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01. Hasta que c41ga la lun4

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ACERCA DE ESTE LIBRO

En esta historia hay contenido explícito y


elementos oscuros que podrían resultar ofensivos
o fuertes para algunas personas.
Si quieres leer una lista completa de advertencias,
ve a Advertencias de contenido. Al final también se han
incluido un glosario y una guía de pronunciación.
Para aquellas personas que sienten que son pequeñas
y no tienen voz: extended vuestras alas y rugid
Al principio del mundo, eran cinco.

Primero fue Caelis, el dios del Éter, invisible a los ojos, el espacio vacío
en el que nadie pensaba. Allá donde se formaba la materia, él era apartado
sin más.
Su canción de barítono estaba repleta de sustancia y, al mismo tiempo,
totalmente desprovista de ella. Era un eco distante que recorría el espacio
vacío entre los soles cercanos y lejanos, de una intensidad imperceptible por
muy alto que la cantara.
Desesperado por que alguien le hiciera caso, fue él quien ofreció un
lienzo en blanco para que los demás lo pintasen.
Bulder, el dios de la Tierra, modeló la esfera con un grito a pleno
pulmón, creando un globo recio que no giraba. Un mundo con una mitad
bañada por luz solar y salpicada de una ola de arena color óxido, y otra
sumida en una oscuridad tan profunda que calaba incluso en las piedras y lo
pintaba todo de negro.
Con palabras contundentes y monótonas, Bulder esculpió el terreno y
creó hondonadas, elevaciones y grietas en el mundo. Forjó una muralla que
atravesaba La Bruma, donde la luz solar y la sombra se negaban a
encontrarse, convirtiendo el cielo en un eterno trazo de color rosa, lila y
dorado.
La diosa del Agua fue la siguiente.
Rayne cayó sobre la tierra en miles de millones de anhelantes lágrimas de
amor no correspondido, encharcando así las hondonadas de Bulder y
llenando desfiladeros con sus desbordados sentimientos. Sobre la zona
sombría, descendió como un tamborileo de grandes copos de nieve y cubrió
las escarpadas montañas con su gélido abrazo.
Su amor era un vociferante torrente, el profundo y estremecedor gemido
de una avalancha, el casi silencioso grito de la llovizna.
Su apenada canción era muy diferente a la de su hermana Clode, la diosa
del Aire, que se situaba al límite de una locura inconmensurable. Su voz era
una cinta de seda, suave al tacto, a no ser que se ladease y te rebanara con
su filo.
Sus susurros atravesaban ramas abarrotadas de hojas y las sacudían en un
baile seductor. Sus violentos chillidos desgarraban los rincones escarpados
a una velocidad vertiginosa por el simple hecho de que le gustaba ese
sonido. Incapaz de soportar la sombría quietud de Rayne, los impetuosos
aullidos de Clode a menudo transformaban El Loff en una masa agitada que
rompía contra la orilla como al compás de un tambor.
Ignos sentía devoción por Clode. El dios del Fuego se alimentaba de ella,
la consumía.
La amaba tanto que no podía respirar sin ella.
La ardiente canción de Ignos transmitía un ansia feroz y una avaricia
apasionada, pero a Clode no podían domesticarla esas furibundas
emociones, por más que él hiciera arder junglas y le diese humo con el que
danzar. Por más que fundiera fragmentos de las piedras de Bulder hasta
convertirlos en ríos rojizos, desesperado por impresionarla con explosiones
volcánicas que zarandeaban el cielo.
Atado a su triste soledad, Caelis lo observó todo, celoso de la capacidad
de los demás Creadores por ser vistos, tocados y oídos, pero agradecido por
formar parte de algo.
De lo que fuese.
Y contempló en silencioso asombro cómo florecía la vida en el frondoso
y fértil lienzo al que había regalado su vacío. Una variada cacofonía de
seres que salpicaban la tierra y la nieve y la arena, algunos con un oído más
afilado aún que la punta de sus orejas, que les permitían oír las otras cuatro
canciones elementales. Unas cuantas de esas criaturas aprendieron los
lenguajes de los dioses y empezaron a hablarlos.
Y en ellos hallaron poder.
Otros devoraron un libro plateado que, según algunos, había escrito
Caelis en su desesperación por ser escuchado. Encontraron una forma
distinta de poder en esas runas que nadie era capaz de leer ni pronunciar y
descubrieron que esas extrañas marcas tenían multitud de usos: curaban
huesos, hechizaban la sangre, encantaban objetos…
Numerosos seres poblaban todos los rincones del mundo, pero no había
ninguna criatura de la que los Creadores estuvieran más orgullosos que de
las enormes bestias aladas que dominaban el cielo.
Los dragones.
Volaban por encima de las cumbres en apariencia inhabitables de La
Llama, donde los duros rayos del sol chamuscaban la piel de cualquiera
hasta cubrírsela ronchas y ampollas. Era allí donde crecían los siegasables,
unas bestias grandes y corpulentas con escamas de color negro, bronce y
rojo. Tenían una personalidad fiera que resultaba inigualable.
Hicieron de Gondragh su tierra de anidación.
Algunos seres eran lo bastante valientes como para aproximarse, asaltar
el nido y robar un huevo.
Valientes… o estúpidos.
Menos veleidosos que sus lejanos parientes, los fundefauces encontraron
un hogar en La Bruma. En Bhoggith, concretamente, una zona pantanosa
cubierta de bruma que lo engullía casi todo con sus ciénagas lodosas y
sulfúricas.
Sus picos eran lo bastante afilados como para asestar cuchilladas, y sus
garras, igual de letales. Cubiertos de plumas tan coloridas como el cielo
siempre vibrante de la parte del mundo que habitaban, no había dos
fundefauces que lucieran la misma gloriosa gama cromática.
Para robar un huevo de fundefauces, también había que ser valiente o
estúpido, pero quizá un poco menos.
En Netheryn, sin embargo, era casi imposible adentrarse. Allí era donde
habían elegido anidar los etéreos y astutos plumalunas.
Al estar en el punto más alejado del sol, Netheryn era la zona más oscura
de La Sombra, donde hacía un frío tan intenso que volvía lenta y viscosa la
sangre de la mayoría de las criaturas. Pero no la de los plumalunas, con una
piel luminosa, gélida al tacto, largas colas sedosas y ojos brillantes y
negros.
Rodeados de nieve, hielo y un silencio voraz que engullía todos los
sonidos y, luego, los escupía en forma de rugido de advertencia, los
plumalunas prosperaban y cada vez eran más numerosos, fuertes y
resplandecientes.
Solamente aquellos tan impulsivos como Clode o con suficiente poder
para protegerse se arriesgaban a intentar robar un huevo de plumaluna.
La mayoría de ellos fracasaban, derrotados por aquella tierra hostil o por
las imponentes y agresivas bestias.
Unos cuantos lo lograron, un grupo venerado que usaba a los dragones
para librar guerras a fin de que nacieran nuevos reinos.
Sin embargo, conforme los castillos se volvían más altos que las
montañas y los reyes y las reinas decoraban sus coronas con joyas más
grandes y centelleantes, la gente fue aprendiendo a derramar sangre de
dragón.
Y así se terminó la vida eterna de muchos plumalunas, fundefauces y
siegasables.
Los Creadores jamás esperaron que sus queridos dragones, al llegar su
fin, ascendieran a los cielos. Tampoco que se enroscaran en forma de esfera
allá donde la gravedad no podía alcanzarlos y llenaran el firmamento de
tumbas… De lunas.
Y, desde luego, jamás esperaron que cayeran poco después de alcanzar su
elevada posición. Ni que se estrellaran en el mundo con un azote de
fatalidad que amenazaba con devastar todo lo que había llegado a surgir.
Clode, Rayne, Ignos y Bulder necesitaron siete caídas lunares para darse
cuenta de que el culpable era Caelis. Que su espacio vacío, que ansiaba
llenarse, era lo bastante fuerte como para sacar a un dragón de su lugar de
descanso y arrancarlo del cielo.
Aún necesitaron otra caída lunar más para urdir un plan que tenía la
intención de salvar el mundo que tanto amaban.
Esgrimiendo promesas vacías y desleales, atrajeron a Caelis hasta su
trampa y lo capturaron.
Y lo sometieron.
Entonaron sus afiladas, ardientes y desgarradoras canciones y
fragmentaron la esencia de Caelis en trozos lo bastante pequeños como para
atraparlos en una jaula de cristal de ébano no más grande que una semilla,
conocida a partir de entonces como Piedra Éter. Unos cuantos hilos del
manto plateado de Caelis se desprendieron mientras forcejeaba y se resistía,
pero los demás Creadores no se preocuparon por juntarlos y permitieron
que se amarrasen a los dos polos del mundo. Surgió así una aurora luminosa
que daba vueltas alrededor del globo y que permitía que la gente tuviera un
punto de referencia para marcar el paso de sus daes y duermevelas.
El mismo Caelis terminó engarzado en una extraordinaria diadema,
embellecida con una colección de runas de una fuerza maliciosa suficiente
para mantenerlo atrapado en el interior de la piedra eternamente, siempre y
cuando las runas tuvieran algo de lo que alimentarse.
Un guardián.
Así fue como un poderoso guerrero feérico conocido por su vigor y por
su sabiduría, recibió un regalo de los propios Creadores: un poder inmenso
que le permitiría de colocarse la Piedra Éter sobre la frente y seguir
conteniendo a Caelis. Un regalo que pasó de generación en generación en
su familia, como cantos rodados saltando sobre el agua.
Transcurrieron muchos ciclos aurorales y muchas más lunas poblaron el
cielo…
Y permanecieron ahí.
Al final, reinó la paz, a pesar de que un buen número de tragedias y de
muertes inoportunas engulleron el origen catastrófico de la Piedra Éter. El
significado de su existencia pasó a ser un mito confuso que se contaba en
las hogueras o que se cantaba a los bebés para acallar sus berrinches.
Hasta que hubo una nueva salida auroral y por primera vez en más de
cinco millones de fases…
Cayó otra luna.
Raeve
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CAPÍTULO 1
5.000.165 fases después de la Piedra

Echo los hombros hacia delante para cambiar de postura y que parezca
que estoy molida.
Y asustada.
Doblo un recodo y llego al descansillo a los pies de las escaleras,
perseguida por una alondra de papel que aletea tan cerca que me sorprende
que no me dé un golpecito para que la coja en el aire.
Mientras le doy vueltas al fino anillo de hierro que llevo en el dedo
corazón, alzo la vista hacia el guardia armado hasta los dientes que bloquea
el túnel oscuro que se extiende tras él. Está cruzado de brazos y su cabeza
rapada casi roza el techo abovedado. Tiene a una bandada de pájaros de
papel rondando junto a la puerta que se alza a su espalda. Mide el doble que
yo y luce un ceño fruncido que parece estar tallado de forma permanente en
su rostro.
Su mirada reprobadora se clava en el pequeño corte de mi oreja
izquierda, cerca de la estrecha punta, como si alguien de boca pequeña me
hubiera pegado un mordisco.
Es mi muesca.
—Sin ficha, no entra nadie —masculla. Me está tratando al instante por
una criatura menor, un nulo, alguien que no oye ninguna de las cuatro
canciones elementales.
Me meto una mano en el bolsillo y saco una ficha de piedra que tiene
tallada a ambos lados la insignia del prestigioso club, unas fauces de
estalactitas que amenazan desde todos los ángulos. Con un ligerísimo
temblor, se la tiendo y noto cómo me repasa inquisitivamente de arriba
abajo al darle la vuelta a la ficha, gesto con el que su armadura azul hace un
ruido metálico.
Tengo curiosidad por saber por qué deja que las alondras revoloteen junto
a la puerta en lugar de permitirles entrar, pero la que siempre dice lo que
piensa es Raeve, y ahora mismo yo no soy Raeve.
—Me llamo Kemori Daphidone —digo con voz suave y sumisa—. Soy
una barda ambulante.
—¿De dónde vienes?
—De Orig.
Un punto de la muralla en el que nunca he estado, pero eso no impedirá
que le cuente cosas sin parar si me hace alguna pregunta concreta.
La preparación es mi armadura. O me la pongo o muero.
El guardia inspecciona la ficha y me la devuelve.
—Nada de velo —me gruñe.
Levanto la vista para mirarlo tras mis pestañas con plumas en la punta.
—Mi actuación lo exige. Formo parte del espectáculo. —Saco un rollo de
pergamino del bolsillo y se lo tiendo—. Me advirtieron de la norma de no
llevar velo y por eso solamente me he cubierto la mitad inferior de la cara.
Con el ceño fruncido, desenrolla el pergamino y analiza con suspicacia
mi carta de contrato con una lentitud tan dolorosa que empiezo a notar
calambres en el cuello. La impaciencia me carcome por dentro.
Al final, abre mucho los ojos al caer en la cuenta.
—¡Ah! Eres la suplente.
Asiento tímida y recatadamente, aunque lo que de verdad me apetece
hacer es estamparle la cabeza contra la pared.
Con fuerza.
El guardia enrolla el pergamino de nuevo y me lo devuelve mientras se
echa a un lado para abrir la puerta.
—Tercer piso. Cuidado con el espectro. Siempre tiene un hambre feroz
cuando el ciclo auroral llega a su fin.
El estremecimiento que me recorre no es para nada fingido.
Al adentrarme en el cálido y humoso abrazo de El Vacío Voraz, me asalta
un intenso olor a almizcle y un ligero rastro de sulfuro. La puerta se cierra
tras de mí, dispersando la bandada de pájaros de papel. A través de un túnel
oscuro, llego ante la estrecha entrada de una cueva enorme y alta con forma
de pulmón pétreo.
Un tramo de escaleras me lleva hasta uno de los numerosos caminos que
serpentean entre un montón de manantiales luminosos, de cuyas
profundidades turquesas se eleva vapor. La gente está apoyada en los
escalones con la cabeza inclinada mientras languidece por el calor
envolvente. Un bonito paraíso para quienes cuentan con suficiente poder o
influencia política como para mantenerse en el bando privilegiado de la
Corona.
Suelto una carcajada amarga.
Aquí resulta fácil fingir que nuestro colorido reino no descansa sobre un
lecho de huesos.
Una escalera independiente da al segundo piso, sostenido por pilares
musgosos. Me dirijo hacia allí y avanzo por el laberinto de caminos, pero
entonces una nube de vapor adquiere forma de criatura pálida y larguirucha
con ojos como joyas de ébano.
—Mierda —mascullo deteniéndome.
Girando la cabeza de forma antinatural, el espectro me mira fijamente,
olisquea el aire y resopla con gula.
—Vaya, vaya, vaya… Menuda alma más llena y jugosa tienes, ¿no?
«Buf».
—Muy amable por tu parte. Voy a seguir mi cami…
—Hay espíritus que están desesperados por hablar contigo. ¿Qué te
parece si me bebo un poco de tu alma? —me pregunta la criatura, y juraría
que es como si estuviera salivando—. Así podrás oír todo lo que quieren
decirte.
«Ni hablar, gracias».
—Paso.
Efusivamente.
La criatura parece ignorar mi rechazo, pues se inclina hacia delante y
reúne jirones de niebla que usa para avanzar en mi dirección, extendiendo
sus vaporosos dedos hacia mí.
Me doy media vuelta y me apresuro a tomar otro camino, con el vello de
punta. Al mirar hacia atrás, veo al espectro encorvado sobre un hombre que
holgazanea junto al borde de un manantial sorbiendo algo oscuro por entre
los labios separados.
Un escalofrío me recorre la piel.
Doy gracias en silencio a los Creadores por que los espectros sean poco
comunes. Solo acechan en mantos de niebla, donde mordisquean almas a
cambio de mensajes de parte de espíritus serviciales.
No se me ocurre nada peor. Estoy convencida de que los muertos que
están tan desesperados por hablar conmigo no me van a decir nada bonito.
Aunque no puedo culparlos.
Por suerte, es facilísimo distraer a esos espeluznantes muerdealmas.
Subo las escaleras de dos en dos para alzarme por encima de los hilos de
vapor. En cuanto llego al segundo piso, repleto de mesas de escripe, los
sonidos de risas y tintineos de copas llegan hasta mí.
La gente está reunida, dando caladas a palos de fumar y bebiendo licores
brillantes, con las vitelas del juego bien sujetas junto al pecho. Lanzan los
dados y montañas de rocadragón pasan de una mano a otra.
Echo un vistazo de reojo a su atuendo. Unos llevan túnicas coloridas con
pedrería, otros visten abrigos a medida, plumas enlazadas en el cabello o
abalorios elementales que hacen las veces de pendientes. Es una forma de
presumir de su capacidad de oír las distintas canciones de los dioses: el rojo
de Ignos, el azul de Rayne, el marrón de Bulder y el transparente de Clode.
Abalorios a un lado, a menudo se sabe desde la otra punta de una estancia
quiénes son elementales de alto rango de La Bruma: aquellos que lucen más
de diez colores en su vestimenta, como si así resultasen tan imponentes
como los vibrantes dragones que dominan los cielos de este reino.
Los majestuosos fundefauces.
Es curioso, porque serían los primeros en derramar la sangre de las
bestias si algún dae se acaba la mina de rocadragón.
Voy por la mitad de una estrecha escalera tallada en la pared del fondo
cuando una silueta alta y fornida con capa baja a toda prisa.
Me detengo, incapaz de verle el rostro más allá de una fuerte mandíbula
cubierta de una barba oscura bien cuidada, ya que la capucha de su capa
sume todo lo demás en las sombras.
Él no ralentiza el ritmo, sigue bajando los escalones hacia mí, a pesar de
que llevo un vestido de un rojo tan potente que es imposible no verlo.
Casi aprieto los dientes, pero, justo a tiempo, me acuerdo de la corona de
metal que llevo en la muela del fondo y evito activar mi arma secreta sin
querer.
El hombre apenas cabe en la escalera, con lo cual va a ser complicado
que pasemos ambos a la vez sin tocarnos.
Pues qué bien.
«Típica actitud de mierda de los elementales: solo piensan en sí
mismos».
Con un suspiro, echo los hombros más hacia delante y me hago a un
lado, recordando que soy Kemori Daphidone, una barda que viene de Orig.
Estoy molida. Y asustada. Y de ninguna manera estoy aquí para hacer que
este hombre tropiece por accidente y caiga por las escaleras.
De ninguna manera.
Con la espalda apoyada en la pared, bajo la vista y espero a que pase por
mi lado. Sus pasos se acercan. Tanto, de hecho, que me invade un olor a
almizcle y humo mezclado con el de la piedra recién tallada, suavizado con
matices de algo apetecible. Me quedo sin aliento, aunque lo recupero
enseguida, como si no estuviera dispuesta a desprenderme de ese aroma
denso y exquisito que bien podría ser uno de los mejores olores que he
percibido jamás.
Se hace a un lado al cruzarse conmigo.
Y se detiene.
Me encuentro bajo su sombra, como si fuera una llama en la oscuridad,
con el corazón desbocado en el pecho. Se me acelera más con cada largo
segundo que transcurre.
«¿Por qué no se mueve?».
Me alejo más por las escaleras para liberarme de su atmósfera.
—Disculpa.
«Tengo sitios a los que ir y manos que cercenar».
Se oye un rumor en su pecho, como si el sonido intentara brotar de sus
labios.
El aire a nuestro alrededor se mueve.
Yo me muevo con él.
Me vuelvo y le sujeto la muñeca a la velocidad del rayo. La tensión corta
el aire y bajo la vista a su mano extendida, enorme y con muchas cicatrices,
detenida a medio gesto, como si hubiera estado a punto de cogerme el velo
y arrancármelo.
Será cabrón.
Aunque no le veo los ojos, noto su mirada penetrante e inquisitiva
observándome con tal intensidad que se me llenan los pulmones de piedras.
Desplaza su atención al corte redondeado de mi oreja.
Y luego a mis ojos.
Varias palabras afiladas se me agolpan en la boca como si fueran espinas
que estoy tentada, muy pero que muy tentada, de escupirle. Y entonces
recuerdo que la gente que se revuelve ante elementales de alto rango
termina siendo comida de dragón.
Decido tragarme las palabras. Es algo que nunca me sienta bien, por más
frecuentemente que deba hacerlo.
Le suelto la muñeca, agacho la cabeza y subo unos cuantos escalones.
Tan solo me detengo cuando estoy lo bastante alta como para mirarlo desde
arriba y lo bastante lejos como para estar menos tentada de darle un
puñetazo en la garganta por haber pensado que podía quitarme el velo.
—Pido disculpas —mascullo intentando sonar sumisa. Y fracaso
estrepitosamente—. El velo forma parte de mi actuación.
Se hace un silencio denso como un sirope pegajoso.
«Muévete, Raeve».
Ya fuera de su alcance, me vuelvo y subo las escaleras deprisa.
No miro hacia atrás y enseño mi pergamino y mi ficha a la segunda ronda
de guardias de rostro imperturbable, uno de los cuales se separa del resto
para acompañarme al escenario. Me guía por la oscura guarida, envuelta en
el aroma del humo de turba y de la hidromiel, donde quedo impactada por
el cambio considerable de atmósfera.
Del techo, descienden colmillos de piedra, dividiendo el espacio en
segmentos abovedados, bañados por el resplandor rojizo de varios
candelabros de pared. Unos reservados tenuemente iluminados forran las
paredes exteriores, ocultos detrás de gruesas cortinas para ofrecer intimidad
a aquellos que la deseen. Los sirvientes, nulos, se deslizan por el espacio
con bandejas llenas de jarras de hidromiel y otras bebidas brumosas que
entregan a alegres elementales reunidos alrededor de las mesas de piedra
que se encuentran repartidas por el lugar.
Protegida por la sombra del guardia, lanzo una mirada astuta a los
eclécticos clientes. La frustración me roe los nervios al no ver la cara que
ando buscando.
«Que esté en uno de los reservados, por favor».
El guardia me dirige hasta una tarima central rodeada por numerosas
estalagmitas que asemejan los barrotes de una jaula y casi me echo a reír,
porque no me habría podido imaginar algo que fuese más perversamente
apropiado.
En ella, una mujer de silueta delicada está sentada en un taburete.
Sostiene un violín blanco con grabados de runas luminosas que
probablemente sirvan para transportar el sonido del instrumento. Lleva un
vestido sencillo parecido al mío, pero el suyo es azul y mucho más holgado,
debido al leve abultamiento de su vientre de embarazada.
Con los ojos cerrados, toca una melodía melancólica mientras del techo
abovedado caen copos de luz blanca, como si estuviera nevando. Estos se
posan sobre la cascada de su pálido cabello, donde se extinguen.
Tras darle las gracias al guardia, subo a la tarima y me siento en un
taburete junto a la artista. Su ritmo va in crescendo mientras me pongo a
buscar una vara amplificadora.
—El runi está trabajando en ello —susurra. Baja el violín y me mira con
unos penetrantes ojos verdes enmarcados por pestañas rematadas con
plumas azules—. En el último ciclo, se entrecortaba.
«Ah».
—Pero no creo que tarde. Me llamo Levvi, por cierto.
—Yo Kemori Daphidone, soy barda ambulante y vengo de Orig.
Me dirige una sonrisa amistosa que se desvanece un poco al clavar la
vista en algo que hay tras de mí.
Se me desboca el corazón cuando un hombre pelirrojo pasa por delante
avanzando entre la multitud, vestido con un impoluto abrigo sanguíneo,
cuyo color emula a la perfección el abalorio elemental rojo que exhibe con
fanfarronería.
Siento una oleada de alivio y el ansia me lleva a apretar los puños y
aflojarlos.
«Tarik Relaken».
Nos observa a ambas y contempla con lascivia mis pechos enfundados en
un corsé antes de dirigirse hacia un reservado ocupado por otros tres
hombres. Deja la cortina abierta y se entrega a una animada conversación,
lanzando una mirada en mi dirección de vez en cuando, vistazos con los
ojos entrecerrados que hacen que me sienta un trozo de carne bien
presentado al que le encantaría hincar el diente.
«Te veo, gilipollas».
Me fijo en una figura que avanza por la oscura estancia. Es el hombre
con capa con el que me he topado en las escaleras.
Se me cae el alma a los pies.
Deja atrás a otros clientes y se encamina hacia un reservado vacío
mientras mi mente se convierte en un caos.
Antes, cuando casi me ha derribado al bajar por las escaleras, parecía
tener mucha prisa. Pero ha regresado. ¿Por qué?
¿Por trabajo? ¿Por curiosidad? ¿O en las escaleras se ha formado una
impresión equivocada de mí?
Por todos los Creadores, ¿por eso ha vuelto? ¿Porque le gusta rebajarse
con nulas y espera encontrar fácilmente a alguien con quien echar un
polvo?
Gira la cabeza en mi dirección y examina la mitad superior de mi rostro
como si me acariciara con un pincel de cerdas suaves, tensando el aire entre
nosotros.
Contengo un gemido.
Me he esforzado mucho para que aprobaran esta operación. Para mí lo
significa todo. Si ese cabrón desbarata nuestros planes, urdidos con esmero,
puede que no tengamos otra oportunidad durante quién sabe cuánto tiempo.
Y eso asumiendo que se llegara a aprobar otro intento.
—¿Eres nueva, cielo? No te había visto antes por aquí.
Me obligo a suavizar la expresión y me vuelvo hacia Levvi, cuya muesca
de nula está a la vista, en la oreja que asoma entre su densa cabellera.
—Estoy sustituyendo a alguien.
—Ya veo. —Barre la estancia con la mirada y apenas mueve los labios al
susurrar—: ¿Ves al hombre pelirrojo que acaba de pasar por delante? Se
llama lord Tarik Relaken. Mantente alejada. Muchos artistas atraen su
atención y terminan desapareciendo.
—¿En serio? —Abro mucho los ojos con fingido asombro.
Ella asiente con la cabeza.
—Entre el color de tu vestido, tu actitud modesta y tu largo pelo negro…
—Vuelve a mirarme de arriba abajo—. Eres su tipo.
No le respondo que de eso se trata.
Es mi esperanza.
Por lo menos, lo era hasta que me he ganado un admirador encapuchado
que me contempla desde el fondo de la estancia cruzado de brazos y
recostado en la mesa de un reservado vacío.
—Hay un motivo por el que en este sitio siempre necesitan reclutar a
nulos, y no es solo porque el jornal sea una mierda —masculla sonriéndome
con amargura.
No me molesto en preguntarle por qué sigue aquí, ya que su abultado
vientre es respuesta suficiente. En Gore, aparte de trabajar en las minas, hay
pocas opciones para que un nulo se gane la vida. No es lugar para una
embarazada. La gente hace lo que puede para apañárselas, aunque eso
signifique cruzar la estrecha línea que separa una existencia segura de una
llena de peligro.
—Te agradezco la advertencia —murmuro pensando en el misterioso
soplo que por lo visto ha recibido Sereme al comienzo del dae, cuando
nuestros planes empezaban a ponerse en marcha. Me pregunto si ha sido
Levvi, demasiado asustada como para ensuciarse las manos viéndose
involucrada con los Fíur du Ath y nuestros planes, justos pero sangrientos.
No me extrañaría.
No existe una manera más fácil de enfurecer al tirano de nuestro rey que
cooperar con sus enemigos.
Un runi se nos acerca, con una túnica blanca que cubre su esbelto cuerpo
y con el pelo oscuro recogido en un moño bajo. Como me mira altivo, bajo
la vista hasta el único botón que le mantiene sujeta la ropa. El símbolo de
un punzón de grabado sobre la pieza de madera redonda significa que es
capaz de grabar runas básicas.
Por la forma en la que me contempla, me hubiera esperado que tuviera
dos o tres. Quizá un don especial como el de los sanguirios u otra habilidad
igual de espectacular. O, por lo menos, que su botón de grabado no sería tan
básico y estaría hecho de plata o de oro.
«Ojalá pudiera decirlo en voz alta».
Sin embargo, me limito a aceptar la vara amplificadora, agachando la
cabeza con recato, y rodeo con las manos sudadas el hueco bastón metálico
cubierto de puntitos y espirales que emiten su propio resplandor.
Echo otro vistazo a Tarik Relaken y aprieto los dientes al concentrarme
de nuevo en el admirador encapuchado, al que obviamente no tenía en
cuenta, sintiendo que me embarga la inquietud.
—¿Estás bien?
«No».
Una alondra de papel revolotea sobre el escenario, baja el pico, pliega las
alas y cae directamente sobre mi regazo.
—Nunca he cantado delante de una multitud tan grande —murmuro
guardándome el mensaje para leerlo más tarde.
—Entiendo —dice Levvi al tiempo que me dedica una sonrisa
reconfortante—. La mayoría de ellos están demasiado absortos en sí
mismos como para fijarse en nosotras. —Levanta el violín y se apoya la
base contra la parte inferior del cuello—. ¿Conoces La balada de la luna
caída?
Me quedo fría cuando un recuerdo se abre paso en los confines de mi
mente, desprovisto de emoción, de belleza.
De dolor.
El fantasma de algo que a duras penas consigo comprender, cuyo cadáver
yace en mi gélido interior, un lugar dentro de mí que es enorme, como las
llanuras de Ergor, por las que una vez caminé sola, con manchas de la
sangre congelada de otra criatura adheridas a mi cuerpo esquelético.
—Sí —contesto con voz áspera—. Conozco muy bien esa canción.
Levvi pasa el arco por encima de las cuerdas de pelo de cola de
plumaluna, que resplandecen en la penumbra, para hacer sonar la primera
nota, tan larga y profunda que es casi tangible. Toca las siguientes con tanta
pasión que es como si ella misma hubiera escrito la melodía.
Como si las bonitas palabras de la fábula se hubieran labrado con las
cenizas de su propio pasado enjaulado.
Me llevo el amplificador a los labios cubiertos y me lleno los pulmones.
Me remuevo un poco para que el puñal oculto en mi corpiño no me rasguñe
las costillas. Cierro los ojos y me sumerjo en la canción como tiempo atrás
me sumergí en la vida, pero con las palabras que desde entonces he
aprendido a decir y armada con los horrores que he presenciado.
Horrores llameantes.
Horrores que destruyen la mente.
La multitud se evapora en la nada mientras canto acerca de una
siegasable oscura que vuela hacia un cielo de terciopelo negro, se hace un
ovillo y muere en las tinieblas, donde nadie volverá a verla. Acerca de una
plumaluna refulgente que se instala junto a la bestia apagada para iluminar
su silueta.
Dándole luz.
Canto acerca de la paulatina atenuación de la plumaluna. Acerca de
cómo, poco a poco y paso a paso, su resplandor alimenta a la siegasable y
vuelve blancas las escamas de la criatura. Entonces, la melodía desciende
hacia notas más profundas y destructoras al relatar cómo la plumaluna no
consigue seguir aferrada al cielo.
Y cómo cae.
Y cómo la siegasable se despliega del lugar que ocupa entre las estrellas,
llena de la luz y de la vida con la que la han obsequiado, y se eleva sobre el
mundo en busca de su amiga. Y cómo rebusca entre oscuros fragmentos de
roca esparcidos por la nieve con la intención de recomponerla. Sin éxito.
Al despegar los párpados, apenas si llego a ser consciente de que todos
los ojos de la estancia se han vuelto hacia nosotras para contemplarnos,
muy abiertos por la avaricia o anegados con sentimientos que se derraman
sobre mejillas maquilladas.
Sin embargo, quien me llama la atención es el hombre de la capa, cuya
mitad superior de la cara sigue oculta bajo la sombra que proyecta su
capucha. A pesar de eso, su mirada cruza el espacio y me envuelve en un
agarre atenazador del que no consigo liberarme.
A medida que las palabras siguen brotando de mis labios, me voy dando
cuenta de que ese hombre que eclipsa a los demás en tamaño y presencia es
peligroso. Se comporta con la confiada calma de quien se cree intocable.
Al caer en la cuenta, vuelvo al presente como si me hubieran asestado un
golpe en la cabeza y clavo la vista en Tarik. Está en su reservado,
observándome con tal ansia condenatoria que sé que no me iré de aquí sin
que vaya tras de mí. El resultado perfecto.
Pero…
Miro al hombre de la capa, a las sombras de la capucha que ocultan su
identidad.
He venido aquí para atraer a un monstruo y he terminado con dos.
Raeve
CAPÍTULO 2
No hay nada como pasarse siete horas cantando sin hacer descansos para
tener la sensación de que te has tragado un estropajo que al final te ha
vuelto a salir por la boca.
Tiro de la cadena de la letrina, me aclaro la garganta e intento relajar las
cuerdas vocales. Cierro la puerta del servicio al salir y me dirijo a uno de
los lavabos para enjabonarme las manos, al tiempo que observo mi reflejo
en el espejo. Unos ojos azul cielo me devuelven la mirada, con la mitad
inferior del rostro oculto por mi tupido velo rojizo. Contrasta con mi piel
pálida y cubre en parte mis largos mechones negros en un despliegue de
dramatismo.
—Cantas como si fueras un Creador.
Miro a la mujer que está a mi lado, que se seca las manos contemplando
su reflejo, con la barbilla levantada mientras ladea la cabeza una y otra vez
a fin de inspeccionar su rostro, perfectamente maquillado.
—Gracias. —«Creo».
Podría ser un insulto. Con esta gente, nunca se sabe.
Mira la muesca de mi oreja.
—Qué desperdicio en una nula —musita, como si yo ni siquiera estuviera
allí.
«Pues sí, es un insulto».
—Si mi voz tuviera la misma variedad de registros que la tuya, tendría a
Ignos comiendo de mi mano.
Me muerdo la lengua tan fuerte que me hago sangre y, al ver al abalorio
rojizo que le cuelga de la oreja, agacho la cabeza con gesto servil.
—Sí, es un verdadero desperdicio para alguien a quien los Creadores no
consideraron merecedor de oír sus canciones.
Tararea mirando de nuevo su reflejo y se arregla un mechón de pelo que
se había salido de su sitio. Al parecer, mi asentimiento ha confirmado su
decretada superioridad. En cuanto la puerta se cierra tras ella, pongo los
ojos en blanco y me seco las manos.
Un ciclo auroral de estos, me veré obligada a morderme la lengua hasta
el punto de rebanarme la punta. Estoy convencida. El hecho de que siga
intacta es un puto milagro.
Al salir del baño, veo a un hombre apoyado en la pared del pasillo,
bloqueando la única vía de escape aparte de la ventana del lavabo, que se
encuentra detrás de mí.
Me detengo en el umbral, manteniendo la puerta entornada, y el corazón
me da un vuelco ante este suceso… inesperado.
Pensaba que tardaría más en atraerlo. Por lo menos, pensaba que podría
mear en paz antes de actuar.
Tarik Relaken observa la copa que sostiene, llena de un líquido ambarino
que despide humo. La parte superior de su enmarañado pelo rojizo le cae
sobre los ojos, llamas naranjas que contrastan con los lados afeitados,
enmarcando el abalorio elemental que cuelga de su lóbulo como si fuera
una gota de sangre.
—Tienes una voz sensacional —murmura con los ojos clavados todavía
en el fondo de su copa—. Y el color de tu vestido… —Ladea la cabeza y
sus ojos marrones reflejan un fuego que me quema desde donde está—. Es
excepcional.
Cierro con cuidado la puerta tras de mí y me quedo atrapada en el pasillo
con el hombre mientras la mente me va a toda velocidad. He llamado su
atención; ahora, he de conseguir sacarlo de este local.
Agacho la cabeza para darle las gracias y echo a caminar, pero me
detengo cuando se aparta de la pared y se vuelve para mirarme.
Bloqueándome así la salida.
—Quédate —murmura, llevándose la copa a los labios. Traga y me dice
con zalamería—: Bebe conmigo.
Se me forma un nudo en el estómago.
Sus labios tal vez hayan dicho beber, pero sus ojos hablan de cosas
espantosas que te despedazan, trozo a trozo, hasta que ya no queda nada
para los carroñeros.
«Eres un auténtico pedazo de mierda».
—Con una voz como esa —prosigue bajando la vista por mi cuerpo
como si fuera aceite, erizándome la piel—, seguro que tu boca es una puta
delicia.
Una rabia gélida me nace en el pecho, palpitando con violencia y
muriéndose por ponerle fin a esto aquí.
Y ahora.
Sería absurdo no hacerlo. Me lo está pidiendo a gritos.
Miro hacia la salida, al pestillo, que está a tan solo tres pasos de mí. Si
puedo pasar junto a él y cerrarlo, me aseguraré de que nadie interrumpe este
encuentro improvisado hasta que haya cumplido con mi misión.
—Perdone, señor, pero vivo muy lejos de aquí. He de ponerme en marcha
ya si quiero descansar antes de la salida auroral.
Me muevo en dirección al poco espacio que hay a su derecha…
De pronto, estampa una mano contra la pared con tanta fuerza que la
llama del candelabro titila y yo me quedo paralizada.
—Insisto —gruñe entornando tanto los ojos que parecen dos oscuras
rendijas. Algo dentro de mí se detiene.
Y escucha.
Sopeso el valor de cerrar la puerta con el pestillo. Es arriesgado, sí, pero,
a decir verdad, me he puesto el velo por esa razón, por si me veía obligada a
huir a través de una ventana trasera con una extremidad cercenada en el
bolsillo. Para que nadie me detuviese más tarde si se cruzaba conmigo en
una escalera, me reconocía y me identificaba como la principal sospechosa
de haber metido a Tarik Relaken, sin manos y sin vida, en una letrina.
«A la mierda».
Me vuelvo a concentrar, con el cuerpo preparado. Me hormiguea la punta
de los dedos por lo que va a suceder mientras me llevo la mano al puñal que
guardo en el compartimento oculto cosido a mi corpiño…
La puerta detrás de Tarik se abre de repente y maldigo entre dientes. Los
dos miramos hacia allí y vemos al hombre alto de la capa que me estaba
observando cantar con sopor desde el fondo de la estancia al tiempo que
irradiaba el estoicismo de una estatua de piedra.
De pronto, el pasillo parece una vena hinchada con demasiada sangre
ardiente y bombeante. Como si una lluvia abrasadora estuviese cayendo
entre las paredes del estrecho corredor y absorbiera todo el oxígeno,
dejándome muy poco que respirar.
La frustración y la rabia combaten en mi interior. Aparto la mano del
corpiño y agarro los pliegues de la falda, que puedo estrujar con ganas sin
que resulte evidente.
Ha elegido un momento muy inoportuno para decidir que tenía que ir a
mear, aunque podría haber sido peor para él. De haber aparecido unos
instantes más tarde, habría presenciado algo de lo que, sin duda, no habría
podido librarse.
Tarik se aclara la garganta, levanta la afortunadísima mano que había
apoyado en la pared y se echa a un lado para dejarme pasar. Sinceramente,
debería usarla para estrechar la del hombre de la capa, porque está claro que
acaba de salvarle la vida.
Por ahora.
—Señorita… —masculla Tarik esbozando una sonrisa un tanto vulgar—,
que pases una buena duermevela, si los Creadores quieren.
Reprimo las ganas de enarcar las cejas casi hasta el nacimiento del pelo.
Por lo visto, no soy la única que percibe la energía incendiaria que irradia el
hombre misterioso.
Ojalá se hubiera ido con ella a otra parte.
—Gracias —mascullo con hormigueos en la mano homicida al pasar por
delante de Tarik en dirección a la salida, lanzándole una mirada al hombre
con capucha que mantiene abierta la puerta. Pero no me está mirando a mí.
Está mirando fijamente a Tarik.
«Qué raro».
Con un suspiro, avanzo entre la cada vez menos numerosa multitud y
paso por delante de gente follando en rincones oscuros o tumbada sobre las
mesas. Otros están despatarrados en sillas bajas, comatosos, sujetando
bebidas con la mano floja. Algunos están lo bastante enteros como para
verme pasar. Y como para corear que cante.
Que cante.
Que cante.
No tienen ni idea de que es justo lo que pretendo hacer.
Con el pecho lleno de una violencia a duras penas contenida, luchando
por liberarse, me dirijo hacia la salida, convencida de que Tarik me pisa los
talones con sus insaciables deseos. Es probable que tan solo disponga de
unos segundos mientras el hombre de la capucha usa el lavabo. Solo unos
cuantos segundos para sacar a Tarik de aquí sin la compañía para la que no
estaba preparada y que tanto tiempo me ha hecho perder.
Mi ya apretada agenda me está asfixiando.
—¡Kemori, espera!
Tardo dos pasos en darme cuenta de que es mi nombre el que acaban de
pronunciar.
«Mierda».
Me detengo y maldigo en voz baja. Después, echo la vista atrás.
Levvi está guardando su instrumento en la funda que ha abierto sobre
nuestros taburetes, con el pelo detrás de la oreja, mirándome. Sus oscuras
ojeras dan fe de cuánto rato hemos pasado sentadas actuando, sin descansar
ni beber nada.
—Toma. —Menea una bolsita en el aire—. Nuestra comisión.
«Ah».
Baja de la tarima y salva la distancia que nos separa.
—Creo que el runi de la casa se ha quedado algo —me dice poniendo los
ojos en blanco mientras me tiende la bolsita—, pero es suficiente para
alimentarte en condiciones varios daes.
Paso la vista por la muesca de su oreja, su vientre hinchado y lo que
queda de la menguante muchedumbre, y alargo un brazo para cogerle una
mano y obligarla a apretar la bolsita.
—Quédatelo. Y gracias por haber tocado conmigo, ha sido precioso.
Se forma un surco entre sus cejas.
Doy media vuelta y estoy tres pasos más cerca de la escalera cuando oigo
su voz de nuevo.
—¡Deja que te acompañe hasta casa!
Me da un vuelco el corazón.
—Mi pareja me está esperando fuera —prosigue—. Es un hombre bueno
y trabajador; sería incapaz de hacerle daño a nadie. También podría
acompañarte a ti.
Al volver la vista, me fijo en la profunda preocupación que tiñe sus
bonitos ojos verdes.
—Gracias, pero no hace falta. Vivo tan cerca de aquí que ya estaré
dormida cuando termines de cerrar las hebillas de tu funda.
«Mentira».
Vivo en la otra punta, al otro lado de El Foso. A este paso, tendré suerte
de llegar antes de que salga la aurora, pues no tengo intención de ir hacia
allí cuando por fin consiga salir a la calle.
He dado otros dos pasos hacia la puerta cuando me agarra del brazo,
reteniéndome a pesar de que tengo los nervios de punta.
Levvi se sitúa delante de mí. Con el semblante pálido, mira hacia los
tenues alrededores y se me acerca.
—He visto cómo te estaba observando Tarik, Kemori. Temo por tu
seguridad. Estas horas de la duermevela no son seguras para gente como
nosotras. Por favor, deja que te acompañemos hasta casa.
Su tono decidido diluye mi creciente frustración. Cada vez me cae mejor.
Odio que la gente me caiga bien.
Miro en torno a mí y meto la mano en el bolsillo izquierdo de mi vestido.
Abro la costura de seguridad con la uña, introduzco un par de dedos en el
compartimento oculto y saco una pequeña esfera de cristal, transparente a
excepción de la imagen de una mítica ave Elding que nace de un bulbo de
llamas incrustado en la profundidad de la esfera.
—No es necesario que te preocupes por mí —susurro llevando mi mano
a la suya.
Levvi frunce el ceño y baja la vista. Entonces, aflojo los dedos lo
suficiente para que vea un atisbo del tesoro que tenemos entre las palmas.
Al caer en la cuenta, abre mucho los ojos.
—Ah… —dice, con voz trémula, como si algo dentro de ella se hubiera
desmoronado—. ¿Ta-Tarik?
Asiento y me guardo la esfera, pues no me gustaría nada que la
sorprendieran con ella.
Se llena los pulmones, pero no consigue convertir el aire en palabras, así
que suelta una exhalación de estremecimiento con los ojos clavados en las
manos, con las que ahora se sujeta el vientre abultado. Es una visión que
tiene un extraño efecto en mi corazón. Me da la sensación de que va a
estallar…, y no de forma agradable.
«Tengo que largarme de aquí».
—Cuídate —susurro a punto de volver a darme la vuelta cuando me coge
del brazo. Con los ojos empañados de emoción, me ofrece un pergamino
doblado—. ¿Qué es eso?
—Mis… Mis datos de contacto. Por si quieres que actuemos juntas otra
vez —susurra con voz áspera, esbozando con los labios una sonrisa que
parece más triste que alegre, como si supiera que no me voy a poner en
contacto con ella.
Y que no vamos a volver a vernos nunca.
Lo acepto de todos modos, agacho la cabeza para darle las gracias y veo
cómo Tarik sale del lavabo y me mira a los ojos.
«Te tengo».
Me dirijo hacia las escaleras y salgo apresuradamente de El Vacío Voraz.
En otra vida, quizá me habría hecho amiga de Levvi. Pero…
«Demasiados peros».
Recuerdo a alguien a quien conocí hace tiempo, alguien con sonrisa
afable y mirada cálida. Una mujer que ahora no es más que un recuerdo
difuso que ya no me golpea las costillas ni el corazón. No después de que
yo atase esos recuerdos pesados y dolorosos a una roca que se encuentra
anclada en el fondo de mi gélido lago interior.
La compañía es algo que intento evitar por todos los medios. Y por lo
general suelo conseguirlo. Cuanto más te importa alguien, más frágil parece
ser todo.
Es más sencillo…
Que no me importe nadie.
Raeve
CAPÍTULO 3
Cae la nieve, unos copos gruesos que se posan sobre mis pestañas
emplumadas y cubren el pavimento de nuevo. Crujen bajo mis botas
mientras recorro el deprimente Foso, casi desprovisto de vida a estas horas
tan tardías.
Las dos mitades de la inmensa muralla de piedra se elevan a ambos lados
de mí, corriendo paralelas del este al oeste hasta donde alcanza la vista,
como dos altas estanterías, con un camino entre ellas lo bastante ancho
como para que puedan pasar numerosos carruajes uno al lado del otro.
La muralla envuelve el ancho vientre del mundo como si fuera un
cinturón, tan solo dividida en el centro en zonas extremadamente pobladas,
como aquí, en Gore. Es una pared lo bastante gruesa como para que la gente
sienta cierta seguridad en la alargada zanja, lejos de la amenaza inmediata
de depredadores.
Menuda mentira.
Aquí abajo, en el protegido Foso, hay tantos monstruos como en el
exterior, si no más. Lo que pasa es que están bien camuflados.
Una polinilla plateada se separa de un enjambre que revolotea por los
aires y se me acerca tanto que sus alas mullidas me cubren de polvo
luminoso.
Sonrío.
Me gusta esta hora de la duermevela, cuando me da la impresión de que
aquí solo estamos las polinillas, las nubes de color caramelo y yo. Aunque
no sea así.
Aunque tenga a un monstruo pisándome los talones.
Si bien Tarik acompasa su ritmo al mío, pisando con la suficiente
suavidad como para que sus pasos se fundan con la capa de nieve, percibo
su presencia como una sombra acechante que amenaza con devorarme.
Debería estar asustada, nerviosa, quizá un poco triste por lo que voy a
hacer.
La supervivencia es muy curiosa. Para algunos es un susurro; para otros,
un grito. La mía es un esqueleto chamuscado de rabia forjada a fuego que
me mantiene en pie y que me hace seguir adelante.
Ya no me queda nada blando y húmedo en el pecho. No hay más que
dureza y hostilidad; soy inmune a cosas como sentir preocupación por gente
como Tarik Relaken. De hecho, aunque él fuese una montaña de mierda en
el suelo, me desviaría de mi camino para pisotearlo.
«Quizá eso también me convierta a mí en un monstruo».
No analizo el pensamiento, lo expulso de mi cabeza mientras subo unas
escaleras del interior de la mitad sur de la muralla, zigzagueando por los
niveles, dejando atrás puertas cerradas durante la duermevela. Sigo
avanzando hasta que la muralla no es más que un muro, sin ninguna
vivienda excavada en sus paredes.
A la gente no le gusta vivir tan cerca de las nubes, donde parece que, al
estar tan arriba, el aire es… prestado. Como si no nos perteneciera a
nosotros.
Como si les perteneciera a los dragones.
Un escalofrío me recorre la espalda y giro hacia el sur por un largo túnel
de viento que se abre a lo que hay al otro lado de la muralla: un paisaje tan
lleno de nubes que, si extendiese la mano, podría coger puñados de sus
brumosos vientres.
Cuando estoy solo a unos cuantos pasos de una caída mortal al suelo, me
meto una mano en el bolsillo y me quito el anillo de hierro para exponerme
a una sucesión de canciones que amenaza con machacarme el cerebro hasta
hacerlo papilla.
Qué puto… caos.
Se me tensan los tendones del cuello y las venas de mis sienes palpitan
por el exceso de sangre y la melodía que me recorre a toda velocidad.
Sintonizo en mi mente la frecuencia más alta, como si tirase de la cuerda
de un saco para abrirlo lo justo, a fin de aislar el frenético canto de Clode,
que grita a pleno pulmón. La diosa del Aire profiere un remolino de aullidos
que me sacude el velo. Sonrío de medio lado.
«Quiere jugar… Y yo también».
Se me eriza el vello de los brazos al oír los pasos de Tarik acercándose
más…
Y más.
«Venga, gusano asqueroso. Haz al…».
Me agarra la nuca con una mano y me estampa de bruces contra la
muralla, usando su cuerpo para inmovilizarme.
Me entran escalofríos al notar su peso. Es la fuerza inhabilitante de un
hombre decidido a coger lo que le viene en gana.
Finjo un gimoteo, una leve sacudida de desesperación.
—Calla, calla… —me gruñe al oído, helándome la sangre—. Pórtate
bien, nula.
La furia estalla en lo más profundo de mí al pensar a cuántos más les
habrá hecho eso. A cuántos más habrá devorado su codicia, como si no
fueran más que un aperitivo.
«Se acabó».
Levanto una bota y muerdo la corona metálica que enfunda mi muela
posterior. Con un suave chasquido, una espuela de hierro brota de mi talón.
—Glei te ah no veirie —canto entre susurros con palabras entrecortadas
que me queman la boca al salir.
Persuado a Clode para que extraiga casi todo el aire de los pulmones de
Tarik. La diosa se ríe.
Tarik suelta un grito ahogado que atraviesa sus órganos comprimidos y le
clavo la espuela anuladora en lo alto de la bota. Me muerdo la corona por
segunda vez y se la hundo tan profundo entre los huesos y tendones que la
única forma de liberarla es cercenar la extremidad a la altura del tobillo. Por
precaución.
Dudo que Clode vaya a soltarle los pulmones, pero no pienso dejar que él
me lance a Ignos con unas cuantas palabras ardientes. Al dios del Fuego le
encanta darse festines, y prefiero que me despellejen viva a que él me
devore.
De nuevo.
Tarik me suelta y retrocede cojeando, arrastrando las botas por la nieve
mientras yo me sacudo las manos con el vestido y me recompongo.
—Puto Tarik Relaken —mascullo sacando el puñal de escama de dragón
del bolsillo secreto de mi corpiño. Está lo bastante afilado para cortar
huesos como si fueran mantequilla.
Me vuelvo, ladeo la cabeza y le miro a los ojos desorbitados, inyectados
en sangre, con hormigueos en la punta de los dedos por la emoción.
—¿Han querido los Creadores que pases una buena duermevela?
Abre más los ojos, pero, al advertir el puñal al que doy vueltas en una
mano, los entrecierra. Tropieza y se desploma contra la muralla del otro
lado, abriendo la boca por completo mientras se agarra el cuello.
«Supongo que eso es un no».
Su pecho convulsiona y un fino hilo de aliento que apenas consigue
hincharle los pulmones contraídos le baja silbando por la tráquea. Es
suficiente como para que siga vivo hasta que oiga el discurso que he
preparado.
En una ocasión vi cómo alguien lanzaba un sedal bajo un lago helado y
sacaba a un eahl largo y serpenteante hasta la superficie. El animal se
contorsionó sobre la nieve con sus escamas iridiscentes resplandeciendo,
abriendo la boca sin parar, hasta que se quedó congelado.
Este juego siempre me recuerda a aquel momento, con la excepción de
que el eahl me dio pena.
Por Tarik no siento nada más que un deseo feroz de rebanarle el pescuezo
antes de que se cargue más vidas. Pero todavía no.
Primero tiene que sufrir.
Avanzo, clavo la vista en sus manos e intento decidir cuál prefiero. Es
difícil, pues las dos son muy parecidas.
—Es probable que otra espada de Elding hubiera acabado con tu vida con
más piedad —musito al decantarme por la derecha. Se la cojo y le siego la
muñeca con el puñal tan deprisa que seguro que no se ha dado cuenta de lo
que ha pasado hasta que le enseño la extremidad mutilada—. A lo mejor
otra te habría hecho esto cuando hubieras muerto.
Por desgracia para Tarik, en mi interior hay un pozo de rabia que reservo
especialmente para hombres como él.
Me mira boquiabierto y trata de sujetarse el cuello como si todavía
tuviera dos manos. Del muñón rojizo no deja de manar sangre y abre tanto
la boca que le veo las amígdalas.
—Quizá debería explicarme —digo sacando una bolsa de cera del
bolsillo. Meto su mano en el interior y ajusto el cordel—. Verás, estaba
paseando por Suburbia y me tropecé con tu pequeño negocio.
Lo de pequeño no le hace justicia. Ya casi es tan grande como una ciudad
y cuenta con una arena de batalla del tamaño de un anfiteatro, habitaciones
para quienes no quieren perderse ningún duelo y celdas con niños
prisioneros. Son nulos a los que captura en la muralla o compra a padres
desesperados que no disponen de suficiente para darles de comer y que
creen que les están dando a sus vástagos una oportunidad de vivir.
Una oportunidad de luchar para alcanzar la supremacía.
Ninguno de ellos parecía malnutrido, pero hay más de una forma de
matar de hambre a un alma.
—Intenté liberar a tus prisioneros, algunos de los cuales, he de añadir,
necesitaban urgentemente a un sanador que les recompusiera el cuerpo roto.
—Agito la bolsa llena en su dirección y me encojo de hombros—. Imagina
la decepción que me llevé cuando descubrí que, para abrir las celdas,
necesitaba tu huella.
Por su expresión de terror, sé que no se lo está imaginando con
suficientes ganas, que está demasiado absorto pensando en sí mismo.
Lanzo la bolsa al suelo, sobre una montaña de nieve acumulada. Él se
remueve, se mete la mano que le queda en el bolsillo y saca un puñal. Se lo
arrebato del débil agarre, chasqueo la lengua y se lo clavo en el muslo.
—Aunque en ese momento yo no sabía quién eras —murmuro mientras
contemplo cómo tiembla y convulsiona.
Y lo disfruto.
El rostro se le vuelve más rojo que la ropa que lleva y se le hinchan las
venas de sienes y cuello cuando le abro la túnica carmesí, le desnudo el
pecho y le aparto la otra mano, con la que no deja de intentar cogerme. La
levanto, la sujeto y la clavo a la pared con mi puñal para inmovilizarla y así
poder concentrarme en mi tarea.
Se sacude entero de nuevo y se le empapan los pantalones.
—Y fíjate qué casualidad: al dae siguiente, tu pareja encontró una forma
de contactar con nosotros. Sabes quiénes somos, claro. Los Fíur du Ath.
«De las Cenizas».
Se le demuda el gesto.
Me levanto la falda y saco otro puñal del interior de la bota.
—Tu pareja es encantadora, y guapísima. Me apostaría todo el contenido
de mis cofres a que a ella también la compraste…, con la esperanza de que
el abalorio marrón que lleva te garantizase una descendencia poderosa.
Sufre más espasmos, jadea y se le tiñe de rojo el pecho por la sangre que
le mana del muñón cercenado. No se me escapa que ahora luce el color que
tantísimo le gusta.
El color del que presume.
Con la cabeza ladeada, contemplo mi lienzo bermellón y le deslizo la
punta del puñal por el pectoral. Aplico un poco de presión sobre su piel y
empiezo a tallar mi firma con tosquedad en su carne.
—Tu pareja nos dijo que le haces cosas terribles. Y también a otros —
digo mientras le hago un corte. Y otro más—. A cualquiera a quien le pones
las manos encima.
«V: violador».
La letra rezuma más de su preciado color mientras él se retuerce con la
boca bien abierta en un grito mudo. Precioso y bendito silencio. En
momentos como este, podría darle un beso a Clode.
—También nos dijo que, aunque no haces que tu hijo nulo luche en tu
prestigiosa arena en Suburbia, a menudo invocas a Ignos para que lo
envuelva en llamas por ser una enorme decepción para tu linaje.
Digo esas palabras con los dientes apretados, ya que esa gélida y colosal
presencia que hay en mi interior se remueve.
Y ruge.
Tallo una «M». Y luego una «N».
«Maltratador de niños».
Me gustaría dibujarle todo el alfabeto, pero el tiempo es oro. Al final, lo
remato con unas cuantas letras más:
«C-A-B-R-Ó-N».
No hace falta explicación.
El viento se transforma en un torrente penetrante que silba por los
rincones y me alza el velo, descubriéndome.
No me molesto en taparme. Me pregunto si le seguirán gustando mi voz
y el color de mi vestido. Me pregunto si se arrepiente de haberme seguido y
de haber intentado agredirme contra la muralla.
Su pecho se sacude al compás de la frenética melodía de las risotadas de
Clode. Tarik está prácticamente colgando de la mano clavada en la muralla,
mientras el poco aire que le queda le sale por la garganta en forma de
gemido.
—Ignos ha empezado a hablar con tu hija, ¿lo sabías?
Se le contrae el rostro y va mostrando una mayor agonía mientras excava
con las botas la nieve manchada de sangre.
—Se la han llevado de la ciudad esta misma duermevela, junto al resto de
tu familia, pero no antes de que tu pareja nos contase todo lo que
necesitamos para desbaratar tu mierda de negocio y liberar a todos esos
niños.
«Y llevarlos a algún lugar seguro donde estén a salvo y aprendan a ser
niños de nuevo».
Repito la sofocante melodía de Clode y la diosa me envuelve a una
velocidad vertiginosa, revolviéndome el pelo y convirtiéndolo en una
maraña oscura mientras la cara de Tarik se pone azul.
Y luego lila.
—¿Qué se siente cuando te anulan, Tarik?
Clava los ojos, que ya rebosan sangre, en el lóbulo de mi oreja. No
debería estar cortado, sino lucir un abalorio transparente para anunciar mi
habilidad de oír la desenfrenada y siempre cambiante canción de Clode.
Aunque, en mi opinión, solamente serviría para identificarme como una
amenaza a la belicosa sociedad de La Bruma.
A la mierda con su sistema.
—¿Cómo se siente al sufrir a manos de alguien que es inferior a ti?
Sin dejar de golpearse el cuello con el brazo mutilado, mueve los labios
formando una sola palabra:
«Piedad».
Una rabia aniquiladora me prende fuego en la espalda, me abrasa las
costillas y se alimenta de mi frío y negro corazón.
Me pregunto cuántas veces le habrán implorado piedad los niños que
luchan en su arena de muerte. Cuántas veces habrá pronunciado su hijo esa
palabra al ver al hombre que en teoría debería darle cuidados.
Y protección.
Me pregunto cuántas veces la esperanza se habrá extinguido en el pecho
del pequeño antes de que le rogase a su mah que nos buscara, que lo
liberase de las cadenas invisibles de Tarik.
«Demasiadas veces».
—Tu familia te manda recuerdos —le espeto antes de rebanarle el cuello
con el puñal.
Raeve
CAPÍTULO 4
La sangre de Tarik brota a borbotones del cruento corte, salpicando la
nieve.
Meto una mano en el bolsillo y me pongo el anillo.
El ruido que me golpea los oídos se apaga y quedan solamente los
sonidos naturales de Clode, que aúlla por las esquinas sin su frenética risa
ni su desgarradora canción.
Estiro el cuello a un lado y a otro y sacudo los hombros, agradecida como
siempre a las propiedades anuladoras del hierro. Puedo sintonizarla solo a
ella si me concentro, pero supone un esfuerzo, y cuando duermo bajo la
guardia. Clode es estupenda, pero no tanto cuando te despierta de un
sobresalto con un aullido en plena duermevela. La diosa tiene una voz
tremendamente poderosa, tanto que me entran ganas de taparme los oídos
con las manos, pero jamás me atrevería.
No me gustaría que me tomara manía.
Se dice que, cuanto más alto oye alguien las canciones elementales,
mayor es el vínculo con el dios y más poder puede obtener aprendiendo su
lenguaje y pronunciando sus palabras. Cuando se trata de la impetuosa
diosa del Aire, es tanto una bendición como una maldición, ya que sus
gritos son tan agudos que pueden desgarrar la piel. No hay nada peor que la
sensación de que te rebanen el cerebro.
Vuelvo a colocarme el velo en su sitio para ocultar la mitad inferior de mi
rostro y echo a andar hacia la entrada del túnel de viento. Una vez allí,
asomo la cabeza y miro a derecha y a izquierda por el estrecho camino,
tallado en la muralla como si fuera un surco. Me aseguro de que mi
admirador encapuchado no ha venido a jugar a «atrapa este puñal de hierro
entre tus costillas».
Como no veo a nadie, doy un paso adelante y bajo la vista hacia El Foso,
que se encuentra lejos de mí. Diviso remolinos de nieve que se mezclan con
enjambres de luminosas polinillas, pero no más movimiento, aunque
tampoco veo gente en las escaleras que hay tras de mí, ni en las que hay
justo debajo.
Miro la gigantesca brecha de la mitad paralela de la muralla y no veo
ninguna figura en la parte norte ni en los puentes celestes que conectan
ambos extremos.
Una agradable sorpresa.
Me alejo del precipicio y me vuelvo. Mis pasos retumban mientras
regreso junto al cadáver de Tarik, que sigue colgando de la mano clavada en
la pared con la cabeza caída a un lado. Extraigo mi puñal de la piedra y su
cuerpo se desploma en un humeante charco rojizo.
Observo mi atuendo y chasqueo la lengua al ver las manchas de sangre
que oscurecen el color en algunos puntos. Esperaba que esta vez fuera un
trabajo limpio. Siempre lo espero.
Pero nunca es así.
Me quito la primera capa de tela de la falda y la del corpiño, debajo de
las cuales llevo una réplica. Hago un fardo con las prendas sucias y lo lanzo
por el conducto de la basura tallado en la muralla. Es uno de los muchos
que hay por la ciudad, que se hunden en las profundidades del suelo,
dejando atrás varios niveles de Suburbia, hasta acabar en la guarida de una
trogg adulta que se alimenta de los desechos de Gore.
Ladeo la cabeza, calculando la distancia entre Tarik y el conducto.
Supongo que, probablemente, esté un pelín alto para que lo suba, por lo que
será mejor que lo arroje al interior de la muralla para que los numerosos
depredadores nacidos en La Bruma acaben con él.
Suelto un suspiro y observo su cuerpo inerte al tiempo que pienso en un
mundo sin aquellos a quienes les gusta engullir cosas brillantes y luego
cagarlas rotas.
—Imagínalo —mascullo en cuclillas para limpiar mis puñales en sus
pantalones antes de guardarlos.
Simplemente… imagínalo.
Niego con la cabeza, sujeto a Tarik por los tobillos y tiro de su cuerpo
con toda la fuerza de mis muslos, que me arden, agradecida de que ya casi
hubiésemos llegado al final antes de que se abalanzara sobre mí. A medida
que lo arrastro hasta el borde, el viento empieza a sacudir el túnel con tanta
intensidad que estoy convencida de que lo empuja por mí. Sonrío.
Clode es una cabrona rabiosa y rencorosa.
La adoro.
Muevo a Tarik hasta que está tan cerca del precipicio que le cuelga el
brazo; a continuación, me limpio las manos con su túnica, me arrodillo a su
lado y uso todo mi peso para lanzarlo al vacío. Me sujeto a la pared en
cuanto lo suelto y me asomo para verlo caer hacia la base dentada de la
muralla, que se encuentra muy abajo…
Termina ensartado por una afilada piedra que le atraviesa el abdomen.
Una parte de mí desearía haberlo arrojado vivo para que hubiera podido
sentirlo.
Mierda.
Una oportunidad perdida.
Me pongo de pie y, con la punta de la bota, formo una montañita con la
nieve manchada de sangre y la lanzo al vacío también.
Después de guardarme la mano de Tarik en el bolsillo, echo a caminar tan
tranquila hacia el túnel de viento. Me detengo justo delante de la entrada y
clavo la vista en un trozo de pergamino pegado a la pared.
Doy un paso hacia él y entorno los ojos para leer.
¿«Secuestrando niños»?
¿«Explotando sus dones en nuestro propio beneficio político»?
—Menuda sarta de gilipolleces.
La Corona ya no se limita a amenazar a quienes se relacionan con
nosotros, sino que ofrece una atractiva recompensa que resulta imposible de
rechazar. Sobre todo para aquellos que no tienen hogar, trabajan en las
minas o pasan una fase con apenas unos cuantos puñados de rocadragón.
«Esto lo cambia todo…».
Con un gruñido, arranco el maldito pergamino y lo arrugo hasta formar
una pelota. Cuando me dirijo a la esquina, me estampo contra algo duro.
Alguien me agarra con fuerza la muñeca, deteniéndome. La misma muñeca
de la mano con que sostengo el pergamino arrugado que ofrece una
interesante recompensa por… En fin.
Por mí.
Levanto la vista a tiempo de ver cómo una ráfaga de viento le quita la
capucha al hombre misterioso de El Vacío Voraz.
Se me desboca el corazón y se me acelera la respiración. Por primera vez
desde que Fallon me enseñó a hablar, me he quedado sin palabras.
El hombre tiene los rasgos muy marcados, angulosos y… de una belleza
feroz. Se me llenan los pulmones con su aroma, intenso y embriagador,
como a piedra fundida con una cucharada de nata.
Contengo la respiración y lo observo fijamente, contemplando su pelo
negro, que le llega por debajo de los hombros. Lo lleva en parte apartado de
la cara, ensombrecida en algunas zonas por unos cuantos mechones sueltos
que no consiguen suavizar su semblante; sus ojos penetrantes tienen el
intenso color de la madera en llamas.
Tiene unas cejas espesas y la mitad inferior de su rostro está cubierta por
una barba oscura que le da un toque aún más masculino a su aspecto, ya de
por sí bastante robusto. Como si formara parte de uno de los célebres clanes
de guerreros que hace millones de fases se arraigaron en las llanuras
Boltánicas con un hacha y con un rugido de sed de sangre.
Aparta los ojos de los míos y examina nuestros alrededores, fijándose en
cada sombra. Me doy cuenta de que tiene un aro negro en la punta de la
oreja derecha que le recubre parte del pabellón, pero no lleva abalorios.
Parece un nulo, aunque sin la muesca. Sin embargo, sé que no tengo por
qué asumir que no oye ninguna de las canciones elementales, sobre todo por
la potente energía que desprende. Eso me hace pensar que es mucho más
grande que el espacio que está ocupando ahora mismo, que no es poco, ya
que me saca una cabeza y media, y su ancho pecho y sus hombros me
recuerdan a un siegasable. Esta clase de cuerpo musculoso y temerario se
suele dar en gente con fuertes raíces en La Llama, el cálido y siempre
soleado reino del norte.
Vuelve a posar sus ojos en los míos, mirándome con reprobación, y es
como si me asestara una fuerte patada en las costillas. Me deja sin aire.
Me vacía los pulmones por completo.
Me está observando como si yo acabara de arrojar a un elemental muerto
muralla abajo. O a lo mejor me lo estoy imaginando. Estoy segura de que
no había nadie cerca…
El surco que tiene entre las cejas se vuelve más profundo.
—¿Estás bien?
Su voz grave me roza el corazón como un pedernal que rasca una piedra,
dejando tras de sí un reguero de chispas que crepitan en mi gélido torrente
sanguíneo de una forma rarísima.
¿Estoy bien?
—¿Estás loco? —Lo imito y frunzo el ceño también.
—Puede ser —dice con una voz que asemeja un desprendimiento de
rocas cálidas y ondulantes.
Un copo de nieve aterriza en mi frente y se me corta la respiración
cuando él levanta la mano libre y me la acerca a la cara, como si fuese a
quitármelo. Me quedo embelesada por el gesto hasta que me doy cuenta de
que se dirige hacia mi velo.
El aire que nos rodea se tensa. Incluso Clode se detiene.
—Yo que tú no lo haría —murmuro poniéndole una pequeña daga de
hierro en la entrepierna, un puñal que siempre llevo bajo la manga para
ocasiones como esta.
—Qué rápida. —Enarca una ceja.
—Es de hierro.
—Ya lo huelo —gruñe con el exótico y fuerte acento del norte—. Tu
nombre. Ya. Y que no sea el falso que le diste a quienquiera que te contrató
en El Vacío Voraz.
«Es concienzudo. Qué interesante».
Presiono con más fuerza mi pequeño puñal de hierro, que de repente
parece insuficiente para el cuerpo al que está apuntando, aunque no soy de
las que se amilanan ante un desafío.
—No te daré mi nombre, pero te entregaré tu propia polla en la mano
como no me sueltes.
Hablo con sensualidad; mis palabras le llegan como si fueran una balada
que seguramente le guste menos que las canciones que me he pasado toda la
duermevela cantando… Entonces, curva ligerísimamente las comisuras de
la boca.
Y me deja atónita.
Deja escapar un sonido ronco, me suelta la muñeca y da un paso atrás
para dejar un breve espacio entre los dos que me hace pensar que estoy en
el borde de un desfiladero. Me hormiguean las plantas de los pies y siento
un extraño aleteo en el estómago.
La confusión me nubla la mente.
—Gracias —digo enderezando los hombros. Sin dejar de apuntarle a la
entrepierna con la daga, formo una pelota aún más pequeña con el
pergamino y me la meto en el bolsillo.
A lo mejor no tengo por qué matarlo. No ha presenciado cómo asesinaba
a Tarik, no me ha visto la cara ni ha leído el cartel que acabo de arrancar de
la pared. Y está claro que no ha intentado tomarse ninguna libertad
conmigo.
Tal vez no sea el monstruo que creía que era mientras me contemplaba
durante la duermevela con una seriedad un tanto obsesiva.
Por no hablar del tiempo que tardaría en arrastrarlo hasta el mismo punto
desde el que he arrojado a Tarik si me viera obligada a rebanarle el cuello
donde nos encontramos ahora. Si es que soy capaz de moverlo, claro. Es
probable que tuviese que hacerlo pedazos, una tarea caótica que lleva
mucho tiempo. Y eso es precisamente lo que me falta, pues la mano de
Tarik me pesa en el bolsillo.
—Si me disculpas…
—Hay un hombre muerto empalado ahí abajo —dice con una ceja
arqueada señalando con la barbilla desde la salida del túnel de viento hasta
la inmisericorde caída. Emplea un tono áspero y monótono, aumentando la
brecha entre mis opciones.
—Yo vengo de ahí y no he visto a ningún hombre. —No me tiembla la
mano con la que sostengo el puñal; tengo los músculos preparados—. Solo
he visto a un monstruo.
Le sostengo la mirada. Estoy al límite, a la espera de su respuesta antes
de decidir qué voy a hacer, si meterlo en el mismo saco que a Tarik o en
otro.
Uno para aquello que es inofensivo.
Clava los ojos en los míos como si estuviera excavando pedazos de mi
alma.
—En eso estoy totalmente de acuerdo contigo —repone.
Frunzo el ceño, abro la boca y la vuelvo a cerrar.
«Pues al saco inofensivo vas, entonces».
—No me sigas —mascullo antes de apartar el puñal de su entrepierna y
dirigirme hacia las escaleras más cercanas sin mirar atrás ni una sola vez.
Raeve
CAPÍTULO 5
Lanzo la mano de Tarik por el conducto de la basura acordado, uno que
apenas se usa, y espero asomada al agujero hasta que oigo un silbido de otro
miembro de los Fíur du Ath en las profundidades de Suburbia. Es la
confirmación de que han recogido el paquete, de que los demás se pondrán
enseguida a liberar a los niños.
Siendo una espada de Elding como soy, mi labor es matar. Nada más. No
me dedico a rescatar: esa misión es para quienes no están tan cómodos con
la idea de mancharse las manos de sangre. Pero una parte de mí siempre
anhela este momento.
Esta misión ha sido muy personal para mí. Un proyecto a gran escala que
he defendido con uñas y dientes para que me lo aprobaran. Uno que ha
llevado los recursos de los Ath lejos de las misiones habituales, centradas en
la Corona.
Doy media vuelta, me apoyo en la pared, cierro los ojos y sonrío. Un
agradable calor me embarga al imaginarme la expresión luminosa de los
niños al darse cuenta de que son libres. Libres de verdad, de una forma que
no creo que yo vaya a comprender jamás del todo.
Si te conviertes en alguien indispensable, la gente intenta influir en ti. Da
igual si son buenos o malos, o están entre lo uno y lo otro. Si hay algo que
he aprendido en esta vida es eso.
Aun así…
Espero que a los niños les guste La Floresta. No he estado jamás en el
refugio subterráneo gobernado por el Elding. Tengo entendido que se
encuentra en algún punto del sur, pero creo que nunca llegaré a saberlo con
seguridad.
Ni a verlo con mis propios ojos.
Eso se consideraría una jubilación, y dudo de que el líder de los Fíur du
Ath tenga interés alguno en renunciar a mi valía en lugar de asignarme
misiones placenteras que aceptaré encantada. Sobre todo si terminan así,
proporcionándome satisfacción momentánea, como si acabara de limpiar
una de las numerosas manchas de este enorme y bello mundo que me muero
por querer.
Además, no estoy tan segura de que retirarme encaje conmigo, no si
supone un viaje solo de ida a La Floresta. Creo que acabaría aburriéndome.
Hay demasiada basura que tirar aún.

Salgo a uno de los peligrosos puentes celestes que unen las dos mitades
de la muralla. La ciudad, silenciosa, se encuentra muy por debajo de mí.
Estoy a treinta niveles de altura, en el más alto, uno que nadie usa nunca y
está cubierto por capas de nieve que cruje bajo mis botas.
Al llegar al centro, me tumbo de espaldas, lo más cerca posible de las
nubes, para que el frío me cale el vestido. Y la carne y los huesos.
«Y más hondo incluso».
Cierro los ojos.
Unos gruesos copos de nieve me salpican la cara y las manos laxas
mientras me concentro en cada punto de contacto con el hielo para relajar
los músculos y liberar parte de la tensión que he acumulado a lo largo de la
duermevela.
Me visualizo siendo un dragón, con las alas extendidas volando entre las
nubes rosas, tan lejos del mundo que lo único que oigo es el latido de mi
corazón y el fuerte batir de mis alas imaginarias. Lo único que siento es el
vigor de mi cuerpo: ilimitado. Libre.
Una fría calma se asienta en mi interior como una bestia anidando.
Sacudo los dedos de las manos y de los pies para regresar poco a poco a la
realidad.
Abro los ojos y, por una rendija entre las nubes, veo la luna de un
fundefauces fallecido que descansa sobre la ciudad. Quizá sea el más
grande que haya visto hasta la fecha, hecho un ovillo, con la cabeza oculta
entre las alas y su plumaje petrificado teñido de tonos morados, rosas y
azules.
Lo contemplo mientras recuerdo la vez que Ruse me contó la triste
historia de cómo llegó ese dragón hasta ahí, aunque yo no le pedí los
detalles. De hecho, creo que me di la vuelta y me marché de su tienda sin
mirar atrás.
La tristeza es como tener piedras acumuladas en tu interior que te
dificultan el movimiento. La ignorancia es mi remedio para sobrevivir, y
creeré en ella ciegamente hasta que me muera.
A veces, sin embargo, cuando estoy tumbada en lo que semeja la cima
del mundo con una ciudad dormida debajo de mí, me pregunto si esa luna
siente alguna vez la tentación de caer. De golpear Gore con un estallido de
rencor por la razón que la llevó a terminar tan arriba, encima de la decorada
capital de La Llama como una amenaza latente.
Quizá esté equivocada. Quizá el último retazo de conciencia de un
dragón se evapore en cuanto el animal se solidifica y caer no sea decisión
suya en absoluto. Quizá sea otra cosa la que los arranca del cielo.
Y quizá ese dragón no pensara en nada al decidir situarse ahí. Quizá no
fuera por venganza, como a mí me gusta creer.
Quizá fuera un lugar conveniente donde morir, sin más.
Con la vista fija todavía en la luna, me meto una mano en el bolsillo y
saco la alondra de papel que he recibido en El Vacío Voraz. La alzo sobre
mi cara y le despliego las alas, el pico y el cuerpo hasta que me queda un
recuadro arrugado con la letra de Essi.
Espero que hayas conseguido la mano, porque sé
que no vas a leer esta nota hasta que hayas
terminado la misión. Y eso me da mucha ansiedad,
que conste. ¿Y si resulta que necesito
desesperadamente un palo de porthonium para evitar
que el mundo se desmorone y tú estás demasiado
ocupada grabando palabras en el pecho de alguien
como para desdoblar mi alondra, que sigue guardada
en tu bolsillo? Piensa en el mundo, Raeve. Y en la
obsesión que siento en estos momentos.
En fin, aquí tienes una lista muy importante que te
envío porque sé lo que opinas de que vaya a Suburbia
por mi cuenta. La paciencia es mi mayor y más
impresionante virtud.
Me río resoplando por la nariz.
Essi tiene la paciencia de un espectro con ganas de hincarle los dientes a
un alma, ni más ni menos. Pero me alegro de que piense lo contrario; el
entusiasmo le va como anillo al dedo.

· Un trozo de hierro del tamaño de una mano


(para que pueda hacerte más espuelas para la
bota)
· Tres láminas de colmillo de siegasable
(a poder ser, de una bestia adulta que haya
pasado más de diez mudas)
· Un palo de grabado 0,0112 lo bastante
reforzado como para tallar diamantes
(dale la lista a Ruse, porque seguramente esto no
tenga sentido)
—No se te escapa ni una —digo, y sigo leyendo el resto de la lista.

· Un tarro de polvo de polinilla. Si no les queda, ¿me


atrapas una, por favor? Ya me encargaré yo de
recolectar el polvo y luego la liberaré. Te lo prometo.
Me encojo al recordar la última vez que merodeé por El Foso armada con
un tarro de cristal con la tapa agujereada.
Un estremecimiento me recorre el cuerpo entero.
Nunca olvidaré cómo chillaba la polinilla. Ni siquiera sabía que podían
hacerlo.
—Atrapa tú a una polinilla, coño —mascullo, consciente de que le
atraparé una maldita polinilla si en la maldita tienda no queda maldito
polvo.
Entrecierro los ojos al leer la última petición, emborronada por una gota
de la sangre de Tarik Relaken.

· Y, por último, por favor, ve a Suburbia y

Es muy muy muy importante.


«Cómo no».
Con un suspiro, intento raspar la sangre, a pesar de que no me cabe
ninguna duda de que no va a servir de nada.
Según Essi, hay muchas cosas muy importantes en la sucia y podrida
Suburbia. Y es lógico para una persona cuyo universo antes se encontraba
en la enorme y escarpada zanja en la tierra justo debajo de la muralla.
Me retrotraigo al momento en el que la encontré huyendo a toda prisa por
la galería de desperdicios de los mineros con un pedazo de pan rancio
robado en sus sucias manos, desnutrida, vestida con harapos y con el pelo
afeitado porque se había enterado de que allí abajo a los hombres los
acosaban menos que a las mujeres.
Me contó que había nacido en un pozo minero abandonado y que un dae
sus padres habían puesto rumbo a las minas para su jornada, pero no habían
regresado… De eso hacía mucho tiempo. Y añadió que nunca había visto el
cielo y que no sabía qué era la aurora ni que nos despertamos y nos
acostamos al compás de su salida y de su puesta.
Yo estaba cubierta todavía de la sangre de un capataz al que había pillado
haciéndole cosas horribles a un minero cuando llevé a Essi a ver el cielo y
le prometí mantenerla a salvo. Es más difícil de lo que parece, porque todo
lo que necesita parece proceder de la puta Suburbia. Además, al contrario
de lo que presume, casi nunca tiene la paciencia suficiente y me manda
listas de provisiones.
Con el ceño fruncido ante el pergamino aplanado, intento raspar la sangre
de nuevo, sin éxito. Luego, me lo guardo en el bolsillo y miro la luna con
las manos en la cintura.
Aunque supiera qué está escrito debajo de la mancha, en teoría debería
guardar las distancias hasta que sepa que los niños de las celdas de Tarik se
han marchado de Gore. No obstante, puedo conseguirle a Essi todo lo
demás si me quedo fuera pasada la salida auroral. Será mejor que no me
dirija enseguida a casa, teniendo en cuenta que he decidido no eliminar al
misterioso cabo suelto que tan bien huele, quien quizá crea, o quizá no, que
yo he matado a Tarik Relaken.
Por todos los Creadores.
«¿Por qué lo he hecho?».
Por lo general, primero actúo y luego «si te he apuñalado, no me
acuerdo». Lo prefiero así. Y ahora me tengo que pasar una breve eternidad
vigilando mis espaldas para asegurarme de que la decisión no se vuelve
contra mí y me pasa factura.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra

Mi mahmi y mi pahpi dicen que soy demasiado pequeña para tener un


dragón y que no importa que los plumalunas de la guarida del palacio me
dejen dormir con ellos. Dicen que los plumalunas salvajes se lanzarán en
picado a por mí en cuanto me adentre en la zona donde anidan, me
atraparán, me zarandearán hasta dejarme inerte y me convertirán en
alimento para sus crías.
Creo que es mentira. Y no creo que sea justo que deba esperar a cumplir
dieciocho para descubrir por mi cuenta hasta qué punto es mentira.
Mi pahpi me ha dicho que podré dar fuerza a mi argumento cuando oiga
las canciones elementales y haya aprendido a recitarlas como es debido,
pero creo que eso también es mentira. Haedeon esperó mucho tiempo y a él
nunca le cantaron. Y yo he prestado muchísima atención todos los ciclos y
he cantado a la nieve y al aire y a la tierra y a las llamas. Nadie me ha
cantado a mí, a excepción de mi mahmi y mi pahpi cuando llega la
duermevela.
No es que me importe. Además, no me apetece ponerme esa piedra tan
ridícula. Mi mahmi siempre parece cansada, como si le pesara la cabeza.
La corona de mi pahpi también parece pesada, pero no de la misma forma.
Las gemas que la decoran son preciosas y brillantes y consiguen darle
aspecto importante y orgulloso. La piedra de mi mahmi es tan negra que da
la impresión de que uno podría caer en su interior.
A veces, sorprendo a mi mahmi intentando quitarse la diadema con todas
sus fuerzas gritando y llorando encogida. Verla así me hace daño.

No creo que esa piedra sea demasiado buena para mi mahmi.


La última duermevela, me la encontré fuera, sollozando en la oscuridad
mientras la nieve caía y se le pegaba en el pelo. Sus tristes lamentos
también me hicieron llorar a mí.

Le canté una canción que esperaba que la animase, pero solo conseguí
que llorara más.
Me enjugó las mejillas y me dijo que se pondría bien, que había perdido
algo importante, pero que mis caricias hacían que se sintiera mucho mejor.
Fue cuando nos encontró mi pahpi. La cogió y se la llevó adentro.
Luego, me arropó en mi cama, me dio un beso en la nariz y me dijo que
cuando fuese mayor lo entendería todo…

No sé si quiero entenderlo.
Raeve
CAPÍTULO 7
Unas nubes cargadas se desplazan al norte a tiempo para que la aurora
asome por el horizonte oriental: diez cintas plateadas luminosas
moviéndose al son de su hipnótico ritmo. El mundo cobra vida con el lejano
bramido de los fundefauces, cuyos bostezos reverberantes amenazan con
partir el cielo en dos.
Me incorporo en el puente celeste con un gruñido. Tengo las piernas un
poco agarrotadas por haber acarreado el cuerpo de Tarik y luego haberme
tumbado sobre la nieve. Con un bostezo, me dirijo hacia el lado norte para
bajar treinta y tres tramos de empinadas escaleras hasta llegar al suelo,
donde ya se acumula una agitada multitud.
El Foso rebosa de gente que lleva a cabo sus tareas mañaneras: barrer la
nieve acumulada ante las puertas, cortar leña y coger botellas de leche fría
dispuestas bajo los aleros de aquellos que pueden permitírsela. Los
mercaderes llegan con sus carros tirados por colks repletos de tinturas,
artefactos runados y cajas de alimentos exóticos, y preparan el puesto para
vender durante el dae.
Una plétora de pájaros de papel revolotean apresurados entre la gente y
aterrizan sobre manos extendidas, aunque algunos no van en ninguna
dirección concreta. Son alondras fantasma, quizá dirigidas a alguien
perdido, y ahora se pasan la vida danzando con las vaporosas polinillas, a
las que no puedo perseguir porque estoy demasiado cansada.
—Que haya tarros de polvo, por favor —murmuro abriéndome paso entre
la muchedumbre.
Me detengo delante de una tienda que todavía no ha abierto y finjo
observar el escaparate mientras compruebo que nadie me sigue. Aprovecho
para asegurarme de que el velo sigue tapándome la mitad inferior de la cara
y de que no tengo ninguna mancha de sangre en la falda, que me ciñe la
cintura y me proporciona un volumen que realza mis redondeadas caderas.
El corpiño apretado hace que mis generosos pechos casi se salgan.
Aunque la pasada duermevela el conjunto me fue de maravilla, ahora llevo
ropa un tanto exagerada para la gente recién despierta que se agolpa cerca
de El Foso a mi espalda. No es el mejor atuendo.
Me cojo el extremo del velo y lo recoloco para que me cubra el busto y
oculte así mis pálidos y turgentes pechos.
«Mucho mejor».
Avanzo entre la multitud hasta que llego a una tienda del lado norte
situada justo debajo de un conducto de aire. La luz solar, de un rosa
empolvado, llega transportada por una brisa fresca que sacude las plantas
que cuelgan del alero del establecimiento, cuyo nombre aparece grabado en
una placa de piedra colocada entre la vidriera para que parezca el plumaje
de un fundefauces.
Abro la puerta y entro en la tienda, alargada y atestada de hileras de
estanterías hasta el techo repletas de todo lo que un runi podría llegar a
necesitar: pilas de cuadrados de pergamino planos con líneas de activación
pretrazadas, pequeños tarros de tinturas con enormes etiquetas colgando,
libros teñidos de una sucesión de colores para que hagan juego con los
cantos pintados. Hay un montón de plumas, de botes con palos de grabado
distintos y montañas de minerales y gemas diferentes.
Cuando apenas he cruzado el umbral, me detengo al ver junto a las
estanterías una frenética bandada de alondras de papel batiendo las alas con
plumas pegadas en los extremos, como si fueran fundefauces en miniatura.
Cada vez que vengo, la bandada ha duplicado el tamaño. Estoy
convencida.
—¡Cierra la puerta antes de que se escapen mis mascotas! —me grita
Ruse desde la trastienda—. ¡O no volveré a hacer negocios contigo en lo
que te queda de vida!
Cierro y avanzo entre las estanterías.
—Sabes que por ti las atraparía, Ruse.
—A mí no me regales los oídos, Raeve. Estoy haciendo inventario y a un
pelo de perder la bendita razón.
Rodeo las últimas estanterías y llego junto a un mostrador de piedra que
preside el fondo de la tienda. Ruse está sentada al otro lado, encorvada
sobre un cuenco repleto de insectos que tienen un caparazón marrón con el
que pueden envolver su serpenteante cuerpecillo hasta convertirlo en una
pelotita de piedra.
Uno a uno, Ruse los va metiendo en frascos con cuello de botella junto
con una ramita verde y medio dedo de tierra color óxido a la vez que traza
una línea en el pergamino que tiene al lado con cada bicho que cae.
Mientras la observo trabajar, me fijo en su maraña de rizos, de un color
naranja intenso.
—Parece una tarea aburrida.
—Me gustaría empalarme con esta pluma —masculla. Cierra la botella
que estaba llenando y tapa el cuenco. Da una palmada, muestra una sonrisa
radiante y me mira con sus bonitos ojos como dos soles—. ¿En qué te
puedo ayudar?
Le entrego la lista de Essi.
Una cola larguirucha blanca rematada por un penacho se alza por detrás
del mostrador, meneándose adelante y atrás, lo que me arranca una sonrisa.
—Hola, Uno.
Sacude la cola más rápido, acariciándole la mejilla a Ruse con cariño. La
tendera dulcifica el gesto y baja los brazos detrás del mostrador, sin duda
para rascar a Uno detrás de las orejas.
Me pregunto lo grande que se habrá hecho. Los miskunnes son tan raros
y sumamente codiciados que casi nunca veo más que la expresiva cola de la
criatura que mima a Ruse como si fuera su madre, y es una pena.
Uno es un encanto.
Ruse murmura repasando el mensaje.
—No te puedo ayudar con lo que se supone que está debajo de la mancha
de sangre. —Levanta una mano para rascar el pergamino—. ¿Una misión
complicada?
—Por desgracia. —Me encojo de hombros—. El tipo era una fuente.
—Ah.
—¿Te queda alguna de las otras cosas?
—Estás de suerte —me dice guiñándome un ojo—. Lo tengo todo.
Suelto un suspiro de alivio, agradecida por no verme obligada a repetir la
debacle de los tarros.
Ruse coge una bolsa de tela y rodea el mostrador sin dejar de murmurar
al pasar entre las estanterías. Al regresar, deja la bolsa delante de mí y
vuelve a tomar asiento. Coge un enorme libro de contabilidad de tapas de
piel, lo abre y pasa páginas hasta llegar a una que lleva por título:

RAEVE
Rocadragón: 721 gemas
Abro muchísimo los ojos.
No tenía ni idea de que contaba con tantísimos fondos. Esa cifra tan alta
es una crónica de cuántos cuerpos he arrojado por la muralla para que los
rematen los depredadores que viven en las profundidades.
—Veo que tu cifra se ha incrementado desde…
El garabato oscuro que precisa mi riqueza se desvanece por la página
como si fuese una tinta líquida que alguien hubiera soplado sobre una
superficie resbaladiza y, acto seguido, en su lugar aparecen otros números.
Una cifra más baja.
Frunzo el ceño.
Supongo que Sereme ha decidido cobrarme a mí la misión por la que
imploré el apoyo del Elding, y solo porque no había forma posible de que
hubiera podido liberar a todos esos niños por mi cuenta.
«Pues qué bien».
Es un duro recordatorio de que la mano que te da también te puede quitar
en un visto y no visto.
Ruse se aclara la garganta, se baja los anteojos rosas hasta la nariz y me
mira desde detrás de un abanico de pestañas naranjas.
—¿Una duermevela agitada?
—Por lo visto, no como a ellos les gusta.
Me dedica una sonrisa compungida, aunque se recompone al momento,
volviendo a ser la estoica tendera.
—A ver, aparte de lo de la lista, ¿quieres comprar algo más con tus
seiscientas diez gemas de rocadragón?
Me animo de pronto.
—Ya que lo dices… —Observo mi vestimenta y me paso las manos por
el grueso tejido rubí—. He tenido que lanzar una capa del conjunto a la
trogg. ¿Crees que puedo reemplazarla?
—Sin problemas. —Clava la vista en mi atuendo y, luego, la devuelve al
libro. Coge una pluma rizada azul, la moja en un cuenco de tinta y escribe
algo en mi página—. ¿Algo más?
Recuerdo los instantes posteriores a la muerte de Tarik, la ligera atracción
que he experimentado por un hombre de acento marcado al que
probablemente debería haberme cargado. Pero no lo he hecho. Porque olía
bien.
—¿Tienes alguna cuchilla dentada?
La mujer se detiene y me mira con una ceja arqueada.
—¿Piensas despedazar a alguien?
«Espero que no».
Me encojo de hombros.
Con un nuevo murmullo, se gira en la silla, se levanta y le da un empujón
a la pared de piedra que se alza tras ella. En realidad, es una cortina runada,
que se abre de par en par mostrando la sombría superficie del
establecimiento, tan extenso que cuesta ver el final. Las paredes auténticas
están llenas de cofres con rocadragón, armas y armaduras.
Abre uno de los numerosos compartimentos enrejados del almacén y saca
una pequeña sierra que me trae, aunque, antes de entregarme el arma, cierra
la cortina.
La sopeso con una mano y me la paso a la otra.
—Tiene buena pinta, pero sería mejor que el mango pesara menos.
Ruse asiente y anota algo más en mi página.
—¿Dónde la ocultarás?
—En el muslo.
—¿En una funda?
—Sí, de piel de colk. A poder ser, teñida de marrón con hebillas hechas
de cualquier material que no sea compuesto de hierro.
Las dos pronunciamos las últimas palabras al unísono y ella esboza una
sonrisa agachando la cabeza, sin dejar de escribir.
—Pediré que forjen una con las especificaciones que me has dado y te
enviaré una alondra cuando esté preparada para que la pruebes. Quizá para
la próxima salida auroral, si quieres que sea rápido y estás dispuesta a pagar
un poco más.
—Me parece bien.
Me gustaría tenerla pronto. Por si el dichoso hombre de la capa decide
demostrarme que lo he metido en el saco equivocado.
—¿Quieres retirar fondos?
—No, pero volveré para ello cuando haya descansado un poco y haré
otro reparto de rocadragón. En Suburbia, la gente se muere de hambre y
nadie está haciendo nada al respecto.
—Como prefieras.
Ruse anota algo en una libreta mientras yo recuerdo mi primera paga.
Una compensación sangrienta por un acto sangriento. Solo podía verlo así.
Y desde entonces no ha cambiado nada.
Solo me quedo lo que necesito para sobrevivir, hacer mi trabajo y ayudar
a Essi. Mis donaciones periódicas a los pobres, enfermos y hambrientos son
mi forma de mandar a tomar por el culo a quienes creen que me pueden
comprar con una paga y aprobando de vez en cuando misiones que
realmente me importan.
Me da la sensación de que estoy ganando la partida, aunque no sea así.
—Me aseguraré de tener suficiente liquidez para la retirada de fondos —
dice Ruse meneando la pluma rizada al garabatear algo—. Si el rey pusiera
tanto esfuerzo como tú en dar de comer a los pobres, La Bruma sería un
lugar mucho mejor donde vivir.
«Como si fuera posible que se dignara a hacer tal cosa».
Dudo de que el rey haya tenido hambre alguna vez. Hambre de verdad,
digo. Si conociera el alcance del dolor por no tener nada en el estómago,
quizá no fuese tan incompetente… O quizá sí. Puedes coger un zurullo y
darle un sinfín de formas, pero seguirá siendo un zurullo.
Y seguirá apestando.
—Me pondré en contacto contigo para lo de la ropa. —Ruse cierra el
libro de contabilidad—. Debido a tus… preferencias, puede que el mercader
que importa el material de La Llama tarde un poco en encontrar más tela
del mismo color.
—No hay prisa —respondo cogiendo la bolsa con las cosas de Essi—.
Cualquier otro material hace que me cueza. Prefiero que sea del tejido
adecuado.
Asiente con la cabeza para mostrar su conformidad y me doy media
vuelta para marcharme.
—No tan rápido, Raeve.
Me detengo y miro hacia atrás con el ceño fruncido al ver que Ruse agita
en mi dirección una alondra de papel que acaba de desplegar.
—Perdona. Sé que estás cansada, pero Sereme quiere reunirse contigo.
Toda la tensión que he procurado aplacar tumbándome en el puente
celeste regresa de golpe, dándome la impresión de que alguien acaba de
encadenar mi corazón a un potro de tortura.
—Dile que volveré cuando haya podido dormir un poco.
Si Sereme no se molesta en bajar las escaleras para solicitar mi presencia,
no está de humor y no me apetece lidiar con ella. Y menos aún estando
hambrienta, cayéndome de sueño y con la paciencia llegando al límite.
Estoy tres pasos más cerca de la salida cuando oigo de nuevo la voz de
Ruse a mi espalda, como el restallido de un látigo que me hubiese azotado
los tobillos.
—Era una orden, Raeve, no una petición.
Tira de mis grilletes.
Suspiro, clavo la vista en el techo y cuento hasta diez. Asiento y, acto
seguido, me encamino hacia la puerta sin adornos que se encuentra en un
rincón de la tienda.
—No me entra en la cabeza cómo eres capaz de vivir tan cerca de esa
víbora manipuladora —mascullo lo bastante alto para que Ruse me oiga.
Y quizá también Sereme.
La carcajada de Ruse me persigue mientras subo las escaleras y me
adentro en la guarida de la serpiente.
Raeve
CAPÍTULO 8
Lo he oído —me espeta Sereme, tan cortante como el filo de una daga.
Me quito el velo y entro en su enorme despacho, pasando la vista por el
ordenado espacio, que luce una extravagante cantidad de color morado:
alfombras, sillas tapizadas, paredes, librerías…
No puedo escapar. Creo que en realidad me gustaría el color si no me
hubiera sentido tratada como un poste rascador casi todas las veces que he
pisado esta estancia.
—¿Qué pasa? —pregunto. Sereme está junto al ventanal morado con
vistas a El Foso—. Es cierto que no me entra en la cabeza. Ruse merece un
aumento por aguantar tus tonterías constantemente.
Sereme se da la vuelta y me penetra con sus fríos ojos plateados. Tiene su
anguloso rostro maquillado a la perfección, como siempre. Nunca lleva un
cabello fuera de sitio ni una mancha en la piel a la vista y de su lóbulo
cuelga un abalorio de runi blanco. Se ha puesto un grueso abrigo morado
que le sienta como un guante y unos copetes de pelo níveo sobresalen entre
todas las costuras, haciendo juego con el color de su cuidada melena.
Entorno los ojos al fijarme en la cadena que lleva al cuello, de la que
pende un frasco plateado grabado con runas luminosas. Todas las células
del cuerpo me gritan para que me abalance sobre ella y se lo arranque.
Y vuelque su contenido por el desagüe.
Sin embargo, me dirijo a la colosal mesa que preside la habitación, en
cuya superficie todo está dispuesto de forma impecable. Dejo la bolsa en el
suelo, me tiro en el envolvente sillón cuadrado que se reserva para las
visitas y pongo las piernas encima del reposabrazos.
—Me muerdo la lengua en todas partes, me niego a hacerlo aquí también.
No dudes en despedirme si tanto te molesta —digo pestañeando—. Te
prometo que no me quejaré. Más bien al contrario. Puede que incluso me
dedique a matar por la causa de vez en cuando mientras persigo a quien me
dé la gana perseguir.
Asesinos.
Maltratadores de niños.
Reyes incompetentes.
Sereme tensa la mandíbula y endurece tanto la mirada que parece metal
fundido derramado sobre un lecho de nieve.
—Si te vieras obligada a vivir como los demás, Raeve, te costaría hacerlo
sin el ilimitado apoyo de los Ath. No olvides lo mucho que te llenamos los
bolsillos. No podrías repartir más rocadragón por Suburbia ni dártelas de
importante, algo sin lo que al parecer eres incapaz de pasar.
«Veo que ninguna de las dos está de humor para hacer gala de buena
educación».
Mientras saco un puñal de mi corpiño, planto las botas sobre su escritorio
y muevo unas cuantas de sus plumas, alineadas a la perfección.
—No me vengas con que te importa mi bienestar. No es así —le suelto
pasándome el arma de una mano a otra—. No eres más que la cabrona que
me puso un grillete en la muñeca asegurando que era por piedad.
La vena de la sien de Sereme se hincha tanto que espero que explote.
—Me sorprende que te dirijas a mí con tan poco respeto teniendo en
cuenta ese grillete del que hablas.
—Que sí, que sí —mascullo al tiempo que utilizo la punta del puñal para
quitarme sangre seca de Tarik de debajo de las uñas—. ¿A qué se debe el
honor de que me llames a tu guarida, Sereme?
Me fulmina con la mirada y observa cómo lanzo restos de sangre reseca
sobre su lujosa alfombra morada. Siempre me interesa ver hasta dónde la
puedo presionar antes de que me eche de su despacho como un insecto de
patas largas que no consigue eliminar lo bastante rápido, con la esperanza
de que algún dae decida que mi presencia es un engorro y no le merece la
pena.
Viene hasta donde estoy y toma asiento en su mullido trono morado al
otro lado del escritorio que yo interpreto como nuestra barricada
improvisada. Entrelaza las manos y las apoya sobre la mesa.
—Quería asegurarme de que has recibido mi alondra.
—¿Se ha completado la misión? —pregunto con una ceja arqueada.
—Todavía no hay confirmación. Me refiero a la que te mandé el último
ciclo, justo antes de la puesta auroral.
«Nuevas órdenes… Estupendo».
Mi interés se diluye y vuelvo a clavar la vista en mis uñas para
arrancarme más mugre.
—Debe de haberse perdido. A lo mejor viene volando hasta mí cuando
haya dormido un poco, como hacen a menudo. Son muy educadas. Deberías
tomar nota.
Siento su frustración bullendo a fuego lento, como si fuera una nube de
tormenta que se arremolina en el aire con una carga de electricidad estática.
Aun así, yo sigo hurgando.
Y hurgando.
Y hurgando.
—Es curioso que seas la única que tiene problemas para recibir mis
alondras.
—Es uno de los grandes misterios del mundo.
—Lo dudo. —Hace una pausa—. La plumaluna de Rekk está en la
guarida de la ciudad —añade.
Me da un vuelco el corazón y alzo la vista, clavándola en los pétreos ojos
de Sereme.
—¿A quién quiere dar caza?
—A nosotros.
La maldición con la que respondo es tan afilada como el puñal que
sostengo.
—La Corona lo ha contratado y ha venido a acabar con nuestra rebelión.
Y a evitar que esquilmemos el reino de sus jóvenes reclutas.
«En ese caso, tiene que morir».
Bajo las botas de la mesa y enfundo la daga.
—Me ocuparé de él —digo con cierta ansia. Siempre que veo al
cazarrecompensas, tiene las espuelas metálicas de las botas empapadas de
sangre. No hace falta ser muy avispado para saber de dónde procede.
Probablemente, de la pobre plumaluna a la que en teoría sometió después de
matar a su antiguo jinete, si los rumores son ciertos.
«Voy a sentir un enorme placer asesinándolo».
Me levanto de la silla…
—No —me espeta Sereme, y frunzo el ceño.
—¿Cómo que no?
—Siéntate, Raeve.
Suspiro y termino obedeciendo. Qué poco me gusta la chispa de
satisfacción que brilla en sus ojos.
—¿Por qué no quieres que lo mate? —le pregunto con los dientes
apretados—. A eso me dedico. Me encargo de sacar la basura con la que
nadie quiere mancharse las manos, de limpiar el camino de cualquier
obstáculo que impida que se lleven a cabo las misiones de los Ath. Rekk
está en ese camino, Sereme. Pone en peligro a otros miembros, a la mayoría
de los cuales respeto.
Me lanza una mirada desabrida que no me afecta lo más mínimo, aunque
quizá lo consiguiera si hiciese algo para ganarse mi respeto.
—Deja que me encargue de él.
—No.
«Otra vez esa puta palabra».
—¿Por qué no?
—Porque es un anzuelo muy bien vigilado.
—Entonces soy la persona ideal para la tarea.
—No —repite por tercera vez—. Tus instrucciones son no llamar la
atención hasta que se haya marchado, y eso quiere decir que se acabó lo de
matar alegremente a alguien cuando lo descubras haciendo algo que no
debería o cuando oigas a algún inocente pidiendo ayuda. Se acabaron los
encargos. No harás nada hasta que yo diga lo contrario. Solo saldrás de casa
para comprar provisiones o para venir a verme si te hago llamar.
Frunzo el ceño; la mente me va a mil por hora, mis pensamientos se
arremolinan en una tormenta de nieve que me presiona las costillas. No hay
ni un solo objetivo que Rekk Zharos no haya conseguido alcanzar, así que
no se irá de la ciudad sin manchar de sangre su látigo.
—Si no lo eliminamos, acabará con alguno de nosotros, y no será
precisamente agradable.
—Estoy al corriente —dice con los labios apretados, con un tono rotundo
y serio que me pone de los nervios ante el ataque de la serpiente Sereme.
Eso significa…
Que va a hacer que quien ataque a Zharos sea alguien considerado menos
útil. Un sacrificio para la voraz Corona.
Algo se rompe en mi interior y siento un inmenso peso en las costillas.
Curvo el labio superior.
—Dale de comer al monstruo y saldrán más de las sombras. Cuando el
olor a sangre manche el aire, no… dejarán… de venir.
Sereme suspira y alarga los brazos sobre la mesa para recolocar su
colección de plumas.
—¿Vas a volver a decirme cómo hacer mi trabajo, Raeve?
«A mí también me empieza a cansar».
—Cada vez que interceptamos un carruaje lleno de reclutas elementales,
lo único que conseguimos es poner un parche a un problema mucho mayor.
Si el rey sigue gobernando, habrá más carruajes, y más cazarrecompensas, y
más muerte y sufrimiento.
No obstante, ella sigue contemplando las plumas, como si considerase
esa labor más importante que los valores que en teoría defendemos los Fíur
du Ath.
Gruño y barro la madera de un manotazo, llenando el suelo de plumas.
—¿Qué pasa con los enfermos, con los hambrientos, con los nulos?
Retira la mano lentamente y me mira con los ojos desorbitados.
—Nos hemos pasado toda la duermevela salvando a cincuenta y siete
nulos. Siguiendo tus deseos.
—Una operación que yo misma he financiado —le espeto con la ceja
arqueada—. ¿O pensabas que no me daría cuenta porque no suelo
comprobar mis fondos?
—¡Pues claro que lo he descontado de tus reservas! —exclama con
desprecio—. Llevar a cabo una misión a tan gran escala cuesta mucho más
de lo que jamás entenderás. Hemos arriesgado toda nuestra causa para que
tú estés contenta. Hemos entorpecido el progreso político. Alguien debía
pagarlo.
Para que yo esté contenta. Ya.
—¿Sabes qué me dice eso? —le pregunto riendo sin ganas—. Que los
Ath no valoramos a los nulos tanto como a los elementales. No bajo a
Suburbia solo para repartir rocadragón, Sereme. Bajo a Suburbia para ver si
alguien necesita ayuda, porque por lo visto a todo el mundo le importa una
mierda.
Sereme coge el pequeño vial que le cuelga entre los pechos.
«Mierda».
Me preparo antes de que acaricie con la punta de una cuidada uña el
surco de mi runa…
Todo mi cuerpo se sacude y siento el arañazo en una costilla, como si
fuera un puñal.
—¿Por qué no puedes darte por satisfecha y punto? —me suelta mientras
yo cada vez respiro con más dificultad, con la vista clavada en la malévola
mujer—. Cuentas con el favor del Elding. Hace más por ti de lo que ha
hecho nunca por nadie. ¿No te parece suficiente?
Me sujeto el costado con una mano temblorosa. Me cuesta comprender
los celos que le tiñen la voz. No solamente no conozco al Elding, sino que
ser su favorita enseguida se ha colocado en el último puesto de mi lista de
prioridades.
Sereme levanta la uña con el ceño fruncido, pero deja el dedo preparado
para volver a destrozarme.
«Por todos los Creadores, cuánto la odio».
—Es difícil estar satisfecha cuando el rey hace picadillo la mente de los
jóvenes elementales hasta que se convierten en monstruos asesinos. Cuando
muchísima gente menos valiosa se pudre en Suburbia, incapaz de sobrevivir
a la vida en las minas, esclava de los engranajes bien engrasados del reino.
—Me seco las gotas de sudor que me perlan la frente, meto una mano en el
bolsillo para sacar el cartel que he arrancado de la pared y lo estampo sobre
la mesa, aunque Sereme apenas le presta atención—. Si no usurpamos el
poder del rey, estoy convencida de que la situación empeorará mucho.
Muchísimo.
—Ahora no —dice con tono firme y sereno—. No hasta que el Elding lo
considere oportuno.
«Misma historia, distinto dae».
—Que le den al Elding.
Con otro movimiento sádico de su uña, esta vez el dolor me baja por la
columna. Jadeo entrecortadamente, conteniendo las ganas de abalanzarme
sobre la mesa, arrancarle los ojos de las cuencas… y mandar a la mierda las
repercusiones.
Sin embargo, mantengo la compostura mientras la agonía me pasa de
vértebra a vértebra como una piedra saltando sobre el agua.
—Cortarle el cuello al rey Cadok Vaegor no solo hará que deje de tocarte
las narices a ti —digo con los dientes apretados—, sino que también
protegerá la causa.
Sereme suelta el vial.
Cojo aire, aliviada, y me niego a darle ninguna satisfacción; me limito a
señalar con un dedo tembloroso el cartel, que está preparado para hacer un
daño irreparable.
—Nadie lo sospechará, teniendo en cuenta el revuelo que hay respecto a
nosotros.
—Si matamos al rey sin un plan pensado y bien elaborado, el mando
recaerá sobre la reina.
—Perfecto. —Levanto las manos y me pregunto por qué lo presenta
como si fuera algo negativo, siendo precisamente lo que necesita el reino—.
Es su tierra; debería estar ella al mando.
—El Triconsejo no lo permitiría nunca. La reina Dothea tan solo habla
con Clode.
—¿Acaso no tienen un hijo con tres abalorios? —Siento un regusto
amargo en la lengua.
—Hace muchas fases que nadie ve al príncipe Turun. Hay quien dice que
perdió la cabeza y, en lugar de hacer público el problema, el rey estuvo
encantado de esconderlo en alguna parte.
—Me apuesto lo que quieras a que aun así es más competente que el rey
Cadok Vaegor. A lo mejor aparece cuando los restos de su pah sirvan de
abono para la tierra.
Sereme me mira como si estuviera más que lista para coger la escoba y
barrerme hacia la puerta.
—Una vez más, Raeve, te crees con voz y voto en el asunto. Y no es así.
Tienes un trabajo, que es seguir mis órdenes. Cuando te digo que apuñales a
alguien, tú me preguntas hasta qué profundidad. Cuando te digo que dejes
en paz a Rekk Zharos, dejas en paz al puto Rekk Zharos.
Es raro oírla decir una palabrota. Quizá me diera por levantar el puño y
considerarlo una victoria si no sintiese esta rabia revolviéndome las tripas
que va creciendo como una bola de nieve que va cuesta abajo.
—¿Cómo puedes tener la conciencia tranquila? En serio.
Al verla coger de nuevo el vial, se me encoge todo el cuerpo.
Se le iluminan los ojos de satisfacción y esboza una sonrisa de
suficiencia, lo que me hace hervir la sangre.
—No son decisiones fáciles de tomar, pero ante todo he de pensar en la
causa. Tu fuerte afinidad con Clode, tu destreza con un puñal y el lado
salvaje que vi antes de que te desplomaras en Suburbia cuando nos
conocimos te convierten en una herramienta esencial de la que no podemos
prescindir.
Siento un gélido rugido en el pecho.
Maldigo el dae en el que me encontró y en el que vio esa parte de mí que
a duras penas consigo entender. Tampoco es que recuerde nuestro
encuentro… Estaba debajo de un velo de hielo, donde me habría encantado
hacerme un ovillo y desaparecer.
Lo que sí recuerdo son los gritos que no sé cómo consiguieron llegar
hasta mí. También recuerdo sentir, sin lugar a duda, que lo que estaba
haciendo no estaba bien, pero que la parte de mí que me controlaba seguía
unas normas diferentes.
Una parte que, en opinión de Sereme, se puede domesticar.
Sereme me contó después que la miré con ojos negros y brillantes, con la
cara salpicada de sangre, enseñando los colmillos, y supo que estaba tan
rota que no tenía arreglo y que necesitaba desesperadamente una forma de
canalizar mi furia.
Ahora lo veo distinto.
Creo que, al verme rodeada por los cuerpos de los caídos que habían ido
a por mí, supuso que las cosas rotas son las armas más afiladas…, siempre
y cuando las tengas bien sujetas para que no escapen.
—Os iba bastante bien sin mí antes de que me sacaras de la miseria.
—Te di a elegir —repone rápida como el rayo.
Siento una profunda carcajada subiéndome por la garganta, pero me sale
carente de humor.
—Menuda elección —musito—. Morir o verter mi sangre en tu vial
runado para ser eternamente tu esclava y postrarme ante ti cuando te venga
en gana. Pero creo que no me lo explicaste así, ¿verdad? Me ofreciste
venganza. Me dibujaste un escenario tan bonito que sentí desesperación por
darte mi sangre, por caer en tu trampa como un insecto estúpido para
ponerme a trabajar cuanto antes.
«Cuántas promesas vanas».
—Lo curioso es que, si te hubieras limitado a pedirme que me uniera a la
causa, tal vez habría aceptado, teniendo en cuenta las injusticias que
enseguida descubrí en el reino. Pero no, tú tenías que ponerme un collar.
Sereme exhala un largo y profundo suspiro con la despreocupada
confianza de alguien que vive en una burbuja de seguridad que no consigo
penetrar.
—Qué melodramática te pones siempre, Raeve. De verdad que nunca he
conocido a nadie con tanta guerra en la sangre. —Sujeta el vial que cuelga
entre sus pechos con su fina mano—. Quizá estarías menos amargada si no
me pusieras a prueba tan a menudo y me obligaras a aprovecharme del
vínculo de sangre.
«Ya, claro. Ahora es culpa mía».
—¿No ves que naciste para esto?
—Claro —me limito a decir—. No hay nada como la amenaza constante
de una buena sesión de tortura para que te sientas como en casa.
—No es nada personal. Todo el mundo vierte su sangre en el vial…
—Menos tú.
—… y se beneficia de sus numerosas ventajas. ¿Te acuerdas de lo rápido
que pude curarte? —prosigue con terquedad—. Habrías muerto si no.
Además, eres la única que me veo obligada a castigar.
—¿Y qué haces tú por la causa? —pregunto con una ceja arqueada—.
Además de comerle la polla al Elding metafóricamente.
Se sonroja y abre los labios pintados, pero no sale ninguna palabra de
ellos.
Levanto las cejas.
«Por lo visto, no es tan metafórico».
—Elegiste vivir —dice furiosa—. De acuerdo, ya no es según tus propios
términos, pero por lo menos respiras. A mí me parece que deberías ser más
humilde con la persona que te salvó la vida.
Chasqueo la lengua e intento imaginar un mundo en el que alguien se
dignara a ayudar a otro sin esperar nada a cambio.
No lo consigo.
Me han recompuesto miles de veces. Solo una fue en mi propio
beneficio; sin embargo, Fallon está muerta, su luz se extinguió del mundo y
toda la bondad desapareció con ella.
Puede que Sereme crea que me salvó la vida, pero no hizo más que
volver a enjaularme, a convertir la muerte de Fallon en una tragedia aún
mayor.
Preferiría estar de regreso en nuestra celda, viendo las lunas que Fallon
dibujó en el techo con trocitos de carbón. Preferiría estar escuchando sus
detalladas explicaciones acerca de las nubes brillantes que cubren La
Bruma, palabras tan descriptivas que se me hacía la boca agua, como si
pudiera saborear los colores y sentir sus texturas acariciándome la lengua.
Con su rico y bello vocabulario, hizo que la libertad pareciera deliciosa, y
también mágica.
Me moría de impaciencia por probar las nubes con ella, tumbarnos de
espaldas y contemplar las lunas reales.
Juntas.
Sin embargo, Fallon está muerta y yo estoy aquí, atada a esta serpiente de
escamas moradas. Con mi vida no hago nada de lo que le prometí a Fallon
que haría antes de perderla. Antes de despertarme y encontrarla fría.
E inmóvil.
El recuerdo es una esquirla de hielo que me atraviesa el endurecido
corazón hasta llegar al mismísimo centro de mi ser, apuñalándome con un
dolor descarnado y familiar…
«No».
Me hundo en mis adentros y aterrizo sobre la orilla de obsidiana
resquebrajada del inmenso lago helado que hay en mi interior, sobrecogida
por el inquietante silencio que reina, que siempre me eriza la piel. Cojo una
piedra del tamaño de un puño que hace las veces del ofensivo recuerdo y,
después, avanzo sobre la superficie quieta y gélida, que me reconforta los
pies descalzos.
Me arrodillo y hago un agujero en la gruesa capa de hielo, de donde
rebosa agua en cuanto se abre. Levanto el trozo de hielo, dejo caer el
pesado pensamiento a las profundidades y me alejo a toda prisa, con el
vello de la nuca de punta al regresar a la realidad.
La siguiente vez que exhalo, suelto una bocanada de aire glacial mientras
las palabras de Sereme siguen reproduciéndose en mi cabeza:
«Elegiste vivir».
«De acuerdo, ya no es según tus propios términos».
«Por lo menos respiras».
Miro a la mujer, que me está observando como si le hubiera encantado
que me arrodillase y le besara los zapatos morados que lleva.
—Nunca he vivido según mis propios términos. —Me pongo de pie, me
coloco el velo en la cara y recojo sus plumas del suelo para dejarlas sobre la
mesa de golpe. Las ordeno por tamaño, como tanto le gusta—. Y me niego
a aceptar esto como forma de vida.
Cojo mi bolsa y me dispongo a ir a la puerta.
—No he dicho que pudieras irte, Raeve.
—Vuelve a pasar la uña por mi runa. —Me encojo de hombros—. Me da
igual.
Cierro de un portazo.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra

Haedeon se irá bien temprano en el próximo ciclo para intentar robar


su propio huevo de plumaluna. Tiene que ir hasta allí en trineo y, luego,
pasarse unas cuantas duermevelas en cabañas de nieve por el camino,
aunque fuera de las murallas de Arithia es peligroso.
A mí me parece un poco absurdo, ya que el plumaluna de mi pahpi
podría llevarlo hasta allí enseguida. Pero Haedeon insiste en que así es
como se ha hecho siempre y en que quiere demostrar su valía.
No creo que mi mahmi y mi pahpi quieran que demuestre nada, porque
los he oído a hurtadillas suplicándole que no vaya. Pero no lo han
convencido.
Esta puesta auroral, Haedeon ha sonreído de oreja a oreja y ha hecho un
montón de bromas mientras yo lo ayudaba a doblar la ropa y meterla en su
bolsa, pero sé que está asustado. Lo sé porque me ha dado tres caramelos
de bayaquilla del tarro que tiene junto al jergón.
Por lo general, nunca me da más de uno porque dice que me dolerá la
tripa, que es mentira. Me he comido los tres y a mi tripa no le pasa nada.
Mi pahpi dice que es muy difícil conseguir un huevo de plumaluna, que
hay que ir hasta Netheryn, un lugar donde hace demasiado frío para que
casi cualquier cosa brote o respire, y trepar unas torres de hielo altísimas
sin que te vean, y después robar el huevo de un nido y bajar la torre deprisa
y en silencio.
Mi hermano es muy fuerte y siempre hace mucho ruido. No sabe cómo
respirar bajito ni evitar que sus botas crujan en la nieve. Y hasta su voz es
áspera y dura como el granito.
No oye ninguna de las canciones elementales.
Quizá al final sea verdad que los caramelos de bayaquilla hacen que te
duela la barriga, porque ahora mismo ya no me encuentro tan bien…

No creo que mi hermano vaya a regresar de Netheryn.


Raeve
CAPÍTULO 10
Después de cerrar la puerta de La Pluma Rizada, me dirijo al oeste del
tumultuoso Foso, lleno de carros de mercaderes que aseguran tener las
fanegas de verduras más baratas que se puedan encontrar. Tenía pensado
detenerme de camino a casa para comprar un pastel de cremanegra a uno de
mis vendedores preferidos, pero, después de tener que tragarme todas las
gilipolleces moradas de Sereme, he perdido el apetito.
Un coro de gritos ahogados de terror hace que me detenga para mirar
alrededor y siga un sinfín de ojos dirigidos al cielo.
Se me acelera el pulso al ver a un fundefauces adulto planeando tan cerca
como para arrancar una balista de la muralla con sus gigantescas garras. El
movimiento de sus magníficas alas provoca una ráfaga de viento que a
punto está de quitarme el velo.
Ensanchando el pecho, la bestia alarga el cuello, abre las fauces y pinta el
cielo con una llamarada que irradia suficiente calor hacia El Foso como
para que la nieve empiece a derretirse.
La gente echa a correr chillando para refugiarse debajo de los puentes
celestes, que no sirven para una puta mierda, la verdad sea dicha. Si la
bestia decide girar la cabeza y chamuscarnos a todos, dudo de que alguno
de nosotros sea capaz de hacer algo para evitarlo.
El fuego de los dragones no se rige por las reglas de la naturaleza. El
lenguaje de Ignos no puede impedir que este cree ampollas en la piel, que
derrita carne y huesos.
Ni que destroce ciudades.
Solamente un Daga-Mórrk es capaz de controlar el fuego de los
dragones. Tiene tal vínculo con su dragón que puede emplear su fuerza y
llamas. Aunque la conexión es más mítica que real.
La bestia vuela hacia el coliseo, que está situado entre las dos partes de la
muralla, como si fuera una corona fantasmal manchada de sangre.
—Por todos los Creadores —mascullo al ver al fundefauces
sobrevolando en círculos sobre la gigantesca estructura.
La campana que los llama a comer repica tan fuerte que la siento en lo
más hondo de mi ser y un silencio espeluznante se hace entre la multitud
mientras el aire se caldea con el frenético batir de las gigantescas alas. Una
bandada de fundefauces se aproximan desde todas las direcciones,
cubriendo el cielo con movimientos feroces al abalanzarse sobre la comida
gratuita. Los afilados colmillos de los animales apuntan hacia el coliseo
como una descarga de flechas.
Se enfrentan, se muerden unos a otros, se clavan las garras, se arrancan
plumas de colores vibrantes, peleándose por hacerse con quienquiera que
está atado al poste del interior de la estructura.
Un grito estremecedor, seguido de un aullido de angustia que hiela la
sangre, retumba en el silencioso Foso con una claridad espeluznante, casi
como si alguien le hubiera pedido a Clode que transportase el sonido por el
aire para ponernos nerviosos, para recordarnos las espantosas consecuencias
que sufren aquellos que hacen enfadar a la Corona.
Me tiemblan las manos por la rabia que crece en mí, así que enredo los
dedos en las capas del vestido para agarrar la gruesa tela.
Yo estaría ahí ahora mismo, pidiendo sangre a voz en grito desde las
gradas del público, si el que sirviera de alimento para las bestias fuera un
monstruo como Tarik Relaken. Pero no será el caso.
«Nunca lo es».
Hay otros como yo a quienes pillan haciéndose pasar por nulos. Son
gente que critica abiertamente al rey, o padres de niños que intentan evitar
que a sus pequeños los obliguen a padecer el doloroso proceso de
evaluación que se exige a cada descendiente, a los cuales rapan, agujerean y
arrancan de sus casas a cambio de una gema de rocadragón, proporcionado
por la Corona como agradecimiento por su gran contribución al creciente
ejército de La Bruma.
Una venda irrisoria para un corazón herido.
Los agudos lamentos quedan entrecortados por la madera astillándose. Se
me cae el alma a los pies al instante y siento unas tremendas ganas de
vomitar.
Un fundefauces victorioso sale del coliseo batiendo sus emplumadas alas
rumbo al cielo. De sus afilados colmillos gotea sangre mientras la bella y
monstruosa criatura planea hacia el oeste. Un mar de cabezas se gira para
verlo volar a lo largo de la muralla.
Me quedo sin oxígeno en los pulmones.
En esa dirección, la muralla termina inclinándose, en parte engullida por
la zona donde anidan los fundefauces: Bhoggith. Siempre que vuelan hacia
el oeste con carne fresca, la víctima solo puede acabar de una forma.
Escupida en un nido para servir de alimento a las crías de dragón.
Una presa viva.
Un escalofrío me recorre desde el cuello hasta la punta de los dedos de
los pies. Paso la vista por el gentío en silencio: la mayoría está
contemplando el cielo con los ojos muy abiertos y los labios apretados,
como si se los hubieran cerrado con llave.
Por lo visto, antes, el reino de La Bruma era un lugar bendecido por los
Creadores donde se vivía sin problemas y las risas de los niños se oían por
todo El Foso, cuyo cielo del color de las acuarelas inspiró una era de música
y arte.
Fue entonces cuando nuestro rey actual tomó posesión del trono y
empezó a preocuparse tan solo por su fuerza militar.
Me gustaría haber visto Gore en esa época, cuando el reino estaba en
todo su esplendor. Me gustaría haber experimentado esa realidad, colorida y
alegre también por dentro, no solo por fuera.
Creo que es la vida a la que se refería Fallon. No esta.
«No puede ser esta».
Me trago la rabia que me hierve en la garganta, convencida de que dentro
de mí hay suficiente ira como para prender fuego a toda la ciudad con una
única exhalación. Aun así, me obligo a seguir avanzando, ignorando la fiera
urgencia de asaltar la guarida de la ciudad, pagar por un dragón peregrino y
volar al oeste rumbo a Drelgad, donde vive ahora mismo el rey Cadok con
el fin de supervisar su ejército.
Solo alguien imbécil se creería capaz de acercarse lo suficiente a él como
para matarlo sin una importante cantidad de refuerzos. El hombre, que
cuenta con tres abalorios, está siempre protegido por elementales de dos
abalorios y de su violento dragón. De ahí que mi rabia sea inútil…, por lo
menos hasta que el Elding decida dejar de dedicarse a cortar hojas de este
árbol malévolo y empezar a arrancar las raíces.

