y adoptaron la expresiOn satisfecha y cruel de quien
se considera vengado, la cual conservarian ya para
siempre. En la cara de piedra que dominaba el gran

275
ventanal del dormitorio donde se cometi6 el asesina-
to, algunos sefialaban dos leves concavidades en las
aletas de la esculpida nariz que todo el mundo reco-
nocia y que nadie habia visto en otro tiempo, y en las
contadas ocasiones en que dos 0 tres astrosos aldea-
nos se destacaban de entre la grey para echar un pre-
suroso vistazo al senor marqués convertido en piedra,
no lo habria senalado un dedo macilento siquiera un
minuto cuando ya todos salian despavoridos entre los
musgos y las hojas caidas como las mas afortunadas
liebres que por alli acertaran a medrar.
Castillo y aldea, rostro de piedra y figura humana ba-
lanceandose en el aire, mancha roja en el suelo de losas
y agua didfana en la fuente del pueblo... miles de acres
de tierra... toda una provincia de Francia... Francia mis-
ma entera y verdadera... todo yacia bajo el cielo de la
noche concentrado en una tilde imperceptible, en un
trazo del ancho de un cabello. Asi también un orbe en-
tero, con toda su pequenez y su grandeza, puede ubi-
carse en una estrella que titila en la inmensidad del es-
pacio. Y asi como la mera ciencia humana es capaz de
dividir un rayo de luz y analizar su composici6n, asi
también otras inteligencias mas excelsas podran leer
acaso en el tenue brillar de esta tierra nuestra todo pen-
samiento y toda accion, todo vicio y toda virtud de cada
uno de los seres responsables que la pueblan.
Los Defarge, narido y mujer, volvian para casa bajo
la luz de las estrellas, en un estrepitoso y lento vehicu-
lo publico, por la puerta de Paris, adonde su itinerario
natural les levaba. Hubo la parada habitual ante la ba-
rrera, y salieron los acostumbrados faroles para la iden-
tificacion de los viajeros y el habitual examen e inte-
rrogatorio. Monsieur Defarge se ape6; conocia allf a un

276
par de soldados y a uno de la policfa. Este Ultimo era
amigo intimo suyo, y se abrazaron cordialmente.
Cuando Saint Antoine hubo acogido de nuevo a
los Defarge bajo sus polvorientas alas, y ambos espo-
sos, tras haberse apeado definitivamente en las inme-
diaciones del santo, avanzaban a pie con mucho tien-
to por el negro barro y la basura de las calles, madame
Defarge dijo a su marido:
—Bueno, ¢y qué te ha dicho Jacques el de la policia?
—Muy poca cosa esta noche; pero es todo lo que
sabe. Han designado a otro espia para nuestro barrio.
Quiza haya muchos mas, no puede asegurarlo. Pero a
éste le conoce.
—jHola! -exclam6 madame Defarge, arqueando las
cejas y sin perder el aplomo-. Habra que registrarlo.
~Como se llama ese hombre?
-Es inglés.
—Mejor que mejor. gSu nombre?
—Barsad —dijo Defarge, pronunciandolo a la france-
sa, pero sin dejarse una letra. Tanto era el cuidado que
habia puesto en aprendeérselo bien.
—Barsad —repitid madame-. Perfectamente. ¢Y el
nombre de pila?
—John.
—John Barsad —repitid madame, después de haber-
lo silabeado primero en voz baja—. Muy bien. ¢Se sabe
su aspecto?
—Edad, unos cuarenta anos. Estatura, como cinco
pies y tres cuartas. Pelo negro. Tez morena. Mas bien
guapo. Ojos oscuros. Cara delgada, larga y palida. Na-
riz aguilefia, pero no derecha, pues tiene una inclina-
cion peculiar hacia la mejilla izquierda. ;Con lo que su
expresiOn resulta siniestra!

Pye
_;A fe mfa que es todo un retrato! —dijo madame
echandose a reir—-. Mafiana mismo lo registro.
Entraron en la taberna, que estaba cerrada (era ya
medianoche), y madame Defarge ocup6 inmediata-
mente su puesto tras el mostrador, conto la calderilla
recaudada durante su ausencia, examino las existen-
cias, consult6 las anotaciones del libro de caja, hizo
otras por su cuenta, pregunto6 al dependiente todo lo
que habia que preguntar y finalmente le dio licencia
para irse a la cama. Luego volcé el bote del dinero por
segunda vez y comenzo a anudar las monedas en su
panuelo, en una ristra de nudos separados, para te-
nerlo a buen recaudo durante la noche. Entretanto
Defarge, con la pipa en la boca, daba paseos por la es-
tancia, admirando complacido todo el tejemaneje
pero sin intervenir en nada. Y en verdad que tanto en
cuestiOn del negocio como de los asuntos domésticos,
asi se pasaba el hombre la vida, paseando de aca para
alla como si tal cosa.
La noche era calurosa, y el establecimiento, sin ven-
tilacion alguna y rodeado de una vecindad tan sucia,
olia que apestaba. El sentido olfatorio de monsieur De-
farge no era nada delicado, pero el vino almacenado
exhalaba un olor mucho mas pronunciado que su sa-
bor, y otro tanto sucedia con las existencias de ron, de
brandy y de anis. Avento con un resoplido la mezco-
lanza de olores y dej6 a un lado la pipa exhausta.
—Estaras fatigado —dijo madame, levantando la vis-
ta mientras anudaba el dinero en el panuelo—. Los
olores son los mismos de siempre.
—Un poquito cansado —reconocio su marido.
-Y un poco deprimido también —dijo madame, cu-
yOs ojos verdes vivaces no prestaban tanta atencién a

278
las cuentas como para no poder echar algtin que otro
vistazo al paseante-. jOh, los hombres, los hombres!
—jPero querida...! -empezo Defarge.
—jPero querida! -remed6 madame, asintiendo
enérgicamente con la cabeza-; jpero querida! j;Andas
flojito de animo esta noche, querido mio!
—Bueno —dijo Defarge, como si le arrancaran las
ideas de la entrafa-. El tiempo se hace muy largo.
—Si, el tiempo se hace muy largo —repiti6 su mujer-.
éY cuando no? La venganza y la justicia exigen mu-
cho tiempo. Es lo que ocurre siempre.
—Pues no es mucho el que hace falta para que a un
hombre le fulmine un rayo —dijo Defarge.
—cgY cuanto tiempo es preciso —inquirid madame,
imperturbable— para que se forme y acumule el rayo?
Dime.
Defarge irgui6 la testa pensativa, como si en aque-
llo hubiese algo de cierto también.
—Bien poco tarda un terremoto en tragarse una
ciudad —dijo madame-; pero vamos a ver, ¢cuanto
tiempo tiene que pasar para que se prepare el terre-
moto?
—Mucho tiempo, supongo —dijo Defarge.
—Pero cuando esta a punto, se desata y hace trizas
todo lo que encuentra por delante. Y hasta ese dia, esta
siempre preparandose, aunque no se le vea ni se le
oiga. Conque consuélate pensandolo, y no lo olvides.
Y at6 uno de aquellos nudos con los ojos relampa-
gueantes, como si estrangulara a un enemigo.
—Pero yo te digo —afiadid madame, extendiendo la
diestra para dar énfasis a sus palabras— que aun cuando
le quede mucho por andar, esta ya de camino y se apro-
xima. Y te digo ademas que nunca retrocede ni se para,

279
que sigue siempre adelante. Mira a tu alrededor y fijate
en las vidas de todos los que conocemos, fijate en sus
caras, en la célera y el descontento con que todos esos
Jacques comentan la situacidn con mas y mas eviden-
cia a cada hora que pasa. ¢Pueden durar mucho estas
cosas? jBah! Me haces reir.
—Mujercita mia —contest6 Defarge, de pie ante ella
con la cabeza ligeramente inclinada y las manos cogi-
das a la espalda, como un docil y atento catecumeno
frente al catequizador—, yo no pongo en duda todo
eso. Pero es que dura ya muchisimo tiempo, y es posi-
ble... bien lo sabes tu, es posible... que atin tarde bas-
tante en llegar y que nosotros no vivamos para verlo.
—jBueno! ¢Y qué? —inquirid madame, apretando
otro nudo como si estrangulase a otro enemigo.
—jPues eso! —dijo Defarge, con un encogimiento de
hombros medio de protesta, medio de disculpa—. Que
nosotros no veremos el triunfo.
—Pero habremos contribuido a él -replic6 madame,
accionando enérgicamente con un brazo-. Nada de lo
que hacemos es en vano. Yo creo con toda mi alma que
veremos el triunfo. Pero aunque no lo viéramos, aun-
que estuviera segura de que no, ponme delante el cue-
llo de uno de esos arist6cratas y tiranos y ya verias Si...
A lo cual, bien apretados los dientes, hizo un nudo
en verdad espeluznante.
—jTente! —-exclamo Defarge, enrojeciendo un poco
como si se sintiera tachado de cobarde-; yo tampoco
me detendria ante nada, querida.
—{Si! Pero tu debilidad es que algunas veces necesi-
tas ver a tu victima y sentir cerca tu oportunidad, para
mantener el animo. Mantén el 4nimo sin eso. Cuando
llegue el momento, suelta a ese tigre y a ese demonio

280
que llevas dentro; pero entretanto aguarda, el demo-
nio y el tigre bien encadenados... que nadie los vea...
pero que estén siempre a punto.
Y madame remach6 este consejo golpeando el
mostrador con la ristra de dinero como si pretendiera
saltarles los sesos a todos sus figurados enemigos; lue-
go, recogiendo el pesado panuelo bajo el brazo con
ademan sereno, observ6 que era hora de irse a acos-
tar.
El mediodia siguiente sorprendi6 a aquella admira-
ble mujer en su sitio acostumbrado, en la taberna, ha-
ciendo calceta con la misma aplicacién de siempre. A
su lado descansaba una rosa, y aunque de cuando en
cuando echaba una mirada a la flor, no mitigaba un
instante el habitual gesto preocupado. Habia unos
cuantos parroquianos, bebiendo o sin beber, de pie o
sentados, desperdigados por el local. El dia era muy
caluroso, y montones de moscas se aventuraban a cu-
riosear en la ringla de vasos pegajosos proximos a ma-
dame y caian muertas al fondo. Su muerte no impre-
sionaba lo mds minimo a las demas moscas que se
paseaban por fuera y que miraban a las difuntas de la
manera mas indiferente (como si ellas fuesen elefan-
tes o algo asi de remoto) hasta que terminaban por
correr la misma suerte. ;Era curioso, lo atolondradas
que son las moscas! Quiza creyeran encontrarse nada
menos que en la Corte, en aquel resplandeciente dia
de verano.
Una figura que entraba por la puerta arroj6 sobre
madame Defarge una sombra, suficiente como para
advertirle de que el recién llegado era un desconoci-
do. Dejé a un lado su labor y antes de mirar al visitan-
te se prendié la rosa en el pelo.
81
Fue muy extrafo. En el momento en que madame
Defarge cogia la rosa, los parroquianos dejaron de ha-
blar y poco a poco empezaron a escabullirse de la ta-
berna.
—Buenos dias, madame —dijo el recién llegado.
—Buenos dias, monsieur.
Lo dijo en voz alta, pero volvi6 a coger al punto su
calceta mientras que para sus adentros anadia: «; Vaya!
Buenos dias, caballero de unos cuarenta anos, estatu-
ra como de cinco pies y tres cuartas, pelo negro, mas
bien guapo, tez morena, ojos oscuros, cara delgada,
larga y palida, nariz aguilena pero no derecha, con
una inclinaci6n peculiar hacia la mejilla izquierda, lo
que le da una expresiOn siniestra... ;Buenos dias, a ti y
a toda tu ralea!»,
—<Tendriais la amabilidad de darme una copita de
conac anejo y un sorbo de agua fresca, madame?
Madame sirvi6 al cliente con afectada cortesia.
—jExcelente conac, madame!
Era la primera vez en la vida que lo elogiaba al-
guien en esos términos, y madame Defarge conocia
demasiado bien los antecedentes del licor como para
dejarse impresionar. Dijo, no obstante, que el conac se
consideraba muy halagado con el cumplido, y volvié
a la labor de calceta. El visitante observé un breve es-
pacio los dedos de la mujer y aprovech6 la oportuni-
dad para dar un vistazo al establecimiento en general.
—Hacéis punto de media con mucha habilidad, ma-
dame.
—La costumbre.
-jY el diseno es muy bonito!
—<Os parece bien? —dijo madame, mirandole con
una sonrisa.
—Desde luego. ¢Se puede preguntar para qué es?
—Puro entretenimiento —repuso madame, miran-
dole siempre con una sonrisa, mientras movia los de-
dos con sorprendente agilidad.
—<No es para ningtin uso practico?
—Eso depende. Quiza le encuentre aplicacién cual-
quier dia. Si me sale... bien —dijo madame con un sus-
piro y una inclinacién de cabeza no exenta de cierta
austera coqueteria-, ;vaya si lo usaré!
Era extraordinario, pero el gusto de Saint Antoine
parecia resueltamente reacio a la contemplacién de
una rosa en el peinado de madame Defarge. Otros dos
hombres habian entrado separadamente y estaban a
punto de pedir sus copas cuando, al ver aquella nove-
dad, vacilaron, hicieron como que miraban buscando
a un amigo que no estaba alli y se largaron. Y de los
que estaban cuando entr6 el visitante no quedaba si-
quiera uno solo. Todos se habian escabullido. El espia
habia tenido los ojos bien abiertos, pero no habia sido
capaz de captar la menor sefnal. Se habian ido mar-
chando como quien no quiere la cosa, con aire de po-
bres hombres que no van a ninguna parte, de la ma-
nera mas inocente y mas natural.
«JOHN —pens6 madame, comprobando punto por
punto la labor mientras sus dedos se movian, y sus ojos
se fijaron en el desconocido-: Sigue aqui un rato mas y
habré anotado “BARSAD” antes de que te marches.»
—<Sois casada, madame?
—Si, tengo marido.
—¢Hijos?
—No; no tengo hijos.
—Parece que no va muy bien el negocio, eh?
-El negocio va muy mal; la gente es muy pobre.

283
~jAh, el pueblo, desdichado y misero! Y tan opri-
mido, también... como decis.
—~Como decis vos -replicé madame, corrigiéndole;
y muy habilmente afiadid algo mas, en su calceta, al
nombre de aquel individuo: algo. que no presagiaba
nada bueno para él.
—Perdonadme. Si, fui yo quien lo dijo. Pero vos na-
turalmente lo pensais, claro.
—~Pensarlo yo? —volvi6 a replicar madame en voz
bien alta y audible-. Mi marido y yo tenemos ya bas-
tante que hacer con mantener abierta esta taberna
para que nos quede tiempo de pensar. Aqui en lo uni-
co que pensamos todos es en la manera de ir tirando.
En eso pensamos, y ya nos da bastantes quebraderos
de cabeza desde la manana hasta la noche sin compli-
carnos la cabeza con problemas ajenos. ¢Pensar yo por
otros? No, de ninguna manera.
El espia, que habia ido alli con el solo propésito de
averiguar lo que pudiese, no permiti6 que en su cara si-
niestra se pintara decepcién alguna por el chasco que
acababa de sufrir. Bien al contrario, prosiguid con un
aire de galanteria efusiva y confidencial, apoyado el
codo sobre el pequeno mostrador de madame Defarge
y tomando espaciados sorbos de su copa de conac.
—Mal asunto ese de la ejecuci6n de Gaspard, mada-
me. jPobre Gaspard! —y exhal6 un suspiro realmente
conmovedor.
—A fe mia —-contest6 madame con tono indiferente
y como a la ligera— que cuando uno usa los cuchillos
para esas cosas tiene que pagar. El sabia muy bien el
precio que iba a costarle ese lujo. Y lo ha pagado.
—Creo —dijo el espia bajando la voz a un tono que in-
vitaba a la confidencia y expresando una revoluciona-

284
ria susceptibilidad herida en cada misculo de su mal-
vado semblante-, creo que en todo este barrio sienten
mucha compasién e indignacién por lo ocurrido a ese
pobre hombre, ¢no es asi? Aqui entre nosotros...
—<De veras? —pregunt6 madame, como distraida.
—<No es asi?
—Aqui llega mi marido —dijo en este punto mada-
me Defarge.
Apenas el tabernero habia entrado por la puerta
cuando el espia, Ilevandose la mano al sombrero y es-
bozando una amable sonrisa, le saludo:
— jBuenos dias, Jacques!
Defarge se qued6 parado en seco, mirando muy
atentamente al nuevo parroquiano.
—jBuenos dias, Jacques! —repitid el espia, ya menos
confiado y con cierta vacilaciOn en su sonrisa.
—Os engandais, monsieur —contest6 el tabernero-.
Me confundis con otro, sin duda. No es ése mi nom-
bre. Yo me llamo Ernest Defarge.
—Lo mismo da —dijo el espia jovialmente, aunque
no poco desconcertado-; jbuenos dias!
—jBuenos dias! —contest6 Defarge con frialdad.
—Estaba diciendo a madame, con quien tenia el
placer de conversar cuando vos entrasteis, que segun
me cuentan, jy no tiene nada de extrano!, hay mucha
condolencia y mucho enojo, aqui en Saint Antoine,
por la desgraciada suerte del pobre Gaspard.
—Nadie me ha dicho semejante cosa —repuso Defar-
ge meneando la cabeza—. No sé nada de eso.
Y con estas palabras, paso tras el pequeno mostra-
dor y permanecié alli de pie, apoyada la mano en el
respaldo de la silla de su mujer y mirando por encima
de aquella barrera a la persona que ambos considera-

285
ban enemiga y a quien habrian descerrajado un par
de tiros con la mayor satisfacciOn.
El espia, hombre ducho en el oficio, no alter6 su
actitud de inocente despiste; apuré la copa de conac,
tom6 un sorbo de agua y pidié otra copa de conac. Ma-
dame Defarge se la sirvid, recogid de nuevo la calceta
y se puso a tararear una cancioncilla mientras movia y
movia las agujas.
—Parece que conocéis bien este barrio, 0 sea, mejor
que yo, vamos —observo Defarge.
—De ninguna manera, pero si que quisiera llegar a
conocerlo mas a fondo. Estoy interesadisimo por sus
miseros habitantes.
—jAh! -murmur6 Defarge.
—E] placer de conversar con vos, monsieur Defarge
—prosiguio el espia—, me recuerda que tengo el honor
de saber algunas cosas interesantes relacionadas con
vuestro nombre.
—¢~Ah, si? -dijo Defarge con la mayor indiferencia.
—Como lo estais oyendo. Cuando el doctor Manet-
te fue puesto en libertad, vos, su antiguo criado, os
encargasteis de él. Lo sé. Os lo entregaron a vos. Ya
veis si estoy bien informado del caso.
—Asi sucedio, en efecto —dijo Defarge. Un ligero co-
dazo de su mujer, que ésta le dio como por casualidad
sin interrumpir la calceta ni el mondtono canturreo,
acababa de avisarle que mas valia que respondiese,
aunque siempre con brevedad.
—A vos acudié la hija —prosigui6 el espia—, pues teniais
al doctor bajo vuestra custodia, y ella vino para llevarse a
su padre, acompaniada por un caballero muy pulcro y
respetable... ¢c6mo se llamaba? Uno con peluquin... Sf,
Lorry... del banco de Tellson y Cia... alla en Inglaterra.

286
—Asi es; si, senor —confirm6 Defarge.
—Son unos recuerdos muy interesantes —continu6
el espia—. Yo he conocido al doctor Manette y a su hija,
en Inglaterra.
—¢ Si? -inquirio Defarge.
—<No habéis tenido noticia de ellos? -pregunt6 el espia.
—No -repuso Defarge.
—En realidad -tercid madame, interrumpiendo su
labor y su cancioncilla para mirar al visitante—, no he-
mos vuelto a saber nada de ellos. Recibimos la nueva
de su llegada sanos y salvos, y tal vez otra carta luego,
0 quiza dos; pero desde entonces han tomado su pro-
pio rumbo en la vida, y nosotros el nuestro, y no he-
mos mantenido mas correspondencia.
—Es comprensible, madame —respondio el espia-.
Ahora esa senorita va a casarse.
—Que va a casarse? —repitid madame-. Pues era lo
bastante bonita como para haberse casado hace ya mu-
cho tiempo. Sois muy frios los ingleses, me parece a mi.
—jCaramba! ¢Sabéis que soy inglés?
—Lo es vuestra lengua, segun creo advertir —contes-
to madame-, y lo que es la lengua también debera
serlo el hombre, supongo yo.
No tomo él la identificaci6n como un cumplido,
aunque procur6 poner la mejor cara posible, y zanjé el
asunto echandose a reir. Apur6 la copa de conac y dijo:
—Pues si, la senorita Manette va a casarse. Pero no
con un inglés, sino con un hombre que, como ella
misma, es francés de nacimiento. Y hablando de Gas-
pard (jah!, ;jpobre Gaspard!, jqué muerte tan cruel!),
es curioso que esa senorita vaya a casarse ahora preci-
samente con el sobrino del senor marqués, por quien
subieron a Gaspard a esa altura de tantos pies; en otras

287
palabras, con el marqués actual. Pero en Inglaterra
vive de inc6gnito, alli no es marqués; es Charles Dar-
nay. D’Aulnais es el apellido de su madre.
Madame Defarge siguid dandole imperturbable a
las agujas, pero la noticia tuvo un efecto visible en su
marido. Hiciera lo que hiciese tras el pequeno mostra-
dor, por ejemplo encender la pipa, la verdad es que
estaba impresionado, y su mano le traicionaba. El es-
pia no habria sido un espia si hubiera dejado de ad-
vertirlo, o de registrarlo en la mente.
Tras haberse apuntado por fin este unico tanto,
cuyo valor y alcance ignoraba, y en vista de que no
llegaban clientes que le permitieran apuntarse otros,
el senor Barsad pag6 la consumicion y se despidio, no
sin decir con mucha amabilidad antes de marcharse
que esperaba tener el placer de ver de nuevo a mon-
sieur y madame Defarge. Durante unos minutos des-
pués de haber salido el visitante a la presencia exterior
de Saint Antoine, marido y mujer permanecieron
exactamente como él los habia dejado, no fuera el
caso que se le ocurriese volver.
—¢Sera verdad? —dijo Defarge en voz baja, mirando
a su mujer, con una mano aun sobre el respaldo de la
silla mientras con la otra se llevaba la pipa a los labios-.
éSera verdad lo que ha dicho de la senorita Manette?
—Por ser él quien lo ha dicho —contest6 madame-,
probablemente es falso. Pero pudiera ser verdad.
Si lo es... -empez6 a decir Defarge, y se quedé6 ca-
llado sin concluir la frase.
—¢Si lo es...? —repitid su esposa.
—... y llega a realizarse, y si nosotros vivimos para
ver el triunfo... espero, por ella, que el Destino reten-
ga a su marido lejos de Francia.

288
-El destino de su marido —dijo madame Defarge
con su habitual aplomo- le llevara adonde tiene que
ir, y le conducira al fin que ha de ser el de su vida. Eso
es lo Unico que sé.
—Pero es absurdo... 0 al menos, vaya, ¢no te parece
a ti un poco absurdo —dijo Defarge, como si deseara
hacérselo admitir a su mujer— que, después de toda
nuestra solicitud con monsieur, su padre, y con ella
misma, el nombre de su marido haya de ser proscrito
por tu mano en este momento, al lado del de ese pe-
rro del infierno que acaba de salir por la puerta?
—Cosas mas extranas que ésa sucederan cuando lle-
gue el gran dia -repuso madame-. Los tengo a los dos
aqui, por supuesto; y los dos estan por sus propios mé-
ritos; con eso basta.
Dichas estas palabras enroll6 su calceta y se quité la
rosa prendida en el panuelo que llevaba en torno a la ca-
beza. Bien fuese porque Saint Antoine adivinara de
forma instintiva que el ornamento vitando habia des-
aparecido ya o bien porque hubiera permanecido aler-
ta, atento a su desaparicion, el caso es que al poco rato
el santo se armo de valor y fue entrando perezosamen-
te, con lo que la taberna recobr6 el aspecto habitual.
A la caida de la tarde, y sobre todo en aquella esta-
cién calurosa, Saint Antoine entero salia a la calle, se
sentaba en los escalones de las puertas, en las repisas
de las ventanas, se reunia en las esquinas de sdrdidas
calles y patios, a respirar un soplo de aire fresco. Y ma-
dame Defarge acostumbraba a deambular de aca para
alla, de unos grupos a otros, la calceta siempre en la
mano, misionera de tal misi6n —y habia muchas como
ella— que hard bien el mundo en no volver a procrear
jamas mujeres semejantes. Todas hacian calceta. Eran
289
labores sin valor alguno, pero aquel trabajo mecani-
co obraba como un sustitutivo del de comer y beber;
si los escualidos dedos hubieran permanecido inm6-
viles, los est6magos habrian sentido mas agudamente
las punzadas del hambre.
Pero, con el trajin de los dedos, no paraban tampo-
co los ojos ni los pensamientos. Y mientras que mada-
me Defarge andaba de grupo en grupo, dedos, ojos y
pensamientos movianse mas rapidos y mas intrépidos
entre los mil corrillos de mujeres con quienes iba par-
lamentando y a quienes iba dejando a su espalda.
Su marido fumaba a la puerta de la taberna, con-
templando sus idas y venidas con admiracion.
—jEs una gran mujer! —dijo—, juna mujer fuerte y
admirable! jUna mujer tan grande que da miedo!
La oscuridad los fue envolviendo a todos. Otra os-
curidad amenazaria no menos inexorablemente cuan-
do las campanas de las iglesias, que a la saz6n repica-
ban apacibles en tantos esbeltos campanarios sobre
Francia, fuesen fundidas para fabricar estruendosos
canones; cuando los tambores marciales redoblasen
para ahogar una voz desventurada, que en esa noche
resonaria todopoderosa como la voz de la fuerza y la
abundancia, de la libertad y de la vida. Y a tal punto
cerrabanse las sombras en torno a aquellas mujeres
que hacian calceta y mas calceta, que ellas mismas
formaban como un corro de sombras alrededor de
una maquina que aun no se habia construido y ante
la cual acudirian a sentarse con su labor, dale que dale
a las agujas, mientras contaban las cabezas que iban
cayendo.
17. Una noche

Nunca se puso el sol con mas gloriosos resplandores


en el tranquilo rincén de Soho que aquella tarde me-
morable que el doctor y su hija pasaron sentados a la
sombra del platano. Y jamas salid tampoco la luna con
un fulgor mas suave sobre el inmenso Londres que
aquella noche que los encontr6 todavia sentados bajo
el arbol e ilumin6 sus rostros a través de las hojas.
Lucie iba a casarse al dia siguiente. Habia reservado
esa ultima velada para su padre y por eso estaban sen-
tados a solas al pie del platano.
—<Eres feliz, padre querido?
—Completamente, hija mia.
Habian cruzado muy pocas palabras, aunque lleva-
ban alli largo rato. Mientras hubo suficiente luz para
hacer labor y leer, la joven no se habia entregado a es-
tas ocupaciones habituales ni habia leido nada a su
padre. Muchas, muchisimas veces habiase entreteni-
do asi, al lado suyo y al resguardo del arbol; pero esta
ocasi6n no era como ninguna otra y no podia pare-
cerse en nada a las demas.
~Yo también soy muy feliz esta noche, padre de mi
vida. Me siento inmensamente feliz con este amor
que me ha deparado el cielo: mi amor por Charles y el
amor de Charles por mi. Pero si mi vida no hubiera de
seguir consagrada a ti, o si mi matrimonio se dispusie-

291
ra de tal modo que nos separase, aunque solo fuese a
la distancia de tres 0 cuatro calles, me sentiria yo aho-
ra mas desventurada y culpable de cuanto mis pala-
bras aciertan a expresar. Y aun asi...
La emocion termino por ahogar su voz. A la luz
triste de la luna, le eché los brazos al cuello y reclind
el rostro sobre su pecho. A la luz de la luna, que es
siempre triste, como también lo es la del sol... y cual la
que llamamos vida humana... en el momento en que
aparecen y en el que se van.
—jPadre de mi alma! ¢Puedes repetirme, por ultima
vez, que estas completa, completamente seguro de
que ninguno de mis nuevos afectos ni de mis nuevos
deberes han de interponerse entre los dos? Yo sé muy
bien que sera ast; pero glo sabes tu? ¢Sientes una se-
guridad absoluta en tu coraz6n?
Con un tono de conviccion firme y alegre que mal
podia ser fingido contest6 el padre:
—jTotalmente seguro, vida mia! Y mas auin —anadi6,
besandola con carino-—, mi porvenir es mucho mas ha-
lagdeno, Lucie, contemplado a través de tu matrimo-
nio, de lo que pudiera haber sido sin él y de lo que
realmente era cuando no se habia planteado.
—jSi pudiera esperar que es tal y como lo dices, pa-
dre...!
—Creeme, amor mio. Hablo con absoluta sinceri-
dad. Y si piensas un poco, querida mia, verds que es
todo de lo mas natural y sencillo. Tu, joven y abnega-
da como eres, no puedes darte cuenta de la zozobra
que yo senua ante la posibilidad de que tu vida pudie-
ra malograrse...
Ella le puso la mano en la boca, pero el buen doc-
tor la tomo entre las suyas y repitié la palabra:

2 ty
—... Malograrse, hija mia... pues tal vez hubiera ocu-
rrido si, por mi causa, se hubiese apartado del orden
natural de las cosas y no hubiese alcanzado la plenitud.
En tu altruismo no puedes comprender del todo los
quebraderos de cabeza que esto me ha dado. Pero basta
con que te preguntes cOmo podia haber sido mi felici-
dad perfecta mientras la tuya fuese incompleta.
—Si no hubiese conocido a Charles, habria sido
siempre totalmente feliz contigo.
Sonrié el doctor ante la inconsciente admisi6n de
su hija de que habria sido desgraciada sin Charles,
después de haberle conocido, y respondi6:
—Pero le conociste, hija, y es Charles. Y si no hubie-
ra sido Charles, habria sido otro. O, de no haberse pre-
sentado ningun otro, habria sido por causa mia, y en-
tonces la parte oscura de mi vida habria arrojado su
sombra mas alla de mi mismo y habria caido sobre ti.
Era la primera vez, después de aquel juicio, que la
joven le ofa referirse a la época de su padecimiento.
Esto le hizo experimentar una sensaciOn nueva y ex-
trana, y lo recordaria mucho tiempo después.
~jMira! —dijo el doctor de Beauvais alzando la mano
hacia la luna—. Muchas veces la contemplé desde el
ventano de mi prisidn, cuando no podia soportar su
luz. Cuando pensaba que estaba brillando sobre todo
cuanto yo habia perdido, era para mi tal el tormento
que mas de una vez me di de cabezazos contra las pa-
redes del calabozo. Y solia verla en un estado tan ob-
tuso y letargico que sdlo pensaba en el numero de ra-
yas horizontales que podria trazar sobre su faz, cuando
estaba llena, y en el numero de lineas perpendiculares
con que podria cruzarlas. -Y sin dejar de mirar a la
luna, quedé como absorto en sus calculos y anadio-:

293
Eran veinte en cada sentido, recuerdo, y para la vigé-
sima casi no quedaba sitio.
El raro estremecimiento con que la joven le habia
oido evocar aquella época se intensificd a medida que
él insistia en el asunto. Pero no habia nada que pudie-
ra consternarla en la forma de su referencia: simple-
mente, parecia limitarse a contrastar su alegria y feli-
cidad presentes con los espantosos sufrimientos de un
pasado ya lejano.
—Miles de veces la miré, pensando en el hijo aun no
nacido del que me habian separado. Pensando si vivi-
ria. Si habria nacido con vida o si la conmocion sufrida
por la pobre madre le habria matado. Si seria un var6n
que algtin dia vengase a su padre... (hubo dias durante
mi encarcelamiento en que me dominaban unos insu-
fribles deseos de venganza). Si seria un var6n que ja-
mas supiera nada de la historia de su padre o incluso
que sopesara la posibilidad de que su padre hubiera
desaparecido por propia decision y voluntad, o si seria
una hija que andando el tiempo creciera y se hiciese
mujer.
La joven se acercé mas a él y le bes6 en la mejilla y
en la mano.
—Me representaba a mi hija totalmente olvidada de
mi... 0 mas bien enteramente ignorante de mf, sin sa-
ber tan siquiera que yo existia. Ano tras afio fui calcu-
lando los de su edad, los de su vida. La veia casada con
un hombre que no sabia nada de mi suerte. Me habia
borrado por completo del recuerdo de los vivos, y para
la generacion siguiente mi sitio estaba en blanco.
—jPadre mio! Sélo con oir que abrigaste tales pen-
samientos acerca de una hija imaginaria se me turba
el corazon como si hubiera sido yo esa hija.

294
—Tu, Lucie? Gracias al consuelo y al reparo que tt
me has traido pueden surgir ahora esos recuerdos e
interponerse entre nosotros y la luna, en esta Ultima
noche. ¢Qué estaba diciendo?
—Que ella no sabia nada de ti. Que no le importaba
en absoluto.
—Eso es. Pero en otras noches de luna en que la tris-
teza y el silencio me impresionaban de manera distinta
infundiéndome como una desolada sensacién de paz,
lo mismo que habria hecho cualquier otra emoci6n
sustentada en el dolor y la congoja, entonces me la fi-
guraba visitandome en mi celda y sacandome de ella,
llevandome hacia la libertad, lejos de la fortaleza. Vi su
imagen a la luz de la luna muchas veces, igual que te
veo a ti ahora, salvo que jamas la tuve en mis brazos.
Se quedaba parada entre el ventanuco enrejado y la
puerta. Pero ya comprenderas que ésa no era la criatu-
ra de quien antes te hablaba, ;verdad?
—La forma no lo era; la... la... imagen; gno seria un
antojo de la fantasia?
—No. Era otra cosa. Permanecia delante de mi altera-
da visidn, sin moverse nunca. El fantasma que mi alma
perseguia era otra criatura diferente y mas real. De su
aspecto exterior yo no sabia sino que se parecia a su ma-
dre. La otra presentaba también esa semejanza, lo mis-
mo que tu, pero no era la misma. gMe comprendes, Lu-
cie? Con mucha dificultad, verdad? Dudo que sea capaz
de apreciar estas distinciones tan imprecisas quien no
haya estado nunca prisionero en un calabozo solitario.
El tono sereno y apacible con que el doctor decia
todo esto no pudo impedir que la joven sintiese un es-
calofrio por las venas, viendo que de tal suerte se esfor-
zaba por anatomizar su situaci6n pasada.

295
-En ese estado mas tranquilo me parecia verla a la
luz de la luna: acudia a mi lado y me sacaba de alli
para mostrarme que su hogar de casada estaba lleno
de amorosos recuerdos del padre perdido. En su cuar-
to tenfa mi retrato, y yo estaba siempre en sus oracio-
nes. Llevaba una vida activa, alegre, provechosa; pero
mi desventurada historia lo impregnaba todo.
-Yo era esa hija, padre mio. No era ni la mitad de
buena que ella, pero en mi amor, esa hija era yo.
~Y me mostraba sus hijos —prosiguio el doctor de
Beauvais—, que habian oido hablar de mi y les habian
ensenhado a compadecerme. Cuando pasaban junto a
una carcel del Estado procuraban alejarse de sus si-
niestros muros, y, a la vista de sus rejas, hablaban en
voz baja. Jamas pudo esta hija devolverme la libertad,
y me imaginaba que después de ensenarme todas esas
cosas me llevaba siempre de nuevo a mi celda. Pero
entonces, con el bendito consuelo del llanto, caia de
rodillas y la bendecia.
-Yo soy esa hija, si, espero que sea yo esa hija. Ay,
querido mio, querido mio, gme bendecirds manana
con el mismo fervor?
—Recuerdo todos esos viejos tormentos, Lucie, por-
que dispongo de esta noche para quererte infinita-
mente mas de lo que puede expresarse con palabras y
para dar gracias a Dios por mi inmensa felicidad. Ni
aun cuando mas disparatados fueron mis pensamien-
tos acertaron jamas a columbrar la felicidad que he
conocido contigo y la que todavia nos espera.
La abraz6, invocé solemnemente para ella la ben-
dicién del cielo y con humildad le dio gracias por ha-
berle concedido aquella hija. Luego, pasado un rato,
volvieron al interior de la mansion.

296
Solo estaba invitado a la boda el sefior Lorry. Ni si-
quiera iba a haber madrina, fuera de la estantigua de
la senorita Pross. El] casamiento no introduciria nin-
gun cambio en la vida de aquella casa; habifan conse-
guido agrandarla, tomando para la familia el ultimo
piso, que antes ocupara aquel inquilino invisible y
apocrifo, y no deseaban nada mas.
El doctor Manette se mostr6 muy alegre a la hora de
la cena. Sdlo eran tres a la mesa, y el tercer comensal no
era otro que la senorita Pross. Lamentaba mucho el doc-
tor que Charles no les acompaniase; hizo mas de un repa-
ro a la pequena y amorosa conspiracion que habia impe-
dido esa tarde su visita, y bebid cariMosamente a su salud.
Asi, lleg6 para él el momento de dar las buenas no-
ches a Lucie, y el padre y la hija se separaron. Pero en
el silencio de las tres de la madrugada, Lucie bajé de
nuevo y entro sigilosamente en el cuarto del padre,
no exenta de vagos temores.
Pero cada cosa estaba en su sitio; todo se hallaba en
paz y sosiego, y el doctor dormia, el albo cabello sobre
la impoluta almohada y las manos en placido reposo
sobre el cobertor. La joven dej6 la innecesaria bujia en
la sombra, a cierta distancia, se acerc6 de puntillas al
lecho y dio un beso a su padre; luego, inclinada sobre
él, le contempl6 con atencion.
Las amargas aguas del cautiverio habian hecho bue-
na mella en el agraciado rostro; pero él disimulaba las
huellas con una voluntad tan firme que hasta durmien-
do las dominaba. Extraordinario semblante aquel, en
su serena, resuelta y precavida lucha contra un atacan-
te invisible; un semblante como quizds no hubiera po-
dido contemplarse otro igual aquella noche en todos
los vastos dominios del sueno.
297
Puso timidamente la mano sobre aquel pecho tan
querido y elev6 una oracién pidiendo le fuese conce-
dido serle siempre tan fiel como se habia propuesto en
su carifo y como los sufrimientos del desventurado
merecian. Luego aparto la mano, le bes6 una vez mas
y se retir6. Salié por fin el sol y las sombras de las ho-
jas del platano se movieron sobre el rostro del padre
con la misma dulzura que los labios de la hija se ha-
bian movido antes rezando por él.

298
18. Nueve dias

El dia de la boda lucia resplandeciente el sol, y todos


estaban ya dispuestos ante la puerta cerrada del cuar-
to del doctor, donde éste departia con Charles Darnay.
Dispuestos para ir a la iglesia: la hermosisima novia, el
senor Lorry y la senorita Pross, para quien el aconteci-
miento, merced a un proceso gradual de reconcilia-
cidn con lo inevitable, habria constituido una felicidad
absoluta de no ensombrecerlo un poco la considera-
cin, aun no del todo desvanecida, de que el novio
debiera haber sido su hermano Solomon.
~Y para esto —dijo el senor Lorry, que no se cansaba
de admirar a la novia, dando vueltas a su alrededor
para apreciar bien todos los pormenores del sencillo y
precioso vestido- y para esto te traje y crucé contigo el
Canal cuando aun no eras mas que una nina... jDios
me valga! jQué poco me figuraba entonces lo que ha-
cia! ;Y cuan a la ligera valoraba el servicio que estaba
haciendo a mi amigo Charles!
-Lo haciais sin pensarlo —observ6 la siempre practi-
ca sefiorita Pross—, y ademas, ¢cOmo ibais a saberlo?
jTonterias!
—¢Ah, s{? Esta bien, pero no Iloréis —dijo el bona-
chon del senor Lorry.
-No estoy Ilorando —dijo la sefiorita Pross-; vos si
que llordis.
299
-—<Yo, Pross de mis pecados? —Para entonces ya se
atrevia Lorry a bromear alguna que otra vez con ella.
—-Vos, si, ahora mismito; os he visto yo, y no me
sorprende. Un servicio de plata como el que les habéis
regalado basta y sobra para llenar de lagrimas los ojos
a cualquiera. Anoche, cuando lleg6 el estuche —prosi-
guid la senorita Pross— no hubo un tenedor ni una cu-
chara que no me hiciesen llorar, hasta el punto que
las lagrimas no me los dejaban ver.
—Pues me alegro muchisimo —dijo el senor Lorry-,
aunque puedo jurar que no tenia la menor intencién
de hacer invisibles para nadie esos nimios objetos de
recuerdo. ;Valgame Dios! Esta es ocasidn que hace
pensar a un hombre en todo lo que ha perdido. jHay
que ver, hay que ver! ;Pensar que pudiera haber exis-
tido una senora Lorry, cuando han transcurrido sin
ella casi cincuenta anos!
—jDe ninguna manera! —objet6 a esto la senorita
Pross.
—jCémo! ¢Creéis que no podria haber existido una
senora Lorry? —inquiri6 el caballero de ese mismo
apellido.
—jBah! —contest6 la senorita Pross—. Vos erais ya un
solter6n en la mismisima cuna.
—jVaya por Dios, eso parece bastante probable tam-
bién! —observ6 Lorry, jovialmente, ajustandose el pe-
luquin.
-Y teniais hechura de solter6n —prosiguié la sefio-
rita Pross— ya antes de que os echaran en la cuna.
—-En ese caso —-repuso el aludido— me parece que
procedieron conmigo muy mal y que debian haberme
consultado antes de hacerme asi. Pero basta de bro-
mas. Vamos, mi querida Lucie —y le pas6 suavemente

300
el brazo por el talle—, los oigo moverse en la habita-
cion de al lado, y la sefiorita Pross y yo, como dos per-
sonas serias de negocios, estamos impacientes por no
perder la Ultima oportunidad de decirte algo que ha-
lague tus oidos. Dejas a tu buen padre, carifio mio, en
manos tan solicitas y amorosas como las tuyas; se ten-
dran con él todas las atenciones y cuidados imagina-
bles. Durante los pr6ximos quince dias, mientras es-
tais en Warwickshire y alrededores, hasta el propio
Tellson quedara relegado, relativamente hablando,
por atenderle a él. Y cuando, pasados esos quince dias,
vaya a unirse contigo y con tu amado esposo, a fin de
viajar Otras dos semanas por Gales, podras decir que
te lo enviamos con la mejor salud y en la mejor dispo-
sicidn del mundo. Vaya, se oyen los pasos de Alguien
que se acerca a la puerta. Voy a besar a mi querida
nina y a darle la bendicién de un solter6n chapado a
la antigua antes de que ese Alguien salga a reclamar
lo que es suyo.
Por un momento sostuvo a cierta distancia el her-
moso rostro de la joven para contemplar la expresion
de la frente, que tan bien recordaba, y luego apoyé6 la
cabellera rubia y tersa como el oro contra su peluquin
de pelo castano con una ternura y una delicadeza de
la mas pura cepa, tanto que si estos sentimientos han
de tenerse por anticuados, es que sin duda se remon-
tan a los tiempos de Adan.
Abridse la puerta de la habitacion del doctor y sali
éste acompanado de Charles Darnay. Pero salia tan
mortalmente palido, a diferencia de cuando entraron,
que no quedaba el menor vestigio de color en su ros-
tro. No se habia alterado, en cambio, su habitual aplo-
mo, si bien para la sagaz mirada de Lorry no pasaron

301
inadvertidos ciertos vagos indicios de que el antiguo
aire de ausencia y de temor habia cruzado reciente-
mente como un gélido viento sobre él.
Dio el brazo a su hija y bajaron ambos para acomo-
darse en el coche que habia alquilado Lorry en honor
del dia. Los demas siguieron en otro carruaje y, muy
pronto, en una iglesia de la vecindad a salvo de mira-
das ajenas, Charles Darnay y Lucie Manette quedaron
unidos en venturoso enlace.
Ademiés de las lagrimas que fulgian entre las sonri-
sas del reducido grupo, una vez concluida la ceremo-
nia, en la mano de la novia resplandecian con muy vi-
vos destellos algunos diamantes recién liberados de la
fosca oscuridad de uno de los bolsillos del senor Lorry.
Volvieron a casa para desayunar y todo marché a las
mil maravillas. Llegado el momento, aquel cabello ru-
bio como el oro que ya un dia se mezclara con los blan-
cos mechones del pobre zapatero, en el sotabanco de
Paris, volvio a confundirse con ellos en la manana de sol,
cuando la hija se despidi6 efusivamente del padre en el
umbral de la puerta, antes de partir.
Aunque la ausencia no iba a ser larga, la separa-
cién fue penosa. Pero el padre dio animos a la hija, y
por ultimo, desasiéndose suavemente de sus brazos,
dijo:
—jT6mala, Charles! jTuya es!
Y la temblorosa mano de la joven les dijo adids a
todos por una ventanilla del coche y se alejé.
Como el rincén aquel caia muy a trasmano de los
inevitables ociosos y curiosos, y como los preparativos
habian sido muy pocos y sencillos, el doctor, Lorry y la
senorita Pross se quedaron completamente solos. Y fue
entonces, al volver a la acogedora sombra de la fresca y

302
vetusta sala, cuando Lorry pudo observar el enorme
cambio que se habia obrado en el doctor. Como si el
dorado brazo del gigante le hubiese asestado un golpe
mortifero.
Habia contenido al maximo sus emociones, como
es natural, y era de esperar que una vez desaparecida
la ocasiOn que le obligara a reprimirse se manifestase
en él alguna reaccion. Pero lo que de veras inquietaba
a Lorry era la reaparicion de aquella antigua mirada
suya de temor; y por el aire ausente con que se cogi6
la cabeza con las manos y entr6é melancdélicamente en
su cuarto cuando subieron al piso, Lorry no pudo me-
nos que acordarse de Defarge el tabernero y de aquel
viaje que hicieron juntos bajo la luz de las estrellas.
—Creo —dijo en voz baja a la senorita Pross, después
de reflexionar un momento con inquietud-, creo que
lo mejor sera que no le hablemos ahora ni le moleste-
mos para nada. Tengo que ir a dar un vistazo a Tell-
son; conque salgo para alla ahora mismo y vuelvo en
seguida. Luego le llevaremos a dar un paseo por el
campo, comeremos al fresco y todo ira bien.
Para Lorry era mucho mas facil entrar en Tellson
que salir, y lo que tenia que haber sido un vistazo ra-
pido se alargo dos horas. Al volver subi6 él solo la vie-
ja escalera, sin hacer ninguna pregunta a la criada. Iba
a entrar en los aposentos del doctor cuando le detuvo
el son de un ligero martilleo.
—jSanto Dios! -exclam6 sobresaltado-. ;Qué es eso?
La senorita Pross acudio a él, desencajada de es-
panto.
—Ay de mi! jAy de mi! jTodo esta perdido! —se lamen-
taba, retorciéndose las manos-. gQué vamos a decir a la
Palomita? jNo me reconoce, y esta haciendo zapatos!

303
Lorry dijo cuanto se le ocurrié para tranquilizarla y
luego entr6 en el cuarto del doctor. El banco estaba
vuelto hacia la luz, lo mismo que la primera vez que
vio al zapatero en su faena, y éste tenfa inclinada la
cabeza y se mostraba muy atareado.
—jDoctor Manette! Querido amigo... ;Doctor Ma-
nette!
El doctor le mir6 un momento, un poco como pre-
guntando qué queria y un poco también como enoja-
do de que se le dirigiese la palabra; luego volvi6 a in-
clinarse sobre su quehacer.
Se habia quitado la casaca y el chaleco; tenia des-
abrochada la camisa como solia cuando se dedicaba a
ese trabajo, y hasta habia recobrado la expresion hu-
raha y macilenta de otros tiempos. Trabajaba de firme,
con impaciencia, como si de algtin modo recusase la
interrupcién.
Lorry echo una mirada al trabajo que tenia en la
mano y observo que se trataba de un zapato semejan-
te, por su forma y tamano, al que viera en ocasi6n an-
terior. Cogid otro que estaba en el suelo, a su lado, y
pregunto qué tipo de zapato era.
—Un zapato de paseo para senorita —musito el doc-
tor, sin alzar la mirada—. Hace mucho que debia estar
terminado. Conque acabémoslo.
—Pero, doctor Manette... Miradme.
Obedecio con la misma sumisi6n mecanica de otros
tiempos, sin hacer pausa en su tarea.
—~No me conocéis, querido amigo? Pensadlo bien.
Esa no es vuestra ocupaciOn normal. ;Consideradlo,
amigo mio!
Nada pudo inducirle a pronunciar una palabra
mas. Levantaba la cabeza un instante, cada vez que se

304
le requeria; pero no hubo manera de persuadirle a
que hablase. Trabajaba, trabajaba y trabajaba, en si-
lencio, y las palabras daban en él como en una pared
sin eco, 0 como si se perdieran en el aire. El Gnico rayo
de esperanza que pudo descubrir Lorry fue que a ve-
ces alzaba furtivamente la vista sin que se lo pidiesen.
Parecia haber en ello una débil expresién de curiosi-
dad o de perplejidad, como si se esforzara por aclarar
algunas dudas en su mente.
Dos cosas se presentaron inmediatamente a Lorry
como las mas importantes. La primera, que aquello de-
bia ocultarsele a Lucie. Y la segunda que también
debia mantenerse en secreto para cuantos le cono-
cian. De acuerdo con la senorita Pross, tom6 en segui-
da las disposiciones pertinentes para esto ultimo, ma-
nifestando que el doctor se hallaba indispuesto y
necesitaba unos dias de absoluto reposo. Y en cuanto
al piadoso engano destinado a la hija, la senorita Pross
le escribiria que se habia ausentado para atender a un
requerimiento profesional, y aludiria‘a una carta ima-
ginaria de dos o tres lineas escritas apresuradamente
por el padre que se le habria mandado por el mismo
correo y que presuntamente se habria perdido.
Tales medidas, aconsejables en cualquier caso, las
tomaba Lorry con la esperanza de que el doctor se re-
cobrase. Si esto sucedia pronto, tenia otra en reserva,
que consistia en procurarse un dictamen autorizado
sobre el estado del doctor.
Confiando en su restablecimiento, y en que el re-
curso a esta tercera medida fuese practicable, resolvi6
Lorry vigilarle atentamente, aunque del modo mas
discreto y disimulado posible. Tomé pues disposicio-
nes para faltar una temporada de Tellson por primera

305
vez en su vida y se instal6 al pie de la ventana, en la
misma habitacion.
No tard6 en descubrir que era inutil hablarle, o que
era incluso peor, pues la insistencia en ello le incomo-
daba, de suerte que abandoné6 el intento ya el primer
dia, y resolvid simplemente mantenerse en todo mo-
mento delante de él, como en una protesta silenciosa
por el desvario en que habia caido o estaba cayendo.
Permanecié pues sentado junto a la ventana, entrete-
nido en leer o escribir, y dando a entender por todos
los medios amenos y naturales que se le ocurrian que
alli se gozaba de entera libertad.
El doctor Manette comio y bebid lo que le llevaban
y trabaj6 sin parar todo aquel primer dia hasta que se
hizo demasiado oscuro para ver lo que tenia entre ma-
nos: sin embargo aun siguié trabajando lo menos me-
dia hora después de que Lorry dejara de leer y escribir
por falta de luz. Cuando apart6 las herramientas a un
lado, por inutiles, hasta la manana siguiente, Lorry se
levanto y le dijo:
—¢Vais a salir?
Miro él al suelo, primero a un lado y luego a otro
como antano, alz6 la vista lo mismo que entonces y
repitid con aquella misma voz apagada:
—¢Salir?
—Si; a dar un paseo conmigo. ¢Por qué no?
No hizo ningun esfuerzo por contestar a esta pre-
gunta ni dijo una sola palabra mas. Pero Lorry crey6é
ver, segun estaba aquel hombre inclinado hacia de-
lante sobre su banco, con los codos sobre las rodillas y
la cabeza entre las manos, en la oscuridad, que de al-
gun modo vago y nebuloso se preguntaba a si mismo:
«¢Por qué no?». La sagacidad del hombre de nego-

306
cios advirtid en esto una ventaja y resolvid aprove-
charla.
La senorita Pross y él se repartieron la noche en
dos turnos de guardia y le observaron a ratos desde la
habitacion contigua. Paseo de un lado a otro un buen
espacio antes de acostarse; pero cuando finalmente se
tendi6 en el lecho, en seguida se qued6 dormido. Por
la manana se levant6 temprano y se fue derecho al
banco a reemprender la labor.
En este segundo dia, Lorry le salud6 alegremente por
su nombre y le habl6 de asuntos familiares para ambos.
No respondio nada, pero era evidente que oia lo que se
le decia, y que, por muy confusamente que fuera, pen-
saba en ello. Esto animo a Lorry a disponer que entrase
la senorita Pross varias veces al dia con su labor. En tales
ocasiones, hablaban ambos tranquilamente de Lucie, y
de su padre alli presente, y hacianlo de la manera acos-
tumbrada, como si no ocurriese nada de particular. Todo
ello sin aspavientos ni ademanes de ninguna clase, cui-
dando de no prolongarlo ni menudearlo de forma que
pudiera fatigarle, y alivid mucho el bondadoso corazén
de Lorry el observar que alzaba la vista con mas fre-
cuencia que antes, o al menos asi se lo parecié a él, y
que daba muestras de desasosiego por la percepcion de
ciertos aspectos incongruentes en lo que le rodeaba.
Cuando de nuevo anochecio, Lorry pregunt6 como
la vispera:
—Mi querido doctor, ¢vais a salir?
Y, también como la vispera, repitid él:
—¢Salir?
—Si; a dar un paseo conmigo. ¢Por qué no?
Esta vez Lorry, al ver que no conseguia sacarle nin-
guna respuesta, fingid marcharse y no volvi6 hasta
307
pasada una hora. Entretanto el doctor se habia trasla-
dado al sill6n de junto a la ventana y estuvo todo ese
tiempo contemplando el platano; pero al regreso del
senior Lorry, volvié a su banco. Lentamente iba pasan-
do el tiempo, y las esperanzas de Lorry se oscurecian.
Volvid a acongojarsele el corazén y esta congoja era
de dia en dfa mas considerable. Transcurrieron asi el
tercero, el cuarto, el quinto. Cinco dias, seis dias, siete
dias, ocho dias, nueve dias.
Con alguna esperanza siempre al anochecer y con
un desaliento cada vez mas profundo paso Lorry to-
dos estos dias de afliccidn y zozobra. El secreto fue
bien guardado, y Lucie no sabia nada y era feliz; pero
él no podia dejar de observar que el zapatero, cuyas
manos se mostraron al principio algo torpes, iba ad-
quiriendo una destreza alarmante, y que nunca se ha-
bia mostrado tan absorto en el trabajo ni las manos se
habian movido con tanta agilidad y pericia como en el
anochecer del noveno dia.
19. Un dictamen

Agotado por aquella angustiosa vigilancia, Lorry se que-


dé dormido en su puesto de observacion. En la décima
manana de su expectante incertidumbre, le desperté so-
bresaltado la claridad del sol que irrumpia en el cuarto
donde esa noche habia sucumbido a un pesado sueno.
Se froté los ojos y se despabil6; pero una vez bien
despierto dudo si no seguiria sonando. Pues al llegarse
a la puerta de la habitaci6n del doctor y mirar a su in-
terior advirtid que el banco de zapatero y las herra-
mientas habian sido puestos nuevamente a un lado y
que el propio doctor estaba sentado leyendo junto a la
ventana. Vestia su traje habitual de por las mananas, y
su rostro (que Lorry pudo distinguir muy bien), aun-
que todavia muy palido, tenia una expresiOn sosega-
da, atenta y estudiosa.
Aun después de bien cerciorado de que estaba des-
pierto, Lorry sintio unos momentos de vértigo dudan-
do si todo aquel episodio del doctor y sus zapatos no ha-
bria sido tan sdlo una alucinaci6n suya. Porque ¢no
estaba viendo ahora con sus propios ojos a su amigo de-
lante de él, con el aspecto y atuendos acostumbrados
y entregado a la habitual ocupaci6n? ¢Y habia algun
indicio, dentro de su radio de vision, de que el cambio
que tanto le habia impresionado aquellos dias hubiese
ocurrido realmente?

309
Preguntas que slo pudo hacerse, claro, en un pri-
mer instante de confusién y de perplejidad, toda vez
que la respuesta era obvia. Si aquella impresion no
era el efecto de una causa real, concordante y sufi-
ciente, como y por qué él, Jarvis Lorry, habia venido
a parar alli? ¢Cémo podia haberse quedado dormido,
sin desvestir siquiera, sobre el sofa de la consulta del
doctor Manette, y encontrarse en el trance de debatir
tales cuestiones a la puerta del dormitorio del doctor,
por la manana temprano?
Pocos minutos después estaba la senorita Pross a su
lado, hablandole al oido. Y si atin le quedara alguna
sombra de duda, las palabras de la mujer se la habrian
disipado. Pero ya para entonces habiase aclarado del
todo y no subsistia en él duda ninguna. Aconsejé de-
jar pasar el tiempo hasta la hora normal del desayuno,
momento en que se reunirian con el doctor como si
nada inhabitual hubiese ocurrido. Si lo encontraban
en su estado de animo acostumbrado, Lorry, con mil
precauciones, procederia a buscar la orientaci6n y la
guia de ese dictamen que, en su zozobra, tanto habia
anhelado conseguir.
Con la conformidad y el beneplacito de la senorita
Pross, se traz6 un minucioso plan. Como le sobraba
tiempo para su metddico aseo habitual, Lorry se pre-
sento a la hora del desayuno con la nitida ropa blanca
de siempre y con las medias tersas y bien ajustadas. Se
mand6 aviso al doctor, como de costumbre, y acudid a
desayunar.
En la medida que fue posible sonsacar al doctor
sin salirse de los delicados y paulatinos tanteos que a
juicio de Lorry eran la unica forma segura de adelan-
tar algo, se vio que al principio suponfa que la boda

3]
de su hija se habia celebrado la vispera. Una alusién
incidental, deliberadamente hecha, al dia de la sema-
na y del mes, motivo que se pusiera a cavilar y contar
con evidentes muestras de desasosiego. En todos los
demas aspectos, sin embargo, mostrdbase tan sereno
y duefio de si que Lorry resolvi6 obtener la ayuda
que deseaba. Y esa ayuda era la del propio doctor Ma-
nette.
Asi pues, cuando acabaron de desayunar y quita-
ron la mesa, y el doctor y él se quedaron solos, el se-
nor Lorry dijo con mucho tiento:
—Mi querido Manette, estoy impaciente por cono-
cer vuestro dictamen, de modo confidencial, acerca de
un caso muy extrano en el que estoy profundamente
interesado; bueno, es muy extrano para mi; quiza
para vos, mejor informado, no lo sea tanto.
Se eché el doctor una mirada a las manos, que te-
nia descoloridas por el reciente trabajo, y escuch6
atentamente, no sin visibles muestras de turbaci6on.
Ya se habia mirado las manos mas de una vez.
—Doctor Manette —dijo Lorry, tocandole carinosa-
mente en el brazo-, el caso a que me refiero es el de
un amigo mio a quien estimo con especial predilec-
cién. Os ruego que me prestéis atencién y me aconse-
jéis bien en beneficio de mi amigo... y, sobre todo, de
su hija. De su hija, mi querido Manette.
—Si yo entiendo bien —dijo el doctor con voz que-
da-, ¢se trata de algun trastorno mental...?
—Si.
—Explicadmelo todo bien —dijo el doctor-, sin aho-
rraros detalles.
Lorry advirtid que se habian comprendido, y siguid
adelante.
AL
—Mi querido Manette, se trata de un trastorno ya
antiguo, que dur6 mucho tiempo, y se manifesto de
manera muy aguda y muy grave en cuanto a los afec-
tos, los sentimientos y la... la... como vos habéis dicho,
la mente. Si, la mente. Se trata de un trastorno en que
el paciente se vio sumido a la fuerza, nadie sabe bien
por cuanto tiempo, porque segun tengo entendido ni
él mismo acierta a calcular su duraci6n y no existe
ningtin otro medio de averiguarlo. Un trastorno del
que por fortuna pudo recobrarse, en virtud de un pro-
ceso que el propio paciente no recuerda bien... segun
le oi referir una vez publicamente, de forma conmo-
vedora, y del que mi amigo se ha recuperado, en efec-
to, de una manera tan completa que hoy es un hom-
bre de extraordinaria inteligencia, capaz de una
intensa actividad mental y esfuerzo fisico, asi como de
aumentar constantemente su bagaje de conocimien-
tos, que ya era muy vasto. Pero, por desdicha, ha ha-
bido... -hizo una pausa y respir6 profundamente-— ha
habido una ligera recaida.
—Cuanto ha durado? —inquiri6 el doctor con voz
queda.
—Nueve dias con sus noches.
-—zY como se ha manifestado? Infiero —mirandose
otra vez las manos-— que con la prosecucion de alguna
vieja actividad relacionada con el trastorno, gno es
asi?
—Asi ha sido en efecto.
—cY le visteis vos alguna vez —pregunt6 el doctor
clara y sosegadamente, aunque en voz baja lo mismo
que antes— entregado a esa actividad en la época en
que aun no se habia restablecido?
—Si, le vi una vez.

312
-Y durante la recaida que decis, ¢se ha mostrado,
parcial o totalmente, en la misma actitud y disposicion
que entonces?
~A mi me ha parecido verle igual en todos los as-
pectos.
—Habéis hablado de su hija. ¢Sabe su hija lo de la
recaida?
-No. Se le ha ocultado, y espero que se guarde
siempre con ella esta discrecién. Sdlo esta en el secre-
to otra persona de absoluta confianza, aparte de yo
mismo.
El doctor le cogié la mano y murmur6:
—Ha sido una decision muy humana y muy inteli-
gente.
Lorry le cogi6 la mano a su vez y ambos guardaron
silencio unos instantes.
—Ahora bien, mi querido Manette —dijo Lorry, al
fin, en un tono de maximo afecto y extrema conside-
racidn-, yo no soy mas que un simple hombre de ne-
gocios, incapaz de comprender ni de hacer nada en
unos asuntos tan diffciles y complicados. No poseo la
informacié6n especializada que hace falta; tampoco
tengo la inteligencia necesaria. Quisiera recibir alguna
orientaciOn, algin consejo. No hay nadie en este
mundo en quien poder confiar para solicitarlo mejor
que vos. Decidme, pues, gcOmo se producen estas re-
caidas? ¢Hay peligro de que sobrevenga otra? ¢Podria
evitarse una repeticidn de la misma? Y caso de que se
presentase, como habria que tratarla? ¢En qué cir-
cunstancias se produce? ¢Qué puedo hacer yo por mi
amigo? Jamas ha habido nadie en el mundo mas de-
seoso de servir a un amigo que yo de servir al mio, si
supiera cémo. Pero en un caso como éste no sé ni por

13
dénde empezar. Si vuestra sagacidad, saber y expe-
riencia pudieran encaminarme, tal vez estuviera en
mi mano hacer mucho; sin conocimiento y orienta-
ci6n, es muy poco lo que puedo yo hacer. Participad-
me lo que sepais, os lo ruego. Ayudadme a ver este
caso un poco mas claro e instruidme para que pueda
ser un poco mas Util.
El doctor Manette se qued6 caviloso, tras haber
oido palabras tan patéticas, y Lorry no le apremio.
—Me parece probable, amigo mio —dijo el doctor al
fin, rompiendo el silencio con esfuerzo-, que la recai-
da que habéis descrito fuese un hecho no del todo im-
previsto por el paciente.
—~La temia? -se aventur6 a preguntar Lorry.
—Muchisimo —respondio el doctor con un estreme-
cimiento involuntario—. No podéis haceros idea de
como pesa en el animo del paciente ese temor y cuan
dificil, por no decir casi imposible, es para él obligarse
a pronunciar una sola palabra sobre lo que tanto le
angustia.
-<Y no le aliviaria bastante —inquirié Lorry- si lo-
grara sobreponerse y participar a otro esa obsesion se-
creta, cuando le atormenta?
—Creo que si. Pero, como ya os he dicho, eso es algo
rayano en lo imposible. Y aun estoy convencido de
que en algunos casos seria imposible en absoluto.
—-En fin —dijo Lorry, volviendo a poner la mano
afectuosamente sobre el brazo del médico, tras un
breve silencio por ambas partes-, zy a qué atribuiriais
vos este ataque?
—Creo -repuso el doctor Manette— que hubo una
fuerte y extraordinaria actualizacion del hilo de pensa-
mientos y recuerdos de lo que constituy6 en su dfa la

314
primera causa de la enfermedad. Se evocaron vivida-
mente algunas asociaciones intensas de cardcter muy
angustioso, creo yo. Es probable que durante mucho
tiempo hubiera acechado ese temor en su mente, y que
dichas asociaciones fuesen evocadas... por ejemplo, en
determinadas circunstancias... digamos que en una
ocasiOn muy especial. El intent6 prepararse, pero en
vano. Quiza el esfuerzo que le costé tal preparacion le
resto energias para soportarlo.
—<Y no podria recordar lo que pas6 durante la re-
caida? —pregunt6 Lorry, con la natural vacilacion.
El médico miré desoladamente a su alrededor, me-
neo la cabeza y, con voz queda, repuso:
—Nada en absoluto.
—En fin, y en cuanto al futuro... -insinu6é el senor
Lorry.
—En cuanto al futuro —dijo el doctor recobrando su
firmeza—, parece que debo abrigar grandes esperanzas.
Puesto que Dios ha querido, en su misericordia, que
se restablezca tan pronto, no puedo menos que abri-
gar grandes esperanzas. Tras haber cedido al empuje
de una circunstancia muy compleja, temida y vaga-
mente presentida durante mucho tiempo y contra la
cual se debatid en un vano intento de conjurarla, y
tras haberse recobrado una vez pasada la nube y des-
cargada la tormenta, debo esperar que lo peor ha sido
ya superado.
—jMuy bien, muy bien! Eso es un gran consuelo.
jGracias, muchas gracias!
~jTambién yo doy gracias! —repitid el doctor, incli-
nando la cabeza con reverencia.
—Hay otros dos puntos —dijo Lorry— sobre los cuales
desearia ser instruido. ;Puedo seguir preguntando?

