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LOS SIETE LOCOS
ROBERTO ARLT
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CAPITULO PRIMERO
LA SORPRESA
Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de
vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió
que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura,
morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo
Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por
sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador,
pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el
subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo
mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco,
cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la
de su progenitor. Estos tres personajes, el director
inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado
en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el
respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto
al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain.
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Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
-Tenemos la denuncia de que usted es un estafador,
que nos ha robado seiscientos pesos.
-Con siete centavos -agregó el señor Gualdi, a tiempo
que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla
había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo
un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista.
Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el
director proyectaba una mirada sagaz, a través de los
párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor
examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que
permanecía im-pasible.
-¿Por qué anda usted tan mal vestido? interrogó.
-No gano nada como cobrador.
-¿Y el dinero que nos ha robado?
-Yo no he robado nada. Son mentiras.
-Entonces, ¿está en condiciones de rendir
cuentas, usted?
-Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres
hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el
subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la
aquiescencia del padre:
-No... tiene tiempo hasta mañana a las tres.
Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.
Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció
allí tristemente, de pie, mirándo-los a los tres. Sí, a los
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tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a
pesar de ser un socialista; al subgerente, que con
insolencia había detenido los ojos en su corbata
deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí
rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y
obscena a través de la raya gris de los párpados
entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí...
Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les
diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que
pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste,
con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos,
sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda
se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el
ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más
huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
-¿Entonces, puedo irme?
-Sí...
-No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana
a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
-Sí... todo... -y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase
invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos
interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos
bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de
clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le
había ocurrido preguntarse quién podría haberlo
denunciado.
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ESTADOS DE CONCIENCIA
Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se
colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no
estuviera en consonancia con su estado interior. Existía
otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como
un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo
que lo dejaba sordo para todo aquello que no se
relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía
la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no
podía asociar, con el declive de su razonamiento, su
hogar llamado casa con una institución designada con
el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo
preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas
muertas en las que hubiera podido cometer un delito de
cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor
noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez
no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba
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vacío, era una cáscara de hombre movida por el
automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera
no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque
esperaba un acontecimiento extraordinario inmensamente extraordi-nario- que diera un giro
inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía
acercarse a su puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo
hacía circular a través de los días como un sonámbulo,
la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía
sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y
se le representaba gráficamente bajo la forma de esas
regiones de salinas o desiertos que en los mapas están
revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las
ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del
sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas
venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro,
penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder
su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones
que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto
de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando
sentía las primeras náuseas de la pena.
-¿Qué es lo que hago con mi vida? -decíase entonces,
queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes
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de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en
la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su
medida de tiempo, sino algo distinto y siem-pre
inesperado como en los desenvolvimientos de las
películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer
es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa
aventurera una multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles
satisfacciones -ya que él era un inventor fracasado y un
delincuente al margen de la cárcel- le dejaba en las
cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los
dientes sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces.
Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar
las quejas de los miserables, construyeron jaulones
tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos.
Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes
con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible
cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría
tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su
hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar,
la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango
del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía
horrorizado de sí mismo:
-¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? -Y
como su imaginación conservaba el impulso motor que
le había impreso la pesadilla, continuaba: -Yo debo haber
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nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y
viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender
los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un
cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en
una cocina situada en los sótanos de una lujosísima
mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas,
además del chofer y un árabe vendedor de ligas y
perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco
negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita
blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre
que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes
y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su
patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le
dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para
conversar de suciedades, con el chofer que, ante el
regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta,
contaba como había pervertido a la hija de una gran
señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
-Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero
lacayo -y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse
y rebajarse de ese modo ante sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una
soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado
orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote
asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
-¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto?
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-Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente
una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando
pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba
gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror
que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al
abismo en que no morirá, padecíalo él mientras
deliberadamente se iba enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como
el de los santos que besaban las llagas de los inmundos;
no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad
de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo
con pruebas tan repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y
sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el
sentido de la vida», decíase:
-No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo
soy... -y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se
compadeciera de él, que tuviera piedad de sus
pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de
que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas
veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas
circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y
aquél era un sumado elemento más a los otros factores
que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte
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pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer
«eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer
una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones
de vida no podía conocer. Decíase luego:
-Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada
más.
Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que
le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba
ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el
robo, sino que no se revelara en su semblante que era un
ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual
exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este
importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su
sueldo se componía de una comisión por cada ciento
cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos,
mientras él, malamente alimen-tado, tenía que soportar la
hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior
se amon-tonaba la felicidad bajo la forma de billetes,
cheques, giros y órdenes al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que
cotidianamente soportaba; él escucha-ba en silencio sus
reproches y luego, a solas, se decía:
-¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo
cercioró de que podía defraudar a sus patrones,
experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo
no se le había ocurrido antes?
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Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando
hasta reprocharse falta de inicia-tiva, pues en esa época
(tres meses antes de los sucesos narrados) sufría
necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente
pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la
falta de administración que había en la Compañía
Azucarera.
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EL TERROR EN LA CALLE
Sin duda alguna su vida era extraña, porque a
veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.
Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en
Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las
silenciosas avenidas, diciéndose:
-Me verá una doncella, una niña alta, pálida y
concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce.
Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende
que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada
que era un ultraje para todos los desdichados, se posará
en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.
El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad,
mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas
fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos
mosaicos des-componían su sombra en triángulos.
-Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo
tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la
tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le
diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy
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casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que
se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate
nos iremos al Brasil.
Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el
nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante
él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y
perpendicu-lares al mar tiernamente azul. Ahora la
doncella había perdido su empaque trágico y era -bajo la
seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegialauna criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.
Y Erdosain pensaba:
-No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer
más duradero nuestro amor, refre-naremos el deseo, y
tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.
Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida,
si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la
tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces
decíase entris-tecido de un coraje vago:
-Bueno, seré «cafisho». -Y de pronto un horror más
terrible que los otros horrores le destornillaba la
conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas
de su alma sangra-ban como bajo la mecha de un torno,
y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba
a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el
terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el
estallido de un gran día de sol en la convexidad de una
salitrera.
Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al
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hombre que se siente por primera vez a las puertas de la
cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a
jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá
buscando en el naipe y en la hembra una consolación
brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido
cierta certidumbre de pureza que lo salvará
definitivamente.
Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol
amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes
en busca de los prostíbulos más inmundos.
Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes
veía cáscaras de naranja y re-gueros de ceniza y los
vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos
por mallas de alambre.
Entraba con la muerte en el alma. En el patio,
bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un
solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer
extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta,
mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer
horrorosa de flaca o de gorda.
Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta
del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de
un hombre que se vestía:
-¿Vamos, querido? -y Erdosain entraba al otro
dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla
girante en las pupilas.
Luego se recostaba en el lecho barnizado de color
de hígado, encima de las mantas sucias por los botines,
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que protegían la colcha.
Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle
a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico
amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono
de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe
mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba
como un puño.
Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza
mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:
-¿Qué he hecho de mi vida?
Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola
cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla
apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la
suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido
se decía:
-¿Qué es lo que he hecho de mi vida?
Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma,
se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía
que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces,
asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el
dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro
infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse
más en su locura que aullaba a todas horas.
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UN HOMBRE EXTRAÑO
A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y
Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra
solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le
facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico
Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las
manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre,
cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su
cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz
ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi
colgante, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de
canela, y, a momentos, inclinan-do el rostro apoyaba
los dientes en el puño de marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su
aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas.
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Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de
Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del
farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun
sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que
pensó:
-¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de
Erdosain fue:
-Y, ¿te casaste con Hipólita?..
-Sí, pero no te imaginas el bochinche que se
armó en casa...
-¿Qué... supieron que era de «la vida»?
-No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que
Hipólita antes de «hacer la calle» trabajó de
sirvienta?...
-¿Y?..
-Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo,
Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta
qué memoria la de esa gente? Después de diez años
reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo
que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino
y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé
para justificar mi casamien-to, se vino abajo.
-¿Y por qué confesó que fue prostituta?
-Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No
se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí,
que les he sacado canas verdes a ellos?
-¿Y cómo te va?
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-Muy bien... La farmacia da setenta pesos diarios.
En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo
desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar
viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su
extraño amigo. Luego le preguntó:
-¿Jugás siempre?
-Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha
revelado el secreto de la ruleta.
-¿Qué es eso?
-Vos no sabes... el gran secreto... una ley de
sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y
gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita
para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
-Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las
tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres
docenas distintas se produce forzosamente el
desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la
docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará
igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no
se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas.
Aumentas entonces una unidad en la docena que no tiene
alguna cruz, dismi-nuís en una, quiero decir, en dos
unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base
te permite deducir la unidad menor que las mayores y se
juega la diferencia a la docena o a las docenas que
resulten.
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Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de
reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable
que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:
-Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen
el alma llena de santidad.
-Y también a los idiotas -arguyó Ergueta clavando
en él una mirada burlona, a medi-da que guiñaba el párpado
izquierdo-. Desde que yo me ocupo de esas cosas
misteriosas, he hecho macanas grandes como casas,
por ejemplo, casarme con esa atorranta...
-¿Y sos feliz con ella?
-...creer en la bondad de la gente, cuando todo el
mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de
loco...
Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:
-¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste,
según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto
te convertís, te casas con una prostituta porque eso está
escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del
caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que
estás loco porque esas cosas no las conoces ni por las
tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he
dicho que habría de instalar una tintorería para perros y
metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo
que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un
exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo.
Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de
la ruleta me parece medio absurdo...
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-Cinco mil pesos gané en las dos veces...
-Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a
vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener
una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de
emocionarte ante un hombre que está a las puertas de
la cárcel...
-Eso sí que es verdad -interrumpió Ergueta-. Fíjate
que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño
viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a
pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que
lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender
cocaína si lo denunciaba.
-¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el
alma del viejo haciéndole come-ter un pecado al hijo,
pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es
así?
-Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se
levantará contra el hijo contra el padre»...
-¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás
predestinado... El destino de los hombres es siempre
incierto. Pero creo que tenes por delante un camino
magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...
-Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré
en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina,
a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...
-Y salvarás de la angustia a mucha gente buena.
Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus
patrones, robaron dinero que les estaba confiado.
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¿Sabes? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo
que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado
veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y
el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra
con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos
pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente
que hay que salvar... a los angustiados, a los
fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión
grave se disolvió en la superficie de su semblante
abotargado; luego, calmosamente, agregó:
-Tenes razón... el mundo está lleno de «turros», de
infelices... pero ¿cómo remediar-lo? Esto es lo que a mí
me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente
las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...
-Pero si la gente lo que necesita es plata... no
sagradas verdades.
-No, es que eso pasa por el olvido de las
Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas
verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la
compañía en que trabaja, no se coloca en situación de
ir a la cárcel del hoy a la mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y
continuó:
-Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien?
¿Quiénes van a hacer la revolu-ción social, sino los
estafadores, los desdichados, los asesinos, los
fraudulentos, toda la cana-lla que sufre abajo sin
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esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van
a hacer los cagatintas y los tenderos?
-De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la
revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué
hago yo?
Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta,
exclamó:
-Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes?
He robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado
izquierdo y luego dijo:
-No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que
hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo
con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo
contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución
está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos
vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...
-Pero, decíme, ¿vos no podes prestarme esos
seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
-Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y
haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante
el mozo del café que miraba asombrado la escena:
-Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la
esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos
hablando con el camarero.
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EL ODIO
Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida
extendíase hacia el horizonte entrevistó a través de los
cables y de los «trolleys» de los tranvías y
súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre
su angustia convertida en una alfombra. Así como
los caballos que, desventados por un toro se enredan
en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba
sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y
desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía.
En la calle Piedras se sentó en el umbral de una
casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a
caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante
como en los días de excesiva temperatura.
Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.
Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía
un puñado de billetes y entonces entró en el bar Japonés.
Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas.
Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se
arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «polacos»
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polacos, con gruesos anillos de oro en los dedos, en su
jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro
rincón varios choferes de taxímetros jugaban a los naipes.
El negro que se despiojaba miraba en redor, como
solicitando con los ojos que el público ratificara su
opera-ción, pero nadie hacía caso de él.
Erdosain, pidió café, apoyó la frente en la
mano y se quedó mirando el mármol.
-¿De dónde sacar los seiscientos pesos?
Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su
mujer.
Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus
ojos se materializaba la taciturna figura del otro, de
Gregorio Barsut, con la cabeza rapada, la nariz huesuda
de ave de presa, los ojos verdosos y las orejas en punta
como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manos
dejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa
noche. Seguramente a las nueve y media estaría en su
casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una
conversación abundante de pretextos vagos para visitarle,
torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain, que
con la boca sedienta y las manos temblorosas, no se
atrevía a echarlo de su casa.
Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la
repulsión que Erdosain experimentaba hacia él, porque
más de una vez le dijo:
-Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? -lo
cual no era óbice para que fuera a su casa con frecuencia
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fastidiosa.
Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente
de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba
horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el
rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía
con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de
tales momentos desagradables pensando que el otro
vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos
atroces que no tenían motivo de ser.
Una noche dijo Gregorio, en presencia de la
esposa de Erdosain, que raramente
asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro
cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:
-¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara
a ustedes a tiros, suicidándome luego!
Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste
del cuarto, y sonreía mostrando los dientes puntiagudos,
como si las palabras que antes había dicho no pasaran de
una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:
-Que sea la última vez que hables de esta manera en
mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.
Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en
toda la noche no volvió a dejarse ver.
Continuaron los dos hombres charlando, el otro
más pálido, la frente estrecha carga-da de tumultuosas
contracciones, pasándose a momentos la ancha mano
por su cepillo de cabello color de bronce.
Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado
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a Barsut. Le suponía grosero, mas ello se contradecía
con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía en
descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada,
movida por los más inexplicables sentimientos.
Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en
repugnante, y frente a Erdosain, que reprimía su
indignación desdibujando en los labios un esquince
pálido, Barsut amonto-naba obscenidades sin nombre,
por el solo placer de ultrajar la sensibilidad del otro.
Era un duelo invisible, odioso, sin un fin inmediato,
tan irritante que Erdosain des-pués que Barsut salía, se
juraba no recibirlo al otro día. Pocas horas antes de
anochecer ya Erdosain estaba pensando en él.
Muchas veces el otro llegaba, y antes de sentarse
comenzaba a hablar.
-¿Sabes?... he tenido un sueño raro anoche.
Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto,
sin sonreír, con una expresión casi dolorosa en el
semblante sucio, con barba de tres días, Barsut
monologaba lentamente, contaba sus terrores de hombre
de veintisiete años, la preocupación que le había dejado
en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y
relacionando el pez tuerto con la mirada fisgona de una
anciana alcahueta que quería que se casara con su hija
que se dedicaba al espiritismo, derivaba la
conversación hacia cada absurdo que de pronto,
Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si
el otro no estaría loco. Elsa, indiferente a todo, cosía en la
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habitación medianera, mientras un profundo malestar
inmovilizaba a Erdosain.
Percibía éste una vibración de impaciencia,
entrechocando sus dedos por los nudi-llos, y el esfuerzo
efectuado para ocultar este temblor, lo fatigaba. Si
pronunciaba alguna palabra lo hacía con extraordinaria
dificultad, como si tuviera rígidos los labios por un baño
de cola.
Apoyando un codo en la mesa y corrigiendo la
rodillera de su pantalón, Barsut se quejaba a veces de
que nadie le quería, mirando largamente a Erdosain al
decir esto. Otras veces se burlaba de sus presentimientos
y de un fantasma que decía ver en un rincón del
excusado de la pensión donde vivía, fantasma que era
una mujer gigantesca con una escoba entre las manos y
los brazos delgados y la mirada arpía. En algunas
oportunidades admitía que si no estaba enfermo
terminaría por estarlo. Erdosain, fingiéndose cuidadoso
de su salud, le preguntaba por los síntomas, aconsejándole
reposo y cama, y como insistiera sobre esto. Barsut,
malévolamente, le replicó una vez:
-¿Te molesta tanto mi presencia?
Otras veces Barsut llegaba siniestramente alegre, con
una jovialidad de ebrio tacitur-no que le ha pegado
fuego a un depósito de petróleo, y espatarrándose
en el comedor,
palmeteándolo a Erdosain en la espalda, con
insistencia molesta, le preguntaba:
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-¿Cómo te va? ¿Qué tal? ¿Cómo te va?
A Barsut le centelleaban los ojos, y Erdosain
permanecía allí triste, encogido, pre-guntándose qué era
lo que lo apocaba en presencia de ese hombre, que siempre
permanecía sentado en la orilla de la silla y espiando
obstinadamente el rincón del comedor.
Y evitaban el mirarse a los ojos.
Había entre ellos una situación indefinida, oscura.
Una de esas situaciones que dos hombres que se
desprecian toleran por razones independientes de sus
voluntades.
Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris,
tramposo, compuesto de malos ensueños y peores
posibilidades. Y lo que hacía más intenso este odio era la
falta de motivos.
A veces dábase a trenzar las imágenes de alguna
venganza atroz, y con el ceño fruncido compaginaba
desastres. Pero al otro día, al llamar Barsut a la puerta de
calle. Erdosain se estremecía como una adúltera a la llegada
de su esposo, y hasta una vez llegó a encoleri-zarse con
Elsa, porque demoró en abrirle la puerta a Barsut,
agregando a modo de comentario destinado a ocultar su
cobardía ante ella:
-Va a creer que no queremos recibirlo. Para eso es
mejor decirle que no venga más.
Faltaba el motivo concreto, y ese rencor subterráneo
su extendía en él como un cán-cer. Erdosain encontraba
en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y
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desearle muer-tes atroces. Y Barsut, como si presintiera
los sentimientos del otro, parecía ejecutar ex profe-so las
groserías más repugnantes. Así, Erdosain no olvidó
jamás este hecho:
Fue un anochecer en que habían ido a tomar un
vermouth. Acompañando la bebida, el mozo trajo un
platito de papas en ensalada, con mostaza. Barsut clavó
con tal avidez el escarbadiente en un trozo de papa que
volcó la ensalada sobre el mármol ennegrecido por el
roce de las manos y la ceniza de los cigarrillos.
Erdosain lo observó, irritado. Entonces, Barsut,
burlándose, recogió pedazo por pedazo y al llegar al
último restregó con éste la mostaza derramada en el
mármol, llevándoselo después a la boca con una sonrisa
irónica.
-Podrías lamer el mármol -observó Erdosain
asqueado.
Barsut le dirigió una mirada extraña, casi
provocativa. Luego inclinó la cabeza y su lengua enjugó
el mármol.
-¿Estás contento?
Erdosain palideció.
-¿ Te has vuelto loco?
-¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?
Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa
especie de frenesí que lo había enfoscado toda la tarde,
se levantó diciendo futilezas.
De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la
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cabeza rapada, color de bronce, inclinada sobre el
mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la
piedra amarilla.
Y muchas veces imaginaba que Barsut lo recordaba
a través de los días con el odio que se le toma a las
personas a quienes se han hecho demasiadas
confidencias. Pero no se podía dominar, porque apenas
llegaba a la casa de Erdosain, volcaba en las orejas de
éste cubos de desdichas, aunque sabía que Erdosain se
regocijaba con ellas.
Y es que Remo provocaba sus confidencias, y las
provocaba con una transitoria pero espontánea
compasión, de manera que Barsut sentía desvanecerse
su rencor hacia el otro, cuando éste le aconsejaba
seriamente. Mas su odio se desenroscaba furiosamente,
cuando una rápida y furtiva mirada de Erdosain le
revelaba que en éste se desvanecía la piedad y aparecía
un maligno goce ante el espectáculo de su vida en parte
deshecha, pues aun cuando tenía dinero para vivir
mediocremente de renta, sufría el terror de volverse loco
como había acontecido con su padre y sus hermanos.
De pronto Erdosain levantó la cabeza. El negro de
cuello palomita había terminado de empulgarse y ahora
los tres «macrós» se repartían fajos de dinero bajo la ávida
mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban
con el vértice del ojo. El negro parecía que, bajo la
influencia del dinero, iba a estornudar, tan
lamentablemente miraba a los rufianes.
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Erdosain se puso de pie y pagó. Luego salió
diciéndose: -Si Gregorio me falla le pediré al
Astrólogo.
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LOS SUEÑOS DEL INVENTOR
Si alguien le hubiera anticipado a Erdosain, que
horas después tramaría el asesinato de Barsut y que
asistiría casi impasiblemente a la fuga de su esposa, no
lo hubiera creído.
Vagabundeó toda la tarde. Tenía necesidad de estar
solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan
desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una
ciudad en cuya estación perdió el tren.
Anduvo por las solitarias ochavas de las calles
Arenales y Talcahuano, por las esqui-nas de Charcas y
Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida
Quintana, apete-ciendo el espectáculo de esas calles
magníficas en arquitectura, y negadas para siempre a los
desdichados. Sus pies, en las veredas blancas, hacían
crujir las hojas caídas de los plátanos, y fijaba la mirada
en los óvalos cristales de las grandes ventanas, azogados
por la blancura de las cortinas interiores. Aquél era otro
mundo dentro de la ciudad canalla que él conocía, otro
mundo para el que ahora su corazón latía con
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palpitaciones lentas y pesadas.
Deteniéndose, observaba los garajes lujosos como
patenas, y los verdes penachos de los cipreses en los
jardines, defendidos por murallas de cornisas dentadas,
o verjas gruesas capaces de detener el ímpetu de un león.
La granza roja serpenteaba entre los óvalos de los canteros
verdes. Alguna aya con toca gris paseaba por los
caminos.
¡Y él debía seiscientos pesos con siete centavos!
Miraba largamente los pasamanos que en los
balcones negros fulguraban redondeces de barras de oro,
las ventanas pintadas de color gris perla o leche teñida
con unas gotas de café, los cristales cuyo espesor debía
tornar aguanosa las imágenes de los transeúntes. Las
cortinas de gasas, tan livianas que sus nombres debían
ser bonitos como la geografía de los países distantes. ¡Qué
distinto debía ser el amor a la sombra de esos tules que
ensombrecen la luz y atemperan los sonidos!...
Sin embargo, él debía seiscientos pesos con siete
centavos. Y la voz del farmacéuti-co repetía ahora en
sus orejas:
-Tenes razón... el mundo está lleno de turros... de
infelices... pero cómo remediar esto?... ¿De qué forma
presentarle las verdades sagradas a esa gente que no
tiene fe?...
La pena, como uno de esos arbustos cuyo
desarrollo se acelera con la electricidad, crecía en las
honduras de su pecho retrepándole hasta la garganta.
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Detenido pensaba que cada pesar era un búho que
saltaba de una rama a otra de su desdicha. El debía
seiscientos pesos con siete centavos y aunque quería
olvidarse de ello poniendo sus esperanzas en Barsut o
en el Astrólogo, su pensamiento se bifurcaba hacia una
calle oscura. Hileras de luces parecían apoyarse en las
cornisas. Abajo llenaba el cajón de la calle una neblina de
polvo. Pero él caminaba hacia el país de la alegría, olvidado
de la Limited Azucarer Company.
¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora
de preguntárselo? ¿Y cómo podía
caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un
fantasma, un fantasma que recordaba sucesos de la tierra?
¡Cuántas cosas se movían en su corazón! ¿Y el
otro que se había casado con una prostituta? ¿Y Barsut
con su preocupación del pez tuerto y la primogénita de
la espiritista? ¿Y Elsa que no entregándosele lo arrojaba
a la calle? ¿Estaba loco o no?
Hacíase esta pregunta porque por momentos le
extrañaba una esperanza que había surgido en él.
Se imaginaba que desde la mirilla de la persiana
de algunos de esos palacios lo estaba examinando con
gemelos de teatro cierto millonario «melancólico y
taciturno». (Uso estrictamente los términos de Erdosain.)
Y lo curioso es que cuando él pensaba que el
«millonario melancólico y taciturno» podía observarlo,
componía un semblante compungido y meditativo, y no
le miraba el trasero a las criadas que pasaban, fingiendo
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estar inmovilizado por la atención que prestaba a un
gran trabajo interior. Porque se decía que si el «millonario
melancólico y taciturno» veía que él le miraba el trasero
a las criadas, deduciría de ello que no estaba tan
preocupado como para merecer su compasión.
Tan es así, que Erdosain esperaba que el
«millonario melancólico y taciturno» lo mandara llamar
de un momento a otro al observar su semblante de
músculos endurecidos por el sufrimiento de tantos años.
Tanto creció esta obsesión aquella tarde, que
de pronto creyó que un granuja de chaleco y rayas
rojas y amarillas que estaba en la puerta del hotel
examinándole descarada-mente, era el espía del
«millonario melancólico y taciturno».
Y el criado lo llamaba. El lo seguía. Cruzaban un
jardín erizado de cactus, entraban a un salón y permanecía
solo durante unos minutos. Todo el edificio estaba a
oscuras. Una lámpara brillaba en un rincón del salón.
Sobre la ménsula del piano, piezas de música espar-cían
la fragancia de los papeles tocados siempre por manos
femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones
violetas estaba abandonada la cabeza de mármol de una
mujer. Veíanse forrados los almohadones de las fraileras
de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el
escritorio había ceniceros de bronce negro y
polichinelas de mil colores.
¿En qué circunstancia de su vida había estado en el
interior de esa sala que ahora se presentaba a su
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imaginación? No podía recordarlo. Pero veía un gran
marco de ébano cuyos biseles paralelos retrepaban hacia
un cielo raso blanquísimo, que volcaba su luz de yeso
sobre una marina: cierto siniestro puente de madera, bajo
cuyos contrafuertes ciclópeos her-vía una multitud de
hombres borrosos, manchados por sombras rojizas, y
que acarreaban grandes bultos frente a un proceloso mar
de hierro colado, sanguinolento, del que se levanta-ba en
ángulo recto un muelle de piedra obstaculizado de
fraguas, rieles y guinches.
En aquella sala se movía Elsa cuando aun era su
novia. Sí quizás, pero, ¿para qué recordarlo? El era el
fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata
deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la
vida en la calle mientras la mujer enferma lava ropas
en la casa. El era todo eso y nada más. Por eso lo había
mandado llamar el «millonario melancólico y taciturno».
Erdosain, gozoso en el ensueño, en parte hecho
plástico, por los espacios de tiempo e imágenes
reconstruidas a expensas del gran señor invisible, no
quería detenerse ya en su entrevista con el «millonario
melancólico y taciturno» que le ofrecía dinero para hacer
prác-ticos sus inventos, sino que semejante a esos lectores
de folletines policiales que apresurados para llegar al
desenlace de la intriga saltean los «puntos muertos» de
la novela, Erdosain soslayaba determinadas
construcciones interesantes de su imaginación, y se
restituía a la calle, aunque en la calle se encontraba.
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Entonces, abandonando la esquina de Charcas
y Talcahuano, o de Arenales y Rodríguez Peña, echaba
a caminar apresurado.
Y los excesos eran desplazados por
desmedimientos de esperanza.
Triunfaría, ¡sí!, triunfaría. Con el dinero del
«millonario melancólico y taciturno» instalaría un
laboratorio de electrotécnica, se dedicaría con
especialidad al estudio de los rayos Beta, al transporte
inalámbrico de la energía, y al de las ondas
electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el
absurdo personaje de una novela inglesa, envejecería;
tan sólo su rostro empalidecería hasta adquirir la blancura
del mármol, y sus pupilas chispeantes como las de un
mago seducirían a todas las doncellas de la tierra.
Caía la tarde y de pronto recordó que el único
que podía salvarle de su horrible situación era el
Astrólogo. Esta ocurrencia removió todos sus
pensamientos. Quizás el otro tenía dinero. Hasta
sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para
hacer propa-ganda comunista en el país, ya que aquél
tenía un proyecto de sociedad revolucionaria
singularísimo. Sin vacilar, llamó un automóvil y le
indicó al chofer que le llevara hasta la estación
Constitución. Allí sacó boleto para Témperley.
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EL ASTRÓLOGO
El edificio que ocupaba el Astrólogo estaba situado
en el centro de una quinta boscosa. La casa era chata y sus
tejados rojizos se divisaban a mucha distancia sobre la
espesura de los árboles silvestres. Por los claros que
dejaban los abultamientos, entre el auténtico oleaje de
pastos y enredaderas, gruesos insectos de culo negro
moscardoneaban todo el día entre la perenne lluvia de
hierbajos y tallos. No lejos de la casa, la rueda del molino
giraba su cojera de tres paletas sobre un prisma de hierro
oxidado, y más allá, sobre la caballeriza, se distin-guían
los cristales azules y rojos de una mampara destruida por
el orín. Tras del molino y la casa, más allá de las bardas,
negreaba la sierra verde botella de un monte de
eucaliptos, apenachando de borbotones y cresterías en
relieve el cielo de un azul marítimo.
Chupando una flor de madreselva, Erdosain cruzó
la quinta hacia la casa. Le parecía estar en el campo, muy
lejos de la ciudad, y la vista del edificio lo alegró. Aunque
chato, éste tenía dos pisos, con ruinosa balconada en el
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segundo y un descascarado juego de columnas griegas
en el recibimiento, hasta donde trepaba una destruida
gradinata, guarnecida de pal-meras.
Los rojizos tejados caían oblicuamente,
protegiendo con el alero los tragaluces y ventanitas de
las buhardillas, y entre la pimpante hojarasca de los
castaños, por encima de la copa de los granados
manchados de asteriscos escarlatas, se veía un gallo de
cinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En
derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño
de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo
el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal
nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan
penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una
atmósfera roja y fresca como un caudal de agua.
Erdosain pensó:
-Aunque tuviera una barca de plata con velas de
oro y remos de marfil, y el océano se volviera de siete
colores lisos, y desde la luna una millonaria con las manos
me tirara besos, mi tristeza sería la misma... Mas esto no
hay que decirlo. Sin embargo, mejor viviría aquí que allí.
Aquí podría tener un laboratorio.
Una camilla mal cerrada goteaba en un tonel. Al
pie del poste de una glorieta dormitaba un perro, y
cuando se detuvo para llamar frente a la escalinata
apareció por la puerta la gigantesca figura del
Astrólogo, cubierto con un guardapolvo amarillo y
la galera echada sobre la frente, sombreándole el
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anchuroso rostro romboidal. Algunos mechones de
cabello rizado se escapaban sobre sus sienes, y su
nariz, con el tabique fracturado en la parte media,
estaba extraordinariamente desviada hacia la izquierda.
Bajo sus cejas abultadas se movían vivamente unos
redondos ojos negros, y esa cara de mejillas duras,
surcadas de estrías rugo-sas, daba la impresión de estar
esculpida en plomo. ¡Tanto debía de pesar esa cabeza!
¡Ah! ¿Es usted?... Pase. Le voy a presentar al
Rufián Melancólico.
Atravesando el vestíbulo oscuro y hediondo a
humedad, entraron a un escritorio de muros rameados
por un descolorido papel verdoso.
La habitación era francamente siniestra, con su
altísimo cielorraso surcado de telara-ñas y la estrecha
ventana protegida por el nudoso enrejado. En el
enchapado de un armario antiguo, arrinconado, la
claridad azulada se rompía en lívidas penumbras.
Sentado en un sillón forrado de raído terciopelo verde
estaba un hombre vestido de gris, renegrida onda de
cabellos le soslayaba la frente, y calzaba botines de cana
clara. Onduló el amarillo guarda-polvo del Astrólogo al
acercarse al desconocido.
-Erdosain, le voy a presentar a Arturo Haffner.
En otra oportunidad, el fraudulento hubiérale dicho
algo al hombre que el Astrólogo llamaba en su intimidad
el Rufián Melancólico, quien, después de estrechar la
mano de Erdosain, se cruzó de piernas en el sillón,
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apoyando la azulada mejilla en tres dedos de uñas
centellantes. Y Erdosain remiró aquel rostro casi
redondo, con laxitud de paz, y en la que sólo denunciaba
al hombre de acción de chispa burlona, movediza, en el
fondo de los ojos, y ese movimiento de levantar una
ceja más que otra al escuchar al que hablaba. Erdosain
distinguió a un costado, entre el saco y la camisa de seda
que usaba el Rufián, el cabo negro de un revólver.
Indudablemente, en la vida, los rostros significan poca
cosa.
Luego el Rufián volvió nuevamente la cabeza hacia
un mapa de los Estados Unidos de la América del Norte,
al cual se dirigió al Astrólogo recogiendo un puntero. Y
ya deteni-do, con el brazo amarillo cortando el azul mar
del Caribe, exclamó:
-El Ku-Klux-Klan tenía sólo en Chicago 150 mil
adherentes... En Missouri, 100.000 adherentes. Se dice
que en Arkansas hay más de 200 «cavernas». En Little
Rock, el Imperio Invisible afirma que todos los pastores
protestantes están adheridos a la hermandad. En Texas
domina absolutamente en las ciudades de Dallas, Fort,
Houston, Beaumont. En Binghamtom, residencia de
Smith, que era Gran Dragón de la Orden, se contaban
75.000 adeptos, y en Oklahoma éstos hicieron decretar
por las Cámaras un «bill» suspendiéndolo a Walton, el
gobernador, por perseguirlos, de tal modo que
prácticamente el estado se encontraba hasta hace poco
tiempo bajo el control del Klan.
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El guardapolvo amarillo del Astrólogo parecía la
vestimenta de un sacerdote de Buda.
Continuó el Astrólogo:
-¿Sabe usted que quemaron vivos a muchos
hombres?...
-Sí -asintió el Rufián-; leí los telegramas.
Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico.
Así lo llamaba el Astrólogo, por-que el macró hacía
muchos años había querido suicidarse. Fue aquél un
asunto oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía
tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el
pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el
preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte.
Luego, como es natural, continuó haciendo su vida, quizá
con un poco de más prestigio por ese gesto que ninguno
de sus camaradas de rapiña se explicaba. Conti-nuó el
Astrólogo:
-El Ku-Klux-Klan reunió millones...
Se desperezó el Rufián y contestó:
-Sí, y al Dragón... ¡ese sí que es un Dragón!, se
le procesa por estafador...
El Astrólogo se desentendió de la réplica:
-¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para
que exista también una sociedad secreta que alcance tanto
poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con
franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o
fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se
puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios
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la entienda. Creo que no se me puede pedir más
sinceridad en este momento. Vea que por ahora lo que yo
pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas
las posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos
con preferencia a los jóvenes bolcheviques, estudiantes y
proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que
tienen un plan para reformar el universo, a los
empleados que aspiran a ser millonarios, a los inventores
fallados -no se dé por aludido, Erdosain-, a los cesantes
de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso
y quedan en la calle sin saber para qué lado mirar...
Erdosain recordó la misión que lo llevó a la
casa del Astrólogo, y dijo:
-Tendría que hablar con usted...
-Un momentito... estoy en seguida con usted -y
siguió-: El poder de esta sociedad no derivará de lo que
los socios quieran dar, sino de lo que producirán los
prostíbulos anexos a cada célula. Cuando yo hablo de
una sociedad secreta, no me refiero al tipo clásico de
socie-dad, sino a una supermoderna, donde cada miembro
y adepto tenga intereses, y recoja ganan-cias, porque sólo
así es posible vincularlos más y más a los fines que
sólo conocerán unos pocos. Este es el aspecto comercial.
Los prostíbulos producirán ingresos como para mantener
las crecientes ramificaciones de la sociedad. En la
cordillera estableceremos una colonia revolucionaria.
Allí, los novicios seguirán cursos de táctica ácrata,
propaganda revoluciona-ria, ingeniería militar,
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instalaciones industriales, de manera que estos
asociados el día que salgan de la colonia puedan
establecer en cualquier parte una rama de la sociedad...
¿Me entiende? La sociedad secreta tendrá su academia,
la Academia para Revolucionarios.
El reloj suspendido del muro dio cinco
campanadas. Erdosain comprendió que no podía
perder más tiempo, y exclamó:
-Perdone que lo interrumpa. He venido para un
asunto grave. ¿Tiene usted seiscien-tos pesos?
-El Astrólogo dejó su puntero y se cruzó de
brazos:
-¿Qué es lo que le pasa a usted?
-Si mañana no repongo seiscientos pesos en la
Azucarera, me pondrán preso.
Los dos hombres miraron curiosamente a Erdosain.
Debía sufrir mucho para haber lanzado así sus pedido.
Erdosain continuó:
-Es preciso que usted me ayude. He defraudado en
unos cuantos meses seiscientos pesos. Me denunciaron
en un anónimo. Si no repongo el dinero mañana, me
pondrán preso.
-¿Y cómo es que usted robo ese dinero?...
-Así, despacio...
El Astrólogo se acariciaba la barba preocupado.
-¿Cómo ha ocurrido eso?
Erdosain tuvo que explicarse nuevamente. Los
comerciantes, al recibir la mercade-ría, firmaban un vale
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en el que reconocían deber el importe de lo adquirido.
Erdosain, en compañía de otros dos cobradores, recibía
cada fin de mes los vales que tenía que hacer efectivos
durante los treinta días restantes.
Los recibos que éstos decían no haber cobrado
quedaban en su poder hasta que los comerciantes se
resolvían a cancelar la deuda. Y Erdosain continuó:
-Fíjense que la negligencia del cajero era tal, que
nunca controló los vales que noso-tros decíamos no haber
cobrado, de manera que a una cuenta hecha efectiva y
malversada le dábamos entrada en la plantilla de
cobranza con el dinero que provenía de una cuenta
que cobrábamos después. ¿Se dan cuenta?
Erdosain era el vértice de aquel triángulo que
formaban los tres hombres sentados. El Rufián
Melancólico y el Astrólogo se miraban de vez en
cuando. Haffner sacudía la ceniza de su cigarrillo, y
luego, con una ceja más levantada que la otra,
continuaba exami-nando de pies a cabeza a Erdosain.
Al fin terminó por hacerle esta extraña pregunta:
-¿Y encontraba alguna satisfacción en robar?...
-No, ninguna...
-Y entonces, ¿cómo anda con los botines
rotos?...
-Es que ganaba muy poco.
-Pero ¿y lo que robaba?
-Nunca se me ocurrió comprarme botines con
esa plata.
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Y era cierto. El placer que experimentó en un
principio de disponer impunemente de lo que no le
pertenecía se evaporó pronto. Erdosain descubrió un
día en él la inquietud que hace ver los cielos soleados
como ennegrecidos de un hollín que sólo es visible para
el alma que está triste.
Cuando comprobó que debía cuatrocientos
pesos, el sobresalto lo volcó hacia la locura. Entonces
gastó el dinero en una forma estúpida, frenética.
Compró golosinas, que nunca le apetecieron, almorzó
cangrejos, sopas de tortuga y fritadas de ranas, en
restaurantes donde el derecho de sentarse junto a
personas bien vestidas es costosísimo, bebió licores
caros y vinos insulsos para su paladar sin sensibilidad,
y sin embargo carecía de las cosas más necesarias para
el mediocre vivir, como ropa interior, zapatos,
corbatas...
Daba abundantes limosnas y solía dejar a los mozos
que le servían cuantiosas propi-nas, todo ello para acabar
con los rastros de ese dinero robado que llevaba en su
bolsillo y que al otro día podía sustraer impunemente.
-¿De modo que no se le ocurrió comprar
botines? -insistió Haffner.
-Realmente, ahora que usted me lo hace observar,
me parece curioso a mí también, pero la verdad es que
nunca pensé que con plata robada se pudieran comprar
esas cosas.
-Y entonces, ¿en qué gastaba el dinero?
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-Doscientos pesos le di a una familia amiga, los
Espila, para comprar un acumulador e instalar un pequeño
laboratorio de galvanoplastia, para fabricar la rosa de
cobre, que es...
-La conozco ya...
-Sí, ya le hablé de eso -repuso el Astrólogo.
-¿Y los otros cuatrocientos?
-No sé... Los he gastado de una manera
absurda...
-Y ahora, ¿qué piensa hacer?...
-No sé.
-¿No conoce a nadie que le pueda facilitar?...
-No, nadie. Le pedí a un pariente de mi mujer, Barsut,
hace diez días. Me dijo que no podía...
-¿Lo meterán preso, entonces?
-Es claro...
El Astrólogo se volvió al macró y dijo:
-Usted ya sabe que cuento con mil pesos. Esa es la
base de todos mis proyectos. Yo a usted, Erdosain, lo
único que puedo darle son trescientos pesos. También,
mi amigo, ¡qué cosas hace!...
De pronto Erdosain se olvidó de Haffner y
exclamó:
-Es que es la angustia, ¿sabe?... Esa «jodida»
angustia la que lo arrastra...
-¿Cómo es eso? -interrumpió el Rufián.
-Dije que es la angustia. Uno roba, hace macanas
porque está angustiado. Usted camina por las calles con
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el sol amarillo, que parece un sol de peste... Claro. Usted
tiene que haber pasado por esas situaciones. Llevar
cinco mil pesos en la cartera y estar triste. Y de pronto
una idea chiquita le sugiere el robo. Esa noche no puede
dormir de alegría. Al otro día hace temblando la prueba y
sale tan bien que no queda otro remedio que seguir... lo
mismo que cuando usted se intentó matar.
Al pronunciar estas palabras, Haffner se incorporó
sobre el sillón y se tomó con las manos las rodillas. El
Astrólogo hubiera querido imponer silencio a Erdosain.
Era imposible, y éste continuó:
-Sí, como cuando usted se intentó matar. Yo me lo
he imaginado muchas veces. Se había aburrido de ser
cafishio. ¡ Ah, si supiera el interés que tenía en conocerlo!
Me decía: Este debe ser un macró extraño. Claro está que
de cien mil individuos que como usted viven de las
mujeres se encuentra uno de su forma de ser. Usted me
preguntó si yo sentía placer en robar. Y usted, ¿siente
placer en ser cafishio? Dígame: ¿siente placer?... Pero,
¡qué diablo!, yo no he venido aquí para dar explicaciones,
¿saben? Lo que necesito es plata, no palabras.
Erdosain se había levantado, y ahora apretaba,
temblando, entre sus dedos, el ala del sombrero. Miraba
indignado al Astrólogo, cuya galera cubría el estado de
Kansas en el mapa, y al Rufián, que se introdujo las manos
entre el cinto y el pantalón. Este volvió a acomodarse en
su sillón forrado de terciopelo verde, apoyó la mejilla en
su mano regordeta, y sonriendo burlón, dijo
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calmosamente:
-Siéntese, amigo, yo le voy a dar los seiscientos
pesos. Los brazos de Erdosain se encogieron. Luego,
sin moverse, lo miró largamente al Rufián. Este, insistió,
recalcando las palabras.
-Siéntese con confianza, amigo. Yo le voy a dar los
seiscientos pesos. Para eso esta-mos los hombres.
Erdosain no supo qué decir. La misma tristeza que
estalló en él cuando el hombre de la cabeza de jabalí le
dijo en el escritorio que podía irse, la misma tristeza le
enervaba ahora. ¡Entonces, la vida no era tan mala!
-Hagamos esto -dijo el Astrólogo-. Yo le doy los
trescientos pesos y usted otros trescientos.
-No -dijo Haffner-. Usted necesita esa plata. Yo, no.
Para eso tengo tres mujeres.- Y dirigiéndose a Erdosain,
continuó-: ¿Ha visto, amigo, cómo se arreglan las
cosas? ¿Está satisfecho?
Hablaba con socarrona calmosidad, con cierta
cachaza de hombre de campo que siempre sabe que la
experiencia que tiene de la naturaleza le permitirá
encontrar una salida en la situación más complicada. Y
Erdosain recién ahora percibió el candente perfume de
las rosas y el gotear de la canilla en el barril que por la
ventana entreabierta se escuchaba. Afuera ondulaban los
caminos, iluminados por el sol, y el peso de los pájaros
doblaban las ramas de los granados, consteladas de
asteriscos escarlatas.
Nuevamente en los ojos del Rufián brilló la chispa
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de luz maliciosa. Con una jeta más levantada que la otra
aguardaba la explosión de júbilo de Erdosain, mas como
ésta no llegó, dijo:
-¿Hace mucho que usted vive de esa manera?...
-Sí, mucho.
-¿Se acuerda usted que yo le dije una vez
que de esa forma, aunque usted no me
confiaba nada, no se puede vivir? -objetó el Astrólogo.
-Sí, pero no quería hablar del asunto. No sé... esas
cosas que uno no puede explicarse por qué las calla a las
personas con quienes más confianza tiene.
-¿Cuándo va usted a reponer ese dinero?
-Mañana.
-Bueno, entonces le voy a hacer un cheque ahora.
Lo tendrá que cobrar mañana.
Haffner se dirigió al escritorio. Sacó del bolsillo
la libreta de cheques y escribió firmemente la suma,
firmando después.
Erdosain pasó por ese viaje sin movimiento de un
minuto con la inconsciencia del que se encuentra frente a
la perspectiva de un sueño, y que luego más tarde se
recuerda, para afirmar que en determinadas circunstancias
la vida está empapada de un fatalismo inteligen-te.
-Sírvase, amigo.
Erdosain recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en
cuatro pliegos, guardándolo en su bolsillo. Todo había
ocurrido en un minuto. El suceso era más absurdo que
una novela, a pesar de ser él un hombre de carne y
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hueso. Y no sabía qué decir. Ya no los debía, y el
prodigio lo había obrado un solo gesto del Rufián. Este
acontecimiento era un imposible de acuerdo con la lógica
que rige los procedimientos corrientes, y sin embargo
nada había ocu-rrido. Quería decir algo. Nuevamente
examinó la catadura del hombre apoltronado en el sillón
de terciopelo raído. Ahora el revólver estaba de relieve
bajo la tela gris del saco, y Haffner, displicente, apoyaba
la azulada mejilla en sus tres dedos de uñas
centelleantes. Deseaba darle las gracias al Rufián, pero
no sabía con qué palabras hacerlo. Este compren-dió, y,
dirigiéndose al Astrólogo, que se había sentado en un
taburete junto al escritorio, dijo:
-¿De manera que una de las bases de su
sociedad será la obediencia?...
-Y el industrialismo. Hace falta oro para atrapar la
conciencia de los hombres. Así como hubo el misticismo
religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo
industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello
ser jefe de un alto horno como hermoso antes descubrir
un continente. Mi político, mi alumno político en la
sociedad será un hombre que pretenderá conquistar la
felicidad mediante la industria. Este revolucionario sabrá
hablar tan bien de un sistema de estampado de tejidos
como de la desmagnetización de un acero. Por eso lo
estimé a Erdosain en cuanto lo conocí. Tenía mi misma
preocupación. Usted recuerda cuántas veces hablamos
de la coincidencia de nuestras miras. Crear un hombre
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soberbio, hermoso, inexorable, que domina las multitudes
y les muestra un porvenir basado en la cien-cia. ¿Cómo
es posible de otro modo una revolución social? El
jefe de hoy ha de ser un hombre que lo sepa todo.
Nosotros crearemos ese príncipe de sapiencia. La sociedad
se en-cargará de confeccionar su leyenda y extenderla.
Un Ford o un Edison tienen mil probabili-dades más de
provocar una revolución que un político. ¿Usted cree
que las futuras dictaduras serán militares? No, señor. El
militar no vale nada junto al industrial. Puede ser
instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros
dictadores serán reyes del petróleo, del acero, del trigo.
Nosotros, con nuestra sociedad, prepararemos ese
ambiente. Familiarizaremos a la gente con nuestras
teorías. Por eso hace falta un estudio detenido de
propaganda. Aprovechar los estudiantes y las estudiantas.
Embellecer la ciencia, acercarla de tal modo a los hombres
que de pronto...
-Yo me voy dijo Erdosain.
Se iba a despedir de Haffner, cuando éste dijo:
-Entonces, un momento, oiga.
Salieron el Astrólogo y el macró un instante, luego
regresaron, y al despedirse en la puerta de la quinta
Erdosain volvió la cabeza para mirar al hombre
gigantesco, que con el
brazo encogido les hacía los gestos de un saludo.
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LAS OPINIONES DEL RUFIÁN
MELANCÓLICO
Y cuando ya doblaron en la esquina de la
quinta, Erdosain dijo:
-¿Sabe que no tengo cómo agradecerle este enorme
favor que me ha hecho? ¿Por qué me regaló usted este
dinero?
El otro, que caminaba moviendo ligeramente los
hombros, se volvió displicente y dijo:
-No sé. Me encontró en buen momento. Si eso
uno tuviera que hacerlo todos los días...pero así...
Además que, imagínese, en una semana lo recupero...
La pregunta se le escapó a Erdosain.
-¿Y cómo es que teniendo usted una fortuna
sigue en la «vida»?
Haffner se volvió, agresivo, luego:
-Vea, amigo, la «vida» no es para todos los hombres.
¿Sabe? ¿Por qué yo voy a dejar tres mujeres que rinden
dos mil pesos mensuales sin ningún trabajo? ¿Las dejaría
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usted? No. ¿Entonces?
-¿Y usted no las quiere? ¿Ninguna de ellas lo
atrae especialmente?
Recién después de lanzada esta pregunta Erdosain
comprendió que acababa de decir una tontería. El macró
lo miró un segundo, y repuso:
-Escúcheme bien. Si mañana me viniera a ver un
médico y me dijera: la Vasca se muere dentro de una
semana la saque o no del prostíbulo, yo a la Vasca, que
me ha dado treinta mil pesos en cuatro años, la dejo
que trabaje los seis días y que reviente el séptimo.
La voz del macró había enronquecido. Había un no
sé qué de amargura rabiosa en sus palabras, esa amargura
que más tarde Erdosain reconocería en la voz de todos
esos pol-trones taciturnos y canallas aburridos.
-¿Lástima? -continuó el otro-. Amigo, a la mujer de
la vida no hay que tenerle lásti-ma. No hay mujer más
perra, más dura, más amarga que la mujer de la vida. No
se asombre, yo las conozco. Sólo a palos se las puede
manejar. Usted cree como el noventa por ciento que el
cafishio es el explotador y la prostituta la víctima. Pero
dígame: ¿para qué precisa una mujer todo el dinero que
ella gana? Lo que no han dicho los novelistas es que la
mujer de la vida que no tiene hombre anda desesperada
buscando uno que la engañe, que le rompa el alma de
cuando en cuando y que le saque toda la plata que gana,
porque es así de bestia. Se ha dicho que la mujer es igual
al hombre. Mentiras. La mujer es inferior al hombre. Fíjese
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en las tribus salvajes. Ella es la que cocina, trabaja, hace
todo, mientras que el macho va de caza o a guerrear. Lo
mismo pasa en la vida moderna. El hombre, salvo ganar
dinero, no hace nada. Y créame, mujer de la vida a la que
no se le saca el dinero, lo desprecia. Sí, señor, en cuanto
le empieza a tomar cariño, lo primero que desea es que le
pidan... Y qué alegría la de ella el día que usted le dice:
«Ma chérie», ¿podes prestarme cien pesos? Entonces esa
mujer se desata, está contenta. Al fin la sucia plata que
gana le sirve para algo, para hacer feliz a su hombre.
Claro, los novelistas no han escrito esto. Y la gente nos
cree unos monstruos, o unos animales exóticos, como
nos han pintado los saineteros. Pero venga a vivir a nuestro
ambien-te, conózcalo, y se va a dar cuenta de que es igual
al de la burguesía y al de nuestra aristocra-cia. La mantenida
desprecia a la mujer de cabaret, la mujer de cabaret
desprecia a la yiranta, la yiranta desprecia a la mujer de
prostíbulo, y, cosa curiosa, así como la mujer que está en
un prostíbulo elige casi siempre como hombre a un sujeto
de avería, la de cabaret carga con un
niño bien o un doctor atorrante para que la explote.
¿La psicología de la mujer de la vida? Está encerrada en
estas palabras, que me decía llorando una mujercita a
quien largó un amigo mío: «Encoré avec mon cul je peu
soutenir un homme». Eso no lo sabe la gente ni los
nove-listas. Un proverbio francés ya lo dice: «Gueuse
seule ne peut pas mener son cul».
Erdosain lo contemplaba estupefacto. Haffner
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continuó:
-¿Quién la cuida como el cafishio? ¿Quién la cuida
cuando está enferma, cuando cae presa? ¿Qué sabe la
gente? Si un sábado a la mañana la oyera usted a una
mujer decirle a su «marlu»: «Mon chérí, hice cincuenta
latas más que la semana pasada», usted se haría cafishio,
¿sabe? Porque esa mujer le dice «hice cincuenta latas»
con el mismo tono que una mujer honrada le diría a su
marido: «Querido, este mes, por no comprarme un
traje y lavarme la ropa, he economizado treinta
pesos». Créame, amigo, la mujer, sea o no honrada,
es un animal que tiende al sacrificio. Ha sido construida
así. ¿Por qué cree usted que los padres de la Iglesia
despreciaban tanto a la mujer? La mayoría de ellos
habían vivido como grandes bacanes y sabían qué
animalita es. Y la de la vida es peor aún. Es como una
criatura: hay que enseñarle de todo. «Por aquí caminarás,
frente a esta esquina no debes pasar, a tal ‘fioca’ no hay
que saludarlo. No armes bronca con esa mujer». Todo
hay que enseñárselo.
Caminaban junto a los bardales, y en el dulce
atardecer las palabras del macró abrían un paréntesis de
estrañeza en Erdosain. Comprendía que se encontraba
junto a una vida substancialmente distinta a la suya.
Entonces, le preguntó:
-¿Y cómo se inició usted en la «vida»?
-En ese tiempo era joven. Tenía veintitrés años y
una cátedra de matemáticas. Porque yo soy profesor -
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añadió orgullosamente Haffner-, profesor de matemáticas.
Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de
la calle Rincón encontré una noche a una francesita que
me gustó. Hace de esto diez años. Precisamente en esos
días había recibido una herencia de cinco mil pesos de un
pariente. Lucienne me agradó, y le ofrecí que viniera a
vivir conmi-go. Tenía un cafishio, el Marsellés, un gigante
brutal, a quien veía de vez en cuando... No sé si por la
labia, o porque era lindo, el caso es que la mujer se
enamoró, y una noche de tormenta la saqué de la
casa. Fue eso una novela. Nos fuimos a las sierras de
Córdoba, después a Mar del Plata, y cuando los cinco
mil pesos se terminaron, le dije: «Bueno, adiós idilio. Se
terminó». Entonces ella me dijo: «No, mi querido,
nosotros no nos separaremos más».
Ahora iban bajo las bóvedas de verdura, ramas
entrelazadas y ábsides de tallos.
-Yo estaba celoso. ¿Sabe usted lo que es estar celoso
de una mujer que se acuesta con todos? ¿Y sabe usted la
emoción del primer almuerzo que paga ella con plata del
«mishé»? ¿Se imagina la felicidad de comer con los
tenedores cruzados, mientras el mozo los mira a usted y
a ella sabiendo quienes son? ¿Y el placer de salir a
la calle con ella prendida de un brazo mientras los
«tiras» lo relojean? ¿Y ver que ella, que se acuesta con
tantos hombres, lo prefiere a usted, únicamente a usted?
Eso es muy lindo, amigo, cuando se hace la carrera. Y ella
es la que se preocupa de que usted se consiga otra mujer
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para que la explote, ella es la que la trae a su casa diciendo:
«vamos a ser cuñadas», ella es la que la varea a la primeriza
para que levante únicamente «viajes» para usted, y cuanto
más tímido y vergonzoso es usted, más goza ella en destruir
sus escrúpulos, en hundirlo en su basura, y de pronto...
cuando menos se acuerda se encuentra enterrado hasta
los pelos en el barro... y entonces hay que bailar. Y
mientras la mujer está metida hay que aprovechar, porque
un día le da una viaraza, enloquece por otro, y con la
misma inconsciencia con que lo siguió a usted se sacrifica
de nuevo. Me dirá usted: ¿para qué necesita una mujer un
hombre? Mas, desde ya, le diré: Ningún dueño de
prostíbulo va a tratar con una mujer. Con quien trata es
con su «marlu». El cafishio le da a Una mujer
tranquilidad para ejercer su vida. Los «tiras» no la
molestan. Si que presa, él la saca; si está enferma, él la
lleva a un sanatorio y la hace cuidar, y le evita líos y mil
cosas fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente trabaja
por su cuenta termina siendo siempre víctima de un
asalto, una estafa o un atropello bárbaro. En cambio, mujer
que tiene un hom-bre trabaja tranquila, sosegada, nadie
se mete con ella y todos la respetan. Y ya que ella, por un
motivo o por otro, eligió su vida, es lógico que por su
dinero pueda darse la felicidad que necesita.
«Claro, para usted todo esto es nuevo, pero ya se va
ir haciendo. Y si no, dígame: ¿cómo se explica que haya
‘fioca’ que tenga hasta siete mujeres? El taño Repollo
llegó en sus buenos tiempos a tener once mujeres. El
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gallego Julio, ocho. No hay francés casi que no tenga
tres mujeres. Y ellas se conocen, y no sólo se conocen,
sino que saben vivir juntas y rivalizan en quien le da
más, porque es un orgullo ser la preferida de un hombre
que los sosiega a los pesquisas más prepotentes de una
sola mirada. Y pobrecitas, son tan locas, que uno no sabe
si compadecerlas o romperles la cabeza de un palo».
Erdosain se sentía anonadado por el desprecio
formidable que ese hombre revelaba hacia las mujeres.
Y recordaba que en otra oportunidad el Astrólogo le
había dicho: «El Rufián Melancólico es un tipo que al
ver una mujer lo primero que piensa es esto: Esta en la
calle rendiría cinco, diez o veinte pesos. Nada más».
Y ahora sintió Erdosain que el hombre le repugnaba.
Para cambiar de conversación, dijo:
-Dígame... ¿Usted cree en el éxito de la empresa
del Astrólogo?
-No.
-¿Y él sabe que usted no cree?
-Sí.
-¿Y por qué usted lo acompaña?
-Yo lo acompaño relativamente, y de aburrido
que estoy. Ya que la vida no tiene ningún sentido, es
igual seguir cualquier corriente.
-¿Para usted la vida no tiene sentido?
-Absolutamente ninguno. Nacemos, vivimos,
morimos, sin que por eso dejen las estrellas de moverse
y las hormigas de trabajar.
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-¿Y se aburre mucho usted?
-Regular. He organizado mi vida como la de un
industrial. Todos los días me acuesto a las doce y me
levanto a las nueve de la mañana. Hago una hora de
ejercicio, me baño, leo los diarios, almuerzo, duermo una
siesta, a las seis tomo el vermouth y voy a lo del peluque-ro,
a las ocho ceno, después salgo al café, y dentro de dos
años, cuando tenga doscientos mil pesos, me retiraré del
oficio para vivir definitivamente de mis rentas.