Tomo un camino en zigzag para ascender por la zona elevada del interior
de El Foso. Subo treinta y un niveles, miro alrededor al cruzar un puente
celeste derruido y salgo al otro lado de la muralla, con vistas a La Bruma.
Recorro un tosco túnel de viento que me recuerda a una garganta atorada; el
suelo está grabado con combinaciones de runas que provocarán toda clase
de desgracias a aquel que no sea Essi o yo misma.
Una necesidad inmediata de cagarse encima, una pérdida de visión
repentina, como si se hubiera sumergido en el cielo negro de La Bruma, y
mi preferida: una perturbadora creencia de que un fundefauces ha metido el
pico en este túnel y está intentando cazarlo como si fuera un gusano en un
agujero.
Me detengo junto a lo que se parece mucho a un conducto de basura para
la trogg y me desato el corpiño. Debajo, llevo una prenda ceñida de cuerpo
entero que me facilita escalar. Hago un fardo con las capas de la falda para
meter mi velo, botas, corpiño y bolsa de provisiones, e introduzco el
paquete, que cae hasta desaparecer de mi vista.
La mayoría prefiere vivir en el otro lado de la muralla, donde la luz solar
entra por coloridas ventanas y baña las habitaciones con su calidez, donde
la gente puede llenar los alféizares de macetas con hortalizas que crecen
gracias a la constante iluminación.
Yo no.
A mí me gusta el frío, y soy del todo incapaz de mantener viva una planta
aunque me vaya la vida en ello. De todas formas, esa no es en absoluto la
razón por la que elijo el lado tranquilo y fresco en la penumbra de la ciudad.
El viento juguetea con mi pelo cuando me detengo al final del túnel con
los pies al borde, que da a las llanuras cubiertas de nieve que se extienden
hacia el sur. Apenas quedan nubes, lo que me proporciona unas vistas libres
de obstáculos del horizonte, de color morado y plagado de lunas en un
lecho de estrellas.
Las más cercanas son las vibrantes esferas formadas por los fundefauces
caídos, como si alguien hubiera despedazado las coloridas nubes de La
Bruma y, luego, hubiese formado con ellas unos orbes compactos y los
hubiera lanzado al firmamento. Se ve la silueta de sus enormes y
majestuosas alas, que los rodean como si fueran abanicos. Las plumas de la
cola a veces no se repliegan en la esfera antes de que el dragón moribundo
se solidifique y terminan pareciendo pinceladas de pintura.
Las más lejanas son esferas de fragmentos que emiten la luz gris,
iridiscente y perlada de los plumalunas. Trazos resplandecientes que
contrastan con el horizonte, por lo demás oscuro.
Es un tanto poético levantar la vista y contemplar lo que ha ocurrido. Es
una forma delicada de que quienes viven debajo puedan sumirse en la pena.
Si yo pudiera hacerme un ovillo como un plumaluna y descansar entre las
estrellas al saber que llega mi momento, lo haría. No creo que me buscasen
muchos en el cielo, pero moriría sabiendo que he dejado algo brillante en
este bello mundo, en el que hay tantísimas capas de fealdad.
También me gusta la idea de poder caer del firmamento y aplastar a
alguien si me toca las narices. Apuntaría hacia el rey de La Bruma y me lo
cargaría en cuestión de segundos por haber sido incapaz de cumplir la tarea
de velar por su reino.
Un gesto ruin, pero justificado.
Busco con la mirada la pequeña esfera plateada de un plumaluna
adolescente que me llama la atención desde que alcé la vista por primera
vez al cielo repleto de tumbas. Me lleno los pulmones de aire fresco y
esbozo una sonrisa sincera y pura…
Mucha gente llama a esa luna «casa de Hae».
Está claro que no es la más grande, la más brillante ni la más magnífica
que se pueda observar, pero, por alguna razón, no me imagino abrir los ojos
en cada salida auroral sin buscar al otro lado de las nubes de colores
vibrantes que cruzan el cielo en esta parte del mundo esa luna torcida con el
ala deforme.
Un dae, Essi me preguntó si quería conocer su historia. Sonreí y negué
con la cabeza. La pena tiene un eco que resuena a lo largo de las épocas, y
su voz estaba cargada de ella.
No me apetece ver mi luna preferida y pensar en cosas que duelen.
Quiero mirar al pequeño plumaluna e imaginarme que tuvo una vida
preciosa llena de cosas felices, de esas que te colman.
Quizá eso me convierte en una cobarde, pero de algún lugar tengo que
sacar mis sonrisas. Y esa luna… siempre consigue provocarme justamente
eso.
Una sonrisa.
Raeve
CAPÍTULO 11
Bajo por la boca del túnel de viento usando el sinfín de rendijas y
salientes para aferrarme al lateral de la muralla mientras desciendo,
amenazada por un borde de rocas afiladas que abrazan la base justo debajo.
Es la promesa voraz de una muerte rápida y brutal que todavía no ha
conseguido acabar conmigo. Ni con Essi.
Por suerte.
Me sujeto a un trozo de piedra que sobresale, coloco la otra mano en el
espacio que hay justo al lado y bajo hacia lo que parece no ser más que
pared plana, pero que es una perfecta ilusión rúnica. Me balanceo hacia lo
que en realidad es una ventana enorme que está siempre abierta y me
envuelve el olor ligeramente cálido y rico de algo recién hecho…, algo
cremoso acabado de preparar…
Aterrizo de cuclillas y el apetito regresa a mí con tal fuerza que me hace
salivar.
—Mmm, ¿eso es…?
—Pan de mentaquilla —responde Essi, encorvada sobre una mira de
aumento en nuestra mesita de comer, llena de herramientas, tinturas y cazos
de metal. Con uno de sus palos de grabado está rascando lo que sea que
haya justo debajo de la mira—. He olido la sangre de tus botas en cuanto
has empezado a bajar por el conducto.
Al llegar junto a la mesa, cojo una rebanada de pan de su plato y me la
meto en la boca. Gruño, pues es lo primero que como desde la última puesta
auroral: una sabrosa delicia bañada en mentaquilla derretida con una dulce
capa de mermelada de cienabaya.
Sonrío.
Me encanta la mermelada de cienabaya. A Essi no. Por lo tanto, lo ha
preparado especialmente para mí; sabía que yo estaría famélica tan pronto
como cruzase la ventana. Aunque ella no lo reconocería jamás.
Y yo no quiero que lo haga.
Essi finge que no se preocupa por mí y yo finjo que no me preocupo por
ella. Coexistimos sin expectativas, salvo por las listas de provisiones raras y
los artefactos sofisticados que elabora para mí, y nos va de maravilla.
A la perfección.
«No cambiaría nada».
—La situación se ha complicado —digo con la boca llena dirigiéndome a
nuestra austera cocina. Levanto una tela que cubre el pan recién hecho y
cojo un buen trozo para untarlo con una generosa capa de mentaquilla y un
poco de mermelada. Abro la caja nevera y hurgo hasta encontrar un pedazo
de fruta verde intenso, que troceo y dejo sobre mi plato—. ¿Quieres un
poco de goro?
—No están maduros.
Doy media vuelta con el plato en las manos.
—Claro que sí.
—Cuando están maduros, se les pone la punta amarilla. —Levanta la
vista de su labor y sus cejas rojizas casi se le salen disparadas de su
precioso rostro cubierto de pecas—. Ese va a hacer que te explote la lengua.
Me meto un trozo pálido en la boca y arrugo la nariz cuando noto su
sabor ácido.
—No están maduros —balbuceo, y lo escupo en el cubo de la basura.
Essi se ríe entre dientes y vuelve a agachar la cabeza para mirar por la
mira de aumento y reanudar… lo que sea que esté haciendo.
Dejo la fruta a un lado y me concentro en el pan al tiempo que la observo
trabajar. Paso la vista de los movimientos rápidos y elegantes de sus dedos a
sus rasgos delicados. Tiene los ojos ámbar y la nariz ligeramente
respingona. Lleva una muesca de nulo en la punta de la oreja izquierda, que
es un poco más larga que la mía y más curvada hacia abajo, lo que le da un
aspecto hipnótico y etéreo.
Los rizos, de un tono tono rojo que no he visto en ningún otro lado, le
llegan más allá de la cintura como si fuera una gruesa capa rojiza que
combina con las motitas metálicas de sus ojos. Es el único color que le llega
a iluminar la apariencia. El único.
Pego otro bocado al pan y recuerdo el dae que se mudó conmigo. Le dije
que podía hacer lo que quisiera con la decoración, que antes era escasa.
Naturalmente, ahora el espacio que compartimos tiene el mismo color que
todo su fondo de armario.
Negro.
Las rugosas encimeras de la cocina, el abrupto techo, la fibrosa alfombra
que cubre el suelo irregular. Incluso el mullido sofá colocado junto a la
ventana, lo bastante grande como para que quepan tres, a pesar del hecho de
que nunca recibimos visitas. Por decisión nuestra.
Paso la vista a la ventana runada especialmente por Essi para repeler a
intrusos y me acuerdo de la duermevela en que desperté y me la encontré
inclinada sobre mí en mitad de uno de sus episodios. Con bolsas oscuras
bajo sus ojos poseídos, blandía un puñal y me gritaba para que llenase una
copa con mi sangre. De inmediato. Era una cuestión de vida o muerte.
El resultado fue una entrada que prácticamente mata a los intrusos. Un
arrebato de genialidad.
—Está delicioso, Essi. Gracias —digo, y doy otro bocado.
—De nada. Me alegro de que te guste.
Se queda corta. Sabe de sobra que su pan de mentaquilla es mi preferido.
No tengo ni idea de qué le echa, pero qué bueno está, coño.
—¿En qué estás trabajando?
—En una corona de diamante para tu diente —responde tallando—. He
intentado encontrar un mineral lo bastante denso como para que soporte
estas complejas runas. Ha sido por accidente, pero he descubierto que el
diamante funciona. ¡Ah! —Con la mano en el aire, me mira con los ojos
desorbitados y tan llena de vida que me deja sin aliento; está claro que se ha
quedado absorta por lo que se le acaba de pasar por su espectacular mente
—. ¿Has recibido mi alondra?
—Ajá. —Me coloco el pelo detrás de las orejas y me dirijo hacia la pila
de piedra de forma extraña donde ha caído todo lo que he lanzado antes por
el conducto—. Lo he manchado de sangre, pero he hecho lo que he podido.
—Dejo el plato a un lado para hurgar entre mis pertenencias—. ¿Qué hace
la corona de diamante?
—Proyecta una barrera invisible e impenetrable alrededor de tu cabeza y
pecho sin partirte por la mitad.
Con la mano inmóvil, me la quedo mirando por encima del hombro.
—¿Sin partirme por la mitad? ¿Te refieres a… mi cuerpo?
Essi asiente tan deprisa que su melena se vuelve un borrón bermellón.
—He tardado un poco en conseguirlo, pero te prometo que ahora
funciona bien.
«Ya».
—Me alegra que seas minuciosa —repongo cogiendo la bolsa.
—Yo siempre. Ya casi está. Unas cuantas runas con el nuevo palo de
grabado y estará preparada para activarla. He pensado que era un buen
momento para instalártela, ya que Rekk Zharos va a por vosotros.
—Veo que has vuelto a leer mis alondras.
Se encoge de hombros y reajusta la mira.
—Ha entrado volando por la ventana cuando ya te habías marchado. No
paró de estamparse contra el alféizar hasta espachurrarse el pico. Le he
ahorrado el sufrimiento desplegándola.
—Y leyéndola.
—Se me han ido los ojos sin querer.
«Tienen esa fea costumbre».
Niego con la cabeza y deslizo la bolsa por encima de la mesa para que
ella hurgue en el interior. La parte negativa de haber usado tantísima sangre
con las runas activas que están grabadas alrededor de la ventana es que los
pájaros de papel a veces creen que la ventana es…, en fin, nosotras. Y, por
tanto, el origen de la frustración eterna de Sereme cuando no consigue
ponerse en contacto conmigo.
Essi levanta la cabeza de la bolsa con el rostro un poco más pálido.
—¿Y la caca de guara?
Me la quedo mirando fijamente sin comprender.
—¿El qué?
—De Yeskorn, el librero de Suburbia. Tiene una guara como mascota.
¿La llevas en el bolsillo? Dime que la llevas en el bolsillo, anda.
—No llevo mierda en el bolsillo, Essi. ¿Para qué necesitas caca de guara?
—Abre la boca para responder, pero me adelanto—: Recuerda que mi
cerebro no es tan bueno como el tuyo. Si empiezas a hablar de biofísica, me
va a dar algo.
Separa los labios de nuevo, los cierra, se queda pensativa unos instantes y
luego empieza a hablar.
—La piedra que comen es rica en un mineral especial que, de otro modo,
es difícil de encontrar, porque se forma en gotas minúsculas que nunca
llegan a ser más grandes que una cabeza de alfiler. No se rompe en el tracto
digestivo de esos pájaros, así que es la manera más eficaz de conseguirla.
Es de color crema y se funde a una temperatura mucho más baja que la
mayoría de los minerales; de ahí que sea el adhesivo perfecto para sellar las
coronas runadas a tus dientes.
—Estás de broma, ¿no?
—¿Por primera vez en mi vida? —Frunce el ceño.
Se me va el color de la cara. Extiendo una mano para cogerme a la mesa
y no caerme.
—¿Eso es lo que has usado para sellar la otra corona activadora a mi
muela? —pregunto. Asiente con la cabeza—. ¿Mierda de guara?
—Limpié los excrementos y luego esterilicé el mineral. Pero sí, un
animal… lo cagó.
«Por todos los Creadores».
Desplazo la lengua hacia la parte derecha de la boca para rozar la corona
en cuestión.
—Vamos a guardar esa información con la etiqueta «Cosas que Raeve no
tiene por qué saber» —mascullo yendo hacia el armario, de donde cojo una
taza.
«Jamás».
—Vale. Por cierto… —Miro atrás y veo que se remueve en su asiento
mientras se rasca el cogote—. Ya que Rekk es un célebre cazador, esperaba
ponértela ya.
—No hay ninguna prisa. —Con el dato nuevo y un tanto asqueroso que
me acaba de dar, nunca había tenido menos prisa por hacer algo.
—¿Y si te convierte en su objetivo?
Levanto la jarra de agua filtrada de nuestra nevera y me lleno la taza.
—Me han ordenado que pase desapercibida, y las dos sabemos que Rekk
no podrá atraparme aquí. Solo nos encontraremos si me topo con él por
accidente de camino a recoger mi sierra de mano y le rebano el pescuezo
por accidente, desobedeciendo así por accidente las órdenes directas de
Sereme y salvando la vida de uno de mis camaradas por accidente.
Es la única ventaja de ser indispensable: estoy casi segura de que Sereme
no me va a mutilar por desobedecer. Solo me hará polvo hasta que crea que
ha recuperado el control de la situación.
La misma mierda de siempre.
La silla de Essi rechina contra el suelo mientras yo me lleno el estómago
de agua. Apuro la taza, la dejo en la pila y cojo una goma de la encimera
con la que recojo mi espesa cabellera en un moño alto.
El silencio se vuelve tenso y se me clava en la espalda.
Doy media vuelta.
Essi ya no está prestando atención a su proyecto, sino a mí, con las
manos sobre las rodillas y los ojos muy abiertos rebosantes de
preocupación. Es una mirada que me perfora el pecho de tal forma que me
da la sensación de que me sale por el otro lado.
—Para —gruño—. No me mires así.
«¿Por qué me mira así?».
Se le empañan los ojos con un brillo de tristeza que es muchísimo peor.
—Raeve, no puedo perderte…
—No vayas por ahí, Essi. Ya nos va bien así. No rompas algo que
funciona perfectamente.
Frunce el ceño y abre la boca, pero no dice nada, como si las palabras
fueran demasiado grandes como para emerger de sus labios.
Mejor, deberían quedarse en su garganta. No quiero que me diga que está
preocupada ni que le importo. No quiero decirle esas mismas palabras a
ella.
La gente que me importa termina muriendo.
—De todas formas, es irrelevante. —Me doy la vuelta y friego la taza y
el plato en la pila con los ojos clavados en la tarea—. No puedo ir a
Suburbia hasta que reciba una alondra que me indique que todo está en
orden. —Seco los dos objetos de loza, los dejo a un lado y voy a la alacena
a por mis cosas—. Estoy agotada. Me voy a quitar las ridículas plumas de
las pestañas y a dormir un poco, y ya iré a por tu mierda de guara cuando
reciba una alondra de Sereme. ¿Trato hecho?
No me contesta.
Cuando el silencio se prolonga demasiado, me vuelvo y me encuentro
ante sus enormes ojos llenos de lágrimas.
«Joder».
—¿Trato hecho, Essi?
Frunce los labios y asiente con la cabeza, un leve gesto que indica que
acepta de mala gana.
Me dirijo a la trampilla que lleva hasta mi habitación y la levanto.
Cuando voy por la mitad de las escaleras, las palabras de Essi se me clavan
como una espada entre las costillas, bien hondo.
—A mí Sereme no me cae mejor que a ti, pero por una vez creo que
deberías hacerle caso. Por favor, Raeve. Te nece… —Suspira y se detiene
antes de lanzar otro puñal verbal, uno que me deja totalmente sin aliento—.
Eres la única familia que tengo.
Aprieto los labios con tanta fuerza que me sorprende que no se fusionen.
Essi está destrozada. En realidad, todo este ciclo está destrozado. Tengo
que cerrarlo y abrir uno nuevo, uno normal, en el que la gente deje de dar
voz a sus preocupaciones por mi bienestar y de llamarme familia. Esas
cosas tan bonitas yo no las recibo sin pagar un precio que me resulta
demasiado caro.
—Por favor, no vayas a Suburbia sin mí. Sabes que odio que vayas allí
sola. —Me alejo de su vista y cierro la trampilla con un sonoro chasquido.

Mi habitación es austera comparada con el resto de nuestra casa. La


única decoración, aparte de una solitaria obra de arte mural, son las lunas
que he dibujado con trocitos de carbón en el techo, que por lo demás no está
pintado. Essi nunca me ha preguntado por qué, aunque, teniendo en cuenta
cómo va el dae, no me sorprendería que bajara ahora mismo y me lanzara la
pregunta como si de una montaña de mierda de guara se tratara.
—Joder —mascullo al tiempo que dejo mis cosas en el suelo. Suelto un
fuerte suspiro mirando con los ojos entornados mi jergón de sarga, que se
encuentra junto a la gran ventana que preside la pared que da al sur.
No hay mantas ni almohadas. No es más que un espacio cómodo donde
aovillarme y caer rendida. Es lo que me apetece hacer ahora mismo, pero,
como no me quite las plumas, cuando me despierte pareceré un fundefauces
medio solidificado con unas cuantas pestañas menos.
No sería la primera vez.
—No seas vaga, Raeve. Ocúpate de tus cosas, coño.
Recojo de nuevo mis pertenencias del suelo y me dirijo al vestidor,
situado detrás de la pared del fondo. Cuelgo mi atuendo y extraigo los
puñales de los compartimentos ocultos como si le arrancase el plumaje a un
pájaro. Los dejo todos en la estantería menos uno, el que llevo en el muslo,
y echo un ojo a mi ceñido traje en busca de sangre. Al no encontrar ni una
gota, decido que no pasa nada por que duerma un poco e invierta la poca
energía que me queda en frotar las botas, quitarme las putas plumas y
encargarme de mis asuntos. Reprimo un bostezo y me dirijo a la cama.
Me detengo delante de un pedazo de piedra plana que cuelga en la pared,
tallada para semejar un plumaluna en el nido. La aparto y meto los brazos
en el agujero que hay tras ella para coger una cajita de madera, que llevo
hasta mi jergón y dejo junto a la ventana.
El cristal va del suelo al techo y ofrece vistas del paisaje de La Bruma,
que poco a poco se va convirtiendo en La Llama, enmarcado por runas de
hielo que logran que, del otro lado, la ventana parezca de piedra. Es otra de
las inteligentes creaciones de Essi.
Busco la luna torcida en la distancia y veo que las cintas aurorales se
enmarañan a su alrededor como las hebras desgastadas de un vestido
plateado deshilachado por las caricias del viento.
Una ligera sonrisa me invade las mejillas a pesar del peso que noto en el
pecho, como si tuviera algo encima. Algo que se parece un poco a… a
arrepentimiento.
Dejo de sonreír.
Essi me ha llamado familia y la he dejado ahí. Después de todo lo que ha
tenido que soportar, la he dejado ahí.
«¿Qué cojones me pasa?».
¿Cómo puedo mirar una luna con tanto amor y que ese mismo amor me
rebote en el pecho cada vez que veo a Essi?
Qué pregunta tan estúpida. Ya sé lo que me pasa.
Querer a esa luna transmite seguridad. Las caídas lunares son tan
infrecuentes que es probable que se pase la eternidad ahí, esperando mi
silenciosa adoración.
Querer a Essi… me hace sentir que manejo algo frágil que se romperá en
mis manos si decido apretar lo más mínimo.
Con un suspiro, levanto la tapa de mi cajita.
Ne bate sus alas planas de pergamino y se eleva. Revolotea a mi
alrededor con movimientos vertiginosos, acariciándome la cara, los
hombros y el cuello. Al notar que intenta meterse en mi oído, me resulta
imposible no sonreír.
—Ten cuidado y no te hagas daño —murmuro apartándola con suavidad
de mi cara y dirigiéndola a la habitación para que pueda extender las alitas.
Da varias vueltas cerca del techo y, después, agacha la cabeza y cae en
picado… demasiado rápido.
Demasiado lejos.
Se estampa contra el suelo de bruces, haciendo que me sobresalte.
«Joder».
Corro hasta ella y la recojo con la palma de la mano.
—Ne, ojalá dejaras de hacer eso, de verdad.
Se sacude, se pone de espaldas y me enseña las dos preciosas letras
escritas en su abdomen. El resto del mensaje está oculto bajo los pliegues
de su cuerpo aerodinámico.

ne
Le lanzo una mirada de incredulidad. No me impresiona la caricia, nada
sutil, con la que me pide que la despliegue.
—Ya sabes que, de todos los trucos que usas para que quiera leerte, este
es el que menos me gusta —mascullo a la espera de que vuelva a moverse,
de que salga disparada por el aire y queme toda la energía que ha
acumulado mientras yo estaba fuera.
Nada.
—Va en serio. —Agito la mano—. Parece que estés muerta. Para ya.
Aun así, sigue sin moverse.
Le soplo un poco. Y otra vez.
Y otra.
Se me desboca el corazón.
—Ne…
En cuanto agita su cola de pergamino, todo el aire va abandonando mis
pulmones a medida que el alivio me va embargando.
Niego con la cabeza y me froto el esternón.
—Esto se llama recompensar una mala conducta —protesto mientras
despliego con cuidado su pico arrugado, cabeza, cola, alas y todo el cuerpo
para revelar su mensaje, de hace más de cinco fases:

Son dos palabras que seguro que no iban dirigidas a mí. Aunque eso no
impide que las lea una y otra vez.
Devoro el trazo delicado de cada letra y las acaricio con la yema del
pulgar como si fuera la barriga de Ne mientras recuerdo el momento en que
llegó hasta mí.
Debió de perderse en su camino hacia quien tenía que recibirla y terminó
acurrucándose en mi cuello como si buscase cobijo de una tormenta. La
abrí, leí su mensaje y me di cuenta de lo importante que era; procedía de
alguien que no estaba bien, aunque quizá no sabía cómo decirlo en voz alta.
La doblé y la devolví al cielo al tiempo que le pedía a Clode que la
hiciera ascender hasta las corrientes para que pudiera recalibrar y poner
rumbo a la dirección correcta.
Y encontrar a quien debía recibirla.
Al dae siguiente, al despertar, me la encontré durmiendo en mi palma,
con un desgarro en un ala y la nariz muy arrugada, como si hubiera
combatido contra las corrientes de Clode… y hubiese ganado la batalla.
Después de aquello, me costó deshacerme de ella.
Vuelvo a pasar el pulgar por las dos palabras, la pliego con cuidado, le
aplano el pico y compruebo que el desgarro no se haya agrandado. Ne sale
disparada de mi mano y cruza la habitación a toda prisa, como si se
estuviera quemando en una fragua.
—Como no vayas con más cuidado, tendré que llenar la habitación de
plumas caídas —le advierto. Da una vuelta por los aires y desciende en
picado hasta mí para posarse junto a mi cuello, donde le gusta acurrucarse.
La acaricio hasta que deja de sacudirse. Mientras tanto, vuelvo a pensar en
Essi, en su estremecedora forma de mirarme con esos enormes ojos
empañados por… demasiado sentimiento.
Con un suspiro, voy a mi catre y levanto la vista al cielo.
Fallon me dijo un dae que, cuando era joven, solía tumbarse de espaldas
y pedir deseos a las lunas, deseos que a veces se volvían realidad.
Lo llamaba magia.
Yo nunca he creído en nada que no tenga sentido para mí, a excepción de
la magnificencia de Essi. Pero quizá debería pedir algún deseo a la luna que
tanto me gusta. Como encontrar la manera de reemplazar mi corazón por
uno blando y sensible para así no tener que volver a ver los ojos de Essi
anegados por la tristeza.
«Por todos los Creadores, qué imbécil soy».
Me hago un ovillo, acaricio a Ne y contemplo la casa de Hae mientras
tarareo la suave melodía que siempre me despeja la mente, por estruendoso
que parezca el mundo exterior.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra

Haedeon me encontró escondida en su trineo justo antes de la puesta


auroral.
Pensaba que se alegraría de verme, pero me dijo que iba a llevarme
directamente a casa, a Arithia, con un tono gruñón que nunca le había
oído. Pero, cuando ha salido la aurora, me ha preparado un té, ha recogido
nuestras cosas y hemos seguido avanzando en la misma dirección.
Creo que me ha perdonado un poco porque esta duermevela me ha dado
un caramelo de bayaquilla después de que tomáramos una sopa de setas
anilladas. Haedeon no se ha terminado el cuenco ni se ha comido un
caramelo, pero sí que se ha pasado un buen rato dando forma a un puñal
de escama de dragón.
Me ha dicho que llegaremos dentro de tres ciclos, que pasaremos una
duermevela en el refugio de cría a las afueras de Netheryn y que él se
levantará con la salida auroral, cuando las plumalunas mamás salen a
cazar. Y que no puedo salir del refugio hasta que él regrese o hasta que
hayan pasado tres duermevelas sin que haya vuelto.
A mí me parece un poco absurdo, porque no me escondí en su trineo para
quedarme en una cabaña comiendo caramelos de bayaquilla…
He venido a conseguir mi propio huevo de plumaluna.
Kaan
CAPÍTULO 13
Sentado en el fondo de un reservado sombrío, no me quito la capucha, a
pesar de que las cortinas de terciopelo se han cerrado y nadie puede ver el
interior. Mi única compañía es una enorme jarra de hidromiel, que me
acerco a los labios para dar un buen trago del espeso y amargo líquido. Con
un silbido entre dientes, dejo la jarra de golpe sobre la mesa y frunzo el
ceño.
El hidromiel que sirven en esta ciudad sabe como si lo hubieran
fermentado en un barril lodoso, pero lo prefiero al agua, que está el doble
de sucia y te deja arenilla en los dientes.
El sofocante calor tan solo me quita una pizca de la sensación que me
embarga el pecho, como si me hubieran zarandeado con tanta fuerza que los
huesos se me hubiesen partido y me hubieran perforado la piel.
Sé que no era ella. Que es imposible. Que me estoy volviendo loco… y
que llevo así varias fases.
Aun así…
«Esos ojos. Ese olor. Esa voz…».
Con un gruñido, vuelvo a llevarme la jarra a los labios.
La cortina se abre.
Una mujer encapuchada de porte imponente pero delicado entra en mi
reservado, seguida por una alondra que le acaricia el hombro, apremiándola
para que la coja.
La joven lo hace con un suspiro. Aparento compostura y bebo otro sorbo
de este lodo mientras ella se acomoda en el asiento delante de mí, con el
rostro oculto bajo la capucha de su capa.
—Me sorprende que mi hermano te haya dejado alejarte de su vista —
gruño al tiempo que dejo la jarra de nuevo sobre la mesa—, princesa.
Kyzari se quita la capucha y arquea una ceja, mirándome con esos
evocadores ojos cerúleos. Lleva su melena blanca, que le llega por debajo
de la cintura, en una trenza casi más gruesa que mi muñeca, y tiene la piel
tan pálida que veo la red de venas que le cruza las manos.
Levanto la vista a la diadema que luce en la frente, con la Piedra Éter
negra en el centro, rodeada de espirales de metal plateadas, que lleva desde
el dae que nació.
Ha pasado bastante desde la última vez que la vi. Fue cuando Veya y yo
fuimos al lugar especial de nuestra mah y la encontramos allí. Y nos dimos
cuenta de que llevaba bastante tiempo ahí hecha un ovillo.
Escondida.
No era la primera vez que se escapaba de casa. Ni la última, obviamente.
Extiende un brazo hacia el candelabro que sobresale de la pared como
garras retorcidas y coloca sobre la llama el pájaro de papel, que sigue
revoloteando sin que lo haya leído. El fuego lo engulle mientras Kyzari lo
sujeta con los dedos hasta que casi se ha quemado por completo y, luego, lo
lanza sobre la mesa de piedra para ver cómo queda reducido a cenizas.
Frunzo el ceño.
—He entregado mi devoción a los Creadores —anuncia sacudiéndose las
manos, y extiende una sobre el cadáver del pájaro para robarme la jarra—.
He hecho el Juramento de Castidad…
—Eres mi sobrina, lo último de lo que quiero hablar contigo es de tu
castidad.
—… así que puedo hacer lo que me dé la gana ahora que a mi pah ya no
le da miedo perderme.
—Mentira —gruño lo bastante bajo para que mi voz no llegue al otro
lado de la cortina, donde una solitaria violinista toca una melodía en la zona
común—. Tu plumaluna no se encuentra en la Fortaleza Imperial, que he
inspeccionado a conciencia antes de reunirme aquí contigo, y los dos
sabemos que no la confiarías a un cuidador de la ciudad por si se va de la
lengua.
Pone los ojos en blanco y le da un sorbo a mi hidromiel. Arruga la nariz y
entorna los ojos al tragar la desagradable bebida.
—Has venido en carruaje —afirmo, y deja la jarra de golpe sobre la mesa
—. Te has escabullido de Arithia después de tu ceremonia de desvelo
mientras había ajetreo en el cielo porque has supuesto que tu pah tardaría
más en darse cuenta.
—Qué listo eres. Tu bebida sabe a barro.
—Es un gusto adquirido, y tendrás que acostumbrarte si pretendes
pasarte el resto de tu larga existencia como fugitiva, ganándote la vida por
tus propios medios en un reino destrozado que no es lugar para una princesa
sobreprotegida que no sabe nada del mundo.
—¿Quién se ha cagado en tu estofado? —me pregunta con una ceja
enarcada.
—¿Quién te ha enseñado a hablar así?
—Supongo que no estoy tan sobreprotegida como crees. —Muestra una
leve sonrisa.
Gruño.
«Lo dudo».
Se hace un silencio tan largo que ella se aclara la garganta y baja la vista
a la bebida, que sigue sujetando con una mano.
—Te… agradezco que hayas aceptado reunirte conmigo. Me has evitado
un larguísimo viaje a través de las llanuras Boltánicas.
«En ese caso, se dirigía hacia Dhomm».
—No sabía que tuviera elección —replico cruzándome de brazos con la
cabeza gacha, mirándola bajo la luz de la llama—. Tu alondra era muy
rotunda. No estoy acostumbrado a que me den órdenes así como así. No sé
si se lo permitiría a otro.
Se le sonrojan las mejillas y me lanza una mirada de culpa con la cabeza
gacha.
—Perdona. Mi tutor me enseñó a tener mano firme. Sus métodos eran
cuestionables, pero supongo que alguna de sus enseñanzas sirvió para algo.
«¿Mano firme?».
Arqueo una ceja. Espero.
—No me mires así.
Aun así, sigo esperando.
Kyzari suspira, baja la vista a la bebida y dice:
—No fue para tanto. Eran tonterías como castigarme dándome con una
fusta en los nudillos siempre que me olvidaba de enlazar las letras.
La sangre se me vuelve magma.
—¿Te pegaba con una fusta por no enlazar las letras? —pregunto con una
voz serena que no revela la furia que me corre por las venas.
—Un capullo, ya lo sé. Pero mi pah dice que quejarse es de débiles, así
que me limité a escribirle a mi tutor sonetos de odio que luego lanzaba al
fuego —dice esbozando una sonrisa triunfal, como si creyese que eso lo
enmendaba todo—. Ahora, siempre que escribo algo con mi letra
perfectamente enlazada, me entran ganas de darle un puñetazo en la
garganta. Que no sé cómo dar puñetazos, pero me gustaría.
—A mí me gustaría cortarle la cabeza.
Clava los ojos desorbitados en los míos. Abre la boca, la cierra, niega con
la cabeza y vuelve a bajar la vista a la jarra.
Es probable que piense que es broma.
Pero no lo es.
También me gustaría cortarle la cabeza a su pah. Sin embargo, eso no se
lo digo.
—¿Por eso te escapabas tan a menudo de casa?
—No. —Coge mi bebida y le pega un trago tan largo que me hace
enarcar una ceja. Baja la jarra con una mueca—. ¿Por qué has venido a La
Bruma, por cierto?
—Estoy buscando una cosa. La reina me debe un favor y Cadok está en
Drelgad. —Me encojo de hombros—. Ha sido muy oportuno.
—¿Y si Cadok se entera?
—No se va a enterar. A no ser que tú me delates.
—A lo mejor me lo pienso. Me ofende bastante el sabor de esta bebida
que me has dejado probar sin avisarme antes.
Arqueo una ceja y alzo ligeramente las comisuras de los labios porque
ella también está sonriendo, aunque su sonrisa se esfuma tan rápido como
ha aparecido.
Y la mía también.
—Necesitas ayuda con algo.
Deja la jarra sobre la mesa, esta vez con mucha más suavidad, y no para
de acariciarla mientras contempla el interior, ya medio vacío, mordiéndose
el labio inferior.
Suelto un suspiro. Me inclino hacia delante y apoyo los antebrazos en la
mesa.
—¿Qué pasa, princesa?
Traga saliva y oigo el violento latido de su corazón, desbocado como
suele ocurrirle a alguien que se prepara para librar una batalla.
—Puedo oírlo a él… —dice al final con un susurro ronco.
—¿A quién?
Traga saliva de nuevo y me mira con los ojos empañados mientras se
lleva una mano pálida hasta la diadema.
Hasta la Piedra Éter.
Se me hiela la sangre.
Me echo atrás en el asiento y me la quedo mirando con la cabeza llena de
pensamientos que no consigo controlar lo suficiente como para liberarlos.
Una lágrima le recorre la mejilla, y me fijo en ella.
Me fijo en ella de verdad.
En sus ojeras oscuras, en su mano frágil, casi esquelética, en cómo se le
marcan los pómulos, mucho más que antes, y en sus uñas, mordisqueadas
por completo hasta el punto de haberse hecho sangre en algunos dedos.
«Se está consumiendo».
Una emoción fiera y salvaje prende en mi interior.
Me inclino hacia delante y me esfuerzo por decir con los dientes
apretados:
—¿Desde cuándo?
Parpadea, vierte otra lágrima, que enseguida se enjuga, y baja la vista a la
mesa.
—No estoy segura. Mis niñeras decían que cuando nací me pasé los
primeros ciclos llorando sin parar, y eso les pareció raro porque en teoría la
diadema debía debilitarme. Sospechaban que ya podía oír a los Creadores y
que lloraba y gritaba para ahogar sus voces, así que me pusieron un collar
de hierro, y por lo visto me calmé al instante.
Trago saliva con dificultad.
Ya me habían dicho que era una niña inquieta, pero lo achacaba a las
consecuencias del trauma que fue su llegada al mundo, un mundo que he
terminado odiando.
—Pero, a medida que me hacía mayor, el silencio me reconcomía de
formas que no puedo describir, y no pude sacarme de encima la sensación
de que me estaba perdiendo algo. Cuando estaba a punto de cumplir los
dieciocho, me quité el collar, pero únicamente oí… lamentos —dice con
voz áspera.
Se me seca la garganta.
—Su miedo, su tristeza… fluían por mi cuerpo como si de un río se
tratara. Me daba la impresión de que me iban desgarrando poco a poco. —
Alza los ojos y los clava en los míos; una lanza atravesándome el corazón
dolería menos.
Veo tantísimo dolor en esos enormes ojos azules…
—Me volví a poner el collar —dice secándose las mejillas con la manga
—. No me lo quité durante muchísimas fases. Porque era cobarde.
—No eres cobarde, Kyzari. No vuelvas a decir esas cosas de ti.
Sonríe sin ganas y bebe otro trago de hidromiel, con el que casi vacía la
jarra. Al poco, toma la palabra de nuevo.
—Al final, encontré el valor. Me quité el collar por primera vez en casi
dieciocho fases, escuché su voz, presté atención. Y me di cuenta de que no
eran gritos ni lamentos, sino palabras —dice con la voz rota mientras me
suplica con la mirada—. Empecé a unir esas palabras, a darle forma a su
lenguaje en mi mente, y descubrí… demasiadas cosas.
Clavo la vista en la cortina y vuelvo a apoyar los brazos en la mesa.
Hay más, sé que hay más. Está dando rodeos como si le diera miedo
enfrentarse a ello.
—Sigue.
Hace una pausa y levanta la barbilla. Por primera vez desde que se ha
sentado a mi mesa, la veo como alguien con algo que ocultar.
Y con algo que perder.
—No te lo estoy contando porque quiera que te apiades de mí. La piedad
no me ayuda a mí más de lo que lo ayudó a él durante todas esas fases que
me quedé en silencio.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas?
—Porque quiero ayuda para liberarlo.
Es como si hubiera rodeado la mesa, hubiese echado el brazo hacia atrás
y me hubiera propinado un bofetón en la cara.
—Es imposible —gruño—. Te matará. La diadema solo se puede quitar
cuando el portador ya no tiene pulso.
—No tengo intención de morir, tío. Debe de haber otra forma. Solo
necesito averiguar cuál es.
Nunca me habían entrado tantas ganas de zarandear a alguien. Aprieto las
manos tanto que me crujen los nudillos.
—¿Y por qué quieres liberarlo? —le pregunto—. La Piedra Éter ha
pasado de generación en generación. Tu mah la llevó, y su mah antes que
ella. Joder, ha sido así desde…
—Se llama Caelis —dice con tono majestuoso dirigiéndome una mirada
que atraviesa la carne y los huesos—. Y quiero liberarlo porque me he
enamorado de él.
Me arden las entrañas y el calor me sube por la garganta con tal
intensidad que juraría que me despelleja la carne.
Sé de sobra cuán malignas pueden llegar a ser las raíces del amor. Yo
llevo padeciendo el mismo sufrimiento durante casi un eón y seguiré
padeciéndolo hasta el dae en el que muera.
Kyzari también está sufriendo, lo veo en sus ojos. La emoción se ha
apoderado de ella y no la va a soltar.
Si mi hermano no la hubiera mantenido tan protegida del mundo, quizá
no se habría enamorado de una puta piedra. Quizá no intentaría deshacerse
de una diadema que podría arrebatarle la vida en cuanto se la quite.
—No existe ninguna posibilidad de que esto termine bien —mascullo, y
algo se rompe en ella.
—Eso no lo sabes.
—Sé que está ahí por una razón. Sé que tu familia fue bendecida con el
poder de retenerlo por una razón.
Aparta la vista de mis ojos y la baja tan rápido a la mesa que supongo
que creerá que no he visto el destello de culpa que le nubla la mirada.
—¿Qué sabes?
—Nada —responde con las mejillas arreboladas.
—Que qué sabes. —Entrecierro los ojos.
—Ha sido un error. —Se pone de pie—. Olvida que te he dicho nada. —
Suelto chispas por los ojos cuando se pone la capucha y se dirige a la
cortina. Me mira por encima del hombro y añade—: Te dejo con tu jarra
vacía.
Sus palabras de despedida son como gotas de veneno que alguien me
haya dado a beber con una cuchara deslustrada. Se va y deja la cortina
abierta de par en par, lo que me permite ver sin problemas la tarima y a la
violinista sentada en un taburete bajo una ilusión de copos de nieve
luminosos. El asiento vacío que está a su lado me carcome hasta la médula.
Miro mi jarra vacía y me lleno los pulmones de aire.
Contengo la respiración.
Kyzari tiene razón, pero mi jarra no es lo único que está vacío.
En el pecho también noto un vacío abismal.
Raeve
CAPÍTULO 14
Algo me golpea la mejilla, arrancándome de las fieras garras de un sueño
que me iba derritiendo la carne sobre los huesos con barridos lentos y
crepitantes. Abro los ojos de pronto y noto un grito que quiere salir de mi
garganta, parecido al de una bestia que amenaza con partir el mundo por la
mitad.
Me incorporo, bufando con los dientes apretados, e intento reconcentrar
la mirada en el aquí.
Y en el ahora.
Ne revolotea a mi alrededor y me acaricia el pecho, histérica, mientras yo
me froto la piel, cubierta de sudor, para intentar restregarme el terror de la
carne.
Pero no lo consigo.
Corro al cuarto de baño, lleno la pila de piedra de agua helada y me la
echo a la cara formando un cuenco con las manos, pero no consigo apagar
el ardor.
—Ha sido un sueño —murmuro repitiendo el gesto.
Otra vez.
Ne sigue danzando a mi alrededor mientras hundo un paño en el agua y
lo uso para mojarme la nuca. Vuelvo a humedecerlo y lo aprieto contra mi
cara.
«Solo ha sido un puto sueño».
Levanto la cabeza y me miro al pequeño espejo que cuelga en la pared.
Tengo los ojos inyectados en sangre, con líneas rojas que hacen resaltar su
azul hielo, y un intenso rubor me cubre las mejillas, procedente del calor
rabioso que me ha perseguido hasta la vigilia.
Con un gruñido, arrugo el paño y lo lanzo hacia la pared. Me lleno de
nuevo las manos de agua, me salpico la cara y me mojo también el pelo. Me
apoyo en el borde de la pila y cierro los ojos al tiempo que tarareo la
canción que uso para tranquilizarme y clavo los ojos en la punta de los
dedos, luego en las manos, en los brazos…, hasta pasarlos por todo mi
cuerpo. Poco a poco, todos mis músculos se van relajando y me convenzo
de que aquí no hay nada que quiera hacerme daño.
Ni luchar contra mí.
Ne revolotea demasiado cerca de mi cabello empapado y estoy a punto
de gruñir a modo de advertencia.
—No, Ne. Ya sabes que no me gusta que te acerques al agua.
Con un frenético movimiento de las alas, se limita a alzarse por encima
de mi cabeza y se aleja formando círculos.
No sé si cuenta con runas a prueba de agua, y no tengo ninguna prisa de
descubrir por las malas que la construyeron antes de que las inventaran.
Cojo una toalla y me seco la cara mientras suelto un fuerte suspiro sobre
la mullida tela, un suspiro con el que me deshago de los restos de mi
pesadilla. Un escalofrío me recorre de la cabeza a los pies.
Ha sido un sueño muy real. Demasiado real.
Pego unos cuantos saltos para expulsarla de mi cabeza y, luego, regreso a
mi habitación, seguida por un aleteo de alas apergaminadas. Abro mucho
los ojos al ver el exterior, con un cielo lo bastante despejado como para
divisar la aurora, que ya empieza a ocultarse por el horizonte occidental.
Se está poniendo. ¡Vaya!
«Me he pasado todo el dae durmiendo…».
Me rugen las tripas, que protestan porque están vacías.
Decido ir a ver cómo está Essi, preparar algo de comer si no ha cenado
todavía e intentar volver a dormirme. De lo contrario, me pasaré varios
ciclos de mal humor.
Me dirijo a la escalera de piedra, pero entonces oigo unos fuertes ruidos
provenientes de arriba, como si algo pesado se hubiera caído al suelo.
Con el ceño fruncido, me detengo y mezo a Ne contra el pecho para
silenciar sus aleteos.
—Calla —susurro mirando al techo y escuchando atentamente.
Se hace el silencio.
«A lo mejor han sido imaginaciones mías».
Poco a poco, voy de puntillas hasta las escaleras y saco el pequeño puñal
de la funda que llevo en el muslo. Me acerco más a la trampilla y apoyo la
oreja en la madera.
Un suave quejido me detiene el corazón.
Es Essi.
Suelto a Ne y la empujo en dirección a mi jergón.
—Quédate ahí —le ordeno.
Abro la trampilla, la cruzo a toda prisa y la cierro de nuevo para
asegurarme de que Ne no se escape.
Essi está hecha un ovillo en el sofá. Me da la espalda, oculta bajo una
manta de lana que la tapa por completo, a excepción del cabello, que le cae
hasta el suelo. No es una escena atípica, ya que a veces no se molesta en
subir las escaleras hasta su habitación y termina durmiendo ahí.
Pero cuando cojo aire de nuevo, percibo un hedor metálico y se me
desboca el corazón. Barro la estancia con la mirada y me fijo en la mancha
rojiza en forma de mano del alféizar de la ventana. Del tamaño de la de
Essi.
«Está herida. Siempre que se hace daño intenta esconderlo».
Corro en su dirección, le quito la manta y la cojo por los hombros para
girarla lentamente y tumbarla de espaldas, a pesar de su reticencia.
Enseguida, me llaman la atención sus manos, entrelazadas sobre su
abdomen, las dos temblando y empapadas de… de…
Sangre.
Me da un vuelco el corazón al reparar en su semblante pálido, en la capa
de sudor que le perla la frente, a pesar de que le castañetean los dientes. Me
pongo de rodillas, le aparto las manos y le levanto la camisa, revelando una
puñalada de la que mana un reguero de sangre.
Todas las células de mi cuerpo se quedan paralizadas y se me agarrotan
los pulmones, como si unas esquirlas de hielo los hubieran atravesado.
De repente, me doy cuenta de que estoy en otro lugar. En otro momento.
¿O estaré atrapada en uno de mis terrores de duermevela?
Sí, debe de ser eso. Essi no está tumbada en el sofá ni cubierta de sangre.
No tiene ningún agujero en el abdomen, justo donde hay órganos
importantes que requieren tiempo y habilidad, así como un sanador
especializado para curarse.
No.
Está sentada a la mesa, trabajando en una corona de diamante que la tiene
obsesionada, comiendo pan de mentaquilla que hace que nuestra casa huela
a hogar.
«Esto no es real. No es real. No…».
—No quiero terminar en la nieve, Raeve.
Cruzamos la mirada. Tiene los ojos muy abiertos y muestran un temor
que me constriñe el pecho y amenaza con romperme por la mitad.
«¿Nieve? ¿De qué está hablando?».
—Por favor, no me tires al frío ni me dejes en el suelo —me suplica con
labios temblorosos, los ojos tan abiertos que las pestañas le acarician las
cejas y las motas rojizas de sus iris encendidas como si fueran ascuas—.
Lánzame al fuego, donde jamás volveré a tener frío.
—Deja de insinuar que te vas a ir a algún lado —gruño apretándole la
herida con la manta para detener la hemorragia—. Te vas a quedar aquí
conmigo, a salvo, en nuestra casa.
«En cuanto consiga curarla».
—No te va a pasar nada —murmuro mirando el armario de la cocina,
donde guardo el estuche de sanación. Necesito coger algo con lo que vendar
la herida y hacer un buen nudo para que no se desangre mientras la traslado
por El Foso.
Sereme sabe coser carne. Me ayudará si me pongo de rodillas y se lo
ruego. Es probable que vierta sangre de Essi en su frasco con la excusa de
que necesita ese vínculo para curarla, pero ya encontraré la manera de lidiar
con la muy cabrona cuando Essi esté a salvo.
A la mierda con las repercusiones.
—Presiona un poco. —Le levanto la mano helada y se la aprieto sobre la
manta—. Voy a coger unas cuantas cosas para poder llevarte hasta Sereme.
—Tengo frío, Raeve.
Su voz rota hace un agujero turbulento en el silencio, clavándose en mi
pecho y desinflándome los pulmones.
Miro sus ojos vidriosos, que apenas consiguen enfocarse.
El miedo me estalla detrás de las costillas con tal fuerza y violencia que
agrieta mi corazón de piedra y deja a la vista su interior, muy vulnerable,
que se marchita como una fruta jugosa recién arrojada a un fuego voraz.
—No noto tu ma… —Su frase se queda interrumpida por unos breves
jadeos al intentar recuperar el aliento de nuevo, con los ojos teñidos por el
pánico—. No noto tu mano sobre el cuerpo. No la noto, Raeve.
—Tú siempre tienes frío, Essi. —Me trago el nudo de la garganta y me
esfuerzo por hablar con voz serena. Conozco las señales; he presenciado
demasiadas veces la muerte como para no conocer las putas señales—.
Vivimos en una zona fría. Es normal.
«Es normal. Es normal. Es…».
Se le contrae el rostro y tengo la sensación de que mi pecho imita su
gesto. Me entran ganas de hacerme un ovillo alrededor de ese dolor.
—¿Me abrazas? —me pregunta, una súplica temblorosa con la que
espera que me deje atrapar con ella por las garras de la resignación. Todo su
cuerpo se sacude mientras se agarra el estómago, de donde surge un
furibundo río de sangre que se derrama entre sus dedos y empapa la manta
—. ¿Por favor?
Me subo al sofá y la envuelvo con los brazos. Le pongo una mano sobre
el pecho y con la otra entrelazo la que tiene sobre el abdomen. Essi suelta
un suspiro tembloroso y yo junto mi cuerpo con el suyo, apretándola tanto
que me imagino que mi fuerza la rodea como si fuera una venda. Me
imagino que está sentada a la mesa, grabando alguna baratija normal y
corriente para crear algo excepcional, con la mente llenísima de
pensamientos magníficos y una buena cantidad de sangre en las venas. Me
la imagino entera.
Feliz.
Pero no lo está.
Está rota, en mis brazos, apagándose…
—¿Quién te ha hecho esto, Essi?
Se encoge, como si mis frías y apagadas palabras la hubieran atravesado.
—No lo he visto. Al doblar una esquina, me he topado con él. Estaba…
os-oscuro.
Suburbia. Ha ido a Suburbia.
Al darme cuenta, se me atora la tráquea y me tiemblan las manos, aunque
intento calmarlas. Me esfuerzo por mostrarme tranquila y serena.
Por ella.
No me voy a quedar aquí ni la voy a regañar por haber hecho algo que le
pedí específicamente que no hiciera, ya que sé lo peligroso que es ir ahí
abajo. No voy a hacerle más daño porque ya se está desmoronando.
Voy a abrazarla. A quererla.
«A vengarla».
—Llevaba ca-capucha.
—Vale —susurro apartándole el pelo de la cara—. Es un detalle útil,
Essi. ¿Has visto el color de su capucha? ¿Era roja?
—Eh…, no.
«Es probable que no sea de aquí».
—¿A qué olía?
—A cuero —murmura—. A pa-palos de fumar. Al alejarse, sus bo-botas
traqueteaban.
«Traquete…».
—Dime algo que me ha-haga sentir calor, Raeve. Po-por favor.
—Te quiero.
La confesión brota de mí al instante. Es la pura verdad y procede del
descarnado dolor de mi pecho. Me doy cuenta de que esas palabras llevaban
mucho tiempo ahí, bien hundidas en mi interior, ocultas en un lugar donde
las consideraba a salvo.
«Ya nada está a salvo».
—¿Por qué no has ido a ver a un hilvacarne, Essi? ¿Por qué no has…?
—Porque sabía que, si no lo conseguía, siempre te pre-preguntarías qué
me había pasado. Y pensarías que te había abandonado, como ellos me
abandonaron a mí.
Ellos…
Su familia.
El corazón se me rompe justo por la mitad.
—Estás aquí —le susurro al oído—. Te tengo. Nos tenemos la una a la
otra.
La estrecho con más fuerza, la sujeto mientras se va apagando. La sangre
empapa el sofá debajo de nosotras, una humedad que no puedo impedir que
me cale la ropa y se me pegue a la piel.
Una humedad que debería estar bombeando por sus venas, insuflándole
vida. Pero no es así.
Ya no.
Le acaricio el pelo y aspiro su cálido olor. El pasado y el presente se
funden al recordar otro abrazo. Otro amor.
Otra pérdida.
Tarareo esa canción que tanto me calma mientras ella tiembla junto a mí.
Su corazón palpita bajo mi mano y cada latido es más lento que el anterior.
Más suave. Más débil.
—Eres la familia que no he tenido nunca —murmuro, y se le vacían los
pulmones con una temblorosa exhalación…
No se le vuelven a llenar.

No sé durante cuánto tiempo la abrazo, estrechando un cuerpo que ya no


se mueve.
Que ya no está caliente.
Transcurre tanto tiempo que una alondra de papel entra volando en la
habitación y se choca una y otra vez con el alféizar. Quizá sea de Sereme
para informarme de que la misión de la última duermevela está completada
y han liberado a los niños de la ciudad.
Transcurre tanto tiempo que comprendo que los fragmentos duros de mi
corazón no van a recomponerse ni a proteger su interior, que me duele
muchísimo. Sé que voy a tener que soportar el dolor hasta que haya
formado una cicatriz y, al darme cuenta, se me quitan las ganas de volver a
levantarme.
Transcurre tanto tiempo que decido repasar con calma todos los
momentos desde que me he despertado. Me despojo de toda emoción, como
si estuviera abriendo nueces en lugar de recuerdos, pues así es más fácil de
gestionar. Agrupo el desastre en montañas a la orilla del inmenso lago
helado de mi interior, más silencioso que nunca, y luego las deslizo por la
superficie.
Una luz plateada surge de las profundidades cuando creo una tumba
helada para hundir los fardos. Se trata de una extraña luminosidad que sigue
cada paso que doy, de la orilla al agujero y viceversa, algo que por lo
general me daría miedo. Pero estoy entumecida.
Vacía.
He perdido a Essi y he perdido las ganas de darle importancia a algo,
menos a lo que me mantiene en pie, a lo que me impele a seguir adelante.
La necesidad de vengarme.
Lanzo el último fardo bajo la gélida superficie, regreso a la realidad y le
aparto el pelo a Essi del rostro, demasiado pálido.
—Duerme. —Con los ojos cerrados, le doy un beso en la sien,
prolongando el instante—. Voy a encontrar a quien te haya hecho esto —
prometo contra su piel fría—. Voy a encontrarlo, Essi.
«Y le voy a hacer mucho daño».
Saco el brazo de debajo de su cuerpo inerte, con el labio inferior
temblándome, aparto las piernas de las suyas y me levanto del sofá. Le tapo
los hombros con la manta para que esté cómoda y calentita y me dirijo a las
escaleras, aunque me fallan las piernas y tengo que apoyarme en la pared
para abrir la trampilla.
Ne se lanza hacia mí bamboleándose y se estampa contra mi mejilla,
cuello y pecho mientras yo bajo las escaleras con la mirada perdida al
frente. Sin molestarme en quitarme el traje manchado de sangre, me coloco
una funda en el otro muslo y me lleno los bolsillos con todos los puñales de
escama de dragón en tanto Ne sigue chocándose contra mí, revoloteando
frenéticamente. Baja en picado hacia el suelo, pero la cojo en el aire y la
dejo con cuidado sobre un estante.
Aunque no se queda mucho tiempo ahí.
Con gestos cada vez más precisos, me coloco la bandolera de piel,
cargada de dagas de hierro, y me calzo unas botas negras, que ato hasta las
rodillas. Después, me envuelvo el cuello con un velo y subo las escaleras,
perseguida por un murmullo de alas pergaminosas.
Me detengo junto a la mesa mientras Ne se da golpes…
Y más golpes…
Y más golpes…
Me acaricia el cuello como si creyera que está a salvo. Pero no es así.
«Nadie que me importe está a salvo nunca».
Me trago el gran nudo que se me ha formado en la garganta y cojo una
pluma para mojarla en un tintero. Luego, llamo a Ne para que venga a mi
mano y despliego su pico, cola, alas y cuerpo; la aplano sobre la mesa,
donde leo su mensaje por última vez.

Te necesito
—No, no me necesitas —gruño escribiendo esas palabras sobre el
pergamino con mi mala letra, transformando a la pobre Ne en algo
muchísimo menos tierno.
Y menos vulnerable.
Me arden los ojos cuando doblo de nuevo el pergamino. Al darle forma
de pájaro, lo mancho un poco con la sangre de Essi.
Paso los dedos por encima del último pliegue, uno que no he presionado
nunca.
Es la línea de activación que devolverá a Ne al remitente.
Clavo la vista en Essi, que sigue inmóvil y callada en el sofá.
Muerta.
Se me mueven los dedos por cuenta propia y doblan el último pliegue.
Ne cobra vida. Sus aleteos son suaves y mecánicos. Está despojada de
todo lo que la convierte en ella.
El dolor que siento en el pecho se incrementa cuando se alza hacia la
ventana aleteando con firmeza, sin acariciarme por última vez el cuello ni
dar giros bruscos, y sé que ya no es ella. Que su alma se ha liberado y que
cualquier magia que la uniera a mí… ya no está ahí.
Igual que Essi, que tampoco está ahí.
Igual que Fallon…
Aparto ese pensamiento, me aclaro la garganta y me esfuerzo por
contemplar cómo Ne cruza la ventana y desaparece de mi vista rumbo al
implacable cielo. Contengo la tentación de quitarme el anillo, de suplicarle
a Clode que me la devuelva con un soplo de viento.
«No».
Me dirijo a la cocina y lleno la alacena de trapos formando un camino
hasta la alfombra. Luego, cojo una botella de alcohol desinfectante del
armario médico y empapo los trapos. Y la alfombra.
Y la manta que da calor a Essi.
Empapo el extremo de otro paño, me lo guardo en la funda con un
pedernal y, a continuación, me encamino hacia la ventana y me detengo
junto al sofá, donde me pongo de rodillas.
Paso una mano por el pelo de Essi y me fijo en los angulosos rasgos de
su etéreo rostro… Es demasiado bonita para este mundo. Demasiado pura.
—Te quiero —susurro trazando un mapa mental de sus pecas. Me guardo
su imagen en un lugar seguro donde puedo atesorarla eternamente—. Voy a
hacer que se te pase el frío, ¿vale?
El silencio que me responde es una mofa cruel que me desgarra el pecho
por dentro, como si un fundefauces estuviera atrapado en mi interior
destrozándome.
Devorándome.
Tras darle un último beso en la sien, doy media vuelta a duras penas y
salto por la ventana para subir por el muro manchado de sangre,
ensuciándome las manos con más restos de Essi. Asciendo por el túnel de
viento y clavo la vista en el conducto al ponerme de pie.
«Lánzame al fuego, donde jamás volveré a tener frío».
Se me desencaja la cara y luego se me crispa con fuerza, a pesar del
estremecimiento involuntario procedente de mi pasado ceniciento.
Al pensar en quemar el cuerpo de Essi, me entran ganas de hacerme un
ovillo y chillar. La idea de prenderle fuego va en contra de todo lo que ha
hecho de mí quien soy, pero no pienso acobardarme ante lo que me ha
pedido.
«No voy a volver a fallarle».
Saco el paño y el pedernal de la funda, y doy un paso adelante, vacilante.
Me tiembla la mano.
Se me encoge el alma.
Con los dientes apretados, rasco la pared con el pedernal y prendo fuego
al paño. Las llamas brotan tan deprisa que me queman la piel y el pánico
me atenaza la garganta, tanto que casi no puedo respirar. Sin embargo, no
dejo de sujetar el paño y me esfuerzo por pronunciar tres palabras, que me
salen entrecortadas.
—Lo siento, Essi.
«Siento no haber podido protegerte. Siento no haberte dicho que te quería
antes de que murieras en mis brazos. Siento no haber sido la familia que
merecías».
Lanzo el paño en llamas por el conducto, seguido por el pedernal, y
retrocedo ante el embate de calor que estalla delante de mí, tosiendo por el
humo.
Oigo ruidos de cristales rompiéndose y cierro los ojos con fuerza,
imaginando sus tarros de tinturas explotando uno a uno.
El calor se intensifica y me imagino la alfombra en llamas. El olor a
carne quemada llega hasta mí demasiado pronto.
«Demasiado pronto, joder».
Ahogo un sollozo y me aparto del calor. Ante ese olor, me tapo la boca
con una mano.
Algo tintinea contra mi bota.
Abro los ojos y miro al suelo, manchado de rojo. Hay un cuchillo
ensangrentado a mis pies y una bolsa de piel a su lado.
Es negra.
«Es la de Essi».
Se me desboca el corazón, como si algo lo hubiera lanzado contra las
costillas con tanta fuerza que me sorprende que no me las haya roto.
Con ciertas dudas, me agacho y abro la bolsa para echar un ojo. En el
interior, veo un tarro helado y un libro. Un libro que debe de haber sacado
de la biblioteca.
De Suburbia.
No me molesto en abrir el tarro porque sé lo que contiene: el ingrediente
final que necesitaba para afianzarme la corona de diamante al diente…
La corona que hizo para protegerme.
Se me oprimen los pulmones.
Alargo una mano hacia el cuchillo que Essi debe de haberse sacado del
abdomen, el cuchillo que le ha hecho eso.
El que me ha arrebatado a mi amiga.
Estoy a punto de enfundarlo junto al mío, pero entonces algo me llama la
atención… Algo brilla en la hoja.
Se me quedan paralizadas todas las células del cuerpo cuando veo la
sangre de Essi coagulada en una sucesión de letras rubíes:

Me está llamando. A mí.


«Es Rekk Zharos».
El cuchillo se me cae de la mano y repiquetea en el suelo.
Ha estrechado el cerco a mi alrededor. Ha descubierto dónde vivo. Ha
matado a Essi para atraerme.
No sé cómo lo ha logrado.
Y eso significa que es culpa mía que mi amiga haya ido a Suburbia. Es
culpa mía que la hayan apuñalado y luego haya regresado a casa en lugar de
ir a buscar a un hilvacarne para que la curara. Es culpa mía que se haya
desangrado en el sofá hasta dejar de moverse.
Es culpa mía que esté ardiendo…
Y muerta.
Un gruñido gutural brota de lo más profundo de mi ser, rasgándome las
entrañas al liberarse. Cuando me doy cuenta, la realidad me comprime el
pecho, me lo raja por la mitad, hunde las fauces en mi cuerpo y me
devora… Mastica mis pulmones.
Mi corazón.
Mi alma.
Se me demuda el semblante, se me caen los hombros.
Me fallan las rodillas.
Me desplomo en el suelo, desinflándome tan rápido como se esfuma mi
determinación, aplastada por una asfixiante montaña de culpa. No me cabe
ninguna duda de que me están haciendo cortes largos e irregulares en el
pecho… otra vez.
¡Otra vez!
Me encojo con cada agonizante cuchillada y bajo la vista a mis manos
manchadas de sangre, con las que saqué a Essi de las oscuras entrañas de
Suburbia decidida a darle una vida mejor.
Prometí que la mantendría a salvo. Al final le he dado una tumba.
Y yo…
Yo…
«Ya no puedo más. Joder, ya no puedo más».
Algo dentro de mí se remueve y una estruendosa colisión me sacude
desde el interior, estremeciéndome hasta los huesos. Un atronador crujido
me rebota en las costillas, seguido de una fuerte explosión que me atraviesa
y destroza mis órganos internos hasta hacerlos añicos helados.
La temperatura corporal me desciende tan rápido que siento mi corazón
ralentizarse, como si le costara bombear sangre en mis venas.
Cojo una bocanada de aire que me parece demasiado caliente, como si
introdujera lava en mis pulmones helados.
«Ya viene».
Una lágrima me cae por la mejilla a la vez que dejo de sentir los dedos de
las manos y los pies.
Los brazos y las piernas.
Una parte de mí quiere rebelarse. Quiere ser fuerte para Essi, a pesar de
que jamás me había sentido tan débil como ahora. Quiere hacer pedazos el
puto mundo hasta que encuentre a Rekk Zharos y pueda colgarlo. Y rajarlo
mil veces. Y esperar a que se cure.
Y volver a empezar.
Pero una parte mayor de mí sigue tumbada en el sofá, rodeando a mi
amiga, joven, milagrosa y bella, que acaba de perder la vida porque yo la
quería. Una parte mayor de mí que está ardiendo a su lado. Y esa parte…
Está cansada.
Sola.
Perdida.
Triste.
«Más destrozada de lo que reconoceré jamás».
Esa parte de mí quiere parar y no volver a moverse nunca.
La rabia helada de mi interior ruge y su esencia se expande con tal
ferocidad que me da la impresión de que me desplaza los órganos a su paso.
Pierdo la sensibilidad en el pecho y tuerzo el gesto al quedarme sin vista,
dejándome llevar por un frío entumecimiento que me envuelve con tanta
fuerza que no puedo moverme. No veo nada.
No siento nada.
Es un letargo precioso y maravilloso. Muy puro, como si fuera una venda
fría y sedosa para mi alma. Tan suave que casi olvido que no voy a
experimentar la gloria de matar a Rekk Zharos ni a vengar la muerte de
Essi, pero, al caer en él, arropada por este gélido consuelo, me tranquilizo.
Y tomo una decisión.
Se merece que le arranque una extremidad tras otra, que le destroce la
columna, que le triture el cerebro, que le pulverice las entrañas con esa rara
y salvaje entidad que existe dentro de mí.
Se lo merece.
La Otra
CAPÍTULO 15
La Otra merodea por Suburbia, una gran excavación oscura compuesta
por una red de puentes que se extienden sobre el vacío, donde solamente
unas cuantas antorchas dejan entrever la forma de las cosas.
Aunque ella no necesita luz.
Sus brillantes ojos negros destellan en la oscuridad mientras caza,
blandiendo el cuchillo usado para hacer sangrar a la joven hasta que dejó de
sangrar.
Y de respirar.
«Y de existir».
Se lleva la empuñadura a la nariz y la olisquea largo y tendido hasta
percibir otro rastro del olor a cuero y a humo del asesino.
Él le suplicará piedad antes del final, de eso no le cabe ninguna duda.
Aunque no piensa tenerla.
Con una mirada tan salvaje como sus sanguinarios pensamientos, la Otra
avanza por un camino escarpado y explora la enorme entrada de la cueva al
tiempo que numerosos ojos se clavan en su fragilísima piel. Son de los
depredadores nacidos en La Bruma, que se han colado allí a través de los
pozos mineros derruidos. También tienen una visión excepcional, hibernan
en rincones oscuros, devoran sus presas en paz y languidecen en nidos de
huesos.
La Otra no les presta atención. No se lo tiene en cuenta a aquellos que
matan para sobrevivir, para comer o para proteger a sus crías.
No obstante, aquellos que matan para hacer daño a quienes ella quiere y
con quien vive…
Esos sí merecen que los desmiembren poco a poco, que les arranquen la
piel a tiras, que los devoren mientras les siga latiendo el corazón.
Sin embargo…
La Otra se detiene y baja la vista a la tela que lleva en el fino y
vulnerable cuello de su preciosa y dócil huésped, preguntándose si debería
usarlo para taparse la cara. Raeve siempre se preocupa por camuflarse
cuando va a derramar sangre, por extraño que parezca, pues la sangre
debería llevarse con honor: es un orgullo tener carne fresca y la barriga
llena.
De depredadores.
No obstante, la Otra respeta a su huésped a pesar de tener las manos
pequeñas y los dientes diminutos, que casi no sirven para masticar nada
sustancioso. Así, decide mantener la rara tradición y, con el ceño fruncido,
coge el tejido y lo usa para cubrirse la boca y la nariz.
«Ya está».
Baja por una escalera escarpada, adentrándose en la oscuridad. Se detiene
a medio camino sobre un puente y, con la cabeza ladeada, contempla otro
tramo de piedra que atraviesa el espeluznante abismo que se encuentra justo
debajo.
Quizá los soldados armados que hay apoyados contra las paredes de
sendas hornacinas idénticas a cada lado del puente que tiene a sus pies
creen que están escondidos.
De ella no.
Ella nació en la oscuridad. Para ella, el cuerpo de esos hombres emite
luz, como si los alumbrasen las antorchas que deben de haber apagado para
tenderle esa trampa.
La Otra se alimenta de los leves sonidos del corazón de los soldados y
digiere sus susurros:
—¿Crees que me meteré en un lío si meo por el borde?
—Yo que tú no lo haría. A no ser que quieras que te corten las pelotas.
Al oír tal vulgaridad, la Otra arruga la nariz y se pregunta si es posible
que haya miembros de la misma especie que ellos a quienes ese modo de
hablar les resulte atractivo. A ella no, está claro.
—Ha pasado un buen rato. Creo que no viene nadie. —Hace una breve
pausa y añade—: Quizá la zorra de los Ath fuera la que él ya había
apuñalado antes, ¿no? ¿Su informante sabía a ciencia cierta que tenía el
pelo negro?
—Largo, negro y liso, con la piel como la nieve. Lo escuché con mis
propios oídos. Ella va a venir, lo noto en lo más profundo de mi ser.
La Otra se pone en cuclillas y se asoma para observar mejor la escena.
—¿Y si no lleva refuerzos y esto no es más que una pérdida de tiempo
por una única rebelde? Deberíamos buscar la forma de irrumpir en su casa,
y así no me encontraría aquí, a punto de mearme encima.
—Nadie en su sano juicio vendría por aquí solo. Pero, si lo hace, por lo
menos será fácil librarse de ella. Me gustaría estar en casa antes de que
salga la aurora. Me muero de hambre, joder.
La Otra decide que esos seres feéricos merecen el final horripilante que
van a padecer, aunque lamenta no tener más tiempo para prolongarlo.
Ni para hacerlos gimotear.
Observa a todos y cada uno de los soldados con el ceño fruncido mientras
toma profundas bocanadas del sofocante y húmedo aire en busca del que ha
impreso su olor en el cuchillo.
Ese tal Rekk es más listo que los demás que aguardan en lugares
parecidos. Da igual. A él también lo atraerá la sangre.
Esboza una sonrisa.
Muchísima sangre.
Mientras avanza en silencio por el puente, la Otra se guarda el cuchillo.
Se detiene encima del grupo de hombres armados hasta los dientes que
están en el extremo norte, se arranca el anillo de hierro del dedo y se abre
en canal a los Creadores. A las canciones que ha estudiado bajo la superficie
de su lago helado siempre que los oye aullar, gritar o chillar desde arriba.
No se acobarda ante el clamor que le invade los oídos. Usa el dolor como
una red de seguridad mientras las horribles melodías penetran en sus
pequeños y demasiado delicados oídos, así como en su violenta mente.
Salta.
Y cae.
Aterriza de cuclillas delante de un grupo de hombres sencillos con las
garras preparadas y una especie de alegría salvaje extendiéndose por su
cara.
Canta la melodía estranguladora de Clode antes de que los soldados con
abalorios tengan oportunidad de pronunciar una sola palabra.
No es una canción agradable. La Otra no deja margen para la compasión.
A los hombres no les queda aliento para súplicas. Decide molerles los
pulmones al instante, deleitándose con su agonía.
De la boca de los soldados brota sangre y de sus ojos desorbitados
emanan lágrimas rojizas mientras se llevan las manos al cuello. Algunos se
desploman en el sitio. Otros intentan escapar tambaleándose hacia los
muros o se precipitan por el puente, pero mueren mucho antes de estrellarse
en el suelo.
La Otra saca dos puñales idénticos de su bandolera, da media vuelta y los
lanza por los aires. Los filos vuelan hasta el extremo alejado del puente y se
clavan en los ojos de dos soldados que están fuera del alcance de la melodía
estranguladora antes de que puedan blandir su propia voz.
Se derrumban en el sitio.
Otro soldado tropieza con los cadáveres y cae por el precipicio. El ruido
de su cuerpo al estamparse contra un puente inferior retumba en medio del
caos.
La Otra muestra una despiadada sonrisa en la cara, en la que ya no queda
rastro de la inmensa belleza de su huésped, sino que no es más que un
rostro anguloso y salvaje.
Monstruoso.
Más puñales silban por los aires. Los mortales ataques aéreos de la Otra
dan en carne y en huesos, penetrando por las rendijas que hay entre las
robustas planchas de la armadura.
Un golpe.
Y otro.
Y otro.
Se oye un chasquido de metal y carne cuando los soldados se desploman
mientras la Otra entona una melodía para transformar el aire en la nada,
arrancándoles a los hombres el oxígeno y anulando su habilidad de cantar.
Vuelve la atmósfera hostil para las llamas que sus oponentes necesitan a fin
de ver lo que está haciendo y hacia dónde arroja las armas.
Creían que la oscuridad era su aliada, pero ha terminado siendo su
perdición, como les sucede muy a menudo a aquellos que subestiman el
velo que cubre un cielo sin sol.
Del túnel del sur surge una tormenta inesperada de tropas de reserva entre
gritos.
A la carga.
Uno ordena que se eche el puente abajo antes de que la Otra pueda
pulverizarle los pulmones y unas grietas avanzan por la piedra.
El puente se sacude.
La Otra, tambaleándose y bufando, se sostiene con fuerza en la roca para
no perder el equilibrio del todo.
—¡Glei te ah no veirie nahh! —grita elevando la cabeza—. ¡Glei te ah
no veirie nahh!
Clode se agita, haciéndolos bailar una danza con el aliento entrecortado y
las vías respiratorias cerradas. Arremete con fuertes ráfagas de viento contra
el pecho de los soldados y los lanza por los lados del puente medio
derrumbado con una ráfaga de piedras.
Muchos intentan retroceder, pero solamente unos pocos consiguen llegar
al túnel.
La Otra se ríe, se pone de pie y persigue al grupo de desertores,
avanzando a paso veloz por el suelo hasta que está lo bastante cerca de ellos
como para hundirles un puñal de hierro en la nuca con un rápido
movimiento de muñeca. Pega un salto y cae junto a otro como una ola
furiosa, le echa la cabeza hacia atrás y le rebana el pescuezo.
La sangre brota, manchando sus manos y su cara.
Se abalanza hacia los dos que quedan mientras se le hace la boca agua al
imaginar el sabor de su sangre en los labios. Se aproxima más.
Y más.
El túnel se abre y la Otra se adentra en una pequeña cueva circular
iluminada por tantas antorchas que se ve obligada a entornar sus oscuros
ojos, nada acostumbrados a tal claridad.
El vello de la nuca se le pone de punta.
Un sonoro chasquido le hace girar la cabeza y ve una puerta de barrotes
de metal que ahora bloquea la salida. La han encerrado.
Resopla y da vueltas, convirtiéndose en una mezcla de pelo negro, sangre
y rabia desbordante, para evaluar a los numerosos soldados que se agolpan
en la pared de la cueva, codo con codo, con un casco rojo tapándoles la cara
y una espada preparada en la cadera.
Es una trampa.
Una arena de combate.
Algunos de ellos entonan melodías con rabia mientras las llamas titilan
en las antorchas y en los viales elementales que han encendido para
contenerla.
Los dirigen directamente hacia ella.
Con una mueca de desdén, la Otra canta la melodía asfixiante de Clode.
—Glei te ah no veirie. Ata nei del te nahh. Mele, Clode. Mele!
Las llamas del fuego se apagan, como sucede con la mayoría de las
antorchas que llenan las paredes, sumiendo así la cueva en una penumbra
maravillosa.
Muchos soldados caen de rodillas aferrándose el cuello con las manos.
La Otra se abalanza sobre uno de los dos que la ha atraído hasta allí y le
hunde un puñal en el hueco de la armadura, haciendo que los intestinos del
hombre se desparramen. Pasa enseguida al otro, al que agarra la cabeza con
las manos y se la gira. Su cuello cruje con un satisfactorio chasquido y cae
al suelo convertido en una montaña de huesos.
Después de inspeccionar a los oponentes que quedan en pie, suelta un
profundo bramido desde el fondo de su ser, como si acabara de vomitar una
piedra afilada de sus tripas.
—Vobanth!
La cueva se sacude con la respuesta de Bulder. Una grieta separa la tierra,
que se abre como si fueran las fauces de una bestia colosal.
Los soldados gritan y se apoyan en la tosca pared para no perder el
equilibrio. Algunos caen al abismo, aplastados por la piedra en movimiento
y envueltos por una melodía de huesos partiéndose y cráneos reventando.
La sangre y la masa encefálica salpican el estrepitoso abismo que los
mastica.
Los soldados se tambalean mirándose unos a otros. El hedor a orina se
adueña del aire cuando parecen darse cuenta de que se han encerrado ellos
mismos dentro de una jaula con un monstruo. Con un monstruo fiero y
poderoso que debería tener dos abalorios colgando de la oreja en lugar de la
muesca de los nulos en la punta.
Si supieran que ella tan solo sabe pronunciar correctamente unas cuantas
palabras de Bulder, quizá no estarían tan asustados. Aun así, la Otra se
regocija con el miedo que ve en sus ojos y muestra una sonrisa mordaz en
su rostro manchado de sangre, lo que la vuelve terrorífica.
«Qué oponentes más insignificantes».
Los machacará a todos y, luego, se dará un baño con su sangre. Y,
después, se liberará de esa jaula y perseguirá al tal Rekk cubierta de los
restos de sus hermanos caídos.
Nota un fuerte pinchazo en el hombro derecho y las clamorosas melodías
que invadían sus pequeños y frágiles tímpanos se acallan.
Desaparecen.
La Otra frunce el ceño.
Los gemidos de feéricos moribundos serían música para sus oídos si no
estuviera tan familiarizada con esa clase de silencio en particular.
Se lleva la palma detrás del hombro, se toca la perforación —que le
escuece— y, al oler la sangre de su querida huésped, arruga la nariz y abre
mucho los ojos, dándose cuenta de que le han disparado.
Con hierro.
Se vuelve hacia la entrada bloqueada y entorna los ojos mirando al
feérico que está al otro lado, armado con una honda apoyada entre los
barrotes.
Apuntando hacia ella.
Después de retirarse la capucha negra, el hombre se quita el abrigo. Viste
unos pantalones de cuero negros y una camisa blanca holgada abierta en la
parte superior.
La Otra se fija en su larga cabellera clara y en sus ojos azules. El palo
formado por un pergamino enrollado que sujeta entre los dientes despide
humo, que asciende por su rostro.
De la oreja le cuelgan dos abalorios, uno rojo y otro marrón.
Y, por encima de todo, la Otra repara en la confianza que desprende el
desconocido, con la cadera apoyada en el extremo del túnel como si
estuviera disfrutando de la escena.
Con las fosas nasales abiertas, la Otra ladea la cabeza y coge mucho aire.
Percibe un matiz del aroma a cuero y a humo de él. Es el mismo olor denso
del puñal que sigue en su funda.
Se le hinchan las venas de la sien y del cuello y le tiembla la mandíbula
por la rabia que la embarga.
Se trata de Rekk Zharos.
—Eres tú el que ha matado a nuestra Essi —gruñe con una mezcla de voz
tensa y disposición salvaje.
—¿La bajita pelirroja? —repone Rekk apartando el arma de los barrotes
y lanzándola al suelo. Se coge el palo de fumar de entre los labios, respira
hondo y pronuncia unas palabras que la nublan—: Ha chillado como un
pajarillo estrangulado cuando le he clavado el cuchillo en el estómago.
La Otra pone una mueca de desprecio y se abalanza sobre los barrotes.
—Sisssteni tec aagh vaghth… fiyah —escupe Rekk con los labios
torcidos, como si las palabras le hubieran chamuscado la garganta antes de
liberarse.
Las antorchas se prenden y sus llamas envuelven a la Otra con unas
ondas que se acercan demasiado a su vulnerable piel y la apresan en un
anillo de fuego del que resulta imposible huir. No si no hay un hilvacarne
cerca para curarle las quemaduras que sin duda se haría.
Con los puños apretados, se queda contemplando todos los gestos de
Rekk: su pulso acelerado en el cuello, la forma en la que su esbelto cuerpo
se mueve al abrir los barrotes y adentrarse en la cueva con sus duras
facciones iluminadas por las llamas, las espuelas ensangrentadas que
sobresalen de la parte posterior de sus botas, traqueteando con cada paso
que da.
Le brillan los ojos con una sádica satisfacción al observarla a ella y, acto
seguido, el estropicio que ha hecho con sus compañeros.
Chasquea la lengua y arquea una de sus pálidas cejas.
—Impresionante.
La Otra gruñe y se acerca peligrosamente al rugiente infierno al tiempo
que el sudor se le acumula en la frente y le baja por la columna. Enseñando
los dientes, ansía derramar su sangre. Ansía notar cómo le desgarra la carne
al mordérsela, por pobres que sean sus dientes.
Rekk se lleva el palo de fumar a los labios, le pega una lánguida calada y
lo lanza al suelo para coger el látigo que lleva atado a un gancho de la
cadera. Con un movimiento de la muñeca, la cuerda negra atraviesa las
llamas y rodea a la Otra con firmeza, inmovilizándole los brazos a los lados
y juntándole las piernas, como si una criatura la hubiera envuelto con hilos
de seda para darse un buen festín con ella.
La Otra cae de rodillas jadeando con fuerza y Rekk dirige sus llamas
hacia las antorchas de las paredes, sacándola así del círculo de fuego,
aunque no la deja más cerca de la libertad que ha perdido.
«Ella ha perdido».
Rekk le arranca el velo ensangrentado, desnudándola. Abre muchísimo
los ojos al tiempo que ella gruñe con los dientes apretados forcejeando
contra las ataduras.
«¡Ha perdido!».
—No era para nada lo que me esperaba —murmura Rekk con el ceño
fruncido. Extiende una mano y le acaricia la mejilla con los nudillos—. Me
parece una pena darles de comer a los dragones a una criatura tan bonita y
poderosa.
Con un chasquido de los dientes, la Otra le engancha el dedo y se lo
muerde.
Con fuerza.
Rekk ruge intentando liberar su mano. Los soldados que quedan
vociferan abalanzándose sobre su prisionera, que aprieta el nudillo con el
fervor de una bestia famélica.
Se lo parte por la mitad y la falange arrancada le cuelga de la boca.
Rekk da un paso atrás y se lleva una mano temblorosa hasta la cara, con
la sangre resbalándole por el brazo hasta el suelo.
Goteando.
La Otra escupe el dedo y sonríe de oreja a oreja con la boca llena de
sangre.
Rekk parpadea y clava sus furiosos ojos en el muñón ensangrentado.
Luego, echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada, exagerándola hasta
que suena dolorido y cansado.
La Otra deja de sonreír.
Rekk vuelve a mirarla a los ojos, cierra la mano mutilada llena de sangre,
echa el brazo atrás y le propina un puñetazo en la cara.
Antes de que la oscuridad la engulla, la Otra experimenta una cegadora
explosión de dolor.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra

En las afueras de Netheryn hace muchísimo frío, pero, para que se


incube, el huevo de plumaluna tiene que estar aquí hasta que empiece a
eclosionar. Y luego tengo que ponerle trozos de hielo alrededor y esperar a
que la cría salga del cascarón.
Tengo que hacerlo todo por mi cuenta, ya que Haedeon no puede. Me lo
he encontrado durmiendo a los pies de una fisura, acunando el huevo de
plumaluna que ha robado, incapaz de mover las piernas.
Lo he sacudido hasta despertarlo. Le he dicho que iría a buscar a mahmi
y pahpi. Me ha dicho que me moriría si cogía el trineo yo sola para
regresar a casa. Y que su huevo también se moriría.
Eso me ha preocupado de verdad.
El trineo no puede llegar tan arriba, así que he construido un refugio de
nieve para mantener a Haedeon a salvo y calentito mientras duerme para
recuperarse. Y luego he hecho tres viajes al refugio de cría yo sola y he
llevado hasta allí todas nuestras cosas.
He vuelto a despertar a Haedeon y le he dicho que intentaría con todas
mis fuerzas arrastrarlo por la nieve cuando empiece a eclosionar su huevo
de plumaluna para que pueda establecer un vínculo fuerte con él. Me ha
tocado la cara, me ha dicho que me quiere y que se alegra de que me
escondiese en su trineo, y después ha vuelto a dormirse profundamente.
Está durmiendo muchísimo. Me empieza a preocupar que no se
despierte. Y que su pecho deje de moverse de repente.
Esa posibilidad hace que me duela el corazón. Y me entran ganas de
llorar.
Pero no voy a llorar. Me niego. Tengo que ser fuerte por Haedeon,
porque él no puede serlo por sí mismo.
Pero, si no se despierta, he decidido que no voy a volver a casa. No
puedo subirlo a un trineo y no pienso abandonarlo aquí, solo en la nieve y
en la oscuridad. No le gusta nada estar solo y odia la oscuridad.

Echo de menos a mi mahmi y a mi pahpi.


Raeve
CAPÍTULO 17
Estoy sumida en un sueño gélido, tan delicado como un sedoso velo
alrededor de mi cuerpo, flotando a la deriva en una marea de inexistencia.
De una inexistencia preciosa e hipnótica.
Entonces, oigo un chasquido cerca de mi oreja que me devuelve de golpe
a la dolorosa realidad.
A una realidad ardiente, penosa y aplastante.
Me han engrilletado los tobillos y todo el cuerpo me cuelga de las
muñecas, también atadas. Tengo los brazos levantados y mis hombros
amenazan con dislocarse. En el derecho, noto un dolor penetrante, sin lugar
a duda consecuencia de que me han acuchillado o me han dado un golpe
con algo que sigue clavado en el hueso.
El dolor es una gota más en el océano de sufrimiento que atormenta todos
los músculos de mi cuerpo, como si me hubieran retorcido por todas partes
y, luego, sacudido como un trapo. Hasta la mandíbula y las encías me
duelen, como si hubiera mordido algo duro mientras mi conciencia
permanecía en algún lugar lejos del dolor con forma de Essi que tengo en el
corazón.
Me paso la lengua por los dientes y noto un fragmento de algo… fibroso
alojado en el espacio que separa el colmillo y el diente de al lado.
Con un estremecimiento, decido que prefiero no saber de qué se trata.
Tan solo soy capaz de abrir uno de los párpados. El otro lo tengo
hinchado y dolorido, y me palpita el ojo.
Gruño y, a través de cabellos ensangrentados, observo el entorno
difuminado. Mis fundas y bandolera de piel están tiradas en el suelo,
formando una montaña no lejos de mí, pero la mayoría de mis armas han
desaparecido.
«Mierda».
Desplazo la atención a las paredes de piedra lisa, decoradas con unas
pocas antorchas iluminadas. Más adelante, hay una puerta de madera, desde
la que sale un reguero de sangre carmesí que lleva hasta aquí, hasta donde
estoy colgada.
Bajo la vista a mi ropa, que antes era marrón y ahora está empapada de
rojo.
De rojo sangre.
Se me cae el alma a los pies.
Lo que haya ocurrido durante mi desvanecimiento, que por lo demás ha
sido pacífico, ha terminado metiéndome en esta estancia desconocida,
cubierta de sangre, con un trozo fibroso de algo entre los dientes y,
probablemente, con una cavidad ocular fracturada.
La cosa no pinta bien.
Miro hacia mis adentros, dirigiéndome a mi lago interior, pero me
sobresalto al ver el estado en el que se encuentra: la superficie,
habitualmente lisa y helada, está llena de esquirlas de hielo y de burgos
volcados que se alzan hacia el cielo.
«Menudo desastre».
Salgo pitando de ahí y clavo de nuevo la vista en las húmedas paredes de
la pequeña y bochornosa estancia en que me encuentro.
Siento un hormigueo en la nuca, como si alguien se me hubiera acercado
por detrás.
Un rítmico sonido de pasos pesados y traqueteantes rompe el inquietante
silencio y me hace recordar las palabras de Essi:
«Al alejarse, sus botas traqueteaban».
Se me hiela la sangre.
El ruido me rodea como si se tratara de uno de los famosos susurrantes
de La Bruma dando vueltas sobre su presa, la mortífera danza de un
depredador que está cerca de la cima de la cadena alimentaria. Un
depredador que se ha ganado el derecho de jugar con su comida antes de
agazaparse y empezar a deleitarse con ella.
Veo primero sus botas, cuyos talones llevan espuelas metálicas, cubiertas
de tanta sangre y carne que gruño antes incluso de alzar la vista a la cara del
hombre.
Unos ojos fríos y calculadores, dos esferas idénticas de color azul, se
clavan en mí.
Es Rekk Zharos.
—¿A quién tenemos aquí? —Sonríe.
Me sacudo contra las ataduras tan fuerte que me desgarro la carne de las
muñecas, causándome un ardor que palidece comparado con el que siento
en el pecho.
—Has matado a Essi.
Mi voz sale quebrada y con ella me vuelve el sabor de la sangre.
—Eso ya había quedado claro —responde poniendo los ojos en blanco y
acercándose más a mi campo de visión. Es una torre esbelta de músculo que
se mueve con la agilidad de un felino, con su látigo con punta de hierro
avanzando tras él como si fuera su cola—. Si quieres atrapar a una perra
salvaje, debes atraerla con el cebo adecuado. En mi trabajo hay que ser muy
resolutivo. Aunque supongo que te creerás especial, en realidad no es nada
personal.
Le diré lo mismo en cuanto le esté rajando el pecho después de liberarme
de estas putas ataduras. Pero será una mentira que deducirá tan pronto como
yo profiera una risotada con cada tajo, porque sí que es personal.
Muy personal.
Forcejeo otra vez contra las cuerdas que me atan las muñecas.
Y otra vez.
—Por lo menos, no era personal hasta que me has arrancado medio dedo
de un mordisco —masculla alzando la mano derecha vendada.
Me quedo quieta y muevo la lengua para tocar la cosa fibrosa que tengo
entre los dientes.
Ahora tiene sentido. Y también el dolor de la mandíbula.
Espero no haberme tragado el dedo. Recuerdo otras veces en las que me
he desmayado y, al despertar, tenía dolor de tripa y un sabor extraño en la
boca.
Más me vale no pensar demasiado en eso.
Rekk se detiene delante de mí y saca una bolsita de piel del bolsillo. La
abre, coge un palo de fumar y se lo coloca entre los labios.
—En fin. —Saca un vial elemental de plata de otro bolsillo, retira la tapa
y muestra la furiosa llamita que se oculta en el interior, que danza sobre el
instrumento. Lo usa para quemar la punta de su palo, envolviendo su rostro
con una nube de humo—. Así que tienes dos abalorios.
Se me va el aire de los pulmones tan deprisa que se me contrae el gesto.
«Mierda».
Por lo visto, mi psicópata interior está prestando atención y recopilando
palabras poderosas que usa como rocas para arrastrarme a las profundidades
de este lago de destrucción.
Tengo que hacer un esfuerzo para no suspirar.
—No me digas. —Frunzo el ceño intentando mostrarme perpleja, con lo
que a punto estoy de hacer que se me salga el ojo de la órbita—. Y yo que
creía que no eran más que unas voces raras que oía en la cabeza. Qué
curioso.
—Me cuesta creérmelo. —Enarca las cejas.
—Pues a lo mejor tendrías que tirar de imaginación.
Da una calada y me echa el humo en la cara, llenándome los pulmones
del espeso y potente aroma.
—No te pases fumando —le digo tosiendo—. No me gustaría que te
destrozaras los pulmones antes de tener la oportunidad de hacerlo yo
misma.
—Tienes los ojos diferentes. —Con la cabeza ladeada, entorna la mirada
hacia mí—. Antes eran negros y ahora son azules.
—Al final resulta que sí tienes imaginación. Qué listo, oye.
Rekk gruñe sin dejar de observarme mientras pega otra calada. Sujeta el
palo con la mano herida.
—Kemori Daphidone, barda ambulante procedente de Orig… —
Pronuncia esas palabras al tiempo que suelta una bocanada de humo—.
¿Cómo te llamas en realidad?
—Muérete lenta y trágicamente y a lo mejor valoro susurrártelo al oído
antes de que se te pare el corazón.
—Qué mala eres. —Baja la vista a mi pecho y, luego, la sube esbozando
una sonrisa lasciva—. Aunque no estás tan mal, en realidad.
—Soy demasiado para ti, patético montón de mierda.
Suelta una carcajada y da otra calada.
—Soy un hombre ambicioso.
—Si tengo que escuchar tus gilipolleces, por lo menos dime algo que no
sepa.
—Verás, con este encargo en particular, me pagan por cabeza, así que,
zorra malhablada, te ofrezco la posibilidad de ahorrarte el castigo por los
soldados que me has arrebatado. Y por esto —dice señalándose la mano
herida.
Clavo la vista en su látigo y, luego, de nuevo en sus ojos.
—¿Crees que me da miedo tu juguetito, Rekk?
—Debería. —Esboza una sonrisa ladina, mostrando sus afilados
colmillos, con la promesa de infligirme daño—. La punta de hierro se clava
estupendamente.
—Las he visto más grandes. Pero, bueno, si azotar a una mujer hace que
te sientas fuerte, no seré yo quien te quite la ilusión. No te preocupes, lo
aguantaré. Tengo huevos de sobra para los dos.
Esta vez, cuando se ríe, lo hace sin gracia.
Mueve la muñeca.
El látigo corta el aire a la velocidad del rayo y me quedo sin aliento
cuando me golpea la cadera, desgarrándome el traje y la piel con una
punzada de dolor.
Aprieto los labios con fuerza y, con el cuerpo tembloroso, me aguanto las
ganas de llenar ese lugar con un grito. Se me enciende la carne al anticipar
el siguiente golpe, que sin duda voy a recibir.
—Ahora estás callada —dice pegando otra calada a su palo—. Pero, si no
te hubieras ido de la lengua con la violinista de El Vacío Voraz, no estarías
en esta situación y tu amiga no estaría muerta.
Se me desboca el corazón de nuevo y sus palabras son para mí como
puntas de flecha que se me clavan en la carne…
Levvi.
Se refiere a Levvi.
«Y eso significa que…».
—Te dio una nota runada que he usado para localizar dónde vives.
La estancia da vueltas y mi mente, por lo general lúcida, se nubla hasta
que no es más que un paisaje sombrío.
«Mis datos de contacto. Por si quieres que actuemos juntas otra vez».
Esbozó una sonrisa triste nada más decirlo, como si esas palabras le
supiesen fatal.
«Por todos los Creadores…».
No era necesario que le enseñara la esfera: habría salido airosa de ahí de
todos modos. Pero tenía prisa y estaba distraída, y muy desesperada por
terminar la misión de los cojones que había defendido con uñas y dientes.
Estuve ciega. Y fui estúpida.
Y egoísta.
«Y ahora Essi está muerta».
Gruño. La información que acaba de darme es como un tajo cruel sobre
la herida abierta de mi pecho, que todavía no ha tenido la oportunidad de
formar costra.
—Imagina la decepción que me he llevado al activar la runa de
seguimiento y darme cuenta de que la nota no me llevaba a La Floresta —
dice Rekk señalándome con el palo de fumar y sacudiendo la ceniza de la
punta—. Y eso significa que no eres más que una mandada a la que usan
para hacer el trabajo sucio. Mira, lo que necesito es alguien que tenga una
relación muy íntima con el Elding o que, por lo menos, conozca la
ubicación de La Floresta. ¿Puedes echarme una mano con eso?
«Sereme».
Agacho la barbilla y lo miro mientras mis pensamientos sobrevuelan un
terreno escarpado.
Por mucho que odie a la muy cabrona, jamás la entregaría a este
malnacido sádico. No solo pondría en peligro a Ruse, sino que, si el
monstruo consiguiese hacerse con el frasco que le cuelga del cuello, mucha
gente a la que respeto sería víctima de la Corona.
«No es una opción. No lo será nunca».
—Ay, venga, no me mires así. —Pega una calada hasta consumir casi del
todo el palo, lo lanza al suelo y lo aplasta con el talón de la bota—. Los dos
sabemos que, en cuanto te entregue a la Corona, el Gremio de los Nobles
dará ejemplo contigo, y eso significa que no acabarás nada bien, mi bonita
perra salvaje. Sin embargo, en esta estancia —añade acariciando el mango
del látigo—, tienes una oportunidad única para evitar ese destino si
decides…, no sé —mueve la cabeza de un lado a otro—, volver a abrir esa
boquita. ¿Entiendes por dónde voy?
—Sí —mascullo—. Y me niego rotundamente.
Con el ceño fruncido, se agacha para que lo vea bien desde arriba y me
mira confundido.
—Creo que no me has comprendido. Te estoy dando una oportunidad
para vivir, zorra estúpida.
—Te equivocas. Conozco bien tu juego retorcido. Es que me niego a
participar, y ya está. Puedes pegarme y arrancarme la piel a tiras, pero lo
único que conseguirás sacarme es sangre.
Mis palabras retumban en la estancia.
Me lleno la boca de saliva y le escupo.
Le doy en todo el ojo y experimento placer al ver cómo le tiembla el
labio superior y un fruncimiento de ceño le oscurece el semblante.
Levanta una mano para limpiarse el escupitajo sangriento.
—Pues nada —me espeta poniéndose en pie.
Da cuatro pasos breves, se coloca detrás de mí y me agarra la ropa.
Algo frío y afilado se desliza por mi espalda.
Oigo el ruido de la tela rasgándose como si fuera una hoja de pergamino,
dejando al desnudo mi piel erizada. Un puñal cae al suelo con un estruendo,
la única advertencia antes de que el primer latigazo me golpee como si
fuera una llamarada.
Mi cuerpo se sacude, pero consigo reprimir un aullido, me niego a
liberarlo. A darle la satisfacción de oírme chillar.
Otro latigazo sibilante atraviesa el aire y me desgarra la piel desde el
hombro hasta la columna.
Un temblor me nace en lo profundo de las entrañas y se extiende por mis
órganos, mis huesos, mi piel desgarrada cuando él me da un latigazo. Y
otro. Y otro…
La sangre salpica y mi cuerpo se despedaza una y otra vez hasta que noto
fragmentos de carne colgando que se sacuden con cada estremecimiento
provocado por la implacable sucesión de golpes.
Sin embargo, da igual la fuerza con la que me aseste los latigazos. El
escozor de las heridas no es nada comparado con la agonía que he padecido
al ver a Essi apagándose. Al ver cómo soltaba el último aliento y el calor
abandonaba sus extremidades.
Al mirarla por última vez, deseando que le brotaran alas y saliera volando
al cielo para hacerse un ovillo y ocupar su lugar entre las lunas, donde
podría seguir viéndola siempre. Y así no habría tenido que despedirme de
ella. No del todo.
De ahí que encaje los golpes. De ahí que gruña con los dientes apretados
mientras se me afloja la vejiga. De ahí que le suplique a la criatura que vive
dentro de mí que no vuelva a salir.
Es mi castigo por haberle fallado a Essi de tantas maneras, por haber
creído que podía querer a alguien manteniendo las distancias, por haber
pensado que no iba a correr la misma suerte que todos aquellos que
consiguen traspasar mi encallecido corazón.
Uso las punzadas de dolor como una armadura sobre mi cuerpo. El olor
de mi sangre inunda la estancia hasta que no me cabe duda de que me estoy
ahogando en ella.
Hasta que la oscuridad que me nubla la vista termina ganando la batalla.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra

La plumaluna más grande que he visto nunca sigue dando vueltas por el
cielo gruñendo. Creo que es una hembra, porque su cola es tan larga y
brillante como la de Náthae, la plumaluna de mi mahmi.
Creo que está buscando su huevo. Y llorando su pérdida.
Y buscándonos a nosotros.
Creo que es así porque es plateada, como el huevo, y no he visto jamás a
otro plumaluna de ese color.
Podríamos escondernos en el refugio de cría, pero aquí no. No como es
debido. Tengo miedo de que nos encuentre pronto y nos mate por haber
asaltado su nido.
No dejo de rogarle al huevo que se mueva para así poder guardar todo el
hielo que he colocado a su alrededor, que he ido sacando durante ciclos de
un pilar cercano. En cuanto empiece a eclosionar, me lo llevaré al refugio
de nieve, donde estará a salvo con Haedeon hasta que yo decida lo que
vamos a hacer y cómo regresar a Arithia.
Ahora mismo, me parece imposible.
Haedeon no se pone bien y no parece que nos persiga solo la plumaluna.
Oigo una manada de maldiespines cerca de nosotros, como si pudieran oler
la muerte en el aire. Hacen unos ruidos espantosos que rompen el silencio y
me dan miedo, aunque no estoy asustada por mí.
Estoy asustada por el precioso huevo que está en la nieve, delante de
nuestro refugio de cría improvisado. Parece un sol pequeño y plateado y
desprende muchísima luz. Aprovecho esa claridad para escribir aquí
sentada, sosteniendo el puñal de escamas de dragón de Haedeon con la
otra mano.
Nunca había cogido uno. Nunca había querido. Pero, si los maldiespines
se atreven a atacar, voy a tener que proteger el huevo. Y a Haedeon.
Aunque no me gusta la idea de matar seres vivos. No quiero matar a
nadie.
Espero de corazón que no se acerquen demasiado.
Raeve
CAPÍTULO 19
Algo salpicándome en la sien me saca de un sueño plagado de fuego y
miedo atroz justo cuando un grito amenaza con brotar de mi garganta…
Abro los ojos de golpe. Me castañetean los dientes y respiro
entrecortadamente a la espera de que pase el terror que siento. En cuanto se
me despeja la mente y veo el sucio entorno, regreso al aquí.
Al ahora.
Se me tensa la espalda y se me hiela la sangre.
Estoy en el rincón de una…
De una celda.
«Estoy sola en una celda».
Los barrotes cubren tres lados de mi pequeño espacio, mientras que el
cuarto lo forma una pared de piedra húmeda, en cuya rugosa superficie se
acumula la humedad debido al bajo techo. Un solitario farol ilumina todas
las celdas que están delante de mí y a los lados hasta donde me llega la
vista; el ambiente está formado por una potente y nauseabunda mezcla de
sangre, vómitos, excrementos y carne podrida.
La bilis amenaza con subirme por la garganta. La enormidad de todo lo
que ha sucedido desde que me he despertado en mi habitación ante los
golpes de pánico de Ne cae ahora sobre mí como una avalancha. Un
temblor repentino me sacude hasta los huesos, un temblor intenso e
indomable que no es consecuencia del frío.
Ni del miedo.
Ni del dolor.
Es el terrible temblor de un alma inquieta.
Me castañetean los dientes, incluso mis órganos se estremecen, y con esta
espantosa sacudida de mi cuerpo entero viene el agónico recordatorio de lo
que Rekk me ha hecho en la espalda.
Con un gruñido, recuerdo el látigo azotándome una y otra vez,
sumándose a un temblor implacable que
no
se
detiene.
Bajo la enorme túnica marrón que me cubre la mitad superior del cuerpo,
veo en mis tobillos unos grilletes de hierro unidos por eslabones. En las
muñecas llevo lo mismo y la cadena que las une se conecta con la de los
pies a través de una barra de metal. Sin lugar a duda, pretende impedir que
haga algo que no sea estar aquí sentada y pudrirme en mi propia suciedad.
El intenso dolor que siento en el hombro me dice que lo que deduzco que
es una estaca de hierro sigue bien clavada en mi cuerpo. Supongo que la
herida está infectada.
«Mierda».
Me llevo la mano a la boca para sacarme de entre los dientes el trozo de
lo que imagino que es el tendón del dedo de Rekk y lo arrojo, lo que hace
que me arda toda la espalda mientras un desgarrador aullido amenaza con
destrozarme la garganta.
Así pues, empiezo a tararear mi canción tranquilizadora con la esperanza
de que me calme de dentro afuera…
—Cre-cre-creía que estabas muerta —me dice una voz aguda desde la
celda que está delante de la mía, y dejo de temblar tan de repente que casi
parece que me lo he imaginado.
Alzo la barbilla tanto como puedo para ver mejor y diviso a una criatura
observándome en la penumbra con sus ojillos negros, sujeta a los barrotes
que nos separan con unas peludas garras grises.
Es un malpié macho, a juzgar por sus largos bigotes, que terminan
curvándose, a diferencia de los de las hembras, rectos como espadas.
—Sorpresa —digo con voz áspera.
Arruga su brillante nariz negra, y yo bajo la vista a sus dientes, que le
asoman entre los labios: son amarillos y puntiagudos, con incisivos largos y
ligeramente curvados, hasta el punto de que se unen en el extremo. Tiene la
cara cubierta casi por completo de un pelaje gris brillante y un montón de
pelo negro áspero alrededor de sus enormes orejas redondas.
—Ti-ti-tienes el ojo magullado.
Emito un ruido que ni confirma ni desmiente.
«La verdad sea dicha, es la última de mis preocupaciones».
—Me llamo Wrook. ¿Por qué te-te han co-cogido a ti? —me pregunta al
tiempo que suelta un barrote para rascarse detrás de la oreja, con los ojos
clavados en la sangre seca de mis puños apretados.
—Por hacerle cosas malas a gente mala.
«Creo».
La sangre que me cubría el traje era indicio suficiente.
—He oído de-de-decir que te va a ju-ju-juzgar el Gremio de los Nobles,
¿no?
Suelto una carcajada que me quema la garganta.
—Pues claro.
No todo el mundo consigue una audiencia con el Gremio. Solo aquellos a
los que no saben si dar un escarmiento y descuartizarlos en público o atarlos
en el coliseo.
Imagino que cumplo con los requisitos. Para sorpresa de nadie.
Teniendo en cuenta mis interacciones con Rekk, es imposible que el
Gremio no aproveche esta maravillosa oportunidad para atraer a más Ath a
la superficie. Me apuesto lo que sea a que es la única razón por la que me
han considerado digna de juicio. Para prolongarlo. Para darles tiempo a que
urdan un plan.
El problema es que quizá funcione.
—¿Qué te ha traído a ti a este precioso lugar? —le pregunto para intentar
distraerme de mis devastadores pensamientos.
—Ro-ro-robar —responde Wrook echándose hacia atrás y formando un
ovillo con el cuerpo. Alarga la pata y se rasca la oreja, cuyo picor por lo
visto es incesante.
—¿No se supone que por eso se os aprecia tanto? ¿Por qué te iban a
encerrar?
—Para castigar a mi amo. —Se estira, se arrastra hasta el rincón más
alejado de la celda y empieza a cavar a toda prisa, levantando fragmentos
de piedra que se desparraman por el suelo.
Enarco una ceja.
Es ambicioso; me alegro por él. Aunque no sé por qué intenta cavar hacia
abajo, pues lo único que se encuentra en las profundidades es la guarida de
la trogg. Cambiará una muerte por otra, pero quizá prefiere morir rodeado
por la basura de Gore que por los barrotes de una cárcel.
Quizá yo también debería cavar.
Se oye un sollozo por el pasillo y miro hacia el rincón sombrío de la otra
celda, donde vislumbro la silueta de una mujer atada y encogida que no
para de temblar. Lleva un vestido blanco hecho jirones y tiene ampollas en
la planta de sus pies descalzos.
—¿Y qué me dices de ella?
Wrook se detiene y se le crispan los bigotes al mirar hacia atrás en
dirección a la mujer.
—Se negó a hacer de ve-veracista para la Corona —dice.
Siento el pecho lleno de piedras afiladas que se me clavan en las
costillas.
Pienso en las carpas que se alzan por la ciudad, con soldados apostados
en el perímetro y enormes filas de niños temblorosos que entran de uno en
uno en ellas, donde siempre hay un veracista dispuesto a examinarles la
cabeza para averiguar si los pequeños son capaces de oír alguna de las
cuatro canciones elementales.
A un lado, siempre se encuentra un carruaje, a la espera de llevarse a los
reclutas con sus flamantes abalorios hasta Drelgad para que dé comienzo su
entrenamiento. Cerca, hay siempre una multitud de padres llorando,
abatidos por la certeza de que no volverán a ver a sus hijos.
De la carpa sale también un reguero de niños a quienes acaban de marcar
como nulos, que abandonan el lugar con sangre en la oreja por su muesca
recién hecha.
Suelto un suspiro.
El ruido de unas botas avanzando por el pasillo hace que Wrook coja una
raída manta marrón y la coloque encima del agujero. A continuación, corre
hacia los barrotes. Frunzo el ceño al darme cuenta de que los demás
prisioneros, menos la veracista, hacen lo mismo.
El motivo resulta evidente en cuanto oigo chirriar las ruedas de un carro
y me llega el olor de las gachas. Es la misma bazofia que sirven en los
pozos mineros.
El dolor que siento en el pecho es tan intenso que me deja sin aliento. Ese
conocido aroma atraviesa mi maltrecho corazón…
Cuando conocí a Essi, las gachas eran una de las pocas cosas que su
sensible tripa era capaz de digerir, ya que estaba muy acostumbrada a la
insípida comida que robaba en Suburbia.
Un guardia de pelo negro, ojos despiertos y barba bien cuidada se detiene
delante de mi celda, se agacha y mete un tablero por debajo de la puerta con
barrotes. Frunzo el ceño y levanto la cabeza del suelo: sobre él, hay un
trozo de pergamino sujeto por las esquinas.
El guardia lanza un trozo de carbón afilado entre los barrotes, pero no me
atrevo a moverme lo bastante rápido como para cogerlo por los aires, así
que me golpea en la cara.
Gilipollas.
—Si quieres que te dibuje un garabato, te encantará saber que tu cara me
sirve de inspiración —digo dedicándole una sonrisa de oreja a oreja que me
produce dolor en la cuenca del ojo.
—Firma para recibir comida —me gruñe—. Y también con la huella del
pulgar. Si consigues salir de aquí con vida, vas a tener que pagar por cada
plato recibido.
Me río resoplando por la nariz.
Cojo aire para recomponerme y me incorporo con los dientes apretados,
resoplando al notar el agudo dolor que me causa la carne despellejada de mi
espalda, que se mueve en cien ángulos distintos. Un líquido cálido emana
de mis heridas cuando doy un paso adelante, con la vista fija en la pequeña
placa de metal clavada al suelo delante de mi celda para indicar su número.
Maniobro con las manos engrilletadas para coger el trozo de carbón y
escribo en el pergamino:

Prisionera setenta y tres


Me froto un poco de carbón en el pulgar y presiono el pergamino.
Después, deslizo el tablero por debajo de la puerta.
El guardia me dedica una mirada reprobatoria.
—¿Qué pasa? —digo disimulando—. ¿Tengo monos en la cara?
—El carbón, prisionera setenta y tres. —Extiende una mano en mi
dirección—. Ahora.
—Vale —rezongo lanzándolo entre los barrotes—. Me pudriré de
aburrimiento antes de que empiece mi juicio y toda la culpa será tuya.
El guardia gruñe, coge el carbón y se aleja por donde ha venido justo
antes de que el carro llegue junto a mi celda. Un sirviente mucho menos
ostentoso de la Corona echa una cucharada de una masa gris grumosa en un
cuenco de madera y me lo pasa por debajo de la puerta. Luego, mete una
jarra metálica de agua entre los barrotes. Después, empuja el carro por el
pasillo y le da un cuenco y una jarra a Wrook.
Frunzo al ver la masa gris y me quedo mirando al criado.
—¿Cómo se supone que voy a comérmela?
—Pues mete la cabeza en el cuenco, a mí qué me cuentas —gruñe
mirándome por encima del hombro.
«Me faltan dedos para contar a tantos gilipollas sueltos».
Desplazo la mirada a la celda de mi izquierda, donde un hombre usa las
manos para llevarse la comida a la boca. Su cuerpo es puro hueso, tiene la
piel pálida y cubierta de vello claro y lleva una tela gris harapienta que solo
le tapa algunas partes.
Desvía su mirada cetrina hasta donde yo estoy. Le gotean gachas de los
ásperos pelos de la barba al meterse otro montón en la boca.
Un escalofrío me sube por la columna.
Miro a Wrook, que tiene el hocico dentro del cuenco mientras come
directamente de él.
—Toma —le digo empujando mi comida con el pie por debajo de los
barrotes que nos separan para meterla en su celda.
Me mira con sus brillantes ojillos desorbitados.
—¿Estás se-se-segura?
—Segurísima —contesto. Dirijo la vista al agujero oculto del rincón de
su celda—. Tú necesitas la energía más que yo.
«Me encanta albergar esperanzas, aunque sea en vano».
Wrook extiende la pata, coge con las garras el borde de mi cuenco y se lo
acerca.
—Gra-gracias —dice con el hocico lleno de la asquerosa comida.
—No hay de qué.
Regreso al rincón de mi celda con movimientos lentos y agónicos, me
siento en el suelo y cierro los ojos. Mientras escucho los ruidos que hacen al
comer, me arranco los padrastros de los dedos.
No paro de darle vueltas a la cabeza a una velocidad feroz al recordar
otra celda.
Otro momento.
Una celda en la que nací de una forma extraña, con un vínculo con sus
paredes, el olor y la mujer con quien la compartí.
Por aquel entonces, tenía algo por lo que luchar: alguien a quien quería y
a quien apreciaba. Ahora, solo tengo un corazón herido y una sed de
venganza que es tan absurda como el agujero que está haciendo Wrook en
el suelo.
Estoy atrapada en una celda, con grilletes de hierro, una estaca en el
hombro y un juicio programado con el Gremio. La única forma en la que
voy a salir de aquí es…
Muerta.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra

Mi pahpi dice que tener a una plumaluna adulta siendo tan joven me
vuelve extraordinaria, pero yo no me siento así.
Haedeon no volverá a caminar porque los huesos se han soldado, pero
no como deberían. Mi pahpi dice que nadie tiene la habilidad de romperlos
de nuevo para arreglar una herida tan delicada y profunda sin abrirlo en
canal ni arriesgarse a hacerle más daño.
Su plumaluna quizá no vuele nunca porque tiene el ala lisiada. Porque
una manada de maldiespines olisqueó nuestro improvisado campamento y
tuve que ocultar el huevo en el refugio, junto al calor de Haedeon, antes de
que pudiera eclosionar del todo.
Sí, me enfrenté a los maldiespines, pero habría perdido la batalla si la
gigantesca plumaluna que daba vueltas por el cielo no hubiera aparecido y
chamuscado al resto. Sí, luego me subí encima de ella y me sujeté muy
fuerte durante mucho tiempo hasta que escuchó mi dulce canción, pero hice
lo que debía hacer para llevar a mi hermano a casa. Porque los Creadores
no me cantaron por mucho que les supliqué que nos ayudaran.
Y ahora no se callan.
Raeve
CAPÍTULO 21
Wrook cava en el rincón de su celda mientras yo murmullo, sentada en
la mía, golpeando el suelo con el pie al compás de la melodía que suena en
mi cabeza. Recorro las rendijas y los salientes del techo en busca de las
gotas de humedad que penden de las puntas más pronunciadas con la
intención de adivinar cuál será la siguiente en caer. No paro de jugar a esto
desde que me metieron aquí.
No sé cuánto hace de eso. Me parece que una buena temporada.
Quizá los que me encerraron piensan que, dejando que me pudra en esta
ratonera, me voy a volver loca. Lo bastante dócil para que, cuando
finalmente me lleven ante el Gremio de los Nobles, me someta a su
voluntad.
Por desgracia para ellos, tengo muchísima experiencia en el arte de vivir
en un espacio reducido, y hay muchísimas formas de pasar el tiempo en una
celda si se dispone de una gran imaginación.
Unos estruendosos pasos retumban por el pasillo, así que atenúo mi
murmullo y esbozo una sonrisilla al ver que Wrook tapa su agujero de
rebeldía con una manta, se hace un ovillo a su lado y finge estar dormido.
Clavo la vista en una gota de agua que, sin lugar a duda, será la siguiente
en caer…, pero me llevo una decepción cuando es otra la que me da en la
punta de la nariz, haciéndome poner un mohín.
Frunzo el ceño y miro el glóbulo tembloroso con los ojos entornados.
«¡Cae, tozudo de mierda!».
Otra gota aterriza sobre mi rodilla, haciendo que un suspiro brote de mis
labios secos.
Se me da fatal este juego. No he acertado ni una sola vez. Juro que, para
cuando me lleven al encuentro de mi destino, le habré pillado el truco.
Un hombre ataviado con una gruesa capa blanca pasa a toda velocidad
por delante de mi celda y me pregunto, en lo más profundo de mí, por qué
demonios un runi iba a adentrarse en las asquerosas entrañas de Gore,
abarrotadas de traidores a la Corona medio aniquilados. Quienquiera que
sea se detiene frente a la celda de Wrook y se agacha.
—Tengo entendido que le robaste el anillo equivocado a la feérica
equivocada —dice el hombre con una voz profunda y grave que me eriza la
piel.
Es una voz que reconozco.
El corazón me martillea las costillas y dirijo la vista al fornido visitante
con capa mientras Wrook finge desperezarse.
Es el encapuchado de El Vacío Voraz, pero va vestido como un runi.
Me arrimo más a las sombras del rincón…
En el túnel de viento, presionándole el miembro con mi puñal de hierro,
me sentí muy fuerte y tranquila. Ahora, estoy hecha polvo en una celda,
persiguiendo gotas de humedad y oliendo mi propia mierda. Me parezco a
un dragón languideciendo, y lo último que me apetece es que su penetrante
mirada repare en los puntos de mi cuerpo que todavía no se han solidificado
del todo.
—Un error muy costoso —consigue decir Wrook mientras finge un
bostezo.
—Te he buscado por todas partes, ¿sabes? —gruñe el hombre.
Wrook alza las orejas y tuerce la nariz. Se lame las patas y las usa para
apartarse el pelo de la cara mientras se pone en cuclillas.
—¿Y eso?
—Alguien a quien conozco te vio escabullirte por la alcantarilla más
cercana con un fragmento lunar en las manos.
Se me acelera el corazón.
¿Por qué, en nombre de todos los Creadores, está buscando fragmentos
lunares?
Wrook se lleva la pata a la oreja para rascarse tras ella.
—No sé de qué me es-es-estás hablando.
—Puedo sacarte de aquí. Cavar no te servirá de nada: este lugar está
runado para que nadie pueda profundizar más allá de un pie. Y tengo un
colmillo de siegasable que estoy dispuesto a intercambiar por el fragmento.
Arqueo una ceja.
Según Ruse, los siegasables pierden los colmillos con cada muda, pero
son superdifíciles de encontrar.
Recuerdo la primera vez que compré un trocito para Essi. Ruse me dijo
que no se sueltan hasta que el animal ha dado el estirón; a menudo,
terminan perdidos en los volcanes de Gondragh, ya que ahí es donde se
juntan los siegasables para terminar la muda, lejos de cualquier cosa que
pudiera hacerles daño en un estado tan delicado. También me enteré
enseguida de que valen diez veces su peso en rocadragón y que sirven como
adhesivo para los grabados de los runis.
Wrook menea la nariz y, poco a poco, baja la pata con que se rascaba
hasta ponerla en el suelo.
—¿De qué ta-ta-tamaño es el colmillo?
—Como mi pierna.
Bajo la vista a su pierna con los ojos muy abiertos.
—Trato hecho —dice Wrook más rápido de lo que tarda Rekk en sacudir
el látigo.
Sonrío. El orgullo me calienta el pecho.
«Me alegro por él. Me encantan los finales felices».
—Compraré tu sentencia y te sacaré antes del alba —anuncia el hombre.
Al pasar por delante de mi celda, se detiene de pronto. Olisquea el aire y
gira la cabeza en mi dirección con la lentitud de una aurora al ponerse.
Me quedo sin aire.
Recorre mi silueta con la vista, como si intentara atravesar las capas de
suciedad y sombras para verme la cara, desprovista de velo.
Hundo la barbilla sobre el pecho y unos cuantos mechones sueltos de
pelo caen hacia delante, ocultándome.
«Márchate».
«Márchate».
«Márchate».
—Eres tú —dice con voz ronca. Se me detiene el corazón y se me pone
de punta el vello de la nuca—. Acércate a la luz.
—¿Quién ha muerto y te ha hecho rey, para que vayas dando órdenes así?
—gruño con la garganta irritada.
—Mi pah —repone sin más. Me sale una carcajada, aunque me contengo
antes de que el exceso de movimiento me tense las heridas y haga que
vuelvan a sangrar.
—Qué gracioso.
Se hace el silencio.
Él se acerca más a los barrotes, con los brazos cruzados sobre su ancho
pecho. La incómoda ausencia de palabras dura tanto que me roe por dentro.
—¿Esperas… algo? —pregunto con el ceño fruncido.
—Sí, que te acerques a la luz para que te vea la cara.
Me río resoplando por la nariz.
«Menudo capullo engreído».
—No, gracias. Vas a tener que cruzar los barrotes de hierro y arrastrarme
tú mismo.
Hace una breve pausa y coge el candado que cuelga de mi puerta. Lo
aprieta hasta dejarse blancos los nudillos mientras el metal chirría y tira de
él…
Ahogo una exclamación cuando el candado se abre.
«Lo ha roto».
Levanta la mano y separa los dedos con teatralidad para que el inservible
trozo de metal caiga al suelo con un estrépito que retumba en las paredes al
compás de mi corazón desbocado.
«Joder».
—No suelo tomar nada que una mujer no me dé libremente —dice
descorriendo el pestillo—. Sin embargo, tu voz me recuerda a la de alguien
y me he pasado cinco duermevelas sin pegar ojo, convencido de que me
estoy volviendo loco.
Abre la puerta de un puntapié. El chirrido de las bisagras me crispa los
nervios, pues me recuerda a las veces que me sacaron a rastras de otra
celda, con los pies por delante mientras arañaba la piedra con las uñas y
gruñía.
Cuando da un paso adelante, aparto los pies en dirección a mi trasero,
apretando los dientes a fin de contener el aullido que casi se me escapa al
apoyarme sobre mi espalda en carne viva para incorporarme como puedo.
—Pues siento decirte esto —susurro—, pero no te había visto antes de
esa duermevela en el lado sur de la muralla.
—Por tu bien, espero que te equivoques —gruñe avanzando hacia mí,
adueñándose del espacio con su imponente presencia.
—¿Y si no me equivoco?
Se adentra en mi sombra, casi lo bastante como para que pueda tocarlo si
extiendo un brazo. Cuando respiro de nuevo, el aire se mezcla con su
embriagador y penetrante aroma.
Se quita la capucha, mostrándome ese rostro atractivo y serio.
Se me contraen los pulmones al verlo.
Con los labios apretados, da otro paso adelante.
—¿Y si no me equivoco?
—Vaghth —susurra, una palabra que es una llama ardiente para mi
conciencia.
Se me tensa la espalda y siento un hormigueo en todo el cuerpo que me
incomoda.
El farol se sacude, como si algo intentara escapar de su interior, uno de
sus diminutos cristales estalla y, sobre la mano extendida del hombre, cae
una lengua de fuego, que moldea ante mí como si estuviese hecha de arcilla.
Junta las cejas, espesas y negras, y su semblante palidece al tiempo que
me castañetean los dientes y se me acelera el corazón.
Abro muchísimo el ojo.
Contemplo la llama como la crepitante y abrasiva enemiga que es, a la
espera de que la pase por mi piel, pintando un camino de carne fundida.
De sus labios brota un sonido ahogado, como si sus pulmones hubieran
olvidado respirar.
Alza una mano como si quisiera acariciarme la mejilla, pero se limita a
dejar un dedo de separación con mi piel. El calor que irradia su palma
parece un rayo de sol.
—¿Có…? —dice recorriéndome la cara con la mirada, siguiendo mis
facciones con una precisión abrumadora—. ¿Có-cómo?
Pronuncia esa palabra de una forma que me parte por la mitad, como si
estuviera metiendo sus musculosos brazos en mis gélidas profundidades
para derretir el lago que oculto en mi interior y convertirlo en una tormenta
de aguanieve.
Abro la boca para decir algo, pero lo único que me sale es un soplo de
aire helado.
La tensión se recrudece en el espacio que nos separa.
Aparta la mano que tiene cerca de mi cara y forma un puño. Pega un
puñetazo en la pared detrás de mi cabeza con tanta fuerza que hace una
grieta en la roca que avanza por el techo.
Un montón de gotas de humedad nos caen encima.
—¿Cómo es posible? —brama. Suelto un gruñido mostrando los
colmillos, que se mueren por dar una dentellada y clavarse en su carne.
—No sé a qué te refieres —mascullo deseando que se marche.
Que desaparezca.
Que la llama de su mano se extinga antes de que deje al descubierto el
dolor del que he intentado desprenderme con todas mis fuerzas.
—Ella dice la verdad —tercia una voz temblorosa desde la celda
contraria. Es la veracista de pelo oscuro, que ha dejado de llorar hace
ochenta y nueve gotas.
Creía que se había dormido.
El hombre frunce el ceño y dirige su mirada cenicienta a la mujer.
—¿Eres veracista?
—Así es. La joven está confundida por tu interés. También está aterrada
por…
—Suficiente —espeto, haciendo eco por las paredes.
El hombre vuelve a concentrarse en mí. Su penetrante mirada revela
muchísimas capas de incredulidad.
Aplasta el fuego con su enorme y callosa mano, aunque solamente
disfruto de un instante de calma antes de que se saque un vial elemental
metálico del bolsillo y levante la tapa, iluminando la celda con una llama
rojiza de siegasable.
Se me cierra la garganta y solo me sale un grito ahogado, aunque desearía
eliminarlo tan pronto como brota de mis labios.
Él levanta la otra mano para apartarme un mechón de pelo de la frente
con las ásperas puntas de sus dedos, haciendo que sienta escalofríos.
—¡No me toques! —rujo cuando me coloca el cabello detrás de la oreja.
Me traza con el dedo la cicatriz que me cruza la frente, y le bulle el pecho
con un sonido que me recuerda a un temblor en el suelo. Es una marca que
solo queda a la vista bajo la llama de dragón, la única sustancia existente
capaz de iluminar una línea de runas antiguas y desenterrar sus fantasmas.
—La cabeza —gruñe—. Te la han curado.
«Curado…».
Qué palabra tan graciosa. Implica el fin de algo. Pero cualquier dolor
tiene eco si buscas bien.
Una herida no llega a desaparecer del todo jamás.
—No recuerdo habérmela hecho.
«No es mentira».
—Tu ojo. —Baja la vista—. ¿Qué te ha pasado?
—He tropezado con una piedra.
—¿Y la piedra se ha levantado y te ha dado un puñetazo en la cara? —
Ladea la cabeza.
—Me pasan unas cosas rarísimas. —Le dirijo una sonrisa fingida.
Se hace un breve silencio antes de que prosiga, con voz tan suave que me
cala hasta los huesos.
—¿A quién estás protegiendo, Rayo de Luna?
«Estoy protegiendo mi frágil y asfixiante venganza, por caótica que sea».
Quizá mi visión distorsionada me haga ver cosas, pero tiene una
expresión extraña. Como si al decirle quién me pegó de verdad en la cara se
fuese a encargar él de esa muerte, y me aferro a la esperanza de hacerlo yo
misma a no ser que acabe en las fauces de un dragón o abierta en canal.
—No me llamo así. Y no necesito ni que libres mis batallas ni tu
presencia en esta celda.
Me mira y cierra su vial elemental para devolver la llama al frasco de
metal runado.
—Demuéstramelo.
—¿Cómo dices? —Frunzo el ceño.
—Date la vuelta, levántate la túnica y enséñame la espalda. Si una piedra
puede hacerte tanto daño en la cara, me interesa mucho ver lo que te ha
hecho para llenar la celda con este olor a sangre.
—Eh…. —Se me cae el alma a los pies—. No.
—Siempre tan tozuda —masculla, como si el muy capullo me conociera.
Se inclina hacia delante.
En ese momento, alguien se acerca corriendo por el pasillo con otra
vestimenta blanca de runi, parecida a la que lleva este hombre. El atuendo
es un disfraz, evidentemente, a juzgar por su vial y su afinidad con Ignos. A
no ser que tenga múltiples talentos, claro.
El runi se detiene junto a mi celda y observa las sombrías profundidades.
—¿Majestad? —susurra, estremeciéndome con esa palabra. Tiene los
ojos muy abiertos por el pánico y los pasa de uno a otro—. Vienen guardias.
Muchos guardias.
Frunzo el ceño y clavo la vista en el hombre que se encuentra delante de
mí, inmóvil.
Sin parpadear.
«Majestad».
Joder, lo ha llamado «majestad».
Es como si me hubieran arrojado una jarra de agua helada que me
arrebata todo el calor del cuerpo.
—Eres un… rey.
—Sí, te lo he dicho. —Hace una breve pausa al subirse la capucha y
volver a sumir su rostro en las sombras, aunque los ojos le siguen
centelleando como dos ascuas—. ¿Hay algún problema, Rayo de Luna?
Una oleada de rabia me embarga el pecho y la boca hasta el punto de que
me resulta imposible hablar para decirle que sí, que hay un problema.
La Sombra, La Bruma y La Llama están gobernadas cada una por un
hermano Vaegor distinto, los tres cortados por el mismo patrón de maldad.
Al rey de La Bruma lo he visto de lejos; es Cadok Vaegor. Ese hombre no
es él. Por lo tanto, o bien reina en La Sombra, o bien en La Llama.
Si hay que fiarse de los rumores, La Sombra es una nación todavía más
podrida que este reino, un territorio frío y vasto gobernado por Tyroth
Vaegor, un monarca cruel con un corazón que dicen que se endureció al
perder a su reina.
La Llama…, en fin.
Muy pocos de los que se atreven a adentrarse en la zona más soleada del
mundo regresan para hablar de la región, aunque se comenta que el rey
Kaan es salvaje y tiene sed de sangre. Que Rygun, su longevo siegasable,
era demasiado grande para ocupar cualquiera de las guaridas de la ciudad la
última vez que visitó Gore. Que permite que la bestia cace libremente por
su reino, prendiéndoles fuego a las ciudades con su abrasador aliento y
devorando a su pueblo, de quien el tirano se preocupa más bien poco.
No sé qué opción es la peor. No sé con quién me apetece menos
compartir esta celda ahora mismo y respirar el mismo aire sucio.
Una cosa está más clara que el agua: no pienso inclinarme ante ninguno
de ellos, aunque me pongan una espada al cuello.
Una estampida de pasos retumba por el pasillo mientras le sostengo la
mirada y se detienen ante mi celda. Veo de reojo las siluetas oscuras de
guardias armados hasta las cejas.
—¡Eh, runi! —exclama uno de ellos—. ¿Qué estás haciendo en la celda
setenta y tres?
—Soy el sanador —responde el rey sin apartar los ojos de los míos—.
Me han indicado que examinara las heridas de esta prisionera.
Lo miro con incredulidad.
—Eso es imposible. Todo el mundo ha recibido instrucciones de no
entrar en esta celda. Es la presa más peligrosa.
Me sentiría halagada, pero no tengo espacio para esa emoción; lo ocupa
todo la burbujeante rabia que se me acumula en la garganta, como si fuese
un dragón a punto de arrojar su primera llamarada.
—Te ordeno que salgas de ahí. Se ha acordado que la juzgue el Gremio
de los Nobles. Vamos a escoltarla hasta allí.
Es música para mis oídos. No me apetece pasar ni un segundo más en
presencia de este monstruo.
—Eso, sanador —repongo dedicándole una sonrisa amarga—, haz el
favor de salir de mis aposentos. No necesito tu ayuda…, ni ahora ni nunca.
Una enorme tensión se adueña del aire que nos envuelve y él da un paso
atrás con un gruñido.
Los guardias irrumpen en mi celda como un río de armaduras rojizas y
olor a cuero pulido. Un hombre me coge por el hombro herido y me empuja
hacia delante; suelto un gemido.
—Le han clavado una estaca de hierro —anuncia el rey, cuya voz es una
amenaza de muerte velada que quiero coger, arrugar y metérsela por la
garganta.
No quiero que haga uso de sus cojones imperiales por mí. Sobre todo
porque no se molesta en hacerlo por su propio pueblo.
Se queda mirando al guardia como si quisiera arrancarle la tráquea.
—¿Por qué?
—Porque habla con Clode y con Bulder. —Me inmoviliza al tiempo que
otro guardia abre la barra que une mis cadenas—. Es justo el motivo por el
que nadie puede entrar en esta celda.
—¿Cómo lo sabéis? —inquiere el rey mientras me enganchan a una
cadena de hierro con la que sopeso estrangularlos a todos hasta que veo el
abalorio elemental de color rojo que cuelga del lóbulo de uno de los
guardias.
«A lo mejor no».
—Derrotó a una unidad entera en Suburbia. Destrozó los pulmones de
siete soldados antes incluso de empezar a lanzar puñales. Asesinó a otros
doce de formas que te revolverían el estómago, abrió una grieta en el suelo
que mató a otros seis y, luego, le arrancó el dedo de un mordisco a un
prestigioso cazarrecompensas contratado por la Corona.
«Vaya».
Qué buena soy. Me daría una palmada yo misma en la espalda si no me
hubieran desollado la piel.
—¿Quieres pelea? —le pregunto al rey. Esbozo una sonrisa de
satisfacción que puede llevarme a la tumba y me pregunto cómo es posible
que no esté tan ofendido por mi elevado número de víctimas como me
esperaba—. Si gano, compras mi sentencia y me pongo otra vez a matar a
hombres malvados con la polla pequeña y el ego tan hinchado como para
justificar su repugnante conducta. Y tú te pones a…, no sé, a buscar
fragmentos lunares.
Noto cómo los malvados ojillos del guardia saltan entre el Rey
Disfrazado y yo. Su alteza se me ha acercado tanto que apenas nos separa
un dedo ya.
El mundo parece desvanecerse por completo cuando me mira con tal
intensidad que casi olvido respirar.
—Ya no tiene sentido, porque he encontrado la pieza más importante.
El aire que nos envuelve se tensa tanto que estoy convencida de que un
mero golpecito lo hará añicos.
Al inhalar de nuevo, estampo el pecho contra sus firmes y musculosos
pectorales.
—Bueno, pues nada —gruño—. Ve a recoger tu recompensa.
—Complicado —repone—. Se encuentra en un lugar problemático.
Difícil de alcanzar.
Me río resoplando por la nariz.
«Por favor».
—Seguro que tienes los recursos necesarios para conseguirlo —mascullo,
y señalo con la barbilla al soldado que está tras él—. Acabemos con esto de
una vez.
—¿Y esa prisa? —pregunta el rey, lo que me hace soltar una carcajada
burlona.
—Sí, es que me muero por que me descuarticen o me sirvan de pinchito
moruno a los fundefauces.
«Dijo nadie nunca».
Me sacan de la celda y me guían por el pasillo mientras avanzo con los
pies engrilletados por delante de gente agarrada a los barrotes.
Observándome partir.
Sin embargo, la única mirada que noto es la de él, que se desplaza en
zigzag por mi espalda. Está claro que mi túnica está manchada con sangre
tanto seca como reciente.
Juraría que el suelo tiembla.
Me empujan hacia otro pasillo en el que ya no noto su escrutinio, en
dirección a un juicio en el que un mazo sentenciará mi destino.
De nada me serviría esperar un resultado positivo. No lo habrá. Y ese
pensamiento es casi… liberador. Me quita un peso de encima y me aligera
el paso.
Se me dibuja una sonrisa en el rostro cuando uno de los fornidos guardias
tira de mí por un tramo de escaleras.
«Ya que estamos, antes de morir vamos a divertirnos un poco».
Raeve
CAPÍTULO 22
Ocho guardias me escoltan por un pasillo de techo alto con vidrieras por
las que entra un caleidoscopio de luz que me calienta en exceso media cara.
Avanzo lenta, pues cada movimiento es una victoria, mientras mi túnica
húmeda se pega a la carne desgarrada y pegajosa de mi espalda.
Cada paso que doy hacia delante es más difícil que el anterior, como si la
gravedad me estuviera aplastando y fuese ejerciendo cada vez más presión.
Y más.
Unos puntos blancos empiezan a nublarme la vista cuando el guardia que
va delante de mí tira de mi cadena para hacerme doblar un recodo por el
que llegamos a los pies de una escalera en sombra. Reprimo un gemido.
De haber sabido que el recorrido iba a cansarme tantísimo, a lo mejor me
habría comido la última ración de gachas en lugar de pasárselas a otro
prisionero, como he hecho con la mayoría.
—Sigue caminando —me gruñe el guardia que va detrás de mí dándome
un empujón entre los omóplatos.
Una oleada de dolor amenaza con hacer que me fallen las rodillas y todo
mi cuerpo se sacude mientras cojo aire con los dientes apretados. Noto la
humedad deslizándose por mi espalda.
Muevo el cuello de un lado a otro y abordo las escaleras subiendo
escalón tras escalón tambaleándome hasta que salimos a un escenario
circular de hierro situado en la base de un anfiteatro abovedado. Me hacen
dar unos cuantos pasos más por la superficie metálica, que noto lisa y fría
bajo mis pies, y a continuación un guardia engancha mi cadena a un aro de
metal que sobresale del suelo.
Encima de mí, se alza una balaustrada baja que rodea el anfiteatro al
completo, donde se ha instalado una hilera de hombres, todos ellos con más
de un abalorio elemental.
Los nobles y el canciller de ojillos malvados.
Visten túnicas de colores vivos que combinan con el techo, decorado con
un mural de fundefauces en pleno vuelo que exhiben su plumaje multicolor
y una larga cola emplumada rematada por un penacho que oculta su aguijón
venenoso.
Me observo el cuerpo —cubierto de sangre, suciedad y a saber qué más
— y me huelo la ropa, advirtiendo el hedor que desprende, lo que me hace
arrugar la nariz.
Dirijo la mirada a los nobles, que me contemplan con maldad.
—Lo siento. —Mi voz retumba por el vasto lugar—. Me he olvidado de
darme un baño para nuestra importante cita.
Silencio.
—No te preocupes, prisionera setenta y tres —mascullo poniendo voz
grave—. Sabemos que tienes muchas cosas entre manos.
Mis guardias retroceden y bajan las escaleras. Alzo la vista al segundo
entrepiso, que abarca toda la estancia. Está mucho más arriba que la zona
donde están sentados los nobles y cuenta con una barandilla que llega hasta
la cintura de la numerosa multitud que allí se encuentra y que nos observa
desde el sitio que ha comprado. Son aquellos a quienes les encanta ver
cómo los nobles destrozan vidas. No entiendo por qué. Pero, para ser
sincera, tengo la intención de montar un buen espectáculo, así que el precio
que hayan pagado les habrá merecido la pena.
Examino los rostros, con miedo de ver a alguien a quien conozca, alguien
que tal vez decida cometer una estupidez, y es como si me diesen un
puntapié en el pecho cuando diviso al Rey Disfrazado contemplándome
desde el lugar elevado que ocupa entre los plebeyos.
«Mierda».
Aunque lleva la capucha y medio rostro sumido en las sombras, noto su
mirada clavada en mí, causándome escalofríos.
No sé qué he hecho para merecer su asquerosa atención, pero ojalá
pudiera quitármela de encima.
Desvío la mirada al trono de piedra vacío que se halla entre los asientos
de los nobles. Me pregunto cuándo va a unirse a la fiesta el rey de La
Bruma.
«A lo mejor entra tarde adrede».
El canciller da tres golpes con el mazo y mi corazón da tres vuelcos al
mismo tiempo. Deja a un lado el instrumento para romper el sello de un
pergamino, que despliega, dando así comienzo a mi juicio.
Se me cae el alma a los pies.
Acabo de darme cuenta de que nuestro presuntuoso rey debe de seguir en
Drelgad y la decepción me embarga por completo.
«Vaya, hombre, al final no me voy a divertir».
Me moría de ganas de decirle que se le daría muchísimo mejor recoger
mierda de colk con una pala que gobernar en La Bruma.
Se hace el silencio mientras el canciller me mira. Tiene la nariz aguileña,
dos abalorios —uno marrón, otro transparente— en el lóbulo y una barba
rubicunda recogida en dos trenzas idénticas.
—La ley de La Bruma declara que quienes oyen las canciones de los
Creadores están obligados a llevar abalorios elementales —dice arrastrando
las palabras con una voz que retumba por el espacio, que por lo visto está
runado para amplificar el sonido—. Consta que tú no llevas ninguno y que
te haces pasar por nula.
El escriba que está a tres pasos de mí, sentado a una mesa junto a un runi
con traje blanco, escribe en un pergamino con una pluma roja. El ruido que
hace me llega con tal precisión que es como si estuviera grabando esas
palabras en mi carne.
—Creía que era nula —respondo encogiéndome de hombros, con lo que
un fulminante dolor me atraviesa la espalda y me provoca hormigueos en
las entrañas, así que las siguientes palabras las pronuncio con los dientes
apretados—. Imaginad mi sorpresa cuando Clode me susurró una canción
preciosa al oído y me ayudó a destrozarles los pulmones a todos esos
soldados.
Un cúmulo de murmullos descienden desde lo alto de la estancia.
El canciller entorna los ojos.
—Según tengo entendido, hablas el lenguaje de Clode con una soltura
que da a entender que hace tiempo que la oyes.
—La suerte del principiante. —Le sonrío de oreja a oreja.
—Mentira.
Miro de reojo al runi fornido de pelo rubio y bajo la vista para fijarme en
los dos botones de oro que adornan la costura central de su traje: un palo de
grabado y una pequeña nota musical.
«Es veracista».
Me fulmina con la mirada y frunzo el ceño.
—Aguafiestas.
—¿Y Bulder? —me pregunta el canciller—. ¿Qué me dices de él?
—¿Nunca has deseado que la tierra se abriera y engullese a tus
enemigos? —Ladeo la cabeza—. Supongo que mi sueño se hizo realidad.
Qué suerte la mía.
—No es mentira.
—¿Lo veis?
El canciller me dirige una mueca de desdén, como si mientras hablamos
estuviera imaginándose que la tierra me traga.
Se aclara la garganta y empieza a leer el pergamino.
—Tú, la autoproclamada prisionera setenta y tres —me mira con los ojos
entrecerrados y yo ensancho la sonrisa—, estás acusada del asesinato de
veintitrés soldados de la Corona…
—Veinticinco —lo corrijo, y en la sala estallan murmullos de nuevo al
tiempo que el canciller arquea una ceja.
—¿Cómo dices?
«Si va a leer en voz alta los cargos de los que se me acusan, que por lo
menos lo haga bien».
—La verdad es que yo perdí la cuenta, pero el guardia que me ha traído
hasta aquí me ha dicho que maté a veinticinco. —El canciller abre la boca
para tomar la palabra nuevamente, pero me adelanto a toda prisa—:
Además, me gustaría que constara en acta que le arranqué medio dedo a
Rekk Zharos de un mordisco. Hace nada que he podido quitarme lo que
quedaba de entre los dien…
—Suficiente.
—Qué pena.
Me taladra con la mirada y hasta el escriba detiene su incesante escritura.
—¿Te parece… divertido?
—Me has malinterpretado. —Dejo de poner cara de estar pasándomelo
bien y respondo con una frase que es un pedazo de carne ensangrentada que
le escupo con un gruñido gutural—. Me parece una puta tragedia.
Esta vez no hay ni un solo murmullo. Tan solo un silencio atronador que
me zarandea los huesos.
—Es verdad.
«Sí, lo es».
—¡Que traigan las pruebas! —vocifera el canciller.
Me dejo envolver por el furioso eco de su grito mientras un hombre sube
las escaleras detrás de mí con dos sacos. Los deja en el suelo a mi lado y
afloja los cordeles. Empieza a sacar trozos de carne preservada y los arroja
formando un semicírculo a mi alrededor; en cada uno de ellos, hay letras
que he grabado yo.
Sin lugar a duda.
Estoy convencida de que nadie tiene mi letra. Y menos nadie que sea lo
bastante mayor como para rebanar pescuezos y lanzar cuerpos por el
precipicio de la muralla. O eso espero.
—Proceden de víctimas confirmadas de los Fíur du Ath —anuncia el
canciller—. Todos ellos eran miembros importantes y honorables de nuestra
sociedad, cuya pérdida ha supuesto un fuerte golpe para la Corona.
Me muestro toda orgullosa, con el pecho henchido, y estoy a punto de
darle las gracias por el cumplido cuando mueve ante mí un tablero que me
suena adornado con cuatro palabras escritas con carbón.