15
—No podriais prestar mejor servicio a vuestro ami-
go -repuso el doctor tendiéndole la mano.
—Vamos con el primero, entonces. Este hombre tie-
ne el habito del estudio, y es de un dinamismo muy
poco comun; se aplica con enorme afan a la adquisi-
cién de conocimientos profesionales, a la realizacion
de experimentos, a muchas cosas. ¢No creéis que se
esfuerza demasiado?
—A mi me parece que no. Quiza sea un imperativo
de su mente, esa necesidad de estar siempre ocupada
en algo. En parte puede ser natural en ella, y en parte
consecuencia de ja aflicci6n. Cuanto menos ocupada
estuviese en cosas saludables, mayor seria el peligro
de que volviese a tomar un rumbo malsano. Tal vez
vuestro amigo se haya observado a si mismo y efec-
tuado ese descubrimiento.
—¢Estais seguro de que no se somete a un esfuerzo
excesivo?
—Absolutamente seguro.
—Mi querido Manette, y si este amigo estuviese
ahora esforzandose mas de la cuenta...
—Mi querido Lorry, dudo que eso pueda tener nin-
guna mala consecuencia. Se ha producido una ten-
sidn violenta en una direccién y hace falta el corres-
pondiente contrapeso.
—Disculpadme que sea machac6on, como buen hom-
bre de negocios. Suponiendo, por un momento, que se
estuviera esforzando demasiado, :no podria motivarse
una repeticiOn de ese trastorno?
—-No lo creo -respondio el doctor Manette con la
firmeza que da la total conviccién—. No creo que nada
pueda provocar recaidas, con la sola excepcion de esas
asociaciones de pensamientos y recuerdos a que antes

316
me he referido. Estoy convencido de que, en adelan-
te, nada que no sea alguna vibraci6n extraordinaria
de esa cuerda podria causar una recidiva. Después de
lo que ha sucedido, y de su restablecimiento, me re-
sulta dificil imaginar que vuelva a sonar nunca esa
cuerda de forma tan estridente. Me parece que se han
agotado ya definitivamente las circunstancias con al-
guna probabilidad de actualizar esos hechos. Estoy
casi convencido de ello.
Hablaba con la reserva de un hombre que sabe qué
cosas tan insignificantes pueden a veces perturbar la
delicada organizacion del cerebro, y sin embargo, con
la confianza de quien lentamente ha ido conquistando
su certidumbre a costa de la angustia y el sufrimiento
personales. No era su amigo el que iba a socavar esa
confianza. Procur6, pues, mostrarse mas aliviado y es-
peranzado de lo que realmente estaba y abordo su se-
gundo y ultimo punto. Se daba cuenta de que era el
mas dificil de todos; pero recordando la conversacion
que tuvo con la senorita Pross cierto domingo por la
manana, y recordando lo que habia visto en los pasa-
dos nueve dias, comprendié que no tenia mas reme-
dio que arrostrarlo.
—E] trabajo que reanud6 mi amigo bajo la influen-
cia de esa pasajera afliccion de la que tan felizmente
se ha recobrado... —dijo Lorry, aclarandose la garganta
con un par de carraspeos— llamémosle... trabajo de
forja, de cerrajeria. Digamos, para poner un ejemplo
que sirva de ilustraci6n, que en aquellos tiempos ad-
versos hubiera trabajado en una pequena fragua. Pon-
gamos que, inesperadamente, lo encuentran traba-
jando en su fragua de nuevo. ¢No es una lastima que
haya de conservarla siempre a su lado?

a
El doctor se llev6 una mano a la frente y golped
nerviosamente el suelo con el pie.
—Siempre la ha conservado consigo, en su propio
cuarto —prosiguié Lorry, mirando con inquietud a su
amigo-—. No seria mejor que se desprendiese de ella?
—Mirad, amigo mio —dijo el doctor Manette, vol-
viéndose hacia él tras una pausa de visible desasosie-
go-, es muy dificil explicar de forma coherente las
operaciones reconditas de la mente de ese pobre hom-
bre. Hubo un tiempo en que anhelé tan terriblemente
esa ocupacion, y fue tan bien acogida por él cuando la
tuvo; sin duda le alivid tanto en su tribulacion, susti-
tuyendo la perplejidad del cerebro por la de los dedos,
y luego, cuando se hizo mas ducho en el oficio, el refi-
namiento de la tortura mental por el de las manos,
que nunca ha sido capaz de soportar la idea de poner-
la totalmente fuera de su alcance. Aun ahora, cuando
creo que esta mas esperanzado respecto a si mismo
que nunca, e incluso habla de su persona con cierta
confianza, la idea de que pudiera necesitar alguna vez
esa vieja compania y no la tuviese a mano le produce
una subita sensacion de terror, como la que cabe ima-
ginar en un nino que se encuentra de pronto extra-
viado.
Ese mismo aspecto de nino perdido tenia él cuan-
do levant6 la cabeza y miré al senior Lorry.
—Pero ¢no podria ser...? Fijaos bien, yo sdlo pido
informacion, pues al fin y al cabo no soy mas que un
azacan de los negocios y no trato mas que con objetos
materiales, como son guineas, chelines y billetes de
banco... gNo podria ser que la retencién de la cosa im-
plicara la retencién de la idea? Si esa cosa desapare-
ciese, mi querido Manette, ¢no se iria con ella el te-

3]
mor? En una palabra, el hecho de conservar la forja,
éno es una concesion al miedo de que pueda sobreve-
nir un ataque?
Otro silencio, tras el cual dijo el doctor con voz tré-
mula:
—Es que también, como podréis ver, se trata de una
antigua companiera...
-Yo no la conservaria —dijo Lorry meneando la cabe-
za, pues iba ganando en resoluci6n a medida que veia
al doctor mas indeciso-. Le recomendaria que la sacri-
ficase. Para ello, solo necesito vuestra autorizaciOn. Es-
toy seguro de que no le hace ningun bien. ;Vamos! Au-
torizadme, pues, como hombre bueno y ecudnime que
sois. ;Hacedlo por su hija, mi querido Manette!
La lucha que aquel hombre sostenia consigo mis-
mo era un espectaculo de lo mas singular.
—Bien; por ella, entonces, hagase. Lo apruebo. Pero
yo no me llevaria esa forja estando él presente. Que se
la leven cuando él no esté. Que la eche de menos a su
regreso, después de una ausencia.
Lorry acepté de buen grado este requisito, y se dio
por terminada la conferencia. Pasaron el dia en el
campo, y el doctor se sintid completamente restable-
cido. Durante los tres dias siguientes continud con
perfecta salud, y al cuarto emprendio el viaje para re-
unirse con Lucie y con su marido. Ya Lorry le habia
explicado la precaucién tomada para justificar su si-
lencio, y él habia escrito a Lucie en consonancia con
ello, de suerte que la joven no sospechaba absoluta-
mente nada.
La noche del mismo dia en que el doctor salié de
casa, entr6 Lorry en su cuarto provisto de un hacha,
un serrucho, un formon y un martillo, acompanado

31
por la sefiorita Pross, que llevaba una luz. Y alli, a
puertas cerradas, y de un modo misterioso y furtivo,
como si de un delito se tratase, Lorry hizo astillas el
banco de zapatero, mientras la senorita Pross sostenia
la vela como si asistiera a un asesinato, para lo cual
hay que reconocer que, con su traza de estantigua, no
hacia mala figura. Luego, sin mas demora, se inicid en
la cocina la quema del banco de madera (previamente
reducido a astillas del tamano conveniente), y en
cuanto a herramientas, zapatos y cuero, recibieron se-
pultura en el jardin. Tan infames se representan la
destruccion y la alevosia a las almas honradas y bue-
nas que el senor Lorry y la senorita Pross, mientras se
aplicaban a la perpetracion de esta hazana y la elimi-
nacién de las huellas, casi se sentian —y casi aparenta-
ban ser— cOmplices de un horroroso crimen.

320
20. Una suplica

Cuando los recién casados volvieron al hogar, la pri-


mera persona que se presento para felicitarles fue
Sydney Carton. No llevaban muchas horas en casa
cuando lleg6. No habia mejorado en indumentaria,
en aspecto ni en modales; pero habia en él un cierto
aire tosco de fidelidad que result6 algo nuevo para la
observacion de Charles Darnay.
Espero la oportunidad de llevarse a Darnay aparte,
al hueco de un ventanal, para hablar con él sin que
nadie pudiera oirlo.
—Senor Darnay —dijo Carton-, quisiera que fuése-
mos amigos.
—Ya lo somos, creo yo.
—Sois hombre lo bastante bondadoso para decirlo asi;
pero eso son frases convencionales y a mi no me gustan
los convencionalismos. En realidad, cuando expreso mi
deseo de que seamos amigos, apenas me refiero a eso.
Como era natural, Charles Darnay le pregunté, con
toda la campechania del mundo, a qué se referia en-
tonces.
—Os juro por mi vida —dijo Carton, sonriendo— que
me resulta mas facil comprenderlo yo mismo que ha-
céroslo entender a vos. Pero voy a intentarlo. ¢Recor-
dais cierta ocasién famosa en que yo estaba mas bo-
rracho que... que de costumbre?

321
—Recuerdo una ocasién famosa en que me obligas-
teis a confesar que habiais bebido.
~También yo recuerdo eso. Lo malo de esas ocasio-
nes es que no consigo olvidarlas nunca. Espero que se
me tenga en cuenta alguin dia, cuando todos los dias
acaben para mi. No os alarméis; no voy a predicaros
un sermon.
—No me alarmo en absoluto. La seriedad, en vos,
no puede nunca ser alarmante para mi.
—jAh! -exclam6o Carton, haciendo como que des-
cartaba ese asunto con un gesto negligente de la
mano-. En aquella ocasi6n de marras en que yo esta-
ba borracho (una entre muchas, como sabéis), me
puse insufrible con que si os apreciaba 0 no os apre-
ciaba... Quisiera que lo olvidaseis.
—Hace ya mucho tiempo que lo olvide.
—jOtra frase convencional! Pero para mi, senor
Darnay, el olvido no es tan facil como parece serlo
para vos. Yo no lo he olvidado, ni mucho menos, y
una respuesta frivola no me ayuda a borrarlo de la
memoria.
—Si ha sido una respuesta frivola -replic6 Darnay-,
Os ruego que me perdoneis. Mi objeto no era otro que
descartar una cosa insignificante que, para mi sorpre-
Sa, parece preocuparos demasiado. Os doy mi palabra
de caballero de que hace ya mucho tiempo que lo re-
legué al olvido. jSanto Dios, pero si no tiene la menor
importancia! ¢No iba a tener nada mejor que recor-
dar, con el inmenso servicio que me prestasteis aquel
dia?
—En cuanto al inmenso servicio —dijo Carton-, he
de confesaros, ya que os referis a él de esa manera,
que fue simple faramalla profesional. No creo que me

322
importase gran cosa lo que fuera de vos cuando actué
ante el tribunal aquel dia. Y fijaos que he dicho actué;
estoy hablando del pasado.
—Lo que os proponéis es disminuir mi deuda de
gratitud —replic6d Darnay-. Pero no voy a disputar con
vos acerca de esas palabras, no menos frivolas y con-
vencionales.
—jEs la verdad pura, senor Darnay, creedme! Y me
he desviado de mi proposito. Hablaba de que fuése-
mos amigos. Pero ya me conocéis, y me sabéis incapaz
de alcanzar las alturas mejores y mas dignas a que de-
ben aspirar los hombres. Si lo dudais, preguntad a
Stryver; él os lo confirmara.
—Prefiero formarme mi propia opinion personal,
sin recurrir a la suya.
—Bien. Pero, en cualquier caso, ya me conocéis y
sabéis que soy un perro disoluto que jamas ha hecho
nada util y que nunca lo hard.
—Eso de que «nunca lo hard», yo no lo sé.
—Pero yo si, y debéis dar fe en esto a mi palabra.
jEn fin! Si podéis soportar la amistad de un sujeto tan
indigno, y que este sujeto de tan mala fama entre y
salga de vuestra casa cuando le plazca, os rogaria que
se me permitiera entrar y salir como persona privile-
giada; que se me mirara como un mueble inutil, ni si-
quiera ornamental (y digo esto con la ineludible sal-
vedad de la semejanza fisica que advierto entre vos y
yo), tolerado en atenciOn a viejos servicios y en el que
nadie se fija. Dudo que abusara de esta licencia, y
apostaria cien contra uno a que apenas me valdria de
ella cuatro veces al ano. Me satisfaria, supongo yo,
con saber que la tengo.
—¢Probais a ver?
—Esa es otra manera de decir que me encuentro en
la situaci6n indicada. Muchas gracias, Darnay. ~Puedo
tomarme la libertad de Ilamaros Darnay a secas?
—Claro que si, Carton, c6mo no, a estas alturas.
Se estrecharon la mano y Sydney dio media vuelta
y se fue. Un minuto después volvia éste a revestir, ex-
teriormente, el mismo aspecto de inestabilidad y apa-
tia que de costumbre.
Cuando se hubo marchado, y en el curso de una
velada que paso con la senorita Pross, el doctor y el
senor Lorry, Charles Darnay hizo alguna referencia a
la anterior conversacion, en términos generales, y ha-
bl6 de Sydney Carton como un problema de incuria y
de abandono personal. Hablo de él, en fin, no con ani-
mo reprobador ni con idea de desprestigiarle, sino
como pudiera haber hecho cualquiera que le viese tal
y como él se empenaba en mostrarse.
No se figuraba que esto pudiese afectar los pensa-
mientos de su linda y joven esposa; pero cuando se
reuni6 luego con ella en sus habitaciones particulares
la encontr6 esperandole con aquel adorable cefo tan
suyo que le llenaba de frunces la frente.
—jCavilosos andamos, esta noche! —dijo Darnay,
enlazandola con un brazo.
—Si, queridisimo Charles -repuso ella poniéndole
las manos en el pecho, fija en él la atenta e inquisitiva
mirada-; andamos un tanto cavilosos esta noche por-
que tenemos algo que nos da que pensar.
-ZY qué es ello, Lucie de mi vida?
—¢Me prometes no hacer preguntas sobre una cosa
si yo te pido que no las hagas?
—(Prometer? ¢Y qué no prometeré yo a mi amor?
—Le separ6 el rubio cabello de la mejilla con una

324
mano, mientras le ponia la otra sobre el coraz6n, que
latia por él.
-Yo creo, Charles, que el pobre sefior Carton mere-
ce mas consideraciOn y respeto de lo que has manifes-
tado hacia él esta noche.
—¢De veras? ¢Por qué?
-Eso es lo que no tienes que preguntarme. Pero yo
creo... yo sé... que si, que lo merece.
—Si tu lo sabes, con eso basta. gY qué debo hacer
yo, vida mia?
—Quisiera pedirte que fueras siempre muy generoso
con él, y muy indulgente con sus defectos cuando se
hable de él en su ausencia. Pedirte que creas que ese
hombre tiene un coraz6n que muy raras, rarisimas ve-
ces revela, y que es un corazon atormentado por pro-
fundas heridas. Yo le he visto sangrar, amor mio.
—Pues lamento en el alma —dijo Charles Darnay,
que no salia de su asombro-, lamento en el alma y en
el coraz6n que haya podido causarle involuntaria-
mente algun dano. Nunca me imaginé de él tal cosa.
—Pues asi es, Charles, asi es. Y mucho me temo que
su caso no tenga remedio; hay poquisimas esperanzas
de que nada en su caracter 0 su fortuna pueda ya repa-
rarse. Pero estoy segura que es capaz de realizar accio-
nes, acciones nobles y altruistas, y hasta magnanimas.
Tan hermosa estaba en la pureza de su fe en aquel
hombre perdido que Darnay hubiera continuado con-
templandola asi horas enteras.
— ;jY ademas, 6yeme, amor mio! —apremi6 ella, es-
trechandose mas junto al esposo, la cabeza reclinada
en su pecho y alzados los ojos hacia los suyos-, jre-
cuerda lo fuertes que somos nosotros en nuestra feli-
cidad y lo débil que es él en su desdicha!
325
Aquella stplica hirié su fibra mas sensible.
—;Siempre lo recordaré, corazon mio! No lo olvida-
ré mientras viva.
Se inclino sobre la cabecita rubia, bes6 los sonrosa-
dos labios y la estrecho con fuerza entre sus brazos. Si
un vagabundo desamparado que para entonces anda-
ba a la buena de Dios por las calles oscuras hubiera
podido oir la inocente declaraci6n de aquella joven
esposa y ver las piadosas lagrimas que el esposo enju-
gaba en los delicados ojos azules con sus besos, ojos
que tanto amor expresaban por aquel esposo, quiza
habria exclamado en medio de la noche, y no seria la
primera vez que tales palabras salfan de sus labios:
—jDios la bendiga por su amorosa compasién!

WwW n
21. Ecos de pasos

Si, era maravilloso para los ecos, como se ha dicho, el


rincon de Soho donde vivia el doctor. Atareada siem-
pre en devanar el hilo de oro que a todos los unia, a
su esposo, a su padre, a ella misma, asf como a su vie-
ja aya y compaiiera, en una vida de serena felicidad,
sentabase Lucie en la casa tranquila y silenciosa, y en
la paz y sosiego de aquel rincén poblado de ecos, es-
cuchaba los pasos de los anos.
Hubo momentos al principio en que, aun siendo
una esposa joven y perfectamente feliz como ella lo
era, se le deslizaba la labor de entre las manos y los ojos
se le empanaban. Porque habia algo que Ilegaba en los
ecos, algo leve, remoto y apenas audible todavia, que
turbaba sobremanera su corazon. Inciertas esperanzas
y dudas —esperanza de un amor atin desconocido para
ella y dudas de no vivir lo suficiente para gozar de esa
nueva delicia— contendian sin tregua en su animo. Asi,
entre los ecos, crefa percibir un son de pasos ante su
propia y temprana sepultura. Y los pensamientos acer-
ca del esposo, que tan desolado quedaria y que tanto
habria de llorarla, le llegaban como hinchada pleamar
a los ojos y rompian como las olas en la arena.
Pero paso ese tiempo, y una pequena Lucie des-
cansaba ya en su regazo. Luego, entre los ecos que
rondaban, fue insinuandose el de esos pies chiquitos y

B27
el runrtn de esos parloteos infantiles. Que los ecos
mas grandes resonaran a su antojo: la joven madre,
junto a la cuna, siempre oia llegar aquellos otros. Y al
fin llegaron, y la sombria casa se inundo de sol con la
risa de una criatura, y el amigo divino de los ninos, a
quien en sus temores encomendara ella a la hijita, pa-
recié tomarla en sus brazos, como en la antigiiedad
recibiera a otros ninos, infundiendo con ello a la ma-
dre una sacrosanta alegria.
Atareada siempre en devanar el hilo de oro que a
todos los unia, entrelazando el beneficio de su ventu-
rosa influencia en el tejido de todas esas vidas, sin que
predominara en ninguna, no ofa Lucie, en los ecos de
los anos, mas que sones amables y tranquilizadores.
El paso de su marido era, entre ellos, vigoroso y pros-
pero; el de su padre, firme y regular. ;Y no digamos la
senorita Pross, corcel siempre insumiso a los arreos y
el latigo, que bufaba y piafaba, despertando los ecos
correspondientes, bajo el platano del jardin!
Y aun cuando entre aquellos ecos resonaran a veces
los de la aflicci6n, no eran severos ni crueles. Aun
cuando una melena rubia, semejante a la suya, reposa-
ra sobre una almohada, circundando la demacrada ca-
rita de un nino lo mismo que un halo de santidad, y
esta criatura, con una sonrisa radiante, dijera: «Papa
querido, mama querida, siento muchisimo dejaros, y
dejar a mi hermanita guapa, pero me Ilaman jy tengo
que ir!», no serian lagrimas de total amargura y desola-
cin las que humedecieran las mejillas de la joven ma-
dre, al irsele de entre los brazos el espiritu que les fuera
confiado. Dejadlos venir, no se lo impidais. Porque ellos
ven el rostro de mi Padre. jOh Padre Eterno, oh pala-
bras bienaventuradas!
Asi el rumor de las alas de un angel vino a mezclar-
se con los demas ecos, y no eran ya totalmente de la
tierra los sones que alli se ofan, pues parecia vivificar-
los un halito de la gloria. También se entrever6 con
ellos el suspirar de los vientos que soplaban sobre un
pequeno tumulo plantado de flores, y Lucie percibia
todo ello en un levisimo susurro —como la suave res-
piracion de un mar de estio que dormita en una playa
de finas arenas— mientras que la pequena Lucie, apli-
cada al estudio de su lecci6n matutina con la mayor
gracia del mundo, o vistiendo una mufeca sobre el
escabel de su madre, parloteaba en las lenguas de las
dos ciudades que en su vida se entrelazaban.
Raras veces respondian los ecos a las pisadas efecti-
vas de Sydney Carton. Media docena de veces al ano,
a lo sumo, hacia éste valer su privilegio de presentarse
en la casa sin invitacion previa, y pasaba con ellos la
velada, como ya en otro tiempo solia. Nunca acudia
ahora encandilado por el vino. Y otra cosa también se
rumoreaba en los ecos con relaciOn a su persona, algo
que han rumoreado todos los ecos veraces por los si-
glos de los siglos.
Ningun hombre ha querido nunca de verdad a una
mujer, la ha perdido y la ha frecuentado luego con
pensamiento limpio, pero inalterado, al ser esta mujer
esposa y madre, sin que sus hijos le hayan manifesta-
do una extrafia simpatia, una instintiva y delicada
compasi6n. Qué sutiles y ocultas sensibilidades se des-
piertan en tales casos, no hay ecos que lo cuenten.
Pero sucede asi, y asi sucedio en esta historia. Carton
fue el primer desconocido a quien la pequena Lucie
tendio sus bracillos regordetes, y ya siempre conserv6
el afecto de la nifia, a medida que ésta crecia. También
329
el nifio le mencion6, casi en sus Ultimos momentos:
«jPobre Carton! j;Dadle un beso de mi parte!».
El sefior Stryver siguid abriéndose paso a empello-
nes en el orbe juridico, lo mismo que un barco enor-
me a través de turbulentas aguas, y arrastraba a su
provechoso amigo en su estela, igual que un bote re-
molcado por otra embarcaci6n mayor. Y como todo
bote remolcado de esta suerte suele pasar mil apuros
y va la mayor parte del tiempo bajo el agua, asf tam-
bién Sydney Ilevaba una vida de naufrago. Pero la
fuerza de la costumbre, desgraciadamente mucho mas
fuerte en él que cualquier sentimiento estimulante de
claudicacion o de deshonra, le hacia llevadera esa for-
ma de vida, y ya nunca pensaba en abandonar aque-
lla existencia de chacal que vive de las sobras del leén,
como sin duda no puede suponerse que ningun cha-
cal verdadero abrigue jamas la idea de elevar su con-
dicion a la de rey de la selva. Stryver era rico; se habia
casado con una viuda acaudalada y exuberante, ma-
dre de tres hijos varones que por su parte no tenian
nada de especialmente notable como no fuera el pelo
lacio de sus cabezas de mazacote.
Y Stryver, segregando un paternalismo de lo mas
insolente por todos y cada uno de sus poros, habia lle-
vado a estos tres caballeretes delante de é]1 como a tres
borregos hasta el tranquilo rincon del Soho para ofre-
cérselos como alumnos al marido de Lucie.
—jHola! —dijo con la mayor delicadeza—. j;Aqui os
traigo tres pedazos de pan con queso para vuestra me-
rienda matrimonial, Darnay!
La cortés renuncia a aceptar aquellos tres pedazos
de pan con queso indigndé sobremanera a Stryver,
quien hubo luego de sacar partido de dicha célera para

330
la educacién de los tres caballeretes de marras advir-
tiéndoles que se guardasen siempre muy bien del or-
gullo de los pordioseros como aquel maestrillo. Tam-
bién solia perorar histridnicamente ante la sefiora
Stryver, mientras hacia honor a sus vinos generosos,
sobre las artes que la sehora Darnay puso en prdactica
tiempos atras para «atraparle», y sobre las no menos
sutiles artes propias, senora mia, «para no dejarse atra-
par». Algunos colegas suyos del Foro, que alguna que
otra vez participaban de los vinos generosos y del em-
buste, le excusaban por éste diciendo que lo habia re-
petido tantas veces que habia llegado a creérselo él
mismo, lo que lejos de servir de disculpa a una falta ya
grave en principio la agrava en tales proporciones que
estaria justificado llevar a un tal embustero a un paraje
convenientemente apartado y colgarlo, sin mas con-
templaciones, lejos del mundo.
Estos eran algunos de los ecos que Lucie, a veces
pensativa, a veces alborozada y risuena, solia escuchar
en el rincén de las resonancias, hasta que su hijita
tuvo seis anos cumplidos. No hace falta decir cuan
cerca de su corazon repercutian los ecos de los pasos
de la nifa, no menos que los de su padre querido,
siempre activo y dueno de si, y los de su esposo bien
amado. Ni como el eco mas leve de aquel hogar uni-
do, que ella dirigia con mano tan hacendosa que rei-
naba en él la abundancia sin el menor despilfarro, era
musica en sus oidos. Ni cudn dulcemente resonaban
en ellos otros ecos difundidos en torno: los de las mu-
chas veces que le habia dicho su padre que la encon-
traba mas solicita y carifosa con él de casada (si tal
cosa era posible) que de soltera, y los de las numero-
sas ocasiones en que su marido le decia que ninguno
331
de los muchos cuidados y deberes parecia restar un
dpice de su amor por él, ni de sus atenciones con él, y
le preguntaba: «¢Cual es el secreto magico, amor mio,
de que lo seas todo para todos nosotros, como si sdlo
fuéramos uno, y sin embargo no se te vea nunca con
apuros ni prisas en tu quehacer?».
Pero durante todo este tiempo no dejaron de reso-
nar en el rincon de Soho otros ecos lejanos, ecos ru-
gientes y amenazadores que ahora, sobre el sexto
cumpleanos de Lucie, empezaron a revestir un tono
siniestro. Al parecer, una gran tormenta habia estalla-
do sobre Francia, y se agitaban turbulentas las aguas
del mar.
Cierta noche de mediados de julio de mil setecien-
tos ochenta y nueve, lleg6 Lorry a una hora mas avan-
zada que de costumbre. Venia directamente del banco
Tellson y se senté junto a Lucie y su marido al pie del
oscuro ventanal. Era una noche sofocante y tormen-
tosa, y los tres recordaron aquella otra noche de do-
mingo, ya remota, en que estuvieron contemplando
la tormenta desde el mismo sitio.
—Empezaba a creer —dijo Lorry, echandose para
atras el peluquin— que iba a tener que pasar la noche
en el banco. Hemos estado todo el santo dia tan ago-
biados de trabajo que ya no sabiamos ad6énde acudir
ni por ddnde empezar. Reina en Paris una inquietud
tan grande que nos tienen abrumados con los depési-
tos de confianza. Nuestros clientes de allende el Canal
parecen empenados en confiarnos su hacienda cuan-
to antes mejor, como si les faltara tiempo. En algunos
es una verdadera obsesi6n, mandar sus bienes a In-
glaterra.
—Eso tiene mal cariz —dijo Darnay.

332
—¢Mal cariz, decis, mi querido Darnay? Sf, pero no
se nos alcanza qué razon puede haber para todo ello.
Algunos, en Tellson, vamos ya para viejos, y la ver-
dad, no se nos puede sacar tan desconsideradamente
de nuestras obligaciones rutinarias sin motivos funda-
dos que lo justifiquen.
—De todos modos —dijo Darnay-, no se os ocultard
lo sombrio y amenazador que se presenta el cielo.
—Por supuesto que no —admitié Lorry, tratando de
persuadirse de que su buen humor habitual se le ha-
bia agriado y que por eso se expresaba en tono gru-
non-. Pero estoy decidido a no disimular mi fastidio
después de la lata que nos han dado todo el santisimo
dia. gD6nde esta Manette?
—Aqui me tenéis —dijo el doctor, que entraba en la
oscura habitacion en ese instante.
—Me alegro muchisimo de que estéis en casa; por-
que todas esas prisas y malos agtieros que me han ase-
diado hoy, de la manana a la noche, me han puesto
nervioso sin razon alguna. ¢No iréis a salir, espero?
—No; voy a jugar al chaquete con vos, si os apetece
una partida —dijo el doctor.
—Pues me parece que no estoy para partidas esta
noche, si he de ser sincero. No me encuentro en for-
ma para enfrentarme con vos. ¢Esta todavia por ahi la
bandeja del té, Lucie? No la veo.
—Naturalmente; os lo hemos guardado.
—Gracias, querida. Y esa alhaja de nina, gesta ya
acostada?
-~Y durmiendo como un lirén.
~—Asi me gusta. ;Todos perfectamente y a salvo!
Aunque no veo ninguna razon para que aqui pueda
ser de otra manera, gracias a Dios. jPero es que me

33
han dado un dia tan terrible... y ya no soy tan joven
como antes! Sirveme el té, querida. Gracias. Ahora
ven a ocupar tu sitio en el corro y vamos a escuchar
en silencio esos ecos... sobre los que tt tienes tu teoria
particular.
—No es teoria, sino fantasia.
—Pues fantasia, como tt quieras, mi guapa sabidilla
—dijo Lorry acariciandole la mano-. Esta noche son
muchos y muy fuertes, gno te parece? jEscucha, escu-
cha!
Pasos precipitados, locos, peligrosos, dispuestos a
abrirse camino a la fuerza en las vidas de todos; pasos
que mal podrian volver a ser limpios una vez que se
hubiesen tenido de grana... tales eran los pasos que
resonaban lejos, muy lejos, alla en Saint Antoine,
mientras el reducido circulo escuchaba sentado junto
al oscuro ventanal, en la noche londinense.
Esa misma manana, Saint Antoine habia sido una
enorme y oscura masa de descamisados que andaban
de un lado para otro, jadeantes, con frecuentes deste-
llos sobre las ondulantes cabezas, alli donde el acero
de cuchillas y bayonetas reverberaba herido por el sol.
Un tremendo rugir brotaba de la garganta de Saint
Antoine, y un bosque de brazos desnudos forcejeaba
en el aire como ramas secas en un viento invernal: to-
das las manos se aferraban, convulsas, a cualquier
arma o simulacro de arma que se les arrojara, proce-
dente de quién sabe qué profundidades.
Quién las repartia, de dénde salian en Ultima ins-
tancia, cual era su origen y en virtud de qué fuerza
impulsora eran aviesamente arrojadas, vibrantes, a
docenas, a cientos, sobre las cabezas de la multitud,
como en una especie de tormenta, son cosas que nin-

334
gun ojo veia y a las que nadie en la inmensa turba-
multa habria sabido dar contestacién. Pero era el caso
que se distribuian mosquetes, y que con los mosque-
tes iban también cartuchos, pdélvora, balas, barras de
hierro, trancas de madera, cuchillos, hachas, picas, to-
das aquellas armas, en fin, que el desmandado inge-
nio lograba descubrir 0 improvisar. Los que no conse-
guian echar mano a ninguna otra cosa forcejeaban,
con ensangrentadas manos, por arrancar piedras y la-
drillos de las paredes y hacer de ello municién. Todos
los corazones andaban desbocados en Saint Antoine,
con alta fiebre y acelerado latir. Toda criatura viviente
despreciaba la vida y estaba dispuesta a sacrificarla
con un apasionamiento rayano en la locura.
Asi como un remolino de aguas encrespadas tiene
siempre un punto central, asi también toda esta furia
giraba en torno a la taberna de Defarge, y cada una de
las gotas humanas que se agitaban en aquel hervidero
tendia a ser absorbida hacia el voértice donde Defarge
en persona, bien retiznado ya de sudor y de polvora,
daba ordenes, repartia armas, rechazaba a éste, tiraba
de aquél, desarmaba a uno para armar a otro, y traji-
naba y se afanaba en lo mas recio de la barahtnda.
—No te alejes de mi, Jacques Tercero —clam6 Defar-
ge— y vosotros, Jacques Primero y Segundo, separaos
y poneos al frente de tantos patriotas de éstos como
podais reunir. gD6nde esta mi mujer?
~j;Aqui me tienes! ¢Es que no me ves? —dijo mada-
me, con el aplomo de siempre, pero sin la labor de
calceta entre las manos ese dia, pues la derecha esgri-
mia con resolucion un hacha, en vez de los mas apaci-
bles pertrechos habituales, y al cinto llevaba una pis-
tola y un despiadado cuchillo.

55>
—¢Ad6onde vas, mujer mia?
—Por el momento voy contigo —dijo madame-. No
tardards en verme al frente de las mujeres.
—;Vamos, adelante! -clam6 Defarge con voz esten-
torea-. jPatriotas y amigos, estamos dispuestos! jA la
Bastilla!
Con un rugido que resono como si todo el aliento
de Francia se hubiera concentrado y articulado en esa
aborrecida palabra, el mar viviente se encresp6, ola
sobre ola, abismo sobre abismo, e inundé la ciudad en
direcci6n al lugar anunciado. Y entre rebatos de cam-
panas y redobles de tambores, mugiendo y tronando
el mar contra su nueva orilla, dio comienzo el asalto.
Profundos fosos, doble puente levadizo, macizos mu-
ros de piedra, ocho enormes torreones, artilleria, mos-
quetes, fuego y humo. A través de ese fuego y ese humo
—o en el humo y el fuego mismos, porque la marejada lo
arrojO junto a un canon y se convirtid al punto en arti-
llero— el tabernero Defarge actu6 como un valeroso sol-
dado por espacio de dos horas frenéticas.
Un solo foso ya, un solo puente levadizo, macizos
muros de piedra, ocho enormes torreones, artilleria,
mosquetes, fuego y humo. jYa hay un puente abatido!
-jA la lucha, camaradas, todos a la lucha! jA la lu-
cha, Jacques Primero, Jacques Segundo, Jacques Mil,
Jacques Dos Mil, Jacques Veinticinco Mil, en nombre
de todos los angeles o de todos los demonios, como pre-
firais, a la lucha, a la lucha! —asi arengaba a sus camara-
das Defarge el tabernero, todavia al pie del cafidn, que
hacia ya tiempo se habia calentado.
—jMujeres, a mi! -clamaba madame, su esposa-—.
{Qué crefais! jNosotras podremos matar igual que los
hombres cuando se tome la fortaleza! -Y a ella acudian,

36
con un clamor sediento, chillon, desgarrador, mujeres
en tropel con armamento muy diverso, pero todas ar-
madas por igual en cuanto al hambre y el ansia de ven-
ganza.
Artilleria, mosquetes, fuego y humo; mas el hondo
foso, con el puente levadizo atin se mantenia en pie,
asi como los macizos muros de piedra y los ocho enor-
mes torreones. Ligeros desplazamientos de aquel mar
furibundo, motivados por los que caian heridos en la
refriega. Armas centelleantes, lucientes antorchas, ca-
rretadas de paja humeda que ardia con densas huma-
redas, accion encarnizada en barricadas colindantes
en todas direcciones, gritos, descargas, maldiciones,
bravura sin limite, barahunda, demolicion, estrépito,
y todo el furioso resonar del océano viviente. Pero
aun se mantenia el profundo foso, y aquel puente le-
vadizo, sin abatir, y los macizos muros de piedra, y los
ocho enormes torreones, y todavia Defarge el taber-
nero continuaba al pie del canén, doblemente reca-
lentado tras cuatro frenéticas horas de funcionamien-
to ininterrumpido.
Desde la fortaleza hicieron ondear una bandera
blanca y enviaron un hombre a parlamentar, aunque
éste apenas resultaba perceptible en medio de la ru-
giente tempestad, ni seria posible oir nada de lo que
dijera. De pronto aquel mar se levanto, se dilatd, in-
mensamente mas encrespado y desbordante que nun-
ca, y Defarge el tabernero se vio aupado y transporta-
do por encima del puente levadizo, ya tendido del
todo, y conducido al otro lado de los grandes muros
de piedra, y vino a encontrarse entre los ocho grandes
torreones que se habian rendido por fin a los asaltan-
tes.

337
Tan irresistible era la fuerza del océano que lo trans-
portaba que hasta respirar 0 volver la cabeza eran ya
cosas tan diffciles para él como si en efecto se hubiera
estado debatiendo entre las olas de los mares del Sur,
hasta que al cabo aterrizd, sin saber bien cOmo, en el
patio exterior de la Bastilla. Alli se afianz6 contra el es-
quinazo de un muro y traté de mirar a su alrededor. Ja-
cques Tercero estaba casi a su lado. A cierta distancia
veiase a madame Defarge al frente de algunas de las
mujeres y con el cuchillo en ristre. Por todas partes rei-
naba el tumulto, el entusiasmo, un desconcierto de-
mente y ensordecedor, un ruido pasmoso, en el que no
obstante todos querian entenderse frenéticamente por
senas.
—jLos presos!
—jLos archivos!
—jLos calabozos secretos!
—jLos instrumentos de tortura!
—jLos presos!
Entre todos estos clamores y otras diez mil incohe-
rencias, el grito de «jlos presos!» era el mas generali-
zado en aquel mar que irrumpia inacabable como si
en el mundo hubiera un infinito de seres humanos, lo
mismo que de tiempo y espacio. Cuando pasaron las
primeras oleadas, arrastrando consigo a los oficiales
de la prisi6n, a quienes amenazaban con la muerte
instantanea si no les descubrian hasta el ultimo secre-
to, Defarge plant6 su vigorosa mano en el pecho de
uno de aquellos hombres —un individuo de pelo en-
trecano que empunaba una antorcha encendida-, lo
aparto de los demas y le acorral6é contra el muro.
—jEnséname donde esta la Torre del Norte! —dijo
Defarge-. ;Vamos, aprisa!

338
—Os la ensenaré ahora mismo, si venis conmigo —con-
testo el hombre-. Pero alli no hay nadie.
—{ Qué significa «Ciento Cinco, Torre del Norte»? —pre-
gunto Defarge-. jAprisa!
—~COmo que qué significa, senor?
—¢Se refiere a un cautivo 0 a un lugar de encierro?
éO prefieres que te deje seco aqui mismo?
—jMatalo ya! -grazn6 Jacques Tercero, que se habia
acercado a ambos.
—Es un calabozo, senor.
—jEnsénamelo!
—Venid por aqui, entonces.
Jacques Tercero, con su comez6n acostumbrada, y
evidentemente defraudado por el giro que tomaba el
didlogo, que no parecia prometer la anhelada degolli-
na, se agarro al brazo de Defarge como éste iba aga-
rrado al del carcelero. Sus tres cabezas habian estado
bien juntas durante este breve parlamento, y aun asi,
les habia costado lo suyo entenderse, tan formidable
era el estrépito del océano viviente que irrumpia en la
fortaleza e inundaba los patios, galerias y escaleras.
También afuera, todo alrededor, los muros eran bati-
dos por un fragor intenso, un ronco bramido, del que
ocasionalmente se destacaban gritos inteligibles, que
rompian y saltaban sobre el tumulto como la espuma
de las olas.
A través de oscuras criptas donde jamas habia en-
trado la luz del dia, franqueando siniestras puertas de
sombrias mazmorras y jaulas, descendiendo caverno-
sos tramos de escalones para volver a subir por escar-
padas rampas de piedra y ladrillo, mas semejantes a
lechos secos de torrentes que a verdaderas escaleras,
Defarge, el carcelero y Jacques Tercero iban, con toda

33
la rapidez posible, cogidos del brazo. En diversos pun-
tos, especialmente al principio, la marea humana los
arroll6 y arrastr6 consigo unos momentos. Pero una
vez que hubieron descendido para iniciar el ascenso
de la escalera de caracol de una torre, se encontraron
solos. Envueltos aqui por el compacto espesor de mu-
ros y bévedas, la tempestad de dentro y de fuera de la
fortaleza llegaba a sus oidos sorda y amortiguada,
como si el estruendo del que salian les hubiera dana-
do el sentido auditivo.
Dettvose el carcelero ante una puerta muy baja, in-
trodujo una llave en una rechinante cerradura, abriéd
lentamente la puerta, y cuando entraron agachando la
cabeza, dijo:
—jCiento Cinco, Torre del Norte!
Habia en lo alto de la pared un ventanuco provisto
de gruesas rejas y con una pantalla de piedra delante,
de suerte que el cielo sdlo podia verse agachandose y
mirando para arriba. Habia una pequena chimenea,
también con grueso enrejado, y un monton de ceniza
de lena que debia de llevar mucho tiempo en el ho-
gar. Habia un taburete, una mesa y un camastro de
paja. Aparte de esto, solo las cuatro paredes ennegre-
cidas y una oxidada argolla de hierro en una de ellas.
~Pasa la antorcha despacio por delante de estas pa-
redes para que las vea —dijo Defarge al carcelero.
Obedeci6 el hombre, y Defarge siguié la luz de cer-
ca con sus Ojos.
—jAlto! ;Mira esto, Jacques!
-jA. M.! -grazno Jacques Tercero, leyendo con avi-
dez aquellas letras.
—Alexandre Manette -le dijo Defarge al ofdo, si-
guiendo las letras con el dedo indice, curtido y sucio

340
de polvora—. Y aqui escribi6: «un pobre médico». Y
fue él, sin duda, el que grab6 un calendario en esta
piedra, arandandola Dios sabe con qué. Qué llevas en
la mano? ¢Una barra de hierro? Damela.
En propia mano llevaba todavia el botafuego de su
canon. Cambio rapidamente un instrumento por otro
y, volviéndose hacia la mesa y el taburete, que ya la
carcoma tenia medio deshechos, acabé con ellos de
cuatro golpetazos.
—jLevanta mas esa luz! -dijo, iracundo, al carcele-
ro-. Mira entre esos fragmentos con cuidado, tu, Jac-
ques, y fijate bien. ;,Toma mi cuchillo! —anadio, arro-
jandoselo-. Raja ese camastro y busca entre la paja. ;Y
tu, levanta mas la luz!
Con una amenazadora mirada al carcelero, se puso
a gatas junto al hogar, escrut6 hacia arriba por el hue-
co de la chimenea, golpeo y apalancé a los lados con
la barra de hierro y tante6 la reja que la cruzaba. En
seguida empezo a caer yeso y polvo, que él evit6 reti-
rando la cabeza. Y luego, tanto entre aquel escombro
como entre la ceniza y en una grieta que habia abierto
o descubierto con su barra en la pared de la chimenea,
palpo y registr6 con toda minuciosidad y cautela.
—No hay nada en la madera ni entre la paja, Jac-
ques?
—Nada.
—Pues vamos a juntarlo todo en mitad de la celda.
Asi. jPréndele fuego, tu!
El carcelero arrim6 la antorcha al monton, que ar-
did con grandes llamas. Agachandose de nuevo para
salir por aquella puerta tan baja, dejaron que el fuego
terminase su obra y volvieron sobre sus pasos hasta el
patio de la fortaleza. Poco a poco, a medida que des-
341
cendian, tenian la sensacién de ir recobrando el senti-
do del ofdo, hasta que se encontraron una vez mas en
medio de la rugiente marea.
Y vieron entonces que las olas se agitaban en busca
precisamente de Defarge. Saint Antoine clamaba por
tener a su tabernero al frente de la guardia que custo-
diaba al alcaide, culpable de haber defendido la Basti-
lla y haber mandado disparar contra el pueblo. De
otro modo, no podrian llevar al alcaide al H6tel de Vi-
lle para ser sometido a juicio, y si el alcaide escapaba,
la sangre del pueblo (que de pronto tenia algun valor,
después de tantos anos de ser tasada como desprecia-
ble) quedaria sin venganza.
En el tumultuoso universo de pasion y porfia que
parecia envolver a este viejo y torvo funcionario, visi-
ble entre la turba con su casaca gris y condecoracién
encarnada, no habia mas que una figura erguida con
absoluta serenidad y aplomo, y era la de una mujer.
—jMirad, ahf esta mi marido! -exclam6 esta dama,
senalandolo con el indice-. ;Ahi tenéis a Defarge!
Permanecia inamovible junto al viejo y torvo fun-
cionario, sin separarse de él un apice ni apartarse de
su lado un solo momento, y asi lo escolt6 por las calles
cuando Defarge y los demas se lo Ilevaron adelante;
impertérrita junto a él, como si fuera su sombra, hasta
muy pocos pasos del fatidico destino que le aguarda-
ba, cuando algunos empezaron a arrearle por la espal-
da; impavida y pegada a sus talones cuando se descar-
go la nube de cuchilladas y trancazos, aquella nube
que de antiguo amenazaba en el cielo. Y tan cerca de
él estaba cuando al fin cay6 muerto bajo el chaparr6én,
que, repentinamente animada, le puso el pie en el
cuello y con su despiadado cuchillo —que tantos dias

342
llevaba esperando este momento- le rebané de un
tajo la cabeza.
Habia llegado la hora en que Saint Antoine podria
poner en ejecucion su horrible idea de colgar hombres
a guisa de faroles para demostrar de lo que era capaz.
La sangre de Saint Antoine estaba exaltada y enardeci-
da, y en cambio habia sido humillada la de la tiranfa y
el despotismo, y corria por las gradas del Hétel de Ville,
donde yacia el cadaver del alcaide bajo la suela del za-
pato de madame Defarge, que le habia plantado el pie
encima para facilitar su mutilacion.
—jBajad ese farol! —clam6 Saint Antoine, tras una
mirada alrededor en busca de nuevos procedimientos
de muerte-. ;Aqui esta uno de sus soldados, para de-
jarlo de guardia!
Y en efecto, alla quedo el centinela, balanceandose
en el aire, y la marea prosigui6o incontenible.
En aquel océano de rostros, donde toda expresion
airada y violenta se manifestaba tan a lo vivo, iban dos
grupos especiales, formado cada uno por siete sem-
blantes humanos, que contrastaban radicalmente con
los demas, hasta tal punto que jamas las olas de nin-
gun mar arrastraron unos despojos mas memorables.
Siete rostros de presos, por un lado, subitamente
puestos en libertad por la tormenta que habia destro-
zado su tumba y que eran llevados en hombros por la
multitud, parecian asustados, perplejos, llenos de ad-
miracion y de pasmo, como si hubiera llegado el Jui-
cio Final y los que se alborozaban a su alrededor fue-
sen espiritus desencarnados. Iban, por otra parte, siete
caras correspondientes a otras tantas cabezas llevadas
en alto: siete caras exdnimes cuyos caidos parpados y
ojos entreabiertos esperaban el Dia del Juicio con so-

343
brado fundamento y realidad. Caras impasibles, pero
no con la expresién abolida, sino en suspenso, 0 me-
jor dicho, inmovilizada en una pausa temerosa, como
si atin tuviesen que abrir un dia los entornados ojos y
dar testimonio con los labios exangiies: «jTU LO HI-
CISTE!»
Siete presos liberados, siete macabras cabezas cla-
vadas en siete picas, las llaves de aquella maldita for-
taleza de los ocho torreones, algunas cartas que se ha-
bian encontrado, junto con otros recuerdos de presos
antiguos, pertenecientes sin duda a corazones destro-
zados, 0 muertos mucho tiempo atras: tales cosas, y
otras parecidas, acompanan por las calles de Paris los
pasos de Saint Antoine, con sus ruidosos ecos, cierto
dia de mediados de julio de mil setecientos ochenta y
nueve. ;Quiera Dios conjurar la fantasia de Lucie Dar-
nay y mantener estos pasos lejos de su vida! Porque
son unos pasos temerarios, vesanicos, peligrosos. Y
tantos anos después de la rotura de aquella barrica a
la puerta de la taberna de Defarge, no es facil limpiar-
los una vez manchados de rojo.

344
22. La marea sigue subiendo

Sdlo de una semana goz6 el turbulento Saint Antoine


para ablandar su pan duro y amargo en las glorias del
triunfo, en el jubilo de los abrazos fraternales y las fe-
licitaciones. Luego madame Defarge volvio a sentarse
tras el mostrador de la taberna, como de costumbre, al
cargo de su clientela. Madame Defarge no llevaba ya
ninguna rosa en el pelo, pues en el breve espacio de
una semana el ilustre gremio de los espias habiase
vuelto demasiado prudente como para confiarse a la
misericordia del santo. Los faroles suspendidos a tra-
vés de las calles movianse en el aire con un ritmo osci-
latorio de muy mal agtero.
Cruzada de brazos, sentabase madame Defarge a la
luz y el calor de la manana, contemplando la taberna
y la calle. Tanto dentro como fuera habia corros de
desocupados, escudlidos y miserables, pero ahora con
un ostensible sentimiento de poder y de fuerza entro-
nizado en la miseria. E] mas astroso gorro de dormir
puesto de través sobre la mas menesterosa y triste de
las cabezas poseia este avieso significado: «Sé lo dificil
que ha llegado a ser para mi, el usuario de esta pren-
da, mantener la vida en mi mismo, pero ¢sabéis lo fa-
cil que me resulta destruir la vida en vosotros?». Cual-
quiera de aquellos brazos flacos y desnudos que antes
no hubiera tenido trabajo, ahora lo tenia siempre a

345
punto: consistfa en herir y golpear. Los dedos de las
mujeres que hacian calceta se habian vuelto feroces y
peligrosos, con la experiencia de que podian rasgar y
despedazar. En el aspecto de Saint Antoine se habia
producido un cambio notable: la imagen llevaba cien-
tos de alos machacando para conseguirlo, y los ulti-
mos martillazos habfan dado a su rostro la expresion
anhelada.
Madame Defarge lo observaba desde su puesto,
con un gesto de discreta aprobaciOn que era cuanto
podia desearse en aquella capitana de las mujeres de
Saint Antoine. Una de las de su hermandad hacia
punto de media junto a ella. Bajita y regordeta, mujer
de un tendero famélico y madre de dos hijos, aquella
lugarteniente se habia ganado ya el apodo de «la Ven-
ganza».
—jOye! -dijo la Venganza-—. jEscucha! ¢ Quién viene?
Como si de repente se hubiera encendido un re-
guero de pélvora desde el mas lejano rincén del barrio
de Saint Antoine hasta la puerta misma de la taberna,
se aproximaba con rapidez un vivo y creciente mur-
mullo.
—Es Defarge —dijo madame-. jSilencio, patriotas!
Aparecio Defarge, sin aliento, se quit6 un gorro
rojo que traia puesto y mir6 a su alrededor.
—jEscuchad todos! —volvié a decir la tabernera—.
jEscuchadle!
Defarge se detuvo, jadeante, y su figura se destacé
sobre un fondo de ojos ansiosos y bocas abiertas agol-
pados a la entrada; todos los que estaban dentro de la
taberna se habian puesto automaticamente de pie.
—Habla, hombre —dijo la tabernera—. ¢ Qué pasa?
—jNoticias del otro mundo!

346
—jVamos, anda! -exclam6o madame, desdenosa-.
¢Qué es eso del otro mundo?
-¢Os acordais del viejo Foulon!, el que dijo al pue-
blo hambriento que comiera hierba, que se murié y se
fue al infierno?
—j;COmo no vamos a acordarnos! —fue la respuesta
unanime.
—Pues hay noticias suyas. j;Esta entre nosotros!
—¢Entre nosotros? —clamaron otra vez al unisono-.
Pero ¢no se habia muerto?
—jNada de muerto! Nos tenia tanto miedo, y no sin
motivo, que invento lo del fallecimiento, y hasta si-
mularon el entierro con todo lujo y solemnidad. Pero
lo han encontrado vivo, amagado en el campo, y lo
han traido para aca. Acabo de verle ahora mismo, ca-
mino del Hotel de Ville, adonde lo llevan preso. He di-
cho que no le faltaban motivos para temernos. jDecid-
lo todos! ¢Tenia motivos?
Y si aquel misero pecador de mas de setenta anos no
lo hubiera sabido todavia, se habria estremecido hasta
la entrana de haber podido oir la estent6rea respuesta.
Siguid un momento de profundo silencio. Defarge
y su consorte se miraron con significativa fijeza. La
Venganza se agacho un poco y se oy6 vibrar un tam-
bor que tenia a sus pies tras el mostrador.
—jPatriotas! —dijo Defarge con voz resuelta—, gesta-
mos dispuestos?
En el mismo instante, al cinto de madame Defarge
aparecié su cuchillo; el tambor redoblaba ya por las ca-
Iles, cual si tambor y tamborilero hubieran sido trans-

1. Notorio especulador que amaso una gran fortuna como sumi-


nistrador del ejército y la marina.

347
portados por arte de magia, y la Venganza, profiriendo
terribles alaridos y agitando los brazos por encima de la
cabeza como si hubiesen encarnado en ella las cuaren-
ta Furias infernales, iba de casa en casa soliviantando a
las mujeres.
Los hombres se asomaban a las ventanas con ex-
presion horrenda de cdlera sanguinaria, echaban
mano a las armas de que disponian y salian tumul-
tuosos a las calles; pero el espectaculo de ias muje-
res era algo capaz de helar la sangre en las venas al
mas intrépido. Abandonando los ruines quehaceres
domésticos que su miserable condici6n les permitia,
abandonando crios, asi como a viejos y enfermos que
quedaban acurrucados en el suelo, famélicos y des-
nudos, salian aquellas hembras a la calle con el pelo
suelto, incitandose al frenesi colectiva y personal-
mente con las exclamaciones y los actos mas salva-
jes que puedan imaginarse. ;Han cogido al bribona-
zo de Foulon, hermana! jYa es nuestro el carcamal de
Foulon, madre! jYa tenemos a ese canalla de Foulon,
hija! Luego otras quince 0 veinte irrumpian en medio
de las primeras, palmoteandose en el pecho, mesan-
dose los cabellos y gritando que Foulon vivia. Foulon,
que dijo al pueblo muerto de hambre que comie-
ra hierba. Foulon, que dijo a mi padre anciano que
comiera hierba, cuando no tenia yo pan que dar-
le. Foulon, que dijo que mi pequefio mamara hier-
ba, cuando estos pechos se me secaron por no comer.
jOh, madre de Dios, ya esta bien de Foulon! ;Oh, cie-
lo santo, lo que hemos sufrido por su culpa! ;Ofd, hiji-
to mio muerto, padre consumido de inanicién!; jjuro
de rodillas sobre estas losas que os he de vengar de
Foulon! Marido, hermanos, mozos, queremos la san-

348
gre de Foulon, queremos la cabeza de Foulon, dadnos
el corazon de Foulon, dadnos el cuerpo y el alma de
Foulon, descuartizadlo, hacedlo picadillo y enterradlo
en el campo para que crezca de él la hierba. Con estas
exclamaciones, una turbamulta de mujeres, desata-
das en ciego frenesi, daba vueltas igual que un torbe-
llino, golpeando y aranando a las propias compafie-
ras, hasta caer desvanecidas en un sincope de pasion,
y solo la oportuna intervencion de sus consortes mas-
culinos pudo librarlas de morir pisoteadas.
No se perdio ni un momento, jni un solo momento!
E] tal Foulon estaba en el Hotel de Ville y podia darse el
caso de que lo soltaran. jPero jamas sucederia tal cosa,
si Saint Antoine tenia presentes los padecimientos, los
insultos y vejaciones de que habia sido victima! Hom-
bres y mujeres armados salieron del barrio en tropel,
tan aprisa y con tal fuerza absorbente para arrastrar en
pos suyo hasta la ultima hez del vecindario, que en un
cuarto de hora no quedaba en el seno de Saint Antoine
ni un solo ser humano, a excepcidn de unos cuantos
viejos decrépitos y de los ninos lloriqueantes.
No. Para entonces ya estaban todos agolpados en la
Sala de Audiencia, donde se hallaba aquel carcamal,
feo y desalmado, y abarrotando y obstruyendo los es-
pacios contiguos y las calles vecinas. Los Defarge, ma-
rido y mujer, la Venganza y Jacques Tercero estaban en
primera fila y ano mucha distancia de él en la Sala.
—;Mirad! -exclam6 madame, senalando con el cu-
chillo—. Ahi tenéis al viejo canalla trincado con cuer-
das. Han hecho bien en atarle un manojo de hierba a
la espalda. jJa, ja, ja! Han hecho muy requetebién.
;Que se la coma él ahora! -Madame se puso el cuchi-
llo bajo el brazo y aplaudié lo mismo que en el teatro.
349
Y como los situados inmediatamente detras de ella
explicaran la causa de su satisfaccion a quienes estaban
a su espalda, y éstos a su vez se lo explicaron a otros, y
éstos a otros, todas las calles de las inmediaciones reso-
naron con el batir de palmas. Y por igual procedimien-
to, durante las dos o tres horas de dimes y diretes en
que se aventaron y cribaron fanegas y fanegas de pala-
bras, las frecuentes expresiones de impaciencia de ma-
dame Defarge fueron captadas por todos con prodigiosa
rapidez y transmitidas a distancia, maxime cuando al-
gunos hombres, que, en un alarde pasmoso de agilidad,
habianse encaramado a los salientes de la fachada para
mirar por las ventanas, conocian a madame Defarge
perfectamente y actuaban como telégrafos entre ella y
la muchedumbre que se apinaba fuera del edificio.
Al fin lleg6 el sol tan cerca de su meridiano que
pudo enviar directamente sobre la cabeza del reo un
rayo misericordioso, como de esperanza 0 proteccion.
Pero aquel favor de lo alto colm6 la medida de lo que
la general impaciencia era capaz de soportar: en un
instante se llev6 el viento la barrera de polvo y paja,
que habia resistido un tiempo sorprendentemente lar-
go, y Saint Antoine se apoderé de su presa.
La buena nueva llegé casi en el acto a los mas re-
motos confines de la multitud. Apenas Defarge hubo
saltado sobre una barandilla y una mesa y cenido al
misero infeliz en un abrazo implacable, y apenas ma-
dame Defarge tuvo tiempo de agarrarlo metiendo la
mano entre una de las cuerdas con que estaba sujeto,
aun antes de que la Venganza y Jacques Tercero se les
uniesen y los hombres encaramados en las ventanas
se abatiesen sobre la sala como aves de rapifia desde
sus atalayas agrestes, ya el clamor parecia haberse re-

350
montado y difundido por toda la ciudad: «jSacadlo
fuera! jAl farol con él!».
Rodo por el suelo, lo volvieron a levantar, descendi6
las gradas del edificio cabeza abajo, después de rodillas,
de espaldas luego, arrastrado y apaleado, ahogandose
con los punados de hierba y paja que le tiraban a la cara
cientos de manos; lleno de rasgufios y magulladuras,
jadeante, sangrante, pero sin dejar un solo momento
de suplicar e implorar piedad. Como la gente se apretu-
jaba y forcejeaba en torno suyo para verle de cerca,
apenas le quedaba sitio donde debatirse en su infinita
angustia y desesperaciOn. No era ya mas que un lefo
inerte a rastras entre un bosque de piernas. Tiraron de
él hasta la esquina mas proxima, donde oscilaba uno
de los fatidicos faroles, y alli madame Defarge lo solt6,
como pudiera haber hecho un gato con un rat6n, y lo
estuvo mirando silenciosa y tranquila mientras los
otros ultimaban los preparativos y mientras él la implo-
raba sin cesar. A todo esto las mujeres no dejaban de
chillarle frenéticamente, y los hombres exigian con ri-
gor inapelable que muriese con la boca llena de hierba.
La primera vez que lo izaron la cuerda se rompio y tu-
vieron que recogerlo del suelo desganhitandose. La se-
gunda, estaba ya colgado cuando la cuerda se volvi6 a
romper, y otra vez hubo que recogerlo dando alaridos.
A la tercera, la cuerda fue mas misericordiosa y lo sos-
tuvo, con lo que su cabeza no tard6 en verse clavada en
una pica, con hierba en la boca suficiente para que todo
Saint Antoine bailara contemplandolo.
Pero no acabé alli la faena del dia, pues Saint Antoi-
ne vocifer6é y bailé a tales extremos al son de su cole-
ra que volvié a hervirle la sangre, y sobre todo cuando
supo, hacia el final de la jornada, que el yerno del des-
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penado, otro enemigo y ultrajador del pueblo, era con-
ducido a Paris con una escolta de quinientos soldados
de caballerfa. Saint Antoine escribid los crimenes de
este enemigo en ostentosas hojas de papel, se apoder6
de su persona -se lo habria arrebatado a un cuerpo de
ejército para que hiciese compafiia a Foulon-, clav6 su
cabeza y su corazOn en sendas picas y pase6 por las ca-
lles los tres trofeos de aquel dia en una procesion feroz
y macabra.
Era ya noche cerrada cuando hombres y mujeres
volvieron junto a los ninos que lloraban desconsolados
y en ayunas. Entonces las miseras tahonas se vieron
asediadas por largas colas de gente que esperaban con
paciencia para comprar un pan detestable. Y mientras
aguardaban con los est6magos desmayados y vacios,
entretenian el tiempo abrazandose por los triunfos de
la jornada y reviviéndolos en los chismorreos. Poco a
poco estas filas de desarrapados se acortaron y disolvie-
ron, y entonces comenzaron a brillar mortecinas luces
en los altos ventanucos y se encendieron endebles fo-
gatas en las calles, en las que los vecinos cocinaban en
comun para cenar luego a las puertas de las casas.
Cenas bien cortas e insuficientes eran aqueéllas, len-
tas de carne y de otros adobos 0 salsas en que mojar el
pan misero y triste. Sin embargo, la solidaridad hu-
mana infundia valor nutritivo a los recios condumios
y les sacaba chispas de alegria, como se sacan del pe-
dernal. Padres y madres que habian participado de lle-
no en las peores hazanas del dia jugaban carifiosa-
mente con sus hijos, flacos y macilentos. Y no faltaban
enamorados que, en medio de un mundo como aquél
y sin muchas esperanzas de otro mejor, se amaban no
obstante y esperaban.
Rayaba la manana cuando de la taberna de Defar-
ge salian los ultimos clientes, y mientras cerraba la
puerta del establecimiento monsieur Defarge dijo a
madame, su consorte, con voz enronquecida:
—jPor fin ha llegado, mujer!
—j Vaya! —contest6 madame-. Casi.
Y durmio Saint Antoine, los Defarge durmieron, y
hasta la Venganza se entreg6 al sueno con su tendero
de comestibles muerto de hambre, y también descan-
saba el tambor. La del tambor era la unica voz en todo
Saint Antoine que la sangre y el tumulto no habian al-
terado. Sila Venganza, como guardiana suya, lo hubie-
ra despertado de su sueno, habria obtenido de é1 los
mismos tonos que antes de la toma de la Bastilla 0 la
captura del viejo Foulon. Mas no podia decirse otro
tanto de los hombres y mujeres del vecindario de Saint
Antoine, con sus voces tomadas y sus roncos acentos.

|
Ww Ww Ww
23. Se propaga el incendio

En la aldea donde corria la fuente y de la que diaria-


mente salia el peOn caminero a machacar las piedras
del camino real para sacar de ellas el misero pedazo de
pan con que remendar el pobre y trasijado cuerpo y
sustentar el hilo que lo mantenia unido a la pobre e
ignorante alma, en esa aldea se apreciaba un cambio.
La carcel del penon no se erguia tan avasalladora
como antano; habia soldados para guardarla, pero no
muchos; habia oficiales para guardar a los soldados,
pero ninguno de ellos sabia a ciencia cierta lo que ha-
rian sus hombres; o si lo sabian: que si hacian algo no
seria probablemente lo que se les mandara.
Hasta donde alcanzaba la vista extendiase una cam-
pifia arruinada en la que s6lo se cosechaba desolacion.
No habia hoja verde, ni brizna de hierba, ni tallo de
mies que no se mostrase tan desmedrado y marchito
como los miseros habitantes de la aldea. Todo estaba
postrado, alicaido, agobiado y maltrecho. Casas, cercas,
animales domésticos, hombres, mujeres, nifos y hasta
el suelo mismo que los sustentaba, todo aparecia con-
sumido, exhausto.
Monsenor (que personalmente solia ser un caba-
llero de lo mas digno) era una bendicién nacional,
daba un tono legendario y romantico a las cosas, era
un distinguido ejemplo de vida fastuosa y suntuaria;