Y en realidad, ¿cuál va a ser su intervención en la
sociedad del Astrólogo? Si el Astrólogo consigue
dinero, guiarlo en la junta de mujeres y en la
instalación del prostíbulo.
-Pero usted, en su interior, ¿qué piensa del
Astrólogo?
-Que es un maniático que puede tener o no éxito.
-Pero sus ideas...
-Algunas son embrolladas, otras claras, y,
francamente yo no sé hasta dónde quiere apuntar ese
hombre. Unas veces usted cree estar oyendo a un
reaccionario, otras a un rojo, y, a decir la verdad, me
parece que ni él mismo sabe lo que quiere.
-¿Y si tuviera éxito?...
-Entonces ni Dios sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah!,
a propósito, ¿usted le habló de cultivos de bacilos del
cólera asiático?
-Sí...sería un magnífico medio de combate contra
el ejército.
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Desparramar un cultivo en cada cuartel. ¿Se da
cuenta? Simultáneamente, treinta o cuarenta
hombres pueden destruir el ejército y dejar que las
masas proletarias hagan la revolución...
-El Astrólogo lo admira mucho a usted. Siempre
me ha hablado de usted como de un individuo que tiene
grandes posibilidades de éxito.
Erdosain sonrió halagado.
-Sí, algo estudia uno para destruir esta sociedad.
Pero volviendo a lo de antes: lo que yo no concibo es su
posición respecto a nosotros...
Haffner se volvió rápidamente, midió de una mirada
a Erdosain como extrañado de los términos de éste, y
luego, sonriendo burlonamente, agregó:
-Yo no estoy en ninguna posición. Entiéndame bien.
A mí no me perjudica ayudar al Astrólogo. Lo demás, sus
teorías, las tomo a cuenta de conversación. El es para mí
un amigo que piensa instalar un negocio, previsto y
tolerado por nuestras leyes. Eso es todo. Ahora, que el
dinero que él gane con ese negocio lo invierta en una
sociedad secreta o en un convenio de monjas,
personalmente no me interesa. Ya ve usted entonces que
mi actuación en la famo-sa sociedad no puede ser más
inocente.
-¿Y a usted le resulta lógico pensar que una sociedad
revolucionaria se base en la explotación del vicio de la
mujer?
El Rufián frunció los labios. Luego, mirando
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de reojo a Erdosain, se explicó:
-Lo que usted dice no tiene sentido. La sociedad
actual se basa en la explotación del hombre, de la mujer
y del niño. Vaya, si quiere tener conciencia de lo que es la
explotación capitalista, a las fundiciones de hierro de
Avellaneda, a los frigoríficos y a las fábricas de vidrio,
manufacturas de fósforos y de trabajo. -Reía
desagradablemente al decir estas cosas-. Nosotros, los
hombres del ambiente, tenemos a una, a dos mujeres;
ellos, los industriales, a una multitud de seres humanos.
¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y quién es
más desalmado, el dueño de un prostíbulo o la sociedad
de accionistas de una empresa? Y sin ir más lejos, ¿no le
exigían a usted que fuera honrado con un sueldo de cien
pesos y llevando diez mil en la cartera?
-Tiene razón... pero, entonces, usted ¿por qué me
facilitó el dinero?
-Eso es harina de otro costal.
-Pero a mí eso me preocupa.
-Bueno, has tal a vista.
Y antes de que Erdosain pudiera contestarle, el
Rufián tomó por una diagonal arbo-lada. Andaba
apresuradamente. Erdosain le miró un instante, luego echó
a caminar tras él, y le alcanzó junto a una quinta. Haffner
se volvió irritado, y ya estridente exclamó:
-¿Se puede saber qué es lo que quiere usted de
mí?...
-¿Lo que quiero?... Quiero decirle esto: Que no le
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agradezco absolutamente nada el dinero que me ha dado.
¿Sabe? ¿Quiere el cheque? Aquí lo tiene.
Y, efectivamente, se lo alcanzaba, pero el Rufián lo
examinó esta vez despectiva-mente:
-No sea ridículo, ¿quiere? Vaya y pague.
Los alambrados ondularon ante los ojos de
Erdosain. Sufría visiblemente, porque palideció hasta
quedar amarillo. Se apoyó en un poste, creía que iba a
vomitar. Haffner, detenido ante él, le preguntó
condescendiente:
-¿Se le pasa el mareo?
-Sí... un poco...
-Usted está mal... tiene que hacerse ver...
Caminaron unos pasos en silencio. Como el exceso
de luz le molestaba a Erdosain, cruzaron la vereda, que
estaba en la sombra. Llegaron así hasta la estación del
ferrocarril.
Haffner caminaba lentamente por el andén. De
pronto se volvió a Erdosain:
-¿Nunca le ha ocurrido a usted tener antojos
crueles acerca de las personas?
-Sí, a veces...
-Qué raro... porque ahora estaba recordando la manía
que tuve un tiempo de inducir a la prostitución a una
muchacha que estaba ciega...
-¿Y todavía vive?...
-Sí, ahora está embarazada. ¿Se da cuenta? Una ciega
embarazada. Un día de estos lo voy a llevar. La va a
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conocer. Un espectáculo interesante, le prevengo. ¿Se
da cuenta? Ciega y preñada. Es mala, siempre anda con
agujas en las manos... Además es golosa como una cerda.
A usted le va a interesar.
-Y usted piensa...
-Sí, en cuanto el Astrólogo instale el prostíbulo la
primera que va a entrar va a ser ella. La tendremos
escondida: será el plato raro...
-¿Sabe que usted es más raro que ella?
-¿Por?...
-Porque uno no puede explicárselo a usted.
Mientras que usted me hablaba de la ciega, yo pensaba
en lo que me había contado el Astrólogo. Que usted tuvo
relaciones con una mujer honesta, que el azar llevó a
esta mujer honesta a su casa y que usted la respetó.
Más aún, déjeme hablar: esa mujer lo quería a usted,
era virgen, ¿por qué la respetó?
-Eso no tiene importancia. Un poco de dominio
de sí mismo, nada más.
-¿Y el caso del collar?
Erdosain sabía, por el Astrólogo, que el Rufián le
había pedido una prueba material de cariño a una bailarina;
que ésta, ante otras mujeres, se había desprendido de un
magnífico collar que le regalara un amante, un viejo
importador de tejidos. La escena fue curiosa, porque
el viejo se encontraba en las inmediaciones. Haffner recibió
el collar y ante el asom-bro de todos lo sopesó, examinó
el quilate de las piedras, y luego se lo devolvió
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sonriendo burlonamente.
-Lo del collar es sencillo -repuso Haffner-. Yo
estaba un poco bebido. Eso no me impedía saber que el
gesto que yo hacía me daría un prestigio enorme entre esa
canalla del cabaret, sobre todo en las mujeres, que son un
poco fantasiosas. Lo curioso del asunto es que media
hora después vino el viejo que le había regalado el collar
a René a darme humildemen-te las gracias por no haber
querido yo aceptar el regalo. ¿Se da cuenta? Desde otra
mesa había seguido tembloroso la escena, y si no intervino
fue por temor a suscitar un escándalo. Pero había temblado
por el destino de su collar.... Ya ve usted cuánta suciedad...
pero allí viene el tren a La Plata. Querido amigo, hasta
pronto... ¡Ah!, concurra a la reunión que el miércoles
hay en la casa del Astrólogo. Va a encontrar otros más
interesantes que yo.
Erdosain cruzó pensativo a la plataforma donde
salían los trenes para Buenos Aires. Indudablemente,
Haffner era un monstruo.
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EL HUMILLADO
A las ocho de la noche llegó a su casa.
-El comedor estaba iluminado... Pero
expliquémonos -contaba más tarde Erdosain-, mi
esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el
llamado comedor consistía en cuarto vacío de muebles.
La otra pieza hacía de dormitorio. Usted me dirá
cómo siendo pobres
alquilábamos una casa, pero éste era un antojo de mi
esposa, que recordando tiempos mejo-res, no se avenía a
no «tener armado» su hogar.
«En el comedor no había más mueble que una mesa
de pino. En un rincón colgaban de un alambre nuestras
ropas, y otro ángulo estaba ocupado por un baúl con
conteras de lata y que producía una sensación de vida
nómade que terminaría con un viaje definitivo. Más tarde,
cuántas veces he pensado en ‘la sensación de viaje’ que
aquel baúl barato, estibado en un rincón, lanzaba a mi
tristeza de hombre que se sabe al margen de la cárcel.
«Como le contaba, el comedor estaba iluminado.
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Al abrir la puerta me detuve. Aguardábame mi esposa,
vestida para salir, sentada junto a la mesa. Un tul negro
cubría hasta el mentón su carita sonrosada. A su derecha,
junto a los pies, estaba una valija, y al otro lado de la mesa
un hombre se puso de pie cuando yo entré, mejor dicho,
cuando la sorpresa me detuvo en el umbral.
«Así permanecimos los tres un segundo... El capitán
de pie, con una mano apoyada en la tabla de la mesa y
otra en la empuñadura de la espada, mi esposa con la
cabeza inclina-da, y yo frente a ellos, olvidados los dedos
en el canto de la puerta. Aquel segundo me fue suficiente
para no olvidar más al otro hombre. Era grande, de
reciedumbre atlética dentro de la tela verde del uniforme.
Al apartar los ojos de mi esposa, su mirada recobró una
dureza curiosa. No exagero si digo que me examinaba
con insolencia, como a un inferior. Yo conti-nué
mirándolo. Su grandor físico contrastaba con la ovalada
pequeñez de su rostro, con la delicadeza de la fina nariz y
la austeridad de sus labios apretados. En el pecho llevaba
la insignia de piloto aviador.
«Mis primeras palabras fueron:
«-¿Qué pasa aquí?
«-El señor... -mas avergonzándose, se corrigió-.
Remo -dijo llamándome por mi nom-bre-, Remo, yo no
voy a vivir más con vos.»
Erdosain no tuvo tiempo de temblar. El capitán
tomó la palabra:
-Su esposa, a quien he conocido hace un
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tiempo...
-¿Y dónde la conoció usted?
-¿Por qué preguntas esas cosas? -interrumpió
Elsa.
-Sí, cierto -objetó el capitán-. Usted comprenderá
que ciertas cosas no deben pregun-tarse...
Erdosain se ruborizó.
-Quizá usted tenga razón... disculpe...
-Y como usted no ganaba para mantenerla...
Apretando el cabo del revólver en el bolsillo de su
pantalón, Erdosain miró al capi-tán. Luego,
involuntariamente, sonrió pensando que nada tenía que
temer, ya que podía ma-tarlo.
-No creo que pueda causarle gracia lo que le digo.
-No; sonreía de una ocurrencia estúpida... ¿Así
que también le contó eso?
-Sí, y además me habló de usted como de un
genio en desgracia...
-Hablamos de tus inventos...
-Sí... de su proyecto de metalizar las flores...
-¿Por qué te vas, entonces?
-Estoy cansada, Remo.
Erdosain sintió que el furor le encrespaba la boca
en malas palabras. La hubiera insultado, mas al pensar
que el otro podía aplastarle la cara a puñetazos retuvo la
injuria, replicando:
-Vos siempre estuviste cansada. En tu casa estabas
cansada... aquí... allá... también
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allá en la montaña... ¿te acordás?
No sabiendo qué responder, Elsa inclinó la
cabeza.
-Cansada... ¿qué es lo que tenes cansada vos?... Y
todas están cansadas, no sé por qué... pero están
cansadas... Usted, capitán, ¿no está cansado también?
El intruso lo observó largamente.
-¿Y qué entiende usted por cansancio?
-El aburrimiento, la angustia... ¿no se ha fijado usted
que éstos parecen los tiempos de tribulación de que habla
la Biblia? Así los nombra un amigo mío que se ha casado
con una coja. La coja es la ramera de las Escrituras...
-Nunca me di cuenta de eso.
-En cambio yo sí. A usted le parecerá extraño que le
hable de sufrimientos en estas circunstancias... pero es
así... los hombres están tan tristes que tienen necesidad
de ser humi-llados por alguien.
-Yo no veo tal cosa.
-Claro, usted con su sueldo... ¿Qué sueldo
gana usted? ¿Quinientos?
-Más o menos.
-Claro, con ese sueldo es lógico...
-¿Qué es lógico?
-Que no sienta su servidumbre.
El capitán detuvo una mirada severa en Erdosain.
-Germán, no le haga caso -interrumpió Elsa-. Remo
está siempre con esa historia de la angustia.
-¿Es cierto?
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-Sí... ella, en cambio, cree en la felicidad, en el
sentido de «eterna felicidad» que estaría en su vida si
pudiera pasar los días entre fiestas...
-Detesto la miseria.
-Claro, porque vos no crees en la miseria... la
horrible miseria está en nosotros, es la miseria de
adentro... del alma que nos cala los huesos como la
sífilis.
Callaron. El capitán, ostensiblemente aburrido,
examinaba sus uñas, cuidadosamen-te lustradas.
Elsa miraba fijamente tras los rombos del velo, el
semblante demacrado de aquel esposo que tanto quisiera
un día, en tanto que Erdosain se preguntaba por qué existía
en él un vacío tan inmenso, vacío en el que su conciencia
se disolvía sin acertar con palabras que ladraran su
pena de un modo eterno.
De pronto el capitán levantó la cabeza.
-¿Y cómo piensa usted metalizar sus flores?
-Fácilmente... Se toma una rosa, por ejemplo, y
se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto
en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce
el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la
rosa cubierta de una finísima película metálica,
conductora de corriente. Luego se trata por el común
procedimiento galvanoplastia» del cabreado... y,
naturalmente, la flor queda convertida en una rosa de
cobre. Tendría muchas aplicaciones.
-La idea es original.
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-¿No le decía yo, Germán, que Remo tiene
talento?
-Lo creo.
-Sí, puede ser que tenga talento, pero me falta
vida... entusiasmo... algo que sea como un sueño
extraordinario... una mentira grande que empuje la
realización... pero, ha-blando de todo un poco, ¿esperan
ustedes ser felices?
-Sí.
Otra vez sobrevino el silencio. En torno de la
lámpara amarilla los tres semblantes parecían tres
mascarillas de cera. Erdosain sabía que dentro de breves
instantes todo termina-ría y escarbando en su angustia, le
preguntó al capitán:
-¿Por qué vino usted a mi casa?
El otro vaciló, después:
-Tenía interés en conocerlo.
-¿Le parecía divertido?
-No... le juro que no.
-¿Y entonces?
-Curiosidad de conocerlo. Su esposa me habló
mucho de usted en estos últimos tiempos. Además,
nunca imaginé encontrarme en una situación semejante...
en realidad, no podría explicarme por qué he venido.
-¿Ha visto usted? Hay cosas inexplicables. Yo, desde
hace un rato, trato de explicar-me por qué no lo mato de
un tiro teniendo el revólver aquí, en el bolsillo.
Elsa levantó la cabeza hacia Erdosain, que estaba
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a la cabecera de la mesa... El capitán preguntó:
-¿Qué es lo que lo contiene?
-En verdad, no sé... o... sí, tengo la seguridad de
que es por esto. Creo que en el corazón de cada uno de
nosotros hay una longitud de destino. Es como una
adivinación de las cosas por intermedio de un misterioso
instinto. Lo que ahora me sucede, lo siento compren-dido
en esa longitud de destino... algo así como si lo hubiera
visto ya... no sé en qué parte.
-¿Cómo?
-¿Qué decís?
-No era porque vos me dieras motivo... no... ya te
digo... una certidumbre remota.
-No lo entiendo.
-Yo sí me entiendo. Vea, es así. De pronto a uno se
le ocurre que tienen que sucederle determinadas cosas
en la vida... para que la vida se transforme y se haga
nueva.
-¿Y vos?
-¿Usted cree que su vida?
Erdosain, desentendiéndose de la pregunta,
continuó:
-Y lo de ahora no me extraña. Si usted me dijera que
fuese a comprarle un paquete de cigarrillos, a propósito,
¿tiene un cigarrillo usted?
-Sírvase... ¿y luego?
-No sé. En estos últimos tiempos he vivido
incoherentemente... aturdido por la an-gustia. Ya ve con
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qué tranquilidad converso con usted.
-Sí, siempre esperó él algo extraordinario.
-Y vos también.
-¿Cómo? ¿Usted, Elsa, también?
-Sí.
-¿Pero usted?
-Siga, capitán, yo lo entiendo. Usted quiere decir
que lo extraordinario de Elsa está ocurriendo ahora, ¿no?
-Sí.
-Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?
-¿Vos crees?
-Decí la verdad, vos esperas algo extraordinario
que no es esto, ¿no?
-No sé.
-¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida.
Estábamos los dos en silencio junto a esta mesa...
-Callate.
-¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos
sin decirnos, lo que éramos, dos desdichados, de un
desigual deseo. Y cuando nos acostábamos...
-¡Remo!
-¡Señor Erdosain!
-Déjense de aspavientos ridículos... ¿no se van
a acostar ustedes acaso?
-De esta forma no podemos seguir hablando.
-Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta
idea semejante: ¿y el placer de la vida y del amor consiste
en esto?... Y sin decir nada comprendíamos que
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pensábamos en lo mismo... mas cambiando de tema...
¿piensan ustedes quedarse aquí en la ciudad?
Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del
viaje.
Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera
de vidriosos ojos de buey, contemplando el hilo azul de
la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los
más-tiles y en los aguilones negros de los guinches.
Atardecía, pero ellos permanecían con el pensamiento
fijo en otros climas, a la sombra de las camareras,
apoyados en la pasarela blanca. El viento soplaba yodado
en las olas y Elsa miraba las aguas a través de cuyo
enreja-do cambiante se animaba su sombra.
Por momentos volvía la carita empalidecida y
entonces ambos parecían escuchar un reproche que subía
de lo profundo del mar.
Y Erdosain se imaginaba que les decía:
-¿Qué hicieron del pobre muchachito? («Porque
yo, a pesar de mi edad, era como un muchacho -decíame
más tarde Remo-. ¿Usted comprende, un hombre que se
deja llevar la mujer en sus barbas... es un desgraciado...
es como un muchacho, comprende usted?»)
Erdosain se apartó de la alucinación. Aquella
pregunta que le surgió, estaba ahonda-da contra su
voluntad en él.
-¿Me vas a escribir?
-¿Para qué?
-Sí, claro, ¿para qué? -repitió cerrando los ojos.
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Sentíase ahora más que nunca caído en una profundidad
no soñada por hombre alguno.
-Bueno, señor Erdosain -y el capitán se levantó-,
nosotros nos retiramos.
-¡Ah, se van!... ¿Se van ya?
Elsa le tendió su mano enguantada.
-¿Te vas?
-Sí... me voy... comprendes que...
-Si... comprendo.
-No podía ser, Remo.
-Sí, claro... no podía ser... claro...
El capitán describiendo un círculo en torno de la
mesa, cogió la valija, la misma valija que Elsa trajo el
día de su casamiento.
-Señor Erdosain, adiós.
-A sus órdenes, capitán... pero una cosa... ¿se
van... vos, Elsa...vos te vas?
-Sí, nos vamos.
-Permiso, me voy a sentar. Permítame un
momento, capitán... un momentito.
El intruso reprimió palabras de impaciencia. Tenía
unos brutales deseos de gritar a ese marido: «¡A ver, firme,
imbécil», mas por consideración a Elsa se retuvo.
De pronto Erdosain abandonó la silla. Con
lentitud fue hasta un rincón del cuarto.
Luego, volviéndose bruscamente al capitán, dijo con voz
muy clara, en la que se adivinaba el contenido deseo de
que fuera suave:
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-¿Sabe usted por qué no lo mato como a un
perro?
Los otros se volvieron alarmados.
-Pues porque estoy en frío.
Ahora Erdosain caminaba de un lado a otro de la
habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Ellos lo
observaban, esperando algo.
Por fin, el marido, sonriendo con un gesto, esguince
pálido, continuó suavemente, languidecida su voz en una
desesperación de sollozo retenido:
-Sí, estaba en frío... estoy en frío. -Ahora su
mirada se había tornado vaga, pero sonreía con la misma
sonrisa, extraña, alucinada-. Escúchenme... esto no tendrá
explicación para ustedes, pero yo sí le he encontrado la
explicación.
Sus ojos brillaban extraordinariamente y su voz
enronqueció a través del esfuerzo que hizo por hablar.
-Vean... mi vida ha sido horriblemente ofendida...
horriblemente magullada.
Calló, deteniéndose en un ángulo de la pieza. En su
rostro se mantenía la sonrisa extraña del hombre que está
viviendo un sueño peligroso. Elsa, repentinamente
irritada, mor-día la punta de su pañuelo. El capitán, de
pie, junto a la valija, aguardaba.
De pronto Erdosain sacó el revólver del bolsillo y lo
arrojó a un rincón. La «Browning» desconchó el revoque
del muro, golpeando pesadamente en el suelo.
-¡Para lo que sirve este trasto! -murmuró. Luego,
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con una mano en el bolsillo del saco y la sien apoyada
en el muro, habló despacio-: Sí, mi vida ha sido
horriblemente ofendi-da... humillada. Créalo, capitán. No
se impaciente. Le voy a contar algo. Quien comenzó este
feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando yo
tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía:
«Mañana te pegaré». Siempre era así, mañana... ¿Se dan
cuenta?, mañana... Y esa noche dormía, pero dormía mal,
con un sueño de perro, despertándome a media noche
para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya
era de día, mas cuando la luna cortaba de barrote del
ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho
tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el
canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una
claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo
me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque
sabía que estaba allí... aunque sabía que no había fuerza
humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al
fin me había dormido para mucho tiempo, una mano me
sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con
voz áspera: «Vamos... es hora». Y mientras yo me vestía
lentamente, sentía que en el patio ese hombre movía la
silla. «Vamos», me gritaba otra vez, y yo, hipnotizado, iba
en línea en línea recta hacia él: quería hablar, pero eso era
imposible ante su espantosa mirada. Caía su mano sobre
mi hombro obligándome a arrodillarme, yo apoyaba el
pecho en el asiento de la silla, tomaba mi cabeza entre sus
rodillas y, de pronto, crueles latigazos me cruzaban las
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nalgas. Cuando me soltaba, corría llorando a mi cuarto.
Una vergüenza enorme me hundía el alma en las tinieblas.
Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea.
Elsa miraba sobresaltada a su esposo. El capitán, de
pie, cruzados los brazos, escu-chaba aburrido. Erdosain
sonreía con vaguedad. Continuó:
-Yo sabía que a la mayoría de los chicos los padres
no les pegaban y en la escuela, cuando les oía hablar de
sus casas, me paralizaba una angustia tan atroz que si
estábamos en clase y el maestro me llamaba, yo lo miraba
atontado, sin darme cuenta del sentido de sus preguntas,
hasta que un día me gritó: «¿Pero usted, Erdosain, es un
imbécil que no me oye?» Toda la clase se echó a reír, y
desde ese día me llamaron Erdosain «el imbécil». Y yo,
más triste, sintiéndome más ofendido que nunca, callaba
por temor a los latigazos de mi padre,
sonriendo a los que me insultaban... pero tímidamente.
¿Se da cuenta, capitán? Lo insultan a usted... y usted
todavía sonríe tímidamente, como si le hicieran un
favor al injuriarlo.
El intruso frunció el ceño.
-Más tarde -permítame, capitán-, más tarde me
llamaron muchas veces «el imbécil». Entonces
súbitamente el alma se me recogía a lo largo de los nervios,
y esa sensación de que el alma se escondía avergonzada
dentro de mi misma carne, me aniquilaba todo coraje;
sin-tiendo que me hundía cada vez más y mirando a
los ojos al que me injuriaba, en vez de tumbarlo de una
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cachetada, me decía: ¿Se dará cuenta este hombre hasta
que punto me humi-lla? Luego me iba; comprendía que
los otros no hacían más que terminar lo que había
comen-zado mi padre.
-Y ahora -repuso el capitán- ¿yo también lo
hundo?
-No, hombre, usted no. Naturalmente, he sufrido
tanto, que ahora el coraje está en mi encogido, escondido.
Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿Cuándo saltará mi
coraje? Y ése es el acontecimiento que espero. Algún día
algo monstruosamente estallará en mí y yo me convertiré
en otro hombre. Entonces, si usted vive, iré a buscarle
y le escupiré en la cara.
El intruso lo miró sereno.
-Pero no por odio, sino para jugar con mi coraje,
que me parecerá la cosa más nueva del mundo... Ahora,
puede usted retirarse.
El intruso vaciló un instante. La mirada de Erdosain,
intensamente agrandada, esta-ba fija en él. Tomó la valija
y salió.
Elsa se detuvo temblorosa ante su esposo.
-Bueno, me voy, Remo... era necesario que esto
terminara así.
-Pero, ¿tú?... ¿tú?...
-¿Y qué querías que hiciese?
-No sé.
-¿Y entonces? Quédate tranquilo, te pido. Ya te dejé
la ropa preparada. Cambiate el cuello. Siempre le haces
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pasar vergüenza a una.
-Pero tú, Elsa... ¿tú? ¿Y nuestros proyectos?
-Ilusiones, Remo... esplendores.
-Sí, esplendores... pero ¿dónde aprendiste esa
palabra tan linda? Esplendores.
-No sé.
-¿Y nuestra vida quedará siempre deshecha?
-¿Qué querés? Sin embargo yo fui buena. Después
te tomé odio... pero ¿por qué no fuiste también igual?...
-¡Ah!,sí... igual... igual...
Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el
trópico. Se le caían los párpados. Hubiera querido
dormir. El sentido de las palabras se hundía en su
entendimiento con la lentitud de una piedra en un agua
demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en el fondo
de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y
durante un instante, en el fondo de su pecho, quedaban
flotando y estremecidas como en el fangal de un charco,
sus hierbajos de sufrimiento. Ella continuó con la voz
apaciguada por una resignación interior:
-Ahora es inútil... ahora yo me voy. ¿Por qué no
fuiste bueno vos? ¿Por qué no trabajaste?
Erdosain tuvo la certidumbre como él, y una piedad
inmensa lo hizo caer al borde de la silla, aplastada la
cabeza sobre el brazo estirado en la mesa.
-¿Así que te vas? ¿De veras que te vas?
-Sí, quiero ver si nuestra vida mejora, ¿sabes? Mira
mis manos -y desenguantando la diestra la presentó
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magullada por los fríos, mordida por las lejías, picoteada
por las agujas de
la costura, oscurecida por el hollín de las cacerolas.
Erdosain se levantó, envarado por una
alucinación.
Veía a su desdichada esposa en los tumultos
monstruosos de las ciudades de portland y de hierro,
cruzando diagonales oscuras a la oblicua sobra de los
rascacielos bajo una ame-nazadora red de negros cables
de alta tensión. Pasaba una multitud de hombres de
negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más
pálida que nunca, pero ella lo recordaba mien-tras el aliento
de los desconocidos se cortaba en su perfil.
«-¿Dónde estará mi muchachito?»
Erdosain interrumpió su proyección de futuro:
-Elsa... ya sabes... vení cuando quieras... podes
venir... pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?
Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus
pupilas se agrandaron. La voz llena-ba el cuarto de calidez
humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.
-Siempre te quise... ahora también te quiero... nunca,
¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te
voy a querer toda la vida... que el otro a tu lado es la
sombra de un hombre...
-Alma, mi pobre alma... qué vida la nuestra...
qué vida...
Un rizo de sonrisa encrespó dolorosamente los
labios de ella. Elsa lo miró ardientemente un instante.
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Luego, con la voz seria de promesas:
-Mira... espérame. Si la vida es como siempre me
dijiste, yo vuelvo, ¿sabes?, y entonces, si vos querés,
nos matamos juntos... ¿Estás contento?
Una ola de sangre subió hasta las sienes del
hombre.
-Alma, qué buena sos, alma... dame esa mano -y
mientras ella, aun sobrecogida, sonreía con timidez,
Erdosain se la besó-. ¿No te enojas, alma?
Ella enderezó la cabeza grave de dicha.
-Mirá Remo... yo voy a venir, ¿sabes?, y si es cierto
lo que decís de la vida... sí, yo vengo... voy a venir.
-¿Vas a venir?
-Con lo que tenga.
-¿Aunque seas rica?
-Aunque tenga todos los millones de la tierra,
vengo. ¡Te lo juro!
-¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin
embargo, vos no me conociste... no importa... ¡ah,
nuestra vida!
-No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu
sorpresa, Remo? Estás sólito, de noche. Estás solo... de
pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... ¡yo que he
venido!
Estás con un traje de baile... zapatos blancos y
tenes un collar de perlas.
-Y vine sola, a pie por las calles oscuras,
buscándote... pero vos no me ves, estás solo... la
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cabeza...
-Decí... habla... habla...
-La cabeza apoyada en la mano y el codo en la
mesa... me miras... y de pronto...
-Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?
-Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa
noche? Esa noche es esta noche y afuera sopla el gran
viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás
contento, Remo?
-Sí, te juro que estoy contento.
-Bueno, me voy.
-¿Te vas?
-Sí...
El semblante del hombre se deformó en la súbita
pena.
-Bueno, ándate.
-Hasta pronto, mi esposo.
-¿Qué dijiste?
-Te digo esto, Remo. Espérame. Aunque tenga todos
los millones del mundo, yo vuelvo.
-Bueno... entonces adiós... pero dame un beso.
-No, cuando vuelva... adiós, mi esposo.
De pronto, Erdosain lanzado por un espasmo sin
nombre, la cogió brutalmente de las manos por los pulsos.
-Decíme: ¿te acostaste
con él? -Soltame,
Remo... yo no creía
que vos... -Confesa,
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¿te acostaste o no? No.
En el marco de la puerta se detuvo el capitán. Una
flojedad inmensa relajó los ner-vios de sus dedos.
Erdosain sintió que caía y ya no vio más.
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CAPAS DE OSCURIDAD
Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta
su cama.
El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los
ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que
reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas
se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de
desesperación se apelotonaban en su garganta
asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para
la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba
los dientes para amortiguar el crujir de los nervios
enrigecidos dentro de su carne que se abando-naba, con
flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que
deyectaban su cerebro.
Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo
y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de
descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible
tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el
hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un
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erizamiento de desesperación! De sus párpados caían
sucesivas capas de oscuridad más den-sa.
Su centro de dolor se debatía inútilmente. No
encontraba en su alma una sola hendi-dura por donde
escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del
mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué
parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera
la piel erizada de más pliegues de amargura? Sentía que
no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que
se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin
embargo, vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento
y en la espantosa proximidad de su cuerpo. El ya no era
ya un organismo envasando sufrimientos, sino algo más
inhumano... quizá eso... un mons-truo enroscado en sí
mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de
oscuridad que descendía de sus párpados era un tejido
placentario que lo aislaba más y más del universo de los
hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de
ladrillos, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo
donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol
en una profundidad oceánica. No podía reconocerse...
dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba
la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano
le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente,
como si estuviera fabricado su cuerpo de dos
substancias
distintas. ¿Quién sabe lo que ya había muerto en él? Sólo
perduraba para su sensibilidad una conciencia forastera a
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lo que le había ocurrido, un alma que no tendría el largo
de la hoja de una espada y que vibraba como una lamprea
en el agua de su vida enturbiada. Hasta la conciencia de
ser, en él no ocupaba más de un centímetro cuadrado de
sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en
contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de
sensibi-lidad. El resto se desvanecía en la oscuridad. Sí,
él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro
cuadrado de existencia prolongando con su superficie
sensible, la incoherente vida de un fantasma. Lo demás
había muerto en él, se había confundido con la placenta
de tinieblas que blindaba su realidad atroz.
Cada vez más fuerte se hacía en él la revelación de
que estaba en el fondo de un cubo de portland. ¡Sensación
de otro mundo! Un sol invisible iluminaba para siempre
los muros, de un anaranjado color de tempestad. El ala de
un ave solitaria soslayaba lo celeste sobre el rectángulo
de los muros, pero él estaría para siempre en el fondo
de aquel cubo taciturno, iluminado por un anaranjado
sol de tempestad.
Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a
aquel centímetro cuadrado de sen-sibilidad. Hasta se le
hacía «visible» el latido de su corazón, y era inútil querer
rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondo
de aquel abismo, un momento negro y otros anaranjado.
Con que aflojara un poquito tan sólo su voluntad, la
realidad que contenía hubie-ra gritado en sus oídos.
Erdosain no quería y quería mirar... pero era inútil... su
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esposa estaba allí, en el fondo de una habitación tapizada
de azul. El capitán se movía en un rincón. El sabía,
aunque nadie se lo había dicho, que era un dormitorio
diminuto, de forma hexagonal y ocupado casi enteramente
por una cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa...
no... no... quería, pero si le hubieran amenazado de muerte
no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija en
el hombre que se desnudaba ante ella... ante su legítima
esposa que ahora no estaba con él... sino con otro. Más
fuerte que su miedo fue su necesidad de más terror, de
más sufrimiento, y de pronto, ella, que se cubría los
ojos con los dedos, corría hacia el hombre desnudo, de
piernas tiesas, se apretaba contra él y ya no rehuía la cárdena
virilidad erguida en el fondo azul.
Erdosain se sintió aplanado en una perfección de
espanto. Si lo hubieran pasado por entre los rodillos de
un laminador, más plana no podría ser su vida. ¿No
quedaban así los sapos que sobre la huella trincaba la
rueda de la carreta, aplastados y ardientes? Pero no
quería mirar, tan no quería que ahora veía con nitidez
cómo Elsa se apoyaba sobre el cuadra-do pecho velludo
del hombre, mientras que las manos de él recogían las
mandíbulas de la mujer para levantar el rostro hacia su
boca.
Y de pronto Elsa exclamaba: «Yo también, mi
querido... yo también». Su semblante había enrojecido
de desesperación, los vestidos se atorbellinaban en torno
del triángulo de sus muslos blancos como la leche, y con
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los ojos extasiados en el rígido músculo del hombre que
temblaba, ella descubrió la crin de su sexo, sus senos
erguidos... ¡ah!... ¿por qué miraba?
Inútilmente Elsa... sí, Elsa, su legítima esposa, trataba
con la mano pequeña de abar-car toda la virilidad en una
caricia. El hombre, bajo el aullido de su deseo, se apretaba
las sienes, se cubría los ojos con el antebrazo; pero ella
inclinada sobre él, le clavaba este hierro candente en los
oídos: «¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo que
sos, Dios mío!».
Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el
cuello para tornillar en su alma, profundamente, esa visión
atroz, no podría sufrir más. Padecía tanto que de
interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un
shrapnell. ¿Cómo es que el alma puede soportar tanto
dolor? Y sin embargo quería sufrir más. Que encima de
un tajo le partieran el dorso con un hacha en varias
partes... Y si en cuatro trozos lo hubieran arrojado a
un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No
había un centímetro cuadrado en su cuerpo que no soportara esa altísima presión de angustia.
Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del
espantoso torno, y repentinamen-te una sensación de
reposo equilibrio sus miembros.
Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente
cuesta abajo, como un lago después del quebrantamiento
de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados cerrados,
el desvanecimiento lúcido era más anestésico para su dolor
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que un sueño de cloroformo.
Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió
la cabeza para separar el cuero cabelludo de la almohada
recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir
que esa frescura en la nuca y el entreabrirse y cerrarse de
su corazón, que, como un ojo enorme, abría el soñoliento
párpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada
más que la tiniebla?
Elsa estaba tan lejos de su memoria que en esa
hipnosis transitoria le parecía mentira haberla conocido.
Quién sabe si existía físicamente. Antes podía verla, ahora
tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerla... y
apenas la reconocía. La verdad es que ella no era ella ni él
era él. Ahora su vida corría silenciosamente cuesta abajo,
se sentía en un retroceso de años, el niño que miraba un
árbol verde sombreando el desaparecer continuo de un
río entre algunas piedras con manchas rojas. El mismo,
era una cascada de carne en las oscuridades. ¡Vaya a saber
cuándo terminaría de desangrarse! Y sólo era notable el
cerrarse y entreabrirse de su corazón que como un ojo
enorme abría su párpado soñoliento para reconocer la
oscuri-dad. El foco eléctrico de la mitad de cuadra filtraba
por una hendidura un ramalazo de plata que caía sobre el
tul del mosquitero. Su sensibilidad se recobraba
dolorosamente.
El era Erdosain. Se reconocía ahora. Arqueaba con
un gran esfuerzo la espalda. Por debajo de la puerta que
cerraba la entrada al comedor se distinguía una franja
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amarilla. Se había olvidado de apagar la luz. El debía...
¡ah, no!, no, Elsa se ha ido... él debe seiscientos pesos
con siete centavos a la Limited Azucarer Company... pero
no, ya no los debe, si tiene un cheque...
¡ Ah, la realidad, la realidad!
El oblicuo paralelogramo de luz que llegaba desde
la calle a platear el tul del mos-quitero, era la noción de
que vivía como antes, como ayer, como hace diez años.
No quería ver esa raya de luz, como cuando era
pequeño, no quería «ver esa claridad que estaba allí,
aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera
espantar esa claridad». Sí, semejante a cuando su padre le
decía que al otro día le iba a pegar. No era lo mismo
ahora. Aquella otra claridad era azulada, ésta de plata,
mas tan estridente y anunciadora de lo verda-dero como
la luz antigua. El sudor le humedecía las sienes y el
cerco de cabellos. Elsa se había ido y ¿no vendría más?
¿Qué diría Barsut?
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LA BOFETADA
De pronto alguien se detuvo frente a la puerta de
calle. Erdosain comprendió que era él y saltó de la cama.
Como de costumbre Barsut golpeaba tratando de no
hacer ruido.
Enronquecida la voz, Erdosain le gritó:
-Entra: ¿qué haces que no entras?
Cargando el cuerpo sobre los talones entró
Barsut.
-Ahora voy -le gritó Remo mientras el otro
entraba al comedor.
Y cuando entró, ya Barsut se había sentado,
cruzándose de piernas, dando, como de costumbre, la
espalda a la puerta y el perfil en dirección al ángulo
sudeste de la pieza.
-¿Qué haces?
-¿Cómo te va?
Cargaba el codo en la orilla de la mesa, pues apoyaba
la mejilla en la barba y la luz ponía una rojidez de cobre
en la blanca carnosidad de la mano. Bajo las cejas,
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alargadas hacia las sienes, sus ojos verdes atemperaban
la dura vidriosidad en una temperatura de pregunta.
Y Erdosain distinguía su semblante como a través
de una neblina de luces titilantes en lo alto, la frente huida
con las sienes hacia las orejas puntiagudas, la huesuda
nariz de ave carnicera, el mentón chato para soportar
tremendos golpes y el prolijo nudo de la corbata negra
arrancando del cuello almidonado.
Torpe el timbre de voz, el otro preguntó:
-¿Y Elsa?
Erdosain recobró la lucidez de su entendimiento.
-Salió.
-Ah...
Callaron y Erdosain se quedó contemplando el
ángulo recto que formaba la manga gris del saco en la
blanca orilla de la mesa, y la mejilla que iluminaba la
lámpara con un rojo de cobre hasta el dorso de la nariz,
mientras que la otra mitad del rostro permanecía, desde
la raíz de los cabellos hasta el hoyuelo del mentón, en una
oscuridad donde la ojera ahondaba un cuévano de
sombra. Barsut movía lentamente una pierna cruzada
sobre otra.
-¡Ah! -escuchó Erdosain y preguntó-: ¿Qué
decís?
Es que Erdosain había escuchado aquel «ah»
pronunciado unos segundos antes, re-cién ahora.
-¿Salió Elsa?...
Barsut enderezó la cabeza, sus cejas se levantaron
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para dejar entrar más luz a los párpados, y con los labios
ligeramente entreabiertos, sopló:
-¿Se fue?
Erdosain arrugó el ceño, examinó al soslayo los
zapatos del otro, y entrecerrando los párpados, espiando
con esa mirada filtrada a través de las pestañas la
angustia de Barsut, dejó caer lentamente:
-Sí... se... fue... con... un... hombre...
Y guiñando el párpado izquierdo como el
farmacéutico Ergueta, inclinó la cabeza. Bajo la bronceada
raya de sus cejas, fieramente aguardaban sus pupilas.
Erdosain continuó:
-¿Ves? Allí está el revólver. Los pude matar y sin
embargo no lo hice. Qué curioso animal es el hombre,
¿no?
-¿Y vos te dejaste llevar la mujer en tus barbas?
En Erdosain el odio antiguo exasperado por la
humillación reciente se convertía ahora en un motivo
de júbilo cruel y con la voz temblorosa en la garganta,
reseca la boca de rencor, exclamó:
-¿Qué te interesa a vos?
Una enorme bofetada lo hizo trastabillar sobre la
silla. Más tarde recordó que el brazo de Barsut
retrocedía y avanzaba amasando su carne. Se tapó el
rostro con las dos manos, quiso escapar a esa mole que
siempre avanzaba sobre él como una fuerza
desencade-nada de la naturaleza. Su cabeza golpeó
sordamente contra el muro y cayó.
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Cuando volvió en sí Barsut estaba arrodillado a
su lado. Notó que tenía el cuello desprendido y unos
hilos de agua le corrían hasta la garganta. Desde el tabique
nasal le subía por el hueso un dolor titilante, y a cada
momento le parecía que iba a estornudar. Las encías le
sangraban lentamente y bajo la inflamación de los labios
se notaba la superficie dentaria.
Erdosain se levantó trabajosamente y cayó sobre
una silla; Barsut estaba tan pálido que dos llamas parecían
escapar de sus ojos. De los pómulos a las orejas, haces de
músculos trazaban dos arcos temblorosos. Erdosain tenía
la sensación de bambolearse en un sueño interminable,
pero comprendió cuando el otro lo tomó del brazo,
diciéndole:
-Mirá, escupime a la cara, si querés, pero déjame
hablar. Es necesario que te cuente todo. Sentáte... así,
ahí. -Erdosain se había levantado inconscientemente. Oíme, hacé el favor. Vos ves ¿no? Yo puedo matarte a
trompadas... recién se me fue la mano... te juro... si querés
te pido perdón de rodillas. Qué querés, soy así. Mirá...
ah... ah... si la gente supiera.
Erdosain escupió sangre. Una franja de temperatura
le abrazaba la frente entrándole por las sienes y yéndole
a punzar hasta la nuca. La espalda se le encorvó tanto
que dejó apoyada la cabeza en la orilla de la mesa. Barsut,
al verle así, le preguntó:
-¿Querés lavarte la cara? Te va a hacer bien. Espera
un momento, no salgas.- Y corrió hacia la cocina, de
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donde volvió con la palangana llena de agua-. Lávate.
Eso te va a hacer bien. ¿Querés que te friccione? Mirá,
perdóname, fue un impulso. Vos, también, ¿por qué
guiñaste un ojo como burlándote? Lávate, haceme el favor.
Erdosain, en silencio, se levantó y sumergió varias
veces la cara en la palangana. Cuando le faltaba la
respiración retiraba el rostro de la superficie del agua.
Luego se sentó y el aire le evaporaba la humedad de los
cabellos, junto a las sienes. ¡Qué cansado estaba! ¡Ah, si
lo viera Elsa! ¡Cómo lo compadecería! Cerró los ojos.
Barsut arrimó la silla a su lado y dijo:
-Es necesario que te cuente todo. Si no lo hiciera me
sentiría un canalla. Ya ves, te hablo tranquilo. Mirá, si no
lo crees poneme la mano en el corazón. Te soy sincero.
Bueno, yo... yo te... yo te denuncié a la Azucarera... yo
fui el que mandó el anónimo.
Erdosain ni levantó la cabeza. El u otro ¡qué
importaba!
Barsut lo miró: esperaba quién sabe qué palabras,
y dijo:
-¿Por qué no decís nada? Sí, yo te denuncié. ¿Te
das cuenta? Yo te denuncié. Quería hacerte meter preso,
quedarme con Elsa, humillarla. ¡No te imaginas las noches
que he pasa-do pensando que te meterían preso! Vos
no tenías de dónde sacar la plata y forzosamente ellos
te denunciarían. ¿Pero, por qué no decís nada?
Erdosain levantó los párpados. Barsut estaba allí, sí,
era él, y decía todas esas cosas. De los pómulos a las
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orejas, bajo la piel, el reflejo de los músculos temblaba
imperceptible-mente.
Barsut bajó los ojos, apoyó los codos en las rodillas
como si se encontrase frente a un fogón, y con voz lenta
insistió.:
-Es necesario que te cuente todo. ¿A quién sino
a vos le podría contar todas estas
cosas que hacen doler el corazón? Dicen, y es cierto, que
el corazón no duele, pero créelo, a momentos me digo:
¿para qué vivir? ¿A dónde va la vida si yo soy así? ¿Te
das cuenta? Vos tenes que ver todo lo que he cavilado
pensando estas cosas. Mirá, ni debía contártelas. ¿Cómo
es eso que uno le hace una canallada a una persona, luego
se acerca a ella y le cuenta sus más íntimos secretos, y no
siente remordimientos? Yo mismo me he dicho muchas
veces: ¿Por qué no siento remordimientos? ¿Qué vida es
esta si hacemos una barbaridad y no sentimos nada?
¿Comprendes vos esto? De acuerdo a lo que hemos
estudiado en el colegio, un crimen termina por volverlo
loco al delincuente, ¿y cómo es que en la realidad vos
haces un crimen y te quedas lo más tranquilo?
Erdosain continuaba con la mirada fija en Barsut
ahora la imagen de aquel hombre se depositaba en el
fondo de su conciencia. Las fuerzas de su vida ceñían el
pálido relieve de una malla tan intensa que el calco que se
verificaba en aquellos instantes ya nunca más se borraría.
-Mirá -continuó Barsut-, yo sabía que me tenías rabia,
que de haberme podido matar lo hubieras hecho, y eso
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me alegraba y entristecía a un tiempo. ¡Cuántas noches
me acosté pensando en el modo de secuestrarte! Hasta se
me ocurrió mandarte una bomba por correo, o una víbora
en una caja de cartón. O pagarle a un chofer para que te
atropellara por la calle. Cerraba los ojos y las horas se me
pasaban pensando en ustedes. ¿Vos te pensás que la quería
a ella? -Erdosain observó más tarde que en la conversación
de esa noche Barsut evitó llamar a Elsa por su nombre. No, no la he querido nunca. Pero me hubiera gustado
humillarla ¿sabes? Humillarla porque sí: verte a vos
hundido para que ella me pidiera de rodillas que te
ayudara. ¿Te das cuenta? Nunca la he querido. Si te
denuncié fue por eso, para humillarla a ella que siempre
fue tan orgullosa conmigo. Y cuando vos me dijiste que
habías defraudado a la Azucarera, una alegría de salvaje
me revolvió las entrañas. Y no terminabas de hablar
cuando yo me dije: bueno, vamos a ver ahora dónde
termina su orgullo.
Erdosain dejó escapar la pregunta:
-¿Pero vos la querías?...
-No, no la he querido nunca. ¡Si supieras lo que me
ha hecho sufrir! ¿Quererla yo a ella, que nunca me dio la
mano? Cada vez que me miraba me parecía que me
escupía a la cara. ¡Ah, vos fuiste el marido, pero nunca la
conociste! ¡Qué sabes vos qué mujer es ella! Mirá, te
podría ver morir y no tendría un gesto de lástima. ¿Te das
cuenta? Me acuerdo. Cuando la casa Astraldi quebró y
ustedes se quedaron en la calle, si ella me hubiera pedido
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todo lo que yo tenía, se lo hubiera dado. Le hubiera dado
toda mi fortuna para que me dijera «gracias». Nada más
que gracias. Para que me dijera esa palabra yo me hubiera
quedado sin nada. Un día que entablé una conversación
me contestó: Remo es suficiente hombre para ganar
para nosotros dos. ¡Ah, vos no la conoces! Sería capaz
de verte morir sin hacer un gesto. Y yo pensaba. ¡Cuántas
cosa, Dios mío, pasan por la cabeza de un hombre! Me
tiraba en una cama y me ponía a imaginar cosas...vos
habías asesinado a un hombre... era necesario salvarte y
entonces ella me venía a pedir que te ayudara y yo, sin
decirle una palabra de mis sacrificios, corría de un lado a
otro. ¡Qué mujer, Remo! ¡Qué mujer! Me acuerdo de
cuando cosía. Me hubiera quedado al lado, ¿sabes?
sosteniéndole la costura, y yo sabía que no era feliz con
vos. Lo veía en la cara, en su cansancio, en su sonrisa.
Erdosain recordó las palabras que Elsa había
pronunciado hacía una hora:
-No importa... Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu
sorpresa, Remo? Estás sólito de noche, estás solo... De
pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... yo, que he
venido.
Barsut continuó:
-Y claro, yo me preguntaba qué era lo que le hacía
soportar la vida a tu lado, al lado de un hombre como
vos...
-Y vine a pie sola por las calles oscuras, buscándote,
pero vos no me ves, estás solo, la cabeza...
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Erdosain sentía que las ideas se le atorbellinaban en
la superficie del cerebro como un remolino de agua. El
cono gigante hundía la espiral hasta la raíz de sus
miembros. Torbe-llino cuyo roce suave arrancaba a su
alma una ternura dolorida, nueva. ¡Qué buenas las
palabras de Elsa, qué extraordinario contenido!
-Siempre te quise. Ahora también te quiero... nunca
¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te
voy a querer toda la vida, que el otro a tu lado es la
sombra de un hombre.
Erdosain tenía ahora la certidumbre de que estas
palabras salvaban para siempre su alma, mientras que
Barsut amontonaba una envidiosa angustia:
-Y yo hubiera querido preguntarle a ella qué es lo
que encontraba a tu lado, abrirte el pecho delante de ella
y demostrarle hasta cansarla que vos eras un loco, un
canalla, un cobar-de... Te juro que digo estas palabras sin
rabia.
-Lo creo -repuso Erdosain.
-Ahora mismo, yo me pregunto, mirándote: ¿Con
qué ojos mira una mujer a un hombre? Eso es lo que
nunca sabremos. ¿No te parece? Vos para mí eras un
desgraciado, al que de un revés se lo saca uno de adelante.
Pero para ella, ¿quién eras vos? Ese es el punto oscuro.
¿Lo supiste alguna vez? Decíme francamente: ¿supiste
vos en tu corazón qué hombre eras para tu mujer? ¿Qué
es lo que ella vio en vos para sufrir tanto a tu lado, y
soportarte como lo hizo?
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¡Qué gravemente conversaba Barsut! Sus
enronquecidas preguntas requerían una contestación.
Erdosain lo sentía en sus inmediaciones no como a un
hombre, sino precisa-mente como a un doble, un espectro
de nariz huesuda y cabello de bronce que de pronto se
había convertido en un pedazo de su conciencia, ya que
como ésta en otras circunstancias, él ahora le dirigía las
mismas preguntas. Sí, era probable que para vivir
tranquilo fuera necesa-rio exterminarlo, y la «idea» se
reveló fríamente en él.
-Semejante a una espada entrando en un bloque
de algodón -diría más tarde Erdosain.
Barsut ni remotamente se imaginó que en aquel
instante, Remo acababa de conde-narlo a muerte.
Explicándome luego las circunstancias de esa concepción,
Erdosain me de-cía:
«¿Usted ha visto a un general en un campo de
batalla?... Pero para hacerle más accesible mi idea le diré
como inventor: Usted busca durante cierto tiempo la
solución de un problema. Usted sabe, tiene la seguridad
de que la clave, el secreto, está en usted, pero no lo puede
conocer, tan cubierto está el secreto de capas de misterio.
Y un día, en el momento más inesperado, de pronto el
plan, la visión completa de la máquina, aparece ante sus
ojos, des-lumbrándolo con su fácil exactitud. ¡Es algo
maravilloso! Imagínese un general en un campo de
batalla... todo está perdido, y de pronto, clara, precisa,
se le aparece una solución que jamás había soñado
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concebir, y que, sin embargo, tenía allí, al alcance
de su mano, en el interior de sí mismo. Yo, en aquel
instante, supe que tenía que hacerlo matar a Barsut, y él,
frente a mí, amontonando palabras inútiles no se
imaginaba que yo, con la boca hinchada, la nariz dolorida,
retenía una alegría estupenda, un deslumbramiento
semejante al que se expe-rimenta cuando lo que se ha
descubierto es fatal como una ley matemática. Quizás
existe también una matemática del espíritu cuyas terribles
leyes no son tan inviolables como las que rigen las
combinaciones de los números y de las líneas. Porque es
curioso. Aquella bofetada que aun me hacía sangrar la
encía, como el cuño de una prensa hidráulica estampó en
mi conciencia las líneas definitivas de un plan de muerte.
¿Se da cuenta? Un plan son tres líneas generales, tres
admisibles líneas rectas, nada más. Y en tumulto, se
amontonaba mi regocijo
sobre ese relieve en frío cuyas tres sintéticas líneas
encerraban esto: secuestrar a Barsut, hacerlo matar y
con su dinero fundar la sociedad secreta como deseaba el
Astrólogo. ¿Se da cuenta usted? El plan del crimen surgió
espontáneamente en mí, mientras que el otro hablaba
tristemente de nuestras dos almas condenadas. El plan
apareció en mí como si lo hubieran estampado en una
plancha de hierro a miles de libras de presión.
«¡ Ah! ¿Cómo explicarle? De pronto yo me olvidé
de todo retenido por una contem-plación helada, llena
de gozo, algo así como la aurora que descubre un
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trasnochador con-suetudinario que lo alivia de su
cansancio en la mañana que sucedió a una noche llena
de fatigas. ¿Se da cuenta? Hacerlo asesinar a Barsut por
un hombre que imperiosamente necesi-taba dinero para
llevar a cabo una idea genial. Y esta nueva aurora que
latía en mí estaba tan perfectamente individualizada que
muchas veces, más tarde, me he preguntado qué secreto
llega a encerrar el alma de un hombre que, sucesivamente,
le van mostrando horizontes nue-vos, descascarando
sensaciones que para él mismo son un asombro por su
origen aparente-mente ilógico».
En el curso de esta historia he olvidado decir que
cuando Erdosain se entusiasmaba, giraba en torno de la
«idea» eje con palabras numerosas. Necesitaba agotar
todas las posibi-lidades de expresión, poseído por ese
frenesí lento que a través de las frases le daba a él la
conciencia de ser un hombre extraordinario y no un
desdichado. Que decía la verdad, no me cabía duda. Lo
que muchas veces me confundió fue la pregunta que a
mí mismo me hice: ¿de dónde sacaba ese hombre energías
para soportar su espectáculo tanto tiempo? No hacía otra
cosa que examinarse, que analizar lo que en él ocurría,
como si la suma de detalles pudiera darle la certidumbre
de que vivía. Insisto. Un muerto que tuviera el poder de
conversar no hablaría más que él, para cerciorarse de que
en apariencia no estaba muerto.
Bersut, sin darse cuenta de todo lo que acababa
de ocurrir en el otro, continuó:
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-¡Ah!, vos no la conociste.., no la conociste nunca.
Fíjate, escucha lo que te voy a contar. Una tarde fui a
verte, sabía que no estabas, quería encontrarme con ella,
verla no más, aunque fuera. Llegué sudado, no sé
cuántas cuadras caminé al sol antes de resolverme.
-Igual que yo, al sol -pensó Erdosain.
-Y eso que vos sabes que a mí no me faltaba plata
para tomar un automóvil, y aun cuando pregunté por
vos, ella, sin moverse del umbral, me contestó:
-Disculpe, no lo hago pasar porque no está mi
esposo. ¿Te das cuenta qué perra?
Erdosain pensó:
-Todavía hay un tren para Témperley.
Barsut continuó:
-Y yo, que te veía tan pobre hombre, me dije: ¿qué
le habrá visto Elsa a este infeliz para enamorarse de él?
Con tranquilísima voz le preguntó Erdosain:
-¿Y en la cara se me nota que soy un infeliz?
Barsut levantó la cabeza, extrañado. Durante un
momento mantuvo inmóviles las translúcidas pupilas
verdosas en su interlocutor. El lienzo de luz que caía sobre
él y Erdosain interponía una distancia de ensueño. Y
Barsut se comprendía tan fantasma como el otro,
porque moviendo penosamente la cabeza, como si
repentinamente todos los músculos del cuello se le
hubieran enrigecido, contestó:
-No, mirándote bien pareces un tipo agarrado por
una idea fija... vaya a saber qué.
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Erdosain repuso:
-Sos psicólogo. Naturalmente, yo no sé todavía en
qué consiste esa idea fija, pero es curioso, lo que nunca
se me ocurrió fue que vos pensaras en quitarme mi mujer...
Y la tran-quilidad con que decís esas cosas...
-No me negarás que te soy franco...
-No...
-Además, quería humillarla... no robártela, ¿para
qué? Si yo sabía que nunca me querría.
-¿Y en qué lo adivinabas?
-Eso es lo que no sé. Porque uno hace ciertas cosas
que no se puede explicar. Porque te trataba y vos me
tratabas no pudiéndonos «pasar». Venía porque viniendo
te hacía sufrir y sufría. Todos los días me decía: No iré
más... no iré más... Pero en cuanto llegaba la hora, me
ponía nervioso. Era como si me llamaran desde algún
lado, y entonces me vestía apurado... venía...
Erdosain de pronto tuvo una idea singular, y dijo:
-Hablando de todo un poco... No sé si sabrás que
esta mañana me hablaron en la Azucarera del anónimo.
Si no rindo cuentas me ponen preso mañana. El único
culpable, y creo que no tendrás inconveniente en admitirlo,
de que esto pase sos vos, de modo que me tenes que
facilitar la plata. ¿De dónde voy a sacar esa cantidad?
Barsut se irguió asombrado.
-Pero, ¿cómo? ¿Después que yo resulto cornudo y
apaleado, después que Elsa se va y hago una infamia, el
que te tiene que dar la plata soy yo? ¿Vos estás loco?
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¿Con qué ventaja te voy a dar seiscientos pesos?...
-Con siete centavos...
Erdosain se levantó.
-¿Esa es tu última palabra?
-Pero, comprendé, ¿cómo yo?...
-Bueno «m’hijo»... Paciencia. Ahora haceme el
favor de irte, que quiero dormir.
-¿No querés que salgamos?
-Estoy cansado. Déjame.
Barsut vaciló. Luego, levantándose y con el
sombrero cogido de un ala, salió torpe-mente de la pieza.
Erdosain escuchó el golpe que hizo la puerta al
cerrarse, caviló ceñudo un instante, buscó en su bolsillo
una guía de ferrocarriles, miró el horario, luego volvió a
lavarse, y ante el espejo se peinó. Tenía el labio amoratado,
una mancha roja bordeábale la nariz, así como otra
circunvalaba la sien, junto a la entrada del cabello.
