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Pandora (Liliana V. Blum)

Pandora - Liliana Blum CVDFXFB Sharon0514

Índice 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 34 35 Acerca de la autora Créditos La mujer gorda venía delante arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores; la mujer gorda que vuelve del revés los pulpos agonizantes. La mujer gorda, enemiga de la luna, corría por las calles y los pisos deshabitados y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas. Son los cementerios, lo sé, son los cementerios y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena, son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora los que nos empujan en la garganta. Fragmento de «Paisaje de la multitud que vomita (Anochecer en Coney Island)», en Poeta en Nueva York, Federico García Lorca If Desdemona was fat, who would care whether or not Othello strangled her? Why is it that the girls nazis torture on the cover of the sleazer men’s magazines are always good looking? The effect would be quite different if they were overweight. The men would find it hilarious, instead of immoral or sexually titillating. However, plump unattractive women are just as likely to be tortured as thin ones. More so, in fact. Lady Oracle Margaret Atwood 1 ¿Cómo pudiste terminar así? ¿Cómo pudiste terminar así? ¿Cómo pudiste terminar así? 2 Dicen que uno puede presentir la muerte de un ser querido. Mentira. Esa mañana, al levantarme de la cama, mi mundo estaba bien. No era perfecto, pero tampoco una desgracia patética. Podría decir que incluso llegué a sentirme un poco más ligera o energética; con una actitud positiva, dirían las chicas del hospital. «¡Esa es la actitud!», solían poner en las redes sociales, abajo de citas cursis de libros de autoayuda casi siempre de autores hindúes o de oraciones religiosas, manufacturadas por ellas mismas, a la Virgen o a su santo preferido. El mundo había amanecido bien. Tan bien como puede estar el mundo de una oficinista gorda y treintañera que sigue viviendo en casa de sus padres. Mientras orinaba, escuché el ruido de las urracas sobre el árbol, junto a la ventana del baño. A las rubias delgadas y hermosas, como Cenicienta, les cantan los pajaritos de colores; incluso entran a hacerles la cama y una tacita de té. Para las castañas obesas y ramplonas como yo, están las urracas que se bañan en charcos de lodo y gritan de una forma terriblemente parecida a como lo hace mi madre al perder la paciencia. Pero aquella mañana yo me sentía con el piso sólido bajo mis pies. Encendí la tele mientras me vestía. En un anuncio de muebles, un marido guapo llegaba a su casa llamando a su mujer. Me metí en una falda ancha como un hula hula y aún así batallé un poco con el botón. Qué daría por escuchar mi nombre pronunciado así, con tanta ternura, con tanta indulgencia. Frente al espejo noté que la blusa se transparentaba un poco, así que era fácil ver mi sostén apretando mi carne que resurgía por arriba y por abajo, como peces que intentaran escaparse de una red. Sí, mi nombre dicho con ternura por una voz masculina, a cambio de una casa limpia y reluciente: una transacción justa. Qué daría yo porque alguien me llamara así. Uno piensa o dice estas cosas tal vez porque quiere o añora lo que ve que otros tienen, sea en la vida real o en la televisión. Bajé a la cocina a prepararme algo de desayunar y encontré a mi madre poniendo apio, cilantro, jugo de naranjas y no sé cuántas cosas más dentro de la licuadora. Nuestra cocina nunca olía a chorizo, a hot cakes, a tocino o a huevos fritos por las mañanas. De espaldas, ella parecía una chica de 20 años: piernas largas, nalgas apretadas y redondas, y una cintura brevísima. Se dio la vuelta y me miró al fin. Sólo el rostro delataba su edad. A pesar del cuidado intenso que tiene con su piel, los peelings, las cremas, los protectores, el bótox; además de todo el maquillaje que sabe aplicarse con profesionalismo, mi madre tiene unas arrugas únicas por el gesto que su rostro adopta, inevitablemente, cada vez que me mira. –¿Te puedes imaginar? –Levantó el vaso relleno de aquel líquido espeso y verde. Me sonrió orgullosa–. Treinta calorías nada más. Un desayuno completo. Yo sonreí: no me interesaba ya convencerla de que aquel potaje no podía ser un desayuno bien balanceado. Nuestras discusiones siempre terminan en gritos, lágrimas y un rencor que puede durar varios días. Además, entiendo que lo hace por mi bien, y mi bien es lo que quedaría de mí si quitáramos todo el exceso de mi cuerpo. No quise enfrascarme en una de esas discusiones y menos a esa hora tan temprana. Mi madre llenó otro vaso y lo depositó frente a mi lugar. La mesa estaba puesta con toda propiedad, como si fuéramos a recibir visitas. Aunque sólo vaya a beber un vaso de agua, a mi madre le gusta guardar las formas. Los rituales mantienen unida a la familia, solía decirnos hace años. Me acerqué para prepararme un café. Ella se arrinconó al otro lado de la estufa, como si yo fuera mucho más grande de lo que soy y estuviera a punto de arrollarla. Le causa repulsión el contacto con mi cuerpo. Quizá teme que la grasa pueda trasmitirse por contacto. O, al menos, que la ensucie. –Deja, Pandora –dijo sacando una taza del gabinete–. Yo te lo preparo, tú siéntate. Pandora, un nombre que me ha traído tantos sinsabores. La culpable de todos los males del mundo, o al menos de esta familia. Nunca he sabido por qué mis padres tuvieron a mal llamarme así, si por extravagantes, por mala leche o por pura ignorancia mitológica. La obedecí y fui a sentarme. La silla rechinó bajo mis nalgas. Apenas pasaron un par de minutos, comencé a sentir el sudor en la parte de atrás de mis piernas, que ya se habían adherido al asiento. Le di un pequeño trago al líquido verdoso y lo volví a poner sobre la mesa. Un sabor nauseabundo. Era también, con una manzana pequeña, un pan tostado sin mantequilla ni mermelada y un café negro, el desayuno diario de mi madre. Una mujer de rutinas. –¿Y mi papá? –pregunté mirando el reloj del horno de microondas. Aunque estaba recién jubilado, mi padre seguía apegado a su rutina de años y no podía quitarse la costumbre de levantarse muy temprano. Mi madre levantó sus casi inexistentes cejas, delineadas finamente con lápiz oscuro, y me dio la espalda antes de contestarme. –Dijo que no se sentía muy bien. –Su tono de voz era oscuro, sarcástico. Mi madre no cree en las enfermedades: para ella son excusas de gente indolente y perezosa. Ella misma nunca se enferma. No recuerdo haberla visto en cama jamás. La casa es de dos pisos. Intenté subir las escaleras tan rápido como mis 116 kilos 300 gramos me lo permitieron. Vivo al tanto de mi peso al gramo por día, no porque yo esté obsesionada con ello, sino porque una de las estrategias de mi madre para hacerme adelgazar ha sido subirme a la báscula a diario y agredirme con el kilaje exacto de mi cuerpo a lo largo de todo el día. Está de más decir que su plan no ha incidido en lo absoluto en que yo disminuya un gramo. Al llegar arriba estaba exhausta: me encontré envidiando a toda la gente que vivía en casas de una sola planta. Intenté no tocar el pasamanos: mi madre aborrece las «manos sebosas» que ensucian la madera que ella pule con aceite limpiador de naranja y un rostro compungido. Pero me faltó el aire y tuve que sostenerme de él. Logré mover mis muslos y aguantar mi peso hasta que pude llegar al final de las escaleras. Arrastré los pies hasta el cuarto de mi padre. La tela de la blusa comenzó a pegarse a mi piel por el sudor. La chica del clima en el noticiero, con su vestido entallado y su cintura de avispa, diría que se esperaba un día caluroso y húmedo. Sentí mi propia atmósfera condensándose en torno mío, como si estuviera dentro de una bolsa de plástico. Me detuve para recuperar el aliento. Fuera de mi propio resuello, no se escuchaba nada más. Una sensación de mareo me rodeaba, como una parvada de moscas alrededor de una pila de desperdicios. Papá estaba recostado sobre su cama. Un olor extraño, uno que yo no había percibido jamás, inundaba la habitación. Él y mi madre habían comenzado a dormir en camas separadas cuando mi hermana Irene y yo todavía éramos pequeñas. Tras el matrimonio de mi hermana, su cuarto fue reacondicionado y papá se mudó allí. Los simbolismos son más fuertes que las formalidades. Miré a papá con su piyama de franela azul. Me pareció extraño que, además de que faltara a su rutina matinal, no roncara como solía. –¿Papá? Nada. Lo toqué. Su piel estaba seca y tibia. Puse mi mano sobre su pecho. Nada. Lo moví con fuerza, empujando sus hombros. –¿Papá? Comencé a gritar: era un dolor físico, una turba de hormigas carnívoras subía por todo mi cuerpo, como en aquel cuento de Quiroga que tanto me atormentaba de chica. Grité hasta que de mi garganta ya no salió nada más, sólo unos gemidos patéticos, desgastados. Sentí como si la luz de la ventana brillara a través de mis manos y sus dedos de salchicha, de mis brazos gruesos, de mi enorme cuerpo que yo pensaba tan sólido. Mi sangre ya no era roja, mis huesos se habían vuelto gelatinosos; mi piel, una cáscara quebradiza. Me convertí en un molusco sin fuerzas que no tiene más opción que arrastrarse por la playa, secarse y morir. Mi madre apareció de pronto bajo el umbral de la puerta. Caminó unos pasos hasta quedar cerca de mí. No me abrazó; sólo me regaló durante unos instantes la cercanía de su cuerpo tenso y breve. Apretó la carne de mi antebrazo y retiró de inmediato su mano de perfecta manicura: un acto tierno e inesperado de su parte. Parecía más la hija de papá que su esposa. Él, en cambio, tenía arrugas profundas, la mitad del bigote cubierto de canas, una calvicie casi total y anteojos gruesos. Los labios de mi madre tomaron la forma del nombre de su esposo; respiró profundo y cerró los párpados por unos segundos. Se acercó y puso dos dedos sobre aquel cuello inerte, quizá para cerciorarse de que ya no respiraba, antes de pasar su mano sobre los ojos, como en las películas. –Habrá que comenzar con los arreglos. Yo sólo podía mirar el cadáver. Mi cuerpo, mis lonjas, todo temblaba a causa de mi llanto. Escuché los zapatos de mi madre como cascos de caballo por el pasillo. Segundos más tarde, en la planta baja, su voz por el teléfono, pidiendo informes en una casa funeraria. Miré el rostro de papá: se veía tranquilo. ¿Había pensado en su hija la gorda antes de irse? ¿Qué iba a ser de mí? Con mi dedo delineé el contorno de su boca: la sensación me hizo pensar en la frescura lamosa de las ranas. Su nariz no exhalaba vida, nada. La única persona que me amaba tal como yo era, sin pedirme que cambiara, ya no existía. Me lancé sobre su pecho con los brazos abiertos. Lo hubiera matado con el impacto si no estuviera muerto ya. Enterré mi cara en el hueco entre su cabeza y su hombro. Aspiré por última vez ese olor a cigarro y loción de afeitar mentolada. Lloré como no tenía idea que se podía llorar. Me aferré a él: era como si alguien me hubiera metido el pie y todo mi cuerpo estuviera a punto de caer. No al suelo, sino al vacío. El paso del tiempo, cada segundo, era como papel lija sobre mi piel. Supe que mi realidad huía: imposible retenerla. Mi vida se estaba transformando en un desierto: una tormenta de arena cegaba y soplaba, levantando arbustos, escorpiones, basura. ¿Qué me quedaba? Comer y llenarme a ratos hasta que me tocara morir a mí también. Así me encontraron los hombres que vinieron a llevarse el cuerpo para embalsamarlo. Tuvieron que despegarme con fuerza y paciencia, como si fuera un enorme percebe adherido al casco de un barco que irremediablemente se hunde en el abismo. 3 Abril se despertó a las seis en punto de la mañana, como de costumbre. La idea era salir a trotar, bañarse y estar lista antes de que los gemelos se despertaran. De otra forma le sería imposible ejercitarse en todo el día y aún cargaba con siete kilos que no tenía antes del embarazo. Gerardo dormía a su lado, bocarriba, roncando ligeramente. Ella inspeccionó su rostro dormido: la línea angular de la quijada, tan dura en sus horas despierto, parecía relajada, suave. Detuvo su mirada en la nariz recta con las proporciones perfectas: no del modo de una estatua griega o romana, sino como el perfil de un piloto de la Luftwaffe durante la segunda guerra mundial. Las hermosas pestañas, oscuras y tupidas, protegían los ojos que rara vez se posaban en Abril. Por eso era tan necesario bajar de peso. Si se acercara a él podría oler el aroma de su piel, el perfume de su champú. «Es muy guapo; tal vez demasiado», pensó. Gerardo era el epítome del cónyuge ideal. Cuántas quisieran pasearse de su brazo en una fiesta y decir, como si no tuviera importancia: «Te presento a mi esposo. Es doctor». Las otras mujeres, con sus maridos ordinarios, más bien feos, con vientres abultados y calvicies incipientes, sólo podían retorcer la boca, víboras envidiosas, y forzar un gesto que ni siquiera podría llamarse sonrisa hipócrita. No sólo eso: era también el mejor padre. El que regresaba del trabajo y tenía energía para jugar con los niños, para reír con ellos, para sacarlos a pasear. Viéndolo dormir así, un instinto de propiedad le recorrió la piel: un escalofrío del alma que tenía que ver todo con el cuerpo. Este objeto bello, este ser humano allí dormido, le pertenecía. Acercó su mano para tocar el cuello de Gerardo: estaba tibio y podía sentir su sangre fluir por la aorta. Él se movió con un pequeño gruñido y cambió de posición. Abril pensaba que debía estar agradecida de que él siguiera con ella, considerando su inexistente vida sexual. Su cuerpo posparto había cambiado tanto que ella misma apenas se reconocía. Todo el esfuerzo de los últimos años, todas las dietas, las rutinas de ejercicio, se habían ido al caño con un embarazo gemelar que terminó en cesárea, estrías y una cicatriz que le deformaba el vientre. Con cremas caras y ejercicios iba recuperándose poco a poco. No importaba que todo mundo le dijera que con ese cuerpo parecía increíble que hubiera tenido hijos: ella sabía que la deformidad permanecía en ella, en las cosas mínimas, y que otros no podían ver. Si Gerardo estaba durmiendo en su cama, a su lado, tenía que significar algo. Es más: era tan discreto que, si es que se masturbaba, debía de hacerlo a escondidas, porque ella nunca lo había sorprendido. Sus amigas coincidían en esa experiencia: se despertaban de madrugada, bajaban al estudio y sorprendían a sus maridos haciendo ruidos de patito de goma y mirando pornografía en el monitor. Otras conocidas descubrían evidencias de las amantes en los bolsillos de pantalones o sacos, hacían un escándalo y luego perdonaban. Otras simplemente simulaban ignorancia sobre las actividades de sus esposos, con el recurso del mientras-a-mí-y-a-mi-familia-no-nos-falte-nada-yél-llegue-a-dormir-cada-noche-todo-está-bien. En otras palabras, se trataba de meter la cabeza en la arena y sobregirar las tarjetas de crédito en represalia. Quizá con el paso del tiempo, si ella lograba hacer de su cuerpo algo menos repugnante, y si los gemelos crecían un poco más, podrían volver a ser el matrimonio que fueron antes. ¿Antes de qué? Abril trató de recordar cuándo había sido la última vez que tuvieron sexo. Obviamente, cuando concibieron a los gemelos. Era fácil ubicar el día, porque no había habido más. Fue la noche de la cena de Navidad que el hospital organizó para los médicos y sus esposas. Gerardo había bebido de más; al llegar a la casa copularon como si fuera parte de un guión que le exigía a él emborracharse, tener sexo con la esposa, quedarse dormido y amanecer con un decoroso dolor de cabeza. La abstinencia posparto era más fácil de justificar: la culpa podría llevársela el desfigurado cuerpo de ella o la posible confusión mental de su esposo ante el nuevo estatus de madre que ahora ostentaba; eso sin contar el obstáculo físico de los bebés, que exigían leche y cambios de pañal a todas horas. ¿Y antes de que se embarazara? No pudo recordar: ¿semanas? ¿meses? Abril se levantó de la cama con mucho cuidado para no despertar a Gerardo o a los niños, que dormían en el cuarto de junto. Entró al baño para vestirse con su ropa deportiva: rosa y violeta, femenina y combinada. No iba a correr un maratón, ni siquiera una pequeña carrera de cinco kilómetros, pero sus tenis eran del mismo tipo que utilizarían las mujeres que competían en las olimpiadas. Abril se limitaba a caminar con rapidez, levantando mucho los brazos, en escuadra, como si fuera un pequeño tren que bufando sube una colina. Caminó de puntitas hasta el cuarto de los gemelos, que olía a una mezcla dulzona de orina infantil, sudor de sus cabecitas y aquel aliento de leche que le fascinaba. Permaneció en la puerta hasta que pudo sintonizar el sonido de ambas respiraciones. Bajó las escaleras cubiertas de alfombra y sus pasos hicieron un paf paf suave sobre los escalones. Todavía estaba oscuro y era difícil distinguir los cuadros en las paredes del cubo de la escalera. En la fotografía de bodas, Abril, metida en su vestido blanco estilo princesa medieval, miraba a la cámara con una cara tan maquillada que no parecía ella misma. Gerardo, de pie y un poco atrás apoyaba la mano sobre el hombro desnudo de Abril. Tenía la misma expresión que las cabezas de alce colgadas encima de la chimenea. El resto la componían fotos de los gemelos y una familiar, en la que las mejillas de ella se veían demasiado grandes, Gerardo en su pose ausente de médico y los gemelos, recién nacidos, parecían un par de riñones enrojecidos. Se ajustó los audífonos, encendió el reproductor de música y salió cerrando la puerta con cuidado de no azotarla. Fuera el día comenzaba a desplegarse apenas. El aire estaba un poco frío. Los vellitos de sus antebrazos se erizaron. Abril revisó sus pechos para comprobar que los pezones no estuvieran erguidos: no le gustaba que se insinuaran bajo la ropa. Un hombre joven pasó en bicicleta aventando un periódico que cayó en el jardín húmedo de rocío. Abril se apresuró a recogerlo: ya se había mojado. Lo puso sobre el escalón de la entrada. Hizo ejercicios de estiramiento, consciente de su vientre cada vez que se doblaba para intentar tocar las puntas de sus pies. Tendría que hacerle caso a sus amigas e inscribirse en pilates y también en zumba. Quería, de verdad quería hacerlo. Deseaba poner todo de su parte para no volverse una de esas esposas gordas y dejadas. Pero con los hijos había días en que se sentía infinitamente cansada. Ni siquiera tenía la voluntad necesaria para ir a correr a diario, y aún así, a veces, a media mañana necesitaba recostarse un rato para descansar. Vivía exhausta, continuamente desvelada y sin poder reponer las horas perdidas de sueño. ¿De dónde sacar pues el tiempo, el ánimo y las fuerzas para cuidar de su cuerpo todo el tiempo? Era tan difícil. Pero ya estaba allí y ahora había que ejercitarse. Se frotó los ojos, inhaló y comenzó a caminar con paso rápido por la banqueta. Las mujeres del aseo de sus vecinas ya barrían la calle. Pasó sin decir buenos días. Si saludaba a una, tendría que saludar a todas, y a esa hora no se sentía con ánimos de ser cordial. Abril se preguntó a qué horas saldrían de sus casas para estar en el trabajo tan temprano. Seguramente todas vivían allí mismo, en esa esclavitud de 24 horas que suponía dormir en la casa de la patrona. Ella se jactaba de ser más humana que el resto de sus conocidas y más competente como ama de casa. Sola, con la ayuda de Juanita unas horas al día, podía con todo el quehacer. De un tiempo acá, cuando los gemelos aprendieron a gatear, se encontró considerando en serio la posibilidad de contratar alguna nana de tiempo completo. El amanecer se extendía frente a Abril. Los pájaros trinaban en los árboles. Los jardines se veían cubiertos de rocío. Algunos insectos se movilizaban de un macizo de flores a otro. Olía a tierra mojada. El aire fresco le restiró la piel y la felicidad entró en sus pulmones. La invadió la belleza de todo lo que le rodeaba. Podría haber permanecido en ese estado por mucho más tiempo, si no fuera porque recordó todo lo que la esperaba al llegar a casa. Exhaló con resignación, aceleró el paso, y trató de concentrarse en la música de sus audífonos y en los músculos de sus piernas. Intentó calcular las calorías que estaba quemando, antes de pensar en qué desayunaría a su regreso. 4 Se supone que uno cambia a lo largo de los años. Tal vez así suceda con la gente delgada que, aunque Homo sapiens a nivel de genes, forma parte de otra especie a la cual los gordos no pertenecemos. Para mí, toda mi vida ha sido igual. O había sido igual, hasta ahora. En primaria, los otros niños me picaban la panza con una pluma o con los dedos antes de salir corriendo. O me daban una nalgada muy fuerte que resonaba en toda la carne de mis nalgas. O me jalaban el pelo y soltaban un insulto que tenía que ver con mi gordura. O me daban un empujón sólo porque sí. Los adultos, la mayoría parientes, me apretaban los cachetes con crueldad disfrazada de sonrisa, a veces hasta provocarme el llanto. «Mira qué cachetes», decían. Más grande, como fui la primera entre mis compañeras en desarrollar pechos, los chicos me jalaban el elástico del brasier hasta que no daba más, antes de soltarlo y escuchar la tela chicotear contra mi espalda suave y esponjosa donde se hundían los tirantes. No podían evitarlo; como si se vieran obligados a hacerme sufrir. Yo, demasiada carne para la gente que me rodeaba. Creo que la única manera que tenían de lidiar con eso era pinchando o golpeando mi carne. Ya de grande, la laceración de mi carne excesiva se convirtió en una metáfora: todo eran palabras, miradas, pensamientos tan obvios que yo podía incluso sentirlos y entenderlos. Leía la mente de las personas. El pellizco se transformó en la ayuda bienintencionada de extraños y conocidos que se preocupan por mi salud y me ofrecen consejos no pedidos para bajar de peso; me platican de nuevas dietas, procesos quirúrgicos efectivos o me sugieren cómo vestir para disimular mi gordura. El golpe en el estómago está recubierto ahora, como un cacahuate confitado, de palabras en diminutivo dulzón para referirse a mí con cariño: «llenita», «robustita», «gordita», «chonchita», «fornidita». «Soy gorda», solía decirme a mí misma en las noches, metida bajo las cobijas y mirando el techo de mi habitación. «Soy gorda y por eso me tratan así». Ahora de adulta he dejado de hablar en voz alta, pero por las noches sigo pensándolas. 