354
en fin, todo lo que se quiera, a esos efectos. Sin em-
bargo, monsenor como clase era quien, de una forma
u otra, habia llevado las cosas al punto en que se en-
contraban. jNo podia explicarse que la Creaci6n, ex-
presamente ideada para monsenor, se hubiese queda-
do en tan poco tiempo tan escurrida y reseca! ;Debia
de tratarse de algun fallo en las previsiones eternas,
sin duda! Pero tal era el caso, y una vez extrafda la ul-
tima gota de sangre de los pedernales, y dadas ya tan-
tas vueltas al ultimo tornillo del tinglado que su exi-
guo botin se desmigajaba, que giraba y giraba sin nada
en que morder, monsenor comenz6 a desentenderse
de un fenémeno tan ruin como incomprensible.
Pero no era ése el cambio principal acontecido en
la aldea, ni en muchas otras aldeas como aquélla. Du-
rante largas décadas, monsenor, que tanto la habia es-
trujado y exprimido, habfala honrado contadisimas
veces con su presencia, si no era por los placeres de la
caza: tan pronto la caza de hombres 0 mujeres como
la de animales, para la conservacion de los cuales ha-
bia senalado monsenor prévidos espacios de yerma y
salvaje soledad. No. El cambio consistia en la apari-
ci6n de caras nuevas, de gente de baja estofa, mas que
en la desaparicion de los aristocraticos y bien cincela-
dos rasgos de monsenor, tan beatificos y beatificantes
por otra parte.
Pues ahora, cuando el caminero trabajaba a solas
en el polvo del camino, sin molestarse mucho en me-
ditar sobre aquello de que también él era polvo y al
polvo habria de volver, ocupado como estaba la ma-
yor parte del tiempo en pensar lo poco que tenia para
cenar y cuanto mas cenaria si tuviese de qué; ahora,
cuando alzaba los ojos de su quehacer solitario y otea-

355
ba el panorama, solfa ver acercarse a pie una figura de
rudo pergeno, un pergeno bastante raro en otros
tiempos por aquella comarca, pero que en los actuales
resultaba corriente. Segin avanzaba, el caminero dis-
tingufa sin sorpresa que se trataba de un sujeto grenu-
do de aspecto casi barbaro, de elevada estatura, calza-
do con zuecos tan mal hechos que hasta un caminero
lo advertia, hurafio, tosco, renegrido, macerado en el
barro y el polvo de muchas carreteras, calado por la
pantanosa humedad de muchas tierras bajas, lleno
por todas partes de las espinas, las hojas y el musgo de
un sinfin de rodeos por montes y bosques.
Un individuo asi se lleg6 hasta él, como un espec-
tro, cierto mediodia de julio, cuando, sentado sobre
un monton de piedras al pie de un talud, se resguar-
daba lo mejor que podia de una granizada.
Aquel hombre le mir6, miré luego la aldea, alla en
la cabana, miré el molino y la carcel que se alzaba sobre
el penasco. Una vez que hubo identificado todas estas
cosas a la luz, quizas no muchas, de su entendimiento,
en una jerga punto menos que ininteligible, dijo:
—{C6mo va eso, Jacques?
-Todo va bien, Jacques.
—jPues chocala, hombre!
Se estrecharon la mano, y el recién Hegado se sen-
to en el monton de piedras.
—~No se come?
—Por ahora sdlo se cena y gracias —dijo el caminero
con cara de gazuza.
—-Es la moda —gruno el otro—. No he encontrado
donde comer en ninguna parte.
Saco una pipa renegrida, la llendé, la encendié con
eslab6n y pedernal y chupé6 hasta que se hizo visible la

356
brasa en la cazoleta. Luego se la quit6 sibitamente de
la boca y con los dedos indice y pulgar eché6 algo en ella
que ardio con llama viva y se disipé en una fumarada.
—Chocala —esta vez fue el caminero quien lo dijo,
tras haber observado estas operaciones. Y volvieron a
estrecharse las manos.
—¢Esta noche? —inquiri6 el caminero.
—Esta noche -repuso el otro, volviendo a meterse
la pipa en la boca.
—~Dé6nde?
—Aqui.
El] caminero y él, sentados sobre el monton de pie-
dras, se miraron un rato en silencio, mientras el grani-
zo se abria paso entre ellos como una carga de pig-
meos a la bayoneta, hasta que el cielo comenzo a
aclarar sobre el lugar.
—jIndicame! —dijo entonces el viajero, dirigiéndose
a la cima del repecho.
—;Mira! —-repuso el caminero, con un dedo extendi-
do-. Bajas hasta alli, tiras derecho por la calle, dejas
atras la fuente...
—jAl diablo con todo! —interrumpi6 el otro, pasean-
do la mirada por el paisaje—. Yo no paso por calles ni
por fuentes. gEntendido?
—jEntendido! A unas dos leguas después de tras-
puesto ese cerro que domina la aldea.
—Esta bien. ¢A qué hora dejas el trabajo?
—A la puesta del sol.
—¢Querras despertarme antes de irte? Llevo ya dos
noches sin dormir. En cuanto me fume la pipa me que-
daré dormido como una criatura. ¢Querras despertar-
me?
—Claro, hombre.
Ww VwN
El caminante apur6 su pipa, se la guard6 en la pe-
chera, se quit6 los zuecos y se tendié de espaldas so-
bre las piedras. Un instante después dormia como un
leno.
Mientras el caminero se entregaba con ahinco a su
polvorienta tarea y se alejaban las nubes de granizo
por el cielo, descubriendo esplendorosas estelas y
franjas de azul a las que respondian vivos destellos de
plata en el paisaje, el hombrecillo (que ahora llevaba
un gorro rojo en vez de la gorra azul de antano) pare-
cia fascinado por aquel tipo tendido sobre el mont6n
de piedras. Tantas veces se le iban los ojos hacia él que
manejaba las herramientas maquinalmente y, hubié-
rase dicho, con eficacia mas bien escasa. El rostro
broncineo, el pelo y la barba enmaranados y negros,
el gorro colorado de lana ordinaria, la burda y hetero-
génea vestimenta de pano casero y pieles de animales,
la vigorosa complexion menoscabada por el comer es-
caso y aquella forma hosca y desesperada de tener
apretados los labios en el sueno, todo contribuia a ins-
‘ pirar al caminero un sentimiento de temerosa admi-
raciOn. El viajero habia recorrido muchas leguas, y te-
nia llagados los pies, excoriados y llenos de sangre los
tobillos; bien que le habrian pesado los grandes zue-
cos, forrados de hojas y yerba, en todo aquel intermi-
nable caminar, y en cuanto a la ropa, tan agujereada
estaba que parecia querer rivalizar con las llagas de
sus miembros. Agachandose a su lado, el caminero in-
tentaba escrutar si llevaba armas escondidas en el pe-
cho; pero era en vano, porque dormia con los brazos
cruzados, con un gesto tan resoluto como el que ex-
presaban los labios. Plazas fuertes con sus empaliza-
das, cuerpos de guardia, puertas, trincheras y puentes

358
levadizos debian de ser cosa de nada para hombres
como aquél, pensaba el caminero. Y cuando levant6
la vista y oteé en circulo el horizonte, crey6 ver a otros
tipos semejantes que se dirigian a puntos vitales por
toda Francia y a los que ningtin obstaculo detenia.
Aquel hombre siguid durmiendo, indiferente a las
granizadas que alternaban con ratos de cielo despeja-
do en que le daba el sol en el rostro; durmiendo pro-
fundamente, sin hacer caso del pedrisco que repique-
teaba sobre su cuerpo ni apreciar los bellos diamantes
en que se transformaban luego aquellos fragmentos
de hielo, heridos por el sol. Y asf continuo hasta el
ocaso, cuando el cielo se encendi6 en ascuas de grana
por poniente. Entonces el caminero, recogidas las he-
rramientas y todas las cosas ya dispuestas para bajar a
la aldea, le desperto.
—jMuy bien! —dijo el durmiente, apoyandose sobre
un codo-. ¢Conque son dos leguas, pasada la cima del
cerro?
—Poco mas 0 menos.
—Poco mas 0 menos. jMuy bien!
El caminero se volvio para casa, entre las polvare-
das que levantaba el viento, y pronto estuvo en la
fuente, apretujandose entre las vacas escualidas que a
esa hora llevaban a beber, y hasta dio la impresion de
que les decia al oido también a ellas aquel secreto que
iba cuchicheandole a todo el vecindario. Cuando el
pueblo hubo tomado la misera cena, nadie se fue a
acostar como de costumbre, sino que todos volvieron
a salir a las puertas de sus casas y permanecieron alli.
Habia cundido el cuchicheo por el pueblo, en singular
contagio, y cuando al anochecer se congrego junto a
la fuente, otro contagio no menos ins6lito que el pri-

359
mero hacia que todos mirasen con mucha expecta-
cién al cielo, en direccién a un solo y mismo punto.
Monsieur Gabelle, principal funcionario del lugar, ha-
bia empezado a inquietarse. Se habia encaramado al
tejado de su casa, él solo, y miraba en esa direccién
también. Dirigid un momento la vista, desde detras de
las chimeneas, a las caras cada vez mas en sombra de
los reunidos abajo junto a la fuente, y avis6 al sacris-
tan, portador de las llaves de la iglesia, que quiza fue-
ra menester tocar, bien pronto, a rebato.
Cerraba la noche. Los arboles que rodeaban el vie-
jo castillo, aislados en su solitaria majestad, se agitaban
en un viento cada vez mas fuerte, como si amenaza-
sen a la ingente mole arquitect6nica, compacta y os-
cura en la lobreguez de la noche. Batia la lluvia, impe-
tuosa, las dos amplias escalinatas de acceso, y golpeaba
el inmenso port6n, a semejanza de un raudo mensa-
jero enviado para despertar y alertar a los moradores
de aquel castillo; desatentadas rafagas atravesaban el
espacioso zaguan, entre las viejas lanzas y cuchillos,
y gemian por las escaleras arriba, y hacian ondear las
cortinas del lecho donde el ultimo marqués habia dor-
mido. Desde levante, desde poniente, desde el norte y
el sur, a través de los bosques, cuatro figuras desalina-
das, de torpe y recio caminar, hollaban las altas hierbas
y hacian crujir las ramas, en su avance inexorable y
cauteloso, hasta converger y reunirse en el patio exte-
rior del castillo. De repente brillaron, alli mismo, cua-
tro luces, que a poco se alejaron en distintas direccio-
nes y todo volvié a quedar sumido en la negrura.
Mas no por mucho tiempo. Al rato, el castillo em-
pezo a hacerse visible de un modo un tanto extrano,
alumbrado al parecer por alguna luz propia, como si

360
se estuviera volviendo luminoso. Asom6 luego un
resplandor vacilante tras la arquitectura de la fachada,
haciendo resaltar puntos transparentes y mostrando
la situacién de balaustradas, ventanas y arcos. No tar-
do en ganar altura, y se hizo mds extenso y mas vivo.
Pronto salieron llamas de unos ventanales, y los ros-
tros de piedra se despertaron y contemplaron con
asombro el fuego.
Un débil murmullo cundi6 por la casa, alertadas las
pocas personas que en ella quedaban, y alguien ensi-
ll6 precipitadamente un caballo y salié al galope. Fue
una carrera ciega entre las sombras, a espuela viva,
hasta la fuente misma de la aldea, donde el jinete tird
de las riendas, y el caballo, bahado en espuma, se de-
tuvo ante la puerta de monsieur Gabelle.
—jSocorro, Gabelle! jSocorro, todos!
La campana empez6 a tocar a rebato, pero no hubo
otro auxilio (si es que el inutil repique lo era). El peon
caminero y otros doscientos cincuenta compadres
permanecieron junto a la fuente de brazos cruzados,
contemplando aquella columna de fuego que se alza-
ba en la noche.
—Lo menos tiene cuarenta pies de alto -decian, con
torvo semblante. Y ni se movieron.
El que venia del castillo atraves6 la aldea con el ca-
ballo cubierto de espuma y subi6 de un galope la pe-
dregosa pendiente hasta la carcel de arriba del penasco.
En la puerta, un grupo de oficiales estaban contem-
plando el fuego, y a cierta distancia habia un grupo de
soldados.
—jSocorro, senores oOficiales! El castillo esta en Ila-
mas. Si se acude a tiempo pueden salvarse muchos
objetos de valor. jSocorro, socorro!

361
Los oficiales se volvieron hacia los soldados, que
miraban impasibles el incendio. Y con un encogimien-
to de hombros, mordiéndose los labios, contestaron:
—Que arda. Tiene que arder.
Cuando el jinete trot de nuevo con estrépito por la
pendiente abajo y enfilé la calle, se encontro con la aldea
iluminada. El caminero y los doscientos cincuenta ami-
gos particulares suyos, inspirados como un solo hombre
y una sola mujer por la idea del alumbrado general y sin
limitaciones, se habian precipitado al interior de sus ca-
sas y estaban poniendo velas encendidas en todos y cada
uno de los toscos y sérdidos ventanucos. Ahora bien, la
general escasez que alli reinaba oblig6 a que las velas tu-
viera que prestarlas, conminado de forma harto peren-
toria, el propio monsieur Gabelle; y en un momento de
resistencia y de vacilacidn por parte de este funcionario,
el caminero, en otro tiempo tan sumiso a la autoridad,
insinu6o que con las diligencias podrian hacerse sin duda
unas fogatas estupendas y que los caballos de postas no
se asarian muy mal del todo en ellas.
El castillo qued6 pues abandonado a las llamas y
ardio hasta el fin. En el rugir y crepitar de la confla-
graciOn, un viento al rojo vivo que soplaba desde las
regiones infernales parecia que iba a llevarse volando
el edificio entero. Con el subir y bajar de las llamas,
los rostros de piedra presentaban cambiantes aspec-
tos, como muecas horribles de tortura. Grandes moles
de piedra y enormes vigas se desplomaron, y entonces
el rostro de nariz deprimida y afilada qued6 en la som-
bra: pugno al instante por salir del humo que lo en-
volvia y emerger otra vez al aire libre, como si fuera el
semblante cruel del marqués condenado a la hoguera
y debatiéndose contra el fuego.

362
Ardia el castillo; los 4rboles mas préximos, alcanza-
dos por las llamas, se chamuscaban y consumian; los
algo mas distantes, incendiados por las cuatro trucu-
lentas figuras, cercaban el Ilameante edificio como de
una nueva floresta de humo. Hierro y plomo derreti-
dos hervian en el pildn de marmol de la fuente; el
agua se evaporaba; los chapiteles de las torres en for-
ma de apagadores se desleian con el calor como sor-
betes de hielo y goteaban lo mismo que turbulentos
manantiales de lumbre. Enormes grietas y aberturas
cuarteaban los sdlidos muros dibujando curiosas for-
mas arboreas, como en un fendmeno de cristalizaci6n;
aves atonitas revoloteaban a una parte y a otra y ter-
minaban por caer en aquel horno. Entretanto cuatro
hombres implacables se alejaban de alli, hacia los cua-
tro puntos cardinales; iban a pie por los caminos, en-
vueltos en el negro sudario de la noche, y el fanal que
ellos mismos encendieran les guiaba hacia su siguien-
te punto de destino. El pueblo iluminado puso fin al
toque de rebato y, deponiendo al campanero oficial y
legitimo, hizo por su cuenta tocar a gloria.
Y no pararon ahi las cosas; el pueblo, exaltado por
el hambre, el fuego y el taner de la campana, y cayen-
do en la cuenta de que monsieur Gabelle tenia que
ver con el cobro de rentas y la recaudaciOn de impues-
tos aunque eran muy pocos los impuestos que Gabe-
lle habia conseguido cobrar en aquellos ultimos dias,
y de las rentas nada en absoluto—, empezo a impacien-
tarse por tener una entrevista con él y, rodeando su
casa, le inst6 a que saliera para ventilar algunos asun-
tos personales que tenian pendientes. A lo cual mon-
sieur Gabelle se apresur6 a atrancar lo mejor que pudo
su puerta y se retir6 a recapacitar. El resultado de esta

363
deliberaci6n consigo mismo fue que Gabelle se subid
nuevamente al tejado de la casa y se escondi6 tras las
chimeneas: esta vez resolvi6 que, si le derribaban la
puerta (era un meridional de temple vengativo), se ti-
raria de cabeza a la calle y aplastaria a uno o dos de los
que se agolpaban abajo.
Probablemente monsieur Gabelle paso alli arriba
una noche muy larga, con el incendio del castillo en la
lejania, por todo candil y brasero, y el continuo llamar
a su puerta combinado con el alegre repique de cam-
pana que hacia las veces de musica, por no mencionar
la presencia de un malhadado farol, tendido sobre el
medio de la calle frente al portalén de su casa de pos-
tas, que el pueblo mostraba una resuelta inclinacién a
desplazar en favor suyo. jAngustioso trance, pasarse
toda una noche de verano al borde de aquel negro
océano, dispuesto a la zambullida mortal en sus aguas
que tenia pensada monsieur Gabelle! Pero al fin llegd
el alba, providencial y bondadosa, y como empezaran
a apagarse las velas que habian iluminado la aldea, la
gente felizmente se dispers6, y monsieur Gabelle des-
cendio del tejado sin haberse dejado quitar la vida por
el momento.
En un radio de cien millas, y al resplandor de otros
incendios, hubo otros funcionarios menos afortuna-
dos, esa noche y otras noches, a quienes el sol matinal
encontr6 balanceadndose sobre unas calles antes tan
pacificas, las mismas en que habian nacido y se ha-
bian criado. También hubo otros aldeanos y gentes de
la ciudad menos afortunados que el pe6n caminero y
sus compinches, a quienes funcionarios y soldados lo-
graron atajar y a quienes colgaran a su vez. Pero a pe-
sar de todo, las implacables figuras prosegufan firme-

364
mente su ruta hacia el norte, hacia el sur, hacia el este
y hacia el oeste. Y, ahorcaran a quien ahorcaran, a su
paso se propagaba el incendio. Pues no habia funcio-
nario, por mas que fuera un lince en matemiaticas, ca-
paz de calcular la altura de las horcas que, en equiva-
lencia de agua, harfan falta para extinguirlo.

Ww wn
24. La atracciOn del iman

En tales encrespamientos del fuego y del mar -sacudi-


da la tierra firme por los embates de un océano ira-
cundo que ya no tenia mareas bajas sino que estaba
siempre en la pleamar, cada vez mas y mas alta, con
no poco terror y pasmo de los curiosos de la orilla—
transcurrieron tres anos de tormenta. Tres cumplea-
hos mas de la pequena Lucie habian sido entretejidos
por el hilo de oro en la placida textura de la vida de su
hogar.
Muchas noches y muchos dias habian prestado
oido sus moradores a los ecos del rincon, con profun-
do temor y desaliento cuando sentian la inmensa tur-
ba de pies en marcha. Porque los pasos habian toma-
do forma en sus mentes y eran los pasos de un pueblo,
pasos que avanzaban tumultuosos en pos de una ban-
dera roja, declarada su patria en peligro y transforma-
dos los seres humanos en fieras por obra de un terri-
ble maleficio en el que se habia persistido mucho,
muchisimo tiempo.
Monsenor, como clase, habiase disociado del fené-
meno en virtud del cual ya no se le apreciaba como
antes: tan poca era la estima en que se le tenfa en
Francia que corria el considerable peligro de verse ex-
cluido al mismo tiempo de la nacién y de la vida.
Como el rustico de la fabula, que a costa de mil traba-

366
jos logr6 que se le apareciera el Demonio, y cuando lo
tuvo delante fue tan grande su pdnico que no pudo
pedirle nada y salid de estampfa, asf también monse-
nor, después de haber leido el padrenuestro al revés
durante tantos afios, amén de muchos otros podero-
sos conjuros para invocar al Maligno, no bien lo hubo
entrevisto en sus terrores cuando puso los nobles pies
en polvorosa.
El antiguo esplendor de la Corte, blanco en su dia
de todas las miradas, habia desaparecido, pues de lo
contrario habria sido blanco de un huracan de balas
nacionales. Y es que si tantos tenian puestos en él los
ojos, por su parte no goz6 nunca de buena vista; una
mota importuna se lo impedia: el orgullo de Satan, el
lujo de Sardanapalo! y la ceguera de un topo, todo en
una sola y misma pieza; pero esa mota no estaba ya,
habia desaparecido. La Corte entera, desde el mas ex-
cluyente circulo interior hasta su mas externo y repo-
drido ambito de intriga, corrupcion y disimulo, habia
desaparecido por completo. Y tampoco existia ya la
realeza: segun las Ultimas noticias, habia quedado si-
tiada en el palacio y «en suspenso».
Asi llegd el mes de agosto de mil setecientos no-
venta y dos, y monsenor andaba por entonces en ge-
neral dispersi6n y desbandada.
Como es natural, el cuartel general y punto princi-
pal de reunién de monsenor en Londres era el banco
Tellson. Es suposici6n general que los espiritus fre-
cuentan los lugares donde mas solian acudir sus cuer-
pos, y monsefior, sin una guinea, frecuentaba el pun-

1. Nombre griego del rey asirio Assurbanipal, famoso por su faus-


to y su prodigalidad.

367
to donde sus guineas solfan estar. Pero es que aquél
era también el punto donde antes se recibian los in-
formes confidenciales de Francia mas dignos de fiar. Y
no solo eso: Tellson era una casa generosa y usaba de
gran liberalidad con los antiguos clientes que habian
caido de su posicién privilegiada. Mas aun, aquellos
nobles que habian visto venir a tiempo la borrasca y,
anticipandose a la confiscacién o al saqueo, habian
hecho providenciales remesas a Tellson, estaban alli
para subvenir a las necesidades de sus hermanos de
casta. A lo cual hay que anadir que todo el que llegaba
de Francia se dirigia con sus noticias a Tellson casi
como lo mas natural del mundo. Asi, por esta diversi-
dad de motivos, el banco Tellson era en aquella época
una especie de bolsa en cuanto a informacién mas o
menos secreta sobre el pais vecino. Y esto era tan sabi-
do por el publico, y las preguntas que alli se hacian
eran en consecuencia tan numerosas, que Tellson al-
gunas veces escribia las ultimas noticias en un par de
renglones y las fijaba en las ventanas del banco, a fin
de que todo el que pasara por Temple Bar las leyera.
Cierta tarde caliginosa estaba Lorry sentado a su
escritorio, y Charles Darnay, de pie a su lado y apoya-
do en la mesa, conversaba en voz baja con él. El aus-
tero cubil en otro tiempo reservado para las entrevis-
tas con la Casa, era ahora la Bolsa de noticias, y estaba
lleno a rebosar. Faltaba como media hora para el cie-
rre del establecimiento.
—Si, ya sé que sois el mas joven de los hombres que
han visto los siglos —-decia Charles Darnay no muy
convencido-; pero aun asi perdonad que os diga...
-Ya entiendo. Que soy demasiado viejo, gno? —-dijo
Lorry.
-E] viaje es largo, el tiempo anda revuelto, los me-
dios de transporte son precarios, el pais esta desorga-
nizado y su capital quiza no sea segura para vos.
-Mi querido Charles —dijo Lorry con alegre con-
fianza—, todas esas son razones para irme mas que
para quedarme. Alli estaré seguro, porque nadie va a
meterse con un viejo de casi ochenta anos cuando hay
tantos mas obligados que yo a rendir cuentas. En
cuanto a que Paris es una ciudad desorganizada, si no
lo fuese no haria falta mandar a nadie a nuestra su-
cursal: una persona que conozca la ciudad y el nego-
cio, ya de antiguo, y que sea de la confianza de Tell-
son. Y en cuanto al mal tiempo y las incomodidades
del largo viaje, si después de tantos anos no estuviera
yo dispuesto a padecer unos pocos inconvenientes por
Tellson, ¢quién iba a hacerlo?
—jOjala pudiera ir yo! —dijo Charles Darnay, un tan-
to inquieto y como quien expresa un pensamiento en
voz alta.
—j Vaya! ;A fe que sois el mas indicado para dar con-
sejos y hacer objeciones! —exclamo Lorry-. ¢Conque
deseariais hacer vos el viaje? ¢ Vos, francés de naci-
miento? Si que sois un consejero bien aconsejado.
—Precisamente por ser francés de nacimiento, mi
querido Lorry, he acariciado con frecuencia una idea
que no me proponia manifestar aqui. Es imposible no
pensar en ese desdichado pueblo para quien ha abriga-
do algunas simpatias por él —-otra vez se expresaba
como hablando consigo mismo-, para quien le ha deja-
do algo que era suyo, y me digo que a mi tal vez me es-
cucharan, que acaso tuviera la virtud de saber inculcar-
les un poco de moderacién. Anoche precisamente,
después de que vos nos dejarais, decia yo a Lucie...

369
—Deciais a Lucie —-repitid Lorry-. Pues si, senor. jNo
sé cOémo no os avergiienza pronunciar el nombre de
Lucie! ;Cuando acabais de manifestar el deseo de iros
a Francia a esta hora del dia!
-Y sin embargo no pienso irme —dijo Charles Dar-
nay con una sonrisa—. He hablado mas que nada para
disuadiros de vuestro proposito, si de veras lo es. °
-~Y tan de veras. No podéis haceros una idea, mi
querido Charles —Lorry echo una mirada a la Casa,
presente en la distancia, y bajé la voz-, de las dificul-
tades con que se desenvuelve alli nuestro negocio ni
del peligro que corren actualmente nuestros docu-
mentos y libros en Francia. S6lo Dios sabe qué com-
prometedoras consecuencias podria traer para un sin-
fin de gente si algunos de nuestros documentos fuesen
robados o destruidos. Y podrian serlo en cualquier
momento, fijaos bien, pues quién nos asegura que Pa-
ris no va a ser incendiada hoy, o saqueada manana.
Conque es preciso hacer una concienzuda seleccion
de tales documentos, con la menor demora posible,
para enterrarlos o ponerlos fuera de peligro de cual-
quier otra manera, y eso muy pocos hay que puedan
llevarlo a cabo como no sea yo mismo, y sin pérdida
de tiempo, que es precioso. ¢Puedo escurrir el bulto,
cuando Tellson sabe esto, y lo dice, yo, que llevo se-
senta anos comiendo su pan, puedo echarme atras
solo porque tenga los huesos ya un poco duros? ;Va-
mos, pero si soy un pollo, senor, al lado de media do-
cena de vejestorios que andan por aqui!
—Cuanto admiro la gallardia de vuestro espfritu ju-
venil, senor Lorry.
—jBah! No digais tonterias... Y oidme bien, mi que-
rido Charles —-dijo Lorry con una nueva mirada de re-

370
filon a la Casa—, no hay que olvidar que sacar cosas de
Paris en las presentes circunstancias, no importa lo
que sea, es algo que raya casi en lo imposible. Hoy
mismo nos han Ilegado aqui papeles y objetos precio-
sos (y hablo en estricta confidencia: son secretos que
no deberia yo participar ni a vos mismo), traidos por
los mas extranos portadores que podais imaginar, y
todos, todos ellos, han tenido la vida pendiente de un
hilo al pasar las barreras. En otros tiempos, nuestros
fardos iban y venian con la misma facilidad que en la
vieja y diligente Inglaterra; pero ahora todo se en-
cuentra atascado.
—Y de veras os proponéis salir esta noche?
—Si, esta misma noche, pues la situaciOn se ha he-
cho tan apremiante que no admite dilaci6n alguna.
—<Y no llevais a nadie con vos?
—Me han propuesto a toda clase de personas, pero
no quiero ni oir hablar de ninguna de ellas. Pienso lle-
varme a Jerry. Jerry ha sido mi guardaespaldas mu-
chos anos, en trasnochadas de domingo, y estoy acos-
tumbrado a él. Nadie va a sospechar que Jerry sea otra
cosa que lo que realmente es, un bulldog inglés, ni
que tenga en su cabeza otros planes que abalanzarse
sobre cualquiera que toque a su amo.
—Debo repetiros que admiro sinceramente vuestra
gallardia y vuestra juventud.
-Y yo debo repetiros que eso son tonterias y nada
mas que tonterias. Cuando haya cumplido esta pe-
quefia misi6n, quizas acepte la proposicion de Tellson
de jubilarme y darme a la buena vida. Ya tendré tiem-
po entonces para pensar en la vejez.
Este didlogo se habia desarrollado en el escritorio
que solia utilizar el senor Lorry, mientras que a pocos

371
pasos andaba monsefior cacareando lo que pensaba
hacer, sin tardanza, para vengarse de aquella plebe ca-
nallesca. Era costumbre y desahogo comun de mon-
senor, en sus vicisitudes como refugiado, y era norma
también mas que comun de la ortodoxia inglesa nati-
va, hablar de aquella terrible Revolucion como si fue-
se la tinica cosecha sin siembra previa que habian vis-
to los cielos, como si nada se hubiera hecho o dejado
de hacer para encaminar los rumbos hacia ella, como
si los observadores de tantos millones de franceses
menesterosos y depauperados y de los dilapidados re-
cursos que debieran haberles dado a todos bienestar y
ventura no la hubieran visto inevitablemente venir,
anos antes, y no hubieran informado en lenguaje lla-
no de lo que veian. Todas estas presunciones, combi-
nadas con las extravagantes maquinaciones de mon-
senor para la restauraci6n de un estado de cosas
manifiestamente agotado por si mismo, eran bastante
dificiles de soportar sin protesta para cualquier hom-
bre sensato que supiera la verdad. Y este vano cacareo
que le asediaba los oidos, como un turbador tumulto
de la sangre en su cerebro, y que venia a sumarse a la
inquietud latente ya en su animo, habia terminado
por poner nervioso a Charles Darnay, y atin le tenia
como sobre ascuas.
Entre los charlatanes se contaba Stryver, del Tribu-
nal del Rey, que como habia ascendido ya mucho en
jerarquia y posiciOn se inclinaba l6gicamente por la
clase senorial, y estaba enjaretando a monsefor sus
procedimientos para eliminar al pueblo y raerlo de la
faz de la tierra, pues maldita la falta que hacia en ella;
y los medios que propugnaba, para ese y otros fines
semejantes, se parecian mucho al arbitrio de aquél,
372
que para el exterminio de las Aguilas proponia espol-
vorearles la cola de sal. Darnay le ofa siempre con es-
pecial disgusto, y ahora estaba indeciso entre mar-
charse por no oirle una palabra mds o quedarse y
replicarle como merecia cuando un hecho imprevisto
vino a determinar lo que habia de suceder.
Y fue que la Casa se acercé al sefior Lorry y, po-
niéndole delante una carta muy sucia y sin abrir, le
pregunt6 si habia encontrado ya alguna pista de la
persona a quien venia dirigida. La Casa puso la carta
tan cerca de Darnay que éste vio perfectamente la di-
reccion, y tanto mds presto cuanto que era él mismo
su destinatario. Dicha direccion, traducida, rezaba asi:
«Muy urgente. Al senor ex marqués de St. Evré-
monde, de Francia. Confiada a los Sres. Tellson y Cia.,
banqueros, Londres. Inglaterra.»
El doctor Manette, la manana misma de la boda de
su hija con Charles Darnay, exigi6 a éste que guardara
rigurosamente el secreto de su nombre, en tanto al
menos que el propio doctor no le desligara de tal com-
promiso. Nadie mas, fuera de ellos dos, lo sabia, ni si-
quiera Luci, su esposa. Y en cuanto a Lorry, ni remo-
tamente podia sospecharlo.
—No —dijo Lorry, en respuesta a la Casa—. He pre-
guntado ya, creo, a todos los que andan por aqui, y ni
uno solo sabe decirme dénde podria encontrarse a
este caballero.
Las manillas del reloj iban a sefalar ya la hora de
cierre del establecimiento, y los de la tertulia empeza-
ron a desfilar por delante del escritorio de Lorry. Este
hizo una general exhibicion de la carta, con ademan
interrogante. Y la mir6 monsefior, en la persona de
este o de aquel refugiado conspirador y lleno de indig-

373
nacion; y éste, y el otro, y el de mas alla, todos tuvie-
ron algo que decir, en francés o en inglés, en desdoro
y vilipendio de aquel marqués que no aparecia por
ninguna parte.
—Sobrino, me parece, de aquel excelente marqués
que muri6 asesinado —dijo uno-. O en todo caso un
descendiente suyo degenerado. Y me cabe la satisfac-
cidn de decir que no lo he visto ni tratado en mi vida.
—Un cobarde que abandon6o su puesto hace unos
anos —dijo otro (al cual, por cierto, habian sacado de
Paris en una carreta de heno, medio asfixiado y con
los pies por alto).
—Contagiado de las nuevas doctrinas —dijo un terce-
ro, mirando las senas con su mondoculo al pasar-. Se
enfrent6 con el ultimo marqués, abandon6é las tierras y
cuanto habia heredado y se lo dejé a esa grey de foraji-
dos. Ahora le daran el pago que merece, espero yo.
-—~C6mo? -exclamo6 el vocinglero y aparatoso
Stryver-. ¢Hizo eso? ¢Tan canalla es ese fulano? Vea-
mos su infame apellido... jMaldito sea!
Darnay, que estaba perdiendo ya del todo la pa-
ciencia, toc6 a Stryver en el hombro y dijo:
~—Yo conozco a ese hombre.
—¢ Vos? ;Por Belcebu! —dijo Stryver-—. No sabéis cuan-
to lo siento.
—~Por qué?
—¢Preguntdais por qué, Darnay? Pero gno habéis
oido lo que ha hecho?
-Lo he oido, si; pero sigo preguntando por qué la-
mentais que le conozca.
—Entonces os volveré a repetir, amigo Darnay, que
lo lamento muy de veras. Y también lamento ojros
hacer unas preguntas tan extraordinarias. Tenemos

374
aqui un individuo que, contagiado por la mas pesti-
lente, y blasfema, y diabdlica doctrina que han cono-
cido los siglos, abandona su hacienda a la hez mas vil
de la tierra, esa patulea de asesinos al por mayor, cy
aun me preguntais por qué lamento que un hombre
como vos, que se dedica a instruir a la juventud, lo co-
nozca? Pues bien, voy a contestaros. Lo lamento por-
que creo que existe peligro de contaminacion con se-
mejante canalla. Por eso.
Darnay, celoso de su secreto, se contuvo con tre-
menda dificultad y dijo:
—Tal vez no comprendais a ese caballero.
—Pero sé acorralaros a vos, en cambio, senor Dar-
nay —dijo Stryver, arrogante y perdonavidas-, y voy a
hacerlo ahora mismo. Si ese sujeto es un caballero,
pues no, realmente no le comprendo. Podéis ir a con-
tarselo, con saludos mios muy atentos. Y podéis decir-
le también, de mi parte, que después de abandonar su
posicion y sus bienes terrenales a esa turba sanguina-
ria, me extrana muchisimo que no esté al frente de
ella. Pero no, caballeros —dijo Stryver, mirando en tor-
no suyo y haciendo sonar una castaneta con los de-
dos-—, conozco yo un poco la naturaleza humana, y os
aseguro que jamas encontraréis a un individuo como
éste de que hablamos capaz de confiarse y ponerse a
merced de tan dilectos . No, caballeros; siempre les
volvera las espaldas, en cuanto se arme la zurribanda,
y escurrira el bulto.
Con estas palabras, rubricadas con una castaneta
definitiva, dio media vuelta Stryver y se abriO paso
hasta Fleet-street, entre la aprobacion undanime de sus
oyentes. Lorry y Darnay se quedaron solos en el escri-
torio.
—¢Queréis encargaros vos de la carta? -propuso Lo-
rry—. gSabéis donde hay que entregarla?
—Si.
—zY querréis encargaros también de explicar que, se-
gtin suponemos, la mandaron aqui por si nosotros sabia-
mos las senas del destinatario o le conociamos de algo, y
que ha estado retenida algtin tiempo en el banco?
—Asi lo haré. ¢Salis para Paris desde aqui mismo?
—Desde aqui mismo, a las ocho.
—Volveré para despediros.
Muy disgustado consigo mismo, y con Stryver, y
con casi todos los demas, Darnay sali6 a la calle y en
una tranquila esquina del Temple abrio la carta y la
ley6. Decia lo siguiente:

«Carcel de la Abadia2?, Paris


»21 de junio de 1792

» Senor ex marqués:
»Después de haber corrido durante mucho tiempo
el peligro de perder la vida a manos de los vecinos de
la aldea, fui apresado con la mayor violencia e indig-
nidad y conducido a Paris, a pie, en un viaje intermi-
nable. Por el camino sufri toda clase de vejaciones. Y
eso no es todo, sino que destruyeron mi casa, arrasan-
dola hasta los cimientos.
»El delito por el que me veo preso, sefhior ex mar-
qués, por el que voy a comparecer ante los tribunales
y que me costara la vida (si vos no acudis generosa-
mente en mi auxilio) es, a lo que me dicen, el de trai-

2. Prisi6n muy aborrecida por el populacho de Paris, que después de la Re-


voluci6n fue destinada al encarcelamiento de aristécratas.

Sif
cidn a la soberania del pueblo, por haber actuado en
contra suya en favor de un emigrado. Inttil es que les
diga que he actuado en favor de ellos, y no en contra,
conforme a lo que vos dejasteis dispuesto. Que, hasta
la confiscacion de los bienes de los emigrantes, remiti
los impuestos que ellos habian dejado de pagar; que
no cobré rentas; que no incoé ningtin proceso. La tini-
ca respuesta que recibo es que he obrado en favor de
un emigrado, ¢y donde esta ese emigrado?
»jAh!, mi bueno y magnanimo senor ex marqués.
éDénde esta ese emigrado? En suenos clamo a gritos:
édénde esta? ¢Por qué no viene a librarme?, pregunto al
cielo. No obtengo respuesta alguna. ;Ah, senor ex mar-
qués, ahora lanzo mi grito desolado sobre el mar, con la
esperanza de que quiza llegue a vuestros oidos por me-
diaci6n del gran banco de Tellson, tan conocido en Paris!
»Por el amor de Dios, de la justicia, de la generosi-
dad y del honor de vuestro noble apellido, os ruego,
senor ex marqués, que acudais en mi auxilio y me li-
bréis de la triste suerte que me amenaza. Mi unico de-
lito es el haberos sido fiel. ;jOh, senor ex marqués, Os
suplico que correspondais de la misma manera!
»Desde esta prision horrorosa, donde cada hora
que pasa me acerca mas y mas a la muerte, os envio,
senor ex marqués, el testimonio de mi dolorosa y des-
venturada lealtad.
» Vuestro afligido servidor,

» Gabelle.»

La inquietud siempre latente en el animo de Dar-


nay recibio con la lectura de esta carta un vigoroso
hdlito de vida. El peligro que amenazaba a un viejo y
377
leal servidor cuyo Unico delito era haberle sido fiel a él
y asu familia constituia para Darnay un reto y un re-
proche, y tan intenso fue su sonrojo que mientras pa-
seaba de un lado para otro por el Temple, consideran-
do lo que debia y podia hacer, casi escondia el rostro
al paso de los transeuntes.
Sabia muy bien que, horrorizado ante el hecho que
habia dado remate a las malas acciones y la pésima re-
putacion de su antigua familia, movido por los recelos
y rencores que su tio le inspiraba y por la aversion con
que su conciencia miraba el desmoronado edificio que
él habria debido, en opinidn de muchos, apuntalar y
sostener en pie, habia obrado imperfectamente. Como
también comprendia que, en su amor por Lucie, su
renuncia a la posicion social que le correspondia, aun-
que no era decision nueva ni mucho menos para él,
se habia llevado a cabo de una forma precipitada e in-
completa. Sabia que tenia que haber activado formal-
mente su resolucion y vigilado de cerca todos los tra-
mites, y que se habia propuesto hacerlo, pero nunca
lo habia hecho.
La dicha del hogar que en Inglaterra se habia crea-
do, la necesidad de mantenerse siempre activo, los
cambios y contratiempos propios de la época, que se
sucedian con tal rapidez unos u otros que los sucesos
de la semana en curso daban al traste con los planes
esbozados la semana anterior, y los sucesos de la se-
mana siguiente obligaban a plantearselo todo de nue-
vo; sabia muy bien que habia cedido ante la fuerza de
todas estas circunstancias juntas: no sin un vivo desa-
sosiego, por supuesto, pero le habia faltado perseve-
rancia y ahinco en la resistencia. Habia permanecido
atento a los acontecimientos, si, al acecho de una oca-

378
sion propicia para actuar, pero habia dejado escapar
una oportunidad tras otra hasta que ya la saz6n habia
pasado: ahora la nobleza salia atropelladamente de
Francia por todos los caminos y trochas imaginables,
y sus bienes se hallaban en curso de confiscacién y
destruccién, y hasta sus nombres mismos eran pros-
critos, circunstancias que conocia él tan bien como
cualquiera de las nuevas autoridades de Francia, que
podria denunciarle y perseguirle por ello.
El, sin embargo, no habia oprimido personalmente
a nadie, ni encarcelado a nadie. Lejos de haber exigi-
do inhumanamente el pago de sus rentas, habia re-
nunciado a ellas por propia voluntad, aceptando vivir
en un mundo sin privilegios en el que se habia labra-
do una posicién y se ganaba honradamente la vida.
Monsieur Gabelle habia administrado la hacienda,
empobrecida y comprometida, con arreglo a instruc-
ciones escritas que le ordenaban tratar bien al pueblo,
darle lo poco que hubiera, tanto la lena que les deja-
ran los acreedores en invierno como los frutos que
pudieran salvarse de sus garras en el verano, y él sin
duda habria aducido todo esto en su descargo, de
modo que ahora tendria que salir a la luz publica.
Esto favorecio la desesperada resoluci6n que Char-
les Darnay habia empezado a considerar: la de trasla-
darse cuanto antes a Paris.
Si. Lo mismo que al marino de la vieja historia, los
vientos y las corrientes le habian arrastrado al area de
influencia de la roca magnética, y el iman lo atraia, y no
tenia mas remedio que dejarse llevar. Cuanto se ofrecia
a sus pensamientos y reflexiones le empujaba mas y
mas, cada vez con mayor celeridad y rambo mas segu-
ro, hacia la terrible atracci6n. Habia vivido con el remor-
379
dimiento de pensar que alla en su desventurado pais se
perseguian funestos objetivos por instigacion de ele-
mentos no menos funestos, y que él, que no podia ig-
norar que era mejor que ellos, no estaba alli procurando
hacer algo para detener el derramamiento de sangre, y
para afirmar los derechos de la piedad y de la humani-
dad. Sofocado a medias este remordimiento, y a medias
reprochandose por ello, habia venido finalmente a con-
frontarse con aquel valeroso y anciano caballero en
quien tan vigoroso era el sentido del deber, y a tal com-
paracion (mortificante para él) habian seguido de inme-
diato los desprecios y burlas de monsenor, hirientes
como rejones envenenados, y los de Stryver, mas irri-
tantes y soeces que ningun otro, por viejas razones. A
todo esto habia sucedido la carta de Gabelle: la llamada
de un preso inocente, en peligro de muerte, que apela-
ba a su justicia, a su honor y a su buen nombre.
Su decision estaba tomada: irfa a Paris.
Si. El iman le atraia, y debia seguir el rumbo has-
ta que se estrellara contra la roca. El, empero, no veia
ningun escollo, apenas si se daba cuenta del peligro. La
intenci6n con que habia hecho lo que hizo, aun de-
jandolo a medias, le parecia suficiente para granjearle
el agradecimiento de Francia en cuanto se presentara
personalmente para ratificarlo. Se le ofrecia ademas la
gloriosa visi6n de poder hacer algtin bien, espejismo
que suele extraviar a tantas almas confiadas y de buena
fe, y hasta se hacia la ilusion de poder influir de algtin
modo y orientar por mejores derroteros aquella cruel
Revoluci6n que tan espantoso cariz iba tomando.
Mientras daba paseos de un lado para otro, tomada
ya la resolucion, consider6 que ni Lucie ni su padre
debian saberlo hasta después de su partida. A Lucie se

380
le ahorraria asi el dolor de la separaci6n; y su padre,
siempre reacio a volver los pensamientos hacia los pe-
ligrosos ambitos del pasado, tendria conocimiento de
este paso cuando ya estuviera dado, y no en la fase
critica de incertidumbre y de duda. No se planteé en
qué medida era imputable al doctor Manette lo incon-
cluso e incierto de su situaci6n, por el constante y an-
gustioso afan de evitar que volviesen a su mente vie-
jas asociaciones acerca de Francia. Pero también esa
circunstancia habia influido en su comportamiento.
Sigui6 paseando al ocaso, a vueltas con todos estos
pensamientos, hasta que fue hora de volver a Tellson
y despedirse de Lorry. En cuanto llegara a Paris se pre-
sentaria a este viejo amigo, pero por el momento no
debia decir nada de sus intenciones.
A la puerta del banco estaba ya dispuesto un coche
con caballos de posta; y Jerry aguardaba calzado con
botas altas y pertrechado para el viaje.
—He entregado ya esa carta —dijo Charles Darnay a
Lorry—. Para evitaros molestias no he querido aceptar
ninguna respuesta escrita, pero quiza no os importe
Jevar una contestacion verbal.
—Lo haré con mucho gusto —dijo Lorry-—, siempre
que no sea peligroso.
—No lo es en absoluto. Aunque es para un hombre
que esta preso en la Abadia.
—;Como se llama? —pregunto Lorry, con el cuader-
no de notas abierto en la mano.
—Gabelle.
—Gabelle. gY qué es lo que hay que decir a ese des-
dichado Gabelle que esta en la carcel?
—Sencillamente, que el destinatario ha recibido su
carta y saldra en breve para Paris.
381
—¢Sin decir cuando?
—Se pondra en camino manana por la noche.
—<No hay que dar ningin nombre?
—No.
Ayudé a Lorry a embutirse en una serie de casacas
y de capas y salid con él de la templada atmosfera del
vetusto banco al aire brumoso de Fleet-street.
—Expresad mi carino a Lucie y a la pequena —dijo
Lorry, despidiéndose-, y cuidadmelas como a las ni-
Nas de los ojos, hasta que vuelva.
Meneé Charles Darnay la cabeza, con una equivoca
sonrisa en los labios, mientras el carruaje se alejaba.
Aquella noche de un catorce de agosto Charles
Darnay se acost6 muy tarde, ocupado como estuvo en
escribir dos cartas fervorosas: una para Lucie, expli-
candole el deber ineludible que le llamaba a Paris y
exponiéndole por extenso las razones que tenia para
confiar en que no podia correr alli ningun peligro; la
otra misiva era para el doctor, a quien encomendaba
el cuidado de Lucie y de su hijita, no sin reiterar en
parecidos términos las mas solidas garantias en cuan-
to a su seguridad personal. A ambos les prometia es-
cribir de nuevo tan pronto como llegara a su punto de
destino.
Fue una dura prueba para Darnay aquel ultimo dia
que hubo de pasar con su familia, tan querida, ator-
mentado por el remordimiento de reservarse por pri-
mera vez un secreto frente a ellos. No le resultaba
nada facil mantener el piadoso engafio, que ni siquie-
ra sospechaban. Pero una carifiosa mirada a su mujer,
ocupada en labores domésticas, tan feliz y ajena a
todo, fortalecid su decisién de no participarle aquel
proyecto, y no porque no se hubiera sentido tentado a

382
hacerlo, tan extrano le parecia tomar ninguna deci-
sidn sin contar con ella, y de esta suerte transcurrié
rapidamente la jornada. Al caer la tarde la beso y abra-
z0, y también a la pequenia Lucie, asegurandoles que
volveria en seguida (un recado imaginario le obligaba
a ausentarse, y ya habia sacado secretamente de la
casa una maleta con la ropa precisa), y sin mas se
planto en la calle, abrumada por una densa caligine,
con el corazon mas abrumado todavia.
La fuerza invisible le atraia ahora con celeridad, y
todas las corrientes y los vientos le arrastraban directa
e impetuosamente hacia ella. Dej6 las dos cartas a un
mensajero de confianza, para que las entregase media
hora antes de las doce de la noche, ni un minuto mas
pronto; sali6 a caballo para Dover y comenz6 su viaje.
«;Por el amor de Dios, de la justicia, de la generosidad
y del honor de vuestro noble apellido!», clamaba en
su carta el pobre preso, y con estas palabras fortalecié
Darnay su corazOn acongojado, pues dejaba tras él
todo cuanto amaba en este mundo, y pudo seguir con
entereza hacia el escollo que inexorablemente lo
atraia con un terrible poder magnético.
Libro tercero
El curso de una tempestad
ee
ee
ee
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aeS
1. En secreto

El viajero avanzaba despacio en su ruta a Paris desde


Inglaterra, en el otono de 1792. Ya habria encontrado
demasiados malos caminos, peores carruajes y pési-
mos caballos aun cuando el caido y desdichado rey de
Francia hubiera ocupado todavia el trono en todo su
esplendor; pero los nuevos tiempos le oponian otros
obstaculos diferentes. Cada puerta de cada ciudad y
cada puesto de consumos de cada pueblo contaba con
una cuadrilla de ciudadanos patriotas armados con
sus mosquetes nacionales y que, en un paroxismo de
celo y eficacia, detenian a cuantos iban y venian, los
interrogaban, inspeccionaban la documentacion, bus-
caban los nombres en listas propias, les obligaban a
retroceder, o les mandaban seguir, 0 los retenfan en
sus cuerpos de guardia, seguin su caprichoso juicio o
fantasia estimara mejor y de mayor provecho para la
naciente Republica Una e Indivisible de Libertad,
Igualdad, Fraternidad, o Muerte.
Bien pocas leguas francesas llevaba recorridas
Charles Darnay cuando empez6 a comprender que
para él no habria esperanzas de volver por aquellos
caminos hasta que se le declarase buen ciudadano en
Paris. Pero ya no podia retroceder; aconteciera lo que
aconteciere, no tenia mas remedio que seguir hasta el
fin de su viaje. Sabia perfectamente que cada villorrio

387
que dejaba atras, cada barrera publica que se cerraba a
sus espaldas en la carretera, eran otras tantas puertas
de hierro en la serie que se interponia entre Inglaterra
y él. La vigilancia universal lo envolvia de tal suerte
que si hubiera sido atrapado en una red o lo enviaran
hacia su destino metido en una jaula no se habria sen-
tido mas absolutamente privado de libertad.
Esta vigilancia universal no sdlo le detenia en el ca-
mino veinte veces por jornada, sino que retardaba su
avance veinte veces al dia, dandole alcance en una ga-
lopada y haciéndole volver atras, o saliendo a su en-
cuentro y parandole por anticipado, o cabalgando al
par suyo a manera de escolta o custodia. Hasta que
cierta noche, después de unos cuantos dias de viaje
por Francia, se acost6 muy fatigado en una pequena
ciudad por donde pasaba la carretera, todavia a mu-
cha distancia de Paris.
Solo la carta que el afligido Gabelle escribiera en su
prisidn de la Abadia y que mostraba a cuantos le in-
terpelaban le habia permitido llegar tan lejos. Pero las
dificultades que hallo en el puesto de guardia de aquel
lugar eran tantas que tuvo la impresion de que su via-
je habia llegado a un trance decisivo. De suerte que le
sorprendi6 muy poco que lo despertaran en plena no-
che, alla en el fonducho donde lo habian enviado has-
ta la manana.
El que lo despertaba era un timido funcionario local
seguido de tres patriotas armados, todos elles con gorros
rojos y pipas en la boca, y que se sentaron en la cama.
—Emigrado —dijo el funcionario-, voy a enviarte a
Paris, con una escolta.
—Ciudadano, nada deseo tanto como llegar a Paris,
aunque podria prescindir de la escolta.

388
—jSilencio! -regano uno de los de gorro colorado,
golpeando la colcha con la culata de su mosquete-. jA
callar, arist6crata!
-—Este buen patriota tiene razon —observ6 el timido
funcionario-—. Sois un aristécrata, y tenéis que llevar
escolta... y la tenéis que pagar ademas.
—-No tengo alternativa —dijo Charles Darnay.
—jAlternativa! jOid lo que dice! -exclam6 el mismo
malhumorado de antes-. ;Como si no se le hiciera un fa-
vor protegiéndolo para que no lo cuelguen de un farol!
—El buen patriota lleva otra vez razon —observ6 el
funcionario-. Levantaos y vestios, emigrado.
Obedeci6 Darnay, y fue conducido de nuevo al
cuerpo de guardia, donde otros patriotas, todos ellos
con gorros colorados, fumaban, bebian y dormian
junto al fuego. Aqui hubo de pagar un elevado precio
por su escolta, y con ella sali6 al fin a los caminos en-
charcados, anegados por la Iluvia, al filo de las tres de
Ja manana.
Consistia la escolta en dos patriotas a caballo, con go-
rros rojos y escarapelas tricolores, armados con mosque-
tes nacionales y sables. Cabalgaban uno a su derecha y
otro a su izquierda, y aunque el viajero guiaba su propia
montura, le habian atado un largo cordel a Ja brida, un
extremo del cual llevabalo cenido a la muneca uno de
los patriotas. En estas condiciones emprendieron el via-
je, azotados los rostros por un aguacero pertinaz. Los
cascos de los caballos repiquetearon por el desigual em-
pedrado de las calles de aquel pueblo, que recorrieron al
trote, repiqueteo que luego hubo de amortiguar el espe-
so fango de los caminos. De esta forma siguieron ruta,
sin otros cambios que los de postas, a lo largo de las em-
barrizadas leguas que atin faltaban para la capital.
389
Viajaban de noche, hacian alto una hora o dos des-
pués de amanecer y descansaban hasta la del crepus-
culo de la tarde. Los de la escolta iban tan miserable-
mente vestidos que, para preservarse de la incesante
lluvia, se forraban de paja las desguarnecidas piernas
y recubrian con ella los hombros harapientos. Aparte
la incomodidad personal de ser acompanado de tal
suerte, y aparte también el innegable peligro que su-
ponia el que uno de los patriotas anduviera constan-
temente borracho y llevara el mosquete de un modo
muy temerario, Charles Darnay procuraba evitar que
la coerciOn de que era victima despertara en él ningun
temor serio. Pues razonando en su fuero interno se
decia que no podia guardar relacién con los mereci-
mientos de un caso personal que no se habia dado a
conocer todavia ni de unas declaraciones que podria
confirmar el preso de la Abadia, pero que no se ha-
bian hecho aun.
Pero cuando llegaron a la ciudad de Beauvais —y tal
ocurrié al anochecer, con las calles llenas de gente— no
pudo ya ocultarsele que el asunto presentaba un cariz
muy alarmante para él. Una multitud amenazadora se
agolp6 ante el patio de la casa de postas para verle
desmontar, y muchas voces gritaron estento6reas:
—jMuera el emigrado!
Se detuvo cuando ya se estaba apeando y, volvien-
do a acomodarse sobre la silla por estimarla mds segu-
ra, dijo:
—{Emigrado yo, amigos mios? ¢Pues no me veis
aqui, en Francia, por mi propia voluntad?
—jEres un maldito emigrado! —vociferé un herrero,
abriéndose paso hacia él entre el gentio, todo furioso y
con el martillo en la mano-, jy un maldito aristécrata!

390
Se interpuso el administrador de la casa de postas
entre aquel hombre y la brida del jinete —hacia la que
resueltamente se dirigia—, y con tono apaciguador dijo:
~Déjalo, hombre; jdéjalo estar! Ya lo juzgaran en
Paris.
—jVaya si lo juzgaran! —repitid el herrero blandien-
do su martillo-. jYa lo creo! Y lo condenaran por trai-
dor.
A esto la muchedumbre lanz6 un rugido de apro-
bacion.
Conteniendo al administrador de postas, deseoso de
llevarse el caballo a la cuadra, y sin que el patriota bo-
rracho se hubiera movido de su silla, muy atento a lo
que pasaba y siempre con la cuerda en torno a la mu-
neca, Darnay, tan pronto como pudo hacerse oir, dijo:
—Amigos, os enganais, o se os ha engafnado. Yo no
soy un traidor.
—jMiente! —grit6 el herrero-. Es un traidor, lo dice
el decreto. Su vida pertenece al pueblo. ;Ya no es suya,
esa vida abominable!
En el instante mismo en que Darnay vio fulgurar
en los ojos de la multitud la intencidén de arrojarse
contra él, el administrador de postas metio el caballo
en el patio, flanqueado en todo momento por los de la
escolta, y luego cerré y atranco la doble puerta de ver-
ja, chirriante y desvencijada. El herrero peg6 en ella
un fuerte martillazo, y el gentio se puso a refunfunar,
pero no sucedié nada mas por entonces.
—¢ Qué decreto es ese del que ha hablado el herre-
ro? —pregunt6 Darnay al de las postas, después de ha-
berle dado las gracias, de pie frente a él en el patio.
-Es un decreto por el que se autoriza la venta de
todas las propiedades de los emigrados.

391
—¢ Cuando lo han aprobado?
—E] dia catorce.
—E] mismo en que sali yo de Inglaterra.
~Todo el mundo asegura que no es mas que uno de
los varios que van a promulgarse, pues habra otros, si
es que no han salido ya, desterrando oficialmente a
todos los emigrados y condenando a muerte a todo el
que regrese. Eso es lo que quiso decir al afirmar que
vuestra vida ya no Os pertenecia.
—Pero supongo que atin no se habran aprobado ta-
les decretos.
—jQué sé yo! —contest6 el de las postas, encogién-
dose de hombros-—. Puede que los hayan promulgado
ya, que se dispongan a hacerlo. Lo mismo da. ;Qué
otra cosa puede esperarse?
Descansaron sobre un monton de paja, en un des-
van, y a eso de la medianoche, cuando toda la pobla-
cidn dormia, reanudaron el viaje. Entre los muchos
cambios inauditos que podian observarse en las cosas
corrientes y que hacian parecer irreal aquella inaudita
cabalgada no era el menor de todos la aparente esca-
sez de sueno. Tras largos y solitarios recorridos por ca-
minos tristones y monotonos, llegaban a caserios api-
nados y pobres, no sumidos en la oscuridad como
habria sido de esperar, sino resplandecientes de luces,
y encontraban a los vecindarios, cual rondas de apa-
recidos en mitad de la noche, bailando todos en corro,
cogidos de la mano, en torno a un marchito Arbol de
la Libertad, 0 entonando a coro canciones, siempre
con la libertad por estribillo. Pero por fortuna esa no-
che si se dormia en Beauvais, lo que les permiti6 salir
de ella sin contratiempo, y una vez mas pasaron al ais-
lamiento y soledad de los caminos, repicando los cas-

392
cabeles de sus monturas a través del inoportuno frio y
la intempestiva humedad, entre campos empobreci-
dos que no habian dado fruto ese afio, cuya monoto-
nia solo venian a romper los restos ennegrecidos de
algunas casas quemadas 0 la aparicién stbita de pi-
quetes de patriotas que patrullaban y vigilaban todos
los caminos y que, saliendo de improviso de donde es-
taban emboscados, les interceptaban el paso y obliga-
ban a tirar de las riendas con brusquedad.
Amanecio por fin cuando ya estaban ante los mu-
ros de Paris. La barrera estaba cerrada y muy bien cus-
todiada cuando se acercaron.
—~D6nde esta la documentacion de este preso? —pre-
gunto con autoridad un hombre de aspecto resuelto, a
quien IHlamaron los de la guardia.
Desagradablemente impresionado por aquella pa-
labra, como es natural, Charles Darnay rog6é al que
habia hablado que reparase en que él era un viajero
libre y un ciudadano francés, protegido por una escol-
ta que la alterada situacion del pais le habia impuesto
en contra de sus deseos, y por la que habia tenido que
pagar.
—~Donde esta la documentacion de este preso? —re-
pitid el mismo personaje, sin hacerle el menor caso.
Trafa los papeles en el gorro el patriota borrachin, y
los mostr6. Al fijar la vista en la carta de Gabelle, el que
parecia jefe de la guardia dejo traslucir cierta confusion
y sorpresa, y mir6 a Darnay con mayor atencion.
Dej6, no obstante, a la escolta y al escoltado sin
pronunciar una palabra mas y paso al cuerpo de guar-
dia. Entretanto, los tres viajeros continuaron parados
y sin apearse delante de la puerta. Mirando alrededor
suyo en un estado de expectacion y de alarma, Char-
393
les Darnay pudo observar que la puerta se hallaba
custodiada por una guardia promiscua de soldados y
de patriotas, estos Ultimos en numero muy superior a
los primeros, y que si bien la entrada en la ciudad era
bastante facil para las carretas de los aldeanos carga-
das de provisiones para el mercado, y para cualquier
otro trafico y traficantes andlogos, la salida en cambio
era sumamente dificil, incluso para las personas de as-
pecto mas popular y doméstico. Una grey numerosa
de hombres y mujeres de todas clases, por no hablar
de animales y vehiculos de la mas diversa condici6n,
estaban esperando el permiso para salir; pero la iden-
tificaci6n previa era tan estricta que sdlo con enorme
lentitud iban filtrandose uno a uno por la barrera. Al-
gunos de aquellos individuos, convencidos de que
aun habrian de esperar mucho hasta que les Ilegara la
vez, se habian tumbado en el suelo a dormir 0 a fu-
mar, mientras que otros charlaban 0 vagabundeaban
de aca para alla. El gorro encarnado y la escarapela
tricolor eran universales, tanto para los hombres como
para las mujeres.
Media hora llevaba al menos Darnay entretenido
con la observacion de todas estas cosas, sin desmontar
de su silla, cuando volvi6 a verse frente al mismo indi-
viduo investido de autoridad, que mando al guardia
abrir la barrera. Luego entreg6 a los de la escolta, el
borracho y el sobrio, un recibo por el preso que ha-
bian escoltado, y orden6o a éste que se apeara. Asi lo
hizo Darnay, y los dos patriotas, llevandose por la bri-
da al fatigado caballo, dieron media vuelta y empren-
dieron el regreso sin entrar en la ciudad.
Siguid Darnay a su guia hasta el interior de un
cuerpo de guardia, con hedor a tabaco y a vino pe-

394
leon, donde unos cuantos soldados y patriotas, dormi-
dos y despiertos, borrachos y serenos, y en varios es-
tados intermedios entre el suefio y la vigilia, entre la
embriaguez y la templanza, paraban acd o alld tumba-
dos o de pie. La luz del cuerpo de guardia, que proce-
dia en parte de los mortecinos velones de aceite en-
cendidos durante la noche y en parte también de los
albores del dia anubarrado, era de una correspondien-
te calidad incierta. Sobre una mesa se veian algunos
libros registros abiertos, y sentado autoritariamente
ante ellos erguiase un funcionario de aspecto siniestro
y vulgar.
—Ciudadano Defarge —dijo este ultimo al que condu-
cia a Darnay, tomando una hoja de papel para escribir-,
ces este el emigrado Evrémonde?
—E] mismo.
— Tu edad, Evrémonde?
—Treinta y siete anos.
—¢Casado, Evrémonde?
—Si.
—~Donde?
—En Inglaterra.
—Claro. ¢Donde esta tu mujer, Evrémonde?
—En Inglaterra.
—Claro. Estas consignado, Evrémonde, a la carcel
de La Forcel'.
—jSanto cielo! -exclam6 Darnay-. En virtud de
qué ley, y por qué delito?
El funcionario levant6 la vista un momento de su
hoja de papel.

1. Antigua c4rcel de deudores en Paris, también convertida du-


rante la Revolucion en prisién politica.

395
~Tenemos nuevas leyes, Evrémonde, y se han defi-
nido nuevos delitos, desde que te ausentaste de aqui
—dijo con una sonrisa cruel, y continué escribiendo.
—Os ruego tengais en cuenta que he venido volun-
tariamente, en respuesta a esa carta que tenéis delante
y en la que un compatriota me suplica que acuda en su
auxilio. No pido mas que la oportunidad de declarar en
su favor sin demora. ¢No me asiste ese derecho?
—Los emigrados no tienen derechos, Evrémonde —re-
puso estupidamente el funcionario. Siguid luego escri-
biendo hasta que acabo, leyo para si lo escrito, lo sec6
con arenilla y se lo alarg6 a Defarge, diciéndole—: En se-
creto.
Con el mismo papel Defarge hizo sena al preso de
que lo acompanase. Obedecio éste, y una guardia de dos
patriotas armados se aprest6 para darles escolta.
—Eres ti —pregunt6 Defarge en voz baja, mientras
descendian los escalones del puesto de guardia y se
encaminaban hacia Paris— el que se casé con la hija
del doctor Manette, uno que estuvo preso en la Basti-
lla, que ya no existe?
~—S{-contest6 Darnay, mirandole con sorpresa.
—Me llamo Defarge, y tengo una taberna en el ba-
rrio de Saint Antoine. Es posible que hayas oido ha-
blar de mi.
—jAh, si! Mi esposa estuvo en vuestra casa para re-
coger a su padre, ¢no?
La palabra «esposa» pareciO suscitar una siniestra
evocaciOn en Defarge, porque con subita impaciencia
dijo:
—En nombre de esa dama de «corte» recién venida
al mundo y bautizada «la Guillotina», dime, vamos a
ver, gpor qué has venido a Francia?