Miró en derredor buscando algo, vio el revólver
caído, lo recogió y salió. Pero como dejara la luz encendida,
volvió y apagó la lámpara. Todo estaba oscuro ahora,
como el rastro de una luz brilló ante sus ojos y salió. Por
segunda vez en aquel día iba a la casa del Astrólo-go-
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«SER» A TRAVÉS DE UN CRIMEN
Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba
débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta
de la oficina de los telegrafistas. Erdosain sentóse en un
banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la
oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además
experimentaba la impresión de que la idea criminosa
era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de
tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba
al extremo del brazo invisible del semáforo: más allá
otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la
oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas
luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o
carminosa. A veces la luz roja o verde, descendía. Luego
todo permanecía quieto, dejando de rechinarlas cadenas
en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las
piedras.
Quedóse amodorrado.
-¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es
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cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la
voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario
eso? Ahora ella estará revolcándose con él. Pero, ¿qué
me importa a mí? Antes, cuando la sabía sola en casa,
mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque
era desdichada a mi lado... aho-ra—claro... ya se habrán
dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre
de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre
perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré
otro? ¡La tristeza! ¡vivir con extrañeza! Esto es lo que me
pasa. Igual que a él. Cuando está lejos me lo imagino tal
cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero
qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el
cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!... ¡Realmente, la
vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio.
¿Por qué me repugna cuando está cerca?
Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla
de los telegrafistas.
-¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a
mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa
matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da
igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de
matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara:
¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo
la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque
el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además,
¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se
oxidaban las dínamos en los talleres y cómo se
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desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima
de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero,
¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El
capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí,
el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde
habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy
descentrado, no soy el que soy, y, sin embargo, algo
necesito hacer para tener conciencia de mi existencia,
para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo
soy como un muerto. No existo ni para el capitán ni para
Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme
meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con
otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente.
Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como
el no ser. Un hombre no es como acción, luego no existe.
¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos
hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá
son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su
casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se
volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado?
¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no
puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me
digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se
me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces,
después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón
la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco,
ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del
asesinato, curiosidad que debe ser mi ultima tristeza, la
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tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad.
Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver
cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la
acción de un crimen.
«Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación
del crimen del mismo modo que el telegrama de una
catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe.
Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino
otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra
de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve,
se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo,
no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga
Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que
haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría
el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le
faltaba volumen para
contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso,
pero no lo contengo. Esta debe ser una teoría nueva. ¿Qué
diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta
de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la
sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo,
existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser
tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra
y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo,
si mañana tiró una bomba, o asesino a Barsut, me
convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre
para quien infinitas generaciones de jurisconsultos
prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la
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nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible
mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas,
abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares,
y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial,
el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí
que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede
afirmar mi existen-cia, como sólo el mal afirma la
presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain,
previsto, temido, caracterizado por el código, y entre
los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo,
sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será.
Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de
todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste.
Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un
sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así.
Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no
puede ser así, me pincharía, y como un globo me
desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de
mi apariencia actual un hombre flamante, fuerte como
uno de los primeros dioses que animaron la creación.
Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al
Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez?
Quizá me espere. El es, como yo, un misterio para sí
mismo. Esa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como
yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él
en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¡Qué
colección! Barsut, Ergueta, el Ruñan y yo... Ni
expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para
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colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!
El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante
Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención
del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia
la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos
lucían entre las aéreas enramadas de las boca-calles. De
alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que
caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido
por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad
que adivinaba tras de los muros de aquellas casas
refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas
cocheras se hallaba detenido un automóvil.
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LA PROPUESTA
El Astrólogo se disponía a acostarse cuando escuchó
pasos en el sendero que condu-cía a la casa. Como el
perro no ladró, entreabrió el postigo. Un paralelogramo
de luz cortó las tinieblas hasta la cúpula de los granados
y por este cajón amarillo vio avanzar a Erdosain, a quien
la luz daba de lleno en el rostro.
-¡Qué curioso! -pensó el Astrólogo-. ¡Todavía no
me había fijado que este muchacho usa sombrero de paja!
¿Qué es lo que querrá? -Y después de asegurarse que
tenía el revólver en la cintura (este movimiento era
instintivo en él) abrió la cerradura de la puerta y Erdosain
entró.
-Creí que estaba acostado.
-Pase.
Erdosain pasó al escritorio. Todavía estaba allí el
mapa de los Estados Unidos con las banderas negras
clavadas en los territorios donde dominaba el Ku-Klux-
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Klan. El Astrólo-go había estado trabajando en un
horóscopo porque sobre la mesa estaba la caja de compases
abierta. El viento que entraba por la reja movía los papeles,
y Erdosain, después de esperar que aquél guardara
algunos documentos en el armario, se sentó dando la
espalda al jardín.
Ya allí, quedóse mirando el anchuroso semblante
del otro, la nariz torcida arrancan-do de la frente
tumultuosa, la oreja arrepollada, el pecho enorme
contenido dentro de la ropa negra y sin lustre, su cadena
de cobre cruzando de parte a parte el chaleco, el anillo de
acero con una piedra violeta en su mano de dedos
deformes y piel curtida. Ahora que el hombre estaba sin
sombrero, se veía que su cabello era crespo,
enmarañadísimo y corto. Había estira-do las piernas y
cargaba todo el cuerpo sobre los brazos del sillón. Con
sus botas sin lustrar parecía un hombre de la montaña,
quizás un buscador de oro. ¿Por qué no habían de ser así
los buscadores de oro de la Patagonia? -pensó Erdosain, y sin explicarse su distracción se quedó mirando el mapa
de los Estados Unidos y repitiendo mentalmente las
palabras que le había escuchado esa tarde al Astrólogo,
mientras con el puntero le señalaba los estados fede-rales
al Rufián.
-El Ku-Klux-Klan es fuerte en Texas, Ohio,
Indianápolis, Oklahoma, Oregón...
-¿Y qué dice, amigo... cómo?...
-¡ Ah, es cierto!... He venido a verle...
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-Precisamente yo me iba a acostar. Estuve trabajando
en el horóscopo de un imbé-cil...
-Si le molesto me voy.
-No, quédese. ¿Se ha trompeado usted? ¿Qué
es lo que le pasa?
-Muchas cosas. Dígame, si usted pudiera... ¿No se
va a asombrar de la pregunta?...Si usted, para fundar su
logia, es decir, para conseguir los veinte mil pesos que se
necesitan, si para conseguir veinte mil pesos usted
tuviera que matar a un individuo, ¿usted qué haría?
El Astrólogo se incorporó en la silla, quedando ahora
su cuerpo, soliviantado por el asombro, en ángulo recto...
Y aunque su cabeza estaba erguida por los pensamientos
que en él había suscitado Erdosain, aquélla parecía
pesar prodigiosamente sobre sus hombros. Restregóse
las manos y escrutó el rostro de Remo.
-¿Por qué se le ocurre, hacerme esta pregunta?
-Es que he encontrado el candidato que tiene veinte
mil pesos. Lo podemos secues-trar, y si se niega a
firmarnos el cheque lo torturamos.
El Astrólogo frunció el ceño. Ante los enigmas
que encerraba esa propuesta, su perplejidad acrecentóse,
y con los dedos de la mano izquierda comenzó a hacer
girar el anillo sobre el anular de la derecha. La piedra
violeta pasaba a cada instante frente a la cadena de bronce,
y aunque él mantenía el rostro inclinado, bajo la línea
de sus cejas, sus pupilas horizontales escudriñaban el
rostro de Erdosain. Y la nariz torcida cobraba en esa
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posición el vigor de una defensa con el mentón hundido
en la negra tela del corbatín.
-A ver, explíqueme todo eso, porque yo no
entiendo ni una palabra.
Ahora se había incorporado y su rostro parecía
desafiar una lluvia de golpes.
-Es fácil y genial. Mi mujer esta noche se ha ido a
vivir con otro hombre. Entonces él...
-¿Quién es él?...
-Barsut, el primo de mi mujer... Gregorio Barsut,
vino a verme y a confesarme que fue él quien me
denunció a la Azucarera.
-¡Ah!... ¿Fue él quien lo denunció?...
-Sí, y para colmo...
-Pero, ¿por qué motivo lo denunció?...
-¡Qué sé yo!... Para humillarme... En fin, es medio
loco. Un individuo que vive frenéticamente. Tiene veinte
mil pesos. El padre murió en un manicomio. El va a
terminar también allí. Los veinte mil pesos son la herencia
de una tía por parte del padre.
El Astrólogo se cogió la frente. Estaba más perplejo
que nunca. A él le interesaba el asunto, mas no lo
comprendía. Insistió:
-Cuénteme todo con detalle, ordenadamente.
Erdosain recomenzó su relato. Narró todo lo que
conocemos. Hablaba despacio, meticulosamente, pues
había desaparecido de él esa tensión nerviosa que precedía
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a la pro-puesta que le hizo al Astrólogo.
Ahora estaba sentado al borde de la silla, la espalda
arqueada, los codos apoyados en las rodillas, las mejillas
enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento.
La piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante
le daba la apariencia de un tísico. Un cúmulo de
iniquidades salía de su garganta, sin interrupciones,
sordamente, como si recitara una lección estampada al
frío en el plano de su conciencia. El Astrólogo, tapados
los labios con los dedos, lo escuchaba mirándolo
extrañado. Se había imaginado muchas cosas, mas no
tantas.
Con una lentitud derivada del exceso de atención
para no equivocarse, Erdosain acumulaba angustias,
humillaciones, recuerdos, sufrimientos, noches que paso
sin dormir, riñas espantosas. Dijo entre otras cosas:
-Le parecerá mentira a usted que yo, yo que he venido
a proponerle el asesinato de un hombre, le hable de
inocencia, y, sin embargo, tenía veinte años y era un chico.
¿Sabe usted qué clase de tristeza es esa que le hace
pasar a uno la noche en un asqueroso despacho de
bebidas, perdiendo el tiempo entre conversaciones
estúpidas y tragos de caña? ¿Sabe lo qué es estar en un
prostíbulo y de pronto contenerse para no llorar
desesperadamente? Usted me mira asombrado, claro, veía
un hombre raro, quizá, pero no se daba cuenta de que
toda esa rareza derivaba de la angustia que yo llevaba
escondida en mí. Vea, hasta me parece mentira hablar
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con precisión como lo hago. ¿Quién soy? ¿Adonde voy?
No lo sé. Tengo la impresión de que usted es igual a mí,
y por eso he venido a proponerle el asesinato de Barsut.
Con el dinero fundaremos la logia y quizá podamos
remover los cimientos de esta sociedad.
El Astrólogo lo interrumpió:
-Pero, ¿por qué usted ha procedido siempre
así?...
-Eso es lo que yo no sé. ¿Por qué usted quiere
organizar la logia? ¿Por qué el Rufián Melancólico
continúa explotando mujeres y lustrándose los botines a
pesar de tener fortuna? ¿Por qué Ergueta se casó con una
prostituta y dejó a la millonaria? ¿Cree usted acaso que
yo he tolerado la bofetada de Barsut y la presencia del
capitán, porque sí? Aparentemente soy un cobarde,
Ergueta un loco, el Rufián un avaro, usted un obsesionado.
Aparentemente somos todo eso, pero en el fondo,
adentro, más abajo de nuestra conciencia y de nuestros
pensa-mientos hay otra vida más poderosa y enorme... y
si soportamos todo es porque creemos que soportando o
procediendo como lo hacemos llegaremos por fin hasta
la verdad... es decir, a la verdad de nosotros mismos.
El Astrólogo se levantó, avanzó hasta Erdosain y,
poniéndole la mano sobre la cabe-za, dijo caviloso:
-Tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos
místicos sin saberlo. Místico es el Rufián Melancólico,
místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos... El mal del
siglo, la irreligión nos ha destrozado el entendimiento y
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entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el
misterio de nuestra subconciencia. Necesitamos de una
religión para salvarnos de esa catás-trofe que ha caído
sobre nuestras cabezas. Me dirá usted que yo no le digo
nada nuevo. De
acuerdo; pero acuérdese que en la tierra lo único que
puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es
la misma. Si usted creyera en Dios no habría pasado esa
vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría
escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo
más terrible es que para nosotros ha pasado ya el tiempo
de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo a
un sacerdote, éste no entendería nuestros problemas y
sólo acertaría a recomendarnos que recitáramos un Padre
Nuestro y que nos confesáramos todas las semanas.
-Y uno se pregunta qué es lo que debe hacerse...
-Ahí está. Lo que debe hacerse. En otras épocas
para nosotros hubiera quedado el refugio de un convento
o de un viaje a tierras desconocidas y maravillosas. Hoy
usted puede tomar un sorbete a la mañana en la Patagonia
y comer bananas a la tarde en el Brasil. ¿Qué es lo que
debe hacerse? Yo leo mucho, y créame, en todos los libros
europeos encuentro este fondo de amargura y de angustia
que me cuenta de su vida usted. Vea Estados Unidos. Las
artistas se hacen colocar ovarios de platino y hay asesinos
que tratan de batir el récord en crímenes horrorosos. Usted
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que ha caminado lo sabe. Casas, más casas, rostros
distintos y corazones iguales. La humanidad ha perdido
sus fiestas y sus alegrías. ¡Tan infelices son los hombres
que hasta a Dios lo han perdido! Y un motor de 300
caballos sólo consigue distraerlos cuando lo pilotea un
loco que se puede hacer pedazos en una cuneta. El hombre
es una bestia triste a quien sólo los prodigios conseguirán
emocionar. O las carnicerías. Pues bien, noso-tros con
nuestra sociedad le daremos prodigios, pestes de cólera
asiático, mitos, descubri-mientos de yacimientos de oro
o minas de diamantes. Yo lo he observado conversando
con usted. Sólo se anima cuando lo prodigioso interviene
en nuestra conversación. Y así le pasa a todos los
hombres, canallas o santos.
-Entonces, ¿lo secuestramos a Barsut?
-Sí. Ahora hay que ver de qué modo podemos
apoderarnos de él y del dinero.
El viento removió el follaje. Erdosain quedó unos
segundos mirando la franja de luz que por la ventana
entreabierta caía sobre los granados. El Astrólogo había
corrido su silla hasta el armario de modo que apoyaba la
cabeza en el tablero ocre, y sus dedos jugaron nuevamente
con el anillo de acero haciéndolo girar ante sus ojos.
-¿Cómo nos apoderaremos? Es muy fácil. Yo le diré
a Barsut que he averiguado dónde se encuentra el capitán
con Elsa...
-Sí, eso está bien. Pero, ¿cómo lo ha averiguado
usted? Es lo que no va a dejar de preguntarle el otro...
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-Diciéndole que me he dirigido a la Dirección del
Personal del Ministerio de Guerra.
-Perfecto... muy bien... clarísimo...
Ahora el Astrólogo se había incorporado
vivamente y miraba interesado a Erdosain.
-Y con el pretexto de que convenza a Elsa para que
vuelva otra vez a mi lado, lo traemos.
-Admirable. Deje que piense un poco. Todo lo que
plantea usted... claro... está muy bien. Ah... dígame una
cosa, ¿tiene parientes él?
-Salvo mi señora, no.
-¿Y dónde vive?
-En una pensión. La hija de la dueña es bizca.
-¿Qué dirán cuando desaparezca Barsut?
-Podemos hacer esto, que es admirable. Le
enviamos a la patrona un telegrama desde Rosario,
firmado por él, diciendo que le envíe los baúles a un
determinado hotel, donde usted estará viviendo bajo el
nombre de Gregorio Barsut.
-Esto mismo. ¿Sabe que usted lo ha estudiado muy
bien? Es perfecto el plan. Cierto es que todo se presta, el
capitán, las direcciones del Ministerio, no tener parientes,
el vivir en
una pensión. Es más claro que una jugada de
ajedrez. Está bien.
Dicho esto comenzó a pasearse de un
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lado a otro de la habitación. Cada vez que
cruzaba ante la reja de la ventana, el jardín
oscurecía o en el armario se volcaba una sombra
que llegaba hasta los tirantes del techo. No le
faltó razón a Erdosain, cuando dijo que el plan
era nítido «como si lo hubiera estampado en
una plancha de hierro a miles de libras de
presión». Y mientras en la habitación las botas
del Astrólogo resonaban sordamente en cada
paso, Erdosain se lamentaba ya de que el
«plan» fuera tan simple y poco novelesco. Le
hubiera agradado una aventura más peligrosa,
menos geométrica.
-¡Qué diablo! ¡Esto no tiene gracia! ¡Así
cualquiera es asesino!
-¿Y Gregorio no tiene relaciones con la bizca?
-No.
-¿Y por qué usted me habló de ella, entonces?
-No sé.
-¿Y usted no tiene miedo de tener
remordimientos después que «eso» suceda?
-Vea, yo creo que eso sólo ocurre en las
novelas. En la realidad yo he hecho acciones
malas y buenas y ni en un caso ni en el otro he
sentido ni la mayor alegría ni el menor
remordimiento. Yo creo que se ha dado en llamar
remordimiento el temor al castigo. Aquí a uno
no lo ahorcan, y sólo los cobardes...
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-¿Y usted?...
-Permítame. Yo no soy un hombre
cobarde. Soy un frío que es distinto. Razone
usted. Si impasiblemente me he dejado llevar la
mujer, y abofetear por un individuo que me
traicionó, ¿con cuánta más razón asistiré
impasiblemente a la escena de su muerte, siempre
que ésta no sea una carnicería?
-Cierto. Es muy lógico. Todo en usted es
lógico. ¿Sabe usted, Erdosain, que es un
••:.
individuo interesante?
-Lo mismo decía mi esposa. Esto no le impidió
irse con otro.
-¿Y usted lo odia a él?
-A veces. Depende. Quizá en mí pueda más
la repulsión física que el odio. En ver-dad, odio
no, porque nunca podemos odiar a las personas
que sabemos son capaces de hacer exactamente
las mismas canalladas que nosotros.
-¿Y por qué quiere matarlo, entonces, usted?
-¿Y por qué quiere usted fundar la sociedad?
-¿Y cree usted que ese crimen va a tener alguna
influencia en su vida?
-Esa es la curiosidad que tengo. Saber si
mi vida, mi forma de ver las cosas, mi
sensibilidad, cambian con el espectáculo de su
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muerte. Además, que tengo ya necesidad de
matar a alguien. Aunque sea para distraerme,
¿sabe?
-¿Y usted quiere que yo le saque las castañas
del fuego?
-¡Claro!... porque para usted en estas
circunstancias, sacarme las castañas del fuego
equivale a tener veinte mil pesos para instalar la
sociedad y los prostíbulos...
-¿Y cómo se le ocurrió a usted que yo era capaz
de hacer «eso»?
-¿Cómo? Hace mucho tiempo que lo he
observado. Pero la convicción de que usted era
un hombre de embarcarse en una aventura
peligrosa se me ocurrió hace un año cuando lo
conocí en la Sociedad Teosófica.
-¿A ver?...
-Me acuerdo como si fuera ahora. Una
carbonera, a su izquierda, estaba hablando del
periespíritu con un zapatero. ¿Usted no se ha
fijado qué predilección tienen los zapateros por
las ciencias ocultas?
-¿Y?
-En esa circunstancia usted se dirigió a un caballero
polaco que mantenía relaciones con el espíritu de
Sobiezki.
-No recuerdo...
-Yo sí. El caballero polaco, usted mismo me lo dijo
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más tarde, era peón de albañil... Usted y el caballero polaco
pasaron de Sobiezki a discutir sobre el «sentido de
orientación de las palomas» y usted contestó: «Para mí la
única importancia que tiene el sentido de orienta-ción de
las palomas es servir como intermediarias en un
chantage», y allí usted comenzó a explicar... Bueno, cuando
usted terminó de hablar, entre el asombro del polaco, la
carbonera y el zapatero, yo me dije: este hombre es un
audaz en disponibilidad...
-¡Jajá! ¡Qué muchacho es usted!
-Perfecto.
-Usted debe tomar en cuenta esto: es un
mecanismo que se desmonta en tres submecanismos
que tienen que marchar armoniosamente, aunque son
independientes. Vea: El primer mecanismo es el secuestro.
El segundo, la estada de usted en Rosario, donde pedirá
y recibirá el equipaje con el nombre de Barsut. El tercero,
asesinato y procedimiento para hacerlo desaparecer.
-¿Destruiremos el cadáver?
-Claro. Con ácido nítrico o si no con un horno
donde... Si es horno hay que tener un mínimo de
quinientos grados para carbonizar también los huesos.
-¿Y de dónde ha sacado usted esos datos?
-Ya sabe que soy inventor. Ah, de los veinte mil
pesos podemos dedicar una parte para fabricar la rosa de
cobre en gran escala. Ya he encargado su fabricación a
una familia amiga. Posiblemente uno de los muchachos
ingrese en la sociedad. Además, días pasados se me ha
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ocurrido un cambio electromagnético para la máquina
de vapor de Stephenson. Bueno, lo que yo he ideado es
cien veces más sencillo. ¿Sabe usted lo que a mí me haría
falta? Irme un tiempo afuera, estar en la montaña,
descansar y estudiar.
-Y usted podría ir a la colonia que
organizaremos...
-¿Entonces está conforme con el plan?
-¡Ah! Una cosa. El dinero, ¿de dónde lo sacó
Barsut?
-Hace tres años vendió una propiedad que le tocó
en herencia.
-Y lo tiene en caja de ahorros...
-No, en cuenta corriente.
-¿Así que no vive del interés?
-No, lo va gastando de a poco. De a doscientos pesos
mensuales. Dice que antes de terminar con esa suma habrá
muerto.
-Es curioso. ¿Y qué tipo es él?
-Fuerte. Cruel. El secuestro va a tener que estudiarlo
muy bien, porque se defenderá como una fiera.
-Muy bien.
-¡Ah!, antes de que me vaya. ¿Usted le dirá algo
de esto al Rufián?
-No. Es un secreto entre nosotros. El Rufián
participará como organizador de los prostíbulos, nada
más. ¿Usted paga mañana en la Azucarera, no?
-Sí.
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-Ahora que me acuerdo, conozco a un impresor. El
será quien nos haga la circular del Ministerio de Guerra.
Erdosain paseóse un instante por la habitación.
-El secuestro es fácil. Usted va a Rosario y con un
telegrama pide los baúles. Lo que ocurre es que cuando
uno se encuentra frente a la comisión de un delito...
-Es que no será el único que cometeremos...
-¿Cómo?...
-Y claro. Otra de las cosas que me preocupa es el
mantenimiento del secreto en la sociedad. Yo había
pensado lo siguiente. En cada punto del estado habrá una
célula revolu-cionaria. El comité central radicará en la
capital. Entonces, este comité estaría organizado de la
siguiente forma: jefe de capital de provincia, miembro
del comité central, jefe del distrito de provincia, miembro
del comité de la capital de provincia, jefe de villa principal,
miembro del comité del distrito cabeza.
-¿No le parece muy complicado a usted?
-No sé, se estudiaría. Otros detalles de
organización que se me han ocurrido son: cada célula
dispondrá de un transmisor y receptor radiotelegráfico,
siendo además obligación que cada diez asociados
adquieran un automóvil, diez fusiles, dos ametralladoras,
debiendo a su vez cien miembros costear el precio de un
aeroplano de guerra, bombas, etc., etc. Los ascensos serán
por disposición del consejo superior, las elecciones de
categoría inferior se regirán por votaciones calificadas.
Pero es hora de acostarse. Dentro de un rato tiene tren...
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¿o se quiere quedar a dormir aquí?
En realidad Erdosain no tenía nada que hacer. Ya el
reloj había dado las tres de la mañana y las palabras que
pronunciara el Astrólogo pasaron por su entendimiento,
casi bo-rrosas. No le interesaba nada. Quería irse, eso era
todo. Irse lejos.
Estrechó la mano del otro; el Astrólogo lo despidió
en la gradinata y Erdosain, ago-biado, cruzó la quinta.
Cuando volvió la cabeza en las tinieblas, la ventana
iluminada ponía un rectángulo amarillo suspendido en el
centro de la oscuridad.
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ARRIBA DEL ÁRBOL
Amanece. Erdosain avanza por el sendero que
bordea la vereda rota junto a las quin-tas. La frescura de
la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus
pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y
toda esta oscuridad desciende a aproximar las cosas a los
ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por
el canal de callejones, rojean lenta-mente unas fajas
verdegrises.
Erdosain avanza pensando:
-Esto es triste como el desierto. Ahora ella
duerme con él.
Rápidamente la claridad aguanosa del alba colma
los callejones de vahos blanqueci-nos.
Erdosain se dice:
-Sin embargo, hay que ser fuerte. Me acuerdo de
cuando era chico. Creía ver cami-nar, por las crestas de
las nubes, grandes hombres con el pelo rizado y chapados
de la luz los verticales miembros. En realidad
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caminaban dentro del país de Alegría que estaba en
mí. ¡ Ah!, y perder un sueño es casi como perder una
fortuna. ¿Qué digo? Es peor. Hay que ser fuerte, ésa es la
única verdad. Y no tener piedad. Y aunque uno se sienta
cansado, decirse: Estoy cansado ahora, estoy arrepentido
ahora, pero no lo estaré mañana. Esa es la verdad.
Mañana.
Erdosain cierra los ojos. Un perfume que no
puede discernir si es de nardo o de clavel, riega la
atmósfera de un misterioso embalsamiento de fiesta.
Y Erdosain piensa:
-A pesar de todo es necesario injertar una alegría en
la vida. No se puede vivir así. No hay derecho. Por encima
de toda nuestra miseria es necesario que flote una alegría,
qué sé yo, algo más hermoso que el feo rostro humano,
que la horrible verdad humana. Tiene razón el Astrólogo.
Hay que inaugurar el imperio de la Mentira, de las
magníficas mentiras. ¿Ado-rar a alguien? ¿Hacerse un
camino entre este bosque de estupidez? ¿Pero cómo?
Erdosain continúa su soliloquio con los pómulos
teñidos de rosa:
-¿Qué importa que yo sea un asesino o un
degradado? ¿Importa eso? No. Es secun-dario. Hay algo
más hermoso que la vileza de todos los hombres juntos,
y es la alegría. Si yo estuviera alegre, la felicidad me
absolvería de mi crimen. La alegría es lo esencial. Y
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también querer a alguien...
El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada
oscuridad envuelve aún los troncos de los árboles.
Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden
vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes
que se pierden en el campo de una tarde above-dada de
sol. Y el rostro de la criatura, una carita pálida, de ojos
verdosos y rulos negros, escapando debajo de un
sombrerito de paño, se eleva de la superficie de su
espíritu.
Hace dos años. No. Tres. Sí, tres años. ¿Cómo se
llamaba? María, María Esther. ¿Cómo se llamaba? La
dulce carita ocupa ahora con su temperatura un
anochecido espacio de ensueño. ¡Se acuerda de tantas
cosas! El estaba sentado a su lado, el viento movía sus
rizos negros, de pronto extendió la mano y entre la
yema de los dedos tomó la ardiente barbilla de la
criatura. ¿Dónde está ahora? ¿Bajo qué techo duerme?
¿si la encontrara, la reconocería? Hace tres años. La
conoció en un tren, conversó algunos minutos con ella
du-rante quince días, y después desapareció. Eso es todo
y nada más. Y ella no sabía que estaba casado. ¿Qué es
lo que hubiera dicho de saberlo? Sí, ahora se acuerda.
Se llamaba María. ¿Pero importa algo eso? No. Había
algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que
caía de sus ojos a momentos verdes y a momentos pardos.
Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril;
está sentado junto a la criatura que ha dejado caer la
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cabeza sobre su hombro, él enreda los dedos en los rizos
y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella
supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué
diría? Posiblemente no entendiera esa palabra. Y Erdosain
recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el brazo
y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba; y
quizá esa felicidad que es la que él perdió es la que se
necesita para borrar del semblante humano tanto vestigio
de fealdad.
Erdosain se examina ahora con curiosidad. ¿Por
qué piensa tantas cosas? ¿Con qué derecho? ¿Desde
cuándo los candidatos a asesinos piensan? Y sin embargo,
hay algo en él que le da las gracias al Universo. ¿Consiste
en humildad o en amor? No lo sabe, pero com-prende
que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que
una pobre alma al enloquecer abandona con gratitud
los sufrimientos de esta tierra. Y más abajo de esta piedad,
una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con
un mohín de desprecio.
Los dioses existen. Viven escondidos bajo la
envoltura de ciertos hombres que se acuerdan de la vida
en el planeta cuando aún la tierra era niña. El encierra
también a un dios. ¿Es posible? Se toca la nariz, adolorida
por las trompadas que recibió de Barsut, y la fuerza
implacable insiste en esa afirmación: El lleva un dios
escondido bajo su piel doliente. ¿Pero el Código Penal ha
previsto qué castigo puede aplicarse a un dios homicida?
¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: «Peco
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porque llevo un dios en mí»?
¿Mas no es cierto? Este amor, esta fuerza que él
conduce en el amanecer, bajo la humedad de los árboles
que gotean rocío en la oscuridad, ¿no es una virtud de los
dioses? Y nuevamente de la superficie de su espíritu se
desprende el relieve de aquel recuerdo: Una ovalada
carita pálida que tenía los ojos verdosos y rulos negros a
veces arrollados a la gargan-ta por el viento. ¡Qué sencillo
es esto! No necesita decir nada, tan perfecto es su
arrobamiento. Aunque nada de improbable tendría que
se hubiera vuelto loco pensando en la colegiala bajo los
árboles que gotean humedad. Si no, ¿cómo se explica
que su alma sea tan distinta a la que lo endemoniaba por
la noche? ¿O es que en la noche sólo pueden concebirse
pensa-mientos sombríos? Aunque así sea no importa. El
es otro ahora. Sonríe junto a los árboles. ¿No es
magníficamente idiota esto? El Rufián Melancólico, la
Ciega depravada, Ergueta con el mito de Cristo, el
Astrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles, que
dicen palabras humanas, que tienen una palabra carnal,
¿qué son junto a él que apoyado en un poste, junto a un
cerco de ligustro, siente el avance de la vida que llega a
tocarle el pecho?
Es otro hombre, y por el solo hecho de haber
pensado en la criatura que en un vagón de tren dejaba
caer la cabeza sobre su hombro. Erdosain cierra los
ojos. El acre olor de la tierra le escalofría. Un vértigo
sube de su carne cansada.
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Otro hombre avanza por el camino. Un silbato
bronco llega desde la estación. Otros hombres de gorra o
sombrero torcido cruzan a la distancia.
En realidad, ¿qué diablos hace allí? Erdosain guiña
un párpado, tiene conciencia de que le está haciendo
trampa a Dios, de que representa la comedia de un hombre
que no ha podido desviar la maldición de Dios. Sin
embargo, ante sus ojos pasan a momentos ráfagas de
oscuridad, y una especie de embriaguez sorda se va
apoderando de sus sentidos. Quisiera violar algo. Villar
el sentido común. Si por allí hubiera una parva le
prendía fuego... Algo repugnante abotarga su rostro:
son las expresiones torvas de la locura; de pronto mira
un árbol, da un salto, alcanza una rama, se aferra a ella y
prendiéndose con los pies al tronco, ayudándose con los
codos, logra encaramarse hasta la horqueta de la acacia.
Le resbalan los zapatos en la corteza lustrosa, los
ramojos le fustigan elásticamente el rostro, alarga el brazo
y se coge a una rama, asomando la cabeza por entre las
hojas moja-das. La calle, abajo, sigue en declive hacia
un archipiélago de árboles.
Está arriba del árbol. Ha violado el sentido común,
porque sí, sin objeto, como quien asesina a un transeúnte
que se le cruzó al paso, para ver si luego puede descubrirlo
la policía. Hacia el este, sobre lo verdinoso del cielo, se
recortan fúnebres chimeneas; luego, montes de verdura
como monstruosos rebaños de elefantes rellenan los bajos
de Bánfield, y la misma tristeza está en él. No es suficiente
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haber violado el sentido común para sentirse feliz. Sin
embargo, hace un esfuerzo y dice en voz alta:
-¡Eh! bestias dormidas: ¡eh!, juro que... pero no...
yo quiero violar la ley del sentido común, tranquilos
animalitos... No. Lo que quiero es pregonar la audacia,
la nueva vida. Hablo desde encima del árbol, no estoy
«en la palmera», sino en la acacia: ¡eh! bestias dormi-das.
Rápidamente decrecen sus fuerzas. Mira en redor
casi extrañado de encontrarse en semejante posición, de
pronto el semblante de la remota criatura estalla en él
como una flor, e inmensamente avergonzado de la
comedia que representa, baja de la planta. Está vencido.
Es un desgraciado.
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CAPITULO SEGUNDO
INCOHERENCIAS
Los días que sucedieron al secuestro de Barsut, los
pasó Erdosain encerrado en el cuarto de una pensión, a la
que se trasladó provisoriamente después de liquidar su
deuda con la Limited Azucarer Company. Le había
cobrado terror a la calle. No pensaba nunca en el
proyectado secuestro de Barsut, y hasta dejó de visitar al
Astrólogo. Se pasaba el día en la cama, con los puños
apoyados en la almohada y la frente aplastada sobre éstos.
Otras veces permanecía horas con los ojos clavados en la
pared, por la que le parecía trepaba una delgada neblina
de sueño y de desesperación.
Durante aquel período no pudo nunca reconstruir
el semblante de Elsa.
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-Se había alejado tan misteriosamente de mi espíritu,
que me costaba un gran esfuer-zo recordar los rasgos de
su fisonomía.
Luego dormía o cavilaba. Trató, aunque inútilmente,
de preocuparse de dos proyec-tos que consideraba
importantes: el cambio electromagnético para máquinas
de vapor, y el de una tintorería de perros, que lanzaría al
mercado canes de pelambre teñido de azul eléctrico, bulldogs verdes, lebreles violetas, foxterriers lilas, falderos
con fotografías de crepúsculos a tres tintas en el lomo,
perritas con arabescos como tapices persas. Estaba
tranquilo: una tarde se durmió y tuvo este sueño:
Sabía que era novio de una de las infantas. Este
suceso acompañado del hecho de ser lacayo de su
majestad, Alfonso XIII, le regocijaba inmediatamente,
pues los generales le rodeaban, haciéndole intencionadas
preguntas. Un espejo de agua mordía los troncos de los
árboles siempre florecidos en blanco mayor, mientras
que la infanta, una niña alta, tomándo-le del brazo, le
decía ceceando:
-¿Me amáis, Erdosain?
Erdosain, echándose a reír, le contestó con grosería
a la infanta: un círculo de espa-das brilló ante sus ojos y
sintió que se hundía, cataclismos sucesivos desgajaron
los continen-tes, pero él hacía muchos siglos que dormía
en un cuartujo de plomo en el fondo del mar. Tras del
vidriado ventanuco iban y venían tiburones tuertos,
furiosos porque sufrían de almorranas, y Erdosain se
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regocijó silenciosamente, riéndose con risitas del
hombre que no quiere ser oído. Ahora todos los peces
del mar estaban tuertos, y él era Emperador de la Ciudad
de los Peces Tuertos. Una muralla eterna circundaba el
desierto a la orilla del mar, el cielo verde se oxidaba en los
ladrillos del muro, y en las paredes de las torres rojas, las
olas entrechocaban miríadas de peces gordos y tuertos,
monstruosos peces ventrudos enfermos de lepra marina,
mientras que un negro hidrópico amenazaba con el puño
a un ídolo de sal.
Otras veces, Erdosain evocaba tiempos pasados y
en los que había previsto los suce-sos actuales, como le
dijera aquella noche al capitán. Sufrimientos sordos,
merodeos en torno
de una realidad que ahora le hacia decir:
-Tenía razón, no me equivocaba.
Así, recordaba que una noche conversando con
Elsa, ésta, en un momento de since-ridad, le confesó que
de haber sido soltera, no se habría casado, sino que hubiera
tenido un amante.
Erdosain le preguntó:
-¿En serio decís eso?
De la otra cama, terca, Elsa respondió:
-Sí, hombre, tendría un amante... ¿para qué
casarse?...
Fenómeno curioso: Erdosain tuvo súbitamente la
sensación del silencio de la muer-te, un silencio paralelo
como un féretro a su cuerpo horizontal. Posiblemente en
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aquel instan-te, en él se destruyó todo el amor inconsciente
que el hombre siente por una mujer, y luego le permitirá
afrontar situaciones terribles, que serían insoportables de
no haber sucedido previa-mente aquel fenómeno. Le
parecía ahora encontrarse en el fondo de un sepulcro,
pensó que jamás vería la luz, y en ese silencio liviano y
negro que colmaba la habitación se movían los fantasmas
despertados por la voz de su esposa.
Más tarde, explicando esos momentos, recordó que
se mantenía inmóvil, en la cama, temeroso de romper el
equilibrio de su enorme desdicha, que aplomaba
definitivamente su cuerpo horizontal en la superficie de
una angustia implacable.
Su corazón latía pesadamente. Parecíale que cada
sístole diástole tenía que vencer la presión de una elástica
masa de fango. Y era inútil que desde allí él intentara
mover las manos para alcanzar el sol que estaba más
arriba. Y la voz de la esposa repetía aún en sus oídos:
-No me hubiera casado. Tendría un amante.
Y esas palabras, que para ser pronunciadas no habían
requerido sino el espacio de dos segundos de tiempo,
estarían ahora resonando toda la vida en él. Cerró
los ojos. Las palabras estarían toda la vida en él, arraigadas
en su entraña como un crecimiento de carne. Y sus dientes
rechinaron. Quería sufrir más aún, agotarse de dolor,
desangrarse en un lento chorrear de angustia. Y con
las manos pegadas a los muslos, tieso como un muerto
en su ataúd, sin volver la cabeza, reteniendo el galope de
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su respiración, preguntó con voz sibilan-te:
-¿Y lo hubieras querido?
-¿Para qué?... ¡Quién sabe!... Sí; si era bueno,
¿por qué no?
-¿Y dónde se hubieran visto? Porque en tu casa
no iban a tolerar eso.
-En algún hotel.
-¡Ah!
Callaron, pero ya Erdosain la veía en la firme
desdicha de su vida, avanzar por la acera de una calle
empedrada con lascas de río. Ella se adelantaba por la
ancha vereda. Un tul oscuro le cubría la mitad del
semblante, y encaminándose hacia el lugar donde la
conducía el deliberado deseo, avanzaba con rápidos y
seguros pasos. Y deseoso de martirizar aún lo poco de
esperanza que le quedaba, Erdosain continuó, con una
sonrisa falsa que ella no podía distinguir en la oscuridad,
y la voz suave, para que Elsa no reparara en el furor que
estreme-cía sus labios:
-¿Ves? Así es lindo, en un matrimonio, poder hablar
de todo con una confianza de hermanos. Y, decíme, ¿te
hubieras desnudado ante él?
-¡No digas estupideces!
-No; decíme: ¿te hubieras desnudado?
-¡Y... claro! ¡No me iba a estar vestida!
Si de un hachazo le hubieran partido la columna
vertebral, no quedaría más rígido. La garganta se le resecó
como si por ella entrara un viento de fuego. Su corazón
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apenas latía; por sobre los sesos sintió correr una neblina
que se le escapaba por los ojos. Caía en el silencio y la
oscuridad, se sumergía en la nada por un muelle
descendimiento, mientras que la firme parálisis de su carne
cúbica subsistía para que la sensación de la pena se
estampara más profundamente. Calló, y, sin embargo, él
hubiera querido sollozar, arrodillarse ante alguien,
levantarse en ese instante, vestirse e ir a dormir en el atrio
de alguna casa, en el umbral de una ciudad desconocida.
Enloquecido, gritó Erdosain:
-¿Pero te das cuenta... te das cuenta de lo horrible
de esto, de lo espantoso que me has dicho? ¡Yo debía
matarte! ¡Sos una perra! ¡Yo debía matarte, sí, matarte!
¿Te das cuenta?
-¡Pero qué te pasa! ¿Estás loco?
-Vos has deshecho mi vida. Ahora sé por qué no te
me entregabas, ¡y me has obliga-do a masturbarme! ¡Sí,
a eso! Me has hecho un trapo de hombre. Debía matarte.
El primero que venga podrá escupirme en la cara. ¿Te
das cuenta? Y mientras yo robo y estafo, y sufro por vos,
vos... sí, vos estás pensando en eso. ¡En que te hubieras
entregado a un hombre bueno! ¿Pero te das cuenta? ¡Un
hombre bueno! ¡Así, un hombre bueno!
-¿Pero estás loco?
Rápidamente se vestía Erdosain.
-¿Dónde vas?
Echóse a cuestas el sobretodo; después inclinándose
sobre la cama de la mujer, ex-clamó:
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-¿Sabes adonde voy? A un prostíbulo, a
buscarme una sífilis.
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INGENUIDAD E IDIOTISMO
El cronista de esta historia no se atreve a definirlo a
Erdosain, tan numerosas fueron las desdichas de su vida,
que los desastres que más tarde provocó en compañía del
Astrólogo pueden explicarse por los procesos psíquicos
sufridos durante su matrimonio.
Aún hoy, cuando releo las confesiones de
Erdosain, paréceme inverosímil haber asistido a tan
siniestros desenvolvimientos de impudor y de angustia.
Me acuerdo. Durante aquellos tres días en que estuvo
refugiado en mi casa, lo confe-só todo.
Nos reuníamos en una pieza enorme y vacía de
muebles, donde poca luz llegaba.
Erdosain quedábase sentado en el borde de una silla,
la espalda arqueada, los codos apoyados en las piernas,
las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el
pavimento.
Hablaba sordamente, sin interrupciones, como si
recitara una lección grabada al frío por infinitas atmósferas
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de presión, en el plano de su conciencia oscura. El tono
de su voz, cuáles fueran los acontecimientos, era parejo,
isócrono metódico, como el del engranaje de un reloj.
Si se le interrumpía no se irritaba, sino que
recomenzaba el relato, agregando los detalles pedidos,
siempre con la cabeza inclinada, los ojos fijos en el suelo,
los codos apoya-dos en las rodillas. Narraba con lentitud
derivada de un exceso de atención, para no originar
confusiones.
Impasiblemente amontonaba inquietud sobre
iniquidad. Sabía que iba a morir, que la justicia de los
hombres lo buscaba, encarnizadamente, pero él, con su
revólver en el bolsi-llo, los codos apoyados en las
rodillas, el rostro enrejado en los dedos, la mirada fija
en el polvo de la enorme habitación vacía, hablaba
impasiblemente.
Había enflaquecido extraordinariamente en pocos
días. La piel amarilla, pegada a los huesos planos del
rostro, le daba la apariencia de un tísico. Más tarde la
autopsia reveló que estaba ya avanzada la enfermedad en
él.
Decíame la segunda tarde de encontrarse en mi
casa:
-Antes de casarme, yo pensaba con horror en la
fornicación. En mi concepto, un hombre no se casaba
sino para estar siempre junto a su mujer y gozar la alegría
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de verse a todas horas; y hablarse, quererse con los ojos,
con las palabras y las sonrisas. Cierto es que yo era joven
entonces, pero cuando fui novio de Elsa sentí
necesidad de renovar todas estas cosas.
Hablaba.
Erdosain jamás besó a Elsa, porque era feliz dejando
que le apretara la garganta el vértigo de quererla y porque
además creía que «a una señorita no debe besársela». Y
confun-día con espiritualidad lo que en sí no era más que
un apetecimiento de su carne.
-Tampoco nos tuteábamos, porque me era
agradable era distancia que interponía entre nosotros el
usted. Además yo creía que a una señorita no se la tutea.
No se ría. En mi concepto, la «señorita» era la auténtica
expresión de pureza, perfección y candidez. A su lado yo
no conocí el deseo, sino la inquietud de un arrobamiento
delicioso que me llenaba de lágrimas los ojos. Y era
feliz porque amaba con sufrimiento, ignorando el fin de
mi deseo, y porque creía que era amor espiritual toda esa
convulsión orgánica y terrible que me postraba dichoso
ante la quieta mirada de ella, una mirada limpia que me
penetraba con lentitud las subcapas más estremecidas del
espíritu.
En tanto hablaba, yo lo miraba a Erdosain. ¡El era
un asesino, un asesino, y hablaba de matices del
sentimiento absurdo! Continuaba:
-Y la noche del día que nos casamos, ya solos en la
pieza del hotel, ella se desnudó con naturalidad frente a la
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lámpara encendida. Ruborizado hasta las sienes, yo volví
la cabe-za para no mirarla y que no descubriera mi
vergüenza. Luego me quité el cuello, el saco y los botines
y me pues bajo las sábanas con los pantalones puestos.
Sobre la almohada, entre sus rizos negros, ella volvió el
rostro y dijo sonriendo con una risa extraña:
-¿No tenes miedo de que se te arruguen?
Sácatelos, zoncito.
Más tarde, una distancia misteriosa la separó a Elsa
de Erdosain. Se entregaba a él, pero con repugnancia,
defraudada quién sabe en qué. Y él se arrodillaba a la
cabecera de su cama, y le suplicaba que se le diera un
instante, mas la mujer, con voz sorda de impaciencia, le
respondía casi gritando:
-¡Déjame tranquila! ¿No ves que me das asco?
Refrenando un terror de catástrofe, Erdosain se
hundía otra vez en su cama.
-No me acostaba, sino que permanecía sentado, casi
apoyada la espalda en la almo-hada, mirando las tinieblas.
Yo sabía que no había ningún objeto en estar mirando las
tinie-blas, pero me imaginaba que ella, compadecida de
verme así, abandonado en la oscuridad, terminaría por
apiadarse y decirme: «Bueno, vení si queras». Pero nunca,
nunca, me dijo esas palabras, hasta que una noche le grité
desesperado:
-¿Pero vos qué te pensás... que voy a estar
masturbándome siempre?
Y entonces ella, serenamente, me contestó:
-Es inútil: yo no debía haberme casado con vos.
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LA CASA NEGRA
Y apareció en él la angustia, pero tan poderosa, que
de pronto Erdosain se tomaba la cabeza enloquecido de
un dolor físico. Parecíale que la masa encefálica se le
había despren-dido del cráneo y que chocaba con las
paredes de éste al movimiento de la menor idea.
Sabía que estaba irremisiblemente perdido,
desterrado de la posible felicidad que siempre, algún
día, sonría en la mejilla más pálida: comprendía que el
destino lo abortó al caos de esa espantosa multitud de
hombres huraños que manchan la vida con sus estampas
agobiadas por todos los vicios y sufrimientos.
El ya no tenía ninguna esperanza, y su miedo de
vivir se hacía más poderoso cuando pensaba que jamás
tendría ilusiones, cuando obstinadamente fijos los ojos
en un rincón de la estancia, reconocía que le era indiferente
trabajar de lavaplatos en una fonda o de criado en un
prostíbulo.
¡Qué le importaba! La angustia lo niveló para el
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seno de una multitud silenciosa de hombres terribles que
durante el día arrastran su miseria vendiendo artefactos o
biblias, reco-rriendo al anochecer los urinarios donde
exhiben sus órganos genitales a los mozalbetes que entran
a los mingitorios acuciados por otras ansiedades
semejantes.
Estas convicciones lo aletargaban en sombrías
meditaciones. Sentíase atornillado a un bloque formidable
del que no se evadiría jamás.
Porque esta angustia llegó a ser tan persistente, que
de pronto descubrió que su alma estaba triste por el
destino que en la ciudad aguardaba a su cuerpo, un
cuerpo que pesaba setenta kilos y que él sólo veía cuando
lo encaminaba frente a un espejo.
En otros tiempos con el pensamiento se había
rodeado de todas las comodidades y los placeres, placeres
que por no estar limitados por la materia no tenían
duración ni fronte-ras, mientras que su tristeza actual se
refería a su cuerpo, un cuerpo sufriente, y en el cual a
momentos Erdosain pensaba como si ya no le perteneciera,
pero con el remordimiento de no haberlo hecho feliz.
Dicha tristeza, en cuanto se refería a su pobre físico,
tornábase profunda, como debe ser profundo el dolor
de una madre que nunca pudo satisfacer los deseos de
su hijo.
Porque él no le dio a su carne, que tan poco tiempo
viviría, ni un traje decente, ni una alegría que lo
reconciliara con el vivir; él no había hecho nada por el
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placer de su materia, mientras que a su espíritu no le fue
negada ni la geografía de los países para quienes los
hombres aún no han descubierto máquinas para llegar.
Y muchas veces se decía:
-¿Qué he hecho yo por la felicidad de este
desdichado cuerpo mío?
Porque lo cierto es que se sentía en circunstancias
tan ajeno a él, como el vino del tonel que lo contiene.
Luego recaía que ese cuerpo era el que envasaba
sus cavilaciones, las nutría con su sangre cansada; un
miserable cuerpo mal vestido que ninguna mujer se
dignaba mirar y que sentía el desprecio y la carga de los
días, de la que sólo eran responsables sus pensamientos
que nunca habían apetecido los placeres que reclamaba
en silencio, tímidamente.
Erdosain se sentía apiadado, entristecido hacia su
doble físico, del que era casi un extraño.
Entonces, como un desesperado que se arroja desde
un séptimo piso, él se arrojaba en el delicioso terror de la
masturbación, queriendo aniquilar sus remordimientos
en un mun-do del que nadie podía expulsarlo, rodeándose
de las delicias que estaban alejadas de su vida,
de todos los cuerpos más distintos y hermosos, para los
que se necesitarían una suma inmen-sa de existencias y
dinero para gozar.
Era aquél un universo de ideas gelatinosas, roto en
pasadizos donde la obscenidad se vestía con las sedas y
puntillas y terciopelos y guipures más costosos; un mundo
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resplande-ciente en su pulpa crepuscular. Transitaban en
él las mujeres más hermosas de la creación, desconocidas
tersas que por él descubrían sus senos de manzana,
ofreciendo a su boca, agriada por innobles cigarrillos,
labios fraganciosos y palabras pesadas de sensualidad.
Y ya eran doncellas altas, finas y pulidas, ya
colegiales corrompidas, un mundo femenino y diverso
del que nadie podía expulsarle, a él, pobre diablo, a quien
las regentes de los prostíbulos más destartalados miraban
con desconfianza como si fuera a defraudarles el importe
de la fornicación.
Cerraba los ojos y entraba en la ardiente oscuridad,
olvidado de todo, como el fuma-dor de opio que al entrar
al asqueroso fumadero donde el patrón chino huele a
excremento, cree recobrar el cielo.
Y por un momento deslizábase subrepticiamente
hacia el placer clandestino, aver-gonzado, mas con la
impaciencia de un jovenzuelo al entrar por primera vez
en un lenocinio.
El deseo zumbaba como un tábano en sus oídos,
pero nadie lo podía arrancar ya de la oscuridad sensual.
Era esta oscuridad una casa familiar en la que perdía
súbitamente las nociones del vivir común. Allí, en la casa
negra, le eran habituales los placeres terribles, que de
haberlos sospechado en la existencia de otro hombre le
habrían separado para siempre de él.
Aunque esta casa negra estaba en Erdosain, entraba
en ella haciendo singulares ro-deos, tortuosas maniobras,
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y una vez traspuesto el umbral sabía que era inútil
retroceder, porque por los corredores de la casa negra,
por un exclusivo corredor siempre enfardado de sombras,
avanzaba a su encuentro, con pies ligeros, la mujer que
un día en la vereda, en un tranvía o en una casa, le había
envarado de deseo.
Como quien saca de su cartera un dinero que
es producto de distintos esfuerzos, Erdosain sacaba
de las alcobas de la casa negra una mujer fragmentaria
y completa, una mujer compuesta por cien mujeres
despedazadas por los cien deseos siempre iguales,
renova-dos a la presencia de semejantes mujeres.
Porque ésta tenía las rodillas de una muchacha a
quien el viento soslayaba la pollera mientras esperaba el
ómnibus, y los muslos que recordaba haber visto en una
postal porno-gráfica, y la sonrisa triste y desvanecida de
una colegiala que hacía mucho tiempo había encontrado
en el tranvía, y los ojos verdosos de una modistilla con la
pálida boca rodeada de granos que los domingos salía, al
atardecer, con una amiga, para bailar en esos centros
re-creativos, donde los tenderos empujan con sus
braguetas sublevadas a las mocitas que gustan de los
hombres.
Esta mujer arbitraria, amasada con la carnadura de
todas las mujeres que no había podido poseer, tenía con
él esas complacencias que tienen las novias prudentes
que ya han dejado las manos en las entrepiernas de sus
novios sin dejar por ello de ser honestas. Iba hacia él.
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Tenía las nalgas contenidas por una faja ortopédica,
que dejaba libres sus senos ligeramente combados, y
sus modales eran irreprochables como los de una señorita
educada que sabe razonar, lo cual no le impide dejar
que su novio pierda los dedos en el corpiño
entreabierto por un olvido.
Luego caía en los abismos de la casa negra. ¡La casa
negra! Erdosain, de aquellos tiempos conservaba un
recuerdo abominable; tenía la sensación de que había
vivido en el interior de un infierno, cuyo contenido
diabólico lo acompañaba a través de los días, y aun a
pocos de los de su muerte, perseguido por la justicia.
Cuando volcaba su memoria hacia
aquella época se exaltaba sobriamente, una llama roja
brillaba ante sus ojos, y tal era su doloroso furor, que
hubiera querido de un salto llegar hasta más allá de las
estrellas, quemar-se en una hoguera que limpiara su
presente de todo aquel terrible pasado, persistente e
inevi-table.
¡La casa negra! Aún me parece tener ante los ojos el
semblante enrigecido del hom-bre taciturno, que de
pronto levantaba la cabeza hacia el cielorraso, luego
bajaba los ojos hasta ponerlos a la altura de los míos y
sonriendo fríamente, agregaba:
-Vaya, dígales a los hombres lo que es la casa negra.
Y que yo era un asesino. Y sin embargo yo, el asesino, he
amado todas las bellezas y he luchado en mí mismo contra
todas las horribles tentaciones que hora tras hora subían
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de mis entrañas. He sufrido por mí, y por los otros, ¿se
da cuenta?, también por los otros...
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LA CIRCULAR
El secuestro se llevó a cabo diez días después de la
fuga del Elsa. El día catorce de agosto Erdosain recibió la
visita del Astrólogo, mas, como había salido, al regresar
encontró tirado bajo la puerta un sobre. Este contenía
una circular falsificada, del Ministerio de Gue-rra,
comunicándole a Erdosain de la supuesta dirección del
capitán Belaunde y una curiosa posdata que decía así:
«Lo esperaré hasta el día veinte todas las mañanas
de diez a once, en compañía de Barsut. Llame y entre sin
esperar. No venga a visitarme solo».
Erdosain leyó la carta del Astrólogo y quedó
pensativo. Se había olvidado de Barsut. Sabía que tenía
que matarlo, luego tal determinación se cubrió de
tinieblas, y los días que ocupaban el intervalo, y que
transcurriera embotado, se fueron para siempre. «Tenía
que matarlo a Barsut». La explicación de la palabra «tenía»
podría encontrarse como la caracte-rística de la locura de
Erdosain. Cuando le interrogué a ese respecto, me contesto:
«Tenía que matarlo, porque si no no hubiera vivido
tranquilo. Matar a Barsut era una condición previa para
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existir, como lo es para otros el respirar aire puro».
Así, no bien hubo recibido la carta, se dirigió a la
casa de Barsut. Este vivía en una pensión de la calle
Uruguay, cierto departamento oscuro y sucio ocupado
por un fantástico mundo de gente de toda calaña. La
patrona de tal antro se dedicaba al espiritismo, tenía una
hija bizca y en cuanto a los pagos era inexorable.
Pensionista que se retrasaba veinticuatro horas en pagarle,
estaba seguro que al llegar la noche encontraba sus baúles
y trastos arroja-dos en el centro del patio.
Llegó atardecido a la casa del otro. Precisamente
estaba Gregorio afeitándose cuan-do entró Erdosain a su
pieza. Barsut se detuvo pálido, con la navaja sobre la
mejilla, luego mirándolo de pies a cabeza a Erdosain,
exclamó:
-¿Qué es lo que querés vos aquí?
«Otro se hubiera indignado -comentaba más tarde
Erdosain-. Yo le miré sonriendo ‘amistosamente’, porque
me sentía amigo de él en aquellos momentos, y sin decir
palabras le alcancé la carta del Ministerio de Guerra.
Una alegría inexplicable me mantenía inquieto,
recuerdo que estuve un minuto sentado en la orilla de su
cama, luego me levanté poniéndome a pasear
nerviosamente por la pieza».
-Así que está en Témperley. ¿Y vos querés que
vayamos a buscarla?
-Sí, eso es lo que quiero. Y que vos vayas a
buscarla.
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Barsut murmuró algo que Erdosain no entendió,
luego con las manos empezó a friccionarse los músculos
de los brazos y la epidermis se sonrojó suavemente. Iba
a afeitarse los bigotes, sostuvo la navaja en el aire y
volviendo la cabeza, dijo:
-¿Sabes? Creí que nunca tendrías el coraje de
visitarme.
Erdosain sostuvo la estriada mirada verde, realmente
aquel hombre tenía la faz de un tigre, y después de cruzarse
de brazos, arguyó:
-Es cierto, yo también creía eso, pero ya vez, las
cosas cambian...
-¿Tenes miedo de ir vos solo?
-No, lo que tengo es interés de verte a vos en la
aventura...
Barsut apretó los dientes. Con el mentón empapado
de espuma jabonosa y la frente arrugada poderosamente
consideró a Erdosain y terminó por decir:
-Mirá, yo me creía un canalla, pero creo que vos...
vos sos peor que yo. En fin, que sea lo que Dios quiera.
-¿Por qué decís que sea lo que Dios quiera?
Barsut se detuvo frente al espejo, apoyó los puños
en la cintura, y lo que dijo no le sorprendió a Erdosain,
que con el semblante sereno escuchó estas palabras:
-¿Quién me dice que esta circular no esté falsificada
y que vos me tiendas una «cama» para asesinarme?
«¡Qué curiosa es el alma del hombre! -comentaba
luego Erdosain-. Yo escuché esas palabras y ni un solo
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músculo del semblante se me alteró. ¿Cómo Gregorio
había adivinado la verdad? No lo sé. ¿O es que él tenía
también la mala imaginación mía?»
Encendió un cigarrillo y le contestó estas únicas
palabras:
-Hacé lo que quieras.
Pero Barsut, que estaba en vena de conversar,
repuso:
-¿Pero por qué no? Decíme: ¿Por qué no? ¿Qué
tendría de extraño que vos me qui-sieras matar? Es lógico.
Te quise robar la mujer, te denuncié, te di una paliza, ¡qué
diablos!, tendrías que ser un santo para que no tuvieras
ganas de matarme.
-¿Un santo? No, m’hijo, no lo soy. Pero te juro que
mañana no te mataré. Algún día sí, pero mañana no.
Barsut se echó a reír alegremente.
-¿Sabes que sos notable, Remo? Algún día me
matarás. ¡Qué curioso! ¿Sabes lo que me interesa de todo
eso? La cara que pondrás al matarme. Decíme, ¿vas a
estar serio o te vas a reír?