5 La iluminación era más bien rojiza y deficiente. Se respiraba en el aire una mezcla reciclada y concentrada de sudor, tabaco, alcohol exudado, lociones masculinas y orines. La música –un reguetón incomprensible– azotaba sus tímpanos. Gerardo se cubrió las orejas por unos segundos. Cualquiera pensaría que un grupo de médicos tomaría con cautela este nivel insano de decibeles; pero, al parecer, ver agitarse unos senos y un culo al ritmo de dame-más-gasolina era más cautivante que un oído intacto. La chica del momento se acercó bailando a la orilla de la pista y se acuclilló frente a la mesa de los médicos. Ya en esa posición comenzó a mover las caderas hacia adelante y hacia atrás, trazando al mismo tiempo un círculo. A Gerardo le recordó el movimiento de las abejas sobre las flores; dirigió con hastío su mirada hacia la vagina abierta, como por obligación. Ese día, en el consultorio había atendido a tres embarazadas, una casi psicótica que venía a consulta prácticamente a diario porque temía perder a su bebé; cinco casos de infecciones vaginales por hongos y bacterias, una adolescente cuya madre deseaba saber si continuaba siendo virgen y un caso extremo de verrugas genitales. Varios hombres lanzaron chiflidos y obscenidades queriendo llamar la atención de la bailarina; altiva, ella parecía distinguir con una mirada a los que le obsequiarían las mejores propinas por baile o manoseo. Los médicos eran clientes habituales. Como les sucede a muchos hombres que pagan por sexo, a los colegas de Gerardo les gustaba pensar que las teiboleras se sentaban amorosas y busconas en sus piernas por alguna otra razón que no fuera sus carteras. Utilizaban la carta de su profesión para impresionarlas: siempre funcionaba con las enfermeras y recepcionistas del hospital. De la vulva abierta de Yamila, que así se llamaba la chica según la voz masculina anónima del micrófono, goteaba una sustancia blancuzca y espesa. Tal vez hongos, tal vez excitación, o ambas cosas. La piel morena estaba muy maltratada, probablemente por las constantes depilaciones. Sus labios mayores colgaban como los cachetes desiguales de un bulldog; pero lo preocupante eran aquellas pústulas enrojecidas y de puntas blancas, típicas del herpes. Gerardo quiso mirar a otra parte: la chica insistía en contonear sus genitales frente a él y sus compañeros. Tuvo la profunda tentación de escribirle una receta para que se tratara aquella condición. Gerardo se puso de pie con el pretexto de comprar otra bebida. Sus compañeros se hicieron a un lado para dejarlo pasar. La idea de ir a ese lugar había sido de Manzur, un internista que no sabía irse de putas o frecuentar un table dance sin que un séquito de colegas lo secundara, igual que las mujeres que no se atreven a pedir postre si sus amigas se quedan satisfechas con una mísera ensalada y agua mineral. Por lo regular, Gerardo tenía una excusa para rechazar este tipo de invitaciones: un embarazo de alto riesgo en vigilancia, los gemelos, incluso la visita de algún familiar foráneo. Cedía para no dar pie a burlas o cuestionamientos sobre su heterosexualidad, que podían volverse recurrentes si decía no al table dance varias veces al hilo. Los médicos parecían regodearse en el hecho de que las mujeres en ese lugar existieran sólo para darles un servicio. Ontiveros, un cardiólogo obeso proclive a la transpiración extrema, hablaba con nostalgia de los tiempos en los que las mujeres a lo mucho podían aspirar a ser enfermeras. O maestras. Esas cosas. Negaba con la cabeza sacando una cerveza de la cubeta y destapándola casi en el mismo movimiento: –De la noche a la mañana se apoderaron de Pediatría y Ginecología; que dizque son más tiernas con los niños, que las señoras se sienten más a gusto de abrirles las piernas a ellas. Trujillo, el proctólogo con el bigote a la Stalin, levantó su botella para chocarla con la de Ontiveros: –Las cabronas hasta letra bonita tienen. Manzur se les unió con un rotundo: –Salud por las pinches viejas. Los tres rieron con satisfacción. Se sentían a sus anchas en aquel último bastión de testosterona, donde sus billetes eran más poderosos que los bisturíes. A Gerardo le entregaron un whisky en la barra y la música cambió para abrir paso a una canción de Britney Spears. Entre aplausos animados, tomó posesión de la pista y del tubo una mujer teñida de rubia, con el cabello partido en dos coletas y disfrazada de la cantante que, en el video de aquella canción, va vestida de colegiala. La vida imitando al arte imitando a la vida imitando a la fantasía pederasta. Algo así. Un maquillaje espeso cubría la cara de la mujer; Gerardo pudo calcular que estaba en sus treinta y tantos. Bastante delgada. Terminó de quitarse la ropa. Tenía un cuerpo trabajado por el cirujano plástico: los implantes pectorales parecían dos melones que alguien hubiera estampado contra el acordeón de sus costillas. Sus pezones apuntaban no hacia el frente, sino hacia los costados. Sus hombros eran unos vértices grotescos, como esas perillas de las puertas antiguas, y los huesos de la pelvis saltaban filosos bajo la piel surcada de celulitis. Gerardo sintió que un profundo dolor de cabeza emergía atrás de su cerebro, potente y silencioso como un tsunami. El grupo de hombres permanecía mirando en silencio a la Britney, que justo terminaba de lanzar su vestuario hacia la parte oculta de la pista. Ya desnuda, desató sus coletas y movió la cabeza para expandir su melena rubia y maltratada, una especie de estopa amarilla. Sacó la lengua, se lamió los labios: los hombres chiflaron. Otro cambio se produjo en la música y la bailarina comenzó a frotarse contra el tubo balanceando las caderas; en poco tiempo agotó su repertorio de movimientos. Los médicos se volcaron en una plática entre ellos y dejaron de prestar atención a la pista: hablaban de las enfermeras del hospital. –Pinches hipopótamos que contratan, caray – dijo Rodríguez, el bariatra–. Yo me lo tomo personal. Hubo una carcajada general y varias palmas azotaron la mesa de los médicos. –Deberíamos firmar una petición para obligar a Recursos Humanos a mejorar los estándares –dijo Trujillo. Gerardo abrió la boca para decir algo, pero se arrepintió. Mejor esperar a que se callaran por sí solos, que se distrajeran con las mujeres desnudas. Suspiró y trató de calmarse. –Con esas puercas vestidas de blanco, hasta te obligan a serle fiel a tu vieja –remató Ontiveros, y el resto del grupo rio con estruendo. El dolor que oprimía su cabeza se incrementó a tal punto que Gerardo dejó de ser. Ahora sabía que la emoción prevaleciente en su cuerpo era la ira. Volvió a abrir la boca y esta vez sí salieron palabras: –Las contratan para hacer su trabajo, no para acostarse con ustedes, cabrones. –A pesar del nivel de la música, el comentario de Gerardo llegó a hasta los oídos de sus compañeros. La camarería de los machos se había quebrantado ante la disidencia. Todos se volvieron a mirarlo. –Ya salió el defensor de las gordas –escupió Manzur. Turrubiates, el psiquiatra que sobrio rara vez hablaba y ebrio se volvía una tumba, se unió a Manzur en contra de Gerardo. –Una de dos: o fuiste un niño obeso o tu madre estaba muy pasada de carnes. –«Gordita lover.» –Ontiveros escupió al hablar y soltar una carcajada al mismo tiempo. Una risotada comunal se dejó escuchar entre los miembros de la mesa. Se acercó a Gerardo con una mueca burlona; su aliento fétido hizo que este girara su rostro hacia la pista, como si de pronto algo hubiera capturado su atención allá. –Ya te afectó trabajar con viejas gordas y aguadas en Ginecología, compadre. –Trujillo señaló a Gerardo con el dedo y comenzó a burlarse: –Le gustan las gordas, le gustan las gordas. El resto lo festejó con más risas. Era como si estuviera en la primaria otra vez. Hacer leña del tronco caído era, al parecer, un pasatiempo que se practicaba en equipo y no conocía límites de edad. Por un momento, unos segundos quizá, no tuvo ningún pensamiento. Era como si alguien hubiera sacado su cerebro a cucharadas dejando sólo el hueco, como una cáscara de melón. Todo comenzó a oscurecerse en su mente: sus oídos dejaron de percibir el fragor de la música y se concentraron en sentir el tum tum de su sangre recorriendo las arterias. El calor se había vuelto imposible: puro aire caliente. La sensación era como si se hubiera sumergido en un enorme caracol de mar y la presión del agua estuviera a punto de reventarle los oídos. Hasta ahora había logrado contenerse al oír esos comentarios en contra de las mujeres robustas. Por años se había tragado las ganas de contestar, de reaccionar como quisiera, sólo para no llamar hacia sí la atención. No podía darse el lujo de ser diferente. Hubiera sido un suicidio profesional. Esa noche, sin embargo, la ira electrizó cada una de las fibras de sus músculos: apretó el puño derecho y lo dirigió a la quijada de uno de los médicos. No supo de quién. Todos lucían iguales a esa hora, con esas risas, en ese lugar. En realidad, el cuerpo que cayó hacia atrás con la nariz rota; fue el de Turrubiates. Durante varios segundos, los demás se quedaron mirándolo en el piso. Turrubiates casi no se movía; gimoteaba incrédulo y sorprendido ante la sangre que le manchó la mano al llevársela a la nariz. Ninguno de sus compañeros se movió para ayudarlo, ni siquiera para examinarle el rostro ensangrentado. La chica de la pista dejó de bailar para gritar como en las series de televisión: –¡Llamen a un médico, hay un hombre herido! Nadie dijo nada. Los hombres se limitaron a mirar a Gerardo, quien se levantó de su asiento, murmuró que estaba muy borracho y se fue sin despedirse. 6 Papá era mi único aliado. Hoy pensé en él, como todos los días. Al recordarlo me viene a la mente también mi niñez, en particular un día. Yo había llegado de la escuela en el transporte escolar y me limpié bien los zapatos en el tapete de la entrada para no hacer enojar a mi madre. Tardé mucho porque la tormenta se había desatado y mis suelas estaban húmedas y llenas de lodo. Yo odiaba la lluvia y sus efectos secundarios. Abrí la puerta de casa y me recibió el olor del pudín de verduras y la pechuga de pollo asada que mamá preparaba invariablemente los miércoles. Sus menús eran tan rígidos y predecibles como ella misma. Subí a mi cuarto para quitarme la ropa mojada: de todas formas, mi madre no permitía que vistiéramos el uniforme de la escuela dentro de la casa. Entré a la cocina: ella y mi hermana Irene ya picoteaban diminutas porciones de sus platos. El plato de papá estaba lleno e intacto frente a él: me esperaba. Me senté a su lado y comencé a comer. Mi hermana relataba cómo le había ido en la escuela y mi madre la escuchaba atenta. Todos los días de Irene eran maravillosos y llenos de logros. Al terminar, mi madre y hermana salieron de la cocina, papá se levantó a lavar los trastes y yo me quedé a comer un poco más. Nunca podía servirme otro plato con mi madre en la mesa. Afuera seguía lloviendo. Deseé con todas mis fuerzas que el aguacero pasara y saliera el sol. Todavía creía en el poder de desear algo y la posibilidad de que con sólo desearlo sucediera. Con el calor y el sol, mi cara se volvía brillante, evidenciando la curvatura de mis mejillas y mi madre me acusaba de ser una niña sebosa y sucia que ni siquiera tenía la iniciativa de lavarme. Aun así, yo prefería el sol. A pesar de que me enrojecía la piel y me hacía sudar, y el sudor llenaba de salpullido mis muslos y pechos de niña gorda, yo prefería el calor sobre la lluvia. Cursaba tercero de primaria y ya tenía claro que todo en la vida venía con un precio. Por la frescura de la lluvia había que pagar la convivencia forzada con mi hermana. En un día soleado, Irene podía dirigir su deseo de competencia a jugar futbol, nadar, o cualquiera de las actividades deportivas que asumía por temporadas hasta que se aburría de ser la mejor y buscaba otras más retadoras. Con la lluvia había que permanecer en casa, un lugar muy reducido para una atleta de diez años y una gordita de ocho que, hipnotizada por la lluvia que caía tras la ventana, se imaginaba que vivía en un bosque encantado lleno de hongos mágicos, lobos, brujas, ogros y otros personajes menos peligrosos que su hermana. Me asomé por la puerta de la cocina, apenas lo suficiente de mi cara para mirar. Si pudiera llegar hasta mi cuarto sin ser descubierta y me encerrara allí, quizá podría estar tranquila. Vi a mi madre sentada en el sillón de la salita de televisión, con las piernas cruzadas, el peinado y el maquillaje impecables. Conversaba por teléfono con una amiga y describía con detalle los vestuarios de las asistentes a una fiesta, enredando el dedo índice en las espirales del cable del teléfono, los ojos puestos en alguna telaraña inalcanzable en el techo, como si quisiera estar en otro lugar. Mi madre tenía la cintura pequeñísima, como las amas de casa de los anuncios de electrodomésticos de los años cincuenta. Regresé a la cocina y abrí la puerta que daba al patio. Por la pequeña ventana del cuarto de servicio vi que mi padre leía. Le gustaba hacerlo allí, sentado en una silla vieja entre la lavadora y el burro de planchar. En la pared había un crucifijo y, al lado, un cuadro del Sagrado Corazón. Yo creía que era mágico, porque los ojos del Cristo parecían seguirme cuando pasaba por enfrente. Jovita terminaba su jornada en cuanto quedaba lista la comida, cuya preparación seguía las instrucciones rígidas de mi madre. Después iba al cuarto del Sagrado Corazón para darse un baño, cambiarse de ropa y peinarse antes de regresar a su casa. Me gustaba verla salir con los labios muy rojos y una línea gruesa negra debajo de las pestañas. El olor de su perfume permanecía. Mi madre se quejaba del hedor de ese «perfume barato»; a mí me gustaba. A los pocos minutos de que la mujer del aseo se había marchado, mi padre se preparaba un café instantáneo, tomaba algunas galletas y se metía a ese cuarto a leer. Nadie lo molestaba allí, especialmente mi madre, eternamente preocupada por el círculo que podría dejar la taza de café sobre la mesa de cedro, o las migajas de las galletas, o por las cosas que podría estar haciendo él en lugar de perder su tiempo leyendo noveluchas. El cuarto era pequeño y tenía una ventana por la que entraba el aire fresco. En el techo, una bombilla polvorienta colgada de un cable emitía una luz opaca. El ambiente olía a suavizante de telas, a jabón de teja, al perfume de Jovita, a café. Estuve tentada a irme con papá, acurrucarme junto a él y pasar el resto de la tarde allí; pero decidí no molestarlo. Regresé a la casa. Mi madre seguía al teléfono: pasé frente a ella y no hizo ningún gesto de validar mi existencia. Subí las escaleras tratando de no hacer ruido, pero la madera crujía bajo mis pies. De pequeña pensaba que ese ruido era el de brujas que habían entrado a la casa para comerme. Irene me decía que las brujas tenían afición por los niños gordos como cerditos. Aguanté la respiración y seguí subiendo. Al llegar al descanso de la escalera, escuché a mi hermana personificando la voz de varias de sus muñecas Barbies, a las que cada vez se parecía más. Si ella jugaba allá arriba, lo mejor era estar abajo. Me di la vuelta y bajé de puntitas. Saqué de mi mochila un libro de cuentos y me acosté en el pasillo a leer. No tardé en perderme en las imágenes de aquellas princesas rubias con cinturas del mismo ancho que sus cuellos largos y pálidos. Inmersa en una historia, bajé la guardia. No sé cuántos minutos pasaron; de pronto, el pie de mi hermana, metido en uno de sus tenis caros, se dejó caer sobre la página que yo leía. Irene era dos años mayor que yo, mucho más alta incluso que otras niñas de su misma edad. Me volví para mirarla: se veía enorme. ¿Qué rescate iba a tener que pagar para liberar mi libro y obtener el derecho de mirarlo en paz? –Vamos a jugar una carrera. –No quiero. –Me mordí el labio inferior hasta que perdí la sensación y bajé los ojos. Frente a mí, el tenis giró de un lado hacia el otro, como los limpiaparabrisas del carro de papá, y arrancó algunas páginas del libro. Los ojos se me llenaron de lágrimas–. No, Irene, por favor. –Vamos a correr, marrana. Lo necesitas. –Mi hermana infló los cachetes y abrió los brazos como un gran paréntesis, haciendo un ruido porcino. Si mi mamá veía esto, lo celebraba con risas. Entre sus tantas cualidades, su hija mayor contaba también con las histriónicas. No la regañaba; se iba meneando la cabeza, riendo: «Ah, estas niñas». –¿Para qué hacemos una carrera si siempre me ganas? –Mi voz se quebró. Contuve el llanto: no quería darle el gusto. –Con razón estás tan cerda, eres una floja. Me puse de pie con dificultad. Sentí un poco de mareo y, en mis piernas, las hormigas electrizantes que las recorrían si estaba en la misma posición por un tiempo. Me acomodé la pantaleta, que invariablemente se colaba entre mis nalgas, y caminé con mi hermana hasta el principio del pasillo, consciente del roce entre mis muslos bajo la tela del vestido. Nuestra casa era amplia y el pasillo tendría unos 15 metros al menos. Irene se inclinó hacia el frente y se apoyó con los dedos abiertos sobre el piso: una pierna doblada y otra extendida. Era la posición que adoptaba en la pista de atletismo de la escuela cada vez que competía en cien metros para ser la primera en cruzar la meta. ¿Por qué le producía tanto placer ganarme a mí, su hermanita gorda? Sentí su brazo jalándome con fuerza hacia abajo. –No seas tramposa, ponte en la posición de salida. Tragué saliva y sentí en la garganta el sabor de mis lágrimas. Apreté los puños y me balanceé hacia los lados en un intento por imitar la posición de Irene. Logré poner el trasero al aire; me fue imposible estirar por completo la pierna de atrás. Giré la cabeza y vi el perfil hermoso de mi hermana, con su pequeña nariz de muñeca, la piel bronceada y los ojos verdes. Su cabello marrón con brillos rubios caía hermosamente sobre la frente. Era increíble que tuviéramos los mismos padres. –¿Qué me ves, Miss Piggy? ¿Ya estás lista? Asentí en silencio y tensé todos los músculos. Tuve un déjà-vu en el que mi hermana llegaba metros y segundos antes a la meta, brincando de felicidad, como si hubiera sido lo más difícil del mundo ganarle a una niña más pequeña y de casi el doble de su peso. «¡Gané, gané, gané, gané!», diría corriendo hasta donde mamá para anunciarle el triunfo. Si al rato me volviera a encontrar en cualquier lugar de la casa, canturrearía con un tono provocador: «Perdiste, perdiste, panzona». Como si yo no hubiera participado en la carrera o ya hubiera olvidado el resultado. –En sus marcas… El ruido de la lluvia contra los cristales, el murmullo de la voz de mi madre, mi libro roto, el sudor bajándome por la espalda, las ganas de no sentir ganas de llorar, el sonido mudo de la sangre recorriéndome por dentro, mi estómago pidiendo comida, el encierro de papá, el dulce olor de la piel de Irene, el sarpullido entre los pliegues de mi propia carne. –Listas… La voz cristalina de Irene podía ser, a su antojo, autoritaria y fría, o emotiva y cálida. Era la del primer lugar en declamación en la escuela y la consentida del padre en el coro en la iglesia. Cada domingo, mi hermana cantaba como los mismísimos ángeles, a decir de todos, y yo buscaba caracoles en el pequeño jardín junto al atrio. Los animales escondían la cabeza al acercarles un palito de madera. El caparazón inerte parecía decirme: «no hay nadie aquí». Mi madre llegaba a regañarme por ensuciarme los zapatos y porque era mi obligación estar sentada y rezando: yo deseaba desaparecer igual que un caracol. Decirle: «no hay nadie aquí, nadie». –¡Fuera! Mi cuerpo salió un instante antes que el de Irene, como si tuviera sus propios planes: corría a unos centímetros delante de mi hermana la campeona, y parecía ser conducido por alguien más: yo era sólo una pasajera asustada dentro de un taxi veloz. Sólo me quedaba aferrarme al asiento y prepararme para lo peor. Por eso, cuando toda mi masa corporal se movió hacia la derecha con una energía inusual en mí y empujó a Irene contra la pared, me sorprendí mucho. Mi hermana chilló; yo sólo pude concentrarme en el dolor agudo en el costado de mi brazo gordo, en mi tronco gordo, en mi muslo gordo y en mis manos gordas que fueron a dar contra el suelo víctimas de la inercia. Mi madre ya estaba allí, gritando. Yo miraba por la ventanilla de mi taxi, cautivada al ver a mi hermana mayor sangrando por alguna parte de su hermosa cara, o su cráneo, imposible saber de dónde provenía toda esa sangre. Irene lloraba mucho, y pensé que en realidad hasta ahora nunca la había visto llorar por nada que tuviera que ver con su propio cuerpo. Ella hacía berrinches, me acusaba por cualquier cosa y podía fabricar lágrimas a voluntad para obtener lo que quería. Este llanto era verdadero. Mi madre la llevó a la cocina, hizo que echara la cabeza hacia atrás, limpió la herida y le puso una bolsa de hielo encima. Volví al pasillo y me senté en el piso. Trataba de acomodar las hojas arrancadas de mi libro y escuché los tacones de mi madre. La miré hacia arriba, justamente como hacía un rato había mirado a mi hermana. Ella tenía las aletas nasales muy abiertas, los ojos enrojecidos y una gran vena sobresalía en su frente. Sentí como si me arrancaran la cabeza: tiró de mi coleta con todas sus fuerzas, como si quisiera sacar de cuajo una maleza de raíces profundas. Me puse de pie lo más rápido que pude. Yo no me esperaba esa violencia: aquel día no tenía precedentes para nadie. Nunca la hija gorda había hecho nada en contra de la consentida. Ninguna de las tres teníamos experiencia ni sabíamos qué hacer. Tal vez por eso mi madre dio un giro brusco y súbito que hizo que mi cuero cabelludo aullara de dolor. Se quedó con los cabellos en la mano y me tomó con fuerza por el antebrazo. Salió gritando y enfurecida rumbo al cuarto de servicio. Yo trataba de seguirle el paso. La lluvia persistía: las dos nos mojamos al atravesar el patio. Me zafé de su mano y me lancé hacia las piernas de papá, que apenas tuvo tiempo de levantar el libro de su regazo. Mi ropa estaba húmeda y mi cara enrojecida: respiraba con dificultad tratando de recuperar el aliento. Me aferré a esas piernas mientras ella, muy alterada, relataba los hechos. –Lo hizo a propósito. –¿Estás segura? –Papá me acarició la cabeza, comprimiendo su palma contra mi cráneo, como a un perro. –Claro que estoy segura. Mi hija está allá sangrando –dijo ella apuntando con el dedo índice hacia la casa. Yo no pasé por alto que dijo: «Mi hija está sangrando», y no: «Mi otra hija está sangrando». Las palabras eran objetos que mi madre lanzaba con destreza, de modo que pudieran causar el mayor daño posible. –¿Tú viste cómo pasó todo? –Papá se acomodó los lentes y enderezó la espalda–. Suena raro. Pandora nunca ha hecho algo así. Ella no respondió. Avanzó hasta mí decididamente y me arrancó del cuerpo de papá. Él suspiró y por un segundo pensé que sus brazos iban a retenerme, que iba a pelear por mí, que los dos adultos forcejearían con mi cuerpo, jalándome hacia cada lado: la protección o el castigo. Fue sólo un gesto que se murió a medio camino. Papá no hizo nada por retenerme. Estaba en manos de ella. –Te vas a tu cuarto sin cenar. Te quedas allí hasta mañana –me dijo al salir. Tenía la quijada tensa: su voz apenas salía por los dientes. Con mi última esperanza, me volví hacia papá: miraba hacia abajo, como inspeccionándose los zapatos. –No, mami, perdóname; hasta mañana no, por favor. Los dedos de mi madre se clavaron en la carne de mi brazo y me obligaron a avanzar. Entramos a la casa, atravesamos la cocina, la sala y subimos por las escaleras. Yo tropezaba y ella me apretaba con más fuerza. Al llegar a la planta alta vi a mi hermana. Cruzamos miradas. Me pareció ver un brillo de felicidad en sus ojos y la comisura de sus labios pintando una sonrisita. Sentí un empujón en la espalda que me arrojó dentro de mi habitación. Escuché el estruendo de la puerta al cerrarse. Comencé a sentir una punzada en el brazo, justo debajo de las marcas rojas que las uñas de mi madre dejaron en mi piel. Caminé hasta la ventana y me asomé. A esa edad no entendía mucho del tiempo y las horas. En la escuela aún no acertaba a hacer correctamente los ejercicios sobre las manecillas de los relojes en los exámenes. Lo único que sabía era que al ponerse el sol, era la hora de cenar. Afuera la lluvia seguía cayendo, ahora más ligera. Los autos cruzaban por la calle a toda velocidad. Algunas personas iban de un lado caminando deprisa bajo sus paraguas. Me acosté sobre la cama y cerré los ojos intentando no sentir hambre. 