Prisionera setenta y tres


—Y esta es tu… caligrafía de cuando aceptaste las raciones —añade con
un destello de diversión en sus ojos crueles—. Si es que podemos llamarla
así. Estoy seguro de que mi hijo menor escribiría mejor que tú, y acaba de
salir de la cuna.
Algunos de los nobles sueltan una carcajada que hace que se me desinfle
el pecho y me sienta demasiado pequeña, y que me ardan las mejillas.
Aprendí a escribir con un trozo de carbón en el suelo de una celda. Por
mucho que lo intente, no puedo evitar que mi letra parezca garabateada
sobre una piedra. Cada letra es un fantasma de mi pasado, pero me niego a
dejar que me venzan.
Chasqueo la lengua y voy pasando la vista de un pedazo de carne a otro
conforme el guardia va tirándolos al suelo.
—Muy bien. Tienes una neurona en el cerebro. —Levanto la vista de
nuevo y le sostengo la mirada al canciller—. Me alegraría, pero seguro que
no te da para más que para mirarte en el espejo mientras te meneas el
micropene.
Me envuelve una sucesión de gritos ahogados mientras el canciller se
pone rojo y se le marcan las venas de la sien. Abre la boca y, por sus ojos
entornados, deduzco que está pensando en hacer uso de unas palabras, unas
que yo he usado tantas veces que he perdido la cuenta, como queda patente
por los pedazos de carne que decoran el suelo a mis pies.
Aprieta los labios y se aclara la garganta.
Y levanta la barbilla.
—¿Niegas haberles arrebatado la vida a esos individuos?
Alzo la vista y la clavo en los oscuros ojos del Rey Disfrazado, que no
deja de mirarme. Ojalá se fuese a la mierda.
Me vuelvo hacia el canciller y me encojo de hombros mientras noto unos
regueros de dolor atravesándome la carne como si fueran venas al rojo vivo.
—Me parece un poco absurdo teniendo en cuenta las pruebas, ¿no crees?
—No me gusta tu actitud —me regaña. Mientras tanto, los demás nobles
murmuran entre sí y me miran fijamente con cara de repulsa.
De incredulidad.
«De rabia».
—Bueno, pues perdóname por herir tus sentimientos.
Abre la boca, pero lo interrumpo.
Otra vez.
—A mí lo que no me gusta es que me obliguen a acabar con la basura de
la población porque este reino esté gobernado por un imbécil que cree que
tener una polla, tres abalorios en la oreja, un dragón cruel y un ejército
poderoso significa que no es su deber resolver los problemas de la sociedad.
En el piso superior, estalla una algarabía. Los nobles se miran unos a
otros y algunos levantan las manos al tiempo que le dicen algo al canciller,
como si fuera culpa suya que yo tenga un cerebro que piensa y una boca
que habla, pero carezca de ganas de sobrevivir y decida usar ambas cosas
en su presencia.
Genial. Espero estar montando un buen espectáculo para que los nobles
estén satisfechos con mi captura. Para que a Rekk le den otra cosa a la que
perseguir y los Ath dejen de estar en el foco, aunque solo sea durante un
breve periodo de tiempo.
Si van a terminar conmigo, por lo menos caeré con estilo. Tampoco es
que tenga nada que perder.
«Ya no».
El canciller da tres golpes sobre la mesa con el mazo para acallar el
alboroto.
—¿Te atreves a faltarle al respeto a nuestro rey en público? —chilla con
las mejillas tan rojas como su capa bermellón.
—¿Es una pregunta retórica o quieres que la conteste? —Arqueo una
ceja.
Los nobles murmuran entre sí mientras yo me mezo adelante y atrás
sobre los talones, desesperada por ponerle fin a esto de una vez. Hay un
cuenco lleno de bazofia esperándome.
Una vez más, levanto la vista al piso superior.
Él sigue observándome, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho.
Suspiro, me quito un poco de la suciedad que se me ha metido debajo de
las uñas y la lanzo al suelo.
—Esta conversación me aburre soberanamente. ¿Podemos pasar al
momento en el que me condenáis por haber sacado la basura? Es la parte
que me hace más ilusión.
—¿Quieres morir? —pregunta el canciller sin preocuparse por disimular
la sorpresa.
—No —murmuro mientras me quito otro poco de suciedad—, pero estoy
tan harta de verte esa cara tan fea que la muerte empieza a sonar tentadora y
todo.
Contrae el labio superior, enseñando los colmillos, y estoy convencida de
que la vena de su sien va a explotar. Le guiño un ojo, aunque, teniendo en
cuenta que el otro sigue hinchado, seguro que parece más bien un parpadeo.
Lo he intentado.
—¿Cómo te declaras? —masculla.
—Culpable. De todos los cargos.
—No miente —asegura el veracista.
—Jamás me atrevería. —Vuelvo la vista al escriba y veo que tiene los
ojos muy abiertos—. A lo mejor, podrías añadir unos cuantos cargos más.
Seguro que cumplo los requisitos si te esfuerzas lo suficiente. Soy
polifacética.
Una nueva sucesión de murmullos.
«Me sorprende que todavía tengan cosas que decirse».
—Levantad la mano todos aquellos que estéis a favor de que la prisionera
setenta y tres sea descuartizada en la próxima salida auroral.
Ignoro el frenético latido de mi corazón cuando la mitad de los nobles
alzan la mano, así como la multitud que se agolpa en el piso superior.
Yo también levanto la mano.
La mayoría seguramente optaría por morir en el coliseo, pero yo prefiero
que me abran en canal mientras me sigue palpitando el corazón que ser el
alimento de una manada de dragones que escupen fuego. Gracias, pero no.
—Levantad la mano todos aquellos que estéis a favor de que sirva de
comida para los fundefauces.
Otras tantas manos se alzan y el escriba las cuenta en silencio.
—¡Hay un empate! —exclama con la mirada clavada en el piso superior,
como si hiciera recuento.
Frunzo el ceño.
«Lo dudo mucho».
Yo también cuento, alzando la vista justo a tiempo de ver levantar la
mano a un supuesto runi encapuchado que me suena, como si estuviese
levantando su propio mazo.
Ha votado.
—Ah, no es un empate —anuncia el escriba—. A los dragones con ella…
¡por un solo voto!
Se me hiela la sangre y mi acelerado corazón hace que me dé vueltas la
cabeza, convencida de que me voy a desmayar. Aunque eso no impide que
fulmine al Rey Disfrazado con una mirada que espero que le cale hasta los
huesos.
¡Debería poder morir como quiero, joder!
El rey agacha la cabeza. Me imagino arrancándosela de los hombros y
viendo cómo rebota por el suelo, pero en ese momento el canciller golpea
con el mazo sobre la mesa de nuevo.
Me estremezco y bajo los ojos con el estómago encogido.
—Está decidido. Prisionera setenta y tres, durante la próxima salida
auroral, te conducirán al coliseo y la campana tañerá en tu nombre. Que los
Creadores se apiaden de tu sucia alma.
Raeve
CAPÍTULO 23
Me escoltan de vuelta por los largos y sinuosos pasillos de la famosa
cárcel de Gore, dejando atrás celdas que huelen tan mal como yo. Dejando
atrás a gente agarrada a los barrotes con los nudillos blancos que me mira
con los ojos muy abiertos, la cara chupada y los labios agrietados y
desprovistos de color.
Pasamos por delante de un chico que apoya con fuerza la mejilla en los
barrotes, con los ojos tan vidriosos y sin vida que casi me pregunto si está…
Parpadea y sus pupilas se contraen, clavándose en mí.
Mi pétreo corazón se tensa porque reconozco esos iris amarillos y esa
mata de rizos rubios apelmazados.
En una salida auroral brumosa de no hace tanto, me lo encontré
merodeando por El Foso sangrando por la nariz, que parecía tan rota como
se ve ahora, con moratones en partes que me transmitieron que alguien
mucho más fuerte había pagado su rabia con él.
Le di una esfera de Elding y le pregunté si necesitaba mi ayuda. Él me
devolvió la esfera y me dijo que quería encargarse él mismo…
Aparto la vista con un escalofrío recorriéndome la columna hasta estallar
en mis hombros y mi espalda desgarrada.
Me empujan al interior de mi celda y entro a trompicones. Uno de los
guardias me abre la cadena, recoloca la barra que restringe mi movilidad y
me pega una patada.
Con fuerza.
El pánico se apodera de mí al verme impulsada hacia la pared del fondo,
convencida de que me voy a partir la cara, pues tengo los pies tan unidos
que me resulta imposible no perder el equilibrio. Así pues, me giro a un
lado encogiéndome…
Acabo estampándome el hombro contra la pared y la mitad superior de
mi espalda resbala por la áspera roca con una explosión de agonía que me
hace rechinar los dientes. Me atraviesan unos violentos temblores, con la
piel en carne viva por el dolor de mil latigazos.
Suelto un aullido ensordecedor que rebota por las paredes, seguido al
poco por un silencio espeluznante.
Resoplando a causa del golpe, doy palmadas en el suelo al compás de mi
canción tranquilizadora y entorno los ojos hacia el guardia.
El hombre coge mi candado roto del suelo y me mira con desdén, como
si fuera culpa mía que un rey con puño de hierro lo haya destrozado. Cierra
mi puerta con otro que saca de una celda vacía y se marcha acompañado del
resto de la comitiva armada, cuyos fuertes pasos se pierden por el pasillo.
Tiene suerte de que esté encadenada en una celda; si no, le estrujaría el
corazón por haberme hecho gritar.
—Supongo que la cosa no ha ido bien, ¿no? —pregunta Wrook desde un
lugar tan cercano que me da la impresión de que me roza el brazo con los
bigotes.
—Como era de esperar —mascullo.
Se echa hacia delante y me apoya una pata en el brazo. Doy gracias a los
Creadores por que él salga de la prisión, pues el mundo necesita a más seres
como Wrook.
Pongo la mano sobre su pata durante unos breves segundos y luego la
bajo.
Wrook hace lo mismo.
En el túnel se oye el carro de las gachas, los cuencos deslizándose por el
suelo, seguido por la grumosa melodía de los prisioneros al devorar la
comida.
Cuando un cuenco llega hasta mi celda, me quedo mirándolo. No tengo
el hambre de antes; el doloroso vacío que siento está ahora lleno de un
terror descomunal.
Con un pie, lo empujo hacia la izquierda, ya que por lo visto Wrook va a
salir en breve.
El hombre esquelético deja de comer con frenesí y me mira mientras le
gotean gachas de la barba.
—No —dice con aspereza volviendo a meter el cuenco en mi celda—. Te
vas a morir de hambre.
—Cuando salga la aurora, me van a ofrecer a los dragones. —Miro
fijamente a sus ojos hundidos—. Si me lo como, será un desperdicio.
Todo el mundo parece dejar de comer de pronto. El silencio se alimenta
del eco de mis palabras.
—Lo siento —murmura el hombre.
«Ya somos dos».
Siento no tener la oportunidad de vengar la muerte de Essi, siento
abandonar este mundo tan bonito como roto.
Me encanta vivir, por mucho que a veces sea doloroso. Me encantan los
colores de nuestro reino y nuestras nubes cambiantes.
Siempre son distintas.
Me encanta que los dragones surquen totalmente libres el cielo atestado
de tumbas. Me encanta notar la nieve cayendo sobre mi piel y el viento
gélido del sur acariciándome la punta de la nariz como si fuera un beso
helado.
Me arden los ojos al pensar en la luna torcida que probablemente no veré
nunca más…
«Es lo que más me gusta de todo».
Le dedico una sonrisa al hombre y empujo de nuevo el cuenco entre los
barrotes.
Esta vez, lo acepta.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Ostern Vaegor, el rey de La Llama, ha venido a visitar a mi mah y a mi


pah, y también…
A mí.
Como ya he cumplido dieciocho, por lo visto soy lo bastante mayor como
para que me vendan al mejor postor, como el ganado rumbo al matadero. O
por lo menos era lo que pensaba el rey Ostern: que mi pah aceptaría que
me uniese a uno de sus hijos, que tiene unos ojos crueles y una sonrisa más
cruel aún, por el simple hecho de que La Bruma necesita desesperadamente
productos de agricultura que nos cuesta conseguir.
Para desgracia de Ostern, le he dicho a mi pah que preferiría no comer
nada más que mierda de mi plumaluna el resto de mi existencia que
casarme con Tyroth Vaegor, y lo digo en serio.
Mi pah me ha dicho que soy una malhablada. Que, si hubiera crecido en
las llanuras Boltánicas como él, me habría tenido que pasar una fase
entera limpiando excrementos de fáunidos por haber hecho ese comentario.
O que me habrían azotado por mi insolencia.
Le he respondido que prefiero un látigo a Tyroth Vaegor.
Mi pah me ha dicho que por eso se marchó de allí y que no pensaba
venderme ni por todo el grano del mundo. Luego, me ha dado un beso en la
frente, me ha dicho que soy extraordinaria y que fuese a pasar el rato con
Slátra y Allume para que los reyes pudieran hablar de política sin que los
escuchase una princesa deslenguada.
Quiero a mi pah, pero ojalá dejara de decir que soy extraordinaria. Si
pudiera aplastar esa palabra como si fuese un bicho y borrarla del mundo,
lo haría.
Le he preguntado a Haedeon si quería acompañarme a la guarida, pero
se ha limitado a quedarse mirando la pared, como hace siempre. Hace
tiempo que acepté que nunca regresó de Netheryn, no del todo… Juré que
no lo dejaría allí, pero lo hice.
Ya no se ríe.
Ya no come caramelos de bayaquilla.
Ya no habla. Y eso significa que tampoco protesta cuando tiro de él hacia
la guarida para que me vea ocuparme del ala de Allume, que con cada fase
que pasa va ganando más fuerza. La verdad es que creo que pronto será lo
bastante fuerte para alzarse por primera vez.
Desde que era un niño pequeño, Haedeon siempre ha querido montar en
su propio plumaluna…
Si consigo concederle ese deseo, a lo mejor lo veo sonreír de nuevo.
Raeve
CAPÍTULO 25
Tamborileo con el pie en el suelo mientras tarareo en voz baja La balada
de la luna caída, que resuena por las demás celdas, cuyo silencio es
escalofriante; la mayoría de los prisioneros están dormidos, ocultos en un
resquicio de irrealidad donde espero que sean más felices. Y estén más
cómodos.
Y sanos y libres.
Teniendo en cuenta que el Rey Disfrazado me observaba desde las
sombras de su capucha mientras cantaba esa misma canción en El Vacío
Voraz, verlo recorrer el túnel de la cárcel vestido con traje blanco de runi
es…
Oportuno.
Se detiene delante de mi celda, cruzado de brazos.
—Lárgate —gruño cerrando los ojos.
—Ni siquiera sabes por qué he venido.
—No quiero saberlo.
«No me interesa».
Mi candado tintinea. Al abrir los ojos, veo que ha introducido una llave
en la cerradura para abrirlo.
Suspiro.
—Me pregunto qué piensa tu hermano de que vayas por ahí robándole
llaves y liberando a sus prisioneros.
—No te voy a liberar, así que no te hagas ilusiones.
—Qué encanto. —Me río resoplando por la nariz.
Da un puntapié a la puerta y se adentra en mi habitación, que apesta una
barbaridad.
—Y mi hermano mira tan solo en una dirección —murmura acuclillado
delante de mí, envolviéndome con su cálido aroma. Es un consuelo entre
tanta hostilidad, pero decido ignorar el placer que me proporciona y respirar
por la boca.
—Bueno, pues no dudes en decirle que siento mucho no haber tenido la
oportunidad de matarlo antes de morir. La verdad es que tenía unas ganas
tremendas de hacerlo.
—No me cabe ninguna duda —repone sacándose otra llave del bolsillo,
con la que abre el cerrojo de la barra que une mis dos cadenas y la deja en
el suelo a mi lado. No me quita los grilletes de las muñecas ni de los
tobillos, lo que significa que… tiene planes para mí.
«Planes de los que no quiero saber nada».
Se pone en pie, bloqueando la luz de mi farol.
—Arriba.
—Muérete en una cuneta. O, mejor aún, en un coliseo, sirviendo de
comida a una bandada de fundefauces. Nos vemos ahí.
«Gilipollas».
Obtengo una ligera satisfacción al oírlo suspirar sonoramente.
Aunque quisiera levantarme, no sé si podría. En el juicio, he interpretado
un papel, pero mi cuerpo no es más que una costura deshilachada.
Me duele respirar, parpadear. Me duele dar golpecitos con el pie. Y siento
algo por las venas que me causa náuseas y frío.
Por lo general, me gusta el frío, pero esta sensación es diferente. Es un
frío que me cala los huesos como si me devorase de dentro afuera para
hacerse sitio.
—Ahora no es el momento de ponerse cabezota, Rayo de Luna.
—Te equivocas. Los hombres solo veis una cosa en una mujer
engrilletada —le espeto, palabras con suficiente veneno para detener un
corazón—. Si es lo que quieres, tómalo aquí mismo para que mis
compañeros de celda vean el monstruo que eres.
Un grave rugido bulle en su pecho, erizándome la piel.
—Yo no soy esa clase de monstruo, prisionera setenta y tres. No
obtendría placer de ti si no me lo proporcionaras libremente. Y, ahora,
levántate sola o sufre la vergüenza de que te coja en brazos y te lleve en
volandas.
Sus palabras me dan donde duele: en mi orgullo herido, cuyos restos
estoy decidida a llevarme a mi inminente tumba, atados al poste con el que
él me ha sentenciado a muerte.
—Es tu decisión —gruñe—. Elige.
—Ya tomé una decisión. Tú me la arrebataste.
—Porque era una mala decisión. —Extiende los brazos como si quisiera
rodearme los hombros…
Rujo y pego una dentellada en dirección a sus dedos.
—Ya lo hago yo.
—Pues hazlo.
—No hasta que te des la vuelta.
Suelta otro suspiro profundo y se vuelve, dándome la intimidad que
necesito para lo que va a ser una tarea monumental que no sé si estoy en
disposición de llevar a cabo. Ahora mismo, el suelo es mi amigo. A no ser
que esté de pie, en cuyo caso es mi enemigo.
De espaldas a mí, por lo menos no me verá desmoronarme.
—¿Cómo lo llevas?
—Te estoy estrangulando mentalmente —mascullo apoyando las manos
en el suelo a mi izquierda. Aprieto los labios para que dejen de temblar y
dejo caer todo mi peso sobre las palmas para ponerme en cuclillas.
La estaca que tengo clavada en el hombro me araña el hueso y el dolor
me atraviesa el brazo…
«Mierda».
Cierro los ojos con fuerza, los abro de nuevo y me levanto. Me balanceo
sobre los pies mientras me caen gotas de sudor por la espalda. Mientras mi
entorno se desenfoca, se enfoca…, se desenfoca, se enfoca…
—No te vas a caer, ¿no?
Levanto la barbilla y yergo la espalda. Embargada por las ganas de
castigarlo, miro fijamente su nuca.
—Claro que no. Nunca me he sentido mejor.
—Me alegro —dice, y sale de la celda ondeando su capa blanca—.
Sígueme —me ordena con sequedad.

Me conduce por un laberinto de pasadizos hasta un túnel silencioso con


una sola puerta al final. Los nervios me estallan bajo la piel cuando el Rey
Disfrazado abre la puerta y me hace señas para que la cruce.
Para que entre delante de él.
—Tú primero —gruño apoyando una mano en la pared para no perder el
equilibrio. No me he creído ni una palabra suya cuando ha dicho que no era
«esa clase de monstruo».
Es un Vaegor, un tirano. Los tiranos se mienten a sí mismos tanto como a
los demás.
Sé lo que ocurre en esta cárcel. Me han contado suficientes historias para
que se me revuelvan las tripas el resto de la eternidad. Si va a hacer
conmigo lo que se le antoje, me niego a entrar en esa habitación a ciegas.
Prefiero obligarlo a mirarme a los ojos mientras destroza otra parte de mí. Y
a que sienta cada fractura.
Cada moratón.
Se queda paralizado durante un momento, pero acaba poniéndose la
capucha y entrando en la estancia, sin detenerse hasta que la ha cruzado por
completo. Se vuelve y se recuesta en la pared, se cruza de brazos y espera
como una estatua de piedra tallada por los mismísimos Creadores. Tiene
mandíbula fuerte, pómulos cincelados y cuello musculoso. Todos los
ángulos de su cuerpo son tan precisos que es casi doloroso contemplarlo.
Con el ceño fruncido, entro en la habitación, iluminada por un rayo de
luz de luna atrapado en un tarro colocado en una de las numerosas
estanterías que llenan las cuatro paredes.
Impresionante. No es algo que se vea con facilidad.
Me fijo en la camilla elevada y la silla tapizada que está a su lado y clavo
la vista en la mujer del rincón, con una melena rizada castaña, del mismo
color que sus ojos y su piel, que contrasta con la larga túnica de runi que
lleva.
Me dirige una leve sonrisa que no consigue impedir que me dé un vuelco
el corazón.
No me molesto en mirar los botones que le ciñen la túnica, los que
simbolizan sus fortalezas. Ya sé lo que me dirán.
Que es una hilvacarne.
—Más vale que estemos aquí para hacer un trío —mascullo.
—A mí no me gusta compartir —contesta el rey con voz grave y firme—.
Pero, si es lo que quieres, lo organizaremos cuando te haya curado la
espalda.
Está claro que se cree graciosísimo, pero no voy a reírme. Tengo el pulso
desbocado y no parece ralentizarse.
La runi da un paso hacia mí sin dejar de esbozar una sonrisa
tranquilizadora.
—Saludos, prisionera setenta y tres. Me llamo Bhea. ¿Por qué no dejas
que te ayude a quitarte la túnica para que eche un vistazo a tu espal…?
—No valdrá de nada que me cures —gruño, y fulmino con la mirada al
rey—. Solo servirá para malgastar la habilidad y la energía de esta mujer.
—Bhea ha recibido una buena recompensa por sus servicios y está
encantada de ayudar.
—¿No sabe que me han sentenciado al coliseo? —Él frunce los labios,
así que decido mirar a Bhea—. ¿No lo sabes?
—Sí —susurra.
—Entonces, ¿para qué molestarse?
—Porque te duele —dice el rey, como si eso lo respondiera todo.
—¡Dejará de dolerme cuando me devoren los dragones!
—Por favor. —Bhea da otro paso adelante—. No tenemos mucho tiempo
si se espera de mí que haga un buen trabajo.
Retrocedo.
Ella se queda quieta y, si bien el rey tampoco se mueve del lugar que
ocupa junto a la pared, algo ocurre en el espacio que nos separa. Es como si
unas cuerdas rodearan mis costillas, recorrieran toda la habitación y se
unieran a él, por lo que me resulta imposible coger aire ni una sola vez sin
que él se dé cuenta.
Siento cierta molestia en la piel y tengo la impresión de que el rey espera
que eche a correr.
Y de que me perseguirá si lo hago.
Ladea la cabeza, como si evaluase en silencio mi tormentoso monólogo
interior, y eso me enfurece. Soy sumamente consciente de que en el estado
en el que me encuentro solo daré dos pasos antes de que él haya llegado a
mi lado para arrastrarme aquí de nuevo, a la espera de que ceda.
«Mierda».
—Deja tu vial elemental en la puerta.
—Tengo tres, Rayo de Luna.
—El que contiene la llama de dragón, majestad.
Entre sus cejas se forma un surco, pero desaparece en cuanto se mete una
mano en el bolsillo y saca el vial elemental. Lo arroja por los aires con un
lanzamiento perfecto y cae justo en mi mano extendida.
Lo tiro por el pasillo y lo oigo repiquetear sobre la piedra.
«Esto es una gilipollez».
Me adentro en la habitación y observo la mesa, repleta de tarros de
tinturas, frascos, cuencos, palos de grabado y recipientes llenos de
instrumentos médicos. Demasiadas cosas que me recuerdan a Essi.
«Cuanto antes acabemos con esto, antes podré marcharme».
Con el corazón en la garganta, me dirijo a la silla y me desabrocho los
botones de la túnica.
—Lo del trío no iba en serio —exclamo desabotonando los dos últimos
mientras fulmino al rey con la mirada—. Jamás follaría contigo.
—Date la vuelta, Rayo de Luna —replica casi susurrando sin dejar de
clavar los ojos en los míos—. Siéntate en la silla para que Bhea pueda
empezar.
Aprieto los dientes con tanta fuerza que me sorprende que no se me
desmenucen y sujeto la túnica. No veo motivo alguno por el que tengan que
ver mi carne desgarrada.
Ni uno solo.
Soy mucho más fuerte de lo que me hacen parecer las heridas de la
espalda. La historia que cuentan es un eco que no quiero que nadie oiga. Un
eco que prefiero llevarme a la tumba antes que pasarme la duermevela aquí
sentada mientras ellos lo procesan y lo mantienen vivo de una forma u otra.
Noto a Bhea invadiendo mi atmósfera, colocándose detrás de mí. Levanta
las manos para ayudarme a bajar la túnica y dejar al descubierto mis
hombros.
Suelta un grito ahogado y se detiene.
Me rodea y recorre con la mirada vidriosa la superficie de carne
desgarrada que me va del cuello al ombligo mientras los ojos se le llenan de
lágrimas.
Confundida, observo su túnica, sujeta por más botones de oro o diamante
de los que he visto en una misma prenda. Se me hiela la sangre al ver el que
tiene más cerca de la nuca: un minúsculo dragón escupiendo un montón de
llamas.
Esta runi no necesita el fuego de ningún dragón para iluminar el rastro de
las runas del pasado, porque ha sido bendecida con ojos de dragón. Puede
verlas por sí misma.
Y eso significa que lo ve…
Todo.
—¿Qué pasa? —La voz del rey corta el aire como una espada y se me
acelera el corazón.
Bhea me mira a los ojos y niego con la cabeza casi imperceptiblemente.
«Por favor, no. Por favor, no me hagas volver a ese sitio…».
—Nada, majestad —susurra parpadeando mientras una lágrima le recorre
la mejilla.
El alivio me inunda como si fuera un trago de agua helada.
—Las heridas son más graves de lo que esperaba. Voy a tener que ir a
buscar más cosas al armario de provisiones del pasillo.
Tras recibir el visto bueno del rey, Bhea se marcha de la habitación y
cierra la puerta. Ahora, la estancia está menos llena, pero no sé por qué
parece abarrotada.
Me aclaro la garganta y me aferro la túnica con los dedos; el silencio que
nos envuelve es tangible, una sustancia semejante a la arcilla que podría
adoptar la forma de dos cosas: un cuerno de guerra o una bandera blanca de
rendición.
—Esto —digo con voz áspera señalando la mesa de tinturas con la
barbilla—, que hayas traído a una runi para que me ayude, no cambia nada.
—Me sorprendería que cambiara algo. —Se aleja de la pared y viene
hacia mí—. Pero, por el momento, aprovecha el tiempo para afilar tus
cuchillos, por lo menos hasta que Bhea haya terminado su tarea.
—No pides tú nada.
En cuanto está a mi lado, me acaricia los nudillos con sus dedos cálidos y
callosos, suplicándome con la mirada.
Con un suspiro, suelto la túnica y permito que la bandera blanca se ice
entre ambos, la cual pretendo hacer jirones en cuanto salga de aquí.
—¿Quieres que te tape con una tela antes de que te quite esto?
Me quedo sin aliento.
Los tres hermanos Vaegor proceden de La Llama, donde algunos
consideran que la desnudez es reconfortante, mucho menos sexualizada que
tan al sur, y no soy tan orgullosa como para no agradecer que tenga en
cuenta mi cultura.
Y que me lo haya propuesto.
Abro la boca y la cierro. Al final, niego con la cabeza.
—Avísame si cambias de opinión.
Asiento mientras me baja la túnica por los hombros, sin dejar de
sostenerme la mirada, hasta que cae sobre mis muñecas. El aire frío acaricia
mi cuerpo desnudo mientras contemplo sus pestañas, largas y espesas.
Una bonita distracción.
Extiende los brazos para quitarme con suavidad la tela de las caderas
rozando lo menos posible mi carne desgarrada.
—Sabes que no servirá de nada, ¿verdad?
—Para mí sí —murmura, y me coge las manos entre las suyas, que son
enormes y fuertes. Su piel es del color de las paredes de piedra, en tanto la
mía luce el color de la nieve.
Me conduce junto a la silla y me sostiene para que pueda pasar una
pierna por encima y sentarme del revés. Tiene la decencia de no observar
mis heridas, una misericordia que agradezco en este breve lapso de alto al
fuego.
Apoyo el pecho en el mullido respaldo tapizado y dejo las manos en el
regazo al tiempo que él se pone de rodillas.
Alguien llama a la puerta con suavidad.
—Adelante —murmura el rey. Le aguanto la mirada, que es como ver los
restos de un fuego que ha perdido todo vigor.
La puerta se abre y se cierra. Oigo los suaves y acelerados pasos de Bhea,
y luego cómo se prepara para el procedimiento.
El rey apenas parpadea cuando ella me limpia un poco de la sangre de la
espalda con un trapo húmedo, que escurre sobre un cubo para dejar caer el
exceso carmesí. Apenas parpadea cuando ella me cubre la espalda con una
pomada restauradora; siento un escozor que me resulta familiar en las capas
de piel que tengo en carne viva antes de que la mujer lo esparza
rápidamente con la delicadeza de un pincel.
—Sigo teniendo la intención de matarte si surge la oportunidad —le
advierto con los dientes apretados.
—No te olvides de cortarme la cabeza —susurra—. Si no, te perseguiré
durante toda la eternidad.
—Yo no creo en esas cosas.
En absoluto. He cortado pocas cabezas en comparación con el número de
víctimas total y todavía no he visto ni una sola alma acechándome en las
sombras.
—¿En qué crees, pues? —me pregunta con voz gutural enarcando una
ceja.
—En la venganza.
Toda amabilidad abandona sus ojos, como si una parte de él se hubiera
esfumado.
—La venganza es la deidad más solitaria de todas, Rayo de Luna. Y te lo
dice alguien con experiencia.
Abro la boca para responder, pero Bhea me interrumpe.
—Hacer esto como es debido me llevará un rato. Y será doloroso, pues
los cortes son profundos. Va a tener que revivir el dolor mientras le curo las
heridas.
Me doy cuenta de que no me está advirtiendo a mí, ya que es capaz de
ver lo que la mayoría no puede.
Le está advirtiendo a él.
—Podrá soportarlo —dice con aspereza el rey retándome con los ojos a
que lo haga.
Al verme asentir, Bhea empieza a grabar sus runas, revirtiendo mis
heridas de una en una. El rey me sostiene la mirada mientras la mujer me
cose y me cierra de cien maneras distintas, aunque no es eso lo que me
parece. Me siento como si me estuviese abriendo en canal y exponiendo mis
entrañas.
Para examinármelas.
Quizá es porque estoy acostumbrada a hacerlo sin público, sin contar a la
runi que me esté curando. Sin otra persona que acompase su respiración a la
mía, como si así me recordase que debo coger aire.
Sin otra persona que me apriete las manos cada vez que me encojo, me
limpie el sudor de la frente y me acaricie los nudillos emblanquecidos como
si quisiera calmar mi desbocado corazón.
Es un breve instante de paz, a pesar del dolor que me atraviesa. Un
momento silencioso en el que se me permite chillar.
No importa cuánta piel me curen ni hasta dónde se arrodille él a mis pies.
Sigo siendo una asesina condenada a morir cuando salga la aurora y él sigue
siendo un tirano.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Me he pasado este dae estirando el ala de Allume y le he cantado una


dulce canción para calmarla mientras desplegaba sus delicados huesos al
máximo, que ya casi logra extender del todo. La dragona estaba inquieta,
movía la cabeza de un lado a otro y me daba golpecitos en el costado,
mirándome con esos ojos enormes y brillantes que tiene, como si intentase
decirme algo. Incluso ha arrojado una pequeña llama hacia la entrada,
algo nada propio de ella.
Ahora me doy cuenta de que se estaba poniendo a prueba.
De repente, ha empezado a batir las alas tan rápido que me ha dado un
golpe en la cabeza con la lisiada y me ha tirado hacia la silla de Haedeon.
Me he deslizado por el suelo y he aterrizado entre un montón de rocas de
hielo que Náthae, la plumaluna de mi mah, ha traído recientemente;
pensamos que tiene ganas de incubar un huevo.
Me he golpeado la cabeza. Muy fuerte.
Cuando he vuelto a abrir los ojos, Allume había desaparecido, pero la he
visto desde la entrada volando hacia el cielo, donde la luz hacía destellar
su luminoso plumaje plateado. He visto su larga cola sedosa agitándose en
la penumbra con cada torpe batida de sus alas. He visto las volutas de
llamas aguamarina que no ha dejado de lanzar hacia el firmamento,
acompañadas de alaridos. Como si fuera un grito de victoria dirigido a las
lunas.
A sus ancestros.
Me he acercado a ver cómo estaba Haedeon…
Mi hermano sonreía.
Me ha mirado a los ojos y me ha dicho gracias con una voz tan ronca que
creo que le ha debido de doler. Nunca había sentido una alegría tan
inmensa.

Por primera vez desde que me monté en el trineo de Haedeon hace


tantísimas fases, me he sentido extraordinaria.
Raeve
CAPÍTULO 27
Vale, esa era la última ya —anuncia Bhea mientras me echa aceite en la
espalda con sus manos suaves y delicadas, eliminando la tensión de mi
carne, ya curada por completo.
Resistiendo las ganas de soltar un gruñido de alivio, abro los ojos y veo
un par de esferas de intenso color ceniza y un surco entre las espesas cejas
del rey.
—¿Estás bien? —me pregunta apretándome más las manos sudadas.
—Genial —farfullo soltándome.
«Nunca he estado mejor. Me alegro de que me haya torturado para
devolverme la salud durante mis últimos instantes de vida. Menuda forma
de morir. Digna, pero un poco mierda».
Me echo hacia atrás para poder levantar las manos por encima de los
reposabrazos de la silla sin engancharme la cadena y coger la toalla que le
cuelga del hombro. La que ha usado para secarme la frente cada vez que el
sudor me caía sobre las pestañas.
—Voy a por mis pinzas —dice Bhea. Hundo la cara en la toalla y me
froto la tensión de alrededor de los ojos mientras oigo sus pasos y, luego, a
ella hurgando algo.
Sus palabras por fin atraviesan la niebla que me enturbia la cabeza.
«¿Pinzas? ¿Para qué necesita unas pin…? Ah».
Me aparto la toalla de la cara y vuelvo a mirar al rey a los ojos.
—¿Vais a quitarme la estaca?
Tiene sentido. No querrán que ninguna cría de dragón muera ahogada si
un fundefauces me lleva al oeste y me escupe en su nido.
—Llevas grilletes de hierro —murmura él repasando con la vista todos
los ángulos de mi rostro, como si estuviera trazando el mapa de mis
facciones. Luego, clava los ojos de nuevo en los míos—. La estaca es
innecesaria.
—Bueno, sí. Pero la innecesaria soy yo, ¿recuerdas? Los tajos en la
carne, el dedo de Rekk Zharos… Creo que no entiendes lo cerca que
estuviste de que te cortara en trocitos y te arrojara por la muralla. Pero, oye,
gracias por curarme antes de morir, aunque sea lo más ilógico del mundo.
—¿Cortado en trocitos, dices? —Curva los labios.
«Pues claro».
—Eres el hombre más grande al que he visto nunca. —Me encojo de
hombros intentando no poner una mueca, porque la estaca duele una
barbaridad; se ha vuelto más evidente ahora que ya no tengo la piel hecha
jirones—. Es imposible que hubiera podido arrastrarte hasta el borde de la
muralla después de rebanarte el pescuezo.
—Pero no lo hiciste…
Frunzo el ceño. Ojalá dejara de lanzarme a la cara todos mis descuidos.
Olía bien.
La cagué.
No nos regodeemos en eso.
—Las pinzas no están aquí —tercia Bhea, y la leve sonrisa del rey
desaparece en cuanto se pone de pie.
—Tengo unas en mis alforjas, pero tardaré un rato en ir a buscarlas y
traerlas —anuncia encaminándose hacia la ventana, tapada por un círculo
de madera vieja medio podrida—. ¿Cómo vamos de tiem…?
—Dame un puñal. —Agito una mano en el aire, haciendo tintinear las
cadenas—. Yo la saco.
El rey se detiene de golpe y tanto él como Bhea se me quedan mirando
como si les hubiera pedido que, por favor, me acercaran el cuello para
darles un tajo. Pongo los ojos en blanco.
—Que no te voy a apuñalar. Bandera blanca, ¿recuerdas? Pero tampoco
te lo voy a devolver, así que no me des uno al que le tengas mucho cariño.
Solo hay algo peor que perder un buen puñal: perder todos tus puñales
buenos. Joder.
Siento hormigueos en la punta de los dedos por la necesidad de apretarle
el cuello a Rekk Zharos y romperle la tráquea con mis propias manos.
Ahora que estoy curada, la injusticia me irrita más todavía. Estoy lo
bastante recuperada como para ir a por él, si no fuera por estas putas
cadenas.
—Podría ponerle un ungüento —sugiere Bhea dirigiéndose al rey, como
si yo ni siquiera estuviera allí.
—Es una idea pésima —protesto regresando a la conversación—. Tengo
una estaca clavada en el hombro.
Ahora que estamos hablando de eso, cada vez me jode más que vaya a
morir con esa cosa en mi interior, y creo que es lo más normal que me
consuele como pueda, en serio.
Me aparto de la silla y me vuelvo para mirar al rey de frente.
—Llevas un puñal, no tengo ninguna duda. Dámelo —le pido
tendiéndole una mano—. Cualquiera me sirve, no soy tiquismiquis. Déjame
que hurgue un poco. Si eres aprensivo, pues cierras los ojos y ya está.
Se aclara la garganta, sin bajar ni una sola vez la mirada hacia mis pechos
desnudos, que están a la vista, y se da la vuelta para coger la madera que
tapa la ventana. La desliza hacia un lado, asoma la cabeza y masculla algo.
—¿El ungüento contiene raíz de riendro?
«¿Para anestesiar el dolor? Interesante».
Quiere calmar mi sufrimiento mientras me conducen hacia la muerte. Y
yo voy y encargo una sierra de mano para que me resultara más fácil
descuartizarlo.
—Pues sí —contesta Bhea metiendo una mano en una enorme bolsa de
piel que ha abierto encima de la mesa. Extrae un tarro como si fuera una
especie de trofeo, y yo frunzo el ceño al ver la pasta verde grumosa del
interior—. Y huevos de eahl fermentados.
Para desinfectar. Pero lo más importante: para que huelas como si alguien
se te hubiera cagado encima.
«No, gracias».
—¿Sabes qué? —digo intentando volver a ponerme la túnica—. No hace
falta, estoy bien. Ya ni siquiera me duele. Que se atraganten con ella las
putas crías.
—Hazlo. —El rey cierra de nuevo la ventana y nos despoja de la luz
extra—. No tenemos tiempo para cortar ni sacar la estaca —añade
mirándome de tal forma que me atraviesa el cuerpo—. Está a punto de salir
la aurora.
Se me revuelve tanto el estómago que estoy a punto de vomitar y todo.
Mierda…
Supongo que casi ha llegado el momento de morir.

Miro de reojo la celda vacía de Wrook al tiempo que me mezo de un


lado a otro para rascarme la espalda contra la piedra; tengo un picor que en
algunos puntos me llega hasta los huesos y me dan ganas de destruir la
complicada labor de Bhea solo para calmar esta incómoda sensación.
Supongo que el Rey Disfrazado ha cumplido su promesa mientras yo no
estaba. Espero que Wrook esté satisfecho con su colmillo de siegasable y
que no haya servido de alimento para la bestia a la que perteneciera ese
diente.
No soy lo bastante estúpida como para creer que el regalo que me han
dado no está envenenado. En este mundo, poca gente ayuda a los demás sin
esperar nada a cambio.
Hay una razón por la que me han llevado a esa habitación. Todavía tengo
que descubrir cuál.
Me bajo la túnica y me llevo la mano a la masa que Bhea me ha puesto
sobre el agujero que me atraviesa la escápula, frunciendo el ceño al percibir
el hedor que desprende.
Ahora voy a morir apestando a huevos de eahl fermentados, un olor
apenas suavizado por un matiz herbal.
Estupendo.
Por lo menos, así hemos saciado el extraño y casi obsesivo deseo del rey
de quitarme el dolor.
Arrugo la nariz.
Quizá tenga que ver con la persona a la que le recuerdo. Quizá curarme
lo haya aliviado y haya logrado sentirse mejor consigo mismo.
«Debe de ser eso».
Suelto un suspiro de alivio, agradecida por haber resuelto el misterio. No
quería morir devorada con esa incógnita.
Una gota de humedad me cae en la nariz, llevándose mi alivio. Me
recuerda que me encuentro en una celda. A punto de morir.
Y que estos son mis últimos instantes de vida.
«Joder».
Miro a mi alrededor y me fijo en las siluetas de mis compañeros de celda,
tumbados. Envidio su respiración profunda y pausada…
Dormir ahora mismo estaría muy bien. Me gustaría existir en otro lugar
durante un corto periodo de tiempo.
En cualquier lugar que no sea este.
Sin embargo, no puedo reprimir las ganas de desaparecer. Estoy
demasiado herida por dentro, como si hubiera una tormenta en mi pecho
que me sacude cada vez que se me ocurre cerrar los ojos. A saber, quizá los
guardias estén viniendo hacia aquí ahora mismo, preparados para
arrastrarme a mi violenta muerte.
Se me hace un nudo en el estómago.
Trato de apartar esos pensamientos, pero, igual que hacía Ne, no dejan de
golpearme. De acariciarme.
Con Ne me encantaba. Ahora lo odio.
Me lleno el pecho de aire y lo suelto lentamente mientras me arranco un
padrastro.
«No pienses. No pienses. No pienses».
Cierro los ojos y doy golpecitos con el pie al son de la canción
tranquilizadora que asoma en los confines de mi mente. Acompaso el ritmo
con las gotas de humedad que caen del techo.
Una gota.
Y otra.
Y otra más.
Se me eriza el vello de los brazos…
De pronto, abro los ojos.
A través de los barrotes, noto una ráfaga de viento que me llama la
atención; me debe de llegar por las rodillas. Cuando el aire se retira, entorno
los ojos y aparece una criatura con el pelaje del color de la nieve, igual que
sus cejas y pestañas, que contrasta con la suave piel rosa pálido de su cara,
cuello y extremidades.
Uno deja caer al suelo con un frufrú su capa de tela negra con runas
luminosas dibujadas y me dedica una sonrisa traviesa que es toda dientes
afilados.
Me tenso tanto que me da miedo que se me parta el corazón por la mitad.
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurro con los dientes apretados. Me
inclino hacia delante y echo una mirada al túnel, con el pulso tan acelerado
que me siento aturdida.
Ella mueve sus enormes orejas peludas en busca de sonidos.
—Sereme ha hablado con la Maestra. Me ha ordenado que te sacara de
aquí.
Siento una rabia gélida en la boca del estómago.
Es orden de Sereme, cómo no. Y eso significa que pretende sustituirme
por otro. Alimentar a la Corona con otro. Y lo peor de todo es que ha puesto
a Uno en peligro para sacarme a mí…
«Ruse debe de estar loca de preocupación».
Uno extrae una ganzúa de uno de los numerosos bolsillos coloridos de su
ropa de lana, estira el cuerpo, coge mi candado e introduce la punta
metálica en la cerradura…
—Para.
Deja quietas sus delicadas manos y me clava sus ojos rosados con las
pupilas contraídas. Se le forma una línea entre las cejas mientras mueve el
penacho blanco de su larga cola adelante y atrás.
—Vete de aquí, Uno, por favor. No te puedes arriesgar a que te pillen.
Separa los labios para mostrarme sus dientes afilados y sus suaves rasgos
se deforman.
—Tú no eres la Maestra. —Esas palabras me escuecen—. Tú no me das
órdenes.
«Miskunn cabezota».
Suspiro, vuelvo a mirar el túnel y, luego, de nuevo sus fieros ojos.
—Saben que soy una amenaza. Si sigo viva, van a redoblar la
persecución. —Hago una pausa antes de lanzar el golpe definitivo—. Y
encontrarán a Ruse.
Uno aprieta los dientes y gruñe con los labios entreabiertos. Mueve la
cola hacia delante, rozándome la mejilla.
Le centellean los ojos.
Se queda petrificada. Su piel, ya de por sí pálida, se aclara tanto que se
vuelve traslúcida en los puntos donde es más fina: en las sienes, en el
interior de sus frágiles muñecas y en la corva de sus huesudas patas.
El silencio se prolonga mientras ella permanece absorta en uno de sus
infrecuentes vaticinios. Yo trago saliva al contemplar cómo se revuelven las
motitas refractantes de sus ojos. Los fragmentos rosados se solidifican,
emergen hasta la superficie y emiten destellos rojizos bajo la cálida luz.
Su cola se aleja de mi cara tan deprisa que es como si le hubiera quemado
con la piel y de sus afiladas fauces brota una temblorosa exhalación.
Parpadea, saca la ganzúa del cerrojo y se pone de nuevo en cuclillas
mientras en mi interior nace una pizca de esperanza que no sabía que
tuviera.
—Sabes que tengo razón…
Se guarda la herramienta en el bolsillito rosa de su ropa de lana.
—La Maestra morirá si no vas al coliseo. Sereme también. Lo acabo de
ver.
Me deshincho y asiento.
«En ese caso, está decidido».
—No me sorprende —susurro esforzándome por sonreír—. He cabreado
al Gremio de los Nobles. Muchísimo. Supongo que pondrán la ciudad patas
arriba para encontrarme si no me presento en mi ejecución.
—Así es —afirma con una certeza estoica—. Informaré de mis visiones a
la Maestra, quien se las transmitirá a la suya, que a su vez se las comunicará
al suyo.
—Perfecto, Uno. —Mi sonrisa se suaviza.
La criatura se mete una mano en el bolsillo anaranjado y extrae un trozo
de carbón.
—Ven —me indica levantándolo para que lo vea.
Frunzo el ceño.
Tras echar otro vistazo al túnel, alzo la barra metálica para que las
cadenas no se arrastren por el suelo y me acerco. Uno me hace señas para
que apoye la cabeza entre dos barrotes; siento la frialdad del metal en mis
mejillas.
Le tiembla el labio inferior al pasarme el trozo de carbón por la frente.
Enseguida reconozco la forma que está dibujando, muy parecida a la luna
que busco en el cielo siempre que miro hacia La Bruma.
—Es… como debe ser —susurra, y trago saliva con dificultad.
—Ya lo sé.
Se echa atrás y descansa las mejillas sobre sus huesudas rodillas mientras
nos observamos…
Estoy a punto de preguntarle si me van a devorar junto al poste o si me
llevarán hasta Bhoggith y seré la comida que alimente a unas crías, aunque
sé que sus visiones son esporádicas y que lo que ve puede alterarse. Así
pues, decido que más vale que me suma en la ignorancia hasta el triste final.
Cierro los ojos porque no quiero decir un adiós que me sabrá amargo y la
oigo avanzar casi en silencio hasta que sus pasos se terminan esfumando.
Solamente cuando estoy convencida de que se ha marchado vuelvo a abrir
los ojos, contemplando el espacio vacío que se halla frente a mí.
Me aclaro la garganta y me dirijo a la pared, donde me froto el picor de la
espalda contra la áspera superficie.
—¿Por qué una bola? —exclama una voz ronca a mi izquierda.
Miro de soslayo hacia el hombre al que creía dormido, tumbado bajo una
manta mugrienta, que me está observando por entre los barrotes.
—Es una luna.
—Entonces, ¿por qué una luna? —Frunce el ceño.
Clavo la vista al frente de nuevo y golpeo el suelo con un pie al son de la
canción tranquilizadora que tengo en la cabeza.
—Porque las lunas caen del cielo.
«Hasta cuando nosotros no lo queremos».
Raeve
CAPÍTULO 28
Me conducen por El Foso, abarrotado a pesar de lo estrecho que es,
flanqueada por los soldados con abalorios de la Corona.
El cielo llora copos de nieve que cubren el suelo, un manto helado por el
que arrastro los pies descalzos frente a gente de la ciudad con los labios
apretados.
No es habitual que a un prisionero lo lleve al coliseo un desfile de
guardias con hileras de testigos en silencio, pero lo entiendo, pues hay un
montón de carteles en las paredes que anuncian mi captura y la hora de mi
ejecución.
Me observan avanzar por el reducido espacio abierto entre la multitud,
con más soldados de La Bruma a ambos lados, que son como una verja
guardando un rebaño. Llevan una espada en la cadera y tienen los ojos
entornados, quizá esperando que algún otro Fíur du Ath dé un paso adelante
y se descubra.
Para intentar ayudarme.
Estoy convencida de que no van a interferir. No después del augurio de
Uno.
Mantengo la barbilla en alto al pasar por delante de rostros que
reconozco, feéricos y hasta algunas criaturas en las que he llegado a confiar
con el paso de las fases, así como otros miembros de los Ath que han
desempeñado un pequeño pero vital papel en mi existencia antes de que me
cayera encima la espada que llevo afilando toda la vida.
Para mí, sus caras resplandecen como lunas.
Igual que las del cielo, espero que no se caigan, y me entristece no seguir
por ahí para ver el reino recuperar su vieja gloria. Sereme lo conseguirá, sé
que lo conseguirá. Tarde o temprano.
Por mucho que la odie, la muy cabrona es incapaz de fracasar. Es una
semilla de esperanza que me llevaré hasta la muerte.
Varios criados de rostro pétreo de la Corona llevan cuencos con lo que
supongo que es una especie de sangre de animal y me la echan por encima,
empapándome de un hedor metálico. Entonces, varios fundefauces
retumban en el cielo, oscureciéndolo, con batidas estruendosas de sus
poderosas alas…
Suenan como mi desbocado corazón.
Un copo de nieve cae en la punta de mi nariz, lo que me hace levantar la
vista sonriendo, segura de que todo el mundo cree que estoy sufriendo por
el clima frío. Pero me pregunto si nuestra diosa del Agua tiene otras ideas,
si Rayne me está saludando con esas lágrimas heladas que en realidad me
proporcionan un poco de consuelo, puesto que calman el fuego que me
hierve en las venas y la rabia que siento. De todas formas, no sirve de nada.
Ya no.
Se ha acabado.
Definitivamente.
Iré al encuentro de la muerte arrepintiéndome solo de dos cosas: no haber
conseguido despellejar a Rekk Zharos de la polla al cuello y no haber
logrado experimentar la vida como Fallon me la describió antes de morir,
esa bella y férrea libertad que siempre ha estado lejos de mi alcance.
Con esos dos arrepentimientos como espinas en el corazón, me conducen
hacia unas escaleras talladas en el lado norte de la muralla, que suben en
zigzag los pisos hasta que estoy lo bastante cerca de las nubes para
atraparlas con la boca.
Y para saborearlas.
Cerca de lo más alto de la muralla, me pongo de puntillas cada pocos
pasos y alargo el cuello, decidida a echar un vistazo a la luna que tanto me
gusta… por última vez.
Un poco más arriba y a lo mejor puedo…
Observo las nubes bajas, preñadas de nieve, que cubren el cielo en todas
las direcciones, ocultando las lunas.
Todas las lunas.
Se me cae el alma a los pies y noto un fuerte escozor en los ojos.
Me empujan hacia un túnel flanqueado por candelabros llameantes y
suelto un gruñido, pues las piedras y las llamas me impiden ver el cielo. Me
siento como si las botas que avanzan por el pasadizo retumbando en las
paredes me aplastasen el pecho con el peso de la decepción, que me fractura
las costillas. Y me destroza los pulmones.
«Quítatela de encima. Deshazte de ella».
Yergo la barbilla cuando doblamos por otro túnel. Después, me hacen
subir unas escaleras de caracol que llevan al estadio del coliseo, tan grande
que me hace sentir una mota de polvo en el fondo de una pila.
Minúscula.
Insignificante.
El grueso dosel de piedra que corona el edificio cubre una sola fila de
asientos y protege a los animados elementales que han venido a verme
morir, dispuestos a arriesgar la vida para presenciar el macabro espectáculo.
Ríen, sueltan gritos ahogados y murmuran señalando en mi dirección
cuando los guardias me empujan hacia un poste de madera mientras mis
pies se hunden bajo gruesas capas de nieve.
Los saludo con las manos engrilletadas y les sonrío.
—¡Gracias por venir a despedirme! —grito, seguido de un cabrones
susurrado.
Los guardias me colocan las manos en los costados y me envuelven con
una cuerda hasta que estoy tan unida al poste que me cuesta respirar. Luego,
bajan las escaleras mientras mis pulmones se rebelan contra la opresión.
Noto un estallido de pánico en mi interior.
Estoy atrapada. Indefensa.
«Y sola, joder».
Darme cuenta de ello es como una puñalada en el pecho y el temor me
recorre las venas en forma de sangre hirviendo. Mi respiración entrecortada
y acelerada hace que el espantoso temblor que me sacudía en la celda
resurja con fuerza.
Algunos elementales se ríen, quizá al fijarse en mi repentina
incomodidad; carcajadas que me llegan como piedras.
Con las mejillas al rojo vivo, me niego a volver a mirar al público. Me
limito a alzar la vista al cielo y observo con los ojos muy abiertos a las
bestias coloridas que me sobrevuelan, atravesando las nubes y convirtiendo
sus bonitas gamas cromáticas en un iris revuelto que mira…
Hacia mí.
Los copos de nieve me salpican el pelo y la cara mientras intento detener
el castañeteo de mis dientes y ralentizar mi respiración, superficial y
frenética.
«Es una pesadilla de la que me voy a despertar. Como ocurre con todas
las pesadillas, no te despiertas hasta que te destroza tanto que te sobresaltas.
Es eso… Solo tengo que dejar que me destrocen. Y entonces seré libre».
Un alboroto en el palco imperial atrae mi atención. Una mujer avanza
entre una legión de soldados que se apartan. Su piel pálida contrasta con la
corona roja que decora su melena rubicunda.
«Es la reina…».
No pensaba que asistiese a estas ejecuciones. Supongo que soy tan
famosa que me he ganado ese privilegio.
Cuando la campana tañe para llamar a los dragones a comer, trato de
coger aire, pero noto un puñetazo en la garganta; cada gong me zarandea los
huesos mientras su alteza imperial se acerca a la balaustrada. Clava la vista
en mí y se queda paralizada, con los ojos desorbitados con un destello de…
de algo.
¿Sorpresa?
¿Incredulidad?
¿Reconocimiento?
No consigo descifrarlo. Como apenas me queda tiempo para darle
importancia, me concentro en el enjambre de bestias que revolotean por el
cielo.
«Por todos los Creadores».
Un fundefauces gigantesco se posa en el dosel de piedra. Su plumaje
amarillo y naranja lo hace parecer una furibunda llamarada que ha venido a
devorarme. Me sobresalto cuando levanta su largo pico afilado al cielo y
suelta un chillido, dispersando a algunas de las bestias más pequeñas que
habían empezado a descender. Después, gira la cabeza hacia el estadio.
«Está muy cerca».
Sus pupilas rasgadas se dilatan y el animal pega un picotazo en el aire en
mi dirección, como si estuviera practicando.
Sostengo la mirada escarlata del dragón…
Una ráfaga de viento me golpea.
El fundefauces gira la cabeza a la izquierda y lanza un alarido
dirigiéndose a una segunda bestia casi de igual tamaño que se ha colocado
en el dosel pétreo del otro lado del coliseo. Esta alarga el pico y suelta un
chirrido desgarrador, esparciendo una nube de saliva y humo.
Vuelvo la cabeza para intentar protegerme y clavo los ojos en el palco
imperial.
La reina aferra la barandilla con los nudillos blancos y grita algo a los
soldados que tiene detrás, que pasan la vista de ella a mí con el rostro pálido
como un pergamino.
Luego, me dirige una mirada febril y en sus ojos veo algo que perturba
mi lago interior. Le caen lágrimas por las mejillas y empieza a pronunciar
palabras que no oigo…, aunque las veo.
Las reconozco.
«Está cantando a Clode, le está suplicando que sople viento. Que dé
vueltas».
El aire a mi alrededor se convierte en un torbellino de nieve y hielo a
través del cual es casi imposible ver nada y el poste al que estoy atada se
tambalea como si estuviera punto de salir despedido del escenario. Parece
que vaya a arrancarme el pelo, que apunta directo hacia el desenfrenado
vórtice.
Los dos fundefauces chillan y alzan el vuelo, batiendo las alas contra el
vendaval, que les arranca unas coloridas plumas del vientre y las lanza al
remolino, el cual conduce a las criaturas de regreso a las nubes.
Vuelvo a mirar a los ojos de la reina por entre la feroz cortina de nieve
que cae a mi alrededor. Se le sacude el pecho por los sollozos y muestra una
cálida sonrisa.
La comprensión se hunde en mi estómago como si me hubiera dado un
festín después de una larga temporada muriendo de hambre. Frunzo el
ceño…
La reina intenta ahuyentar a los dragones.
Intenta… Intenta salvarme.
Un profundo sonido gutural retumba desde todos los ángulos.
Pu-pum.
Pu-pum.
Pu-pum.
Toda la luz abandona el coliseo, eclipsada por una espantosa oscuridad
que casi me engulle por completo.
Se oyen gritos entre la multitud, que empieza a levantarse de los asientos
para correr a las salidas; algunos tropiezan con otros al huir aterrados. La
reina aparta la vista de mí y la dirige al cielo con los ojos desorbitados. La
confusión me embarga e imito su gesto.
Se me detiene el corazón y me quedo sin aliento al ver al siegasable más
grande que haya visto jamás cayendo en picado hacia el coliseo ondeando
sus alas. Extiende sus descomunales garras y se aferra al dosel de piedra,
posando todo su peso en una estructura que ya no parece tan fuerte ni
robusta comparada con esa bestia. El dragón luce el color de un viejo
charco de sangre, que se acerca al negro en los lugares donde la luz no
incide sobre sus enormes escamas.
El mundo entero parece sacudirse. Hay grietas avanzando por la piedra y
algunos pedazos se desmoronan a mi alrededor, aplastando a algunos de los
nobles que no han conseguido alejarse lo bastante rápido.
Unos violentos aullidos de pánico y dolor se adueñan de la atmósfera.
El dragón extiende las alas hasta abarcar una distancia imposible, con las
membranas temblando ante la fuerza de la canción ciclónica de la reina.
Alcanzan tal envergadura que las creo capaces de dar varias vueltas al
coliseo.
—Mierda —mascullo preguntándome por qué una bestia tan grande se
molestaría por un bocado tan diminuto.
A no ser…
«Me quiere para sus crías».
Se me revuelve el estómago.
No solo voy a morir, sino que voy a morir lentamente en el lugar más
caluroso del mundo.
En Gondragh, donde anidan los siegasables.
El rey tenía razón, sí que me persiguen todos los espíritus rabiosos de la
gente a la que no conseguí decapitar. Han atraído a esta bestia a mi
ejecución y van a reírse los últimos.
Me alegro por ellos.
No tanto por mí.
Me quedo sin aire en los pulmones cuando el dragón agacha la cabeza
hacia el estadio con gesto embravecido. Las púas y colmillos curvados que
cubren su anguloso rostro le dan un aspecto monstruoso. Suelta una
vaharada de aliento sofocante sobre mí y me mira con sus ojos negros
llenos de ascuas.
Algo emerge desde las profundidades del maltrecho lago de mi interior y
llega hasta mi duro corazón. Unas garras se clavan en el músculo
petrificado y me infunden una canción que asciende por mi garganta y se
posa sobre mi lengua como una bola de fuego gélida que me hace abrir la
boca.
Mi voz rasgada brota al compás de mi galopante corazón, abriéndose
paso entre el estrépito. No es un lenguaje común, sino algo… distinto.
Algo que no comprendo. Y que probablemente debería cuestionarme.
El dragón parpadea con la cabeza ladeada al tiempo que la desconocida
melodía emerge por entre mis dientes como fractales de hielo y nieve.
Frunzo el ceño.
¿La bestia está haciendo algo más que escuchar mis palabras?
¿Las está… digiriendo?
¿En lugar de digerirme a mí?
Siento un atisbo de esperanza en el pecho, por lo menos hasta que el
siegasable abre sus cavernosas fauces y suelta un rugido, un arranque
estruendoso que apesta a carne quemada. Se me acelera el corazón al ver
una bola de fuego carmesí en el fondo de su garganta nervada, a la espera
de que brote la explosión.
A la espera de arder.
El dragón ataca.
Me rodea con sus afilados dientes, sumiéndome en una oscuridad cálida
y húmeda. Por todas partes me asaltan ruidos de algo crujiendo y
rompiéndose: el poste en el que estoy atada se suelta del escenario y oscila
a un lado, llevándome consigo. Dejando atrás mi abatido corazón.
Finalmente, el miedo me devora y el mundo desaparece.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

La duermevela pasada, dormí en la guarida, junto al suave extremo de la


cola rizada de Slátra, y soñé con cosas alegres. Rebosaba felicidad después
de haber visto a Haedeon volar por primera vez a lomos de Allume,
sonriendo de oreja a oreja, mientras los dos proferían aullidos de victoria
hacia el cielo. Rebosaba felicidad después de que montásemos juntos a la
dragona, bañados en luz de luna, y sobrevoláramos cumbres escarpadas,
haciendo caer la nieve a nuestro paso como consecuencia del vertiginoso
meneo de la sedosa cola de nuestra plumaluna. Haedeon estaba más vivo
que nunca.
La duermevela pasada, dormí en la guarida y soñé con cosas alegres
mientras mi familia dormía en camas en las que jamás despertarían,
mientras un veneno les recorría el cuerpo y los asfixiaba hasta matarlos.
A mi mah.
A mi pah.
A Haedeon.
Sé que sus últimos instantes fueron dolorosos. Lo veo en sus ojos tan
abiertos, en el gesto antinatural de sus labios, que ya no sonreirán ni
cantarán ni susurrarán mi nombre, por más fuerte que los abrace o por
más que les grite que lo intenten.
Es un dolor enorme… Me embarga todo el pecho y hace que me cueste
respirar. Me pesa tanto que creo que jamás podré volver a moverme.
Aunque no creo que quiera.
¿Cómo es posible que alguien a quien tanto quieres esté ahí en un
momento y al siguiente haya desaparecido?
Desaparecido… sin más.
Allume, Náthae y Akkeri no dejan de volar por delante de la ventana,
lanzando alaridos y llamaradas. Cada vez que gritan, más se me rompe el
corazón.
Deben de saber que ha ocurrido algo.
No tengo valor suficiente para enseñarles lo que han perdido. Todavía
no. Sigo esperando abrir los ojos y que todo haya sido solamente una
pesadilla horrible.
Los edecanes de mi mah y de mi pah dicen que debo despedirlos. Que
tenemos que entregar sus cuerpos a los elementos, a los Creadores, que no
estuvieron ahí cuando más los necesitaban.
Me parece demasiado definitivo.
No quiero que este sea nuestro último abrazo ni la última vez que los
mire a los ojos y les diga que los quiero.

No quiero que esta parte de ellos también desaparezca.


Dicen que es necesario que me ponga la diadema de mi mah, ahora que
al fin se ha desprendido de su cabeza, pero solo después de haber sorbido
hasta la última gota de vida de su cuerpo, dejándola irreconocible. Ahora,
los Creadores no dejan de gritarme, pronunciando palabras que nunca he
oído, palabras que no conozco y que no tengo ganas de aprender. Ahora no.
Creo que también quieren que me ponga la diadema.
Mi mah me dijo una vez que nunca se ha sentido más cerca de la muerte
que en el momento en el que se la colocó sobre la frente, así que quizá sí
que me la ponga, aunque solo sea para conseguir eso.
Estar más cerca.
Raeve
CAPÍTULO 30
Mi nueva jaula apesta a muerte y a azufre. Es una oscuridad espesa y
envolvente que ruge a mi alrededor, retumbando. Gorgoteos, chirridos y el
potente sonido de…
Alas.
Pu-pum.
Pu-pum.
Pu-pum.
Gruño con la cabeza envuelta por una humedad viscosa que no deja de
intentar ahogarme. Las babas me caen por la cabeza y me empapan el pelo
con cada giro, subida y caída en picado de las que te detienen el corazón.
Siento una punzada de miedo atravesándome el pecho.
El siegasable no ha cerrado las fauces ni me ha lanzado entre la montaña
de dientes que me rozan la rodilla. Y eso significa que, desgraciadamente,
yo estaba en lo cierto. Solo hay un destino posible para mí si no muero
ahogada en su saliva antes de que lleguemos…
La bestia me está transportando hasta Gondragh para darme de comer a
sus crías.
«Mierda».
No tengo ni idea de cuánto tiempo llevamos surcando el cielo, ni de
cómo es capaz de volar con unas alas tan gigantescas. Por quince gemas de
rocadragón, aquellos que son lo bastante estúpidos como para intentar robar
un huevo de siegasable pueden comprar un peligroso billete de ida a
Gondragh desde la guarida pública de Gore, pero se anuncia que se tarda
siete ciclos aurorales… En el caso de que se consiga llegar hasta allí, claro
está.
Es imposible que yo tenga fuerzas en el cuello para aguantar siete ciclos
aurorales.
Suelto un suspiro, con cierto consuelo por el hecho de que es probable
que muera antes de que el animal me escupa en un nido de roca derretida
junto a un montón de versiones pequeñas y hambrientas suyas.
Un escalofrío me sube por la columna al imaginármelas royendo mis
restos mientras escupen sus primeras llamas, que no cuentan con el vigor
necesario para poner fin a mi vida eficientemente. Es evidente que o me
persiguen mis demonios o me han maldecido, o quizá un poco de lo uno y
lo otro.
De repente, y sin previo aviso, la bestia se lanza en picado.
Las entrañas me golpean la columna por la sacudida; la fuerza de la caída
suelta el poste de madera de las fauces de la criatura y me lanza hacia atrás.
Me detengo en seco en la boca de su garganta y observo con los ojos
desorbitados la cueva estriada, que termina en una llama agitándose en la
base, la cual desprende tanto calor que me sorprende que no se me derrita la
carne sobre los huesos.
El pasado y el presente se juntan, destrozándome por dentro…
Si hay otra sacudida, por mínima que sea, el fuego me engullirá.
Y esta vez me matará.
Se me acelera el corazón. Cierro los ojos con fuerza y doy unos
golpecitos en el poste con el pie mientras canto una canción alegre,
imaginándome en un lugar frío y oscuro con el rostro vuelto hacia la nieve
que cae.

Había una vez una vagabunda feliz


mejor que cualquier ladrón.
Guardaba las cosas a la espalda en un zurrón
con tachuelas de dragón.
Se marchó a una ciénaga húmeda en busca de un huevo ardiente, eso
decían.
Saltaba de colina en colina; ¿qué encontraría?

¡ENCONTRARÍA!
En un nido de yesca robó y un huevo encontró,
la leyenda contó.
Pero el huevo ya se movía, se movía…
Y luego un ruido sordo se oía, se oía…
Las llamas se vertían, se vertían…
Y nuestra feliz vagabunda de un salto ascendía, ascendía…

Había una vez una vagabunda feliz


que se adentró en una ciénaga húmeda huyendo de una niebla pútrida.
¡Y de allí salió como una trogg peluda!
De pronto, salgo disparada del fondo de la garganta de la bestia y el poste
se clava en la pared curvada de incisivos con tal fuerza que noto cómo el
cerebro me rebota en el interior del cráneo.
Ya no oigo más batir de alas…
«¿Hemos… aterrizado?».
Al imaginármelo, se me hace un nudo en el estómago y siento
hormigueos debajo de la lengua.
«Por todos los Creadores, es el fin. Me va a escupir en un nido y me van
a devorar».
«No quiero que me devoren».
Un estruendoso murmullo retumba a mi alrededor y el dragón afloja las
fauces, dejando que los regueros de saliva fluyan entre sus enormes dientes,
mucho más grandes que yo. El resplandor que entra por la abertura de su
mandíbula me provoca dolor en los ojos.
Sigo entornándolos cuando la bestia agita la cabeza y pasa la lengua por
debajo del poste, deshaciéndose de mí como si yo fuera un poco de sarro.
Con el corazón en la garganta, vuelo por el cielo, tragándome el grito que
amenaza con brotar de mis labios.
Por suerte.
Me niego a morir lloriqueando. Gruñiré, maldeciré y rugiré ante los
malditos escupefuegos hasta que me arranquen la tráquea.
La gravedad tira de mí y caigo de bruces sobre algo cálido y arenoso que
me impide respirar. El nido de un siegasable es más blando de lo que me
esperaba. Y tampoco hace el calor derritecarne que pensaba, aunque seguro
que las crías se encargan de terminar conmigo.
El poste se inclina hacia atrás y cae. Quedo bocarriba en la madera, como
una brocheta presentada a la perfección.
Las crías deben de ser enormes, y fuertes. Y debe de gustarles jugar con
la comida.
Pues qué bien.
Tengo un nudo en el estómago y noto la hedionda saliva del siegasable en
mi garganta. Inclino la cabeza y toso, escupo, vomito. Me dan calambres en
las entrañas mientras mi cuerpo lo expulsa… todo.
Entre arcada y arcada, abro los ojos un poco más y me fijo en el hombre
que está delante de mí con los brazos cruzados y el ceño fruncido en su
atractivo y pétreo rostro. Un hombre al que, para mi desgracia, ya conozco
de sobra y ahora me observa devolver sobre los minúsculos granos de
piedra, dándome cuenta de que en realidad se trata de arena.
He oído hablar de la arena antes. Las primeras impresiones son
importantes, así que lo siento por este polvillo molesto que se me mete en
los ojos y me cubre la cara y el pelo, pero no hemos empezado con buen
pie.
Sin embargo, estoy viva, no quemándome hasta morir ni siendo
devorada. Al darme cuenta, las náuseas se transforman en una carcajada que
me zarandea entera, como si fuese uno de los episodios maniacos de Clode.
—Me alegro de que seas tú —mascullo entre carcajadas—. Ahora por fin
tendré el placer de matarte.
—Acabo de salvarte la vida —repone el Rey Disfrazado con una ceja
arqueada mientras su capa negra ondea por culpa de una puta racha de
viento que me lanza más arena a los ojos—. A lo mejor es más apropiado
que me des las gracias a que me saltes al cuello.
—Si hubieras estado a punto de ahogarte en babas de siegasable, no
dirías lo mismo —exclamo observando con los ojos entornados su rostro
taciturno, con la confianza de alguien que no está engrilletado ni atado a un
poste—. ¿Qué te parece si intercambiamos las tornas? A ver qué tal te
sientes después de haber estado un tiempo marinándote en su boca. Seguro
que también te entrarían ganas de rebanarme el pescuezo.
El rey ladea la cabeza.
—¿Preferirías que te hubiera sacado de la celda? —me pregunta
arrastrando las palabras—. ¿Que te hubiese hecho salir de Gore y que
hubiera dejado al Gremio de los Nobles insatisfecho y con sed de sangre de
tu clan rebelde? A lo mejor te has dado un golpe en la cabeza en la boca de
Rygun, porque has perdido el juicio por completo.
«Conque Rygun».
En ese caso, se trata del rey de La Llama: Kaan Vaegor. Qué apropiado y
qué suerte la mía que me haya capturado el tirano temido y misterioso, y no
el que por lo visto sigue llorando la pérdida de su reina. Parece que ese otro
hermano tiene corazón. Sin embargo, por lo que me han contado, este no
tiene más que un dragón voraz y una afinidad con Bulder tan fuerte que
podría destrozar una ciudad con una sola palabra.
Maravilloso. Creo que le suplicaré a Rygun que me coja otra vez y me
lleve directamente a Gondragh. Y que me escupa en un nido: preferiría
probar suerte con un puñado de crías hambrientas.
—Sí que me he dado un golpe en la cabeza, la verdad. Además, he estado
a punto de ahogarme con la saliva de tu dragón, que casi me traga, y ahora
mismo suelto un olor a muerto que seguro que nunca podré quitarme de
encima. Venga, desátame para que acabemos con esto de una vez.
—¿No te da miedo Rygun?
Dirijo la vista al dragón, posado sobre las patas traseras, que me mira con
sus ojos negros entornados mientras suelta vapor por la nariz. Procuro
ignorar la punzada de temor que noto en mi encallecido corazón.
Siempre he pensado que las mascotas se parecen a su dueño. Esta no es
una excepción.
Tanto la bestia como el hombre son puro músculo, cuya poderosa sombra
se proyecta sobre la arena color óxido. Los ardientes ojos de ambos
penetran en mi alma con una mirada feroz que se apodera de mi pecho y lo
estruja hasta el punto de que sé que, si forcejeo, solo empeoraré las cosas y
su agarre será cada vez mayor hasta que se me salgan los ojos de las
cuencas y me brote sangre de la boca.
Los dos son aterradores y están en su mejor momento. Resulta
abrumador contemplarlos, por razones totalmente distintas.
Me aclaro la garganta, meneo la cabeza para apartarme de la cara un
mechón de pelo empapado en saliva y miro al rey con los ojos entornados.
Él me observa con una expresión tan dura como nuestro entorno.
—Ninguna bestia está lo bastante domesticada como para llevar comida
viva en las fauces si no está destinada a sus crías, y me da a mí que tu
dragón se pega buenos atracones —digo lanzando otra mirada a Rygun al
tiempo que me pregunto cuántos seres vivos han contribuido a que sea de
semejante tamaño—. Me habría despedazado si no le cayese bien. Las
cuerdas, venga.
Kaan sigue observándome inmóvil, sin sudar lo más mínimo a pesar del
inclemente sol que incide sobre su rostro, atravesando sus fuertes y
marcados rasgos, que amenazan con despojarme de mis pensamientos
homicidas.
Otra vez.
—Rápido, me estoy quemando.
—Si me matas, te quedarás atrapada en las llanuras Boltánicas sin forma
de volver ni acceso a agua, y con esa piel te debilitarás como un plumaluna
bajo el sol y morirás antes de que salga la aurora —masculla, verbalizando
lo evidente; ya noto cómo se me está agrietando la piel—. Y eso en el caso
de que Rygun te deje con vida después de verme desangrarme sobre la
arena, claro. A lo mejor ahora le caes bien, pero te aseguro que su lealtad es
para conmigo.
Miro con el ceño fruncido a la criatura, que suelta más humo por la nariz.
El rumor de su pecho me lleva a imaginarme atrapada entre sus dientes
como sables y convertida en un amasijo de huesos y carne.
—Además, no llevas ningún arma, tienes una estaca pudriéndose en el
hombro y no has comido nada desde hace casi dos daes. ¿Qué te parece si
izamos la bandera blanca de nuevo, reprimes las ganas de matarme hasta
que hayas comido y te hayas bañado y ya no sufras por una infección que
empieza a filtrarse en tu torrente sanguíneo?
«Este hombre se cree que soy más tonta que la mierda de dragón».
—La única infección que sufro es tu indignante presencia.
—Error. —Alza el labio superior, enseñándome unos colmillos largos y
afilados, lo que me hace sentir un cosquilleo en el vientre.
Curiosamente.
Se pone en cuclillas, eclipsando el sol, y tira del cuello de mi túnica con
tanta fuerza que me arranca un botón.
—¿Qué estás…?
Me mete un dedo en el agujero del hombro. El dolor que siento es como
si un hierro candente me abrasara los músculos, los tendones, los huesos…
Suelto un grito, un chillido agudo del que me arrepiento de inmediato.
A mí nadie me hace gritar. Y mucho menos él.
Cuando él aparta el dedo, mi hombro supura. Gruño con los dientes
apretados mientras respiro agitadamente, lo que no consigue saciar la rabia
que se me acumula en el pecho como si fuera un torbellino de llama de
dragón.
Kaan se lleva el dedo ensangrentado a la nariz y las palabras que
pronuncia surgen de él con tanta brutalidad que casi las siento en mi piel
erizada.
—Puedo olerlo.
De mi herida brota un líquido caliente mientras observo las partes de él
que me gustaría hacer añicos.
—Me… apetece mucho… matarte.
—Lo sé muy bien —murmura limpiándose mi sangre de la mano—, pero
ahora no es el momento.
Contemplo la bestia que se alza tras él, con las alas extendidas
deleitándose con el sol, y luego miro más allá. Estamos rodeados por una
vasta extensión de arena ondulada, que se levanta en remolinos cobrizos. El
aire está agitado y distorsiona el horizonte azul claro, plagado de lunas
negruzcas que parecen lo bastante cerca como para tocarlas con la mano.
Las cintas plateadas de la aurora se enredan con las tumbas circulares, una
preciosa decoración para un terreno que por lo demás está yermo.
No hay colinas, ni árboles, ni rocas, ni piedras.
No hay rastro de vida.
Y tampoco hay agua, claro…
Solo estamos el rey y yo, acompañados de un dragón que mide la mitad
que una montaña.
«Genial».
—Una bandera blanca es una bandera blanca —dice. Lo miro a los ojos
al tiempo que él se apoya los codos en las rodillas flexionadas y ladea la
cabeza—. ¿Puedo liberarte de los grilletes y fiarme de que no vas a
incumplir las normas de nuestro… acuerdo?
—Seguramente no.
—Por lo menos eres sincera —musita, y suelta un sonoro suspiro.
Se lleva la mano a la bota y saca un puñal de bronce con forma de pétalo.
«Mierda. Debería haberle mentido».
Forcejeo contra mis ataduras bufando al verlo acercar el arma a mi
pecho, pero la pasa por debajo de las cuerdas y… las corta.
Cuando se desatan, puedo respirar hondo por primera vez desde que me
han atado a ese poste dejado de la mano de los Creadores.
Mi expresión debe de reflejar mi gran sorpresa, porque veo un destello de
humor en sus ojos.
—¿Creías que iba a apuñalarte, prisionera setenta y tres?
—Pues sí. Ya has visto cuántas víctimas mencionaron en el juicio, y te
mentiría si te dijera que esas eran todas. Es obvio que tienes mucho
músculo y poco cerebro.
Resopla mientras corta otra cuerda. Y otra. Y otra.
Al soltarme del poste, caigo de nuevo de bruces sobre la arena.
Kaan me levanta y, mientras intento mantenerme en pie, me sacude el
polvo de encima. A continuación, se inclina hacia mí y me olisquea.
—Tienes razón, apestas.
—Que te follen —mascullo, y él enarca una ceja.
—Hace unos segundos querías matarme. No puedo seguirte el ritmo.
—No te preocupes. —Me río resoplando por la nariz—. Poca gente
puede.
—¿Me estás retando? —me pregunta guardándose el puñal dentro de la
bota.
—No, pero sí que te voy a retar a que me sueltes del todo.
—Me niego completamente.
«Cómo no».
Espero que no le importe cuando yo le rebane completamente el
pescuezo.
Se desata la capa y se la quita de los hombros, lo que me permite ver de
cerca el vigoroso movimiento de su musculoso cuerpo. Me arden las
mejillas cuando me envuelve con la liviana prenda y me la ciñe debajo de la
barbilla.
—Adorable —dice dándome un golpecito en la nariz.
—Te voy a cortar la lengua con el puñal que escondes en la bota.
Me cala la capucha en la cabeza, cubriéndome con las sombras.
—Preferiría que usaras la boca, pero quien pide no escoge.
Frunzo el ceño y tardo más en comprenderlo que la aurora en salir.
Profiero un resoplido de indignación, aunque me callo al instante al verlo
agacharse y cogerme del tobillo izquierdo con una mano y de la cadena con
la otra. Tensando los hombros, tira fuerte y se suelta un eslabón, que sale
volando por los aires.
«Vaya».
Repite el proceso con mi otro tobillo, rompe la cadena y luego la arroja.
—No se te da nada mal. —Agito las manos delante de él haciendo
tintinear la cadena metálica que me las ata—. Ahora esta.
Me mira con frialdad y coge un trozo de cuerda del suelo. Me junta las
manos, me desliza los grilletes brazos arriba y me ata las muñecas con
fuerza.
—No me refería a… eso.
Después, arranca las cadenas de los grilletes, rompiendo más eslabones
como si fueran de arcilla.
—Lo sé.
«Mierda».
—No te gusta arriesgarte demasiado, ya veo. No te juzgo, tranquilo.
Se incorpora con un sonoro gruñido, se inclina hacia mí y me rodea con
sus enormes brazos. Me levanta como si fuera un saco de grano y me coloca
sobre su espalda.
—¿Qué haces? —grito colgando de su hombro mientras se dirige hacia…
su dragón.
Se me sube el corazón a la garganta tanto que casi me atraganto con él.
—Kaan, no. ¡No he accedido a esto!
Se pone rígido, ralentiza el paso y deja escapar un sonido ronco.
—Vuelve a decirlo…
—¿El qué?
—Mi nombre, Rayo de Luna. Vuelve a decirlo.
Si así escapo de esta posición tan denigrante, lo gritaré a los cuatro
vientos hasta que me quede sin voz.
—Kaan. Kaan. Kaan. Kaan. ¡Kaan! Y ahora bájame. Rápido.
Se llena los pulmones hinchando todo el pecho, como si cogiera aire por
primera vez después de haberse sumergido.
—No has dicho por favor —responde, y sigue caminando.
«¿Có…?».
—¡Por favor!
—Demasiado tarde.
«Voy a partirle los huesos y los voy a usar de mondadientes».
Cuando llega junto a la bestia, calza la bota en uno de los múltiples
estribos con que está provista la cuerda que cuelga de su silla de montar.
—¡Vuelve a meterme en la boca del dragón!
Coge impulso y ascendemos por la cuerda con movimientos bruscos
mientras observo aterrada cómo el suelo va alejándose cada vez más. Dejo
de forcejear en cuanto me doy cuenta de que no voy a poder salir de esta
retorciéndome ni matando.
Al alcanzar los pedazos de cuero remendados que hacen las veces de
montura de la gigantesca bestia, Kaan supera los últimos estribos, pasa una
pierna por encima de la silla y me deja sobre su regazo.
Sentada a horcajadas encima de él, lo miro a los ojos, boquiabierta y sin
aliento ante su imponente presencia. Él baja la vista hacia mí, respirando
con agitación en mi cara. El aire que nos separa se carga con una
electricidad estática que me eriza la piel.
«Por todos los Creadores».
Cubierta por el olor a cuero y su embriagador aroma, esta sensación que
noto en el bajo vientre parece deberse a que ansía algo que todas las demás
partes de mi cuerpo rechazan de plano, y valoro si es prudente preguntarle a
este hombre si le apetece echar un polvo antes de que le corte el cuello…
Supongo que no debería.
—Tienes hasta que cuente diez para decidir cómo te quieres sentar.
Después, azuzaré a Rygun para que eche a volar y te quedarás en la postura
en la que estés —masculla Kaan.
Se me cae el alma a los pies con sus palabras.
Me dispongo a replicar cuando dice:
—Uno…, dos…
«Joder».
Me contorsiono y levanto la pierna derecha, que consigo pasar por
encima de su muslo.
—Tres…, cuatro…
Intento sentarme, pero pierdo el equilibrio y vuelvo a quedar de nuevo
con la cara sobre su pecho justo cuando exclama con voz grave:
—Cinco.
—Cuenta más lento —gruño poniéndole las manos sobre el abdomen, un
montón de músculos que más bien parecen rocas.
Se me seca la boca.
—Seis —dice con una voz que me pone los vellos de punta—. Siete.
«Me tengo que mover sí o sí».
Vuelvo a alzar el pie y consigo enderezarme entre tambaleos.
—Ocho…
Me doy la vuelta para mirar hacia delante, con el corazón desbocado, y
echo un vistazo alrededor. Siento un hormigueo en los pies al darme cuenta
de lo alto que estamos.
Y no es lo más alto que vamos a estar.
—Nueve…
«Creadores, matad a este hombre».
Paso los pies a ambos lados de la silla de montar y aterrizo en perfecta
posición entre sus piernas, con tal golpe que le arranco un sonoro gruñido,
lo que me proporciona un arrebato de satisfacción.
—Diez —proclamo, y él se aclara la garganta y se echa hacia atrás para
recolocarse, sin duda notando un presión diferente a la esperada.
Le sonrío.
—No dudes en dejarme en el pueblo más cercano. Ya encontraré la
manera de volver desde ahí —digo. He decidido que es un buen momento
para atacar, ahora que le he hecho daño en la polla. Supongo que tengo dos
formas de librarme de su presencia: matándolo o volviéndome insoportable.
—Te guste o no… —masculla cogiéndome por la cintura y levantándome
para situarme en una posición más cómoda, lo que me ruboriza tanto que
me arden las mejillas por motivos que no solo se deben al sofocante calor
—, vas a venir conmigo hasta Dhomm.
El corazón me da un vuelco.
Dhomm…
Poca gente va a la capital de La Llama y regresa.
«Muy poca».
Probablemente, porque todos terminan dentro de la bestia en la que estoy
montada. O eso o la ciudad tiene garras y dientes mucho más afilados que
aquellos de los que me acabo de escapar a duras penas.
Abro la boca, a punto de espetarle una réplica mordaz, pero Kaan
extiende los brazos y agarra las riendas.
—Guthunda, Rygun. Guthunda!
El dragón se remueve debajo de nosotros, suelta su cálido aliento y se
incorpora. A mí me da la impresión de que el mundo entero se balancea de
un lado a otro.
—Sujétate a la cincha de cuero —me dice Kaan cerca del oído. Su voz
reverberante me provoca escalofríos que me bajan por el cuello y me dejan
sin aliento.
Con un gruñido, cojo la puta cincha.
—¿Sabes qué es lo que más odio?
—¿Que te digan lo que tienes que hacer? —responde veloz como el rayo.
—Exacto.
—Vaya —exclama, y le pega un tirón al asidero, como si quisiera
comprobar si lo estoy sujetando bien. Me resulta sumamente ofensivo
porque yo nunca hago nada a la ligera—. Me alivia saber que tienes instinto
de supervivencia.
—Preferiría tener el puñal que tienes en la bota —repongo cuando la
bestia repliega las alas.
Percibo la energía que se acumula en las patas traseras de Rygun antes de
que salte hacia el cielo con un estrepitoso batir de alas. La gravedad me
empuja contra el pecho de Kaan con tanta fuerza que me quedo sin aire en
los pulmones.
Nos elevamos…
Y nos elevamos…
Cualquier palabra que fuera a decir se ha hundido en las profundidades
de mi ser. Me aferro más fuerte a la cincha, con la cabeza recostada en el
cuello de Kaan mientras noto su corazón latiendo con fuerza en mi espalda,
acompasado con el batir de alas de Rygun.
Tras atravesar una fina capa de nubes, nos estabilizamos y el mundo
parece recuperar el equilibrio.
Cojo aire por primera vez desde que hemos despegado de la arena y lo
suelto temblorosamente.
Echo de menos la boca del dragón. Estaba húmeda, apestaba y había
posibilidades de que me tragase, pero por lo menos no me asía a la vida
mediante una sencilla tira de cuero, arrimada a un hombre que huele
demasiado bien.
—¿Estás bien? —me pregunta Kaan al oído, haciéndome sentir un
hormigueo en todas las células del cuerpo al ser consciente de su cercanía.
Me atrevo a echar un vistazo por encima del cuerpo de Rygun, esperando
que me embargue el terror al divisar el mundo tan abajo, donde las áridas
llanuras se extienden en todas direcciones como si fueran ondas en un mar
rojizo. Sin embargo, noto algo en el pecho, algo que me da ganas de
extender los brazos, ladear la cabeza y soltar una carcajada profunda,
salvaje, real y tan saludable que quiero…
Llorar.
—Respóndeme, Rayo de Luna.
Su tono me saca de mis ensoñaciones. Y me recuerda que vuelvo a estar a
la merced de un Vaegor malvado; solo he pasado de un grillete a otro.
El mundo se desmenuza debajo de nosotros mientras medito la pregunta
de Kaan…
«¿Estoy bien?».
—Sí —susurro abrazando esa extraña emoción que me embarga con una
dulzura que no sabía que poseía, preocupada por que se rompa si la aprieto
demasiado fuerte—. Estoy bien.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Ahora mismo, los Creadores están muy callados. Sus voces son ecos
vacíos que apenas suenan lo bastante fuerte como para comprenderlas.
No sé por qué.
Quizá la Piedra Éter se está llevando tanto de mí que me queda poca
cosa con la que escuchar.
Esa es la sensación que tengo: que las espirales plateadas de la
diadema, que ahora está adherida a mi cráneo, me están sorbiendo el alma.
La odio.
Nunca sabré cómo lo soportó mi mah durante casi cien fases, pero quizá
sí entiendo por qué tardó tantísimo en traer a Haedeon a este mundo.
Y luego a mí.
Quizá entiendo por qué lloraba en la nieve hace tanto tiempo, cuando mi
mundo era pequeño y mi corazón estaba entero y colmado.
Apenas tengo energía para respirar, mucho menos para comer. Durante
el último ciclo, fue evidente que no contaba con las fuerzas para ayudar
con los preparativos del entierro, ni para mantenerme en pie mientras
Náthae y Akkeri soplaban llamas color aguamarina sobre las piras de mi
mah y de mi pah para devolver su cuerpo a los elementos. Me quedé
sentada en la silla de Haedeon contemplando cómo ardían, con el corazón
tan en carne viva después de haberlos retenido tantos ciclos a mi lado que
casi me lanzo al fuego yo también.
Luego, fue el turno de Haedeon.
En lugar de soplar llamaradas sobre su cuerpo, Allume lo recogió,
extendió las alas y levantó la cabeza al cielo para elevarse del suelo
sujetando a mi hermano contra ella. Voló vacilante hacia la profunda
oscuridad donde descansan sus ancestros, se hizo un ovillo, tapó a
Haedeon con su ala lisiada y se solidificó ante mis ojos. Prefirió morir
antes que pasar su vida eterna sin la persona a la que ambas amábamos
más que a nada.
O tal vez lo hizo porque sabía que a Haedeon no le gustaba nada estar
solo.
Todos los demás entraron a disfrutar de un banquete en honor a mis
seres perdidos mientras yo cantaba a la luna de Haedeon tumbada en la
nieve, trazando con la mirada el contorno de esa pequeña y deforme ala.
Hasta que llegó Slátra, se colocó a mi lado y enrolló la cola para formar un
nido mullido en el que me dormí.

Todavía no me he despertado de esta pesadilla.


