Índice
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
Acerca de la autora
Créditos
La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando
el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos
agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la
luna,
corría por las calles y los pisos
deshabitados
y dejaba por los rincones
pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los
banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por
las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las
circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son
los cementerios
y el dolor de las cocinas
enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y
las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la
garganta.
Fragmento de «Paisaje de la multitud que vomita
(Anochecer en Coney Island)»,
en Poeta en Nueva York,
Federico García Lorca
If Desdemona was fat, who
would care whether or not
Othello strangled her? Why is
it that the girls nazis torture on
the cover of the sleazer men’s
magazines are always good
looking? The effect would be
quite different if they were
overweight. The men would
find it hilarious, instead of
immoral or sexually titillating.
However, plump unattractive
women are just as likely to be
tortured as thin ones. More so,
in fact.
Lady Oracle
Margaret Atwood
1
¿Cómo pudiste terminar así?
¿Cómo pudiste terminar así?
¿Cómo pudiste terminar así?
2
Dicen que uno puede presentir la muerte de un
ser querido. Mentira. Esa mañana, al levantarme
de la cama, mi mundo estaba bien. No era
perfecto, pero tampoco una desgracia patética.
Podría decir que incluso llegué a sentirme un poco
más ligera o energética; con una actitud positiva,
dirían las chicas del hospital. «¡Esa es la actitud!»,
solían poner en las redes sociales, abajo de citas
cursis de libros de autoayuda casi siempre de
autores hindúes o de oraciones religiosas,
manufacturadas por ellas mismas, a la Virgen o a
su santo preferido.
El mundo había amanecido bien. Tan bien como
puede estar el mundo de una oficinista gorda y
treintañera que sigue viviendo en casa de sus
padres. Mientras orinaba, escuché el ruido de las
urracas sobre el árbol, junto a la ventana del baño.
A las rubias delgadas y hermosas, como
Cenicienta, les cantan los pajaritos de colores;
incluso entran a hacerles la cama y una tacita de té.
Para las castañas obesas y ramplonas como yo,
están las urracas que se bañan en charcos de lodo
y gritan de una forma terriblemente parecida a
como lo hace mi madre al perder la paciencia.
Pero aquella mañana yo me sentía con el piso
sólido bajo mis pies.
Encendí la tele mientras me vestía. En un
anuncio de muebles, un marido guapo llegaba a su
casa llamando a su mujer. Me metí en una falda
ancha como un hula hula y aún así batallé un poco
con el botón. Qué daría por escuchar mi nombre
pronunciado así, con tanta ternura, con tanta
indulgencia. Frente al espejo noté que la blusa se
transparentaba un poco, así que era fácil ver mi
sostén apretando mi carne que resurgía por arriba
y por abajo, como peces que intentaran escaparse
de una red. Sí, mi nombre dicho con ternura por
una voz masculina, a cambio de una casa limpia y
reluciente: una transacción justa. Qué daría yo
porque alguien me llamara así. Uno piensa o dice
estas cosas tal vez porque quiere o añora lo que ve
que otros tienen, sea en la vida real o en la
televisión.
Bajé a la cocina a prepararme algo de
desayunar y encontré a mi madre poniendo apio,
cilantro, jugo de naranjas y no sé cuántas cosas
más dentro de la licuadora. Nuestra cocina nunca
olía a chorizo, a hot cakes, a tocino o a huevos
fritos por las mañanas. De espaldas, ella parecía
una chica de 20 años: piernas largas, nalgas
apretadas y redondas, y una cintura brevísima. Se
dio la vuelta y me miró al fin. Sólo el rostro
delataba su edad. A pesar del cuidado intenso que
tiene con su piel, los peelings, las cremas, los
protectores, el bótox; además de todo el
maquillaje
que
sabe
aplicarse
con
profesionalismo, mi madre tiene unas arrugas
únicas por el gesto que su rostro adopta,
inevitablemente, cada vez que me mira.
–¿Te puedes imaginar? –Levantó el vaso relleno
de aquel líquido espeso y verde. Me sonrió
orgullosa–. Treinta calorías nada más. Un
desayuno completo.
Yo sonreí: no me interesaba ya convencerla de
que aquel potaje no podía ser un desayuno bien
balanceado. Nuestras discusiones siempre
terminan en gritos, lágrimas y un rencor que puede
durar varios días. Además, entiendo que lo hace
por mi bien, y mi bien es lo que quedaría de mí si
quitáramos todo el exceso de mi cuerpo. No quise
enfrascarme en una de esas discusiones y menos a
esa hora tan temprana. Mi madre llenó otro vaso y
lo depositó frente a mi lugar. La mesa estaba
puesta con toda propiedad, como si fuéramos a
recibir visitas. Aunque sólo vaya a beber un vaso
de agua, a mi madre le gusta guardar las formas.
Los rituales mantienen unida a la familia, solía
decirnos hace años.
Me acerqué para prepararme un café. Ella se
arrinconó al otro lado de la estufa, como si yo
fuera mucho más grande de lo que soy y estuviera
a punto de arrollarla. Le causa repulsión el
contacto con mi cuerpo. Quizá teme que la grasa
pueda trasmitirse por contacto. O, al menos, que la
ensucie.
–Deja, Pandora –dijo sacando una taza del
gabinete–. Yo te lo preparo, tú siéntate.
Pandora, un nombre que me ha traído tantos
sinsabores. La culpable de todos los males del
mundo, o al menos de esta familia. Nunca he
sabido por qué mis padres tuvieron a mal
llamarme así, si por extravagantes, por mala leche
o por pura ignorancia mitológica. La obedecí y fui
a sentarme. La silla rechinó bajo mis nalgas.
Apenas pasaron un par de minutos, comencé a
sentir el sudor en la parte de atrás de mis piernas,
que ya se habían adherido al asiento. Le di un
pequeño trago al líquido verdoso y lo volví a
poner sobre la mesa. Un sabor nauseabundo. Era
también, con una manzana pequeña, un pan tostado
sin mantequilla ni mermelada y un café negro, el
desayuno diario de mi madre. Una mujer de
rutinas.
–¿Y mi papá? –pregunté mirando el reloj del
horno de microondas.
Aunque estaba recién jubilado, mi padre seguía
apegado a su rutina de años y no podía quitarse la
costumbre de levantarse muy temprano.
Mi madre levantó sus casi inexistentes cejas,
delineadas finamente con lápiz oscuro, y me dio la
espalda antes de contestarme.
–Dijo que no se sentía muy bien. –Su tono de
voz era oscuro, sarcástico. Mi madre no cree en
las enfermedades: para ella son excusas de gente
indolente y perezosa. Ella misma nunca se
enferma. No recuerdo haberla visto en cama
jamás.
La casa es de dos pisos. Intenté subir las
escaleras tan rápido como mis 116 kilos 300
gramos me lo permitieron. Vivo al tanto de mi
peso al gramo por día, no porque yo esté
obsesionada con ello, sino porque una de las
estrategias de mi madre para hacerme adelgazar ha
sido subirme a la báscula a diario y agredirme con
el kilaje exacto de mi cuerpo a lo largo de todo el
día. Está de más decir que su plan no ha incidido
en lo absoluto en que yo disminuya un gramo. Al
llegar arriba estaba exhausta: me encontré
envidiando a toda la gente que vivía en casas de
una sola planta. Intenté no tocar el pasamanos: mi
madre aborrece las «manos sebosas» que ensucian
la madera que ella pule con aceite limpiador de
naranja y un rostro compungido. Pero me faltó el
aire y tuve que sostenerme de él. Logré mover mis
muslos y aguantar mi peso hasta que pude llegar al
final de las escaleras.
Arrastré los pies hasta el cuarto de mi padre. La
tela de la blusa comenzó a pegarse a mi piel por el
sudor. La chica del clima en el noticiero, con su
vestido entallado y su cintura de avispa, diría que
se esperaba un día caluroso y húmedo. Sentí mi
propia atmósfera condensándose en torno mío,
como si estuviera dentro de una bolsa de plástico.
Me detuve para recuperar el aliento. Fuera de mi
propio resuello, no se escuchaba nada más. Una
sensación de mareo me rodeaba, como una
parvada de moscas alrededor de una pila de
desperdicios.
Papá estaba recostado sobre su cama. Un olor
extraño, uno que yo no había percibido jamás,
inundaba la habitación. Él y mi madre habían
comenzado a dormir en camas separadas cuando
mi hermana Irene y yo todavía éramos pequeñas.
Tras el matrimonio de mi hermana, su cuarto fue
reacondicionado y papá se mudó allí. Los
simbolismos son más fuertes que las formalidades.
Miré a papá con su piyama de franela azul. Me
pareció extraño que, además de que faltara a su
rutina matinal, no roncara como solía.
–¿Papá?
Nada.
Lo toqué. Su piel estaba seca y tibia. Puse mi
mano sobre su pecho. Nada. Lo moví con fuerza,
empujando sus hombros.
–¿Papá?
Comencé a gritar: era un dolor físico, una turba
de hormigas carnívoras subía por todo mi cuerpo,
como en aquel cuento de Quiroga que tanto me
atormentaba de chica. Grité hasta que de mi
garganta ya no salió nada más, sólo unos gemidos
patéticos, desgastados. Sentí como si la luz de la
ventana brillara a través de mis manos y sus dedos
de salchicha, de mis brazos gruesos, de mi enorme
cuerpo que yo pensaba tan sólido. Mi sangre ya no
era roja, mis huesos se habían vuelto gelatinosos;
mi piel, una cáscara quebradiza. Me convertí en un
molusco sin fuerzas que no tiene más opción que
arrastrarse por la playa, secarse y morir.
Mi madre apareció de pronto bajo el umbral de
la puerta. Caminó unos pasos hasta quedar cerca
de mí. No me abrazó; sólo me regaló durante unos
instantes la cercanía de su cuerpo tenso y breve.
Apretó la carne de mi antebrazo y retiró de
inmediato su mano de perfecta manicura: un acto
tierno e inesperado de su parte. Parecía más la hija
de papá que su esposa. Él, en cambio, tenía
arrugas profundas, la mitad del bigote cubierto de
canas, una calvicie casi total y anteojos gruesos.
Los labios de mi madre tomaron la forma del
nombre de su esposo; respiró profundo y cerró los
párpados por unos segundos. Se acercó y puso dos
dedos sobre aquel cuello inerte, quizá para
cerciorarse de que ya no respiraba, antes de pasar
su mano sobre los ojos, como en las películas.
–Habrá que comenzar con los arreglos.
Yo sólo podía mirar el cadáver. Mi cuerpo, mis
lonjas, todo temblaba a causa de mi llanto.
Escuché los zapatos de mi madre como cascos de
caballo por el pasillo. Segundos más tarde, en la
planta baja, su voz por el teléfono, pidiendo
informes en una casa funeraria.
Miré el rostro de papá: se veía tranquilo.
¿Había pensado en su hija la gorda antes de irse?
¿Qué iba a ser de mí? Con mi dedo delineé el
contorno de su boca: la sensación me hizo pensar
en la frescura lamosa de las ranas. Su nariz no
exhalaba vida, nada. La única persona que me
amaba tal como yo era, sin pedirme que cambiara,
ya no existía. Me lancé sobre su pecho con los
brazos abiertos. Lo hubiera matado con el impacto
si no estuviera muerto ya. Enterré mi cara en el
hueco entre su cabeza y su hombro. Aspiré por
última vez ese olor a cigarro y loción de afeitar
mentolada. Lloré como no tenía idea que se podía
llorar. Me aferré a él: era como si alguien me
hubiera metido el pie y todo mi cuerpo estuviera a
punto de caer. No al suelo, sino al vacío.
El paso del tiempo, cada segundo, era como
papel lija sobre mi piel. Supe que mi realidad
huía: imposible retenerla. Mi vida se estaba
transformando en un desierto: una tormenta de
arena cegaba y soplaba, levantando arbustos,
escorpiones, basura. ¿Qué me quedaba? Comer y
llenarme a ratos hasta que me tocara morir a mí
también.
Así me encontraron los hombres que vinieron a
llevarse el cuerpo para embalsamarlo. Tuvieron
que despegarme con fuerza y paciencia, como si
fuera un enorme percebe adherido al casco de un
barco que irremediablemente se hunde en el
abismo.
3
Abril se despertó a las seis en punto de la
mañana, como de costumbre. La idea era salir a
trotar, bañarse y estar lista antes de que los
gemelos se despertaran. De otra forma le sería
imposible ejercitarse en todo el día y aún cargaba
con siete kilos que no tenía antes del embarazo.
Gerardo dormía a su lado, bocarriba, roncando
ligeramente. Ella inspeccionó su rostro dormido:
la línea angular de la quijada, tan dura en sus horas
despierto, parecía relajada, suave. Detuvo su
mirada en la nariz recta con las proporciones
perfectas: no del modo de una estatua griega o
romana, sino como el perfil de un piloto de la
Luftwaffe durante la segunda guerra mundial. Las
hermosas pestañas, oscuras y tupidas, protegían
los ojos que rara vez se posaban en Abril. Por eso
era tan necesario bajar de peso. Si se acercara a él
podría oler el aroma de su piel, el perfume de su
champú.
«Es muy guapo; tal vez demasiado», pensó.
Gerardo era el epítome del cónyuge ideal. Cuántas
quisieran pasearse de su brazo en una fiesta y
decir, como si no tuviera importancia: «Te
presento a mi esposo. Es doctor». Las otras
mujeres, con sus maridos ordinarios, más bien
feos, con vientres abultados y calvicies
incipientes, sólo podían retorcer la boca, víboras
envidiosas, y forzar un gesto que ni siquiera podría
llamarse sonrisa hipócrita. No sólo eso: era
también el mejor padre. El que regresaba del
trabajo y tenía energía para jugar con los niños,
para reír con ellos, para sacarlos a pasear.
Viéndolo dormir así, un instinto de propiedad le
recorrió la piel: un escalofrío del alma que tenía
que ver todo con el cuerpo. Este objeto bello, este
ser humano allí dormido, le pertenecía. Acercó su
mano para tocar el cuello de Gerardo: estaba tibio
y podía sentir su sangre fluir por la aorta. Él se
movió con un pequeño gruñido y cambió de
posición.
Abril pensaba que debía estar agradecida de
que él siguiera con ella, considerando su
inexistente vida sexual. Su cuerpo posparto había
cambiado tanto que ella misma apenas se
reconocía. Todo el esfuerzo de los últimos años,
todas las dietas, las rutinas de ejercicio, se habían
ido al caño con un embarazo gemelar que terminó
en cesárea, estrías y una cicatriz que le deformaba
el vientre. Con cremas caras y ejercicios iba
recuperándose poco a poco. No importaba que
todo mundo le dijera que con ese cuerpo parecía
increíble que hubiera tenido hijos: ella sabía que
la deformidad permanecía en ella, en las cosas
mínimas, y que otros no podían ver. Si Gerardo
estaba durmiendo en su cama, a su lado, tenía que
significar algo. Es más: era tan discreto que, si es
que se masturbaba, debía de hacerlo a escondidas,
porque ella nunca lo había sorprendido. Sus
amigas coincidían en esa experiencia: se
despertaban de madrugada, bajaban al estudio y
sorprendían a sus maridos haciendo ruidos de
patito de goma y mirando pornografía en el
monitor. Otras conocidas descubrían evidencias de
las amantes en los bolsillos de pantalones o sacos,
hacían un escándalo y luego perdonaban. Otras
simplemente simulaban ignorancia sobre las
actividades de sus esposos, con el recurso del
mientras-a-mí-y-a-mi-familia-no-nos-falte-nada-yél-llegue-a-dormir-cada-noche-todo-está-bien. En
otras palabras, se trataba de meter la cabeza en la
arena y sobregirar las tarjetas de crédito en
represalia.
Quizá con el paso del tiempo, si ella lograba
hacer de su cuerpo algo menos repugnante, y si los
gemelos crecían un poco más, podrían volver a ser
el matrimonio que fueron antes. ¿Antes de qué?
Abril trató de recordar cuándo había sido la última
vez que tuvieron sexo. Obviamente, cuando
concibieron a los gemelos. Era fácil ubicar el día,
porque no había habido más. Fue la noche de la
cena de Navidad que el hospital organizó para los
médicos y sus esposas. Gerardo había bebido de
más; al llegar a la casa copularon como si fuera
parte de un guión que le exigía a él emborracharse,
tener sexo con la esposa, quedarse dormido y
amanecer con un decoroso dolor de cabeza. La
abstinencia posparto era más fácil de justificar: la
culpa podría llevársela el desfigurado cuerpo de
ella o la posible confusión mental de su esposo
ante el nuevo estatus de madre que ahora
ostentaba; eso sin contar el obstáculo físico de los
bebés, que exigían leche y cambios de pañal a
todas horas. ¿Y antes de que se embarazara? No
pudo recordar: ¿semanas? ¿meses?
Abril se levantó de la cama con mucho cuidado
para no despertar a Gerardo o a los niños, que
dormían en el cuarto de junto. Entró al baño para
vestirse con su ropa deportiva: rosa y violeta,
femenina y combinada. No iba a correr un maratón,
ni siquiera una pequeña carrera de cinco
kilómetros, pero sus tenis eran del mismo tipo que
utilizarían las mujeres que competían en las
olimpiadas. Abril se limitaba a caminar con
rapidez, levantando mucho los brazos, en
escuadra, como si fuera un pequeño tren que
bufando sube una colina. Caminó de puntitas hasta
el cuarto de los gemelos, que olía a una mezcla
dulzona de orina infantil, sudor de sus cabecitas y
aquel aliento de leche que le fascinaba.
Permaneció en la puerta hasta que pudo sintonizar
el sonido de ambas respiraciones.
Bajó las escaleras cubiertas de alfombra y sus
pasos hicieron un paf paf suave sobre los
escalones. Todavía estaba oscuro y era difícil
distinguir los cuadros en las paredes del cubo de
la escalera. En la fotografía de bodas, Abril,
metida en su vestido blanco estilo princesa
medieval, miraba a la cámara con una cara tan
maquillada que no parecía ella misma. Gerardo,
de pie y un poco atrás apoyaba la mano sobre el
hombro desnudo de Abril. Tenía la misma
expresión que las cabezas de alce colgadas encima
de la chimenea. El resto la componían fotos de los
gemelos y una familiar, en la que las mejillas de
ella se veían demasiado grandes, Gerardo en su
pose ausente de médico y los gemelos, recién
nacidos, parecían un par de riñones enrojecidos.
Se ajustó los audífonos, encendió el reproductor
de música y salió cerrando la puerta con cuidado
de no azotarla.
Fuera el día comenzaba a desplegarse apenas.
El aire estaba un poco frío. Los vellitos de sus
antebrazos se erizaron. Abril revisó sus pechos
para comprobar que los pezones no estuvieran
erguidos: no le gustaba que se insinuaran bajo la
ropa. Un hombre joven pasó en bicicleta
aventando un periódico que cayó en el jardín
húmedo de rocío. Abril se apresuró a recogerlo:
ya se había mojado. Lo puso sobre el escalón de la
entrada. Hizo ejercicios de estiramiento,
consciente de su vientre cada vez que se doblaba
para intentar tocar las puntas de sus pies. Tendría
que hacerle caso a sus amigas e inscribirse en
pilates y también en zumba. Quería, de verdad
quería hacerlo. Deseaba poner todo de su parte
para no volverse una de esas esposas gordas y
dejadas. Pero con los hijos había días en que se
sentía infinitamente cansada. Ni siquiera tenía la
voluntad necesaria para ir a correr a diario, y aún
así, a veces, a media mañana necesitaba recostarse
un rato para descansar. Vivía exhausta,
continuamente desvelada y sin poder reponer las
horas perdidas de sueño. ¿De dónde sacar pues el
tiempo, el ánimo y las fuerzas para cuidar de su
cuerpo todo el tiempo? Era tan difícil. Pero ya
estaba allí y ahora había que ejercitarse. Se frotó
los ojos, inhaló y comenzó a caminar con paso
rápido por la banqueta. Las mujeres del aseo de
sus vecinas ya barrían la calle. Pasó sin decir
buenos días. Si saludaba a una, tendría que saludar
a todas, y a esa hora no se sentía con ánimos de ser
cordial.
Abril se preguntó a qué horas saldrían de sus
casas para estar en el trabajo tan temprano.
Seguramente todas vivían allí mismo, en esa
esclavitud de 24 horas que suponía dormir en la
casa de la patrona. Ella se jactaba de ser más
humana que el resto de sus conocidas y más
competente como ama de casa. Sola, con la ayuda
de Juanita unas horas al día, podía con todo el
quehacer. De un tiempo acá, cuando los gemelos
aprendieron a gatear, se encontró considerando en
serio la posibilidad de contratar alguna nana de
tiempo completo.
El amanecer se extendía frente a Abril. Los
pájaros trinaban en los árboles. Los jardines se
veían cubiertos de rocío. Algunos insectos se
movilizaban de un macizo de flores a otro. Olía a
tierra mojada. El aire fresco le restiró la piel y la
felicidad entró en sus pulmones. La invadió la
belleza de todo lo que le rodeaba. Podría haber
permanecido en ese estado por mucho más tiempo,
si no fuera porque recordó todo lo que la esperaba
al llegar a casa. Exhaló con resignación, aceleró el
paso, y trató de concentrarse en la música de sus
audífonos y en los músculos de sus piernas. Intentó
calcular las calorías que estaba quemando, antes
de pensar en qué desayunaría a su regreso.
4
Se supone que uno cambia a lo largo de los
años. Tal vez así suceda con la gente delgada que,
aunque Homo sapiens a nivel de genes, forma
parte de otra especie a la cual los gordos no
pertenecemos. Para mí, toda mi vida ha sido igual.
O había sido igual, hasta ahora. En primaria, los
otros niños me picaban la panza con una pluma o
con los dedos antes de salir corriendo. O me
daban una nalgada muy fuerte que resonaba en toda
la carne de mis nalgas. O me jalaban el pelo y
soltaban un insulto que tenía que ver con mi
gordura. O me daban un empujón sólo porque sí.
Los adultos, la mayoría parientes, me apretaban
los cachetes con crueldad disfrazada de sonrisa, a
veces hasta provocarme el llanto. «Mira qué
cachetes», decían. Más grande, como fui la
primera entre mis compañeras en desarrollar
pechos, los chicos me jalaban el elástico del
brasier hasta que no daba más, antes de soltarlo y
escuchar la tela chicotear contra mi espalda suave
y esponjosa donde se hundían los tirantes.
No podían evitarlo; como si se vieran obligados
a hacerme sufrir. Yo, demasiada carne para la
gente que me rodeaba. Creo que la única manera
que tenían de lidiar con eso era pinchando o
golpeando mi carne.
Ya de grande, la laceración de mi carne
excesiva se convirtió en una metáfora: todo eran
palabras, miradas, pensamientos tan obvios que yo
podía incluso sentirlos y entenderlos. Leía la
mente de las personas. El pellizco se transformó
en la ayuda bienintencionada de extraños y
conocidos que se preocupan por mi salud y me
ofrecen consejos no pedidos para bajar de peso;
me platican de nuevas dietas, procesos quirúrgicos
efectivos o me sugieren cómo vestir para disimular
mi gordura. El golpe en el estómago está
recubierto ahora, como un cacahuate confitado, de
palabras en diminutivo dulzón para referirse a mí
con cariño: «llenita», «robustita», «gordita»,
«chonchita», «fornidita».
«Soy gorda», solía decirme a mí misma en las
noches, metida bajo las cobijas y mirando el techo
de mi habitación. «Soy gorda y por eso me tratan
así». Ahora de adulta he dejado de hablar en voz
alta, pero por las noches sigo pensándolas.
5
La iluminación era más bien rojiza y deficiente.
Se respiraba en el aire una mezcla reciclada y
concentrada de sudor, tabaco, alcohol exudado,
lociones masculinas y orines. La música –un
reguetón incomprensible– azotaba sus tímpanos.
Gerardo se cubrió las orejas por unos segundos.
Cualquiera pensaría que un grupo de médicos
tomaría con cautela este nivel insano de decibeles;
pero, al parecer, ver agitarse unos senos y un culo
al ritmo de dame-más-gasolina era más cautivante
que un oído intacto. La chica del momento se
acercó bailando a la orilla de la pista y se
acuclilló frente a la mesa de los médicos. Ya en
esa posición comenzó a mover las caderas hacia
adelante y hacia atrás, trazando al mismo tiempo
un círculo. A Gerardo le recordó el movimiento de
las abejas sobre las flores; dirigió con hastío su
mirada hacia la vagina abierta, como por
obligación. Ese día, en el consultorio había
atendido a tres embarazadas, una casi psicótica
que venía a consulta prácticamente a diario porque
temía perder a su bebé; cinco casos de infecciones
vaginales por hongos y bacterias, una adolescente
cuya madre deseaba saber si continuaba siendo
virgen y un caso extremo de verrugas genitales.
Varios hombres lanzaron chiflidos y
obscenidades queriendo llamar la atención de la
bailarina; altiva, ella parecía distinguir con una
mirada a los que le obsequiarían las mejores
propinas por baile o manoseo. Los médicos eran
clientes habituales. Como les sucede a muchos
hombres que pagan por sexo, a los colegas de
Gerardo les gustaba pensar que las teiboleras se
sentaban amorosas y busconas en sus piernas por
alguna otra razón que no fuera sus carteras.
Utilizaban la carta de su profesión para
impresionarlas: siempre funcionaba con las
enfermeras y recepcionistas del hospital.
De la vulva abierta de Yamila, que así se
llamaba la chica según la voz masculina anónima
del micrófono, goteaba una sustancia blancuzca y
espesa. Tal vez hongos, tal vez excitación, o ambas
cosas. La piel morena estaba muy maltratada,
probablemente por las constantes depilaciones.
Sus labios mayores colgaban como los cachetes
desiguales de un bulldog; pero lo preocupante eran
aquellas pústulas enrojecidas y de puntas blancas,
típicas del herpes. Gerardo quiso mirar a otra
parte: la chica insistía en contonear sus genitales
frente a él y sus compañeros. Tuvo la profunda
tentación de escribirle una receta para que se
tratara aquella condición.
Gerardo se puso de pie con el pretexto de
comprar otra bebida. Sus compañeros se hicieron
a un lado para dejarlo pasar. La idea de ir a ese
lugar había sido de Manzur, un internista que no
sabía irse de putas o frecuentar un table dance sin
que un séquito de colegas lo secundara, igual que
las mujeres que no se atreven a pedir postre si sus
amigas se quedan satisfechas con una mísera
ensalada y agua mineral. Por lo regular, Gerardo
tenía una excusa para rechazar este tipo de
invitaciones: un embarazo de alto riesgo en
vigilancia, los gemelos, incluso la visita de algún
familiar foráneo. Cedía para no dar pie a burlas o
cuestionamientos sobre su heterosexualidad, que
podían volverse recurrentes si decía no al table
dance varias veces al hilo. Los médicos parecían
regodearse en el hecho de que las mujeres en ese
lugar existieran sólo para darles un servicio.
Ontiveros, un cardiólogo obeso proclive a la
transpiración extrema, hablaba con nostalgia de
los tiempos en los que las mujeres a lo mucho
podían aspirar a ser enfermeras. O maestras. Esas
cosas. Negaba con la cabeza sacando una cerveza
de la cubeta y destapándola casi en el mismo
movimiento:
–De la noche a la mañana se apoderaron de
Pediatría y Ginecología; que dizque son más
tiernas con los niños, que las señoras se sienten
más a gusto de abrirles las piernas a ellas.
Trujillo, el proctólogo con el bigote a la Stalin,
levantó su botella para chocarla con la de
Ontiveros:
–Las cabronas hasta letra bonita tienen.
Manzur se les unió con un rotundo:
–Salud por las pinches viejas.
Los tres rieron con satisfacción. Se sentían a sus
anchas en aquel último bastión de testosterona,
donde sus billetes eran más poderosos que los
bisturíes. A Gerardo le entregaron un whisky en la
barra y la música cambió para abrir paso a una
canción de Britney Spears. Entre aplausos
animados, tomó posesión de la pista y del tubo una
mujer teñida de rubia, con el cabello partido en
dos coletas y disfrazada de la cantante que, en el
video de aquella canción, va vestida de colegiala.
La vida imitando al arte imitando a la vida
imitando a la fantasía pederasta. Algo así. Un
maquillaje espeso cubría la cara de la mujer;
Gerardo pudo calcular que estaba en sus treinta y
tantos. Bastante delgada. Terminó de quitarse la
ropa. Tenía un cuerpo trabajado por el cirujano
plástico: los implantes pectorales parecían dos
melones que alguien hubiera estampado contra el
acordeón de sus costillas. Sus pezones apuntaban
no hacia el frente, sino hacia los costados. Sus
hombros eran unos vértices grotescos, como esas
perillas de las puertas antiguas, y los huesos de la
pelvis saltaban filosos bajo la piel surcada de
celulitis. Gerardo sintió que un profundo dolor de
cabeza emergía atrás de su cerebro, potente y
silencioso como un tsunami.
El grupo de hombres permanecía mirando en
silencio a la Britney, que justo terminaba de lanzar
su vestuario hacia la parte oculta de la pista. Ya
desnuda, desató sus coletas y movió la cabeza para
expandir su melena rubia y maltratada, una especie
de estopa amarilla. Sacó la lengua, se lamió los
labios: los hombres chiflaron. Otro cambio se
produjo en la música y la bailarina comenzó a
frotarse contra el tubo balanceando las caderas; en
poco tiempo agotó su repertorio de movimientos.
Los médicos se volcaron en una plática entre ellos
y dejaron de prestar atención a la pista: hablaban
de las enfermeras del hospital.
–Pinches hipopótamos que contratan, caray –
dijo Rodríguez, el bariatra–. Yo me lo tomo
personal.
Hubo una carcajada general y varias palmas
azotaron la mesa de los médicos.
–Deberíamos firmar una petición para obligar a
Recursos Humanos a mejorar los estándares –dijo
Trujillo.
Gerardo abrió la boca para decir algo, pero se
arrepintió. Mejor esperar a que se callaran por sí
solos, que se distrajeran con las mujeres desnudas.
Suspiró y trató de calmarse.
–Con esas puercas vestidas de blanco, hasta te
obligan a serle fiel a tu vieja –remató Ontiveros, y
el resto del grupo rio con estruendo.
El dolor que oprimía su cabeza se incrementó a
tal punto que Gerardo dejó de ser. Ahora sabía que
la emoción prevaleciente en su cuerpo era la ira.
Volvió a abrir la boca y esta vez sí salieron
palabras:
–Las contratan para hacer su trabajo, no para
acostarse con ustedes, cabrones. –A pesar del
nivel de la música, el comentario de Gerardo llegó
a hasta los oídos de sus compañeros. La camarería
de los machos se había quebrantado ante la
disidencia. Todos se volvieron a mirarlo.
–Ya salió el defensor de las gordas –escupió
Manzur.
Turrubiates, el psiquiatra que sobrio rara vez
hablaba y ebrio se volvía una tumba, se unió a
Manzur en contra de Gerardo.
–Una de dos: o fuiste un niño obeso o tu madre
estaba muy pasada de carnes.
–«Gordita lover.» –Ontiveros escupió al hablar
y soltar una carcajada al mismo tiempo.
Una risotada comunal se dejó escuchar entre los
miembros de la mesa. Se acercó a Gerardo con
una mueca burlona; su aliento fétido hizo que este
girara su rostro hacia la pista, como si de pronto
algo hubiera capturado su atención allá.
–Ya te afectó trabajar con viejas gordas y
aguadas en Ginecología, compadre. –Trujillo
señaló a Gerardo con el dedo y comenzó a
burlarse:
–Le gustan las gordas, le gustan las gordas.
El resto lo festejó con más risas. Era como si
estuviera en la primaria otra vez. Hacer leña del
tronco caído era, al parecer, un pasatiempo que se
practicaba en equipo y no conocía límites de edad.
Por un momento, unos segundos quizá, no tuvo
ningún pensamiento. Era como si alguien hubiera
sacado su cerebro a cucharadas dejando sólo el
hueco, como una cáscara de melón. Todo comenzó
a oscurecerse en su mente: sus oídos dejaron de
percibir el fragor de la música y se concentraron
en sentir el tum tum de su sangre recorriendo las
arterias. El calor se había vuelto imposible: puro
aire caliente. La sensación era como si se hubiera
sumergido en un enorme caracol de mar y la
presión del agua estuviera a punto de reventarle
los oídos. Hasta ahora había logrado contenerse al
oír esos comentarios en contra de las mujeres
robustas. Por años se había tragado las ganas de
contestar, de reaccionar como quisiera, sólo para
no llamar hacia sí la atención. No podía darse el
lujo de ser diferente. Hubiera sido un suicidio
profesional. Esa noche, sin embargo, la ira
electrizó cada una de las fibras de sus músculos:
apretó el puño derecho y lo dirigió a la quijada de
uno de los médicos. No supo de quién. Todos
lucían iguales a esa hora, con esas risas, en ese
lugar.
En realidad, el cuerpo que cayó hacia atrás con
la nariz rota; fue el de Turrubiates. Durante varios
segundos, los demás se quedaron mirándolo en el
piso. Turrubiates casi no se movía; gimoteaba
incrédulo y sorprendido ante la sangre que le
manchó la mano al llevársela a la nariz. Ninguno
de sus compañeros se movió para ayudarlo, ni
siquiera para examinarle el rostro ensangrentado.
La chica de la pista dejó de bailar para gritar
como en las series de televisión:
–¡Llamen a un médico, hay un hombre herido!
Nadie dijo nada. Los hombres se limitaron a
mirar a Gerardo, quien se levantó de su asiento,
murmuró que estaba muy borracho y se fue sin
despedirse.
6
Papá era mi único aliado. Hoy pensé en él,
como todos los días. Al recordarlo me viene a la
mente también mi niñez, en particular un día. Yo
había llegado de la escuela en el transporte
escolar y me limpié bien los zapatos en el tapete
de la entrada para no hacer enojar a mi madre.
Tardé mucho porque la tormenta se había desatado
y mis suelas estaban húmedas y llenas de lodo. Yo
odiaba la lluvia y sus efectos secundarios. Abrí la
puerta de casa y me recibió el olor del pudín de
verduras y la pechuga de pollo asada que mamá
preparaba invariablemente los miércoles. Sus
menús eran tan rígidos y predecibles como ella
misma. Subí a mi cuarto para quitarme la ropa
mojada: de todas formas, mi madre no permitía
que vistiéramos el uniforme de la escuela dentro
de la casa.
Entré a la cocina: ella y mi hermana Irene ya
picoteaban diminutas porciones de sus platos. El
plato de papá estaba lleno e intacto frente a él: me
esperaba. Me senté a su lado y comencé a comer.
Mi hermana relataba cómo le había ido en la
escuela y mi madre la escuchaba atenta. Todos los
días de Irene eran maravillosos y llenos de logros.
Al terminar, mi madre y hermana salieron de la
cocina, papá se levantó a lavar los trastes y yo me
quedé a comer un poco más. Nunca podía servirme
otro plato con mi madre en la mesa.
Afuera seguía lloviendo. Deseé con todas mis
fuerzas que el aguacero pasara y saliera el sol.
Todavía creía en el poder de desear algo y la
posibilidad de que con sólo desearlo sucediera.
Con el calor y el sol, mi cara se volvía brillante,
evidenciando la curvatura de mis mejillas y mi
madre me acusaba de ser una niña sebosa y sucia
que ni siquiera tenía la iniciativa de lavarme. Aun
así, yo prefería el sol. A pesar de que me enrojecía
la piel y me hacía sudar, y el sudor llenaba de
salpullido mis muslos y pechos de niña gorda, yo
prefería el calor sobre la lluvia. Cursaba tercero
de primaria y ya tenía claro que todo en la vida
venía con un precio. Por la frescura de la lluvia
había que pagar la convivencia forzada con mi
hermana. En un día soleado, Irene podía dirigir su
deseo de competencia a jugar futbol, nadar, o
cualquiera de las actividades deportivas que
asumía por temporadas hasta que se aburría de ser
la mejor y buscaba otras más retadoras. Con la
lluvia había que permanecer en casa, un lugar muy
reducido para una atleta de diez años y una gordita
de ocho que, hipnotizada por la lluvia que caía tras
la ventana, se imaginaba que vivía en un bosque
encantado lleno de hongos mágicos, lobos, brujas,
ogros y otros personajes menos peligrosos que su
hermana.
Me asomé por la puerta de la cocina, apenas lo
suficiente de mi cara para mirar. Si pudiera llegar
hasta mi cuarto sin ser descubierta y me encerrara
allí, quizá podría estar tranquila. Vi a mi madre
sentada en el sillón de la salita de televisión, con
las piernas cruzadas, el peinado y el maquillaje
impecables. Conversaba por teléfono con una
amiga y describía con detalle los vestuarios de las
asistentes a una fiesta, enredando el dedo índice en
las espirales del cable del teléfono, los ojos
puestos en alguna telaraña inalcanzable en el
techo, como si quisiera estar en otro lugar. Mi
madre tenía la cintura pequeñísima, como las amas
de casa de los anuncios de electrodomésticos de
los años cincuenta.
Regresé a la cocina y abrí la puerta que daba al
patio. Por la pequeña ventana del cuarto de
servicio vi que mi padre leía. Le gustaba hacerlo
allí, sentado en una silla vieja entre la lavadora y
el burro de planchar. En la pared había un crucifijo
y, al lado, un cuadro del Sagrado Corazón. Yo
creía que era mágico, porque los ojos del Cristo
parecían seguirme cuando pasaba por enfrente.
Jovita terminaba su jornada en cuanto quedaba
lista la comida, cuya preparación seguía las
instrucciones rígidas de mi madre. Después iba al
cuarto del Sagrado Corazón para darse un baño,
cambiarse de ropa y peinarse antes de regresar a
su casa. Me gustaba verla salir con los labios muy
rojos y una línea gruesa negra debajo de las
pestañas. El olor de su perfume permanecía. Mi
madre se quejaba del hedor de ese «perfume
barato»; a mí me gustaba. A los pocos minutos de
que la mujer del aseo se había marchado, mi padre
se preparaba un café instantáneo, tomaba algunas
galletas y se metía a ese cuarto a leer. Nadie lo
molestaba allí, especialmente mi madre,
eternamente preocupada por el círculo que podría
dejar la taza de café sobre la mesa de cedro, o las
migajas de las galletas, o por las cosas que podría
estar haciendo él en lugar de perder su tiempo
leyendo noveluchas. El cuarto era pequeño y tenía
una ventana por la que entraba el aire fresco. En el
techo, una bombilla polvorienta colgada de un
cable emitía una luz opaca. El ambiente olía a
suavizante de telas, a jabón de teja, al perfume de
Jovita, a café.
Estuve tentada a irme con papá, acurrucarme
junto a él y pasar el resto de la tarde allí; pero
decidí no molestarlo. Regresé a la casa. Mi madre
seguía al teléfono: pasé frente a ella y no hizo
ningún gesto de validar mi existencia. Subí las
escaleras tratando de no hacer ruido, pero la
madera crujía bajo mis pies. De pequeña pensaba
que ese ruido era el de brujas que habían entrado a
la casa para comerme. Irene me decía que las
brujas tenían afición por los niños gordos como
cerditos. Aguanté la respiración y seguí subiendo.
Al llegar al descanso de la escalera, escuché a mi
hermana personificando la voz de varias de sus
muñecas Barbies, a las que cada vez se parecía
más. Si ella jugaba allá arriba, lo mejor era estar
abajo. Me di la vuelta y bajé de puntitas.
Saqué de mi mochila un libro de cuentos y me
acosté en el pasillo a leer. No tardé en perderme
en las imágenes de aquellas princesas rubias con
cinturas del mismo ancho que sus cuellos largos y
pálidos. Inmersa en una historia, bajé la guardia.
No sé cuántos minutos pasaron; de pronto, el pie
de mi hermana, metido en uno de sus tenis caros,
se dejó caer sobre la página que yo leía. Irene era
dos años mayor que yo, mucho más alta incluso
que otras niñas de su misma edad. Me volví para
mirarla: se veía enorme. ¿Qué rescate iba a tener
que pagar para liberar mi libro y obtener el
derecho de mirarlo en paz?
–Vamos a jugar una carrera.
–No quiero. –Me mordí el labio inferior hasta
que perdí la sensación y bajé los ojos. Frente a mí,
el tenis giró de un lado hacia el otro, como los
limpiaparabrisas del carro de papá, y arrancó
algunas páginas del libro. Los ojos se me llenaron
de lágrimas–. No, Irene, por favor.
–Vamos a correr, marrana. Lo necesitas. –Mi
hermana infló los cachetes y abrió los brazos como
un gran paréntesis, haciendo un ruido porcino. Si
mi mamá veía esto, lo celebraba con risas. Entre
sus tantas cualidades, su hija mayor contaba
también con las histriónicas. No la regañaba; se
iba meneando la cabeza, riendo: «Ah, estas niñas».
–¿Para qué hacemos una carrera si siempre me
ganas? –Mi voz se quebró. Contuve el llanto: no
quería darle el gusto.
–Con razón estás tan cerda, eres una floja.
Me puse de pie con dificultad. Sentí un poco de
mareo y, en mis piernas, las hormigas electrizantes
que las recorrían si estaba en la misma posición
por un tiempo. Me acomodé la pantaleta, que
invariablemente se colaba entre mis nalgas, y
caminé con mi hermana hasta el principio del
pasillo, consciente del roce entre mis muslos bajo
la tela del vestido. Nuestra casa era amplia y el
pasillo tendría unos 15 metros al menos. Irene se
inclinó hacia el frente y se apoyó con los dedos
abiertos sobre el piso: una pierna doblada y otra
extendida. Era la posición que adoptaba en la pista
de atletismo de la escuela cada vez que competía
en cien metros para ser la primera en cruzar la
meta. ¿Por qué le producía tanto placer ganarme a
mí, su hermanita gorda? Sentí su brazo jalándome
con fuerza hacia abajo.
–No seas tramposa, ponte en la posición de
salida.
Tragué saliva y sentí en la garganta el sabor de
mis lágrimas. Apreté los puños y me balanceé
hacia los lados en un intento por imitar la posición
de Irene. Logré poner el trasero al aire; me fue
imposible estirar por completo la pierna de atrás.
Giré la cabeza y vi el perfil hermoso de mi
hermana, con su pequeña nariz de muñeca, la piel
bronceada y los ojos verdes. Su cabello marrón
con brillos rubios caía hermosamente sobre la
frente. Era increíble que tuviéramos los mismos
padres.
–¿Qué me ves, Miss Piggy? ¿Ya estás lista?
Asentí en silencio y tensé todos los músculos.
Tuve un déjà-vu en el que mi hermana llegaba
metros y segundos antes a la meta, brincando de
felicidad, como si hubiera sido lo más difícil del
mundo ganarle a una niña más pequeña y de casi el
doble de su peso. «¡Gané, gané, gané, gané!», diría
corriendo hasta donde mamá para anunciarle el
triunfo. Si al rato me volviera a encontrar en
cualquier lugar de la casa, canturrearía con un tono
provocador: «Perdiste, perdiste, panzona». Como
si yo no hubiera participado en la carrera o ya
hubiera olvidado el resultado.
–En sus marcas…
El ruido de la lluvia contra los cristales, el
murmullo de la voz de mi madre, mi libro roto, el
sudor bajándome por la espalda, las ganas de no
sentir ganas de llorar, el sonido mudo de la sangre
recorriéndome por dentro, mi estómago pidiendo
comida, el encierro de papá, el dulce olor de la
piel de Irene, el sarpullido entre los pliegues de mi
propia carne.
–Listas…
La voz cristalina de Irene podía ser, a su antojo,
autoritaria y fría, o emotiva y cálida. Era la del
primer lugar en declamación en la escuela y la
consentida del padre en el coro en la iglesia. Cada
domingo, mi hermana cantaba como los
mismísimos ángeles, a decir de todos, y yo
buscaba caracoles en el pequeño jardín junto al
atrio. Los animales escondían la cabeza al
acercarles un palito de madera. El caparazón
inerte parecía decirme: «no hay nadie aquí». Mi
madre llegaba a regañarme por ensuciarme los
zapatos y porque era mi obligación estar sentada y
rezando: yo deseaba desaparecer igual que un
caracol. Decirle: «no hay nadie aquí, nadie».
–¡Fuera!
Mi cuerpo salió un instante antes que el de
Irene, como si tuviera sus propios planes: corría a
unos centímetros delante de mi hermana la
campeona, y parecía ser conducido por alguien
más: yo era sólo una pasajera asustada dentro de
un taxi veloz. Sólo me quedaba aferrarme al
asiento y prepararme para lo peor. Por eso, cuando
toda mi masa corporal se movió hacia la derecha
con una energía inusual en mí y empujó a Irene
contra la pared, me sorprendí mucho. Mi hermana
chilló; yo sólo pude concentrarme en el dolor
agudo en el costado de mi brazo gordo, en mi
tronco gordo, en mi muslo gordo y en mis manos
gordas que fueron a dar contra el suelo víctimas de
la inercia. Mi madre ya estaba allí, gritando. Yo
miraba por la ventanilla de mi taxi, cautivada al
ver a mi hermana mayor sangrando por alguna
parte de su hermosa cara, o su cráneo, imposible
saber de dónde provenía toda esa sangre. Irene
lloraba mucho, y pensé que en realidad hasta ahora
nunca la había visto llorar por nada que tuviera
que ver con su propio cuerpo. Ella hacía
berrinches, me acusaba por cualquier cosa y podía
fabricar lágrimas a voluntad para obtener lo que
quería. Este llanto era verdadero.
Mi madre la llevó a la cocina, hizo que echara
la cabeza hacia atrás, limpió la herida y le puso
una bolsa de hielo encima. Volví al pasillo y me
senté en el piso. Trataba de acomodar las hojas
arrancadas de mi libro y escuché los tacones de mi
madre. La miré hacia arriba, justamente como
hacía un rato había mirado a mi hermana. Ella
tenía las aletas nasales muy abiertas, los ojos
enrojecidos y una gran vena sobresalía en su
frente. Sentí como si me arrancaran la cabeza: tiró
de mi coleta con todas sus fuerzas, como si
quisiera sacar de cuajo una maleza de raíces
profundas. Me puse de pie lo más rápido que pude.
Yo no me esperaba esa violencia: aquel día no
tenía precedentes para nadie. Nunca la hija gorda
había hecho nada en contra de la consentida.
Ninguna de las tres teníamos experiencia ni
sabíamos qué hacer. Tal vez por eso mi madre dio
un giro brusco y súbito que hizo que mi cuero
cabelludo aullara de dolor. Se quedó con los
cabellos en la mano y me tomó con fuerza por el
antebrazo. Salió gritando y enfurecida rumbo al
cuarto de servicio. Yo trataba de seguirle el paso.
La lluvia persistía: las dos nos mojamos al
atravesar el patio.
Me zafé de su mano y me lancé hacia las piernas
de papá, que apenas tuvo tiempo de levantar el
libro de su regazo. Mi ropa estaba húmeda y mi
cara enrojecida: respiraba con dificultad tratando
de recuperar el aliento. Me aferré a esas piernas
mientras ella, muy alterada, relataba los hechos.