Las preguntas habían sido hechas con gravedad
amistosa.
-Posiblemente esté serio. No sé. Creo que sí. Vos
comprenderás que matarlo a otro no es juguete.
-¿Y no tenes miedo a la cárcel?
-No, ya que si te matara tomaría antes mis
precauciones, y tu cadáver lo destruiría con ácido
sulfúrico.
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-Sos un bárbaro... A propósito, yo tengo una
memoria más floja: ¿pagaste en la Azucarera?
-Sí.
-¿Quién te dio el dinero?
-Un rufián.
-Tenes pocos amigos, pero buenos... Entonces, ¿a
qué hora me vas a venir a buscar mañana?
-A las ocho va ese hombre al comando... así es
que...
-Mirá, no termino de creer que sea cierto, pero
si Elsa está allá le voy a dar tantos sopapos que te
prevengo que tendrán que pasar muchos años
para que se los olvide.
Cuando Erdosain salió se dirigió a una
ofici-na de correos y le hizo un telegrama al Astrólogo.
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TRABAJO DE LA ANGUSTIA
Esa noche no durmió. Estaba sumamente cansado.
Tampoco pensaba en nada. Pre-tendió darme una
definición de aquel estado con estos términos:
-El alma está como si se hubiera salido medio metro
del cuerpo. Un aniquilamiento muscular extraordinario,
una ansiedad que no termina nunca. Usted cierra los ojos
y parece que el cuerpo se disuelve en la nada, de pronto
se recuerda un detalle perdido, entre los millares de
días que ha vivido; no cometa usted nunca un crimen,
porque eso más que horri-ble es triste. Usted siente que
va cortando una tras otra las amarras que lo ataban a la
civiliza-ción, que va a entrar en el oscuro mundo de la
barbarie, que perderá el timón, se dice y eso también se lo
dije al Astrólogo, que provenía de una falta de training en
la delincuencia, pero no es eso, no. En realidad, usted
quisiera vivir como los demás, ser honrado como los
demás, tener un hogar, una mujer, asomarse a la ventana
para mirar los transeúntes que pasan, y sin embargo, ya
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no hay una sola célula de su organismo que no esté
impregnada de la fatalidad que encierran esas palabras:
tengo que matarlo. Usted dirá que razono mi odio.
Cómo no razonarlo. Si tengo la impresión de que vivo
soñando. Hasta me doy cuenta de que hablo tanto para
convencerme de que no estoy muerto, no por lo sucedido
sino por el estado en que lo deja un hecho así. Es igual
que la piel después de una quemadura. Se cura, ¿pero vio
usted cómo queda?, arrugada, seca, tensa, brillante. Así
le queda el alma a uno. Y el brillo que a momentos se
refleja le quema los ojos. Y las arrugas que tiene le
repugnan. Usted sabe que lleva en su interior un
monstruo que en cualquier momento se desatará y no
sabe en qué dirección.
«¡Un monstruo! Muchas veces me quedé pensando
en eso. Un monstruo calmoso, elástico, indescifrable, que
lo sorprenderá a usted mismo con la violencia de sus
impulsos, con las oblicuas satánicas que descubre en los
recovecos de la vida y que le permiten discer-nir infamias
desde todos los ángulos. ¡Cuántas veces me he detenido
en mí mismo, en el misterio de mí mismo y envidiaba la
vida del hombre más humilde! ¡Ah!, no cometa nunca
un crimen. Véame a mí cómo estoy. Y me confieso con
usted porque sí, quizá porque usted me comprende...
«¿Y la noche?... Llegué tarde a casa. Me tiré vestido
encima de la cama. La emoción que puede experimentar
un jugador la sentía yo en los afanosos latidos de mi
corazón. En realidad no pensaba en los sucesos
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posteriores al delito, sino que mantenía al borde del
mis-mo la curiosidad de saber cómo me comportaría,
qué es lo que haría Barsut, de qué forma lo secuestraría el
Astrólogo, y el crimen que en algunas novelas había leído
se presentaba inte-resante; veía yo ahora que era algo
mecánico, que cometer un crimen es sencillo, y que nos
parece complicado a nosotros debido a que carecemos
de la costumbre de él.
«Tan es así que recuerdo que me quedé acostado
con la mirada fija en un ángulo de la pieza a oscuras.
Pedazos de antigua existencia, pero inconexos, pasaban
como empujados por un viento, ante mis ojos. Nunca
llegué a explicarme el misterioso mecanismo del
recuer-do, que hace que en las circunstancias
excepcionales de nuestra vida, de pronto adquiera una
importancia casi extraordinaria el detalle insignificante y
la imagen que durante años y años
ha estado cubierta en nuestra memoria por el presente de
la vida. Ignorábamos que existían aquellas fotografías
interiores y de pronto el espeso velo que las cubre se
rompe, y así, esa noche, en vez de pensar en Barsut me
dejé estar allí, en ese triste cuarto de pensión, en la
actitud de un hombre que espera la llegada de algo, de
ese algo de que he hablado tantas veces, y que a mi
modo de ver debía darle un giro inesperado a mi vida,
destruir por completo el pasado, revelarme a mí mismo
un hombre absolutamente distinto de lo que yo era.
«En realidad, el crimen no me preocupaba mucho,
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sino otra curiosidad: ¿de qué forma me manifestaría
después del crimen? ¿Sufriría remordimientos?
¿Enloquecería, ter-minaría por irme a denunciar? ¿O
sencillamente viviría como hasta el presente, adolorido
de esa impotencia singular que le daba a todos los actos
de mi vida una incoherencia que ahora usted dice son los
síntomas de mi locura?
«Lo curioso es que a momentos sentía grandes
impulsos de alegría, deseos de reírme para simular un
paroxismo de locura que no existía en mí; mas
quebrantado el impulso trataba de figurarme de qué
forma lo secuestraríamos a Barsut. Estaba seguro
de que se defendería, pero el Astrólogo no era hombre
de intervenir sin previsión en una empresa. Otras veces
me planteaba el problema mediante qué forma Barsut
había adivinado que la circular del Ministerio de
Guerra estaba falsificada y me admiraba de haber
conseguido aquella perfecta presencia de espíritu, cuando
volviendo hacia mí la cara jabonada, dijo casi
irónicamente:
«-Mirá qué curioso si la circular estuviera
falsificada.
«En realidad él era un canalla, pero yo no le iba a la
zaga; la diferencia quizá consis-tiría en que él no
experimentaba curiosidad por sus bajas pasiones como
la sentiría yo. Ade-más, a mí no me importaba nada en
aquellas circunstancias. Quizá fuera yo el que lo matara,
quizá fuera el Astrólogo, el caso es que había arrojado mi
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vida a un recoveco monstruoso, en el que los demonios
jugaban con mis sentidos como con los dados metidos
en un cubilete.
«Llegaban ruidos lejanos: el cansancio se
infiltraba por mis articulaciones; a mo-mentos me
parecía que la carne, como una esponja, chupaba el
silencio y el reposo. Ideas torvas se me ocurrían respecto
a Elsa, un rencor taciturno me enrigecía los músculos en
los maxilares; hasta sentía la pena de mi pobre vida.
«Sin embargo, la única forma de rehabilitarme ante
mí era asesinándolo a Barsut, y de pronto me veía de pie
junto a él; estaba atado con sogas gruesas y echado sobre
un montón de bolsas; de él sólo era nítido el verde
perfil del ojo y la nariz pálida; yo me inclinaba
suavemente encima de su cuerpo, esgrimía un revólver,
le apartaba dulcemente el cabello de las sienes y le decía
en voz muy baja:
«-Vas a morir, canalla.
«Los bulto se estremecía, yo levantaba el revólver,
apoyaba el caño en la piel sobre la sien y nuevamente
repetía en voz muy baja:
«-Vas a morir, canalla.
«Los brazos se removían bajo las gruesas ligaduras,
era una desesperada faena de huesos y de músculos
espantados.
«-¿Te acordás, canalla, te acordás de las papas, de la
ensalada volcada encima de la mesa? ¿Tengo ahora esa
cara de infeliz que te preocupaba?
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«Mas intempestivamente sentía vergüenza de
decirle esas villanías, y entonces le decía, o no, no le
decía nada, tomaba una bolsa y le cubría la cabeza: bajo
la arpillera tupida, la cabeza se removía furiosamente; yo
trataba de apretarla contra el piso para asegurar la eficacia
del balazo y la posición segura del caño del revólver, y la
arpillera resbalaba sobre los cabellos y todos mis esfuerzos
eran inútiles para domar el coraje de esa fiera, que ahora
resoplaba sordamente para escapar de la muerte. Si se
desvanecía este sueño, me imaginaba
viajando por el archipiélago de la Malasia, a bordo de un
velero en el océano Indico; había cambiado de nombre,
mascullaba inglés, mi tristeza era quizá la misma, pero
ahora tenía brazos fuertes, la mirada serenísima; quizás
en Borneo, quizás en Calcuta o más allá del mar Rojo, o
al otro lado de la Taiga, en Corea o en Manchuria, mi vida
se reedificará».
Cierto es que ya no eran los sueños del inventor ni
del nombre que descubría unos rayos eléctricos, tan
poderosos como para fundir moles de acero como si
fueran lentejas de cera, ni presidiría la mesa vidriada de la
Liga de las Naciones.
En otros momentos el terror avanzaba en
Erdosain: tenía la sensación de estar engrilletado, la
terrible civilización lo había metido dentro de un chaleco
de fuerza del que no se podía escapar. Veíase encadenado
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y con el traje de rayadillo, cruzando lentamente en una
columna presidiaría, entre médanos de nieve, hacía los
bosques de Ushuaia. El cielo estaba arriba blanco como
una chapa de estaño.
Esta visión le enardeció; aciegado del furor lento,
se levantó, caminando de una parte a otra del cuarto,
tenía intenciones de golpear las paredes con los puños,
hubiera queri-do horadar los muros con los huesos; luego
se detuvo en la jamba de la puerta, se cruzó de brazos,
nuevamente la pena retrepó hasta su garganta, era inútil
cuanto hiciera, en su vida había una realidad ostensible,
única, absoluta. El y los otros. Entre él y los otros se
interponía una distancia, era quizá la incomprensión
de los demás, o quizá su locura. De cualquier forma,
no por eso era menos desdichado. Y nuevamente el
pasado se levantó por pedazos ante sus ojos; la verdad
es que hubiera deseado escaparse de sí mismo, abandonar
definitiva-mente aquella vida que contenía su cuerpo y
que lo envenenaba.
¡Ah!, entrar a un mundo más nuevo con grandes
caminos en los bosques, y donde el hedor de las fieras
fuera más incomparablemente dulce que la horrible
presencia del hombre.
Y caminaba, quería extenuarlo a su cuerpo, agotarlo
definitivamente, aplastarlo por el cansancio hasta tal grado
que le fuera imposible modular una sola idea.
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EL SECUESTRO
A las nueve de la mañana Erdosain fue a buscarlo
a Barsut.
Salieron sin decir palabra. Más tarde Erdosain
reflexionaba sobre este viaje extraño en el cual el otro
hombre fue hacia su destino sin oponer ninguna
resistencia.
Refiriéndose a esas circunstancias, decía:
-Iba con Barsut como un condenado a muerte
marcha hacia el paraje de la ejecución, abandonada toda
su fuerza; con una sensación persistente, la del vacío
ocupando los intersti-cios de mis entrañas.
«Barsut a su vez estaba ceñudo; yo comprendía que
él allí, sentado junto a la venta-nilla, con el codo apoyado
en el pasamano, acumulaba furores para descargarlos
contra el invisible enemigo que su instinto le advertía
estaba oculto en la quinta de Témperley».
Erdosain continuó:
-A momentos me decía lo curioso que hubiera
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resultado para los otros pasajeros el saber que esos dos
hombres, hundidos en el acolchado de cuero de los
asientos, eran: uno el próximo asesino y el otro su víctima.
«Y sin embargo, todo continuaba lo mismo; el sol
luda allá en los campos: habíamos dejado atrás los
frigoríficos, las fábricas de estearina y jabón, las
fundiciones de vidrio y de hierro, los bretes con el vacuno
oliendo los postes, las avenidas a pavimentar con sus
llanuras
manchadas de yeso y de surcos. Y ahora comenzaba,
traspuesto Lanús, el siniestro espectá-culo de Remedios
de Escalada, monstruosos talleres de ladrillo rojo y
sus bocazas negras, bajo cuyos arcos maniobraban las
locomotoras, y a lo lejos, en las entrevias, se veían
cuadri-llas de desdichados apaleando grava o
transportando durmientes.
«Más allá, entre una raquítica vegetación de plátanos
intoxicados por el hollín y los hedores del petróleo, cruzaba
la senda oblicua de los chalets rojos para los empleados
de la empresa, con sus jardincitos minúsculos, sus
persianas ennegrecidas por el humo y los cami-nos
sembrados de escoria y carbonilla».
Barsut iba ensimismado. Erdosain, para explicar el
exacto término, se dejaba estar. Si en aquel momento
hubiera visto un convoy avanzando por la línea en sentido
contrario, no hubiera pestañeado, tan indiferente le era la
vida o la muerte.
Así transcurrió el viaje. Cuando llegaron a
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Témperley, Barsut se sacudió como si despertara
escalofriado de un sueño penoso, y se limitó a decir:
-¿Por dónde es?
Erdosain extendió el brazo, señalando vagamente
la distancia que debía caminar, y Barsut siguió el rumbo.
Ahora cruzaban en silencio las calles hacia la
quinta del Astrólogo.
Caía el tierno azul de la mañana en los bardales
de las calles oblicuas.
Tallos, pasteles de todos los verdes y árboles, creaban
informes edificios vegetales, crestados por penachos
flexibles y bifurcados por laberintos de leñosidades rojas.
Esto bajo el aire que ondulaba suavemente, de forma tal,
que esas fantásticas construcciones del botá-nico azar
parecían flotar en una atmósfera de oro, que tenía la
lucidez vitrea de un cristal cóncavo, reteniendo en su
esfericidad el profundo hedor de la tierra.
-Linda la mañana -dijo Barsut.
Y ya no hablaron más hasta llegar al frente de la
quinta.
-Aquí es -dijo Erdosain.
Barsut dio un salto atrás y mirándolo con una
agudeza increíble, exclamó:
-¿Y cómo sabes que es aquí, si no hay número?
Comentando más tarde esta incidencia, Erdosain
decía:
«Puede afirmarse que hay un instinto del crimen,
un instinto que le permite a uno mentir instantáneamente
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sin temor a incurrir en contradicciones, un instinto que es
como el impulso de conservación y que en el momento
más agudo de la lucha le permite encontrar recursos de
salvación casi inverosímiles».
Erdosain levantó la vista y con un aplomo
inesperado para él y sorprendente des-pués, le contestó:
-Porque vine ayer a dar vueltas por acá. Quería
ver si veía a Elsa.
Barsut lo miró dudando.
Hubiera afirmado que Erdosain mentía, pero el amor
propio le impedía retroceder, y Erdosain llamando, golpeó
fuertemente con las palmas de las manos.
Tapándole hasta la mitad del rostro el ancha ala de
un sombrero de paja, y en mangas de camisa, se detuvo
frente al portón de alambre pintado de rojo el Hombre
que vio a la Partera.
-¿Está la señora? -preguntó Barsut.
Bromberg, sin contestar, corrió el cerrojo y abrió
el portón: luego se internó en un sendero que torcía
hacia la casa entre el eucaliptal, y los dos hombres lo
siguieron. Repenti-namente una voz gritó:
-¿Dónde van ustedes?
Barsut movió la cabeza. Bromberg giró sobre los
talones, y como si se hubiera roto
algún resorte de su brazo, éste se alargó semejante a un
rayo.
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Barsut abrió la boca en un frenesí de aire,
doblándose instantáneamente la parte superior de su
cuerpo. Iba a apretarse el estómago con las manos, pero
el brazo de Bromberg dilató el ángulo de otro golpe, y
bajo el cross de mandíbula entrechocaron los dientes
de Barsut.
Cayó, y aplastado entre el pasto parecía estar muerto,
con sus piernas encogidas y los labios ligeramente
entreabiertos.
Apareció el Astrólogo, y Bromberg, serio, casi
triste, se inclinó sobre el caído.
El Astrólogo lo tomó por la coyuntura de los brazos,
con los dedos en garfio bajo los sobacos, y en esta forma
lo condujeron hasta la cochera abandonada. Erdosain
hizo correr sobre los rodillos el portalón pintado de
color ocre, olor de pasto seco y un torbellino de insectos
escapó de la tarbea negra. Introdujeron al desvanecido
hasta un box: una gruesa cadena estaba asegurada a uno
de los pilares por un candado.
El Astrólogo aseguró con el extremo de ésta por
encima del tobillo, el pie de Barsut, hizo varios nudos
con los eslabones, luego lo aseguró con un candado,
rechinó éste al abrirse, y Erdosain, enderezándose sobre
el caído, dijo mirándolo al Astrólogo:
-¿Ha visto? La libreta de cheques no la tiene
encima.
Eran las diez de la mañana. El Astrólogo miró el
reloj y dijo:
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-Tengo tiempo de tomar el rápido que llega a Rosario
a las seis. ¿Quiere acompañar-me hasta Retiro?
-¿Cómo, va a Rosario?
-¿Y, si tengo que hacerle el telegrama a la dueña
de la pensión? ¿Usted tiene el número?
-Sí, todo.
-Es lo mejor para apoderarse del equipaje de Barsut
sin despertar sospechas. ¿En la pensión no tiene nada
más?
-Sí, el baúl y dos muletas.
-Perfectamente. Dejémonos de charlas y vamos al
grano. A las seis estaré en Rosa-rio, le hago el telegrama
a la vieja, usted se da una vuelta mañana a las diez y
haciéndose el zonzo pregunta si Barsut no llegó todavía a
Rosario, y como yo no he llegado, usted agrega que sabe
que me han ofrecido un importante empleo, etc., etc.
¿Qué le parece?
-Muy bien.
A las doce el Astrólogo subía al tren.
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CAPITULO TERCERO
EL LÁTIGO
La treta ideada por Erdosain y llevada a cabo por el
Astrólogo tuvo éxito, y éste resolvió que el día miércoles
se llevara a cabo la primera reunión en la que se conocerían
los «jefes».
El día martes, a las cuatro de la tarde, Erdosain recibió
la visita del Astrólogo, quien le avisó que el miércoles de
esa semana, a las nueve de la mañana, se reunirían los
jefes en Témperley.
El Astrólogo permaneció en compañía de
Erdosain unos minutos, y cuando éste bajaba la escalera,
examinando sobresaltado su reloj, dijo a aquél:
-Caramba... son las cuatro, tengo que ir a un montón
de sitios... lo espero mañana a las nueve... ¡Ay! yo he
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pensado que el único que podía desempeñar el puesto
de Jefe de Industrias era usted. Bueno, mañana
conversaremos... ¡Ah!, no se olvide de presentar... me-jor
dicho, de prepararse un proyecto sobre turbinas
hidráulicas, un tipo para usina de monta-ña, sencillo. Sería
para la colonia y los trabajos de electrometalurgia.
-¿Cuántos kilowats?
-No sé... eso debe estudiarlo usted. Habrá hornos
eléctricos... en fin, arrégleselas usted. Además, ha
llegado el Buscador de Oro, mañana él le dará detalles
más concretos. Prepárese para que no lo sorprenda el
asunto. Diablo, se hace tarde... hasta mañana... arre-glándose la chistera llamó a un chofer que pasaba
y se acomodó en el automóvil.
Al día siguiente, Erdosain, caminando por las veredas
de Témperley, observaba asom-brado que hacía mucho
tiempo que no gozaba de una emoción de sosiego
semejante.
Caminaba despacio. Aquellos túneles vegetales le
daban la sensación de un trabajo titánico y disforme.
Miraba deleitado los senderos de grano rojo en los parques,
que avanza-ban sus láminas escarlatas hasta los prados,
manteles verdes esmaltados de flores violáceas, amarillas
y rojas. Y si levantaba los ojos, se encontraba con
aguanosos pozales en el cenit, que le producían un vértigo
de caída, pues de pronto el cielo desaparecía en sus pupilas
y le dejaba en los ojos una negrura de ceguera, aclarándose
el pensamiento en un furtivo maripo-seo de átomos de
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plata, que a su vez se evaporaban, transformándose en
terribles azulencos ásperos y secos, ahora en lo alto, como
cavernas de azul metileno. Y el placer que la mañana
suscitaba en él, el goce nuevo, soldaba los trozos de su
personalidad, rota por los anteriores sufrimientos del
desastre, y sentía que su cuerpo estaba ágil para toda
aventura.
-Augusto Remo Erdosain -tal como si pronunciar
su nombre le produjera un placer físico, que duplicaba la
energía infiltrada en sus miembros por el movimiento.
Por las calles oblicuas, bajo los conos del sol,
avanzaba sintiendo la potencia de su personalidad
flamante: Jefe de Industrias. La frescura del camino
botánico le enriquecía de grandores la conciencia. Y esta
satisfacción lo aplomaba en las calles, como a esos
muñecos de celuloide el lastre de plomo. Pensaba que se
mostraría irónico en la reunión, y un desprecio malévolo
le surgía para los débiles del mundo. El planeta era de los
fuertes, eso mismo, de los fuertes. Arrasarían al mundo y
se presentarían a la canalla que se encalla el trasero en las
butacas de todas las oficinas, blindados de grandeza,
semejantes a emperadores solitarios y crueles. Se
imaginaban nuevamente en un desmesurado salón de
muros encristalados cuyo centro lo ocupaba una mesa
redonda. Sus cuatro secretarios con papeles en las manos
y las plumas tras de la oreja se acercaban a consultarle,
mientras que en un rincón, con los sombre-ros en las
manos, inclinadas las cabezas canosas, estaban los
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delegados de los obreros. Y Erdosain volviéndose hacia
ellos les decía simplemente: «O mañana vuelven al trabajo
o los fusilaremos». Eso era todo. Hablaba poco y en voz
baja, y su brazo estaba fatigado de firmar decretos. Lo
mantenía en pie la ferocidad de los tiempos que
necesitaban el alma de un tigre para adornar los confines
de todos los crepúsculos de siniestros fusilamientos.
Avanzaba ahora hacia la quinta del Astrólogo con el
corazón batiente de entusiasmo, repitiéndose la frase de
Lenin, como una musiquita llena de voluptuosidad:
«-¡Qué diablo de revolución es ésta si no
fusilamos a nadie!».
Al llegar a la quinta y entreabrir una de las puertas,
vio venir a su encuentro al Astrólogo, cubierto de un
largo guardapolvo gris y un sombrero de paja.
Con amistad se estrecharon fuertemente las
manos al tiempo que decía el Astrólogo:
Barsut está tranquilo, ¿sabe? Yo creo que no va a
oponer mucha resistencia para firmar el cheque. Ya
llegaron esos tipos, pero primero veremos a Barsut. ¡Que
esperen, qué diablo! ¿Se da cuenta usted de mi
situación? Con ese dinero el mundo es nuestro.
Ahora habían entrado al escritorio y el Astrólogo,
haciendo girar el anillo con la piedra violeta y mirando
el mapa de Estados Unidos, prosiguió:
-Conquistaremos la tierra, realizaremos nuestra
«idea»... podemos instalar un prostí-bulo en San Martín
o en Ciudadela, y la colonia de los Santos en la
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montaña. ¿Quién más apto para regentear el prostíbulo
que el Rufián Melancólico? Le nombraremos Gran
Patriar-ca Prostibulario.
Erdosain se acercó a la ventana... Los rosales vertían
un perfume potentísimo, agu-do, todo el espacio se
poblaba de una fragancia roja, fresca como un caudal de
agua. Moscar-dones de alas de cristal revoloteaban en
torno de las manchas escarlatas de los granados.
Erdosain permaneció algunos segundos así. El
espectáculo lo retrotrajo a la idéntica tarde aquella en
que había estado allí, en el mismo lugar. Y sin embargo,
no se imaginaba que la noche lo esperaba con la sorpresa
de la partida de Elsa.
El verdor multiforme penetraba por sus ojos, pero
él no lo veía. Allá en el fondo de su existencia, con la
mejilla apoyada en los pezones violetas de un cuadrado
pecho masculi-no, estaba su esposa, lánguida, la mirada
floja, los labios entreabiertos para la obscena boca del
otro.
Un pájaro pasó ante sus ojos, y Erdosain
volviéndose al Astrólogo, dijo con voz forzadamente
suave:
-Hombre, haga usted lo que quiera. -Luego sentóse,
encendió un cigarrillo y obser-vándolo al otro, que con
un compás marcaba un círculo en un mapa azul, preguntó: ¿Pero qué piensa hacer usted? ¿El Rufián Melancólico
se prestará para administrar los prostíbulos?
-Sí, de eso no hay cuidado y Barsut no va a
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oponer mayor resistencia.
-¿Siempre está en la cochera?
-Me pareció prudente secuestrarlo. Lo encadené
en la caballeriza.
-¿En la caballeriza?
-Era el único lugar sólido donde lo podía guardar.
Además, en una pieza arriba de la cochera duerme el
Hombre que vio a la Partera...
-¿Qué es eso?
-Algún día le contaré. Vio la partera y no puede
dormir de noche. Bueno, yo había pensado que usted...
-¿Cómo, voy a ser el que...?
-Déjeme hablar. Que usted lo viera y tratara de
convencerlo para que firmara, en fin, que le expusiera
nuestras ideas...
-Va a haber que hacerlo firmar a la fuerza...
-Pero, ¿cómo? Yo, naturalmente, soy enemigo de la
violencia, pero usted me entien-de. Nuestra idea está por
encima de todo sentimentalismo, de eso es lo que usted
debe enterarlo a Barsut, en fin, que nosotros no
quisiéramos vernos en la obligación de tostarle los pies
u otra cosa peor... para que nos firmara el cheque.
-¿Y usted está dispuesto?
-Sí, nosotros estamos dispuestos porque no
podemos perder esta única oportunidad. Yo contaba con
su invento de la rosa de cobre, pero eso es lento. Al Rufián
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Melancólico no conviene pedirle dinero. Si no lo tiene
lo pondremos en un apuro, y si lo tiene y no nos lo
quiere dar, perderemos un amigo. El hecho de que haya
sido generoso con usted no quiere decir que lo sea con
nosotros. Además, es un neurasténico que no sabe lo
que da de sí.
Erdosain miraba por los cuadriláteros formados
por los hierros de la ventana, las manchas escarlatas en
las copas verdes de los granados. Una franja amarilla de
sol cortaba el muro en lo alto de la estancia. Una tristeza
enorme pasó por su corazón. ¿Qué es lo que había hecho
de su vida?
El astrólogo reparó en su silencio y dijo:
-Vea, Erdosain. No nos queda otro remedio que
afrontar todo o abandonar. La vida es así, triste... ¿pero
qué quiere que hagamos? Yo también sé que lo agradable
sería hacer las cosas sin sacrificios.
-Es que en este caso el sacrificio es otro...
-Y nosotros, Erdosain, y nosotros que nos jugamos
la cárcel y la libertad por tiempo indeterminado. ¿Usted
no ha leído las «Vidas Paralelas» de Plutarco?
-No...
-Pues se las voy a regalar para que leyéndolas
aprenda que la vida humana vale menos que la de un
perro, si para imprimir un nuevo rumbo a la sociedad,
hay que destruir esa vida. ¿Sabe usted cuántos asesinatos
cuesta el triunfo de un Lenin o de un Mussolini? A la
gente no le interesa eso. ¿Por qué no le interesa? Porque
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Lenin y Mussolini triunfaron. Eso es lo esencial, lo que
justifica toda causa injusta o justa.
-¿Y quién lo va a asesinar a Barsut?
-Bromberg, el que vio a la partera...
-Usted no me había dicho...
-Ni había objeto, porque de ese lado todo estaba
resuelto.
Una ráfaga de perfume se volcó en la estancia. Se
hizo nítido el ruido del agua que caía en el tonel.
-Así que el asunto ya lo conocemos...
-Usted, yo y Bromberg...
-Demasiada gente para un secreto...
-No, porque Bromberg es mi esclavo, es esclavo
de sí mismo, que es lo peor.
-Perfectamente, pero usted me va a entregar a mí un
documento firmado en el que usted y Bromberg se
confiesen autores del crimen.
-¿Y para qué quiere usted eso?
-Para estar seguro que no me engaña.
Con gesto maquinal el Astrólogo acomodó su
galera, cogió su mongólico rostro entre sus gruesos
dedos, y caminó hasta el centro de la estancia, así, con
el codo apoyado en la palma de la otra mano, y dijo:
-No tengo inconvenientes en darle lo que usted me
pide, pero no se olvide de esto. Yo vivo exclusivamente
para realizar mi idea. Vienen tiempos extraordinarios. Yo
no podría explicarle todos los prodigios que van a ocurrir
porque no tengo tiempo ni ganas de discutir. Vienen sin
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duda tiempos nuevos. ¿Quienes los conocerán? Los
elegidos. El día que yo en-cuentre un hombre capaz de
substituirme y la empresa esté encaminada, me retiraré a
meditar a la montaña. En tanto, todos los que me rodean
me deben absoluta obediencia. Esto debe entenderlo usted
si no quiere seguir el camino del otro...
-Esa no es forma de hablar.
-Sí, es forma, porque yo le voy a firmar a usted el
documento que me pide.
-No lo preciso...
-¿Va a necesitar dinero usted?
-Sí, unos dos mil pesos para...
-No me diga... Se le entregará...
-Además, no quiero tener nada que ver con el
asunto de los prostíbulos...
-Muy bien, llevará la contabilidad, pero ¿sabe ahora
lo que nos hace falta? Es descu-brir un símbolo vulgar
para entusiasmar al populacho...
-Lucifer.
-No, ése es un símbolo místico... intelectual... Hay
que descubrir algo grosero y estúpido... algo que entre
por los sentidos de la multitud como la camisa negra...
Ese diablo ha tenido talento. Descubrió que la psicología
del pueblo italiano era una psicología de bar-bero y tenor
de opereta... En fin, veremos, ya tengo pensada una
jerarquía, algo interesante... lo hablaremos otro día...
puede que resulte...
-El caso es que podamos sostenernos...
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-Eso se descuenta... los prostíbulos van a dar... ¿pero
va a ir a verlo a Barsut? ¿Sabe lo que le dirá?
-Sí...
Erdosain salió en dirección a la cochera, en donde
estaban instaladas las caballeri-zas. Era aquélla una casona
de gruesas paredes y con piso alto donde había numerosas
piezas vacías, recorridas de ratas.
En una de ellas vivía, o mejor dicho, dormía, el
siniestro Bromberg, a quien Erdosain había visto el día
del secuestro.
Comprendía que ahora iba en camino hacia un
hundimiento del cual no se imaginaba de qué forma saldría
maltrecha su vida, y esta incertidumbre así como su
absoluta falta de entusiasmo por los proyectos del
Astrólogo, le causaba la impresión de que estaba obrando
en falso, creándose gratuitamente una situación absurda.
«Todo había hecho bancarrota en mí», diríase más tarde;
mas sobreponiéndose a su cansancio e indiferencia
marchaba hacia la cochera. Su corazón golpeaba
fuertemente al saber que se encontraría «con el enemigo».
A instantes arrugaba el ceño y su rencor era evidente.
Abrió el candado, descorrió la cadena y súbitamente
encurioseado empujó una de las hojas del portón.
El prisionero se disponía a comer, desnudos los
brazos en el círculo de la luz amari-lla que sobre una
mesa de pino extendía la lámpara de kerosene.
Estaba Barsut sentado bajo el triángulo de la pesebrera
metálica, entre los muros de madera de un box, y al verlo
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a Erdosain arrugando la frente, detuvo por un segundo la
acei-tera con que regaba un trozo de carne rodeada de
patatas; luego, sin decir palabra que revela-ra su sorpresa,
se engolfó nuevamente en su nutricio trabajo. Alargando
el brazo y cogiendo entre sus dedos una pizca de sal
espolvoreó las patatas. Guardaba compostura sombría
a pesar de que un agujero de su camiseta rosa dejaba ver
su sobaco negro.
Los ojos fijos en el fiambre, certificaban que Barsut
le daba más importancia a su vianda que a Erdosain,
detenido a tres pasos de allí. El resto del establo permanecía
en la oscuridad. Por los intersticios de los muros entraban
oblicuas saetas de sol que dejaban en el polvo del suelo
porosos discos de oro.
Barsut no se dignaba ver nada. Apretó el pan en la
tabla de la mesa, cortó enérgica-mente una rebanada, se
sirvió soda, no sin previamente lanzar un chorro contra
el piso para limpiar la boquilla, y luego se inclinó para
leer un libraco al costado de su plato, mientras masticaba
una mezcla de carne, pan y patatas.
Erdosain se apoyó en una pilastra que soportaba el
techo, mareado del olor a pasto seco, y con los ojos
entrecerrados distinguió a Barsut, que tenía medio rostro
iluminado por la verdosa claridad de la pantalla, mientras
sus maxilares se movían en la luz cruda que arrojaba el
mechero de la lámpara. En estas circunstancias giró la
cabeza y distinguió un látigo colgado en la pared.
Erdosain se sobresaltó. Tenía el mango largo y la
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lonja corta, y Barsut, que ahora seguía su mirada, frunció
el labio despectivamente. Erdosain miró sucesivamente
al hombre y al látigo y sonrió nuevamente. Se dirigió
hacia el rincón y descolgó la fusta. Ahora Barsut se había
puesto de pie y con los ojos terriblemente fijos en Erdosain,
echaba el cuerpo afuera del box. Las venas del cuello se
le dilataron extraordinariamente. Iba a hablar, pero el
orgullo le impedía pronunciar una sola palabra. Sonó un
chasquido seco. Erdosain había descargado un rebencazo
en la madera para probar la flexibilidad del cuero, luego
se encogió de hombros y la oblicua solar que cortaba las
tinieblas fue atravesada por una raya negra, y el látigo
cayó entre el pasto.
Erdosain se paseaba en silencio por el establo.
Pensaba que aquella vida estaba en sus manos, que nadie
podía arrebatársela, mas este sentimiento no lo hacía más
feliz. Barsut encima de la divisoria de madera observaba
el campo soleado, por la hendija que dejaba el portalón.
Habían cambiado los tiempos. Eso era todo. Lo
miró con rencor a Barsut:
-¿Vas a firmar el cheque o no?
Barsut se encogió de hombros y Erdosain no volvió
a preguntar. Quizás él se encon-trara algún día y a esa
misma hora en una celda oscura mientras que su memoria
evocaría en aquel mismo instante el espectáculo de una
cancha con piso de polvo de ladrillo, a la orilla del río, y
las raquetas reticulando el cielo, de algunas chicas jugando
al tenis. Y sin poderse contener exclamó no tanto
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dirigiéndose a Barsut, como hablándose a sí mismo:
-¿Te acordás? Yo tenía para vos cara de infeliz. No
hables. Y vos no sabías lo que yo estaba sufriendo. Ni
vos ni ella. Callate. ¿Te pensás que me interesa tu dinero?
No, hombre. Lo que hay es que estoy triste. Vos y ella me
han llevado a todo esto. No sé ni por qué hablo. Lo único
que sé es que estoy cansado. Pero para qué hablar... -Y se
disponía a salir cuando el Astrólogo entró. Barsut le
revisó las manos con la mirada y el Astrólogo,
removiendo la chistera en la cabeza, tomó la lámpara,
la apagó y sentándose en un cajón, dijo:
-Venía a verlo para que arregláramos esa cuestión
del cheque. Usted sabrá que por eso lo secuestramos.
Claro está que yo no le hablaría a usted de esta forma si
en la libreta que le encontramos en el bolsillo y que
Erdosain quiso quemar, impidiéndolo yo, no hubiera leído
un pensamiento sencillamente formidable: «El dinero
convierte al hombre en un dios. Luego Ford, es un dios.
Si es un dios puede destruir la luna».
Aquello era mentira, pero Barsut no se
conmovió.
Erdosain observaba el impenetrable rostro
romboidal del Astrólogo. Era evidente que éste
estaba ejecutando una comedia y que en ella
Barsut no creía, seguro de que el otro le
engañaba.
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DISCURSO DEL ASTRÓLOGO
El Astrólogo continuó:
-Al principio, ese pensamiento me pareció una de
las tantas estupideces que abundan en sus divagaciones...
Sin embargo, terminé por preguntarme involuntariamente
por qué el dinero puede convertir en dios a un hombre,
y de pronto me di cuenta que usted había descu-bierto
una verdad esencial. ¿Y sabe cómo comprobé que usted
tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna
podía comprar la suficiente cantidad de explosivo como
para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna.
Su postulado se justificaba.
-Ciertamente -rezongó Barsut, halagado en su
fuero interno.
-Entonces me di cuenta que toda la antigüedad
clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo
usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla,
no habían concebido jamás que hombres como Ford,
Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna...
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tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las
mitologías sólo pudieron atribuir a un dios creador. Y
usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el
comienzo del reinado del superhombre.
Barsut volvió la cabeza para examinar el Astrólogo.
Erdosain comprendió que éste hablaba seriamente.
-Ahora bien, cuando llegué a la conclusión de que
Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les
confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que
la revolución social sería imposible sobre la tierra porque
un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo
gesto una raza, como usted en su jardín un nido de
hormigas.
-Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.
-¿El coraje? Yo me pregunté si era posible que un
dios renunciara a sus poderes... Me pregunté si un rey del
cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus
flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di
cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había
que tener la espiritualidad de un Buda o de un
Cristo... y que ellos, los dioses que disponían de todas
las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En
consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.
-No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado
por otros móviles.
-Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad,
las multitudes de las enormes tierras han perdido la
religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo
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credo teológico. Entonces los hombres van a decir: «¿Para
qué queremos la vida?...» Nadie tendrá interés en
conservar una existencia de carácter mecánico, porque la
ciencia ha cercenado toda fe. Y en el momento que se
produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una
peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted
un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco,
mo-viéndose en los subterráneos de las gigantescas
ciudades y aullando a las paredes de cemento armado:
«¿Qué han hecho de nuestro dios?...» ¿Y las muchachitas
y las escolares organizan-do sociedades secretas para
dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres
negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot
creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?...
-Es mucho suponer -dijo Erdosain.
El Astrólogo se volvió hacia él, asombrado. Le
había olvidado.
-Claro, no sucederá mientras los hombres no
reparen en qué se funda su desdicha.
Eso es lo que ha pasado en realidad con los movimientos
revolucionarios de carácter econó-mico. El judaismo
acercó sus narices al Debe y al Haber del mundo y dijo:
«La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de
dinero para subvenir a sus necesidades...» Cuando debió
decir que: «La felicidad está en quiebra porque el hombre
carece de dioses y de fe».
-¡Pero usted se contradice! Antes dijo que... objetó Erdosain.
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-Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegué a la
conclusión de que ésa era la enferme-dad metafísica y
terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad
sólo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole
de esa mentira recae en las ilusiones de carácter
econó-mico..., y entonces me acordé que los únicos que
podían devolverle a la humanidad el paraíso perdido eran
los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford...
y concebí un proyecto que puede aparecer fantástico a
una mente mediocre... Vi que el callejón sin salida de la
realidad social tenía una única salida... y era volver para
atrás.
Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a
la orilla de la mesa.
Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo,
que, con el guardapolvo abotona-do hasta la garganta y
el pelo revuelto, pues se había quitado el sombrero,
caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando
con la punta de un botín los tallos de pasto seco que
sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra
un poste, observaba el semblante de Barsut, que lentamente
se iba impregnando de atención irónica, casi malévola,
como si las palabras que decía el Astrólogo sólo befa
merecieran. Este, como si se escuchara a sí mismo,
caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello.
Dijo:
-Sí, llegará un momento en que la humanidad
escéptica, enloquecida por los place-res, blasfema de
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impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario
matarla como a un perro rabioso...
-¿Qué es lo que dice?...
-Será la poda del árbol humano... una vendimia
que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio,
podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad,
perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad,
rodeados de esclavos tigres, provocarán cata-clismos
espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante
algunos decenios el trabajo de los superhombres y de
sus servidores se concretará a destruir al hombre de
mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un resto,
un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el
que se asentarán las bases de una nueva sociedad.
Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo
fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón,
se encogió de hombros, preguntando:
-¿Pero es posible que usted crea en la realidad de
esos disparates?
-No, no son disparates, porque yo los cometería
aunque fuera para divertirme.
Y continuó:
-Desdichados hay que creer en ellos..., y eso es
suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se
compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo...
mejor dicho, una dife-rencia intelectual de treinta siglos.
La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más
absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y
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por lo tanto mucho más interesantes que los milagros
históricos, y la minoría será la depositaría absoluta de la
ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la
felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta
tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no
cree. La minoría administrará los placeres y los milagros
para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles
merodea-ban por los caminos del crepúsculo y los dioses
se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.
-Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede ser.
-¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay que
proceder como si fuera factible.
-Esa desproporción... la ciencia...
-¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para
qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento
de los sabios y los llama «infatuados de los perecedero»?
-Veo que usted se ha leído esas pavadas.
-Claro. No hay que contradecir porque sí a la gente.
Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi
sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a
la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras
mentiras metafísicas, están en pañales, mien-tras que
nuestra ciencia es un gigante... y el hombre, criatura
doliente, soporta en él este desequilibrio espantoso...
De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi
sociedad la mentira metafísica, el conocimiento práctico
de un dios maravilloso será el fin..., el todo que rellenará
la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será
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en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no
discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado
casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de
gobierno que supere a los principios de un Cristo, un
Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al
escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría...
Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la
humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.
-¿Le parece a usted posible?
El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacía
girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó
del dedo para observar su interior; luego, acercándose
a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un
hombre cuya imaginación está distante de la realidad,
repuso:
-Sí, todo lo que imagina la mente del hombre
puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha
impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia?
Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en
la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del
alma de una generación... El resto se hace solo.
-¿Y la idea?
-Aquí llegamos... Mi idea es organizar una sociedad
secreta, que no tan sólo propa-gue mis ideas, sino que
sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya sé que
usted me dirá que han existido numerosas sociedades
secretas... y es cierto..., todas desaparecieron porque
carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en
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un sentimiento en una idealidad política o religiosa, con
exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra
sociedad se basará en un principio más sólido y moderno:
el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento
de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he
dicho, y otro elemento positivo: la industria, que dará
como consecuencia el oro.
El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de
ferocidad ponía cierta desvia-ción de astigmatismo en su
mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra,
como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción
extraordinaria, apoyó las manos en los ríñones y
reanudando el ir y venir, repitió:
-¡ Ah! el oro... el oro... ¿Sabe cómo lo llamaban los
antiguos germanos al oro? El oro rojo... el oro... ¿Se da
cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta,
jamás, jamás ninguna sociedad secreta trató de efectuar
una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre
que le concederá a las ideas el peso y la violencia
necesarias para arrastrar a los hom-bres. Nos dirigiremos
en especial a las juventudes, porque son más estúpidas y
entusiastas. Les prometeremos el imperio del mundo y
del amor... Les prometeremos todo... ¿me com-prende
usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas
esplendentes... capacetes con plu-majes de variados
colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres
hermosos y jerar-quías... Y allá en la montaña
levantaremos el templo de cartón... Eso será para imprimir
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una cinta... No. Cuando hayamos triunfado levantaremos
el templo de las siete puertas de oro...
Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos para
llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En
torno construiremos jardines... y allá irá la humanidad a
adorar el dios vivo que hemos inventado.
-Pero el dinero..., el dinero para hacer todo eso...,
los millones...
A medida que el Astrólogo hablaba, el entusiasmo
de éste se contagiaba a Erdosain. Se había olvidado de
Barsut, aunque éste se encontraba frente a él. Sin poderlo
evitar, evoca-ba una tierra de posible renovación. La
humanidad viviría en perpetua fiesta de simplicidad,
ramilletes de estroncio tachonarían la noche de cascadas
de estrellas rojas, un ángel de alas verdosas soslayaría la
cresta de una nube, y bajo las botánicas arcadas de los
bosques se deslizarían hombres y mujeres, envueltos
en túnicas blancas, y limpio el corazón de la in-mundicia
que a él lo apestaba. Cerró los ojos, y el semblante de Elsa
se deslizó por su memo-ria, mas no despertó ningún
eco, porque la voz del Astrólogo llenaba la cochera de
esta réplica salvaje:
-¿Así que le interesa de dónde sacaremos los
millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El
Rufián Melancólico será el Gran Patriarca
Prostibulario... todos los miem-bros de la logia tendrán
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interés en las empresas... Explotaremos la usura... la mujer,
el niño, el obrero, los campos y los locos. En la montaña...
será en el Campo Chileno... colocaremos lavaderos de
oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad.
Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos.
Prepararemos el ácido nítrico reduciendo el nitrógeno
de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico
en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio
mediante las fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta?
Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran
trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede
eso hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las
explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos
nuestras posesiones de cables electrizados y compraremos
con una pera de agua a todos los polizontes y comisarios
del Sur. El caso es empezar, ya ha llegado el Buscador de
Oro. Encontró placeres en el Campo Chileno, vagando
con una prostituta llamada la Másca-ra. Hay que empezar.
Para la comedia del dios elegiremos un adolescente...
Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y se le
educará de él por todas partes, pero con misterio, y la
imaginación de la gente multiplicará su prestigio. ¿Se
imagina usted lo que dirán los papana-tas de Buenos
Aires cuando se propague la murmuración de que allá
en las montañas del Chubut, en un templo inaccesible
de oro y de mármol, habita un dios adolescente... un
fan-tástico efebo que hace milagros?
-¡Sabe que sus disparates son interesantes!
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-¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia del
plesiosauro que descubrió un inglés borracho, el único
habitante del Neuquén a quien la policía no deja usar
revólver por su espantosa puntería?... ¿No creyó la gente
de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un
charlatán brasileño que se comprometía a curar
milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquél sí
que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación.
E innumerables badulaques lloraban a moco tendido
cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma,
que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres
de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta
necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún
periódico, créame, hare-mos milagros. Hay varios diarios
que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional.
Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas
un dios magnífico, adornado de relatos que podemos
copiar de la Biblia... Una idea se me ocurre: anunciaremos
que el moci-to es el Mesías pronosticado por los judíos...
Hay que pensarlo... Sacaremos fotografías del dios de la
selva... Podemos imprimir una cinta cinematográfica con
el templo de cartón en el fondo del bosque, el dios
conversando con el espíritu de la Tierra.
-¿Pero usted es un cínico o un loco?
Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era
posible que fuera tan imbécil e insen-sible a la belleza
que adornaba los proyectos del Astrólogo? Y pensó: «Esta
mala bestia le envidia su magnífica locura al otro. Esa es
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la verdad. No quedará otro remedio que matarlo».
-Las dos cosas, y elegiremos un término medio
entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino... pero más
místico, una criatura que tenga un rostro extraño
simbolizando el sufri-miento del mundo. Nuestras cintas
se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se
imagina usted la impresión que causará al populacho el
espectáculo del dios pálido resucitan-do a un muerto, el
de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel
custodiando las barcas de metal y prostitutas
deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del
primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitantes
para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar
de los placeres del amor libre... De entre esa ralea
elegiremos los más incultos... y allá abajo les doblaremos
bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas
en los lavaderos.
-Yo lo creía a usted obrerista.
-Cuando converse con un proletario seré rojo. Ahora
converso con usted, y a usted le digo: Mi sociedad está
inspirada en aquella que a principios del siglo noveno
organizó un bandido persa llamado Abdala-AbenMaimum. Naturalmente, sin el aspecto industrial que yo
filtro en la mía, y que forzosamente garantía su éxito.
Maimum quiso fusionar a los librepensadores,
aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la
persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos
grados de iniciación y misterios. Mentían descara-damente
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a todo el mundo. A los judíos les prometían la llegada del
Mesías, a los cristianos la del Paracleto, a los musulmanes
la del Madhi... de tal manera que una turba de gente de las
más distintas opiniones, situación social y creencias
trabajaban en pro de una obra cuyo verdadero fin era
conocido por muy pocos. De esta manera Maimum
esperaba llegar a domi-nar por completo el mundo
musulmán. Excuso decirle que los directores del
movimiento eran unos cínicos estupendos, que no
creían absolutamente en nada. Nosotros les
imitare-mos. Seremos bolcheviques, católicos,
fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de
iniciación.
-Usted es el rufián más descarado que he
conocido... Si tuviera éxito...
Barsut experimentaba un singular placer en
insultarlo al Astrólogo. Y es que no quería reconocer
que era inferior al otro. Además, había algo que le
humillaba profundamen-te, parecerá mentira, pero le
indignaba pensar que Erdosain fuera amigo y gozara de
la inti-midad de hombre semejante. Y se decía: «¿Cómo
es posible que este imbécil haya llegado a ser amigo de tal
hombre?» Y por ese motivo sentía que en su interior no
había mala razón que no contradijera las palabras del
Astrólogo.
-Lo tendremos, ya que está el cebo del oro. Los
resultados de nuestra organización se verán por los
balances que arrojen los negocios que emprendamos.
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Los prostíbulos serán una fuente de dinero. Erdosain ha
ideado un aparato que permitirá controlar diariamente el
núme-ro de visitas que reciba cada pupila. Esto sin contar
con las donaciones, una nueva industria que pensamos
explotar: la rosa de cobre, que ha inventado Erdosain.
Ahora usted se puede explicar por qué lo hemos
secuestrado.
-¿Qué hacemos con la explicación si estoy preso?
En aquel instante, Erdosain se observó a sí mismo
de lo singular que resultaba el hecho de que Barsut en
ningún momento le amenazara al Astrólogo con
represalias para el momento en que se encontrara libre,
lo que le hizo decirse: «Hay que andar con cuidado con
este Judas, es capaz de vendernos, no por su plata, sino
por envidia». El Astrólogo continuó:
-Su dinero nos servirá para instalar un lenocinio,
organizar el pequeño contingente y comprar y
herramientas, instalación de radiotelegrafía y otros
elementos para el lavadero de oro.
-¿Y usted no admite que puede equivocarse?
-Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si
estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es
como una enorme caldera. El vapor que produce puede
mover una grúa como un ventilador...
-¿Y usted no admite que puede equivocarse?
-Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si
estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es
como una enorme caldera. El vapor que produce puede
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mover una grúa como un ventilador...
-¿Y usted qué es lo que quiere mover?
-Una montaña de carne inerte. Nosotros los pocos
queremos, necesitamos los es-pléndidos poderes de la
tierra. Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades
podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes.
Y para ello es necesario crearse la fuerza, revolucionar
las conciencias, exaltar la barbarie. Ese agente de fuerza
misteriosa y enorme que suscitará todo eso será la
sociedad. Instauraremos los autos de fe, quemaremos
vivos en las plazas a los que no crean en Dios. ¿Cómo es
posible que la gente no se haya dado cuenta de la
extraordinaria belleza que hay en ese acto... en el de
quemar vivo a un nombre? Y por no creer en Dios, ¿se da
cuenta usted?, por no creer en Dios. Es necesario,
compréndame, es absolutamente necesario que una
religión sombría y enorme vuelva a inflamar el corazón
de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de
un santo, y que la oración del más ínfimo sacerdote
encienda un milagro en el cielo de la tarde. ¡Ah, si usted
supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta
es saber que la civilización y la miseria del siglo han
desequilibrado a muchos hombres. Estos locoides que
no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas perdidas.
En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples
y un cínico va a encontrar usted tres genios. Estos genios
no trabajan, no hacen nada... Convengo con usted en que
son genios de hojalata... Pero esa hojalata es una energía
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que bien utilizada puede ser la base de un movimiento
nuevo y poderoso. Y éste es el elemento que yo quiero
emplear.
-¿Manager de locos?...
-Esa es la frase. Quiero ser manager de locos, de los
innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados
que no tienen entrada en los centros espiritistas y
bolcheviques... Estos imbéciles... y yo se lo digo porque
tengo experiencia... bien engañados..., lo suficiente
recalentados, son capaces de ejecutar actos que le pondrían
a usted la piel de gallina. Litera-tos de mostrador.
Inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos de
café y filósofos de centros recreativos serán la carne de
cañón de nuestra sociedad.
Erdosain sonreía. Luego, sin mirar al
encadenado, dijo:
-Usted no conoce la inaguantable insolencia de
los fronterizos del genio...
-Sí, mientras no se los comprende, ¿no es verdad.
Barsut?
-No me interesa.
-Es que a usted debe interesarle porque va a ser de
los nuestros. Yo opino esto. Si a un fronterizo se le discute
que no es un genio, toda la insolencia y la grosería de
este incomprendido se levanta injuriosa ante usted. Pero
elogie sistemáticamente a un monstruo del amor propio,
y ese mismo sujeto que lo hubiera asesinado a la menor
contradicción se convierte en su lacayo. Lo que debe
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saber es suministrarles una mentira suficientemente
dosificada. Inventor o poeta, será su criado.
-¿Usted también se cree genio? -estalló iracundo
Barsut.
-Yo también me creo genio... Claro que lo creo...
pero cinco minutos y una sola vez al día..., aunque poco
me interesa serlo o no. Las frases importan poco a los
predestinados a realizar. Son los fronterizos del genio
los que engordan con palabras inútiles. Yo me he
planteado este problema que nada tiene que ver con mis
condiciones intelectuales. ¿Puede hacerse felices a los
hombres? Y empiezo por acercarme a los desgraciados,
darles por obje-tivo de sus actividades una mentira que
los haga felices inflando su vanidad..., y estos pobres
diablos que abandonados a sí mismos no hubieran pasado
de incomprendidos, serán el pre-cioso material con que
produciremos la potencia... el vapor...
-Usted se va por las ramas. Yo le pregunto qué fin
personal persigue usted al querer organizar la sociedad.
-Su pregunta es estúpida. ¿Para qué inventó Einstein
su teoría? Bien puede el mundo pasarse sin la teoría de
Einstein. ¿Sé yo acaso si soy un instrumento de las fuerzas
superiores, en las que no creo una palabra? Yo no sé
nada. El mundo es misterioso. Posiblemente yo no sea
nada más que el sirviente, el criado que prepara una
hermosa casa en la que ha de venir a morir el Elegido, el
Santo.
Barsut sonrió imperceptiblemente. Aquel hombre
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hablando del Elegido con su oreja arrepollada, su melena
hirsuta y delantal de carpintero le causaba una impresión
irónica, indefinible. ¿Hasta qué punto fingía aquel
bribón? Y lo curioso es que no podía irritarse contra
él, lo dominaba del hombre una sensación imprecisa, lo
que le decía no era inespera-do, sino que hasta parecía
haber escuchado aquellas frases, con el mismo tono de
voz, en otra circunstancia distante, como perdida en el
gris paisaje de un sueño.
La voz del Astrólogo se hizo menos imperiosa.
-Créame, siempre ocurre así en los tiempos de
inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan
con un presentimiento de que algo formidable debe
ocurrir... Esos intuitivos, yo formo parte de ese gremio
de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia
de la sociedad..., de hacer algo aunque ese algo sean
disparates. Mi algo en esta circunstancia es la sociedad
secreta. ¡Gran Dios! ¿Sabe acaso el hombre la
consecuencia de sus actos? Cuan-do pienso que voy a
poner en movimiento un mundo de títeres..., títeres que
se multiplicarán, me estremezco, hasta llego a pensar que
lo que puede ocurrir es tan ajeno a mi voluntad como lo
serían a la voluntad del dueño de una usina las
bestialidades que ejecutara en el tablero un electricista
que se hubiera vuelto repentinamente loco, Y a pesar de
ellos siento la imperiosa necesidad de poner en marcha
esto, de reunir en un solo manojo la disforme potencia de
cien psicologías distintas, de armonizarlas mediante el
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egoísmo, la vanidad, los deseos y las ilu-siones, teniendo
como base la mentira y como realidad el oro..., el oro
rojo...
-Usted está en lo cierto... Usted va a triunfar.
-Bueno, ¿qué es ahora lo que espera de mí? replicó Barsut.
-Ya le dije antes. Que nos firme el cheque por
diecisiete mil pesos. A usted le queda-rán tres mil. Con
eso puede irse al diablo. El resto se lo pagaremos en cuotas
mensuales con lo que rindan los prostíbulos y los
lavaderos.
-¿Y saldré de aquí?
-En cuanto cobremos el cheque.
-¿Y cómo me prueba usted de que ésas son sus
verdades?
-Ciertas cosas no se prueban... Pero ya que
usted me pide una prueba, le diré: Si usted se niega
a firmarme el cheque lo haré torturar por el Hombre
que vio a la Partera, y después que me haya firmado el
cheque lo mataré...
Barsut levantó sus ojos descoloridos, y ahora su
rostro con barba de tres días parecía envuelto en una
neblina de cobre. ¡Matarlo! La palabra no le causó ninguna
impresión. En ese momento carecía de sentido para él.
Además, la vida le importaba tan poco... Hacía mucho
tiempo que aguardaba una catástrofe; ésta se había
producido, y en vez de sentirse acosado por el terror
encontraba en el interior de si mismo una indiferencia
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cínica que se encogía de hombros ante cualquier destino.
El Astrólogo continuó:
-Mas no quisiera llegar a eso... Lo que yo quisiera es
contar con su ayuda personal... que usted se interesara
en nuestros proyectos. Créame, nosotros estamos
viviendo en una época terrible. Aquel que encuentre la
mentira que necesita la multitud será el Rey del Mun-do.
Todos los hombres viven angustiados... El catolicismo
no satisface a nadie, el budismo no se presta para nuestro
temperamento estragado por el deseo de gozar. Quizá
hablemos de Lucifer y de la Estrella de la Tarde. Usted le
agregará a nuestro sueños toda la poesía que ellos
necesitan, y nos dirigiremos a los jóvenes... ¡Oh!, es muy
grande esto... muy grande...
El Astrólogo se dejó caer sobre el cajón. Estaba
extenuado. Enjugóse el sudor de la frente con un pañuelo
a cuadros como el de los labriegos, y los tres
permanecieron un instan-te en silencio.
De pronto Barsut dijo:
-Sí, tiene usted razón, esto es muy grande.
Suélteme, que le firmaré el cheque.
Había pensado que todas las palabras del Astrólogo
eran mentiras, y aquello casi le perdió.
El Astrólogo se levantó caviloso:
-Perdón, yo le pondré a usted en libertad después
que haya cobrado el cheque. Hoy es miércoles. Mañana
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a mediodía puede estar usted en libertad, pero nuestra
casa sólo la podrá abandonar dentro de dos meses dijo esto porque reparó que el otro no creía en sus
proyectos-. ¿Para esta tarde no necesita algo?
-No.
-Buenos, hasta luego.
-Pero ¿se va así?... Quédese...
