01. Hasta que c41ga la lun4
01. Hasta que c41ga la lun4
01. Hasta que c41ga la lun4
Primero fue Caelis, el dios del Éter, invisible a los ojos, el espacio vacío
en el que nadie pensaba. Allá donde se formaba la materia, él era apartado
sin más.
Su canción de barítono estaba repleta de sustancia y, al mismo tiempo,
totalmente desprovista de ella. Era un eco distante que recorría el espacio
vacío entre los soles cercanos y lejanos, de una intensidad imperceptible por
muy alto que la cantara.
Desesperado por que alguien le hiciera caso, fue él quien ofreció un
lienzo en blanco para que los demás lo pintasen.
Bulder, el dios de la Tierra, modeló la esfera con un grito a pleno
pulmón, creando un globo recio que no giraba. Un mundo con una mitad
bañada por luz solar y salpicada de una ola de arena color óxido, y otra
sumida en una oscuridad tan profunda que calaba incluso en las piedras y lo
pintaba todo de negro.
Con palabras contundentes y monótonas, Bulder esculpió el terreno y
creó hondonadas, elevaciones y grietas en el mundo. Forjó una muralla que
atravesaba La Bruma, donde la luz solar y la sombra se negaban a
encontrarse, convirtiendo el cielo en un eterno trazo de color rosa, lila y
dorado.
La diosa del Agua fue la siguiente.
Rayne cayó sobre la tierra en miles de millones de anhelantes lágrimas de
amor no correspondido, encharcando así las hondonadas de Bulder y
llenando desfiladeros con sus desbordados sentimientos. Sobre la zona
sombría, descendió como un tamborileo de grandes copos de nieve y cubrió
las escarpadas montañas con su gélido abrazo.
Su amor era un vociferante torrente, el profundo y estremecedor gemido
de una avalancha, el casi silencioso grito de la llovizna.
Su apenada canción era muy diferente a la de su hermana Clode, la diosa
del Aire, que se situaba al límite de una locura inconmensurable. Su voz era
una cinta de seda, suave al tacto, a no ser que se ladease y te rebanara con
su filo.
Sus susurros atravesaban ramas abarrotadas de hojas y las sacudían en un
baile seductor. Sus violentos chillidos desgarraban los rincones escarpados
a una velocidad vertiginosa por el simple hecho de que le gustaba ese
sonido. Incapaz de soportar la sombría quietud de Rayne, los impetuosos
aullidos de Clode a menudo transformaban El Loff en una masa agitada que
rompía contra la orilla como al compás de un tambor.
Ignos sentía devoción por Clode. El dios del Fuego se alimentaba de ella,
la consumía.
La amaba tanto que no podía respirar sin ella.
La ardiente canción de Ignos transmitía un ansia feroz y una avaricia
apasionada, pero a Clode no podían domesticarla esas furibundas
emociones, por más que él hiciera arder junglas y le diese humo con el que
danzar. Por más que fundiera fragmentos de las piedras de Bulder hasta
convertirlos en ríos rojizos, desesperado por impresionarla con explosiones
volcánicas que zarandeaban el cielo.
Atado a su triste soledad, Caelis lo observó todo, celoso de la capacidad
de los demás Creadores por ser vistos, tocados y oídos, pero agradecido por
formar parte de algo.
De lo que fuese.
Y contempló en silencioso asombro cómo florecía la vida en el frondoso
y fértil lienzo al que había regalado su vacío. Una variada cacofonía de
seres que salpicaban la tierra y la nieve y la arena, algunos con un oído más
afilado aún que la punta de sus orejas, que les permitían oír las otras cuatro
canciones elementales. Unas cuantas de esas criaturas aprendieron los
lenguajes de los dioses y empezaron a hablarlos.
Y en ellos hallaron poder.
Otros devoraron un libro plateado que, según algunos, había escrito
Caelis en su desesperación por ser escuchado. Encontraron una forma
distinta de poder en esas runas que nadie era capaz de leer ni pronunciar y
descubrieron que esas extrañas marcas tenían multitud de usos: curaban
huesos, hechizaban la sangre, encantaban objetos…
Numerosos seres poblaban todos los rincones del mundo, pero no había
ninguna criatura de la que los Creadores estuvieran más orgullosos que de
las enormes bestias aladas que dominaban el cielo.
Los dragones.
Volaban por encima de las cumbres en apariencia inhabitables de La
Llama, donde los duros rayos del sol chamuscaban la piel de cualquiera
hasta cubrírsela ronchas y ampollas. Era allí donde crecían los siegasables,
unas bestias grandes y corpulentas con escamas de color negro, bronce y
rojo. Tenían una personalidad fiera que resultaba inigualable.
Hicieron de Gondragh su tierra de anidación.
Algunos seres eran lo bastante valientes como para aproximarse, asaltar
el nido y robar un huevo.
Valientes… o estúpidos.
Menos veleidosos que sus lejanos parientes, los fundefauces encontraron
un hogar en La Bruma. En Bhoggith, concretamente, una zona pantanosa
cubierta de bruma que lo engullía casi todo con sus ciénagas lodosas y
sulfúricas.
Sus picos eran lo bastante afilados como para asestar cuchilladas, y sus
garras, igual de letales. Cubiertos de plumas tan coloridas como el cielo
siempre vibrante de la parte del mundo que habitaban, no había dos
fundefauces que lucieran la misma gloriosa gama cromática.
Para robar un huevo de fundefauces, también había que ser valiente o
estúpido, pero quizá un poco menos.
En Netheryn, sin embargo, era casi imposible adentrarse. Allí era donde
habían elegido anidar los etéreos y astutos plumalunas.
Al estar en el punto más alejado del sol, Netheryn era la zona más oscura
de La Sombra, donde hacía un frío tan intenso que volvía lenta y viscosa la
sangre de la mayoría de las criaturas. Pero no la de los plumalunas, con una
piel luminosa, gélida al tacto, largas colas sedosas y ojos brillantes y
negros.
Rodeados de nieve, hielo y un silencio voraz que engullía todos los
sonidos y, luego, los escupía en forma de rugido de advertencia, los
plumalunas prosperaban y cada vez eran más numerosos, fuertes y
resplandecientes.
Solamente aquellos tan impulsivos como Clode o con suficiente poder
para protegerse se arriesgaban a intentar robar un huevo de plumaluna.
La mayoría de ellos fracasaban, derrotados por aquella tierra hostil o por
las imponentes y agresivas bestias.
Unos cuantos lo lograron, un grupo venerado que usaba a los dragones
para librar guerras a fin de que nacieran nuevos reinos.
Sin embargo, conforme los castillos se volvían más altos que las
montañas y los reyes y las reinas decoraban sus coronas con joyas más
grandes y centelleantes, la gente fue aprendiendo a derramar sangre de
dragón.
Y así se terminó la vida eterna de muchos plumalunas, fundefauces y
siegasables.
Los Creadores jamás esperaron que sus queridos dragones, al llegar su
fin, ascendieran a los cielos. Tampoco que se enroscaran en forma de esfera
allá donde la gravedad no podía alcanzarlos y llenaran el firmamento de
tumbas… De lunas.
Y, desde luego, jamás esperaron que cayeran poco después de alcanzar su
elevada posición. Ni que se estrellaran en el mundo con un azote de
fatalidad que amenazaba con devastar todo lo que había llegado a surgir.
Clode, Rayne, Ignos y Bulder necesitaron siete caídas lunares para darse
cuenta de que el culpable era Caelis. Que su espacio vacío, que ansiaba
llenarse, era lo bastante fuerte como para sacar a un dragón de su lugar de
descanso y arrancarlo del cielo.
Aún necesitaron otra caída lunar más para urdir un plan que tenía la
intención de salvar el mundo que tanto amaban.
Esgrimiendo promesas vacías y desleales, atrajeron a Caelis hasta su
trampa y lo capturaron.
Y lo sometieron.
Entonaron sus afiladas, ardientes y desgarradoras canciones y
fragmentaron la esencia de Caelis en trozos lo bastante pequeños como para
atraparlos en una jaula de cristal de ébano no más grande que una semilla,
conocida a partir de entonces como Piedra Éter. Unos cuantos hilos del
manto plateado de Caelis se desprendieron mientras forcejeaba y se resistía,
pero los demás Creadores no se preocuparon por juntarlos y permitieron
que se amarrasen a los dos polos del mundo. Surgió así una aurora luminosa
que daba vueltas alrededor del globo y que permitía que la gente tuviera un
punto de referencia para marcar el paso de sus daes y duermevelas.
El mismo Caelis terminó engarzado en una extraordinaria diadema,
embellecida con una colección de runas de una fuerza maliciosa suficiente
para mantenerlo atrapado en el interior de la piedra eternamente, siempre y
cuando las runas tuvieran algo de lo que alimentarse.
Un guardián.
Así fue como un poderoso guerrero feérico conocido por su vigor y por
su sabiduría, recibió un regalo de los propios Creadores: un poder inmenso
que le permitiría de colocarse la Piedra Éter sobre la frente y seguir
conteniendo a Caelis. Un regalo que pasó de generación en generación en
su familia, como cantos rodados saltando sobre el agua.
Transcurrieron muchos ciclos aurorales y muchas más lunas poblaron el
cielo…
Y permanecieron ahí.
Al final, reinó la paz, a pesar de que un buen número de tragedias y de
muertes inoportunas engulleron el origen catastrófico de la Piedra Éter. El
significado de su existencia pasó a ser un mito confuso que se contaba en
las hogueras o que se cantaba a los bebés para acallar sus berrinches.
Hasta que hubo una nueva salida auroral y por primera vez en más de
cinco millones de fases…
Cayó otra luna.
Raeve
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CAPÍTULO 1
5.000.165 fases después de la Piedra
Echo los hombros hacia delante para cambiar de postura y que parezca
que estoy molida.
Y asustada.
Doblo un recodo y llego al descansillo a los pies de las escaleras,
perseguida por una alondra de papel que aletea tan cerca que me sorprende
que no me dé un golpecito para que la coja en el aire.
Mientras le doy vueltas al fino anillo de hierro que llevo en el dedo
corazón, alzo la vista hacia el guardia armado hasta los dientes que bloquea
el túnel oscuro que se extiende tras él. Está cruzado de brazos y su cabeza
rapada casi roza el techo abovedado. Tiene a una bandada de pájaros de
papel rondando junto a la puerta que se alza a su espalda. Mide el doble que
yo y luce un ceño fruncido que parece estar tallado de forma permanente en
su rostro.
Su mirada reprobadora se clava en el pequeño corte de mi oreja
izquierda, cerca de la estrecha punta, como si alguien de boca pequeña me
hubiera pegado un mordisco.
Es mi muesca.
—Sin ficha, no entra nadie —masculla. Me está tratando al instante por
una criatura menor, un nulo, alguien que no oye ninguna de las cuatro
canciones elementales.
Me meto una mano en el bolsillo y saco una ficha de piedra que tiene
tallada a ambos lados la insignia del prestigioso club, unas fauces de
estalactitas que amenazan desde todos los ángulos. Con un ligerísimo
temblor, se la tiendo y noto cómo me repasa inquisitivamente de arriba
abajo al darle la vuelta a la ficha, gesto con el que su armadura azul hace un
ruido metálico.
Tengo curiosidad por saber por qué deja que las alondras revoloteen junto
a la puerta en lugar de permitirles entrar, pero la que siempre dice lo que
piensa es Raeve, y ahora mismo yo no soy Raeve.
—Me llamo Kemori Daphidone —digo con voz suave y sumisa—. Soy
una barda ambulante.
—¿De dónde vienes?
—De Orig.
Un punto de la muralla en el que nunca he estado, pero eso no impedirá
que le cuente cosas sin parar si me hace alguna pregunta concreta.
La preparación es mi armadura. O me la pongo o muero.
El guardia inspecciona la ficha y me la devuelve.
—Nada de velo —me gruñe.
Levanto la vista para mirarlo tras mis pestañas con plumas en la punta.
—Mi actuación lo exige. Formo parte del espectáculo. —Saco un rollo de
pergamino del bolsillo y se lo tiendo—. Me advirtieron de la norma de no
llevar velo y por eso solamente me he cubierto la mitad inferior de la cara.
Con el ceño fruncido, desenrolla el pergamino y analiza con suspicacia
mi carta de contrato con una lentitud tan dolorosa que empiezo a notar
calambres en el cuello. La impaciencia me carcome por dentro.
Al final, abre mucho los ojos al caer en la cuenta.
—¡Ah! Eres la suplente.
Asiento tímida y recatadamente, aunque lo que de verdad me apetece
hacer es estamparle la cabeza contra la pared.
Con fuerza.
El guardia enrolla el pergamino de nuevo y me lo devuelve mientras se
echa a un lado para abrir la puerta.
—Tercer piso. Cuidado con el espectro. Siempre tiene un hambre feroz
cuando el ciclo auroral llega a su fin.
El estremecimiento que me recorre no es para nada fingido.
Al adentrarme en el cálido y humoso abrazo de El Vacío Voraz, me asalta
un intenso olor a almizcle y un ligero rastro de sulfuro. La puerta se cierra
tras de mí, dispersando la bandada de pájaros de papel. A través de un túnel
oscuro, llego ante la estrecha entrada de una cueva enorme y alta con forma
de pulmón pétreo.
Un tramo de escaleras me lleva hasta uno de los numerosos caminos que
serpentean entre un montón de manantiales luminosos, de cuyas
profundidades turquesas se eleva vapor. La gente está apoyada en los
escalones con la cabeza inclinada mientras languidece por el calor
envolvente. Un bonito paraíso para quienes cuentan con suficiente poder o
influencia política como para mantenerse en el bando privilegiado de la
Corona.
Suelto una carcajada amarga.
Aquí resulta fácil fingir que nuestro colorido reino no descansa sobre un
lecho de huesos.
Una escalera independiente da al segundo piso, sostenido por pilares
musgosos. Me dirijo hacia allí y avanzo por el laberinto de caminos, pero
entonces una nube de vapor adquiere forma de criatura pálida y larguirucha
con ojos como joyas de ébano.
—Mierda —mascullo deteniéndome.
Girando la cabeza de forma antinatural, el espectro me mira fijamente,
olisquea el aire y resopla con gula.
—Vaya, vaya, vaya… Menuda alma más llena y jugosa tienes, ¿no?
«Buf».
—Muy amable por tu parte. Voy a seguir mi cami…
—Hay espíritus que están desesperados por hablar contigo. ¿Qué te
parece si me bebo un poco de tu alma? —me pregunta la criatura, y juraría
que es como si estuviera salivando—. Así podrás oír todo lo que quieren
decirte.
«Ni hablar, gracias».
—Paso.
Efusivamente.
La criatura parece ignorar mi rechazo, pues se inclina hacia delante y
reúne jirones de niebla que usa para avanzar en mi dirección, extendiendo
sus vaporosos dedos hacia mí.
Me doy media vuelta y me apresuro a tomar otro camino, con el vello de
punta. Al mirar hacia atrás, veo al espectro encorvado sobre un hombre que
holgazanea junto al borde de un manantial sorbiendo algo oscuro por entre
los labios separados.
Un escalofrío me recorre la piel.
Doy gracias en silencio a los Creadores por que los espectros sean poco
comunes. Solo acechan en mantos de niebla, donde mordisquean almas a
cambio de mensajes de parte de espíritus serviciales.
No se me ocurre nada peor. Estoy convencida de que los muertos que
están tan desesperados por hablar conmigo no me van a decir nada bonito.
Aunque no puedo culparlos.
Por suerte, es facilísimo distraer a esos espeluznantes muerdealmas.
Subo las escaleras de dos en dos para alzarme por encima de los hilos de
vapor. En cuanto llego al segundo piso, repleto de mesas de escripe, los
sonidos de risas y tintineos de copas llegan hasta mí.
La gente está reunida, dando caladas a palos de fumar y bebiendo licores
brillantes, con las vitelas del juego bien sujetas junto al pecho. Lanzan los
dados y montañas de rocadragón pasan de una mano a otra.
Echo un vistazo de reojo a su atuendo. Unos llevan túnicas coloridas con
pedrería, otros visten abrigos a medida, plumas enlazadas en el cabello o
abalorios elementales que hacen las veces de pendientes. Es una forma de
presumir de su capacidad de oír las distintas canciones de los dioses: el rojo
de Ignos, el azul de Rayne, el marrón de Bulder y el transparente de Clode.
Abalorios a un lado, a menudo se sabe desde la otra punta de una estancia
quiénes son elementales de alto rango de La Bruma: aquellos que lucen más
de diez colores en su vestimenta, como si así resultasen tan imponentes
como los vibrantes dragones que dominan los cielos de este reino.
Los majestuosos fundefauces.
Es curioso, porque serían los primeros en derramar la sangre de las
bestias si algún dae se acaba la mina de rocadragón.
Voy por la mitad de una estrecha escalera tallada en la pared del fondo
cuando una silueta alta y fornida con capa baja a toda prisa.
Me detengo, incapaz de verle el rostro más allá de una fuerte mandíbula
cubierta de una barba oscura bien cuidada, ya que la capucha de su capa
sume todo lo demás en las sombras.
Él no ralentiza el ritmo, sigue bajando los escalones hacia mí, a pesar de
que llevo un vestido de un rojo tan potente que es imposible no verlo.
Casi aprieto los dientes, pero, justo a tiempo, me acuerdo de la corona de
metal que llevo en la muela del fondo y evito activar mi arma secreta sin
querer.
El hombre apenas cabe en la escalera, con lo cual va a ser complicado
que pasemos ambos a la vez sin tocarnos.
Pues qué bien.
«Típica actitud de mierda de los elementales: solo piensan en sí
mismos».
Con un suspiro, echo los hombros más hacia delante y me hago a un
lado, recordando que soy Kemori Daphidone, una barda que viene de Orig.
Estoy molida. Y asustada. Y de ninguna manera estoy aquí para hacer que
este hombre tropiece por accidente y caiga por las escaleras.
De ninguna manera.
Con la espalda apoyada en la pared, bajo la vista y espero a que pase por
mi lado. Sus pasos se acercan. Tanto, de hecho, que me invade un olor a
almizcle y humo mezclado con el de la piedra recién tallada, suavizado con
matices de algo apetecible. Me quedo sin aliento, aunque lo recupero
enseguida, como si no estuviera dispuesta a desprenderme de ese aroma
denso y exquisito que bien podría ser uno de los mejores olores que he
percibido jamás.
Se hace a un lado al cruzarse conmigo.
Y se detiene.
Me encuentro bajo su sombra, como si fuera una llama en la oscuridad,
con el corazón desbocado en el pecho. Se me acelera más con cada largo
segundo que transcurre.
«¿Por qué no se mueve?».
Me alejo más por las escaleras para liberarme de su atmósfera.
—Disculpa.
«Tengo sitios a los que ir y manos que cercenar».
Se oye un rumor en su pecho, como si el sonido intentara brotar de sus
labios.
El aire a nuestro alrededor se mueve.
Yo me muevo con él.
Me vuelvo y le sujeto la muñeca a la velocidad del rayo. La tensión corta
el aire y bajo la vista a su mano extendida, enorme y con muchas cicatrices,
detenida a medio gesto, como si hubiera estado a punto de cogerme el velo
y arrancármelo.
Será cabrón.
Aunque no le veo los ojos, noto su mirada penetrante e inquisitiva
observándome con tal intensidad que se me llenan los pulmones de piedras.
Desplaza su atención al corte redondeado de mi oreja.
Y luego a mis ojos.
Varias palabras afiladas se me agolpan en la boca como si fueran espinas
que estoy tentada, muy pero que muy tentada, de escupirle. Y entonces
recuerdo que la gente que se revuelve ante elementales de alto rango
termina siendo comida de dragón.
Decido tragarme las palabras. Es algo que nunca me sienta bien, por más
frecuentemente que deba hacerlo.
Le suelto la muñeca, agacho la cabeza y subo unos cuantos escalones.
Tan solo me detengo cuando estoy lo bastante alta como para mirarlo desde
arriba y lo bastante lejos como para estar menos tentada de darle un
puñetazo en la garganta por haber pensado que podía quitarme el velo.
—Pido disculpas —mascullo intentando sonar sumisa. Y fracaso
estrepitosamente—. El velo forma parte de mi actuación.
Se hace un silencio denso como un sirope pegajoso.
«Muévete, Raeve».
Ya fuera de su alcance, me vuelvo y subo las escaleras deprisa.
No miro hacia atrás y enseño mi pergamino y mi ficha a la segunda ronda
de guardias de rostro imperturbable, uno de los cuales se separa del resto
para acompañarme al escenario. Me guía por la oscura guarida, envuelta en
el aroma del humo de turba y de la hidromiel, donde quedo impactada por
el cambio considerable de atmósfera.
Del techo, descienden colmillos de piedra, dividiendo el espacio en
segmentos abovedados, bañados por el resplandor rojizo de varios
candelabros de pared. Unos reservados tenuemente iluminados forran las
paredes exteriores, ocultos detrás de gruesas cortinas para ofrecer intimidad
a aquellos que la deseen. Los sirvientes, nulos, se deslizan por el espacio
con bandejas llenas de jarras de hidromiel y otras bebidas brumosas que
entregan a alegres elementales reunidos alrededor de las mesas de piedra
que se encuentran repartidas por el lugar.
Protegida por la sombra del guardia, lanzo una mirada astuta a los
eclécticos clientes. La frustración me roe los nervios al no ver la cara que
ando buscando.
«Que esté en uno de los reservados, por favor».
El guardia me dirige hasta una tarima central rodeada por numerosas
estalagmitas que asemejan los barrotes de una jaula y casi me echo a reír,
porque no me habría podido imaginar algo que fuese más perversamente
apropiado.
En ella, una mujer de silueta delicada está sentada en un taburete.
Sostiene un violín blanco con grabados de runas luminosas que
probablemente sirvan para transportar el sonido del instrumento. Lleva un
vestido sencillo parecido al mío, pero el suyo es azul y mucho más holgado,
debido al leve abultamiento de su vientre de embarazada.
Con los ojos cerrados, toca una melodía melancólica mientras del techo
abovedado caen copos de luz blanca, como si estuviera nevando. Estos se
posan sobre la cascada de su pálido cabello, donde se extinguen.
Tras darle las gracias al guardia, subo a la tarima y me siento en un
taburete junto a la artista. Su ritmo va in crescendo mientras me pongo a
buscar una vara amplificadora.
—El runi está trabajando en ello —susurra. Baja el violín y me mira con
unos penetrantes ojos verdes enmarcados por pestañas rematadas con
plumas azules—. En el último ciclo, se entrecortaba.
«Ah».
—Pero no creo que tarde. Me llamo Levvi, por cierto.
—Yo Kemori Daphidone, soy barda ambulante y vengo de Orig.
Me dirige una sonrisa amistosa que se desvanece un poco al clavar la
vista en algo que hay tras de mí.
Se me desboca el corazón cuando un hombre pelirrojo pasa por delante
avanzando entre la multitud, vestido con un impoluto abrigo sanguíneo,
cuyo color emula a la perfección el abalorio elemental rojo que exhibe con
fanfarronería.
Siento una oleada de alivio y el ansia me lleva a apretar los puños y
aflojarlos.
«Tarik Relaken».
Nos observa a ambas y contempla con lascivia mis pechos enfundados en
un corsé antes de dirigirse hacia un reservado ocupado por otros tres
hombres. Deja la cortina abierta y se entrega a una animada conversación,
lanzando una mirada en mi dirección de vez en cuando, vistazos con los
ojos entrecerrados que hacen que me sienta un trozo de carne bien
presentado al que le encantaría hincar el diente.
«Te veo, gilipollas».
Me fijo en una figura que avanza por la oscura estancia. Es el hombre
con capa con el que me he topado en las escaleras.
Se me cae el alma a los pies.
Deja atrás a otros clientes y se encamina hacia un reservado vacío
mientras mi mente se convierte en un caos.
Antes, cuando casi me ha derribado al bajar por las escaleras, parecía
tener mucha prisa. Pero ha regresado. ¿Por qué?
¿Por trabajo? ¿Por curiosidad? ¿O en las escaleras se ha formado una
impresión equivocada de mí?
Por todos los Creadores, ¿por eso ha vuelto? ¿Porque le gusta rebajarse
con nulas y espera encontrar fácilmente a alguien con quien echar un
polvo?
Gira la cabeza en mi dirección y examina la mitad superior de mi rostro
como si me acariciara con un pincel de cerdas suaves, tensando el aire entre
nosotros.
Contengo un gemido.
Me he esforzado mucho para que aprobaran esta operación. Para mí lo
significa todo. Si ese cabrón desbarata nuestros planes, urdidos con esmero,
puede que no tengamos otra oportunidad durante quién sabe cuánto tiempo.
Y eso asumiendo que se llegara a aprobar otro intento.
—¿Eres nueva, cielo? No te había visto antes por aquí.
Me obligo a suavizar la expresión y me vuelvo hacia Levvi, cuya muesca
de nula está a la vista, en la oreja que asoma entre su densa cabellera.
—Estoy sustituyendo a alguien.
—Ya veo. —Barre la estancia con la mirada y apenas mueve los labios al
susurrar—: ¿Ves al hombre pelirrojo que acaba de pasar por delante? Se
llama lord Tarik Relaken. Mantente alejada. Muchos artistas atraen su
atención y terminan desapareciendo.
—¿En serio? —Abro mucho los ojos con fingido asombro.
Ella asiente con la cabeza.
—Entre el color de tu vestido, tu actitud modesta y tu largo pelo negro…
—Vuelve a mirarme de arriba abajo—. Eres su tipo.
No le respondo que de eso se trata.
Es mi esperanza.
Por lo menos, lo era hasta que me he ganado un admirador encapuchado
que me contempla desde el fondo de la estancia cruzado de brazos y
recostado en la mesa de un reservado vacío.
—Hay un motivo por el que en este sitio siempre necesitan reclutar a
nulos, y no es solo porque el jornal sea una mierda —masculla sonriéndome
con amargura.
No me molesto en preguntarle por qué sigue aquí, ya que su abultado
vientre es respuesta suficiente. En Gore, aparte de trabajar en las minas, hay
pocas opciones para que un nulo se gane la vida. No es lugar para una
embarazada. La gente hace lo que puede para apañárselas, aunque eso
signifique cruzar la estrecha línea que separa una existencia segura de una
llena de peligro.
—Te agradezco la advertencia —murmuro pensando en el misterioso
soplo que por lo visto ha recibido Sereme al comienzo del dae, cuando
nuestros planes empezaban a ponerse en marcha. Me pregunto si ha sido
Levvi, demasiado asustada como para ensuciarse las manos viéndose
involucrada con los Fíur du Ath y nuestros planes, justos pero sangrientos.
No me extrañaría.
No existe una manera más fácil de enfurecer al tirano de nuestro rey que
cooperar con sus enemigos.
Un runi se nos acerca, con una túnica blanca que cubre su esbelto cuerpo
y con el pelo oscuro recogido en un moño bajo. Como me mira altivo, bajo
la vista hasta el único botón que le mantiene sujeta la ropa. El símbolo de
un punzón de grabado sobre la pieza de madera redonda significa que es
capaz de grabar runas básicas.
Por la forma en la que me contempla, me hubiera esperado que tuviera
dos o tres. Quizá un don especial como el de los sanguirios u otra habilidad
igual de espectacular. O, por lo menos, que su botón de grabado no sería tan
básico y estaría hecho de plata o de oro.
«Ojalá pudiera decirlo en voz alta».
Sin embargo, me limito a aceptar la vara amplificadora, agachando la
cabeza con recato, y rodeo con las manos sudadas el hueco bastón metálico
cubierto de puntitos y espirales que emiten su propio resplandor.
Echo otro vistazo a Tarik Relaken y aprieto los dientes al concentrarme
de nuevo en el admirador encapuchado, al que obviamente no tenía en
cuenta, sintiendo que me embarga la inquietud.
—¿Estás bien?
«No».
Una alondra de papel revolotea sobre el escenario, baja el pico, pliega las
alas y cae directamente sobre mi regazo.
—Nunca he cantado delante de una multitud tan grande —murmuro
guardándome el mensaje para leerlo más tarde.
—Entiendo —dice Levvi al tiempo que me dedica una sonrisa
reconfortante—. La mayoría de ellos están demasiado absortos en sí
mismos como para fijarse en nosotras. —Levanta el violín y se apoya la
base contra la parte inferior del cuello—. ¿Conoces La balada de la luna
caída?
Me quedo fría cuando un recuerdo se abre paso en los confines de mi
mente, desprovisto de emoción, de belleza.
De dolor.
El fantasma de algo que a duras penas consigo comprender, cuyo cadáver
yace en mi gélido interior, un lugar dentro de mí que es enorme, como las
llanuras de Ergor, por las que una vez caminé sola, con manchas de la
sangre congelada de otra criatura adheridas a mi cuerpo esquelético.
—Sí —contesto con voz áspera—. Conozco muy bien esa canción.
Levvi pasa el arco por encima de las cuerdas de pelo de cola de
plumaluna, que resplandecen en la penumbra, para hacer sonar la primera
nota, tan larga y profunda que es casi tangible. Toca las siguientes con tanta
pasión que es como si ella misma hubiera escrito la melodía.
Como si las bonitas palabras de la fábula se hubieran labrado con las
cenizas de su propio pasado enjaulado.
Me llevo el amplificador a los labios cubiertos y me lleno los pulmones.
Me remuevo un poco para que el puñal oculto en mi corpiño no me rasguñe
las costillas. Cierro los ojos y me sumerjo en la canción como tiempo atrás
me sumergí en la vida, pero con las palabras que desde entonces he
aprendido a decir y armada con los horrores que he presenciado.
Horrores llameantes.
Horrores que destruyen la mente.
La multitud se evapora en la nada mientras canto acerca de una
siegasable oscura que vuela hacia un cielo de terciopelo negro, se hace un
ovillo y muere en las tinieblas, donde nadie volverá a verla. Acerca de una
plumaluna refulgente que se instala junto a la bestia apagada para iluminar
su silueta.
Dándole luz.
Canto acerca de la paulatina atenuación de la plumaluna. Acerca de
cómo, poco a poco y paso a paso, su resplandor alimenta a la siegasable y
vuelve blancas las escamas de la criatura. Entonces, la melodía desciende
hacia notas más profundas y destructoras al relatar cómo la plumaluna no
consigue seguir aferrada al cielo.
Y cómo cae.
Y cómo la siegasable se despliega del lugar que ocupa entre las estrellas,
llena de la luz y de la vida con la que la han obsequiado, y se eleva sobre el
mundo en busca de su amiga. Y cómo rebusca entre oscuros fragmentos de
roca esparcidos por la nieve con la intención de recomponerla. Sin éxito.
Al despegar los párpados, apenas si llego a ser consciente de que todos
los ojos de la estancia se han vuelto hacia nosotras para contemplarnos,
muy abiertos por la avaricia o anegados con sentimientos que se derraman
sobre mejillas maquilladas.
Sin embargo, quien me llama la atención es el hombre de la capa, cuya
mitad superior de la cara sigue oculta bajo la sombra que proyecta su
capucha. A pesar de eso, su mirada cruza el espacio y me envuelve en un
agarre atenazador del que no consigo liberarme.
A medida que las palabras siguen brotando de mis labios, me voy dando
cuenta de que ese hombre que eclipsa a los demás en tamaño y presencia es
peligroso. Se comporta con la confiada calma de quien se cree intocable.
Al caer en la cuenta, vuelvo al presente como si me hubieran asestado un
golpe en la cabeza y clavo la vista en Tarik. Está en su reservado,
observándome con tal ansia condenatoria que sé que no me iré de aquí sin
que vaya tras de mí. El resultado perfecto.
Pero…
Miro al hombre de la capa, a las sombras de la capucha que ocultan su
identidad.
He venido aquí para atraer a un monstruo y he terminado con dos.
Raeve
CAPÍTULO 2
No hay nada como pasarse siete horas cantando sin hacer descansos para
tener la sensación de que te has tragado un estropajo que al final te ha
vuelto a salir por la boca.
Tiro de la cadena de la letrina, me aclaro la garganta e intento relajar las
cuerdas vocales. Cierro la puerta del servicio al salir y me dirijo a uno de
los lavabos para enjabonarme las manos, al tiempo que observo mi reflejo
en el espejo. Unos ojos azul cielo me devuelven la mirada, con la mitad
inferior del rostro oculto por mi tupido velo rojizo. Contrasta con mi piel
pálida y cubre en parte mis largos mechones negros en un despliegue de
dramatismo.
—Cantas como si fueras un Creador.
Miro a la mujer que está a mi lado, que se seca las manos contemplando
su reflejo, con la barbilla levantada mientras ladea la cabeza una y otra vez
a fin de inspeccionar su rostro, perfectamente maquillado.
—Gracias. —«Creo».
Podría ser un insulto. Con esta gente, nunca se sabe.
Mira la muesca de mi oreja.
—Qué desperdicio en una nula —musita, como si yo ni siquiera estuviera
allí.
«Pues sí, es un insulto».
—Si mi voz tuviera la misma variedad de registros que la tuya, tendría a
Ignos comiendo de mi mano.
Me muerdo la lengua tan fuerte que me hago sangre y, al ver al abalorio
rojizo que le cuelga de la oreja, agacho la cabeza con gesto servil.
—Sí, es un verdadero desperdicio para alguien a quien los Creadores no
consideraron merecedor de oír sus canciones.
Tararea mirando de nuevo su reflejo y se arregla un mechón de pelo que
se había salido de su sitio. Al parecer, mi asentimiento ha confirmado su
decretada superioridad. En cuanto la puerta se cierra tras ella, pongo los
ojos en blanco y me seco las manos.
Un ciclo auroral de estos, me veré obligada a morderme la lengua hasta
el punto de rebanarme la punta. Estoy convencida. El hecho de que siga
intacta es un puto milagro.
Al salir del baño, veo a un hombre apoyado en la pared del pasillo,
bloqueando la única vía de escape aparte de la ventana del lavabo, que se
encuentra detrás de mí.
Me detengo en el umbral, manteniendo la puerta entornada, y el corazón
me da un vuelco ante este suceso… inesperado.
Pensaba que tardaría más en atraerlo. Por lo menos, pensaba que podría
mear en paz antes de actuar.
Tarik Relaken observa la copa que sostiene, llena de un líquido ambarino
que despide humo. La parte superior de su enmarañado pelo rojizo le cae
sobre los ojos, llamas naranjas que contrastan con los lados afeitados,
enmarcando el abalorio elemental que cuelga de su lóbulo como si fuera
una gota de sangre.
—Tienes una voz sensacional —murmura con los ojos clavados todavía
en el fondo de su copa—. Y el color de tu vestido… —Ladea la cabeza y
sus ojos marrones reflejan un fuego que me quema desde donde está—. Es
excepcional.
Cierro con cuidado la puerta tras de mí y me quedo atrapada en el pasillo
con el hombre mientras la mente me va a toda velocidad. He llamado su
atención; ahora, he de conseguir sacarlo de este local.
Agacho la cabeza para darle las gracias y echo a caminar, pero me
detengo cuando se aparta de la pared y se vuelve para mirarme.
Bloqueándome así la salida.
—Quédate —murmura, llevándose la copa a los labios. Traga y me dice
con zalamería—: Bebe conmigo.
Se me forma un nudo en el estómago.
Sus labios tal vez hayan dicho beber, pero sus ojos hablan de cosas
espantosas que te despedazan, trozo a trozo, hasta que ya no queda nada
para los carroñeros.
«Eres un auténtico pedazo de mierda».
—Con una voz como esa —prosigue bajando la vista por mi cuerpo
como si fuera aceite, erizándome la piel—, seguro que tu boca es una puta
delicia.
Una rabia gélida me nace en el pecho, palpitando con violencia y
muriéndose por ponerle fin a esto aquí.
Y ahora.
Sería absurdo no hacerlo. Me lo está pidiendo a gritos.
Miro hacia la salida, al pestillo, que está a tan solo tres pasos de mí. Si
puedo pasar junto a él y cerrarlo, me aseguraré de que nadie interrumpe este
encuentro improvisado hasta que haya cumplido con mi misión.
—Perdone, señor, pero vivo muy lejos de aquí. He de ponerme en marcha
ya si quiero descansar antes de la salida auroral.
Me muevo en dirección al poco espacio que hay a su derecha…
De pronto, estampa una mano contra la pared con tanta fuerza que la
llama del candelabro titila y yo me quedo paralizada.
—Insisto —gruñe entornando tanto los ojos que parecen dos oscuras
rendijas. Algo dentro de mí se detiene.
Y escucha.
Sopeso el valor de cerrar la puerta con el pestillo. Es arriesgado, sí, pero,
a decir verdad, me he puesto el velo por esa razón, por si me veía obligada a
huir a través de una ventana trasera con una extremidad cercenada en el
bolsillo. Para que nadie me detuviese más tarde si se cruzaba conmigo en
una escalera, me reconocía y me identificaba como la principal sospechosa
de haber metido a Tarik Relaken, sin manos y sin vida, en una letrina.
«A la mierda».
Me vuelvo a concentrar, con el cuerpo preparado. Me hormiguea la punta
de los dedos por lo que va a suceder mientras me llevo la mano al puñal que
guardo en el compartimento oculto cosido a mi corpiño…
La puerta detrás de Tarik se abre de repente y maldigo entre dientes. Los
dos miramos hacia allí y vemos al hombre alto de la capa que me estaba
observando cantar con sopor desde el fondo de la estancia al tiempo que
irradiaba el estoicismo de una estatua de piedra.
De pronto, el pasillo parece una vena hinchada con demasiada sangre
ardiente y bombeante. Como si una lluvia abrasadora estuviese cayendo
entre las paredes del estrecho corredor y absorbiera todo el oxígeno,
dejándome muy poco que respirar.
La frustración y la rabia combaten en mi interior. Aparto la mano del
corpiño y agarro los pliegues de la falda, que puedo estrujar con ganas sin
que resulte evidente.
Ha elegido un momento muy inoportuno para decidir que tenía que ir a
mear, aunque podría haber sido peor para él. De haber aparecido unos
instantes más tarde, habría presenciado algo de lo que, sin duda, no habría
podido librarse.
Tarik se aclara la garganta, levanta la afortunadísima mano que había
apoyado en la pared y se echa a un lado para dejarme pasar. Sinceramente,
debería usarla para estrechar la del hombre de la capa, porque está claro que
acaba de salvarle la vida.
Por ahora.
—Señorita… —masculla Tarik esbozando una sonrisa un tanto vulgar—,
que pases una buena duermevela, si los Creadores quieren.
Reprimo las ganas de enarcar las cejas casi hasta el nacimiento del pelo.
Por lo visto, no soy la única que percibe la energía incendiaria que irradia el
hombre misterioso.
Ojalá se hubiera ido con ella a otra parte.
—Gracias —mascullo con hormigueos en la mano homicida al pasar por
delante de Tarik en dirección a la salida, lanzándole una mirada al hombre
con capucha que mantiene abierta la puerta. Pero no me está mirando a mí.
Está mirando fijamente a Tarik.
«Qué raro».
Con un suspiro, avanzo entre la cada vez menos numerosa multitud y
paso por delante de gente follando en rincones oscuros o tumbada sobre las
mesas. Otros están despatarrados en sillas bajas, comatosos, sujetando
bebidas con la mano floja. Algunos están lo bastante enteros como para
verme pasar. Y como para corear que cante.
Que cante.
Que cante.
No tienen ni idea de que es justo lo que pretendo hacer.
Con el pecho lleno de una violencia a duras penas contenida, luchando
por liberarse, me dirijo hacia la salida, convencida de que Tarik me pisa los
talones con sus insaciables deseos. Es probable que tan solo disponga de
unos segundos mientras el hombre de la capucha usa el lavabo. Solo unos
cuantos segundos para sacar a Tarik de aquí sin la compañía para la que no
estaba preparada y que tanto tiempo me ha hecho perder.
Mi ya apretada agenda me está asfixiando.
—¡Kemori, espera!
Tardo dos pasos en darme cuenta de que es mi nombre el que acaban de
pronunciar.
«Mierda».
Me detengo y maldigo en voz baja. Después, echo la vista atrás.
Levvi está guardando su instrumento en la funda que ha abierto sobre
nuestros taburetes, con el pelo detrás de la oreja, mirándome. Sus oscuras
ojeras dan fe de cuánto rato hemos pasado sentadas actuando, sin descansar
ni beber nada.
—Toma. —Menea una bolsita en el aire—. Nuestra comisión.
«Ah».
Baja de la tarima y salva la distancia que nos separa.
—Creo que el runi de la casa se ha quedado algo —me dice poniendo los
ojos en blanco mientras me tiende la bolsita—, pero es suficiente para
alimentarte en condiciones varios daes.
Paso la vista por la muesca de su oreja, su vientre hinchado y lo que
queda de la menguante muchedumbre, y alargo un brazo para cogerle una
mano y obligarla a apretar la bolsita.
—Quédatelo. Y gracias por haber tocado conmigo, ha sido precioso.
Se forma un surco entre sus cejas.
Doy media vuelta y estoy tres pasos más cerca de la escalera cuando oigo
su voz de nuevo.
—¡Deja que te acompañe hasta casa!
Me da un vuelco el corazón.
—Mi pareja me está esperando fuera —prosigue—. Es un hombre bueno
y trabajador; sería incapaz de hacerle daño a nadie. También podría
acompañarte a ti.
Al volver la vista, me fijo en la profunda preocupación que tiñe sus
bonitos ojos verdes.
—Gracias, pero no hace falta. Vivo tan cerca de aquí que ya estaré
dormida cuando termines de cerrar las hebillas de tu funda.
«Mentira».
Vivo en la otra punta, al otro lado de El Foso. A este paso, tendré suerte
de llegar antes de que salga la aurora, pues no tengo intención de ir hacia
allí cuando por fin consiga salir a la calle.
He dado otros dos pasos hacia la puerta cuando me agarra del brazo,
reteniéndome a pesar de que tengo los nervios de punta.
Levvi se sitúa delante de mí. Con el semblante pálido, mira hacia los
tenues alrededores y se me acerca.
—He visto cómo te estaba observando Tarik, Kemori. Temo por tu
seguridad. Estas horas de la duermevela no son seguras para gente como
nosotras. Por favor, deja que te acompañemos hasta casa.
Su tono decidido diluye mi creciente frustración. Cada vez me cae mejor.
Odio que la gente me caiga bien.
Miro en torno a mí y meto la mano en el bolsillo izquierdo de mi vestido.
Abro la costura de seguridad con la uña, introduzco un par de dedos en el
compartimento oculto y saco una pequeña esfera de cristal, transparente a
excepción de la imagen de una mítica ave Elding que nace de un bulbo de
llamas incrustado en la profundidad de la esfera.
—No es necesario que te preocupes por mí —susurro llevando mi mano
a la suya.
Levvi frunce el ceño y baja la vista. Entonces, aflojo los dedos lo
suficiente para que vea un atisbo del tesoro que tenemos entre las palmas.
Al caer en la cuenta, abre mucho los ojos.
—Ah… —dice, con voz trémula, como si algo dentro de ella se hubiera
desmoronado—. ¿Ta-Tarik?