396
-Ya habéis ofdo la raz6n que di hace un momento.
éNo creéis que he dicho verdad?
—-Una verdad fatal para ti -dijo Defarge, fruncido el
ceno y sin mirar a su interlocutor.
-En realidad estoy aqui desorientado. Todo es tan
insOlito, tan distinto, tan injusto, que me siento perdi-
do, absolutamente perdido. ¢No querriais ayudarme
un poco?
—No puede ser —contest6 Defarge, siempre con la
vista al frente.
—{ Querréis contestarme a una sola pregunta?
~Tal vez. Seguin sea la pregunta. Habla.
—En esa carcel adonde tan injustamente se me lle-
va, ¢tendré alguna comunicacion con el mundo exte-
rior?
-Ya lo veras.
—<No irdas a enterrarme alli, sin juicio y sin ningun
medio de exponer mi caso?
-Ya lo verds. Pero, si es asi, gqué? A otros los han
enterrado de igual manera, en peores carceles, antes
de ahora.
—Pero jamas por mi culpa, ciudadano Defarge.
Defarge le ech6 una mirada hosca, por toda res-
puesta, y siguid andando en un resuelto y hermético
silencio. Cuanto mas se abismaba en este silencio, mas
débil era la esperanza —o asi al menos lo crefa Darnay—
de que se ablandara en alguna leve medida. Por eso se
apresuro a decir:
—Es algo de la mayor importancia para mi, y vos,
ciudadano, comprenderéis mejor que yo, si cabe, de
cudnta importancia es: se trata de la posibilidad de co-
municar con el senor Lorry, del banco Tellson, un ca-
ballero inglés que se encuentra actualmente en Paris,

397
y quisiera poner en su conocimiento, sin mas comen-
tarios, el hecho escueto de que acaban de meterme en
la carcel de La Force. gNo querriais encargaros de ello,
por favor?
-No haré nada por ti -repuso Defarge con una obs-
tinaci6n inconmovible-. Me debo a mi nacion y al
pueblo. He jurado servirlos a ambos y defenderlos
contra ti; conque no haré nada de Jo que me pidas.
Charles Darnay comprendi6 que era inutil seguir
suplicandole, y ademas se sintid herido en su amor
propio. Mientras caminaban en silencio no pudo me-
nos de advertir lo acostumbrada que estaba ya la gen-
te al espectaculo de que condujeran presos por la ca-
lle, porque ni siquiera los ninos se fijaban en él.
Algunos transeuntes volvian la cabeza, y alguno que
otro le amonestaba con el dedo por aristécrata; por lo
demas, que un hombre bien vestido fuese a la carcel
no era suceso mas notable que el de un obrero con
ropa de faena camino del trabajo. Al pasar por una ca-
llejuela oscura y sucia vieron a un exaltado orador
que, subido a un taburete, arengaba a un auditorio
enardecido, enumerando los crimenes contra el pue-
blo cometidos por el rey y la familia real. Las pocas pa-
labras que pudo oir de labios de aquel hombre infor-
maron a Darnay de que el rey estaba preso y de que
todos los embajadores extranjeros se habian marcha-
do de Paris. Durante el viaje (excepto en Beauvais) no
habia oido absolutamente nada. La escolta y la vigi-
lancia universal le habian aislado por completo.
Ahora por supuesto se daba cuenta de que corria
peligros muchisimo mayores que los que parecian
amenazarle cuando salié de Inglaterra. Que los ries-
gos habian crecido rapidamente en torno suyo y que

398
podian agravarse mas atin a pasos muy acelerados era
algo que ya no se le ocultaba, desde luego. No podia
por menos de reconocer el error de aquel viaje, y sin
duda no lo habria emprendido si hubiese podido pre-
ver los acontecimientos de los Ultimos dias. Sin em-
bargo sus temores no eran tan negros como cualquier
otro los hubiera quiza abrigado imaginando la situa-
cién a la luz de los hechos recientes. El futuro, incier-
to y azaroso como se presentaba, no dejaba de ence-
rrar su incégnita, y en esta oscuridad anidaba una
esperanza, debida en rigor a puro desconocimiento.
La horrible carniceria, de muchos dias y noches de
duraciOn, que dentro de escasas revoluciones del reloj
iba a arrojar una tremenda mancha de sangre sobre la
vendida estacion de la siega estaba tan lejos del cono-
cimiento de Darnay como si distara hist6ricamente
cien mil anos. El nombre de aquella «dama de corte
recién venida al mundo y bautizada la Guillotina» era
apenas conocido para él como para la generalidad de
la poblacién. Los aterradores sucesos que muy pronto
se iban a desarrollar, probablemente no podian figu-
rarselos en aquel momento ni siquiera los mismos que
se hallaban en visperas de desencadenarlos. ¢COmo
iba a concebirlos un espiritu con sentimientos huma-
nos y que tenia ademas unas ideas bastante confusas
sobre la situaci6n?
Presentia la posibilidad de verse injustamente tra-
tado, de pasar privaciones y penalidades en la carcel,
aparte de la cruel separacién de su esposa y de su hija.
Eso era muy probable o casi seguro, pero no temia
cosa mas grave. Con tales ideas en el animo, las mas
adecuadas para entrar en el triste recinto de una car-
cel, lleg6 a la prision de La Force.
399
Abri6 el sdlido postigo un individuo de rostro abo-
targado, a quien Defarge entrego al «emigrado Evré-
monde».
—jQué diablos ocurre! jNo van a terminar nunca de
llegar! -exclam6 el sujeto de cara abotargada.
Defarge cogié el recibo sin hacer caso de la excla-
macion y se retir6 con los dos patriotas.
—jQué diablos pasa, repito! -exclam6 de nuevo el
alcaide, a solas ya con su mujer-. ;Cuantos mas!
La mujer del alcaide, no encontrando respuesta a
esa pregunta, se limit6 a decir:
—jHay que tener paciencia, querido!
Tres carceleros que se presentaron al reclamo de
una campanilla que hizo sonar la mujer suscribieron
ese mismo sentimiento, y uno de ellos anadio:
—Por la Libertad —lo cual, en aquel sitio precisa-
mente, no parecia una conclusi6n muy apropiada.
La carcel de La Force era oscura, tétrica y sucia, y
con un olor espantoso por las muchas personas mal
aseadas que en ella dormian y viciaban el aire. jParece
mentira la prontitud con que el hedor del sueno con-
finado se hace notar en semejantes lugares mal venti-
lados y atendidos!
—Y en secreto, también —refunfunoé el alcaide, mi-
rando el escrito—. ;Como si no estuviese ya Ileno a re-
ventar!
Metio el papel en un archivador, de muy mal ta-
lante, y Charles Darnay hubo de esperar atin, resigna-
do, por espacio de media hora, tan pronto paseando
de un lado a otro por aquella estancia de recio techo
abovedado como sentandose a descansar en un poyo
de piedra, retenido para que su imagen se grabase
bien en la memoria del jefe y sus subordinados.

400
—j Vamos! —dijo el alcaide por Ultimo, echando mano
a las llaves—, emigrado, ven conmigo.
A la lugubre luz de aquella triste carcel, su nuevo
custodio le acompan por pasillos y escaleras, con es-
trépito de muchas puertas que iban cerrdndose con
llave y cerrojo a sus espaldas, hasta que al fin llegaron
a una ancha camara, de techo bajo abovedado, aba-
rrotada de reclusos de ambos sexos. Las mujeres, sen-
tadas a una larga mesa, leian y escribian, o bien co-
sian, bordaban o hacian punto de media; los hombres
estaban en su mayor parte de pie tras de las sillas 0 pa-
seando apaticamente por el recinto.
Con el instintivo temor de verse en companiia de
presos tal vez culpables de infamantes y vergonzosos
crimenes, el recién llegado hizo ademan de querer ais-
larse de aquella gente. Pero para remate de tanta in-
verosimilitud como parecia haber presidido su largo y
fantastico viaje, todos se pusieron de pie en seguida
para recibirle con la mayor urbanidad del mundo, sin
escatimar sonrisas amables ni finas atenciones.
Estas finuras, no obstante, oscurecidas de un modo
tan extrano por el ambiente tétrico de la carcel, resulta-
ban tan espectrales en medio de la sordidez y la miseria a
través de la cual se veian, que Charles Darnay creyé6 ha-
llarse en presencia de un mundo de muertos. jFantas-
mas todos ellos! El fantasma de la belleza, el de la majes-
tad, el de la elegancia, el del orgullo, el de la frivolidad, el
del ingenio, el de la juventud, el de la edad venerable,
todos en espera de partir de la desolada orilla, todos con
los ojos puestos en él: unos ojos alterados por la muerte
que habian sufrido al llegar a semejante lugar.
La impresién le dej6 como de piedra. El alcaide,
que estaba a su lado, y los otros carceleros que anda-
401
ban por allf y que hubieran ofrecido un aspecto bas-
tante normal en el ejercicio rutinario de sus funciones,
parecian tan desorbitadamente burdos en contraste
con las apenadas madres y las hijas en la flor de su
edad que allf estaban —con las espectrales visiones de
la coqueta, la joven beldad y la mujer madura de edu-
cacién exquisita— que la inversion de toda experiencia
y verosimilitud que la escena de sombras presentaba
llegaba al colmo de lo inconcebible. Fantasmas, si, no
habia duda. El largo y fantastico viaje a caballo le ha-
bia acarreado alguna enfermedad que ahora le hacia
ver todas aquellas sombras tétricas: no podia ser otra
cosa, jestaba seguro de ello!
—En nombre de los companeros de infortunio aqui
reunidos —dijo, adelantandose hacia él, un caballero
de porte distinguido y elegantes modales-—, tengo el
honor de daros la bienvenida a La Force y de lamen-
tar con vos la calamidad que os ha traido entre noso-
tros. jOjala termine pronto y con bien para todos! En
cualquier otro lugar seria una impertinencia pregun-
taros vuestro nombre y condicién, pero aqui no creo
que lo sea, ¢tendriais a bien hacérnoslo saber?
Charles Darnay volvi6 a la realidad y dio los infor-
mes solicitados con las palabras mas adecuadas que
supo encontrar.
—Pero supongo —dijo aquel caballero, sin perder de
vista al alcaide que andaba por alli- que no os iran a
encerrar en secreto.
-No sé lo que quiere decir eso, pero es lo que les he
oido.
—jQué lastima! ;Lo sentimos muchisimo! Pero no os
amilanéis; varios miembros de nuestra sociedad han
estado encerrados en secreto, al principio; pero por

402
poco tiempo. -Y a continuacién, levantando la voz,
anadid-: Siento muchisimo comunicarlo a todos los
presentes. En secreto.
Se alzO un murmullo de conmiseraci6n mientras
Charles Darnay cruzaba el recinto hacia una puerta
enrejada donde ya le esperaba el alcaide, y muchas
voces, entre las que destacaban los acentos suaves y
compasivos de las mujeres, le expresaron sus buenos
deseos y le dieron animos. Al llegar a la reja se volvi6
para darles las gracias de todo corazon; cerré la puerta
el alcaide, y aquellas visiones fantasmales se desvane-
cieron para siempre de la mirada de Darnay.
El portillo dej6 al descubierto una escalera de pie-
dra ascendente. Tras haber subido cuarenta escalones
(porque aquel preso, que solo Ilevaba recluido media
hora, los habia contado ya) el alcaide abrid una puer-
ta negra muy baja y entraron ambos en una celda so-
litaria. El frio y la humedad se hacian sentir en ella,
pero no era oscura.
-Esta es la tuya —dijo el alcaide.
—cY por qué me encierran aqui solo?
—jYo qué sé!
—¢Puedo comprar pluma, tinta y papel?
—No tengo 6rdenes de permitirtelo. Cuando te visi-
ten, preguntalo. Por ahora sdlo puedes comprar tu co-
mida.
Habia en la celda una silla, una mesa y un jergon de
paja. Mientras el alcaide realizaba una inspecci6n gene-
ral de estos objetos y de las cuatro paredes, antes de
marcharse, por la mente del preso, que habia ido a apo-
yarse en la pared opuesta, cruz6 una idea fantastica, y
fue que aquel alcaide estaba tan malsanamente hincha-
do, tanto en su cara como en su persona, que era como

403
un hombre que hubiese muerto ahogado y estuviera
lleno de agua. Cuando el carcelero salié al fin, Darnay
pens6 siguiendo el mismo hilo de divagacion fantastica:
«Ahora me dejan aqui como si estuviera muerto». Lue-
go reparo en el jergon, se aparté de él con repugnancia
y penso: «Y ahi, en esas sabandijas, se delata el primer
estado del cuerpo humano después de la muerte».
«Cinco pasos por cuatro y medio, cinco pasos por
cuatro y medio, cinco pasos por cuatro y medio...» El
preso empezo a dar paseos y mas paseos por la celda,
contando los pasos que habia de un lado a otro, y el ru-
gido de la ciudad Ilegaba hasta él como un amortigua-
do redoblar de tambores al que acompanaba un tumul-
tuoso y frenético vocerio. «Hacia zapatos, hacia zapatos,
hacia zapatos.» El preso contaba de nuevo las dimen-
siones de la celda y daba los pasos mas y mas rapidos,
en un intento de liberar la mente de aquella repeticién
obsesiva. «Los espectros que se desvanecieron cuando
se cerr6 el postigo. Habia uno entre ellos, con la apa-
riencia de una dama vestida de negro, que se apoyaba
en el hueco de una ventana, y el dorado cabello le relu-
cia levemente, y esta mujer se parecia a... ;Pero adelan-
te, por Dios, galopemos de nuevo por los pueblos ilu-
minados con toda la gente despierta...! Hacia zapatos,
hacia zapatos, hacia zapatos... Cinco pasos por cuatro y
medio.» Agobiado por todos estos jirones de ideas, que
brotaban maquinales y delirantes de las profundidades
de su mente, el preso paseaba mas y mas aprisa, con-
tando y contando con obstinacion, y el rugir de la ciu-
dad cambio en cierta medida, pues si bien continuaba
llegandole como un son de tambores con sordina, reso-
naba ahora en él un gemir de voces que le eran conoci-
das, en medio del encrespado mar que las dominaba.

404
2. La piedra de afilar

El banco Tellson, establecido en el barrio de Saint


Germain de Paris, ocupaba un ala entera de un in-
mueble muy espacioso, y tenia acceso a través de un
patio, con lo que quedaba separado de la calle por
un alto muro y una recia puerta-verja. La casa era
propiedad de un ilustre arist6crata que habia vivido
en ella hasta que se vio obligado a huir de los distur-
bios que le amenazaban, y consiguio cruzar la fron-
tera vestido con la ropa de su cocinero. Simple ali-
mana en huida de los cazadores, no era otro, en su
metempsicosis, que el mismisimo monsenor: el que
necesitara tres jayanes, aparte del cocinero citado,
para preparar el chocolate destinado a su nobilisimo
paladar.
Pero se fue monsenor, y los tres jayanes se absol-
vieron del pecado de haber percibido sus pingtes
emolumentos mostrandose mas que dispuestos a de-
gollarle ante el altar de la naciente Republica Una e
Indivisible de Libertad, Igualdad, Fraternidad 0 Muer-
te. Asi, la casa de monsenor habia sido primero se-
cuestrada y confiscada posteriormente. Las cosas iban
tan aprisa y se sucedian los decretos con tan vertigi-
nosa precipitacién, que ahora, en la tercera noche del
otonal septiembre, unos patriotas representantes de la
ley se hallaban en posesi6n de la casa de monsenor,

405
habjan izado en ella la ensefia tricolor y estaban be-
biendo conac en las suntuosas estancias.
Si un centro comercial como Tellson hubiera teni-
do en Londres un establecimiento como el de Paris,
pronto habria sacado de quicio a la Casa y dado noti-
cia de su bancarrota en las paginas de la Gaceta'. Pues
¢qué habria dicho la grave responsabilidad y respeta-
bilidad britanica de un banco adornado con macetas
de naranjos y hasta con un Cupido gravitando sobre
el mostrador? Y sin embargo tales cosas habia. Tellson
mand6 dar una mano de cal al Cupido, pero le veia
alla en el techo, ligerisimo de ropa y apuntando (como
con harta frecuencia suele hacer) al dinero que sobre
aquel mostrador se trasegaba de la manana a la no-
che. La quiebra habria sido inevitable en la calle Lom-
bard, de Londres, si alli se hubiese mostrado el famoso
adolescente pagano, y si ademas se hubiera visto la al-
’ coba con cortinas que aqui se veia detras del efebo in-
mortal, y el espejo empotrado en la pared, por si era
poco, y unos empleados no del todo viejos, que baila-
ban en publico a la menor incitacién. Sin embargo, la
casa Tellson francesa podia sobrellevar muy bien estas
cosas, y, mientras los tiempos aguantaran, nadie se
habia asustado de ellas ni retirado su dinero.
Qué dinero saldria de las cajas del banco Tellson de
Paris de ahi en adelante y qué otro se quedaria en ellas
perdido y olvidado, qué vajillas preciosas y qué alha-
jas perderian su lustre en los escondrijos de Tellson
mientras los depositantes se enmohecian en las carce-
les abocados a un fin tragico y violento, cudntas cuen-

1. Publicaci6n oficial del gobierno en Inglaterra, que contenjfa, en-


tre otras informaciones, noticias sobre quiebras financieras.

406
tas corrientes de Tellson quedarian definitivamente
sin saldar en este mundo y habrian de traspasarse al
otro, eran cosas que nadie hubiera podido predecir
esa noche, ni siquiera el sefior Jarvis Lorry, por mas
que reflexionaba profundamente sobre ellas. Estaba
sentado junto a un fuego de lefia recién encendido (el
ano calamitoso y estéril se mostraba prematuramente
frio), y en su faz honesta y animosa vefase una som-
bra mas intensa de lo que la lampara colgante del te-
cho podia proyectar o cualquier objeto de los alli pre-
sentes hubiera sido capaz de reflejar aunque fuera de
una manera disforme: una sombra de horror.
Ocupaba Lorry algunas habitaciones en el banco,
fiel a la Casa de la que habia llegado a formar parte in-
separable, como hiedra bien enraizada. Acontecia que
tales estancias habian venido a disfrutar de una espe-
cie de seguridad con la ocupacion patridtica del edifi-
cio principal, pero el anciano y noble caballero nunca
hizo entrar esa circunstancia en sus calculos. Le era
indiferente, como tantas otras, siempre que no le im-
pidieran el cumplimiento de sus obligaciones. En el
lado opuesto del patio, bajo una columnata, habia un
amplio cobertizo para carruajes, y en efecto, ain que-
daban alli algunos de los coches de monsenor. A dos
de aquellas columnas estaban sujetas dos grandes y
relucientes antorchas, y a la luz de las mismas, perfi-
landose al aire libre, veiase una voluminosa piedra de
afilar. Era un tosco armatoste que al parecer habian
llevado hasta alli a toda prisa desde alguna herreria u
otro taller de la vecindad. Cuando se levant6 y mir6
por una ventana estos inofensivos objetos, Lorry sin-
tid un escalofrio y se retiro de nuevo a su asiento jun-
to al fuego. No solo habia abierto la cristalera de la
407
ventana, sino también la persiana de fuera, y habia
vuelto a cerrarlas en seguida estremecido por un frio
sutil que le traspas6 los huesos.
De las calles del otro lado del alto muro y la sdlida
puerta-verja llegaba el acostumbrado zumbar noctur-
no de la ciudad, que de cuando en cuando adquiria
un son indescriptible, ultraterreno y maléfico, como
clamores inauditos y de terrible naturaleza que se le-
vantasen al cielo.
—Gracias a Dios —dijo Lorry juntando las manos—
que ninguno de mis allegados y amigos queridos se
encuentra esta noche en esa siniestra ciudad. jEl Se-
hor tenga misericordia de cuantos estén en peligro!
Poco después resonoé la campanilla de la enorme
puerta-verja, y al oirla penso: «Ya han vuelto», y agu-
z6 el oido. Pero no percibié ninguna ruidosa irrupci6n
en el patio, como esperaba, y oy6 que la puerta volvia
a cerrarse con estrépito. Luego todo volvi6 a quedar
en silencio.
El nerviosismo y el temor que le dominaban le ins-
piraron una vaga inquietud con respecto al banco,
que de haber ocurrido algo importante se habria des-
pertado, sin duda. Pero el banco estaba bien guarda-
do, y el anciano se puso en pie, dispuesto a girar una
visita a las personas de absoluta confianza que hacian
guardia permanente, cuando de proto se abri6 la
puerta del aposento en que se hallaba e irrumpieron
en él dos figuras humanas. El asombro de Lorry fue
tan grande que retrocedié unos pasos.
jEran Lucie y su padre! La joven le tendié los bra-
Zos, con aquel viejo gesto suyo de ansiedad y drama-
tismo tan concentrado e intensificado ahora que pare-
cia como si se le hubiera quedado impreso en el rostro
408
para darle fuerza y dominio en aquel trance singular y
decisivo de su vida.
—Pero ¢qué es esto? -exclam6 Lorry, perplejo y sin
aliento-. ¢Qué pasa? jLucie! ;Manette! ;Qué ha suce-
dido? ¢Qué os trae por aqui? ¢Qué ocurre?
Palida y desencajada, clavados los ojos en él, la jo-
ven se precipit6 en sus brazos, implorando entre hi-
pos y sollozos:
—jAy, amigo de mi alma! jMi marido!
—¢Tu marido, Lucie?
—Charles.
—¢ Qué pasa con Charles?
—Esta aqui.
—En Paris?
—Lleva ya algunos dias, tres 0 cuatro, no sé cuantos
exactamente porque me es imposible ordenar las ideas.
Una generosa misiOn lo trajo aqui sin que supiéramos
nada. Lo detuvieron en la barrera y esta en la carcel.
El anciano no pudo reprimir una exclamacion. Casi
en el mismo instante volvi6 a sonar la campanilla de
la verja y un gran estruendo de pisadas y de voces
inund6o tumultuosamente el patio.
—{Qué ruido es ése? —inquiri6 el doctor, dirigién-
dose hacia la ventana.
—jNo miréis! —clam6 Lorry-. jNo os asoméis! jPor
vuestra vida, Manette, no toquéis la persiana!
Se volvié el doctor, con la mano en la falleba de la
ventana, y sonriendo con mucho aplomo dijo:
—Mi querido amigo; mi vida es sagrada en esta ciu-
dad. He estado preso en la Bastilla. No hay un solo pa-
triota en Paris..., jqué digo en Paris...!, en Francia en-
tera, que sabiendo que he estado preso en la Bastilla
me pusiera la mano encima, salvo para colmarme de

409
abrazos o lievarme en triunfo. Mi antiguo calvario me
ha conferido un poder que nos ha permitido salvar la
barrera sin cortapisas e informarnos alli mismo de lo
sucedido a Charles, y luego nos ha traido hasta aqul.
Ya lo sabia yo, como sabia que podré ayudar a Charles
y librarle de todo peligro. Se lo dije a Lucie... gQueé
ruido es ése? —volvio a llevar la mano a la ventana.
—jNo miréis! —clam6 Lorry ya totalmente desespe-
rado-. Y ti tampoco, Lucie, hija mia, no debes mirar.
—Alarg6 el brazo y la retuvo por la cintura—. No tengas
miedo, amor mio. Te juro solemnemente que ignora-
ba que a Charles le hubiese ocurrido cosa alguna; ni
siquiera tenia la menor sospecha de que se encontrara
en esta ciudad fatal. gEn qué carcel esta?
—En La Force.
—jLa Force! Lucie, hija mia, si alguna vez te has
mostrado valerosa y capaz de ser util en tu vida (y ser-
vicial y valiente siempre lo has sido) vas a recobrar
ahora la serenidad y a hacer exactamente lo que yo te
mande; porque de ello dependen mas cosas de lo que
te figuras o pueda yo decirte. Por ti misma no puedes
hacer nada util esta noche, ni tampoco tendrias me-
dio alguno de intentarlo. Te digo esto porque lo que
voy a pedirte que hagas por Charles quiza sea lo mas
dificil de todo para ti. Tienes que obedecer sin rechis-
tar, y serenarte totalmente. Mira, vas a consentir que
te lleve a una habitacion apartada y tranquila, y vas a
dejarnos a tu padre y a mi un par de minutos a solas.
Y como en el mundo hay vida y hay muerte, no debes
perder un solo instante.
—Os obedeceré en cuanto me ordenéis. Bien veo
por vuestro semblante que no me queda otro remedio
que obedeceros. Y confio en vuestra lealtad.

10
El anciano la bes6 y la condujo presurosamente al
cuarto, cerrandola en é1 con llave, Luego volvi6 a toda
prisa junto al doctor, abrié la ventana, entreabriendo
la persiana un poco también, puso la mano al médico
sobre el brazo y mir6 lo que acontecfa en el patio al
mismo tiempo que él.
Vieron un grupo muy nutrido de hombres y muje-
res, aunque no en numero suficiente para Ilenar el
patio del todo. En realidad no pasaban de cuarenta o
cincuenta. Los que detentaban la posesion de la casa
les habian abierto la puerta-verja, y se habfan enca-
minado todos en tropel a la piedra de afilar, que sin
duda estaba instalada para ellos en aquel conveniente
y apartado rincon.
—jPero qué gremio tan horrendo, y cudn horrendo
su trabajo!
La rueda de afilar tenia una manivela doble, por lo
que eran dos los hombres que la hacian girar a un rit-
mo frenético; y las caras de aquellos individuos, al
echar sus largos cabellos para atras cuando la vuelta de
la manivela les obligaba a levantar la cabeza, eran mas
horribles y crueles que las de los mas sanguinarios sal-
vajes ornados con e] mas barbaro disfraz. Llevaban ce-
jas y bigotes postizos, los repulsivos rostros llenos de
sudor y de sangre, y, desencajados a fuerza de aullar,
dejaban ver unos ojos obsesivos, centelleantes por la
excitaciOn bestial y la falta de sueno. Y segtin aquellos
rufianes hacian girar y girar la doble manivela, cayén-
doles las enmarafiadas grenas tan pronto sobre los ojos
como sobre la nuca, algunas mujeres les acercaban
vino a la boca para que bebieran, de suerte que entre
el goteo de Ja sangre, y el del vino, y el torrente de
chispas que salfa de la piedra de afilar, todo contribuia
1]
a darles un aire infernal y sangriento. Era imposible
descubrir una sola criatura humana de todo aquel gru-
po que no estuviera manchada de sangre. Empujan-
dose unos a otros para abrirse paso hasta la piedra de
afilar vefanse hombres desnudos hasta la cintura, los
torsos y los brazos igualmente manchados; hombres
cubiertos de toda clase de harapos, con la huella de la
sangre en cada jiron y cada andrajo; hombres que dia-
bdlicamente se habian puesto los despojos de los vesti-
dos de encaje, sedas y cintas de las mujeres, y también
aquellas prendas femeninas estaban empapadas de
sangre que iba poco a poco secandose y ennegrecien-
do. Hachas, cuchillos, espadas y bayonetas, toda suerte
de armas blancas se afilaban alli, y todas llegaban ro-
jas de sangre. Algunas de las melladas espadas iban su-
jetas a las munecas de sus portadores con tiras de tela y
jirones de ropa: ligaduras de géneros distintos, pero to-
das del mismo subido color. Y cuando los frenéticos
empunadores de estas armas las arrancaban del to-
rrente de chispas y se echaban de nuevo violentamen-
te a las calles, ese mismo matiz rojo encendia de pur-
pura los ojos enfurecidos: unos ojos que cualquier
espectador ajeno a aquella barbarie habria dado veinte
anos de su vida por petrificar de un tiro certero.
Todo se hizo visible en un instante, cual la mirada
de uno que se ahoga, o la de cualquier criatura huma-
na en trance semejante de vida 0 muerte, podria perci-
bir un universo, de tenerlo delante. Se retiraron de la
ventana, y el doctor miré a su companiero como inte-
rrogandole y pidiéndole una explicaci6n. Lorry se ha-
bia quedado palido como la ceniza; eché una mirada
temerosa al cuarto que acababa de cerrar y dijo en voz
baja:

412
-Estan asesinando a los presos. Si tenéis seguridad
en lo que decis; si realmente tenéis el poder que os fi-
gurdis, y yo creo que si, daos a conocer a esos demo-
nios y conseguid que os lleven a La Force. Quiza sea
demasiado tarde, no lo sé, jpero no hay que perder ni
un solo minuto!
El doctor Manette le apret6 la mano, sali6 a escape
de la habitacion, con la cabeza descubierta como esta-
ba, y para cuando Lorry volvio junto a la persiana ya
estaba él en el patio.
Su ondeante melena blanca, su extraordinario
semblante y el impetu y seguridad de sus ademanes
segun avanzaba apartando las armas a un lado como
agua hicieron que se ganara en un instante a los re-
unidos en torno a la piedra de afilar. Hubo unos mo-
mentos de pausa, algunos movimientos precipitados,
se oyO un murmullo y finalmente pudo percibirse la
voz del doctor, aunque no se entendian sus palabras.
Entonces Lorry le vio, rodeado por todos, en medio de
un corro que formaban, enlazados los brazos por en-
cima de los hombros, unos veinte individuos de aqué-
llos, que se pusieron a gritar y jalear:
—jViva el preso de la Bastilla! ;Ayudemos a su pa-
riente, que esta en La Force! jDejad paso al cautivo de
la Bastilla! ;j
Vamos todos a La Force, a salvar al preso
Evrémonde! —a lo que respondian mil gritos estento-
reos.
Volvi6 a cerrar Lorry la persiana, con el corazon
palpitante; echo la falleba de la ventana y corrio la
cortina; acudié a escape adonde estaba Lucie y le co-
munic6é que su padre, ayudado por el pueblo, habia
ido en busca de su marido. Encontro con ella a su hija
y ala sefiorita Pross, pero hasta alguin tiempo después
413
no se le ocurri6 que su presencia alli habria debido
sorprenderle. Sélo cayé en la cuenta cuando se sento
a montar la guardia junto a ellas, con toda la tranqui-
lidad que consentia la noche.
Lucie entretanto habia caido a sus pies, presa de
una especie de estupor, y le tenia cogida la mano. La
senorita Pross habia acostado a la nina en la cama del
propio sefior Lorry, y poco a poco también ella dejé
caer la cabeza sobre la almohada, al lado de su linda
palomita. jQué larga, qué interminable noche, oyen-
do gemir y gemir a la pobre esposa! jQué noche in-
acabable, infinita, sin que su padre regresara, y sin no-
ticias de ningun género!
Dos veces mas resono en la oscuridad la campani-
lla de la enorme puerta-verja, y se repitid la irrupcion,
y gird y echo chispas la piedra de afilar.
—{Qué es eso? —pregunt6 Lucie, asustada.
—jCalla! Es que afilan ahi las espadas de la tropa —dijo
Lorry-—. Esto es ahora propiedad nacional y se utiliza
como armeria 0 cosa por el estilo, hija mia.
Sdlo dos veces mas, pero en la ultima el trabajo se
hizo ya mas floja e intermitentemente, sin el frenesi
de antes. A poco empezé a rayar el dia, y Lorry se des-
prendi6 suavemente de la mano que tenia agarrada la
suya y, con mucho sigilo, se asom6é de nuevo. Un
hombre, tan manchado de sangre que pudiera habér-
sele tomado por un combatiente gravemente herido
que volvia en si en mitad de un cruento campo de ba-
talla, se levantaba en ese momento del suelo, junto a
la piedra de afilar, y miraba a su alrededor con aire
aturdido. Un rato después, este cansado y agotado
asesino descubria, a la incierta luz del alba, una de las
carrozas de monsenor, encamindbase con paso tam-

14
baleante hacia el suntuoso vehiculo, se encaramaba a
él, abria la portezuela y se encerraba dentro a descan-
sar en sus mullidos y regios almohadones.
La inmensa rueda de afilar que es la Tierra habia
dado ya su vuelta entera cuando Lorry volvi6 a aso-
marse a la ventana y vio la roja luz del sol en el patio.
Pero la otra piedra de afilar mas pequena estaba sola
en el aire tranquilo de la manana, con un tinte rojo
que no recibia del sol y que no desapareceria cuando
el sol se pusiese.

aS —_ Vi
3. La sombra

Una de las primeras consideraciones que surgieron en


la burocratica mente de Lorry cuando Heg6 la hora de
volver a la actividad de los negocios fue la siguiente:
que no tenia él ningtn derecho a poner en peligro el
banco Tellson acogiendo a la esposa de un emigrado
preso bajo el techo del establecimiento. Todo cuanto
personalmente era suyo, la seguridad, la vida misma,
habrialo aventurado sin vacilaciones por Lucie y por
la nina; pero la importante misi6n que se le habia con-
fiado no era algo suyo a titulo particular, y para todo
lo que fuesen misiones de negocios era un recto e in-
transigente hombre de negocios.
En un primer momento se acord6 de Defarge, y
penso en acudir otra vez a su taberna y pedirle conse-
jo sobre cual seria el lugar de residencia mas seguro,
dado el caético desorden que reinaba en la ciudad.
Pero la misma consideraciOn que le sugirid aquella
idea le indujo a desecharla: Defarge vivia en el barrio
mas violento, y sin duda tendria en él influencia y es-
tarla comprometido de lleno en las peligrosas corre-
rias.
Al mediodia, en vista de que el doctor no regresaba
y que cada minuto de demora comprometia mas al
banco Tellson, Lorry parlament6 con Lucie. Dijo la jo-
ven que su padre habia hablado de alquilar una vi-

416
vienda por poco tiempo en aquel mismo barrio, cerca
del banco. Como no habia ninguna objecién que ha-
cer a esto desde el punto de vista del negocio y como
preveia que aun cuando lo de Charles marchara bien
y le pusieran en libertad no podria éste abrigar espe-
ranzas de abandonar la capital de Francia, Lorry salié
en busca del proyectado alojamiento y encontré uno
muy a proposito para el caso en una bocacalle aparta-
da: era un piso alto, y tenia la ventaja de que todas las
demas ventanas de aquella lagubre vecindad tenian
las persianas cerradas, lo cual indicaba sin duda que
los pisos estaban desocupados.
Inmediatamente traslad6 al nuevo alojamiento a
Lucie, a su hija y a la senorita Pross, proporcionando-
les todas las comodidades a su alcance, desde luego
muy superiores a las que disfrutaba él mismo. Dejé
con ellas a Jerry, que puesto a guardar una puerta po-
dia ser una fortaleza inexpugnable, y volvié a sus ocu-
paciones. Pero trastornado y entristecido como esta-
ba, apenas si podia concentrarse en el trabajo, y el dia
se le hizo interminable.
Fue transcurriendo mal que bien, hasta que al fin
las puertas del banco se cerraron. No menos agotado
que las horas de aquella larga jornada, Lorry volvio a
encontrarse a solas en la estancia de la noche prece-
dente. Se habia puesto a considerar lo que convendria
hacer cuando oy6 pasos en la escalera. Pocos momen-
tos mas tarde se present6 ante él un individuo que,
tras haberle observado con penetrante mirada, le in-
terpel6 por su nombre.
—Servidor —contest6 Lorry—. ~Me conocéis?
Era un hombre fornido, con el pelo castano rizado,
y podria tener entre cuarenta y cinco y cincuenta
17
anos. Por toda contestaciOn repiti6, con el mismo
acento, las palabras:
—~Me conocéis?
—Os he visto en alguna parte.
—¢ Quiza en mi taberna?
Sumamente interesado y agitado, Lorry pregunto:
—¢<Venis de parte del doctor Manette?
—Si. Vengo en sunombre.
—<Y qué dice? ¢Qué recado me envia?
Defarge puso en su mano trémula un papel desdobla-
do, con unas lineas escritas del puno y letra del doctor:
«Charles se encuentra a salvo, pero yo no puedo salir
de aqui todavia sin peligro. He obtenido el favor de que
el portador de la presente lleve una breve nota de Char-
les para su mujer. Permitidle que la vea».
Aquel escrito estaba fechado en La Force, una hora
antes.
—{Queréis acompanarme? —dijo Lorry, contento y
aliviado tras haber leido en voz alta la nota—. Os lleva-
ré ala casa donde se aloja su mujer.
—Si-repuso Defarge.
Sin haber notado el extrano acento de reserva y el
tono maquinal con que hablaba Defarge, Lorry se puso
el sombrero y bajaron ambos al patio. Alli se encontra-
ron con dos mujeres, una de ellas haciendo calceta.
—jMadame Defarge, claro! —dijo Lorry, recordando
que la habia dejado exactamente en la misma actitud
diecisiete anos atras.
—Si, es ella -respondio su marido.
—<Va a acompanarnos madame? —pregunt6 Lorry,
viendo que la mujer los seguia.
—Si. Con objeto de que pueda identificar los rostros
y reconocer a las personas. Es por su seguridad.

18
Un tanto sorprendido ya por las maneras de Defar-
ge, Lorry le dirigid una mirada dubitativa. Luego se
puso en camino. Las dos mujeres los siguieron. La se-
gunda era la Venganza.
Recorrieron algunas calles lo mas aprisa que pudie-
ron, subieron la escalera del nuevo domicilio, les dejé
pasar Jerry y encontraron a Lucie sola, llorando.
Cuando Lorry le comunico las noticias de su marido,
se abandon a un verdadero transporte de alegria, es-
trechando la mano que le entregaba la nota de Char-
les, sin figurarse ni por lo mas remoto lo que aquella
mano habia estado haciendo toda la noche bien cerca
de su querido esposo, y lo que, por pura casualidad,
no habia hecho también con él.
«Queridisima mia: Ten valor. Estoy bien, y tu pa-
dre tiene aqui mucha influencia. No puedes contes-
tarme. Besa a la nina por mi».
No decia mas. Pero era tanto, no obstante, para su
destinatario, que mir6 a Defarge con gratitud, y luego a
su esposa, y beso una de aquellas manos que hacian cal-
ceta. Fue un acto impulsivo de afecto y agradecimiento,
muy natural en una mujer. Pero aquella mano no res-
pondio: se dejo besar, fria e inerte, y se aplicd de nuevo
a la calceta.
Algo hubo en su contacto que a Lucie la sobresalt0.
Se interrumpio en el ademan de guardarse la nota en
el pecho y, con las manos todavia en el escote, mir6
aterrada a madame Defarge. Pero la tabernera sostu-
vo aquel gesto de perplejidad y de espanto con una
mirada fria e impasible.
—Hija mia —dijo Lorry, inmiscuyéndose a explicar-,
hay frecuentes revueltas en las calles, y aunque no es
probable que vayan a meterse contigo, madame De-
419
farge desea ver y conocer a las personas a quienes tie-
ne la facultad de proteger en tales ocasiones, a fin de
poder identificarlas. Creo... -anadi6 Lorry, vacilando
un tanto en sus palabras tranquilizadoras, pues cada
vez le impresionaba mas el aspecto pétreo de aquellos
tres personajes-, creo que es de eso de lo que se trata,
éno, ciudadano Defarge?
Defarge dirigid una mirada hosca a su mujer y se
limit6 a afirmar con un grunido.
—Mas valdria, Lucie —dijo Lorry, haciendo cuanto le
era posible, con su tono y ademanes, por conciliar los
animos-, que saliesen aqui la nina y nuestra buena
senorita Pross. Nuestra buena senorita Pross, Defarge,
es una dama inglesa, y no sabe palabra de francés.
La dama en cuestion, cuya arraigada convicci6n de
que ella valia mas que cualquier extranjero no habia
zozobra ni peligro que conmovieran, hizo su apari-
cidn en escena con los brazos cruzados, y, dirigiéndose
a la Venganza, que fue con quien primero cruz6 sus
ojos, espeto en inglés:
—jPues claro, rabisalsera! ;Me alegro de verte bue-
na!
También le tosid algo en inglés a madame Defarge,
pero ninguna de las dos le hizo mucho caso.
—cEs esa la hija de Evrémonde? —inquirid madame
Defarge, deteniéndose por vez primera en su labor y
senalando a la pequefia Lucie con su aguja de hacer
punto como si fuese el dedo de la Fatalidad.
—Si, madame —contest6 Lorry-, esta es la hijita de
nuestro pobre preso. Hija unica.
La sombra que acompaniaba a madame Defarge y
su séquito parecié proyectarse tan amenazadora y 16-
brega sobre la criatura que la madre instintivamente

420
se arrodillo a su lado en el suelo y la estreché junto a
su pecho. Entonces aquella sombra amenazante y ne-
gra pareciO descender también sobre la madre y en-
volver juntamente a la madre y a la hija.
-Ya basta, marido —dijo madame Defarge-. Pode-
mos irnos.
Pero su aire lacOnico parecia encerrar una conmi-
nacion, no visible y manifiesta, sino imprecisa y laten-
te, bastante en todo caso para alarmar a Lucie, que
poniendo una mano suplicante en el sayo de madame
Defarge, dijo:
—¢Seréis buena con mi pobre marido? ¢No le haréis
ningun dano? ¢Me ayudaréis para que lo vea, si os es
posible?
—No me ha traido aqui el asunto de tu marido —con-
test6 madame Defarge, mirandola con perfecto aplo-
mo-. Queria conocer a la hija de tu padre, para eso he
venido.
—Pues entonces hacedlo por mi, tened piedad de mi
esposo. jHacedlo por mi hija! También ella junta sus
manitas y os suplica que seais compasiva. Vos nos ins-
pirais mas temor que los otros.
Madame Defarge recibid esto como un cumplido y
mir6 al tabernero. Defarge, que habia estado obser-
vandola desazonado y nervioso, dej6 de morderse la
una del pulgar y adopté una expresi6n mas severa.
—<Y qué dice tu marido en ese papelito? —pregunto
madame Defarge con una sonrisa que no presagiaba
nada bueno-. Dice no sé qué de influencia, ¢verdad?
—Que mi padre -respondio Lucie, sacando apresu-
radamente el papel de su seno, pero fijos los alarma-
dos ojos en su interlocutora y no en la carta—, que mi
padre tiene mucha influencia.

421
~jY que con esa influencia conseguira la libertad de
tu marido seguramente! —dijo madame Defarge—. Pues
que lo haga.
~jComo esposa y como madre —clam6 Lucie con
hondo patetismo— os imploro que tengais compasiOn
de mi y no ejerzais contra mi marido, que es inocente,
el poder de que segtin parece disponéis! jEmpleadlo
en su favor, os lo ruego! ;Vos también sois mujer, pen-
sad en mi! jRecordad que soy esposa y madre!
Madame Defarge la mir6 con igual frialdad que an-
tes, y volviéndose a su amiga la Venganza, dijo:
—Las esposas y madres que nosotras soliamos ver
desde que éramos tan pequenas como esta nina, y mu-
cho mas chicas, nunca gozaron de grandes considera-
ciones, ¢recuerdas? Cada lunes y cada martes veiamos
llevarse a sus maridos y a sus padres para encerrarlos
en las carceles, lejos de ellas. Toda la vida hemos visto
sufrir a mujeres como nosotras, por si mismas y por sus
hijos, agobiadas por la pobreza, el desabrigo, el hambre,
la sed, la enfermedad, la miseria, la opresi6n y el des-
amparo de todas clases, ¢no es cierto?
—No hemos visto otra cosa —corrobor6 la Venganza.
—Lo hemos soportado muchisimo tiempo —dijo ma-
dame Defarge, poniendo de nuevo los ojos en Lucie-.
jConque figtrate! ¢Crees que los sufrimientos de una
mujer, esposa y madre, pueden tener ya mucha im-
portancia para nosotras?
Reanudo la labor de calceta y se marché, seguida
por la Venganza. Defarge fue el Ultimo en salir, y cerré
la puerta.
-Valor, mi querida Lucie —dijo Lorry, ayuddndola a
ponerse en pie-. ;Valor, mucho valor! Hasta ahora
todo va bien para nosotros, mucho mejor que para

422
tantos otros infortunados, tal como estan hoy las co-
sas. Alégrate y da gracias; los Animos no hay que per-
derlos.
—Si los Animos no me faltan, creo yo, pero esa mu-
jer horrenda parece arrojar una sombra fatal sobre mi
y sobre todas mis esperanzas.
—jBah, bah! -exclam6o Lorry-, ¢qué desaliento es
ése en un corazoncito tan valiente como el tuyo? ;Una
sombra! ¢Y qué es una sombra? Una sombra no es
nada, Lucie, carece de realidad y consistencia...
Pero también él, a pesar de cuanto dijese, sentiase
atribulado por el extrano proceder de aquellos Defar-
ge. Y lasombra le turbaba enormemente en lo mas re-
céndito de su ser.
4. Calma en la tormenta

El doctor Manette no regreso hasta la manana del cuar-


to dia de su ausencia. En la medida de lo posible oculta-
ron a Lucie lo sucedido en aquellos dias espantosos;
solo mucho tiempo después, lejos ya de Francia, supo
que el populacho habia dado muerte a mil cien presos
indefensos de ambos sexos y de todas las edades'; que
cuatro dias con sus noches se habian visto enlutados
por aquella gesta de horror, y que la matanza tifid de
rojo el aire que la envolvia. Sd6lo alcanz6 a saber enton-
ces que habian asaltado las carceles, que todos los pre-
sos politicos habian estado en peligro y que las turbas
habian sacado a la fuerza a unos cuantos para asesinar-
los brutalmente.
Bajo promesa de secreto absoluto, en lo cual no era
preciso insistir, el doctor inform6 a Lorry que las tur-
bas le habian llevado a presenciar una matanza en la
carcel de La Force. Alli habia encontrado un tribunal
ya constituido, designados sus miembros por ellos
mismos, ante el cual iban llevando uno por uno a los
presos. Su veredicto era una inmediata sentencia de

1. A pesar de su evidente horror ante la crueldad de la muche-


dumbre, Dickens muestra una cierta objetividad hacia los revolu-
cionarios, pues la cifra de muertos en septiembre de 1792 que da
esta muy cercana a la estimada por los historiadores. Los defenso-
res realistas llegan a hablar de 12.000 victimas.

424
muerte, ejecutada en el acto, o bien la absolucién, y la
libertad; en muy pocos casos volvian los presos a los
calabozos. Presentado por sus acompaniantes a dicho
tribunal, el doctor Manette se dio a conocer por su
nombre y profesion, alegando la circunstancia de ha-
ber pasado dieciocho afios en la Bastilla como preso
secreto y sin acusacién previa. Uno de los jueces se
puso entonces de pie y le identific6. Aquel hombre
era Defarge.
A continuaci6n, merced a los registros que el tri-
bunal tenia sobre la mesa, habia podido comprobar
que su yerno figuraba entre los presos atin con vida,
y habia suplicado encarecidamente al tribunal —de cu-
yos miembros unos estaban dormidos y otros despier-
tos, unos con manchas de crimen y otros limpios de
sangre, unos borrachos y otros no- por la vida y la li-
bertad del prisionero. Después de los primeros salu-
dos cordiales y entusiastas que le dispensaron en su
calidad de victima notable del régimen recientemen-
te derrocado, prosiguidé el doctor, le concedieron que
se trajese a Charles inmediatamente ante aquel tribu-
nal sin leyes y se le juzgase. Y al parecer, estaba ya a
punto de ser puesto en libertad cuando la corriente
que parecia existir a su favor tropez6 con un obstacu-
lo que no explic6é nadie (ininteligible para el doctor),
siguiéndose una breve y secreta conferencia entre al-
gunos miembros del tribunal. A esto, el que ejercia de
presidente informo al doctor Manette de que el preso
habria de continuar bajo custodia, pero que en aten-
cién a él se darian las instrucciones pertinentes para
que lo tuviesen bien guardado y a salvo de todo peli-
gro. Inmediatamente, a una senal, volvieron a condu-
cir al preso al interior de la carcel. Pero el doctor habia

425
pedido con tanta insistencia que le permitiesen conti-
nuar alli y cerciorarse personalmente de que su yerno
no seria entregado, por funesto error 0 malicia, a la
multitud agolpada tras la verja, cuyos salvajes alaridos
ahogaban muchas veces la deliberaci6n del tribunal,
que al fin obtuvo dicho consentimiento y no se movi6
de aquella antesala sangrienta hasta que hubo pasado
el peligro.
Las cosas que alli vio, salvo en los breves intervalos
que se aparto para tomar algtn bocado o descabezar
un sueno, ni se refirieron ni serdn jamas referidas. La
frenética alegria en torno a los presos libertados no
suscitaba en él mucho menos asombro que la insana
ferocidad con que eran descuartizados los condenados
a muerte. Hubo un preso, dijo, que habia salido ab-
suelto y en libertad a la calle, pero a quien uno de
aquellos salvajes, por error, asest6 una lanzada cuan-
do pasaba por su lado. Llamaron entonces al doctor
para que le curase la herida, y éste, que hubo de salir
a la calle por la misma puerta, lo hallo en brazos de
una cuadrilla de samaritanos que estaban sentados so-
bre los cadaveres de sus victimas. Con una inconse-
cuencia tan monstruosa como todo en aquella ho-
rrenda pesadilla, le ayudaron a curar al herido y
atendieron a éste con la mayor solicitud; improvisa-
ron unas angarillas para transportarlo y con mil cui-
dados se lo llevaron de alli. Pero luego volvieron a
empunar las armas y se entregaron a una carniceria
tan espantosa que el doctor hubo de cubrirse el rostro
con las manos y acabo por caer desmayado en mitad
del tumulto.
Mientras Lorry escuchaba tales confidencias, sin
quitar ojo al semblante de su amigo, que ya contaba se-

426
senta y dos anos, iba surgiendo en su 4nimo el recelo
de que tan terribles experiencias pudiesen hacer revivir
el antiguo peligro. Pero lo cierto es que nunca habia
visto a su amigo con un aspecto como el que a la saz6n
tenia: jamas le habia conocido con aquel cardacter. Por
primera vez el doctor se daba cuenta de que sus pasa-
das penalidades se habian transformado en fuerza y
poderio. Por primera vez advertia que en aquel fuego
inmisericorde habia forjado lentamente el hierro capaz
de quebrantar la puerta de la prisi6n que retenfa al es-
poso de su hija y de ponerlo en libertad.
—Todo tendia a un buen fin, amigo mio; no fue mera
calamidad y estrago. Y lo mismo que mi hija querida
consiguid que volviera yo en mi y que me recobrase,
asi lograré yo ahora que recobre ella la parte mas ama-
da de si misma. ;Con la ayuda de Dios he de conse-
guirlo!
Asi hablaba el doctor Manette. Y Jarvis Lorry creia
en sus palabras, viendo los ojos chispeantes, el gesto
resuelto, el aspecto y el porte de serenidad y fortaleza
de aquel hombre cuya vida siempre le parecié que ha-
bia estado parada, como un reloj, tantos anos, para
echar luego a andar de nuevo con una energia que
habia permanecido latente, como en letargo, mientras
estuvo en suspenso su utilidad.
Mayores obstaculos que los que a la sazon se alza-
ban frente a él habrian cedido ante el empeno y la te-
nacidad que mostraba. En tanto desempenaba su mi-
sion como médico, que le ponia en contacto con seres
humanos de toda indole y condicion, encarcelados y
libres, ricos y pobres, malos y buenos, utilizaba su in-
fluencia personal con tal discreci6n e inteligencia que
muy pronto se vio convertido en inspector médico de
427
tres cdrceles, entre ellas la de La Force. Pudo entonces
comunicar a Lucie que su marido no se encontraba ya
incomunicado en un calabozo secreto, sino con todos
los demas presos ordinarios; veia a Charles semanal-
mente y transmitia a su hija cariftosos mensajes direc-
tamente de labios de aquél; en alguna ocasién su ma-
rido le mandaba una carta, aunque nunca por medio
del doctor; ella, en cambio, jamas tuvo autorizaci6n
para escribirle, porque entre las disparatadas sospe-
chas de conspiraciones en las carceles, las mas graves
de todas senalaban a los emigrados, quienes seguin era
notorio tenfan amistades o relaciones permanentes en
el extranjero.
Esta nueva vida del doctor estaba llena, sin duda,
de zozobras y preocupaciones; sin embargo, al sagaz
senor Lorry no podia ocultarsele el naciente orgullo
en que se sustentaba. No habia en ese orgullo ni el
mas leve asomo de impertinencia: era natural y digno;
pero Lorry lo observaba como un hecho curioso. Sa-
bia el doctor que, hasta entonces, su encarcelamiento
en la Bastilla siempre estuvo asociado en el animo de
Lorry y en el de Lucie con la afliccién personal, la de-
bilidad y las privaciones sufridas. Pero como esto ha-
bia cambiado por completo y ahora se daba cuenta de
que, gracias a la dura prueba sufrida, veiase investido
de una fuerza que habria de conseguir la liberacién de
Charles, tal cambio de fortuna le exaltaba y entusias-
maba tanto que habia tomado a su cargo la direcci6n
de los asuntos, y requeria de su hija y de Lorry, como
mas débiles, que confiasen en él, fuerte y animoso. La
anterior posicion relativa entre Lucie y su padre se ha-
bia invertido por completo, claro que sélo en la medi-
da en que la mas viva gratitud y el mds intenso carifio

428
podian permitirlo, ya que todo el orgullo del doctor
se cifraba en la posibilidad de poder hacer algo por la
hija, que tanto habia hecho por él.
«Sf, muy curioso —pensaba Lorry, a su modo amable
y socarron--, pero lo mas natural y justo del mundo;
conque toma las riendas, mi buen amigo, y guifanos; no
podrian estar en mejores manos.»
Pero por mas empeno y constancia que el doctor
ponia en sus diligencias para que dejaran a Charles
Darnay en libertad, 0 al menos para que lo juzgasen,
la corriente de los hechos publicos de la época era de-
masiado fuerte y rapida para él. Comenzaba una nue-
va era: el rey fue juzgado, condenado y decapitado; la
Republica de Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muer-
te proclamaba su lema de vencer o morir frente al
mundo levantado en armas contra ella; el pabellén
negro ondeaba dia y noche en las ingentes torres de
Notre-Dame; trescientos mil hombres, en respuesta al
llamamiento a combatir contra los déspotas de la tie-
rra, se habian alzado de todos los variopintos terrunos
de Francia, cual si los dientes del drag6én hubieran sido
sembrados a los cuatro vientos y hubiesen fructificado
tanto en el monte como en la campina, germinando
en la roca, en el guijo y en los fangos aluviales, bajo el
cielo claro y luminoso del sur y bajo las nubes del nor-
te, en el bosque y en el paramo, en los vinedos y los
olivares, entre el heno recién segado y los rastrojos de
las mieses, en las fértiles vegas de los anchos rios y en
las arenas del litoral. ;Y qué solicitud personal hubiera
podido oponerse al diluvio del Ano Primero de la Li-
bertad, aquel diluvio que brotaba de abajo en vez de
caer de lo alto, y con las ventanas del Cielo cerradas
en lugar de abiertas!
No habia tregua, ni misericordia, ni paz, ni rato al-
guno de mitigacién y de sosiego, ni medida del tiem-
po tan siquiera. Aunque los dias y las noches se suce-
dian con la misma regularidad de antano, y la tarde y
la manana estrenaban siempre una nueva noche y un
nuevo dia, no se llevaba ya ninguna cuenta del tiem-
po. Todo cémputo y calendario se ha perdido en la ira-
cunda fiebre de una naci6n, como a veces ocurre en el
delirio febril de un enfermo. Fue entonces cuando,
rompiendo el silencio expectante y cruel de una ciu-
dad entera, el verdugo mostr6 al pueblo la cabeza del
rey, y a poco, sin dejar apenas respiro, la de su hermo-
sa consorte?, que habia pasado ocho meses atroces de
viudedad, cautiverio y humillaciones, hasta el punto
de haber encanecido.
Y sin embargo, segtin esa extrana y paraddjica ley
que rige siempre en semejantes casos, el tiempo se ha-
cia largo, pese a transcurrir con tan alucinante rapidez.
En la capital funcionaba un tribunal revolucionario, y
en todo el territorio nacional podrian contarse cuaren-
ta o cincuenta mil tribunales a imagen de aquél; habia
una ley de sospechosos’ que termin6 con toda garan-
tia personal de la libertad y de la vida, pues en virtud
de ella era posible entregar a cualquier persona buena

2. Luis XVI fue ejecutado el] 21 de enero de 1793, y Maria Antonie-


ta el 18 de octubre de ese afio.
3. Aprobada por la Convencion el 19 de septiembre de 1793, «la
ley de sospechosos» permitia detener a todos los ex nobles, a quie-
nes despertaran sospechas de simpatias por los realistas o los gi-
rondinos, y a aquellos que «no cumplieran sus deberes civicos».
Dio legitimidad y fuerza al Terror, pues ninguno de los denuncia-
dos tenia facil escape; al final, incluso los denunciantes y los eje-
cutores fueron victimas de su propia ley.

430
e inocente en manos de otra desalmada y culpable. Las
carceles rebosaban de gente que no habia cometido
ningun delito y a la que no podia escucharse en au-
diencia. Tales cosas habian llegado a constituir el orden
establecido y la normalidad comtinmente aceptada, y
antes de que hubieran pasado muchas semanas ya pa-
recian leyes y usos antiguos. Por encima de todo, una
horripilante figura habia llegado a ser tan familiar
como si hubiera sido espectaculo corriente desde los
albores del mundo. Dicha figura no era otra que la de
esa «dama de corte» llamada la guillotina.
Era ésta un buen tema popular para chistes: el me-
jor tratamiento para el dolor de cabeza; evitaba infali-
blemente las canas; daba a la tez una palidez muy de-
licada y especial; era la «navaja nacional» que afeitaba
a la perfecci6n; el que besaba a la guillotina se asoma-
ba por el ventanillo y estornudaba dentro del cesto.
Era el signo de la regeneraciOn de la raza humana. Ve-
nia a sustituir a la cruz: muchos Ilevaban guillotinas
en miniatura colgadas al cuello, de donde la cruz ha-
bia desaparecido, y era objeto de reverencia y devo-
cidn alli donde la cruz era negada y repudiada.
Tantas cabezas cortaba, que lo mismo el infame ins-
trumento que el suelo que mancillaba eran de un color
rojo infecto. Podia reducirse a piezas, como un rompe-
cabezas juguete de un pequeno diablo, y se armaba de
nuevo cuando la ocasion lo requeria. Hacia callar al
elocuente, doblar la cerviz al poderoso, terminaba con
la belleza y la bondad. Veintidds amigos, de un rango
publico eminente, fueron descabezados en una sola
mafiana, en otros tantos minutos, de ellos veintiuno vi-
vos y uno muerto con anterioridad. El nombre del per-
sonaje mas forzudo del Antiguo Testamento habia des-
431
cendido a ser el apellido del mas famoso verdugo que la
hacia funcionar; pero, con un arma como aquélla, era
mucho mas fuerte que su tocayo biblico, y mas ciego
todavia, y derribaba a diario las columnas del Templo
de Dios.
Entre semejantes terrores, y toda la secuela de des-
dichas que los acompafiaba, iba y venia el doctor con
serenidad y firmeza: confiado en su fuerza, cautamen-
te obstinado y perseverante en sus fines, sin dudar un
solo momento que al final conseguiria salvar al mari-
do de Lucie. Sin embargo, la corriente del tiempo iba
pasando tan arrolladora y profunda, devorando tan
implacablemente las horas y los dias, que Charles lle-
vaba ya en la carcel un ano y tres meses cuando tan
firme y confiado se mostraba el doctor. Y era cierto
que Ja Revolucion habiase tornado tan perversa y de-
mencial en aquel mes de diciembre que los rios del
sur se obstruian con los cadaveres de tantos infelices
como por las noches eran arrojados a sus aguas para
que se ahogasen, y a los presos se los fusilaba forma-
dos en filas y pelotones bajo el sol invernal del medio-
dia. No obstante, el doctor iba y venia entre los terro-
res con pulso firme. Nadie era tan conocido como él
en el Paris de aquellos dias; nadie se hallaba en una si-
tuaciOn mas insOlita. En el ejercicio de su profesion, la
presencia y la historia del cautivo de la Bastilla le dis-
tinguian de todos los demas hombres. No se sospecha-
ba de él ni se le ponia en entredicho, como si en efecto
hubiera sido realmente devuelto a la vida dieciocho
anos atras o fuese un espiritu que andaba entre los
mortales.

|
rs WwN
5. El aserrador

Un ano y tres meses. Durante todo ese tiempo Lucie


nunca estuvo segura de que la guillotina no fuese a se-
gar la cabeza de su marido al dia siguiente. Dia tras dia
traqueteaban por el empedrado de las calles las sinies-
tras carretas donde se trasladaba a los condenados al
lugar de la ejecuci6n. Hermosas muchachas; distingui-
das mujeres de cabello castano, negro, plateado; hom-
bres en la flor de la juventud, otros en todo su vigor, y
también ancianos; de buena cuna algunos, otros de ori-
gen campesino; todos ellos, provision de vino rojo para
la guillotina, diariamente sacados a la luz de las l6bre-
gas mazmorras de las aborrecidas carceles y llevados
hasta ella por las calles para apagar su sed devoradora.
Libertad, igualdad, fraternidad 0 muerte... esta ultima
cuanto mas facil de dar, joh guillotina!
Si lo imprevisto de su desgracia y el loco girar de
las ruedas del tiempo hubiesen abatido a la hija del
doctor, moviéndola a esperar el resultado en una des-
esperacion ociosa, no habria hecho sino lo que tantas
otras en su caso. Pero desde la hora misma en que
apoyo sobre el pecho virginal la blanca cabeza de su
padre, alla en el desvan de Saint Antoine, se habia
mantenido siempre fiel a sus deberes. Y lo era mas
que nunca en este trance dificil, como todas las almas
buenas y leales siempre lo seran.