-No. Estoy cansado. Necesito dormir un rato. Esta
noche vendré y charlaremos otro poco. ¿Quiere
cigarrillos?
-Bueno.
Salieron de la caballeriza.
Barsut se recostó en su lecho de pasto seco, y
encendiendo un cigarrillo lanzó algu-nas bocanadas de
humo que en la oblicua de una aguja de sol destrenzaban
sus maravillosos caracoles de azul acero. Ahora que estaba
solo su pensamiento se ordenaba cordialmente, y hasta
se dijo:
«¿Por qué no ayudarlo a «ése»? El proyecto que
tiene de la colonia es interesante, y ahora me explico por
qué ese bestia de Erdosain le tiene tanta admiración. Cierto
es que me habré quedado en la calle... quizá sí, quizá no...
mas de una forma o de otra había que termi-nar». Y
entrecerró los ojos para meditar en el futuro.
El Astrólogo, con la galera echada sobre los ojos,
se volvió a Erdosain y dijo:
-Barsut cree que nos ha engañado. Mañana, después
de cobrar el cheque, tendremos que ejecutarlo...
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-No, tendrá que ejecutarlo...
-No tengo inconveniente... pero qué le vamos a
hacer. En libertad ese envidioso nos denunciaría
inmediatamente. ¡Y él cree que estamos locos! Y
efectivamente lo estaríamos si los dejáramos con vida.
Se detuvieron junto a la casa. Arriba unas nubes
achocolatadas avanzaban rápida-mente en lo celeste su
dentellado relieve.
-¿Quién lo va a asesinar?
-El Hombre que vio a la Partera.
-Sabe que no es muy agradable morir con el
verano en puerta...
-Así no más es...
-¿Y el cheque?
-Lo cobrará usted.
-¿No tiene usted miedo que me escape?
-No, por el momento no.
-¿Por qué?
-Porque no. Usted más que nadie necesita que la
sociedad resulte para desaburrirse. Si usted es mi
cómplice, es precisamente por eso... por aburrimiento,
por angustia.
-Puede ser. Mañana, ¿a qué hora nos veremos?
-Este... a las nueve en la estación. Yo le llevaré el
cheque. A propósito, ¿tiene cédula de identidad?
-Sí.
-Entonces no hay nada que temer. ¡Ah! una cosa.
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Le recomiendo que hable poco en la reunión y fríamente.
-¿Están todos?
-Sí.
-¿También el Buscador de Oro?
-Sí.
Apartando los ramojos que les castigaban los
rostros, avanzaron hacia la glorieta. Era éste un quiosco
fabricado con alfajías, y en los rombos de madera
prendían sus tallos verdes los crecimientos de una
madreselva cargada de campánulas violetas y blancas.
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LA FARSA
Al entrar, el círculo de hombres se puso de pie, mas
Erdosain se detuvo estupefacto al observar entre los
reunidos un oficial del ejército con el uniforme de mayor.
Estaban allí el Buscador de Oro, Haffner, un
desconocido y el Mayor. Los dos pri-meros de codos en
la mesa. Haffner releyendo unos papeles en blanco, y el
Buscador de Oro con un mapa frente a él. Un pedrusco
precintado impedía que el viento se llevara el dibujo. El
Rufián estrechó la mano de Erdosain y éste se sentó a
su lado, poniéndose a observar al Mayor, que
bruscamente había despertado toda su curiosidad.
Realmente el Astrólogo era maestro en sorpresas.
Sin embargo, el desconocido le produjo mala
impresión.
Era éste un hombre de elevada estatura, lívido y
ojos renegridos. Había en él algo de repugnante, y era el
labio inferior replegado en un continuo mohín de
desprecio, la nariz larga y arqueada, arrugada sobre el
ceno por tres muescas transversales. Un sedoso bigote
caía sobre sus labios rojos y su mirada apenas se fijó en
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Erdosain, pues ni bien fue presentado a él se dejó caer en
una hamaca, permaneciendo así con la cabeza apoyada
en un respaldar, la espada entre las rodillas y un alón de
cabello pegado a su frente plana.
Y durante unos minutos todos permanecieron en
silencio, observándose con eviden-te malestar. El
Astrólogo, sentado a un costado de la entrada de la
glorieta, encendió un cigarrillo observando oblicuamente
a los «jefes». Así se les llamó en una reunión posterior.
De pronto levantó la cabeza mirando a los otros cinco
hombres que estaban frente a la cabe-cera de la mesa, y
dijo:
-No creo necesario que volvamos a repetir lo que
todos conocemos y hemos conve-nido en reuniones
particulares..., es decir, la organización de una sociedad
secreta cuyo sos-tenimiento se efectuará mediante
comercios morales o inmorales. En esto estamos todos
de acuerdo, ¿no? ¿Qué les parece a usted (a mí me gusta
la geometría) que llamemos «células» a los distintos jefes
radiales de la sociedad?
-Así se llaman en Rusia -dijo el Mayor-. Los
componentes de cada célula no podrán conocer a los
miembros de otra.
-¿Cómo..., los jefes no se conocerán entre sí?
-Los que no se conocerán, insisto, no son los
jefes, sino los socios.
El Buscador de Oro interrumpió:
-Así no va a ser posible hacer nada. ¿Qué es lo
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que liga a los miembros de las distintas células?
-Pero si la sociedad somos nosotros seis.
-No, señor... la sociedad soy yo -objetó el Astrólogo. Hablando seriamente, les diré que la sociedad son
todos..., siempre con restricciones por lo que me atañe.
Intervino el Mayor:
-Creo que la discusión no tiene objeto, porque
según tengo entendido extistirá un escalafón
perfectamente establecido. Cada ascenso pondrá al
miembro de célula en contacto con un jefe nuevo. Habrá
tantos ascensos así como jefes de células.
-¿A cuántas asciende por el momento las células?
-Son cuatro. Yo estaré encargado de todo -continuó
el Astrólogo-. Usted, Erdosain, Jefe de Industrias; el
Buscador de Oro -un joven que estaba en el ángulo de la
mesa, inclinó la cabeza-, tendrá a su cargo las Colonias y
Minas; el Mayor ramificará nuestra sociedad en el ejército,
y Haffner será el Jefe de los Prostíbulos.
Haffner se levantó exclamando:
-Perdón, yo no seré jefe de nada. Estoy aquí como
podría estar en cualquier parte. Lo único que hago en
obsequio de ustedes es darles un presupuesto y nada más.
Si les molesto me puedo retirar.
-No, quédese -rectificó el Astrólogo.
El Rufián Melancólico volvió a sentarse y a trazar
garabatos con un lápiz en el papel. Erdosain admiró su
insolencia.
Pero fuera de toda duda allí el que centralizaba la
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atención y curiosidad de todos era el Mayor, con el
prestigio de su uniforme y lo extraño de su sociedad.
El Buscador de Oro se volvió hacia él:
-¿Cómo es eso? ¿Usted tiene esperanza de filtrar
nuestra sociedad en el ejército?
Todos se habían incorporado en los sillones. Era
aquello la sorpresa de la reunión, el golpe de efecto
preparado en silencio. Indudablemente, el Astrólogo tenía
toda la pasta de un jefe. Lo lamentable era que siempre
guardara el secreto de sus procedimientos. Pero Erdosain
sentíase orgulloso de compartir una complicidad con él.
Ahora todos se habían incorporado en sus asientos para
escuchar al Mayor. Este observó al Astrólogo, y luego
dijo:
-Señores, yo les hablaré con palabras bien pesadas.
Si no, no estaría aquí. Ocurre lo siguiente: Nuestro ejército
está minado de oficiales descontentos. No vale la pena de
enume-rar los motivos, ni a ustedes les interesarán. Las
ideas de «dictadura» y los acontecimientos políticos
militares de estos últimos tiempos, me refiero a España y
a Chile, han hecho pensar en muchos de mis camaradas
que nuestro país podría ser también terreno próspero para
una dictadura.
El asombro más extraordinario abría las bocas de
todos. Aquello era lo inesperado.
El Buscador de Oro replicó:
-¿Pero usted cree que el ejército argentino... digo...
los oficiales, aceptarán nuestras ideas?
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-Claro que las aceptarán..., siempre que ustedes
sepan ordenarlas. Desde ya puedo anticiparles que son
más numerosos de lo que ustedes creen los oficiales
desengañados de las teorías democráticas, incluso el
parlamento. No me interrumpa, señor. El noventa por
ciento de los diputados de nuestro país son inferiores
en cultura a un teniente primero de nuestro ejército.
Un político que ha sido acusado de haber intervenido en
el asesinato de un goberna-dor ha dicho con mucho
acierto: «Para gobernar un pueblo no se necesitan más
aptitudes que las de un capataz de estancia». Y ese hombre
ha dicho la verdad refiriéndose a nuestra Amé-rica.
El Astrólogo se restregaba las manos con evidente
satisfacción.
El Mayor continuó, fijas las miradas de todos en
él:
-El ejército es un estado superior dentro de una
sociedad inferior, ya que nosotros somos la fuerza
específica del país. Y sin embargo, estamos sometidos a
las resoluciones del gobierno... ¿y el gobierno quién lo
constituye?... el poder legislativo y el ejecutivo... es decir,
hombres elegidos por partidos políticos informes... ¡y
qué representantes, señores! Ustedes saben mejor que
yo que para ser diputado hay que haber tenido una
carrera de mentiras, comenzado como vago de comité,
transando y haciendo vida común con perdularios de
todas las calañas, en fin, una vida al margen del código
y de la verdad. No sé si esto ocurre en países más
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civilizados que los nuestros, pero aquí es así. En nuestra
cámara de diputados y de senadores, hay sujetos acusados
de usura y homicidio, bandidos vendidos a empresas
extran-jeras, individuos de una ignorancia tan crasa, que
el parlamentarismo resulta aquí la comedia más grotesca
que haya podido envilecer a un país. Las elecciones
presidenciales se hacen con capitales norteamericanos,
previa promesa de otorgar concesiones a una empresa
interesada en explotar nuestras riquezas nacionales. No
exagero cuando digo que la lucha de los parti-dos políticos
en nuestra patria no es nada más que una riña entre
comerciantes que quieren vender el país al mejor postor.
Todos miraban estupefactos al Mayor. A través de
los rombos y campánulas veíase al celeste cielo de la
mañana, pero nadie reparaba en ello. Erdosain contábame
más tarde que ninguno de los concurrentes a la reunión
del miércoles había previsto de los concurrentes a la
reunión del miércoles había previsto una escena de tan
alto interés. El Mayor pasó un pañue-lo por sus labios y
continuó:
-Me alegro de que mis palabras interesen. Hay
muchos jóvenes oficiales que piensan como yo. Hasta
contamos con algunos generales nuevos... Lo que
conviene, y no se asom-bren de lo que les voy a decir, es
darle a la sociedad un aspecto completamente comunista.
Les digo esto porque aquí no existe el comunismo, y
no se puede llamar comunistas a ese bloque de
carpinteros que desbarran sobre sociología en una cuadra
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donde nadie se quita el sombrero. Deseo explicarles con
nitidez mi pensamiento. Toda sociedad secreta es un
cáncer en la colectividad. Sus funciones misteriosas
desequilibran el funcionamiento de la misma. Pues bien,
nosotros los jefes de células, les daremos a éstas un
carácter completamente bol-chevique. -Fue la primera
vez que esa palabra se pronunció allí, e involuntariamente
todos se miraron-. Este aspecto atraerá numerosos
desorbitados y, en consecuencia, la multiplicación de las
células. Crearemos así un ficticio cuerpo revolucionario.
Cultivaremos en especial los atentados terroristas. Un
atentado que tiene mediano éxito despierta todas las
conciencias oscuras y feroces de la sociedad. Si en el
intervalo de un año repetimos los atentados,
acom-pañándolos de proclamas antisociales que inciten
al proletariado a la creación de los «so-viets»... ¿Sabes
ustedes lo que habremos conseguido? Algo admirable y
sencillo. Crear en el país la inquietud revolucionaria.
«La ‘inquietud revolucionaria’ yo la definiría como
un desasosiego colectivo que no se atreve a manifestar
sus deseos, todos se sienten alterados, enardecidos,
los periódicos fomentan la tormenta y la policía le ayuda
deteniendo a inocentes, que por los sufrimientos
padecidos se convierten en revolucionarios; todas las
mañanas las gentes se despiertan ansiosas de novedades,
esperando un atentado más feroz que el anterior y que
justifique sus pre-sunciones; las injusticias policiales
enardecen los ánimos de los que no las sufrieron, no
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falta un exaltado que descarga su revólver en el pecho de
un polizonte, las organizaciones obreras se revuelven y
decretan huelgas, y las palabras revolución y
bolcheviquismo infiltran en todas partes el espanto y la
esperanza. Ahora bien, cuando numerosas bombas hayan
estalla-do por los rincones de la ciudad y las proclamas
sean leídas y la inquietud revolucionaria esté madura,
entonces intervendremos nosotros, los militares...»
El Mayor apartó sus botas de un rayo de sol, y
continuó:
-Sí, intervendremos nosotros, los militares. Diremos
que en vista de la poca capaci-dad del gobierno para
defender las instituciones de la patria, el capital y la familia,
nos apoderamos del Estado, proclamando una dictadura
transitoria. Todas las dictaduras son tran-sitorias para
despertar confianza. Capitalistas burgueses, y en especial,
los gobiernos extran-jeros conservadores, reconocerán
inmediatamente el nuevo estado de cosas. Culparemos al
gobierno de los Soviets de obligarnos a asumir una actitud
semejante y fusilaremos a algunos pobres diablos
convictos y confesos de fabricar bombas. Suprimiremos
las dos cámaras y el presupuesto del país será reducido a
un mínimo. La administración del Estado será puesta en
manos de la administración militar. El país alcanzará
así una grandeza nunca vista.
Calló el Mayor, y en la glorieta florida los hombres
prorrumpieron en aplausos. Una paloma echó a volar.
-Su idea es hermosa -dijo Erdosain-, pero el caso es
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que nosotros trabajaremos para ustedes...
-¿No querían ser ustedes jefes?
-Sí, pero lo que recibiremos nosotros serán las
migajas del banquete...
-No, señor... usted confunde... lo pensado...
Intervino el Astrólogo:
-Señores... nosotros no nos hemos reunido para
discutir orientaciones que no intere-san ahora... sino para
organizar las actividades de los jefes de célula. Si están
dispuestos, vamos a empezar.
Un recio mozo que hasta entonces había
permanecido callado, intervino en la discu-sión.
-¿Me permiten ustedes?
-Cómo no.
-Pues entonces creo que el asunto hay que plantearlo
en esta forma: ¿Quieren uste-des o no la revolución? Los
detalles de organización deben ser posteriores.
-Eso... eso, son posteriores... si, señor.
El desconocido terminó por explicarse:
-Soy amigo del señor Haffner. Soy abogado. He
renunciado a los beneficios que podrían proporcionarme
mi profesión por no transigir con el régimen capitalista.
¿Tengo o no derecho a opinar así?
-Sí, señor, lo tiene.
-Pues entonces aseguro que lo dicho por el Mayor
imprime una nueva orientación a nuestra sociedad.
-No -objetó el Buscador de Oro-. Puede ser la
base de ella sin la exclusión de sus otros principios.
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-Claro.
-Sí.
La discusión se iba a renovar. El Astrólogo se
levantó:
-Señores, discutirán otro día. Ahora se trata de la
organización comercial... no de ideas. Por lo tanto
suprimiremos todo lo que se aparte de ello.
-Eso es la dictadura -exclamó el abogado.
El Astrólogo lo miró un momento, luego dijo
parsimoniosamente:
-Usted se siente con pasta de jefe, a lo que creo...
Creo que la tiene. Su deber, si usted es inteligente, es
organizar lejos de nosotros otra sociedad. Así
provocaremos el desmorona-miento de la actual. Aquí
usted me obedece, o se retira.
Durante un instante los dos hombres se examinaron;
el abogado se levantó, detuvo los ojos en el Astrólogo, se
inclinó con una sonrisa de hombre fuerte y salió.
Terminó con el silencio de todos la voz del
Mayor, que dijo al Astrólogo:
-Ha obrado usted muy bien. La disciplina es la
base de todo. Le escuchamos.
Rombos de sol ponían su mosaico de oro en la tierra
negra de la glorieta. A lo lejos sonaba el yunque de una
herrería, innumerables pájaros echaban a rodar sus gorjeos
entre las ramas. Erdosain chupaba la flor blanca de la
madreselva y el Buscador de Oro, los codos apoyados en
las rodillas, miraba atentamente el suelo.
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Fumaba el Rufián y Erdosain espiaba el mongólico
semblante del Astrólogo, con su guardapolvo gris
abotonado hasta la garganta.
Siguió a estas palabras un silencio molesto. ¿Qué
buscaba ese intruso allí? Erdosain súbitamente
malhumorado se levantó, exclamando:
-Aquí habrá toda la disciplina que ustedes quieran,
pero es absurdo que estemos hablando de dictadura militar.
A nosotros, sólo pueden interesarnos los militares
plegándose a un movimiento rojo.
El Mayor se incorporó en su asiento y mirando a
Erdosain, dijo sonriendo:
-¿Entonces reconoce usted que hago bien mi
papel?
-¿Papel?...
-Sí, hombre... yo soy tan Mayor como usted.
-¿Se dan cuenta ahora ustedes del poder de la
mentira? -dijo el Astrólogo-. Lo he disfrazado a este
amigo de militar y ya ustedes mismos creían, a pesar
de estar casi en el secreto, que teníamos revolución en el
ejército.
-¿Entonces?
-Este no fue nada más que un ensayo... ya que
representaremos la comedia en serio algún día.
Las palabras resonaron tan amenazadoras que los
cuatro hombres se quedaron obser-vando al Mayor, que
dijo:
-En realidad no he pasado de sargento -pero el
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Astrólogo interrumpió sus explicacio-nes, diciendo:
-¿Amigo Haffner, tiene el presupuesto?
-Sí... aquí está.
El Astrólogo hojeó durante unos minutos los pliegos
borroneados de cifras y explicó a la concurrencia:
-La base más sólida de la parte económica de
nuestra sociedad, son los prostíbulos.
El Astrólogo continuó:
-El señor me ha entregado un presupuesto que se
refiere a la instalación de un pros-tíbulo con diez pupilas.
He aquí los gastos a efectuarse.
Y leyó:
-10 Juegos de dormitorio, usados $ 2.000
-Alquiler de la casa, mensual $400
-Depósito, tres meses $ 1.200
-Instalación, cocina, baños y bar. $ 2.000
-Coima mensual al comisario $300
-Coima al médico $150
-Coima al jefe político para la concesión $ 2.000
-Impuesto municipal mensual $50
-Piano eléctrico $ 1.500
-Gerenta $150
-Cocinero $150
Total: $9.000
«Cada pupila abona 14 pesos por semana en
concepto de gastos de comida y tiene que comprar en la
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casa, la yerba, azúcar, kerosene, velas, medias, polvos,
jabón y perfumes.
«Fuera de todos gastos podemos contar con una
entrada mínima de dos mil quinien-tos pesos por mes.
En cuatro meses hemos recuperado el capital invertido.
Con el cincuenta por ciento de las entradas líquidas
instalaremos otros lenocinios, el veinticinco por ciento
será destinado a cubrir las deudas, y la otra tercera parte
se destinará al sostenimiento de las células. ¿Se autoriza
el gasto de diez mil pesos o no?
Todos inclinaron la cabeza aprobando, menos el
Buscador de Oro, que dijo:
-¿Quién es el revisor de cuentas?
-Se elegirá terminado todo.
-De acuerdo.
-¿Usted también, Mayor?
-Sí.
Erdosain levantó la cabeza y miró el pálido semblante
del pseudo-sargento, cuyos ojos aviesos se habían
detenido en una mariposa blanca que movía sus alas en
lo verde, y esta vez no pudo menos que decirse cómo era
posible que el Astrólogo moviera tales comedian-tes. Pero
el Astrólogo lo interpretaba:
-Usted, señor Erdosain, ¿cuánto necesita para
instalar el taller de galvanoplastia?
-Mil pesos.
-¡Ah! ¿Usted es el inventor de la rosa de cobre? le dijo el Mayor.
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-Sí.
-Lo felicito. Yo creo que la venta tendrá éxito.
Naturalmente hay que metalizar flores en gran cantidad.
-Así, es. Yo he pensado agregar el ramo de
fotografía. Salvaría los gastos del taller.
-Eso queda a su criterio.
-Además, yo cuento ya con un práctico amigo mío
para la galvanoplastia -al decir esto pensaba en la familia
Espila, que bien podía ingresar en la sociedad secreta,
mas el Astrólogo interrumpió sus reflexiones, diciendo:
-El Buscador de Oro nos va a dar noticias de la zona
donde pensamos instalar nues-tra colonia -y ésta se
levantó.
Erdosain se asombró al considerar el físico del otro.
Se había imaginado a éste de acuerdo a los cánones de la
cinematografía, un hombre enorme, de barbazas rubias
apestando a bebidas. No había tal cosa.
El Buscador de Oro era un joven de su edad, la
piel pegada sobre los huesos planos del rostro y
palidísima, y renegridos ojos vivaces. La enorme caja
toráxica parecía pertenecer a un hombre dos veces más
desarrollado que él. Las piernas eran finas y arqueadas.
Entre el cinto de cuero y el paño del pantalón se le veía
el cabo de un revólver. Tenía la voz clara, pero en él
todo revestía un continente extraño, como si el sujeto
estuviera compuesto de diferentes piezas humanas
correspondientes a hombres de distintos estados.
Así, su cara era la de un hombre de tapete
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acostumbrado a bizquear tras de los naipes, su pecho el
de un boxeador y las piernas pertenecientes a un
jockey. Y él tenía un poco de ese amasijo, en aquella
realidad informe que trascendía de su cuerpo. Hasta los
catorce años había vivido en el campo, luego mató a
tiros a un ladrón, y más tarde el miedo a la tuberculosis
lo arrojó nuevamente a la llanura y había galopado
días y noches extensiones increíbles. Erdosain
simpatizó con él inmediatamente de conocerle.
El Buscador de Oro desenvolvió unas piedras. Eran
trozos de cuarzo aurífero. Luego dijo:
-Aquí tienen el certificado de análisis de la
Dirección de Minas e Hidrología.
Las piedras pasaron rápidamente de mano en mano.
Los ojos afirmaban una voraci-dad extraordinaria y las
yemas de los dedos rozaban con delectación el cuarzo
con escamas y compactos injertos de oro. El Astrólogo,
liando lentamente un cigarrillo, observaba todos los
semblantes que habían recibido una descarga de alma...
una tentación los tensionaba al exa-minar las piedras. El
Buscador de Oro volvió a sentarse y dijo conversando
con todos:
-Allá abajo hay mucho oro. Nadie lo sabe. Es en el
Campo Chileno. Primero estuve en Esquel... están las
máquinas tiradas de una explotación que fracasó, después
anduve en Arroyo Pescado... caminé... allá, no sé si ustedes
lo sabrán, los días no se cuentan y entré al Campo Chileno.
Selva, puro bosque de miles de kilómetros cuadrados.
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Me acompañaba la Máscara, una prostituta de Esquel que
conocía una picada para entrar porque antes había estado
con un minero al que lo asesinaron al volver. Bueno, allá
abajo se mata a uno por nada. Estaba sifilítica y se me
quedó en el bosque. La Máscara. ¡Sí, me acuerdo! Veinte
años hacía que daba vueltas por esos pagos. De Puerto
Madryn fue a Comodoro, después a Trelew, después a
Esquel. Ella los conoció a todos los buscadores de
oro. Primero fuimos hasta Arroyo Pescado... es cuarenta
leguas más al sur de Esquel... pero no había sino un
poquito de polvo en las arenas... a caballo seguimos
quince días y entre monte y monte llegamos al Campo
Chileno.
Con voz clara y fija en el motivo del relator el
Buscador de Oro narraba su odisea en el sur.
Escuchándole, Erdosain tenía la impresión de cruzar en
compañía de la Máscara, desfiladeros gigantescos negros
y glaciales, cerrados en el confín por triángulos violetas
de más montañas. Los altiplanos desaparecían bajo el
altísimo avance del bosque perpetuo de troncos rojizos y
follaje de negro verde, y ellos, alucinados, seguían adelante
bajo el espacio profundo y liso como un desierto de hielo
celeste.
Con gestos lentos, indiferentes al asombro que
suscitaba su relato, contaba el Busca-dor de Oro la
aventura de meses. Todos le escuchaban absortos.
Luego, una mañana llegó al desfiladero negro. Era
un círculo de piedra negra, basáltica, crestada, un brocal
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empenachado de estalagmitas oscuras, donde lo celeste
del espacio se hacía infinitamente triste. Pájaros
errantes rozaban en su vuelo los bloques de piedra,
sombreados por otros círculos de montes más altos... Y
en el fondo de aquel pozal, un lago de agua de oro, donde
refluían hilachos de cascadas destrenzados por las breñas.
Nunca el Buscador de Oro había estado en parajes
tan siniestros. Aquella profundi-dad de agua de bronce
espejando los farallones negros lo detuvo asombrado.
Los muros de piedra caían perpendicularmente, moteados
de sarcomas verdosos, de largas malaquitas, y en aquel
fondo de bronce su figura pálida y barbuda se reflejaba
con los pies hacia el cielo.
Al pronto se le ocurrió que el agua sería de oro,
pero desechó la hipótesis por absur-da, porque no había
leído ni oído nunca nada semejante, y continuó contando:
-Pero al volver, encontrándome un día en Rawson
esperando en la sala de un dentis-ta, se me ocurrió hojear
una revista llamada «La Semana Médica», que había en
una de las mesas del vestíbulo... y aquí se produce el
prodigio. Abro al azar el folleto y en la primera página
que miro veo un artículo titulado: «El agua de oro, o el
oro coloidal en la terapéutica de lupus eritematoso». Me
puse a leer y entonces aprendí que el oro es susceptible
de quedar suspendido en el agua en partículas
microscópicas... y que ese fenómeno que para mí era
flamante, lo habían descubierto los alquimistas que lo
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llamaban «agua de oro». La obtenían por el procedimiento
más simple que es dado imaginar: echando un trozo
candente de oro en agua de lluvia. Inmediatamente me
acordé del lago cuya coloración atribuí a substancias
vegetales. Yo había estado, sin reconocerlo, junto a un
lago de oro coloidal que quizá cuántos siglos había
tardado en formarse por el paso del agua junto a las
vetas. ¿Se dan cuenta ustedes ahora, lo que es la
ignorancia? Si el azar no arroja esa revista en mis
manos, yo hubiera ignorado para siempre la importancia
de ese descubrimiento...
-¿Y volvió usted? -interrumpió el Mayor.
-Pero, naturalmente. Volví solo hace ocho meses de
esto, fue cuando le escribí a usted... pero yo partía de un
error... tengo que estudiar la obtención metálica del oro...
además hay filones allá... es cuestión de trabajar...
conseguirse un traje de buzo, porque el fondo del agua es
dorado y al agua en sí no tiene color.
Haffner dijo:
-¿Sabe que es interesante lo que cuenta? Poniendo
que no existiera oro, aquello es siempre más divertido
que esta puerca ciudad.
El Mayor agregó:
-Si se instala la colonia en el Campo Chileno, será
necesario contar con una estación telegráfica.
Erdosain replicó:
-Si es así, puede armarse una estación portátil
con longitud de onda de 45 a 80 metros. Costaría
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quinientos pesos y tiene un alcance de tres mil kilómetros.
Nuevamente intervino el Mayor:
-La colonia tiene toda mi preferencia porque allí se
podrá instalar la fábrica de gases asfixiantes. Usted,
Erdosain, conoce algo al respecto.
-Sí, que el aristol se puede fabricar electrolíticamente,
pero no he estudiado nada al respecto, aunque los gases
asfixiantes y el laboratorio bacteriológico son los que
deben pre-ocuparnos en grado mayor. Sobre todo el
laboratorio de cultivo de microbios de la peste bubónica
y el cólera asiático. Habría que conseguirse algunas
bacterias «tipos», que la venta-ja consiste en la enorme
baratura de la producción.
El Astrólogo intervino:
-Creo que lo más conveniente sería dejar para más
adelante la organización de la colonia. Por ahora debemos
limitarnos a llevar a cabo el proyecto de Haffner. Sólo
cuando dispongamos de entradas, organizaremos el
primer contingente que partirá para la colonia. ¿Usted,
Erdosain, me había hablado de una familia?
-Sí; los Espila.
Haffner repuso:
-¡Qué diablo! Me parece que no hacemos nada más
que hablar macanas. Si bien es cierto que yo en la sociedad
de ustedes no paso de ser un simple informante, me parece
que ahora mismo debería resolverse algo.
El Astrólogo lo miró y repuso:
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-¿Está usted dispuesto a dar el dinero para hacer
algo? No. ¿Y entonces? Espere usted a que dispongamos
de un capital, que no puede pasar muchos días tendremos,
y enton-ces, ya verá.
Haffner se levantó, y mirándolo al Buscador de
Oro, dijo:
-Ya sabe, compañero; cuando el asunto de la colonia
esté listo, me avisa; y si necesi-ta gente, mejor que mejor,
yo le proporcionaré una gavilla de malandrines que no
van a tener ningún inconveniente en dejar Buenos Aires
-y poniéndose el sombrero, sin darle la mano a nadie y
saludándolos a todos con un gesto, iba a salir, cuando,
recordando algo, exclamó dirigiéndose al Astrólogo-:
Si se apura a conseguir el dinero, hay un magnífico
prostíbulo en venta. Tiene anexo y churrasquería, y
además se juega mucho. El patrón es un uruguayo y pide
15.000 pesos al contado, pero con diez mil y los otros
cinco a un año de plazo creo que se conformará.
-¿Puede usted venir el viernes aquí?
-Sí.
-Bueno, véame el viernes, creo que arreglaremos
el asunto.
-Salú. -Así saludó el Rufián, y salió.
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EL BUSCADOR DE ORO
Después que salió Haffner, Erdosain, que tenía
deseos de conversar con el Buscador de Oro, se despidió
del Astrólogo y el Mayor. Erdosain se encontraba
nuevamente inquieto. Antes de retirarse, e! Astrólogo le
dijo en un aparte:
-No falte mañana a las 9, hay que cobrar el
cheque.
Se había olvidado de «aquello». De pronto Erdosain
miró en derredor como aturdido por un golpe. Necesitaba
conversar con alguien; olvidarse de la negra obligación
que ahora aceleraba los latidos de sus venas, bajo el
ardiente sol del mediodía.
El Buscador de Oro le fue simpático. Por eso se
acercó a él y le dijo:
-¿Quiere usted acompañarme? Quisiera
conversar con usted de «allá abajo».
El otro lo observó con sus ojillos chispeantes, y
luego dijo:
-Cómo no. Encantado. Usted me ha sido muy
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simpático.
-Gracias.
-Sobre todo por lo que me ha dicho de usted el
Astrólogo. ¿Sabe que es formidable su proyecto de hacer
la revolución social con bacilos de peste?
Erdosain levantó los ojos. Le humillaban casi esos
elogios. ¿Era posible que alguien le diera importancia a
las teorías que pensaba?
El Buscador de Oro insistió:
-Eso y los gases asfixiantes es admirable. ¿Se da
cuenta? ¡Dejar un botellón de acero en el Departamento
de Policía, a la hora que está ese bandido de Santiago!
¡Envenenarlos a todos los «tiras» como ratas! -Y lanzó
una carcajada tan estentórea que tres pájaros se
des-prendieron en un gran vuelo de arco de un limonero. Sí, amigo Erdosain, usted es un coloso. Peste y cloro.
¿Sabe que revolucionaremos esta ciudad? Ya me lo
imagino ese día, los comer-ciantes saliendo como
vizcachas asustadas de sus madrigueras y nosotros
limpiando de in-mundicia el planeta con una
ametralladora. Doscientos cincuenta tiros por minuto. Una
papa.
Y después cortinas de cloro o de fosgeno... ¡Ah!,
habría que publicar en los diarios sus proyectos,
créame...
Erdosain interrumpió el panegírico con esta
pregunta:
-¿Así que usted encontró el oro, no?... el oro...
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-Supongo que no creerá en esa novela de los
«placeres».
-¿Cómo novela? ¿Así que el oro...?
-Existe, claro que existe... pero hay que
encontrarlo.
Tan profunda era la decepción de Erdosain, que
el Buscador de Oro agregó:
-Vea, hermano... yo hablé con usted porque el
Astrólogo me dijo que podía hacerlo.
-Sí, pero yo creía...
-¿Qué?
-Que entre tantas mentiras, ésa sería una de las
pocas verdades.
-En el fondo es verdad. El oro existe... hay que
encontrarlo, nada más. Usted debía alegrarse de que todo
se esté organizando para ir a buscarlo. ¿O cree que
esos animales se moverán si no fueran empujados por
las mentiras extraordinarias? ¡Ah! cuánto he pensado.
En eso estriba lo grande de la teoría del Astrólogo: los
hombres se sacuden sólo con mentiras. El le da a lo falso
la consistencia de lo cierto; gentes que no hubieran
caminando jamás para alcanzar nada, tipos deshechos
por todas las desilusiones, resucitan en la virtud de sus
men-tiras. ¿Quiere usted, acaso, algo más grande?
Fíjese que en la realidad ocurre lo mismo y nadie lo
condena. Sí, todas las cosas son apariencias... dése cuenta...
no hay hombre que no admita las pequeñas y estúpidas
mentiras que rigen el funcionamiento de nuestra sociedad.
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¿Cuál es el pecado del Astrólogo? Substituir una mentira
insignificante por una mentira elocuente, enorme,
trascendental. El Astrólogo, con sus falsedades, no
parece un hombre extraordinario, y no lo es... y lo es; lo
es... porque no saca provecho personal de sus mentiras,
y no lo es porque él no hace otra cosa que aplicar un
principio viejo puesto en uso por todos los estafadores y
reorganizadores de la humanidad. Si algún día se escribe
la historia de ese hombre, los que la lean y tengan un
poco de sangre fría, se dirán: Era grande, porque para
alcanzar de cualquier charlatán. Y lo que a nosotros nos
parece novelesco, e inquietante, no es nada más que la
zozobra de los espíritus débiles y mediocres, que sólo
creen en el éxito cuando los medios para alcanzarlo son
complicados, misteriosos, y no simples. Y sin embar-go
usted debía saber que los grandes actos son sencillos,
como la prueba del huevo de Colón.
-¿La verdad de la mentira?
-Eso mismo. Lo que hay es que a nosotros nos falta
el coraje para enormes empresas. Nos imaginamos que la
administración de un Estado es más complicada que la de
una mo-desta casa, y en los sucesos ponemos un exceso
de novelería, de romanticismo idiota.
-¿Pero usted en su conciencia siente, quiero decir,
la realidad le da una impresión a usted de que tendremos
éxito?
-Completamente, y créame... seremos cuando menos
los dueños del país... si no del mundo. Tenemos que
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serlo. Lo que proyecta el Astrólogo es la salvación del
alma de los hombres agotados por la mecanización de
nuestra civilización. Ya no hay ideales. No hay símbolos
buenos ni malos. El Astrólogo, vez pasada hablaba de
colonias que fundaban en el antiguo mundo los vagos
que no se encontraban bien en su país. Nosotros haremos
lo mismo, pero dándole a la Sociedad un sentido de juego
enérgico... juego que seduce hasta el alma de los tenderos
cuando van al cinematógrafo a ver una aventura de cowboys. ¿Qué sabe usted, hermano, de los líos que
pensamos armar?... En último extremo sembraremos
bombas de trinitrotolueno para divertirnos un poco
con el espanto de la canalla. ¿Qué cree usted que eran
las viejas patotas y los malevos del arrabal? Hombres que
no habían encontrado cauces donde lanzar su energía. Y
entonces la desfogaban estropeándolo a un cajetilla o a
un turco.
Vea... Comodoro... Puerto Madryn, Trelew, Esquel,
Arroyo Pescado, Camo Chileno, conoz-co todos los
caminos y todas las soledades... Créalo... organizaremos
un cuerpo de juventud admirable -se había entusiasmado. ¿Usted cree que no hay oro? Me recuerda a las criaturas
que en la mesa tienen los ojos más grandes que el
estómago. En nuestro país todo es oro.
Erdosain sentíase arrastrado por el calor del otro.
El Buscador de Oro hablaba convulsivamente, guiñando
los ojos, levantando ya una ceja, ya la otra, zamarreándolo
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amis-tosamente por el brazo.
-Créame, Erdosain... hay mucho oro... más del que
se puede imaginar usted... pero no es ésa la realidad.
Hay otra: el tiempo que se va. Esquel, Arroyo Pescado,
Río Pico... Campo Chileno... leguas... caminos de días
y días... y usted sabe, sabe que para sacar el certificado
de un caballo que no vale diez pesos se camina semanas,
el tiempo no vale nada... Todo es grande... enorme...
eterno allá. Tiene que convencerse. Me acuerdo cuando
con la Máscara íbamos por Arroyo Pescado. No sólo
oro... el oro rojo... Allá se salvan las almas que enfermó
la civilización. Enviaremos a la montaña a todos los
nuestros. Vea... yo tengo vein-tisiete años... y me he
jugado la piel a balazos varias veces -sacó el
revólver-. ¿Ve aquel gorrión? -estaba a cincuenta pasos,
levantó el revólver hasta su mentón, apretó el disparador
y el sonar al estampido el pájaro se desprendió
verticalmente de la rama-. ¿Ha visto? Así me he jugado
muchas veces la piel. No hay que estar triste. Vea, tengo
veintisiete años. Arroyo Pescado, Esquel, Río Pico,
Campo Chileno... todas las soledades serán nuestras...
organiza-remos la escolta de la Alegría Nueva... La Orden
de los Caballeros del Oro Rojo... Usted cree que estoy
exaltado. ¡No, hombre! Hay que haber estado allá para
darse cuenta. Y en esas circunstancias uno concibe la
necesidad, la imprescindible necesidad de una
aristocracia natural. Desafiando la soledad, los peligros,
la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura, uno se siente
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otro hombre... distinto del rebaño de esclavos que agoniza
en la ciudad. ¿Sabe usted lo que es el proletariado,
anarquista, socialista, de nuestras ciudades? Un rebaño
de cobardes. En vez de irse a romper el alma a la montaña
y a los campos, prefieren las comodidades y los
divertimentos a la heroica soledad del desierto. ¿Qué
harían las fábricas, las casas de modas, los mil
mecanismos parasitarios de la ciudad si los hombres
se fueran al desierto... si cada uno de ellos levantara su
tienda allá abajo? ¿Comprende usted ahora por qué
estoy con el Astrólogo? Nosotros los jóvenes crearemos
la vida nueva; sí, nosotros. Estableceremos una
aristocracia bandida. A los intelectuales contagiados del
idiotismo de Tolstoi los fusilaremos, y el resto a trabajar
para nosotros. Por eso lo admiro a Mussolini. En ese país
de mandolinistas estableció el uso del bastón y aquel
reinado de opereta se convirtió del día a la noche en el
mastín del Mediterráneo. Las ciudades son los cánceres
del mundo. Aniquilan al hombre, lo moldean cobarde,
astuto, envidioso, y es la envidia la que afirma sus
derechos sociales, la envidia y la cobardía. Si esos rebaños
se compusieran de bestias corajudas lo hubieran hecho
pedazos todo. Creer en el montón es creer que se puede
tocar la luna con la mano. Vea lo que le pasó a Lenin con
el campesino ruso. Pero ya está todo organizado y no
cabe otra cosa que decir: en nuestro siglo los que no se
encuentran bien en la ciudad que se vayan al desierto.
Eso es lo que se propone el Astrólogo. Tiene mucha razón.
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Cuando los primeros cristianos se sintieron mal en las
ciudades se fueron al desierto. Allí a su modo se
construyeron la felici-dad. Hoy, en cambio, la chusma
de las ciudades ladra en los comités.
-¿Sabe que me gusta su símil del desierto?
-Pero claro, Erdosain. El Astrólogo lo dice: esos
que no están cómodos en las ciuda-des no tienen derecho
a molestar a los que la gozan. Para los descontentos e
incómodos de las ciudades está la montaña, la llanura,
la orilla de los grandes ríos.
Erdosain no se imaginaba tal violencia en el
Buscador de Oro. El otro adivinó el pensamiento,
porque dijo:
-Nosotros predicaremos la violencia, pero no
aceptaremos en las células a los teóri-cos de la violencia,
sino que aquel que quiera demostrarnos su odio a la actual
civilización tendrá que darnos una prueba de su
obediencia a la sociedad. ¿Se da cuenta usted ahora del
objeto de la colonia? ¿El oro no es también una hermosa
ilusión? El esfuerzo lo convertirá en un superhombre.
Entonces se le otorgarán poderes. ¿No sucede lo mismo
con las órdenes monacales? ¿No está así organizado el
ejército? Pero, hombre, ¡no abra la boca! En las mismas
empresas comerciales... por ejemplo, en la casa Gath y
Chaves, en Harrods, me han contado los empleados que
el personal se gobierna con una disciplina junto a la
cual la disciplina militares un juguete. Ya ve, Erdosain,
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que nosotros no inventamos nada. Sustitui-mos un fin
mezquino por un fin extraordinario, nada más.
Erdosain se sentía humillado frente al Buscador de
Oro. Envidiábale al otro la vio-lencia, le irritaban sus
verdades gruesas e indiscutibles, y hubiera deseado
contradecirlo, al tiempo que se decía:
-Yo soy menos personaje de drama que él, yo soy el
hombre sórdido y cobarde de la ciudad. ¿Por qué no
siento su agresividad y su odio?. Sí, tiene razón. Y sonrío
a sus palabras, prudentemente, como si temiera que me
dé una cachetada, y es que me asusta su violencia, me
enoja su coraje.
-¿En qué piensa, hermano? -dijo el Buscador de
Oro.
El Buscador de Oro se encogió de hombros.
-Usted piensa que es cobarde porque las
circunstancias para vivir no lo han obligado a jugarse la
piel. Yo lo quiero ver a usted el día en que su vida esté
pendiente del gatillo del revólver, si es cobarde o no. Lo
que hay es que en la ciudad no se puede ser valiente.
Usted sabe que si le estropea la cara a un desgraciado los
trámites policiales lo van a molestar tanto, que usted
prefiere tolerar a hacerse justicia por su mano. Esa es la
realidad. Y uno se acos-tumbra a ser un resignado, a
refrenar los impulsos...
Erdosain lo miró:
-¿Sabe que es notable?
-Pierda cuidado, socio. Ya va a ver usted cómo se
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va a despabilar dentro de poco... y se va a encontrar con
el alma de un valiente... Hay que empezar, nada más.
A la una de la tarde los dos hombres se
despidieron.
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LA COJA
Ese mismo día, poco antes de llegar Erdosain al
último tramo de la escalera en cara-col, distinguió,
detenida en el rellano, a una señora envuelta en un
abrigo de lutre y toca verde, que conversaba con la
patrona de la pensión. Un «ahí viene» le hizo comprender
que era a él a quien esperaban, y al detenerse en el pasillo,
la desconocida, volviendo el rostro, ligeramente pecoso,
le dijo:
-¿Usted es el señor Erdosain?
-¿Dónde he visto esta cara? -se preguntó Erdosain
al responder afirmativamente a la desconocida, que
entonces se presentó:
-Soy la esposa del señor Ergueta.
-¡Ah! ¿Usted es la Coja! -mas súbitamente,
avergonzado de la inconveniencia que asombró a la
patrona hasta hacerle mirar los pies a la desconocida,
Erdosain se disculpó:
-Perdón, estoy aturdido... Usted comprende, no
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esperaba... ¿quiere pasar?
Antes de abrir la puerta de su habitación, Erdosain
volvió a disculparse por el desor-den que encontraría
en ella la visita, e Hipólita, sonriendo irónicamente, le
replicó:
-Está bien, señor.
Sin embargo a Erdosain le irritaba la mirada fría
que filtraba las transparentes pupi-las verdegrises de la
mujer. Y pensó:
-Debe ser una perversa -pues había reparado que
bajo la toca verde, el cabello rojo de Hipólita se alisaba a
lo largo de las sientes en dos lisos bandos que cubrían la
punta de sus orejas. Volvió a observar sus pestañas fijas
y rojas y los labios que parecían inflamados en la
sonrojada morbidez del rostro pecoso. Y se dijo: -¡Qué
distinta a la de la fotografía!
Ella, detenida ante él, le observaba como
diciéndose:
-Este es el hombre -y él, inmediato a la mujer, sentía
su presencia sin comprenderla, como si ella no existiera
o estuviera distante de él por muchas leguas del rumbo
interior. Sin embargo, estaba allí y era preciso decir algo,
y no ocurriéndosele otra cosa, dijo, después de encender
la luz y ofrecerle una silla a la señora, ocupando él el
sofá:
-¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy
bien.
No terminaba de comprender qué es lo que hacía
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esa vida implantada de pronto en su desconcierto. Le
soliviantaba el alma una ráfaga de curiosidad, pero hubiera
querido estar de otro modo, sentirse familiar al
semblante de la mujer, cuyas ovaladas líneas tenían
algo de rojo del cobre, como esos rayos de sol de lluvia,
que en los cuadros de santos brotan en mil haces de
entre un pináculo de nubes. Y se decía:
-Yo estoy aquí, pero mi alma, ¿dónde está? -Y tornó
a decir-: ¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy
bien.
Ella, que se había cruzado de piernas, estiró el borde
de su vestido mucho más abajo de su rodilla, la tela se
frunció entre sus dedos sonrosados, y levantando la cabeza
como si le costara un gran esfuerzo ese movimiento en
la extrañeza de un ambiente que no conocía, dijo:
-Es preciso que haga usted algo por mi marido.
Se ha vuelto loco.
-Mi curiosidad no ha recibido ningún gran golpe se dijo Erdosain, y satisfecho de mantenerse insensible
como uno de esos banqueros de las novelas de Xavier de
Montepin, agregó, con la alegría interior de poder
representar la comedia del hombre impasible-: ¿Así que
se ha vuelto loco? -pero de pronto, comprendiendo
que no podría prolongar ese papel, dijo-: ¿Se da cuenta
usted, señora? Me da una noticia extraordinaria, y sin
embargo he per-manecido impasible. Me duele estar así,
vacío de toda emoción; quisiera sentir algo y estoy como
un adoquín. Usted tiene que disculparme. No sé lo qué
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me pasa. Usted me disculpará, ¿no? En otro tiempo, sin
embargo, no estaba así. Recuerdo que era alegre como
un gorrión. He ido cambiando poco a poco. No sé, la
miro a usted, quisiera sentirme amigo suyo y no puedo.
Si la viera a usted agonizar posiblemente no le alcanzaría
ni un vaso de agua. ¿Se da cuenta? Y sin embargo...
¿Pero, dónde está él?
-En el Hospicio de las Mercedes.
-¡Qué curioso! ¿No vivían ustedes en el Azul?
-Sí, pero hace quince días que estamos aquí...
-¿Y cuándo sucedió «eso»?
-Hace seis días. Yo misma no me lo explico. Es como
usted decía antes refiriéndose a mí. Perdone si le hago
perder tiempo. Yo pensé en usted, que le conocía, él
siempre me hablaba de usted. ¿Cuándo fue la última
vez que lo vio?
-Antes de casarse... Sí, me habló de usted. La
llamaba la Coja... y la Ramera.
A Erdosain le pareció que el alma de Hipólita
le iba esmaltando serenamente las pupilas.
Tenía la certidumbre de que podía hablar de todo
con ella. El alma de la mujer estaba inmóvil allí,
como para recibirlo naturalmente. Ella había
apoyado las manos cruzadas sobre la falda
encima de la rodilla, y esa circunstancia de
posición le hacía fácil el tiempo de confidencia.
Lo ocurrido durante la mañana en la casa del
Astrólogo le parecía algo remoto, sólo algún
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pedacito de árbol y de cielo cruzaba a momentos
su recuerdo, y el deslizamiento de las imágenes
truncas le dejaba apoyada en la conciencia un
placer lento e injustificado. Se restregó las
manos con satisfacción, y dijo:
-No se ofenderá usted, señora... pero yo creo que
estaba ya loco al casarse con us-ted...
-Dígame... ¿Usted sabe si jugaba antes de
casarse conmigo?
-Sí... Además, recuerdo que estudiaba mucho la
Biblia, porque entre otras cosas me habló de los tiempos
nuevos, del cuarto sello y un montón de cosas más.
Además, jugaba. A mí siempre me interesó porque veía
en él un temperamento frenético.
-Eso mismo. Un frenético. Llegó a aceptar un envite
de cinco mil pesos en una mesa de poker. Vendió mis
joyas, un collar que me había regalado un amigo...
-Pero ¿cómo?... ¿Ese collar usted no se lo regaló a
la sirvienta poco antes de casarse con él? Así me dijo él.
Que usted le regaló el col lar y la vajilla de plata... y el
cheque de diez mil pesos que le regaló el otro...
-¡Pero usted cree que estoy loca!... ¿Por qué iba a
regalarle a mi sirvienta un collar de perlas?
-Entonces mintió.
-Es lo que me parece.
-¡Qué curioso!...
-No le extrañe. Mentía mucho. Además, en estos
últimos días estaba perdido. Estu-dió una martingala para
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aplicarla a la ruleta. Usted se habría reído si lo hubiera
visto. Armó un libro de números que nadie entendía como
no ser él. ¡Qué hombre! No podía dormir de la
preocupación; desatendía la farmacia; a veces, estando la
luz apagada y yo por dormirme, sentía un gran golpe en
el suelo; era él que se había tirado de la cama, prendía la
luz, anotaba unas cifras como si tuviera miedo de que se
le escaparan... Pero, ¿así que le dijo a usted que yo había
regalado mi collar de perlas? ¡Qué hombre! Lo que hizo
fue empeñarlo antes de que nos casáramos... Bueno,
como le decía... el mes pasado fue al Real de San
Carlos...
-Y, lógicamente, perdió...
-No, con setecientos pesos ganó siete mil. Hubiera
visto cómo llegó... Callado... Yo me dije: ¡Zas!, perdió...
pero lo notable es que estaba asustado de la suerte que
había tenido... él mismo hasta entonces había tenido
una relativa confianza en su martingala...
-Sí... me doy cuenta... Prefería creer en ella a
probarla.
-Claro, por miedo al fracaso. Pero ya le digo...
durante algunos días estuvo como trastornado. Recuerdo
que una tarde, a la hora de la siesta, me dijo: «Bueno,
negra, te resig-narás a ser la reina del mundo».
-Siempre la manía de las grandezas...
-Le prevengo que en parte yo también creí después
de eso en el éxito de la martingala. El había jugado de
acuerdo a los números que figuraban en su tabla de
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cálculos, y enton-ces para hacer saltar la banca retiró tres
mil pesos del banco... Estaban a mi nombre, recuer-do, y
más los seis mil quinientos... Había pagado unas cuentas
de la farmacia... Salimos para Montevideo... y lo perdió
todo.
-¿Cuánto tardó?
-Veinte minutos... Yo creía que se desmayaba por el
camino... pero, ¿así que a usted le dijo que yo había
regalado mi collar a la sirvienta?... ¡Qué hombre!
-Sería para darme una mejor idea de usted. ¿Y
en el viaje, cómo les fue?
-Nada... no dijo una palabra. Eso sí, tenía los ojos
vidriosos, la cara como deshecha, relajada, ¿sabe? En
cuanto llegamos a Buenos Aires se acostó... era un día
lunes. Se quedó hasta el anochecer en la cama, luego fue
a la calle, no sé por qué me daba en el corazón de que algo
iba a suceder... A las diez de la noche no había vuelto aún,
y entonces me acosté; a eso de la una de la madrugada me
despertaron sus pasos en el cuarto, yo iba a encender la
luz cuando él dio un gran salto y tomándome de un
brazo, usted sabe la espantosa fuerza que tiene, en
camisón me sacó de la cama y arrastrándome por los
pasillos me llegó hasta la puerta del hotel.
-¿Y usted?
-Yo no gritaba porque sabía que lo iba a enfurecer.
Ya en la puerta del hotel se quedó mirándome como si no
me conociera, con la frente hecha un bulto de arrugas,
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los ojos gran-des. Corría un viento que hacía doblarse
los árboles, yo me tapaba con los brazos, y él, sin decir
palabra, no hacía más que mirarme, cuando frente a
nosotros se detuvo un vigilante, mientras que de atrás
lo agarraba por los brazos el portero, que se había
despertado con el ruido. Y él gritaba que lo podían
escuchar desde la esquina: Esta es la ramera... la que amó
a los rufianes que tienen la carne como la carne del
mulo...»
-¿Pero cómo se acuerda usted de esas palabras?
-Todo lo que pasó es como si lo estuviera
viendo ahora. El, entre una hoja de la puerta,
tironeando para adentro; desde afuera el vigilante
estirándolo, mientras el portero lo abrazaba por la
garganta para hacerle perder fuerzas, y yo en el quicio
esperando que eso terminara, pues se habían juntado
varias personas que en vez de ayudarlo al vigilante se
entretenían en mirarme a mí. Menos mal que yo usé
siempre un largo camisón de noche... Por fin, con la ayuda
de otros vigilantes a quienes avisó un mozo desde adentro
con llamadas de auxilio, pudieron sacarlo para la
comisaría.
Creían que estaba borracho... pero era un ataque
de locura... Así lo diagnosticó el médico. Deliraba con
el arca de Noé...
-Perfectamente... ¿y en qué puedo servirla? -Otra
vez Erdosain sentía que lo impor-tante del personaje
reaparecía en su vida como un elemento novelesco
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que hay que cuidar como se cuida el lazo de la corbata
en el desorden de un baile.
-En fin, yo lo molestaba a ver si usted
provisoriamente podía ayudarme. Con la familia de él
no puedo contar absolutamente para nada.
-¿Pero usted no se casó en la casa de él?
-Sí, pero cuando volvimos de Montevideo después
que nos casamos, fuimos un día de visita... imagínese...
de visita en una casa donde yo había sido sirvienta.
-¡Qué colosal!
-La indignación de esa gente usted no se la imagina.
Una día de él... pero ¡para qué contar tantas
mezquindades!... ¿no le parece? La vida es así y listo.
Nos echaron y nos fui-mos. Paciencia, mala suerte.
-Lo raro es que usted haya sido sirvienta.
-No tiene nada de particular...
-Es que usted no causa esa impresión...
-Gracias... el caso es que al salir del hotel tuve que
empeñar un anillo... y necesito administrare! poco
dinero que tengo...
-¿Y la farmacia?
-Está a cargo de un idóneo. Le he telegrafiado que
envíe dinero... pero él me ha contestado que tiene órdenes
de la familia de Ergueta de no entregarme un centavo. En
fin...
-¿Y usted qué piensa hacer?
-Eso es lo que no sé... Si volver a Pico, o esperar
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aquí.
-¡Qué lío!...
-Créame, estoy harta ya.
-Bueno, el caso es que hoy no tengo dinero.
Mañana, sí, tendré...
-¿Sabe?... Esos pocos pesos quiero reservarlos
por si acaso...
-Y en tanto usted averigüe algo serio... si quiere
puede quedarse aquí. Precisamente, al lado hay una pieza
vacía. ¿Y qué más desea?
-Ver si usted lo puede sacar del hospicio.
-¿Cómo lo voy a sacar si está loco? Veremos.
Bueno...esta noche se queda a dormir aquí. Yo me las
arreglaré en el sofá... aunque es probable que no duerma
aquí.
Otra vez la mujer filtró entre las pestañas rojas, su
malévola mirada verdosa. Era como si proyectara su alma
sobre el relieve de las ideas del hombre, para recoger un
calco de sus intenciones.
-Bueno, acepto...
-Mañana, si quiere, le daré dinero para que se vaya
tranquila a vivir a un hotel si no prefiere quedarse aquí.
Mas de pronto, encocorado contra Hipólita por un
pensamiento que acababa de res-balar en su
entendimiento, dijo:
-¿Sabe usted que no debe quererlo a Eduardo?...
-¿Por qué?
-Es evidente. Usted llega aquí, me habla de todo
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este drama con una tranquilidad que asombra... y
naturalmente, entonces... ¿qué es lo que uno va a pensar
de usted?
Al decir estas palabras, Erdosain había comenzado
a pasearse en el reducido espacio de la habitación. Sentíase
inquieto, y de reojo examinaba el ovalado rostro pecoso,
con las finas cejas rojas bajo la visera verde del sombrero,
y los labios como inflamados, mientras que las dos alas
de cabello color de cobre ceñían las sienes cubriendo las
orejas, y las pupilas transparentes lanzaban haces de
mirada.
-No tiene casi senos -pensó Erdosain. Hipólita miraba
en redor; de pronto, sonriendo amablemente, le preguntó:
-¿Qué es lo que usted, m’hijito, esperaba de
mí?
Erdosain se sintió irritado por ese «m’hijito»
intempestivo y prostibulario que se sumaba al canalla
«paciencia, mala suerte». Por fin, dijo:
-No sé... en fin, me la imaginaba a usted menos
fría... hay momentos en que da usted la idea de que es
una mujer perversa... puede que me equivoque, pero...
en fin... allá usted...
Hipólita se levantó:
-M’hijito, yo nunca he hecho comedias. He venido
a usted, sencillamente, porque sabía que usted era su
mejor amigo. ¿Qué quiere?... ¿Que me ponga a llorar
como una Mag-dalena si no lo siento?... Ya he llorado
bastante...
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Ella también se había puesto de pie. Lo miraba con
fijeza, pero la dureza de líneas que estaba rígida bajo la
epidermis de su semblante como una armadura de
voluntad se descompuso de fatiga. Con la cabeza
inclinada ligeramente a un costado, a Erdosain le recor-dó
a su esposa... bien podía ser ella... estaba en la puerta de
una estancia desconocida... el capitán, indiferente, la
miraba marchar ara siempre y no la detenía... la calle se
abría ante ella... quizá fuera a parar a un hotel de muros
sucios, y entonces, apiadado, dijo:
-Discúlpeme... estoy un poco nervioso. Usted está
en su casa. Lo único que siento es que me haya encontrado
sin dinero. Pero mañana tendré.
Hipólita volvió a ocupar la silla y Erdosain, al
tiempo que caminaba se tomó el pulso. Las venas latían
rápidamente. Fatigado de la tarde pasada con el Astrólogo
y Barsut, dijo con amargura:
-Es pesada la vida... ¿eh?...
La intrusa miraba en silencio la punta de su zapa
tito. Levantó los ojos y una arruga fina estrió su frente
pecosa. Luego:
-Usted parece que está preocupado. ¿Le pasa
algo?
-Nada... dígame... ¿sufrió mucho al lado de
él?...
-Un poco. Es violento...
