DESPUÉS
DESPUÉS
DESPUÉS
(Après)
No se conoce publicación anterior a la antología
póstuma Le colporteur en el año 1900. La fecha de
este texto es desconocida, aunque todo apunta a
que sea de 1891.
-Queridos -dijo la condesa- hay que ir a acostarse.
Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a
abrazar a su abuela.
Después vinieron a darle las buenas noches al Sr.
cura, que había cenado en el castillo como hacía
todos los jueves.
El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas,
pasando sus largos brazos vestidos de negro por
detrás del cuello de los niños y, aproximando sus
cabezas con un movimiento paternal, les besó la
frente con un beso muy tierno.
Después los volvió a poner en el suelo, y las
pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas
detrás, se fueron.
-Os gustan los niños, señor cura -dijo la condesa-.
-Mucho, señora.
La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el
sacerdote.
-Y...vuestra soledad, ¿Nunca os ha pesado
demasiado?
-Si, a veces.
Él se calló, dudó, y después continuó:
-Pero yo no he nacido para la vida mundana.
-¿Qué sabéis vos de eso?
-¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser
sacerdote, he seguido mi senda.
La condesa lo observaba continuamente:
-Veamos, señor cura, decidme, decidme, ¿como os
habéis decidido a renunciar a todo lo que nos hace
amar la vida, a todo lo que nos consuela y nos
sostiene?. ¿Quién os ha empujado o inducido a
apartaros del gran camino natural, del matrimonio
y la familia? Vos no sois ni un exaltado, ni un
fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún
acontecimiento, una pena, lo que os ha decidido a
pronunciar unos votos de por vida?
El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego,
después extendió hacia las llamas sus zapatones de
sacerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la
hora de responder.
Era un enorme anciano de cabellos blancos que
prestaba sus servicios desde hacía veinte años en la
comunidad de Saint-Antoine-du-Rocher. Los
campesinos decían de él:
-Es un buen hombre.
En efecto, era un gran hombre, condescendiente,
familiar, bondadoso y sobre todo, generoso. Como
San Martín, él había rasgado en dos su abrigo. Era
de risa fácil y lloraba también por poca cosa, como
una mujer, lo que le perjudicaba incluso un poco
ante el carácter rudo de los campesinos.
La anciana condesa de Saville, retirada en su
castillo de Rocher para cuidar a sus nietos después
de las muertes sucesivas de su hijo y su nuera,
quería mucho a su sacerdote, y decía de él:" Es un
encanto".
Él venía todos los jueves a pasar la noche con la
dueña del castillo y se había creado entre ellos una
buena y franca amistad entre ancianos.
Se entendían casi con medias palabras, siendo los
dos buenas personas, con esa bondad de las gentes
sencillas y tiernas.
Ella insistía:
-Veamos, señor cura, confiese usted.
El repetía:
-Yo no había nacido para la vida común. Me di
cuenta a tiempo, felizmente y muy a menudo he
constatado que no me he equivocado.
Mis padres, vendedores merceros en Verdiers, y
bastante ricos, tenían muchas esperanzas puestas
en mí. Me mandaron a una pensión muy joven. No
se sabe lo que puede llegar a sufrir un niño en un
colegio por el mero hecho de la separación, del
aislamiento. Esta vida uniforme y sin ternura es
buena para unos, detestable para otros. Los seres
pequeños tienen a menudo el corazón mucho más
sensible de lo que uno cree y, encerrándolos así,
demasiado pronto, lejos de aquellos que aman, se
puede desarrollar hasta el exceso una sensibilidad
que se exalta, que se convierte en enfermiza y
peligrosa.
Yo no jugaba apenas, no tenía compañeros, pasaba
mis horas echando de menos la casa, lloraba por la
noche en mi cama, me rompía la cabeza para
reencontrar recuerdos de mi hogar, recuerdos
insignificantes, pequeñas cosas, pequeños sucesos.
Yo pensaba sin cesar en todo lo que había dejado
allá. Me convertía muy lentamente en un exaltado
para quien las más ligeras contrariedades eran
horribles penas.