Pierdo la esperanza de que llegue a suceder.
Los edecanes de mi mah y de mi pah dicen que dispongo de muy pocas
opciones. Que el pueblo de Arithia no aceptará a una reina tan debilitada
por la Piedra Éter si no me uno a alguien que pueda escuchar más de dos
canciones elementales. Y, aun así, no soy lo bastante mayor como para
reinar.
El Triconsejo celebrará una reunión en Bothaim para decidir mi destino.
Por supuesto, yo no puedo asistir ni tener voz, pues las princesas han de
permanecer calladas y cubrirse en público hasta su ceremonia de unión.
Fue algo que mi mah y mi pah nunca hicieron cumplir…, pero ellos ya no
están aquí.
Solo estoy yo, y estoy convencida de que todo se va a venir abajo.
Raeve
CAPÍTULO 32
Las nubes se van disipando conforme nos vamos acercando al sol. Rygun
tiene la cabeza estirada hacia delante como si fuera un cazador persiguiendo
su presa. Supongo que no es una descripción demasiado alejada de la
realidad, ya que la zona donde anidan los siegasables se encuentra justo
debajo del calor que despide la gigantesca bola de fuego.
Me ajusto la capucha de la capa de Kaan para sumirme más en su sombra
y así evitar los inclementes rayos del sol. Envuelta en su aroma, me
encuentro tan cómoda que… siento cosas. Me hace visualizar a guerreros
sudorosos gruñendo, chamuscados bajo este insoportable resplandor, un
olor que hierve la sangre, me nubla la mente y me provoca ganas de darme
un bofetón.
Con fuerza.
Puede que el rey me haya salvado del coliseo y me haya curado la
espalda, pero sigue siendo un tirano. A juzgar por cómo me ha metido un
dedo en la herida y me ha hecho gritar, diría que es tan sádico como sus
hermanos. Teniendo en cuenta mi suerte, es probable que sea peor incluso.
Me quiere para algo, solo me queda descubrir para qué.
En resumidas cuentas, no puedo permitir que me lleve hasta Dhomm.
Tengo el presentimiento de que la ciudad acabará conmigo.
Los Fíur du Ath creen que estoy muerta. Y supongo que el rey de La
Bruma y el Gremio de los Nobles también. Solo tengo que encontrar una
forma de huir de Kaan para ir a por Rekk Zharos, rajarlo y despedazarlo por
haber matado a Essi y haberme hecho trizas la espalda.
La venganza me crepita en las venas y me causa hormigueos en las
palmas de las manos. Utilizo la afilada uña del pulgar para rascarme el
lateral de otro dedo.
Rygun vuela hacia la izquierda, echándome sobre el brazo de Kaan y
alejándome del lugar que ocupaba entre sus piernas. Me aclaro la garganta y
me recoloco; su poderoso cuerpo es una montaña que se alza a mi
alrededor, como si yo fuese una nevada atrapada entre sus grietas.
—La capucha tiene un velo para el sol —murmura con un acento tan
marcado que es como si saliera directamente de la boca de los Creadores.
Las mareas del tiempo no lo han suavizado, como les ha ocurrido a muchos
de los que viven en Gore.
Es muy distinto al mío, forjado en lugares oscuros donde las palabras se
escupían, se gruñían y se aullaban. Donde lo único suave era el abrazo de
alguien que ya no existe.
—Si lo bajas, podrás mirar alrededor mientras volamos y anticiparás
mejor los movimientos de Rygun.
La aspereza de su tono insinúa todo lo que no dice. Que así no estaré a
punto de caerme a una muerte segura cada vez que Rygun vira o se enfrenta
a una corriente de aire que lo obliga a ascender, descender u oscilar.
Indecisa, suelto la cincha y levanto una mano. Con el ceño fruncido,
palpo a ciegas el dobladillo de la capucha y encuentro unos botones que
consigo desabrochar, desplegando una tela sobre mi rostro.
«Vaya».
Levanto la barbilla y me atrevo a mirar alrededor. La tela es brillante y
me cubre con una sombra que incluso me permite mirar directamente al sol
sin miedo a quedarme ciega.
Con los ojos muy abiertos, contemplo la enorme extensión del entorno.
El ondulante tramo de arena ha dado paso a una tierra chamuscada por el
sol y atravesada por una cinta sedosa azul intenso que sospecho que se trata
de un…
—Ahí tienes el río Ahgt —anuncia Kaan. Me maravilla la anchura del
caudal y cómo serpentea, así como la forma en que resplandece bajo la luz.
Se pierde en el horizonte, hacia el sol, en dirección al cielo más oscuro
del sur —lo confirmo mirando atrás por encima del brazo de Kaan—.
Pegados a la ribera, oxidada y endurecida por el sol, hay unos árboles altos
y larguiruchos, cuyas ramas cuentan con un follaje anaranjado que parece lo
bastante afilado como para desgarrar. Incluso diviso a una extraña criatura
dorada, semejante a un gusano, que se desplaza por la tierra dejando tras de
sí un caminito sinuoso.
Miro a la derecha, donde unas cuantas cintas aurorales siguen brillando
en el horizonte, aunque ahora la mayoría de ellas ya casi no se ven.
«Supongo que pronto tendremos que parar en algún sitio a pasar la
duermevela».
Estoy contemplando de nuevo el río, cautivada por el fluir del agua por
entre las agrietadas llanuras, cuando me doy cuenta de que Kaan tira un
poco de la rienda izquierda.
Rygun empieza a elevar su ala derecha.
Al anticipar que nos vamos a ladear, me aferro a la cincha y me inclino
hacia el lado al que viramos, con un movimiento que me resulta casi…
natural. Esta vez consigo no desplazarme y seguir sentada entre los
poderosos muslos de Kaan.
El sol incide ahora en nuestro costado derecho y va calentando mi capa a
medida que nos vamos aproximando a una cordillera de altas montañas
cobrizas que ocupan todo el paisaje, de norte a sur, asomando entre la
polvareda levantada por el viento.
—¿A dónde vamos?
—Allí —responde Kaan señalando una garganta que se distingue
claramente en la colosal cadena montañosa, que va creciendo un poco más
con cada aleteo de Rygun.
La tierra abrasada da paso a una frondosa jungla bermeja, de esas que
solamente he visto en cuadros de las paredes de las tiendas de Gore. Las
montañas que se encuentran delante de nosotros tienen una vegetación
tupida y son tan grandes y anchas que Rygun parece un puntito en
comparación con ellas.
Las únicas cordilleras que he visto eran abruptas y pronunciadas, pero
esas son todo lo contrario. Es como si alguien hubiera cogido piedras y las
hubiera lanzado una sobre otra formando grandes montículos, donde las
nubes empiezan a arremolinarse como si fueran mechones de pelo gris.
Rygun desciende en dirección a una fisura cuyo escarpado contorno está
cortado por el río que fluye por la zona.
—Sujétate bien —gruñe Kaan con las dos riendas en una mano y el otro
brazo alrededor de mi cintura. Inclina el cuerpo hacia delante, obligándome
a hacer lo mismo y enderezando mi columna. Me ha atrapado entre la
abarrotada silla de montar y él, con lo que mi pulso se transforma en un
bramido.
—¿Por qué no lo diriges?
—Porque ya sabe a dónde ir —responde Kaan en el lado izquierdo de mi
capucha.
«Ah, ¿sí?».
El modo en el que se tensa su cuerpo es la única advertencia que recibo
antes de que nos ladeemos, un gesto tan rápido que mis entrañas salen
disparadas en dirección opuesta. Cuando por fin consiguen estabilizarse,
Rygun se inclina hacia el otro lado. Y otra vez, y otra, y otra, avanzando
entre acantilados escarpados de color rojizo por entre los cuales el río
parece haber tallado un surco, como si pretendiera llegar a las
profundidades, quizá hasta el otro lado de la tierra.
Quizá, si lo consiguiese, el mundo se partiría por la mitad.
Otro balanceo. Kaan coge aire y arrima tanto su cuerpo al mío que lo
noto por todas partes. Noto la forma en la que se inclina al prepararse para
la siguiente maniobra. Noto la forma en la que me estrecha la cintura con el
brazo, con los músculos tensos, aferrándome como si yo estuviese a punto
de caer al vacío.
Rygun supera el desfiladero con tanta precisión que me percato de que lo
ha hecho muchas veces. Pliega las alas cuando el paso es demasiado
estrecho, descendiendo momentáneamente, y luego vuelve a extenderlas.
Llegamos a un callejón sin salida. El agua cae desde las redondeadas
montañas en forma de anchas cascadas que se acumulan en una enorme
cuenca a sus pies. La piscina natural, de color verde azulado, resplandece
como una joya bajo los rayos del sol mientras que la zona del norte se
queda sumida en un pozo de sombras eternas.
Rygun planea casi tan bajo como para rozar con la cola la superficie del
agua y luego alza el vuelo. El cuerpo de Kaan y lo bien agarrada que voy a
la cincha son las dos únicas cosas que impiden que salga disparada de la
silla, resbale por el dragón y me sumerja en el estanque.
Unas gotas de agua me salpican la capa cuando nos elevamos. Acto
seguido, nos estabilizamos tan deprisa que me brota un gemido de la
garganta. Rygun sacude las alas, nos baja suavemente… y de repente de
golpe. Aterrizamos en el suelo con tanta fuerza que me muerdo el labio
inferior con los colmillos.
Un sabor metálico me llena la boca.
Kaan se echa hacia atrás y me lleva con él. Me quita la capucha y me
inclina la cabeza hasta que me deja mirando fijamente el perfil de su
mentón, cubierto por barba.
Chasquea la lengua y me pasa la yema del pulgar por el labio inferior con
tal suavidad que todos los músculos de mi cuerpo se quedan rígidos durante
unos instantes, hasta que mi cerebro tiene tiempo de recalibrarse.
«Es un tirano. Es mi captor. Me ha metido un dedo en la herida».
Con un gruñido, le doy un manotazo y me levanto entre tambaleos.
Tengo la cara interna de los muslos tan irritada y dolorida que me
desplomo.
Kaan me coge y profiere un sonido áspero mientras me levanta, cosa que
hace sin apenas esfuerzo, para echarme a su espalda. Eso me hace soltar un
intenso gruñido desde mi atormentado abdomen, que ahora está doblado
sobre su hombro, más duro que una piedra.
Que me trate como si fuera un saco de grano ya me está cansando.
—Me clavas los huesos de las caderas —masculla, y le asesto un
puñetazo en la espalda aunque sepa que no va a servir de nada.
Pero lo hago de todos modos.
—Te voy a clavar otra cosa.
—Cada palabra que sale de tu boca se me clava, Rayo de Luna. —Desata
con una mano una de las alforjas de la silla de montar y se la pasa por
encima del otro hombro—. Ya estoy medio muerto, desangrándome a tus
pies, ¿no lo ves?
Suelto un resoplido.
«Por favor».
Levanta la pierna y comienza a descender por las cuerdas de Rygun. La
capucha me cubre la cabeza hasta el punto de que no veo nada más que la
túnica marrón de Kaan sobre los músculos de su espalda. Salva de un salto
los últimos centímetros que nos separan del suelo y echa a caminar para
alejarse de la profunda y sonora respiración de su dragón. Los pasos de sus
botas quedan amortiguados por algo que no consigo ver por esta maldita
capa con capucha.
Se aleja varios pasos, deja la alforja en el suelo y me baja de su hombro.
Aterrizo de pie, aunque apenas dispongo de unos instantes para
recomponerme, pues enseguida me desabrocha la capa y me la quita.
—¿Qué ha…?
Me coge por la cintura, me levanta y me lanza por los aires.
Durante dos segundos de tensión, me imagino cayendo por un precipicio
rumbo a la guarida de una trogg, a punto de verme atada por los pegajosos
hilos que emanan de las heridas abiertas de sus palmas. Pero esos dos
segundos de tensión terminan cuando me zambullo en un agua muy fría.
Me revuelvo, sacudiendo las manos y los pies, convencida de que me va
a devorar una criatura acuática a la que sin duda le gusta el sabor de la
carne feérica, pero entonces estiro las piernas y me encuentro… sobre un
lecho de piedras.
«Ah».
Me incorporo, saco la cabeza del agua y cojo aire boqueando justo a
tiempo de ver una pastilla de jabón disparada a mi cabeza. La esquivo y
luego la busco por el agua para lanzarla de vuelta por donde ha venido. La
pastilla se estampa en el pecho de Kaan y le deja una mancha húmeda sobre
la túnica.
—Hueles fatal. El jabón lo solucionará —dice cogiendo la pastilla.
Me la vuelve a arrojar, salpicándome agua en la cara.
La recupero y la lanzo en dirección a su entrepierna.
—¡Tú lo necesitas más que yo!
—Yo ya tengo mi propio puto jabón —gruñe, cogiéndola antes de que mi
proyectil haga diana en su polla.
«Ah».
Como no consigo reunir más palabras que espetarle, decido sacarle la
lengua. Él me devuelve el gesto, lo que amenaza con sacarme una sonrisa.
«El rey me acaba de sacar la lengua».
Mascullando, vuelve a lanzarme el jabón y se da media vuelta para
quitarse las botas. Acto seguido, se saca la túnica por la cabeza.
Me quedo boquiabierta y se me acelera el corazón.
Las cicatrices que tiene en los brazos recorren toda la superficie visible
de su ancha y musculosa espalda, cubierta de tantos puntos de tinta que casi
parece un manto negro. Y, en el oscuro lienzo, hay una constelación de
estrellas blancas y unas preciosas lunas solidificadas. Casi un par de
docenas, unas cerca y otras lejos. La mayoría de ellas, del tamaño de un ojo,
aunque unas cuantas son tan grandes como mi puño.
Pero no son unas lunas cualesquiera.
Me quedo sin aliento al advertir la esfera torcida que tanto me gusta
dibujada con tal precisión que diviso el ala deforme.
Me quedo paralizada y me escuecen los ojos, convencida de que estoy
mirando por la ventana de mi casa, contemplando el glorioso firmamento.
Jamás pensé que volvería a verla.
Estoy a punto de extender un brazo y tocarla. Estoy a punto de acariciar
el contorno del ala, la delicada curva de su cuello y la crin sedosa que
cubren su cabeza.
Estoy tan sumida en el trance que tardo demasiado tiempo en fijarme en
las otras lunas que ocupan la superficie, lunas que también reconozco. Son
las que acompañan a mi luna preferida en la vida real, como si Kaan se
hubiera quedado sentado bajo el cielo mientras alguien reproducía las vistas
con un palo de grabado.
Casi a la perfección.
Hay una que está fuera de lugar. La más grande, una luna plateada que no
he visto nunca, situada justo debajo de la escápula derecha, junto a la mía
torcida.
Frunzo el ceño.
Esa no existe. Ya no.
Es la que cayó.
—No es que quiera sobresaltarte y que me estrangules con tu propio pelo
—me dice con sequedad, insertando esa idea totalmente viable en mi
cabeza—, pero, como bien has señalado, necesito bañarme. —Ladea la
cabeza—. Si no te importa apartarte de la zona occidental de la piscina para
que pueda lavarme en la cascada a tu gusto…
—Pues vas a tardar un poco —digo cogiendo el jabón y echándome hacia
la derecha mientras echo otro vistazo a la luna pequeña de su espalda—.
Espero que en las alforjas lleves provisiones. Las vas a necesitar.
—Qué cosas tan bonitas me dices, Rayo de Luna.
—Gracias. Lo intento.
—No me gustaría que no lo hicieras —repone tirando de lo que veo que
es el cinturón de su pantalón y bajándoselo por su musculoso trasero. Lleva
ropa interior oscura—. Creo que mi pobre corazón no podría soportarlo. Y,
ahora, a no ser que quieras que te dé algo digno de ver, te sugiero que mires
en otra dirección.
—No pienso darte la espalda —gruño, a lo que él responde con un
suspiro.
—Tú misma. Pero, si hubiera querido hacerte daño de alguna forma, tuve
muchísimas oportunidades en la celda de la que te rescaté.
Da media vuelta.
Abro mucho los ojos y se me detiene el órgano que me ocupa el pecho.
Sus músculos se agrupan como si fueran rocas; tiene los abdominales tan
definidos que apenas parecen reales. Y, aunque sean impresionantes, no es
para nada el motivo por el que de repente han dejado de funcionarme los
pulmones.
Más cicatrices pálidas le cubren casi toda la superficie del cuerpo
también por delante, unas grandes y otras pequeñas.
Unas largas y otras cortas.
Algunas son líneas finísimas muy bien definidas, como si fueran
resultado del tajo de una hoja afilada. Otras son gruesas y desiguales, y se
han curado con tanta rabia que casi noto en la piel lo que sea que lo
atravesó. Hay marcas características de puñales y otras con aspecto de un
mordisco que le arrancó trozos de carne.
Entorno los ojos en dirección al medallón tallado de color negro y
plateado que lleva al cuello, colgando de un cordel de cuero trenzado, y me
fijo en el intrincado diseño, que representa a un siegasable y a una
plumaluna entrelazados.
Frunzo el ceño, conteniendo la extraña urgencia de preguntarle si puedo
mirarlo de cerca.
Se termina de quitar los pantalones, coge un saquito de la alforja de la
silla de montar y se dirige hacia el lado occidental del lago. Bajo la vista a
su ropa interior, cuya tela no consigue ocultar el contorno de su miembro,
bien abultado entre sus poderosos muslos, cubiertos de antiguas…
Me quedo sin aliento.
Me doy la vuelta con las mejillas víctimas de un arrebato de calor.
Quemaduras.
Tiene quemaduras.
Lo oigo lanzar algo a la orilla y el agua se llena de una sucesión de
ondas. Miro atrás, hacia donde se encuentra Kaan ahora. Se dirige a una
cascada que llena este lago, envuelta por todos los ángulos por un denso
follaje cobrizo.
Las sinuosas líneas de carne derretida parecen las marcas dejadas por una
serpiente salvaje que se le hubiera enredado en el muslo. Más de una vez.
El nudo que se me forma en la garganta es más grande que de costumbre.
¿Cómo se las habrá hecho? Están casi… torcidas. Como si fueran de
cuando era pequeño y el tejido de la cicatriz se hubiese tensado al crecer…
Niego con la cabeza, descartando esa idea.
«Es un rey tirano. Es peligroso. Tiene un dragón hambriento».
De nuevo, examino sus múltiples cicatrices mientras se enjabona el negro
y espeso vello que tiene bajo los brazos.
Es un guerrero, y el hombre más grande al que haya visto en toda mi
vida, así que es probable que se haya cruzado con la muerte más veces que
yo.
Mierda.
Puede que escaparme sea más complicado de lo que me había imaginado.
No me importa aceptar retos, pero los prefiero cuando no estoy ya a la
defensiva, atada y con una puta estaca de hierro clavada en el hombro.
Se pasa la espuma por la barba y por el pelo, y se coloca justo debajo de
la cascada para enjuagarse. Yo, sin embargo, no consigo controlar la pastilla
de jabón debajo de mi pesada túnica para lavarme. Es difícil con las manos
atadas en una posición tan extraña.
—Seguro que ahora preferirías haberme mentido antes sobre tus
intenciones homicidas cuando me ofrecí a desatarte —salta Kaan.
—No tienes ni idea —mascullo. También preferiría tener una muda
limpia para poder quitarme la túnica y olvidarme de una vez de la áspera
vestimenta de la celda.
El jabón se me escurre de las manos justo cuando iba a meterlo debajo de
la tela. Con un gruñido, opto por frotarme la cara y el pelo para deshacer los
nudos que se me han formado por primera vez en… una buena temporada.
Estoy tan concentrada en desenredarme el cabello que tardo demasiado
tiempo en darme cuenta del hormigueo que siento en la piel.
—Esta agua escuece un poco. —Frunzo el ceño.
—Sumérgete más —me indica Kaan echándose hacia atrás para que la
cascada caiga sobre su cabeza. Luego, se aparta, se retira de la cara la media
melena con ambas manos y se acaricia la barba—. Tiene propiedades
curativas.
«Vaya, qué útil».
Cruza el lago y se encamina hacia la orilla mientras las gotas de agua
salpican su bello cuerpo. Hago lo que me ha dicho, ya que necesito todas
mis fuerzas si pretendo huir a toda prisa cuando se dé la oportunidad. Me
sumerjo hasta que las ondas que él va creando me envuelven los hombros.
Coge el saquito que había dejado en la orilla y afloja el cordel de cuero.
Hurga en el interior y saca unas pinzas. Al verlas, se me desboca el corazón.
«Mierda… Me había olvidado por completo».
Me zambullo hasta que el agua me roza la barbilla y retrocedo deprisa,
con los ojos entornados clavados en los suyos. Su pétrea mirada me perfora
como si fueran dos flechas.
—Como me las claves, te voy a pegar un rodillazo en la polla.
—Bueno, vamos mejorando. Ya no amenazas con matarme —dice
avanzando por el agua.
—Te aseguro que desearás estar muerto —le advierto con los dientes
apretados, aunque toda mi confianza se evapora en cuanto estampo la
espalda con la pared de piedra que cierra este lado del estanque.
«Joder».
—Solo hay una cosa que podría hacer que volviera a desear algo así —
masculla con tanta sinceridad que mi corazón se detiene y una parte de mí
se queda paralizada.
Quiero escucharlo. Quiero preguntárselo.
—Y no volveré a permitir que suceda —termina diciendo mientras se
acerca, mirándome como si me hubiera interpuesto en el camino de esa
extraña promesa que parece haberse hecho a sí mismo.
—¿Qué tiene que ver eso con la estaca de mi hombro?
—Todo —gruñe.
Me agarra por el cuello de la túnica y tira de mí hacia él. Al mismo
tiempo, bajo mis manos atadas y aferro su ropa interior para tenerlo justo
como me interesa: con la rodilla preparada para darle un buen golpe en la
entrepierna. Teniendo en cuenta el tamaño del objetivo, estoy bastante
segura de que es más que probable que le aseste un rodillazo importante.
Los dos nos quedamos inmóviles. La energía que hay entre ambos
provoca que todas las células de mi cuerpo estén en vilo.
Kaan suaviza la mirada y suelta un suspiro que noto sobre mi piel.
—Ha sido un trayecto largo. No voy a desatarte las muñecas porque no
estoy de humor para coserme a mí mismo esta duermevela, y tú no puedes
quitarte la estaca del hombro sola. Está demasiado clavada en el hueso.
Abro la boca para responder, pero me interrumpe.
—Tienes los labios más pálidos que de costumbre y el corazón te palpita
a un ritmo más acelerado. Cuando salga la aurora, tendrás fiebre y te
sentirás aletargada. Cuando vuelva a salir la aurora, estarás muerta.
Arrugo la nariz.
No huelo la infección que él asegura haber detectado. Y, por desgracia
para los dos, confianza no es una palabra que yo use así como así.
—¿Qué me dices, va a ser por las buenas o por las malas? Preferiría no
sujetarte contra la pared si lo puedo evitar, pero lo haré si no me dejas otra
alternativa.
Sostengo su ardiente mirada y aprieto los puños con orgullo.
No es que no quiera liberarme de la estaca, claro que sí. Es que preferiría
hacerlo yo. Cuando permites que tus captores introduzcan armas en las
grietas de tu armadura, estás acabada y terminas con las tripas
desparramándose por el suelo.
Con el corazón debilitado. Muriendo.
—No podrás seguir siendo así de fuerte si te mueres —murmura tan bajo
que incluso a Clode le costaría oírlo.
Suspiro. Su lógica es como un puñetazo en la columna.
Odio la sensación de que me estoy doblegando al soltarle la ropa interior
y darme la vuelta. Apoyo la mejilla en la piedra cubierta de musgo y
observo cómo cae el agua por entre las rendijas.
—¿Cómo sabes que el lago tiene propiedades curativas? —le pregunto
para intentar distraerme del hecho de que acabo de ceder ante este hombre y
he aceptado su ayuda.
Otra vez.
Cómo me molesta.
Seguro que colecciona los favores que le debo y se está preparando para
echármelos en cara cuando le convenga. Como cuando le haga falta asfixiar
a alguien desde el interior o descuartizarlo, o alguna otra cosa que todavía
no he sopesado.
Las posibilidades son infinitas.
Kaan se aclara la garganta y me baja el cuello de la túnica por el hombro
herido.
—Me pasé la mayor parte de la adolescencia y un buen número de mis
últimas fases siendo un guerrero del clan Johkull. Siempre han acampado
cerca de estas montañas y hace poco se han apoderado del cráter formado
por Orvah, la luna siegasable caída.
Frunzo el ceño. De pronto, sus cicatrices tienen muchísimo más sentido.
—Durante la duermevela, solía escabullirme hasta aquí y sumergirme
hasta que dejaba de sangrar, y luego volvía antes de que saliera la aurora.
—Eres el rey… —murmuro mientras mete las pinzas en mi herida,
provocándome un hormigueo en la lengua. Las siguientes palabras las
pronuncio con los dientes apretados—. ¿Por qué… te pasaste la mayor…
parte de la adolescencia… en un clan guerrero?
—Porque mi pah me envió allí cuando cumplí nueve después de saberse
que solo oía a Ignos y a Bulder —murmura hurgándome en la carne
mientras un cálido reguero de sangre me baja por el hombro hasta caer al
agua—. Me dijo que, si sobrevivía a sus métodos de entrenamiento,
durísimos y crueles, a lo mejor me ganaba su respeto.
Se me encoge el corazón.
«Por todos los Creadores…».
Si ese hombre continuase vivo, lo rajaría de la barbilla al ombligo y,
luego, haría una trenza con sus putas entrañas mientras siguiera consciente.
—¿Qué le… pasó… a él?
—Le corté la cabeza y se la di de comer a Rygun.
Su respuesta hace las veces de patada en las costillas y a punto estoy de
caer.
Merecido, pero…
—¿Po-por qué?
—Porque yo estaba llorando la pérdida de alguien a quien quería mucho.
Y me enteré de que mi pah había hecho algo imperdonable, así que la
vengué porque pensé que ella ya no podría. Y ahora me arrepiento.
—¿Có-cómo… se llamaba?
—Elluin —murmura. Con un tirón, me arranca la estaca. Abro la boca
reprimiendo un aullido, convencida de que acaba de sacarme medio
esqueleto a través de ese diminuto agujero.
«Qué puto dolor».
Me vuelvo y bajo la vista al objeto ensangrentado. Kaan está
comprobando la longitud, quizá para asegurarse de que no lo ha roto al
extraerlo. Ese nombre sigue sonando en mi cabeza junto con las punzadas
de dolor que me siguen recorriendo.
Elluin…
Me echo un poco de agua en la herida mientras él sumerge la estaca y
pasa un dedo por su superficie.
Entorno los ojos al ver su amuleto y analizo el intrincado diseño: los dos
dragones se abrazan de una forma tan íntima que me pregunto si es un
símbolo de su amor perdido.
Me invade una oleada de… algo.
¿Tristeza?
¿Envidia?
No, por supuesto que no.
—¿Qué le pasó?
Clava los ojos en los míos.
—Murió —masculla con tanta rotundidad que la palabra es como un filo
hundiéndose en mi estómago.
Echa a caminar por el agua, saca una muda limpia de la alforja y aparta
las otras prendas. Mete los pies en las botas, coge la capa y se dispone a
subir la escalera de piedra en dirección a Rygun, dejándome inmersa en una
mezcla de sangre e inquietud.
Raeve
CAPÍTULO 33
Empapada, con hormigueos de la cabeza a los pies y una herida en el
hombro que ahora me pica, asciendo por el camino que ha seguido Kaan
por la escalera de piedra rojiza. Frunzo el ceño al ver la hierba cobriza que
ha brotado entre las grietas y me detengo para pasar la mano sobre las
suaves briznas.
Ver vegetación de este color es… raro. En La Bruma, todo lo que
consigue crecer bajo la nieve luce un tono verde intenso. Y, aunque me
gusta, prefiero este color.
Se ve robusto, más difícil de aniquilar.
Si viviese aquí, quizá estuviese en condiciones de mantener con vida
alguna planta.
Algo liso y redondo me llama la atención. Al bajar la vista, veo entre la
hierba una escama de siegasable carmesí del tamaño de mi mano. Es
probable que sea de Rygun; tal vez se le cayera de una pata durante una de
sus mudas.
Está aquí, en este escalón. Y a mí ahora mismo no me vigila nadie.
«¿Y si al final no estoy tan gafada?».
La cojo y miro hacia lo alto de las escaleras mientras uso los dedos para
ocultarla entre mis muñecas, con el corazón tan acelerado que seguro que
todos los seres de la jungla pueden oírlo.
Respiro hondo para serenarme. La sensación de victoria que me corre por
las venas es de tal potencia que casi me pongo a bailar.
«Aquí no hay nada que ver».
Un estruendo me lleva a alzar la vista al cielo, hacia las espesas nubes
que se arremolinan en él.
Frunzo el ceño.
Tengo entendido que aquí llueve cuando hace un frío helador. En esta
zona montañosa, suelen caer numerosos aguaceros. Yo solo estoy
familiarizada con el granizo y con la nieve, que cae lentamente.
Las pálidas nubes se hinchan, haciendo que me estremezca a pesar del
sofocante calor, pues advierto una electricidad en el aire que no consigo
quitarme de encima.
Llego a la cima justo a tiempo de ver a Rygun saltando por el borde de la
gigantesca meseta herbosa. Su cola llena de púas es lo último en
desaparecer y da la impresión de que toda la montaña se ha transformado
con su marcha.
Se oye un rugido clamoroso y el batido de sus alas, y sale disparado hacia
el cielo.
Kaan está situado en el filo del precipicio con algo redondo y
serpenteante en la mano. Observa con el ceño fruncido cómo la bestia
atraviesa el desfiladero y desaparece de su vista.
—¿A dónde va? —le pregunto acercándome mientras sopeso las
posibilidades de llegar a su lado a tiempo para lanzarlo por el acantilado.
—Como tú, Rygun tiene alergia a pedir ayuda —masculla Kaan agitando
el bicho negro brillante en mi dirección.
Arrugo la nariz al ver a la criatura, que menea sus larguiruchas patas.
Una especie de tenazas afiladas sobresalen de lo que supongo que es su cara
y asesta golpes al aire.
—¿Qué es eso?
—Una garrapata que le he encontrado en la axila, donde todavía se le
están endureciendo las escamas de la última muda. —Lanza el insecto a sus
pies y lo aplasta con el talón de la bota. Suena un chasquido y unas vísceras
moradas salpican la hierba—. Si no se tiene cuidado, estos bichos sueltan
una toxina capaz de volver rabioso a un dragón. —Me lanza una mirada
severa, ensombrecida por sus espesas pestañas y por el cielo oscurecido—.
El único remedio para detener a un animal que está decidido a abrasar
ciudades y destruirlo todo a su paso es una muerte rápida y piadosa.
Me hiela la sangre.
«Abrasar ciudades».
«Destruirlo todo a su paso».
«Una muerte rápida y piadosa».
Nada de eso encaja con un rey que, por lo visto, anima a su dragón a
cometer tales atrocidades. Por lo menos, eso es lo que dicen los rumores.
Me embarga la confusión y bajo la vista hacia el manchurrón morado del
suelo.
—Ven. —Kaan se echa una alforja al hombro y rodea otra con los brazos,
y se encamina hacia un sendero que atraviesa el denso follaje—. Si quieres
comida, claro. No podrás escapar hasta que hayas comido. Te desmayarás y
volverás a la casilla de salida.
«No le falta razón».
Con un suspiro, lo sigo. Aún tengo las muñecas atadas, ahora hinchadas
por la humedad.
—Creo que has apretado demasiado las cuerdas sin querer —digo
mirando de izquierda a derecha para intentar localizar los chirridos que no
dejan de cruzar el aire, como si alguien estuviera rascando troncos huecos
con un palo.
—Te aseguro que no ha sido sin querer —replica pegando una patada a
una rama caída para apartarla del camino, como si lo ofendiera
personalmente.
—Si se me caen las manos, también lo harán los grilletes de hierro, y
entonces llamaré a Clode para que te asfixie mientras duermes.
—Qué promesa tan agradable —musita con un tono tan seco que podría
absorber toda la humedad de mi cuerpo.
El camino finaliza en otra meseta, aunque esta alberga una cabaña de
piedra que parece haber crecido directamente del suelo. Tiene dos plantas y
unas ventanas de forma rarísima que no son ni redondas ni cuadradas, sino
algo entre medias. Está inclinada hacia un lado en la base y al otro lado en
el segundo piso, y tiene un tejado a dos aguas. Las paredes sobresalen en
algunos puntos y se hunden en otros, como si unos pulgares las hubieran
chafado desde ambos costados.
Me detengo, cautivada por esa construcción, y no puedo evitar sonreír.
Es como si un niño hubiera dibujado la cabaña en un trozo de pergamino,
lo hubiese arrancado y le hubiera insuflado vida a los muros, dándoles la
fuerza y consistencia necesarias para erguirse.
La pared que da al sur está cubierta por una celosía formada por ramas en
zigzag y enredaderas llenas de mollies, unos frutos grandes morados cuyo
olor ácido impregna el aire. Debajo, hay hileras de parterres, todos ellos con
un montón de verduras, algunas de las cuales parecen haberse echado a
perder.
Levanto la vista y me fijo en la estructura, incapaz de dejar de tener la
impresión de que este lugar ahora no está tan cuidado como lo estaba en
otro tiempo, a pesar de la agradable sensación que me embarga el pecho al
contemplarlo.
Me pregunto qué canción entonará y me imagino una melodía feliz y
sonora. Más alegre que la de un trozo de piedra normal y corriente. Me
pregunto si Clode revolotea sobre sus ángulos redondeados y bebe a
sorbitos su serenidad.
Sobre todo, me pregunto por qué mirar la cabaña me produce un escozor
en los ojos, burbujas de emoción que hago explotar más rápido de lo que ha
tardado Kaan en aplastar la garrapata.
El rey avanza entre los parterres, deja las alforjas cargadas en el suelo y
sujeta una planta por el tallo. Arranca del huerto una raíz de canito, cuyo
sinuoso cuerpo está cubierto de tierra de color óxido, que cae al suelo
cuando la zarandea, y me la estampa en el pecho.
Con el ceño fruncido, extiendo los brazos para sujetar la verdura. Kaan
repite el proceso, una y otra vez, hasta reunir una montaña que me impide
ver.
—¿Vas a prepararle una sopa de verdura a Rygun? —mascullo,
preguntándome cómo voy a ver por dónde camino con tantas cosas en los
brazos.
—Voy a preparar sopa suficiente para que no tengamos que detenernos
en ningún pueblo antes de llegar a Dhomm —dice, y me lanza algo difícil
de sostener que casi me derriba—. Preferiría que no me vieran contigo, si lo
puedo evitar.
«Que te den a ti también, Kaan Vaegor».
—A mí tampoco es que me haga especial ilusión que me vean contigo. A
no ser que fuera yendo por ahí con tu cabeza clavada en una pica.
Arroja otra hortaliza en el montón sin sacudirla, llenándome de tierra que
me ensucia el pelo y se pega a mi piel húmeda.
A lo mejor se está cansando de mí…
«Genial».
Seguiré incordiándolo hasta que baje la guardia y, entonces, actuaré. Creo
que tengo bastantes probabilidades de sobrevivir en estas montañas, dada la
abundancia de agua y la fértil vegetación. De hecho, es muy posible que
recupere las fuerzas para dirigirme al sur. Creo que estas cordilleras
terminan en algún punto cerca de Bhoggith. Quizá, si consigo domar a un
fundefauces adulto, pueda dar fácilmente con Rekk Zharos. Ahora que soy
libre, mis opciones son infinitas.
«Bueno…».
Recuerdo que tengo las manos atadas. Y que llevo unos grilletes de hierro
en los brazos y en los tobillos que me anulan.
«Soy casi libre».
En primer lugar, tengo que alejarme de este hombre, de su dragón y de
estas asquerosas hortalizas. Y de esta encantadora cabaña con unas vistas
idílicas que alberga mucha más felicidad de la que jamás llegaré a entender.
—Creo que hay suficiente —dice Kaan al tiempo que coloca un montón
de hierbas sobre la pila. Lo oigo recoger las alforjas; el ruido de sus pasos
me crispa los oídos—. Sígueme.
«Eh…».
—¿Cómo?
—Guíate por mi atractiva voz —dice arrastrando las palabras.
Pongo los ojos en blanco y decido seguir el ruido de sus botas. Avanzo
con pies descalzos sobre la suave hierba con paso lento y firme para no
tropezar.
Me estampo contra su espalda y una nueva capa de polvo me cubre.
Reprimo un ataque de tos para que no se me caiga nada al suelo. Espero a
que deje las alforjas y abra la puerta. En cuanto oigo el chirrido de las
bisagras de metal, se aparta de mi camino.
Estoy a punto de entrar en la cabaña cuando me dice:
—Espera. Primero te recojo lo que llevas. No quiero que manches la
alfombra con más tierra de la necesaria.
—¿No sabes lo que es un cubo? Acabas de lanzarme a un lago y de
tirarme una pastilla de jabón a la cara. Ahora estoy más sucia que antes.
—No —masculla, y empieza a coger el montón de hortalizas una a una
—. Antes apestabas a babas, rabia y muerte. Ahora hueles a tierra; es un
olor que me tranquiliza.
—Pues a mí no me parece que estés muy tranquilo.
Me coge la última hortaliza y la coloca en un gran cuenco de madera con
los demás ingredientes.
—Estoy tranquilo. —Me lanza una mirada sombría—. Es que has tenido
la suerte de no presenciar mis otros estados de ánimo.
«Todavía».
La palabra no pronunciada se desploma entre los dos como si fuera una
roca.
Le aguanto la mirada mientras me caen restos de tierra por la mejilla y la
mandíbula. Yo también tengo muchos estados de ánimo que me gustaría
poner a prueba contra su falta de calma.
Con un gruñido, aparta la vista y se adentra en la habitación.
Intento sacudirme de encima la tierra, que dejo caer sobre la hierba
mientras contemplo el interior de la cabaña, ecléctico y acogedor. Está llena
de una colección de muebles de aspecto natural, la mayoría con tonos de La
Llama.
Naranja fuego, ocre oscuro, negro, bronce…
Una cocina enorme ocupa media casa, que cuenta con tres bancos largos
en la pared en forma de una gigantesca letra «U», y una isla divide la
estancia en dos. La parte derecha está amueblada con dos sillas bajas y una
mesita, sin ningún recoveco por debajo, como si hubieran brotado del suelo,
decoradas con cojines mullidos y mantas.
A la derecha, una escalera tortuosa conduce a lo que debe de ser el
segundo piso. Clavo los ojos en las ventanas, cuyo cristal ambarino deforma
lo que se encuentra al otro lado. Son estrafalarias y con forma orgánica,
como el resto de la cabaña.
Sin embargo, lo que de verdad me llama la atención son los grabados en
piedra que revisten los alféizares: siegasables de todas las formas y
tamaños, aunque ninguno es más grande que mi puño. No hay dos iguales,
algunos tienen más colmillos que otros y varía la cantidad de púas que les
adornan la punta de la cola. Es casi como si tuvieran vida y personalidad
propias.
—¿Dónde estamos? —pregunto clavada en el umbral de la puerta.
—Era el refugio de mi mah —me contesta Kaan junto a la pila, donde
está limpiando una hortaliza bajo el potente chorro del grifo. La coloca en
otro cuenco, coge otra y la moja.
«Era…».
No sabía que su mah hubiese fallecido. Nunca he investigado la historia
de la monarquía de La Llama; solo sé que los tres hermanos Vaegor
gobiernan cada uno un reino.
Ojalá lo hubiera hecho.
Miro alrededor, sin poder quitarme de encima la opresión que siento en el
pecho, que me impide respirar adecuadamente.
—¿Hay algún otro sitio donde pueda pasar la duermevela?
Kaan detiene lo que está haciendo y gira la cabeza apenas una pizca.
—¿Otro sitio? —me pregunta.
«No me parece bien entrar en la acogedora y cálida cabaña de una mujer
si he fantaseado con matar a su hijo».
—Tengo la impresión de que es un hogar familiar —murmuro
observando los cuadros que decoran las paredes, las hornacinas torcidas y
las estanterías repletas de objetos y piezas que solo pueden ser recuerdos
valiosos—. Yo no soy de la familia.
El gruñido ronco de Kaan llena el espacio tan de repente que me
sobresalto y me quedo mirándolo fijamente.
—Entra de una vez, prisionera setenta y tres, o te quedarás sin comer.
Tiene los hombros rígidos y en el aire se palpa una tensión que hace que
cueste respirar. Una parte de mí quiere espetarle que ojalá se ahogue con la
orden que acaba de darme y sufra una muerte dolorosa, pero entonces me
rugen las tripas lo bastante fuerte como para despertar a un dragón dormido.
El rey enarca una ceja.
Pongo los ojos en blanco y me muerdo el labio inferior, intentando
analizar esta situación desde una perspectiva que me resulte cómoda.
No sé mucho sobre las tradiciones del norte, pero en una ocasión leí que
se considera de mala educación no ofrecer nada a cambio de cobijo. Quizá
ahí tenga la respuesta. Y quizá no deba derramar la sangre de Kaan mientras
me aloje aquí.
No estaría bien, creo.
—No tengo nada que darte a cambio del tiempo que pase bajo el techo de
tu mah.
Se hace un silencio sepulcral durante unos instantes. Entonces, Kaan
mueve la cabeza un poco, lo suficiente como para que nos miremos a los
ojos.
—Con tu nombre bastará.
«Mi nombre…».
Abro la boca y la cierro, pensativa, pero termino negando con la cabeza y
respondiendo:
—Raeve.
Se queda sin color en la cara.
Suelta un lento suspiro, como si estuviera degustando una comida que
llevaba más tiempo deseando del que me atrevo a reconocer.
—¿Raeve a secas?
Otro nombre me atraviesa el alma como un grito ardiente.
«Alondra de Fuego».
«Alondra de Fuego».
«Alondra de Fuego».
—Raeve a secas —digo guardando el otro nombre muy dentro de mí.
«Ya no existe».
Él asiente lentamente mientras traga y se le mueve la nuez de la garganta.
—Muy bien, pues gracias por la ofrenda —comenta seguido de un suave
—: Raeve, por favor, entra en la casa de mi mah.
Pronuncia mi nombre con tal cuidado y precisión que un escalofrío me
recorre la columna de arriba abajo, una sensación que intento ignorar al
tiempo que cruzo el umbral, entrando en un espacio que se parece mucho a
un cálido abrazo. Tal vez por eso me fastidia. No me dan uno de esos desde
que…
Me aclaro la garganta, levanto la barbilla y me dirijo a la isla. Me siento
en uno de los tres taburetes nudosos, que cualquiera diría que se han tallado
del mismo trozo de madera, y pongo las manos sobre la encimera.
Kaan sigue limpiando las hortalizas y el tiempo va pasando. En cuanto
termina, las corta con un cuchillo, cuya ubicación grabo a fuego en mi
mente, y las echa en una olla enorme con agua, hierbas y sal. La coloca
sobre el hornillo y la tapa.
Acto seguido, abre la rejilla de la estructura metálica, se saca un vial
elemental del bolsillo y retira el capuchón. Desplazo la atención a otro lugar
mientras susurra una palabra crepitante que produce una llama en el
artilugio, con la que prende fuego a un montón de palos preparados bajo el
hornillo.
Después de cerrar la rejilla de metal, se da la vuelta y recorre mi rostro
con la mirada en tanto yo observo el mundo que se alza al otro lado de una
de las ventanas. La estancia se va oscureciendo; cada vez más nubes se
agolpan en el cielo, cubriendo la mayor parte de la luz, a excepción de los
destellos anaranjados del hornillo.
Kaan vuelve a tapar el vial.
—No te gusta el fuego.
—No me gustan los hombres que tienen más grande la polla que el
cerebro. —Lo fulmino con una mirada que espero que corte de raíz el tema
—. Por desgracia, eso elimina a la mitad de la población.
El silencio se instala entre ambos, víctima de mi arrebato de cólera.
Con los brazos cruzados, me observa. Sin parpadear.
Sin ceder.
Yo lo observo con la misma intensidad, preparando más pullas que
espetarle en caso de que decida hacer algún comentario sobre ese maldito
tema. Un tema que, por cierto, no es asunto suyo.
Chasquea la lengua y rodea la isla.
Sin moverme lo más mínimo, lo veo de reojo ir hasta la puerta y recoger
las alforjas, que deja encima del largo asiento acojinado. Lleva la más
pequeña hasta el diván y la abre. Tras hurgar en el interior, saca un pedazo
de tela que desenrolla; dentro, hay una ordenada colección de herramientas.
Coge un martillo pequeño de una sección y un clavo puntiagudo de otra, y
señala mis manos con la barbilla.
Con el ceño fruncido, camino hacia él, recordando demasiado tarde que
he escondido una escama entre mis muñecas atadas.
Se me acelera tanto el corazón que casi me da algo.
«Mierda».
Ruego en silencio que Kaan no repare en ella. Me coloca las manos sobre
un paño doblado, sitúa el clavo en el cerrojo de mi grillete derecho y le da
un golpe.
Enarco una ceja cuando el cerrojo se abre, permitiéndole aflojar el
grillete de hierro y quitármelo, aunque no muestra intención de hacer nada
con el de la izquierda.
—¿Y la otra qué? —pregunto agitando las manos aún atadas en su
dirección.
—Aunque parezca mentira —las aparta de un manotazo—, no me
apetece que me destroces los pulmones.
—Vale, ¿y las cuerdas? —Vuelvo a levantar las manos hasta su pecho—.
Antes he tenido la ocasión perfecta de lanzarte por el precipicio y no lo he
hecho. —Porque me ha distraído la historia de la garrapata, pero no hace
falta que se entere de estos insignificantes y vergonzosos detallitos;
normalmente, no se me da tan mal… matar a alguien—. Eso me daría un
poco de libertad, creo. Como muestra de buena voluntad —añado
guiñándole un ojo.
—El pie —me suelta. Arrugo la nariz.
—Por todos los Creadores, ¿qué te crees que soy, un animal que va por
ahí poniendo los pies sucios en islas bonitas, aunque con forma un poco
rara?
—¿Crees que tiene forma rara?
—Un poco. —Me encojo de hombros.
—Ajá —murmura observándola con un profundo surco entre sus espesas
cejas.
—Aunque, en mi modesta opinión, solo hace que sea más bonita aún.
Ojalá tuviera una igual.
Supongo que podría, pero no sé tallar piedra, aunque me vaya la vida en
ello. Es el resultado de haber bloqueado tanto a Bulder: ahora solo puedo
pronunciar unas cuantas palabras, y no demasiado bien.
Eso y que ya no tengo casa donde poner la isla.
«Ay».
Kaan se aclara la garganta y golpea la superficie.
—El pie, Raeve. Antes de que se queme la sopa.
Mandón y, encima, sordo como una tapia.
«Tiene que morir, está claro».
—Que no pienso poner el pie sucio en la encimera de tu mah, rey Kaan
Vaegor. Y punto final.
Ladea la cabeza.
—Y yo no pienso arrodillarme ante ti por miedo a que me des una patada
en la cabeza lo bastante fuerte como para derribarme, robar un cuchillo del
cajón, rebanarme el cuello y huir.
«Una preocupación legítima, la verdad sea dicha».
—El pie, a no ser que quieras seguir llevando esos grilletes tan elegantes
—se regodea. Coloco el puto pie en el taburete a mi lado, manchando la
superficie con un poco de tierra.
Me fulmina con la mirada.
Le dedico una sonrisa.
—Eres muy cabezota —protesta al tiempo que se dirige al taburete.
—Muchas gracias, hombre. Es un arma que afilo a menudo.
—Ya lo veo —masculla. Me libera primero un pie y luego el otro.
Cuando ha terminado, guarda las herramientas en la tela y la enrolla para
meterla en la bolsa. De su interior, me llega una brisa fría.
Con el ceño fruncido, diviso un destello de algo plateado brillante, algo
que me detiene el corazón, y formulo una pregunta afilada:
—¿Qué más llevas ahí?
—Nada que te incumba.
—¿Tu querido fragmento lunar?
Me dirige una mirada que me hiela hasta los huesos y cierra la bolsa. Me
da la espalda, va junto a los fogones y levanta la tapa de la cazuela para
remover la sopa.
Me aparto un mechón de pelo seco de la cara y paso la vista de la alforja
a Kaan y, luego, a la alforja de nuevo. Mientras me arranco un padrastro,
doy golpecitos en el suelo con un pie y cojo una bocanada de aire tan
grande que estoy segura de que me quitará el peso que siento en el pecho.
Pues no.
Los fragmentos lunares son de distintos colores, en función de la bestia
caída de la que se hayan desprendido. La mayoría de ellos los desentierran
quienes trabajan en las minas, procedentes de lunas caídas hace mucho
tiempo, de épocas lejanas.
Desde que la gente comenzó a escribir nuestra historia en pergaminos,
tan solo se han documentado tres caídas lunares, y todas ellas han tenido
lugar hace relativamente poco.
Un siegasable adolescente de apenas tres fases de edad que cayó en las
llanuras Boltánicas. Un fundefauces lo bastante grande como para destrozar
una parte de la muralla que llenó el cielo de una nube de polvo y arena que
se veía desde cualquier punto de Gore. Y una plumaluna, la primera en caer
en más de un millón de fases, quizá más.
No era una bestia pequeña ni cayó sin más.
Se desplomó, provocando una verdadera carnicería.
Plateada como las cintas aurorales, esa bestia brillaba con la luz de mil
lunas antes de que la gravedad dejara de sostenerla en el firmamento. Y
cuando cayó, estalló en una lluvia de fragmentos que crearon en La Sombra
un cráter tan grande que una ciudad cabría sin problemas en el agujero.
O eso me han contado.
Vi algunas esquirlas en un sitio donde me han curado tantas veces que he
perdido la cuenta; esos maravillosos fragmentos eran la única forma de
resplandor que no me causaba ningún tipo de dolor.
No sé por qué Kaan colecciona trozos de una plumaluna caída que se
desplomó del cielo hace más de veinte fases, pero algo me dice que es un
secreto que está mejor guardado dentro de su bolsa de piel.
Y solo por esa razón dejo que el silencio gane la batalla.
Raeve
CAPÍTULO 34
De pie al otro lado de la isla de cocina, Kaan divide su atención entre
remover la sopa y transformar una de las escamas de Rygun en un puñal,
usando una herramienta de punta redonda con la que cincela medialunas del
tamaño de una dentellada.
Debe de resultar muy útil tener a mano una provisión de escamas de
siegasable, ya que la mayoría de las armas de escama de dragón no pierden
jamás el canto afilado. También son más ligeras que cualquier otro metal y
más resistentes si se les da forma correctamente; por esa razón tengo tantas,
a pesar de que en La Bruma cuestan un ojo de la cara.
«Tenía. Tenía, joder».
Es probable que Rekk ahora posea la mayoría, el muy desgraciado. Me
muero por hundirle una en la garganta hasta que se ahogue.
Kaan inspecciona el improvisado puñal desde todas las perspectivas.
Lleva el pelo suelto y su túnica negra arremangada hasta los codos, dejando
así a la vista marcas de cortes en sus fuertes antebrazos; la mitad de los
botones están abiertos, lo que me permite entrever los firmes músculos de
su pecho, que se tensan con cada vigoroso golpe. Otra medialuna de escama
del tamaño de una uña sale despedida y cae en el enorme cuenco de arcilla
sobre el que está trabajando.
Paso la vista a la olla de sopa burbujeante. Se escapa el vapor por los
laterales de la tapa al bambolearse.
Cada momento que pasa, matarlo me parece más complicado.
Me extrañó que no lo acompañaran soldados con abalorios o un séquito
poderoso. Por lo menos, ha sido así en la parte del viaje que ha compartido
conmigo. Aunque empiezo a preguntarme si se debe a que no necesita
protección. Quizá confíe tanto en sus habilidades que llevar a más gente le
suponga un lastre.
Bajo los ojos a su alforja.
O quizá quisiera viajar de incógnito para que la gente no sepa que está
buscando fragmentos lunares.
Sea como sea, sabe cómo dar forma a un puñal estupendo.
Le lanzo otra mirada mientras la envidia se apodera de mí. Coloca la
preciosa arma en el cuenco con los restos sobrantes y lo deja todo en un
banco del fondo, lejos de mi alcance.
«Es un tirano listo».
Se acerca a los fogones, levanta la tapa de nuestra comida, liberando una
nube de vapor que aparta con la mano, y remueve el fragante caldo con una
cuchara de madera. Luego, coge un poco de líquido, lo sopla y se lo lleva a
los labios para dar un sorbo.
Me rugen las tripas, así que toso intentando disimularlo, aunque no antes
de que Kaan arquee una ceja y me dedique una mirada que ignoro.
Ojalá no tuviera tanta hambre. Me parece mal aceptar una comida de
alguien a quien tarde o temprano pretendo asesinar. Y decapitar. Más vale
prevenir que curar.
Cuando sirve sopa en dos cuencos de arcilla, de los que se alzan sendas
columnas de vapor, mis tripas profieren otro de esos rugidos gorgoteantes,
haciendo que me ardan las mejillas. Mete una cuchara de cobre en el
cuenco y lo desliza en mi dirección. Dispone otro a mi derecha, se sienta en
el taburete a mi lado y empieza a llevarse cucharadas a la boca.
Paso los ojos de su perfil…, a mi cuenco…, a mi cuchara…, a mis
muñecas atadas con cuerdas…
«Ah, ya».
Agarro como puedo el mango de la cuchara y descubro que, si inclino los
brazos hacia la derecha, puedo coger la sopa en un ángulo que parece
accesible para llegar a mi boca.
Parece.
Cojo un poco de sopa del cuenco, me echo hacia delante…
Me tiemblan los dedos y la derramo por todas partes.
Con los dientes apretados, lo vuelvo a intentar y esta vez llego a medio
camino de mi boca abierta con la lengua fuera, pero el utensilio se me
escurre de las manos y me mancho los brazos y el pecho de sopa.
La cuchara se me cae al suelo, junto con la poca paciencia que me
quedaba.
Intento levantarme del taburete, pero Kaan me sujeta el hombro para
detenerme.
—Ya voy yo…
Giro la cabeza y le clavo los dientes en el antebrazo tan rápido que
apenas me doy cuenta de lo que sucede hasta que lo he hecho, hasta que me
inunda la boca el sabor de su sangre. Me pone de pie y me estampa contra
la pared, colocando su muslo entre los míos, sujetándome las muñecas
sobre la cabeza con una mano y agarrándome el cuello con la otra.
Estamos rojos y respiramos de forma acelerada con los dientes apretados.
Quedamos pegados por la nariz y la frente cuando la poca luz que
quedaba desaparece de la cocina. Ahora, la única claridad procede del
hornillo, con lo que Kaan es una sombra furiosa que se alza sobre mí, y sus
ojos, dos ascuas ardientes que destellan en la penumbra.
—¿Quieres que juguemos, Rayo de Luna? Pues jugaremos. Pero cuando
hayas comido.
—¿Es una orden, majestad?
Juraría que los puntitos carmesí de sus ojos se iluminan. Su cuerpo es una
poderosa fuerza que me aplasta. Y me quema.
«Pero no lo suficiente».
—Hay diferencia entre cuidar y dar órdenes, si aprendes a verla.
Suelto una carcajada falsa y echo la barbilla hacia delante.
—¿Me das un cuenco de sopa y esperas que me la tome con las manos
atadas? Quizá tu definición de cuidar está un poco distorsionada.
No me puedo creer que lo esté pensando, pero echo de menos los
grilletes. O, mejor dicho, la cadena que los unía. Así por lo menos podría
hacer algo, como estirar los brazos, y rascarme. Tengo las muñecas atadas
tan juntas que lo de limpiarme el culo va a ser toda una experiencia cuando
consiga llegar al cuarto de baño.
—Pues intenta aceptar que alguien te ayude, Raeve. Te sorprendería lo
que podrías conseguir. Pedirme ayuda no te hace débil. Te hace real.
Abro la boca para decirle que no quiero la ayuda del tirano Vaegor, pero
las tripas me vuelven a rugir, pronunciándose sin que nadie les haya dado
voz ni voto.
Algo estruendoso y maligno cae sobre el tejado, un golpe atronador que
no se parece a nada que haya oído antes.
Se me desboca el corazón y paso la vista de Kaan a la estancia, que
recorro en busca de grietas en las paredes, ya que es evidente que la casa se
está derrumbando.
«¿Ha caído una luna? ¿No deberíamos echar a correr? ¿O escondernos
debajo de la mesa? ¿Por qué coño está tan tranquilo?».
—No es más que una tormenta —gruñe con una voz que es como una
suave caricia para mi desbocado corazón.
Me relajo.
«Ah».
—Hace mucho… ruido —musito sin dejar de contemplar las paredes por
si se agrietan—. ¿Seguro que no ha caído una luna?
—Segurísimo. Aquí estás a salvo.
—Eso es discutible. —Miro sus oscuros ojos.
—Estás a salvo.
—Porque me necesitas para algo, siempre pasa lo mismo. ¿Qué quieres?
Más vale que nos lo quitemos de encima ya, ¿no te parece? Las
expectativas duelen mucho cuando te apuñalan por la espalda.
—Lo único que quiero es que te acabes el puto plato de sopa. —Frunce el
ceño—. Y quizá que pasemos de esta duermevela sin que hayamos
derramado más sangre, algo que veo que te cuesta asimilar.
Entorno los ojos para ver si hay fisuras en los suyos, pero tan solo
encuentro una convicción férrea.
—Mientes muy bien, eso te lo tengo que reconocer.
Emite un gruñido mientras me suelta las muñecas y da un paso atrás. Por
alguna extraña razón, es como si hubiera abierto una brecha y al fin pudiese
respirar.
Da media vuelta, coge mi cuchara, la limpia bajo el grifo y la vuelve a
dejar en mi cuenco. Se sienta en su taburete y sigue comiendo en un
silencio sepulcral, un poderoso contraste con el traqueteo de la lluvia en el
tejado.
El ambiente se vuelve más tenso a medida que van pasando los segundos.
Desplazo la vista a la dentellada de su brazo, de la que mana sangre que
cae al suelo. Todavía la noto en los labios.
Me encojo.
Le he hecho sangrar en la casa de su mah. «Me cago en todo». Y he
tirado sopa por todas partes.
Al final, resulta que soy una invitada de mierda.
Tras otro rugido de mis tripas, pienso en Essi, la preciosa amiga que he
perdido. Solía cocinar para ambas. Le encantaba experimentar con los
alimentos que yo llevaba a casa de los mercados.
Siempre le daba las gracias para valorar sus esfuerzos.
Estoy casi convencida de que no le he dado las gracias a Kaan cuando me
ha pasado el cuenco. Me he limitado a coger la cuchara después de
observarlo preparar la sopa tranquilamente sentada en el taburete.
«Vaya. Pues sí que soy una invitada de mierda, sí».
Da igual cuánto deteste a este hombre y todo lo que significa y defiende;
por lo menos debería mostrarme agradecida por el sabroso plato que ha
cocinado para los dos. Y seguir intentando meterme un poco de sopa en la
boca.
Con un profundo suspiro, me aparto de la pared y me siento de nuevo en
mi taburete.
—Siento haber sido una maleducada —digo todavía con sangre suya en
los labios—. Y gracias por la comida. Agradezco las molestias que te has
tomado.
Se detiene en pleno gesto de llevarse la cuchara a la boca.
—Es un placer, Raeve.
Asiento, me echo el pelo detrás del hombro moviendo la cabeza, le lanzo
una mirada tímida y me inclino hacia delante. Frunzo los labios y meto la
cara en el cuenco para dar un largo sorbo de caldo.
Se me escapa un gemido.
«Está buenísima».
Ni demasiado intensa ni demasiado salada. Con unos matices sutiles de
las hierbas que ha incorporado a la mezcla. Incluso percibo un regusto
cítrico. No sé qué es, pero me gusta.
Estoy dando el segundo sorbo cuando Kaan estalla en una profunda
carcajada que rivaliza con el estruendo del cielo.
Se me sonrojan las mejillas y estoy a punto de volver a morderle, pero su
risotada teje una cinta gruesa bajo mis costillas que me sube por la garganta
y emerge de mis labios tan rápido que también me sale disparada por la
nariz con una salpicadura de sopa que ensucia la encimera.
Me arden las fosas nasales como si acabara de soltar una llamarada, pero
no paro de reír mientras todo mi cuerpo se sacude.
Nunca me había reído así. De verdad. No sabía que fuese tan…
Agradable.
«¿Por qué me resulta tan agradable?».
Tengo lágrimas en las mejillas, gotas de sopa cayéndome por la nariz y la
barbilla y me duele la barriga, pero me sigo riendo…
Y riendo…
Tardo un buen rato en darme cuenta de que el hombre que está a mi lado
se ha quedado en silencio.
Mis carcajadas amainan y los músculos de mi cara se relajan. Miro de
soslayo a Kaan.
Se me detiene el corazón.
Me está contemplando con una intensidad inquietante que amenaza con
arrancarme uno de los numerosos callos que me endurecen el corazón. Es
una mirada que me oprime el pecho. Y el alma.
La clase de mirada que te alcanza la columna, el alma y las rodillas al
mismo tiempo.
El aire que nos rodea se dilata, hambriento de algo que claramente yo no
voy a poder llenar, y me doy cuenta de que me equivocaba con Kaan. No
me quiere por mi afinidad con Clode ni con Bulder, ni por la facilidad con
la que mato a gente. Quiere algo mucho, muchísimo, peor…
«Me quiere a mí. Solo a mí».
—No hagas eso —le espeto.
—¿El qué?
—Aparentar que estamos a gusto. No lo estamos. No te conozco y tú no
me conoces a mí. Mientras hablamos, estoy planeando tu muerte.
Le tiembla la mandíbula y veo un destello en sus ojos que me hiela hasta
los huesos.
—Claro.
Me aclaro la garganta, aparto la vista de él y la clavo en la sopa.
Transcurre otro segundo de insoportable silencio hasta que Kaan alarga el
brazo para coger un paño del banco y me limpia la cara con él.
No se lo impido.
No impido que me coja la cuchara y me dé de comer como si fuera una
niña pequeña. No impido que sirva otra ración que también me da ni que
me ofrezca un vaso de agua que acaba de llenar del grifo.
No impido que me limpie la sopa de la camisa cuando hemos terminado.
Ni que me conduzca escaleras arriba hasta llegar a una puerta de madera
torcida que es alta en un extremo y baja en el otro, la cual da paso a una
habitación agradable con una ventana ladeada y un enorme camastro
cubierto con tantos cojines y mantas que podría ahogarme entre ellos.
Una habitación que huele igual que él.
—La única salida es la puerta trasera, bajando las escaleras; si es que
puedes pasar por delante de mí con suficiente sigilo, claro, porque yo estaré
durmiendo en el diván. Si lo consigues, estaré encantado de perseguirte, así
que adelante.
—¿Y el baño?
—Por ahí. —Señala una puerta más pequeña de aspecto más extraño
justo cuando un relámpago ilumina sus atractivos y salvajes rasgos, dándole
un aspecto espeluznante.
Levanto las manos, que siguen atadas.
—¿Cómo se supone que voy a…?
—Seguro que encuentras la forma —masculla, y cierra de un portazo tan
fuerte que doy un respingo.
Raeve
CAPÍTULO 35
Empujo la escama que tengo entre las muñecas atadas hasta que me cae
en el regazo. Luego, la sujeto con las rodillas y me pongo manos a la obra.
Con la mirada clavada en la puerta, froto la cuerda contra el canto afilado y
empiezo a cortar las hebras, que se van deshilachando poco a poco.
La escama corta mucho más rápido de lo que me imaginaba y, cuando la
cuerda cede, me resbala la mano…
Y la escama me raja el brazo. Cojo una buena bocanada de aire y aprieto
la mandíbula para soportar la punzada de dolor.
«Joder… Me cago en… ¡Cojones de dragón! Maldita sea, Raeve…».
Utilizo los dientes para desatarme por completo y presiono la herida con
una mano. La sangre se me escurre entre los dedos y gotea sobre el jergón.
Suspiro.
Supongo que acabo de romper la norma de no derramar más sangre.
Va siendo hora de que me largue.
Corro hasta el cuarto de baño y abro el grifo de cobre, que apenas se ve
en la penumbra. Coloco el brazo debajo del chorro de agua y hago lo que
puedo para limpiar la herida. Me arranco un pedazo de túnica, me ato la
herida y aprieto el nudo con los dientes, sonriendo por mi labor. Siento una
sensación de victoria explotándome en el pecho.
Me habré cortado, pero soy libre.
¡Libre!
Por fin, coño. Ahora, solo me queda marcharme.
Hago uso del cuarto de baño y me deleito con la libertad de limpiarme el
culo cómodamente. Después de pasarme el pelo detrás de las orejas, regreso
al dormitorio y echo otro vistazo a la puerta, que sigue cerrada.
Me llaman la atención los cajones que hay a los pies del camastro. Abro
el primero y busco algo más apropiado que esta ropa rasposa con la que
pensaba que me moriría. Encuentro una camisa negra suave como la
mantequilla y saco unos pantalones igual de suaves, tan cortos que supongo
que a Kaan le llegarían por las rodillas.
Aun así, creo que a mí me van a quedar grandes.
Me encojo de hombros y me los pongo de todas formas. Descubro que
tienen un cordel para ceñirlos a la cintura.
Con el pelo por dentro de la camisa, tan holgada que se me cae por el
hombro, me tumbo en el camastro. Me tapo con las sábanas, a pesar del
húmedo calor, y guardo la escama y la cuerda cortada debajo de las mantas
mientras vigilo la puerta.
Le doy a Kaan tiempo para quedarse dormido y espero, sumergida en el
olor a nata y a piedra derretida.
La tormenta aúlla, arrojando lluvia sobre el tejado y golpeteando en la
ventanita. Mientras gano tiempo en esta estancia oscura y lóbrega, me
arranco pellejos de alrededor de las uñas y visualizo todas las cosas
horribles que pienso hacerle al hombre que mató a Essi y que me desolló la
espalda.
«Voy a por ti, Rekk Zharos… Puto desgraciado».
Pero primero tengo que escapar del rey.
Abro la puerta respirando pausadamente y con la mente tranquila,
zambullida en el silencioso lugar mental al que recurro cuando tengo que
llevar a cabo una misión.
Cogiendo la escama con la mano derecha, me dirijo a las escaleras y
acompaso mis movimientos con los de la feroz tormenta que sacude la casa.
Deslizando la mano izquierda por la pared para no perder el equilibrio, bajo
al piso inferior a paso lento. Estoy a cuatro escalones del suelo cuando un
relámpago ilumina la habitación.
Lo ilumina a él.
Con las mejillas ardiendo, contemplo la imagen de Kaan Vaegor tumbado
en el largo diván mientras un trueno retumba en el cielo.
Desnudo.
Con otro relámpago, veo la manta mullida que tiene sobre la entrepierna,
que le cubre esa parte, pero deja a la vista las cicatrices y el resto de su
formidable y salvaje cuerpo.
«Por todos los Creadores».
Es tan corpulento que le cuelgan las piernas, ligeramente separadas, y
tiene los pies apoyados en el suelo.
En cuanto se oye otro trueno, trago saliva y clavo los ojos en la
almohada: tiene la cabeza ladeada y los brazos justo debajo.
Niego con la cabeza, maravillada.
Mientras estaba sentada en su dormitorio, he tenido mucho tiempo para
pensar, envuelta en su aroma y esperando hasta estar convencida de que se
habría dormido. Y me he dado cuenta de que ha sido amable conmigo, y yo
con él no. No he hecho nada para merecerlo, está claro.
Y la forma en la que me ha mirado cuando me he reído…
Suelto un suspiro lento y silencioso y observo el gesto relajado de su
rostro. Pacífico.
Sereno.
Me hormiguean los dedos, pero no con la necesidad de matar. No con la
sensación que experimento cuando pienso en alguien a quien voy a dar
caza.
Me hormiguean con la necesidad de tocarlo, de recorrer las marcadas
líneas de sus cejas y, luego, su nariz, ligeramente torcida, como si alguien le
hubiera pegado un puñetazo y él no se hubiera molestado en enderezarla del
todo.
Siento la necesidad de enredar los dedos en su espesa barba y tirar de
ella, de deslizarlos por sus anchos hombros y acariciar su pecho de piedra.
Y de recorrer los surcos entre sus abdominales, bajando por el camino de
vello negro que conduce debajo de la manta…
Se me sonrojan las mejillas con otro embate de calor.
De todas las cosas que he visto en mi vida, él es una de las más
majestuosas. Ahora que nos vamos a separar, por fin lo puedo reconocer.
Razón de más para que me marche.
Quizá sea un buen hombre, un rey bueno y honorable, pero no tengo
valor para retirar las capas y descubrirlo. Estoy destrozada de una forma
que él jamás comprenderá y condenada a una existencia solitaria con la que
he hallado paz.
Así pues, no, no quiero matarlo. Ya no.
Tan solo quiero librarme de él.
Dirijo la vista a la puerta mientras bajo los últimos escalones y dejo atrás
el diván avanzando de puntillas. Sin embargo, en cuanto agarro el pomo con
los dedos, en mi mente resuena el eco de las inquietantes palabras que me
ha dirigido antes. Apenas las he asimilado cuando las ha pronunciado
porque estaba demasiado preocupada por otras cosas.
«La única salida es la puerta trasera, bajando las escaleras; si es que
puedes pasar por delante de mí con suficiente sigilo, claro, porque yo estaré
durmiendo en el diván. Si lo consigues, estaré encantado de perseguirte, así
que adelante».
Siento un escalofrío al comprender la convicción de su tono y ser
consciente, sin asomo de duda, de que ni siquiera la caída de una luna le
impediría encontrarme…
Al mirar atrás, se me acelera el corazón.
Mucho.
Mierda. Tengo que matarlo. Si no lo hago, nunca me libraré de él. Me
perseguirá. Me perseguirá de verdad, como me ha prometido.
Este extraño sentimiento se me clava en la garganta, como si fuera una
garra atravesando capas de carne, músculos y tendones hasta apresar mi
tráquea y apretar con fuerza.
Hasta ahogarme.
Con un sobresalto, me doy cuenta de que estoy dudando.
Otra vez.
No sé qué hacer con esta sensación. Nunca he tenido que lidiar con ella
hasta que este hombre ha entrado en mi vida. Me dedico a matar. Si hay que
acabar con alguien, lo hago sin más, joder.
La decisión debería ser fácil. Kaan se interpone en mi camino, así que
tengo que quitármelo de en medio.
«¿Por qué no es tan fácil?».
Cierro los ojos con fuerza y rememoro el momento en el que me enteré
de que es uno de los tres reyes Vaegor, la rabia que sentí, reforzada por
todas las cosas horribles que se rumorea que ha hecho.
Cosas monstruosas. Cosas espantosas que son imperdonables.
«El mundo será un lugar mejor con un hermano Vaegor menos, con un
tirano menos».
Sí, eso es.
Así me voy a convencer.
Me centro en ese pensamiento al tiempo que me encierro en mí misma
para despojarme de lo que estoy empezando a sentir por Kaan hasta que de
mí no queda más que un esqueleto que dejo tendido en la orilla de mi lago
interior. Luego, hago un fardo con mi curiosidad incipiente y la ligera
gratitud, y los ato a una piedra. Con una determinación ciega, cruzo mi
lago, bajo el cual reluce una luz plateada, como si algo brillante y valiente
surcara el agua.
Y me siguiera.
Me estremezco. Hundo la piedra en un agujero tallado en la oscura
superficie y me sacudo las manos.
«Ya está. Hasta luego».
La gigantesca y luminosa presencia avanza como un rayo; parece
perseguir la piedra como un depredador a la zaga de su presa. El resplandor
se desvanece en las profundidades con un potente silbido que hace salir un
chorro de agua helada por el agujero, salpicándome los pies.
Conteniendo la respiración, parpadeo para regresar al presente, con el
corazón desbocadísimo…
Nunca ha perseguido algo que yo haya desechado. Por lo menos, sin que
me haya enterado.
Un escalofrío me asciende por la columna. Niego con la cabeza para
centrarme e ignorar lo que acaba de suceder.
«Haz lo que tienes que hacer. Vete. Atrapa a Rekk Zharos».
Embargada por una extrema indiferencia hacia mi objetivo durmiente, me
acerco al diván blandiendo la escama de Rygun con mano firme. Con un
movimiento rápido, me siento a horcajadas encima del rey y le apunto al
cuello con la afilada arma…
De repente, Kaan abre los ojos, que centellean como dos ascuas, justo
cuando mi lago interior explota y el fardo complejo de emociones
descartadas regresa directo a mi corazón, entre cuyas grietas empieza a
hundirse.
Suelto un grito ahogado, atravesada por el fuego de los ojos de Kaan, por
este sentimiento que se propaga como si fuera una enfermedad, diez veces
más potente de lo que era cuando me despojé de él.
Un gemido brota de mí mientras reprimo las ganas de clavarme la mano
en el pecho y rascarme el órgano palpitante como si tuviese una picadura de
insecto, o quizá de introducir los dedos hasta lo más profundo y quitarme
esta… sensación.
Una sensación pesada, hinchada.
Viva.
Kaan abre las fosas nasales, baja la vista a mi brazo herido y, luego, la
pasa a mis ojos mientras yo respiro entrecortadamente, buscando mi
determinación perdida para intentar saber por qué el deseo de matarlo acaba
de derretirse en un charco de desesperación por estar más cerca de él.
Y no solo más cerca…
Sino lo más cerca posible.
Me recorre las venas la extrañísima necesidad de besarlo, de que nos
peguemos tanto que nos fundamos en uno, de saborearlo y notar cómo se
mueve en mi interior…
Me estremezco de deseo y anhelo.
Otro relámpago ilumina su fiera mirada. Se le deshincha el pecho, como
si se hubiese quedado sin aire en los pulmones.
Más lento que la aurora al salir, retira los brazos de debajo de la
almohada y me coloca una mano en la cadera, sujetándome con fuerza,
mientras lleva la otra hasta mi mejilla y la posa en ella de un modo que me
resulta extremadamente familiar. Tan agradable que me entran ganas de
hacer añicos mi dolorido corazón, porque es evidente que está confundido.
—Te veo, Raeve…
Me quedo sin aliento. La escama sigue pegada al cuello de Kaan.
—No sé… No sé qué…
—Te entiendo —gruñe tensando la mano sobre mi rostro con gesto tierno
y los ojos iluminados por un fuego destructor—. Te veo.
Su voz parece una espantosa herida abierta. Tan dolorosa que hace que el
pecho me duela de una forma profunda y demoledora. Me muero por
librarme de esta sensación, o al menos por distraerme de ella.
Es demasiado real. Demasiado penetrante.
Entonces…
«¿Por qué me resulta tan perfecto?».
La luz baña la estancia de nuevo, iluminándolo con una claridad
devastadora. Un cuerpo fornido y soberbio con infinitas cicatrices, el pelo
revuelto, los labios con un contorno perfecto que me imagino sobre los
míos, moviéndose con los míos, apoderándose de los míos…
«Joder».
—¿Qué necesitas, Rayo de Luna?
«Quitarme esta espina con la esperanza de que me arranque el
sentimiento que se me ha clavado en el pecho».
Con gesto torpe, bajo la mano hasta la cintura, me desato el cordel y
aflojo la tela ceñida. Después, cojo la mano que tiene en mi cadera y la
hago descender por mi cuerpo.
Noto un rugido en su pecho que hace vibrar mis piernas separadas hasta
alcanzar mi centro, que palpita ansioso. Es una sensación en la que pretendo
lanzarme de cabeza con una venda en los ojos.
—¿Quieres que te toque?
Sus palabras son un pedernal arrastrándose por mi columna.
«Más abajo».
Se me relajan los músculos hasta que noto subir la temperatura de mi
cuerpo y asiento con rapidez y desesperación.
—Sí —le suplico con los labios apretados, moviendo las caderas para
desplazarme sobre sus dedos, que no están exactamente donde los quiero—.
Por favor.
Suelta un gruñido y noto cómo se le pone imposiblemente dura contra
mis nalgas. Otro meneo de mis caderas prende fuego a todos los nervios
que se hallan entre mis piernas y gimo, un sonido profundo y embriagador
que en la estancia suena quebrado y lascivo.
Kaan acerca la mano a mi entrepierna, haciendo que se me erice la piel y
mis pezones se vuelvan duros y sensibles.
Me estremezco ante lo que se avecina, consciente de que está cerca.
Muy cerca.
Se me acelera la respiración de nuevo cuando pasa un dedo sobre mi piel
mojada, un tierno tormento que me provoca una intensa oleada de placer.
—Córtame si quieres que pare —gruñe acariciándome una mejilla con el
pulgar—. Será un placer sangrar debajo de ti, así que no seas tímida.
—Tócame —mascullo con la voz teñida de tal deseo que no la
reconozco.
No parece la mía.
Me roza con los dedos, acariciando mi carne enrojecida e hinchada.
Me nubla la mente, vaciándomela por completo, y otro profundo gemido
se escapa de mi garganta.
Él profiere un sonido grave y traza un camino con círculos lentos y
firmes que me fulminan y me liberan a la vez. Baja la otra mano de mi cara
y la pasa por debajo de la camisa que he robado para acariciarme un pecho
anhelante. Me pellizca un pezón, causando descargas de placer por todos
mis nervios.
«Madre mía».
Echo la cabeza hacia atrás mordiéndome el labio inferior.
Me abandono a sus atenciones.
—Más —jadeo, y él vuelve a pellizcarme el pezón. Con un grito
ahogado, desplazo la atención a mis pechos y me pilla por sorpresa cuando
me mete dos dedos.
Gimo hacia el cielo atronador al sentirlos en lo más hondo de mí, pero,
de pronto, se queda quieto.
Con los dedos inmóviles.
Me aprieta de nuevo el pezón, produciéndome otro estallido de placer
que se extiende hasta mi núcleo palpitante.
—Toma lo que deseas, Rayo de Luna.
Sus palabras me sacuden por dentro y me desplazo mentalmente hasta un
lugar brillante y ventoso.
Tal vez sea un sueño.
Un lugar que huele a sal, a especias y a flores dulces y suculentas. Un
lugar donde lo único que importa es… esto.
Nosotros.
Me libero del pensamiento luminoso que brilla en las profundidades de
mi lago helado.
Desesperada por arrancarme del pecho esta sensación de que estoy justo
donde debo estar, tan bella como imposible, persigo el latido de éxtasis que
vibra entre mis muslos separados. Es una distracción intoxicante y primitiva
que comprendo a la perfección.
—Te necesito —gruño lanzando la escama a un lado y oyendo cómo cae
al suelo—. Ahora.
—Ya me tienes.
—No, te necesito a ti —repito intentando que nos inclinemos a un lado.
Cuando parece que por fin lo ha entendido, emite un rugido gutural y,
con un gesto veloz y poderoso, nos gira, dejándome sin aliento.
Me baja los pantalones y los arroja al suelo. Mis piernas desnudas quedan
ahora debajo de él, igual que mi sexo, sonrojado, dolorido y preparado para
albergar su miembro largo y duro, que ahora está apoyado en la cara interna
de mi muslo.
Estoy a punto de alargar un brazo y cogérselo para guiarlo y hacer que
entre en mí cuando veo que me mira con la intensidad propia de un páramo
yermo que se muere por recibir aunque sea una gota de lluvia. Es la clase de
mirada que te consume entera, que te aferra el corazón, lo ata y nunca más
lo suelta.
«¿Acaso no ve que mi corazón está hecho jirones?».
Me coge una pierna con una de sus callosas manos, justo por la rodilla, y
me la separa. La otra la lleva hasta mi mejilla con una ternura cautivadora y
me acaricia los labios abiertos con el pulgar.
El pulso se me ralentiza…
Se me detiene.
Es tan perfecto en este momento, derramado sobre mí como si fuera lava
fundida. Tan pero que tan perfecto que me resulta tentador dejarlo creer las
ilusiones que se ha hecho conmigo.
Con nosotros.
Dejarlo entrar en mi cuerpo y darle un pedacito de lo que es evidente que
está buscando en mis ojos.
—¿Estás segura, Rayo de Luna?
Esas palabras son graves y ásperas, pero en cierto modo no lo son. En
cierto modo, son las palabras más suaves que he oído nunca.
«Córtame si quieres que pare…».
«Toma lo que deseas…».
«¿Estás segura, Rayo de Luna?».
Por todos los Creadores.
Está claro que no es el monstruo que yo creía.
—Segurísima —digo con voz rasposa, elevando las caderas para
ofrecerle un mejor acceso—. Te quiero dentro de mí, Kaan Vaegor.
Con un gruñido, entorna los ojos y me mira de nuevo con una ternura e
intensidad que anulan el deseo que siento entre las piernas. Pero consigue
avivar el que siento en el pecho y, de pronto, estoy convencida de que una
mano ha bajado por mi garganta, se ha abierto paso por mi esófago y está
cerrándose en torno a mi corazón de piedra.
Kaan se la agarra con un puño, preparándose, y se acerca a mí.
—Pero antes tienes que dejar de mirarme como si esto significara algo.
Se estremece, como si le hubiera golpeado con un látigo de punta
metálica.
—¿Solo quieres un alivio que no signifique nada?
Asiento y sacudo las caderas.
—Muy bien. —Cuando cae otro relámpago, veo que sus ojos se han
vuelto totalmente negros—. Pues… aquí no vas a encontrar eso, prisionera
setenta y tres.
Habla con un tono inexpresivo.
Indiferente.
Desconectado de… lo que sea que estamos haciendo.
Se pone de rodillas y me suelta la pierna, dejándome desnuda y expuesta.
Su gran miembro se alza fuerte y preparado, surcado por venas, con una
gota brillante en la punta.
Se aparta el pelo de la cara y aprieta los labios mientras la confusión se
desata entre mis costillas.
¿Está… de broma?
Está preparado, lo desea. Estoy aquí, se lo estoy pidiendo. ¿Por qué no
nos lo quitamos de encima para poder pasar página?
Parpadeo y levanto la vista hasta sus ojos, con los míos muy abiertos.
—¿Qué estás…?
—Levántate y vuelve al dormitorio. Descansa un poco. Cuando amaine
la tormenta, nos espera un trayecto largo y no pararemos.
Percibo tanta frialdad en su tono que, durante unos segundos, no respiro.
No me muevo.
Abro la boca…
—¡Que te levantes, joder!
Su voz retumba por la habitación con tanta violencia que no me cabe
ninguna duda de que me va a aplastar si no me muevo.
Ahora mismo.
Me levanto del diván, cojo los pantalones del suelo y me cubro con ellos
el pecho. Voy hacia las escaleras, sin apartar los ojos de los suyos, mientras
las mejillas me arden con una vergüenza que no entiendo.
Que no quiero entender.
Después de negar con la cabeza, echo a correr y subo los escalones de
dos en dos en medio del fragor de la tormenta.
Raeve
CAPÍTULO 36
Cierro la puerta tras de mí y me apoyo en la madera, jadeante y con el
corazón desbocado. Todavía ruborizada y sintiendo deseo entre mis piernas
temblorosas.
«¿Qué coño ha sido eso?».
Me aparto el pelo de la cara y gruño al advertir el olor de Kaan, que
ahora me mancha la punta de los dedos. Como si hubiera penetrado en mis
poros y se hubiera fundido conmigo, creando un aroma carnal que nos
define a los dos.
Y qué bien huele. Tanto que una parte de mí quiere bajar corriendo las
escaleras ahora mismo y pedirle disculpas. Dejar que me folle como si
significase algo. Dejar que se meta en la piel.
Una parte estúpida de mí.
Un relámpago ilumina el dormitorio. Con los ojos entornados, miro por
la ventana, que recibe el embate de la tormenta, y ladeo la cabeza justo
cuando un trueno zarandea el cristal…
Soy lo bastante pequeña como para caber por esa ventana.
Justo.
De hecho…, ¡en esta parte de la casa hay una celosía que podría utilizar
sin problemas como si fuera una escalera!
«Muchas gracias, casita torcida».
Sonrío y cruzo la habitación mientras me pongo los pantalones y me los
ato a la cintura, con la camisa por dentro para que sea menos probable que
me enganche con algo. Aunque no sea capaz de matar a Kaan Vaegor, sigo
necesitando huir de aquí.
Muy pero que muy lejos, antes de que nos hagamos más daño.
Me subo a la cama y paso a la mesita. Al llegar junto a la ventana, echo
un vistazo por encima del hombro a la puerta, antes de abrir el pestillo y
empujar el cristal. La tormenta tamborilea sobre el tejado como si fueran
mil manos, una distracción estruendosa de la que apenas consigue entrar
algo de sonido por las bisagras de la ventana.
Paso el brazo por la abertura, me aferro a la celosía y salgo al diluvio,
con hormigueos en los pies por un arrebato de paranoia. No tengo tiempo
de preocuparme por la extraña sensación que me producen las gotas grandes
de lluvia que me mojan la piel al dejar atrás el dormitorio.
«Sal… Sal… Sal…».
Me sujeto a la nudosa celosía e intento evitar durante el descenso las
frondosas ramas, cargadas de frutos. Cuando me lanzo al suelo, estoy
empapada y el agua me cubre los pies. Noto una pequeña punzada de
triunfo por las venas y corro en dirección al camino de la jungla, con el
corazón martilleándome al compás de la furibunda tormenta.
«He salido. Soy libre… Ahora he de dejar algo de distancia entre
nosotros».
Me retrotraigo a otra época, a otro lugar. Cuando huía de un lugar
malvado, durante una tormenta distinta, corriendo entre copos de nieve que
se me pegaban en el pelo y amenazaban con congelarme las pestañas.
Me cuesta ignorar la clara diferencia. Entonces, huía de un lugar de dolor,
de inanición y de sufrimiento. Ahora, huyo de un lugar de placer, de
comidas sabrosas y de carcajadas estentóreas.
«No lo pienses. Es lo que hay que hacer. Es lo que hay que hacer. Todas
esas cosas buenas no son para ti».
Lo repito para mis adentros con cada paso que doy entre charcos y
troncos caídos. El denso follaje de la jungla parece ir engulléndome
conforme voy recorriendo el camino por el que hemos venido en tanto la
tormenta aúlla. Lentamente, salgo al claro donde Rygun ha aterrizado antes,
aliviada de ver que el dragón no ha regresado.
Mientras una cortina de lluvia cae a mi alrededor, miro a la derecha y
contemplo el escarpado acantilado que bordea la meseta.
En esa dirección, hay un solo lugar al que ir. Y dejo a mi espalda a un rey
guerrero que tiene la intención de perseguirme, que seguramente está
familiarizado con estas montañas, por lo que me atraparía en un abrir y
cerrar de ojos.
Pero si desciendo…
Puedo seguir el río hasta la muralla. Dispondré de una provisión
constante de agua potable, de las preciosas vistas del río Ahgt y de sombra y
protección gracias a los árboles de las márgenes.
«¿Qué más podría querer?».
Corro hacia la izquierda y me tomo unos instantes para observar el
acantilado y elegir el lugar por el que bajar.
—Por todos los Creadores —mascullo.
Es una caída vertical que termina en otra meseta, en la que se acumula
una buena cantidad de agua debido al turbulento aguacero. El agua rebosa y
cae por otro acantilado, alimentando una piscina natural más abajo, la que
vi cuando llegamos volando. Aunque no se parece en nada a entonces.
Ahora es una cuenca crecida de la que mana un torrente que fluye
desfiladero abajo con una potencia peligrosa.
Me estremezco.
No es una opción ideal, pero es eso o el acantilado que está detrás de mí,
un más que probable callejón sin salida.
La lluvia amaina un poco y un solitario rayo de luz se filtra por las
protuberantes nubes del cielo.
Me encojo de hombros y lo interpreto como una señal.
Me doy la vuelta, me subo el grillete de hierro por el brazo para que no
entorpezca mis movimientos y echo un último vistazo a la jungla. Me
pongo en cuclillas, bajo un pie por el borde buscando un punto de apoyo en
la piedra y me impulso, tragándome la sensación de que se me va a salir el
corazón por la boca que siempre sigue al momento en el que estoy al filo de
algo traicionero.
La piedra es resbaladiza pero lo bastante robusta como para que pueda
escalar en intervalos con cierta confianza, moviéndome rápida y
metódicamente.
Al aproximarme al final del acantilado, salto los últimos palmos y
aterrizo sobre la meseta cubierta de hierba. Corro hasta el final de la poza
que se ha formado y veo que el agua se mueve furiosa, aunque todavía le
queda un poco para salvar el precipicio.
No debería pasar nada.
Durante unos segundos, contemplo la caudalosa cascada que cae por el
extremo con tal rugido que cuesta no maravillarse.
Rayne es una Creadora exquisita. Qué fuerza dominante la suya.
Me doy la vuelta para alejarme del borde del acantilado cuando un aleteo
me llama la atención. Una bandada de pájaros leonados salen de la jungla
en dirección al cielo entre graznidos.
Se me acelera el corazón.
Los pájaros no echan a volar durante una tormenta, todo el mundo lo
sabe. Se resguardan, se ocultan.
«¿Los habrá asustado algo?».
Una intensa certeza germina en lo más hondo de mi pecho y me atraviesa
con ráfagas de adrenalina.
«Kaan viene hacia aquí».
«Mierda».
Empiezo a bajar por el acantilado, sin preocuparme por ver dónde pongo
las manos, desgarrándome los dedos y los pies con el frenesí del extenuante
descenso.
Si Kaan me encuentra, es imposible que vuelva a escaparme. No me va a
quitar los putos ojos de encima.
Se oye un espantoso crujido. Cuando levanto la vista, veo una explosión
de agua, un torrente de espuma, piedras y árboles arrancados que se
precipita hacia mí a borbotones tan rápido que apenas tengo tiempo de
coger aire antes de que me alcance, arrancándome de la pared.
Algo duro se estampa contra mi cabeza…
Y todo se vuelve negro.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Han venido a por mí mientras dormía, tumbada bajo las pieles del
lecho de mi mah y de mi pah, como hacía cuando me encontraba mal. En
esa cama, me cantaban canciones que siempre hacían que me sintiera
mejor.
Ha venido a por mí un séquito de guardias con abalorios procedentes de
La Llama, La Bruma y la ciudad neutral de Bothaim, residencia del
Triconsejo.
Debían de saber que me enfrentaría a ellos a pesar de mi debilidad, ya
que me han disparado una estaca de hierro antes de que abriese los ojos
siquiera.
Malditos cobardes.
Me han permitido coger una sola bolsa con pertenencias, me han puesto
un velo y engrilletado con hierro, y me han sacado de la habitación. Los
edecanes de mi mah y de mi pah deben de haberse resistido, pues también
estaban atados, de rodillas, vigilados en los pasillos mientras a mí me
conducían afuera, donde había una bandada de fundefauces repartidos
entre las murallas de Arithia, los tejados de los edificios y el cielo,
arrojando llamaradas naranjas que hacían gritar a la gente de la ciudad.
Me han dicho que no venían a conquistar mi reino, que tan solo
ayudarían a custodiarlo hasta que pueda unirme al hombre que el
Triconsejo ha decidido para mí.
El puto Tyroth Vaegor.
Uno de los tres hijos del rey Ostern. El de los ojos crueles. El hombre al
que mi pah prometió no venderme ni por todo el grano del mundo.
Les he gritado, me he negado y me he ganado un bofetón de uno de los
barbudos guardias de La Llama.
Y todo se ha vuelto negro momentáneamente.
Me he despertado encima del fundefauces más grande que he visto
jamás. Sin dejar de rugir, Slátra nos ha seguido hasta la Fortaleza
Imperial, situada cerca de la capital de La Bruma, donde vamos a pasar la
duermevela.
Ahora no consigo dormirme. No puedo hacer nada más que mirar por la
ventana, aliviar mi pecho lleno de pena y ver cómo Slátra atraviesa las
coloridas nubes lanzando llamaradas gélidas mientras los fundefauces que
me escoltan intentan conducirla hacia las sombras de La Bruma.
Cuando salga la aurora, vamos a sobrevolar las llanuras Boltánicas
rumbo a Dhomm, la misteriosa capital de La Llama. Ahí voy a pasar las
tres fases siguientes, esperando hasta que alcance la edad de coronación,
momento en el que nos unirán a Tyroth y a mí. Hasta entonces, sería
indecoroso que viviese bajo el mismo techo que el hombre que ahora tiene
la misión de gobernar mi reino.

Mi reino.
Hace un rato, mientras seguía aquí observando cómo Slátra derribaba a
tres fundefauces del cielo y chamuscaba las alas de otros tantos, la joven
reina de La Bruma ha venido a visitarme en mis aposentos de invitados y se
ha ofrecido a quitarme la estaca de hierro del muslo.
Hemos hablado entre susurros mientras se afanaba y me ha pedido
disculpas por las acciones cometidas por su hombre, el rey Cadok Vaegor,
que ofreció su ayuda al Triconsejo y mandó a su bandada de fundefauces
mercenarios para capturarme.
Tengo la sensación de que se arrepiente de haber dejado que el hombre
entrara en su dormitorio para concebir a un niño que los obligó a consentir
una unión que juntó La Llama y La Bruma con un firme vínculo.
Me he quitado el velo y le he dejado verme la cara, aun estando
demacrada.
Me ha estrechado en un abrazo recio y cálido y me ha recordado que
sigue habiendo gente buena en el mundo.
Juntas hemos visto cómo Slátra libraba una guerra solitaria hasta que la
reina ha terminado de curarme la herida y se ha retirado a sus aposentos.
Yo me he quedado frente al alféizar, runado para evitar mi huida, y he
rezado a Clode a pesar del estremecedor silencio que provocan los grilletes
de hierro.
Le he rogado que le diga a Slátra que siga luchando durante la
duermevela, pero que, en cuanto salga la aurora, dé media vuelta, regrese a
Arithia, se tumbe en su guarida y me espere.
Los plumalunas no sobreviven bajo el sol y no puedo perderla. Mi
corazón no soportaría otro golpe.
Antes prefiero morir que verla convertirse en piedra.
Raeve
CAPÍTULO 38
Noto agua fría salpicándome en la cara, lo que me devuelve al presente.
El golpe que me he dado en la sien me lleva a preguntarme si me he abierto
la cabeza.
La corriente me empuja las piernas mientras me aferro a algo redondo
con la mejilla pegada a su superficie nudosa. Supongo que es un tronco.
Debo de haber podido agarrarme a algo flotante en algún punto para
salvarme de un ahogamiento seguro. Qué bien.
Al abrir los ojos, me encuentro ante una masa de agua naranja y un cielo
azul tejido con la aurora de mediodae. Unos escarpados acantilados rojizos
se alzan a ambos lados del río, que ahora mismo estoy cruzando a una gran
velocidad. Estoy en un desfiladero, pero no se parece al que cruzamos
volando para llegar hasta la cabaña. Eso significa que he flotado lejos,
aunque, a juzgar por el intenso color de la tierra, no tanto como para haber
salido de La Llama.
«Mierda… Creo que me desmayaré otro poquito más. Dormiré hasta que
se pase el martilleo en la cabeza. Y con suerte me despertaré más cerca de la
muralla».
Dejo que se me cierren los pesados párpados…
—Gafto’in nahh teil aygh’ atinvah! —Las bruscas palabras retumban en
el desfiladero, zarandeándome—. Agní de, agní.
No se parece a ningún lenguaje que haya oído antes.
Supongo que debería investigarlo.
Levanto la cabeza, la giro y apoyo la mejilla izquierda en el tronco. Al
abrir los ojos de nuevo, veo una silueta grande corriendo por la estrecha
ribera, intentando seguirme el ritmo. Es un hombre, creo. Me parece que
desde allí no podrá alcanzarme, y eso está genial. Estoy demasiado cansada
como para ir parando.
—Hola.
«Adiós».
Vuelvo a cerrar los ojos.
El tronco se detiene de pronto con tal brusquedad que casi salgo
despedida. Con un gruñido, abro los ojos y advierto que me he enganchado
en un cúmulo de desechos. El tronco sigue meciéndose y chocando contra
un montón de árboles caídos.
La silueta borrosa se aproxima y grita más palabras que no comprendo.
Pero no creo que se dirija a mí, pues mira en dirección contraria, aunque
sigue señalándome.
Se me hielan las venas. Mi instinto me dice que he de levantarme.
Ya.
A duras penas, consigo levantar primero un brazo del tronco y luego el
otro, pero me sumerjo en el agua al instante, arrastrada por su poderoso
torrente. Me doy cuenta de mi error al ver que me faltan fuerzas para patear
o subir a la superficie.
Los pulmones se me rebelan e intento coger aire, pero trago una
bocanada de agua que se me antoja pesada. Esto no va bien…
Oigo un chapoteo y veo un estallido de burbujas.
Unas manos me sujetan.
Tiran de mí hacia arriba, en dirección a la ribera, y me sacan del río, lejos
de la abrupta orilla. Me desplomo en el suelo con tanta fuerza que toda el
agua que he tragado sale despedida con una arcada.
El agua embarrada salpica por todas partes, sin hacer distinciones entre
mi pelo empapado y la tierra hacia la que quiero ir, y el aire me entra en los
pulmones entre fulminantes ataques de tos.
Mi estómago y pecho siguen convulsionándose en sorprendente sincronía
al tiempo que, entre los violentos espasmos, miro de reojo a mi compañía.
El hombre es alto y musculoso, tiene los ojos de color amarillo tostado y
lleva pantalones de piel que se ciñen a sus esbeltas caderas. Está lleno de
cicatrices pálidas y luce una larga melena rojiza, adornada con hilos
cobrizos. La banda de cuero que le cruza el pecho está cargada de
herramientas finamente talladas: puñales de escama de dragón y dagas de
bronce con forma de pétalos larguiruchos, parecidas a la de Kaan, así como
algo similar a un gancho como el que he visto que usan para sacar a los
eahls de debajo del hielo al sur de la muralla.
«¿En qué lío me he metido ahora?».
El hombre se inclina sobre mí y señala mi grillete de hierro con la mano,
enorme y llena de cicatrices.
—Guil dee nahh? —me pregunta. Niego con la cabeza, al suponer que se
refiere a las pruebas de mi pasado como prisionera.
—Es un complemento —balbuceo, escupiendo más agua—. ¿A que es…
—otra arcada— bonito?
Obviamente, no quiero que piense que soy una prisionera fugada que a
duras penas ha logrado evitar que la devoren unos fundefauces. Podría
terminar en la misma situación otra vez.
El hombre se vuelve y grita más palabras desconocidas a uno que está
lejos. Este otro se encuentra en la ribera del río, sacando desechos de la
tormenta gracias a una red de pescar rota.
Estoy tan ocupada vaciando la mitad de mis entrañas en el suelo que
tardo demasiado en fijarme en las marcas que le recorren la espalda al que
está más cerca de mí. Hay un tatuaje punteado en forma de pájaro con las
alas extendidas sobre las costillas del hombre, como si lo estuviera
abrazando.
Frunzo el ceño, vomito y frunzo el ceño de nuevo.
Me recuerda a los puntos que forman… el tatuaje… de Kaan.
Al darme cuenta, se me sacude el pecho y otra oleada de agua me sube
por la garganta.
«Guerreros de las llanuras Boltánicas… Debo de estar donde Kaan pasó
su juventud».
Enseguida, cesan las náuseas y maldigo por lo bajo mientras uso el dorso
del brazo para limpiar mis labios temblorosos.
Oigo más gritos en un lenguaje que no reconozco y el otro hombre se nos
acerca corriendo. El que tengo al lado me coge del brazo y me ayuda a
ponerme de rodillas.
Hay muchos clanes esparcidos por estos páramos secos y pedregosos en
los que poca otra gente tiene la tenacidad de forjarse un hogar, y por lo visto
he terminado delante de dos integrantes de uno de ellos, cuya forma de vida
es todavía más misteriosa que la de aquellos que residen cerca de la capital
de La Llama.
Pero hay una cosa que sí sé.
En estos clanes nacen guerreros con habilidades sin igual.
«Creo que voy a pasar de explorar esta zona».
El hombre que está a mi lado hinca una rodilla en el suelo. Su barba
rojiza le oculta la mitad del rostro, moreno y salpicado de pecas. Recorre
mis facciones con la mirada, se echa hacia delante y me levanta un mechón
de pelo empapado.
—Achten de. Kholu perhaas? —dice señalándome el cabello, cubierto de
barro, mientras mira al otro hombre, que se acerca con el ceño fruncido—.
Sheith comá Rivuur Ahgt… en?
Me recojo el pelo y aparto su mano.
Arruga la nariz y me coge por los hombros para ayudarme a
incorporarme del todo. En cuanto planto los pies en el suelo, me zafo de él,
doy un paso atrás y me llevo la mano a la sien, que me palpita.
—Acht etin aio? —insiste el hombre apuntándome.
—No te entiendo.
Se toca la sien con una mano, en el mismo punto donde a mí me late, y
pronuncia las siguientes palabras de forma tan lenta que es evidente que
intenta que las comprenda.
—Surva etin agaviein?
«¿Me está preguntando cómo me he dado ese golpe?».
—Me he caído por un acantilado.
Frunce el ceño y murmura algo al hombre que está a su lado, más
palabras que soy incapaz de descifrar.
Por las miradas que lanzan en mi dirección y su lenguaje corporal, sé que
están hablando sobre cómo llevarme a algún otro sitio. No me apetece
descubrir a dónde se refieren, ni me interesa saber qué quieren hacer
conmigo allí. Me duele la cabeza; lo último que me apetece es partirle la
cara a alguien.
A no ser que sea a Rekk, claro está.
—Bueno, ha sido un placer, pero tengo que subirme a otro tronco —digo
extendiendo el pulgar hacia el río, que no se parece en nada a como lo vi en
el ciclo anterior. Ahora, está muy naranja y abarrotado de desechos, sin
duda consecuencia de la tormenta. Por desgracia, no es ni mucho menos
tranquilo o apetecible, pero eso no impedirá que salte al agua en cuanto
pase otro leño.
Los hombres intercambian una mirada de incertidumbre, pronuncian de
nuevo palabras desconocidas y dan un paso adelante a la vez, a punto de
pisar mi charco de sopa medio digerida.
La dureza y la decisión que advierto en sus ojos hacen que me tense.
Mierda.
Por lo visto, no me voy a quedar esperando a que pase otro tronco.
Doy media vuelta, dispuesta a saltar al agua, pero entonces algo me llama
la atención y dirijo la vista al acantilado del otro lado.
Un trozo de roca se desploma y acaba sumergida en el río. No me habría
parecido raro de no ser por las marcas de garras que se ven en el
desfiladero, como si algo invisible estuviera trepando por él.
Frunzo el ceño.
«¿Tan fuerte ha sido el golpe que me he dado en la cabeza?».
—Jakah tu…
Al volver la vista, veo que los dos hombres contemplan el río con los
ojos desorbitados y el rostro tan pálido que sus pecas resaltan.
Quizá no sean imaginaciones mías…
Se oye un aullido agudo y, en cuanto giro la cabeza, veo una enorme
mancha metálica en la ribera opuesta que contrasta con los tonos cálidos de
la piedra.
—¿Qué está pasando? —murmuro, dispuesta a saltar al río y no conocer
jamás la respuesta a este enigma.
La forma se va definiendo hasta transformarse en una bestia plateada
peluda que parece capaz de engullirme de un par de bocados, con dos
dientes de sable idénticos en sendos lados de la mandíbula superior, tan
largos que le llegan por debajo de la barbilla.
Me mira sin pestañear con sus enormes ojos pálidos, surcados por una
línea oscura que se contrae y se tensa.
Se contrae y se tensa.
Como si estuviera imaginando a qué voy a saber cuando me mastique.
—Fait Hatdah! —grita uno de los hombres a mi espalda señalando hacia
delante. Como si yo no viese ya a la gigantesca criatura que se encuentra en
la otra orilla del río, sin duda lo bastante grande como para engullirnos a los
tres.
—Espero de corazón que esa cosa no pueda…
Pega un salto.
Y el corazón me da un vuelco.
Durante unos segundos, lo único que veo es a esa criatura colosal
volando por los aires, con las garras extendidas como si quisiera alcanzarme
a mí, con el morro arrugado y los dientes fuera. Entonces, uno de los
hombres me coge del brazo y tira.
Caigo de culo y un sonoro golpe seco me indica que la criatura ha
aterrizado en nuestro lado del río.
«Mierda».
Intento ponerme en pie.
Para huir.
Cuando por fin consigo levantarme, doy media vuelta, pero me encuentro
al animal entre el río y nosotros. Pasa de una neblina argentada con una
forma apenas distinguible a una silueta felina corpulenta con cola peluda y
melena larga que ondea al viento. Es como si su pelaje estuviera danzando
con Clode.
Se me desboca el corazón al verlo agacharse sobre sus poderosas patas
traseras, a punto de arrastrar la punta de los dientes de sable por el suelo.
Me mira fijamente a los ojos, alza el labio superior y gruñe.
Suspiro.
¿He sobrevivido a una bandada de fundefauces y he estado a punto de
morir ahogada en la saliva de un siegasable para que ahora me devore esta
criatura?
—Fait Hatdah gah te nahh —dice uno de los hombres con cierto
asombro—. Fait Hatdah. Fait Hatdah… comá feir Kholu.
«Un momento. Una criatura felina plateada…».
Abro mucho los ojos y se me para el corazón.
El Cambiasinos…
Es el puto Cambiasinos.
Esta criatura, más leyenda que realidad, casi nunca se deja ver. A aquellos
que aseguran haberse cruzado con uno a menudo se los considera locos, ya
que aseguran que la bestia hizo que cambiaran una decisión que iban a
tomar por otra.
Que los empujó físicamente, como un adiestrador muy mandón.
Las pupilas rasgadas de la criatura se dilatan y se lame el hocico, como si
quisiera confirmar la revelación.
Aflojo los hombros, pues ya no me siento tan tensa.
Seguro que este ser no va por ahí devorando a la gente…
«Seguro que no».
Echo un vistazo a mi espalda, preguntándome a cuál de estos dos
hombres le quiere cambiar el destino, y me quedo helada al verlos a los dos
de rodillas mirándome con veneración. No como si acabara de vomitarme
encima delante de ellos.
«Qué raro».
—Os… dejo a lo vuestro —digo dando un paso a la derecha mientras
sostengo la mirada del Cambiasinos.
La criatura también se desplaza hasta situarse inequívocamente entre el
río y yo mientras suelta un gruñido que resuena en su peludo pecho.
Frunzo el ceño y miro de nuevo a los otros dos. Seguro que ellos también
se han movido… Se me cae el alma a los pies al ver que siguen
petrificados, mirándome con una ceja arqueada.
«Vamos, no me jodas».
No.
Ni hablar.
Observo a la criatura con los ojos entornados y apoyo el peso en el pie
izquierdo como si fuera a saltar en esa dirección, pero luego echo a correr
hacia el lado derecho por la ribera tan rápido como me permiten las piernas,
en dirección al río…
Un rugido corta el aire un segundo antes de que algo enorme se abalance
sobre mí, derribándome. Doy vueltas por el suelo, raspándome la piel del
hombro contra la tierra al detenerme.
Cabreada, me incorporo sobre los codos y miro a los ojos rasgados de la
criatura, que ahora se mueve en arcos lentos entre el puto río y yo.
—¡No!
Suelta un gruñido que parece una sierra cortando.
«A lo mejor sí que va por ahí devorando gente».
—¡Quiero ir hacia allí! —exclamo señalando el río, que sigue fluyendo.
El Cambiasinos empieza a dar grandes zancadas para reducir el espacio
que nos separa. Su mensaje está más claro que el agua.
«Levántate de una puta vez».
—Me cago en la madre que lo parió —mascullo poniéndome de pie.
Sigue moviéndose en forma de arco, acercándose con cada paso que da.
Yo retrocedo con los ojos clavados en el animal, aunque de vez en
cuando miro de soslayo. No tardo demasiado en saber hacia dónde me
dirige.
Hacia los guerreros.
Me detengo, separo las piernas y lo contemplo con los ojos entrecerrados.
—No voy a irme con ellos —le aseguro señalando a los dos hombres.
La criatura ruge y me muestra sus fauces, repletas de dientes afilados,
golpeándome con su aliento con tanta fuerza que tengo que entornar los
ojos. El ruido retumba por las paredes escarpadas del cañón como si
estuviéramos en un valle con eco.
«Pues al final a lo mejor sí que voy a irme con ellos».
Con un gruñido, levanto la cara al cielo y cierro los ojos mientras me
paso los dedos por mi pelo mojado y enmarañado.
Yo lo único que quiero es cortarle la cabeza a Rekk Zharos. ¿Es mucho
pedir?
—¡Joder!
Mi improperio rebota por los acantilados, alcanzándome una y otra vez.
Estoy bastante segura de que empezar una batalla contra este ser no
terminará bien. Y no voy a poder dar caza a Rekk si estoy muerta.
Me dejo llevar por la resignación, doy media vuelta y me dirijo hacia los
guerreros, sin dejar de fulminar con la mirada a la criatura, que me sigue tan
de cerca que podría pegarme un mordisco en los talones si quisiera.
Al llegar junto a los hombres, me detengo y levanto los brazos con gesto
de desagrado.
—Acabemos con esto de una vez, aunque no sepa de qué va. Intentad
hacer algo cuestionable y os destriparé con las uñas.
Se me quedan mirando durante un buen rato con el ceño fruncido.
Murmuran algo y agachan la cabeza ante mí, casi como si fuera un gesto
de… respeto. Hacen lo mismo hacia la criatura mítica y, luego, señalan un
camino que se abre paso por el escarpado acantilado de color óxido que se
alza a este lado del río.
—Comá, Kholu. —Me hacen señas para que avance—. Comá.
No sé qué significa la otra palabra, pero comá debe de significar vamos.
La verdad es que es lo último que me apetece hacer.
Le lanzo a la majestuosa bestia una mirada feroz.
—Como Rekk Zharos no esté en ese camino, esperando a que yo me lo
cargue, me voy a cabrear mucho. Que conste.
El Cambiasinos se lame el hocico, da un paso adelante y me empuja con
su gran cabeza peluda.
Mascullando entre dientes, sigo a los guerreros, pero me detengo a los
pies de una escalera tallada en la piedra del desfiladero para echar un
vistazo al río.
«Como te acerques más, te doy un golpe en la cabeza».
El Cambiasinos gruñe y yo le devuelvo el gruñido enseñándole los
dientes.
—Deja de ser tan mandón —le espeto al tiempo que empiezo a subir las
escaleras, seguida por el ruido que hacen sus enormes patas al ascender tras
de mí—. Tú ganas.
Raeve
CAPÍTULO 39
El camino parece una grieta formada en la corteza del mundo que se
extiende en todas direcciones infinitamente.
—Menuda vuelta —mascullo cuando subimos otro tramo de escaleras. O
quizá es que estoy impaciente, con un felino gigante pisándome los talones
hasta el punto de que noto su cálido aliento en el cogote.
Al doblar otro recodo, el aire se espesa con un intenso olor a carne asada.
Nos dirigimos hacia una entrada alta enmarcada por…
Huesos.
Dos huesos colosales, tan grandes que solo pueden proceder de una
criatura: un dragón que murió antes de tener la oportunidad de volar al
cielo, hacerse un ovillo y convertirse en piedra, y que se pudrió donde cayó.
Con los ojos muy abiertos, cruzo la macabra entrada, que da a una
cavidad torácica que debe de cuadruplicar la de Rygun. Es como si la
descomunal bestia hubiera muerto hace muchas fases y los elementos
hubiesen acabado con su cadáver.
Está vacío por completo, a excepción de dos pináculos que llegan hasta
las grietas del techo, unos agujeros excavados entre algunas de las enormes
costillas que permiten que la luz del sol llegue al interior.
El suelo está cubierto de tiendas abovedadas hechas de pieles de animales
cosidas entre sí; me recuerdan a la manta de la silla de montar de Rygun.
Las tiendas parecen rocas derrumbadas, pintadas como el terreno reseco de
esta zona del mundo. Es probable que sirvan para ocultar este lugar a
cualquiera que vuele por el cielo y que no le dé por echar un vistazo por los
agujeros del techo.
Qué listos.
Varios arcos de piedra enmarcan la entrada de cada vivienda, todos
bellamente decorados con relieves de criaturas de todas las especies. Sin
embargo, predominan los dragones grabados sobre la piedra con todo lujo
de detalles.
Un chillido me hace mirar hacia las paredes arqueadas de la cavidad
torácica, llenas de fáunidos. Esas bestias aladas, que miden menos de la
mitad de un fundefauces medio, parecen protuberancias de piedra. Estarían
camuflados si no fuera por la forma en que giran la cabeza sobre su robusto
cuello y por esos enormes ojos brillantes que parpadean de vez en cuando.
Uno de ellos se suelta de la pared y revolotea entre los pináculos
chillando mientras sus riendas ondean. Me aferro a esa imagen como un
recién nacido en busca de consuelo, en busca de un ancla en este lugar del
que no sé nada.
Mi clave para adaptarme: no agobiarme con detalles abrumadores.
«Elige un punto. Concentra en él la mirada. Intenta no ahogarte».
Me conducen por un camino que serpentea entre las tiendas apiñadas. El
espacio está lleno de mujeres vestidas con sedas y hombres con el pecho
desnudo forjando armas a partir de pedazos de madera, bronce o las
escamas de dragón más grandes que he visto nunca. Otros tejen hilos de
seda dorada para elaborar prendas. Algunos están reunidos alrededor de
hogueras donde humean numerosos espetones metálicos, cada uno de ellos
cargado con carne que impregna el aire con ese rico olor a caza.
Aunque muchos son pelirrojos y tienen la piel morena y pecosa, también
los hay con el pelo blanco, negro y castaño, así como con todos los tonos de
piel posibles. Es como si gente de todos los rincones del mundo se hubiera
caído por los agujeros del techo y hubiese encontrado su hogar en este sitio.
Me doy cuenta de que muchos de los habitantes de la cavidad lucen
tatuajes parecidos al de Kaan, pero con distintas criaturas, algunas tan solo
contorneadas, no representadas por completo.
—Kholu haf comá! —exclama uno de los guerreros que me ha traído
hasta aquí, palabras que retumban por la silenciosa cueva.
Todos se quedan paralizados observándome con los ojos muy abiertos y,
luego, pasan la vista a la criatura que me sigue como una majestuosa
sombra plateada que yo no he pedido. Pero, en fin, aquí estamos.
Algunas de las mujeres comienzan a gritar con los ojos anegados en
lágrimas:
—Kholu haf comá!
—Kholu haf comá!
—Kholu haf comá!
Todos dejan las herramientas que sostenían y algunos salen de las tiendas
y se ponen de rodillas para besar el suelo, como si le dieran las gracias a
Bulder por… a saber qué.
Aparte de mis dos escoltas, el Cambiasinos y yo misma, ni un solo
hombre, mujer o niño permanece en pie.
Una oleada de náuseas me asciende por la garganta, provocándome
hormigueos debajo de la lengua. No sé si los he molestado o si los he
puesto muy pero que muy contentos, aunque las dos opciones me
preocupan.
Si me veneran, expectativas.
Si me temen, muerte.
Es la fórmula general con la que parece hecho el mundo, y las dos
opciones hacen perder muchísimo el tiempo. Tengo un hombre al que
perseguir y estrangular con sus propios intestinos. No hay tiempo que
perder.
Me arranco la piel junto a una uña y lanzo otra mirada reprobatoria a la
bestia, que me hace avanzar.
—Te has metido en un buen lío.
La criatura separa la mandíbula y bosteza abriendo tanto la boca que
podría meterme en su garganta.
«Me alegro de que alguien esté relajado».
Me guían por una pequeña elevación y luego por lo que supongo que
antaño fue la garganta de la antigua bestia, cuyas vértebras sobresalen del
suelo lo justo para formar un túnel de huesos, un orificio que supongo que
tiempo atrás albergó la médula espinal del dragón. El camino está
iluminado por runas brillantes grabadas a ambos lados, que proporcionan
una luz cálida al pasadizo.
Alguien debe de haber gozado de una gran afinidad con Bulder para
encontrar estos restos y excavarlos con tanta precisión sin alterar su
posición.
Sigo asombrada cuando llegamos ante dos pieles que cuelgan del techo.
Mis escoltas las separan y se apartan para permitirme pasar.
Frunzo el ceño y me detengo.
—No sé si quiero en…
El Cambiasinos me da un cabezazo entre las escápulas, empujándome al
interior, que no es sino el lugar que alberga el gigantesco cráneo del dragón.
Miro hacia atrás y pongo mala cara a la criatura mandona. Después,
contemplo el entorno: es un espacio curvado grabado con más runas
luminosas. El suelo está cubierto de pieles pintadas con una sucesión de
puntos coloridos, trazos y líneas irregulares.
A la izquierda, hay una mesa baja que ocupa toda la estancia. Encima,
hay varias tablas de madera apiladas con pedazos de carne que corta un
hombre de pelo blanco con un enorme cuchillo de bronce.
Se detiene en cuanto repara en mí. Me mira con los ojos muy abiertos y,
después, a la bestia que se encuentra a mi espalda. Enseguida, se pone de
rodillas y besa el suelo.
Se me ocurre que, seguramente, es lo que debería haber hecho yo al ver
al Cambiasinos.
Besar el suelo.
Sin embargo, yo he salido corriendo, le he gritado a la cara y le he
gruñido. Básicamente, lo he mandado a tomar por culo. Es más que
probable que me dé un destino de mierda, y la verdad es que me lo he
ganado. Toda la sangre con la que me he manchado las manos lo justifica.
Me fijo en un grupito de mujeres con vestido dorado de seda situadas
junto a unos cestos a rebosar de las hojas alargadas de los árboles que vi
desde el cielo. Están envolviendo trozos de carne curada con ellas, aunque
se detienen al vernos a mí y a mi sombra.
Abren los ojos tanto como pueden.
Ellas también besan el suelo. Luego, se levantan y dirigen miradas de
soslayo a la entrada al tiempo que recogen sus cosas para marcharse. Con el
ceño fruncido, miro a mi espalda, detrás de mi enemigo peludo, y me quedo
patidifusa.
Una marea de gente pasa por entre las pieles, se separa en dos filas y se
sitúa a ambos lados de dos tronos idénticos de piedra que se alzan al fondo.
No sé cómo no he reparado antes en ellos, ya que son enormes, imponentes
y están labrados con tanto detalle que su construcción debió de haber
requerido muchos ciclos aurorales.
Una mujer ocupa el trono de la derecha, con un bebé mamando de su
pecho. Tiene una melena clara que se extiende a su alrededor como si fuera
una cortina de agua y la piel tan pálida que no me cabe duda de que un solo
rayo de sol la quemaría como si fuera un plumaluna atrapado en La Llama.
Sus ojos, de un verde intenso, se agrandan al verme y, acto seguido, se
suavizan expresando lo que parece ser alivio. Después, mira al hombre
fornido que está a su lado y le pone una mano en el brazo, dándole un suave
apretón.
Él tiene los rasgos muy marcados, una barba corta bien cuidada que
cubre su fuerte mandíbula, unos ojos luminosos y cejas bermejas, que
frunce por incredulidad al verme. A diferencia de los otros hombres, que
llevan el pecho desnudo, él lleva unas cuerdas que sostienen varas de cobre
sobre sus anchos hombros llenos de pecas, así como una corona de hueso
que se extiende por su larga cabellera. Además, tiene un aro negro en la
oreja.
Frunzo el ceño.
Es idéntico al que lleva Kaan…
Con los ojos muy abiertos, mira a la mujer a su izquierda y pone una
mano sobre la de ella. Los dos agachan la cabeza hacia nosotros como gesto
de respeto, aunque sospecho que se dirigen más bien a la criatura que me ha
traído hasta aquí, teniendo en cuenta su existencia mítica. No a mí.
«No puede ser a mí».
Que llevo un grillete, por favor. Y el pelo empapado de vómito.
Con las mejillas ardiendo, me acerco los mechones sucios a la cara para
olisquearlos y arrugo la nariz al percibir el olor.
«Mierda. Pensaba que el hedor no era tan fuerte».
—Esto es lo que pasa por no dejar que me sumerja en el río —le gruño al
pesado del Cambiasinos—. Me presento delante de gente importante
apestando a bilis.
Como respuesta, la criatura se limita a acercarse y dar una vuelta a mi
alrededor para detenerme.
—Mensaje recibido —mascullo.
La bestia se coloca a mi lado y se sienta sobre los cuartos traseros,
levanta una pata, la lame y luego se la pasa por la cara con una satisfacción
que a mí no me hace ninguna gracia; estoy rodeada de desconocidos y me
encuentro dentro del cráneo de un puto dragón en el medio de la nada.
El espacio está tan abarrotado que apenas puedo respirar un poco del aire
cálido y húmedo que nos rodea. El hombre del trono alza la vista y la pasa
de mí a la criatura que está a mi lado.
Niega con la cabeza sonriendo, como si se estuviera esforzando por
asimilar algo.
—Kholu…
—Sí —replico mirando alrededor a los presentes, callados y con ojos
bien abiertos—. La gente no deja de decir eso.
Una vez más, observa a la mujer del trono y juntan la cabeza, los dos
embargados por una especie de alivio que veo claramente en su expresión.
El hombre acaricia la coronilla de su bebé y le planta un beso en la
frente.
Dejo de prestar atención a esa escena tan íntima que resulta dolorosa y
miro hacia arriba, reparando en que el enorme techo abovedado está
decorado con cráneos. Los suficientes como para que me dé cuenta
enseguida de que esta gente no tiene ningún problema en matar.
Nos llevaremos bien siempre y cuando no intenten matarme a mí.
El que parece el rey se levanta lentamente. Todo el mundo, menos la
mujer de pelo blanco, se golpea el pecho con el puño y hace una reverencia
tan profunda que vuelve a rozar el suelo con la boca.
Supongo que yo debería hacer lo mismo. No quiero cabrear a nadie,
sobre todo porque soy una contra un montón de gente y sigo llevando un
grillete de hierro.
Me aclaro la garganta, me pongo de rodillas y agacho la cabeza.
Mantengo la postura durante un buen rato.
El hombre baja del trono. Me mira a mí, después al Cambiasinos y luego
a los dos hombres que me han sacado del río, que ahora están a un lado.
—Hagh toth? —pregunta.
—Rivuur Ahgt at nei del ayh —responde el del tatuaje del pájaro.
—Rivuur Ahgt… uh surt?
—Ahn…
Se hace un silencio y, tras unos instantes, el hombre de la corona toma la
palabra de nuevo.
—Teni asg del anah te nei. Tookah Téth ain de lei… Sól aygh tah Kholu!
Me dejo llevar por mis recuerdos aunque trate de aferrarme al momento
presente.
Todo esto empieza a recordarme a otro lugar, a otro tiempo en el que
estuve igual de confundida con lo que estaba pasando y mi vocabulario no
consistía más que en unos cuantos gruñidos y resoplidos con los que
intentaba explicar mis necesidades.
Entono una canción tranquilizadora para mis adentros mientras el que
parece el rey regresa al trono. En ese momento, una mujer alta da un paso
adelante frente a la multitud. Lleva el cuerpo pintado de color cobre y una
capa con cuentas negras que repiquetea mientras avanza hacia nosotros a
paso largo moviendo las caderas. Va descalza y tiene una cabellera bermeja
tan larga que cubre la mitad de su capa.
Clavo los ojos en los suyos y me quedo sin aire en los pulmones.
Son blancos.
Ciegos.
Cuando mira en mi dirección, me siento lo opuesto a invisible, atravesada
por la sensación de que esta mujer ve demasiado.
—Kholu —susurra sonriendo, y levanta los brazos—. Kholu haf comá.
Haf de neil da nu… Tookah te!
El cráneo estalla en vítores y puñetazos sobre el pecho, que suenan tan
fuerte como mi desbocado corazón. Luego, la muchedumbre se vuelve un
torbellino, con una energía que se adueña de la caverna, emocionada por la
expectación.
—Por todos los Creadores, ¿en qué me has metido? —mascullo a la
bestia de mi lado. Se limita a hacerse un ovillo, formando una enorme bola
de pelo con la cabeza oculta debajo de la cola, y parece quedarse dormida,
oscilando entre su forma sólida y la silueta difuminada.
«Mmm».
Quizá si la ignoro durante un tiempo se esfume por completo y pueda
largarme.
Dos hombres corpulentos se separan del bullicioso gentío. El más alto de
los dos, con el pelo del color de la arcilla y que le llega más allá de las
escápulas, tiene una mano tan enorme que podría rodearme el cuello y
aplastármelo con un simple apretón. Cuando se da la vuelta para hacer una
reverencia ante los ocupantes de los tronos, veo que tiene la nuca llena de
puntos, con la imagen de una sierpe enrollada sobre su musculoso cuerpo,
en algunos puntos más definida que en otros. El más bajito tiene el pelo
castaño y la piel morena pecosa y luce un fáunido con las alas extendidas
sobre los hombros.
Los dos se vuelven hacia mí y hacen una reverencia más profunda
todavía.
Con el ceño fruncido, paso la atención a la mujer sentada en el trono en
busca de respuestas en sus ojos. No encuentro más que una leve sonrisa
tranquila que me provoca ganas de gruñir.
No quiero consuelo. Quiero la cruda verdad para que sepa en qué me ha
metido el Cambiasinos y cómo escapar de esta situación en cuanto la
criatura baje la guardia.
Oigo un traqueteo tras de mí y, al volver la vista, veo una enorme criatura
con seis patas a la que conducen por el camino abierto entre la
muchedumbre. No tiene orejas, pero sí tres pares de ojillos negros brillantes
en sendos lados de su alargado rostro. Mueve la mandíbula al masticar algo
con las muelas.
Arrugo más la nariz. Creo que es un colk, pero los que he visto otras
veces tenían un pelaje espeso y mullido. Sin pelo, la criatura es… muy rara.
Resopla y se sitúa entre los dos hombres, que me miran intrigados, y yo.
La mujer de ojos blanquecinos se coloca entre la criatura, que sigue
masticando tan tranquila, y yo. Con gesto veloz, saca un puñal de bronce
curvado de una funda de la pierna en la que no había reparado y le rebana el
cuello al animal tan rápido que no consigo seguir el movimiento.
Se me constriñen los pulmones y se me acelera el corazón.
El pobre colk suelta un graznido agudo y la sangre que va manando de él
termina recogida en un cuenco; al verlo, me mareo ligeramente. Ayudan a
tumbar a la bestia con cuidado en el suelo para que adopte una posición
arrodillada que imita la mía. Pero está inmóvil.
Muerta.
Me estremezco.
Yo he matado a gente de la misma forma. Pero ver a esta pobre criatura
inocente soltar un último aliento gorgoteante me remueve algo por dentro.
Me revuelve las tripas.
«Joder… Conmigo que no cuenten».
Me pongo de pie y me encamino hacia la salida, pero el Cambiasinos
salta delante de mí gruñendo. La multitud se queda pasmada y murmura al
tiempo que yo muestro los dientes y devuelvo el gruñido.
La bestia agacha la cabeza, se me acerca y me urge a volver al punto de
partida.
—Cada vez me caes peor, que lo sepas —le espeto negando con la
cabeza. Doy media vuelta y regreso a toda prisa con una rabia creciente que
me golpea las costillas como chorros de agua helada.
La barrera lingüística se agrava con cada segundo que transcurre. Si no
me entero pronto de lo que está pasando, voy a perder la puta cabeza.
El hombre y la mujer de los tronos me miran con el ceño fruncido e
intercambian miradas recelosas. Yo me arranco algún que otro padrastro de
los dedos y contemplo cómo pintan a los guerreros con sangre del colk,
como si fuera algo de lo que enorgullecerse.
Intento no mirar al animal muerto. No es fácil porque está justo ahí y
sigue sangrando en un cuenco.
Un grupo de mujeres se reúnen a mi alrededor a modo de verja,
impidiéndome ver al pobre colk. Hay muchas y al final quedo oculta por
una pared circular de cuerpos vestidos con sedas, la mayoría de espaldas.
Se me tensan todas las células del cuerpo mientras muevo los ojos de
izquierda a derecha. No me doy cuenta de que estoy gruñendo hasta que
advierto las miradas nerviosas que intercambian las pocas que siguen de
frente a mí.
Una esboza una sonrisa amable y da un paso adelante.
—Eh tah Saiza. Téth en. Aygh ne.
—No entiendo. No entiendo nada.
—Me llamo Saiza. —Levanta las manos—. No pasa nada. No os
haremos daño.
Las palabras tranquilas de Saiza no consiguen calmarme los nervios,
aunque sí bajo el labio superior para dejar de enseñar los dientes,
agradecida por que alguien sepa hablar mi lengua.
Así sí. Así sí que puedo apañármelas.
—Dime qué está pasando, por favor.
—Debemos limpiaros el cuerpo —dice, y enarco una ceja.
—¿Porque tengo vómito en el pelo? Te aseguro que hay una solución
facilísima. Llevadme hasta el río y lanzadme al agua.
Una ligera sonrisa le curva las comisuras de la boca. Sus ojos ambarinos
irradian amabilidad y me recuerdan a Ruse.
—Porque sois Kholu —susurra señalando unas marcas coloridas pintadas
en la piel que está a mis pies. Se agacha para tocar una de color negro—.
Vuestro pelo es como los ojos de los fáunidos, como los llamáis en vuestra
lengua —añade, y luego señala un garabato celeste—. Habéis llegado hasta
nosotros a través de la eterna cinta azul, el río Ahgt.
«Eso es discutible. A mí me ha parecido un río muy enfangado».
Recorre una línea granate que rodea las marcas como si fuera la cuerda
que ata un ramo de flores, la cual se dirige hacia la derecha, donde hay tres
lunas representadas.
Un siegasable.
Un fundefauces.
Un plumaluna.
Otra línea envuelve toda la imagen, plateada como mi desagradable
acompañante, aovillado a mi lado. Saiza la recorre con un dedo.
—Se nos vaticinó que el Cambiasinos os traería hasta nosotros. Que
vuestra descendencia amarraría las lunas al cielo —dice con un deje de
emoción— para siempre.
Se me detiene el corazón y levanto los ojos hacia los suyos.
—Vaya, menudo montón de mierda de guara —le largo señalando los
dibujos con la barbilla—. No soy Kholu y jamás voy a tener descendencia.
Mis palabras son un arma que corta el aire entre ambas, cuyo canto he
afilado contra mi corazón de piedra.
«Jamás».
El Cambiasinos abre un ojo y me observa.
—Jamás —repito impregnando mi tono de toda la repulsa posible
mientras lo miro fijamente.
La criatura suelta una exhalación profunda y atronadora que me aporrea
la cara y, de pronto, noto algo en el pecho, como si acabara de introducirse
en mi interior y me acariciara el corazón.
A lo mejor es cosa mía, pero tengo la fuerte impresión de que no quiere
que esté aquí para eso…
—No sé nada de esa guara de la que habláis —dice Saiza—, pero la Sól
no se equivoca jamás. Ella dibujó este augurio hace muchos ciclos y ella
misma os ha llamado Kholu. El Cambiasinos os ha acompañado hasta aquí
para que se lleve a cabo el juicio Tookah, como los mismos Creadores
ordenaron y han aprobado nuestros Oah y Oah-ee, rey y reina en vuestra
lengua.
«¿Otro juicio?».
Suelto un gruñido.
Me pregunto cuántos más voy a tener que soportar antes de que por fin
pueda cargarme a Rekk Zharos.
Fulmino con la mirada al problemático Cambiasinos, que sigue
contemplándome con una vaga intriga mientras menea la cola de un lado a
otro.
—Todo esto es culpa tuya.
Un gong potente retumba en el aire. Cuando su eco se apaga, vuelve a
sonar, erizándome la piel. Otra mujer entra en mi círculo de relativa
intimidad con un cuenco lleno de agua jabonosa.
—¿Me permitís que os desvista y os prepare para el juicio? —me
pregunta Saiza. Con un suspiro, me llevo la mano al dobladillo de la
holgada camisa.
—Claro —mascullo—. Acabemos con esto.
Cuanto antes me limpien, antes terminará el juicio y antes podré
marcharme.
O eso espero.
Pasan una tela de seda alrededor de mi círculo protector que hace las
veces de cortina y Saiza me ayuda a quitarme las prendas robadas. A
continuación, me lava el pelo y el cuerpo con una esponja, recorriéndome
con trazos espumosos al son del sobrecogedor gong.
—Tenéis un cuerpo precioso —exclama mientras me seca la piel con un
paño absorbente—. Y unas curvas encantadoras.
—Gracias —mascullo con la cabeza en otra parte.
«Otro puto juicio».
¿Por qué quieren juzgarme? No he matado a ninguno de ellos.
Creo.
Quizá quieran interrogarme sobre mis intenciones procreativas, ya que
creen que voy a dar a luz por arte de magia a un descendiente que salvará al
mundo.
Mejor que no. Me tomo un tónico en cada fase que vuelve mi útero
inhabitable y no tengo ninguna intención de saltarme ni una sola dosis.
Dos mujeres vierten sangre por mi piel, extendiéndola en forma de rayas.
Luego, me rodean la cintura con una larga tela de seda rojiza y, con otro
pedazo de tejido, me envuelven los pechos. Para rematar, me pasan por la
cabeza una cuerda llena de varas de cobre, que quedan sobre mi busto.
El gong vuelve a sonar, seguido al poco por una rápida sucesión de
golpes.
La cortina cae y mi grupo de privacidad se dispersa, permitiéndome ver a
los dos guerreros pintados que me observan con atención. Estoy a punto de
preguntarle a Saiza si son los que me van a juzgar, pero en este momento el
Cambiasinos se pone delante de mí y me empuja para que me levante,
emborronando un poco de la sangre con la que me acaban de pintar.
La multitud empieza a separarse y a salir por la puerta. Mi enemigo
peludo me conduce en la misma dirección mientras se me forma un nudo en
el pecho por la incertidumbre.
Un nudo muy tenso.
«Elige un punto. Concentra en él la mirada. Intenta no ahogarte».
Tarareo mi melodía tranquilizadora con los ojos entornados hacia la
marea de gente que está ante mí. Cuento los escalones y me imagino que
cada uno de ellos me acerca un poco más a esa puta palabra mística que
siempre termina fuera de mi alcance.
Libertad.
Raeve
CAPÍTULO 40
Me conducen a través de un laberinto de túneles al ritmo del gong. El
aire, espeso y viciado, se vuelve más fácil de respirar solo segundos antes
de que salgamos a un cráter enorme y polvoriento. Abro muchísimo los ojos
al advertir su altura y anchura; es un agujero lo bastante grande como para
albergar cuatro coliseos, y todavía quedaría espacio para moverse.
Es como si algo se hubiera estrellado en el suelo a tanta velocidad que
desplazó la piedra.
Con el ceño fruncido, recuerdo las palabras de Kaan…
«Me pasé la mayor parte de la adolescencia y un buen número de mis
últimas fases siendo un guerrero del clan Johkull. Siempre han acampado
cerca de estas montañas y hace poco se han apoderado del cráter formado
por Orvah, la luna siegasable caída».
Supongo que es donde nos encontramos: en el cráter de Orvah, la
pequeña luna que cayó hace aproximadamente ocho fases.
La gente sale como si fuera un torrente de agua al espacio situado tras mi
acechante Cambiasinos y yo. Me da vueltas la cabeza al observar el abrupto
entorno.
Hay tiendas robustas repartidas por la circunferencia, cada una formada
por cuatro postes de madera clavados en la tierra y una piel remendada
extendida a modo de techo. Arrojan sombras rectangulares ocupadas por
alfombras y numerosas urnas de arcilla grabadas con runas brillantes.
Entre las tiendas, hay muchos estantes hasta los topes de armas, la
mayoría de las cuales no he visto nunca: garrotes con una cadena atada a la
punta, rematada con bolas de pinchos, que parecen capaces de destrozar un
cráneo; espadas gigantescas y torcidas, o pequeños puñales planos con
dientes perlados en el canto. Hay tantas distintas que la armería de Ruse
parece insignificante.
El cráter está cubierto por una capa de arena, aunque, al mirar los granos,
que se mueven entre los dedos de mis pies mientras rodeo el perímetro, me
doy cuenta de que, entre la mayoría de ellos, que son de color óxido, hay
fragmentos grisáceos.
Hierro. Para anular a quienes pueden oír las canciones elementales, sin
duda.
Frunzo el ceño y levanto la vista al pulverulento cielo, cubierto por las
finas cintas plateadas de la aurora. Unas cuantas lunas oscuras de
siegasables se alzan a lo lejos. El borde del cráter lo recorre un entramado
de cuerdas deshilachadas repletas de cráneos, la mayoría de ellos
emblanquecidos por el sol. Uno tiene trozos de carne en descomposición y
mechones de pelo que todavía cuelgan de la estructura ósea, y hay un
pajarito leonado posado en él.
Picoteándolo.
Se me acelera el corazón.
A diferencia de los cráneos de la tienda en la que hemos estado antes,
esos no proceden de animales caídos. Son cabezas esféricas con colmillos
afilados, y el más reciente todavía muestra los restos medio podridos de una
oreja puntiaguda.
Son feéricos.
Por todos los Creadores… Estamos en una arena de combate.
¿De eso trata mi juicio? ¿Se espera de mí que luche?
Me hormiguea la punta de los dedos y noto la inquietud reptando por mi
interior como si fuera una sierpe.
El gong sigue sonando mientras me escoltan alrededor del cráter, pasando
una tienda tras otra. La gente se sitúa en una enorme con el techo
abovedado, similar a las que he visto en la cavidad torácica del dragón
caído, aunque esta es muchísimo más grande y tiene numerosas entradas,
cada una de ellas enmarcada por intrincados arcos de piedra.
Saiza se detiene delante de una entrada, coge una flor tejida de uno de los
ramos que adornan la tienda y me la ofrece.
—¿Os gustaría honrar a Orvah?
Se me forma tal nudo en la garganta que las palabras que pronuncio
suenan ahogadas.
—¿El siegasable caído?
—Sí. —Asiente con una leve sonrisa—. No se rompió por el impacto.
Fueron necesarios muchos guerreros para hacerlo rodar por un lado del
cráter. Ahora, le presentamos nuestros respetos con la esperanza de que
ninguna otra luna vuelva a caer en la zona donde vivimos.
Con el pulso aceleradísimo, acepto la flor y echo un vistazo a mi
oscilante Cambiasinos, que vuelve a bostezar mientras se dirige hacia una
de las entradas, donde se aovilla para dormitar.
«Supongo que acaba de darme permiso».
Trago saliva, separo las pieles de la entrada de la tienda con las manos y
contengo la respiración. Al pasar, me encuentro un ambiente cálido y
húmedo.
Se me para el corazón.
Acurrucada en la arena delante de mí, se encuentra la luna jaspeada más
espectacular que haya visto. Como si el siegasable hubiera rodado por
charcos de tinta negra y bronce para teñirse las pequeñas escamas.
Me escuecen los ojos al contemplarlo. Su escasa estatura y la falta de
púas dan fe de su adolescencia. El ala izquierda cubre el cuerpo del dragón,
ocultando solo en parte su cabeza, con escasos colmillos, hasta el punto de
que puedo verle la mitad de la cara y el ojo cerrado. Parece que se haya
sumido en un sueño tranquilo del que nunca despertará.
La poca fibra sensible que me queda se sacude al pensarlo, porque este
dragón… es muy pequeño, poco más que dos veces mi tamaño. Pero lo
bastante grande como para aguantar a un jinete, como dejan patente los
restos deshilachados de la silla de montar instalada en las escamas de su
lomo.
Me siento como si una mano me rodeara el cuello y me lo apretase fuerte.
Muy fuerte.
Aunque algunos dragones eligen volar al cielo cuando creen que les ha
llegado el momento final para hacerse un ovillo y solidificarse, muchos no
toman esa decisión por su cuenta.
Muchos son víctimas de las guerras que libramos nosotros.
Y luego están aquellos que ni siquiera llegan al cielo, los que mueren en
la tierra, en la nieve o en la arena y se pudren ahí mismo mientras se les
fosiliza la sangre. Y luego nosotros los explotamos.
Los usamos.
Extiendo una mano, pero me detengo justo antes de que roce con los
dedos las escamas petrificadas, pues algo en mi interior me pide que me dé
la vuelta. Que deje de mirar.
No, no me lo pide.
Me lo exige con amabilidad.
Me lo suplica.
Me aclaro la garganta, me pongo de rodillas y dejo la flor tejida en el
suelo, a los pies del dragón, como están haciendo otros, para sumarlas a las
crecientes montañas de ofrendas, unas viejas y otras nuevas. Y entonces
obedezco esa súplica. Respeto la desesperada y triste exigencia.
Me doy la vuelta y no miro atrás.

Me conducen hasta una tarima elevada situada debajo de una zona de


sombra, un alivio para mi piel, que ya empezaba a agrietarse.
Miro hacia mi enemigo felino, que está hecho un ovillo a mi lado
ronroneando satisfecho. Tiene la cara bajo su larga y tupida cola y parece
que se está durmiendo.
Es evidente que no esperan que yo luche. De lo contrario, me habrían
llevado directamente a la arena.
Seguro.
La gente termina de presentar sus respetos a Orvah y luego se agrupa en
las zonas sombrías. Los dos hombres bañados en sangre se arrodillan ante
mí. El más alto levanta un collar por encima de su cabeza y hace una
reverencia con la mano extendida. Me fijo en el colgante negro: tiene una
sierpe tallada; es la misma imagen que lleva tatuada en la espalda.
El colgante pende de su puño apretado, balanceándose con el polvoriento
viento. Me recuerda al que luce Kaan, aunque es un poco más sencillo.
Y menos fascinante.
—Debéis aceptar el málmr de Hock —me susurra Saiza al oído.
—¿Por qué?
—Es una parte importante del juicio —contesta. Frunzo el ceño
tendiendo una mano. El guerrero me coloca el colgante en la palma y noto
la aspereza del cordel.
El hombre de pelo oscuro también me hace una ofrenda: una diadema
negra con un fáunido en relieve. No está tan pulida como la otra ni tallada
con la misma destreza.
—Ahora, aceptad la de Zaran y dejad los dos málmr en la alfombra,
delante de vos.
Sigo sus indicaciones y observo con el ceño más fruncido a los hombres
golpearse el pecho con el puño tres veces. Luego, se levantan y cada uno se
va a una armería.
—O sea…, ¿vamos a presenciar su combate? —pregunto. Saiza asiente.
—Por supuesto.
—¿Qué tiene que ver esto con mi juicio?
—Este es vuestro juicio —repone.
—¿Me tengo que quedar aquí sentada y ver cómo se machacan? —
Arqueo una ceja.
Saiza asiente.
Arrugo el entrecejo. Sigo sintiendo cierta inquietud.
Zaran elige una espada algo curvada que me recuerda a la sierpe de la
espalda de su rival, en tanto Hock escoge un garrote de cuya gruesa punta
sobresalen pinchos metálicos, un arma que parece encajar con ese
gigantesco hombre.
Clavo la vista justo debajo de otra enorme tienda, donde el Oah y la Oah-
ee han tomado asiento en sendos tronos de rocadragón; a la mujer la
abanican con una hoja descomunal mientras sigue dando de mamar a su
bebé, que se retuerce. La Sól también está ahí, sentada en un trono muy
pequeño, a la derecha del Oah.
Todos prestan atención absoluta a los hombres que se dirigen al epicentro
de la arena.
El viento me revuelve el pelo, convirtiéndolo en una maraña de
mechones negros, pero no consigue aliviar el calor del ambiente. Ni rebajar
la tensión que se extiende por el cráter a medida que Hock y Zaran se van
acercando con enormes zancadas, mirándose a los ojos y con el labio
superior contraído para mostrarse los dientes. Me da la impresión de que
están dando esos mismos pasos en mis entrañas mientras el gong sigue
sonando con un ritmo tan trepidante que me hace vibrar las costillas.
Zaran se agacha y se abalanza sobre Hock gruñendo. Se dirige a su
abdomen con la espada curvada a tanta velocidad que me da un vuelco el
corazón.
No es una pelea amistosa. Es una pelea a muerte.
«Joder».
Hock lo contiene con un puntapié. Zaran cae de culo y apenas tiene
tiempo de rodar sobre sí mismo cuando Hock trata de golpearlo con el
garrote, aunque, en lugar de en el pecho de su oponente, da en el suelo,
levantando una buena polvareda.
Me estremezco al ver cómo los hombres se asestan espadazos y
garrotazos, se esquivan, se tambalean y se hacen cortes profundos en los
pantalones y en la piel que manchan la arena de rojo.
La inquietud vuelve a embargarme el pecho, estrujándomelo.
Con fuerza.
«Hay algo que no va bien».
—Estoy confundida. ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?
Saiza arquea una sola ceja y se me queda mirando, divertida.
—Todo, Kholu. Están combatiendo por vos.
Me da un vuelco el corazón y apenas me salen las palabras.
—¿Están combatiendo hasta morir para entretenerme? ¿Lo dices en
serio?
—No, para entreteneros no. —Frunce el ceño.
—Entonces, ¿por…?
—Estamos presenciando el juicio Tookah —me interrumpe mientras
intenta colocarme unos cuantos mechones de pelo rebeldes detrás de la
oreja. Señala con la otra mano a los hombres, que ahora están luchando en
la arena y se dan puñetazos, lanzando más sangre por la ferocidad de sus
ganchos—. Están luchando por el gran honor de unirse a vos. El honor de
construir una vida y tener descendencia con Kholu es el mayor que alguien
podría desear. Fijar las lunas al cielo para siempre asegurará el futuro de los
descendientes de todo el clan Johkull, y de los descendientes de sus
descendientes. Asegurar una paz como esa es un gran privilegio.
Su discurso me desgarra poco a poco, cortándome piel, tendones y
huesos con golpes veloces que me dejan helada…
No.
No, no, no, no…
Hock utiliza la espada de Zaran para dar hachazos al cuello de su rival
hasta cortárselo por la mitad. El resto se desprende solo del cuerpo inerte en
la arena. Me quedo sin aire en los pulmones, como si Clode lo hubiera
liberado.
Agachado junto al cadáver sin vida como una bestia en pleno banquete,
Hock agarra el pelo manchado de sangre de Zaran y levanta la cabeza a
modo de trofeo. Ruge triunfal mientras la sangre cae al suelo desde el
espantoso corte.
La multitud estalla en vítores y se pega puñetazos en el pecho mientras el
gong suena acompasado con mi desbocado corazón.
Hock me mira a los ojos, arrebatándome todo el calor del cuerpo y
dejándome con un violento desasosiego en el pecho.
No, no, no…
—Hock es vuestro vencedor —me murmura Saiza al oído, haciendo que
mis pensamientos se enmarañen como hilos sueltos—. Habéis tenido suerte.
Sin contar a su roskr y al Oah, es nuestro guerrero más fuerte. Ahora, se
llevarán a cabo grandes celebraciones y, después, os conducirá a su tienda
para mostraros las pieles de sus víctimas, encima de las cuales, a lo largo de
los ciclos venideros, cuando vuestra unión se haya vuelto más fuerte,
concebiréis con suerte hijos e hijas muy fuertes.
«Hijos e hijas…».
Noto un peso aplastante en el pecho y en el estómago, aunque,
curiosamente, al mismo tiempo, me siento… muy vacía.
No consigo que el aire entre en mis pulmones. Lanzo una mirada al
Cambiasinos, que ya casi ha desaparecido por completo de mi vista. Está
tan a punto de volverse invisible que estoy convencida de que podría
atravesarlo con una mano.
No me sorprende que se esconda. Debería estar avergonzado de sí
mismo.
Estoy a punto de soltárselo cuando Hock echa a caminar levantando
nubes de arena a su paso. Arroja la cabeza de Zaran al suelo, delante de mi
tarima.
Suelto un grito ahogado y bajo la vista al rostro inerte del hombre, al
amasijo de tejido, tendones y huesos.
Y a la sangre, que forma un charco sobre la arena.
Sigo contemplándolo, intentando averiguar cómo coño he terminado aquí
—apenas vestida, pintada de sangre y observando una cabeza decapitada—,
cuando Hock se arrodilla delante de mí. Coge su oscuro málmr de la
alfombra y lo levanta en mi dirección para intentar ponerme la diadema,
como si fuera un grillete en el cuello.
La rabia estalla en mi interior.
—No —gruño echándome atrás.
A Hock se le encienden los ojos, con una mezcla de confusión y cólera
apenas disimulada.
Gruñe, me coge por el hombro y me acerca a él mientras la multitud
murmura.
Le golpeo con la cabeza, rompiéndole la nariz con el gesto. Al apartarme,
veo cómo le mana sangre de las fosas nasales.
Todo el mundo se queda paralizado a nuestro alrededor.
Me pongo en pie y retrocedo mientras él se adentra en mi sombra
gruñendo con la sangre cayéndole por la cara.
—¡Yo lucharé por mí misma!
Entre la multitud, reina el silencio, solo roto por algún que otro grito
ahogado, quizá procedente de aquellos que comprenden la lengua común.
Hock se detiene y se queda mirando a Saiza, quien le traduce mi
desesperada petición. Su frente se arruga sobre sus tormentosos ojos
tostados.
Se vuelve hacia el Oah.
—Géish den nahh cat-uein?
Sus palabras suenan estruendosas en medio del silencio, incrementando
la tensión del momento.
El Oah se queda pensando. La Oah-ee, con los ojos muy abiertos, está
más pálida que antes y me observa mientras su bebé gimotea sobre su
pecho.
Mueve los labios y unas suaves palabras llegan directamente a mis oídos
con una delicada brisa.
—¿Qué estás haciendo?
La reina habla mi lengua, pues.
Y también habla con Clode.
Interesante.
—Yo no he elegido esto —murmuro. La seda rojiza que me envuelve la
cintura ondea con el viento y se me tensa el cuerpo entero con la necesidad
de moverme.
De luchar.
Bajo la vista hacia mi Cambiasinos, que me observa con los ojos medio
cerrados, que parecen mucho más sólidos que el resto de su cuerpo.
Aunque sigue enrollado sobre sí mismo, palpo su creciente inquietud en
el aire que nos separa, como si estuviera esperando ver de qué otra forma
pretendo saltarme las normas. Pero, si este es mi destino, si a esto era a lo
que me quería conducir, no lo acepto.
Ni de broma, vamos.
En los últimos ciclos aurorales, he acariciado a mi querida Essi mientras
se moría, me he despedido de Ne, me han disparado una estaca de hierro y
he recibido tantos latigazos que me desmayé por el dolor. Me han servido
de comida a una bandada de dragones, he estado a punto de morir engullida,
me ha rechazado el único hombre que ha conseguido acelerarme el corazón
y me he desplomado por un acantilado. Ya no puedo más.
No pienso aceptar el málmr de este tipo, por muy excepcionales que sean
sus destrezas de combate. Antes que engendrar sus hijos, prefiero hundirle
la diadema en el cráneo hasta que le atraviese el hueso y se le clave en el
cerebro.
No sé quién es y no quiero saberlo. Pero en primer lugar y lo más
importante: no quiero tener hijos. Si tengo que enfrentarme al maldito
Cambiasinos para evitarlo, lo haré. Me da lo mismo que sea una bestia
mítica preciosa.
Una gota de sangre de Hock se desliza por mi nariz, haciéndome contraer
el labio superior.
—Yo lucharé por mí misma.
Mis palabras resuenan por todo el cráter.
La Oah-ee traga saliva, se inclina hacia su hombre y le susurra algo al
oído. El rey me clava los ojos, luego mira a Hock, después al Cambiasinos
adormecido y al final de nuevo a mí. Le dice algo a su Oah-ee, quien suelta
una temblorosa exhalación con la vista fija en su bebé, acurrucado entre
telas de seda dorada.
El silencio se prolonga.
Le acaricia la frente al pequeño y se aclara la garganta, aunque las
palabras le salen un tanto entrecortadas.
—Si el Cambiasinos te permite entrar en la arena, no nos opondremos a
tu decisión.
Raeve
CAPÍTULO 41
Saiza me pinta con más hilos de sangre mientras permanezco inmóvil.
Veo a Hock dando vueltas por el campo de batalla con los ojos clavados en
los míos. Coge y suelta el aire enseñando los dientes como si fuera un feroz
animal carnívoro que se relame antes de abalanzarse sobre su presa y
devorarla.
Susurro y me coloco el grillete en una zona más cómoda en el brazo.
El plan de fuga era sencillo: bajar por el acantilado y seguir el río hasta la
muralla, manteniéndome en las sombras siempre que fuese posible. Y luego
domar a un fundefauces. Y dar caza a Rekk Zharos y torturarlo hasta
matarlo. Y ahora tengo que cortarle la cabeza a este hombre sin haberme
alejado apenas de la casilla de salida.
Fulmino de nuevo con la mirada a mi Cambiasinos, ya casi invisible; no
es más que una mancha metálica que maldice el momento en el que ha
entrado en mi vida.
Saiza me traza otra línea de sangre por el abdomen.
—¿No os gusta el hombre que ha ganado por vos?
«Que ha ganado por mí…».
No se trataba de eso.
—Yo no he elegido a ese hombre —protesto. Ella frunce el ceño con la
confusión reflejada en sus bonitos ojos tostados.
Me pasa el pincel por la nariz, los labios, la barbilla y el cuello.
—Ha cazado a muchos gruucs salvajes, unas gigantescas bestias peludas
que son casi imposibles de atrapar. Su tienda es enorme, cubierta con
muchas de esas pieles. Es una muestra de su célebre vigor. Vos sois Kholu.
Vuestra descendencia amarrará las lunas al cielo y traerá una gran paz. ¿No
queréis a un hombre fuerte a vuestro lado?
Me cabreo.
«¿Acaso no lo he dejado ya más claro que el agua?».
No existe ninguna posibilidad de que acepte levantarme el vestido y dejar
que ese hombre entre en mi cuerpo. No existe ninguna posibilidad de que
ponga un puto pie en su tienda. No existe ninguna posibilidad de que le
muestre el cuello desnudo, un antiguo gesto de respeto profundo.
Antes prefiero que me lo rebane de oreja a oreja.
—No quiero a ese hombre ni este título ni nada de esto —gruño lanzando
otra mirada colérica a la etérea mancha metálica que está a mi lado con la
esperanza de que el Cambiasinos esté prestando atención—. Mi cuerpo es
mío, y pienso hacer con él lo que me dé la gana. Y punto.
Saiza palidece y baja la vista. También inclina la cabeza, sumisa.
—Entiendo, Kholu. Nuestros valores son distintos. Os pido disculpas por
haberme excedido.
—No pasa nada.
Solo quiero que termine esto.
«Y largarme».
Saiza me dedica una breve sonrisa y sigue pintándome espirales en el
brazo al tiempo que yo continúo observando los movimientos de Hock.
Estudio cómo se desplaza, cómo cambia el peso de un pie a otro, cómo le
afectan las heridas que le ha hecho el otro guerrero en ese descomunal
cuerpo.
—¿Sabéis pelear? —me pregunta Saiza, y muevo la cabeza de arriba
abajo—. ¿Sabéis pelear como un guerrero?
Desvío la mirada hacia ella frunciendo el entrecejo.
—Nadie pelea como los guerreros del clan Johkull. —Hace una pausa—.
Somos los más fuertes de las llanuras Boltánicas. Por eso, nos apropiamos
de esta tierra, donde ninguna luna volverá a caer —añade señalando el
cráter que nos rodea—. Hock tan solo debe conseguir que os rindáis y habrá
terminado el juicio. Para ser la vencedora, debéis matarlo. Así os ganaréis el
derecho de cazar gruucs salvajes y construiros vuestra propia tienda. Y
luego debéis cortarle la cabeza.
No me molesto en decirle que no me interesa en absoluto matar gruucs
salvajes ni construirme una tienda. En cuanto acabe con Hock, regresaré al
río y lo seguiré hasta que se congele y dé con la muralla. Y, si el
Cambiasinos intenta detenerme…, en fin.
Espero que no lleguemos a eso. Adoro a los animales y me horroriza la
idea de matarlos.
—Ya he decapitado a otros hombres —murmuro con los labios apretados.
«Aunque teniendo en cuenta que, sin ninguna duda, estoy cien por cien
maldita, es evidente que no los suficientes»—. No será distinto a las otras
veces.
Se hace un silencio preñado de tensión mientras Saiza sigue
preparándome para la inminente batalla. Me quita el collar de cobre y lo
deja a un lado. Me cepilla el pelo y me lo recoge en una trenza que casi me
llega a las caderas, la cual me ata con un pedazo de cuerda. Todo ello al son
del gong, que no ha dejado de repicar.
En cuanto me ha preparado por completo, miro a mi Cambiasinos, que se
está volviendo visible de nuevo y abre los ojos para contemplarme.
Sus estrechas pupilas se dilatan cuando le sostengo la dura e intensa
mirada que me dirige.
—No intentes detenerme.
La única respuesta que recibo es un coletazo, como si me dijera: «Vete,
anda. Vuelve a la arena de combate, que es tu lugar, y cumple con tu
misión».
Me enfurezco. Toda la muchedumbre parece contener la respiración
cuando yergo la barbilla y abandono la sombra, negándome así a seguir
haciéndole caso a la bestia. Voy a sudar de ella.
No me va a detener. Yo sé que no. Debería haberme dado cuenta de que
era lo que quería de mí ya desde el principio: que volviese a luchar y a
derramar sangre.
Quizá el Destino, quienquiera que sea, necesita que Hock y Zaran
desaparezcan por alguna razón, así que el Cambiasinos me ha desviado
hasta aquí para llevar a cabo la tarea. No sé para qué, y me cuesta quitarme
de encima la sensación de que alguien vuelve a usarme.
A estas alturas, debería haberme acostumbrado.
Me encamino a una armería y cojo unos cuantos garfios, que enseguida
veo que pesan demasiado o tienen una empuñadura demasiado gruesa como
para que pueda sostenerla sin problemas. Elijo una pequeña hacha de hierro
con mango de piel cuyo agarre me resulta cómodo y me la paso de una
mano a la otra. Luego, corto con ella el exceso de tela de mi camisa para
que no me entorpezca.
Después de lanzar por los aires el trozo de seda manchada de sangre, me
dirijo a la arena y empiezo a caminar lenta y constantemente a lo largo del
perímetro exterior sin perder el contacto visual con Hock. Ha cambiado el
garrote con pinchos por uno liso, sin duda reacio a desfigurarme en su
intento por ganarse el derecho a unirse conmigo.
«Y una mierda de guara».
Me crujo el cuello a ambos lados y controlo mi respiración hasta que se
vuelve profunda y lenta.
Y tranquila.
A la espera de que él haga el primer movimiento.
Hock niega con la cabeza y masculla algo. Luego, se le demuda el rostro
con un aullido sobrecogedor y se abalanza hacia mí, levantando arena al
cruzar el campo de batalla como una bestia.
Espero hasta que está tan cerca que noto las vibraciones de sus pasos,
hasta que veo los puntos anaranjados en sus ojos amarillo oscuro.
Me echo a un lado para alejar el torso de su maza balanceante,
provocando un grito ahogado colectivo entre la multitud. Me vuelvo y le
asesto un golpe con mi hacha.
La sangre sale disparada mientras mi arma rebana piel y carne hasta
rajarle el costado, aunque no lo bastante como para matarlo. Retrocedo y
cojo un puñado de arena con los ojos clavados en los de mi oponente, que
empieza a rugir.
Hock se lleva una mano a la herida e inspecciona el reguero de sangre
que le mancha la palma, con un destello de sorpresa en los ojos, seguido de
una llamarada de rabia que bastaría para chamuscarle la piel a cualquiera.
He visto a otros hombres mirarme así, justo antes de que les atraviese el
corazón.
Es la mirada del orgullo herido.
No le doy tiempo a digerir la emoción, sino que arremeto contra él yendo
de izquierda a derecha. Trato de dirigir su atención a mis pies, esperando
que el movimiento lo desconcierte, para que así no se fije en lo que hago
con las manos.
Con un gesto de la muñeca, tiro el puñado de arena al aire justo cuando
Clode levanta una ráfaga de viento para lanzársela a los ojos al guerrero.
Me ha ayudado por su propia voluntad.
Hock brama.
Yo sonrío.
«¡Yo también te quiero, Clode! ¡Te echaba de menos!».
Mientras Hock se frota los ojos, me coloco a su espalda y le rodeo el
cuello con un brazo. Justo cuando estoy a punto de rebanárselo con el
hacha, me agarra el brazo y echa el cuerpo hacia delante.
Noto que el filo de mi hacha lo roza en el momento en que vuelo por los
aires. Me preparo para el impacto y, en cuanto me estampo en el suelo,
ruedo para alejarme, esquivando por los pelos su garrote, que golpea justo
al lado de mi espalda.
Me pongo de pie y lo veo retroceder toqueteándose el cuello, donde tiene
un corte demasiado superficial.
«Mierda».
Me mira con los ojos inyectados en sangre y vocifera unas cuantas
palabras mientras se mete una mano en el bolsillo de los pantalones.
Supongo que quiere comprobar que tiene intactos los huevos.
Como no quiero darle demasiado tiempo para recomponerse, vuelvo a la
carga moviéndome de izquierda a derecha. Estoy a unos pocos pasos de él
cuando saca la mano.
Advierto demasiado tarde el tentáculo dorado que cuelga de los dedos,
pues me estoy abalanzando en su dirección y blandiendo el hacha en el
preciso instante en el que él alarga el brazo. Una pequeña sierpe vuela por
los aires con las fauces abiertas.
Y los colmillos preparados.
Mi arma le raja el muslo a Hock justo cuando la sierpe se me clava en el
pecho y me pega un mordisco.
Me caigo y ruedo por el suelo, pero me incorporo enseguida y doy un
paso atrás. Veo que la sierpe se desliza por la arena, prácticamente
fundiéndose con ella.
«Me cago en la puta».
Me llevo una mano al pecho izquierdo, donde noto un dolor palpitante,
sin apartar la vista del muy cabrón, que me dirige una sonrisilla desde cierta
distancia, como si ya hubiera ganado, a pesar de que tiene tres cortes
recientes de los que chorrea sangre sobre la arena.
—¿Quién va por ahí con eso en el bolsillo…?
Un mareo repentino hace que me tambalee, así que extiendo una mano
para no perder el equilibrio, rodeada por una melodía de gritos ahogados y
murmullos de la muchedumbre.
«Por todos los Creadores… Esa sierpe me ha metido su veneno».
Hock resopla y arremete contra mí.
Me abalanzo sobre él, porque no pienso quedarme quieta mientras este
capullo viene otra vez hacia mí.
Agarrando bien el mango del hacha, pienso entre qué dos costillas se la
voy a clavar. Lo esquivo moviéndome a la izquierda, pero un nuevo mareo
sacude el suelo con tanta violencia que tropiezo.
Estampa su arma en mi hombro, haciendo que una ráfaga de dolor me
recorra desde la clavícula hasta el codo.
Me echo atrás sujetándome el brazo y miro boquiabierta al guerrero ya
con poco aire en los pulmones…
«¿Qué ha sido eso?».
Mi esquiva era perfecta… hasta que ha dejado de serlo.
Me tambaleo de nuevo y el temor se apodera de mí al darme cuenta de lo
sucedido. Es como si las cintas aurorales ascendieran por mi tripa, me
envolviesen la columna y me apretasen la garganta.
El veneno está avanzando deprisa por mi sistema.
Demasiado deprisa.
El mundo entero parece ladearse, y yo con él, así que me veo obligada a
apoyar una mano en la arena para no desplomarme. Un relámpago de
satisfacción le ilumina los rasgos a Hock, que muestra una sonrisa triunfal.
—Maldito gilipollas sin honra —gruño. Arremeto contra él saltando de
un lado a otro, me tiro al suelo y ruedo por él. Levanto el hacha y le rajo la
pantorrilla en el preciso instante en el que su arma pasa silbando junto a mi
cara.
Hock ruge y avanza a trompicones. Se aleja lo suficiente de mí para
comprobar el corte, una nueva herida de la que le mana un río de sangre por
la pierna.
Abre mucho los ojos, incrédulo.
—No podías soportar el hecho de perder contra una mujer que mide la
mitad que tú, ¿eh? —Me pongo de pie sin dejar de mirarlo con desdén—.
Voy a terminar contigo, cabronazo, y luego me llevaré tu cabeza cercenada
hasta La Bruma —gruño. Me abalanzo de nuevo…
El mundo se sacude y me lleva consigo. Trato de sujetarme con la mano
para no perder el equilibrio, pero atravieso lo que creía que era el suelo.
Con el corazón desbocado, me incorporo como puedo, acuclillada de
lado, y me apoyo en el suelo de verdad.
«Joder».
Miro los ojos entornados de Hock. El guerrero está comprobando el peso
que soporta su pierna herida…
«La cosa no pinta bien».
Necesito terminar el combate… ya.
Me levanto y avanzo trazando un gran arco que Hock imita cojeando a
grandes zancadas. Con los ojos clavados en mi rival, tiro de la cinta de piel
que rodea la empuñadura de mi hacha hasta soltar la recia tela.
«Venga, gilipollas. Haz algo».
Arremete contra mí.
Yo también contra él, corriendo en su dirección a una gran velocidad.
Cuando nos separan unos pocos pasos, echo la mano hacia atrás y lanzo
el hacha. El arma cruza el aire rauda como un relámpago rumbo a su pecho.
Hock se mueve más rápido que el arma voladora y la esquiva con un
movimiento exagerado. El hacha cae al suelo y yo pego un salto para
encaramarme a él. Trepo por su cuerpo maltrecho y le propino una patada
en la herida de la pierna.
El guerrero ladea la cabeza y suelta un bramido. Se desploma de rodillas
con tanta fuerza que el suelo tiembla. Los espectadores se quedan atónitos
cuando le rodeo el cuello con la cinta de piel y aprieto.
Y aprieto.
De su boca, sin duda abierta, emergen ruidos ahogados, que me animan a
seguir. Aunque Hock se parezca a una montaña y se mueva como si hubiera
salido del útero ya peleando, su cuello es delicado.
Y él necesita respirar.
Invierto todas mis energías en tensar la cinta de piel; los músculos de los
brazos y del pecho me arden por el inmenso esfuerzo. Hock se lleva las
manos al cuello, pero no consigue pasar los dedos por debajo de la cinta, así
que opta por echar el cuerpo hacia delante.
Quiere usar su peso como ventaja.
Como he anticipado su maniobra, le rodeo la cintura con las piernas,
decidiendo sumarme alegremente al cambio de postura. Nos estampamos en
el suelo y nos golpeamos el hombro izquierdo con la ardiente arena.
Él se sacude, arqueando la espalda para intentar arrancarme de su cuerpo.
Yo aprieto con las piernas y con los brazos, siguiendo sus desesperados
gestos aferrada a él como si fuera un parásito.
La cinta de piel me hace cortes en las palmas mientras aprieto los dientes.
Tengo tanta sangre acumulada en el cerebro que noto que se me va la
cabeza. El mundo se mece a nuestro alrededor, como si estuviéramos en una
barca en medio de un lago de arena ondulante, y sé a ciencia cierta que es
mi única oportunidad.
Sé que, si no lo mato ahora, estoy jodida.
—¡Muérete, tramposo de mierda! —gruño haciendo acopio de las pocas
fuerzas que me quedan para apretar más la cinta.
Hock levanta los brazos y da manotazos alrededor de mi cabeza hasta
que me agarra la trenza. Me tira del pelo, pero por la falta de vigor sé que se
está yendo.
Siento una cálida emoción burbujeando en mi pecho.
Me arde el cuero cabelludo a consecuencia de sus tirones desesperados,
que cada vez son más débiles…
Y más débiles…
Toda la tensión de su cuerpo desaparece y su cabeza cae a un lado a la
vez que el brazo. El alivio me embarga como una tormenta de nieve que
sale de mi garganta en modo de gemido.
Lo he conseguido.
Lo he matado.
«Ahora me toca cortarle la cabeza».
Boqueando en busca de aire, miro entre la neblina causada por el calor,
bajo el duro resplandor del sol, y localizo mi arma, que está tan cerca como
increíblemente lejos de mí.
Suelto la cinta de piel y empujo el enorme cuerpo inerte de Hock con las
manos heridas tratando de liberar mi pierna, que ha quedado aplastada
debajo de él. Cuando por fin lo logro, me incorporo entre tambaleos y todo
el mundo se balancea. El hacha también y se divide en varias hachas…
Y luego en más.
Me concentro en una y voy hacia ella. Me inclino para coger el arma,
pero solo encuentro granos de arena; la ilusión se desintegra como si fuera
humo. Gruño y trastabillo. A duras penas, consigo ponerme en cuclillas. La
mordedura del pecho me palpita con un dolor profundo y destructivo que
aviva mis ansias de rebanarle el cuello. De cogerlo del pelo, alzar mi trofeo
sangriento y marcharme de aquí sin mirar atrás nunca.
Barro la arena con la mirada buscando el arma.
«¿Dónde está…?».
«¿Dónde está…?».
«¿Dónde está…?».
Doy con la afilada punta, que destellea bajo el sol. Está en la arena, a mi
derecha. Siento otra oleada de alivio por dentro.
Extiendo los brazos en su dirección.
De reojo, veo una sombra moviéndose, la única advertencia que obtengo
antes de que algo duro me golpee muy fuerte la cabeza.
El dolor me explota en la sien y me desplomo demasiado rápido.
Demasiado lento.
Veo puntitos de luz en mi reducido campo de visión y me estampo contra
el suelo con tal potencia que me muerdo la lengua. Una sustancia cálida me
resbala por la mejilla mientras observo la ladera del cráter.
No parpadeo.
No me muevo.
Tan solo… me quedo tumbada. Me pesan los párpados, me pesa más aún
la cabeza. Me noto más débil y cabreada que cuando me desperté
confundida en aquella celda hace tantísimos ciclos aurorales, al principio de
todo.
Me da vueltas la cabeza mientras intento darle a esta nueva realidad algo
de sentido…
«¿No estaba muerto? ¿No lo he estrangulado el tiempo suficiente? ¿Me
ha engañado?».
«Levántate, Raeve».
Con un gruñido, ruedo hacia un lado y me incorporo sobre las manos y
las rodillas.
Me tambaleo.
Al levantar la cabeza, veo dobles las tiendas, veo doble a la multitud, veo
doble la gran bola ardiente del sol.
Me fallan los brazos y me estampo de bruces contra la arena.
El arma de Hock vuela por los aires y se detiene justo al lado de mi hacha
antes de que arroje su sombra sobre mí.
«¡Levántate, joder!».
Con un gruñido, por fin consigo ponerme en pie y darme la vuelta.
El suelo se inclina.
Nunca me había sentido tan pesada, por lo que me tambaleo con la
violenta oscilación del mundo y apenas soy capaz de mantenerme erguida.
Hock se dirige hacia mí, con los músculos cada vez más en tensión con
cada paso que da. En el cuello, tiene unas profundas marcas coloradas a
juego con sus ojos, cuyo blanco está ahora manchado de rojo tras haber
estado a punto de morir ahogado, lo que le da un aspecto salvaje.
Rabioso.
—Guíde —gruñe, que debe de significar ríndete, porque Saiza lo grita
desde lejos—. Guíde, Kholu.
—Que te den —le espeto. Escupo un poco de sangre en el suelo, aunque
mis párpados amenazan con cerrarse—. Y me llamo Raeve, montón de
mierda apestosa.
Con un rugido, Hock se abalanza sobre mí y me asesta un puñetazo en la
mandíbula tan fuerte que apenas me doy cuenta de que me estoy
desplomando. Solo veo la sucesión de cráneos emborronarse antes de
estamparme contra el suelo. Me quedo sin aire y toso tratando de respirar
mientras intento levantarme de nuevo.
Hock se sienta encima de mí, plantando su sólido cuerpo sobre mis
caderas.
Le subo la mano por el muslo derecho y meto los dedos en el corte que
tiene, hundiéndolos en el gran tajo que le ha hecho Zaran antes con la
espada curvada.
Hock suelta un bramido y me coge primero una muñeca y luego la otra, y
las clava en el suelo sobre mi cabeza al tiempo que el gong sigue
retumbando en el aire con su angustioso tañido, llenándome los ojos de
arena.
Hock me golpea la mejilla con el dorso de la mano con tanta violencia
que el mundo desaparece de mi vista. El bofetón me sacude la cabeza,
aflojándome los labios, por lo que me entra arena en la boca.
Todo mi cuerpo está paralizado por el dolor. El sufrimiento.
No puedo moverme.
—Guíde.
Antes prefiero morir que verme unida a él en contra de mi voluntad. El
Cambiasinos seguro que ya lo sabe.
Esa criatura me ha traído hasta aquí, hasta este preciso instante,
consciente de que nunca me rendiré. Y eso quiere decir que esto…
Esto es un asesinato.
Mi asesinato.
«Debería haberme inclinado ante él, sí».
—Guíde! —repite, una orden devastadora que desgarra el aire.
—Que… te… den —repito escupiendo arena ensangrentada.
Que le den al Cambiasinos.
Que le den a todo.
Se me escapa una carcajada cuando me coge del pelo tan fuerte que estoy
convencida de que me lo arrancará del cuero cabelludo. Me alza la cabeza y
me mira con el ceño fruncido. Se me desenfoca la vista, se enfoca.
Se desenfoca otra vez.
El gong sigue sonando, cada vez más alto, hasta que todo el campo de
combate está cubierto por un remolino de arena.
Sigo riéndome en las narices de Hock, aunque él levante una mano…
Una sombra eclipsa el sol.
Un rugido surca el aire.
Hock alza la cabeza al cielo, con la mano preparada para golpearme, pero
entonces un siegasable cae en picado y, con sus monstruosas garras, arranca
los cráneos colgados de las cuerdas y los arroja por los aires.
Los cráneos llueven, golpeando la arena como minúsculas caídas lunares.
La gente grita, pero mi pulso grita más fuerte.
Deben de ser imaginaciones mías, así que no es Rygun el que se planta en
el borde del cráter con un estruendoso golpe seco. No es Kaan el que usa las
riendas de Rygun para lanzarse a la arena, sin camisa y con su propio málmr
colgando del cuello. No es su apuesto rostro el que está demudado por la ira
de un millón de hombres enloquecidos.
Deben de ser imaginaciones mías, así que no son las botas de Kaan las
que retumban en el suelo. No son sus puños los que se aprietan ni es él el
que se dirige a mí pronunciando palabras que reconozco con los tendones
del cuello hinchados al esforzarse por hablar el dialecto de Bulder.
Deben de ser imaginaciones mías, así que no es verdad que el cráter
empiece a sacudirse ni que sienta alivio a pesar de la grieta gigantesca que
se abre paso por el suelo. A pesar de la forma en la que esos ojos ardientes
están clavados en los míos, apenas vestida, tumbada sobre la arena con otro
hombre sentado encima de mí que pretende hacer valer su derecho a unirse
conmigo…
Supongo que no es un buen momento para elogiar sus dotes como
rastreador, pero me resulta tentador, las cosas como son.
Raeve
CAPÍTULO 42
Kaan domina todo el cráter. Sus largas zancadas van acompañadas de
temblores del suelo y su cuerpo es una torre de músculos tensos perlados de
sudor que brillan bajo el sol, con cicatrices que palidecen en contraste con
el entorno rojizo.
Lleva el pelo peinado hacia atrás y me dedica una mirada salvaje al
tiempo que frunce sus oscuras cejas. Esa imagen me lanza una cuerda entre
las costillas, que se adentra en lo más hondo de mi gélido lago interior,
donde se engancha con algo pesado y agitado que no consigo divisar del
todo.
Empiezo a temblar y los dientes me castañetean tanto que me sorprende
que no se hagan pedazos. Culpo de ello al hecho de que es probable que mi
cráneo esté a punto de romperse. No es por algo más profundo, está claro.
No me estremezco como un huevo a punto de eclosionar como resultado de
la abrumadora oleada de alivio que ahora me embarga el pecho. Alivio
porque él está aquí. Conmigo.
Eso…
«No es eso, claro que no».
Todos los demás miembros del clan, a excepción de Hock, se golpean el
pecho con el puño cuatro veces. El clamoroso sonido de respeto inunda el
cráter. Kaan repite el gesto una vez, viva imagen de la destrucción y la
rabia.
Pasa los ojos al hombre que sigue sentado a horcajadas encima de mí
desprendiendo tantísimas llamaradas que debería darme miedo.
Pavor.
Pero no es así.
—Dagh ata te roskr nei. Ueh! —Pronuncia las palabras con su grave voz
con tal ferocidad que noto cómo cada sílaba abrasa mi piel erizada. Vuelve
a golpearse el pecho con el puño, esta vez con la mano abierta, y se desliza
las uñas por el torso en diagonal, haciendo que broten cuatro marcas
enrojecidas de arañazos—. Gah de mi dat nan ta… aghtáma.
Esas palabras cortan como cuchillos. Me estremezco al oírlas. No hace
falta que comprenda su idioma para saber que el rey está…, en fin…
Cabreado.
Hock se levanta. Es tan alto y fornido como Kaan.
—Agath aygh te nei dahl Tookah atah. Agath dein… vah! Lui te hah mát
tuin. —Repite el gesto de Kaan y se rasguña la piel. Luego, con la otra
mano, crea una X con verdugones sobre su jadeante pecho.
—Heil deg Zaran dah ta réidi —gruñe Kaan—. Heil deg dah ta réidi!
Hock escupe al suelo, se araña de nuevo y se abalanza sobre Kaan. El rey
lo imita y es como si dos montañas enormes se aproximaran.
Y colisionaran.
Noto el movimiento como si una roca me diera en las costillas.
Cabeza contra cabeza, se asestan puñetazos en los costados mientras
gruñen. Hay tanta intimidad en su violento abrazo que seguro que la energía
que desprenden tiene suficiente poder como para crear otra grieta en el
suelo.
De repente, Saiza aparece a mi lado con otra mujer. Me incorporan, se
pasan mis brazos alrededor del cuello y me transportan hasta la tienda.
—¿Qué… dicho? —farfullo sin que dejen de castañetearme los dientes.
Parpadeo para intentar despejar la niebla que comienza a nublarme la vista.
—Hock asegura que os ha vencido en el combate, a pesar de que vos no
os habéis rendido —me informa Saiza mientras pasamos por delante de la
Sól, que se encamina hacia Hock y Kaan con largas zancadas y meneo de
caderas—. Kaan asegura que no sois libre para uniros a nadie, pues no os
educaron como a nosotros y no estáis acostumbrada a estas tradiciones.
Exige que el juicio se anule. Como es el roskr de Hock, que en vuestra
lengua significa superior, le exige a este que acepte su gran victoria sobre
Zaran y que salga de la arena de combate para que le añadan otro punto a su
réidi. Hock, por su parte, está contraviniendo la orden del roskr y quiere
enfrentarse a él. Si vence, ganará muchos puntos más para su réidi.
Me da un vuelco el corazón. La idea de que Kaan pelee contra Hock
hasta que uno de los dos muera hace que me sienta incómoda.
—Kaan es… rey de La Llama —consigo balbucir—. ¿Hock se atreve a
desafiar a la… Corona?
—Vuestras coronas aquí significan poca cosa, pues no formamos parte de
ningún reino. Aquí solo importan los réidis. Solamente nos golpeamos el
pecho cuatro veces ante el roskr-éh, el superior de todos.
Frunzo el ceño y vuelvo la vista hacia los hombres, que siguen gruñendo
y discutiendo.
—Si Kaan es… el más fuerte, ¿por qué no es el Oah?
—Lo era hasta que murió su pah y decidió marcharse —susurra Saiza
cuando alcanzamos la tienda—. Ofreció al uith-roskr, el segundo superior,
los huesos de nuestros Oahs ancestrales. El Oah Knok ha sido un Oah muy
digno.
Desplazo la vista hacia el Oah Knok mientras me ayudan a subir a la
tarima. Una vez en ella, me dan la vuelta y me colocan sobre la alfombra.
Noto que me limpian suavemente la herida de la sien con algo húmedo y
frío.
Me mareo y la escena que se desarrolla delante de mí se desenfoca y se
enfoca.
Y se desenfoca otra vez.
Rygun controla la arena desde la posición elevada que ocupa, sumiendo
medio cráter en la sombra con su descomunal tamaño. Tiene su temible cara
afilada puesta en Kaan, cuyos movimientos sigue al detalle con sus ojos
negros. No ayuda el hecho de que lo vea multiplicado cada vez que el
mundo se desenfoca.
Yo siento lo contrario.
No hay ni una sola parte de mí que quiera ver cómo prosigue la pelea.
Hace una duermevela, no habría ni pestañeado al contemplar cómo a Kaan
Vaegor le arrancan la cabeza en una arena. De hecho, lo habría celebrado.
Y, ahora, la mera idea me provoca ganas de vomitar.
No lo entiendo. No quiero entenderlo.
«No quiero mirar».
—Bueno… —musito llevándome una mano a la cabeza para palparme
donde me duele. Al bajar los dedos y verlos ensangrentados, arrugo la nariz
—, ya que están… ocupados, ¿qué te parece si finjo estar muerta… y las
dos me… lanzáis al río?
—Me temo que no es tan sencillo.
«Esa no es la actitud».
—El Cambiasinos… se ha ido —farfullo contemplando mi entorno
oscilante sin verlo por ninguna parte—. Me parece que sí puede ser…
sencillo si nos esforzamos en creerlo.
—No creo que se haya ido. —Me limpia un poco de la sangre del pecho
—. Creo que ha elegido ser invisible.
Frunzo el ceño y barro el cráter con la mirada. Todavía intento que cobre
sentido este desastre predestinado.
Pero no hay manera.
Cada vez que creo que lo comprendo, los granos de entendimiento se me
escurren entre los dedos.
Si el Cambiasinos me quería muerta, este habría sido el momento.
En ese caso, ¿qué es lo que quiere?
—Os ha mordido una sierpe vahli —murmura Saiza pasando la yema del
pulgar por encima de los dos pinchazos que tengo en el pecho, quedándose
sin color—. ¿De dónde ha salido?
Supongo que nadie ha visto a Hock sacarse al animal del bolsillo. Me
pregunto cuántos oponentes habrán caído víctimas de sus malvados y
tramposos métodos.
No le contesto porque ¿para qué?
Ya ha pasado. En cuanto deje de tener la sensación de que me desmorono
si me levanto, voy a volver a la arena y le voy a arrancar la cabeza, y luego
le voy a estrujar el cerebro.
Saiza mira el campo de batalla y abre mucho los ojos.
—Gas kah ne, veil dishuva! —exclama, palabras tan afiladas que juraría
que podrían cortar la piel.
Se levanta y se acerca al montón de jarras que están detrás de mí, entre
las que trastea mientras murmura. La oigo remover algo y se me acerca con
una taza de agua fría, que quizá haya servido con una de las jarras runadas.
El líquido es un poco…
Grumoso.
—Bebed esto —me indica con los dientes apretados dirigiendo otra
mirada severa a Hock—. He mezclado el agua con un antídoto que
contrarrestará el veneno que fluye por vuestro cuerpo, aunque le da una
consistencia extraña.
Agacho la cabeza con gesto agradecido y pongo una mueca al beber
tragos de ese mejunje agrio. Noto cómo los sorbos helados me alcanzan el
torrente sanguíneo a una gran velocidad, enfriándome de dentro afuera.
Calman en parte el vaivén de mi mente.
La Sól se agacha en la arena, coge un poco entre los dedos y se la pone
sobre la lengua mientras yo apuro la taza de un trago con un mohín. Con la
cabeza ladeada, la Sól empieza a cantar proyectando la voz hacia el cielo.
Se detiene, planta las palmas sobre la arena, coge dos puñados y mueve las
manos tan deprisa que la mayor parte de la arena sale disparada.
—¿Qué hace?
—Está leyendo la voluntad de los Creadores —susurra Saiza cogiéndome
la taza vacía de las manos.
Lenta e inquietantemente, la Sól relaja los dedos y examina con sus ojos
lechosos los granos que quedan en sus manos.
—Gath attain de ma veil set aygh te —proclama, palabras murmuradas
que consiguen hacer eco sobre la superficie de arena—. Hailá atith ana te
lai…
Se hace el silencio entre la multitud y Kaan palidece. Se me queda
mirando con los ojos tan abiertos que me hiela hasta los huesos.
—¿Ha di-dicho algo malo?
—La Sól ha anunciado que, como ya se ha derramado sangre en vuestro
honor, no debéis abandonar este cráter sin que nadie os reclame. Si lo
hacéis, más lunas caerán en este lugar en el que se ha vertido sangre y el
clan Johkull perderá su lugar de refugio. Y mucha gente morirá. Su palabra
es definitiva.
Dejo de temblar de repente, como si por todas mis venas corriera
argamasa.
La nuez de Kaan sube y baja y se aparta de Hock sosteniéndome la
mirada. Se dirige hacia mí adoptando una expresión comprensiva mientras
se quita el málmr.
La sangre se me hiela por completo.
Se pone de rodillas delante de mí y agacha la cabeza entre los hombros,
haciendo una reverencia tan profunda que muestra la espalda. Tiene las
manos extendidas, ofreciéndome su precioso málmr…
Silencio.
Hasta el viento ha dejado de moverse frenéticamente.
Tengo el corazón en la garganta y me cuesta respirar.
Contemplo la joya, el siegasable oscuro y la plumaluna plateada sumidos
en un abrazo eterno, y admiro la exquisitez de la pieza, el amor que ha
vertido en cada surco del grabado.
Una visión me asalta con tanta intensidad que me deja sin aliento:

