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Las alteraciones de Albarracín

2005, Rehalda Revista Del Centro De Estudios De La Comunidad De Albarracin

REHALDA - N úmero 2 - Año 2 0 0 5 LAS ALTERACIONES DE ALBARRACÍN José Luis Castán Esteban 10 Sobre la mesa de su escritorio en El Escorial, tras cinco horas de trabajo, sólo quedaba un pequeño sobre con el sello de los correos reales. Felipe II lo abrió con desdén. Se sentía cansado. Eran las dos de la mañana. Los monjes del monasterio rezaban completas en el coro. Pero su sentido del deber con Dios y con su monarquía, le hicieron concentrarse en su contenido. En el fondo, no le disgustaba. Había sido educado para gobernar un imperio. En su primera página, con mayúsculas, se había escrito: Sobre las alteraciones de Albarracín. 4 de febrero de 1585 . Consulta a su M ajestad. El rey se ajustó el binóculo, acercó la lámpara de aceite y comenzó a leer. Albarracín . Cerró los ojos y se acordó, haciendo un esfuerzo, de su estancia en aque- lla ciudad hacía más de treinta años. Era todavía príncipe de Asturias. Su padre, el emperador, le había recomendado visitar las principales ciudades de Aragón antes de su coronación. En las casas del concejo fue recibido por los alcaldes, y poco después se había trasladado a las Sierras Universales a practicar su afición favorita, la caza. La carta estaba escrita por el capitán Alonso de Zanoguera, que se encontraba en la localidad valenciana de Barracas con cien jinetes y doscientos infantes, tal y como le había sido ordenado. Tardaría tres días en llegar a Albarracín. Toda la frontera se encontraba al tanto de su llegada, por más que había procurado ser discreto, todo lo discreto que se podía ser con dos compañías del Ejército Real. Si descubrían su destino, era posible que la ciudad ofreciera resistencia y se complicaran las cosas. Había que tomar una decisión y el factor tiempo era decisivo. Esperaba órdenes. Recordaba vagamente la misión del capitán Zanoguera. El trabajo se le amontonaba. La administración de Portugal, la remesa de plata de las Indias, los conflictos en Flandes, le habían hecho concentrarse en la política internacional. El tema lo había tratado, junto con muchos otros, hacía unas dos semanas con su secretario Antonio Pérez. Seguro que en el archivo había más información. Llamó al ujier. A los diez minutos tenía sobre la mesa un expediente del Consejo de Aragón. Era un legajo de cincuenta folios. Contenía varias cartas de la ciudad, del virrey, un informe jurídico y un dictamen del Consejo. Comenzó a leer: 10 Doctor en Historia. (Fot. “ Albarracín nocturno” , I. Lahuerta y R. Ibáñez). 41 Centro de Estudios de la Comunidad de Albarracín Retrato de Felipe II. S.C.R.M . Señor: La ciudad de Albarracín, como mejor puede dice: Que ha sido desde antiguo una de las principales deste reino, gozando, como goza, de fueros propios, concedidos por don Pedro Fernández de Azagra, confirmados por los serenísimos reyes, de gloriosa memoria, antecedentes de S.M . Está gobernada por un juez anual, dos alcaldes y dos jurados, insaculados entre los caballeros della, sin que pueda tener ninguna autoridad otro oficial, sea real, eclesiástico o secular. Item, que desde el año 1532, por orden del virrey tiene constituido un tribunal de apelación cuyos magistrados, con total parcialidad, encausan, confiscan y condenan a los vecinos desta tierra, sin que haga caso ni a apelaciones ni a ale- 42 REHALDA - N úmero 2 - Año 2 0 0 5 gaciones forales, como ya se denunció a su M agestad en las Cortes de M onzón del año cincuenta y tres. Item, que desde ese mismo año tiene establecido en la iglesia de Santa M aría, en contra de las libertades desta tierra a Fray Bernardo de Valencia, padre dominico y agente del Tribunal de la Inquisición, que con excusa de herejía, apremia y encarcela a los vecinos sin más prueba que su palabra. Item, que el señor Hernández de Heredia, alcaide del castillo y señor de Gea, aprovechando esta parcialidad y desolación de la ciudad y sus aldeas, saquea y toma con impunidad las masadas, parideras y heredades de las Sierras Universales, en perjuicio del patrimonio real y de su pacífica sustentación. Por eso solicitan de su rey y señor que se sirva volver a la ciudad el goce de su antiguo gobierno, fueros y privilegios, en la pacífica posesión que de más de cien, doscientos y trescientos años acá han tenido, reduciendo los tribunales de apelación et Inquisición, y