–Lo hizo a propósito.
–¿Estás segura? –Papá me acarició la cabeza,
comprimiendo su palma contra mi cráneo, como a
un perro.
–Claro que estoy segura. Mi hija está allá
sangrando –dijo ella apuntando con el dedo índice
hacia la casa. Yo no pasé por alto que dijo: «Mi
hija está sangrando», y no: «Mi otra hija está
sangrando». Las palabras eran objetos que mi
madre lanzaba con destreza, de modo que pudieran
causar el mayor daño posible.
–¿Tú viste cómo pasó todo? –Papá se acomodó
los lentes y enderezó la espalda–. Suena raro.
Pandora nunca ha hecho algo así.
Ella no respondió. Avanzó hasta mí
decididamente y me arrancó del cuerpo de papá.
Él suspiró y por un segundo pensé que sus brazos
iban a retenerme, que iba a pelear por mí, que los
dos adultos forcejearían con mi cuerpo, jalándome
hacia cada lado: la protección o el castigo. Fue
sólo un gesto que se murió a medio camino. Papá
no hizo nada por retenerme. Estaba en manos de
ella.
–Te vas a tu cuarto sin cenar. Te quedas allí
hasta mañana –me dijo al salir. Tenía la quijada
tensa: su voz apenas salía por los dientes. Con mi
última esperanza, me volví hacia papá: miraba
hacia abajo, como inspeccionándose los zapatos.
–No, mami, perdóname; hasta mañana no, por
favor.
Los dedos de mi madre se clavaron en la carne
de mi brazo y me obligaron a avanzar. Entramos a
la casa, atravesamos la cocina, la sala y subimos
por las escaleras. Yo tropezaba y ella me apretaba
con más fuerza. Al llegar a la planta alta vi a mi
hermana. Cruzamos miradas. Me pareció ver un
brillo de felicidad en sus ojos y la comisura de sus
labios pintando una sonrisita. Sentí un empujón en
la espalda que me arrojó dentro de mi habitación.
Escuché el estruendo de la puerta al cerrarse.
Comencé a sentir una punzada en el brazo, justo
debajo de las marcas rojas que las uñas de mi
madre dejaron en mi piel.
Caminé hasta la ventana y me asomé. A esa
edad no entendía mucho del tiempo y las horas. En
la escuela aún no acertaba a hacer correctamente
los ejercicios sobre las manecillas de los relojes
en los exámenes. Lo único que sabía era que al
ponerse el sol, era la hora de cenar. Afuera la
lluvia seguía cayendo, ahora más ligera. Los autos
cruzaban por la calle a toda velocidad. Algunas
personas iban de un lado caminando deprisa bajo
sus paraguas. Me acosté sobre la cama y cerré los
ojos intentando no sentir hambre.
7
La reunión navideña del hospital era una forma
cruel, democratizante y bienintencionada, al menos
en teoría, de que quienes laboraban allí pudieran
convivir por una noche. En la práctica, se volvía
todo menos una experiencia agradable: las pobres
empleadas de administrativo, de limpieza, las
enfermeras y camilleros llegaban vestidos con sus
mejores prendas, pero la baja calidad de las telas
y cortes saltaban a la vista. A su lado, Abril se
sentía un poco culpable por su vestido, nuevo y
caro; por su peinado de salón, por los diamantes
de sus aretes, por todo en general. Sin embargo,
esos pobres trabajadores que se esforzaban por
verse lo más elegante posible con sus vestimentas
baratas resultaban invisibles para las esposas de
los médicos que, año tras año, establecían una
competencia no oficial entre ellas. Besos lanzados
al aire, sonrisas que ocultan colmillos, miradas
que envidian, evalúan, comparan, odian. De recién
casada, no tenía idea de que eso sería parte de sus
obligaciones como esposa. Sus otras amigas,
cuyos maridos tenían oficios más comunes, la
envidiaban sin saber las dificultades por las que
pasaba. Verse como Abril no era el resultado de la
buena suerte o de la mera genética. Verse así
significaba una lucha constante, diaria, a la que
ella se lanzaba acicateada por el miedo de perder
a su esposo. No se trataba de la presión normal a
la que se enfrentaban todas las mujeres casadas
ante el peligro de que el cónyuge se fuera con otra:
aquí la apuesta subía. Había mucho más que
perder. Gerardo no era un hombre medianamente
atractivo o abiertamente feo, como los maridos de
las otras, sino guapo, muy por encima del
promedio. No tenía un trabajo mediocre como
burócrata, oficinista, vendedor de seguros, técnico
en cualquier cosa: era uno de los ginecólogos más
reconocido en la ciudad, con un gran prestigio
incluso entre sus colegas a nivel nacional. No, no
resultaba sencillo mantenerse en forma, estar bien
arreglada, maquillada, tener al día el tinte para que
jamás revelara las raíces, además de una sonrisa
en la cara y una buena disposición para todo, lo
mismo para un evento del hospital que para un
bautizo o una primera comunión del hijo de otro
médico, o un bingo para recaudar fondos para un
asilo de ancianos. No, ellas, las otras, no sabían lo
que le costaba, lo que dolía ser la esposa de
alguien como el doctor Gerardo Vieira.
El lugar conjugaba los aromas de una gama de
perfumes femeninos con los olores de la cena que
estaba cocinándose tras las puertas abatibles del
salón. Abril se veía bellísima no sólo porque
había entrado al salón del brazo de Gerardo, sin
duda el hombre más atractivo del lugar, sino
porque se había preparado con tiempo para no
decepcionar a su esposo. Durante poco más de un
mes comió apenas lo suficiente para mantenerse en
pie y se ejercitó todos los días. Estuvo de mal
humor y sufrió un perpetuo dolor de cabeza
durante todo ese tiempo: había valido la pena. Las
esposas de Manzur, de Ontiveros y de Trujillo, con
sus respectivos peinados a la Marilyn Monroe,
guardia femenina de la SS y altísimo panal de
abejas, la saludaron con una frialdad más
pronunciada que de costumbre, y Abril supo que
había logrado su cometido.
La idea de la convivencia involucraba una
mezcla de los invitados, para evitar que se
aglutinaran naturalmente en grupos de acuerdo con
su gremio. Había en el hospital un genio de la
planeación que se había tomado el trabajo de
hacer una lista de quiénes se sentarían en qué
mesa. La única concesión que habían guardado era
no separar a los matrimonios: de allí en fuera, toda
combinación era posible. Una tarjetita blanca con
los nombres correspondientes descansaba en cada
lugar. Abril sospechaba que estos arreglos no
hacían feliz a nadie. Gerardo y ella compartirían
mesa con dos recepcionistas, jóvenes solteras que
no le quitaban la mirada de encima a su marido, un
enfermero homosexual, el único con esa profesión
en el hospital y quien tampoco podía dejar de ver
a su esposo, una obesa mujer de cobranzas que
ocupaba dos espacios, un intendente con cara de
aburrido que ya había vaciado su bebida de brandy
con Coca dos veces, y con la jefa de enfermeras,
una señorita añeja de labios inexistentes
maquillados más allá de las comisuras.
Durante un largo rato todos se concentraron en
llevar la crema de espárragos del plato a la boca,
mecánicamente. Abril no sabía de qué hablar.
Estaba más acostumbrada a lidiar con las otras
esposas: eran terrenos bien conocidos en los que
tenía experiencia y una amplia ventaja. En cambio,
con las solteras no sabía comunicarse: no tenían
hijos para comparar anécdotas y fotos tiernas –o si
los tenían, procuraban esconder su condición de
madres solteras–; no eran dueñas de casas con
muebles dignos de qué hablar, grandes jardines
que se remodelaban con las plantas de moda,
albercas, y mucho menos tenían maridos de
quienes quejarse a causa de sus excentricidades.
Ella, Abril, tenía todo a lo que ellas aspiraban. Tal
vez podrían hablar un poco de uñas y tintes. Quizá
fuera el único tema en común. En cuanto al
enfermero gay o el hombre de intendencia, las
posibilidades de conversación se reducían al
clima o a la comida.
–La sopa está deliciosa. –Abril se quemó la
lengua con la primera cucharada. Varias cabezas
se movieron afirmativamente; se dejó escuchar un
cuchareo y la subsecuente aspiración. Fue Gerardo
quien rompió al fin con el silencio incómodo.
–Creo que, aunque ya nos hemos visto, no nos
conocemos bien –dijo sonriendo, y de inmediato
todos los rostros se concentraron en él. Abril, que
lo veía a diario, ahora lo percibía a través de los
ojos de los demás. Apreció bajo una nueva luz su
rostro anguloso, aquella nariz recta, la quijada
fuerte, el cabello perfectamente cortado y negro, la
sombra de la barba, lo perpendicular entre el
cuello y los hombros con la medida justa, los ojos
oscuros enmarcados por esas pestañas tupidas y
rizadas–. ¿Les parece si decimos nuestros nombres
y lo que hacemos en el hospital? –Todos guardaron
un silencio embelesado. La voz de Gerardo
correspondía a su porte. Abril sabía bien lo
cautivante que podía ser esa voz–. Puedo empezar
yo. Soy Gerardo y me la paso entre piernas todo el
día. Y no es tan grato como pudieran imaginarse.
Después de unos segundos, en lo que el resto de
la mesa registraba el comentario, se escuchó una
carcajada honesta y comunal. Abril recorrió con la
mirada a los demás: todos parecían relajados y
alegres. Como en esas dinámicas de grupos
escolares, cada uno fue diciendo su nombre y
compartió algo sobre su trabajo en el hospital. Las
recepcionistas lo hicieron entre risitas nerviosas,
la enfermera anciana con soberbia, el chico gay
con coquetería, el intendente con la voz
atropellada de quien ya ha tomado de más y la
mujer gorda con mucha timidez. Al llegar el turno
de Abril, ella se presentó como la esposa de
Gerardo, madre de sus hijos y ama de su casa. En
cuanto terminó de hablar, miró los cubiertos
brillantes frente a ella y sintió unas ganas
profundas de llorar. Una de las recepcionistas le
preguntó en un tono de voz que Abril no supo
interpretar como si de burla, desprecio, afrenta o
envidia:
–¿Y qué se siente tenerlo todo en la vida? –La
recepcionista comenzó a sacarle las pasitas a la
ensalada con sus uñas largas y arregladas. Con
mucha parsimonia las iba dejando al lado del
plato, quitada de la pena, como si hubiera
preguntado por la hora del día.
Abril se mordió los labios perfectamente
pintados de rojo. No pudo pensar en una respuesta.
La vida de su esposo parecía recortada del paisaje
familiar, como algo que ella sólo alcanzaba a
atisbar desde la ventana. Vivían juntos, pero él
pertenecía a otra realidad. En cuanto a su propia
vida, ¿cómo explicar que tenerlo todo era sólo una
apariencia? Ni siquiera Abril misma sabía qué
había tras ese espejismo. Lo cierto es que la mayor
parte del tiempo se sentía desposeída. Se quedó
callada, con los labios temblando un poco, como
cuando en la secundaria no sabía la respuesta. La
carcajada varonil de su marido vino a salvarla.
–Vamos a brindar por eso y por lo que todavía
nos falta.
Todos levantaron sus copas también y dijeron:
«Salud».
Los meseros comenzaron a recoger los platos de
ensalada y sopa para servir el plato fuerte. La
recepcionista, que había tardado en comer por
estar quitando las pasas, vio su plato desaparecer
en el aire: apenas se había metido un tenedor con
ensalada en la boca. Abril sonrió: si en ese
momento la mujer cayera a un barranco y su vida
pendiera de una sola mano, ella no tendría
empacho en pisarle los dedos. La odiaba por
haberla expuesto, por haber lanzado esa pregunta
que evidenciaba justo lo contrario de lo que
infería. Durante un rato, la gente se concentró en
comer, apenas intercambiando uno que otro
comentario sobre la textura del pollo o el sabor de
la guarnición.
Abril comenzó a experimentar cierta
efervescencia interior. La detestaban por el simple
hecho de ser la esposa de un médico; no de
cualquiera, sino del más guapo del hospital, ni más
ni menos. Por tener un par de hijos hermosos y un
cuerpo envidiable. La odiaban por su ropa fina,
que la favorecía, por sus cortes de cabello
estilizados, por ser hermosa, sin importar si de
forma natural o manufacturada. La odiaban porque
llevaba un nivel de vida que ninguna de ellas
podría alcanzar jamás. Abril las imaginó hablando
de ella a sus espaldas. Estaba muy enojada: no era
su culpa ser quien era. La vista comenzó a
nublársele un poco; por un momento dejó de
escuchar el ruido del salón, de sus vecinos
masticando y moviendo los cubiertos sobre los
platos, y sólo pudo percibir el de su propia sangre
que retumbaba dentro de su cráneo.
Tal vez sería mejor decirle a Gerardo que no se
sentía bien, que necesitaba volver a casa. Al
volverse hacia él para hablarle, notó que él no
estaba comiendo como los demás. Miraba algo con
una expresión extraña. Durante largos segundos,
Abril examinó el rostro de su esposo: le pareció
ver deseo puro en aquella expresión, en aquellos
labios apenas abiertos, en aquella inmovilidad
casi animal, como un felino que ha localizado a su
presa. Abril siguió la dirección de sus ojos.
Esperaba encontrarse a alguna mujer más guapa,
más delgada, más joven que ella, de esas que
hacen voltear las miradas, incluso las de otras
mujeres. Pero él estaba cautivado por la mujer
gorda: una gran masa envuelta en tela verde, que la
hacía ver como una sandía, y que masticaba
concentrada y golosa, sin darse por enterada. No
podía creerlo. Aquella gran masa de carne
femenina que había limpiado ya su plato y que
ahora daba cuenta de la charola de pan, untando
cada pieza con toda la mantequilla posible, y que
deglutía todo con desesperación, era lo que había
capturado la atención de Gerardo.
Abril la examinó con toda la objetividad
posible: si alguien le hubiera retirado aquellas
mejillas enormes y mofletudas, la mujer no habría
tenido una cara tan fea. La belleza de las facciones
no se había enterrado por completo bajo toda esa
grasa. El cuerpo, bueno, en teoría hay un esqueleto
debajo de todas esas lonjas. Si perdiera unos 50 o
60 kilos, tal vez podría ser una mujer
medianamente guapa. Tenía el cabello castaño
oscuro, casi negro, la piel blanca, con algunas
pecas, y unos ojos entre verdes y marrones, nariz
respingona, labios bien formados. Nada de eso
importaba: cualquier vestigio de belleza estaba
enterrado bajo kilos y kilos de manteca y carne
flácida. Era realmente asqueroso mirarla comer.
Lo normal sería apartar la vista, como quien se
encuentra con algún ser humano deforme o con
retraso mental, y pretende concentrarse en
cualquier otra cosa. ¿Por qué Gerardo la miraba
de esa manera?
Abril sintió náuseas. Sus ojos iban de su marido
a la mujer gorda. La concentración de Gerardo era
tal, que ni siquiera se dio cuenta de que ella lo
observaba. A ese punto, otras personas en la mesa
ya habían notado que Abril no se encontraba bien.
Nadie decía nada. Incluso la mujer gorda dejó de
comer. La jefa de enfermeras, en su papel, con su
mano arrugada y fría, tocó el antebrazo de Abril.
–¿Se siente bien, señora?
Ella negó con la cabeza, echó la silla atrás con
fuerza y tardó unos segundos en liberarse del
mantel antes de salir corriendo del salón. Sentía
las piernas débiles y las agujas de sus tacones se
hundían en la alfombra. Apenas cruzó la puerta,
cayó de rodillas sobre el mármol del pasillo y
vomitó profusamente. Al poco estuvo rodeada por
Gerardo, la jefa de enfermeras, una de las
recepcionistas, un ejército de curiosos y el capitán
de meseros, quien fue el primero en ayudarla a
levantarse. Ya de pie, Abril trastabilló. Le costaba
mantener el balance: se sentía mareada, sin
fuerzas. Todo parecía suceder más lento que en la
realidad, entre una neblina que sacaba de foco lo
que fuera que ella mirara, como esos espejismos
en el desierto.
–Voy por tu bolsa para llevarte a casa –dijo
Gerardo, y ella creyó escuchar culpabilidad en su
voz.
Alguien trajo una silla para que pudiera
sentarse, alguien más le puso un vaso de agua en la
mano y otra persona apretó un trapo mojado contra
su frente, asegurándole que todo estaría bien.
Gerardo la tomó del brazo y la condujo rumbo a la
salida. Abril caminaba con torpeza; alcanzó a
escuchar una voz femenina decir a sus espaldas:
–Casi todas las esposas de los doctores son
bulímicas.
8
Los maniquíes de todos los escaparates eran
negros o blancos, sin facciones: sus cabezas lucían
como hisopos de algodón. Todos modelaban ropa
femenina talla cero. Tal vez si alguien
desprendiera toda la carne y la grasa de mi cuerpo
hasta dejar mis huesos limpios, yo pudiera entrar
en alguno de esos conjuntos inverosímiles.
Necesitaba ropa para mi nueva posición en el
hospital. Al contrario de lo que quieren la mayoría
de las mujeres, yo buscaba algo que no llamara la
atención. De preferencia una prenda que me
volviera invisible: no, invisible no, porque
necesitaba que los pacientes y el personal del
hospital me vieran. Tal vez una tela mágica que
neutralizara el impacto de mi cuerpo en los demás,
que me volviera una cosa a la que no se le dedica
una segunda mirada, como una paloma sobre el
resquicio de un edificio antiguo, o los indígenas
que piden limosna en una esquina. Invisible de esa
manera negligente.
Pasé por muchas boutiques, todas con sus
maniquíes anoréxicos y su ropa de muñecas, de
estilos demasiado contemporáneos para mí.
Caminé un poco más, y casi al fondo del centro
comercial, entre una tienda de mascotas y un
módulo de helados, vi un local con ropa para
señoras no tan modernas. Miré el aparador: blusas
holgadas con estampados de flores o colores
neutros, faldas oscuras, de cortes atemporales.
Decidí entrar. Una campanita anunció mi llegada y
un par de dependientas que conversaban cerca de
la caja voltearon a mirarme. Vi que entre ellas
hubo un intercambio en el que decidieron quién se
haría cargo de la ballena. La chica que perdió hizo
un gesto de fastidio y después uno amenazador a la
otra, el brazo extendido y el dedo índice acusador,
antes de dirigirse a mí con una sonrisa parecida al
gesto que hace quien se aguanta las ganas de
orinar. Era morena, a juzgar por el tono de su
cuello, con el rostro blanqueado por una capa de
maquillaje más claro. Sus ojos y pestañas estaban
enmarcados en negro muy grueso. El bigotito sobre
sus labios rojísimos mostraba lo ineficiente que
había sido aquel decolorante. No era tan delgada
como las dependientas de las otras tiendas; aún así
llevaba una falda minúscula y una blusa que se
untaba a su cuerpo mostrando unas lonjitas
incipientes. Junto a mí, por supuesto. Y montaba en
aquellos tacones de plataforma, con los que se
sentiría como una modelo de pasarela.
Llegó hasta donde yo miraba un carrusel de
blusas, con un saludo por delante y la pregunta de
si podía ayudarme en algo. Me trataba de forma
neutral, tolerante, sin sangre en las venas. Yo era
su trabajo. Inevitable. Como cuando el pasajero
del autobús hace plática y hay que lidiar con él
resignadamente por unas horas, hasta que termine
el viaje o se pueda fingir un sueño profundo. Le
dije que buscaba varias faldas y blusas para mi
nuevo trabajo. Me miró como diciendo: «¿a mí qué
me importa?», y comenzó a buscar entre los
ganchos. Sacó una blusa, verificó la etiqueta con la
talla, me observó tratando de considerar mis
proporciones, miró la blusa que colgaba de su
brazo estirado y volvió a colocarla en su lugar. Yo
no sabía qué hacer conmigo misma, en dónde
esconder mi cuerpo gigante. A través del cristal vi
que el centro comercial comenzaba a llenarse de
gente. Quería salir de allí.
–Es lo más grande que tenemos. –Me entregó
varias blusas y faldas que cargaba en su antebrazo
como la servilleta de los meseros de las
caricaturas–. Sólo en Estados Unidos tienen tallas
más grandes. –Tal vez sentía pena por mí.
Entré a los probadores y me quité la ropa.
Apenas cabía en ese cubículo rodeado de espejos.
Me observé largamente. En mi situación, no podía
darme el lujo de que la ropa en sí me gustara: el
único criterio para comprarla era si mi cuerpo
entraba en ella sin botar las costuras, los cierres y
los botones. Todas las faldas asfixiaban mi cintura,
indistinguible ya del resto del cuerpo, pero al
menos al ser de corte abierto le daban espacio a
mis caderas y muslos. Imposible cerrar el botón,
pero había espacio para recorrerlo un centímetro.
El eufemismo para mi cuerpo era «de
proporciones generosas». En ese momento estaba
en la última talla de la ropa comercial, en el límite
entre lo humano y el monstruo para quien la
industria textil ya no ve rentable fabricar prendas.
La chica me esperaba afuera de los probadores.
–Me llevo todo. –Ella sonrió genuinamente por
primera vez en todo este tiempo: pensaba en sus
comisiones.
9
Gerardo contempló a su esposa recostada en la
cama. En la penumbra de la lámpara del buró y
aún metida en aquel vestido de noche, con sus
delgados brazos y piernas saliendo de ese torso
casi esquelético, lo hizo pensar en un protozoo con
sus tentáculos de hilo. Aparentaba dormir, pero no
podía confiarse. Sabía que muchas veces lo
espiaba, esperando encontrarlo a las dos de la
mañana frente al monitor mirando mujeres
desnudas. Se sentó con cuidado al lado de la cama
y tomó una de las manos de Abril entre las suyas.
Los huesos de aquellos dedos apenas cubiertos por
la piel le causaban repugnancia: contuvo las ganas
de soltarla. Sí la quería, la quería mucho. Pero qué
difícil era aceptar que ya no estaba enamorado de
ella, que cada vez le atraía menos. Si hubiera una
manera de ajustar el amor, el deseo y el
enamoramiento para que coincidieran en la misma
persona, como quien sintoniza una estación de
radio, la humanidad entera sería feliz. En esos
momentos no podía pensar en la masa amorfa e
infinita de humanos, sino en sí mismo. Con
cuidado le quitó a su esposa el cabello de la cara.
Las primeras líneas de expresión comenzaban a
estragar su piel. Muy pronto sería como las otras
mujeres de 40 son para el resto del mundo:
invisibles. A menos que inviertan en cirugías,
inyecciones, maquillajes gruesos, ropa juvenil, el
mundo comenzará a percibirlas como caricaturas
de sí mismas, payasos ridículos, seres dignos de
lástima.
Gerardo vio las crestas de Ilión brotar de la
pelvis de su mujer bajo la tela fina del vestido.
Pensó en los lomos picudos de los dinosaurios que
tanto le obsesionaban de niño. Habían tardado
demasiado tiempo en tener hijos, y ahora Abril era
una madre añosa que vivía angustiada contando los
gramos y las calorías. Tal vez por eso el sexo era
un tema difícil. De recién casados, avergonzada de
su cuerpo, ella rara vez accedía a tener relaciones,
porque no era como las mujeres de las revistas que
sabía que todos los hombres veían. Se lo dijo
alguna vez. En ese tiempo era una chica de rostro
redondo y peso ligeramente arriba de lo normal
para su estatura. Una vez que se casaron, Gerardo
esperaba que subiera de peso, como le sucedía a
muchas de la esposas de sus amigos; Abril, en
cambio, se dedicó a matarse de hambre y a
adelgazar. La repulsión que su cuerpo le causaba a
Gerardo era directamente proporcional a los kilos
que perdía. Ella resentía su falta de interés y, como
la adjudicaba a que aún seguía gorda, se entregaba
con más ahínco a sus dietas. Pobre. Si tan sólo
pudiera decirle…
El único respiro de esa delgadez asfixiante
había sido durante el embarazo gemelar. Al
principio, ella había intentado comer con
moderación, pero las náuseas que le provocaban el
vómito aumentaron su apetito. Su cuerpo se
esforzaba por aprovisionarse y no morir de
inanición durante la gestación de un par de niños.
A partir del primer trimestre, Abril comenzó a
comer como un oso grizzli en temporada de
salmón: insaciable todo el tiempo en que no estaba
durmiendo. Incluso, a veces Gerardo la sorprendía
de madrugada asaltando el refrigerador para
engullir lo primero que aparecía en su campo de
visión. Era hermosa. A él le fascinaba. Lo excitaba
verla comer y aumentar de tamaño.
Se acercó para besarla en la frente: ella abrió
los ojos en ese momento, como en una película de
terror. Él vio su expresión, preocupada y colérica
al mismo tiempo, y se preparó mentalmente para el
conflicto.
–¿Cómo te sientes, mi amor? –No contestó.
Entrecerró los ojos y se limitó a inspeccionarlo en
la penumbra. Gerardo sonrió, paciente–: ¿Quieres
que llame a un médico?
Con esa broma solía hacerla reír cuando eran
novios, y ella tosía, estornudaba o se hacía una
cortada de papel en el dedo. Ahora sus labios no
formaban una sonrisa: temblaban conteniendo el
llanto.
–¿Por qué mirabas a esa mujer?
Gerardo se desabrochó la camisa y se desvistió
con lentitud para ganar tiempo. No podía fingir y
simplemente negarlo: «¿Cuál mujer? Yo no veía a
nadie». Estaba demasiado consciente aún de la
noche anterior; ni siquiera podía convencerse a sí
mismo de que aquella forma de mirar no era lo que
era. Podía matizar la verdad y así decir las
palabras sin que se quebraran a causa de las
vibraciones de la mentira.
–Me recordó mucho a mi tía Olga –dijo,
dándose la vuelta. Puso las manos sobre su vientre
desnudo, como si fuera un cura–. No podía creer
que esa mujer, que no sé ni cómo se llama, sea
idéntica a mi tía.
Abril se incorporó con trabajos y quedó sentada
con la espalda contra la cabecera de la cama.
–¿Tu tía Olga? ¿La que conocimos en el funeral
de tu mamá?
–Sí, eran hermanas –dijo Gerardo, buscando su
piyama debajo de la almohada.
–¿Cómo va a recordarte a tu tía Olga si esa tipa
es una ballena y tu tía está más flaca que una
momia?
Gerardo intentó sonreírle a su esposa. Entró al
baño y dejó en el cesto para la ropa sucia la
camisa y los calcetines. Al regresar se sentó en la
cama y la miró a los ojos.
–Mi tía Olga tiene una diabetes pésimamente
llevada. Por eso está esquelética. Antes era la
mujer más gorda del mundo. –Gerardo le hablaba
con la misma paciencia con la que explicaba a sus
pacientes que el método del ritmo fallaba con
mucha regularidad, y de allí aquel «inesperado»
embarazo. Ella lo miró, tratando de entender. A
Gerardo le recordó la mirada de las vacas o de los
conejos al masticar. Se dirigió al baño, y la voz de
Abril lo siguió hasta allí:
–¿Y querías mucho a tu tía?
Contestó afirmativamente con un sonido raro,
con el cepillo de dientes dentro de la boca y los
labios llenos de espuma blanca. Escupió en el
lavabo, terminó de enjuagarse y fue a acostarse
junto a ella.
–Yo adoraba a mi tía Olga.
La tía Olga era casi comestible: de brazos
anchos, tibios y esponjosos, como la masa con
levadura al inflarse. Olía a una mezcla de pan
recién horneado, limpiador de pisos y algodón de
azúcar. La tía sólo contaba con dos pasiones en la
vida: la cocina y Gerardo, su único sobrino. De
joven había tenido su etapa hippie y de liberación
total. De grande, una mujer madura, soltera y
bastante relajada; de esas que no se privaron de
nada y podían estar en paz con el mundo. El no
tener a un hombre a su lado no la había orillado a
colgarse de las sotanas ni a volverse un monstruo
amargado e histérico. Vivía sin problemas de su
negocio de pasteles y pays, que incluía una
pequeña área de cafetería. Se manejaba bien con
cinco empleadas y tenía tiempo para hacer de
niñera si su hermana, la mamá de Gerardo, lo
necesitaba. No importaba que la tía Olga no
tuviera hijos ni mascotas ni consola de
videojuegos: a Gerardo le encantaba visitarla. A
su madre no le parecía extraño: a su hijo no le
apasionaba el futbol ni trepar a los árboles. No era
particularmente estudioso, sino más bien callado y
ajeno a los otros niños. Todo un antisocial; al
menos convivía con alguien.
Un día, su madre lo dejó con su hermana para
salir al café con algunas amigas. Gerardo, con 12
años, limpió sus zapatos sin saber que aquel iba a
ser el último día en que pondría un pie sobre la
alfombra marrón de la entrada. La tía abrazó a su
sobrino con fuerza. La casa lo recibió con olor a
pasteles en el horno, humo de cigarro y el aroma
del cuerpo de la tía Olga. Gerardo se sentía feliz.
Fueron a la cocina: tenían el ritual de comer
mientras ella lo interrogaba sobre su día en la
escuela o la semana en general. Él respondía con
la boca llena y ella no lo castigaba por eso.
Gerardo vio cómo los brazos de su tía, del color
de la espuma de la Coca-Cola, cortaban una
rebanada de pastel de chocolate y servían un vaso
de leche. Su escote y su vientre, que él atisbó
varias veces cuando ella levantaba los brazos
hacia el cielo para estirarse, tenían el tono de una
malteada de vainilla. Sus dedos gruesos y con
hoyuelos eran diestros al manejar cualquier
utensilio. Su cabello estaba teñido del mismo
color de las papas fritas. Sus piernas, sólidas,
redondeadas y de una textura que a Gerardo le
recordaba las salchichas rojizas que su padre
asaba en el jardín, sostenían aquel cuerpo de
curvas cremosas y suaves. Bastante bajita, en
realidad la tía era casi tan ancha como alta. Para
él, Olga era sólo la mujer más hermosa del mundo.
Después de comer jugaron a la baraja y ella
aseguró que Gerardo lo hacía mejor que
cualquiera de sus amigas, señoras sin quehacer
que tenían toda la vida practicando. A la hora de
hacer la tarea, la tía se retiró a su habitación para
leer la novela rosa que compraba semanalmente en
el supermercado. La casa quedó en completo
silencio. Fuera sólo el ruido de una cortadora de
césped, un perro ladrando, algunos carros que
cruzaban veloces la calle. El reloj de la pared
indicaba que eran las seis y media. Pasada una
media hora, Gerardo, atascado con unos
problemas de matemáticas, fue a buscar a Olga
para pedirle ayuda. Iba arrastrando los pies sobre
la alfombra para cargarse de electricidad y
sorprenderla con una descarga. Un juego privado
entre ellos, que su madre nunca logró entender. Al
entrar a su cuarto la encontró dormida, con el libro
abierto en su vientre, como el techo de una casita
de dos aguas sobre una enorme montaña. El aire
olía a chocolates y al sudor dulce que transpiraba
su tía con cualquier movimiento. Se quedó quieto
por un momento, esperando que ella se levantara
de pronto para darle un susto. Pero ella seguía
durmiendo: su respiración se volvía cada vez más
espesa a medida que entraba en los terrenos
profundos del sueño. El libro subía y bajaba
rítmica y pausadamente.
Gerardo avanzó unos pasos. Escuchó a las
urracas graznando afuera en el jardín. Apretó los
ojos y tragó saliva: ahora podía escuchar el latido
de su propio corazón, casi estruendoso. Se detuvo
a una distancia en la que, si estirara el brazo,
podría tocar los pies de su tía con la punta de los
dedos. Los ojos de ella estaban un poco abiertos;
él pudo vislumbrar una franja blanca entre los
párpados, como el relleno cremoso de un
pastelillo. No quiso verle más la cara, por temor a
que sintiera la mirada y se despertara con un
sobresalto. Se acercó un poco más. En esa
posición horizontal, las lonjas y los pechos
gigantescos de Olga se desbordaban hacia los
lados, como la parte superior de los muffins que a
veces horneaba para él. Bajo de la blusa, los
pezones apuntaban hacia cada una de las paredes.
Los botones parecían huir de los ojales, atosigados
por la fuerza de gravedad y el tamaño de aquellos
pechos. Gerardo sintió la primera erección de su
vida levantándose contra la tela de su pantalón.
Una sensación eléctrica le recorrió la espina
dorsal y tuvo un ligero mareo. Las mejillas le
ardían y, sin saber por qué, contuvo la respiración.
Se congeló en su lugar: en cualquier momento Olga
iba a abrir los ojos y lo descubriría, y él no podría
moverse, como pasaba en las pesadillas.
Mirar a alguien dormir es como robar algo.
Gerardo sintió que sus propios latidos producían
más ruido que la respiración de la mujer; estaba
seguro de que ella podía escucharlo. ¿Y si fingiera
dormir solamente? No, su exhalar era profundo,
muy pausado; su cuerpo tendido de esa manera,
con las piernas tan abiertas, era propio de quien
duerme realmente. No, no podía ser un sueño
falso. Avanzó tres pasos y sus pantalones tocaron
el costado del colchón. Si ella despertara en ese
instante, asustada, las piernas de Gerardo se
doblarían como chocolate derretido y sería
incapaz de explicar su presencia en el cuarto. La
tía Olga cambió de posición y, al hacerlo, la falda
se encaramó a sus inmensas caderas. El cuerpo
entero del niño se tensó, listo para correr, brincar,
desaparecer, lo que fuera. Con dedos temblorosos,
mas con una focalización total de su cuerpo y
mente, empujó el botón que mantenía la blusa de su
tía unida a la altura del pecho. La tela se abrió
como una flor y los senos cayeron, casi con alivio,
uno hacia cada lado. Una locura, sí. Estaba
consciente. Se movía en contra de su voluntad:
deseaba huir al mismo tiempo. Pasaron varios
segundos en los que se concentró en escuchar el
murmullo del sueño de su tía: luchaba contra el
impulso de lanzarse sobre ella y meterse entre los
pliegues de aquel vientre.
No podía estirar tanto la suerte: se le reventaría
en la cara. Gerardo se dirigió al clóset y cerró las
puertas con cuidado. Aún podía mirarla a través
de las rejillas de madera de la puerta. Bajó el
zípper de su pantalón. En la oscuridad y entre el
olor de la ropa de su tía, tanto el ruido de su
sangre recorriéndolo por dentro como el de sus
latidos era casi estruendoso. Comenzó a tocarse,
primero muy por encima y temblando; después,
más rápido y sin importarle que su codo golpeara
contra la puerta de madera, sin preocuparse por el
tintinear de los ganchos cada vez que echaba para
atrás la cabeza, extasiado. El placer le fue ganando
al miedo; la urgencia de llegar a un lugar al que
nunca había ido se convirtió en una nube de tinta
que lo envolvió todo: el mundo, sus cosas, la
realidad, las consecuencias. Era sólo un pulpo que
se dejaba llevar por el inmenso océano.
Vio a Olga levantarse de súbito, llevarse la
mano al pecho y girar la cabeza de un lado al otro,
como en una de esas películas de miedo donde la
chica guapa y tonta se siente observada. La veía
distante, a través de una pantalla. Seguía
acariciándose
con desesperación,
porque
literalmente no sabía si ese sería el fin del mundo,
si volvería a experimentar aquel placer, si iba a
quedarse ciego como le habían dicho, o a morir;
así de simple, porque sentía que agonizaba. La tía
Olga se puso de pie sin gracia, con mucho esfuerzo
y, al hacerlo, el broche de su sostén se zafó
dejando al descubierto aquellos pechos claros
como pudín de vainilla y pezones color de
chocolate. Un rayo atravesó a Gerardo y, sin poder
evitarlo, gritó. Su tía se cerró la blusa con la mano
y pronunció el nombre de su sobrino como en una
pregunta. Lo repitió un poco más fuerte. Él se
quedó inmóvil, aterrado, atrofiados los músculos
por aquel placer y por el miedo. Olga caminó por
el cuarto; él cerró los ojos y escuchó los pasos que
se dirigían al clóset. Las puertas se abrieron y
como lo esperaba: el horror. Aún tenía mano
izquierda alrededor del pene, los pantalones a
punto de caer y los ojos fruncidos por la luz que
entraba sin piedad.
Olga no corrió histérica en círculos, no lo
condenó a terminar en el infierno, no lo abofeteó,
no sufrió de un colapso nervioso. Solamente le
dijo que se vistiera y fuera a la sala a esperar a
que su madre llegara a recogerlo. Nunca supo qué
pasó entre las dos hermanas, si la tía le dijo algo a
su madre. Nunca lo reprendieron, nunca se
mencionó el asunto, nunca lo castigaron.
Simplemente, Olga nunca volvió a tener tiempo
para cuidarlo.
–Hace muchos años que no veo a mi tía –dijo
Gerardo en tono bajo, como si estuviera solo.
Abril se acercó para tocarle la mejilla.
–Lo siento mucho. –Se veía conmovida por la
ternura o tal vez aliviada con la explicación sobre
el parecido entre aquella mujer y la tía tan querida.
Eso era normal, eso era creíble, eso era seguro.
Gerardo se dio la vuelta para dormir,
cubriéndose con las sábanas, pero su esposa se
trepó arriba suyo y comenzó a acariciarlo. Suspiró
y se dejó hacer; intentó tocar la espalda de su
mujer mientras ella besuqueaba su cuello como
una gallina buscando granos en el suelo. Gerardo
no pudo soportar la sensación de la columna
vertebral punzante bajo la piel, los huesos de los
omoplatos como alas de murciélagos saliendo de
su espalda. Muchas veces, a lo largo de su vida
matrimonial, lo había intentado. ¿No era su deber
conyugal hacerle el amor a su esposa de tanto en
tanto? Había noches en las que él intentaba
obligarse a sentir deseo. Recorría con la mano los
peldaños de la caja torácica de Abril: sólo podía
sentir repulsión por la estructura ósea que
subyacía en esa piel; eran los travesaños con los
que un ser humano estaba construido. Simplemente
no podía sentir atracción por aquello. Ni antes ni
ahora.
Retiró la mano con asco y se concentró en
quitarle el cabello de la cara. Obligado por las
circunstancias, mintió:
–Eres hermosa. –Y convocó la imagen de la
mujer gorda de la cena para poder lograr una
erección. Su esposa lo envolvió con su carne, más
bien con aquella piel que apenas cubría el isquión
y el pubis, y comenzó a cabalgarlo. Muchos de sus
amigos decían que esa posición era su favorita,
porque podían mirar el cuerpo entero de su pareja.
Gerardo apretó los ojos con fuerza, como la
primera vez que practicó una disección en un
cadáver en sus tiempos de estudiante de Medicina.
Si veía los pechos inexistentes de su mujer, sus
costillas, ese cuello delgado que dejaba entrever
los tendones, perdería la erección. Ella comenzó a
gemir y, al poco tiempo, lanzó un grito que le avisó
a Gerardo que había tenido un orgasmo. La tomó
por debajo de los brazos y la bajó de su cuerpo.
Al sentir las costillas, el miembro se le volvió
flácido. Abril no lo notó: se había acurrucado a su
lado, acariciándole el pecho y hablándole de cosas
que él realmente no escuchaba. No le preguntó si
había terminado; hacía tiempo que Gerardo no
estaba interesado en su propio placer. Aquel
organismo escuálido le impedía sentir. Intentó
abrazarla, cobijas de por medio, y conciliar el
sueño.
10
Me gusta comer. Me fascina comer. He pasado
muchas horas de mi existencia comiendo y
dedicándole tiempo al tema de la comida. Podría
escribir una larga disertación al respecto si me lo
propusiera. Habría que ignorar la política de cada
era: en la historia de la humanidad siempre ha
habido quien muere de hambre y quienes se
rellenan la boca hasta rebosar. Es una pena: a
nadie le importa el estatus del estómago ajeno. La
relación comida-mujer es complicada. Los
hombres comen para saciarse y listo. Las mujeres
suelen preparar la comida, la rechazan, la desean,
la odian, la engullen, la vomitan, la añoran. Pasan
todo el día pensando en aquello que no se comerán
por temor a subir de peso. Es verdad que existen
mujeres descompuestas que dejan de comer
buscando una figura de perro callejero. Mientras
menos marque la báscula y mientras más visibles
sus huesos, ellas serán más felices y se sentirán
superiores a los demás, a los débiles de voluntad
que sucumben al hambre. Ellas, las anoréxicas, no
merecen reproducirse, y por fortuna jamás lo
harían sólo por no engordar. Les es imposible
ocuparse de otro ser que no sean ellas mismas.
Hacen bien: no deberían transmitir esos genes
antievolutivos y maltrechos. Son suicidas, como
los lemmings que se lanzan de un barranco al
vacío.
Anomalías aparte, la gran mayoría de las
personas come y lucha contra las consecuencias de
comer. Sintiéndose miserables, culpables,
mastican cada bocado sin disfrutarlo. Maquilan
nuevas dietas, caen víctimas de los productos
milagro que las dejan con sobrepeso y sintiéndose
estúpidas por haber malgastado su dinero, o le
ruegan a su deidad favorita les dé fuerza de
voluntad. Sufren. Comen. Se culpan. Luego está la
gente como yo. No creo que seamos muchos; no lo
sé de cierto, no me consta. Lo supongo así. Me he
sentido sola toda la vida. Intuyo que hay seres
iguales a mí, si acaso por apego a la razón y a la
probabilidad. Como eso que dicen los científicos
sobre la probabilidad de que en un universo
infinito existan otros planetas idénticos a la Tierra
y, por tanto, alberguen vida inteligente. Eso no
quiere decir que vayamos a coincidir algún día
con ellos entre tanto espacio y tiempo. Nunca he
tenido la esperanza de encontrarme con alguien
como yo. Sé que en el momento en que uno dice:
«gente como yo», queda implícito que hay otro
grupo que incluye a todos los que son distintos. Se
usa en el entendido de que los «otros» son la
desviación y uno la norma. La historia ya
conocida: hegemónicos y minorías. Yo sé que yo
soy la anormal.
Al decir «gente como yo» me refiero a las
pocas mujeres gordas que comemos por puro
placer, que no nos arrepentimos, que no estamos a
dieta, que secretamente disfrutamos la distensión
de nuestros vientres en el espejo. Las que soñamos
con comida y nos levantamos a media noche a
asaltar el refrigerador y la alacena. El terror de los
bufetes. Las que no necesitamos que nuestras
amigas pidan postre en un restaurante para
animarnos a comer pastel. De hecho, tenemos
pocas amigas. En realidad tenemos muy poco de
todo: experiencias amorosas, pretendientes,
amistades, sexo, respeto o empatía. O ilusiones. U
oportunidades laborales. Lo único que tenemos es
el placer de comer. La glotonería no como un
pecado capital, sino como la única satisfacción en
la vida. También llevamos diarios íntimos o
sostenemos elaboradas fantasías en las que alguien
nos ama de verdad. Una vida interior muy intensa,
a cambio de una vida exterior estéril. Como si
viviéramos en un mundo de castas y la de los
gordos fuera la más baja. Más abajo que la de los
discapacitados, los deformes, los retrasados, los
feos. Porque se da por hecho de que nuestra
condición es electiva: estamos así porque
queremos. O porque nos falta voluntad, ganas de
cambiar. Podríamos evitarlo, si tan sólo no
fuéramos una masa amorfa de grasa y pereza.
Por eso las bromas crueles, el desdén, las
burlas, el rechazo social. Somos el blanco de todo
eso; al mismo tiempo, somos invisibles para todo
fin práctico. Para las invitaciones, para el
convivir. La gente como yo no es solidaria. Los
gordos nos miramos de reojo, también con
desprecio. No perdonamos nuestras propias vigas
en el ojo ajeno. Las gordas evitan ser amigas de
las gordas. Las gordas preferimos ser patiñas de
mujeres más delgadas que nosotras, con la
esperanza de ser aceptadas algún día por cómo
somos. La gorda siempre está dispuesta a salir a
un café y escuchar los pormenores de una ruptura,
si ninguna de las verdaderas amigas tuvo tiempo.
Gente como yo. El último eslabón de la cadena
alimenticia. El krill social. Volumétrico e ínfimo al
mismo tiempo. Yo.
No, no debo tirarme al suelo. Jugar a la víctima.
En realidad, la gente ha sido más amable conmigo
desde que murió mi padre. Su muerte, mi orfandad,
me volvieron más humana a los ojos de los demás.
Yo estaba casi al ras del suelo, y ahora mi vida
entera se ha venido abajo. La muerte de papá me
tiró del último escalón. Ahora estoy sola,
oficialmente sola. La única persona de mi familia
que me amaba dejó de existir. Supongo que el
instinto hace que mi madre no sea indiferente a mí;
nunca me he sentido segura con su manera de
quererme. Con todo, la dinámica de mi vida
permanece igual. Sigo siendo la gorda sin amigas,
sin novio, que va de la casa al trabajo, desviando
la rutina algunas veces para ir sola a una función
de cine en la noche, sentada en la última fila,
dispuesta a comerme las palomitas grandes, el hot
dog, los nachos, el helado y el refresco de un litro.
Mi vida sigue siendo mi vida.
Al menos eso pensaba.
Ese día bajé más temprano que de costumbre a
la cafetería del hospital. Casi todas las mesas
estaban vacías; apenas unos médicos viejos aquí y
allá, rumiando sus postres. Escogí la comida
corrida y tomé asiento en una de las mesas junto a
la ventana. La comida corrida es la mejor opción
para una mujer gorda que no quiere ser criticada
por sus compañeras de trabajo: implica que no
hubo elección de parte de uno. Es lo que hay. Si
ordenara algo de la carta, dirían a mis espaldas
que debí de haber pedido una ensalada y no esas
enchiladas cubiertas de crema. Y si pidiera la
ensalada con refresco de dieta, sé que se burlarían
pensando que, dado mi peso, es ridículo que se me
ocurra comer algo así, como si hiciera alguna
diferencia. En cambio la comida corrida es
democrática. Además de la sopa y el plato fuerte,
incluye un minúsculo postre, agua de frutas, cero
albedrío.
Terminé de transportar todas las cosas de mi
charola a la mesa y me disponía a comer; llegaron
dos chicas de recepción a sentarse conmigo. No es
que yo sea popular, al contrario: soy una retrasada
social. Eso es parecido de alguna manera a ser
retrasada mental: la gente te desprecia y te tiene
lástima al mismo tiempo. Te trata mal y te quiere
ayudar también. Ignoro por qué funciona así el
mecanismo de la mesa con una sola persona: si la
cafetería está vacía y hay alguien conocido en una
mesa, el instinto es unírsele. Nadie quiere
convertirse en la única persona en la otra mesa. En
cambio, si el lugar estuviera casi lleno, se habrían
buscado cualquier otro lugar. Xitlali y Angie me
saludaron y, sin preguntar si podían sentarse
conmigo, me dejaron sus bolsos encargados y
fueron por su comida. Asumieron que yo estaba
ávida de compañía y confiaron en mí, porque
nadie me cree capaz de maldad. En el imaginario
colectivo, los gordos somos bonachones,
simpáticos y, sobre todo, bien intencionados. En
las cabezas de mis compañeras nunca estuvo la
posibilidad de que yo pudiera hurgar en sus bolsos
y extraer algo de valor.