433
Tan pronto como quedaron establecidos en la nue-
va residencia y el padre se enfrascé en la rutina de sus
ocupaciones, ordeno ella el modesto hogar exacta-
mente como si hubiera estado alli su esposo. Cada
cosa tenfa un sitio asignado y todo se hacia en el mo-
mento debido. Instruia a la pequena Lucie con regula-
ridad, como si hubieran estado todos juntos en su mo-
rada inglesa. Las leves argucias con que se enganaba a
si misma alimentando la ilusi6n de que pronto esta-
rian reunidos —los pequefios preparativos para el rapi-
do regreso, el apresto de la silla en que él se sentaba y
de sus libros—, estas cosas y la solemne oraci6n de to-
das las noches, por un preso querido especialmente,
entre los muchos desgraciados que estaban en las car-
celes bajo la sombra de la muerte, eran casi los Unicos
alivios ostensibles de su alma abrumada.
Su aspecto no habia sufrido apenas ningtn cambio.
Los vestidos sencillos, oscuros, prendas casi de luto,
que su hija y ella llevaban, estaban siempre tan lim-
pios y bien cuidados como las ropas mas vistosas de los
dias felices. Habia perdido el color, y aquella antigua
expresiOn suya de resolucion y firmeza era ya perma-
nente, y no solo un gesto ocasional; por lo demas, se
conservaba muy bonita y gentil. Algunas veces, al be-
sar a su padre por la noche, se le desataba el llanto que
habia reprimido todo el dia, y solia decirle que en él
estaba su Unica esperanza y consuelo sobre la tierra. A
lo que él respondia siempre resueltamente:
-No puede ocurrirle nada sin que yo lo sepa, y sé
que podré salvarle, Lucie.
No llevaban viviendo de aquel modo muchas se-
manas cuando su padre le dijo al volver a casa cierta
tarde:

434
—Mira, hija mia, hay en la carcel una ventana alta a
la que Charles puede asomarse a veces hacia las tres
de la tarde. Cuando lo consigue, cosa que depende de
muchas contingencias y eventualidades, cree que tal
vez podria verte en la calle si te sittias en un lugar de-
terminado que yo puedo indicarte. Pero ti no podrds
verle a él, pobrecita mia, y aun en caso de que pudie-
ras, seria peligroso para ti hacer cualquier sefia de sa-
lutacién y reconocimiento.
—jOh, enséname ese sitio, padre, e iré alli todos los dias!
A partir de entonces, contra toda intemperie, Lucie
se estaba dos largas horas en aquel lugar. En cuanto el
reloj daba las dos se plantaba alli, y a las cuatro se vol-
via resignadamente para casa. Cuando el tiempo no
era demasiado himedo ni inclemente para que su hija
la acompanara, salian juntos; otras veces iba ella sola;
pero jamas dejo de acudir un solo dia.
Era el rincén mas sucio y oscuro de una tortuosa ca-
llejuela. El Unico recinto habitado que habia en aquel
andurrial era un cobertizo donde un hombre se dedica-
ba a cortar lena con una sierra; todo lo demas era tapia.
Al tercer dia de plantoén, el hombre se fij6 en ella.
—Buenos dias, ciudadana.
—Buenos dias, ciudadano.
Esta forma de trato regia ahora por decreto. Algun
tiempo atras habianse impuesto voluntariamente en-
tre los patriotas mas ardorosos. Pero, a la sazOn, era ya
ley para todo el mundo.
—Otra vez por aqui, ciudadana?
—jYa me ves, ciudadano!
El aserrador, un hombrecillo muy dado a gestos y
pantomimas (antafio habia sido peén caminero) echo
una mirada a la carcel, la sefiald con el indice, y po-
435
niéndose luego los diez dedos ante la cara a modo de
rejas, miré burlonamente a su través.
~Pero a mi qué me importa —dijo. Y continué se-
rrando la lena.
Al dia siguiente la estaba ya esperando y se dirigio
a ella en cuanto aparecio.
—~Como? ¢Por aqui otra vez, cludadana?
—Si, cludadano.
—jAh! ;Y una nina! ¢Es tu madre, no, ciudadanita?
—~Digo que si, mama? —musit6 la pequena Lucie,
arrimandose mas a su madre.
—Si, amor mio.
—Si, ctudadano.
—jBueno, pero a mi qué me importa todo esto! Lo
unico que me importa es mi trabajo. Fijate en mi sierra.
La llamo «Mi pequena guillotina». jLa, la, la! jLa, la, la!
;Una cabeza mas!
Cay6 el tarugo al suelo, y el hombre lo arroj6 a un
cesto.
~Yo me digo que soy el Sans6én de la guillotina de
lena. jFijate otra vez! jTururd, tururt! jTururd, tururd!
Esta es una dama... jotra cabeza mas! Ahora un nifio.
jlatachin, tatachin! jTatachun, tatachun! ;Vamos con
su cabecita al cesto! ;Toda la familia!
Lucie se estremecié viendo a aquel individuo echar
otros dos tarugos mas al cesto, pero era imposible per-
manecer en el lugar indicado mientras el aserrador
trabajaba y que éste no la viese. En adelante, para ga-
narse su voluntad, siempre le hablaba ella primero, y
a menudo le daba dinero para que se tomase unas co-
pas, que él aceptaba de muy buena gana.
Era un sujeto curioso, y algunas veces, cuando se
habia olvidado de él por completo atisbando el tejado

436
y las rejas de la carcel y elevando el corazén a su espo-
so, volvia en su acuerdo y se lo encontraba mirandola,
apoyada la rodilla en el banco y suspendida la sierra
en.su trabajo.
—jPero a mi qué me importa! -solia decir siempre en
tales momentos, y tornaba diligentemente a la sierra.
Con cualquier tiempo, con las nieves y los hielos
del invierno, en medio de los vendavales de primave-
ra, bajo el sol abrasador del verano, con las Iluvias del
otono, y otra vez bajo los hielos y las nieves inverna-
les, Lucie pasaba sus dos horas diarias en aquel sitio; y
todos los dias, al marcharse, besaba el muro de la pri-
sion. Su marido la vefa (segtin pudo saber por su pa-
dre) quiza una vez cada cinco 0 seis dias. Podia darse
el caso de que la viera dos o tres dias seguidos, 0 pa-
sarse una semana y aun dos sin tener ocasiOn para
ello. Pero se daba por satisfecho con poder verla de
ese modo, cuando las circunstancias eran propicias, y
por esa posibilidad habria sido ella capaz de estar de
planton todo el dia y hasta una semana entera.
Con estas ocupaciones, cuando quiso advertirlo es-
taba ya en el mes de diciembre, mientras su padre con-
tinuaba yendo y viniendo entre los terrores con animo
sereno y firme. Nevaba ligeramente cuando Ileg6 Lucie
una tarde al lugar habitual. Era dia festivo, de popular
alborozo y desenfreno. Por el camino habia visto algu-
nas casas adornadas con pequenias picas de cuyas pun-
tas colgaban minusculos gorros colorados; también
abundaban las cintas tricolores, y las inscripciones (con
letras tricolores de preferencia) «;Republica Una e Indi-
visible! jLibertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte!».
El misero taller del aserrador era tan angosto que
su superficie apenas bastaba para poner todo ese rotu-

437
lo. Pero él habia conseguido que alguien se lo garra-
patease, y este alguien habia logrado embutir la muer-
te en el letrero quieras que no. Tenia enarbolados pica
y gorro en el tejadillo, como todo buen ciudadano es-
taba obligado a tener, y en una ventana habia dejado
la sierra con la inscripcién de «Santa Pequena Guillo-
tina», pues ya por aquel entonces la gran dama de
corte habia sido popularmente canonizada. El taller
estaba cerrado y él no se encontraba alli, lo cual fue
un alivio para Lucie, que podia disfrutar asi de entera
soledad.
Pero el hombre no andaba muy lejos, porque a
poco la joven oy6 jaleo y gritos que se acercaban, cosa
que la llend de temor. Un momento después aparecié
una turba de gente por la esquina del muro de la car-
cel, en medio de la cual venia el aserrador cogido de la
mano con la Venganza. En total no serian menos de
quinientas personas, y bailaban como cinco mil de-
monios. No habia otra musica que sus propios canti-
cos, y danzaban al son de la cancién popular revolu-
cionaria, llevando un compas salvaje que era como un
rechinar de dientes al unisono. Juntabanse en el baile
mujeres con hombres, mujeres solas u hombres solos,
segun los reunia la casualidad. Al principio eran una
simple borrasca de burdos gorros colorados y andrajo-
sas vestimentas de lana, mas cuando invadieron todo
aquel espacio y se detuvieron a bailar alrededor de
Lucie, destacabase entre ellos una sombra danzante,
como una aparicion del averno, que gesticulaba en
verdaderos arrebatos de locura furiosa. Avanzaban,
retrocedian, entrechocaban palmas, juntaban cabezas,
daban vueltas como peonzas, a solas 0 por parejas,
hasta que muchos caian al suelo mareados. Mientras

438
éstos permanecian tendidos, los demas se cogian de la
mano y giraban todos juntos en corro: luego el corro
se rompia y proseguian las vueltas en corros separa-
dos de dos y de cuatro, hasta que todos quedaban
quietos de repente, comenzaban de nuevo, y otra vez
las palmas, el juntar cabezas, el disgregarse, para lue-
go invertir los giros y dar las vueltas todos en sentido
contrario. De improviso volvian a pararse, descansa-
ban un rato, entrechocaban palmas una vez mas, for-
maban en hileras a lo ancho de la calle y, agachadas
las cabezas, levantadas las manos al cielo, se abalanza-
ban todos a una y se desganitaban gritando. Ningtin
combate habria parecido la mitad de terrible que
aquella danza. Era, a todas luces, una diversion tradi-
cional degradada; algo que en otro tiempo fue sin
duda inocente y que ahora habia caido bajo un poder
maléfico; un pasatiempo saludable convertido en un
medio de exacerbar la sangre, trastornar los sentidos y
endurecer el coraz6n. Si alguna gracia se advertia aun
en ello, contribuia a realzar la fealdad general, pues
revelaba hasta qué punto se habian deformado y per-
vertido todas las cosas buenas por naturaleza. El pe-
cho virginal desnudo en la zarabanda; la linda cabeza,
casi infantil, enloquecida; el delicado pie metido en
semejante cenagal de sangre y polvo, eran signos bien
elocuentes de los tiempos desquiciados.
Aquella danza era la Carmanola. Cuando hubo pa-
sado, dejando a Lucie asustada y llena de pasmo en la
puerta del aserrador, caia la nieve tan suave y silen-
ciosa y alfombraba tan delicada y blanca el suelo como
si jamas hubiera existido aquel espanto.
~jOh, padre mio! -exclam6 Lucie; porque, en efec-
to, al descubrir los ojos que por un momento se habia

439
tapado con la mano, vio delante de ella al doctor Ma-
nette—. ;Qué espectaculo tan pérfido y tan cruel!
—Lo conozco, hijita, lo conozco. Lo he presenciado
muchas veces. j;Pero no te asustes! Ninguno de ellos
es capaz de hacerte el menor dano.
—No temo por mi misma, padre. Pero cuando pien-
so en mi marido y en la disposici6n de esa gente...
—Muy pronto le pondremos a salvo de sus veleida-
des. Lo he dejado encaramandose a la ventana y he
venido a decirtelo. No hay nadie aqui que pueda ver-
te. Mandale un beso con la mano si quieres, hacia lo
mas alto de aquel tejado.
—jSe lo mando, padre, y le envio mi alma con él!
-~No alcanzas a verle, pobrecilla mia?
—No, padre —-repuso Lucie, suspirando y llorando
mientras se besaba la mano-. No.
Se oy6 un paso apagado en la nieve. Era madame
Defarge.
—Salud, ciudadana —dijo el doctor.
—Salud, ciudadano —contesto ella sin pararse. Nada
mas. Madame Defarge se alej6 como una sombra por
el suelo blanco.
—Dame el brazo, hija mia. Y procura andar con paso
alegre y animoso, hazlo por él. Ha ido todo muy bien
-ya se habian alejado del lugar en cuestiédn—. Y no
sera en vano. Charles comparece mafiana ante el tri-
bunal.
—jManana!
-No hay tiempo que perder. Estoy bien preparado,
pero hay que tomar algunas precauciones que no po-
dian tomarse hasta el momento mismo de ser llamado
a comparecer. A él no se lo han notificado todavia,
pero yo sé que van a citarlo en seguida para manana,

440 \
y a trasladarlo a la Conserjeria!; estoy bien informado.
éNo tienes miedo?
—Confio en ti—apenas si acert6 a balbucir la joven.
~Puedes confiar en absoluto. Estan a punto de ter-
minar tus zozobras, hija mia. Dentro de pocas horas
van a devolverte a tu Charles. Le he rodeado de todas
las garantias posibles. Ahora tengo que ver a Lorry.
Se interrumpio. A corta distancia se ofa un pesado
traqueteo de ruedas. Los dos sabian muy bien lo que
significaba. Una. Dos. Tres. Tres carretas con la pavo-
rosa carga. La nieve amortiguaba piadosamente el es-
trépito funesto.
-Tengo que ver a Lorry —repitid el doctor, llevan-
dose a su hija para otra parte.
El fiel y anciano caballero continuaba en su pues-
to; ni un solo momento lo habia dejado. Sus libros y él
eran objeto de frecuente requerimiento por cuanto se
referia a propiedades confiscadas y nacionalizadas. Lo
que podia salvar para los propietarios, lo salvaba. Na-
die habria sabido defender mejor que él los bienes
confiados a Tellson, ni tan callada y discretamente
~ como él lo hacia.
Un cielo calinoso, rojo y amarillo, y una bruma que
se levantaba del Sena, anunciaban la proximidad de
la noche. Cuando Ilegaron al banco ya casi habia os-
curecido. La suntuosa residencia de monsenor estaba
totalmente descaecida y desamparada. En el patio, so-
bre un mont6n de escombro y de ceniza, se leian las
palabras: «Propiedad Nacional. Republica Una e Indi-
visible. jLibertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte!».

1. Prisién del Palais de Justice en la que pasaron sus ultimos dias muchos de
los que perecieron en la guillotina.

441
~Quién podria ser el visitante de Lorry, el dueno
del redingote tirado sobre un sill6n, el misterioso per-
sonaje que no debia ser visto? ¢Quién era el recién
llegado al que dej6 un momento el senor Lorry para
salir, agitado y sorprendido, a dar a su predilecta un
abrazo, y al que el anciano caballero pareci6 repetir
las vacilantes palabras de Lucie, cuando, levantando la
voz y volviendo la cabeza en direcci6n a la puerta del
cuarto de donde habia salido, dijo: «Trasladado a la
Conserjeria y emplazado para manana»?

442
CG Triunfo

Todos los dias celebraba sesiones el temible tribunal de


cinco jueces, acusador publico e inflexible jurado. To-
das las tardes entregaba unas listas que eran leidas mas
tarde por los carceleros de diversas prisiones a los re-
cluidos en ellas. Y era broma generalizada entre los car-
celeros anunciar: «jEh, salid todos a oir las noticias del
periddico de la tarde!».
—«jCharles Evrémonde, por otro nombre Darnay!»
—asi comenzaba una tarde, por fin, el periddico ves-
pertino de La Force.
Cada preso que iban llamando poniase aparte y pa-
saba a un recinto reservado para aquellos cuyo destino
quedaba fatalmente sellado de esa manera. Charles
Evrémonde, por otro nombre Darnay, tenia sobradas
razones para conocer la rutina, pues habia visto des-
aparecer asj a cientos de presos.
El abotargado carcelero, que usaba lentes para leer,
mir6 por encima de ellos para cerciorarse de que el
nombrado habia ocupado su sitio, y luego siguid ade-
lante con la lista, haciendo una pausa analoga después
de cada nombre. Fueron llamados veintitrés, pero solo
contestaron veinte, pues uno de los presos convoca-
dos habia muerto en la carcel y estaba ya olvidado, y a
otros dos los habian guillotinado sin mas y tampoco se
acordaba nadie de ellos. Habiase leido dicha lista en la
443
camara abovedada donde Darnay viera aquel grupo
de presos la noche de su llegada. Todos habian pereci-
do ya en la matanza; no habia un solo ser humano
con quien hubiera simpatizado desde entonces que
no hubiese muerto en el cadalso.
Hubo palabras apresuradas de solidaridad y despe-
dida, pero todo concluy6 muy pronto. Era un inciden-
te que se repetia dia tras dia, y los inquilinos de La
Force andaban muy atareados con los preparativos de
unos juegos de prendas y un pequeno concierto para
esa noche. Se agolparon junto a las rejas y derrama-
ron lagrimas; pero habia que cubrir veinte vacantes
en los proyectados pasatiempos, y quedaba poco tiem-
po hasta la hora de volver a encerrarse en las celdas,
cuando las salas y pasillos comunes pasaban a ser feu-
do de los enormes perros que los vigilaban toda la no-
che. Los presos estaban muy lejos de ser insensibles o
carecer de sentimientos, y si se comportaban
de aquel
modo era condicionados por la situacién y la época en
que vivian. De manera muy parecida, aunque con
una diferencia sutil, cierta especie de fervor o embria-
guez que, segun era fama, habia llevado a algunas
personas a desafiar innecesariamente la guillotina y a
morir en ella, no era mera bravuconeria, sino un fe-
bril contagio del febril y excitado espiritu publico. En
tiempos de peste, hay quien muestra una secreta
atraccion hacia la enfermedad: una terrible ymomen-
tanea inclinacién a morir de ella. Y todos llevamos
ocultas en el alma estas rarezas, que sdlo necesitan
circunstancias propicias para manifestarse.
El traslado a la Conserjeria fue corto y se hizo al
amparo de la oscuridad; la noche en sus calabozos in-
festados de parasitos fue larga-y fria. Al dia siguiente,

444
comparecieron quince acusados ante el tribunal antes
de que llamaran a Charles Darnay. Fueron condena-
dos los quince y no duré ni hora y media el juicio de
todos.
—Charles Evrémonde, por otro nombre Darnay -lla-
maron por fin.
Y paso a la sala. Los jueces estaban sentados en el
estrado, con sombreros de plumas; pero, por lo de-
mas, prevalecia en la asamblea el tosco gorro colorado
con la escarapela tricolor. Contemplando al jurado y
al turbulento auditorio, muy bien hubiese podido
creer que se habia invertido el orden habitual de las
cosas y que los criminales estaban juzgando a las per-
sonas honradas. El populacho mas bajo, cruel y desal-
mado de una ciudad que nunca anduvo escasa de
maldad, crueldad y bajeza, era el que imponia alli la
norma: comentando ruidosamente, aplaudiendo, des-
aprobando, anticipando los acontecimientos y preci-
pitando los resultados, sin que nada ni nadie lo contu-
viese. Entre los hombres, la mayor parte iban armados
de diversas maneras. Y en cuanto a las mujeres, algu-
nas llevaban cuchillos, otras punales, las habia que co-
mian y bebian sin perderse ni un punto del espectacu-
lo, y muchas hacian calceta. Entre estas ultimas habia
una que, sin dejar de darle a la aguja, sostenia bajo el
brazo otra labor. Estaba en la primera fila, al lado de
un hombre a quien el reo no habia visto desde su lle-
gada a la barrera; pero inmediatamente lo reconocio.
Era Defarge. Observ6 que aquella mujer le habl6 dos
o tres veces al oido, y dedujo que debia de ser su espo-
sa. Pero lo que mas le llamo la atencidn en aquellos
dos personajes fue que se hubieran colocado lo mas
cerca posible de él y sin embargo no lo miraran nunca
445
directamente. Al parecer, esperaban algo con terca re-
solucion y tenian los ojos fijos en el jurado. Al pie mis-
mo del presidente sentabase el doctor Manette, que
vestia su sencillo traje de diario. Y segin pudo com-
probar el preso, el doctor y el senor Lorry eran alli los
tinicos varones, sin relacién con el Tribunal, que lle-
vaban la indumentaria habitual y no habian adoptado
las burdas prendas de la Carmanola.
Charles Evrémonde, por otro nombre Darnay, fue
acusado por el fiscal de ser un emigrado cuya vida, se-
gun el decreto que expulsaba de la naci6n a todos los
emigrados bajo pena de muerte, pertenecia a la Rept-
blica. No importaba que el decreto se hubiese promul-
gado después de su llegada a Francia. Alli estaba él, y
alli el decreto; lo habian prendido en territorio fran-
cés, y se pedia su cabeza.
—jCortadle la cabeza! —vociferaba el publico—. jEs
un enemigo de la Republica!
El presidente hizo sonar la campanilla para acallar
los gritos y pregunto al preso si era verdad que habia
vivido muchos anos en Inglaterra.
Indudablemente era cierto.
¢Entonces no era un emigrado? ¢Cémo podia cali-
ficarse a si mismo?
A juicio suyo no le correspondia la denominacién
de emigrado, ateniéndose al sentido y al espiritu de la
ley.
éPor qué no?, quiso saber el presidente.
Pues porque habia renunciado voluntariamente a
un titulo que no le gustaba y a una posicién que tam-
poco le satisfacia, y abandonéd el pais antes de que estu-
viera en uso la calificaci6n de emigrado en el actual
sentido que le daba el Tribunal, para vivir en Inglaterra

446
de su propio trabajo, por no querer hacerlo a costa del
pueblo de Francia, que ya tenfa bastante carga encima.
éY como podia probar eso?
Dio los nombres de dos testigos: Théophile Gabelle
y Alexandre Manette.
Pero se habia casado en Inglaterra, le record6 el
presidente.
Si, pero no con una inglesa.
¢Una ciudadana de Francia?
Si. Por nacimiento.
éSu nombre y apellido?
—Lucie Manette, hija unica del doctor Manette, el
prestigioso médico presente en la sala.
Esta respuesta tuvo un efecto afortunado entre el
publico. Se oyeron en la sala algunos vivas al famoso
y excelente médico. Tan caprichosamente se dejaba
llevar por las emociones aquella concurrencia que de
inmediato corrieron lagrimas por unos cuantos sem-
blantes feroces que momentos antes fulminaban con
sus miradas al reo, como impacientes por sacarlo en
seguida a la calle y darle muerte.
En aquellos contados pasos de su peligroso cami-
no, Charles Darnay habia ido sentando el pie con
arreglo a las reiteradas instrucciones del doctor Ma-
nette. Y el mismo consejo dirigid prudentemente los
pasos que atin le quedaban por dar y tenia prevista
cada pulgada de camino.
Pregunto el presidente por qué habia vuelto a
Francia cuando lo hizo y no antes.
No habia vuelto antes, contest6, sencillamente por-
que no tenia medios de vida en Francia, salvo aquellos
a los que habia renunciado; en cambio en Inglaterra
vivia dando lecciones de lengua y literatura francesa.
447
Y cuando volvié lo hizo obedeciendo al apremiante
ruego de una carta escrita por un ciudadano francés;
la vida de este hombre se hallaba en peligro a causa
precisamente de la ausencia de él. Habfa regresado,
pues, para salvar la vida de un ciudadano, declaran-
do la verdad ante la justicia, aun a riesgo de su propia
seguridad personal. ¢Era eso un delito contra la Repu-
blica?
-jNo! -grit6 entusiasticamente el populacho, y el
presidente agito la campanilla para imponer silencio,
cosa que no consiguid, pues continuaron aullando
«jNoo!, jnoo!» hasta que se cansaron.
El presidente quiso saber el nombre del referido
ciudadano. El acusado explic6 que el ciudadano en
cuesti6n era su primer testigo. También hizo referen-
cia a la carta del mismo, que le habia sido retirada en
la barrera, pero que no dudaba se encontraria entre
los papeles que tenia el presidente sobre la mesa.
Ya el doctor se habia ocupado de que estuviese alli
—le habia asegurado que estaria—, y en aquel punto de
las actuaciones la carta fue localizada y leida. Fue lla-
mado el ciudadano Gabelle para que lo confirmase, y
asi lo hizo. El ciudadano Gabelle insinu6, con la ma-
yor delicadeza y cortesia, que debido quizas al exceso
de trabajo que recaia sobre el tribunal a causa de la
multitud de enemigos de la Republica que tenia que
juzgar, su propia persona habiase visto un tanto olvi-
dada en la carcel de la Abadia -en una palabra, que se
habia borrado de la patridtica memoria del tribunal—
hasta solo tres dias antes; entonces le mandaron com-
parecer y le dejaron en libertad, ya que el jurado se
declar6 satisfecho de que se hubiese logrado invalidar
la acusaciOn presentada contra él gracias al testimonio

448
del ciudadano Charles Evrémonde, por otro nombre
Darnay.
Seguidamente fue interrogado el doctor Manette.
Su inmensa popularidad y la claridad de sus respues-
tas causaron una impresién profunda. Pero cuando
prosiguid demostrando que el acusado fue su primer
amigo después de ser liberado del largo encierro; que,
en su comun destierro en Inglaterra, habia permaneci-
do siempre fiel y adicto a su hija y a él mismo; que, le-
jos de haber sido bienquisto del gobierno aristécrata de
aquel pais, sufrid un proceso y estuvo a punto de per-
der la vida como enemigo de Inglaterra y amigo de los
Estados Unidos; cuando hubo dado cuenta de todas
estas circunstancias con la mayor discrecién y con un
acento sincero y honrado que tenia toda la fuerza de
la verdad, eljurado y la plebe le aprobaron con una-
nimidad. Por ultimo, cuando llamé por su nombre a
monsieur Lorry, caballero inglés presente en aquella
ocasiOn y en ésta, quien, como él mismo, habia sido
testigo en aquel juicio celebrado en Inglaterra y podia
corroborar su aserto, el Jurado declar6 que ya habia
oido bastante y que estaba dispuesto a emitir sus vo-
tos si el presidente les daba la venia para ello.
A cada voto (los jurados votaban uno por uno y en
voz alta), el populacho prorrumpia en aplausos y acla-
maciones. Todos los votos fueron favorables al reo y el
presidente declaré que quedaba en libertad.
Entonces dio comienzo una de aquellas escenas
extraordinarias con que la plebe a veces satisfacia go-
zosamente su volubilidad, 0 sus mejores impulsos de
generosidad y de clemencia, 0 que acaso tomaba como
una suerte de compensaciOn tras los encrespamientos
de ira salvaje y cruel. Nadie podria hoy determinar a
449
cuales de dichas motivaciones obedecian tan extraor-
dinarias escenas; probablemente a una combinacion
de las tres, con predominio de la segunda. No bien se
hubo pronunciado la absoluci6n cuando empezaron a
correr las lagrimas con tanta profusi6n como en otras
ocasiones corria la sangre, y el preso hubo de soportar
tales y tan copiosos abrazos fraternales de todas las
personas de ambos sexos que pudieron acercarsele,
que, después del prolongado y malsano encierro, es-
tuvo en peligro de desmayarse por agotamiento y ex-
tenuacion; y sin embargo sabia muy bien que aquella
misma muchedumbre, movida por otra corriente, se
habria abalanzado sobre él con igual intensidad para
hacerle pedazos y esparcir sus restos por las calles.
Su salida, para dejar sitio a otros acusados a quie-
nes se habia de juzgar, lo libero por el momento de
aquellas efusiones. A continuaciOn se iba a juzgar a
cinco juntos, como enemigos de la Republica, por
cuanto no la habian auxiliado de palabra ni de obra. Y
tan rapido fue el Tribunal en compensarse y compen-
sar a la naciOn por la pasada oportunidad perdida que
los cinco desventurados bajaron hasta donde Charles
estaba, antes de darle tiempo a abandonar el recinto,
condenados a morir antes de transcurridas veinticua-
tro horas. Asi se lo hizo saber el primero de ellos, con
la acostumbrada sefnial de los presos para denotar la
muerte —un dedo en alto- y todos a una, de viva voz,
anadieron:
—jViva la Republica!
Bien es verdad que aquellos cinco hombres no ha-
bian tenido publico que dilatara el juicio, pues cuando
Charles y el doctor Manette salian por la puerta prin-
cipal a la calle habia una gran muchedumbre en torno

450
a ella, y en aquel gentio parecian hallarse todos y cada
uno de los rostros que Charles habia visto en la sala de
audiencias. Todos excepto dos, que se esforz6 por lo-
calizar en vano. A su salida, se le echaron encima de
nuevo, llorando, abrazandole, profiriendo gritos, uno
por uno y todos a la vez, hasta que las aguas mismas
del rio en cuya ribera se desarrollaba aquella escena
de locos parecieron encresparse y enloquecer tam-
bién, como las gentes de la orilla.
Le hicieron sentarse en un enorme sill6n que apa-
recid entre ellos y que sin duda habian sacado de la
sala misma del tribunal o de alguna de sus dependen-
cias o vestibulos. Habian echado sobre el sill6n una
bandera roja y amarrado al respaldo una pica remata-
da por un gorro carmesi. De tal suerte, en esta carroza
triunfal, y sin que los ruegos del doctor consiguieran
impedirlo, lo llevaron hasta su casa en hombros, ro-
deado por un turbulento mar de gorros de cuyas bo-
rrascosas profundidades emergian a veces tales rostros
que mas de una vez se pregunt6 Darnay si no tendria
trastornados los sentidos y en realidad se hallaria en la
carreta que lo llevaba a la guillotina.
En una procesién de pesadilla, abrazando a todos
los que se encontraban al paso y senalandoles al hé-
roe, siguieron con él hacia adelante. Y en su vagar y
corretear por las calles cubiertas de nieve las enroje-
cian con el preponderante color republicano como las
habfan enrojecido con matiz mds oscuro antes de que
la nieve las cubriese, hasta que al fin entraron con él
en el patio del inmueble donde vivia. El doctor se ha-
bia adelantado para prevenir a Lucie, y cuando Char-
les se present6 ante ella, cay6 desmayada en sus bra-
ZOS.

45]
Mientras Charles la estrechaba contra su corazon y
le volvia el hermoso rostro hacia el suyo, a fin de que
los labios y las lagrimas pudieran fundirse sin que lo vie-
se la rugiente multitud, unos cuantos manifestantes se
pusieron a bailar. Al instante los imitaron todos los de-
mas, y la Carmanola inund6 tumultuosamente el pa-
tio. Luego entronizaron en el sill6n vacante a una joven
escogida entre la multitud para ser paseada en andas
como Diosa de la Libertad, y finalmente, desbordandose
en grandes oleadas por las calles contiguas, y a lo largo
de la ribera, y a través del puente, la Carmanola termi-
no por absorberlos a todos y se los Ilevé en su torbellino.
Asi, tras haber estrechado la mano del doctor, que
le miraba victorioso y lleno de orgullo; después de es-
trecharsela también a Lorry, que llegaba sin aliento
por la lucha que habia tenido que sostener para abrir-
se paso a través de la voragine de la Carmanola; des-
pués de besar a la pequena Lucie a quien aupaba la
senorita Pross para que echase a su padre los bracitos
al cuello, y luego de haber abrazado también a la
siempre leal y diligentisima sirvienta, tom6 Darnay en
brazos a su esposa y subi6 con ella a las habitaciones.
—jLucie! ;Vida mia! Estoy a salvo.
—Charles de mi alma, permiteme que dé gracias a
Dios, asi, de rodillas, como tantas veces se lo he pedi-
do en mis oraciones.
Todos humillaron reverentes la cabeza y el cora-
zon. Cuando la tuvo de nuevo en brazos, le dijo:
-Y ahora da las gracias a tu padre, amor mio. Nin-
gun otro hombre en toda Francia podria haber hecho
lo que ha hecho é1 por mi.
Reclino ella la cabeza en el pecho de su padre, lo
mismo que hacia mucho, muchisimo tiempo, cuando

452
dejara reposar en el suyo la trastornada cabez
a del
desdichado. El se sentia feliz por la forma en que
ha-
bia podido pagar a su hija tantos desvelos y carifio
, y
daba por bien empleado su sufrimiento de otra €poca
:
estaba orgulloso de su fuerza.
-No tienes que ser débil, hijita mia —la reconvino-.
No tiembles de esa manera. Le he salvado.

aN Ww Ww
7. Una llamada a la puerta

«Le he salvado.» No; no lo estaba sonando, como tan-


tas veces habia sonado con su regreso: se hallaba real-
mente alli. Y sin embargo su esposa temblaba, presa
de un vago pero persistente temor.
Estaba tan cargado y sombrio el ambiente que les
rodeaba, era la gente tan apasionada, tan vengativa y
voluble, se quitaba la vida tan constantemente a inocen-
tes por vagas sospechas o por pura crueldad, era tan im-
posible olvidar que un sinfin de desventurados tan
limpios de culpa como su marido y no menos queri-
dos para los suyos que Charles para ella sufrian diaria-
mente la suerte a la que él habia podido ser sustraido,
que no conseguia aliviar el coraz6n de su carga como
sentia que hubiera debido aliviarlo. Cafan ya las som-
bras de la tarde invernal y todavia rodaban por las ca-
lles las terribles carretas de la muerte. Seguialas en su
imaginacion, buscandole a él entre los condenados, y
después, volviendo a la realidad, se abrazaba mas es-
trechamente a él como para asegurarse asi de su pre-
sencia, y se acentuaba el temblor.
Su padre, para animarla, hacia gala de compasiva
superioridad con respecto a la debilidad femenina, en
una actitud admirable y digna de verse. jQué lejos ya
el desvan, el zapatero, el Ciento Cinco Torre del Nor-
te! Habia llevado a buen puerto la misidn que se im-

454
puso: su promesa estaba cumplida, y Charles salvado.
Todos podian contar con él y apoyarse en él.
Llevaban una vida muy frugal; no s6lo porque era
la forma de vivir mas prudente y evitaba toda posible
ofensa al pueblo, sino porque tampoco eran ricos, y
Charles, durante su reclusio6n, tuvo que pagar muy
cara la mala comida, gratificar a los guardianes, y con-
tribuy6 ademas al auxilio que se prestaba a los presos
mas pobres. En parte por dicho motivo, y en parte
también por evitar la presencia de un espia domésti-
co, no tenian ningun criado; el ciudadano y la ciuda-
dana que hacian de porteros en la entrada del patio
les prestaban de cuando en cuando algtin servicio, y
Jerry (que Lorry les habia cedido casi por completo)
se habia convertido en un habitante mas de la casa y
dormia en ella todas las noches.
Un decreto de la Republica Una e Indivisible de Li-
bertad, Igualdad, Fraternidad 0 Muerte ordenaba que
en la puerta de cada casa figurara inscrito el nombre de
cada uno de los inquilinos, en caracteres bien legibles,
de una dimension determinada y dispuestos a una al-
tura conveniente por encima del suelo. En consecuen-
cia, el nombre de Mr. Jerry Cruncher ornaba debida-
mente la puerta de entrada y, como el dia se acercara
ya a su ocaso, fue el propio usuario de ese nombre
quien hizo acto de presencia, tras haber estado miran-
do a un pintor a quien el doctor Manette habia encar-
gado afiadir a la lista el nombre de Charles Evrémonde,
también llamado Darnay.
A causa del miedo y la desconfianza universales
que oscurecian aquella época, habian sufrido notables
cambios todas las habituales e inocuas usanzas de la
vida. En casa del doctor, como en tantas otras, los ar-

55
ticulos de consumo diario eran adquiridos todas las
tardes en pequenias cantidades y en diversos estableci-
mientos de poco viso, pues era deseo general no llamar
la atencién y dar la menor ocasi6n posible a chismo-
rreos oO envidias.
Durante los meses ultimos, la senorita Pross y Jerry
Cruncher habian tenido a su cargo el aprovisionamien-
to de la familia; la primera llevaba el dinero y el segun-
do el cesto. Y aunque la senorita Pross, por su larga con-
vivencia con una familia francesa, podria haber sabido
tanto de ese idioma como del suyo propio, si se lo hu-
biera propuesto, la verdad es que nunca mostr6 el me-
nor interés en ello; por consiguiente, no tenia mayores
conocimientos de aquella «memez», como se placia en
llamarlo, que el propio Cruncher. Su procedimiento de
compra consistia, pues, en arrojar un sustantivo a la ca-
beza del tendero, sin mas introducci6n sobre la naturale-
za del articulo, y si resultaba que aquél no era el nom-
bre de lo que necesitaba, lo buscaba con la mirada por
la tienda, le echaba mano y ya no lo soltaba hasta que se
cerraba la transaccién. Regateaba siempre, para lo cual
se las apanaba levantando un dedo menos que el ven-
dedor, cualquiera que fuese la cifra.
—Vamos, senor Crunchey -dijo la senorita Pross,
enrojecidos los ojos por las lagrimas de felicidad-; si
estais dispuesto, yo ya estoy lista.
Jerry, siempre ronca la voz, declar6 que estaba to-
talmente a las érdenes de la senorita Pross. Hacia ya
mucho tiempo que le habia desaparecido la herrum-
bre de los dedos, pero no habia nada capaz de alisar su
pelo erizado.
—Necesitamos de todo —dijo la sefiorita Pross-, y va-
mos a tener que darnos prisa. Nos hace falta vino, en-

456
tre otras cosas. Y donde lo compremos no faltaran esos
gorros colorados empinando el codo y brindando... jY
bonitos brindis serdn!
—Como vos no los entenderéis, senorita —replicé
Jerry—. pa’ mi que os dara igual que brinden a vuestra
salu o a la del Viejo...
—£ Qué viejo? —pregunto6 la senorita Pross.
Jerry explico, no sin mucho embarazo y aprension,
que se referia al Diablo.
—jAh! —dijo la senorita Pross—, no hace falta intér-
prete para saber lo que quieren decir esos engendros;
no tienen mas que una idea en la cabeza: asesinar im-
punemente y armar jollin.
-jCalla, querida! jPor favor, por favor, ten cuidado
con lo que dices! -exclam6 Lucie.
—Si, si, si, tendré cuidado —dijo la senorita Pross-;
pero aqui entre nosotras si podré decir que espero que
no vuelvan a verse por las calles esas rondas de gente
que baila y que te abraza con peste a cebolla y a taba-
co. jY ahora, Palomita, no te muevas de junto a esa
lumbre hasta que yo vuelva! ;Cuida de tu maridito, a
quien ya tienes otra vez contigo, y no retires de su
hombro la cabecita bonita, asf como ahora esta, hasta
que me veas otra vez aqui! ¢Puedo haceros una pre-
gunta antes de salir, doctor Manette?
—Creo que podéis tomaros esa libertad —repuso el
doctor con una sonrisa.
—jPor el amor de Dios, no habléis de libertad! ;Ya
estamos hartos de ella! -exclam6 la senorita Pross.
—;Pero calla, querida! ;Otra vez con las mismas? —le
reconvino Lucie.
—Mira, ninita mia —dijo la senorita Pross, afirman-
do enfaticamente con la cabeza—, lo que pasa es que

57
yo soy subdita de Su Muy Graciosa Majestad el rey
Jorge tercero —e hizo una reverencia al pronunciar su
nombre-. Y por eso mi lema es: «jAl diablo la politica
de esta gente, al traste con sus manias desvergonzadas,
pongamos nuestras esperanzas en el monarca, Dios
salve al Rey!».
A lo que Cruncher, en un paroxismo de lealtad, re-
pitid con voz aspera y gutural aquella letania de la se-
horita Pross como si estuviera en la iglesia.
—Me alegro mucho de que os mostréis tan inglés,
aunque lamento ese resfrio que os ha tomado la voz
—dijo con tono de aprobacién la senorita Pross—. Pero
lo que yo me pregunto, doctor Manette —-porque aque-
lla buena mujer tenia la costumbre de fingir que no
daba importancia a ningtin asunto que inquietara ex-
cesivamente a la familia y a ella misma, y de tratarlos
como de pasada, de suerte que prosiguid—: lo que yo
me pregunto es si nos queda alguna esperanza de salir
de aqui.
—Temo que por ahora no nos va a ser posible. Y se-
ria peligroso para Charles.
~jVaya por Dios! —dijo la senorita Pross, contenien-
do animosamente un suspiro mientras contemplaba
los dorados cabellos de su Palomita, iluminados por
las llamas del hogar—. Bueno, habra que tener pacien-
cla y esperar, eso es. Hay que llevar la cabeza alta y
echar al enemigo abajo, como decia mi hermano So-
lomon. ;Vamos, senor Cruncher! jY no te muevas de
ahi, Palomita!
Tras esto se marcharon, dejando a Lucie y a su ma-
rido en companifa del doctor y de la nifia, junto a un
fuego alegre y crepitante. Esperaban a Lorry, que no
tardaria en llegar del banco. La senorita Pross habia

458
encendido una lampara, pero la habia puesto en un
rincon del aposento a fin de que pudiesen disfrutar
bien del resplandor del fuego. La pequefia Lucie, sen-
tada junto a su abuelo, le tenfa enlazado un brazo con
ambas manos, y el doctor, sin elevar el tono de voz a
mucho mas que un susurro, le estaba contando el
cuento de una hada grande y poderosa que habia
abierto una carcel y liberado a un cautivo porque éste
le habia prestado a ella en otro tiempo un gran servi-
cio. Reinaban la paz y el sosiego, y Lucie se habia tran-
quilizado bastante.
—¢ Qué es eso? -exclam6 de improviso.
—jHija mia! —dijo su padre, interrumpiendo el rela-
to y poniendo la mano sobre la suya—. Dominate. jEs-
tas sobreexcitada! jLa menor insignificancia te sobre-
salta! ;COmo es posible, siendo hija de quien lo eres!
—Se me habia figurado, padre -se disculp6 Lucie,
palido el semblante y temblorosa la voz—, como si oye-
se en la escalera unos pasos extranos.
—Amor mio, la escalera esta mas en silencio que
una tumba.
No habia acabado de pronunciar la ultima de estas
palabras cuando Ilamaron a la puerta.
—jOh, padre, padre! ;Qué podra ser? Esconde a
Charles. ;Salvale!
—Pero, hija de mi alma —dijo el doctor, levantandose
y poniéndole una mano en el hombro-, jsi ya lo he sal-
vado! jQué debilidad es ésa! Deja que salga yo a abrir.
Cogié la lampara, cruz6 las dos habitaciones exte-
riores y abrié la puerta. Un rudo patullar de pies en el
suelo, y cuatro hombres de fea catadura tocados con
gorros rojos y armados de sables y pistolas entraron
en la vivienda.
45
El ciudadano Evrémonde, también llamado Dar-
nay —dijo el primero.
—¢Quién lo requiere? —contest6 Darnay.
~Yo. Nosotros. Te conozco, Evrémonde. Te he visto
hoy mismo en el juicio. Vuelves a ser prisionero de la
Republica.
Le rodearon los cuatro, segun estaba alli de pie,
mujer e hija abrazadas a é1 como en un inutil esfuerzo
por retenerlo.
—Decidme cémo y por qué vuelvo a ser preso.
—Por ahora tienes que volver derecho a la conserje-
ria, y manana lo sabras. Mahana mismo seras juzgado.
El] doctor Manette, a quien la visita habia petrifica-
do de tal manera que continuaba alli inmévil con la
lampara en la mano como si fuera una estatua desti-
nada para ese cometido, recobr6é el movimiento tras
aquellas palabras, dejé la lampara sobre una mesa y se
encaro con el que acababa de hablar. Le agarré con
mucho miramiento por la pechera de la camisa de
lana colorada y dijo:
—Has dicho que le conoces. ¢Y a mi? gMe conoces a
mi?
—Si, te conozco, ciudadano doctor.
—-Todos te conocemos, ciudadano doctor —dijeron
los otros tres.
Los miro él, a uno tras otro, con aire ausente, y des-
pués de una pausa, en tono de voz mas bajo, inquirid:
—{Queréis contestarme a la pregunta, entonces?
~Cémo ha sucedido esto?
—Ciudadano doctor —dijo el primero, como de mala
gana-, ha sido denunciado a la Seccion de Saint Antoi-
ne. Este ciudadano —senalando al segundo- es de la
Seccidn de Saint Antoine.

460
El ciudadano indicado asintié con la cabeza y ana-
dio:
—Ha sido acusado por Saint Antoine.
—~De qué? —pregunto el doctor.
—Ciudadano doctor -repuso el primero, con la mis-
ma renuencia de antes-, no preguntes mas. Si la Re-
publica te exige sacrificios, no hay duda de que, como
buen patriota, te sentiras feliz haciéndolos. La Rept-
blica es antes que todo lo demas. El pueblo es sobera-
no. Evrémonde, tenemos prisa.
—Una palabra nada mas -rog6 el doctor-. ;Queréis
decirme quién lo ha denunciado?
—Eso va contra la regla —contest6 el primero-. Pero
preguntaselo aqui a mi companero, que es de Saint
Antoine
E! doctor se volvid hacia aquel hombre, el cual se
movi6o desasosegado, se restreg6 un poco la barba y al
fin dijo:
—jBueno! Es verdad que esto va contra la regla.
Pero lo han denunciado, y muy gravemente, el ciuda-
dano y la ciudadana Defarge. Y también otro.
—¢Quién?
—<Y tu lo preguntas, ciudadano doctor?
—Si.
—Pues entonces —dijo el de Saint Antoine con una
mirada extrahla—, manana tendrds la respuesta. Y aho-
ra jsoy mudo!
8. Una partida de cartas

Ignorando, felizmente para ella, la nueva desgracia


que acababa de abatirse sobre la familia, la senorita
Pross continuo su camino por las estrechas callejas y
cruzo el rio por el Pont-Neuf, mientras hacia calculos
en su mente respecto al numero de compras indispen-
sables. El senor Cruncher caminaba a su lado con el
cesto. Miraban ambos a derecha e izquierda, atisban-
do el interior de las tiendas junto a las que pasaban;
observaban con cautela todos los grupos y corros que
hallaban en el camino, y a veces daban un rodeo para
evitar cualquiera de estas asambleas callejeras donde
la gente hablara con demasiada excitaci6n. Era cruda
la noche, y el rio cubierto de bruma, hurtado a la vista
por el fulgor de las luces y al oido por el estruendo y
alboroto de la via publica, dejaba adivinar las barcazas
donde trabajaban los herreros fabricantes de fusiles
para los ejércitos de la Republica. jY ay de aquel que
se permitiera bromas con tal ejército 0 que osara de-
tentar en él un grado inmerecido! Mas le valiera que
no le hubiese crecido jamas la barba, pues bien pronto
le habria rasurado en seco «la Navaja Nacional».
Después de haber comprado diversos articulos en
la tienda y petrodleo para la lampara, la senorita Pross
se acord6é de que necesitaban vino. Asi, luego de aso-
marse a varias tabernas, se detuvo ante una no lejos

462
del Palacio Nacional, en otro tiempo (y siempre) lla-
mado de las Tullerias, cuya muestra rezaba: «Bruto, el
buen republicano de la Antigiiedad», y que a ella, por
su aspecto, le atrajo e inspir6 confianza. Todo parecfa
alli mas tranquilo que en otros establecimientos afines
por donde habian pasado, y aunque sin duda abunda-
ban también los gorros colorados, el rojo dominaba
menos que en los demas. Tras haber declarado el senor
Cruncher que tampoco le parecia mal a él, la senorita
Pross hizo su entrada en Bruto, «el buen republicano
de la Antigtiedad», seguida por su escudero.
Sin apenas fijarse en los humeantes quinqués, en
los hombres que, la pipa en la boca, jugaban con nai-
pes ajados o fichas de domin6 amarillentas, en el obre-
ro remangado y despechugado, tiznado de hollin, que
lefa en voz alta un periddico, y en los que le escucha-
ban, en las armas que unos y otros llevaban y traian, o
dejaban a un lado para cogerlas después, en los dos o
tres bebedores dormidos sobre el tablero de sus mesas
y que, con los toscos chaquetones negros y peludos,
muy populares en aquella época, parecian osos 0 pe-
rros amodorrados, sin parar mucho la atencion en to-
das estas cosas los dos clientes de traza forastera se
acercaron al mostrador y senalaron lo que deseaban.
Mientras les median el vino, un hombre se despi-
dio de otro, en un rincoén, y se dispuso a salir. Para ello
tenia que pasar junto a la senorita Pross, y en cuanto
ésta le vio solt6 un chillido juntando las manos.
En un momento, toda la concurrencia se puso de
pie. Lo mas probable, pensaron todos, era que hubie-
sen asesinado a alguien en alguna disputa por diferen-
cias de opinién. Y asi esperaban ver desplomarse a al-
guno de los circunstantes, pero no vieron mas que a un

463
hombre y a una mujer frente a frente, mirandose ato-
nitos. El tenia toda la traza de ser francés y republicano
de pies a cabeza; la mujer evidentemente era inglesa.
Lo decepcionante de tal espectaculo provocé en los
discipulos del buen republicano Bruto un alud de pa-
labras vehementes que, salvo su tono garrulo y esten-
toreo, hubiesen sido caldeo o hebreo para la senorita
Pross y su acompanante aunque ambos hubieran sido
todo oidos. Pero con la sorpresa no tenian ofdos para
nada; pues preciso es decir que si la senorita Pross era
presa de emocién y de asombro, el senor Cruncher,
por su parte, hallabase sumido en el mayor estupor
concebible.
—Qué pasa? —dijo el hombre que habia motivado
el grito de la senorita Pross. Hablaba enojado, en voz
baja y en inglés.
-—jOh, Solomon, mi querido Solomon! —exclamé6 la
senorita Pross, juntando de nuevo las manos-. jDes-
pués de tanto tiempo sin verte el pelo y sin saber nada
de ti, te encuentro donde te encuentro!
—No me llames Solomon. ¢ Quieres ser causa de mi
muerte? —pregunt6 aquel individuo con aire furtivo y
asustado.
—jHermano, hermano! —exclam6 la sefiorita Pross,
echandose a llorar-. gTan mal me he portado contigo
para que digas una cosa tan cruel?
—Pues sujeta esa lengua entrometida —dijo Solo-
mon-, y si quieres que hablemos, vamos a la calle.
Paga el vino y sal para afuera. ;Quién es ese hombre?
La senorita Pross, que no dejaba de mover y mover
la cabeza, despechada y amorosa, contemplando a
aquel hermano que no le manifestaba ningtin carifio,
contest6 entre sollozos:

464
—E] senor Cruncher.
—Bueno, que nos acompanie —dijo Solomon-. zEs
que me ha tomado por un fantasma?
Al parecer asi era, a juzgar por las miradas que Je-
rry le dirigia. No decia una palabra, sin embargo, y la
senorita Pross, explorando las profundidades de su
bolsa con mil apuros a través de las lagrimas, pag6 el
vino comprado. Entretanto Solomon, volviéndose ha-
cia los discipulos de Bruto, el buen republicano de la
Antiguedad, les dio en francés algunas explicaciones
al parecer bastante satisfactorias, pues tornaron todos,
ya sosegados, a sus sitios y ocupaciones anteriores.
—Vamos a ver —dijo Solomon, pardndose en la es-
quina de la calle, bastante oscura por cierto-, ¢qué
quieres?
-—jY que yo haya penado tanto por un hermano tan
descastado como tu! —-exclam6 la senorita Pross—. jVaya
manera de saludarme y de expresar tu carino!
-jMaldita sea! Toma —dijo Solomon, dando a su
hermana un beso fugaz y volandero-. ¢Estas ya con-
tenta?
La senorita Pross nego con la cabeza y continu6d
llorando en silencio.
—Si te figuras que me he llevado una sorpresa —dijo
el hermano Solomon-, pues te enganas. Ya sabia que
estabas aqui. Estoy bien informado de casi todos los
que han venido a Paris. Y si de verdad no quieres po-
ner en peligro mi vida, como me atrevo a suponer, si-
gue tu camino cuanto antes y déjame a mi que vaya
por el mio. Tengo mucho que hacer. Soy funcionario
publico.
—Mi hermano Solomon, inglés como yo misma —se
lament6 muy compungida la senorita Pross, alzando
465
al cielo los ojos llenos de lagrimas-, que tenia cualida-
des de sobra para ser uno de los mejores y mas grandes
de su pais, ahora resulta que es funcionario publico
entre extranjeros, jy qué extranjeros! Casi preferiria
haberte visto de cuerpo presente en...
-jClaro, si ya me lo figuraba! —la interrumpio él-.
Lo sabia. Me deseas la muerte. Y mi propia hermana
me convertira en sospechoso. ;jAhora que todo empe-
zaba a marchar bien!
-;No lo quieran los cielos misericordiosos! —excla-
m6 la senorita Pross—. Antes consentiria en no volver
a verte mas, hermano de mi alma, aunque siempre te
he querido de todo corazon y seguiré queriéndote.
Conque dime una palabrita carinosa, tan sdlo una, y
asegurame que no existe entre nosotros ningun res-
quemor ni distanciamiento, y no te retendré ni un
momento mas.
jPobre senorita Pross! Como si tuviese ella alguna
culpa de] alejamiento entre ambos hermanos. ;Como
si Lorry no supiese a ciencia cierta, desde muchos
anos antes, alla en el sosegado rincén del Soho, que
aquel idolatrado hermanito se habia gastado el dinero
de la senorita Pross, abandonandola luego!
Estaba diciéndole no obstante Solomon su palabri-
ta carinosa, si bien en un tono mucho mas reacio,
condescendiente y protector que el que habria adop-
tado de haber sido a la inversa sus respectivos méritos
y situaciones (como invariablemente ocurre siempre
en todo el mundo), cuando el senor Cruncher, tocan-
dole en el hombro, tercié para hacer con su voz bron-
ca e intempestiva la pregunta siguiente:
—jEh, amigo! ¢Podéis hacer un favor? Me gustaria
saber si os llamais John Solomon o Solomon John.

466
El funcionario le dirigid una mirada llena de des-
confianza, sin contestar una palabra.
-jVamos, hombre! —dijo Cruncher-. Hablad claro
(lo cual, dicho sea de paso, era exigir algo de lo que
era €1 mismo incapaz). gJohn Solomon o Solomon
John? Ella os llama Solomon, y debe saberlo, si es
vuestra hermana. Yo en cambio sé que os llamais
John. ¢Qué nombre de los dos va el primero? ¢Y qué
pasa con el apellido Pross? Al otro lado del charco no
os llamabais asi.
—~Qué queréis decir?
—Bueno, no lo sé muy bien, porque ahora mismo
no recuerdo el apellido que os gastabais alla en l’otra
orilla.
—~ Ah, no?
—No. Pero juraria que era de dos silabas.
—¢Conque si, eh?
—Si. Y el nombre de pila, de una silaba na’mas. Os
conozco, amigo. En Bailey erais testigo espia. Conque
a ver, en nombre del Padre de la Mentira, que es el
vuestro, digo yo, ¢c6mo os llamabais entonces?
—Barsad —dijo otra voz, entrometiéndose en el dia-
logo.
—jEso es; si, senor! —-exclam6 Jerry.
E] importuno entrometido no era otro que Sydney
Carton. Tenia las manos cruzadas a la espalda bajo los
faldones de su redingote, y se habia puesto al lado de
Cruncher con el mismo aire de pereza y abandono
que podria haber adoptado en el propio Old Bailey.
—No os alarméis, mi querida senorita Pross. Ayer tar-
de, no sin sorpresa por su parte, llegué a casa de nuestro
comun amigo Lorry, y quedamos en que no me presen-
taria en ninguna parte hasta que todo se hubiese arre-

467
glado, a menos que pudiera ser util. Y ahora me presen-
to aqui con objeto de solicitar una breve conversacion
con vuestro hermano. ;Ojala tuvieseis un hermano me-
jor empleado que el senior Barsad, senorita! jOjala fuese
mas digno de vos, no una oveja de las carceles!
Ovejas: asi se llamaba en el argot de la época a los
espias puestos al servicio de los carceleros. Y aquel es-
pia particular, que ya habia palidecido un tanto, pali-
decié todavia mas, y pregunt6 a Carton que cOmo se
atrevia...
—Voy a deciroslo -respondié Sydney-—. Me he topa-
do con vos, senor Barsad, cuando saliais de la carcel
de la Conserjeria mientras yo examinaba los muros
exteriores, hace cosa de una hora 0 poco mas. Tenéis
una cara facil de recordar, y yo soy muy buen fisono-
mista. El veros en aquel lugar me pico la curiosidad, y
como tengo una razon, a la que no sois ajeno vos,
para asociaros con las desdichas de un amigo mio,
desdichadisimo en estos momentos, pues os segui los
pasos. Entré ahi en la taberna detras de vos y me sen-
té cerca de donde vos lo hicisteis. Por la poca discre-
cidn con que habéis hablado y por el rumor que ha
corrido sin disimulo alguno entre vuestros admirado-
res, no he tenido dificultad en comprender la clase de
oficio a que os dedicais. Y poco a poco, lo que habia
iniciado a la ventura fue configurandose en un propo-
sito definido, senor Barsad.
—cY qué proposito es ése? —pregunto el espia.
—Seria inoportuno, y aun quiza peligroso, explicar-
lo en la calle. ¢Podriais hacerme la merced de conce-
derme unos minutos de conversacion confidencial, en
las oficinas del banco Tellson, por ejemplo?
—¢ Bajo amenaza?

468
—jHombre, no creo haber dicho eso!
—Entonces, ¢qué puede obligarme?
—La verdad, senor Barsad, yo no puedo decirlo, si
es que no podéis vos.
—¢Queréis dar a entender que no estdis dispuesto a
decirlo? —inquirio el espia, indeciso.
—Veo que me comprendéis muy claramente, senor
Barsad. No; no pienso decirlo.
El aire de indolente despreocupacién de Carton fue
un poderoso aliado de la destreza y la vivacidad de in-
genio, necesarios para llevar a cabo el plan que secre-
tamente alimentaba y frente al hombre con quien te-
nia que habérselas. Su ojo sagaz lo advirtid en seguida
y saco de ello el mejor partido.
—¢ Ves? Ya te lo habia avisado —dijo el espia dirigien-
do a su hermana una mirada de reproche-. Como re-
sulte de esto algun perjuicio, la culpa sera tuya.
—j Vamos, vamos, senor Barsad! —-exclam6 Sydney-.
No sedis ingrato. De no ser por el profundo respeto
que me inspira vuestra hermana no os habria expre-
sado de un modo tan amigable la proposicién que aca-
bo de haceros en beneficio mutuo. gMe acompanais
hasta el banco?
—Si, bueno, vamos alla; tengo curiosidad por saber
lo que queréis decirme.
—Propongo que antes acompanemos a vuestra her-
mana para dejarla a salvo en la esquina de su calle.
Permitidme que os ofrezca el brazo, senorita Pross.
Esta es ahora una ciudad poco recomendable y no
conviene que vayais por las calles sin la debida protec-
cidn; y como vuestro companiero conoce al senor Bar-
sad, le invitaré a que nos acompanie a casa de Lorry.
~Estamos listos? jPues adelante!
469
La senorita Pross recordaria poco tiempo después,
y no se le borraria ya de la memoria hasta el fin de sus
dias, que al cogerse del brazo de Carton y elevar hacia
él una mirada de stplica implorandole que no hiciese
ningtin dao a Solomon, notdé una energia y una re-
soluci6n en el brazo y una suerte de inspiracion en los
ojos de aquel hombre que no sdlo desmentian su acti-
tud indolente, sino que le transfiguraban y exaltaban.
Pero por el momento estaba demasiado absorta en los
temores que abrigaba respecto a aquel hermano tan
poco merecedor de su carino, y en las amistosas ga-
rantias que le daba Carton, como para prestar sufi-
ciente atencion a lo que observaba.
La dejaron en la esquina de su calle y Carton eché
a andar en direccion a la residencia de Lorry, que esta-
ba a pocos minutos de camino. John Barsad, 0 Solo-
mon Pross, marchaba a su lado.
Lorry acababa de cenar y se habia sentado ante
unos lenos que ardian con llama vivaz y alegre en la
chimenea, queriendo ver quiza en el resplandor la
imagen del joven sexagenario del banco Tellson que
contemplara los rojos tizones en el Royal George de
Dover, muchos anos atras. Al entrar los visitantes vol-
vid la cabeza, mostrando la consiguiente sorpresa al
ver a un desconocido.
-Es el hermano de la senorita Pross, senor Lorry —dijo
Sydney-. El senor Barsad.
—¢Barsad? —repitid el anciano caballero—. ;Barsad?
No me es desconocido ese apellido. Ni vuestra cara tam-
poco.
-Ya os adverti que tenéis una fisonomia muy nota-
ble, senor Barsad —observ6 Carton con apatia—. Tomad
asiento, por favor.

470
Y sentandose él a su vez, dio a Lorry la referencia
que le faltaba, diciéndole con cefio significativo:
—Fue testigo en aquel juicio.
Lorry record6 de inmediato y miré6 al visitante con
un desprecio y una aversiOn que no trat6é de disimu-
lar.
—EI senor Barsad ha sido reconocido por la senorita
Pross como ese querido hermano de quien la habréis
oido hablar —anadi6 Sydney-, y él no ha desmentido
el parentesco. Y ahora voy a daros una noticia mas
grave. Han vuelto a prender a Darnay.
—jPero qué me decis! —exclam6 el anciano conster-
nado-. jSi no hace ni dos horas que le dejé en seguri-
dad y libertad y ahora mismo me disponia precisa-
mente a salir para su casa!
—Pues a pesar de todo le han detenido. ¢A qué hora
ha sido exactamente, senor Barsad?
—Tiene que hacer muy pocos minutos, si es que les
ha dado tiempo.
—E] senor Barsad tiene motivos mas que sobrados
para saberlo —dijo Sydney-, y yo me he enterado pre-
cisamente gracias a la confidencia que el propio Bar-
sad ha hecho a un colega suyo, otra oveja, como los
llaman, mientras se trincaban una botella de vino
mano a mano. Por eso lo sé. Dejé a los esbirros a la
puerta y vio como el portero les permitia entrar. Con-
que no hay duda posible de que se lo han llevado pre-
so otra Vez.
La mirada experta de Lorry ley6 en el semblante
de su interlocutor que seria perder el tiempo insistir
sobre el asunto. Perplejo, pero convencido de que su
presencia de 4nimo podria resultar necesaria, se do-
min6 y escuch6 a Carton con la mayor atenci6n.
471
—Pero, vamos -le dijo Sydney-, espero que el nom-
bre y la influencia del doctor Manette podran serle tan
utiles mafiana... porque habéis dicho que es manana
cuando lo juzgan, ¢no es asi, senor Barsad?
—Si, eso creo.
—... pues podran serle utiles manana como lo han
sido hoy. Pero quizas no. He de confesaros, senor Lorry,
que me preocupa mucho que el doctor no haya sido
capaz de impedir esta nueva detenci6on.
—Tal vez no lo haya sabido a tiempo —observ6 Lorry.
—Pues ahi esta precisamente lo alarmante, cuando
sabemos hasta qué punto se le identifica con su yerno.
—Es verdad -admiti6 Lorry, apoyando una mano
temblorosa en el menton y fijando los inquietos ojos
en Carton.
-En una palabra —dijo Sydney-, estamos viviendo en
una €poca desesperada y violenta en la que se juegan vio-
lentas partidas con posturas y envites desesperados. Pues
bien, que el doctor juegue a las de ganar; yo jugaré a las
de perder. Ninguna vida humana tiene aqui ya ningun
valor. El que llevan hoy en triunfo puede ser condena-
do manana. La baza que yo he decidido jugar, en previ-
sion de que ocurra lo peor, es un amigo en la Conserjeria.
Y el amigo que me propongo ganar es el sefior Barsad.
—Para eso es menester que tengais muy buenas car-
tas, senor —dijo el espia.
—Os las voy a ensenar una por una. Asi veremos
cual es mi juego. Senor Lorry, ya sabéis la especie de
bruto incorregible que soy, conque os agradecerfa que
me dieseis un poco de conac.
Se lo sirvieron, y tomo una copita... Apuré luego
una segunda... y apart6 la botella con ademan resuel-
to y premeditado.

472
—El senor Barsad —prosiguid, como si en efecto es-
tuviera examinando sus cartas en una partida—, oveja
de las carceles, emisario de los comités republicanos,
tan pronto hace el papel de carcelero como el de pre-
so, pero siempre es espia y sopl6n secreto, mucho mas
valioso aqui por ser inglés que los propios franceses,
puesto que nadie le sospechara capaz de admitir el so-
borno de esos tiparracos, a los que se presenta bajo
nombre falso. Ese es un buen triunfo, gno os parece?
El] senor Barsad, actualmente a sueldo y al servicio del
gobierno francés republicano, estuvo en otro tiempo
al servicio y a sueldo de un gobierno aristocratico in-
glés, enemigo de Francia y de la libertad. Este es otro
triunfo excelente, no me diréis que no. De lo cual
puede inferirse con claridad meridiana, en una tierra
como ésta donde se recela de todo, que el senor Bar-
sad aun sigue a sueldo del gobierno aristocratico de
Inglaterra y continua siendo espia de Pitt, que es un
traidor y enemigo de la Republica guarecido en su
seno: el inglés traicionero agente de todos los males
del que tanto se habla y tan dificil de encontrar resul-
ta. Esa es una carta segura e infalible. ¢Os habéis fija-
do bien en mis triunfos, senor Barsad?
—No comprendo vuestro juego —repuso el espia, ya
un tanto desazonado. ~
—Voy a jugar el as, o sea, la denuncia del senor Bar-
sad al comité mas cercano. Examinad vuestro juego,
senor Barsad, y veamos qué cartas tenéis. No hay prisa.
Tenia unas cartas mucho peores de lo que habia
supuesto. Y Barsad veia en su juego cartas desfavora-
bles de las que Sydney Carton no sabia nada. Pero é1
si sabia. Sabfa perfectamente que, tras haber sido ex-
pulsado de su honroso empleo en Inglaterra por las
473
imperdonables torpezas cometidas en el desempeno
del mismo (y no porque no fuesen alli necesarios sus
servicios: las razones que tenemos en Inglaterra para
alabar la superioridad de nuestros agentes secretos y
espfas son muy recientes), cruz6 el Canal y acepto un
nuevo servicio en Francia. Primero para tentar y tirar
de la lengua a sus propios compatriotas y enterarse de
cuanto se hablase a su alrededor, y luego poco a poco
para hacer esto mismo entre los nativos. Sabia muy
bien que habia sido espia a las ordenes del gobierno
derrocado, con mision especial en Saint Antoine y en
la taberna de los Defarge; que la policia le habia sumi-
nistrado todos los informes respecto al doctor Manet-
te, su cautiverio y liberaci6n, asi como los pormenores
de su historia que pudieran servirle de introduccién
para ganarse la confianza de los Defarge; que habia
probado con madame Defarge y habia fracasado lasti-
mosamente. Siempre recordaba con temor y sobresal-
to que aquella mujer terrible no paraba de hacer cal-
ceta mientras hablaba con ella y que le miraba con
expresiOn siniestra en tanto que movia y movia ince-
santemente los dedos. Luego la habia visto repetidas
veces en la Seccién de Saint Antoine, leyendo en sus
registros de calceta y denunciando a innumerables
personas que iban asi a caer entre las fauces de la gui-
liotina. Sabia, como todos los de su oficio, que no po-
dia considerarse nunca seguro, que le era imposible la
fuga, que estaba firmemente amarrado a la sombra de
la cuchilla, que pese a todas sus tergiversaciones y
traiciones para servir al régimen de terror imperante,
bastaria una sola palabra para hacer que éste cayera
implacable sobre su cabeza. Una vez denunciado, y
con acusaciones tan graves como las que acababa de

474
oir, la temible mujer de cuya crueldad tantas pruebas
habia visto, haria uso del fatidico registro contra él y
daria al traste con la Ultima probabilidad de salvacion
que le quedara. A mas de que todos los espias son
hombres propensos a aterrorizarse facilmente, éste te-
nia en la mano bastantes cartas negras para justificar
el panico que le iba tornando lfvido el semblante a
medida que las ponia boca arriba.
—No parece gustaros mucho vuestro juego —dijo
Sydney con la mayor afabilidad del mundo-. ;Jugais?
—Creo, senor —dijo el espia con el acento mas lasti-
moso del mundo, dirigiéndose a Lorry—, que me sera
licito apelar a un caballero de vuestra benevolencia y
vuestra edad para que haga ver a este otro caballero,
mucho mas joven que vos, que no conviene ni corres-
ponde en modo alguno a su condiciOn jugar el as de
que esta hablando. Yo reconozco que soy espia, y que
ésta se considera una profesi6n deshonrosa... aunque
alguien tiene que desempenarla. Pero este caballero
no es un espia, ¢y por qué va a rebajarse a hacer cosas
propias de tan deshonroso oficio?
—Voy a jugar mi as, senor Barsad —dijo Carton, exi-
miendo a Lorry de la respuesta y consultando su re-
loj-, dentro de muy pocos minutos y sin escrupulos
de ningun género.
~Yo hubiese esperado, senores mios —dijo el espia,
esforzdndose siempre por implicar a Lorry en la discu-
sion—, que vuestra estima por mi hermana...
~Yo no sabria demostrar mejor mi estima por vues-
tra hermana que librandola definitivamente de su
hermano —dijo Sydney Carton.
—~No pensaréis, senor...?
—Mi decision es irrevocable.

475
El espia, cuya actitud suave y sumisa contrastaba
singularmente con su atuendo ostentosamente rudo
y, sin duda, con su habitual comportamiento, se sintio
tan desconcertado por el gesto inescrutable de Carton
—que era un misterio para hombres mas inteligentes y
honrados que él- que de pronto se encontr6 sin saber
qué decir ni qué hacer. Viéndole tan confuso, Carton
volvié al ademdan anterior en que fingia examinar sus
cartas y dijo:
—Ademias, ahora que reparo en ello, me parece que
tengo aqui otra carta excelente que no habia enume-
rado aun. Ese amigo y colega vuestro que dio a enten-
der que practicaba el espionaje en carceles de provin-
cias, ¢quién era?
-Es francés y no le conocéis vos —-se apresur6 a res-
ponder el espia.
-Es francés... jya! —repitid Carton pensativo, sin
prestarle atenciOn, al parecer, aunque se habia hecho
eco de sus palabras—. Bueno, quizas lo sea.
—Lo es, os lo aseguro -reiter6é el espia—. Aunque eso
no tiene importancia.
—Aunque eso no tiene importancia —repitid Carton
de la misma forma mecdanica—, aunque eso no tiene
importancia... Pues no, no la tiene. Y sin embargo, esa
cara la conozco.
-No lo creo. Estoy seguro de que no. No puede ser
—dijo el espia.
-No... puede... no puede ser... -musit6 Sydney Car-
ton, entre dientes, explorando en la memoria y lle-
nando de nuevo su copa (que afortunadamente era
pequena)—. No puede... ser. Hablaba bien francés,
pero con cierto acento extranjero, me ha parecido.
—Provinciano —dijo el espia.