El málmr de Kaan está situado entre mis pechos desnudos, tengo el


cuerpo cubierto de sudor y me retuerzo en un placer abrumador. Miro
más allá de mi ombligo, entre mis muslos separados, sujetos por unas
manos grandes y poderosas…
Al lugar donde los ojos ambarinos de Kaan llamean para mí y su
lengua me lame el…
Exploto la alucinación como si fuera una burbuja y cojo una bocanada de
aire, que solo sirve para que me dé vueltas la cabeza y que me palpite con
un dolor más agudo. Da igual cuánto intente expulsar ese fantasma de mi
mente: en lo más profundo de mí permanece un poso de posesión.
Tengo una sola certeza en mi corazón, como si fueran las raíces de una
cadena montañosa, una sola certeza que es imposible eliminar.
Quiero aceptar este objeto tan bonito y peligroso.
Quiero sostenerlo.
Quiero abrazarlo.
«Aunque solo sea durante un tiempo».
Avivada por esa pizca de convicción —e ignorando las problemáticas
repercusiones a las que tarde o temprano voy a tener que enfrentarme,
cuando hayamos dejado atrás este lío tan traicionero—, extiendo una mano,
envuelvo el málmr con los dedos y me lo aproximo al pecho.
Algo encaja en mi interior, como si una llave hubiera encontrado su
cerradura, aunque no le presto demasiada atención. No lo analizo con
detalle.
«No es real. Es supervivencia».
Kaan sigue arrodillado ante mí con las manos vacías. Mantiene la postura
tanto tiempo que la multitud comienza a murmurar y se oyen algunas
exclamaciones contenidas.
—¿Qué está haciendo?
—Os está pidiendo que dejéis vuestra huella en su réidi —balbucea Saiza
con la voz teñida de asombro—. Dice que os respeta más de lo que se
respeta a sí mismo y, lo más importante aún, más que a su propio honor.
Se me detiene el corazón y abro mucho los ojos.
—No… —«No sé qué he hecho para merecerlo»—. Eso no tiene ningún
sentido.
—Os está proclamando su roskr, su superior. Deberíais aceptar el honor,
ya que su título pasará a vos en caso de que muera en este dae.
«En caso de que muera…».
Siento un extraño dolor en el pecho, como si alguien me hubiera clavado
un puñal.
—¿Qué…? —Se me quiebra la voz y miro a Saiza con una pregunta en
los ojos que espero que vea. Estoy convencida de que, si intento hablar, no
me saldrán más que fragmentos inconexos.
«¿Qué significa eso?».
Saiza suaviza la expresión y me pone una mano en la mejilla.
—Significa que, si Kaan pierde el combate, nadie pondrá en tela de juicio
ninguna decisión que toméis después. Podréis iros aunque os hayan
reclamado sin deshonor alguno, ya que seréis considerada la superior de
Hock.
Una corriente de entendimiento primigenio recorre todas las células de
mi cuerpo. Cuando vuelvo a coger aire, lo hago temblando.
«Está asegurándome una vía de escape… Pase lo que pase».
Bajo la vista hacia el hombre postrado ante mí, con un nudo en la
garganta que me dificulta tragar, y me doy cuenta de lo bien que hice al huir
de él.
Al abandonarlo.
Porque demasiado sencillo es que te importe este hombre.
Saiza me limpia un poco de sangre de la clavícula y la usa para pintarme
la mano.
—Podéis elegir imprimir vuestra huella en él y aceptar este gran honor.
Aprieto el puño, aflojo los dedos y miro la sangre que me gotea. Acto
seguido, el málmr que sujeto con la otra palma.
No me lo merezco. Ni hablar. Pero tampoco quiero faltarle al respeto
rechazando su precioso gesto, que es mucho más importante ahora que sé
que este magnífico hombre cree que valgo la pena.
Se hace el silencio. Procuro reprimir esos sentimientos, guardándolos en
lo más profundo de mi ser, al tiempo que observo el dibujo que lleva en la
espalda. Miro la luna torcida que mide la mitad que mi puño; casi podría
cogerla entre las palmas y acariciarla.
Siguiendo mi instinto, me acerco a él y poso una mano sobre la luna que
tanto adoro.
Kaan se estremece. Su temblor me asciende por el brazo y alcanza mi
duro corazón, dejándome sin habla.
Se pone en pie… demasiado rápido.
Demasiado lento.
Una parte extraña y desconocida de mí quiere dar un paso adelante y
sujetarlo. Gritarle para que se quede aquí.
«Suplicarle para que no muera».
Con la vista clavada en el suelo, levanta el puño, se golpea el pecho seis
veces y da media vuelta para dirigirse a una armería, acompañado por una
melodía de murmullos y gritos ahogados de la multitud.
Raeve
CAPÍTULO 43
La tensión corta el aire mientras cientos de miradas me barren la piel. Y
escarban en ella.
Observo la maliciosa muchedumbre y después miro a Saiza, que tiene la
piel pálida y los ojos desorbitados al ver cómo se aparta el rey.
—¿Por qué ha dado seis golpes?
—No estoy segura —contesta—. Cinco son por el Oah. Seis es inaudito.
Trago saliva y aprieto el málmr de Kaan.
Él hurga entre las armas dispuestas en un estante cercano, deja unas a un
lado y coge un pequeño puñal en el que me he fijado antes, el que tiene una
hilera de dientes afilados superpuestos al canto de la hoja.
Se lo pasa de una mano a otra gruñendo y, luego, se quita las botas y las
aparta.
—Hach te nei, Rygun! —grita señalando a su bestia. Sus duras palabras
rebotan en las escarpadas laderas del cráter—. Hach te nei, ack gutchen!
—¿Qué dice? —Me inclino hacia Saiza.
—Le está ordenando a Rygun que no intervenga…, termine como
termine la batalla.
Esas cinco últimas palabras me caen como una losa sobre el pecho.
Con sus ojos llameantes clavados en Kaan, el dragón se llena los
pulmones de aire y, luego, lo deja salir haciendo tal ruido que invade el
cráter con una promesa de venganza que comprendo a la perfección.
Demasiado a la perfección.
—Hach te nei, Rygun —vocifera Kaan de nuevo—. Ack!
Rygun extiende las alas, gira la cabeza hacia el cielo y suelta un bramido
desgarrador, un aullido acompañado de una sucesión de llamaradas rojas
que azotan el azul del firmamento.
La gente chilla y tapa a sus hijos para protegerlos del calor. Otros se
tumban en el suelo, como si así pudieran salvarse si el colosal dragón
decidiera volver la cabeza y arrojar su fuego al interior del cráter.
Yo también me agacho, pero por motivos distintos… Me hago un ovillo
mientras mi piel se ilumina con los restos de un millón de runas apagadas.
La luz que emiten los viejos grabados se vuelve tan fuerte que rivaliza con
la de las lunas de plumalunas situadas en lo alto de La Sombra, por lo
demás lóbrega.
Me rodeo las rodillas con los brazos e intento no prestar demasiada
atención a los restos de runas dibujadas sobre mi piel, a las capas y capas de
diminutos grabados que sirvieron para coserme en más ocasiones que lunas
hay en el cielo, olvidándome de que Saiza está a mi lado. Por lo menos,
hasta que abro los ojos y la veo observándome fijamente.
Me recorre con la mirada. Se me acelera el corazón y abro la boca para
hablar…
—No me sorprende que os rierais —exclama colocándose detrás de mí y
cogiendo una manta para echármela sobre los hombros—. Aquellos que son
indestructibles siempre se ríen.
No la corrijo. No le digo que me han destruido tantas veces que he
perdido la cuenta. Que me he reído porque el dolor que he sentido en el
corazón eclipsa cualquier daño que alguien pueda infligirme en la carne y
en los huesos.
Me limito a dedicarle una sonrisa de agradecimiento y me arrebujo en la
tela al tiempo que Rygun paga su enfado con el cielo, como si intentara
chamuscar las lunas.
Por lo visto, no le gusta lo más mínimo que le digan qué hacer. La verdad
sea dicha, si yo pudiese quitarme el grillete de hierro, cogería las riendas de
mi puto destino.
Entonces, cesa su fuego y el dragón se eleva en el cielo, arrojando una
lluvia de rocas procedentes del lugar al que estaba aferrado con las garras al
borde del cráter. Al batir sus gigantescas alas, sume el cráter en un
vendaval, obligándonos a todos a cubrirnos la cara para evitar los latigazos
de la arena.
Asciende más y más hasta que está tan lejos que los miembros del clan
sienten suficiente comodidad como para relajarse.
Se me seca la boca cuando Kaan se encamina hacia el centro del cráter,
donde Hock está dando vueltas, blandiendo de nuevo el mismo garrote con
pinchos que ha usado para vencer a Zaran. Un arma que me imagino
cruzando el aire a una velocidad imposible de seguir y estampándose contra
la cara de Kaan.
Destrozándole el cráneo.
Me encojo y vuelvo a sufrir temblores por todo el cuerpo a la vez que me
mana más sangre de la sien. El antídoto está funcionando y voy
recuperando el equilibrio, pero no lo bastante rápido.
«No lo bastante rápido».
Aun así, me esfuerzo por ponerme en pie. Saiza se levanta para ayudarme
a incorporarme, haciendo las veces de puntal en el que apoyarme. La otra
mujer me cura nuevamente la herida untándome algo espeso y potente al
tiempo que los hombres se van rodeando el uno al otro con zancadas que
siento como si me pisotearan el pecho.
Finalmente, ambos atacan, una y otra vez. Cada una de sus colisiones me
rebota en los huesos con tanta intensidad que me estremezco.
Se desgarran la piel.
Derraman sangre.
Las armas se cubren de humedad y se vuelven rojas.
Sus movimientos oscilantes no siguen ningún ritmo; me recuerdan a la
tierra abriéndose y a las piedras derrumbándose, a los temblores que
zarandean el mundo con tanta fuerza que te lanzan al suelo. Es una baile
caótico de músculos prominentes y miradas salvajes que no quiero ver, que
no quiero oír; cada nueva herida que cruza la piel de Kaan me destroza el
pecho un poco más.
A pesar de la abrumadora sensación, soy incapaz de apartar la vista.
—Deberíais sentaros, Kholu. —Saiza se inclina hacia mí—. Os tiemblan
las piernas y estáis perdiendo mucha sangre por el corte que tenéis en la
cabeza.
Kaan no consigue detener otro ataque que rasga el aire y le arranca
jirones de piel del torso.
Un grito ahogado me desgarra la garganta. Él me clava la mirada,
inyectada en sangre, al tiempo que algo doloroso me atraviesa el pecho
como si fuera un gusano carnívoro.
Me fallan las rodillas.
Saiza me sienta sobre la alfombra mientras Hock acribilla al rey con una
lluvia de golpes mortales. Me aferro al málmr de Kaan como si el simple
gesto pudiera mantener unido su cuerpo y protegerlo de los golpes que
no
se
detienen.
Con un gruñido, Kaan se abalanza sobre la enorme mole y no esquiva un
fuerte golpe de Hock en el pecho con la intención de agarrarle el brazo.
Noto otro aullido agudo subiéndome por la garganta.
Creo que podría ser su nombre.
Creo que podría haberle ordenado que sobreviva.
Con la sangre cayéndole por entre los dientes apretados, Kaan atraviesa
con su arma dentada el bíceps de Hock y le cercena el músculo, del que sale
un borboteo rojizo.
El garrote cae al suelo.
Hock ruge.
Kaan ruge más fuerte, rodea al otro gigante, lo sujeta del pelo y tira de su
cabeza para situar su cuello en mi dirección.
Se me detiene el corazón y el resto del mundo se difumina por completo.
Sosteniéndome la mirada, Kaan alza la afilada arma dentada y empieza a
serrar la carne de su oponente.
Suelto una exhalación temblorosa.
Los aullidos de Hock empiezan siendo feroces y frenéticos, pero se van
transformando en un gruñido gorgoteante a medida que Kaan le va
rebanando el pescuezo poco a poco mientras unos regueros de sangre le
bañan el pecho, como si de una aurora carmesí se tratara.
El cuerpo del guerrero se desploma. Su cabeza no.
Un líquido caliente me recorre las mejillas.
Kaan esquiva el cadáver de Hock y se dirige hacia mí para salvar la
distancia que nos separa, aún sosteniendo la cabeza del otro. Entonces, el
mundo se desenfoca y se ladea.
Se desenfoca y se ladea.
El rey llega a mi lado enseñándome los dientes, con el pecho herido y
cubierto de sangre. Lanza la cabeza de Hock al suelo, delante de mi tarima.
Noto el golpe seco en mi interior y un murmullo ahogado se abre paso entre
mis labios temblorosos.
Bajo la vista y contemplo el corte irregular de la carne del cuello de
Hock. Tiene los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito perpetuo que
jamás dejaré de oír, no me cabe ninguna duda. Por esa misma razón yo dejo
sin aire a mis víctimas.
Kaan entra en mi campo de visión como si fuera un dragón acuclillado.
Acaba de demostrar que es capaz de ser el monstruo que yo creía que era.
Pero ahora mismo no siento más que un inmenso alivio.
Envuelvo con un lazo esa delicada emoción y la cuelgo de una de mis
costillas, donde podré contemplar su cadáver putrefacto siempre que note
que el corazón me aletea como está haciendo ahora. Porque eso es lo que
pasa cuando me encariño con algo o con alguien.
Muerte.
Miro a los ojos devastadores de Kaan, en cuyas ardientes profundidades
se acumula una oscuridad tan perturbadora que me proporciona calma, por
extraño que parezca. Hace que me sienta un poco menos sola en este mundo
de mierda.
Levanto su málmr y me paso la cinta de piel por encima de la cabeza para
colocarme la pesada talla entre los pechos.
La oscuridad de su mirada se agrava.
Se envalentona.
El rugido que noto en su pecho planta una semilla de alivio en mi
interior, por más que el mundo oscile con tanta violencia que todo mi
cuerpo se tambalea con el movimiento.
Me coge en brazos y me levanta.
Me recuesta sobre su pecho.
Oigo sus pasos…
«O quizá sean las alas de Rygun».
De repente, me fijo en la sombra, en el viento, en el salvaje rugido que
parte el aire, y me doy cuenta de que probablemente nos estemos
marchando.
Le apoyo una mano en el pecho a Kaan y encuentro consuelo en el fuerte
latido de su corazón. Abro los ojos a tiempo para ver una mancha plateada
trepando por la ladera del cráter.
Yéndose.
Es otra cosa que decido no analizar con detalle, convencida de que esa
línea de razonamiento solo puede llevarme a más dolor.
A sufrimiento.
A pérdida.
—Rayo de Luna.
—Mmm…
—Por favor, no vuelvas a asustarme así.
¿Asustarlo?
«Qué comentario tan bonito».
—No deberíais malgastar palabras como esas conmigo, majestad —
murmuro medio aturdida. Ojalá no me proporcionara tanta calma su olor, ni
sentir sus brazos a mi alrededor.
Ni sentirlo a él.
—Deberíais guardarlas para alguien especial.
Su gruñido gutural es lo último que oigo antes de que la oscuridad me
consuma.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Slátra volaba por las llanuras Boltánicas mientras yo estaba atada a la


silla de montar de un fundefauces, suplicando que uno de los abalorios
azules invocase una nube que la protegiera de los abrasadores rayos del
sol. El jinete ignoró cada una de mis palabras.
Cada una de mis súplicas.
Cada uno de mis putos gritos.
La dragona me siguió hasta Dhomm, con ampollas y quemaduras en su
carne plateada. Voló hasta que sus alas tenían demasiados agujeros como
para seguir.
Cayó en picado y lo que me quedaba de corazón se me desprendió del
pecho y cayó con ella, desesperanzada e impotente al verla desplomarse
sobre las ardientes dunas profiriendo lamentos que jamás dejaré de oír.
Tampoco dejaré de ver el brillo lechoso de sus ojos por mirar hacia el sol
mientras chillaba una y otra vez.
Dudo que un sanador pueda ayudarla a recuperar la visión, y tampoco
espero que ella permita que nadie se acerque lo suficiente como para
intentarlo.
Yo no lo haría, está claro, y tampoco la habría culpado si no hubiese
vuelto a dejarme acariciarla.
Pero me dejó.
En cuanto se aovilló en la seguridad de una guarida próxima a la
Fortaleza Imperial, me arrimó tan cerca de su pecho que notaba el latido
de su corazón, que apenas resistía. Lo hacía por mí. De eso no me cabe
ninguna duda.
No quería dejarme aquí sola.
Estuve a punto de rogarle que se solidificara a mi alrededor para que las
dos dejásemos de sufrir.
El rey Ostern me permite dormir en la guarida con ella, siempre y
cuando la entrada esté vigilada por varios guardias.
No sé por qué se molesta. Los dos sabemos que no me iría de aquí sin
Slátra. Desde que me puse la Piedra Éter, ya no puedo invocar nubes el
tiempo suficiente como para acompañarla a cruzar las llanuras. Por lo
tanto, estoy aquí atrapada, en este lugar caluroso y húmedo, mientras mi
reino está siendo gobernado por un hombre malvado que yo no elegí. Es un
horror que pierde importancia al compararlo con el dolor que siento cada
vez que miro a mi preciosa plumaluna herida…
Nunca me perdonaré haberme subido encima de ella hace tantas fases,
haberla montado hasta que empezó a obedecerme.
Y a confiar en mí.
Nunca me perdonaré haberla alejado de su hogar. Yo haría cualquier
cosa por volver al mío.
Kaan
CAPÍTULO 45
Envuelvo el cuerpo sin fuerzas de Raeve antes de que bajemos en picado
atravesando un nubarrón. Nos liberamos con un batir de alas de Rygun
mientras las montañas cubiertas de jungla quedan atrás con más lentitud de
la que me gustaría.
—Hast atan, gaft aka.
«Más rápido, amigo mío».
La adrenalina de Rygun me revuelve el pecho, haciéndome sentir que me
quemo por dentro.
—Hast atan, Rygun!
Mi dragón ruge y escupe una sucesión de llamaradas rubíes por entre una
red de nubes bajas para disolverlas.
La cadena montañosa se alza delante de nosotros, por lo que él persigue
la corriente de aire ascendente a fin de superar la cima, coronada por un
puesto de vigilancia abovedado que alberga a varios siegasables y
fundefauces cuyos jinetes hacen sonar cuernos en ráfagas bruscas para
recibirnos. Por fin, diviso El Loff, que se extiende hasta el horizonte.
Contemplo la vasta e impredecible masa de agua como el alivio que
supone. Rygun brama ante la constelación de lunas de siegasables con púas
que se alzan sobre las brillantes profundidades turquesas, así como ante las
lunas de fundefauces, aunque hay pocas.
«Hemos llegado a casa».
El alivio relaja parte de la tensión que siento en el pecho.
—Ya casi estamos —murmuro cerca de la cabeza encapuchada de Raeve.
Rygun se acerca tanto al puesto de vigilancia que seguro que ha rozado el
tejado con la cola. Pliega las alas y baja en picado por la escarpada ladera
del acantilado rumbo a la capital protegida de La Llama, situada en la orilla.
Es como si Bulder hubiera clavado un puñal en la cima y hubiese cortado
una ensenada lo bastante ancha como para albergar la segunda ciudad más
grande del mundo.
Los rayos del sol inciden sobre las casas, circulares y cobrizas como las
montañas con las que las engendraron, y la gente nos saluda desde las
pasarelas. Los niños dan brincos sin parar con los brazos extendidos
mientras se ríen y gritan fingiendo planear por encima de los adoquines.
Rygun se dirige hacia la Fortaleza Imperial, que preside la ciudad. El
edificio sobresale de la montaña surcado por vidrieras y arcadas cubiertas
de enredaderas muy frondosas llenas de las flores de ukkah negras que a mi
mah le gustaban tanto.
Mi pah pedía que cortaran esas flores, pero yo no. Tienen mi permiso
para engullir la ciudad.
Todo este reino.
Rygun desciende hasta una plataforma de aterrizaje, donde el aire huele a
sal y a carne asada. Rodeo a Raeve con los brazos cuando mi dragón se
posa en el suelo; pesa tanto que abre una grieta en la piedra que más tarde
tendré que arreglar.
Paso una pierna por encima de la montura y me da un vuelco el corazón
cuando Veya cruza corriendo una puerta abovedada con su larga cabellera
castaña ondeando al viento. Viste el conjunto de piel de montar —creo que
duerme con él y todo— y muestra una sonrisa de oreja a oreja que
desaparece en cuanto se fija en la sangre en mi cuerpo y en la mujer que
llevo en brazos.
—Mierda —murmuro bajando por las cuerdas con estribos.
Me encantan sus bienvenidas, las aprecio mucho. Pero, por primera vez,
me habría gustado ahorrármela para poder cruzar la puerta sin que…
—¿Quién es?
«Mi salvación. Y la razón misma por la que es probable que me vayas a
clavar tu navaja en el vientre antes incluso de que me dé tiempo a llegar a la
Fortaleza».
Tras bajar los últimos tramos de cuerda y aterrizar sobre la piedra,
acaricio la piel de Rygun, cubierta de espuma.
—Glatheiun de, Rygun. Hakar, glagh, delai.
«Gracias, Rygun. Date un baño, come algo y descansa».
Mi dragón suelta un aullido ensordecedor y sale despedido hacia el cielo,
creando una ventolera que sacude la trenza negra de Raeve, que se escapa
de la capa con la que la he envuelto para protegerla del sol.
—Kaan, por todos los Creadores, ¿quieres decirme a quién llevas en
brazos?
—Te quiero, Veya, pero ahora no puedo. —Me vuelvo y echo a correr
hacia la puerta—. Necesito a Agni.
«Ahora mismo».
Estoy a punto de cruzarla cuando Veya grita a mi espalda con una voz tan
aguda que es como una daga volando hacia mí.
—¡Kaan Llúk Vaegor! ¡Dime quién es o te llenaré la cama de
hurcarabajos todas las duermevelas durante el resto de tu larga y miserable
existencia!
Suelto un suspiro y doy media vuelta.
Veya me fulmina con la mirada de nuevo, se acerca y baja la vista. Retira
la capucha, aparta el pelo ensangrentado de Raeve…
Y se queda boquiabierta.
Al mirar hacia abajo, me da un vuelco el corazón al ver el rostro de
Raeve, con una piel tan pálida que es casi traslúcida.
Siento llamas en el pecho.
Tiene los rasgos demasiado relajados, las espesas pestañas se abren en
abanico sobre sus mejillas magulladas y tiene los carnosos labios
entreabiertos.
No fruncidos por la rabia.
No contraídos con una mueca desdeñosa.
No reprimiendo una sonrisa, como hizo cuando le saqué la lengua.
Los dedos temblorosos de Veya se mueven alrededor de la cara de Raeve,
como si quisiera tocarla pero le diese miedo que desapareciera al hacerlo.
Una sensación que conozco demasiado bien.
Miro el lugar donde un vendaje le cubre el profundo corte que tiene en la
cabeza. Un tajo que sigue el mismo camino que la cicatriz que vi gracias a
la llama de dragón.
Desde la última vez que miré, más sangre le ha empapado la venda.
«Mierda».
Al darse cuenta de que quizá una parte de la sangre que cubre el cuerpo
de Raeve sea pintada, Veya me lanza una mirada y retira más la capa,
dejando al descubierto el vestido de seda rojo y mi málmr colgando de su
cuello, con la talla sobre su pecho cubierto de sangre.
Veya da un paso atrás, condenándome con sus enormes ojos anegados en
lágrimas.
—¿Cómo…?
—Está herida —mascullo. La tapo de nuevo con la capa para proteger su
recato durante mi inminente recorrido por los pasillos—. De camino aquí he
parado en la choza de un sanador, pero solo tenía destreza suficiente para
estabilizarla hasta que llegásemos a la ciudad.
Veya traga saliva asintiendo y se enjuga una lágrima de la mejilla.
—Ven —me espeta sin mirarme a los ojos—. Mientras venía hacia aquí,
me he cruzado con Agni, que se iba al comedor.

Atravieso túneles elevados iluminados por candelabros con Veya a la


zaga. Dejamos atrás mercenarios apoyados contra las paredes que se
golpean el pecho con el puño derecho.
—Hagh, aten dah —exclaman muchos cuando nos ven, llenando el
ambiente con un clamor de bienvenida y respeto.
Recorremos otro túnel largo. La Fortaleza tiene casi el mismo tamaño
que Dhomm, es prácticamente una ciudad. Los túneles se adentran en la
cadena montañosa y conducen a unos orificios muy bien disimulados en las
profundidades de la cordillera. Hay suficiente espacio para albergar a toda
la caballería, a sus familiares y a los dragones de quienes han domado a
uno.
Hubo una época en la que este lugar solo servía como residencia de la
familia imperial, pero yo hice el suficiente ruido como para poner fin a la
lacra de silencio después de arrancarle la cabeza a mi pah y apoderarme de
la ciudad atormentado por el fantasma de ella. Ese dae llovió sangre, El
Loff se tiñó de rojo y Rygun se dio un banquete.
Pensaba que así me sentiría mejor.
Pero no.
Doblamos un recodo e irrumpimos en el bullicio del comedor justo
cuando Pyrok sale por la puerta abierta de par en par con una jarra de
hidromiel. Su rebelde melena rizada pelirroja está enmarañada, como de
costumbre, y le cuelga por los hombros llenos de cicatrices. Lleva
pendientes negros en los pezones, el labio, la nariz y el lóbulo.
Me mira de arriba abajo, suelta un silbido y se da la vuelta para regresar
al comedor.
—¡Se ha acabado la hora de comer! Coged vuestro plato y largaos de
aquí. Sí, tú también. No, tú no, tú quédate donde estás, querida Agni.
Necesitamos de tus milagrosas habilidades.
«Me alegro de que por una vez nos eche una mano. Supongo que
tenemos peor aspecto del que me imaginaba».
Cruzo la puerta justo cuando él barre con un brazo la larga mesa de
piedra, tirándolo todo por el extremo: platos, cubiertos y cálices de cobre
caen al suelo, esparciendo por la superficie hidromiel, carne y rebanadas de
pan dahpa especiado.
La gente se dispersa y se marcha por el ancho pasadizo envuelta en un
silencio en el que apenas reparo, ya que me dirijo hacia la mesa medio
vacía, iluminada por un solo rayo de luz del sol que se cuela por la rendija
del techo. Tumbo el cuerpo de Raeve en ella, delante de una Agni incrédula;
su túnica de runi supone un fuerte contraste con su oscura piel y los más de
veinte botones de diamante, plata y oro que le adornan la costura central.
Una ostentación de sus numerosos dones. Tiene más incluso que Bhea, su
hermana.
Agni pasa los ojos de los cortes abiertos en mi pecho al vendaje
ensangrentado de la frente de Raeve.
—Ella primero, por favor.
Asiente y se pasa un mechón de pelo castaño detrás de la oreja antes de
apartar la capa para examinar el cuerpo de Raeve. Chasquea la lengua.
Miro a Pyrok.
—¿Puedes ir a buscar a Roan? Un par de manos extra nos irían bien.
—No puedo —responde dándole vueltas al pendiente de su labio inferior
—. No está aquí.
—¿Dónde…?
—En Bothaim. Intentando echar otro vistazo a ese libro. Está convencido
de que hay más páginas que no se han transcrito ni divulgado al público.
Suspiro.
Pyrok se encoge de hombros.
—Si te digo la verdad, este lugar ha estado tremendamente tranquilo sin
el pesado de mi hermano por aquí. Y sin ti.
Lo fulmino con la mirada mientras él bebe hidromiel.
Agni levanta el vendaje para inspeccionar la desagradable herida de
Raeve y niega con la cabeza.
—El hueso está fisurado —murmura, y mete un dedo en el desgarrón de
piel, provocándome ganas de vomitar—. Voy a tener que soldarle el cráneo
para dejárselo liso antes de hilvanarle la carne. Ha tenido mucha suerte de
que la herida no la haya matado.
«Habría partido el mundo en dos si hubiera muerto. Y luego me habría
partido en dos a mí mismo».
Agni utiliza la venda para secar la herida.
—Necesito que alguien vaya a buscar un paño y una jofaina con agua, y
también mi kit. Pyrok, me parece que te vendría bien hacer algo. ¿Toda esta
sangre es suya?
Para mi sorpresa, Pyrok se marcha de la habitación como si lo
persiguieran, pero no antes de lanzarnos una mirada a Veya y a mí. Mi
hermana se encuentra al otro lado de la mesa, observándome con los ojos
entornados como si me apuntase con una flecha y estuviera a punto de
disparármela.
—No —digo sosteniéndole la mirada—. Mucha sangre es de un colk, de
otro hombre y mía.
—La madre que te parió —gruñe Veya, y se abalanza sobre mí por
encima de la mesa con el brazo hacia atrás. Le permito que me dé tres
puñetazos en la mandíbula, el estómago y en las malditas heridas del pecho.
Luego, le sujeto las muñecas y la empujo hacia Grihm, que se había
apartado sigilosamente de la pared del fondo en cuanto ella ha empezado la
frase.
Le rodea las muñecas con una de sus enormes manos pálidas y le pasa el
otro brazo por el pecho, mirándome por entre una mata de pelo níveo que
casi oculta por completo sus gélidos ojos. Tiene un tic en un músculo de su
ancha mandíbula, lo único que da fe de que está inquieto.
Veya gruñe y levanta la vista hacia mí con la ferocidad de un siegasable
adolescente salvaje: con fuego en los ojos y el labio superior contraído para
enseñarme los colmillos. No consigue zafarse de Grihm.
—¿Cómo has podido llevarla a ese lugar?
—El desfiladero la llevó a ese lugar —mascullo limpiándome un poco de
sangre del labio—. Yo he llegado allí justo a tiempo.
—Lleva puesto el atuendo de un juicio Tookah, Kaan. De un juicio
Tookah.
—Ya lo veo, Veya.
—¿Quién era el hombre?
—Hock.
Se queda rígida con una mirada sombría.
—Me alegro —dice, ya sin forcejear con Grihm, aunque él no la suelta.
Ni ella se lo pide.
—¿Cómo lo ha matado? —me pregunta Veya alzando la barbilla.
La rabia me crepita en las venas como ascuas apagándose al no conseguir
quitarme de la cabeza la imagen de Raeve tumbada en la arena, cubierta de
sangre, con un hombre encima que tenía la intención de reclamarla como
suya; al no conseguir quitarme de la cabeza la imagen de ella riendo, como
si se burlase de su inminente muerte.
«No deberíais malgastar palabras como esas conmigo, majestad».
«Joder».
Aprieto los puños.
—No lo ha matado ella.
Veya entrecierra los ojos, observa el málmr que le cuelga del cuello a
Raeve y luego los abre muchísimo.
—Por todos los Creadores…
Suelto un gruñido y otro estallido de energía me atraviesa las venas.
Y los músculos.
Detengo a Pyrok cuando regresa a la sala. Cojo la jofaina y utilizo el
paño mojado para limpiar la herida de Raeve; a continuación, le quito la
sangre de la cara mientras Pyrok ayuda a Agni a colocar sus tinturas sobre
la mesa. Cuando vuelve a levantar la vista, se queda paralizado y se le cae
el tarro que tenía en la mano.
Haciéndose añicos.
—Por los putos Creadores, ¿quién cojones es esta y por qué es clavada a
Elluin Neván? Está muerta —exclama pasando la vista de mí a Veya y a
Grihm con el rostro tan pálido como el de este último—. ¿Soy el único que
cree que se está volviendo loco ahora mismo?
«No».
Agni nos mira como si todos estuviéramos chiflados al tiempo que vierte
un poco de líquido morado sobre un trozo de tela con el que le da unos
toquecitos a Raeve en los labios.
—No sabe que es Elluin —mascullo. Dejo el paño en la jofaina y me
aparto el pelo de la cara—. Cree que es Raeve y no recuerda nada anterior a
las últimas veintitrés fases.
Mis palabras retumban por la sala, burlándose de mí.
—Ahí va… Joder —murmura Pyrok—. ¿Estás seguro de que es ella?
¿No habrás traído a una chica cualquiera porque se parece a Elluin?
—¿Crees que yo haría eso? —gruño.
—Te he visto hacer muchísimas gilipolleces en el último eón —Se
encoge de hombros—. No te voy a mentir.
Me aclaro la garganta.
«Pues sí».
—Es ella. Cualquier duda que tuviese desapareció cuando le dijo al alto
canciller de La Bruma que tenía micropene…, y en el juicio en el que la
sentenciaron a muerte, además.
Se hace un silencio y, luego, Pyrok se echa a reír y coge un cáliz de la
mesa al azar.
—Brindo por eso. —Apura la copa y la deja sobre la mesa con un golpe
—. Cómo odio a ese viejo asqueroso.
—Si no recuerda nada… —tercia Veya pausadamente—, ¿cómo explicas
el hecho de que se haga llamar por su segundo nombre?
—No lo sé, Veya. —Niego con la cabeza.
—¿Cómo es posible que esté aquí? ¿Y viva?
—Eso tampoco lo sé.
Se le forma un surco entre las cejas, prueba de la frustración que yo
también siento.
—A ver, ¿cuáles son sus primeros recuerdos de esta vida?
Vuelvo a negar con la cabeza.
Veya finalmente se zafa de Grihm. Él se cruza de brazos y observa
fijamente a mi hermana, que se dirige hacia mí con una guerra librándose
en sus ojos inyectados en sangre.
—¿No sabes nada o qué?
«Joder».
—La única vez que intenté indagar un poco, comparó el tamaño de mi
polla con el de mi cerebro —le espeto—. De manera desfavorable.
Una parte de la rabia se desvanece de los ojos de Veya y le tiemblan las
comisuras de los labios mientras Pyrok se ríe abiertamente. Como lo
fulmino con la mirada, ahoga el sonido dando un trago del hidromiel de otra
persona.
«No le hará tanta gracia cuando ella le clave los dientes».
Agni le tiende a Pyrok la tela manchada de morado.
—Muévela delante de su nariz cada pocos segundos. No quiero que se
despierte con un ataque de náuseas, y me da que tus manos necesitan algo
mejor que hacer que beberse el hidromiel de todo el mundo.
—Agni, sabes perfectamente lo bien que se me da hacer varias cosas a la
vez —repone Pyrok esbozando una sonrisa.
Agni se sonroja y niega con la cabeza mientras masculla algo.
—¿Dónde la encontraste? —pregunta Veya, que por lo visto es inmune a
las chorradas que salen de la boca de Pyrok.
—Di con ella en El Vacío Voraz, pero llevaba la cara medio tapada. Pensé
que me estaba volviendo loco.
«Lo sigo pensando».
—Y luego me la encontré pudriéndose en una celda. —Me rasco la barba
al tiempo que Agni unta con una pomada de unión la blanca piel que he
besado más veces de las que puedo contar—. Una veracista me confirmó
que no recuerda nada de mí antes de que nos topáramos así como así. Nada.
—Así que no sabe que…
—No —la interrumpo.
Veya abre la boca, la cierra y niega con la cabeza.
—Y estás seguro de que viste a Slátra…
—Lo juro por su vida —gruño. Mis palabras rebotan por las paredes
como si fueran una de las atronadoras exhalaciones de Rygun.
Lo vi. Llevo viviendo con este doloroso recuerdo las últimas ciento
veintitrés fases, tanto dormido como despierto.
Jamás superaré esa escena ni la agonía que me atravesó el pecho al
presenciarla. Ni siquiera al tenerla a ella aquí, en esta mesa, respirando…
Tarde o temprano, me despertaré de esta utopía, no me cabe ninguna
duda. Me incorporaré en mi camastro y me daré cuenta de que todo ha sido
un sueño precioso y cruel.
Veya rodea la mesa y le aparta el pelo a Raeve para ver su oreja
puntiaguda, la de la muesca.
—Tiene la marca del sur que identifica a los nulos. —Frunce el ceño e
inspecciona ambos lóbulos—. Y ningún abalorio. Ni siquiera un agujero
donde ponérselo como pendiente. ¿Los Creadores todavía hablan con ella?
—Clode y Bulder sí —contesto cruzándome de brazos—. Aunque no sé
si los otros dos también.
Mi hermana se incorpora e imita mi postura con el doble de fiereza y la
mitad de tamaño.
—Por sus venas fluye sangre de los Neván, Kaan, y no lleva ninguna
Piedra Éter que silencie las canciones. Si Tyroth se entera de que está aquí,
intentará echar nuestra puerta abajo a llamaradas antes de que hayamos
podido prepararnos como los Creadores mandan. Sería estúpido que no lo
hiciera, y los dos sabemos que de estúpido no tiene ni un pelo.
—Soy consciente del riesgo.
—Vale… —Ladea la cabeza—. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. Pero, si quieres hablar de estrategias de guerra, ahora no es el
momento.
Estoy cansado.
Furioso.
Sangrando.
Hambriento.
Tengo un millón de cosas que hacer y solamente una que me interese.
Clavo la vista en Raeve. Agni está a su lado, mezclando tinturas y
preparándose para la intervención…
—¿Te da miedo que lo vea y… se acuerde de él? —me pregunta Veya.
Sus ojos entornados arrojan flechas que me alcanzan el pecho—. ¿Y que te
vuelva a abandonar? ¿Y que la nota dijera la verdad?
No permito que vea cuánto me duelen sus palabras. Ni cuánto me
atraviesan por un costado, desgarrando músculos, tendones y huesos, y
luego salen por el otro.
«Sí. Sí. Claro que sí, joder».
Pero perdí el derecho a codiciarla.
Observo la labor de Agni. Pyrok pasa de llevar a cabo tareas de ayudante
a volver a beber hidromiel de otros.
—Ella es un sueño hecho realidad, pero no es solo el mío —añado,
llenando la estancia con verdades como puños—. Ya no.
Incluso el aire parece detenerse y un silencio espeluznante se adueña del
comedor, acechándome desde todos los ángulos.
Contemplo mis manos ensangrentadas, las extiendo y me inspecciono los
lados. Después, aprieto los puños.
—Es mucho más que un juego de poder, es mucho más que el amor de
mi vida. Ahí fuera, hay alguien que la necesita mucho más que cualquiera
de nosotros, y desde luego no se trata de nuestro puto hermano —gruño
mirando fijamente los ojos empañados de Veya.
Mi hermana parpadea y una lágrima le recorre la mejilla.
—Poco a poco, le contaré la verdad, por dolorosa que sea. Y entonces
podrá elegir su camino, tomar sus propias decisiones.
«Pase lo que pase».
Veya baja los ojos al suelo conforme otra lágrima le cae por la mejilla.
Yo aparto la vista.
Mi hermana no llora nunca, así que, cuando lo hace, es como si el mundo
se resquebrajara. Como si yo no hubiera logrado protegerla.
Otra vez.
Aflojo los puños y los aprieto de nuevo, temblando por la insoportable
cantidad de energía que siento.
Angi utiliza una herramienta metálica para abrir la herida de Raeve y
tener así acceso a la fisura del cráneo a fin de curar el hueso en primer
lugar…
También aparto la vista de eso porque quiero borrar esa imagen de mi
memoria. Sin embargo, ya la tengo grabada a fuego.
En lo más profundo de mi ser.
—Enseguida vuelvo —murmuro. Señalo a Grihm con la barbilla y me
dirijo hacia la puerta, a la espera de que Veya dé el golpe de gracia.
—Nadie puede sufrir lo que ha vivido ella y no terminar lleno de llamas
de dragón, recuerde su pasado o no. Ándate con mucho cuidado, Kaan, o se
prenderá fuego a sí misma y se convertirá en cenizas en tus putas manos.
Suelto un gruñido y echo a caminar por el salón, seguido por los sonoros
pasos de Grihm.
«Ya lo sé».
Kaan
CAPÍTULO 46
Recorro un túnel tras otro. Las runas brillantes grabadas en la piedra
rojiza enfrían el aire y los candelabros aúllan cuando paso por delante.
Quienes no pueden oír a Ignos probablemente crean que las llamas se
alegran de estar vivas tengan el tamaño que tengan.
Se equivocan.
La llama de una cerilla se retorcerá en presencia de cualquiera que se le
acerque pidiendo a gritos más sustancia que quemar, desesperada por
crecer.
A Ignos no le gusta nada ser pequeño ni no destacar. Ansía alfombras que
abrasar, bosques que incendiar, campos de hierba seca que arrasar.
Produzco una pequeña llamarada en mi mano, que se contorsiona en mi
palma con emoción cuando paso por delante de los mercenarios apoyados
en la pared, que se golpean con un puño el pecho, ya sea desnudo o
cubierto.
—Hagh, aten dah.
—Hagh, aten dah.
—Hagh, aten dah.
Sus gritos de respeto se apagan por completo y palidecen en comparación
con la rabia que me ruge por dentro, calentándome la sangre y lamiendo
mis órganos con una malicia abrasadora.
Hace ciclos que no duermo. Desde que me desperté con Raeve sentada a
horcajadas sobre mí con una de las escamas de Rygun en el cuello y vi sus
ojos flamear con la promesa de una muerte que prefiero que me dé ella
antes que cualquier otro.
Pero entonces se suavizó su expresión.
Y vi un destello de… de algo, de una ternura que me partió el pecho por
la mitad y me hizo pensar que sus recuerdos están ahí.
En algún lugar de su interior.
En algún maldito lugar.
La aurora ha salido y se ha puesto tres veces mientras Rygun planeaba
sobre las llanuras para traernos hasta aquí lo más rápido posible. Aun así, no
anhelo dormir, pues una enorme energía me recorre las venas y me bombea
los músculos. Me imagino con sangre en las manos, desgarrando carne con
los dedos y rompiendo huesos con los puños apretados.
Los fuertes pasos de Grihm retumban junto con los míos al tiempo que
me crujo los nudillos mientras bajo las anchas escaleras que conducen a una
oscura arena de entrenamiento.
Le susurro a mi llama que se divida y vuele por los aires hasta las
numerosas antorchas de las paredes. Las envuelve con chillidos siseantes y
estas cubren la enorme cueva de una intensa luz ambarina.
No creé este espacio con delicadeza. El techo no es alto ni está revestido
con grandeza. Tampoco me molesté en pulir las paredes.
Este espacio es justamente lo que debe ser, nada más: una arena del
tamaño de un cráter para dar puñetazos y desgarrar piel, para romper huesos
y aplacar las inclinaciones salvajes antes de que adopten vida propia y
acaben con todo.
Cuando llego hasta la arena, salpicada de pepitas de hierro, las voces que
oigo en la cabeza se extinguen como si hubiera soplado una llama. Mientras
me dirijo al centro, oigo las puertas cerrarse tras de mí y el ruido que hace
Grihm al quitarse las botas.
Estiro un brazo sobre el pecho y luego el otro. Las pequeñas costras que
han empezado a formarse en algunas de mis heridas se reabren con el gesto
y varios regueros de cálida sangre se deslizan por mi torso hasta caer en la
arena.
—No estoy de humor para contenerme —digo con aspereza, dando
media vuelta.
La chaqueta de Grihm se encuentra en el suelo, junto a sus botas. Agacha
la cabeza mientras se suelta los nudos de la túnica negra, se la quita por la
cabeza y me enseña la espalda, cuya pálida piel está llena de arrugas. Como
si se hubiera derretido, alguien la hubiese removido y se hubiera
solidificado de forma abrupta.
Cuando empieza a darse la vuelta, aparto la vista.
—Yo tampoco —masculla. Me cuesta mantener una expresión seria,
reprimir la sorpresa que me ha provocado su voz, con un tono áspero que
pone de manifiesto lo poco que la usa.
Se encamina hacia mí, me mira a través de la mata de mechones níveos
que le cubren media cara y flexiona los hombros a la vez que aprieta los
puños a los lados.
—Estupendo —gruño, y arremeto.
Colisionamos en un duelo de golpes espeluznantes que rompen más de lo
que construyen. Nuestra sangre salpica la arena mientras expulsamos la
amenaza de nuestro cuerpo de la única forma que sabemos.
Con puñetazos.
Con bufidos.
Con rabia.
Veya
CAPÍTULO 47
Agni cierra las contraventanas de madera para impedir que pase la mayor
parte de la luz mientras yo tumbo a Elluin en la cama de una de las
numerosas habitaciones de invitados, colocándole las manos sobre el pecho.
Me detengo y observo con el ceño fruncido la piel lacerada que le rodea las
uñas.
«Interesante…».
O tiene una fea costumbre o le encanta notar la sangre de alguien en las
manos.
Me pregunto cuál de las dos opciones será.
La tapo con la sábana de seda hasta la barbilla y le aparto un mechón de
pelo recién peinado de la frente, ya curada. No hay ni rastro de la cicatriz
que se le habría quedado como una versión retorcida de la diadema que
llevara tiempo atrás.
—Lo has hecho bien —felicito a Agni, que agacha la cabeza para darme
las gracias. Se detiene a los pies de la cama con los ojos fijos en Elluin,
mordiéndose el labio inferior y retorciéndose los dedos, como si estuviera
reflexionando—. ¿Ocurre algo?
—Sí. —Me mira y, lentamente, se llena los pulmones de aire—. Hay algo
que no he querido comentar delante de los hombres. Sobre todo, porque
parecían estar… al límite. Y no quería echar más leña al fuego, por decirlo
así.
«¿Y se lo dice a la que se ha abalanzado sobre la mesa y le ha dado tres
puñetazos al rey antes de que la contuvieran? Vaya, vaya…».
Me recompongo para ser la viva imagen de la compostura y la serenidad.
—Dime —la animo.
—La paciente… —Se ruboriza—. Como sabes, el don de los ojos de
dragón ha pasado en mi familia de generación en generación. Cuando le
hemos limpiado la sangre de la piel, he visto las marcas de muchas runas,
de muchísimas runas.
—¿Recientes? —Frunzo el ceño y contemplo a Elluin.
—Es difícil saberlo. —Agni rodea la cama y aparta las sábanas—. Pero
tiene una herida que al parecer las runas no han curado. Desprende un
resplandor plateado que jamás había visto. Justo… aquí —añade poniendo
la mano directamente sobre el corazón de Elluin.
Se me hiela la sangre.
—Una herida mortal —continúa—. Una a la que la gente no sobrevive,
ya que curar una puñalada en el corazón requiere más tiempo del que suele
tener el paciente.
Se me va el calor de la cara.
«Por todos los Creadores…».
Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta, me froto las
mejillas y me enrollo el pelo con los dedos.
—No se lo cuentes al rey. No hasta que sepamos por qué… o cómo.
Agni palidece, mira la puerta que tengo detrás y luego a mí. Hace una
rápida reverencia, se aclara la garganta y se concentra nuevamente en
Raeve.
Miro hacia la puerta con el entrecejo fruncido y salgo al pasillo justo a
tiempo de ver a Pyrok descamisado desaparecer por la esquina del fondo.
Suspiro.
Me apresuro e irrumpo en la sala de estar, donde barro con la mirada el
montón de butacas de piel de colk situadas alrededor de una mesa baja en la
que se han jugado más partidas de escripe que estrellas hay en el cielo del
sur.
Pyrok está despatarrado en un sillón enorme. Tiene su largo pelo, del
mismo color que el fuego que baila entre sus dedos, enmarañado.
—Conque no se lo cuente al rey, ¿eh? —dice lanzándome una mirada
reprobatoria con las cejas arqueadas.
—No me mires así —mascullo al tiempo que me acerco a la butaca
opuesta y me dejo caer—. Está tan contento de haberla recuperado que no
se está haciendo suficientes preguntas. Además, no se mata al enemigo con
una espada roma. La afilas hasta que tienes la certeza de que cumplirá su
cometido.
Pyrok se pasa la llama de una mano a otra como si fuera una pelota. La
luz que desprende sume su rostro en sombras angulares.
—¿Qué sabes?
«Que a Elluin la mataron de una puñalada, a diferencia de la historia que
nos contaron como si fuéramos niños que se tragan cualquier cosa».
—Voy a reformular la pregunta —añade Pyrok poniendo sus ojos
esmeralda en blanco—. ¿Lo que sabes va a conducir a nuestro ejército de
novatos a una guerra?
Me encojo de hombros.
Él suelta una maldición, aprieta el puño para extinguir la llama y se pasa
los dedos aún humeantes por el pelo.
—Para ser alguien que oficialmente nunca ha ido a la guerra, parece que
ardes en deseos de que se desate una.
—¿Para qué llevamos tantas fases preparándonos si no es para limpiar la
porquería y enmendar el legado sangriento de nuestro pah? —Me siento
encima de una pierna y me vuelvo para desatarme el chaleco de piel,
abrochado por delante y por los lados. Me lo paso por encima de la cabeza
y me levanto la túnica marrón que llevo para mostrarle las viejas marcas de
quemaduras que arruinan la piel de mi espalda—. Sabes que no me las dejé
porque me gustara cómo me quedan —le suelto mirándolo por encima del
hombro, aunque él está contemplando mis cicatrices, pasando la vista de un
surco a otro—. Me las dejé para que cada vez que me vea en el espejo me
acuerde de por qué Tyroth y Cadok han de pudrirse.
No hay nada como ganar tu juicio Tookah y que luego te hagan trizas tus
propios parientes por haber ensuciado el nombre de la familia.
Sí, ardo en deseos de que se desate una guerra. Me he ganado ese
derecho. Setenta y ocho veces, para ser exactos.
Pyrok se aclara la garganta y baja la vista cuando me doy la vuelta y me
recoloco la túnica, sin molestarme en atarme el chaleco.
—No pude arrancarle la cabeza a nuestro pah —mascullo. Alargo el
brazo para coger la jarra de brandy y me sirvo una copa—. Se la arrancaré a
ellos.
—Bueno, pues ya me avisarás si quieres que les fría la polla.
—A lo mejor sí. A ver de qué humor estoy para entonces. —Señalo con
la barbilla las vitelas de escripe y los dados de ocho caras guardados en un
cubilete de arcilla—. Reparte.
—Qué poco me gusta que te pongas mandona —gruñe. Se incorpora y
coge la baraja, relajando el ambiente un poco.
—Si yo no te mando, no lo hará nadie. Y, aunque lo haga, eres tan útil
como un encantador tapiz manchado de hidromiel.
—¿Encantador, dices? Joder —exclama con el pecho hinchado y los
codos sobre las rodillas. Se inclina y empieza a barajar—. Me lo tomaré
como un cumplido.
—Cómo no.
Me guiña un ojo y reparte los duros fragmentos de pergamino. Cojo los
que caen en la mesa delante de mí impostando una expresión suave, a pesar
de que tengo una mano estupenda.
Este juego me encanta.
—No quiero jugar para conseguir oro: ya tengo suficiente. —Ordeno mis
vitelas de la mejor a la peor de izquierda a derecha—. Quiero jugar para
conseguir favores.
Pyrok se ríe resoplando por la nariz.
—Veo que te ha tocado el plumaluna.
—No sé de qué hablas —susurro mientras bato las pestañas en su
dirección.
Me fulmina con la mirada y deja el resto del mazo alrededor del tablero,
que nunca se quita de la mesa. Ha bebido más hidromiel derramada que el
propio Pyrok, que ya es decir.
—Me toca —digo alcanzando el cubilete que contiene los dados—.
Porque tu cara me molesta.
—Me acabas de decir que soy encantador.
—Sí. —Lanzo los dados sobre la mesa y saco un seis. Cojo la vitela
número dieciocho del rincón izquierdo. Decido quedármela y pongo mi
polinilla bocabajo en el lugar vacío—. Pero más molesto que encantador.
Pyrok suelta una carcajada y niega con la cabeza. Lanza los dados, coge
una vitela y se queda pensativo; la sonrisa desaparece de su semblante.
—¿Grihm ha visto tus cicatrices?
—Claro que no. ¿Por?
Se queda la vitela y coloca otra en su lugar en el tablero.
—Por curiosidad. ¿Qué es lo que no hay que contarle al rey?
—No te lo voy a decir. Y, como intentes sacarle la información a la pobre
y vulnerable Agni con tu carisma, te mataré mientras duermes.
—Lo peor es que te creo —masculla. Le dirijo una sonrisa mordaz que
desaparece al poco. Vuelvo a lanzar los dados y, al levantar la vista, veo que
me ha tocado el susurrante.
—Elluin escribía un diario, ¿lo sabías? —le pregunto seria—. Un dae, me
lo encontré escondido en un recoveco de la pared. En la habitación donde
está durmiendo ahora, de hecho.
—¿Y eso qué importancia tiene ahora? —se interesa sirviéndose una
copa mientras yo medito qué vitela devuelvo a la mesa.
—Nunca me había parecido importante. —Me encojo de hombros y dejo
al huggin bocabajo en el hueco—. Ahora sí me lo parece.
—Muy bien… ¿Dónde está? —Mete los dados en el cubilete y saca un
siete. Enseguida, descarta la vitela que ha cogido y la deja bocabajo.
—Creo que se lo llevó a Arithia —murmuro. Saco un dos y esta vez robo
al fundefauces.
Por lo visto, tengo la suerte de mi lado.
—Solo han pasado unas cien fases —repone con un deje de ironía que no
me hace ninguna gracia—. Seguro que no es más que polvo.
—Allí hace frío. —Lo observo por encima de mi mano de vitelas y le
sostengo la mirada mientras dejo al flotti bocabajo en el hueco vacío—. Es
una atmósfera perfecta para preservar cosas.
Se me queda mirando como si fuera tonta, y los dos sabemos que nada
más lejos de la realidad.
—¿Crees que puedes visitar a Tyroth sin caer en la tentación de cortarle
la cabeza, obligando a tu único hermano decente a librar una guerra que
empezaremos con el pie izquierdo? —Estampa una vitela sobre la mesa y
frunzo el ceño al ver al ladronzuelo del malpié mirándome.
«Qué gracia. Se cree que sabe trucos».
—No soy tan irresponsable. —Le acerco las manos para que pueda
robarme a ciegas la vitela que desee y sonrío cuando me quita a la nieblosa
del extremo derecho—. Mira que se te da mal este juego.
Arruga la frente al ver la vitela y gruñe mientras la incorpora a su mano.
—Odio jugar contigo. Te he observado mientras jugabas en otras
ocasiones; por lo general, ordenas las vitelas buenas de derecha a izquierda.
—Y por eso ahora las tengo de izquierda a derecha —le anuncio. Apuro
la copa y la dejo sobre la mesa con un golpe—. Escripe.
—¿Ya?
—¿Quieres que lo diga más alto?
—No —rezonga. Tira al siegasable, al que venzo con mi plumaluna,
haciendo que el color desaparezca de su vitela, como si la criatura acabara
de morir—. Es que lo sabía, joder.
Lanzo al colk, al que derrota con una trogg. También gana la siguiente
jugada cuando su miskunn derrota a mi enthu.
Quizá emocionado al olerse la victoria, tira al maldiespín, al que
enseguida derroto con mi huggin. Después, lanzo sobre la mesa al
fundefauces, consciente de que ya no queda nada en el mazo con lo que
pueda ganarme.
—Has perdido. —Me lleno la copa y me recuesto en la silla bebiendo un
buen trago. La garganta me arde por el brandy y, al coger aire, lo hago
apretando los dientes—. Me reservo el derecho a un favor; lo usaré más
adelante.
—No volveré a jugar solo contigo. —Se repantinga en su asiento y usa el
brazo como almohada—. No está tan mal cuando nos ganas a Grihm y a mí
a la vez. —Susurra una palabra que hace saltar una llama de uno de los
candelabros, que vuela hasta su mano y empieza a retorcerse entre sus
dedos como si fuera una sierpe.
Miro hacia el techo, a los preciosos azulejos de color bronce, negro y rojo
que retratan la cara del siegasable de nuestro pah, Grohn. Constantemente
nos contempla. Constantemente juzga mis deslices, o eso decía nuestro pah
cuando se enteró de que me estaba follando a uno de los mozos de la
guarida después de entregarme a los Creadores para evitar futuros Juicios
Tookah.
Dijo que era indecoroso. Ignominioso.
Vergonzoso.
También dijo que nuestra mah se habría quedado destrozada de haber
sabido que murió dando a luz a una zorra como yo.
En mi opinión, era una venganza muy dulce y placentera, y decidí que mi
mah me habría sonreído, me habría dado una palmada en la cabeza y me
habría dicho que podía follarme a quien me apeteciese. O a nadie, si era lo
que elegía. Me cuesta saberlo a ciencia cierta porque no la conocí, pero me
parió, y me gusta pensar que heredé de ella todas mis fabulosas cualidades.
Está claro que no los heredé del gilipollas que me engendró.
—Creo que me voy a La Sombra —mascullo, y doy otro sorbo de
brandy, dejando que el líquido me prenda fuego a la garganta y me caliente
el estómago—. Qué suerte la mía. ¿Me quieres acompañar?
—Ni de broma.
—Podría obligarte —repongo levantando la copa por encima de mi
cabeza con un ojo cerrado para mirar a Grohn entre los fractales. Menudo
cabrón amenazante—. Recurriendo al favor que acabo de ganar.
—No eres tan cruel.
Tiene razón. No lo soy.
Por desgracia.
Con un suspiro, giro la copa para fragmentar más la espantosa cara de
Grohn, recordando cómo mi pah solía animarlo a perseguir a la gente por
las llanuras si lo disgustaban de alguna forma.
Me estremezco.
—¿No vas a esperar a que se despierte Elluin? ¿No te vas a volver a
presentar?
—No lo he decidido aún.
Lo que quiero decir es que no confío en que no me dé por atacarla como
he atacado a Kaan, a pesar de que obviamente no me reconocerá y se
quedará confundida.
En muchos sentidos, lo que hizo fue del todo imperdonable.
Quizá el diario arroje algo de luz al agujero negro que me hizo en el
corazón cuando se marchó sin escribirme ni una sola palabra, dejando tan
solo una patética nota dirigida al hombre al que en teoría amaba.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Le estaba cantando a Slátra mientras me adormecía junto a su mullida


cola cuando los vigilantes de la guarida han alzado de pronto las puertas.
A través de ellas, ha entrado el siegasable más grande que he visto jamás,
tapando la luz.
Un hombre ha saltado del lomo de la bestia.
Alto.
Fornido.
Apuesto.
Por todos los Creadores, era muy apuesto.
Su forma de moverse me recordaba al derrumbamiento de una montaña.
Me ha mirado fijamente con unos ojos como ascuas y se me ha detenido
el corazón.
A él se le han detenido los pies.
Ese momento ha parecido alargarse eternamente y casi le he implorado
a Slátra que alzara un ala y le pusiera fin, que me diese un lugar donde
ocultarme para recuperar el aliento. No lo ha hecho, aunque sí ha
levantado la cabeza y gruñido en dirección al gigantesco dragón, que nos
miraba como si nos encontráramos en su territorio.
La verdad sea dicha, probablemente sea así, pero esta guarida es la
única a la que Slátra ha podido acceder en su estado.
No me he molestado en ponerme el velo, pues el hombre ya me había
visto la cara, así como la Piedra Éter, prendida sobre mi frente como la
enfermedad que es.
El hombre ha sacado al dragón de aquí, aunque ha regresado al poco sin
él.
Esta vez, Slátra no ha gruñido.
El desconocido se ha acercado y se ha interesado por lo que le había
pasado a Slátra en los ojos, con una voz grave y ronca y un acento tan
marcado que apenas he comprendido sus palabras; me he preguntado con
cuánta frecuencia habla. A juzgar por las cicatrices de sus brazos, he
supuesto que se pasa la mayor parte del tiempo gritando, no hablando.
Me ha preguntado cuándo había comido por última vez y si estaba
viviendo ahí.
No le he contestado a nada. No porque tenga prohibido hablar con
desconocidos, sino porque no me apetecía, sin más.
Estoy cansada.
Cansada de perder cosas que amo. Cansada de intentar arrancarme la
maldita diadema de la frente para invocar el poder que puede ayudarme a
llevar a Slátra a casa y arrebatarle el trono al capullo que cree que es mi
dueño y señor. Cansada de que me ninguneen hombres que creen que saben
lo que me conviene y lo que es mejor para mi reino, que echo muchísimo de
menos, gobernado ahora por un monstruo cruel, egoísta y avaricioso al que
no le confiaría ni a mi peor enemigo.
Estoy… muy cansada.
Raeve
CAPÍTULO 49
Una palabra me quema la lengua y me crepita en los labios, y la
desesperación me aplasta como si tuviese un nudo grande como el mundo
en el pecho. Noto un dolor en el corazón que gotea…
Y gotea…
Creo que yo goteo con él al querer coger algo que no está a mi alcance.
Extiendo los dedos. Me muero por alcanzar…
algo importante.
Algo…

Mío.

Pero me escurro…
Y me escurro…
Me escurro lentamente…
Algo me empuja demasiado rápido. Demasiado lento.
Algo frío.
Y vacío…
Me levanto sobresaltada luchando por respirar; me llevo las manos al
pecho, a las costillas, a la tripa. Intento soltarme de los tentáculos de una
pesadilla que me ha parecido demasiado real.
Demasiado dolorosa.
Me doy un bofetón, abro los ojos y me fijo en la estancia húmeda en la
que estoy, en la que entra un poco de luz por las rendijas de unas
contraventanas que creo que ya he visto antes en algún lugar. Quizá en un
sueño. Pero ya no estoy soñando, me acabo de despertar.
Me acabo de despertar…
«¿Dónde coño estoy?».
Me paso los dedos por el pelo y me lo aparto de la cara para intentar unir
los fragmentos ensangrentados de mis recuerdos.
«El Cambiasinos… El colk arrodillado e inerte con el cuello rebanado del
que le manaba sangre… Dos desconocidos que se desgarraban la piel
intentando reclamar el derecho a poseer mi cuerpo. El puñetazo de Hock en
toda la cara… Kaan decapitando a Hock… Kaan».
Con un grito ahogado, cojo el málmr que me cuelga del cuello y lo
acaricio con la palma mientras contemplo a los dos dragones abrazados.
«Por todos los Creadores. Ha sucedido de verdad».
Ha pasado de verdad.
—Mierda —mascullo.
Vuelvo a recorrer la habitación con la mirada. Las paredes son de piedra
rojiza y el techo es un mosaico de negros, bronces y rojos oscuros que se
mezclan. La estancia apenas tiene muebles, la mayor parte de la decoración
está en los muros o el suelo; hay una cama gigantesca, dos mesitas de noche
idénticas y una cómoda en la pared del fondo con cestos que hacen las
veces de cajones.
Es una estancia austera. Simple. Natural.
Al bajar la vista, veo que me han cambiado la ropa. Paso los dedos por el
vestido de seda negra que llevo, que me proporciona todo el recato que cabe
esperar con este asfixiante calor. Lo bueno de haber aceptado el málmr de
Kaan es que no me va a conducir a una desgraciada existencia consistente
en contemplar unas pieles cosidas mientras engendro una descendencia
mística destinada a salvar el mundo de inminentes caídas lunares.
«Está bien. Todo va bien».
Dejo caer el málmr sobre mi pecho, aparto la sábana y me levanto a
trompicones. Clavo los ojos en un espejo de cuerpo entero con marco de
oro y cobre colgado en la pared y frunzo el ceño al verme.
El camisón negro me marca las curvas, tiene un escote abierto y el bajo
me llega hasta medio muslo, dejando al descubierto mis largas piernas
pálidas. La tela es del mismo color que mi pelo, que está suelto y me
envuelve como si fuera otra capa de seda, pues los largos mechones
ondulados me llegan hasta las caderas.
Alguien me ha lavado, me ha vestido y me ha cepillado el pelo. No sé
qué he hecho para merecer tantas atenciones.
Doy un paso adelante y me llevo las manos a la cara al caer en la cuenta
de que tengo las mejillas ruborizadas por el calor y los labios de un tono
rojizo más oscuro. Estoy tan poco habituada a esta temperatura que todos
mis capilares parecen estar haciendo horas extra.
Ladeo la cabeza, me aparto el cabello de la zona dolorida de la sien y me
paso los dedos por encima de una piel inmaculada.
Frunzo más el ceño.
No hay ni una sola cicatriz que haga referencia al garrote que me ha
abierto la cabeza.
«Qué raro».
Kaan debe de haberle pedido a un runi que me cosiera. Un bonito detalle.
Un trato agradable para una prisionera que sigue llevando un grillete de
hierro. Que no me quejo, ojo. Seguro que otro golpe en el cráneo me habría
supuesto la muerte.
Me vuelvo, dispuesta a abrir las contraventanas para ver en qué parte de
este mundo dejado de las manos de los Creadores he terminado, cuando una
visión me asalta, golpeándome como si fuera otro porrazo en la cabeza, y
tengo la impresión de que el mundo se inclina.
Se desploma.

Agarro el espejo bruñido y lo aparto a un lado, revelando una


cavidad tallada en la piedra. Meto un brazo en el agujero y extraigo
un libro con tapas de cuero que abrazo fuerte contra mi pecho…
El recuerdo se desintegra como si fuera tierra escurriéndose entre mis
dedos y se niega a unirse de nuevo por mucho que apriete el puño,
intentando devolverle la forma que tenía.
Se me ha formado tal nudo en la garganta que me cuesta respirar.
«¿Qué coño ha sido eso?».
Trago saliva y miro de nuevo el espejo. Extiendo una mano temblorosa
hacia el marco y lo aferro con fuerza para desplazarlo a la derecha. El
corazón me da un potente vuelco al ver una cavidad toscamente labrada. Un
agujero. Lo bastante grande como para meter un libro y poco más.
Mi sangre se transforma en un barro gélido…
De repente, la puerta detrás de mí se cierra, así que doy media vuelta y
suelto el espejo. El objeto vuelve a su posición con un chirrido mientras
observo a una mujer delante de la puerta con una bota de cuero apoyada en
ella. Utiliza un puñal de escama de dragón para cortar una fruta negra y
redonda, extrayendo unos trocitos lechosos que impregnan el aire de una
dulzura ácida cuando se los lleva a la boca.
La mujer tiene la piel morena por el sol y una cabellera densa de un
cálido tono castaño con reflejos naturales, a juego con sus ojos ambarinos.
La lleva recogida a un lado y decorada con abalorios marrones.
Las pecas le cubren la nariz y las mejillas, lo que confiere cierta picardía
a su elegante presencia, de la que cuesta apartar la vista. Es bellísima y
despide una seguridad que resulta palpable en esta pequeña y sofocante
habitación.
—¿Quién eres?
—La cabrona de la hermana Kaan, a la que no querrás tener en contra —
responde. Me mira de arriba abajo y sigue cortando fruta y comiéndose su
jugosa pulpa.
Me rugen las tripas, que se contraen vacías, y observo el puñal con los
ojos entornados. Acabo de advertir que esta mujer tan irritable tiene un
arma…
Y yo no.
—Parece que no te caigo muy bien —musito apoyando la cadera en la
mesita. No aparta los ojos de la fruta mientras cojo el candelabro dorado
apagado, lo bastante grande y pesado como para dejar inconsciente a
alguien con el mínimo esfuerzo. Precauciones—. Pero ni siquiera me
conoces.
—Eso es discutible.
—¿Qué significa eso? —Enarco una ceja.
Ella alza los ojos y recorre mi rostro hasta llegar al málmr que llevo
sobre el pecho, cuyo generoso volumen curva la tela de seda.
—Eso sí que significa algo, ¿sabes? Una no va por ahí aceptándolo así
como así y luego guardándolo en el joyero para ponérselo con su conjunto
preferido.
«Pues qué gracia, porque yo no tengo conjuntos».
Clava de nuevo sus ojos en los míos y mastica otro trozo de fruta. Me fijo
en cómo me observa: irradia suficiente hostilidad para que sienta que aquí
sobro. Si hubiera visto cómo Kaan le ha cortado la cabeza a Hock mientras
este seguía entero y consciente, quizá no se preocuparía tanto por que yo
hiera al bueno de su hermano.
—¿Dónde está?
Traga la fruta y corta otro pedazo.
—Supongo que lo están curando. Se ha ganado una buena paliza para
evitar que te pases la vida tumbada, con las tetas fuera y el bebé de un bruto
en el vientre.
Enarco la otra ceja.
—Déjame adivinar… —prosigue clavando la punta del puñal en el trozo
blanquecino mientras apoya la cadera en la puerta y me observa de la
cabeza a los pies, moviendo el arma como si fuera un puntero—. Te ha
llevado a una cabaña pintoresca en las montañas, te ha preparado algo de
comer y te ha mirado como si te quisiera más de lo que se quiere a sí
mismo. Y tú has huido, te has caído por la cascada y has terminado medio
muerta rodeada de guerreros semidesnudos.
Me quedo pálida.
—¿Cómo lo sa…?
—Porque soy magnífica. Y también leal, pero insufrible si no estoy de tu
lado. —Se lleva la daga a la boca y coge el trozo de fruta con los dientes—.
Todavía no he decidido en qué lado ponerte a ti.
Por desgracia para ella, me da absolutamente igual que los demás me
acepten o no. Por no decir que estoy tan hambrienta que podría zamparme
una buena cantidad de esas frutas jugosas tan raras, y oírla masticar esa
pulpa de olor ácido y dulzón me está provocando una envidia salvaje que
me cuesta dominar. Nunca he probado una de esas, pero los nervios
hormigueando debajo de mi lengua me dicen que están preparados.
—Te sorprendería saber lo poco que me importa —mascullo, torturada
ante otro bocado crujiente que casi me hace cruzar la habitación y derribar a
la mujer para robarle lo que queda de la pieza de fruta—. Si ya has
terminado de marcar territorio, haz el favor de decirme dónde está la salida
para que pueda disfrutar de mi flamante libertad sin estar encadenada, atada
ni atravesada por ninguna estaca.
Le hago un gesto para que se marche, pero se queda mirándome con la
cabeza ladeada, masticando.
—Kaan creció oyendo constantemente que no es lo bastante bueno.
Nunca lo reconocerá, pero cree para sus adentros que no merece el honor de
que lleves eso en el cuello —dice señalando con el puñal el málmr de su
hermano.
Creo que no entiende por qué lo llevo… Por eso de que «en situaciones
desesperadas…».
Kaan probablemente esté deseando que se lo devuelva.
—Si vuelves a destrozar a mi hermano —dice con una sonrisa mordaz—,
yo te destrozaré a ti. —Abre la puerta de par en par y echa a caminar por el
pasillo. Sus palabras se me clavan en el cerebro y me carcomen por dentro.
—¿Cómo que «si vuelvo»? —gruño yendo hacia la puerta con el
candelabro bien sujeto.
Ella sigue alejándose y está a punto de doblar un recodo del corredor
cuando, sin pensar, una palabra me sube por la garganta, y se forma en mis
labios, como si se tratara tan solo de una memoria muscular.
—¡Veya!
Se detiene y gira la cabeza despacio.
Lentamente.
Sus ojos, bien abiertos, chocan con los míos como si vertieran sal a una
herida abierta que no está en mi cuerpo, sino en mi alma. En una porción de
la orilla que bordea mi lago helado interior, que ya no es tan profundo como
antes. Se ha retirado un par de palmos, dejando tras de sí un círculo de
piedras de ébano.
«¿Son imaginaciones mías o siempre ha sido así?».
—¿Cómo me acabas de llamar?
Con el ceño fruncido, me froto la cabeza, preguntándome con quién la
habré confundido. Con otra persona, seguro. ¿Conozco a alguna Veya?
Supongo que sí.
—Nada, no lo sé. Vete, me das dolor de cabeza.
Mi cuerpo debe de estar al borde de la inanición y ha restringido el
torrente sanguíneo a todas mis partes importantes.
«Mierda, necesito comer algo. Y beber agua».
La desconocida regresa por el pasillo soltando chispas por los ojos.
Lanza el hueso de la fruta al suelo y se golpea el pecho con una mano.
—Soy Veya —exclama—. Soy yo. ¿Te acuerdas de mí?
Casi se me salen los ojos de las órbitas.
«Otra vez esta mierda no».
—No, se me ha ido la cabeza. Nunca te había visto —mascullo, y le
cierro la puerta en las narices, corriendo el pestillo—. Hablamos en otro
momento, cuando hayas aprendido a compartir.
La oigo estampar la bota contra la madera.
—¡Voy a averiguar la verdad! —grita a pleno pulmón—. ¿Me has oído?
Voy a averiguar la verdad.
«Está chalada».
—Adelante —exclamo—. Pero ten cuidado, no te vayas a hacer daño en
el cerebro.
La única respuesta que obtengo es el ruido de sus pasos por el pasillo. Se
aleja.
Suspiro, lanzo el candelabro sobre la cama y me dirijo a las
contraventanas de madera para abrirlas, lo que me deja medio ciega.
Levanto la otra mano para protegerme del implacable rayo de luz y calor y
abro mucho los ojos cuando al fin se adaptan a la intensa claridad.
—Vaya —susurro sosteniendo la manecilla de madera de la puerta que
está ante mí. La abro y salgo a un pequeño balcón que da a una civilización
asentada en una bahía enorme que se extiende hacia el horizonte, cuyos
confines se ven borrosos por las ondas formadas por el calor. Es una pena,
ya que al oeste hay algo que pica mi curiosidad. Y me dan ganas de apartar
las capas distorsionadas y ver lo que se encuentra al otro lado.
Bajo la vista para contemplar la ciudad.
Desde aquí arriba, hacia la mitad del escarpado acantilado, los edificios
parecen un montón de rocas rojizas, unos con mosaicos en espiral y otros
coronados por ventanas redondas que centellean bajo el sol. El cielo azul
claro está abarrotado de lunas oscuras de siegasables, así como de unas
cuantas coloridas de plumalunas, que se reflejan en el agua turquesa, la cual
se extiende hasta donde me alcanza la vista. El ardiente sol se alza justo
encima, bañándome de calor.
Me lleno los pulmones de aire y niego con la cabeza…
«Al final, parece que he llegado a Dhomm».
Raeve
CAPÍTULO 50
Hurgando en los cestos, encuentro un par de botas negras que llegan
hasta la rodilla con suelas gruesas y cordones. En cuanto me las pongo,
descubro que son de mi talla y me enamoro al instante de ellas.
Son perfectas para ocultar puñales y aplastar dedos.
Cojo un montón de tela negra de otro cesto y la despliego, advirtiendo
que se trata de una túnica con capucha.
—Uh —murmuro. Me la pruebo y me miro al espejo girando a izquierda
y derecha.
«Qué preciosidad».
Se sigue viendo el camisón de seda de debajo, lo que me proporciona un
efecto de capas y me sirve como una sombra sin impedir que me corra el
aire por el cuerpo.
Me encanta que llegue hasta el suelo y tenga las mangas acampanadas,
que casi me tapan la punta de los dedos extendidos. La longitud me resulta
conveniente para ocultar el grillete y así no parecer una presa fugada
mientras paseo por la ciudad en busca de una tienda de La Pluma Rizada.
En el mismo cajón, encuentro unos pantalones que parecen demasiado
pequeños, pero me van bien si abrocho el cinturón en el último agujero.
Me calo la capucha, miro de nuevo mi reflejo y sonrío.
«Perfecto».
Con el candelabro en una mano, cruzo la habitación y salgo al pasillo,
que da a una sala abovedada. Frunzo el ceño al ver el techo: un mosaico de
un siegasable que parece a punto de envolverme en llamas.
Un escalofrío me recorre hasta los dedos de los pies.
«Kaan debería despedir al decorador antes de que a alguien le dé un
infarto».
Al echar un vistazo alrededor, advierto que un tercio de la pared está
formado por puertas de cristal oscuro, desde las que se atisba un patio
pavimentado con un pozo para hacer fuego. De unas macetas enormes se
alzan unas tupidas enredaderas que parecen envolver el edificio, llenas de
flores oscuras tan grandes como mi cabeza, orientadas al sol.
La estancia tiene aspecto agradable, a pesar del espantoso techo, y hay
más macetas con enredaderas que cubren las paredes interiores, bañadas por
la luz del sol que entra desde las numerosas ventanas. Son esas flores
negras las que tiñen el aire con aroma agridulce.
A una mesa de piedra que no me llega más allá de la rodilla, veo a dos
hombres enormes sentados sobre unas mullidas butacas de piel. Uno está de
cara a mí, con la expresión oculta por los mechones claros que le tapan los
ojos. El otro tiene la cara y los hombros cubiertos de pecas y me mira por
encima del hombro con una ceja arqueada. Su melena rojiza revuelta da a
entender que acaba de despertarse de una siesta de mediodae.
Los dos tienen vitelas de escripe en las manos y hay otras tantas bocabajo
en la mesa, que también está adornada por una copa de un líquido ambarino
y un plato con un aperitivo de aspecto crujiente.
—Me encanta ese juego —digo acercándome a la mesa. Cojo un
tentempié del plato, lo sumerjo en una salsa clara y me lo meto en la boca,
pero arrugo la nariz al notar un fuerte sabor a tierra—. Esto no tanto. ¿Qué
es?
—Crema de trufflin —contesta el pelirrojo, que lleva muchos pendientes
en la cara—. La importamos de un pueblo cercano. Los hongos con los que
se prepara son difíciles de cuidar, así que vale su peso en oro.
Me trago el resto y confirmo que, efectivamente, está asqueroso.
—Pues no me gusta, no. —Me lanzo otro aperitivo crujiente en la boca y
lo mastico, sorprendida—. Ahora os habéis redimido. Esto sí que está
buenísimo.
Rico.
Salado.
Graso.
Incluso me estalla sobre la lengua con cada mordisco.
Me como otro.
—¿Qué es?
—Grasa de colk frita.
«Vaya».
No es el tentempié que habría elegido porque no hace mucho he visto
sangrar a uno de esos animales sobre un cuenco, pero a buen hambre no hay
pan duro.
Me pongo el plato sobre el pecho y lo rodeo con el brazo engrilletado,
con el que sigo sujetando el candelabro robado. Me meto otro trozo de
grasa crujiente en la boca.
—No os importa, ¿verdad? —les pregunto señalándolo.
—No tanto como para detenerte —responde el que no lleva camisa con
una ceja tan arqueada que casi se pierde debajo de sus bucles rebeldes—.
¿Quieres una bolsa para el candelabro?
—¡Qué considerado! —Sonrío—. Sí, me iría de perlas.
Intercambia una mirada con el otro hombre y se levanta para acercarse a
un minibar, de donde saca una bolsa fina de algodón y vacía sobre el banco
las frutas color naranja abolladas que contiene. Regresa junto a mí y me la
abre. Introduzco el candelabro en ella y él me pasa las asas por el brazo.
—Gracias. —Me quedo mirando a los dos—. No necesitáis que mate a
nadie a cambio de la bolsa, ¿no?
Se hace un silencio tan largo que casi repito la pregunta.
—Ah, no. No hace falta —dice el pelirrojo.
—Genial.
«Y raro. La cosa suele ir así».
—Avisadme si cambiáis de opinión. Estoy intentando dejarlo, pero
vuestro rey me ha salvado la vida un par de veces, así que estaré encantada
de haceros un favor. Pero solo uno. —Me subo la bolsa hasta el hombro—.
¿Dónde está la puerta principal?
El hombre que está sentado sigue observándome como si fuera una
criatura extraña a la que no hubiera visto nunca. Está tan pálido que me
pregunto si se está muriendo. Pobre, será mejor que me vaya antes de que
me lo contagie, porque, si no, jamás llegaré a la muralla para despellejar a
Rekk Zharos de la polla al cuello.
—Por ahí. —El pelirrojo señala detrás de mí—. La puerta número
dieciocho a tu derecha es el camino más rápido para llegar al centro de la
ciudad.
Al volverme, veo un pasillo en el que antes no había reparado, lleno de
ventanas por las que se cuelan rayos de luz.
—Muchas gracias. —Cojo otro trocito de grasa del cuenco que tengo
sobre el pecho y me doy la vuelta para despedirme con esa misma mano—.
¡Un placer hablar con vosotros!
«Que os vaya bien la vida».
El silencio me persigue mientras recorro el pasillo, deleitándome con la
grasa frita y la gloria de ser libre.
Supongo.
No me he despertado en ninguna celda, encadenada, ni en la boca de un
dragón. Nadie me ha llamado «nula asquerosa» ni me ha provocado ganas
de apuñalarlo. No me han derribado al suelo tan pronto como he salido de
mi habitación, no estaba pintada con la sangre de un animal sacrificado ni
atada a un poste para servir de cena a los siegasables. Nadie me ha llamado
Kholu ni me ha ordenado que me quedase a engendrar una «descendencia
que salvará al mundo». Ningún felino mítico plateado me ha hecho cambiar
de dirección.
Soy prudentemente optimista y creo que mi breve estancia en Dhomm va
a ser muchísimo menos traumática de lo que me imaginaba.

Dos guardias altos de rostro pétreo agarran los pomos de las puertas
dobles y las abren.
—Por todos los Creadores —mascullo con los ojos entornados ante la
abrumadora cantidad de luz solar. Me zampo el último trozo de grasa del
plato y lo mastico mientras salgo al calor pegajoso y dulzón para llenarme
los pulmones.
Suelto un suspiro.
La libertad sabe a colk frito y a aire demasiado caliente, pero nunca he
estado más agradecida. Lo único que se carga mi optimismo es ese fornido
rey herido de ojos ígneos que le ha cortado la cabeza a otro hombre por mí.
Se me desboca el corazón, como si intentara salírseme por entre las
costillas. Es un sentimiento que quiero aplastar.
«Cuanto antes me marche de aquí, mejor».
Las puertas se cierran tras de mí y me vuelvo. Veo a otro par de guardias
vigilándolas desde el exterior que me llaman la atención. Ambos llevan una
armadura de escama de dragón, tienen el pelo oscuro suelto sobre los
hombros y están armados con una espada de bronce en una mano y una
lanza de madera en la otra.
Me lamo los restos de sal que me quedan en los dedos y me acerco al tipo
de la derecha, que no sé cómo es posible que no entrecierre los ojos ni sude
pese a que el inclemente sol le da en toda la cara.
—¿Te importaría sujetarme esto? —le pregunto tendiéndole el plato
vacío.
Se le forma un surco entre las cejas y, al advertir el colgante que llevo
sobre el esternón, se queda sorprendido. Agacha la cabeza durante unos
largos instantes, como si fuera una reverencia, y luego alza la vista al plato
de arcilla, se aclara la garganta y me entrega la espada —que acepto—. Le
doy las gracias, poniéndole el plato en la mano.
Retrocedo y balanceo el arma para probarla. Frunzo el ceño; no hay
manera de encontrar una espada que me enamore a primera vista.
—Demasiado pesada para mí. —Señalo con la barbilla el puñal que lleva
en el muslo—. Pero te la cambiaré encantada por eso, y por la funda.
Después de unos segundos de pausa, los guardias cruzan una mirada.
Acto seguido, el que tengo delante deja el plato en el suelo, junto con la
lanza, y se desabrocha la funda. Pruebo el puñal antes de devolverle la
espada.
—Ha sido un placer hacer negocios contigo —le digo guiñándole el ojo.
Se aclara la garganta y da un paso atrás para volver a su puesto, con mi
plato entre los pies. Me doy cuenta de que ahora tiene unas cuantas gotitas
de sudor en la frente.
—Una pregunta rápida. —Dejo en el suelo la bolsa con el candelabro, me
abro la túnica y me levanto el bajo del camisón para atarme la funda de
cuero en el muslo—. Por casualidad no daréis de comer gente a los
dragones, ¿no? Por ejemplo…, no sé, en un coliseo gigantesco manchado
de sangre con un poste en el centro al que resulta incomodísimo estar atada.
Me quedo observando a los dos guardias, que se miran con recelo y
niegan con la cabeza a la vez. Levanto las cejas.
«Interesante».
—¿Qué me decís de vuestros elementales jóvenes? ¿Qué les pasa?
—Estudian en la Academia Drohk —responde el guardia de la izquierda
con su fuerte acento del norte, y luego agacha la cabeza.
—¿Y a los nulos?
—Se les da la opción de descubrir si tienen predilección por las runas. De
lo contrario, pueden elegir estudiar otra cosa o hacerse aprendices.
Aprendices… «¿Ah, sí?».
—Vale —digo con la cabeza ladeada mientras cierro a ciegas otra hebilla.
Las puertas se abren de pronto.
El pelirrojo alto sin camisa aparece en la entrada, cruzado de brazos y
con una ceja arqueada.
—¿Incordiando a los guardias?
—Qué suposición tan atrevida.
—Tu reputación te precede. —Asoma la cabeza por la puerta y mira a
izquierda y derecha como si quisiera comprobar que los tres seguimos de
una pieza.
Sobre todo ellos.
Pasa sus ojos verdes del plato del suelo a las mejillas enrojecidas del
guardia y el puñal que me acabo de agenciar.
—Veo que has conseguido arreglártelas para hacerte con un arma. Y en
tiempo récord.
—Es mi talento secreto. —Dejo caer el bajo del camisón—. ¿El tuyo cuál
es?
—No tengo absolutamente ninguno. —Señala con una mano las escaleras
que se dirigen a la ciudad rocosa que queda justo debajo—. Vamos.
Se me cae el alma a los pies y vuelvo a fruncir el ceño.
«¿No soy tan libre como pensaba?».
—¿Qué he hecho para ganarme un escolta?
Me mira de arriba abajo torciendo el gesto.
—Tienes pinta de turista que no está acostumbrada al calor. Y si
pretendes empeñar un candelabro de oro macizo, lo mínimo que puedes
hacer es conseguir un buen trato. Si un mercader te ve conmigo, será menos
probable que te regatee.
En realidad, está bien pensado. Aunque me pregunto si sería tan amable
conmigo si supiera que tengo la intención de cambiar el dichoso candelabro
por tantos puñales de escama de siegasable como para armar a un ejército.
—Graci…
—A no ser que me haya pillado liándome con su hija —añade
encogiéndose de hombros—, o con su hijo. Entonces, se negará en redondo
a hacer negocios contigo.
«Por todos los Creadores».
—¿No estabas en medio de una partida?
—Sí, y me estaban dando una paliza. Grihm es letal cuando está de mala
leche, y mi orgullo ya está lo bastante herido. Además, alguien nos ha
robado el aperitivo y nos hemos quedado sin brandy.
«Ya. O sea, que no me lo voy a quitar de encima».
—En ese caso —digo inclinándome para recoger la bolsa del suelo—,
¿vamos?
Se mete las manos en los bolsillos de sus pantalones de piel ceñidos y
hace de guía con zancadas suaves y ligeras a pesar de lo enorme que es. El
sol nos quema como si fuera una llamarada de dragón lejana, así que me
calo la capucha, sumiendo mi cara en las sombras y rebajando de inmediato
la incomodidad.
—Me llamo Pyrok.
—Yo Raeve, aunque supongo que ya lo sabías.
—Así es. —Me tiende la mano izquierda con el índice y el corazón
extendidos y los demás dedos flexionados. Extrañada, lo miro a los ojos y
luego bajo la vista de nuevo a su mano. Repito el gesto y se la estrecho.
Esboza una sonrisa tan despreocupada que es contagiosa.
—Muy bien.
Clavo la vista en las escaleras mientras vamos pasando entre edificios
tallados en la piedra, cubiertos tan solo por esas enormes flores negras que
le habrían encantado a Essi.
Siento una punzada en el corazón y me froto el pecho.
—Dime, Raeve, ¿en qué clase de tienda esperabas empeñar el
candelabro?
—En La Pluma Rizada, si es que hay una aquí.
—Pues sí. —Me mira de soslayo.
—¿Y se llama así? —Abro mucho los ojos—. ¿La Pluma Rizada?
—«Pergaminos, empeños y todo lo que pueda necesitar un runi» —recita.
El alivio me burbujea por dentro y me explota en el pecho.
Y me aligera el paso.
Sabía que había otras tiendas por ahí, pero no estaba segura de que las
hubiera tan al norte. Qué suerte.
—¿Necesitas una pluma?
—Sí.
Muchas plumas con la punta lo bastante afilada como para desgarrar las
partes importantes del cuerpo de Rekk.
Lentamente.
Dolorosamente.
—Y luego beber algo dulce y disfrutar de las vistas —digo subiéndome
al hombro las asas de la bolsa. Reprimo las ganas de arrancarme la piel
junto a las uñas, que empieza a estar un poco en carne viva.
—Lo de beber algo me parece una parte maravillosa del plan. ¿Qué vistas
quieres?
—Las mejores que haya.
Es una ciudad grande. Seguro que, si puedo verla desde arriba, tarde o
temprano encontraré la guarida de los peregrinos sin tener que obligar a
nadie a hablar. Y así sabré dónde tengo que ir cuando me haya librado del
pesado objeto de oro y haya reunido una cantidad de armas letal, además de
un saco lleno de esas frutas negras crujientes que estaba comiendo Veya.
Delante de mí.
Un pedazo crujiente y jugoso tras otro.
Se me hace la boca agua…
«Como me vaya de aquí sin unas cuantas de esas frutas, no me lo
perdonaré jamás».
Raeve
CAPÍTULO 51
La aurora se pone poco a poco, rumbo al oeste, conforme avanzamos
entre edificios circulares del color de la arcilla quemada. Hay macetas con
plantas, árboles y enredaderas que trepan por esta viva ciudad, y músicos
callejeros por las esquinas tocando melodías con flautas de cobre.
Al avanzar entre una multitud de gente vestida con trajes ceñidos que les
cubren el cuerpo entero como si fueran velos muy bien usados, no puedo
dejar de preguntarme si en Dhomm todo el mundo lleva la misma prenda
marrón, negra o rojiza y tan solo les hacen algún que otro arreglo: un alfiler
por aquí, un broche por allá, un cinturón de cobre.
Parece probable.
Varias alondras de papel revolotean por encima de nosotros y bajan en
picado hasta las manos extendidas de feéricos sonrientes. Nadie parece estar
muriéndose de hambre, no tener hogar ni llevar una muesca en la oreja. Al
menos que yo vea.
—Aquí la gente parece contenta —musito viendo cómo dos niños se
persiguen con una risa melodiosa. Los que supongo que son sus padres los
vigilan a los pies de un árbol torcido mientras lamen algo de aspecto
cremoso colocado sobre unos conos negros—. Es muy bonito.
«No podía haberme equivocado más con esta ciudad».
Pyrok me mira de reojo.
—Tengo entendido que vivías en Gore hasta que…
—¿Me ofrecieron a los dragones?
—Sí, eso. —Se saca una moneda de oro del bolsillo, la lanza por los aires
y la coge de nuevo—. ¿Has visto otros lugares?
Percibo cierto desenfado en la manera en la que me ha formulado la
pregunta, pero sigo con la impresión de que hablar con él es como coger
ascuas con las manos.
Recuerdo el frío camino al norte en dirección a la muralla hasta que por
fin hui de… de allí. Recuerdo los horrores que he padecido.
A los que me he enfrentado.
La soledad, que te cala tan profundo que te perfora los huesos.
—Solo este —contesto dejando a un lado los recuerdos—. Aunque
durante casi todo el trayecto estuve o inconsciente o en la boca de Rygun.
Yo no diría que haya visto mucho, a no ser que contemos la bola de fuego
de su garganta, que no dejaba de amenazar con chamuscarme.
Es un recordatorio perfecto de que, por más que esta ciudad irradie
alegría, su apuesto rey me ha llevado de un lado para otro como si fuera un
mondadientes. Es una razón perfecta para no enamorarme demasiado de
este lugar. Y qué calor hace… Odio el calor. Además, tengo que despellejar
vivo al cabrón de Rekk y usarlo como alfombra.
—Creo que me estás haciendo dar vueltas —mascullo señalando un árbol
que ha conseguido rodear un edificio como si fuera una enredadera, con
enormes flores cobrizas que parecen alas batiendo al viento—. Estoy
convencida de que hemos pasado por aquí antes, cuando la aurora estaba
mucho más arriba en el cielo.
—Relájate —repone Pyrok deteniéndose junto a un carro del mercado—.
¿Acaso tienes que ir a algún sitio?
Aquí no. No en esta acogedora ciudad donde la gente resulta tan
agradable. Demasiado agradable como para querer quedarse.
«Demasiado agradable como para encariñarse con ella».
—Siempre hay que ir a algún sitio. ¿Qué vas a comprar?
—Hidromiel. —Intercambia su moneda por una jarra de terracota llena
de un líquido rojizo y me mira por encima del hombro con una ceja
arqueada—. ¿Quieres?
—Quizá luego.
Más moneditas de oro brillan bajo el sol cuando el mercader se las pone a
Pyrok en la mano. El cambio, supongo.
Pyrok echa a caminar a mi lado, silbando y guiándome hacia lo que
imagino que será otra de sus vueltas.
—¿El oro es la moneda de cambio aquí?
—Pues claro. —Bebe un buen trago de hidromiel y suelta un silbido de
satisfacción—. En este reino no apoyamos que se excaven minas de sangre
de dragón fosilizada —me explica con una dureza en su tono que antes no
tenía—. Excavarla fomenta derramarla.
—¿Aquí no se usan las gemas de rocadragón por sus propiedades
curativas? —Frunzo el ceño.
Se encoge de hombros.
—Lo que llega a la ciudad no lo ha excavado gente bajo la protección de
este reino.
«Interesante».
Me dirijo hacia un músico callejero que toca una melodía preciosa con un
instrumento de cuerda enorme de madera rojiza que me atrae la vista.
Y el oído.
Me entran ganas de sentarme a escucharlo.
—Es decir, que en La Llama hay reservas de rocadragón sin explotar,
¿no? —pregunto mirando a mi izquierda, pero Pyrok no está por ninguna
parte.
Ha desaparecido. Como si la tierra se lo hubiera tragado.
Doy media vuelta y diviso su melena pelirroja en un callejón; le saca por
lo menos una cabeza a todo el mundo. Me hace señas para que lo siga sin
molestarse en volverse. Pongo los ojos en blanco tratando de alcanzarlo
entre la multitud.
—Gracias por avisar —mascullo.
—Te he avisado. No es culpa mía que no prestaras atención. —Se detiene
y se recuesta en una pared cubierta con esas enredaderas rojizas con flores
negras. Mete una mano en el bolsillo mientras con la otra bebe el hidromiel
—. Ahí está —dice señalando con la barbilla—. Saluda a Vruhn de mi parte.
Me doy la vuelta y me fijo en la puerta de madera del edificio abovedado
que está delante de él, de la que cuelga un viejo cartel.
Sonrío y cojo el pomo de la puerta, pero antes de abrirla miro hacia atrás.
—¿Necesitas algo?
—No, a no ser que Vruhn haya decidido vender brandy junto con su
colección de alas de insecto —contesta, y pega otro buen trago a su bebida.
Niego con la cabeza y entro en la tienda circular, que huele a cuero y a
polvo. Contemplo las paredes curvas, con estanterías repletas de libros,
tinturas, palos de grabado y trozos de roca volcánica. Veo colmillos de
siegasable colgando del techo, suspendidos de cadenas de cobre, todos con
la etiqueta con el precio, que para mí no significa nada, ya que no estoy
acostumbrada a pagar con oro.
Cruzo los dedos por que este objeto pesado que he arrastrado por media
ciudad valga lo suficiente como para adquirir lo que necesito y que me
sobren unas cuantas monedas para alquilar un carromato hasta la muralla.
Camino por el laberinto de estantes hasta que llego al fondo de la tienda,
rodeada de un mosaico de alas de insecto pequeñas, medianas y grandes, lo
que me hace fruncir el ceño.
«A saber dónde estarán las armas…».
Poso la vista en un hombre de pelo blanco tieso que se alza en todas
direcciones; debe de ser Vruhn. Está sentado detrás de un mostrador de
piedra desordenado mezclando tinturas, con abalorios blanco y azul
prendidos en sus mechones rebeldes.
Se le forma una arruga entre las cejas, deja lo que estaba haciendo y alza
la vista. Tiene unos ojos etéreos que me dejan clavada al suelo con el pulso
acelerado.
Son blancos, como los de la Sól —un fuerte contraste con su piel oscura
—, y me están atravesando.
El corazón me da un vuelco cuando algo destella en mi memoria, como
un trozo de carne arrojada a una cama de ascuas:

Un par de enormes ojos negros me miran sin ver y una ráfaga


de aliento helado me golpea la cara cuando un frío morro
blanquecino me acaricia el pecho. Un pecho que está llenísimo
de amor. Llenísimo de…
De dolor.
De muchísimo dolor…
—Bienvenida a La Pluma Rizada —exclama una voz ronca,
devolviéndome a la tienda.
Y al presente.
Hundo la inquietante imagen en mi lago helado interior, me aclaro la
garganta y dirijo la vista al hombre, aunque me cuesta sostenerle la lechosa
mirada.
—Hola. Vengo…
—A empeñar el candelabro que has robado de la Fortaleza Imperial.
Estoy al corriente, Raeve.
Frunzo el ceño y observo con los ojos entrecerrados el traje blanco del
tendero en busca de los numerosos botones que le adornan la costura
delantera: uno tiene grabada una maraña de hilos trenzados.
—Eres mentalista —murmuro con la voz preñada de sorpresa—. Creía
que os habían perseguido y obligado a trabajar para las familias imperiales.
—Soy consciente —repone Vruhn con un tono áspero. Ladea la cabeza
sin dejar de sujetar con el índice y el pulgar el afilador de metal—. Tienes
una mente muy interesante, querida.
Sus palabras me llenan de argamasa y me pesa el cuerpo.
Mucho.
—Hay una… profundidad oculta en tu interior con mucho dolor y tantos
secretos que no se pueden ni contar —añade meneando la cabeza—. ¿Cómo
lo soportas?
Me fuerzo a llenarme los pulmones. Los convenzo para que funcionen.
—Los ignoro —farfullo—. La mayoría de las veces.
—Ah.
Deja el afilador en un retazo de tela doblado y frunce el ceño.
—Has venido a por un montón de puñales de escama de dragón, seis de
hierro, una funda y un puñado de estacas de tamaño normal, y te gustaría
hacerte con un atuendo apropiado para poder llevártelo todo en una práctica
bolsa hasta La Bruma, donde pretendes dar con el cazarrecompensas Rekk
Zharos.
«Vaya. Qué útil».
—En efecto. —Agacho la cabeza para mostrar respeto a sus habilidades.
—Es una lista muy larga.
—Sí, bueno. Hubo un incendio en mi casa y perdí…
«Demasiadas cosas».
La imagen de Essi inerte sigue clavada en mí como un puñal entre mis
costillas, y me cuesta mucho no encogerme por el dolor.
—Ya lo veo —me dice Vruhn embargado por la emoción—. Lo siento,
Raeve. Lo de Essi. No hay carga más pesada en el mundo que los
remordimientos.
Desplazo la vista al mosaico del techo. A las estanterías. A mis manos.
—También siento lo de tu pequeña Ne. Sé lo duro que fue para ti
presionar la línea de activación para que regresase.
—Se te da genial atrapar cosas con tu caña de pescar mental —le digo
con una carcajada forzada mientras me subo el grillete por la muñeca para
que mi piel respire.
—Pues sí, lo siento. Pero me temo que es más una obligación que un don.
—Hace una breve pausa y añade—: También quieres uno de mis afiladores
para quitarte el grillete de hierro de la muñeca…
Alzo los ojos y arrugo el entrecejo. Él me mira con perplejidad.
—Es una idea que se te ha ocurrido al entrar aquí. Vas a coger una piedra
de la orilla y usarla para golpear la chaveta y soltarla. —Me dirige una
sonrisa traviesa que enseguida me contagia.
—¿Crees que funcionará?
—Sí, aunque tengo algo mucho más apropiado que no se curvará por la
presión. También quieres unas cuantas cosas de las estanterías que
sostengan la excusa de que has venido hasta aquí en busca de provisiones
normales y corrientes. Con eso también te puedo ayudar.
—Gracias —digo, y vuelvo a inclinar la cabeza—. Pyrok te manda
recuerdos. Está ahí fuera.
—Dile que deje de beber tanto hidromiel. Ah… —Abre mucho los ojos y
los entorna de nuevo, como si estuviera examinando los recovecos de mi
cerebro—. Ya veo por qué has traído el candelabro en lugar de echar mano
de tus reservas.
Sí.
Eso también.
—Los Fíur du Ath creen que estoy muerta; debe de constar en mi ficha.
Me gustaría que siguiera pareciéndolo, por lo menos…
—Por el momento.
—Seguro que entiendes el porqué.
—Sí —musita asintiendo lentamente—. Sereme es una pieza de mucho
cuidado. Veo que te tiene atada en corto.
«Con una soga al cuello, más bien, pero sí».
Toda la calidez desaparece de su rostro y le brillan los ojos por las
lágrimas.
—Te falta algo, pero no sabes qué es…
Noto un frío recorriéndome las venas hasta clavárseme en el tuétano.
—Me…
—Ay…, querida. —Tuerce el gesto y se lleva la mano al pecho al tiempo
que una lágrima le cae por la mejilla—. Es algo muy… especial —solloza,
y sus palabras me causan un intenso dolor en el estómago.
Son como una puñalada en el lado izquierdo del pecho.
—La respuesta está dentro de ti, en el lugar donde lo ocultas todo. Podría
ayudarte a vaciar…
—Ya basta —le espeto dejando con un golpe el candelabro sobre el
mostrador.
El tendero abre los ojos y se le entrecorta la respiración. Durante un buen
rato, se limita a… observarme, sin color en el semblante y con más lágrimas
acumulándose en sus ojos, que enseguida se deslizan por sus mejillas. Son
gotas de una verdad a la que no me apetece mirar. A la que no me apetece
ver.
Porque ya imagino lo que va a decir con solo ver sus lágrimas.
—He dicho que basta.
«Por favor».
Vruhn parpadea y frunce el ceño, sin molestarse en limpiarse el rastro de
tristeza que le humedece las mejillas.
—Faltaría más. Intentaré parar. Voy a… —Niega con la cabeza
levantándose y sale de detrás del mostrador—. Voy a reunir tus compras de
mentira para que puedas marcharte.
Casi me fallan las rodillas cuando desaparece de mi vista. Me llevo la
mano a mi martilleante corazón al tiempo que él va por la tienda cogiendo
cosas de los estantes.
No lo miro. No presto atención. Me limito a contemplar la pared del
fondo y fingir que estoy en otro lugar, donde nadie está hurgando en mi
mente.
Al principio, me ha gustado que se zambullera en mis pensamientos y
que mis palabras resultaran inútiles. Ha sido algo cómodo.
Ahora me escuece.
El tendero regresa con un libro de tapas negras de piel con un plumaluna
perlado grabado, un tintero y un montón de carboncillos. También ha
cogido un pequeño afilador metálico que parece capaz de soportar la fuerza
de la piedra con la que tengo la intención de golpear la chaveta hasta
arrancarla de mi grillete.
Mete unas cuantas monedas de oro que supongo que es mi cambio en un
saquito, lo guarda todo en una bolsa de piel marrón con una solapa y lo
desliza sobre el mostrador.
—¿Tu talla está en el libro de contabilidad?
—Creo que sí.
—En ese caso, te enviaré una alondra cuando tus compras estén
preparadas para que las recojas.
—Gracias. —Cojo la bolsa y noto su piel suave.
«Es una bolsa preciosa y de muy buena calidad. Parece un desperdicio
malgastarla conmi…».
—No lo es —dice dedicándome una breve sonrisa—. Va a llover y no
quiero que tu diario se empape. Es precioso y quiero que lo disfrutes.
Con el ceño fruncido, miro al techo, donde una ventana circular permite
la entrada de un osado rayo de luz que ilumina las motas de polvo.
—A mí no me lo parece.
—Podrías oír la que se avecina si no fuera por el grillete de hierro. Y si te
molestaras en prestar atención.
Sus palabras meten el dedo en la llaga, helándome la sangre por lo hondo
que ha llegado.
—Es más fácil no prestar atención —le espeto.
—A Clode sí que la escuchas.
Aprieto los dientes tan fuerte que me da miedo que se rompan. Me siento
como un esqueleto que ha perdido toda la carne del que solo quedan huesos
decolorándose al sol.
—Clode es traviesa, salvaje y despiadada. Fuerte y fiera. No se arrepiente
ni se enfada ni siente lástima por sí misma.
—Rayne es…
—Lágrimas. Es una matanza. Es la escarcha que cubre la piel de los
muertos a los que arrojan por la muralla para que los devoren las bestias de
La Sombra. Es la nieve que cubre la mitad oscura de este jodido mundo.
Es…
—Poder, querida.
Lo que iba a decir se me queda en la punta de la lengua.
—Rayne es poder —insiste—. Medio mundo está espolvoreado con un
poder que nadie es lo bastante fuerte como para usar. Pero tú podrías si no
hundieras la tristeza en ese lago helado que hay en tu interior, junto con…
—Gracias, has sido muy amable por haber aceptado mi candelabro como
moneda de cambio.
Se hace un largo silencio y acaba agachando la cabeza tanto que bien
podría ser una reverencia.
—Ha sido todo un honor, Raeve.
Con la bolsa de piel bien sujeta contra el pecho, doy media vuelta y me
encamino hacia la puerta con la sensación de que alguien ha exprimido una
cienabaya agria sobre mi cerebro y la ha frotado sobre los pliegues. Y la ha
metido hasta el puto fondo con un masaje.
Puede que este dae haya empezado por todo lo alto, pero está perdiendo
lustre a toda velocidad.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Este dae ha venido a verme una mujer con los mismos ojos llameantes
que el hombre que me visitó la duermevela pasada. Igual de atractiva que
él, con una densa melena rizada y pecas en la nariz y las mejillas. Me ha
traído un cuenco con comida y ha sido lo bastante valiente como para
dejarlo al lado de la cola enroscada de Slátra.
Le he echado un vistazo al cuenco y he vuelto a dormirme, pero me ha
despertado más tarde el hombre apuesto de las cicatrices, que me ha
levantado en brazos.
Me he sacudido y he gritado, aunque Slátra no ha hecho nada. ¡Nada! Ni
siquiera ha soltado un gruñido.
El hombre me ha echado sobre su pecho, con unos brazos tan fuertes que
me he dado cuenta de que resistirme era absurdo, y agotador. Me quedaba
muy poca energía y ya no había gran cosa por la que luchar, además.
Me ha llevado en volandas por el túnel de escaleras hasta la Fortaleza
Imperial. Me ha metido totalmente vestida en una bañera llena de agua
cálida y burbujeante y se ha marchado de la estancia, dejándome sola con
la mujer, que supongo que es pariente suyo.
Ella me ha desvestido y no me he molestado en detenerla, pero sí he
intentado ocultarme cuando me ha desnudado los pechos. Me ha apartado
las manos y me ha frotado entera diciéndome que donde creció el cuerpo
no se ve como algo de lo que haya que avergonzarse, independientemente
del tamaño o la forma, que la carne no se trata como un gran secreto y que
los pechos se veneran, puesto que alimentan a los niños pequeños de su
clan.
Se ha presentado como Veya Vaegor y me ha pedido disculpas por el
comportamiento de su hermano. Hablaba conmigo como si yo le estuviera
respondiendo.
Me he preguntado a qué hermano se refería. Creo que jamás podría
aceptar las disculpas por lo que Tyroth Vaegor me ha arrebatado tan de
buena gana.

Mi reino.
Mi independencia.
Me ha contado muchas cosas y me ha formulado muchas preguntas
mientras yo miraba la pared, pensando si sería así como se sintió Haedeon
durante todas las fases en las que estuvo mudo, como si hablar ya no
sirviese de nada. Pero entonces la mujer ha dejado de frotarme el cuerpo,
me ha retirado el pelo de la cara, me ha dicho que imparte clases de
combate en la Academia Drohk y me ha preguntado si quiero que me dé
algunas.
Esas palabras han encendido algo dentro de mí y me he sentido más viva
de lo que me he sentido en mucho tiempo, como si una aurora hubiera
salido en mi pecho.
Le he contestado que sí, que claro que quiero unas putas clases de
combate.

Ha esbozado una sonrisa radiante.