–Odio la sopa de garbanzos –dijo Xitlali, la
recepcionista del área de Pediatría, frunciendo la
cara. Olía a perfume de Avón, que ella misma
vende a través de los catálogos que lleva de
incógnito al hospital. Ese día no llevaba
maquillaje y su rostro parecía maltratado, como el
de una muñeca vieja. Estábamos tan
acostumbradas a verla fuertemente maquillada, que
su cara artificial era para nosotras su cara real–.
¿Tú la quieres, Pandora? –Empujó su plato de
sopa hacia mí sin esperar mi respuesta.
–Para que ya no la sirvan, puedes poner que
eres alérgica al garbanzo en la cajita de
sugerencias. –Miré el plato ofrecido y lo acerqué a
mí–. Si es por algo de salud, te hacen más caso.
–¿Supieron lo de Elvia? –atajó Angie con un
tono casi triunfal. Estaba muriéndose por
contarnos; hasta me pareció ver chispitas en sus
ojos.
Ella es la recepcionista del ala este del
hospital, donde se aglutinan los médicos
especialistas. Xitlali y yo negamos con la cabeza;
Angie peló un plátano que había extraído de su
bolso segundos antes. Está prohibido introducir
alimentos a la cafetería, pero eso nunca le ha
impedido meter «algo sano para variar». La
esperamos: ella masticaba con parsimonia.
Sonriente, se limpió la boca con la punta de la
servilleta antes de contarnos. Se acercó a nosotras
por encima de la mesa y dijo con voz baja y
conspirativa:
–La corrieron por andar con el doctor Gálvez.
–¡Noooo! –Xitlali se tapó la boca con la mano–.
¿Cómo la cacharon?
–¿Tú sabías? –Me sentí excluida.
–Pandora, todo el mundo lo sabía en el hospital,
menos la esposa de Gálvez –dijo Xitlali
levantando amenazadora un trozo de milanesa con
su tenedor. Yo empujé el plato de sopa vacío y
seguí con el siguiente, que ya estaba frío.
–Alguien le mandó un anónimo a la esposa con
una foto de los dos entrando a un motel. Increíble.
–Angie hizo una larga pausa para masticar–. La
esposa llegó y armó un escándalo en la recepción.
Así de aventarle al doctor la macetita sobre el
escritorio y todo. Se le fue encima a Elvia. La
agarró del cabello y la tiró al suelo, como en las
telenovelas.
Xitlali y yo nos quedamos rumiando la misma
imagen por unos segundos. Angie nos miró
satisfecha y se dedicó a comer con la misma
indiferencia que las ardillas en los árboles.
–Puros gritos y chillidos. Como si no tuviera ya
de eso en mi trabajo –se quejó Angie con una
sonrisa algo sádica–. Y claro, la hicieron firmar su
renuncia de inmediato. Ni un peso le dieron. Me
contó Lulú, la de Recursos Humanos.
–Pobre. –La palabra se me escurrió de la boca.
Pensé que era injusto que sólo ella perdiera el
trabajo: era la soltera, y quien había cometido una
falta realmente había sido el doctor. Mis
compañeras me miraron como si yo fuera la
adúltera. En estas cosas, ya se sabe, la solidaridad
de género no existe.
–¿Pobre? Si es una puta. Andaba detrás de
varios doctores, ofreciéndose.
–Nos da un mal nombre a todas las demás. –
Xitlali irguió la espalda. Le dio un trago a su vaso
y preguntó–: ¿Y a quién irán a poner en su lugar?
Dijeron que ya no estaban contratando.
Callé por prudencia. Me habían informado el
día anterior que yo ocuparía ese puesto, mas no
debía de comentarlo hasta que fuera mi primer día
de trabajo oficialmente. Lo que no sabía era la
causa del despido de Elvia. Al parecer, mis futuras
colegas estaban un paso más adelante.
–Ah, pues yo sé algo –dijo Angie, deleitándose
con las palabras–. Mi amiga, la de Recursos, me
dijo que mandarán a Pandora. Por amable y
competente, y porque con ella todas las esposas de
los médicos estarán más tranquilas.
Angie tardó varios segundos en darse cuenta de
lo que había dicho. Yo me pregunté si debía
sentirme ofendida. Me di cuenta de que en realidad
mis sentimientos estaban intactos. Yo hubiera
pensado lo mismo de alguien como yo. Angie
comenzó a excusarse apenada, diciendo que no
había querido decir eso. Yo le dije que no se
preocupara. Ella me miró con alivio; les confirmé
la noticia: les dije que me habían notificado
apenas ayer, y era verdad.
–Ahora voy a lidiar con gente en lugar de
facturas. –Yo trabajaba en cobranzas, tras un
cristal, entregando papeles, pidiendo firmas,
confirmando créditos y seguros con los bancos.
–Tú eres muy buena para tratar con la gente
insoportable –atajó Xitlali como un salvavidas
para su amiga. Yo bajé la mirada hasta mi regazo,
modestamente. No se me ocurría qué decir. Ni
siquiera sabía si ella estaba siendo sincera.
Es el problema con la gente como yo, que no
tiene amistades verdaderas, sólo conocidos. Nunca
se sabe cuándo alguna frase es sólo una forma de
cortesía o lleva algún interés en juego, o si es en
verdad un comentario honesto. De cualquier forma,
mis enormes mejillas estaban hirviendo. Sentí que
mis axilas comenzaban a transpirar. Decir, graciastú-eres-muy-buena-también parecía ridículo. Sólo
atiné a sonreír como mi madre hubiera indicado en
un caso como ese.
Miré la cáscara de plátano que estaba en medio
de la mesa, como una estrella de mar, y suspiré. El
resto de la conversación fue acerca de
decoraciones navideñas, exnovios, pastel de tres
leches, cremas antiarrugas, anticonceptivos y
dietas. Intenté participar lo más posible. Sonreír,
escuchar, hacer los sonidos necesarios para
denotar mi interés. Examiné sus maquillajes, sus
peinados, sus ropas, su manera de mover las
manos al hablar; muy pronto me convertiría en una
de ellas.
Pero no pude ser una de ellas. Apenas me senté
tras mi escritorio, la parte anterior de mis muslos
comenzó a pegarse a la «piel» sintética de mi silla.
Si estoy abrumada o nerviosa, sudo a torrentes. No
sólo era mi primer día en mi nuevo puesto; era
también mi ubicación física. Mi escritorio
encabezaba una gran sala de espera y tenía a mi
cargo los consultorios de los seis médicos que
trabajaban en el ala de aquel piso. Durante años,
mi trabajo en el hospital se había limitado a
recibir pagos y extender facturas a través de una
ventanilla, vidrio de por medio, mi cuerpo
cobijado por el muro. Ahora estaba a cargo de
consulta externa. «Recepcionista» era un
eufemismo para
secretaria-que-trabaja-paravarios-jefes. Me compré un saco oscuro y una
falda amplia para disimular mi figura; aun así me
sentía como un sapo atorado en la tierra, letárgico
y expuesto a la vista de todos.
Una pantalla colgada en la pared mostraba la
telenovela de la tarde, que absorbía la atención de
casi todas las mujeres en la sala de espera. Los
hombres hojeaban con enfado los periódicos sobre
la mesita. Esas caras con la misma personalidad
de un trozo de queso amarillo me miraban
impacientes, como si fuera culpa mía que los
médicos estuvieran atrasados en su horario de
citas. Cada tantos minutos, una enfermera de
minúsculas caderas salía y entraba del cubículo de
signos vitales, rápida y mecánica, como un cucú
hiperactivo que brota de su reloj. Una puberta
oscura, famélica y de mechas lacias que le cubrían
casi toda la cara me miraba con insistencia. Iba
toda de negro y estaba apercherada en la orilla de
uno de los sillones. Al toparme con su mirada, ella
bajaba la suya y fingía estar absorta en su teléfono
celular. Las gordas somos imposibles de no mirar.
Mi trabajo no era complicado y el hospital aún
no se había modernizado del todo. Si sonaba el
teléfono exterior, generalmente se trataba de un
paciente buscando hacer cita con alguno de mis
médicos. Yo tenía que sacar la agenda
correspondiente a ese doctor, ofrecerle los días y
horas disponibles, y apuntar el nombre del
paciente. A los que querían hablar directamente
con los médicos tenía que decirles que no era
posible, que el doctor en cuestión estaba ocupado.
Con los días aprendí que por lo regular se trataba
de
madres
primerizas
o
embarazadas
hipocondriacas que querían consultar cada
síntoma, gratuitamente, con el médico. Había que
tratarlas con amabilidad y con firmeza. Les era
difícil entender que el doctor no estaba a su
disposición todo el día por el precio de una
consulta pasada. Parte de mis funciones era
también ir pasando a cada paciente al respectivo
consultorio a medida que su médico se
desocupaba, y extender recibos de honorarios.
El doctor Gerardo Vieira salió de su
consultorio. Lo vi difuminándose ante mis ojos,
sus bordes inciertos, como un espejismo desértico.
Era casi mediodía y comencé a sentir el mareo que
suele aquejarme si paso unas dos horas sin comer.
Abrí mi bolso, saqué una barra de chocolate y vi
que el doctor era atajado por una mujer con un
vestido a la moda, zapatillas ídem y un
complicado peinado y maquillaje de esos que
dicen me-tardo-al-menos-dos-horas-para-vermeasí. Se parecía mucho, o quería parecerse, a las
esposas de los médicos, que se dejan ver por los
pasillos del hospital para marcar su territorio
conyugal. La mujer tenía un tono de voz alto y reía
de forma estridente, llamando la atención de todos
en la sala. No era tan joven: se conservaba bien y
sabía esconder sus defectos bajo la ropa y las
capas de maquillaje. A su lado me sentiría como
una pordiosera, con mi ropa de marca indefinida y
tela sintética. Eso no sucedería jamás: la gente
como ella ni siquiera se para junto a alguien como
yo. La había visto antes: era la representante de un
laboratorio, cuyo trabajo es convencer a los
médicos de recetar sus medicamentos a cambio de
muestras gratis y coquetería. Era obvio que
pertenecía a esa raza de mujeres que tienen un top
ten de cosas «realmente reprobables», que incluye
comer postre, salir sin maquillaje y tener orgasmos
verdaderos o emociones fuertes que provocan
arrugas en el rostro. Me sentí un poco mal por
enjuiciarla y encajonarla en un estereotipo sin
conocerla. El mundo me hacía todos los días eso a
mí. Las gordas, en el inconsciente colectivo,
somos todas iguales.
Terminé el chocolate y escondí la envoltura en
mi bolsa, una costumbre que adquirí en aquellos
tiempos en los que mi madre, obsesionada con que
yo bajara de peso, fiscalizaba los botes de basura
en busca de evidencias para probar que yo rompía
mi dieta. Levanté la vista: el cuerpo del doctor
estaba, escritorio de por medio, frente a mí.
Colgué mi bolsa rápidamente del respaldo de la
silla y enderecé mi espalda de inmediato. ¿En qué
momento se había acercado? Levanté mi rostro
hacia él, pero no me atreví a verlo a los ojos.
–¿En qué puedo servirle, doctor Vieira?
Me pareció ver que se sonrojó. ¿Sería posible?
¿Un hombre como él? Sí, su cuello se llenó de
motas rojas. Me recordó a uno de esos pasteles
marmoleados. Miré la piel delicada de sus orejas
llenarse de sangre, como un filete término medio.
–Te traje un regalito de bienvenida. –El doctor
puso sobre el escritorio una taza decorada con
pequeños osos. Adentro había chocolates rellenos
de licor. Por unos segundos sólo atiné a tocar la
cerámica con la punta de mis dedos. Musité un
«gracias» casi inaudible. Sentí que mi cara hervía
y que mis mejillas aumentaban de tamaño.
Para los médicos, el personal del hospital es
como los medicamentos genéricos: se pueden
intercambiar unos por otros, y la función sigue
siendo la misma. Las enfermeras, las
recepcionistas, todas son «señoritas». No vale la
pena aprenderse los nombres individuales de las
aspirinas.
–Te llamas Pandora, ¿verdad?
Yo asentí con demasiada rapidez, casi
infantilmente. No podría haber contestado nada
más: el aire de mis pulmones se quedó atrapado
por largos segundos. Sentí las miradas de todos
sobre nosotros, en especial la de la mujer de los
seguros, que permaneció unos pasos atrás del
doctor Vieira, quien no sólo me había tuteado con
una dulzura que acortaba la distancia entre
nuestras castas hospitalarias, sino que me había
llevado una especie de ofrenda. Para una gorda
como yo, eso era un gesto casi romántico. No me
lo esperaba en verdad; mucho menos que me
mirara o se acordara de mí. Paradójicamente, a las
gordas todo mundo nos mira; al mismo tiempo
nadie nos ve en verdad. A la gente le repugna
mirarnos, así que desvían los ojos hacia cualquier
otra parte. Es como si la vista percibiera
parcialmente nuestra gran silueta y la imagen fuera
demasiado para procesar. Por eso, igual que
sucede con los deformes o deficientes mentales, la
gente normal prefiere hacer como que no
existimos, que no estamos allí. Él me había visto:
me recordaba de la cena navideña. Era difícil de
creer.
–Qué lindo detalle. No se hubiera molestado.
–Ninguna molestia. Es tu primer día –dijo
sonriendo. Tuve que mirarlo: poseía la belleza
masculina de ciertos personajes históricos.
Comprendí el revuelo de las otras recepcionistas y
enfermeras en torno al doctor Vieira–. Cómete uno
–ordenó–. Si no, voy a pensar que no te gustaron.
Lo dijo así, tal cual, con la misma autoridad
dulzona con la que mis maestros me mandaban
resolver ejercicios de matemáticas. De pronto, la
mujer de los seguros se acercó a él, tanto que sus
cuerpos se tocaron lateralmente. Ella lo tomó del
brazo, jalándolo un poco. Dijo algo de un café y
que se hacía tarde. Mi rostro registró la profunda
antipatía que sentí por aquella mujer en ese
instante. No sé si odiar a las mismas personas
puede ser la base para una amistad; me pareció
encontrar un brillo cómplice en la mirada del
doctor.
Levanté el brazo en alto y lo bajé como una grúa
hasta la taza para tomar uno de los chocolates.
Todos mis movimientos eran exagerados, mímica
pura: sin separar en ningún momento mis ojos de
los del doctor Vieira, saqué de golpe la envoltura
de uno de los chocolates, como una estríper que se
deshace de su blusa. Casi desafiante, me llevé el
chocolate a la boca. Cerré la mandíbula y comencé
a masticar: él me miraba de una forma en la que
nadie lo hizo antes. No con repulsión, no con
morbo, no con interés científico, no como un
proyecto. La forma en la que sus ojos me
absorbían era una total y extrema conciencia suya
en cuanto a mi presencia en el mundo. Me pregunté
si esa era la esencia del amor. Parte del relleno
del licor se desbordó por mis labios. Atajé la gota
con mi dedo índice y lo chupé. Sonreí, no porque
estuviera apenada, sino porque quería romper esa
burbuja, ese trance, en el que los dos caímos por
breves instantes. No quería que nadie más se diera
cuenta de eso, eso que yo no podía definir ni
procesar aún, eso que no sabía si en realidad había
sucedido o fue producto de mi imaginación
fermentada por las novelas románticas que a veces
leía. Tal vez lo había malinterpretado de la peor
manera.
–Es el chocolate más rico que he probado en
toda mi vida –dije entre risas, y levanté mi taza
nueva hasta ellos dos–: ¿Ustedes gustan?
Él desvió la mirada, como un niño al que
hubieran sorprendido mirando revistas porno. Vi
su manzana de Adán moverse debajo de la piel
enrojecida de su cuello. En unos segundos
recuperó la compostura y volvió a ser ese hombre
seguro de sí mismo que se desplaza por el hospital
como si nada. Pensé en una película vieja en la
que el galán enciende un cigarrillo y le dice a la
heroína que la ama, al mismo tiempo que aplasta
un caracol con el zapato.
–No, porque en-gor-dan –dijo la mujer de los
seguros, con ese tono lleno de desdén con el que
hablan las mujeres que sólo comen lechuga. Jaló al
doctor Vieira de la bata, haciendo una voz
mimosa–: Ay, ya vámonos, Gerardo, tengo que
enseñarte esas muestras.
Él se dejó llevar. Cerca del elevador, volvió la
cabeza en mi dirección, me dedicó una sonrisa
resignada y me dijo adiós con la palma de la
mano. No pude dormir la noche de mi primer día
de trabajo. No quise lavarme los dientes. Pasé
gran parte de las horas intentando recuperar con mi
lengua algún residuo de aquel chocolate.
11
Apenas se levantó, Abril fue al baño, se
desnudó y subió a la báscula. Había subido
gramos. Se examinó frente al espejo de cuerpo
entero durante un largo tiempo y desde varios
ángulos. Se apretó un pliegue de piel en el bajo
vientre. Giró y constató que la celulitis todavía
seguía pegada al reverso de sus muslos:
imperceptible para sus amigas, que le aseguraban
que tenía unas piernas envidiables, ella sabía que
estaba allí. Por más que se mataba de hambre y se
mataba de hambre, el embarazo le había dejado
todas esas imperfecciones que antes no tenía. O
que no había notado, al menos, a tal escala. Inhaló
profundamente y sumió el vientre. No podía
reconciliarse con aquella mujer del espejo. El
veredicto era el mismo: necesitaba bajar un poco
más.
Si no era cuidadosa, volvería a ser la chica
gorda que fue durante toda la niñez y adolescencia.
Gerardo buscaría a otras mujeres más guapas y
delgadas, y ella tendría que resignarse al destino
de casi todas las esposas que conocía: fingir que
las infidelidades no pasaban y seguir los consejos
de las revistas de mujeres: intentar conquistar a su
hombre otra vez. Y para eso habría que arreglarse
más, adelgazar, estar disponible, sonriente, llena
de detalles, cocinar platillos distintos y exóticos.
Otras revistas aconsejaban la venganza como la
mejor arma: habría entonces que conseguirse un
amante más joven y asegurarse de que el marido se
enterara en algún momento, ya que parte
importante del contraataque era demostrar lo que
se sentía ser traicionado.
Abril levantó los brazos frente al espejo: sus
costillas seguían visibles debajo de la piel, al
igual que los huesos de la cadera. Miró su cara y
suspiró: si volviera a ser la gorda que fue, ni
siquiera podría tomar la opción del amante.
Ningún hombre medianamente guapo iba a
acercársele en esa forma, y para que la venganza
tuviera una consistencia correcta el amante tendría
que ser más atractivo, o al menos igual que su
esposo, y de preferencia mucho más joven, cosa
que se le antojó bastante difícil. Además, no
contaba con experiencia en el arte de ligar: el
único hombre con el que había estado era Gerardo.
La secundaria y la preparatoria habían sido los
peores años de su vida: una lucha infructuosa
contra su peso y la soledad. No era una gorda
exorbitante; en aquellos tiempos, la obesidad era
más bien una rareza y no la norma. Todo mundo
insistía en que Abril tenía una cara linda, si tan
sólo no estuviera tan «llenita»… Durante esos seis
años, ella pasó por todas las dietas conocidas,
bajando unos cuantos kilos que no tardaba en
recuperar en cuanto suspendía el régimen. Sentada
en una banca, donde comía resignada jícamas y
pepinos con limón, veía cómo sus amigas
coqueteaban con los chicos, se hacían novios,
terminaban con ellos, y empezaban a salir con
alguien más, para repetir el ciclo. A ella, los
compañeros sólo la buscaban para copiar una
tarea o para estudiar juntos.
Abril salió del baño y vio cómo Gerardo se
levantaba de la cama y se estiraba. Le pareció
encontrar en el rostro de su marido una sonrisa
extraña, inusual, al menos para esa hora de la
mañana. Normalmente arrastraba los pies hasta el
baño maldiciendo entre dientes, suspiraba con
tedio al rasurarse. Se vestía con desgano, comía
cualquier cosa y se iba. Después de que Gerardo
entró al baño, Abril se pegó a la puerta y lo
escuchó canturrear algo mientras el sonido de la
orina golpeaba la superficie del agua. Regresó a la
cama y se metió otra vez debajo de las cobijas. Se
tapó la cabeza con la almohada y permaneció allí
un rato sin moverse, como los escarabajos que
fingen estar muertos. Escuchó el ruido de la ducha
e imaginó a su esposo metiéndose al agua,
empezando su limpieza por el cabello y
terminando en los pies. Era un milagro cómo había
conseguido que se casara con ella. Nunca lo
terminó de comprender: entre tantas otras chicas
más delgadas y lindas, él se había fijado en ella.
Sus amigas, que ni siquiera eran sus amigas, no
podían creerlo. Su propia familia no podía
entender cómo un médico, el mejor promedio de su
generación, tan atractivo, había elegido a Abril, la
gordita de la familia. El día de la boda, su madre
le agradeció en voz baja a Gerardo: «Gracias por
aceptar a mi hija, ya sabe, a pesar de…». Su
padre, que era más bien callado y guardaba
distancia de la vida personal de terceros, asintió
con una sonrisa a medio esbozar, dándole a
entender a su yerno que estaba en la misma
sintonía que su mujer. A partir de ese día, la mamá
de Abril se mantenía en una angustia perpetua: el
matrimonio de su hija pendía de un hilo. Por eso,
al quedarse a solas, le recomendaba ser gentil y
acomedida con las necesidades de su esposo,
evitar los conflictos, no reclamarle nada,
mantenerse guapa y en forma. «No te confíes de tu
buena suerte ni te duermas en tus laureles», solía
decirle cada tanto, como si ella fuera a olvidarlo.
Desde su lugar en la cama, Abril podía ver el
buró de su esposo: sobre él estaba su celular, la
cartera, su anillo matrimonial y las llaves de su
auto. Todavía se escuchaba el ruido de la
regadera. Ella se incorporó en la cama y tomó el
teléfono. Revisó los últimos mensajes de texto y la
lista de llamadas: no encontró nada extraño. Abrió
la cartera en busca de algún recibo o papel que
pudiera delatarlo: sólo encontró dinero, tarjetas,
identificaciones, una foto de los gemelos. Pensó
que si Gerardo tenía algo qué esconder, no dejaría
sus cosas sobre el buró de esa manera. No era
tonto; tal vez había dejado sus pertenencias a la
vista justamente para que ella pensara que no
ocultaba nada. Abrió el clóset y realizó una
inspección exprés de los bolsillos de todos los
sacos. No dio resultados. ¿Qué esperaba encontrar
realmente?
Fue hasta la puerta del baño y la abrió de golpe,
como si no supiera que él estaba allí, y sorprendió
a su esposo sonriendo al espejo mientras se
peinaba. No se sobresaltó con su presencia;
solamente terminó de pasar el peine sobre su
cabello oscuro, le tiró un beso como al aire y salió
con la toalla enredada en la cintura. Ella tomó una
crema para justificar su irrupción y volvió al
cuarto. Se sentó en la cama y observó a su marido
vestirse. No podría haber explicado lo que era:
había algo en esa forma de ponerse la camisa y los
calcetines que era diferente. Él terminó de
ajustarse el cinturón y se volvió hacia Abril.
–¿Pasa algo? ¿Por qué estás así?
–¿Así cómo? –Él se agachó para atarse las
agujetas.
–Así de feliz –dijo Abril con un tono amargo,
del cual se arrepintió de inmediato. Lo había
puesto al tanto de sus sospechas. Ahora subiría la
guardia y sería más complicado investigar si algo
sucedía.
–¿Es un delito estar de buen humor? –preguntó
sin esperar respuesta y bajó a la cocina.
Ella corrió de puntillas hasta el barandal del
cubo de la escalera: ¿seguiría cantando? Sólo
escuchó los ruidos propios de la preparación del
café. Lo imaginó llenando la jarra con agua,
sacando el bote del café del refrigerador,
colocando el filtro y llenándolo con dos medidas.
Adivinó la taza que escogería. Lo conocía tan bien
en ciertas cosas, casi al punto de leerle la mente, y
en cambio en otras le parecía un completo extraño.
«Conozco sus rutinas», pensó. «No sé qué piensa o
qué siente.» Abril esperó unos minutos antes de
bajar. El Gerardo normal se hubiera molestado por
el cuestionamiento: este hombre, que parecía no
ser su marido, tomó la jarra y llenó su taza. Era,
claro, la azul con rayas blancas.
Muchas veces Abril llegó a pensar que la
vocación de Gerardo por ayudar a los demás, la
misma que lo llevó a estudiar Medicina, había
tenido que ver con su decisión de casarse con ella:
Abril era algo así como su proyecto, su buena
acción, no del día, sino de toda la vida. Casarse y
amar a la gordita porque nadie más lo hará. Al
principio no se sentía así, cuando comenzaron a
salir y ella tenía muchos kilos de más, hacían el
amor cada vez que tenían oportunidad. No por
ella, acomplejada por su cuerpo, sino por la
insistencia de él. Los besos, las caricias, las
pláticas; todo se sentía demasiado sincero como
para ser una caridad. En cualquier caso, para
Abril su matrimonio había sido una especie de
favor inesperado e inmerecido, y por lo mismo,
estaba inmensamente agradecida. Por eso en
cuanto Gerardo le propuso matrimonio, ella hizo
un mayor esfuerzo en bajar de peso. Quizá fuera el
estrés: aquello coincidió con una gastritis muy
fuerte. Tomaba puntualmente los medicamentos y
seguía todas las indicaciones del doctor; aun así,
comer se volvió un martirio. Luego de un par de
meses en esa situación, el hambre desapareció
gradualmente. Había días en que Abril desayunaba
un platito de papaya, una taza de té y no volvía a
comer nada en todo el día. Cenaba una manzana y
un vaso de leche, a lo mucho. Como si el Hada
Madrina de su niñez se hubiera puesto al corriente
con sus plegarias para adelgazar, se convirtió en
una novia bastante delgada, de pómulos y
clavículas salientes, que brillaba de felicidad en
las fotos de su boda. Aún así, lo pensaba ahora,
hubiera preferido que su marido fuera un poco más
como otros médicos: con algunos kilos de más, no
muchos, sólo los suficientes para ser tan bofo
como el promedio de los esposos. O que fuera de
estos doctores que fuman a escondidas: al menos
la hipocresía era una prueba de humanidad, de
falibilidad. A veces, Gerardo le parecía a Abril
demasiado perfecto para ser real. Era muy difícil
ser una esposa a la altura de alguien así.
Abril vio cómo su esposo terminaba de
desayunar y fue a lavarse los dientes. Lo
acompañó a la puerta y se dieron el beso en el aire
de los esposos de muchos años. Él se subió al
auto, encendió el motor y se perdió en la distancia.
Una vecina que pasaba trotando la saludó con la
mano y una sonrisa que a Abril le pareció burlona.
No había salido a correr esa mañana y ahora le
sería imposible con los niños ya despiertos y
Gerardo en el trabajo. En ese instante tomó
conciencia de que tenía el cabello enredado, no se
había lavado los dientes y todavía estaba en bata.
Era el estereotipo de la esposa que se ha dejado.
Sólo le faltaba un rodillo en la mano. Arriba, los
niños no tardarían en llamarla y habría que
recorrer de punto a punto toda la faena matutina
con ellos. La voz de su propia madre invadió su
cerebro, acusándola: «Fodonga. Estás pidiendo a
gritos que tu marido te sea infiel. No te sorprendas
más adelante».
Abril regresó a la cocina con los ojos húmedos.
Sacó un paquete de galletas y tuvo el impulso de
sentarse allí y devorarlas todas. Olvidarse de
todo. Dejar las preocupaciones. Que los hilos de
la vida se deshicieran, se enredaran o se
rompieran sin que ella tuviera nada que ver en
ello. Nada qué hacer. No podía dejar que su vida
entera se viniera abajo sólo porque ella había
cedido en un momento de debilidad ante los
carbohidratos, la grasa y el azúcar. Su familia, su
matrimonio, su lugar en la sociedad; todo dependía
de ella. Abril regresó las galletas a la alacena y se
preparó un té verde para engañar al estómago por
un rato. Subió las escaleras, alargando el camino
lo más posible. Abrió la puerta del cuarto de sus
hijos. Se dejó caer de lado sobre el marco de la
puerta, desganada, derrotada. Los gemelos jugaban
despreocupados a lanzarse muñecos de peluche de
una camita a la otra. Por el hedor del cuarto,
estaba claro que ambos necesitaban cambio de
pañal.
12
No se puede decir que no lo intenté. Antes de
resignarme a ser la gorda a la que nadie quiere,
antes de hacerme a la idea de que podría cultivar
gatos a gran escala para intentar llenar el espacio
de sentirme necesitada, lo intenté varias veces.
Ahora que miro hacia atrás, no sé cómo me atreví.
Si buscar una pareja es difícil para cualquiera,
excepto para los tocados por el dedo de Dios, para
las gordas es doble, triplemente complicado. Ser
gorda equivale a ser una pared lista para ser
grafiteada por los odios de los demás. Ser gorda
es ser aquella esquina donde todos los vecinos
dejan sus bolsas de basura sin mayores
consecuencias.
Eso lo comprobé tras intentar en uno de esos
sitios en línea para encontrar el verdadero amor.
Traté de ser honesta, porque de nada serviría
engatusar a alguien con fotos falsas para verlo
correr al verme en persona. En mi descripción
física usé palabras como «algo fornida», «de
proporciones generosas», y traté de enfatizar mis
cualidades: entusiasta, cinéfila, comprometida. Por
no dejar, caí en el lugar común, porque no quise
ser la única que no disfrutara de caminatas en la
playa y una buena cena con vino a la luz de la luna.
Para la foto, usé un ángulo que me favorecía y no
ocultaba, al menos no del todo, mi verdadero
tamaño. Apreté la tecla Enter antes de subir mi
perfil: las mismas probabilidades que tiene un
náufrago de que alguien lea su mensaje de auxilio
en una botella.
Antes de que me llegara alguna propuesta
viable, el buzón de mi cuenta en el sitio se llenó de
correos en el que se referían a mí como chancha
asquerosa, gorda de mierda, y me cuestionaban por
querer encontrar a alguien «normal». ¿Qué no me
daba cuenta de quién era yo?
Borré cada correo, sin responder. ¿Qué caso
tenía? Me odiaban sin conocerme. Por alguna
razón les molestaba la posibilidad de que yo
encontrara a un hombre, el que fuera. Querían
mantenerme encerrada en un corralito de soledad,
de repudio, de infelicidad. Era una afrenta para
ellos que yo siquiera tratara de salir de lo que era
mi destino.
Pasaron varios meses, la cantidad de cartas de
odio disminuyó. Un día llegó una de un hombre
que decía estar interesado en conocerme. Era
guapo; es decir, la foto que tenía en su perfil era la
de un hombre apuesto, tan apuesto que podría
asegurar que, con el tiempo suficiente, lograría
averiguar exactamente de qué sitio en internet la
había tomado. En la redacción de su correo me
pareció reconocer el mismo estilo de uno de los
correos en los que me insultaban: un mal uso
excesivo del «de que». Decidí no contestarlo: me
llené de miedo. Demasiados casos de personas
incautas que han sido secuestradas o asesinadas
tras una cita a ciegas con un personaje de las
redes. Ese mismo día cerré la cuenta y di por
concluida mi búsqueda cibernética del amor.
Mi madre o alguna tía entrometida me
comprometían en citas con el hijo de algún amigo,
un vecino, un conocido cualquiera, viudo o
divorciado, que no quería estar solo. Se entendía
que como yo era una gorda, casi bordeando el
precipicio de las quedadas, no tenía derecho a
hombres jóvenes y solteros: como la fruta de
exportación, ellos estaban destinados al primer
mundo de las mujeres guapas y delgadas. A mí me
tocaba la fruta chica, ya pasada, hombres de
segunda categoría en vías de ser reciclados, cuya
única exigencia era una mujer que atendiera sus
necesidades domésticas: una sirvienta, dama de
compañía, cocinera, prostituta; todo en uno de
preferencia, para evitar gastos excesivos. Esos
encuentros, que a lo mucho sumaban tres por año,
se apegaban al mismo guión:
1. Acicateada por mi madre, yo me arreglo lo
mejor posible y me pongo la ropa más incómoda
del mundo. Uso el perfume más fino de mi madre,
porque no importa cuántas veces me bañe, ella
dice que mi olor a gorda vuelve a aparecer a los
pocos minutos.
2. Acudo al lugar del encuentro, una cafetería de
cadena, un poco más temprano que lo acordado, y
escojo una mesa con espacio suficiente para que
mi silla pueda moverse hacia atrás.
3. El hombre en cuestión llega un poco tarde y,
al verme, le es imposible huir, porque yo lo he
visto también; un hombre más bien feo, cincuentón,
que mueve la cabeza como gallina buscando una
mujer con una flor en el cabello. Supongo que
también le es difícil retractarse porque la cita ha
sido acordada por mi madre y alguien conocido
por él.
4. El arrepentido toma asiento frente a mí,
nervioso, titubeante, con una sonrisa falsa y
aplastada contra su cara.
5. Ordenamos de comer: él, algún platillo con
carne y cerveza; yo, una ensalada con pollo a la
parrilla que me dejará vacía y gruñendo de
hambre.
6.
Los
dos
comemos
en silencio,
apresuradamente. Él lanza miradas furtivas a su
reloj y busca a la mesera con la mirada. Yo, por mi
parte, intento no mirar la comida en su plato y me
concentro en las hojas verdes sobre el mío.
7. Esperamos la cuenta y hacemos un poco de
conversación por no dejar: el clima, algún evento
grotesco que ha hecho noticia en los últimos días.
Como una tarea, nos preguntamos por nuestros
respectivos trabajos.
8. El escapista habla de un compromiso
impostergable, alude a la hora, al tráfico, y dice
que ha sido un placer conocerme. Asegura que
pasó un rato agradable y promete llamarme un día
de estos. No pide mi número.
9. El hombre, libre ya de la gorda, paga la
cuenta a su salida y prácticamente corre hasta su
carro.
10. Yo vuelvo a ordenar; esta vez comida de
verdad, con el postre incluido.
No, no se puede decir que no lo intenté.
13
Réquiem por un Sueño era un cafecito para
artistas de pose, donde los escritores con la
computadora más moderna y los anteojos más
hipsters podían escribir con cara de abstracción e
intelectualidad absoluta, y beber un frapuchino
frío. Las groupies literarias tenían oportunidad de
acosar a algún escritor para que les autografiara un
libro y tal vez algo más. El lugar también
albergaba señoras maduras de nariz aristocrática y
ojos claros que, a pesar de las muchas cirugías y
el impecable maquillaje, eran vestigio de una
belleza antigua, de abolengo y sangre, como las
pirámides de Egipto. Conversaban con otra mujer
muy similar a ellas, con voces afectadas,
relativamente discretas, café expreso de por
medio, dedos con uñas perfectas y anillos con
piedras genuinas. La carta era amplia y ecléctica.
Tenían comida italiana, mexicana, baguettes y
pastelería. La decoración imitaba la de un pub
inglés y en el ambiente se escuchaba música suave
de bandas independientes; en los baños había
cazuelitas con popurrí y ceniceros que desafiaban
el letrero obligado que prohibía fumar. Era un
lugar al que su esposa o la gente del hospital no
iría jamás.
Entraron un poco cegados por el contraste de la
luz de medio día y la oscuridad del lugar. Pandora
se quedó parada, pero Gerardo la tomó del brazo y
la condujo a una mesa del fondo. Había una
lamparita encima de ellos que iluminaba
ligeramente el espacio. Una mesera muy joven y
delgada, con piercings en la ceja y el labio, les
trajo la carta y se fue. Pandora lanzó un gran
suspiro, le sonrió rápidamente a Gerardo y
escondió su cara tras la carta.
–¿Tienes mucha hambre? –Intentaba distinguir el
tono de piel de Pandora. Tenía la idea de que al
dirigirle la palabra ella se ruborizaba.
Ella tardó en contestar: debajo de la mesa la
pierna de Gerardo tocó la suya. La sensación de
tibieza presionando su propia carne le quitó la
concentración. Se acomodó el cabello detrás de
las orejas y sonrió.
–Un poco, nada más.
Desde que Pandora había llegado a ocupar la
recepción, él salía al pasillo varias veces al día.
En lugar de usar la extensión telefónica, iba en
persona para pedir un café, preguntar por una
paciente o a buscar un clip. Nadie parecía haberlo
notado, o al menos nadie le había hecho ningún
comentario al respecto; sin embargo, Gerardo
estaba seguro de que tarde o temprano alguien
advertiría ese cambio en él. En el tiempo antes de
Pandora, llegaba directamente a su consultorio,
atendía a sus pacientes de corrido y salía directo a
su casa. Rara vez se le veía fuera del consultorio.
Por regla general, rehuía a la gente lo más posible:
era cansado evitar las insinuaciones de algunas
pacientes, de las enfermeras o de las mujeres de
los laboratorios; todas requerían una negativa,
educada, llena de tacto y firme. Había algunas muy
insistentes. Otras, dolidas por el rechazo, se
encargaban de hacerle llegar a la esposa de
Gerardo el rumor de que salía con tal o cual.
Cuántas horas había gastado convenciendo a Abril
de que aquello era mentira. Ella terminaba dejando
pasar el incidente, aunque vivía convencida de
que, si se descuidaba, Gerardo podía engañarla en
cualquier momento.
–No sé bien cuál es la especialidad de este
lugar –dijo Gerardo simulando revisar la carta
también–. Podríamos pedir varias cosas y
compartir.
–No lo voy a engañar, doctor; soy de buen
diente. –Pandora lo miró con un gesto algo
desafiante. Su rostro se suavizó en una sonrisa.
–No me hables de usted, Pandora. No soy tan
viejo, ¿o sí?
–Está bien, podemos pedir una pizza grande,
alguna pasta…
–¿Y ensalada?
–No, nada de ensalada; si quisiera comer
yerbas, me las como en mi casa.
Gerardo se echó a reír, y Pandora lo acompañó
un poco incrédula por el efecto de su comentario.
–El sueño de todo hombre: una mujer que no
come ensaladas. –Él tocó ligeramente su brazo:
todos los vellos se erizaron al contacto de su
mano–. Vamos a pedir doble postre.
El momento de infidelidad, ese que su esposa
tanto temía, no había llegado nunca y ni siquiera
estaba seguro de que estuviera en el horizonte. Era
sólo un leitmotif de sus pleitos conyugales, algo
así como el mar al que iban a parar todas las
discusiones. Abril se sentía insegura a causa de las
mujeres que rodeaban a Gerardo en el hospital.
¿Cómo podría saber que no tenía nada qué temer?
Es decir, no, hasta esa tarde en que Gerardo salió
con la excusa de despedir a una paciente y se
quedó hojeando uno de los periódicos esperando
que Pandora colgara el teléfono. Él se acercó y le
preguntó si podrían comer juntos. Estaba nervioso
y había hecho acopio de todas sus fuerzas para
disimularlo. Necesitaba hablarle de los papeles a
llenar para el historial de sus pacientes y sobre
algunos detalles de la facturación. Pandora aceptó
con la misma deferencia con que las secretarias
acatan una orden de su jefe; a Gerardo le pareció
verla ruborizarse un poco y sonreír complacida al
decir que sí. Las mujeres como ella, pensó,
aceptan gustosas y honestamente este tipo de
invitaciones, sin los remilgos de las otras que se
asumen bellas y en posición de escoger. Aun así,
Pandora no parecía sufrir de la envidia de los
maltrechos, que saben que Dios o sus padres los
jodieron in utero con algún defecto congénito, una
cara sin gracia, demasiado vello facial, una voz
desagradable o la tendencia a engordar. Él había
sido testigo muchas veces de ese odio tan denso,
casi palpable, que la mujer común y corriente
siente por la bonita, la que sin maquillajes y
artificios es simplemente hermosa. Pandora se
veía contenta dentro de ese enorme cuerpo suyo;
ruborizada como una adolescente que recibe una
rosa o una invitación a bailar del hombre que le
gusta.
El mesero puso una canasta de pan en medio de
la mesa y un platito con pequeñas bolas de
mantequilla. Tomó la orden dirigiéndose a
Gerardo, quien fue pidiendo lo acordado.
–¿Está bien si ordeno una botella de tinto?
–Tenemos que regresar al hospital. –Pandora
untó un pedazo de pan con mucha mantequilla–. No
puedo llegar con aliento alcohólico.
Gerardo pidió un par de limonadas y miró a
Pandora terminar su pan. Masticaba concentrada y
diligente, al tiempo que embarraba otro pedazo de
pan con el cuchillo. Por un par de minutos,
Gerardo se quedó hipnotizado observando su
mandíbula moverse mientras admiraba la
expresión de placer en su rostro. Ella sintió la
mirada de Gerardo: apuró el bocado y lo tragó.
–Tal vez podamos tomar vino en otra ocasión –
dijo–. No es un rechazo, es que las
especificaciones laborales me impiden…
–Sí, lo olvidé. ¿Está buena la mantequilla?
Pandora sonrió ampliamente:
–Esta mantequilla es una fiesta de sabor en mi
boca.
Los dos rieron otra vez. Gerardo le explicó lo
de las facturas y el historial de las pacientes. Lo
hizo rápido y sin darle demasiada importancia, y
ella asintió a todo, con el mismo ánimo. En
realidad había estado haciendo bien las cosas en
su nuevo trabajo. Pandora terminó con los tres
panes durante el proceso de la explicación.
Gerardo se sintió invadido por un tipo de felicidad
que hacía mucho no experimentaba. O más bien,
algo completamente nuevo que lo hizo sentirse un
poco intoxicado. Quizá por eso se atrevió a pasar
tan abruptamente de la mantequilla a unos ligeros
detalles sobre el trabajo, y de allí a las preguntas
personales.
–¿Y eres soltera, casada…?
–Soltera, claro. –Pandora se echó hacia atrás,
cruzó los brazos, que terminaron descansando
arriba de sus pechos.
–Yo pensé que alguien tan bonita como tú ya
estaría apartada.
Los dos sonrieron y guardaron silencio por un
momento. ¿Se estaba burlando de ella? El mesero
se acercó con la comida. Gerardo sirvió una
rebanada de pizza en el plato de Pandora.
–¿Y tú eres casado o casado?
Gerardo lanzó una carcajada y, al tocar la mano
tibia de Pandora, se dio cuenta de que su palma
estaba húmeda. La sensación de aquella carne
suave, la imagen de Pandora comiendo, sonriente,
el olor cálido de la pizza y su queso derretido, se
fijaron en la mente de Gerardo como una misma
cosa: amor.
–Me casé al empezar a estudiar mi
especialidad. –Bajó la voz y recorrió con el dedo
el mango del tenedor–. Tardamos mucho en tener
hijos. Un par de gemelos. ¿Quieres otra rebanada?
Ella asintió con la boca cerrada, masticando
concentrada. Gerardo pensó en esos últimos diez
años de su vida, comprimidos en apenas dos
oraciones y una frase. Podía definir su presente en
unas cuantas palabras: incomprendido, solo y
triste, e inesperadamente enamorado. Sabía que a
ojos de todo el mundo no tenía el derecho de
sentirse así. ¿No tenía una esposa y unos hijos
hermosos, un excelente sueldo, una buena casa, un
carro lujoso, una agenda perpetuamente llena de
pacientes? ¿No era guapo y tenía de fijo un grupo
de mujeres intentando seducirlo, coqueteando y
sonriéndole todo el tiempo? Su vida era el sueño
de muchos hombres. Con Pandora no podía jugar
el juego del desamparo que usan algunos. Ya se
sabe que ninguna mujer se resiste a un hombre
victimizado, sobre todo si el verdugo es otra
mujer. Muchos practican el arte de hacerse pasar
por un desahuciado todos los días. El artista que
apenas come, pues nadie le paga por su obra lo
que se merece; el marido incomprendido, al que la
mujer desatiende; el delgado, el debilucho, el
huérfano, el cornudo. Eso hace aflorar el instinto
Florence Nightingale de casi todas las mujeres.
Para Gerardo, esa no era una opción. Le parecía
cruel quejarse de «su buena suerte en la vida».
Porque ante los ojos de todo mundo lo tenía todo.
Cambiaron de tema de conversación a asuntos
del hospital, a un par de pacientes muy
complicadas, al clima reciente. Gerardo dejó de
comer en un cierto momento y se dedicó a
observar a Pandora seguir hasta terminar con todo.
Ordenaron un par de rebanadas de pastel como
postre y café. Gerardo comió la mitad de su pastel
y admitió no poder más. Pandora le preguntó
tímidamente si podía comerse la otra mitad.
–Todavía tengo un huequito.
Gerardo volvió a reír. Hizo una señal al mesero
para que le trajera la cuenta. Pagó y dejó una
propina generosa. Miró a Pandora, que se quitaba
migajas del pecho.
–Me la pasé muy bien. Tal vez podamos comer
juntos más seguido –dijo Gerardo–. No siempre
tengo tiempo de ir a la casa. Depende de las
cirugías agendadas y las consultas.
–Yo también. –Pandora puso las manos sobre su
vientre–. Estoy que reviento.
Volvieron caminando al hospital. Subieron en el
elevador juntos, pero Gerardo bajó un par de pisos
antes para ver cómo estaban tres de sus pacientes
recién paridas. Pandora regresó hasta su
escritorio. Debajo de la fachada de concentración
en el trabajo, revivía, detalle tras detalle, las horas
de ese día.
14
El hambre es algo más básico que el amor, pero
se parecen mucho. Me descubrí pensando en el
doctor Vieira a todas horas, como si fantaseara con
un pastel de chocolate o un pollo rostizado. Me di
cuenta de que reaccionaba de una manera muy
similar al hambre, casi salivando, con una
necesidad inusitada de paladearlo, deglutirlo, de
tenerlo dentro de mí e integrarlo a mi cuerpo,
nutrirme de él. Al mismo tiempo, la conciencia de
saber que él existía me llenaba hasta saciarme e
incluso se me iba el apetito por unas horas
mientras pensaba en él.
El doctor y yo comimos juntos varias veces
más, espaciadamente, una cada 15 días, más o
menos, para no levantar sospechas en el hospital.
Quizá era una precaución inútil, pues si alguien
notaba estas salidas nuestras se obligaría a
suponer que se trataba de algo relacionado con el
trabajo, pues nunca podría haber nada más entre
una empleada como yo y un médico tan atractivo
como él. De todas maneras, cambiábamos de
restaurantes, de preferencia alguno que tuviera
bufete. El gerente solía poner una cara terrible al
ver mi cuerpo; quizá la presencia tan estética del
doctor lo detenía para venir a cobrar el doble o a
impedirme el paso.
Yo no atinaba a descifrar el significado de
aquellas comidas. O comilonas, pues en realidad
se trataba de que yo engullera de todo hasta no
poder más, casi cuatro veces lo que alguien normal
comería, mientras él me observaba con esa
expresión en sus ojos que me hacía perder el
aliento. ¿Sería que no tenía amigos en el hospital o
que estaba harto de las mujeres que parecían
asediarlo a todas horas? Tal vez necesitaba una
plática insulsa, desinteresada, bonachona, con
alguien inofensivo como yo. ¿O había algo más?
Mi experiencia previa con los hombres, que se
reducía básicamente a mi padre y algunos
compañeros de carrera, indiferentes a mí, excepto
si necesitaban un poco de asesoría, no me había
preparado para esto. En todo caso, me dedicaba a
sentir en cada poro de la piel esa felicidad
desconocida, a caminar sobre nubes y a sonreír
estúpidamente para mí misma.