476
—-No. jExtranjero! -exclam6 Carton dando una
fuerte palmada en la mesa, al hacerse stibitamente la
luz en su cerebro-. jEs Cly! Disfrazado, pero es el mis-
mo. También tuvimos a ese individuo en Old Bailey.
—Vamos, vamos, no corrais tanto, caballero —dijo
Barsad con una sonrisa que hizo ladearse un poco mas
su nariz de ave de rapifa—. Con eso acabais de darme
una ventaja sobre vos. Como ya ha pasado tanto tiem-
po puedo admitir sin inconveniente que Cly fue socio
mio y que hace ya varios afios paso a mejor vida. Yo
mismo le asistf en su ultima enfermedad, y recibié se-
pultura en Londres, en la iglesia de Saint Pancras-in-
the-Fields. Como era bastante impopular entre la ca-
nalla de la época, no segui personalmente sus restos
mortales hasta el cementerio, pero ayudé a meterlo
en el ataud.
En ese mismo punto Lorry pudo observar, desde
donde estaba sentado, una sombra inaudita y grotesca
en la pared. Y al buscar su origen, descubri6 que el que
la proyectaba no era otro que el buen Cruncher, a
quien de pronto se le habian erizado todos los pelos de
la cabeza.
—Seamos razonables —prosigui6 el espia— y juguemos
sin trampas y de buena fe. Para demostraros cuan equi-
vocado estais y lo infundado de vuestra suposicion, voy
a ensenaros el certificado del entierro de Cly, que ca-
sualmente llevo en la cartera desde entonces —sacé pre-
suroso la cartera del bolsillo, la abri6 y mostr6 un papel
a su interlocutor-. Aqui esta. jMiradlo, miradlo! Podéis
tomarlo en vuestras manos y convenceros de que no es
ninguna falsificacion.
Lorry advirtid que la sombra de la pared se alarga-
ba: Cruncher se habia levantado y dio unos pasos ha-

477
cia adelante, descomedidamente enhiestas las puias
que tenfa por cabellos. Sin que el espia lo notase, se
colocé detras de él y, como un alguacil de ultratumba,
le tocé con la mano en el hombro.
—A ese Roger Cly —dijo Cruncher con expresi6n ta-
citurna y hermética—, glo metisteis vos mismo en
l’‘ataud, amigo mio?
—Si; yomismolometi.
—Pues ¢quién lo sacé, entonces?
Barsad se echo para atras en el asiento y tartamu-
deo:
—~Qué queréis decir?
—Muy sencillo, que el cadaver de Roger Cly no es-
taba en l’ataud. jNo estaba! jY apostaria la cabeza a
que no estuvo en jamas de la vida!
El espia miro a los dos caballeros, en tanto que ellos
a su vez miraban a Jerry con un asombro indescripti-
ble.
—No me podéis negar —porfid Jerry— que’n aquel
ataud no metisteis mas que piedras y tierra. No me
vengais ahora con el cuento de qu’enterrasteis a Cly.
Fue to’ una paparrucha. Yo y otros dos lo sabemos.
—Y como lo sabéis?
—jEso qué importa, demontre! —grun6 el bueno de
Cruncher-. jPues no hace anos ni na’ que os las tenia
juras por habérsela jugao de pufio a unos honrados
comerciantes, que fue to’ una vergiienza! ;Vamos,
que os echaria mano al cuello y os ahogaria por media
guinea!
Sydney Carton, que, lo mismo que Lorry, no salfa
del estupor ante el inesperado giro que habia tomado
el asunto, rog6 a Cruncher que moderara los impul-
sos y se explicase mejor.

478
—Otro dia lo haré, sefior -contesté él, evasivo-.
Ahora no es momento a propésito pa’ explicaciones.
Lo que yo digo y redigo es que él sabe de sobra que
ese fulano Cly no estuvo nunca en I’atatid. Como re-
pita que si, aunque no sea mas que con una silaba, o
me le trinco el cuello y le ahogo por media guinea
(Cruncher insistid aqui en su ofrecimiento, que sin
duda le parecia muy generoso), o salgo pa’fuera y le
denuncio.
—jCaramba! En todo esto veo una cosa muy clara
—dijo Carton—. Aqui tengo otro triunfo, senor Barsad.
Seria imposible, en un Paris tan soliviantado como
éste, donde todo el mundo sospecha de todo el mun-
do, que sobrevivierais a la denuncia cuando se hicie-
ra publico que estdais en relacidn con otro espia de los
aristocratas de iguales antecedentes que vos mismo,
envuelto ademas en la misteriosa circunstancia de ha-
ber fingido su propia muerte y enterramiento para
resucitar bonitamente después. Conspiraci6n en las
carceles de unos extranjeros contra la Republica. jMe-
nuda carta es ésta! jUna carta de guillotina segura!
(Jugais?
—jNo! —contest6 el espia—. Abandono la partida.
Confieso que éramos tan impopulares entre la canalla
villanesca que yo solo pude escapar de Inglaterra con
peligro de que me tiraran al agua, que le falt6 un pelo,
y Cly se vio tan acosado y sin saber dénde meterse que
no habria salvado el pellejo si no hubiera recurrido a
esa supercheria. Aunque lo que no me explico de nin-
guna manera es cOmo puede saberlo este hombre.
—No os calentéis mas los cascos por este hombre —re-
plic6é Cruncher con desdén-. Buen lio tenéis ya con es-
tar a lo que os propone este caballero. ;Y otra vez os lo
479
repito! —Cruncher no pudo reprimir el deseo de hacer
un nuevo alarde de su liberalidad—. jNo sé c6mo no os
echo mano al cuello y os estrangulo por media guinea!
La oveja de las carceles se volvid entonces hacia
Sydney Carton y dijo:
—Bien, de acuerdo, vos gandais. Tengo que entrar de
guardia en seguida y no puedo retrasarme. Me habiais
hablado de una proposicion, ¢de qué se trata? Os ad-
vierto que seria inutil pedirme demasiado. Silo que me
pedis es algo relacionado con mi empleo y que ponga
mi cabeza en mayor peligro, preferiré confiar mi vida
a los azares de una negativa antes que a los de un con-
sentimiento. Esa es la alternativa. Habéis hablado de
desesperaciOn. Todos vivimos aqui desesperados. jNo
lo olvidéis! No olvidéis que si quisiera podria denun-
ciaros, y a fuerza de juramentos y declaraciones podria
hacer ver lo blanco negro, y lo mismo pueden hacer
otros. Conque decidme, ¢qué deseais de mi?
—Muy poca cosa. ¢Sois carcelero en la Conserjeria?
—De una vez por todas os lo digo, una fuga es abso-
lutamente imposible —dijo con firme resolucion el es-
pia.
—cY por qué tenéis que venirme con eso, que yo no
os he pedido? ¢Sois carcelero en la Conserjeria?
—Algunas veces.
—¢Podéis estar de servicio a la hora que os plazca?
—Puedo entrar y salir cuando quiera.
Sydney Carton volvi6 a llenar la copita de conic, la
derram6 despacio sobre el fuego y no aparté los ojos
de ella hasta que hubo caido la ultima gota de licor.
Entonces se levanto y dijo:
—Hasta ahora hemos hablado en presencia de estos
dos testigos, pues convenia que los méritos de la parti-

480
da de cartas no quedaran s6lo entre vos y yo.
Pero
ahora acompafiadme a este otro cuarto porque tene-
mos que hablar un momento a solas.
9. Hecho el juego

Mientras Sydney Carton y la oveja de las carceles ha-


blaban en la oscura habitacidn contigua, en voz tan baja
que no se ofa absolutamente nada, Lorry miraba a Jerry
con enormes dudas y desconfianza. Y no era mucha, en
verdad, la confianza que podia inspirar a nadie el modo
en que el honrado comerciante recibia la inquisitiva mi-
rada: se apoyaba tan pronto sobre un pie como sobre el
otro y con tanta frecuencia como si tuviera cincuenta
piernas y quisiera probarlas todas una tras otra; se exa-
minaba las unas con atenci6n minuciosa, sin el menor
motivo para ello, y cada vez que los ojos de Lorry se en-
contraban con los suyos le daba una tosecita muy parti-
cular y se tapaba la boca con la mano, achaque este que
raras veces denota una perfecta franqueza de caracter.
—Jerry —dijo el anciano-, venid aca.
Cruncher se le acerc6 de costado, con un hombro
por delante, a la descubierta.
—{Qué otra ocupacion habéis tenido, ademas de la
de recadero?
Después de un momento de cavilaci6n, acompania-
da de una atenta mirada a su jefe, Cruncher concibi6
la luminosa idea de contestar:
—Labores agricolas.
—Abrigo muy fundados recelos —dijo Lorry amena-
zandole colérico con el dedo— de que habéis venido

482
utilizando a la respetable banca Tellson como tapade-
ra mientras os dedicabais a una actividad delictiva y
de caracter infame. Si es asi, no contéis con mi amis-
tad ni mi protecci6n cuando volvamos a Inglaterra. Ni
tampoco esperéis que os guarde el secreto. Jamas con-
sentiré que se le enganie a Tellson.
—Yo espero, senor —rog6 el avergonzado Cruncher-,
que un caballero como vos, al que he tenido I’ honor
de servir como recadero tantos afios que m’ han sali-
do canas en el oficio, lo pensara dos veces antes de
perjudicarme, aun en caso que fuese... no digo que
sea, sino que fuese. Y hay que fijarse bien que, aun asi
y todo, no seria ésa la Unica cara del asunto. Todas las
cosas tien’ dos caras. Ahora mismo hay médicos doto-
res que s’embolsan sus buenas guineas donde un hon-
rado comerciante no se lleva siquiera unos ochavos...
équé digo ochavos? ;Quia!, ni medios ochavos... ;Pero
como medios ochavos...!, ni cuartos de ochavo...
mientras que ellos meten su capitalito en Tellson y
cada vez que salen o entran en sus coches miran de
soslayo, con sus ojos de matasanos, al comerciante
que esta en la calle, jy si te he visto no m’ acuerdo!
jPues también eso es enganar a Tellson me digo yo!
Porque 0 todos semos inocentes o todos culpables. Y
luego esta también la sehora Cruncher, venga a arro-
dillarse y a rezar, 0 al menos eso hacia en tiempos, en
nuestra querida Inglaterra, y lo hara manana si llega
el caso, venga a arrodillarse y a rezar contra el negocio
de su marido, que era la ruina, lo que se dice la rui-
na... En cambio las mujeres de los médicos dotores no
andan asi, siempre de rodillas por el suelo... jno hay
cuidao!, o si lo hacen, es en favor de que haya mas
clientes, gy como puede haber I’uno sin I’otro? Ade-

483
mas, qué me decis de los de pompas funebres, los cu-
ras de las parroquias, los sacristanes, los vigilantes de
cementerios? Todos unos avarientos que viven del
mismo negocio, mientras que un hombre honrado no
se lleva... no se llevaria ni las migajas, suponiendo que
se dedicara a eso, claro. Y con la pizca que ganara, se-
for Lorry, no tendria ni pa’salir de pobre; de bien poco
le serviria. Y él dejaria el oficio con mucho gusto, si
encontrara otro modo de ganarse un penique, vaya si
lo dejaria... en el suponer de que alguna vez se hubie-
ra dedicao a eso, naturalmente.
—jUf! -exclam6 Lorry, que no obstante parecia ha-
berse sosegado un poco-. Me da asco miraros a la
cara.
—Lo que yo humildemente os queria pedir, senor
—prosigui6 Cruncher-, es que aun en el suponer de
que fuese... que no es que lo sea...
—No mintais —le atajé el anciano.
—No; no voy a mentiros, senor —repuso Cruncher,
como si la mentira fuese algo muy ajeno a sus inten-
ciones y a sus habitos—. Y con eso no quiero decir que
sea cierto que... S6lo que humildemente queria pedi-
ros una cosa, senor. Y es que miréis que alld, en aquel
taburete a la puerta del banco, se sienta mi hijo, criao
y educao pa’ ser hombre de provecho, y él se encarga-
ra de haceros tos’ los recaos y mandaos y lo que ten-
gais a bien disponer, sea lo que quiera. Y si fuese ver-
da lo que sospechais, que ya digo que no lo afirmo,
porque no quiero mentiros, consentir al menos que
mi hijo ocupe el puesto de su padre y cuide de su ma-
dre. No carguéis la mano sobre el padre de ese chico,
os lo ruego, sefor, y no impidais que vaya a trabajar
con el azadon a la luz del dia, pa’ expiar to’ lo que hai-

484
ga cavao a escondidas por la noche, un suponer que
asi fuese, y que con la mejor volunta pueda ganar ma-
nana el pan pa’ su casa. Eso, sefior Lorry —dijo Crun-
cher, enjugandose la frente con el brazo, como un sig-
no de que habia llegado al epilogo del discurso-, es lo
que queria pediros con todo respeto, senor. Cuando
un hombre ve los horrores que se ven hoy en Paris,
tanto cortar y cortar y cortar cabezas, termina por po-
nerse a pensar en la vida muy en serio. Y por eso me
tomo la liberta de recordaros también, senor, que aun-
que hubiera sido todo como vos pensais, hace un mo-
mento me levanté y hablé en favor de una causa jus-
ta, cuando podia haberme callao, conque os suplico
que tengais eso en cuenta, senor.
—-Eso por lo menos si que es verdad —dijo Lorry-.
Asi que mas vale que os calléis y no digais una palabra
mas por ahora. Todavia puede suceder que siga siendo
vuestro amigo, si hacéis méritos para ello y demostrais
vuestro arrepentimiento con hechos y no solo con pa-
labras. No quiero oir mas palabras.
Cruncher se llev6 la mano a la frente en un gesto
de acatamiento y de saludo, y en ese mismo momen-
to salieron del cuarto contiguo Sydney Carton y el es-
pia.
—Adios, senor Barsad —dijo el primero-. Con este
acuerdo a que hemos llegado, os repito que no tenéis
nada que temer de mi.
Se senté en un sill6n junto al fuego, enfrente de
Lorry. Una vez a solas, el anciano le pregunt6 qué ha-
bia hecho.
—Poca cosa. En caso de que al preso se le ponga mal
el asunto, he conseguido que se me consienta hacerle
una Visita.
Lorry parecié defraudado.
—-No he podido conseguir mas —dijo Carton—. De
haberle pedido demasiado hubiera puesto su cabeza
en peligro y, como él mismo dijo, nada peor podia su-
cederle en caso de que le denunciara. Sin duda era ése
el punto débil de la cuesti6n. No tiene remedio.
—Pero en caso de que le condenen —dijo Lorry-,
una visita no le salvara ni le servira de nada.
-Yo no he asegurado tal cosa.
Lorry volvio la vista lentamente hacia el fuego. El
carifo que profesaba a Lucie y el tremendo desenga-
no que le habia causado aquel segundo arresto iban
dando al traste poco a poco con sus esperanzas y sus
fuerzas. Ya era muy viejo, abrumado Uultimamente por
tantas angustias y zozobras, y no pudo evitar que se le
saltaran las lagrimas.
—Sois un buen hombre y un amigo verdadero —dijo
Carton con voz turbada por la emoci6n—. Perdonad-
me que haya notado vuestra congoja. No habria podi-
do ver llorar a mi padre y continuar sentado indife-
rente. Y no podria afectarme mas vuestra afliccion si
fuera vuestro hijo. Pero estdis libre de esa desgracia.
Aunque estas ultimas palabras las pronuncié con
un asomo de aquella peculiar ironia que le caracteri-
zaba, advertiase en ellas un sentimiento sincero y un
protundo respeto, de suerte que Lorry, que no habia
visto nunca el lado bueno de su caracter, se qued6
muy sorprendido. Le tendid la mano y Carton se la
estrecho afectuosamente.
-Y volviendo ahora al pobre Darnay —dijo Sydney-,
no habléis a su esposa de esta entrevista ni del acuer-
do a que hemos llegado. No le permitirfa a ella entrar
a verle. Y, caso de ir mal las cosas, podria pensar que

486
se habia tramado para facilitarle los medios de antici-
parse a la ejecucion.
Lorry no habia pensado en eso, y ech6 una rapida
mirada a Carton, en un intento de descubrir si era eso
lo que se proponia en realidad. Parecia ser que sf. Car-
ton le devolvi6 la mirada, y evidentemente lo com-
prendio.
—Podria figurarse mil cosas —dijo Carton-, y cual-
quiera de ellas no haria mas que aumentar su aflic-
cidn. No le habléis de mi. Como ya os dije al llegar,
conviene que yo no la vea. Sin necesidad de ello, haré
en favor suyo lo poco que esté en mi mano, si se me
presenta ocasion. Ahora os encaminais a su lado, su-
pongo. Esta noche debe de estar tremendamente de-
solada, la pobre.
—Si, voy ahora mismo para su casa.
—Me alegro mucho. Ella os quiere entranablemen-
te y confia en vos. ¢C6mo se encuentra?
—Llena de zozobra y amargura, pero muy hermosa.
—jAh!
Fue aquélla una exclamacion prolongada, dolori-
da, como un suspiro, 0 casi como un sollozo. Lorry
fij6 los ojos en el rostro de Carton, que estaba miran-
do el fuego. Y le pareci6 ver una luz, 0 una sombra
(no habria podido el anciano precisar bien) que cruzé
por aquel semblante con la rapidez de una nube por
una ladera en un dia de fuerte viento y de sol claro.
Carton empujo entonces con el pie un leno encendi-
do que se habia caido de entre los demas, devolvién-
dolo a su sitio. Vestia redingote blanco y calzaba botas
altas también blancas, a la moda de la €poca, y el res-
plandor de las llamas, al reflejarse en aquellas superfi-
cies claras, acentuaba por contraste la palidez de su

487
rostro, encuadrado por el largo cabello castano que
caia suelto y con desalifio. Su indiferencia respecto al
fuego era tan notoria que Lorry no tuvo mas remedio
que llamarle la atenciOn: atin tenia la bota sobre las
brasas desprendidas del lefio ardiendo que habia em-
pujado antes y que sin darse cuenta habia desmenu-
zado con el pie.
—Lo habia olvidado —repuso Carton.
De nuevo los ojos de Lorry sintiéronse atraidos por
aquel rostro de rasgos naturalmente hermosos, aun-
que marchitos, y cuya expresion le record6 vivamen-
te la de los rostros de los presos, tan reciente en su
memoria.
—~Habéis cumplido ya la misi6n que os trajo aqui,
senor? —pregunt6 Carton, volviéndose hacia él.
—Si. Como os decia anoche, cuando Lucie se pre-
sent6 de un modo tan inesperado, por fin he hecho
cuanto me era posible hacer aqui. Esperaba haber de-
jado a nuestros amigos a salvo, antes de marcharse de
Paris. Tengo ya el salvoconducto en regla y me dispo-
nia a ponerme en camino.
Quedaron ambos en silencio.
—Tenéis una larga vida que recordar, ¢no es cierto,
senor?
—He cumplido setenta y ocho anos.
-Y habéis sido util toda vuestra vida; siempre ocu-
pado en algo, con tes6n y firmeza, gozando de la con-
fianza, el respeto y la admiracion de todos...
—Me he dedicado a los negocios desde la juventud,
casi podria decir que desde que atin era un muchacho.
-Y ya veis la posicidn que ocupais a los setenta y
ocho anos. ;jCudnta gente os echard de menos cuando
abandonéis vuestro puesto!

488
—Soy un viejo solterén y vivo solo -respondi6 Lo-
rry meneando la cabeza-. Nadie llorara por mi.
.-jComo podéis decir eso! ¢Creéis que ella no va a
lloraros, ni su hijita?
—Si, si, ;gracias a Dios! Hablaba sin pensar en lo que
decia.
—Pues es algo por lo que bien pueden darse gracias
a Dios, gno os parece?
—jDesde luego, desde luego!
—Si, en vez de eso, os dijeseis esta noche en el fon-
do de vuestro corazon solitario: «No he conquistado
el carino, la estimacion, el reconocimiento 0 el respe-
to de ningun ser en el mundo; no me he ganado la
ternura de ninguna mirada; no he hecho nada de
bueno ni de util por lo que pueda recordarseme», ¢no
pesarian sobre vos vuestros setenta y ocho anos como
otras tantas maldiciones?
—Decis verdad, senor Carton; creo que seria asi.
Sydney volvid los ojos de nuevo hacia el fuego y,
tras unos momentos de silencio, dijo:
—Quisiera preguntaros una cosa: ¢Os parece muy
lejana vuestra infancia? ¢Os parecen muy remotos los
dias en que os sentabais sobre las rodillas de vuestra
madre?
—Veinte afios atras os habria dicho que si —contest6
Lorry, respondiendo a los tiernos recuerdos que su in-
terlocutor evocaba—. Pero ahora, en esta época actual
de mi vida, puedo aseguraros que no. A medida que
me acerco mas y mas al final, es como si se cerrara un
circulo, y me siento cada vez mas cerca del comienzo.
Lo cual afortunadamente me da la impresiOn de que
también allana y prepara mi camino. Mi corazon sue-
le conmoverse ahora con un sinfin de recuerdos que
489
llevaban muchos anos dormidos. Recuerdo a mi ma-
dre, joven y bonita (jy yo tan viejo!), y me asaltan
muchas ideas y evocaciones de los dias en que el mun-
do no era para m{ tan real como ahora, y aun no tenia
conciencia cabal de mis yerros.
—;Comprendo muy bien ese sentimiento! —excla-
mo Carton, muy ruborizado-. ,Y os parece mejorar
con ello?
—Espero que si.
En este punto dio Carton por terminada la conver-
sacidn, levantandose para ayudar al anciano a poner-
se el abrigo.
—Pero vos —dijo Lorry, volviendo al tema-— sois jo-
ven.
—Si -repuso Carton-, no soy viejo, pero mi juven-
tud no es de las que conducen a nadie a la vejez. Pron-
to voy a dejar este mundo.
-Y yo, por supuesto —contest6 Lorry-. ¢ Vais a salir?
—Os acompanaré hasta la puerta de su casa. Ya co-
nocéis mis costumbres erraticas y bohemias. Si me
paso las horas callejeando sin volver para acostarme,
no os inquietéis por mi; por la mafiana me veréis apa-
recer tan fresco. ¢Iréis manana al Tribunal?
—Si, por desgracia.
-También yo estaré alli, confundido con el ptblico.
Ya me encontrara mi espia un sitio. Apoyaos en mi
brazo, senor.
Asi lo hizo Lorry, y ambos bajaron la escalera y sa-
lieron a la calle. En pocos minutos llegaron al punto
de destino de Lorry. Carton le dejo alli, pero aguard6 a
corta distancia, y una vez que se hubo cerrado la puer-
ta se acercé de nuevo y la toc6. Estaba enterado de
que ella iba a la carcel todos los dias.

490
—Saldria por aqui —-dijo, mirando a su alrededor-.
Luego torceria para este lado, y con frecuencia habra
pisado estos mismos adoquines. Voy a seguir sus pasos.
A las diez de la noche se hallaba frente a la carcel
de La Force, donde ella habia estado cientos de veces.
Un aserrador que acababa de cerrar el taller estaba
alli, tranquilo, fumandose una pipa a la puerta.
—Buenas noches, ciudadano —dijo Sydney Carton
al pasar, observando que aquel hombre le miraba in-
quisitivamente.
—Buenas noches, ciudadano.
—~Cdémo va la Republica?
—~ Quieres decir la guillotina? No va mal. Hoy, se-
senta y tres. Pronto llegaremos a los cien. Sans6n y sus
hombres se quejan a veces de que estan reventados.
jJa, ja, ja! Tiene gracia, ese Sanson. ;Menudo barbero!
—¢Sueles ir a verlo?
—¢Cuando afeita? Siempre voy. Todos los dias.
;Vaya un barbero! ¢Y tu, no le has visto trabajar?
—Nunca.
—Pues anda, anda a verle cuando tenga una buena
remesa. Figurate, ctudadano, que hoy ha afeitado a
sesenta y tres en menos de dos pipas. jEn menos de
dos pipas! ;Palabra de honor!
Y aquel hombrecillo gesticulante mostr6é la pipa
que estaba fumandose para explicar su forma de me-
dir el tiempo del verdugo. A Carton le entraron en-
tonces tales ganas de estrangularle que se alejé de alii
para no ceder al impulso irresistible.
—Pero tt no eres inglés, aunque llevas ropa inglesa,
éeh? —dijo el aserrador.
—Pues si lo soy —contest6 Carton, parandose de
nuevo y volviendo la cabeza para responder.

491
—Hablas lo mismo que cualquier francés.
—Llevo aqui muchos anos estudiando.
~jAja, un perfecto francés! Buenas noches, inglés.
—Buenas noches, ciudadano.
No se habia alejado mucho Sydney cuando se de-
tuvo en medio de la calle, a la luz incierta de un farol
y escribid algo con su lapiz en un pedacito de papel.
Luego, con el paso resuelto de quien recuerda bien el
camino, echo a andar por varias callejas oscuras y su-
cias -mucho mas sucias que de costumbre, pues aun
las vias mas céntricas no se limpiaban en aquellos
tiempos de terror-, y se detuvo ante una botica cuyo
dueno se disponia a cerrar en aquel mismo instante.
Era una botica pequena, lobrega, siniestra, en un ca-
llej6n empinado y tortuoso, y el que la atendia era
igualmente un hombre pequeno, tortuoso y siniestro.
Dio también a este ciudadano las buenas noches y
puso sobre el mostrador el papel que habia escrito.
—jCaspita! -exclam6 el boticario al leerlo, con un
leve silbido-. jJi, ji, ji!
Sydney Carton no hizo caso, y el boticario pregunt6:
—¢Es para vos, ciudadano?
—Para mi.
—( Cuidaréis de tener separados estos polvos, ciuda-
dano? ¢Conocéis las consecuencias de su mezcla?
—Perfectamente.
El boticario hizo unos paquetitos y se los entreg6.
Carton se los guard6 uno tras otro en el bolsillo del cha-
leco, conto el dinero, pag6 y sali6 de la botica sin prisas.
-Ya no tengo nada mas que hacer hasta mafiana —dijo,
mirando a la luna—. Y no me es posible dormir.
El tono con que pronuncié estas palabras en voz
alta bajo las nubes que cruzaban raudas por el cielo no

492
era el habitual en él, negligente y apatico, ni tampoco
expresaba desafio. Era el tono resuelto de un hombre
cansado que habia ido errante por la vida, que habia
luchado y se habia perdido, sin encontrar el camino,
pero que al fin habia dado con él y veia su final.
Mucho tiempo atras, cuando se le conocia entre
sus primeros competidores como un joven de brillan-
te porvenir, habia acompanado a su padre a la sepul-
tura. Su madre habia muerto pocos afios antes. Y
aquellas palabras solemnes que se leyeron ante la
tumba de su padre le volvian a la memoria mientras
deambulaba por las oscuras calles parisienses, entre
tupidas sombras, bajo el alto firmamento surcado por
las nubes y la luna. «Yo soy la resurreccion y la vida,
dijo el Senor. Quien crea en Mi, aunque haya muerto,
vivira; y quien viva y crea en Mi, no morira jamas.»
En una ciudad dominada por la guillotina, solo en
medio de la noche, con la natural aflicci6n cada vez
que pensaba en los sesenta y tres infelices ajusticiados
esa misma manana, y en las victimas del dia siguiente
que aguardaban la hora fatal en los calabozos, y en las
de dias sucesivos, le habria sido facil encontrar la ca-
dena de asociaciones mentales que le hacia sacar
aquellas palabras del fondo de la memoria como el
ancla oxidada de un viejo navio de las profundidades
del océano. No la buscé, pero fue repitiéndose las pa-
labras sagradas mientras caminaba en la sombra.
Con un solemne interés por las ventanas ilumina-
das de las viviendas cuyos moradores se retiraban a
descansar, olvidados durante unas horas de las atroci-
dades que les rodeaban; por las torres de las iglesias
donde ya no rezaba nadie, pues largos anos de impos-
tura, pillaje y licencia de los sacerdotes habian moti-
493
vado la impiedad y la aversi6n popular; por los ce-
menterios lejanos, reservados, como estaba inscrito en
el frontispicio de sus puertas, al Descanso Eterno; por
las carceles Ilenas a rebosar; por las calles que veian
pasar a los condenados en las carretas, sesenta 0 mas
cada dia, hacia una muerte que habia llegado a pare-
cer tan comun y trivial que jamas la actividad de la
guillotina habia inspirado en el pueblo ninguna histo-
ria de aparecidos; con un interés solemne, en fin, por
toda la vida y la muerte de la ciudad que se disponia,
durante el breve lapso de la noche, a poner tregua a
su furor, Sydney Carton volvi6 a cruzar el Sena y se
adentr6 por calles mejor iluminadas.
Se veian pocos coches, pues los que iban en coche
se exponian a pasar por sospechosos, y las personas de
calidad escondian la cabeza bajo un gorro colorado,
calzaban zapatones burdos y andaban a pie. Pero los
teatros estaban todos llenos, y al paso de Sydney se
desbordaba la alegre muchedumbre de espectadores y
regresaba parloteando a casa. Ante la puerta de un tea-
tro, una chiquilla y su madre buscaban el lugar con
menos barro para cruzar la calle. Sydney tom6 a la
nina en brazos y la pas6 al otro lado, y antes que ella
hubiese retirado el brazo que timidamente le habia
echado al cuello, le pidid que le diera un beso.
«Yo soy la resurreccién y la vida, dijo el Senior.
Quien crea en Mi, aunque haya muerto, vivird; y
quien viva y crea en Mi, no morira jamas.»
Ahora que las calles estaban silenciosas y transcu-
rria lenta la noche, las palabras sagradas resonaban en
el aire y en el eco de sus pasos. Perfectamente sereno y
sosegado, a veces se las repetia en voz baja al compas de
la marcha; pero aunque él no las dijera, las ofa siempre.

494
Tocd la noche a su fin; estaba él acodado en un
puente oyendo chapotear el agua en los muros ribere-
nos de la Isla de Paris, donde la pintoresca amalgama
de las casas y la catedral resplandecia a la luz de la luna,
cuando apunto el nuevo dia desapacible y frio como el
rostro de un muerto que se asomase al cielo. Luego la
noche, con la luna y las estrellas, palideci6 y muri6
también y, por unos instantes, fue como si la creaci6n
entera hubiera sido entregada al dominio de la Muerte.
Pero cuando sali6 el sol en su gloria, Sydney Car-
ton tuvo la impresiOn de que aquellas palabras que
habia sentido pesar en él toda la noche iban a impri-
mirse en su corazon, calidas y discretas, con los largos
y resplandecientes rayos del astro del dia. Y contem-
plando los fulgores, no sin protegerse reverentemen-
te los ojos con la mano, crey6 vislumbrar como un
puente de luz tendido en el aire entre el sol y él, mien-
tras abajo centelleaba el rio.
La fuerte corriente, tan rapida, honda y segura, era
como un amigo intimo en el silencio apacible de la
manana, y fue siguiendo el curso de las aguas, lejos de
las casas, hasta que, envuelto por la luz y la tibieza del
sol, se qued6 dormido en la orilla. Cuando se despert6
y se puso en pie de nuevo atin se demoro unos ins-
tantes contemplando un remolino que daba vueltas y
vueltas sin ningun fin aparente hasta que la corriente
lo absorbio para arrastrarlo hacia el mar. «;Como yo!»
Aparecio ante sus ojos un carguero; con la vela de un
palido color de hoja muerta, se desliz6 frente a él y des-
apareci6. Mientras se iba borrando la silenciosa estela
en el agua, la plegaria que brot6 de su coraz6n suplican-
do el perd6n de todos sus extravios y culpas terminaba
con estas palabras: «Yo soy la resurrecci6n y la vida».

495
Cuando llegé a casa en busca de Lorry, éste habia
salido ya, y no era dificil adivinar adénde se habia di-
rigido el buen anciano. Sydney Carton tom6 por todo
desayuno un poco de café con pan y, después de la-
varse y mudarse para borrar en lo posible el estrago
de la noche, se encaminé a la sala donde habia de ce-
lebrarse el juicio.
La sala era ya todo bullicio y alboroto cuando la
oveja —de quien muchos apartabanse temerosos— le
hizo sitio en un rincén oscuro, entre la muchedum-
bre. Aili estaban ya Lorry y el doctor Manette. Y tam-
bién la vio a ella, sentada junto al padre.
Cuando hicieron comparecer a Darnay, ella le diri-
gid una mirada tan alentadora, tan llena de amor y de
admiraci6n y compasiva ternura, al par que tan ani-
mosa y esperanzada respecto a su suerte, que no pudo
él evitar que la sangre joven e impetuosa se le subiese
a las mejillas; se le aviv6 la mirada y recobr6 los ani-
mos su corazon. Y si algun ojo hubiera podido obser-
var la influencia de la mirada de Lucie en Sydney Car-
ton, habria visto que era exactamente la misma.
En aquel inicuo tribunal apenas se conocia el pro-
cedimiento juridico que asegura a todo acusado el ele-
mental derecho a ser oido. No habria existido nunca
una revoluci6n como aquélla si antes no se hubiera
abusado tan monstruosamente de todas las leyes, pro-
cedimientos y ceremonias que la vindicacién suicida
de los revolucionarios habria de tirar por la borda to-
dos los formalismos.
Todos los ojos habianse vuelto hacia el jurado: los
mismos patriotas resueltos y buenos republicanos de
ayer y de anteayer, de manana y de pasado mafiana.
Entre ellos haciase notar un individuo de expresion

496
vehemente, como dominado por un hambre insacia-
ble que le hacia llevarse continuamente los dedos a la
boca, cosa que parecia contentar no poco a los espec-
tadores. Este individuo sanguinario con cara de canf-
bal no era otro que Jacques Tercero, del barrio de
Saint Antoine. Y en general todo el jurado tenia el as-
pecto de una trailla de perros nombrados expresa-
mente para juzgar a los venados.
Luego todos los ojos se volvieron hacia los cinco
jueces y el acusador publico. Tampoco por ese lado
podia apreciarse esa mafiana la menor inclinacion a la
piedad para con los reos; mas bien dominaba en ellos,
como de costumbre, el tenaz empeno de condenar y
de matar. Después, todos los ojos buscaron otras mira-
das en la multitud, y chispeaban al encontrarlos, ex-
presando su beneplacito; y cada cual hacia gestos
aprobatorios a su vecino de fijar la atenci6n definiti-
vamente en el tribunal.
Charles Evrémonde, por otro nombre Darnay.
Puesto en libertad la vispera. Acusado de nuevo y
vuelto a detener también la vispera. Anoche se le no-
tific6 su procesamiento. Es un sospechoso y se le ha
denunciado como enemigo de la Republica, arist6cra-
ta, miembro de una familia de tiranos, de una raza
proscrita, porque cuantos la componian emplearon
siempre los abolidos privilegios para perpetrar la mas
infame opresion del pueblo. Charles Evrémonde, por
otro nombre Darnay, en virtud de tal proscripcidn, es
un hombre legalmente muerto.
En esas pocas palabras, 0 quizad en menos, podia
resumirse la acusacién del fiscal.
Pregunté el presidente si al acusado se le habia de-
nunciado abiertamente o en secreto.

497
—Sin ningun secreto, presidente.
—<Y quién lo ha denunciado?
~Tres personas. Ernest Defarge, tabernero de Saint
Antoine.
—Bien.
—Thérése Defarge, su esposa.
—Bien.
—Alexandre Manette, médico.
Este ultimo nombre promovio en la sala una grita
ensordecedora, y en medio del alboroto se vio al doc-
tor Manette levantarse de su asiento, todo tembloroso
y palido como un cadaver.
—jPresidente! —clam6-. Protesto, indignado, ante
vos, porque sin duda alguna se trata de una falsifica-
cidn y de un fraude. Como sabéis, el acusado es el ma-
rido de mi hija. Y tanto ella como las personas a quie-
nes ama me importan mucho mas que mi propia vida.
éQuién es y donde esta ese impostor, ese falso patriota
que se atreve a afirmar que yo he denunciado al espo-
so de mi hija?
—Calmate, ciudadano Manette. Si dejas de someter-
te a la autoridad del Tribunal, ti mismo te pondras fue-
ra de la ley. Y en cuanto a lo que debe ser para ti mas
caro que la vida misma, para todo buen ciudadano nin-
guna Otra cosa puede serlo mas que la Republica.
Esta amonestaciOn fue acogida con grandes acla-
maciones. El presidente agit6 la campaniila y con
marcada vehemencia prosigui6:
—Si la Republica te pidiera el sacrificio de tu misma
hija, tu deber seria sacrificarla. Conque presta atenci6n
a lo que viene ahora. Y entretanto, ;guarda silencio!
Volvieron a resonar frenéticas aclamaciones. El
doctor Manette se sent6, mirando a su alrededor, tem-

498
blorosos los labios. Su hija se le acercé y se estreché
mas junto a él. En el jurado, el de la cara de hambre se
frot6 las manos y luego volvi6 a llevarse los dedos a la
boca, como de costumbre.
Llamaron a declarar a Defarge en cuanto hubo en
la sala silencio suficiente para que se le oyera, y con
breves palabras refiri6 la historia del encarcelamien-
to del doctor cuando él era tan s6lo un mozo a su ser-
vicio. Conté lo referente a su puesta en libertad y el
estado en que el preso se encontraba cuando se lo
entregaron para que lo cuidase. Siguid un sucinto in-
terrogatorio, porque el tribunal actuaba con la mayor
rapidez:
—Prestaste buen servicio en la toma de la Bastilla,
ciudadano?
—Creo que Si.
En ese momento, una mujer entre el publico grit6
muy excitada:
—Fuiste alli uno de los mejores patriotas. ¢Por qué
no decirlo? Eras artillero, y estabas entre los primeros
que entraron en la maldita fortaleza cuando cay6. jPa-
triotas, estoy diciendo la verdad!
Era la Venganza, quien, con la aprobacion entu-
siasta del auditorio, contribuia de ese modo a la sus-
tanciacion del juicio. El presidente agit6 su campani-
lla; pero la Venganza, alentada por la grey, chilld:
—jMe importa un rabano esa campanilla!
Lo cual merecio también las mas rabiosas aclama-
ciones.
-Informa al tribunal de lo que hiciste aquel dia
dentro de la Bastilla, ctudadano.
—Estaba enterado —dijo Defarge, sin quitar ojo a su
mujer, que, sentada al pie de las gradas donde él habia
499
subido, le miraba a su vez con la mayor atenci6n-, es-
taba enterado de que el preso de quien hablo habia sido
encerrado en un calabozo conocido por Ciento Cinco,
Torre del Norte. Lo sabia por él mismo. El desdichado
no recordaba su propio nombre y no empleaba mas re-
ferencia personal que ésa, Ciento Cinco Torre del Nor-
te, cuando, ya bajo mi custodia, se entretenia haciendo
zapatos. Y ese dia, mientras disparaba mi cafhon, me
propuse registrar el calabozo indicado una vez que hu-
biese caido en nuestras manos la fortaleza. Cae por fin,
y voy para alla inmediatamente acompanado por un
ciudadano que hoy forma parte del jurado. Nos guiaba
un carcelero. Examino aquel calabozo con la mayor
atencion y, en un hueco de la chimenea, donde habia
sido removida una piedra y puesta luego de nuevo en
un sitio, encuentro unos papeles escritos. Son estos que
aqui veis. Me he tomado el trabajo de compararlos
con algunas muestras de la letra del doctor Manette, y
ésta es su letra sin duda alguna. Confio pues en ma-
nos del presidente estos papeles escritos del puno y le-
tra del doctor Manette.
—Que se lean.
En medio de un silencio y una calma absolutos, fue
leido el escrito en voz alta. Entretanto, el reo a quien
se juzgaba miraba con carifo a su esposa, y ésta sdlo
apartaba de él los ojos para mirar con solicitud a su
padre. El doctor Manette tenia la vista clavada en el
lector. Madame Defarge no apartaba la suya un sdlo
instante del acusado. Defarge la miraba a ella: sabia
que lo estaba pasando en grande. Y todos los demas
ojos de la sala observaban atentamente al doctor, que
no veia a nadie. El manuscrito decia lo siguiente.
(10. El origen de la sombra

«Yo, Alexandre Manette, médico infortunado, nacido


en Beauvais y residente luego en Paris, escribo este
penoso documento en mi triste calabozo de la Bastilla,
durante el mes postrero del afio 1767. Lo escribo fur-
tivamente, a intervalos y con toda clase de dificulta-
des. Pienso esconderlo en el muro de la chimenea,
donde, con gran lentitud y trabajo, he hecho un escon-
drijo a proposito. Quiza lo encuentre ahi una mano
piadosa cuando yo y todas mis penas no seamos mas
que polvo.
»Trazo estas palabras con un punzon oxidado, mo-
jandolo con mil dificultades en una tinta improvisada
con hollin y carbon de la chimenea mezclados con san-
gre, cuando corre el ultimo mes del décimo ano de mi
cautiverio. Me ha abandonado la esperanza por com-
pleto. Por los terribles avisos que vengo notando en mi
mismo, sé que no tardaré en perder la razon, pero de-
claro solemnemente que en estos momentos estoy en
posesion de mis facultades normales, que mi memoria
es clara y exacta, y que escribo la verdad, tanto si estos
papeles han de ser leidos por los hombres como si no,
tal y como cumple a quien ha de responder ante el Jui-
cio eterno por éstas sus tltimas palabras.
»Cierta noche de luna, con nubes en el cielo, en la
tercera semana de diciembre (creo que era el dia 22)

501
del afio 1757, paseaba yo por un apartado paraje de
los muelles del Sena, con animo de respirar los aires
frios y puros, a una hora de distancia de mi domicilio
en la calle de la Facultad de Medicina, cuando me dio
alcance un carruaje conducido a mucha velocidad.
Me aparté a un lado para dejarle paso, temeroso de
que me atropellara, y al pasar junto a mi, una cabeza
se asomo por la ventanilla y una voz orden6 al coche-
ro que parase.
»E] carruaje se detuvo tan pronto como el cochero
consiguié frenar al caballo, y aquella misma voz me
llam6 por mi nombre. Yo contesté. El coche me habia
tomado tanta delantera que los dos caballeros que en
él viajaban tuvieron tiempo de abrir la portezuela y
apearse antes de que yo llegara a su lado. Observé que
iban envueltos en sendas capas y daban muestras de
querer ocultarse. Viéndolos a los dos juntos, en pie
junto a la portezuela del vehiculo, pude observar tam-
bién que ambos parecian aproximadamente de la mis-
ma edad que yo, 0 algo mas jévenes. Los dos eran
muy semejantes en el porte, la estatura, la voz y (has-
ta donde me era posible apreciar) también en las fac-
ciones de su rostro.
»—¢Sois el doctor Manette? —pregunté uno.
»—Si, el mismo.
»—El doctor Manette, natural de Beauvais —dijo el
otro-, el joven médico, en un principio experto ciru-
jano, que en estos dos Ultimos anos se ha creado una
reputaciOn cada vez mayor en Paris?
»—-Senores —respondi-, soy ese doctor Manette de
quien hablais de forma tan lisonjera.
»—Hemos estado en vuestro domicilio —dijo el pri-
mero-, y al no tener la buena fortuna de hallaros en

502
él pero si de ser informados de que probablemente
andabais paseando en esta direccién, hemos seguido
con la esperanza de alcanzaros. ;Queréis hacernos la
merced de subir al coche?
»Actuaban ambos con un tono imperioso, y se ha-
bian situado de forma que yo quedase acorralado en-
tre ellos y la portezuela del carruaje. Los dos iban ar-
mados, y yo no.
»—Senores —dije—, perdonadme; pero acostumbro a
inquirir quién me hace el honor de solicitar mis servi-
clos y cual es la naturaleza del mal que he de curar.
»A esto contest6 el que habia hablado el segundo:
»—Doctor, vuestros clientes son personas de cali-
dad. En cuanto a la naturaleza del mal, tenemos bas-
tante confianza en vuestro saber para estar bien segu-
ros de que vos mismo la sabréis determinar mejor de
lo que nosotros acertariamos a describirosla. Conque
basta ya. ¢Queréis hacernos la merced de subir al co-
che?
»No tuve mas remedio que obedecer, y entré en el
coche sin rechistar. Subieron ellos detras de mf, el ul-
timo de un salto, tras haber recogido el estribo. El ca-
rruaje dio la vuelta y se puso en marcha a la misma
velocidad que antes.
»Repito esta conversaciOn textualmente, sin quitar
ni poner una sola palabra, y describo los hechos exac-
tamente como se desarrollaron, procurando no des-
viarme un apice de mi recuerdo. Donde hago las se-
fiales que vienen a continuacién quiere decir que
interrumpo momentaneamente esta escritura y guar-
do el papel en su escondrijo.
»El coche iba dejando atrds calles y calles, traspuso
la barrera del Norte y sigui6 por la carretera. A unos
dos tercios de legua de la barrera —no calculé la distan-
cia entonces, sino en otra ocasiOn posterior-, nos des-
viamos de la carretera principal y al poco rato paraba-
mos delante de una casa solitaria. Nos apeamos los
tres y echamos a andar por la vereda blanda y hume-
da de un jardin, donde una descuidada fuente habiase
desbordado, hasta la puerta misma de la mansién. No
se abrié ésta de inmediato, en respuesta al tirén de la
campanilla, y uno de mis acompanantes golpe6 en el
rostro, con el recio guante de montar, al hombre que
sali a abrirla.
»No habia en aquel acto nada que pudiera JJamar-
me especialmente la atencién, pues estaba acostum-
brado a ver a las gentes del pueblo sufrir palos y gol-
pes mas a menudo que los propios perros. Pero el
segundo de mis acompanantes, no menos airado, gol-
peo al hombre de igual manera con el brazo. El aspec-
to y el‘comportamiento de los hermanos fueron en-
tonces tan idénticos que por primera vez me di cuenta
de que eran gemelos.
»Desde el momento en que nos apeamos ante la
puerta de la verja (que hallamos cerrada con Ilave y
que uno de los hermanos abri6 para darnos paso y vol-
vid a cerrar de igual modo después), habia venido yo
escuchando unos gritos procedentes de una estancia
superior. Me llevaron directamente a ese aposento —au-
mentaba la intensidad de los gritos mientras subfamos
por la escalera— y en él encontré a una enferma con fie-
bre y delirio, acostada en un lecho.
»Era la paciente una mujer de notable hermosura,
y joven, pues no contaria mucho mas de veinte anos.

504
Tenia el cabello en violento desorden, y los brazos ata-
dos a los costados por medio de bandas y pafiuelos.
Observé que estas ligaduras procedian todas del guar-
darropa de un gentilhombre. En una de ellas, que era
una especie de chalina de gala con flecos, pude ver un
escudo nobiliario y la inicial E.
»Esto lo adverti cuando aun no Ilevaba ni un minu-
to delante de la enferma, pues, en sus continuos force-
jeos, se habia vuelto ésta boca abajo, al borde mismo de
la cama, se habia metido en la boca la punta de aquella
chalina y estaba en peligro de morir asfixiada. Mi pri-
mera intervenciOn consistid, pues, en sacarle aquello
de la boca, y al hacerlo me Ilam6 la atencién el bordado
que aparecia en una esquina de dicha prenda.
»Di la vuelta con mucha suavidad a la enferma, le
puse las manos en el pecho para apaciguarla e inmo-
vilizarla, y entonces examiné su rostro. Tenia los ojos
desorbitados, y proferia chillidos continuos, estent6-
reos, repitiendo estas palabras: “;Mi marido, mi padre,
mi hermano!”; luego contaba hasta doce y decia:
“‘Chiton!”. Y asi una y otra vez, sin la menor varia-
cidn en el orden ni en el tono, ni mas descanso que las
naturales pausas entre palabra y palabra.
»—¢Cudnto tiempo lleva asi? —pregunté.
»Para distinguir a los dos hermanos los Ilamaré el
mayor y el menor, entendiendo como mayor el que pa-
recia ejercer mas autoridad. Fue éste el que contest6:
»—Desde anoche a estas horas.
»-¢Y tiene marido, padre y un hermano?
»-Tiene un hermano.
»-gY no es con ese hermano con quien hablo?
»-No —me respondio con tono de profundo despre-
cio.
»-gTiene alguna asociacién reciente con el nume-
ro doce?
»-Con las doce -respondi6 a esto, impaciente, el
hermano menor.
»-Ahora podréis ver, senores —dije, sin retirar las
manos del pecho de la enferma-, lo inutil que es aqui
mi presencia, de la forma en que me habéis traido. De
haber sabido a lo que venia, podria haber venido de-
bidamente provisto. De esta manera hay que perder
tiempo. No pueden obtenerse medicamentos en este
lugar solitario.
»El mayor lanz6 una mirada al menor, que dijo
con acento altanero:
»-Ahi tenemos un cofrecillo con medicinas —y lo
sacoé de un armario y lo puso encima de la mesa.

»Destapé algunos frascos, los oli y me llevé los ta-


pones a los labios. Si hubiera precisado de otra cosa
que no fueran narcoticos, que de por si eran venenos,
no habria empleado ninguno de aquellos remedios.
»—¢Os parecen sospechosos? —inquirié el hermano
menor.
»-Ya veis, senor, que voy a hacer uso de ellos —res-
pondi laconicamente.
»Con mucha dificultad, y al cabo de enormes es-
fuerzos, consegui que la enferma ingiriese la dosis que
deseaba hacerle tomar. Como me proponia repetir la
medicaciOn pasado un rato, y necesitaba comprobar
el efecto, me senté a la cabecera de la cama. Habia al
cuidado de la enferma una mujer timida y asustada
(esposa del hombre a quien habiamos visto abajo) que

506
se habia retirado a un rinc6n. La casa era himeda,
con aspecto de abandono, mobiliario corriente y sin
pretensiones, y era evidente que acababan de ocupar-
la y que solo la utilizaban de cuando en cuando. De-
lante de las ventanas habian clavado unas gruesas y
viejas cortinas para amortiguar el ruido de los gritos.
Estos seguian sucediéndose con regularidad, lo mismo
que las exclamaciones “jMi marido, mi padre, mi her-
mano!”, y la cuenta hasta doce y los “jChit6n!”. Tan
violenta era su furia, que no habia desatado yo las li-
gaduras que le sujetaban los brazos, pero las habia re-
visado con mucho cuidado para impedir que la hirie-
sen. El Unico destello alentador en aquel trance fue
que la mano que yo apoyaba en el pecho de la pacien-
te parecia ejercer una considerable influencia tranqui-
lizadora sobre la desdichada, calmando durante algu-
nos minutos su agitacidn. Pero no tenia el menor
efecto sobre los gritos, los cuales se sucedian con una
regularidad que ningun reloj hubiera igualado.
»Quiza porque mi mano producia ese efecto, su-
pongo yo, habiame sentado en el borde de la cama
por espacio de media hora, observado en todo mo-
mento por los dos hermanos, hasta que el mayor dijo:
»—Hay otro paciente.
»—¢Pero es de gravedad? —pregunté sobresaltado.
»—Mas vale que vengais a verlo —-repuso él con tono
indiferente, y cogié una luz.

» Yacia el otro paciente en un aposento interior, pa-


sada una segunda escalera: una especie de desvan si-
tuado sobre una cuadra, cubierto en parte por un te-
507
cho bajo enlucido y en parte por la armaz6n misma
del tejado con sus vigas. En ese lado habia paja y heno
hacinados, lefia y un montén de manzanas arropadas
en arena. Tuve que atravesar entre todo esto para lle-
gar adonde estaba el enfermo. Lo recuerdo todo con
perfecta fidelidad y detalle, y al cabo de casi diez anos
de cautiverio lo veo en mi calabozo de la Bastilla tan
clara y distintamente como lo vi aquella noche.
» Sobre una parva de heno, en el suelo y con la ca-
beza apoyada en una almohada, yacia un campesino
joven y apuesto que no contaria mas de diecisiete
anos. Estaba tendido de espaldas, con los dientes apre-
tados, crispada la mano derecha sobre el pecho y los
iracundos ojos fijos en lo alto. No pude ver dénde te-
nia la herida, cuando me arrodillé a su lado; pero no
tardé en advertir que estaba a punto de fallecer de una
herida de arma blanca.
»-Soy médico, hijo mio —dije-. Permiteme que vea
tu herida.
»-No quiero —contest6—. Dejadme en paz.
»Con la mano ocultaba la herida del pecho y, sua-
vemente, procuré que me permitiera examinarla. Tra-
tabase, en efecto, de una estocada recibida unas vein-
te o veinticuatro horas antes, pero no habria sido
posible salvarle aunque se le hubiese asistido inme-
diatamente después de sufrirla. Aquel muchacho se
estaba muriendo. Y cuando volvi los ojos hacia el ma-
yor de los hermanos vi que también él miraba al
apuesto mozo cuya vida estaba extinguiéndose, pero
su expresiOn era mas bien la de quien ve expirar a un
pajaro herido, a una liebre o a un conejo; no a un ser
humano como él.
»-¢~COmo ha ocurrido eso, senor? —inquiri.
508
»—jEs un perro villano que esta loco! ;Un siervo!
Obligo a mi hermano a desenvainar contra él y cay6
herido por su espada, lo mismo que un gentilhombre.
»No habia en sus palabras el menor vislumbre de
piedad, de lastima ni arrepentimiento, Le contrariaba,
al parecer, que aquel individuo de clase distinta mu-
riese alli, y pensaba sin duda que mas habria valido
que acabara su vida conforme a la oscura rutina ca-
racteristica de semejante chusma. Parecia totalmente
incapaz del menor sentimiento compasivo por el mu-
chacho y por su suerte.
»Los ojos de éste habianse dirigido lentamente ha-
cia él] mientras hablaba, y luego, muy despacio, se fija-
ron en mi.
»—Estos nobles son muy orgullosos, doctor; pero
nosotros, perros villanos, también tenemos nuestro
orgullo, a veces. Nos quitan lo que es nuestro, nos
afrentan, nos apalean, nos matan; pero atin nos que-
da una miaja de amor propio, a veces... Ella... gla ha-
béis visto, doctor?
» Desde alli podian oirse los gritos y clamores, aun-
que apagados por la distancia. El] moribundo aludia a
ello como si la joven se hallara en presencia nuestra.
»—Si; la he visto —contesté.
»-Es mi hermana, doctor. Ya hace anos que estos
nobles ejercen el vergonzoso derecho de ofender la
virtud y el pudor de nuestras hermanas; pero también
hemos tenido buenas muchachas entre nosotros. Lo
sé, y se lo he oido decir a mi padre. Mi hermana era
una buena chica, y estaba prometida a un mozo bue-
no y honrado también. Un colono de ese hombre que
esta ahi. Aqui todos éramos colonos suyos. El otro es
su hermano, el peor de una mala ralea.

509
»El desventurado tenia que esforzarse enorme-
mente para hablar, que le resultaba sobremanera difi-
cultoso; pero lo hacia con tono patético y firme reso-
lucién.
»—Nos vefamos despojados y robados por ese hom-
bre que esta ahi de pie, lo que siempre les pasa a pe-
rros villanos como nosotros, victimas de esos seres su-
periores. Nos obligaba a pagar tributos sin misericordia,
a trabajar para él sin salario alguno, a moler nuestro
grano en su molino, a alimentar a sus aves de corral
con nuestras miseras cosechas, mientras que nos esta-
ba prohibido, con pena de la vida, tener una sola galli-
na de nuestra propiedad; en fin, nos saqueaban y ro-
baban hasta el punto de que si por acaso teniamos
alguna vez un pedacito de carne que llevarnos a la
boca, habiamos de comerlo temerosos, con la puerta
atrancada y los postigos cerrados, para que ninguno
de sus esbirros nos viera y nos lo quitara. Si, ya digo,
nos expoliaban y perseguian de tal manera, y nos for-
zaban a vivir tan miserablemente, que nuestro propio
padre lleg6 a decirnos que era un crimen tremendo
traer un hijo a este mundo, y que debiamos pedir al
cielo que concediese la esterilidad a nuestras mujeres
hasta que nuestra misera raza desapareciera de este
mundo.
»Era la primera vez en mi vida que veia estallar el
sentimiento de la opresién con tal intensidad, igual
que un incendio. Sin duda habia supuesto que dicho
sentimiento estaba de alguna manera latente en el
pueblo; pero nunca lo habia visto estallar hasta ese
dia, en aquel muchacho moribundo.
»-No obstante mi hermana se caso, doctor. Mi cu-
nado, el pobre, estaba entonces enfermo, pero ella se

51
caso con él para cuidarle y consolarle en nuestra caba-
na... nuestra perrera, como la llamaria ese hombre.
No llevaba casada muchas semanas cuando el herma-
no de ese individuo la vio, se encapriché de ella y pi-
dié a mi cunado que se la prestara... ;Qué importa el
honor de los maridos entre nosotros! El parecia dis-
puesto a consentir, pero mi hermana era buena y vir-
tuosa, y odiaba a ese hombre tanto como yo. ¢ Qué hi-
cieron entonces los dos hermanos, para persuadir al
marido de que utilizara su influencia sobre ella y la
convenciera?
»Los ojos del muchacho, que habian permanecido
fijos en los mios, volviéronse lentamente hacia los del
noble, y en la expresion de éste y de su hermano pude
ver confirmada la veracidad de lo que el moribundo
decia. Aun aqui, en esta Bastilla, me parece estar vien-
do la confrontaci6n de aquellas dos formas distintas de
orgullo: la del caballero, todo indiferencia y desdén; la
del aldeano, puro sentimiento escarnecido y deseo
apasionado de venganza.
»-Ya sabéis, doctor, que entre los derechos de estos
nobles se cuenta el de engancharnos a sus carros, como
perros villanos que somos, y utilizarnos igual que bes-
tias de tiro. Asi pues, pusieron a mi cunado los arreos y
le hicieron tirar de un carro. También sabréis que otro
de sus derechos consiste en hacernos pasar las noches
en vela, en sus haciendas, para que hagamos callar a
las ranas a fin de que no perturben su noble sueno.
Conque le tuvieron al sereno por las noches, con unas
nieblas terribles y malsanas, y por el dia le mandaban
volver a tirar del carro. Pero no lograron persuadirlo.
{De ninguna manera! Hasta que un dia, al quitarle los
arreos a las doce para que comiese, si es que podia en-
1]
contrar algo que comer, el infeliz solloz6 doce veces,
una por cada campanada del reloj a mediodia, y murio
sobre el regazo de su amada.
» Ningun recurso humano habria podido prolongar
la vida del joven moribundo fuera de aquel resuelto
empeno de dar plena cuenta de su agravio. Luchaba
con fuerza sobrehumana por rechazar las sombras de
la muerte, lo mismo que por mantener la crispada
mano derecha cerrada sobre la herida.
»-Entonces, con el consentimiento de ese hombre
y aun ayudado por él, el hermano se llev6 a la des-
venturada. Pese a lo que yo sé que ella debioé de decir
a ese malvado (y no tardaréis, doctor, en saber de lo
que se trata), él se la llev6 para divertirse un rato y
holgarse con ella. Yo la vi pasar por mi lado en el ca-
mino. Cuando llevé las tristes noticias a casa, a mi pa-
dre se le destroz6 el coraz6n; pero apreto los dientes y
no lleg6 a pronunciar ni una sola de las palabras que
le oprimian. Llevé a mi hermana menor (porque ten-
go otra) a un sitio lejos del alcance de ese hombre,
donde, por lo menos, nunca sera su vasalla. Luego
volvi en busca del seductor, y anoche mismo entré en
la casa por una ventana y espada en mano, jun perro
despreciable como yo! ¢Doénde esta la ventana del
desvan? ¢No caia por aqui?
»El recinto se iba oscurecendo a su mirada, y el
mundo se estrechaba cada vez mas en torno suyo.
Eché un vistazo a mi alrededor y pude apreciar que la
paja y el heno estaban pisoteados, como si se hubiera
sostenido alli una lucha.
»-Ella me sintio llegar y corrid a mi encuentro. Le
dije que no se acercara a nosotros hasta que aquel
hombre hubiera muerto. Entonces aparecié él y lo
512
primero que se le ocurrié fue arrojarme unas mone-
das; luego me peg con un Ilatigo. Pero yo, aunque
perro villano, le abofeteé para obligarle a desenvainar
la espada. Ya puede romper en todos los pedazos que
quiera la espada que tuvo que manchar con mi sangre
plebeya; la sacé para defenderse... me acometi6 con
toda la destreza caballeresca para salvar su pellejo.
»Pocos momentos antes habia reparado yo en los
fragmentos de una espada rota que habia por el suelo,
entre la paja y el heno. Era una espada de gentilhom-
bre, mientras que en otro sitio yacia una espada vieja
que, por su aspecto, debia de haber pertenecido a un
soldado.
»—Ahora, levantadme, doctor; levantadme. ;D6n-
de esta él?
»—No esta aqui —repuse, incorporando al mucha-
cho y figurandome que se referfa al hermano.
»—Con todo el orgullo que se gastan esos nobles, le
da miedo mirarme. ¢Y el hombre que hace un mo-
mento estaba ahi? Volvedme el rostro hacia él.
» Asi lo hice, sosteniéndole la cabeza sobre mi rodi-
lla, pero él, reanimado al pronto por un vigor extraor-
dinario, se puso enteramente de pie, obligandome a
levantarme también, pues de lo contrario no habria
podido sostenerle.
»-Marqués —dijo el muchacho, mirandole con los
ojos muy abiertos y la mano derecha levantada-, cuan-
do llegue el dia en que habréis de responder de estas
cosas, os emplazo a vos y a todos los vuestros, hasta el
ultimo vastago de vuestro malvado linaje, para que rin-
dais cuentas de lo que habéis hecho. Trazo sobre vos
esta cruz de sangre como senal de lo que digo. Cuando
llegue el dia de responder por todas estas cosas, empla-

51
zo también a vuestro hermano, el peor de vuestra mala
ralea, para que rinda cuentas por separado. Trazo esta
cruz de sangre sobre él como senal de que no hablo en
vano.
»Por dos veces se llev6 la mano a la herida del pe-
cho y, con el indice, traz6 sendas cruces en el aire. Se
quedo un instante con el dedo levantado y, al bajarlo,
todo su cuerpo se abatid, y yo lo tendi sobre !a paja,
porque habia muerto.
»Cuando volvi a la cabecera de la joven, la encon-
tré presa del mismo delirio que antes, con igual preci-
sion y regularidad. Ni un solo instante se aminoraba
la estridencia de sus gritos ni se modificaba el orden y
claridad de las palabras. Sabia yo que aquello podia
durar muchas horas atin y que probablemente acaba-
ria en el silencio de la sepultura.
»Repeti la misma medicacion de antes y permanect
sentado a su cabecera hasta muy entrada la noche. Los
gritos, siempre violentos y estentoreos, se sucedian in-
variablemente en el mismo orden: “jMi marido, mi pa-
dre, mi hermano! Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-
te, ocho, nueve, diez, once, doce. jChiton!”.
»Y asi continu6 por espacio de veintiséis horas des-
de que la vi por vez primera. Habiame ausentado en-
tretanto dos veces, y estaba sentado de nuevo junto a
su cabecera, cuando empez6 a desfallecerle la voz. Hice
lo poco que estaba a mi alcance para asistirla en oca-
sidn tan critica, y lentamente fue sumiéndose en un le-
targo hasta quedar al fin como muerta.
»Era como cuando amainan el viento y la Iluvia
después de una larga y terrible tempestad. Le desaté
los brazos y llamé a la mujer para que me ayudase a
colocarla bien en la cama y arreglarle la ropa, que ha-

51
bia hecho jirones. Fue entonces cuando me di cuenta
de que la desdichada estaba encinta, y perdi las pocas
esperanzas de salvarla que me quedaban.
»—¢Ha muerto? —pregunto el marqués, a quien se-
guiré llamando el hermano mayor y que acababa de
entrar en el aposento calzando botas de montar.
»-No; no ha muerto —repuse-. Pero no tardara en
morir.
»—j Qué fortaleza hay en estos cuerpos plebeyos! -ex-
clam6, contemplandola con curiosidad.
»-En lo que hay una fuerza prodigiosa —le contes-
té— es en la pena y la desesperaciOn.
» Al pronto se ech6 a reir, pero cuando capt6 el sen-
tido de mis palabras frunci6é el entrecejo. Arrim6 una
silla con el pie, ordeno a la mujer que saliera y, to-
mando asiento a mi lado, en voz baja me dijo:
»—Doctor, viendo a mi hermano en dificultades con
estos palurdos, le recomendé que solicitara vuestros
servicios. Gozais de muy buena reputaci6n y, como
joven llamado a hacer fortuna, es muy probable que
tengdis en cuenta vuestros intereses. Lo que habéis
visto aqui no debe ser referido a nadie.
»Escuchaba yo la respiracion de la paciente, con lo
que me excusé de contestar.
»—¢Me hacéis el honor de oirme, doctor?
»—Senior —dije—, en mi profesion siempre se reciben
de modo confidencial las comunicaciones de nuestros
pacientes.
»Fui cauteloso en mi respuesta porque me tenia ya
muy preocupado cuanto habia visto y oido.
»Era ya tan dificil percibir la respiracion de la en-
ferma que, con mucho cuidado, le tomé el pulso y
ausculté el latir de su corazon. Aun vivia; eso era todo.