Con todo esto yo permanecía taciturno, cerrado en
mí mismo, sin expansión, sin confidentes. Este
trabajo de excitación mental se hacía sobriamente y
concienzudamente. Los nervios de los niños son
rápidamente sacudidos; deberíamos vigilar a
aquellos que viven en una paz profunda, hasta su
desarrollo casi completo. Pero, ¿quién puede
pensar que, para algunos colegiales, un castigo
injusto puede ser un dolor tan grande como lo será
más tarde la muerte de un amigo? ¿Quien se da
cuenta exactamente de que algunas almas jóvenes
sufren por una nimiedad emociones terribles, y
son, en poco tiempo, almas enfermas, incurables?
Este fue mi caso. Esta facultad de lamento se
desarrolló en mí de forma que toda mi existencia se
convirtió en un martirio.
No lo decía, no decía nada, pero poco a poco me
volví de una sensibilidad, o más bien, de una
sensitividad tan viva que mi alma parecía una
herida abierta. Todo lo que la tocaba le producía
retortijones de dolor, vibraciones horrorosas y
como consecuencia verdaderos estragos. !Felices
los hombres que la naturaleza ha acorazado de
indiferencia y armado de estoicismo!
Llegué a los 16 años. Una timidez excesiva me
caracterizaba como consecuencia de esta capacidad
para sufrir con todo. Sintiéndome desnudo ante
todos los ataques del azar o del destino, temía
todos los contactos, todos los acercamientos, todos
los acontecimientos. Vivía en alerta como bajo la
amenaza constante de una desgracia desconocida y
siempre esperada. No osaba ni hablar, ni intervenir
en público. Tenía la sensación de que la vida era
una batalla, una lucha espantosa donde se reciben
golpes tremendos, heridas dolorosas, mortales. En
lugar de alimentar, como todos los hombres, la feliz
esperanza del día después, solo mantenía un
confuso temor y sentía en mí una especie de ganas
de esconderme, de evitar este combate en el que yo
sería vencido y muerto.
Rematados mis estudios, me dieron seis meses de
vacaciones para escoger una carrera. Un
acontecimiento muy simple me hizo de repente ver
claro, me mostró el estado enfermizo de mi
espíritu, me hizo comprender el peligro y me hizo
tomar la decisión de escapar.
Verdiers es una pequeña ciudad rodeada de
llanuras y bosques. En la calle principal se
encontraba la casa de mis padres. Últimamente,
pasaba mis días lejos de esta morada que tanto
había echado de menos, tanto había deseado. Se
habían despertado en mi sueños, y me paseaba por
los campos, completamente solo, para dejarlos
escapar, echar a volar.
Mi padre y madre, muy ocupados con su comercio y
preocupados por mi porvenir, no me hablaban más
que de sus ventas o de mis posibles proyectos. Me
querían como una persona positiva, de espíritu
práctico; me querían con la razón antes que con su
corazón. Yo vivía amurallado en mis pensamientos y
tembloroso con mi eterna inquietud.
Ahora bien, una tarde, después de un largo
recorrido, percibí, cuando regresaba a zancadas
para no llegar tarde, un perro que corría hacia mí.
Era una especie de podenco rojo, muy delgado, con
largas orejas rizadas.
Cuando estuvo a diez pasos se detuvo. Y yo hice lo
mismo. Entonces el se puso a agitar la cola y se
aproximó a pasitos, con movimientos de temor de
todo su cuerpo, doblándose sobre sus patas como
para implorarme y moviendo suavemente la cabeza.
Yo lo llamé. Hizo como si se rebajara, con un
aspecto tan humilde, tan triste, tan suplicante que
sentí las lágrimas en los ojos. Fui hacia él, se fue,
después volvió y yo me arrodillé mostrándole
ternura a fin de atraerlo. Pon fin, estuvo al alcance
de mi mano y, muy suavemente, lo acaricié con
precauciones infinitas.
Entonces él se animó, se levantó poco a poco, posó
sus patas sobre mis hombros y se puso a lamerme
la cara. Me siguió hasta casa.
Fue realmente el primer ser que yo amaba
apasionadamente porque él me devolvía mi ternura.
Mi afecto por este animal fue, en verdad, exagerado
y ridículo. Me parecía, confusamente, que éramos
dos hermanos, perdidos sobre la tierra, tan aislados
y sin defensa el uno como el otro. El ya no me
dejaba nunca, dormía a los pies de mi cama, comía
en la mesa a pesar del descontento de mis padres y
me seguía en mis recorridos solitarios.