7 La reunión navideña del hospital era una forma cruel, democratizante y bienintencionada, al menos en teoría, de que quienes laboraban allí pudieran convivir por una noche. En la práctica, se volvía todo menos una experiencia agradable: las pobres empleadas de administrativo, de limpieza, las enfermeras y camilleros llegaban vestidos con sus mejores prendas, pero la baja calidad de las telas y cortes saltaban a la vista. A su lado, Abril se sentía un poco culpable por su vestido, nuevo y caro; por su peinado de salón, por los diamantes de sus aretes, por todo en general. Sin embargo, esos pobres trabajadores que se esforzaban por verse lo más elegante posible con sus vestimentas baratas resultaban invisibles para las esposas de los médicos que, año tras año, establecían una competencia no oficial entre ellas. Besos lanzados al aire, sonrisas que ocultan colmillos, miradas que envidian, evalúan, comparan, odian. De recién casada, no tenía idea de que eso sería parte de sus obligaciones como esposa. Sus otras amigas, cuyos maridos tenían oficios más comunes, la envidiaban sin saber las dificultades por las que pasaba. Verse como Abril no era el resultado de la buena suerte o de la mera genética. Verse así significaba una lucha constante, diaria, a la que ella se lanzaba acicateada por el miedo de perder a su esposo. No se trataba de la presión normal a la que se enfrentaban todas las mujeres casadas ante el peligro de que el cónyuge se fuera con otra: aquí la apuesta subía. Había mucho más que perder. Gerardo no era un hombre medianamente atractivo o abiertamente feo, como los maridos de las otras, sino guapo, muy por encima del promedio. No tenía un trabajo mediocre como burócrata, oficinista, vendedor de seguros, técnico en cualquier cosa: era uno de los ginecólogos más reconocido en la ciudad, con un gran prestigio incluso entre sus colegas a nivel nacional. No, no resultaba sencillo mantenerse en forma, estar bien arreglada, maquillada, tener al día el tinte para que jamás revelara las raíces, además de una sonrisa en la cara y una buena disposición para todo, lo mismo para un evento del hospital que para un bautizo o una primera comunión del hijo de otro médico, o un bingo para recaudar fondos para un asilo de ancianos. No, ellas, las otras, no sabían lo que le costaba, lo que dolía ser la esposa de alguien como el doctor Gerardo Vieira. El lugar conjugaba los aromas de una gama de perfumes femeninos con los olores de la cena que estaba cocinándose tras las puertas abatibles del salón. Abril se veía bellísima no sólo porque había entrado al salón del brazo de Gerardo, sin duda el hombre más atractivo del lugar, sino porque se había preparado con tiempo para no decepcionar a su esposo. Durante poco más de un mes comió apenas lo suficiente para mantenerse en pie y se ejercitó todos los días. Estuvo de mal humor y sufrió un perpetuo dolor de cabeza durante todo ese tiempo: había valido la pena. Las esposas de Manzur, de Ontiveros y de Trujillo, con sus respectivos peinados a la Marilyn Monroe, guardia femenina de la SS y altísimo panal de abejas, la saludaron con una frialdad más pronunciada que de costumbre, y Abril supo que había logrado su cometido. La idea de la convivencia involucraba una mezcla de los invitados, para evitar que se aglutinaran naturalmente en grupos de acuerdo con su gremio. Había en el hospital un genio de la planeación que se había tomado el trabajo de hacer una lista de quiénes se sentarían en qué mesa. La única concesión que habían guardado era no separar a los matrimonios: de allí en fuera, toda combinación era posible. Una tarjetita blanca con los nombres correspondientes descansaba en cada lugar. Abril sospechaba que estos arreglos no hacían feliz a nadie. Gerardo y ella compartirían mesa con dos recepcionistas, jóvenes solteras que no le quitaban la mirada de encima a su marido, un enfermero homosexual, el único con esa profesión en el hospital y quien tampoco podía dejar de ver a su esposo, una obesa mujer de cobranzas que ocupaba dos espacios, un intendente con cara de aburrido que ya había vaciado su bebida de brandy con Coca dos veces, y con la jefa de enfermeras, una señorita añeja de labios inexistentes maquillados más allá de las comisuras. Durante un largo rato todos se concentraron en llevar la crema de espárragos del plato a la boca, mecánicamente. Abril no sabía de qué hablar. Estaba más acostumbrada a lidiar con las otras esposas: eran terrenos bien conocidos en los que tenía experiencia y una amplia ventaja. En cambio, con las solteras no sabía comunicarse: no tenían hijos para comparar anécdotas y fotos tiernas –o si los tenían, procuraban esconder su condición de madres solteras–; no eran dueñas de casas con muebles dignos de qué hablar, grandes jardines que se remodelaban con las plantas de moda, albercas, y mucho menos tenían maridos de quienes quejarse a causa de sus excentricidades. Ella, Abril, tenía todo a lo que ellas aspiraban. Tal vez podrían hablar un poco de uñas y tintes. Quizá fuera el único tema en común. En cuanto al enfermero gay o el hombre de intendencia, las posibilidades de conversación se reducían al clima o a la comida. –La sopa está deliciosa. –Abril se quemó la lengua con la primera cucharada. Varias cabezas se movieron afirmativamente; se dejó escuchar un cuchareo y la subsecuente aspiración. Fue Gerardo quien rompió al fin con el silencio incómodo. –Creo que, aunque ya nos hemos visto, no nos conocemos bien –dijo sonriendo, y de inmediato todos los rostros se concentraron en él. Abril, que lo veía a diario, ahora lo percibía a través de los ojos de los demás. Apreció bajo una nueva luz su rostro anguloso, aquella nariz recta, la quijada fuerte, el cabello perfectamente cortado y negro, la sombra de la barba, lo perpendicular entre el cuello y los hombros con la medida justa, los ojos oscuros enmarcados por esas pestañas tupidas y rizadas–. ¿Les parece si decimos nuestros nombres y lo que hacemos en el hospital? –Todos guardaron un silencio embelesado. La voz de Gerardo correspondía a su porte. Abril sabía bien lo cautivante que podía ser esa voz–. Puedo empezar yo. Soy Gerardo y me la paso entre piernas todo el día. Y no es tan grato como pudieran imaginarse. Después de unos segundos, en lo que el resto de la mesa registraba el comentario, se escuchó una carcajada honesta y comunal. Abril recorrió con la mirada a los demás: todos parecían relajados y alegres. Como en esas dinámicas de grupos escolares, cada uno fue diciendo su nombre y compartió algo sobre su trabajo en el hospital. Las recepcionistas lo hicieron entre risitas nerviosas, la enfermera anciana con soberbia, el chico gay con coquetería, el intendente con la voz atropellada de quien ya ha tomado de más y la mujer gorda con mucha timidez. Al llegar el turno de Abril, ella se presentó como la esposa de Gerardo, madre de sus hijos y ama de su casa. En cuanto terminó de hablar, miró los cubiertos brillantes frente a ella y sintió unas ganas profundas de llorar. Una de las recepcionistas le preguntó en un tono de voz que Abril no supo interpretar como si de burla, desprecio, afrenta o envidia: –¿Y qué se siente tenerlo todo en la vida? –La recepcionista comenzó a sacarle las pasitas a la ensalada con sus uñas largas y arregladas. Con mucha parsimonia las iba dejando al lado del plato, quitada de la pena, como si hubiera preguntado por la hora del día. Abril se mordió los labios perfectamente pintados de rojo. No pudo pensar en una respuesta. La vida de su esposo parecía recortada del paisaje familiar, como algo que ella sólo alcanzaba a atisbar desde la ventana. Vivían juntos, pero él pertenecía a otra realidad. En cuanto a su propia vida, ¿cómo explicar que tenerlo todo era sólo una apariencia? Ni siquiera Abril misma sabía qué había tras ese espejismo. Lo cierto es que la mayor parte del tiempo se sentía desposeída. Se quedó callada, con los labios temblando un poco, como cuando en la secundaria no sabía la respuesta. La carcajada varonil de su marido vino a salvarla. –Vamos a brindar por eso y por lo que todavía nos falta. Todos levantaron sus copas también y dijeron: «Salud». Los meseros comenzaron a recoger los platos de ensalada y sopa para servir el plato fuerte. La recepcionista, que había tardado en comer por estar quitando las pasas, vio su plato desaparecer en el aire: apenas se había metido un tenedor con ensalada en la boca. Abril sonrió: si en ese momento la mujer cayera a un barranco y su vida pendiera de una sola mano, ella no tendría empacho en pisarle los dedos. La odiaba por haberla expuesto, por haber lanzado esa pregunta que evidenciaba justo lo contrario de lo que infería. Durante un rato, la gente se concentró en comer, apenas intercambiando uno que otro comentario sobre la textura del pollo o el sabor de la guarnición. Abril comenzó a experimentar cierta efervescencia interior. La detestaban por el simple hecho de ser la esposa de un médico; no de cualquiera, sino del más guapo del hospital, ni más ni menos. Por tener un par de hijos hermosos y un cuerpo envidiable. La odiaban por su ropa fina, que la favorecía, por sus cortes de cabello estilizados, por ser hermosa, sin importar si de forma natural o manufacturada. La odiaban porque llevaba un nivel de vida que ninguna de ellas podría alcanzar jamás. Abril las imaginó hablando de ella a sus espaldas. Estaba muy enojada: no era su culpa ser quien era. La vista comenzó a nublársele un poco; por un momento dejó de escuchar el ruido del salón, de sus vecinos masticando y moviendo los cubiertos sobre los platos, y sólo pudo percibir el de su propia sangre que retumbaba dentro de su cráneo. Tal vez sería mejor decirle a Gerardo que no se sentía bien, que necesitaba volver a casa. Al volverse hacia él para hablarle, notó que él no estaba comiendo como los demás. Miraba algo con una expresión extraña. Durante largos segundos, Abril examinó el rostro de su esposo: le pareció ver deseo puro en aquella expresión, en aquellos labios apenas abiertos, en aquella inmovilidad casi animal, como un felino que ha localizado a su presa. Abril siguió la dirección de sus ojos. Esperaba encontrarse a alguna mujer más guapa, más delgada, más joven que ella, de esas que hacen voltear las miradas, incluso las de otras mujeres. Pero él estaba cautivado por la mujer gorda: una gran masa envuelta en tela verde, que la hacía ver como una sandía, y que masticaba concentrada y golosa, sin darse por enterada. No podía creerlo. Aquella gran masa de carne femenina que había limpiado ya su plato y que ahora daba cuenta de la charola de pan, untando cada pieza con toda la mantequilla posible, y que deglutía todo con desesperación, era lo que había capturado la atención de Gerardo. Abril la examinó con toda la objetividad posible: si alguien le hubiera retirado aquellas mejillas enormes y mofletudas, la mujer no habría tenido una cara tan fea. La belleza de las facciones no se había enterrado por completo bajo toda esa grasa. El cuerpo, bueno, en teoría hay un esqueleto debajo de todas esas lonjas. Si perdiera unos 50 o 60 kilos, tal vez podría ser una mujer medianamente guapa. Tenía el cabello castaño oscuro, casi negro, la piel blanca, con algunas pecas, y unos ojos entre verdes y marrones, nariz respingona, labios bien formados. Nada de eso importaba: cualquier vestigio de belleza estaba enterrado bajo kilos y kilos de manteca y carne flácida. Era realmente asqueroso mirarla comer. Lo normal sería apartar la vista, como quien se encuentra con algún ser humano deforme o con retraso mental, y pretende concentrarse en cualquier otra cosa. ¿Por qué Gerardo la miraba de esa manera? Abril sintió náuseas. Sus ojos iban de su marido a la mujer gorda. La concentración de Gerardo era tal, que ni siquiera se dio cuenta de que ella lo observaba. A ese punto, otras personas en la mesa ya habían notado que Abril no se encontraba bien. Nadie decía nada. Incluso la mujer gorda dejó de comer. La jefa de enfermeras, en su papel, con su mano arrugada y fría, tocó el antebrazo de Abril. –¿Se siente bien, señora? Ella negó con la cabeza, echó la silla atrás con fuerza y tardó unos segundos en liberarse del mantel antes de salir corriendo del salón. Sentía las piernas débiles y las agujas de sus tacones se hundían en la alfombra. Apenas cruzó la puerta, cayó de rodillas sobre el mármol del pasillo y vomitó profusamente. Al poco estuvo rodeada por Gerardo, la jefa de enfermeras, una de las recepcionistas, un ejército de curiosos y el capitán de meseros, quien fue el primero en ayudarla a levantarse. Ya de pie, Abril trastabilló. Le costaba mantener el balance: se sentía mareada, sin fuerzas. Todo parecía suceder más lento que en la realidad, entre una neblina que sacaba de foco lo que fuera que ella mirara, como esos espejismos en el desierto. –Voy por tu bolsa para llevarte a casa –dijo Gerardo, y ella creyó escuchar culpabilidad en su voz. Alguien trajo una silla para que pudiera sentarse, alguien más le puso un vaso de agua en la mano y otra persona apretó un trapo mojado contra su frente, asegurándole que todo estaría bien. Gerardo la tomó del brazo y la condujo rumbo a la salida. Abril caminaba con torpeza; alcanzó a escuchar una voz femenina decir a sus espaldas: –Casi todas las esposas de los doctores son bulímicas. 8 Los maniquíes de todos los escaparates eran negros o blancos, sin facciones: sus cabezas lucían como hisopos de algodón. Todos modelaban ropa femenina talla cero. Tal vez si alguien desprendiera toda la carne y la grasa de mi cuerpo hasta dejar mis huesos limpios, yo pudiera entrar en alguno de esos conjuntos inverosímiles. Necesitaba ropa para mi nueva posición en el hospital. Al contrario de lo que quieren la mayoría de las mujeres, yo buscaba algo que no llamara la atención. De preferencia una prenda que me volviera invisible: no, invisible no, porque necesitaba que los pacientes y el personal del hospital me vieran. Tal vez una tela mágica que neutralizara el impacto de mi cuerpo en los demás, que me volviera una cosa a la que no se le dedica una segunda mirada, como una paloma sobre el resquicio de un edificio antiguo, o los indígenas que piden limosna en una esquina. Invisible de esa manera negligente. Pasé por muchas boutiques, todas con sus maniquíes anoréxicos y su ropa de muñecas, de estilos demasiado contemporáneos para mí. Caminé un poco más, y casi al fondo del centro comercial, entre una tienda de mascotas y un módulo de helados, vi un local con ropa para señoras no tan modernas. Miré el aparador: blusas holgadas con estampados de flores o colores neutros, faldas oscuras, de cortes atemporales. Decidí entrar. Una campanita anunció mi llegada y un par de dependientas que conversaban cerca de la caja voltearon a mirarme. Vi que entre ellas hubo un intercambio en el que decidieron quién se haría cargo de la ballena. La chica que perdió hizo un gesto de fastidio y después uno amenazador a la otra, el brazo extendido y el dedo índice acusador, antes de dirigirse a mí con una sonrisa parecida al gesto que hace quien se aguanta las ganas de orinar. Era morena, a juzgar por el tono de su cuello, con el rostro blanqueado por una capa de maquillaje más claro. Sus ojos y pestañas estaban enmarcados en negro muy grueso. El bigotito sobre sus labios rojísimos mostraba lo ineficiente que había sido aquel decolorante. No era tan delgada como las dependientas de las otras tiendas; aún así llevaba una falda minúscula y una blusa que se untaba a su cuerpo mostrando unas lonjitas incipientes. Junto a mí, por supuesto. Y montaba en aquellos tacones de plataforma, con los que se sentiría como una modelo de pasarela. Llegó hasta donde yo miraba un carrusel de blusas, con un saludo por delante y la pregunta de si podía ayudarme en algo. Me trataba de forma neutral, tolerante, sin sangre en las venas. Yo era su trabajo. Inevitable. Como cuando el pasajero del autobús hace plática y hay que lidiar con él resignadamente por unas horas, hasta que termine el viaje o se pueda fingir un sueño profundo. Le dije que buscaba varias faldas y blusas para mi nuevo trabajo. Me miró como diciendo: «¿a mí qué me importa?», y comenzó a buscar entre los ganchos. Sacó una blusa, verificó la etiqueta con la talla, me observó tratando de considerar mis proporciones, miró la blusa que colgaba de su brazo estirado y volvió a colocarla en su lugar. Yo no sabía qué hacer conmigo misma, en dónde esconder mi cuerpo gigante. A través del cristal vi que el centro comercial comenzaba a llenarse de gente. Quería salir de allí. –Es lo más grande que tenemos. –Me entregó varias blusas y faldas que cargaba en su antebrazo como la servilleta de los meseros de las caricaturas–. Sólo en Estados Unidos tienen tallas más grandes. –Tal vez sentía pena por mí. Entré a los probadores y me quité la ropa. Apenas cabía en ese cubículo rodeado de espejos. Me observé largamente. En mi situación, no podía darme el lujo de que la ropa en sí me gustara: el único criterio para comprarla era si mi cuerpo entraba en ella sin botar las costuras, los cierres y los botones. Todas las faldas asfixiaban mi cintura, indistinguible ya del resto del cuerpo, pero al menos al ser de corte abierto le daban espacio a mis caderas y muslos. Imposible cerrar el botón, pero había espacio para recorrerlo un centímetro. El eufemismo para mi cuerpo era «de proporciones generosas». En ese momento estaba en la última talla de la ropa comercial, en el límite entre lo humano y el monstruo para quien la industria textil ya no ve rentable fabricar prendas. La chica me esperaba afuera de los probadores. –Me llevo todo. –Ella sonrió genuinamente por primera vez en todo este tiempo: pensaba en sus comisiones. 9 Gerardo contempló a su esposa recostada en la cama. En la penumbra de la lámpara del buró y aún metida en aquel vestido de noche, con sus delgados brazos y piernas saliendo de ese torso casi esquelético, lo hizo pensar en un protozoo con sus tentáculos de hilo. Aparentaba dormir, pero no podía confiarse. Sabía que muchas veces lo espiaba, esperando encontrarlo a las dos de la mañana frente al monitor mirando mujeres desnudas. Se sentó con cuidado al lado de la cama y tomó una de las manos de Abril entre las suyas. Los huesos de aquellos dedos apenas cubiertos por la piel le causaban repugnancia: contuvo las ganas de soltarla. Sí la quería, la quería mucho. Pero qué difícil era aceptar que ya no estaba enamorado de ella, que cada vez le atraía menos. Si hubiera una manera de ajustar el amor, el deseo y el enamoramiento para que coincidieran en la misma persona, como quien sintoniza una estación de radio, la humanidad entera sería feliz. En esos momentos no podía pensar en la masa amorfa e infinita de humanos, sino en sí mismo. Con cuidado le quitó a su esposa el cabello de la cara. Las primeras líneas de expresión comenzaban a estragar su piel. Muy pronto sería como las otras mujeres de 40 son para el resto del mundo: invisibles. A menos que inviertan en cirugías, inyecciones, maquillajes gruesos, ropa juvenil, el mundo comenzará a percibirlas como caricaturas de sí mismas, payasos ridículos, seres dignos de lástima. Gerardo vio las crestas de Ilión brotar de la pelvis de su mujer bajo la tela fina del vestido. Pensó en los lomos picudos de los dinosaurios que tanto le obsesionaban de niño. Habían tardado demasiado tiempo en tener hijos, y ahora Abril era una madre añosa que vivía angustiada contando los gramos y las calorías. Tal vez por eso el sexo era un tema difícil. De recién casados, avergonzada de su cuerpo, ella rara vez accedía a tener relaciones, porque no era como las mujeres de las revistas que sabía que todos los hombres veían. Se lo dijo alguna vez. En ese tiempo era una chica de rostro redondo y peso ligeramente arriba de lo normal para su estatura. Una vez que se casaron, Gerardo esperaba que subiera de peso, como le sucedía a muchas de la esposas de sus amigos; Abril, en cambio, se dedicó a matarse de hambre y a adelgazar. La repulsión que su cuerpo le causaba a Gerardo era directamente proporcional a los kilos que perdía. Ella resentía su falta de interés y, como la adjudicaba a que aún seguía gorda, se entregaba con más ahínco a sus dietas. Pobre. Si tan sólo pudiera decirle… El único respiro de esa delgadez asfixiante había sido durante el embarazo gemelar. Al principio, ella había intentado comer con moderación, pero las náuseas que le provocaban el vómito aumentaron su apetito. Su cuerpo se esforzaba por aprovisionarse y no morir de inanición durante la gestación de un par de niños. A partir del primer trimestre, Abril comenzó a comer como un oso grizzli en temporada de salmón: insaciable todo el tiempo en que no estaba durmiendo. Incluso, a veces Gerardo la sorprendía de madrugada asaltando el refrigerador para engullir lo primero que aparecía en su campo de visión. Era hermosa. A él le fascinaba. Lo excitaba verla comer y aumentar de tamaño. Se acercó para besarla en la frente: ella abrió los ojos en ese momento, como en una película de terror. Él vio su expresión, preocupada y colérica al mismo tiempo, y se preparó mentalmente para el conflicto. –¿Cómo te sientes, mi amor? –No contestó. Entrecerró los ojos y se limitó a inspeccionarlo en la penumbra. Gerardo sonrió, paciente–: ¿Quieres que llame a un médico? Con esa broma solía hacerla reír cuando eran novios, y ella tosía, estornudaba o se hacía una cortada de papel en el dedo. Ahora sus labios no formaban una sonrisa: temblaban conteniendo el llanto. –¿Por qué mirabas a esa mujer? Gerardo se desabrochó la camisa y se desvistió con lentitud para ganar tiempo. No podía fingir y simplemente negarlo: «¿Cuál mujer? Yo no veía a nadie». Estaba demasiado consciente aún de la noche anterior; ni siquiera podía convencerse a sí mismo de que aquella forma de mirar no era lo que era. Podía matizar la verdad y así decir las palabras sin que se quebraran a causa de las vibraciones de la mentira. –Me recordó mucho a mi tía Olga –dijo, dándose la vuelta. Puso las manos sobre su vientre desnudo, como si fuera un cura–. No podía creer que esa mujer, que no sé ni cómo se llama, sea idéntica a mi tía. Abril se incorporó con trabajos y quedó sentada con la espalda contra la cabecera de la cama. –¿Tu tía Olga? ¿La que conocimos en el funeral de tu mamá? –Sí, eran hermanas –dijo Gerardo, buscando su piyama debajo de la almohada. –¿Cómo va a recordarte a tu tía Olga si esa tipa es una ballena y tu tía está más flaca que una momia? Gerardo intentó sonreírle a su esposa. Entró al baño y dejó en el cesto para la ropa sucia la camisa y los calcetines. Al regresar se sentó en la cama y la miró a los ojos. –Mi tía Olga tiene una diabetes pésimamente llevada. Por eso está esquelética. Antes era la mujer más gorda del mundo. –Gerardo le hablaba con la misma paciencia con la que explicaba a sus pacientes que el método del ritmo fallaba con mucha regularidad, y de allí aquel «inesperado» embarazo. Ella lo miró, tratando de entender. A Gerardo le recordó la mirada de las vacas o de los conejos al masticar. Se dirigió al baño, y la voz de Abril lo siguió hasta allí: –¿Y querías mucho a tu tía? Contestó afirmativamente con un sonido raro, con el cepillo de dientes dentro de la boca y los labios llenos de espuma blanca. Escupió en el lavabo, terminó de enjuagarse y fue a acostarse junto a ella. –Yo adoraba a mi tía Olga. La tía Olga era casi comestible: de brazos anchos, tibios y esponjosos, como la masa con levadura al inflarse. Olía a una mezcla de pan recién horneado, limpiador de pisos y algodón de azúcar. La tía sólo contaba con dos pasiones en la vida: la cocina y Gerardo, su único sobrino. De joven había tenido su etapa hippie y de liberación total. De grande, una mujer madura, soltera y bastante relajada; de esas que no se privaron de nada y podían estar en paz con el mundo. El no tener a un hombre a su lado no la había orillado a colgarse de las sotanas ni a volverse un monstruo amargado e histérico. Vivía sin problemas de su negocio de pasteles y pays, que incluía una pequeña área de cafetería. Se manejaba bien con cinco empleadas y tenía tiempo para hacer de niñera si su hermana, la mamá de Gerardo, lo necesitaba. No importaba que la tía Olga no tuviera hijos ni mascotas ni consola de videojuegos: a Gerardo le encantaba visitarla. A su madre no le parecía extraño: a su hijo no le apasionaba el futbol ni trepar a los árboles. No era particularmente estudioso, sino más bien callado y ajeno a los otros niños. Todo un antisocial; al menos convivía con alguien. Un día, su madre lo dejó con su hermana para salir al café con algunas amigas. Gerardo, con 12 años, limpió sus zapatos sin saber que aquel iba a ser el último día en que pondría un pie sobre la alfombra marrón de la entrada. La tía abrazó a su sobrino con fuerza. La casa lo recibió con olor a pasteles en el horno, humo de cigarro y el aroma del cuerpo de la tía Olga. Gerardo se sentía feliz. Fueron a la cocina: tenían el ritual de comer mientras ella lo interrogaba sobre su día en la escuela o la semana en general. Él respondía con la boca llena y ella no lo castigaba por eso. Gerardo vio cómo los brazos de su tía, del color de la espuma de la Coca-Cola, cortaban una rebanada de pastel de chocolate y servían un vaso de leche. Su escote y su vientre, que él atisbó varias veces cuando ella levantaba los brazos hacia el cielo para estirarse, tenían el tono de una malteada de vainilla. Sus dedos gruesos y con hoyuelos eran diestros al manejar cualquier utensilio. Su cabello estaba teñido del mismo color de las papas fritas. Sus piernas, sólidas, redondeadas y de una textura que a Gerardo le recordaba las salchichas rojizas que su padre asaba en el jardín, sostenían aquel cuerpo de curvas cremosas y suaves. Bastante bajita, en realidad la tía era casi tan ancha como alta. Para él, Olga era sólo la mujer más hermosa del mundo. Después de comer jugaron a la baraja y ella aseguró que Gerardo lo hacía mejor que cualquiera de sus amigas, señoras sin quehacer que tenían toda la vida practicando. A la hora de hacer la tarea, la tía se retiró a su habitación para leer la novela rosa que compraba semanalmente en el supermercado. La casa quedó en completo silencio. Fuera sólo el ruido de una cortadora de césped, un perro ladrando, algunos carros que cruzaban veloces la calle. El reloj de la pared indicaba que eran las seis y media. Pasada una media hora, Gerardo, atascado con unos problemas de matemáticas, fue a buscar a Olga para pedirle ayuda. Iba arrastrando los pies sobre la alfombra para cargarse de electricidad y sorprenderla con una descarga. Un juego privado entre ellos, que su madre nunca logró entender. Al entrar a su cuarto la encontró dormida, con el libro abierto en su vientre, como el techo de una casita de dos aguas sobre una enorme montaña. El aire olía a chocolates y al sudor dulce que transpiraba su tía con cualquier movimiento. Se quedó quieto por un momento, esperando que ella se levantara de pronto para darle un susto. Pero ella seguía durmiendo: su respiración se volvía cada vez más espesa a medida que entraba en los terrenos profundos del sueño. El libro subía y bajaba rítmica y pausadamente. Gerardo avanzó unos pasos. Escuchó a las urracas graznando afuera en el jardín. Apretó los ojos y tragó saliva: ahora podía escuchar el latido de su propio corazón, casi estruendoso. Se detuvo a una distancia en la que, si estirara el brazo, podría tocar los pies de su tía con la punta de los dedos. Los ojos de ella estaban un poco abiertos; él pudo vislumbrar una franja blanca entre los párpados, como el relleno cremoso de un pastelillo. No quiso verle más la cara, por temor a que sintiera la mirada y se despertara con un sobresalto. Se acercó un poco más. En esa posición