Una tarde, Gerardo disipó todas mis dudas.
Estábamos en un bufete, yo iba por mi cuarta
rebanada de pastel y él sacó un cuaderno negro de
su portafolio. Parecía un cuaderno inocuo, serio,
quizá el directorio de pacientes de algún médico
anticuado que se resiste a las agendas electrónicas.
Pensé que iría a pedirme que les avisara a sus
pacientes algo: me limpié con la servilleta el betún
que tenía embarrado en los labios y me dispuse a
escuchar sus indicaciones. Él estaba en la silla de
enfrente y se cambió a mi lado. Se reclinó en mi
dirección y abrió el cuaderno que no era un
cuaderno, sino una especie de álbum con
imágenes.
–Éste es mi secreto –dijo enderezándose. Yo lo
hojeé no con duda, sino con pasmo. Vi una pintura
de Baby Ruth, una mujer gorda de circo, pintada
por John Stewart Curry. Su enormidad descansaba
sobre un sillón verde y su cabello estaba peinado
de manera infantil, con rulos y moño rosa.
Enfundada en un vestido también rosa, de tirantes
muy delgados, Baby mostraba las varias papadas
que bajaban de su cuello amplio y se ensanchaban
hasta llegar a sus brazos gruesos, enormes, sus
piernas abiertas para alojar aquel vientre
escondido bajo la tela, sus piernas anchísimas que
iban haciéndose más delgadas hasta culminar en
unos tobillos que apenas podrían sostenerla, y
unos zapatitos negros. Tras ella, un letrero: Baby
Ruth, Fat Girl, como un título universitario.
Miré a Gerardo, que observaba atento mi
reacción. Hizo un movimiento para que volviera al
álbum. Pasé la página y me encontré con otra
mujer muy gorda y desnuda, un brazo en alto y en
el otro una bandera a la que un montón de
esqueletos saludaban. Tenía las piernas gruesas
metidas hasta las rodillas en un río de sangre, alas
rojizas en la espalda, una corona de laureles en la
cabeza y parecía gritar al cielo. El vientre de la
mujer colgaba hacia abajo y hacia un lado, como
en movimiento, al igual que sus pechos largos y
deformes por el peso.
–Es de José Clemente Orozco –dijo–. La
victoria, se llama.
Cambié de página y vi una niña muy gorda,
enormemente gorda, metida en un vestido rojo que
se levantaba visiblemente bajo su gran panza
redonda. Tenía el cabello negro y partido en
medio, en dos chongos con dos moños rojos, los
ojos rasgados y apenas visibles entre aquellos
cachetes de calabaza, la boquita minúscula y en
forma de puchero, como si resintiera estar
posando. En su mano regordeta había una manzana
roja que se perdía entre la tela del vestido del
mismo color. Pensé en el cuadro Las meninas, de
Velázquez: las niñas se le parecían un poco a esta
gordita. Debajo de la imagen decía que aquella
niña era La monstrua vestida, de Carreño. Una
criatura así no es nena, sino un engendro.
La siguiente imagen era su contraparte. Así
como había una maja vestida y una maja desnuda,
las monstruos también venían en sus dos versiones.
Parecía ser la misma niña, sólo con el cabello
hecho hacia arriba, como una diosa griega, y
echada ligeramente a la izquierda, donde apoyaba
su brazo regordete sobre una pared. Con el otro
sostenía una rama con hojas que le tapaban el
sexo. Era una niña con pechos de pura grasa que se
abrían hacia cada lado y un vientre redondo y
henchido, de ombligo profundo. Las piernas
gruesas llenas de lonjas y las rodillas se perdían
entre los pliegues. La niña miraba hacia un lado,
con tristeza, la pequeña barbilla enmarcada por la
papada y las mejillas redondísimas.
Las siguientes cuatro imágenes en el álbum eran
de Lucien Freud. Mujeres muy obesas, todas
desnudas y tiradas en el piso o sobre la cama, con
las piernas abiertas, los pechos resbalando hacia
los lados, los abdómenes rebosantes, los ojos
cerrados. Las pinceladas eran gruesas, rojizas:
reinaba la sensación de sangre, de carne
despellejada, de algo comestible y crudo.
Imposible saber si dormían o estaban muertas. A
veces estaban solas, a veces acompañadas por una
mujer delgada, casi en los huesos, otras por un
cuerpo que uno no adivinaría masculino si no fuera
por un pequeño y flácido apéndice en la
entrepierna. Me recorrió un escalofrío por la
columna y cerré el álbum cuando el mesero se
acercaba a retirarnos los platos, en espera de que
nos fuéramos pronto y no me parara por otro
postre. Miré el reloj de pulsera, minúsculo sobre
mi muñeca carnosa.
–Tenemos que volver. –Empujé el cuaderno ya
cerrado hacia Gerardo–. Ya nos tardamos mucho.
Él sonrió de una manera extraña y me miró a los
ojos. Sentí en mi vejiga la necesidad de ir al baño:
tuve miedo de que si me ponía de pie en ese
momento, las piernas me fallarían.
–Pandora. –Hizo una pausa en la que sus manos
aprovecharon para acercarse a las mías–. Éste es
uno de muchos cuadernos que tengo. –Me vio a los
ojos y yo desvié la mirada–. Colecciono estas
imágenes desde mi adolescencia.
–¿Te avergüenza?
–No, es sólo que nadie podría entenderme.
–Excepto yo.
–Excepto tú. –Guardó el cuaderno en su
portafolio y se puso de pie–. Sólo tú sabes mi
secreto.
–¿Porque soy gorda?
–No, no por eso. –Cambió de posición en la
silla y volvió a tomarme la mano–. Es decir, sí.
Por eso. Para mí la gordura no tiene nada de malo.
Al contrario.
Lo miré confundida. Aquello sonaba como algo
tan imposible como un pastel sin calorías o una
píldora mágica para adelgazar. ¿Se estaría
burlando de mí? ¿Todo esto había sido la
ejecución de un broma cruel y elaborada? Un
ardor me recorrió el esófago. Tuve ganas de
vomitar. De escaparme a la humillación antes de
que sucediera.
–¿Tu secreto es que coleccionas gordas? –Tomé
la servilleta que descansaba sobre mis muslos, que
se desbordaban por encima de la silla, y la puse
sobre la mesa–. Hay quien colecciona criaturas
deformes en frascos. Eso no quiere decir que…
–Es el tipo de mujer que me gusta.
El doctor Vieira lo dijo justo en el momento en
que yo me paraba de la silla. Me ruboricé hasta el
punto que sentí que las mejillas me quemaban. Mi
sangre borboteaba sordamente dentro de mi
cabeza, mi respiración se volvió agónica y
comencé a perder el equilibrio. Él me tomó del
brazo y me ayudó a volverme a sentar.
–Respira –me dijo–. Respira y trata de
calmarte. No pasa nada. Todo está bien.
Esperé un momento a que mis piernas se
prepararan para sostenerme con firmeza. No
quería ser la gorda que se cae y se lleva consigo el
mantel y todas las sillas del lugar. Gerardo seguía
mirándome.
–Las mujeres con cantidades generosas de
carne, sobre todo en sus caderas, en sus nalgas, en
su vientre. La doble papada, las lonjas de la
cintura, los muslos masivos… Todo eso me
enloquece. –Lo miré en silencio. Su mano fue a
posarse en la parte posterior de su cabeza, como
para revisar que aún tenía cabello; vi su manzana
de Adán subir y bajar. Sonrió–. Una mujer bien
alimentada, robusta, es un símbolo de su gusto por
la vida, un apetito por el gozo de existir, no sólo
por las donas y el helado. El peso de una mujer es
un indicador de su búsqueda de placer. A mí me
enamoraría una mujer que supiera que disfrutar es
más importante que ajustarse a las reglas estrictas
de la sociedad. –Enlazó sus manos a las mías,
como si fuera lo más natural del mundo, y me miró
a los ojos–. Me fascina ese toque de hedonismo
que veo en ti. También me encanta la forma de tu
cuerpo. –Yo miré de reojo por si alguien estaba
viéndonos: Gerardo concentrado en mí; sólo me
veía a mí–. Quiero estar contigo.
Yo murmuré un yo-también muy bajito. La
felicidad y la timidez me aplastaban, como dos
panes que resguardan la carne de una
hamburguesa. Mis mejillas estaban encendidas:
toda yo era incandescente. Él se acercó a mí y
besó mis labios antes de ayudarme a ponerme de
pie.
Caminamos de la mano hasta la puerta y una vez
en la calle, nos separamos. Afuera el sol, antes
implacable y brutal, había sido domesticado por
una nube que prometía lluvia. El atardecer parecía
una de esas estampas bíblicas del catecismo de mi
niñez. Me encantan los días nublados, las lluvias
ligeras que no amenazan con ser chaparrones o
tormentas o diluvios. Como me sentía feliz, esa
tarde decidí tomarme el clima personalmente. Que
la naturaleza, Dios, o lo que fuera, hubiera
preparado mi clima favorito al salir de comer con
el doctor Vieira, era un augurio favorable. Ninguno
de los dos dijo nada hasta llegar al hospital y
regresar a nuestras obligaciones. Yo tenía una
expresión nueva en mi cara: la certeza de que mi
vida había cambiado de una manera que aún no
comenzaba a comprender.
15
Abril colocó su bolsa y las llaves de la miniván
sobre la mesa de la cocina y abrió el refrigerador
con desesperación. Había dejado a los gemelos
con su madre para estar toda la mañana con sus
amigas; ella los recibió feliz y prometió llevarlos
al parque a dar una caminata junto con el abuelo.
Abril se lo había agradecido infinitamente:
necesitaba escuchar a otras mujeres quejarse de
sus esposos, por las razones que fueran, para sentir
el alivio gregario de no ser la única. Si bien había
muchos defectos conyugales, el consenso entre las
amigas era que todos los hombres son infieles si
tienen la ocasión. También que pocos dolores se
comparan con el de enterarse de una infidelidad.
Ni si quiera el del parto. Abril sólo había
compartido con ellas que, de un tiempo acá,
sospechaba que Gerardo tenía una relación con
alguien: no había evidencia aún. Las demás
sugirieron varias estrategias para obtenerlas:
exigirle las claves de todas sus cuentas de correo
electrónico, revisar los bolsillos de los sacos, la
cartera y el teléfono celular. También le
recomendaron hacerse amiga de la secretaria,
llevarle regalitos para granjeársela y tenerla como
una infiltrada en el mundo laboral del marido.
Pensó en la pobre gorda que hacía de
recepcionista para todos los consultorios de esa
sección del hospital. Ella podría informarle de los
ires y venires de Gerardo. ¿Qué podría llevarle?
¿Se ofendería si le llevara dulces o cupcakes?
La luz del refrigerador la recibió con calidez.
Su estómago se contraía produciendo unos ruidos
semejantes al de un percolador de café. Recordó
cómo, al estar con sus amigas, con el paso de las
horas la plática había derivado en todos los temas
posibles: la crítica cruel de algunas conocidas
ausentes ese día, los hijos, las telenovelas, el yoga
y su efecto reductor, las ofertas de las tiendas
departamentales, los mejores yogures para el
estreñimiento. El desayuno de cada una de ellas
había consistido en un plato de fruta con queso
cottage y café negro con edulcorante. Abril, como
seguro le sucedía a las demás, se había quedado
con un hambre que intentó acallar con varias tazas
de café. Ninguna quería pasar por la glotona del
grupo, la que podría comerse un pan de dulce o
unas enchiladas suizas. Seguramente todas, al igual
que Abril, habían devorado lo primero que les
saliera al paso al llegar a sus casas.
Con la puerta del refrigerador aún abierta, Abril
se comió rebanada de jamón tras rebanada de
jamón. Dio cuenta de unas galletas de chispas de
chocolate y finalmente de varias cucharadas de la
Nutella: miles de calorías. Se apoyó en el
fregadero y consideró introducir el dedo en su
garganta para vomitar. Se quedó quieta un rato y
volvió a meter la cuchara en el frasco. Una vez,
dos veces, tres, hasta que bajó hasta la mitad.
Lamió la cuchara y la dejó reluciente. No pudo
más: se dejó caer sobre una de las sillas y se soltó
a llorar sobre la mesa de la cocina.
Pensó en todas las veces en las que había
tratado seducir a Gerardo. La ropa de encaje y los
perfumes no funcionaban, por más que lo afirmaran
las revistas para mujeres. Había intentado también
una estrategia más directa, una que, según sus
amigas, ningún hombre podía resistir: se había
acercado al cuerpo de su marido, frotándole los
pechos contra el torso, antes de bajar la mano para
acariciarle el miembro, primero con suavidad,
luego con fuerza. Pero él había permanecido al
principio indiferente. Luego, abochornado, se
excusó diciendo que tenía una cirugía agendada
muy temprano y realmente necesitaba dormir. En
otras ocasiones decía que lo aquejaba un dolor de
cabeza, desvelos acumulados, el principio de una
gripa. Las negativas dolían tanto, que Abril se
daba la vuelta en la cama, se ponía en posición
fetal abrazando sus rodillas y lloraba sin
importarle si Gerardo la escuchaba. Él nunca la
consolaba; sólo guardaba un silencio prolongado
hasta que el sueño le ganaba y ella podía escuchar
su respiración pausada, y al poco rato, sus
ronquidos. Se incorporaba y lo veía con
detenimiento, buscando adivinar sus secretos,
fijándose en su cara por si algún gesto dormido
pudiera revelarle algo. Un parpadeo, una
contorsión de la comisura de los labios, un gemido
especial. ¿Soñaba con alguien más? No había
forma de saber. Podía interpretar cada movimiento
de su esposo como un indicio de infidelidad, o
bien, tomarlo como el de un hombre que ronca
simplemente y duerme al terminar un día pesado
de trabajo. ¿Se estaría volviendo loca?
Esa tarde, Gerardo no iría a comer a la casa.
Por lo regular comía en el hospital o en algún
lugar cercano para regresar pronto y seguir con las
consultas, o pasar a visitar a las pacientes recién
paridas y ver su progreso. Era la rutina y a ella no
le molestaba mucho. Le daba la libertad de tener
las mañanas libres para ver a las amigas o
descansar, sin la presión de tener la comida lista.
Había días en que permanecía acostada, llorando,
pensando, o bien, frente a la computadora,
tecleando el nombre de su marido y buscando en
las páginas de resultados que arrojaba el
navegador. Qué quería encontrar, qué esperaba
ver, no lo sabía. Otras veces se relajaba y se iba a
comer con su madre, que se alegraba cuando veía
a los gemelos, y se perdía por unas horas entre los
chismes familiares, las preocupaciones tan simples
y domésticas de su familia, y las telenovelas de la
tarde.
El marasmo de haberse sumergido en la
incertidumbre, en los celos, en la falta de pruebas,
en ese matrimonio que se le iba de las manos, fue
demasiado para Abril. Quizá era el hambre que
persistía sin importar el atracón, como si su
cuerpo reclamara todo el déficit calórico de las
dietas de los últimos años. Llamó a su madre para
decirle que había olvidado que tenía una reunión
con las damas que apoyaban a un asilo de ancianos
y que pasaría por los niños hasta más tarde. Se
subió a la camioneta y manejó rumbo al hospital.
No tenía nada en mente, ningún plan. Era el
instinto lo que le indicaba que, si había algo qué
descubrir, debía de ser allí. Las revistas
coincidían en que la mayoría de los romances e
infidelidades sucedían o bien en el área de trabajo
o por internet. Antes de contratar un investigador
privado, como había hecho una conocida suya,
haría caso al consejo de sus amigas y volvería su
aliada a la secretaria. Se manejaría de manera
inteligente, no lanzaría ninguna acusación hasta
tener pruebas, ni pondría a Gerardo sobre aviso de
sus intenciones. Si encontraba algo, y lo peor es
que estaba segura de que encontraría algo, tendría
al menos todas las pruebas en la mano. ¿Qué haría
cuando las tuviera? Honestamente, no lo sabía.
Cuando era más joven, en la época en que las
nuevas ideas están tan firmemente aferradas y uno
es más intransigente que nunca, Abril decía que
ella jamás perdonaría una infidelidad y mucho
menos seguiría conviviendo con alguien que la
confrontara así. Ahora, años después y siendo una
ama de casa con dos hijos que vivía con todas las
comodidades y era la envidia de sus amigas, la
forma de proceder no le quedaba tan clara. De
momento prefería no pensar en eso.
Abril no era como otras esposas de médicos
asiduas a visitar el lugar de trabajo de sus maridos
casi todos los días; aun así, el guardia la
reconoció y no la importunó como al resto de los
visitantes con un registro de entrada. Por el pasillo
y en el elevador, algunas enfermeras y camilleros
la dedicaron con una sonrisa o un ligero
movimiento de cabeza. Varios colegas de Gerardo
se acercaron a saludarla efusivamente, con esas
manos tan suaves que tienen todos los médicos y
sus batas olorosas a lociones caras. Al llegar al
escritorio de la recepcionista que atendía los
consultorios del ala de su esposo, no vio a la chica
obesa que debía estar custodiando el puesto.
Encontró en su lugar a una mujer delgada, con el
cabello pintado de rubio, uñas largas de acrílico y
demasiado maquillaje, sentada con las piernas
cruzadas y hablando animadamente por su celular.
Una zorrita que ni siquiera estaba vestida como
una secretaria decente. Abril pudo sentir su
corazón acelerarse con la ira que se le iba
formando en la base del estómago; imprimió fuerza
a sus tacones y se dirigió con el mismo ánimo de
un elefante enojado hacia el escritorio, hasta
tocarlo con los huesos de sus caderas, y se plantó
allí hasta que la chica sintió su mirada y murmuró
a quien estaba en la línea que le llamaba más
tarde, que tenía que colgar. Se sentó erguida y con
las piernas juntas y sonrió lo mejor que pudo.
Abril la miró con su traje de dos piezas que
costaría más de lo que la otra ganaba al mes. La
chica, con su posición de servicio y su ropa
atrevida y barata, le preguntó si podía ayudarla.
Estaba claro que no la reconocía y pensaba que
era alguna paciente con algo que reclamar, a juzgar
por su mala cara. Abril no recordaba haber visto
antes a esa mujerzuela que, mirándola de cerca,
resultaba muy joven, apenas unos 20 años, si
acaso.
–Busco a mi marido, el doctor Gerardo Vieira.
Abril pudo ver cómo la cara de la chica
registraba poco a poco la información, como una
moneda que va cayendo por el pozo y al fin llega
al fondo. Enderezó la espalda y sonrió con más
ganas.
–El doctor Vieira no está, salió a comer. ¿Gusta
esperarlo?
–¿Eres nueva? –dijo Abril, y de inmediato
lamentó el tono de su voz. Delatarse como
insegura ante una tipa como esa era denigrante–.
Nunca te había visto.
–No, bueno, sí. –Parecía que iba a tartamudear
de tan nerviosa–. Estoy haciendo mi servicio
social y me toca cubrir a la recepcionista en su
hora de comida.
Abril respiró y se relajó un poco. Pasó su peso
de una pierna a la otra y se reacomodó el bolso en
el hombro. Intentó una sonrisa.
–¿Y mi esposo salió hace mucho?
–Una hora; yo creo que ya no debe de tardar.
–No le digas que vine, no es importante. –Abril
se dio la vuelta como para irse, pero se detuvo–.
Te recomiendo que uses ropa más adecuada para
este trabajo.
La chica abrió la boca como para decir algo:
Abril ya caminaba por el pasillo, taconeando con
pasos firmes y moviendo la cadera con la
determinación de quien sabe a dónde va. Tomó
nota de la hora. La próxima vez llegaría antes de la
hora de comer.
16
Verme al espejo es algo que hago con
frecuencia. O hacía, más bien.
Mi cuerpo desnudo frente al espejo de cuerpo
entero es toda una visión. Hay dos miradas dentro
de mí: una que logra captar lo mismo que los
otros, la que conoce los estándares de belleza, las
convenciones sociales y entiende, incluso acepta,
el rechazo que mi persona produce en otras. Luego
está la otra mirada, con la que mi imagen en el
espejo me seduce. Si me quito las imposiciones,
puedo encontrar belleza en ese cuerpo que es el
mío: la misma armonía que tiene un sapo con la
libélula que planea cazar en la orilla de un río
lodoso, lleno de lirios; el equilibrio de una vaca
que pasta apaciblemente al pie de un cerro
reverdecido; la simetría perfecta de un mamífero
marino que transita con soltura del reino de la
tierra al del mar. Sin los requisitos que la sociedad
de este tiempo y de este lugar dictan para una
mujer, yo también puedo ser hermosa, con la
estética ruda de la naturaleza.
¿Cuál de las dos miradas es la que me observa
hoy?
En mi reflejo inspecciono mi frente brillosa, mi
nariz pequeña, mi barbilla navegando entre las
olas de carne que enmarcan mi rostro. Mis ojos,
como pasitas, se pierden casi por completo en mi
cara enorme. Sonrío. Una maestra que tuve en
primaria decía que cualquier mujer es bonita si
sonríe. Mentira. Hay chicas que al sonreír fabrican
en su rostro un par de hoyuelos que las vuelven
irresistibles; si yo sonreía de niña, no aparecían
hoyuelos por ninguna parte, sólo una lonja más
alrededor de mi cara, mis mejillas aumentadas aún
más, como si yo estuviera hecha de masa pastelera
y alguien me metiera al horno. Parezco un Buda
olvidado en la bodega de algún restaurante chino.
Repulsiva. Eso dice la primera mirada. Casi de
inmediato emerge ese otro ángulo, como el
superhéroe con el que fantaseaba que un día
llegaría a defenderme de los ataques de otros
niños. En un segundo cambia la perspectiva de mí
misma: mi cuerpo y mi cara, como los veo en el
espejo, son la medida de todas las cosas. Yo soy la
referencia, yo soy la norma, lo aceptable, yo soy a
quien todos tienen que emular. La belleza es lo que
yo soy: todo lo que contrasta conmigo, todo lo
opuesto a mí, es deleznable. Mi papada
majestuosa, la generosidad de mi vientre, mis
caderas de diosa de la fertilidad, mis pechos
gigantescos y suaves, mis muslos acolchados, mis
brazos redondeados, todo es hermoso de la misma
manera en que hay hermosura en una calabaza, en
los astros.
En mis fantasías, camino desnuda por el campo;
un campo sin espinas, casi como un jardín. El sol y
la brisa lamen con dulzura mi cuerpo. Mis colinas
de carne repican con una musiquita alegre cada
vez que vibran con mi movimiento. En mis pies se
enredan flores y las nubes de mariposas se abren a
mi paso. En cierto momento, llego hasta la orilla
de un lago cristalino. Me adentro lentamente; el
agua aprieta mis muslos, como si los masajeara.
Me sumerjo por completo y mi cabello se extiende
sobre la superficie como los tentáculos de una
medusa. Los poros de mi piel blanca como la de
una beluga se abren a la frescura del agua, que me
inunda, me llena, me vuelve todavía más grande.
Respiro, existo, cada gramo de mí, cada
centímetro cuadrado de mí está vivo. En mi
fantasía me siento feliz sólo por ser yo.
Este doctor Jeckylll y este Mister Hyde en
pugna me mantienen en balance. No termino de
amarme a mí misma por completo; tampoco me
odio lo suficiente como para echarme a morir.
¿Hacia dónde me inclinaría mi peso, el viento, el
destino, o lo que sea?
17
Nunca se había sentido tan nervioso y
emocionado al mismo tiempo. Sabía que si
midiera su presión arterial en esos momentos,
estaría por los cielos. Tenía el pulso tan acelerado
que hasta podía sentirlo contra su camisa. Como un
adolescente. La idea había estado en la mente de
Gerardo desde antes de conocer a Pandora. Como
tantas fantasías que pasan a diario por la cabeza de
millones de hombres en el planeta. Pero esta
fantasía, con esta mujer en particular, no era tan
común como las que tenían sus amigos, por
ejemplo, que aspiraban a un trío, mujer-hombremujer y de preferencia sin sus esposas. Por lo
mismo, nunca llegó a imaginar que podría
concretarse en el transcurso de su vida. Después
de todas las veces que habían salido juntos, de sus
pláticas, de esos momentos en los que ella le
permitía mirarla comer, lo lógico era dar un paso
más. Por eso Gerardo se inventó una plática en la
escuela de Medicina de la universidad durante la
tarde. La misma mentira para la gente del hospital
que para su esposa. Ser consistente era
fundamental. Pandora le dijo que nunca había
estado en un motel y él no tuvo por qué no creerle.
También le dijo que era el primer hombre de su
vida, que nunca había estado con nadie más y él se
dejó invadir por aquella sensación de orgullo, de
posesión, algo quizá más fisiológico que
emocional.
Gerardo cerró la cochera eléctrica: Pandora
permaneció sentada. Él bajó cargando una hielera
azul y la puso en el suelo. Fue hasta el otro lado y
tomó a Pandora de la mano: encontró su palma
húmeda. Con su ayuda, ella extrajo su cuerpo del
carro como un molusco suave y gigante que sale de
su concha. Gerardo sintió una erección punzante:
todos sus sentidos, sus conductos, sus sistemas
estaban funcionando a la perfección y con el
mismo fin. Como nunca. Literalmente como nunca.
Subieron las escaleras hasta la habitación que
tenía una pequeña salita de estar que daba paso a
la sección donde había una cama enorme, un
espejo cubriendo toda la pared de enfrente, otro
suspendido del techo, un par de burós de granito
brillante, una cómoda del mismo material, un
perchero dorado que parecía pertenecer a otra
época y una televisión de pantalla plana en la que
se podían ver varios canales de pornografía. El
olor prevaleciente era limpiador de pino y el de
detergente que emanaba de las sábanas. En otro
nivel, como agazapado, había un olor a cigarro.
Gerardo colgó su saco en el perchero. Pandora
estaba temblando y sonreía nerviosa. Se quitó los
zapatos y movió los dedos de los pies,
ejercitándolos, como si quisiera arrancarle los
vellos a la alfombra. Se sentó en la orilla de la
cama, que se hundió bajo su peso. Gerardo se
acercó a ella y la abrazó.
El cuerpo de Pandora estaba tibio y los brazos
de Gerardo no alcanzaron a cerrarse tras su
espalda carnosa. La besó dulcemente y ella
comenzó a llorar. «Es tan frágil», pensó él. Bajo
todas esas capas de grasa, estaba su verdadero yo,
aplastado, asfixiado por el peso que la vida le
había impuesto. Ella hablaba muy poco de su
niñez: él entendió que ese periodo debió de haber
estado lleno de burlas, desdén, rechazo, soledad,
dolor. Pandora se separó un poco y lo miró a los
ojos.
–¿Cómo puedes estar con alguien como yo?
–Me gustas. Me gustas mucho. –Gerardo
recorrió el perímetro redondo de sus mejillas con
su dedo. La piel de Pandora era suave y caliente, y
justo ahora, de un color rojizo. Sin darse cuenta de
que lo hacía, puso su mano sobre la frente de ella
para ver si tenía fiebre: le pareció una temperatura
normal. Era más bien la emoción que le encendía
la piel–. ¿No te has dado cuenta?
–Hice mal la pregunta –dijo Pandora bajando la
mirada–. ¿Cómo puedo gustarte yo? Eres el
hombre más guapo y codiciado del hospital.
Gerardo se acercó a ella y hundió su cara entre
el cuello y el hombro esponjado de Pandora: lamió
la piel que la punta de su lengua pudo alcanzar: el
sabor era agridulce, un poco salado también. Si tan
sólo pudiera comerla.
–Eres mi vicio secreto. –Hizo una pausa, cerró
los ojos y controló su voz–. Pienso en ti todas las
noches. –Se despegó de ella y la miró de muy
cerca. Tomó la mano de Pandora y sus dedos se
anudaron a los de ella con desesperación. Pandora
abrió la boca para decir una idea que en realidad
no terminaba aún de formarse en su mente. Él la
hizo recostarse sobre el colchón con suavidad, se
inclinó sobre ella y la besó en los labios–.
Desnúdate.
Gerardo se sentó sobre la cama y ella tardó un
poco en reaccionar y ponerse de pie. Su cara y su
cuello se veían enrojecidos: desde niña, aparte de
su madre, su hermana y Jovita, nadie la había
vuelto a ver desnuda. Se llevó las manos al pecho
para desabotonar la blusa: apenas podía con el
temblor de sus dedos. Era como si estuviera
tocando un cactus. Gerardo se levantó y se acercó
para ayudarla. La blusa cayó al piso; él se agachó
para bajar la falda de cintura de elástico hasta los
tobillos anchos y los pies robustos de Pandora,
semejantes a un par de baguettes. Ella levantó una
por una las piernas hasta que él pudo sacar la
falda. Del cuerpo casi desnudo de Pandora se
desprendió un olor que lo volvía loco: dulzón y
tibio, como el del pan recién horneado, también
algo parecido al de la tierra mojada y un ligero
perfume acre que era imposible de comparar con
otra cosa. Con todo el cuidado del mundo,
Gerardo le quitó el sostén y la pantaleta.
La miró perplejo y maravillado a la vez.
Pandora era una adorable y exuberante montaña de
carne generosa; todo lo contrario al concepto de
carencia, de vacío, al frío, al hambre. Ese cuerpo
como colmena de abejas, por el ángulo por donde
se le viera, provocaba ganas no de conquistar el
mundo o destruir una ciudad; al contrario. Esa
vasta extensión de piel y de carne invitaba a
apoltronarse en su suavidad y calor, a renunciar a
cualquier carga o agobio, a perderse en una
felicidad absoluta. Soñada. Añorada. Durante
años. La hizo recostarse sobre la cama. Se tendió
sobre ella y comenzó a besarla. En la boca, en los
pliegues de su cuello. Los pechos de Pandora se
abrían blancos y masivos. Él los tomó en sus
manos: la carne se desbordaba entre sus dedos.
Los juntó uno con el otro y besó los pezones
rosados y enormes, como fresas. Apretó su cara
contra ellos, aspiró su olor y sintió su propia
erección empujar contra la tela de sus pantalones.
Gerardo sacó de la hielera diez pastelillos y un
litro de leche entera con chocolate, que sirvió en
un vaso desechable. Colocó todo sobre el buró, al
alcance de Pandora. Le pidió que se incorporara y
descansara su espalda contra la cabecera de la
cama. Se quitó la ropa y se tendió sobre la cama,
entre las piernas de ella.
–Come –le dijo, al tiempo que separaba el
interior de sus muslos. La vulva enorme y carnosa
se descubrió ante él como una granada
entreabierta. Comenzó a lamerla, succionarla,
morderla; Pandora engullía uno a uno los
pastelillos. Desde su punto de vista podía ver el
vientre profuso, dividido en varios balcones de
carne blanca y matizada con estrías, como una
cebra albina, adornando aquel ombligo profundo.
Sobre las lonjas caían sus pechos, jardines
colgantes y generosos que las manos de Gerardo
apretaban y soltaban antes de volver a bajar a los
muslos de Pandora, a sus nalgas, dos gigantescos
bultos de grasa que se desparramaban sobre el
colchón–. Me fascina que haya tanto de ti.
Pandora estaba bebiendo su vaso de leche con
chocolate: su boca comenzó a gemir
independientemente de su voluntad, su cuerpo
entero a convulsionarse en pequeños espasmos y
sus caderas a sacudirse como gelatina, hasta que
por cada parte de su ser subió una corriente de
placer puro, que llegó hasta su garganta para
explotar con un grito que ella no supo reconocer
como propio. Ríos de leche color café bajaron por
su papada y tomaron los caminos curvos e
intrincados de su cuerpo, hasta llegar al rostro de
Gerardo, que se hincó frente a Pandora. Su
erección era la más firme que había tenido jamás y
sintió que iba a desfallecer por la excitación. Se
reclinó hacia ella, tomó sus pechos y los juntó para
penetrar el hueco entre ellos. Jadeaba sin
conseguir el aire suficiente. No podía pensar.
Había una presión en la base de su cráneo que
mandaba pulsaciones de sangre con un ritmo como
de tambores. La razón había abandonado su
cuerpo; el placer ocupaba cada espacio. Gerardo
sintió cómo los latidos de su corazón iban en
cuenta regresiva hasta una explosión final. Se dejó
caer sobre ella y cerró los ojos sintiéndose
perfectamente feliz. Pandora le acarició el cabello
y entre ellos fluyó la oxitocina, el amor o lo que
fuera.
18
Debo de tener cuidado con mis memorias.
Tengo que estar segura de que son mías y no lo que
otras personas me han dicho que sentí, que hice o
dije. Porque toda la gente de mi pasado siempre
quiso que fuera lo que no soy…
Recuerdo que de niña, en casa, cada comida era
un horror: mis hábitos alimenticios eran
enjuiciados y mi peso discutido fervorosamente.
Mi madre hablaba de todo el daño que yo le hacía
a mi cuerpo, de cómo mi futuro y mi vida amorosa
se verían afectados por mi manera de comer.
«Tienes una cara tan bonita», me decía.
«Desperdiciarla con ese cuerpo es un pecado.» Mi
padre intentaba cambiar el rumbo de la
conversación, sin éxito, y mi hermana reía, burlona
y perfecta. Yo permanecía en silencio: mi madre
detestaba que la interrumpiéramos, sobre todo
para no darle la razón en lo que fuera que
estuviera diciendo. Además, no había nada que yo
pudiera haber dicho que me salvara de sus
reprimendas: si la premisa era que el sobrepeso
era abominable tanto en lo estético como en la
salud, y yo era una niña obesa, ella tenía razón y a
mí no me quedaba más que devorar la comida
saludable que me ofrecía. Limpiar mi plato.
Servirme una segunda vez, si ella me lo permitía,
lo cual era raro. O asaltar la alacena y el
refrigerador más tarde, en cuanto mi madre saliera,
o bien, en la madrugada. O escaparme a la tiendita
de la esquina con dinero que mi padre me
obsequiaba a escondidas para comprar comida
chatarra que engullía a escondidas encerrada en el
clóset de mi cuarto.
Ahora entiendo que para ella yo era parte de la
decoración. La nuestra era una casa hermosa
gracias a su gusto impecable que se podía
comprobar en la calidad de los muebles, la
temática de los cuadros, los floreros y el tipo
adecuado de flor, así como en la colocación de
cada cosa: en el jardín cada arbusto estaba podado
correctamente, la orilla del pasto era nítida y
recta, no existían las malezas, y flores de todo tipo
embellecían el paisaje. Mi casa era como las que
mostraban las revistas de arquitectura y
decoración, y mi madre encarnaba a la mujer
atractiva e inteligente que además dominaba el
ámbito doméstico como si fuera cualquier cosa;
tenía tiempo de sobra para ejercitarse y cuidar de
sus uñas, al tiempo que educaba hijos, cocinaba
comida sana para la familia y complacía al marido
en la cama. Yo, por mi parte, era el error: el polvo
que se acumula sobre los muebles, la mosca en la
sopa, los pelos en las paredes de la ducha.
Hubiera querido complacerla: la única forma de
hacerla feliz habría sido que me convirtiera en otra
persona y eso era imposible. Ella, por su parte,
opinaba que el cambio residía en mis manos, o
más bien, en la clausura de mi boca. Mi madre
creía que si existía la voluntad para hacerlo todo
podía realizarse. La belleza y la perfección eran
opciones reales para quien estuviera dispuesto a
pagar su precio: tenacidad, esfuerzo, dedicación
absoluta. Para probar su punto, me inscribió en
clases de danza, natación y tenis. Gran parte de mi
niñez la pasé en el carro con mi madre, que me
llevaba y traía de esas clases: tortura para mí y
desilusión para ella. No destaqué en ningún
deporte ni bajé de peso: sólo la hice perder su
dinero y su tiempo. «Perlas a los cerdos», me
gritaba enojada y desistía de llevarme.
Nunca me perdonó no ser delgada: mi gordura
la afrentaba de manera personal. Se sentía
responsable por mí: de todas las cosas que hacía o
tenía, yo era su único proyecto fallido. Yo comía
para hacer desaparecer momentáneamente esa
sensación de orfandad que se respiraba en casa,
evitando ver mi propio cuerpo. Huía de los
espejos en casa o de los vidrios de las tiendas en
los centros comerciales. A veces, sin resistir y a
hurtadillas, miraba partes aisladas de mi persona:
un fragmento de mi pierna gruesa, un pecho precoz,
la lonja circular que sustituía a mi cintura. Mi
figura entera, toda en una sola toma, era una visión
demasiado abrumadora, para mí o para quien
fuera. De adolescente, al ir por la calle, los
albañiles no me gritaban piropos obscenos ni
nadie me seguía amenazando con violarme. En el
transporte público, ningún pervertido se frotaba
contra mí ni me miraba hasta hacerme sentir
incómoda.
Pasé de ser una niña gorda, la burla de todos en
la escuela y la vergüenza de mi madre, a
convertirme en una mujer que no era en verdad una
mujer. Indeseable. Respiraba, ocupaba un lugar
considerable en el espacio y al mismo tiempo no
existía en realidad para nadie. Podría desaparecer
y nadie lo notaría. Ese día con Gerardo, al
terminar de hacer el amor, desnudos sobre la cama
del motel, me propuso que me ausentara de lo que
hasta ese momento había sido mi vida para
cumplir su fantasía y yo no tuve que pensar mucho
para darle mi respuesta. Si iba a haber un momento
para echarse para atrás, era ese. Al repasar lo que
había sido mi vida hasta entonces, no encontré
ninguna razón para decir que no.
Hay quien dice que las fantasías deben de
quedarse en eso: deseos irrealizables que excitan
nuestra imaginación, que estimulan la vida sexual
empolvada. Llevarlas a la realidad no sólo supone
desilusiones, sino destapar un frasco lleno de
alacranes. Yo quería abrirme a Gerardo, ser quien
él quisiera que fuera, hacer lo que hubiera qué
hacer para que me amara para siempre. Sólo yo
podía hacerlo, me aseguró mirándome con sus ojos
hermosos. Yo ya estaba enamorada: en ese estado,
decir que sí era lo más lógico. Lo correcto. Lo
único posible.
Más tarde averigüé que en el mundo de las
parafilias hay un nombre para nosotros dos. Él
sería el feeder, el que alimenta. Yo, la feedee, la
que come, la que es alimentada hasta que el
estómago se distienda hasta su límite. Y después
un poco más. Y más. Era lo que habíamos estado
haciendo de manera empírica cada vez en nuestras
salidas a comer. La fantasía iba más allá de eso:
consistía en que yo engordara hasta llegar al punto
de terminar inmovilizada en la cama. Que mi peso
fuera tal que se volviera imposible ponerme de pie
y caminar. A cambio, Gerardo habría de
convertirse en algo así como un lacayo a mi
servicio, no por obligación, sino porque adoraba
mi cuerpo, alimentarme, y verme aumentar de
tamaño un poco cada día. Aquello era algo mucho
más serio que una propuesta de matrimonio. Era
una prueba de confianza absoluta. Abandonarse a
la voluntad y a la palabra del otro. Yo estaría en
sus manos, mi vida dependería de él. ¿Y qué había
sido mi vida hasta antes de conocer a Gerardo?
Le pregunté cómo haríamos para realizar
nuestra fantasía. Las cuestiones prácticas. Gerardo
me contestó que rentaría una casa en una colonia
popular, algo pequeño y discreto, con todo lo
necesario. Contrataríamos una mujer para que
viniera todos los días a hacer el aseo. Gerardo
podía hacerse cargo de esos gastos sin problema.
Él mismo se ocupaba de todas sus finanzas, las
deudas crediticias, los servicios en la casa. Su
esposa se limitaba a recibir alegremente una
generosa cantidad semanal y cargar a su tarjeta de
crédito cualquier cosa que necesitara o se le
antojara. Por la naturaleza de su trabajo, tenía
horarios irregulares y lo único seguro era que
llegara tarde a su casa. Eso le daba la libertad de
verme durante varias horas al día sin levantar
ninguna sospecha.
Le pregunté si había estado planeándolo desde
hace tiempo. En cuanto terminé de hablar, me di
cuenta de que el tono de mi voz había sonado
acusador. Pensé en mi madre, cuya cualidad más
vívida era la de juzgar y despreciar. De hecho,
cada vez que hablaba o se refería a mí, estos dos
verbos iban juntos, se desbordaban por la
entonación de su voz. Me sentí terrible por sonar
así. La cara de Gerardo adoptó una expresión que
me hizo perder el aliento y me apretujó el corazón:
era la de un niño acorralado en una esquina,
resistiendo el apaleo y el embate de los violentos
del salón, los brazos sobre la cara y el llanto
contenido. La expresión desapareció de su rostro
tras unos segundos, luego de que él levantara la
mirada hacia el espejo del techo y exhalara entre
el alivio y la desesperación. Me contestó que sí,
que hace años, gracias a internet, descubrió que
había más gente en el mundo que compartía su filia
secreta. Casi todas las noches conciliaba el sueño
pensando en una mujer como yo.
Consideré mis alternativas: decir que no, volver
a mi empleo de recepcionista en el hospital, sufrir
la separación de Gerardo, que no querría saber
más de mí si yo me negaba, y verlo pasar todos los
días, ignorándome hasta que uno de los dos dejara
de laborar allí. Yo tendría que hacer el trabajo
aburrido de recibir llamadas, tolerar pacientes
agresivos, hacer básicamente lo que fuera que los
médicos me pidieran: café, sacar un resumen de
sus ingresos por consulta, escribir sus recibos de
honorarios. Alguna vez leí que todos los trabajos
tenían que ser aburridos porque su propósito era
hacer que uno valorara el tiempo fuera del trabajo.
Mis opciones no eran alentadoras, pues de allí yo
regresaba a mi casa, con mi madre, doña Perfecta,
que estaba siempre marinando su rechazo por mí y
todo lo que soy o represento. A solas con ella
vería el paso de los años, los días arrastrándose
entre reproches, miradas de asco, frialdad.
Tomé a Gerardo de la mano y lo miré a los ojos.
Era como lanzarse al vacío con un paracaídas
diminuto, como alas de mosca, sí; era también la
única oportunidad de hacer que mi vida valiera la
pena. Le dije que buscara la casa lo más pronto
posible. Su cara escéptica se transformó de
inmediato en una de felicidad absoluta. Él se
volvió a perder entre mi carne hasta que la
encargada del motel tocó la puerta para anunciar
que las cuatro horas que cubría la tarifa habían
pasado.
19
Abril fumaba mientras veía a los gemelos jugar
sentados sobre la arena con la pequeña cubeta y la
palita, haciendo castillos rudimentarios y pozos en
los que buscaban cangrejos. Estaba de pie, en
bikini, con la cadera ladeada y el peso de su
cuerpo apoyado sobre una pierna. Sostenía el
cigarro inmóvil cerca de sus labios y era su cara la
que se acercaba para fumar. El sol le quemaba la
piel lentamente y al mismo tiempo la brisa la
erizaba con su frescura. Echó la cabeza hacia atrás
para exhalar el humo: una ola llegó hasta la parte
de la playa donde estaban los gemelos y disolvió
sus construcciones. Los castillos se deslavaron y
sus fosas se cubrieron de arena: la playa quedó
plana e intacta, como si ellos no hubieran invertido
cerca de media hora en modificarla.
Los niños procesaron lo que había pasado con
una lentitud pasmosa: ir de la incredulidad a la
sorpresa y la indignación les tomó casi un minuto.
Se volvieron al mismo tiempo hacia ella y en
cuanto hicieron contacto visual se soltaron a llorar
inconsolables. Ella también quiso llorar; ese era el
peligro de la maternidad: revivir la niñez a través
de los ojos de la madre. Abril se agachó para
enterrar el cigarro en la arena y caminó hacia
ellos, pero Gerardo se le adelantó. Levantó a los
gemelos, uno en cada brazo, y los distrajo trotando
como caballo sobre la orilla húmeda hasta que
ellos rieron y se olvidaron del desastre. ¿Cómo
tenía la energía para jugar con ellos así? ¿Cómo
podía rebajarse al nivel de los niños y compartir
lo que fuera que ellos estuvieran haciendo con
tanto entusiasmo? Tantas veces ella lo había
intentado: terminaba fastidiada, aburrida, y
sintiéndose la peor madre del mundo. Hacía todo
lo que se requería de una madre, sí: velaba por su
salud, los alimentaba, los llevaba adonde tuviera
que llevarlos. Lo hacía sin alegría. La maternidad
no era como en los anuncios de leche o pañales.
Era repetitiva, cansada, sin fin, como hacer huecos
en la arena sólo para que el mar se trague el
esfuerzo al siguiente minuto.
Abril fue a sentarse en la orilla de la tumbona,
debajo de una palapa. Miró hacia el frente sin
poder enfocar su atención más que en el calor y en
el azul casi falso del cielo. Las gaviotas volaban
sobre el paisaje mudo, sus sombras cruzaban por
encima de la arena, como espíritus malvados.
Buscó en su bolsa otro cigarro para distraerse del
hambre y lo encendió. Hubiera preferido no fumar,
pero era lo único que la hacía olvidarse de las
ganas de comer. No podía darse el lujo de comer
más que lo suficiente para que su cuerpo
funcionara. No con lo que pasaba en su
matrimonio. No tenía pruebas: sabía que algo
estaba sucediendo y se aproximaba silencioso y
letal. Por eso ella tendría que estar alerta, delgada
y hermosa para enfrentarlo. Bajo el sol, Gerardo
seguía jugando con los niños. Abril había cubierto
a los gemelos con el protector solar de número
más alto, mismo que volvía a aplicarles cada dos
horas, obsesivamente; en cambio, la piel de su
esposo ya se veía tostada. Les hizo una seña para
que se acercaran a jugar bajo la sombra de la
palapa. Lo observó durante varios minutos: a
Abril le pareció ver marcas como de uñas o
dientes cerca del cuello de Gerardo. En ese
momento, él se volvió hacia ella, tal vez sintiendo
su mirada, y le dedicó una sonrisa a la que tuvo
que responder. Volvió a concentrarse en el cigarro
y en el mar. Algo tenía de hipnótico el ruido
majestuoso que producía el romper de las olas
contra la playa y la inmensidad que sus ojos sólo
podían intuir, porque el horizonte lo cercenaba.
Tuvo ganas de adentrarse en el agua y caminar y
sumergirse y olvidarse de todo, como Edna
Pontellier, la protagonista de una novela que había
leído mucho tiempo atrás cuando era estudiante, y
cuya vida entonces le parecía tan ajena a la suya.
Ahora podía entender a la perfección su deseo de
morir en el mar.
¿Por qué había aceptado venir a la playa con
Gerardo y los niños? Tal vez pensaba que unos
días juntos podrían realmente hacerle bien a la
relación. O quizá esperaba que, al estar Gerardo
cautivo con ella, en la playa, el hotel, en algún
restaurante con los niños, podría desentrañar
aquello que estaba sucediendo. Una llamada, algo
que terminara por develar ese engaño que podía
casi olerse en el ambiente, sentirse bajo la piel,
sin importar que no hubiera prueba alguna.