A menudo me detenía sobre el borde de una zanja y
me sentaba en la hierba. Sam en seguida acudía, se
acostaba a mi lado o sobre mis rodillas y levantaba
mi mano con la punta del hocico a fin de hacerse
acariciar.
Un día, hacia finales de junio, estando en la
carretera de Saint-Pierre-de-Chabrol, vi venir la
diligencia de Ravereau. Se acercaba al galope
tirada por cuatro caballos, con su maletero
amarillo y la capota de cuero negro que cubría su
imperial. El cochero hacía chasquear su látigo; una
nube de polvo se levantaba bajo las ruedas del
pesado carruaje y después ondeaba por detrás,
como una nube.
Y de repente, a medida que se acercaba hacia mí,
Sam, asustado tal vez por el ruido y queriendo
juntarse conmigo, se lanzó delante de ella. La pata
de un caballo lo derribó. Lo vi rodar, girar, volver a
levantarse, volver a caer sobre todas sus patas.
Después la diligencia entera dio dos grandes
sacudidas y vi detrás de ella, en medio del polvo,
algo que se agitaba sobre la carretera. Estaba casi
cortado en dos, todo el interior de su vientre
colgaba desgarrado, salía sangre a borbotones.
Intentó levantarse, caminar, pero solo las dos patas
de delante podían moverse y arañar la tierra, como
para hacer un agujero. Las otras dos estaban ya
muertas. Aullaba horrorosamente, loco de dolor
Murió en algunos minutos. No puedo expresar lo
que sentí y cuanto he sufrido. Estuve en cama
durante un mes.
Pero, una tarde, furioso mi padre por verme en este
estado por tan poca cosa, gritó:
- ¡Qué pasará cuando tengas verdaderas penas, si
pierdes a tu mujer, a tus hijos! Mira que eres tonto!
Estas palabras, desde entonces, permanecieron en
mi cabeza, me atormentaron: "!Qué será entonces,
cuando tengas verdaderas penas, si pierdes a tu
mujer, a tus hijos!"
Y comencé a ver claro en mí. Comprendí porque
todas las pequeñas miserias de cada día tomaban
ante mis ojos una importancia catastrófica. Me di
cuenta de que yo estaba hecho para sufrir
intensamente por todo, para percibir todas las
impresiones dolorosas, multiplicadas por mi
sensibilidad enferma, y un miedo atroz a la vida me
sobrecogió.
No tenía pasiones, ni ambiciones; me decidí a
sacrificar las posibles alegrías para evitar los
dolores certeros. La existencia es corta, yo la
pasaré al servicio de los demás, aliviando sus penas
y gozando con su felicidad, me decía a mí mismo.
No experimentando directamente ni las unas ni las
otras, no recibiría más que las emociones
debilitadas.
Y sin embargo, ¡si usted supiera cómo la miseria
me tortura, me destroza! Pero lo que habría sido
para mi un intolerable sufrimiento, se convirtió en
conmiseración y piedad.
Estas penas que toco a cada instante, no las
hubiera soportado cayendo sobre mi propio
corazón. No habría podido ver morir a uno de mis
hijos sin morir yo mismo. Y, a pesar de todo, he
mantenido un miedo tal, oscuro y penetrante, a los
acontecimientos, que la visión del cartero en mi
casa me hace pasar cada día un escalofrío por las
venas, y sin embargo en estos momentos no tengo
nada que temer.
El abad Maudit se calló. Miraba el fuego en la
chimenea grande, como si viera allí cosas
misteriosas, todo lo desconocido de la existencia
que habría podido vivir si hubiera sido más atrevido
delante del sufrimiento. Añadió con una voz más
baja:
-Yo tenía razón. No estaba hecho para este mundo.
La condesa no decía nada; al fin, después de un
largo silencio ella dijo:
-Yo, si no tuviera a mis nietos, creo que ya no
tendría valor para vivir.
Y el cura se levantó sin decir una palabra más.
Como los sirvientes dormitaban en la cocina, ella
misma le condujo hasta la puerta que daba sobre el
jardín y vio hundirse en la noche su enorme sombra
lenta que iluminaba un reflejo de lámpara.
Después ella volvió a sentarse delante de su fuego y
pensó en un montón de cosas en las que no se
piensa cuando uno es joven.
FIN
Traducción de María Rodríguez Fernández.
Pontevedra. Enero. 2002