Raeve
CAPÍTULO 53
Pyrok me observa desde el asiento de enfrente en el reservado,
recostado, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y una sonrisilla
eterna que no me hace ninguna gracia.
Coloco el fino afilador de metal encima de la chaveta de mi grillete,
esperando que se quede quieto.
—Esta es la buena —murmuro poniendo toda mi atención en apartar… la
mano… muy lentamente.
—¿Tú crees?
—Tengo un presentimiento. —Sujeto la piedra que he cogido de la orilla
de El Loff y la sitúo justo encima del afilador. Cuento hasta tres y le pego
un buen golpe…
El afilador se desliza por la piedra como si fuera una puta flecha.
Con un suspiro, dejo la piedra en la mesa y recojo el afilador envuelta en
la profunda carcajada de Pyrok.
Será capullo.
—Me alegro de que la situación le esté haciendo gracia a alguien. —
Repito la escena intentando que el grillete se quede totalmente estabilizado
para que el afilador aguante en vertical.
Sin dejar de reír, Pyrok se recoge una lágrima de la comisura del ojo.
—Treinta y siete.
—Cállate.
Al notar cómo se me eriza el vello de la nuca, echo un vistazo alrededor
para ver si alguien más se lo está pasando en grande gracias a mi creciente
frustración.
El acogedor edificio abovedado está formado por tres plantas y su zona
exterior está delimitada por cómodos reservados de cuero —ahora estamos
ocupando uno— con unas vistas maravillosas a la ciudad que ojalá pudiera
apreciar.
Sin grillete.
Una barra circular preside el centro de la sala, rodeada por unos
taburetes, casi todos ocupados por clientes que no paran de hablar mientras
comen brochetas de carne y beben un líquido neblinoso en vaso alto o
hidromiel en jarra. Al echar un vistazo alrededor, me fijo en dos que están
examinando mi grillete y susurrándose algo.
Los saludo con la mano engrilletada y les dirijo una sonrisa exagerada
que desaparece de mi rostro en cuanto vuelvo a concentrarme en la tarea
que tengo entre manos.
«Essi lo habría conseguido en un abrir y cerrar de ojos».
—¿Vruhn te ha tocado la fibra sensible? —me pregunta Pyrok. Alzo la
cara y lo fulmino con la mirada. Se encoge de hombros—. Tu estado de
ánimo ha decaído considerablemente.
«Es una forma muy sutil de decir que estoy insoportable».
—Varias veces —mascullo devolviendo la atención al grillete. Creo que
pagaré a un músico callejero para que vaya a buscar mi paquete cuando esté
listo, y así me ahorraré volver a ver al mentalista. Últimamente, la gente se
interesa demasiado por mi vida, tanto pasada como presente y futura.
Estoy hasta el coño ya.
Que si Kholu por aquí, que si descendencia por allá, que si «deja que
eche un ojo a tu mente y te ayude a desenterrar tus penas pasadas…».
No, pero gracias.
—Tengo entendido que Veya y tú habéis empezado con el pie izquierdo
—comenta Pyrok cogiendo una nuez glaseada con miel de uno de los tres
cuencos de terracota con los aperitivos que ha pedido con nuestra primera
ronda de hidromiel. La lanza al aire y la recoge con la boca.
—Hacía mucho que yo no comía nada —repongo colocando el afilador
sobre la chaveta para intentar liberarme sin que se caiga al suelo—. Y se ha
puesto a comer fruta en mis narices.
—Ah.
Aparto la mano lentamente…
Con cuidado…
—Creo que, si la conocieras, te caería bien.
—Pues voy a tener que fiarme de tu palabra —contesto sin molestarme
en mencionar que no pretendo quedarme el tiempo suficiente por aquí como
para descubrirlo. Una ciudad bonita, gente feliz; reconozco que estaba
equivocada. Sin embargo, sigo con ganas de atravesarle el pecho a Rekk
Zharos y arrancarle el corazón, y la necesidad de hacerlo me ronda como un
enjambre de moscafrías.
Levanto la piedra y asesto el golpe. El afilador rueda por la mesa al son
de mis maldiciones mientras Pyrok se encamina a una muerte inminente a
base de risillas.
—¿Y si me ayudas? —gruño agitando la mano engrilletada delante de él
mientras recojo el instrumento.
Él niega con la cabeza, coge la copa y la vacía de un trago.
—Estoy seguro de que eso te lo pusieron por una razón —dice, y se
limpia los labios con el dorso del antebrazo.
—A lo mejor tiene algo que ver con el hecho de que le arrancara un trozo
de dedo a Rekk Zharos de un mordisco —mascullo. Frunzo el ceño cuando
un fuerte estruendo parece sacudir el aire.
Miro hacia la ventana abierta que está a mi derecha y observo la
pintoresca ciudad revuelta por el viento. Como este establecimiento se
encuentra en la costa rocosa de la zona occidental de Dhomm, disponemos
de unas vistas perfectas a El Loff. Al oeste, hay algo que me llama la
atención, un área que por lo visto está deshabitada y cubierta por completo
de una jungla rojiza.
—¿Qué es eso de ahí?
Silencio.
Miro a Pyrok, que me observa como si me hubiera salido una segunda
cabeza.
—¿Qué pasa?
—Nada —responde con un estremecimiento de cuerpo entero que
seguramente se debe a la historia del dedo arrancado.
Lo entiendo. Yo al principio reaccioné igual, pero al final me he
acostumbrado a la anécdota.
—Es una zona aislada. —Señala hacia esa dirección con el pulgar—. Allí
vive un susurrante.
—¿En serio? —Levanto las cejas.
—¿Quieres ir a investigar?
Dirijo otra mirada hacia ese lugar.
«Más o menos».
—Prefiero quitarme el maldito grillete —mascullo. Pyrok se pone en pie.
—¿Otra copa para la larga batalla que te espera?
—Pues claro. —Apuro la bebida. El hidromiel es una rica mezcla de
casabayas, fuego y madera, ni demasiado dulce ni demasiado amargo. Sin
duda, lo más delicioso que he probado nunca—. Te pagaré con el cambio
que me han dado al empeñar el candelabro robado —digo deslizando la
copa vacía rumbo a su mano.
—¿Seguro que no quieres un vaso de agua? Aquí no sabe a tierra, y ya
estás bastante colorada.
—Hidromiel —murmuro con la atención de nuevo en el grillete y el
afilador. Dudo que mis compras estén listas antes de la salida auroral, así
que es probable que me escolten de regreso a la Fortaleza Imperial para
pasar esta duermevela—. Por favor.
La única forma de dormir bajo el mismo techo que su alteza imperial sin
decir ni cometer ninguna estupidez es que esté borracha como una cuba y
demasiado comatosa como para levantarme de la cama. No soy de esas que
ahogan las penas en la bebida, pero no veo por qué resistirme a olvidarme
de todo un rato.
Estoy volviendo a colocar el afilador sobre el grillete cuando un
movimiento me llama la atención. El asiento que ocupo me permite ver
perfectamente el puesto de vigilancia abovedado situado sobre la montaña,
así como las gigantescas guaridas que llenan el escarpado acantilado.
Es la segunda vez que veo al mismo siegasable adolescente saltando de
una plataforma pedregosa que sobresale de la Fortaleza. La bestia solo lleva
por complemento una manta de cuero a modo de silla de montar: quizá se
esté acostumbrando a la sensación de tener algo sobre el lomo.
Aunque sea interesante verlo surcar el cielo en una vertiginosa danza,
dando vueltas como si el exceso de energía le quemara por dentro y no
supiese qué hacer con ella, no es lo que estoy buscando. Los siegasables no
se suelen utilizar como peregrinos porque no pueden viajar mucho más al
sur de La Bruma sin arriesgarse a morir congelados. No soportan la nieve,
igual que un plumaluna no soporta la luz solar, y yo no quiero ir hacia el
sol.
Quiero alejarme de él.
Por suerte, la mayoría de las grandes ciudades cuentan con unos cuantos
fundefauces domesticados, por lo general plácidos, capaces de llevar a
viajeros por un módico precio hasta el destino elegido, acompañados por la
persona que domó a la bestia. Y ese fundefauces que acaba de aparecer por
detrás de la cordillera, surcando el cielo con su plumaje rosa y rojo
ondeando al viento y con una silla de montar doble entre sus alas
emplumadas…
Esa es mi vía de escape.
Observo a la gigantesca criatura descender hasta una plataforma y girar la
cabeza para rascarse un picor en el ala justo cuando Pyrok cierra las
cortinas del reservado y se sienta delante de mí.
—Dime una cosa —murmuro señalando por la ventana con el afilador—.
¿Es la guarida de los peregrinos?
—¿Tienes pensado irte a algún sitio, Rayo de Luna?
Al girar la cabeza hacia la voz, me da un vuelco el corazón: es Kaan
quien está apoyado en el reservado, con el pelo hacia atrás y unos cuantos
mechones sueltos enmarcando su atractivo rostro. Lleva una túnica negra de
cuero, cosida con hilo grueso, que se ajusta a su cuerpo como una segunda
piel, cuyas líneas acentúan la extensión de su musculoso pecho. Las mangas
de la prenda están cortadas a la altura de sus hombros, dejando a la vista sus
múltiples cicatrices, y se ha cruzado de brazos mientras me mira con una
ceja arqueada.
Cojo una bocanada de aire que llena mis pulmones, de pronto resecos,
con su olor, acelerándome el corazón.
—¿Mmm? —murmura. Me doy cuenta de que me he quedado
contemplándolo embobada, con las mejillas ardiendo, la boca seca y sin
palabras, envuelta en la tensión que hay entre ambos.
—Pues…
«Por todos los Creadores, es como si me hubiera robado la lengua… ¿A
dónde se ha escabullido Pyrok? Ahora mismo, estaría bien tener un buen
escudo achispado entre este hombre y yo».
—Tengo toda la duermevela —dice Kaan con tono áspero. Juraría que
esa voz grave y profunda la han diseñado los mismísimos Creadores para
desarmarme, para estremecerme y convertirme en una idiota sin cabeza—.
El resto de mi vida, de hecho.
«Joder».
—He estado visitando zonas de tu ciudad —consigo balbucir. No era lo
que pretendía decir, pero la conversación que ha iniciado iba a tomar unos
derroteros peligrosos.
—¿Y bien? —Arquea la otra ceja.
—No era lo que esperaba.
Esboza una media sonrisa que me provoca ganas de removerme en el
asiento al imaginarme su cara entre mis muslos, aquí, en esta mesa, para
que todo el mundo me oiga gritar.
—¿Es eso un cumplido, prisionera setenta y tres?
—Que no se te suba a la cabeza.
—No dudes de que sí —repone. Pongo los ojos en blanco y alargo una
mano hacia la jarra de hidromiel que me ha traído. Pyrok debe de haberle
contado al siegasable este que he pedido una antes de dejarme en sus
fauces. Qué poco me puedo fiar de él, ¡será capullo! Agarro la bebida justo
cuando Kaan acerca una mano.
Me aferra la mía.
Y la apoya sobre la mesa.
Con un gesto seguro, coloca el afilador justo encima de la chaveta, coge
la piedra con la otra mano y empieza a darle unos golpecitos suaves y
estridentes que sumen el establecimiento en un silencio sepulcral.
Sorprendida, me imagino que todo el mundo mira hacia nuestro
reservado, con las cortinas cerradas. Justo entonces, la chaveta se desliza
por el hierro.
Kaan deja el instrumento en la mesa y yo retiro el brazo, me abro el
grillete y lo lanzo por la ventana, esperando hasta ver cómo se sumerge en
El Loff salpicando agua. Cierro los ojos y me froto la muñeca mientras
tenso la barrera mental para no oír una estruendosa cháchara que no me
interesa nada ahora mismo.
Quizá nunca.
Se me dibuja una sonrisa en los labios mientras me deleito con la risilla
de Clode.
«Bienvenida de nuevo, puta loca».
—Eres demasiado confiado.
—Confío en mi gente, y estoy seguro al ochenta por ciento de que no me
vas a matar ahora que te he salvado la vida dos veces.
Abro los ojos y dejo de sonreír al tiempo que observo su mirada
ambarina.
—Depende.
—¿De qué?
Cojo mi hidromiel y me lo acerco al pecho.
—Puede que tu reino sea exuberante y esté lleno de gente sonriente y
feliz, pero dudo que sepas lo que es vivir bajo el reinado de tu hermano. ¿O
eres cómplice de que arrebate a los niños a sus mahs en cuanto cumplen
nueve? —pregunto ladeando la cabeza.
Todo el calor le abandona los ojos, dejando tras de sí unas ascuas frías.
—En cuanto asoma algo de poder, se los quitan a sus padres mientras
gritan y los cambian por una gema de rocadragón. Los reclutan y los llevan
a Drelgad, donde aprenden a matar con las palabras y practican con
animalillos. Les arrancan desde niños esa parte del corazón que jamás
vuelve a su sitio, convirtiéndolos en monstruos torturados.
—Raeve…
—¿Sabías que a los niños confirmados como nulos los inmovilizan y les
hacen una muesca? —pregunto señalando el corte que me hice yo misma en
la oreja—. ¿Sabías que esa marca se convierte en un reclamo para la
gentuza, que los acosa y los empuja a las profundidades de Suburbia, donde
pelean, alimentados por promesas vacías de suficientes gemas de
rocadragón para alimentar a su familia? Los que no son capaces de hacerlo
terminan viéndose obligados a vivir en Suburbia, donde el aire es
demasiado denso, donde no llega el sol y cada duermevela puede ser esa en
la que te despiertes sin poder moverte, con un susurrante sentado encima de
ti sorbiéndote los sesos poco a poco a través de la nariz.
El viento empieza a soplar y un violento remolino golpea la cortina.
Clode se hace eco de mi rabia con una canción agitada de palabras afiladas
y aullidos agudos.
—O peor —digo en tono áspero con el retumbo de un trueno—, que una
repugnante criatura más poderosa que tú se propase contigo en la oscuridad,
donde la inocencia muere. Y todo porque a tu querido hermano no le
importa nada más que su enorme ejército y cuántos fundefauces domados
tiene en su guarida militar.
Alzo el hidromiel y apuro media jarra con tres grandes tragos. Luego, me
limpio los labios con el dorso del brazo.
—Si eres cómplice de eso —añado mientras el viento me revuelve el
pelo hasta que mis mechones negros son como látigos y las nubes lo
ensombrecen todo—, entonces sí, encontraré la valentía para matarte a
pesar de tu alegre ciudad, de esta química extraña que hay entre nosotros y
del hecho de que me hayas salvado la vida dos veces.
Nos sostenemos la mirada al tiempo que el aire sigue peleando con
nuestra atmósfera, en medio de un silencio más espeso que el agua y tan
absoluto que creo que es probable que el establecimiento se haya vaciado
de repente.
—¿Una química extraña, dices? —me pregunta con una mirada tan
penetrante que me perfora un agujero en el alma y me roba el aliento.
Me encojo de hombros.
Alarga un brazo sobre la mesa, me roza los dedos con los suyos y coge la
jarra. Aflojo la mano y se lleva la bebida a los labios mientras me observa.
La nuez de su cuello se mueve una vez. Y otra. Y otra.
Deja la jarra en la mesa con un fuerte golpe.
—Hemos tardado muchas fases en proteger La Llama y formar un
ejército casi tan poderoso como para hacer frente a mi hermano, que ya
había hundido sus garras en los tronos de piedra y obsidiana para cuando yo
encontré algún incentivo para quedarme con el de bronce. Una guerra con
Cadok o Tyroth será una catástrofe, pero es cuestión de tiempo. Mis
hermanos merecen la misma compasión que recibió mi pah, y te aseguro
que la obtendrán —añade con un tono intimidante que me hace sentir frío
—. Pero la guerra saldrá cara.
Se hace un silencio mientras asimilo sus palabras.
—No te refieres al oro…
—Me refiero a la vida de gente inocente —gruñe, haciendo que mi
sangre se vuelva de hielo.
—Contrata a un asesino, elimínalos sin contemplaciones en lugar de
derrocarlos con un enfrentamiento. Me ofrezco voluntaria, estaría
encantada. Incluso lo haré gratis.
«Y luego bailaré sobre sus putos cadáveres».
A Kaan se le acelera el tic de la mandíbula y se le forma un surco entre
las cejas.
—En nuestra cultura, eso no sería honorable. Una batalla se libra o bien
con fuerza bruta o bien entre dos Oahs en un campo de batalla anulado.
Aunque mis hermanos no lo aceptarían nunca. No desde que Rygun y yo
nos convertimos en Daga-Mórrk.
Abro muchísimo los ojos y enarco una ceja con el corazón desbocado.
«Eso explica el vial elemental. Su fuerza. Su…».
—Eres…
—Y lo que es más importante de todo —me interrumpe— es que tienen
una alianza fuerte y estable, forjada en el útero materno. Es muy sólida.
Peligrosa. Y mortal.
Oigo el mensaje silencioso que se lee entre líneas: intentar enfrentarse a
uno de sus reinos significaría librar una guerra con los dos.
—Un enfrentamiento destrozaría nuestro mundo y llenaría los cielos con
muchísimas más lunas —prosigue bajando la voz hasta que no es más que
un espeluznante gruñido, y sus siguientes palabras son una chispa que me
abrasa los nervios—. Veríamos a personas arder, ahogarse, asfixiarse. Como
bien has dicho, una gran cantidad de los reclutas de los ejércitos de La
Bruma y La Sombra siguen siendo niños que deberían estar corriendo por
ahí descalzos, riendo y disfrutando de la vida. Al tener menor destreza que
los más experimentados, serían los primeros en morir…
—Para.
La palabra sale de mí tan deprisa que me raspa la garganta. Apenas me
llega el aire a los pulmones.
Dejo de sostenerle la mirada. Reúno las ascuas de sus ardientes
afirmaciones y las llevo hasta mi lago para hundirlas por un agujero en el
hielo, donde no tendré que verlas.
Con la atención clavada en la mesa, sigo hundiéndolas…
Y hundiéndolas.
Kaan se inclina hacia delante, con los codos apoyados sobre la piedra.
Me pone los dedos bajo la barbilla y me levanta la cabeza para obligarme a
mirarlo, ya con la expresión más suavizada.
—Las guerras son sangrientas, Rayo de Luna. Aunque se libren por una
buena razón, nadie ganará hasta que hayan transcurrido eones, los recuerdos
se hayan evaporado y todo el dolor y las pérdidas empiecen a
desvanecerse…
—Entendido —digo—. Ya basta.
Mis ojos aúllan las dos palabras que mis labios no forman.
«Por favor».
El momento se prolonga mientras él me mira con una intensidad que
amenaza con atravesarme la piel y llegar hasta mi corazón de piedra.
—No voy a matarte, si es lo que estás esperando.
La comisura de su boca vuelve a curvarse y me siento como al observar
el ojo de una tormenta: sobrecogida por una escena tan bella que casi me
hace olvidar que estoy en peligro.
Casi.
—Es todo un honor. Avísame si cambias de opinión.
No lo creo. De hecho, he decidido que su muerte tal vez sea una de las
mayores pérdidas que el mundo podría padecer, pero no pienso decírselo,
claro.
Lo que hay entre nosotros, sea lo que sea, crecerá hasta ser una bestia
voraz a no ser que yo me niegue a alimentarla. No me cabe ninguna duda.
—¿Tienes hambre, Raeve? —En su mirada cálida percibo una tierna
esperanza que me crispa—. ¿Te apetece comer conmigo?
Me aclaro la garganta y me aparto de su caricia.
—No, no creo que deba —murmuro. Cojo su málmr y noto cómo se
tensa el aire cuando me lo paso por encima de la cabeza—. Gracias por
habérmelo prestado. Te agradezco mucho lo que hiciste por mí en el cráter.
No entro en más detalles. No le hablo del Cambiasinos ni de los extraños
augurios de la Sól, ya que no quiero abrir ese espinoso tema ni analizarlo.
Cuando me quito el cordón de piel, el mundo exterior se pone a rugir.
Ondeo el precioso colgante entre los dos mirando sus oscuros ojos, que
paralizan los latidos de mi corazón.
No hace amago de recuperar el málmr. Ni siquiera lo mira.
—No era un préstamo, Raeve.
Sus palabras me asestan un golpe lento y fuerte, desprovistas de la
amabilidad de su frase anterior, erizándome la piel.
Acerco el colgante a su pecho.
—Esto significa cosas que no te puedo dar.
Me observa con la mirada atenta de quien se aproxima a un dragón
salvaje, ladeando la cabeza.
—¿Qué cosas crees que quiero?
Aparto la vista y miro por la ventana, donde un cúmulo de nubes grises
avanzan hacia la bahía, haciendo que la luz se vaya dibujando en su
superficie al son de los truenos.
«Un corazón cálido. Descendencia que transmita su legado. O, como
mínimo, alguien que se lleve bien con la fanfarrona de su hermana».
Trago saliva y me niego a mirarlo a los ojos mientras dejo el málmr sobre
la mesa. Me levanto poniéndome la bolsa al hombro, me acerco a la entrada
del reservado y abro las cortinas.
Cuando estoy cerca de Kaan, a veces las palabras resultan insuficientes.
Raeve
CAPÍTULO 54
El viento me tira del pelo y me lo revuelve. La canción de Clode es una
mezcla de risitas alocadas y chillidos, como si se estuviera preparando para
partir la atmósfera cargada de electricidad por la mitad.
Yo siento algo parecido.
Recorro el paseo marítimo con la tela negra ondeando a mi alrededor, sin
molestarme en ponerme la capucha. El sol está tapado por una sucesión de
nubes negras que vienen hacia mí como una bestia rugiendo. El horizonte
ha desaparecido bajo la calima, que parece caer de las mismas
profundidades de la nube de tormenta.
A diferencia de antes, ahora el paseo marítimo está vacío y el retumbar
de mis botas parece fuera de lugar.
Se me retuercen los pensamientos al compás del viento y noto un peso en
el pecho como si fuera una montaña, haciendo que cada bocanada de aire
sea un suplicio.
Con un suspiro, recuerdo cómo los ojos de Kaan han perdido toda la
calidez cuando le he devuelto su málmr…
Le he hecho daño. Sé que le he hecho daño.
Lo he visto.
Quizá debería habérselo explicado, haberle contado que la última feérica
que me salvó la vida lo hizo en detrimento propio, que la gente que se
preocupa por mí tanto como para ponerse en peligro suele acabar muerta. Él
esquivó ese final en el cráter al pelear contra Hock. No soy tan idiota como
para pensar que podría esquivarlo de nuevo.
La vida no me da palmaditas en la espalda ni me elogia por entablar
relaciones. La vida son flechazos y puñaladas, y se asegura de que me
quede bien claro que la puta soledad es la única compañía que me
corresponde, y espera hasta que las raíces de una relación sean más
profundas de lo que me gustaría reconocer para romper carne y huesos,
derramar sangre y detener corazones.
«Y endurece el mío con otra capa de insensibilidad».
Sin embargo, para explicárselo, me habría visto obligada a pescar unos
dolorosos recuerdos de ese lago cubierto de hielo de mi interior, y no pienso
hacerlo. Acercarme a él ya es lo bastante perturbador. He lanzado toda clase
de mierdas ahí, incorporándolas a lo que sea que se oculta bajo la
superficie.
A saber lo que terminaría aflorando.
Seguramente, mi engañosa Otra, y no estoy de humor para despertarme
con más tendones entre los dientes, encadenada y esperando soportar más
latigazos, ni volver a quedarme totalmente ajena a la carnicería que he
dejado a mi paso.
No.
No va a pasar.
Y eso es precisamente lo que me ha traído hasta aquí.
Si Kaan quiere que me quede su málmr, más le valdría meter la cabeza en
una soga, apretársela bien al cuello y dejarse caer hasta morir asfixiado. Y,
aunque hace unas pocas duermevelas ese final habría resultado un bálsamo
para mi rabia, esa idea ahora me atraviesa el pecho y me desgarra todas y
cada una de las partes importantes del cuerpo.
«Necesito marcharme de aquí».
Recorro con la vista la plataforma donde he visto aterrizar al fundefauces
y me detengo con el ceño fruncido. Los aperos que he pedido me habrían
resultado útiles, pero a la mierda. Por lo visto, voy a montar a pelo.
Tengo un puñal, y a Clode. En cuanto llegue a La Bruma, me encargaré
de solucionar el resto.
Echo a correr por un callejón lateral que parece dirigirse en esa dirección,
pero me detengo cuando una gota de lluvia cae junto a mi oreja y se estrella
sobre mi hombro.
Se me para el corazón.
Brego con el cierre interior con el que mantengo a raya las canciones
para asegurarme de que la tensión es la justa, de que lo he abierto de la
forma adecuada, la que permite que Clode se cuele por la rendija, pero
impide que los gélidos sollozos de Rayne penetren en mi cerebro.
Y que se libere.
Levanto la vista al cielo justo cuando otra lágrima de lluvia se precipita
hacia mí, haciendo que me encoja cuando me golpea en la mejilla con una
salpicadura agónica. Me limpio con la mano el cadáver lloroso de la piel.
«¿Qué está pasando?».
Examino la humedad que me mancha los dedos como la anomalía que es.
El lamento de la gota de lluvia me deja una grieta en el pecho, como si se
hubiera roto ante el impacto, dolorosamente consciente de que jamás
volverá a estar entera.
No como antes.
Más gotas sollozan al desplomarse, cantando palabras desconocidas que
no comprendo mientras salpican el pavimento a mis pies. Aúllan por la
sorpresa de su salvaje fragmentación, como si suplicaran a la piedra que las
absorbiera.
Y que las juntara de nuevo.
Me alejo de cada manchita triste, que me cala hasta el corazón como no
debería.
Esto…
«Esto no pinta bien».
Con los ojos bien abiertos, miro el cielo y observo las lágrimas de la
nube, que entonan su fatídica canción, como si cada gota fuera consciente
de que está atrapada en un descenso que tan solo puede acabar de un modo,
de que jamás volverá a estar completa como ahora, ya que se precipita
rumbo a la destrucción.
Me llevo una mano al pecho para ponérmela sobre mi acelerado corazón.
La desgarradora melodía va aumentando de potencia conforme la lluvia va
arreciando.
Cada vez más.
Me escuecen los ojos. El mismo desconsuelo amenaza con repetirse en
mí.
Una vez más, compruebo el cierre. No hay ningún error. Ni uno.
Eso significa que la canción de la lluvia debe de tener una frecuencia
diferente de la que estoy acostumbrada a acallar…
«Estupendo. Este dae entero puede tragarse un cuenco de mierda de
guara».
Al echar un vistazo a la cortina de lluvia que me cae encima, me doy
cuenta de que no dispongo de tiempo para intentar encontrar la manera de
protegerme del clamor y me maldigo por haber lanzado el puto grillete a El
Loff.
Seré imbécil.
Tenso la cuerda de mi barrera mental hasta que la cierro por completo y
cojo aire mientras el manto de agua sigue cayendo en el espacio que me
rodea.
Empapándome.
Mi cierre se tambalea como dos labios apretados que se mueren por
separarse, por coger aire y gritar. Apenas tengo tiempo de prepararme antes
de que se abra de par en par, y entonces la devastadora canción de Rayne
atraviesa mis oídos desguarecidos como un montón de látigos con puntas de
hierro.
Y mi corazón.
Un sollozo me asciende por la garganta, un sonido horrible e inoportuno.
Doy un paso atrás, y luego otro, intentando apretar el cierre mental y
aislarme de las canciones. Sin embargo, es como contraer un músculo que
nunca se ha usado. No contra esta fuerza estridente. Y Rayne…
Está por todas partes.
Sus alaridos me rodean, me mojan el pelo, me gotean por la piel. Me
salpica desde los charcos a mis pies una melodía que aferra con fuerza mi
resquebrajado corazón, rompiéndolo.
Sin parar.
Como si me arrancase plumas del corazón. Como si me metiera dedos en
los cortes. Como si me arrojase sal a las heridas abiertas.
Demudo el gesto y el dolor que siento en el pecho me obliga a doblarme
sobre mí misma.
—Pa-para…
Con las manos sobre los oídos, me tambaleo hasta una marquesina y me
vuelvo. Apoyo la frente sobre la piedra, sintiendo que algo en mi interior se
va abriendo como las compuertas de un dique.
Y lloro. Como no he llorado nunca.
Las cálidas lágrimas me caen por las mejillas y no hacen sino sumarse al
devastador clamor que me desgarra con tajos pequeños y precisos.
Y no deja
de
cortar.
Da igual lo fuerte que me apriete los oídos con las manos, no consigo
escapar del estridente llanto que resuena en mi interior, acabando con mi
compostura con la fuerza de una caída lunar y esparciendo los añicos tan
lejos que ni siquiera los veo.
Ni los siento.
—Para —sollozo.
Suplico.
Grito.
—PARA-PARA-PARA-PARA-PARA-PA…
Noto algo cálido detrás de mí, protegiéndome de la lluvia. Me aparta las
manos de los oídos y me rodea el pecho con ellas, estrechándome en un
abrazo firme y reconfortante.
Sé que es Kaan antes de que diga palabra alguna. Mi cuerpo se amolda al
suyo, buscando refugio en su tranquilizadora presencia y en sus fuertes
brazos.
Se me escapan más sollozos espantosos, que me suben por la garganta
desenfrenados. Imparables. Descarnados.
—Hace tiempo, conocí a una mujer que lloraba cuando llovía, aunque
ella pensaba que no me daba cuenta —me murmura al oído. Sus profundas
palabras luchan contra el torrente de aullidos desconsolados como si fueran
el retumbo de un trueno—. Se llamaba…
—Elluin.
Me aprieta con los brazos. Mi cuerpo es un estanque que se mezcla con la
pétrea superficie de su cuerpo.
—Te dejé puesto el grillete por tu bien, Rayo de Luna. No hay necesidad
de que aquí te conviertas en un arma, y en esta zona llueve. A menudo y con
violencia.
Así es como menos me gusta aprender cosas.
Por las malas.
Clode grita una melodía fulminante, como si estuviera cabreada con la
lluvia por existir, algo por lo que me compadezco de ella. Su airado
berrinche convierte el aguacero en un manto horizontal que me azota la
mejilla.
Rayne llora con más ferocidad, como si se hubiera hecho un ovillo,
rodeándose las piernas con los brazos, y volviera su rostro contraído al
cielo, desatándose.
Me tiemblan las rodillas, que amenazan con fallarme bajo el peso de sus
profundos y tristes aullidos.
—Distráeme con algo. Por favor.
Las palabras apenas me han abandonado los labios cuando Kaan apoya
los suyos sobre mi oído y empieza a tararear, con un murmullo en el pecho
que consigue atravesar el estrépito mientras él me pega por completo a su
cuerpo.
Es una canción que me resulta dolorosamente familiar.
No la analizo, ahora mismo no; tan solo me dejo llevar por su tono
calmante mientras la melodía se filtra en mis poros como granos de piedra
que se acumulan por todos mis recovecos, reconfortándome y
transformando la tristeza escarpada de mi pecho en algo redondeado y
suave.
Mi respiración se va calmando…
Kaan sigue tarareando, envolviéndome con una nota tras otra hasta que
puedo coger aire con la calma suficiente como para acompañarlo en la
canción. Son palabras que solo he oído murmuradas en el vacío de mi
mente, ecos distantes cuyo origen no he averiguado jamás.
Son palabras que me han proporcionado consuelo en ocasiones en las que
me he sentido sola o insegura, que me han dado paz cuando mi alma gritaba
lo contrario. Son palabras que creo que pertenecían a alguien especial…
hace tiempo.
En otra vida. En otra época.
La tormenta se detiene con la misma brusquedad con la que ha
empezado. Kaan murmura la última nota justo sobre mi cuello, como si
fuera un beso fantasmal; la ligera presión de sus labios me resulta tan
familiar que me desconcierta. Es como si ya hubiera estado antes en esta
posición, envuelta por sus brazos, recostada contra su pecho.
Como si él ya me hubiera besado.
Es como si su tranquilizadora presencia me hubiera llevado a un sueño
del que apenas recuerdo nada.
Tan solo el agarre firme de sus brazos impide que me derrumbe en el
suelo encharcado. Ahora, mis pulmones funcionan por otro motivo…
—Te sabes mi canción —susurro.
Se hace un silencio tan denso que se me acelera el corazón.
—¿Cómo es posible, Kaan?
Me arrepiento de haberle hecho la pregunta nada más formularla. Noto el
temor naciendo en la boca de mi garganta, amenazando con asfixiarme.
¿Y si me dice algo tan importante y doloroso que no puedo ignorarlo? ¿Y
si sus palabras resuenan con otro inquietante trueno de familiaridad? ¿Y si
me sigue vaciando el lago helado y deja más piedras al descubierto?
«¿Qué pasará entonces?».
—Necesito enseñarte una cosa —murmura sobre mi cuello. Acto
seguido, me coge de la mano, me da un cálido beso en los nudillos blancos
y tira de mí.
Por alguna extraña razón, no me opongo. No clavo los pies en el suelo.
Lo sigo.
Raeve
CAPÍTULO 55
En el corazón de la Fortaleza Imperial, Kaan abre el cerrojo de la cadena
que sujeta dos puertas descomunales de madera negra, talladas de tal forma
que parecen un par de siegasables enfrentados. Los pomos son dos
colmillos idénticos que emergen curvándose. Echo un vistazo al túnel vacío
y tenuemente iluminado que está tras de mí mientras espero a que el rey
suelte la cadena y abra la puerta izquierda.
Me hace señas con la mano para que entre en la oscura habitación delante
de él.
«Ni hablar».
—Tú primero.
Suspira y se adentra en la penumbra con pasos pesados.
Lo sigo mientras observo el espacio, iluminado por algunos rayos de sol
que entran por lo que supongo que son cortinas, que se alzan en la otra
punta. Kaan se dirige hacia ellas.
—Veil de nalui —susurro para que Clode se manifieste en forma de
alegre brisa. Atraviesa la sala, juguetea con las cortinas y las abre, llenando
la estancia de una gran claridad.
Kaan se detiene ante las cristaleras con la mano extendida y se aclara la
garganta.
—Gracias.
—No hay de qué —respondo contemplando el que supongo que debe de
ser su dormitorio, a juzgar por el predominio de su cálido aroma. Estoy
convencida de que se echa algo a la piel cada salida auroral que lo hace oler
de una manera tan deliciosa como inconveniente.
La sala está repleta de librerías curvadas y divanes mullidos de piel, y
hay una alfombra negra extendida en el suelo. Junto a una silla baja
tapizada, raída en algunos puntos, se encuentra un enorme instrumento de
música apoyado en un atril, cuyas cuerdas necesitan desesperadamente que
las sustituyan. Al otro lado de esa silla, hay un mesita redonda con una
botella de licor, un vaso vacío y un tarro con tapón que contiene algo
neblinoso.
Que da vueltas.
Lo coge y lo guarda en un cajón de la mesa.
—¿No quieres que vea tu tarro de niebla? —Arqueo una ceja.
—No especialmente —murmura colgando su málmr en el instrumento.
Aparto la vista y veo varias armas colocadas al azar por las estanterías y
un par de botas olvidadas junto a la puerta. Mis ojos van a parar a un mapa
del mundo que se extiende por una larga pared curvada: un pergamino
amarillento salpicado de diminutas cruces negras, muchas de las cuales
están al sur de Gore.
Miles de ellas.
—Vale, guárdate tus secretos —digo pasando la vista de una cruz a otra.
A la izquierda del mapa, hay un puñal clavado en la pared y, por la
constelación de marcas que lo rodean, supongo que no es la primera vez
que termina ahí encastrado.
—Créeme —masculla Kaan al tiempo que recoge unas cuantas prendas
de ropa que ha dejado sobre la silla—, no he pensado ni por un segundo que
estuvieras interesada en mis secretos.
—Es sano tener expectativas realistas.
Suelta un gruñido y lleva la ropa al otro lado de una ancha puerta a la
derecha, en cuya oscuridad desaparece mientras yo vuelvo a recorrer la
estancia con la mirada, dándome cuenta de la fina capa de polvo que cubre
los estantes. En realidad, lo cubre casi todo, a excepción de su instrumento,
las sillas, la botella de licor y el puñal clavado en la pared.
Vaya.
—Supongo que… no tienes demasiadas visitas, ¿eh?
«Ni siquiera dejas que entre alguien a limpiar».
—Tener la puerta cerrada con llave desalienta a la mayoría —dice desde
algún punto de la habitación anexa—. Me va bien así.
«Ya. Le gusta tener intimidad. Entendido».
Miro hacia el techo abovedado, adornado con escamas de dragón
sobrepuestas —que, por el tono de sangre quemada, supongo que son de
Rygun—. Un enorme candelabro cuelga del punto más alto, ensamblado
con más colmillos de siegasable de los que he visto jamás reunidos en un
solo sitio, todos de distinto tamaño y forma.
—No me gustaría estar aquí si la montaña temblara —murmuro
desviando la vista a la derecha cuando Kaan emerge de la puerta oscura con
dos toallas, una de las cuales me tiende—. Gracias. —La utilizo para
quitarme una parte del agua que me abraza todo el cuerpo como los restos
de una pesadilla y para secarme la ropa, igual que él. La cuelgo en el
respaldo de una silla, y hago lo mismo con mi bolsa.
—Por aquí —me dice, lanzando su toalla junto a la mía. Se dirige hacia
las dos puertas idénticas que están más adelante. Dan a lo que parece ser un
jardín privado un tanto descuidado, bañado con tantísima luz que me
sorprende que alguna planta consiga crecer allí.
Abre las puertas y las cruza, y yo lo sigo, adentrándome en el húmedo
ambiente mientras recorremos un sendero descuidado cuya vegetación a
menudo me obliga a agacharme. Los insectos chirrían y el agua cae en
forma de gotas de unas hojas redondas y aterciopeladas del color de la
arcilla.
Una ráfaga de viento me permite atisbar por entre el denso follaje un área
de arena que se extiende más adelante y me doy cuenta de que este jardín da
al sur, en dirección a La Bruma.
Lejos del sol.
—Es por aquí —me indica Kaan encaminándose hacia unas enredaderas
cobrizas que tapan fragmentos de la pared escarpada e irregular que
circunda el jardín. Separa las plantas para acceder a un túnel oculto, se
agacha y se mete delante de mí.
—No pienso seguirte ahí adentro. —Arrugo la frente.
Se detiene y me mira por encima del hombro.
—¿Por qué no?
—Porque así es como muere la gente, Kaan. Lo sé porque así es como
yo…
Enarca una ceja.
Hago una pausa para valorar si contarle mis secretos profesionales a un
rey en el que solo hace un par de segundos que he decidido confiar a medias
y, al final, decido que más le vale saber que soy una mancha de sangre en su
precioso paraíso.
—Así es como yo asesino. Este lugar —señalo el túnel por el que
pretende conducirme— es perfecto para que me rebanes el pescuezo y
luego uses una daga para dejarme un mensaje en el pecho.
Me pregunto qué me pondría. Es probable que fuese:

DESPRECIA REGALOS VALIOSOS


Se vuelve hacia mí y me suplica con la mirada al decir:
—Escucha, Raeve.
—Te estoy escuchando. Es evidente.
—No —gruñe apoyando una mano en la pared lisa y curvada—.
Escucha.
Abro la boca y la vuelvo a cerrar al comprender a qué se refiere.
—Pero es que él es…
—¿Qué?
«Muy estable. Muy robusto. Lo opuesto a mí».
Me cruzo de brazos, niego con la cabeza y suspiro mientras abro mi
barrera mental lo suficiente como para que la atraviese él…
Bulder.
Sostengo la tensa mirada de Kaan durante unos segundos y luego aflojo
la barrera un poco más, abriendo un agujero grande, y me preparo para oír
el estridente tono de Bulder… Pero no llega hasta mí.
Porque no está cantando, qué va.
Está tarareando.
Un zumbido grave… que suena parecido a un arrullo.
Arrugo el entrecejo y yo también apoyo una mano en la superficie plana
de la piedra tallada.
—Es…
—Esto es un refugio, Raeve. Un lugar de amor, de veneración. Si
quisiera hacerte daño, no lo haría en esta cueva —añade aguantándome la
mirada con una intensidad fulminante.
—¿Por qué no me dices qué hay aquí y ya está?
—No puedo. —Suaviza la expresión—. Necesito que lo veas por ti
misma.
«Por todos los Creadores».
—Vale —le digo—, pero que sepas que le cambié a tu guardia un plato
de cerámica por su puñal, que ahora mismo llevo atado en el muslo, y no
me da ningún miedo usarlo.
Sorprendido, parpadea y niega con la cabeza mientras entro en el túnel.
Luego, deja que la cortina de hojas se cierre tras de mí, sumiéndonos a los
dos en las sombras.

La estrecha escalera está plagada de insectos pequeños y brillantes que


me recuerdan a lunas de plumaluna, los cuales desprenden una luz ínfima
para iluminar nuestro trayecto por un tramo de escalones sin fin que ojalá
hubiera contado desde el principio. Estoy convencida de que a estas alturas
hemos bajado unos mil, y ya no siento calor, sino un frío maravilloso; mis
exhalaciones son columnas de vaho.
Kaan abarca el hueco completo de las escaleras, hasta el punto de que
casi roza con la cabeza el techo, cubierto de puntos de luz. Tiene unos
hombros demasiado grandes como para seguir bajando de frente. De vez en
cuando, intento echar un vistazo delante de él para ver si diviso el final,
pero es en vano.
Su cuerpo es un tapón gigantesco.
Me recojo el pelo mojado para escurrirme las puntas y frunzo el ceño al
darme cuenta de que el agua ha empezado a solidificarse.
A congelarse.
—¿Falta mucho? —pregunto mientras me sacudo los cristales de hielo de
las manos. Me gustaría saber si me va a llevar caminando hasta la otra
punta del mundo, si vamos a salir cerca de Netheryn, donde anidan los
plumalunas.
—No. —Kaan me mira por encima del hombro. Le brillan los ojos en la
oscuridad al observarme—. ¿Aguantas bien el frío? Te puedo dejar mi
túnica si qui…
—No hace falta.
Algo destella en sus ojos, como si creyese que la idea de ponerme su
túnica me incomoda.
No es así. Por lo menos no de la forma que debe de pensar.
No le digo que, cuanto más avanzamos, más segura estoy de seguirlo por
un túnel rumbo a un abismo oscuro. Tampoco le digo, claro, que este frío
me recuerda mucho a…
Mi hogar.
La razón por la que intento ver lo que hay delante de él no es porque me
preocupe que me haya traído hasta aquí abajo para asesinarme. Ya no.
No…
Una parte de mí se siente atraída por lo que sea que se encuentre al final
de esta interminable escalera.
El frío me muerde la piel y me deja la punta de la nariz maravillosamente
entumecida; el aire fresco empieza a lamerme como olas gélidas que tiran
de mí al retirarse y me urgen a bajar más.
Y más.
Cada peldaño me adentra en esa marea hasta que la oscuridad da paso a
una luz plateada que baña las paredes y los escalones, convirtiendo a Kaan
en una silueta sombría en contraste con la radiante luminosidad que intenta
abrirse paso tras él.
—Hemos llegado —murmura. Su voz es un terremoto que zarandea el
ansioso silencio y me eriza la piel de la nuca.
Se aparta y la claridad me envuelve.
«Cuánta luz».
Se me detiene el corazón y el asombro me embarga el pecho al
contemplar la cueva circular, cuyas paredes curvadas están cubiertas por
unos maravillosos grabados de plumalunas con todo detalle.
La misma criatura magnífica en cientos de posturas diferentes. Es una
dragona de cuello esbelto, ojos grandes nostálgicos y mechones largos que
le salen de los carrillos oscilando con el movimiento tallado. Tiene unas
elegantes alas de membrana triple que le proporcionan una velocidad y
agilidad sin parangón y la cola fina con hilos sedosos enroscados que se
sacuden con un derroche de personalidad.
Los grabados de ambas criaturas se funden de manera parecida a los
dragones del málmr de Kaan, aunque el extravagante mural palidece en
comparación con la colosal luna plateada que la cueva alberga como si
fuera un huevo. El suelo está hundido en el centro, imitando a dos manos
formando un cuenco, sin duda para evitar que salga rodando.
Me sale un gemido ahogado y, durante unos segundos, no me muevo. No
respiro. No pestañeo.
Algo dentro de mí encaja, llenándome de una sensación reconfortante
que hace que me escuezan los ojos por segunda vez; estoy tan abrumada por
la belleza de la luna que me da la impresión de que el mundo oscila a un
lado.
El tembloroso suspiro que suelto es tan espeso y blanquecino que cuesta
ver a través de él; una mancha estruendosa en medio del devorador silencio.
Me acerco tambaleándome con las manos extendidas y hormigueos en la
punta de los dedos por la necesidad de tocarla, de recorrer los surcos y
protuberancias de la plumaluna caída, durmiendo hecha un ovillo por toda
la eternidad, con la cabeza medio oculta debajo del abanico de una
membrana rasgada. La sedosa cola de la dragona está recogida bajo las alas
y sus suaves penachos hacen las veces de almohada para su cabeza y su
cuello.
Al acercarme a la bestia caída, me siento más pequeña que nunca. Soy un
polluelo en comparación con su colosal tamaño.
Bulder sigue tarareando. Su grave voz es una caricia, un zumbido
reconfortante tan complejo que resulta imposible atraparlo. Como cuando
levantas la vista hacia las estrellas intentando averiguar qué hay en los
espacios oscuros que separan los lejanos puntos de luz.
Me doy cuenta de que él es un nido. Casi me lo imagino agachado, con
las manos sobre el pecho, acurrucado bajo esta preciosa luna mientras la
contempla.
La atesora.
La alimenta.
Se me forma tal nudo en la garganta que me duele tragar saliva…
Me acerco y paso la mano por la superficie de lo que fuera la piel de la
plumaluna, que ahora está fosilizada. Es tan dura y está tan fría que es como
acariciar un trozo de hielo.
—Es tu luna —farfullo esbozando una sonrisa mientras una lágrima me
cae por la mejilla, la cual enseguida aparto.
—Se llamaba Slátra —dice Kaan con una crudeza que nunca le había
oído—. Todavía no he encontrado sus últimos fragmentos. Desde este lado
no se ve, pero hay una pequeña grieta en su lomo que aún tengo que cubrir.
Un escalofrío me sube por la espalda. Trazo una fisura con la punta del
dedo y, al levantar la vista, veo muchas más recorriendo la bestia pétrea, la
prueba de que el impacto al estrellarse la rompió en miles de fragmentos.
Fragmentos meticulosamente ensamblados en esta tumba circular.
—¿Lo has hecho tú? —pregunto con voz temblorosa.
—Lo he hecho yo, sí.
Niego con la cabeza. Al comprenderlo todo, es como si un torrente de
agua me bajara por la garganta, ahogándome.
Mi rabia, mi furiosa sed de venganza, me cegó. Creía que Kaan era un
tirano, un monstruo despiadado. Sin embargo, tiene un corazón tan grande
que me sorprende que le quepa en el pecho.
—¿Por qué?
—Porque me duele saber que no está completa —contesta con aspereza,
provocándome de nuevo escozor en los ojos.
Rodeo a la dragona y me detengo en el punto en el que la cabeza de
Slátra está envuelta por el penacho de su cola.
Se me detiene el corazón, me quedo sin aliento. Casi pierdo el equilibrio
a consecuencia del estremecimiento que noto en el pecho.
Ignoro los ruidos del hielo resquebrajándose que me atraviesan y me
pongo de puntillas; por encima de la grieta de su ala, veo el pequeño hueco
que protege. No es escarpado, como si todavía le faltaran trozos, sino una
zona lisa cerca de la punta de la nariz enorme de la bestia, como si Slátra
hubiera expirado acunando… algo que envolvía con los sedosos hilos de su
cola y protegía con su garra ahuecada.
Frunzo el ceño y clavo la vista en el hueco, casi como si notara su
contorno alrededor de mi cuerpo.
Como si me acunara a mí.
Casi como si notara su frío morro contra mi frente, el penacho de su cola
solidificado acariciándome… el pecho.
Doy un paso atrás, luego otro, y trato de que me llegue el aire a unos
pulmones que al parecer han olvidado respirar.
«No…».
—La conoces —dice Kaan, cuya grave voz es como un desprendimiento
de rocas en medio del silencio.
Aplastándome.
—Es…
Recorro un túnel mental hasta un recuerdo que borré hace tiempo, cuyo
cadáver está en la orilla de mi lago interior, despojado de toda la emoción
que le arranqué, dejando tras de sí solo el esqueleto de algo que tiempo
atrás tal vez dolía.
Y que en cierto modo era insoportable.
Me permito analizar los restos desde una cierta distancia:

Un extraño ruido de algo que rueda me ha despertado de mi sueño


eterno. He abierto los ojos por primera vez y he observado el mundo en el
que he crecido a través de los barrotes de hierro de algo que ahora sé que
es una jaula.
Mi brutal despertar ha estado lleno de confusión al intentar descubrir
cómo encajaba en el interior de mi cuerpo, cómo funcionaba y se movía. Y
por qué todo estaba borroso.
Y cálido.
Aun así, temblaba violentamente. Creía que era el calor, pero ahora sé
que no era el caso.
Mi alma se estremecía de dentro afuera.
Al alargar la mano hacia delante, he visto algo pesado y frío alrededor
de mi muñeca, un objeto que ahora sé que es un grillete. Me he aferrado a
los barrotes con la intención de estabilizarme en esta extraña existencia en
la que tengo manos que se mueven, pulmones que respiran y ojos que ven; y
he vuelto la vista hacia la fuente del sonido que me ha traído a la realidad.
Un carro rodaba por el largo túnel de una oscura guarida, alejándose
del lugar donde he despertado.
En sus profundidades, había unos fragmentos plateados brillantes que
desprendían un frío abrasivo que he querido echarme en la cara.
Los fragmentos relucían de una forma tan hermosa en la penumbra de mi
entorno que enseguida he tenido claro que donde he despertado no era un
lugar bueno, sino malo. Porque no importa con cuánta fuerza haya gruñido
y gritado, intentando suplicarle a la criatura que empujaba el carro que,
por favor, me lo acercase para que pudiese echar un buen vistazo a esos
preciosos pedazos que me moría por tocar, pues ni siquiera me ha mirado.
Los fragmentos han desaparecido y, al poco de existir, me he dado cuenta
de lo que significa estar atrapada.

—Contéstame, Raeve.
Una vez más, me siento atrapada. Me veo obligada a mirar algo que, sin
duda, me destrozará de dentro afuera si lo inspecciono más de cerca.
Con más atención.
Porque esos fragmentos que vi cuando abrí los ojos al mundo… ahora
entiendo que los recogieron al mismo tiempo que a mí, que por eso el carro
los alejaba de mi celda. Los habían encontrado en la nieve y arrastrado al
interior de una montaña de piedra y hielo que albergaba fuego.
—Te he preguntado que si la conoces.
Dejo el recuerdo en el lugar donde tiene que estar.
Dentro de mí.
—No sé de qué me estás hablando —le suelto. Doy media vuelta y me
encamino hacia la salida.
Kaan se adelanta y me corta el paso. Su túnica de piel está cubierta de
una fina capa de escarcha.
Levanto la vista a sus ardientes ojos, que no encajan con los fractales de
hielo que le salpican el pelo y la barba, haciendo que brillen bajo la luz.
—Apártate.
—Creo que me estás mintiendo. —Da un paso adelante, desprendiendo la
misma energía que una bestia grande como una montaña en su apogeo, una
energía imposible de ignorar—. Creo que conoces esta luna mejor que
nadie.
Hay un rumor en mi interior procedente de las profundidades de mi lago.
Un zumbido de reconocimiento que ignoro para concentrarme en la rabia
que se me acumula en el pecho como si fuera una bola de llama de dragón.
Deslizo un pie hacia atrás y levanto el labio superior, mostrando los
colmillos.
—Creo que esta bestia te acunó durante cien fases, insuflando vida a tu
cuerpo roto hasta que las dos caísteis del cielo. Creo que saliste de la tumba
de Slátra como un dragón de un huevo…
—Estás loco —susurro chocando de espaldas con la luna.
—¿Sí? —Se alza sobre mí como un peñasco y me lanza una mirada que
me roba todo el oxígeno de los pulmones—. Porque yo conocí a una mujer
que murió trágicamente, cuyo cuerpo sin vida ascendió al cielo, con mi
corazón en el puto puño, junto a la fiel bestia que tienes detrás —me espeta
con voz ronca agitando una mano delante de mi cara—. Se llamaba Elluin,
y se reía con el viento y lloraba con la lluvia. Se enfadaba con el fuego y
rugía con la tierra. Y su corazón latía al mismo ritmo que…
—Basta.
Kaan gruñe y oigo un chasquido. Pronuncia una palabra que no entiendo
por culpa de mi pulso desbocado y, entonces, una llama cobra vida en su
mano.
Me quedo paralizada ante la imagen. Un silencio profundo, casi palpable,
se apodera de la cueva que nos rodea. Un silencio que parece engendrado
por…
Por mí.
Como si estuviera devorando los sonidos. Absorbiéndolos.
Kaan me acerca tanto la llama a la cara que estoy convencida de que me
va a chamuscar la piel, y enseguida soy consciente de que hay algo dentro
de mí que lo está observando.
Y escuchando.
—Mírame a los ojos, Rayo de Luna, mírame al alma, y dime que no oyes
los gritos sibilantes de este fuego. Mírame a los ojos, afila esas palabras y
no te atrevas ni a parpadear mientras me las clavas en el pecho.
Cojo aire a duras penas, preparándome para decirle eso precisamente,
que su llama no me grita ni me silba ni me dice nada. No es más que una
llama y hace una sola cosa.
Arder.
—Apagad esa llama, majestad, o yo os apagaré a vos —le largo con una
certeza feroz, sumamente consciente de que mi Otra está a un tris de
liberarse. Puede que esté en contra por completo de hacerle daño, pero no
puedo responder por… ella—. Lo prometo.
Un surco se forma entre sus cejas serias.
Aparta la mano y aprieta el puño para extinguir el fuego, inundando mi
sistema de alivio.
—¿Quién te ha hecho daño?
—A mí nadie me hace daño, rey de La Llama, a mí me endurecen. Y no,
tu mascota de fuego no ha cantado para mí, ni un poco. De lo contrario, le
habría ordenado que se fuera por el túnel y se suicidara en un charco.
Frunce más el ceño y levanta una mano como si quisiera tocarme la
mejilla. Como si quisiera acariciarme pero le preocupase que se la cortara.
—No me mientas, Rayo de Luna. Miéntele al mundo, pero a mí no, por
favor.
—Deja de hablar como si me conocieras. No me conoces. Aunque me
hubiera caído con tu querida luna, no te debo nada. Elluin está muerta.
—Para.
Su voz ordena, sus ojos suplican.
Tanto lo uno como lo otro rebota en mi armadura como flechas que
agarro y le hundo a él entre las costillas.
—Puede que me hayas salvado la vida y me hayas arrastrado hasta este
reino brillante de los cojones donde todo el mundo te ama, pero eso no va a
reencarnarla. No soy tuya y nunca lo seré.
Kaan da un paso atrás y me deja con la espalda arqueada sobre el ala
solidificada de Slátra, dándome espacio para respirar hondo por primera vez
desde que nuestras atmósferas han colisionado.
Ignoro el dolor evidente de sus ojos y me dirijo a las escaleras sin mirar
atrás ni una sola vez. Cada paso que doy en dirección al cielo me aleja más
del cómodo abrazo del frío.
Ignoro la necesidad que siento de dar la vuelta, de trepar sobre el ala
plegada, meterme en el hueco y dormirme en el abrazo pétreo de Slátra.
Sobre todo, ignoro la sensación de que cada paso que doy en dirección al
cielo me aleja más de mi verdad.
Me limito a despojar la escena de toda pizca de cariño y curiosidad para
formar con esas emociones un fardo y atarlo a una piedra, viendo que mi
lago interior está resquebrajado cerca de la orilla. Hay un agujero en el
hielo que me permite introducir el fardo con facilidad.
No creo en demasiadas cosas, pero sí en que lo desconocido hay que
gestionarlo con precaución, como si fuera un dragón. Si lo dejas solo,
raramente decidirá atacar. Podéis existir en armonía eternamente, siempre y
cuando nadie haga ningún movimiento repentino.
Si intentas subirte a su lomo o robarle un huevo… En fin.
Es probable que termines muerto.
Y resulta que a mí me gusta vivir en la ignorancia. Es solitaria, pero la
gente solitaria no tiene nada que perder.
Y eso encaja conmigo a las mil maravillas.
Raeve
CAPÍTULO 56
Subo las escaleras y salgo a la brisa. Dejo atrás un manto de enormes
hojas redondas y echo a correr hacia la puerta de la habitación de Kaan.
—Es que sabía que no tendría que haberlo seguido hasta ahí abajo —
mascullo ante mi estupidez. ¿Cuándo ha sido una buena idea seguir a
alguien para entrar en un túnel oscuro al oír eso de «es por aquí»?—. Idiota
—me reprendo.
La palabra me martillea el cerebro como un tornillo que, obviamente,
anda suelto y me ha llevado hasta una cueva con una plumaluna muerta que
él cree que es mía, la misma que tiene dibujada en la espalda. Tan pronto
como me doy cuenta de ello, una grieta amenaza con partirme el corazón y
darme otro fardo que zambullir en mi gélido interior.
Con un gruñido, me doy un bofetón. Fuerte.
«Idiota, idiota, idiota».
Atravieso la estancia en busca de mi bolsa y abro la solapa acercándome
a una estantería, de donde cojo unos cuantos puñales de escama de dragón y
otros de hierro, porque, a pesar de mi lapsus, soy de lo más resolutiva.
Ya casi he llegado a la puerta cuando Kaan se coloca delante de mí
impidiéndome el paso. Como si Rygun me interceptara a la salida con el
vientre lleno de llamaradas y fuego en los ojos.
—Apártate —gruño explorando sus bellos rasgos salvajes, convertidos en
una máscara de piedra.
Me coge una mano y me deja un saquito de piel en la palma. Pesa
bastante, con la promesa de lo que sospecho que es una cantidad de oro
significante.
—Gemas de rocadragón —me dice—. Las vas a necesitar cuando cruces
la frontera.
—Ah…
«Qué considerado».
Me sujeta la cara con ambas manos, dejándome sin aliento, y me acerca
tanto a él que nos rozamos con la nariz; noto su tembloroso aliento como
una fiebre sobre la piel.
—Persigue la muerte, Elluin Raeve.
Siento un grito ahogado subiéndome por la garganta como si fuera un
puñal cuya punta afilada me cercena por dentro.
«Elluin Raeve…».
—Pásate la vida sola, preguntándote por qué gritas en tus sueños,
llamando a esa misma plumaluna a la que llevo las últimas veintitrés fases
recomponiendo con la esperanza de darte paz de espíritu. Y todo porque
querías tantísimo a esa dragona —masculla negando con la cabeza— que
sabía que te devastaría saber que estaba esparcida por todo el mundo
después de que los carroñeros asaltaran la zona donde impactó.
—Yo no…
Mis palabras mueren en la punta de mi lengua cuando él me coge una
mano y se la pone sobre el corazón. Con la yema del pulgar, me acaricia en
círculos la piel desgarrada junto a las uñas.
Sus ojos me imploran, su voz está teñida de una tristeza que pesa tanto
que es casi insoportable.
—Persigue la muerte, Rayo de Luna. Y espero que tu sed de sangre te
proporcione la misma paz que siento yo al saber que existes.
Me da un beso en la sien, tan rápido y leve que no me doy cuenta hasta
que desaparece, hasta que entra a toda prisa en la habitación anexa, donde
se esfuma entre las sombras.
El fantasma de sus labios es un hierro candente sobre mi piel erizada.
Durante unos segundos, valoro la posibilidad de seguirlo, de preguntarle
si Raeve era el segundo nombre de Elluin en el improbable caso de que
quisiera desenterrar un pasado que, sin lugar a dudas, me quemará tanto
como el resto.
Me llevo la mano a la sien.
La aparto.
«No».
Con un gruñido, aprieto con los dedos el saco de rocadragón y atravieso
la puerta abierta corriendo con la esperanza de que la guarida no cierre
durante la duermevela. Con la esperanza de que haya un fundefauces ya
ensillado, preparado para huir a toda prisa de este precioso e inquietante
lugar con demasiados socavones como para soportarlo.
No es hasta que estoy recorriendo la rocosa orilla de El Loff en dirección
a la zona occidental de la cueva que me ha llamado la atención desde que
llegué a la ciudad, con la guarida situada a todas luces a mi espalda, cuando
me doy cuenta de que todavía no tengo la intención de marcharme.
Es otra obsesión desconocida que fijo que termina pasándome factura.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Ha pasado tiempo desde la última que he escrito. Estaba


concentrada… en otras cosas. Sumida en la confusión. Es la única forma
en la que puedo describir el sentimiento que me embarga el pecho.

Después de mi primera clase de combate con Veya (que, por cierto, no


fue para nada tan fácil como pensé que iba a ser) bajo los duros rayos de
Dhomm, recorrí los pasillos de la Fortaleza Imperial con el cuerpo
dolorido y apestando a la cataplasma solar que siempre me unta antes de
que salgamos. Me dirigí a la puerta con barrotes que da acceso a la
guarida de Slátra, pero estaba cerrada.
Con llave.
Sentado junto a la puerta, estaba el hombre que ahora sé que se llama
Kaan Vaegor, el hijo mayor del rey, que hace nada ha regresado de las
llanuras Boltánicas para encargarse de Dhomm mientras su pah ayuda a
Tyroth a afianzar su posición en Arithia.
Fue la primera vez que lo vi desde que me lanzó a la bañera y luego se
marchó para que Veya me lavase.
Estaba sentado en el suelo con un precioso instrumento de cuerda sobre
el regazo, tallado a partir de un trozo de madera rojiza (creo), un tono
granate tan intenso que parecía el de la sangre seca. Estaba tocando una
melodía sencilla con tres cuerdas, moviendo los dedos con tanta delicadeza
que me dio la impresión de que estaba tocando mi corazón roto.
No me miró, pero las instrucciones estaban claras por la llave que tenía
al lado, por el cuenco gigantesco de estofado rojizo y el trozo de pan
colocados en una bandeja metálica en el suelo, delante de la entrada.
Cuando fui a coger la llave, me sujetó el brazo con tanta fuerza que
enseguida me di cuenta de lo fácil que le resultaría partirme los huesos.
Me dijo que primero comiese algo.
En primer lugar, ¿quién hace eso?
En segundo lugar, yo como en función de mi estado de ánimo, tal como le
ocurría a mi mah. Y esta cosa que tengo en la cabeza me provoca náuseas
el noventa por ciento de las veces. No me despierta precisamente el apetito.
No me molesté en decírselo a Kaan Vaegor. Me miraba de tal forma que
sé que no habría servido de nada que se lo dijera. Las normas no habrían
cambiado. Y técnicamente, en ausencia de su pah, estoy viviendo bajo el
techo de Kaan.
Y bajo sus normas.

Menuda gilipollez.
Furiosa pero desesperada por volver al lado de Slátra, hice lo que me
pidió. Engullí el estofado tan deprisa que solo me di cuenta de que la
comida era demasiado intensa y picante cuando era demasiado tarde y me
ardían las tripas. Llegué al cuarto de baño a tiempo para que el estómago
se me saliera por la boca, o al menos eso es lo que pareció.
Cuando regresé, la puerta estaba abierta.
Y Kaan había desaparecido.
A la duermevela siguiente, él estaba allí de nuevo, pero esta vez con una
ración mucho más pequeña de un estofado más suave que casi me recordó
a mi hogar, con matices de bulbo saltarín y helifruta. También había un
vaso de leche de colk, que me aliviaba la boca y la tripa ante la leve
cantidad de especias.
Desde entonces, todas las duermevelas hemos seguido la misma extraña
rutina. Yo me siento cerca de su imponente atmósfera mientras me lleno la
barriga con platos que sé que me van aportando energía.
No nos dirigimos la palabra. Él se limita a tocar mientras yo como y me
gano la llave que abre la guarida de Slátra. Luego, me marcho mientras las
notas de su melodía me persiguen por el túnel, donde termino
acurrucándome en la curva de la cola de mi dragona hasta dormirme con
el arrullo de su grave voz…

No entiendo qué está haciendo, ni por qué lo está haciendo.


No entiendo por qué cada vez me apetece más que llegue ese momento.
Veya
CAPÍTULO 58
La luz del sol me golpea la cara mientras subo la escarpada escalera
tallada en la ladera de la montaña. Mi bolsa de piel, llena hasta los topes,
me da en la pierna con cada paso que doy. La aurora todavía no ha salido, la
ciudad está en silencio y el aire sigue cargado como resultado del aguacero.
Objetivamente, debería esperar varios ciclos antes de dirigirme a Arithia
para ir a buscar el diario de Elluin, y tomarme el tiempo necesario para
hacer los preparativos para el largo viaje. Sin embargo, tengo la paciencia
de un siegasable y el doble de energía, con lo que me he pasado
duermevelas sin dormir con un montón de pensamientos irritables y tantos
hormigueos en los pies que al final me he rendido y he preparado una bolsa.
El camino vira a la izquierda y luego se aplana abriéndose a una ancha
explanada de piedra consagrada a algunas de las guaridas más grandes.
Como si fueran celdas de una colmena de busibejas, la guarida se ha
integrado en la montaña y cuenta con doscientos veintisiete agujeros de
toda clase de formas y tamaños.
A algunos siegasables les gusta adentrarse en la montaña, otros se quedan
cerca de la superficie. Algunos prefieren espacios anchos; otros, lugares
estrechos y acogedores para llenarlos con sus llamaradas y acurrucarse
contra las paredes casi derretidas como si siguieran en el interior de un
huevo.
Como hace Rygun, el adorable monstruo.
Sonrío al recordarlo y me paso el pelo detrás de la oreja, pero un
pensamiento distinto me borra la sonrisa de golpe y porrazo.
—Mierda —mascullo—. Las pinzas para las garrapatas.
¿Las he metido en la bolsa? No me acuerdo. Kaan a lo mejor no tiene
problemas en sacarlas con las manos, pero yo nunca lo consigo. Siempre
termino arrancándoles la cabeza y luego tengo que meter los dedos para
sacar el resto del cuerpo.
Dejo la bolsa en el suelo y me pongo en cuclillas para hurgar entre cosas
que no recordaba haber guardado… A saber por qué iba a necesitar dos
tenedores.
Mi hiperactivo cerebro privado de sueño tenía sus motivos, eso seguro.
Sigo escarbando mientras intento no mirar a la derecha, hacia la guarida
que lleva abandonada desde que yo tenía cinco fases.
Meto por completo el brazo en la bolsa y tanteo el fondo. Se me nubla la
mente al levantar la vista hacia la enorme luna cubierta de púas que se alza
justo encima de la Fortaleza, un poco más baja que la mayoría de las demás
lunas del cielo.
Jógo.
El amado dragón de mi mah, que ella curó hasta devolverle la salud tras
encontrarlo expulsado de un nido cuando era solo una cría.
Cuando murió mi mah, tengo entendido que Jógo se negó a salir de la
enorme guarida redonda que se encuentra a mi derecha, algo atípico para un
siegasable, ya que les gusta cambiar de guarida más que a un lanzagrejo de
caparazón. Por eso mismo, les proporcionamos tantísimas. Es un esfuerzo
para que nuestras bestias domadas estén lo bastante satisfechas como para
que no echen demasiado de menos la zona donde eclosionaron.
El desinterés de Jógo por salir fue el primer indicio de que ocurría algo y
de que echaba mucho de menos otra cosa.
La única vez que llegué a ver cómo la luz incidía sobre sus escamas de
bronce fue cuando me senté en esta misma explanada a la espera de que
Kaan terminase de curar un desgarrón del ala de Rygun. Jógo apareció
cojeando; apenas conseguía levantar la cabeza del suelo.
Me miró a los ojos y me lanzó un aliento cálido a la cara; nunca he tenido
tanto miedo como entonces. Luego, profirió un agudo gimoteo, miró hacia
el cielo, extendió las alas y echó a volar.
Yo tenía cinco fases cuando lo vi hacerse un ovillo y morir en el cielo.
Otra cosa de la que mi pah decidió culparme a mí. Al ser tan joven, creí que
había sido culpa mía, hasta que crecí lo suficiente como para comprender
que la bestia echaba de menos a mi mah. Y entonces supe sin lugar a dudas
que era eso.
Expulso el espinoso recuerdo y me aclaro la garganta.
Al final, encuentro las pinzas, las sacudo victoriosa y me las guardo en
un bolsillo para poder acceder a ellas fácilmente, y me cuelgo de nuevo la
bolsa en el hombro. Estoy pasando por delante de la guarida de Rygun, con
la entrada deformada porque se rascó contra las piedras al prepararse para la
última muda, cuando veo a Kaan inclinado sobre una alforja que está
llenando.
Hago una pausa y contemplo las profundidades de la guarida, donde es
probable que Rygun esté durmiendo con un ojo abierto, sumamente
consciente de que Kaan está a punto de sacarlo de su estrecho y caluroso
escondrijo.
—¿A dónde vas tú? —le pregunto al verlo llenar una de las alforjas con
rebanadas secas de pan dahpa, las suficientes como para saber que tiene la
intención de pasar unas cuantas duermevelas fuera.
Me mira por encima del hombro con el ceño fruncido.
—Las garrapatas están vengándose —masculla metiéndose una mano en
el bolsillo, del que saca una alondra de papel arrugada—. Un dragón
domado se ha vuelto rabioso y ha quemado medio pueblo.
Extrañada, dejo la bolsa en el suelo y me dirijo hacia él. Cojo el
pergamino de su mano extendida, lo aliso contra el muslo y leo la caótica
letra.
—¿Blóm? ¿El dragón del Jefe Thron?
Kaan suelta un gruñido.
«Por todos los Creadores…».
—Ha abrasado a una manada entera de colks sin intención de
comérselos. Si no hacemos nada, hay muchos pueblos cerca que va a
diezmar antes de que el veneno le corrompa el corazón. Voy a ir para allí.
Grihm está cogiendo sus cosas y nos veremos por el camino si consigue
seguirme el ritmo. Ahora mismo, los guardias están ayudando a ensillar uno
de los peregrinos; la bestia de Lane, creo.
—¿Nevut?
—Sí, es la siegasable más rápida de la guarida que todavía no se ha
marchado para El Gran Flurrt, y no hay tiempo que perder.
Paso la vista a los tres arpones metálicos que están en el suelo atados a
una funda de piel que se enganchará a la silla de montar de Rygun. Asiento,
aunque él no lo ve, ya que sigue con los ojos clavados en su alforja,
llenándola con movimientos rígidos y precisos.
Pobre Kaan. No hay nada peor que ir a dar caza a un dragón rabioso.
Resulta difícil convencerse de que has sacado a una bestia de su desgracia
cuando se desploma en el suelo en lugar de volar al cielo para acurrucarse
junto a sus ancestros.
Por su bien, y por el bien de su bondadoso y gigantesco corazón, espero
que alguien haya derribado al dragón antes de que llegue él. Si ayudas a que
la gente reconstruya sus casas de piedra, eres un héroe; si matas a un
siegasable, eres un puto asesino, por muchas palmadas en la espalda que
terminen dándote.
Y sin que importe a cuánta gente hayas salvado.
Me aclaro la garganta, doblo la alondra por la mitad y se la devuelvo.
—He visto que la has… metido en tu habitación. Dime que no la has
llevado a tu santuario, por favor.
Kaan se detiene un momento y, luego, sigue preparando la alforja como
si yo no le hubiera dicho nada. Tira de la cuerda y, con los nudillos blancos
por la tensión, la ata.
«Supongo que eso significa que sí».
Me aprieto el puente de la nariz con los ojos cerrados.
—Dijiste poco a poco…
—Sí.
—Eso no es poco a poco.
—No.
Suspiro y abro los ojos.
—Por tu comportamiento, deduzco que no se te ha lanzado a los brazos
delante del cadáver de su dragona muerta ni te ha dado las gracias por
haberle dado la pieza que le faltaba de su rompecabezas mental, ¿no?
—No, Veya, no lo ha hecho.
—Qué sorpresa —repongo fingiendo una carcajada. Entrelazo las manos
sobre el pelo y valoro la posibilidad de que mi hermano haya perdido la
cabeza como la bestia a la que va a matar—. ¿Y bien? ¿Le has dado
suficiente oro para que compre un billete de ida por las llanuras Boltánicas
y pueda dejarse llevar por su creciente sed de sangre? Allí es más que
probable que tarde o temprano la reconozca uno de los gemelos, y sabes
que los dos tienen acceso a cierta herramienta. Y en cuanto abran ese tarro
en concreto, tendrán la manera perfecta de someterla. Estupendo.
Kaan se levanta, se cruza de brazos y me mira con el ceño fruncido. Su
ropa de montar, de piel negra y roja, le confiere un aspecto tan grande, fiero
y formidable como el de nuestro pah; seguro que es algo que detesta cada
vez que se mira en el espejo.
—Como la cojan, estamos muertos, Kaan. ¿Cuánto tiempo crees que
tardarán en invadir nuestras fronteras, preparados para pintar de rojo la
ciudad y explotar nuestras ricas reservas de rocadragón? Tenemos los putos
daes contados, y lo sabes.
—¿Has terminado?
Me pongo las manos en las caderas y levanto la vista al cielo.
¿Por qué está tan tranquilo? El reino que tanto se ha esforzado en
conquistar, proteger y hacer prosperar probablemente termine hecho añicos,
y todo porque le soltó lo de Elluin a Raeve antes de que pudiéramos
analizar la situación desde todas las perspectivas.
Es un desastre.
—Sí, he terminado —mascullo al darme cuenta de que tengo que ir a la
guarida de los peregrinos y decirles a los jinetes de fundefauces que
desaparezcan, por lo menos hasta que yo haya llegado a Arithia y regresado
con el diario.
O eso espero.
Es imposible que Raeve pueda cruzar las llanuras por su cuenta. Se
abrasaría, como le pasó a Slátra.
—Si todo va según el plan, estaré de vuelta antes de El Gran Flurrt para
ayudar a levantar las plataformas.
Desplazo la vista hasta él tan rápido que me da vueltas la cabeza.
—El miskunn predijo que tendrá lugar dentro de treinta ciclos
aurorales…
—Así es.
—¿Piensas pasarte treinta ciclos aurorales fuera?
—Es un reino grande, Veya. No puedo quedarme sentado con tantas
cosas por hacer. Me he pasado una buena temporada por el sur, y los reinos
no se gobiernan solos.
—A mí me suena a una excusa perfecta para salir huyendo.
Ladea la cabeza y me mira con los ojos entornados.
—Me dijiste que me anduviese con cuidado o se prendería fuego a sí
misma. Esta es mi manera de andarme con cuidado. —Su expresión se
suaviza un poco—. No quiere tenerme cerca. Solo cumplo sus deseos.
—Le has dado un saco de oro, Kaan. Es probable que ya haya salido por
la puerta. Es cuestión de tiempo que se vuelva en nuestra contra.
—De rocadragón —me corrige, y refunfuño—. Y no ha salido por la
puerta. Ha pasado por la guarida de los peregrinos y se ha dirigido al oeste.
Se me detiene el corazón y me quedo pálida. Noto unos intensos
cosquilleos de emoción atravesándome los ojos.
—Sigue siendo ella —susurro con un nudo en la garganta.
«Elluin».
Kaan asiente.
—En algún lugar de su cuerpo.
Me recojo una lágrima de la mejilla.
Mi hermano aparta la vista, se lleva los dedos a los labios y suelta un
fuerte silbido.
Rygun emite una exhalación tan estruendosa que me sacude los huesos,
seguida por los crujidos y los arañazos que hace su gigantesco cuerpo al
abandonar el estrecho espacio en el que duerme. La bestia emerge de la
oscuridad con pasos que zarandean el mundo; sus ojos ceniza brillan en la
penumbra, por la nariz suelta columnas de vapor y los colmillos curvados
que asoman de su rostro cuadrado son un imponente testimonio de su
tamaño y edad.
Kaan se cuelga la bolsa al hombro y coge los tres arpones para acercarse
al dragón, pero se queda quieto de pronto y me mira primero a mí y luego a
mi bolsa, que sigue en el suelo.
—¿A dónde vas, Veya?
«Mierda».
—Bueno, a ver… —Recojo la bolsa del suelo y me la pongo en el
hombro—. Como bien recordarás, Elluin escribía un diario.
—No.
—Buf, ya sabes que a mí los noes me dan la vida —alardeo—. Además,
no lo voy a hacer solo por ti. Necesito saber cosas que ella no me podrá
decir. Me tiene hecha un lío saber que está… viva de nuevo.
—Pues ya iré yo.
Me río resoplando por la nariz.
—Aunque Cadok a lo mejor sea lo bastante estúpido como para dejarte
merodear por su reino sin vigilancia, Tyroth no lo es. Y te odia. Muchísimo.
Yo puedo pasar desapercibida. Tú no.
Me dirige una mirada clavada a la de su dragón, que está saliendo de las
sombras detrás de él. Una sola mirada con la que me siento más querida de
lo que me transmitía nuestro pah, aunque sabe que soy de sobra capaz de
cuidar de mí misma.
En algún momento, le daré las gracias por preocuparse por mí.
—¿No te habías librado del brazalete? Eso me dijiste.
—Te mentí —repongo implacable.
No le mentí, ha desaparecido. Y eso significa que tengo que recuperarlo.
Pero eso no se lo voy a decir a él. Si se enterase de dónde lo lancé, le
estallaría una puta arteria.
Kaan entorna los ojos.
—Ah, y pretendo tomarme mi tiempo y probar algunas exquisiteces por
el camino —digo moviendo las cejas.
Enseguida, deja de sostenerme la mirada con un estremecimiento.
—Joder. No quiero saber nada de eso, muchas gracias.
No, pero necesito quitarme de encima esta conversación como si de una
capa irritante se tratase. Mi insinuación de que voy a ir en busca de unos
cuantos polvos bastará para asquearlo tanto que…
—Vale —gruñe. Debe de saber que lo haría igual sin su aprobación, pero
eso me dolería más a mí que a él. Por eso lo quiero.
Le sonrío.
—Querido hermano, ¿estás preocupado por mí?
—Desde el momento que nuestro pah te dejó en mis brazos, cubierta de
sangre, retorciéndote y llorando.
«Desde que se dio cuenta de que solo me tenía a mí».
No hace falta que lo diga, lo veo en sus ojos. Nuestra mah, nuestro único
progenitor bueno, murió al traerme a mí al mundo.
A mí me cuesta lamentar la muerte de alguien a quien no conocí, pero
odio habérsela arrebatado a él. Y que Kaan se viera obligado a criarme
porque a nuestro pah le traía sin cuidado si yo vivía o moría.
El muy desgraciado.
—Ojalá tuviese otro cuello que cercenar.
—Ojalá tuviese tres —gruñe Kaan adentrándose en la oscuridad, seguido
de los resoplos que suelta mientras asciende hasta la silla de Rygun.
Frunzo el ceño y me pregunto qué habrá querido decir con…
—Ah…
Mierda.
Kaan es incapaz de guardar un secreto porque al poco tiempo le corroe
por dentro. Tarde o temprano, tendrá que contarle a Elluin lo que nuestro
pah llevó a cabo aquella horrible duermevela de hace un eón, cuando la
vida de ella se desmoronó.
Cuando se despertó y descubrió que toda su familia había muerto
envenenada.
Para alguien que ya tiene sed de sangre, es la clase de noticia que le
puede nublar el juicio, y provocarle un apetito que solamente se sacia con la
venganza.
He visto a gente sedienta de sangre que no ha logrado satisfacer sus
deseos, rabiosa como un siegasables mordido por una garrapata, y la única
cura es una muerte rápida y compasiva.
Y, como nuestro pah ya está muerto, asesinado a manos de Kaan…
Cuando Rygun empieza a elevarse es como una montaña moviéndose de
su sitio, así que me apoyo en la pared con la bolsa en una mano.
—¡Ten cuidado! —le grito a Kaan, a pesar de que no puedo verlo desde
tan abajo, intentando fundirme con la piedra.
—¡Siempre! —vocifera antes de que Rygun se alce por el borde de la
plataforma y la cola sea la última parte de él que sale de la guarida antes
desaparecer de mi vista.
Raeve
CAPÍTULO 59
Al oír el atronador aleteo de un dragón, doy media vuelta y veo a Rygun
dirigiéndose hacia el este, con Kaan sentado entre sus colosales alas. Lleva
unos cuantos arpones junto a su bota.
El corazón me golpea en las costillas como el galope de un caballo.
Con un gruñido, me calo la capucha y giro la cabeza. Las enormes
piedras se remueven bajo mis pesadas botas al son de la melodía de El Loff
lamiendo la orilla.
«Persigue la muerte, Elluin Raeve…».
Me doy un bofetón.
Bien fuerte.
Es una extraña coincidencia de mierda. O quizá alguien me ha metido
cosas en la cabeza mientras estaba desmayada, ha jugado con los hilos de
mi cerebro, ha atado nudos donde no debería haberlos y me ha curado de
mala manera.
«Debe de ser eso. Tiene que ser eso».
Llego ante un muro de piedra rojiza que procede del interior de la jungla,
se extiende sobre la orilla y desaparece en las profundidades revueltas de El
Loff, con muchas runas luminosas de custodia a lo largo de la reducida
superficie, así como unas cuantas palabras pintadas:

PELIGRO

¡DA MEDIA VUELTA!

NO ENTRES O SUFRIRÁS UNA

MUERTE HORRIBLE

¡CUIDADO! AQUÍ VIVE UN

SUSURRANTE

Me encojo de hombros, salto el muro y sigo adelante, silbando mi


canción tranquilizadora para distraerme e impedir que las mordaces
palabras de Kaan se reproduzcan en mi mente.
Si en algún punto detrás de este muro vive un susurrante, me quedaré
atónita. Dado que soy una de las pocas feéricas que seguramente se ha
acercado lo suficiente a uno y sigue con vida para contarlo, sé de sobra que
ninguna runa de custodia es capaz de contener a esas criaturas. Puede pasar
sin ningún problema por encima de esos grabados con sus patas pálidas y
larguiruchas para conseguir cerebros del otro lado.
Ya habría asolado la ciudad hace tiempo, y eso significa que este punto
de la bahía, donde hay una espesa jungla inhabitada, está siendo protegido
por otra razón que estoy decidida a descubrir.
No sé por qué. Me pica el gusanillo de saberlo antes de abandonar esta
zona e ir a buscar a Rekk a la otra punta del mundo. A poder ser, lo más
lejos posible de aquí.
Estoy cerca de la rocosa cumbre puntiaguda cuando un árbol me llama la
atención. Sus raíces se adentran en el saliente que cerca la orilla y sus ramas
torcidas repletas de nudos se extienden en todas direcciones; me detengo al
ver uno de esos nudos, que curiosamente es más liso que el resto, como si lo
hubieran tocado muchísimas veces.
Con una risilla rítmica, Clode pasa junto a mi oído y juguetea con las
largas hojas cobrizas del árbol para que parezcan puñales danzarines.
Frunzo el ceño.
Me acerco más y alargo un brazo para tocar el nudo que me ha llamado la
atención. Encuentro una protuberancia pequeña con forma de manecilla que
sobresale en el centro. La agarro y la sacudo, y el nudo se abre dejando a la
vista un pequeño hueco.
«Vaya».
Miro atrás, hacia la ciudad dormida, y recorro el cielo y el paseo
marítimo con la vista, pensando que no soy más que un puntito. No hace
falta que me comporte como si escondiese algo, hurgando en troncos de
árboles que no me pertenecen.
Meto todo el brazo dentro del agujero y palpo el suave interior de la
cavidad hasta que toco algo duro que traquetea. Con la nariz arrugada, cojo
el objeto frío y lo saco…
Se me desboca el corazón al ver la pequeña piedra tallada. Es una
reproducción tridimensional del málmr de Kaan, con una plumaluna y un
siegasable unidos como las dos mitades de una esfera.
A pesar del calor y de la humedad, se me eriza la piel.
Miro de nuevo en la dirección por la que ha desaparecido Kaan y dejo el
nudo en su sitio. Aprieto la piedra tallada y me aferro a la rama para
impulsarme sobre el saliente y adentrarme en las espesas entrañas de la
jungla.
Voy cruzando enredaderas que cuelgan hasta el suelo y hojas redondas
aterciopeladas mientras los insectos revolotean sobre mi cara, segura de que
entre los árboles oigo una risilla alegre.
El eco de una persecución atronadora.
Los sonidos suenan aquí y, al mismo tiempo, no. Se apagan, dejando tras
de sí solo el humo de una antigua llama.
Mientras avanzo con la maleza crujiendo bajo mis botas, frunzo el ceño.
Sigo un camino que en realidad no existe, pero que veo con toda claridad en
mi mente, no sé por qué. Es distinto al resto de mis pensamientos, luminoso
y con vida propia, reconfortante.
Me aparto las gotas de sudor que me perlan la frente y salgo a un claro
situado a los pies de un acantilado, cuya pared vertical está cubierta por una
enredadera con unas hojas enormes. Me la quedo mirando incapaz de
quitarme de encima la sensación de que ahí hay algo.
Algo… importante.
Al recordar a Kaan separando la cortina de follaje de su jardín privado,
me guardo la piedra tallada en la bolsa y doy un paso adelante para apartar
las enredaderas. Descubro, cada vez más inquieta, que detrás de las hojas
hay piedra… Piedra… «Más piedra de las narices».
A lo mejor me estoy volviendo loca.
«Por todos los Creadores, eso parece, sí».
Estoy palpando una pared de piedra cuando podría estar subida a un
fundefauces volando hacia La Bruma, agobiada por la duda de cómo voy a
destrozar a Rekk antes de que muera.
Echo a caminar siguiendo la pared y maldigo entre dientes mientras
empujo y empujo. Se me acelera el corazón cuando de pronto atravieso la
pared y llego al otro lado. Aparto las plantas y, con la respiración
entrecortada, me libero de la maraña de hojas, que me recuerda —para mi
gusto, demasiado— a la red de un susurrante.
—Quién lo iba a decir —mascullo con ironía, y suelto una risilla.
«Quién lo iba a decir».
Niego con la cabeza y miro a la derecha, donde hay un túnel en el que me
adentro; es alto y lo bastante ancho como para que quepa un hombre adulto,
aunque justo. Clode ríe a mi alrededor, levantando una brisa que hace
bailotear a las hojas secas junto a mis botas con cada paso que doy.
Me dirijo a un tramo de escaleras iluminadas por una pizca de luz natural
mientras la curiosidad me revolotea en el estómago como un enjambre de
polinillas diminutas. Después de girar cinco recodos, a la derecha se
extiende un pasadizo abovedado que me da la opción de desviarme. Tomo
el desvío y los aleteos se multiplican conforme salgo a una pequeña cueva
iluminada por un agujero en el techo; este lugar tan acogedor está plagado
de enredaderas cobrizas que trepan por las paredes.
Por el techo.
Hay cientos de esas atrevidas flores negras que dominan la ciudad y
llenan el aire de un aroma agridulce. Verlas me reconforta y me saca una
sonrisa.
—Qué bonito.
Me encamino hacia una bancada de piedra que me recuerda a la isla de
cocina de la casita torcida de las montañas. Paso una mano por su superficie
áspera, que está cubierta por una espesa capa de polvo. La puerta metálica
del horno, oxidada por la falta de uso, chirría cuando la abro para echar un
vistazo al interior, cubierto de cenizas. En la pared, hay dos tazas de
terracota idénticas que cuelgan de sendos ganchos. Frunzo el ceño mientras
las acaricio con los dedos.
Me tienta la idea de coger una y guardármela en la bolsa, pues son
preciosas y seguro que da gusto beber de ellas. Cuesta mucho encontrar la
taza perfecta, y cuando lo haces siempre termina rompiéndose.
Me detengo junto a una mesa pegada a la pared al lado de una gigantesca
ventana cubierta de enredaderas con runas brillantes en el marco y cortinas
raídas. Debajo de la mesa, hay dos sillas; el relleno de una de ellas está
destrozado por algún animal, con la mayor parte de la piel desgarrada, que
seguramente haya servido para crear un nido en alguna parte.
No sé por qué verlo me produce dolor de garganta. Es una sensación que
intento ignorar mientras me dirijo a un enorme estante de la pared, donde
encuentro un tintero, una vieja pluma y un montón de alondras de papel
planas y listas para usar, con líneas de activación pretrazadas. Cojo un libro
fino de tapas de cuero de una pila junto al tintero, soplo para quitarle el
polvo y lo abro, pero descubro que tiene las páginas en blanco.
«Qué raro».
Al agacharme para ver el estante de debajo, advierto que exhibe una
colección de criaturillas de piedra, principalmente dragones. Todas están
talladas con el mismo estilo, como la que llevo ahora mismo en la bolsa. La
saco, niego con la cabeza y la coloco junto a las demás, justo al lado de un
palacio de tejado puntiagudo.
Es la casa de una pareja, abarrotada de reliquias de su amor.
«Debería marcharme».
Me dirijo hacia la salida dispuesta a bajar las escaleras cuando Clode me
roza la oreja con una racha de viento ascendente.
—Geil. Geil asha.
Se me para el corazón.
«Ven. Ven a ver».
No suele ocurrir a menudo que me hable tan directamente. Es demasiado
alocada y distante como para mostrarse firme.
Me llevo la mano al puñal que tengo en el muslo y regreso.
—Halagh te aten de wetana, atan blatme de.
«Como muera en este dae, te voy a culpar a ti».
Dejando a un lado los golpes de suerte, la percepción de peligro de Clode
está tan distorsionada como mi capacidad de esquivarlo. Me retrotraigo a la
ocasión en que me atrajo a Suburbia hasta llevarme cara a cara con un
maldiespín canalla que estaba a punto de despedazar a un joven huggin al
que supongo que la diosa le tenía cariño. No me sorprende, ya que esos
seres son adorables.
Como todavía no estaba versada en el arte de desearle a Clode que haga
implosionar pulmones, solamente sobreviví gracias a que me metí por un
conducto de basura abandonado, donde me pasé medio dae con el huggin
hecho un ovillo en mi regazo.
Totalmente impasible.
Me temblaban los músculos por el esfuerzo que hacía para no
desplomarme en la guarida de la trogg al tiempo que miraba sus ojillos
saltones e iridiscentes, que no parecían parpadear nunca, hasta que el
maldiespín dejó de meter las zarpas por el conducto y se marchó.
Jamás olvidaré la forma en la que mostraba sus afilados dientes a la
entrada y sacaba la lengua rosada mientras chillaba sediento de sangre.
Con un estremecimiento de cuerpo entero, me abro a la canción de
Bulder, llegando a la conclusión de que en situaciones como esta es bastante
más fiable; aunque lo único que oigo es un tarareo grave que me llena de
una intensa sensación de paz.
De satisfacción.
Se parece al sonido que hacía en la tumba de Slátra.
Con el ceño fruncido, recorro otro tramo de escaleras y salgo a una
estancia acogedora bañada por un rayo de luz que entra por un agujero del
techo, iluminando la cámara rojiza con un efecto espectacular.
Me detengo con el corazón en la boca y aparto la mano del puñal.
Ese lugar me recuerda a la cueva que alberga la luna reconstruida por
Kaan. En las paredes también hay grabados de un apasionado encuentro
entre una plumaluna y un siegasables.
Pero no alberga ninguna luna.
Alberga una cama circular gigante apoyada en la pared, suavizada por
unas sábanas blancas tan delicadas que no me extraña que se hayan
desintegrado en algunos puntos. El colchón está desgarrado en otras zonas,
como si tuviera heridas abiertas que escupen plumas, que se arremolinan
con la risilla melódica de Clode. Es un sonido que retumba con otra risa que
parece alzarse de las profundidades de mi lago helado…
Una visión me asalta, asestándome un golpe en el cerebro. Y en el
corazón.
Y en el alma.

Estoy gateando sobre la cama, desnuda.


Riéndome.
Me tumbo de espaldas y veo a un hombre a los pies
quitándose la camisa por encima de la cabeza mientras yo
separo las piernas y me toco…, desesperada y ansiosa.
Necesitada.
Al ver su cuerpo sudoroso, suelto un gemido gutural y cierro
los ojos. Me meto los dedos con la intención de saciar una
voracidad que nunca se calma.
No cuando se trata de él.
El colchón se hunde bajo su peso mientras su corpulento
cuerpo se aproxima a mí, erizándome la piel y haciendo que me
palpite el corazón con latidos frenéticos.
Me besa en el cuello y me da un mordisco en la oreja,
provocándome unos escalofríos que me recorren entera y que
están a punto de hacerme estallar alrededor de mis dedos.
Pone los labios en mi lóbulo y me susurra unas palabras
ásperas:
—¿Qué es lo que quieres, Elluin?
—A ti. —Giro la cabeza y abro los ojos, perdiéndome en la
fogosa mirada de Kaan con una sonrisa de oreja a oreja—.
Para siempre.
Cuando la visión cesa, me fallan las rodillas. Caigo al suelo sobre una
capa de plumas e intento coger un aire que se me escapa, con garras por
manos con las que me aferro el pecho. Es entonces cuando me doy cuenta,
con una claridad devastadora, de la razón por la que me he sentido atraída
hasta este lugar desde que he abierto las contraventanas.
Este lugar no es la reliquia del amor de cualquiera…
Sino del nuestro.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Esta duermevela, Kaan ha tocado una canción que he reconocido. La


misma que mi mah y mi pah me cantaban cuando me encontraba mal.
La he cantado hasta que me lo han impedido las primeras lágrimas que
he podido derramar desde que regresé con Haedeon de Netheryn. No han
caído como una suave nevada, sino como una tormenta azotando los
cristales de las ventanas.

He llorado por mi mah y por mi pah. Por Haedeon y por Allume.


He llorado por Slátra.
He llorado por las cosas que me han arrebatado y por la voz que ya no
se me permite usar.
No me he dado cuenta de que Kaan había dejado de tocar hasta que me
ha cogido en brazos, me ha recostado sobre su pecho y me ha estrechado
tanto que apenas podía respirar, pues su fuerte cuerpo absorbía cada uno
de mis sollozos.
Me ha recordado a la manera en la que mi pah cogía a mi mah cuando
ella lloraba en la nieve. A la manera en la que la llevaba en brazos hasta
casa, donde había luz y calor…
Por alguna razón, eso ha hecho que rompiese a llorar más fuerte
todavía.
Kaan
CAPÍTULO 61
El espeso humo hace que el sol parezca una mancha rosada, un
recordatorio silencioso de que a principios del dae este pueblo era un campo
de batalla.
Ahora es un cementerio.
Cuando esquivamos el cuerpo abrasado de un colk caído al que todavía
no han arrastrado a la pira, me aclaro la garganta.
El jefe Thron va a mi lado mientras dejamos atrás casas derruidas,
algunas reparadas en las últimas horas, aunque los cristales hechos añicos
siguen amontonados en el suelo. Otras están negras allá donde las llamas de
dragón han quemado la piedra y los cristales de las ventanas se acumulan en
el suelo.
Solidificados.
Por el camino, hay árboles tirados como cadáveres, cuyo follaje está
marchito o quemado y cuyas raíces siguen aferradas a porciones de tierra
que se han alzado por el temblor. La gente corta los troncos con largas
sierras de bronce hasta transformarlos en trozos lo bastante pequeños como
para usarlos como leña u otro tipo de provisiones.
—Hemos perdido mucho —anuncia Thron con un tono sombrío en su
grave voz —. Pero habríamos perdido mucho más si no hubierais llegado
cuando lo habéis hecho.
«Si no hubiera matado a su dragón».
Con un gruñido, esquivo un montón de frutos de ginku aplastados, cuya
pulpa amarilla se ha vuelto marrón bajo los duros rayos del sol. Se han
agriado, como esta sensación que noto en las entrañas.
Nos dirigimos al claro, dejando atrás campos de cosechas oscuras
arrasados y plantas arrancadas de raíz a consecuencia de la contienda que
ha tenido lugar antes de que pudiera atraer a Blóm de vuelta al cielo. Vamos
hacia las colinas que conforman el telón de fondo del pueblo de Rambek
como si fueran grandes bestias agachadas.
Podría haberlo hecho aquí, pero quería darle al dragón un lugar íntimo
donde acurrucarse, ya que era evidente que no iba a poder alzar el vuelo
hasta el cielo.
De hecho, al final ni siquiera ha logrado acurrucarse, ni solidificarse.
Ha muerto sin más, y tarde o temprano se pudrirá donde se ha
desplomado.
Me aclaro la garganta intentando quitarme la imagen de la cabeza y paso
la vista al depósito de arcilla, que antes era grande y robusto y ahora está
destrozado. Todo el grano de una fase está derramado sobre la tierra
quemada, húmeda por efecto del aguacero que ha caído poco después de
que matase a la bestia. Como si la mismísima Rayne llorase por la pérdida
del majestuoso siegasable que Rygun ha empujado a los pies de un barranco
mientras soltaba un grito atormentado que competía con el aullido del
viento.
El suelo se ha zarandeado tanto como mis putos huesos.
Me lleno los pulmones con el aire denso por el hedor a muerte, humo y
desesperación.
—Haré que os manden barriles de grano al puerto cercano —propongo al
ver a algunos de los aldeanos por entre los campos arrancando las cabezas
casi maduras de las frondas de cormah para juntarlas en carros, salvando lo
que pueden—. Y también productos que tarden en echarse a perder, para
sacar del apuro a tu gente hasta que podáis reponer las cosechas.
Thron me mira con una mano en su ancho pecho oscuro e inclina la
cabeza.
—Gracias, majestad.
—No hay de qué.
Cuando levanta la cabeza, percibo en sus ojos marrón oscuro el peso de
la tragedia.
—Y, en un sentido más personal, me gustaría daros las gracias por haber
acabado con Blóm. —Se lleva la mano a la barba negra, con unos cuantos
abalorios rojizos ensartados, y se la alisa—. De haber tenido un tiro directo,
no sé si habría podido dar la orden de…
—Lo entiendo —digo poniéndole una mano en el hombro—. Ha sido tu
compañero durante muchas fases.
Thron se aclara la garganta y se queda contemplando las vastas
extensiones de pastos de colk que hay tras de mí.
—Ahí está vuestra mano derecha. Os dejo, pero antes de iros venid a
comer con mi familia, por favor.
Le respondo con un breve asentimiento y lo observo yendo hacia el
depósito derruido.
—Joder —mascullo con los ojos clavados en las montañas, convencido
de que jamás podré volver a verlas del mismo modo. Antes eran
pintorescas, ahora parecen putas tumbas.
Niego con la cabeza y, al darme la vuelta, veo a Grihm cerca del muro de
piedra, que parece totalmente reparado, reformado con palabras. Cuando
hemos llegado, la manada se había dispersado. Muchos animales han caído
y ahora sus cuerpos abarrotan las calles, inflados a causa de las llamas de
dragón que han arrasado buena parte del pueblo.
Los supervivientes del rebaño pastan en áreas de arbustos. Envuelven las
ramas con su larga lengua y se las llevan hasta la boca. Los más pequeños
se pasean por ahí o acercan la cabeza a las ubres cargadas y maman
mientras agitan la cola.
Emprendo el camino cubierto de cenizas y me apoyo en el muro al lado
de Grihm, plantando los antebrazos sobre la piedra. El silencio se alarga
mientras observamos a los animales pastar la poca vegetación que no ha
sido devorada por las llamas. Sus grandes patas peludas levantan una
mezcla de cenizas húmedas y barro.
—¿En qué estás pensando, Grihm?
Se aclara la garganta, como si quisiera comprobar que no le fallará, y
habla con la voz ronca por la falta de uso.
—Me gustaría pedir permiso para marcharme.
Lo miro de reojo y me fijo en que tiene su pelo claro salpicado de cenizas
y sus pantalones de cuero negro manchados con la misma tierra naranja que
embadurna la suela de sus botas.
—¿Y eso?
—Se rumorea que la gran siegasable plateada ha puesto tres huevos. —
Mantiene la vista al frente.
Al darme cuenta de lo que eso implica, se me detiene el corazón y se me
hielan los huesos.
—¿Quieres ir hasta Gondragh y asaltar su nido?
Asiente.
Durante unos segundos, tan solo puedo contemplar su perfil mientras
intento ordenar mis pensamientos.
Pero no lo consigo.
Así pues, recurro a los datos más crudos.
—Hace muchas fases, yo le robé una escama. Casi me cercena el brazo…
y se trataba solo de una escama.
Grihm gira la cabeza y veo parte de sus ojos azul claro por entre los
mechones de pelo.
Silencio.
Niego con la cabeza y me río acariciándome la barba con una mano.
—Joder, Grihm.
—No quiero sustituir a Inkah, pero estar atado a su tumba empieza a
hacer mella en mí.
Me cuesta no mirarlo boquiabierto.
Nunca lo he oído juntar tantas palabras y tantas emociones en una sola
frase, y estoy convencido de que soy el único con quien habla. Ni siquiera
exclama escripe cuando está preparado para que mostremos las vitelas. Solo
da golpecitos sobre la mesa de los cojones con dos dedos, como si estuviera
pidiendo una jarra de hidromiel.
No me ha contado lo que le sucedió a Inkah y yo no se lo he preguntado.
Conozco suficientes cosas de su pasado para saber que está plagado de un
dolor que sentirá eternamente.
—¿Has informado a los demás sobre tu decisión?
Niega con la cabeza.
«Claro que no».
Veya y él están cortados por el mismo patrón. Estoy seguro de que se
pasarán la eternidad esquivándose el uno al otro.
—Y, si murieras ahí, ¿te arrepentirías de algo?
—Puede. —Se encoge de hombros—. Pero estaría muerto.
«Pues sí».
Suspiro y vuelvo a rascarme la cara. Me había sorprendido el tamaño de
sus alforjas, aunque ahora tiene mucho más sentido. Para ir hasta Gondragh,
hay que estar preparado.
Y eso significa que lleva un tiempo planeándolo.
La sensación de abatimiento me embarga el pecho, así que asiento y me
aparto del muro con la cabeza gacha.
—Te llevaré hasta allí y te dejaré cerca del refugio de cría —le propongo.
Noto cómo me clava la vista mientras me encamino hacia el pueblo—. Es
lo mínimo que puedo hacer, porque es probable que sea la última vez que te
vea la cara, desgraciado.
Veya
CAPÍTULO 62
El viento aúlla, entumeciéndome la punta de la nariz.
He pasado ocho ciclos aurorales al aire libre, durmiendo bajo el ala de
Zekhi o acurrucada junto a rocas quemadas por el sol, intentando por todos
los medios evitar la civilización. Ha sido un trayecto agradable hasta que el
sol ha perdido intensidad y La Bruma nos ha engullido por completo con su
nieve y su viento, que azota sin parar.
Ya echo de menos mi casa.
Seguro que Zekhi también. Está tumbado en una guarida desconocida
para él en la que ha soplado llamas para derretirla antes de entrar. Intenta
mantenerse caliente hasta que yo regrese.
Se levanta otra ráfaga potente de viento y al colk gigante que tira del
carro de Noeve le tiembla hasta el culo, por mullido que lo tenga, aunque
sigue avanzando por el estrecho sendero de los Daes, expidiendo un vaho
lechoso que se confunde con sus cuernos curvados.
Me inclino para mirar por el borde y observo la escarpada caída que
tenemos a la izquierda, cuyo fondo sigue oculto por un remolino de niebla
que da una falsa sensación de seguridad.
Muy falsa.
He viajado a esta zona de la muralla durante ciclos en los que no había
niebla. Estamos tan arriba que el descenso parece interminable. Sería como
desplomarse en un cielo pálido sin lunas.
Otro aullido de viento me llena la capucha de nieve y hace que todo el
carro se tambalee hacia el precipicio. El corazón me da un vuelco y me
aferro al vehículo con los nudillos blancos. No sé por qué, ya que, si nos
desplomamos, estamos jodidos, y el carro también.
Me aclaro la garganta e intento distraerme apartando la nieve que se me
ha acumulado en el regazo.
—Menuda ventolera.
Noeve se ríe a mi lado, la risa de una arpía anciana que ha recorrido
tantas veces este tramo que obviamente se cree invencible. Espero que lo
sea.
Pretendo morir haciendo algo brillante y heroico, no cayendo en picado
al encuentro de mi destino.
—Estáis desentrenada —comenta Noeve con voz ronca por todo el humo
que ha inhalado a lo largo de las fases—. Un soplo como este antes ni
siquiera os movía un pelo de la cabeza.
Echo un vistazo de reojo a la feérica, una mujer bajita y rolliza que debe
de tener mil fases de edad para poseer esa mata de pelo gris que lleva
recogida en lo alto de la cabeza, aunque nunca le he preguntado.
Es de mala educación.
—¿Cómo es posible que no tengas frío? —pregunto observando su
sencillo atuendo, una túnica y unos pantalones grises decorados tan solo
con un cinturón de retales que le cae hasta el suelo, elaborado con las pieles
de sus bestias favoritas de épocas pasadas.
O eso me dijo un dae.
Arquea una ceja en mi dirección con las manos desnudas sobre las
riendas.
—Nunca te he visto con una capa —continúo—. Da igual el tiempo que
haga. No entiendo cómo es posible que todavía no hayas muerto congelada.
Chasquea la lengua.
—Hay que ser dura para vivir al oeste del sendero de los Daes, querida,
sobre todo en momentos como este. Sabéis tan bien como yo que es una
zona conflictiva por culpa de los forajidos y de la gente que no ha cogido un
huevo por los pelos. El frío es un alivio comparado con algunas de las
barbaridades que he visto.
No lo dudo, y lo cierto es que no me gusta demasiado pasar por aquí.
Pero volar hasta la guarida de Gore habría supuesto el anuncio público de
mi llegada a mi no tan querido hermano. Utilizar algunas de las viejas
guaridas abandonadas del este siempre ha sido mi apuesta segura, ya que
prefiero arriesgarme a caerme por el precipicio que a toparme con Cadok.
Por lo menos hasta que tenga la oportunidad de encontrarme con él en un
combate y cortarle la cabeza.
Se oye un tintineo más adelante que destaca entre el estrépito del viento.
Noeve saca una campanilla de un compartimento a sus pies y la sacude para
informar a quien esté esperando para pasar por el estrecho sendero de que
en estos instantes está ocupado, y de que va a tener que esperar hasta que
nosotros pasemos para recorrerlo.
Me arrebujo en la capa de piel.
—Y yo que pensaba que el sendero estaría tranquilo a estas horas.
—La gente suele pensar lo mismo —dice Noeve—. Podéis trepar a la
parte trasera si os preocupa que os vean.
Me vuelvo y levanto la tapa de piel que cubre el enorme baúl de madera.
Al ver a unos goggins picoteando semillas y cacareando, frunzo el ceño.
Uno de ellos levanta su regordete culo emplumado y pinta la gruesa tela con
una mancha blanca.
«Qué asco».
—Creo que prefiero arriesgarme —mascullo soltando la tela. La
carcajada de Noeve me impide ponerme seria del todo—. Eres de lo que no
hay.
—Me habéis echado de menos.
—Pues sí —reconozco. El aullido del viento zarandea el carro de nuevo.
El colk levanta la cabeza y resopla rumbo al cielo en lugar de arrojarnos por
el barranco.
Esa es la diferencia entre los colks de Noeve que cruzan el sendero y los
demás: están encantados de verdad, por lo que hay menos riesgo de morir.
Bien merece la pena llenarle los enormes bolsillos con todas las gemas de
rocadragón que le quepan.
No me extraña que transforme a sus animales en cinturones.
—Ha pasado mucho tiempo desde que habéis honrado a mi carro con
vuestra presencia, querida. Empezaba a pensar que os habríais cansado de
mí.
—Eso nunca. Es que ya no me gusta la muralla ni la mayor parte de sus
habitantes, obviando a la compañía presente —añado dándole un suave
codazo—. Dar de comer gente a los dragones porque te tocan las narices me
enerva.
—No podría estar más de acuerdo —murmura, y un tenso silencio se
instala entre las dos.
No me cabe ninguna duda de que está recordando tiempos pasados,
cuando este colorido reino estaba en su apogeo. Hasta que Cadok marcó su
territorio y lo convirtió en un nido militar.
—Tengo entendido que has sacado a gente de la ciudad a petición de la
reina —digo. Me meto una mano en el bolsillo para coger uno de los pocos
palitos de carne seca que me quedan y muerdo la punta.
—No desde que intentó detener una ejecución.
—¿En serio? —Estoy perpleja.
—Sí. —Noeve asiente—. Me han dicho que al capullo imperial no le
hizo gracia. Disculpadme —se apresura a añadir lanzándome una mirada
rápida—. Sé que es familiar vuestro.
—Eso no impedirá que lo decapite —mascullo.
Noeve se vuelve a reír y tarda unos instantes en recomponerse antes de
tomar la palabra de nuevo.
—Lo dicho, desde entonces no se ha puesto en contacto conmigo.
Supongo que no da buena imagen que tu propia pareja se oponga
públicamente a una sentencia de tu Gremio. Y menos cuando esa sentencia
condena a un miembro de los Fíur du Ath —me explica moviendo las cejas.
—Interesante…
«Mucho».
—Ajá.
Arranco un trozo de carne y mastico el pedazo salado, que me sacia, pero
me provoca una sed bestial. Por desgracia, cuando lleguemos a nuestro
destino, solo me espera agua arenosa. Y una cita con alguien que
probablemente me devore.
Noeve se pasa las dos riendas a una mano y se saca un pergamino de piel
del bolsillo de los pantalones. Saca un palo de fumar y me lo ofrece.
—¿No lo habías dejado? —le pregunto. Busco mi vial de fuego en el
bolsillo. Bueno, es el viejo de Kaan, que le robé cuando era joven pensando
que en el futuro lo necesitaría. O, mejor dicho…, deseando necesitarlo.
«Esperándolo».
Menudas esperanzas desperdiciadas.
—Unas treinta veces desde la última en que os sentasteis ahí, pero es que
me gusta fumar.
Sonrío, aparto la tapa metálica y utilizo la llama de dragón para prender
la punta de su palo mortal. Le pega una calada y suelta una bocanada de
humo dulce que se pierde entre la niebla al tiempo que yo me pulo la carne
al son de nuestro carro traqueteante.
—¿Por qué habéis venido, Veya? —me pregunta Noeve entre calada y
calada.
—Me dejé una cosa importante en Gore —respondo quitándome un
guante para sacarme la carne que se me ha quedado entre los dientes.
—¿Hace cuánto?
Recuerdo el instante posterior al vacío que se apoderó de mi cabeza. La
mancha oscura que es tan hueca como incomprensiblemente pesada.
—¿Hace unas cien fases?
—Ah —musita Noeve. Da otra profunda calada al palo y suelta una
columna de humo que me impregna el aliento con los restos demasiado
dulces de la hierba que está fumando—. ¿Y dónde dejasteis esa… cosa?
—La lancé por el conducto de la basura.
Me pongo de nuevo el guante y me cruzo de brazos, removiéndome en el
frío asiento de madera. Con el ceño fruncido, intento plantar el culo en una
posición más cómoda.
Teniendo en cuenta el dineral que Noeve pide para los trayectos, me
sorprende que no haya puesto ni un mísero cojín en los asientos. La
próxima vez voy a meter uno en la bolsa, en lugar de los dos tenedores
inútiles que no he ni mirado desde que salí de Dhomm.
Al darme cuenta de pronto del silencio que se hace a mi lado, miro a la
derecha, directamente a los ojos grises de Noeve. Sujeta el palo de fumar
con sus dedos esqueléticos mientras un remolino de ceniza amenaza con
desprenderse con la siguiente ráfaga de viento.
—¿Qué pasa?
—En el fondo de los conductos de la basura de Gore hay una trogg, Veya.
—Ah, eso. —Hurgo en mis bolsillos en busca de otro trozo de carne,
examino los dos extremos y decido empezar a morder por el más grueso—.
Qué mala suerte, ¿eh?
—No pretenderéis…
—¿Enfrentarme a ella? Pues claro que sí. ¿Cómo voy a recuperar lo mío
si no? —mascullo con la boca llena—. Está obsesionada con las joyas,
¿verdad?
—Según tengo entendido, sí…
—Fantástico —repongo. Trago y muerdo otro trozo de carne.
Espero que no se haya comido mi brazalete, porque de lo contrario el
viaje habrá sido en vano. Sobre todo, porque hay casi cero posibilidades de
que encuentre el diario de Elluin sin esa joya en particular de la que
estúpidamente decidí desprenderme hace muchas fases lanzándola por el
conducto como si fuera una baratija, convencida de que estaba relacionada
con que hubiese un vacío del tamaño de treinta ciclos aurorales en mi
mente.
En aquel momento, me pareció una buena idea. Ahora, puede que me
cueste la vida antes de que consiga hacer algo grande y heroico.
—Habéis pagado ida y vuelta —dice Noeve. Me encojo de hombros.
—Si muero, quédate el cambio. —Me contorsiono de nuevo en el
asiento, intentando encontrar una posición más cómoda, mientras me lleno
la boca de carne—. A lo mejor, podrías invertirlo en algún que otro puñetero
cojín, por el amor de los Creadores.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Han pasado siete duermevelas desde que lo vi por última vez. Desde
que lo oí tocar la canción de mi mah y mi pah, me quité la coraza como un
soldado cansado de batallar y lloré en sus brazos hasta que me dormí, y
luego me desperté envuelta en la cola de Slátra. Aunque cada duermevela
sigue habiendo un plato caliente junto a la puerta, acompañado de una
talla pequeña de madera que añado a mi creciente colección de
dragoncitos que me apetece arrojar contra la pared, no hay canción.

Ni está él.

Cada vez que doblo el recodo y encuentro el pasillo vacío, añado otra
capa de humillación a mi interior y recurro a la sensación para usarla a la
hora de dar puñetazos.
Y patadas.
Veya dice que estoy mejorando. Si es lo que consigo al intentar
desprenderme de este sentimiento de mierda, bienvenido sea.
Veya
CAPÍTULO 64
En el interior de uno de los túneles de viento más tranquilos, meto la
cabeza en el agujero de la pared y observo el conducto de la basura,
torciendo el gesto por el hedor agrio que asciende de la guarida de la trogg.
Suspiro, aparto la cabeza y desenrollo la cuerda que llevo al hombro para
atarla al enorme gancho metálico de la entrada del conducto. Lanzo la
cuerda por el agujero con la esperanza de que sea lo bastante larga como
para alcanzar la montaña de basura con la que pronto voy a estar muy
familiarizada, mal que me pese.
—¿Sabes qué, Veya? —mascullo—. Eres maravillosa, pero esta vez la
has cagado mucho.
En el futuro, pretendo tomar mejores decisiones. A poder ser, decisiones
que no me lleven a uno de los conductos de la basura de Gore, a punto de
entablar una conversación con una criatura que se encuentra muy cerca de
la cúspide de la cadena alimentaria.
Con otro suspiro, le pego un tirón a la cuerda y me meto en el agujero;
bajo lentamente por el largo cuello del conducto hacia el resplandor azulado
que desprende el fondo. El aire caliente se espesa con la peste a cosas
podridas y agrias, y siento hormigueos en la parte inferior de la lengua.
«Si me vomito encima, la trogg no me va a tomar en serio».
Me aguanto un embate de bilis y echo la cabeza atrás, intentando que el
líquido baje por mi cuerpo.
La próxima vez que la vida me lance un brazalete mágico, lo voy a
guardar en el joyero.
Sea lo que sea.
Al llegar al fondo, desciendo un poco más y termino colgando en los
aires sobre una montaña de basura apestosa.
—La madre que me parió —mascullo barriendo con los ojos bien
abiertos la gigantesca cueva hasta el techo, un mosaico de estalactitas. De
sus extremos, cuelgan largos hilos azules que recorren el techo como una
telaraña, iluminando los desechos de Gore con un llamativo resplandor.
Pilas y pilas de basura.
Arqueo una ceja al darme cuenta de que están separadas y muy bien
ordenadas: sillas viejas, ropa, calzado, platos, cristales…
Hay de todo.
«Cuánto me ayudaría a poner orden en mi habitación».
Clavo la vista a una montaña que brilla a lo lejos. Es un montón de
objetos resplandecientes.
Quizá al final no deba siquiera enfrentarme a la trogg. Solo voy a tener
que pasarme el resto de mi vida hurgando en esa montaña. En silencio.
Mientras yo también me alimento de basura para sobrevivir.
Suspiro.
«Este plan tiene muchos fallos y voy a morir de una forma espantosa».
Oigo un golpe sordo en la parte superior. Al levantar la vista, me percato,
para mi desgracia, de que algo está cayendo por el conducto que tengo
encima, un conducto prácticamente abandonado, en plena duermevela.
Debe de ser un cadáver.
Con un gruñido, suelto la cuerda y caigo sobre el montón de basura. Tras
desplomarme con un estrépito sobre ella, que está pringosa, ruedo y termino
en el suelo, empapándome con un fluido aceitoso que decido ignorar.
Me pongo de pie mientras me quito mondas de fruta de la túnica y
cáscaras de huevo del pelo y avanzo de puntillas por el estrecho camino que
serpentea entre las pilas. Me encamino hacia la montaña de tesoros
centelleantes que he visto antes.
Me asalta el ruido de algo masticando: crujidos, sorbidos,
mordisqueos…, sonidos que me congelan los huesos.
Me detengo unos instantes, presto atención y me acerco con más sigilo a
la pila de sillas rotas para echar un vistazo alrededor.
Se me hiela la sangre.
Agachada sobre un montón de chatarra se encuentra la trogg. Tiene sus
rodillas huesudas cerca de las orejas, sumamente puntiagudas, y se está
llevando un trozo de silla a la boca, sin labios, a la que envuelve con las
fauces y le pega un mordisco. Suenan más crujidos y chasquidos mientras
con el segundo par de brazos se repeina su pelo grasiento, que envuelve su
cuerpo enjuto, enroscándose en sus extremidades como si fuera un nido.
Durante unos segundos, tan solo puedo contemplarla, absorta ante el
macabro escenario.
Triplica mi tamaño y tiene una piel azul aterciopelada que desentona con
los agujeros de sus cuatro palmas, unas aberturas redondas de carne que
brillan con la misma fluorescencia que los hilos que recorren el techo de la
cueva.
Sus numerosos ojillos negros se entornan mirando la silla antes de
meterse el resto de ella en la boca, gimiendo de satisfacción.
De reojo veo un resplandor: el brazalete de plata con incrustaciones de
gemas preciosas, que lleva en la cabeza como si fuera una corona diminuta.
Mi brazalete de plata con incrustaciones de gemas preciosas.
«Joder».
Por lo visto, a ella le gusta más que a mí. Está claro que lo cuida mucho
más que yo.
«No hay duda de que me va a devorar».
Con un suspiro, cojo una silla de tres patas de la montaña y la arrastro
por el suelo áspero de piedra, que está sorprendentemente limpio, sin contar
con la extraña sustancia pringosa fluorescente que conduce hasta el
pequeño espacio vacío que antecede al nido de pelo y basura de la trogg.
La criatura se queda inmóvil con un fragmento de vajilla a medio camino
de la boca.
Coloco la silla en el suelo y tomo asiento mientras la trogg ladea la
cabeza, baja el objeto y parpadea con sus numerosos ojos en mi dirección.
—Eres un bocadito muy valiente por haberte acercado a mí como si
fueras un aperitivo de mediaduermevela.
Me estremezco tanto que juraría que me castañetean los huesos.
—Tienes algo que era mío —digo encogiéndome de hombros.
—¿El qué? —Entrecierra más sus ojillos brillantes.
—Mi brazalete. —Señalo su cabeza, con mechones de pelo enroscados
alrededor de la joya para que no se le caiga—. Quiero recuperarlo.
La trogg suelta una risita aguda que termina tan bruscamente como ha
empezado y me lanza una mirada feroz.
—Un bocadito un tanto mandón…
«Pues sí, he sonado un poco mandona».
—Perdona. Me gustaría recuperarlo, por favor.
—Así me gusta. —Levanta un dedo huesudo que me recuerda a las
estalactitas que penden del techo.
El silencio se prolonga mientras se va quitando la joya de la cabeza,
apartando los tiesos mechones aceitosos de uno en uno; el corazón se me
acelera.
«¿En serio será así de fácil?».
—¿Sabes qué? —dice con su extraña voz áspera, provocándome otro
escalofrío de cuerpo entero—. Los objetos tienen memoria.
—¿Ah, sí?
Me resulta complicado fingir interés porque estoy rogando que no lance
el brazalete de plata por los aires para luego zampárselo de golpe.
La trogg asiente con el brazalete colgándole de su uña puntiaguda. Se lo
acerca a su nariz plana partida y cierra los ojos para olfatearlo.
Pongo una mueca para mis adentros al empezar a saber por dónde va.
—Huele bien, ¿verdad?
—Qué bocadito más inteligente.
Sí que soy inteligente. Casi siempre. Esta situación presente raya una
muesca desafortunada en mi armadura.
Extiende una mano y se mete el pulgar y el índice en uno de los agujeros
de la palma. De él, extrae un hilo fluorescente que emerge con una
secreción espesa y pegajosa que me provoca ganas de vomitar.
—Cuanto más intenso es el recuerdo, más cantidad de esto produzco.
—Ya veo…
Sigue tirando hasta que en el suelo, a sus pies, hay un largo rollo de esa
sustancia, que ilumina la parte inferior de su barbilla afilada.
La última parte del hilo cae delante de ella.
—¿A que mi palacio es precioso? —presume extendiendo los brazos.
Levanto la vista hacia el techo y contemplo el espacio como si lo viese
por primera vez, con las tripas revueltas, mientras una gota de lo que
supongo que es un hilo recién colgado me cae por la mejilla.
Tengo que hacer un esfuerzo para que no se me desparramen las entrañas
por todo el suelo.
—Preciosísimo. Ojalá yo pudiera segregar algo parecido.
«Ni de broma, vamos».
—Esto de aquí —dice tamborileando con una uña sobre mi brazalete con
incrustaciones de gemas— lo estaba guardando para una ocasión especial.
—Se lo lleva a la nariz y aspira larga e inquietantemente—. Sé que estará
riquísimo.
Vaya, hombre. Esperaba no tener que irme de aquí con lo que llevo en los
bolsillos.
Me meto una mano y saco un cordel trenzado de piel de colk con una
escama de dragón negra tallada que representa el rostro alargado del
despiadado siegasable de mi pah.
—¿Qué te parece si hacemos un intercambio?
La trogg inclina la cabeza a un lado, como si se hubiera roto un hueso del
cuello.
—¿Un intercambio, dices? ¿Qué tiene mi bocadito en esa mano huesuda?
—Era el málmr de mi mah —digo balanceándolo delante de mí—. Un
regalo de mi pah, el fallecido rey Ostern Vaegor.
—¿Y cómo lo has… obtenido? ¿Mi bocadito lo ha robado? —Olisquea el
aire—. Huele a robado…
—Pues sí, se lo robé de su dormitorio cuando cumplí diecisiete.
Supuse que, si mi pah se enteraba, el odio que me tenía por lo menos
estaría un poco justificado.
No se enteró.
La trogg mueve la cabeza hacia el otro lado con un gesto tan antinatural
que estoy tan asqueada como preocupada por su integridad. Se pone a
husmear de nuevo, largo y tendido; parece que sus pulmones son más
grandes de lo que sugiere su esbelto cuerpo.
—Esto huele aún mejor, bocadito. —Me enseña el brazalete y esboza la
sonrisa más aterradora que he visto jamás—. Por poco.
Aprieto los dientes tan fuerte que me sorprende que no se rompan.
—También te puedes quedar la cadena del cierre. No la necesito.
«Creo».
Suelta un aullido espeluznante que agita su pecho. Poco a poco, se va
apagando y me dirige una mirada de felicidad.
—Trato hecho.
Me embarga una cálida oleada de alivio.
La trogg suelta la cadena y me lanza el brazalete. Al levantarme para
cogerlo, la silla de tres patas se cae al suelo, sin mi peso para mantenerla en
vertical.
Le lanzo el málmr y lo atrapa por la cuerda, se lo cuelga en la muñeca y
se lleva la cadenita a la boca como si fuera un grano de arena. Se oye un
crujido desagradable, que imagino que son sus dientes astillándose. Abre
tanto los ojos que creo que se le saldrán de las órbitas y caerán sobre la
montaña de excrementos y recuerdos acumulados en el suelo junto a su
nido.
Deja de masticar y suelta una carcajada estentórea.
—Vaya… Eres un bocadito muy travieso, ¿eh?
Se me hielan las venas.
Me pongo el brazalete en la muñeca.
—No recuerdo usarlo. Solo recuerdo lo que hace.
—Interesante —murmura, y acto seguido vuelve a ladear la cabeza
mientras sigue masticando.
Un crujido.
Y otro.
Y otro.
—¿Mi querido bocadito quiere conocer sus secretos?
—Paso —contesto viendo cómo se extrae un hilo de una de las palmas
derechas mucho más brillante que cualquier otro que cruce el techo de la
cueva—. Paso del todo.
—Son unos secretos preciosísimos —murmura, cuatro palabras que me
crispan los nervios.
«Ya va siendo hora de que me largue de aquí».
Me sacudo para librarme de la tensión que me sube por la espalda y
arrastro la silla hasta la pila mirándola con desconfianza.
—No me vas a comer de camino a la salida, ¿verdad?
Cuesta saberlo, pero creo que frunce el ceño.
—Claro que no, bocadito. No me como a aquellos con quienes cierro un
trato. Solo a aquellos con los que no.
—¿Y con cuántos has cerrado un trato?
Sin dejar de sacarse el hilo brillante de la palma, se frota la barbilla con
una mano que tiene libre, por lo visto reflexionando intensamente.
—Con seis —anuncia, y se lleva el málmr de mi padre a la nariz para
olisquearlo de nuevo—. Contándote a ti.
—Vale. —Echo un vistazo a la creciente montaña de hilo pegajoso, que
resplandece más que el huevo de una plumaluna—. Qué suerte la mía.
Me despido con un gesto, pero no parece darse cuenta, demasiado absorta
en su labor. O quizá se dé cuenta y no le importe nada.
Es probable que sea lo segundo.
Avanzo entre las pilas de basura. Me pesa el brazo con el brazalete. Se lo
gané a una mentalista afligido que afirmaba saber hablar el lenguaje de Éter
y haber estudiado el Libro de Voyd a conciencia y conocer el secreto de
nuestra insignificante existencia.
Me dijo que el brazalete me serviría de dos maneras. Y que las dos serían
dolorosas pero necesarias.
No recuerdo la primera, así que no puedo decir si fue dolorosa o no.
Es probable que tampoco vaya a recordar la segunda.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra

Ha vuelto.
No me ha explicado por qué se había marchado, ni yo se lo he
preguntado. Tampoco le he confesado cuánto lo había echado de menos.
Demasiado.
Como si se me hubiera partido una de las costillas y me doliera justo en
la zona del corazón.
Tenía una nueva cicatriz en el brazo con el que toca el instrumento.
También llevaba un collar: un cordel de piel trenzada pegada con un
colgante circular plano; representa a una plumaluna plateada y a un
siegasable rojinegro abrazados, cuyos enormes fragmentos escarpados
encajan a la perfección.
Por lo que tengo entendido, solo una siegasable tiene las escamas
plateadas, y vive en Gondragh. Nadie ha podido acercársele lo suficiente
como para subirse a su lomo e intentar domarla; y, la verdad, espero que
nadie lo consiga.
He comido en silencio observando cómo Kaan tocaba el instrumento con
el colgante pendiendo orgulloso sobre su pecho…
Me intrigaba.
Quería tocarlo, sopesarlo con una mano y preguntarle de dónde lo había
sacado, pero no es asunto mío.
Si me ha pillado mirándolo, no me lo ha dicho ni tampoco ha levantado
la vista de las cuerdas, aunque no suele hacerlo.
Normalmente no.
Cuando ha empezado a tocar la Canción del sol silencioso, he cerrado
los ojos y la he cantado, inmersa en la melodía y en su robusta y
reconfortante presencia. Cuando la canción ha terminado y he abierto los
ojos, no esperaba para nada que me estuviera observando.
Durante un buen rato, nos hemos quedado mirándonos. Entre los dos
flotaban verdades inconfesables, más palpables que las cuerdas con las que
crea sonidos.
He notado un aleteo en el vientre que nunca antes había sentido y me ha
subido hasta el pecho. Como si tuviera una polinilla atrapada entre las
costillas salpicándome con su polvo e iluminándome de dentro afuera.
Atraída por él como si estuviera atrapada en una corriente a la que no
me interesaba resistirme, me he levantado.
Me he acercado a él.
Se ha quedado petrificado cuando me he apartado el velo y me he
inclinado hacia él, desesperada por saber cómo eran sus labios. Si eran
suaves y cálidos como los había imaginado.
Los he rozado muy ligeramente.
Apenas ha sido una caricia, pero ha abierto un agujero en mi percepción
del mundo y me ha descubierto las entrañas de una nueva versión de la
existencia…
Una versión mayor.
Y más brillante.
Y más feliz.
He querido quedarme ahí eternamente, atrapada en ese umbral tan
silencioso como estremecedor, con el corazón latiéndome tan fuerte y
rápido que no me cabía duda de que se me estaba desgarrando el pecho.
Sabía que era inadecuado, que estaba rompiendo mil normas, pero
¿cómo coño es posible que algo tan inapropiado siente tan bien?
Me ha puesto las manos en la cara con tal ternura que ha sido como si
acunase el huevo de un dragón y le he rozado la palma con la nariz. He
encontrado tanto consuelo en el gesto que he querido quedarme así.
Para siempre.
Y luego me ha preguntado qué quería y le he dicho la verdad. Dos
palabras, tres letras que pesaban demasiado estando prometida a su
hermano.

A ti.
Me he apartado con la llave en la mano y he abierto la puerta justo
cuando él me ha cogido por detrás, me ha dado la vuelta, me ha arrancado
el velo y me ha besado con tal intensidad que me he perdido.
Y me he encontrado.
Ha sido el beso de alguien que quería dármelo todo, que no quería
quitarme nada. Aun así, le he entregado mi corazón por completo. Y me he
dado cuenta de que le pertenecía por derecho.
Desde hacía tiempo, de hecho.
Estaba a punto de arrastrarlo hasta el rincón más alejado de la guarida,
donde hay una montaña de heno en la que Slátra no está interesada, pero
entonces alguien ha venido corriendo por el pasillo y le ha pedido ayuda
con un asunto urgente.
Ha estado a punto de pillarnos besándonos. En realidad, se ha sonrojado
al verme sin el velo y, sin duda, ha reparado en la tela que tenía Kaan en el
puño, así que se ha dado media vuelta y se ha disculpado por la
interrupción.
A mí me ha dado igual.

Ya no me siento como Haedeon. Me siento como Allume… Me tambaleo


mientras me vuelvo más fuerte a pesar de mis fragmentos rotos.
Quizá yo también eche a volar.
Raeve
CAPÍTULO 66
Bajo la sinuosa escalera y, con un bostezo, aparto la cortina de
enredaderas. Avanzo entre la jungla siguiendo un camino trillado que
recorro tras numerosos ciclos sin venir aquí.
En este lugar, el tiempo funciona de manera distinta. Se pliega sobre sí
mismo como si fuera una alondra de papel que oculta secretos que no dejo
de esconder.
Y esconder.
Y esconder.
El sendero se abre a un pequeño manantial en el que hay una cascada, lo
que me hace sonreír.
Dejo la bolsa y la toalla en la orilla de piedra, me desnudo y me meto en
el agua fría con pasos vacilantes, provista de una pastilla lila de jabón de
cienabaya y un trozo de piedra pómez que robé de la orilla rocosa de El
Loff. Froto la ropa primero, y después mi piel; me enjabono el pelo y me lo
aclaro bajo el chorro de agua. Me aplico aceite nutritivo en la espesa
melena y dejo que se me seque al aire mientras me gotea por la espalda.
Escurro las prendas y las cuelgo sobre una enredadera baja. Luego, me
envuelvo el cuerpo con la toalla y guardo todas mis cosas en la bolsa de
malla que he comprado en uno de los puestos de mercado de Dhomm.
Mientras avanzo por la jungla, me detengo para coger un puñado de
cienabayas negras de un montón de arbustos salvajes que crecen a los pies
de los árboles y las meto en un saco de tela. Me adentro en la vegetación en
busca de gonueces, que también me guardo, así como un melón rojizo, que
sostengo con una mano de camino a casa.
Tarareando una melodía alegre, subo las escaleras y vierto todo lo que he
encontrado en un cuenco de arcilla; limpio las bayas, abro las nueces y
corto el jugoso melón en porciones que dispongo en un plato. Coloco mi
festín en la mesa, junto a mi taza de terracota con agua, y me siento.
Cuando estoy a punto de pegar un bocado a una rodaja de melón, me fijo en
la estantería.
En el diario que compré en La Pluma Rizada.
Me levanto y lo cojo de la repisa en la que descansaba, recorriendo con
los dedos el plumaluna grabado en la tapa. Clavo los ojos en la vieja pluma
que limpié hace varios ciclos aurorales y luego en el tintero.
Me encojo de hombros y llevo las tres cosas hasta la mesa. Las sitúo
junto a la comida y abro el diario, rebosante de una rarísima necesidad de…
escribir.
Nunca había sentido ganas de escribir un diario. Sin embargo, este lugar
me causa unas inexplicables y extrañas sensaciones, y por lo general me
dejo llevar. Y exploro esos curiosos impulsos en este sitio, donde no hay
ojos, ni oídos.
Ni órdenes.
Al principio, me lo tomé como un experimento. Ahora, lo veo un poco
distinto.
Creo que estoy aprendiendo a existir sin ataduras ni expectativas. Sin el
dolor y el miedo atroz a perder a alguien que me separa la cabeza del
corazón.
Creo que estoy aprendiendo a saber qué significa vivir.
Fallon estaría orgullosa de mí.
Más o menos.
Mojo la pluma en la tinta y me como una cienabaya, cuyo sabor
agridulce me estalla en la boca justo cuando empiezo a trasladar mis
pensamientos al pergamino. Las palabras fluyen con mayor facilidad de lo
que me esperaba…

Nombre: Raeve (más o menos)


Edad: ojalá lo supiera
Fecha: 5.000.165 fases después de la Piedra
Ubicación: en la jungla
Espada de Elding/¿fragmento lunar caído?
He intentado marcharme.
(Juro por todos los Creadores que de verdad lo he intentado).
Sin embargo, cada vez que recojo mis cosas y me dispongo a irme, con la
firme intención de subirme a un fundefauces para cruzar las llanuras y así
poder partirle el cuello a Rekk Zharos, termino regresando con nuevas
toallas.
Con nuevas sábanas.
Con un kit de costura para reparar el colchón destrozado.
Con un anillo de hierro para no llorar con la lluvia.
Con un montón de tela y cizallas para elaborar cortinas nuevas, y luego
un rollo de piel de colk que he usado para remendar las sillas y los bancos,
porque por lo visto ahora soy una manitas.
Essi estaría orgullosa de mí. Yo estoy… perpleja, turbada, quizá un poco
loca.
¿Quizá muy loca?
No sé cómo gestionar esta extraña parte de mí que parece decidida a
insuflar una nueva vida a este hogar abandonado. La misma parte que
parece incapaz de despojarse de una sensación de pertenencia que nunca
había experimentado.
Ni una sola vez.
Aquí, estoy más sola de lo que he estado jamás, totalmente aislada del
resto del mundo. Pero en cierto modo es al contrario.
Me ha costado darle la espalda a la versión de mí que prospera entre
estas paredes, como si examinara una tragedia que avanza muy lentamente
con un ritmo tan pausado y lánguido que la parte dolorosa no termina de
llegar.
Estoy viviendo a caballo entre dos mundos. En la burbuja de lujuria y
grandes esperanzas, embargada por la vertiginosa sensación que me
revolotea en la tripa cada vez que veo un destello de algo tan… él y ella.
Elluin y Kaan.
A medida que pasan los ciclos, he llegado a la incómoda conclusión de
que Kaan se enamoró de una versión lejana y antigua de mí que
probablemente era más dulce.
Más amable.

Una versión de mí que era lo bastante valiente, o quizá lo bastante


estúpida, como para enamorarse.
Sé que es peligroso. Sé que me he pasado la vida atrapada y muerta de
hambre, y que ahora soy una fugitiva glotona que se alimenta de los retazos
de felicidad que pertenecían a otra persona. Porque era otra persona.
No era yo, está claro.
Tal vez sea morbo, pero una pizca de mí está desesperada por saber qué
me arrancó de este lugar, mientras que el resto de mi cuerpo está
convencido de no querer conocer la respuesta a esa pregunta envenenada.
Ni siquiera las ganas de mancharme las manos con la sangre de Rekk
Zharos me convencen para abandonar ahora mismo este enclave de
felicidad, aunque en cierto modo ya me marché. En cierto modo, ya lo
perdí.
Y me perdí a mí misma.
Perdí a una dragona que, por lo visto, me quería tantísimo que voló
conmigo hasta el cielo y se solidificó a mi alrededor como una tumba hecha
para las dos.
Me cuesta darle un sentido a eso que no me asfixie. Desde cada ángulo
desde donde lo inspecciono, me da la impresión de que tan solo veo la
punta de algo demasiado grande e insoportable.
La intuición me dice que no tengo la capacidad de soportar toda esa
tristeza, y por eso he terminado tomando una decisión. Ahora, solo he de
reunir la valentía necesaria para llevarla a cabo.

Abandonar este lugar. Para siempre.


Pero aún no…
Todavía no he terminado de imaginar.
Kaan
CAPÍTULO 67
Echo a caminar por el pasillo, apartándome con el brazo el sudor de los
ojos. Cuando doblo una esquina, veo a Pyrok andando hacia mí, sin camisa
y con aspecto de haber saltado de la cama al oír los cuernos de vigilancia
que han anunciado mi llegada.
—Parece que estás sobrio.
«Más o menos».
—El ciclo es joven —exclama cuando llega a mi altura—. Bienvenido a
casa.
—Entiendo que Veya todavía no ha regresado.
Había esperado que, al aterrizar, mi hermana saliese corriendo a
recibirme, como siempre. Es una sensación rara no tenerla alrededor
dispuesta a arrojarme mil preguntas.
Es una sensación…
De vacío.
—No. Según la última alondra que recibí, estaba cerca de la muralla,
pero suponía que haría unas cuantas paradas que la ralentizarían. Supongo
que a estas alturas ya debe de haber llegado a Arithia. Quizá ya esté de
regreso.
Suelto un gruñido porque no quiero saber nada de esas paradas que
menciona.
—¿Por qué apestas a azufre?
—He ido con Grihm hasta Gondragh —mascullo mientras giramos otro
recodo.
—¿Qué?
—Lo he dejado en el refugio de cría de las narices para que intente
robarle un huevo a la gran siegasable plateada.
Hacemos una breve pausa mientras los dos guardias que vigilan mi
despacho golpean el suelo con las lanzas y abren las puertas.
—Va a morir —murmura Pyrok—. Y ni siquiera se ha despedido. ¿Qué
cojones le pasa?
No me molesto en responder.
He tenido mucho tiempo para gestionar esas mismas emociones y estoy
bastante cerca de aceptar que ya no me apetece pegar un puñetazo a una
pared ni darme un bofetón a mí mismo por haber dejado que me persuadiera
para llevarlo hasta allí. De aceptar que iba a hacerlo solo o que no lo haría.
Y lo entiendo. Ir a asaltar un nido o a domar una bestia ya adulta es un
viaje sumamente íntimo para aquellos que lo hacen por una buena razón…
Pero me jode igual.
Irrumpo en mi despacho, una estancia grande y vacía a excepción de una
mesa de madera y dos sillas idénticas de piel; al parecer, todo está tal cual
lo dejé.
Me acerco a la pared de cortinas del fondo y las descorro. Las vistas de
El Loff llenan la habitación de una gran claridad e iluminan las quemaduras
que recorren las paredes.
Es el único adorno que merece este lugar.
Recuerdo las estanterías que antes cubrían las paredes, llenas de vestigios
del reinado de mi pah. Recuerdo lo placentero que fue verlo arder todo
después de que yo saliese de la Fortaleza manchado con su sangre y su
cabeza colgando de mi puño.
Invirtió demasiado en esta estancia y demasiado poco en ser un pah
decente para Veya.
Y para mí.
Ahora, este despacho se asemeja a una cavidad torácica hueca, y no voy a
permitir que sea diferente. Cualquier otra cosa le haría un servicio a su
memoria que no merece.
—Vi a Grihm llevándose botas runadas a su habitación —musita Pyrok
dejándose caer en la silla de piel delante de la mía—. Joder, ahora tiene
muchísimo más sentido.
«Pues sí».
Dejo las alforjas en el suelo, me paso las manos por la cara y me acerco
al escritorio.
—¿Y ahora qué?
—Si consigue volver al refugio, nos enviará una alondra para que uno de
los dos vaya a por él —lo informo al tiempo que me dejo caer sobre la silla.
Al percibir el olor que desprende mi camisa, frunzo el ceño y me subo el
cuello: me llega un hedor a sudor, azufre y cenizas.
Es evidente que necesito darme un baño, y comer algo, y dormir, a poder
ser encima de algo que no sea arena ni tierra con la única protección del ala
de Rygun para que los putos depredadores no me maten. La verdad sea
dicha, creo que mi dragón habría estado encantado de quedarse eternamente
en el norte, deleitándose con el calor y con el bufé de criaturas que pasaban
por su lado para intentar atacarme mientras dormía.
Estoy convencido de que ha crecido.
—A por él y a por su dragón recién eclosionado —añade Pyrok.
—No nos anticipemos. —Me meto una mano en el bolsillo y saco todos
los pájaros de papel que han revoloteado hasta mí en las treinta
duermevelas que he estado fuera—. Robar un huevo es una cosa, que
eclosione es otra historia.
Dejo sobre la mesa unas cincuenta alondras arrugadas y me aprieto el
puente de la nariz mientras las contemplo.
—Ya veo que estás atrasado con el papeleo —me dice.
—Recuérdame para qué te pagaba.
—Para eso no —resopla.
Enarco una ceja, a la espera. Tengo curiosidad de verdad, pues lo único
que lo veo hacer es beber hidromiel.
—Para sentarme y dar buena imagen —contesta al fin dedicándome una
sonrisa—. Roan es el hermano útil, ¿ya no te acuerdas? Él heredó el
cerebro; yo, la melena y el carácter cordial. Y se me da de vicio usar la
len…
—Ya lo he pillado.
Ensancha la sonrisa, se apoya un tobillo sobre la rodilla contraria y
juguetea con su pendiente del labio inferior. No hace amago siquiera de
ayudarme con las notas.
Con un suspiro, alargo los brazos hacia el montón de cuadrados de
pergamino prerrunados y mi pluma negra. Aliso una de las alondras, leo la
misiva y pongo una mueca al ver la fecha.
El pobre Krove lleva veinte ciclos esperando a que firme la aprobación
de su cuota de venta de lanzagrejos.
Entinto la pluma y empiezo a redactar una disculpa.
—Ya que lo mencionas, ¿ha regresado Roan?
—No.
Niego con la cabeza.
«A lo mejor debería enviar a alguien a que se asegure de que está bien».
—En fin… ¿No me vas a preguntar sobre ella?
Se me hiela la sangre y el maldito órgano que tengo en el pecho se
empala a sí mismo con una costilla.
—No —mascullo hundiendo de nuevo la pluma en la tinta y retomando
el mensaje escrito.
—Sigue aquí.
Hago una pausa y cierro los ojos, soltando otro suspiro. Lentamente, dejo
la pluma en la mesa, me recuesto en la silla y me cruzo de brazos,
dedicándole a Pyrok toda mi atención. Con una ceja arqueada, espero a que
prosiga.
—La he visto en los mercados.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Asiente—. Comprando cosas.
Lo fulmino con la mirada y espero a que continúe, pero no lo hace.
—A ver, ¿qué clase de cosas?
Pone los ojos en blanco como si fuera una pregunta ofensiva, pero no lo
es. No lo es para el órgano de mi pecho, que es demasiado blando.
Pyrok empieza a contar cosas con los dedos.
—Pieles, jabón, cataplasmas, toallas. También ha ido a La Pluma Rizada
y ha esperado en la calle mientras un muchacho entraba en la tienda a
recoger un paquete, pero no sé qué contenía porque no veo a través del
cuero. Y creo que ha comprado un saco de plumas del criador de goggins
local, pero a lo mejor era grano. —Se encoge de hombros—. He intentado
guardar las distancias.
Frunzo el ceño y bajo la vista al montón de alondras arrugadas mientras
analizo sus palabras. A mí me parece que Raeve se está estableciendo aquí,
no preparándose para irse. Y eso no tiene sentido, a no ser que esté…
recordando cosas, quizá volviendo a encariñarse con este lugar.
Me duele el pecho al pensarlo, y me cuesta no soltar un gruñido cuando
me paso las manos por la cara de nuevo; necesito desesperadamente darme
un baño y quizá encontrar una pared con la que darme de cabezazos.
—¿Vas a asistir a las celebraciones de El Gran Flurrt? —me pregunta
Pyrok. Me inclino hacia delante para desdoblar el resto de las alondras
plegadas.
—Seré el encargado de alzar las plataformas, claro.
—Me refiero al festival de verdad.
Enarco una ceja y le paso la mitad de los pergaminos.
—¿He asistido alguna vez?
Pyrok sigue negándose a echarme una mano; se limita a mirarme con los
ojos entornados.
—¿En serio crees que es un buen momento para ser un imbécil
testarudo?
«El mejor momento, de hecho».
—El último Gran Flurrt que pasamos juntos fue la última vez que la vi
con vida. —Aliso otra alondra y la estampo sobre el montón—. Estuvimos
juntos toda la duermevela y al dae siguiente me marché a ayudar a
reconstruir un poblado. La siguiente vez que vi a Elluin, su apenada
dragona estaba llevándose su cuerpo inerte hacia el cielo —gruño
colocando de otro manotazo una alondra encima de la pila de los cojones—.
Así pues, no, la idea de invitarla a la celebración de El Gran Flurrt no me
entusiasma, y tampoco voy a pedir disculpas por no tener ganas de asistir.
—A lo mejor esta vez es distinto.
Suelto una risa sin gracia.
—A lo mejor me parte el corazón por otro sitio. Lo dudo: le gusta
destrozar cosas. Se le da muy bien, además.
Pyrok suspira y pega un puñetazo al reposabrazos de su silla.
—Mira, yo solo sé que la oí preguntarle a un mercader si había visto al
rey por ahí. Haz con esa información lo que te dé la gana —masculla, y se
pone de pie para dirigirse a la puerta.
—¿A dónde vas?
—A emborracharme en la habitación de Grihm mientras saqueo su
colección de puñales —repone cruzando la puerta—. Porque el muy
gilipollas seguro que ya está muerto.
En cuanto los ruidos de sus botas se desvanecen, ladeo la cabeza para
mirar al techo.
«Mierda… Joder».
Dejo las alondras y me dirijo a las puertas del balcón. Las abro de par en
par y me adentro en el duro resplandor del sol para contemplar Dhomm y El
Loff.
«Y la zona occidental».
Camino hasta la barandilla cubierta de enredaderas y apoyo los codos en
ella. El corazón me obstruye las vías respiratorias cuando veo una silueta a
lo lejos, justo donde el agua lame las piedras de la orilla. Frunzo el ceño y
cruzo el despacho para coger el telescopio de la mesa. Regreso al balcón y
alargo el objeto, llevándomelo al ojo y apuntando en dirección a la silueta.
Se me parte el alma al verla.
Raeve salta de una piedra a otra descalza, con el pelo recogido casi del
todo y las mejillas y los hombros enrojecidos por el sol. Lleva el camisón
negro corto que vestía cuando la llevé a visitar a Slátra, con uno de los finos
tirantes caído sobre el brazo.
No se molesta en recolocárselo, como si ni siquiera se hubiera dado
cuenta, sino que se agacha y coge una concha que está entre las piedras. La
inspecciona desde todos los ángulos y la guarda en un cesto que le cuelga
del brazo.
Trago saliva cuando se incorpora y clava sus fríos ojos en…
Se me para el corazón.
«En la guarida de Rygun».
Joder… Parece que piensa en nosotros.
—¿Preparada para otra ronda, Rayo de Luna?
Se pasa un mechón de pelo detrás de la oreja con un deseo en la mirada
que me toca el alma.
Me doy un golpe en la palma con el telescopio para cerrarlo mientras
valoro las repercusiones de arrancarme el corazón y aplastarlo contra la
piedra. Para que así ella parta con ventaja.
Puede que Pyrok esté en lo cierto. Puede que esta vez sea diferente.
Puede que sea peor.
En cualquier caso, no hay nadie más a quien estaría dispuesto a servirle
mi corazón en bandeja una y otra y otra vez, como si fuera un animal
callejero desesperado suplicando que le den un premio.
Elluin Neván
Edad: 19 fases
5.000.040 fases después de la Piedra

Este dae he asistido a una ceremonia de diezmo.


Tras la ausencia de su pah, Kaan se ha sentado en el trono de bronce,
aceptando algunas ofrendas y devolviendo otras a quienes no tienen gran
cosa que ofrecer.
Desde el fondo de la sala, he visto cómo hablaba con todo el mundo con
una elegancia y una justicia innatas que me han recordado a la forma en la
que mi mah y mi pah gobernaban su reino, y la imagen me ha provocado
una fuerte punzada de añoranza…
Mi pah no respetaba al rey Ostern. Decía que sus valores no casaban y
que a Ostern no le importaba la gente que no podía oír las canciones
elementales.
He visto a Kaan ofrecerle a una familia joven en aprietos un saco lleno
de oro y he llegado a la conclusión de que mi pah sí que habría respetado
al hijo mayor del rey Ostern.
Kaan me ha atisbado desde la otra punta del gran salón, nos hemos
mirado a los ojos y no me ha cabido ninguna duda de que el mundo se ha
parado.
Delante de él, me he sentido expuesta, embargada por un fervoroso calor
que no tenía nada que ver con el ardor constante que abrasa este lugar.
Estaba convencida de que mi cuerpo iba a quemarse de dentro afuera si no
nos tocábamos, y me ha costado ver mucho más entre la neblina de mi
insaciable deseo.
Me he colocado detrás de una columna antes de que nadie se diera
cuenta, desesperada por recobrar el aliento que de repente había perdido.

