Navidades de Miedo
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Prólogo 13
NAVIDADES DE MIEDO
El banquete de Navidad 37
NATHANIEL HAWTHORNE
El sacristán muerto 75
SHERIDAN LE FANU
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manidad y el gusto por la narración oral. Por lo tanto, es
natural que ambas se combinaran en el invierno, cuando la
muerte estaba presente en la mente de las personas, incluidos
los recuerdos del fallecimiento de sus seres queridos, por lo
que los cuentos de fantasmas se convirtieron en tales fechas
en una popular actividad oral junto a la chimenea.
La tradición probablemente comenzó a partir de la fiesta
pagana de Yule de los antiguos pueblos escandinavos y ger-
manos, a su vez una hibridación de las Saturnales romanas,
rito con el que se daba la bienvenida al invierno. La Navidad
cristiana absorbió y amalgamó dichas celebraciones de lo que
los antiguos llamaban «días angostos», los menos lumino-
sos y más cortos del año. La creencia predominante es que la
combinación fue una consecuencia natural de las largas no-
ches de invierno y los rituales paganos vinculados al solsticio
correspondiente. Los practicantes creían que los espíritus de
los muertos estaban más activos durante esa época del año.
«Cuentos de invierno» es un término que probablemente
se utilizó un siglo antes de Marlowe y la era isabelina, y con-
tinuó haciéndose durante algún tiempo después, y se puede
decir que constituye un subgénero en sí mismo. Es más difí-
cil establecer definitivamente su asociación con la Navidad,
pero durante la era Tudor, la Navidad era una fiesta popular
y, como probablemente hacía frío, es seguro que, con la fa-
milia reunida alrededor del fuego, se contaban historias de
fantasmas.
Como señaló Chesterton, la famosa obra de Dickens A
Christmas Carol in Prose: Being a Ghost-Story of Christmas
(1843) debe gran parte de su hilaridad al hecho de ser un cuen-
to de invierno, y de un invierno muy invernal. El ambiente
suele acompañar. La Nochebuena coincide, con apenas un
par de días de diferencia, con el solsticio de invierno, es decir,
la noche más larga del año. Es época de frío, nieve, oscuridad
y largas noches. El momento idóneo para que los sentimien-
tos más oscuros del hombre se exacerben.
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En cierto modo, las historias con las que nos encanta ser
inquietados son también una forma de preparación, a menu-
do para lo peor, un eficaz lenitivo para mitigar los sufrimien-
tos del ánimo. Acurrucados en nuestro sillón favorito, en un
ambiente netamente festivo, nos tranquilizamos frente a las
cosas que sabemos que pueden hacernos daño. Afuera hace
frío, pero podemos subir la calefacción. El clima exterior se
vuelve sombrío o amenazador, y es hora de redescubrir ese
sentido del juego que muchos de nosotros hemos perdido
con los años y que, a veces con un poco de suerte, nos acor-
damos de redescubrir en Navidad. Es una forma de alige-
rar la carga de nuestros pensamientos recurriendo a cuentos
fantásticos diseñados para enmascarar las cosas que más nos
asustan. En una época del año en la que es posible optar por
quedarse cómodamente en casa a salvo del mal tiempo y con
abundante comida y bebida, el estremecimiento al leer sobre
aparecidos suele ser un grato contraste.
Pero el atractivo secreto de estos cuentos —de las horri-
bles criaturas que creamos, los fantasmas que nos acechan y
los demonios que descubrimos operando dentro de nuestras
propias mentes— es que, si bien las historias en sí son ficcio-
nes, los peligros subyacentes que evocan y la emoción que
sentimos al enfrentarnos a ellos son, al final, bastante reales.
En 1918 Virginia Woolf escribió un ensayo, «Ghost Sto-
ries, Feelings, Our Love», en el que cuestionaba dicho atrac-
tivo, preguntándose: «¿Cómo vamos a explicar el extraño
anhelo humano del placer de sentir miedo que está tan invo-
lucrado con nuestra afición por los cuentos de fantasmas?».
La respuesta que ella misma propone puede decirnos mucho
sobre por qué se convirtieron en una tradición navideña por
derecho propio: «Es agradable tener miedo cuando somos
conscientes de que no corremos ningún tipo de peligro».