Varios días antes, Gerardo se había acercado a
ella para abrazarla y proponerle unas vacaciones
de última hora. Abril se tomó su tiempo para
aspirar el olor a café, loción y piel de hombre
todavía joven de su esposo; lo escuchó explicarle
que se venía una temporada pesada en el trabajo.
No sólo tenía que impartir un seminario para los
médicos que recién se habían inscrito en la
especialidad de Ginecología, sino que también
había un número especialmente alto de
embarazadas bajo su cuidado, y necesitaba poner
en orden sus papeles fiscales, así que tendría que
ausentarse más que de costumbre. Por eso quería
aprovechar unos días antes para disfrutar con la
familia, reponer por adelantado su ausencia. Abril
había dicho que sí: intentaba con todo su ser leer
entre líneas las verdaderas intenciones de su
marido. Había aceptado sin imaginar que esos días
juntos se volverían un encierro terrible. Porque
Gerardo estaba allí, a unos metros de ella y
jugando con los niños, pero no estaba en realidad.
Con ella permanecía callado como un cactus. No
es que ya no tuvieran que decirse: dos padres de
niños pequeños necesariamente tienen palabras
que intercambiar, así sean reproches u órdenes,
sino que él estaba encerrado en un capullo de
felicidad privada en el que ella no podía entrar.
Abril miró su reloj y dijo que era suficiente sol,
que ya era hora de ir al cuarto a bañarse y bajar a
comer. Los gemelos protestaron. Gerardo comenzó
a perseguirlos y ella recogió todas las cosas.
Hicieron una carrera para a ver quién llegaba
primero a los elevadores. Abril los siguió
arrastrando sus sandalias; le parecía que la bolsa
de playa estaba llena de piedras. Tuvo la
sensación certera de que ese hombre de espalda
ancha y cintura breve, el dueño de ese cuerpo que
tanto le gustaba, ya no era suyo. Lo vio moverse
con una independencia nueva. Era algo
inexplicable, irracional, que se podía sentir con
las vísceras. Quiso llorar; qué bueno que llevaba
lentes oscuros. Frunció la boca en una sonrisa para
atravesar la recepción como la mujer feliz que
debía ser.
Más tarde, de vuelta en la habitación, Gerardo
le propuso dejar a los gemelos con el servicio de
niñeras del hotel y salir a bailar, a tomar una copa.
Lo dijo así, «vamos tomar una copa», con ese tono
nauseabundo del lugar común. Sabía que aquello
era algo que su esposo detestaba, y se obligaba a
hacer el sacrificio por ella. Era el libreto que
seguían los hombres infieles, ya fuera por
culpabilidad o por tratar estúpidamente de cubrir
sus huellas. ¿Qué seguía?, ¿que le regalara un
collar de perlas?
–No, no quiero salir. –Su voz era plana y seca,
como una cachetada. No hubiera querido que fuera
así: en sus palabras se percibía el dolor, la ira y la
indignación vibrando en alguna frecuencia que
sólo el inconsciente podría captar. Quisiera ser
asertiva y preguntarle de frente a Gerardo con
quién estaba saliendo. Decirle que estaba segura
de su infidelidad y que sólo necesitaba saber quién
era la puta en cuestión. Abril tenía la costumbre de
no hacer una pregunta a menos de que estuviera
segura de que la respuesta le iba a gustar. Además,
era muy probable que Gerardo le mintiera para
evitar un conflicto: se inventaría una excusa
medianamente creíble. Muchas veces por teléfono
lo había escuchado mentirle a otras personas con
toda naturalidad. Lo que Abril necesitaba eran
pruebas contundentes.
Gerardo ofreció prepararle la tina para que
tomara un baño largo, ponerle una película a los
gemelos para entretenerlos, y pedir de cenar a la
habitación. Abril lo miró a los ojos: ninguno de
los dos pudo sostener la mirada. Ella sintió que su
alma estaba inerte, como una pierna que ha estado
mucho tiempo en una misma posición. Recordó a
Gerardo llegando hace unos días a la casa. Era
muy tarde, mucho más que lo acostumbrado. Lo
había esperado a oscuras, sentada en un sillón,
revisando en su teléfono celular la hora cada dos o
tres minutos, lista para encender la luz en el
momento en el que Gerardo entrara de puntillas,
sin hacer ruido. En el último momento, al escuchar
el motor del carro al entrar a la cochera, se había
visto a sí misma como una patética ama de casa
celosa, y había corrido escaleras arriba,
tropezando en el proceso, para que él no la viera
allá abajo, esperándolo. Se había metido
rápidamente a la cama con las rodillas raspadas
por la caída y su dignidad palpitando de dolor.
Con la cabeza cubierta por las sábanas, había
escuchado movimientos en la cocina, pasos
subiendo la escalera, por el pasillo; el ruido de la
puerta del cuarto de los gemelos abriéndose y
cerrándose con delicadeza, y finalmente, percibió
la presencia de Gerardo en su propia habitación.
Lo escuchó entrar al baño y abrir la regadera. Al
cabo de unos minutos el ruido del agua había
cesado para dar paso al del cepillo de dientes.
Claro, una ducha a esas horas no era otra cosa más
que una prueba de infidelidad. Su brazo la había
cubierto por la espalda: ella había apretado los
ojos con fuerza y respirado profundamente,
haciéndose la dormida. Gerardo le había dicho en
tono muy bajo: «Ya llegué». Abril había roncado
con suavidad, sin contestar. Ella sabía que aquella
actuación no podría convencer a nadie, Gerardo no
había insistido más y se había quedado dormido a
los pocos minutos.
Abril aceptó el baño en tina y dijo que sí a los
demás ofrecimientos de Gerardo. Lo vio contratar
una película infantil con el control remoto. Ella lo
siguió al baño y comenzó a sugerir algunas
posibilidades para la cena de los gemelos por
room service. Sentado en la orilla de la tina, él
templaba el agua; ella se desnudó allí mismo y,
como si no pudiera tolerar la vista del cuerpo de
su mujer, Gerardo desvió la mirada. La tina se
llenó al fin; él le regaló una sonrisa obligada y
salió cerrando la puerta tras de sí. Abril no pudo
evitar examinarse en el espejo de cuerpo entero
tras la puerta del baño. Se contorsionó para ver su
parte posterior y le dedicó un minuto entero a la
del frente. Su figura era la de un reloj de arena
estilizado. El ancho de su espalda, marcada la
longitud de los huesos de los hombros, se reducía
un poco en el área torácica, de donde pendían sus
dos pechos minúsculos y respingones, y todavía
más al llegar a la cintura, que era más bien una
brevedad, un concepto apenas, entre la piel
estirada por las costillas arriba y los huesos de la
pelvis abajo. Abril se metió al agua hasta que sólo
su cabeza quedó fuera. Comenzó a llorar y, en una
escena cliché, se deslizó dentro de la tina, abrió
los ojos bajo el agua, vio el techo del baño
distorsionado y escuchó esos tambores sordos
dentro de sus oídos, hasta que le faltó el aire y
tuvo que volver a la superficie. Se quedó allí hasta
que el agua se enfrió por completo.
20
La admiración de los extraños debe ser un gran
estímulo para levantarse cada día de la cama y
vivir. He visto la forma en la que los hombres
miran a las mujeres lindas y delgadas. El deseo es
amor; alguien codicia un cuerpo y ese cuerpo es
alguien. En ese mirar hay calidez, esperanza, la
voluntad de hacer lo que sea necesario para
satisfacer ese deseo, no importa si eso supone
fingir una personalidad que no se tiene, mentir
sobre el ingreso o el estatus social, hacer como si
la plática estúpida de la chica les pareciera lo más
interesante del mundo. Si una persona es capaz de
hacer eso por el cuerpo de otro, ¿no es amor?
Yo, en cambio, nunca he tenido la admiración de
los extraños, pero sí sus miradas. No de deseo,
sino de sorpresa y repulsión. Con Gerardo, en
aquella cena navideña del hospital, fue distinto. Él
me vio como los hombres que desean a las mujeres
delgadas.
¿Y él? Él irradiaba su encanto a cientos de
kilómetros a la redonda, como un reactor nuclear.
Y sus ojos me miraron a mí, a Pandora, a la gorda.
Me miró y sonrió sólo para mí y esa sonrisa se
quedó conmigo por muchos días.
21
De lejos, la casa era idéntica al resto de
viviendas que se esparcían por cuadras y cuadras
como celdas de un panal horizontal. De un solo
piso, un par de cubos desfasados con una ventana
cada uno. El color de la pintura y la presencia o
ausencia de protecciones metálicas en las
ventanas, o bien, pequeñas verjas entre el
pequeñísimo jardín y la banqueta, eran lo único
que le daba una mínima personalidad a cada una.
De cerca, era posible descubrir detalles
particulares, como macetas con flores, carillones
de viento, un buzón ornamental, un letrero católico
para ahuyentar Testigos de Jehová, algún perro
confinado a ese breve espacio, o una jaula con
canarios. La casa de Pandora, porque eso era, era
de color durazno y tenía un gnomo de jardín,
barbado, con traje de tirantes estilo tirolés y gorro
de punta, custodiando la entrada, junto a un cactus
que parecía tener un par de brazos.
Gerardo abrió la puerta y se hizo a un lado para
que Pandora entrara. Ella avanzó apenas unos
pasos y se detuvo para aspirar el olor a pintura
fresca de la casa. Las ventanas estaban cubiertas
por persianas metálicas que bloqueaban la luz por
completo, así que sus ojos tardaron unos segundos
en ajustarse a la penumbra. Él encendió la luz,
cerró la puerta y se dispuso a ver la reacción de
Pandora. Ella miró todo en silencio. Finalmente
dejó escapar un grito de alegría.
–Me encanta nuestra casita. –Caminó por el
pequeño espacio que hacía de sala-comedor, con
los brazos abiertos, como si jugara al avión.
Gerardo la siguió sonriendo, satisfecho.
–Sé que es de interés social y que la colonia no
es la mejor, pero la casa está nueva, no le falta
nada, y podré pagarla en poco tiempo.
La sala estaba compuesta por un sofá estilo
moderno, color chícharo; otro del tono de una
calabaza, y un pequeño cubo de una combinación
de ambos colores. En medio de los muebles, sobre
una mesita negra, descansaba un rollizo gato
japonés con una garra al aire a manera de saludo.
Más allá estaba el comedor, una mesa cuadrada y
negra para cuatro personas con un macetero plano
con varios cactus redondos en el centro. En una de
las paredes había un par de reproducciones de
Botero: una era de una mujer muy obesa acostada
desnuda sobre un jardín, su cara apoyada coqueta
sobre su mano; la otra, de una mujer de pie
mirando a la distancia, dejaba ver sus gruesas
piernas y enormes nalgas. De la pared de enfrente
colgaba un cuadro con dos rebanadas de sandías,
pintadas de manera realista.
Pandora llegó hasta una puerta abatible y tuvo
que ponerse de lado para cruzarla. Al hacerlo, se
encontró con una cocina bastante reducida, tanto
que no había lugar para una mesa. Tenía varias
alacenas de paneles de madera clara y detalles
cromados. Abrió las puertas y encontró una
despensa llena: galletas, pastas, salsas, panes,
latas, dulces. Abajo de esos compartimientos
había una cubierta de formica, imitación granito,
donde descansaban la cafetera, el tostador, la
licuadora, un recipiente con cucharones, palas y
demás utensilios de cocina. También había un
galletero de cerámica en forma de cerdito rosa y
un árbol de madera del que colgaban cuatro tazas
para café. Un refrigerador blanco custodiaba la
estufa de cuatro hornillas, con acabados metálicos.
La luz de media tarde entraba por la ventanita
adornada por una cortina amarilla con motivos de
legumbres.
Gerardo se acercó a Pandora por detrás y la
abrazó por la cintura:
–Aquí voy a prepararte todas tus comidas –dijo
acariciándole la espalda carnosa en la que era
imposible encontrar la protuberancia de un hueso.
Pandora se volvió hacia él para besarlo. Siguió
explorando la cocina. Abrió las puertas inferiores
y se encontró con una vajilla color amarillo mango
con grecas verdes y una batería completa de teflón.
Una puerta metálica blanca, también con una
cortina, daba hasta un patio minúsculo con
lavadero y espacio para tender ropa. Salieron de
la cocina y pasaron por un pasillo corto que
conducía hasta una habitación de tamaño
considerable, donde los recibió una cama tamaño
king-size con un edredón de rayas anaranjadas y
amarillas. A cada lado había un buró con su
respectiva lámpara, una televisión plana sobre la
pared, un clóset pequeño, y una ventana con
persianas que podían cerrarse hasta dejar el cuarto
en total oscuridad. Las paredes eran color verde
musgo y al fondo había una puerta entreabierta que
dejaba ver parte del baño.
–Mi parte favorita de la casa. –Gerardo la
volvió a besar–. Había dos cuartos pequeños y
mandé quitar la pared para hacer uno solo. Tomó
asiento sobre la cama y con un movimiento de la
mano invitó a Pandora. Ella lo hizo con cuidado,
esperando que la base de la cama y los resortes se
quejaran por su peso: la cama la recibió con una
silenciosa firmeza. Como si leyera su mente, él
dijo–: Mandé hacer una base de cemento y compré
el mejor colchón del mundo.
–El mejor colchón del mundo –repitió ella y
miró a Gerardo, que reía. Quiso decirle que verlo
así, con aquel hoyuelo, con la comisura de los
labios ligeramente torcida hacia arriba, con esas
pestañas apretando sus ojos hermosos, hacía que
su mundo se iluminara. Como si hubiera
sobrevivido todo este tiempo sólo para ser testigo
de esa forma de reír. No dijo nada, sólo se acercó
hacia él y lo besó.
–Quiero terminar de enseñarte todo.
–Puedo encontrar el baño sola –dijo Pandora
tomando las manos de Gerardo y poniéndolas
sobre sus pechos.
–Es que no has visto la báscula.
–¿Me vas a poner a dieta?
–Es para contar nuestras ganancias. –Gerardo
fue hasta una esquina del cuarto y quitó unos
cojines que parecían estar en el suelo: descubrió
un aparato con una base cuadrada, un metro de
cada lado, de madera sobre estructura de metal, y
un monitor electrónico suspendido de un tubo
metálico. Ella lo miró sin decir nada. Aquello no
parecía una báscula, sino una especie de tarima–.
Quítate la ropa y súbete.
Pandora se desvistió con pena. Todo era distinto
a sus encuentros en el motel: esa verticalidad, la
luz del día que entraba por la persiana, el tono que
él usó para ordenarle. Le explicó que aquello era
una báscula para ganado, con un límite de dos
toneladas, una máquina muy precisa y hecha en
Nueva Zelanda. Las básculas para humanos tienen
un límite de 130 kilos, a veces menos. Si no fuera
precisamente él, Pandora se sentiría ofendida por
la sugerencia de medirla en un aparato diseñado
para vacas. Ella era experta en distinguir las
ofensas, desde las más obvias y burdas, hasta las
más sutiles, que eran las peores; entendió que su
intención no era ofenderla, así que se subió
descalza a la báscula, tomando la mano de
Gerardo para no perder el equilibrio. Su peso
apareció en números negros muy parecidos a los
del despertador de su buró.
–Amo estos 123 kilos –dijo subiendo a la
plataforma junto con ella. La envolvió con sus
brazos y la carne de Pandora se escapó por entre
los músculos de Gerardo. Ella alcanzó a ver el
monitor en donde los números cambiaron hasta
transformarse en un 200: un número redondo,
perfecto–. Quiero amarte más.
Regresaron a la cama, ella desnuda, él vestido,
y se recostaron uno al lado del otro. Él subió sobre
Pandora y se perdió entre la tibieza y el olor de su
piel: era como estar recostado sobre algodones. Le
dijo que esperara y salió del cuarto. Ella encendió
la televisión y comenzó a navegar por los canales.
Tenía la cabeza recargada sobre la almohada y su
papada se expandía sobre el pecho. Comenzó a
sudar y a sentir entre los pliegues de piel del
cuello y la parte carnosa que cubre su clavícula la
acumulación del sudor. Sintonizó un canal de
noticias. De la cocina llegaba el ruido de sartenes
y olor a tocino que invadía el ambiente. Pandora
comenzó a salivar. En los cortes comerciales
anunciaban pizza, pollo frito, papas fritas,
refrescos, pastelillos. Sintió la punzada del
hambre que surgía en algún lugar incierto de su
estómago y se expandía en ondas concéntricas
hacia cada parte de su cuerpo. Luego de unos
minutos se volvió una sensación dolorosa y
urgente. Cerró los ojos y trató concentrarse en
escuchar las noticias.
Gerardo entró al cuarto después de casi media
hora y la encontró dormida. Acercó una mesa con
ruedas, como las que se usan en los hospitales,
hasta el costado de la cama y colocó allí la
comida: medio kilo de tocino frito sobre una
docena de huevos estrellados, relucientes de grasa,
seis panes tostados con mantequilla y mermelada,
y una jarra de jugo de naranja. Tocó suavemente el
cabello de Pandora y ella abrió los ojos. Se
incorporó un poco y él acomodó varios cojines
contra la cabecera para que pudiera sentarse con
comodidad. Él tenía puestos los bóxers que
dejaban ver los músculos bajo la piel de sus
piernas. Pandora vio extasiada cómo aquel cuerpo
de forma perfecta se subía a horcajadas sobre ella.
La tibieza de aquellas piernas duras contra las
suyas era una delicia. Lo escuchó hablar con esa
voz tan grave y varonil, una voz que nunca imaginó
que un hombre pudiera dirigirle a ella, diciéndole
que la amaba, que iba a cuidarla, a alimentarla y
verla crecer.
Ella abrió la boca y la mano de Gerardo dirigió
la cuchara, el tenedor, el popote; ella sólo
masticaba, tragaba, sorbía. Poco a poco consumió
toda la comida; él la acarició, la veneró, la rozó
con las yemas de los dedos delicadamente, le sobó
con fuerza el vientre, como hace la gente con las
estatuas del Buda. Apretaba y soltaba cada lonja
como un gato amasando con las uñas; tomaba cada
rollo de grasa en el cuerpo de Pandora, lo
levantaba para dejarlo caer: le fascinaba ver cómo
la carne temblaba como una gelatina enorme. La
comida danzó por la lengua de Pandora, pasó por
la tráquea y tomó una larga siesta en su estómago.
Quedaron solamente los escombros del festín
sobre platos vacíos y apilados sobre la mesa. Las
horas, los minutos, se adormilaron junto a ellos: la
piel de Pandora se veía distendida y tensa,
transparente, más fina y delgada.
–No puedo más. –Echó los brazos hacia los
lados, como quien se deja caer de un precipicio–.
Nunca pensé que diría que no puedo más. Siento
que voy a reventar.
–Ya no hay más. –Gerardo se asomó por encima
de ella para besarla en la boca. Sus labios estaban
pegajosos y sabían a mermelada de fresa.– Te
acabaste todo, como una niña buena.
Pandora se echó a reír y Gerardo recorrió la
extensión de su vientre con el dedo, caracoleando
alrededor del ombligo, marcando los ascensos y
descensos de sus lonjas, de su monte de Venus que
era más bien el Kilimanjaro. El estiramiento de la
piel hacía que el dedo se sintiera como un cuchillo
que podría abrirla de un momento a otro; en lugar
de causarle miedo, le causaba excitación, la
llenaba de calor y humedad. Se desbordaba, en
realidad, y sentía aquel líquido tibio resbalando
por su entrepierna y mojando la cama.
–Una vez, de niña, llegué a comer tanto que me
sentí así. Fui hasta el espejo del cuarto de mi
mamá, me quité la ropa y me miré: tenía miedo que
mi piel fuera como una costura que pudiera perder
los hilos, abrirse como flor, y derramar mis
intestinos.
Gerardo no dijo nada y siguió acariciándola. La
piel distendida era una autopista de nervios que
conducía la sensación de placer a cada célula de
su cuerpo. Era como si él la acariciara por
resonancia, por un altavoz de ternura, que lo
aumentaba todo. Pasado un rato, ella no pudo más
y le rogó que le hiciera el amor. Lo quería dentro
de ella, necesitaba hacerlo parte de sí, como un
platillo delicioso, algo que la llenara
completamente, algo suculento que no le pertenece
a nadie más.
Gerardo penetró su enorme vulva con forma de
mamey. Al poco se salió de ella y se metió entre
las lonjas de las piernas hasta sentir que estaba a
punto de vaciarse dentro: se detuvo unos segundos,
se permitió perder un poco de la inercia del
orgasmo, y volvió a penetrarla entre las lonjas del
vientre hasta que comenzó a temblar. Era un
abejorro que no se decidía por una flor para libar.
Finalmente puso su pene entre los pechos gigantes
de Pandora y eyaculó sobre ellos. Se acostó a su
lado: sus costillas subían y bajaban hasta que
recuperó el ritmo cardiaco.
La alegría de encontrar juntos tal satisfacción en
aquel ritual, tan sencillo, tan vulgar, en esa
cercanía de los cuerpos, era ensordecedora como
una explosión; al mismo tiempo tan satisfactoria
que resultaba imposible de describir o relacionar
con algo que hubieran vivido antes. Exhaustos del
orgasmo, los cubría la dulzura de saberse juntos,
de pertenecer el uno al otro, del placer que hervía
como chocolate y se derramaba sobre la sábana,
espumoso, sobre el sudor de la piel. Eso era el
amor. Embonar a la perfección, piezas que fueron
creadas para formar un mismo paisaje. Gerardo
ayudó a Pandora a ponerse de pie y la condujo
hasta la báscula, que marcó cuatro kilos más. Se
miraron por un momento y se besaron. Ella volvió
a acostarse: estaba rendida. Él abrió el cajón del
buró izquierdo y sacó una libreta negra. Apuntó la
fecha y el peso de Pandora anterior y posterior a la
comida.
22
Decidimos que si íbamos a realizar nuestra
fantasía, yo no podría seguir trabajando en el
hospital ni en ninguna otra parte. No sólo serían
calorías gastadas en vano en el traslado y la
jornada laboral en sí; también estaba el hecho
irrefutable de que el amor se nos notaba en la cara,
en los ojos, en la manera de guardar silencio. Así
que firmé una carta de renuncia que Gerardo
redactó por mí. En la que sería mi última salida al
mundo, la llevé a Recursos Humanos. No por eso
el mundo lucía diferente. Los olores a antiséptico
del hospital, el lustre de los pisos, las enfermeras
apuradas con sus zapatos blancos de goma, los
pacientes de consulta externa, el aire
acondicionado excesivamente frío, todo era igual.
Pero mis ojos eran otros: yo guardaba un secreto.
Dejé mi carta de renuncia y nadie me preguntó el
porqué, nadie trató de convencerme de que me
quedara. No recibí ni un peso. No importaba: ya
dependía por completo de Gerardo. Eso era parte
de la fantasía también. Él se haría cargo de mí. Mi
nuevo trabajo de tiempo completo consistía en
comer mucho, engordar, hacer el amor con
Gerardo, volverme más pesada.
En el transcurso del día, yo veía televisión o
navegaba por internet, mientras escuchaba a la
señora del aseo trabajar en la casa o en el patio de
servicio. Revisaba las noticias para estar al tanto
de lo que sucedía en ese mundo al que ya no
volvería más. O al menos en algún tiempo. Un
largo tiempo. Prefería no pensar en el final de lo
nuestro, en los plazos por cumplirse. Al aceptar
esto, me prometí vivir el presente, el día a día, y
no pensar más allá de una semana, a lo mucho.
También examinaba la red para encontrar alguna
referencia a mi desaparición: hacía días que no
dormía en casa. Mi madre y mi hermana estarían
preocupadas por mí. ¿Me estarían buscando?,
¿habrían pedido ayuda a la policía?, ¿me habrían
reportado como desaparecida?
Durante los primeros 30 días en mi nuevo hogar,
revisé los diarios locales y los nacionales, y sólo
encontré una pequeña nota en la sección de policía
que hablaba de las personas desaparecidas en la
zona como un problema público. Enumeraba
nombres, entre ellos el mío, junto con unos diez
más. Así que se había hecho al menos un reporte
por mi desaparición; nadie me buscaba en la
práctica. O sí. Era imposible saber. Yo no había
vuelto a salir de la casa luego de haber renunciado
al hospital. ¿Cómo iban a encontrarme? Tal vez mi
foto, con las de otros desaparecidos, estaba en
carteles pegados en las centrales camioneras de
todo el país, en algunos postes o en la televisión
local. Mi buzón de correo electrónico estaba
vacío. Quizá nadie, fuera de mi familia inmediata,
había advertido siquiera mi ausencia. Lloré mucho
al comprobar que mi existencia no había dejado
huella en nadie, que el mundo continuaba tal cual
sin mí. Era como estar muerta en vida. Mejor
saberlo y no vivir engañada creyendo que yo le
importaba a alguien. Ahora mi única familia era
Gerardo, mi todo. Luego de mucho llorar y buscar
infructuosamente en internet, decidí que de ahí en
adelante yo iba a comer, no por el dolor que me
producía el sentirme no amada por mi familia, no
por la tristeza de saberme obliterada por la gente
que me rodeaba, sino por el placer de hacerlo, por
complacerlo a él.
Recordé que de niña comía hasta tener
conciencia plena de mis vísceras llenas. En
realidad comer y pasar las horas con mi padre
eran lo único que entonces me traía felicidad. Mi
infancia, un tiempo cruel que parecía interminable,
se extendió hasta mi adultez, como si se tratara de
acuarelas que se mezclan tras un exceso de agua:
durante el tiempo en que viví en la misma casa que
mi madre, sin importar mi edad, yo seguí siendo la
niña gorda. Irónicamente, la comida siempre fue un
placer para mí, pero el tiempo oficial para ingerir
los alimentos era algo que yo temía con todo mi
ser. Podía eludir el desayuno si me levantaba antes
que los demás, o bien si dormía hasta tarde, como
en los fines de semana. Con la merienda era
parecido, e incluso podía saltármela por completo
y compensarla con visitas nocturnas y furtivas a la
cocina. La comida era el tiempo oficial de
convivencia. Mi madre había leído en alguna
revista que los miembros de familias que
compartían la mesa al menos una vez al día tenían
hijos con mejores calificaciones y con menor
incidencia criminal. Tal vez tenía miedo de que
una niña obesa y retraída como yo se entregara de
tiempo completo al vicio y al crimen organizado si
ella no tomaba cartas en el asunto. Así que a las
tres de la tarde de cada día los cuatro lugares de la
mesa eran ocupados por mis padres, mi hermana y
yo, y Jovita servía la comida con una sonrisa
comprometida. Los alimentos eran saludables,
bajos en sales y en grasa, variados y
hermosamente presentados. La escena era la
misma repetida: un retrato perfecto de la
infelicidad.
Hubo una de esas ocasiones que se me quedó
marcada en la memoria en particular, quizá por
haber sido distinta a todas las demás. La hora de la
comida iba en la recta final. Habíamos pasado ya
por la bendición de los alimentos, cuando todos
cerraban los ojos y mi hermana me pateaba con
fuerza en las espinillas por debajo de la mesa.
También habíamos dejado atrás la fase de
«compartir» lo mejor de nuestro día. Afirmar que
todo apestaba no era una opción. «Niña, tienes que
ser más positiva», decía mi madre, tomándome con
fuerza del brazo. «Dios nos da bendiciones
diariamente: sólo los ingratos no pueden
apreciarlas. ¿Eres ingrata, niña?» Esa tarde le pedí
a mi padre que me sirviera más puré de papa. Se
lo pedí a él porque era el único que podría
compadecerse de mí. Sus ojos se cruzaron con los
de mi madre: ninguno habló. Ella esperó
felinamente a que él se decidiera a hacer algo.
Luego de pensarlo un poco, tal vez sintió su
orgullo viril en juego, mi padre falló a mi favor y
hundió el cucharón en el puré, pero la mano de ella
atajó su brazo tomándolo con firmeza por la
muñeca justo antes de que el puré llegara a mi
plato. Como si no le hablara a nadie en particular,
dijo: «Suficientes carbohidratos por el día de
hoy». Él murmuró algo como ya-oíste-a-tu-mamá,
sin mirarme. Se concentró en cortar su carne en
pedazos pequeños y masticarlos sin prisa. Yo, que
todavía era pequeña y tenía una testaruda
esperanza de que las cosas podían ser distintas,
golpeé la mesa con mi puño y grité: «¡Yo tengo
hambre, tengo un hoyo en la panza!». Mi madre me
dedicó una mirada que me hizo retraerme aterrada
dentro de mí misma. Volcó toda su atención en la
ensalada que tenía enfrente para borrar la escena
que su hija la gorda acababa de hacer. Mi hermana
se reclinó hasta alcanzar el cucharón todavía
cargado de puré: mis ojos siguieron toda la
trayectoria del refractario hasta el plato de Irene.
Ella había comido tan poco, que apenas había
lugar en el plato para recibir el puré. La saliva que
se formó dentro de mi boca me llenó de vergüenza
y de odio. Mi hermana, mirándome con una sonrisa
gatuna, comenzó a jugar con la comida: con el
tenedor tomó un poco de puré, lo embarró sobre un
trozo de carne, puso otra capa de puré y una más
de bistec, ladrillo, cemento, ladrillo. Ninguno de
mis padres parecía darse cuenta de la barda que
construía mi hermana en su plato y yo seguía
hambrienta. Jovita, de espaldas a la familia,
lavaba trastes y tarareaba alguna canción mental
que la permitía desconectarse de nosotros. Mi
hermana destruyó su construcción con el tenedor, y
sin dejar de mirarme ni de sonreír empujó su plato
hacia el frente: todo estaba revuelto y ella no había
probado ni un bocado. Puso las manos sobre su
vientre plano e hizo un gesto de dolor y fastidio.
«Mami, ya no me cabe; me sirvieron mucho.» Mi
madre acercó su mano hasta el cabello de mi
hermana y lo acarició: «Muy bien, reina, no tienes
que limpiar tu plato.» Ése es uno de los secretos
para no engordar. Mi madre no me miró. Por el
tono de su voz era como si me hubiera apuntado
con el dedo. Ordenó a la cocinera levantar la
mesa: papá todavía trabajaba en capturar unos
chícharos con su tenedor. Mi estómago crujía y me
atreví a acercar la mano hasta el plato que había
dejado mi hermana, pero Jovita lo tomó antes
mirándome con pena y culpa. No iba a desafiar las
órdenes de mi madre. Apreté los ojos para no
llorar: las lágrimas salieron de todas formas. Papá
rozó mi brazo cariñosamente antes de levantarse y
abandonar la cocina en silencio. La sensación de
abandono no se desvaneció en horas: dolía,
punzaba, al igual que el vacío en mi estómago.
Pensé en mi niñez, desarticulándome de la
persona que fui, como algo que no tuviera que ver
conmigo: lo que vi fue una máquina que hacía
desaparecer una cantidad infinita de galletas a
través de una abertura llamada boca y a cambio
producía lágrimas ordeñadas a partir de un par de
ojos rojos y tristes. Esa máquina no era metálica ni
brillante como el tostador, sino que estaba cubierta
de grasa, piel, pelos, sudor. La tristeza en mi niñez
era un desierto que no tenía límites ni fronteras, o
se extendía hasta donde alcanzaba la vista o la
comprensión. Yo era una beduina obesa que
provocaba asco a quien la miraba, que iba de un
lado a otro sin poder salir de la arena movediza
que era mi tristeza. Hasta ahora: porque mi niñez
no terminó sino hasta que conocí a Gerardo. Si el
hambre iba a ser la constante en mi vida, al menos
ahora ya no sería dolorosa: él alimentaría cada
antojo, llenaría cada espacio vacío. Yo no estaría
hueca nunca más. Por mi parte, ya no volvería a
buscarme en la red para saber si alguien me
extrañaba o me necesitaba. Ahora sólo tenía que
esperar a que mi amor apareciera en el umbral de
la recámara, cargado de comida, con ganas de
amarme.
23
«Confía en tus instintos. Si tienes sospechas, es
porque algo se trae», le habían dicho sus amigas.
Sólo hay que encontrar las pruebas. Sorprenderlo
cuando menos se lo espere. Abril entró a la
habitación y encontró a Gerardo, quien estaba
tecleando en su computadora portátil. Quizá allí
estaba la evidencia que buscaba. Pero él no movió
sutilmente un dedo para oprimir un botón y
cambiar de pantalla, ni reaccionó con susto al
verla. Tampoco lo había visto entrar con su celular
al baño, como si temiera que sonara en su
ausencia, o para escribir mensajes de texto
furtivos escudado en esa privacidad pasajera. De
un tiempo a la fecha, Gerardo llegaba tarde a la
casa, a una hora en particular, con una especie de
ligereza existencial o una alegría disfrazada de
cansancio, y dormía junto a ella bocarriba y de un
tirón, con los brazos y las piernas extendidos: una
estrella de mar. Era como si su cuerpo exigiera una
tregua. Al verla entrar, Gerardo se puso de pie
para darle un beso ligero sobre los labios. Hizo un
comentario sobre el robo a mano armada a una
tienda de donas y Abril vio que, efectivamente, la
pantalla de la computadora estaba abierta en una
página de noticias. Su esposo hizo una broma
sobre cómo los ladrones regresarían más tarde por
un poco de café. Ella se rio por cortesía; en
realidad, nada de lo que decía él le provocaba risa
ya. Ni siquiera recordaba si alguna vez había reído
con sinceridad de sus ocurrencias, o si había
comenzado a fingir desde que conoció a Gerardo.
Las máscaras del noviazgo son muchas y la gente a
veces termina por confundirlas con la verdad. Eso
le pasa a cualquiera. Hay momentos en los que no
es necesario hablar, porque la verdad no está en lo
que uno dice, sino en lo que uno hace. Las
palabras son una capa vieja de pintura: debajo
subyace lo que realmente es. Abril debió quedarse
con aquella risa hipócrita, pero su boca se abrió y
agregó:
–Qué bueno. –Revisó su figura en el espejo de
cuerpo entero. Comprobó que seguía delgada y que
ninguna protuberancia adiposa ofendía la mirada
saliendo por algún lugar incorrecto de su
anatomía–. Esos lugares tienen la culpa de que la
gente engorde como cerdos.
Quizá fue el tono de su voz o el gesto de asco
que usó al decir aquella frase; Gerardo se le quedó
mirando fijamente y lo que Abril vio en esa mirada
hizo que la sangre dentro de ella cambiara la
dirección en que fluía. Él le dio la espalda y
permaneció frente a la ventana, como si el exterior
pudiera cautivarlo más que cualquier cosa. Si su
vida fuera una película de cine de arte, Gerardo
hubiera sacado un cigarrillo y la cámara habría
captado cada segundo de él fumando y mirando
por la ventana un paisaje urbano en blanco y
negro. Estaba claro que hacía un esfuerzo enorme
por reprimir sus propias palabras: estaba
apretando los puños. Lo único que se le ocurrió a
Abril fue salir del cuarto y dejarlo allí. Llegó al
pie de la escalera y se detuvo en la orilla. Tuvo la
fantasía de dejarse caer y rodar como las mujeres
de las telenovelas, llegar hasta el piso de abajo
convertida en una muñeca rota e inservible. Es
más fácil traicionar que ser leal. Hacen falta más
agallas para levantarse cada día y vivir que
terminar con la propia vida. Jugó con la idea de
abandonarlo todo, al marido, a los hijos, a su vida
tal cual. Lo perdería todo y ganaría la paz. La
envolvería la tranquilidad de tener la casa vacía
para ella, ya no como una especie de enemigo,
sino como una compañera, porque sin la familia, la
casa estaría limpia, en orden. Ya no tendría qué
luchar contra esa fuerza ensuciadora, contra los
poderes del polvo, los platos sucios y el tiradero,
así que podría descansar en paz, victoriosa, y
pensar sólo en sí misma. Ni siquiera tendría que
verse en el espejo ni preocuparse por la comida.
No existiría la presión de perder a un hombre que
de por sí ya no tenía, y tal vez comería lo que
quisiera de verdad en las cantidades que su apetito
exigiera sin sentirse morir de culpa al terminar.
Cerró los párpados con fuerza, inhaló
profundamente y regresó a la realidad. Le dijo a
Gerardo que ya se iba. Se había maquillado y
peinado con especial cuidado: salir con sus
amigas era demasiada presión. Había una
competencia no hablada por verse mejor que las
demás.
–¿Adónde vas tan guapa? –Su voz intentaba
trasmitir celos o inseguridad. A ella le pareció
ensayado, palabras obligadas que le correspondía
decir por ser el marido. No la miró de frente
buscando un parpadeo, una mano que juega con el
cabello nerviosamente, algún indicio de
culpabilidad. Abril sintió una ráfaga de aire dentro
del cuerpo, un vacío que bajaba y se alojaba
dentro de su estómago, o de su alma. Él insistía en
que ella debía salir más con sus amigas: no era
necesario que pasara tanto tiempo con los niños,
que era incluso positivo para ellos independizarse
un poco de su madre y para que ella pudiera hacer
las cosas que quería. Para eso estaban las abuelas
y las niñeras. La última vez que se lo dijo había
sido cuatro días antes: ella se rasuraba las piernas
en el baño y él entró a lavarse los dientes. En su
posición de avestruz, con una pata arriba del
escusado con el rastrillo en la mano, Abril levantó
la cabeza para mirarlo con sospecha: se cortó y
quiso enterrar su cabeza bajo tierra. «Ponte
alcohol», dijo Gerardo antes de escupir un buche
de agua con pasta de dientes en el lavabo y salir
del baño.
–Voy con Silvia y Claudia. –Sabía que nombrar
a sus amigas era irrelevante, que lo mismo podía
decir Minerva o Herminia, y para él sería igual.
Las mujeres con las que llevaba algún tipo de
relación eran para su esposo una masa amorfa de
tacones, senos, faldas, vaginas, luces en el cabello
y maquillajes caros, no más. Nunca se interesó en
cruzar más que un saludo con ellas. «Ya tengo
suficiente con tratar mujeres en mi trabajo», era la
excusa que enarbolaba si ella le recriminaba su
falta de interés.
Abril entró al baño y cerró la puerta: a través
de la madera escuchó el sonido del sistema
operativo de la computadora de Gerardo
cerrándose.
–Qué bueno que se pusieron de acuerdo al fin. –
Abril tiró de la palanca del escusado y comenzó a
lavarse las manos–. Yo tengo que ir a quitarle los
puntos a una paciente y a checar a dos que
empezaron labor de parto.
Abril salió, y Gerardo ya no estaba allí. Se
dirigió al cuarto de los gemelos. Se detuvo poco
antes del umbral: risas infantiles y gritos de
emoción. Vio a su esposo en cuatro patas y los
gemelos montándolo. Uno lo sostenía por el
cabello y el otro se abrazaba al cuerpo de su
hermano para no caer. Gerardo relinchaba,
respingaba ligeramente, y los niños gritaban
felices. Para ella, las risas de sus hijos eran el
sonido más bello del mundo. Ante la escena que
tenía enfrente, le temblaba el corazón: quería
verlos así por siempre. Él se dio cuenta de que
Abril los miraba y se dejó caer sobre su estómago.
–Este caballo ya se cansó.
Los gemelos desmontaron y antes de que
iniciaran otro juego o protestaran, Abril cargó a
uno y Gerardo al otro. La acompañó afuera y le
ayudó a ponerlos en los asientos infantiles en la
parte de atrás de la miniván. Ella amarró los
cinturones y él regresó a la casa: les dijo adiós
efusivamente con la mano. Ella subió en el sillón
del conductor y dirigió la camioneta a casa de su
amiga Silvia, donde una niñera cuidaría de los
hijos de todas.
En el Applebee’s, a media luz y con varias
pantallas trasmitiendo partidos de diversos
deportes profesionales, estaba ya sentada Claudia
con cara de fastidio, jugando con su teléfono
celular. El lugar había sido idea de Silvia, pues
decía que como era un sports-bar; además de
restaurante, podían ver a los hombres guapos de la
barra, comer postres y pedir bebidas preparadas.
Las tres se saludaron con besos en el aire y
pidieron micheladas y botanas saludables a un
mesero muy joven que insistía en agacharse a la
altura de la mesa para tomar la orden, como si
ellas fueran un grupo de niñas pequeñas. Desde el
ángulo de visión de Abril, el hombre no era más
que una cabeza flotante, con gorro de bufón
medieval y exceso de juventud. ¿Cómo sería su
cuerpo? Desde que había cumplido los 30, y de
eso hacía casi doce años, a Abril le inquietaba
mucho sorprenderse a sí misma estudiando los
rostros o cuerpos de hombres más jóvenes que
ella.
A medida que pasaron las horas, el apio y la
zanahoria se transformaron en alitas adobadas; las
rondas de bebidas se repitieron varias veces,
inundando el flujo sanguíneo de Abril y sus
amigas; la conversación comenzó a cambiar sutil y
gradualmente. De los hijos, las guarderías y las
maestras pasaron a la moda, las rebajas de las
tiendas departamentales y los labiales nuevos que
no había que retocar durante el día. Hablaron de
las dietas y la presión que los medios y los
hombres ejercían sobre ellas para que estuvieran
delgadas, y de allí, de manera natural, la
conversación mudó a los cuerpos de otras
conocidas que habían fracasado ante la gordura, el
descuido que provocaba la cotidianidad y las
arrugas. Tras el primer viaje al baño con paso
incierto, trastabillando con elegancia y
aferrándose con discreción a una pared o a un
respaldo, llegó finalmente el tema de los maridos
como encabezado y el de las infidelidades como
subtítulo.
Al principio se habló de forma impersonal,
como de algo que les sucede a otras, pero nunca a
una. La vida es muy específica: al principio
analizaron las infidelidades de famosos de la
farándula, vecinas y familiares desafortunadas,
pero tanto Silvia como Claudia se encontraron de
pronto describiendo a las amantes de sus
respectivos maridos. Era casi una competencia
para ver cuál de las dos mujeres se arreglaba más
como una prostituta, tenía los implantes mamarios
más grandes o las agallas de llamar a la casa a
altas horas de la noche preguntando por el hombre
casado en cuestión. Abril las escuchaba con una
especie de terror, fascinación y morbo. ¿Cómo
podían asumir esa situación con tanta naturalidad y
darse el lujo de ser cínicas al mismo tiempo; de
criticar a las amantes y hacer mofa de sus esposos
al mismo tiempo que sentían un dolor punzante?
Porque les dolía; eso quedaba claro. En cierto
momento, a sus amigas los ojos se les llenaron de
lágrimas. Sin consultarlo con ellas, Abril pidió
otra ronda de bebidas y una rebanada de
cheesecake con fresas para cada una.
El mesero trajo los postres y las margaritas;
todas guardaron silencio y le dedicaron al chico
una sonrisa que hizo que él se apurara a dejar las
cucharas y las servilletas y se alejara de
inmediato. Silvia se metió un pedazo de pastel de
queso en la boca y se relamió el glasé que la fresa
le dejó en los labios. Tenía los ojos entrecerrados,
y Abril pensó en un gato malicioso y
sobrealimentado. Su amiga le preguntó:
–¿Y Gerardo ya te puso el cuerno?
–¿O todavía no te has dado cuenta? –preguntó
Claudia, y soltaron una carcajada que hizo que
ambas asperjaran su bebida sobre la mesa.
Entre mujeres ebrias, esas son las reglas del
juego. Todas ponen sus cartas sobre la mesa:
patéticas,
humillantes,
ridículas,
risibles,
catárticas al fin. Terapia de manada. Sólo faltaba
Abril, la que tenía una vida demasiado perfecta
para ser real: un marido médico que ganaba más
que bien, los hijos con caras angelicales, la casa
arreglada como de catálogo, la camioneta nueva,
el cuerpo delgado y firme, como si el estrepitoso
embarazo gemelar no hubiera sucedido, la cara
aún juvenil a la que el maquillaje saca el mejor
provecho, los dientes blancos y alineados, y una
madre dispuesta a cuidar a los nietos. Nadie podía
tenerlo todo y ser feliz. Las cosas demasiado
buenas nunca pueden ser verdad, lo aconsejaba la
sabiduría popular. Tenía que haber algo, una
imperfección, un error en el sistema que justificara
la infelicidad. Porque la tristeza en Abril era
innegable.
Negó con la cabeza, dio un traguito a su bebida
y sacó la lengua anfibiamente para capturar la sal
que quedó en sus labios. No importaba que tuviera
todas las sospechas de que Gerardo tenía un
amorío, que hubiera observado en él toda una
gama de cambios sutiles y otros no tanto. En su
corazón estaba casi segura de aquella infidelidad,
pero seguía esperando una prueba contundente
para poder desmoronarse. O matarlo. O
abandonarlo. O quién sabe. No se había puesto a
pensar en cuál sería su reacción. No sería algo que
compartiera con las dos mujeres que la miraban a
la expectativa, golosas de su inclusión en el club
de las esposas engañadas. No les daría el gusto.
–No, todavía no. –Fabricó una sonrisa
coqueta–. Al menos no me lo ha dicho. –El
silencio oscureció el ambiente por unos segundos;
Abril soltó una pequeña carcajada, un temblor que
consiguió arrancarle a sus amigas una réplica.
Nadie que tuviera un marido infiel bromearía con
eso. Su broma no consiguió disuadir a sus amigas,
par de gansos al ataque.
–¿Te acuerdas cuando tú también tratabas de
ocultarlo, Silvia?
–La terapeuta dice que la negación no sólo es
una defensa contra el-qué-dirán… «sino un recurso
para protegerse una misma del dolor».
De la boca de Claudia salieron gotas de saliva
que aterrizaron sobre la mano de Abril. Las dos
mujeres reían desencajadas: tal vez les resultaba
hilarante que una terminara la frase de la otra, esa
repetición descerebrada de lo que la psicóloga les
decía por un dineral. Abril tensó los músculos de
las piernas y enderezó la espalda.
–No estoy negando nada –comenzó a decir, y se
dio cuenta de la humedad en sus propios ojos. Se
detuvo para respirar profundamente y conservar la
compostura–. Creo que ya nos pasamos con las
copitas. –Se limpió las lágrimas con el dorso de la
mano y lo lamentó de inmediato: de seguro el
maquillaje se le había corrido. Ya no importaba.
El alcohol había abierto la compuerta del dolor.
–Eso no lo negamos –dijo una de las otras dos,
y ella ya no pudo distinguirlas: eran el mismo
ganso bicéfalo que aleteaba con fuerza y la
perseguía sin tregua.
–No tiene nada de malo llorar. –Un ala de
plumas blancas la abrazó–. Es el primer paso. Un
pico naranja se movía cerca de su cara–. Lo que
tienes que hacer es sorprenderlo. Arruinarle el
jueguito. –Los pies membranosos metidos en
tacones la rozaron por debajo de la mesa–. Si te va
a hacer sufrir, al menos que él no sea feliz. –Una
cola ancha y blanca se reacomodó oronda sobre el
asiento.
–Ni siquiera estoy segura, no tengo pruebas. –
Abril se sorbió los mocos–. Sólo sospechas.
–¿Por qué no le llamas ahora –propuso una de
las cabezas blancas–. Sí, siempre aprovechan que
una está con las amigas y los niños encargados con
alguien –secundó la otra clavando los ojillos
negros y desafiantes en Abril.