-¡Qué curioso! Quisiera representármelo en el
manicomio y no puedo. Apenas si distingo un pedazo
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de cara y un ojo... Le prevengo que yo presentí el desastre.
Le encontré una mañana, me contó todo y de pronto tuve
la impresión de que sería desdichada a su lado... pero
usted debe estar cansada. Yo tengo que salir. Le voy a
decir a la patrona que le sirva la cena aquí.
-No... no tengo ganas.
-Bueno, entonces con su permiso. Aquí está el
biombo. Haga como si estuviera en su casa.
Cuando Erdosain salió, la Coja le envolvió en una
mirada singular, mirada de abani-co que corta con una
oblicua el cuerpo de un hombre de pies a cabeza,
recogiendo en tangente toda la geometría interior de su
vida.
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EN LA CAVERNA
Ya en la calle, Erdosain observó que orvallaba, pero
continuó caminando, empujado por un rencor sordo,
malhumor de no poder pensar.
Los acontecimientos se complicaban... y él, en
tanto, ¿qué era en medio de esos engranajes que lo iban
bloqueando, metiéndose cada vez más adentro de la vida,
sumergién-dolo en un fangal que le desesperaba? Además,
estaba aquello... esa impotencia de pensar, de pensar con
razonamientos de líneas nítidas, como son las jugadas de
ajedrez, y una incohe-rencia mental que lo encocoraba
contra todos.
Entonces su irritación se volvió contra la bestial
felicidad de los tenderos, que a las puertas de sus covachas
escupían a la oblicuidad de la lluvia. Se imaginó que
estaban traman-do eternos chanchullos, mientras que
sus desventradas mujeres se dejaban ver desde las
trastiendas, extendiendo manteles en las mesas cojas,
arramblando innobles guisotes que al ser descubiertos
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en las fuentes arrojaban a la calle flatulencias de
pimentón y de sebo, y ásperos relentes de milanesas
recalentadas.
Caminaba ceñudo, investigando con furor lento las
ideas que se incubarían bajo esas frentes estrechas,
mirando descaradamente las lívidas caras de los
comerciantes, que desde el cuévano de los ojos espiaban
con una chispa de ferocidad los compradores que se
movían en los negocios fronteros; y Erdosain sentía a
momentos ímpetus de insultarlos, antojo de tratar-los de
cornudos, de ladrones y de hijos de mala madre,
diciéndoles que tenían la falsa gordu-ra de los leprosos y
que si algunos estaban flacos era de celar los éxitos de sus
prójimos. Y en su fuero interno los iba injuriando
atrozmente, imaginándose que los negociantes aquellos
estaban atornillados a próximas quiebras por
espantosos pagarés, y que la desdicha que le arrojaba a
él al fondo de la desesperación se cerniría también sobre
sus mugrientas mujeres, que, con los mismos dedos
con que momentos antes habían retirado los trapos
en que menstruaban, cortarían ahora el pan que ellos
devorarían entre maldiciones dirigidas a sus
competidores.
Y sin podérselo explicar se decía que el más
educado de esos bribones era de una grosería solapada
y profunda, todos envidiosos hasta el tuétano y más
desalmados e implaca-bles que cartagineses.
A media que iba pasando frente a colchonerías y
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almacenes y tiendas, pensaba que esos hombres no tenían
ningún objeto noble en la existencia, que se pasaban la
vida escudri-ñando con goces malvados la intimidad de
sus vecinos, tan canallas como ellos, regocijándo-se con
palabras de falsa compasión de las desgracias que les
ocurrían a éstos, chismorreando a diestra y siniestra de
aburridos que estaban, y esto le produjo súbitamente tanto
encono que de pronto aceptó que lo mejor que podría
hacer era irse, pues si no tendría un incidente con esos
brutos, bajo cuyas cataduras enfáticas veía alzarse el
alma de la ciudad, encanallada, implacable y feroz como
ellos.
No tenía un propósito determinado, reconocía que
tenía el espíritu sucio de asco a la vida, y de pronto al ver
que pasaba un tranvía hacia Plaza Once, a grandes saltos
trepó a la plataforma. Ya en la boletería sacó pasaje de ida
y vuelta a Ramos Mejía. Iba para allá como hubiera
podido ir en otra dirección. Cansado, desconcertado
con la certeza de que había arrojado su alma a un foso
del cual ya no podría salir nunca más. Y esperándolo, la
Coja. ¿No hubiera sido preferible ser capitán de navío y
comandar un superdreadnought? Las chime-neas
vomitarían torrentes de humo y en el puente de mando
conversaría con el comandante de torre, mientras que en
el corazón se le pintaría la imagen de una mujer que acaso
no fuera su esposa. Mas, ¿por qué su vida era así? Y la de
los otros también, también «así» como si el «así» fuera
un cuño de desgracia que visto en otro era de relieve más
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borroso.
¿Qué se había hecho de la vida fuerte, que ciertos
hombres contienen en su envase como la sangre de un
león? La vida fuerte que hace de pronto que una
existencia se nos aparezca sin los tiempos previos de
preparación y que tiene la perfecta soltura de las
compo-siciones cinematográficas. ¿No eran acaso así las
fotografías de los héroes? ¿Quién conser-vaba una
fotografía de los héroes? ¿Quién conservaba una
fotografía de Lenin discutiendo en un cuartujo de Londres,
o de Mussolini vagabundo por los caminos de Italia? Y,
sin embargo, eran de pronto revelados en un balcón
arengando a la multitud barbuda, o entre las columnas
truncas de unas ruinas recientes, con zapatos de sport, y
un sombrero jipi-japa que no desde-cía la fiereza del
semblante de conquistador. En cambio, él sentía allí,
localizada en su vida, las pequeñas imágenes de la Coja,
del capitán, de su esposa, de Barsut, todas existencias
que en cuanto se apartaban de sus ojos quedaban
restituidas a la minúscula dimensión que le confiere
la distancia a los cuerpos físicos.
Apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. El
vagón se deslizó y luego se detuvo, al segundo silbido
del guardatren, arrancó el convoy, y éste entró rechinando
fieramente en los entrerrieles que chocaban férreamente
al ser apartados por el filo de las ruedas.
Las luces verdes y rojas del subterráneo le
encandilaron los ojos por un instante, luego volvió a
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cerrarlos. En la noche, el tren comunicaba su trepidación
a los rieles, y la masa multiplicada por la velocidad,
imprimía a sus pensamientos el vértigo de una marcha
igual-mente implacable y vertiginosa.
Cracc... cracc... cracc... arrancaban las ruedas en
cada junta de riel, y ese monorritmo sordo y formidable
le alivianaba de su rencor, tornaba más ligero su espíritu,
mientras que la carne se dejaba estar en la somnolencia
que comunica a los sentidos la velocidad.
Luego pensó que Ergueta ya estaba loco. Recordó
las palabras del otro cuando esta-ba a la orilla de la
desgracia: «rajá, turrito, rajá», y afirmando la cabeza en el
ángulo acolcha-do del respaldar, pensó en tiempos idos,
cerrando los ojos para distinguir con claridad las
imágenes de un recuerdo. Este le causaba cierta extrañeza,
pues era la primera vez que observaba que en un recuerdo
ciertas figuras tienen la dimensión normal con que se las
ha conoci-do en la realidad, mientras que otras figuras o
cosas son pequeñitas como soldados de plomo o tan
sólo presentan un perfil, careciendo de profundidad. Así,
junto a la corpulencia de un negro, cuya mano perdíase
en el trasero de un pequeño, veía una mesita minúscula,
como para muñecas, sobre la que estaban aplastadas las
pequeñas cabezas de unos hombres ladro-nes, mientras
que el techo, de altura real, daba un aspecto de desolación
más extraordinaria al gris paraje del recuerdo.
Una muchedumbre oscura se movía allí, en el interior
de su alma; luego la sombra, como una nube, cubría de
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cansancio su pena, y junto a la mesita donde dormían los
pequeñitos ladrones adultos, se erguían gigantescos y
morrudos como un cráneo de buey, el relieve del patrón
de la fonda, con los dedos engrampados en las musculosas
bolas de sus brazos. Y otro recuerdo le demostraba cuán
exacto era su presentimiento de inminente caída, cuando
aún no había ni pensado defraudar a la Azucarera, pero
ya buscaba en los parajes siniestros una imagen de su
posible personalidad.
¡Cuántos senderos había en su cerebro! Pero ahora
iba hacia el que conducía a la fonda, la fonda enorme que
hundía su cubo taciturno como una carnicería hasta los
últimos repliegues de su cerebelo, y aunque el relieve de
ese cubo que nacía en su frente y terminaba en la nuca,
era de veinte grados, las minúsculas mesitas con los
ladroncitos adultos no resba-laban por el piso como
hubiera sido lógico, sino que el cubo se enderezaba bajo
el contrapeso de una costumbre instantánea, la de pensar
en él, y su carne acostumbrada ya a la velocidad
multiplicada por la masa del tren eléctrico, se dejaba estar
en una inercia vertiginosa; y ahora que el recuerdo había
vencido la inercia de todas las células, aparecía ante sus
ojos la fonda, como un cuadrilátero exactamente
recortado. El cual parecía que ahondaba sus rectas al
interior de su pecho, de modo que casi podía admitir que
si se mirara a un espejo, el frente de su cuerpo presentara
un salón estrecho, ahondado hacia la perspectiva del
espejo. Y él cami-naba en el interior de sí mismo, sobre
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un pavimento enfangado de salivazos y aserrín, y cuyo
marco perfecto se biselaba hacia lo infinito de las
sensaciones adyacentes.
Y pensaba que si la Coja hubiera estado a su lado, él
le diría refiriéndose a un recuer-do:
-Aún yo no era ladrón.
Erdosain se imaginó que la Coja lo miraba, y
él, con un tono aburrido, continuó:
-Al lado del viejo edificio de «Crítica», en la
calle Sarmiento, había una fonda.
Hipólita levantó los ojos como interrogándolo, de
pronto, entre el traqueteo infernal de los coches al cruzar
las entrevias de Caballito, Erdosain se imaginó que era
un personaje que había vivido como un bandido, pero
que ya se había regenerado, y entonces continuó
diciéndole a su interlocutora invisible:
-Y allí se reunían vendedores de diarios y
ladrones.
-¿Ah, sí?
El patrón, para evitar que los tumultos formados
por esta canalla terminaran de rom-perles los cristales
de los escaparates, tenía bajadas continuamente las
cortinas metálicas.
La luz entraba al salón por los vidrios de la banderola
teñidos de azul, de forma que en esa leonera de muros
pintados de gris como los de una carnicería turca, flotaba
una oscu-ridad que tornaba lechosa la humareda de
los cigarros.
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En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por
enormes vigas, y que la cocina de la fonda inundaba de
neblinas de menestra y de sebo, se movía el tumulto
oscuro, una «merza» de ladrones, sujetos de frentes
sombreadas por las viseras de las gorras y pañuelos
flojamente anudados en el escote de las camisetas.
De once a dos de la tarde se apeñuscaban en
torno de las grasientas mesas de marmol, para chupar
conchas de almejas podridas o jugar a los naipes
entre vasos de vino.
En aquella bruma hedionda los semblantes
afirmaban gestos canallescos, se veían jetas como
alargadas por la violencia de una estrangulación, las
mandíbulas caídas y los labios aflojados en forma de
embudo; negros de ojos de porcelana y brillantes
dentaduras entre la almorrana de sus belfos, que le
tocaban el trasero a los menores haciendo rechinar los
dientes; rateros y «batidores» con perfil de tigre, la
frente hundida y la pupila tiesa.
Un vocerío ronco vomitaba estos racimos
espatarrados en los bancos y acodados a los mármoles,
entre los que se deslizaban los «lanceros», de traje
adecentado, cuello flojo, chaleco gris y hongos de siete
pesos. Algunos acababan de salir de Azcuénaga y daban
noticias de los nuevos presos transmitiendo mensajes,
otros para inspirar confianza, gastaban anteojos de carey,
y todos al entrar soslayaban el antro con rapidísimas
miradas. Hablaban en voz baja, sonriendo
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convulsivamente, pagando botellas de cerveza a extraños
compinches y salían y entraban varias veces en un cuarto
de hora, llamados por misteriosas diligencias. El amo de
esta caverna era un hombre enorme, cara de buey, ojos
verdes, nariz de trompeta y apretadísimos labios finos.
Cuando se encolerizaba sus rugidos sobresaltaban
a la canalla, que le temía. Se ma-nejaba con ésta utilizando
una violencia sorda. Un perdulario hacía más escándalo
del tácita-mente tolerado, y de pronto el fondero se
acercaba, el bullanguero sabía que el otro le pega-ría,
pero aguardaba en silencio, y entonces el gigante
descargaba con el filo del puño terribles golpes cortos en
el borde del cráneo del culpable.
Un enmudecimiento gozoso acompañaba al castigo,
el desgraciado era lanzado a la calle a puntapiés, y el
vocerío se renovaba más injurioso y resonante,
desplazando nubes de humo hacia el vidriado
cuadrilátero de la puerta. A veces a esta leonera entraban
músicos ambulantes, frecuentemente un bandoneón y
una guitarra.
Afinaban los instrumentos y un silencio de
expectativa acurrucaba a cada fiera en su rincón, mientras
que una tristeza movía su oleaje invisible en esa
atmósfera de acuario.
El tango carcelario surgía plañidero de las cajas,
y entonces los miserables acompasaban
inconscientemente sus rencores y sus desdichas. El silencio
parecía un mons-truo de muchas manos que levantara
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una cúpula de sonidos sobre las cabezas derribadas en
los mármoles. ¡Quizás en lo que pensaban! Y esa cúpula
terrible y alta adentrada en todos los pechos multiplicaba
el langor de la guitarra y del bandoneón, divinizando el
sufrimiento de la puta y el horrible aburrimiento de la
cárcel que pincha el corazón cuando se piensa en los
amigos que están afuera «escorzándose» hasta la
vida.
Entonces en las almas más letrinosas, bajo las jetas
más puercas, estallaba un tem-blor ignorado; luego todo
pasaba y no había mano que se extendiera para dejar caer
una moneda en la gorra de los músicos.
-Allí iba yo -le decía Erdosain a su interlocutora
hipotética-. En busca de más angus-tia, de la afirmación
de saberme perdido y a pensar en mi esposa que sola en
mi casa sufriría de haberse casado con un inútil como
yo. Cuántas veces, arrinconado en esa fonda, me la
imaginé a Elsa fugitiva con otro hombre. Y yo caía
siempre más abajo, y ese antro no era nada más que el
anticipo de lo peor que había de ocurrirme más adelante.
Y muchas veces, mirando a esos miserables, me decía:
¿No llegaré a ser como uno de éstos? Ah, yo no sé
cómo, pero siempre he tenido el presentimiento de lo
que más adelante ocurriría. No me he equivocado nunca.
¿Se da cuenta usted? Y allí, en la caverna, lo encontré
un día meditando a Ergueta. Sí, a él mismo. Estaba
solo en una mesa, y algunos diarieros lo miraban con
asombro, aunque otros debían creer que era un ladrón
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bien vestido, nada más.
Erdosain se imaginó que la Coja le preguntaba
ahora:
-¿Cómo, mi marido estaba allí?
-Sí, y con su cara de «perrero» roía el puño de su
bastón, mientras que un negro le soliviantaba el trasero a
un menor. Pero él no hacía caso de nada. Parecía que
estaba clavado en el piso de la caverna. Cierto es que me
dijo que había ido a esperar a un vareador que tenía que
pasarle unos «datos» para la próxima carrera, mas la verdad
es que estaba allí, como si de pronto se hubiera sentido
perdido y entró a ese paraje para buscarle un sentido a la
vida. Esa quizá sea la verdad exacta. Buscarle sentido a la
vida entre los acontecimientos que vive la canalla. Allí
supe por primera vez su determinación de casarse con
una prostituta, y cuando le pregunté de su farmacia, me
contestó que había dejado al idóneo en Pico a cargo de
ella, porque de primera intención supuse que había
venido a jugar. No sé si usted sabrá que lo expulsaron
de un club por hacer trampas. Hasta se dijo que había
falsificado fichas, pero ese asunto nunca se puso en claro.
Sólo me habló de usted cuando le pregunté por la novia,
una muchacha millonaria de Cacharí, y que estaba muy
enamorada de él.
-Corté hace rato -me contestó.
-¿Por qué?
-No sé... me «esgunfiaba»... estaba aburrido.
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-¿Pero por qué la dejaste? -insistí.
Una luz agria convulsionaba su pupila.
Malhumorado insistió apartando de un manotón las
moscas que hacían círculo en su chop de cerveza:
-¡Qué se yo!... De aburrido... de turro que soy. Y
me quería la pobrecita. Pero qué iba a hacer conmigo.
Además, ya no tiene remedio...
-¿Le dijo Ergueta que eso ya no tenía remedio?...
-Sí, señora; dijo así: «Eso ya no tiene remedio,
porque mañana me caso».
El tren eléctrico dejó atrás Flores. Erdosain,
apoltronado en el sillón, recordó que lo miró seriamente
al farmacéutico, en cuyo rostro se difundía ese acechador
movimiento de los músculos que le da al semblante
una expresión malévola.
-¿Y con quién te casas?
El semblante de Ergueta empalideció hasta las
orejas. A medida que inclinaba su cabeza hacia Erdosain,
guiñaba un párpado, mientras que el otro ojo inmóvil
trataba de reco-ger toda la sorpresa que lo demudaría
dentro de un segundo a Erdosain:
-Me caso con la Ramera. -Después levantó la cabeza
y sólo se le veía el blanco de los ojos. Yo no me moví.
El farmacéutico tenía en el semblante una expresión
de arrobamiento como la que se ve en las tricromías
populares, en las que aparece un santo arrodillado con
el canto de las manos apoyado en el pecho.
Y Erdosain recordaba que en esas circunstancias, el
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negro que le tocaba el trasero al menor, ahora llevaba las
manos de éste a sus partes pudendas, mientras un círculo
de diarieros armaba un vocerío infernal y el patrón
gigantesco cruzaba el salón con un plato de sopa en una
mano y otro de guiso rojo, para una comandita de
dos rateros que devoraban en un rincón.
Sin embargo, su resolución no le extrañó. Ergueta
tenía esas desesperadas resolucio-nes de las naturalezas
frenéticas que obedecen al imperio de las obsesiones con
furor lento, una explosión profunda de la que ellos no
escucharon el estampido, pero cuyo crecimiento de
volumen centuplica el instinto. Sin embargo,
aparentando una gran serenidad:
-¿La Ramera?.... ¿Quién es la Ramera? -le
pregunté.
Una oleada de sangre le enrojecía el semblante.
Hasta sus ojos sonreían.
-¿Quién es, che?... Un ángel, Erdosain. En mi cara,
en mi propia cara, rompió un cheque de mil pesos que le
dejó un querido. A la sirvienta le regaló un collar de perlas
que valía cinco mil pesos. A los porteros del departamento
toda la vajilla de plata. «Entraré en tu casa desnuda», me
dijo ella.
-¡Pero si todo eso es mentira! -sentía ahora que le
decía Hipólita en su recuerdo.
-Yo le creí en esas circunstancias. Y él continuó
contándome:
-Si vos supieras lo que ha sufrido esa mujer. Una
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vez, era el séptimo aborto que le hacían, tan
desesperada estaba que fue a tirarse desde el cuarto
piso por la ventana. De pronto, qué maravilla, che...
en el balcón se le apareció Jesús. Estiró el brazo y no la
dejó pasar.
Aún sonreía Ergueta. Súbitamente echó mano al
bolsillo y le extendió un retrato a Erdosain.
La deliciosa criatura lo sugestionó.
Ella no sonreía. A sus espaldas los espacios estaban
abigarrados de palmas y helechos. Sentada en un banco
con la cabeza ligeramente inclinada, miraba una revista
que su rodilla sostenía, pues cruzaba una pierna sobre
otra. De esta forma, a poca distancia del césped, el vuelo
de su vestido suspendía una campana. El alto peinado y
los cabellos huidos de sus sienes hacían más clara y ancha
la luna de su frente. A los lados de la fina nariz, el arco de
las cejas era delgado como conviene a los ojos que son
ligeramente oblicuos en un rostro delicadamente ovalado.
Y mirándola, Erdosain supo de pronto que
junto a Hipólita él no experimentaría jamás ningún
deseo, y esa certidumbre lo alegró de tal forma que
pensó en la delicia de acariciar con los dedos en horqueta
la barbilla de la extraña joven y escuchar el crujido de la
arena bajo la suela de sus zapatitos. Luego murmuró:
-¡Qué linda que es!... ¡Debe tener una gran
sensibilidad!...
¡Qué distinta era en la realidad!
El tren eléctrico cruzaba ahora por Villa Luro. Entre
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montes de carbón y los gasóme-tros velados por la neblina
relucían tristemente los arcos voltaicos. Grandes huecos
negros se abrían en los galpones de las locomotoras, y las
luces rojas y verdes, suspendidas irregular-mente en la
distancia, hacían más tétrica la llamada de las
locomotoras.
¡Qué distinta era la Coja en la realidad! Sin embargo,
recordaba que le había dicho a Ergueta:
-¡Qué linda es!... ¡Debe tener una gran
sensibilidad!...
-Sí, es así; además es muy delicada en sus modales.
Me gusta la aventura. Mirá la cara que pondrán los que
dudaban de mi comunismo. He plantado a una
cogotuda, a una virgen, para casarme con una prostituta.
Pero el alma de Hipólita está por encima de todo. A ella
también le gusta la aventura y los corazones nobles.
Juntos haremos grandes cosas, porque los tiempos han
llegado...
Erdosain recogió la frase del farmacéutico:
-¿Así que vos crees que los tiempos han
llegado?...
-Sí, tienen que ocurrir cosas terribles. ¿No te acordás
que vos una vez me dijiste que el presidente Roosvelt
había hecho un gran elogio de la Biblia?
-Sí... pero hace mucho.
Erdosain respondió con tales palabras porque en
realidad no recordaba jamás haber-le hecho una cita de
esa naturaleza al farmacéutico. Este continuó:
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-Afuera he leído bastante la Biblia...
-Lo cual no te impide «escolazar».
-Eso no te importa -interrumpió Ergueta adusto.
Erdosain lo miró fastidiado, el farmacéutico sonrió
con su sonrisa pueril y mientras el patrón depositaba otro
medio litro de cerveza en el mármol, dijo:
-Fijate qué palabras misteriosas están escritas
en la Biblia: «Y salvaré la coja, y recogeré la
descarriada y pondrélas por alabanza y por renombre
en todo país de confusión».
Un silencio extraordinario se produjo en la fonda.
Sólo se veían cabezas inclinadas o grupos que miraban
pensativamente el ir y venir de las moscas en la pringue
de las mesas. Un ladrón enseñaba a un consocio un anillo
de brillantes y las dos cabezas permanecían
conjun-tamente inclinadas en la observación de las
piedras.
Por la entreabierta puerta de vidrios opacos
penetraba un rayo de sol que como una barra de azufre
cercenaba en dos la atmósfera azulosa.
El otro repitió: «y salvaré la coja, y recogeré la
descarriada», insistiendo y guiñando maliciosamente un
párpado al repetir esto: «y pondrélas por alabanza y por
renombre en todo país de confusión...»
-Pero si Hipólita no es coja...
-No, pero ella es la descarriada y yo el fraudulento,
el «hijo de perdición». He ido de burdel en burdel, y de
angustia buscando el amor. Yo creía que era el amor físico
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y después leyendo ese libro que me iluminó comprendí
que mi corazón buscaba el amor divino. ¿Te das cuenta?
El corazón se orienta por su cuenta. Vos estás engrupido,
querés hacer tu voluntad, y fallas... por qué fallas... es
misterio... Luego un día, de golpe, sin saber cómo, se
aparece la verdad. Y mirá que yo he vivido. «Hijo de
perdición», ésa es mi vida. Papá antes de morir en Cosquín
me escribió una carta terrible, entre vómitos de sangre y
recriminándome, ¿sabes? Y la carta no la firmaba con su
nombre, sino que ponía: «Tu padre El Maldito». ¿Te das
cuenta? -y otra vez guiñó el párpado levantando de tal
forma las cejas que Erdosain se preguntó:
-¿No estará loco éste?
Luego salieron de la fonda. Los automóviles se
deslizaban por la calle Corrientes centelleando bajo el
sol, pasaba mucha gente que se dirigía a su trabajo, y
bajo los toldos amarillos el rostro de las mujeres aparecía
sonrosado. Entraron al café Ambos Mundos. Rue-das de
«canfinfleros» rodeaban las mesas. Jugaban al naipe, a
los dados o al billar. Ergueta miró en redor, luego,
escupiendo, dijo en voz alta:
-Todos cafishios. Habrá que ahorcarlos sin
mirarles las caras.
Nadie se dio por aludido.
Erdosain, sin quererlo, se quedó cavilando en
algunas palabras del otro.
«Buscaba el amor divino». Entonces Ergueta
llevaba una vida frenética, sensual. Pasaba las noches
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y los días en los garitos y en los prostíbulos, bailando,
embriagándose, trabándose en espantosas peleas con
malevos y macrós. Un ímpetu sordo lo llevaba a realizar
las más brutales hazañas.
Una noche, Ergueta se encontraba en la plaza
de Flores, frente a la confitería de Niers. Estaba allí
el borracho Delavene que se había recibido de abogado
hacía un mes y otros muchos patoteros del Club de Flores.
Molestaban a los que pasaban. De pronto, Ergueta, al ver
aproximarse a un gallego se desprendió la bragueta y
cuando el otro llegó hasta él, lo mojó con un chorro de
orín. El hombre fue prudente, y desapareció rezongando.
Entonces el farmacéutico dijo mirando a Delavene que
fanfarroneaba con exceso:
-Bueno... ¿a que no lo meás al primero que
pase?
-¿A que sí?
Todos se regocijaron, porque el vasco Delavene era
un salvaje. Un hombre dobló en la esquina y Delavene
comenzó a orinar. El desconocido se hizo a un lado, pero
el «vasco» casi atropellándolo, lo mojó.
Sucedió algo terrible.
Sin pronunciar una palabra el ofendido se detuvo,
la patota miraba riéndose y silban-do, de pronto el
desconocido desenfundó el revólver, oyóse un estampido,
y Delavene cayó de rodillas apretándose, el vientre con
las manos. La agonía del «vasco» fue larga y dolorosa.
Antes de morir, noblemente reconoció que había
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provocado el drama, y cuando Ergueta estaba borracho
y se nombraba a Delavene, aquél se arrodillaba y con
la lengua hacía una cruz en el polvo.
Mientras amasaba un cigarrillo, el farmacéutico
contestó a una pregunta de Erdosain sobre Delavene:
-Sí, era un corazón noble... un amigo único. Yo
pagaré por él algún día -mas reple-gando su pensamiento
a una preocupación más actual, dijo-: ¡Ah, he pensado
mucho estos últimos tiempos. Y yo me decía si era justo
que un hombre estéril, enfermo, vicioso e inmoral se
casara con una virgen...
-¿Hipólita... sabe?
-Sí, ella sabe todo. Además, una virgen merece un
nombre de virgen. Un hombre que tenga el alma y el
cuerpo virgen. Así será algún día. ¿Te imaginas un
macho hermoso y virgen y fuerte?
-Así debía ser -susurró Erdosain.
El farmacéutico observó su reloj.
-¿Tenes que hacer?
-Sí, dentro de un rato voy a casa a ver a
Hipólita.
-Esta vez me asombré -contábale más tarde Erdosain
al cronista de esta historia -. La casa de la familia Ergueta
era suntuosa y el espíritu de la gente que allí se movía
como los caracoles, absolutamente conservador y
rutinario. Erdosain le preguntó:
-¿Cómo?... ¿La llevaste a tu casa?
-¡Y las historias que tuve que inventar!...Ella no
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quería ir, mejor dicho, aceptaba de ir, pero como lo que
es...
-¿Fue capaz?...
-Tan capaz que sólo al final la pude convencer. A
mamá le dije que la había robado en el momento de
embarcarse con sus tíos para Europa... una «mula»
más grande que una casa.
-¿Y tu mamá?
Erdosain iba a preguntarle si su madre creyó
semejante mentira, como si Hipólita llevara escrito en
el semblante los trabajos que le habían convulsionado
la vida...
-¿Y tu mamá cómo recibió la noticia?
-Me dijo que se la llevara inmediatamente. Cuando
se la presenté, la abrazó y le dijo: «¿Te ha respetado, hija?»
Y ella, bajando los ojos, le contestó: «Sí, mamá». Lo cual
es cierto. Te prevengo que mamá y mi hermana Sara
están encantadas con Hipólita.
En aquel momento Erdosain tuvo el presentimiento
que esos desdichados se habían preparado un desastre
futuro. No se equivocó, y al recordar ahora en el tren
eléctrico la certidumbre que no había fallado, se dijo al
tiempo que pasaba por Liniers: «Es curioso, las primeras
impresiones no lo engañan nunca a uno», y al
preguntarle a Ergueta cuándo se casaba, éste le
respondió:
-Mañana salimos para Montevideo. Nos casamos
allá, por si acaso no nos entende-mos. -Al pronunciar
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estas palabras volvió a guiñar el párpado sonriendo
cínicamente, y agre-gó-: No soy ningún caído del catre,
che.
A Erdosain le molestó ese lujo de
precauciones. No pudiendo contenerse, le dijo:
-¿Cómo... no te casaste y ya estás pensando en el
divorcio? ¿Qué hazaña de comu-nista es la tuya? En el
fondo seguís siendo el jugador tramposo.
Pero el farmacéutico se regodeaba con la
suficiencia de un usurero a quien no le importan los
insultos, si se los dirigen en el momento de pagar
los intereses. Guarango, repuso:
Pero el farmacéutico se regodeaba con la suficiencia
de un usurero a quien no le importan los insultos, si se
los dirigen en el momento de pagar los intereses.
Guarango, repuso:
-Hay que ser turbo, che.
Erdosain estaba asombrado frente a tanta
grosería.
Pensó en la deliciosa criatura y se la imaginó
soportando a ese bruto bajo un cielo oscurecido por
grandes nubes de polvo e incendiado por un sol amarillo
y espantoso. Ella se marchitaría como un helécho
trasplantado a un pedregal. Ahora Erdosain lo examinó
nueva-mente al farmacéutico pero con rabia.
El jugador reparó en la malevolencia de su
compañero y dijo:
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-Es necesario hacer algo contra esta sociedad, che.
Hay días que sufro de un modo insoportable. Parece que
todos los hombres se hubieran vuelto bestias. Dan ganas
de salir a la calle y predicar al exterminio o poner una
ametralladora en cada bocacalle. ¿Te das cuenta? Vienen
tiempos terribles.
«El hijo se levantará contra el padre y el padre contra
el hijo. Es necesario hacer algo contra esta sociedad
maldita. Por eso me caso con una prostituta. Bien dicen
las Escrituras: «Y tú, hijo de hombre, no juzgarás tú a la
ciudad derramadora de sangre y le mostrarás todas sus
abominaciones». Y estas otras palabras, fíjate en estas
otras palabras: «Y enamoróse de sus rufianes cuya carne
es como carne de asno y cuyo flujo como flujo de
caballos». -Y señalando a los «cafishios», que jugaban
en torno de las mesas, dijo-: Ahí los tenes. Entra al Royal
Keller, al Marzzoto, al Pigall, al Maipú, en todas partes
donde entres los vas a encon-trar. Fuerzas perdidas. Hasta
esa canalla se aburre en el fondo. Cuando llegue la
revolución se les ahorcará o se les mandará a la primera
fila. Carne de cañón. Yo pude ser como ellos y renuncié.
Ahora vienen tiempos terribles. Por eso dice el libro. «Y
salvaré a la coja y recoge-ré a la descarriada y pondréla
por alabanza y por renombre en todo el país de
confusión». Porque hoy la ciudad está enamorada de
sus rufianes y ellos hundieron a la coja y a la descarriada,
pero tendrán que humillarse y besarle los pies a la coja
y a la descarriada.
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-¿Pero vos la querés o no a Hipólita?
-Claro que la quiero. A momentos me parece que
ha bajado de la luna por una esca-lera. Donde está ella
todos se sentirán felices.
Y Erdosain creyó por un instante que ella hubiera
bajado de la luna para que todos los hombres acudieran
a extasiarse en su sencillez, tranquila.
El farmacéutico continuó:
-Ahora vienen tiempos de sangre, che, de
venganza. Los hombres adentro de sus almas están
llorando. Pero no quieren escuchar el llanto de su ángel.
Y las ciudades están como las prostitutas, enamoradas
de sus rufianes y de sus bandidos. Esto no puede seguir
así.
Miró un instante a la calle, y después con la
atención fijada como en un sonido interior, el jugador
dijo con voz patética en el café del aburrimiento:
-Tendrá que venir un hombre, un ángel, yo qué
sé. Se arrodillará en medio de la Avenida de Mayo. Los
automóviles se detendrán, los gerentes de los bancos y
los ricos de los hoteles se asomarán a los balcones y
moviendo los brazos indignados le dirán:
«¿Qué quieres, tú, cara de sapo? No nos seas molesto
-pero él se levantará- y cuando vean su carita triste y sus
ojos encendidos de fiebre, a todos se les caerán los brazos,
y él se dirigirá a los cogotudos, les hablará, les preguntará
por qué hicieron mal, por qué se olvida-ron del huérfano
y machacaron al hombre y han hecho un infierno de la
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vida que era tan linda. Y ellos no sabrán qué contestar, y
la voz del ángel postrero resonará de tal forma que se les
pondrá la piel de gallina, y hasta los más rufianes
llorarán».
La bocaza del farmacéutico se deformó de
angustia. Parecía que masticara un veneno
elástico y amargo.
-Sí, es necesario que venga Cristo otra vez. Los
hombres más perros, los cínicos más letrinosos sufren
todavía. Y si él no viene, ¿quién nos va a salvar?
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LOS ESPILA
El tren se detuvo en Ramos Mejía. El reloj de la
estación marcaba las ocho de la noche. Erdosain bajó.
Una neblina densa pesaba en las calles fangosas
del pueblo.
Cuando se encontró solo en la calle Centenario,
bloqueado de frente y a las espaldas por dos murallas de
neblina, recordó que al día siguiente lo asesinarán a Barsut.
Era cierto. Lo asesinarían. Hubiera querido tener un espejo
frente a sus ojos para ver su cuerpo asesino, tan
inverosímil le parecía ser él (el yo) quien con tal
crimen se iba a separar de todos los hombres.
Los faroles ardían tristemente vertiendo a través del
fangal cataratas de luz algodonosa que goteaban en los
mosaicos haciendo invisible el pueblo más allá de dos
pasos. Un enorme desconsuelo estaba en Erdosain que
avanzaba más triste que un leproso.
Tenía ahora la sensación de que su alma se
había apartado para siempre de todo afecto terrestre.
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Y su angustia era la de un hombre que lleva en su
conciencia un siniestro jaulón, donde entre huesos de
pecados, bostezan teñidos de sangre, elásticos tigres,
afirman-do el ojo en una proyección de salto.
Y Erdosain, a medida que avanzaba, pensaba en su
vida como si fuera la de otro, tratando de comprender
esas fuerzas oscuras que le subían desde las raíces de las
uñas hasta agolparse silbando en sus rejas como el
simún.
Envuelto en la neblina que llevaba hasta la última
celdilla de su pulmón una gota de humedad pesada,
Erdosain llegó a la calle Gaona, donde se detuvo para
enjugarse la frente cubierta de sudor.
Golpeó a una puerta de tablas, la única entrada de
un enorme frente de fábrica a cuyo costado estaba
suspendida una lámpara de querosene... De pronto una
mano abrió el portón y el joven farfullando malas
palabras siguió los costados de un murallón por un
sendero de ladrillos que se doblaban en el fango bajo
sus pisadas.
Se detuvo frente a los vidrios de una puerta
iluminada, golpeó las manos y una voz ronca le gritó:
-Adelante.
Erdosain entró.
Una lámpara de acetileno iluminaba, con fulginosa
llama, las cinco cabezas de la familia Espila, que hacía un
instante estaban inclinadas sobre los platos. Todos le
saludaron sonriendo con alegres voces, mientras que
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Emilio Espila, un muchachón alto, flaco y cabe-lludo,
corrió hacia él para estrecharle las manos.
Erdosain saludó por orden, primero a la anciana
Espila encorvada por el tiempo y cubierta de ropas negras;
luego a las dos hermanas mozas, Luciana y Elena; luego
al sordo Eustaquio, un gigantón encanecido y delgado
como si estuviera tuberculoso, que, según su costumbre,
comía con la nariz en el plato, mientras sus ojos grises
vigilaban el jeroglífico de una revista, interpretándolo al
tiempo que masticaba.
Erdosain se sintió un poco reanimado por la
sonrisa cordial de Luciana y Elena.
Luciana era carilarga y rubia, con la nariz
respingada y la boca de largos y finos labios sinuosos
teñidos de rosa. Elena tenía aspecto monjil, con su
semblante ovalado y color de cera y las polleras largas,
y las manos gordezuelas y pálidas.
-¿Querés cenar? -dijo la anciana.
Erdosain, al observar cuán enjuta estaba la fuente,
respondió que ya lo había hecho.
-¿De veras que cenaste?
-Sí... voy a tomar un poco de té.
Le hicieron sitio junto a la mesa, y Erdosain tomó
asiento entre el sordo Eustaquio que continuaba
vigilando su jeroglífico y Elena, que distribuía el
resto del guisote entre Emilio y la anciana.
Erdosain los observó compadecido. Hacía muchos
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años que conocía a los Espila. En otro tiempo la familia
ocupaba una posición relativamente desahogada, luego
una sucesión de desastres los había arrojado en plena
miseria, y Erdosain, que encontró casualmente un día
en la calle a Emilio, los visitó. Hacía siete años que
no los veía y se asombró de reencontrarlos a todos
viviendo en un cuchitril, ellos, que en otra época tenían
criada, sala y antesala. Las tres mujeres dormían en la
habitación atestada de muebles viejos y que hacia en las
horas de cenar o almorzar, las veces de comedor,
mientras que Emilio y el sordo se guarecían en una
cocinita de chapas de zinc. Para subvenir a los gastos de
la casa, efectuaban los trabajos más extraordinarios:
vendían guías sociales, aparatos caseros para fabricar
hela-dos, y las dos hermanas hacían costura. Un
invierno, era tanta la pobreza, que robaron un poste de
telégrafos y lo aserraron en la noche. Otra vez se
llevaron todos los pilares de un alambrado, y las
aventuras que corrían para muñirse de dinero lo divertían
y compadecían a un tiempo a Erdosain.
La impresión que recibió la primera vez que lo visitó,
fue enorme. Vivían los Espila en un caserón cerca de
Chacarita, un cuartel de tres pisos y divisorias de chapas
de hierro. El edificio tenía el aspecto de un
transatlántico, y los chiquillos brotaban de allí como
si el conventillo fuera un falansterio. Durante algunos
días Erdosain recorrió las calles pensando en los
sufrimientos que debieron sobrellevar los Espila, para
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resignarse a esa catástrofe, y más tarde, cuando inventó
la rosa de cobre, se dijo que para levantar el espíritu de
esa gente era necesario injertarles una esperanza, y con
parte del dinero robado en la Azucarera compró un
acumulador usado, un amperímetro y los diversos
elementos para instalar un primitivo taller de
galvanoplastia.
Y convenció a los Espila que debían dedicarse a ese
trabajo en horas perdidas, pues de tener éxito todos se
enriquecerían. Y él, cuya vida carecía por completo de
consuelo y esperanza, él, que se sentía perdido hacía
mucho tiempo, llegó a sugestionarlos con esperan-zas
tan intensas que los Espila se avinieron a iniciar los
experimentos, y Elena se dedicó muy en serio a estudiar
galvanoplastia, mientras que el sordo preparaba los
baños y se ponía práctico en ese trabajo de unir en serie
o tensión los cables del amperímetro y en manejar la
resistencia. Hasta la anciana participó en los experimentos
y nadie dudó, cuando consiguie-ron cobrear una chapa
de estaño, que en breve tiempo se enriquecerían si la rosa
de cobre no fracasaba.
Erdosain les habló además de confeccionar puntillas
de oro, visillos de plata, gasas de cobre, y hasta esbozó un
proyecto de corbata metálica que los asombró a todos.
Su plan en esencia era sencillo. Se fabricarían camisas de
pecheras, puño y cuellos metálicos, tomando género,
bañándolo en una solución salina y sometiéndolo a un
baño galvanoplastia) de cobre o níquel. Gath y Chaves,
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Harrods o San Juan podrían comprarle la patente, y
Erdosain, que no creía sino a medias en esas aplicaciones,
llegó a pensar un día que se había extralimitado en hacer
soñar a esa gente, porque ahora, a pesar de que no pagaban
a nadie y se morían casi de hambre, lo menos que soñaban
era adquirir un Rolls-Royce y un chalet, que de no estar
en la Avenida Alvear no les interesaba como propiedad.
Erdosain se inclinó sobre la taza de té, y entonces Luciana,
que estaba ligeramente sonrosada, correspondió a la
sonrisa petulante de Emilio con una señal, pero éste,
que a causa de estar extraordinariamente desdentado
no podía hablar sino ceceando mucho, dijo:
-Zabez... la roza ez un hecho...
-Sí, gracias a Dios la hemos conseguido sacar. Pero Luciana saltó impaciente, abrió un cajón de lavatorio
y Erdosain sonrió entusiasmado.
Entre los dedos de la rubia doncella se erguía la
rosa de cobre.
En el miserable cuchitril la maravillosa flor metálica
esfoleaba sus pétalos bermejos. El temblor de la llama de
la lámpara de acetileno hacía jugar una transparencia roja,
como si la flor se animara de una botánica vida, que ya
estaba quemada por los ácidos y que consti-tuía su alma.
El sordo levantó la nariz del plato de escarola, y con
voz tenante, exclamó, después de examinar el jeroglífico
y la rosa:
-No hay vuelta, che... Erdosain... sos un
genio...
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-Zi de ezta hecha noz hazemos ricoz...
-Dios te oiga -murmuró la anciana.
-Pero mamá... no zea tan ezéptica...
-¿Te costó mucho trabajo?
Elena, con una gravedad sonriente y talante
científico, se explicó.
-Fijate, Remo, que como a la primera rosa éste le
largaba exceso de amperaje, se quemaba...
-¿Y el baño no se precipitó?
-No... eso sí, lo entibiamos un poquito...
-Para darle el baño a ésta; la encolamos...
-Zabez... un baño de cola fina... zuave...
Remo examinó nuevamente la rosa de cobre,
admirando su perfección. Cada pétalo rojo era casi
transparente, y bajo la película metálica se distinguía apenas
la forma nervada del pétalo natural, que había
ennegrecido la cola. El peso de la flor era leve, y
Erdosain agregó:
-¡Qué liviana!... Pesa menos que una moneda de
cinco centavos...
Luego observando una sombra amarilla que cubría
los pistilos de la flor, estriándose al retrepar a los pétalos,
agregó:
-Sin embargo, cuando saquen las flores del baño
tienen que lavarlas con mucha agua. ¿Ven estas estrías
amarillas? Es el cianuro del baño que ataca al cobre. Todas las cabezas formaban círculo en torno de él, y le
escuchaban con religioso silencio. Continuó: -Se forma
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cianato de cobre, que hay que evitarlo, porque si no
no ataca el baño de níquel. ¿Cuánto duró?
-Una hora.
Al levantar los ojos de la rosa su mirada se encontró
con la de Luciana. Los ojos de la doncella parecían
aterciopelados de una calidez misteriosa y sus labios
sonreían dejando entrever los dientes brillantes.
Erdosain la miró extrañado. El sordo examinaba la rosa
y todas las cabezas estrechadas contra él seguían con
atención las rayas amarillas del cianuro. Luciana no bajó
los párpados. De pronto Erdosain recordó que al día
siguiente intervendría en el asesinato de Barsut, y una
tristeza enorme le hizo bajar los ojos: luego, súbitamente
hostil para esa gente ilusionada y que no tenía una idea de
sus sufrimientos y de las angustias que hacia meses estaba
soportando, se levantó y dijo:
-Bueno, hasta luego.
Hasta el sordo lo miró desencajado.
Elena dejó la silla y la anciana quedóse con el brazo
inmóvil sosteniendo un plato que iba a colocar frente a
Eustaquio.
-¿Qué te pasa, Remo?
-Pero, che, Erdosain...
Elena lo observó seriamente:
-¿Te pasa algo, Remo?
-Nada, Elena... créame...
-¿Estás enojado? -preguntó Luciana llenos los
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ojos de su calidez misteriosa y triste.
-No, nada... sentía unas enormes ganas de
verlos... Ahora tengo que irme...
-¿De veras que no estás enojado?
-No, señora.
-Zon las preocupacionez... me explico...
-Callate vos, badulaque...
El sordo se resolvió a abandonar el jeroglífico
e insistió en lo que dijera antes.
-Te prevengo que esto tenes que tomarlo en serio,
porque te vas a hacer rico.
-¿Pero no te pasa nada a vos?
Erdosain recogió su sombrero. Experimentaba una
repugnancia enorme al pronun-ciar palabras inútiles. Todo
estaba resuelto. ¿A qué hablar, entonces? Sin embargo,
se esfor-zó y dijo:
-Créanme... los quiero mucho a ustedes... como
antes... No estoy enojado... tranqui-lícense... tengo más
ideas... Pondremos una tintorería de perros y venderemos
perros teñidos de verde, de azul, de amarillo y de violeta...
Ya ven que ideas me sobran... Ustedes van a salir de esta
horrible miseria... yo los voy a sacar... ya ven, me sobran
ideas.
Luciana lo miró compadecida y dijo:
-Yo te acompaño -así salieron juntos hasta la
calle.
La neblina encajaba en el callejón un cubo en el cual
reverberaban tristemente los mecheros de los faroles de
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petróleo.
De pronto, Luciana tomóse del brazo de
Erdosain y le dijo con voz muy suave:
-¡Te quiero, te quiero mucho!
Erdosain la miró irónicamente, su pena se había
transfigurado en crueldad. La miró:
-Ya lo sé.
Ella continuó:
-Te quiero tanto, que para serte agradable me he
estudiado cómo es un alto horno y el transformador de
Beseemer. ¿Querés que te diga lo qué son los atalajes y
cómo funciona la refrigeración?
Erdosain la envolvió en una mirada fría,
pensando: «Esta mujer está mal».
Ella continuó:
-Siempre pensaba en vos. ¿Querés que te explique
el análisis de los aceros y cómo se funde el cobre, mirá,
y el lavado del oro y lo qué son las muflas?
Erdosain, apretando obstinadamente los labios,
caminaba por el callejón pensando que la existencia de
los hombres era un absurdo, y otra vez el rencor
injustificado brotaba de él hacia la dulce muchacha que,
apretada contra su brazo decía:
-¿Te acordás de aquella vez que hablaste de que tu
ideal era ser jefe de un alto horno? Me has vuelto loca.
¿Por qué no hablas? Entonces me puse a estudiar
metalurgia. ¿Querés que te explique la diferencia que
existe entre una distribución irregular de carbono y
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otra molecular perfecta? ¿Por qué no hablas, querido?
Sintióse el fragor sordo del tren que pasó a lo lejos,
la lechosidad de la neblina se convertía en oscuridad a
poca distancia de los faroles, y Erdosain hubiera querido
hablar, explicarle sus desdichas, pero aquel la malignidad
sorda y enconada, lo mantenía rígido junto a la doncella,
que insistió:
-Pero, ¿qué tenes? ¿Estás enojado con nosotros?
Sin embargo, a vos te deberemos nuestra fortuna.
Erdosain la miró de pies a cabeza, apretó el brazo de
la muchacha y le dijo sorda-mente:
-No me interesas.
Luego le volvió la espalda, y antes de que ella atinara
a volverse hacia él, a rápido paso se perdió entre la
neblina.
Comprendía que gratuitamente había ultrajado a la
muchacha, y esta convicción le proporcionó una alegría
tan cruel, que murmuró entre dientes:
-Ojalá revienten todos y me dejen tranquilo.
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DOS ALMAS
A las dos de la madrugada, aun andaba Erdosain
entre murallas de viento, por las calles del centro, en
busca de un lenocinio.
Un rumor sordo jadeaba en sus orejas, mas siguiendo
el frenesí del instinto camina-ba a la sombra que las altas
fachadas arrojaban hasta el afirmado. Una tristeza horrible
estaba en él. En ese momento no tenía rumbos.
Sonámbulo, marchaba, con los ojos inmóviles en
las flechas niqueladas que en los cascos de los vigilantes
hacían relucir en las bocacalles los cilindros de luz que
caían de los arcos voltaicos... Un impulso extraordinario
arrojaba su cuerpo a en largos pasos... Así venía Plaza
Mayo, y ahora, por Cangallo, dejaba atrás la estación
del Once.
Una tristeza horrible estaba en él.
Su pensamiento, inmóvil en un hecho, repetía:
-Es inútil, soy un asesino -mas, de pronto, al
aparecer el cubo rojo o amarillo del zaguán de un
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lenocinio, se detenía, vacilaba un instante bañado por la
neblina rojiza o ama-rillenta, luego, diciéndose-: Será en
otro -continuaba su camino.
Silencioso, a su lado, rodaba un automóvil en la
veloz desaparición, y Erdosain pensaba en la dicha que
no tendría nunca y en su juventud perdida, y su sombra
se adelantaba rápidamente en las baldosas, luego perdía
longitud, e, iniciándose pisoteada, brincaba sobre sus
espaldas u oscilaba en la reja brillosa de una
alcantarilla... Mas su angustia se hacía a cada instante
más pesada, como si fuera una masa de agua, fatigando
con una marea la verticalidad de sus miembros. A pesar
de esto, Erdosain se imaginaba que, por beneficio de su
providencia, había entrado a un prostíbulo singular.
La regenta le abría la puerta del dormitorio, él se
arrojaba vestido encima del lecho... en un rincón hervía
el agua de una olla sobre el quemador de kerosene...
súbitamente entraba la pupila semidesnuda... y
deteniéndose asombrada de un motivo que sólo él y ella
conocían, la ramera exclamaba:
-¡Ah! ¿sos vos?... ¡vos!... ¡por fin viniste!...
Erdosain le respondía:
-Sí, soy yo... ¡Ah, si supieras cuánto te he
buscado!
Mas como esto era imposible que aconteciera, su
tristeza rebotaba como pelota de plomo en una muralla
de goma. Y bien sabía que siempre sus anhelos de ser
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súbitamente compadecido, por una ramera desconocida,
serían durante el desenvolverse de los días, inefi-caces
como esa pelota, para horadar la vida espesa. Nuevamente
se repitió:
-¡Ah! ¿sos vos? vos... ¡Ah! por fin viniste, mi triste
amor... -pero todo era inútil, él no encontraría jamás esa
mujer, y una energía despiadada, de desesperación, le
ensanchaba los músculos, se dinfundía en los setenta
kilos de su pesadez, moviéndola con agilidad a través
de las tinieblas, mientras que en el cubo de su pecho, una
tristeza enorme hacía pesa-dos los latidos de su corazón.
De pronto se encontró frente al portalón de la
pensión donde vivía; entonces resolvió entrar. Su corazón
latía impaciente.
En puntillas cruzó la galería y acercándose a la puerta
de su pieza la abrió sigilosa-mente. Luego, con las manos
extendidas en la oscuridad, fue hacia el ángulo donde
estaba el sofá y lentamente se acurrucó allí, evitando
crujieran los muelles. Más tarde no encontró
explicación para esta actitud. Estiró las piernas en el sofá
y durante unos minutos permaneció con la nuca apoyada
en el entrecruzamiento de sus manos. Y había más
oscuridad en su alma que en aquel momento de tinieblas,
que se convertiría en un cubo empapelado si encendiera
la lámpara. Quería fijar su pensamiento en algo
objetivo, lo cual le fue imposible. Esto le causó cierto
miedo pueril; durante unos instantes extremó su
atención, pero ningún sonido llegaba hasta él y entonces
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cerró los ojos. Su corazón trabajaba con golpes roncos,
propul-sando la masa de su sangre, y una frialdad de
agua le erizó el vello de la espalda. Con los párpados
tiesos y el cuerpo rígido aguardaba un acontecimiento.
De pronto comprendió que si continuaba en esa postura
gritaría de miedo, y recogiendo los talones, con las
piernas cruzadas como un Buda, aguardó en la
oscuridad. Su aniquilamiento era intenso, mas no podía
llamar a nadie, ni tampoco llorar. Y sin embargo, no era
cosa de continuar así toda la noche, encuclillas.
Encendió un cigarrillo y lo inmovilizó un gran
frío.
La Coja estaba de pie junto al canto del biombo,
examinándolo con su venenosa mirada fría. El cabello
dividido en dos lisos bandos le cubría las orejas con sus
alas rojas, y los labios de la mujer estaban apretados.
Todo denotaba en ella un exceso de atención, pero
Erdosain tuvo miedo. Por fin atinó a decir:
-¡Usted!
El fósforo le quemaba las uñas... y de pronto, un
impulso más fuerte que su timidez lo levantó. En la
oscuridad caminó hacia ella, y dijo:
-¿Usted?... ¿No dormía usted?
El sintió que ella estiraba el brazo; la mano de
la mujer tomó entre los dedos su mentón e Hipólita
dijo con una voz profunda:
-¿Que tiene que no duerme?
-¿Usted me acaricia a mí, señora?
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-¿Por qué no duerme?
-Usted me toca a mí?.... ¡Pero qué fría está su
mano!... ¿Por qué está tan fría su mano?
-Encienda la lámpara.
Bajo la luz vertical, Erdosain quedóse
contemplándola. Ella se sentó en el sofá.
Erdosain murmuró tímidamente:
-¿Quiere que me siente a su lado? No podía
dormir.
Hipólita le hizo espacio, y junto a la intrusa,
Erdosain no pudo contener la fuerza que levantaba sus
manos, y con la yema de los dedos le acarició la frente.
-¿Por qué es usted así? -le preguntó él.
La mujer lo miró serena.
Erdosain la contempló un instante con muda
desesperación; y al fin, recogió su fina mano. Iba a
llevársela a los labios, pero una fuerza extraña chocó en
su sensibilidad, y sollo-zando se desmoronó sobre la falda
de la mujer.
Lloraba convulsivamente a la sombra de la intrusa
erguida y de su mirada inmóvil en los sacudimientos de
su cabeza. Lloraba aciegado, retorcida la vida de un furor
ronco, conte-niendo gritos cuyos desgarramientos
incompletos renovaban su dolor horrible, y el
sufri-miento brotaba de él inagotablemente, se
inundaba de más pena, una pena que subía en sollozos
en su garganta. Así agonizó varios minutos, mordiendo
su pañuelo para no gritar, mientras que el silencio de ella
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era una blandura en la que se recostaba su espíritu
extenuado. Luego el sufrimiento gritante se agotó;
lágrimas en su pecho y encontró consuelo en estar
caído así, con las mejillas mojadas, sobre el regazo de una
mujer. Un enorme cansancio lo agobiaba, la figura de su
esposa distante terminó por borrarse de la superficie de
su pena, y mientras permanecía así, un encalmamiento
crepuscular vino a resignarlo para todos los de-sastres
que se habían preparado.
Levantó el enrojecido rostro, rayado por los
repliegues de la tela y húmedo de lágri-mas.
Ella lo mirada serena.
-¿Está triste? -preguntó.
-Sí.
Luego callaron y un relámpago violeta iluminó los
recovecos del patio oscuro. Llo-vía.
-¿Quiere que tomemos mate?
-Sí.
En silencio preparó el agua. Ella miraba abstraída
los cristales donde tamborileaba la lluvia, mientras
Erdosain aprontaba la yerba. Luego, sonriendo entre
las lágrimas, dijo:
-Yo lo cebo a mi modo. Le gustará.
-¿Por qué estaba triste?
-No sé... la angustia... hace mucho tiempo que no
vivo tranquilo.
Ahora tomaba el mate en silencio, y en la habitación
con el empapelado descolado en un rincón, se hacía más
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perfecta la figura de la mujer, envuelta en el abrigo de
lutre, con el cabello rojo peinado en dos bandos que
cubrían la punta de sus orejas.
Con sonrisa pueril, agregó Erdosain:
-Cuando estoy solo... a veces suelo tomar.
Ella sonrió amigablemente con una pierna cruzada
sobre otra, la espalda ligeramente inclinada, un codo
apoyado en la palma de la mano y los dedos de la otra
sosteniendo el mate, cuya bombilla niquelada chupaba
con lentitud.
-Sí, estaba angustiado -repitió Erdosain-; pero, ¡qué
frías sus manos!... ¿Siempre las tiene así frías?
-Sí.
-¿Me quiere dar su mano?
Enderezó la intrusa la espalda y casi señorial se la
alcanzó. Erdosain la tomó con precaución y se la llevó
a los labios, y ella lo miró largamente, derretida la
frialdad de sus pupilas en un calor súbito que le sonrojó
las mejillas. Recordó entonces Erdosain al encade-nado,
y sin que esto pudiera vencer la pálida alegría que estaba
en él, dijo:
-Vea... si usted me pidiera ahora que me matara,
yo lo hacía. Tan contento estoy.
El calor que hacía un instante convulsionó las aguas
de sus ojos se perdió otra vez en la frialdad de su mirada.
La mujer lo examinaba encurioseada.
-Se lo digo seriamente. Voy... es mejor... pídame
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usted que me mate... dígame, ¿no le parece a usted que
ciertas personas harían mejor en irse?
-No.
-¿Aunque hagan lo peor?
-Eso está en manos de Dios.
-Entonces no vale la pena que hablemos de eso.
Otra vez tomaban el mate en silencio, un silencio
que sobrevenía para que él pudiera gozar el espectáculo
de la mujer de cabello rojo, envuelta en su abrigo de
lutre, con las transparentes manos recogiendo la rodilla
por sobre el vestido de seda verde.
Y de pronto, no pudiendo contener su curiosidad,
exclamó:
-¿Es cierto que usted ha sido sirvienta?
-Sí... ¿qué tiene de particular?
-¡Qué raro!
-¿Por qué?
-Sí, es raro. A veces me parece que voy a
encontrar en otra vida lo que falta en la mía. Y se le
ocurre a uno que hay gentes que han descubierto el secreto
de la felicidad... y que si nos cuentan un secreto nosotros
también seremos felices.
-Mi vida, sin embargo, no es ningún secreto.
-¿Pero usted nunca sintió la extrañeza de vivir?
-Sí, eso sí.
-Cuénteme.
-Fue cuando era muchachita. Trabajaba en una
linda casa de la Avenida Alvear. Había tres niñas y
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cuatro sirvientas. Y yo me despertaba a la mañana y no
terminaba de convencerme de que era yo la que me movía
entre esos muebles que no me pertenecían y esa gente
que sólo me hablaba para que yo la sirviera. Y a momentos
me parecía que los otros estaban bien clavados en la vida,
y en sus casas, mientras que yo tenía la sensación de estar
suelta, ligeramente atada con un cordón a la vida. Y las
voces de los otros sonaban en mis oídos como cuando
una está dormida y no sabe si sueña o está despierta.