No está del todo claro por qué en la Inglaterra victoriana
el cuento de fantasmas estaba tan estrechamente asociado con
la Navidad. La imagen de gente sentada frente al fuego, en
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tiempos remotos, contándose este tipo de cuentos es casi un
cliché, pero no parece haber mucha evidencia de ello. En su
excelente y completo estudio de la Navidad tradicional, Book
of Christmas: Descriptive of the Customs, Ceremonies, Tradi-
tions, Superstitions, Fun, Feeling and Festivities of the Christ-
mas Season (1845), Thomas K. Hervey ni siquiera menciona
las ghost stories.
Los cuentos de fantasmas realmente alcanzaron populari-
dad en el siglo diecinueve, pasando de una tradición oral a la
palabra impresa por primera vez en 1819, cuando Washington
Irving publicó un relato que se refería a personas que se reu-
nían en Navidad para contarse historias espectrales.
El escritor estadounidense, que había viajado a Inglaterra
en 1815, publicó en 1819 The Sketch Book of Geoffrey Cra-
yon, Gent., que contenía algunos ensayos y cuentos, incluido
el icónico «Sleepy Hollow», pero fueron sus cuatro artículos
sobre la Navidad (en especial «Old Christmas») los que con-
tribuyeron a recuperar el espíritu perdido de la festividad y a
revivir el interés por costumbres que estaban desapareciendo
en Inglaterra. Y, sobre todo, a crear un concepto más hogare-
ño de la Navidad, alejado de la fiesta colectiva en los campos,
confiriéndole ese aire de armonía familiar que todavía subsiste.
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historias de fantasmas en Nochebuena es anterior a la era vic-
toriana.
Antes de 1860, el libro navideño era una pretenciosa co-
lección, primorosamente encuadernada, de versos melosos
y grabados sentimentaloides, un melindroso regalo para una
tía soltera o una novia platónica. Pero poco o nada tenía que
ver con la Navidad, salvo que era en sí mismo una dádiva. A
partir de esa fecha pasó a ser no una estrena, sino el emblema
mismo de la Navidad laica en forma comprimida.
Solo de vez en cuando se escuchaba alguna voz contra esta
interpretación social de la Navidad como sacramento de la
gran familia. El personaje más conocido de Dickens, Ebene-
zer Scrooge, inolvidable protagonista de A Christmas Carol
(1843), fue uno de ellos. Dickens era un firme defensor de la
Navidad y, tal vez como reacción a su propia pobreza en la in-
fancia, la promovió como una fiesta familiar. Era partidario de
recuperar las antiguas tradiciones de una nostálgica Navidad
inglesa para devolver una sensación de armonía que faltaba en
el mundo que le rodeaba.
Su primera escaramuza en defensa de esa antigua tradición
había sido «A Christmas Dinner», un breve relato incluido en
Sketches by Boz (1833). Y en su primera novela, The Posthu-
mous Papers of the Pickwick Club (1837), reincidió con un
tal Gabriel Grub, un viejo y malvado sacristán que recibe la
visita de duendes del pasado, presente y futuro, y aprende de
los errores de su comportamiento.
Seis años más tarde, el 19 de diciembre de 1843, Dickens pu-
blicaría una historia más completa de mister Grub, con el nom-
bre trocado en Ebenezer Scrooge, y el mundo cambió. Pero lo
más importante fue que el concepto de Navidad experimentó
un renacimiento, y lo que se había convertido en una festividad
marginada despegó en Gran Bretaña y unos años más tarde
explotó hasta convertirse en algo de proporciones gigantescas.
A finales del siglo diecinueve los cuentos de fantasmas na-
videños se habían vuelto tan omnipresentes que en 1891 el hu-
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morista británico Jerome K. Jerome se quejaría en Told After
Supper: «Cada vez que cinco o seis personas de habla inglesa
se reúnen alrededor de una fogata en Nochebuena, empiezan
a contarse historias de fantasmas. Nada nos satisface más en
Nochebuena que escuchar auténticas anécdotas sobre espec-
tros. Es una época genial y festiva, y nos encanta reflexionar
acerca de tumbas, cadáveres, asesinatos y sangre».
El primer libro dedicado íntegramente a cuentos navide-
ños de temática sobrenatural parece haber sido el popular
Round About Our Coal-Fire: or, Christmas Entertainments,
de autor anónimo, aparecido en Londres hacia 1730 (con va-
rias ediciones en aquella década), que presentaba, además de
un capítulo sobre historia de la magia, relatos sobre fantasmas
y ogros.