Asiento y me guardo la esfera, pues no me gustaría nada que la
sorprendieran con ella.
Se llena los pulmones, pero no consigue convertir el aire en palabras, así
que suelta una exhalación de estremecimiento con los ojos clavados en las
manos, con las que ahora se sujeta el vientre abultado. Es una visión que
tiene un extraño efecto en mi corazón. Me da la sensación de que va a
estallar…, y no de forma agradable.
«Tengo que largarme de aquí».
—Cuídate —susurro a punto de volver a darme la vuelta cuando me coge
del brazo. Con los ojos empañados de emoción, me ofrece un pergamino
doblado—. ¿Qué es eso?
—Mis… Mis datos de contacto. Por si quieres que actuemos juntas otra
vez —susurra con voz áspera, esbozando con los labios una sonrisa que
parece más triste que alegre, como si supiera que no me voy a poner en
contacto con ella.
Y que no vamos a volver a vernos nunca.
Lo acepto de todos modos, agacho la cabeza para darle las gracias y veo
cómo Tarik sale del lavabo y me mira a los ojos.
«Te tengo».
Me dirijo hacia las escaleras y salgo apresuradamente de El Vacío Voraz.
En otra vida, quizá me habría hecho amiga de Levvi. Pero…
«Demasiados peros».
Recuerdo a alguien a quien conocí hace tiempo, alguien con sonrisa
afable y mirada cálida. Una mujer que ahora no es más que un recuerdo
difuso que ya no me golpea las costillas ni el corazón. No después de que
yo atase esos recuerdos pesados y dolorosos a una roca que se encuentra
anclada en el fondo de mi gélido lago interior.
La compañía es algo que intento evitar por todos los medios. Y por lo
general suelo conseguirlo. Cuanto más te importa alguien, más frágil parece
ser todo.
Es más sencillo…
Que no me importe nadie.
Raeve
CAPÍTULO 3
Cae la nieve, unos copos gruesos que se posan sobre mis pestañas
emplumadas y cubren el pavimento de nuevo. Crujen bajo mis botas
mientras recorro el deprimente Foso, casi desprovisto de vida a estas horas
tan tardías.
Las dos mitades de la inmensa muralla de piedra se elevan a ambos lados
de mí, corriendo paralelas del este al oeste hasta donde alcanza la vista,
como dos altas estanterías, con un camino entre ellas lo bastante ancho
como para que puedan pasar numerosos carruajes uno al lado del otro.
La muralla envuelve el ancho vientre del mundo como si fuera un
cinturón, tan solo dividida en el centro en zonas extremadamente pobladas,
como aquí, en Gore. Es una pared lo bastante gruesa como para que la gente
sienta cierta seguridad en la alargada zanja, lejos de la amenaza inmediata
de depredadores.
Menuda mentira.
Aquí abajo, en el protegido Foso, hay tantos monstruos como en el
exterior, si no más. Lo que pasa es que están bien camuflados.
Una polinilla plateada se separa de un enjambre que revolotea por los
aires y se me acerca tanto que sus alas mullidas me cubren de polvo
luminoso.
Sonrío.
Me gusta esta hora de la duermevela, cuando me da la impresión de que
aquí solo estamos las polinillas, las nubes de color caramelo y yo. Aunque
no sea así.
Aunque tenga a un monstruo pisándome los talones.
Si bien Tarik acompasa su ritmo al mío, pisando con la suficiente
suavidad como para que sus pasos se fundan con la capa de nieve, percibo
su presencia como una sombra acechante que amenaza con devorarme.
Debería estar asustada, nerviosa, quizá un poco triste por lo que voy a
hacer.
La supervivencia es muy curiosa. Para algunos es un susurro; para otros,
un grito. La mía es un esqueleto chamuscado de rabia forjada a fuego que
me mantiene en pie y que me hace seguir adelante.
Ya no me queda nada blando y húmedo en el pecho. No hay más que
dureza y hostilidad; soy inmune a cosas como sentir preocupación por gente
como Tarik Relaken. De hecho, aunque él fuese una montaña de mierda en
el suelo, me desviaría de mi camino para pisotearlo.
«Quizá eso también me convierta a mí en un monstruo».
No analizo el pensamiento, lo expulso de mi cabeza mientras subo unas
escaleras del interior de la mitad sur de la muralla, zigzagueando por los
niveles, dejando atrás puertas cerradas durante la duermevela. Sigo
avanzando hasta que la muralla no es más que un muro, sin ninguna
vivienda excavada en sus paredes.
A la gente no le gusta vivir tan cerca de las nubes, donde parece que, al
estar tan arriba, el aire es… prestado. Como si no nos perteneciera a
nosotros.
Como si les perteneciera a los dragones.
Un escalofrío me recorre la espalda y giro hacia el sur por un largo túnel
de viento que se abre a lo que hay al otro lado de la muralla: un paisaje tan
lleno de nubes que, si extendiese la mano, podría coger puñados de sus
brumosos vientres.
Cuando estoy solo a unos cuantos pasos de una caída mortal al suelo, me
meto una mano en el bolsillo y me quito el anillo de hierro para exponerme
a una sucesión de canciones que amenaza con machacarme el cerebro hasta
hacerlo papilla.
Qué puto… caos.
Se me tensan los tendones del cuello y las venas de mis sienes palpitan
por el exceso de sangre y la melodía que me recorre a toda velocidad.
Sintonizo en mi mente la frecuencia más alta, como si tirase de la cuerda
de un saco para abrirlo lo justo, a fin de aislar el frenético canto de Clode,
que grita a pleno pulmón. La diosa del Aire profiere un remolino de aullidos
que me sacude el velo. Sonrío de medio lado.
«Quiere jugar… Y yo también».
Se me eriza el vello de los brazos al oír los pasos de Tarik acercándose
más…
Y más.
«Venga, gusano asqueroso. Haz al…».
Me agarra la nuca con una mano y me estampa de bruces contra la
muralla, usando su cuerpo para inmovilizarme.
Me entran escalofríos al notar su peso. Es la fuerza inhabilitante de un
hombre decidido a coger lo que le viene en gana.
Finjo un gimoteo, una leve sacudida de desesperación.
—Calla, calla… —me gruñe al oído, helándome la sangre—. Pórtate
bien, nula.
La furia estalla en lo más profundo de mí al pensar a cuántos más les
habrá hecho eso. A cuántos más habrá devorado su codicia, como si no
fueran más que un aperitivo.
«Se acabó».
Levanto una bota y muerdo la corona metálica que enfunda mi muela
posterior. Con un suave chasquido, una espuela de hierro brota de mi talón.
—Glei te ah no veirie —canto entre susurros con palabras entrecortadas
que me queman la boca al salir.
Persuado a Clode para que extraiga casi todo el aire de los pulmones de
Tarik. La diosa se ríe.
Tarik suelta un grito ahogado que atraviesa sus órganos comprimidos y le
clavo la espuela anuladora en lo alto de la bota. Me muerdo la corona por
segunda vez y se la hundo tan profundo entre los huesos y tendones que la
única forma de liberarla es cercenar la extremidad a la altura del tobillo. Por
precaución.
Dudo que Clode vaya a soltarle los pulmones, pero no pienso dejar que él
me lance a Ignos con unas cuantas palabras ardientes. Al dios del Fuego le
encanta darse festines, y prefiero que me despellejen viva a que él me
devore.
De nuevo.
Tarik me suelta y retrocede cojeando, arrastrando las botas por la nieve
mientras yo me sacudo las manos con el vestido y me recompongo.
—Puto Tarik Relaken —mascullo sacando el puñal de escama de dragón
del bolsillo secreto de mi corpiño. Está lo bastante afilado para cortar
huesos como si fueran mantequilla.
Me vuelvo, ladeo la cabeza y le miro a los ojos desorbitados, inyectados
en sangre, con hormigueos en la punta de los dedos por la emoción.
—¿Han querido los Creadores que pases una buena duermevela?
Abre más los ojos, pero, al advertir el puñal al que doy vueltas en una
mano, los entrecierra. Tropieza y se desploma contra la muralla del otro
lado, abriendo la boca por completo mientras se agarra el cuello.
«Supongo que eso es un no».
Su pecho convulsiona y un fino hilo de aliento que apenas consigue
hincharle los pulmones contraídos le baja silbando por la tráquea. Es
suficiente como para que siga vivo hasta que oiga el discurso que he
preparado.
En una ocasión vi cómo alguien lanzaba un sedal bajo un lago helado y
sacaba a un eahl largo y serpenteante hasta la superficie. El animal se
contorsionó sobre la nieve con sus escamas iridiscentes resplandeciendo,
abriendo la boca sin parar, hasta que se quedó congelado.
Este juego siempre me recuerda a aquel momento, con la excepción de
que el eahl me dio pena.
Por Tarik no siento nada más que un deseo feroz de rebanarle el pescuezo
antes de que se cargue más vidas. Pero todavía no.
Primero tiene que sufrir.
Avanzo, clavo la vista en sus manos e intento decidir cuál prefiero. Es
difícil, pues las dos son muy parecidas.
—Es probable que otra espada de Elding hubiera acabado con tu vida con
más piedad —musito al decantarme por la derecha. Se la cojo y le siego la
muñeca con el puñal tan deprisa que seguro que no se ha dado cuenta de lo
que ha pasado hasta que le enseño la extremidad mutilada—. A lo mejor
otra te habría hecho esto cuando hubieras muerto.
Por desgracia para Tarik, en mi interior hay un pozo de rabia que reservo
especialmente para hombres como él.
Me mira boquiabierto y trata de sujetarse el cuello como si todavía
tuviera dos manos. Del muñón rojizo no deja de manar sangre y abre tanto
la boca que le veo las amígdalas.
—Quizá debería explicarme —digo sacando una bolsa de cera del
bolsillo. Meto su mano en el interior y ajusto el cordel—. Verás, estaba
paseando por Suburbia y me tropecé con tu pequeño negocio.
Lo de pequeño no le hace justicia. Ya casi es tan grande como una ciudad
y cuenta con una arena de batalla del tamaño de un anfiteatro, habitaciones
para quienes no quieren perderse ningún duelo y celdas con niños
prisioneros. Son nulos a los que captura en la muralla o compra a padres
desesperados que no disponen de suficiente para darles de comer y que
creen que les están dando a sus vástagos una oportunidad de vivir.
Una oportunidad de luchar para alcanzar la supremacía.
Ninguno de ellos parecía malnutrido, pero hay más de una forma de
matar de hambre a un alma.
—Intenté liberar a tus prisioneros, algunos de los cuales, he de añadir,
necesitaban urgentemente a un sanador que les recompusiera el cuerpo roto.
—Agito la bolsa llena en su dirección y me encojo de hombros—. Imagina
la decepción que me llevé cuando descubrí que, para abrir las celdas,
necesitaba tu huella.
Por su expresión de terror, sé que no se lo está imaginando con
suficientes ganas, que está demasiado absorto pensando en sí mismo.
Lanzo la bolsa al suelo, sobre una montaña de nieve acumulada. Él se
remueve, se mete la mano que le queda en el bolsillo y saca un puñal. Se lo
arrebato del débil agarre, chasqueo la lengua y se lo clavo en el muslo.
—Aunque en ese momento yo no sabía quién eras —murmuro mientras
contemplo cómo tiembla y convulsiona.
Y lo disfruto.
El rostro se le vuelve más rojo que la ropa que lleva y se le hinchan las
venas de sienes y cuello cuando le abro la túnica carmesí, le desnudo el
pecho y le aparto la otra mano, con la que no deja de intentar cogerme. La
levanto, la sujeto y la clavo a la pared con mi puñal para inmovilizarla y así
poder concentrarme en mi tarea.
Se sacude entero de nuevo y se le empapan los pantalones.
—Y fíjate qué casualidad: al dae siguiente, tu pareja encontró una forma
de contactar con nosotros. Sabes quiénes somos, claro. Los Fíur du Ath.
«De las Cenizas».
Se le demuda el gesto.
Me levanto la falda y saco otro puñal del interior de la bota.
—Tu pareja es encantadora, y guapísima. Me apostaría todo el contenido
de mis cofres a que a ella también la compraste…, con la esperanza de que
el abalorio marrón que lleva te garantizase una descendencia poderosa.
Sufre más espasmos, jadea y se le tiñe de rojo el pecho por la sangre que
le mana del muñón cercenado. No se me escapa que ahora luce el color que
tantísimo le gusta.
El color del que presume.
Con la cabeza ladeada, contemplo mi lienzo bermellón y le deslizo la
punta del puñal por el pectoral. Aplico un poco de presión sobre su piel y
empiezo a tallar mi firma con tosquedad en su carne.
—Tu pareja nos dijo que le haces cosas terribles. Y también a otros —
digo mientras le hago un corte. Y otro más—. A cualquiera a quien le pones
las manos encima.
«V: violador».
La letra rezuma más de su preciado color mientras él se retuerce con la
boca bien abierta en un grito mudo. Precioso y bendito silencio. En
momentos como este, podría darle un beso a Clode.
—También nos dijo que, aunque no haces que tu hijo nulo luche en tu
prestigiosa arena en Suburbia, a menudo invocas a Ignos para que lo
envuelva en llamas por ser una enorme decepción para tu linaje.
Digo esas palabras con los dientes apretados, ya que esa gélida y colosal
presencia que hay en mi interior se remueve.
Y ruge.
Tallo una «M». Y luego una «N».
«Maltratador de niños».
Me gustaría dibujarle todo el alfabeto, pero el tiempo es oro. Al final, lo
remato con unas cuantas letras más:
«C-A-B-R-Ó-N».
No hace falta explicación.
El viento se transforma en un torrente penetrante que silba por los
rincones y me alza el velo, descubriéndome.
No me molesto en taparme. Me pregunto si le seguirán gustando mi voz
y el color de mi vestido. Me pregunto si se arrepiente de haberme seguido y
de haber intentado agredirme contra la muralla.
Su pecho se sacude al compás de la frenética melodía de las risotadas de
Clode. Tarik está prácticamente colgando de la mano clavada en la muralla,
mientras el poco aire que le queda le sale por la garganta en forma de
gemido.
—Ignos ha empezado a hablar con tu hija, ¿lo sabías?
Se le contrae el rostro y va mostrando una mayor agonía mientras excava
con las botas la nieve manchada de sangre.
—Se la han llevado de la ciudad esta misma duermevela, junto al resto de
tu familia, pero no antes de que tu pareja nos contase todo lo que
necesitamos para desbaratar tu mierda de negocio y liberar a todos esos
niños.
«Y llevarlos a algún lugar seguro donde estén a salvo y aprendan a ser
niños de nuevo».
Repito la sofocante melodía de Clode y la diosa me envuelve a una
velocidad vertiginosa, revolviéndome el pelo y convirtiéndolo en una
maraña oscura mientras la cara de Tarik se pone azul.
Y luego lila.
—¿Qué se siente cuando te anulan, Tarik?
Clava los ojos, que ya rebosan sangre, en el lóbulo de mi oreja. No
debería estar cortado, sino lucir un abalorio transparente para anunciar mi
habilidad de oír la desenfrenada y siempre cambiante canción de Clode.
Aunque, en mi opinión, solamente serviría para identificarme como una
amenaza a la belicosa sociedad de La Bruma.
A la mierda con su sistema.
—¿Cómo se siente al sufrir a manos de alguien que es inferior a ti?
Sin dejar de golpearse el cuello con el brazo mutilado, mueve los labios
formando una sola palabra:
«Piedad».
Una rabia aniquiladora me prende fuego en la espalda, me abrasa las
costillas y se alimenta de mi frío y negro corazón.
Me pregunto cuántas veces le habrán implorado piedad los niños que
luchan en su arena de muerte. Cuántas veces habrá pronunciado su hijo esa
palabra al ver al hombre que en teoría debería darle cuidados.
Y protección.
Me pregunto cuántas veces la esperanza se habrá extinguido en el pecho
del pequeño antes de que le rogase a su mah que nos buscara, que lo
liberase de las cadenas invisibles de Tarik.
«Demasiadas veces».
—Tu familia te manda recuerdos —le espeto antes de rebanarle el cuello
con el puñal.
Raeve
CAPÍTULO 4
La sangre de Tarik brota a borbotones del cruento corte, salpicando la
nieve.
Meto una mano en el bolsillo y me pongo el anillo.
El ruido que me golpea los oídos se apaga y quedan solamente los
sonidos naturales de Clode, que aúlla por las esquinas sin su frenética risa
ni su desgarradora canción.
Estiro el cuello a un lado y a otro y sacudo los hombros, agradecida como
siempre a las propiedades anuladoras del hierro. Puedo sintonizarla solo a
ella si me concentro, pero supone un esfuerzo, y cuando duermo bajo la
guardia. Clode es estupenda, pero no tanto cuando te despierta de un
sobresalto con un aullido en plena duermevela. La diosa tiene una voz
tremendamente poderosa, tanto que me entran ganas de taparme los oídos
con las manos, pero jamás me atrevería.
No me gustaría que me tomara manía.
Se dice que, cuanto más alto oye alguien las canciones elementales,
mayor es el vínculo con el dios y más poder puede obtener aprendiendo su
lenguaje y pronunciando sus palabras. Cuando se trata de la impetuosa
diosa del Aire, es tanto una bendición como una maldición, ya que sus
gritos son tan agudos que pueden desgarrar la piel. No hay nada peor que la
sensación de que te rebanen el cerebro.
Vuelvo a colocarme el velo en su sitio para ocultar la mitad inferior de mi
rostro y echo a andar hacia la entrada del túnel de viento. Una vez allí,
asomo la cabeza y miro a derecha y a izquierda por el estrecho camino,
tallado en la muralla como si fuera un surco. Me aseguro de que mi
admirador encapuchado no ha venido a jugar a «atrapa este puñal de hierro
entre tus costillas».
Como no veo a nadie, doy un paso adelante y bajo la vista hacia El Foso,
que se encuentra lejos de mí. Diviso remolinos de nieve que se mezclan con
enjambres de luminosas polinillas, pero no más movimiento, aunque
tampoco veo gente en las escaleras que hay tras de mí, ni en las que hay
justo debajo.
Miro la gigantesca brecha de la mitad paralela de la muralla y no veo
ninguna figura en la parte norte ni en los puentes celestes que conectan
ambos extremos.
Una agradable sorpresa.
Me alejo del precipicio y me vuelvo. Mis pasos retumban mientras
regreso junto al cadáver de Tarik, que sigue colgando de la mano clavada en
la pared con la cabeza caída a un lado. Extraigo mi puñal de la piedra y su
cuerpo se desploma en un humeante charco rojizo.
Observo mi atuendo y chasqueo la lengua al ver las manchas de sangre
que oscurecen el color en algunos puntos. Esperaba que esta vez fuera un
trabajo limpio. Siempre lo espero.
Pero nunca es así.
Me quito la primera capa de tela de la falda y la del corpiño, debajo de
las cuales llevo una réplica. Hago un fardo con las prendas sucias y lo lanzo
por el conducto de la basura tallado en la muralla. Es uno de los muchos
que hay por la ciudad, que se hunden en las profundidades del suelo,
dejando atrás varios niveles de Suburbia, hasta acabar en la guarida de una
trogg adulta que se alimenta de los desechos de Gore.
Ladeo la cabeza, calculando la distancia entre Tarik y el conducto.
Supongo que, probablemente, esté un pelín alto para que lo suba, por lo que
será mejor que lo arroje al interior de la muralla para que los numerosos
depredadores nacidos en La Bruma acaben con él.
Suelto un suspiro y observo su cuerpo inerte al tiempo que pienso en un
mundo sin aquellos a quienes les gusta engullir cosas brillantes y luego
cagarlas rotas.
—Imagínalo —mascullo en cuclillas para limpiar mis puñales en sus
pantalones antes de guardarlos.
Simplemente… imagínalo.
Niego con la cabeza, sujeto a Tarik por los tobillos y tiro de su cuerpo
con toda la fuerza de mis muslos, que me arden, agradecida de que ya casi
hubiésemos llegado al final antes de que se abalanzara sobre mí. A medida
que lo arrastro hasta el borde, el viento empieza a sacudir el túnel con tanta
intensidad que estoy convencida de que lo empuja por mí. Sonrío.
Clode es una cabrona rabiosa y rencorosa.
La adoro.
Muevo a Tarik hasta que está tan cerca del precipicio que le cuelga el
brazo; a continuación, me limpio las manos con su túnica, me arrodillo a su
lado y uso todo mi peso para lanzarlo al vacío. Me sujeto a la pared en
cuanto lo suelto y me asomo para verlo caer hacia la base dentada de la
muralla, que se encuentra muy abajo…
Termina ensartado por una afilada piedra que le atraviesa el abdomen.
Una parte de mí desearía haberlo arrojado vivo para que hubiera podido
sentirlo.
Mierda.
Una oportunidad perdida.
Me pongo de pie y, con la punta de la bota, formo una montañita con la
nieve manchada de sangre y la lanzo al vacío también.
Después de guardarme la mano de Tarik en el bolsillo, echo a caminar tan
tranquila hacia el túnel de viento. Me detengo justo delante de la entrada y
clavo la vista en un trozo de pergamino pegado a la pared.
Doy un paso hacia él y entorno los ojos para leer.
¿«Secuestrando niños»?
¿«Explotando sus dones en nuestro propio beneficio político»?
—Menuda sarta de gilipolleces.
La Corona ya no se limita a amenazar a quienes se relacionan con
nosotros, sino que ofrece una atractiva recompensa que resulta imposible de
rechazar. Sobre todo para aquellos que no tienen hogar, trabajan en las
minas o pasan una fase con apenas unos cuantos puñados de rocadragón.
«Esto lo cambia todo…».
Con un gruñido, arranco el maldito pergamino y lo arrugo hasta formar
una pelota. Cuando me dirijo a la esquina, me estampo contra algo duro.
Alguien me agarra con fuerza la muñeca, deteniéndome. La misma muñeca
de la mano con que sostengo el pergamino arrugado que ofrece una
interesante recompensa por… En fin.
Por mí.
Levanto la vista a tiempo de ver cómo una ráfaga de viento le quita la
capucha al hombre misterioso de El Vacío Voraz.
Se me desboca el corazón y se me acelera la respiración. Por primera vez
desde que Fallon me enseñó a hablar, me he quedado sin palabras.
El hombre tiene los rasgos muy marcados, angulosos y… de una belleza
feroz. Se me llenan los pulmones con su aroma, intenso y embriagador,
como a piedra fundida con una cucharada de nata.
Contengo la respiración y lo observo fijamente, contemplando su pelo
negro, que le llega por debajo de los hombros. Lo lleva en parte apartado de
la cara, ensombrecida en algunas zonas por unos cuantos mechones sueltos
que no consiguen suavizar su semblante; sus ojos penetrantes tienen el
intenso color de la madera en llamas.
Tiene unas cejas espesas y la mitad inferior de su rostro está cubierta por
una barba oscura que le da un toque aún más masculino a su aspecto, ya de
por sí bastante robusto. Como si formara parte de uno de los célebres clanes
de guerreros que hace millones de fases se arraigaron en las llanuras
Boltánicas con un hacha y con un rugido de sed de sangre.
Aparta los ojos de los míos y examina nuestros alrededores, fijándose en
cada sombra. Me doy cuenta de que tiene un aro negro en la punta de la
oreja derecha que le recubre parte del pabellón, pero no lleva abalorios.
Parece un nulo, aunque sin la muesca. Sin embargo, sé que no tengo por
qué asumir que no oye ninguna de las canciones elementales, sobre todo por
la potente energía que desprende. Eso me hace pensar que es mucho más
grande que el espacio que está ocupando ahora mismo, que no es poco, ya
que me saca una cabeza y media, y su ancho pecho y sus hombros me
recuerdan a un siegasable. Esta clase de cuerpo musculoso y temerario se
suele dar en gente con fuertes raíces en La Llama, el cálido y siempre
soleado reino del norte.
Vuelve a posar sus ojos en los míos, mirándome con reprobación, y es
como si me asestara una fuerte patada en las costillas. Me deja sin aire.
Me vacía los pulmones por completo.
Me está observando como si yo acabara de arrojar a un elemental muerto
muralla abajo. O a lo mejor me lo estoy imaginando. Estoy segura de que
no había nadie cerca…
El surco que tiene entre las cejas se vuelve más profundo.
—¿Estás bien?
Su voz grave me roza el corazón como un pedernal que rasca una piedra,
dejando tras de sí un reguero de chispas que crepitan en mi gélido torrente
sanguíneo de una forma rarísima.
¿Estoy bien?
—¿Estás loco? —Lo imito y frunzo el ceño también.
—Puede ser —dice con una voz que asemeja un desprendimiento de
rocas cálidas y ondulantes.
Un copo de nieve aterriza en mi frente y se me corta la respiración
cuando él levanta la mano libre y me la acerca a la cara, como si fuese a
quitármelo. Me quedo embelesada por el gesto hasta que me doy cuenta de
que se dirige hacia mi velo.
El aire que nos rodea se tensa. Incluso Clode se detiene.
—Yo que tú no lo haría —murmuro poniéndole una pequeña daga de
hierro en la entrepierna, un puñal que siempre llevo bajo la manga para
ocasiones como esta.
—Qué rápida. —Enarca una ceja.
—Es de hierro.
—Ya lo huelo —gruñe con el exótico y fuerte acento del norte—. Tu
nombre. Ya. Y que no sea el falso que le diste a quienquiera que te contrató
en El Vacío Voraz.
«Es concienzudo. Qué interesante».
Presiono con más fuerza mi pequeño puñal de hierro, que de repente
parece insuficiente para el cuerpo al que está apuntando, aunque no soy de
las que se amilanan ante un desafío.
—No te daré mi nombre, pero te entregaré tu propia polla en la mano
como no me sueltes.
Hablo con sensualidad; mis palabras le llegan como si fueran una balada
que seguramente le guste menos que las canciones que me he pasado toda la
duermevela cantando… Entonces, curva ligerísimamente las comisuras de
la boca.
Y me deja atónita.
Deja escapar un sonido ronco, me suelta la muñeca y da un paso atrás
para dejar un breve espacio entre los dos que me hace pensar que estoy en
el borde de un desfiladero. Me hormiguean las plantas de los pies y siento
un extraño aleteo en el estómago.
La confusión me nubla la mente.
—Gracias —digo enderezando los hombros. Sin dejar de apuntarle a la
entrepierna con la daga, formo una pelota aún más pequeña con el
pergamino y me la meto en el bolsillo.
A lo mejor no tengo por qué matarlo. No ha presenciado cómo asesinaba
a Tarik, no me ha visto la cara ni ha leído el cartel que acabo de arrancar de
la pared. Y está claro que no ha intentado tomarse ninguna libertad
conmigo.
Tal vez no sea el monstruo que creía que era mientras me contemplaba
durante la duermevela con una seriedad un tanto obsesiva.
Por no hablar del tiempo que tardaría en arrastrarlo hasta el mismo punto
desde el que he arrojado a Tarik si me viera obligada a rebanarle el cuello
donde nos encontramos ahora. Si es que soy capaz de moverlo, claro. Es
probable que tuviese que hacerlo pedazos, una tarea caótica que lleva
mucho tiempo. Y eso es precisamente lo que me falta, pues la mano de
Tarik me pesa en el bolsillo.
—Si me disculpas…
—Hay un hombre muerto empalado ahí abajo —dice con una ceja
arqueada señalando con la barbilla desde la salida del túnel de viento hasta
la inmisericorde caída. Emplea un tono áspero y monótono, aumentando la
brecha entre mis opciones.
—Yo vengo de ahí y no he visto a ningún hombre. —No me tiembla la
mano con la que sostengo el puñal; tengo los músculos preparados—. Solo
he visto a un monstruo.
Le sostengo la mirada. Estoy al límite, a la espera de su respuesta antes
de decidir qué voy a hacer, si meterlo en el mismo saco que a Tarik o en
otro.
Uno para aquello que es inofensivo.
Clava los ojos en los míos como si estuviera excavando pedazos de mi
alma.
—En eso estoy totalmente de acuerdo contigo —repone.
Frunzo el ceño, abro la boca y la vuelvo a cerrar.
«Pues al saco inofensivo vas, entonces».
—No me sigas —mascullo antes de apartar el puñal de su entrepierna y
dirigirme hacia las escaleras más cercanas sin mirar atrás ni una sola vez.
Raeve
CAPÍTULO 5
Lanzo la mano de Tarik por el conducto de la basura acordado, uno que
apenas se usa, y espero asomada al agujero hasta que oigo un silbido de otro
miembro de los Fíur du Ath en las profundidades de Suburbia. Es la
confirmación de que han recogido el paquete, de que los demás se pondrán
enseguida a liberar a los niños.
Siendo una espada de Elding como soy, mi labor es matar. Nada más. No
me dedico a rescatar: esa misión es para quienes no están tan cómodos con
la idea de mancharse las manos de sangre. Pero una parte de mí siempre
anhela este momento.
Esta misión ha sido muy personal para mí. Un proyecto a gran escala que
he defendido con uñas y dientes para que me lo aprobaran. Uno que ha
llevado los recursos de los Ath lejos de las misiones habituales, centradas en
la Corona.
Doy media vuelta, me apoyo en la pared, cierro los ojos y sonrío. Un
agradable calor me embarga al imaginarme la expresión luminosa de los
niños al darse cuenta de que son libres. Libres de verdad, de una forma que
no creo que yo vaya a comprender jamás del todo.
Si te conviertes en alguien indispensable, la gente intenta influir en ti. Da
igual si son buenos o malos, o están entre lo uno y lo otro. Si hay algo que
he aprendido en esta vida es eso.
Aun así…
Espero que a los niños les guste La Floresta. No he estado jamás en el
refugio subterráneo gobernado por el Elding. Tengo entendido que se
encuentra en algún punto del sur, pero creo que nunca llegaré a saberlo con
seguridad.
Ni a verlo con mis propios ojos.
Eso se consideraría una jubilación, y dudo de que el líder de los Fíur du
Ath tenga interés alguno en renunciar a mi valía en lugar de asignarme
misiones placenteras que aceptaré encantada. Sobre todo si terminan así,
proporcionándome satisfacción momentánea, como si acabara de limpiar
una de las numerosas manchas de este enorme y bello mundo que me muero
por querer.
Además, no estoy tan segura de que retirarme encaje conmigo, no si
supone un viaje solo de ida a La Floresta. Creo que acabaría aburriéndome.
Hay demasiada basura que tirar aún.
Salgo a uno de los peligrosos puentes celestes que unen las dos mitades
de la muralla. La ciudad, silenciosa, se encuentra muy por debajo de mí.
Estoy a treinta niveles de altura, en el más alto, uno que nadie usa nunca y
está cubierto por capas de nieve que cruje bajo mis botas.
Al llegar al centro, me tumbo de espaldas, lo más cerca posible de las
nubes, para que el frío me cale el vestido. Y la carne y los huesos.
«Y más hondo incluso».
Cierro los ojos.
Unos gruesos copos de nieve me salpican la cara y las manos laxas
mientras me concentro en cada punto de contacto con el hielo para relajar
los músculos y liberar parte de la tensión que he acumulado a lo largo de la
duermevela.
Me visualizo siendo un dragón, con las alas extendidas volando entre las
nubes rosas, tan lejos del mundo que lo único que oigo es el latido de mi
corazón y el fuerte batir de mis alas imaginarias. Lo único que siento es el
vigor de mi cuerpo: ilimitado. Libre.
Una fría calma se asienta en mi interior como una bestia anidando.
Sacudo los dedos de las manos y de los pies para regresar poco a poco a la
realidad.
Abro los ojos y, por una rendija entre las nubes, veo la luna de un
fundefauces fallecido que descansa sobre la ciudad. Quizá sea el más
grande que haya visto hasta la fecha, hecho un ovillo, con la cabeza oculta
entre las alas y su plumaje petrificado teñido de tonos morados, rosas y
azules.
Lo contemplo mientras recuerdo la vez que Ruse me contó la triste
historia de cómo llegó ese dragón hasta ahí, aunque yo no le pedí los
detalles. De hecho, creo que me di la vuelta y me marché de su tienda sin
mirar atrás.
La tristeza es como tener piedras acumuladas en tu interior que te
dificultan el movimiento. La ignorancia es mi remedio para sobrevivir, y
creeré en ella ciegamente hasta que me muera.
A veces, sin embargo, cuando estoy tumbada en lo que semeja la cima
del mundo con una ciudad dormida debajo de mí, me pregunto si esa luna
siente alguna vez la tentación de caer. De golpear Gore con un estallido de
rencor por la razón que la llevó a terminar tan arriba, encima de la decorada
capital de La Llama como una amenaza latente.
Quizá esté equivocada. Quizá el último retazo de conciencia de un
dragón se evapore en cuanto el animal se solidifica y caer no sea decisión
suya en absoluto. Quizá sea otra cosa la que los arranca del cielo.
Y quizá ese dragón no pensara en nada al decidir situarse ahí. Quizá no
fuera por venganza, como a mí me gusta creer.
Quizá fuera un lugar conveniente donde morir, sin más.
Con la vista fija todavía en la luna, me meto una mano en el bolsillo y
saco la alondra de papel que he recibido en El Vacío Voraz. La alzo sobre
mi cara y le despliego las alas, el pico y el cuerpo hasta que me queda un
recuadro arrugado con la letra de Essi.
Espero que hayas conseguido la mano, porque sé
que no vas a leer esta nota hasta que hayas
terminado la misión. Y eso me da mucha ansiedad,
que conste. ¿Y si resulta que necesito
desesperadamente un palo de porthonium para evitar
que el mundo se desmorone y tú estás demasiado
ocupada grabando palabras en el pecho de alguien
como para desdoblar mi alondra, que sigue guardada
en tu bolsillo? Piensa en el mundo, Raeve. Y en la
obsesión que siento en estos momentos.
En fin, aquí tienes una lista muy importante que te
envío porque sé lo que opinas de que vaya a Suburbia
por mi cuenta. La paciencia es mi mayor y más
impresionante virtud.
Me río resoplando por la nariz.
Essi tiene la paciencia de un espectro con ganas de hincarle los dientes a
un alma, ni más ni menos. Pero me alegro de que piense lo contrario; el
entusiasmo le va como anillo al dedo.
Le canté una canción que esperaba que la animase, pero solo conseguí
que llorara más.
Me enjugó las mejillas y me dijo que se pondría bien, que había perdido
algo importante, pero que mis caricias hacían que se sintiera mucho mejor.
Fue cuando nos encontró mi pahpi. La cogió y se la llevó adentro.
Luego, me arropó en mi cama, me dio un beso en la nariz y me dijo que
cuando fuese mayor lo entendería todo…
No sé si quiero entenderlo.
Raeve
CAPÍTULO 7
Unas nubes cargadas se desplazan al norte a tiempo para que la aurora
asome por el horizonte oriental: diez cintas plateadas luminosas
moviéndose al son de su hipnótico ritmo. El mundo cobra vida con el lejano
bramido de los fundefauces, cuyos bostezos reverberantes amenazan con
partir el cielo en dos.
Me incorporo en el puente celeste con un gruñido. Tengo las piernas un
poco agarrotadas por haber acarreado el cuerpo de Tarik y luego haberme
tumbado sobre la nieve. Con un bostezo, me dirijo hacia el lado norte para
bajar treinta y tres tramos de empinadas escaleras hasta llegar al suelo,
donde ya se acumula una agitada multitud.
El Foso rebosa de gente que lleva a cabo sus tareas mañaneras: barrer la
nieve acumulada ante las puertas, cortar leña y coger botellas de leche fría
dispuestas bajo los aleros de aquellos que pueden permitírsela. Los
mercaderes llegan con sus carros tirados por colks repletos de tinturas,
artefactos runados y cajas de alimentos exóticos, y preparan el puesto para
vender durante el dae.
Una plétora de pájaros de papel revolotean apresurados entre la gente y
aterrizan sobre manos extendidas, aunque algunos no van en ninguna
dirección concreta. Son alondras fantasma, quizá dirigidas a alguien
perdido, y ahora se pasan la vida danzando con las vaporosas polinillas, a
las que no puedo perseguir porque estoy demasiado cansada.
—Que haya tarros de polvo, por favor —murmuro abriéndome paso entre
la muchedumbre.
Me detengo delante de una tienda que todavía no ha abierto y finjo
observar el escaparate mientras compruebo que nadie me sigue. Aprovecho
para asegurarme de que el velo sigue tapándome la mitad inferior de la cara
y de que no tengo ninguna mancha de sangre en la falda, que me ciñe la
cintura y me proporciona un volumen que realza mis redondeadas caderas.
El corpiño apretado hace que mis generosos pechos casi se salgan.
Aunque la pasada duermevela el conjunto me fue de maravilla, ahora llevo
ropa un tanto exagerada para la gente recién despierta que se agolpa cerca
de El Foso a mi espalda. No es el mejor atuendo.
Me cojo el extremo del velo y lo recoloco para que me cubra el busto y
oculte así mis pálidos y turgentes pechos.
«Mucho mejor».
Avanzo entre la multitud hasta que llego a una tienda del lado norte
situada justo debajo de un conducto de aire. La luz solar, de un rosa
empolvado, llega transportada por una brisa fresca que sacude las plantas
que cuelgan del alero del establecimiento, cuyo nombre aparece grabado en
una placa de piedra colocada entre la vidriera para que parezca el plumaje
de un fundefauces.
Abro la puerta y entro en la tienda, alargada y atestada de hileras de
estanterías hasta el techo repletas de todo lo que un runi podría llegar a
necesitar: pilas de cuadrados de pergamino planos con líneas de activación
pretrazadas, pequeños tarros de tinturas con enormes etiquetas colgando,
libros teñidos de una sucesión de colores para que hagan juego con los
cantos pintados. Hay un montón de plumas, de botes con palos de grabado
distintos y montañas de minerales y gemas diferentes.
Cuando apenas he cruzado el umbral, me detengo al ver junto a las
estanterías una frenética bandada de alondras de papel batiendo las alas con
plumas pegadas en los extremos, como si fueran fundefauces en miniatura.
Cada vez que vengo, la bandada ha duplicado el tamaño. Estoy
convencida.
—¡Cierra la puerta antes de que se escapen mis mascotas! —me grita
Ruse desde la trastienda—. ¡O no volveré a hacer negocios contigo en lo
que te queda de vida!
Cierro y avanzo entre las estanterías.
—Sabes que por ti las atraparía, Ruse.
—A mí no me regales los oídos, Raeve. Estoy haciendo inventario y a un
pelo de perder la bendita razón.
Rodeo las últimas estanterías y llego junto a un mostrador de piedra que
preside el fondo de la tienda. Ruse está sentada al otro lado, encorvada
sobre un cuenco repleto de insectos que tienen un caparazón marrón con el
que pueden envolver su serpenteante cuerpecillo hasta convertirlo en una
pelotita de piedra.
Uno a uno, Ruse los va metiendo en frascos con cuello de botella junto
con una ramita verde y medio dedo de tierra color óxido a la vez que traza
una línea en el pergamino que tiene al lado con cada bicho que cae.
Mientras la observo trabajar, me fijo en su maraña de rizos, de un color
naranja intenso.
—Parece una tarea aburrida.
—Me gustaría empalarme con esta pluma —masculla. Cierra la botella
que estaba llenando y tapa el cuenco. Da una palmada, muestra una sonrisa
radiante y me mira con sus bonitos ojos como dos soles—. ¿En qué te
puedo ayudar?
Le entrego la lista de Essi.
Una cola larguirucha blanca rematada por un penacho se alza por detrás
del mostrador, meneándose adelante y atrás, lo que me arranca una sonrisa.
—Hola, Uno.
Sacude la cola más rápido, acariciándole la mejilla a Ruse con cariño. La
tendera dulcifica el gesto y baja los brazos detrás del mostrador, sin duda
para rascar a Uno detrás de las orejas.
Me pregunto lo grande que se habrá hecho. Los miskunnes son tan raros
y sumamente codiciados que casi nunca veo más que la expresiva cola de la
criatura que mima a Ruse como si fuera su madre, y es una pena.
Uno es un encanto.
Ruse murmura repasando el mensaje.
—No te puedo ayudar con lo que se supone que está debajo de la mancha
de sangre. —Levanta una mano para rascar el pergamino—. ¿Una misión
complicada?
—Por desgracia. —Me encojo de hombros—. El tipo era una fuente.
—Ah.
—¿Te queda alguna de las otras cosas?
—Estás de suerte —me dice guiñándome un ojo—. Lo tengo todo.
Suelto un suspiro de alivio, agradecida por no verme obligada a repetir la
debacle de los tarros.
Ruse coge una bolsa de tela y rodea el mostrador sin dejar de murmurar
al pasar entre las estanterías. Al regresar, deja la bolsa delante de mí y
vuelve a tomar asiento. Coge un enorme libro de contabilidad de tapas de
piel, lo abre y pasa páginas hasta llegar a una que lleva por título:
RAEVE
Rocadragón: 721 gemas
Abro muchísimo los ojos.
No tenía ni idea de que contaba con tantísimos fondos. Esa cifra tan alta
es una crónica de cuántos cuerpos he arrojado por la muralla para que los
rematen los depredadores que viven en las profundidades.
—Veo que tu cifra se ha incrementado desde…
El garabato oscuro que precisa mi riqueza se desvanece por la página
como si fuese una tinta líquida que alguien hubiera soplado sobre una
superficie resbaladiza y, acto seguido, en su lugar aparecen otros números.
Una cifra más baja.
Frunzo el ceño.
Supongo que Sereme ha decidido cobrarme a mí la misión por la que
imploré el apoyo del Elding, y solo porque no había forma posible de que
hubiera podido liberar a todos esos niños por mi cuenta.
«Pues qué bien».
Es un duro recordatorio de que la mano que te da también te puede quitar
en un visto y no visto.
Ruse se aclara la garganta, se baja los anteojos rosas hasta la nariz y me
mira desde detrás de un abanico de pestañas naranjas.
—¿Una duermevela agitada?
—Por lo visto, no como a ellos les gusta.
Me dedica una sonrisa compungida, aunque se recompone al momento,
volviendo a ser la estoica tendera.
—A ver, aparte de lo de la lista, ¿quieres comprar algo más con tus
seiscientas diez gemas de rocadragón?
Me animo de pronto.
—Ya que lo dices… —Observo mi vestimenta y me paso las manos por
el grueso tejido rubí—. He tenido que lanzar una capa del conjunto a la
trogg. ¿Crees que puedo reemplazarla?
—Sin problemas. —Clava la vista en mi atuendo y, luego, la devuelve al
libro. Coge una pluma rizada azul, la moja en un cuenco de tinta y escribe
algo en mi página—. ¿Algo más?
Recuerdo los instantes posteriores a la muerte de Tarik, la ligera atracción
que he experimentado por un hombre de acento marcado al que
probablemente debería haberme cargado. Pero no lo he hecho. Porque olía
bien.
—¿Tienes alguna cuchilla dentada?
La mujer se detiene y me mira con una ceja arqueada.
—¿Piensas despedazar a alguien?
«Espero que no».
Me encojo de hombros.