No supo si lo hizo por amor propio o por la
ebriedad que la hacía sentirse flotando por encima
de todo. Abril sacó su celular y llamó a Gerardo
en ese instante. El ganso de las dos cabezas guardó
silencio, a la expectativa, como en un programa de
concursos antes de que alguien dé la respuesta de
la que todo depende.
Tras varios timbres, entró el buzón de voz.
Abril colgó para intentarlo nuevamente,
mordiéndose los labios con la esperanza de que
Gerardo les probara a todas que estaban
equivocadas. Se despegó el teléfono un poco para
que ellas escucharan, pero ahora una voz femenina
le indicó que el número que había marcado estaba
fuera del área de servicio. Al hacer contacto
visual con sus amigas, supo que se había
convertido en una de ellas.
–Dijo que estaría en el hospital. –Se arrepintió
en el momento de haber dicho eso, porque estaba
segura de que si llamara al hospital, le dirían que
no había ido en toda la tarde.
Los ojos de Abril se anegaron, y no hubo más
qué decir. El ganso frunció el pico en una sonrisa
amarga y le hizo una seña con su ala al mesero
para que trajera la cuenta. El muchacho obedeció y
de una de las carteras del ganso salió una tarjeta
de crédito que se ocupó de todo. Las tres mujeres
salieron al estacionamiento y se despidieron.
Silvia se subió a la camioneta de Abril para ir a
recoger a los gemelos. Encendieron la radio y
escucharon un programa nocturno de comentarios
de la farándula: ninguna de las dos dijo nada más
en el trayecto.
24
Mi madre no es una mala persona. Es sólo
demasiado perfecta para alguien como yo. Tal vez
si yo hubiera sido su única hija no habría tenido
más remedio que amarme así como soy; pero mi
hermana existe y encarna todo lo que mamá, o
cualquier mujer, quisiera en una hija. Leí en alguna
parte que el que los hijos se parezcan a sus padres
ayuda a afianzar el lazo amoroso: mi hermana se
parece tanto a mi madre; es una versión más joven
de ella, y no la culpo por preferirla antes que a mí.
No se rindió nunca: creo que durante toda mi niñez
vivió esperando un milagro, el toque mágico de un
hada que me convirtiera en una niña esbelta y
bonita. Quería también reutilizar la ropa que mi
hermana mayor iba dejando. «Mira, está en
perfectas condiciones, como nueva», decía
alzando un vestido hermoso y breve que por un
tiempo había abrigado el cuerpo de Irene. Por mi
gordura, yo necesitaba ropa nueva, amplia, que
apenas usaba por un corto periodo de tiempo.
Como todas las niñas de mi edad, yo quería
congraciarme con mi madre: en mi caso, eso
significaba ser delgada. Todos mis intentos y sus
estrategias para hacerme perder peso tenían en
común el fracaso. Yo ponía de mi parte, pero no
había manera: por más que quisiera complacerla,
estaba la realidad. Y la realidad era que me
encantaba, que me encanta comer. Una necesidad,
un gusto, una debilidad en particular por las
galletas, los pasteles, el pan dulce. Más que por el
sabor de las cosas, mi gusto por la comida tiene
que ver con el proceso de deglución. Disfruto
sentir los músculos de mi cara moviendo las
mandíbulas para triturar lo que sea que como; es
un gusto sentir el bolo alimenticio pasar por mi
garganta, bajar e ir anidando poco a poco en mi
estómago, que se expande y se llena.
Al pensar en mi madre, su imagen aparece con
la expresión que adornó su cara desde que tengo
memoria: un gesto que podría interpretarse como
de disgusto o desilusión. Recuerdo una tarde; yo
tendría unos 13 o 14 años. Era día de su reunión
con las amigas del club de jardinería. Cada
semana se juntaban en la casa de un miembro
diferente, intercambiaban trucos para eliminar
pulgones sin usar químicos, se presumían las
nuevas adquisiciones vegetales o planeaban
eventos venideros. Esa semana le había tocado a
mi madre ser la anfitriona. Yo veía la tele y los
anuncios de comida aumentaban mi hambre. Estaba
esperando a que las jardineras se fueran para ir a
buscar algo. Desesperé: esas reuniones podían
alargarse por horas. Mi estómago hacía ruidos y el
hambre dolía, así que decidí bajar a la cocina, que
tenía dos entradas: una daba al pasillo y a las
escaleras, y la otra al comedor. Si la puerta con la
ventanita redonda estaba cerrada, yo podría pasar
desapercibida para las señoras. Bajé las escaleras
descalza, para amortiguar el sonido. La planta baja
de la casa olía a una combinación de perfumes
caros. Entré directamente en la cocina: nadie me
vio. Abrí una de las gavetas de la alacena y saqué
un paquete de galletas de las que mi mamá se
resistía a comprar para evitarme las tentaciones,
pero que mi papá adquiría para su propio
consumo, si bien era yo quien terminaba dejando
las cajas vacías. Tomé un vaso grande con leche y
estaba a punto de regresar a mi cuarto, cuando
escuché mi nombre en la plática del comedor. Me
pegué a la puerta y contuve la respiración: «Al
menos es inteligente». Era la voz de mi madre,
segura y firme. «Es un cerebrito. Va muy bien en la
escuela.» No me pude contener y me asomé el
cristal de la puerta abatible. Mi mamá se veía
mucho más joven que el resto de las señoras.
Masticaba 30 veces cada bocado y nunca usaba
aderezo para su ensalada ni azúcar para su café.
«Pandora es la mejor de su clase. Al menos tiene
eso. Dios aprieta, pero no ahorca.» La imaginé
sonreír amargamente antes de llevarse la taza a sus
labios.
Nunca la había escuchado decir algo positivo
sobre mí. Me quedé inmóvil, esperando escuchar
el resto de la conversación. A mis oídos llegaba el
tintineo de las cucharas contra las tazas. Volví a
mirar, poniéndome de puntas. «Hay jovencitas que
no tienen por qué preocuparse por su futuro», dijo
una mujer con el cabello encrespado y aretes
circulares lo suficientemente amplios para
columpiar un canario. «Las bonitas sólo tienen que
encontrar marido.» La que habló tenía los ojos
hundidos, la cara larga y los pómulos
sobresalientes. Tenía la piel ceniza, el cabello sin
brillo y con canas, además de un labial muy rojo.
Guardaron silencio, pensativas, y se dedicaron a
masticar sus galletas integrales y a darles sorbitos
al café. Mi madre tomó un palito de apio y lo puso
entre sus labios, como si fuera un cigarro.
Sentada en la cama, devoré las galletas a puños
y bebí toda la leche de un trago. Mi pecho quedó
lleno de migajas. Las sombras de la tarde se
fueron colando por la ventana de mi cuarto todavía
adornado de manera infantil con detalles rosas,
animales de peluche y muñecas en los entrepaños
del librero. Los últimos rayos del sol que se
escondía alumbraron apenas a la adolescente
gorda que era yo. Una sensación agridulce me
recorrió: mi futuro era el mismo que el de las feas.
Por eso mi madre se preocupa por mí. No, no es
una mala persona.
25
Gerardo llegó a su casa pasadas las diez de la
noche, como hacía desde varios meses atrás,
cuando Pandora se instaló en la «casita», el modo
en que se refería ahora a ese lugar alterno a su
vida oficial. Ya podía distinguir la diferencia entre
los dos hogares. El que compartía con su esposa e
hijos tenía de trasfondo el olor del perfume de
Abril, el limpiador de pisos aroma a pino, las
velas de canela y vainilla que su esposa encendía
a todas horas, y el olor de los gemelos, una
combinación a talco, leche y su piel dulce,
presente en el ambiente. En el hogar que albergaba
a su amante persistía un olor a carne empanizada,
alimentos fritos y el sudor dulzón que emanaba del
cuerpo de Pandora, el aroma de gorda que lo
volvía loco. Colgó las llaves en el sitio previsto
por Abril para ello: un búho de madera con un par
de ganchos en donde irían las patas.
No encontró a su esposa esperándolo en el
sillón de la sala, a oscuras, agazapada para
atacarlo en cuanto abriera la puerta. Hasta ahora
no lo había interrogado de manera frontal, no había
hecho escenas ni dado señales de sospechar algo.
¿Sería que él era muy bueno para disimular, para
esconder esa otra parte de su vida? O más bien
que ella, inmersa en el mundo de la casa y los
hijos, no le prestaba atención. A veces pensaba
que para Abril la vida no existía fuera de las
fronteras de su propia piel.
Gerardo subió la escalera intentando no hacer
ruido, se metió al baño y tomó una ducha. Sin
mirarse al espejo secó su cuerpo, se puso una
piyama limpia y, con el cabello todavía un poco
húmedo, se recostó junto a su esposa, que ocupaba
una almohada y abrazaba la otra. No encontró
descanso para su cabeza. Se resignó: pelear por
una almohada con una mujer dormida y engañada
le pareció lo más desleal que podía hacer en ese
momento. Así que se colocó bocabajo, con la cara
hundida entre sus propios brazos. Estuvo tentado a
tocar a su esposa, acariciarle la mejilla, recorrerle
la piel como si la deseara: le resultó imposible.
Por más que se sintiera lleno de cariño por ella, su
mano se quedó en aire: al mirar aquellos brazos
huesudos, el filo de esas caderas insinuadas bajo
la sábana, no pudo dejar de visualizar a Pandora y
sus carnes generosas, y sin querer terminó
comparando a las dos mujeres. Se sintió el peor
esposo del mundo.
Se revolvió sobre el colchón por más de una
hora antes de bajar a la cocina. Encendió la luz,
sacó un vaso de cristal y hurgó en el congelador
hasta conseguir un cubo de hielo. Llenó el vaso
hasta la mitad con whisky, lo levantó y lo puso
frente a su cara para mirar el color ámbar. Se
calmó por un momento. Sintió una paz que le
recordaba la época en que la vida era menos
complicada. Sacó del refrigerador un refractario
con espagueti y se sirvió en un plato. Lo metió al
microondas y miró la comida girar. Alcohol,
comida caliente: todo parecía estar bien en el
mundo. Comió de pie, atisbando por la ventana de
la cocina las casas de los vecinos. Gerardo no
conocía a esa gente y prefería adivinar o inferir
cosas de sus vidas que saludarlos, recibirlos en
casa y convivir con ellos. La casa de los que
vivían enfrente de la suya estaba en completa
oscuridad, salvo por las lámparas que custodiaban
la puerta principal y las luces del jardín que
iluminaban un sendero empedrado. «Son personas
mayores que se acuestan a dormir a las nueve de la
noche», pensó. La ventana de la recámara de los
vecinos a la derecha de la primera casa se veía
iluminada con los reflejos intermitentes de la
televisión, como explosiones contenidas. «Una
pareja con hijos ya grandes y una vida asexual»,
diagnosticó. Tuvo que aceptar que él y su esposa
tenían hijos pequeños, eran jóvenes aún y su vida
en pareja era asexual para todo fin práctico. Él no
era asexual, en absoluto: era su contexto, sus
gustos heterodoxos, la delgadez de su mujer, lo que
lo empujaba hacia ese adjetivo. En otra casa se
veía la luz de la cocina encendida. ¿Alguien
cenando tardíamente?, ¿podría ser una chica gorda
asaltando el refrigerador cuando nadie la miraba?
Imaginar eso lo excitó. Gerardo soltó la cortina
floreada, se recargó en el fregadero y dio un trago
largo a su whisky. Quizá se trataba de otro
insomne como él, alcoholizándose para poder
conciliar el sueño o para olvidar los miedos o los
remordimientos. Enjuagó su vaso bajo el chorro de
agua y, sin lavarlo, lo depositó en el trastero.
Gerardo volvió a subir las escaleras y sintió
que el proceso le costaba un trabajo inusual. La
pesadumbre se había apoderado de sus piernas.
Intentó no arrastrar los pies y se dirigió al cuarto
de los gemelos. Las bisagras de la puerta
rechinaron un poco. Una lamparita en forma de oso
de felpa iluminaba precariamente la habitación.
Cada uno tenía su cama propia; sin embargo,
Gerardo los encontró durmiendo juntos, como un
par de matatenas: el bracito de uno atrapado en el
barandal de seguridad, la pierna del otro sobre el
vientre de su hermano, las pequeñas bocas abiertas
apenas, dejando escapar el aliento todavía dulce
de los primeros años. Con cuidado liberó el brazo
del barandal y dejó la pierna en su lugar. Puso la
sábana sobre ellos; apenas sintieron la tela sobre
sus cuerpos, casi al unísono dieron una especie de
patada en el aire que los hizo destaparse por
completo. Gerardo acercó la silla del escritorio y
se sentó a mirarlos dormir. Pensó en cómo, cuando
estaban enfermos, Abril se sentaba en ese mismo
lugar y como una enfermera obsesiva vigilaba
cada una de las respiraciones, midiendo los grados
exactos de sus fiebres, atenta a la posible sed o
hambre, como si pudieran morir de un momento a
otro si ella despegara sus ojos por un segundo.
Los gemelos dormían con sus pestañas, cortinas
diminutas que adornaban aquellos rostros
perfectos. A veces los párpados les palpitaban
imperceptiblemente o se les dibujaba una sonrisa
efímera en los labios, casi al mismo tiempo, como
si soñaran las mismas cosas. Dormían ajenos a lo
que Gerardo pudiera hacer a escondidas, a ese
proseguir con aquella locura que podría arruinar
su vida y la de ellos. Cierto: su matrimonio con
Abril ya estaba mal y habría que admitir que quizá
fue un error haberse casado con ella, en primer
lugar. Ya había una grieta inicial en el cascarón y
ahora él estaba jugando con un cincel. Miró a sus
hijos: tenían la nariz de su esposa y el arco de las
cejas de él. Las uñas de las manos y los pies eran
claramente una copia de las suyas; las piernas, un
poco arqueadas, se parecían a las de Abril.
Gerardo los amaba, lo sabía bien; de eso no tenía
duda alguna: no combinaría sus genes otra vez con
nadie más. Era claro que daría su propia vida por
ese par de criaturas; al mismo tiempo, lo sabía, no
estaba dispuesto a dejar de vivir su vida por ellos
ni por nadie. Ya lo había hecho por mucho tiempo:
los años volaban y se asentaban en sus huesos. No
más. Era paradójico, era egoísta, y era lo más
lógico que pudo pensar a esas horas de la
madrugada.
Se puso de pie y besó las frentes de los
gemelos, tibias y perladas por un fino sudor
nocturno. Regresó lentamente, sin ganas de llegar,
hasta su cuarto. Su esposa dormía en otra posición
y había liberado al fin la almohada. Él dejó caer a
plazos y despacio el peso de su cuerpo sobre el
colchón para no perturbarla. Se apropió de lo que
era suyo, y con el soporte suave bajo su cabeza,
logró cerrar los ojos y evocar la imagen de
Pandora desnuda y sonriendo para él. Bajó la
mano y comprobó la erección que ese solo
pensamiento le había traído al instante. Se acarició
un rato y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no
seguir. No había cosa más deshonrosa que un
hombre masturbándose en la cama junto a una
mujer que estaría más que dispuesta a
complacerlo. Si ella despertara y lo sorprendiera
así, no podría soportarlo. Era mejor dejarla pensar
que el trabajo y la presión del mismo suponían un
gran estrés y un cansancio excesivo que lo dejaba
lánguido, con fuerzas suficientes apenas para
arrastrarse a la cama y dormir. Habría que pensar
en algún problema ficticio que pudiera traer a la
mesa: tal vez la demanda legal de una mujer que
quedó embarazada aun con el dispositivo
intrauterino que él mismo le había colocado meses
atrás. Abogados, juntas, tensiones. Abril
entendería sus ausencias y su falta de libido: era
comprensiva, cariñosa, como si estuviera en deuda
con él.
Su mente volvió a Pandora y a revivir su último
encuentro. Se vio a sí mismo nadando en aquel mar
de carne tibia y suave, hundiendo los dedos, las
manos, el pene, a veces tiernamente, a veces con
desesperación, otras con rudeza. El olor de
Pandora y su humedad inundaban su memoria. No
podía dejar de pensar en ella; a cada hora del día
que no estaba a su lado en la casa tenía que
evocarla. Todo su día giraba alrededor de esa hora
tan esperada en la que por fin la veía. ¿Estaba
enamorado? Por un breve instante sintió vértigo:
estaba parado en la orilla de la felicidad. Detrás
de él, sólo el vacío. Era el momento en el que aún
podría bajarse, recapitular, disculparse, prevenir
la catástrofe. Las heridas. Aún estaba a tiempo.
Podría volver a ser el mismo de antes, el que no
violentaba la integridad de su familia. El que iba
del consultorio a su casa, el que organizaba una
carne asada los fines de semana con los colegas.
El que reservaba sus deseos escondidos para las
mujeres virtuales y para el terreno de la fantasía.
El que fingía estar bien, ser feliz, satisfecho con su
vida. Podría. A las tres de la mañana con once
minutos, según el despertador con números rojos
sobre el buró de su lado, y a sabiendas que de
romperse por completo el cascarón no podría
pegarse de vuelta jamás, tomó la decisión de
seguir adelante.
26
El amor no correspondido tiene sus ventajas:
ofrece todas las emociones y ningún riesgo, como
esos refrescos dietéticos que anuncian en la
televisión: todo el sabor, ninguna caloría. Los
amores platónicos no interfieren con la vida
cotidiana, no obligan a tomar ninguna decisión. Me
asustan las decisiones. En realidad, todas las
tomaron mis padres en general y mi madre en
particular, que de los dos era quien llevaba la voz
cantante sobre qué comer, a qué hora dormir o
despertar, qué ropa ponerse, a qué eventos
sociales asistir, de qué largo llevar el cabello, qué
estudiar en la universidad. Nunca tuve que decidir
nada; quizá eso me volvía una marioneta de mi
madre, sí. También encontraba un cierto confort en
no asumir ninguna consecuencia. Con la llegada de
Gerardo, todo eso cambió: decidí aceptar sus
invitaciones a comer, decidí propiciar ciertos
temas de conversación, decidí compartir con él
fragmentos de mi vida, decidí abrirme a él, decidí
permitir que tocara mi pierna, decidí complacerlo
en su fantasía, decidí abandonar a mi familia sin
dar ninguna explicación y decidí irme a vivir a la
pequeña casa. Nuestra casa.
De la nada, pasé al todo en el universo de las
decisiones. Una tortuga que un día cualquiera
cambia la concha por las alas y recorre el mundo
de un tirón. Tuve miedo: ¿qué pasaría si en medio
de la nada, arriba del océano, se me acababa el
ímpetu? Me ahogaría, me despedazaría, moriría.
Tenía que confiar en él ciegamente. Yo, a quien la
vida hasta ahora sólo me había enseñado que no se
puede confiar en nadie. Yo no conocía el miedo
que viene adherido al reverso de cada una de las
decisiones que se toman en la vida; en especial las
radicales, las anormales, como ésta. Las fantasías
llevadas a la realidad son como fantasmas que
pasan al plano de los vivos y se disponen a hacer
daño. Todas las noches lloraba al quedarme sola.
Cada mañana me aterraba pensar que él no
volvería, que tendría que regresar con mi familia,
desempleada, más gorda, con el corazón roto, con
la imposibilidad de seguir viviendo. No tendría
otra opción que morir.
La
libreta
donde
Gerardo
apuntaba
meticulosamente la fecha y mi peso descansaba
sobre el monitor de la báscula. En esas hojas había
constancia de que el peso podía subir entre tres y
cuatro kilos al terminar cada «sesión alimenticia»
y al día siguiente sólo uno de esos kilos
permanecía intacto. Los que se iban quedando en
mi cuerpo «eran kilos reales, palpables,
deliciosos», decía Gerardo al escribir en el papel.
Le gustaba demostrar que su letra no era horrible
como la de otros médicos. Apuntaba mi peso antes
de la sesión de comida y después; al día siguiente,
al pesarme al inicio, con una simple sustracción
sacaba el número de los kilos reales. Decía que le
encantaba mirar cómo mi cuerpo crecía día con
día. Yo también lo notaba: se me hacía más difícil
moverme. Era casi imperceptible, pero cada
acción se complicaba, si acaso de manera
milimétrica. Actividades simples como tomar una
ducha o ir a la cocina para prepararme un café se
habían vuelto una tarea complicada. Yo ya había
notado que para pasar por las puertas sin rozar los
marcos tenía que caminar de costado y no de
frente. En el futuro próximo me sería imposible
pasar de cualquier forma, lo sabía.
«Todos son números al fin», había dicho
Gerardo intentando explicarme el proceso de
aumento de peso. Un kilo de grasa está compuesto
de siete mil calorías: para ganar un kilo al día, hay
que consumir un exceso de siete mil calorías,
además de las que el cuerpo gasta en moverse y en
mantener los órganos funcionando: el costo de
estar vivo. Hay que tomar en cuenta también que
durante la ingesta de alimentos se gana peso por
líquidos, que se pierden en los días siguientes.
Gerardo había hecho números considerando un
aproximado de mi gasto calórico diario, con un
mínimo de movimientos, y había calculado que si
yo seguía sus consejos y comía toda mi comida
como una niña buena, podría estar ganando un
promedio de dos o tres kilos reales por semana.
Me hizo una serie de recomendaciones para
engordar. Con los problemas de obesidad en el
mundo y las tendencias de la moda que favorecen a
las mujeres esqueléticas, usar su entrenamiento
médico para fines contrarios a la salud podría
calificarse de obsceno o maligno. Yo estaba segura
de que él cuidaría de mí, que él sabía lo que traía
entre manos y no haría nada para lastimarme
jamás. Lo primero que me dijo parecía contrario a
la lógica: me dijo que no comiera todo el tiempo,
que intentara saltarme el desayuno y la comida
también, si podía aguantar. La razón era sencilla:
para cuando al fin comiera, comería muchísimo,
pues estaría loca de hambre. Además, mi
metabolismo estaría lento a causa del largo ayuno,
de modo que casi todo lo que ingiriera después
sería convertido a tejido graso. Para estimular el
apetito, yo debía de alternar entre la comida
salada y la dulce, una y otra vez, pues eso me daría
la sensación de tener aún espacio para seguir
comiendo. También debía beber alcohol junto con
la comida, pues esto invita al cuerpo a almacenar
las calorías extras como grasa. En cuanto al tema
de las bebidas, debía tomar refrescos y jugos,
nunca agua, e incluir como snack entre comidas
malteadas para ganar peso, de las que usan los
fisiculturistas. Finalmente, siempre que pudiera,
habría de fumar mariguana o ingerirla en galletas o
brownies, pues uno de los efectos secundarios de
la droga es un aumento importante en el apetito.
No parecía tan difícil: sonaba incluso divertido.
Pensé en todas las mujeres que en ese momento
pasaban hambre y masticaban hojas de lechuga sin
aderezo, desabridas, como vacas resignadas a una
vida sin mayores placeres, portando una osamenta
visible que recompensa todas las privaciones.
Ayer estaba en mi habitación, secándome
después de un baño. Gerardo llegó en ese
momento. En varias semanas, terminamos por
forjar una rutina. Sé que hay un repertorio largo de
canciones que llegan a la misma conclusión: la
rutina mata el amor, pero yo no encontraba nada de
malo en repetir los actos que nos llevan a lo que
nos gusta; al contrario. Era un guión relajado, sin
restricciones, repetitivo para darme seguridad. En
él se especificaba que Gerardo se hacía presente
en la casa después de que se había ido la señora
del aseo, cargado de bolsas de comida, ya fuera
preparada o para cocinar, más o menos a la misma
hora, que podía variar, y en ese caso, el guión
dictaba que avisara previamente sobre la
alteración en el tiempo. A mí me correspondía
esperarlo, limpia, desnuda y hambrienta, para
poder iniciar con la sesión, que culminaba con
orgasmos, estómago tenso, platos vacíos y más
kilos en la bitácora.
No se apegó a nuestra rutina. En lugar de entrar
al cuarto con una charola llena de comida y un pay
de limón, llegó con una bolsa de la que extrajo un
estetoscopio, un embudo, un tubo transparente y
largo, y un litro de leche entera. Yo me enredé la
toalla en la cabeza y me acerqué para mirar de
cerca aquellos instrumentos. Él me dijo que quería
probar algo nuevo. Una vez leí que los
matrimonios que llevan demasiado tiempo juntos y
que han perdido la pasión necesitan probar cosas
nuevas. Los expertos en relaciones de pareja
aconsejan hacer el amor en lugares públicos, o al
menos fuera de la recámara conyugal, interpretar a
otras personas y encontrarse en un bar para
seducirse como extraños, usar juguetes sexuales.
¿Es que la pasión se pierde tan rápido?
El estetoscopio sobre la mesa era inquietante:
yo no estaba enferma. En realidad, pocas veces
llegué a pensar en Gerardo como un médico: para
mí era el hombre más guapo del mundo que
adoraba verme comer y nada más. Antes de que yo
dijera cualquier cosa, él comenzó a explicarme
que primero haríamos una prueba sólo usando
leche. La expresión de mi cara le dijo que yo no
entendía de qué hablaba.
–Te voy a alimentar a través de un tubo. –Se
acercó a mí y su mano acarició mi vientre, como si
fuera a pulirlo–. Vamos a ver cuánto podemos
inflar tu estómago directamente.
Miré por la ventana: una vecina con cara de
hastío y cansancio se agachaba para tomar una
prenda de una canasta de plástico que tenía a los
pies y se ponía de puntitas para alcanzar el
tendedero. Él se acercó para cerrar las escamas de
la persiana. Le dije que tenía miedo: él me pidió
que confiara en él. ¿No había confiado en él desde
el primer día que me invitó a comer? ¿No confié
en él al abandonar mi casa para venir a vivir acá?
¿No era un ejercicio de absoluta confianza
esperarlo cada día para ser alimentada?
No dije nada. Vino a sentarse a mi lado y
acarició mi cabello. Me besó el cuello y deslizó la
mano por mi hombro, por mi brazo, hasta que me
tomó por la muñeca. Yo era suya: me miró
directamente a los ojos y volví a pasmarme con la
belleza de ese rostro frente a mí.
–Mientras más haya de ti, más voy a quererte. –
Recorrió con su dedo índice mis cejas y bajó por
mi nariz–. Con esto podría engordarte más rápido.
–Yo suspiré y comencé a relajarme. Mi cuerpo
respondía a las caricias de Gerardo sin mi
autorización–. No tenemos que hacerlo todas las
veces. –Me dio un beso–. Si no te gusta, no lo
hacemos nunca más. –Otro beso–. Te lo prometo.
Tuve una serie de arcadas que casi me hicieron
vomitar cuando Gerardo metió por primera vez el
tubo en mi garganta. Me había reclinado sobre
varias almohadas contra la cabecera de la cama y
vestía sólo playera y pantaletas. La televisión
encendida en un canal de videos, Gerardo
tarareando una canción de los ochenta, como si en
lugar de meter un canal por la parte posterior de
mi garganta trasplantara flores de una maceta al
jardín. Escucharlo me distrajo, y poco a poco mi
garganta perdió sensibilidad: sentí cómo empujó la
manguera más profundamente: sentí que se
deslizaba muy dentro de mí, presionándome. Cerré
los ojos y escuché su voz que me decía que no me
preocupara, que el tubo estaba ya dentro de mi
estómago. Abrí los ojos.
–Ya no hay peligro de que la comida vaya a dar
equivocadamente a tus pulmones. –Tocó mi frente
de manera paternal–. Eso sería muy peligroso.
Parpadeé varias veces: creo que fue hasta ese
momento que comprendí que la muerte podía ser
un efecto secundario en este experimento. No dije
nada; no sólo porque me era imposible hablar, sino
porque el miedo se apoderó de mí. Temí que el
tubo saliera de su lugar y se ensartara en el órgano
equivocado. Una sensación fría bajó de mi cabeza
y recorrió cada vértebra, desviándose por cada
vena y arteria hasta alcanzar todos los rincones de
mi cuerpo. Quizá esta es la diferencia entre el
miedo y el pánico: con el primero uno puede gritar
o gemir; con el segundo, uno se vuelve de piedra,
inmóvil. Gerardo acercó su oído al tubo y dijo que
podía escuchar los ruidos de mi interior. Sopló un
poco y sentí que mi estómago se expandía
ligeramente. Tuve ganas de reír; sólo pude fruncir
los ojos. Él me besó en las comisuras de los labios
antes de conectar el embudo a la punta del tubo.
–Ahora voy a alimentarte, mi lechoncita.
Cerré los ojos y lo dejé hacer: estaba en sus
manos.
Comenzó a verter con lentitud el litro de leche.
Sentí pasar la frialdad a través del tubo, y anidar
en mi vientre. Era extraña la sensación de ingerir
alimentos sin poder paladearlos. Sin embargo, sí
podía oler, imaginar el sabor, evocarlo.
–Normalmente, el estómago puede recibir hasta
un litro de alimentos sin problema –me dijo en su
tono de doctor-en-control–. Pero puede alojar
hasta tres litros, porque se expande. Podemos
entrenarlo para que se expanda cada vez un poco
más. –Siguió hablando: su voz se volvió el sonido
de un riachuelo que corre a la distancia: mi mente
enamorada, mi grasa suave y amarilla, mis huesos
anchos, la enorme superficie de mi piel, mis
órganos apretujados, todo se concentró en la
sensación del estómago pleno. Pensé en un
programa de televisión donde mostraban el
crecimiento acelerado de un hongo gigante a partir
de la espora. La capucha moteada empezaba como
un pequeño botón que iba ensanchándose a medida
que el tallo subía. Igual, dentro mío todo se había
expandido: tal vez mi cuerpo se convertiría en un
valle ancho que se integraría al mundo. La
saciedad absoluta, los ojos de Gerardo sobre mí,
amorosos como el sol a través de las nubes. Mi
garganta y lengua se rebelaron en la amenaza del
ahogo y del naufragio. Él se apresuró a sacar la
manguera que escupió residuos de leche al
abandonar mi cuerpo; viví un exorcismo de
náuseas y arcadas, el bochorno de las manchas en
las sábanas.
Cerré los ojos, respiré profundo e hice un gran
esfuerzo para no vomitar. Vomitar me parece una
afrenta, una violación a las reglas naturales. La
comida, su sabor, su textura, sus olores, todo el
placer que genera al entrar al cuerpo, se convierte
en su antítesis al ir en sentido contrario. Es
humillante. No pude acordarme de la última vez
que vomité en mi vida: muchos años, tantos, que
no podía recordarlo. Me puse de pie y fui a
bañarme otra vez. Salí envuelta en una toalla;
Gerardo ya había terminado de limpiar todo y
cambiaba las sábanas por unas limpias. En ese
momento sonó su teléfono, contestó y salió de la
habitación. Lo escuché en la sala hablar de manera
cortante. Volvió a entrar y me dijo que tenía que
irse. No me sentí con ánimos para cuestionar
adónde y por qué: estaba segura de que era algo
que tenía que ver con su esposa o con los hijos. Se
disculpó por el final del experimento: la técnica
podía perfeccionarse con la práctica. Se inclinó
hasta mí para darme un beso de despedida y
pincharme la panza, juguetón.
Lo seguí hasta la cocina y lo vi cerrar la puerta.
Escuché el motor de su carro al encenderse y
alejarse hasta que no pude oírlo más. Saqué un
plato grande y convertí una barra de pan blanco,
tres latas de atún y un frasco nuevo de mayonesa
en seis sándwiches. Llevé también al cuarto un
refresco de cola de un litro, encendí la televisión y
me perdí por casi media hora en un infomercial
que pretendía vender un aparato más para bajar
peso. Mostraban fotos de hombres y mujeres
moderadamente obesos, con rostros amargados: al
terminar una secuencia de las personas
ejercitándose, venían las fotos de ellas mismas
ahora esbeltas y cubiertas de músculos, sus caras
mostrando enormes sonrisas de orgullo. Este tipo
de programas ejercían sobre mí una fascinación
parecida a ver nadar un tiburón en un acuario, pero
me sentía muy triste para perderme en las
imágenes. Era la primera vez, desde que estaba
con Gerardo, que comía por tristeza y no por tratar
de engordar y darle gusto a su bitácora. Cambié de
canal: una telenovela. Engullí con prisa, como una
ardilla que mastica lo más rápido que puede:
tragué el bolo de panatún y volví a llenarme la
boca una y otra vez. En la pantalla, una mujer
madura, operada y excesivamente arreglada para
lo que al parecer era su día a día, le gritaba a otra
más joven, guapa, recatada y con cara
compungida: «¡No dejaré que te acerques a mi
hijo, zorra!». Sin importar lo predecible de la
trama y las malas actuaciones, la telenovela
ofrecía la certeza de que en algún momento todo se
resolvería de la mejor manera: los malos
recibirían un castigo y los buenos su recompensa.
Entendí cómo alguien puede elegir perderse en
esas historias dramáticas y prefabricadas en lugar
de vivir su propia vida. Tomé el refresco y lo sentí
bajar por mi garganta, frío, dulce, hasta que me
sentí explotar. Me cubrí con la sábana, cerré los
ojos y traté de no pensar.
27
Ese día, Abril realizó sus rutinas de la mañana
con una perfección fuera de lo común. Estaba
interpretando su papel cotidiano: hoy era
especialmente importante hacerlo porque tenía una
misión. Aún no amanecía: hizo ejercicio y se bañó.
Ya arreglada, despertó a los gemelos, los vistió
con ropa idéntica, les puso un programa educativo
de la BBC en la televisión y bajó a la cocina a
preparar sus desayunos y el de Gerardo. Para no
levantar sospechas, se desesperó un poco con los
niños y se quejó de los vecinos que la noche
anterior escandalizaban en una fiesta. Su esposo
escuchó sus comentarios y la miró con paciencia
forzada; quería irse y dejar de escuchar su voz.
Abril lo despidió en la puerta con ese beso
obligado de las amas de casa de televisión; se
quedó ahí hasta que vio el carro de Gerardo
desaparecer en la esquina.
Tomó a los gemelos junto con todos sus
aditamentos: la mochila con snacks saludables, los
jugos sin azúcar, pañales suficientes, un cambio de
ropa por si hubiese algún accidente, algunos
juguetes y la carriola doble. Cargó todo en la
camioneta y manejó rumbo a casa de su madre,
quien ya la esperaba. Abril volvió a agradecerle
por cuidar a los gemelos: ella podría ir al fin con
el dentista para que le arreglara esa muela que ya
no soportaba. La abuela, que apenas unos años
atrás habría jurado que su hija no iba a casarse
nunca y mucho menos a tener hijos, le dijo que no
tuviera cuidado, que se tomara el tiempo que
necesitara, que era un placer tener a sus nietos
adorados en casa.
Tardó unos 20 minutos en llegar a la colonia
donde vivía una amiga de la clase de yoga a la que
asistía dos veces por semana. Estacionó su
camioneta unas cuadras atrás y llegó caminando a
la casa. Tocó el timbre: Julia salió a recibirla
efusivamente. Abril le entregó unas galletas
horneadas por ella misma. La amiga intentó
persuadir a Abril para que se quedara a tomar un
café en la casa; ella se excusó prometiendo que
más tarde se pondrían de acuerdo. Un poco
decepcionada, como las mujeres mayores cuyos
hijos ya tienen vidas propias, Julia le extendió las
llaves de su carro. Su cabello encrespado color
carbón se cernía sobre su cabeza como una nube
de smog. Llevaba ropa holgada y sandalias. Al
abrazar a Abril, una mezcla de aceite de sándalo y
sudor invadió el ambiente. Abril le dijo que no
sabía cómo agradecerle su ayuda. La había
llamado la noche anterior con la urgencia de que
su camioneta estaba descompuesta y necesitaba un
vehículo para hacer varias diligencias. Julia le
dijo que podía usar su auto sin problema; ella no
tenía nada planeado para ese día y, en todo caso, si
por alguna razón necesitara salir, podría usar el de
su esposo.
Abril manejó rumbo al hospital en aquel carro
mediano y gris, con algunos años de uso y evidente
desgaste y limpio de manera casi obsesiva: la
dignidad que le queda a quien no puede darse el
lujo de cambiar de modelo con frecuencia. Entró
al estacionamiento como si fuera un paciente
cualquiera, se estacionó en el primer nivel y subió
por las escaleras hasta el tercero, donde los
médicos y los empleados solían estacionarse.
Efectivamente, allí estaba el BMW de Gerardo,
nuevo, inmaculado, en el cajón asignado para él.
Era, sin duda, el vehículo que le correspondía a un
hombre adulto, todavía joven y guapo, la bata
blanca más cotizada del hospital. Pensó que su
marido era el modelo ideal con el podrían filmar
un comercial para ese carro: bien parecido,
exitoso, seguro de sí mismo. No necesariamente
casado, más bien con un séquito de mujeres en
franco acoso. Tras comprobar que Gerardo estaba
en el hospital, Abril se dio la vuelta, bajó por la
escalera de caracol de concreto, subió al carro de
Julia, pagó su boleto en la caseta de salida, y se
estacionó afuera, en una esquina de donde podía
ver la entrada y salida del hospital.
Abril traía lentes oscuros, iba sin maquillaje y
llevaba un peinado diferente al que usaba todos
los días. Se había preparado para una larga
espera: tomó su taza-termo de café, le dio un sorbo
cuidadoso y se resignó a esperar. Había llevado
también una bolsa con unas galletas dietéticas y
una revista para mujeres de mediana edad que
tenía por título el nombre de una locutora de radio.
La comenzó a hojear con desgano, mirando cada
20 o 30 segundos hacia el hospital. Pensó en los
detectives de las películas que deben pasar
muchas horas metidos en un automóvil esperando
que suceda algo. Le hubiera gustado traer los
cigarros: para los que fuman el tiempo pasa más
rápido. Dejó la revista sobre el asiento del
copiloto: no podía concentrarse. Se puso a jugar
con el celular, revisó las redes sociales y terminó
comiéndose las galletas. Bajó el visor frente a ella
y se miró en el espejo: las arrugas enmarcaban sus
ojos, y las que formaban un paréntesis a cada lado
de sus labios eran mucho más evidentes a esa
distancia. Tuvo la sensación de querer llorar:
cerró el visor y comenzó a pensar fuertemente en
Gerardo, invocándolo para que saliera de una
buena vez: de niña tenía la idea de que pensar
mucho en una persona provocaba que esta llamara
o llegara hasta uno. Estar allí esperando a que su
marido saliera para seguirlo y comprobar su
infidelidad le producía una ira triste que
aumentaba a medida que pasaban los minutos.
Empezaba a experimentar ganas de orinar
cuando vio salir el carro de su esposo. Abril se
enderezó de inmediato, volvió a ponerse los lentes
oscuros, se abrochó el cinturón y encendió el
motor para seguirlo. Había un carro entre el suyo y
el de Gerardo; ella podía verlo claramente, así que
permaneció en esa posición, sin rebasar. Primero
avanzaron por varias calles con mucho tránsito; al
cabo de varios minutos, él se incorporó a una
avenida ancha y fluida que los llevó hasta lo que
antes eran las afueras de la ciudad y ahora era una
zona que florecía con fraccionamientos de interés
social, cadenas de supermercados y pequeños
comercios rémora. Abril apretó el volante y se
concentró en no perder de vista a su marido; no le
importó no hacer nada por evitar los baches, que
abundaban, ni frenar debidamente antes de los
numerosos topes que debía pasar. Estaba claro que
Gerardo sí tenía una amante y muy pronto tendría
todas las pruebas que buscaba hace meses. No,
nada más importaba ya. La sangre se le fue
agolpando en la cara y perdió noción de cualquier
sensación que no fuera el miedo.
Recorrieron una calle con casas idénticas a
cada uno de los lados, indistinguibles unas de
otras, salvo por ligeras modificaciones o el color.
En los hoyos cuadrados sobre las banquetas había
árboles muy jóvenes, casi recién plantados, en un
esfuerzo de la constructora por embellecer el
fraccionamiento y terminar de vender todas las
casas. Ningún carro mediaba ya entre el que
manejaba ella y el de su esposo: Abril se
estacionó momentáneamente frente una frutería
desde donde pudo observar que él había dado
vuelta en una esquina. Volvió a seguirlo y, al girar
para tomar la calle perpendicular, vio el carro de
Gerardo estacionado frente a una de las casitas.
Esperó hasta que él entrara antes de avanzar. Abril
pasó de largo, pero tomó nota del número de la
casa. Cerca de la entrada había una maceta con la
forma de una tortuga y un cactus que parecía un
sahuayo en miniatura. Muy cerca alcanzó a ver un
gnomo colorado. Eran de resina: los había visto
hace poco en el Home Depot. El jardincito, de un
metro por dos a lo mucho, se veía seco y con
malezas incipientes. Una planta de geranios
recargada contra la pared le daba cierta dignidad a
la construcción.
Abril se estacionó una cuadra más adelante y
apuntó el nombre de la calle y el número. Apenas
podía entender su propia letra: le temblaba la
mano. Su piel estaba caliente y la cabeza comenzó
a dolerle de una manera que no conocía. Se dio
cuenta de que todo su cuerpo temblaba: no podía
evitarlo. Tenía ganas de bajarse y correr hasta esa
casa, derribar la puerta y hacer un escándalo.
Necesitaba golpear a Gerardo, arrancarle los
cabellos a la otra, gritar hasta romper su propia
garganta. Debía ser más inteligente que sus
impulsos: había que calmarse y hacer bien las
cosas. Respiró y sintió un mareo. Calma, Abril. Ya
había conseguido lo que había venido a buscar: la
certeza del engaño. Es más, había obtenido mucho
más: una dirección precisa. Le llevaba la delantera
a Gerardo y a la arpía que se había convertido en
su amante: lo más prudente era regresar,
intercambiar el carro por su camioneta, comprar
algo de comer, ya que no podría cocinar a esa
hora, e ir a recoger a los niños. Necesitaba recibir
a su esposo esa tarde como siempre, entre
fastidiada por lo doméstico y alegre por verlo, y
pensar muy bien lo que haría a continuación.
Suspiró profundamente y trató de relajarse:
había visto a Gerardo visitar la casa de su amante,
la prueba irrefutable de todas sus sospechas, la
causa tangible de todas sus inseguridades, su
miedo hecho carne y hueso, y ella se mantenía en
una pieza. Era verdad que sus músculos estaban
tensos, que la sangre que la recorría por dentro
estaba fría, como si le hubieran inyectado alguna
sustancia refrigerada por las venas, y que le
temblaba el cuerpo, pero su cerebro conservaba
una serenidad inusitada. Estuvo a punto de
encender el motor otra vez para irse, pero sin
pensarlo, como si su cuerpo se manejara por una
lógica distinta a la de su mente, se bajó y fue
caminando en contrasentido de la calle, hasta
llegar a la casa. Precisaba esa cercanía, darle una
forma más completa a la realidad. Tocó el carro de
Gerardo: la lámina se sentía tibia. Miró la casa: la
pintura se veía reciente, las ventanas estaban
cubiertas por persianas y era imposible vislumbrar
lo que había en el interior. Sobre el suelo, Abril
vio tres sobres. Volteó para ver si alguien la
miraba. Aparte de dos mujeres que platicaban en
la esquina, la calle estaba desierta en ese
momento. Se agachó y rápidamente tomó los
sobres: uno era publicidad, otro el recibo del agua
y uno más, el del teléfono, a nombre de Gerardo
Vieira. Se guardó el recibo del teléfono y regresó
al automóvil.
Aquel sobre cerrado la acompañó durante todo
el camino de regreso: una presencia muda, viva.
Abril manejó con cuidado, se detuvo en las luces
rojas, cedió el paso, llegó a casa de su amiga,
entregó el carro, agradeció mucho, y caminó varias
cuadras hasta donde había dejado su camioneta.
Volvió a manejar en automático y llegó hasta una
cocina económica donde compró comida para
llevar. Apenas se había estacionado frente a la
casa de su madre, la puerta se abrió y los gemelos
salieron a recibirla con pasos trastabillantes. La
madre de Abril tenía la pañalera en el hombro y
todas las cosas listas cerca de la puerta: era una
mujer meticulosa, llena de vida social y con una
debilidad absoluta por sus nietos; los amaba tanto
que por ellos sacrificaría una tarde de jugar
barajas con sus conocidas o su clase de tai-chi.
Abril se felicitó por no haber hecho una escena de
telenovela frente a la casa de la amante: se habría
retrasado para recoger a sus hijos y no quería
abusar de su madre. Sufría de las articulaciones y
se cansaba con facilidad de un tiempo para acá.
Comieron en casa: los niños albóndigas y arroz;
ella, lechuga, pepino y tomate. Al terminar, puso a
los gemelos sobre un tapete afelpado y extendió
frente a ellos los bloques de colores para que
jugaran. Encendió la televisión, buscó algo que
pudiera interesarle medianamente y se dejó caer
sobre el sillón: estaba exhausta, como hacía mucho
no se sentía. Si cerrara los ojos podría quedarse
dormida hasta el día siguiente. No, no era verdad:
no podría dormir, porque le era imposible no
pensar. Extendió su brazo y tocó el sobre del
recibo telefónico que aún no se atrevía a abrir. Se
paró y fue hasta la ventana: un hombre moreno y
obeso regaba el jardín de los vecinos, una
motocicleta cruzó la calle, una vecina paseaba a
sus perros, un par de monstruos con ojos saltones y
hocico inexistente. Era estúpido que pensara que
Gerardo llegaría en cualquier momento y la
descubriría, y sin embargo, Abril no podía dejar
de sentir esa opresión en el pecho, como si unos
puños enormes apretujaran sus pulmones hasta
dejarla sin aire.
No pudo más y se soltó a llorar. La destrozaba
la certeza de que el hombre de su vida, la razón
por la que toda su familia y amigas la envidiaban,
estaba con otra mujer que sin duda era más
hermosa, más inteligente, más todo que ella, la
esposa aburrida, la madre de sus hijos. Se sentía
rechazada, estúpida, fea, gorda, inútil. Se sentía
nada. Dolía tanto. Era como una negación de su
propia existencia, de las cosas que creía ser. Fue a
sentarse otra vez: la casa era una prisión y los
hijos una distracción que le impedía pensar en la
verdad. Enterró la cara entre sus manos
sollozando, como supuso que han hecho todas las
mujeres que se permiten admitir la infidelidad de
sus esposos. Abrió el sobre del recibo telefónico y
se quedó mirando los números por un largo rato,
hasta que se grabaron en su memoria.
28
Yo, la gorda que se queda al margen de todo.
Yo, la gorda que mira cómo suceden las cosas,
sin participar.
Yo, la gorda a la que nunca habían besado.
Sé que es un cliché, pero tal vez sea lo único en
lo que soy igual a cualquier otra mujer de peso
regular: yo sólo quería que alguien me quisiera.
Anhelaba una mirada que reconociera lo que
soy yo. Alguien que pudiera verme a mí, lo que sea
que yo soy, sin este lastre de kilos que cargo desde
que tengo memoria. Me pregunto si en verdad
habrá alguien debajo de todas estas capas de
grasa.
¿En qué parte de mi cuerpo estoy yo? ¿En algún
resquicio entre los huesos y el músculo? ¿Entre
mis órganos vitales comprimidos por una estola
blanca de tejido adiposo? ¿Es Pandora, yo, algo
más que este cuerpo que todos ven con repulsión?