desposeyendo al Señor de Gea de su título, haciendo así firme la paz y la justicia, de antiquísima memoria en estas tierras. Datis civitatis Sancte M arie de Albarracino, die XI mensis noembreis anno domini M DLXXXIIII. M artín de Aula Juez anual En el margen derecho el monarca reconoció su propia letra. Decía: Al virrey de Aragón. Véase lo que se pide e que se haga información al Consejo. La segunda carta era, efectivamente, del virrey. El M arqués de Villena llevaba más de cinco años en el cargo. Era castellano y se podía confiar en él. De hecho, Felipe II lo había mandado a Aragón por su experiencia militar en la persecución de bandoleros en Valencia y Cataluña. Sus métodos no respetaban siempre la legalidad, pero eran efectivos. Los malhechores y quienes les protegían eran inmediatamente ejecutados en fragancia antes que sus abogados los manifestasen ante cualquier otra jurisdicción. Además, había conseguido aumentar los ingresos por vía de impuestos, lo que siempre se agradecía en las finanzas reales, siempre necesitadas de fondos para la guerra en Flandes. S.C.R.M . Señor: La ciudad de Albarracín, alegando que no disponían de título legítimo ni foral, no ha permitido a mis enviados acceder al término, siendo retenidos en el castillo de Pozondón. Por ello he mandado venir a esta ciudad de Zaragoza a dichos 43 Centro de Estudios de la Comunidad de Albarracín Inquisidor y Juez de apelaciones donde han manifestado lo siguiente: Que la ciudad de Albarracín, desde hace más de cincuenta años, se niega a pagar el derecho de pecha a su M ajestad, esgrimiendo que los tribunales del rey van en contra de sus libertades. En las Cortes celebradas en M onzón en 1553 y 1585 recurrieron como contrafuero este establecimiento, quedando pendiente su resolución. Asimismo sus jurados y oficiales no sólo no auxilian a los enviados de su M agestad, sino que continuamente les impiden prender y juzgar. Los hombres van armados en bandos por las calles y tan sólo el alcaide del castillo protege los intereses reales, no atreviéndose a salir de noche, por miedo a que los facinerosos le den muerte. De esto se desprende la total falta de justicia y la impiedad de sus habitantes, que si se ven sueltos del yugo de S.M ., se alzarán como hicieron en Castilla las ciudades en tiempos de su padre, el serenísimo César Carlos, o en Valencia en los días de las Germanías. Por ello previenen a que lo antes posible se aumente la guarnición del castillo y se reduzca a los oficiales como reos de traición a su M ajestad. Datum Caesaraugusta, XI januaris, anno domini M DLXXXV. Antonio M endoza M arqués de Villena La carta se acom pañaba de un am plio inform e de su secretario en el Consejo de Aragón, Antonio Pérez, en el que recopilaba algunos artículos de la legislación foral de Albarracín. Tam bién unas citas del cronista Zurita, donde resum ía la historia del señorío, desde su cesión por al rey m oro M oham ad Aden Sahad, al señor navarro Pedro Ruiz de Azagra, hasta su incorporación al reino de Aragón en 1300 por Pedro III. M iró de nuevo sus anotaciones hechas al margen: Que se cierren las fronteras de Aragón, Castilla y Valencia con las tierras de Albarracín, y se dilate todo lo demás. Que una compañía se prepare y se establezca en la frontera . Levantó la vista y miró al emi- sario del capitán Zanoguera, que esperaba en la antesala. Ya sabía suficiente. Llamó a su escribano y comenzó a dictar: N os, Don Felipe, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de N avarra, de Valencia, de M allorca, de Cerdeña, de Córcega, conde de Barcelona, duque de Atenas y de N eopatria, conde de Rosellón y de Cerdanya, marqués de Oristán y de Gociano, etc., al justicia y jurados de la ciudad de Albarracín, salud y dilección. Por cuanto el virrey nos ha informado de la desobediencia con que habéis negado su visita, alegando que no posee título foral para arreglar el gobernamiento de la ciudad y las aldeas, y sabiendo que protestáis de mi tribunal de apelación e Inquisición, amparándoos en vuestras 44 REHALDA - N úmero 2 - Año 2 0 0 5 leyes, sabed que es mi voluntad que renunciéis a dichos fueros, ajustándoos a los del resto de Aragón, con lo que se aplicaría mi real voluntad, la justicia y la paz. Y si rechazáis de nuevo estas cartas, sabed que incurriréis en nuestra real ira e indignación como reos de traición, y a la pena que a tales casos se someten quienes desobedecen las órdenes de su señor. Datum in loco