Con un nuevo murmullo, se gira en la silla, se levanta y le da un empujón
a la pared de piedra que se alza tras ella. En realidad, es una cortina runada,
que se abre de par en par mostrando la sombría superficie del
establecimiento, tan extenso que cuesta ver el final. Las paredes auténticas
están llenas de cofres con rocadragón, armas y armaduras.
Abre uno de los numerosos compartimentos enrejados del almacén y saca
una pequeña sierra que me trae, aunque, antes de entregarme el arma, cierra
la cortina.
La sopeso con una mano y me la paso a la otra.
—Tiene buena pinta, pero sería mejor que el mango pesara menos.
Ruse asiente y anota algo más en mi página.
—¿Dónde la ocultarás?
—En el muslo.
—¿En una funda?
—Sí, de piel de colk. A poder ser, teñida de marrón con hebillas hechas
de cualquier material que no sea compuesto de hierro.
Las dos pronunciamos las últimas palabras al unísono y ella esboza una
sonrisa agachando la cabeza, sin dejar de escribir.
—Pediré que forjen una con las especificaciones que me has dado y te
enviaré una alondra cuando esté preparada para que la pruebes. Quizá para
la próxima salida auroral, si quieres que sea rápido y estás dispuesta a pagar
un poco más.
—Me parece bien.
Me gustaría tenerla pronto. Por si el dichoso hombre de la capa decide
demostrarme que lo he metido en el saco equivocado.
—¿Quieres retirar fondos?
—No, pero volveré para ello cuando haya descansado un poco y haré
otro reparto de rocadragón. En Suburbia, la gente se muere de hambre y
nadie está haciendo nada al respecto.
—Como prefieras.
Ruse anota algo en una libreta mientras yo recuerdo mi primera paga.
Una compensación sangrienta por un acto sangriento. Solo podía verlo así.
Y desde entonces no ha cambiado nada.
Solo me quedo lo que necesito para sobrevivir, hacer mi trabajo y ayudar
a Essi. Mis donaciones periódicas a los pobres, enfermos y hambrientos son
mi forma de mandar a tomar por el culo a quienes creen que me pueden
comprar con una paga y aprobando de vez en cuando misiones que
realmente me importan.
Me da la sensación de que estoy ganando la partida, aunque no sea así.
—Me aseguraré de tener suficiente liquidez para la retirada de fondos —
dice Ruse meneando la pluma rizada al garabatear algo—. Si el rey pusiera
tanto esfuerzo como tú en dar de comer a los pobres, La Bruma sería un
lugar mucho mejor donde vivir.
«Como si fuera posible que se dignara a hacer tal cosa».
Dudo de que el rey haya tenido hambre alguna vez. Hambre de verdad,
digo. Si conociera el alcance del dolor por no tener nada en el estómago,
quizá no fuese tan incompetente… O quizá sí. Puedes coger un zurullo y
darle un sinfín de formas, pero seguirá siendo un zurullo.
Y seguirá apestando.
—Me pondré en contacto contigo para lo de la ropa. —Ruse cierra el
libro de contabilidad—. Debido a tus… preferencias, puede que el mercader
que importa el material de La Llama tarde un poco en encontrar más tela
del mismo color.
—No hay prisa —respondo cogiendo la bolsa con las cosas de Essi—.
Cualquier otro material hace que me cueza. Prefiero que sea del tejido
adecuado.
Asiente con la cabeza para mostrar su conformidad y me doy media
vuelta para marcharme.
—No tan rápido, Raeve.
Me detengo y miro hacia atrás con el ceño fruncido al ver que Ruse agita
en mi dirección una alondra de papel que acaba de desplegar.
—Perdona. Sé que estás cansada, pero Sereme quiere reunirse contigo.
Toda la tensión que he procurado aplacar tumbándome en el puente
celeste regresa de golpe, dándome la impresión de que alguien acaba de
encadenar mi corazón a un potro de tortura.
—Dile que volveré cuando haya podido dormir un poco.
Si Sereme no se molesta en bajar las escaleras para solicitar mi presencia,
no está de humor y no me apetece lidiar con ella. Y menos aún estando
hambrienta, cayéndome de sueño y con la paciencia llegando al límite.
Estoy tres pasos más cerca de la salida cuando oigo de nuevo la voz de
Ruse a mi espalda, como el restallido de un látigo que me hubiese azotado
los tobillos.
—Era una orden, Raeve, no una petición.
Tira de mis grilletes.
Suspiro, clavo la vista en el techo y cuento hasta diez. Asiento y, acto
seguido, me encamino hacia la puerta sin adornos que se encuentra en un
rincón de la tienda.
—No me entra en la cabeza cómo eres capaz de vivir tan cerca de esa
víbora manipuladora —mascullo lo bastante alto para que Ruse me oiga.
Y quizá también Sereme.
La carcajada de Ruse me persigue mientras subo las escaleras y me
adentro en la guarida de la serpiente.
Raeve
CAPÍTULO 8
Lo he oído —me espeta Sereme, tan cortante como el filo de una daga.
Me quito el velo y entro en su enorme despacho, pasando la vista por el
ordenado espacio, que luce una extravagante cantidad de color morado:
alfombras, sillas tapizadas, paredes, librerías…
No puedo escapar. Creo que en realidad me gustaría el color si no me
hubiera sentido tratada como un poste rascador casi todas las veces que he
pisado esta estancia.
—¿Qué pasa? —pregunto. Sereme está junto al ventanal morado con
vistas a El Foso—. Es cierto que no me entra en la cabeza. Ruse merece un
aumento por aguantar tus tonterías constantemente.
Sereme se da la vuelta y me penetra con sus fríos ojos plateados. Tiene su
anguloso rostro maquillado a la perfección, como siempre. Nunca lleva un
cabello fuera de sitio ni una mancha en la piel a la vista y de su lóbulo
cuelga un abalorio de runi blanco. Se ha puesto un grueso abrigo morado
que le sienta como un guante y unos copetes de pelo níveo sobresalen entre
todas las costuras, haciendo juego con el color de su cuidada melena.
Entorno los ojos al fijarme en la cadena que lleva al cuello, de la que
pende un frasco plateado grabado con runas luminosas. Todas las células
del cuerpo me gritan para que me abalance sobre ella y se lo arranque.
Y vuelque su contenido por el desagüe.
Sin embargo, me dirijo a la colosal mesa que preside la habitación, en
cuya superficie todo está dispuesto de forma impecable. Dejo la bolsa en el
suelo, me tiro en el envolvente sillón cuadrado que se reserva para las
visitas y pongo las piernas encima del reposabrazos.
—Me muerdo la lengua en todas partes, me niego a hacerlo aquí también.
No dudes en despedirme si tanto te molesta —digo pestañeando—. Te
prometo que no me quejaré. Más bien al contrario. Puede que incluso me
dedique a matar por la causa de vez en cuando mientras persigo a quien me
dé la gana perseguir.
Asesinos.
Maltratadores de niños.
Reyes incompetentes.
Sereme tensa la mandíbula y endurece tanto la mirada que parece metal
fundido derramado sobre un lecho de nieve.
—Si te vieras obligada a vivir como los demás, Raeve, te costaría hacerlo
sin el ilimitado apoyo de los Ath. No olvides lo mucho que te llenamos los
bolsillos. No podrías repartir más rocadragón por Suburbia ni dártelas de
importante, algo sin lo que al parecer eres incapaz de pasar.
«Veo que ninguna de las dos está de humor para hacer gala de buena
educación».
Mientras saco un puñal de mi corpiño, planto las botas sobre su escritorio
y muevo unas cuantas de sus plumas, alineadas a la perfección.
—No me vengas con que te importa mi bienestar. No es así —le suelto
pasándome el arma de una mano a otra—. No eres más que la cabrona que
me puso un grillete en la muñeca asegurando que era por piedad.
La vena de la sien de Sereme se hincha tanto que espero que explote.
—Me sorprende que te dirijas a mí con tan poco respeto teniendo en
cuenta ese grillete del que hablas.
—Que sí, que sí —mascullo al tiempo que utilizo la punta del puñal para
quitarme sangre seca de Tarik de debajo de las uñas—. ¿A qué se debe el
honor de que me llames a tu guarida, Sereme?
Me fulmina con la mirada y observa cómo lanzo restos de sangre reseca
sobre su lujosa alfombra morada. Siempre me interesa ver hasta dónde la
puedo presionar antes de que me eche de su despacho como un insecto de
patas largas que no consigue eliminar lo bastante rápido, con la esperanza
de que algún dae decida que mi presencia es un engorro y no le merece la
pena.
Viene hasta donde estoy y toma asiento en su mullido trono morado al
otro lado del escritorio que yo interpreto como nuestra barricada
improvisada. Entrelaza las manos y las apoya sobre la mesa.
—Quería asegurarme de que has recibido mi alondra.
—¿Se ha completado la misión? —pregunto con una ceja arqueada.
—Todavía no hay confirmación. Me refiero a la que te mandé el último
ciclo, justo antes de la puesta auroral.
«Nuevas órdenes… Estupendo».
Mi interés se diluye y vuelvo a clavar la vista en mis uñas para
arrancarme más mugre.
—Debe de haberse perdido. A lo mejor viene volando hasta mí cuando
haya dormido un poco, como hacen a menudo. Son muy educadas. Deberías
tomar nota.
Siento su frustración bullendo a fuego lento, como si fuera una nube de
tormenta que se arremolina en el aire con una carga de electricidad estática.
Aun así, yo sigo hurgando.
Y hurgando.
Y hurgando.
—Es curioso que seas la única que tiene problemas para recibir mis
alondras.
—Es uno de los grandes misterios del mundo.
—Lo dudo. —Hace una pausa—. La plumaluna de Rekk está en la
guarida de la ciudad —añade.
Me da un vuelco el corazón y alzo la vista, clavándola en los pétreos ojos
de Sereme.
—¿A quién quiere dar caza?
—A nosotros.
La maldición con la que respondo es tan afilada como el puñal que
sostengo.
—La Corona lo ha contratado y ha venido a acabar con nuestra rebelión.
Y a evitar que esquilmemos el reino de sus jóvenes reclutas.
«En ese caso, tiene que morir».
Bajo las botas de la mesa y enfundo la daga.
—Me ocuparé de él —digo con cierta ansia. Siempre que veo al
cazarrecompensas, tiene las espuelas metálicas de las botas empapadas de
sangre. No hace falta ser muy avispado para saber de dónde procede.
Probablemente, de la pobre plumaluna a la que en teoría sometió después de
matar a su antiguo jinete, si los rumores son ciertos.
«Voy a sentir un enorme placer asesinándolo».
Me levanto de la silla…
—No —me espeta Sereme, y frunzo el ceño.
—¿Cómo que no?
—Siéntate, Raeve.
Suspiro y termino obedeciendo. Qué poco me gusta la chispa de
satisfacción que brilla en sus ojos.
—¿Por qué no quieres que lo mate? —le pregunto con los dientes
apretados—. A eso me dedico. Me encargo de sacar la basura con la que
nadie quiere mancharse las manos, de limpiar el camino de cualquier
obstáculo que impida que se lleven a cabo las misiones de los Ath. Rekk
está en ese camino, Sereme. Pone en peligro a otros miembros, a la mayoría
de los cuales respeto.
Me lanza una mirada desabrida que no me afecta lo más mínimo, aunque
quizá lo consiguiera si hiciese algo para ganarse mi respeto.
—Deja que me encargue de él.
—No.
«Otra vez esa puta palabra».
—¿Por qué no?
—Porque es un anzuelo muy bien vigilado.
—Entonces soy la persona ideal para la tarea.
—No —repite por tercera vez—. Tus instrucciones son no llamar la
atención hasta que se haya marchado, y eso quiere decir que se acabó lo de
matar alegremente a alguien cuando lo descubras haciendo algo que no
debería o cuando oigas a algún inocente pidiendo ayuda. Se acabaron los
encargos. No harás nada hasta que yo diga lo contrario. Solo saldrás de casa
para comprar provisiones o para venir a verme si te hago llamar.
Frunzo el ceño; la mente me va a mil por hora, mis pensamientos se
arremolinan en una tormenta de nieve que me presiona las costillas. No hay
ni un solo objetivo que Rekk Zharos no haya conseguido alcanzar, así que
no se irá de la ciudad sin manchar de sangre su látigo.
—Si no lo eliminamos, acabará con alguno de nosotros, y no será
precisamente agradable.
—Estoy al corriente —dice con los labios apretados, con un tono rotundo
y serio que me pone de los nervios ante el ataque de la serpiente Sereme.
Eso significa…
Que va a hacer que quien ataque a Zharos sea alguien considerado menos
útil. Un sacrificio para la voraz Corona.
Algo se rompe en mi interior y siento un inmenso peso en las costillas.
Curvo el labio superior.
—Dale de comer al monstruo y saldrán más de las sombras. Cuando el
olor a sangre manche el aire, no… dejarán… de venir.
Sereme suspira y alarga los brazos sobre la mesa para recolocar su
colección de plumas.
—¿Vas a volver a decirme cómo hacer mi trabajo, Raeve?
«A mí también me empieza a cansar».
—Cada vez que interceptamos un carruaje lleno de reclutas elementales,
lo único que conseguimos es poner un parche a un problema mucho mayor.
Si el rey sigue gobernando, habrá más carruajes, y más cazarrecompensas, y
más muerte y sufrimiento.
No obstante, ella sigue contemplando las plumas, como si considerase
esa labor más importante que los valores que en teoría defendemos los Fíur
du Ath.
Gruño y barro la madera de un manotazo, llenando el suelo de plumas.
—¿Qué pasa con los enfermos, con los hambrientos, con los nulos?
Retira la mano lentamente y me mira con los ojos desorbitados.
—Nos hemos pasado toda la duermevela salvando a cincuenta y siete
nulos. Siguiendo tus deseos.
—Una operación que yo misma he financiado —le espeto con la ceja
arqueada—. ¿O pensabas que no me daría cuenta porque no suelo
comprobar mis fondos?
—¡Pues claro que lo he descontado de tus reservas! —exclama con
desprecio—. Llevar a cabo una misión a tan gran escala cuesta mucho más
de lo que jamás entenderás. Hemos arriesgado toda nuestra causa para que
tú estés contenta. Hemos entorpecido el progreso político. Alguien debía
pagarlo.
Para que yo esté contenta. Ya.
—¿Sabes qué me dice eso? —le pregunto riendo sin ganas—. Que los
Ath no valoramos a los nulos tanto como a los elementales. No bajo a
Suburbia solo para repartir rocadragón, Sereme. Bajo a Suburbia para ver si
alguien necesita ayuda, porque por lo visto a todo el mundo le importa una
mierda.
Sereme coge el pequeño vial que le cuelga entre los pechos.
«Mierda».
Me preparo antes de que acaricie con la punta de una cuidada uña el
surco de mi runa…
Todo mi cuerpo se sacude y siento el arañazo en una costilla, como si
fuera un puñal.
—¿Por qué no puedes darte por satisfecha y punto? —me suelta mientras
yo cada vez respiro con más dificultad, con la vista clavada en la malévola
mujer—. Cuentas con el favor del Elding. Hace más por ti de lo que ha
hecho nunca por nadie. ¿No te parece suficiente?
Me sujeto el costado con una mano temblorosa. Me cuesta comprender
los celos que le tiñen la voz. No solamente no conozco al Elding, sino que
ser su favorita enseguida se ha colocado en el último puesto de mi lista de
prioridades.
Sereme levanta la uña con el ceño fruncido, pero deja el dedo preparado
para volver a destrozarme.
«Por todos los Creadores, cuánto la odio».
—Es difícil estar satisfecha cuando el rey hace picadillo la mente de los
jóvenes elementales hasta que se convierten en monstruos asesinos. Cuando
muchísima gente menos valiosa se pudre en Suburbia, incapaz de sobrevivir
a la vida en las minas, esclava de los engranajes bien engrasados del reino.
—Me seco las gotas de sudor que me perlan la frente, meto una mano en el
bolsillo para sacar el cartel que he arrancado de la pared y lo estampo sobre
la mesa, aunque Sereme apenas le presta atención—. Si no usurpamos el
poder del rey, estoy convencida de que la situación empeorará mucho.
Muchísimo.
—Ahora no —dice con tono firme y sereno—. No hasta que el Elding lo
considere oportuno.
«Misma historia, distinto dae».
—Que le den al Elding.
Con otro movimiento sádico de su uña, esta vez el dolor me baja por la
columna. Jadeo entrecortadamente, conteniendo las ganas de abalanzarme
sobre la mesa, arrancarle los ojos de las cuencas… y mandar a la mierda las
repercusiones.
Sin embargo, mantengo la compostura mientras la agonía me pasa de
vértebra a vértebra como una piedra saltando sobre el agua.
—Cortarle el cuello al rey Cadok Vaegor no solo hará que deje de tocarte
las narices a ti —digo con los dientes apretados—, sino que también
protegerá la causa.
Sereme suelta el vial.
Cojo aire, aliviada, y me niego a darle ninguna satisfacción; me limito a
señalar con un dedo tembloroso el cartel, que está preparado para hacer un
daño irreparable.
—Nadie lo sospechará, teniendo en cuenta el revuelo que hay respecto a
nosotros.
—Si matamos al rey sin un plan pensado y bien elaborado, el mando
recaerá sobre la reina.
—Perfecto. —Levanto las manos y me pregunto por qué lo presenta
como si fuera algo negativo, siendo precisamente lo que necesita el reino—.
Es su tierra; debería estar ella al mando.
—El Triconsejo no lo permitiría nunca. La reina Dothea tan solo habla
con Clode.
—¿Acaso no tienen un hijo con tres abalorios? —Siento un regusto
amargo en la lengua.
—Hace muchas fases que nadie ve al príncipe Turun. Hay quien dice que
perdió la cabeza y, en lugar de hacer público el problema, el rey estuvo
encantado de esconderlo en alguna parte.
—Me apuesto lo que quieras a que aun así es más competente que el rey
Cadok Vaegor. A lo mejor aparece cuando los restos de su pah sirvan de
abono para la tierra.
Sereme me mira como si estuviera más que lista para coger la escoba y
barrerme hacia la puerta.
—Una vez más, Raeve, te crees con voz y voto en el asunto. Y no es así.
Tienes un trabajo, que es seguir mis órdenes. Cuando te digo que apuñales a
alguien, tú me preguntas hasta qué profundidad. Cuando te digo que dejes
en paz a Rekk Zharos, dejas en paz al puto Rekk Zharos.
Es raro oírla decir una palabrota. Quizá me diera por levantar el puño y
considerarlo una victoria si no sintiese esta rabia revolviéndome las tripas
que va creciendo como una bola de nieve que va cuesta abajo.
—¿Cómo puedes tener la conciencia tranquila? En serio.
Al verla coger de nuevo el vial, se me encoge todo el cuerpo.
Se le iluminan los ojos de satisfacción y esboza una sonrisa de
suficiencia, lo que me hace hervir la sangre.
—No son decisiones fáciles de tomar, pero ante todo he de pensar en la
causa. Tu fuerte afinidad con Clode, tu destreza con un puñal y el lado
salvaje que vi antes de que te desplomaras en Suburbia cuando nos
conocimos te convierten en una herramienta esencial de la que no podemos
prescindir.
Siento un gélido rugido en el pecho.
Maldigo el dae en el que me encontró y en el que vio esa parte de mí que
a duras penas consigo entender. Tampoco es que recuerde nuestro
encuentro… Estaba debajo de un velo de hielo, donde me habría encantado
hacerme un ovillo y desaparecer.
Lo que sí recuerdo son los gritos que no sé cómo consiguieron llegar
hasta mí. También recuerdo sentir, sin lugar a duda, que lo que estaba
haciendo no estaba bien, pero que la parte de mí que me controlaba seguía
unas normas diferentes.
Una parte que, en opinión de Sereme, se puede domesticar.
Sereme me contó después que la miré con ojos negros y brillantes, con la
cara salpicada de sangre, enseñando los colmillos, y supo que estaba tan
rota que no tenía arreglo y que necesitaba desesperadamente una forma de
canalizar mi furia.
Ahora lo veo distinto.
Creo que, al verme rodeada por los cuerpos de los caídos que habían ido
a por mí, supuso que las cosas rotas son las armas más afiladas…, siempre
y cuando las tengas bien sujetas para que no escapen.
—Os iba bastante bien sin mí antes de que me sacaras de la miseria.
—Te di a elegir —repone rápida como el rayo.
Siento una profunda carcajada subiéndome por la garganta, pero me sale
carente de humor.
—Menuda elección —musito—. Morir o verter mi sangre en tu vial
runado para ser eternamente tu esclava y postrarme ante ti cuando te venga
en gana. Pero creo que no me lo explicaste así, ¿verdad? Me ofreciste
venganza. Me dibujaste un escenario tan bonito que sentí desesperación por
darte mi sangre, por caer en tu trampa como un insecto estúpido para
ponerme a trabajar cuanto antes.
«Cuántas promesas vanas».
—Lo curioso es que, si te hubieras limitado a pedirme que me uniera a la
causa, tal vez habría aceptado, teniendo en cuenta las injusticias que
enseguida descubrí en el reino. Pero no, tú tenías que ponerme un collar.
Sereme exhala un largo y profundo suspiro con la despreocupada
confianza de alguien que vive en una burbuja de seguridad que no consigo
penetrar.
—Qué melodramática te pones siempre, Raeve. De verdad que nunca he
conocido a nadie con tanta guerra en la sangre. —Sujeta el vial que cuelga
entre sus pechos con su fina mano—. Quizá estarías menos amargada si no
me pusieras a prueba tan a menudo y me obligaras a aprovecharme del
vínculo de sangre.
«Ya, claro. Ahora es culpa mía».
—¿No ves que naciste para esto?
—Claro —me limito a decir—. No hay nada como la amenaza constante
de una buena sesión de tortura para que te sientas como en casa.
—No es nada personal. Todo el mundo vierte su sangre en el vial…
—Menos tú.
—… y se beneficia de sus numerosas ventajas. ¿Te acuerdas de lo rápido
que pude curarte? —prosigue con terquedad—. Habrías muerto si no.
Además, eres la única que me veo obligada a castigar.
—¿Y qué haces tú por la causa? —pregunto con una ceja arqueada—.
Además de comerle la polla al Elding metafóricamente.
Se sonroja y abre los labios pintados, pero no sale ninguna palabra de
ellos.
Levanto las cejas.
«Por lo visto, no es tan metafórico».
—Elegiste vivir —dice furiosa—. De acuerdo, ya no es según tus propios
términos, pero por lo menos respiras. A mí me parece que deberías ser más
humilde con la persona que te salvó la vida.
Chasqueo la lengua e intento imaginar un mundo en el que alguien se
dignara a ayudar a otro sin esperar nada a cambio.
No lo consigo.
Me han recompuesto miles de veces. Solo una fue en mi propio
beneficio; sin embargo, Fallon está muerta, su luz se extinguió del mundo y
toda la bondad desapareció con ella.
Puede que Sereme crea que me salvó la vida, pero no hizo más que
volver a enjaularme, a convertir la muerte de Fallon en una tragedia aún
mayor.
Preferiría estar de regreso en nuestra celda, viendo las lunas que Fallon
dibujó en el techo con trocitos de carbón. Preferiría estar escuchando sus
detalladas explicaciones acerca de las nubes brillantes que cubren La
Bruma, palabras tan descriptivas que se me hacía la boca agua, como si
pudiera saborear los colores y sentir sus texturas acariciándome la lengua.
Con su rico y bello vocabulario, hizo que la libertad pareciera deliciosa, y
también mágica.
Me moría de impaciencia por probar las nubes con ella, tumbarnos de
espaldas y contemplar las lunas reales.
Juntas.
Sin embargo, Fallon está muerta y yo estoy aquí, atada a esta serpiente de
escamas moradas. Con mi vida no hago nada de lo que le prometí a Fallon
que haría antes de perderla. Antes de despertarme y encontrarla fría.
E inmóvil.
El recuerdo es una esquirla de hielo que me atraviesa el endurecido
corazón hasta llegar al mismísimo centro de mi ser, apuñalándome con un
dolor descarnado y familiar…
«No».
Me hundo en mis adentros y aterrizo sobre la orilla de obsidiana
resquebrajada del inmenso lago helado que hay en mi interior, sobrecogida
por el inquietante silencio que reina, que siempre me eriza la piel. Cojo una
piedra del tamaño de un puño que hace las veces del ofensivo recuerdo y,
después, avanzo sobre la superficie quieta y gélida, que me reconforta los
pies descalzos.
Me arrodillo y hago un agujero en la gruesa capa de hielo, de donde
rebosa agua en cuanto se abre. Levanto el trozo de hielo, dejo caer el
pesado pensamiento a las profundidades y me alejo a toda prisa, con el
vello de la nuca de punta al regresar a la realidad.
La siguiente vez que exhalo, suelto una bocanada de aire glacial mientras
las palabras de Sereme siguen reproduciéndose en mi cabeza:
«Elegiste vivir».
«De acuerdo, ya no es según tus propios términos».
«Por lo menos respiras».
Miro a la mujer, que me está observando como si le hubiera encantado
que me arrodillase y le besara los zapatos morados que lleva.
—Nunca he vivido según mis propios términos. —Me pongo de pie, me
coloco el velo en la cara y recojo sus plumas del suelo para dejarlas sobre la
mesa de golpe. Las ordeno por tamaño, como tanto le gusta—. Y me niego
a aceptar esto como forma de vida.
Cojo mi bolsa y me dispongo a ir a la puerta.
—No he dicho que pudieras irte, Raeve.
—Vuelve a pasar la uña por mi runa. —Me encojo de hombros—. Me da
igual.
Cierro de un portazo.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra
Tomo un camino en zigzag para ascender por la zona elevada del interior
de El Foso. Subo treinta y un niveles, miro alrededor al cruzar un puente
celeste derruido y salgo al otro lado de la muralla, con vistas a La Bruma.
Recorro un tosco túnel de viento que me recuerda a una garganta atorada; el
suelo está grabado con combinaciones de runas que provocarán toda clase
de desgracias a aquel que no sea Essi o yo misma.
Una necesidad inmediata de cagarse encima, una pérdida de visión
repentina, como si se hubiera sumergido en el cielo negro de La Bruma, y
mi preferida: una perturbadora creencia de que un fundefauces ha metido el
pico en este túnel y está intentando cazarlo como si fuera un gusano en un
agujero.
Me detengo junto a lo que se parece mucho a un conducto de basura para
la trogg y me desato el corpiño. Debajo, llevo una prenda ceñida de cuerpo
entero que me facilita escalar. Hago un fardo con las capas de la falda para
meter mi velo, botas, corpiño y bolsa de provisiones, e introduzco el
paquete, que cae hasta desaparecer de mi vista.
La mayoría prefiere vivir en el otro lado de la muralla, donde la luz solar
entra por coloridas ventanas y baña las habitaciones con su calidez, donde
la gente puede llenar los alféizares de macetas con hortalizas que crecen
gracias a la constante iluminación.
Yo no.
A mí me gusta el frío, y soy del todo incapaz de mantener viva una planta
aunque me vaya la vida en ello. De todas formas, esa no es en absoluto la
razón por la que elijo el lado tranquilo y fresco en la penumbra de la ciudad.
El viento juguetea con mi pelo cuando me detengo al final del túnel con
los pies al borde, que da a las llanuras cubiertas de nieve que se extienden
hacia el sur. Apenas quedan nubes, lo que me proporciona unas vistas libres
de obstáculos del horizonte, de color morado y plagado de lunas en un
lecho de estrellas.
Las más cercanas son las vibrantes esferas formadas por los fundefauces
caídos, como si alguien hubiera despedazado las coloridas nubes de La
Bruma y, luego, hubiese formado con ellas unos orbes compactos y los
hubiera lanzado al firmamento. Se ve la silueta de sus enormes y
majestuosas alas, que los rodean como si fueran abanicos. Las plumas de la
cola a veces no se repliegan en la esfera antes de que el dragón moribundo
se solidifique y terminan pareciendo pinceladas de pintura.
Las más lejanas son esferas de fragmentos que emiten la luz gris,
iridiscente y perlada de los plumalunas. Trazos resplandecientes que
contrastan con el horizonte, por lo demás oscuro.
Es un tanto poético levantar la vista y contemplar lo que ha ocurrido. Es
una forma delicada de que quienes viven debajo puedan sumirse en la pena.
Si yo pudiera hacerme un ovillo como un plumaluna y descansar entre las
estrellas al saber que llega mi momento, lo haría. No creo que me buscasen
muchos en el cielo, pero moriría sabiendo que he dejado algo brillante en
este bello mundo, en el que hay tantísimas capas de fealdad.
También me gusta la idea de poder caer del firmamento y aplastar a
alguien si me toca las narices. Apuntaría hacia el rey de La Bruma y me lo
cargaría en cuestión de segundos por haber sido incapaz de cumplir la tarea
de velar por su reino.
Un gesto ruin, pero justificado.
Busco con la mirada la pequeña esfera plateada de un plumaluna
adolescente que me llama la atención desde que alcé la vista por primera
vez al cielo repleto de tumbas. Me lleno los pulmones de aire fresco y
esbozo una sonrisa sincera y pura…
Mucha gente llama a esa luna «casa de Hae».
Está claro que no es la más grande, la más brillante ni la más magnífica
que se pueda observar, pero, por alguna razón, no me imagino abrir los ojos
en cada salida auroral sin buscar al otro lado de las nubes de colores
vibrantes que cruzan el cielo en esta parte del mundo esa luna torcida con el
ala deforme.
Un dae, Essi me preguntó si quería conocer su historia. Sonreí y negué
con la cabeza. La pena tiene un eco que resuena a lo largo de las épocas, y
su voz estaba cargada de ella.
No me apetece ver mi luna preferida y pensar en cosas que duelen.
Quiero mirar al pequeño plumaluna e imaginarme que tuvo una vida
preciosa llena de cosas felices, de esas que te colman.
Quizá eso me convierte en una cobarde, pero de algún lugar tengo que
sacar mis sonrisas. Y esa luna… siempre consigue provocarme justamente
eso.
Una sonrisa.
Raeve
CAPÍTULO 11
Bajo por la boca del túnel de viento usando el sinfín de rendijas y
salientes para aferrarme al lateral de la muralla mientras desciendo,
amenazada por un borde de rocas afiladas que abrazan la base justo debajo.
Es la promesa voraz de una muerte rápida y brutal que todavía no ha
conseguido acabar conmigo. Ni con Essi.
Por suerte.
Me sujeto a un trozo de piedra que sobresale, coloco la otra mano en el
espacio que hay justo al lado y bajo hacia lo que parece no ser más que
pared plana, pero que es una perfecta ilusión rúnica. Me balanceo hacia lo
que en realidad es una ventana enorme que está siempre abierta y me
envuelve el olor ligeramente cálido y rico de algo recién hecho…, algo
cremoso acabado de preparar…
Aterrizo de cuclillas y el apetito regresa a mí con tal fuerza que me hace
salivar.
—Mmm, ¿eso es…?
—Pan de mentaquilla —responde Essi, encorvada sobre una mira de
aumento en nuestra mesita de comer, llena de herramientas, tinturas y cazos
de metal. Con uno de sus palos de grabado está rascando lo que sea que
haya justo debajo de la mira—. He olido la sangre de tus botas en cuanto
has empezado a bajar por el conducto.
Al llegar junto a la mesa, cojo una rebanada de pan de su plato y me la
meto en la boca. Gruño, pues es lo primero que como desde la última puesta
auroral: una sabrosa delicia bañada en mentaquilla derretida con una dulce
capa de mermelada de cienabaya.
Sonrío.
Me encanta la mermelada de cienabaya. A Essi no. Por lo tanto, lo ha
preparado especialmente para mí; sabía que yo estaría famélica tan pronto
como cruzase la ventana. Aunque ella no lo reconocería jamás.
Y yo no quiero que lo haga.
Essi finge que no se preocupa por mí y yo finjo que no me preocupo por
ella. Coexistimos sin expectativas, salvo por las listas de provisiones raras y
los artefactos sofisticados que elabora para mí, y nos va de maravilla.
A la perfección.
«No cambiaría nada».
—La situación se ha complicado —digo con la boca llena dirigiéndome a
nuestra austera cocina. Levanto una tela que cubre el pan recién hecho y
cojo un buen trozo para untarlo con una generosa capa de mentaquilla y un
poco de mermelada. Abro la caja nevera y hurgo hasta encontrar un pedazo
de fruta verde intenso, que troceo y dejo sobre mi plato—. ¿Quieres un
poco de goro?
—No están maduros.
Doy media vuelta con el plato en las manos.
—Claro que sí.
—Cuando están maduros, se les pone la punta amarilla. —Levanta la
vista de su labor y sus cejas rojizas casi se le salen disparadas de su
precioso rostro cubierto de pecas—. Ese va a hacer que te explote la lengua.
Me meto un trozo pálido en la boca y arrugo la nariz cuando noto su
sabor ácido.
—No están maduros —balbuceo, y lo escupo en el cubo de la basura.
Essi se ríe entre dientes y vuelve a agachar la cabeza para mirar por la
mira de aumento y reanudar… lo que sea que esté haciendo.
Dejo la fruta a un lado y me concentro en el pan al tiempo que la observo
trabajar. Paso la vista de los movimientos rápidos y elegantes de sus dedos a
sus rasgos delicados. Tiene los ojos ámbar y la nariz ligeramente
respingona. Lleva una muesca de nulo en la punta de la oreja izquierda, que
es un poco más larga que la mía y más curvada hacia abajo, lo que le da un
aspecto hipnótico y etéreo.
Los rizos, de un tono tono rojo que no he visto en ningún otro lado, le
llegan más allá de la cintura como si fuera una gruesa capa rojiza que
combina con las motitas metálicas de sus ojos. Es el único color que le llega
a iluminar la apariencia. El único.
Pego otro bocado al pan y recuerdo el dae que se mudó conmigo. Le dije
que podía hacer lo que quisiera con la decoración, que antes era escasa.
Naturalmente, ahora el espacio que compartimos tiene el mismo color que
todo su fondo de armario.
Negro.
Las rugosas encimeras de la cocina, el abrupto techo, la fibrosa alfombra
que cubre el suelo irregular. Incluso el mullido sofá colocado junto a la
ventana, lo bastante grande como para que quepan tres, a pesar del hecho de
que nunca recibimos visitas. Por decisión nuestra.
Paso la vista a la ventana runada especialmente por Essi para repeler a
intrusos y me acuerdo de la duermevela en que desperté y me la encontré
inclinada sobre mí en mitad de uno de sus episodios. Con bolsas oscuras
bajo sus ojos poseídos, blandía un puñal y me gritaba para que llenase una
copa con mi sangre. De inmediato. Era una cuestión de vida o muerte.
El resultado fue una entrada que prácticamente mata a los intrusos. Un
arrebato de genialidad.
—Está delicioso, Essi. Gracias —digo, y doy otro bocado.
—De nada. Me alegro de que te guste.
Se queda corta. Sabe de sobra que su pan de mentaquilla es mi preferido.
No tengo ni idea de qué le echa, pero qué bueno está, coño.
—¿En qué estás trabajando?
—En una corona de diamante para tu diente —responde tallando—. He
intentado encontrar un mineral lo bastante denso como para que soporte
estas complejas runas. Ha sido por accidente, pero he descubierto que el
diamante funciona. ¡Ah! —Con la mano en el aire, me mira con los ojos
desorbitados y tan llena de vida que me deja sin aliento; está claro que se ha
quedado absorta por lo que se le acaba de pasar por su espectacular mente
—. ¿Has recibido mi alondra?
—Ajá. —Me coloco el pelo detrás de las orejas y me dirijo hacia la pila
de piedra de forma extraña donde ha caído todo lo que he lanzado antes por
el conducto—. Lo he manchado de sangre, pero he hecho lo que he podido.
—Dejo el plato a un lado para hurgar entre mis pertenencias—. ¿Qué hace
la corona de diamante?
—Proyecta una barrera invisible e impenetrable alrededor de tu cabeza y
pecho sin partirte por la mitad.
Con la mano inmóvil, me la quedo mirando por encima del hombro.
—¿Sin partirme por la mitad? ¿Te refieres a… mi cuerpo?
Essi asiente tan deprisa que su melena se vuelve un borrón bermellón.
—He tardado un poco en conseguirlo, pero te prometo que ahora
funciona bien.
«Ya».
—Me alegra que seas minuciosa —repongo cogiendo la bolsa.
—Yo siempre. Ya casi está. Unas cuantas runas con el nuevo palo de
grabado y estará preparada para activarla. He pensado que era un buen
momento para instalártela, ya que Rekk Zharos va a por vosotros.
—Veo que has vuelto a leer mis alondras.
Se encoge de hombros y reajusta la mira.
—Ha entrado volando por la ventana cuando ya te habías marchado. No
paró de estamparse contra el alféizar hasta espachurrarse el pico. Le he
ahorrado el sufrimiento desplegándola.
—Y leyéndola.
—Se me han ido los ojos sin querer.
«Tienen esa fea costumbre».
Niego con la cabeza y deslizo la bolsa por encima de la mesa para que
ella hurgue en el interior. La parte negativa de haber usado tantísima sangre
con las runas activas que están grabadas alrededor de la ventana es que los
pájaros de papel a veces creen que la ventana es…, en fin, nosotras. Y, por
tanto, el origen de la frustración eterna de Sereme cuando no consigue
ponerse en contacto conmigo.
Essi levanta la cabeza de la bolsa con el rostro un poco más pálido.
—¿Y la caca de guara?
Me la quedo mirando fijamente sin comprender.
—¿El qué?
—De Yeskorn, el librero de Suburbia. Tiene una guara como mascota.
¿La llevas en el bolsillo? Dime que la llevas en el bolsillo, anda.
—No llevo mierda en el bolsillo, Essi. ¿Para qué necesitas caca de guara?
—Abre la boca para responder, pero me adelanto—: Recuerda que mi
cerebro no es tan bueno como el tuyo. Si empiezas a hablar de biofísica, me
va a dar algo.
Separa los labios de nuevo, los cierra, se queda pensativa unos instantes y
luego empieza a hablar.
—La piedra que comen es rica en un mineral especial que, de otro modo,
es difícil de encontrar, porque se forma en gotas minúsculas que nunca
llegan a ser más grandes que una cabeza de alfiler. No se rompe en el tracto
digestivo de esos pájaros, así que es la manera más eficaz de conseguirla.
Es de color crema y se funde a una temperatura mucho más baja que la
mayoría de los minerales; de ahí que sea el adhesivo perfecto para sellar las
coronas runadas a tus dientes.
—Estás de broma, ¿no?
—¿Por primera vez en mi vida? —Frunce el ceño.
Se me va el color de la cara. Extiendo una mano para cogerme a la mesa
y no caerme.
—¿Eso es lo que has usado para sellar la otra corona activadora a mi
muela? —pregunto. Asiente con la cabeza—. ¿Mierda de guara?
—Limpié los excrementos y luego esterilicé el mineral. Pero sí, un
animal… lo cagó.
«Por todos los Creadores».
Desplazo la lengua hacia la parte derecha de la boca para rozar la corona
en cuestión.
—Vamos a guardar esa información con la etiqueta «Cosas que Raeve no
tiene por qué saber» —mascullo yendo hacia el armario, de donde cojo una
taza.
«Jamás».
—Vale. Por cierto… —Miro atrás y veo que se remueve en su asiento
mientras se rasca el cogote—. Ya que Rekk es un célebre cazador, esperaba
ponértela ya.
—No hay ninguna prisa. —Con el dato nuevo y un tanto asqueroso que
me acaba de dar, nunca había tenido menos prisa por hacer algo.
—¿Y si te convierte en su objetivo?
Levanto la jarra de agua filtrada de nuestra nevera y me lleno la taza.
—Me han ordenado que pase desapercibida, y las dos sabemos que Rekk
no podrá atraparme aquí. Solo nos encontraremos si me topo con él por
accidente de camino a recoger mi sierra de mano y le rebano el pescuezo
por accidente, desobedeciendo así por accidente las órdenes directas de
Sereme y salvando la vida de uno de mis camaradas por accidente.
Es la única ventaja de ser indispensable: estoy casi segura de que Sereme
no me va a mutilar por desobedecer. Solo me hará polvo hasta que crea que
ha recuperado el control de la situación.
La misma mierda de siempre.
La silla de Essi rechina contra el suelo mientras yo me lleno el estómago
de agua. Apuro la taza, la dejo en la pila y cojo una goma de la encimera
con la que recojo mi espesa cabellera en un moño alto.
El silencio se vuelve tenso y se me clava en la espalda.
Doy media vuelta.
Essi ya no está prestando atención a su proyecto, sino a mí, con las
manos sobre las rodillas y los ojos muy abiertos rebosantes de
preocupación. Es una mirada que me perfora el pecho de tal forma que me
da la sensación de que me sale por el otro lado.
—Para —gruño—. No me mires así.
«¿Por qué me mira así?».
Se le empañan los ojos con un brillo de tristeza que es muchísimo peor.
—Raeve, no puedo perderte…
—No vayas por ahí, Essi. Ya nos va bien así. No rompas algo que
funciona perfectamente.
Frunce el ceño y abre la boca, pero no dice nada, como si las palabras
fueran demasiado grandes como para emerger de sus labios.
Mejor, deberían quedarse en su garganta. No quiero que me diga que está
preocupada ni que le importo. No quiero decirle esas mismas palabras a
ella.
La gente que me importa termina muriendo.
—De todas formas, es irrelevante. —Me doy la vuelta y friego la taza y
el plato en la pila con los ojos clavados en la tarea—. No puedo ir a
Suburbia hasta que reciba una alondra que me indique que todo está en
orden. —Seco los dos objetos de loza, los dejo a un lado y voy a la alacena
a por mis cosas—. Estoy agotada. Me voy a quitar las ridículas plumas de
las pestañas y a dormir un poco, y ya iré a por tu mierda de guara cuando
reciba una alondra de Sereme. ¿Trato hecho?
No me contesta.
Cuando el silencio se prolonga demasiado, me vuelvo y me encuentro
ante sus enormes ojos llenos de lágrimas.
«Joder».
—¿Trato hecho, Essi?
Frunce los labios y asiente con la cabeza, un leve gesto que indica que
acepta de mala gana.
Me dirijo a la trampilla que lleva hasta mi habitación y la levanto.
Cuando voy por la mitad de las escaleras, las palabras de Essi se me clavan
como una espada entre las costillas, bien hondo.
—A mí Sereme no me cae mejor que a ti, pero por una vez creo que
deberías hacerle caso. Por favor, Raeve. Te nece… —Suspira y se detiene
antes de lanzar otro puñal verbal, uno que me deja totalmente sin aliento—.
Eres la única familia que tengo.
Aprieto los labios con tanta fuerza que me sorprende que no se fusionen.
Essi está destrozada. En realidad, todo este ciclo está destrozado. Tengo
que cerrarlo y abrir uno nuevo, uno normal, en el que la gente deje de dar
voz a sus preocupaciones por mi bienestar y de llamarme familia. Esas
cosas tan bonitas yo no las recibo sin pagar un precio que me resulta
demasiado caro.