51
Al volver a mi asiento, pude observar que los dos her-
manos tenian los ojos clavados en mi.

»Escribo con tantas dificultades, y el frio es tan in-


tenso, sin contar el miedo a que me descubran y me
encierren en un calabozo subterraneo donde !a oscu-
ridad es total, que no tengo mas remedio que abreviar
este relato. No hay fallo alguno ni confusi6n en mi
memoria; podria recordar y referir hasta la ultima de
las palabras que nos cruzamos los dos hermanos y yo.
»La infeliz vivid todavia una semana. En los ultimos
momentos, consegui entender algunas palabras que
me dirigia, silaba por silaba, acercando el oido a sus la-
bios. Me pregunt6 dénde estaba y se lo expliqué; quiso
saber quién era yo, y le informé sobre mi persona. Fue
en vano que inquiriera por su nombre y apellido, por-
que movid débilmente la cabeza sobre la almohada y
guardo el secreto tal como habia hecho el muchacho.
»No tuve oportunidad de hacerle ninguna pregun-
ta hasta haber comunicado a los hermanos que estaba
perdiendo rapidamente sus ultimas fuerzas y no po-
dria vivir un dia mas. Hasta entonces, y aunque ella
nunca tuvo conciencia de que hubiese alli mas perso-
nas que la mujer que la cuidaba y yo mismo, uno u
otro de los dos hermanos habiase mantenido siempre
de guardia, celosamente sentado tras la cortina de la
cabecera del lecho cuando yo estaba alli. Pero al ha-
cerse inminente el desenlace, parecieron desenten-
derse, como si ya no les importara lo que entre ella y
yo pudiésemos hablar; como si -se me ocurrié pen-
sar— me estuviese muriendo yo también.

5]
» Siempre observé que el orgullo de ambos parecia
lastimado sobre todo por el hecho de que el hermano
menor (como le llamo) hubiera cruzado su espada
con la de un villano, que era ademas un chiquillo. La
unica consideracion que al parecer afectaba a los dos
era que aquello resultaba deshonroso en sumo grado
para la familia, y ridiculo por anadidura. Tantas veces
como sorprendi la mirada del hermano menor, su ex-
presion me hizo comprender la gran antipatia que yo
le inspiraba, sin duda por estar enterado de lo sucedi-
do merced al relato del muchacho. Se portaba conmi-
go con mas amabilidad y cortesia que el mayor, pero
no obstante adverti muy bien lo que acabo de resenar.
Y también adverti que mi persona resultaba no menos
inoportuna a los ojos del hermano mayor.
»Mi paciente murio a las diez de la noche, hora
que, segun mi reloj, coincidia casi exactamente con la
de la primera vez que la vi. Hallabame a solas con ella
cuando su cabeza joven y abandonada se abatié sua-
vemente hacia un lado, y alli acabaron todas sus pe-
nas y agravios en este mundo.
»Los dos hermanos esperaban en un aposento de
la planta baja, impacientes por marcharse. Desde la
cabecera de la moribunda les habia oido golpearse con
los latigos las canas de las botas de montar o pasear
desazonados de un lado para otro.
»-¢Ha muerto por fin? -pregunt6 el mayor cuando
me vio entrar.
»—Ha muerto -respondi.
»—Te felicito, hermano —dijo volviéndose hacia él.
»Anteriormente me habia ofrecido dinero, pero yo
le dia entender que lo aceptaria mas tarde. Ahora puso
en mis manos un rollo de monedas de oro. Yo lo tomé

Biles
y acto seguido lo dejé sobre una mesa. Considerado el
asunto, habfa resuelto no aceptar retribucion alguna.
»—Os ruego que me excuséis —dije—. Dadas las cir-
cunstancias, no puedo aceptarlo.
»Cambiaron entre ellos una mirada, pero me salu-
daron con una inclinacion de cabeza, respondiendo a
igual saludo por mi parte, y nos separamos sin mediar
una sola palabra mas.

» Estoy cansado, cansado, completamenteexhaus-


to y muerto de desconsuelo. Ni siquiera soy capazz de
leer lo que he escrito con esta mano macilenta.
»A primera hora de la manana siguiente dejaron a
la puerta de mi casa aquel rollo de monedas de oro,
dentro de un estuche en cuyo exterior estaba escrito
mi nombre. Desde el primer momento habia conside-
rado con inquietud cé6mo deberia proceder en con-
ciencia respecto al suceso referido, y aquel mismo dia
opté por escribir confidencialmente al ministro, expo-
niendo la indole de los dos casos para los que me ha-
bian requerido e indicandole asimismo el lugar adon-
de me condujeron. Asi lo hice, en efecto, sin omitir
ningun detalle. Conocia yo bien las influencias de la
Corte y las inmunidades de que gozaban los nobles,
por lo que no esperaba volver a oir mas de aquel asun-
to; pero queria, no obstante, aliviar mi conciencia.
Guardé el mas profundo secreto sobre el particular,
con mi mujer inclusive, y esto también lo hice constar
en la carta. No temfa personalmente ningtin peligro,
pero entendia que tal vez lo hubiese para otros en
caso de que conocieran el asunto como yo.

Ol
»Estuve muy ocupado ese dia, y no habia podido
concluir mi carta al llegar la noche. A la mafiana si-
guiente madrugué mucho mas que de costumbre con
el proposito de acabarla. Era el dia de fin de afio. Tenia
la carta delante de mi, ya terminada, cuando me pasa-
ron recado de que una dama deseaba verme.

»Hace tanto frio, esta tan oscuro, tengo las faculta-


des tan entorpecidas y es tan terrible el abatimiento
‘que me aflige que cada dia me resulta mas penoso dar
cima a esta tarea de escribir que me he impuesto.
»Aquella dama era joven, atractiva y hermosa,
pero en su fisonomia llevaba el sello de la enferme-
dad y de la muerte. Mostrabase muy agitada. Me dijo
que era la esposa del marqués de Saint-Evrémonde.
Relacioné ese titulo con el que el muchacho habia
dado al hermano mayor y también con la inicial bor-
dada en la chalina, y llegué sin dificultad a la conclu-
sion de que habia visto muy recientemente a aquel
noble.
»Mi memoria sigue siendo puntual, pero no me es
posible transcribir nuestra conversaci6n palabra por
palabra. Tengo la impresién de que me vigilan mas es-
trechamente que antes, y no puedo saber en qué mo-
mentos me observan. Ella habia sospechado en parte,
y habia descubierto también parcialmente, los princi-
pales hechos de aquella cruel historia, la participacion
de su esposo en ella y mi intervencién en la misma.
No sabia que la muchacha habia muerto, y habia con-
cebido la esperanza, me dijo muy afligida, de ir a mos-
trarle secretamente su comprension y afecto de mujer

51
a mujer. Deseaba conjurar las iras del cielo y apartar-
las de una casa que desde hacia ya mucho tiempo se
habia hecho aborrecible y causado sufrimientos a infi-
nidad de seres humanos.
»Tenfa razones para creer que an vivia una herma-
na menor de la victima y manifest6 los mas vehemen-
tes deseos de hacer algo por ella. Yo sdlo pude decirle
que, en efecto, esa hermana existia; aparte de eso, no
sabia nada mas. Le habia movido a ir a verme, confian-
do en mi reserva, la esperanza y el deseo de que yo pu-
diera revelarle el nombre y paradero de la muchacha.
Sin embargo, hasta la fecha no he llegado a saber ni
una cosa ni otra.
»Van faltandome ya hasta estos trozos de papel en
que escribo. Ayer me quitaron uno y me amenazaron.
Tengo que terminar hoy mismo mi relato.
»Era una dama buena y compasiva, y nada feliz en
su matrimonio. ;C6mo iba a serlo! El cufiado la trata-
ba con desafecto y desconfianza, y hacia cuanto le era
posible por contrarrestar su influencia en el marido;
temiale ella extraordinariamente, y también tenia
miedo a su esposo. Cuando la acompané hasta la
puerta para despedirla, observé que en el coche habia
ull nino de dos 0 tres anos, muy guapo.
»—Por él, doctor —dijo la dama senalandole con los
ojos llenos de lagrimas-, haria cuanto estuviese a mi al-
cance para reparar y compensar estos crimnenes. De
otro modo, este hijo mio va a ser muy desdichado. Ten-
go el presentimiento de que si no se propicia alguna
forma de expiacién, algtin dia tendra que pagar por ello
este pobre inocente. Y todo lo que poseo (muy poca
cosa en realidad, aparte del valor de unas cuantas jo-
yas) se lo dejaré a él para que lo haga llegar, junto con

520
la compasion y la pena de su madre muerta, a esa fami-
lia agraviada, caso de que pueda hallarse el paradero de
la hermana menor.
»Beso al nino y, acaricidndolo, afadid:
»—Sera por tu propio bien, hijo mfo. gCumpliras
este deseo, mi pequeno Charles?
»Y el nino contesté muy gallardamente:
»—j Si!
»Besé yo la mano de la madre, y ella tomé al nifio
en los brazos y le colm6 de caricias mientras el coche
se alejaba. No la volvi a ver en mi vida.
»Aunque habia mencionado el nombre de su ma-
rido, figurandose que ya le conocia, no anadi en mi
carta referencia alguna al mismo. La sellé y, no atre-
viéndome a confiarla en manos ajenas, la llevé perso-
nalmente y sin dilaci6n a su destino.
»Esa noche, la ultima del ano, hacia las nueve Ila-
m6 a mi puerta un hombre vestido de negro, pregunt6
por mi y siguio sigilosamente a mi criado Ernest Defar-
ge, mozo de pocos anos, hasta el piso principal de la
casa. Cuando mi criado entr6 en la sala donde me ha-
llaba en compania de mi esposa —jOh, esposa mia,
amada de mi corazon! jHermosa inglesita mia!—, vimos
al hombre, que debiera haber esperado en la puerta,
parado en silencio tras él.
»Se trataba de un caso urgente en la rue Saint-Ho-
noré, dijo. Y anadid que tenia un coche esperando
para no hacerme perder tiempo inutilmente.
»Me trajo aqui, a mi tumba. En cuanto estuve a
cierta distancia de mi casa, me pusieron una mordaza y
me ataron los brazos. Los dos hermanos salieron de un
rinc6n oscuro, cruzaron la calle y me identificaron con
un solo gesto. El marqués sacé del bolsillo la carta que

neal
yo habia escrito, me la ensefid, la quem6 en la llama de
un farol que llevaban y que alguien sostuvo en alto a
tal efecto, y deshizo las pavesas con el pie. Nadie pro-
nuncié una sola palabra. Y me trajeron aqui, a esta es-
pecie de sepultura en vida.
»Si Dios! hubiese querido infundir en el duro cora-
zon de cualquiera de ambos hermanos, en todos estos
aciagos anos, la idea de facilitarme alguna noticia de mi
adorada esposa —dandome a entender al menos si aun
vivia 0 si ya habia muerto- tal vez habria pensado que
El no los habia abandonado por completo. Pero aho-
ra creo que aquella cruz de sangre fatidicamente traza-
da sobre ellos equivalia a su condenacion inexorable,
a que ya nunca mas habian de gozar de la misericor-
dia divina. Y a ellos dos, asi como a sus descendientes,
hasta el ultimo vastago de su linaje, yo, Alexandre Ma-
nette, preso desventurado, en esta noche postrera de
1767, en mi larga agonia insoportable, los denuncio
para cuando lleguen los tiempos de responder por to-
das estas cosas. Y los denuncio ante el cielo y ante la
tierra.»
Concluida la lectura de este documento se promo-
vid en la sala un tumulto espantoso. Un clamor de
violenta sed e incontenible deseo que venia a articu-
larse en una sola expresiOn inteligible: «jSangre!». El

1. Este ultimo parrafo esta adaptado de la carta de un preso, en-


contrada en la toma de la Bastilla y citada por Carlyle: «Si para mi
consuelo Monseigneur me concediera, por el amor de Dios y la
Santisima Trinidad, que pudiera tener noticias de mi amada espo-
sa, aunque solo se tratara de su nombre escrito en una tarjeta,
para demostrar que esta viva... Seria el mayor consuelo que pu-
diera recibir y siempre mds bendecirfa la generosidad de Monseig-
neur.» El prisionero se llamaba Quéret-Démery.

522,
relato avivaba las mas enconadas pasiones de vengan-
za de aquellos dias. Y no habia una sola cabeza en la
nacion que no hubiera cafdo ante tal exigencia.
Innecesario es decir, a la vista de aquel tribunal y
de aquel auditorio, por qué los Defarge no habian he-
cho publico aquel documento con los demas trofeos
capturados en la Bastilla y exhibidos en procesi6n por
las calles, guardandolo en espera del momento opor-
tuno. Tampoco es necesario precisar que aquel exe-
crado apellido nobiliario habia sido objeto hacia ya
tiempo de los anatemas de Saint Antoine y estaba re-
gistrado en la fatidica calceta de madame Defarge. Ja-
mas holl6 la tierra el hombre cuyas virtudes y servi-
cios hubieran podido valerle, después de tal denuncia,
en aquel dia y lugar.
Y aun agravaba las cosas para el condenado la cir-
cunstancia de que el denunciante fuera un ciudadano
bien conocido, su mejor y mas fiel amigo y el padre de su
esposa. Una de las mas vehementes aspiraciones de la
grey revolucionaria consistia en imitar las discutibles
virtudes publicas de la antigiiedad, asi como los sacri-
ficios y las inmolaciones ante el altar del pueblo. Por
lo tanto, cuando el presidente dijo (pues de no hacerlo
asi se habria tambaleado su propia cabeza sobre sus hom-
bros) que el buen médico de la Republica seria mas
merecedor aun de la gratitud republicana por haber
extirpado una odiosa y criminal familia aristocratica,
y que sin duda experimentaria una satisfacci6n y una
alegria sacrosantas al convertir a su hija en viuda y a
su nieta en huérfana, cundio entre el auditorio un en-
tusiasmo furibundo, un delirante fervor patriGtico, sin
una sola voz que expresara el mas leve sentimiento de
compasion humana.
—Ese doctor tiene mucha influencia, geh? -murmu-
r6 madame Defarge, sonriendo a la Venganza-. ;Sal-
valo ahora, doctor, anda, salvalo!
A cada voto de los miembros del jurado resonaba
en la sala un rugido. Uno mas, y otro, y otro... Rugido
tras rugido.
La condena fue undnime. En el fondo de su alma,
y por ser vastago de aristécratas, el acusado era ene-
migo de la Republica, un auténtico opresor del pue-
blo. ;Debia ser trasladado de nuevo a la Conserjeria y
ejecutado antes de veinticuatro horas!
11. Creptisculo

La desventurada esposa del inocente condenado a la


guillotina se desplom6 al oir la sentencia como si aca-
bara de recibir una herida mortal. Pero no profirié
ninguna queja, y tan fuerte resono en su alma la voz
que le decia que ella, y sdlo ella, era la llamada a sos-
tenerle en la aflicci6n, y no a aumentarla, que en un
instante la reanim6, pese al golpe demoledor que aca-
baba de sufrir.
Como también los jueces tenian que tomar parte
en una manifestacion callejera, el tribunal levanto la
sesion. No habia cesado atin el estrépito y el movi-
miento presuroso de la concurrencia que desalojaba
la sala por sus diversas puertas, cuando Lucie tendié
los brazos hacia su marido y en su semblante sdlo
transparecian el amor y el deseo de consolarle.
—jOh, si pudiera tocarle! ;Cuanto daria por abrazar-
le una sola vez! jOh, buenos ciudadanos, si fuerais tan
compasivos con nosotros!
Sd6lo habia quedado en la sala un carcelero, junto
con dos de los cuatro individuos que fueron a pren-
derle la noche de la vispera. También estaba Barsad.
La gente habia salido en masa a la calle para presen-
ciar la manifestacién o tomar parte en ella. Barsad
propuso a los otros: |
—Permitidle que lo abrace; sdlo es un momento.

525
Asintieron en silencio e hicieron pasar a la joven
por encima de los asientos de la sala hasta un sitio mas
alto donde él, inclinandose sobre la barandilla, pudo
estrecharla en sus brazos.
—Adidés, esposa querida, amada de mi alma. Una
vez mas te bendigo, amor mio. jVolveremos a vernos
donde descansan eternamente los afligidos y desven-
turados de este mundo!
Tales fueron las palabras de su marido al estrechar-
la contra su pecho.
—Soportaré esta prueba con valor, mi querido Char-
les.El cielo me da fuerzas y animos para ello. No su-
fras por mi. Y ahora, bendice también a nuestra hija.
—Le mando contigo mi bendicién, y bésala también
por mi, dile adids de mi parte.
—jEsposo mio! jNo! ;Un momento! —intentaba él des-
prenderse de sus brazos—. No estaremos mucho tiempo
separados. Presiento que esta desgracia va a destrozarme
el corazOn muy pronto. Pero, mientras pueda, cumpliré
con mi deber de madre, y cuando yo la deje, Dios dara
amigos a nuestra hija lo mismo que me los dio a mi.
Habiala seguido su padre, y habria caido de rodillas
delante de ellos de no impedirselo Darnay, que lo re-
tuvo y sujet6 con una mano, exclamando:
—jNo, no! ¢Qué habéis hecho, qué habéis hecho,
para querer arrodillaros ante nosotros? Ahora sabemos
la terrible lucha que hubisteis de sostener en otro tiem-
po. Sabemos lo que sufririais al sospechar cual era mi
estirpe, y cuando lo supisteis al fin. Comprendemos la
natural antipatia que tendriais que combatir y que ven-
cer por amor a vuestra hija. Os damos las gracias con
todo nuestro corazon, podéis estar seguro de nuestra
gratitud y de nuestro carifio. Que Dios os bendiga!

526
La unica respuesta del anciano consisti6 en pasarse
las manos por el blanco cabello, retorciéndoselas a
continuacion con un grito de angustia.
-No podia haber sido de otra manera —prosiguié el
condenado-. Todas las cosas han contribuido a este
desenlace: los vanos esfuerzos que hice siempre por
cumplir la misi6n encomendada por mi madre fue la
primera causa de mi fatal acercamiento a vosotros.
Pero consolaos, y perdonadme. jDios os bendiga!
Cuando se lo llevaron, su esposa no tuvo mas re-
medio que desasirse de él, y entonces junt6é las manos
en ademan de plegaria y lo vio alejarse con una ex-
presion radiante, iluminada incluso por una sonrisa
que queria ser alentadora. Cuando él sali al fin por la
puerta destinada a los reos, Lucie se volvi6, reclin6 ca-
rinosamente la cabeza en el pecho del padre y se es-
forz6 por hablarle, pero termin6 cayendo a sus pies.
En esto, adelantandose desde el oscuro rincén del
que no se habia movido hasta entonces, se acercé
Sydney Carton y levant6 a la joven. Slo su padre y
Lorry estaban con ella. El brazo le temblaba al incor-
porarla y sostenerle la cabeza. Sin embargo, habia en
el aire de aquel hombre algo que no era solo compa-
sion, algo como un vislumbre de orgullo.
—{Queréis que la lleve a un coche? No pesa nada
para mi.
La llev6 con ligereza hasta la puerta y la deposit6
con suavidad en el interior de un coche. Su padre y su
anciano amigo tomaron asiento junto a ella y Carton
se acomod6 en el pescante junto al cochero.
Cuando llegaron a la puerta del edificio donde, no
muchas horas antes, habiase parado Sydney Carton
en la oscuridad, complaciéndose en imaginar sobre
527
cuales de aquellos desiguales adoquines del pavimen-
to habrian pisado los pies de Lucie, la tom6 nueva-
mente en los brazos y la subié a las habitaciones. Alli
la tendi6 en un sofa, y su hija y la senorita Pross se in-
clinaron Ilorosas sobre ella.
-No la hagais volver en si —dijo Carton, quedamen-
te, a la Ultima—. Esta mejor como esta. No es mas que
un desmayo, y en su situaciOn volver a la conciencia
seria peor.
—jOh, Carton, Carton, querido Carton! —-exclamo la
pequena Lucie, empindndose para echarle patéticamen-
te los brazos al cuello, en un acceso incontenible de
afliccion—. ;Ya que has venido, haras algo para ayudar a
mama, para salvar a papa! jOh, mirala, querido Carton!
TU que la quieres tanto, ;puedes soportar veria asi?
Se inclino él sobre la nina y junto la cara con una
de sus lozanas y sonrosadas mejillas. Luego la apart6
con suavidad y contemplo a la madre, que seguia sin
conocimiento.
—Antes de irme... —dijo, y tras una pausa anadidé-:
épodré besarla?
Tiempo después se recordaria que cuando se incli-
no y toco el rostro de Lucie con los labios, musit6 al-
gunas palabras. La nina estaba muy cerca de él y lo re-
feriria posteriormente. Y al cabo de los anos, ya una
hermosa y provecta dama, contaria a sus nietos que le
habia oido decir: «Una vida que amas».
Al salir a la estancia contigua, volvidse de pronto
hacia Lorry y el doctor, que le seguian, y dijo al ulti-
mo:
—Hasta ayer habéis gozado de gran influencia, doc-
tor Manette; probad a ver si aun la conservais. Esos
jueces y todos los hombres que estan en el poder pa-
528
recen mostraros mucha amistad y un gran reconoci-
miento por vuestros servicios, ¢no es as{?
~Nunca me ocultaron nada de lo relacionado con
Charles. Contaba con plenas garantias de salvarlo, y lo
salvé. —-Pronunci6 estas palabras muy conturbado y
con suma lentitud.
—Intentadlo de nuevo. Las horas que faltan hasta
manana por la tarde son escasas y breves, pero haced
la prueba por lo menos.
—Lo procuraré por todos los medios. No me daré
un momento de descanso.
—Perfectamente. No sera la primera vez que veo a una
energia como la vuestra realizar grandes cosas... aunque
nunca —anadi6, con una sonrisa y un suspiro— tan gran-
des como ésta. jPero intentadlo! Por poco que valga la
vida cuando la empleamos mal, todavia vale ese esfuer-
zo. De otro modo, no costaria nada renunciar a ella.
—Voy ahora mismo a ver al fiscal y al presidente —dijo
el doctor Manette-, y visitaré también a otros a quienes
mas vale no nombrar siquiera. Ademas voy a escribir
y... jPero ahora que recuerdo! Hay no sé qué celebra-
cion en las calles y no podré ver a nadie hasta que se
haga de noche.
-Es cierto. jBien! De todos modos se trata de una
esperanza muy remota y no se pierde mucho con
aguardar hasta la noche. Me gustaria estar al tanto de
vuestras gestiones, j|aunque no espero nada, por su-
puesto! ¢Cuando creéis que os sera posible ver a esos
temibles personajes, doctor Manette?
~A primera hora de la noche, supongo. De aqui a
un par de horas.
—Empezara a anochecer poco después de las cuatro.
Pongamos que os lleve una hora o dos. Si voy a casa de

529
Lorry a las nueve, ¢podré enterarme, por nuestro ami-
go 0 por vos mismo, de lo que hayais logrado?
—Si.
—Os deseo mucha suerte.
Lorry sigui6é a Sydney hasta la puerta del rellano y,
cuando ya se disponia a salir, le puso la mano en el
hombro y le hizo volverse.
—No tengo ninguna esperanza —dijo Lorry en voz
baja y triste.
—Yo tampoco.
—Si cualquiera de esos hombres, o todos ellos, estu-
vieran dispuestos a salvarle... lo cual es mucho suponer,
jpues qué les importa la vida de Charles ni la de nadiel...
dudo que se atreviesen a hacerlo después de las mani-
festaciones que se han visto en la sala de audiencia.
-Yo también lo dudo. En todo ese tumulto me ha
parecido oir ya el tajo de la cuchilla.
Lorry apoyo el brazo en el quicio de la puerta y re-
clin6 en él la cabeza, disimulando un sollozo.
—-No os desalentéis —dijo Carton con mucha dulzu-
ra—; no os apenéis tanto. Si he animado al doctor Ma-
nette para que haga lo que pueda ha sido pensando
que quiza algun dia le sirva de consuelo a ella. Si su
padre se cruzara de brazos, Lucie podria pensar que
«la vida de su marido fue entregada despreocupada-
mente al verdugo, sin hacer demasiado caso», y eso la
atormentaria.
—Si, si -contest6 Lorry, secandose los ojos-; tenéis
razOn. Pero el desdichado va a morir. No hay ninguna
esperanza.
—Si. Va a morir. No hay ninguna esperanza —repiti6
Carton. E iniciéd con paso resuelto el descenso de la es-
calera.
12. Tinieblas

Una vez en la calle, Sydney Carton se detuvo indeci-


so, sin saber bien adonde ir.
«En el banco Tellson a las nueve -se dijo, pensati-
vo-. ¢Sera oportuno que, entretanto, me exhiba por
ahi? Yo creo que si. Es mucho mejor que la gente se
dé cuenta de que anda por Paris un tipo como yo. Es
una buena precaucion, y tal vez una preparacion ne-
cesaria. jPero cuidado, eh, mucho cuidado! jPen-
sémoslo bien!»
Deteniendo los pasos, que habian iniciado ya un
rumbo determinado, dio una vuelta o dos por la calle,
que empezaba a poblarse de sombras, y analiz6 aquella
idea y todas sus posibles consecuencias. Qued6 confir-
mada la primera impresion. «Es mucho mejor -se repi-
tid— que la gente se dé cuenta de que anda por Paris un
tipo como yo.» Y encamin6o resueltamente sus pasos
hacia Saint Antoine.
Defarge se habia definido ese mismo dia como pro-
pietario de una taberna en el barrio de Saint Antoine.
No era dificil, para quien conociese bien la ciudad, en-
contrar la casa sin preguntar a nadie. Una vez locali-
zada, Carton salid nuevamente de aquellas estrechas
callejas, cen6 en un fig6n y luego que hubo cenado se
quedo profundamente dormido. Por vez primera en
muchos afios no habia bebido con exceso. Desde la

531
noche pasada no habia tomado mas que un poco de
vino flojo, después de haber vertido en el fuego una
copa de cofiac, en casa de Lorry, como quien ha re-
suelto no probarlo mas en su vida.
Eran las siete de la tarde cuando se despert6, ya
descansado, y salid de nuevo a la calle. Camino de
Saint Antoine, se detuvo ante un escaparate donde
habia un espejo y se arregl6 un poco la desalinada cor-
bata, se puso bien el cuello de la casaca y se atus6 la
revuelta cabellera. Luego se fue derecho a la taberna
de Defarge.
No habia en ese momento mas cliente que Jacques
Tercero, el de los dedos inquietos y la voz bronca de
pajarraco. Aquel hombre, a quien Carton habia visto
ya en el jurado, estaba bebiendo en el pequeno mos-
trador, de conversacion con los Defarge, marido y mu-
jer. La Venganza participaba en el coloquio como figu-
ra habitual del establecimiento.
Entroé Carton, tom6 asiento y (en un francés bastan-
te mediano) pidid un vasito de vino. Madame Defarge
le dirigid una mirada punto menos que indiferente,
pero poco a poco fue fijandose en él cada vez con ma-
yor atencién e interés hasta que finalmente se le acercé
y le pregunt6 qué habia pedido.
El repitid lo que ya habia dicho.
—cInglés? -inquirid madame Defarge, arqueando
curiosa las negras cejas.
Después de mirarla un tanto perplejo, como si le cos-
tara entender aquella sola palabra francesa, respondié
con el mismo y marcado acento extranjero de antes:
—Si, madame, si, ;Soy inglés!
Madame Defarge volvié al mostrador para servir el
vino, y mientras él tomaba un peridédico jacobino y
532
fingia concentrar la atenci6n en descifrar algtin parra-
fo, la oy6 decir:
—jEs el vivo retrato de Evrémonde, te lo juro!
Defarge le llev6 el vino y le dio las buenas noches.
—¢Cdémo decis?
—Buenas noches.
—jOh! Buenas noches, ciudadano —respondi6 Car-
ton, llenando el vaso—. ;Ah, buen vino! ;Brindo por la
Republica!
Defarge volvio al mostrador y dijo:
—Desde luego es verdad que se parece un poco.
A lo que replic6é madame, intransigente y seca:
—Se parece muchisimo, te digo.
—jEs que lo tienes tan metido en la cabeza, ciudada-
na...! -observ6 Jacques Tercero, con animo conciliador.
Y la Venganza, amable, anadio riendo:
—jA fe mia que si! jY disfrutas con la idea de volver
a verle manana...!
Carton leia el periddico siguiendo muy despacio los
renglones con el dedo, sumamente interesado y absor-
to a juzgar por la expresi6n de su semblante. Entretan-
to los otros, acodados sobre el mostrador y muy juntos,
hablaban en voz baja. Al cabo de unos momentos de si-
lencio, durante los cuales todas las miradas estuvieron
fijas en él sin hacerle apartar la atenci6n aparente de la
publicacion jacobina, reanudaron su platica.
—Lo que dice madame es muy cierto —observ6 Jac-
ques Tercero-. ¢Por qué detenernos? En eso tiene
muchisima razon. ¢Por qué detenernos?
—Bueno, bueno -razon6 Defarge-. Para todo tiene
que haber un limite. Lo que hay que saber es donde
esta ese limite.
—En el exterminio total —dijo madame.

319),
~;Magnifico! -grazn6é Jacques Tercero. Y también
la Venganza manifest6 una aprobacidn incondicional
y vehemente.
—E] exterminio esta bien como doctrina, mujer —dijo
Defarge, visiblemente preocupado-. En general, no ten-
go nada que alegar en contra. Pero ese doctor ha sufri-
do mucho; hoy le has visto, y habras observado su rostro
mientras se leia el documento.
—jPues claro que he observado su rostro! —repitio
madame, colérica y desdenosa-. Si; he observado el
rostro. He observado el rostro y estoy convencida de
que no es el de un verdadero amigo de la Republica.
;Conque ya puede tener mas cuidado con su rostro!
~Y también habras observado, mujer —dijo Defarge
con tono conciliatorio-, la angustia de la hija, que a él
debe de causarle una pena de las que parten el alma.
—He observado a su hija —repitid madame-; si, he
observado a su hija, y mas de una vez. La he observado
hoy y la he observado otros dias. La he observado en la
sala de audiencia y la he observado en la calle, frente a
la carcel. ;Conque permitidme que levante el dedo...!
Al parecer lo levanto (el oyente seguia sin alzar los
ojos del periddico) y lo dej6 caer con un golpe seco,
como si fuera la cuchilla, sobre el libro de cuentas que
tenia delante.
—jLa ciudadana es formidable! -grazn6 el del jurado.
—jEs un angel! —dijo la Venganza, dandole un abrazo.
-Tu -prosiguid madame, implacable, dirigiéndose a
su marido-, si de ti dependiera, que por suerte no de-
pende, salvarias la vida de ese hombre ahora mismo.
—jNo! —protest6 Defarge-. jNi aunque me bastara
con levantar este vaso para salvarle! Pero dejaria ahi
las cosas. Me detendria ahi, quiero decir.

534
—Pues 6yeme bien, Jacques —dijo madame Defarge
con furia incontenible-; y 6yeme tt también, mi po-
brecita Venganza. jOidme los dos! ;Poned atencidén!
Hace mucho tiempo que tengo a esta raza de tiranos y
opresores apuntada en mis registros, condenada a la
aniquilacion y el exterminio, por otros crimenes ade-
mas. Preguntadle a mi marido si es verdad 0 no.
—Si; es verdad —afirm6 Defarge sin esperar a que le
preguntaran.
—Al comienzo de los dias memorables, cuando cay6
la Bastilla, encontro él esos papeles que se han leido
hoy, los trajo a casa y, en plena noche, cuando cerra-
mos la taberna y se fue todo el mundo, los lefmos,
aqui mismo donde ahora estamos, a la luz del quin-
qué. Preguntadle si no es cierto.
—Si; es cierto —afirm6 Defarge.
~-Y esa noche, después de leido todo aquello y con-
sumido ya el quinqué, cuando por encima de esos
postigos y a través de esos barrotes empezaba a entrar
la claridad del dia, le dije que tenia que revelarle un
secreto. Preguntadle si no es verdad.
—Verdad es —volvi6 a asentir Defarge.
-Y se lo revelé. Me golpeé el pecho con estas manos,
como me lo golpeo ahora, y le dije: «Has de saber, De-
farge, que yo me crié entre los pescadores de la costa, y
que esa familia campesina tan ultrajada por los herma-
nos Evrémonde, como se cuenta en estos papeles de la
Bastilla, era mi familia. Y que la hermana del mucha-
cho herido de muerte y acostado en el suelo era mi her-
mana, Defarge, y aquel marido era el marido de mi
hermana, la criatura que no lleg6 a nacer era su hijo, y
aquel hermano era mi hermano, aquel padre mi padre,
aquellos muertos eran mis muertos, jy yo soy la llama-

DoD
da a exigir que se pague por aquellos crimenes!». Pre-
guntadle si no es verdad.
—S{; es verdad —contest6 una vez mas Defarge.
-Entonces pedid al fuego y al viento que se deten-
gan —prosiguid madame-; pero no me lo pidais a mi.
Sus dos oyentes se solazaban con horrendo deleite
en la célera implacable de aquella furia (el cliente que
la estaba escuchando podia percibir, sin verla, la livi-
dez de su rostro), y tanto uno como otra la colmaron
de alabanzas. Defarge, en débil minoria, record6 con
timidas palabras a la compasiva esposa del marqués;
pero no consigui6o de su mujer otra cosa que la repeti-
cidn de su anterior respuesta: «Pedid al fuego y al
viento que se detengan; jno a mi!».
Entraron clientes y el grupo se deshizo. El cliente
inglés pago la consumicion, contando el dinero con
ostensible torpeza, y, como forastero que era, pidid
que por favor le indicasen por donde se iba al Palacio
Nacional. Madame Defarge le acompano hasta la
puerta y, cogiéndole de un brazo, con la otra mano le
senalo el camino. Y el cliente inglés no dej6é de decirse
entonces que habria sido una accidn muy loable y
muy digna agarrar con fuerza aque! brazo, levantarlo
y asestar una certera punalada por debajo.
Pero emprendio la marcha, y al rato se internaba
entre las sombras del muro de la carcel. A la hora con-
venida se present6 de nuevo en las habitaciones de
Lorry y encontro al anciano caballero paseando ner-
vioso y angustiado de un lado para otro. Dijo que ha-
bia estado con Lucie hasta hacia un momento, y la
habia dejado s6lo unos minutos para acudir a la cita.
Al doctor no se le habia vuelto a ver desde que, sobre
las cuatro de la tarde, salid del banco. Ella abrigaba

536
aun débiles esperanzas de que su intervencién pudie-
ra salvar a Charles, pero no confiaba demasiado. Y
como el doctor Manette Ilevaba ya mas de cinco horas
ausente, se preguntaba donde podria estar.
Lorry espero hasta las diez, pero en vista de que el
doctor no regresaba, y él por su parte no queria dejar
sola mucho tiempo a Lucie, convinieron en que vol-
veria junto a ella y tornaria al banco hacia la media-
noche. Entretanto Carton aguardaria solo, junto al
fuego, la llegada del doctor.
Espero y espero, y el reloj al fin dio las doce sin que
el doctor Manette se hubiera presentado. Volvié Lorry
y se encontr6 sin noticias; tampoco él traia ninguna, y
ambos amigos se preguntaron doénde estaria.
De eso mismo trataban, y hasta casi empezaban a
concebir algun asomo de esperanza, fundandose en la
prolongada ausencia, cuando le oyeron subir por la
escalera. Pero en el momento de verlo entrar com-
prendieron bien a las claras que todo estaba perdido.
Si realmente habia ido a ver a alguien o si durante
todo ese tiempo habia andado errante por las calles es
algo que nunca llegaria a saberse. Cuando lo tuvieron
delante, mirandoles fijamente, no le preguntaron
nada, pues el semblante lo decia todo.
-No lo encuentro —dijo-. Y lo necesito. gDonde
esta?
Llevaba la cabeza y el pecho descubiertos, y en tanto
hacia estas preguntas mirando con ojos extraviados a
su alrededor, se quit6 la casaca y la dejo caer al suelo.
—¢D6nde esta mi banco? Lo he buscado por todas
partes y no doy con él. ¢Qué han hecho con mi trabajo?
E] tiempo apremia; tengo que terminar esos zapatos.
Los dos hombres se miraron con un sentir de muerte.

587.
~jVamos, vamos! —dijo con acento doliente y lasti-
mero-; dejadme que vaya a trabajar. ;Devolvedme mi
trabajo!
Al no recibir respuesta se mesaba el cabello y pata-
leaba contra el suelo como un nino enrabietado.
—No mortifiquéis a un pobre desgraciado como yo
~implor6, y en un alarido terrible-: jdevolvedme mi
trabajo! ¢Qué va a ser de nosotros si no acabo los za-
patos esta noche?
;Perdido, irremisiblemente perdido!
Habria sido inutil, sin duda, razonar con él o tratar
de restituirle a sus cabales, por lo que, como obede-
ciendo a un tacito acuerdo, ambos amigos le pusieron
la mano en el hombro y muy suavemente le invitaron
a sentarse junto al fuego, con la promesa de que en
seguida le seria devuelto su trabajo. Se dejo caer en el
sillon, fija la mirada en los lenos que ardian en la chi-
menea, y dio rienda suelta al llanto. Y como si todo lo
sucedido desde los tiempos en que Lorry le vio por vez
primera en el desvan de Defarge hubiera sido la ilu-
sion de un instante, o un simple sueno, volvi6 a verlo
ahora exactamente como en aquella ocasion.
Conmovidos ambos y aun aterrados por aquel es-
pectaculo deplorable, no habia, sin embargo, tiempo
que dedicar a tales emociones. Su hija, sola y sin con-
suelo tras la pérdida de las ultimas esperanzas, los ne-
cesitaba urgentemente a los dos. Y como si otra vez se
hubieran puesto tacitamente de acuerdo, mirdronse
con un mismo y expresivo gesto. Carton fue el prime-
ro en hablar:
-Ha desaparecido la Ultima esperanza que queda-
ba, que no era gran cosa. Y ahora mas vale que lleve-
mos a este infeliz al lado de su hija. Pero antes de salir,

538
équerréis hacerme el favor de escucharme con aten-
cidn un momento? No me preguntéis por qué hago
las precisiones que voy a haceros ni por qué deseo de
vos una promesa que quiero pediros. Tengo excelen-
tes razones para ello.
—No lo dudo —contest6 Lorry—. Decidme.
El infeliz, sentado en un sill6n entre los dos, no pa-
raba un momento de mecerse mondtonamente atras y
adelante al tiempo que gemia y se lamentaba sin des-
canso, mientras ellos hablaban en voz baja, como hu-
biesen hablado de noche a la cabecera de un enfermo.
Carton se agacho para recoger la casaca, que estaba
en el suelo trabandole casi los pies, y al hacerlo cay6
de un bolsillo el cuadernito en que el doctor habitual-
mente anotaba los quehaceres y compromisos del dia.
Lo recogié Carton y encontr6 entre las paginas un pa-
pel doblado.
—Deberiamos ver lo que es esto —dijo. Y como Lorry
asintiera con la cabeza, desdobl6 el papel y exclam6-:
jGracias a Dios!
—¢ Qué es? —inquirié Lorry con ansiedad.
—jUn momento! Hablaré de ello en el instante
oportuno. Antes que nada —anadid metiéndose la
mano en el bolsillo para sacar y mostrar otro papel-,
esto es el salvoconducto que me autoriza a salir de la
ciudad. Miradlo bien. Como podéis ver, se ha extendi-
do a nombre de Sydney Carton, inglés...
Lorry lo sostenia en la mano, desplegado, mirando
la grave expresiOn de su interlocutor.
—Haced el favor de guardarmelo hasta manana. Re-
cordad que mafiana iré a ver a nuestro amigo y pre-
fiero no entrar en la carcel llevando este documento.
—¢Por qué razon?
yore)
-No lo sé. Pero me parece mas prudente. Haceos
cargo también del que traia el doctor Manette. Es un
salvoconducto semejante que autoriza la salida de Pa-
ris en cualquier momento a él mismo, a su hija y a su
nieta, y les permite franquear la barrera y pasar la
frontera. ¢Lo veis?
—Si.
—Quizds lo obtuvo ayer, como ultima y extrema
precaucién contra todo mal previsible. A ver, gqué fe-
cha tiene? Pero qué importa; no perdais tiempo en
mirar. Guardadlo cuidadosamente con el vuestro y el
mio. ;Y fijaos bien! Hasta hace un par de horas no he
dudado un solo momento de que tendria o pudiera
haber ya obtenido este papel. Y es valido, mientras no
lo anulen, cosa que podria ocurrir en breve, y tengo
razones para suponer que, en efecto, lo anularan.
—No estaran en peligro?
—Si; les amenaza un peligro gravisimo. Es muy pro-
bable que madame Defarge los denuncie. Lo he oido
de sus propios labios. Esta misma noche he tenido
ocasion de oir palabras de esa mujer que me hacen te-
mer muchisimo por ellos. No he perdido el tiempo, y
en seguida me he dirigido a ver al espia, que ha con-
firmado mis temores. Sabe que un aserrador, que vive
al lado mismo de la carcel, se halla bajo el dominio de
los Defarge y que madame lo ha aleccionado para que
declare haberla visto a «ella» (jamas pronunciaba Car-
ton el nombre de Lucie) haciendo sefnales e indicacio-
nes a los presos. Facil es prever que sobre esos leves
indicios se montara, como de costumbre, toda una
historia de conspiraci6n en la carcel, y que estard en
peligro su vida, y acaso también la de su hija... y hasta
la de su padre... pues a los dos los han visto con ella

540
en ese mismo sitio. Pero no pongais esa cara de espan-
to. Vos podéis salvarlos a todos.
—jDios lo quiera, Carton! Pero ;c6mo?
-Voy a deciroslo. Todo va a depender de vos, y a
nadie mejor se lo confiaria. Esta nueva denuncia no
se presentara, probablemente, hasta pasado mafiana;
oO acaso dejen pasar dos o tres dias mas; quiza lo de-
moren una semana. Como sabéis, es delito que se cas-
tiga con la pena de muerte el llorar por una victima de
la guillotina o mostrarle compasion. Ella y su padre se
haran reos indudablemente de este delito, y esa mu-
jer, de una sana y una crueldad inenarrables, esperara
lo que haga falta para dar mas fuerza a la acusacién y
estar absolutamente segura de su éxito. ¢Me seguis
bien en lo que os digo?
—Con tanta atencion, y con tal confianza en vues-
tras palabras, que por el momento no pensaba ya en
esta desdicha -respondi6o Lorry tocando el respaldo
del sill6n del doctor.
—Disponéis de dinero y podéis conseguir los medios
de hacer el viaje hasta la costa con la mayor rapidez
posible. Hace ya unos dias que ultimasteis vuestros
preparativos para regresar a Inglaterra. Manana por la
manana tened dispuestos los caballos de forma que
podais emprender el viaje a las dos de la tarde.
—jSe hara como decis!
Tan ferviente era la resoluci6n con que actuaba
Sydney Carton que comunicé a Lorry la llama que le
inspiraba, devolviéndole el ardor de la juventud.
—Sois un corazon magnanimo. ¢No he dicho que
no podria poner el asunto en mejores manos que las
vuestras? Hacedle saber a ella, esta misma noche, el
peligro que los amenaza a los tres, insistiendo en que

541
también estan amenazados su padre y su hija, porque
si no entregaria con gusto la cabeza para que cayese
junto a la de su esposo. —Se le quebr6 un instante la
voz, pero prosiguié resueltamente-: Por su hija y por
su padre, pues, encarecedle por todos los medios la
necesidad de que salga de Paris con ellos y con vos,
mafiana a la hora fijada. Decidle que es la ultima vo-
luntad de su esposo, y que de ello depende mucho
mas de lo que ella pueda creer 0 esperar. ¢Creéis que
su padre, en el triste estado en que se encuentra, la
obedecera?
—Estoy seguro de ello.
~También lo creo yo asi. Haced todos los preparati-
vos tranquilamente, sin precipitaci6n y sin ruido, aqui
en el patio, y cuando todo esté listo tomad asiento los
cuatro en el carruaje. En el momento en que yo lle-
gue, hacedme sitio, y en ese mismo instante empren-
deremos la marcha.
—Debo entender que habré de esperaros pase lo
que pase?
—Tenéis en vuestro poder mi salvoconducto, con
los demas, y sera preciso que me reservéis mi plaza en
el coche. Tan pronto como la ocupe no habra que es-
perar nada mas... ;derechos para Inglaterra!
—Vaya, pues entonces —dijo Lorry estrechando
aquella mano tan vehemente, pero tan segura y fir-
me-, entonces no dependera todo de un viejo como
yo: tendré a mi lado a un hombre joven y ardoroso.
—jDesde luego que lo tendréis, con la ayuda del
Cielo! Prometedme que ninguna influencia os impe-
dira cumplir estas disposiciones que mutuamente nos
comprometemos a llevar adelante.
—Os lo prometo, Carton.

542
—Recordad manana estas palabras: Si, por cualquier
razon, cambiarais en algo este plan o lo retrasarais lo
mas minimo, es posible que no se salvara ninguna
vida, y deberian sacrificarse inevitablemente muchas
otras.
—Las recordaré y espero desempenar fielmente mi
cometido.
—Y yo espero cumplir con el mio. jConque adios!
Aunque pronuncio este adids con una sonrisa for-
mal de despedida, y hasta se llev6 la mano del ancia-
no a los labios, no se separo de él todavia. Le ayudé a
levantar al doctor Manette, que seguia meciéndose
ante las mortecinas brasas del hogar, asi como a bus-
car una capa y un sombrero que ponerle y a llevarselo
con enganos diciéndole que iban a ensenarle el sitio
donde estaban escondidos el banco y los zapatos, pues
aun continuaba pidiéndolo entre sonidos lastimeros.
Le acompano, junto con Lorry, hasta el patio de la
casa donde un corazon afligido —tan feliz el dia me-
morable en que él le descubriera la desolacién de su
alma— contemplaba desvelado la espantosa noche.
Entro en el patio y permanecié unos momentos en él
a solas, mirando la iluminada ventana del cuarto de
ella, y, antes de alejarse, envid una bendicioén hacia
aquella luz y una palabra de despedida.
13. Cincuenta y dos

Entre las negras paredes de la conserjeria esperaban


su hora los condenados de la jornada. Era su numero
como el de las semanas del ano. Cincuenta y dos ha-
bian de subir esa tarde a la carreta que los trasladaria,
entre la viviente marea de la ciudad, hasta el mar eter-
no y sin orillas. Antes de que ellos dejaran libres las
celdas, ya se habian designado nuevos ocupantes; an-
tes de que su sangre se mezclase con la derramada la
vispera, ya estaba escogida y apartada la que al dia si-
guiente habia de mezclarse con la suya.
Se paso lista de los cincuenta y dos, uno tras otro:
desde el recaudador de impuestos de setenta anos, a
quien no podian salvar la vida sus riquezas, hasta la
costurera de veinte, a quien tampoco podia librar de
la muerte su oscura pobreza. Lo mismo que las enfer-
medades engendradas por los vicios o por las negli-
gencias de los hombres hacen victima en todas las cla-
ses de la sociedad sin distincidn, asi también asestaba
indistintamente sus golpes el abominable desorden
moral, fruto de la miseria, de la opresion intolerable y
de la crueldad del alma humana.
Charles Darnay, solo en un calabozo, habia logrado
conservar los 4animos aunque sin hacerse la menor
ilusion desde que lleg6 de vuelta del tribunal que lo
habia condenado a muerte. En cada linea del escrito

544
que alli leyeron habia ofdo claramente la sentencia.
Comprendia de sobra que ninguna influencia perso-
nal podria salvarle, que estaba virtualmente condena-
do por millones de voluntades y que de nada habria
de servirle el esfuerzo de algunos individuos aislados.
Y sin embargo no era facil, cuando tan reciente te-
nia la imagen de su adorada esposa, hacerse a la idea
de lo que le esperaba. Su deseo de vivir era muy gran-
de, y resultaba duro, durisimo, renunciar a la vida. Si
mediante graduales y tenaces esfuerzos consegufa sol-
tar las amarras en un punto, se aferraba en seguida
mas fuerte en otro. Y cuando concentraba las fuerzas
en aquella mano que se aferraba a la existencia y ha-
cia que se soltara, volvia a agarrarse inmediatamente
con mas ahinco. La precipitacidn de sus pensamien-
tos, el tumulto del coraz6n febril y enardecido lucha-
ban contra la resignaciOn. Y si por un instante se incli-
naba a ella, su mujer y su hija, que habian de
sobrevivirle, parecian protestar contra su egoismo.
Pero todo esto fue al principio. No tard6 en darse
‘cuenta de que no habia ninguna deshonra en el desti-
no que le aguardaba y de que eran muchos los que
con absoluta injusticia seguian el mismo camino dia
tras dia y avanzaban por él con paso firme, todo lo
cual se impuso en él y le dio animo. Luego pens6 que
gran parte de la resignacion y el consuelo que pudie-
ran tener en el futuro sus seres mas queridos depen-
deria de la serenidad y fortaleza que mostrara en el
trance final. De esta manera fue poco a poco apaci-
gudndose y pudo concebir ideas mas elevadas, capa-
ces de aliviar y confortar el corazon.
Antes de anochecer aquel dia de su condena, él se
habia acercado, pues, bastante a la ultima meta. Le

545
permitieron comprar recado de escribir y una luz, y se
sent6 a escribir hasta la hora en que debian apagarse
todas las luces en la carcel.
Escribid una extensa carta a Lucie, diciéndole que
nunca habfa sabido-una palabra del -cautiverio de su
padre hasta que ella misma se lo refirid, y que habia ~
‘ignorado tanto como ella misma la responsabilidad de
su propio padre y de su tio en aquella iniquidad hasta
qué se ley6 en el juicio el testimonio del preso. Ya le
habia explicado que la unica condicidén —perfectamen-
te comprensible ahora— impuesta por el doctor antes
de concederle la mano de su hija, y también la unica
promesa que le exigié la manana de su boda, fue que
no mencionara a ella el apellido al que habia renun-
ciado. Y rogaba a Lucie, por el bien de su padre, que
no tratara nunca de averiguar si el doctor habia olvi-
dado la existencia de aquellos papeles, o bien le vino a
la memoria (momentanea o definitivamente) al refe-
rir él la historia de la Torre de Londres, aquel domin-
go, anos atras, a la sombra del platano del jardin. Si
habia conservado algun recuerdo preciso de dicho es-
crito, sin duda debi6 suponerlo desaparecido en la
destruccién de la Bastilla, puesto que nunca se hizo
mencion de él entre los objetos pertenecientes a re-
clusos y descubiertos por el populacho entre las ruinas
de la fortaleza, de los que todo el mundo habia tenido
conocimiento. Pedia también a Lucie —aunque afna-
diendo que sabia muy bien que era superfluo— que
consolara a su padre demostrandole por todos los me-
dios y con todo el carifo posible que él nunca habia
hecho nada que tuviera que reprocharse, bien al con-
trario, se habia sacrificado siempre a fin de que ellos
dos vivieran felices. Y después de rogarle que recorda-

546
ra siempre su amor y la bendicién de quien tanto la
habia querido, le encarecia que desechara toda aflic-
cién y consagrara la vida a su hijita, pidiéndole, en
nombre de ese Cielo donde tarde 0 temprano volve-
rian a verse, que no dejara de consolar a su padre
cuanto pudiese.
Al doctor le escribié otra carta por el estilo, dicién-
dole ademas que le confiaba expresamente el cuidado
de su esposa y su hija. Y esto se lo encomendaba con
la mayor insistencia, esperando evitar de esta manera
que el doctor se dejara vencer por el desaliento 0 vol-
viera a sumirse en el extravio y la inconsciencia de
antano, cosa que temia y le preocupaba.
En otra epistola dirigida a Lorry, confiaba a todos a
su custodia, y también le daba cuenta del estado de
sus asuntos, hecho lo cual, y tras muchas frases de
gratitud, cordial amistad y entranable afecto, dio por
concluida su tarea. Ni por un momento se acordo de
Carton. Tenia la mente tan ocupada con los demas
que ni siquiera se le ocurrié dedicarle un solo pensa-
miento.
Le habia dado tiempo a terminar aquellas cartas
antes de que se apagaran las luces. Cuando se tendio
sobre el jergon de paja, crey6 que habia terminado ya
con este mundo.
Pero el mundo volvio a él en su sueno y se le pre-
sento con muy vivas formas y colores. Libre y dicho-
so, de regreso en la vieja mansi6n de Soho (que no se
parecia en absoluto a como era en realidad), inexpli-
cablemente liberado y alegre, hallabase de nuevo con
Lucie quien le decia que todo habia sido un sueno y
que jamas se habia marchado de alli. Siguid luego una
pausa, un intervalo de olvido. Ahora le habian ya eje-

547
cutado, pero habia vuelto al lado de ella, muerto y en
paz, y sin embargo no habia experimentado ningun
cambio. Otro intervalo de olvido y se despert6 en la
oscura manana, sin saber al pronto donde estaba ni lo
que habia sucedido, hasta que como un relampago
cruz6 por su mente esta idea: «jHoy es el dia de mi
muerte!».
Asi, todas las horas de su vida lo habian encamina-
do hasta ese dia en que habian de caer cincuenta y dos
cabezas. Y entonces, ya serenado el animo y cuando es-
peraba poder arrostrar el final con impavido heroismo,
le asalt6 una nueva obsesion muy dificil de dominar.
Nunca habia visto el instrumento que debia poner
fin a su vida. Y se preguntaba a qué altura se levanta-
ria del suelo, cudntos escalones tendria, dénde estaria
emplazado, qué manos le tocarian para ponerle sobre
el tajo, si estarfan tenidas de sangre, hacia qué lado le
volverian la cabeza, si seria el primero de los cincuen-
ta y dos, o tal vez el ultimo: estas y otras muchas pre-
guntas semejantes se presentaban una y otra vez en
su mente sin que la voluntad pudiera impedirlo. No
guardaba relacio6n alguna con el miedo, pues se daba
perfecta cuenta de que no lo sentia. Mas bien las ins-
piraba un extrano y pertinaz deseo de saber lo que te-
nia que hacer cuando llegara el momento; un deseo
en enorme desproporcion con los fugaces instantes a
que se referfa; una expectaciOn que mas parecia la cu-
riosidad de otro espiritu que habitara en él que del
suyo propio.
Se le fueron pasando las horas mientras daba pa-
seos de un lado a otro por su calabozo y ofa sonar
campanadas en numero que ya jamas volveria a oir.
Las nueve, desaparecidas para siempre. Y las diez. Y

548
las once. Y pronto sucederia lo mismo con las doce.
Tras rudo combate con todos aquellos absurdos pen-
samientos que Uultimamente le habian tenido confuso,
triunfo sobre ellos al fin. Paseaba y paseaba, repitien-
do en voz baja los nombres de sus seres queridos. Lo
peor de la lucha interna habia pasado ya. Podfa reco-
rrer una y Otra vez la celda sin dejarse arrastrar por
imaginaciones que le distrajeran y concentrarse en
sus oraciones por él mismo y por aquellos a quienes
tanto amaba.
Dieron las doce para toda la eternidad.
Sabia que la hora postrera seria la de las tres, y
también estaba informado de que le llamarian un
poco antes, cuando ya las carretas resonaran pesadas
y lentas por las calles. Resolvi6, pues, fijarse como pla-
zo las dos, hora esta en que deberia haberse fortaleci-
do ya tanto a si mismo que estuviera en condiciones
de fortalecer y consolar a otros.
Asi, mientras daba sus regulares paseos por la cel-
da, cruzados los brazos sobre el pecho, convertido en
un preso muy distinto del que paseara inquieto por el
calabozo de La Force, oy6 dar la una y no se sorpren-
dio de que también aquella hora hubiera pasado para
siempre. Era una hora exactamente como las demas.
Y dio fervorosamente las gracias al cielo por haberle
permitido recobrar el dominio de sf mismo y la sereni-
dad. «Atin me queda otra hora», pensd, y reanud6
sus paseos.
Oy6 pasos al otro lado de la puerta; pasos que se
acercaban por las losas del pasillo. Se detuvo.
Sinti6 introducirse la llave en la cerradura y girar.
Antes de abrirse la puerta, 0 mientras se abria, un
hombre, en voz baja y en inglés, dijo:
549
El nunca me ha visto aqui, pues he procurado
apartarme de su camino. Entrad solo; yo esperaré cer-
ca. jY no perdais tiempo!
La puerta se abri6 y se cerr6 con celeridad, y en-
tonces Darnay se encontr6é delante, mirandole fija-
mente y muy tranguilo, con una leve sonrisa y un
dedo en los labios recomendando silencio, ni mas ni
menos que a Sydney Carton.
Habia en su expresion algo tan distinto a lo habi-
tual, tan radiante y tan extraordinario, que en un pri-
mer momento el preso se crey6 victima de una ilu-
sion. Pero Carton hablo, y aquélla era su voz sin duda
alguna; estrech6é la mano al preso, y era su forma in-
confundible de dar la mano.
—Seguro que soy la ultima persona de este mundo
a quien esperabais ver, ¢no es asi? —dijo.
—No habria podido creer que fuerais vos. Y aun aho-
ra mismo no lo creo. ¢No estaréis... -pregunt6 domina-
do por un subito temor-, no estaréis aqui preso?
—No. Por casualidad poseo cierto poder sobre uno
de los carceleros, y gracias a eso estoy ahora en vues-
tra presencia. Vengo de parte de ella..., de vuestra es-
posa, mi querido Darnay.
El preso le estrecho con fuerza la-mano.
-Y os traigo una peticion suya.
—{De qué se trata?
—De un ruego apremiante, de la mas ardorosa de las
suplicas, formulada en el tono mas patético de esa voz
que tanto amais y que sin duda recordaréis muy bien.
El preso volvio el rostro hacia un lado.
-No tenéis tiempo de preguntarme por qué 0s trai-
go ese recado ni lo que significa, y yo tampoco lo tengo
para explicaroslo. Es preciso que me obedezcais en

550
todo... Quitaos las botas que llevdis puestas y calzaos
las mias.
Detras del preso, arrimada a la pared, habia una si-
lla, y ya Carton, con la rapidez del rayo, habia hecho
sentarse a Darnay de un empujon y estaba delante de
él, descalzo.
—Poneos esas botas mias. Aprisa; haced lo que os
digo. No perdais tiempo.
—Carton, es absolutamente imposible la fuga; no
hay manera de escapar de aqui. S6lo conseguiréis mo-
rir conmigo. Es una locura.
—Lo seria si yo os instara realmente a la huida; pero
éhe hablado de tal cosa? Cuando os pida que salgais
por esa puerta, decidme entonces que es una locura y
quedaos aqui. Cambiad esa corbata por la mia y dad-
me también vuestra casaca y tomad la que yo llevo.
Entretanto, voy a quitaros la cinta que os sujeta el
pelo y a despeinaros un poco, lo mismo que estoy yo.
Resueltamente, con una celeridad tan prodigiosa y
un proposito tan firme que parecia sobrenatural, llev6
a efecto todos estos cambios en la persona del reo, que
era como un nino pequeno en sus manos.
—jCarton, mi querido Carton, es una locura! Eso no
se puede hacer, no es posible; se ha intentado muchas
veces, pero ha fracasado siempre. Os ruego que no
anadais vuestra muerte a la amargura de la mia.
—Pero os he mandado yo, mi querido Darnay, que
salgdis por esa puerta? Cuando os pida tal cosa, en-
tonces negaos, si os parece. Aqui hay pluma, tintero y
papel. ¢Tenéis la mano bastante firme para escribir?
—Por lo menos antes de vuestra Ilegada la tenia.
—Pues recobrad esa firmeza y escribid lo que voy a
dictaros. Y daos prisa, amigo, daos prisa.

BJo)l|
Llevandose una mano a la cabeza, aturdido y des-
concertado como estaba, Darnay se sento a la mesa y
se dispuso a escribir. Carton habia introducido la
mano derecha bajo su chaleco y permanecia junto al
preso, de pie.
—Escribid exactamente lo que yo os diga.
— A quién debo dirigirlo?
—A nadie —Carton continuaba con la mano en la
pechera.
—¢Pongo la fecha?
—No.
El preso levantaba la cabeza a cada pregunta, mien-
tras que Carton, en pie y dominandolo, seguia con la
mano bajo el chaleco y miraba a su interlocutor.
—«Si recordais -dijo Carton, dictando— las palabras
que hace mucho tiempo cambiamos entre los dos,
comprendereéis esto facilmente en cuanto os deis cuen-
ta de ello. Tenéis que recordarlas, estoy seguro. No sois
de las personas que olvidan tales cosas.»
Al tiempo que dictaba iba retirando la mano del
pecho. Como el preso alzara la vista en ese instante,
en su precipitacion y desconcierto mientras escribia,
la mano se detuvo, cerrada sobre algo que secreta-
mente empunaba.
—¢Habéis escrito ya «olvidan tales cosas»? —inqui-
ri6 Carton.
—Si. gEs un arma lo que tenéis en la mano?
—No; no tengo ningun arma.
—Pues, ¢qué es eso?
—En seguida lo vais a saber. Continuad escribiendo.
Solo faltan unas pocas palabras mas. —Siguié dictan-
do-: «Agradezco al cielo que se me haya presentado
la oportunidad de demostrar que no hablaba en vano.

352
Y esto que hago no ha de ser motivo de pesadumbre
ni de aflicci6n.» —Al pronunciar estas palabras, fijos
los ojos en el que escribfa, iba deslizando suave y len-
tamente la mano y acercandola al rostro del preso.
A éste se le cay6 la pluma sobre la mesa y lanzé
una mirada vaga a su alrededor.
—¢ Qué vapor es ése? —pregunto.
—¢ Vapor?
—Algo que me ha pasado por delante.
-Yo no noto nada. Aqui no es posible que haya va-
pores. Tomad la pluma y terminad. Daos prisa. ;Vamos!
Como si se le enturbiara la memoria 0 se le trastor-
naran las facultades, el preso hizo un esfuerzo para fi-
jar la atenci6n. Cuando miro a Carton con los ojos nu-
blados y la respiraci6n agitada, éste, nuevamente con
la mano en la pechera, le observaba sin pestanear.
~—jAprisa, aprisa!
El preso se inclin6 sobre el papel una vez mas.
~«De no haber sido asi —prosiguid Carton, cuya
mano empezaba a deslizarse sigilosamente de nuevo-,
ya nunca habria aprovechado ninguna oportunidad
ulterior. De no haber sido asf -la mano estaba ahora
ante la cara del preso—, habria tenido que responder
de muchas cosas mas. De no haber sido asf...» —Car-
ton observ6 la pluma y vio que corria desgobernada-
mente sobre el papel trazando signos ininteligibles.
La mano de Sydney Carton no volvio ya a retroce-
der y a ocultarse bajo el chaleco. El preso se levant6
precipitadamente, con una mirada de reproche, pero
Carton le apret6 firmemente la mano contra la nariz
mientras que con la izquierda le sujetaba por la cintu-
ra. Durante unos instantes el preso se debatid débil-
mente contra el hombre que habia Ilegado para dar su
553
vida por él; pero antes de transcurrido un minuto es-
taba tendido en el suelo sin conocimiento.
Rapidamente, pero con manos tan firmes y certe-
ras como el propésito que animaba su coraz6n, Car-
ton se vistié las ropas del preso, se peind con pulcritud
el pelo hacia atras y se lo recogi6 con la cinta que Dar-
nay usaba. Finalmente, con voz queda, llamo:
—jAdelante! ;Ya podéis entrar!
Se presenté el espia.
—<Lo veis? —dijo Carton, que agachado y con una ro-
dilla en tierra estaba metiéndole el escrito bajo el chale-
co al que yacia sin sentido—. gEs muy grande el riesgo
que corréis de que se descubra?
—Senor Carton —respondioé el espia con un leve
chasquido de los dedos-, el riesgo no esta aqui, en
esto, sino en la posibilidad de que cuando llegue el
momento no cumplais al pie de la letra con lo estipu-
lado.
—Por mi no temdais. Cumpliré hasta la muerte.
—Asi ha de ser, senor Carton, a fin de que no falte
ninguno de la lista de cincuenta y dos. Y como gracias
a esa ropa que os habéis puesto nadie va a reconoce-
ros, ya veo que no tengo nada que temer.
-jY qué podriais temer! Yo bien pronto estaré fuera
de toda posibilidad de causaros ningun dan, y los de-
mas no tardaran en encontrarse lejos de aqui, jsi Dios
quiere! Ahora, buscad quien os ayude y llevadme al
coche.
—~A vos? —pregunto el espia, nervioso.
—A él, hombre, al condenado por quien acabo de
cambiarme. Y saldréis por la misma puerta por donde
me hicisteis pasar, no?
—Desde luego.
-Yo estaba débil y mareado cuando me facilitasteis
la entrada, y ahora me sacdis mareado del todo. La
despedida me ha emocionado hasta el punto de des-
mayarme. Una cosa que aqui es bastante corriente,
demasiado corriente. Vuestra vida esta ahora en vues-
tras propias manos. jPronto! ;Pedid ayuda!
—<Y jurdis no traicionarme? —pregunto el espfa,
tembloroso y vacilante hasta el iltimo momento.
—jPero hombre, hombre! —contest6 Carton, dando
una fuerte patada en el suelo-. ¢No os he jurado ya so-
lemnemente que cumpliré todo lo convenido, hasta el
final, para que perdais ahora unos momentos preciosos?
Llevadlo vos mismo al patio donde sabéis, metedlo vos
mismo en el coche, hacedle ver al senor Lorry el estado
en que se encuentra, que no le dé nada para reanimarle,
pues no necesita mas que aire, y decidle también que re-
cuerde mis palabras de anoche y la promesa que me
hizo, y que se ponga inmediatamente en marcha.
Sale el espia, y Carton se sent6 a la mesa con la ca-
beza entre las manos. El espia volvi6 inmediatamente
con dos hombres.
—~Pero c6mo? —dijo uno de ellos al ver aquel cuer-
po tendido en el suelo-. ;Tanto le aflige que su amigo
haya sacado premio en la loteria de Santa Guillotina?
—A un buen patriota —dijo el otro— no le habria afli-
gido mas si el arist6crata no hubiera sacado premio.
Levantaron entre todos el inanimado cuerpo de
Darnay, lo acostaron en unas angarillas que habian
dejado a la puerta y se agacharon para llevarselo.
-~Ya os queda poco, Evrémonde —dijo el espia en
tono monitorio.
—Lo sé perfectamente —contest6 Carton-. Cuidaos
de mi amigo, os lo ruego, y dejadme en paz.