horizontal, las lonjas y los pechos gigantescos de Olga se desbordaban hacia los lados, como la parte superior de los muffins que a veces horneaba para él. Bajo de la blusa, los pezones apuntaban hacia cada una de las paredes. Los botones parecían huir de los ojales, atosigados por la fuerza de gravedad y el tamaño de aquellos pechos. Gerardo sintió la primera erección de su vida levantándose contra la tela de su pantalón. Una sensación eléctrica le recorrió la espina dorsal y tuvo un ligero mareo. Las mejillas le ardían y, sin saber por qué, contuvo la respiración. Se congeló en su lugar: en cualquier momento Olga iba a abrir los ojos y lo descubriría, y él no podría moverse, como pasaba en las pesadillas. Mirar a alguien dormir es como robar algo. Gerardo sintió que sus propios latidos producían más ruido que la respiración de la mujer; estaba seguro de que ella podía escucharlo. ¿Y si fingiera dormir solamente? No, su exhalar era profundo, muy pausado; su cuerpo tendido de esa manera, con las piernas tan abiertas, era propio de quien duerme realmente. No, no podía ser un sueño falso. Avanzó tres pasos y sus pantalones tocaron el costado del colchón. Si ella despertara en ese instante, asustada, las piernas de Gerardo se doblarían como chocolate derretido y sería incapaz de explicar su presencia en el cuarto. La tía Olga cambió de posición y, al hacerlo, la falda se encaramó a sus inmensas caderas. El cuerpo entero del niño se tensó, listo para correr, brincar, desaparecer, lo que fuera. Con dedos temblorosos, mas con una focalización total de su cuerpo y mente, empujó el botón que mantenía la blusa de su tía unida a la altura del pecho. La tela se abrió como una flor y los senos cayeron, casi con alivio, uno hacia cada lado. Una locura, sí. Estaba consciente. Se movía en contra de su voluntad: deseaba huir al mismo tiempo. Pasaron varios segundos en los que se concentró en escuchar el murmullo del sueño de su tía: luchaba contra el impulso de lanzarse sobre ella y meterse entre los pliegues de aquel vientre. No podía estirar tanto la suerte: se le reventaría en la cara. Gerardo se dirigió al clóset y cerró las puertas con cuidado. Aún podía mirarla a través de las rejillas de madera de la puerta. Bajó el zípper de su pantalón. En la oscuridad y entre el olor de la ropa de su tía, tanto el ruido de su sangre recorriéndolo por dentro como el de sus latidos era casi estruendoso. Comenzó a tocarse, primero muy por encima y temblando; después, más rápido y sin importarle que su codo golpeara contra la puerta de madera, sin preocuparse por el tintinear de los ganchos cada vez que echaba para atrás la cabeza, extasiado. El placer le fue ganando al miedo; la urgencia de llegar a un lugar al que nunca había ido se convirtió en una nube de tinta que lo envolvió todo: el mundo, sus cosas, la realidad, las consecuencias. Era sólo un pulpo que se dejaba llevar por el inmenso océano. Vio a Olga levantarse de súbito, llevarse la mano al pecho y girar la cabeza de un lado al otro, como en una de esas películas de miedo donde la chica guapa y tonta se siente observada. La veía distante, a través de una pantalla. Seguía acariciándose con desesperación, porque literalmente no sabía si ese sería el fin del mundo, si volvería a experimentar aquel placer, si iba a quedarse ciego como le habían dicho, o a morir; así de simple, porque sentía que agonizaba. La tía Olga se puso de pie sin gracia, con mucho esfuerzo y, al hacerlo, el broche de su sostén se zafó dejando al descubierto aquellos pechos claros como pudín de vainilla y pezones color de chocolate. Un rayo atravesó a Gerardo y, sin poder evitarlo, gritó. Su tía se cerró la blusa con la mano y pronunció el nombre de su sobrino como en una pregunta. Lo repitió un poco más fuerte. Él se quedó inmóvil, aterrado, atrofiados los músculos por aquel placer y por el miedo. Olga caminó por el cuarto; él cerró los ojos y escuchó los pasos que se dirigían al clóset. Las puertas se abrieron y como lo esperaba: el horror. Aún tenía mano izquierda alrededor del pene, los pantalones a punto de caer y los ojos fruncidos por la luz que entraba sin piedad. Olga no corrió histérica en círculos, no lo condenó a terminar en el infierno, no lo abofeteó, no sufrió de un colapso nervioso. Solamente le dijo que se vistiera y fuera a la sala a esperar a que su madre llegara a recogerlo. Nunca supo qué pasó entre las dos hermanas, si la tía le dijo algo a su madre. Nunca lo reprendieron, nunca se mencionó el asunto, nunca lo castigaron. Simplemente, Olga nunca volvió a tener tiempo para cuidarlo. –Hace muchos años que no veo a mi tía –dijo Gerardo en tono bajo, como si estuviera solo. Abril se acercó para tocarle la mejilla. –Lo siento mucho. –Se veía conmovida por la ternura o tal vez aliviada con la explicación sobre el parecido entre aquella mujer y la tía tan querida. Eso era normal, eso era creíble, eso era seguro. Gerardo se dio la vuelta para dormir, cubriéndose con las sábanas, pero su esposa se trepó arriba suyo y comenzó a acariciarlo. Suspiró y se dejó hacer; intentó tocar la espalda de su mujer mientras ella besuqueaba su cuello como una gallina buscando granos en el suelo. Gerardo no pudo soportar la sensación de la columna vertebral punzante bajo la piel, los huesos de los omoplatos como alas de murciélagos saliendo de su espalda. Muchas veces, a lo largo de su vida matrimonial, lo había intentado. ¿No era su deber conyugal hacerle el amor a su esposa de tanto en tanto? Había noches en las que él intentaba obligarse a sentir deseo. Recorría con la mano los peldaños de la caja torácica de Abril: sólo podía sentir repulsión por la estructura ósea que subyacía en esa piel; eran los travesaños con los que un ser humano estaba construido. Simplemente no podía sentir atracción por aquello. Ni antes ni ahora. Retiró la mano con asco y se concentró en quitarle el cabello de la cara. Obligado por las circunstancias, mintió: –Eres hermosa. –Y convocó la imagen de la mujer gorda de la cena para poder lograr una erección. Su esposa lo envolvió con su carne, más bien con aquella piel que apenas cubría el isquión y el pubis, y comenzó a cabalgarlo. Muchos de sus amigos decían que esa posición era su favorita, porque podían mirar el cuerpo entero de su pareja. Gerardo apretó los ojos con fuerza, como la primera vez que practicó una disección en un cadáver en sus tiempos de estudiante de Medicina. Si veía los pechos inexistentes de su mujer, sus costillas, ese cuello delgado que dejaba entrever los tendones, perdería la erección. Ella comenzó a gemir y, al poco tiempo, lanzó un grito que le avisó a Gerardo que había tenido un orgasmo. La tomó por debajo de los brazos y la bajó de su cuerpo. Al sentir las costillas, el miembro se le volvió flácido. Abril no lo notó: se había acurrucado a su lado, acariciándole el pecho y hablándole de cosas que él realmente no escuchaba. No le preguntó si había terminado; hacía tiempo que Gerardo no estaba interesado en su propio placer. Aquel organismo escuálido le impedía sentir. Intentó abrazarla, cobijas de por medio, y conciliar el sueño. 10 Me gusta comer. Me fascina comer. He pasado muchas horas de mi existencia comiendo y dedicándole tiempo al tema de la comida. Podría escribir una larga disertación al respecto si me lo propusiera. Habría que ignorar la política de cada era: en la historia de la humanidad siempre ha habido quien muere de hambre y quienes se rellenan la boca hasta rebosar. Es una pena: a nadie le importa el estatus del estómago ajeno. La relación comida-mujer es complicada. Los hombres comen para saciarse y listo. Las mujeres suelen preparar la comida, la rechazan, la desean, la odian, la engullen, la vomitan, la añoran. Pasan todo el día pensando en aquello que no se comerán por temor a subir de peso. Es verdad que existen mujeres descompuestas que dejan de comer buscando una figura de perro callejero. Mientras menos marque la báscula y mientras más visibles sus huesos, ellas serán más felices y se sentirán superiores a los demás, a los débiles de voluntad que sucumben al hambre. Ellas, las anoréxicas, no merecen reproducirse, y por fortuna jamás lo harían sólo por no engordar. Les es imposible ocuparse de otro ser que no sean ellas mismas. Hacen bien: no deberían transmitir esos genes antievolutivos y maltrechos. Son suicidas, como los lemmings que se lanzan de un barranco al vacío. Anomalías aparte, la gran mayoría de las personas come y lucha contra las consecuencias de comer. Sintiéndose miserables, culpables, mastican cada bocado sin disfrutarlo. Maquilan nuevas dietas, caen víctimas de los productos milagro que las dejan con sobrepeso y sintiéndose estúpidas por haber malgastado su dinero, o le ruegan a su deidad favorita les dé fuerza de voluntad. Sufren. Comen. Se culpan. Luego está la gente como yo. No creo que seamos muchos; no lo sé de cierto, no me consta. Lo supongo así. Me he sentido sola toda la vida. Intuyo que hay seres iguales a mí, si acaso por apego a la razón y a la probabilidad. Como eso que dicen los científicos sobre la probabilidad de que en un universo infinito existan otros planetas idénticos a la Tierra y, por tanto, alberguen vida inteligente. Eso no quiere decir que vayamos a coincidir algún día con ellos entre tanto espacio y tiempo. Nunca he tenido la esperanza de encontrarme con alguien como yo. Sé que en el momento en que uno dice: «gente como yo», queda implícito que hay otro grupo que incluye a todos los que son distintos. Se usa en el entendido de que los «otros» son la desviación y uno la norma. La historia ya conocida: hegemónicos y minorías. Yo sé que yo soy la anormal. Al decir «gente como yo» me refiero a las pocas mujeres gordas que comemos por puro placer, que no nos arrepentimos, que no estamos a dieta, que secretamente disfrutamos la distensión de nuestros vientres en el espejo. Las que soñamos con comida y nos levantamos a media noche a asaltar el refrigerador y la alacena. El terror de los bufetes. Las que no necesitamos que nuestras amigas pidan postre en un restaurante para animarnos a comer pastel. De hecho, tenemos pocas amigas. En realidad tenemos muy poco de todo: experiencias amorosas, pretendientes, amistades, sexo, respeto o empatía. O ilusiones. U oportunidades laborales. Lo único que tenemos es el placer de comer. La glotonería no como un pecado capital, sino como la única satisfacción en la vida. También llevamos diarios íntimos o sostenemos elaboradas fantasías en las que alguien nos ama de verdad. Una vida interior muy intensa, a cambio de una vida exterior estéril. Como si viviéramos en un mundo de castas y la de los gordos fuera la más baja. Más abajo que la de los discapacitados, los deformes, los retrasados, los feos. Porque se da por hecho de que nuestra condición es electiva: estamos así porque queremos. O porque nos falta voluntad, ganas de cambiar. Podríamos evitarlo, si tan sólo no fuéramos una masa amorfa de grasa y pereza. Por eso las bromas crueles, el desdén, las burlas, el rechazo social. Somos el blanco de todo eso; al mismo tiempo, somos invisibles para todo fin práctico. Para las invitaciones, para el convivir. La gente como yo no es solidaria. Los gordos nos miramos de reojo, también con desprecio. No perdonamos nuestras propias vigas en el ojo ajeno. Las gordas evitan ser amigas de las gordas. Las gordas preferimos ser patiñas de mujeres más delgadas que nosotras, con la esperanza de ser aceptadas algún día por cómo somos. La gorda siempre está dispuesta a salir a un café y escuchar los pormenores de una ruptura, si ninguna de las verdaderas amigas tuvo tiempo. Gente como yo. El último eslabón de la cadena alimenticia. El krill social. Volumétrico e ínfimo al mismo tiempo. Yo. No, no debo tirarme al suelo. Jugar a la víctima. En realidad, la gente ha sido más amable conmigo desde que murió mi padre. Su muerte, mi orfandad, me volvieron más humana a los ojos de los demás. Yo estaba casi al ras del suelo, y ahora mi vida entera se ha venido abajo. La muerte de papá me tiró del último escalón. Ahora estoy sola, oficialmente sola. La única persona de mi familia que me amaba dejó de existir. Supongo que el instinto hace que mi madre no sea indiferente a mí; nunca me he sentido segura con su manera de quererme. Con todo, la dinámica de mi vida permanece igual. Sigo siendo la gorda sin amigas, sin novio, que va de la casa al trabajo, desviando la rutina algunas veces para ir sola a una función de cine en la noche, sentada en la última fila, dispuesta a comerme las palomitas grandes, el hot dog, los nachos, el helado y el refresco de un litro. Mi vida sigue siendo mi vida. Al menos eso pensaba. Ese día bajé más temprano que de costumbre a la cafetería del hospital. Casi todas las mesas estaban vacías; apenas unos médicos viejos aquí y allá, rumiando sus postres. Escogí la comida corrida y tomé asiento en una de las mesas junto a la ventana. La comida corrida es la mejor opción para una mujer gorda que no quiere ser criticada por sus compañeras de trabajo: implica que no hubo elección de parte de uno. Es lo que hay. Si ordenara algo de la carta, dirían a mis espaldas que debí de haber pedido una ensalada y no esas enchiladas cubiertas de crema. Y si pidiera la ensalada con refresco de dieta, sé que se burlarían pensando que, dado mi peso, es ridículo que se me ocurra comer algo así, como si hiciera alguna diferencia. En cambio la comida corrida es democrática. Además de la sopa y el plato fuerte, incluye un minúsculo postre, agua de frutas, cero albedrío. Terminé de transportar todas las cosas de mi charola a la mesa y me disponía a comer; llegaron dos chicas de recepción a sentarse conmigo. No es que yo sea popular, al contrario: soy una retrasada social. Eso es parecido de alguna manera a ser retrasada mental: la gente te desprecia y te tiene lástima al mismo tiempo. Te trata mal y te quiere ayudar también. Ignoro por qué funciona así el mecanismo de la mesa con una sola persona: si la cafetería está vacía y hay alguien conocido en una mesa, el instinto es unírsele. Nadie quiere convertirse en la única persona en la otra mesa. En cambio, si el lugar estuviera casi lleno, se habrían buscado cualquier otro lugar. Xitlali y Angie me saludaron y, sin preguntar si podían sentarse conmigo, me dejaron sus bolsos encargados y fueron por su comida. Asumieron que yo estaba ávida de compañía y confiaron en mí, porque nadie me cree capaz de maldad. En el imaginario colectivo, los gordos somos bonachones, simpáticos y, sobre todo, bien intencionados. En las cabezas de mis compañeras nunca estuvo la posibilidad de que yo pudiera hurgar en sus bolsos y extraer algo de valor. –Odio la sopa de garbanzos –dijo Xitlali, la recepcionista del área de Pediatría, frunciendo la cara. Olía a perfume de Avón, que ella misma vende a través de los catálogos que lleva de incógnito al hospital. Ese día no llevaba maquillaje y su rostro parecía maltratado, como el de una muñeca vieja. Estábamos tan acostumbradas a verla fuertemente maquillada, que su cara artificial era para nosotras su cara real–. ¿Tú la quieres, Pandora? –Empujó su plato de sopa hacia mí sin esperar mi respuesta. –Para que ya no la sirvan, puedes poner que eres alérgica al garbanzo en la cajita de sugerencias. –Miré el plato ofrecido y lo acerqué a mí–. Si es por algo de salud, te hacen más caso. –¿Supieron lo de Elvia? –atajó Angie con un tono casi triunfal. Estaba muriéndose por contarnos; hasta me pareció ver chispitas en sus ojos. Ella es la recepcionista del ala este del hospital, donde se aglutinan los médicos especialistas. Xitlali y yo negamos con la cabeza; Angie peló un plátano que había extraído de su bolso segundos antes. Está prohibido introducir alimentos a la cafetería, pero eso nunca le ha impedido meter «algo sano para variar». La esperamos: ella masticaba con parsimonia. Sonriente, se limpió la boca con la punta de la servilleta antes de contarnos. Se acercó a nosotras por encima de la mesa y dijo con voz baja y conspirativa: –La corrieron por andar con el doctor Gálvez. –¡Noooo! –Xitlali se tapó la boca con la mano–. ¿Cómo la cacharon? –¿Tú sabías? –Me sentí excluida. –Pandora, todo el mundo lo sabía en el hospital, menos la esposa de Gálvez –dijo Xitlali levantando amenazadora un trozo de milanesa con su tenedor. Yo empujé el plato de sopa vacío y seguí con el siguiente, que ya estaba frío. –Alguien le mandó un anónimo a la esposa con una foto de los dos entrando a un motel. Increíble. –Angie hizo una larga pausa para masticar–. La esposa llegó y armó un escándalo en la recepción. Así de aventarle al doctor la macetita sobre el escritorio y todo. Se le fue encima a Elvia. La agarró del cabello y la tiró al suelo, como en las telenovelas. Xitlali y yo nos quedamos rumiando la misma imagen por unos segundos. Angie nos miró satisfecha y se dedicó a comer con la misma indiferencia que las ardillas en los árboles. –Puros gritos y chillidos. Como si no tuviera ya de eso en mi trabajo –se quejó Angie con una sonrisa algo sádica–. Y claro, la hicieron firmar su renuncia de inmediato. Ni un peso le dieron. Me contó Lulú, la de Recursos Humanos. –Pobre. –La palabra se me escurrió de la boca. Pensé que era injusto que sólo ella perdiera el trabajo: era la soltera, y quien había cometido una falta realmente había sido el doctor. Mis compañeras me miraron como si yo fuera la adúltera. En estas cosas, ya se sabe, la solidaridad de género no existe. –¿Pobre? Si es una puta. Andaba detrás de varios doctores, ofreciéndose. –Nos da un mal nombre a todas las demás. – Xitlali irguió la espalda. Le dio un trago a su vaso y preguntó–: ¿Y a quién irán a poner en su lugar? Dijeron que ya no estaban contratando. Callé por prudencia. Me habían informado el día anterior que yo ocuparía ese puesto, mas no debía de comentarlo hasta que fuera mi primer día de trabajo oficialmente. Lo que no sabía era la causa del despido de Elvia. Al parecer, mis futuras colegas estaban un paso más adelante. –Ah, pues yo sé algo –dijo Angie, deleitándose con las palabras–. Mi amiga, la de Recursos, me dijo que mandarán a Pandora. Por amable y competente, y porque con ella todas las esposas de los médicos estarán más tranquilas. Angie tardó varios segundos en darse cuenta de lo que había dicho. Yo me pregunté si debía sentirme ofendida. Me di cuenta de que en realidad mis sentimientos estaban intactos. Yo hubiera pensado lo mismo de alguien como yo. Angie comenzó a excusarse apenada, diciendo que no había querido decir eso. Yo le dije que no se preocupara. Ella me miró con alivio; les confirmé la noticia: les dije que me habían notificado apenas ayer, y era verdad. –Ahora voy a lidiar con gente en lugar de facturas. –Yo trabajaba en cobranzas, tras un cristal, entregando papeles, pidiendo firmas, confirmando créditos y seguros con los bancos. –Tú eres muy buena para tratar con la gente insoportable –atajó Xitlali como un salvavidas para su amiga. Yo bajé la mirada hasta mi regazo, modestamente. No se me ocurría qué decir. Ni siquiera sabía si ella estaba siendo sincera. Es el problema con la gente como yo, que no tiene amistades verdaderas, sólo conocidos. Nunca se sabe cuándo alguna frase es sólo una forma de cortesía o lleva algún interés en juego, o si es en verdad un comentario honesto. De cualquier forma, mis enormes mejillas estaban hirviendo. Sentí que mis axilas comenzaban a transpirar. Decir, graciastú-eres-muy-buena-también parecía ridículo. Sólo atiné a sonreír como mi madre hubiera indicado en un caso como ese. Miré la cáscara de plátano que estaba en medio de la mesa, como una estrella de mar, y suspiré. El resto de la conversación fue acerca de decoraciones navideñas, exnovios, pastel de tres leches, cremas antiarrugas, anticonceptivos y dietas. Intenté participar lo más posible. Sonreír, escuchar, hacer los sonidos necesarios para denotar mi interés. Examiné sus maquillajes, sus peinados, sus ropas, su manera de mover las manos al hablar; muy pronto me convertiría en una de ellas. Pero no pude ser una de ellas. Apenas me senté tras mi escritorio, la parte anterior de mis muslos comenzó a pegarse a la «piel» sintética de mi silla. Si estoy abrumada o nerviosa, sudo a torrentes. No sólo era mi primer día en mi nuevo puesto; era también mi ubicación física. Mi escritorio encabezaba una gran sala de espera y tenía a mi cargo los consultorios de los seis médicos que trabajaban en el ala de aquel piso. Durante años, mi trabajo en el hospital se había limitado a recibir pagos y extender facturas a través de una ventanilla, vidrio de por medio, mi cuerpo cobijado por el muro. Ahora estaba a cargo de consulta externa. «Recepcionista» era un eufemismo para secretaria-que-trabaja-paravarios-jefes. Me compré un saco oscuro y una falda amplia para disimular mi figura; aun así me sentía como un sapo atorado en la tierra, letárgico y expuesto a la vista de todos. Una pantalla colgada en la pared mostraba la telenovela de la tarde, que absorbía la atención de casi todas las mujeres en la sala de espera. Los hombres hojeaban con enfado los periódicos sobre la mesita. Esas caras con la misma personalidad de un trozo de queso amarillo me miraban impacientes, como si fuera culpa mía que los médicos estuvieran atrasados en su horario de citas. Cada tantos minutos, una enfermera de minúsculas caderas salía y entraba del cubículo de signos vitales, rápida y mecánica, como un cucú hiperactivo que brota de su reloj. Una puberta oscura, famélica y de mechas lacias que le cubrían casi toda la cara me miraba con insistencia. Iba toda de negro y estaba apercherada en la orilla de uno de los sillones. Al toparme con su mirada, ella bajaba la suya y fingía estar absorta en su teléfono celular. Las gordas somos imposibles de no mirar. Mi trabajo no era complicado y el hospital aún no se había modernizado del todo. Si sonaba el teléfono exterior, generalmente se trataba de un paciente buscando hacer cita con alguno de mis médicos. Yo tenía que sacar la agenda correspondiente a ese doctor, ofrecerle los días y horas disponibles, y apuntar el nombre del paciente. A los que querían hablar directamente con los médicos tenía que decirles que no era posible, que el doctor en cuestión estaba ocupado. Con los días aprendí que por lo regular se trataba de madres primerizas o embarazadas hipocondriacas que querían consultar cada síntoma, gratuitamente, con el médico. Había que tratarlas con amabilidad y con firmeza. Les era difícil entender que el doctor no estaba a su disposición todo el día por el precio de una consulta pasada. Parte de mis funciones era también ir pasando a cada paciente al respectivo consultorio a medida que su médico se desocupaba, y extender recibos de honorarios. El doctor Gerardo Vieira salió de su consultorio. Lo vi difuminándose ante mis ojos, sus bordes inciertos, como un espejismo desértico. Era casi mediodía y comencé a sentir el mareo que suele aquejarme si paso unas dos horas sin comer. Abrí mi bolso, saqué una barra de chocolate y vi que el doctor era atajado por una mujer con un vestido a la moda, zapatillas ídem y un complicado peinado y maquillaje de esos que dicen me-tardo-al-menos-dos-horas-para-vermeasí. Se parecía mucho, o quería parecerse, a las esposas de los médicos, que se dejan ver por los pasillos del hospital para marcar su territorio conyugal. La mujer tenía un tono de voz alto y reía de forma estridente, llamando la atención de todos en la sala. No era tan joven: se conservaba bien y sabía esconder sus defectos bajo la ropa y las capas de maquillaje. A su lado me sentiría como una pordiosera, con mi ropa de marca indefinida y tela sintética. Eso no sucedería jamás: la gente como ella ni siquiera se para junto a alguien como yo. La había visto antes: era la representante de un laboratorio, cuyo trabajo es convencer a los médicos de recetar sus medicamentos a cambio de muestras gratis y coquetería. Era obvio que pertenecía a esa raza de mujeres que tienen un top ten de cosas «realmente reprobables», que incluye comer postre, salir sin maquillaje y tener orgasmos verdaderos o emociones fuertes que provocan arrugas en el rostro. Me sentí un poco mal por enjuiciarla y encajonarla en un estereotipo sin conocerla. El mundo me hacía todos los días eso a mí. Las gordas, en el inconsciente colectivo, somos todas iguales. Terminé el chocolate y escondí la envoltura en mi bolsa, una costumbre que adquirí en aquellos tiempos en los que mi madre, obsesionada con que yo bajara de peso, fiscalizaba los botes de basura en busca de evidencias para probar que yo rompía mi dieta. Levanté la vista: el cuerpo del doctor estaba, escritorio de por medio, frente a mí. Colgué mi bolsa rápidamente del respaldo de la silla y enderecé mi espalda de inmediato. ¿En qué momento se había acercado? Levanté mi rostro hacia él, pero no me atreví a verlo a los ojos. –¿En qué puedo servirle, doctor Vieira? Me pareció ver que se sonrojó. ¿Sería posible? ¿Un