—Por favor, no vayas a Suburbia sin mí. Sabes que odio que vayas allí
sola. —Me alejo de su vista y cierro la trampilla con un sonoro chasquido.
ne
Le lanzo una mirada de incredulidad. No me impresiona la caricia, nada
sutil, con la que me pide que la despliegue.
—Ya sabes que, de todos los trucos que usas para que quiera leerte, este
es el que menos me gusta —mascullo a la espera de que vuelva a moverse,
de que salga disparada por el aire y queme toda la energía que ha
acumulado mientras yo estaba fuera.
Nada.
—Va en serio. —Agito la mano—. Parece que estés muerta. Para ya.
Aun así, sigue sin moverse.
Le soplo un poco. Y otra vez.
Y otra.
Se me desboca el corazón.
—Ne…
En cuanto agita su cola de pergamino, todo el aire va abandonando mis
pulmones a medida que el alivio me va embargando.
Niego con la cabeza y me froto el esternón.
—Esto se llama recompensar una mala conducta —protesto mientras
despliego con cuidado su pico arrugado, cabeza, cola, alas y todo el cuerpo
para revelar su mensaje, de hace más de cinco fases:
Son dos palabras que seguro que no iban dirigidas a mí. Aunque eso no
impide que las lea una y otra vez.
Devoro el trazo delicado de cada letra y las acaricio con la yema del
pulgar como si fuera la barriga de Ne mientras recuerdo el momento en que
llegó hasta mí.
Debió de perderse en su camino hacia quien tenía que recibirla y terminó
acurrucándose en mi cuello como si buscase cobijo de una tormenta. La
abrí, leí su mensaje y me di cuenta de lo importante que era; procedía de
alguien que no estaba bien, aunque quizá no sabía cómo decirlo en voz alta.
La doblé y la devolví al cielo al tiempo que le pedía a Clode que la
hiciera ascender hasta las corrientes para que pudiera recalibrar y poner
rumbo a la dirección correcta.
Y encontrar a quien debía recibirla.
Al dae siguiente, al despertar, me la encontré durmiendo en mi palma,
con un desgarro en un ala y la nariz muy arrugada, como si hubiera
combatido contra las corrientes de Clode… y hubiese ganado la batalla.
Después de aquello, me costó deshacerme de ella.
Vuelvo a pasar el pulgar por las dos palabras, la pliego con cuidado, le
aplano el pico y compruebo que el desgarro no se haya agrandado. Ne sale
disparada de mi mano y cruza la habitación a toda prisa, como si se
estuviera quemando en una fragua.
—Como no vayas con más cuidado, tendré que llenar la habitación de
plumas caídas —le advierto. Da una vuelta por los aires y desciende en
picado hasta mí para posarse junto a mi cuello, donde le gusta acurrucarse.
La acaricio hasta que deja de sacudirse. Mientras tanto, vuelvo a pensar en
Essi, en su estremecedora forma de mirarme con esos enormes ojos
empañados por… demasiado sentimiento.
Con un suspiro, voy a mi catre y levanto la vista al cielo.
Fallon me dijo un dae que, cuando era joven, solía tumbarse de espaldas
y pedir deseos a las lunas, deseos que a veces se volvían realidad.
Lo llamaba magia.
Yo nunca he creído en nada que no tenga sentido para mí, a excepción de
la magnificencia de Essi. Pero quizá debería pedir algún deseo a la luna que
tanto me gusta. Como encontrar la manera de reemplazar mi corazón por
uno blando y sensible para así no tener que volver a ver los ojos de Essi
anegados por la tristeza.
«Por todos los Creadores, qué imbécil soy».
Me hago un ovillo, acaricio a Ne y contemplo la casa de Hae mientras
tarareo la suave melodía que siempre me despeja la mente, por estruendoso
que parezca el mundo exterior.
Elluin Neván
Edad: 9 fases
5.000.030 fases después de la Piedra
Te necesito
—No, no me necesitas —gruño escribiendo esas palabras sobre el
pergamino con mi mala letra, transformando a la pobre Ne en algo
muchísimo menos tierno.
Y menos vulnerable.
Me arden los ojos cuando doblo de nuevo el pergamino. Al darle forma
de pájaro, lo mancho un poco con la sangre de Essi.
Paso los dedos por encima del último pliegue, uno que no he presionado
nunca.
Es la línea de activación que devolverá a Ne al remitente.
Clavo la vista en Essi, que sigue inmóvil y callada en el sofá.
Muerta.
Se me mueven los dedos por cuenta propia y doblan el último pliegue.
Ne cobra vida. Sus aleteos son suaves y mecánicos. Está despojada de
todo lo que la convierte en ella.
El dolor que siento en el pecho se incrementa cuando se alza hacia la
ventana aleteando con firmeza, sin acariciarme por última vez el cuello ni
dar giros bruscos, y sé que ya no es ella. Que su alma se ha liberado y que
cualquier magia que la uniera a mí… ya no está ahí.
Igual que Essi, que tampoco está ahí.
Igual que Fallon…
Aparto ese pensamiento, me aclaro la garganta y me esfuerzo por
contemplar cómo Ne cruza la ventana y desaparece de mi vista rumbo al
implacable cielo. Contengo la tentación de quitarme el anillo, de suplicarle
a Clode que me la devuelva con un soplo de viento.
«No».
Me dirijo a la cocina y lleno la alacena de trapos formando un camino
hasta la alfombra. Luego, cojo una botella de alcohol desinfectante del
armario médico y empapo los trapos. Y la alfombra.
Y la manta que da calor a Essi.
Empapo el extremo de otro paño, me lo guardo en la funda con un
pedernal y, a continuación, me encamino hacia la ventana y me detengo
junto al sofá, donde me pongo de rodillas.
Paso una mano por el pelo de Essi y me fijo en los angulosos rasgos de
su etéreo rostro… Es demasiado bonita para este mundo. Demasiado pura.
—Te quiero —susurro trazando un mapa mental de sus pecas. Me guardo
su imagen en un lugar seguro donde puedo atesorarla eternamente—. Voy a
hacer que se te pase el frío, ¿vale?
El silencio que me responde es una mofa cruel que me desgarra el pecho
por dentro, como si un fundefauces estuviera atrapado en mi interior
destrozándome.
Devorándome.
Tras darle un último beso en la sien, doy media vuelta a duras penas y
salto por la ventana para subir por el muro manchado de sangre,
ensuciándome las manos con más restos de Essi. Asciendo por el túnel de
viento y clavo la vista en el conducto al ponerme de pie.
«Lánzame al fuego, donde jamás volveré a tener frío».
Se me desencaja la cara y luego se me crispa con fuerza, a pesar del
estremecimiento involuntario procedente de mi pasado ceniciento.
Al pensar en quemar el cuerpo de Essi, me entran ganas de hacerme un
ovillo y chillar. La idea de prenderle fuego va en contra de todo lo que ha
hecho de mí quien soy, pero no pienso acobardarme ante lo que me ha
pedido.
«No voy a volver a fallarle».
Saco el paño y el pedernal de la funda, y doy un paso adelante, vacilante.
Me tiembla la mano.
Se me encoge el alma.
Con los dientes apretados, rasco la pared con el pedernal y prendo fuego
al paño. Las llamas brotan tan deprisa que me queman la piel y el pánico
me atenaza la garganta, tanto que casi no puedo respirar. Sin embargo, no
dejo de sujetar el paño y me esfuerzo por pronunciar tres palabras, que me
salen entrecortadas.
—Lo siento, Essi.
«Siento no haber podido protegerte. Siento no haberte dicho que te quería
antes de que murieras en mis brazos. Siento no haber sido la familia que
merecías».
Lanzo el paño en llamas por el conducto, seguido por el pedernal, y
retrocedo ante el embate de calor que estalla delante de mí, tosiendo por el
humo.
Oigo ruidos de cristales rompiéndose y cierro los ojos con fuerza,
imaginando sus tarros de tinturas explotando uno a uno.
El calor se intensifica y me imagino la alfombra en llamas. El olor a
carne quemada llega hasta mí demasiado pronto.
«Demasiado pronto, joder».
Ahogo un sollozo y me aparto del calor. Ante ese olor, me tapo la boca
con una mano.
Algo tintinea contra mi bota.
Abro los ojos y miro al suelo, manchado de rojo. Hay un cuchillo
ensangrentado a mis pies y una bolsa de piel a su lado.
Es negra.
«Es la de Essi».
Se me desboca el corazón, como si algo lo hubiera lanzado contra las
costillas con tanta fuerza que me sorprende que no me las haya roto.
Con ciertas dudas, me agacho y abro la bolsa para echar un ojo. En el
interior, veo un tarro helado y un libro. Un libro que debe de haber sacado
de la biblioteca.
De Suburbia.
No me molesto en abrir el tarro porque sé lo que contiene: el ingrediente
final que necesitaba para afianzarme la corona de diamante al diente…
La corona que hizo para protegerme.
Se me oprimen los pulmones.
Alargo una mano hacia el cuchillo que Essi debe de haberse sacado del
abdomen, el cuchillo que le ha hecho eso.
El que me ha arrebatado a mi amiga.
Estoy a punto de enfundarlo junto al mío, pero entonces algo me llama la
atención… Algo brilla en la hoja.
Se me quedan paralizadas todas las células del cuerpo cuando veo la
sangre de Essi coagulada en una sucesión de letras rubíes:
La plumaluna más grande que he visto nunca sigue dando vueltas por el
cielo gruñendo. Creo que es una hembra, porque su cola es tan larga y
brillante como la de Náthae, la plumaluna de mi mahmi.
Creo que está buscando su huevo. Y llorando su pérdida.
Y buscándonos a nosotros.
Creo que es así porque es plateada, como el huevo, y no he visto jamás a
otro plumaluna de ese color.
Podríamos escondernos en el refugio de cría, pero aquí no. No como es
debido. Tengo miedo de que nos encuentre pronto y nos mate por haber
asaltado su nido.
No dejo de rogarle al huevo que se mueva para así poder guardar todo el
hielo que he colocado a su alrededor, que he ido sacando durante ciclos de
un pilar cercano. En cuanto empiece a eclosionar, me lo llevaré al refugio
de nieve, donde estará a salvo con Haedeon hasta que yo decida lo que
vamos a hacer y cómo regresar a Arithia.
Ahora mismo, me parece imposible.
Haedeon no se pone bien y no parece que nos persiga solo la plumaluna.
Oigo una manada de maldiespines cerca de nosotros, como si pudieran oler
la muerte en el aire. Hacen unos ruidos espantosos que rompen el silencio y
me dan miedo, aunque no estoy asustada por mí.
Estoy asustada por el precioso huevo que está en la nieve, delante de
nuestro refugio de cría improvisado. Parece un sol pequeño y plateado y
desprende muchísima luz. Aprovecho esa claridad para escribir aquí
sentada, sosteniendo el puñal de escamas de dragón de Haedeon con la
otra mano.
Nunca había cogido uno. Nunca había querido. Pero, si los maldiespines
se atreven a atacar, voy a tener que proteger el huevo. Y a Haedeon.
Aunque no me gusta la idea de matar seres vivos. No quiero matar a
nadie.
Espero de corazón que no se acerquen demasiado.
Raeve
CAPÍTULO 19
Algo salpicándome en la sien me saca de un sueño plagado de fuego y
miedo atroz justo cuando un grito amenaza con brotar de mi garganta…
Abro los ojos de golpe. Me castañetean los dientes y respiro
entrecortadamente a la espera de que pase el terror que siento. En cuanto se
me despeja la mente y veo el sucio entorno, regreso al aquí.
Al ahora.
Se me tensa la espalda y se me hiela la sangre.
Estoy en el rincón de una…
De una celda.
«Estoy sola en una celda».
Los barrotes cubren tres lados de mi pequeño espacio, mientras que el
cuarto lo forma una pared de piedra húmeda, en cuya rugosa superficie se
acumula la humedad debido al bajo techo. Un solitario farol ilumina todas
las celdas que están delante de mí y a los lados hasta donde me llega la
vista; el ambiente está formado por una potente y nauseabunda mezcla de
sangre, vómitos, excrementos y carne podrida.
La bilis amenaza con subirme por la garganta. La enormidad de todo lo
que ha sucedido desde que me he despertado en mi habitación ante los
golpes de pánico de Ne cae ahora sobre mí como una avalancha. Un
temblor repentino me sacude hasta los huesos, un temblor intenso e
indomable que no es consecuencia del frío.
Ni del miedo.
Ni del dolor.
Es el terrible temblor de un alma inquieta.
Me castañetean los dientes, incluso mis órganos se estremecen, y con esta
espantosa sacudida de mi cuerpo entero viene el agónico recordatorio de lo
que Rekk me ha hecho en la espalda.
Con un gruñido, recuerdo el látigo azotándome una y otra vez,
sumándose a un temblor implacable que
no
se
detiene.
Bajo la enorme túnica marrón que me cubre la mitad superior del cuerpo,
veo en mis tobillos unos grilletes de hierro unidos por eslabones. En las
muñecas llevo lo mismo y la cadena que las une se conecta con la de los
pies a través de una barra de metal. Sin lugar a duda, pretende impedir que
haga algo que no sea estar aquí sentada y pudrirme en mi propia suciedad.
El intenso dolor que siento en el hombro me dice que lo que deduzco que
es una estaca de hierro sigue bien clavada en mi cuerpo. Supongo que la
herida está infectada.
«Mierda».
Me llevo la mano a la boca para sacarme de entre los dientes el trozo de
lo que imagino que es el tendón del dedo de Rekk y lo arrojo, lo que hace
que me arda toda la espalda mientras un desgarrador aullido amenaza con
destrozarme la garganta.
Así pues, empiezo a tararear mi canción tranquilizadora con la esperanza
de que me calme de dentro afuera…
—Cre-cre-creía que estabas muerta —me dice una voz aguda desde la
celda que está delante de la mía, y dejo de temblar tan de repente que casi
parece que me lo he imaginado.
Alzo la barbilla tanto como puedo para ver mejor y diviso a una criatura
observándome en la penumbra con sus ojillos negros, sujeta a los barrotes
que nos separan con unas peludas garras grises.
Es un malpié macho, a juzgar por sus largos bigotes, que terminan
curvándose, a diferencia de los de las hembras, rectos como espadas.
—Sorpresa —digo con voz áspera.
Arruga su brillante nariz negra, y yo bajo la vista a sus dientes, que le
asoman entre los labios: son amarillos y puntiagudos, con incisivos largos y
ligeramente curvados, hasta el punto de que se unen en el extremo. Tiene la
cara cubierta casi por completo de un pelaje gris brillante y un montón de
pelo negro áspero alrededor de sus enormes orejas redondas.
—Ti-ti-tienes el ojo magullado.
Emito un ruido que ni confirma ni desmiente.
«La verdad sea dicha, es la última de mis preocupaciones».
—Me llamo Wrook. ¿Por qué te-te han co-cogido a ti? —me pregunta al
tiempo que suelta un barrote para rascarse detrás de la oreja, con los ojos
clavados en la sangre seca de mis puños apretados.
—Por hacerle cosas malas a gente mala.
«Creo».
La sangre que me cubría el traje era indicio suficiente.
—He oído de-de-decir que te va a ju-ju-juzgar el Gremio de los Nobles,
¿no?
Suelto una carcajada que me quema la garganta.
—Pues claro.
No todo el mundo consigue una audiencia con el Gremio. Solo aquellos a
los que no saben si dar un escarmiento y descuartizarlos en público o atarlos
en el coliseo.
Imagino que cumplo con los requisitos. Para sorpresa de nadie.
Teniendo en cuenta mis interacciones con Rekk, es imposible que el
Gremio no aproveche esta maravillosa oportunidad para atraer a más Ath a
la superficie. Me apuesto lo que sea a que es la única razón por la que me
han considerado digna de juicio. Para prolongarlo. Para darles tiempo a que
urdan un plan.
El problema es que quizá funcione.
—¿Qué te ha traído a ti a este precioso lugar? —le pregunto para intentar
distraerme de mis devastadores pensamientos.
—Ro-ro-robar —responde Wrook echándose hacia atrás y formando un
ovillo con el cuerpo. Alarga la pata y se rasca la oreja, cuyo picor por lo
visto es incesante.
—¿No se supone que por eso se os aprecia tanto? ¿Por qué te iban a
encerrar?
—Para castigar a mi amo. —Se estira, se arrastra hasta el rincón más
alejado de la celda y empieza a cavar a toda prisa, levantando fragmentos
de piedra que se desparraman por el suelo.
Enarco una ceja.
Es ambicioso; me alegro por él. Aunque no sé por qué intenta cavar hacia
abajo, pues lo único que se encuentra en las profundidades es la guarida de
la trogg. Cambiará una muerte por otra, pero quizá prefiere morir rodeado
por la basura de Gore que por los barrotes de una cárcel.
Quizá yo también debería cavar.
Se oye un sollozo por el pasillo y miro hacia el rincón sombrío de la otra
celda, donde vislumbro la silueta de una mujer atada y encogida que no
para de temblar. Lleva un vestido blanco hecho jirones y tiene ampollas en
la planta de sus pies descalzos.
—¿Y qué me dices de ella?
Wrook se detiene y se le crispan los bigotes al mirar hacia atrás en
dirección a la mujer.
—Se negó a hacer de ve-veracista para la Corona —dice.
Siento el pecho lleno de piedras afiladas que se me clavan en las
costillas.
Pienso en las carpas que se alzan por la ciudad, con soldados apostados
en el perímetro y enormes filas de niños temblorosos que entran de uno en
uno en ellas, donde siempre hay un veracista dispuesto a examinarles la
cabeza para averiguar si los pequeños son capaces de oír alguna de las
cuatro canciones elementales.
A un lado, siempre se encuentra un carruaje, a la espera de llevarse a los
reclutas con sus flamantes abalorios hasta Drelgad para que dé comienzo su
entrenamiento. Cerca, hay siempre una multitud de padres llorando,
abatidos por la certeza de que no volverán a ver a sus hijos.
De la carpa sale también un reguero de niños a quienes acaban de marcar
como nulos, que abandonan el lugar con sangre en la oreja por su muesca
recién hecha.
Suelto un suspiro.
El ruido de unas botas avanzando por el pasillo hace que Wrook coja una
raída manta marrón y la coloque encima del agujero. A continuación, corre
hacia los barrotes. Frunzo el ceño al darme cuenta de que los demás
prisioneros, menos la veracista, hacen lo mismo.
El motivo resulta evidente en cuanto oigo chirriar las ruedas de un carro
y me llega el olor de las gachas. Es la misma bazofia que sirven en los
pozos mineros.
El dolor que siento en el pecho es tan intenso que me deja sin aliento. Ese
conocido aroma atraviesa mi maltrecho corazón…
Cuando conocí a Essi, las gachas eran una de las pocas cosas que su
sensible tripa era capaz de digerir, ya que estaba muy acostumbrada a la
insípida comida que robaba en Suburbia.
Un guardia de pelo negro, ojos despiertos y barba bien cuidada se detiene
delante de mi celda, se agacha y mete un tablero por debajo de la puerta con
barrotes. Frunzo el ceño y levanto la cabeza del suelo: sobre él, hay un
trozo de pergamino sujeto por las esquinas.
El guardia lanza un trozo de carbón afilado entre los barrotes, pero no me
atrevo a moverme lo bastante rápido como para cogerlo por los aires, así
que me golpea en la cara.
Gilipollas.
—Si quieres que te dibuje un garabato, te encantará saber que tu cara me
sirve de inspiración —digo dedicándole una sonrisa de oreja a oreja que me
produce dolor en la cuenca del ojo.
—Firma para recibir comida —me gruñe—. Y también con la huella del
pulgar. Si consigues salir de aquí con vida, vas a tener que pagar por cada
plato recibido.
Me río resoplando por la nariz.
Cojo aire para recomponerme y me incorporo con los dientes apretados,
resoplando al notar el agudo dolor que me causa la carne despellejada de mi
espalda, que se mueve en cien ángulos distintos. Un líquido cálido emana
de mis heridas cuando doy un paso adelante, con la vista fija en la pequeña
placa de metal clavada al suelo delante de mi celda para indicar su número.
Maniobro con las manos engrilletadas para coger el trozo de carbón y
escribo en el pergamino:
Mi pahpi dice que tener a una plumaluna adulta siendo tan joven me
vuelve extraordinaria, pero yo no me siento así.
Haedeon no volverá a caminar porque los huesos se han soldado, pero
no como deberían. Mi pahpi dice que nadie tiene la habilidad de romperlos
de nuevo para arreglar una herida tan delicada y profunda sin abrirlo en
canal ni arriesgarse a hacerle más daño.
Su plumaluna quizá no vuele nunca porque tiene el ala lisiada. Porque
una manada de maldiespines olisqueó nuestro improvisado campamento y
tuve que ocultar el huevo en el refugio, junto al calor de Haedeon, antes de
que pudiera eclosionar del todo.
Sí, me enfrenté a los maldiespines, pero habría perdido la batalla si la
gigantesca plumaluna que daba vueltas por el cielo no hubiera aparecido y
chamuscado al resto. Sí, luego me subí encima de ella y me sujeté muy
fuerte durante mucho tiempo hasta que escuchó mi dulce canción, pero hice
lo que debía hacer para llevar a mi hermano a casa. Porque los Creadores
no me cantaron por mucho que les supliqué que nos ayudaran.
Y ahora no se callan.
Raeve
CAPÍTULO 21
Wrook cava en el rincón de su celda mientras yo murmullo, sentada en
la mía, golpeando el suelo con el pie al compás de la melodía que suena en
mi cabeza. Recorro las rendijas y los salientes del techo en busca de las
gotas de humedad que penden de las puntas más pronunciadas con la
intención de adivinar cuál será la siguiente en caer. No paro de jugar a esto
desde que me metieron aquí.
No sé cuánto hace de eso. Me parece que una buena temporada.
Quizá los que me encerraron piensan que, dejando que me pudra en esta
ratonera, me voy a volver loca. Lo bastante dócil para que, cuando
finalmente me lleven ante el Gremio de los Nobles, me someta a su
voluntad.
Por desgracia para ellos, tengo muchísima experiencia en el arte de vivir
en un espacio reducido, y hay muchísimas formas de pasar el tiempo en una
celda si se dispone de una gran imaginación.
Unos estruendosos pasos retumban por el pasillo, así que atenúo mi
murmullo y esbozo una sonrisilla al ver que Wrook tapa su agujero de
rebeldía con una manta, se hace un ovillo a su lado y finge estar dormido.
Clavo la vista en una gota de agua que, sin lugar a duda, será la siguiente
en caer…, pero me llevo una decepción cuando es otra la que me da en la
punta de la nariz, haciéndome poner un mohín.
Frunzo el ceño y miro el glóbulo tembloroso con los ojos entornados.
«¡Cae, tozudo de mierda!».
Otra gota aterriza sobre mi rodilla, haciendo que un suspiro brote de mis
labios secos.
Se me da fatal este juego. No he acertado ni una sola vez. Juro que, para
cuando me lleven al encuentro de mi destino, le habré pillado el truco.
Un hombre ataviado con una gruesa capa blanca pasa a toda velocidad
por delante de mi celda y me pregunto, en lo más profundo de mí, por qué
demonios un runi iba a adentrarse en las asquerosas entrañas de Gore,
abarrotadas de traidores a la Corona medio aniquilados. Quienquiera que
sea se detiene frente a la celda de Wrook y se agacha.
—Tengo entendido que le robaste el anillo equivocado a la feérica
equivocada —dice el hombre con una voz profunda y grave que me eriza la
piel.
Es una voz que reconozco.
El corazón me martillea las costillas y dirijo la vista al fornido visitante
con capa mientras Wrook finge desperezarse.
Es el encapuchado de El Vacío Voraz, pero va vestido como un runi.
Me arrimo más a las sombras del rincón…
En el túnel de viento, presionándole el miembro con mi puñal de hierro,
me sentí muy fuerte y tranquila. Ahora, estoy hecha polvo en una celda,
persiguiendo gotas de humedad y oliendo mi propia mierda. Me parezco a
un dragón languideciendo, y lo último que me apetece es que su penetrante
mirada repare en los puntos de mi cuerpo que todavía no se han solidificado
del todo.
—Un error muy costoso —consigue decir Wrook mientras finge un
bostezo.
—Te he buscado por todas partes, ¿sabes? —gruñe el hombre.
Wrook alza las orejas y tuerce la nariz. Se lame las patas y las usa para
apartarse el pelo de la cara mientras se pone en cuclillas.
—¿Y eso?
—Alguien a quien conozco te vio escabullirte por la alcantarilla más
cercana con un fragmento lunar en las manos.
Se me acelera el corazón.
¿Por qué, en nombre de todos los Creadores, está buscando fragmentos
lunares?
Wrook se lleva la pata a la oreja para rascarse tras ella.
—No sé de qué me es-es-estás hablando.
—Puedo sacarte de aquí. Cavar no te servirá de nada: este lugar está
runado para que nadie pueda profundizar más allá de un pie. Y tengo un
colmillo de siegasable que estoy dispuesto a intercambiar por el fragmento.
Arqueo una ceja.
Según Ruse, los siegasables pierden los colmillos con cada muda, pero
son superdifíciles de encontrar.
Recuerdo la primera vez que compré un trocito para Essi. Ruse me dijo
que no se sueltan hasta que el animal ha dado el estirón; a menudo,
terminan perdidos en los volcanes de Gondragh, ya que ahí es donde se
juntan los siegasables para terminar la muda, lejos de cualquier cosa que
pudiera hacerles daño en un estado tan delicado. También me enteré
enseguida de que valen diez veces su peso en rocadragón y que sirven como
adhesivo para los grabados de los runis.
Wrook menea la nariz y, poco a poco, baja la pata con que se rascaba
hasta ponerla en el suelo.
—¿De qué ta-ta-tamaño es el colmillo?
—Como mi pierna.
Bajo la vista a su pierna con los ojos muy abiertos.
—Trato hecho —dice Wrook más rápido de lo que tarda Rekk en sacudir
el látigo.
Sonrío. El orgullo me calienta el pecho.
«Me alegro por él. Me encantan los finales felices».
—Compraré tu sentencia y te sacaré antes del alba —anuncia el hombre.
Al pasar por delante de mi celda, se detiene de pronto. Olisquea el aire y
gira la cabeza en mi dirección con la lentitud de una aurora al ponerse.
Me quedo sin aire.
Recorre mi silueta con la vista, como si intentara atravesar las capas de
suciedad y sombras para verme la cara, desprovista de velo.
Hundo la barbilla sobre el pecho y unos cuantos mechones sueltos de
pelo caen hacia delante, ocultándome.
«Márchate».
«Márchate».
«Márchate».
—Eres tú —dice con voz ronca. Se me detiene el corazón y se me pone
de punta el vello de la nuca—. Acércate a la luz.
—¿Quién ha muerto y te ha hecho rey, para que vayas dando órdenes así?
—gruño con la garganta irritada.
—Mi pah —repone sin más. Me sale una carcajada, aunque me contengo
antes de que el exceso de movimiento me tense las heridas y haga que
vuelvan a sangrar.
—Qué gracioso.
Se hace el silencio.
Él se acerca más a los barrotes, con los brazos cruzados sobre su ancho
pecho. La incómoda ausencia de palabras dura tanto que me roe por dentro.
—¿Esperas… algo? —pregunto con el ceño fruncido.
—Sí, que te acerques a la luz para que te vea la cara.
Me río resoplando por la nariz.
«Menudo capullo engreído».
—No, gracias. Vas a tener que cruzar los barrotes de hierro y arrastrarme
tú mismo.
Hace una breve pausa y coge el candado que cuelga de mi puerta. Lo
aprieta hasta dejarse blancos los nudillos mientras el metal chirría y tira de
él…
Ahogo una exclamación cuando el candado se abre.
«Lo ha roto».
Levanta la mano y separa los dedos con teatralidad para que el inservible
trozo de metal caiga al suelo con un estrépito que retumba en las paredes al
compás de mi corazón desbocado.
«Joder».
—No suelo tomar nada que una mujer no me dé libremente —dice
descorriendo el pestillo—. Sin embargo, tu voz me recuerda a la de alguien
y me he pasado cinco duermevelas sin pegar ojo, convencido de que me
estoy volviendo loco.
Abre la puerta de un puntapié. El chirrido de las bisagras me crispa los
nervios, pues me recuerda a las veces que me sacaron a rastras de otra
celda, con los pies por delante mientras arañaba la piedra con las uñas y
gruñía.
Cuando da un paso adelante, aparto los pies en dirección a mi trasero,
apretando los dientes a fin de contener el aullido que casi se me escapa al
apoyarme sobre mi espalda en carne viva para incorporarme como puedo.
—Pues siento decirte esto —susurro—, pero no te había visto antes de
esa duermevela en el lado sur de la muralla.
—Por tu bien, espero que te equivoques —gruñe avanzando hacia mí,
adueñándose del espacio con su imponente presencia.
—¿Y si no me equivoco?
Se adentra en mi sombra, casi lo bastante como para que pueda tocarlo si
extiendo un brazo. Cuando respiro de nuevo, el aire se mezcla con su
embriagador y penetrante aroma.
Se quita la capucha, mostrándome ese rostro atractivo y serio.
Se me contraen los pulmones al verlo.
Con los labios apretados, da otro paso adelante.
—¿Y si no me equivoco?
—Vaghth —susurra, una palabra que es una llama ardiente para mi
conciencia.
Se me tensa la espalda y siento un hormigueo en todo el cuerpo que me
incomoda.
El farol se sacude, como si algo intentara escapar de su interior, uno de
sus diminutos cristales estalla y, sobre la mano extendida del hombre, cae
una lengua de fuego, que moldea ante mí como si estuviese hecha de arcilla.
Junta las cejas, espesas y negras, y su semblante palidece al tiempo que
me castañetean los dientes y se me acelera el corazón.
Abro muchísimo el ojo.
Contemplo la llama como la crepitante y abrasiva enemiga que es, a la
espera de que la pase por mi piel, pintando un camino de carne fundida.
De sus labios brota un sonido ahogado, como si sus pulmones hubieran
olvidado respirar.
Alza una mano como si quisiera acariciarme la mejilla, pero se limita a
dejar un dedo de separación con mi piel. El calor que irradia su palma
parece un rayo de sol.
—¿Có…? —dice recorriéndome la cara con la mirada, siguiendo mis
facciones con una precisión abrumadora—. ¿Có-cómo?
Pronuncia esa palabra de una forma que me parte por la mitad, como si
estuviera metiendo sus musculosos brazos en mis gélidas profundidades
para derretir el lago que oculto en mi interior y convertirlo en una tormenta
de aguanieve.
Abro la boca para decir algo, pero lo único que me sale es un soplo de
aire helado.
La tensión se recrudece en el espacio que nos separa.
Aparta la mano que tiene cerca de mi cara y forma un puño. Pega un
puñetazo en la pared detrás de mi cabeza con tanta fuerza que hace una
grieta en la roca que avanza por el techo.
Un montón de gotas de humedad nos caen encima.
—¿Cómo es posible? —brama. Suelto un gruñido mostrando los
colmillos, que se mueren por dar una dentellada y clavarse en su carne.
—No sé a qué te refieres —mascullo deseando que se marche.
Que desaparezca.
Que la llama de su mano se extinga antes de que deje al descubierto el
dolor del que he intentado desprenderme con todas mis fuerzas.
—Ella dice la verdad —tercia una voz temblorosa desde la celda
contraria. Es la veracista de pelo oscuro, que ha dejado de llorar hace
ochenta y nueve gotas.
Creía que se había dormido.
El hombre frunce el ceño y dirige su mirada cenicienta a la mujer.
—¿Eres veracista?
—Así es. La joven está confundida por tu interés. También está aterrada
por…
—Suficiente —espeto, haciendo eco por las paredes.
El hombre vuelve a concentrarse en mí. Su penetrante mirada revela
muchísimas capas de incredulidad.
Aplasta el fuego con su enorme y callosa mano, aunque solamente
disfruto de un instante de calma antes de que se saque un vial elemental
metálico del bolsillo y levante la tapa, iluminando la celda con una llama
rojiza de siegasable.
Se me cierra la garganta y solo me sale un grito ahogado, aunque desearía
eliminarlo tan pronto como brota de mis labios.
Él levanta la otra mano para apartarme un mechón de pelo de la frente
con las ásperas puntas de sus dedos, haciendo que sienta escalofríos.
—¡No me toques! —rujo cuando me coloca el cabello detrás de la oreja.
Me traza con el dedo la cicatriz que me cruza la frente, y le bulle el pecho
con un sonido que me recuerda a un temblor en el suelo. Es una marca que
solo queda a la vista bajo la llama de dragón, la única sustancia existente
capaz de iluminar una línea de runas antiguas y desenterrar sus fantasmas.
—La cabeza —gruñe—. Te la han curado.
«Curado…».
Qué palabra tan graciosa. Implica el fin de algo. Pero cualquier dolor
tiene eco si buscas bien.
Una herida no llega a desaparecer del todo jamás.
—No recuerdo habérmela hecho.
«No es mentira».
—Tu ojo. —Baja la vista—. ¿Qué te ha pasado?
—He tropezado con una piedra.
—¿Y la piedra se ha levantado y te ha dado un puñetazo en la cara? —
Ladea la cabeza.
—Me pasan unas cosas rarísimas. —Le dirijo una sonrisa fingida.
Se hace un breve silencio antes de que prosiga, con voz tan suave que me
cala hasta los huesos.
—¿A quién estás protegiendo, Rayo de Luna?
«Estoy protegiendo mi frágil y asfixiante venganza, por caótica que sea».
Quizá mi visión distorsionada me haga ver cosas, pero tiene una
expresión extraña. Como si al decirle quién me pegó de verdad en la cara se
fuese a encargar él de esa muerte, y me aferro a la esperanza de hacerlo yo
misma a no ser que acabe en las fauces de un dragón o abierta en canal.
—No me llamo así. Y no necesito ni que libres mis batallas ni tu
presencia en esta celda.
Me mira y cierra su vial elemental para devolver la llama al frasco de
metal runado.
—Demuéstramelo.
—¿Cómo dices? —Frunzo el ceño.
—Date la vuelta, levántate la túnica y enséñame la espalda. Si una piedra
puede hacerte tanto daño en la cara, me interesa mucho ver lo que te ha
hecho para llenar la celda con este olor a sangre.
—Eh…. —Se me cae el alma a los pies—. No.
—Siempre tan tozuda —masculla, como si el muy capullo me conociera.
Se inclina hacia delante.
En ese momento, alguien se acerca corriendo por el pasillo con otra
vestimenta blanca de runi, parecida a la que lleva este hombre. El atuendo
es un disfraz, evidentemente, a juzgar por su vial y su afinidad con Ignos. A
no ser que tenga múltiples talentos, claro.
El runi se detiene junto a mi celda y observa las sombrías profundidades.
—¿Majestad? —susurra, estremeciéndome con esa palabra. Tiene los
ojos muy abiertos por el pánico y los pasa de uno a otro—. Vienen guardias.
Muchos guardias.
Frunzo el ceño y clavo la vista en el hombre que se encuentra delante de
mí, inmóvil.
Sin parpadear.
«Majestad».
Joder, lo ha llamado «majestad».
Es como si me hubieran arrojado una jarra de agua helada que me
arrebata todo el calor del cuerpo.
—Eres un… rey.
—Sí, te lo he dicho. —Hace una breve pausa al subirse la capucha y
volver a sumir su rostro en las sombras, aunque los ojos le siguen
centelleando como dos ascuas—. ¿Hay algún problema, Rayo de Luna?
Una oleada de rabia me embarga el pecho y la boca hasta el punto de que
me resulta imposible hablar para decirle que sí, que hay un problema.
La Sombra, La Bruma y La Llama están gobernadas cada una por un
hermano Vaegor distinto, los tres cortados por el mismo patrón de maldad.
Al rey de La Bruma lo he visto de lejos; es Cadok Vaegor. Ese hombre no
es él. Por lo tanto, o bien reina en La Sombra, o bien en La Llama.
Si hay que fiarse de los rumores, La Sombra es una nación todavía más
podrida que este reino, un territorio frío y vasto gobernado por Tyroth
Vaegor, un monarca cruel con un corazón que dicen que se endureció al
perder a su reina.
La Llama…, en fin.
Muy pocos de los que se atreven a adentrarse en la zona más soleada del
mundo regresan para hablar de la región, aunque se comenta que el rey
Kaan es salvaje y tiene sed de sangre. Que Rygun, su longevo siegasable,
era demasiado grande para ocupar cualquiera de las guaridas de la ciudad la
última vez que visitó Gore. Que permite que la bestia cace libremente por
su reino, prendiéndoles fuego a las ciudades con su abrasador aliento y
devorando a su pueblo, de quien el tirano se preocupa más bien poco.
No sé qué opción es la peor. No sé con quién me apetece menos
compartir esta celda ahora mismo y respirar el mismo aire sucio.
Una cosa está más clara que el agua: no pienso inclinarme ante ninguno
de ellos, aunque me pongan una espada al cuello.
Una estampida de pasos retumba por el pasillo mientras le sostengo la
mirada y se detienen ante mi celda. Veo de reojo las siluetas oscuras de
guardias armados hasta las cejas.
—¡Eh, runi! —exclama uno de ellos—. ¿Qué estás haciendo en la celda
setenta y tres?
—Soy el sanador —responde el rey sin apartar los ojos de los míos—.
Me han indicado que examinara las heridas de esta prisionera.
Lo miro con incredulidad.
—Eso es imposible. Todo el mundo ha recibido instrucciones de no
entrar en esta celda. Es la presa más peligrosa.
Me sentiría halagada, pero no tengo espacio para esa emoción; lo ocupa
todo la burbujeante rabia que se me acumula en la garganta, como si fuese
un dragón a punto de arrojar su primera llamarada.
—Te ordeno que salgas de ahí. Se ha acordado que la juzgue el Gremio
de los Nobles. Vamos a escoltarla hasta allí.
Es música para mis oídos. No me apetece pasar ni un segundo más en
presencia de este monstruo.
—Eso, sanador —repongo dedicándole una sonrisa amarga—, haz el
favor de salir de mis aposentos. No necesito tu ayuda…, ni ahora ni nunca.
Una enorme tensión se adueña del aire que nos envuelve y él da un paso
atrás con un gruñido.
Los guardias irrumpen en mi celda como un río de armaduras rojizas y
olor a cuero pulido. Un hombre me coge por el hombro herido y me empuja
hacia delante; suelto un gemido.
—Le han clavado una estaca de hierro —anuncia el rey, cuya voz es una
amenaza de muerte velada que quiero coger, arrugar y metérsela por la
garganta.
No quiero que haga uso de sus cojones imperiales por mí. Sobre todo
porque no se molesta en hacerlo por su propio pueblo.
Se queda mirando al guardia como si quisiera arrancarle la tráquea.
—¿Por qué?
—Porque habla con Clode y con Bulder. —Me inmoviliza al tiempo que
otro guardia abre la barra que une mis cadenas—. Es justo el motivo por el
que nadie puede entrar en esta celda.
—¿Cómo lo sabéis? —inquiere el rey mientras me enganchan a una
cadena de hierro con la que sopeso estrangularlos a todos hasta que veo el
abalorio elemental de color rojo que cuelga del lóbulo de uno de los
guardias.
«A lo mejor no».
—Derrotó a una unidad entera en Suburbia. Destrozó los pulmones de
siete soldados antes incluso de empezar a lanzar puñales. Asesinó a otros
doce de formas que te revolverían el estómago, abrió una grieta en el suelo
que mató a otros seis y, luego, le arrancó el dedo de un mordisco a un
prestigioso cazarrecompensas contratado por la Corona.
«Vaya».
Qué buena soy. Me daría una palmada yo misma en la espalda si no me
hubieran desollado la piel.
—¿Quieres pelea? —le pregunto al rey. Esbozo una sonrisa de
satisfacción que puede llevarme a la tumba y me pregunto cómo es posible
que no esté tan ofendido por mi elevado número de víctimas como me
esperaba—. Si gano, compras mi sentencia y me pongo otra vez a matar a
hombres malvados con la polla pequeña y el ego tan hinchado como para
justificar su repugnante conducta. Y tú te pones a…, no sé, a buscar
fragmentos lunares.
Noto cómo los malvados ojillos del guardia saltan entre el Rey
Disfrazado y yo. Su alteza se me ha acercado tanto que apenas nos separa
un dedo ya.
El mundo parece desvanecerse por completo cuando me mira con tal
intensidad que casi olvido respirar.
—Ya no tiene sentido, porque he encontrado la pieza más importante.
El aire que nos envuelve se tensa tanto que estoy convencida de que un
mero golpecito lo hará añicos.
Al inhalar de nuevo, estampo el pecho contra sus firmes y musculosos
pectorales.
—Bueno, pues nada —gruño—. Ve a recoger tu recompensa.
—Complicado —repone—. Se encuentra en un lugar problemático.
Difícil de alcanzar.
Me río resoplando por la nariz.
«Por favor».
—Seguro que tienes los recursos necesarios para conseguirlo —mascullo,
y señalo con la barbilla al soldado que está tras él—. Acabemos con esto de
una vez.
—¿Y esa prisa? —pregunta el rey, lo que me hace soltar una carcajada
burlona.
—Sí, es que me muero por que me descuarticen o me sirvan de pinchito
moruno a los fundefauces.
«Dijo nadie nunca».
Me sacan de la celda y me guían por el pasillo mientras avanzo con los
pies engrilletados por delante de gente agarrada a los barrotes.
Observándome partir.
Sin embargo, la única mirada que noto es la de él, que se desplaza en
zigzag por mi espalda. Está claro que mi túnica está manchada con sangre
tanto seca como reciente.
Juraría que el suelo tiembla.
Me empujan hacia otro pasillo en el que ya no noto su escrutinio, en
dirección a un juicio en el que un mazo sentenciará mi destino.
De nada me serviría esperar un resultado positivo. No lo habrá. Y ese
pensamiento es casi… liberador. Me quita un peso de encima y me aligera
el paso.
Se me dibuja una sonrisa en el rostro cuando uno de los fornidos guardias
tira de mí por un tramo de escaleras.
«Ya que estamos, antes de morir vamos a divertirnos un poco».
Raeve
CAPÍTULO 22
Ocho guardias me escoltan por un pasillo de techo alto con vidrieras por
las que entra un caleidoscopio de luz que me calienta en exceso media cara.
Avanzo lenta, pues cada movimiento es una victoria, mientras mi túnica
húmeda se pega a la carne desgarrada y pegajosa de mi espalda.
Cada paso que doy hacia delante es más difícil que el anterior, como si la
gravedad me estuviera aplastando y fuese ejerciendo cada vez más presión.
Y más.
Unos puntos blancos empiezan a nublarme la vista cuando el guardia que
va delante de mí tira de mi cadena para hacerme doblar un recodo por el
que llegamos a los pies de una escalera en sombra. Reprimo un gemido.
De haber sabido que el recorrido iba a cansarme tantísimo, a lo mejor me
habría comido la última ración de gachas en lugar de pasárselas a otro
prisionero, como he hecho con la mayoría.