Quizá me he transformado en una colección de
células que se mantienen unidas debajo de la
inmensa bolsa que es mi piel. Yo soy sólo un gran
bulto extendido sobre la cama. No hay forma de
quererme, porque yo soy sólo eso: carne, grasa,
agua, huesos, piel, soledad.
¿Por qué nadie me quería antes de Gerardo? ¿Es
que es muy egoísta ocupar demasiado espacio en
el mundo? Como si mi gordura fuera contagiosa,
los desconocidos se alejan de mí. En cambio, las
personas que me conocen no huyen de mí
abiertamente para no parecer groseras. Yo sé que
les urge irse. Lo sé al mirar sus sonrisas forzadas,
esas sonrisas que nunca muestran los dientes. Lo
sé porque miran con angustia a su alrededor
buscando una buena excusa para huir.
Siempre estuve sola, hasta que lo conocí a él.
29
Comenzaba a atardecer más temprano con el
invierno a la vuelta de la esquina: los árboles en
los camellones se cargaban de pájaros negros que
se preparaban para la noche. Las nubes blancas y
alargadas como estrías surcaban el cielo que
comenzaba a mutar de azul a morado oscuro.
Como todas las tardes, Gerardo abrió la puerta de
la casita. La señora del aseo se había ido hacía
poco: los pisos olían a pino. La ropa limpia
ondeaba colgada en el tendedero del minúsculo
patio. La mujer, delgada y correosa como momia
de charamusca, parecía ser reservada y nunca
había dicho nada sobre la relación entre Gerardo y
Pandora. Llegaba, saludaba secamente, hacía su
trabajo, tomaba el dinero que le correspondía, y se
iba cerrando la puerta con cuidado de no azotarla.
Él la había contratado a través del personal de
limpieza del mismo hospital: la señora Licha era
la tía de uno de los jóvenes que se encargaba de
deshacerse de la basura tóxica del hospital. Por
muchos años se había dedicado a limpiar casas,
pero ya llevaba un par de meses sin empleo. La
propuesta de Gerardo le había resultado
conveniente: la casa era muy chica en realidad y su
aseo podía hacerse en relativamente poco tiempo.
El extra era que tenía que lavar la ropa de cama y
la de Pandora, que no era tanta, ahora que pasaba
todo el día en cama metida en una bata, además de
hacer los trastes, cocinar si fuera necesario y traer
cosas de un minisúper que estaba a un par de
cuadras, cuando se ofrecía algo de la despensa. El
sueldo era generoso: el doctor Vieira le pagaba
dos veces lo que ella ganaba en su último empleo,
aparte de una cantidad fija para sus pasajes.
Gerardo entró a la habitación principal y besó a
Pandora, quien lo esperaba en piyama y debajo de
las sábanas. Ella le dijo que tenía que contarle
algo y hablar con él. Él se pregunto en silencio si
aquello no era lo mismo. Era así: una mujer con la
necesidad de hablar y un hombre forzado, por las
razones que fueran, a escucharla. Tomó asiento
resignadamente en el sillón individual frente a la
cama y miró a su amante con una atención un poco
falsa y cubierta de impaciencia. Parecía
representar su papel de médico que se dispone a
escuchar la lista de síntomas de una paciente
hipocondríaca. Comenzó a tamborilear los dedos
sobre sus muslos. Pandora le relató cómo por
primera vez, al menos de manera evidente, sus
piernas ya demasiado gruesas tenían problemas
para dar cada paso. Los muslos aguerridos se
adherían uno al otro y le impedían avanzar. Le
contó a detalle cómo había tenido que apoyarse en
la pared y levantar con sus dos manos una pierna
para moverla hacia adelante y caminar. Había
tenido que repetir el movimiento con la otra
pierna. Le dijo que era como si fuera un tronco
gigantesco en mitad del camino: algo ajeno a ella
misma. Al final había podido llegar hasta el baño
y sentarse sobre el escusado, donde sus nalgas se
desbordaron hacia ambos lados. De regreso tuvo
que levantar otra vez cada pierna con ayuda de sus
propios brazos para llegar hasta la cama. Era
increíble, le dijo a Gerardo mirándolo a los ojos:
sólo el día anterior había batallado mucho, pero
aún pudo avanzar. Era cierto, de un tiempo a la
fecha se le había vuelto más oneroso moverse. Al
menos ayer había caminado: trabajosa y
lentamente había caminado como un ser humano, y
esta mañana, ya no. Eso la aterraba, confesó.
Estaba previsto en la fantasía, y sin embargo,
ahora que era una realidad, tenía mucho miedo.
Luego de la expedición al baño, Pandora se había
sentado en la orilla de la cama y se había
recostado acomodando su cuerpo en el colchón
como si fuera un mamífero marino sobre la arena.
Había permanecido quieta durante varios minutos,
hasta que su ritmo de respiración se normalizó. De
un tiempo a la fecha, estaba continuamente agitada.
La hazaña de haber ido al baño le había mandado
el pulso por los cielos. ¿Qué había pasado entre
ayer y hoy?
–Es normal que tengas un poco de dificultad
para moverte. –Gerardo hundió la cara entre los
pechos de Pandora y emergió sonriendo como un
niño que se toma un vaso de leche con chocolate
de un tirón–. Para eso está la señora Licha, para
asistirte en lo que haga falta.
Claro. Pandora pensó en la señora Licha. Esa
mañana se había despertado con los ruidos que
hacía al limpiar la casa. Pandora la había llamado
y la mujer se había asomado por el umbral de la
puerta, mirando hacia la ventana cerrada, para no
contemplar aquel cuerpo extendido sobre la cama.
Ella le pidió un omelette con diez huevos, jamón,
cinco panes tostados con mantequilla y un litro de
jugo de naranja. La mujer sólo respondió: «Sí,
señorita», y desapareció. Por más que intentaba
seguir el consejo de Gerardo sobre no desayunar,
el dolor físico de no comer era difícil de
sobrellevar. Pandora había encendido la
televisión: un infomercial de pastillas que
encapsulan la grasa prometía adelgazar a las
personas en tan sólo unos días. La pantalla
mostraba imágenes de mujeres perfectamente
maquilladas y peinadas, de menos de 50 kilos y de
senos redondos que desafiaban la gravedad,
metidas en bikinis o vestidos entallados,
emparejadas con fotos de mujeres gordas,
despeinadas, con el rostro fuera de foco,
mostrando las lonjas en ropa interior o enfundadas
en un pants gris y playera demasiado grande: el
antes de las pastillas y el después del milagro.
Doña Licha había entrado al cuarto con la
charola; apenada, Pandora había cambiado
rápidamente el canal de televisión a un programa
que pretendía ayudar legalmente a mujeres
buscando el divorcio de sus maridos abusivos.
Una abogada vestida de traje sastre gris y
anteojos, el cabello en un chongo arquetípico y
cara de constipación, aseguraba que era posible
escapar de un mal matrimonio y rehacer la vida:
sólo había que tener valor, ganas de cambiar y la
información legal necesaria. La sirvienta había
acercado la mesita y depositado allí el desayuno
antes de preguntarle si se le ofrecía algo más.
Nunca la miraba de frente: su patrona era una gran
montaña de carne y ella se empeñaba en actuar
como si no existiera. Pandora no sabía si su
cuerpo le causaba repugnancia o lástima. No sabía
si ese comportamiento cortante y esos gestos
contenidos obedecían al desprecio que la obesidad
le producía o, más bien, a un rencor de clase.
Mientras que su familia, como muchas otras,
pasaba limitaciones, aquí había una gorda que no
trabajaba, sino que pasaba todo el día en cama,
como un parásito, comiendo hasta el hartazgo. Una
glotona sin miedo de Dios, podía leerse en la
mirada de la mujer. Pandora dijo que no, gracias,
que no se le ofrecía nada más, y la mujer salió en
silencio para continuar con la limpieza de la casa.
Pandora había comido en silencio escuchando
historias de mujeres desesperadas por separarse
de sus esposos. La conductora y el panel de
abogados las aconsejaban diciéndoles qué pasos
tomar y adónde ir. Sus rostros mostraban esa
expresión de la gente que está segura de lo que
hace. Las víctimas de la violencia doméstica
ponían atención, ojos anegados, manos sobre el
regazo, sumisas. Parecían estar diseñadas para
sufrir, para asumir ese papel en la vida. No se
parecían en nada a su madre, que tenía una mirada
altiva y un aire casi metálico: una fortaleza que
doblegaba a los demás. Pandora empujó la mesita
hacia un lado y abrió el cajón del buró para sacar
la bitácora de Gerardo. Más o menos había estado
ganando unos tres kilos por semana. Kilos firmes
que permanecían en su cuerpo al cabo de existir
diariamente. A partir de su llegada a la casa, había
subido casi 70 kilos. Llevaba ya seis meses siendo
alimentada. Se había quedado dormida por varias
horas, hasta que Gerardo llegó.
–Ese es el problema –dijo Pandora–. Si le
pregunto cualquier cosa, me contesta con un sí o
con un no.
Gerardo la ayudó a pararse de la cama y a
subirse a la báscula. Tomó nota del peso y
reacomodó las almohadas para que Pandora se
recargara. Ella se dejó hacer. Así debe ser como
las madres cariñosas tratan a sus hijos, pensó. Le
vino a la mente la suya, que no tenía paciencia
para las enfermedades y las tomaba como una
afrenta en su contra, como una debilidad de
carácter
de
la
persona
supuestamente
convaleciente. Cuando tuvo varicela, su abuela
había tenido que ir a cuidarla, porque su madre se
rehusaba a dedicarle su atención: no era nada
grave.
–No le pago para que sea tu amiga. –Gerardo
salió del cuarto. A los pocos minutos regresó con
el tubo y el embudo colgando del hombro, y una
charola con un pastel de betún blanco, un bote de
crema líquida para batir, una bolsa de azúcar, un
cucharón, una jarra vacía, un recipiente desechable
cubierto de aluminio, platos, servilletas y un par
de refrescos de lata–. Le pago para que limpie y
no se meta en lo que no le importa.
–Es que a veces me siento sola. –Gerardo
acercó la mesa, dispuso los platos, y se sentó en la
orilla de la cama. Quitó el aluminio y le mostró a
Pandora su contenido.
–Treinta tacos al pastor. –El olor inundó la
habitación. Gerardo transfirió seis a su propio
plato y el resto al de ella–. Tú sabes que no estás
sola: yo vengo todos los días. –Abrió los
refrescos,
repartió
las
servilletas,
ceremoniosamente, como hacen los hombres al
realizar una tarea que no consideran propia.
Pandora hizo un puchero y puso el plato de
tacos sobre su vientre. Las tortillas se veían
diminutas entre sus manos gruesas. Él la observaba
sonriendo, deleitado. Antes de conocer a esa
mujer, ¿cuál había sido el propósito de levantarse
todos los días en la mañana, lavarse los dientes y
lanzarse al mundo? ¿Cómo había logrado vivir sin
ella? Se acercó para besarla en la boca: sus labios
sabían a carne, grasa, cilantro y cebolla. Comieron
en silencio por un rato.
–Hay días en los que me aburro mucho.
–Voy a contratarte ese servicio de películas
para que puedas ver lo que quieras a la hora que
quieras. –Gerardo retiró los platos, se sirvió una
rebanada de pastel y puso el resto frente a
Pandora–. Parece Pacman.
Los dos rieron y terminaron con el pastel,
mirándose, sonriendo con la boca llena. Él recogió
las cosas, las llevó a la cocina y, al regresar,
comenzó a desabotonarse la camisa. Al quitarse
los bóxers, le preguntó a Pandora si tenía huequito
para algo más. Ella asintió sonriendo: al fin había
logrado dominar sus reflejos y ya podía ser
alimentada a través del embudo y el tubo. A
Gerardo se le iluminó la cara, justo como a un
niño, un niño de esos hermosos e improbables que
usan para la publicidad televisiva. Tal vez ella
hacía las cosas que hacía sólo para verlo sonreír
de esa manera.
Él se acercó y la ayudó a desvestirse. Para ella,
la ropa era una barrera que impedía que sus
extremidades se tocaran entre sí, se frotaran y
rozaran hasta dejar la piel al rojo vivo. Levantó
los brazos y él la despojó de la parte superior de
la piyama que tenía un estampado de animales
africanos: leones, jirafas, hipopótamos y cebras.
Clavó los pies en el colchón y haciendo un visible
esfuerzo levantó las nalgas lo suficiente para que
el pantalón saliera también. Una vez que la tuvo
desnuda, Gerardo vació el bote de crema para
batir en una jarra, agregó la bolsa de azúcar y
comenzó a integrarla con el cucharón. El resultado
fue una sustancia espesa y dulce, lo
suficientemente líquida para pasar por el tubo.
Pandora abrió la boca como si estuviera con el
dentista, y Gerardo la entubó sin problema. Tomó
la jarra y se trepó a la cama, de frente a Pandora y
con las piernas abiertas en A, un pie a cada lado
de las caderas de ella, que tenía a la vista el
vientre plano y cubierto de vello oscuro de
Gerardo; podía observar cómo su pene se erguía al
tiempo que sentía su propio estómago inflarse por
lo que él vertía en el tubo. Su excitación, su amor,
se retroalimentaban. Cerró los ojos y se concentró
en sentir la humedad entre sus piernas. Intentó
abrirlas lo más posible para evitar que el interior
de sus muslos se tocara con su contraparte: sus
carnes permanecieron unidas.
Gerardo terminó de vaciar el contenido de la
jarra dentro del embudo, despacio. Ella
experimentó milímetro a milímetro cómo su piel se
estiraba hasta dejarle las sensaciones más finas,
más precisas, como si se tratara de alguna droga
especial. Al terminar, sacó el tubo de su garganta
con todo el cuidado del mundo. Pandora tomó la
verga de Gerardo y la apretó con fuerza. Sus caras
estaban cerca, así que pudo escucharla cuando ella
murmuró:
–Quiero que te vengas en mí.
Con mucho trabajo y con ayuda, se puso de
rodillas y se levantó a sí misma: sus pechos se
bambolearon con pesadez. Él podía ver todas las
estrías, hermosas, decorando esa masa de carne
tierna, la más suave del mundo, de la que emanaba
también ese olor que lo volvía loco. Tomó cada
pecho entre sus manos para chuparlos y besarlos
alternadamente, con desesperación; Pandora guió
aquella carne tan dura hasta el claustro de su vulva
hecha agua. Él se sintió encapsulado en tibieza y
humedad, en ese estado casi de ensoñación. La
carne de Pandora se puso en movimiento,
ondulando con inercia como respuesta a las
embestidas. Estaba lubricadísima, con el vientre
tenso y las caderas a punto de derretirse sobre el
colchón, como si toda ella estuviera hecha de
mantequilla. Las gotas del sudor de Gerardo le
llovían encima, sobre la cara, sobre su papada que
descansaba vibrando contra su pecho, cubriendo el
lugar en donde su esternón se escondía capas de
grasa debajo. Su propio sudor resbalaba por entre
sus pechos y los pliegues de toda su carne. Le
faltaba espacio para contener tanto placer.
Gerardo inundó el interior de Pandora y se dejó
caer sobre el cuerpo mullido y suave que tenía
enfrente. No usaba protección: ella le dijo la
primera vez que hicieron el amor que tomaba
pastillas desde hacía años para regularizar sus
periodos, y Gerardo le creyó sin más: le fascinaba
poder sentirla piel a piel. En realidad, ella no
tomaba pastillas, porque había leído que la
obesidad mórbida impedía el embarazo del mismo
modo en que las anoréxicas se volvían estériles al
convertirse en humanos de piel y varilla. A los
extremos, en la naturaleza no se les permitía
reproducirse. «¿Y qué bebé querría tenerla a ella
de madre?», bromeaba Pandora consigo misma a
solas por las mañanas, al preocuparse por todo:
una gotita que escuchaba caer y no sabía adivinar
si se trataba del grifo de la cocina o del baño, o si
tendría piyamas limpias para toda la semana,
ahora que se había convertido en su atuendo
regular, o un posible embarazo no deseado.
Gerardo le pidió que se levantara para pesarla.
Ella se había quedado dormida y renegó un poco
ante la petición; él insistió y ella terminó por
acceder. No podía negarle nada a alguien tan
atractivo como él: así funcionaba el mundo. Era
mucho más sencillo ser cruel o indiferente con la
fealdad. Pandora subió casi cinco kilos en esa
sesión: él estaba feliz, dijo, pero tenía que irse ya.
Se vistió y llevó el embudo y todo lo demás a la
cocina. Regresó con una jarra de agua y la puso en
el buró, encendió la televisión, le pasó a Pandora
el control, la cubrió con la sábana y la besó en la
frente.
–¿Se te ofrece algo más?
Pandora negó con la cabeza e hizo un esfuerzo
por sonreír.
–No me gusta que te vayas.
Gerardo le dedicó una mirada que oscilaba
entre la desesperación y la conmiseración.
–No puedo quedarme. –Se agachó para besarla
otra vez–. Sabes que estaré pensando en ti todo el
tiempo, hasta que vuelva a ser hora de verte otra
vez.
30
Cuando la vida no es generosa, una se vuelve
más dura. Como la piel de los párpados, de niña
yo era sensible a las burlas, al desprecio, al asco
que los otros sienten y demuestran al estar cerca
de mí. Por eso llevo agregándole capas a mi
coraza todos estos años. No hubo un segundo en
que no fuera consciente de mi gordura: nunca faltó
quien estuviera allí para recordármelo, empezando
por mi madre y mi hermana, seguidas por los
compañeros de la escuela. Las reacciones de
extraños por la calle me lo confirmaban todos los
días, por si yo hubiera tenido dudas.
Recuerdo, por ejemplo, aquella única vez que
viajé en avión. Un curso de verano en Canadá, a
mitad de la carrera, para mejorar mi inglés. Había
sido idea de papá, claro. Yo iba caminando con
dificultad por el pasillo, de lado y sumiendo la
panza. No hacía gran diferencia: mis lonjas, mi
panza y mis nalgas se apretaban contra los
respaldos de los asientos y los hombros de algunos
pasajeros, sólo para liberarse y soltarse en el
vacío, entre una y otra fila de asientos y volverse a
atorar nuevamente. Lo peor no era eso, sino la
mirada de horror de la gente que me veía avanzar
hacia la parte de atrás del avión. Yo trataba de no
hacer contacto visual con nadie, porque no quería
ver el alivio en sus caras al pasarlos y que fuera
evidente que mi lugar no estaba allí. No quería ver
las expresiones que indicaban que me
compadecían por ser gorda: nunca falta alguien,
por lo regular señora madura y enjuta como una
vara, que se acerca para intentar explicarme que
hay cosas que puedo hacer para dejar de estar
gorda, como tomar dos litros de agua al día, hacer
caminata, comer zanahorias o usar el Ab Master.
Envidio a las personas que no están al tanto de
su propia fealdad: eso les da una ventaja en la
vida, porque son incapaces de avergonzarse de sí
mismas. No era mi caso. Porque ser gorda es
diferente a ser fea. Ser gorda es como ser un
suicida: hay un elemento de reproche que hace que
la gente se sienta incómoda cerca de uno. Porque
la gente supone que ser gordo es una elección. A
diferencia de los adictos a las drogas, a quienes no
se les puede reprochar su dependencia física a la
sustancia favorita, se da por hecho que los gordos
elegimos autodestruirnos poco a poco, y por eso
no merecemos clemencia ni comprensión ni
simpatía. Es peor si se trata de mujeres: a las
mujeres sólo se les pide belleza, su valor se
contabiliza en esa subjetiva medida y, hoy por hoy,
eso significa delgadez: mientras menos haya de la
persona, mejor. Por eso son aborrecibles las que
guardan barras de chocolate en el bolso y comen
en su casa a escondidas, todas las que subliman
los momentos de tristeza en la noche, alumbradas
por la luz del refrigerador. Eso es imperdonable.
«Gorda» es uno de los insultos más efectivos que
una mujer puede lanzarle a otra si quiere hacerle
daño. Ser gorda es peor que ser celosa, vengativa,
superficial, vana, aburrida, truculenta, cruel o
maligna. Por eso, todo mundo intenta orillar a las
gordas a que se pongan a dieta y pierdan peso:
hacerlo es lo positivo y, por lógica de contraste, la
obesidad es todo lo negativo. Significa que no eres
lo suficientemente buena. Que ser como yo es
como estar descompuesta y tener la necesidad de
ser arreglada. Y ahora todo eso se veía nulificado
con el culto a mi sobrepeso que Gerardo me
procuraba. Me alentaba a subir, jamás a bajar. Era
tan fácil dejarse y rodar por aquella colina de
calorías y besos y palabras hermosas. Era
increíble.
Sin embargo, esa mañana me sentí un poco más
sola que de costumbre. Cerré los ojos y pensé en
mi madre. ¿Cuáles fueron las últimas palabras que
me dedicó? Recuerdo que yo había bajado la
escalera para ir a desayunar algo antes de ir al
hospital: ella estaba justo al pie de las escaleras,
las manos en la cintura como un jarrón moderno y
delgado, examinándome. No dijo «buenos días»,
sino que preguntó mi edad. Ella, mi madre. ¿Tan
poco le importaba yo o fui un evento tan
traumático en su vida que borró todo recuerdo de
mi llegada al mundo? Treinta y tres. Callada un
momento, giró para dirigirse a la cocina, y
dándome la espalda dijo: «Es que te ves más vieja
por lo gorda».
Me ofendía, no porque hubiera hecho algo malo
y me lo mereciera, como yo pensaba de niña, sino
porque podía hacerlo. Me decía las cosas más
hirientes porque podía salirse con la suya y nadie
se lo impedía. Ni mi padre. Mi madre era experta
en comprimir significados hirientes en el mínimo
posible de palabras. En una sola mirada, un mero
levantamiento de ceja o una mueca de asco.
Aquella vez yo no dije nada, sólo apreté la
quijada, pasé de largo por la cocina y salí de la
casa. Tal vez ella estaba segura de que me hacía un
bien: había evitado que yo desayunara esa mañana.
Yo me dirigí a un restaurante de comida rápida y
me llené con tres hamburguesas, un cerro de papas
fritas, refresco gigante y, de postre mañanero, un
helado con jarabe de chocolate. Recuerdo que
comí con desesperación: me sentía afrentada y esa
era mi respuesta, mi contraataque.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. No había
vuelto a ver a mi madre. Esa tarde pasé por un par
de maletas con mi ropa, tomé un taxi y fui con
Gerardo. No me despedí de mi madre ni de mi
hermana, y ellas jamás me buscaron. Tal vez
hicieron una fiesta con bocadillos saludables, con
jugos de verduras y frutas mixtas, para celebrar
que al fin la gorda había desaparecido de sus
vidas perfectas. ¿Por qué me seguía afectando?
Sorbí los mocos y traté de pensar en Gerardo. En
mi nueva vida. En esta burbuja que me protegía de
las agresiones diarias del mundo, empezando por
las de mi propia familia. El otro lado de la
moneda era que estaba sola gran parte del día.
Trataba de no montarme en ese tren de
pensamiento. La razón por la que Gerardo me
dedicaba tan poco tiempo no era sólo porque fuera
un médico que tenía que revisar a varias
embarazadas, dar consulta, atender partos y hacer
cesáreas, sino porque era también un hombre
casado.
Antes de conocer a Gerardo, yo nunca le había
puesto atención a los hombres como él. El simple
hecho de que estuvieran casados cancelaba toda
posibilidad, no por ser algo prohibido o porque le
habían jurado amor eterno a una mujer ante la ley y
ante Dios, sino porque la infidelidad me parecía
banal, como el futbol. Era fácil evitarla: para
sufrir una infidelidad, primero hay que tener una
relación, y yo no había tenido ninguna. Si le
preguntaran a mi madre, ella diría que porque
ningún hombre, casado o soltero, podría alguna
vez fijarse en una vaca como yo. Yo me enamoré
de él por su devoción a mi gordura: no reparé en
el hecho de que era un hombre casado. En
concreto, un hombre casado que estaba siendo
infiel con otra mujer, y esa otra era yo. Yo,
Pandora, la gorda asquerosa, era la amante de un
doctor casado. Cierto, yo no era una mujer de
cuerpo espectacular, tacones imposibles y
maquillaje sensual. Aún así, era casi un
estereotipo: vivía en la «casa chica» y me
autolavaba el cerebro pensando que yo podía darle
a mi hombre lo que no tenía en casa. Aunque fuera
verdad. No sé si serían los años en esa primaria
católica: el estigma de ser «la otra» se adhirió a
mí como la carne de mis muslos al tocarse. Nunca
estuvo en mis planes ser eso. Pero ya lo era. Sé lo
que diría mi madre si supiera que soy la amante de
un hombre casado. Diría que yo soy el betún en su
pastel, mas nunca, nunca sería su pastel. Lo que
importa es tener el respeto y las quincenas de un
hombre. Más que sus orgasmos, la seguridad
social y la pensión alimenticia son lo primordial.
Sé que lo diría, porque en más de una ocasión la
escuché hablar así de la amante del esposo de
alguna conocida. Mi madre daba por hecho que su
posición social les confiere a las casadas el
derecho de mirar con desdén a las madres solteras
y con lástima a las solteronas.
Miré el reloj despertador sobre mi buró.
Faltaban todavía unas seis horas para que viniera
Gerardo. Me solté a llorar: era un llanto que había
contenido por muchas semanas y ahora se
desbordaba amenazando con arrasar todo a su
paso. Yo no quería destruir mi relación con
Gerardo. En ese momento, su ausencia y el que
estuviera casado me hicieron odiarlo con una
intensidad que me asustó. Escuché la cerradura de
la puerta de entrada: era la señora del aseo. Al
poco vi su cara asomarse en mi cuarto y saludarme
con un estoico y frío buenos-días-señorita-yallegué. Como todos los días, no me miró a los
ojos. Su mirada fue a dar a los pies de la cama:
parecía costarle mantener aquella sonrisa apretada
y falsa. Le pedí que me ayudara a levantarme para
ir al baño y tomar una ducha. Yo estaba en el baño
y ella aprovechaba para limpiar la habitación,
cambiar las sábanas y llevarse la ropa sucia. Yo
me vestía en el baño; ella entraba con mi desayuno
y lo dejaba sobre la mesita.
Allí dentro, con la puerta cerrada, la escuché
abrir la ventana para ventilar la habitación. Oía
alguno que otro ruido y la visualicé quitando las
sábanas con asco, evitando tocarlas en lo posible.
Intenté imaginar qué se sentiría limpiar la suciedad
que dejan otros luego de comer o de tener sexo. O
ambas, porque en este caso, las dos actividades
sucedían en el mismo sitio. La señora se sentiría
superficial, forzada a saber cosas que no quería
saber, obligada a presenciar aberraciones a través
de los despojos de terceros. Por eso me odiaba
con la agresividad pasiva de su mirada esquiva,
con su falta de conversación, con esas ganas de
querer estar en cualquier otra parte excepto
conmigo. Su desprecio y su desaprobación
vibraban por toda la casa y chocaban contra mi
enorme cuerpo. Me desnudé y abrí la llave del
agua, dejándola correr. Escondí el bote de champú
dentro del tanque de agua del escusado y tiré la
toalla en el suelo. Me pegué a la puerta e intenté
escuchar y adivinar lo que doña Licha hacía. ¿Tal
vez estaba revisando el cajón del buró? ¿Qué
pensaría si viera la libreta donde Gerardo
apuntaba mi peso? En cierto momento la escuché
echar un suspiro o una exhalación de fastidio: en
ese momento abrí la puerta de golpe y le mostré mi
cuerpo gigantesco y deforme. Pensé en la frase
«más desnuda que un pez». La señora volteó hacia
mí y por unos segundos mi imagen grotesca retuvo
su mirada. Lanzó un grito ahogado: se hubiera
persignado, pero prefirió cubrir sus ojos con las
manos.
–No tengo champú, doña Licha –dije con voz
casi llorosa y traté de cubrir con mis manos la
parte de mis pechos de donde salían mis pezones.
Mi vientre era tan grande ahora, que caía hacia
adelante y casi hasta la altura de mis rodillas,
tapando mis genitales tras una gruesa cortina de
carne–. Se me cayó la toalla y no puedo levantarla.
Miré hacia la toalla que estaba a mis pies.
Ella avanzó hacia mí tanteando el camino,
cubriéndose los ojos con una mano y con el otro
brazo extendido hacia el frente. Al acercarse lo
suficiente, dobló las rodillas, prendió la toalla
entre el índice y el pulgar y la subió hasta mi
altura. La tomé y doña Licha salió rápidamente del
cuarto. Yo emparejé la puerta del baño y, cuando
ella regresó con una botella nueva de champú, sólo
la esperaba un brazo grueso lleno de lonjas que
culminaba en una mano gorda con dedos de
salchicha saliendo de la ranura entre el marco y la
puerta. Le di las gracias. Ella no respondió.
Durante mi ducha me acordé de mis tiempos de
secundaria, en una escuela de monjas para jóvenes
de clase-media-baja. Yo era una jovencita gorda,
muy entrada en carnes, todavía sólida y compacta.
Nadie podría clasificarme de mórbidamente obesa
en aquel tiempo: quizá por eso las otras chicas no
me excluían por completo y hasta hablaban
conmigo. La secundaria fue un respiro de la
crueldad infantil de la primaria. Mis compañeras
hablaban de un hombre perverso y asqueroso que
merodeaba la escuela en una especie de callejónatajo por el que muchas de las estudiantes pasaban
para ahorrarse un buen trecho del camino y llegar
a la parada del autobús. Solía estar recargado en
una pared, fumando, o sentado sobre la banqueta
pretendiendo leer un periódico. Siempre sucedía si
alguna chica pasaba sola por el callejón, pero
jamás si eran varias en grupo: el hombre chistaba
para que la joven volteara; en ese momento, él
sacaba su pene flácido del pantalón y comenzaba a
moverlo con su mano rápidamente, como si
quisiera sacar cátsup de una botella de vidrio. En
el breve instante entre que la adolescente en turno
miraba aquello poniendo cara de terror y el
momento en que, procesada la escena, se decidía a
salir corriendo, el hombre conseguía una erección.
Un día tuve que pasar yo sola por allí. El hombre
estaba recargado contra el muro, con la pierna
doblada, su zapato manchando la pared. Lo vi y
titubeé un poco antes de seguir: él sacó un cigarro,
lo encendió y comenzó a fumar. Avancé con paso
decidido, mirando hacia el frente. Me sentía una
mujer valiente que no habría de subyugarse ante un
pervertido: no andaría el camino largo sólo porque
un perdedor se exhibía a las muchachitas solas. Al
pasar yo frente a él, el hombre echó la cabeza
hacia atrás y exhaló el humo hacia arriba, como
para no dirigirlo hacia a mí. Siguió fumando, miró
su reloj de pulsera como si esperara a alguien. Se
me llenaron los ojos de lágrimas, pero no lloré:
me tragué el llanto y apreté los labios. Ser gorda
era tan repugnante que ni los pervertidos
exhibicionistas tenían ojos para mí.
Ahora había asustado a la señora del aseo.
Lloré mucho debajo del chorro del agua, gemí,
aullé. Si el ruido del agua opacó mis sonidos
lastimeros o si la señora del aseo prefirió
ignorarlos, no lo sabré jamás. Estuve mucho
tiempo bajo la ducha. Salí del baño; ella ya se
había ido. Dejó mi comida lista sobre la mesa del
cuarto. Yo estaba sola otra vez. Puse la televisión
en el canal de la comida, en donde a todas horas
del día varios chefs comparten sus recetas, o bien
muestran realities en donde varios jóvenes
aprendices de chef tratan de salir airosos de todos
los retos que los jurados les imponen. Comí
llorando y me quedé dormida.
31
Abril sabía que Gerardo no esperaba verla allí
y por eso no se movió de su lugar, aun estando
segura de que él no tardaría en llegar. No podría
decir si no le importaba que la viera así o si en
realidad deseaba que lo hiciera. La encontró en la
cocina, encorvada, con los ojos irritados y la
mirada perdida en el vaso de plástico con
pequeños dibujitos de varios colores que tenía
enfrente. Se acercó para besarla de buenas noches;
si él notó el olor a alcohol al darle ese beso al aire
junto a su mejilla, no dio señales de haberlo
hecho. Dentro del vaso infantil había un líquido
oscuro que no podía ser otra cosa que vino tinto,
pero él sólo dijo que estaba muy cansado, que
había tenido dos cesáreas de última hora. Una
triste excusa para no haber llamado en todo el día
y aparecer más tarde que de costumbre. Abril hizo
un gesto patético. Sus músculos faciales eran
incapaces de producir algo medianamente
parecido a una sonrisa. Atrás de esa máscara se
adivinaban varios sentimientos revueltos: angustia,
tristeza, ira, desesperanza.
A ella le pareció ver que su esposo cerraba los
ojos, tomaba aire y se preparaba para el conflicto;
no pasó nada porque ella no podía permitírselo
aún. Si abría la tapa de aquel frasco de alacranes
justo en ese momento, jamás sabría cómo era la
otra mujer: perdería la oportunidad de enfrentarla,
de medirse con ella, de hacerle daño de la manera
que fuera. Quizá su marido negaría la infidelidad,
o en su defecto la aceptaría y pediría perdón,
además de cortar todo contacto con la otra mujer.
Al menos durante algún tiempo, hasta que creyera
que podía verla sin peligro. Y entonces se volvería
tan cuidadoso que ella, la engañada, sería
engañada otra vez y no podría ya saberlo con
certeza. Abril sintió náuseas y una especie de
mareo que poseía todo su cuerpo: se levantó y se
arrastró rumbo a las escaleras. Se sentía como una
bolsa de té que ha sido usada ya varias veces hasta
perder todo el sabor.
–¿Te sientes bien? –Él la alcanzó en las
escaleras para tocarle la frente en busca de fiebre.
Se volvió a mirarlo. Hasta antes de saber la
verdad, pensaba que no había nada que pudiera
sustituir el confort que da la relación rutinaria y
estable con alguien. El poder dar algunas cosas
por sentadas en su vida era un bálsamo para todas
sus angustias. Había problemas, sí, pero al menos
su marido era alguien con quien podía contar en
las rutinas. Ahora, al mirarlo sabiendo lo que
recién había descubierto, tenía la sensación de
estar parada en un cable delgado sobre un
precipicio entre dos montañas. No tardaría en caer
y morir destrozada en las rocas. Quiso gritar: no lo
hizo.
–Estoy muy cansada. –Tenía los ojos húmedos y
los labios le temblaban.
Él aceptó esa respuesta y le aconsejó irse a
descansar cuanto antes. Abril subió hasta su
habitación, se encerró en el baño, abrió la llave
del agua y se echó a llorar. Se calmó. Miró el
desastre de su rostro en el espejo. Suspiró, se
ordenó a sí misma tener calma, y comenzó a lavar
su cara con agua fría; cepilló sus dientes, se puso
crema de noche y una piyama. No había nadie en el
cuarto, así que abrió la cama y se metió bajo las
cobijas, de espaldas al lado que solía ocupar él.
Cerró los ojos y fingió dormir hasta que escuchó
los pasos de su marido entrar al cuarto y hacer su
rutina nocturna en el baño. Abril apretó los ojos y
tensó su cuerpo al sentir aquel otro cuerpo ocupar
espacio sobre el mismo colchón. Sintió un ligero
estirón de las mantas y contuvo su aliento. Tuvo el
impulso de volverse contra él, golpearlo con los
puños hasta perder todas las fuerzas, reclamarle
por todo ese dolor, por ese bulto de infelicidad
que le había lanzado y que estaba a punto de
romperla.
Había llorado mucho en el baño y ahora se
sentía fortalecida por las lágrimas. Logró
contenerse de reclamarle a Gerardo cualquier
cosa. Tantos años de estar metida en el marasmo
de ser la esposa de un médico, la madre de los
gemelos y la señora de su casa y ahora tenía la
sensación de que estaba en una misión importante.
Peligrosa. Casi emocionante. Esa noche en la que
su marido la vio triste y tomando fue la única
ranura que Abril se permitió en su máscara de
aquí-no-pasa-nada. El resto de los días se volcó
por completo en el papel de detective y cónyuge
afectada.
Investigó, por ejemplo, que había una nueva
recepcionista en el hospital. También pudo
capturar por unos minutos el teléfono celular de su
marido y revisar bien su agenda. Así descubrió
que tenía un viaje a un destino de playa dentro de
unos días para un congreso internacional de
Ginecología: tendría que estar fuera de casa un
total de cinco días. ¿Se llevaría a la amante de
viaje? Eso estaba por verse. Los días antes de su
viaje eran clave. Abril revisó un calendario: tenía
tres días para actuar antes de que su esposo se
fuera al congreso. Más tarde, ya sola y con las
fechas anotadas en un papelito, concibió el mejor
plan que su mente pudo armar. Llamó a su madre y
le pidió ayuda. Ni siquiera tuvo que mentir: le dijo
que necesitaba salvar su matrimonio pasando más
tiempo con su esposo y que habían comenzado a ir
a terapia. ¿Podría quedarse con los niños? Los
recogería en la noche. Su madre aceptó de
inmediato. Abril dejó escapar el aire y no pudo
evitar un gesto de satisfacción: todo parecía
marchar. Durante los siguientes días se convertiría
en la sombra de Gerardo.
Luego de dejar a los niños en casa de su madre
y darle varias indicaciones, Abril se despidió
efusivamente. Manejó hasta el hospital y, antes de
entrar, caminó hasta un teléfono público y sacó de
su bolsa el recibo que se había robado de la casa
chica. Marcó el número de la amante. Tras varios
timbres, una voz femenina contestó. Era un «diga»
débil, en un tono de interrogación incierto y
medroso, como si no esperara ninguna llamada.
Abril permaneció en silencio: la amante repitió la
pregunta dos veces más antes de quedarse callada
también. La línea se cortó y Abril colgó. Miró el
temblor de su propia mano y sintió el calor de la
piel de su rostro. Exhaló el aire que había
contenido durante todo ese tiempo. Caminó hasta
el hospital, saludó a los vigilantes, tomó el
elevador y subió hasta el piso donde consultaba su
marido. Preguntó a la nueva recepcionista, una
mujer de al menos 50 años y rostro maquillado
excesiva y fallidamente para cubrir la abundancia
de arrugas, si se encontraba el doctor Vieira. Ante
la respuesta afirmativa, Abril fue a sentarse en uno
de los sofás de la sala de espera y comenzó a
hojear una revista de chismes de la farándula y
realeza europeas. La recepcionista le preguntó si
tenía cita y ella contestó que no, que era personal.
Antes de que la cincuentona pudiera informarle
que no podía esperar sin cita, una enfermera
saludó a Abril:
–Buenos días, señora Vieira.
La recepcionista abrió la boca y se llevó la
mano al collar de perlas falsas que colgaba de su
cuello arrugado.
–Señora, ¿le aviso al doctor que está aquí?
–No. Es una sorpresa.
Al cabo de unos minutos, Abril bajó otra vez y
volvió a llamar del teléfono público. En cuanto la
voz de la otra mujer contestó, colgó de inmediato.
Repitió la acción tres veces más y regresó a la
sala de espera. Al cabo de una hora, Abril pudo
ver al doctor Gerardo Vieira salir de su
consultorio y avanzar por el pasillo que
desembocaba en la recepción y sala de espera. Era
fácil explicarse por qué su miedo de perderlo no
era infundado: su esposo era guapo y se veía
sencillamente hermoso dentro de esa bata blanca,
caminando con pasos largos y firmes. Cualquier
mujer normal querría un hombre así, sin contar las
cosas materiales que él podría proveer sin
esfuerzo. Abril lo vio inclinarse hacia la
recepcionista para preguntarle algo; la mujer
extendió un dedo huesudo hacia la sala de espera.
En ese momento, Gerardo la vio; Abril pudo
registrar en el rostro de su esposo la mutación
entre la sorpresa inicial y el terror; segundos
después, por fuerza de voluntad, su gesto se
transformó en una sonrisa falsa. Menuda y breve,
sentada en el sofá, entre dos mujeres en avanzado
estado de gravidez, Abril lo saludó con un
pequeño movimiento de su mano, sin levantar el
brazo, como una aleta de talidomida, y una sonrisa
coqueta. Se levantó y caminó esquivando las
piernas abotagadas y varicosas de las que
seguramente serían pacientes de su marido, llegó
hasta él y lo besó en la boca.
–Vengo por ti para llevarte a comer. Dejé a los
niños con mi mamá.
–Pero tengo varias pacientes…
–Yo te espero.
Él se las arregló para sonreír, pidió un café a la
recepcionista y regresó a su consultorio. La mujer
se puso de pie de inmediato para traérselo.
–Que sean dos cafés, por favor. –Abril volvió a
su puesto en el sofá, moviendo sus caderas
esbeltas, y se puso a jugar con su teléfono celular.
En cuanto se terminó el café, volvió al teléfono
público y llamó y colgó cinco veces al número de
la amante. En la última llamada, la voz al otro lado
de la línea preguntó, casi llorando, quién era y qué
quería de ella. Abril sonrió, colgó y volvió al
hospital. Tras casi dos horas y cinco pacientes
más, Gerardo emergió nuevamente del consultorio.
Ella se puso de pie, lo tomó del brazo y se
dirigieron hasta el elevador. En el camino hacia el
carro, Abril habló emocionada de un nuevo
restaurante de comida del medio oriente que
quería probar: además, estaba muy cerca de allí.
Él manejó hasta el lugar, apagó el motor, se bajó
para abrirle la puerta y se portó caballerosamente
como de costumbre. Ella podía ver que todo
aquello era una actuación magnífica para cubrir la
verdad: estaba aterrado. Era tan imperceptible
como el pasar su mano por su cabello varias veces
durante lo que duró la comida, o ese escarbar con
la uña del dedo índice la cutícula del pulgar, o
mirar de soslayo la hora en la pantalla del celular.
Para hacer más tiempo y desorientarlo un poco
más, Abril pidió postre y café. Su esposo estaba
claramente desesperado y comenzó a tamborilear
los dedos sobre la mesa: la miró endulzar el café y
cortar un pedazo minúsculo de pay de limón.
–¿Postre? –Había un tono de molestia en su
voz–. Tú nunca comes postre.
Abril sonrió y terminó de masticar antes de
limpiarse los labios con la servilleta de tela.
–Es bueno darse un gustito a veces. –Extendió
su mano huesuda y manicurada hasta él–. Creo que
me lo merezco.
Gerardo asintió en silencio, se enderezó sobre
el asiento y miró su reloj de pulsera. El tiempo se
arrastraba con una lentitud terrible y ella no
terminaba de comer.
–¿Pasa algo? –preguntó inocentemente Abril y
extendió el tenedor con un poco de pay hacia la
boca de Gerardo. Él la abrió con cierta renuencia
y masticó pensando su respuesta. Ella se
adelantó–: La recepcionista me dijo que no tenías
más pacientes agendadas para la tarde.
El rostro de su marido palideció. Su boca
permaneció abierta por varios segundos antes de
que su cerebro supiera cómo actuar. Abril estaba
atenta a cada detalle.
–¿Estás segura?
–Si quieres llámala para confirmar. –Miró el
celular de su esposo, retándolo. Él lo tomó y lo
guardó en el bolsillo del pantalón.
–No, está bien.
–Hace años que no vamos al cine. –Abril se
llevó la taza de café a los labios y observó a su
marido por encima de la porcelana–. Desde que
nacieron los gemelos sólo hemos ido una sola vez.
¿Puedes creerlo? –Volvió a poner su mano sobre la
de él. Abril sintió que Gerardo hizo un gran
esfuerzo por no retirarla. ¿Temblaba? Lo vio
inhalar profundamente antes de hablar.
–¿Tanto tiempo, de verdad? –Gerardo dejó
escapar el aire contenido en los pulmones.
Abril asintió varias veces, sonriendo, y
comenzó a contarle de cierta película de la que sus
amigas no dejaban de hablar. Dijo que se sentía
relegada por no haberla visto aún. Además, tenía
antojo de palomitas de maíz. Los gemelos no
serían problema: su mamá se quedaría con ellos
hasta la noche. Tendría libre toda la tarde para ir
al cine. ¿No era maravilloso? Él respondió que sí
con un tono tristísimo y pidió la cuenta.
32
Me es imposible no pensar en que si yo hubiera
nacido en otro lugar o en otra época mi suerte
habría sido diferente. En una de esas culturas en
las que una mujer gorda, al igual que el ganado
bien alimentado, es un símbolo de riqueza, yo
hubiera vivido feliz. Estaría junto a un hombre
pudiente que a través de mi cuerpo generoso le
mostraría al mundo que podía alimentarme en
exceso mientras que otros padecen de hambre. Una
vez vi un lugar así en el canal del National
Geographic. No recuerdo el país: allí lo estético
son las lonjas del vientre que caen como cascada,
las caderas que se multiplican con sus pliegues,
las estolas de grasa de una papada doble o triple.
Allí la máxima insignia de belleza femenina son
las estrías plateadas que adornan los brazos, los
pechos, el vientre y las nalgas de esas mujeres
hermosas. El experto del programa afirmaba que
las gordas somos biológicamente correctas. Las
hembras de la especie humana en edad
reproductiva están diseñadas para ser redondeadas
y depósitos de grasa en los senos, caderas, muslos
y nalgas. Toda esa grasa, que marca la diferencia
con los hombres, es para que ellas puedan afrontar
los rigores físicos de tener hijos. Una mujer bien
acolchada está lista para reproducirse y no morir
de inanición al alimentar a sus crías. De allí que
los primeros humanos representaran la fertilidad
con estatuillas de barro de mujeres como yo. No se
puede negar que se asocia lo materno con una
mujer rolliza, que recuerda el confort de un bebé
al apretar la carne suave de la madre al
amamantarse. Durante la carrera, en una clase de
Psicología, leímos que por esa razón a todos los
hombres, incluidos los de nuestro tiempo y nuestra
cultura, les fascina tocar, amasar, chupar los
pechos de las mujeres; mientras más grandes,
mejor. No sé por qué esta obsesión por el tamaño,
ese deleite con la suavidad de la carne, no se
trasmite al resto del cuerpo de la mujer. Nadie se
cuestiona que a los hombres les gusten los pechos
enormes. Así es y punto. Sin embargo, la misma
actitud no se sostiene con las otras partes
femeninas. Intento convencerme a mí misma que no
estoy mal, que sólo estoy en el lugar equivocado y
en un pésimo tiempo para tener proporciones
desbordadas. Eso es todo.
33
Gerardo miraba alternativamente de la carátula
del celular sobre su pierna y más allá de la
ventanilla del asiento del copiloto: moteles,
fábricas, enormes lotes baldíos, gasolineras,
puestos de carretera que pasaban rápidamente y se
fundían en una mancha grisácea donde terminaba
su visión. Su esposa conducía la miniván y se
quejaba del tarado que iba en el carro rojo de
adelante, o bien ofrecía alguna anécdota cotidiana
de los gemelos que a él le resultaba aburridísima:
nunca le habían cautivado las historias que no eran
otra cosa que evidencia del desarrollo esperado en
niños normales. La miraba de reojo y le parecía
encontrar en ella una concentración falsa en el
camino. Tenía el impulso de intentar llamar a
Pandora una vez más para explicarle que no había
podido quitarse a su esposa de encima, que lo
había seguido como una sombra literalmente a
todas partes. Había tenido pequeñas oportunidades
para hablarle, en el baño, el consultorio, o
mientras Abril se ocupaba con los niños y él tenía
un momento a solas en la cocina, mas le resultó
imposible comunicarse con ella: una voz femenina
y automatizada le indicaba que el número que
había marcado estaba desconectado o fuera de
servicio.