hombre como él? Sí, su cuello se llenó de motas rojas. Me recordó a uno de esos pasteles marmoleados. Miré la piel delicada de sus orejas llenarse de sangre, como un filete término medio. –Te traje un regalito de bienvenida. –El doctor puso sobre el escritorio una taza decorada con pequeños osos. Adentro había chocolates rellenos de licor. Por unos segundos sólo atiné a tocar la cerámica con la punta de mis dedos. Musité un «gracias» casi inaudible. Sentí que mi cara hervía y que mis mejillas aumentaban de tamaño. Para los médicos, el personal del hospital es como los medicamentos genéricos: se pueden intercambiar unos por otros, y la función sigue siendo la misma. Las enfermeras, las recepcionistas, todas son «señoritas». No vale la pena aprenderse los nombres individuales de las aspirinas. –Te llamas Pandora, ¿verdad? Yo asentí con demasiada rapidez, casi infantilmente. No podría haber contestado nada más: el aire de mis pulmones se quedó atrapado por largos segundos. Sentí las miradas de todos sobre nosotros, en especial la de la mujer de los seguros, que permaneció unos pasos atrás del doctor Vieira, quien no sólo me había tuteado con una dulzura que acortaba la distancia entre nuestras castas hospitalarias, sino que me había llevado una especie de ofrenda. Para una gorda como yo, eso era un gesto casi romántico. No me lo esperaba en verdad; mucho menos que me mirara o se acordara de mí. Paradójicamente, a las gordas todo mundo nos mira; al mismo tiempo nadie nos ve en verdad. A la gente le repugna mirarnos, así que desvían los ojos hacia cualquier otra parte. Es como si la vista percibiera parcialmente nuestra gran silueta y la imagen fuera demasiado para procesar. Por eso, igual que sucede con los deformes o deficientes mentales, la gente normal prefiere hacer como que no existimos, que no estamos allí. Él me había visto: me recordaba de la cena navideña. Era difícil de creer. –Qué lindo detalle. No se hubiera molestado. –Ninguna molestia. Es tu primer día –dijo sonriendo. Tuve que mirarlo: poseía la belleza masculina de ciertos personajes históricos. Comprendí el revuelo de las otras recepcionistas y enfermeras en torno al doctor Vieira–. Cómete uno –ordenó–. Si no, voy a pensar que no te gustaron. Lo dijo así, tal cual, con la misma autoridad dulzona con la que mis maestros me mandaban resolver ejercicios de matemáticas. De pronto, la mujer de los seguros se acercó a él, tanto que sus cuerpos se tocaron lateralmente. Ella lo tomó del brazo, jalándolo un poco. Dijo algo de un café y que se hacía tarde. Mi rostro registró la profunda antipatía que sentí por aquella mujer en ese instante. No sé si odiar a las mismas personas puede ser la base para una amistad; me pareció encontrar un brillo cómplice en la mirada del doctor. Levanté el brazo en alto y lo bajé como una grúa hasta la taza para tomar uno de los chocolates. Todos mis movimientos eran exagerados, mímica pura: sin separar en ningún momento mis ojos de los del doctor Vieira, saqué de golpe la envoltura de uno de los chocolates, como una estríper que se deshace de su blusa. Casi desafiante, me llevé el chocolate a la boca. Cerré la mandíbula y comencé a masticar: él me miraba de una forma en la que nadie lo hizo antes. No con repulsión, no con morbo, no con interés científico, no como un proyecto. La forma en la que sus ojos me absorbían era una total y extrema conciencia suya en cuanto a mi presencia en el mundo. Me pregunté si esa era la esencia del amor. Parte del relleno del licor se desbordó por mis labios. Atajé la gota con mi dedo índice y lo chupé. Sonreí, no porque estuviera apenada, sino porque quería romper esa burbuja, ese trance, en el que los dos caímos por breves instantes. No quería que nadie más se diera cuenta de eso, eso que yo no podía definir ni procesar aún, eso que no sabía si en realidad había sucedido o fue producto de mi imaginación fermentada por las novelas románticas que a veces leía. Tal vez lo había malinterpretado de la peor manera. –Es el chocolate más rico que he probado en toda mi vida –dije entre risas, y levanté mi taza nueva hasta ellos dos–: ¿Ustedes gustan? Él desvió la mirada, como un niño al que hubieran sorprendido mirando revistas porno. Vi su manzana de Adán moverse debajo de la piel enrojecida de su cuello. En unos segundos recuperó la compostura y volvió a ser ese hombre seguro de sí mismo que se desplaza por el hospital como si nada. Pensé en una película vieja en la que el galán enciende un cigarrillo y le dice a la heroína que la ama, al mismo tiempo que aplasta un caracol con el zapato. –No, porque en-gor-dan –dijo la mujer de los seguros, con ese tono lleno de desdén con el que hablan las mujeres que sólo comen lechuga. Jaló al doctor Vieira de la bata, haciendo una voz mimosa–: Ay, ya vámonos, Gerardo, tengo que enseñarte esas muestras. Él se dejó llevar. Cerca del elevador, volvió la cabeza en mi dirección, me dedicó una sonrisa resignada y me dijo adiós con la palma de la mano. No pude dormir la noche de mi primer día de trabajo. No quise lavarme los dientes. Pasé gran parte de las horas intentando recuperar con mi lengua algún residuo de aquel chocolate. 11 Apenas se levantó, Abril fue al baño, se desnudó y subió a la báscula. Había subido gramos. Se examinó frente al espejo de cuerpo entero durante un largo tiempo y desde varios ángulos. Se apretó un pliegue de piel en el bajo vientre. Giró y constató que la celulitis todavía seguía pegada al reverso de sus muslos: imperceptible para sus amigas, que le aseguraban que tenía unas piernas envidiables, ella sabía que estaba allí. Por más que se mataba de hambre y se mataba de hambre, el embarazo le había dejado todas esas imperfecciones que antes no tenía. O que no había notado, al menos, a tal escala. Inhaló profundamente y sumió el vientre. No podía reconciliarse con aquella mujer del espejo. El veredicto era el mismo: necesitaba bajar un poco más. Si no era cuidadosa, volvería a ser la chica gorda que fue durante toda la niñez y adolescencia. Gerardo buscaría a otras mujeres más guapas y delgadas, y ella tendría que resignarse al destino de casi todas las esposas que conocía: fingir que las infidelidades no pasaban y seguir los consejos de las revistas de mujeres: intentar conquistar a su hombre otra vez. Y para eso habría que arreglarse más, adelgazar, estar disponible, sonriente, llena de detalles, cocinar platillos distintos y exóticos. Otras revistas aconsejaban la venganza como la mejor arma: habría entonces que conseguirse un amante más joven y asegurarse de que el marido se enterara en algún momento, ya que parte importante del contraataque era demostrar lo que se sentía ser traicionado. Abril levantó los brazos frente al espejo: sus costillas seguían visibles debajo de la piel, al igual que los huesos de la cadera. Miró su cara y suspiró: si volviera a ser la gorda que fue, ni siquiera podría tomar la opción del amante. Ningún hombre medianamente guapo iba a acercársele en esa forma, y para que la venganza tuviera una consistencia correcta el amante tendría que ser más atractivo, o al menos igual que su esposo, y de preferencia mucho más joven, cosa que se le antojó bastante difícil. Además, no contaba con experiencia en el arte de ligar: el único hombre con el que había estado era Gerardo. La secundaria y la preparatoria habían sido los peores años de su vida: una lucha infructuosa contra su peso y la soledad. No era una gorda exorbitante; en aquellos tiempos, la obesidad era más bien una rareza y no la norma. Todo mundo insistía en que Abril tenía una cara linda, si tan sólo no estuviera tan «llenita»… Durante esos seis años, ella pasó por todas las dietas conocidas, bajando unos cuantos kilos que no tardaba en recuperar en cuanto suspendía el régimen. Sentada en una banca, donde comía resignada jícamas y pepinos con limón, veía cómo sus amigas coqueteaban con los chicos, se hacían novios, terminaban con ellos, y empezaban a salir con alguien más, para repetir el ciclo. A ella, los compañeros sólo la buscaban para copiar una tarea o para estudiar juntos. Abril salió del baño y vio cómo Gerardo se levantaba de la cama y se estiraba. Le pareció encontrar en el rostro de su marido una sonrisa extraña, inusual, al menos para esa hora de la mañana. Normalmente arrastraba los pies hasta el baño maldiciendo entre dientes, suspiraba con tedio al rasurarse. Se vestía con desgano, comía cualquier cosa y se iba. Después de que Gerardo entró al baño, Abril se pegó a la puerta y lo escuchó canturrear algo mientras el sonido de la orina golpeaba la superficie del agua. Regresó a la cama y se metió otra vez debajo de las cobijas. Se tapó la cabeza con la almohada y permaneció allí un rato sin moverse, como los escarabajos que fingen estar muertos. Escuchó el ruido de la ducha e imaginó a su esposo metiéndose al agua, empezando su limpieza por el cabello y terminando en los pies. Era un milagro cómo había conseguido que se casara con ella. Nunca lo terminó de comprender: entre tantas otras chicas más delgadas y lindas, él se había fijado en ella. Sus amigas, que ni siquiera eran sus amigas, no podían creerlo. Su propia familia no podía entender cómo un médico, el mejor promedio de su generación, tan atractivo, había elegido a Abril, la gordita de la familia. El día de la boda, su madre le agradeció en voz baja a Gerardo: «Gracias por aceptar a mi hija, ya sabe, a pesar de…». Su padre, que era más bien callado y guardaba distancia de la vida personal de terceros, asintió con una sonrisa a medio esbozar, dándole a entender a su yerno que estaba en la misma sintonía que su mujer. A partir de ese día, la mamá de Abril se mantenía en una angustia perpetua: el matrimonio de su hija pendía de un hilo. Por eso, al quedarse a solas, le recomendaba ser gentil y acomedida con las necesidades de su esposo, evitar los conflictos, no reclamarle nada, mantenerse guapa y en forma. «No te confíes de tu buena suerte ni te duermas en tus laureles», solía decirle cada tanto, como si ella fuera a olvidarlo. Desde su lugar en la cama, Abril podía ver el buró de su esposo: sobre él estaba su celular, la cartera, su anillo matrimonial y las llaves de su auto. Todavía se escuchaba el ruido de la regadera. Ella se incorporó en la cama y tomó el teléfono. Revisó los últimos mensajes de texto y la lista de llamadas: no encontró nada extraño. Abrió la cartera en busca de algún recibo o papel que pudiera delatarlo: sólo encontró dinero, tarjetas, identificaciones, una foto de los gemelos. Pensó que si Gerardo tenía algo qué esconder, no dejaría sus cosas sobre el buró de esa manera. No era tonto; tal vez había dejado sus pertenencias a la vista justamente para que ella pensara que no ocultaba nada. Abrió el clóset y realizó una inspección exprés de los bolsillos de todos los sacos. No dio resultados. ¿Qué esperaba encontrar realmente? Fue hasta la puerta del baño y la abrió de golpe, como si no supiera que él estaba allí, y sorprendió a su esposo sonriendo al espejo mientras se peinaba. No se sobresaltó con su presencia; solamente terminó de pasar el peine sobre su cabello oscuro, le tiró un beso como al aire y salió con la toalla enredada en la cintura. Ella tomó una crema para justificar su irrupción y volvió al cuarto. Se sentó en la cama y observó a su marido vestirse. No podría haber explicado lo que era: había algo en esa forma de ponerse la camisa y los calcetines que era diferente. Él terminó de ajustarse el cinturón y se volvió hacia Abril. –¿Pasa algo? ¿Por qué estás así? –¿Así cómo? –Él se agachó para atarse las agujetas. –Así de feliz –dijo Abril con un tono amargo, del cual se arrepintió de inmediato. Lo había puesto al tanto de sus sospechas. Ahora subiría la guardia y sería más complicado investigar si algo sucedía. –¿Es un delito estar de buen humor? –preguntó sin esperar respuesta y bajó a la cocina. Ella corrió de puntillas hasta el barandal del cubo de la escalera: ¿seguiría cantando? Sólo escuchó los ruidos propios de la preparación del café. Lo imaginó llenando la jarra con agua, sacando el bote del café del refrigerador, colocando el filtro y llenándolo con dos medidas. Adivinó la taza que escogería. Lo conocía tan bien en ciertas cosas, casi al punto de leerle la mente, y en cambio en otras le parecía un completo extraño. «Conozco sus rutinas», pensó. «No sé qué piensa o qué siente.» Abril esperó unos minutos antes de bajar. El Gerardo normal se hubiera molestado por el cuestionamiento: este hombre, que parecía no ser su marido, tomó la jarra y llenó su taza. Era, claro, la azul con rayas blancas. Muchas veces Abril llegó a pensar que la vocación de Gerardo por ayudar a los demás, la misma que lo llevó a estudiar Medicina, había tenido que ver con su decisión de casarse con ella: Abril era algo así como su proyecto, su buena acción, no del día, sino de toda la vida. Casarse y amar a la gordita porque nadie más lo hará. Al principio no se sentía así, cuando comenzaron a salir y ella tenía muchos kilos de más, hacían el amor cada vez que tenían oportunidad. No por ella, acomplejada por su cuerpo, sino por la insistencia de él. Los besos, las caricias, las pláticas; todo se sentía demasiado sincero como para ser una caridad. En cualquier caso, para Abril su matrimonio había sido una especie de favor inesperado e inmerecido, y por lo mismo, estaba inmensamente agradecida. Por eso en cuanto Gerardo le propuso matrimonio, ella hizo un mayor esfuerzo en bajar de peso. Quizá fuera el estrés: aquello coincidió con una gastritis muy fuerte. Tomaba puntualmente los medicamentos y seguía todas las indicaciones del doctor; aun así, comer se volvió un martirio. Luego de un par de meses en esa situación, el hambre desapareció gradualmente. Había días en que Abril desayunaba un platito de papaya, una taza de té y no volvía a comer nada en todo el día. Cenaba una manzana y un vaso de leche, a lo mucho. Como si el Hada Madrina de su niñez se hubiera puesto al corriente con sus plegarias para adelgazar, se convirtió en una novia bastante delgada, de pómulos y clavículas salientes, que brillaba de felicidad en las fotos de su boda. Aún así, lo pensaba ahora, hubiera preferido que su marido fuera un poco más como otros médicos: con algunos kilos de más, no muchos, sólo los suficientes para ser tan bofo como el promedio de los esposos. O que fuera de estos doctores que fuman a escondidas: al menos la hipocresía era una prueba de humanidad, de falibilidad. A veces, Gerardo le parecía a Abril demasiado perfecto para ser real. Era muy difícil ser una esposa a la altura de alguien así. Abril vio cómo su esposo terminaba de desayunar y fue a lavarse los dientes. Lo acompañó a la puerta y se dieron el beso en el aire de los esposos de muchos años. Él se subió al auto, encendió el motor y se perdió en la distancia. Una vecina que pasaba trotando la saludó con la mano y una sonrisa que a Abril le pareció burlona. No había salido a correr esa mañana y ahora le sería imposible con los niños ya despiertos y Gerardo en el trabajo. En ese instante tomó conciencia de que tenía el cabello enredado, no se había lavado los dientes y todavía estaba en bata. Era el estereotipo de la esposa que se ha dejado. Sólo le faltaba un rodillo en la mano. Arriba, los niños no tardarían en llamarla y habría que recorrer de punto a punto toda la faena matutina con ellos. La voz de su propia madre invadió su cerebro, acusándola: «Fodonga. Estás pidiendo a gritos que tu marido te sea infiel. No te sorprendas más adelante». Abril regresó a la cocina con los ojos húmedos. Sacó un paquete de galletas y tuvo el impulso de sentarse allí y devorarlas todas. Olvidarse de todo. Dejar las preocupaciones. Que los hilos de la vida se deshicieran, se enredaran o se rompieran sin que ella tuviera nada que ver en ello. Nada qué hacer. No podía dejar que su vida entera se viniera abajo sólo porque ella había cedido en un momento de debilidad ante los carbohidratos, la grasa y el azúcar. Su familia, su matrimonio, su lugar en la sociedad; todo dependía de ella. Abril regresó las galletas a la alacena y se preparó un té verde para engañar al estómago por un rato. Subió las escaleras, alargando el camino lo más posible. Abrió la puerta del cuarto de sus hijos. Se dejó caer de lado sobre el marco de la puerta, desganada, derrotada. Los gemelos jugaban despreocupados a lanzarse muñecos de peluche de una camita a la otra. Por el hedor del cuarto, estaba claro que ambos necesitaban cambio de pañal. 12 No se puede decir que no lo intenté. Antes de resignarme a ser la gorda a la que nadie quiere, antes de hacerme a la idea de que podría cultivar gatos a gran escala para intentar llenar el espacio de sentirme necesitada, lo intenté varias veces. Ahora que miro hacia atrás, no sé cómo me atreví. Si buscar una pareja es difícil para cualquiera, excepto para los tocados por el dedo de Dios, para las gordas es doble, triplemente complicado. Ser gorda equivale a ser una pared lista para ser grafiteada por los odios de los demás. Ser gorda es ser aquella esquina donde todos los vecinos dejan sus bolsas de basura sin mayores consecuencias. Eso lo comprobé tras intentar en uno de esos sitios en línea para encontrar el verdadero amor. Traté de ser honesta, porque de nada serviría engatusar a alguien con fotos falsas para verlo correr al verme en persona. En mi descripción física usé palabras como «algo fornida», «de proporciones generosas», y traté de enfatizar mis cualidades: entusiasta, cinéfila, comprometida. Por no dejar, caí en el lugar común, porque no quise ser la única que no disfrutara de caminatas en la playa y una buena cena con vino a la luz de la luna. Para la foto, usé un ángulo que me favorecía y no ocultaba, al menos no del todo, mi verdadero tamaño. Apreté la tecla Enter antes de subir mi perfil: las mismas probabilidades que tiene un náufrago de que alguien lea su mensaje de auxilio en una botella. Antes de que me llegara alguna propuesta viable, el buzón de mi cuenta en el sitio se llenó de correos en el que se referían a mí como chancha asquerosa, gorda de mierda, y me cuestionaban por querer encontrar a alguien «normal». ¿Qué no me daba cuenta de quién era yo? Borré cada correo, sin responder. ¿Qué caso tenía? Me odiaban sin conocerme. Por alguna razón les molestaba la posibilidad de que yo encontrara a un hombre, el que fuera. Querían mantenerme encerrada en un corralito de soledad, de repudio, de infelicidad. Era una afrenta para ellos que yo siquiera tratara de salir de lo que era mi destino. Pasaron varios meses, la cantidad de cartas de odio disminuyó. Un día llegó una de un hombre que decía estar interesado en conocerme. Era guapo; es decir, la foto que tenía en su perfil era la de un hombre apuesto, tan apuesto que podría asegurar que, con el tiempo suficiente, lograría averiguar exactamente de qué sitio en internet la había tomado. En la redacción de su correo me pareció reconocer el mismo estilo de uno de los correos en los que me insultaban: un mal uso excesivo del «de que». Decidí no contestarlo: me llené de miedo. Demasiados casos de personas incautas que han sido secuestradas o asesinadas tras una cita a ciegas con un personaje de las redes. Ese mismo día cerré la cuenta y di por concluida mi búsqueda cibernética del amor. Mi madre o alguna tía entrometida me comprometían en citas con el hijo de algún amigo, un vecino, un conocido cualquiera, viudo o divorciado, que no quería estar solo. Se entendía que como yo era una gorda, casi bordeando el precipicio de las quedadas, no tenía derecho a hombres jóvenes y solteros: como la fruta de exportación, ellos estaban destinados al primer mundo de las mujeres guapas y delgadas. A mí me tocaba la fruta chica, ya pasada, hombres de segunda categoría en vías de ser reciclados, cuya única exigencia era una mujer que atendiera sus necesidades domésticas: una sirvienta, dama de compañía, cocinera, prostituta; todo en uno de preferencia, para evitar gastos excesivos. Esos encuentros, que a lo mucho sumaban tres por año, se apegaban al mismo guión: 1. Acicateada por mi madre, yo me arreglo lo mejor posible y me pongo la ropa más incómoda del mundo. Uso el perfume más fino de mi madre, porque no importa cuántas veces me bañe, ella dice que mi olor a gorda vuelve a aparecer a los pocos minutos. 2. Acudo al lugar del encuentro, una cafetería de cadena, un poco más temprano que lo acordado, y escojo una mesa con espacio suficiente para que mi silla pueda moverse hacia atrás. 3. El hombre en cuestión llega un poco tarde y, al verme, le es imposible huir, porque yo lo he visto también; un hombre más bien feo, cincuentón, que mueve la cabeza como gallina buscando una mujer con una flor en el cabello. Supongo que también le es difícil retractarse porque la cita ha sido acordada por mi madre y alguien conocido por él. 4. El arrepentido toma asiento frente a mí, nervioso, titubeante, con una sonrisa falsa y aplastada contra su cara. 5. Ordenamos de comer: él, algún platillo con carne y cerveza; yo, una ensalada con pollo a la parrilla que me dejará vacía y gruñendo de hambre. 6. Los dos comemos en silencio, apresuradamente. Él lanza miradas furtivas a su reloj y busca a la mesera con la mirada. Yo, por mi parte, intento no mirar la comida en su plato y me concentro en las hojas verdes sobre el mío. 7. Esperamos la cuenta y hacemos un poco de conversación por no dejar: el clima, algún evento grotesco que ha hecho noticia en los últimos días. Como una tarea, nos preguntamos por nuestros respectivos trabajos. 8. El escapista habla de un compromiso impostergable, alude a la hora, al tráfico, y dice que ha sido un placer conocerme. Asegura que pasó un rato agradable y promete llamarme un día de estos. No pide mi número. 9. El hombre, libre ya de la gorda, paga la cuenta a su salida y prácticamente corre hasta su carro. 10. Yo vuelvo a ordenar; esta vez comida de verdad, con el postre incluido. No, no se puede decir que no lo intenté. 