—Sigue caminando —me gruñe el guardia que va detrás de mí dándome
un empujón entre los omóplatos.
Una oleada de dolor amenaza con hacer que me fallen las rodillas y todo
mi cuerpo se sacude mientras cojo aire con los dientes apretados. Noto la
humedad deslizándose por mi espalda.
Muevo el cuello de un lado a otro y abordo las escaleras subiendo
escalón tras escalón tambaleándome hasta que salimos a un escenario
circular de hierro situado en la base de un anfiteatro abovedado. Me hacen
dar unos cuantos pasos más por la superficie metálica, que noto lisa y fría
bajo mis pies, y a continuación un guardia engancha mi cadena a un aro de
metal que sobresale del suelo.
Encima de mí, se alza una balaustrada baja que rodea el anfiteatro al
completo, donde se ha instalado una hilera de hombres, todos ellos con más
de un abalorio elemental.
Los nobles y el canciller de ojillos malvados.
Visten túnicas de colores vivos que combinan con el techo, decorado con
un mural de fundefauces en pleno vuelo que exhiben su plumaje multicolor
y una larga cola emplumada rematada por un penacho que oculta su aguijón
venenoso.
Me observo el cuerpo —cubierto de sangre, suciedad y a saber qué más
— y me huelo la ropa, advirtiendo el hedor que desprende, lo que me hace
arrugar la nariz.
Dirijo la mirada a los nobles, que me contemplan con maldad.
—Lo siento. —Mi voz retumba por el vasto lugar—. Me he olvidado de
darme un baño para nuestra importante cita.
Silencio.
—No te preocupes, prisionera setenta y tres —mascullo poniendo voz
grave—. Sabemos que tienes muchas cosas entre manos.
Mis guardias retroceden y bajan las escaleras. Alzo la vista al segundo
entrepiso, que abarca toda la estancia. Está mucho más arriba que la zona
donde están sentados los nobles y cuenta con una barandilla que llega hasta
la cintura de la numerosa multitud que allí se encuentra y que nos observa
desde el sitio que ha comprado. Son aquellos a quienes les encanta ver
cómo los nobles destrozan vidas. No entiendo por qué. Pero, para ser
sincera, tengo la intención de montar un buen espectáculo, así que el precio
que hayan pagado les habrá merecido la pena.
Examino los rostros, con miedo de ver a alguien a quien conozca, alguien
que tal vez decida cometer una estupidez, y es como si me diesen un
puntapié en el pecho cuando diviso al Rey Disfrazado contemplándome
desde el lugar elevado que ocupa entre los plebeyos.
«Mierda».
Aunque lleva la capucha y medio rostro sumido en las sombras, noto su
mirada clavada en mí, causándome escalofríos.
No sé qué he hecho para merecer su asquerosa atención, pero ojalá
pudiera quitármela de encima.
Desvío la mirada al trono de piedra vacío que se halla entre los asientos
de los nobles. Me pregunto cuándo va a unirse a la fiesta el rey de La
Bruma.
«A lo mejor entra tarde adrede».
El canciller da tres golpes con el mazo y mi corazón da tres vuelcos al
mismo tiempo. Deja a un lado el instrumento para romper el sello de un
pergamino, que despliega, dando así comienzo a mi juicio.
Se me cae el alma a los pies.
Acabo de darme cuenta de que nuestro presuntuoso rey debe de seguir en
Drelgad y la decepción me embarga por completo.
«Vaya, hombre, al final no me voy a divertir».
Me moría de ganas de decirle que se le daría muchísimo mejor recoger
mierda de colk con una pala que gobernar en La Bruma.
Se hace el silencio mientras el canciller me mira. Tiene la nariz aguileña,
dos abalorios —uno marrón, otro transparente— en el lóbulo y una barba
rubicunda recogida en dos trenzas idénticas.
—La ley de La Bruma declara que quienes oyen las canciones de los
Creadores están obligados a llevar abalorios elementales —dice arrastrando
las palabras con una voz que retumba por el espacio, que por lo visto está
runado para amplificar el sonido—. Consta que tú no llevas ninguno y que
te haces pasar por nula.
El escriba que está a tres pasos de mí, sentado a una mesa junto a un runi
con traje blanco, escribe en un pergamino con una pluma roja. El ruido que
hace me llega con tal precisión que es como si estuviera grabando esas
palabras en mi carne.
—Creía que era nula —respondo encogiéndome de hombros, con lo que
un fulminante dolor me atraviesa la espalda y me provoca hormigueos en
las entrañas, así que las siguientes palabras las pronuncio con los dientes
apretados—. Imaginad mi sorpresa cuando Clode me susurró una canción
preciosa al oído y me ayudó a destrozarles los pulmones a todos esos
soldados.
Un cúmulo de murmullos descienden desde lo alto de la estancia.
El canciller entorna los ojos.
—Según tengo entendido, hablas el lenguaje de Clode con una soltura
que da a entender que hace tiempo que la oyes.
—La suerte del principiante. —Le sonrío de oreja a oreja.
—Mentira.
Miro de reojo al runi fornido de pelo rubio y bajo la vista para fijarme en
los dos botones de oro que adornan la costura central de su traje: un palo de
grabado y una pequeña nota musical.
«Es veracista».
Me fulmina con la mirada y frunzo el ceño.
—Aguafiestas.
—¿Y Bulder? —me pregunta el canciller—. ¿Qué me dices de él?
—¿Nunca has deseado que la tierra se abriera y engullese a tus
enemigos? —Ladeo la cabeza—. Supongo que mi sueño se hizo realidad.
Qué suerte la mía.
—No es mentira.
—¿Lo veis?
El canciller me dirige una mueca de desdén, como si mientras hablamos
estuviera imaginándose que la tierra me traga.
Se aclara la garganta y empieza a leer el pergamino.
—Tú, la autoproclamada prisionera setenta y tres —me mira con los ojos
entrecerrados y yo ensancho la sonrisa—, estás acusada del asesinato de
veintitrés soldados de la Corona…
—Veinticinco —lo corrijo, y en la sala estallan murmullos de nuevo al
tiempo que el canciller arquea una ceja.
—¿Cómo dices?
«Si va a leer en voz alta los cargos de los que se me acusan, que por lo
menos lo haga bien».
—La verdad es que yo perdí la cuenta, pero el guardia que me ha traído
hasta aquí me ha dicho que maté a veinticinco. —El canciller abre la boca
para tomar la palabra nuevamente, pero me adelanto a toda prisa—:
Además, me gustaría que constara en acta que le arranqué medio dedo a
Rekk Zharos de un mordisco. Hace nada que he podido quitarme lo que
quedaba de entre los dien…
—Suficiente.
—Qué pena.
Me taladra con la mirada y hasta el escriba detiene su incesante escritura.
—¿Te parece… divertido?
—Me has malinterpretado. —Dejo de poner cara de estar pasándomelo
bien y respondo con una frase que es un pedazo de carne ensangrentada que
le escupo con un gruñido gutural—. Me parece una puta tragedia.
Esta vez no hay ni un solo murmullo. Tan solo un silencio atronador que
me zarandea los huesos.
—Es verdad.
«Sí, lo es».
—¡Que traigan las pruebas! —vocifera el canciller.
Me dejo envolver por el furioso eco de su grito mientras un hombre sube
las escaleras detrás de mí con dos sacos. Los deja en el suelo a mi lado y
afloja los cordeles. Empieza a sacar trozos de carne preservada y los arroja
formando un semicírculo a mi alrededor; en cada uno de ellos, hay letras
que he grabado yo.
Sin lugar a duda.
Estoy convencida de que nadie tiene mi letra. Y menos nadie que sea lo
bastante mayor como para rebanar pescuezos y lanzar cuerpos por el
precipicio de la muralla. O eso espero.
—Proceden de víctimas confirmadas de los Fíur du Ath —anuncia el
canciller—. Todos ellos eran miembros importantes y honorables de nuestra
sociedad, cuya pérdida ha supuesto un fuerte golpe para la Corona.
Me muestro toda orgullosa, con el pecho henchido, y estoy a punto de
darle las gracias por el cumplido cuando mueve ante mí un tablero que me
suena adornado con cuatro palabras escritas con carbón.
¡ENCONTRARÍA!
En un nido de yesca robó y un huevo encontró,
la leyenda contó.
Pero el huevo ya se movía, se movía…
Y luego un ruido sordo se oía, se oía…
Las llamas se vertían, se vertían…
Y nuestra feliz vagabunda de un salto ascendía, ascendía…
Ahora mismo, los Creadores están muy callados. Sus voces son ecos
vacíos que apenas suenan lo bastante fuerte como para comprenderlas.
No sé por qué.
Quizá la Piedra Éter se está llevando tanto de mí que me queda poca
cosa con la que escuchar.
Esa es la sensación que tengo: que las espirales plateadas de la
diadema, que ahora está adherida a mi cráneo, me están sorbiendo el alma.
La odio.
Nunca sabré cómo lo soportó mi mah durante casi cien fases, pero quizá
sí entiendo por qué tardó tantísimo en traer a Haedeon a este mundo.
Y luego a mí.
Quizá entiendo por qué lloraba en la nieve hace tanto tiempo, cuando mi
mundo era pequeño y mi corazón estaba entero y colmado.
Apenas tengo energía para respirar, mucho menos para comer. Durante
el último ciclo, fue evidente que no contaba con las fuerzas para ayudar
con los preparativos del entierro, ni para mantenerme en pie mientras
Náthae y Akkeri soplaban llamas color aguamarina sobre las piras de mi
mah y de mi pah para devolver su cuerpo a los elementos. Me quedé
sentada en la silla de Haedeon contemplando cómo ardían, con el corazón
tan en carne viva después de haberlos retenido tantos ciclos a mi lado que
casi me lanzo al fuego yo también.
Luego, fue el turno de Haedeon.
En lugar de soplar llamaradas sobre su cuerpo, Allume lo recogió,
extendió las alas y levantó la cabeza al cielo para elevarse del suelo
sujetando a mi hermano contra ella. Voló vacilante hacia la profunda
oscuridad donde descansan sus ancestros, se hizo un ovillo, tapó a
Haedeon con su ala lisiada y se solidificó ante mis ojos. Prefirió morir
antes que pasar su vida eterna sin la persona a la que ambas amábamos
más que a nada.
O tal vez lo hizo porque sabía que a Haedeon no le gustaba nada estar
solo.
Todos los demás entraron a disfrutar de un banquete en honor a mis
seres perdidos mientras yo cantaba a la luna de Haedeon tumbada en la
nieve, trazando con la mirada el contorno de esa pequeña y deforme ala.
Hasta que llegó Slátra, se colocó a mi lado y enrolló la cola para formar un
nido mullido en el que me dormí.
Han venido a por mí mientras dormía, tumbada bajo las pieles del
lecho de mi mah y de mi pah, como hacía cuando me encontraba mal. En
esa cama, me cantaban canciones que siempre hacían que me sintiera
mejor.
Ha venido a por mí un séquito de guardias con abalorios procedentes de
La Llama, La Bruma y la ciudad neutral de Bothaim, residencia del
Triconsejo.
Debían de saber que me enfrentaría a ellos a pesar de mi debilidad, ya
que me han disparado una estaca de hierro antes de que abriese los ojos
siquiera.
Malditos cobardes.
Me han permitido coger una sola bolsa con pertenencias, me han puesto
un velo y engrilletado con hierro, y me han sacado de la habitación. Los
edecanes de mi mah y de mi pah deben de haberse resistido, pues también
estaban atados, de rodillas, vigilados en los pasillos mientras a mí me
conducían afuera, donde había una bandada de fundefauces repartidos
entre las murallas de Arithia, los tejados de los edificios y el cielo,
arrojando llamaradas naranjas que hacían gritar a la gente de la ciudad.
Me han dicho que no venían a conquistar mi reino, que tan solo
ayudarían a custodiarlo hasta que pueda unirme al hombre que el
Triconsejo ha decidido para mí.
El puto Tyroth Vaegor.
Uno de los tres hijos del rey Ostern. El de los ojos crueles. El hombre al
que mi pah prometió no venderme ni por todo el grano del mundo.
Les he gritado, me he negado y me he ganado un bofetón de uno de los
barbudos guardias de La Llama.
Y todo se ha vuelto negro momentáneamente.
Me he despertado encima del fundefauces más grande que he visto
jamás. Sin dejar de rugir, Slátra nos ha seguido hasta la Fortaleza
Imperial, situada cerca de la capital de La Bruma, donde vamos a pasar la
duermevela.
Ahora no consigo dormirme. No puedo hacer nada más que mirar por la
ventana, aliviar mi pecho lleno de pena y ver cómo Slátra atraviesa las
coloridas nubes lanzando llamaradas gélidas mientras los fundefauces que
me escoltan intentan conducirla hacia las sombras de La Bruma.
Cuando salga la aurora, vamos a sobrevolar las llanuras Boltánicas
rumbo a Dhomm, la misteriosa capital de La Llama. Ahí voy a pasar las
tres fases siguientes, esperando hasta que alcance la edad de coronación,
momento en el que nos unirán a Tyroth y a mí. Hasta entonces, sería
indecoroso que viviese bajo el mismo techo que el hombre que ahora tiene
la misión de gobernar mi reino.
Mi reino.
Hace un rato, mientras seguía aquí observando cómo Slátra derribaba a
tres fundefauces del cielo y chamuscaba las alas de otros tantos, la joven
reina de La Bruma ha venido a visitarme en mis aposentos de invitados y se
ha ofrecido a quitarme la estaca de hierro del muslo.
Hemos hablado entre susurros mientras se afanaba y me ha pedido
disculpas por las acciones cometidas por su hombre, el rey Cadok Vaegor,
que ofreció su ayuda al Triconsejo y mandó a su bandada de fundefauces
mercenarios para capturarme.
Tengo la sensación de que se arrepiente de haber dejado que el hombre
entrara en su dormitorio para concebir a un niño que los obligó a consentir
una unión que juntó La Llama y La Bruma con un firme vínculo.
Me he quitado el velo y le he dejado verme la cara, aun estando
demacrada.
Me ha estrechado en un abrazo recio y cálido y me ha recordado que
sigue habiendo gente buena en el mundo.
Juntas hemos visto cómo Slátra libraba una guerra solitaria hasta que la
reina ha terminado de curarme la herida y se ha retirado a sus aposentos.
Yo me he quedado frente al alféizar, runado para evitar mi huida, y he
rezado a Clode a pesar del estremecedor silencio que provocan los grilletes
de hierro.
Le he rogado que le diga a Slátra que siga luchando durante la
duermevela, pero que, en cuanto salga la aurora, dé media vuelta, regrese a
Arithia, se tumbe en su guarida y me espere.
Los plumalunas no sobreviven bajo el sol y no puedo perderla. Mi
corazón no soportaría otro golpe.
Antes prefiero morir que verla convertirse en piedra.
Raeve
CAPÍTULO 38
Noto agua fría salpicándome en la cara, lo que me devuelve al presente.
El golpe que me he dado en la sien me lleva a preguntarme si me he abierto
la cabeza.
La corriente me empuja las piernas mientras me aferro a algo redondo
con la mejilla pegada a su superficie nudosa. Supongo que es un tronco.
Debo de haber podido agarrarme a algo flotante en algún punto para
salvarme de un ahogamiento seguro. Qué bien.
Al abrir los ojos, me encuentro ante una masa de agua naranja y un cielo
azul tejido con la aurora de mediodae. Unos escarpados acantilados rojizos
se alzan a ambos lados del río, que ahora mismo estoy cruzando a una gran
velocidad. Estoy en un desfiladero, pero no se parece al que cruzamos
volando para llegar hasta la cabaña. Eso significa que he flotado lejos,
aunque, a juzgar por el intenso color de la tierra, no tanto como para haber
salido de La Llama.
«Mierda… Creo que me desmayaré otro poquito más. Dormiré hasta que
se pase el martilleo en la cabeza. Y con suerte me despertaré más cerca de la
muralla».
Dejo que se me cierren los pesados párpados…
—Gafto’in nahh teil aygh’ atinvah! —Las bruscas palabras retumban en
el desfiladero, zarandeándome—. Agní de, agní.
No se parece a ningún lenguaje que haya oído antes.
Supongo que debería investigarlo.
Levanto la cabeza, la giro y apoyo la mejilla izquierda en el tronco. Al
abrir los ojos de nuevo, veo una silueta grande corriendo por la estrecha
ribera, intentando seguirme el ritmo. Es un hombre, creo. Me parece que
desde allí no podrá alcanzarme, y eso está genial. Estoy demasiado cansada
como para ir parando.
—Hola.
«Adiós».
Vuelvo a cerrar los ojos.
El tronco se detiene de pronto con tal brusquedad que casi salgo
despedida. Con un gruñido, abro los ojos y advierto que me he enganchado
en un cúmulo de desechos. El tronco sigue meciéndose y chocando contra
un montón de árboles caídos.
La silueta borrosa se aproxima y grita más palabras que no comprendo.
Pero no creo que se dirija a mí, pues mira en dirección contraria, aunque
sigue señalándome.
Se me hielan las venas. Mi instinto me dice que he de levantarme.
Ya.
A duras penas, consigo levantar primero un brazo del tronco y luego el
otro, pero me sumerjo en el agua al instante, arrastrada por su poderoso
torrente. Me doy cuenta de mi error al ver que me faltan fuerzas para patear
o subir a la superficie.
Los pulmones se me rebelan e intento coger aire, pero trago una
bocanada de agua que se me antoja pesada. Esto no va bien…
Oigo un chapoteo y veo un estallido de burbujas.
Unas manos me sujetan.
Tiran de mí hacia arriba, en dirección a la ribera, y me sacan del río, lejos
de la abrupta orilla. Me desplomo en el suelo con tanta fuerza que toda el
agua que he tragado sale despedida con una arcada.
El agua embarrada salpica por todas partes, sin hacer distinciones entre
mi pelo empapado y la tierra hacia la que quiero ir, y el aire me entra en los
pulmones entre fulminantes ataques de tos.
Mi estómago y pecho siguen convulsionándose en sorprendente sincronía
al tiempo que, entre los violentos espasmos, miro de reojo a mi compañía.
El hombre es alto y musculoso, tiene los ojos de color amarillo tostado y
lleva pantalones de piel que se ciñen a sus esbeltas caderas. Está lleno de
cicatrices pálidas y luce una larga melena rojiza, adornada con hilos
cobrizos. La banda de cuero que le cruza el pecho está cargada de
herramientas finamente talladas: puñales de escama de dragón y dagas de
bronce con forma de pétalos larguiruchos, parecidas a la de Kaan, así como
algo similar a un gancho como el que he visto que usan para sacar a los
eahls de debajo del hielo al sur de la muralla.
«¿En qué lío me he metido ahora?».
El hombre se inclina sobre mí y señala mi grillete de hierro con la mano,
enorme y llena de cicatrices.
—Guil dee nahh? —me pregunta. Niego con la cabeza, al suponer que se
refiere a las pruebas de mi pasado como prisionera.
—Es un complemento —balbuceo, escupiendo más agua—. ¿A que es…
—otra arcada— bonito?
Obviamente, no quiero que piense que soy una prisionera fugada que a
duras penas ha logrado evitar que la devoren unos fundefauces. Podría
terminar en la misma situación otra vez.
El hombre se vuelve y grita más palabras desconocidas a uno que está
lejos. Este otro se encuentra en la ribera del río, sacando desechos de la
tormenta gracias a una red de pescar rota.
Estoy tan ocupada vaciando la mitad de mis entrañas en el suelo que
tardo demasiado en fijarme en las marcas que le recorren la espalda al que
está más cerca de mí. Hay un tatuaje punteado en forma de pájaro con las
alas extendidas sobre las costillas del hombre, como si lo estuviera
abrazando.
Frunzo el ceño, vomito y frunzo el ceño de nuevo.
Me recuerda a los puntos que forman… el tatuaje… de Kaan.
Al darme cuenta, se me sacude el pecho y otra oleada de agua me sube
por la garganta.
«Guerreros de las llanuras Boltánicas… Debo de estar donde Kaan pasó
su juventud».
Enseguida, cesan las náuseas y maldigo por lo bajo mientras uso el dorso
del brazo para limpiar mis labios temblorosos.
Oigo más gritos en un lenguaje que no reconozco y el otro hombre se nos
acerca corriendo. El que tengo al lado me coge del brazo y me ayuda a
ponerme de rodillas.
Hay muchos clanes esparcidos por estos páramos secos y pedregosos en
los que poca otra gente tiene la tenacidad de forjarse un hogar, y por lo visto
he terminado delante de dos integrantes de uno de ellos, cuya forma de vida
es todavía más misteriosa que la de aquellos que residen cerca de la capital
de La Llama.
Pero hay una cosa que sí sé.
En estos clanes nacen guerreros con habilidades sin igual.
«Creo que voy a pasar de explorar esta zona».
El hombre que está a mi lado hinca una rodilla en el suelo. Su barba
rojiza le oculta la mitad del rostro, moreno y salpicado de pecas. Recorre
mis facciones con la mirada, se echa hacia delante y me levanta un mechón
de pelo empapado.
—Achten de. Kholu perhaas? —dice señalándome el cabello, cubierto de
barro, mientras mira al otro hombre, que se acerca con el ceño fruncido—.
Sheith comá Rivuur Ahgt… en?
Me recojo el pelo y aparto su mano.
Arruga la nariz y me coge por los hombros para ayudarme a
incorporarme del todo. En cuanto planto los pies en el suelo, me zafo de él,
doy un paso atrás y me llevo la mano a la sien, que me palpita.
—Acht etin aio? —insiste el hombre apuntándome.
—No te entiendo.
Se toca la sien con una mano, en el mismo punto donde a mí me late, y
pronuncia las siguientes palabras de forma tan lenta que es evidente que
intenta que las comprenda.
—Surva etin agaviein?
«¿Me está preguntando cómo me he dado ese golpe?».
—Me he caído por un acantilado.
Frunce el ceño y murmura algo al hombre que está a su lado, más
palabras que soy incapaz de descifrar.
Por las miradas que lanzan en mi dirección y su lenguaje corporal, sé que
están hablando sobre cómo llevarme a algún otro sitio. No me apetece
descubrir a dónde se refieren, ni me interesa saber qué quieren hacer
conmigo allí. Me duele la cabeza; lo último que me apetece es partirle la
cara a alguien.
A no ser que sea a Rekk, claro está.
—Bueno, ha sido un placer, pero tengo que subirme a otro tronco —digo
extendiendo el pulgar hacia el río, que no se parece en nada a como lo vi en
el ciclo anterior. Ahora, está muy naranja y abarrotado de desechos, sin
duda consecuencia de la tormenta. Por desgracia, no es ni mucho menos
tranquilo o apetecible, pero eso no impedirá que salte al agua en cuanto
pase otro leño.
Los hombres intercambian una mirada de incertidumbre, pronuncian de
nuevo palabras desconocidas y dan un paso adelante a la vez, a punto de
pisar mi charco de sopa medio digerida.
La dureza y la decisión que advierto en sus ojos hacen que me tense.
Mierda.
Por lo visto, no me voy a quedar esperando a que pase otro tronco.
Doy media vuelta, dispuesta a saltar al agua, pero entonces algo me llama
la atención y dirijo la vista al acantilado del otro lado.
Un trozo de roca se desploma y acaba sumergida en el río. No me habría
parecido raro de no ser por las marcas de garras que se ven en el
desfiladero, como si algo invisible estuviera trepando por él.
Frunzo el ceño.
«¿Tan fuerte ha sido el golpe que me he dado en la cabeza?».
—Jakah tu…
Al volver la vista, veo que los dos hombres contemplan el río con los
ojos desorbitados y el rostro tan pálido que sus pecas resaltan.
Quizá no sean imaginaciones mías…
Se oye un aullido agudo y, en cuanto giro la cabeza, veo una enorme
mancha metálica en la ribera opuesta que contrasta con los tonos cálidos de
la piedra.
—¿Qué está pasando? —murmuro, dispuesta a saltar al río y no conocer
jamás la respuesta a este enigma.
La forma se va definiendo hasta transformarse en una bestia plateada
peluda que parece capaz de engullirme de un par de bocados, con dos
dientes de sable idénticos en sendos lados de la mandíbula superior, tan
largos que le llegan por debajo de la barbilla.
Me mira sin pestañear con sus enormes ojos pálidos, surcados por una
línea oscura que se contrae y se tensa.
Se contrae y se tensa.
Como si estuviera imaginando a qué voy a saber cuando me mastique.
—Fait Hatdah! —grita uno de los hombres a mi espalda señalando hacia
delante. Como si yo no viese ya a la gigantesca criatura que se encuentra en
la otra orilla del río, sin duda lo bastante grande como para engullirnos a los
tres.
—Espero de corazón que esa cosa no pueda…
Pega un salto.
Y el corazón me da un vuelco.
Durante unos segundos, lo único que veo es a esa criatura colosal
volando por los aires, con las garras extendidas como si quisiera alcanzarme
a mí, con el morro arrugado y los dientes fuera. Entonces, uno de los
hombres me coge del brazo y tira.
Caigo de culo y un sonoro golpe seco me indica que la criatura ha
aterrizado en nuestro lado del río.
«Mierda».
Intento ponerme en pie.
Para huir.
Cuando por fin consigo levantarme, doy media vuelta, pero me encuentro
al animal entre el río y nosotros. Pasa de una neblina argentada con una
forma apenas distinguible a una silueta felina corpulenta con cola peluda y
melena larga que ondea al viento. Es como si su pelaje estuviera danzando
con Clode.
Se me desboca el corazón al verlo agacharse sobre sus poderosas patas
traseras, a punto de arrastrar la punta de los dientes de sable por el suelo.
Me mira fijamente a los ojos, alza el labio superior y gruñe.
Suspiro.
¿He sobrevivido a una bandada de fundefauces y he estado a punto de
morir ahogada en la saliva de un siegasable para que ahora me devore esta
criatura?
—Fait Hatdah gah te nahh —dice uno de los hombres con cierto
asombro—. Fait Hatdah. Fait Hatdah… comá feir Kholu.
«Un momento. Una criatura felina plateada…».
Abro mucho los ojos y se me para el corazón.
El Cambiasinos…
Es el puto Cambiasinos.
Esta criatura, más leyenda que realidad, casi nunca se deja ver. A aquellos
que aseguran haberse cruzado con uno a menudo se los considera locos, ya
que aseguran que la bestia hizo que cambiaran una decisión que iban a
tomar por otra.
Que los empujó físicamente, como un adiestrador muy mandón.
Las pupilas rasgadas de la criatura se dilatan y se lame el hocico, como si
quisiera confirmar la revelación.
Aflojo los hombros, pues ya no me siento tan tensa.
Seguro que este ser no va por ahí devorando a la gente…
«Seguro que no».
Echo un vistazo a mi espalda, preguntándome a cuál de estos dos
hombres le quiere cambiar el destino, y me quedo helada al verlos a los dos
de rodillas mirándome con veneración. No como si acabara de vomitarme
encima delante de ellos.
«Qué raro».
—Os… dejo a lo vuestro —digo dando un paso a la derecha mientras
sostengo la mirada del Cambiasinos.
La criatura también se desplaza hasta situarse inequívocamente entre el
río y yo mientras suelta un gruñido que resuena en su peludo pecho.
Frunzo el ceño y miro de nuevo a los otros dos. Seguro que ellos también
se han movido… Se me cae el alma a los pies al ver que siguen
petrificados, mirándome con una ceja arqueada.
«Vamos, no me jodas».
No.
Ni hablar.
Observo a la criatura con los ojos entornados y apoyo el peso en el pie
izquierdo como si fuera a saltar en esa dirección, pero luego echo a correr
hacia el lado derecho por la ribera tan rápido como me permiten las piernas,
en dirección al río…
Un rugido corta el aire un segundo antes de que algo enorme se abalance
sobre mí, derribándome. Doy vueltas por el suelo, raspándome la piel del
hombro contra la tierra al detenerme.
Cabreada, me incorporo sobre los codos y miro a los ojos rasgados de la
criatura, que ahora se mueve en arcos lentos entre el puto río y yo.
—¡No!
Suelta un gruñido que parece una sierra cortando.
«A lo mejor sí que va por ahí devorando gente».
—¡Quiero ir hacia allí! —exclamo señalando el río, que sigue fluyendo.
El Cambiasinos empieza a dar grandes zancadas para reducir el espacio
que nos separa. Su mensaje está más claro que el agua.
«Levántate de una puta vez».
—Me cago en la madre que lo parió —mascullo poniéndome de pie.
Sigue moviéndose en forma de arco, acercándose con cada paso que da.
Yo retrocedo con los ojos clavados en el animal, aunque de vez en
cuando miro de soslayo. No tardo demasiado en saber hacia dónde me
dirige.
Hacia los guerreros.
Me detengo, separo las piernas y lo contemplo con los ojos entrecerrados.
—No voy a irme con ellos —le aseguro señalando a los dos hombres.
La criatura ruge y me muestra sus fauces, repletas de dientes afilados,
golpeándome con su aliento con tanta fuerza que tengo que entornar los
ojos. El ruido retumba por las paredes escarpadas del cañón como si
estuviéramos en un valle con eco.
«Pues al final a lo mejor sí que voy a irme con ellos».
Con un gruñido, levanto la cara al cielo y cierro los ojos mientras me
paso los dedos por mi pelo mojado y enmarañado.
Yo lo único que quiero es cortarle la cabeza a Rekk Zharos. ¿Es mucho
pedir?
—¡Joder!
Mi improperio rebota por los acantilados, alcanzándome una y otra vez.
Estoy bastante segura de que empezar una batalla contra este ser no
terminará bien. Y no voy a poder dar caza a Rekk si estoy muerta.
Me dejo llevar por la resignación, doy media vuelta y me dirijo hacia los
guerreros, sin dejar de fulminar con la mirada a la criatura, que me sigue tan
de cerca que podría pegarme un mordisco en los talones si quisiera.
Al llegar junto a los hombres, me detengo y levanto los brazos con gesto
de desagrado.
—Acabemos con esto de una vez, aunque no sepa de qué va. Intentad
hacer algo cuestionable y os destriparé con las uñas.
Se me quedan mirando durante un buen rato con el ceño fruncido.
Murmuran algo y agachan la cabeza ante mí, casi como si fuera un gesto
de… respeto. Hacen lo mismo hacia la criatura mítica y, luego, señalan un
camino que se abre paso por el escarpado acantilado de color óxido que se
alza a este lado del río.
—Comá, Kholu. —Me hacen señas para que avance—. Comá.
No sé qué significa la otra palabra, pero comá debe de significar vamos.
La verdad es que es lo último que me apetece hacer.
Le lanzo a la majestuosa bestia una mirada feroz.
—Como Rekk Zharos no esté en ese camino, esperando a que yo me lo
cargue, me voy a cabrear mucho. Que conste.
El Cambiasinos se lame el hocico, da un paso adelante y me empuja con
su gran cabeza peluda.
Mascullando entre dientes, sigo a los guerreros, pero me detengo a los
pies de una escalera tallada en la piedra del desfiladero para echar un
vistazo al río.
«Como te acerques más, te doy un golpe en la cabeza».
El Cambiasinos gruñe y yo le devuelvo el gruñido enseñándole los
dientes.
—Deja de ser tan mandón —le espeto al tiempo que empiezo a subir las
escaleras, seguida por el ruido que hacen sus enormes patas al ascender tras
de mí—. Tú ganas.
Raeve
CAPÍTULO 39
El camino parece una grieta formada en la corteza del mundo que se
extiende en todas direcciones infinitamente.
—Menuda vuelta —mascullo cuando subimos otro tramo de escaleras. O
quizá es que estoy impaciente, con un felino gigante pisándome los talones
hasta el punto de que noto su cálido aliento en el cogote.
Al doblar otro recodo, el aire se espesa con un intenso olor a carne asada.
Nos dirigimos hacia una entrada alta enmarcada por…
Huesos.
Dos huesos colosales, tan grandes que solo pueden proceder de una
criatura: un dragón que murió antes de tener la oportunidad de volar al
cielo, hacerse un ovillo y convertirse en piedra, y que se pudrió donde cayó.
Con los ojos muy abiertos, cruzo la macabra entrada, que da a una
cavidad torácica que debe de cuadruplicar la de Rygun. Es como si la
descomunal bestia hubiera muerto hace muchas fases y los elementos
hubiesen acabado con su cadáver.
Está vacío por completo, a excepción de dos pináculos que llegan hasta
las grietas del techo, unos agujeros excavados entre algunas de las enormes
costillas que permiten que la luz del sol llegue al interior.
El suelo está cubierto de tiendas abovedadas hechas de pieles de animales
cosidas entre sí; me recuerdan a la manta de la silla de montar de Rygun.
Las tiendas parecen rocas derrumbadas, pintadas como el terreno reseco de
esta zona del mundo. Es probable que sirvan para ocultar este lugar a
cualquiera que vuele por el cielo y que no le dé por echar un vistazo por los
agujeros del techo.
Qué listos.
Varios arcos de piedra enmarcan la entrada de cada vivienda, todos
bellamente decorados con relieves de criaturas de todas las especies. Sin
embargo, predominan los dragones grabados sobre la piedra con todo lujo
de detalles.
Un chillido me hace mirar hacia las paredes arqueadas de la cavidad
torácica, llenas de fáunidos. Esas bestias aladas, que miden menos de la
mitad de un fundefauces medio, parecen protuberancias de piedra. Estarían
camuflados si no fuera por la forma en que giran la cabeza sobre su robusto
cuello y por esos enormes ojos brillantes que parpadean de vez en cuando.
Uno de ellos se suelta de la pared y revolotea entre los pináculos
chillando mientras sus riendas ondean. Me aferro a esa imagen como un
recién nacido en busca de consuelo, en busca de un ancla en este lugar del
que no sé nada.
Mi clave para adaptarme: no agobiarme con detalles abrumadores.
«Elige un punto. Concentra en él la mirada. Intenta no ahogarte».
Me conducen por un camino que serpentea entre las tiendas apiñadas. El
espacio está lleno de mujeres vestidas con sedas y hombres con el pecho
desnudo forjando armas a partir de pedazos de madera, bronce o las
escamas de dragón más grandes que he visto nunca. Otros tejen hilos de
seda dorada para elaborar prendas. Algunos están reunidos alrededor de
hogueras donde humean numerosos espetones metálicos, cada uno de ellos
cargado con carne que impregna el aire con ese rico olor a caza.
Aunque muchos son pelirrojos y tienen la piel morena y pecosa, también
los hay con el pelo blanco, negro y castaño, así como con todos los tonos de
piel posibles. Es como si gente de todos los rincones del mundo se hubiera
caído por los agujeros del techo y hubiese encontrado su hogar en este sitio.
Me doy cuenta de que muchos de los habitantes de la cavidad lucen
tatuajes parecidos al de Kaan, pero con distintas criaturas, algunas tan solo
contorneadas, no representadas por completo.
—Kholu haf comá! —exclama uno de los guerreros que me ha traído
hasta aquí, palabras que retumban por la silenciosa cueva.
Todos se quedan paralizados observándome con los ojos muy abiertos y,
luego, pasan la vista a la criatura que me sigue como una majestuosa
sombra plateada que yo no he pedido. Pero, en fin, aquí estamos.
Algunas de las mujeres comienzan a gritar con los ojos anegados en
lágrimas:
—Kholu haf comá!
—Kholu haf comá!
—Kholu haf comá!
Todos dejan las herramientas que sostenían y algunos salen de las tiendas
y se ponen de rodillas para besar el suelo, como si le dieran las gracias a
Bulder por… a saber qué.
Aparte de mis dos escoltas, el Cambiasinos y yo misma, ni un solo
hombre, mujer o niño permanece en pie.
Una oleada de náuseas me asciende por la garganta, provocándome
hormigueos debajo de la lengua. No sé si los he molestado o si los he
puesto muy pero que muy contentos, aunque las dos opciones me
preocupan.
Si me veneran, expectativas.
Si me temen, muerte.
Es la fórmula general con la que parece hecho el mundo, y las dos
opciones hacen perder muchísimo el tiempo. Tengo un hombre al que
perseguir y estrangular con sus propios intestinos. No hay tiempo que
perder.
Me arranco la piel junto a una uña y lanzo otra mirada reprobatoria a la
bestia, que me hace avanzar.
—Te has metido en un buen lío.
La criatura separa la mandíbula y bosteza abriendo tanto la boca que
podría meterme en su garganta.
«Me alegro de que alguien esté relajado».
Me guían por una pequeña elevación y luego por lo que supongo que
antaño fue la garganta de la antigua bestia, cuyas vértebras sobresalen del
suelo lo justo para formar un túnel de huesos, un orificio que supongo que
tiempo atrás albergó la médula espinal del dragón. El camino está
iluminado por runas brillantes grabadas a ambos lados, que proporcionan
una luz cálida al pasadizo.
Alguien debe de haber gozado de una gran afinidad con Bulder para
encontrar estos restos y excavarlos con tanta precisión sin alterar su
posición.
Sigo asombrada cuando llegamos ante dos pieles que cuelgan del techo.
Mis escoltas las separan y se apartan para permitirme pasar.
Frunzo el ceño y me detengo.
—No sé si quiero en…
El Cambiasinos me da un cabezazo entre las escápulas, empujándome al
interior, que no es sino el lugar que alberga el gigantesco cráneo del dragón.
Miro hacia atrás y pongo mala cara a la criatura mandona. Después,
contemplo el entorno: es un espacio curvado grabado con más runas
luminosas. El suelo está cubierto de pieles pintadas con una sucesión de
puntos coloridos, trazos y líneas irregulares.
A la izquierda, hay una mesa baja que ocupa toda la estancia. Encima,
hay varias tablas de madera apiladas con pedazos de carne que corta un
hombre de pelo blanco con un enorme cuchillo de bronce.
Se detiene en cuanto repara en mí. Me mira con los ojos muy abiertos y,
después, a la bestia que se encuentra a mi espalda. Enseguida, se pone de
rodillas y besa el suelo.
Se me ocurre que, seguramente, es lo que debería haber hecho yo al ver
al Cambiasinos.
Besar el suelo.
Sin embargo, yo he salido corriendo, le he gritado a la cara y le he
gruñido. Básicamente, lo he mandado a tomar por culo. Es más que
probable que me dé un destino de mierda, y la verdad es que me lo he
ganado. Toda la sangre con la que me he manchado las manos lo justifica.
Me fijo en un grupito de mujeres con vestido dorado de seda situadas
junto a unos cestos a rebosar de las hojas alargadas de los árboles que vi
desde el cielo. Están envolviendo trozos de carne curada con ellas, aunque
se detienen al vernos a mí y a mi sombra.
Abren los ojos tanto como pueden.
Ellas también besan el suelo. Luego, se levantan y dirigen miradas de
soslayo a la entrada al tiempo que recogen sus cosas para marcharse. Con el
ceño fruncido, miro a mi espalda, detrás de mi enemigo peludo, y me quedo
patidifusa.
Una marea de gente pasa por entre las pieles, se separa en dos filas y se
sitúa a ambos lados de dos tronos idénticos de piedra que se alzan al fondo.
No sé cómo no he reparado antes en ellos, ya que son enormes, imponentes
y están labrados con tanto detalle que su construcción debió de haber
requerido muchos ciclos aurorales.
Una mujer ocupa el trono de la derecha, con un bebé mamando de su
pecho. Tiene una melena clara que se extiende a su alrededor como si fuera
una cortina de agua y la piel tan pálida que no me cabe duda de que un solo
rayo de sol la quemaría como si fuera un plumaluna atrapado en La Llama.
Sus ojos, de un verde intenso, se agrandan al verme y, acto seguido, se
suavizan expresando lo que parece ser alivio. Después, mira al hombre
fornido que está a su lado y le pone una mano en el brazo, dándole un suave
apretón.
Él tiene los rasgos muy marcados, una barba corta bien cuidada que
cubre su fuerte mandíbula, unos ojos luminosos y cejas bermejas, que
frunce por incredulidad al verme. A diferencia de los otros hombres, que
llevan el pecho desnudo, él lleva unas cuerdas que sostienen varas de cobre
sobre sus anchos hombros llenos de pecas, así como una corona de hueso
que se extiende por su larga cabellera. Además, tiene un aro negro en la
oreja.
Frunzo el ceño.
Es idéntico al que lleva Kaan…
Con los ojos muy abiertos, mira a la mujer a su izquierda y pone una
mano sobre la de ella. Los dos agachan la cabeza hacia nosotros como gesto
de respeto, aunque sospecho que se dirigen más bien a la criatura que me ha
traído hasta aquí, teniendo en cuenta su existencia mítica. No a mí.
«No puede ser a mí».
Que llevo un grillete, por favor. Y el pelo empapado de vómito.
Con las mejillas ardiendo, me acerco los mechones sucios a la cara para
olisquearlos y arrugo la nariz al percibir el olor.
«Mierda. Pensaba que el hedor no era tan fuerte».
—Esto es lo que pasa por no dejar que me sumerja en el río —le gruño al
pesado del Cambiasinos—. Me presento delante de gente importante
apestando a bilis.
Como respuesta, la criatura se limita a acercarse y dar una vuelta a mi
alrededor para detenerme.
—Mensaje recibido —mascullo.
La bestia se coloca a mi lado y se sienta sobre los cuartos traseros,
levanta una pata, la lame y luego se la pasa por la cara con una satisfacción
que a mí no me hace ninguna gracia; estoy rodeada de desconocidos y me
encuentro dentro del cráneo de un puto dragón en el medio de la nada.
El espacio está tan abarrotado que apenas puedo respirar un poco del aire
cálido y húmedo que nos rodea. El hombre del trono alza la vista y la pasa
de mí a la criatura que está a mi lado.
Niega con la cabeza sonriendo, como si se estuviera esforzando por
asimilar algo.
—Kholu…
—Sí —replico mirando alrededor a los presentes, callados y con ojos
bien abiertos—. La gente no deja de decir eso.
Una vez más, observa a la mujer del trono y juntan la cabeza, los dos
embargados por una especie de alivio que veo claramente en su expresión.
El hombre acaricia la coronilla de su bebé y le planta un beso en la
frente.
Dejo de prestar atención a esa escena tan íntima que resulta dolorosa y
miro hacia arriba, reparando en que el enorme techo abovedado está
decorado con cráneos. Los suficientes como para que me dé cuenta
enseguida de que esta gente no tiene ningún problema en matar.
Nos llevaremos bien siempre y cuando no intenten matarme a mí.
El que parece el rey se levanta lentamente. Todo el mundo, menos la
mujer de pelo blanco, se golpea el pecho con el puño y hace una reverencia
tan profunda que vuelve a rozar el suelo con la boca.
Supongo que yo debería hacer lo mismo. No quiero cabrear a nadie,
sobre todo porque soy una contra un montón de gente y sigo llevando un
grillete de hierro.
Me aclaro la garganta, me pongo de rodillas y agacho la cabeza.
Mantengo la postura durante un buen rato.
El hombre baja del trono. Me mira a mí, después al Cambiasinos y luego
a los dos hombres que me han sacado del río, que ahora están a un lado.
