LECTURA OBLIGATORIA
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PRIMERA EVALUACIÓN
NOMBRE Y APELLIDOS:
CURSO:
Lee el texto con atención y haz un comentario personal relacionándolo con el tema
estudiado.
"Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que
morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche
cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo
cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin
estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar
hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la
cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me
correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos
abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a
tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan
incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los
mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más
importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente
dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres
queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me
sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La
muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que
me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di
cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como
ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte,
la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más
que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que
fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería
dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el
darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa
cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí
mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir,
cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un
pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente,
no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo.
Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él.
Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que
no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era
posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de
mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la
muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué
sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas
de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical.
Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares,
pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al
cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese
ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí,
muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es
mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que
habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea
ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte
extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte
impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con
un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No
sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me
propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la
revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar.
Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno
pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos
los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y
que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los
niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden
por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la
muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos
humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos
«humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que
tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada
uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la
enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la
necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a
morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso
mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes
somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso
precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que
no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso
porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo
que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la
conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de
la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la
vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que,
al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza
a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo
Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede
significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos?
Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible-
algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son
formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la
muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe
pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos
luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera
habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo
hacemos para evitar morir) y nada en qué pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento
lógico con este silogismo: Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre, luego
Sócrates es mortal. No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience
recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por
cierto que nos condena también a muerte a todos los demás."