–Hay un musical que quiero ver. Todas mis
amigas dicen que está buenísimo.
Gerardo volteó hacia su esposa, que sonrió
ligeramente al sentir su mirada. ¿Qué bicho se le
había metido que ahora quería hacer tantas cosas
con él? En estos últimos días habían ido a comer y
cenar a distintos restaurantes, al cine, al teatro, a
caminar por las plazas comerciales y mirar las
vitrinas de las tiendas. Habían hecho más
actividades juntos en ese breve tiempo que en los
últimos dos o tres años, quizá. Ella lo había
esperado en el hospital y ahora estaba al tanto de
todas sus citas porque se había sentado con la
recepcionista para revisar la agenda. Era
desesperante. Llamar a la casa y decir que llegaría
tarde porque todavía no terminaba con las
pacientes ya no era una opción. Le había sido
imposible escaparse para ver a Pandora, y no
poder contactarla se estaba volviendo algo
desesperante. Ahora Abril lo llevaba al
aeropuerto, donde él tendría que abordar un avión
que lo dejaría en una playa mexicana llena de
extranjeros para asistir a un congreso internacional
de Ginecología. Lo peor: no podía regresarse
apenas llegara, pues su presencia era requerida en
el evento. Tenía que impartir una conferencia
sobre embarazos de alto riesgo en mujeres
mayores de 40. Gerardo inhaló profundamente
para contener la impaciencia.
–Vamos al musical cuando regrese.
–¿Empacaste tu traje de baño? –Abril le
acarició el muslo con la mano derecha. Él se
estremeció al sentir aquellos huesos sobre su
propia carne y estuvo a punto de tirar el teléfono
celular–. Vas a ser el más popular entre las
enfermeras. –Cerró un ojo, cómplice.
Gerardo apretó los puños: nunca había sentido
ese deseo tan poderoso de destruirle la cara a
golpes a alguien. Esa mujer era la madre de sus
hijos, sí: en este momento era el ser humano que
más detestaba sobre la tierra. Se obligó a pensar
en que si explotaba sólo sería peor: no podía darse
el lujo de delatar nada. Nunca había sido violento
y su esposa tampoco solía ser así de exasperante.
En todos estos años juntos había sido sumisa,
conciliadora, dispuesta a complacerlo y, si bien a
veces podía llevarle la contraria, lo hacía de un
modo circunvalatorio al conflicto.
–Abril, las enfermeras no van a estos congresos
–dijo en el tono más neutral que le fue posible.
Ella, en cambio, soltó una carcajada que a
Gerardo le pareció desconocida.
–Claro, alguien tiene que trabajar en los
hospitales.
Gerardo encendió la radio y sintonizó una
estación donde pasaban noticias. Sonrió sin
querer: las esposas de los médicos estaban
perpetuamente celosas de las enfermeras. Dirigían
sus escopetas a los patos equivocados, pues no
sabían que en todos los congresos los médicos
eran clientes entusiastas de los table dance, que
las escorts llegaban a las habitaciones como las
hamburguesas de servicio al cuarto y que los
lobbys de los hoteles estaban repletos de
prostitutas semiprofesionales que pedían bebidas
en espera de cazar un médico que las llevaría a
cenar a un lugar fino antes de conducirlas a sus
habitaciones de cinco estrellas.
–Dejarás enamoradas a todas las doctoras que
vayan. –Había un aire de dolor en las palabras de
su esposa. Gerardo se obligó a extender la mano y
a acariciarle el cuello raquítico, como el de algún
ave lampiña, y a no retirarla.
–Abril, por favor… –Tragó saliva antes de
recitar el lugar común que, sentía, era lo más
apropiado en ese momento–: Tú sabes que tú y mis
hijos son todo para mí.
Las manos de ella se aferraron con fuerza al
volante y su pie se hundió en el acelerador. Las
cabezas de ambos respondieron al cambio de
velocidad con un ligero respingo. Abril se volvió
a mirarlo con algo que parecía una sonrisa pero
que era más bien una contracción amistosa de sus
músculos faciales.
–Yo sé. –La miniván giró hacia la izquierda,
donde un letrero indicaba el acceso al
aeropuerto–. Por eso sé que me llamarás todos los
días que estés fuera. –Abril revisó su maquillaje
en el espejo de la camioneta–. Para que me cuentes
cómo te está yendo.
Gerardo prometió que así sería y se preparó
para bajar en el área de ascenso y descenso; ella
no disminuyó la velocidad. Entró al
estacionamiento, buscó un lugar libre y apagó el
motor. Permanecieron un largo minuto en la
camioneta, mirando al frente y en silencio. Al fin
él se bajó, abrió la cajuela y sacó su maleta.
Caminaron en silencio: el único sonido era el de
los tacones de Abril golpeando el pavimento y las
llantas de la maleta rodando. Gerardo podía sentir
la mirada de su esposa examinándolo, quizá
tratando de leer su pensamiento en esos momentos.
Se sentía nervioso y sudaba. Las puertas eléctricas
se abrieron para ellos y el aire acondicionado le
refrescó la piel. Llegaron hasta el área de
seguridad. Abril se despidió de él frente a un
guardia que revisaba los boletos. Le echó los
brazos escuálidos al cuello, acercó su cara de
pómulos cadavéricos a la suya y lo besó en la
boca. La repulsión le recorrió todo el cuerpo como
un escalofrío y tuvo que corresponder al beso.
En cuanto pasó los filtros de seguridad, Gerardo
marcó una vez más el número de la casa de
Pandora. La grabación le informó nuevamente que
el número estaba desconectado o fuera de
servicio. «Por falta de pago no puede ser», pensó.
La compañía telefónica hacía un cargo automático
cada mes a una de sus varias tarjetas de crédito.
Fuera lo que fuera, Pandora debía estar furiosa con
él. Se mordió los labios. Nunca habían discutido
ni habían tenido ninguna desavenencia. En verdad,
ella sólo se había quejado varias veces de sentirse
muy sola y de lo poco amistosa que era doña
Licha. Gerardo se dirigió al área de comida,
compró un café y buscó lugar en una de las mesas.
A su derecha, un par de adolescentes famélicas se
pusieron a hablar entre risas y grititos. Imaginó a
su amante extendida sobre la cama, sola,
probablemente enojada con él, o peor, sintiendo
que la había abandonado: se estremeció. Al menos
la sirvienta estaba allí para ocuparse de las cosas.
Lo primero que haría al llegar del congreso sería
correr a verla. Antes tendría que ponerle un alto a
Abril, decirle que no podía irrumpir así en su
consultorio y en sus tardes. Tendría que ser firme,
hacerle ver que habría consecuencias. Dio varios
tragos a su café: las jovencitas seguían lanzándole
miradas furtivas y sonrisas. Se concentró en mirar
sus manos alrededor del vaso térmico. Tal vez lo
de su esposa era sólo una fase que pasaría pronto.
A veces sus amigas y las revistas para mujeres a
las que era asidua le metían ideas estúpidas en la
cabeza sobre cómo reactivar el romance en el
matrimonio, por ejemplo, y ella no dudaba en
ponerlas en práctica. Ya una vez había entrado en
una etapa de preparar comidas exóticas,
supuestamente afrodisíacas y muy elaboradas, con
velas y vino, para «propiciar conversaciones
sobre su relación en una inolvidable velada». En
otra ocasión le había dado por la lencería y por
aprender técnicas de seducción avaladas por
dominatrices y exprostitutas regeneradas, que
ahora se dedicaban a ayudar a amas de casa con
matrimonios moribundos. Había pasado también
por el sexo tántrico y el budismo, una dieta de
frutas afrodisíacas y orgánicas, películas de cine
de arte erótico, suplementos vitamínicos y la
consulta de una sexoterapeuta con fama de
reconstruir relaciones destruidas. Quizá este afán
de invadir sus espacios los últimos días era sólo
una más de esas modas pasajeras que se
desvanecería en el olvido al igual que las otras.
Sobre todo si él ponía todo de su parte para
hacerla creer que las cosas entre ellos estaban
bien. Eso la calmaría por algún tiempo.
Terminó el café y le regaló una sonrisa torcida,
levantando sólo la comisura del labio derecho, a
una mujer madura de cabello teñido de rubio, con
evidentes operaciones en la cara y los senos.
Cruzaba y descruzaba, con la coquetería que
habría visto en alguna película americana, las
piernas comprimidas por medias que brotaban de
una minifalda. Le llevaba al menos unos 15 años a
Gerardo, pese a todo el trabajo que había
invertido en esconder su edad. Esa sonrisa torcida
les encantaba; cada vez que le dedicaba una a
cualquier mujer tenía el efecto de hacer que tarde
o temprano esta se acercara con algún pretexto:
pedir un encendedor o preguntar la hora. Gerardo
se levantó, tiró el vaso en un bote de basura y se
alejó antes de que ella reaccionara.
Había un poco de tiempo antes de abordar.
Gerardo intentó otra vez localizar a Pandora:
obtuvo los mismos resultados. Caminó hasta su
sala y esperó sentado. Se sentía inusualmente
exhausto. Un mal presentimiento se apoderó de él,
pero antes de ponerse a pensar obsesivamente,
echó la cabeza hacia atrás en el asiento, suspiró y
cerró los ojos. Intentaría llamarle otra vez al bajar
del avión. Si ella estaba enojada, a él no le
quedaba más que dejarse llevar en los próximos
días por las múltiples actividades del congreso,
tanto las académicas como las recreativas, y por
los colegas que sólo querían divertirse. No podía
hacer otra cosa. Ya lo arreglaría todo al llegar, y
tal vez, sólo tal vez, aquello no fuera tan malo.
34
Nunca creí que esto pudiera pasarme a mí. En la
escala de pesadillas, esto se encontraba en uno de
los peldaños más altos, junto a estar desnuda en la
escuela o ser abandonada en un país desconocido,
sin dinero y sin conocer el idioma. Claro que la
sensación de vergüenza no era nueva para una
gorda como yo: toda mi existencia, desde que tuve
conciencia hasta el presente, estuvo marcada por
incidentes bochornosos y burlas hirientes. El
mundo me había provisto de muchos momentos en
los que hubiera querido morir de vergüenza o
desaparecer. Nada podría haberme preparado para
esto.
Pensé en mi abuela, en los últimos meses de su
vida, sufriendo aquellos accidentes en la sala, en
misa, en el supermercado, en cualquier lugar. Le
tomó varios tortuosos meses aceptar que la
incontinencia era parte de su realidad antes de
resignarse a usar pañales para adultos durante el
tiempo que le restaba en este mundo. Yo tenía unos
cinco años y mi madre me ordenaba a mí, jamás a
mi hermana, que fuera a saludar con un beso y un
abrazo a mi abuela, con la que ella tenía la
relación más estereotípica entre suegra y nuera. Yo
la obedecía y me parecía vislumbrar en los ojos de
mi madre una especie de regocijo: la abuela
correspondía a mi abrazo, consciente del hedor
que emanaba de su cuerpo. Yo decía que algo olía
muy mal, sin tener idea de que era abuelita. Son
medicinas, decía la abuela y al poco rato
desaparecía en silencio. Nunca, nunca, ni con todo
el extenso catálogo de humillaciones que había
coleccionado a lo largo de todos mis años, me
hubiera imaginado que sería yo la que esperaría
acostada sobre mis propios excrementos a alguien
que llegara a ayudarme.
La mañana de ayer, doña Licha me despertó con
un señorita-necesito-hablar-con-usted, asomada
tras el umbral de la puerta, como si yo fuera un oso
polar que pudiera lastimarla. Era más temprano
que de costumbre. Ella, que hacía lo posible por
evitarme y hubiera aprovechado mi sueño para
terminar su trabajo e irse sin dirigirme la palabra,
dio varios pasos hasta quedar frente a mi cama y
por primera vez me miró a los ojos. Ya se sabe
que cuando la gente le anuncia a uno que necesita
«hablar», generalmente lo que sigue nunca es una
buena noticia. Intenté enderezar mi espalda y me
preparé para lo peor. O lo casi peor, porque
cualquier cosa que esta mujer amargada pudiera
decirme no podía afectarme de forma directa. No
podía ser tan malo, pensé.
–Señorita Pandora –comenzó, y la palabra
«señorita» parecía brincarle dentro de la boca
como un pedazo de comida hirviendo que uno
quisiera escupir, pero por educación no puede–.
Ya no voy a trabajar aquí. –Tenía el rostro
encendido, tal vez por indignación o por pena: sus
brazos colgaban a cada lado de su cuerpo, las
palmas abiertas. La imaginé cantando el himno
nacional en la primaria: seguro era de las niñas
que sí podían estar erguidas, mirando al frente y
sin jugar con sus manos.
–¿Por qué –me escuché preguntando sin querer
saber–. ¿Pasó algo?
La pregunta era estúpida: siempre ha pasado
algo. Por un instante pensé que lo que fuera tenía
que ver con un incidente en la vida privada de
doña Licha. Un pariente enfermo, quistes en los
ovarios, algo así. Quizá quería un préstamo o un
aumento de sueldo. Cruzó su mirada con la mía por
unos segundos. Quizá encontraba fuerza en la
repulsión que mi cuerpo le causaba. La vi tragar
saliva y, situando sus ojos en un punto indefinido
arriba de mi cabeza, dijo:
–Tengo que regresar a mi pueblo a cuidar a mi
hija. –Doña Licha hizo una pausa y se acomodó la
falda alisando arrugas invisibles. Me di cuenta de
que no llevaba puesto el delantal: no había venido
a trabajar, sólo a decirme esto. Yo, que estaba aún
adormilada y había tardado un poco en procesar
sus palabras, me puse alerta de inmediato. Su
mano fue a posarse sobre un crucifijo que pendía
de su cuello–. Se acaba de aliviar y no tiene quién
le ayude con el niño.
Puso sobre el buró las llaves que usaba para
entrar a la casa con fuerza, como si intentara
incrustarlas en la madera, dio media vuelta y salió
de la habitación. Escuché sus pasos y el ruido de
la puerta principal cerrándose tras ella. Gerardo
me había contado recién la contrató, que doña
Licha era una señorita soltera, algo como una rata
de sacristía, pero con necesidad de trabajar. No
supe si era como para agradecerle la mentira
piadosa antes que la verdad: le daba asco verme.
Eso fue ayer: todavía pude ponerme de pie para
ir al baño y prepararme algo de comer con lo poco
que quedaba en la cocina, pues Gerardo es quien
surte la despensa y la sirvienta desertora no me
hizo el último favor de ir a comprar comida. Al
regresar al cuarto, miré el teléfono que había
desconectado porque había estado recibiendo en
los últimos días constantes llamadas de alguien
que guardaba silencio al escuchar mi voz, y
colgaba sólo para volver a llamar otra vez. Pensé
en llamarle a Gerardo; no lo hice porque estaba
triste, preocupada y algo desesperada, sí. ¿Cómo
anticipar esto? Quería que él apareciera y me
buscara, que me pidiera perdón por su ausencia.
Las gordas también tenemos nuestro orgullo. No
quería ser una rogona. Cómo desearía ahora haber
hecho la llamada cuando todavía estaba de pie y
podía conectar el teléfono. Fue así como de un día
para el siguiente todo cambió. Mi existencia
entera: había llegado al fin a la inmovilidad que se
anunciaba de la manera más escatológica posible.
«Batida en mi propia mierda», era la frase que
retumbaba dolorosamente en mi mente desde esta
mañana en que intenté ponerme de pie para ir al
baño y no pude. De un par de semanas a la fecha,
todos los días me costaba un poco más salir de la
cama y caminar; tras muchos pujidos y esfuerzos,
finalmente lo conseguía. A veces doña Licha o
Gerardo, quien estuviera más a la mano, jalaban
de uno de mis brazos para ayudarme. Ya sobre mis
dos piernas, usaba el baño, me duchaba, me lavaba
los dientes, iba a la cocina a comer, bebía agua,
volvía a usar el baño, me abastecía de comida
cercana a la cama, revistas, el control remoto,
antes de volverme acostar. Esta mañana no me
pude levantar. Me urgía llegar hasta el escusado.
Me sentí un escarabajo volteado sobre su espalda:
movía los brazos y las piernas, me balanceaba en
un vano intento de capturar el moméntum necesario
para erguirme, pero fue imposible. Estaba bañada
en sudor por el esfuerzo. Grité desesperada.
Descansé unos minutos y volví a intentarlo. Nada.
Grité otra vez. Nadie podía oírme, o a nadie que le
importara, al menos. Sentí que mi cuerpo no podía
contenerse más. Me di cuenta de que eso era un
parteaguas en mi vida. A partir de ese momento,
todo lo que sucediera conmigo se dividiría
entonces entre la primera parte de mi existencia,
una gorda que aún podía caminar, y la segunda
parte, la de la dependencia, el excremento y las
humillaciones.
Al acceder a esta fantasía estaba al tanto de que
la inmovilidad era la consecuencia lógica y final
de aumentar tanto de peso. No pensé que llegaría
ese día: en todo caso, nunca imaginé que estaría
sola. De alguna manera estaba convencida de que
eso no me sucedería a mí. Comencé a llorar como
la niña que fui hace tanto: con abandono, sin
esperanza de consuelo de nadie. Era un llanto
privado, sólo para purgar mi propio dolor, que no
aspira a la compasión. No sé por cuánto tiempo
lloré, pero recuperé la calma. Pensé que quizás
por cansancio o algún problema muscular no había
podido levantarme, por un calambre quizá. Si
descansaba un poco, podría hacerlo y arreglar el
desastre que eran mi cuerpo y las sábanas. Me
bañaría y metería todo lo sucio en la lavadora. No:
las tiraría en una bolsa negra a la basura y le
pediría a Gerardo unas nuevas para reponer ese
juego. Exhalé profundamente y traté de
concentrarme en no vomitar por mi propia
pestilencia: no podía permitirme empeorar las
cosas de esa manera. Sin querer, mis labios se
movieron en silencio invocando una ayuda divina
antes de intentarlo otra vez. Sabía que tenía una
sola oportunidad, que invertiría las últimas fuerzas
que quedaran en mi cuerpo. Apreté con fuerza los
músculos de mi abdomen y giré hacia el lado del
piso: sólo mis brazos y cabeza obedecieron: el
resto de mi cuerpo permaneció inmóvil sobre el
colchón. Mi espalda alcanzó a levantarse unos
centímetros y volvió a caer sobre mi excremento,
haciendo el mismo ruido que los autos al pasar por
un charco lodoso, que se había expandido ya hacia
arriba y hacia los lados.
El miedo se esparció por toda mi piel como una
comezón en un lugar inaccesible. Volví a intentarlo
y fallé y fallé y fallé y fallé. Me faltaba el aire y
las lágrimas venían de mi estómago, apretándome
la garganta a medida que subían por el interior de
mi cara y brotaban por mis ojos. Estaba sola.
Comencé a pedir ayuda, primero en voz baja,
como haciendo una pregunta, y después con todas
mis fuerzas, como las mujeres de las películas de
terror que se encuentran de frente con el hombre
que las destazará. Grité tanto que perdí la voz.
Terminé gimiendo, ya sin fuerzas, como cuando era
niña y tenía pesadillas, y mi madre me regañaba
diciéndome que era mi culpa por cenar tanto:
apagaba la luz y cerraba la puerta, dejándome en
una completa oscuridad. Intenté relajarme,
recuperar mis fuerzas. Descansé por unos minutos.
Volví a intentar incorporarme. No pude. Grité.
Volví a intentar. No pude. Era imposible. Yo era la
tortuga que moriría sobre su caparazón,
carbonizada bajo el sol del desierto.
Guardé silencio y escuché el ruido de los carros
transitando por la calle y el de un perro ladrando;
nada más. De las casas vecinas no salía ninguna
voz o indicio de que alguien estuviese cerca. ¿De
qué hubiera servido de cualquier forma? Yo no
podía ponerme de pie para abrirles la puerta. Y
aún así, si pudieran entrar de alguna manera, ¿qué
cosa iba a decirles yo? Buenos días, vecinos,
estoy nadando en mi propia mierda, por favor,
ayúdenme a ponerme de pie, y si no es mucha
molestia cambien las sábanas y abran las ventanas
para ventilar. Solté una carcajada llena de
amargura. Me mordí los labios, cerré los ojos y
me concentré en no llorar más. Me ardían las
nalgas y parte de la espalda. Quería rascarme,
aunque llenara mis manos de mierda, pero mi
cuerpo se había vuelto tan ancho y pesado que ya
no podía rodarme sobre mí misma. De hacerlo, no
serviría de nada: mis brazos no eran lo
suficientemente largos como para llegar a mi
espalda. Mi cuerpo se había vuelto un país
extenso, demasiado grande y ajeno para mí:
ingobernable.
Contraje los músculos del vientre lo más que
pude; irremediablemente, la orina comenzó a fluir
por entre mis muslos, haciendo un charco caliente
entre las sábanas, la mierda y mi propia piel. Y de
pronto, como si alguien accionara un switch dentro
de mi cerebro, mis preocupaciones cambiaron de
un segundo a otro. En lugar de lamentarme por el
nuevo accidente, mi mente se volcó sobre algo
distinto: el hambre. Esta enorme masa maloliente
que era yo tenía hambre, un hambre que me
volteaba el estómago al revés y dolía. Llevaba
horas hambrienta: la última vez que comí había
sido la noche anterior. Las prioridades de mi
cuerpo estaban claras: antes que limpiarme y salir
de la condición terrible en la que me encontraba,
prefería comer. Mi apetito era más grande que
nunca. Lo único que deseaba era comer, introducir
algo, lo que fuera, a mi boca, y seguir haciéndolo
hasta que mi estómago se llenara, tenso y
satisfecho.
Me quedé dormida por no sé cuánto tiempo.
Abrí los ojos deseando que aquello fuera una
pesadilla: mis cinco sentidos me recordaron cuál
era mi realidad. No tenía idea de qué horas eran,
de qué día era. Estaba convencida de que moriría:
mi única certeza. Estaba derrotada: nunca tuve
alma de guerrera, como decía mi madre de mi
hermana, que participaba en todas las
competencias atléticas. Gerardo me había
abandonado, mi familia nunca se interesó en
buscarme, nadie más sabía que yo estaba aquí. La
señora del aseo, mi única esperanza tal vez, había
renunciado ayer y no volvería jamás. Lo peor era
que a pesar de no haber comido nada, mi cuerpo
seguía expulsando los restos de comidas
anteriores. Yo era un depósito gigantesco de
mierda que seguía vaciándose. Alcancé a ver por
el rabillo del ojo que los excrementos se habían
desbordado de la cama: podía escuchar cómo
caían al suelo, líquidos y espesos, en gruesas y
pestilentes gotas. Al mismo tiempo, la parte que se
escondía tras mi espalda comenzaba a secarse: era
como si las sábanas se integraran a mi piel. Me
ardía y al mismo tiempo sentía mi espalda tensa,
apretada, como si alguien me hubiera puesto un
corsé.
Miré el techo: la última vez había una telaraña
en una de las esquinas y ya no podía localizarla.
La lámpara del cuarto era sólo un brillo amorfo
que me cegaba. Giré un poco la cabeza y me
concentré en la ventana cerrada con la persiana.
No podría decir si era de día o de noche. La
televisión mostraba figuras en movimiento; apenas
pude enfocar las imágenes. Estaba mareada, todo
me daba vueltas. Mi cuerpo había cancelado casi
todas mis percepciones y se concentraba en la
sensación pura del hambre. Y la sed. Comencé a
juntar saliva en mi boca para beberla. En mi mente
dije las mismas palabras que las monjas me
contaron que Cristo había dicho al agonizar en la
cruz: «¿Dios mío, por qué me has abandonado?».
Si Dios abandonó a su propio hijo, ¿qué sería de
mí, una gorda apestosa a la que nadie quería?
Moriría lentamente, consumida por el hambre, o de
alguna infección terrible por estar postrada sobre
la suciedad y la miseria. Pensé en mi madre con
todas mis fuerzas. Yo sabía que no me quiso nunca
como a mi hermana; sin embargo, pensé en ella.
Era el instinto más básico, clamar por la madre en
momentos difíciles, así fuera una mujer que sentía
asco por su hija. Mi padre estaba muerto, no valía
la pena ni siquiera gastar mis pocas fuerzas en
invocarlo. Intenté llamar a Gerardo pensando
insistentemente en él, porque me era imposible
conectar el cable del teléfono. Le recé a la Virgen,
a Dios y a todos los santos que pude recordar.
Estar desesperada me hizo volcarme en la
superstición: me sentí falsa e hipócrita. Era mi
último recurso.
Dormí, sólo para despertar más tarde y darme
cuenta de que seguía en el mismo lugar y en peores
condiciones. En algún momento dejé de llorar,
supongo que por deshidratación.
35
Esa mañana, Abril amaneció en un estado de
valentía alimentado por la adrenalina y la certeza
de tener la razón; Pandora, por su parte, se
encontraba en el indigno estado de los que están
cercanos a la muerte. Faltaban dos días para que
Gerardo regresara de su viaje. Le había tomado
cuatro días a Abril decidirse a visitar la casa de la
amante. Si no era ese mismo día, la oportunidad
pasaría. Para Pandora eran casi tres días de
abandono. La relatividad del tiempo era personal.
Su plan no contemplaba todos los detalles: en
realidad Abril no sabía qué iba a decirle a esa
mujer al verla: tendría que improvisar, dejar que
el arquetipo de la esposa afrentada hablara por su
propia boca. Llevaba en su bolsa una fotografía
familiar, algo así como un documento que
comprobaba su papel de esposa y madre de los
hijos de Gerardo. Eso sí, antes de salir había
puesto todo el cuidado del mundo en arreglarse.
Eligió un traje sastre que la hacía verse espigada
como las altas ejecutivas o abogadas que salen en
las series de televisión norteamericanas; su
cabello castaño suelto, el maquillaje que la hacía
verse joven y al natural, los zapatos de tacón que
le regalaban unos diez centímetros de altura
artificial.
Abril abrió la pequeña verja y caminó desde la
banqueta por el camino que cortaba el jardín hasta
la puerta principal. ¿Cuántas veces había hecho
Gerardo ese mismo recorrido? Inhaló, enderezó la
espalda y tocó el timbre. Así se deben de sentir los
Testigos de Jehová varias veces al día. No, peor.
Ellos no van a enfrentar a la amante del marido. Le
pareció escuchar algo al fondo de la casa: ¿serían
gritos? Así parecía. Esperó unos minutos, volvió a
timbrar, pero no obtuvo respuesta. Tocó con el
puño y escuchó un alarido. Alguien pedía auxilio.
Intentó asomarse por la ventanita de la sala: la
persiana estaba cerrada. Abril miró hacia a las
casas vecinas, a la calle, para ver si la voz
provenía de alguna otra parte. No había nadie a la
vista. Tocó otra vez:
–¿Hay alguien allí? –Pegó una oreja a la puerta
y pudo escuchar que alguien pedía ayuda, por
favor. Por amor de Dios. Por lo que más quiera.
Clamaba aquella voz. No era esto lo que Abril
tenía en mente al decidirse a visitar a esta harpía.
¿Sería una broma?, ¿un contraataque? No, no había
forma en el mundo en que supiera que ella vendría
a verla justo hoy.
–¿Qué pasa? –gritó Abril.
Alguien adentro de la casa contestó que se
estaba muriendo. Ayuda-que-me-estoy-muriendo.
A eso le siguieron una serie de sollozos y,
después, el silencio. Abril miró a su derredor: se
aseguró de que nadie la veía. Tomó el gnomo que
adornaba el jardín: no era de cerámica, sino de
resina. Era lo suficientemente macizo. Se cubrió
los ojos con una mano y lanzó la figura contra la
ventana de lo que supuso era la sala. El cristal
explotó: el duende estaba dentro. Abril sintió su
cuerpo abrazándose a sí mismo: todos sus
músculos se habían contraído y estaba lista para
salir corriendo como una gacela en cualquier
momento. Nunca había hecho nada así. Apretó los
puños y extendió los dedos: las palmas le sudaban.
Se quitó uno de los tacones y terminó de tirar los
cristales que aún colgaban del marco. Ya no quiso
cerciorarse de que nadie la viera: si alguien lo
había hecho, no tardaría en llamar a la policía.
Volvió a acomodarse el zapato y se acercó al
hueco de la ventana. Introdujo el brazo con mucho
cuidado para no rasgar el saco de su traje y tanteó
el lado interior de la puerta. Había un pestillo
deslizable que no ofreció resistencia alguna y el
seguro interior de la perilla que se botó apenas la
giró.
Abrió la puerta: un hedor insoportable la aventó
un par de pasos atrás, como si alguien la empujara
golpeándola en el pecho. No sólo era el aire
rancio de una casa que lleva días sin ventilación:
apestaba a orines, a mierda, a descomposición.
Jamás había experimentado una afrenta a los
sentidos como esa. Antes de que las ganas de
vomitar se apoderaran de ella, Abril sacó de su
bolsa un puño de toallitas húmedas, de las que
traía en su bolso por si los gemelos se ensuciaban
las manitas con algo pegajoso, y se cubrió la nariz
con ellas. Cerró la puerta. La casa estaba en
penumbras; ninguna luz encendida. La pequeña
sala-comedor estaba vacía; iba de puntas, para no
hacer sonar sus tacones. Se asomó a lo que era la
cocina: fuera de muchos trastes sin lavar, un
enjambre de moscas y basura que se pudría en la
bolsa dentro de un bote, no había nada más. Abril
avanzó: no había demasiadas partes adonde
pudiera ir. A medida que recorría el pasillo, supo
que la fuente de aquella pestilencia se encontraba
cada vez más cerca.
Encontró la puerta que daba a la única recámara
de la casa. Estaba abierta. Abril se detuvo y se dio
cuenta de que estaba temblando: este era el
momento para darse la vuelta, salir corriendo y
tratar de olvidarse de todo. Fuera lo que fuera lo
que sucedía en esa casa, ella no tenía por qué
enterarse. ¿Y si se hubiera equivocado? ¿Qué tal si
Gerardo no tenía una amante, sino que la vez que
lo vio entrar a esta casa era porque fue a dar una
consulta a una mujer enferma, de esas que no
podían salir de su cama por alguna terrible razón?
Pero no, sabía bien que su esposo amaba a alguien
más, por más que ella misma quisiera negarlo.
¿Cómo explicar pues esos cambios en su persona,
esas sonrisas con las que ella se había topado sin
querer y que no tenían razón aparente? Por eso su
nerviosismo estos días en que lo había seguido a
todas partes. Había algo, sí, su marido tenía a
alguien más, sí, mas no tenía sentido lo que estaba
sucediendo en este lugar. Abril respiró
profundamente en sus toallitas húmedas, el aroma
a talco de bebé entró hasta sus pulmones, y se
adentró en la habitación como quien se lanza al
vacío.
No estaba preparada para lo que vería. Aquello
no era una mujer, sino un monstruo, una visión del
infierno. El cerebro de Abril tardó en procesar la
imagen que sus ojos habían capturado: aquel
cuerpo fétido era casi tan ancho como la cama que
lo sostenía: la carne deforme y pálida, los pechos
y el vientre como gigantescos huevos estrellados,
colgando hacia los lados, obscenos, horripilantes.
Ella, aquello, era grotesco. Las piernas eran dos
montañas de carne laceradas con mierda, con
llagas abiertas de las que brotaban pus y sangre. El
pubis enmarañado tenía la decencia de cubrir lo
que de otra manera hubiera sido nauseabundo
mirar. Las sábanas debajo de aquella masa de
materia orgánica en descomposición estaban en un
estado indescriptible. Todavía había un cierto
movimiento en la parte donde tendría que estar el
tórax, que indicaba que aquella criatura respiraba.
Dejó escapar un grito de terror al ver esos ojos
abrirse y centrarse en ella:
–Agua –balbuceó la monstrua en un tono muy
bajo. Abril apretó las toallitas contra su nariz y se
acercó a la parte de la cama más cercana a aquella
cabeza llena de papadas de piel rojiza y
corrugada–: A-gua –volvió a suplicar.
Tras esa mirada se asomaba un ser humano, un
minúsculo brillo de vida que parecía estar a punto
de apagarse. Abril salió corriendo hacia la cocina,
buscó un vaso y lo llenó con el agua de un garrafón
que descansaba sobre un mueble de madera. Antes
de entrar al cuarto, decidió regresar: vomitó en el
fregadero e hizo buches con agua del grifo para
enjuagarse la boca. Tomó varias toallitas húmedas
nuevas, las acomodó en el hueco de su mano a
manera de máscara, tomó el vaso de agua y fue a la
habitación.
Tuvo que dejar las toallitas para sostener la
cabeza de la mujer elefante con un brazo y poner la
orilla del vaso en aquellos labios secos y rotos
para que bebiera. La gorda daba tragos minúsculos
que le provocaban espasmos, como si fuera a
ahogarse; Abril tenía que retirar el vaso y esperar
a que la otra se recuperara y volviera a pedir más.
Tardó unos 15 minutos en verter poco a poco toda
el agua y para examinar a esa criatura. Se sintió
abochornada, culpable sólo por ver: no pudo sino
dedicarle a ese cuerpo la misma mirada de asco
con la que uno examina la fecha de caducidad de
un yogur después de darle una cucharada. No, en
realidad no había nada en su experiencia con lo
que pudiera comparar aquello. El exceso de carne,
la mugre, los excrementos, el hedor, ¡por Dios
santo! Estaba pudriéndose en vida. Todos los
adjetivos se desvanecían entre el asco y el
desprecio. A nivel consciente sabía que ese ser
humano sufría; en otro nivel le era fácil tratarla
como si fuera una cucaracha en la cocina. Podría
matarla, o dejarla morir, y no sentir nada, porque
era una criatura despreciable, inmunda. ¿Cómo
podía alguien llegar a ese punto? Algo dentro de
Abril, tal vez su enseñanza en un colegio de
monjas, la obligó a ser caritativa. O quizá fuera su
morbo, nada más. O tal vez la inesperada y
perversa sensación de sentirse por comparación la
mujer más bella y delgada del mundo.
Aquel ente monstruoso estaba respirando con
dificultad. Abril fue a la cocina a traer otro vaso
de agua. La gorda bebió más. Intentó hablar:
–Tengo hambre. No he comido nada.
Abril se mordió los labios para no decirle que
la falta de alimento era algo bueno en su caso.
Sacó una barrita energética de granola de su bolsa,
le quitó la envoltura, y se la extendió. La otra la
tomó con desesperación y la engulló en dos
bocados.
–Despacio, que te puede caer mal.
Aquel ser repugnante disminuyó la aceleración
de sus mandíbulas y se obligó a comer con pausa.
Abril tuvo ganas de llorar. Debería salir
corriendo. Encontrar algo que pudiera borrar de su
mente todo esto. ¿Esta era la amante de su marido?
La había imaginado más joven, más delgada, más
bonita. Más todo. Así eran todas las amantes de
sus amigas, o las que aparecían en películas y
telenovelas: mujeres diseñadas para hacer sentir
menos a la esposa, para evidenciar todas y cada
una de sus carencias, para obligarla a asumir
responsabilidad por los cuernos propios. ¿Pero
cuál era el protocolo cuando la amante era un
monstruo? No podía hacer una escena, jalarla del
cabello y darle una cachetada: se estaba muriendo.
Abril no supo qué hacer. Sólo se le ocurrió
preguntarle su nombre.
–Pandora.
–¿Sabes quién soy?
–Sí. Usted es la esposa del doctor Vieira. –
Tragó saliva y sin mirar a los ojos a la señora
oficial siguió–: Nos conocimos en la cena de
Navidad.
–No me acuerdo. –Abril recorrió mentalmente a
toda la gente de aquella noche. Habían pasado
tantos meses ya.
–Soy la gorda que estaba en su mesa.
La gorda asquerosa a la que su marido miraba
idiotizado. ¿Y cómo iba a recordarla si en aquella
cena su rostro todavía parecía humano y ahora era
una cosa repugnante y amorfa? La diferencia entre
la gordura aquella y la masa que tenía enfrente era
descomunal. ¿Pero qué había pasado desde
entonces hasta ahora? ¿Gerardo le había hecho
esto?
Las piernas de Abril se volvieron débiles: tenía
que sentarse. Encontró una silla cerca de la cama y
se dejó caer. Los tacones la estaban matando. Ni
siquiera sabía cómo sentirse. ¿Aliviada porque la
otra era un ser repugnante? ¿Cómo competir contra
eso? Era como cuando al marido de una conocida
suya lo habían sorprendido con otro hombre. Abril
había tratado de consolar a la mujer: no es que
haya otra mejor que tú, es que simplemente no
estás en sus gustos, ni tú ni ninguna mujer. Pero una
gorda descomunal seguía siendo una mujer. ¿Debía
sentirse celosa porque su esposo encontraba en
aquel ser algo que tenía con ella? ¿Qué decía eso
del propio Gerardo?
–Háblame de tú –dijo Abril, intentando
calcularle la edad–. Vas a tener que explicármelo
todo.
Pandora levantó el brazo y señaló con el dedo
el cajón del buró. Abril abrió el cajón y vio la
libreta negra. Primero la revisó con indiferencia,
dejando pasar las hojas rápidamente. Un viento
muy ligero le abanicó la cara. Reconoció la letra
de su marido y se detuvo en una página cualquiera
para analizarla con cuidado. ¿Qué eran esas fechas
y números? ¿Un experimento, un acto de amor, un
intento de asesinato? ¿Aquella monstruosidad de
mujer era culpable de lo que le sucedía ahora o
era más bien una víctima? Las palabras se
agolparon en la boca de Abril: no pudo articular
ninguna pregunta. No supo qué hacer y sacó de su
bolsa la fotografía que había cargado como si
fuera un arma. Era una foto tomada en aquel último
viaje a la playa: Gerardo en bermudas, mostrando
su cuerpo perfecto, cargaba a uno de los gemelos
con un brazo musculoso, al tiempo que abrazaba a
Abril con el otro. Ella, a su vez, sostenía al
segundo niño con ambos brazos. Llevaba un
sombrero y tenía una sonrisa retorcida por el sol.
La cara perfecta y varonil de Gerardo se escondía
tras unos lentes oscuros. De fondo, el dorado de la
arena, y más allá, el mar. Abril sostuvo la foto
frente a los ojos de la gorda. Su mano temblaba.
Pandora alejó la mirada, llena de culpa. Ver a
su amante en la fotografía con su familia fue como
leer una carta privada y ser sorprendida en el
instante.
–Perdón, perdón, señora. –Se soltó a llorar. Su
cuerpo enorme se agitó y la respiración comenzó a
fallarle–. Por favor, llame a una ambulancia.
«Señora.» Esa palabra la hizo sentir vieja,
inservible. No era abiertamente ofensiva; a veces
incluso parecía darle un cierto nivel por encima de
otros, como cuando la sirvienta se dirigía a ella de
la misma manera. En boca de la amante de su
esposo, la palabra la hería discreta,
dolorosamente, como una cortada con una hoja
para rasurar. Abril se cruzó de brazos. Su cuerpo
ya se había acostumbrado al hedor, lo asumía
como parte del paisaje. Era increíble cómo los
seres humanos podían adaptarse a todo, incluso a
la ignominia y al infierno. ¿Podría ella adaptarse a
esto?
Consideró sus opciones: podría irse, no decirle
nada a nadie y esperar a que ese monstruo
terminara de morir. Sus heridas abiertas, la falta
de agua: no sobreviviría mucho más. ¿Qué cara
pondría Gerardo si llegara a buscarla y además de
la hediondez de la mierda percibiera también la de
un cadáver con varios días de descomposición?
Abril recordó sus viajes en carro, con su familia.
Una vez su padre se había parado en la carretera
para que ella orinara, y la pequeña Abril se había
topado con una vaca muerta, abotagada: el olor era
insoportable, fuera de este mundo. Si Abril
quisiera, ese podría ser el escenario que Gerardo
encontraría a su regreso. El dolor de él por muerte
de la otra sería su venganza.
Podría también tomar una almohada y acelerar
el proceso, sacarla de su miseria, como hacían con
los caballos heridos. Podría, también, hacer lo
cristianamente correcto: pedir ayuda médica,
perdonar, seguir adelante con su vida. Divorciarse
tal vez: desplumar a su marido hasta convertirlo en
un esclavo que sólo trabajara para sobrevivir y
pagar la manutención de su exmujer y sus hijos, si
es que quería el derecho de verlos.
¿Y si Gerardo era un psicópata? Quizá en el
futuro intentaría hacerle a ella lo que le hizo a la
amante. Abril miró a la mujer obesa, como un
mamífero marino, la mujer fea, casi podrida, que
tenía algo que la hacía especial a ojos de su
esposo. La aludida sabía bien lo que aquella mujer
casi perfecta para los estándares de la sociedad
estaba mirando en esos momentos: toda esa carne
inmensa, asquerosa, sucia, pestilente. Era todo lo
contrario a Abril. Gerardo encontraba en esa
ballena algo que no tenía en casa. Ahora estaba
reducida. Destruida. Derrotada. Moribunda. Fuera
lo que fuera, la mala fortuna se había acumulado a
tal grado en su vida que ahora su peso la quebraba.
Su dignidad, si es que las monstruosidades como
esa la tenían, había sido trasquilada: aquello no
era un ser humano, sólo la cáscara seca de un
insecto que ha cambiado de piel.
–¿Por qué te quiere?
Pandora se mordió los labios. Estaba sufriendo
físicamente; el dolor era además existencial.
Quería morir para escapar de aquella situación; al
mismo tiempo, estaba aterrada porque sabía que
estaba a un paso de dejar de existir.
–Si no me contestas, voy a salir por esa puerta y
te quedarás aquí hasta que alguien más te
encuentre. –Abril la miró con algo que se sentía
como odio. Esa no era ella: Abril, que también
había sido gorda, no así, sólo lo suficiente como
para entender el sufrimiento que conllevan los
kilos extras. No se reconoció a sí misma al
hablar–. No creo que puedan hacer un hoyo de tu
tamaño para enterrarte… O a lo mejor te creman…
en partes.
–Él no me quiere. Me abandonó –dijo Pandora
entre sollozos.
–¿Por qué tú? Él podría tener a cualquier mujer:
¿por qué tú?
La pregunta retumbaba simultáneamente dentro
de los cerebros de las dos mujeres. Hubo un largo
silencio que sólo se rompía por la respiración
jadeante de Pandora. ¿Cómo podría un hombre
como Gerardo gustar de alguien como ella? Era
inverosímil, sí, aun para ella, que lo había vivido
en primera persona. Sabía que era atractiva para
él: ese hecho conflictuaba tanto con la sociedad,
con los medios, con el mundo en general, que
parecía una mentira. Pandora recordó los
momentos con Gerardo: las caricias, los orgasmos,
los besos, sus palabras. La forma en que la miraba.
Era casi devoción. Finalmente Pandora esbozó una
sonrisa que lo mismo podría haber sido un gesto
de dolor:
–Por gorda. –Respiró con dificultad. Una fuerza
inesperada se apoderó por un momento de su
cuerpo débil–. Me quiere por gorda. A tu esposo
le gustan las gordas inmensas como yo. –Miró
suplicante a Abril, quien desvió la mirada.
Por gorda. Por gorda. Desde que conoció a
Gerardo no había hecho otra cosa que intentar
adelgazar, luchar con su propensión natural a la
gordura. Habían sido tantos años de privaciones,
de sufrimiento, de hambre. También de
frustraciones, porque sus esfuerzos no tenían
respuesta en su marido: al contrario, la alejaban
más de él, y ella no entendía el porqué. Hasta
ahora. Las lágrimas dejaron surcos en el
maquillaje de Abril: intentó meter el puño de su
mano dentro de su boca para acallar sus sollozos.
El llanto se le desbordó; su cuerpo menudo, casi
esquelético,
se
convulsionaba.
Lágrimas
acumuladas durante años brotaban ahora, sin
control, desesperadas, atropelladas, como un
animal enjaulado que tiene al fin la oportunidad de
huir. No podía ser, pero era.
Dolía tanto el engaño, pero más la verdad. Al
tiempo, algo se levantaba de sus hombros. No era
culpa de Abril. Ella se había esforzado durante
años por ser delgada. Ahora sabía que por más
que lo intentara, no habría podido jamás darle
gusto a Gerardo. Y si su gusto eran las mujeres
mórbidamente obesas, ella no estaba dispuesta a
complacerlo ya. Abril se sintió extrañamente
liviana, libre. ¿Qué haría al regresar a su casa?
Podría hacer cualquier cosa. La recorrió la certeza
de que todo era posible.
Antes de dar la vuelta para salir, llamó al
número de emergencias y pidió ayuda para la
amante de su marido. Su próximo exmarido.
–Está a punto de morir.
Salió de la habitación sin mirar a Pandora. No
soportaba verla más. Tropezó con el gnomo, que
desde el suelo parecía reprocharle algo. Lo pateó
con la punta del tacón. Afuera, la luz del día la
deslumbró. Una mujer que barría la banqueta se
detuvo al escuchar el portazo en la casa vecina.
Abril atravesó ágilmente los pocos metros entre la
casa y la banqueta. Sentía que una energía
inesperada fluía por todo su cuerpo. Se subió a la
camioneta y se alejó acelerando con fuerza.
Fin.
Acerca de la autora
LILIANA V. BLUM (Durango, 1974) es autora de la
novela Residuos de espanto (2013) y de los libros
de cuentos No me pases de largo (2013), Yo sé
cuando expira la leche (2011), El libro perdido
de Heinrich Böll (2008), The Curse of Eve and
Other Stories (2008), Vidas de catálogo (2007),
¿En qué se nos fue la mañana? (2007), y La
maldición de Eva (2002). Sus escritos son parte
de las antologías Atrapadas en la madre (2006),
El espejo de Beatriz (2009), El crimen como una
de las bellas artes (2002), Óyeme con los ojos:
de Sor Juana al siglo XXI (2010), y Three
Messages and a Warning: Contemporary
Mexican Short Stories of the Fantastic (2012). Es
coeditora de la antología Perros de agua: nuevas
voces en el sur de Tamaulipas (2006).
© 2015, Liliana V. Blum
Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Fotografía de la cubierta: © pidjoe / gettyimages
Reservados todos los derechos de esta edición
para:
© 2015, Tusquets Editores México, S.A. de C.V.
Avenida Presidente Masarik núm. 111, Piso 2
Colonia Polanco V Sección
Deleg. Miguel Hidalgo
C.P. 11560, México, D.F.
www.tusquetseditores.com
1.ª edición en Andanzas: febrero de 2015
ISBN: 978-607-421-665-3
Primera edición en formato epub: febrero de
2015
ISBN: 978-607-421-664-6
No se permite la reproducción total o parcial de
este libro ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio, sea éste
electrónico, mecánico, por fotocopia, por
grabación u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito de los titulares del
copyright.
La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de
la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424
y siguientes del Código Penal).
Libro convertido a epub por:
TILDE TIPOGRÁFICA
Planetadelibros.com