—Hagh toth? —pregunta.
—Rivuur Ahgt at nei del ayh —responde el del tatuaje del pájaro.
—Rivuur Ahgt… uh surt?
—Ahn…
Se hace un silencio y, tras unos instantes, el hombre de la corona toma la
palabra de nuevo.
—Teni asg del anah te nei. Tookah Téth ain de lei… Sól aygh tah Kholu!
Me dejo llevar por mis recuerdos aunque trate de aferrarme al momento
presente.
Todo esto empieza a recordarme a otro lugar, a otro tiempo en el que
estuve igual de confundida con lo que estaba pasando y mi vocabulario no
consistía más que en unos cuantos gruñidos y resoplidos con los que
intentaba explicar mis necesidades.
Entono una canción tranquilizadora para mis adentros mientras el que
parece el rey regresa al trono. En ese momento, una mujer alta da un paso
adelante frente a la multitud. Lleva el cuerpo pintado de color cobre y una
capa con cuentas negras que repiquetea mientras avanza hacia nosotros a
paso largo moviendo las caderas. Va descalza y tiene una cabellera bermeja
tan larga que cubre la mitad de su capa.
Clavo los ojos en los suyos y me quedo sin aire en los pulmones.
Son blancos.
Ciegos.
Cuando mira en mi dirección, me siento lo opuesto a invisible, atravesada
por la sensación de que esta mujer ve demasiado.
—Kholu —susurra sonriendo, y levanta los brazos—. Kholu haf comá.
Haf de neil da nu… Tookah te!
El cráneo estalla en vítores y puñetazos sobre el pecho, que suenan tan
fuerte como mi desbocado corazón. Luego, la muchedumbre se vuelve un
torbellino, con una energía que se adueña de la caverna, emocionada por la
expectación.
—Por todos los Creadores, ¿en qué me has metido? —mascullo a la
bestia de mi lado. Se limita a hacerse un ovillo, formando una enorme bola
de pelo con la cabeza oculta debajo de la cola, y parece quedarse dormida,
oscilando entre su forma sólida y la silueta difuminada.
«Mmm».
Quizá si la ignoro durante un tiempo se esfume por completo y pueda
largarme.
Dos hombres corpulentos se separan del bullicioso gentío. El más alto de
los dos, con el pelo del color de la arcilla y que le llega más allá de las
escápulas, tiene una mano tan enorme que podría rodearme el cuello y
aplastármelo con un simple apretón. Cuando se da la vuelta para hacer una
reverencia ante los ocupantes de los tronos, veo que tiene la nuca llena de
puntos, con la imagen de una sierpe enrollada sobre su musculoso cuerpo,
en algunos puntos más definida que en otros. El más bajito tiene el pelo
castaño y la piel morena pecosa y luce un fáunido con las alas extendidas
sobre los hombros.
Los dos se vuelven hacia mí y hacen una reverencia más profunda
todavía.
Con el ceño fruncido, paso la atención a la mujer sentada en el trono en
busca de respuestas en sus ojos. No encuentro más que una leve sonrisa
tranquila que me provoca ganas de gruñir.
No quiero consuelo. Quiero la cruda verdad para que sepa en qué me ha
metido el Cambiasinos y cómo escapar de esta situación en cuanto la
criatura baje la guardia.
Oigo un traqueteo tras de mí y, al volver la vista, veo una enorme criatura
con seis patas a la que conducen por el camino abierto entre la
muchedumbre. No tiene orejas, pero sí tres pares de ojillos negros brillantes
en sendos lados de su alargado rostro. Mueve la mandíbula al masticar algo
con las muelas.
Arrugo más la nariz. Creo que es un colk, pero los que he visto otras
veces tenían un pelaje espeso y mullido. Sin pelo, la criatura es… muy rara.
Resopla y se sitúa entre los dos hombres, que me miran intrigados, y yo.
La mujer de ojos blanquecinos se coloca entre la criatura, que sigue
masticando tan tranquila, y yo. Con gesto veloz, saca un puñal de bronce
curvado de una funda de la pierna en la que no había reparado y le rebana el
cuello al animal tan rápido que no consigo seguir el movimiento.
Se me constriñen los pulmones y se me acelera el corazón.
El pobre colk suelta un graznido agudo y la sangre que va manando de él
termina recogida en un cuenco; al verlo, me mareo ligeramente. Ayudan a
tumbar a la bestia con cuidado en el suelo para que adopte una posición
arrodillada que imita la mía. Pero está inmóvil.
Muerta.
Me estremezco.
Yo he matado a gente de la misma forma. Pero ver a esta pobre criatura
inocente soltar un último aliento gorgoteante me remueve algo por dentro.
Me revuelve las tripas.
«Joder… Conmigo que no cuenten».
Me pongo de pie y me encamino hacia la salida, pero el Cambiasinos
salta delante de mí gruñendo. La multitud se queda pasmada y murmura al
tiempo que yo muestro los dientes y devuelvo el gruñido.
La bestia agacha la cabeza, se me acerca y me urge a volver al punto de
partida.
—Cada vez me caes peor, que lo sepas —le espeto negando con la
cabeza. Doy media vuelta y regreso a toda prisa con una rabia creciente que
me golpea las costillas como chorros de agua helada.
La barrera lingüística se agrava con cada segundo que transcurre. Si no
me entero pronto de lo que está pasando, voy a perder la puta cabeza.
El hombre y la mujer de los tronos me miran con el ceño fruncido e
intercambian miradas recelosas. Yo me arranco algún que otro padrastro de
los dedos y contemplo cómo pintan a los guerreros con sangre del colk,
como si fuera algo de lo que enorgullecerse.
Intento no mirar al animal muerto. No es fácil porque está justo ahí y
sigue sangrando en un cuenco.
Un grupo de mujeres se reúnen a mi alrededor a modo de verja,
impidiéndome ver al pobre colk. Hay muchas y al final quedo oculta por
una pared circular de cuerpos vestidos con sedas, la mayoría de espaldas.
Se me tensan todas las células del cuerpo mientras muevo los ojos de
izquierda a derecha. No me doy cuenta de que estoy gruñendo hasta que
advierto las miradas nerviosas que intercambian las pocas que siguen de
frente a mí.
Una esboza una sonrisa amable y da un paso adelante.
—Eh tah Saiza. Téth en. Aygh ne.
—No entiendo. No entiendo nada.
—Me llamo Saiza. —Levanta las manos—. No pasa nada. No os
haremos daño.
Las palabras tranquilas de Saiza no consiguen calmarme los nervios,
aunque sí bajo el labio superior para dejar de enseñar los dientes,
agradecida por que alguien sepa hablar mi lengua.
Así sí. Así sí que puedo apañármelas.
—Dime qué está pasando, por favor.
—Debemos limpiaros el cuerpo —dice, y enarco una ceja.
—¿Porque tengo vómito en el pelo? Te aseguro que hay una solución
facilísima. Llevadme hasta el río y lanzadme al agua.
Una ligera sonrisa le curva las comisuras de la boca. Sus ojos ambarinos
irradian amabilidad y me recuerdan a Ruse.
—Porque sois Kholu —susurra señalando unas marcas coloridas pintadas
en la piel que está a mis pies. Se agacha para tocar una de color negro—.
Vuestro pelo es como los ojos de los fáunidos, como los llamáis en vuestra
lengua —añade, y luego señala un garabato celeste—. Habéis llegado hasta
nosotros a través de la eterna cinta azul, el río Ahgt.
«Eso es discutible. A mí me ha parecido un río muy enfangado».
Recorre una línea granate que rodea las marcas como si fuera la cuerda
que ata un ramo de flores, la cual se dirige hacia la derecha, donde hay tres
lunas representadas.
Un siegasable.
Un fundefauces.
Un plumaluna.
Otra línea envuelve toda la imagen, plateada como mi desagradable
acompañante, aovillado a mi lado. Saiza la recorre con un dedo.
—Se nos vaticinó que el Cambiasinos os traería hasta nosotros. Que
vuestra descendencia amarraría las lunas al cielo —dice con un deje de
emoción— para siempre.
Se me detiene el corazón y levanto los ojos hacia los suyos.
—Vaya, menudo montón de mierda de guara —le largo señalando los
dibujos con la barbilla—. No soy Kholu y jamás voy a tener descendencia.
Mis palabras son un arma que corta el aire entre ambas, cuyo canto he
afilado contra mi corazón de piedra.
«Jamás».
El Cambiasinos abre un ojo y me observa.
—Jamás —repito impregnando mi tono de toda la repulsa posible
mientras lo miro fijamente.
La criatura suelta una exhalación profunda y atronadora que me aporrea
la cara y, de pronto, noto algo en el pecho, como si acabara de introducirse
en mi interior y me acariciara el corazón.
A lo mejor es cosa mía, pero tengo la fuerte impresión de que no quiere
que esté aquí para eso…
—No sé nada de esa guara de la que habláis —dice Saiza—, pero la Sól
no se equivoca jamás. Ella dibujó este augurio hace muchos ciclos y ella
misma os ha llamado Kholu. El Cambiasinos os ha acompañado hasta aquí
para que se lleve a cabo el juicio Tookah, como los mismos Creadores
ordenaron y han aprobado nuestros Oah y Oah-ee, rey y reina en vuestra
lengua.
«¿Otro juicio?».
Suelto un gruñido.
Me pregunto cuántos más voy a tener que soportar antes de que por fin
pueda cargarme a Rekk Zharos.
Fulmino con la mirada al problemático Cambiasinos, que sigue
contemplándome con una vaga intriga mientras menea la cola de un lado a
otro.
—Todo esto es culpa tuya.
Un gong potente retumba en el aire. Cuando su eco se apaga, vuelve a
sonar, erizándome la piel. Otra mujer entra en mi círculo de relativa
intimidad con un cuenco lleno de agua jabonosa.
—¿Me permitís que os desvista y os prepare para el juicio? —me
pregunta Saiza. Con un suspiro, me llevo la mano al dobladillo de la
holgada camisa.
—Claro —mascullo—. Acabemos con esto.
Cuanto antes me limpien, antes terminará el juicio y antes podré
marcharme.
O eso espero.
Pasan una tela de seda alrededor de mi círculo protector que hace las
veces de cortina y Saiza me ayuda a quitarme las prendas robadas. A
continuación, me lava el pelo y el cuerpo con una esponja, recorriéndome
con trazos espumosos al son del sobrecogedor gong.
—Tenéis un cuerpo precioso —exclama mientras me seca la piel con un
paño absorbente—. Y unas curvas encantadoras.
—Gracias —mascullo con la cabeza en otra parte.
«Otro puto juicio».
¿Por qué quieren juzgarme? No he matado a ninguno de ellos.
Creo.
Quizá quieran interrogarme sobre mis intenciones procreativas, ya que
creen que voy a dar a luz por arte de magia a un descendiente que salvará al
mundo.
Mejor que no. Me tomo un tónico en cada fase que vuelve mi útero
inhabitable y no tengo ninguna intención de saltarme ni una sola dosis.
Dos mujeres vierten sangre por mi piel, extendiéndola en forma de rayas.
Luego, me rodean la cintura con una larga tela de seda rojiza y, con otro
pedazo de tejido, me envuelven los pechos. Para rematar, me pasan por la
cabeza una cuerda llena de varas de cobre, que quedan sobre mi busto.
El gong vuelve a sonar, seguido al poco por una rápida sucesión de
golpes.
La cortina cae y mi grupo de privacidad se dispersa, permitiéndome ver a
los dos guerreros pintados que me observan con atención. Estoy a punto de
preguntarle a Saiza si son los que me van a juzgar, pero en este momento el
Cambiasinos se pone delante de mí y me empuja para que me levante,
emborronando un poco de la sangre con la que me acaban de pintar.
La multitud empieza a separarse y a salir por la puerta. Mi enemigo
peludo me conduce en la misma dirección mientras se me forma un nudo en
el pecho por la incertidumbre.
Un nudo muy tenso.
«Elige un punto. Concentra en él la mirada. Intenta no ahogarte».
Tarareo mi melodía tranquilizadora con los ojos entornados hacia la
marea de gente que está ante mí. Cuento los escalones y me imagino que
cada uno de ellos me acerca un poco más a esa puta palabra mística que
siempre termina fuera de mi alcance.
Libertad.
Raeve
CAPÍTULO 40
Me conducen a través de un laberinto de túneles al ritmo del gong. El
aire, espeso y viciado, se vuelve más fácil de respirar solo segundos antes
de que salgamos a un cráter enorme y polvoriento. Abro muchísimo los ojos
al advertir su altura y anchura; es un agujero lo bastante grande como para
albergar cuatro coliseos, y todavía quedaría espacio para moverse.
Es como si algo se hubiera estrellado en el suelo a tanta velocidad que
desplazó la piedra.
Con el ceño fruncido, recuerdo las palabras de Kaan…
«Me pasé la mayor parte de la adolescencia y un buen número de mis
últimas fases siendo un guerrero del clan Johkull. Siempre han acampado
cerca de estas montañas y hace poco se han apoderado del cráter formado
por Orvah, la luna siegasable caída».
Supongo que es donde nos encontramos: en el cráter de Orvah, la
pequeña luna que cayó hace aproximadamente ocho fases.
La gente sale como si fuera un torrente de agua al espacio situado tras mi
acechante Cambiasinos y yo. Me da vueltas la cabeza al observar el abrupto
entorno.
Hay tiendas robustas repartidas por la circunferencia, cada una formada
por cuatro postes de madera clavados en la tierra y una piel remendada
extendida a modo de techo. Arrojan sombras rectangulares ocupadas por
alfombras y numerosas urnas de arcilla grabadas con runas brillantes.
Entre las tiendas, hay muchos estantes hasta los topes de armas, la
mayoría de las cuales no he visto nunca: garrotes con una cadena atada a la
punta, rematada con bolas de pinchos, que parecen capaces de destrozar un
cráneo; espadas gigantescas y torcidas, o pequeños puñales planos con
dientes perlados en el canto. Hay tantas distintas que la armería de Ruse
parece insignificante.
El cráter está cubierto por una capa de arena, aunque, al mirar los granos,
que se mueven entre los dedos de mis pies mientras rodeo el perímetro, me
doy cuenta de que, entre la mayoría de ellos, que son de color óxido, hay
fragmentos grisáceos.
Hierro. Para anular a quienes pueden oír las canciones elementales, sin
duda.
Frunzo el ceño y levanto la vista al pulverulento cielo, cubierto por las
finas cintas plateadas de la aurora. Unas cuantas lunas oscuras de
siegasables se alzan a lo lejos. El borde del cráter lo recorre un entramado
de cuerdas deshilachadas repletas de cráneos, la mayoría de ellos
emblanquecidos por el sol. Uno tiene trozos de carne en descomposición y
mechones de pelo que todavía cuelgan de la estructura ósea, y hay un
pajarito leonado posado en él.
Picoteándolo.
Se me acelera el corazón.
A diferencia de los cráneos de la tienda en la que hemos estado antes,
esos no proceden de animales caídos. Son cabezas esféricas con colmillos
afilados, y el más reciente todavía muestra los restos medio podridos de una
oreja puntiaguda.
Son feéricos.
Por todos los Creadores… Estamos en una arena de combate.
¿De eso trata mi juicio? ¿Se espera de mí que luche?
Me hormiguea la punta de los dedos y noto la inquietud reptando por mi
interior como si fuera una sierpe.
El gong sigue sonando mientras me escoltan alrededor del cráter, pasando
una tienda tras otra. La gente se sitúa en una enorme con el techo
abovedado, similar a las que he visto en la cavidad torácica del dragón
caído, aunque esta es muchísimo más grande y tiene numerosas entradas,
cada una de ellas enmarcada por intrincados arcos de piedra.
Saiza se detiene delante de una entrada, coge una flor tejida de uno de los
ramos que adornan la tienda y me la ofrece.
—¿Os gustaría honrar a Orvah?
Se me forma tal nudo en la garganta que las palabras que pronuncio
suenan ahogadas.
—¿El siegasable caído?
—Sí. —Asiente con una leve sonrisa—. No se rompió por el impacto.
Fueron necesarios muchos guerreros para hacerlo rodar por un lado del
cráter. Ahora, le presentamos nuestros respetos con la esperanza de que
ninguna otra luna vuelva a caer en la zona donde vivimos.
Con el pulso aceleradísimo, acepto la flor y echo un vistazo a mi
oscilante Cambiasinos, que vuelve a bostezar mientras se dirige hacia una
de las entradas, donde se aovilla para dormitar.
«Supongo que acaba de darme permiso».
Trago saliva, separo las pieles de la entrada de la tienda con las manos y
contengo la respiración. Al pasar, me encuentro un ambiente cálido y
húmedo.
Se me para el corazón.
Acurrucada en la arena delante de mí, se encuentra la luna jaspeada más
espectacular que haya visto. Como si el siegasable hubiera rodado por
charcos de tinta negra y bronce para teñirse las pequeñas escamas.
Me escuecen los ojos al contemplarlo. Su escasa estatura y la falta de
púas dan fe de su adolescencia. El ala izquierda cubre el cuerpo del dragón,
ocultando solo en parte su cabeza, con escasos colmillos, hasta el punto de
que puedo verle la mitad de la cara y el ojo cerrado. Parece que se haya
sumido en un sueño tranquilo del que nunca despertará.
La poca fibra sensible que me queda se sacude al pensarlo, porque este
dragón… es muy pequeño, poco más que dos veces mi tamaño. Pero lo
bastante grande como para aguantar a un jinete, como dejan patente los
restos deshilachados de la silla de montar instalada en las escamas de su
lomo.
Me siento como si una mano me rodeara el cuello y me lo apretase fuerte.
Muy fuerte.
Aunque algunos dragones eligen volar al cielo cuando creen que les ha
llegado el momento final para hacerse un ovillo y solidificarse, muchos no
toman esa decisión por su cuenta.
Muchos son víctimas de las guerras que libramos nosotros.
Y luego están aquellos que ni siquiera llegan al cielo, los que mueren en
la tierra, en la nieve o en la arena y se pudren ahí mismo mientras se les
fosiliza la sangre. Y luego nosotros los explotamos.
Los usamos.
Extiendo una mano, pero me detengo justo antes de que roce con los
dedos las escamas petrificadas, pues algo en mi interior me pide que me dé
la vuelta. Que deje de mirar.
No, no me lo pide.
Me lo exige con amabilidad.
Me lo suplica.
Me aclaro la garganta, me pongo de rodillas y dejo la flor tejida en el
suelo, a los pies del dragón, como están haciendo otros, para sumarlas a las
crecientes montañas de ofrendas, unas viejas y otras nuevas. Y entonces
obedezco esa súplica. Respeto la desesperada y triste exigencia.
Me doy la vuelta y no miro atrás.
Mío.
Pero me escurro…
Y me escurro…
Me escurro lentamente…
Algo me empuja demasiado rápido. Demasiado lento.
Algo frío.
Y vacío…
Me levanto sobresaltada luchando por respirar; me llevo las manos al
pecho, a las costillas, a la tripa. Intento soltarme de los tentáculos de una
pesadilla que me ha parecido demasiado real.
Demasiado dolorosa.
Me doy un bofetón, abro los ojos y me fijo en la estancia húmeda en la
que estoy, en la que entra un poco de luz por las rendijas de unas
contraventanas que creo que ya he visto antes en algún lugar. Quizá en un
sueño. Pero ya no estoy soñando, me acabo de despertar.
Me acabo de despertar…
«¿Dónde coño estoy?».
Me paso los dedos por el pelo y me lo aparto de la cara para intentar unir
los fragmentos ensangrentados de mis recuerdos.
«El Cambiasinos… El colk arrodillado e inerte con el cuello rebanado del
que le manaba sangre… Dos desconocidos que se desgarraban la piel
intentando reclamar el derecho a poseer mi cuerpo. El puñetazo de Hock en
toda la cara… Kaan decapitando a Hock… Kaan».
Con un grito ahogado, cojo el málmr que me cuelga del cuello y lo
acaricio con la palma mientras contemplo a los dos dragones abrazados.
«Por todos los Creadores. Ha sucedido de verdad».
Ha pasado de verdad.
—Mierda —mascullo.
Vuelvo a recorrer la habitación con la mirada. Las paredes son de piedra
rojiza y el techo es un mosaico de negros, bronces y rojos oscuros que se
mezclan. La estancia apenas tiene muebles, la mayor parte de la decoración
está en los muros o el suelo; hay una cama gigantesca, dos mesitas de noche
idénticas y una cómoda en la pared del fondo con cestos que hacen las
veces de cajones.
Es una estancia austera. Simple. Natural.
Al bajar la vista, veo que me han cambiado la ropa. Paso los dedos por el
vestido de seda negra que llevo, que me proporciona todo el recato que cabe
esperar con este asfixiante calor. Lo bueno de haber aceptado el málmr de
Kaan es que no me va a conducir a una desgraciada existencia consistente
en contemplar unas pieles cosidas mientras engendro una descendencia
mística destinada a salvar el mundo de inminentes caídas lunares.
«Está bien. Todo va bien».
Dejo caer el málmr sobre mi pecho, aparto la sábana y me levanto a
trompicones. Clavo los ojos en un espejo de cuerpo entero con marco de
oro y cobre colgado en la pared y frunzo el ceño al verme.
El camisón negro me marca las curvas, tiene un escote abierto y el bajo
me llega hasta medio muslo, dejando al descubierto mis largas piernas
pálidas. La tela es del mismo color que mi pelo, que está suelto y me
envuelve como si fuera otra capa de seda, pues los largos mechones
ondulados me llegan hasta las caderas.
Alguien me ha lavado, me ha vestido y me ha cepillado el pelo. No sé
qué he hecho para merecer tantas atenciones.
Doy un paso adelante y me llevo las manos a la cara al caer en la cuenta
de que tengo las mejillas ruborizadas por el calor y los labios de un tono
rojizo más oscuro. Estoy tan poco habituada a esta temperatura que todos
mis capilares parecen estar haciendo horas extra.
Ladeo la cabeza, me aparto el cabello de la zona dolorida de la sien y me
paso los dedos por encima de una piel inmaculada.
Frunzo más el ceño.
No hay ni una sola cicatriz que haga referencia al garrote que me ha
abierto la cabeza.
«Qué raro».
Kaan debe de haberle pedido a un runi que me cosiera. Un bonito detalle.
Un trato agradable para una prisionera que sigue llevando un grillete de
hierro. Que no me quejo, ojo. Seguro que otro golpe en el cráneo me habría
supuesto la muerte.
Me vuelvo, dispuesta a abrir las contraventanas para ver en qué parte de
este mundo dejado de las manos de los Creadores he terminado, cuando una
visión me asalta, golpeándome como si fuera otro porrazo en la cabeza, y
tengo la impresión de que el mundo se inclina.
Se desploma.
Dos guardias altos de rostro pétreo agarran los pomos de las puertas
dobles y las abren.
—Por todos los Creadores —mascullo con los ojos entornados ante la
abrumadora cantidad de luz solar. Me zampo el último trozo de grasa del
plato y lo mastico mientras salgo al calor pegajoso y dulzón para llenarme
los pulmones.
Suelto un suspiro.
La libertad sabe a colk frito y a aire demasiado caliente, pero nunca he
estado más agradecida. Lo único que se carga mi optimismo es ese fornido
rey herido de ojos ígneos que le ha cortado la cabeza a otro hombre por mí.
Se me desboca el corazón, como si intentara salírseme por entre las
costillas. Es un sentimiento que quiero aplastar.
«Cuanto antes me marche de aquí, mejor».
Las puertas se cierran tras de mí y me vuelvo. Veo a otro par de guardias
vigilándolas desde el exterior que me llaman la atención. Ambos llevan una
armadura de escama de dragón, tienen el pelo oscuro suelto sobre los
hombros y están armados con una espada de bronce en una mano y una
lanza de madera en la otra.
Me lamo los restos de sal que me quedan en los dedos y me acerco al tipo
de la derecha, que no sé cómo es posible que no entrecierre los ojos ni sude
pese a que el inclemente sol le da en toda la cara.
—¿Te importaría sujetarme esto? —le pregunto tendiéndole el plato
vacío.
Se le forma un surco entre las cejas y, al advertir el colgante que llevo
sobre el esternón, se queda sorprendido. Agacha la cabeza durante unos
largos instantes, como si fuera una reverencia, y luego alza la vista al plato
de arcilla, se aclara la garganta y me entrega la espada —que acepto—. Le
doy las gracias, poniéndole el plato en la mano.
Retrocedo y balanceo el arma para probarla. Frunzo el ceño; no hay
manera de encontrar una espada que me enamore a primera vista.
—Demasiado pesada para mí. —Señalo con la barbilla el puñal que lleva
en el muslo—. Pero te la cambiaré encantada por eso, y por la funda.
Después de unos segundos de pausa, los guardias cruzan una mirada.
Acto seguido, el que tengo delante deja el plato en el suelo, junto con la
lanza, y se desabrocha la funda. Pruebo el puñal antes de devolverle la
espada.
—Ha sido un placer hacer negocios contigo —le digo guiñándole el ojo.
Se aclara la garganta y da un paso atrás para volver a su puesto, con mi
plato entre los pies. Me doy cuenta de que ahora tiene unas cuantas gotitas
de sudor en la frente.
—Una pregunta rápida. —Dejo en el suelo la bolsa con el candelabro, me
abro la túnica y me levanto el bajo del camisón para atarme la funda de
cuero en el muslo—. Por casualidad no daréis de comer gente a los
dragones, ¿no? Por ejemplo…, no sé, en un coliseo gigantesco manchado
de sangre con un poste en el centro al que resulta incomodísimo estar atada.
Me quedo observando a los dos guardias, que se miran con recelo y
niegan con la cabeza a la vez. Levanto las cejas.
«Interesante».
—¿Qué me decís de vuestros elementales jóvenes? ¿Qué les pasa?
—Estudian en la Academia Drohk —responde el guardia de la izquierda
con su fuerte acento del norte, y luego agacha la cabeza.
—¿Y a los nulos?
—Se les da la opción de descubrir si tienen predilección por las runas. De
lo contrario, pueden elegir estudiar otra cosa o hacerse aprendices.
Aprendices… «¿Ah, sí?».
—Vale —digo con la cabeza ladeada mientras cierro a ciegas otra hebilla.
Las puertas se abren de pronto.
El pelirrojo alto sin camisa aparece en la entrada, cruzado de brazos y
con una ceja arqueada.
—¿Incordiando a los guardias?
—Qué suposición tan atrevida.
—Tu reputación te precede. —Asoma la cabeza por la puerta y mira a
izquierda y derecha como si quisiera comprobar que los tres seguimos de
una pieza.
Sobre todo ellos.
Pasa sus ojos verdes del plato del suelo a las mejillas enrojecidas del
guardia y el puñal que me acabo de agenciar.
—Veo que has conseguido arreglártelas para hacerte con un arma. Y en
tiempo récord.
—Es mi talento secreto. —Dejo caer el bajo del camisón—. ¿El tuyo cuál
es?
—No tengo absolutamente ninguno. —Señala con una mano las escaleras
que se dirigen a la ciudad rocosa que queda justo debajo—. Vamos.
Se me cae el alma a los pies y vuelvo a fruncir el ceño.
«¿No soy tan libre como pensaba?».
—¿Qué he hecho para ganarme un escolta?
Me mira de arriba abajo torciendo el gesto.
—Tienes pinta de turista que no está acostumbrada al calor. Y si
pretendes empeñar un candelabro de oro macizo, lo mínimo que puedes
hacer es conseguir un buen trato. Si un mercader te ve conmigo, será menos
probable que te regatee.
En realidad, está bien pensado. Aunque me pregunto si sería tan amable
conmigo si supiera que tengo la intención de cambiar el dichoso candelabro
por tantos puñales de escama de siegasable como para armar a un ejército.
—Graci…
—A no ser que me haya pillado liándome con su hija —añade
encogiéndose de hombros—, o con su hijo. Entonces, se negará en redondo
a hacer negocios contigo.
«Por todos los Creadores».
—¿No estabas en medio de una partida?
—Sí, y me estaban dando una paliza. Grihm es letal cuando está de mala
leche, y mi orgullo ya está lo bastante herido. Además, alguien nos ha
robado el aperitivo y nos hemos quedado sin brandy.
«Ya. O sea, que no me lo voy a quitar de encima».
—En ese caso —digo inclinándome para recoger la bolsa del suelo—,
¿vamos?
Se mete las manos en los bolsillos de sus pantalones de piel ceñidos y
hace de guía con zancadas suaves y ligeras a pesar de lo enorme que es. El
sol nos quema como si fuera una llamarada de dragón lejana, así que me
calo la capucha, sumiendo mi cara en las sombras y rebajando de inmediato
la incomodidad.
—Me llamo Pyrok.
—Yo Raeve, aunque supongo que ya lo sabías.
—Así es. —Me tiende la mano izquierda con el índice y el corazón
extendidos y los demás dedos flexionados. Extrañada, lo miro a los ojos y
luego bajo la vista de nuevo a su mano. Repito el gesto y se la estrecho.
Esboza una sonrisa tan despreocupada que es contagiosa.
—Muy bien.
Clavo la vista en las escaleras mientras vamos pasando entre edificios
tallados en la piedra, cubiertos tan solo por esas enormes flores negras que
le habrían encantado a Essi.
Siento una punzada en el corazón y me froto el pecho.
—Dime, Raeve, ¿en qué clase de tienda esperabas empeñar el
candelabro?
—En La Pluma Rizada, si es que hay una aquí.
—Pues sí. —Me mira de soslayo.
—¿Y se llama así? —Abro mucho los ojos—. ¿La Pluma Rizada?
—«Pergaminos, empeños y todo lo que pueda necesitar un runi» —recita.
El alivio me burbujea por dentro y me explota en el pecho.
Y me aligera el paso.
Sabía que había otras tiendas por ahí, pero no estaba segura de que las
hubiera tan al norte. Qué suerte.
—¿Necesitas una pluma?
—Sí.
Muchas plumas con la punta lo bastante afilada como para desgarrar las
partes importantes del cuerpo de Rekk.
Lentamente.
Dolorosamente.
—Y luego beber algo dulce y disfrutar de las vistas —digo subiéndome
al hombro las asas de la bolsa. Reprimo las ganas de arrancarme la piel
junto a las uñas, que empieza a estar un poco en carne viva.
—Lo de beber algo me parece una parte maravillosa del plan. ¿Qué vistas
quieres?
—Las mejores que haya.
Es una ciudad grande. Seguro que, si puedo verla desde arriba, tarde o
temprano encontraré la guarida de los peregrinos sin tener que obligar a
nadie a hablar. Y así sabré dónde tengo que ir cuando me haya librado del
pesado objeto de oro y haya reunido una cantidad de armas letal, además de
un saco lleno de esas frutas negras crujientes que estaba comiendo Veya.
Delante de mí.
Un pedazo crujiente y jugoso tras otro.
Se me hace la boca agua…
«Como me vaya de aquí sin unas cuantas de esas frutas, no me lo
perdonaré jamás».
Raeve
CAPÍTULO 51
La aurora se pone poco a poco, rumbo al oeste, conforme avanzamos
entre edificios circulares del color de la arcilla quemada. Hay macetas con
plantas, árboles y enredaderas que trepan por esta viva ciudad, y músicos
callejeros por las esquinas tocando melodías con flautas de cobre.
Al avanzar entre una multitud de gente vestida con trajes ceñidos que les
cubren el cuerpo entero como si fueran velos muy bien usados, no puedo
dejar de preguntarme si en Dhomm todo el mundo lleva la misma prenda
marrón, negra o rojiza y tan solo les hacen algún que otro arreglo: un alfiler
por aquí, un broche por allá, un cinturón de cobre.
Parece probable.
Varias alondras de papel revolotean por encima de nosotros y bajan en
picado hasta las manos extendidas de feéricos sonrientes. Nadie parece estar
muriéndose de hambre, no tener hogar ni llevar una muesca en la oreja. Al
menos que yo vea.
—Aquí la gente parece contenta —musito viendo cómo dos niños se
persiguen con una risa melodiosa. Los que supongo que son sus padres los
vigilan a los pies de un árbol torcido mientras lamen algo de aspecto
cremoso colocado sobre unos conos negros—. Es muy bonito.
«No podía haberme equivocado más con esta ciudad».
Pyrok me mira de reojo.
—Tengo entendido que vivías en Gore hasta que…
—¿Me ofrecieron a los dragones?
—Sí, eso. —Se saca una moneda de oro del bolsillo, la lanza por los aires
y la coge de nuevo—. ¿Has visto otros lugares?
Percibo cierto desenfado en la manera en la que me ha formulado la
pregunta, pero sigo con la impresión de que hablar con él es como coger
ascuas con las manos.
Recuerdo el frío camino al norte en dirección a la muralla hasta que por
fin hui de… de allí. Recuerdo los horrores que he padecido.
A los que me he enfrentado.
La soledad, que te cala tan profundo que te perfora los huesos.
—Solo este —contesto dejando a un lado los recuerdos—. Aunque
durante casi todo el trayecto estuve o inconsciente o en la boca de Rygun.
Yo no diría que haya visto mucho, a no ser que contemos la bola de fuego
de su garganta, que no dejaba de amenazar con chamuscarme.
Es un recordatorio perfecto de que, por más que esta ciudad irradie
alegría, su apuesto rey me ha llevado de un lado para otro como si fuera un
mondadientes. Es una razón perfecta para no enamorarme demasiado de
este lugar. Y qué calor hace… Odio el calor. Además, tengo que despellejar
vivo al cabrón de Rekk y usarlo como alfombra.
—Creo que me estás haciendo dar vueltas —mascullo señalando un árbol
que ha conseguido rodear un edificio como si fuera una enredadera, con
enormes flores cobrizas que parecen alas batiendo al viento—. Estoy
convencida de que hemos pasado por aquí antes, cuando la aurora estaba
mucho más arriba en el cielo.
—Relájate —repone Pyrok deteniéndose junto a un carro del mercado—.
¿Acaso tienes que ir a algún sitio?
Aquí no. No en esta acogedora ciudad donde la gente resulta tan
agradable. Demasiado agradable como para querer quedarse.
«Demasiado agradable como para encariñarse con ella».
—Siempre hay que ir a algún sitio. ¿Qué vas a comprar?
—Hidromiel. —Intercambia su moneda por una jarra de terracota llena
de un líquido rojizo y me mira por encima del hombro con una ceja
arqueada—. ¿Quieres?
—Quizá luego.
Más moneditas de oro brillan bajo el sol cuando el mercader se las pone a
Pyrok en la mano. El cambio, supongo.
Pyrok echa a caminar a mi lado, silbando y guiándome hacia lo que
imagino que será otra de sus vueltas.
—¿El oro es la moneda de cambio aquí?
—Pues claro. —Bebe un buen trago de hidromiel y suelta un silbido de
satisfacción—. En este reino no apoyamos que se excaven minas de sangre
de dragón fosilizada —me explica con una dureza en su tono que antes no
tenía—. Excavarla fomenta derramarla.
—¿Aquí no se usan las gemas de rocadragón por sus propiedades
curativas? —Frunzo el ceño.
Se encoge de hombros.
—Lo que llega a la ciudad no lo ha excavado gente bajo la protección de
este reino.
«Interesante».
Me dirijo hacia un músico callejero que toca una melodía preciosa con un
instrumento de cuerda enorme de madera rojiza que me atrae la vista.
Y el oído.
Me entran ganas de sentarme a escucharlo.
—Es decir, que en La Llama hay reservas de rocadragón sin explotar,
¿no? —pregunto mirando a mi izquierda, pero Pyrok no está por ninguna
parte.
Ha desaparecido. Como si la tierra se lo hubiera tragado.
Doy media vuelta y diviso su melena pelirroja en un callejón; le saca por
lo menos una cabeza a todo el mundo. Me hace señas para que lo siga sin
molestarse en volverse. Pongo los ojos en blanco tratando de alcanzarlo
entre la multitud.
—Gracias por avisar —mascullo.
—Te he avisado. No es culpa mía que no prestaras atención. —Se detiene
y se recuesta en una pared cubierta con esas enredaderas rojizas con flores
negras. Mete una mano en el bolsillo mientras con la otra bebe el hidromiel
—. Ahí está —dice señalando con la barbilla—. Saluda a Vruhn de mi parte.
Me doy la vuelta y me fijo en la puerta de madera del edificio abovedado
que está delante de él, de la que cuelga un viejo cartel.
Sonrío y cojo el pomo de la puerta, pero antes de abrirla miro hacia atrás.
—¿Necesitas algo?
—No, a no ser que Vruhn haya decidido vender brandy junto con su
colección de alas de insecto —contesta, y pega otro buen trago a su bebida.
Niego con la cabeza y entro en la tienda circular, que huele a cuero y a
polvo. Contemplo las paredes curvas, con estanterías repletas de libros,
tinturas, palos de grabado y trozos de roca volcánica. Veo colmillos de
siegasable colgando del techo, suspendidos de cadenas de cobre, todos con
la etiqueta con el precio, que para mí no significa nada, ya que no estoy
acostumbrada a pagar con oro.
Cruzo los dedos por que este objeto pesado que he arrastrado por media
ciudad valga lo suficiente como para adquirir lo que necesito y que me
sobren unas cuantas monedas para alquilar un carromato hasta la muralla.
Camino por el laberinto de estantes hasta que llego al fondo de la tienda,
rodeada de un mosaico de alas de insecto pequeñas, medianas y grandes, lo
que me hace fruncir el ceño.
«A saber dónde estarán las armas…».
Poso la vista en un hombre de pelo blanco tieso que se alza en todas
direcciones; debe de ser Vruhn. Está sentado detrás de un mostrador de
piedra desordenado mezclando tinturas, con abalorios blanco y azul
prendidos en sus mechones rebeldes.
Se le forma una arruga entre las cejas, deja lo que estaba haciendo y alza
la vista. Tiene unos ojos etéreos que me dejan clavada al suelo con el pulso
acelerado.
Son blancos, como los de la Sól —un fuerte contraste con su piel oscura
—, y me están atravesando.
El corazón me da un vuelco cuando algo destella en mi memoria, como
un trozo de carne arrojada a una cama de ascuas:
Este dae ha venido a verme una mujer con los mismos ojos llameantes
que el hombre que me visitó la duermevela pasada. Igual de atractiva que
él, con una densa melena rizada y pecas en la nariz y las mejillas. Me ha
traído un cuenco con comida y ha sido lo bastante valiente como para
dejarlo al lado de la cola enroscada de Slátra.
Le he echado un vistazo al cuenco y he vuelto a dormirme, pero me ha
despertado más tarde el hombre apuesto de las cicatrices, que me ha
levantado en brazos.
Me he sacudido y he gritado, aunque Slátra no ha hecho nada. ¡Nada! Ni
siquiera ha soltado un gruñido.
El hombre me ha echado sobre su pecho, con unos brazos tan fuertes que
me he dado cuenta de que resistirme era absurdo, y agotador. Me quedaba
muy poca energía y ya no había gran cosa por la que luchar, además.
Me ha llevado en volandas por el túnel de escaleras hasta la Fortaleza
Imperial. Me ha metido totalmente vestida en una bañera llena de agua
cálida y burbujeante y se ha marchado de la estancia, dejándome sola con
la mujer, que supongo que es pariente suyo.
Ella me ha desvestido y no me he molestado en detenerla, pero sí he
intentado ocultarme cuando me ha desnudado los pechos. Me ha apartado
las manos y me ha frotado entera diciéndome que donde creció el cuerpo
no se ve como algo de lo que haya que avergonzarse, independientemente
del tamaño o la forma, que la carne no se trata como un gran secreto y que
los pechos se veneran, puesto que alimentan a los niños pequeños de su
clan.
Se ha presentado como Veya Vaegor y me ha pedido disculpas por el
comportamiento de su hermano. Hablaba conmigo como si yo le estuviera
respondiendo.
Me he preguntado a qué hermano se refería. Creo que jamás podría
aceptar las disculpas por lo que Tyroth Vaegor me ha arrebatado tan de
buena gana.
Mi reino.
Mi independencia.
Me ha contado muchas cosas y me ha formulado muchas preguntas
mientras yo miraba la pared, pensando si sería así como se sintió Haedeon
durante todas las fases en las que estuvo mudo, como si hablar ya no
sirviese de nada. Pero entonces la mujer ha dejado de frotarme el cuerpo,
me ha retirado el pelo de la cara, me ha dicho que imparte clases de
combate en la Academia Drohk y me ha preguntado si quiero que me dé
algunas.
Esas palabras han encendido algo dentro de mí y me he sentido más viva
de lo que me he sentido en mucho tiempo, como si una aurora hubiera
salido en mi pecho.
Le he contestado que sí, que claro que quiero unas putas clases de
combate.
—Contéstame, Raeve.
Una vez más, me siento atrapada. Me veo obligada a mirar algo que, sin
duda, me destrozará de dentro afuera si lo inspecciono más de cerca.
Con más atención.
Porque esos fragmentos que vi cuando abrí los ojos al mundo… ahora
entiendo que los recogieron al mismo tiempo que a mí, que por eso el carro
los alejaba de mi celda. Los habían encontrado en la nieve y arrastrado al
interior de una montaña de piedra y hielo que albergaba fuego.
—Te he preguntado que si la conoces.
Dejo el recuerdo en el lugar donde tiene que estar.
Dentro de mí.
—No sé de qué me estás hablando —le suelto. Doy media vuelta y me
encamino hacia la salida.
Kaan se adelanta y me corta el paso. Su túnica de piel está cubierta de
una fina capa de escarcha.
Levanto la vista a sus ardientes ojos, que no encajan con los fractales de
hielo que le salpican el pelo y la barba, haciendo que brillen bajo la luz.
—Apártate.
—Creo que me estás mintiendo. —Da un paso adelante, desprendiendo la
misma energía que una bestia grande como una montaña en su apogeo, una
energía imposible de ignorar—. Creo que conoces esta luna mejor que
nadie.
Hay un rumor en mi interior procedente de las profundidades de mi lago.
Un zumbido de reconocimiento que ignoro para concentrarme en la rabia
que se me acumula en el pecho como si fuera una bola de llama de dragón.
Deslizo un pie hacia atrás y levanto el labio superior, mostrando los
colmillos.
—Creo que esta bestia te acunó durante cien fases, insuflando vida a tu
cuerpo roto hasta que las dos caísteis del cielo. Creo que saliste de la tumba
de Slátra como un dragón de un huevo…
—Estás loco —susurro chocando de espaldas con la luna.
—¿Sí? —Se alza sobre mí como un peñasco y me lanza una mirada que
me roba todo el oxígeno de los pulmones—. Porque yo conocí a una mujer
que murió trágicamente, cuyo cuerpo sin vida ascendió al cielo, con mi
corazón en el puto puño, junto a la fiel bestia que tienes detrás —me espeta
con voz ronca agitando una mano delante de mi cara—. Se llamaba Elluin,
y se reía con el viento y lloraba con la lluvia. Se enfadaba con el fuego y
rugía con la tierra. Y su corazón latía al mismo ritmo que…
—Basta.