B35)
~jVamos, hijitos! —-dijo Barsad—-. jLevantadlo y a la
calle con él!
Cerrése la puerta y Carton se qued6 a solas. Agu-
zando al maximo el oido, presto atencion a cualquier
posible ruido revelador de que se hubiera suscitado al-
guna sospecha o alarma. Pero no se ofa nada inquie-
tante. Llaves que giraban en sus cerraduras, algun por-
tazo, pasos que resonaban por lejanos pasillos; ninguna
voz mas fuerte que otra, ningun movimiento precipita-
do, nada que pareciera salirse de lo habitual. Al rato,
respirando ya mas tranquilo, se sent a la mesa y se
puso de nuevo a escuchar hasta que el reloj dio las dos.
A poco empezaron a sentirse otros ruidos que no le
infundieron temor alguno, porque adivinaba su signi-
ficado. Se abrieron varias puertas, una tras otra, y por
ultimo la de su propia celda. Se asom6 un carcelero
con una lista en la mano y dijo simplemente:
—Sigueme, Evrémonde.
Obedeci6 el preso y siguidé al carcelero hasta un re-
cinto espacioso y sombrio. Era un dia l6brego de in-
vierno, y entre la oscuridad de dentro y la de fuera,
apenas podia distinguir el condenado a los demas in-
felices que llevaban alli para atarles los brazos. Algu-
nos estaban de pie y otros sentados. Los habia que se
lamentaban y se agitaban inquietos; pero eran muy
pocos. La inmensa mayoria permanecian inmoviles y
callados, mirando fijamente al suelo.
El se qued6 parado en un rinc6n, mientras iban lle-
gando otros presos hasta completar el numero de cin-
cuenta y dos. Un hombre se detuvo al pasar delante
de él y le abraz6, como si le conociera. Le sobresalté el
temor de verse descubierto, pero aquel hombre pas6é
de largo. Poco después, una joven de aspecto casi in-

556
fantil y expresién de dulzura en un rostro demacrado
y palidisimo, con grandes ojos resignados y despavori-
dos, se levant6 de su asiento y se acercé para hablarle.
—Ciudadano Evrémonde —-dijo tocando con una
mano helada-, soy una pobrecilla costurera que estu-
vo contigo en La Force.
—Es verdad —musit6 él-. Aunque no recuerdo de
qué te acusaban.
—De conspiracion. Pero bien sabe Dios que soy ino-
cente. ¢Lo crees posible? ¢Quién iba a pensar en cons-
pirar con una pobrecilla infeliz como yo?
La lastimera sonrisa con que dijo estas palabras
conmovi6o tanto a Carton que se le saltaron las lagri-
mas.
—No me asusta la muerte, ciudadano Evrémonde;
pero no he hecho nada. Y no me importa morir si la
Republica, que tanto bien ha de traer para los pobres,
gana algo con mi muerte; pero no comprendo qué es
lo que puede ganar, ciudadano Evrémonde. jUn ser
tan insignificante como yo!
La compasion por aquella desdichada criatura era
lo Gltimo que habia de enternecer y confortar su cora-
zon sobre la tierra.
—Oi decir que te habian puesto en libertad, ciuda-
dano Evrémonde. Y abrigué la esperanza de que fuera
cierto.
—Si; cierto fue. Pero volvieron a prenderme y me
han condenado.
—Si voy en la misma carreta que tu, gme dejaras
cogerte la mano? No tengo miedo, pero soy débil y
poca cosa, y eso me dara mas animo.
Cuando los resignados ojos se alzaron hacia su ros-
tro, Carton advirtié en ellos una duda repentina y des-
557
pués un profundo asombro. Apretd.entonces aquella
mano infantil, trabajada y enflaquecida, y se llevo un
dedo a los labios.
~—¢Mueres por él? —inquirié la muchacha.
~Y por su esposa y su hija. jCalla! Sf.
~jOh! ¢Me dejards que te dé la mano, valeroso des-
conocido?
-;Calla! Sf, pobre hermana mia; hasta el ultimo
instante.
Las mismas sombras que a tan temprana hora de la
tarde se abaten ya sobre la carcel de la conserjeria,
empiezan a caer también sobre la barrera y el gentio
que se agolpa como siempre en sus inmediaciones,
cuando un coche que sale de Paris se detiene para per-
mitir las comprobaciones de rigor.
—¢Quién va ahi dentro? jA ver, la documentacion!
Se muestran los documentos y son leidos. .
—Alexandre Manette. Médico. Francés. ;Quién es?
Se lo indican. Es ese pobre anciano que murmura
palabras ininteligibles, extraviada la razon.
—A lo que parece, el ciudadano doctor no esta en
sus cabales, geh? Se conoce que la fiebre de la Revolu-
cidn ha sido demasiado para él.
Si. Demasiado. Mas que demasiado.
—jBah! Hay muchos asi. Lucie. Su hija. Francesa.
éQuién es esta Lucie?
Senalan a la joven.
—Si; claro; ésa tiene que ser. Lucie, esposa de Evré-
monde. ¢No es cierto?
Si. Cierto es.
—jBah! Evrémonde tiene una cita hoy en otra par-
te. Lucie, hija suya. Inglesa. ;Sera ésta?
No puede ser otra.

558
—Dame un beso, hija de Evrémonde. Asi, por lo
menos, habras besado a un buen republicano; cosa
nueva en la familia. jNo lo olvides! Sydney Carton.
Abogado. Inglés. ¢Quién es éste?
También se lo senalan. El que va ahi, tendido, en
un rincoén del coche.
—A lo que se ve, el abogado inglés se ha desmayado.
Si. Esperan que con el aire puro se le pase. Es hom-
bre de salud delicada, le explican, y acaba de despedir-
se de un amigo que ha caido en desgracia de la Rept-
blica. Una despedida tristisima.
—Nada mas que eso? jPues no es para tanto! Son
muchos los que caen en desgracia de la Republica y
tienen que asomar la cabeza por el ventanillo. Jarvis
Lorry. Banquero. Inglés. ¢Quién es éste?
—Soy yo. ¢Quién va a ser, sino queda nadie mas?
Jarvis Lorry es el que ha contestado a todas las pre-
guntas anteriores; el que se ha apeado del coche y,
con una mano en la portezuela, responde a un grupo
de vigilantes. Con toda calma, dan éstos la vuelta por
Ja trasera del carruaje y con no menos flema suben a la
baca para examinar el escaso equipaje que llevan los
viajeros. Los provincianos y rusticos que andan por
allf se acercan cada vez mas al vehiculo y se agolpan
curiosos ante las portezuelas para escudrinar en su in-
terior; una nena llevada en brazos por su madre alar-
ga un bracito para tocar a la esposa de un arist6crata
condenado a la Guillotina.
—Aqui tienes tus papeles, Jarvis Lorry, visados y re-
frendados.
—¢Podemos continuar el viaje, ciludadano?
—Podéis continuar. ;Adelante, postillones! jBuen
viaje!

Spy)
—Salud, ciudadanos... ;Vaya, paso el primer peligro!
Otra vez es Lorry quien habla, y las ultimas pala-
bras se las dice a si mismo juntando las manos y ele-
vando los ojos al cielo. Dentro del coche, terror, llanto
y también la pesada respiraciOn del viajero que va sin
conocimiento.
—,No vamos demasiado despacio? ¢Es que no po-
demos correr mas? —pregunta Lucie, asiendo al ancia-
no del brazo.
—Entonces pareceria que huiamos, hijita. No quie-
ro apremiarles demasiado a que corran porque eso
despertaria sospechas.
—Mirad hacia atras... ;Mirad hacia atras, a ver si nos
persiguen!
—La carretera esta desierta, queridisima mia. Por
ahora no nos persigue nadie.
A ambos lados del carruaje van desfilando peque-
hos caserios de dos o tres casas, granjas solitarias, edi-
ficios ruinosos, tintorerias, curtidurias y otras indus-
trias similares; a veces a un lado y a otro se extiende la
campina; o paseos de arboles con las ramas desnudas.
Sentimos el empedrado, bajo las ruedas, duro y des-
igual; a un lado y a otro quedan los barrizales, blandos
y espesos. A veces, para evitar las piedras que nos za-
randean con estrépito, nos metemos en el lodo de la
cuneta; otras veces nos atascamos en las rodadas y los
baches. La angustia de nuestra impaciencia es enton-
ces tan grande que, en nuestra febril ansiedad, nos
sentimos dispuestos a bajar y echar a correr... a ocul-
tarnos..., a hacer cualquier cosa menos permanecer
alli parados.
Allende la despejada extension de la campifia, nue-
vamente desfilan edificios ruinosos, granjas solitarias,

560
tintorerias, curtidurias e industrias semejantes, pe-
quenos caserios de dos 0 tres casas, paseos de Arboles
con las ramas desnudas... Nos llevaran engafiados es-
tos hombres y estaran haciéndonos volver por otro
camino? ¢No hemos pasado ya antes por aqu{? jOh,
no, gracias a Dios! Un pueblo. Mirad, mirad atrds a
ver si nos persiguen. jPero chiton! La casa de postas.
Con toda calma, los postillones desenganchan
nuestros cuatro caballos; y el coche, sin ellos, se queda
alli, inmovil en la angosta calleja, como si no hubiera
de ponerse en marcha nunca mas. Con idéntica cal-
ma, van apareciendo los caballos de relevo, uno tras
otro. No menos calmosos, les siguen los nuevos posti-
llones, chupando y trenzando la punta de sus latigos.
Con igual flema exasperante, los postillones que nos
han traido hasta aqui cuentan el dinero, se equivocan
en las sumas y no estan conformes con los resultados.
Y entretanto, nuestros corazones a punto de estallar
palpitan a un ritmo que sobrepasaria con mucho el
mas raudo galope del caballo mas raudo que jamas
haya existido.
Al fin los nuevos postillones estan sobre las sillas y
los de la etapa anterior se quedan en el pueblo. Pasa-
mos por las calles, subimos una cuesta, la bajamos, se-
guimos por tierras llanas, encharcadas. De pronto los
postillones se ponen a hablar animadamente, con vi-
vos aspavientos. Y los caballos bruscamente se detie-
nen. ¢Qué ocurre? ¢Nos persiguen?
—jEh! A ver si alguno de los que van en el coche lo
sabe...
—¢Qué pasa? —pregunta Lorry, asomandose por la
ventanilla.
—~Cuantos han dicho que eran?

561
—No os comprendo.
—Que cudntos han caido hoy en la guillotina, hom-
bre. Lo han dicho en el relevo.
—Cincuenta y dos.
—jLo que yo decia! ;Buen numero! Aqui este ciu-
dadano, mi companiero, porfiaba que cuarenta y dos.
Diez cabezas mas valen la pena. La guillotina marcha
estupendamente. Asi me gusta. jHala, ya podéis se-
guir! ;Arreeee!
Cierra la noche, y la oscuridad es ya casi completa.
El viajero que va sin sentido comienza a rebullir. Esta
volviendo en si y empieza a decir cosas coherentes. Se
figura que esta todavia con el visitante, y dirigiéndose
a él por su nombre le pregunta qué tiene en la mano.
jOh Dios misericordioso, ten piedad de nosotros y am-
paranos! Mirad, mirad a ver si nos persiguen...
El viento corre violento tras de nosotros, y las nu-
bes surcan el cielo en seguimiento nuestro, y la luna
también parece que nos sigue, toda Ja inmensa noche
galopa turbulenta en nuestra persecuciOn. Mas por
ahora no tenemos otros perseguidores.
14. Fin de la calceta

En las primeras horas de aquella misma tarde, en tanto


los cincuenta y dos sentenciados esperaban el instante
fatidico, madame Defarge celebraba siniestro consejo
con la Venganza y Jacques Tercero, el del jurado revo-
lucionario. No era en la taberna donde madame Defar-
ge conferenciaba con sus ministros, sino bajo el coberti-
zo del aserrador, en otro tiempo pe6n caminero. Este
no tomaba parte en la discusi6n, sino que se mantenia
un poco aparte, como un subalterno que no debia ha-
blar mientras no se le requiriese expresamente 0 se pi-
diera su parecer.
—Pero nuestro Defarge —decia Jacques Tercero- es
un buen republicano, sin duda, ¢eh?
—No lo hay mejor en toda Francia —protest6 con su
voz chillona la voluble Venganza.
—Tranquila, mi pequena Venganza —dijo madame
Defarge frunciendo el entrecejo y tapando la boca a su
lugarteniente—. Escichame: mi marido, como ciuda-
dano, es un buen republicano y un hombre que no
teme a nada. Ha hecho méritos mas que suficientes y
posee toda la confianza de la Republica. Pero tiene sus
debilidades, y se inclina a compadecerse de ese doc-
tor.
—~Qué lastima —grazn6 Jacques Tercero, meneando
la cabeza con aire de duda y llevandose los dedos

563
crueles a su boca avida-; eso no es de buenos ciudada-
nos; es lamentable.
—Pero a mi, ya veis —dijo madame-, me tiene sin
cuidado ese doctor, a mi. Que conserve la cabeza 0
que la pierda, no me interesa, me da igual. Pero la
casta de los Evrémonde tiene que ser exterminada, y
es preciso que la esposa y la hija sigan al marido y pa-
dre.
-Y que tiene una cabeza bien bonita para eso —graz-
no Jacques Tercero—. He visto ya melenas doradas y
ojos azules que hacian un efecto precioso entre las ma-
nos de Sanson. -Como un ogro que era, hablaba en
términos epictreos.
Madame Defarge baj6 los ojos y reflexioné unos
momentos.
—La hija también tiene el pelo dorado y los ojos
azules —continu6é Jacques Tercero, saboreando medi-
tativamente las palabras—. Y no nos llevan nifos alli
muy a menudo. jEs un espectaculo tan lindo de ver!
—En suma —volvioé a tomar la palabra madame De-
farge saliendo de su breve ensimismamiento-, que no
puedo fiarme de mi marido. Desde ayer noche, tengo
la impresidn de que mas vale no revelarle los detalles
de mi plan. Pero también me temo que, si no me doy
prisa, vaya a avisar a esa gente y se nos escapen.
—-No debe escaparsenos nadie —dijo Jacques Terce-
ro—. No llegamos atin nia la mitad de lo que haria fal-
ta. Deberiamos alcanzar las diez docenas diarias.
-En una palabra —continu6 madame Defarge-, mi
marido no tiene las mismas razones que yo para ensa-
narse con esa familia hasta el exterminio, y yo no ten-
go sus motivos para apiadarme de ese doctor. Conque
debo actuar sola. Acércate, buen ciudadano.

564
El aserrador, sumiso ante ella porque le inspiraba
un terror mortal, se adelant6 respetuosamente con la
mano en el gorro colorado.
—Con respecto a esas senales que ella hacia a los
presos —dijo severamente madame Defarge-, zestas
dispuesto a declarar hoy mismo, buen ciudadano?
~—jCémo no, cémo no! jClaro que si! -exclamé el ase-
rrador-—. Todos los dias, de dos a cuatro, con sol o con mal
tiempo, hacia esas senales, a veces con la pequefia y
otras sola. Yo sé lo que me sé. Lo he visto con mis ojos.
Y gesticulaba al hablar, como para remedar algunas
de las muchisimas sefiales que, a decir verdad, jamas
habia visto.
—Hay conspiracion —dijo Jacques Tercero-, jes claro
como la luz del dia!
—¢Se puede contar con el jurado? —inquirié mada-
me Defarge volviéndose hacia él con una sonrisa si-
niestra.
—Puedes contar con un jurado patridtico, querida
ciudadana. Respondo de mis colegas.
—Veamos —dijo madame Defarge, reflexionando de
nuevo-. Otra vez me pregunto: ¢puedo pasar por alto
a ese doctor por causa de mi marido? Yo no me incli-
no nia un lado nia otro. ;Puedo pasarle por alto?
—Siempre seria una cabeza mas —dijo Jacques Terce-
ro en voz baja—. La verdad es que no tenemos bastan-
tes. Seria una lastima perdernos ésta, me parece a mi.
~Yo le he visto hacer senales con ella —insistia mada-
me Defarge-. No puedo hablar de uno sin hablar del
otro. Y no voy a callarme y dejar todo el asunto a mer-
ced de este buen ciudadano. Yo no soy una mala testigo.
La Venganza y Jacques Tercero protestaron a por-
fia, diciendo que era una testigo admirable, maravillo-
565
sa. El buen ciudadano, por no ser menos, declar6 que
era una testigo celestial.
—Que corra su suerte —dijo madame Defarge-; jno
puedo pasarlo por alto! ¢Estaras alli a las tres, tu, para
ver despachar la hornada del dia?
Esta pregunta iba dirigida al aserrador, que se apre-
sur6é a contestar afirmativamente, aprovechando la oca-
sion para decir que era el mas ferviente de los republica-
nos, y que se sentiria, en efecto, el mas desolado de los
republicanos si cualquier cosa le impidiera ir a fumarse
su pipa de la tarde viendo trabajar a ese gracioso de bar-
bero nacional. Exageraba de tal modo su profesion de fe
que casi podria presumirse que abrigaba, a todas las ho-
ras del dia, ciertas dudas y recelos individuales acerca de
su propia seguridad personal. Quiza fuera ya sospecho-
sO para madame Defarge, que le miraba con desprecio
desde los ojos sombrios.
-Yo estaré también en el mismo sitio —dijo mada-
me Defarge—. Cuando acabe la fiesta, pongamos que a
las ocho de esta noche, ven a buscarme a Saint Antoi-
ne e iremos a poner la denuncia contra esta gente en
mi seccion.
El aserrador respondi6 que se sentiria orgulloso y ha-
lagado de acompaniar a la ctudadana. Como la ciudada-
na le mirara, parecid embarazado, evit6 la mirada igual
que un perrillo y se retir6 tras de los lenos para disimular
su confusion con el manejo de la sierra.
Madame Defarge hizo sena al jurado y a la Ven-
ganza de que se acercaran a la puerta, y alli les explicd
sus planes:
—Ahora ella estara en casa, esperando el momento
de la muerte de su esposo. Estara lamentandose y llo-
rando, y su estado de animo sera de hostilidad contra

566
la justicia de la Republica. Y simpatizara de Ileno con
los enemigos del pueblo. Conque iré a verla.
—jQué mujer ésta tan admirable, tan adorable! -ex-
clam6 Jacques Tercero en un rapto de entusiasmo.
—jAh, querida mia! —dijo la Venganza, exaltada,
dandole un abrazo.
—Toma mi calceta —dijo madame Defarge, ponien-
do la labor en manos de su lugarteniente-, y me la tie-
nes dispuesta en mi asiento de costumbre. Resérvame
mi silla de siempre. Y vete derecha para alla, no pier-
das tiempo, porque hoy probablemente habra mas
publico que otros dias.
—Obedezco las 6rdenes de mi jefa con el mayor gus-
to del mundo —dijo la Venganza, alegre y diligente,
dando a madame Defarge un beso en la mejilla. Y
anadio-: ¢No tardaras?
—Estaré alli antes de que empiecen.
-Y antes de que lleguen las carretas. ;No dejes de
estar alli, alma mia —le grit6 la Venganza, pues habia
- salido ya a la calle—, antes de que lleguen las carretas!
Madame Defarge hizo una simple sena con la mano
para indicar que habia oido y que podian contar con
que llegaria a tiempo. Prosiguié su camino por el lodo,
a lo largo del muro de la carcel, mientras que la Ven-
ganza y el jurado la veian alejarse, admirando el tipo
magnifico y las espléndidas dotes morales que la ca-
racterizaban.
Muchas eran entonces las mujeres a quienes de-
formaba la época con su mano terrible; pero no habia
entre todas ninguna tan temible como aquella hem-
bra despiadada que a la sazon aligeraba el paso por las
calles. Dotada de un cardcter fuerte e indémito, de
gran astucia, viveza y resolucion, y de esa clase de be-
567
lleza que no sélo parece comunicar firmeza y rebeldia
a quien la posee, sino que suscita en los demas un re-
conocimiento instintivo de esas cualidades, cualquier
periodo turbulento habria hecho subir y destacar a se-
mejante mujer en cualesquiera circunstancias. Pero
imbuida desde su infancia del sentimiento obsesivo de
haber sufrido agravio y el odio inveterado contra una
casta, la ocasiOn historica que le habia tocado vivir ha-
biala transformado en una tigresa. Carecia en absolu-
to de piedad. Y si alguna vez habia poseido esta virtud,
habia desaparecido de su alma sin dejar rastro.
Nada representaba para ella que un inocente fuese
a morir por las culpas de sus antepasados; no le vefa a
él, sino a la estirpe que odiaba. Tampoco le impresio-
naba que la mujer quedara viuda y la hija huérfana;
ese castigo le parecia insuficiente, porque las infelices
constitufan su presa y sus enemigos naturales, y como
tales, no tenian derecho a vivir. Habria sido entera-
mente inutil arrodillarse ante ella y suplicarle, ya que
no tenia en el alma el menor vestigio de compasi6n,
ni siquiera para consigo misma. Si en cualquiera de
las muchas escaramuzas en que habia participado hu-
biese quedado tendida y maltrecha en mitad de la ca-
lle, no se habria compadecido de si misma; y aun si al
dia siguiente la condenaran a la guillotina, no se
ablandarian en absoluto sus sentimientos, y marcha-
ria al lugar de la ejecuci6n animada tan sdlo por el fe-
roz deseo de cambiar su suerte por la del hombre que
la denunciara.
Tal era el coraz6n que latia bajo el ordinario vesti-
do de madame Defarge. Vestido que llevaba con cierto
desalino, pero que le sentaba bastante bien, dentro de
un aire un tanto estrafalario, con las crenchas more-

568
nas desbordando abundosas bajo el tosco gorro encar-
nado. Escondida en el pecho llevaba una pistola car-
gada, y oculto en la cintura un afilado pufial. Armada
de esta suerte, con el paso arrogante y firme propio de
su caracter y la flexibilidad de movimientos de una
mujer que de nina habia andado descalza y sin medias
por las arenas de la playa, se encaminaba a su destino
madame Defarge por las calles.
Ahora bien, cuando la noche anterior se trazaron
los planes de viaje y se penso en el coche ligero que en
aquellos mismos momentos aguardaba tan solo la Ile-
gada de su ultimo ocupante, hizo cavilar mucho a Lo-
rry la dificultad de llevar también a la senorita Pross.
No solo parecia aconsejable evitar una carga excesiva
del vehiculo, sino que era de la mayor importancia re-
ducir en todo lo posible el tiempo que forzosamente
habria de perderse en los puestos de guardia con la
inspeccion de salvoconductos y pasajeros, ya que el
éxito de la fuga podia muy bien depender de los pocos
segundos que se ahorrasen aca y alla. Por ultimo, des-
pués de darle muchas vueltas, Lorry habia propuesto
que la senorita Pross y Jerry, que podrian salir libre-
mente de la ciudad cuando quisieran, lo hicieran a las
tres de la tarde en el coche mas ligero que en aquella
época existia. Sin engorros de equipaje, no tardarian
en dar alcance al carruaje principal, y, adelantandolo
y precediéndolo en la ruta, encargarian con antela-
cidn en las postas los caballos de relevo, facilitando asi
grandemente la marcha durante las preciosas horas
de la noche, cuando mas era de temer la demora.
Viendo en dicho plan la posibilidad de prestar un
servicio estimable en situacio6n tan apurada, la senori-
ta Pross lo acept6 muy satisfecha. Jerry y ella habian

569
presencado la partida del coche: reconoce
ron al
hombre a quien Solomon tia, y pasaron
luego diez
© quince minutos de mortal ansiedad. Y en
los mo-
mentes en que madame Defarge cubri
a su trayecto
por lascalles, acercandose mas y mas a la
desalquilada
vivienda, estaban ellos en las vacias habit
aciones ulti-
mando los preperativos para salir en
seguimiento del
coche y cambiando impresiones sobr
e latactica de su
Partida.
—éY¥ qué os parece a vos, senor Crun
cher —dijo la
senorita Pross, @ut apenas podia habl
ar en su extre-
mada agitacion. niestarse quieta, ni
hacer nada. ni si-
quiera Vivir—, qué os parece si no
partiésemos desde
<sic mismo patio? Como ha salide
de él,hoy mismo.

—Pu pare
a mi
sque tenéis razén. senorita. En
como en todo yo a lo que vos man eso
déis, siesatinado
comosi no.
~Me tienen tan trastomada el
miedo y la esperanza

incapaz de concebir ningun pla


n. éSois capaz de ha-
cerlo, mi bueno y estimado sefior
Cruncher?
—Pues tocante a la vida que
pienso Hevar d’hoy
Palante. senorita, espero que
si. Pero tocante al uso
que pue da hacer ahora de esta dichosa
molond
ra mia,
lo dudo mucho. €Querréis tom
ar nota. Por favor, se-
Rorita, de dos promesas ¥ vot
os que quiero hacer pa’
Si salimos con bien d’este apuro?
~iPor el amor de Dios! ~exdam
é la sefiorita Pross
que seguia llorando a moco
tendido— Prometed lo
que Sea EN seguida y quitao
s ese peso, como bueno y
honrado.

370
—Primero —dijo Cruncher, todo tembloroso pese a
la solemnidad de sus palabras y palido como la ceni-
za—, si esos pobrecillos salen con bien, jjuro que nun-
ca en jamas volveré a hacerlo, nunca en jamas!
—Estoy completamente segura de ello, sefor Crun-
cher -repuso la senorita Pross—, segura de que no lo
volveréis a hacer, sea lo que fuere, y os ruego no esti-
méis necesario dar mas detalles sobre el asunto.
—No, senorita, no los daré. Y segundo: si esos po-
brecillos salen con bien, jjuro no volver a quitar nun-
ca en jamas de que la senora Cruncher s’arrodille por
los suelos! jNo, nunca en jamas!
—Pues creo que en eso haréis también lo mejor que
podéis hacer —dijo la senorita Pross, esforz4ndose por
secarse los ojos y sosegarse—. A un ama de casa hay
que dejarla que haga las cosas como tenga por conve-
niente. ;Ay, pobrecillos mios!
-Y entodavia voy a decir mas —prosiguié Cruncher,
con una tendencia cada vez mas alarmante a la orato-
ria, como si estuviese en un pulpito—. Y ojala toméis
nota de mis palabras como os he dicho, senorita,
pa’que lleguen por vos a oidos de mi parienta... Y lo
que voy a decir es que mis opiniones tocante al arro-
dillarse han cambiao tanto que, por mi, querria de
todo coraz6n que la senora Cruncher esté arrodillada
en este momento.
-jAh, claro, claro, claro! Espero que asi sea, mi
buen amigo —lloriqueé la atribulada senorita Pross—. Y
que el cielo la escuche y atienda sus peticiones.
~jY Dios no quiera —continu6 Cruncher con mayor
solemnidad, mayor lentitud y mayor propension a
prolongar la perorata— que nada que yo pueda haber
dicho o hecho estorbe ahora que le pido con el alma

571
en la mano que ayude a esos pobrecillos! ;Dios no
quiera tomar en cuenta que no nos arrodillemos to-
dos como la sefiora Cruncher (en el suponer de que
sirva pa’ algo) pa’ sacarlos con bien d’este mal paso!
;Dios no lo quiera, seforita...! jEso digo, y hablo en
serio, no lo quiera! —Tal fue la conclusi6n de Cruncher
tras una dilatada pero inuttil tentativa de encontrar
otra mejor.
Y entretanto madame Defarge proseguia su itine-
rario por las calles y estaba cada vez mas cerca, mas
cerca.
—Si alguna vez conseguimos volver a nuestra tierra
—dijo la senorita Pross—, podéis estar seguro de que
diré a vuestra esposa todo cuanto sea yo capaz de en-
tender y recordar de lo que acabdais de decirme y ju-
rarme; y de todos modos daré mi testimonio de que
en esta ocasiOn tan tremenda os habéis expresado con
la mayor seriedad. Y ahora vamos a pensar un poco,
mi estimado senor Cruncher, jvamos a pensar!
Madame Defarge continuaba su camino, acortan-
do mas y mas la distancia.
—cY si vos salieseis primero —dijo la senorita Pross—
e hicieseis que el coche y los caballos no vinieran aqui
y me esperaran a mi en otra parte? ¢No os parece que
seria lo mejor?
Cruncher pensaba que si, que quiza fuera lo mejor.
—¢Dénde podriais esperarme? —pregunté6 la senori-
ta Pross.
Cruncher estaba tan aturdido y desorientado que
no se le ocurrid proponer otro sitio que Temple Bar.
jPero ay!, Temple Bar estaba a cientos de millas de dis-
tancia, y madame Defarge en cambio se hallaba ya a
una distancia cortisima.
-Frente a la puerta de la catedral —dijo la senorita
Pross—. ~No os haria dar mucho rodeo, recogerme a la
puerta de la catedral, entre las dos torres?
—No, senorita —respondi6 Cruncher.
—Entonces, como buen muchacho —dijo la senorita
Pross-, Os vais ahora mismo derecho a la casa de pos-
tas y mandais hacer ese cambio.
—Pero... la verda —objet6 Cruncher, titubeando y
meneando la cabeza—, no me gusta demasiao dejaros
aqui completamente sola. Nunca se sabe lo que pue’
pasar.
—Desde luego que no -replicé la senorita Pross-;
pero no temdis por mf. Esperadme a la puerta de la
catedral a las tres en punto o a Ja hora mas aproxima-
da a esa que Os sea posible. Estoy segura de que sera
mucho mejor partir desde alli. Creo que es lo mas
acertado, sin duda alguna. jConque andando! jId con
Dios, senor Cruncher! Y no penséis en mi sino en las
vidas que pueden depender de los dos.
Toda esta exhortacion, y la angustia con que la se-
norita Pross la habia hecho, cogiéndole ambas manos
en ardorosa stplica, decidieron a Cruncher. Asi, des-
pués de tranquilizarla con dos o tres gestos de que no
habia inconveniente y de que confiara en él, salié al
punto para poder dar a tiempo la contraorden conve-
nida, y la dej6 sola para que le siguiese al poco rato
conforme a lo propuesto.
La senorita Pross qued6 muy aliviada después de
haber tomado aquella precauciOn. Otro alivio se lo
procur6 la necesidad de componerse un poco a fin de
que su aspecto no Ilamara la atencion por las calles.
Miro el reloj y vio que senalaban las dos y veinte. No
tenia tiempo que perder; debia prepararse a toda prisa.
S75
Asustada, en su extremado nerviosismo, ante la so-
ledad de las habitaciones desiertas y por los rostros que
le parecia ver asomarse por detras de cada una de las
puertas abiertas, la sefiorita Pross cogid una palanga-
na de agua fria y se puso a lavarse los ojos, que tenia
hinchados y enrojecidos. Obsesionada por las febriles
aprensiones, no soportaba el tener los ojos velados por
el agua de las abluciones ni un solo minuto seguido, y
hacia pausas a cada momento para mirar temerosa a su
alrededor y cerciorarse de que nadie la observaba. En
una de estas pausas retrocedio y lanz6 un grito, pues
acababa de ver a alguien parado en mitad del cuarto.
La palangana se le cay6 al suelo y se rompio, y el
agua fue a parar hasta los pies de madame Defarge.
éPor qué raros designios aquellos pies, que habian ca-
minado por entre tanta sangre, habian venido a en-
contrarse con aquel agua?
Madame Defarge mir6é con frialdad a la senorita
Pross y dijo:
— Donde esta la mujer de Evrémonde?
A la senorita Pross se le ocurrié en el acto que como
las puertas estaban todas abiertas, esto podria delatar
la huida, y lo primero que hizo fue cerrarlas. Habia
cuatro en el aposento, y las cerr6é todas. Luego se colo-
cé ante la del cuarto que habia ocupado Lucie.
Los negros ojos de madame Defarge la siguieron en
todos estos rapidos movimientos y se pararon, fijos en
ella, cuando se detuvo. La senorita Pross no habia sido
nunca una mujer hermosa, y los anos no habian sua-
vizado ni dulcificado los rasgos inddmitos y severos de
su rostro; pero también ella era, a su modo, una mu-
jer resuelta, y midid a madame Defarge de arriba aba-
jo con la mirada.
«Por las trazas podrias ser la consorte del mismisi-
mo Lucifer —dijo la sefiorita Pross para su capote-,
pero si crees que me arredras, te equivocas. Soy ingle-
Sd.»

Madame Defarge la miraba con desprecio, mas no


por ello dejaba de darse cuenta, como la propia seno-
rita Pross, de que estaban las dos en cierto modo aco-
rraladas. Veia delante de ella una mujerona nervuda,
recia y vigorosa, igual que en otro tiempo viera Lorry,
en la‘misma figura, una mujer de armas tomar. Sabia
perfectamente que la senorita Pross era la amiga fiel
de la familia, y ésta sabia no menos cabalmente que
madame Defarge era su enemiga declarada.
—De camino para alla —dijo madame Defarge sena-
lando con un leve ademan hacia el lugar fatidico-,
donde me tienen reservado el sitio y guardaba mi cal-
ceta, he querido acercarme un momento para ofrecer
mis respetos a la sehora Evrémonde. Quisiera verla.
—Sé que tus intenciones son malas —dijo la senorita
Pross-, y ten la seguridad de que voy a oponerme a
ellas con todas mis fuerzas.
Cada una hablaba en su lengua y ninguna enten-
dia las palabras de la otra; as{ pues, estaban ambas
muy atentas para deducir, por la actitud y por el gesto,
lo que aquellas voces ininteligibles significaban.
—No le beneficiara nada esconderse de mi en este
momento —dijo madame Defarge-. Los patriotas sa-
bran lo que eso significa. Déjame que la vea. Ve y dile
que quiero verla. ¢Me oyes?
—Aunque esos ojos que tienes fueran escoplos —dijo
la senorita Pross-—, y yo fuese de madera, no iban a sa-
carme ni una viruta, arpia extranjera. Vas a encon-
trarte con la horma de tu zapato.

575
Mal podia entender madame Defarge estos giros
idiomaticos en un sentido estricto, pero adivinaba lo
suficiente para comprender que se la trataba con ab-
soluto desdén.
—jMarrana estupida! —dijo madame Defarge, frun-
ciendo el entrecejo-. No eres quién para replicarme.
Exijo verla. jO le dices que estoy aqui y quiero verla
ahora mismo o te quitas de delante de la puerta y me
dejas pasar! —esto Ultimo acompanado de un colérico
y elocuente ademan del brazo derecho.
—Nunca en mi vida me figuré que pudiera sentir
ganas de entender esa imbecilidad de lengua que ha-
blas —dijo la senorita Pross—. Pero daria todo lo que
tengo, menos la ropa que llevo puesta, por saber si
sospechas la verdad o una parte de ella.
Ninguna de las dos dejaba de observar un solo ins-
tante los ojos de la otra. Madame Defarge no se habia
movido del sitio en que la vio la senorita Pross por vez
primera; pero entonces avanzo un paso.
—Soy inglesa —dijo la senorita Pross— y estoy en si-
tuacién desesperada. Mi propia vida no me importa
un ardite. Sێ que cuanto mas tiempo te entretenga
aqui, mayores seran las esperanzas de salvaci6n para
mi Palomita. ;Como me llegues a poner un solo dedo
encima, no te dejo ni un mechon de ese cochino pelo
negro en la cabeza!
Asi se expresaba la senorita Pross, con un enérgico
cabeceo y acompanando de miradas fulminantes cada
una de sus frases precipitadas, que proferia de corrido y
sin tomar aliento. As{ amenazaba a la otra, ella, que no
habia pegado un mal sopapo a nadie en toda la vida.
Pero su valor se fundaba en una pura exaltaci6n
emocional, y esta misma exacerbacién de los senti-

576
mientos hizo que irreprimiblemente se le llenaran los
ojos de lagrimas. Era justo la clase de valor que mada-
me Defarge no podia comprender en absoluto, de
suerte que tomo aquellas lagrimas por un signo visi-
ble de debilidad.
—jJa, ja, ja! -se echo a reir—. ;Pobrecilla! ;Qué poco
vales! Llamaré yo misma a ese doctor. —-Y en efecto,
alz6 la voz y grito-: jCiudadano doctor! jMujer de
Evrémonde! jHija de Evrémonde! jNo hay nadie aqui
que conteste a la ciudadana Defarge, mas que esta po-
bre estupida!
Quiza el silencio que siguié a estas palabras, o tal
vez algo que en la expresién de la senorita Pross se
delatara, 0 acaso un subito recelo aparte de estas dos
posibilidades, lo cierto es que algo sugirid a madame
Defarge que las personas a quienes deseaba ver ya se
habian ido. Abrié en un santiamén tres de las puertas
que la senorita Pross habia cerrado y se asom6 a los
aposentos.
—Estos cuartos estan patas arriba, aqui han hecho
equipajes de prisa y corriendo, todo el suelo esta lleno
de menudencias que se han dejado. jEn ese cuarto de
detras tuyo no hay nadie! jDéjame que mire!
—jJamas! —contest6 la senorita Pross, que habia en-
tendido la exigencia conminatoria tan perfectamente
como madame Defarge comprendio la respuesta.
«Si en esa habitaci6n no hay nadie, es que se han
largado, y se les puede perseguir y obligarles a vol-
ver», dijo madame Defarge para su capote.
«Mientras no sepas a punto fijo si estan o no en
esta habitacién —dijo la senorita Pross para sus aden-
tros—, te quedara la duda y no podras resolverte a to-
mar partido. Y no lo vas a saber, mientras pueda yo

577
estorbar que lo sepas. Y lo averigties o no, de aqui no
sales mientras yo pueda evitarlo.»
—Nada me ha detenido jamas en las calles, donde lu-
ché desde el primer momento, y voy a hacerte cachos
si es preciso, como no te quites de esa puerta —dijo ma-
dame Defarge.
—Estamos solas en el ultimo piso de una casa alta,
que da a un patio solitario. No es facil que nos oigan.
Dios me dé fuerzas para retenerte aqui, pues cada mi-
nuto de este tiempo vale cien mil guineas para mi Lu-
cie de mi alma —dijo la senorita Pross.
Madame Defarge se dirigi6 a la puerta cerrada, y la
senorita Pross, en una reacciOn instintiva, se abraz6 a
su cintura y la contuvo firmemente. En vano se deba-
tia madame Defarge por soltarse y golpear a su adver-
saria; la senorita Pross, con la vigorosa tenacidad del
amor, siempre mucho mas poderoso que el odio, la
tenia bien agarrada y aun la levant6 del suelo en algu-
no de sus forcejeos. Madame Defarge la abofeteaba y
aranaba en la cara con ambas manos; pero la senorita
Pross, agachando la cabeza, la sujetaba recio por el ta-
lle y se aferraba a ella con mas ahinco que si se estu-
viera ahogando.
Entonces las manos de madame Defarge dejaron
de golpear y buscaron algo en la apresada cintura.
—Esta debajo de mi brazo —dijo la sefiorita Pross con
voz sofocada—. No lo podras desenvainar. Soy mas
fuerte que tu y doy gracias a Dios por serlo. jSeguiré
sujetandote hasta que una de las dos se desmaye o
muera!
Madame Defarge se habia llevado las manos al pe-
cho. La senorita Pross alz6 los ojos, vio lo que era, le
dio un manotazo y en ese mismo instante brill6 un fo-

578
gonazo acompanado de un fuerte estampido y se en-
contro sola en mitad del cuarto, cegada por el humo.
Todo esto habia sucedido en un segundo. Cuando
el humo se disip6, el silencio era impresionante. Y en-
tre las espirales que se desvanecian en el aire, parecia
irse también el alma de aquella furia humana cuyo
cuerpo yacia sin vida en el suelo.
Consternada por el susto y por el horror de la situa-
cidn, la senorita Pross pasd lo mas lejos que pudo del
cadaver y echo a correr escaleras abajo, pidiendo soco-
rro inutilmente. Por fortuna comprendi6 a tiempo las
consecuencias que podria tener lo que hacia, de suerte
que se contuvo y volvi6 al piso. Era horripilante pasar
otra vez por aquella puerta, pero entr6, y hasta pasd
junto al cuerpo de la difunta, a fin de recoger el som-
brero y otras cosas que tenia que llevar. Acab6o de arre-
glarse en la escalera, no sin haber cerrado antes la puer-
ta con llave, que se guardé en el bolsillo. Por ultimo se
sento un momento en los escalones, a tomar aliento y
llorar un poco. Luego se levanto y sali6 presurosa.
Afortunadamente tenia velo su sombrero, pues de
lo contrario no habria podido transitar por las calles
sin llamar la atencion. Y, también por fortuna, su as-
pecto era tan estrambotico que una alteracion cual-
quiera en el mismo no se notaba tanto como se habria
notado en otra mujer. Las dos ventajas le resultaban
bastante utiles en semejante trance, pues tenia pro-
fundos arafiazos en la cara, el pelo en desorden y con
calvas de los mechones arrancados, y el vestido (apre-
suradamente recompuesto con temblorosas manos)
aparecia desgarrado y roto por cien sitios distintos.
Al pasar por el puente, arrojo la Ilave al rio. Y una
vez ante la catedral, donde Ileg6 unos minutos antes

SI)
que su companero de viaje y hubo de esperar, se ator-
ment6 pensando lo que sucederia si alguien hubiera
pescado ya la llave con una red en el rio, y la hubieran
identificado, y hubiesen abierto la puerta y descubier-
to el cadaver, y la detuviesen a la salida de la ciudad, y
la metiesen en la carcel, y la acusaran de asesinato...
Pero al fin apareci6 el acompanante con el coche, la
hizo subir y se pusieron en marcha.
—<No hay ningun ruido en las calles? -pregunto la
senorita Pross.
—Los de costumbre -respondié Cruncher sorpren-
dido por la pregunta y por el aspecto de su interlocu-
tora.
—No os oigo —dijo la senorita Pross—; ¢qué decis?
En vano fue que Cruncher repitiera sus palabras; la
senorita Pross no le ofa.
«Diré que si con la cabeza —-pens6 Cruncher lleno de
asombro-. Eso, por lo menos, lo vera.» Y asi lo hizo.
—cEs que ya no hay ruido en las calles? —volvié a
inquirir la senorita Pross al cabo de un rato.
Cruncher afirm6 nuevamente con la cabeza.
—Pues yo no lo oigo.
«¢Se habra quedado sorda en una hora? -se pre-
gunto Cruncher, perplejo y preocupado--. ¢Cémo es
posible?»
—Me parece —explicé la senorita Pross— como si hu-
biera sentido un rayo y un trueno y como $i ese true-
no fuera lo ultimo que he de oir en toda mi vida.
«jDios me valga, pues si que esta apanada! —se dijo
Cruncher cada vez mas alarmado-. ¢Qué sera lo que
ha tomao pa’ darse animo?»
-jEh, senorita, poned oido! ¢Sentis esas carretas
que ruedan con un ruido de todos los demonios?

580
—No oigo nada —dijo ella, al ver que le hablaba-,
nada. j;Ay, buen hombre, hubo un estampido, y luego
un silencio muy grande, y parece que este silencio va
a ser para siempre y va a durar hasta el ultimo dia de
mi vida.
«Sino oye el ruido de esas carretas horribles que se
acercan ya al final de su viaje —-se dijo el senor Crun-
cher volviéndose a mirar por encima del hombro-, pa’
mi que ya no va a oir nada en jamas en este mundo.»
Y en efecto, ya no volvi6 a oir nada en toda su vida.

Vi —
15. Los pasos se extinguen para siempre

Por el empedrado de Paris ruedan estrepitosos los ve-


hiculos de la muerte. Seis carretas llevan a la guilloti-
na el vino para el derramamiento de la jornada. Todos
los monstruos devoradores e insaciables imaginados
desde que existen testimonios de la humana fantasia
parecen haberse fundido en una sola materializaci6n:
laguillotina. Y sin embargo, pese a toda la rica varie-
dad del suelo y del clima, no hay en Francia un tallo
de hierba, una hoja, una raiz, un brote, un simple gra-
no de pimienta, que crezcan y maduren en condicio-
nes mas propicias que las que han dado lugar a este
horror. Y si un dia se aplasta a la humanidad, una vez
mas, bajo unos mazos semejantes, y se la oprime has-
ta desfigurarla, volverda a retorcerse y a resurgir en las
mismas formas violentas y contrahechas. Y si vuelve a
sembrarse la misma simiente de rapaz desenfreno y
explotacioén despiadada, dara sin duda los mismos fru-
tos conforme a su especie.
Seis carretas ruedan lentas por las calles. ;Oh tiem-
po, encantador poderoso, transf6rmalas en lo que an-
tano fueron! Podran verse entonces las carrozas de los
monarcas absolutos, los séquitos de los sefiores feuda-
les, las Jezabeles de escandaloso atavio, las iglesias que
no son ya la casa del Padre, sino guaridas de ladrones, y
las chozas de millones de campesinos que agonizan de

582
hambre. ;Pero no! El gran prestidigitador que con tanta
majestad ejecuta las 6rdenes del Creador no invierte
nunca sus transformaciones. «Si has llegado a revestir
esa forma que tienes por voluntad divina —dicen los vi-
dentes a los hechizados en los cuentos drabes-, jperma-
nece en ella! Pero si has asumido esa figura por obra de
algun encantamiento efimero, jvuelve a tu forma pri-
mitiva!» Inmutables y sin esperanza, las carretas siguen
rodando.
A medida que las tétricas ruedas de las seis carretas
giran y avanzan parece como si fuesen abriendo un
largo y sinuoso surco entre la plebe que abarrota las
calles. Cientos y cientos de rostros son apartados en
monton a un lado y a otro mientras las rejas rotura-
doras siguen adelante sin parar. Tan acostumbrados
estan ya los vecinos de las casas al diario espectaculo,
que en muchas ventanas no hay curiosos, y en algu-
nas no interrumpen las manos su tarea en tanto que
los ojos dan un vistazo a los que van a ser ajusticiados.
En alguna que otra, el inquilino tiene visitas que de-
sean ver el macabro desfile; entonces, con la compla-
cencia de un cicerone autorizado, senala con el dedo
esta carreta 0 aquélla, como si dijese quién iba senta-
do ayer aca y quién anteayer aculla.
En cuanto a los que van como viajeros, algunos
observan con mirada impasible estas cosas, y todas las
demas que se ofrecen a su vista en el ultimo viaje;
otros, con un cierto interés nostalgico por la vida y por
los hombres. Los hay que van sentados con la cabeza
abatida, sumidos en muda desesperaciOn. Otros, cui-
dadosos de su porte, se enfrentan a la muchedumbre
con miradas y actitudes que han visto en el teatro y
en los cuadros. Unos cuantos cierran los ojos y medi-
583
tan, o se esfuerzan por concentrar los pensamientos
dispersos. Solamente uno, un ser lastimoso, con tra-
zas de haber perdido el juicio, esta tan destrozado y
tan ebrio de espanto que va cantando y hace intento
de bailar. Pero ninguno apela a la piedad de la gente,
con miradas ni con gestos de suplica.
Da escolta a las carretas una guardia de varios hom-
bres a caballo, y de cuando en cuando hay alguno entre
el publico que se dirige a estos hombres y les hace una
pregunta. Al parecer es siempre la misma, pues a conti-
nuacion puede advertirse un agolpamiento de gente
hacia la tercera carreta. Los guardias que cabalgan al
lado de ella senalan con los sables a uno de los ocupan-
tes. Muchos manifiestan entonces su curiosidad por sa-
ber quién es; va en la parte trasera de la carreta charlan-
do con una muchachita sentada en un lateral y que le
lleva cogida la mano. Ese hombre no muestra curiosi-
dad ni interés alguno por lo que sucede a su alrededor y
sigue hablando sin interrupcaoén con la muchachita. Aca
y alla en la larga calle de Saint Honoré, se levantan gri-
tos contra él. Y si de algun modo le impresionan esos
gritos, solo lo manifiesta con una placida sonrisa, mien-
tras agita la cabeza haciendo que le caiga un poco mas el
pele sobre el rostro. No puede arreglarselo con las ma-
nos, naturalmente, puesto que lleva los brazos atados.
En las gradas del atrio de una iglesia, esperando el
paso de las carretas, esta el espia y oveja de la carcel.
Echa un vistazo a la primera: nada. Mira con atencién
en la segunda: tampoco. Y empieza a preguntarse:
«éMe habra traicionado?», cuando, al mirar en la ter-
cera, su expresidn se tranquiliza.
—¢Quién es Evrémonde? —pregunta uno a sus es-
paldas.

584
—Ese que va detras, en esa carreta.
—¢El que da la mano a la chica?
—Si.
—jMuera Evrémonde! —grita entonces el individuo-.
jA la guillotina todos los aristécratas! ;Muera Evré-
monde!
—jCalla, hombre, calla! —-le ruega, timido, el espia.
—cY por qué me voy a callar, citudadano?
—Pronto habra expiado todas sus culpas. Dentro de
cinco minutos estara muerto. Déjalo en paz.
Mas como aquel hombre continua vociferando
«jMuera Evrémonde!», éste vuelve la cabeza un ins-
tante hacia él, y entonces el supuesto Evrémonde ve al
espia, lo mira con fijeza, y la carreta sigue su camino.
Los relojes estan a punto de dar las tres, y el surco
que las seis carretas van abriendo entre el gentio se
revuelve a fin de entrar en el lugar designado para las
ejecuciones, término de su recorrido. Los montones
de gente desplazada por el surco a un lado y a otro se
juntan y agolpan de nuevo tras el paso de la ultima
carreta, pues todos se dirigen hacia la guillotina. En
primera fila, sentadas en sillas como si estuvieran en
el teatro, hay una buena tanda de mujeres muy afa-
nadas haciendo calceta. Y, subida en una de las sillas
delanteras esta la Venganza mirando a todos lados en
busca de su amiga.
—jThérése! —grita con voz chillona-. ¢No la ha visto
alguien? jThérése Defarge!
—Es la primera vez que no llega a tiempo —dice una
de las comadres de aquel gremio de la calceta.
-jNo, si tiene que llegar también hoy! —chilla con
impaciencia la Venganza-. jThérése!
—Grita mas fuerte —le recomienda la otra.

585
Mas fuerte, si, mucho mas fuerte, oh Venganza,
bien fuerte tendrias que gritar para que te oyese don-
de ahora se encuentra. Mas fuerte atin, con algun taco
que otro intercalado, y pese a todo mal podrian hacer-
la venir tus gritos. Envia a otras mujeres a buscarla,
arriba y abajo, por si se ha entretenido en algun sitio;
pero aunque estas mensajeras han llevado a cabo te-
mibles hazafas, es poco probable que recorran ahora
de buen grado la distancia precisa para dar con ella...
—jQué mala pata! -exclama decepcionada la Ven-
ganza, dando un furioso pisoton sobre la silla—. ;Y ya
llegan ahi las carretas! ;Despacharan a Evrémonde en
un abrir y cerrar de ojos y ella no estara aqui! jYa veis,
si tengo su calceta! Y le he reservado asiento. jQué ra-
bia! jQué pena! ;Me dan ganas hasta de llorar!
Mientras la Venganza desciende de su atalaya para
entregarse efectivamente al llanto, empiezan las ca-
rretas a descargar la mercancia humana. Los ministros
de la santa guillotina estan ya envueltos en sus vesti-
duras y prestos para oficiar la ceremonia. jZas! El ver-
dugo sostiene en alto una cabeza, y las comadres cal-
ceteras, que apenas se han dignado mirarla un
momento antes, cuando aun podia esa cabeza pensar
y hablar, cuentan:
—Una.
La segunda carreta se vacia y se va. Se acerca la ter-
cera. jZas! Y las comadres, sin pausa ni desmayo en el
trajin de las agujas, cuentan:
—Dos.
El supuesto Evrémonde desciende, y tras él ayu-
dan a bajar a la costurera, levantandola en vilo. Ni por
un momento le ha soltado la mano, ni siquiera mien-
tras ambos se apeaban y atin la retiene estrechamen-

586
te, en cumplimiento de su promesa. Pone a la joven
de espaldas al ruidoso aparato, que constantemente se
estremece con el subir y el caer de la cuchilla, y ella le
mira a los ojos y le da las gracias.
—De no haber sido por ti, mi buen desconocido, no
estaria tan serena, porque soy de un natural débil y de
pocos animos. Tampoco habria sido capaz de elevar
mis pensamientos hacia Aquel que muri6 por noso-
tros, para que hoy podamos tener consuelo y espe-
ranza. Creo que es el cielo el que te ha enviado junto
a mi.
—O a tijunto a mi —dice Sydney Carton-. No apar-
tes de mi los ojos, querida nina, y todo lo demas no te
importe ni pienses en ello.
—Mientras sienta tu mano en la mia no pensaré en
ninguna otra cosa. Y cuando tengamos que soltarnos
tampoco, si lo hacen rapido.
—Claro que lo hacen rapido, no temas.
Los dos estan entre el grupo de victimas, cada vez
menos numeroso. Pero hablan como si estuvieran so-
los. Los ojos en los ojos, las manos en las manos, al
par las voces y los corazones, aquellos dos hijos de la
madre universal, por lo demas tan distantes y tan di-
ferentes, han coincidido en el oscuro camino para vol-
ver juntos al hogar eterno y descansar en su seno.
—{Me permites una ultima pregunta, amigo valien-
te y generoso? Soy muy ignorante, y hay una cosa
que me atormenta... un poco.
—Dime de qué se trata.
-~Tengo una prima, mi unico pariente, huérfana
como yo, a la que quiero con toda el alma. Tiene cin-
co afios menos que yo, y vive en una casa de labrado-
res, en el Mediodia. La pobreza nos separo y ella no

587
sabe nada de mi suerte... porque yo no sé escribir... y
aunque supiera, jcOmo iba a decirselo! Es mejor asi.
—Si, claro; es mejor asi.
—Pero por el camino he venido pensando una cosa,
y todavia pienso en ella, mientras te miro a la cara de
hombre bueno y fuerte, que me da tanto animo... Ve-
ras, si la Republica trae de verdad el bien para los po-
bres, y si con ello mi prima pasa menos hambre y su-
fre menos en todos los aspectos, podra vivir muchos
anos, y hasta llegar a vieja, gno te parece?
—Pues ¢qué te atormenta entonces, hermana mia?
—.No crees —dijo, llenos de lagrimas los ojos resig-
nados y entreabiertos los labios temblorosos— que se
me va a hacer muy largo el tiempo aguardandola en
el bendito pais donde espero que va a darnos asilo, a ti
y a mi, la misericordia divina?
—No; eso no puede ser, hija mia, porque alli no hay
tiempo ni sufrimientos.
—jCudanto me consuelas! Soy tan ignorante... gDebo
besarte ya? ¢Ha llegado el momento?
-Si.
Le besa en los labios y él la besa también. Se bendi-
cen solemnemente uno a otro, y la mano no tiembla
al soltarse. En aquel rostro resignado sélo se advierte
una radiante y placida fortaleza. Sube inmediatamen-
te antes que él. Un breve instante, y la pobre nifia ya
no existe. Las comadres cuentan:
—Veintidos.
«Yo soy la Resurrecci6n y la Vida, dijo el Sefior:
quien crea en Mi, aunque haya muerto, vivira; y
quienquiera que viva y crea en Mi, no morira jamas.»
Se oye un rumor de muchas voces, muchos rostros
se alzan expectantes, la muchedumbre se aprieta para

588
mirar, se yergue y precipita hacia adelante como una
tremenda ola. Todo sucede visto y no visto...
—Veintitrés.
Aquella noche, en la ciudad, se coment6 que ese
semblante habia sido el mas sereno y apacible de
cuantos hasta entonces desfilaran por el lugar del su-
plicio. Muchos anadian que tenia algo de sublime, de
profético.
Una de las victimas' mas notables de aquella mis-
ma cuchilla, una mujer, al llegar al pie del cadalso no
muchos dias atras, pidid permiso para escribir los pen-
samientos que el trance le inspiraba. Si él hubiera
dado forma expresa a los suyos, y fueran en verdad
proféticos, habrian sido los siguientes:
«Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a la Venganza, al ju-
rado, al juez, a largas filas de estos nuevos opresores
que han surgido tras la eliminacion de los antiguos, los
veo a todos perecer en este mismo aparato justiciero
antes de que se suspenda su actual empleo. Veo surgir
de este abismo una ciudad hermosa y un pueblo inteli-
gente y, en sus luchas para hacerse verdaderamente li-
bres, en los triunfos y derrotas, con el correr de muchos
afios venideros, veo la lenta expiacion del mal de esta
época y del de la anterior que lo engendré6, y lo veo ex-
tinguirse poco a poco hasta desaparecer.
»Veo las vidas por las que hoy doy la mia, tranqui-
las, utiles, prosperas y felices, en esa Inglaterra que no
volveré a ver. La veo a ella con un hijo en el regazo, un
hijo que lleva mi nombre. Veo a su padre, viejo ya y

1. Madame Roland, esposa de uno de los jefes girondinos y a su


vez principal inspiradora del movimiento girondino o federalista,
fue guillotinada el 8 de noviembre de 1793.

589
encorvado por los afios, pero restablecido en el pleno
uso de su razon, consagrado al servicio de la humani-
dad con su ciencia médica y en paz consigo y con el
mundo. Veo al buen anciano, amigo suyo de tanto
tiempo, vivir un par de lustros todavia y enriquecerlos
luego con todo lo que tiene, para ir tranquilamente a
disfrutar de su eterna recompensa.
»Veo que tengo un santuario en esos corazones, y
también en los de sus descendientes en mas de una
generacion. La veo a ella, anciana ya, llorando por mi
en el aniversario de este dia. La veo junto a su esposo,
recorrido ya todo el camino, en su Ultimo lecho te-
rrestre, y sé que no fue mas honrado y enaltecido cada
uno de ellos en el alma del otro de lo que Io fui yo en
las de ambos.
»Veo a ese hijo que mecia ella en su regazo y que se
llamaba como yo transformado en un hombre que se abre
camino en la vida por el mismo derrotero que pude ha-
ber seguido yo en otro tiempo. Y lo veo triunfar de ma-
nera que mi nombre alcanza la fama iluminado por el
suyo. Veo desaparecer asi las manchas que yo arrojé so-
bre él. Y veo a ese var6n, el mas justo de los jueces y el
mas respetado entre los hombres, ser padre de un hijo
llamado igualmente como yo, cuya frente y rubios ca-
bellos reconozco, y traerlo un buen dia a este mismo
lugar donde ahora estamos, ya sin vestigios de esta abo-
minacion, placido y agradable a la mirada, y oigo c6mo
le cuenta mi historia a ese nino, con voz tierna y entre-
cortada por la emocion..
»Esto que hago es mejor, infinitamente mejor que
cuanto he hecho en toda mi vida. Y la paz que ahora
me espera es una paz mayor, muchisimo mayor que
toda la que me ha sido dado conocer hasta hoy.»

590
Indice

LIBRO PRIMERO. RESUCITADO NN wucuc se acctneaea rn ee: Z


LaLa POCAL eee cores es Conia ae eee eertee ees 9
De Led. GUTSOT Chain eecreg inser ebascees ste cia ees meee eas 14
3 .0LaS SOnIDras Ge la WOON eis... as,er, eocnceatr oereels 23
4) La preparadone a. secc cst eee ton tenes 30
57 La taberiia yes een itn otis ee okic cece ee 48
Gs: Bl Zapatero Sewnc csc ecperee concen sarees eee ee 65

LIBROSEGUND OnE OME OROpecsneseseeteceterseecteeeteres 83


Ie UGANICO ANOS. CeSOUesy rete or treet cor cere eee 85
Dep Vista de UN asCAUisd .cscstias «ase tanves saree nasece eee es 95
Br ESIMISION commeetie cater eis, el sass, te cea tetae ne ree 106
Ae MLNOTAD UE dessiyt er scusecsecsetenseas Gee tee eee 127
Pyrs PLeCLIACALeeman Mensa cee iaa occu nunc meant yclc Sener ish
Ger GIETOS GE VASIUAS systicsesco vensasgeist eater eee 146
Tes WLOTISCNION Cb ANG OULC ca secnccotvenscvoptersococtse sr nme 165
By NIOMSEMOL Clb Cl CARN IO sas cc ct cseunteeatw oa Mian 179
OMT aiCaDEZa Ue la COT OOMa fo.sit..cortennt torte reer 188
10, DOS PEONVOSAS eae rcccc 06 were seers nhs aieetdcupns roansoae 205
Ae Bintre COM GAS iesrv.c.cnrnyes eceatheon tsoaniecoee nteaeee PAA
12) Bb cabatlerotelicad. 2: c.cecccscscccsa-enseaeeteaane: 223
13. El individuosin delicadeza <2 ic). rte: ss9 234
TAD EL WOnradG COmmercla© a rciccsiesspccccecescsernecs 241
U5 Cal Geta s,s .ssereece cect ces feasaee Apas ouster ins saree tones 258
LGAs CALCENien tate ian st oeeser ee Sess Sesesale cece 205
EZ Una NOCHE scsecerrcce ee see se ee ees 29%
18> Nuevé dias .c.ccshayainenen terete ees 299
19. Uta Gictarmenn cc eta wea sossepotene ate cranes 309
20. Una. stiplica ts ace coy or awe pect a cree 321
2:1... BOOS d@ PaSOS: ives. cereus eon taa eo ceeartres ee PA
22. La Marea. sigiie SUICGd0 4.2: vers. canes 345
23. Se propaga.€) MCE <6... <.<.tcctoss-.cecnemavet 354
24. La atraccion, del imiatie xo.c16,.s sssecanaecareetapyes 366

LIBRO TERCERO. EL CURSO DE UNA TEMPESTAD .........0:e0seeeees 385


Ihe EIS C CROTON eaecesoroc ne coceetent. <a--ssaceecne
ieee. cecnae ss 387
2 MAR a GAA -o ece aaa do nnn « Scan atots so ven veces 405
BS EASON OC aae se eves ctetes cod hee tons op nicer erage 416
4 CA eiiira COUMICIEA.) eto... atiat er caneeaaeess 424
BD AEE ASE ER GLON ot 6 gee ceca oot Se ccrccds ovnecsteernens
ae creecets 433
Go EMOTO en rise ee cet ce ht gone Siaees vcs sayeaneee eres ower 443
7. Omaalangadal aa DUCA... .co.-cct eee ee 454
8. Unatpartida de Cartas. cs: cccce en eee 462
DS HECNO CP ]RERO cece tec aatcctk... seater te eer en 482
WLOL El origen de'la sOmbra «............:.sc0sccssstseqearses 501
Lis Crepuseulocemencccs.ctatuto.sssctreura arenas 525
12:° Timeblaseeeicecexs evans.) Aa Ee 531
13S Cincuen tay Oss. teens tee eae 544
14.- Bar de la-ealeetat-c1. ne temils:. cee oe ek 563
15. Los pasos se extinguen para SlEMIOre: S53 ji: 582

592
Oscar Wilde
El retrato de Dorian Gray
Yasmina Khadra
Lo que suenan los lobos
Los corderos del senor

Jane Austen
Emma

Tarig Ali
A la sombra del granado
Charles Dickens
Historia de dos ciudades

Elmore Leonard
Tu ganas, Jack
Horacio Vazquez-Rial
La capital del olvido

Henry James
El retrato de una dama

Hitonari Tsuji
El Buda blanco

Amin Maalouf
Identidades asesinas

Raymond Chandler
EI sueno eterno

Gustave Flaubert
Salambo

Jorge Amado
Gabriela, clavo y canela
Honoré de Balzac
El tio Goriot

Amin Maalouf
Las cruzadas vistas por los arabes
Max Gallo
Los romanos. Tito

Yasmina Khadra
Las sirenas de Bagdad
Andy Oakes
El primer ciudadano

Disefio de cubierta: Angel Uriarte


Ilustracion: “La ejecucidén de Luis XVI el 21 de
enero de 1793’. (fragmento).
Museo Carnavalet. Paris. ARCHIVO ALBUM.
3466057

a titulo Historia de dos ciudades hace referencia a


Paris y Londres en los anos sacudidos por la
Revolucién Francesa. Tales son los escenarios de
esta novela Ilena de accion y aventuras que salta de una
orilla a otra del canal de la Mancha y que ofrece un vivo
retrato del ambiente y los acontecimientos del Paris revo-
lucionario dominado por la sombra de la guillotina. Entre
los muchos y pintorescos personajes que discurren por
sus paginas, sobresalen los de Charles Darnay y Sidney
Carton, quienes, marcados por muy distintos origenes y
peripecias vitales, acaban fundiendo sus existencias
como dos caras de una misma moneda.

Charles Dickens (1812-1870) es uno de los grandes narradores


ingleses de todos los tiempos. Aparte de Oliver Twist, publica-
da ya en esta serie, entre sus obras mas conocidas se cuentan
David Copperfield, Tiempos dificiles, Grandes esperanzas,
Cancion de Navidad (BT 8046) y Papeles pdstumos del Club
Pickwick (L 5605, L 5606 y L 5607).

Alianza IsB N -84- a ww


m 978-84-206-6257-2

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FE
oy 9"788420"662572
http://www.alianzaeditorial.es

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