13 Réquiem por un Sueño era un cafecito para artistas de pose, donde los escritores con la computadora más moderna y los anteojos más hipsters podían escribir con cara de abstracción e intelectualidad absoluta, y beber un frapuchino frío. Las groupies literarias tenían oportunidad de acosar a algún escritor para que les autografiara un libro y tal vez algo más. El lugar también albergaba señoras maduras de nariz aristocrática y ojos claros que, a pesar de las muchas cirugías y el impecable maquillaje, eran vestigio de una belleza antigua, de abolengo y sangre, como las pirámides de Egipto. Conversaban con otra mujer muy similar a ellas, con voces afectadas, relativamente discretas, café expreso de por medio, dedos con uñas perfectas y anillos con piedras genuinas. La carta era amplia y ecléctica. Tenían comida italiana, mexicana, baguettes y pastelería. La decoración imitaba la de un pub inglés y en el ambiente se escuchaba música suave de bandas independientes; en los baños había cazuelitas con popurrí y ceniceros que desafiaban el letrero obligado que prohibía fumar. Era un lugar al que su esposa o la gente del hospital no iría jamás. Entraron un poco cegados por el contraste de la luz de medio día y la oscuridad del lugar. Pandora se quedó parada, pero Gerardo la tomó del brazo y la condujo a una mesa del fondo. Había una lamparita encima de ellos que iluminaba ligeramente el espacio. Una mesera muy joven y delgada, con piercings en la ceja y el labio, les trajo la carta y se fue. Pandora lanzó un gran suspiro, le sonrió rápidamente a Gerardo y escondió su cara tras la carta. –¿Tienes mucha hambre? –Intentaba distinguir el tono de piel de Pandora. Tenía la idea de que al dirigirle la palabra ella se ruborizaba. Ella tardó en contestar: debajo de la mesa la pierna de Gerardo tocó la suya. La sensación de tibieza presionando su propia carne le quitó la concentración. Se acomodó el cabello detrás de las orejas y sonrió. –Un poco, nada más. Desde que Pandora había llegado a ocupar la recepción, él salía al pasillo varias veces al día. En lugar de usar la extensión telefónica, iba en persona para pedir un café, preguntar por una paciente o a buscar un clip. Nadie parecía haberlo notado, o al menos nadie le había hecho ningún comentario al respecto; sin embargo, Gerardo estaba seguro de que tarde o temprano alguien advertiría ese cambio en él. En el tiempo antes de Pandora, llegaba directamente a su consultorio, atendía a sus pacientes de corrido y salía directo a su casa. Rara vez se le veía fuera del consultorio. Por regla general, rehuía a la gente lo más posible: era cansado evitar las insinuaciones de algunas pacientes, de las enfermeras o de las mujeres de los laboratorios; todas requerían una negativa, educada, llena de tacto y firme. Había algunas muy insistentes. Otras, dolidas por el rechazo, se encargaban de hacerle llegar a la esposa de Gerardo el rumor de que salía con tal o cual. Cuántas horas había gastado convenciendo a Abril de que aquello era mentira. Ella terminaba dejando pasar el incidente, aunque vivía convencida de que, si se descuidaba, Gerardo podía engañarla en cualquier momento. –No sé bien cuál es la especialidad de este lugar –dijo Gerardo simulando revisar la carta también–. Podríamos pedir varias cosas y compartir. –No lo voy a engañar, doctor; soy de buen diente. –Pandora lo miró con un gesto algo desafiante. Su rostro se suavizó en una sonrisa. –No me hables de usted, Pandora. No soy tan viejo, ¿o sí? –Está bien, podemos pedir una pizza grande, alguna pasta… –¿Y ensalada? –No, nada de ensalada; si quisiera comer yerbas, me las como en mi casa. Gerardo se echó a reír, y Pandora lo acompañó un poco incrédula por el efecto de su comentario. –El sueño de todo hombre: una mujer que no come ensaladas. –Él tocó ligeramente su brazo: todos los vellos se erizaron al contacto de su mano–. Vamos a pedir doble postre. El momento de infidelidad, ese que su esposa tanto temía, no había llegado nunca y ni siquiera estaba seguro de que estuviera en el horizonte. Era sólo un leitmotif de sus pleitos conyugales, algo así como el mar al que iban a parar todas las discusiones. Abril se sentía insegura a causa de las mujeres que rodeaban a Gerardo en el hospital. ¿Cómo podría saber que no tenía nada qué temer? Es decir, no, hasta esa tarde en que Gerardo salió con la excusa de despedir a una paciente y se quedó hojeando uno de los periódicos esperando que Pandora colgara el teléfono. Él se acercó y le preguntó si podrían comer juntos. Estaba nervioso y había hecho acopio de todas sus fuerzas para disimularlo. Necesitaba hablarle de los papeles a llenar para el historial de sus pacientes y sobre algunos detalles de la facturación. Pandora aceptó con la misma deferencia con que las secretarias acatan una orden de su jefe; a Gerardo le pareció verla ruborizarse un poco y sonreír complacida al decir que sí. Las mujeres como ella, pensó, aceptan gustosas y honestamente este tipo de invitaciones, sin los remilgos de las otras que se asumen bellas y en posición de escoger. Aun así, Pandora no parecía sufrir de la envidia de los maltrechos, que saben que Dios o sus padres los jodieron in utero con algún defecto congénito, una cara sin gracia, demasiado vello facial, una voz desagradable o la tendencia a engordar. Él había sido testigo muchas veces de ese odio tan denso, casi palpable, que la mujer común y corriente siente por la bonita, la que sin maquillajes y artificios es simplemente hermosa. Pandora se veía contenta dentro de ese enorme cuerpo suyo; ruborizada como una adolescente que recibe una rosa o una invitación a bailar del hombre que le gusta. El mesero puso una canasta de pan en medio de la mesa y un platito con pequeñas bolas de mantequilla. Tomó la orden dirigiéndose a Gerardo, quien fue pidiendo lo acordado. –¿Está bien si ordeno una botella de tinto? –Tenemos que regresar al hospital. –Pandora untó un pedazo de pan con mucha mantequilla–. No puedo llegar con aliento alcohólico. Gerardo pidió un par de limonadas y miró a Pandora terminar su pan. Masticaba concentrada y diligente, al tiempo que embarraba otro pedazo de pan con el cuchillo. Por un par de minutos, Gerardo se quedó hipnotizado observando su mandíbula moverse mientras admiraba la expresión de placer en su rostro. Ella sintió la mirada de Gerardo: apuró el bocado y lo tragó. –Tal vez podamos tomar vino en otra ocasión – dijo–. No es un rechazo, es que las especificaciones laborales me impiden… –Sí, lo olvidé. ¿Está buena la mantequilla? Pandora sonrió ampliamente: –Esta mantequilla es una fiesta de sabor en mi boca. Los dos rieron otra vez. Gerardo le explicó lo de las facturas y el historial de las pacientes. Lo hizo rápido y sin darle demasiada importancia, y ella asintió a todo, con el mismo ánimo. En realidad había estado haciendo bien las cosas en su nuevo trabajo. Pandora terminó con los tres panes durante el proceso de la explicación. Gerardo se sintió invadido por un tipo de felicidad que hacía mucho no experimentaba. O más bien, algo completamente nuevo que lo hizo sentirse un poco intoxicado. Quizá por eso se atrevió a pasar tan abruptamente de la mantequilla a unos ligeros detalles sobre el trabajo, y de allí a las preguntas personales. –¿Y eres soltera, casada…? –Soltera, claro. –Pandora se echó hacia atrás, cruzó los brazos, que terminaron descansando arriba de sus pechos. –Yo pensé que alguien tan bonita como tú ya estaría apartada. Los dos sonrieron y guardaron silencio por un momento. ¿Se estaba burlando de ella? El mesero se acercó con la comida. Gerardo sirvió una rebanada de pizza en el plato de Pandora. –¿Y tú eres casado o casado? Gerardo lanzó una carcajada y, al tocar la mano tibia de Pandora, se dio cuenta de que su palma estaba húmeda. La sensación de aquella carne suave, la imagen de Pandora comiendo, sonriente, el olor cálido de la pizza y su queso derretido, se fijaron en la mente de Gerardo como una misma cosa: amor. –Me casé al empezar a estudiar mi especialidad. –Bajó la voz y recorrió con el dedo el mango del tenedor–. Tardamos mucho en tener hijos. Un par de gemelos. ¿Quieres otra rebanada? Ella asintió con la boca cerrada, masticando concentrada. Gerardo pensó en esos últimos diez años de su vida, comprimidos en apenas dos oraciones y una frase. Podía definir su presente en unas cuantas palabras: incomprendido, solo y triste, e inesperadamente enamorado. Sabía que a ojos de todo el mundo no tenía el derecho de sentirse así. ¿No tenía una esposa y unos hijos hermosos, un excelente sueldo, una buena casa, un carro lujoso, una agenda perpetuamente llena de pacientes? ¿No era guapo y tenía de fijo un grupo de mujeres intentando seducirlo, coqueteando y sonriéndole todo el tiempo? Su vida era el sueño de muchos hombres. Con Pandora no podía jugar el juego del desamparo que usan algunos. Ya se sabe que ninguna mujer se resiste a un hombre victimizado, sobre todo si el verdugo es otra mujer. Muchos practican el arte de hacerse pasar por un desahuciado todos los días. El artista que apenas come, pues nadie le paga por su obra lo que se merece; el marido incomprendido, al que la mujer desatiende; el delgado, el debilucho, el huérfano, el cornudo. Eso hace aflorar el instinto Florence Nightingale de casi todas las mujeres. Para Gerardo, esa no era una opción. Le parecía cruel quejarse de «su buena suerte en la vida». Porque ante los ojos de todo mundo lo tenía todo. Cambiaron de tema de conversación a asuntos del hospital, a un par de pacientes muy complicadas, al clima reciente. Gerardo dejó de comer en un cierto momento y se dedicó a observar a Pandora seguir hasta terminar con todo. Ordenaron un par de rebanadas de pastel como postre y café. Gerardo comió la mitad de su pastel y admitió no poder más. Pandora le preguntó tímidamente si podía comerse la otra mitad. –Todavía tengo un huequito. Gerardo volvió a reír. Hizo una señal al mesero para que le trajera la cuenta. Pagó y dejó una propina generosa. Miró a Pandora, que se quitaba migajas del pecho. –Me la pasé muy bien. Tal vez podamos comer juntos más seguido –dijo Gerardo–. No siempre tengo tiempo de ir a la casa. Depende de las cirugías agendadas y las consultas. –Yo también. –Pandora puso las manos sobre su vientre–. Estoy que reviento. Volvieron caminando al hospital. Subieron en el elevador juntos, pero Gerardo bajó un par de pisos antes para ver cómo estaban tres de sus pacientes recién paridas. Pandora regresó hasta su escritorio. Debajo de la fachada de concentración en el trabajo, revivía, detalle tras detalle, las horas de ese día. 14 El hambre es algo más básico que el amor, pero se parecen mucho. Me descubrí pensando en el doctor Vieira a todas horas, como si fantaseara con un pastel de chocolate o un pollo rostizado. Me di cuenta de que reaccionaba de una manera muy similar al hambre, casi salivando, con una necesidad inusitada de paladearlo, deglutirlo, de tenerlo dentro de mí e integrarlo a mi cuerpo, nutrirme de él. Al mismo tiempo, la conciencia de saber que él existía me llenaba hasta saciarme e incluso se me iba el apetito por unas horas mientras pensaba en él. El doctor y yo comimos juntos varias veces más, espaciadamente, una cada 15 días, más o menos, para no levantar sospechas en el hospital. Quizá era una precaución inútil, pues si alguien notaba estas salidas nuestras se obligaría a suponer que se trataba de algo relacionado con el trabajo, pues nunca podría haber nada más entre una empleada como yo y un médico tan atractivo como él. De todas maneras, cambiábamos de restaurantes, de preferencia alguno que tuviera bufete. El gerente solía poner una cara terrible al ver mi cuerpo; quizá la presencia tan estética del doctor lo detenía para venir a cobrar el doble o a impedirme el paso. Yo no atinaba a descifrar el significado de aquellas comidas. O comilonas, pues en realidad se trataba de que yo engullera de todo hasta no poder más, casi cuatro veces lo que alguien normal comería, mientras él me observaba con esa expresión en sus ojos que me hacía perder el aliento. ¿Sería que no tenía amigos en el hospital o que estaba harto de las mujeres que parecían asediarlo a todas horas? Tal vez necesitaba una plática insulsa, desinteresada, bonachona, con alguien inofensivo como yo. ¿O había algo más? Mi experiencia previa con los hombres, que se reducía básicamente a mi padre y algunos compañeros de carrera, indiferentes a mí, excepto si necesitaban un poco de asesoría, no me había preparado para esto. En todo caso, me dedicaba a sentir en cada poro de la piel esa felicidad desconocida, a caminar sobre nubes y a sonreír estúpidamente para mí misma. Una tarde, Gerardo disipó todas mis dudas. Estábamos en un bufete, yo iba por mi cuarta rebanada de pastel y él sacó un cuaderno negro de su portafolio. Parecía un cuaderno inocuo, serio, quizá el directorio de pacientes de algún médico anticuado que se resiste a las agendas electrónicas. Pensé que iría a pedirme que les avisara a sus pacientes algo: me limpié con la servilleta el betún que tenía embarrado en los labios y me dispuse a escuchar sus indicaciones. Él estaba en la silla de enfrente y se cambió a mi lado. Se reclinó en mi dirección y abrió el cuaderno que no era un cuaderno, sino una especie de álbum con imágenes. –Éste es mi secreto –dijo enderezándose. Yo lo hojeé no con duda, sino con pasmo. Vi una pintura de Baby Ruth, una mujer gorda de circo, pintada por John Stewart Curry. Su enormidad descansaba sobre un sillón verde y su cabello estaba peinado de manera infantil, con rulos y moño rosa. Enfundada en un vestido también rosa, de tirantes muy delgados, Baby mostraba las varias papadas que bajaban de su cuello amplio y se ensanchaban hasta llegar a sus brazos gruesos, enormes, sus piernas abiertas para alojar aquel vientre escondido bajo la tela, sus piernas anchísimas que iban haciéndose más delgadas hasta culminar en unos tobillos que apenas podrían sostenerla, y unos zapatitos negros. Tras ella, un letrero: Baby Ruth, Fat Girl, como un título universitario. Miré a Gerardo, que observaba atento mi reacción. Hizo un movimiento para que volviera al álbum. Pasé la página y me encontré con otra mujer muy gorda y desnuda, un brazo en alto y en el otro una bandera a la que un montón de esqueletos saludaban. Tenía las piernas gruesas metidas hasta las rodillas en un río de sangre, alas rojizas en la espalda, una corona de laureles en la cabeza y parecía gritar al cielo. El vientre de la mujer colgaba hacia abajo y hacia un lado, como en movimiento, al igual que sus pechos largos y deformes por el peso. –Es de José Clemente Orozco –dijo–. La victoria, se llama. Cambié de página y vi una niña muy gorda, enormemente gorda, metida en un vestido rojo que se levantaba visiblemente bajo su gran panza redonda. Tenía el cabello negro y partido en medio, en dos chongos con dos moños rojos, los ojos rasgados y apenas visibles entre aquellos cachetes de calabaza, la boquita minúscula y en forma de puchero, como si resintiera estar posando. En su mano regordeta había una manzana roja que se perdía entre la tela del vestido del mismo color. Pensé en el cuadro Las meninas, de Velázquez: las niñas se le parecían un poco a esta gordita. Debajo de la imagen decía que aquella niña era La monstrua vestida, de Carreño. Una criatura así no es nena, sino un engendro. La siguiente imagen era su contraparte. Así como había una maja vestida y una maja desnuda, las monstruos también venían en sus dos versiones. Parecía ser la misma niña, sólo con el cabello hecho hacia arriba, como una diosa griega, y echada ligeramente a la izquierda, donde apoyaba su brazo regordete sobre una pared. Con el otro sostenía una rama con hojas que le tapaban el sexo. Era una niña con pechos de pura grasa que se abrían hacia cada lado y un vientre redondo y henchido, de ombligo profundo. Las piernas gruesas llenas de lonjas y las rodillas se perdían entre los pliegues. La niña miraba hacia un lado, con tristeza, la pequeña barbilla enmarcada por la papada y las mejillas redondísimas. Las siguientes cuatro imágenes en el álbum eran de Lucien Freud. Mujeres muy obesas, todas desnudas y tiradas en el piso o sobre la cama, con las piernas abiertas, los pechos resbalando hacia los lados, los abdómenes rebosantes, los ojos cerrados. Las pinceladas eran gruesas, rojizas: reinaba la sensación de sangre, de carne despellejada, de algo comestible y crudo. Imposible saber si dormían o estaban muertas. A veces estaban solas, a veces acompañadas por una mujer delgada, casi en los huesos, otras por un cuerpo que uno no adivinaría masculino si no fuera por un pequeño y flácido apéndice en la entrepierna. Me recorrió un escalofrío por la columna y cerré el álbum cuando el mesero se acercaba a retirarnos los platos, en espera de que nos fuéramos pronto y no me parara por otro postre. Miré el reloj de pulsera, minúsculo sobre mi muñeca carnosa. –Tenemos que volver. –Empujé el cuaderno ya cerrado hacia Gerardo–. Ya nos tardamos mucho. Él sonrió de una manera extraña y me miró a los ojos. Sentí en mi vejiga la necesidad de ir al baño: tuve miedo de que si me ponía de pie en ese momento, las piernas me fallarían. –Pandora. –Hizo una pausa en la que sus manos aprovecharon para acercarse a las mías–. Éste es uno de muchos cuadernos que tengo. –Me vio a los ojos y yo desvié la mirada–. Colecciono estas imágenes desde mi adolescencia. –¿Te avergüenza? –No, es sólo que nadie podría entenderme. –Excepto yo. –Excepto tú. –Guardó el cuaderno en su portafolio y se puso de pie–. Sólo tú sabes mi secreto. –¿Porque soy gorda? –No, no por eso. –Cambió de posición en la silla y volvió a tomarme la mano–. Es decir, sí. Por eso. Para mí la gordura no tiene nada de malo. Al contrario. Lo miré confundida. Aquello sonaba como algo tan imposible como un pastel sin calorías o una píldora mágica para adelgazar. ¿Se estaría burlando de mí? ¿Todo esto había sido la ejecución de un broma cruel y elaborada? Un ardor me recorrió el esófago. Tuve ganas de vomitar. De escaparme a la humillación antes de que sucediera. –¿Tu secreto es que coleccionas gordas? –Tomé la servilleta que descansaba sobre mis muslos, que se desbordaban por encima de la silla, y la puse sobre la mesa–. Hay quien colecciona criaturas deformes en frascos. Eso no quiere decir que… –Es el tipo de mujer que me gusta. El doctor Vieira lo dijo justo en el momento en que yo me paraba de la silla. Me ruboricé hasta el punto que sentí que las mejillas me quemaban. Mi sangre borboteaba sordamente dentro de mi cabeza, mi respiración se volvió agónica y comencé a perder el equilibrio. Él me tomó del brazo y me ayudó a volverme a sentar. –Respira –me dijo–. Respira y trata de calmarte. No pasa nada. Todo está bien. Esperé un momento a que mis piernas se prepararan para sostenerme con firmeza. No quería ser la gorda que se cae y se lleva consigo el mantel y todas las sillas del lugar. Gerardo seguía mirándome. –Las mujeres con cantidades generosas de carne, sobre todo en sus caderas, en sus nalgas, en su vientre. La doble papada, las lonjas de la cintura, los muslos masivos… Todo eso me enloquece. –Lo miré en silencio. Su mano fue a posarse en la parte posterior de su cabeza, como para revisar que aún tenía cabello; vi su manzana de Adán subir y bajar. Sonrió–. Una mujer bien alimentada, robusta, es un símbolo de su gusto por la vida, un apetito por el gozo de existir, no sólo por las donas y el helado. El peso de una mujer es un indicador de su búsqueda de placer. A mí me enamoraría una mujer que supiera que disfrutar es más importante que ajustarse a las reglas estrictas de la sociedad. –Enlazó sus manos a las mías, como si fuera lo más natural del mundo, y me miró a los ojos–. Me fascina ese toque de hedonismo que veo en ti. También me encanta la forma de tu cuerpo. –Yo miré de reojo por si alguien estaba viéndonos: Gerardo concentrado en mí; sólo me veía a mí–. Quiero estar contigo. Yo murmuré un yo-también muy bajito. La felicidad y la timidez me aplastaban, como dos panes que resguardan la carne de una hamburguesa. Mis mejillas estaban encendidas: toda yo era incandescente. Él se acercó a mí y besó mis labios antes de ayudarme a ponerme de pie. Caminamos de la mano hasta la puerta y una vez en la calle, nos separamos. Afuera el sol, antes implacable y brutal, había sido domesticado por una nube que prometía lluvia. El atardecer parecía una de esas estampas bíblicas del catecismo de mi niñez. Me encantan los días nublados, las lluvias ligeras que no amenazan con ser chaparrones o tormentas o diluvios. Como me sentía feliz, esa tarde decidí tomarme el clima personalmente. Que la naturaleza, Dios, o lo que fuera, hubiera preparado mi clima favorito al salir de comer con el doctor Vieira, era un augurio favorable. Ninguno de los dos dijo nada hasta llegar al hospital y regresar a nuestras obligaciones. Yo tenía una expresión nueva en mi cara: la certeza de que mi vida había cambiado de una manera que aún no comenzaba a comprender. 15 Abril colocó su bolsa y las llaves de la miniván sobre la mesa de la cocina y abrió el refrigerador con desesperación. Había dejado a los gemelos con su madre para estar toda la mañana con sus amigas; ella los recibió feliz y prometió llevarlos al parque a dar una caminata junto con el abuelo. Abril se lo había agradecido infinitamente: necesitaba escuchar a otras mujeres quejarse de sus esposos, por las razones que fueran, para sentir el alivio gregario de no ser la única. Si bien había muchos defectos conyugales, el consenso entre las amigas era que todos los hombres son infieles si tienen la ocasión. También que pocos dolores se comparan con el de enterarse de una infidelidad. Ni si quiera el del parto. Abril sólo había compartido con ellas que, de un tiempo acá, sospechaba que Gerardo tenía una relación con alguien: no había evidencia aún. Las demás sugirieron varias estrategias para obtenerlas: exigirle las claves de todas sus cuentas de correo electrónico, revisar los bolsillos de los sacos, la cartera y el teléfono celular. También le recomendaron hacerse amiga de la secretaria, llevarle regalitos para granjeársela y tenerla como una infiltrada en el mundo laboral del marido. Pensó en la pobre gorda que hacía de recepcionista para todos los consultorios de esa sección del hospital. Ella podría informarle de los ires y venires de Gerardo. ¿Qué podría llevarle? ¿Se ofendería si le llevara dulces o cupcakes? La luz del refrigerador la recibió con calidez. Su estómago se contraía produciendo unos ruidos semejantes al de un percolador de café. Recordó cómo, al estar con sus amigas, con el paso de las horas la plática había derivado en todos los temas posibles: la crítica cruel de algunas conocidas ausentes ese día, los hijos, las telenovelas, el yoga y su efecto reductor, las ofertas de las tiendas departamentales, los mejores yogures para el estreñimiento. El desayuno de cada una de ellas había consistido en un plato de fruta con queso cottage y café negro con edulcorante. Abril, como seguro le sucedía a las demás, se había quedado con un hambre que intentó acallar con varias tazas de café. Ninguna quería pasar por la glotona del grupo, la que podría comerse un pan de dulce o unas enchiladas suizas. Seguramente todas, al igual que Abril, habían devorado lo primero que les saliera al paso al llegar a sus casas. Con la puerta del refrigerador aún abierta, Abril se comió rebanada de jamón tras rebanada de jamón. Dio cuenta de unas galletas de chispas de chocolate y finalmente de varias cucharadas de la Nutella: miles de calorías. Se apoyó en el fregadero y consideró introducir el dedo en su garganta para vomitar. Se quedó quieta un rato y volvió a meter la cuchara en el frasco. Una vez, dos veces, tres, hasta que bajó hasta la mitad. Lamió la cuchara y la dejó reluciente. No pudo más: se dejó caer sobre una de las sillas y se soltó a llorar sobre la mesa de la cocina. Pensó en todas las veces en las que había tratado seducir a Gerardo. La ropa de encaje y los perfumes no funcionaban, por más que lo afirmaran las revistas para mujeres. Había intentado también una estrategia más directa, una que, según sus amigas, ningún hombre podía resistir: se había acercado al cuerpo de su marido, frotándole los pechos contra el torso, antes de bajar la mano para acariciarle el miembro, primero con suavidad, luego con fuerza. Pero él había permanecido al principio indiferente. Luego, abochornado, se excusó diciendo que tenía una cirugía agendada muy temprano y realmente necesitaba dormir. En otras ocasiones decía que lo aquejaba un dolor de cabeza, desvelos acumulados, el principio de una gripa. Las negativas dolían tanto, que Abril se daba la vuelta en la cama, se ponía en posición fetal abrazando sus rodillas y lloraba sin importarle si Gerardo la escuchaba. Él nunca la consolaba; sólo guardaba un silencio prolongado hasta que el sueño le ganaba y ella podía escuchar su respiración pausada, y al poco rato, sus ronquidos. Se incorporaba y lo veía con detenimiento, buscando adivinar sus secretos, fijándose en su cara por si algún gesto dormido pudiera revelarle algo. Un parpadeo, una contorsión de la comisura de los labios, un gemido especial. ¿Soñaba con alguien más? No había forma de saber. Podía interpretar cada movimiento de su esposo como un indicio de infidelidad, o bien, tomarlo como el de un hombre que ronca simplemente y duerme al terminar un día pesado de trabajo. ¿Se estaría volviendo loca? Esa tarde, Gerardo no iría a comer a la casa. Por lo regular comía en el hospital o en algún lugar cercano para regresar pronto y seguir con las consultas, o pasar a visitar a las pacientes recién paridas y ver su progreso. Era la rutina y a ella no le molestaba mucho. Le daba la libertad de tener las mañanas libres para ver a las amigas o descansar, sin la presión de tener la comida lista. Había días en que permanecía acostada, llorando, pensando, o bien, frente a la computadora, tecleando el nombre de su marido y buscando en las páginas de resultados que arrojaba el navegador. Qué quería encontrar, qué esperaba ver, no lo sabía. Otras veces se relajaba y se iba a comer con su madre, que se alegraba cuando veía a los gemelos, y se perdía por unas horas entre los chismes familiares, las preocupaciones tan simples y domésticas de su familia, y las telenovelas de la tarde. El marasmo de haberse sumergido en la incertidumbre, en los celos, en la falta de pruebas, en ese matrimonio que se le iba de las manos, fue demasiado para Abril. Quizá era el hambre que persistía sin importar el atracón, como si su cuerpo reclamara todo el déficit calórico de las dietas de los últimos años. Llamó a su madre para decirle que había olvidado que tenía una reunión con las damas que apoyaban a un asilo de ancianos y que pasaría por los niños hasta más tarde. Se subió a la camioneta y manejó rumbo al hospital. No tenía nada en mente, ningún plan. Era el instinto lo que le indicaba que, si había algo qué descubrir, debía de ser allí. Las revistas coincidían en que la mayoría de los romances e infidelidades sucedían o bien en el área de trabajo o por internet. Antes de contratar un investigador privado, como había hecho una conocida suya, haría caso al consejo de sus amigas y volvería su aliada a la secretaria. Se manejaría de manera inteligente, no lanzaría ninguna acusación hasta tener pruebas, ni pondría a Gerardo sobre aviso de sus intenciones. Si encontraba algo, y lo peor es que estaba segura de que encontraría algo, tendría al menos todas las pruebas en la mano. ¿Qué haría cuando las tuviera? Honestamente, no lo sabía. Cuando era más joven, en la época en que las nuevas ideas están tan firmemente aferradas y uno es más intransigente que nunca, Abril decía que ella jamás perdonaría una infidelidad y mucho menos seguiría conviviendo con alguien que la confrontara así. Ahora, años después y siendo una ama de casa con dos hijos que vivía con todas las comodidades y era la envidia de sus amigas, la forma de proceder no le quedaba tan clara. De momento prefería no pensar en eso. Abril no era como otras esposas de médicos asiduas a visitar el lugar de trabajo de sus maridos casi todos los días; aun así, el guardia la reconoció y no la importunó como al resto de los visitantes con un registro de entrada. Por el pasillo y en el elevador, algunas enfermeras y camilleros la dedicaron con una sonrisa o un ligero movimiento de cabeza. Varios colegas de Gerardo se acercaron a saludarla efusivamente, con esas manos tan suaves que tienen todos los médicos y sus batas olorosas a lociones caras. Al llegar al escritorio de la recepcionista que atendía los consultorios del ala de su esposo, no vio a la chica obesa que debía estar custodiando el puesto. Encontró en su lugar a una mujer delgada, con el cabello pintado de rubio, uñas largas de acrílico y demasiado maquillaje, sentada con las piernas cruzadas y hablando animadamente por su celular. Una zorrita que ni siquiera estaba vestida como una secretaria decente. Abril pudo sentir su corazón acelerarse con la ira que se le iba formando en la base del estómago; imprimió fuerza a sus tacones y se dirigió con el mismo ánimo de un elefante enojado hacia el escritorio, hasta tocarlo con los huesos de sus caderas, y se plantó allí hasta que la chica sintió su mirada y murmuró a quien estaba en la línea que le llamaba más tarde, que tenía que colgar. Se sentó erguida y con las piernas juntas y sonrió lo mejor que pudo. Abril la miró con su traje de dos piezas que costaría más de lo que la otra ganaba al mes. La chica, con su posición de servicio y su ropa atrevida y barata, le preguntó si podía ayudarla. Estaba claro que no la reconocía y pensaba que era alguna paciente con algo que reclamar, a juzgar por su mala cara. Abril no recordaba haber visto antes a esa mujerzuela que, mirándola de cerca, resultaba muy joven, apenas unos 20 años, si acaso. –Busco a mi marido, el doctor Gerardo Vieira. Abril pudo ver cómo la cara de la chica registraba poco a poco la información, como una moneda que va cayendo por el pozo y al fin llega al fondo. Enderezó la espalda y sonrió con más ganas. –El doctor Vieira no está, salió a comer. ¿Gusta esperarlo? –¿Eres nueva? –dijo Abril, y de inmediato lamentó el tono de su voz. Delatarse como insegura ante una tipa como esa era denigrante–. Nunca te había visto. –No, bueno, sí. –Parecía que iba a tartamudear de tan nerviosa–. Estoy haciendo mi servicio social y me toca cubrir a la recepcionista en su hora de comida. Abril respiró y se relajó un poco. Pasó su peso de una pierna a la otra y se reacomodó el bolso en el hombro. Intentó una sonrisa. –¿Y mi esposo salió hace mucho? –Una hora; yo creo que ya no debe de tardar. –No le digas que vine, no es importante. –Abril se dio la vuelta como para irse, pero se detuvo–. Te recomiendo que uses ropa más adecuada para este trabajo. La chica abrió la boca como para decir algo: Abril ya caminaba por el pasillo, taconeando con pasos firmes y moviendo la cadera con la determinación de quien sabe a dónde va. Tomó nota de la hora. La próxima vez llegaría antes de la hora de comer. 