Kaan gruñe y oigo un chasquido. Pronuncia una palabra que no entiendo
por culpa de mi pulso desbocado y, entonces, una llama cobra vida en su
mano.
Me quedo paralizada ante la imagen. Un silencio profundo, casi palpable,
se apodera de la cueva que nos rodea. Un silencio que parece engendrado
por…
Por mí.
Como si estuviera devorando los sonidos. Absorbiéndolos.
Kaan me acerca tanto la llama a la cara que estoy convencida de que me
va a chamuscar la piel, y enseguida soy consciente de que hay algo dentro
de mí que lo está observando.
Y escuchando.
—Mírame a los ojos, Rayo de Luna, mírame al alma, y dime que no oyes
los gritos sibilantes de este fuego. Mírame a los ojos, afila esas palabras y
no te atrevas ni a parpadear mientras me las clavas en el pecho.
Cojo aire a duras penas, preparándome para decirle eso precisamente,
que su llama no me grita ni me silba ni me dice nada. No es más que una
llama y hace una sola cosa.
Arder.
—Apagad esa llama, majestad, o yo os apagaré a vos —le largo con una
certeza feroz, sumamente consciente de que mi Otra está a un tris de
liberarse. Puede que esté en contra por completo de hacerle daño, pero no
puedo responder por… ella—. Lo prometo.
Un surco se forma entre sus cejas serias.
Aparta la mano y aprieta el puño para extinguir el fuego, inundando mi
sistema de alivio.
—¿Quién te ha hecho daño?
—A mí nadie me hace daño, rey de La Llama, a mí me endurecen. Y no,
tu mascota de fuego no ha cantado para mí, ni un poco. De lo contrario, le
habría ordenado que se fuera por el túnel y se suicidara en un charco.
Frunce más el ceño y levanta una mano como si quisiera tocarme la
mejilla. Como si quisiera acariciarme pero le preocupase que se la cortara.
—No me mientas, Rayo de Luna. Miéntele al mundo, pero a mí no, por
favor.
—Deja de hablar como si me conocieras. No me conoces. Aunque me
hubiera caído con tu querida luna, no te debo nada. Elluin está muerta.
—Para.
Su voz ordena, sus ojos suplican.
Tanto lo uno como lo otro rebota en mi armadura como flechas que
agarro y le hundo a él entre las costillas.
—Puede que me hayas salvado la vida y me hayas arrastrado hasta este
reino brillante de los cojones donde todo el mundo te ama, pero eso no va a
reencarnarla. No soy tuya y nunca lo seré.
Kaan da un paso atrás y me deja con la espalda arqueada sobre el ala
solidificada de Slátra, dándome espacio para respirar hondo por primera vez
desde que nuestras atmósferas han colisionado.
Ignoro el dolor evidente de sus ojos y me dirijo a las escaleras sin mirar
atrás ni una sola vez. Cada paso que doy en dirección al cielo me aleja más
del cómodo abrazo del frío.
Ignoro la necesidad que siento de dar la vuelta, de trepar sobre el ala
plegada, meterme en el hueco y dormirme en el abrazo pétreo de Slátra.
Sobre todo, ignoro la sensación de que cada paso que doy en dirección al
cielo me aleja más de mi verdad.
Me limito a despojar la escena de toda pizca de cariño y curiosidad para
formar con esas emociones un fardo y atarlo a una piedra, viendo que mi
lago interior está resquebrajado cerca de la orilla. Hay un agujero en el
hielo que me permite introducir el fardo con facilidad.
No creo en demasiadas cosas, pero sí en que lo desconocido hay que
gestionarlo con precaución, como si fuera un dragón. Si lo dejas solo,
raramente decidirá atacar. Podéis existir en armonía eternamente, siempre y
cuando nadie haga ningún movimiento repentino.
Si intentas subirte a su lomo o robarle un huevo… En fin.
Es probable que termines muerto.
Y resulta que a mí me gusta vivir en la ignorancia. Es solitaria, pero la
gente solitaria no tiene nada que perder.
Y eso encaja conmigo a las mil maravillas.
Raeve
CAPÍTULO 56
Subo las escaleras y salgo a la brisa. Dejo atrás un manto de enormes
hojas redondas y echo a correr hacia la puerta de la habitación de Kaan.
—Es que sabía que no tendría que haberlo seguido hasta ahí abajo —
mascullo ante mi estupidez. ¿Cuándo ha sido una buena idea seguir a
alguien para entrar en un túnel oscuro al oír eso de «es por aquí»?—. Idiota
—me reprendo.
La palabra me martillea el cerebro como un tornillo que, obviamente,
anda suelto y me ha llevado hasta una cueva con una plumaluna muerta que
él cree que es mía, la misma que tiene dibujada en la espalda. Tan pronto
como me doy cuenta de ello, una grieta amenaza con partirme el corazón y
darme otro fardo que zambullir en mi gélido interior.
Con un gruñido, me doy un bofetón. Fuerte.
«Idiota, idiota, idiota».
Atravieso la estancia en busca de mi bolsa y abro la solapa acercándome
a una estantería, de donde cojo unos cuantos puñales de escama de dragón y
otros de hierro, porque, a pesar de mi lapsus, soy de lo más resolutiva.
Ya casi he llegado a la puerta cuando Kaan se coloca delante de mí
impidiéndome el paso. Como si Rygun me interceptara a la salida con el
vientre lleno de llamaradas y fuego en los ojos.
—Apártate —gruño explorando sus bellos rasgos salvajes, convertidos en
una máscara de piedra.
Me coge una mano y me deja un saquito de piel en la palma. Pesa
bastante, con la promesa de lo que sospecho que es una cantidad de oro
significante.
—Gemas de rocadragón —me dice—. Las vas a necesitar cuando cruces
la frontera.
—Ah…
«Qué considerado».
Me sujeta la cara con ambas manos, dejándome sin aliento, y me acerca
tanto a él que nos rozamos con la nariz; noto su tembloroso aliento como
una fiebre sobre la piel.
—Persigue la muerte, Elluin Raeve.
Siento un grito ahogado subiéndome por la garganta como si fuera un
puñal cuya punta afilada me cercena por dentro.
«Elluin Raeve…».
—Pásate la vida sola, preguntándote por qué gritas en tus sueños,
llamando a esa misma plumaluna a la que llevo las últimas veintitrés fases
recomponiendo con la esperanza de darte paz de espíritu. Y todo porque
querías tantísimo a esa dragona —masculla negando con la cabeza— que
sabía que te devastaría saber que estaba esparcida por todo el mundo
después de que los carroñeros asaltaran la zona donde impactó.
—Yo no…
Mis palabras mueren en la punta de mi lengua cuando él me coge una
mano y se la pone sobre el corazón. Con la yema del pulgar, me acaricia en
círculos la piel desgarrada junto a las uñas.
Sus ojos me imploran, su voz está teñida de una tristeza que pesa tanto
que es casi insoportable.
—Persigue la muerte, Rayo de Luna. Y espero que tu sed de sangre te
proporcione la misma paz que siento yo al saber que existes.
Me da un beso en la sien, tan rápido y leve que no me doy cuenta hasta
que desaparece, hasta que entra a toda prisa en la habitación anexa, donde
se esfuma entre las sombras.
El fantasma de sus labios es un hierro candente sobre mi piel erizada.
Durante unos segundos, valoro la posibilidad de seguirlo, de preguntarle
si Raeve era el segundo nombre de Elluin en el improbable caso de que
quisiera desenterrar un pasado que, sin lugar a dudas, me quemará tanto
como el resto.
Me llevo la mano a la sien.
La aparto.
«No».
Con un gruñido, aprieto con los dedos el saco de rocadragón y atravieso
la puerta abierta corriendo con la esperanza de que la guarida no cierre
durante la duermevela. Con la esperanza de que haya un fundefauces ya
ensillado, preparado para huir a toda prisa de este precioso e inquietante
lugar con demasiados socavones como para soportarlo.
No es hasta que estoy recorriendo la rocosa orilla de El Loff en dirección
a la zona occidental de la cueva que me ha llamado la atención desde que
llegué a la ciudad, con la guarida situada a todas luces a mi espalda, cuando
me doy cuenta de que todavía no tengo la intención de marcharme.
Es otra obsesión desconocida que fijo que termina pasándome factura.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra
Menuda gilipollez.
Furiosa pero desesperada por volver al lado de Slátra, hice lo que me
pidió. Engullí el estofado tan deprisa que solo me di cuenta de que la
comida era demasiado intensa y picante cuando era demasiado tarde y me
ardían las tripas. Llegué al cuarto de baño a tiempo para que el estómago
se me saliera por la boca, o al menos eso es lo que pareció.
Cuando regresé, la puerta estaba abierta.
Y Kaan había desaparecido.
A la duermevela siguiente, él estaba allí de nuevo, pero esta vez con una
ración mucho más pequeña de un estofado más suave que casi me recordó
a mi hogar, con matices de bulbo saltarín y helifruta. También había un
vaso de leche de colk, que me aliviaba la boca y la tripa ante la leve
cantidad de especias.
Desde entonces, todas las duermevelas hemos seguido la misma extraña
rutina. Yo me siento cerca de su imponente atmósfera mientras me lleno la
barriga con platos que sé que me van aportando energía.
No nos dirigimos la palabra. Él se limita a tocar mientras yo como y me
gano la llave que abre la guarida de Slátra. Luego, me marcho mientras las
notas de su melodía me persiguen por el túnel, donde termino
acurrucándome en la curva de la cola de mi dragona hasta dormirme con
el arrullo de su grave voz…
PELIGRO
MUERTE HORRIBLE
SUSURRANTE
Han pasado siete duermevelas desde que lo vi por última vez. Desde
que lo oí tocar la canción de mi mah y mi pah, me quité la coraza como un
soldado cansado de batallar y lloré en sus brazos hasta que me dormí, y
luego me desperté envuelta en la cola de Slátra. Aunque cada duermevela
sigue habiendo un plato caliente junto a la puerta, acompañado de una
talla pequeña de madera que añado a mi creciente colección de
dragoncitos que me apetece arrojar contra la pared, no hay canción.
Ni está él.
Cada vez que doblo el recodo y encuentro el pasillo vacío, añado otra
capa de humillación a mi interior y recurro a la sensación para usarla a la
hora de dar puñetazos.
Y patadas.
Veya dice que estoy mejorando. Si es lo que consigo al intentar
desprenderme de este sentimiento de mierda, bienvenido sea.
Veya
CAPÍTULO 64
En el interior de uno de los túneles de viento más tranquilos, meto la
cabeza en el agujero de la pared y observo el conducto de la basura,
torciendo el gesto por el hedor agrio que asciende de la guarida de la trogg.
Suspiro, aparto la cabeza y desenrollo la cuerda que llevo al hombro para
atarla al enorme gancho metálico de la entrada del conducto. Lanzo la
cuerda por el agujero con la esperanza de que sea lo bastante larga como
para alcanzar la montaña de basura con la que pronto voy a estar muy
familiarizada, mal que me pese.
—¿Sabes qué, Veya? —mascullo—. Eres maravillosa, pero esta vez la
has cagado mucho.
En el futuro, pretendo tomar mejores decisiones. A poder ser, decisiones
que no me lleven a uno de los conductos de la basura de Gore, a punto de
entablar una conversación con una criatura que se encuentra muy cerca de
la cúspide de la cadena alimentaria.
Con otro suspiro, le pego un tirón a la cuerda y me meto en el agujero;
bajo lentamente por el largo cuello del conducto hacia el resplandor azulado
que desprende el fondo. El aire caliente se espesa con la peste a cosas
podridas y agrias, y siento hormigueos en la parte inferior de la lengua.
«Si me vomito encima, la trogg no me va a tomar en serio».
Me aguanto un embate de bilis y echo la cabeza atrás, intentando que el
líquido baje por mi cuerpo.
La próxima vez que la vida me lance un brazalete mágico, lo voy a
guardar en el joyero.
Sea lo que sea.
Al llegar al fondo, desciendo un poco más y termino colgando en los
aires sobre una montaña de basura apestosa.
—La madre que me parió —mascullo barriendo con los ojos bien
abiertos la gigantesca cueva hasta el techo, un mosaico de estalactitas. De
sus extremos, cuelgan largos hilos azules que recorren el techo como una
telaraña, iluminando los desechos de Gore con un llamativo resplandor.
Pilas y pilas de basura.
Arqueo una ceja al darme cuenta de que están separadas y muy bien
ordenadas: sillas viejas, ropa, calzado, platos, cristales…
Hay de todo.
«Cuánto me ayudaría a poner orden en mi habitación».
Clavo la vista a una montaña que brilla a lo lejos. Es un montón de
objetos resplandecientes.
Quizá al final no deba siquiera enfrentarme a la trogg. Solo voy a tener
que pasarme el resto de mi vida hurgando en esa montaña. En silencio.
Mientras yo también me alimento de basura para sobrevivir.
Suspiro.
«Este plan tiene muchos fallos y voy a morir de una forma espantosa».
Oigo un golpe sordo en la parte superior. Al levantar la vista, me percato,
para mi desgracia, de que algo está cayendo por el conducto que tengo
encima, un conducto prácticamente abandonado, en plena duermevela.
Debe de ser un cadáver.
Con un gruñido, suelto la cuerda y caigo sobre el montón de basura. Tras
desplomarme con un estrépito sobre ella, que está pringosa, ruedo y termino
en el suelo, empapándome con un fluido aceitoso que decido ignorar.
Me pongo de pie mientras me quito mondas de fruta de la túnica y
cáscaras de huevo del pelo y avanzo de puntillas por el estrecho camino que
serpentea entre las pilas. Me encamino hacia la montaña de tesoros
centelleantes que he visto antes.
Me asalta el ruido de algo masticando: crujidos, sorbidos,
mordisqueos…, sonidos que me congelan los huesos.
Me detengo unos instantes, presto atención y me acerco con más sigilo a
la pila de sillas rotas para echar un vistazo alrededor.
Se me hiela la sangre.
Agachada sobre un montón de chatarra se encuentra la trogg. Tiene sus
rodillas huesudas cerca de las orejas, sumamente puntiagudas, y se está
llevando un trozo de silla a la boca, sin labios, a la que envuelve con las
fauces y le pega un mordisco. Suenan más crujidos y chasquidos mientras
con el segundo par de brazos se repeina su pelo grasiento, que envuelve su
cuerpo enjuto, enroscándose en sus extremidades como si fuera un nido.
Durante unos segundos, tan solo puedo contemplarla, absorta ante el
macabro escenario.
Triplica mi tamaño y tiene una piel azul aterciopelada que desentona con
los agujeros de sus cuatro palmas, unas aberturas redondas de carne que
brillan con la misma fluorescencia que los hilos que recorren el techo de la
cueva.
Sus numerosos ojillos negros se entornan mirando la silla antes de
meterse el resto de ella en la boca, gimiendo de satisfacción.
De reojo veo un resplandor: el brazalete de plata con incrustaciones de
gemas preciosas, que lleva en la cabeza como si fuera una corona diminuta.
Mi brazalete de plata con incrustaciones de gemas preciosas.
«Joder».
Por lo visto, a ella le gusta más que a mí. Está claro que lo cuida mucho
más que yo.
«No hay duda de que me va a devorar».
Con un suspiro, cojo una silla de tres patas de la montaña y la arrastro
por el suelo áspero de piedra, que está sorprendentemente limpio, sin contar
con la extraña sustancia pringosa fluorescente que conduce hasta el
pequeño espacio vacío que antecede al nido de pelo y basura de la trogg.
La criatura se queda inmóvil con un fragmento de vajilla a medio camino
de la boca.
Coloco la silla en el suelo y tomo asiento mientras la trogg ladea la
cabeza, baja el objeto y parpadea con sus numerosos ojos en mi dirección.
—Eres un bocadito muy valiente por haberte acercado a mí como si
fueras un aperitivo de mediaduermevela.
Me estremezco tanto que juraría que me castañetean los huesos.
—Tienes algo que era mío —digo encogiéndome de hombros.
—¿El qué? —Entrecierra más sus ojillos brillantes.
—Mi brazalete. —Señalo su cabeza, con mechones de pelo enroscados
alrededor de la joya para que no se le caiga—. Quiero recuperarlo.
La trogg suelta una risita aguda que termina tan bruscamente como ha
empezado y me lanza una mirada feroz.
—Un bocadito un tanto mandón…
«Pues sí, he sonado un poco mandona».
—Perdona. Me gustaría recuperarlo, por favor.
—Así me gusta. —Levanta un dedo huesudo que me recuerda a las
estalactitas que penden del techo.
El silencio se prolonga mientras se va quitando la joya de la cabeza,
apartando los tiesos mechones aceitosos de uno en uno; el corazón se me
acelera.
«¿En serio será así de fácil?».
—¿Sabes qué? —dice con su extraña voz áspera, provocándome otro
escalofrío de cuerpo entero—. Los objetos tienen memoria.
—¿Ah, sí?
Me resulta complicado fingir interés porque estoy rogando que no lance
el brazalete de plata por los aires para luego zampárselo de golpe.
La trogg asiente con el brazalete colgándole de su uña puntiaguda. Se lo
acerca a su nariz plana partida y cierra los ojos para olfatearlo.
Pongo una mueca para mis adentros al empezar a saber por dónde va.
—Huele bien, ¿verdad?
—Qué bocadito más inteligente.
Sí que soy inteligente. Casi siempre. Esta situación presente raya una
muesca desafortunada en mi armadura.
Extiende una mano y se mete el pulgar y el índice en uno de los agujeros
de la palma. De él, extrae un hilo fluorescente que emerge con una
secreción espesa y pegajosa que me provoca ganas de vomitar.
—Cuanto más intenso es el recuerdo, más cantidad de esto produzco.
—Ya veo…
Sigue tirando hasta que en el suelo, a sus pies, hay un largo rollo de esa
sustancia, que ilumina la parte inferior de su barbilla afilada.
La última parte del hilo cae delante de ella.
—¿A que mi palacio es precioso? —presume extendiendo los brazos.
Levanto la vista hacia el techo y contemplo el espacio como si lo viese
por primera vez, con las tripas revueltas, mientras una gota de lo que
supongo que es un hilo recién colgado me cae por la mejilla.
Tengo que hacer un esfuerzo para que no se me desparramen las entrañas
por todo el suelo.
—Preciosísimo. Ojalá yo pudiera segregar algo parecido.
«Ni de broma, vamos».
—Esto de aquí —dice tamborileando con una uña sobre mi brazalete con
incrustaciones de gemas— lo estaba guardando para una ocasión especial.
—Se lo lleva a la nariz y aspira larga e inquietantemente—. Sé que estará
riquísimo.
Vaya, hombre. Esperaba no tener que irme de aquí con lo que llevo en los
bolsillos.
Me meto una mano y saco un cordel trenzado de piel de colk con una
escama de dragón negra tallada que representa el rostro alargado del
despiadado siegasable de mi pah.
—¿Qué te parece si hacemos un intercambio?
La trogg inclina la cabeza a un lado, como si se hubiera roto un hueso del
cuello.
—¿Un intercambio, dices? ¿Qué tiene mi bocadito en esa mano huesuda?
—Era el málmr de mi mah —digo balanceándolo delante de mí—. Un
regalo de mi pah, el fallecido rey Ostern Vaegor.
—¿Y cómo lo has… obtenido? ¿Mi bocadito lo ha robado? —Olisquea el
aire—. Huele a robado…
—Pues sí, se lo robé de su dormitorio cuando cumplí diecisiete.
Supuse que, si mi pah se enteraba, el odio que me tenía por lo menos
estaría un poco justificado.
No se enteró.
La trogg mueve la cabeza hacia el otro lado con un gesto tan antinatural
que estoy tan asqueada como preocupada por su integridad. Se pone a
husmear de nuevo, largo y tendido; parece que sus pulmones son más
grandes de lo que sugiere su esbelto cuerpo.
—Esto huele aún mejor, bocadito. —Me enseña el brazalete y esboza la
sonrisa más aterradora que he visto jamás—. Por poco.
Aprieto los dientes tan fuerte que me sorprende que no se rompan.
—También te puedes quedar la cadena del cierre. No la necesito.
«Creo».
Suelta un aullido espeluznante que agita su pecho. Poco a poco, se va
apagando y me dirige una mirada de felicidad.
—Trato hecho.
Me embarga una cálida oleada de alivio.
La trogg suelta la cadena y me lanza el brazalete. Al levantarme para
cogerlo, la silla de tres patas se cae al suelo, sin mi peso para mantenerla en
vertical.
Le lanzo el málmr y lo atrapa por la cuerda, se lo cuelga en la muñeca y
se lleva la cadenita a la boca como si fuera un grano de arena. Se oye un
crujido desagradable, que imagino que son sus dientes astillándose. Abre
tanto los ojos que creo que se le saldrán de las órbitas y caerán sobre la
montaña de excrementos y recuerdos acumulados en el suelo junto a su
nido.
Deja de masticar y suelta una carcajada estentórea.
—Vaya… Eres un bocadito muy travieso, ¿eh?
Se me hielan las venas.
Me pongo el brazalete en la muñeca.
—No recuerdo usarlo. Solo recuerdo lo que hace.
—Interesante —murmura, y acto seguido vuelve a ladear la cabeza
mientras sigue masticando.
Un crujido.
Y otro.
Y otro.
—¿Mi querido bocadito quiere conocer sus secretos?
—Paso —contesto viendo cómo se extrae un hilo de una de las palmas
derechas mucho más brillante que cualquier otro que cruce el techo de la
cueva—. Paso del todo.
—Son unos secretos preciosísimos —murmura, cuatro palabras que me
crispan los nervios.
«Ya va siendo hora de que me largue de aquí».
Me sacudo para librarme de la tensión que me sube por la espalda y
arrastro la silla hasta la pila mirándola con desconfianza.
—No me vas a comer de camino a la salida, ¿verdad?
Cuesta saberlo, pero creo que frunce el ceño.
—Claro que no, bocadito. No me como a aquellos con quienes cierro un
trato. Solo a aquellos con los que no.
—¿Y con cuántos has cerrado un trato?
Sin dejar de sacarse el hilo brillante de la palma, se frota la barbilla con
una mano que tiene libre, por lo visto reflexionando intensamente.
—Con seis —anuncia, y se lleva el málmr de mi padre a la nariz para
olisquearlo de nuevo—. Contándote a ti.
—Vale. —Echo un vistazo a la creciente montaña de hilo pegajoso, que
resplandece más que el huevo de una plumaluna—. Qué suerte la mía.
Me despido con un gesto, pero no parece darse cuenta, demasiado absorta
en su labor. O quizá se dé cuenta y no le importe nada.
Es probable que sea lo segundo.
Avanzo entre las pilas de basura. Me pesa el brazo con el brazalete. Se lo
gané a una mentalista afligido que afirmaba saber hablar el lenguaje de Éter
y haber estudiado el Libro de Voyd a conciencia y conocer el secreto de
nuestra insignificante existencia.
Me dijo que el brazalete me serviría de dos maneras. Y que las dos serían
dolorosas pero necesarias.
No recuerdo la primera, así que no puedo decir si fue dolorosa o no.
Es probable que tampoco vaya a recordar la segunda.
Elluin Neván
Edad: 18 fases
5.000.039 fases después de la Piedra
Ha vuelto.
No me ha explicado por qué se había marchado, ni yo se lo he
preguntado. Tampoco le he confesado cuánto lo había echado de menos.
Demasiado.
Como si se me hubiera partido una de las costillas y me doliera justo en
la zona del corazón.
Tenía una nueva cicatriz en el brazo con el que toca el instrumento.
También llevaba un collar: un cordel de piel trenzada pegada con un
colgante circular plano; representa a una plumaluna plateada y a un
siegasable rojinegro abrazados, cuyos enormes fragmentos escarpados
encajan a la perfección.
Por lo que tengo entendido, solo una siegasable tiene las escamas
plateadas, y vive en Gondragh. Nadie ha podido acercársele lo suficiente
como para subirse a su lomo e intentar domarla; y, la verdad, espero que
nadie lo consiga.
He comido en silencio observando cómo Kaan tocaba el instrumento con
el colgante pendiendo orgulloso sobre su pecho…
Me intrigaba.
Quería tocarlo, sopesarlo con una mano y preguntarle de dónde lo había
sacado, pero no es asunto mío.
Si me ha pillado mirándolo, no me lo ha dicho ni tampoco ha levantado
la vista de las cuerdas, aunque no suele hacerlo.
Normalmente no.
Cuando ha empezado a tocar la Canción del sol silencioso, he cerrado
los ojos y la he cantado, inmersa en la melodía y en su robusta y
reconfortante presencia. Cuando la canción ha terminado y he abierto los
ojos, no esperaba para nada que me estuviera observando.
Durante un buen rato, nos hemos quedado mirándonos. Entre los dos
flotaban verdades inconfesables, más palpables que las cuerdas con las que
crea sonidos.
He notado un aleteo en el vientre que nunca antes había sentido y me ha
subido hasta el pecho. Como si tuviera una polinilla atrapada entre las
costillas salpicándome con su polvo e iluminándome de dentro afuera.
Atraída por él como si estuviera atrapada en una corriente a la que no
me interesaba resistirme, me he levantado.
Me he acercado a él.
Se ha quedado petrificado cuando me he apartado el velo y me he
inclinado hacia él, desesperada por saber cómo eran sus labios. Si eran
suaves y cálidos como los había imaginado.
Los he rozado muy ligeramente.
Apenas ha sido una caricia, pero ha abierto un agujero en mi percepción
del mundo y me ha descubierto las entrañas de una nueva versión de la
existencia…
Una versión mayor.
Y más brillante.
Y más feliz.
He querido quedarme ahí eternamente, atrapada en ese umbral tan
silencioso como estremecedor, con el corazón latiéndome tan fuerte y
rápido que no me cabía duda de que se me estaba desgarrando el pecho.
Sabía que era inadecuado, que estaba rompiendo mil normas, pero
¿cómo coño es posible que algo tan inapropiado siente tan bien?
Me ha puesto las manos en la cara con tal ternura que ha sido como si
acunase el huevo de un dragón y le he rozado la palma con la nariz. He
encontrado tanto consuelo en el gesto que he querido quedarme así.
Para siempre.
Y luego me ha preguntado qué quería y le he dicho la verdad. Dos
palabras, tres letras que pesaban demasiado estando prometida a su
hermano.
A ti.
Me he apartado con la llave en la mano y he abierto la puerta justo
cuando él me ha cogido por detrás, me ha dado la vuelta, me ha arrancado
el velo y me ha besado con tal intensidad que me he perdido.
Y me he encontrado.
Ha sido el beso de alguien que quería dármelo todo, que no quería
quitarme nada. Aun así, le he entregado mi corazón por completo. Y me he
dado cuenta de que le pertenecía por derecho.
Desde hacía tiempo, de hecho.
Estaba a punto de arrastrarlo hasta el rincón más alejado de la guarida,
donde hay una montaña de heno en la que Slátra no está interesada, pero
entonces alguien ha venido corriendo por el pasillo y le ha pedido ayuda
con un asunto urgente.
Ha estado a punto de pillarnos besándonos. En realidad, se ha sonrojado
al verme sin el velo y, sin duda, ha reparado en la tela que tenía Kaan en el
puño, así que se ha dado media vuelta y se ha disculpado por la
interrupción.
A mí me ha dado igual.
El rey Ostern ha regresado sobre su siegasable, seguido por sus dos hijos
menores, Cadok y Tyroth, que han venido para la celebración de El Gran
Flurrt. Es la primera vez que veo al hombre al que me voy a unir desde la
duermevela en la que puse un pie en el reino de su pah.
A lo mejor, peco de desconfiada, pero he cogido uno de los puñales de
escama de dragón que Kaan me enseñó a forjar y lo he ocultado entre mi
ropa. He hecho bien, pues Tyroth me ha acorralado en el pasillo y ha
intentado empujarme hacia un rincón oscuro. Ha sido cuando se lo he
puesto al cuello.
Se ha reído y me ha dicho que su hermana ha sido una mala influencia
para mí. Yo le he respondido que la influencia de Veya había sido más bien
la contraria. Me ha asegurado que todavía no me era permitido hablar, así
que le he dicho que se fuese a comer mierda de dragón y que ojalá se
atragantara con ella.
Ojalá.
R a e v e…
R a e v e…
R a e v e…
—RAEVE.
Abro los ojos de pronto, con un grito a punto de brotar de mi pecho que
me niego a proferir.
Suelto aire entre dientes y me lleno los pulmones con respiraciones que
no consiguen ayudarme a desprenderme de la ardiente pesadilla que sigo
notando sobre mi piel ni del olor a humo y a carne quemada que me invade
la garganta.
Al enfocar la vista, veo los ojos de Kaan observándome con dureza,
enmarcados por unas pestañas negras y espesas y acompañados de un surco
de preocupación entre las cejas que me sobresalta.
Y me entran ganas de retorcerme.
Le doy un empujón en el pecho desnudo intentando que se quite de
encima de mí. Como ni siquiera se inmuta, lo empujo de nuevo, esta vez
liberando toda mi energía acumulada con forma de una palabra volcánica:
—¡Apártate!
Cuando por fin se hace a un lado, me da espacio para rodar por la cama y
ponerme de pie. Miro hacia el agujero del techo y me quito de la cara el
pelo mojado por el sudor.
«Ha sido un sueño… Ha sido solo un sueño».
—¿Qué es una Alondra de Fuego, Raeve?
«Mierda».
Salgo por la puerta y, cuando ya casi he bajado la mitad de las escaleras,
su marcado acento me ataca por la espalda.
—¿Qué es una puta Alondra de Fuego?
—No es asunto tuyo —le espeto dirigiéndome a la salida con la
necesidad de sumergirme en el agua y frotarme la piel para dejar de notar
esta sensación.
Los pasos fuertes de Kaan me persiguen por la jungla al tiempo que
avanzo en dirección a El Loff con el viento azotándome el pelo,
convirtiendo mis mechones en látigos negros. Cuando emerjo de la jungla y
llego a la orilla, veo el cielo cubierto de nubes oscuras atravesadas por unos
gruesos rayos de sol.
Al cabo de unas cuantas zancadas, el agua me llega ya hasta la cintura.
Pateo con los pies para hundirme bajo la superficie y me froto la cara, los
brazos y las piernas, dando rienda suelta al aullido que me quema la
garganta, creando una sucesión de burbujas que ascienden hasta la
superficie.
Unas manos firmes me agarran de los brazos y me impulsan hacia el
cielo.
Doy vueltas, atrapada por la atmósfera agitada de Kaan. Su rostro es una
máscara de destrucción y rabia y sus labios forman una línea fina.
Prisionera de sus brazos, el agua me salpica la espalda.
—¿Con quién estabas hablando?
—No vamos a mantener esa conversación —mascullo entre mechones de
pelo mojado que se me han pegado a la cara, intentando zafarme de sus
fuertes manos.
Me acerca tanto a él que apenas puedo respirar contra su agitado pecho y
me mira fijamente con unas llamaradas en los ojos que me prenden fuego.
—Me da la impresión de que crees que voy a pasar por alto todas las
pistas que lanzas sin querer solo porque me lo ordenes, pero eso era antes
de haber visto cómo te encogías como si te estuvieran torturando en un
sueño —gruñe con suficiente rotundidad como para dejarme sin aliento—.
Y, ahora, mi querida, espectacular e indignada Rayo de Luna, vamos a
intentarlo de nuevo: dime con quién estabas hablando.
Un estremecedor aullido sacude el cielo.
Los dos giramos la cabeza hacia el sur, en dirección al aleteo que emerge
del interior de una nube baja sobre la cumbre redondeada de la montaña.
Suenan cuernos: diez estallidos breves y agudos que surcan el aire.
Frunzo el ceño.
—¿Qué signi…?
Dos enormes fundefauces atraviesan la nube, ambos con sendas banderas
blancas en la punta de su cola emplumada. Sus jinetes lucen una armadura
plateada a juego con su silla de montar gris.
Se me detiene el corazón.
—¿Emisarios de La Sombra?
Kaan se queda inmóvil.
Callado.
Otro alarido cruza el cielo, seguido por las profundas notas de un cuerno
que me sacuden el cuerpo entero.
Una plumaluna perlada baja en picado atravesando la espesa capa de
nubes con una bandera blanca atada al tobillo ondeando al viento. Tiene las
alas hechas trizas, por lo que le cuesta impulsarse y no deja de tambalearse.
Me hierve la sangre al ver a la bestia volando en círculos sin dejar de
menear la cabeza. Abre mucho las fauces y emite otro gemido atronador.
Clavo los ojos en su preciosa piel brillante, surcada por ronchas y
ampollas…
Me quedo inmóvil. Se me contraen los pulmones y un dolor que no sabía
que tenía en el pecho aumenta…
Y aumenta.
La bestia cae en picado hacia la guarida de la ciudad y me da un vuelco
el corazón cuando veo la silla de montar atada sobre su piel y al jinete rubio
que va a lomos de la pobre dragona.
«Rekk Zharos…».
Kaan me coge por la nuca y me obliga a volverme hacia su pecho
húmedo para que aparte la vista de la plumaluna torturada, como si quisiera
protegerme de la espantosa escena. Pero ya está grabada a fuego en mi
cerebro como una ampolla que crece… y crece…
A punto de explotar.
Se oye otro grito de dolor y Kaan maldice por lo bajo. Todas las células
de mi cuerpo están intoxicadas con una rabia atroz. La visión se me nubla,
la mente se me entumece, una sierpe vengativa repta por mi pecho,
zigzagueando por entre mis costillas, embrujando mi corazón para que vaya
a un ritmo lento y constante.
La promesa de venganza me hormiguea en la punta de los dedos…
Voy a desollarlo, voy a sacarle los ojos, voy a arrancarle los dientes, uno
a uno, y también las uñas, sin prisa.
Ese desgraciado está muerto.
Me aparto de Kaan y echo a correr por el agua. El mundo que me rodea
se desvanece y apenas noto la maleza crujiendo bajo mis pies descalzos,
apenas noto los escalones de piedra mientras subo hacia nuestra habitación,
solo oigo un chillido lejano a mi espalda que a duras penas me llega a la
conciencia.
Lo único que existe es el ansia de mancharme las manos con la sangre de
Rekk. Lo único que importa es saber cómo va a ocurrir exactamente. Como
si estuviera ante un banquete de diez platos, cada uno de ellos con
numerosos ingredientes presentados de forma preciosa.
Cojo mi túnica fina resistente al sol, meto los brazos por las mangas y me
abrocho el cinturón. Levanto la cama en busca del arsenal de armas que
compré en La Pluma Rizada y me coloco la cartuchera y las dos fundas.
Después, cojo la fila de puñales que había guardado con esmero al tiempo
que imagino cómo voy a clavar en la carne de Rekk cada una de las hojas.
Voy a la velocidad del rayo llenándome las fundas, un puñal tras otro,
mientras visualizo cómo se las hundo en la mandíbula a Rekk.
En su oreja.
Cómo lo rajo de la barbilla al ombligo.
Es una mancha en el mundo y lo voy a exterminar.
Despacio.
Dolorosamente.
Me calzo las botas, me las ato con fuerza y remeto puñales por los lados.
Luego, me dirijo hacia la puerta, pero el suelo tiembla, y esa es la única
advertencia que recibo antes de que una piedra enorme caiga sobre la
entrada, sellando mi huida. En la habitación, entra una ráfaga de viento
directa desde el exterior.
Con el ceño fruncido, alzo la vista al techo, donde el escarpado agujero
permite la entrada de un rayo de luz, que incide sobre mi camastro, al que
acabo de dar la vuelta. Una vez más, miro la piedra caída. Las preciosas
imágenes talladas con esmero en la superficie se han agrietado y unos
fragmentos pequeños se han desparramado por el suelo.
Dirijo la atención a Kaan, que se encuentra a los pies de la cama,
observándome con mirada sombría cruzado de brazos.
—Has roto mi pared.
—Nuestra pared —masculla—. De alguna manera tenía que llamar tu
atención. —Baja la vista a mi pecho y muslos y, luego, me mira a la cara—.
¿Qué estás haciendo?
Me observo el cuerpo, que casi parece cubierto de plumas con la cantidad
de puñales que me he enfundado. La mayoría de ellos apenas recuerdo
haberlos blandido.
—Me voy de caza —respondo alzando los ojos y clavándolos en los
pozos oscuros que forman los suyos—. Cualquiera que trate de ese modo a
un animal merece que lo despellejen, sin remordimientos. Y, ahora, mueve
la piedra. —Transcurren unos instantes antes de que recuerde mis modales
—. Por favor.
Podría intentar moverla yo misma, pero es más que probable que termine
liándola más. No me interesa quedar como una idiota delante del rey de La
Llama, conocido en el mundo entero por construir ciudades o aplastarlas
con unas cuantas palabras bien escogidas.
No, gracias.
Se hace un silencio demasiado inquietante hasta que lo rompe Kaan:
—Lleva una bandera blanca, Rayo de Luna.
—Yo lo arreglo. —Me saco un puñal de la bandolera y me lo paso entre
los dedos—. La usaré para limpiar su sangre cuando haya acabado. Para
cuando termine, será roja.
«Roja, como el pelo de Essi. Roja, como el color de las heridas de su
bestia. Roja, como la sangre que me arrancó a latigazos».
Kaan me observa con precisión felina, como si estuviera analizando un
campo de batalla, intentando averiguar cuál es el mejor ángulo por el que
atacar.
—Si ese jinete termina muerto en mi reino, se desatará una guerra con
quienquiera que lo haya contratado.
El corazón empieza a latirme desbocado y contraigo el labio superior
para enseñarle los colmillos.
—Quien haya contratado a ese monstruo también merece morir.
Igual de despacio.
Igual de dolorosamente.
—Estoy de acuerdo, pero este no es el momento para ello. Viaja con dos
emisarios de La Sombra que no han mostrado la misma crueldad con sus
fundefauces. ¿A ellos también los vas a matar? —me pregunta ladeando la
cabeza—. Porque, si no lo haces, se correrá la voz de que un emisario ha
sido asesinado en La Llama, y esa será la excusa perfecta para que mis
hermanos desplieguen sus ejércitos por las llanuras Boltánicas y me
declaren una guerra que llevan mucho tiempo deseando, desde que yo maté
a nuestro pah.
Abro la boca y la cierro de nuevo. Luego, aprieto los puños con tanta
fuerza que el mango de mi puñal de hierro se me clava en la palma.
—¿Qué quieres que haga, pues?
Su expresión se suaviza, aunque supongo que la mía hace lo contrario.
—Por mucho que odie decirlo —dice demasiado lento, con demasiado
sosiego—, necesito que bajes las armas. Ahora, me iré a hablar con los
jinetes, y me enteraré de qué quieren.
Rechino las muelas, paladeando el sabor de la sangre mientras la energía
que me hierve bajo la piel amenaza con abrirme en canal.
—¿No lo vas a matar?
«Como me arrebate esta muerte, seré tan insufrible que va a tener que
eliminarme del mundo».
—No —niega con voz arrepentida—. Lo sien…
—¿Me prometes que no lo vas a matar?
Una línea muy débil se forma entre sus cejas.
—Te… prometo que no voy a matar a ese hombre. Te doy mi palabra.
«Vale».
Asiento y me guardo el puñal en la funda. La sed de sangre que me
hierve en las venas se calma hasta convertirse en un fuego lento.
«Sé dónde se encuentra. Podré ir a por él en cuanto se marche».
Esa reconfortante idea calma el hormigueo que siento en la punta de los
dedos, aunque solo ligeramente.
Me doy la vuelta y empiezo a desenfundar los puñales para volver a
colocarlos en la base de piedra del camastro. Me quito las cartucheras y me
desabrocho las fundas.
—¿Puedo fiarme de que te quedarás aquí, Raeve?
Lo miro por encima del hombro. Kaan no se ha movido y sigue
observándome con una mirada feroz.
—No voy a ir a matarlo en tu reino, Kaan. Ahora que me lo has
explicado, no voy a poner en peligro a tu pueblo. Te lo prometo.
—No has contestado a mi pregunta.
«Ya lo sé».
Doy media vuelta y me cruzo de brazos, como él, mirándolo a los ojos.
La tensión que nos envuelve es casi lo bastante palpable como para hacer
temblar la tierra.
Abre la boca dos veces para decir algo, pero termina cerrándola. Al final,
chasquea la lengua, recoge del suelo su túnica de El Gran Flurrt, coge su
corona y pronuncia una poderosa orden que aparta el pesado fragmento de
piedra.
Sin mediar palabra ni mirar en mi dirección, se marcha.
Kaan
CAPÍTULO 83
Seguido por seis guardias armados, avanzo por el pasillo de la Fortaleza
entre rayos de sol, donde reina un silencio sepulcral.
—¿La guarida número veintisiete?
—Sí, majestad. Los otros emisarios están instalados en la plataforma
doce. Ya han desmontado y están vigilados por un guardia con abalorio
hasta que estéis listo para recibirlos. Pero la plumaluna se ha desplomado en
la primera zona de sombra que ha encontrado y no ha obedecido a los
cuidadores.
—Bueno, no la culpo —mascullo doblando un recodo, a punto de
chocarnos con otros dos soldados, que apoyan la espalda en la pared y se
dan un golpe en el pecho con el puño.
—Hagh, aten dah.
—¿Habéis averiguado el nombre del jinete de la plumaluna?
—Rekk Zharos, majestad. —Paso la vista a la izquierda, a Brun, que me
mira con ojos pétreos—. Un cazarrecompensas. Es muy conocido en los
reinos del sur.
—Ya, he oído hablar de él.
Sé de buena tinta que Raeve le arrancó de un mordisco la punta de un
dedo. Ojalá le hubiera cortado el cuello, ya que estaba. En función de la
reacción que ha tenido al verlo, me da que ella piensa más o menos lo
mismo.
—¿Alguien lleva grilletes de hierro?
—Yo —exclama Colet, a mi derecha.
«Estupendo».
Otro rugido espeluznante sacude la Fortaleza, minando mi autocontrol.
Aprieto los dientes, acelero el paso y subo las escaleras a toda prisa. Los
dos guardias que custodian las puertas del piso superior las abren de par en
par cuando nos ven; al otro lado, se encuentra una extensión de piedra lo
bastante grande como para que casi cualquier bestia aterrice, con algún que
otro matojo cobrizo brotando de las grietas.
Es una de las primeras guaridas, algo aislada, lejos del resto.
Casi nunca se usa.
Levanto la vista hacia la enorme plataforma de aterrizaje, que tiene forma
de riñón, situada en un desfiladero escarpado. Al este, se encuentra la
entrada de la guarida, bañada en luz del sol, mientras que la otra mitad está
cubierta de sombras, ocupada en estos instantes por la temblorosa
plumaluna de Rekk, que golpea la piedra huyendo del sol sin que su jinete
haya desmontado.
No me sorprende que esté angustiada. Y asustada.
Como las nubes de tormenta se han disipado enseguida, hace un calor
denso y húmedo que esta criatura no es capaz de soportar, por lo que es
absurdo esperar que el sol vaya a dejarla cruzar sin problemas la entrada de
la guarida, al otro lado.