Sé que las cosas que deseo están prohibidas.


Pero ya me da absolutamente igual.
Durante casi dos fases, he vivido en esta Fortaleza como si fuera una de
sus sombras…
Estoy cansada de vivir la vida que me han dicho que viva y no la que
quiero vivir.
Raeve
CAPÍTULO 69
Lo veo fuerte, ancho, vivo debajo de mí, con las rodillas flexionadas entre
mis piernas para abrirme.
Totalmente desnuda, he sacudido las caderas intentando llevar sus caricias
a la zona donde se concentran todos mis nervios.
—Por favor…
—No hace falta que me supliques, Rayo de Luna. —Sus palabras me
zarandean los huesos mientras sus dedos recorren mi entrepierna, una
caricia leve, tan ligera como un aliento.
Me arde el cuerpo y mi corazón me martillea con un fuerte deseo. Aferro su
málmr y lo estrecho contra mí.
—Si soy yo lo que quieres… —me pone los labios sobre el oído y me da un
ligero mordisco—, ya me tienes.
Gimiendo, recorro con la mano sus musculosos brazos, sus muñecas, sus
nudillos.
Sus dedos.
Me los meto dentro y me abandono a la oleada de placer mientras se me
aflojan los muslos.
Y se me separan más.
—Para siempre —susurro empujándolos más hondo—. Te quiero a ti, para
siempre.
Un profundo murmullo reverbera en su pecho y, con la otra mano, me coge
la mandíbula y me gira la cabeza a un lado. Diviso un destello de ascuas
ardientes en sus ojos justo antes de que se apodere de mi boca con un beso
que acaba con mi capacidad para respirar o pensar, haciéndome prisionera
de su intenso sabor, de la forma en la que se adueña de mis labios y de mi
lengua.
De la forma en la que me devora.
Muevo las caderas para acompasarme a la intensa acometida de sus dedos
y de su boca y mi cuerpo se eleva…
Y se eleva…
Me separa más las piernas y, luego, me agarra las caderas y tira de mí
para arquearme la espalda. Sitúa una mano con firmeza entre mis
escápulas y frota con la cabeza dura de su polla mi sexo mojado y
palpitante. Abierto.
Preparado…

Un rugido estremecedor me saca del sueño y es como cerrar un libro


justo en la mejor parte.
Abro los ojos de pronto y suelto un feroz gemido de frustración lleno de
deseo; estoy hambrienta, desbocada, ansiosa.
Me tapo la cara con la mano y gruño, todavía con la sensación de tener el
cuerpo de Kaan encima, moviéndose conmigo.
Entrando en mí.
Temblando por la intensidad del sueño, me incorporo, con gotas de sudor
acumuladas entre los pechos y con los pezones duros.
Niego con la cabeza y me paso las manos por el pelo húmedo.
La situación va empeorando.
Bueno…, en realidad, va mejorando. Sustancialmente. Pero cada vez
resulta más difícil despertarme.
Una sombra cubre el lugar donde duermo.
Con el ceño fruncido, levanto la vista al agujero del techo, por donde veo
un destello de escamas granates. Al instante, oigo otro rugido atronador que
hiende el aire. Se me acelera el corazón cuando me doy cuenta de qué es lo
que me ha despertado en realidad.
Un dragón, volando casi tan cerca que, si agitara la cola, haría añicos esta
cueva.
Salto del colchón y me tumbo en el suelo, a la espera de que cese el
estruendoso aleteo de la bestia. Tan pronto como me arriesgo a echar un ojo
al techo, el corazón se me para.
En lo alto del cielo, casi tan cerca que podrían rozar la luna espinosa de
color cobre que se alza sobre la ciudad, un par de siegasables dan vueltas
aullando mientras se enroscan con una marea de cintas aurorales. Hay
demasiadas.
«¿Se ha roto el cielo? ¿Ha llegado la guerra hasta Dhomm?».
Sin levantarme del suelo, me arrastro hasta el montoncito de ropa que he
acumulado a lo largo de los ciclos, cojo mi fiable camisón negro y me lo
pongo deslizándomelo hasta las caderas. Me calzo las botas y, de camino a
las escaleras, me hago con la funda de piel, que me ato a ciegas en el muslo,
y corro hacia la jungla bajo el son de otro ensordecedor rugido.
—Mierda —mascullo apoyándome contra de la piedra con el corazón
desbocado. Cierro la última hebilla mientras busco algún indicio de peligro,
pero no veo nada fuera de lugar. No obstante, a lo lejos, suena una canción
al ritmo de un tamborileo, aunque no se parece en absoluto a como me
imagino que suenan los tambores de guerra; es una melodía… ¿alegre?
«¿Qué está pasando?».
Me aparto el pelo de la cara y echo a correr por la jungla, observando los
alrededores según un patrón: buscando irregularidades.
Más dragones, próximos y distantes, aúllan y llenan el aire con un olor
dulce y picante, casi como si el mundo fuera un capullo en pleno
florecimiento.
Me alejo del denso follaje y bajo por el acantilado hasta llegar a la orilla
rocosa de El Loff.
Abro muchísimo los ojos y me quedo tan paralizada que cada latido de
mi corazón es un terremoto en comparación.
Las rocas crujen bajo mis botas a medida que me voy acercando al agua
con la mirada en el cielo…
«El mundo se ha roto, sin duda».
Una maraña de cintas aurorales plateadas danzan siguiendo un ritmo
propio. Hay cientos de ellas, como si el grifo que por lo general solo
permite el paso de unas diez tuviera una gotera.
Una gotera enorme.
Los dragones se elevan sobre las cintas metalizadas y dan vueltas
alrededor de ellas, algunos por su cuenta y otros emparejados con otros
dragones que acompañan sus espectaculares movimientos.
Con el ceño fruncido, clavo la vista en la ciudad, que se alza a lo lejos.
En casi todos los edificios, ondea una bandera plateada, un sinfín de
cintas alargadas sacudiéndose por el viento y enredándose unas con otras.
El paseo marítimo es un hervidero y la brisa me trae olor a hidromiel y
carne estofada.
Es evidente que no ha estallado ninguna guerra. Se lleva a cabo una
celebración totalmente distinta a las que he presenciado hasta el momento.
Y mucho menos se ha roto el cielo.
Rememoro una conversación que oí un dae, hace ya mucho tiempo, entre
dos mercaderes. Hablaban de algo llamado El Gran Flurrt. Decían que los
miskunnes auguraban que hubiese uno en algún momento de esta década y
que esperaban que, al término, hubiera un aluvión de huevos fertilizados
escampados por las zonas de apareamiento de los dragones.
A lo mejor se trata de eso. Al menos, los dragones que surcan el cielo
parece que estén flirteando.
Me arden las mejillas.
«Me alegro por ellos. Por lo menos, alguien folla en la vida real y no solo
en sueños».
Una vez más, contemplo el cielo con una oleada de adrenalina
atravesándome el cuerpo y acelerándome el corazón. Mucho.
Las cintas plateadas, los tambores y los dragones me provocan ganas de
ir a por algo, para variar. De arrancar los barrotes de mi contención y abrir
mi ansioso corazón, desmenuzarlo hasta convertirlo en cieno, mezclarlo con
un poco de agua y moldearlo hasta que sea blando de nuevo.
«Y por eso precisamente no puedo ir hacia allí».
Al otro lado de este muro de piedra rojiza fuertemente runado, la realidad
merodea como una bestia preparada para atacar.
Y para matar.
Le doy la espalda a la ciudad y corro rumbo a la jungla, pero algo que
veo de reojo me hace detenerme.
Miro el árbol donde encontré la talla de madera, de una de cuyas nudosas
ramas cuelga un cesto tejido negro.
Se me para el corazón y me quedo sin aliento.
Quienquiera que lo haya dejado ahí sabe que estoy aquí, a pesar de que
he sido discreta. Y lo más importante: sabe que a este lado del muro no hay
ningún maldito susurrante.
El enigma no resulta demasiado difícil de resolver.
Me dirijo hacia el árbol y observo el cesto como el fuego que sé que es,
consciente de que si soplo sobre su superficie se prenderá.
Arderá.
Me trago el nudo de inquietud que me sube por la garganta, sopeso el
cesto con una mano y lo levanto de la rama. Tras dejarlo en el suelo, retiro
la tela que lo tapa, esperando que el gesto me arranque una costra en cierta
manera.
—Por todos los Creadores —mascullo al observar la delicada máscara
situada entre un montón de seda plateada. Es una pieza elaborada con hilo
de plata y discos planos perlados que destellan bajo el resplandor del sol,
con unas cintas a ambos lados, quizá para que me las ate en la nuca.
La dejo a un lado y cojo la tela de seda, descubriendo un vestido que no
se parece a nada que haya visto, formado por una sucesión de capas sujetas
en algunos puntos por broches de diamante. Debajo del vestido, veo un par
de zapatos planos con cristales incrustados que combinan con el atuendo,
así como una botella con tapón de corcho llena de un emplasto que repele el
sol, el mismo que compré en una tienda hace muchas duermevelas al darme
cuenta de que bañarme desnuda en el manantial era la fórmula perfecta para
terminar con la piel agrietada y sueños febriles.
En el fondo del cesto, hay un pergamino que miro de reojo como si fuera
a saltar y darme un mordisco.
Lanzo otra mirada al cielo, cojo la nota y la desdoblo.
El málmr de Kaan cae sobre mi regazo, haciendo que el corazón me dé
un vuelco.
Me quedo un buen rato mirando el precioso colgante antes de leer la
nota.
Cierro los ojos con fuerza mientras recojo el málmr de mi regazo, con
una silenciosa agitación recorriéndome entera.
Esa nota, escrita con esas dos sencillas palabras, reviste importancia. La
máscara también. El vestido también.
Así como el málmr, que remite a un nosotros que existió hace mucho
tiempo.
Creo que me está pidiendo que finja, que baje la guardia y le abra el
corazón para esta ocasión especial.
Me lleno los pulmones del dulce y humoso aire y paso la vista por la
ciudad mientras nace una certeza en mi interior. Y una energía lista para
explotar.
Para desinflarse.
Ha llegado el momento. El momento de que finalmente haga estallar la
burbuja de imaginación en la que me he sumido. En la que me he
encontrado a mí misma, para ser sincera.
Aunque eso no cambia nada.
Pero qué manera tan espectacular de salir de aquí, ¿verdad? Un adiós
apropiado para todo lo que éramos. La necesidad que tengo ahora por
reconocer algo que sé que… nos debo a los dos.
Que le debo a él.
«Antes de que lo borre todo».
Elluin Neván
Edad: 19 fases
5.000.040 fases después de la Piedra

En esta puesta auroral, no ha habido talla de madera ni plato de comida.


Tan solo una alondra de papel medio doblado y una extraña llave oxidada.
En cuanto he plegado la última línea de activación, la alondra ha salido
disparada en dirección a las escaleras que bajan a la guarida de Slátra y,
luego, ha ido hasta el fondo, desde donde ha revoloteado por un túnel
sombrío en el que no me había fijado. Lo he seguido durante un buen rato y
la llave ha abierto una puerta diferente que da a la orilla rocosa que
acaricia las brillantes aguas turquesas de El Loff, que estaban revueltas
por la tormenta que se avecinaba.
Pobre alondra… Se ha embarrado y le costaba mantener el vuelo, así
que la he cogido y la he acunado como si el histérico pergamino fuera una
polinilla enjaulada.
He intentado descubrir qué dirección deseaba tomar en función de cómo
me acariciaba los dedos y me ha conducido por un camino tortuoso
atravesando la jungla.
He empezado a ponerme nerviosa, preguntándome si sería una
emboscada, si alguien quería matarme para robarme la Piedra Éter
pensando que era un tesoro incalculable, y no la maldición que te mina el
alma que es. Pero al final he llegado a una cueva tallada en el acantilado,
un hogar tan oculto al mundo que sospecho que sería imposible que
alguien lo encontrase.
Kaan estaba en el interior, sentado a una mesa de piedra que había
hecho para nosotros, y en el aire se percibía el olor a estofado de colk y
raíz de canito.
Me ha dicho que este lugar era el regalo que me hacía, pero que él no
tenía por qué estar incluido, que yo tan solo debía pronunciar una palabra
para que se marchara por la jungla y no volviese jamás.
Me he lanzado a sus brazos antes de que esa frase le brotara de los
labios.

Kaan es fuego y azufre. Yo soy trozos de hielo. Somos una colisión de


vapor y destrucción, y estamos destinados a desaparecer, pero estaré
encantada de arder debajo de él hasta que el mundo se desmorone por
completo.
Raeve
CAPÍTULO 71
Apoyado en el muro de piedra dándome la espalda, veo a un hombre que
me resulta familiar, cuya melena rojiza de rizos rebeldes le cae hasta los
hombros.
—Parece que alguien acabe de arrastrarte de espaldas por entre unos
matojos —digo avanzando hacia Pyrok con la máscara puesta como si fuera
un elegante escudo.
Da media vuelta y me dirige una gran sonrisa.
—Forma parte de mi encanto. A las mujeres les vuelve locas y tiran de él
como si fueran riendas.
—A una servidora no.
—Eso espero. —Abre mucho los ojos—. Me gustaría conservar la
cabeza, y la polla, y la vida.
Me aclaro la garganta y finjo que no sé a qué se refiere. Contemplo su
túnica de piel roja, cortada de tal forma que hace resaltar su ancho torso.
Lleva la mitad superior de la cara oculta por una máscara hecha con las
plumas naranjas y granates de un fundefauces, e incluso se ha cambiado los
pendientes por unos rojos para que vayan a juego.
—Bueno, deduzco que serás mi acompañante, ¿no?
—Estrictamente platónico.
—Si tuvieras más relaciones platónicas, quizá tu pelo no se parecería al
nido de un pájaro.
Sonríe y aprieta un saquito abultado que lleva en una mano.
—Me alegro de que el susurrante no te haya sorbido el cerebro por la
nariz.
—Sorprendente, ya lo sé. —Hago una pausa ante el muro y dejo los
zapatos en el suelo para recolocarme la tela del vestido en la zona del pecho
y asegurarme de que se quede en su sitio—. ¿Quién pintó las advertencias
en el muro?
—Veya. —Enarco una ceja y me quedo paralizada—. Kaan perdió la
cabeza cuando moriste —añade encogiéndose de hombros—. Su hermana
sabía que se quedaría desolado si ese lugar terminaba hecho un absoluto
desastre.
—Ah —murmuro hundiendo el espinoso fardo en las profundidades de
mi lago helado a la velocidad del rayo—. Así que me conocías…
—Un poco, pero hace muchísimo tiempo de eso…
—¿No recuerdas gran cosa?
—Más bien al contrario —replica guiñándome un ojo—. Mi memoria es
el arma más afilada de mi escaso arsenal.
«Ya, claro».
—Me alegro por ti.
La mía resulta que es una memoria de mierda, pero no me voy a quejar.
Lanza una cosita roja por los aires y la atrapa con los labios,
masticándola.
—¿Hay algo que quieras saber? —me pregunta con un hilo de esperanza
en la voz que machaco antes de que me suba por la pierna y me dé un
pellizco.
—Por todos los Creadores, no, no. Era simple curiosidad. —El
conocimiento es poder y tal. Cuando consiga borrar a Kaan de mis
recuerdos, necesitaré cortar todo lo que me ate a mi yo del pasado.
A Elluin.
Y ahora eso incluye a Pyrok. Supongo que es positivo, porque empieza a
caerme demasiado bien.
Se aclara la garganta y tira del cordel que ata el saquito de su aperitivo
como si de pronto hubiera perdido el apetito.
—Bueno —dice girando un dedo con un tono duro que antes no ha
empleado—, vamos a ver.
Me doy la vuelta. Llevo el pelo recogido en una trenza desde la coronilla
hasta la piel desnuda de la parte baja de la espalda, sujeta con uno de los
broches que le he quitado al vestido. Una franja de tela me cubre el pecho y
otras cuantas me envuelven las caderas, cayendo en forma de cintas
plateadas.
Nunca me he puesto nada tan atrevido.
Ni tan favorecedor.
Ni tan sensual.
Mi parte preferida del conjunto son los dos triángulos idénticos de tela
transparente brillante atada a los hombros que ondean tras de mí, como si
fueran dos finas alas. No obstante, he dejado el málmr de Kaan en la cueva.
Creo que ahí está más a salvo.
—Me ha costado sujetarme la tela de la espalda, pero creo que lo he
conseguido —murmuro mirando por encima del hombro a esa parte.
—Yo la veo bien. —Se guarda el saquito en el bolsillo y vuelve a
recorrerme con la mirada—. Aunque me parece que te has dejado la mitad
del vestido…
—Pues sí —respondo cogiendo los zapatos. Apoyo una pierna en el
muro. Hace calor y ya me he acostumbrado a ir desnuda por la jungla, pero
eso no se lo digo.
Tanta tela me parecía innecesaria, así que he quitado un poco de seda por
aquí y por allá, he entrecruzado otras partes y he hecho nudos en unos
cuantos sitios.
He liberado a la manitas que vive dentro de mí y la he dejado brillar.
Pyrok se ríe negando con la cabeza.
—Vamos —exclama echando a caminar hacia la ciudad—. Nos estamos
perdiendo toda la diversión.
El paseo marítimo es una explosión de color y alegría.
Avanzamos por entre un montón de gente vestida con tonos vivos, niños
enmascarados que corren por ahí haciendo ondear unas largas cintas
plateadas atadas a un palo. Rugen como dragones mientras se persiguen
unos a otros y se atrapan.
Y se tiran al suelo riéndose entre montones de cintas, plumas y alas
improvisadas.
Todo el mundo lleva máscara, obras de arte elaboradas con distintos
materiales, plumas de fundefauces y escamas de siegasable. Hay algunas
hechas con planchas de cobre que lucen las marcas de la herramienta usada
para darles forma, mientras que otras están adornadas con cascadas de
perlas que emulan los mechones que emergen de los carrillos de los
elegantes plumalunas.
Al acercarnos a un carro que parece ofrecer jarras gratuitas de hidromiel,
Pyrok se aparta del camino para coger una.
—¿Quieres?
—Es un poco pronto, ¿no? —Enarco una ceja.
Me lanza una mirada de desconcierto y apura la bebida con tres grandes
tragos.
—¿Para hidratarse? —pregunta, y se seca la boca con el brazo mientras
deja la jarra, ya vacía, en la misma bandeja para coger otra—. No lo creo.
El sol pega fuerte. Y, aunque no fuera el caso, ¿qué mejor manera hay de
empezar a comer?
Niego con la cabeza con la esperanza de que conozca a alguien lo
bastante fuerte como para recogerlo más tarde del suelo, pues sé
perfectamente lo mucho que cuesta mover un cuerpo de su tamaño.
A no ser que esté descuartizado.
Llegamos a un camino que sale de la orilla y se bifurca en otros tres, cada
uno de los cuales conduce a una plataforma elevada, todas ellas rematadas
con una cúpula de aire resplandeciente. Es como si, desde debajo de las
olas, alguien hubiera soplado burbujas lo bastante grandes como para
albergar un pueblecito en el interior, hubiera parado a la mitad del proceso y
se hubieran solidificado.
Al echar un vistazo a las cúpulas, estas parecen vacías, simples masas de
aire, pero los ruidos me aseguran lo contrario: el espacio que me rodea está
vivo, con un intenso retumbo de tambores y un sonsonete de instrumentos
de cuerda que suenan más adelante. Parece como si tuviera la música
inserta en el pecho, haciendo que me cante la sangre.
Otros siguen el camino que se extiende ante mí, cuyo empedrado está
cubierto de conchas planas. Casi se alinea con la superficie de El Loff,
haciendo que quienes lo recorren parezcan andar por encima de las aguas
mientras se dirigen hacia las cúpulas, algunos con alas artesanales ondeando
a su paso.
Pyrok me ofrece el brazo y se lo acepto, con el corazón entregado a un
fiero martilleo golpeándome las costillas. Cuando llegamos a la intersección
donde el camino se bifurca en tres, nos detenemos, con el sol brillando
sobre nosotros.
—En cada cúpula, se exhibe una representación de cada zona de
anidación —me informa Pyrok señalando de izquierda a derecha—.
Netheryn, Bhoggith y Gondragh.
Cada camino está decorado con un arco. El de la izquierda, adornado con
una rama de enredaderas plateadas y flores blancas cubiertas de escarcha,
con gotas de rocío en sus afilados pétalos a pesar del calor.
Netheryn.
El del medio está recubierto con un estallido de flores emplumadas que
irradian los vibrantes colores del plumaje de un fundefauces.
Bhoggith.
Al pasar la vista al de la derecha, veo que tiene enredaderas espinosas,
cuyas flores redondas negras tienen la punta quemada y huelen a madera
chamuscada.
Gondragh.
—¿Dónde está el rey? —pregunto, y Pyrok señala hacia la derecha
mirándome con lo que supongo que es una expresión de sorpresa, pues me
cuesta verlo con la máscara—. Eso me facilita las cosas —añado
desplazando la vista hacia las otras dos cúpulas. Tiro de él hacia la
izquierda, rumbo a una niebla que huele a fresco.
«Si Kaan quiere bailar, que primero se divierta encontrándome».
—Una elección interesante —musita Pyrok mientras avanzamos por el
camino, detrás de una pareja ataviada con plumajes falsos que va muy lenta.
—Nunca he estado más al sur que en la frontera que separa La Bruma de
La Sombra. —Me encojo de hombros—. Tengo curiosidad.
Se aclara la garganta mientras los dos que nos preceden tiran de la bolsa
de aire, separándolo como si fuera una cortina, y desaparecen entre una
nube de niebla en el interior de la cúpula. Nos detenemos y Pyrok coge la
barrera invisible como si alzase la entrada de una tienda, haciendo que otra
columna de niebla emerja de la cúpula y se nos enrede en los pies mientras
el repiqueteo del tambor me golpea el pecho al son de mi desbocado
corazón.
Una bandada de… de algo echa a volar dentro de mi estómago, algo que
no tiene ningún sentido.
Kaan no está aquí. Está en otro lugar.
«¿Por qué no puedo mover los pies?».
—¿Estás bien? No te tomaba por el tipo de mujer que vacila.
Hurgo en mi interior en busca de algo sarcástico que contestarle, pero no
me sale nada.
Trago saliva y sigo observando la entrada triangular en dirección al
remolino de niebla que se mueve al otro lado.
«No, creo que no estoy bien».
—Estoy bien —miento. Yergo la espalda, me obligo a avanzar y cruzo la
entrada, engullida enseguida por la oscuridad.
Raeve
CAPÍTULO 72
Cada paso que doy es otro crujido de mis zapatos planos sobre la capa de
nieve mullida. Y otro revoloteo de la niebla que me envuelve los pies.
Me he adentrado en otro mundo: el cielo es una extensión de terciopelo
negro cubierto por lunas perladas y cruzado por cintas aurorales que arrojan
una luz plateada a mi sobrecogedor entorno. Montones de columnas de
hielo hexagonales se alzan hacia las lunas, todas lo bastante grandes como
para soportar el nido de unos plumalunas.
Es como si estuviéramos en el interior de una representación pintada de
Netheryn, a excepción del frío mortal. A excepción de la amenaza de que te
engulla una plumaluna que protege su nidada de los ladrones dispuestos a
arriesgarse a trepar una de esas columnas que parecen imposibles de escalar
con la intención de robarle un huevo.
El lugar parece vacío, salvo por el retumbo de los tambores y la melodía
rítmica de un arpa, como si alguien hubiera llamado a Clode para que se
sentase muy quieta en el interior de esta cúpula. Es un vacío que anida en
mi pecho, un peso invisible cuya forma no comprendo.
Ni su origen.
Me lo quito de encima y avanzo entre el remolino de gente enmascarada
que se mueve al son de la etérea melodía, como sumida en una especie de
trance.
Me aclaro la garganta y cojo una copa de cristal de la bandeja de un
camarero.
—¿Cómo se llama esto? —pregunto señalando el líquido cerúleo de
cuyos lados brota una niebla blanquecina.
—Aliento de plumaluna —responde el camarero con los labios un poco
azules por el frío y un surco entre las cejas al ver mi escasa vestimenta—.
Junto a la entrada hay chales de piel…
—No hace falta. —«En absoluto»—. Pero ¡gracias!
Sigo adelante y me llevo a los labios el borde helado de la copa. Al beber
un sorbo, me lleno la boca de un sabor agridulce; está tan frío que es un
bálsamo para mi lengua, garganta y estómago.
La multitud se disipa momentáneamente y clavo la vista en el hueco que
separa dos altos pilares.
Como se me acelera el corazón, me detengo y le doy vueltas al anillo de
hierro que llevo en el dedo…
Estoy convencida de que entre las columnas hay algo que necesito ver. Y,
si no me acerco y lo investigo de inmediato, pasará algo malo.
No sé qué. Se me antoja importante.
—¿Va todo bien?
«Definitivamente no».
Tengo muchas ganas de preguntarle a Pyrok si sabe cómo terminé con la
plumaluna a la que en teoría domé en mi previa… existencia. Si asalté un
nido para robar un huevo o si heredé la bestia de otra persona.
Si ya he estado antes allí, en esa zona, en la realidad.
—Pues claro —contesto dedicándole una sonrisa por encima del hombro
que desaparece de mi rostro en cuanto vuelvo la vista al frente de nuevo y
avanzo entre la muchedumbre.
—¿A dónde vamos? —me grita mientras esquivo cuerpos enfundados en
gruesas capas de cuero y pieles, pasando entre mesas y taburetes, en
dirección a los pilares más altos, situados en el epicentro de la celebración.
—No lo sé —murmuro, y bebo otro sorbo de la copa. Mantengo el
líquido en la boca hasta que estoy a punto de congelarme la lengua y,
entonces, me lo trago.
La multitud mengua de nuevo y da paso a una barricada de guardias que
están codo con codo bloqueando la entrada de un camino estrecho que
parece unir dos inmensas columnas de hielo. La armadura de bronce se
amolda a su cuerpo como las escamas de un siegasable, una máscara negra
oculta la mitad superior de su rostro y unos chales de piel oscura les cubren
los hombros.
—¿Qué hay por ahí? —le pregunto a Pyrok cuando por fin me alcanza,
con un aliento de plumaluna en una mano y en la otra un huevo de dragón
lleno de una fritura enroscada cubierta por una salsa blanca.
—Una mesa donde juega la gente rica —me informa—. Allí no se puede
entrar si no tienes muchísimo oro que malgastar y un ego lo bastante grande
como para soportar unos cuantos golpes.
Vaya.
No era lo que esperaba encontrar, pero ya que estoy aquí…
Me vuelvo y le palpo los bolsillos. En el izquierdo, descubro un bulto,
que saco entre sus murmullos de desagrado.
—¿Sabes a qué criatura me recuerdas? —masculla mientras meneo el
saquito de oro en dirección a los guardias, que se separan para dejarnos
pasar—. A un malpié.
—Conocí a uno de esos cuando me encarcelaron por varios asesinatos —
digo lo bastante alto como para que los guardias giren la cabeza y me miren
por encima del hombro—. Era muy majo. Conseguía tener el pelo liso y
brillante, a pesar de la mugre que nos rodeaba. ¿A qué se juega aquí?
—Al escripe —musita Pyrok siguiéndome por un estrecho camino que se
abre paso entre las altas columnas, que claramente no están lo bastante frías
como para ser de hielo real. Quizá sean de piedra que alguien ha runado
para que lo parezca—. ¿Sabes jugar?
—Un poco. —Lanzo su saquito por los aires y lo cojo de nuevo.
—Estupendo —rezonga—. Me muero por perder oro ante unos elitistas
que lo utilizan a modo de piedras doradas para decorar los parterres de su
jardín.
—Esa no es la actitud. —Doblo unas cuantas curvas más por el
zigzagueante camino y pego otro trago a mi copa de aliento de plumaluna
—. Deduzco que el Rey Llama no juega demasiado bien.
—Muy bien. Es el mejor de todos, si te soy sincero. Pero no se trata de
eso.
Al percibir cierta aspereza en su voz, me detengo y vuelvo la vista: sus
labios muestran una dureza que antes no estaba, y todavía no ha tocado su
copa de aliento de plumaluna.
Qué raro. Por lo general, se lo bebe todo como si estuviera a punto de
evaporarse.
—¿Te importa explicarte mejor?
—¿Te importa terminar con esto de una vez para que vaya a buscar un
barril de hidromiel lo bastante grande como para zambullirme en él? —
Señala con la barbilla urgiéndome a seguir—. Rápido, antes de que se me
enfríen los esquinnes.
Con el ceño fruncido, echo a andar de nuevo, preguntándome si Pyrok ha
vivido alguna historia con uno de esos elitistas que lo pone de mal humor.
Tras virar otro recodo, el camino se abre a una cueva enorme, como si
alguien hubiera cogido una cucharada de hielo y hubiese tallado un callejón
sin salida. En el centro, se encuentra una mesa hexagonal con seis sillas de
respaldo alto, todas ocupadas menos una.
Se me paralizan los pies.
Cuatro hombres ataviados con un elegante traje negro y capa de piel
oscura sostienen una mano de vitelas cerca de su pecho henchido, todos
ellos con la misma sencilla máscara que tapa media cara, elaborada con oro
pulido. El quinto asiento está ocupado por una criatura que me resulta un
tanto familiar.
Un octimar.
Su piel bulbosa está moteada en unos tonos helados que le permiten
fundirse casi por completo con el entorno y cuenta con numerosos
apéndices parecidos a enredaderas, que tiene enrollados alrededor de un
montón de oro apilado delante de él. No tiene ojos, tan solo una cabeza
protuberante, cuya piel es lo bastante fina como para mostrar su enorme
cerebro luminoso, que palpita ligeramente.
Bajo la vista a su boca, que parece inofensiva, pero la he visto abierta y
sé bien cuántos dientes oculta.
Los suficientes como para arrancar un brazo de un solo mordisco.
Parece apropiado que estos elitistas estén acompañados de una criatura
tan extraña como codiciada, habida cuenta de que los octimares pueden
tejer una promesa sobre la carne y atarla a la sangre, el cuerpo y el alma.
Todos los demás feéricos me contemplan con los ojos entornados; uno de
ellos fuma con una pipa, expulsando anillos de humo rojizo. Su mirada se
clava a mi espalda, en Pyrok, y muestra una sonrisa ladina.
—Parece que nuestra Llamita ya no es tan pequeña.
Pyrok se queda rígido.
El hombre pega una calada a la pipa y suelta otro anillo de humo al aire.
—¿Has venido a jugar con nosotros? —Señala la mesa, sobre la cual
están las vitelas del escripe, copas de cristal con un líquido ambarino y
monedas de oro agrupadas en pilas—. Ya sabes cuánto me gusta que tengas
deudas que pagar…
Los otros tres hombres se echan a reír.
Vuelvo la vista, pero Pyrok sigue con los ojos fijos en el fumador. Tiene
las mejillas coloradas y sujeta con fuerza la copa de aliento de plumaluna.
Me hormiguea la punta de los dedos.
—Él no —exclamo meneando la cabeza de un lado a otro mientras me
acerco a la mesa de escripe con paso enérgico.
Las risotadas se interrumpen y cinco pares de ojos siguen todos mis
movimientos nada más sentarme en la silla vacía. Dejo mi copa sobre la
mesa y aflojo el cordel del saquito de oro de Pyrok para vaciar su
contenido.
Las monedas de oro caen ante mí.
—Terminad la partida y luego repartidme a mí también.
Se hace el silencio mientras me ocupo de ordenar las monedas de Pyrok
en montañitas, más bajas que las que se encuentran delante de los
maliciosos tipos.
El que está a mi derecha me pone una mano en el brazo para detenerme.
Lo miro a sus ojos marrones por los agujeros de su máscara.
—Querida niña, aunque admiro tu entusiasmo, tu diminuta pila solo basta
para que puedas jugar —canturrea. Uno de los tentáculos del octimar se
desliza ante mí, me rodea las monedas y se lleva todo mi oro con un
tintineo—. ¿Con qué vas a apostar?
Lo cojo de la punta del dedo y me lo quito del brazo.
—Ni soy tu querida ni soy una niña. —Aparto la mano del hombre y
miro al octimar con la palma hacia arriba—. Jugaré debiendo un favor. Uno
a cada jugador.
—Raeve…
Pyrok acude hacia mí, pero no llega a tiempo para evitar que el tentáculo
de la criatura me escriba algo en la piel, dejando tras de sí un reguero de
hormigueos.
—Me cago en… ¡Joder! —Arroja la copa a la columna de hielo,
haciendo añicos el cristal mientras el líquido azul cae por los costados
envuelto en niebla. A continuación, es el turno de los esquinnes, que vuelan
por los aires y el huevo se desmenuza y acaba esparcido por el suelo,
aunque enseguida se pierde bajo la niebla—. Voy a ir a buscar a…
—Espera —lo interrumpo, pidiéndole con la mirada que no se mueva de
donde está.
Que observe el juego.
En silencio, articulo un por favor con los labios y él se queda quieto,
observando a los hombres, que están terminando la partida, y al octimar,
que reparte las ganancias y recoge las vitelas.
Con los labios muy apretados, Pyrok se aclara la garganta y se apoya en
la columna con los brazos cruzados, dirigiéndome un breve asentimiento.
—Es estupendo que te quedes a presenciar la partida —tercia el de la
pipa lanzándole una mirada rastrera que me eriza el vello de los brazos—.
Qué ganas de enseñarte cómo juegan los hombres de verdad con las
muchachas bonitas que tienen demasiada confianza y poco sentido común.
Me echo a reír y observo a mis oponentes tras las vitelas con criaturas
dibujadas que sostengo.
El octimar extiende los tentáculos y reduce los montones de oro de mis
oponentes para reunir una suma tan extraordinaria que me hace arquear una
ceja.
Parece que mis favores merecen una buena inversión.
Por mí genial.
—¿Quiere ser la primera en tirar nuestra preciosa niña? —salta otro de
los hombres. Me cuesta no meterle sus palabras por la garganta para que se
asfixie. Me pregunto cómo se sentiría si yo le endilgase un alias despectivo
que lo redujera a un mero trozo de carne.
—En absoluto. —Con la vista clavada en mis vitelas, me reordeno la
mano—. Si lo hago, diréis que he ganado porque tenía ventaja, y eso sí que
no.
Se ríe sosteniéndome la mirada mientras coge la copa de cristal y la agita
para menear el contenido.
—Tienes una confianza encantadora, pero de lo más inútil —me espeta, y
lanza los dados.
Raeve
CAPÍTULO 73
Lanzo sobre la mesa mi plumaluna en la última ronda de vitelas y les
dedico a los cuatro hombres una sonrisa tan ancha que me duelen las
mejillas y todo.
—¿Ya os habéis cansado de mí o qué?
El octimar desplaza con los tentáculos una montaña de oro que sin duda
pesa más que yo en mi dirección.
Una pipa sale volando por la mesa y esparce mi mano ganadora con toda
su gloria. El hombre que la ha arrojado se levanta y, soltando un gruñido, se
marcha de la sala con un aleteo negro y dorado.
—¡Sigue practicando! —le grito. Reordeno mis pilas y les dirijo a los tres
que quedan otra sonrisa, que no consigue ablandar su mirada hostil—. ¿Otra
ronda? Si ya no os queda más oro, aceptaré como pago un favor. O vuestras
máscaras, que parecen valiosas.
Por no decir que disfrutaría una barbaridad viendo la cara de los idiotas a
los que he sometido con unas cuantas manos afortunadas. He ganado
suficiente oro no solo para devolvérselo a Pyrok de inmediato —con
intereses—, sino también para comprar un pequeño pueblo. O quizá la
compañía de un fundefauces domado para los restos de la eternidad. Sin
duda, tiempo suficiente para dar caza a Rekk Zharos hasta que tenga la
oportunidad de hacerlo tragarse sus entrañas.
—A no ser que necesitéis tiempo para recomponer vuestro ego, claro —
digo batiendo las pestañas.
El aire se tensa.
Se calienta.
Los hombres que rodean la mesa se levantan de forma tan abrupta que las
sillas salen disparadas por el hielo; los tres se dirigen hacia la salida y se
inclinan hacia delante, manteniendo la postura durante unos largos
instantes.
Durante tanto tiempo que supongo que tenemos visita.
Al mirar hacia la izquierda, veo la salida oculta por el imponente hombre
ante cuya presencia mi cuerpo responde de inmediato: se me acelera el
corazón y una bandada de esos seres alados me revolotea por la tripa.
Kaan es puro músculo y aplomo. Lleva unos pantalones marrones y una
túnica de piel embellecida con escamas de siegasable de color bronce que
acentúan la anchura de sus hombros. Con los brazos desnudos cruzados
sobre el pecho, sus cicatrices claras contrastan con su tez morena.
Su boca muestra una expresión severa y lleva la mitad superior del rostro
cubierta por una máscara sencilla de bronce que le da un aire de misterio; a
pesar de ella, clava sus ardientes ojos en los míos.
Y me arrebatan el aliento.
Porta una corona de bronce, cuyo metal quizá tiempo atrás se alzaba
hacia el techo en forma de seis puntas que ahora están derretidas, algunas
replegadas sobre sí mismas, como si una llama de dragón hubiera estado a
punto de fundir toda la pieza. Su máscara parece fusionarse con ella.
Y la acentúa.
Cuando empieza a caminar, sus muslos se tensan con cada paso que da.
El retumbo de sus botas se sincroniza con el ritmo de mi galopante corazón.
Me sostiene la mirada en todo momento, y me imagino a Rygun entrando
en la cueva como si fuera una montaña en movimiento. Todos los músculos
de mi cuerpo se tensan, listos para amortiguar su colosal presencia, que me
aplasta.
Cuando por fin deja de mirarme a los ojos, Kaan desplaza la atención a
los elitistas.
—Largo —gruñe con una voz que es un violento latigazo.
Los tres hombres se escabullen hacia la salida con las manos vacías y los
bolsillos más vacíos aún, aunque, antes de marcharse, inclinan la cabeza de
nuevo hacia el rey de La Llama.
Yo aparto la vista y miro hacia donde se encontraba Pyrok. Sorprendida,
veo que ha desaparecido.
«Mierda».
Debe de haberse largado durante la última partida, mientras yo lanzaba
mi plumaluna, mi fundefauces y mi siegasable ante los murmullos de
descontento de mis rivales. Es una lástima, teniendo en cuenta que buena
parte de la satisfacción la he obtenido al saber que esos desgraciados lo
habían tratado mal en el pasado.
El último hombre se esfuma por el estrecho camino, dejándonos solos a
Kaan y a mí junto con el octimar, que sigue sentado en el trono de
repartidor, por lo visto exento de cumplir la orden del rey.
Kaan se dirige hacia la mesa y aferra el respaldo de la silla que está
delante de la mía con los nudillos tan blancos que me parece que el mueble
está a punto de quedar hecho trizas. Todo en él es inmenso, como una
sombra que eclipsa las fuentes de luz, anulando mi capacidad de ver algo
que no sea él.
El breve lapso que he pasado a solas con los recuerdos de los dos me ha
sumergido en su gravedad. Ahora, empiezo a caer demasiado fuerte.
Demasiado rápido.
La clase de caída que termina con un cráter lo bastante grande como para
engullir medio mundo.
—Cuando te he propuesto bailar, no me refería a esto —dice bajando la
mirada hacia mi montaña de oro.
Me lleno los pulmones de su aroma embriagador y unos destellos de
recuerdos me desgarran el pecho como cuchillas:

Yo plantando una constelación de besos sobre las heridas de su


espalda y brazos, fingiendo que puedo curarlas con los labios,
mientras él corta vegetales para la sopa.
Él enseñándome cómo darle a la arcilla forma de cuencos,
tazas y platos, con manos y brazos manchados de barro hasta el
punto de que al final termino yo manchada también.
Los dos moviéndonos bajo un rayo de luz plateada, yo con el
pecho revuelto por una semilla de temor nocivo. Como si cada
caricia, cada beso y cada aliento sobre mi piel nos llevase un
paso más cerca de un final desconocido.

—Yo era importante para ti —susurro—. Muy importante.


—Sí.
—¿Hasta?
Esa palabra es una puñalada, la clase de gesto ofensivo que hace acto de
presencia antes de que mi mente se percate de un movimiento en mi entorno
o comprenda de verdad un peligro inminente.
—Hasta que te uniste a otro hombre —responde Kaan con la misma
rapidez. Los pulmones se me vacían con una exhalación temblorosa y me
quedo pálida mientras intento, sin lograrlo, transformar esa espinosa
realidad en algo lo bastante suave como para poder tragarlo.
Esa pieza del rompecabezas tiene el extremo irregular. No encaja. Es de
esas que deberé golpear con un martillo para ponerla en su lugar.
—¿Quieres saber a quién?
—No. —Dirijo la vista al octimar, que está recogiendo las vitelas y
barajándolas con gesto serpenteante.
A lo largo de quién sabe cuánto tiempo, me he acostumbrado muchísimo
al nosotros que existía en la casa de la jungla.
Con Kaan.
Cuando se trata de Kaan Vaegor, una no se limita a rascarse para quitarse
la espinita y pasar a otro hombre. Una se despelleja la piel y se abre el
pecho ante él. Una lo guarda en un lugar profundo y seguro, y luego
mantiene a raya a los demás con secretos lo bastante afilados como para que
hagan sangre, y al final muere con esos mismos secretos aferrados contra el
pecho.
Es totalmente imposible que renunciara a él para irme con otro… por
voluntad propia. Y solo hay una respuesta a este enigma en particular.
Elluin guardaba secretos tan hirientes como los míos.
Pero los secretos se ganan ese estatus por una razón, a menudo cubiertos
con un velo engañoso, porque resulta doloroso mirarlos de frente.
Kaan no ha notado cómo eran mis sentimientos mientras estábamos
juntos en ese lugar, pero yo sí. Y estoy casi convencida de que los recuerdos
perdidos son una bendición, y de que los secretos de Elluin duelen mucho.
No tengo ningún deseo de destapar esa botella y condenarme a beber el
veneno que sin duda contiene, aunque sea durante unos segundos.
—E incluso después de eso —digo alzando la vista—, me has salvado la
vida.
—Sí.
—Dos veces.
Esboza una sonrisa curvando ligeramente la comisura izquierda de la
boca, tocándome la fibra sensible.
—No puedo resistirme a regalarte la cabeza de un hombre que te ha
hecho sangrar.
Abro la boca y la cierro de nuevo. Mis siguientes palabras me hieren la
garganta seca.
—No entiendo que me sigas mirando como si me desearas.
Se hace el silencio y se agrava la tensión. Sus ojos son dos ascuas
ardientes cuando contesta:
—Raeve, podrías despedazarme y aun así te seguiría amando.
Todo el aire se me escapa de los pulmones.
«Amor…».
Esa palabra es una muerte silenciosa que se aleja sin siquiera susurrar un
adiós, es un empujón repentino hacia una soledad eterna de la que jamás me
dignaré librarme.
—Qué manera de malgastar un corazón tan grande y valioso —susurro,
haciendo que se le iluminen los ojos.
Aparto la mirada y observo las vitelas que el octimar ha ido ordenando en
pilas barajadas. Kaan profiere un rugido y juraría que el mundo entero se
tambalea a mi alrededor.
«Por todos los Creadores…».
Creo que no interpreté bien el significado de la nota, la máscara y el
vestido. Creo que Kaan no quiere que finja nada. Creo que me ha pedido
que viniese hasta aquí con la esperanza de reavivar lo que tuviéramos en el
pasado —cuando los dos florecimos entre esas paredes vacías—, con la
esperanza de que siga siendo la misma mujer bajo el cascarón.
No lo soy. Debajo de mi cascarón no hay más que piedra chamuscada,
angustia y un millón de razones por las cuales no puedo estar con él.
Pero quizá…
«Quizá esta despedida mágica que merecen Elluin y Kaan todavía pueda
darse».
—Hay dos opciones. —Le hago señas al octimar para que reparta.
Kaan sigue los movimientos serpenteantes de la criatura y, luego, me
fulmina con una mirada que promete todo lo que quiero.
Y todo lo que no quiero.
—¿Cuáles?
—Me marcho ahora mismo con esta montaña de oro —digo
contemplando mi impresionante botín— y contrato a un fundefauces de tu
guarida durante una temporada.
—¿Para que puedas ir a dar caza al que transformó tu espalda en carne
picada?
—Entre otras cosas —mascullo.
Hay un instante de calma mientras me observa con tanta fijeza que estoy
convencida de que busca respuestas en mis ojos.
—¿O?
—Jugamos una partida. —Señalo las vitelas sobre la mesa, ya repartidas
—. Y apostamos.
Kaan pasa la vista de mí al octimar, luego a las vitelas y, acto seguido,
coloca la silla en su sitio y toma asiento. Enarco una ceja al verlo mostrarle
la palma izquierda al octimar.
Yo lo imito, pero con la derecha.
—Si gano —dice Kaan sosteniéndome la mirada—, me vas a contestar a
tres preguntas. Con absoluta sinceridad.
Abro la boca, pero no puedo pronunciar las palabras que tengo en la
punta de la lengua mientras el tentáculo del octimar me recorre la palma
dejándome unos grabados. El latido ardiente de la promesa se hunde en mi
sangre y se clava en mis huesos.
«Será capullo».
El octimar termina de escribir su irritante inscripción al tiempo que los
secretos se remueven en mi estómago como si fueran un montón de
gusanos.
Me aclaro la garganta y aprieto la mano que me hormiguea.
—Y, si gano yo, vamos a fingir que somos aquellos que existieron en ese
lugar que sospecho que construiste para nosotros, pero solo hasta que salga
la siguiente aurora. En ese momento, me concederás un solo deseo.
La confusión le nubla la vista mientras el octimar escribe sobre su palma.
—¿Qué pasará cuando salga la aurora?
—No es importante.
—Que qué pasará.
Suspiro, cojo de la mesa las vitelas que me ha repartido la criatura y
empiezo a clasificarlas con los ojos fijos en las vibrantes ilustraciones.
—Le pediré a un veracista que te borre de mis recuerdos para volver a la
realidad. Es un deseo por precaución.
Necesito contar con un punto final bajo la manga, algo de lo que pueda
hacer uso si llega el momento. Quizá crea que es cruel, pero me niego a
negociar con su bienestar. Y dejar que me ame…
Es una puta tendencia suicida.
Muevo el susurrante a la izquierda del todo y paso mi enthu a la derecha.
El silencio se alarga tanto que miro a Kaan por encima de mi mano de
vitelas.
Me está observando con tal intensidad que casi me deja sin aliento, pero
no lo demuestro.
—¿Qué? —le pregunto con la cabeza ladeada.
—Has perdido a alguien…
El corazón se me estrella contra las costillas.
Abro la boca. La cierro. La abro de nuevo. Al no conseguir reordenar mis
pensamientos en una sola palabra que decirle, dejo mis vitelas bocabajo
sobre la mesa y me levanto para dirigirme a la salida.
«A la mierda. A la mierda él y a la mierda todo».
Algo largo y duro me rodea el cuello y me lo aprieta, arrebatándome así
la capacidad de respirar o hablar.
Intento meter los dedos por debajo de la soga y liberarme, pero no
consigo hacer palanca. Toda la sangre de mi cabeza amenaza con hacerme
estallar los ojos.
Abro la boca y caigo de rodillas. En el suelo, la niebla se eleva como
garras.
Veo una sombra acercándose a mi atmósfera: es Kaan, que está
arrodillado ante mí. Se apoya los brazos en la rodilla flexionada y ladea la
cabeza.
—No te puedes marchar, Raeve. —Me sujeta la barbilla con un dedo y
me ladea la cabeza hasta que me veo obligada a mirar sus ardientes ojos—.
Estamos atados a la mesa hasta que haya terminado la partida.
Observo al octimar, que se ha erguido por completo hasta alcanzar una
altura inimaginable con los labios fruncidos en un aullido con el que enseña
cientos de dientes afilados: grandes y pequeños, largos y cortos.
Kaan me ayuda a incorporarme y me da un empujoncito hacia mi silla.
La criatura solamente me suelta cuando apoyo una mano en el respaldo de
la silla, dejando al fin que entre el aire en mis ansiosos pulmones.
—Siéntate —gruñe Kaan desde el otro lado de la mesa.
Trago saliva y me froto el cuello dolorido mientras lo miro; en sus ojos,
veo un fuego que me recuerda al inicio de llama de dragón que centelleaba
en la base de la garganta de Rygun.
Apuro el resto del aliento de plumaluna con tres grandes tragos, dejo la
copa en la mesa con un buen golpe, me aclaro la garganta y obedezco. Sé a
ciencia cierta lo que Kaan me va a preguntar si gana la partida.
«¿Qué he hecho?».
Raeve
CAPÍTULO 74
Al lanzar los dados, saco un cuatro y decido coger la vitela número veinte
del margen superior izquierdo. Me tranquilizo al ver que se trata del esmox,
una mancha negra en forma de torbellino capaz de transformarse en
cualquier criatura y heredar de inmediato sus fortalezas.
Y sus debilidades.
Una vitela arriesgada que no puede representar a la misma criatura que
cualquier otro jugador elija en la ronda final, o de lo contrario carece de
habilidades y no sirve para nada. El problema es que hacia el final es
cuando se juegan las mejores criaturas, así que es inútil. Una pérdida de
espacio en el que podría tener algo verdaderamente valioso.
Cojo al flotti de mi mano y lo dejo en el hueco de la mesa.
—¿Sabes una cosa? —me dice Kaan tirando los dados. Coge una vitela
de la mesa, la suma a su mano y llena el hueco con una de sus vitelas
previas—. Le enseñé a mi hermana a jugar al escripe.
—¿Se le da bien? —le pregunto recogiendo los dados.
—Se le da genial.
Arrugo los labios, cojo una vitela y la observo, pero vuelvo a dejarlo
enseguida en la mesa.
—¿Mejor que a ti?
—No me ha ganado ni una sola vez —murmura lanzando de nuevo.
—Serás creído… —Pongo los ojos en blanco.
—Creído no, optimista, Rayo de Luna. Siempre optimista.
Enarco una ceja a modo de pregunta.
—A no ser que estuvieras jugando al escripe con Slátra mientras estabas
hecha un ovillo en el cielo, te llevo por lo menos un eón de ventaja. —Se
encoge de hombros—. He rezado a los Creadores para que eso me baste
para ganarte.
Lo fulmino con la mirada mientras coge una vitela y la intercambia por
otra, con sus facciones duras como la piedra al clavarme unos ojos
abrasadores.
—Te toca.
«Ya».
Me aclaro la garganta, cojo los dados con una mano y los lanzo por la
mesa. Cambio mi polinilla por el fundefauces.
Es el turno de Kaan, pero, en lugar de coger una vitela de la mesa, arroja
al malpié, cuya cara peluda me mira maliciosamente desde el fragmento de
pergamino vuelto.
«Mierda».
Le dedico una sonrisa y separo las vitelas en forma de abanico, alargando
la mano para darle fácil acceso a la vitela que decida robarme.
Me sostiene la mirada y me coge al fundefauces. Aprieto los dientes tan
fuerte que seguro que lo oye.
—Disculpa —dice antes de que haya visto siquiera la poderosa vitela que
me ha arrebatado, que añade a su mano sin apartar los ojos de los míos.
—No quiero tus disculpas. —Tiro los dados y enseguida me animo al
hacerme con el plumaluna—. Yo no pienso pedirte disculpas si te gano, que
conste.
Le vuelve a tocar a Kaan, que levanta una vitela y la cambia por otra.
—¿Y por lo del mentalista? ¿Me vas a pedir disculpas por eso?
Me aclaro la garganta, meto los dados en el cubilete y lo sacudo.
Él levanta la vista.
—Escripe —dice mirándome a los ojos.
Los dados vuelan por los aires y rebotan sobre la mesa.
—¿Ya?
Se hace el silencio.
Gruño para mis adentros. Juego a mi nilaclo, al que él vence con un colk.
Él tira al fundefauces y me obliga a enseñarle a mi plumaluna.
—Au —exclama, haciéndome esbozar una amarga sonrisa.
Juego a mi arpía de los pantanos, a la que él derrota con una trogg. Con
los dientes apretados, tiro al susurrante, mi última vitela poderosa, ya que el
cabrón de Kaan ha querido terminar muy rápido.
Transcurre un segundo y sitúa a su maldiespín encima, lentamente, casi
con amabilidad, como si quisiera ofrecerme la victoria.
Levanto la mirada.
Aguanto la suya.
Aguanto también la respiración.
—Si voy a volver a perderte, necesito saber por qué —me implora, con
palabras que más bien tienen forma de disculpa que de admisión.
Frunzo el ceño cuando saca otra vitela de su mano y la sitúa en el último
lugar.
Aparto la vista y la bajo.
Me da tal vuelco al estómago que casi vomito.
Kaan coloca el resto de las vitelas bocabajo sobre la mesa, se recuesta en
la silla y se cruza de brazos.
Suelto una temblorosa exhalación al contemplar las fauces abiertas y los
colmillos de un siegasable en cuya garganta se ilumina una bola de llama
roja; la única vitela capaz de derrotarlo ya se ha jugado en la segunda ronda.
Mi plumaluna.
—Bien jugado —mascullo.
Kaan ladea la cabeza.
Paso el dedo por todas las vitelas y clavo la vista en las que me quedan.
Me lleno los pulmones de aire y cojo el esmox para ponerlo encima del
siegasable.
Hay unos instantes de pausa.
—¿Qué es?
—Una garrapata.
El esmox se transforma hasta adoptar el aspecto del diminuto insecto…
Los ojos de Kaan se oscurecen y el aire empieza a pesar, como si la
gravedad nos empujara hacia abajo.
—Tu siegasable es salvaje —susurro—. Ahora está muerto, asesinado.
Poco más puede hacer que levantar las alas y volar al cielo para descansar
con sus ancestros.
Todo el color desaparece de su vitela, como si el dragón acabara de
fallecer ante nosotros.
Se hace el silencio.
La promesa que estaba grabada en mi palma se esfuma, liberándome.
Kaan respira hondo por la nariz y suelta todo el aire más lento que la
aurora al ponerse.
—Impresionante —dice sin apenas mover los labios.
—Gracias.
Un nuevo silencio carga el espacio que nos separa. Él sigue con sus ojos
oscuros clavados en la ronda final.
Me aclaro la garganta y tomo una bocanada de aire que expulso
sonoramente.
—Bueno… ¿Hay algún lugar donde pueda guardar el oro que he ganado
para que podamos disfrutar del festival sin tener que llevarlo a todas partes?
Kaan pestañea y respira hondo de nuevo. Levanta la cabeza, pero evita
mirarme a los ojos.
—Tengo a unos cuantos guardias junto a la salida. Les diré que lo
guarden en un saco y que te lo lleven a la guarida, así estará preparado para
cuando te marches.
Asiento, notando más aleteos en el pecho al pensar en todo lo que puede
pasar en este ciclo.
Cualquier cosa es posible.
Podremos vivir esta fantasía y, luego, regresaré a la vida solitaria,
aliviada porque sabré que está a salvo de la maldición que parece
perseguirme como si fuera una guadaña invisible, rebanando a todos los
seres con los que me encariño.
—Tengo que devolverle a Pyrok lo que me ha prestado.
—Yo me ocupo.
Son palabras tan cortantes que duelen.
Advierto una dureza en sus ojos que no he visto nunca. Una dureza fría.
Distante.
—Bueno —dice, haciendo que un escalofrío me suba por la espalda
cuando contrae el labio superior, enseñando los colmillos—. ¿Quieres que
rodee la mesa y te tire sobre la piedra? —Ladea la cabeza—. ¿Quieres que
te folle aquí mismo para pasar página de una vez? ¿O prefieres retrasarlo un
poco?
Bajo la vista hasta la mesa.
«No lo entiende…».
Si quisiera follar, buscaría a alguien sin ataduras con quien satisfacerme.
Unas cuantas miradas lujuriosas por ahí, unos gestos con el dedo por allá.
Podría atraer a un hombre cualquiera a un rincón oscuro en cuestión de
segundos, subirme la falda y conseguir lo que necesito sin la presión de
dejar entrelazado nuestro destino.
No se trata de eso…
Lo único que quiero esta duermevela es permitirme amar. O por lo menos
intentarlo.
Por él.
Por mí.
Aunque no sea la mujer a la que perdió, puedo darle la despedida que
creo que no tuvo, pero que sin duda alguna merece. Puedo fingir que tengo
un corazón dulce, tierno y vulnerable, que soy digna de todo lo que encarna
este hombre maravilloso, pese a que algo me diga que no es el caso, que
Kaan Vaegor es demasiado bueno para mí de todas formas.
Pero ahora mismo no quiero pensar en eso.
No…
Me lo guardaré para cuando entre en La Pluma Rizada, para cuando me
disponga a darle a Vruhn un saco de oro y le suplique que arranque a Kaan
de mi mente como si fuera una mala hierba, cuando en realidad es un
bosque.
Exuberante.
Fuerte.
Increíble.
«Demasiado vulnerable a las llamas como para soportarlo».
Quizá él me imite y me borre de su mente.
Tal vez esta duermevela le dé la libertad de despedirse al fin de la mujer a
la que conoció y de enterrar el pasado. De encontrar la felicidad con alguien
que merezca un amor tan inmenso.
«Tal vez».
Me levanto y rodeo la mesa. Kaan sigue observando mi silla, ahora vacía,
cuando llego a su lado y le tiendo una mano.
Alza la vista hasta ella y, luego, hasta mi sonrisa.
Hasta mis ojos.
—¿Bailas conmigo? —susurro.
La nuez de su cuello se mueve y su expresión se suaviza ligeramente
mientras mi corazón late con fuerza y los aleteos que siento en el pecho se
multiplican, provocándome cosquilleos por todo el cuerpo.
—Por favor.
Después de una breve pausa, se pone de pie e ignora mi mano extendida.
—Te sigo, prisionera setenta y tres.
Le cojo la mano de todos modos y tiro de él hacia la salida.
Kaan
CAPÍTULO 75
La mano con la que Raeve me agarra la muñeca es cálida y está viva. Es
un fuerte contraste con nuestro entorno, helado y abrupto, con la amargura
que siento mientras me guía a través de la animada celebración.
Hay gente que me observa primero a mí cuando pasamos por delante y,
luego, a la despampanante mujer que me arrastra entre la multitud con una
estela plateada ondeando tras ella. Ella me mira por encima del hombro con
los ojos como glaciares y una leve sonrisa que es la resplandeciente hoja de
un puñal que hace sangrar el vulnerable órgano que palpita ansioso por ella.
Solo por ella.
Es el único rayo de luz que necesitaré o querré en el mundo. El amor que
siento por ella es una especie de luna en mi pecho. Pero esta luna no caerá
jamás, da igual la fuerza con la que intente arrancármela.
Raeve coge una copa de cristal de un camarero y apura la bebida de un
trago. Después, la deja en una mesa cercana.
Mirando de vez en cuando al cielo, se detiene en una zona menos
abarrotada de la pista de baile, enmarcada por montones de columnas de
hielo, donde solo hay unas cuantas parejas moviéndose al son de la música.
Raeve se pasa mi brazo por encima de la cabeza, aunque me quedo quieto
cuando cierra los ojos y empieza a bailar con una sonrisa, sacudiendo la
niebla con los pies y llenándome a mí el pecho de piedras.
La aurora le baña la piel con un resplandor plateado y su sonrisa es tan
radiante que se le marcan los hoyuelos, unos hoyuelos que no he visto
desde que estalló en carcajadas en el lugar especial de mi mah,
resucitándome, aunque ahora me devuelven las palabras mezquinas que me
dirigió. Antes de eso, no los había visto desde la última duermevela que
pasamos juntos, cuando la aurora también brillaba tanto.
Otra duermevela que nos pasamos fingiendo.
De haber sabido que esa duermevela sería la última, habría pronunciado
las palabras a las que llevaba varios ciclos dando vueltas. Le habría
suplicado que me cogiese la mano para toda la eternidad, a pesar de mis
debilidades.
A pesar de mis defectos.
Le habría suplicado que incumpliera la decisión del Triconsejo… por
nosotros. Porque pensé que era lo que quería ella.
Que estuviéramos juntos.
Que los Creadores me habían bendecido como el afortunado al que ella
elegía amar.
Una gran parte de mí lo sigue pensando. Se niega a aceptar que lo que
fuimos fue lo bastante superficial y frágil como para lanzarlo a la papelera.
Y quizá eso me hace vulnerable, débil de corazón. Incompetente, como
solía decir mi pah, que acertó muchas cosas relacionadas conmigo antes de
que le cortase la cabeza.
Y aquí estoy otra vez, inmóvil con Raeve bailando junto a mí con mi
corazón en las putas manos, del que gotea un reguero de sangre hasta el
suelo. Aquí estoy otra vez, mirándola como si hubiera creado el mundo con
unos cuantos susurros mientras me hunde más el arma afilada que tengo
clavada en el pecho con cada pestañeo. Pero esta vez no estoy ciego ni en
fase de negación.
Esta vez lo veo todo, joder.
Está sufriendo. Ha perdido a alguien, quizá a varias personas. Cree que
no merece… esto.
Que estemos juntos.
Cree que, si me abre el corazón y me permite acceder a él, ocurrirá algo
malo.
Es más que probable, pero lo que no ve es que su amor me reafirma, me
refuerza. Cuando dirige su luz hacia mí, no hay nada que pueda hacerme
daño.
Nada.
—Baila conmigo —me ruega cogiéndome la mano derecha. Me rodea y
me da un empujoncito para que me desenrede de su mano como si llevase la
voz cantante.
Me parece apropiado.
Me convence para que siga con ella el compás de la música, pero le
concedo lo mínimo, girando mientras me arrastra por el suelo, con la
sensación de que estoy en el camino de una caída lunar inminente,
demasiado embelesado con su belleza como para apartarme.
Y salvarme.
En este momento, gira regresando a mis brazos, muy cerca de mí.
E insoportablemente lejos.
Resulta tentador aceptar las migajas que me ofrece. Inclinarme y abrazar
la despedida a Elluin que Raeve cree que deseo.
—Me has pedido que bailara contigo, ¿no? —me pregunta mirándome
por debajo de una espesa hilera de pestañas negras.
—Sí.
—Pues no lo parece —bromea con una ceja enarcada—. Vas a tener que
mover el cuerpo de verdad. Sorprendente, lo sé. —Se suelta formando un
remolino de cintas plateadas y niebla, mostrándole buena parte del cuerpo
al círculo de mirones que se han acumulado detrás de mi muro de guardias
serios para verla bailar.
La contemplan como el enigma que es, más intocable que Clode,
mientras se mueve ajena a sus miradas, perdida en su fantasía.
Me aclaro la garganta cuando la melodía se vuelve más lenta y profunda.
Al acercarse girando hacia mí, tropieza con una de las cintas del vestido.
Me apresuro a cogerla antes de que se dé de bruces contra el suelo
pasándole un brazo por la espalda desnuda y casi nos rozamos con la nariz.
Clava sus ojos muy abiertos en los míos al tiempo que suelta el aliento
sobre mi rostro…
La celebración desaparece. También la multitud.
Y la canción.
No hay nada más que un par de enormes ojos azules, nuestra respiración
entrelazada y el agradable peso de tenerla en los brazos.
Podría caerse una puta luna y yo no me enteraría siquiera.
Raeve baja la vista a mis labios, haciendo que mi corazón se convierta en
una bestia feroz que da golpes para liberarse, que me suplica que destroce la
barrera que nos separa y la bese, como si me precipitase a un nido de
siegasables para que me desgarren… lentamente.
Dolorosamente.
—¿Ha sido una mala idea? —murmura.
—Sí.
«Malísima».
Cierra los ojos y casi noto cómo le da vueltas la cabeza antes de que me
dirija una mirada gélida.
—Pues paramos, lo siento. Quería darte…
—¿La despedida perfecta?
Abre la boca y la cierra, con un rubor de vergüenza tiñendo sus preciosas
mejillas.
Yo no quiero la despedida perfecta. Quiero saludar a Raeve, sea quien
sea; haya quien haya debajo de ese exterior tan duro, quiero conocerla a
ella.
Estar cerca de ella.
«Amarla a ella».
—Me marcho —susurra—. Lo sien…
Nos sigo moviendo, oyendo cómo coge aire de forma entrecortada
cuando la hago girar al son del ritmo ascendente de la canción. Entonces, se
queda paralizada; sus ojos son dos pozos idénticos de un color azul
brillante, lo bastante grandes como para engullirme entero.
—¿Te retiras de una batalla, prisionera setenta y tres? —le pregunto
esforzándome por sonreír—. No te tenía por una cobarde, pero a lo mejor
me equivocaba.
Guarda silencio durante unos instantes, pero una sonrisa le cruza el
rostro, tan ancha y valiente que sus hoyuelos vuelven a asomar. Relaja la
expresión, se aclara la garganta y levanta la barbilla.
—Quizá ya no me apetezca bailar contigo.
—Mientes —gruño estrechándola de nuevo entre los brazos para tener mi
cuerpo contra el suyo. Encajan perfectamente. Demasiado—. Quieres bailar
conmigo, Raeve.
«También quieres amarme, pero te pones la zancadilla a ti misma».
No sé qué le pasó después de que cayera Slátra, pero veo las grietas que
esconde tan bien. Las partes que le faltan.
El dolor.
Es igual que Slátra. Está igual de rota.
Haría cualquier cosa para ayudarla a que volviese a sentirse completa.
Haría cualquier cosa para recomponerla, como he hecho con su dragona.
Aceptaría pasar sus heridas a mi piel, aceptaría el frío, aceptaría las
malditas regresiones interminables cuando se desmoronase y me tocase
empezar otra vez. Y otra. Y otra.
Con Raeve entre los brazos, me muevo junto a ella y me quedo sin
aliento cuando me apoya la cabeza en el pecho como si quisiera quedarse
ahí y amarrar mi corazón con una soga perfecta de la que tirar.
Me esfuerzo por relajarme de nuevo y recorro la sedosa piel de la parte
baja de la espalda con los dedos, que muevo siguiendo trucos del pasado.
Se estremece contra mí como le ocurrió siempre, haciendo más profunda
mi tumba con una nueva palada.
Me cuesta no gruñir, me cuesta no apartarme y pegar puñetazos en una
pared hasta que me sangren los nudillos.
Debería haberle dejado que se marchase en lugar de fingir que estoy
conforme con esta situación.
Pero soy vulnerable.
Soy débil de corazón.
Acaricio su largo y elegante cuello, haciendo que le tiemble todo el
cuerpo, derritiéndose a mi lado, y entrelazamos los dedos, que parecen
bailar su propia danza.
—Tus manos me conocen —susurra.
—Sí —le murmuro sobre el pelo—. Te conocen, te anhelan, te veneran.
Se le entrecorta la respiración.
Podría seguir. Podría decirle que nuestros cuerpos encajan como si
estuvieran hechos para unirse eternamente. Que podría separar sus muslos
entre la niebla y lograr que su cuerpo cantase, que podría desarmarla en
cuestión de segundos con unas cuantas caricias suaves acompañadas de un
mordisquito en el cuello, justo debajo de la oreja.
Machacaría a sus enemigos con mis propias manos a fin de ver esos
hoyuelos. O, por lo menos, allanaría el camino para que ella misma los
matase.
Vivía en una soledad perpetua, más que preparado para pasarme la
eternidad alimentándome con su recuerdo, y sin embargo la tengo aquí,
totalmente dispuesta a borrarme, como si fuese una mancha. A pesar de que
sabe, al menos en parte, lo que tuvimos.
Lo que fuimos.
La maldita historia se repite y me entran ganas de partir el mundo por la
mitad. De abrirlo con la esperanza de encontrar las respuestas a este enigma
desgarrador formado por…
Ella.
Un fuerte golpe retumba en el aire…
Al oír a la gente gritar, levanto la vista justo cuando un enorme
siegasable baja en picado por el cielo en dirección a la cúpula.
Es macho, a juzgar por su cola llena de púas.
Extiende las alas y se vuelve, dándonos la espalda, hacia otra siegasable
que lo persigue, con las fauces tan abiertas que veo el inicio del fuego que
se acumula en su garganta.
«Mierda».
La gente se tira al suelo. Coloco a Raeve detrás de mí cuando un dragón
escupe fuego hacia la cúpula, dispuesta a atraparlo si fallan mis runas de
sangre.
La llamarada rojiza se estampa contra mi escudo. Me hierve tanto la
sangre que no me cabe duda de que todos mis órganos se han derretido…
La bestia se desploma por el aire rechinando los dientes y una fría oleada
de alivio me llena los pulmones cuando los dos se persiguen hacia el cielo:
la bestia más pequeña atrae a la más grande para que la corteje más cerca de
las lunas.
Al volverme, me da un vuelco el corazón cuando veo la pista de baile
vacía y gente gritando debajo de las mesas o agolpada a los pies de las
esculturas de hielo. Raeve no está por ninguna parte.
Es como si se hubiera esfumado.
Mi corazón retoma su desenfrenado pulso tan pronto como clavo los ojos
en la sombra que se alza entre dos columnas de hielo junto a la entrada al
laberinto.
Raeve asoma la cabeza, concentrada en los dragones en retirada, casi
como si estuviera… escondiéndose de ellos.
Noto algo salvaje bullendo en mi interior, como un estallido de lava que
pone todas mis células al límite.
Raeve no se esconde a no ser que tenga algo que ocultar.
Frunzo el ceño y advierto la tensión que la envuelve y sus nudillos
blancos por la fuerza con la que se aferra al hielo, convencido de que estoy
viendo a través de un espejo algo que no estaba destinado a ver. Pero ahora
lo veo.
Ahora lo veo, joder.
Abre mucho los ojos y palidece. Se aleja hacia el laberinto, da media
vuelta y echa a correr, desapareciendo de mi vista segundos antes de que
otra llamarada de fuego ilumine el cielo. Acaba de confirmar mis sospechas.
Noto una punzada en el pecho y la persigo por una maraña de caminos
estrechos entre columnas de hielo que pretenden alcanzar las lunas del
firmamento. Sigo el rastro de su aroma a bayaquilla.
Viro a la izquierda, pero es un callejón sin salida, así que deslizo la mano
por la pared helada y me huelo los dedos, inhalando su aroma. Como si
hubiera pasado por aquí, hubiese colocado la mano en la pared al darse
cuenta de que no había salida y, luego, hubiera dado media vuelta y echado
a correr en dirección contraria.
Otra llamarada prende el cielo y recorre los huecos entre los caminos,
calentándome la piel. El resplandor hace que parezca que el hielo se está
derritiendo.
«Pero no es eso».
Los vestigios de las runas invisibles grabadas en las columnas empiezan
a brillar. Runas que dan un aspecto helado a la piedra rojiza.
Runas visibles solamente a consecuencia de la llama de dragón.
Con la nariz arrugada, alzo la vista hacia los siegasables que luchan en el
cielo. Vuelan tan bajo que su cola amenaza con romper la cúpula mientras
pelean para ver quién vence.
—¿Tienes algo que ocultar, Rayo de Luna?
Su resoplido de respuesta suena casi al instante, traído por una brisa
gélida, como si se encontrase a mi lado.
—Qué suposición más absurda.
No paso por alto el nerviosismo de su voz, un tono que solamente he oído
en una ocasión.
Cuando levanté la tapa de mi vial al encontrarla en la celda de la cárcel
para que apareciera un brote de la llama de dragón de Rygun, que usé para
iluminar la herida curada de su cabeza.
Cierro los ojos, entrelazo las manos sobre la nuca y aprieto con fuerza.
—¿Por qué has echado a correr?
Se hace un silencio.
Otra llamarada en el cielo.
«Otra grieta en mi corazón».
—Creía que te gustaba perseguirme.
Lo dice como si fuera una broma, pero entiendo a la perfección lo que es
en realidad: una distracción.
—¿O era mentira, majestad?
«No».
Elluin se escondía en la jungla mientras sus alegres sonidos rebotaban en
los árboles.
Yo la perseguía. La atrapaba. La hacía mía.
Ahora es diferente. Ahora estoy convencido de que oculta algo tras unos
muros altos como el cielo.
Al otro lado de esa protección, uno se siente solo.
Avanzo mirando a izquierda y a derecha, dando hondas bocanadas de aire
mezclado con su olor; hacia la izquierda es más intenso.
—Llevo persiguiendo tu fantasma ciento veintitrés fases, Raeve. Perdona
que esté un poco cansado.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Exactamente lo que he dicho —mascullo corriendo entre la niebla.
«Lo que acabo de decir, joder».
—Sal. Ahora mismo, Raeve. O voy a derribar estas columnas y ya no
tendrás dónde esconderte. —Hago una pausa con la mano apoyada en una;
las palabras me pesan como piedras—. Parecen de hielo, pero te aseguro
que no lo son. Puedo hacerlas añicos en cuestión de segundos.
Aunque mi voz suene rotunda, es una súplica cargada de esperanza.
Un ruego.
Es probable que me esté imaginando de rodillas, lo que quizá debería
preocuparme. Pero no es así. Me pasaría la maldita eternidad buscándola si
me lo permitiese.
—Vale —susurra con suavidad.
Con contundencia.
Se me acelera el corazón con un destello de esperanza, aunque estoy
seguro de que la he oído mal.
—¿Vale?
—Primero cierra los ojos.
Cuatro palabras que nunca han sonado tan pesadas.
Tan devastadoras.
Me pesan en el pecho como montañas. Alzo la vista al cielo durante un
largo y agónico instante, mirando la luna que tenemos casi encima, y veo a
los siegasables escupiendo llamaradas mientras pelean en la penumbra.
Ojalá hubiese una realidad donde ella fuera tan vulnerable conmigo como lo
soy yo con ella. Sus palabras de la celda son un eco inquietante que resuena
en mis oídos.
«No hasta que te des la vuelta».
Es como presenciar de nuevo a Slátra desplomarse. Siento una pena
fulminante en el pecho al ver que las piezas se dispersan ahora que habían
alcanzado una forma tan robusta.
Sin embargo, mi esperanza es una llama que nunca se apagará. Si se trata
de ella, jamás. Podría hundirme en las profundidades de El Loff y seguiría
ardiendo como un sol.
Retrocedo, apoyo la cabeza en el hielo y cierro los ojos.
—Ya están cerrados, Raeve…
Noto unos breves aleteos en el pecho mientras aguardo, para bien o para
mal.
Roto o entero.
Esperándola.
Queriéndola.
Noto su presencia antes de oírla. Se me eriza el vello de los brazos
cuando sus labios me rozan la sien, con tal suavidad que estoy casi seguro
de habérmelo imaginado. Pero entonces sus manos me acarician la barba y
me ladean la cabeza.
Me planta los labios en el cuello, arrancándome un gemido profundo de
lo más hondo del pecho. El beso es tan real que sé que no es un sueño.
—Estás aquí —murmuro mientras un temblor me zarandea por completo.
Es como si me hubiera quitado de encima un fantasma, llevándose consigo
el peso de mi pecho acumulado durante fases y fases de sueños que
parecían muy reales.
Y que nunca lo eran.
—Otro —le suplico, y el siguiente beso me lo da justo debajo de la oreja.
En la mejilla.
En la comisura de los labios.
—¿Ahora dónde? —me pregunta vacilante. Nerviosa, incluso.
Como si estuviera en un terreno inestable.
—En los párpados.
Solía besármelos cuando creía que me había dormido. De todas las cosas
que he echado de menos durante las numerosas fases en las que la había
perdido, esa es sin duda la que más.
La oigo tragar saliva e inclinarse tan cerca que su aliento me hace
cosquillas en las pestañas justo antes de que pose los labios sobre mi
párpado izquierdo y luego sobre el derecho, como un regalo de los
mismísimos Creadores.
Al expulsar el aire, me fallan más los pulmones que las rodillas.
Otra llamarada de dragón me calienta la piel…
Se queda inmóvil mientras oigo su corazón acelerándose y el mío
desmenuzándose.
«Se está ocultando…».
Aprieto los ojos con más fuerza y Raeve se acerca a mí incluso antes de
que la llamarada se extinga.
—Se os da asombrosamente bien cumplir con vuestra palabra, majestad.
—Me la voy a llevar a la tumba.
Noto su rostro ensanchándose con una sonrisa y oigo a los siegasables
escupiendo fuego, aullando a lo lejos mientras baten las alas.
—Cuenta hasta diez —me susurra en el cuello— y ven a buscarme
debajo de la luna.
«¿Cómo?».
Extiendo un brazo para rodearle la cintura y estrecharla contra mí, pero
no toco nada.
Me da un vuelco el corazón y abro los ojos de golpe.
Miro a ambos lados, pero se ha desvanecido. No hay ni un remolino de
niebla que indique por dónde se ha marchado.
—¡Rayo de Luna!
El nombre rebota sobre las paredes como si hubiera arrojado piedras
mientras miro a izquierda y derecha.
—No estás contando —me reprende desde lejos. Suspiro apretando los
puños y aflojo las manos de nuevo—. ¿O lo estás haciendo mentalmente?
—Dos —mascullo negando con la cabeza—. Cuatro…, seis…, ocho…
—Se te da fatal contar.
—Y diez. —Echo a correr, levantando un poco de niebla—. Cántame una
canción, Raeve. Dame algo que perseguir que sea real.
«Por favor».
Al principio, no ocurre nada mientras recorro un camino tras otro, pero al
final me llega su voz, una melodía que me atraviesa el corazón con notas
aterciopeladas que hieren y calman a la vez.
Me detengo, cierro los ojos y me dejo llevar por la melodía; me lleno los
pulmones de ella, como si fuese una comida que mi alma se dispone a
devorar.
«Ah, ahí está…».
He oído a gente hablar de la voz de Rayne, de lo dolorosamente bonita
que es y de las ganas que te da de llorar. Y de que Clode te hace
cuestionarte tu propia cordura.
Supongo que Raeve es una mezcla de las dos. Me forma nudos en el
pecho que aprecio a pesar del sufrimiento que me producen.
Con una sola orden cantada, conseguiría que me acercase a un precipicio.
Y que saltase.
Corro por el laberinto como si estuviera siguiendo un mapa mental. Giro
a la derecha, luego a la izquierda hacia un camino escarpado y doblo a la
derecha otra vez. Llego hasta una altísima columna de hielo con una
abertura tallada en uno de los lados. Entro en ella y subo unas escaleras en
espiral; cada recodo me acerca más a su evocadora melodía. Es la misma
canción que me cantó cuando lloraba fuera de la guarida de Slátra.
Salgo a la cumbre plana de la columna, que es lo bastante grande como
para albergar a una plumaluna en plena anidación, justo debajo de una luna
luminosa. Casi lo bastante cerca de la aurora como para tocar sus cintas de
luz.
—¿Te tumbas conmigo?
Veo a Raeve de espaldas en el suelo, contemplando la luna del cielo, con
el pelo suelto formando bucles alrededor de su cuerpo. Se ha quitado la
máscara y su vestido es una sucesión de cintas, casi todas extendidas sobre
el hielo, no tanto sobre su pálida piel, como si acabara de caer del cielo y
aterrizado aquí.
Me duele el corazón al verla.
Al pensarlo.
Me aclaro la garganta, me quito la corona y la dejo sobre la piedra, junto
a su máscara. Acto seguido, obedezco su petición y me tumbo a su lado, con
los brazos a los costados, y observo la luna, cuyo aspecto está alterado por
el velo de la cúpula.
Siempre es negra y espinosa.
Ahora es plateada y lisa.
—Me gusta esa luna —susurra, y hace una larga pausa—. Tiene el mismo
color y el mismo tamaño que la luna torcida que veía desde mi habitación
de Gore.
«La que llevo en la espalda».
Trago saliva. El silencio nos envuelve con pena.
—¿Quieres que te cuente por qué te gusta?
—No.
«Claro que no».
Advierto que se mueve y frunzo el ceño cuando se me acerca, poniendo
su espalda contra mi pecho y cogiéndome los brazos para rodearse el
cuerpo con ellos.
No recuerdo cómo se respira. Cómo se parpadea.
Cómo se piensa.
Cierro los ojos y hablo a través de la soga que amenaza con
estrangularme.
—Esto duele, Raeve…
—No quiero que te duela —dice con tono ronco apretándome los brazos
con los suyos, como si fuera un consuelo que no consigue aplacar su fuego
—. Quería…
—Ya sé lo que querías, pero no encuentro placer alguno en fingir que
tenemos algo que no tenemos.
—No puedo hacer otra cosa que fingir…
—¿Porque perdiste a alguien?
Se queda rígida entre mis brazos.
Esta vez, soy yo el que la estrecha con fuerza, tentado a apretarla hasta
que nuestros cuerpos se fundan en uno.
—Sí —susurra al fin, casi tan bajo que no la oigo, después de una larga
pausa.
Se me parte el corazón. Saber que ha sufrido es una sensación que me
pesa en el pecho como un pedazo de plomo. Un peso cruel y agobiante que
detesto sumar a la montaña de pena que ya acarrea antes de que vuelva a
escurrírseme entre los dedos.
Pero es una crueldad necesaria.
Necesita ser capaz de tomar una decisión justificada sobre su futuro
basándose en los hechos, no en la cortina de humo tras la que vive.
Pensaba que dispondría de más tiempo para elegir el momento adecuado,
que podría esperar a que le entrara curiosidad y buscase las respuestas, ya
que el descubrimiento de la luna salió como el puto culo.
Ahora veo la verdad.
Raeve presiente el peso de su pasado, o de lo contrario no optaría por
medidas tan extremas. Está reprimiendo la curiosidad y se niega a dejarla
emerger.
Y eso significa que preferiría pasarse la eternidad sola. Sola siendo
felizmente ingenua.
Por desgracia para ella, tengo una responsabilidad y me niego a
acobardarme.
—Envidio a los dragones, Kaan. Veneran la muerte de una forma
preciosa. Nosotros solo… perdemos a la gente. No nos quedan nada más
que fantasmas y recuerdos que parecen heridas.
El tono áspero de su voz me obliga a mantener los ojos cerrados. Raeve
no se viene abajo si alguien la observa, se lo guarda todo y finge que no
pasa nada. Y ahora mismo… no está fingiendo.
En absoluto.
—¿Alguna vez has deseado que resucitara alguien que había muerto?
¿Aunque fuese durante unos segundos para que estuviera entre tus brazos y
decirle cuánto te importaba?
—Sí.
Me pasé cien fases observando la luna de Slátra y deseando que me
devolviera a Elluin. Se lo suplicaba a los Creadores también.
Quería otra sonrisa con hoyuelos.
Otra caricia.
Otro beso sobre los párpados.
Cualquier cosa.
Raeve suelta una exhalación temblorosa.
—Yo no he vuelto…, no del todo. Aunque me gustaría ser… eso.
Ser ella.
Ser Elluin.
Entrelaza los dedos con los míos y me levanta la mano.
Abro los ojos y veo que, con nuestros dedos, traza el contorno de la
tumba redonda que pende del firmamento, encima de nosotros, recorriendo
las alas del plumaluna.
—Este momento es un regalo que podemos malgastar o aprovechar, pero
me alegro de haberlo experimentado de todos modos, y del tiempo que he
pasado aquí. Por fin he aprendido qué es vivir, y eso no lo olvidaré nunca,
Kaan.
Todas las células de mi cuerpo se quedan paralizadas cuando me baja la
mano, me la curva y se acaricia el rostro con ella. Como ha hecho
tantísimas veces antes…
—Jamás.
Pierdo la compostura.
Me quito la máscara y sujeto la cara de Raeve mientras le acaricio los
labios con el pulgar. Se queda sin aliento y abre mucho los ojos, anegados
de lágrimas que le humedecen las mejillas.
Veo en sus ojos tanta sorpresa y osadía que me da la impresión de que
estoy viendo su verdadero yo por primera vez desde que regresó al mundo
cayendo del cielo. No es solo Elluin. No es solo Raeve.
Es una mezcla de las dos, una mezcla maravillosa y devastadora.
Suelto un gruñido de dolor mientras me adueño de su boca con un beso
desesperado. Saboreo las lágrimas sobre sus labios cuando por fin salto al
vacío desde el precipicio al que me ha atraído con su canción.
Elluin Neván
Edad: 20 fases
5.000.041 fases después de la Piedra

Aquí la piedra es feliz, como si Kaan le hubiera pedido permiso a Bulder


antes de horadar el acantilado para crear nuestro espacio. Y como si
Bulder hubiera accedido gustoso.
Me encanta este sitio. Estar aquí es… como estar en un hogar muy lejos
de mi hogar.
Cada duermevela, comemos juntos antes de que Kaan me toque un poco
de música y yo le canto canciones sobre La Bruma, sobre el viento, el agua,
la tierra y las llamas.
Sobre mi preciosa familia desaparecida.
Y luego me hace el amor en nuestro enorme camastro, que ha elaborado
él con sus propias manos, hasta que los dos nos quedamos dormidos en los
brazos del otro.

Estamos en una burbuja, ya lo sé. El resto del mundo no importa cuando


nos encontramos aquí, en nuestro lugar especial.
Aquí el mundo no puede tocarnos.

La última duermevela, Kaan se puso de rodillas, se quitó el colgante y


me lo ofreció. Dijo que era su málmr y me contó que había ido hasta
Gondragh para hacerse con una escama de Ahra, la gran siegasable
plateada, a fin de fabricar la mitad más clara. Me dijo que Ahra se le había
aparecido en un sueño y que él había recibido el claro mensaje de que, si
no conseguía una escama de esa dragona, no era digno del amor que nos
profesábamos. Y que no tendría las fuerzas necesarias para afrontar
nuestros mayores problemas, que todavía no han sucedido.
Pero la consiguió. Y sobrevivió.
De ahí que yo me aferre a este málmr y a la esperanza que proporciona y
que vierta todo mi amor en el objeto incluso cuando no estamos enredados
en las sábanas de nuestra cama ni en nuestro lugar especial. Me aferro a él
y les ruego a los Creadores que nos permitan disfrutar de este amor con
todos los latidos de mi corazón. Sobre todo, les ruego que mantengan a
salvo a Kaan.
Que siga viviendo.
Que siga respirando.
Ya he perdido demasiado. La idea de perderlo también a él…
Me partiría por la mitad.
Raeve
CAPÍTULO 77
Un restallido me aleja de un sueño que se adhiere a mi mente como si
fuera aceite. Un sueño tan profundo y silencioso que mi cuerpo parece de
piedra.
Mi consciencia se abre paso, atraída por el tamborileo de la lluvia sobre
el cristal que cubre el agujero del techo. Con un gemido, me acurruco
contra la superficie callosa que me sostiene la cara, notando un peso
alrededor de la cintura que me resulta muy agradable.
«Y familiar».
Un nuevo restallido parte el aire y noto un rayo de luz al otro lado de mis
párpados cerrados. El peso se mueve y una mano se desliza sobre mis
costillas para arrimarme a un muro caliente que respira y palpita…
«Kaan sigue aquí».
Abro los ojos con la respiración entrecortada. Observo la estancia
abovedada a la que le he cogido tanto cariño, con los dragones tallados por
las paredes curvadas, apenas visibles a la luz de la tormenta.
Un gruñido en mi oreja hace que un escalofrío me recorra la columna
hasta la punta de los dedos de los pies cuando caigo en la cuenta de que esto
no es un sueño. Tampoco un recuerdo aniquilador.
La inmensa presencia que tengo a mi espalda, las musculosas piernas
enredadas con las mías, el cálido aliento sobre mi piel…
Se me desboca el corazón.
«Es real. Todo esto es real».
Me lleno los pulmones de un aroma a nata y piedra derretida. Suelto un
lento suspiro y trato de hacer memoria entre mis recuerdos borrosos por la
bebida. Me acuerdo de nuestro beso en lo alto de la columna de hielo, de los
revolcones bajo la luna, carcajadas de las que duelen en el pecho, el fuerte
sabor del aliento de plumaluna en los labios.
Me acuerdo de la lluvia que ha empezado a caer, de cogerle la mano a
Kaan y tirar de él por el paseo marítimo, por la orilla.
De atravesar la jungla y subir unas escaleras.
Me acuerdo de que me ha dado una intimidad que no quería mientras me
ponía el camisón. Me acuerdo de tumbarme entre las sábanas, deseando con
todas mis fuerzas que se tumbara a mi lado y me abrazase hasta que me
quedase dormida, como hacía con Elluin. He notado cómo me arrancaba del
pecho el merecido botín de escripe como si arrancase una flor de su maceta,
porque es evidente que las bebidas, las risas y el amor me convierten en una
gilipollas.
Tengo que hacer un esfuerzo para no gruñir al darme cuenta de que he
arrojado mi suerte por la ventana tal como arrojé el grillete de hierro a El
Loff después de que Kaan lo abriese.
Por las malas y tal. Aunque me cuesta encontrar una pizca de
arrepentimiento en mi interior, porque me he dormido mientras él me
acariciaba el pelo tarareando mi canción tranquilizadora.
Aunque…
Mi mente se aferra al más remoto recuerdo: su voz en mi oído cuando la
inconsciencia se ha apoderado de mí. Algo sobre… ¿una verdad dolorosa
que yo debía saber?
Por todos los Creadores.
«No quiero».
Otro relámpago baña la estancia de energía estática, poniéndome de
punta el vello de los brazos.
Kaan gruñe removiéndose, oportunidad que aprovecho para girarme
hasta tenerlo cara a cara. Me quedo sin aliento al verlo dormido. Enseguida,
me arrepiento y me percato de que debería haber bajado de la cama a
hurtadillas y haberme marchado sin mirar atrás.
Tiene el pelo negro revuelto y el recogido deshecho, por lo que le caen
mechones sobre esa frente en la que quiero trazar un camino de besos.
Acerco los dedos a sus labios torneados fingiendo que los toco, fingiendo
que le acaricio la barba y luego sus largas pestañas negras.
Como castigarme me vuelve loca, bajo la vista.
No lleva camisa y la luz de los relámpagos ilumina su osado cuerpo,
cuyos músculos forman una obra de arte recorrida por tantas cicatrices
pálidas que es imposible contarlas todas. Es un hombre cincelado con
dureza.
Descarnado.
Bellísimo.
Rememoro algunos de los recuerdos que me han asaltado desde que casi
muero por la herida en la cabeza en el cráter y frunzo el ceño…
En ninguno de ellos estaba cubierto por tantas cicatrices.
Me cuesta imaginármelo sobreviviendo a alguna de las heridas que sin
duda ha sufrido en el tiempo que hemos pasado separados. El órgano
petrificado de mi pecho se encoge al visualizarlo tirado hecho un ovillo con
una perforación en el estómago, rígido e inerte.
Pálido.
Al visualizarme despertando a su lado, abrazándolo para darle calor y
descubriendo que no sirve de nada, que está tan frío como nuestra pequeña
cueva de nieve y que no tiene los ojos cerrados, sino muy abiertos, y no
parpadean por mucho que yo lo zarandee.
Y le grite.
Y le suplique.
«Como le supliqué a Fallon».
No puedo hacerlo. No puedo perder a otra persona.
«Y por eso tengo que largarme cagando leches de aquí. Ya».
Vuelvo a contemplar sus pestañas y me imagino inclinándome para
darles un beso lento y suave; me imagino acariciándole el cuello con la
nariz y llenándome los pulmones con su aroma; me imagino poniendo mi
frente sobre la suya y diciéndole las dos palabras que sé que Elluin sentía en
cada fibra de su ser, y luego dándole un último beso sobre la mejilla…
«Vete, Raeve».
Siento un dolor agónico en el corazón cuando desvío la mirada, aparto su
brazo a un lado y me incorporo. Me zambullo en mi interior y empiezo a
descascarillar el precioso recuerdo de todas las lustrosas capas cálidas que
podrían darme ganas de quedarme y vivir la última duermevela una y otra y
otra vez.
Para siempre.
Kaan me rodea la cintura con un brazo, devolviéndome al presente. Con
una demostración de fuerza, me atrae a su pecho y me estrecha contra él.
—¿Qué…?
—Todavía brilla la aurora —murmura adormilado en mi cuello.
A pesar de fruncir el ceño, mi cuerpo se amolda al suyo, como si
estuviéramos hechos para encajar.
Para movernos juntos.
Para caer juntos.
—Eso no lo sabes —resoplo justo cuando otro relámpago ilumina la
habitación.
—Tengo razón —insiste acomodándose junto a mí como si tuviera la
intención de quedarse dormido nuevamente—. No lo ves por culpa de las
nubes.
Suspiro.
A mí eso me suena a un montón de mierda de guara. La excusa perfecta
para prolongar el placer y retrasar la parte dolorosa. Pero llevo haciéndolo
durante quién sabe cuánto tiempo y lo único que he conseguido es terminar
en esta enorme y cómoda cama con este hombre acariciándole la mano.
Abandonándome a un amor que sé que jamás podré conservar.
Es cruel.
Yo soy cruel.
—Me tengo que ir, Kaan.
—Soy muy consciente de tus intenciones, Raeve, pero, como te dije antes
de que te quedaras dormida, primero tenemos que hablar.
Me quedo petrificada y suelto una maldición para mis adentros.
«Esperaba que se hubiera olvidado».
Levanta la cara de mi cuello y me ladea la cabeza hasta que quedo
mirándolo a los ojos, atrapada por el ardor de su mirada sincera.
—O hablamos ahora o seguimos fingiendo un poco más. Tú eliges.
—¿Y si no quiero que hablemos de lo que quieres hablar? —Frunzo el
entrecejo—. ¿Y si no quiero nunca?
—Pues vas a tener que matarme al irte de Dhomm. —Se encoge de
hombros—. Así de simple. De lo contrario, te perseguiré durante toda la
eternidad hasta que estés preparada para enfrentarte a tu puñetero pasado.
Me encojo físicamente, como si me hubiera dado una puñalada que no
me ha atravesado un órgano vital por los pelos.
—Eres lo peor.
Esboza una sonrisa. Amable, incluso.
—Seré lo peor, pero te quiero, Raeve. Y quiero lo mejor para ti, aunque
no sea lo mejor para mí. —Su sonrisa desaparece y se le oscurecen los ojos
durante la pausa, como si estuviera peleándose con las palabras que se le
agolpan en la boca—. Hay… otros a quienes afectaría tu regreso repentino,
a alguien en particular. Tienes que saber la verdad.
Abro la boca y la cierro de nuevo, impactada por la dureza de su mirada.
La misma que vi en sus ojos cuando saltó de lomos de Rygun en el cráter de
las llanuras Boltánicas.
Sea quien sea ese alguien del que me habla, estoy casi segura de que
Kaan cortaría cabezas por esa persona. Y eso significa que no voy a irme de
aquí sin que tengamos esa conversación. Y la culpa es mía, porque cambié
esa posibilidad por unos arrumacos y una nana en plena duermevela.
¿Quién soy? Una dosis de amor del pasado me ha amansado hasta
convertirme en una blanda, sentimental… y estúpida.
—Esto no me gusta.
—Ya sé que no —murmura poniéndome un mechón detrás de la oreja en
la que llevo la muesca—. Los traumas se llaman traumas por una razón, y
duelen.
Eso tampoco me gusta. Ya he tenido suficiente dolor.
De hecho, me tiene un poco hasta el coño.
—¿Qué me dices, Rayo de Luna? ¿Estás de humor para escuchar lo que
te tengo que contar?
«Ni de lejos».
¿Alargar la alegre fantasía que comparto con el hombre que me mira
como si yo hubiese creado el cielo o mantener una conversación sobre mi
escabroso pasado que seguramente me destrozará más de lo que me
recompondrá?
El dilema es inexistente.
—Una pregunta —murmuro dejándome caer en nuestra placentera
ilusión como si atravesara una nube—. ¿Qué clase de… cosas hacíamos en
esta habitación cuando nos despertábamos antes de que saliera la aurora?
Kaan se destensa a mi alrededor, y se oye un rumor en su pecho al tiempo
que sus ojos desprenden fuego.
—¿No has soñado nunca que estábamos en esta habitación?
«Sí».
—No.
—¿En serio? —Enarca una ceja—. Porque no era eso lo que decías
después de beberte cuatro copas, cuando empezaste a bailar al son de la
canción en la cúpula de Bhoggith.
Me arden las mejillas.
«Para sorpresa de nadie».
Enreda los dedos en el tirante de mi camisón y me lo baja por el hombro
mientras me va plantando besos sobre la clavícula, besos que me nublan los
sentidos.
Y me relajan el cuerpo.
—Dime, Raeve… —Me da otro beso suave en el cuello y sus siguientes
palabras retumban en mi oído—. ¿Cómo te follaba en tus sueños?
Raeve
CAPÍTULO 78
El calor se me acumula entre las piernas.
Me muerdo el labio inferior mientras rememoro los nítidos recuerdos de
lo que he visto…
De lo que he vivido.
Recuerdos de los dos entre estas sábanas, riéndonos.
Amándonos.
Recuerdos de él acariciándome el cuerpo y llevándome hasta el límite del
placer, algo que solo existe cuando dos corazones se mueven en sincronía
movidos por la pasión. Es algo que jamás creí posible hasta que lo soñé.
Es uno de los motivos por los cuales me costaba tanto irme, y por lo que,
al mismo tiempo, me moría por huir, me partía por la mitad. Y me impedía
moverme.
Y aquí estamos.
Yo, como una dragona domada a la que le cuesta escapar de la atmósfera
de Kaan. Y él…
Él.
Joder.
Pensar que estuve a punto de rebanarle el pescuezo me pone enferma.
Kaan me baja el tirante por el brazo, desnudando mi pecho sensible, y
roza con el pulgar mi pezón erecto.
—¿Lo hacíamos con dureza o despacio?
Me da otro beso en el cuello mientras desliza los dedos por la seda de mi
camisón negro, que se acumula sobre mi ombligo.
—¿Te provocaba hasta que estabas empapada, temblorosa y desesperada,
gritándome que te poseyera?
Me da un mordisco en el cuello que me sobresalta.
«Sí, Kaan. He gritado por ti en mis sueños. Me he despertado con tu
nombre quemándome los labios, retorciéndome por el recuerdo de tu
mano… justo donde la necesito ahora».
Arrimo el culo contra su miembro duro, ansiosa por que sus caricias
lleguen a mi cadera y bajen más.
Y más.
Me balanceo ligeramente y levanto la pierna derecha, dejando que el
camisón se deslice por mis muslos. Él lo baja hasta desnudarme por
completo.
—¿Te tomaba con fuerza? —pregunta acariciando con los dedos mi sexo
palpitante, separándome los labios y rozándome en círculos.
Una vez.
Y otra.
Con dos dedos, me frota el clítoris mientras me besa el cuello,
haciéndome perder la cabeza.
—¿O lo hacía lentamente, hasta el fondo?
—Todo lo anterior —jadeo. Introduce los dedos en mi interior, mojado y
palpitante, y noto que su pecho retumba.
El placer me atraviesa el cuerpo, provocándome escalofríos.
Tras metérmelos de nuevo lentamente, separo más las piernas y bajo la
mano por su brazo, como hacía en el sueño, utilizando mis dedos para que
haga más presión con los suyos, marcando el ritmo que anhelo.
Me da un mordisco en el lóbulo de la oreja y luego me la besa con una
ternura devastadora.
Ondulo las caderas con movimientos constantes, con su mano entre los
muslos, pidiéndole a mi cuerpo que se abandone a esa hambre voraz que
siente.
De humedad.
De necesidad.
Otro beso en el cuello me hace sentir un cosquilleo que me baja por el
pecho, deja atrás mi ombligo…
Y llega al centro de mi ser.
Todos mis ligamentos se retuercen, se tensan mientras subo el ritmo,
aumentando el placer de sentir que me llena con los dedos.
Ladeo la cabeza en una silenciosa petición por que me vuelva a besar en
el cuello y jadeo cuando me lame la piel con una confianza voraz. Me
imagino su lengua haciendo lo mismo por todas partes.
Empiezo a sentir unos hormigueos en cada terminación nerviosa por
debajo de mi ombligo que se intensifican hasta que ya no puedo hablar.
Ni pensar.
Ni respirar.
Tras otro beso húmedo en el cuello, todos los músculos de mi cuerpo se
contraen con avariciosa violencia. El estallido me recorre como si fuera un
alud, inundándome con oleadas de placer.
Lentamente, saca los dedos y un gemido me nace en la garganta cuando
comienza a rozarme el clítoris al tiempo que me planta besos alrededor de
un punto concreto detrás de la oreja. Va a acabar conmigo.
Va a desarmarme por completo.
Sigo palpitando mientras el gruñido de satisfacción de Kaan viaja por
todo mi sistema. Me echo a reír y niego con la cabeza. Estoy volando tan
alto que me da la impresión de que bailo entre las nubes.
Ojalá pudiera vivir eternamente en esta existencia imaginaria. Aquí me
siento bien. Entera y feliz.
Libre.
Me da un beso en la comisura de los labios que me provoca otra punzada
justo entre los muslos, a pesar de que acabo de correrme.
Clavo la atención en su miembro duro, pegado a mi culo, y noto
cosquilleos debajo de la lengua…
Me suelto de sus brazos y Kaan desprende fuego por los ojos cuando cojo
la cinturilla de sus pantalones para desabrochar el botón.
Y se los bajo.
Los aparto a un lado y me siento a horcajadas encima de él, recorriendo
su cuerpo con una mirada ávida. Es una obra de arte enredada entre las
sábanas de seda, con el miembro apoyado en la tripa de tal manera que la
punta casi toca su ombligo.
Se incorpora, me coge la cara con las manos y me mira como me miraba
en la cabaña de las montañas: como si estuviera dispuesto a coger una luna
caída por mí. Pero esta vez no me molesta, ya que estamos dando forma a
recuerdos a partir de cieno, algo que se llevará el siguiente aguacero.
Me zambullo en su mirada como si fuera mi salvación y le acaricio la
mano.
Me la arrimo.
Él gruñe y enarca una ceja.
—Eres perfecta.
El corazón se me acelera.
Esas palabras…
Esa mirada…
La forma en la que me sujeta la cara…
Podría contemplarlo durante toda la eternidad y jamás dejaría de
maravillarme. Es una nueva prueba de que lo que alejó a Elluin fue muy
doloroso.
Arqueo una ceja en un triste intento por relajar la tensión.
—No estáis siendo imparcial, majestad. Y quizá olvidáis que he estado a
punto de abriros la cabeza más de una vez.
—No. Lo que estoy es obsesionado —confiesa con voz rasposa
rodeándome la cara con la otra mano y tirando de mí.
Nuestros labios se juntan y oigo sus gruñidos guturales mientras me froto
contra su miembro duro, reavivando el latido voraz entre mis muslos. Baja
sus dedos por mi espalda, que se arquea ante sus caricias, y me agarra por
las caderas con firmeza para pedirme que me mueva con más fuerza.
Más.
Interrumpo el beso y desciendo por su cuello mientras oigo sus gemidos
graves, saboreando cada lametazo sobre su piel como si fueran sorbos de
vida. Le paso le lengua sobre todas las cicatrices del pecho.
Alrededor de las costillas.
Trazo con la boca la constelación de su dolor mientras imagino que cada
beso lento y tierno que le doy absorbe una pizca de su violenta historia.
Llego hasta sus abdominales, dejo atrás el ombligo y agarro su polla dura y
gruesa con una mano.
Se me hace la boca agua y me estremezco al ver lo empalmado que está
por mí.
Y preparado y anhelante.
Alzo la vista.
Sosteniendo su mirada volcánica, planto la lengua sobre la base
aterciopelada de su miembro y lo recorro hasta la punta, atravesando una
red de venas hinchadas. Sacude las caderas cuando le rozo el extremo con
la lengua y chupo la gota salada que le sale de la punta.
Resopla y se remueve.
Envuelvo la cabeza hinchada de su miembro con los labios y me lo meto
tan hondo en la garganta que no puedo respirar, agarrándole todavía la base
con una mano. Una vez más, su cuerpo se sacude cuando me retiro, con los
labios apretados hasta que llego a la punta y me lo saco de la boca, alzando
la vista nuevamente hasta sus ojos.
Se me desboca el pulso por la forma en la que me está mirando. Como si
fuera un hombre que ha vivido del aire, que ha estado a punto de morirse de
hambre, y ahora está sentado ante un festín digno de reyes y reinas.
Sonrío y me lo vuelvo a meter en la boca, bajando y subiendo hasta que
se tensa al máximo y suelta unos jadeos temblorosos que me llenan de
satisfacción al tiempo que alza las caderas para hundirse en mí. Hasta que
está tan tenso y duro que estoy convencida de que se va a…
Me agarra del pelo y, con suavidad, me aparta hasta que dejo de tenerlo
en la boca. Alargo el cuello y veo que me observa con una intensidad feroz.
Algo ha cambiado en sus ojos, en los que brilla una determinación que no
comprendo.
Frunzo el ceño y tardo unos instantes en reparar en la tensión que se
respira en la estancia. Y en que su energía ha pasado de cálida y juguetona a
firme y severa.
Antes de que tenga tiempo de analizar ese pensamiento, afloja la mano y
me tumba bocarriba. Se arrodilla entre mis piernas separadas y se sitúa
sobre mí con una posesividad feroz.
El aire se tensa.
—¿Por qué me has parado cuando…?
Cae otro relámpago y me separa tanto los muslos que no me queda
espacio donde ocultarme.
—He tomado una decisión —gruñe poniéndome una mano en el bajo
vientre y empezando a trazar círculos lentos sobre mi clítoris hinchado con
la yema del pulgar, acabando conmigo.
Sacudo las caderas y me llevo las manos al pelo mientras el placer me
recorre como si fuese un instrumento que él está tocando.
—Me alegro… po-por ti.
El hecho de que ahora mismo sea capaz de pensar en algo me parece
alucinante.
En serio… Me alegro mucho por él.
Introduce los dedos en mi interior, los curva y me frota una zona
profunda, provocándome un arrebato de éxtasis fulminante.
Gimo ante la desconcertante sensación.
«Joder… ¿Qué ha sido eso?».
Roza ese punto sensible una vez y otra y otra, llevándome al límite hasta
que casi no puedo respirar.
—No me vas a borrar —masculla frotando más rápido mi clítoris.
Y más rápido.
—Ahora no —gimo, pero las palabras no tienen la fuerza que esperaba.
Sus dedos me acarician con tanta destreza que se me nubla la mente, el
escenario perfecto para tomar malas decisiones.
—Haremos un trato —susurra mostrándome los colmillos.
—Que les den a tus tratos.
—No, Raeve, que les den a los tuyos —gruñe metiéndome otro dedo.
Abriéndome más.
—Me he pasado cerca de cien fases aplastado bajo el peso de tu muerte,
destrozado, intentando arrancar el dolor de mi corazón. ¿Sabes lo facilísimo
que me habría resultado borrarte de mi mente sin más?
Jadeo cuando me mete los dedos hasta el fondo. Mi cuerpo gime
pidiendo sus atenciones y unos ruidos húmedos inundan la habitación.
—Pero no lo hice porque no soy un puto cobarde.
Suelto un gruñido y me arqueo para pegar una dentellada al aire, pero
termino desplomándome en el jergón con un gemido placentero cuando
vuelve a meterme los dedos.
—Y tampoco creo que tú seas una cobarde.
—Deja de hablar. Te es-estás cargando el momento.
—No.
Otra embestida.
Y otra.
—Esta vez, no tienes derecho a tratarme como si fuera un secreto —
masculla frotándome el clítoris con el pulgar.
Empiezo a sentir cada vez más placer, una poderosa oleada en…
—No soy tu secreto. Soy tu verdad.
Saca los dedos y disuelve el clímax antes de que haya podido explotar.
Grito y suelto un gemido desesperado mientras le doy un empujón con el
pie en el pecho por torturarme como un cabronazo.
Me sujeta una rodilla y luego la otra, inmovilizándome las piernas en la
cama. Sus ojos son dos ascuas sombrías que destellan bajo los relámpagos
de la tormenta.
—Sé que eres una criatura salvaje a la que le gusta atacar a todo lo que se
cruza en su camino, pero, si recibo más golpes, voy a empezar a
devolvértelos. Hace tiempo, te hice caso: dejé que me echaras de tu lado. Y
luego moriste. Así que no —gruñe—, no voy a aceptar tu trato. Pero te voy
a ofrecer otro que es positivo para todas las partes implicadas, no uno que
solo satisface los caprichos de una egoísta.
—Yo no soy egoís… —Agacha la cabeza entre mis muslos, planta la
lengua sobre mi clítoris y me da un lametón—. Ay, qué bien se te da eso —
gimo sacudiéndome.
Repite el gesto mientras entrelazo los dedos con el pelo de su nuca y
zarandeo las caderas siguiendo su ritmo.
«Vale, un poco egoísta sí que soy».
Lo pego a mí y su lengua se clava en mi interior. Me levanta las caderas y
lleva mi placer a un nivel nuevo.
Empiezo a tensarme…
Y, de repente, Kaan se aparta.
Grito de nuevo, aunque mi frustración se desvanece cuando vuelve a
rozarme el clítoris con el pulgar.
—Echa los brazos atrás y apoya las manos en la pared —me ordena con
tal autoridad que obedezco al instante, segura de que mi sumisión me va a
proporcionar el orgasmo que no termina de dejarme alcanzar.
Me levanta una pierna y se la coloca en el hombro, me coge la otra y me
abre. Se sujeta el miembro y con él me da un golpecito en mi sexo
hinchado.
Y otro, y otro.
Me estremezco con cada pesado roce sobre mi clítoris sensible y me lo
imagino dentro de mí. Llenándome.
Moviéndose en mi interior.
«Por todos los Creadores, este hombre…».
—¿Qué trato, capullo?
—Ríndete y follamos. —Me lanza una sonrisa afilada que es todo
colmillos y deleite salvaje mientras me sigue torturando con más golpecitos,
que recibo moviendo las caderas—. Y luego te lo cuento.
—Menuda norma de mie… Joder —mascullo cuando me acaricia en
círculos con la punta de la polla antes de meterla solo un poco.
La saca.
Me acaricia de nuevo.
«A lo mejor no es una norma de mierda».
—Antes, cuando me jodiste en la mesa de juego, pusiste tú las normas.
Me hiciste aceptar, consciente de que ibas a borrarme de tus recuerdos con
un deseo que te sacabas de la manga para asegurarte de lograrlo.
La verdad es que no me hace ninguna gracia que me planten un espejo
delante de la cara mientras intento correrme.
—Te odio —gimo levantando las caderas para recibir el siguiente
empujón.
—No, no me odias, Rayo de Luna. Me quieres. Lo que pasa es que estás
demasiado ocupada rompiéndome el corazón como para darte cuenta.
Me habría sobresaltado ante esa hiriente acusación si no llevara tantísima
razón.
Me destroza al restregarse contra mí de nuevo, haciéndome jadear.
—Ríndete —gruñe.
—Que te jodan, capullo. Me rindo, maldito seas.
Con una mano me sujeta el muslo y con la otra la mejilla, clavando sus
ojos en los míos con el reto —no, la súplica— de que sostenga su ardiente
mirada.
—No parpadees, Rayo de luna. —«Por favor».
—No lo haré —farfullo. La creciente frustración que siento hacia él se
convierte en un deseo demoledor, en un anhelo por encontrarme con él en
este punto de conexión que es tan frágil e imprevisible… como intenso.
Rebosante de una calidez tan mágica y peligrosa que me entran ganas de
llorar.
Abro la boca cuando mueve hacia delante las caderas y me penetra de
golpe con un gesto rápido que me llena de una forma deliciosa.
Se queda inmóvil, totalmente dentro de mí, mientras nos miramos a los
ojos con una vehemencia que parece crear una fisura en el espacio y en el
tiempo. Tan solo veo adoración, un amor indómito y extremo tan fuerte que
me deja sin aliento.
Tan solo lo siento a él.
Suelta una exhalación temblorosa que me recuerda que he de poner en
funcionamiento los pulmones y cojo una bocanada de aire que está
impregnado de la mezcla de nuestra esencia, que tal vez sea el mejor olor
del mundo. Me sujeta la cara con más fuerza y me mira fijamente.
—Avísame si es demasiado.
Trago saliva, asiento y, a continuación, levanto la pelvis para pedirle que
siga.
Con un gruñido gutural, empieza a destrozarme con embestidas rítmicas
y profundas de las caderas, provocándome exquisitos estallidos de placer
que me recorren como rayos. Jadeo moviéndome para seguir su implacable
ritmo, notando cómo se estremece su cuerpo y se tensan sus músculos.
Nos movemos al ritmo de nuestros gemidos hasta que me veo ante una
oleada de éxtasis que podría acabar conmigo.
Su grueso miembro se hincha, haciéndome sentir llena por completo, y
mete una mano entre los dos, apoyando sus dedos en mi bajo vientre.
Empieza a trazar círculos rápidos con el pulgar sobre mi clítoris, que está
muy mojado. Rápido.
Muy rápido.
Noto un estremecimiento en la punta de los dedos de los pies que me
sube por las piernas y me atraviesa la columna. Sé que estoy a punto de
romperme en mil pedazos.
Acaricio sus brazos en tensión y sus hombros y pongo la palma derecha
sobre su corazón, que va al mismo ritmo vertiginoso que el mío.
—¿Lo notas? —dice con su voz reverberante colocando la mano sobre la
mía. Sus ojos adquieren un tono más claro que casi parece de veneración—.
Nos has encontrado, Rayo de Luna.
Me desgarro.
Me rompo.
Me desmorono.
Se me tensan todas las fibras del bajo vientre con un hormigueo,
asaltadas por una oleada de euforia arrasadora. Abro la boca y suelto unos
gritos breves y entrecortados que inundan el aire mientras me aferro a él,
estremeciéndome con tal intensidad que la realidad se derrite y veo puntos
blancos ante mis ojos.
Pierdo la noción del tiempo y del espacio, me precipito al vacío. Aterrizo
en algún punto de su mirada, en la que me sumerjo insaciable.
Kaan posa de nuevo una mano sobre mi cara y me agarra la mandíbula.
Suelta un rugido y luego gruñe con los dientes apretados, palpitando dentro
de mí, llenándome de líquido caliente y de una satisfacción primitiva que
noto en cada uno de mis músculos.
Y de los nervios.
Toda la tensión desaparece y mi cuerpo se relaja cuando él se inclina
hacia delante y me acaricia la mejilla con la nariz gruñendo suavemente.
Abre la boca junto a mi cuello y me da un ligero mordisco que apela a mis
instintos más básicos. Ojalá me apretase un poquito más con los dientes.
—¿Qué trato es el que acabo de aceptar? —jadeo debajo de él.
Su mordisco se transforma en un beso que me planta debajo de la oreja,
un punto que no sabía que fuera tan sensible.
—No me vas a borrar, por muy dolorosa que sea la conversación que
tenemos pendiente.
Me quedo sin aliento y un escalofrío recorre mis venas.
Me da otro beso en el cuello, como si quisiera aliviar la profunda herida
que me acaba de hacer. Y otro en la mandíbula.
En la comisura de los labios.
—Esto es más grande que nosotros, va mucho más allá, así que vas a
tener que abrir tu corazón. Si no, vas a destrozar a alguien que no tiene por
qué sufrir por tu reticencia a establecer vínculos con los demás.
Se me paraliza el cuerpo y todas mis células se quedan inmóviles.
Ya me han regañado antes, pero nunca de esta manera.
Esto…
Me duele. Hay parte de verdad en lo que dice, lo cual no solo me toca el
corazón, ya de por sí afectado, sino que me lo retuerce.
Me sujeta la cara con las dos manos y otro rayo baña la habitación con su
luz blanca.
—Esta verdad te va a doler y me vas a odiar —dice con ojos volcánicos
—, pero ahí fuera hay alguien que te necesita, y vas a cambiar su vida más
aún de lo que has cambiado la mía.
Se me rompe el corazón con una grieta tan profunda que llega hasta su
interior, blando y sensible.
Me imagino a la pequeña Ne revoloteando, dando las trepidantes vueltas
que daba cuando le levantaba la tapa de la caja. Me la imagino
acurrucándose contra mí y acariciándome el cuello, y recuerdo todas las
veces que le froté la barriga, que desdoblé sus delicados pliegues, que la
aplané.
Que la leí.
Que la necesité.
Se me forma un nudo enorme en la garganta que me veo obligada a
tragar.
Siempre he pensado que ese pequeño pájaro de papel llegó hasta mí por
accidente, pero quizá no se hubiese perdido. Quizá estuviera justamente
donde debía estar…
—Mira, Raeve, puedes atacarme tanto como quieras, puedes fingir que
no me quieres tanto como yo te quiero a ti. Soportaré más heridas, por más
que me duelan, pero no vas a salir huyendo. —Me da un beso en la punta de
la nariz, un gesto tierno que no termina de encajar con la dureza de sus
palabras—. Eso es lo que acabas de aceptar.
Elluin Neván
Edad: 20 fases
5.000.041 fases después de la Piedra

El rey Ostern ha regresado sobre su siegasable, seguido por sus dos hijos
menores, Cadok y Tyroth, que han venido para la celebración de El Gran
Flurrt. Es la primera vez que veo al hombre al que me voy a unir desde la
duermevela en la que puse un pie en el reino de su pah.
A lo mejor, peco de desconfiada, pero he cogido uno de los puñales de
escama de dragón que Kaan me enseñó a forjar y lo he ocultado entre mi
ropa. He hecho bien, pues Tyroth me ha acorralado en el pasillo y ha
intentado empujarme hacia un rincón oscuro. Ha sido cuando se lo he
puesto al cuello.
Se ha reído y me ha dicho que su hermana ha sido una mala influencia
para mí. Yo le he respondido que la influencia de Veya había sido más bien
la contraria. Me ha asegurado que todavía no me era permitido hablar, así
que le he dicho que se fuese a comer mierda de dragón y que ojalá se
atragantara con ella.
Ojalá.

Durante el banquete, me han obligado a sentarme a su lado, cubierta


con mi velo, y he comido los platos que me han servido como si fuera un
animal, pues resulta complicado con la boca cubierta. Más complicado aún
cuando la comida que me han servido era o demasiado fuerte o demasiado
picante para mi paladar, y no se me ha permitido tomar la palabra ni pedir
cosas que estaban en la otra punta de la mesa.
Kaan no ha dejado de fulminar a Tyroth con la mirada mientras yo
padecía en silencio, como se espera de una princesa, a no ser que ya esté
unida a alguien o se haya entregado a los Creadores, como Veya.
Por cierto, Veya ha estado callada, algo raro en ella, encerrada en sí
misma y con la mirada gacha, comiendo al lado de su sobrino. No he
entendido por qué hasta que su pah ha empezado a meterse con ella y a
enumerar todas las maneras en las que lo ha decepcionado.
Con cada una de esas abrasivas palabras, ella se iba encogiendo un
poco más, y al final él le ha soltado que se arrepentía de la duermevela en
la que dejó su semilla en el útero de su mah.
Una lágrima le ha recorrido la mejilla; la primera vez que la he visto
llorar.
Y he estallado.

Me he arrancado el velo, me he subido encima de la mesa y me he


abalanzado hacia el otro extremo. He hundido el tenedor en un montón de
carne de colk que llevaba haciéndome la boca agua desde que había
empezado el banquete y luego he procedido a sentarme de nuevo en mi
silla, con la boca llena, dirigiéndole al rey Ostern una sonrisa falsa.
Desgraciado.
Me ha taladrado con la mirada mientras masticaba con la boca abierta.
Luego, he robado unas cuantas alubias muji blancas del plato de Tyroth y
he exclamado que no me cabía ninguna duda de que no le importaba
compartirlas conmigo, ya que es quien está gobernando mi reino en estos
momentos.
Él también me ha mirado con cara de pocos amigos y he visto en sus ojos
que estaba conteniendo las ganas de darme un bofetón por mal
comportamiento.
Ojalá me hubiese pegado. Ardía en deseos de tener una excusa para
clavarle el tenedor en el muslo.
Me estaba lamiendo el jugo de carne de los dedos cuando el rey Ostern
ha anunciado que Kaan y Veya se marcharían con Cadok y Tyroth después
de El Gran Flurrt para que pudieran echar una mano en la reconstrucción
de un pueblo arrasado por un siegasable rabioso.
Todos se han quedado atónitos.
Kaan se ha reunido conmigo más tarde en nuestra casa y me ha poseído
lenta y tiernamente, diciendo un millón de cosas con cada caricia, con cada
beso, con cada abrazo desesperado. Me he impregnado de su presencia
hasta que la aurora ha salido como un estallido de cintas plateadas tejidas
por todo el cielo y nos hemos pasado El Gran Flurrt enredados entre las
sábanas de nuestra tranquila burbuja de delirio y negación.

Dentro de treinta ciclos, cumpliré veintiuno. En Arithia, ya han


empezado los preparativos de la ceremonia que nos unirá a Tyroth y a mí.
Los preparativos de mi coronación.
Creo que Kaan y yo tenemos la sensación de que ignorar el futuro
impedirá que suceda…
Y ojalá fuera cierto.
Raeve
CAPÍTULO 80
Me quedo observando la inmensa espalda de Kaan y su precioso tatuaje
mientras se mueve por la cocina, limpia un cuenco con bayas y corta un
jugoso melón rojizo en rodajas que tiñen el aire con su intensa dulzura.
Cada movimiento seguro y fluido de su cuerpo me recuerda la maestría
con la que me ha convertido en un tembloroso y suplicante amasijo de
pensamientos depravados y decisiones a corto plazo.
Me muerdo el labio por dentro y paso los dedos por la superficie de la
mesa, atrapada en este extraño limbo. En parte, ebria de placer, pero
también llena de una energía que me golpetea las costillas, urgiéndome a
cruzar la estancia y pelearme con el hombre que ahora mismo está llenando
dos cuencos con una colorida gama de frutos recién recogidos.
Agarra una gonuez y la parte con los dedos; acto seguido, separa la
cáscara del pálido interior, que se dispone a desmenuzar sobre las dos
raciones.
Niego con la cabeza.
Hay un armario lleno hasta los topes con un montón de opciones y este
hombre sabe exactamente qué prepararme. No es que yo le haya pedido
comer algo concreto ni beber agua del manantial servida en mi taza
preferida. Ni que me acariciase el alma mientras se hundía en mis
profundidades hasta que no había lugar donde ocultarme.
Pero, en fin, hemos terminado así.
Él, medio desnudo, moviéndose con la alegría de alguien que acaba de
abandonar un campo de batalla con apenas un poco de sangre sobre la piel,
preparando una comida que ha ido a buscar él mismo, con un paño sobre el
hombro. Y yo, asimilando las consecuencias del encuentro llena de
emociones, con el pelo revuelto y la cabeza hecha un lío, intentando
comprender cómo he pasado de ganar la partida más importante de escripe
que he jugado nunca a sentarme a esta mesa desganada, atónita y con este
molesto calentón.
Con la cabeza ladeada, observo el culo perfecto y musculoso de Kaan
mientras se mueve para coger una ramita de menta que usa como
acompañamiento de nuestros cuencos. Estoy convencida de que los
pantalones de piel marrón que lleva le cortan la circulación en algunas
partes que, en lo que a mí respecta, siempre deberían tener suficientes
reservas.
Suspiro.
El propósito de la última duermevela era representar un papel que soy
incapaz de mantener a largo plazo. Yo no miro a los hombres con deseo ni
recuerdo todas las exquisiteces que han hecho con mi cuerpo, así como
tampoco me entran ganas de repetirlo nada más terminar. Las relaciones no
van conmigo. El amor tampoco, está claro.
Esa palabra tiene una sola definición: una inconveniencia peligrosa y
potencialmente devastadora.
Kaan me mira por encima del hombro con la frente arrugada, con unos
cuantos mechones de pelo negro que le sobresalen del recogido sobre los
ojos.
—¿Estás preparada ya para hablar?
Me encojo como si me hubiese golpeado.
—Gracias, pero preferiría despellejarme con un puñal mal afilado.
Me dirige una mirada con la que me da a entender que en su opinión
estoy siendo un poco melodramática, pero mejor eso que mantener una
conversación que será como si me estuvieran partiendo las costillas una a
una.
—Bueno, a ver, es obvio que sientes cosas…
—Lamentablemente.
—¿Qué quieres que hagamos al respecto, discutir o follar? —me
pregunta con un tono tan visceral que siento una oleada de calor en el
centro de mi ser.
Cierro las piernas con fuerza y bebo un sorbo de agua para tragarme el
deseo de pedirle lo segundo, recordando que es su polla la que nos ha
llevado a la guerra en la que ahora debemos apañárnoslas.
Dejo la taza de nuevo sobre la mesa.
—Todavía no lo he decidido.
Kaan gruñe y se da la vuelta. Sus ojos son de un intenso color cobrizo
bajo la tenue luz que llega a través del agujero del techo. Con los cuencos
en las manos, se dirige hacia mí como si una bestia descomunal se hubiera
adentrado en los confines de su musculosa complexión.
—Bueno, pues mientras te lo piensas —dice dejando las dos raciones
sobre la mesa—, ¿qué te parece si disfrutamos juntos de una comida
estupenda?
Miro mi cuenco, precioso y colorido…
Parece delicioso, sí. Qué pena que me vaya a dejar el regusto amargo de
una conversación pendiente que no quiero mantener de ninguna manera.
Debe de haber alguna forma para evitarlo. No puedo pasarme la vida aquí
deleitándome con sexo del bueno, platos de comida recién recogida del
bosque y misiones secundarias. Algo me dice que este paraíso acabará
desapareciendo tarde o temprano, como todo lo demás, y que la muerte
subirá reptando las escaleras como una sierpe y clavará los dientes en otra
persona que se ha metido entre las grietas de mi corazón.
—Me parece perfecto. —Le dirijo una sonrisa falsa.
Con un gruñido, elige una baya de su cuenco y se la mete en la boca. A
continuación, cruza la habitación y coge uno de los cuadrados de pergamino
prerrunados del estante. Utiliza mi pluma y mi tinta para escribir algo, lo
dobla formando una alondra inquieta que acaricia con las manos y la lanza
por la ventana.
—¿Para quién es?
—Para Pyrok. —Se sienta delante de mí, coge una rodaja de melón rojizo
y muerde su crujiente pulpa—. En Dhomm solo hay un mentalista, y creo
que ya lo conoces, ¿no? Voy a trasladarlo a un refugio.
—Estás de broma. —Se me detiene el corazón.
—¿De broma? —Levanta los ojos y los clava en los míos—. Perdona que
te diga, Rayo de Luna, pero no es para nada divertido. No sería la primera
vez que huyes en cuanto te doy la espalda y terminas muerta en el cielo. —
Me dedica una sonrisa forzada que me escuece tanto como supongo que la
mía a él hace unos segundos—. Me limito a tomar precauciones.
Resoplo y me recuesto en el respaldo de la silla negando con la cabeza.
—Me caías mejor cuando eras tú el que cedía ante mí.
—Y a mí me caías mejor cuando estabas borracha con una sonrisa —se
encoge de hombros— y me cantabas y me decías que solo huías porque no
soportabas la idea de verme morir.
Pongo una mueca.
«Esas bebidas deberían llevar una advertencia con mayúsculas».
—La buena noticia es que te puedes pasar la eternidad haciéndome la
pelota con tus sonrisas y tus hoyuelos, porque no es tarea tuya mantenerme
a salvo —dice, y se mete otra baya en la boca—. Y ahora cómete la fruta.
Se levanta y va a la pila para llenar la taza mientras yo hiervo de rabia en
mi asiento.
—No quiero comerme la fruta —le espeto al tiempo que bebe media taza
de tres grandes tragos. La baja y enarca una ceja desplazando la vista hasta
mis labios.
Y la sube de nuevo.
—¿Qué quieres, entonces?
—Vengarme.
—¿Por?
«Por haber atravesado mis defensas como un puto ladrón».
Me quito el anillo de hierro del dedo y doy la bienvenida a la risilla
maliciosa de Clode al tiempo que rodeo la mesa, aparto su cuenco y planto
el culo sobre la mesa. Levanto las dos piernas, sitúo un pie sobre su silla y
estiro el otro en dirección a la ventana.
La nuez del cuello de Kaan se mueve.
Me subo el camisón hasta las caderas y separo los muslos. Sus ardientes
ojos descienden hasta el centro de mi cuerpo desnudo, palpitante, caliente y
anhelante.
Y mojado.
Me lamo dos dedos y me abro los labios hinchados para mostrárselo todo
susurrando una palabra entre dientes, haciendo que el dialecto de Clode
brote de mi boca en forma de ráfaga de viento.
Kaan deja la taza sobre la mesa de golpe y da dos pasos adelante, pero se
estampa contra una dura pared de aire. Suelta una carcajada grave, se cruza
de brazos y niega con la cabeza, con los ojos como dos volcanes.
—Esto es una declaración de guerra, prisionera setenta y tres.
—Uy, eso espero.
Sonrío y me meto los dedos mirándolo llena de deseo. Suelto un gemido
suave y sensual al imaginar que es su mano la que se impregna de mi deseo
y me estimula con movimientos rápidos y seguros.
Oigo un rugido en su pecho.
—¿Te gusta?
—Mmm. —Me muerdo el labio inferior e introduzco los dedos más
hondo…
Y más hondo…
Los saco y dibujo círculos en mi clítoris hinchado, arqueando la espalda
para mirar hacia abajo.
Para verme.
Me estremezco, soltando gruñidos guturales mientras el sudor me
empapa la nuca y sacudo las caderas en busca de ese placer cálido y
palpitante. Sin tener nada dentro.
Deseando tenerlo a él.
Al levantar la vista, se me ensancha la sonrisa y siento más fervor todavía
al verle el bulto de su polla dura en los pantalones, la vena marcada en la
sien, los tendones tensos de su cuello mientras me contempla con una
devoción salvaje.
—¿A qué viene esa cara tan larga?
—Cualquier oportunidad perdida de tocarte es una tragedia.
«Vaya».
Sigo trazando círculos y me meto de nuevo los dedos, provocándome una
punzada de intenso placer.
—¿Qué harías si te dejara acercarte?
—Arrodillarme entre tus piernas y hundir la cara entre tus muslos —dice
al instante, como si ya tuviese preparadas esas palabras detrás de los labios
apretados—. Devorarte hasta que sacudas las caderas y te note tensa en mi
lengua.
Lo visualizo.
Lo deseo.
Tras otro círculo provocador, inclino las caderas hacia él con cada
sacudida mientras el calor se apodera de todo mi cuerpo.
Acelero el ritmo y separo más las piernas.
Se me nubla la mente.
—¿Y luego? —pregunto con todas las células del cuerpo cargadas de
electricidad, a punto de desplomarme por el precipicio…
—Te pondría boca abajo, te colocaría un cojín debajo de las caderas para
levantarte el culo y te llenaría con los dedos mientras amenazo con meterte
el pulgar por detrás. —Subo y bajo el hombro mientras me toco
imaginándomelo—. Cuando estuvieras tan a punto que te temblara el
cuerpo entero, te separaría las piernas y te partiría en dos.
No puedo más. Bajo la barbilla hacia el pecho mientras todos los
músculos de mi sexo palpitan con violentas oleadas de éxtasis y mis ásperos
gemidos lo azotan desde la distancia. Muevo los dedos con embestidas
profundas y desesperadas, con los músculos tensos hasta que remite el
placer, cuando empiezan a relajarse.
Suelto una carcajada y niego con la cabeza mirándolo con una ceja
arqueada. Me aparto el pelo de la cara.
—Ha estado bien —digo separando más las piernas para que vea el
resultado de mi orgasmo.
Kaan tiene los ojos negros, la mandíbula apretada y las venas marcadas
en todos sus músculos.
Nunca me ha parecido tan grande. Tan serio.
Tan dolorosamente bello.
Qué pena que esté enamorado de una sentencia de muerte.
Traga saliva con la vista fija en mi sexo.
—No has terminado, Rayo de Luna. Estás lista.
Resoplo y bajo los pies al suelo, dejando que el camisón se deslice por
mis muslos. Susurro una suave palabra a Clode, me levanto y cojo mi
cuenco de fruta para lanzarme una baya en la boca.
Un néctar dulce me inunda la lengua.
—Conmigo se acabaron las banderas blancas, majestad. —Me dirijo
hacia él, adentrándome en su atmósfera llameante—. Ya no me quedan.
Cuando llego a su lado, le coloco una mano en el pecho y noto cómo se
le tensan los músculos al impregnarlo con mi aroma.
—Me alegro —masculla como la bestia cubierta de sombras en todo su
apogeo que es—. Yo quemaré las mías, ¿te parece?
—Por favor. —Me meto otra baya en la boca y le dedico una sonrisa—.
Gracias por la fruta. Estaba riquísima.
Me marcho de la habitación sin mirar atrás.
Elluin Neván
Edad: 20 fases
5.000.041 fases después de la Piedra

Durante esta salida auroral, el rey Ostern se ha despedido de sus hijos y


de su hija. Ambos los hemos visto desaparecer a lo lejos antes de que dos
de sus guardias me pusieran unos grilletes de hierro en las muñecas.
Me han encerrado en una habitación desangelada y me han obligado a
sentarme en una silla. El rey se ha agachado delante de mí, con cara de
querer asesinarme.
Me ha dicho que mi comportamiento era impropio de una futura reina,
que había visto cómo me mira Kaan y cómo actúa cuando está cerca de mí.
Que sabía que follábamos.
Me ha dicho que Kaan no está hecho para gobernar un reino porque solo
puede usar dos canciones elementales y que no es merecedor de una corona
y nunca lo será.
Le he escupido en la cara, le he dicho que yo elegiré a mi propio rey o no
me uniré a nadie.
Que antes me entregaría a los Creadores.
Él me ha absorbido todo el aire de los pulmones, consiguiendo que mis
costillas parecieran romperse, y luego me ha soltado que sabe que me he
hecho amiga de Veya. Y que, si yo no me unía a Tyroth, borraría del mundo
a la zorra que había supuesto la muerte de su unida e informaría a los
gemelos de las faltas de Kaan y que los tres irían a por él hasta cortarle la
cabeza, y que no tendría ninguna posibilidad.