Sin embargo, lo que dio alas a estos cuentos de miedo,
diseñados para aligerar la carga de nuestros pensamientos y
enmascarar las cosas que más nos asustan, fue la aparición
del anuario de Navidad, un libro de entretenimiento que las
revistas y publicaciones periódicas británicas más conocidas,
como Daily News, The Strand, The Pall Mall Magazine, The
Evening News, The Cambridge Review, Household Words,
All the Year Round, Blackwood’s, Once a Week o St James’s
Budget, e incluso editoriales como Routledge o Ward, Lock
& Company, publicaban especialmente por esas fechas te-
niendo en mente los lucrativos mercados de Navidad y Año
Nuevo.
El talante de esas publicaciones, en general, era el de «sol-
tarse el pelo», incluso en las revistas más chapadas a la anti-
gua. Su contenido estaba influenciado por los gustos literarios
y culturales de una clase media emergente y hacía hincapié en
historias de aventuras y peligros físicos, a menudo ambien-
tadas en lugares extraños, dando énfasis a las emociones. El
anuario solía incluir acertijos, charadas, tiras cómicas, más-
caras navideñas completas, textos de pantomima, villancicos
y canciones, ilustraciones especiales y poesía para Navidad,
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adivinanzas y trucos mágicos, chistes y diversiones similares.
Y, por supuesto, cuentos de fantasmas.
La Revolución Industrial significó que la impresión se
mecanizara por primera vez y, como resultado, el material
de lectura se volvió mucho más asequible y podía producir-
se en masa. Al mismo tiempo, los niveles de alfabetización
iban en aumento, creando un nuevo mercado para la literatu-
ra. Las publicaciones periódicas de ficción funcionaban casi
como la televisión de su época: ofrecían entretenimiento li-
gero y requerían una gran cantidad de contenido organizado
en partes manejables. La inclusión de historias en serie al es-
tilo de una telenovela aseguraba que el público siguiera com-
prando nuevas emisiones. Los cuentos de fantasmas solían ser
independientes y no seriales, y proporcionaban la posibili-
dad de variar el ritmo dentro de una publicación periódica.
Funcionaron particularmente bien a mediados y finales del
siglo diecinueve, lo que condujo a una verdadera edad de oro
para el género. Dada su procedencia de la ancestral tradición
oral, recuperada y transmitida de generación en generación,
en los siguientes siglos es indudable que han ido perdiendo
su raigambre, pero ello no es óbice para que sigan siendo una
lectura perfecta no solo para las fechas navideñas, sino para
cualquier otra época del año.
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M. R. James o Machen), considerados clásicos indiscutibles
de tan rica tradición porque lograron dar en el blanco nume-
rosas veces obteniendo por ello su tan merecida fama, pero
asimismo a otros autores esclarecidos, y no solo de lengua
inglesa, que no pudieron resistirse al indudable atractivo de
este género y, aunque ocasionalmente, lo cultivaron con gran
maestría y brillantez. Tal es el caso de Dickens, Hawthorne,
Galdós, Maupassant, Conan Doyle, Chéjov, Barrie, Hardy,
Chesterton o Pardo Bazán.
La selección, naturalmente personal y sin duda arbitra-
ria, como es de rigor, no pretende ser exhaustiva por razones
obvias de espacio, pero sí al menos representativa del géne-
ro en sus numerosas variantes. Teniendo siempre presente la
máxima exigencia de calidad literaria, he tratado de mezclar
una amplia variedad y originalidad de enfoques, alternando
relatos consagrados con otros menos conocidos. Por eso he
preferido obviar el popular Christmas Carol de Dickens y
sustituirlo por su primera incursión en el género en puridad,
pero a cambio, como adecuado colofón de la antología, inclu-
yo una curiosa continuación del mismo que el ingenioso Ma-
chen, con su elegante prosa, se atrevió a escribir casi ochenta
años después.
Para acabar, reconozco que mi única pretensión al hacer
la selección ha sido que el lector lo pase de miedo, al menos
tanto como yo lo pasé cuando en su tiempo leí estos cuentos
y ahora lo he vuelto a pasar al releerlos para hacer la recopila-
ción. Confío en que así sea.
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