—Por todos los Creadores —mascullo al ver a la criatura.
Lleva una máscara negra en la cara que le oculta los ojos y la protege del
sol, pero no le hace nada en el resto del cuerpo. Tiene la piel llena de
ampollas y ronchas, heridas de quemaduras de las que emanan sangre y pus,
que manchan la piedra mientras se hace un ovillo.
Una postura que me recuerda demasiado a Slátra, solidificada en esa
misma posición debajo de mi habitación.
El corazón se me acelera al ver sus alas destrozadas, que apenas parecen
capaces de alzar el vuelo, y me pregunto cómo ha logrado llegar hasta aquí.
Los cuidadores de las guaridas se acercan a la bestia herida y le gritan
órdenes para que abandone las sombras y entre en la guarida. La dragona
barre el suelo con su sedosa cola, amenazando con arrojarlos por el
acantilado; algunos se apartan justo a tiempo de evitar una caída mortal.
—Beuid eh vobanth ahn… defun dah! —le grita Rekk a Bulder. Un
sobrecogedor temblor crea una red de grietas finas en la piedra, justo debajo
de su bestia. Está intentando obligar a la pobre criatura a salir de la zona
sombría.
En lugar de escabullirse del terreno inestable, la atormentada plumaluna
se hace un ovillo más tenso aún y está a punto de tirar a Rekk al acantilado
que tiene a su espalda con sus esfuerzos por evitar el sol.
Rekk arruga la frente y clava las espuelas de sus botas en unos agujeros
sangrientos junto a la montura.
—¡Muévete, zorra asquerosa!
La plumaluna yergue la cabeza y suelta otro lamento que me desgarra el
puto corazón.
—Esperad aquí —les digo a mis soldados echando a andar…
Oigo un aleteo en el aire mientras siento en el pecho una rabia inmensa y
más agresiva que cae en forma de cascada sobre el lago de mi cólera.
A una distancia segura para que no me alcance el frenético movimiento
de la cola de la plumaluna, les pido a los cuidadores que se marchen y me
coloco en el campo de visión de Rekk, con los brazos cruzados para ocultar
mis puños apretados.
Me mira a los ojos y abre la boca para hablar de nuevo, con los tendones
del cuello en tensión por el esfuerzo que supone dar forma al lenguaje de
Bulder…
—Hazlo, crea otra grieta en mi tierra. Estaré encantado de llenarla con
tus restos.
Aprieta los dientes con fuerza y curva la comisura de los labios. Suelta
una carcajada lenta y aterradora que se interrumpe tan pronto como Rygun
hace acto de presencia.
Sus gigantescas alas ondean en el aire mientras revolotea sobre la
plataforma de aterrizaje, irradiando una fuerza descomunal. Todo su cuerpo
es puro músculo en movimiento, a excepción de su cabeza espinosa. De las
fosas nasales abiertas, le salen columnas de humo y mira con sus ardientes
ojos entornados a Rekk, que ahora está paralizado; comparada con mi
enorme siegasable, su plumaluna es muy pequeña y delicada, está herida y
atada.
Esta profiere otro agónico lamento, más suave que el anterior.
Más áspero.
Rygun suelta un profundo rugido y contrae los labios, dejando ver unas
llamas titilantes por entre los agujeros que le separan los dientes. Su deseo
de abalanzarse sobre Rekk y arrancarlo de la silla de montar se extiende a
través de nuestro vínculo y hace que todos los músculos de mi cuerpo
parezcan en guerra consigo mismos.
—¡Ordénale a tu bestia que se aparte! —exige Rekk a voz en grito
lanzándome una mirada asustada con la que me deleito demasiado. Saboreo
el humo, además del dulce néctar de su miedo.
—Aleja las botas de la piel de la plumaluna, baja de la silla y me lo
pensaré.
—Hijo de puta imperial —masculla, seguramente porque cree que no lo
oigo. Es como un niño que tiene un berrinche si le dicen lo que tiene que
hacer.
Sus palabras son polvo bajo mis botas, pero sus acciones son unas
malditas piedras.
Una vez más, clavo los ojos en las heridas abiertas de la plumaluna.
—Como ordene su alteza imperial —dice Rekk. Acto seguido, pasa una
pierna por encima de la silla y baja el corto tramo de cuerda, con un látigo
negro atado a la cintura y los ojos fijos en mi dragón mientras se acerca a
mí. En un impresionante arrebato de energía, la plumaluna echa la cabeza
hacia delante y pega una dentellada a poquísima distancia de los talones de
Rekk.
El hombre susurra unas cuantas palabras, se aparta y se lleva la mano al
látigo…
—Azota a la dragona y te ataré a un poste y te haré pedazos a latigazos
—le reprendo.
—Ya van dos amenazas y ni un saludo formal. —Detiene la mano en el
mango del látigo—. Llevo una bandera blanca, majestad.
Siento la tentación de metérsela por el culo y entregárselo a Raeve, pero
me toca pensar en el reino.
En las normas.
—Soy consciente, pero en este reino no se consiente la crueldad animal.
Has destrozado tu vínculo con la bestia. Es culpa tuya.
—Pues tendré que recuperarlo luego a base de golpes —masculla
cabreado lanzando otra mirada fulminante a la criatura enroscada.
Es estúpido si cree que voy a permitírselo.
—Ordénales a tus adiestradores que vuelvan aquí y trasladen a Líri hasta
la guarida para que pueda beber y comer —manda Rekk con un tono
imperial que me hace arquear una ceja—. También precisaré de los
servicios de tu hilvacarne para coserle las alas.
Desplazo la vista hacia la luminosa bestia, herida y enrojecida, con la
cabeza oculta debajo del ala destrozada. Parece estar a unos instantes de
solidificarse justo aquí, en la plataforma de aterrizaje.
Rygun sigue mirando con maldad a Rekk sin dejar de soltar humo por la
nariz, irradiando una súplica descomunal que pasa de su pecho al mío.
Una palabra y se abalanzará sobre el cazarrecompensas. Y lo aplastará
hasta hacerlo papilla.
Nunca he tenido que hacer tal esfuerzo para contenerme.
—Pediré que un carro le acerque algo de comida y de bebida hasta que
me traigan a alguien con abalorio azul lo bastante fuerte como para invocar
una nube —le suelto mientras él abre un saquito de piel con unos cuantos
palos de fumar—. Y también llamaré a la hilvacarne. Por desgracia, ha
asistido a las celebraciones de El Gran Flurrt en un pueblo cercano, así que
tardará algo de tiempo en llegar hasta aquí.
«No es verdad. Bhea está fuera, pero Agni no. Mandaré a alguien que la
despierte en cuanto me marche de esta plataforma de aterrizaje, pero él no
tiene por qué saberlo».
—Por cómo se aovilla, dudo de que la plumaluna tenga tiempo que
perder, pero haremos lo que podamos por ella. Intentaremos que esté lo más
cómoda posible.
Rekk resopla y me fulmina con la mirada desde debajo de sus cejas
pálidas al tiempo que coge un palo de fumar de su buena colección y se lo
lleva a la boca.
—¿Y a mí de qué me sirve esa puta mierda de solución? —murmura con
el pergamino enrollado en los labios.
No le contesto.
—¿Qué se supone que voy a hacer? —pregunta alzando las manos, como
si fuera culpa mía que se encontrase en esa situación.
—Cuando debas marcharte, mandaré que un peregrino te lleve a La
Bruma —le espeto—. Puedes ir a Bhoggith a buscar una bestia más
adecuada para tus… necesidades.
—Muy bien —masculla volviendo la vista a la pobre criatura temblorosa,
que se queda paralizada y le gruñe—. Ahora es tu problema. Es una inútil
salvaje y estúpida que da más problemas que otra cosa. Yo te aconsejo que
la despedaces y la aboques a tus comederos.
—Tu consejo es tan útil para mí como una mancha de mierda de colk en
la bota —repongo inexpresivo.
Tras soltar una especie de carcajada, Rekk ladea la cabeza; sus marcados
rasgos resultan aún más duros en este terreno rojizo.
Mirándome con una ceja arqueada, se guarda el saco de piel en el bolsillo
y saca un vial elemental para prender fuego a la punta del palo. Le pega una
buena calada y suelta una columna de humo que le envuelve la cara.
—¿Vas a llamar a tu bestia para que me deje en paz o pasaré a la historia
como el hombre que propició la guerra entre La Sombra y La Llama?
«Conque Tyroth lo ha contratado… Interesante».
—Hach te nei, Rygun.
Mi dragón niega con la cabeza; su desagrado fluye por nuestro vínculo
como un río de lava. Suelta una dentellada al aire, ruge y bate las alas con
tanta fuerza que levanta un vendaval de tierra y humo en la plataforma.
Se eleva trazando un arco ancho mientras fulmina a Rekk con la mirada,
profiere otro estridente rugido y desaparece de nuestra vista.
Rekk se pone el palito en los labios, inhala y exhala un poco de humo en
mi dirección.
—Qué agradable.
—Debes de tener agallas para presentarte en mi reino con una plumaluna
sin llevar a nadie con abalorio azul. —Entorno los ojos.
El tono de mi voz dice todo lo que mis palabras no: si su bestia no
ondease una bandera blanca raída, lo ataría a él a un poste de madera en el
paseo marítimo y dejaría que el sol le hiciera ampollas y ronchas en la piel
hasta que se le cayese de los huesos. Y entonces dejaría suelta a Raeve, me
acomodaría en el escenario central y contemplaría cómo se ensaña con lo
que quede del malnacido antes de que le corte la cabeza y se la dé a Rygun
como aperitivo.
Se encoge de hombros.
—Líri no es lo bastante grande como para soportar a dos jinetes y, como
se avecinaba El Gran Flurrt, la mayor parte de la bandada de Gore se había
marchado —dice con una sonrisa mordaz, y da otra calada.
En otras palabras, no ha tenido paciencia para esperar. Ha interpuesto sus
antojos al bienestar de su bestia con la esperanza de que nosotros
arregláramos el desaguisado al llegar aquí.
Se me tensan los músculos y los tendones al tiempo que contengo las
ganas de abalanzarme sobre él y arrancarle la cabeza de los hombros; a la
mierda con las promesas y las guerras.
Cuando pega otra calada, veo que lleva la otra mano enguantada.
—Así que es cierto. —La señalo con la barbilla.
—¿El qué?
—Que un miembro de los Ath te arrancó medio dedo de un mordisco.
—Pues sí. Todavía no he encontrado a un runi con el talento suficiente
como para reparar el daño. —Se quita el guante y alardea de muñón rojizo,
que inspecciona desde todos los ángulos—. Ella también era una inútil
salvaje y estúpida.
Aprieto tan fuerte los puños que me crujo los nudillos.
—Tengo entendido que tu bestia se encontraba cerca cuando la
ejecutaron —continúa—, que expulsó a un par de fundefauces para
arrancarla del poste. —Me mira con los ojos entrecerrados, helándome
hasta los huesos.
Se me revuelven las tripas al pensar que este gilipollas tiene alguna
noción, por pequeña que sea, de lo que ocurrió en el coliseo.
—Le dio por asistir. No culpes a la bestia de que le guste el sabor de la
carne feérica —miento con una sonrisa amenazante.
—Ah.
—Dime una cosa, Rekk Zharos. ¿Por qué motivos has venido a manchar
mi tierra con tu presencia?
—Estoy buscando a alguien. —Ladea la cabeza y vuelve a fumar del palo
—. La princesa desapareció justo después de su ordenación. Su pah me ha
encargado encontrarla.
Casi me echo a reír.
«Cómo no».
Todo el mundo sabe que este hombre lleva siguiendo a Kyzari como una
sombra desde hace muchas fases, desesperado por conseguir su cariño. Solo
Tyroth se aprovecharía de eso para encontrar a su querida hija, que no deja
de escaparse de la jaula en la que la tiene retenida desde hace demasiado
tiempo.
—Bueno —mascullo—, ten en cuenta que, si fuera mi hija, haría todo
cuanto estuviera en mi mano para mantenerla bien alejada de hombres
como tú.
Suelta un resoplido y pega otra calada, lanzando la ceniza al suelo.
—Me cansa hablar contigo. ¿Y si te vas a tus aposentos a lavarte la polla
para quitarte el olor de la zorra a la que te estabas tirando mientras yo me
doy una vuelta por la ciudad?
Sopeso las consecuencias de arrancarle solamente un ojo. Supongo que
podría encontrar algún vacío político para hacerlo, pero lidiar con Raeve
sería otra historia…
Creo que estaría decepcionada conmigo, y eso es lo último que quiero.
—Busca tanto como desees, aquí no vas a encontrar a Kyzari. Y no vas a
registrar mi ciudad sin grillete de hierro o una escolta —digo señalando a
mis guardias, apostados en la entrada de la Fortaleza Imperial, todos ellos
con abalorios rojos, transparentes o marrones en la barba o el pelo—. Yo
también te acompañaré. Seguro que lo entiendes.
—Por supuesto —musita. Lanza el palo al suelo, cuyas ascuas silban
como una sierpe moribunda, y lo aplasto con el talón—. ¿Y mis alforjas?
—Las bajarán y las llevarán a tus aposentos, donde permanecerás bajo
vigilancia durante todo el tiempo que ensucies mi reino con tu pútrida
presencia.
Extiende las manos y muestra una sonrisa sádica cuando Colet se acerca
con los grilletes y le ata las muñecas.
—¿Es un honor que otorgas a todos los que visitan tu Fortaleza?
Le devuelvo la sonrisa y le enseño los colmillos.
—Solo a aquellos que detesto.
Raeve
CAPÍTULO 84
Camino en semicírculos alrededor del jergón, apretando los puños y
abriendo las manos. Apretándolos de nuevo. Noto la energía golpeándome
por dentro como si fuera un látigo con puntas metálicas, minando mi
determinación con cada porrazo.
Muevo el cuello de un lado a otro. Me paso las manos por la cara, por el
pelo.
Bandera blanca.
Bandera blanca.
Una puta bandera blanca.
Otro alarido me rompe el corazón, mezclándose con un destello.
Una visión me asalta como si fuera un golpe en el cerebro:
Elluin Neván
Edad: 21 fases
5.000.042 fases después de la Piedra
Cada ciclo que pasa estoy más grande, pero más débil en los huesos.
Casi demasiado débil como para llegar a mi escondrijo, sacar el diario y
leer páginas sobre épocas más alegres que me recuerdan que en este mundo
todavía hay algo de bondad.
Todos los daes, la gente de la ciudad celebra en las calles como si ya
hubiera nacido mi hijo. Como si las cenizas de mis seres queridos no
mancharan aún el aire mismo que respiramos.
Si Tyroth sospecha que el bebé no es suyo, no lo ha insinuado, aunque no
hablamos, pues tampoco es que tenga nada que decirle.
Uno de sus leales edecanes, los únicos con los que se me permite estar en
contacto, me ha contado que en esta salida auroral ha llegado una
sanguiria a lomos de un dragón. Si ha venido a poner a prueba la sangre
de mi bebé cuando haya nacido, la línea paternal no apuntará en dirección
a Tyroth.
Apuntará hacia el norte…, hacia Kaan.
Lo ha firmado, sí… Sin embargo, entre la rúbrica, con una letra diminuta
apenas distinguible que ha intentado ocultar con la forma de su nombre,
aparece una sola frase:
Arkyn se ríe y escribe su propia nota en el espacio vacío antes de doblar
el pájaro de papel por las líneas de activación, darle vida y susurrar un
nombre a sus alas mientras estas revolotean.
La muchacha tiene más genio del que esperaba.
Quizá se haya equivocado con ella. Quizá al final sí que sobreviva. Pero
no puede decir lo mismo de su tío.
No…
El Rey Carroñero tiene planes para el gran Kaan Vaegor, que hizo suya la
venganza de Arkyn, y ninguno de esos planes es bonito.
La alondra echa a volar, cruza el dormitorio y avanza por los pasillos.
Recorre el laberinto subterráneo hacia el mundo exterior y, cuando pasa por
delante de las celdas, se cruza con otro pájaro…
Uno pequeño e inseguro con un desgarrón en el ala y una mancha de
sangre en la cola.
La alondra herida atraviesa dos barrotes hasta donde está atada la
princesa Kyzari en el suelo, hecha un ovillo junto a su manta mugrienta. Su
mano sirve de pista de aterrizaje hacia la que se dirige el pajarillo… Y se
estrella de bruces en ella, aplastándose la nariz contra los dedos de la
muchacha.
Kyzari se encoge y abre los ojos.
La alondra se da la vuelta y le muestra las dos letras diminutas
perfectamente escritas que tiene en la parte inferior de su vientre.
ne
GLOSARIO
EXPLICACIONES TEMPORALES
A. P. / ANTES DE LA PIEDRA
En la línea temporal, antes de que a los Neván les entregaran la Piedra Éter.
D. P. / DESPUÉS DE LA PIEDRA
En la línea temporal, después de que a los Neván les entregaran la Piedra
Éter.
CINTAS AURORALES
Una banda de cintas plateadas y luminosas que están atadas a los dos polos
del mundo, el norte y el sur, y lo orbitan alrededor de este eje. Las cintas
aurorales son lo que la gente utiliza para marcar la hora de despertarse o de
acostarse.
CICLO AURORAL
Un ciclo auroral completo es la cantidad de tiempo que tardan las cintas
aurorales en orbitar el planeta. Un ciclo auroral es el equivalente a nuestro
día de veinticuatro horas.
SALIDA AURORAL
El momento del ciclo auroral en el que las cintas aurorales asoman por el
horizonte oriental.
PUESTA AURORAL
El momento del ciclo auroral en el que las cintas aurorales se ponen en el
horizonte occidental.
DAE
El momento del ciclo auroral en el que las cintas aurorales recorren el cielo.
Es el tiempo en el que los habitantes del mundo suelen estar despiertos.
DUERMEVELA
El momento del ciclo auroral en el que no hay cintas aurorales pintando el
cielo. Es el tiempo en el que los habitantes del mundo suelen dormir.
FASE
Mil ciclos aurorales, parecido a un año. Las cintas aurorales se vuelven más
gruesas durante el transcurso de la fase y, luego, se reducen en el milésimo
ciclo. Este ritmo menguante y creciente marca la fase de principio a fin.
EÓN
Cien fases, es decir, cien mil ciclos aurorales.
ABALORIO ELEMENTAL
Estos abalorios se llevan para mostrar si un individuo es capaz de oír alguna
de las canciones elementales. Adoptan una forma distinta en cada reino: en
La Bruma, se llevan como pendientes; en La Llama o La Sombra, sirven
como adornos en el pelo, la barba o la vestimenta.
– ABALORIO ROJO: Ignos (fuego)
– ABALORIO AZUL: Rayne (agua)
– ABALORIO TRANSPARENTE: Clode (aire)
– ABALORIO MARRÓN: Bulder (tierra)
ABUH
Abuela o abuelo.
ALONDRA DE PAPEL
Cuadrados de pergamino runados con líneas de activación. Una vez
doblados en forma de pájaro, esos mensajes vuelan hasta el destinatario. Es
una forma fiable de comunicación en este mundo.
ARITHIA
La capital de La Sombra.
BHOGGITH
La zona donde anidan los fundefauces. Se encuentra en La Bruma y es una
amplia extensión de páramos pantanosos. En ella, hay montículos en los
que los fundefauces forman sus nidos construyendo grandes esferas
circulares con árboles y ramas, en cuyo interior depositan los huevos. En
cuanto los huevos empiezan a moverse, el fundefauces padre escupe llamas
sobre la estructura, una parte vital del proceso de eclosión.
BOTHAIM
Ciudad neutral. La residencia del Triconsejo.
CEREMONIA DE DESVELO
Cuando una princesa se entrega a los Creadores, en lugar de unirse a un
compañero, es desvelada al público por primera vez. En caso contrario, el
desvelo sucede durante la ceremonia de unión.
CEREMONIA DE UNIÓN
Muy parecida a una ceremonia de matrimonio.
CLAN JOHKULL
Uno de los numerosos clanes de guerreros que habitan en las llanuras
Boltánicas. Esos clanes son famosos por sus fuertes y talentosos miembros.
Kaan creció en el clan Johkull.
DAGA-MÓRRK
Un ser con un vínculo tan estrecho con su dragón que puede emplear su
fuerza y su fuego. Esta conexión es más mítica que real.
DHOMM
La capital de La Llama.
DRELGAD
Una parte de la muralla que está dedicada al ejército de La Bruma y en la
cual se alojan los nuevos reclutas.
EL FOSO
La carretera principal de la ciudad de Gore.
EL GRAN FLURRT
Un celebrado fenómeno donde las auroras se duplican y las cintas de luz se
extienden por todo el cielo. No sucede a menudo, pero los dragones bailan y
se aparean cuando ocurre. Después de un Gran Flurrt, suele haber un
aluvión de huevos fertilizados.
EL LOFF
La enorme masa de agua que rodea la zona donde anidan los siegasables
como si fuera un iris turquesa. Es famosa por ser de donde salen bestias
antiguas y por tener un clima impredecible.
ESCRIPE
Un juego de suerte y estrategia que se juega en todo el mundo. Los
fragmentos de pergamino que se usan se asemejan a naipes, pero contienen
imágenes de diferentes criaturas.
ESPADA DE ELDING
Asesino de los Fíur du Ath.
FÍUR DU ATH
El grupo rebelde que pretende contrarrestar la tiranía que se extiende por
los territorios (sobre todo, en La Bruma). Abarcan todo el mundo.
GEMAS DE ROCADRAGÓN
Se forman en la tierra, en zonas donde se ha derramado sangre de dragón.
Es el medio de pago principal de La Bruma y de La Sombra. Si se muele y
se consume, tiene propiedades medicinales.
GONDRAGH
Una tierra donde el sol cae con fuerza, en la que hace muchísimo calor y
que resulta inhabitable para la mayoría de las criaturas. Es un área muy
rocosa, con un montón de volcanes y ríos de lava. Los siegasables anidan en
recovecos y grietas de esos volcanes. En cuanto los huevos empiezan a
moverse, recogen lava de los volcanes y la escupen sobre los nidos o los
cubren de llama de dragón, una parte vital del proceso de eclosión.
GORE
La capital de La Bruma.
HILVACARNE
Alguien entrenado en el arte de usar runas para sanar heridas en la carne,
los músculos y los órganos.
JUICIO TOOKAH
Prueba en la que dos guerreros luchan por el privilegio de unirse a alguien.
KHOLU
Según la profecía, la persona cuyo descendiente amarrará las lunas al cielo
para toda la eternidad.
LA BRUMA
El tercio central del mundo, la franja más ancha de las tres. Allí las nubes
siempre son coloridas, pues en todo momento reciben la luz de una hora
dorada. Hace frío, a menudo nieva y no llueve nunca, aunque a veces cae
aguanieve. Una muralla de piedra gigantesca circunda esta ancha parte del
mundo a modo de cinturón, en cuyo interior ha construido su hogar la
mayoría de la civilización de La Bruma. En zonas muy pobladas, se ha
abierto una brecha en la muralla y creado un foso protegido por puentes
celestes que van de un lado a otro.
LA FLORESTA
El refugio seguro subterráneo gobernado por el Elding, situado en una
ubicación no revelada hacia el sur.
LA LLAMA
El tercio norte del mundo. Allí siempre hace sol, por lo que el calor es
intenso, y en algunas zonas llueve a menudo. Hay un montón de junglas y
de extensas llanuras de arena, así como grandes masas de agua.
LA SOMBRA
El tercio sur del mundo. Allí no llega el sol y, por lo tanto, está siempre
sumido en la oscuridad; la única luz la proporcionan las cintas aurorales y
las lunas de los plumalunas. Hace muchísimo frío y está cubierta de nieve, y
la zona más fría es el polo sur, conocido como Netheryn.
MAH / MAHMI
Madre / mamá.
MÁLMR
Un colgante tallado a mano que los miembros de los clanes guerreros de las
llanuras Boltánicas le ofrecen a alguien a quien están cortejando. A menudo,
están hechos con escamas de dragón, huesos, cobre o piedra.
MENTALISTA
Alguien que tiene la habilidad única de adentrarse en la mente de otro. Hay
poquísimos en el mundo.
MUESCA
Un tajo curvado en la punta de la oreja de un feérico, como si una criatura
diminuta le hubiera pegado un mordisco. Si alguien tiene una, significa que
es nulo y, por lo tanto, incapaz de oír ninguna de las canciones elementales.
No es algo común en todas partes; solamente se da en unos reinos
específicos.
NETHERYN
La zona donde anidan los plumalunas. Se encuentra en La Sombra, en el
polo más al sur del mundo. Allí, el entorno, helado e inhóspito, resulta
inhabitable para la mayor parte de las criaturas. Los plumalunas anidan en
gigantescas columnas de hielo hexagonales. En cuanto los huevos empiezan
a moverse, el plumaluna padre escupe llamas gélidas sobre ellos o los cubre
de hielo y nieve, una parte vital del proceso de eclosión.
NULO
Alguien que no oye ninguna de las canciones elementales. En algunos
reinos, les hacen una muesca en las orejas para señalarlo.
OJOS DE DRAGÓN
La habilidad de ver el rastro de viejas runas, algo que de otra forma solo
puede hacerse a través de la luz de la llama de dragón.
PAH / PAHPI
Padre / papá.
PAREJA
El equivalente a marido o mujer. Decir que dos criaturas son pareja es una
forma de decir que están casadas.
PIEDRA ÉTER
Una piedrecita negra, del tamaño de la yema del pulgar de un adulto, que
está incrustada en una diadema de plata. La diadema se funde con la cabeza
del huésped y está custodiada por la estirpe de la familia Neván. Caelis, el
dios del Éter, se encuentra dentro de la piedra.
REFUGIO DE CRÍA
Un refugio que, por lo general, se encuentra en las afueras de las zonas
donde anidan los dragones. Suele ser el lugar donde se instala alguien que
ha robado un huevo para que los dragones bebés nazcan en su hábitat
natural y la eclosión sea segura y saludable.
RÉIDI
El tatuaje de puntos situado en la espalda de un guerrero de las llanuras
Boltánicas. Cada punto representa una victoria, por lo que una espalda muy
tatuada indica una gran fuerza y honor.
RUNI
Alguien que ha aprendido a utilizar los símbolos encontrados en la vieja
tumba que algunos creen que Caelis, el dios del Éter, escribió en su
desesperación por que lo oyeran. Los runis llevan un abalorio blanco o una
capa blanca con botones en la costura central que la ciñen. Los botones
están estampados con símbolos que anuncian los talentos del runi. Para
indicar diferentes niveles de destreza, los botones están hechos de
materiales distintos: la madera marca el nivel elemental, mientras que el
diamante es el más avanzado.
SANGUIRIO
Alguien que tiene un poder único sobre la sangre. Puede trazar el origen de
la familia, usar la sangre de alguien para provocarle dolor o placer, etcétera.
SUBURBIA
Una hendidura enorme y escarpada justo debajo de la muralla de La Bruma,
concretamente debajo de Gore, la capital de La Bruma. Está abarrotada de
pozos abandonados de rocadragón y es una zona frecuentada por criaturas
sin hogar. Algunos de los pozos se desploman y las criaturas a ambos lados
de la muralla se escabullen en el interior para buscar refugio, por lo que es
un lugar muy peligroso donde vivir.
TRICONSEJO
Es un consejo de elementales con tres abalorios y runis de gran sabiduría.
Ejercen cierta influencia sobre los reinos porque ostentan un gran poder y, a
veces, intervienen en asuntos políticos. Viven en Bothaim, un territorio
neutral que no está sometido a las normas de ningún rey o reina.
VERACISTA
Alguien que tiene la habilidad única de saber si otro está mintiendo. Los
veracistas no son tan fuertes como los mentalistas, pero son más comunes y
valiosos para la Corona, ya que son capaces de saber si alguien oye las
canciones elementales; sobre todo, son jóvenes que han empezado a oír las
canciones e intentan huir del reclutamiento.
VIAL ELEMENTAL
Dispositivo pequeño portátil que es capaz de contener elementos en sus
formas más puras, como el fuego, el aire, el agua, la tierra e incluso la llama
de dragón. Sin embargo, hay poquísimos viales elementales, puesto que se
requiere la sangre de un Daga-Mórrk para construirlos.
SERES Y CRIATURAS
AVE ELDING
Una criatura mítica parecida a un pájaro formada a partir de cenizas y
llamas.
CAMBIASINOS
Una criatura felina enorme y plateada que es más leyenda que realidad. A
quienes dicen verlo se los considera locos, ya que cuentan que la bestia les
hizo cambiar la decisión que iban a tomar por otra.
ESPECTROS
Criaturas poco comunes, larguiruchas y vaporosas que persiguen jirones de
niebla, donde mordisquean almas a cambio de mensajes procedentes de los
muertos. Hablan.
FÁUNIDOS
Bestias aladas con piel, cuello grueso y enormes ojos oscuros. Miden menos
de la mitad de un fundefauces medio y son capaces de fundirse con la
piedra de color óxido de La Llama. Pueden aferrarse a acantilados y a
techos y tienen alas parecidas a las de los murciélagos. Se pueden montar.
FEÉRICOS
Forman el pueblo más común del mundo. No son inmortales, pero tienen
una esperanza de vida excepcionalmente larga. Los feéricos tienen orejas
puntiagudas y caninos afilados y son de naturaleza primaria.
FUNDEFAUCES
Los dragones que viven en La Bruma. Son de una mezcla de colores, y no
hay dos que luzcan la misma gama cromática. Pueden viajar sin problemas
a cualquier parte del mundo y son los dragones a quienes resulta más fácil
domar o robar un huevo.
MALPIÉ
Criatura peluda con orejas enormes, nariz larga, dientes prominentes y
bigotes. Mide dos terceras partes que un feérico y es capaz de robar cosas
de lugares difíciles. Gran coleccionista. Habla.
MISKUNN
Una pequeña criatura de pelo y cuerpo blanco, rasgos diminutos y dientes
afilados. Es tan grácil que se dobla como un marsupial y tiene una cola
larga y copetuda. Ve el futuro, aunque sus visiones son esporádicas y
susceptibles a cambios. Habla.
PLUMALUNAS
Los dragones que viven en La Sombra. Tienen una piel luminosa que irradia
tonos grises, perlados, iridiscentes y blancos, ojos negros enormes y
brillantes, cara redonda, cuello largo y cuerpo elegante. Su cola es larga,
como un pincel plateado. Les encanta el frío y no soportan el sol ni las
quemaduras; tampoco pueden ver bien en una claridad intensa. Son muy
astutos y, por tanto, los dragones a los que resulta más difícil domar o robar
un huevo.
SIEGASABLES
Los dragones que viven en La Llama. Son unas criaturas enormes y
cuadradas con escamas, púas y fauces con numerosos colmillos. Lucen
muchos colores distintos, como el óxido, el bronce, el rojo, el marrón, el
negro y el dorado. Les encanta el calor y no pueden sobrevivir mucho
tiempo en el desapacible frío de La Sombra. A veces, son muy ruidosos y
agresivos y resulta tan difícil domarlos o robarles un huevo como a los
plumalunas.
TROGGS
Criaturas grandes y larguiruchas a quienes les gusta acumular y comer
basura. Tienen cuatro brazos, cabellera negra larga y piel azul aterciopelada.
Consumen los recuerdos de los desechos que comen y los purgan dándoles
forma de hilos luminosos y pegajosos que extraen de los agujeros que
tienen en las manos: los usan para decorar sus guaridas. Hablan.
PERSONAJES
AGNI
Una runi muy talentosa que vive y trabaja en la Fortaleza Imperial de La
Llama.
AHDRIK NEVÁN
Antiguo rey de La Sombra. Pareja de Eudora Neván y padre de Elluin y
Haedeon Neván.
ALLUME
La plumaluna de Haedeon Neván.
ARKYN
También conocido como Rey Carroñero.
BULDER
Uno de los cinco Creadores: el dios de la Tierra.
CADOK VAEGOR
El rey actual de La Bruma. Pareja de Dothea Vaegor, padre de Turun
Vaegor, hijo de Ostern y Kovina Vaegor, hermano de Kaan y Veya y gemelo
de Tyroth Vaegor.
CAELIS
Uno de los cinco Creadores: el dios del Éter.
CLODE
Una de los cinco Creadores: la diosa del Aire.
DOTHEA VAEGOR
La reina actual de La Bruma. Pareja de Cadok Vaegor y madre de Turun
Vaegor.
EL ELDING
El líder de los Fíur du Ath.
ELLUIN NEVÁN
Antigua princesa de La Sombra. Hija de Ahdrik y Eudora Neván y hermana
de Haedeon Neván. Descendiente de la estirpe familiar a la que le confiaron
la Piedra Éter.
ESSI
La joven amiga de Raeve a quien esta rescató de Suburbia. Essi vive con
Raeve en Gore y es muy inteligente.
EUDORA NEVÁN
Antigua reina de La Sombra. Pareja de Ahdrik Neván y madre de Haedeon
y Elluin Neván. Descendiente de la estirpe familiar a la que le confiaron la
Piedra Éter.
FALLON
Amiga de Raeve a quien esta perdió hace mucho tiempo.
GRIHM
La mano derecha del rey Kaan.
HAEDEON NEVÁN
Antiguo príncipe de La Sombra. Hijo de Ahdrik y Eudora Neván y hermano
de Elluin Neván. Descendiente de la estirpe familiar a la que le confiaron la
Piedra Éter.
IGNOS
Uno de los cinco Creadores: el dios del Fuego.
KAAN VAEGOR
El rey actual de La Llama. Hijo mayor de Ostern y Kovina Vaegor y
hermano de Cadok, Tyroth y Veya Vaegor.
KYZARI VAEGOR
Princesa de La Sombra. Nieta de Ostern y Kovina Vaegor. Descendiente de
la estirpe familiar a la que le confiaron la Piedra Éter.
OSTERN VAEGOR
Antiguo rey de La Llama. Pareja de Kovina Vaegor y padre de Kaan,
Cadok, Tyroth y Veya Vaegor.
PYROK
Un miembro no demasiado habilidoso de la corte imperial del rey Kaan.
Hermano de Roan.
RAYNE
Una de los cinco Creadores: la diosa del Agua.
REKK ZHAROS
Un famoso cazarrecompensas.
ROAN
Un alquimista y miembro de la corte imperial de Kaan. Hermano de Pyrok.
RUSE
La propietaria de La Pluma Rizada de Gore.
SEREME
Un miembro de alto rango de los Fíur du Ath.
SLÁTRA
La plumaluna de Elluin Neván.
TYROTH VAEGOR
El rey actual de La Sombra. Hijo de Ostern y Kovina Vaegor, hermano de
Kaan y Veya y gemelo de Cadok Vaegor.
UNO
El miskunn que es mascota de Ruse.
VEYA VAEGOR
Princesa de La Llama. Hija menor de Ostern y Kovina Vaegor y hermana de
Kaan, Cadok y Tyroth Vaegor.
VRUHN
El propietario de La Pluma Rizada de Dhomm.
WROOK
El malpié al que Raeve conoce en la celda.
GUÍA DE PRONUNCIACIÓN
Allume
Alúm
Cadok Vaegor
Cádok Véigor
Elluin Neván
Eliuín Neván
Essi
Ési
Fíur du Ath
Fíer du Az
Haedeon Neván
Jéidion Neván
Kaan Vaegor
Kan Véigor
Kholu
Kólu
Kyzari Vaegor
Kaizári Véigor
Ostern Vaegor
Ostérn Véigor
Raeve
Reif
Réidi
Rédi
Rekk Zharos
Rek Zarós
Rygun
Ráigan
Sereme
Serím
Slátra
Slátra
Tyroth Vaegor
Táiroz Véigor
Veya Vaegor
Véya Véigor
GRACIAS
Llevo desde el año 2020 intentando elaborar esta historia, repasándola por
la noche mientras intentaba quedarme dormida, mientras conducía, me
duchaba o cocinaba. Pero una parte de mí sabía que no estaba preparada
para contarla ni hacerle justicia.
Echando la vista atrás, creo que la historia necesitaba tiempo y ha ido
cogiendo aire hasta que ha podido cantar tan fuerte que ya no he podido
apagar su melodía. Al final, ha sucedido cuando yo más lo necesitaba,
cuando yo también necesitaba acordarme de cómo respirar.
Espero que te hayas enamorado de este mundo tanto como yo y que la
historia te haya provocado una sonrisa, una lágrima, una sensación
agradable en el pecho.
Espero que, durante unos instantes, hayas sentido que estabas entre estas
páginas, volando por el cielo a lomos de Rygun u observando las lunas; que
hayas estado buscando un huevo plateado y escribiendo un diario, o
acurrucándote a Ne en el cuello y acariciándola hasta que se queda dormida.
Gracias por haber cogido aire conmigo, por haberme permitido llevarte a
otra aventura.
Por haberme confiado tu corazón.
Con todo mi cariño,
Sarah
AGRADECIMIENTOS
No habría podido publicar este libro sin la ayuda de mi maravilloso equipo
ni sin el apoyo interminable de mi familia.
Josh, me has quitado un peso gigantesco de los hombros al hacer de
padre y de madre de nuestros tres preciosos hijos y al permitirme
adentrarme de lleno en la historia. Lloro cada vez que veo ese vídeo de
Juego de tronos, ese en el que Jon Snow ve que un ejército se dirige hacia
él. Está hecho polvo, preparándose para librar la guerra por su cuenta y,
justo antes del choque…, otro ejército sale de detrás de él y se lleva el
golpe. Tú eres ese ejército, mi amor. Gracias por salvarme.
Mamá, gracias por haberte tomado el tiempo para leer esta historia no
una vez, sino dos, por haberme comentado cosas por teléfono y por
haberme apoyado y dado ánimos de forma constante. Te quiero.
The Editor & The Quill: Chinah, gracias por todo lo que has vertido en
esta historia. Por haber sido una lectora alfa, por tu edición durante el
proceso y por tus correcciones. Te superas con cada libro que escribo y
tengo mucha suerte de contar contigo en mi vida. No solo por tu increíble
don como editora, sino por nuestra valiosa amistad. Ojalá viviéramos más
cerca.
Polished Perfection: Helayna, gracias por las numerosas horas que has
invertido para que esta bestia de libro brille. Por haber buscado
incoherencias en el argumento y por el amor y la devoción que has sentido
hacia la historia. Estoy muy pero que muy agradecida por que pudieras
hacerme un hueco en tu agenda.
Raven, sabes que te quiero infinito. Gracias por haberme animado a hacer
este salto de fe, por haber sido la voz de la razón cuando la necesitaba oír
desesperadamente y por haberme hecho ir por el buen camino cuando me
quedé inmersa en la fatídica espiral de reescritura (carita riendo). Gracias
por haber invertido el tiempo de hacer de lectora beta de esta historia y por
el amor y el apoyo que le has dedicado, que me has dedicado. Valoro
muchísimo nuestra amistad.
A. T. Cover Designs: Aubrey, gracias por la maravillosa cubierta de la
edición en tapa blanda y del ebook. ¡Todavía me cuesta creer que me
dibujaras una PLUMALUNA! Gracias por haber volcado el corazón y el
alma en todo lo que diseñas para mí. No tengo palabras suficientes para
describir lo agradecida que te estoy por todas las horas que te pasas dando
vida visual a mis historias. Estaré agradecida eternamente por nuestra
amistad.
Lauren, muchas gracias por haber leído mi primerísimo borrador, por tus
críticas atentas y por no haber tenido miedo de darme tu opinión tal cual.
Como con la tercera parte de Un pétalo de sangre y cristal, me has ayudado
a que Hasta que caiga la luna se convierta en la mejor versión posible. Por
eso, y por nuestra fantástica amistad, siempre te estaré agradecida.
Angelique, Talarah, Ivy y Ann, miles de gracias por haber hecho un
hueco en vuestra ajetreada vida para leer el manuscrito, por vuestros ánimos
positivos, por vuestras críticas constructivas y por haberme apoyado de
MUCHAS maneras. Os quiero y os adoro a las cuatro.
Lois y Kim, gracias por haber leído esta bestia antes de que la mandara a
ARC. Las dos me disteis la confianza que necesitaba para enviar a mi bebé
al resto de mundo. Os lo agradezco de corazón.
Alice Cao, gracias por los diseños del encabezado de los capítulos. Sé
que no paro de repetírtelo, pero es que tienes muchísimo talento. Estoy
tremendamente orgullosa de contar con tus ilustraciones en esta historia,
que representan a la perfección a las criaturas y a los personajes.
Rachel de The Nerd Fam, muchas gracias por todo el trabajo que has
hecho para mi campaña de publicidad. Tu atención al detalle es espléndida,
tu entusiasmo contagioso, y me muero por trabajar contigo durante otros
muchos lanzamientos.
Brit, gracias por tu amistad y tu apoyo inquebrantables. Te quiero mucho.
Y a mis maravillosos lectores, gracias por las menciones, los mensajes,
las críticas, y por aplaudir, comentar o compartir mis publicaciones. Gracias
por haberles dado una oportunidad a mis historias y por haberme confiado
vuestro corazón. ¡Brindemos por la siguiente!
ADVERTENCIAS DE CONTENIDO
Sangre
Muerte y violencia
Escenas de sexo explícito
Tortura
Amenaza implícita de acoso sexual/depredador sexual
Lenguaje explícito
Crueldad hacia una criatura/abusos
Secuestro de un adulto (insinuado y recordado a posteriori)
Muerte al dar a luz (insinuado)
Secuestro/tráfico de menores (insinuado)
Aborto (insinuado en un personaje secundario)
«Los Creadores jamás esperaron que sus queridos
dragones, al llegar su fin, ascendieran a los cielos.
Tampoco que se enroscaran en forma de esfera
allá donde la gravedad no podía alcanzarlos y
llenaran el firmamento de tumbas... De lunas.
Y, desde luego, jamás esperaron que cayeran».
Ahora vive en Australia con su marido, su perro, sus tres hijos e incontables
plantas, y se dedica a volcar sus historias en papel. Su género predilecto es
la fantasía romántica épica y se esfuerza por crear personajes reales y
complejos y mundos absorbentes en los que puedas perderte.
Título original: When the Moon Hatched
Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la
creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre
expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por
respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún
medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe
publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-01-03563-0
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Índice
Hasta que caiga la luna
Acerca de este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Diario
Capítulo 7
Capítulo 8
Diario
Capítulo 10
Capítulo 11
Diario
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Diario
Capítulo 17
Diario
Capítulo 19
Diario
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Diario
Capítulo 25
Diario
Capítulo 27
Capítulo 28
Diario
Capítulo 30
Diario
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Diario
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Diario
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Diario
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Diario
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Diario
Capítulo 58
Capítulo 59
Diario
Capítulo 61
Capítulo 62
Diario
Capítulo 64
Diario
Capítulo 66
Capítulo 67
Diario
Capítulo 69
Diario
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Diario
Capítulo 77
Capítulo 78
Diario
Capítulo 80
Diario
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Diario
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Epílogo
Árbol familiar
Glosario
Guía de pronunciación
Gracias
Agradecimientos
Advertencias de contenido
Sobre este libro
Sobre Sarah A. Parker
Créditos