Nunca he sentido un miedo tan real.


Me ha dicho que, si me marcho con la siguiente aurora a fin de
prepararme para la ceremonia de unión, le concederá a Slátra un pasaje
seguro de vuelta a Arithia. De lo contrario, quitará la protección de su
guarida y me arrastrarán por las llanuras para obligarme a ver cómo mi
dragona se mata al intentar seguirme hasta casa.
Luego, se me ha acercado muchísimo y me ha mirado como si pudiera
ver directamente el interior de mi cráneo. Me ha dicho que le han
informado de que se me ha retrasado el sangrado, algo en lo que yo no
había pensado hasta ese preciso instante.
Ni siquiera había caído en la cuenta.
Me ha dicho que es la única manera de que mi descendencia tenga una
posibilidad de vivir. Que, si Tyroth cree que es él quien ha plantado la
semilla que por lo visto ya está creciendo en mi vientre, todo irá bien. De lo
contrario, no habrá ningún lugar donde Kaan y yo podamos ocultarnos sin
que él nos encuentre. Nos perseguirá para hacernos pagar el sucio
deshonor que hemos causado a nuestras respectivas familias.

He decidido que este es el sacrificio que debo hacer por haber


encontrado un amor tan grande como el de mi mah y mi pah. Y que el mío
también debe terminar en tragedia y soportar la maldición que ha caído
sobre mi apellido.
Raeve
CAPÍTULO 82
Más fuego me recorre el abdomen, un camino abrasador que penetra en mi
piel, mis músculos, mis huesos y me llena los pulmones con el olor acre de
la carne quemada.
Me sobresalto en el frío banco de piedra con espasmos en los músculos.
Los grilletes me muerden la piel.
Otro grito amenaza con emerger entre mis dientes apretados, pero me niego
a liberarlo. Niego con la cabeza una y otra y otra vez mientras él me
pinta…, me pinta…, me llena de ronchas y ampollas.
—Sé que te duele… —La llama naranja de la punta del dedo del Rey
Carroñero hace que le brillen sus ojos pardos—. Pero el dolor te endurece,
Alondra de Fuego, y hace que sea muy estimulante verte pelear en la arena,
y a mis arcas les encanta. —Me rodea con su ropaje raído mientras veo su
coronilla huesuda sobresaliéndole de la cabeza como si fueran dedos
mutilados—. Recuerda… No serías tan maravillosa sin esto, sin mí.
He oído esas mismas palabras más veces de las que puedo contar con los
números que sé. Pero ¿qué lo hace tan especial como para hacerme daño
sin que yo pueda hacerle lo mismo?
Fallon me ha enseñado muchas cosas, palabras grandes y cosas del vasto
mundo que cuesta asimilar, pero, cuanto más aprendo, menos sentido tiene
esto. Y más ganas tengo de agarrar por el cuello al Rey Carroñero y
partírselo.
Creo que me gustaría. Así Fallon y yo podríamos escapar. Y ella podría
enseñarme las lunas al fin, las de verdad. No las que dibujamos en nuestro
techo.
También podría enseñarme las nubes coloridas de las que no deja de
hablar.
El Rey Carroñero susurra para que su llama se convierta en una bola que
me baja por la pierna y me chamusca hasta la punta de los dedos de los
pies. Se me contraen los músculos y contengo un grito con los ojos
clavados en la grieta del techo desde la cual su bestia observa envuelta en
las sombras… Siempre vigilando.
Siempre rugiendo.
Me imagino que mi dolor traspasa esa misma grieta y desaparece, se
esfuma antes de que le dé tiempo a echar raíces mientras tarareo una
melodía en mi cabeza, una canción lenta y tranquila que lleva conmigo
desde el principio.
—Muy pronto, me pondré mi corona de bronce y ya no será necesario que
vuelvas a sufrir. Ocuparé el trono que me pertenece y tú estarás a mi lado,
disfrutando de los botines de tus batallas.
Mientras más fuego se me desliza por la pantorrilla, pienso que hay algo de
lo que estoy total y absolutamente convencida:
No quiero sentarme a su lado. Ni ahora ni nunca.
—Mírame —gruñe sujetándome la mandíbula para girarme la cabeza.
Observo sus ojos oscuros. Por culpa de las quemaduras, me cuesta fijar la
mirada. Me vuelve la vista.
Se me nubla.
Me vuelve de nuevo.
Tendrá que parar en breve. Estoy a punto de desmayarme.
Con el ceño fruncido, se me queda contemplando; su mano huele a humo y
a carne quemada.
—¿Por qué no hablas nunca? Sé que la putilla que metí en tu celda te está
enseñando. A lo mejor también debería quemarla a ella, así te daría algo
por lo que gritar.
—Tócale un pelo y te abriré en canal y te sacaré las entrañas —le espeto
con voz fría y pétrea.
Descarnada.
Abre mucho los ojos y suelta una risilla grave que le sacude el pecho. Va
ganando intensidad hasta que termina echando la cabeza hacia atrás.
Una carcajada estentórea retumba por las paredes.
—Así me gusta —dice. Cuando clava los ojos en los míos, me doy cuenta de
mi error y se me detiene el corazón al percibir el destello cruel que brilla
en los suyos.
Invoca otra bola de fuego que me pasa por el muslo. Una abrasadora
quemadura me atraviesa capas de músculos que la hilvacarne tardará en
curar antes de que me toque pelear de nuevo.
Pero no es esa la razón por la que otro aullido amenaza con brotar de mi
garganta, ni por asomo.
—Mi Alondra de Fuego tiene voz —murmura invocando otra llamarada
sobre una mano, otra promesa de dolor que palidece en comparación con
el temor que ahora me asalta—. Solo debía encontrar la motivación
adecuada.

R a e v e…
R a e v e…

R a e v e…
—RAEVE.
Abro los ojos de pronto, con un grito a punto de brotar de mi pecho que
me niego a proferir.
Suelto aire entre dientes y me lleno los pulmones con respiraciones que
no consiguen ayudarme a desprenderme de la ardiente pesadilla que sigo
notando sobre mi piel ni del olor a humo y a carne quemada que me invade
la garganta.
Al enfocar la vista, veo los ojos de Kaan observándome con dureza,
enmarcados por unas pestañas negras y espesas y acompañados de un surco
de preocupación entre las cejas que me sobresalta.
Y me entran ganas de retorcerme.
Le doy un empujón en el pecho desnudo intentando que se quite de
encima de mí. Como ni siquiera se inmuta, lo empujo de nuevo, esta vez
liberando toda mi energía acumulada con forma de una palabra volcánica:
—¡Apártate!
Cuando por fin se hace a un lado, me da espacio para rodar por la cama y
ponerme de pie. Miro hacia el agujero del techo y me quito de la cara el
pelo mojado por el sudor.
«Ha sido un sueño… Ha sido solo un sueño».
—¿Qué es una Alondra de Fuego, Raeve?
«Mierda».
Salgo por la puerta y, cuando ya casi he bajado la mitad de las escaleras,
su marcado acento me ataca por la espalda.
—¿Qué es una puta Alondra de Fuego?
—No es asunto tuyo —le espeto dirigiéndome a la salida con la
necesidad de sumergirme en el agua y frotarme la piel para dejar de notar
esta sensación.
Los pasos fuertes de Kaan me persiguen por la jungla al tiempo que
avanzo en dirección a El Loff con el viento azotándome el pelo,
convirtiendo mis mechones en látigos negros. Cuando emerjo de la jungla y
llego a la orilla, veo el cielo cubierto de nubes oscuras atravesadas por unos
gruesos rayos de sol.
Al cabo de unas cuantas zancadas, el agua me llega ya hasta la cintura.
Pateo con los pies para hundirme bajo la superficie y me froto la cara, los
brazos y las piernas, dando rienda suelta al aullido que me quema la
garganta, creando una sucesión de burbujas que ascienden hasta la
superficie.
Unas manos firmes me agarran de los brazos y me impulsan hacia el
cielo.
Doy vueltas, atrapada por la atmósfera agitada de Kaan. Su rostro es una
máscara de destrucción y rabia y sus labios forman una línea fina.
Prisionera de sus brazos, el agua me salpica la espalda.
—¿Con quién estabas hablando?
—No vamos a mantener esa conversación —mascullo entre mechones de
pelo mojado que se me han pegado a la cara, intentando zafarme de sus
fuertes manos.
Me acerca tanto a él que apenas puedo respirar contra su agitado pecho y
me mira fijamente con unas llamaradas en los ojos que me prenden fuego.
—Me da la impresión de que crees que voy a pasar por alto todas las
pistas que lanzas sin querer solo porque me lo ordenes, pero eso era antes
de haber visto cómo te encogías como si te estuvieran torturando en un
sueño —gruñe con suficiente rotundidad como para dejarme sin aliento—.
Y, ahora, mi querida, espectacular e indignada Rayo de Luna, vamos a
intentarlo de nuevo: dime con quién estabas hablando.
Un estremecedor aullido sacude el cielo.
Los dos giramos la cabeza hacia el sur, en dirección al aleteo que emerge
del interior de una nube baja sobre la cumbre redondeada de la montaña.
Suenan cuernos: diez estallidos breves y agudos que surcan el aire.
Frunzo el ceño.
—¿Qué signi…?
Dos enormes fundefauces atraviesan la nube, ambos con sendas banderas
blancas en la punta de su cola emplumada. Sus jinetes lucen una armadura
plateada a juego con su silla de montar gris.
Se me detiene el corazón.
—¿Emisarios de La Sombra?
Kaan se queda inmóvil.
Callado.
Otro alarido cruza el cielo, seguido por las profundas notas de un cuerno
que me sacuden el cuerpo entero.
Una plumaluna perlada baja en picado atravesando la espesa capa de
nubes con una bandera blanca atada al tobillo ondeando al viento. Tiene las
alas hechas trizas, por lo que le cuesta impulsarse y no deja de tambalearse.
Me hierve la sangre al ver a la bestia volando en círculos sin dejar de
menear la cabeza. Abre mucho las fauces y emite otro gemido atronador.
Clavo los ojos en su preciosa piel brillante, surcada por ronchas y
ampollas…
Me quedo inmóvil. Se me contraen los pulmones y un dolor que no sabía
que tenía en el pecho aumenta…
Y aumenta.
La bestia cae en picado hacia la guarida de la ciudad y me da un vuelco
el corazón cuando veo la silla de montar atada sobre su piel y al jinete rubio
que va a lomos de la pobre dragona.
«Rekk Zharos…».
Kaan me coge por la nuca y me obliga a volverme hacia su pecho
húmedo para que aparte la vista de la plumaluna torturada, como si quisiera
protegerme de la espantosa escena. Pero ya está grabada a fuego en mi
cerebro como una ampolla que crece… y crece…
A punto de explotar.
Se oye otro grito de dolor y Kaan maldice por lo bajo. Todas las células
de mi cuerpo están intoxicadas con una rabia atroz. La visión se me nubla,
la mente se me entumece, una sierpe vengativa repta por mi pecho,
zigzagueando por entre mis costillas, embrujando mi corazón para que vaya
a un ritmo lento y constante.
La promesa de venganza me hormiguea en la punta de los dedos…
Voy a desollarlo, voy a sacarle los ojos, voy a arrancarle los dientes, uno
a uno, y también las uñas, sin prisa.
Ese desgraciado está muerto.
Me aparto de Kaan y echo a correr por el agua. El mundo que me rodea
se desvanece y apenas noto la maleza crujiendo bajo mis pies descalzos,
apenas noto los escalones de piedra mientras subo hacia nuestra habitación,
solo oigo un chillido lejano a mi espalda que a duras penas me llega a la
conciencia.
Lo único que existe es el ansia de mancharme las manos con la sangre de
Rekk. Lo único que importa es saber cómo va a ocurrir exactamente. Como
si estuviera ante un banquete de diez platos, cada uno de ellos con
numerosos ingredientes presentados de forma preciosa.
Cojo mi túnica fina resistente al sol, meto los brazos por las mangas y me
abrocho el cinturón. Levanto la cama en busca del arsenal de armas que
compré en La Pluma Rizada y me coloco la cartuchera y las dos fundas.
Después, cojo la fila de puñales que había guardado con esmero al tiempo
que imagino cómo voy a clavar en la carne de Rekk cada una de las hojas.
Voy a la velocidad del rayo llenándome las fundas, un puñal tras otro,
mientras visualizo cómo se las hundo en la mandíbula a Rekk.
En su oreja.
Cómo lo rajo de la barbilla al ombligo.
Es una mancha en el mundo y lo voy a exterminar.
Despacio.
Dolorosamente.
Me calzo las botas, me las ato con fuerza y remeto puñales por los lados.
Luego, me dirijo hacia la puerta, pero el suelo tiembla, y esa es la única
advertencia que recibo antes de que una piedra enorme caiga sobre la
entrada, sellando mi huida. En la habitación, entra una ráfaga de viento
directa desde el exterior.
Con el ceño fruncido, alzo la vista al techo, donde el escarpado agujero
permite la entrada de un rayo de luz, que incide sobre mi camastro, al que
acabo de dar la vuelta. Una vez más, miro la piedra caída. Las preciosas
imágenes talladas con esmero en la superficie se han agrietado y unos
fragmentos pequeños se han desparramado por el suelo.
Dirijo la atención a Kaan, que se encuentra a los pies de la cama,
observándome con mirada sombría cruzado de brazos.
—Has roto mi pared.
—Nuestra pared —masculla—. De alguna manera tenía que llamar tu
atención. —Baja la vista a mi pecho y muslos y, luego, me mira a la cara—.
¿Qué estás haciendo?
Me observo el cuerpo, que casi parece cubierto de plumas con la cantidad
de puñales que me he enfundado. La mayoría de ellos apenas recuerdo
haberlos blandido.
—Me voy de caza —respondo alzando los ojos y clavándolos en los
pozos oscuros que forman los suyos—. Cualquiera que trate de ese modo a
un animal merece que lo despellejen, sin remordimientos. Y, ahora, mueve
la piedra. —Transcurren unos instantes antes de que recuerde mis modales
—. Por favor.
Podría intentar moverla yo misma, pero es más que probable que termine
liándola más. No me interesa quedar como una idiota delante del rey de La
Llama, conocido en el mundo entero por construir ciudades o aplastarlas
con unas cuantas palabras bien escogidas.
No, gracias.
Se hace un silencio demasiado inquietante hasta que lo rompe Kaan:
—Lleva una bandera blanca, Rayo de Luna.
—Yo lo arreglo. —Me saco un puñal de la bandolera y me lo paso entre
los dedos—. La usaré para limpiar su sangre cuando haya acabado. Para
cuando termine, será roja.
«Roja, como el pelo de Essi. Roja, como el color de las heridas de su
bestia. Roja, como la sangre que me arrancó a latigazos».
Kaan me observa con precisión felina, como si estuviera analizando un
campo de batalla, intentando averiguar cuál es el mejor ángulo por el que
atacar.
—Si ese jinete termina muerto en mi reino, se desatará una guerra con
quienquiera que lo haya contratado.
El corazón empieza a latirme desbocado y contraigo el labio superior
para enseñarle los colmillos.
—Quien haya contratado a ese monstruo también merece morir.
Igual de despacio.
Igual de dolorosamente.
—Estoy de acuerdo, pero este no es el momento para ello. Viaja con dos
emisarios de La Sombra que no han mostrado la misma crueldad con sus
fundefauces. ¿A ellos también los vas a matar? —me pregunta ladeando la
cabeza—. Porque, si no lo haces, se correrá la voz de que un emisario ha
sido asesinado en La Llama, y esa será la excusa perfecta para que mis
hermanos desplieguen sus ejércitos por las llanuras Boltánicas y me
declaren una guerra que llevan mucho tiempo deseando, desde que yo maté
a nuestro pah.
Abro la boca y la cierro de nuevo. Luego, aprieto los puños con tanta
fuerza que el mango de mi puñal de hierro se me clava en la palma.
—¿Qué quieres que haga, pues?
Su expresión se suaviza, aunque supongo que la mía hace lo contrario.
—Por mucho que odie decirlo —dice demasiado lento, con demasiado
sosiego—, necesito que bajes las armas. Ahora, me iré a hablar con los
jinetes, y me enteraré de qué quieren.
Rechino las muelas, paladeando el sabor de la sangre mientras la energía
que me hierve bajo la piel amenaza con abrirme en canal.
—¿No lo vas a matar?
«Como me arrebate esta muerte, seré tan insufrible que va a tener que
eliminarme del mundo».
—No —niega con voz arrepentida—. Lo sien…
—¿Me prometes que no lo vas a matar?
Una línea muy débil se forma entre sus cejas.
—Te… prometo que no voy a matar a ese hombre. Te doy mi palabra.
«Vale».
Asiento y me guardo el puñal en la funda. La sed de sangre que me
hierve en las venas se calma hasta convertirse en un fuego lento.
«Sé dónde se encuentra. Podré ir a por él en cuanto se marche».
Esa reconfortante idea calma el hormigueo que siento en la punta de los
dedos, aunque solo ligeramente.
Me doy la vuelta y empiezo a desenfundar los puñales para volver a
colocarlos en la base de piedra del camastro. Me quito las cartucheras y me
desabrocho las fundas.
—¿Puedo fiarme de que te quedarás aquí, Raeve?
Lo miro por encima del hombro. Kaan no se ha movido y sigue
observándome con una mirada feroz.
—No voy a ir a matarlo en tu reino, Kaan. Ahora que me lo has
explicado, no voy a poner en peligro a tu pueblo. Te lo prometo.
—No has contestado a mi pregunta.
«Ya lo sé».
Doy media vuelta y me cruzo de brazos, como él, mirándolo a los ojos.
La tensión que nos envuelve es casi lo bastante palpable como para hacer
temblar la tierra.
Abre la boca dos veces para decir algo, pero termina cerrándola. Al final,
chasquea la lengua, recoge del suelo su túnica de El Gran Flurrt, coge su
corona y pronuncia una poderosa orden que aparta el pesado fragmento de
piedra.
Sin mediar palabra ni mirar en mi dirección, se marcha.
Kaan
CAPÍTULO 83
Seguido por seis guardias armados, avanzo por el pasillo de la Fortaleza
entre rayos de sol, donde reina un silencio sepulcral.
—¿La guarida número veintisiete?
—Sí, majestad. Los otros emisarios están instalados en la plataforma
doce. Ya han desmontado y están vigilados por un guardia con abalorio
hasta que estéis listo para recibirlos. Pero la plumaluna se ha desplomado en
la primera zona de sombra que ha encontrado y no ha obedecido a los
cuidadores.
—Bueno, no la culpo —mascullo doblando un recodo, a punto de
chocarnos con otros dos soldados, que apoyan la espalda en la pared y se
dan un golpe en el pecho con el puño.
—Hagh, aten dah.
—¿Habéis averiguado el nombre del jinete de la plumaluna?
—Rekk Zharos, majestad. —Paso la vista a la izquierda, a Brun, que me
mira con ojos pétreos—. Un cazarrecompensas. Es muy conocido en los
reinos del sur.
—Ya, he oído hablar de él.
Sé de buena tinta que Raeve le arrancó de un mordisco la punta de un
dedo. Ojalá le hubiera cortado el cuello, ya que estaba. En función de la
reacción que ha tenido al verlo, me da que ella piensa más o menos lo
mismo.
—¿Alguien lleva grilletes de hierro?
—Yo —exclama Colet, a mi derecha.
«Estupendo».
Otro rugido espeluznante sacude la Fortaleza, minando mi autocontrol.
Aprieto los dientes, acelero el paso y subo las escaleras a toda prisa. Los
dos guardias que custodian las puertas del piso superior las abren de par en
par cuando nos ven; al otro lado, se encuentra una extensión de piedra lo
bastante grande como para que casi cualquier bestia aterrice, con algún que
otro matojo cobrizo brotando de las grietas.
Es una de las primeras guaridas, algo aislada, lejos del resto.
Casi nunca se usa.
Levanto la vista hacia la enorme plataforma de aterrizaje, que tiene forma
de riñón, situada en un desfiladero escarpado. Al este, se encuentra la
entrada de la guarida, bañada en luz del sol, mientras que la otra mitad está
cubierta de sombras, ocupada en estos instantes por la temblorosa
plumaluna de Rekk, que golpea la piedra huyendo del sol sin que su jinete
haya desmontado.
No me sorprende que esté angustiada. Y asustada.
Como las nubes de tormenta se han disipado enseguida, hace un calor
denso y húmedo que esta criatura no es capaz de soportar, por lo que es
absurdo esperar que el sol vaya a dejarla cruzar sin problemas la entrada de
la guarida, al otro lado.
—Por todos los Creadores —mascullo al ver a la criatura.
Lleva una máscara negra en la cara que le oculta los ojos y la protege del
sol, pero no le hace nada en el resto del cuerpo. Tiene la piel llena de
ampollas y ronchas, heridas de quemaduras de las que emanan sangre y pus,
que manchan la piedra mientras se hace un ovillo.
Una postura que me recuerda demasiado a Slátra, solidificada en esa
misma posición debajo de mi habitación.
El corazón se me acelera al ver sus alas destrozadas, que apenas parecen
capaces de alzar el vuelo, y me pregunto cómo ha logrado llegar hasta aquí.
Los cuidadores de las guaridas se acercan a la bestia herida y le gritan
órdenes para que abandone las sombras y entre en la guarida. La dragona
barre el suelo con su sedosa cola, amenazando con arrojarlos por el
acantilado; algunos se apartan justo a tiempo de evitar una caída mortal.
—Beuid eh vobanth ahn… defun dah! —le grita Rekk a Bulder. Un
sobrecogedor temblor crea una red de grietas finas en la piedra, justo debajo
de su bestia. Está intentando obligar a la pobre criatura a salir de la zona
sombría.
En lugar de escabullirse del terreno inestable, la atormentada plumaluna
se hace un ovillo más tenso aún y está a punto de tirar a Rekk al acantilado
que tiene a su espalda con sus esfuerzos por evitar el sol.
Rekk arruga la frente y clava las espuelas de sus botas en unos agujeros
sangrientos junto a la montura.
—¡Muévete, zorra asquerosa!
La plumaluna yergue la cabeza y suelta otro lamento que me desgarra el
puto corazón.
—Esperad aquí —les digo a mis soldados echando a andar…
Oigo un aleteo en el aire mientras siento en el pecho una rabia inmensa y
más agresiva que cae en forma de cascada sobre el lago de mi cólera.
A una distancia segura para que no me alcance el frenético movimiento
de la cola de la plumaluna, les pido a los cuidadores que se marchen y me
coloco en el campo de visión de Rekk, con los brazos cruzados para ocultar
mis puños apretados.
Me mira a los ojos y abre la boca para hablar de nuevo, con los tendones
del cuello en tensión por el esfuerzo que supone dar forma al lenguaje de
Bulder…
—Hazlo, crea otra grieta en mi tierra. Estaré encantado de llenarla con
tus restos.
Aprieta los dientes con fuerza y curva la comisura de los labios. Suelta
una carcajada lenta y aterradora que se interrumpe tan pronto como Rygun
hace acto de presencia.
Sus gigantescas alas ondean en el aire mientras revolotea sobre la
plataforma de aterrizaje, irradiando una fuerza descomunal. Todo su cuerpo
es puro músculo en movimiento, a excepción de su cabeza espinosa. De las
fosas nasales abiertas, le salen columnas de humo y mira con sus ardientes
ojos entornados a Rekk, que ahora está paralizado; comparada con mi
enorme siegasable, su plumaluna es muy pequeña y delicada, está herida y
atada.
Esta profiere otro agónico lamento, más suave que el anterior.
Más áspero.
Rygun suelta un profundo rugido y contrae los labios, dejando ver unas
llamas titilantes por entre los agujeros que le separan los dientes. Su deseo
de abalanzarse sobre Rekk y arrancarlo de la silla de montar se extiende a
través de nuestro vínculo y hace que todos los músculos de mi cuerpo
parezcan en guerra consigo mismos.
—¡Ordénale a tu bestia que se aparte! —exige Rekk a voz en grito
lanzándome una mirada asustada con la que me deleito demasiado. Saboreo
el humo, además del dulce néctar de su miedo.
—Aleja las botas de la piel de la plumaluna, baja de la silla y me lo
pensaré.
—Hijo de puta imperial —masculla, seguramente porque cree que no lo
oigo. Es como un niño que tiene un berrinche si le dicen lo que tiene que
hacer.
Sus palabras son polvo bajo mis botas, pero sus acciones son unas
malditas piedras.
Una vez más, clavo los ojos en las heridas abiertas de la plumaluna.
—Como ordene su alteza imperial —dice Rekk. Acto seguido, pasa una
pierna por encima de la silla y baja el corto tramo de cuerda, con un látigo
negro atado a la cintura y los ojos fijos en mi dragón mientras se acerca a
mí. En un impresionante arrebato de energía, la plumaluna echa la cabeza
hacia delante y pega una dentellada a poquísima distancia de los talones de
Rekk.
El hombre susurra unas cuantas palabras, se aparta y se lleva la mano al
látigo…
—Azota a la dragona y te ataré a un poste y te haré pedazos a latigazos
—le reprendo.
—Ya van dos amenazas y ni un saludo formal. —Detiene la mano en el
mango del látigo—. Llevo una bandera blanca, majestad.
Siento la tentación de metérsela por el culo y entregárselo a Raeve, pero
me toca pensar en el reino.
En las normas.
—Soy consciente, pero en este reino no se consiente la crueldad animal.
Has destrozado tu vínculo con la bestia. Es culpa tuya.
—Pues tendré que recuperarlo luego a base de golpes —masculla
cabreado lanzando otra mirada fulminante a la criatura enroscada.
Es estúpido si cree que voy a permitírselo.
—Ordénales a tus adiestradores que vuelvan aquí y trasladen a Líri hasta
la guarida para que pueda beber y comer —manda Rekk con un tono
imperial que me hace arquear una ceja—. También precisaré de los
servicios de tu hilvacarne para coserle las alas.
Desplazo la vista hacia la luminosa bestia, herida y enrojecida, con la
cabeza oculta debajo del ala destrozada. Parece estar a unos instantes de
solidificarse justo aquí, en la plataforma de aterrizaje.
Rygun sigue mirando con maldad a Rekk sin dejar de soltar humo por la
nariz, irradiando una súplica descomunal que pasa de su pecho al mío.
Una palabra y se abalanzará sobre el cazarrecompensas. Y lo aplastará
hasta hacerlo papilla.
Nunca he tenido que hacer tal esfuerzo para contenerme.
—Pediré que un carro le acerque algo de comida y de bebida hasta que
me traigan a alguien con abalorio azul lo bastante fuerte como para invocar
una nube —le suelto mientras él abre un saquito de piel con unos cuantos
palos de fumar—. Y también llamaré a la hilvacarne. Por desgracia, ha
asistido a las celebraciones de El Gran Flurrt en un pueblo cercano, así que
tardará algo de tiempo en llegar hasta aquí.
«No es verdad. Bhea está fuera, pero Agni no. Mandaré a alguien que la
despierte en cuanto me marche de esta plataforma de aterrizaje, pero él no
tiene por qué saberlo».
—Por cómo se aovilla, dudo de que la plumaluna tenga tiempo que
perder, pero haremos lo que podamos por ella. Intentaremos que esté lo más
cómoda posible.
Rekk resopla y me fulmina con la mirada desde debajo de sus cejas
pálidas al tiempo que coge un palo de fumar de su buena colección y se lo
lleva a la boca.
—¿Y a mí de qué me sirve esa puta mierda de solución? —murmura con
el pergamino enrollado en los labios.
No le contesto.
—¿Qué se supone que voy a hacer? —pregunta alzando las manos, como
si fuera culpa mía que se encontrase en esa situación.
—Cuando debas marcharte, mandaré que un peregrino te lleve a La
Bruma —le espeto—. Puedes ir a Bhoggith a buscar una bestia más
adecuada para tus… necesidades.
—Muy bien —masculla volviendo la vista a la pobre criatura temblorosa,
que se queda paralizada y le gruñe—. Ahora es tu problema. Es una inútil
salvaje y estúpida que da más problemas que otra cosa. Yo te aconsejo que
la despedaces y la aboques a tus comederos.
—Tu consejo es tan útil para mí como una mancha de mierda de colk en
la bota —repongo inexpresivo.
Tras soltar una especie de carcajada, Rekk ladea la cabeza; sus marcados
rasgos resultan aún más duros en este terreno rojizo.
Mirándome con una ceja arqueada, se guarda el saco de piel en el bolsillo
y saca un vial elemental para prender fuego a la punta del palo. Le pega una
buena calada y suelta una columna de humo que le envuelve la cara.
—¿Vas a llamar a tu bestia para que me deje en paz o pasaré a la historia
como el hombre que propició la guerra entre La Sombra y La Llama?
«Conque Tyroth lo ha contratado… Interesante».
—Hach te nei, Rygun.
Mi dragón niega con la cabeza; su desagrado fluye por nuestro vínculo
como un río de lava. Suelta una dentellada al aire, ruge y bate las alas con
tanta fuerza que levanta un vendaval de tierra y humo en la plataforma.
Se eleva trazando un arco ancho mientras fulmina a Rekk con la mirada,
profiere otro estridente rugido y desaparece de nuestra vista.
Rekk se pone el palito en los labios, inhala y exhala un poco de humo en
mi dirección.
—Qué agradable.
—Debes de tener agallas para presentarte en mi reino con una plumaluna
sin llevar a nadie con abalorio azul. —Entorno los ojos.
El tono de mi voz dice todo lo que mis palabras no: si su bestia no
ondease una bandera blanca raída, lo ataría a él a un poste de madera en el
paseo marítimo y dejaría que el sol le hiciera ampollas y ronchas en la piel
hasta que se le cayese de los huesos. Y entonces dejaría suelta a Raeve, me
acomodaría en el escenario central y contemplaría cómo se ensaña con lo
que quede del malnacido antes de que le corte la cabeza y se la dé a Rygun
como aperitivo.
Se encoge de hombros.
—Líri no es lo bastante grande como para soportar a dos jinetes y, como
se avecinaba El Gran Flurrt, la mayor parte de la bandada de Gore se había
marchado —dice con una sonrisa mordaz, y da otra calada.
En otras palabras, no ha tenido paciencia para esperar. Ha interpuesto sus
antojos al bienestar de su bestia con la esperanza de que nosotros
arregláramos el desaguisado al llegar aquí.
Se me tensan los músculos y los tendones al tiempo que contengo las
ganas de abalanzarme sobre él y arrancarle la cabeza de los hombros; a la
mierda con las promesas y las guerras.
Cuando pega otra calada, veo que lleva la otra mano enguantada.
—Así que es cierto. —La señalo con la barbilla.
—¿El qué?
—Que un miembro de los Ath te arrancó medio dedo de un mordisco.
—Pues sí. Todavía no he encontrado a un runi con el talento suficiente
como para reparar el daño. —Se quita el guante y alardea de muñón rojizo,
que inspecciona desde todos los ángulos—. Ella también era una inútil
salvaje y estúpida.
Aprieto tan fuerte los puños que me crujo los nudillos.
—Tengo entendido que tu bestia se encontraba cerca cuando la
ejecutaron —continúa—, que expulsó a un par de fundefauces para
arrancarla del poste. —Me mira con los ojos entrecerrados, helándome
hasta los huesos.
Se me revuelven las tripas al pensar que este gilipollas tiene alguna
noción, por pequeña que sea, de lo que ocurrió en el coliseo.
—Le dio por asistir. No culpes a la bestia de que le guste el sabor de la
carne feérica —miento con una sonrisa amenazante.
—Ah.
—Dime una cosa, Rekk Zharos. ¿Por qué motivos has venido a manchar
mi tierra con tu presencia?
—Estoy buscando a alguien. —Ladea la cabeza y vuelve a fumar del palo
—. La princesa desapareció justo después de su ordenación. Su pah me ha
encargado encontrarla.
Casi me echo a reír.
«Cómo no».
Todo el mundo sabe que este hombre lleva siguiendo a Kyzari como una
sombra desde hace muchas fases, desesperado por conseguir su cariño. Solo
Tyroth se aprovecharía de eso para encontrar a su querida hija, que no deja
de escaparse de la jaula en la que la tiene retenida desde hace demasiado
tiempo.
—Bueno —mascullo—, ten en cuenta que, si fuera mi hija, haría todo
cuanto estuviera en mi mano para mantenerla bien alejada de hombres
como tú.
Suelta un resoplido y pega otra calada, lanzando la ceniza al suelo.
—Me cansa hablar contigo. ¿Y si te vas a tus aposentos a lavarte la polla
para quitarte el olor de la zorra a la que te estabas tirando mientras yo me
doy una vuelta por la ciudad?
Sopeso las consecuencias de arrancarle solamente un ojo. Supongo que
podría encontrar algún vacío político para hacerlo, pero lidiar con Raeve
sería otra historia…
Creo que estaría decepcionada conmigo, y eso es lo último que quiero.
—Busca tanto como desees, aquí no vas a encontrar a Kyzari. Y no vas a
registrar mi ciudad sin grillete de hierro o una escolta —digo señalando a
mis guardias, apostados en la entrada de la Fortaleza Imperial, todos ellos
con abalorios rojos, transparentes o marrones en la barba o el pelo—. Yo
también te acompañaré. Seguro que lo entiendes.
—Por supuesto —musita. Lanza el palo al suelo, cuyas ascuas silban
como una sierpe moribunda, y lo aplasto con el talón—. ¿Y mis alforjas?
—Las bajarán y las llevarán a tus aposentos, donde permanecerás bajo
vigilancia durante todo el tiempo que ensucies mi reino con tu pútrida
presencia.
Extiende las manos y muestra una sonrisa sádica cuando Colet se acerca
con los grilletes y le ata las muñecas.
—¿Es un honor que otorgas a todos los que visitan tu Fortaleza?
Le devuelvo la sonrisa y le enseño los colmillos.
—Solo a aquellos que detesto.
Raeve
CAPÍTULO 84
Camino en semicírculos alrededor del jergón, apretando los puños y
abriendo las manos. Apretándolos de nuevo. Noto la energía golpeándome
por dentro como si fuera un látigo con puntas metálicas, minando mi
determinación con cada porrazo.
Muevo el cuello de un lado a otro. Me paso las manos por la cara, por el
pelo.
Bandera blanca.
Bandera blanca.
Una puta bandera blanca.
Otro alarido me rompe el corazón, mezclándose con un destello.
Una visión me asalta como si fuera un golpe en el cerebro:

Piel pálida con ampollas. Alas destrozadas. Ojos blancos


ciegos…

Suelto un profundo gruñido.


Me encuentro en la jungla antes de que pueda procesar siquiera mis
pensamientos. Salto el muro de piedra antes de darme cuenta de la soga que
llevo al cuello. Solo soy totalmente consciente del peso que tengo en el
pecho, aplastándome las costillas, cuando echo a correr por el paseo
marítimo.
La ciudad está durmiendo, así que me quedo pensando en la hora que es
mientras recorro un camino que pasa entre casas de piedra rojiza cubiertas
de plantas de color bronce, cuyas flores negras se mecen con el viento y
miran a los rayos de sol que me bañan la espalda.
Rygun vuela por los aires dando vueltas sin alejarse demasiado del lejano
saliente donde he visto que se precipitaba la plumaluna herida.
«Nunca lo había visto actuar de esta forma…».
La tierra se vuelve irregular bajo mis botas conforme gano altitud,
respirando entrecortadamente un aire húmedo y dulzón, rumbo al
precipicio.
Un callejón sin salida.
Me desato las botas, las escondo detrás de un arbusto cerca de una de las
casas de las rocas y apoyo las manos en la piedra mirando hacia arriba,
hacia el desfiladero. Rygun traza otra vuelta por encima de la plataforma de
aterrizaje, casi como si la estuviera protegiendo.
Frunzo el ceño y meto los dedos en las grietas. Encuentro un punto de
apoyo para los pies y me impulso para ascender. Escalo con los dientes
apretados mientras el viento me revuelve el pelo y juega con mi túnica,
moviéndome con rapidez y agilidad.
Con gracia y determinación.
Otro lamento doloroso pasa al olvido y se entremezcla con un nuevo
destello cegador:

Estoy encima de una bestia alada colorida volando por el cielo,


envuelta en un calor opresivo y profiriendo gritos que me dejan
la garganta en carne viva.
Una plumaluna ensangrentada, con la piel llena de ampollas,
surca los aires detrás de mí, siguiendo mi estela, mientras
despide rayos dorados por sus enormes ojos brillantes, que no
estaban hechos para mirar al sol. Ojos que han perdido su
fulgor y que ahora son de un gris oscuro.
De un gris claro.
Más pálido…

La visión me parte el pecho por la mitad, llegando a mi corazón y


haciéndolo pedazos.
Me resbalo, pero consigo agarrarme a la raíz de un árbol que sobresale
por el acantilado.
Aquí colgando, no consigo borrar el recuerdo y la soga que llevo al
cuello me aprieta más.
Y más.
El entorno parece absorber toda la luz y lo que he visto me golpea el
cerebro como los rayos ardientes del sol.
Una sombra gigantesca ruge cayendo en picado a mi lado, lanzándome
una ráfaga de viento a la cara.
Suelto un jadeo tembloroso y por fin consigo clavar los ojos en mis pies,
que me cuelgan, y en la ciudad, que se encuentra abajo del todo. Parpadeo
para quitarme de encima la imagen borrosa de la visión y se me desboca el
corazón al estimar la posible caída, que espera para arrastrarme a su vacío
mortal.
«Joder».
Una vez más, Rygun pasa volando junto al acantilado. La punta espinosa
de su gigantesca ala parte el aire tan cerca de mí que sé que no es un
accidente.
—¡Deja de preocuparte! —grito en su dirección. Alzo la cabeza y, al ver
que estoy agarrada a una raíz que se desprende, balbuceo—: Estoy bien…
Palpo la superficie con la mano temblorosa y consigo agarrarme al
desfiladero con los dedos a la vez que encuentro un punto de apoyo para los
pies y transfiero mi peso a la piedra mientras lanzo la dolorosa imagen a la
orilla de mi lago helado; ya me ocuparé de ella más tarde.
Cuando no esté escalando un acantilado.
En cuanto me afianzo en la piedra, suelto la raíz y prosigo con el ascenso.
Cuando llego arriba del todo, paso un brazo por el saliente rocoso, planto
una mano en la plataforma de aterrizaje y me impulso con los ojos fijos en
la sombría entrada de la guarida, que queda a mi izquierda. Una vez consigo
subir el cuerpo entero, vuelvo la vista: Rygun sigue dando vueltas en el
cielo, observando la escena desde lejos.
Preocupándose desde lejos.
Con un suspiro, avanzo a gatas hacia la guarida y me detengo al ver una
máscara de malla negra lo bastante grande como para que pertenezca a un
dragón. Está rota, como si una garra la hubiera destrozado.
Me pongo en cuclillas y paso los dedos por la fina tela, que se parece
bastante al tejido con el que Kaan me indicó que me tapase la cara para
volar sobre Rygun.
Un escalofrío me sube por la columna y noto algo dentro de mí.
Me quedo quieta.
Doy media vuelta.
Se me hiela la sangre al ver a la plumaluna aovillada temblando en la
sombra de la otra punta de la zona de aterrizaje, emitiendo una luz tenue.
Estoy a punto de soltar un gemido de pena desde lo más profundo de mi
ser al observar la piel de la dragona plagada de ronchas, la carne
despellejada que le cuelga de las patas traseras y unos enormes agujeros de
quemaduras en sus elegantes y resplandecientes alas.
A través de uno de esos agujeros, me observa con un ojo centelleante,
arrebatándome el aliento y tocando mi endurecida fibra sensible.
El tajo del pecho se me ensancha y se me forma un nudo en la garganta
que me impide respirar al examinar a la criatura herida, que mide una cuarta
parte que la luna de Slátra, y ver el agujero que tiene debajo de la montura y
el reguero de sangre que mana de una herida profunda.
Las rodillas amenazan con fallarme. Mi burbujeante rabia da paso a una
fría tristeza que me envuelve, helándome hasta el alma.
Han dejado un carretón con carne desmenuzada cerca de la dragona, pero
no parece haberla tocado. Lo mismo ocurre con un bebedero de cobre, que
sigue lleno hasta los topes y su superficie se llena de ondas con cada aliento
de la criatura.
Un estruendo desgarra el cielo y aspiro el dulce olor a lluvia inminente.
En ese momento, una gota pasa junto a mi oreja y cae en el suelo.
«El cielo llora por ti…».
—Yo también tengo —susurro, y la plumaluna parpadea.
Me trago el creciente nudo de mi garganta y observo sus cicatrices dando
un paso adelante.
Y otro.
—No puedes ver las mías —farfullo mientras avanzo sobre la red de
grietas del suelo—. Ya no se ven.
Libero mi verdad como si fuera un esqueleto que he desenterrado de la
orilla de mi lago helado y arrojado en la piedra al lado de esta bella criatura
destrozada.
Me atrevo a dar otro paso hacia la bestia temblorosa.
Y otro.
—El dolor… no desaparece nunca. Da igual lo mucho que finjas.
Se me quiebra la voz con la última palabra. Los recuerdos de mi propia
carne ardiendo se me meten por la nariz y me embarran los pulmones. Me
revuelven las tripas, provocándome una oleada de náuseas.
—Pensaba que los Creadores me castigaban por algo.
Me aproximo, con más gotas de lluvia cayendo en mis hombros y
mojándome la piel, mientras rememoro la visión que me ha asaltado al subir
por el precipicio, que casi me causa la muerte. Es un puñal afilado clavado
en mi pecho y, al zambullirme en mis adentros, cojo el recuerdo de la orilla
de obsidiana y lo coloco donde debería estar.
En mi corazón, donde siempre pueda sentirlo.
Siempre.
—Creo que a lo mejor es verdad —sollozo pese al nudo de la garganta,
que crece más y más con cada paso vacilante que doy hacia la criatura, que
sigue observándome, como si estuviera analizándome, sopesando mis
palabras y mis acciones. Olisquea el aire, quizá llenándose los pulmones
con mi aroma—. Creo que hace muchas fases le fallé a mi plumaluna Slátra
—reconozco con una certeza descorazonadora, como si por fin me hubiera
arrancado una astilla de la mano que me inflamaba la carne.
Infectada.
Reconocerlo… me sienta bien.
Me sienta increíblemente bien.
Otra lágrima me cae por la mejilla mientras el cielo sigue llorando. Me
aproximo lo suficiente a la bestia temblorosa como para ponerle la mano
sobre una zona de piel fría donde no tiene ninguna herida…
Noto algo en la espalda, como si me hubieran arrancado los huesos y
azotado la piedra con ellos y, luego, me los hubiesen vuelto a meter en el
cuerpo.
Un frío intenso y penetrante que… se parece a mi hogar.
La criatura pestañea y, entonces, nace una verdad en mi interior, profunda
y anhelante.
Vulnerable.
Una verdad que es tan espantosa como repentina.
—Creo que tú y yo estábamos destinadas a encontrarnos —susurro
contemplando los brillantes ojos de la plumaluna mientras otra lágrima me
recorre la mejilla. Es como si una promesa se introdujera en mi corazón
encallecido a modo de espina y me obligara a erguir la espalda. Y reforzara
mis huesos.
Y mi determinación.
Como si un sol de hielo saliese en el horizonte de mi pecho y me llenase
los pulmones con la primera bocanada de aire completa que tomo desde que
me desperté en esta extraña y desconocida realidad llena de dolor.
—Nadie volverá a hacerte daño.
Raeve
CAPÍTULO 85
Apenas entra luz por la boca de la cueva. La tormenta sacude el cielo
fuera, aullando contra el estrépito. Unas nubes espesas tapan el sol durante
tiempo suficiente como para que tres cuidadores me ayuden a convencer a
la plumaluna de que se adentre en la guarida.
Me han dicho que se llama Líri y que está a punto de entrar en la
adolescencia, a juzgar por la longitud de los mechones que salen de sus
carrillos, pero que es muy pequeña para la edad que tiene. Y aovillada en el
medio de la alta cueva, sin duda lo parece. Un círculo delicado de runas
entrelazadas nos rodea, creando así un entorno fresco en el que cada suave
palabra que canto sale acompañada de un vaho blanquecino.
Paso la mano por la pronunciada curva de la nariz de Líri. El frío que
desprende su piel me tranquiliza.
La dragona suelta un aliento gélido sobre mi pierna mientras sus
párpados amenazan con ocultar sus brillantes ojos. Desplazo la vista de ella
a la hilvacarne de la Fortaleza Imperial.
—Esta va a doler —anuncia Agni. Sus palabras suenan amortiguadas
detrás del grueso tejido de punto que le rodea la cabeza para proporcionarle
calor.
Está agachada junto a una de las alas medio extendidas de Líri, dibujando
un camino de runas alrededor de un agujero en la membrana más grande,
bañada por el resplandor que emite la propia dragona.
Me lanza una mirada vacilante.
—Es un punto delicado y el desgarrón es…
—Enorme.
—Sí. Es mucha carne que curar con una sola gama de runas, pero no
quería tener que repetir el proceso en este punto, así que… vamos a ello.
Alargo el brazo hacia atrás para coger unas briznas de hierba ghorsi y
parto unos cuantos de los tallos para liberar el olor sedante. Los dejo sobre
mi muslo justo delante de la fosa nasal izquierda de Líri, le froto un poco
entre los ojos y le dirijo a Agni un breve asentimiento.
La hilvacarne hunde la afilada punta de su palo de grabado en un tarro
con la mirada fija en Líri, agacha la cabeza y empieza a trazar las runas.
La dragona abre ligeramente los ojos y contrae el labio superior, dejando
a la vista una hilera de colmillos afilados mientras observa a Agni con los
músculos y los largos tendones de su cuello desgarbado tensados, como si
estuviera decidiendo si girar la cabeza y soltar una dentellada.
Agni se detiene con la vista clavada en la criatura, que no deja de gruñir.
—Hais te na veil de nel, Líri. —Arranco más briznas de hierba ghorsi y
me unto las manos con el líquido lechoso para acariciar la nariz de la
dragona—. Hais te na veil… catkin de nei.
Líri ensancha las fosas nasales, afloja los músculos y su labio superior
deja de temblar. Suelta un aliento frío sobre mí y doy la señal para
proseguir.
—¿Hablas la lengua del sur? —me pregunta Agni retomando la tediosa
labor.
Sin dejar de frotarle la nariz a Líri con una mano, levanto la vista.
—No que yo sepa.
—Es lo que acabas de hablar ahora mismo. —Me mira—. Mi mah era
emisaria. Tenía que estar familiarizada con esa lengua porque la gente del
sur de la muralla decide no hablar ningún otro idioma más que el suyo,
sobre todo en algunas comunidades al sur de Arithia.
«Vaya».
No había analizado las palabras que brotaban entre mis labios, me
limitaba a pronunciarlas.
—¿La he hablado con fluidez?
Agni asiente, hace una pausa para mojar de nuevo el palo de grabado en
la tintura y me dedica una sonrisa afable.
—Como si la hablaras habitualmente. ¿Has pasado mucho tiempo en La
Sombra? Que tú recuerdes.
«Que tú recuerdes».
Mis pensamientos bajan las escaleras sinuosas que hay debajo de la
habitación de Kaan en dirección a la cueva que contiene una tumba gélida y
luminosa, cuyo peso noto de pronto bajo las costillas.
Y me abruma.
Dejo que el silencio se prolongue entre las dos y parto más hierba ghorsi
para seguir acariciando la nariz de Líri. Agni se aclara la garganta y sigue
dibujando las runas; por lo visto, le pesan tanto los párpados como a su
paciente.
No me sorprende. Lleva trabajando sin parar desde que llegó, hace casi
un ciclo auroral, durante el cual ninguna de las dos ha dormido ni comido
apenas. La tormenta no ha parado en ningún momento, surcando el
firmamento con rayos y rugiendo como una bestia enjaulada, como si
Rayne estuviera desbordada por una rabia desmedida. En el interior de mi
pecho, se desata una tormenta parecida.
Pero me contengo.
Y aguardo con paciencia, aunque me duela y sea atípico en mí.
Un estruendo espectacular sacude la cueva, sacude el aire mismo que
respiramos mientras Agni termina de dibujar un círculo. Levanta las manos
y ambas nos quedamos paralizadas cuando la circunferencia que rodea el
agujero se ilumina… y se tensa.
Aparece carne nueva.
—Que sea suficiente, por favor —murmura Agni con el palo de grabado
preparado mientras el agujero se encoge devastadoramente despacio—. Por
favor…
La herida se cierra.
Agni tuerce el gesto, como si le hubieran asestado una puñalada en la
tripa.
—¿Estás bi…?
Pone los ojos en blanco y se desploma. El cristal se hace añicos cuando
se golpea la cabeza con el suelo.
«Joder».
Me levanto y corro junto al ala de Líri, donde Agni tiembla.
—¿Agni? Mierda. —Me agacho a su lado y la levanto para recostarla
contra mi pecho.
Abre los párpados.
—Me he desmayado, ¿verdad?
—Sí —musito acariciando el chichón que le ha salido en la frente—.
Necesitas dormir un poco.
—Necesito dormir un poco —repite, dejando que la ayude a ponerse en
pie.
—Te acompaño hasta la Fortaleza.
—Estoy bien —me asegura con una leve sonrisa llevándose la mano al
chichón. Pone una mueca—. No es la primera vez que vuelvo en mí con un
bulto en la cabeza.
Sopeso si contarle la vez que recobré la conciencia con los restos del
dedo de Rekk entre los dientes para aliviar la tensión del momento, pero
decido que mejor no.
—¿Seguro que estás bien?
Asiente de nuevo y baja la vista hacia sus herramientas y tinturas, unas
desparramadas por el suelo y otras hechas añicos. Suspira.
—Menudo desastre, por todos los Creadores.
—Yo me encargo. Vete a descansar. —Me arrodillo para recoger los
frascos esparcidos y tapo algunos para intentar salvar los líquidos
derramados.
—Siento muchísimo no poder trabajar más rápido, Raeve…
—Estás ayudando a Líri a costa de tu propia salud y bienestar. No lo
sientas, vete. Come algo, coge fuerzas, duerme un poco. Cuando vuelvas,
seguiré aquí.
—Es que… —Frunzo el ceño y veo que observa mis brazos y piernas, y
se le llenan los ojos de lágrimas—. Cualquiera que haya tenido que soportar
el proceso sabe lo mucho que duele, y entiendo que te debe de costar…
presenciar su sufrimiento.
El significado de sus palabras penetra bajo mi piel y me acelera el pulso
hasta que se me desboca.
Me aclaro la garganta y llevo un montón de tarros tapados hasta la mesa
que hemos dispuesto en el extremo más alejado de la cueva, con los ojos
ocupados en la labor de ordenarlos.
—No hace falta que hablemos de…
—Yo puedo ver que tú brillas aún mucho más que Líri…
Suspiro, apoyo las manos en la mesa y me quedo contemplando la pared.
Desde que tengo uso de razón en esta vida, no he conocido a nadie
bendecido con ojos de dragón. Y, ahora, en menos de sesenta salidas
aurorales, ya van dos.
Se suponía que había muy poca gente con ese don.
—No quiero que el rey lo sepa —digo volviéndome para mirarla a la
cara.
—Veya me dijo lo mismo cuando se lo comenté. Tu secreto está a salvo
conmigo. Es que…
—No me apetece hablar de eso, de verdad. No necesito la compasión de
nadie, Agni, aunque agradezco tus buenas intenciones. Lo único que
necesito es que vayas a descansar un poco para que no vuelvas a
desmayarte.
Aprieta los labios con las mejillas ruborizadas.
—Vale, vale. —Agacha la cabeza y se encamina hacia la entrada de la
cueva, donde se pierde en la neblinosa cortina de lluvia.
—Por todos los Creadores —mascullo negando con la cabeza.
Me dirijo hacia la cabeza de Líri. La dragona, con los ojos entornados,
sigue todos mis movimientos y parpadea con un aleteo de sus pálidas
pestañas.
Un fuerte contraste con sus insondables ojos oscuros.
Me siento a su lado, envuelta por el vaho gélido de su exhalación, y le
froto la nariz redonda de un lado a otro, admirando la textura única de su
piel, parecida a un cuero curtido, surcado por una red de arrugas finas.
Abre las fosas nasales y resopla en mi dirección. Los mechones borlados
que le salen de los carrillos ondean cuando le froto entre los ojos. Suelta
una especie de trino, haciéndome esbozar una sonrisa.
—¿Qué es lo que no quieres que sepa, Raeve?
Aunque me da un vuelco el corazón, me muestro tranquila.
Impasible.
Oigo unos pasos fuertes detrás de mí y todo el vello de la nuca se me
eriza al darme cuenta de lo cerca que está; su olor me envuelve como un
manto en el que una parte de mí se muere por acurrucarse.
Ignoro su pregunta, alargo un brazo y cojo uno de los mechones de Líri
para acariciarlo con los dedos. Sus trinos se suavizan, volviéndose un
ronroneo agudo acompañado de exhalaciones más largas y lánguidas hasta
que su respiración se vuelve profunda y regular.
Poco a poco, me aparto. Con cuidado.
En silencio.
Ni siquiera se inmuta cuando me levanto sigilosa y me libero del abrazo
helado de las runas, intentando no alterar los dibujos luminosos que
recorren la piedra.
Voy hacia la estruendosa entrada de la cueva, con los pasos retumbantes
de Kaan siguiéndome de cerca.
Al llegar junto a la cortina de agua, me detengo con los brazos cruzados y
observo el diluvio. No me sorprende ver a Rygun enroscado en la
plataforma de aterrizaje, aunque a duras penas cabe en ella. Vigila la
entrada de la guarida con un ojo mientras suelta exhalaciones sonoras,
largas e intensas.
—Los cuidadores han confirmado que Líri pertenecía a Rekk Zharos —
digo con voz fría y serena. Precisa.
No revela ni un ápice de la rabia que se está acumulando en mi interior
como una tormenta de fuego.
Me he pasado el último ciclo auroral escuchando cómo aullaba la
plumaluna al verse obligada a revivir el dolor de cada herida que ese
gilipollas le ha infligido, y solo hay un remedio para aplacar mi furia.
Uno solo.
—También me han informado de que ha venido en busca de la princesa
de La Sombra, que ha desaparecido. ¿Es verdad?
—Pues sí —murmura Kaan en mi oído izquierdo. Hace una pausa—. En
Gore, ese hombre hizo mucho más que… capturarte.
Es una duda peligrosa que me entrega como si fuera un arma recién
afilada. Decido manejar la situación con delicadeza. Con gran cuidado.
—Así es.
Se me acerca tanto que me envuelve con su calor corporal, haciendo que
un escalofrío me suba por la columna pese a su agradable temperatura.
—¿Te importaría aclarármelo, Rayo de Luna?
Me viene a la mente una melena rojiza, el olor de la sangre, una piel muy
pálida que estaba demasiado fría cuando la acaricié con los labios y susurré
un adiós lleno de amargura…
—Me arrebató a alguien —digo entre dientes.
—¿A quién?
Percibo una amenaza en su voz.
Una amenaza fiera.
Trago saliva y reprimo otro estremecimiento. Su rabia eléctrica alimenta
la parte salvaje de mí que ansía salir.
—A alguien a quien quería.
Se hace un intenso silencio mientras oigo el estruendo de sus
pensamientos, que son como rocas derrumbándose y chocando unas contra
otras.
—¿Fue él quien te azotó?
Esas palabras son brasas ardientes, queman demasiado. Dales apenas un
aliento de vida y se prenderán de nuevo.
Las dejo ahí. No las toco ni las alimento. Ni siquiera reconozco su
crepitante existencia.
Creí a Kaan cuando me dijo que no iba a matar a Rekk porque
comprendía las repercusiones políticas si le hacía algún daño en La Llama.
También creo que su autocontrol tiene un límite, un límite que percibo igual
que lo percibo a él de pie tras de mí. Es un hombre fuerte de sangre caliente
con una rabia apenas contenida.
A veces, algunas cosas es mejor no decirlas.
—¿Cuánto tiempo se va a pasar aquí, yendo escoltado por la ciudad?
—Unos cuantos ciclos más, quizá. Es meticuloso. Sospecho que los
emisarios de mi hermano han venido a inspeccionar nuestras fuerzas
militares, no a buscar a su hija desaparecida, así que los he encerrado en
habitaciones de invitados.
Un relámpago parte el cielo momentáneamente.
—¿Sabes dónde tiene pensado ir cuando termine aquí?
—Pedí que le registraran las alforjas cuando las bajaron de Líri.
Como no añade nada más, me vuelvo y observo sus ojos melancólicos,
que transmiten muchas cosas.
Demasiadas.
Se ha cruzado de brazos, lleva la túnica negra arremangada hasta los
codos y el pelo recogido en un moño flojo que deja sueltos algunos
mechones sobre su cara. Es la viva imagen de un hombre salvaje e
imponente, una presencia fiera y robusta. Con esa bestia detrás de mí y este
hombre gigantesco e impenetrable justo delante, debería sentirme pequeña.
Pero no es así.
Siempre ha hecho que me sintiera enorme; majestuosa, incluso. Y quizá
esté en lo cierto.
Hay algo grande gestándose en mi interior, algo monstruoso. No quiero
estar aquí cuando estalle.
—¿Y bien?
La determinación le ablanda la mirada.
—Va a regresar a Gore para perseguir una pista. La mayoría de los
dragones no pueden volar tanto tiempo ni recorrer tanta distancia como
Rygun, así que es probable que se detengan en Ovadhan para
aprovisionarse, y luego en Bothaim.
—¿La ciudad situada en la frontera entre La Bruma y La Llama?
—Así es. Es un territorio neutral donde se encuentra la ciudadela del
Triconsejo.
Asiento con la mirada perdida dándole vueltas en mi cabeza.
Tejiendo ideas.
«Territorio neutral».
Vuelvo a concentrarme en Kaan y abro la boca, pero…
—Lo tendré todo preparado para tu partida cuando Líri esté curada y haré
lo que esté en mi mano para retener a Rekk en Dhomm hasta el dae
siguiente en que te marches de la ciudad.
Un montón de palabras mueren en mi boca cuando comprendo sus
intenciones y una cálida certeza brota en mi pecho.
Prefiere dejar que me vaya a cortarme las alas y decirme todas las
razones por las que no debería seguir con mi plan. Prefiere dejar que me
vaya a decirme que todavía no hemos mantenido la conversación pendiente
ni exigir acompañarme para asegurarse de que no lo borro de mi mente.
Prefiere dejar que me vaya a atarme de cualquier manera…
«Quiere que vuelva a alzar el vuelo».
Noto una fuerte opresión en el pecho al darme cuenta de que hay
demasiadas variables como para analizarlas ahora mismo; me hormiguean
los pies, me da vueltas la cabeza y la sed de sangre hace que me pique la
punta de los dedos.
«Entiendo por qué Elluin lo amaba con todo su corazón…».
Me pone una mano en la parte baja de la espalda, me arrima contra su
pecho y me roza la sien con los labios.
—Vuelve a mí, Raeve. A nosotros.
Y se marcha.
Elluin Neván
Edad: 20 fases
5.000.041 fases después de la Piedra

Nos hemos marchado con una nube de tormenta lo bastante grande


como para facilitar el trayecto de Slátra por las llanuras. Un pájaro de
papel revolotea en la habitación de Kaan para cuando vuelva; le dice que
he disfrutado del tiempo que hemos pasado juntos, pero que Tyroth tiene
más dones y todo lo que necesito si quiero criar a hijos sanos para que no
muera mi estirpe, para que no muera nuestra habilidad de proteger la
Piedra Éter.

Nunca me he sentido tan malvada, tan afligida por la mentira


envenenada que estoy convencida de que mi corazón se ha petrificado.
Puede que Kaan no se entere nunca de que para mí lo es todo y que
preferiría caer yo para verlo volar a él.
Puede que no se entere nunca de que el hijo que crece en mi interior es
suyo o que me embarga el miedo de no vivir el tiempo suficiente como para
encontrar una manera de arreglar lo ocurrido.
Mi pah creía que yo era extraordinaria y me lo llegué a creer.
Ahora, no soporto ni ver mi sucia cara en un espejo.
Rekk Zharos
CAPÍTULO 87
BOTHAIM

Me siento en un taburete. El Beso Casto está muy animado con el


silbido y el tamborileo de la banda de música situada en un rincón de la
posada más infame de Bothaim.
Aquí nunca sabes a quién vas a encontrar, ni qué.
Por eso precisamente me gusta venir.
Recorro el local con la mirada. El techo irregular está apuntalado por
pilares de piedra achaparrados que me recuerdan a troles rocosos. En las
paredes, cuelgan candelabros como si fueran garras metálicas, que arrojan
una luz broncínea que permite que haya muchos rincones oscuros donde la
gente pueda follar.
Otro motivo por el cual me gusta venir.
No hay nada como un plato de comida caliente y un buen espectáculo
para darme ganas de comer coños y derramar sangre.
Mis dos escoltas de Arithia se sientan en sendos taburetes vacíos a mi
derecha, se quitan las capas plateadas y las sitúan sobre la barra. A mi
izquierda, el hombre en cuya bestia he llegado hasta aquí apenas cabe en su
asiento. Tiene el pecho grande como un barril y los brazos y piernas como
troncos. Le cuelga un abalorio marrón de una de las trenzas con las que se
ha recogido su áspera barba negra.
Terros es un hombre decente, un poco callado, pero eso me gusta. No hay
nada peor que sentir la presión de hablar con el capullo que te lleva por el
reino a lomos de su criatura como si fuera un puto sabelotodo.
Al olisquear el aire, noto un olorcillo a cenizas y almizcle que se pega a
mi capa. La esencia del dragón que me ha terminado gustando.
Me ha costado resistirme a él. El enorme fundefauces de Terros se ha
comportado a las mil maravillas durante nuestro largo trayecto hasta aquí
desde la capital de La Llama. Ni una sola vez ha movido la cabeza ni se ha
quejado.
No como la bestia salvaje que dejé en Dhomm.
Líri era incapaz de recorrer grandes distancias, incapaz de llegar más allá
de Bothaim sin una puta máscara ni sin retorcerse por un poco de sol. En
teoría, los plumalunas son rápidos, astutos y nefastos para sus oponentes,
pero Líri solo conseguía ponerme nervioso y de mal humor, la muy zorra.
Me alegro de haberme librado de ella.
Y me alegraré más aún cuando haya domado a Bruus, una cabalgadura
fuerte y recia. Tiene un plumaje grueso y rojizo que soporta tanto el frío
penetrante del sur como los rudos rayos del norte, y será mío en cuanto le
rebane el pescuezo a Terros.
Pero primero dejaré que el de Dhomm disfrute de una última comida, que
se vaya con una de las famosas putillas de El Beso Casto y se suma en un
sueño del que nunca despertará. Si hay algo que aprendí de los habituales
latigazos de mi pah, es que los putos modales tienen muchísima
importancia.
Terros me mira de reojo enarcando una ceja oscura.
—¿Tienes hambre?
Asiente.
—Muy bien, yo invito. —Hago señas a la camarera—. Dos hidromieles y
dos estofados de colk, con trozos de carne con hueso, y un plato de ensalada
de canito. —Me inclino hacia Terros y bajo la voz para preguntarle—: ¿A ti
cómo te gusta la carne?
—Con sangre —masculla.
—Estupendo. —Me saco un palo de fumar de la bolsa y le doy todos los
detalles a la camarera de mirada lujuriosa—. También quiero que me
manden una puta de ojos azules a mi habitación. —Meto la mano en el
bolsillo para coger un saquito de rocadragón y lo dejo sobre la barra—. Y
que despejen toda la planta para que pueda hacerla gritar a gusto.
—Por supuesto. —La mujer coge el saco y se lo guarda en un bolsillo.
Tras servirnos el hidromiel, sale por la puerta trasera.
Los cuatro nos quedamos sentados, bebiendo en silencio, mientras
observo a un hombre meterle un dedo a una puta que gime sobre la otra
punta de la barra con las tetas fuera, riendo con cada dura embestida.
Empalmado, me tienta la idea de pajearme mientras pego una calada al
palo, suelto anillos de humo hacia el techo y oigo los gemidos y las
conversaciones que se mantienen a mi alrededor, en busca de pistas sobre el
paradero de la princesa Kyzari.
Sabe que adoro una buena persecución, que me nutro de ello, joder.
Supongo que por eso ella ha elegido entregarse a los Creadores.
Por eso ha huido.
Cuando la encuentre, le daré precisamente lo que se niega a reconocer
que quiere.
A mí.
La camarera nos coloca unos platos llenos de pedazos de colk a la brasa
delante que despiden un rico y delicioso olor. Corto uno de ellos, observo la
carne rosada y la acompaño con un poco de las cremosas verduras. Suelto
un gemido con la boca llena.
—Está bueno, ¿eh? —le pregunto a Terros mirándolo.
Él gruñe y se llena la boca con otro trozo de carne, con la vista clavada
en la pared del fondo mientras mastica.
El gilipollas no está de humor. Ni siquiera me ha dicho gracias. ¿No sabe
que los modales son importantes o qué?
A lo mejor, al final sí que le hago sufrir un poco y lo azoto unas cuantas
veces.
Me termino el plato, apuro la jarra y dejo el quinto palito de fumar en la
bandeja al tiempo que me levanto del taburete.
—Me voy a la cama.
—¿No íbamos a dar parte primero? —pregunta uno de los arithianos con
el ceño fruncido.
Supongo que está cabreado porque no lo he invitado también a él y a su
compañero.
Yo solo invito a los hombres a los que voy a matar, así que en realidad
está de suerte.
—¿Dar parte? —pregunto haciéndome el tonto.
—Sí. —Lanza una mirada a Terros, que sigue zampándose el estofado
fingiendo que no oye y que no le han pedido que dé parte cuando regrese a
Dhomm—. Porque ahora vamos a…, en fin, a separarnos.
Porque se espera que regresen a Arithia con la información que hayan
recabado sobre las fuerzas militares de Dhomm. Información que no han
conseguido, ya que se han pasado todo el tiempo encerrados en sus
respectivas habitaciones bajo la vigilancia de un guardia con abalorio.
—No es culpa mía que hayáis fracasado. —Me encojo de hombros.
Él se queda pálido.
Yo tengo una misión: encontrar a la princesa. Y lo voy a conseguir. Los
problemas de estos imbéciles no me importan.
—En mi habitación me espera una boca caliente, así que, si no estáis
dispuestos a poneros de rodillas y atragantaros con mi polla mientras os
cuento todo lo que queréis saber, más os vale tener un poco de puta
paciencia. —Cojo mi capa y la llave que me da la camarera al acercarse a
recoger mi plato—. Hablaremos con la salida auroral antes de que nos
marchemos en direcciones opuestas.
«Si a mí me da la gana, claro».

Abro la puerta de la habitación y esbozo una sonrisa cuando veo un culo


precioso echando leña al fuego de la chimenea.
Una cálida satisfacción me embarga al verla vestida con prendas de
encaje visibles a través de la fina capa verde oscuro que lleva. Se ha
recogido la melena negra en un moño alto y tiene las piernas largas, las
caderas redondas y la cintura estrecha; sus elegantes curvas me ponen la
polla dura al instante.
—Joder —mascullo cerrando la puerta de una patada. Lanzo la capa y los
guantes al suelo, me acerco a ella, le aparto los mechones de pelo que le
rodean el cuello, le agarro la nuca y aprieto con fuerza.
«El tamaño perfecto».
Le tiro del extremo de la capa para bajársela del pálido hombro.
—Menuda preciosidad —gruño, y me desabrocho los pantalones de
cuero para sacarme la polla, que empiezo a sacudirme lentamente.
«Es mi tipo».
La muchacha mete el atizador de metal en las llamas, haciendo que los
leños crepiten.
—¿Sabes una cosa? —murmura con una voz suave que me baja más
sangre a la entrepierna—. No soy una gran amante del fuego.
«Es un poco raro decirle eso al hombre que ha pagado por tu cuerpo
durante la duermevela».
—¿Y eso?
Suelta un suave murmullo.
—A lo mejor tiene que ver con el tiempo que pasé en las arenas.
—¿Las arenas de combate?
—Ajá.
«Ah, conque vamos a fantasear. No es lo que he pedido, pero qué coño,
me gusta. Le seguiré la corriente».
—¿En cuáles? —le pregunto bajándole por el otro hombro la capa, que
cae al suelo a nuestros pies.
—En las arenas de Khindard…
—Tesoro, nadie sale de esas arenas con vida. —Me río pegado a su carne
caliente—. En parte ahí está la gracia. —Con la punta del dedo, dibujo una
línea sinuosa por su espalda—. A no ser que me digas que eres la Alondra
de Fuego.
Esta vez, responde a mi risa con una carcajada.
—Glei te ah no veirie —susurra, dejándome sin aire en los pulmones en
el preciso instante en el que mueve la mano hacia atrás.
Me clava algo afilado en el muslo y arroja un mango de madera al fuego,
provocando una explosión de chispas mientras un escalofriante silencio
anulador se adueña de mí.
«¿Qué cojones está pasando?».
Retrocedo tambaleándome mientras me llevo una mano al cuello, con el
pecho agitado al no conseguir coger aire. Bajo la otra mano al muslo y noto
el líquido cálido que me sale de la herida; al alzar los dedos, veo que están
manchados de…
Sangre.
La muy cabrona me ha clavado una estaca de hierro.
Me llevo las manos a las vainas que penden de mi cinto para coger los
puñales, pero están las dos vacías. Levanto la vista justo cuando ella los
lanza también al fuego.
Se me constriñen los pulmones tanto que estoy convencido de que van a
estallar. Palidezco cuando me doy cuenta de lo que sucede y me siento
como si me hubieran dado una patada en el estómago.
Me ha perseguido. La zorra me ha perseguido, la madre que la parió.
Trastabillo hacia la puerta y acerco una mano al lugar donde debería estar
la manecilla, pero no hay más que un agujero de mierda por el que meto los
dedos, que aparto cuando me corto con algo afilado.
Cuchillas.
«Será cabrona».
Mis ojos amenazan con salírseme de las cuencas mientras golpeo la
puerta con el puño ensangrentado.
Noto algo a mi derecha y un golpe en la sien. Siento una oleada de dolor
agudo atravesándome el cráneo y luego…
Oscuridad.
La Otra
CAPÍTULO 88
La Otra se sienta a horcajadas encima de Rekk Zharos y lo observa con
curiosidad, preguntándose por dónde empezar, qué parte de él quemar
primero.
Es una decisión difícil, ya que dispone de mucho cuerpo con el que jugar,
y de toda una duermevela para divertirse.
Le hormiguea la punta de los dedos por el inminente derramamiento de
sangre…
Coge la muñeca izquierda de Rekk y se asegura de que el nudo de esta
esté tan bien atado como el del poste. Luego, repite el proceso con la otra
mano y con los dos pies, sin dejar de rumiar en el silencio que la envuelve.
No parece haber nadie cerca.
La criatura a la que tanto adora no ha aceptado fácilmente zambullirse en
la guarida acuática. Ha forcejeado y atacado, ha pateado y gritado, y
solamente se ha quedado quieta y callada cuando la Otra la ha introducido
en una tumba de hielo.
Para protegerla.
El tal Rekk debe sufrir un destino similar al que él ha hecho padecer a su
dragona, algo que a la preciosa Raeve le habría costado llevar a cabo.
Aunque se comporte con fiereza y no se inmute ante el dolor, es
básicamente porque arroja todo lo que le hace daño en la guarida de la Otra
como si fueran losas.
La Otra entiende la pérdida, la muerte y el dolor de un modo distinto; en
su opinión, Raeve no es más que una cría, pero ya crecerá, se adaptará.
Abrazará su naturaleza y, por lo tanto, lo conquistará todo…, si se abre al
respecto.
«Pero antes…».
La Otra le da una bofetada a Rekk en la mejilla, probablemente con
demasiada fuerza, teniendo en cuenta que su cabeza se mueve a un lado tan
rápido que casi se le parte el cuello y se carga toda la diversión.
El hombre gruñe y abre los ojos, azules como los glaciares de La
Sombra, un color nostálgico que no encaja en su maléfico rostro.
Da igual. La Otra se los arrancará antes de acabar con él.
Las pupilas de Rekk se dilatan y su cara se vuelve de un enfermizo tono
grisáceo.
La Otra esboza una sonrisa mordaz.
Rekk se sacude y levanta las caderas, intentando quitársela de encima.
—¡Ehtah mutah! —grita una y otra vez.
La Otra no lo sabe a ciencia cierta, pues le ha metido un trapo en la boca,
pero se pregunta si Rekk ha intentado decir «Estás muerta».
Se ríe, encantada.
«Estrictamente hablando, no se equivoca».
Se levanta y se dirige hacia la chimenea con elegancia animal. Coge el
atizador, cuya punta está envuelta en llamas, y golpea las ascuas, que hacen
brillar sus centelleantes ojos negros. Lo extrae del fuego mientras se oyen
los gruñidos aterrorizados de Rekk, que no deja de forcejear intentando
quitarse las ataduras.
Se queda quieto, con los ojos desorbitados, al ver la punta afilada y
candente de la vara metálica.
La Otra se encamina hacia él con largas zancadas.
—¿Sabes qué? Vi lo que le hiciste a la plumaluna —musita volviendo a
subirse al camastro—. La oí llorar. —Acerca la punta ardiente del atizador
al ojo izquierdo de Rekk y le quema las pestañas, llenando el aire con un
olor intenso a pelo chamuscado.
Los ojos inyectados en sangre de él se empañan.
La Otra chasquea la lengua y aparta el arma.
—No, le protegiste los ojos, ¿verdad? Eso estuvo bien.
Un ligero acto de compasión que hace muchísimos ciclos a ella no le
concedieron.
—Me ocuparé de los tuyos de otra forma.
Baja el atizador fulgurante al pecho desnudo de Rekk y traza una línea.
Él aúlla, pero sus gritos amortiguados se convierten en suaves lamentos,
con los tendones en tensión. Empieza a temblar debajo de ella y la
habitación huele tanto a carne quemada que la Otra se da cuenta del hambre
que tiene. Pero no pretende comérselo a él.
No.
A Raeve le dio mucho asco saber que la Otra le había arrancado medio
dedo a ese hombre de un mordisco, así que ha invertido algo de tiempo en
reflexionar sobre si debería ser más considerada con la forma en la que
utiliza el maleable y precioso cuerpo de su huésped.
Es probable que comerse a Rekk sea ir demasiado lejos. Y es una pena,
porque su carne quemada huele que alimenta…
«No… No debo».
Reprimiendo sus impulsos, la Otra alza el arma de la marca de carne
chamuscada.
—Aunque tú no entendieses lo que significaban los agónicos gemidos de
Líri, yo sí.
Rekk abre muchísimo los ojos y mira a la Otra como si estuviera loca,
con las fosas nasales ensanchadas y el pecho agitándose al violento compás
de su respiración.
—Para tu desgracia —le espeta ladeando la cabeza—, voy a enseñarte
exactamente cómo se sintió la pobre.
El olor acre de la orina de él inunda la estancia.
La Otra le traza otro camino ardiente por el pecho hasta llegar al tenso
abdomen. Rekk forceja sin parar mientras una satisfacción fiera y primitiva
se apodera de la Otra, que muestra una expresión de felicidad salvaje.
—Luego, usaré tus propias espuelas para hacerte agujeros por todo el
cuerpo y azotaré lo que quede de ti con ese látigo que siempre llevas
encima.
Se oye otro gemido cuando ella aprieta el atizador más… y más… Al
final, lo tira; la vara traquetea por el suelo de piedra y termina deteniéndose
junto a la pared.
Rekk jadea y se retuerce, recorriendo la estancia con los ojos
desorbitados, como si buscara algo que pudiese ayudarlo a liberarse de esa
tortura. Por desgracia para él, la criatura a la que la Otra ama está conforme
con sus intenciones. Por increíble que parezca.
Aquí no hay nada que lo pueda salvar.
—Vaghth —susurra la Otra. Rekk le clava los ojos.
La Otra oye cómo se le acelera el corazón a Rekk. Se nutre del pulso
provocado por la sorpresa de este al ver que una pequeña llama sale
volando de la chimenea y se posa en la palma de su mano.
Casi oye los pensamientos agitados de Rekk, que sin duda está
asombrado por que ella pueda usar tres canciones elementales, no solo las
de Clode y Bulder, como presenció en Suburbia.
Y no sabe lo de Rayne, no sabe que en realidad son las cuatro canciones.
Tampoco lo sabe la criatura a la que ama, ya que la Otra se ha apartado de
su camino a fin de absorber la ardiente melodía de Ignos para que no altere
a su huésped, fuerte pero delicada.
Hasta que esté preparada.
La Otra ladea la cabeza con un movimiento suave y casi animal.
—¿Sabes qué siente un plumaluna cuando los rayos directos del sol le
queman la piel, Rekk Zharos?
Él niega con la cabeza entre gimoteos y pasa los ojos del fuego que arde
en la mano de ella a sus ojos maliciosos.
—Siente más o menos esto —le espeta la Otra envolviéndole la cara en
llamas.
Veya
CAPÍTULO 89
En este sitio, hay una frialdad que te cala hasta el tuétano.
La achaco al hecho de que no estoy acostumbrada, pues nací y me crie al
norte de la muralla. Si estoy entre interminables llanuras de nieve,
tormentas torrenciales y un aire que te congela los pulmones, de repente me
cuestiono todas las decisiones vitales que me han traído hasta aquí, hasta
este preciso instante en el que paseo por los oscuros pasillos del enorme
Palacio Imperial de Arithia vestida con el atuendo plateado de una criada.
Mi falda, larga y holgada, susurra con cada paso que doy. Llevo una
blusa sencilla abotonada hasta la nuca, donde se une a un cuello de piel que
hace juego con los puños ribeteados. No son capas suficientes para soportar
este frío que se te mete en los huesos.
El tamaño de este palacio deja atónito a cualquiera. El edificio está
tallado en la ladera de una montaña escarpada cubierta de nieve, como si
unas columnas de obsidiana se alzaran del suelo intentando alcanzar las
numerosas lunas que descansan en el cielo. Toda Arithia está sumida en un
enigmático resplandor perlado que se cuela por las numerosas ventanas de
este inquietante palacio. Hay tantas que, con cada tramo de escaleras de
obsidiana que subo, se abre ante mí una vista parcial a través de cristales
creados con la intención de parecer glaciares desmenuzados, hechos con
miles de esquirlas de todos los tonos posibles de azul, plata y blanco.
Continúo subiendo las interminables escaleras, pulidas hasta centellear,
oyendo el frufrú de mi falda a mi paso. No sé por qué estoy subiendo.
Por un instinto, supongo. No es algo que quiera mirar a los ojos más
tiempo del necesario.
«Entras. Coges el diario. Y te vas».
Al llegar ante un espejo ornamentado colgado en la pared, me detengo.
Me paso el pelo claro detrás de mis orejas puntiagudas y compruebo las
bonitas facciones marcadas, así como mis ojos azules, en busca de algo que
recuerde a mi aspecto real; me choca verme con la cara de otra persona.
Es rarísimo, en serio.
Mi brazalete de plata, que puede cambiar la apariencia de quien lo lleva,
tintinea en mi muñeca mientras me recoloco unos cuantos mechones. En él
hay una aguja oculta que he usado para pinchar mi dedo y el de la mujer
que está ahora atada, amordazada e inconsciente, con una almohada debajo
de la cabeza (porque soy así de amable), en un armario de los aposentos de
los criados de la planta baja.
Es una pena que no le preguntara a la pobre cómo llegar antes de dejarla
fuera de combate. Este palacio es un laberinto. Cada puerta está protegida
por guardias adustos de armadura plateada conocidos como «Espinas» y en
cada pasillo aparece un reguero interminable de criadas de rostro pétreo que
van de un lado a otro con la tarea de mantener impoluto cada afilado rincón.
Como si el palacio fuera un trofeo brillante del que Tyroth está
obviamente orgullosísimo. Qué asco.
Una mujer de pelo oscuro que lleva el mismo conjunto que yo baja las
escaleras y abre mucho los ojos al verme.
—¿Ayda? —Echa la vista atrás y añade susurrando—: No deberías estar
aquí abajo.
«Ayda».
Supongo que me llamo así. Está bien saberlo.
Se detiene y frunce el ceño.
—¿Te encuentras bien? ¿Qué estás haciendo?
«He venido a por el viejo diario de Elluin Raeve Neván con la esperanza
de que no se haya desintegrado mientras está oculto en alguna pared de por
aquí».
—Bueno, verás…
—¿Ya has subido?
Esa es una pregunta trampa para la que no estoy preparada, claro.
Empiezo a pensar que a lo mejor he pinchado a la criada que no debía.
—¿No?
—Ahora mismo deberías estar en los aposentos del rey. —Los ojos casi
se le salen de las órbitas.
Me da un vuelco el corazón.
«De hecho, ahí es justo donde tengo que ir».
—Me he perdido —digo sonriendo con torpeza—. No he dormido bien.
De hecho —me froto la sien—, de pronto me he confundido con los pisos.
Creo que he tomado el giro equivocado en algún punto por ahí abajo…
Me coge del brazo y me acompaña escaleras arriba. Dejamos atrás a dos
Espinas que caminan en dirección contraria y se inclina para decirme entre
susurros:
—Estamos en la número once. Todavía te quedan veintitrés que subir.
—Claro. —Suelto una carcajada parecida a la que he oído proferir a la
Ayda real mientras la seguía por las entrañas del palacio justo antes de
dejarla inconsciente—. Qué tonta.
La mujer se saca un plumero del bolsillo del delantal y me lo pone en la
mano.
—Más te vale que aparentes estar haciendo algo por ahí o las demás
criadas del palacio hablarán, y eso a él le desagrada mucho. Ya sabes cómo
es.
Sí, sí que sé cómo es.
Un sádico.
Un puto gilipollas.
—Gracias. —Le dedico otra sonrisa—. He dejado el mío… por ahí.
Se aleja mascullando algo y comienza a bajar, desapareciendo de mi
vista.
Yo sigo subiendo unas escaleras que parecen interminables y hago lo
imposible por contar los pisos. Sin embargo, del dicho al hecho hay un
trecho, porque algunos son más amplios. En algunos, las escaleras
atraviesan como si fueran un garabato patios interiores enormes, donde la
atmósfera está llena del olor dulce y embriagador de los capullos en plena
floración, con unos pétalos brillantes orientados hacia las ventanas.
Cuando llego a un piso de techo alto surcado por hilos plateados, veo
unas enormes puertas dobles vigiladas por dos parejas de Espinas, con las
hombreras rematadas por pinchos afilados. Un casco plateado les tapa la
mayor parte de la cara, con unas alas desplegadas a ambos lados que
acentúan los extremos puntiagudos de sus orejas.
Todos blanden una larga espada de hierro, que apunta hacia abajo, cuya
empuñadura sujetan con ambas manos. Los filos son casi más largos que
yo.
Me quedo sin aliento al ver la puerta y algo se retuerce en el interior de
mi cerebro, como si tuviera dentro un gusano al que no consigo liberar ni
inspeccionar.
Aunque no fuese por los guardias extra, estoy bastante segura de que he
llegado a mi destino.
Es el dormitorio donde murió Elluin.
Paso los ojos de un guardia a otro.
—Tengo que… quitar el polvo —digo meneando el plumero.
Ninguno de ellos me mira siquiera, aunque uno enarca una ceja.
«Vale. Tengo permiso para proceder».
Me aclaro la garganta y me aproximo justo cuando la puerta se abre hacia
dentro, desprendiendo un olor a cenizas que me resulta familiar.
El corazón me da un vuelco.
Doy un paso atrás y agacho la cabeza.
Inmóvil.
Paralizada.
Justo delante de mí, aparece una bota con puntera plateada y me adentro
en la crepitante atmósfera de Tyroth Vaegor. Se me acelera el pulso.
Me da vueltas la cabeza.
Estoy convencida de que me mira con un veneno apenas disimulado en
los ojos, como si fuera un insecto al que quiere quemar. Estoy convencida
de que está a punto de verbalizar sus retorcidos pensamientos en unas
palabras que me aplastarán. Y me sentiré pequeña, débil y muda, con la
lengua tan pesada que no podré hablar.
Se hace un breve silencio. Me tiembla la mano con la que sujeto el
plumero mientras con la otra hurgo en el bolsillo hondo de la falda donde he
metido el puñal…
—Llegas tarde, Ayda.
Ese extraño nombre me estremece. Me recuerda que no soy la hermana
de Tyroth, ahora mismo no. No soy la que le arrebató a su madre, la
hermana a la que odia desde que era demasiado joven como para sentir lo
mismo por él.
Como para entenderlo siquiera.
Me esfuerzo por soltar un poco la empuñadura del arma que me prometí
que no usaría, saco la mano del bolsillo y decido sujetarme la falda con el
puño.
—Disculpad, majestad. —Hago una reverencia y le pido a mi corazón
que deje de atizarme las costillas—. Me he quedado dormida. No volverá a
pasar.
Me quedo sin aliento cuando me sujeta la barbilla con los dedos para
obligarme a mirar sus crueles ojos. Uno verde, al parecer igual que mi mah;
el otro negro, como su alma.
Lleva su pelo oscuro medio recogido y la otra mitad le cae hasta los
codos. Como siempre, un trío de abalorios le adorna la barba.
Transparente.
Marrón.
Rojo.
Es más alto de lo que recordaba. Me saca dos cabezas y es casi tan ancho
de hombros como Kaan. Su presencia irradia un caos apenas disimulado
que contrasta con su impecable indumentaria plateada.
—Bueno. Agradezco que te hayas dignado a aparecer —me suelta con
esa serenidad mordaz que siempre hace que me imagine desangrándome
por la herida de puñalada que no le he visto asestarme—. Dime una cosa,
Ayda, ¿crees que estar embarazada de mi bastardo te da ciertos…
privilegios?
Me quedo sin palabras y no me cabe ninguna duda de que el suelo se ha
inclinado bajo mis pies. Como si todo el palacio se hubiera desplazado por
la ladera de la montaña y ahora estuviera balanceándose de un lado a otro,
intentando decidir en qué dirección desplomarse.
«¿Qué respondo a eso?».
—Ya tengo una hija, una heredera, por desobediente que sea —gruñe
como si tuviera una bola de fuego de frustración en la punta de la lengua—.
No necesito otro hijo, y mi tolerancia a tu estado desaparece en cuanto ya
no me resultas útil.
Se me forma un nudo en la garganta, aunque consigo hablar.
—Por supuesto, majestad. Disculpad. Y gracias.
—¿Por?
—Por vuestra tolerancia.
«Definitivamente, he elegido fatal a la criada a la que pinchar».
Se le forma una línea entre las cejas, aunque se difumina cuando aparece
una alondra de papel revoloteando a nuestro alrededor. Vuelve a fruncir el
ceño cuando el maldito pájaro baja en picado entre nosotros y me golpea el
pecho a mí.
El corazón me da tal vuelco que casi se me sale por la boca.
—Esto no es habitual —dice con esa frialdad con la que habla siempre.
Coge el pergamino, con los ojos clavados en mí, y lo desdobla mientras mi
pulso se acelera al compás de mis pensamientos.
«Mierda. Mierda. Mierda».
—Veréis…
Me lo pone en la cara con las dos cejas arqueadas casi hasta el
nacimiento del pelo.
—Está en blanco.
Sonrío para mis adentros. Porque no está en blanco.
Qué va.
Cuando uno de los dos se encuentra más allá de la seguridad de Dhomm,
Kaan y yo nos escribimos las notas con una tinta invisible que solamente se
ilumina bajo la llama de dragón del vial elemental que llevamos encima.
Por precaución. Nunca había sido del todo útil hasta ahora.
—Estará defectuosa, supongo. —Le arranca las alas a la alondra y lanza
el cadáver al suelo; un recuerdo visceral de la brutalidad de mi hermano que
no necesitaba presenciar—. Tengo asuntos que atender, pero volveré dentro
de un par de horas. Entra, afánate en pulir el suelo y haz algo útil hasta que
regrese. —Se da la vuelta en dirección a las escaleras—. Como me hagas
esperar otra vez, ordenaré que te corten la cabeza.
Me hormiguea la punta de los dedos por la repentina y violenta necesidad
de esparcir su sangre por este suelo perfectamente pulido y me tiembla el
labio superior, dejando a la vista los colmillos.
Doy un paso adelante y meto una mano en el bolsillo como para coger el
puñal y así pegar un salto y rajarle la…
No.
Saco la mano y aprieto el puño, intentando que desaparezca el cosquilleo.
En primer lugar, dije que no lo mataría ni provocaría una guerra repentina
para la que Kaan todavía no está preparado.
En segundo lugar, así no. No lo atacaré por la espalda enfundada en la
piel de otra feérica. Quiero mirarlo a los ojos, quiero hacerlo sangrar como
he sangrado yo, que sienta el mismo dolor que he sentido yo, quiero
escupirle las palabras que llevan demasiado tiempo pudriéndose en mi boca
y dañándome las encías cada vez que me quedo paralizada ante su
presencia.
Cualquier otra cosa será como beber un sorbo de agua que se convierte
en lava en mi garganta.
Me lo repito una y otra vez mientras veo a Tyroth bajando las escaleras,
aliviada por haberme pasado unas cuantas horas doblada sobre una roca de
hielo de las afueras de la ciudad mientras vomitaba el temor que sentía. Si
me hubiera quedado algo en el cuerpo, a estas alturas estaría ya a mis pies,
o desparramado sobre las botas plateadas de mi hermano.
No me puedo creer que haya dejado inconsciente a su amante, que
encima está embarazada. Le he hecho algo horrible a alguien que ya está
viviendo una auténtica pesadilla.
Me prometo que le llenaré los bolsillos con suficientes gemas de
rocadragón como para que se pueda comprar una vida mejor antes de
despertarla del sueño obligado y marcharme de aquí.
En cuanto Tyroth desaparece de mi vista, suelto una temblorosa
exhalación y se me relajan partes del cuerpo que no sabía que había
tensado. Me doy la vuelta, recojo la alondra muerta y me la guardo en el
bolsillo mientras me adentro en los espaciosos aposentos, cerrando la puerta
tras de mí.
Con los ojos bien cerrados, apoyo la cabeza en la madera de ébano y me
lleno tanto los pulmones que me duelen, intentando despojarme de la
tensión del pecho. Me paso el plumero de una mano a la otra, sacudo las
dos y expulso los últimos hormigueos.
«Coges el diario. Te vas. Despiertas a Ayda para que pueda huir de aquí y
evitar que le corten la cabeza».
Abro los ojos muchísimo al observar el salón negro con vistas
panorámicas a la ciudad, que resplandece mucho más abajo, y veo su
dormitorio al otro lado de una puerta abierta a la izquierda. Avanzo y me
detengo a los pies de la gigantesca cama de obsidiana con dosel.
Entorno los ojos hacia un enorme espejo de la pared del fondo…
«Tiene que estar ahí».
Me dirijo hacia él, echando un rápido vistazo a mi espalda, y coloco el
plumero en la cama para desplazar el espejo, esperando ver un agujero…
El corazón me da un vuelco.
No hay nada. Es una pared plana.
Analizo el espacio…
En esta habitación austera no hay nada más en las paredes. Eso significa
que Elluin no pudo haberlo ocultado aquí. Pero fue donde pasó el último
capítulo de su vida. Lo sé de buena tinta: estaba tan mal que ni siquiera
podía salir a la calle ni ver a su pueblo, como tampoco celebrar el inminente
nacimiento. Era algo que significaba mucho para los arithianos, ya que
concebir nunca había sido fácil para aquellos que portasen la Piedra Éter.
Miro hacia el balcón y caigo en la cuenta tan de golpe que casi me fallan
las rodillas.
La mitad de la habitación se desmoronó cuando el plumaluna de Elluin
atravesó la pared tras su muerte para coger su cuerpo inerte y llevárselo al
cielo, donde se acurrucó a su alrededor y murió.
«Quizá también destrozara el diario».
—Mierda —mascullo. Me siento en la cama y me paso las manos por la
cara; bueno, por la de Ayda.
«Debería haberlo pensado antes de venir hasta aquí».
Una profunda oleada de fracaso me embarga, y su peso me tumba en el
grueso colchón. Extiendo los brazos y me quedo observando el dosel de
terciopelo negro.
He perseguido de forma compulsiva una verdad que no me pertenece. No
me ha pertenecido nunca. Supongo que eso es lo que me llevo.
Maldita sea.
«Por todos los Creadores, esta habitación es macabra, y fría. Qué lugar
más espantoso donde terminar encerrada, salida auroral tras salida auroral,
con la certeza de que probablemente vas a morir al dar a luz. Y de que
probablemente estás demasiado cansada como para acercarte siquiera al
balcón y ver bien todas… las… lunas…
Levanto la cabeza y miro hacia la puerta acristalada del balcón, que
enmarca un cielo plagado de lunas grises, perladas e iridiscentes.
Se me acelera el pulso.
Si estaba confinada en la cama, lo habría ocultado donde pudiera acceder
a él. Digo yo.
¿Para qué complicarse más la vida?
Frunzo el ceño, me incorporo y me imagino tener el vientre lleno de vida.
Me imagino llevar una diadema en la frente que me drena la energía hasta la
muerte, que casi me impide coger el aire suficiente para respirar, y mucho
menos para alimentar a mi hijo hasta que llegue al mundo. Me imagino que
yo querría contemplar las lunas del cielo, sobre todo la que pertenecía a…
Haedeon.
Me aparto de la cama y me caigo de culo en el suelo, observando la
puerta del balcón, que enmarca a la perfección la casa de Hae, mientras
esbozo una triste sonrisa.
Tengo un presentimiento.
Tengo un presentimiento devastador.
Meto el brazo izquierdo bajo la cama con los ojos clavados en la luna con
el ala torcida, que arroja un resplandor plateado sobre Arithia, mientras
tanteo el poste trasero.
Y la pared del fondo.
Palpo un agujero escarpado y se me forma un nudo en la garganta cuando
rozo con los dedos la cubierta de un libro con tapas de cuero.
«Aquí estás…».
Me lo pongo en el regazo y recorro con un dedo el dibujo negro y
plateado del málmr de Kaan. Lo debió de haber pintado ella sobre la tapa
negra.
Me escuecen los ojos al verlo.
—Ay, Elluin —susurro con mano temblorosa. Echo un vistazo a la puerta
y abro el diario. Paso las hojas de pergamino amarillentas, todas escritas
con una letra preciosa. Incluso cuando era pequeña su letra era impecable,
con curvas y trazos delicados.
Al contemplar cada anotación, me da la sensación de que cruzo un velo
hacia otro mundo visto tan solo a través de sus ojos.
Primero, una niña. Luego, una adolescente.
Después, una adulta.
Como no dispongo de tiempo para leerlo todo aquí y ahora, pero tampoco
tengo ni pizca de paciencia, paso directamente al final, a las últimas tres
anotaciones. Enseguida, me arrepiento y me doy cuenta de que no debería
haberlo leído aquí.
«No debería haberlo leído, punto».
Me llevo una mano a los labios, que no parecen querer cerrarse, sintiendo
el corazón más pesado con cada dolorosa palabra que me trago, con cada
una de esas palabras, capaces de destrozar y cambiar vidas, que no me
pertenecen.
Pero ya lo estoy leyendo. Estoy absorta en el texto.
Atrapada.
Al llegar a la última anotación, cojo aire entre temblores y me esfuerzo
por seguir.

Elluin Neván
Edad: 21 fases
5.000.042 fases después de la Piedra

Cada ciclo que pasa estoy más grande, pero más débil en los huesos.
Casi demasiado débil como para llegar a mi escondrijo, sacar el diario y
leer páginas sobre épocas más alegres que me recuerdan que en este mundo
todavía hay algo de bondad.
Todos los daes, la gente de la ciudad celebra en las calles como si ya
hubiera nacido mi hijo. Como si las cenizas de mis seres queridos no
mancharan aún el aire mismo que respiramos.
Si Tyroth sospecha que el bebé no es suyo, no lo ha insinuado, aunque no
hablamos, pues tampoco es que tenga nada que decirle.

Uno de sus leales edecanes, los únicos con los que se me permite estar en
contacto, me ha contado que en esta salida auroral ha llegado una
sanguiria a lomos de un dragón. Si ha venido a poner a prueba la sangre
de mi bebé cuando haya nacido, la línea paternal no apuntará en dirección
a Tyroth.
Apuntará hacia el norte…, hacia Kaan.

Lo único que se me permite hacer es marchitarme aquí, transmitir mis


fuerzas vitales al bebé, aunque, de vez en cuando, tengo suficiente energía
como para levantarme de la cama y echar un buen vistazo a la luna de
Haedeon. Le canto, y juraría que oigo cómo me canta a mí.
Como si me estuviera llamando.
Quiero hacerme un ovillo con Slátra, estar con ella cuando dé a luz, pero
me cuesta moverme. No hago más que languidecer en esta cama, donde
murieron mi mah y mi pah, donde he fingido concebir un heredero que ya
estaba creciendo en mi interior. Esta cama antes estaba llena de amor y de
canciones, y ahora apesta a muerte y a dolor.
Se avecina una batalla, lo noto en los huesos. Es como si mi cuerpo
estuviera reuniendo la valentía para librar una guerra a la que no creo que
vaya a sobrevivir. Y, aunque lo haga, me parece que hay una guadaña
colgando sobre mi cabeza, a punto de cortármela.
De una forma u otra, me pesa mucho el corazón con una certeza de la
que no consigo desprenderme: que voy a volver a subirme a la cama
cuando le haya susurrado adiós a la luna de Haedeon y que no voy a
levantarme jamás.
Con la vista clavada en el cielo, sollozo cogiendo bocanadas de aire
breves y cortantes que no parecen en absoluto adecuadas…
Elluin mintió para protegernos. Para protegerlo a él.
A Kaan.
Mintió para proteger a la hija que llevó en el vientre desde su refugio en
Dhomm hasta esta fría habitación donde ya había perdido tanto, y todo
porque creyó las palabras de los labios de mi pah. ¿Y para qué?
Para morir aquí.
Para no ver crecer a Kyzari.
Para que Tyroth criara a la hija de Kaan como si fuera suya.
Cierro el diario con una verdad ponzoñosa anidándome en el pecho,
como si fuera una sierpe preparada para atacar…
«Estas páginas van a romper el mundo en mil pedazos».
El Rey Carroñero
EPÍLOGO
Envuelto en unas sombras negras demasiado densas como para que una
persona normal vea nada, el Rey Carroñero observa a la joven feérica
aovillada en el rincón de su celda, meciéndose adelante y atrás con las
manos entrelazadas en su pelo claro. Con los ojos cerrados, esta murmura
una sucesión de palabras incoherentes que quizá se deban a su creciente
locura.
Está hablando con alguien, él lo tiene claro. Igual que tiene claro que este
alguien solamente existe en los confines de la peculiar mente de la joven.
Ladea la cabeza, contemplándola con más atención: labios rojos, ojos
grandes enmarcados por unas pestañas espesas, una elegancia bien
proporcionada que solo ha visto antes en otra criatura.
En su Alondra de Fuego.
El parecido es asombroso, pero tiene los ojos más amables y la piel un
pelín más oscura. Y, aunque su Alondra de Fuego llegó hasta él sin palabras,
esta mujer…, en fin.
Pronuncia demasiadas. Conversaciones enteras e inconexas. No tienen
sentido.
Para él no.
Aun así, ella sigue parloteando. Las manchas oscuras que tiene bajo los
ojos son un homenaje a la diadema de plata que lleva en la frente, la cual
parece haberse fundido con su piel.
Tuerce el gesto y le cae una lágrima por su mejilla cetrina…
El Rey Carroñero observa cómo le gotea por la barbilla y se desploma
sobre su túnica sucia, y frunce el ceño al reparar en esta otra… diferencia.
Su Alondra de Fuego no lloraba nunca. Jamás. Mordía la vida como si
fuera un animal salvaje y se enfrentaba al festín con gruñidos.
No dejaba sobras. Lo consumía todo.
Esta mujer, sin embargo, tiene una existencia delicada, el decoro de
alguien que se ha criado en un palacio con criados que se encargan de
alimentarla, arreglarla, tutelarla.
Con un pah cariñoso que la defiende.
Arkyn abandona las sombras y se aclara la garganta.
La mujer deja de mecerse y abre los ojos de pronto, unas esferas
vidriosas de un azul intenso, mirándolo a través de la penumbra.
—Me vas a soltar —le espeta apartándose otra lágrima de la mejilla.
Arkyn chasquea la lengua y observa la celda, fijándose en los detalles
lujosos: una manta arrugada, un camastro de paja, una bandeja con el
cuenco vacío de una de sus comidas regulares. Incluso cuenta con un cubo
de madera para que no se vea obligada a cagar donde duerme. Más
comodidades de las que ofrece a otros prisioneros.
A fin de cuentas, se trata de su sobrina.
Aunque ella no lo sabe. Tampoco es que ninguno de sus hermanastros
sepa que él existe, por lo que tiene entendido.
«Pero ya se enterarán».
—Es precisamente lo que he venido a ofrecerte —dice agachándose
delante de la curva de barrotes de hueso, metiendo la mano con un trozo de
pergamino sujeto entre dos dedos extendidos—. Tu liberación.
La mujer abre mucho los ojos.
Gatea con un traqueteo de cadenas de hierro, coge el pergamino y lo alisa
en el suelo. Lo contempla con el ceño fruncido mientras se pasa unos
mechones de pelo apelmazado detrás de su oreja puntiaguda.
—Está en blanco.
—Necesito que escribas tu nombre —anuncia Arkyn pasándole una
pluma runada por entre los barrotes.
La mujer la coge y firma mientras él observa la preciosa piel de sus
manos, conteniendo las ganas de quemarla…, aunque sea un poco, para ver
si ella también se negaría a gritar.
Arkyn no reconoce que lo que siente es más complicado, claro. No
reconoce que está celoso de la vida lujosa de ella, de que su pah la
consienta.
La quiera.
Tampoco reconoce que tiene curiosidad por saber hasta dónde llegaría
ella si la dejaran en las llanuras Boltánicas y le dijeran que debe correr
mientras una bola de fuego le pisa los talones y le chamusca la carne.
¿Se labraría una vida en las estériles hondonadas de un terreno sin amor?
¿Transformaría su debilidad en una fuerza imponente?
¿Prosperaría?
La mujer pasa la nota y la pluma por entre los barrotes con un brillo de
esperanza en los ojos.
A él no le sorprende que su hermanastro la protegiera tanto. No es sino
una preciosa flor ornamental, y las flores se queman con el fuego.
Llega a la conclusión de que ella no prosperaría, que moriría como ha
estado a punto de morir él tantas veces, tantas que ha perdido la cuenta.
Se marcha sin hablar y sin florituras. Su raída capa ondea a su paso
mientras atraviesa el intrincado laberinto de pasillos fríos y oscuros y solo
se detiene tan pronto como llega a su habitación. Se sienta ante su escritorio
pulido a la perfección, iluminado por un candelabro llameante robado a
alguien hace mucho tiempo, y extiende el pergamino sobre la mesa.
Observa el botín de tesoros que lo rodean. Su dormitorio es una colección
de las mejores piezas, las más interesantes que ha recogido a lo largo de las
fases.
La princesa cayó en su regazo como una señal de los Creadores, está
convencido. Fue una oferta demasiado buena como para rechazarla,
teniendo en cuenta que ella enseguida exigió mandar una alondra al
mismísimo rey de La Llama.
Ni una sola mención a su cariñoso pah.
Conveniente, pues no tiene ningún interés en La Sombra. El único
asiento que le importa de verdad es el trono de bronce de La Llama, que por
derecho le pertenece.
Ha llegado el momento, el momento que llevaba tantísimo tiempo
esperando.
Arkyn se incorpora en la silla y baja la vista con la pluma preparada. Por
primera vez, examina el pergamino.
Sonríe.

Lo ha firmado, sí… Sin embargo, entre la rúbrica, con una letra diminuta
apenas distinguible que ha intentado ocultar con la forma de su nombre,
aparece una sola frase:
Arkyn se ríe y escribe su propia nota en el espacio vacío antes de doblar
el pájaro de papel por las líneas de activación, darle vida y susurrar un
nombre a sus alas mientras estas revolotean.
La muchacha tiene más genio del que esperaba.
Quizá se haya equivocado con ella. Quizá al final sí que sobreviva. Pero
no puede decir lo mismo de su tío.
No…
El Rey Carroñero tiene planes para el gran Kaan Vaegor, que hizo suya la
venganza de Arkyn, y ninguno de esos planes es bonito.
La alondra echa a volar, cruza el dormitorio y avanza por los pasillos.
Recorre el laberinto subterráneo hacia el mundo exterior y, cuando pasa por
delante de las celdas, se cruza con otro pájaro…
Uno pequeño e inseguro con un desgarrón en el ala y una mancha de
sangre en la cola.
La alondra herida atraviesa dos barrotes hasta donde está atada la
princesa Kyzari en el suelo, hecha un ovillo junto a su manta mugrienta. Su
mano sirve de pista de aterrizaje hacia la que se dirige el pajarillo… Y se
estrella de bruces en ella, aplastándose la nariz contra los dedos de la
muchacha.
Kyzari se encoge y abre los ojos.
La alondra se da la vuelta y le muestra las dos letras diminutas
perfectamente escritas que tiene en la parte inferior de su vientre.

ne
GLOSARIO
EXPLICACIONES TEMPORALES

A. P. / ANTES DE LA PIEDRA
En la línea temporal, antes de que a los Neván les entregaran la Piedra Éter.

D. P. / DESPUÉS DE LA PIEDRA
En la línea temporal, después de que a los Neván les entregaran la Piedra
Éter.
CINTAS AURORALES
Una banda de cintas plateadas y luminosas que están atadas a los dos polos
del mundo, el norte y el sur, y lo orbitan alrededor de este eje. Las cintas
aurorales son lo que la gente utiliza para marcar la hora de despertarse o de
acostarse.

CICLO AURORAL
Un ciclo auroral completo es la cantidad de tiempo que tardan las cintas
aurorales en orbitar el planeta. Un ciclo auroral es el equivalente a nuestro
día de veinticuatro horas.

SALIDA AURORAL
El momento del ciclo auroral en el que las cintas aurorales asoman por el
horizonte oriental.
PUESTA AURORAL
El momento del ciclo auroral en el que las cintas aurorales se ponen en el
horizonte occidental.

DAE
El momento del ciclo auroral en el que las cintas aurorales recorren el cielo.
Es el tiempo en el que los habitantes del mundo suelen estar despiertos.
DUERMEVELA
El momento del ciclo auroral en el que no hay cintas aurorales pintando el
cielo. Es el tiempo en el que los habitantes del mundo suelen dormir.

FASE
Mil ciclos aurorales, parecido a un año. Las cintas aurorales se vuelven más
gruesas durante el transcurso de la fase y, luego, se reducen en el milésimo
ciclo. Este ritmo menguante y creciente marca la fase de principio a fin.

EÓN
Cien fases, es decir, cien mil ciclos aurorales.

EXPLICACIÓN DE LAS ÉPOCAS


Una fase de vida: mil ciclos aurorales
Veinticuatro fases de vida: veinticuatro ciclos aurorales
TERMINOLOGÍA

ABALORIO ELEMENTAL
Estos abalorios se llevan para mostrar si un individuo es capaz de oír alguna
de las canciones elementales. Adoptan una forma distinta en cada reino: en
La Bruma, se llevan como pendientes; en La Llama o La Sombra, sirven
como adornos en el pelo, la barba o la vestimenta.
– ABALORIO ROJO: Ignos (fuego)
– ABALORIO AZUL: Rayne (agua)
– ABALORIO TRANSPARENTE: Clode (aire)
– ABALORIO MARRÓN: Bulder (tierra)

ABUH
Abuela o abuelo.
ALONDRA DE PAPEL
Cuadrados de pergamino runados con líneas de activación. Una vez
doblados en forma de pájaro, esos mensajes vuelan hasta el destinatario. Es
una forma fiable de comunicación en este mundo.

ARITHIA
La capital de La Sombra.
BHOGGITH
La zona donde anidan los fundefauces. Se encuentra en La Bruma y es una
amplia extensión de páramos pantanosos. En ella, hay montículos en los
que los fundefauces forman sus nidos construyendo grandes esferas
circulares con árboles y ramas, en cuyo interior depositan los huevos. En
cuanto los huevos empiezan a moverse, el fundefauces padre escupe llamas
sobre la estructura, una parte vital del proceso de eclosión.

BOTHAIM
Ciudad neutral. La residencia del Triconsejo.
CEREMONIA DE DESVELO
Cuando una princesa se entrega a los Creadores, en lugar de unirse a un
compañero, es desvelada al público por primera vez. En caso contrario, el
desvelo sucede durante la ceremonia de unión.

CEREMONIA DE UNIÓN
Muy parecida a una ceremonia de matrimonio.
CLAN JOHKULL
Uno de los numerosos clanes de guerreros que habitan en las llanuras
Boltánicas. Esos clanes son famosos por sus fuertes y talentosos miembros.
Kaan creció en el clan Johkull.

DAGA-MÓRRK
Un ser con un vínculo tan estrecho con su dragón que puede emplear su
fuerza y su fuego. Esta conexión es más mítica que real.

DHOMM
La capital de La Llama.

DRELGAD
Una parte de la muralla que está dedicada al ejército de La Bruma y en la
cual se alojan los nuevos reclutas.

EL FOSO
La carretera principal de la ciudad de Gore.
EL GRAN FLURRT
Un celebrado fenómeno donde las auroras se duplican y las cintas de luz se
extienden por todo el cielo. No sucede a menudo, pero los dragones bailan y
se aparean cuando ocurre. Después de un Gran Flurrt, suele haber un
aluvión de huevos fertilizados.

EL LOFF
La enorme masa de agua que rodea la zona donde anidan los siegasables
como si fuera un iris turquesa. Es famosa por ser de donde salen bestias
antiguas y por tener un clima impredecible.
ESCRIPE
Un juego de suerte y estrategia que se juega en todo el mundo. Los
fragmentos de pergamino que se usan se asemejan a naipes, pero contienen
imágenes de diferentes criaturas.

ESPADA DE ELDING
Asesino de los Fíur du Ath.
FÍUR DU ATH
El grupo rebelde que pretende contrarrestar la tiranía que se extiende por
los territorios (sobre todo, en La Bruma). Abarcan todo el mundo.

GEMAS DE ROCADRAGÓN
Se forman en la tierra, en zonas donde se ha derramado sangre de dragón.
Es el medio de pago principal de La Bruma y de La Sombra. Si se muele y
se consume, tiene propiedades medicinales.

GONDRAGH
Una tierra donde el sol cae con fuerza, en la que hace muchísimo calor y
que resulta inhabitable para la mayoría de las criaturas. Es un área muy
rocosa, con un montón de volcanes y ríos de lava. Los siegasables anidan en
recovecos y grietas de esos volcanes. En cuanto los huevos empiezan a
moverse, recogen lava de los volcanes y la escupen sobre los nidos o los
cubren de llama de dragón, una parte vital del proceso de eclosión.
GORE
La capital de La Bruma.

HILVACARNE
Alguien entrenado en el arte de usar runas para sanar heridas en la carne,
los músculos y los órganos.
JUICIO TOOKAH
Prueba en la que dos guerreros luchan por el privilegio de unirse a alguien.

KHOLU
Según la profecía, la persona cuyo descendiente amarrará las lunas al cielo
para toda la eternidad.
LA BRUMA
El tercio central del mundo, la franja más ancha de las tres. Allí las nubes
siempre son coloridas, pues en todo momento reciben la luz de una hora
dorada. Hace frío, a menudo nieva y no llueve nunca, aunque a veces cae
aguanieve. Una muralla de piedra gigantesca circunda esta ancha parte del
mundo a modo de cinturón, en cuyo interior ha construido su hogar la
mayoría de la civilización de La Bruma. En zonas muy pobladas, se ha
abierto una brecha en la muralla y creado un foso protegido por puentes
celestes que van de un lado a otro.

LA FLORESTA
El refugio seguro subterráneo gobernado por el Elding, situado en una
ubicación no revelada hacia el sur.
LA LLAMA
El tercio norte del mundo. Allí siempre hace sol, por lo que el calor es
intenso, y en algunas zonas llueve a menudo. Hay un montón de junglas y
de extensas llanuras de arena, así como grandes masas de agua.

LA SOMBRA
El tercio sur del mundo. Allí no llega el sol y, por lo tanto, está siempre
sumido en la oscuridad; la única luz la proporcionan las cintas aurorales y
las lunas de los plumalunas. Hace muchísimo frío y está cubierta de nieve, y
la zona más fría es el polo sur, conocido como Netheryn.
MAH / MAHMI
Madre / mamá.

MÁLMR
Un colgante tallado a mano que los miembros de los clanes guerreros de las
llanuras Boltánicas le ofrecen a alguien a quien están cortejando. A menudo,
están hechos con escamas de dragón, huesos, cobre o piedra.
MENTALISTA
Alguien que tiene la habilidad única de adentrarse en la mente de otro. Hay
poquísimos en el mundo.

MUESCA
Un tajo curvado en la punta de la oreja de un feérico, como si una criatura
diminuta le hubiera pegado un mordisco. Si alguien tiene una, significa que
es nulo y, por lo tanto, incapaz de oír ninguna de las canciones elementales.
No es algo común en todas partes; solamente se da en unos reinos
específicos.
NETHERYN
La zona donde anidan los plumalunas. Se encuentra en La Sombra, en el
polo más al sur del mundo. Allí, el entorno, helado e inhóspito, resulta
inhabitable para la mayor parte de las criaturas. Los plumalunas anidan en
gigantescas columnas de hielo hexagonales. En cuanto los huevos empiezan
a moverse, el plumaluna padre escupe llamas gélidas sobre ellos o los cubre
de hielo y nieve, una parte vital del proceso de eclosión.

NULO
Alguien que no oye ninguna de las canciones elementales. En algunos
reinos, les hacen una muesca en las orejas para señalarlo.

OJOS DE DRAGÓN
La habilidad de ver el rastro de viejas runas, algo que de otra forma solo
puede hacerse a través de la luz de la llama de dragón.
PAH / PAHPI
Padre / papá.

PAREJA
El equivalente a marido o mujer. Decir que dos criaturas son pareja es una
forma de decir que están casadas.
PIEDRA ÉTER
Una piedrecita negra, del tamaño de la yema del pulgar de un adulto, que
está incrustada en una diadema de plata. La diadema se funde con la cabeza
del huésped y está custodiada por la estirpe de la familia Neván. Caelis, el
dios del Éter, se encuentra dentro de la piedra.

REFUGIO DE CRÍA
Un refugio que, por lo general, se encuentra en las afueras de las zonas
donde anidan los dragones. Suele ser el lugar donde se instala alguien que
ha robado un huevo para que los dragones bebés nazcan en su hábitat
natural y la eclosión sea segura y saludable.
RÉIDI
El tatuaje de puntos situado en la espalda de un guerrero de las llanuras
Boltánicas. Cada punto representa una victoria, por lo que una espalda muy
tatuada indica una gran fuerza y honor.

RUNI
Alguien que ha aprendido a utilizar los símbolos encontrados en la vieja
tumba que algunos creen que Caelis, el dios del Éter, escribió en su
desesperación por que lo oyeran. Los runis llevan un abalorio blanco o una
capa blanca con botones en la costura central que la ciñen. Los botones
están estampados con símbolos que anuncian los talentos del runi. Para
indicar diferentes niveles de destreza, los botones están hechos de
materiales distintos: la madera marca el nivel elemental, mientras que el
diamante es el más avanzado.

SANGUIRIO
Alguien que tiene un poder único sobre la sangre. Puede trazar el origen de
la familia, usar la sangre de alguien para provocarle dolor o placer, etcétera.
SUBURBIA
Una hendidura enorme y escarpada justo debajo de la muralla de La Bruma,
concretamente debajo de Gore, la capital de La Bruma. Está abarrotada de
pozos abandonados de rocadragón y es una zona frecuentada por criaturas
sin hogar. Algunos de los pozos se desploman y las criaturas a ambos lados
de la muralla se escabullen en el interior para buscar refugio, por lo que es
un lugar muy peligroso donde vivir.

TRICONSEJO
Es un consejo de elementales con tres abalorios y runis de gran sabiduría.
Ejercen cierta influencia sobre los reinos porque ostentan un gran poder y, a
veces, intervienen en asuntos políticos. Viven en Bothaim, un territorio
neutral que no está sometido a las normas de ningún rey o reina.
VERACISTA
Alguien que tiene la habilidad única de saber si otro está mintiendo. Los
veracistas no son tan fuertes como los mentalistas, pero son más comunes y
valiosos para la Corona, ya que son capaces de saber si alguien oye las
canciones elementales; sobre todo, son jóvenes que han empezado a oír las
canciones e intentan huir del reclutamiento.

VIAL ELEMENTAL
Dispositivo pequeño portátil que es capaz de contener elementos en sus
formas más puras, como el fuego, el aire, el agua, la tierra e incluso la llama
de dragón. Sin embargo, hay poquísimos viales elementales, puesto que se
requiere la sangre de un Daga-Mórrk para construirlos.
SERES Y CRIATURAS

AVE ELDING
Una criatura mítica parecida a un pájaro formada a partir de cenizas y
llamas.
CAMBIASINOS
Una criatura felina enorme y plateada que es más leyenda que realidad. A
quienes dicen verlo se los considera locos, ya que cuentan que la bestia les
hizo cambiar la decisión que iban a tomar por otra.

ESPECTROS
Criaturas poco comunes, larguiruchas y vaporosas que persiguen jirones de
niebla, donde mordisquean almas a cambio de mensajes procedentes de los
muertos. Hablan.
FÁUNIDOS
Bestias aladas con piel, cuello grueso y enormes ojos oscuros. Miden menos
de la mitad de un fundefauces medio y son capaces de fundirse con la
piedra de color óxido de La Llama. Pueden aferrarse a acantilados y a
techos y tienen alas parecidas a las de los murciélagos. Se pueden montar.

FEÉRICOS
Forman el pueblo más común del mundo. No son inmortales, pero tienen
una esperanza de vida excepcionalmente larga. Los feéricos tienen orejas
puntiagudas y caninos afilados y son de naturaleza primaria.
FUNDEFAUCES
Los dragones que viven en La Bruma. Son de una mezcla de colores, y no
hay dos que luzcan la misma gama cromática. Pueden viajar sin problemas
a cualquier parte del mundo y son los dragones a quienes resulta más fácil
domar o robar un huevo.

MALPIÉ
Criatura peluda con orejas enormes, nariz larga, dientes prominentes y
bigotes. Mide dos terceras partes que un feérico y es capaz de robar cosas
de lugares difíciles. Gran coleccionista. Habla.
MISKUNN
Una pequeña criatura de pelo y cuerpo blanco, rasgos diminutos y dientes
afilados. Es tan grácil que se dobla como un marsupial y tiene una cola
larga y copetuda. Ve el futuro, aunque sus visiones son esporádicas y
susceptibles a cambios. Habla.

PLUMALUNAS
Los dragones que viven en La Sombra. Tienen una piel luminosa que irradia
tonos grises, perlados, iridiscentes y blancos, ojos negros enormes y
brillantes, cara redonda, cuello largo y cuerpo elegante. Su cola es larga,
como un pincel plateado. Les encanta el frío y no soportan el sol ni las
quemaduras; tampoco pueden ver bien en una claridad intensa. Son muy
astutos y, por tanto, los dragones a los que resulta más difícil domar o robar
un huevo.

SIEGASABLES
Los dragones que viven en La Llama. Son unas criaturas enormes y
cuadradas con escamas, púas y fauces con numerosos colmillos. Lucen
muchos colores distintos, como el óxido, el bronce, el rojo, el marrón, el
negro y el dorado. Les encanta el calor y no pueden sobrevivir mucho
tiempo en el desapacible frío de La Sombra. A veces, son muy ruidosos y
agresivos y resulta tan difícil domarlos o robarles un huevo como a los
plumalunas.
TROGGS
Criaturas grandes y larguiruchas a quienes les gusta acumular y comer
basura. Tienen cuatro brazos, cabellera negra larga y piel azul aterciopelada.
Consumen los recuerdos de los desechos que comen y los purgan dándoles
forma de hilos luminosos y pegajosos que extraen de los agujeros que
tienen en las manos: los usan para decorar sus guaridas. Hablan.

PERSONAJES
AGNI
Una runi muy talentosa que vive y trabaja en la Fortaleza Imperial de La
Llama.

AHDRIK NEVÁN
Antiguo rey de La Sombra. Pareja de Eudora Neván y padre de Elluin y
Haedeon Neván.
ALLUME
La plumaluna de Haedeon Neván.

ARKYN
También conocido como Rey Carroñero.
BULDER
Uno de los cinco Creadores: el dios de la Tierra.

CADOK VAEGOR
El rey actual de La Bruma. Pareja de Dothea Vaegor, padre de Turun
Vaegor, hijo de Ostern y Kovina Vaegor, hermano de Kaan y Veya y gemelo
de Tyroth Vaegor.
CAELIS
Uno de los cinco Creadores: el dios del Éter.

CLODE
Una de los cinco Creadores: la diosa del Aire.
DOTHEA VAEGOR
La reina actual de La Bruma. Pareja de Cadok Vaegor y madre de Turun
Vaegor.

EL ELDING
El líder de los Fíur du Ath.
ELLUIN NEVÁN
Antigua princesa de La Sombra. Hija de Ahdrik y Eudora Neván y hermana
de Haedeon Neván. Descendiente de la estirpe familiar a la que le confiaron
la Piedra Éter.

ESSI
La joven amiga de Raeve a quien esta rescató de Suburbia. Essi vive con
Raeve en Gore y es muy inteligente.
EUDORA NEVÁN
Antigua reina de La Sombra. Pareja de Ahdrik Neván y madre de Haedeon
y Elluin Neván. Descendiente de la estirpe familiar a la que le confiaron la
Piedra Éter.

FALLON
Amiga de Raeve a quien esta perdió hace mucho tiempo.
GRIHM
La mano derecha del rey Kaan.

HAEDEON NEVÁN
Antiguo príncipe de La Sombra. Hijo de Ahdrik y Eudora Neván y hermano
de Elluin Neván. Descendiente de la estirpe familiar a la que le confiaron la
Piedra Éter.
IGNOS
Uno de los cinco Creadores: el dios del Fuego.

KAAN VAEGOR
El rey actual de La Llama. Hijo mayor de Ostern y Kovina Vaegor y
hermano de Cadok, Tyroth y Veya Vaegor.
KYZARI VAEGOR
Princesa de La Sombra. Nieta de Ostern y Kovina Vaegor. Descendiente de
la estirpe familiar a la que le confiaron la Piedra Éter.

OSTERN VAEGOR
Antiguo rey de La Llama. Pareja de Kovina Vaegor y padre de Kaan,
Cadok, Tyroth y Veya Vaegor.
PYROK
Un miembro no demasiado habilidoso de la corte imperial del rey Kaan.
Hermano de Roan.

RAYNE
Una de los cinco Creadores: la diosa del Agua.
REKK ZHAROS
Un famoso cazarrecompensas.

ROAN
Un alquimista y miembro de la corte imperial de Kaan. Hermano de Pyrok.
RUSE
La propietaria de La Pluma Rizada de Gore.

SEREME
Un miembro de alto rango de los Fíur du Ath.
SLÁTRA
La plumaluna de Elluin Neván.

TYROTH VAEGOR
El rey actual de La Sombra. Hijo de Ostern y Kovina Vaegor, hermano de
Kaan y Veya y gemelo de Cadok Vaegor.
UNO
El miskunn que es mascota de Ruse.

VEYA VAEGOR
Princesa de La Llama. Hija menor de Ostern y Kovina Vaegor y hermana de
Kaan, Cadok y Tyroth Vaegor.
VRUHN
El propietario de La Pluma Rizada de Dhomm.

WROOK
El malpié al que Raeve conoce en la celda.
GUÍA DE PRONUNCIACIÓN
Allume
Alúm

Cadok Vaegor
Cádok Véigor

Elluin Neván
Eliuín Neván
Essi
Ési

Fíur du Ath
Fíer du Az
Haedeon Neván
Jéidion Neván

Kaan Vaegor
Kan Véigor

Kholu
Kólu
Kyzari Vaegor
Kaizári Véigor

Ostern Vaegor
Ostérn Véigor
Raeve
Reif

Réidi
Rédi
Rekk Zharos
Rek Zarós

Rygun
Ráigan

Sereme
Serím

Slátra
Slátra
Tyroth Vaegor
Táiroz Véigor

Veya Vaegor
Véya Véigor
GRACIAS
Llevo desde el año 2020 intentando elaborar esta historia, repasándola por
la noche mientras intentaba quedarme dormida, mientras conducía, me
duchaba o cocinaba. Pero una parte de mí sabía que no estaba preparada
para contarla ni hacerle justicia.
Echando la vista atrás, creo que la historia necesitaba tiempo y ha ido
cogiendo aire hasta que ha podido cantar tan fuerte que ya no he podido
apagar su melodía. Al final, ha sucedido cuando yo más lo necesitaba,
cuando yo también necesitaba acordarme de cómo respirar.
Espero que te hayas enamorado de este mundo tanto como yo y que la
historia te haya provocado una sonrisa, una lágrima, una sensación
agradable en el pecho.
Espero que, durante unos instantes, hayas sentido que estabas entre estas
páginas, volando por el cielo a lomos de Rygun u observando las lunas; que
hayas estado buscando un huevo plateado y escribiendo un diario, o
acurrucándote a Ne en el cuello y acariciándola hasta que se queda dormida.
Gracias por haber cogido aire conmigo, por haberme permitido llevarte a
otra aventura.
Por haberme confiado tu corazón.
Con todo mi cariño,
Sarah
AGRADECIMIENTOS
No habría podido publicar este libro sin la ayuda de mi maravilloso equipo
ni sin el apoyo interminable de mi familia.
Josh, me has quitado un peso gigantesco de los hombros al hacer de
padre y de madre de nuestros tres preciosos hijos y al permitirme
adentrarme de lleno en la historia. Lloro cada vez que veo ese vídeo de
Juego de tronos, ese en el que Jon Snow ve que un ejército se dirige hacia
él. Está hecho polvo, preparándose para librar la guerra por su cuenta y,
justo antes del choque…, otro ejército sale de detrás de él y se lleva el
golpe. Tú eres ese ejército, mi amor. Gracias por salvarme.
Mamá, gracias por haberte tomado el tiempo para leer esta historia no
una vez, sino dos, por haberme comentado cosas por teléfono y por
haberme apoyado y dado ánimos de forma constante. Te quiero.
The Editor & The Quill: Chinah, gracias por todo lo que has vertido en
esta historia. Por haber sido una lectora alfa, por tu edición durante el
proceso y por tus correcciones. Te superas con cada libro que escribo y
tengo mucha suerte de contar contigo en mi vida. No solo por tu increíble
don como editora, sino por nuestra valiosa amistad. Ojalá viviéramos más
cerca.
Polished Perfection: Helayna, gracias por las numerosas horas que has
invertido para que esta bestia de libro brille. Por haber buscado
incoherencias en el argumento y por el amor y la devoción que has sentido
hacia la historia. Estoy muy pero que muy agradecida por que pudieras
hacerme un hueco en tu agenda.
Raven, sabes que te quiero infinito. Gracias por haberme animado a hacer
este salto de fe, por haber sido la voz de la razón cuando la necesitaba oír
desesperadamente y por haberme hecho ir por el buen camino cuando me
quedé inmersa en la fatídica espiral de reescritura (carita riendo). Gracias
por haber invertido el tiempo de hacer de lectora beta de esta historia y por
el amor y el apoyo que le has dedicado, que me has dedicado. Valoro
muchísimo nuestra amistad.
A. T. Cover Designs: Aubrey, gracias por la maravillosa cubierta de la
edición en tapa blanda y del ebook. ¡Todavía me cuesta creer que me
dibujaras una PLUMALUNA! Gracias por haber volcado el corazón y el
alma en todo lo que diseñas para mí. No tengo palabras suficientes para
describir lo agradecida que te estoy por todas las horas que te pasas dando
vida visual a mis historias. Estaré agradecida eternamente por nuestra
amistad.
Lauren, muchas gracias por haber leído mi primerísimo borrador, por tus
críticas atentas y por no haber tenido miedo de darme tu opinión tal cual.
Como con la tercera parte de Un pétalo de sangre y cristal, me has ayudado
a que Hasta que caiga la luna se convierta en la mejor versión posible. Por
eso, y por nuestra fantástica amistad, siempre te estaré agradecida.
Angelique, Talarah, Ivy y Ann, miles de gracias por haber hecho un
hueco en vuestra ajetreada vida para leer el manuscrito, por vuestros ánimos
positivos, por vuestras críticas constructivas y por haberme apoyado de
MUCHAS maneras. Os quiero y os adoro a las cuatro.
Lois y Kim, gracias por haber leído esta bestia antes de que la mandara a
ARC. Las dos me disteis la confianza que necesitaba para enviar a mi bebé
al resto de mundo. Os lo agradezco de corazón.
Alice Cao, gracias por los diseños del encabezado de los capítulos. Sé
que no paro de repetírtelo, pero es que tienes muchísimo talento. Estoy
tremendamente orgullosa de contar con tus ilustraciones en esta historia,
que representan a la perfección a las criaturas y a los personajes.
Rachel de The Nerd Fam, muchas gracias por todo el trabajo que has
hecho para mi campaña de publicidad. Tu atención al detalle es espléndida,
tu entusiasmo contagioso, y me muero por trabajar contigo durante otros
muchos lanzamientos.
Brit, gracias por tu amistad y tu apoyo inquebrantables. Te quiero mucho.
Y a mis maravillosos lectores, gracias por las menciones, los mensajes,
las críticas, y por aplaudir, comentar o compartir mis publicaciones. Gracias
por haberles dado una oportunidad a mis historias y por haberme confiado
vuestro corazón. ¡Brindemos por la siguiente!
ADVERTENCIAS DE CONTENIDO
Sangre
Muerte y violencia
Escenas de sexo explícito
Tortura
Amenaza implícita de acoso sexual/depredador sexual
Lenguaje explícito
Crueldad hacia una criatura/abusos
Secuestro de un adulto (insinuado y recordado a posteriori)
Muerte al dar a luz (insinuado)
Secuestro/tráfico de menores (insinuado)
Aborto (insinuado en un personaje secundario)
«Los Creadores jamás esperaron que sus queridos
dragones, al llegar su fin, ascendieran a los cielos.
Tampoco que se enroscaran en forma de esfera
allá donde la gravedad no podía alcanzarlos y
llenaran el firmamento de tumbas... De lunas.
Y, desde luego, jamás esperaron que cayeran».

Como asesina rebelde, el objetivo de Raeve es cumplir su misión y que


jamás la atrapen. Sin embargo, cuando un cazarrecompensas rival hace
añicos su realidad, la joven se ve prisionera del Gremio de los Nobles, una
organización de elementales poderosos que pretende dar ejemplo con ella.
Solo la muerte podrá liberarla.
Devastado por una terrible pérdida, el jinete de dragón Kaan Vaegor
decapitó a un rey y se puso su corona derretida. Ahora, su búsqueda
incansable para reunir fragmentos lunares lo conduce a la prisión de la
ciudad, donde se topa con una Raeve encadenada, con rabia en la mirada y
sangre en las manos. Juntos deberán descubrir una verdad que amenaza con
hacer que su mundo se desmorone... y ellos con él.
Sarah A. Parker es una autora superventas internacional. Se crio en una
granja en Nueva Zelanda, donde pasaba los días deambulando entre los
pastos, construyendo fuertes en la maleza, trepando árboles y explorando el
bosque mientras imaginaba historias llenas de detalles que jamás la han
abandonado.

Ahora vive en Australia con su marido, su perro, sus tres hijos e incontables
plantas, y se dedica a volcar sus historias en papel. Su género predilecto es
la fantasía romántica épica y se esfuerza por crear personajes reales y
complejos y mundos absorbentes en los que puedas perderte.
Título original: When the Moon Hatched

Primera edición: noviembre de 2024

© 2024, Sarah A. Parker


© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2024, Xavier Beltrán Palomino, por la traducción
Diseño del mapa: Virginia Allyn
Ilustraciones de inicio de capítulo: Alice Cao Illustration
Resto de ilustraciones del interior: Sarah A. Parker

Diseño de portada: adaptación de la portada original de © A. T. Cover Designs, LLC / Penguin


Random House Grupo Editorial
Ilustración de portada: © stock.adobe.com

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la
creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre
expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por
respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún
medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe
publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-01-03563-0

Compuesto en Comptex&Ass., S.L.

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Índice
Hasta que caiga la luna
Acerca de este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Diario
Capítulo 7
Capítulo 8
Diario
Capítulo 10
Capítulo 11
Diario
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Diario
Capítulo 17
Diario
Capítulo 19
Diario
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Diario
Capítulo 25
Diario
Capítulo 27
Capítulo 28
Diario
Capítulo 30
Diario
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Diario
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Diario
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Diario
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Diario
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Diario
Capítulo 58
Capítulo 59
Diario
Capítulo 61
Capítulo 62
Diario
Capítulo 64
Diario
Capítulo 66
Capítulo 67
Diario
Capítulo 69
Diario
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Diario
Capítulo 77
Capítulo 78
Diario
Capítulo 80
Diario
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Diario
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Epílogo
Árbol familiar
Glosario
Guía de pronunciación
Gracias
Agradecimientos
Advertencias de contenido
Sobre este libro
Sobre Sarah A. Parker
Créditos

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