16 Verme al espejo es algo que hago con frecuencia. O hacía, más bien. Mi cuerpo desnudo frente al espejo de cuerpo entero es toda una visión. Hay dos miradas dentro de mí: una que logra captar lo mismo que los otros, la que conoce los estándares de belleza, las convenciones sociales y entiende, incluso acepta, el rechazo que mi persona produce en otras. Luego está la otra mirada, con la que mi imagen en el espejo me seduce. Si me quito las imposiciones, puedo encontrar belleza en ese cuerpo que es el mío: la misma armonía que tiene un sapo con la libélula que planea cazar en la orilla de un río lodoso, lleno de lirios; el equilibrio de una vaca que pasta apaciblemente al pie de un cerro reverdecido; la simetría perfecta de un mamífero marino que transita con soltura del reino de la tierra al del mar. Sin los requisitos que la sociedad de este tiempo y de este lugar dictan para una mujer, yo también puedo ser hermosa, con la estética ruda de la naturaleza. ¿Cuál de las dos miradas es la que me observa hoy? En mi reflejo inspecciono mi frente brillosa, mi nariz pequeña, mi barbilla navegando entre las olas de carne que enmarcan mi rostro. Mis ojos, como pasitas, se pierden casi por completo en mi cara enorme. Sonrío. Una maestra que tuve en primaria decía que cualquier mujer es bonita si sonríe. Mentira. Hay chicas que al sonreír fabrican en su rostro un par de hoyuelos que las vuelven irresistibles; si yo sonreía de niña, no aparecían hoyuelos por ninguna parte, sólo una lonja más alrededor de mi cara, mis mejillas aumentadas aún más, como si yo estuviera hecha de masa pastelera y alguien me metiera al horno. Parezco un Buda olvidado en la bodega de algún restaurante chino. Repulsiva. Eso dice la primera mirada. Casi de inmediato emerge ese otro ángulo, como el superhéroe con el que fantaseaba que un día llegaría a defenderme de los ataques de otros niños. En un segundo cambia la perspectiva de mí misma: mi cuerpo y mi cara, como los veo en el espejo, son la medida de todas las cosas. Yo soy la referencia, yo soy la norma, lo aceptable, yo soy a quien todos tienen que emular. La belleza es lo que yo soy: todo lo que contrasta conmigo, todo lo opuesto a mí, es deleznable. Mi papada majestuosa, la generosidad de mi vientre, mis caderas de diosa de la fertilidad, mis pechos gigantescos y suaves, mis muslos acolchados, mis brazos redondeados, todo es hermoso de la misma manera en que hay hermosura en una calabaza, en los astros. En mis fantasías, camino desnuda por el campo; un campo sin espinas, casi como un jardín. El sol y la brisa lamen con dulzura mi cuerpo. Mis colinas de carne repican con una musiquita alegre cada vez que vibran con mi movimiento. En mis pies se enredan flores y las nubes de mariposas se abren a mi paso. En cierto momento, llego hasta la orilla de un lago cristalino. Me adentro lentamente; el agua aprieta mis muslos, como si los masajeara. Me sumerjo por completo y mi cabello se extiende sobre la superficie como los tentáculos de una medusa. Los poros de mi piel blanca como la de una beluga se abren a la frescura del agua, que me inunda, me llena, me vuelve todavía más grande. Respiro, existo, cada gramo de mí, cada centímetro cuadrado de mí está vivo. En mi fantasía me siento feliz sólo por ser yo. Este doctor Jeckylll y este Mister Hyde en pugna me mantienen en balance. No termino de amarme a mí misma por completo; tampoco me odio lo suficiente como para echarme a morir. ¿Hacia dónde me inclinaría mi peso, el viento, el destino, o lo que sea? 17 Nunca se había sentido tan nervioso y emocionado al mismo tiempo. Sabía que si midiera su presión arterial en esos momentos, estaría por los cielos. Tenía el pulso tan acelerado que hasta podía sentirlo contra su camisa. Como un adolescente. La idea había estado en la mente de Gerardo desde antes de conocer a Pandora. Como tantas fantasías que pasan a diario por la cabeza de millones de hombres en el planeta. Pero esta fantasía, con esta mujer en particular, no era tan común como las que tenían sus amigos, por ejemplo, que aspiraban a un trío, mujer-hombremujer y de preferencia sin sus esposas. Por lo mismo, nunca llegó a imaginar que podría concretarse en el transcurso de su vida. Después de todas las veces que habían salido juntos, de sus pláticas, de esos momentos en los que ella le permitía mirarla comer, lo lógico era dar un paso más. Por eso Gerardo se inventó una plática en la escuela de Medicina de la universidad durante la tarde. La misma mentira para la gente del hospital que para su esposa. Ser consistente era fundamental. Pandora le dijo que nunca había estado en un motel y él no tuvo por qué no creerle. También le dijo que era el primer hombre de su vida, que nunca había estado con nadie más y él se dejó invadir por aquella sensación de orgullo, de posesión, algo quizá más fisiológico que emocional. Gerardo cerró la cochera eléctrica: Pandora permaneció sentada. Él bajó cargando una hielera azul y la puso en el suelo. Fue hasta el otro lado y tomó a Pandora de la mano: encontró su palma húmeda. Con su ayuda, ella extrajo su cuerpo del carro como un molusco suave y gigante que sale de su concha. Gerardo sintió una erección punzante: todos sus sentidos, sus conductos, sus sistemas estaban funcionando a la perfección y con el mismo fin. Como nunca. Literalmente como nunca. Subieron las escaleras hasta la habitación que tenía una pequeña salita de estar que daba paso a la sección donde había una cama enorme, un espejo cubriendo toda la pared de enfrente, otro suspendido del techo, un par de burós de granito brillante, una cómoda del mismo material, un perchero dorado que parecía pertenecer a otra época y una televisión de pantalla plana en la que se podían ver varios canales de pornografía. El olor prevaleciente era limpiador de pino y el de detergente que emanaba de las sábanas. En otro nivel, como agazapado, había un olor a cigarro. Gerardo colgó su saco en el perchero. Pandora estaba temblando y sonreía nerviosa. Se quitó los zapatos y movió los dedos de los pies, ejercitándolos, como si quisiera arrancarle los vellos a la alfombra. Se sentó en la orilla de la cama, que se hundió bajo su peso. Gerardo se acercó a ella y la abrazó. El cuerpo de Pandora estaba tibio y los brazos de Gerardo no alcanzaron a cerrarse tras su espalda carnosa. La besó dulcemente y ella comenzó a llorar. «Es tan frágil», pensó él. Bajo todas esas capas de grasa, estaba su verdadero yo, aplastado, asfixiado por el peso que la vida le había impuesto. Ella hablaba muy poco de su niñez: él entendió que ese periodo debió de haber estado lleno de burlas, desdén, rechazo, soledad, dolor. Pandora se separó un poco y lo miró a los ojos. –¿Cómo puedes estar con alguien como yo? –Me gustas. Me gustas mucho. –Gerardo recorrió el perímetro redondo de sus mejillas con su dedo. La piel de Pandora era suave y caliente, y justo ahora, de un color rojizo. Sin darse cuenta de que lo hacía, puso su mano sobre la frente de ella para ver si tenía fiebre: le pareció una temperatura normal. Era más bien la emoción que le encendía la piel–. ¿No te has dado cuenta? –Hice mal la pregunta –dijo Pandora bajando la mirada–. ¿Cómo puedo gustarte yo? Eres el hombre más guapo y codiciado del hospital. Gerardo se acercó a ella y hundió su cara entre el cuello y el hombro esponjado de Pandora: lamió la piel que la punta de su lengua pudo alcanzar: el sabor era agridulce, un poco salado también. Si tan sólo pudiera comerla. –Eres mi vicio secreto. –Hizo una pausa, cerró los ojos y controló su voz–. Pienso en ti todas las noches. –Se despegó de ella y la miró de muy cerca. Tomó la mano de Pandora y sus dedos se anudaron a los de ella con desesperación. Pandora abrió la boca para decir una idea que en realidad no terminaba aún de formarse en su mente. Él la hizo recostarse sobre el colchón con suavidad, se inclinó sobre ella y la besó en los labios–. Desnúdate. Gerardo se sentó sobre la cama y ella tardó un poco en reaccionar y ponerse de pie. Su cara y su cuello se veían enrojecidos: desde niña, aparte de su madre, su hermana y Jovita, nadie la había vuelto a ver desnuda. Se llevó las manos al pecho para desabotonar la blusa: apenas podía con el temblor de sus dedos. Era como si estuviera tocando un cactus. Gerardo se levantó y se acercó para ayudarla. La blusa cayó al piso; él se agachó para bajar la falda de cintura de elástico hasta los tobillos anchos y los pies robustos de Pandora, semejantes a un par de baguettes. Ella levantó una por una las piernas hasta que él pudo sacar la falda. Del cuerpo casi desnudo de Pandora se desprendió un olor que lo volvía loco: dulzón y tibio, como el del pan recién horneado, también algo parecido al de la tierra mojada y un ligero perfume acre que era imposible de comparar con otra cosa. Con todo el cuidado del mundo, Gerardo le quitó el sostén y la pantaleta. La miró perplejo y maravillado a la vez. Pandora era una adorable y exuberante montaña de carne generosa; todo lo contrario al concepto de carencia, de vacío, al frío, al hambre. Ese cuerpo como colmena de abejas, por el ángulo por donde se le viera, provocaba ganas no de conquistar el mundo o destruir una ciudad; al contrario. Esa vasta extensión de piel y de carne invitaba a apoltronarse en su suavidad y calor, a renunciar a cualquier carga o agobio, a perderse en una felicidad absoluta. Soñada. Añorada. Durante años. La hizo recostarse sobre la cama. Se tendió sobre ella y comenzó a besarla. En la boca, en los pliegues de su cuello. Los pechos de Pandora se abrían blancos y masivos. Él los tomó en sus manos: la carne se desbordaba entre sus dedos. Los juntó uno con el otro y besó los pezones rosados y enormes, como fresas. Apretó su cara contra ellos, aspiró su olor y sintió su propia erección empujar contra la tela de sus pantalones. Gerardo sacó de la hielera diez pastelillos y un litro de leche entera con chocolate, que sirvió en un vaso desechable. Colocó todo sobre el buró, al alcance de Pandora. Le pidió que se incorporara y descansara su espalda contra la cabecera de la cama. Se quitó la ropa y se tendió sobre la cama, entre las piernas de ella. –Come –le dijo, al tiempo que separaba el interior de sus muslos. La vulva enorme y carnosa se descubrió ante él como una granada entreabierta. Comenzó a lamerla, succionarla, morderla; Pandora engullía uno a uno los pastelillos. Desde su punto de vista podía ver el vientre profuso, dividido en varios balcones de carne blanca y matizada con estrías, como una cebra albina, adornando aquel ombligo profundo. Sobre las lonjas caían sus pechos, jardines colgantes y generosos que las manos de Gerardo apretaban y soltaban antes de volver a bajar a los muslos de Pandora, a sus nalgas, dos gigantescos bultos de grasa que se desparramaban sobre el colchón–. Me fascina que haya tanto de ti. Pandora estaba bebiendo su vaso de leche con chocolate: su boca comenzó a gemir independientemente de su voluntad, su cuerpo entero a convulsionarse en pequeños espasmos y sus caderas a sacudirse como gelatina, hasta que por cada parte de su ser subió una corriente de placer puro, que llegó hasta su garganta para explotar con un grito que ella no supo reconocer como propio. Ríos de leche color café bajaron por su papada y tomaron los caminos curvos e intrincados de su cuerpo, hasta llegar al rostro de Gerardo, que se hincó frente a Pandora. Su erección era la más firme que había tenido jamás y sintió que iba a desfallecer por la excitación. Se reclinó hacia ella, tomó sus pechos y los juntó para penetrar el hueco entre ellos. Jadeaba sin conseguir el aire suficiente. No podía pensar. Había una presión en la base de su cráneo que mandaba pulsaciones de sangre con un ritmo como de tambores. La razón había abandonado su cuerpo; el placer ocupaba cada espacio. Gerardo sintió cómo los latidos de su corazón iban en cuenta regresiva hasta una explosión final. Se dejó caer sobre ella y cerró los ojos sintiéndose perfectamente feliz. Pandora le acarició el cabello y entre ellos fluyó la oxitocina, el amor o lo que fuera. 18 Debo de tener cuidado con mis memorias. Tengo que estar segura de que son mías y no lo que otras personas me han dicho que sentí, que hice o dije. Porque toda la gente de mi pasado siempre quiso que fuera lo que no soy… Recuerdo que de niña, en casa, cada comida era un horror: mis hábitos alimenticios eran enjuiciados y mi peso discutido fervorosamente. Mi madre hablaba de todo el daño que yo le hacía a mi cuerpo, de cómo mi futuro y mi vida amorosa se verían afectados por mi manera de comer. «Tienes una cara tan bonita», me decía. «Desperdiciarla con ese cuerpo es un pecado.» Mi padre intentaba cambiar el rumbo de la conversación, sin éxito, y mi hermana reía, burlona y perfecta. Yo permanecía en silencio: mi madre detestaba que la interrumpiéramos, sobre todo para no darle la razón en lo que fuera que estuviera diciendo. Además, no había nada que yo pudiera haber dicho que me salvara de sus reprimendas: si la premisa era que el sobrepeso era abominable tanto en lo estético como en la salud, y yo era una niña obesa, ella tenía razón y a mí no me quedaba más que devorar la comida saludable que me ofrecía. Limpiar mi plato. Servirme una segunda vez, si ella me lo permitía, lo cual era raro. O asaltar la alacena y el refrigerador más tarde, en cuanto mi madre saliera, o bien, en la madrugada. O escaparme a la tiendita de la esquina con dinero que mi padre me obsequiaba a escondidas para comprar comida chatarra que engullía a escondidas encerrada en el clóset de mi cuarto. Ahora entiendo que para ella yo era parte de la decoración. La nuestra era una casa hermosa gracias a su gusto impecable que se podía comprobar en la calidad de los muebles, la temática de los cuadros, los floreros y el tipo adecuado de flor, así como en la colocación de cada cosa: en el jardín cada arbusto estaba podado correctamente, la orilla del pasto era nítida y recta, no existían las malezas, y flores de todo tipo embellecían el paisaje. Mi casa era como las que mostraban las revistas de arquitectura y decoración, y mi madre encarnaba a la mujer atractiva e inteligente que además dominaba el ámbito doméstico como si fuera cualquier cosa; tenía tiempo de sobra para ejercitarse y cuidar de sus uñas, al tiempo que educaba hijos, cocinaba comida sana para la familia y complacía al marido en la cama. Yo, por mi parte, era el error: el polvo que se acumula sobre los muebles, la mosca en la sopa, los pelos en las paredes de la ducha. Hubiera querido complacerla: la única forma de hacerla feliz habría sido que me convirtiera en otra persona y eso era imposible. Ella, por su parte, opinaba que el cambio residía en mis manos, o más bien, en la clausura de mi boca. Mi madre creía que si existía la voluntad para hacerlo todo podía realizarse. La belleza y la perfección eran opciones reales para quien estuviera dispuesto a pagar su precio: tenacidad, esfuerzo, dedicación absoluta. Para probar su punto, me inscribió en clases de danza, natación y tenis. Gran parte de mi niñez la pasé en el carro con mi madre, que me llevaba y traía de esas clases: tortura para mí y desilusión para ella. No destaqué en ningún deporte ni bajé de peso: sólo la hice perder su dinero y su tiempo. «Perlas a los cerdos», me gritaba enojada y desistía de llevarme. Nunca me perdonó no ser delgada: mi gordura la afrentaba de manera personal. Se sentía responsable por mí: de todas las cosas que hacía o tenía, yo era su único proyecto fallido. Yo comía para hacer desaparecer momentáneamente esa sensación de orfandad que se respiraba en casa, evitando ver mi propio cuerpo. Huía de los espejos en casa o de los vidrios de las tiendas en los centros comerciales. A veces, sin resistir y a hurtadillas, miraba partes aisladas de mi persona: un fragmento de mi pierna gruesa, un pecho precoz, la lonja circular que sustituía a mi cintura. Mi figura entera, toda en una sola toma, era una visión demasiado abrumadora, para mí o para quien fuera. De adolescente, al ir por la calle, los albañiles no me gritaban piropos obscenos ni nadie me seguía amenazando con violarme. En el transporte público, ningún pervertido se frotaba contra mí ni me miraba hasta hacerme sentir incómoda. Pasé de ser una niña gorda, la burla de todos en la escuela y la vergüenza de mi madre, a convertirme en una mujer que no era en verdad una mujer. Indeseable. Respiraba, ocupaba un lugar considerable en el espacio y al mismo tiempo no existía en realidad para nadie. Podría desaparecer y nadie lo notaría. Ese día con Gerardo, al terminar de hacer el amor, desnudos sobre la cama del motel, me propuso que me ausentara de lo que hasta ese momento había sido mi vida para cumplir su fantasía y yo no tuve que pensar mucho para darle mi respuesta. Si iba a haber un momento para echarse para atrás, era ese. Al repasar lo que había sido mi vida hasta entonces, no encontré ninguna razón para decir que no. Hay quien dice que las fantasías deben de quedarse en eso: deseos irrealizables que excitan nuestra imaginación, que estimulan la vida sexual empolvada. Llevarlas a la realidad no sólo supone desilusiones, sino destapar un frasco lleno de alacranes. Yo quería abrirme a Gerardo, ser quien él quisiera que fuera, hacer lo que hubiera qué hacer para que me amara para siempre. Sólo yo podía hacerlo, me aseguró mirándome con sus ojos hermosos. Yo ya estaba enamorada: en ese estado, decir que sí era lo más lógico. Lo correcto. Lo único posible. Más tarde averigüé que en el mundo de las parafilias hay un nombre para nosotros dos. Él sería el feeder, el que alimenta. Yo, la feedee, la que come, la que es alimentada hasta que el estómago se distienda hasta su límite. Y después un poco más. Y más. Era lo que habíamos estado haciendo de manera empírica cada vez en nuestras salidas a comer. La fantasía iba más allá de eso: consistía en que yo engordara hasta llegar al punto de terminar inmovilizada en la cama. Que mi peso fuera tal que se volviera imposible ponerme de pie y caminar. A cambio, Gerardo habría de convertirse en algo así como un lacayo a mi servicio, no por obligación, sino porque adoraba mi cuerpo, alimentarme, y verme aumentar de tamaño un poco cada día. Aquello era algo mucho más serio que una propuesta de matrimonio. Era una prueba de confianza absoluta. Abandonarse a la voluntad y a la palabra del otro. Yo estaría en sus manos, mi vida dependería de él. ¿Y qué había sido mi vida hasta antes de conocer a Gerardo? Le pregunté cómo haríamos para realizar nuestra fantasía. Las cuestiones prácticas. Gerardo me contestó que rentaría una casa en una colonia popular, algo pequeño y discreto, con todo lo necesario. Contrataríamos una mujer para que viniera todos los días a hacer el aseo. Gerardo podía hacerse cargo de esos gastos sin problema. Él mismo se ocupaba de todas sus finanzas, las deudas crediticias, los servicios en la casa. Su esposa se limitaba a recibir alegremente una generosa cantidad semanal y cargar a su tarjeta de crédito cualquier cosa que necesitara o se le antojara. Por la naturaleza de su trabajo, tenía horarios irregulares y lo único seguro era que llegara tarde a su casa. Eso le daba la libertad de verme durante varias horas al día sin levantar ninguna sospecha. Le pregunté si había estado planeándolo desde hace tiempo. En cuanto terminé de hablar, me di cuenta de que el tono de mi voz había sonado acusador. Pensé en mi madre, cuya cualidad más vívida era la de juzgar y despreciar. De hecho, cada vez que hablaba o se refería a mí, estos dos verbos iban juntos, se desbordaban por la entonación de su voz. Me sentí terrible por sonar así. La cara de Gerardo adoptó una expresión que me hizo perder el aliento y me apretujó el corazón: era la de un niño acorralado en una esquina, resistiendo el apaleo y el embate de los violentos del salón, los brazos sobre la cara y el llanto contenido. La expresión desapareció de su rostro tras unos segundos, luego de que él levantara la mirada hacia el espejo del techo y exhalara entre el alivio y la desesperación. Me contestó que sí, que hace años, gracias a internet, descubrió que había más gente en el mundo que compartía su filia secreta. Casi todas las noches conciliaba el sueño pensando en una mujer como yo. Consideré mis alternativas: decir que no, volver a mi empleo de recepcionista en el hospital, sufrir la separación de Gerardo, que no querría saber más de mí si yo me negaba, y verlo pasar todos los días, ignorándome hasta que uno de los dos dejara de laborar allí. Yo tendría que hacer el trabajo aburrido de recibir llamadas, tolerar pacientes agresivos, hacer básicamente lo que fuera que los médicos me pidieran: café, sacar un resumen de sus ingresos por consulta, escribir sus recibos de honorarios. Alguna vez leí que todos los trabajos tenían que ser aburridos porque su propósito era hacer que uno valorara el tiempo fuera del trabajo. Mis opciones no eran alentadoras, pues de allí yo regresaba a mi casa, con mi madre, doña Perfecta, que estaba siempre marinando su rechazo por mí y todo lo que soy o represento. A solas con ella vería el paso de los años, los días arrastrándose entre reproches, miradas de asco, frialdad. Tomé a Gerardo de la mano y lo miré a los ojos. Era como lanzarse al vacío con un paracaídas diminuto, como alas de mosca, sí; era también la única oportunidad de hacer que mi vida valiera la pena. Le dije que buscara la casa lo más pronto posible. Su cara escéptica se transformó de inmediato en una de felicidad absoluta. Él se volvió a perder entre mi carne hasta que la encargada del motel tocó la puerta para anunciar que las cuatro horas que cubría la tarifa habían pasado. 