Escurialensis, die VII mensis febroarii, anno a nativitate domini M DXXXV. Yo el rey El escribano dio a firmar el documento, que Felipe II leyó atentamente e hizo ademán de entregarlo a su ayuda de cámara. Solo cabía esperar. Sabía que la fuerza podía someter a los aragoneses, pero también soliviantar al resto de las ciudades. Teruel había rechazado a los oficiales reales diez años antes y había sido necesario ocuparla militarmente. Zaragoza llevaba años considerando que las sentencias de sus jueces eran tan válidas como las de su Audiencia real. Los señores de Luna, Híjar y Fuentes actuaban como auténticos reyezuelos, con sus ejércitos privados asolando el valle del Ebro con total impunidad. Cuando más hombres y dinero necesitaba para la guerra con los infieles, sus vasallos aragoneses cada vez pagaban menos impuestos. La hacienda real estaba en bancarrota y Aragón, en vez de contribuir a la victoria de la cristiandad, le venía con fueros y privilegios. Llevaba años aplicando medidas suaves, pero su paciencia había acabado. Por eso, cuando el oficial cogió el sobre y solicitó permiso para partir lo miró y muy despacio dijo: 45 Centro de Estudios de la Comunidad de Albarracín - Comunicad al capitán Zanoguera que avance hasta una legua de las murallas y haga llegar esta carta a la ciudad. Si el justicia de Albarracín no entrega las llaves de las puertas en el plazo de un día, está autorizado para entrar por la fuerza y prender a sus oficiales. Estaba decidido a terminar con las alteraciones. Respiró para contener la ansiedad y desasosiego que le producían estos asuntos. M iró la ventana y vio que estaba amaneciendo. Apagó el candil de aceite y tras una pequeña oración, se retiró a dormir. ❖❖❖❖ M artín de Aula, justicia de Albarracín, fue despertado apresuradamente por su criado. Una columna de hombres armados avanzaba por el camino de Gea. Rápidamente llamó al alguacil y subió hasta la Torre del Andador. Sin esfuerzo descubrió a las compañías del ejército real. Había confiando en que no llegara aquel día, pero sabía que entraba dentro de lo probable. - ¿Doscientos hombres? –le dijo al alguacil. - Puede que más, y con artillería –le respondió. Cuando bajó, los caballeros se habían agolpado en la plaza. Estaban inquietos, alarmados. Debía hacer algo o cundiría el pánico y sus posibilidades de victoria serían nulas. Tras meditar unos instantes, alzó la mano para hacer silencio y dijo: - Señores, vienen hombres del rey armados. Debemos prepararnos para hacerles frente. Está en juego nuestra libertad, la de nuestros hijos y la de toda esta tierra. Un rey que no cumple sus propias leyes no puede esperar fidelidad de sus súbditos. Podemos someternos, pero ya sabemos qué consecuencias tendrá. Cuando la ciudad de Teruel aceptó a los capitanes reales, fue sometida a saqueo en año setenta, y todavía hoy están en las puertas las cabezas de los que no quisieron renegar de sus fueros. Hemos apelado al Justicia de Aragón y no nos ha contestado. Hemos pedido justicia en las Cortes y ni siquiera nos recibieron. Hemos enviados embajadores al rey y han sido encarcelados. Dios sabe que nuestros antepasados lucharon por Aragón en la toma de Valencia a la morisma, que defendimos la corona en las guerras de la Unión, que mandamos tropas para sofocar la revuelta de las Germanías, y sólo a cambio de que pudiéramos vivir en paz, con nuestros usos y costumbres, con nuestro fuero y nuestras leyes. ¿Y qué nos dieron? Un tribunal de Inquisición, donde con la excusa de judaizar, se incautan de nuestras haciendas; la humillación de nuestros jueces, sometidos a constantes apelaciones, y la recaudación de más dineros para guerras lejanas, ajenas a nuestra tierra. Si abrimos las puertas al ejército, nuestros bienes, nuestras mujeres, nuestros hijos serán víctimas 46 REHALDA - N úmero 2 - Año 2 0 0 5 de la soldadesca. No respetarán ni lo más sagrado. El gobierno de Albarracín desaparecerá, y con él la libertad y la justicia. Nuestro primer señor, Don Pedro Ruiz de Azagra, no reconoció a más reina que a la Virgen Santa M aría. Nuestros antepasados sólo aceptaron formar parte de Aragón si se respetaban nuestros fueros y privilegios. Tras detenerse para coger aire, miró de nuevo a sus compañeros y levantado su espada, concluyó: - Por eso, aquí, ante vosotros, principales caballeros de la ciudad, digo que reniego de ese rey que olvida la justicia y la religión, y proclamo que por Nuestra Señora y nuestras leyes lucharemos, y si es preciso, moriremos, no como rebeldes, sino como hombres libres. Amén. Durante unos segundos, la plaza permaneció en silencio. Todos eran conscientes que era la hora del todo o nada. La tensión sólo acabó cuando el caballero Juan Navarro de Arzuriaga, de apenas veintidós años, desenfundó su daga y gritó: ‘¡Por Santa M aría y la libertad!’ Sus compañeros, hasta entonces asustados, respondieron: ‘¡Santa M aría y libertad!’, mientras los filos de sus espadas resplandecían en el aire. Las horas siguientes fueron de total agitación. En los soportales de la casa del concejo los ancianos preparaban saquillos de pólvora para los mosquetes. En las almenas los muchachos acumulaban piedras para defender los muros y encendían hogueras para echar brea caliente sobre los asaltantes. En el camino del río, las mujeres recogían cántaros para abastecer a la ciudad ante un más que probable cerco. Los hombres en edad de combatir se dividían en patrullas. ❖❖❖❖ Tras dos días de sitio, el capitán Zanoguera contempló de nuevo la ciudad desde su puesto de mando. Estaba incómodo, pues hubiera preferido que cedieran al ultimátum que el día anterior les había hecho enviar. Aquello no era como en Orán o Lepanto. No eran infieles. Tampoco alimañas de ese demonio de Lutero, como en Nürenberg, sino cristianos viejos, súbditos del rey. Pero a fin de cuentas él sólo cumplía órdenes. Se concentró en el mapa que tenía ante sí. Por sus años en los campos de batalla sabía que habían acabado los tiempos de los castillos y las murallas. Su batería, con cinco piezas de artillería, alcanzaría los muros a mil pasos de distancia, fuera del alcance de cualquier proyectil que saliera de la ciudad. Tras varias horas de bombardeo, si no decidían rendirse, las tropas de infantería penetrarían con facilidad a través de lo que quedara en pie. Esperó hasta las doce, observó las puertas de la ciudad por última vez, esperando una bandera blanca, una señal de rendición que no llegó, y mirando al oficial 47 Centro de Estudios de la Comunidad de Albarracín que mandaba el tren de artillería, mandó hacer fuego. Una a una las torres sucumbieron a los obuses sin que los defensores pudieran oponer nada a lo que les venía encima. Las primeras casas comenzaron a arder y en poco tiempo gran parte de los edificios de la ciudad se consumían por las llamas. M artín de Aula, desde el patio del castillo, sentía que la situación era desesperada. La mitad de sus hombres ya habían caído sin entrar en combate. Los muros estaban destrozados, la ciudad incendiada y no podía hacer nada. Sólo cabía esperar. Por eso, cuando de repente el ruido cesó, subió a los escombros y distinguió a los soldados que, desplegados en dos columnas, avanzaban desde la vega y pensó 48 REHALDA - N úmero 2 - Año 2 0 0 5 que, puestos a acabar, era mejor así. Esperó a que estuviesen a tiro y cuando sólo les separaban veinte pasos apareció de entre las ruinas y ordenó disparar los mosquetes. Pero no había tiempo para volverlos a cargar. Al disiparse el humo pudo ver como el enemigo seguía avanzado. Una patrulla se había parapetado en la iglesia de Santiago y batía sin cesar el castillo. Otra, cubierta por la primera, avanzaba hacia la torre principal, donde resistían los últimos caballeros. El justicia de Albarracín volvió a mirar a su alrededor y sólo vio despojos humanos. Llamó a voces a sus compañeros, pero sólo escuchó gritos de dolor. Su mosquete no tenía pólvora y cinco alabarderos subían hacia su posición. Era el fin. Apretó su espada con la mano derecha y sacó la daga con la izquierda. Se abalanzó sobre el primero de ellos y de un tajo le seccionó la garganta, pero al girarse sintió un dolor agudo y como las tripas se le escapaban entre borbotones de sangre. Levantó la vista y todavía pudo ver antes de morir al soldado que tras ensartarlo en el bajo vientre le clavaba su puñal en el corazón. Nota del autor: Desde 1585 Albarracín estuvo ocupada militarmente y sometida a la autoridad de un capitán, siempre extranjero. Los supervivientes al asalto fueron ajusticiados, sus cuerpos descuartizados y expuestos en los caminos para escarmiento. El 12 de diciembre de 1598 la ciudad era forzada a renunciar a sus fueros y quedaba incorporada a la jurisdicción del reino de Aragón. Sus oficiales fueron nombrados desde entonces por la Audiencia de Zaragoza y el Consejo real. Fue obligada a pagar una multa de 15000 florines de oro. Jamás volvió a ser libre. 49