-Debe ser triste.
-Sí, es muy triste ver felices a los otros y ver que los
otros no comprenden que una será desdichada para toda
la vida. Me acuerdo que a la hora de la siesta entraba a mi
piecita y en vez de zurcir mi ropa, pensaba: ¿yo seré
sirvienta toda la vida? Y ya no me cansaba el trabajo, sino
mis pensamientos. ¿Usted no se ha fijado qué obstinados
son los pensamientos tristes?
-Sí, no se van nunca. ¿Qué edad tenía usted
entonces?
-Dieciséis años.
-¿Y no se había acostado ya con ningún hombre?
-No... pero estaba rabiosa... rabiosa de ser sirvienta
para toda la vida... además, ha-bía algo que me
impresionaba más que todo. Era uno de los niños. Estaba
de novio y era muy católico. Yo lo sorprendí acariciándose
más de una vez con una prima que era su novia, ahora me
doy cuenta: una muchacha sensual, y me preguntaba cómo
era posible conciliar el catoli-cismo con esas porquerías.
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Involuntariamente terminé por espiarlo... pero él, que
era tan asiduo con su novia, era correctísimo conmigo.
Después me di cuenta que lo había deseado... pero era
tarde... yo estaba en otra casa...
-¿Y?...
Siempre con el peso de mis ideas. ¿Qué era lo que
quería de la vida? ¿Entonces no lo sabía? En todas partes
fueron amables conmigo. Más tarde he oído hablar mal
de la gente rica... pero yo no supe ver esa maldad. Ellos
vivían así. ¿Qué necesidad tenían de ser malos, no es
cierto? Ellas eran las niñas y yo la sirvienta.
-¿Y?-Recuerdo que un día iba en el tranvía acompañando
a una de mis patronas. En el asiento venían conversando
dos mozos. ¿Usted ha observado que hay días en
que ciertas palabras suenan en los oídos como bombos...
como si una hubiera estado siempre sorda y por primera
vez oyera hablar a las personas? Bueno. Uno de los mozos
decía: «Una mujer inteli-gente, aunque fuere fea, si se
diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara
de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera
una hermana, la aconsejaría así». Al escucharlo, yo me
quedé fría en el asiento. Estas palabras derritieron
instantáneamente mi timidez y cuando llegamos al final
del viaje me parecía que no eran los desconocidos los
que habían pronunciado esas palabras, sino yo, yo que
no me acordaba de ellas hasta ese momen-to. Y durante
muchos días me preocupó el problema de cómo ser
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una mujer de mala vida.
Erdosain sonrió:
-¡Qué maravilla!
-El primer mensual que cobré lo gasté en un montón
de libros que hablaban de la mala vida. Me equivoqué,
porque casi todos eran libros pornográficos... estúpidos...
ésa no era la mala vida, sino la mala vida del placer... Y,
quiere creerme, ninguna de mis amigas sabía explicarme,
en substancia, lo que era la mala vida.
-Siga... ahora no me extraña que Ergueta se haya
enamorado de usted. Usted es una mujer admirable.
Hipólita sonrió ruborizada.
-No exagere... soy una mujer sensata, nada más.
-Cuente, la deliciosa criatura.
-¡Qué chico es usted!... Bueno -Hipólita cerró las
solapas del abrigo sobre su pecho y continuó-: Trabajaba
como antes, todo el día, pero el trabajo se me hizo extraño...
quiero decir, que mientras fregaba o hada una cama, mi
pensamiento estaba lejos y al mismo tiempo tan adentro
de mí, que a momentos me parecía que si ese pensamiento
se hacía más grande se me iba a reventar la piel. Pero el
problema no se resolvía. Escribí a una librería
preguntando si no tenía algún manual para ser una mujer
de mala vida y no me contestaron, hasta que un día decidí
verlo a un abogado para que me aclarara ese punto. Fui
hasta los tribunales y di vueltas por un montón de calles,
miraba una chapa, otra, otra, hasta que, enfilando por
la calle Juncal, me detuve ante una casa lujosa, hablé con
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el portero y me llevó en presencia de un doctor en leyes.
Me acuerdo como si fuera hoy. Era un hombre delgado,
serio, tenía toda la cara de un bandido perverso, pero al
sonreír su alma parecía la de un mocoso. Más tarde,
pensando, llegué a la conclusión de que ese hombre debió
sufrir mucho.
Chupó largamente el mate, luego,
devolviéndoselo, dijo:
-¡Qué calor hace aquí! ¿Quiere abrir la ventana?
Erdosain entreabrió una hoja. Llovía aún. Hipólita
continuó:
-Sin inmutarme, le dije: «Doctor, vengo a verlo
porque quiero saber lo que es la mala vida». El otro se
quedó mirándome asombrado. Después de reflexionar
unos momentos, me dijo: «¿Con qué objeto desea usted
saberlo?» Yo le expliqué tranquilamente mis propósitos
y él me escuchaba con atención, frunciendo el ceño,
cavilando mis palabras. Por fin dijo: «En la mujer se llama
mala vida los actos sexuales ejecutados sin amor y para
lucrar». Es decir, repuse yo, que mediante la mala vida,
una se libra del cuerpo... y queda libre.
-¿Usted le contestó eso?
-Sí.
-¡Qué raro!
-¿Por qué?
-¿Y luego?
-Casi sin despedirme, salí a la calle. listaba contenta,
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nunca estuve más contenta que ese día. La mala vida.
Erdosain, era eso, librarse del cuerpo, tener la voluntad
libre para realizar todas las cosas que se le antojaran a
una. Me sentía tan feliz que al primer buen mozo que
pasó y que me deseó con bonitas palabras, me entregué.
-¿Y luego?
-¡Qué sorpresa!, cuando el hombre... ya le dije que
era un guapo mozo, cayó como una res después de
satisfacerse. Lo primero que se me ocurrió fue que
estaba enfermo... nunca me imaginaba eso. Mas cuando
el otro me explicó que aquello era natural en todos los
hombres, no pude contener las ganas de reír. Así que el
hombre, cuya fortaleza parecía in-mensa como la de un
toro... en fin, ¿usted nunca vio a un ladrón en una pieza
llena de oro? En ese momento yo, la sirvienta, era el
ladrón en la pieza llena de oro. Y comprendí que el
mundo era mío... Después, antes de lanzarme a la
prostitución, resolví estudiar... sí, no me mire asombrado,
leía de todo... había llegado a la conclusión leyendo
novelas, que el hombre admitía extraordinarias
facultades de amor en la mujer culta... no sé si me
explico bien... quiero decirle que la cultura era un disfraz
que avaloraba a la mercadería.
-¿Encontró placer usted en la posesión?
-No... pero volviendo a lo primero: leía de todo.
Erdosain se sintió entusiasmado por el cinismo
de la mujer, y enternecido, le dijo:
-¿Me quiere dar su mano?
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Ella se la entregó, seria.
Erdosain la tomó con precaución; luego la llevó a
los labios y ella ya lo miró larga-mente; mas Remo de
pronto recordó al encadenado; él estaría ahora despierto
en el establo, y sin que esto pudiera vencer la dulzura
que amodorraba sus sentidos, dijo:
-Mira, si vos... si usted me pidiera ahora que
me matara, lo haría encantado.
Largamente lo miró ella a través de sus pestañas
rojas.
-Se lo digo en serio. Mañana... hoy... es mejor...
pídame que me mate...dígame, ¿no le parece a usted que
cierta gente debería irse de la tierra?
-No... eso no se hace.
-¿Aunque lleguen a ser bandidos?
-¿Quién puede juzgar a otro?
-Entonces no hablemos más.
-Otra vez chupaban en silencio la bombilla. Erdosain
comprendía la dulzura de mu-chas cosas. La miró, luego
dijo:
-¡Qué criatura extraña es usted!
Ella sonrió halagada, y una fiesta entró en el
alma de él.
-¿Quiere que ponga más yerba?
-Sí.
De pronto Hipólita lo miró seria.
-¿De dónde sacó usted esa alma que tiene?
Erdosain iba a hablar de sus sufrimientos, pero
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se retuvo por pudor y dijo:
-No sé... muchas veces pensaba en la pureza...
yo hubiera querido ser un hombre puro -y
entusiasmándose, continuó-: Muchas veces sentí la tristeza
de no ser un hombre puro. ¿Por qué? No lo sé. ¿Pero se
imagina usted un hombre de alma blanca, enamorado
por ver primera... y que todos fueran iguales? ¿Se imagina
usted qué amor enorme entre una mujer pura y un hombre
puro? Entonces, antes de entregarse el uno al otro, se
matarían... o no; sería ella la que se ofrecería un día a él...
luego se suicidarían, comprendiendo la inutilidad de vivir
sin ilusiones.
-Sin embargo, eso no es posible.
-Pero existe. ¿No ha visto usted cuántos tenderos y
modistas se suicidan juntos? Se quisieron... no pueden
casarse... van a un hotel... ella se entrega y luego se
matan.
-Sí, pero lo hacen de inconscientes.
-Quizá.
-¿Dónde cenó usted anoche?
Habló Erdosain de los Espila, explicándole la
caída de esa gente en la miseria.
-¿Y por qué no trabajan?
-¿De dónde sacar trabajo? Lo buscan y no
encuentran. Eso es lo terrible. Hasta me pareció observar
que la miseria había destruido en ellos el deseo de vivir.
El sordo Eustaquio tiene talento para las matemáticas...
sabe cálculo infinitesimal; pero eso no le sirve para nada.
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El «Don Quijote» también se lo sabe de memoria... pero
debe tener algo descentrado en el entendimiento... se lo
pintará este hecho: a los dieciséis años lo mandaron a
comprar yerba y fue a una botica en vez de ir a un
almacén. Después de muchas explicaciones dijo que
la yerba era un producto medicinal... que así lo había
estudiado en botánica.
-No tiene sentido práctico.
-Eso mismo. Además, es jugador caviloso... para
resolver un acertijo es capaz de perder la comida y
cuando tiene algunos centavos entra a las confiterías a
atracarse de dulces.
-¡Qué raro!
-En cambio, Emilio es buen muchacho. Tiene... así
me lo ha dicho, la certidumbre de que ese estado psíquico
de ellos, abúlico y extraño, es consecuencia hereditaria, y
sobre esa base rige toda su vida, se mueve con la lentitud
de una tortuga. Es capaz de tardar dos horas en vestirse...
parece que todas sus cosas las hace en una atmósfera de
indecisión extraordina-ria.
-¿Y las hermanas?
-Las pobres hacen lo que pueden... cosen... una
cuida en la casa de una amiga un chico hidrocéfalo con
la cabeza más grande que un melón.
-¡Qué horror!
-Lo que no me explico es cómo se acostumbraron
a todo aquello. Por eso después que los visité, sentí la
gran necesidad de ilusionarlos... y como yo hablaba
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bastante bien, lo conseguí. Y se dedicaron a la rosa de
cobre.
-¿Qué es eso?
Erdosain le explicó sus cavilaciones de inventor.
Había sido al comienzo, poco des-pués que se casó,
cuando soñaba enriquecerse con un descubrimiento. Su
imaginación ocu-paba las noches de máquinas
extraordinarias, trozos incompletos de mecanismos
girando sus engranajes lubrificados...
-¿Pero entonces usted es inventor?...
-No... ahora no... aquello tuvo importancia para mí.
Hubo una época en que tenía el hambre... la terrible
hambre del dinero... posiblemente estuviera enfermo de
una locura que ha cambiado... Ahora, cuando yo les
hablé a ellos de eso, no era porque me interesaba el
asunto económicamente, sino porque necesitaba verlos
ilusionados, necesitaba ver con mis ojos esas pobres
muchachas soñando con vestidos de seda, en un novio
buen mozo, y con un automóvil a la puerta de un chalet
que no tendrían. Y ahora estoy seguro que creen en todo
eso.
-¿Siempre fue usted así?
-No, a veces. ¿No le ha ocurrido a usted sentir en
un momento dado el deseo de hacer obras de
misericordia? Me acuerdo ahora de este otro hecho. Se
lo cuento porque usted antes me preguntó qué alma era
la mía. Me acuerdo. Hace un año. Era un sábado, a las
dos de la madrugada. Recuerdo que estaba triste y
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entré en un prostíbulo. La sala llena de gente que
esperaba turno. De pronto la puerta del dormitorio se
abrió apareciendo la mujer... imagínese usted... una
carita redonda de chica de dieciséis años... ojos celestes
y una sonrisa de colegia-la. Estaba envuelta en un
tapado verde y era más bien alta... pero su carita era la
de una colegiala... Ella miro en redor... ya era tarde; un
negro espantoso, con labios de cartón, se levantó, y
entonces ella, que nos había envuelto a todos en una
promesa, retrocedió triste hacia el dormitorio, bajo la
dura mirada de la regenta.
Erdosain se detuvo un momento, luego, con voz
más pura y lenta, continuó:
-Créame... es muy vergonzoso esperar en un
prostíbulo. Nunca se siente uno más triste que allí
adentro, rodeado de caras pálidas que quieren esconder
con sonrisas falsas, huidas, la terrible urgencia carnal.
Y hay algo además humillante... no se sabe lo que es...
pero el tiempo corre en las orejas, mientras el oído afinado
escucha el crujir de una cama allí dentro, luego, un silencio,
más tarde, el ruido del lavado... pero antes de que nadie
ocupara el sitio del negro, dejé mi silla y fui a la otra.
Esperaba con el corazón dando grandes golpes, y cuando
ella apareció en el umbral yo me levanté.
-Siempre eso... uno tras otro.
-Me levanté y entré, otra vez la puerta se cerró; dejé
el dinero encima del lavatorio, y cuando ella iba a entreabrir
su batón, yo la tomé de un brazo y le dije: «No, yo no he
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entrado para acostarme con vos».
Ahora la voz de Erdosain había adquirido una
fluidez vibrante.
-Ella me miró y seguramente lo primero que pensó
fue si yo no sería algún vicioso; mas mirándola seriamente,
créame, estaba conmovido, le dije: «Mirá, entré porque
me dabas lástima». Ahora nos habíamos sentado junto a
la consola de un espejo dorado, y ella, con su carita de
colegiala, me examinaba gravemente. ¡Me acuerdo!...
Como si fuera ahora. Le dije: «Sí, me dabas lástima. Yo
ya sé que ganarás dos o tres mil pesos mensuales... y que
hay familias que se darían por felices con tener lo que vos
tiras en zapatos... ya lo sé... pero me diste lástima, una
lástima enorme, viendo todo lo lindo que ultrajas en vos».
Ella me miraba en silencio, pero yo no tenía olor a vino.
«Entonces pensé... se me ocurrió en seguida de que entró
el negro, dejarte un recuerdo lindo... y el más lindo
recuerdo que se me ocurrió dejarte fue éste... entrar y no
tocarte... y vos después te acordarás siempre de ese gesto».
Fíjese que en tanto yo hablaba, el batón de la prostituta se
había entreabierto encima de sus senos, mien-tras que
sobre la pierna cruzada se... de pronto ella, al mirarse
en el espejo se dio cuenta y apresuradamente bajó el
vestido sobre sus rodillas, cerrándose el escote. Ese gesto
me hizo una impresión extraña... ella me miraba sin decir
palabra... vaya a saber lo qué pensaba... de pronto la
regenta golpeó con el nudillo de los dedos en la puerta,
ella miró en esa dirección con afligimiento, luego su
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carita se volvió hacia mí... me miró un momento... se
levantó... tomó los cinco pesos y forcejeando los entró
en mi bolsillo al tiempo que decía: «No vengas más porque
si no te hago echar por el portero». Estábamos de pie... yo
ya iba a salir por la otra puerta, y de pronto, con la mirada
fija en la mía, sentí que sus brazos se anudaban en mi
cuello... me miró todavía a los ojos y me besó en la
boca... ¡qué le diré yo a usted de ese beso!... pasó su
mano por mi frente y cuando ya estaba en el umbral, me
dijo: «Adiós, hom-bre noble».
-¿Y usted no volvió más?
-No, pero tengo la esperanza de que algún día nos
encontraremos... vaya a saber en dónde, pero ella, Lucién,
no se olvidará nunca de mí. Pasarán los tiempos, rodará
por los prostíbulos más miserables... se volverá
monstruosa... pero yo siempre estaré en ella como me
había propuesto, como el recuerdo más precioso de su
vida.
Batía la lluvia en los cristales de la puerta y en los
mosaicos del patio. Erdosain chupaba lentamente su
mate.
Hipólita se levantó, fue hasta los cristales y miró un
instante el patio negro. Luego volvióse y dijo:
-¿Sabe que usted es un hombre extraño?
Erdosain caviló un instante.
-Le soy sincero... yo no sé qué va a ser de mi vida...
pero, créame, no estuvo en mis manos el ser un hombre
bueno. Otras fuerzas oscuras me torcieron... me tiraron
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abajo.
-¿Y ahora?
-Ahora voy a hacer un experimento. Encontré a un
hombre admirable que está firme-mente convencido de
que la mentira es la base de la felicidad humana y me he
decidido a secundarlo en todo.
-¿Y lo hace feliz eso a usted?
-No... hace tiempo que he sentido que ya nunca
más seré dichoso.
-¿Pero cree en el amor?
-¡Para qué hablar de eso! -mas de pronto vislumbró
cuál era el motivo de todas las incoherencias que estaba
diciendo hacía unos minutos, y dijo-: ¿Qué es lo que
pensaría usted de mí si mañana... me refiero a cualquier
día... si cualquier día supiera que yo había asesina-do a
un hombre?
Hipólita, que se había sentado, levantó lentamente
la cabeza y dejándola apoyada en el respaldar del sofá,
miró largamente el techo. Luego, entornando los párpados,
dijo filtran-do una mirada fría entre sus pestañas rojas:
-Pensaría que usted era inmensamente
desdichado.
Erdosain dejó su sillón, guardó el calentador, la
yerba y el mate en el cajón del ropero, y entonces Hipólita
le dijo:
-Venga aquí... a mis pies.
Una enorme dulzura estaba en él.
Sentóse en la alfombra de forma que su costado se
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apoyaba en las piernas de ella, abandonó la cabeza en
sus rodillas, e Hipólita cerró los ojos.
Estaba bien así. Reposaba en el regazo de la mujer,
y el calor de sus miembros traspasaba la tela, entibiándole
la mejilla. Aquella situación además le parecía muy natural;
la vida adquiría ese aspecto cinematográfico que siempre
había perseguido, y no se le ocurrió pensar en Hipólita,
tiesa en el sofá, pensaba en él, era un débil y un sentimental.
El tic tac del reloj espaciaba en el intervalo de su
engranaje una gota de sonido que caía sucesivamente
como una lenteja de agua en el cúbico silencio de la
habitación. E Hipólita se dijo:
-Toda la vida no hará nada más que quejarse y sufrir.
¿Para qué me sirve un mucha-cho así? Tendría que
mantenerlo. Y la rosa de cobre debe ser una pavada. ¿Qué
mujer va a llevar en el sombrero adornos de metal,
pesados, y que se ennegrecen? Todos son así, sin
embargo. Los débiles, inteligentes e inútiles; los otros,
brutos y aburridos. Todavía no he encontrado entre
ellos uno digno de cortarle el pescuezo a los otros, o de
ser un tirano. Dan lástima.
Pensaba así frecuentemente, a media que la realidad
deslucía los fantoches que su imaginación teñía de vivos
arrogantes un momento. Podía señalarlos con el dedo.
Este pelele erguido, perfumado y severo que los días
hábiles hacia reputación de su empaque y silencio, era un
infeliz lascivo, aquel otro pequeño y modosito, siempre
gentil, discreto y sensato, era víctima de vicios atroces,
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aquel brutal como un carretero y fuerte como un toro,
más inexper-to que un escolar, y así todos pasaban ante
sus ojos anudados por el deseo semejante e inextinguible,
todos habían abandonado un instante las cabezas en sus
rodillas desnudas, mien-tras que ella, ajena a las manos
torpes y a los transitorios frenesíes que envaraban los
fanto-ches tristes pensaba, áspera, la sensación de vivir
como una sed en el desierto.
-Así era. A los hombres sólo los movía el
hambre, la lujuria y el dinero. Así era.
Angustiada, decíase que el único que la había
interesado era el farmacéutico, capaz de levantarse por
unos instantes por encima de su carnadura vehemente,
pero el terrible juego había desvanecido su mecanismo, y
ahora yacía más roto que los otros muñecos.
¡Qué vida la suya! En otros tiempos, cuando era
mocita desvalida, pensaba que nunca tendría dinero ni
una casa alhajada con hermosos muebles, ni vajilla
reluciente, y esa imposibilidad de riqueza la entristecía
tanto como hoy saber que ningún hombre de los que
podían encamarse con ella tenía empuje para
convertirse en un tirano o conquistador de tierras
nuevas.
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LA VIDA INTERIOR
-¡Sí había soñado!
Días hubo en que se imaginó un encuentro
sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y
tuviera en su casa un león domesticado. Su abrazo sería
infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces
encontraría placer en depilarse por él los sobacos y
pin-tarse los senos. Disfrazada de muchacho recorría
con él las ruinas donde duermen las escolopendras y
los pueblos donde los negros tienen sus cabañas en la
horqueta de los árbo-les. Pero en ninguna parte había
encontrado leones, sino perros pulguientos, y los
caballeros más aventureros eran cruzados del tenedor y
místicos de la olla. Se apartó con asco de estas vidas
estúpidas.
En el transcurso de los días los raros personajes de
novela que había encontrado, no eran tan interesantes
como en la novela, sino que aquellos caracteres que los
hacían nítidos en la novela eran precisamente los aspectos
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odiosos que los tornaban repulsivos en la vida. Y, sin
embargo, se les había entregado.
Mas, ya saciados, se apartaban de ella como si se
sintieran humillados de haberle ofrecido el espectáculo
de su debilidad. Ahora se sumergía en la esterilidad de su
vivir igual a un arenal geográficamente explorado.
Así como era imposible transmutar el plomo en
oro, asiera imposible transformar el alma del hombre.
Cuántas veces había caído desnuda entre los
brazos de un desconocido y le había dicho: «¿No te
gustaría ir al África?» El otro respingó como sí a su lado
hubiera silbado un crótalo. Y entonces tenía la impresión
de que esos cuerpos armados de huesos, devanados en
músculos, eran más débiles que los de los tiernos infantes,
más asustadizos que los niños en el bosque.
Las mujeres le eran odiosas. Las veía abatirse bajo
la sensualidad de los machos para ofrecer por todas partes
la fealdad de sus vientres hinchados. Tenían
exclusivamente capaci-dad para el sufrimiento, éste era
un mundo de gente fatigada, fantasmas apenas
despiertos que apestaban a tierra con su grávida
somnolencia, como en las primeras edades los mons-truos
perezosos y gigantescos. De allí que toda su alma voladora
se sintiera aplastada por la inutilidad de los prójimos.
Porque Hipólita hubiera querido moverse en un
universo menos denso, un mundo liviano como una
pompa de jabón donde la materia no estuviera sometida
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a la gravedad, y se imaginaba la dicha riente de recorrer
todas las veredas del planeta metamorfoseaba a su
voluntad y dándole a los días la realidad de un juego
que compensara aquel que su niñez había carecido.
Todo le había sido negado cuando pequeña.
Recordaba que una de las quimeras de su infancia fue
soñar que sería la criatura más dichosa del mundo si viviera
en una habitación empapelada.
Había visto en las vidrieras de las ferreterías
papeles pintados que en su reducida imaginación se le
figuraba que tornarían soñadora la vida de los que se
rodeaban de ellos, papeles pintados que eran como
trasplantar en una casa el Bosque de los
Encantamientos, con sus flores arbitrarias de azules y
retorcidas en fondos listados de oro, y este sueño de los
siete años fue en ella tan intenso, como más tarde cuando
criada la idea que se hizo acerca del placer que
experimentaría si pudiera tener un Rolls-Royce, cuya
tapicería de cuero era tan preciosa en su imaginación,
como lo fueran los imposibles papeles pintados que
tan sólo costaban sesenta centavos el rollo.
Había declinado en tiempos idos. Recordaba ahora,
con la cabeza del hombre sobre sus rodillas, aquellos
atardeceres de domingo cuando súbitamente se
encapotaba el tiempo y la brisa fría empujaba a sus amas
del jardín a la sala. Picoteaba la lluvia en los cristales, ella
se refugiaba en la cocina resplandeciente de limpia, y a
través de las habitaciones llegaba la voz de las visitas, las
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señoras conversaban mientras que las niñas hojeaban
revistas detenién-dose en las fotografías de las
ceremonias nupciales, o tocaban el piano.
Y ella sentada ante la mesa, con la punta del delantal
retorciéndose entre sus dedos el busto ligeramente
inclinado, se dejaba penetrar de los sonidos, que le
eran siempre tristes, aunque hablaran de cosas alegres.
Como una leprosa se sentía aislada de la felicidad. La
música le traía una visión de lugares distintos, hoteles
entre montañas, y ella no sería jamás la recién casada que
baja al comedor en compañía de su esposo hermoso,
mientras tintinea la vajilla y los pájaros revolotean en
torno de las ventanas por donde se distingue el caer de
una cascada.
Retorcía lentamente la punta del delantal entre sus
dedos, inclinada la frente, las piernas cruzadas.
No tendría jamás un esposo como Marcelo, ni
extendería su mantilla sobre la aterciopelada baranda
de un palco, mientras centellean los diamantes en las
orejas de las duquesas y los violines ante el proscenio
chirrían suavemente.
Tampoco sería una señora, una de esas jóvenes
señoras que ella había servido y cuyos esposos
mimosean dulcemente a medida que la preñez avanza
sus sufridores vientres. Y su pena crecía dulcemente como
la oscuridad en el crepúsculo.
-¡Servir... siempre servir!
Entonces un rencor se infiltraba en su angustia, la
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frente le pesaba y sus párpados rojos caían sancionando
una resignación.
Y en la sala el piano hacía pasar los países distintos
por su atención soñera y se imaginaba que la educación
de esas señoritas debía hacer sus almas más hermosas y
apeteci-bles para el deseo del novio y su cabeza pesaba
como si el cráneo se le hubiera trasmutado en un casco de
huesos de plomo.
Todo lo que la rodeaba, cacerolas y fogones y las
limpias maderas de las estanterías de la cocina, y los
espejos del cuarto de baño y las pantallas rojas de las
lámparas, le parecían representar un valor que ponía para
siempre a esos enseres fuera de su alcance, y el repasador
como la alfombra, así como el triciclo de los niños, le
parecía haber sido creado para proporcionar la felicidad
a seres de distinta pasta de la que ella estaba formada.
Los mismos vestidos de las niñas, las telas livianas
con que adornaban sus preciosos cuerpos, las puntillas
y cintas, se le figuraban de distinta naturaleza que las
que ella podía comprar por el mismo dinero. Esta
sensación de convivir provisoriamente con gente situada
en un mundo desemejante al que ella pertenecía la
desazonaba, al extremo que la desesperan-za aparecía
como un estigma en el rostro.
¡Qué podía ser ella, sino sirvienta, siempre
sirvienta!
Hoscamente se levantaba de su corazón una negativa
sorda, respuesta al fantasma invisible que la encocoraba.
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Su vida era una resistencia erguida contra la domesticidad.
No sabía cómo escaparía de tal encadenamiento de
desdichas, pero no dejaba de repetirse que ese estado
era provisorio, ignorante sin embargo de lo que tenía
que sobrevenirle. Y conti-nuamente observaba los
modales de las señoritas y estudiaba cómo inclinaban las
cabezas, así como se despedían de las amigas en las puertas
de sus casas, reproduciendo luego ante un espejo los
saludos y gestos que recordaba. Y estos actos que
ejecutaba en la soledad de su cuartujo dejábanle por
algunas horas en los labios y en el alma una sensación de
señoría y delicadeza y entonces se reconvenía anteriores
modales torpes, como si esos anteriores mo-dales fueran
en desmedro de su auténtica y actual personalidad de
señorita.
Durante algunas horas su vida estaba inflamada de
delicadeza penetrante y blanda como la fragancia de una
crema perfumada, con vainilla, y le parecía sentir en su
garganta las melifluas voces de los «sí» y de los «no»
hasta hacerse la ilusión de que estaba respondiéndo-le a
una deliciosa interlocutora que tenía una piel de zorro
azul en torno del cuello.
Su cuarto de sirvienta se repoblaba de fantasmas
insinuantes, sentada en una butaca forrada de seda de
color de cocodrilo, recibía a sus amigas que venían a
despedirse para irse a «París de Francia» y hablaba de
noviazgos. «Su mamá no le permitía este verano ir a
veranear a X... porque se encontrarían con S..., ese
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indiscreto que la asediaba con exceso». O cruzaba el mar,
un mar quieto como los lagos de Palermo, sentada en una
cesta de mimbre como lo había visto en las fotografías de
los puentes de los piróscafos de lujo, cuando pasaba por
las calles a hacer las compras en el mercado. Tendría una
Kodak abandonada en su falda mientras que un joven
con la gorra en la mano e inclinado hacia ella la hablaría
con timidez.
Su alma de criada se anegaba de felicidad.
Comprendía que aquello era tan lindo que de haber podido
gozarlo su caridad hubiera sido infinita. Y se veía en un
atardecer de invier-no recorriendo una callejuela
oscurecida, envuelta en un abrigo de petit-gris, en busca
de una huérfana, hija de un ciego. Le llevaba socorros, la
convertía en su hija adoptiva y un día la huérfana hacía su
presentación en sociedad; sería entonces una deliciosa
joven; los hombros descubiertos entre plumones de
gasa, y, sobre la limpia frente, una onda de cabello
rubio concertaría con la delicadeza de sus almendrados
ojos.
Y de pronto una voz la llamaba:
-Hipólita... sirva el té.
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UN CRIMEN
Erdosain levantó bruscamente la cabeza, e Hipólita,
como si hubiera estado pensan-do en él, dijo:
-Vos también... vos también fuiste muy
desgraciado.
Erdosain tomó la fría mano de la mujer y
apoyó en ella los labios.
Ella continuó despacio:
-A veces me parece un mal sueño esta vida. Ahora
que me siento tuya me aparece otra vez la pena de otros
tiempos. Siempre, en todas partes, sufrimientos.
Luego dijo:
-¿Qué es lo que habrá que hacer para no
sufrir?
-Es que llevamos el sufrimiento en nosotros. Una
vez llegué a pensar que flotaba en el aire... era una idea
ridícula; pero lo cierto es que la disconformidad está
en uno.
Callaron. Hipólita acariciaba con lentitud su cabello,
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de pronto la mano se apartó de su cabeza y Erdosain
sintió que la mujer apretaba su mano contra los labios.
Erdosain, sentándose a su lado, murmuró:
-Decíme, ¿qué te he hecho para que me hagas tan
feliz? ¿No comprendes que haces bajar el cielo para mí?
Nunca me había sentido tan enormemente desgraciado.
-¿Nadie te ha querido?
-No sé; pero nunca el amor me fue mostrado en su
pasión terrible. Cuando me casé tenía veinte años y creía
en la espiritualidad del amor.
Caviló un instante, mas no tardó en levantarse, y
después de apagar la luz, se sentó en el diván junto a
Hipólita. Luego dijo:
-Quizá fuera un infeliz. Cuando me casé no la había
besado a mi mujer. Cierto es que jamás había sentido la
necesidad de hacerlo, porque yo confundía con
pureza lo que era frialdad de sus sentidos y además...
porque yo creía que a una señorita no se le debe besar.
La otra sonreía en la oscuridad. El estaba ahora
sentado a la orilla del sofá, con los codos clavados en las
rodillas y las mejillas entre la palma de las manos.
Un relámpago violeta iluminó la habitación.
El prosiguió con lentitud:
-La señorita estaba en mi concepto como la más
verdadera expresión de pureza. Además... no se ría...
yo era pudoroso... y la noche del día que nos casamos,
cuando ella se desvistió con naturalidad frente a la lámpara
encendida, yo volví la cabeza avergonzado... y después
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me acosté con los pantalones puestos.
-¿Usted hizo eso? -en la voz de la mujer
temblaba la indignación.
Erdosain se echó a reír, excitadísimo:
-¿Por qué no? -al tiempo que examinaba
oblicuamente a la Coja se restregaba las manos-. He
hecho eso y muchas cosas más graves aún. Y las que
haré... «Han llegado los tiempos», decía su esposo. Creo
que tiene razón. Claro está que dichos episodios se refieren
a una época de mi vida en la que vivía como un idiota. Le
digo esto para que esté segura que si me tuviera que
acostar con usted no lo haría con los pantalones
puestos...
Por un momento Hipólita tuvo miedo. Erdosain no
hacía nada más que observarla con el rabillo del ojo,
mientras que se restregaba las manos. Precavida, ella
agregó:
-Debe haber pasado que usted estaba enfermo.
Como yo cuando era sirvienta. Se vive entre cielo y
tierra...
-Eso, entre cielo y tierra... Precisamente eso. Sí, me
acuerdo de cuando me trataban de imbécil.
-¿También?...
-Sí, en mi cara... yo quedaba mirándolo al que me
había injuriado, y mientras todos los músculos se me
relajaban en una flojedad inmensa, me preguntaba qué es
lo que había hecho, no sé en qué tiempo, para soportar
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tantas humillaciones y cobardías. Sufrí mucho... tanto...
que más de una vez me sentí tentado a irme a ofrecer
como criado en alguna casa rica... ¿Podía acaso tragar
más vergüenza? Entonces sentí el terror, un espantoso
miedo de no tener un objeto noble en mi vida, un sueño
grande, y por fin ahora lo he encontrado... he condenado
a muerte a un hombre... Quédese ahí sentada... Mañana,
porque yo no me opon-go, un hombre va a ser asesinado.
-¡No es posible!
-Sí, es cierto. El hombre de la mentira, el hombre
del que le hablé antes, necesitaba dinero para realizar su
proyecto. Así se realizará, porque yo quiero que suceda.
Mañana me entregará un cheque para cobrar. Cuando yo
vuelva será ejecutado.
-No... no es posible.
-Si, y si no vuelvo no lo asesinarían, porque sin el
dinero el crimen es inútil... son quince mil pesos... yo
puedo escaparme con ellos... la sociedad se va al diablo...
el hombre se salva. ¿Se da cuenta usted? De mi honradez
criminal depende todo.
-¡Dios mío!
-Quiero que se haga el experimento... Usted
comprende, ciertas determinaciones lo convierten a uno
en un dios. Desde hace mucho tiempo estoy resuelto a
matarme. Si antes, cuando le dije, usted hubiera asentido,
yo me mataba. ¡Si supiera lo hermoso y grande que
me siento! No me hable más del otro... ya está resuelto,
hasta me alegra pensar en el pozo que me hundo. ¡Se da
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cuenta usted!... Y cualquier día... no, de día no será...
cualquier noche, cuando esté harto de tanta farsa e
incoherencia, me iré.
Una arruga se bifurcó en la frente de Hipólita. No
cabía duda. Aquel hombre estaba loco. Su alma
aventurera previo acontecimientos futuros, y se dijo:
«Con este imbécil es necesario proceder
prudentemente». Y cruzando los brazos sobre el tapado,
preguntó, como si lo dudara:
-¿Usted tendría coraje de matarse?
-No es lo que usted dice. Ya no hay coraje ni cobardía.
Desde muy adentro tengo la sensación de que suicidarse
es como irse a sacar una muela. Cuando pienso así, todo
descan-sa en mí. Cierto es que yo había pensado en otros
viajes y en otras tierras, en otra vida. Hay algo en mí que
desea todo lo delicado y hermoso. Muchas veces pensé
que sí... pongamos esos quince mil pesos que voy a
cobrar mañana... podría irme a las Filipinas... al Ecuador
a recomenzar mi vida, casarme con alguna doncella
millonaria y delicada... estaríamos durante las siestas
acostados en una hamaca, bajo los cocoteros, mientas
que los negros nos ofrece-rían naranjas partidas. Y yo
miraría tristemente el mar... ¿y sabe?... esta certidumbre
que me dice que adonde vaya miraré tristemente el mar...
esta seguridad de que ya nunca más seré dichoso... al
comienzo me enloqueció... y ahora me he resignado.
-¿Entonces para qué va a hacer el experimento?
-¿Sabe?... todavía no he llegado al fondo de mí
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mismo... pero el crimen es mi última esperanza... y el
Astrólogo lo sabe, porque cuando hoy le pregunté si no
temía que me esca-para, me contestó: «No, por el
momento, no... Usted más que nadie necesita que esto
resulte para desangustiarse...» Ya ve usted hasta dónde
he llegado.
-Nunca me imaginaría tal cosa. ¿Y lo van a
matar en Témperley?
-Sí. Sin embargo... ¡Qué sé yo! La angustia.
¿Sabe usted lo que es la angustia? ¿Tener la
angustia arraigada hasta los huesos como la
sífilis? Vea, hace cuatro meses de esto: esperaba el
tren en una estación de campo. Tardaría tres
cuartos de hora en llegar... y enton-ces crucé a
una plaza que había enfrente. A los pocos
minutos de estar sentado en un banco, una
chica... tendría nueve años, vino a sentarse a mi
lado. Empezamos a charlar... estaba con un
delantal blanco... vivía en una de las casas que
había allí enfrente... Lentamente, sin poderme
contener, desvié la conversación hacia un tema
obsceno... mas con prudencia... sondeando el
terreno. Una curiosidad atroz se había apoderado
de mí conciencia. La criatura, hipnotizada por su
instinto semidespierto, me escuchaba
temblando... y yo, despacio, en ese momento
debía tener una cara de criminal... fíjese que
desde la garita de los guardagujas dos cambistas
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me miraban con atención, le revelé el misterio
sexual, incitándola a que se dedica-ra a
corromper a sus amiguitas...
Hipólita se apretó las sienes con los dedos.
-¡Pero usted es un monstruo!
-Ahora he llegado al final. Mi vida es un horror...
Necesito crearme complicaciones espantosas... cometer
el pecado. No me mire. Posiblemente... vea... las personas
han perdido el sentido de la palabra pecado... el pecado
no es una falta... yo he llegado a darme cuenta que el
pecado es un acto por el cual el hombre rompe el débil
hilo que lo mantenía unido a Dios. Dios le está negado
para siempre. Aunque la vida de ese hombre después
del pecado se hiciera más pura que la del más puro
santo, no podría llegar jamás hasta Dios. Yo voy a
romper el débil hilo que me unía a la caridad divina. Lo
siento. Desde mañana seré sobre la tierra un monstruo...
imagínese usted una criatura... un feto... un feto que tuviera
la virtud de vivir fuera del seno materno... no crece jamás...
velludo... pequeño... sin uñas camina entre los hombres
sin ser un hombre... su fragilidad horroriza al mundo que
lo rodea... pero no hay fuerza humana que pueda restituirlo
al vientre perdido. Es lo que me ocurrirá mañana a mí.
Me alejaré de Dios para siempre. Estaré solo sobre la
tierra. Mi alma y yo, los dos solos. El infinito por delante.
Siempre solos. Y noche y día... y siempre un sol amarillo.
¿Se da cuen-ta? Crece el infinito... arriba un sol amarillo
y el alma que se apartó de la caridad divina anda sola y
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ciega bajo el sol amarillo.
Un golpe sordo estremeció el suelo, y de pronto
ocurrió algo extraordinario. Erdosain calló espantado.
Hipólita estaba arrodillada a sus pies... Ella le tomó la
mano y se la cubrió de besos. En la oscuridad la mujer
exclamó:
-Deja... déjame que te bese esas pobres manos. Sos
el hombre más desdichado de la tierra.
-Levántate, Hipólita.
-No, quiero besarte los pies -él sintió que sus brazos
le apretaban las piernas-. Sos el hombre más desgraciado
de la tierra. ¡Cuánto sufriste, Dios mío! ¡Qué grande que
sos... qué grande es tu alma!
Erdosain la levantó con dulzura infinita. Sentíase
ablandado por una piedad infinita, la atrajo sobre su
pecho, le alisó el cabello en la frente, y le dijo:
-Si supieras ahora lo fácil que va a ser morir.
Como un juego.
-¡Qué alma la tuya!...
-¿Pero estás afiebrada?...
-¡Pobre muchacho!
-¿Por qué? Si ahora somos como dioses... Sentate a
mi lado. ¿Estás bien así? Mirá, hermanita, todo lo que
sufrí ha sido pagado con tus palabras. Viviremos un
tiempo más...
-Sí, como novios...
-Sólo el gran día serás mi esposa.
-¡Te quiero tanto!... ¡Qué alma la tuya!
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-Y después nos iremos.
Y ya no hablaron más. La cabeza de Hipólita estaba
caída sobre su pecho. Faltaba poco para amanecer.
Entonces Erdosain dobló ese cuerpo fatigado sobre el
sofá... ella sonrió extenuada; luego Remo sentóse sobre
la alfombra, apoyó la cabeza en el borde del sofá, y así
acurrucado quedóse adormecido.
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SENSACIÓN DE LO SUBCONSCIENTE
Semi incorporado en un sofá, con los brazos
cruzados y la galera echada sobre la frente, el Astrólogo
meditaba esa noche sus preocupaciones, en la
oscuridad del escritorio. La lluvia batía en los cristales
de la ventana, pero no la escuchaba ensimismado en
numero-sos proyectos. Además, le ocurría algo extraño.
La proximidad del crimen a cometer aceleraba en el
espacio de tiempo normal otro tiempo particular. Recibía
así la sensación de existir sensibilizado en dos tiempos.
Uno natu-ral a todos los estados de la vida normal,
otro fugacísimo y pesado en los latidos de su corazón,
escapándose entre sus dedos trabados por la meditación
como el agua de un cesto.
Y el Astrólogo, retenido dentro del tiempo del reloj,
sentía deslizarse en su cerebro el otro tiempo rapidísimo
e interminable que como una película cinematográfica, al
deslizarse vertiginosamente, hería con las imágenes que
aparejaba, su sensibilidad, de un modo impre-ciso y
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fatigante, ya que antes de percibir con claridad una idea
ésta había desaparecido para ser substituida por otra. Tal
que, cuando miraba el reloj encendiendo un fósforo,
comprobaba que el tiempo transcurrido era de minutos,
mientras que en su entendimiento esos minutos
mecánicos, acelerados por su ansiedad, tenían otra
longitud que ningún reloj podía medir.
Sensación que lo retenía en la oscuridad, a la
expectativa. Comprendía que cualquier error cometido
en dicho estado podría serle fatal más tarde.
El asesinato del hombre Barsut no le preocupaba
mayormente, sino las precauciones que debía tomar para
que ese hecho no adquiriera importancia indebida. Y
aunque pretendía preparar una coartada, ello era
dificultoso. Tenía la sensación de que el que así cavilaba
en las tinieblas no era él, sino que estaba contemplando a
su doble, un doble forjado de emoción y que tenía su
apariencia exacta, con la cara romboidal, brazos cruzados
y la galera echada sobre la frente. Sin embargo, no podía
darse cuenta de qué naturaleza eran los pensamientos de
ese doble tan íntimamente ligado a él y tan distante de
su comprensión. Porque juzgaba que su sentimiento
de existir era en aquellos instante más efectivo que la
existencia de su cuerpo. Mas tarde, explicando dicho
fenómeno, dijo que era la conciencia de la distinta
velocidad del tiempo que duraban sus emociones,
dentro del otro tiempo mecánico, como aquellos que
dicen «aquel minuto me pareció un siglo».
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Imposibilidad de pensar que no dejaba de ser
importante, ya que se trataba de quitar-le la vida a un
hombre, paralizar la circulación de sus cinco litros de
sangre, enfriar todas sus células, borrarlo de la vida como
una mancha de un papel blanco eliminando todo rastro
en la superficie. Como tan grave problema no se apartaba
del Astrólogo, éste sentíase dentro del tiempo mecánico
del reloj, el hombre físico, mientras que en la lenta
velocidad del otro tiempo que ningún reloj podía
controlar se localizaba su doble, pensativo,
enigmático, auténticamente misterioso, preparando
quizá qué coartadas que luego lo sorprenderían al
hombre inteligente.
La certidumbre de haberse convertido por la
proximidad del crimen en un doble mecanismo
con dos nociones de tiempo tan diferentes y dos
inercias tan desemejantes, lo apoltronaban sombrío
en la oscuridad.
Una fatiga terrible anonadaba su musculatura, sus
miembros recios, la coyuntura de sus huesos.
La lluvia hacía funcionar en las acequias el breve
engranaje de las ranas, pero él, hombre de acción,
ablandado por la inquietud como si le hubieran
reblandecido los huesos y no pudiera ponerse de pie,
«yo, hombre de acción -se decía-, permanezco aquí,
estoy así dentro de mi plazo de tiempo mecánico,
palpitando con otro tiempo que no es mi tiempo y que
me relaja para la precaución. Porque es indudable que
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matar a un hombre es lo mismo que degollar a un cordero,
pero no lo es para los otros, y aunque estén distantes y mi
conducta sea un misterio para ellos, este tiempo anormal
me los acerca, y yo no me puedo casi mover, como si
ellos estuvieran allí, en la sombra, espiándome. Será el
tiempo de nerviosidad lo que me inutiliza, o el Astrólogo
subconsciente que se reserva sus ideas y me deja
exprimido como una naranja para concebir
pensamientos que ahora me hacen falta. Sin embargo,
muerto Barsut, la vida continuará como si nada hubiera
ocurrido... y es que nada ha ocurrido si esto no se
descubre».
Encendió nuevamente un fósforo. La habitación
quedó flechada de vértices de som-bras movedizas. No
había pasado un minuto. Sus pensamientos eran
simultáneos y contenían en la nada del tiempo hechos
que para estar presentes en el tiempo que los recogía
hubieran necesitado en otras circunstancias meses y años.
Así había nacido hacía cuarenta y tres años y siete días,
y ese pasado se aniquilaba de continuo en el presente,
presente tan fugaz, que siempre era el Astrólogo del
minuto posterior, en el tiempo de minuto o segundo
venidero. Ahora su vida enfocada hacia un hecho que
aún no existía, pero que se consumaría dentro de algunas
horas, se tendía dentro del tiempo mecánico como un
arco, cuya violencia contenida daba al tiempo del reloj
la tensión extraordinaria de ese otro tiempo de
inquietud.
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Y aunque muchas veces se había dicho que si tenía
oportunidad de poder asesinar a alguien no desperdiciaría
la ocasión, volvió a detener sus preocupaciones en
aquellos tiem-pos de misterio. Luego saltó de allí a la
imaginación de una dictadura, que se sostendría
mediante el terror impuesto por numerosas ejecuciones y
el medio de anular esa repugnante impresión momentánea
era representarse a los fusilados como hombres
horizontales. En efecto, se imaginaba en el centro de la
llanura el pequeño cuerpo de un hombre tendido, y al
compa-rar la longitud del muerto con la de los millares
de kilómetros que medía la tierra por él tiranizada, se
apoderaba de la certidumbre que la vida de un hombre
no tenía ningún valor.
El otro se pudriría bajo la tierra, mientras que él,
eliminado el obstáculo humano cuya longitud era la
millonésima parte de la tierra suya, avanzaría hacia todas
las conquistas.
Luego pensaba en Lenin, que, restregándose las
manos, repetía a los comisarios de los Soviets:
Es una locura. ¿Cómo podemos hacer la
revolución sin fusilar a nadie? -Y esto regocijaba el
corazón del Astrólogo. Establecería dicho principio en la
sociedad. Los futuros patriarcas de razas serían educados
con un inexorable criterio homicida; y nuevamente se
ensanchaban sus esperanzas. Luego reconocía que todo
innovador debía luchar con ideas antiguas, estampadas
por la costumbre en sí mismo, y que todas sus
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cavilaciones actuales eran la consecuencia de una
contradicción entre principios a sancionarse y aquellos
estable-cidos.
El tiempo corría entre sus dedos trabados por
la cavilación.
Asesino de hoy sería el conquistador del mañana,
pero en tanto soportaba la hosca malevolencia del
presente amasado con ayeres. Levantóse encolerizado.
Llovía aún. Salió hasta la escalinata, donde se detuvo
escudriñando la oscuridad silvestre, estremecida por el
agua que caía espesa y lenta. Las tinieblas parecían allí
formar parte de la existencia de un monstruo que jadeaba
pesadamente en la oscuridad. La tierra mojada se había
vuelto ocre... Y él era un hombre firme en la noche, un
animador de acontecimientos grandiosos, y sin embargo
ningún fantasma se levantaba de la espesura para
sancionar su actitud. Ahora se preguntaba si los hombres
de otras edades habían sufrido sus indecisiones, o sí
marchaban al logro de sus fines satisfechos de que la
Muerte les diera un espesor de coraza a sus
determi-naciones. ¿Pero tenía importancia la muerte?
Decíase que como a ente filosófico lo único que podía
interesarle era la especie, no el individuo, más los que
asediaban con escrúpulos eran sus sentimientos, que
contra su voluntad desdoblaban el tiempo que se
necesitaba, en dos tiempos extraños.
Un relámpago interpuso distancias azules entre los
bloques de las montañas de nu-bes.
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Mojado y con la cabellera revuelta, se detuvo a un
costado de la escalinata el Hom-bre que vio a la Partera.
¡Ah! es usted -dijo el Astrólogo.
-Sí; quería preguntarle qué es lo que piensa usted de
esta interpretación del versículo que dice: «El cielo de
Dios». Esto significa claramente que hay otros cielos
que no son de Dios...
-¿De quién, entonces?
-Quiero decir que puede ser que haya cielos en
los que no esté Dios. Porque el versículo añade: «Y
bajará la nueva Jerusalén». ¿La nueva Jerusalén? ¿Será la
nueva Iglesia?
El Astrólogo meditó un instante. El asunto no le
interesaba, pero sabía que para mantener su prestigio
ante el otro tenía que responder, y contestó:
-Nosotros, los iluminados, sabemos en secreto
que la nueva Jerusalén es la nueva Iglesia. Por eso dice
Swedemborg: «Puesto que el Señor no puede manifestarse
en persona, y habiendo anunciado que vendrá y establecerá
una Nueva Iglesia, sigue que lo hará por medio de un
hombre, que no sólo pueda recibir la doctrina de esta
iglesia, sino también publicarla por medio de la prensa...»
pero ¿por qué usted independientemente de otra escritura
llega a admitir la existencia de varios cielos?
Bromberg, guareciéndose en el pórtico, miró la
jadeante oscuridad estremecida por la lluvia, luego
contestó:
-Porque los cielos se sienten como el amor.
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El Astrólogo miró sorprendido al judío, y éste
continuó:
-Es como el amor. ¿Cómo puede usted negar el amor
si el amor está en usted y usted siente que los ángeles
hacen más fuerte su amor? Lo mismo pasa con los
cuatro cielos. Se debe admitir que todas las palabras de
la Biblia son de misterio, porque si así no fuera el libro
sería absurdo. La otra noche leía entristecido el
Apocalipsis. Pensaba que tenía que asesinarlo a Gregorio,
y me decía si está permitido verter sangre humana.
-Cuando se estrangula no se vierte sangre -repuso
el Astrólogo.
-Y cuando llegué a la parte del «cielo de Dios»
comprendí el motivo de la tristeza de los hombres. El
cielo de Dios les había sido negado por la iglesia
tenebrosa... y por eso los hombres pecaban tan
fuertemente.
En las tinieblas, la voz aniñada de Bromberg
sonaba tan tristemente como si se lamentara de que lo
hubiesen excluido del verdadero cielo. El Astrólogo
arguyó:
-El hombre alado que me habla en sueños me ha
dicho que el fin de la iglesia tene-brosa es próximo...
-Así tiene que ser... porque el infierno crece
día a día. Son tan pocos los que se salvan, que el cielo
junto al infierno es más chico que un grano de arena
junto al océano. Año tras año crece el infierno, y la iglesia
tenebrosa, que debió salvar al hombre, engorda día por
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día al infierno, y el infierno triste crece, crece, sin que
haya una posibilidad de hacerlo más pequeño. Y los
ángeles miran con miedo la iglesia tenebrosa y el infierno
rojo inflado como el vientre de un hidrópico.
El Astrólogo repuso, adoptando para hablar un
altisonante tono:
-Por eso el hombre alado me ha dicho: «Ve, santo
varón, a edificar a los hombres y a anunciar la buena
nueva. Y extermina a los anticristos y revélale tus secretos
y los secretos de la nueva Jerusalén a Bromberg el judío»
-y de pronto el Astrólogo, tomándolo de un brazo a su
compañero, le dijo-: ¿No te acuerdas cuando tu espíritu
conversaba con los ángeles y les servías el pan blanco a
la orilla de los caminos, y les hacías sentar a la puerta de
tu cabana y les lavabas los pies?
-No me acuerdo.
-Pues debías acordarte. ¿Qué dirá el Señor cuando
sepa eso? ¿Cómo responderé yo de tu alma ante el Ángel
de la Nueva Iglesia? Me dirá: ¿Qué es de ese hijo
querido, mi piadoso Alfon? ¿Y yo qué le diré? Que eres
un cernícalo. Que te has olvidado de los tiempos en que
realizaste una existencia angélica y que te pasas todo el
día en un rincón ventoseando como un mulo.
Gravemente enfurruñado, objetó Bromberg:
-Yo no ventoseo.
-Y bien ruidosamente ventoseas... pero no
importa... el Ángel de las Iglesias sabe que tu espíritu
arde en la devoción sincera, y que eres enemigo del
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Rey de Babilonia, del tenebroso Papa, y por eso estás
elegido para ser el amigo del hombre, que con mandato
del Señor establecerá la Nueva Iglesia sobre la tierra.
Sonaba quedamente la lluvia en las hojas de las
higueras y toda la oscuridad acre y blanda estremecía en
la noche su húmedo hedor vegetal. Bromberg predijo
gravemente:
-Y el Papa, el mismo Papa espantado saldrá a la
calle descalzo, y todos se apartarán de él con terror y
premura y en los caminos los cercos se llenarán de
flores cuando pase el santo Cordero.
-Así nomás es -continuó el Astrólogo-. Y en el
cielo entreabierto será dado ver a todos los pecadores
arrepentidos, las doradas puertas de la nueva Jerusalén.
Porque tan in-mensa es la caridad de Dios, querido Alfon,
que ningún hombre podría entrar directamente en
contacto con ella sin caer por tierra con los huesos
esponjosos.
-Por eso yo daré a los hombres mi interpretación
del Apocalipsis y luego me iré a la montaña a hacer
penitencia y a rogar por ellos.
-Así es Alfon, pero ahora vete a dormir porque tengo
que meditar y es la hora en que el hombre alado viene a
hablarme a la oreja. Tú también tienes que dormir porque
mañana, si no, no tendrás fuerza para estrangular al
réprobo...
-Y al Rey de Babilonia.
-Así es.
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Lento separóse de la gradinata el Hombre que vio a
la Partera. El Astrólogo entró a la casa y subiendo por una
escalera que estaba a un costado del vestíbulo, se internó
en una habitación extremadamente alargada, cruzada en
los altos por las vigas que soportaban las alfajías del
techo, que allí extendía su oblicua ala.
En los muros desconchados no había ningún
grabado. En un rincón estaban los baú-les de Gregorio
Barsut y bajo un ojo de buey una cama de madera pintada
de rojo. Una manta negra formaba baturrillo con las
sábanas blancas. Sentóse pensativamente el Astrólogo a
la orilla del lecho. Su gabán se entreabrió dejando ver
desnudo el pecho velludo. En horqueta abrió la yema de
los dedos sobre sus mostachos de foca, y frunciendo el
ceño quedóse contemplando un baúl en el rincón.
Quería hacer salta su pensamiento a una
novedad exterior, que rompiendo el monorritmo de
sus sensaciones le devolviera la presencia de ánimo que,
anteriormente a la determinación de asesinar a Barsut,
estaba en él.
-Son veinte mil pesos -pensó-, veinte mil pesos que
servirán para instalar los prostí-bulos y la colonia... la
colonia...
Sin embargo no veía claro. Las ideas se le escapaban
como sombras, sus pensamien-tos desleídos por el
sobresalto permanente hacían estéril toda concentración.
De pronto dióse una palmada en la frente y jubiloso pasó
al desván inmediato arrastrando un cajón, de cuya tapa
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mal retenida por los flejes se desprendía espeso polvo.
Sin cuidarse por las bocamangas del gabán que se
le llenaban de tierra blanca, desta-pó el cajón. Mezclábanse
allí soldados de plomo con muñecos de madera, y era
aquello un hacinamiento de payasos, generalitos,
clowns, princesas y extraños monstruos gordos con
narices averiadas y bocas de sapo.
Cogió un trozo de cuerda, y dirigiéndose al rincón,
ató ésta a dos clavos, uniendo así el ángulo que formaban
los dos muros con improvisada bisectriz. Hecho esto tomó
del cajón varios fantoches, arrojándolos sobre la cama.
Con trozos de piola amarró la garganta de cada pelele, y
tan absorbido estaba en la labor, que no se apercibió que
el viento empujaba por el ventanillo abierto el agua de
la lluvia, que había arreciado.
Trabajaba entusiasmado. Cuando hubo acollarado
la garganta de los muñecos con piolines que recortaba
de mayor a menor, los llevó hasta el rincón, amarrándolos
de la soga. Terminada su obra, quedóse
contemplándola. Los cinco fantoches ahorcados
movían sus sombras de capuchón en el muro rosado.
El primero, un pierrot sin calzones, pero con una blusa
a cuadritos blancos y negros; el segundo, un ídolo de
chocolate y labios bermellón, cuyo cráneo de sandía
estaba a la altura de los pies del pierrot; el tercero, más
abajo aún, era un pierrot automático, con un plato de
bronce clavado en el estómago y cara de mono; el
cuarto era un marinero de pasta de cartón azul, y el quinto
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un negro desnarigado mostrando una llaga de yeso por la
vitola blanca de un cuello patricio. Satisfecho contempló
su obra el Astrólogo. Estaba de espaldas a la lámpara,
y hasta el techo alcanzaba su silueta negra. Habló
fuertemente:
-Vos, pierrot, sos Erdosain; vos, gordo, sos el
Buscador de Oro; clown, sos el Ru-fián; y vos, negro,
sos Alfón. Estamos de acuerdo.
Terminada su arenga, separó el baúl de Barsut del
muro, y colocándolo frente a los muñecos sentóse ante
ellos. Y así comenzó un diálogo silencioso, cuyas
preguntas partían de él, recibiendo en su interior la
respuesta cuando fijaba la mirada en el fantoche
interrogado.
Su pensamiento tomó una claridad sorprendente.
Necesitaba expresar sus ideas en un sistema telegráfico,
vibrante, interrumpido, como si todo él tuviera que
acompasar el ritmo del pensamiento a una misteriosa
trepidación de entusiasmo.
Pensaba:
-Es necesario instalar fábricas de gases asfixiantes.
Conseguirse químico. Células, en vez de automóviles
camiones. Cubiertas macizas. Colonia de la cordillera,
disparate. O no. Sí. No. También orilla Paraná una
fábrica. Automóviles blindaje cromo acero níquel.
Gases asfixiantes importantes. En la cordillera y en el
Chaco estallar revolución. Donde haya prostíbulos, matar
dueños. Banda asesinos en aeroplano. Todo factible. Cada
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célula radiote-legrafía. Código y onda cambiante
sincrónicamente. Corriente eléctrica con caída de agua.
Turbinas suecas. Erdosain tiene razón. ¡Qué grande es
la vida! ¿Quién soy yo? Fábrica de bacilos bubónica y
tifus exantemático. Instalar academia estudios
comparativos revolución francesa y rusa. También
escuela de propaganda revolucionaria. Cinematógrafo
elemento importante. Ojo. Ver cinematógrafo. Erdosain
que estudie ramo. Cinematógrafo aplicado a la
propaganda revolucionaria. Eso es.
Ahora el ritmo del pensamiento se atemperaba.
Decíase:
-¿Cómo poner en cada conciencia el entusiasmo
revolucionario que hay en la mía? Eso, eso, eso. ¿Con
qué mentira o verdad? ¡Qué rápido es el tiempo que pasa!
¡Y qué triste! Porque eso es cierto. Hay tanta tristeza en
mí, que si ellos la conocieran se asombrarían. Y yo solo
sostenerlo todo.
Se acurrucó en el sofá. Tenía frío. En las sienes
le batían fuertemente las venas.
-El tiempo que se escapa. Eso. Eso. Y todos que se
dejan estar caídos como bolsas. Nadie que quiera volar.
¿Cómo convencerlos a esos burros de que tienen que
volar? Y sin embargo, la vida es otra. Otra como
ellos no la conciben tan siquiera. El alma como un
océano agitándose dentro de setenta kilos de carne. Y la
misma carne que quiere volar. Todo en nosotros está
deseando subir hasta las nubes, hacer reales los países de
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las nubes... pero ¿cómo?... Siempre aparece este «cómo»
y yo... yo aquí, sufriendo por ellos, queriéndolos como
si los hubiera parido, porque los quiero a estos
hombres... a todos los quiero. Están encima de la tierra
porque sí, cuando debían estar de otro modo. Y sin
embargo los quiero. Lo estoy sintiendo ahora. Quiero a
la humanidad. Los quiero a todos como si todos
estuvieran atados a mi corazón con un hilo fino. Y por
ese hilo se llevan mi sangre, mi vida, y sin embargo, a
pesar de todo, hay tanta vida en mí, que quisiera que
fueran muchos millones más para quererlos más aun y
regalarles mi vida. Sí, regalársela como un cigarrillo.
Ahora me explico el Cristo. ¡Cuánto debió quererla a la
humanidad! Y sin embargo soy feo. Mi enorme cara
ancha es fea. Y sin embargo debiera ser lindo, lindo
como un dios. Pero mi oreja es como un repollo y mi
nariz como un tremendo hueso fracturado de un
puñetazo. Pero qué importa eso. Soy hombre y basta. Y
necesito conquistar. Es todo. Y no daría uno solo de mis
pensamientos a cambio del amor de la más linda mujer.
De pronto unas palabras anteriores cruzan su
memoria, y el Astrólogo se dice:
-¿Por qué no?... Podemos fabricar cañones, como
dice Erdosain. El procedimiento es fácil. Además, que
no es necesario que tengan una resistencia para mil
descargas. Una revolución que durara ese tiempo sería
un fracaso.
Las palabras callan en él. En la oscuridad se abre
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hacia el interior de su cráneo un callejón sombrío, con
vigas que cruzan el espacio uniendo los tinglados, mientras
que entre una neblina de polvo de carbón los altos hornos,
con sus atalajes de refrigeración que fingen corazas
monstruosas, ocupan el espacio. Nubes de fuego escapan
de los tragantes blindados y la selva más allá se extiende
tupida e impenetrable.
El Astrólogo siente recobrada su personalidad, que
le sensación del tiempo extraño le había arrebatado.
Piensa, piensa que es posible fabricar acero níquel
y construir cañones de tubos enchufados. ¿Por qué no?
Su pensamiento se desliza ahora sobre los obstáculos
con flexibi-lidad. Entonces con el dinero suministrado
por los prostíbulos se comprarían en los diversos puntos
de la República terrenos a un precio insignificante.
Allí los miembros de la logia pondrían las bases de
cemento armado para emplazar las piezas de artillería,
simulándose construcciones de galpones para conservar
cereales.
Le exaltaba la posibilidad de crear un ejército
revolucionario dentro del país, que se sublevaría mediante
una señal radiotelefónica. ¿Por qué no? Acero, cromo,
níquel. Como un sortilegio la palabra hiende su
imaginación. Acero, cromo, níquel. Cada jefe de célula
estaría a cargo de una batería. ¿Qué es necesario, en
resumen? Que los cañones disparen quinientos,
cuatrocientos proyectiles. Y los automóviles con
ametralladoras. ¿Por qué no? Cada diez hombres una
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ametralladora, un automóvil, un cañón. ¿Por qué no
ensayar?
Lentamente, en el fondo de la negra noche, un
gigantesco huevo de acero al rojo blanco, entre dos
columnas, dobla lentamente su punta hacia una cúpula.
Es el convertidor de Bessemer accionado por un pistón
hidráulico. Un torrente de chispas y llamas ardientes
se escapa de la punta del huevo de acero. Es el hierro que
se convierte en acero soliviantado en la base por un chorro
de aire de centenares de atmósferas de presión. Acero,
cromo, níquel. ¿Por qué no ensayar? Su pensamiento se
fija en cien detalles. No ha mucho la voz de adentro le ha
preguntado:
-¿Por qué motivo la felicidad humana ocupa
tan poco espacio?
Esta verdad le entristece la vida. El mundo debía ser
de unos pocos. Y estos pocos caminar con pasos de
gigantes.
Es necesario crearse la complicación. Y ver claro.
Primero matarlo a Barsut, después instalar el prostíbulo,
la colonia en la montaña... pero ¿cómo hacer desaparecer
el cadáver? ¿No es estúpido esto de que él, el hombre que
encuentra fácil construir un cañón y fabricar acero, cromo,
níquel, tenga tantas dudas para hacer desaparecer un
cadáver? Cierto es que no debía pensar... se le quemará...
quinientos grados son suficientes para destruir un
cadáver contenido en un recipiente. Quinientos grados.
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El tiempo y el cansancio corren por su mente. No
quisiera pensar, y de pronto la voz, la voz independiente
de su boca y de su voluntad, susurra de adentro para
distraerlo un poco:
-El movimiento revolucionario estallará a la misma
hora en todos los pueblos de la República. Asaltaremos
a los cuarteles. Comenzaremos por fusilar a todos los
que puedan alborotar un poco. En la capital se lanzarán
días antes algunos kilogramos de tifus exantemático y de
peste bubónica. Por medio de aeroplanos y en la noche.
Cada célula inmediata a la capital cortará los rieles del
ferrocarril. No dejaremos entrar ni salir trenes.
Dominada la cabeza, suprimido el telégrafo,
fusilados los jefes, el poder es nuestro. Todo esto es
una locura posible, y siempre se vive en una atmósfera
de sueño y como de sonambulismo cuan-do se está en
camino de realizar las cosas. Sin embargo, se va hacia
ellas con una lentitud tan rápida que todo es sorprendente
cuando se ha conseguido. Para ello es necesario sólo
volun-tad y dinero... Podemos organizar aparte de las
células una gavilla de asesinos y de asaltantes. ¿De cuántos
aeroplanos dispondrá el ejército? Pero cortados los
medios de comunicación, asaltados los cuarteles,
fusilados los jefes, ¿quién mueve ese mecanismo? Este
es un país de bestias. Hay que fusilar. Es lo
indispensable. Sólo sembrando el terror nos
respetarán. El hombre es así de cobarde. Una
ametralladora... ¿Cómo se organizarán las fuerzas que
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deben combatirnos? Suprimido el telégrafo, el teléfono,
cortados los rieles... Diez hombres pueden atemorizar a
una población de diez mil personas. Basta que tengan
una ametralladora. Son once millones de habitantes. El
norte, con los yerbales, nos respondería. Tucumán y
Santiago del Estero, con los ingenios... San Juan, con los
medio-comunistas... Sólo tenemos por delan-te el ejército.
Los cuarteles se pueden asaltar de noche. Secuestrado el
pañol de armas, fusi-lados los jefes y ahorcados los
sargentos, con diez hombres nos podemos apoderar
de un cuartel de mil soldados siempre que tengamos
una ametralladora. Es tan fácil eso. Y las bombas de
mano, ¿dónde dejo las bombas de mano? Sólo
sorpresa simultánea en todo el país, diez hombres
por pueblo y la Argentina es nuestra. Los soldados son
jóvenes y nos seguirán. A los cabos los ascenderemos a
oficiales y tendremos el más inverosímil ejército rojo que
haya conocido la América. ¿Por qué no? ¿Qué es el asalto
al banco de San Martín, el asalto del hospital Rawson, el
asalto de la agencia Martelli en Montevideo? Tres diarieros
audaces y se terminó una ciudad.
Un rencor sordo hace latir apresuradamente sus
venas. La sangre corre en tumulto por su cuerpo recio
y tenso en una posición de asalto. Se siente más fuerte
que nunca, la fuerza del que puede hacer fusilar.
Oscilaba la luz eléctrica bajo las sonoras descargas
de la tempestad, pero el Astrólo-go sentado de espaldas a
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la cama, sobre el baúl, con las piernas cruzadas, el mentón
clavado en la palma de la mano y con el codo apoyado en
la rodilla, no apartaba los ojos de sus cinco peleles cuyas
sombras andrajosas temblaban en el muro enrosado.
Tras él la lluvia que entraba por el ventanillo hacía
un charco en el piso, las pregun-tas y respuestas se
cruzaban en silencio, a momentos una arruga enfoscaba
la frente del astrólogo, luego sus ojos inmóviles, en su
rostro romboidal, asentían con un parpadeo lento a una
contestación en acuerdo con sus deseos, y así permaneció
hasta el amanecer, hora en que, levantándose del baúl,
irónicamente les volvió la espalda a los cinco muñecos
que permane-cieron en la soledad del cuartujo,
bamboleándose bajo la banderola, como cinco ahorcados.
Caviló un instante, luego apresuradamente bajó
las escaleras, dejó el portal, y a grandes pasos se dirigió
entre las tinieblas a la cochera donde se encontraba
Barsut.
Ya no llovía. Las nubes se habían resquebrajado,
dejando ver en un claro celeste un pedazo amarillo de
luna.
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LA REVELACIÓN
Interin ocurrían estos sucesos, en el Hospicio de las
Mercedes. Ergueta entraba en lo que él más tarde llamaría
«el conocimiento de Dios». Así fue.
Despertó al amanecer en la sala. Un paralelepípedo
de luna ponía un rectángulo azul en el encalado del muro
frente a su cama. A través de los barrotes de la ventana
abierta se veía al cielo encuadrado por el contramarco,
un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de
metileno. En el retículo de los hierros temblaban los
hilos de agua de una estrella.
Ergueta se rascó concienzudamente la nariz, aunque
no sentía mayor preocupación. Comprendía que se
encontraba en la casa de los locos, pero ése «era un
asunto que no le concernía».
Le preocupaba si hubieran encalabozado su espíritu,
pero el que en realidad estaba encarcelado en el
manicomio era su cuerpo, su cuerpo que pesaba noventa
kilos, y que ahora con cierto resquemor inexplicable
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recordaba que había rodado por los lupanares. Y sin poder
evitarlo revisaba como un espectáculo oprobioso la vida
sensual con que se había regodeado. Mas, ¿qué tenía
que ver su espíritu con tal carnaza furiosa?
Era ésa una realidad tan evidente para su
entendimiento, que lo asombró de que los médicos no
repararan aún en tal diferencia.
Ergueta se sintió maravillado de su descubrimiento.
El ya no era un hombre, sino un espíritu, «sensación pura
de alma», con riberas nítidamente recortadas dentro de la
carnicera armazón de su físico, como las nubes en los
espacios infinitos.
Estaba ligeramente alegre. Ya noches anteriores tuvo
la certeza de que podía apartar-se de su cuerpo, dejarlo
abandonado como a un traje. Al descubrirla, esta súbita
seguridad le proporcionó un miedo liviano. Hasta en
determinados momentos tuvo en la epidermis la
sensación que sólo se tocaba con los bordes de su
alma, de forma que el equilibrio de su cuerpo próximo
a caer, y el de su piel, le causaba náuseas. Era como si
descendiera a suma velocidad en un ascensor.
Además tenía miedo de tener voluntad de
abandonar su cuerpo, pues si se lo des-truían, ¿cómo
podría entrar en él? El enfermero tenía cara de bellaco, y
aunque él le hubiera hablado de unas redoblonas para
la próxima «reunión», no se sentía del todo seguro.
Mas pasada esta primera impresión se complacía en
creer que era un niño débil, lo cual no le impedía reírse
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desde su cama de la comedia con que trataba de tranquilizar
sus noventa kilos, descontando que él podía ir a donde
quisiera... pero no... no era cuestión de jugar. Su bondad
no podía admitir eso. ¡Y qué hermoso era sentirse así
colmado de caridad! Su misericordia se ensanchaba sobre
el mundo, como una nube sobre los techos de la ciudad.
Su cuerpo quedaba cada vez más abajo.
Ahora lo veía como en el fondo de un cajón, el
sanatorio entre los blancos cubos de las casas era otro
cubo, las calles azuleaban entre sábanas de sombra, las
luces verdes de los semáforos del F.C.S. lucieron
débilmente, y el espacio entró en él como el océano en
una esponja, mientras el tiempo dejaba de existir.
Caían las alturas a través de su delicia. Ergueta
sentía quietud, estancamiento de bondad para sí mismo,
por la voluntad de una fuerza exterior. Así gozaría el
estanque seco con la lluvia que le envía el cielo.
De la tierra hacia la cual se volvía su caridad, veía
los redondeados bordes verdosos lamidos por el éter azul.
Y como no era natural permanecer silencioso, sólo atinaba
a decir:
-Gracias... gracias, mi Señor.
No experimentaba curiosidad alguna. Su
humildad se fortalecía en el acatamiento.
En la tersura celeste atisbo de pronto el
escalonamiento de un roquedal. Una luz de oro bañaba el
pedrerío a pesar de la noche, y lo azul en la distancia caía
en profundos barran-cos de lomas doradas. Ergueta con
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su cuerpo restituido avanzó a pasos prudentes, tiesa la
pupila fiera en su perfil de gavilán.
Naturalmente, no se sentía tranquilo porque su
cuerpo había pecado innumerables veces, y porque
comprendía que su rostro, a pesar de la actual expresión
grave, tenía las rayas enérgicas y la fiereza de los malevos,
que cuando él era mocito imitaba en el arrabal y con las
patotas.
Pero su espíritu estaba contrito y quizá eso fuera
suficiente, lo que no le impedía decirse:
-¿Qué dirá el Señor de mi «pinta»? ¿Cómo puedo
presentarme ante él? -Y al mirarse maquinalmente los
botines comprobó que estaban deslustrados, lo que
acrecentó su confu-sión-. ¿Qué dirá el Señor de mi
«pinta» y de esta cara de burrero y de cafishio? Me
preguntará de mis pecados... se acordará de todas las
macanas que hice... ¿y yo qué le voy a contestar?... que
no sabía, pero ¿cómo le voy a decir eso, si él dejó
testimonio de ser en todos sus profetas?
Nuevamente volvió a examinar sus botines,
sucios y descalabrados.
-Y me dirá: «Hasta estás hecho un turro... un vago
vergonzoso y eso que fuiste a la universidad... Te jugaste
a los «burros» lo que pudo ser consuelo del huérfano y
de la vida... y enfangaste en orgías el alma inmortal que
yo te di, y arrastrastes a tu ángel guardián por los lupanares
y él lloraba tras tuyo, mientras tu bocaza carnicera se llenaba
de abominaciones...» Y lo peor es que yo no se lo voy
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a poder negar... ¿Cómo le voy a negar el pecado? ¡Qué
macana, Dios mío!
El cielo era sobre su cabeza una cúpula de yeso azul.
Giraban en las elípticas remo-tos planetas como naranjas,
y Ergueta miró humildemente el pedregal dorado.
De pronto una gran turbación desazonó su
modestia. Levantó la cabeza y a su iz-quierda, detenido
a diez pasos, vio al Hijo del Hombre.
El Nazareno, cubierto de una túnica celeste, volvía
a él su perfil demacrado donde lucía el almendrado ojo
sereno.
Ergueta sufrió un gran desconsuelo, no podía
arrodillarse, «porque un bacán conser-va siempre la línea»
y no se arrodilla frente a un carpintero judío, pero sintió
que un sollozo le retorcía el alma y en silencio extendió
los brazos unidos por los dedos hacia el dios silencioso.
Sentía que toda su caradura se impregnaba de
devoción hacia él.
Así callado lo miraba a Jesús detenido en el
roquedal. Los ojos de Ergueta se llena-ron de lágrimas.
Lamentábase de que no hubiese allí alguien con quien
golpearse para de-mostrarle al Señor cuánto lo quería, y
ya el silencio le pareció tan insoportable que venciendo
el terrible anonadamiento, humildemente suplicó:
-Yo quisiera ser diferente, pero no puedo.
Jesús lo miraba.
-Créame... me da no sé qué decirle que lo
quiero mucho.
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Ergueta le volvió la espalda, caminó tres pasos,
luego, volviéndose, se detuvo.
-He cometido todos los pecados y muchas maca...
disparates... quisiera arrepentirme y no puedo... quisiera
arrodillarme... cierto, besarle los pies a usted, que fue
crucificado por nosotros... ¡Ah! si usted supiera todas
las cosas que quise decirle y se me escapan... y lo quiero
sin embargo. ¿Será porque estamos de hombre a
hombre?
Jesús lo miraba.
Una sonrisa nueva agració el rostro de Jesús.
Ergueta calló un instante, luego ruborizado
murmuró tímidamente:
-¡Oh! qué bueno que es usted -exclamó enajenado
Ergueta-. ¡Qué bueno! Usted se ha dignado sonreírme
a mí, pecador... ¿Se da cuenta usted? Ha sonreído. A su
lado, créame, me siento un muchacho, un «purrete».
Quisiera adorarlo toda la vida, ser su guardaespalda. Ahora
no pecaré más, toda la vida voy a pensar en usted, y
pobre del que dude de usted... le rompo el alma...
Jesús lo miraba.
Entonces Ergueta, queriendo ofrecer lo mejor de
sí mismo, dijo:
-Yo me arrodillo ante usted. -Avanzó unos pasos y
llegando frente a Jesús inclinó la cabeza, apoyó una rodilla
en el pedregal dorado, iba a prosternarse cuando Jesús
avanzó su mano taladrada, la apoyó en su hombro, y
dijo:
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-Vente. Sígueme siempre y no peques más, porque
tu alma es hermoso como la de los ángeles que alaban al
Señor.
Quiso hablar, pero ya el vacío y el silencio lo
rodeaban vertiginosamente. Ergueta comprendió que
había entrado en el conocimiento de Dios. Ello era
bien claro, porque al volverse a una voces que sonaban
en la sala oscura, un loco mudo de nacimiento exclamó,
mirándolo con extrañeza:
-Parece que venís del cielo.
Ergueta lo miró asombrado.
-Sí, porque, como los santos, tenes una rueda
de luz en la cabeza.
Ergueta, suavemente atemorizado, se apoyó en el
muro.
Un loco tuerto, que hasta entonces permanecía
callado, exclamó:
-Milagros... vos haces milagros. Al mundo le
devolviste el habla.
La conversación despertó a un tercer poseído, que
se pasaba los días matando imagi-narios piojos entre
sus callosos dedos desgastados, y el barbudo,
volviendo su cara pálida, dijo:
-Vos viniste a resucitar a los muertos...
-Y a darle la vista a los ciegos -interrumpió el
mundo.
-Y también a los tuertos -aseguró el loco a quien
faltaba un ojo-, porque ahora veo de este lado.
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El mudo, sosteniendo su busto con los dos brazos
apoyados en el colchón, continuó:
-Pero vos no sos vos, sino Dios que está en tu
cuerpo.
Ergueta, anonadado, aseveró:
-Es cierto, hermanos... no soy yo... sino Dios que
está en mí... ¿Cómo podría yo, miserable burdelero,
hacer milagros?
-¿Por qué no haces otro milagro?
-Yo no vine a eso, sino a predicar el verbo del
Dios Vivo.
El matador de piojos recogió un pie sobre su
rodilla y malévolamente insistió:
-Debías hacer un milagro.
El mudo colocó su almohada en el piso de la sala
y sentándose encima de ella, dijo:
-Yo no hablo más.
Ergueta se apretó las sienes, aturdido de lo que
veía. Meditó amablemente el tuerto:
-Sí, vos debías resucitar ese muerto.
-¡Si no hay ningún muerto aquí!
El tuerto avanzó cojeando hasta Ergueta, lo tomó de
un brazo y casi arrastrándolo lo llevó hasta una cama
frontera, donde yacía inmóvil un hombrecito de cabeza
redonda y nariz enorme.
El mundo se acercó apretando los labios.
-¿No ves que está muerto?
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-Se murió esta tarde -rezongó el tuerto.
-Les digo que ese hombre no está muerto -exclamó
irritado Ergueta, convencido de que los otros lo
burlaban; pero el matador de piojos saltó de su lecho,
se acercó a la otra cama, inclinóse sobre el hombrecito
de cabeza redonda y de tal forma empujó el cuerpo
inmóvil que éste, al caer, resonó opacamente en el piso
de la sala, quedando entre las dos camas con las piernas
hacia arriba, semejante a la horqueta de un árbol recién
podado.
-¿Viste que está muerto?
Los cuatro locos permanecían consternados en torno
de la horqueta, recuadrados por el celeste rectángulo de
luna, con los camisones inflados por el viento.
-¿Viste que está muerto? -repitió el barbudo.
-Hacé un milagro -suplicó el tuerto-. ¿Cómo vamos
a creer en El si vos no haces un milagro? ¿Qué te cuesta
hacerlo?
El mundo, inclinando repentinamente la cabeza, le
hacía señales de aquiescencia a Ergueta.
Gravemente se inclinó sobre el cadáver, iba a
pronunciar las palabras de Vida, mas súbitamente los
muros de la sala giraron los planos del cubo ante sus
ojos, un viento oscuro aulló en sus orejas y otra vez
tuvo tiempo de ver los tres locos recuadrados por el
celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados
por el viento, mientras que él resbalaba por una tangente
que cortaba el girante torbellino de tinieblas, en la
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inconsciencia.
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EL SUICIDA
Erdosain permaneció a los pies de la Coja quizá una
hora. Las anteriores emociones se disolvían en su actual
modorra. Sentíase extraño a todo lo ocurrido en el
transcurso del día. La angustia y la malevolencia se
endurecían en su pecho como el fango bajo el sol.
Permane-cía, sin embargo, inmóvil, sometido al poder
de la somnolencia oscura que se desprendía de su
cansancio. Pero su frente se arrugaba. Y a través de la
niebla y de la oscuridad crecía su otra desesperación, el
temor sin esperanza de verse perdido como un fantasma
a la orilla de un dique de granito. Las aguas grises trazaban
franjas de distinta altura que corrían en opues-ta dirección.
Chalupas de hierro llevaban borrosas gentes hacia remotos
emporios. Habían allí, además, una mujer acicalada como
una cocotte, con un barboquejo de diamantes y que
apoyaba los codos en la mesa de una taberna y se
apretaba las mejillas entre los dedos enjoyados. Y
mientras ella hablaba, Erdosain se rascaba la punta de la
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nariz. Mas como esta actitud no era explicable, Erdosain
recordó que habían aparecido cuatro mocitas con el
ves-tido hasta las rodillas y el pelo amarillo desgreñado
en torno de sus caras caballunas. Y las cuatro mocitas, al
pasar a su lado, alargaron un platillo. Fue entonces
cuando Erdosain se preguntó: «¿Es posible que puedan
alimentarse haciendo sólo eso?» Entonces la estrella, la
cocotte, que bajo la barbilla tenía una papada de brillantes,
le respondió que sí, que las cuatro mocitas vivían
limosneando, y comenzó a hablar de un príncipe ruso,
con su voz más feme-nina, cuyo género de vida, aunque
ella trataba de aparejarlo, no condecía con el que llevaba
las cuatro mocitas. Y recientemente entonces Erdosain
pudo explicarse satisfactoriamente por qué razón se
rascaba la punta de la nariz mientras la preciosa hablaba.
Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa
gente, volver la cabeza, subir a los vagones de un convoy
largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba
por itine-rarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un
desierto de polvo extendía su confín oscuro. No se
divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso
rechinar de las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr,
el tren se deslizaba despacio, alcanzarlo, trepar por la
escalerilla y quedarse un instante en la plataforma
del último vagón, viendo cómo el convoy adquiría
velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para alejarse de
esa soledad gris sin ciudades oscu-ras... pero inmovilizado
por su enorme angustia, quedóse allí mirando con un
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sollozo deteni-do en la garganta, el último vagón con las
ventanillas rigurosamente cerradas.
Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles
que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había
quedado sólo para siempre en el desierto de ceniza, que
el tren no retornaría jamás, que siempre continuaría
deslizándose taciturno, con todas las persianas de sus
vagones estrictamente cerradas.
Lentamente retiró el rostro de las rodillas de
Hipólita. Había dejado de llover. Sus piernas estaban
heladas, le dolían las articulaciones. Miró un instante el
rostro de la mujer dormida, esfumado en la claridad
azulada que entraba por los cristales, y con extraordinaria
precaución se puso de pie. Las cuatro mocitas de rostro
caballuno y el pelo amarillo encres-pado, estaban aún
en él. Pensó:
«Debía matarme... -Mas al observar el cabello rojo
de la mujer dormida, sus ideas tomaron otro giro más
pesado-: Debe ser cruel. Y podría matarla, sin embargo apretó el cabo del revólver en el bolsillo-. Bastaría un tiro
en el cráneo. La bala es de acero y sólo haría un agujerito.
Eso si, se le saltarían los ojos de las órbitas y quizá la nariz
echara sangre. ¡Pobre alma! Y debe haber sufrido mucho.
Pero debe ser cruel».
Una malevolencia cautelosa lo inclinó sobre ella. A
medida que miraba a la dormida sus ojos adquirían una
fijeza de enajenado, mientras con la mano en el bolsillo
levantaba el percutor, apretando el gatillo. Un trueno
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retumbó a lo lejos, y esa extraña incoherencia que envolvía
como un velo su cerebro se apartó de él; entonces
con numerosas precauciones cogió su perramus,
cerró los postigos evitando que crujieran las bisagras,
y salió.
Al bajar las escaleras reconoció con alegría que
tenía hambre.
Se dirigió a una de las tantas churrasquerías que
hay junto al mercado Spineto, y apresuradamente
recorrió algunas cuadras.
Rodaba la luna sobre la violácea cresta de una nube,
las veredas a trechos, bajo la luz lunar, diríanse cubiertas
de planchas de zinc, los charcos centelleaban
profundidades de plata muerta, y con atorbellinado
zumbido corría el agua, lamiendo los cordones de granito.
Tan mojada estaba la calzada, que los adoquines
parecían soldados por reciente fundición de estaño.
Erdosain entraba y salía de las sombras celestes
que oblicuamente cortaban las fa-chadas. El olor a
mojado comunicaba a la soledad matutina cierta
desolación marítima.
Indudablemente, no se encontraba en sus cabales.
Lo preocupaban aún las cuatro mocitas de cara caballuna,
y el mar siniestro con sus olas de hierro. El pesado hedor
de aceite quemado que vomitaba la puerta amarilla de
una lechería, le causó náuseas, y entonces, cambiando
de idea, se dirigió a un prostíbulo que recordó había en la
calle Paso, más cuando llegó, la puerta estaba ya cerrada
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y desconcertado, tiritando de frío, la boca con sabor
a sulfato de cobre, entró a un café donde acababan de
levantar las cortinas metálicas. Después de larga espera,
le sirvieron el té que había pedido.
Pensó en la mujer dormida. Entrecerró los ojos, y
apoyando la cabeza en el muro, se entregó con más
desconsuelo a sus penas.
No sufría por él, el hombre inscripto con un nombre
en el registro civil, sino que su conciencia, apartándose
del cuerpo, lo miraba como al de un extraño, y se decía:
-¿Quién tendrá piedad del hombre?
Y estas palabras, que acertaba a recoger su
pensamiento, lo turbaban llenándolo de dolorosa ternura
por invisibles prójimos.
-Caer... caer siempre más bajo. Y sin embargo,
otros hombres son felices, encuen-tran el amor, pero
todos sufren. Lo que ocurre es que unos se dan cuenta y
otros no. Algunos lo atribuyen a lo que no tienen. Pero
qué sueño estúpido ése. Sin embargo, la cara de ella era
linda. Lo que tenía de lógica era lo que decía respecto
al príncipe aventurero. ¡Ah! poder dormir en el fondo
del mar, en una pieza de plomo con vidrios gruesos.
Dormir años y años mientras la arena se amontona, y
dormir. Por eso tiene razón el Astrólogo. Día vendrá en
que la gente hará la revolución, porque les falta un
Dios. Los hombres se declararán en huelga hasta que
Dios no se haga presente.
Un amargo olor de cianuro llegó hasta él; y
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percibiendo a través de los párpados la lechosa claridad
de la mañana, sintióse diluido como si se hallara en el
fondo del mar y la arena subiera indefinidamente sobre
su chozo de plomo. Alguien le tocó la espalda.
Abrió los ojos al tiempo que el mozo del café
le decía:
-Aquí no se puede dormir.
Iba a replicar, mas el criado se apartó para ir a
despertar a otro durmiente. Era éste un hombre grueso,
que había dejado caer la calva cabeza sobre los brazos
cruzados encima de la tabla de la mesa.
Pero el durmiente no respondía a las voces del mozo,
y entonces extrañado se aproxi-mó el patrón, un hombre
que tenía bigotes tan enormes como manubrios de
bicicleta, y de tal forma lo sacudió a su parroquiano, que
éste quedó doblado sobre la silla, sin caer porque lo
afirmaba el canto de la mesa.
Erdosain se levantó extrañado, mientras que patrón
y mozo, mirándose, observaban de reojo al singular
cliente.
El durmiente permaneció en posición absurda.
La cabeza caída sobre un hombro, dejaba ver su cara
chata, mordida de viruelas con los círculos negros de
unas gafas ahuma-das. Un hilo de baba rojiza manchaba
su corbata verde, escapando de entre los labios azulados.
El codo del desconocido apretaba en la mesa una hoja de
papel escrito. Comprendieron que estaba muerto.
Llamaron a la policía, pero Erdosain no se movía de allí,
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encurioseado por el espectáculo del siniestro suicida de
las gafas negras, cuya piel se cubría lentamente de
man-chas azules. Y el olor de almendras amargas que
estaba inmóvil en el aire, parecía escaparse de entre las
quijadas abiertas.
Llegó un auxiliar de policía, luego un sargento, más
tarde dos vigilantes y un oficial inspector, y dicha gente
merodeaba en torno del muerto, como si éste fuera una
res. De pronto el auxiliar, dirigiéndose al oficial
inspector, dijo:
-¿No sabe quién es?
El sargento sacó del bolsillo del cadáver la adición
de un hotel, varias monedas, un revólver, tres cartas
lacradas.
-¿Así que éste es el que mató a la muchacha de
la calle Talcahuano?
Le quitaron los anteojos al muerto, y ahora se le
veían los ojos, las pupilas bisqueando, la córnea vuelta
hacia arriba, los párpados teñidos de rojo como si hubiera
llorado lágrimas desangre.
-¿No le decía? -continuó el auxiliar-. Aquí está
la cédula de identidad.
-Iba a ir a Ushuaia para toda la vida.
Entonces Erdosain, al escuchar estas palabras,
recordó como si hiciera mucho tiem-po que lo hubiera
leído. (Y sin embargo, no era así. La mañana anterior se
había enterado en un diario). El muerto era un estafador.
Abandonó a su esposa y cinco hijos para vivir en
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concubinato con otra mujer de la que tenía tres hijos,
pero hacía dos noches, quizá harto de la barragana, se
presentó en un hotel de la calle Talcahuano en compañía
de una jovencita de diecisiete años, su nueva amante. Y a
las tres de la madrugada le tapó suavemente la cabeza con
una almohada, disparándole un balazo en el oído. Nadie
en el hotel escuchó nada. A las ocho de la mañana el
asesino se vistió, dejó entreabierta la puerta, y llamando
a la camarera le dijo que no despertara a la señora hasta
las diez, porque estaba muy cansada. Luego salió, y recién
a las doce del día fue descubierta la muerta.
Pero lo que le impresionó extraordinariamente a
Erdosain fue pensar que el asesino había estado cinco
horas en compañía de la muerta, cinco horas junto al
cadáver de la joven-cita en la soledad de la noche... y
que debía de haberla querido mucho.
¿Mas él no había pensado lo mismo horas antes
frente a la mujer de cabello rojo? ¿Era aquello una
reminiscencia inconsciente o el suicida allí doblado?...
Llegó el carro de la Asistencia Pública y el muerto
fue cargado.
Luego lo interrogaron. Erdosain manifestó lo
poco que sabía como testigo, y salió intrigado a la calle.
Una pregunta inconcreta y dolorosa estaba en el fondo de
su conciencia.
Recordaba ahora que el cadáver tenía la boca de los
pantalones enfangada, la camisa sucia y húmeda y, a pesar
de ello, ¿cómo había llegado a hacerse querer por la
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jovencita que mató? ¿Existía entonces el amor? A pesar
de sus dos mujeres y de sus ocho hijos dispersos y de su
vida crapulosa de ladrón y estafador, el asesino amaba.
Y se lo imaginó en la noche hosca, allí, en ese hotel
frecuentado por prostitutas e individuos de profesión
indefinida, en una habitación de empapelado
despedazado, mirando sobre la almohada empapada de
sangre la cérea carita de la muchacha enfriada. Cinco
horas sombrías contemplando la muerta, que antes le
apretaba entre sus brazos desnudos. Pensando así llegó a
la plaza Once, dolorosamente estupefacto.
Eran las cinco de la mañana. Entró a la estación
del ferrocarril, miró en redor, y como tenía sueño se
refugió en un rincón de la sala de espera.
A las ocho lo despertó de su profundo sueño el
ruido que con las maletas hizo un pasajero. Se restregó
con los puños los párpados adoloridos. En un cielo sin
nubes brillaba el sol.
Salió, subiendo a un ómnibus que se dirigía a
Constitución. El Astrólogo le esperaba en la estación de
Témperley. Su recia figura engabanada, con la
chistera echada sobre los ojos y los bigotazos caídos
a lo galo, fue distinguida inmediatamente por Erdosain.
-Está muy pálido -dijo el Astrólogo.
-¿Estoy pálido?
-Amarillo.
-He dormido mal... para peor he visto un
suicidio esta mañana...
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-Bueno, aquí tiene el cheque.
Erdosain lo examinó. Era por quince mil trescientos
setenta y tres pesos; al portador, pero con la fecha
atrasada de dos días.
-¿Por qué atrasó la fecha?
-Inspirará más confianza. El empleado de banco
sabe que si ese cheque se hubiera perdido, a la hora
que usted se presentara a cobrarlo habría ya orden de
secuestro.
-¿Protestó?...
-No... sonreía. Ese hombre piensa hacernos meter
en la cárcel a todos... ¡ah!... antes de ir al banco, vaya a
una peluquería y hágase afeitar...
-¿Y el otro está advertido?
-No, cuando sea el momento lo despertaremos.
Faltaban pocos minutos para la llegada del tren.
Erdosain lo miró sonriendo al As-trólogo y dijo:
-¿Qué haría usted si yo me escapara?
El otro, con los dedos en horqueta, se sobó los
bigotes, y luego:
-Eso es tan imposible como que el tren que viene
aquí no pare aquí.
-Pero admitámoslo por un momento.
-No puedo. Si por un momento admitiera eso, no
sería usted el que fuera a cobrar el cheque... ¡Ah!...
¿Quién era el que se suicidó esta mañana?
-Un asesino. Curioso. Mató a una muchachita
que no quería ir a vivir con él.
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-Fuerzas perdidas.
-¿Y usted sería capaz de matarse?
-No... Usted comprende que yo estoy destinado
para un fin más alto.
Erdosain lanzó una pregunta extraña:
-Dígame, ¿usted cree que las pelirrojas son
crueles?
-Tanto no... pero más bien asexuales; de allí que esa
frialdad con que examinan las cosas causa una impresión
agria. El Rufián Melancólico me contaba que en su larga
carrera de macró había conocido muy pocas prostitutas
de cabello rojo... Ya sabe. No se olvide de afeitarse.
Vaya al banco a las once, no antes. ¿Usted almuerza
conmigo hoy, no?
Sí, hasta luego.
Tras de Erdosain subió el Mayor, que le hizo una
amistosa señal al Astrólogo. Erdosain no lo vio.
Y ya hundido y en su butaca, Erdosain pensó:
-Es un hombre extraordinario. ¡Cómo diablos ha
conocido que no lo engañaré¿ Si acierta en las otras
cosas como en ésta triunfará -y vencido por el balanceo
del tren se ador-meció otra vez.
Tras de él estaba el Mayor. Y ya en el banco, con el
corazón golpeando fuertemente, se acercó a la ventanilla
cuando el empleado pagador lo llamó:
-¿Quiere grueso o menudo?
-Grueso.
-Firme.
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Erdosain firmó el reverso del cheque. Creyó que le
pedirían cédula de identidad, mas el empleado, impasible,
con sus brazos protegidos de manguitos de lustrina, contó
diez billetes de a mil pesos, cinco de quinientos y el
resto en moneda menor. Y aunque Erdosain deseaba
huir de miedo, escrupulosamente recontó el dinero, lo
puso en su cartera, colocó ésta en el bolsillo de su
pantalón, cogiéndola fuertemente, y salió a la calle.
Entre bosques de nubes blancas, aparecía como
metal recién lavado, un caracol de cielo. Erdosain se sintió
feliz. Pensó que en otros climas y bajo un espacio siempre
azul como el que miraba debían existir mujeres
singulares, de cabelleras lujosas y rostros lisos, con
grandes ojos almendrados, sombrosos en la oscuridad
de las largas pestañas. Y que el aire siempre perfumado
saldría de las grutas de la mañana hacia las bocacalles de
las ciudades, escalonadas sobre los céspedes de los
jardines, sobrepujando con sus esféricas torres las
empenachadas crestas de los parques y terrazas.
Y el rostro romboidal del Astrólogo, con las guías
de los bigotes caídas a lo largo de las comisuras de los
labios, y su chistera de cochero de punto, lo entusiasmó;
luego pensó que unido a la sociedad podría continuar sus
ensayas de electrotécnica, y ahora cruzaba las calles
semejante a un emperador venido a menos, sin reparar
que su prestancia seducía a las plan-chadoras que pasaban
con la cesta bajo el brazo, y emocionaba a las pantaloneras
que regre-saban de las tiendas con pesados bultos.
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Inventaría el Rayo de la Muerte, un siniestro
relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían
el acero de los dreadnoughts, como un horno funde una
lenteja de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades
de portland, como si las soliviantaran volcanes de
trinitrotolueno. Veíase convertido en Dueño del Universo.
Con una esquela terminante citaba a los Embajadores
de las Potencias. Encontrábase en un desmesurado
salón de muros encristalados, cuyo centro lo ocupaba
una mesa redonda. En rededor hundidos en las poltro-nas
estaban los viejos diplomáticos, cabezas calvas,
semblantes plomizos, miradas duras y furtivas. Algunos
golpeaban con el revés del lápiz el cristal de la mesa, otros
fumaban silen-ciosos, y un gigantesco negro libreado de
verde se mantenía inmóvil junto al terciopelo rojo de los
cortinones que cubrían la entrada.
¡Y él! Erdosain, Augusto Remo Erdosain, el ex
ladrón, el ex cobrador, se levantaba. Su busto modelado
por un negro saco cruzado se reflejaba en el vidrio de
la mesa con los cuatro dedos de la mano derecha calzados
en el bolsillo, y en la izquierda algunos papeles. Ya de
pie, examinaba con ojos glaciales el impasible rostro
de los Embajadores. Una palidez terrible le inmovilizaba
con su frío delicioso. Héroes de todas las épocas
sobrevivían en él. Ulises, Demetrio, Aníbal, Loyola,
Napoleón, Lenin, Mussolini, cruzaban ante sus ojos como
grandes ruedas ardientes, y se perdían en un declive de la
tierra solitaria bajo un crepúsculo que ya no era terrestre.
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Sus palabras caían en sonidos breves, con choques
sólidos de acero. Y seducido por la teatralidad del
espectáculo, se contemplaba en un imaginario espejo,
estremecido y airado.
Imponía condiciones.
Los Estados debían entregarle sus flotas de guerra,
millares de cañones y gavillas de fusiles. Luego de cada
raza se seleccionarían algunos cientos de hombres, se les
aislaría en una isla, y el resto de la humanidad era destruida.
El Rayo volaba las ciudades, esterilizaba campos,
convertía en cenizas las razas y los bosques. Se perdería
para siempre el recuerdo de toda ciencia, de todo arte y
belleza. Una aristocracia de cínicos, bandoleros
sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba
del poder, con él a la cabeza. Y como el hombre para ser
feliz necesita apoyar sus esperanzas en una mentira
metafísica, ellos robustecerían el clero, instaurarían una
inquisición para cercenar toda herejía que socavara los
cimientos del dogma o la unidad de creencia que sería
la absoluta unidad de la felicidad humana, y el hombre
restituido al primitivo estado de sociedad, se dedicaría
como en tiempos de los faraones a las tareas agrícolas.
La mentira metafísica devolvería al hombre la dicha
que el conocimiento le había secado en brote dentro del
corazón. Sus palabras caían con sonidos cortos y secos,
como los choques de cubos de acero. Y decía a los
Embajadores:
-La ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol
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blanco y estará a la orilla del mar. Tendrá un diámetro de
siete leguas y cúpulas de cobre rosa, lagos y bosques. Allí
vivirán los santos de oficio, los patriarcas bribones, los
magos fraudulentos, las diosas apócrifas. Toda ciencia
será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados
de ángeles, y cuando los hombres se multipliquen
demasiado, en castigo de sus crímenes, luminosos
dragones volado-res derramarán por los aires vibriones
de cólera asiático.
«El hombre vivirá en plena etapa de milagro, y
será millonario de fe. Durante las noches
proyectaremos en las nubes, con poderosos reflectores,
la «entrada del Justo en el Cielo». ¿Se imaginan ustedes?
Súbitamente, por sobre las montañas surge un rayo
verde y lila, y las nubes se cubren de un jardín donde el
aire blanco flota como copos de nieve. Un ángel de alas
color de rosa cruza los canteros, se detiene ante la verja
del Paraíso, y con los brazos abiertos los recibe al
«Justo», un hombre de pueblo, con sombrero
abollado, larga barba y garrote. ¿Comprenden ustedes
pillos, profesionales, cínicos y eximios? ¿Compren-den?
El ángel de las alas color de rosa, lo recibe al hombre que
en la tierra suda y sufre. ¿Se dan cuenta que genial es mi
idea, qué maravilloso el fácil milagro? Y las multitudes
adorarán de rodillas a Dios, y únicamente el cielo no
existirá para nosotros, bandoleros tristes que tenemos
el poder, la ciencia y la verdad inútil».
Temblaba al hablar.
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-Seremos como dioses. Donaremos a los hombres
milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas
mentiras, les regalaremos la convicción de un futuro tan
extraordinario, que todas las promesas de los sacerdotes
serán pálidas frente a la realidad del prodigio apócrifo. Y
entonces, ellos serán felices... ¿Comprenden, imbéciles?
De un encontronazo un faquín lo arrojó contra un
muro. Erdosain se detuvo espanta-do, apretó el dinero
convulsivamente en su bolsillo, y excitado, ferozmente
alegre como un tigrecito suelto en un bosque de ladrillo,
escupió a la fachada de una casa de modas, dicien-do:
-Serás nuestra, ciudad.
Tras él caminaba el Mayor.
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EL GUIÑO
En Témperley lo esperaba el Astrólogo. Una sonrisa
llena de bondad iluminaba su rostro. Erdosain casi corrió
a su encuentro, pero el otro, tomándolo de los brazos, lo
detuvo un instante mirándolo a los ojos, luego, tuteándolo,
cosa que no había hecho nunca, le dijo:
-¿Estás contento?
Erdosain se ruborizó. En aquel instante un doble
misterio quedó revelado en su con-ciencia. Aquel
hombre no mentía, y sintióse tan amigo de él, que ahora
hubiera querido conversar indefinidamente, narrarle
los pormenores más íntimos de su vida desgraciada, y
sólo atinó a decir:
-Sí, estoy muy contento.
El Astrólogo se detuvo un momento en el andén de
la estación. Ahora lo trataba de usted como de costumbre.
-¿Sabe? Muchos llevamos un superhombre adentro.
El superhombre es la voluntad en su máximo
rendimiento, sobreponiéndose a todas las normas
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morales y ejecutando los actos más terribles, como un
género de alegría ingenua... algo así como el inocente
juego de la crueldad.
-Sí y ya uno no siente miedo ni angustia, es como si
anduviera caminando encima de las nubes.
-Claro, lo ideal sería despertar en muchos hombres
esta ferocidad jovial e ingenua. A nosotros nos toca
inaugurar la era del Monstruo Inocente. Todo se hará, sin
duda alguna. Es cuestión de tiempo y audacia, pero
cuando se den cuenta que el espíritu se les hunde en la
letrina de esta civilización, antes de ahogarse van a
torcer el camino. Lo que hay es que el hombre no ha
reparado que está enfermo de cobardía y de
cristianismo.
-¿Pero usted no quería cristianizar a la
humanidad?
-No, al montón... pero si ese proyecto fracasa
tomaremos un camino contrario. No-sotros no hemos
sentado principio alguno todavía, y lo práctico será
acaparar los principios más opuestos. Como en una
farmacia, tendremos las mentiras perfectas y diversas,
rotuladas para las enfermedades más fantásticas del
entendimiento y del alma.
-¿Sabe que usted me resulta el loco de la usina,
como le decía ayer Barsut?
-Lo que llamamos locura es la descostumbre del
pensamiento de los otros. Vea, si ese changador le
confesara las ideas que se le ocurren, usted le
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encerraría en un manicomio. Naturalmente, como
nosotros debe haber pocos... lo esencial es que de nuestros
actos recoja-mos vitalidad y energía. Allí está la
salvación.
-¿Y Barsut?
-Ni sospecha lo que le espera.
-¿Y cómo lo eliminará?
-Bromberg lo estrangulará... No sé, es una
cuestión que no me atañe.
Bajo el sol, evitando los charcos, se encaminaban
hacia la morada. Y Erdosain se decía:
-Y la ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol
blanco y estará a la orilla del mar... y seremos como dioses.
-Y mirándole con los ojos resplandecientes, dijo a su
compa-ñero-: ¿Sabe usted que algún día seremos como
dioses?
-Es lo que la gente bestia no comprende. Los han
asesinado a los dioses. Pero día vendrá que bajo el sol
correrán por los caminos gritando: «Lo queremos a Dios,
lo necesita-mos a Dios». ¡Qué bárbaros! Yo no me
explico cómo lo han podido asesinar a Dios. Pero
nosotros los resucitaremos... inventaremos unos dioses
hermosos... supercivilizados... ¡y qué otra cosa será
entonces la vida!
-¿Y si fracasara todo?
-No importa... vendrá otro... vendrá otro que me
substituirá. Así tiene que suceder. Lo único que debemos
desear es que la idea germine en las imaginaciones... el
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día que esté en muchas almas, sucederán cosas
hermosas.
Erdosain asombrábase de su serenidad.
No temía ya nada, y nuevamente recordó el salón
de los Embajadores, y su mirada malévola se recogió en
la turbación de los ancianos diplomáticos, cabezas calvas,
semblantes plomizos, miradas duras y furtivas, y
entonces, sin poderes contener, exclamó:
-¡Qué tanto «joder» para retorcerle el pescuezo a
esa bestia!
El otro lo miró sorprendido.
-¿Está nervioso o es que se enoja solo, como
los elefantes?
-No, me revienta esta carga de escrúpulo antiguo.
-Así son los mocitos -repuso el Astrólogo-. Su
vida es parecida a la de un gato entre
una puerta entreabierta.
-¿Asisto a la ejecución?
-¿Le interesa?
-Mucho.
Pero al atravesar la puerta de la quinta, una náusea
le revolvió el estómago y sintió en la garganta el reflejo
gástrico de un vómito. Apenas si se podía tener en pie. En
sus ojos las formas estaban veladas por una neblina
lechosa. De las articulaciones le colgaban los brazos con
pesantez de miembros de bronce. Caminaba sin
conciencia de la distancia; el aire le pareció que se
vitrificaba, el suelo ondulaba bajo sus plantas, a momentos
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la vertical de los árboles se convertía en un zig-zag
dentro de sus ojos. Respiraba con fatiga, tenía la lengua
reseca e inútilmente trataba de humedecerse los labios
apergaminados y las fauces ardientes, y sólo una voluntad
de vergüenza lo mantenía en pie.
Cuando entreabrió los ojos descendía por la
escalerilla de la cochera en compañía de Bromberg.
El Hombre que vio a la Partera marchaba como
atontado con la greñuda cabellera alborotada. Tenía los
pantalones superfluamente sostenidos por la pretina,
y un trozo de camisa blanca como la punta de un pañuelo
escapaba de su bragueta. Y se tapaba la boca con el puño
arrojando enormes bostezos. Pero su mirada somnolienta,
perdidosa, parecía ajena a su actitud de patán. Eran
hermosos ojos los suyos, serios e incoherentes como
los de las grandes bestias, entre los párpados
pestañudos que sombreaban sus ojeras en un redondo
y fino rostro de doncella. Erdosain lo miró, pero el
otro pareció no verle, sumergido en su magnífica
incoherencia. Luego miró embobado al Astrólogo, éste
le hizo una seña con la cabeza y después de abrirle el
candado entraron los tres al establo.
Barsut se levantó de un brinco: iba a hablar.
Bromberg describió una curva en el aire y un choque de
cráneos contra las tablas retumbó en la cochera. En el
polvo el sol alargaba un losange amarillo. Del montón
informe se desprendían ronquidos sordos. Erdosain seguía
con curiosidad cruel la lucha, y de pronto de la cintura de
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Bromberg, que estaba abultado sobre Barsut con los dos
enormes brazos tensos en la sujeción de un pescuezo
contra el suelo, se desprendió el pantalón, quedando con
las nalgas blancas en descubierto y la camisa sobre los
riñones. Y el sordo ronquido no fue ya. Hubo un
instante de silencio, mientras el asesino, semidesnudo,
inmóvil, oprimía más fuertemente la garganta del muerto.
Erdosain miraba, nada más.
El Astrólogo aguardaba con el reloj en la mano. Así
estuvieron dos minutos, que en Erdosain no tuvieron
longitud.
-Basta, ya está.
Torpe, con el pelo pegado a la frente, volvióse
Bromberg, y sin fijar en nadie su mirada incoherente,
cogió ruborizado las puntas de su pantalón,
abrochándoselo apresurada-mente.
Había salido de la cochera el asesino. Erdosain lo
siguió, y el Astrólogo, que era el último, se volvió a
mirarlo al estrangulado.
Este permanecía en el suelo, con la cabeza vuelta
hacia el techo, las mandíbulas distendidas y la lengua
pegada al vértice de los labios torcidos en una comisura
que descubría los dientes.
En esa circunstancia ocurrió un suceso extraño, del
que no se dio cuenta Erdosain. El Astrólogo, deteniéndose
bajo el dintel de la cochera, volvió el rostro hacia el muerto,
enton-ces Barsut, levantando los hombros hasta las orejas,
estiró el cuello y mirándolo al Astrólogo guiñó un párpado.
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Este se tocó el ala del sombrero con el índice y salió a
reunirse con Erdosain, quien sin poderse contener,
exclamó:
-¿Y eso es todo?
-El Astrólogo levantó hacia él una mirada
burlona.
-¿Pero se creía usted que «eso» es como en el
teatro?
-¿Y cómo lo va a hacer desaparecer?
-Disolviéndolo en ácido nítrico. Tengo tres
damajuanas. Pero, hablando de todo un poco, ¿tiene
noticias de la rosa de cobre?
-Sí, salió lo más bien. Los Espila están contentísimos.
Anoche precisamente vi una muy buena muestra.
-Bueno, almorzaremos... que bien nos lo hemos
ganado. Pero cuando iban a entrar en el comedor, el
Astrólogo dijo:
-¿Cómo... no nos lavamos las manos?
Erdosain lo miró sorprendido e instintivamente
levantó las manos hasta donde se cruzaban las solapas
de su saco para mirárselas. Entonces, apresuradamente,
en silencio, se encaminaron hasta el cuarto de baño,
despojándose de los sacos, abrieron las canillas. Erdosain
cogió un trozo de jabón y concienzudamente,
arremangado hasta los codos, se frotó con él. Luego puso
los brazos bajo el chorro de agua y se secó vigorosamente
en la toalla. Mas antes de salir, el Astrólogo efectuó un
acto extraño.
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Cogiendo la toalla la arrojó al fondo de la
bañadera, tomó un frasco de alcohol, vertiendo su
contenido sobre ella, luego encendió un fósforo, y
durante un minuto los dos semblantes en el cuarto oscuro
fueron iluminados por las azuladas llamas del inflamable
que consumía el tejido. Luego, por todo resto quedó
allí un negruzco depósito de cenizas: el Astrólogo
abrió una canilla, nuevamente el agua corría arrastrando
la liviana carbonización, y entonces ambos salieron para
el comedor.
Una sonrisa irónica retozaba en el rostro de
Erdosain.
-¿Así que ha hecho como Pilatos, en?
-Tiene razón, e inconscientemente.
En el comedor sombroso las entreabiertas
persianas dejaban ver el jardín. Tiernos tallos de
madreselva trepaban hasta las maderas del marco. Insectos
transparentes resbalaban en el aire junto al limonero y las
paredes blancas se reflejaban en la rubia opacidad del
piso encerado. Los flecos del mantel caían en torno de
las patas cuadradas de la mesa. En un florero etrusco,
un ramo de claveles desparramaba su a pimentada
fragancia, y los cubiertos plateados brillaban sobre el
lino y en la loza; las sombras se enroscaban como rulos
en la vitrea convexidad de las copas, o se extendía en
franjas triangulares sobre los platos. En una fuente ovalada
había una mayonesa de langostinos.
El Astrólogo sirvió vino. Comían en silencio. Luego
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el Astrólogo trajo caldo amari-llo de yemas de huevos,
una bandeja de espárragos nadando en aceite, ensalada
de alcachofas y más tarde pescado. Como postres hubo
ricota rociada de canela y fruta.
Después sirvió café, y Erdosain le entregó el
dinero. El Astrólogo lo recontó:
-Aquí tiene tres mil quinientos. Hágase varios
trajes. Usted es un buen mozo y es conveniente que
ande elegante.
-Muchas gracias... pero oiga... estoy muerto de
sueño. Voy a dormir un rato. ¿Quiere despertarme a las
cinco?
-Cómo no, venga. -Y el Astrólogo lo acompañó
hasta su dormitorio. Erdosain se quitó los botines,
extenuado ya, arrojó el saco en el respaldar de la cama.
Un ardor enorme le quemaba los párpados, su pecho se
cubrió de sudor espeso y no pensó más.
Despertó ya oscurecido, al ruido del Astrólogo
que abría una persiana. Volvióse sobresaltado, mientras
que el otro le decía:
-¡Por fin! Hace veintiocho horas que está
durmiendo. -Mas como expresara duda, el
Astrólogo le alcanzó los diarios del día, y,
ciertamente, habían pasado dos días.
Erdosain saltó de la cama pensando en
Hipólita.
-Es necesario que me vaya.
-Usted dormía que parecía un muerto. Nunca he
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visto a nadie dormir así, con tal cansancio, hasta con el
olvido de las necesidades naturales... pero, a propósito,
¿de dónde sacó usted esa historia del suicida del café? He
visto los diarios de ayer a la noche y de esta mañana.
Ninguno trae esa noticia. Usted la ha soñado.
-Sin embargo, yo puedo enseñarle el café.
-Pues soñó en el café, entonces.
-Puede ser... no tiene importancia... ¿y eso?...
-Ya está.
-¿Todo?
-Todo.
-¿Y el ácido?
-Lo volcaremos en el sumidero.
-¿Así que ya?...
-Es como si no hubiera existido nunca.
-Al despedirse del Astrólogo, éste le dijo:
-Véngase el miércoles a las cinco. A la noche
tendremos reunión. No se olvide de comprarse un traje
de confección mientras le hacen los otros. No falte, que
estará el Buscador de Oro, el Rufián y otros, otros.
Cambiaremos ideas y acuérdese de que tengo mucho
interés en la cuestión de los gases asfixiantes. Hágase un
proyecto para fábrica reducida de cloro y fosgeno. Ah,
y a ver si puede averiguar qué diablo es el gas
mostaza. Destruye cualquier substancia que no esté
protegida por un impermeable empapado en aceite.
-El fosgeno es oxicloruro de carbono.
-No pierda tiempo, Erdosain. Una fábrica chica.
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Que puede servir de escuela de química revolucionaria.
Recuerde que nuestras actividades se pueden dividir en
tres partes. El Buscador de Oro estará encargado de lo
relacionado con la colonia, usted con las indus-trias,
Haffner con los prostíbulos. Ahora que tenemos dinero
no hay que perder tiempo. Es necesario que trabaje.
¿Qué me dice usted si organizamos una usina que llegue
a ser en la Argentina lo que fue la Krupp en Alemania?
Hay que tener confianza. De lo nuestro pueden salir
muchas sorpresas. Somos descubridores que no saben
sino en conjunto hacia dónde van (1). ¡Y eso mismo
quién sabe!...
Erdosain fijó un segundo los ojos en el semblante
romboidal del otro, luego, sonrien-do burlonamente, dijo:
-¿Sabe que usted se parece a Lenin?
Y antes de que el Astrólogo pudiera
contestarle, salió.
(1) Los personajes de esta novela continúan su
accionar en la obra «Los lanzallamas».
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