19 Abril fumaba mientras veía a los gemelos jugar sentados sobre la arena con la pequeña cubeta y la palita, haciendo castillos rudimentarios y pozos en los que buscaban cangrejos. Estaba de pie, en bikini, con la cadera ladeada y el peso de su cuerpo apoyado sobre una pierna. Sostenía el cigarro inmóvil cerca de sus labios y era su cara la que se acercaba para fumar. El sol le quemaba la piel lentamente y al mismo tiempo la brisa la erizaba con su frescura. Echó la cabeza hacia atrás para exhalar el humo: una ola llegó hasta la parte de la playa donde estaban los gemelos y disolvió sus construcciones. Los castillos se deslavaron y sus fosas se cubrieron de arena: la playa quedó plana e intacta, como si ellos no hubieran invertido cerca de media hora en modificarla. Los niños procesaron lo que había pasado con una lentitud pasmosa: ir de la incredulidad a la sorpresa y la indignación les tomó casi un minuto. Se volvieron al mismo tiempo hacia ella y en cuanto hicieron contacto visual se soltaron a llorar inconsolables. Ella también quiso llorar; ese era el peligro de la maternidad: revivir la niñez a través de los ojos de la madre. Abril se agachó para enterrar el cigarro en la arena y caminó hacia ellos, pero Gerardo se le adelantó. Levantó a los gemelos, uno en cada brazo, y los distrajo trotando como caballo sobre la orilla húmeda hasta que ellos rieron y se olvidaron del desastre. ¿Cómo tenía la energía para jugar con ellos así? ¿Cómo podía rebajarse al nivel de los niños y compartir lo que fuera que ellos estuvieran haciendo con tanto entusiasmo? Tantas veces ella lo había intentado: terminaba fastidiada, aburrida, y sintiéndose la peor madre del mundo. Hacía todo lo que se requería de una madre, sí: velaba por su salud, los alimentaba, los llevaba adonde tuviera que llevarlos. Lo hacía sin alegría. La maternidad no era como en los anuncios de leche o pañales. Era repetitiva, cansada, sin fin, como hacer huecos en la arena sólo para que el mar se trague el esfuerzo al siguiente minuto. Abril fue a sentarse en la orilla de la tumbona, debajo de una palapa. Miró hacia el frente sin poder enfocar su atención más que en el calor y en el azul casi falso del cielo. Las gaviotas volaban sobre el paisaje mudo, sus sombras cruzaban por encima de la arena, como espíritus malvados. Buscó en su bolsa otro cigarro para distraerse del hambre y lo encendió. Hubiera preferido no fumar, pero era lo único que la hacía olvidarse de las ganas de comer. No podía darse el lujo de comer más que lo suficiente para que su cuerpo funcionara. No con lo que pasaba en su matrimonio. No tenía pruebas: sabía que algo estaba sucediendo y se aproximaba silencioso y letal. Por eso ella tendría que estar alerta, delgada y hermosa para enfrentarlo. Bajo el sol, Gerardo seguía jugando con los niños. Abril había cubierto a los gemelos con el protector solar de número más alto, mismo que volvía a aplicarles cada dos horas, obsesivamente; en cambio, la piel de su esposo ya se veía tostada. Les hizo una seña para que se acercaran a jugar bajo la sombra de la palapa. Lo observó durante varios minutos: a Abril le pareció ver marcas como de uñas o dientes cerca del cuello de Gerardo. En ese momento, él se volvió hacia ella, tal vez sintiendo su mirada, y le dedicó una sonrisa a la que tuvo que responder. Volvió a concentrarse en el cigarro y en el mar. Algo tenía de hipnótico el ruido majestuoso que producía el romper de las olas contra la playa y la inmensidad que sus ojos sólo podían intuir, porque el horizonte lo cercenaba. Tuvo ganas de adentrarse en el agua y caminar y sumergirse y olvidarse de todo, como Edna Pontellier, la protagonista de una novela que había leído mucho tiempo atrás cuando era estudiante, y cuya vida entonces le parecía tan ajena a la suya. Ahora podía entender a la perfección su deseo de morir en el mar. ¿Por qué había aceptado venir a la playa con Gerardo y los niños? Tal vez pensaba que unos días juntos podrían realmente hacerle bien a la relación. O quizá esperaba que, al estar Gerardo cautivo con ella, en la playa, el hotel, en algún restaurante con los niños, podría desentrañar aquello que estaba sucediendo. Una llamada, algo que terminara por develar ese engaño que podía casi olerse en el ambiente, sentirse bajo la piel, sin importar que no hubiera prueba alguna. Varios días antes, Gerardo se había acercado a ella para abrazarla y proponerle unas vacaciones de última hora. Abril se tomó su tiempo para aspirar el olor a café, loción y piel de hombre todavía joven de su esposo; lo escuchó explicarle que se venía una temporada pesada en el trabajo. No sólo tenía que impartir un seminario para los médicos que recién se habían inscrito en la especialidad de Ginecología, sino que también había un número especialmente alto de embarazadas bajo su cuidado, y necesitaba poner en orden sus papeles fiscales, así que tendría que ausentarse más que de costumbre. Por eso quería aprovechar unos días antes para disfrutar con la familia, reponer por adelantado su ausencia. Abril había dicho que sí: intentaba con todo su ser leer entre líneas las verdaderas intenciones de su marido. Había aceptado sin imaginar que esos días juntos se volverían un encierro terrible. Porque Gerardo estaba allí, a unos metros de ella y jugando con los niños, pero no estaba en realidad. Con ella permanecía callado como un cactus. No es que ya no tuvieran que decirse: dos padres de niños pequeños necesariamente tienen palabras que intercambiar, así sean reproches u órdenes, sino que él estaba encerrado en un capullo de felicidad privada en el que ella no podía entrar. Abril miró su reloj y dijo que era suficiente sol, que ya era hora de ir al cuarto a bañarse y bajar a comer. Los gemelos protestaron. Gerardo comenzó a perseguirlos y ella recogió todas las cosas. Hicieron una carrera para a ver quién llegaba primero a los elevadores. Abril los siguió arrastrando sus sandalias; le parecía que la bolsa de playa estaba llena de piedras. Tuvo la sensación certera de que ese hombre de espalda ancha y cintura breve, el dueño de ese cuerpo que tanto le gustaba, ya no era suyo. Lo vio moverse con una independencia nueva. Era algo inexplicable, irracional, que se podía sentir con las vísceras. Quiso llorar; qué bueno que llevaba lentes oscuros. Frunció la boca en una sonrisa para atravesar la recepción como la mujer feliz que debía ser. Más tarde, de vuelta en la habitación, Gerardo le propuso dejar a los gemelos con el servicio de niñeras del hotel y salir a bailar, a tomar una copa. Lo dijo así, «vamos tomar una copa», con ese tono nauseabundo del lugar común. Sabía que aquello era algo que su esposo detestaba, y se obligaba a hacer el sacrificio por ella. Era el libreto que seguían los hombres infieles, ya fuera por culpabilidad o por tratar estúpidamente de cubrir sus huellas. ¿Qué seguía?, ¿que le regalara un collar de perlas? –No, no quiero salir. –Su voz era plana y seca, como una cachetada. No hubiera querido que fuera así: en sus palabras se percibía el dolor, la ira y la indignación vibrando en alguna frecuencia que sólo el inconsciente podría captar. Quisiera ser asertiva y preguntarle de frente a Gerardo con quién estaba saliendo. Decirle que estaba segura de su infidelidad y que sólo necesitaba saber quién era la puta en cuestión. Abril tenía la costumbre de no hacer una pregunta a menos de que estuviera segura de que la respuesta le iba a gustar. Además, era muy probable que Gerardo le mintiera para evitar un conflicto: se inventaría una excusa medianamente creíble. Muchas veces por teléfono lo había escuchado mentirle a otras personas con toda naturalidad. Lo que Abril necesitaba eran pruebas contundentes. Gerardo ofreció prepararle la tina para que tomara un baño largo, ponerle una película a los gemelos para entretenerlos, y pedir de cenar a la habitación. Abril lo miró a los ojos: ninguno de los dos pudo sostener la mirada. Ella sintió que su alma estaba inerte, como una pierna que ha estado mucho tiempo en una misma posición. Recordó a Gerardo llegando hace unos días a la casa. Era muy tarde, mucho más que lo acostumbrado. Lo había esperado a oscuras, sentada en un sillón, revisando en su teléfono celular la hora cada dos o tres minutos, lista para encender la luz en el momento en el que Gerardo entrara de puntillas, sin hacer ruido. En el último momento, al escuchar el motor del carro al entrar a la cochera, se había visto a sí misma como una patética ama de casa celosa, y había corrido escaleras arriba, tropezando en el proceso, para que él no la viera allá abajo, esperándolo. Se había metido rápidamente a la cama con las rodillas raspadas por la caída y su dignidad palpitando de dolor. Con la cabeza cubierta por las sábanas, había escuchado movimientos en la cocina, pasos subiendo la escalera, por el pasillo; el ruido de la puerta del cuarto de los gemelos abriéndose y cerrándose con delicadeza, y finalmente, percibió la presencia de Gerardo en su propia habitación. Lo escuchó entrar al baño y abrir la regadera. Al cabo de unos minutos el ruido del agua había cesado para dar paso al del cepillo de dientes. Claro, una ducha a esas horas no era otra cosa más que una prueba de infidelidad. Su brazo la había cubierto por la espalda: ella había apretado los ojos con fuerza y respirado profundamente, haciéndose la dormida. Gerardo le había dicho en tono muy bajo: «Ya llegué». Abril había roncado con suavidad, sin contestar. Ella sabía que aquella actuación no podría convencer a nadie, Gerardo no había insistido más y se había quedado dormido a los pocos minutos. Abril aceptó el baño en tina y dijo que sí a los demás ofrecimientos de Gerardo. Lo vio contratar una película infantil con el control remoto. Ella lo siguió al baño y comenzó a sugerir algunas posibilidades para la cena de los gemelos por room service. Sentado en la orilla de la tina, él templaba el agua; ella se desnudó allí mismo y, como si no pudiera tolerar la vista del cuerpo de su mujer, Gerardo desvió la mirada. La tina se llenó al fin; él le regaló una sonrisa obligada y salió cerrando la puerta tras de sí. Abril no pudo evitar examinarse en el espejo de cuerpo entero tras la puerta del baño. Se contorsionó para ver su parte posterior y le dedicó un minuto entero a la del frente. Su figura era la de un reloj de arena estilizado. El ancho de su espalda, marcada la longitud de los huesos de los hombros, se reducía un poco en el área torácica, de donde pendían sus dos pechos minúsculos y respingones, y todavía más al llegar a la cintura, que era más bien una brevedad, un concepto apenas, entre la piel estirada por las costillas arriba y los huesos de la pelvis abajo. Abril se metió al agua hasta que sólo su cabeza quedó fuera. Comenzó a llorar y, en una escena cliché, se deslizó dentro de la tina, abrió los ojos bajo el agua, vio el techo del baño distorsionado y escuchó esos tambores sordos dentro de sus oídos, hasta que le faltó el aire y tuvo que volver a la superficie. Se quedó allí hasta que el agua se enfrió por completo. 20 La admiración de los extraños debe ser un gran estímulo para levantarse cada día de la cama y vivir. He visto la forma en la que los hombres miran a las mujeres lindas y delgadas. El deseo es amor; alguien codicia un cuerpo y ese cuerpo es alguien. En ese mirar hay calidez, esperanza, la voluntad de hacer lo que sea necesario para satisfacer ese deseo, no importa si eso supone fingir una personalidad que no se tiene, mentir sobre el ingreso o el estatus social, hacer como si la plática estúpida de la chica les pareciera lo más interesante del mundo. Si una persona es capaz de hacer eso por el cuerpo de otro, ¿no es amor? Yo, en cambio, nunca he tenido la admiración de los extraños, pero sí sus miradas. No de deseo, sino de sorpresa y repulsión. Con Gerardo, en aquella cena navideña del hospital, fue distinto. Él me vio como los hombres que desean a las mujeres delgadas. ¿Y él? Él irradiaba su encanto a cientos de kilómetros a la redonda, como un reactor nuclear. Y sus ojos me miraron a mí, a Pandora, a la gorda. Me miró y sonrió sólo para mí y esa sonrisa se quedó conmigo por muchos días. 21 De lejos, la casa era idéntica al resto de viviendas que se esparcían por cuadras y cuadras como celdas de un panal horizontal. De un solo piso, un par de cubos desfasados con una ventana cada uno. El color de la pintura y la presencia o ausencia de protecciones metálicas en las ventanas, o bien, pequeñas verjas entre el pequeñísimo jardín y la banqueta, eran lo único que le daba una mínima personalidad a cada una. De cerca, era posible descubrir detalles particulares, como macetas con flores, carillones de viento, un buzón ornamental, un letrero católico para ahuyentar Testigos de Jehová, algún perro confinado a ese breve espacio, o una jaula con canarios. La casa de Pandora, porque eso era, era de color durazno y tenía un gnomo de jardín, barbado, con traje de tirantes estilo tirolés y gorro de punta, custodiando la entrada, junto a un cactus que parecía tener un par de brazos. Gerardo abrió la puerta y se hizo a un lado para que Pandora entrara. Ella avanzó apenas unos pasos y se detuvo para aspirar el olor a pintura fresca de la casa. Las ventanas estaban cubiertas por persianas metálicas que bloqueaban la luz por completo, así que sus ojos tardaron unos segundos en ajustarse a la penumbra. Él encendió la luz, cerró la puerta y se dispuso a ver la reacción de Pandora. Ella miró todo en silencio. Finalmente dejó escapar un grito de alegría. –Me encanta nuestra casita. –Caminó por el pequeño espacio que hacía de sala-comedor, con los brazos abiertos, como si jugara al avión. Gerardo la siguió sonriendo, satisfecho. –Sé que es de interés social y que la colonia no es la mejor, pero la casa está nueva, no le falta nada, y podré pagarla en poco tiempo. La sala estaba compuesta por un sofá estilo moderno, color chícharo; otro del tono de una calabaza, y un pequeño cubo de una combinación de ambos colores. En medio de los muebles, sobre una mesita negra, descansaba un rollizo gato japonés con una garra al aire a manera de saludo. Más allá estaba el comedor, una mesa cuadrada y negra para cuatro personas con un macetero plano con varios cactus redondos en el centro. En una de las paredes había un par de reproducciones de Botero: una era de una mujer muy obesa acostada desnuda sobre un jardín, su cara apoyada coqueta sobre su mano; la otra, de una mujer de pie mirando a la distancia, dejaba ver sus gruesas piernas y enormes nalgas. De la pared de enfrente colgaba un cuadro con dos rebanadas de sandías, pintadas de manera realista. Pandora llegó hasta una puerta abatible y tuvo que ponerse de lado para cruzarla. Al hacerlo, se encontró con una cocina bastante reducida, tanto que no había lugar para una mesa. Tenía varias alacenas de paneles de madera clara y detalles cromados. Abrió las puertas y encontró una despensa llena: galletas, pastas, salsas, panes, latas, dulces. Abajo de esos compartimientos había una cubierta de formica, imitación granito, donde descansaban la cafetera, el tostador, la licuadora, un recipiente con cucharones, palas y demás utensilios de cocina. También había un galletero de cerámica en forma de cerdito rosa y un árbol de madera del que colgaban cuatro tazas para café. Un refrigerador blanco custodiaba la estufa de cuatro hornillas, con acabados metálicos. La luz de media tarde entraba por la ventanita adornada por una cortina amarilla con motivos de legumbres. Gerardo se acercó a Pandora por detrás y la abrazó por la cintura: –Aquí voy a prepararte todas tus comidas –dijo acariciándole la espalda carnosa en la que era imposible encontrar la protuberancia de un hueso. Pandora se volvió hacia él para besarlo. Siguió explorando la cocina. Abrió las puertas inferiores y se encontró con una vajilla color amarillo mango con grecas verdes y una batería completa de teflón. Una puerta metálica blanca, también con una cortina, daba hasta un patio minúsculo con lavadero y espacio para tender ropa. Salieron de la cocina y pasaron por un pasillo corto que conducía hasta una habitación de tamaño considerable, donde los recibió una cama tamaño king-size con un edredón de rayas anaranjadas y amarillas. A cada lado había un buró con su respectiva lámpara, una televisión plana sobre la pared, un clóset pequeño, y una ventana con persianas que podían cerrarse hasta dejar el cuarto en total oscuridad. Las paredes eran color verde musgo y al fondo había una puerta entreabierta que dejaba ver parte del baño. –Mi parte favorita de la casa. –Gerardo la volvió a besar–. Había dos cuartos pequeños y mandé quitar la pared para hacer uno solo. Tomó asiento sobre la cama y con un movimiento de la mano invitó a Pandora. Ella lo hizo con cuidado, esperando que la base de la cama y los resortes se quejaran por su peso: la cama la recibió con una silenciosa firmeza. Como si leyera su mente, él dijo–: Mandé hacer una base de cemento y compré el mejor colchón del mundo. –El mejor colchón del mundo –repitió ella y miró a Gerardo, que reía. Quiso decirle que verlo así, con aquel hoyuelo, con la comisura de los labios ligeramente torcida hacia arriba, con esas pestañas apretando sus ojos hermosos, hacía que su mundo se iluminara. Como si hubiera sobrevivido todo este tiempo sólo para ser testigo de esa forma de reír. No dijo nada, sólo se acercó hacia él y lo besó. –Quiero terminar de enseñarte todo. –Puedo encontrar el baño sola –dijo Pandora tomando las manos de Gerardo y poniéndolas sobre sus pechos. –Es que no has visto la báscula. –¿Me vas a poner a dieta? –Es para contar nuestras ganancias. –Gerardo fue hasta una esquina del cuarto y quitó unos cojines que parecían estar en el suelo: descubrió un aparato con una base cuadrada, un metro de cada lado, de madera sobre estructura de metal, y un monitor electrónico suspendido de un tubo metálico. Ella lo miró sin decir nada. Aquello no parecía una báscula, sino una especie de tarima–. Quítate la ropa y súbete. Pandora se desvistió con pena. Todo era distinto a sus encuentros en el motel: esa verticalidad, la luz del día que entraba por la persiana, el tono que él usó para ordenarle. Le explicó que aquello era una báscula para ganado, con un límite de dos toneladas, una máquina muy precisa y hecha en Nueva Zelanda. Las básculas para humanos tienen un límite de 130 kilos, a veces menos. Si no fuera precisamente él, Pandora se sentiría ofendida por la sugerencia de medirla en un aparato diseñado para vacas. Ella era experta en distinguir las ofensas, desde las más obvias y burdas, hasta las más sutiles, que eran las peores; entendió que su intención no era ofenderla, así que se subió descalza a la báscula, tomando la mano de Gerardo para no perder el equilibrio. Su peso apareció en números negros muy parecidos a los del despertador de su buró. –Amo estos 123 kilos –dijo subiendo a la plataforma junto con ella. La envolvió con sus brazos y la carne de Pandora se escapó por entre los músculos de Gerardo. Ella alcanzó a ver el monitor en donde los números cambiaron hasta transformarse en un 200: un número redondo, perfecto–. Quiero amarte más. Regresaron a la cama, ella desnuda, él vestido, y se recostaron uno al lado del otro. Él subió sobre Pandora y se perdió entre la tibieza y el olor de su piel: era como estar recostado sobre algodones. Le dijo que esperara y salió del cuarto. Ella encendió la televisión y comenzó a navegar por los canales. Tenía la cabeza recargada sobre la almohada y su papada se expandía sobre el pecho. Comenzó a sudar y a sentir entre los pliegues de piel del cuello y la parte carnosa que cubre su clavícula la acumulación del sudor. Sintonizó un canal de noticias. De la cocina llegaba el ruido de sartenes y olor a tocino que invadía el ambiente. Pandora comenzó a salivar. En los cortes comerciales anunciaban pizza, pollo frito, papas fritas, refrescos, pastelillos. Sintió la punzada del hambre que surgía en algún lugar incierto de su estómago y se expandía en ondas concéntricas hacia cada parte de su cuerpo. Luego de unos minutos se volvió una sensación dolorosa y urgente. Cerró los ojos y trató concentrarse en escuchar las noticias. Gerardo entró al cuarto después de casi media hora y la encontró dormida. Acercó una mesa con ruedas, como las que se usan en los hospitales, hasta el costado de la cama y colocó allí la comida: medio kilo de tocino frito sobre una docena de huevos estrellados, relucientes de grasa, seis panes tostados con mantequilla y mermelada, y una jarra de jugo de naranja. Tocó suavemente el cabello de Pandora y ella abrió los ojos. Se incorporó un poco y él acomodó varios cojines contra la cabecera para que pudiera sentarse con comodidad. Él tenía puestos los bóxers que dejaban ver los músculos bajo la piel de sus piernas. Pandora vio extasiada cómo aquel cuerpo de forma perfecta se subía a horcajadas sobre ella. La tibieza de aquellas piernas duras contra las suyas era una delicia. Lo escuchó hablar con esa voz tan grave y varonil, una voz que nunca imaginó que un hombre pudiera dirigirle a ella, diciéndole que la amaba, que iba a cuidarla, a alimentarla y verla crecer. Ella abrió la boca y la mano de Gerardo dirigió la cuchara, el tenedor, el popote; ella sólo masticaba, tragaba, sorbía. Poco a poco consumió toda la comida; él la acarició, la veneró, la rozó con las yemas de los dedos delicadamente, le sobó con fuerza el vientre, como hace la gente con las estatuas del Buda. Apretaba y soltaba cada lonja como un gato amasando con las uñas; tomaba cada rollo de grasa en el cuerpo de Pandora, lo levantaba para dejarlo caer: le fascinaba ver cómo la carne temblaba como una gelatina enorme. La comida danzó por la lengua de Pandora, pasó por la tráquea y tomó una larga siesta en su estómago. Quedaron solamente los escombros del festín sobre platos vacíos y apilados sobre la mesa. Las horas, los minutos, se adormilaron junto a ellos: la piel de Pandora se veía distendida y tensa, transparente, más fina y delgada. –No puedo más. –Echó los brazos hacia los lados, como quien se deja caer de un precipicio–. Nunca pensé que diría que no puedo más. Siento que voy a reventar. –Ya no hay más. –Gerardo se asomó por encima de ella para besarla en la boca. Sus labios estaban pegajosos y sabían a mermelada de fresa.– Te acabaste todo, como una niña buena. Pandora se echó a reír y Gerardo recorrió la extensión de su vientre con el dedo, caracoleando alrededor del ombligo, marcando los ascensos y descensos de sus lonjas, de su monte de Venus que era más bien el Kilimanjaro. El estiramiento de la piel hacía que el dedo se sintiera como un cuchillo que podría abrirla de un momento a otro; en lugar de causarle miedo, le causaba excitación, la llenaba de calor y humedad. Se desbordaba, en realidad, y sentía aquel líquido tibio resbalando por su entrepierna y mojando la cama. –Una vez, de niña, llegué a comer tanto que me sentí así. Fui hasta el espejo del cuarto de mi mamá, me quité la ropa y me miré: tenía miedo que mi piel fuera como una costura que pudiera perder los hilos, abrirse como flor, y derramar mis intestinos. Gerardo no dijo nada y siguió acariciándola. La piel distendida era una autopista de nervios que conducía la sensación de placer a cada célula de su cuerpo. Era como si él la acariciara por resonancia, por un altavoz de ternura, que lo aumentaba todo. Pasado un rato, ella no pudo más y le rogó que le hiciera el amor. Lo quería dentro de ella, necesitaba hacerlo parte de sí, como un platillo delicioso, algo que la llenara completamente, algo suculento que no le pertenece a nadie más. Gerardo penetró su enorme vulva con forma de mamey. Al poco se salió de ella y se metió entre las lonjas de las piernas hasta sentir que estaba a punto de vaciarse dentro: se detuvo unos segundos, se permitió perder un poco de la inercia del orgasmo, y volvió a penetrarla entre las lonjas del vientre hasta que comenzó a temblar. Era un abejorro que no se decidía por una flor para libar. Finalmente puso su pene entre los pechos gigantes de Pandora y eyaculó sobre ellos. Se acostó a su lado: sus costillas subían y bajaban hasta que recuperó el ritmo cardiaco. La alegría de encontrar juntos tal satisfacción en aquel ritual, tan sencillo, tan vulgar, en esa cercanía de los cuerpos, era ensordecedora como una explosión; al mismo tiempo tan satisfactoria que resultaba imposible de describir o relacionar con algo que hubieran vivido antes. Exhaustos del orgasmo, los cubría la dulzura de saberse juntos, de pertenecer el uno al otro, del placer que hervía como chocolate y se derramaba sobre la sábana, espumoso, sobre el sudor de la piel. Eso era el amor. Embonar a la perfección, piezas que fueron creadas para formar un mismo paisaje. Gerardo ayudó a Pandora a ponerse de pie y la condujo hasta la báscula, que marcó cuatro kilos más. Se miraron por un momento y se besaron. Ella volvió a acostarse: estaba rendida. Él abrió el cajón del buró izquierdo y sacó una libreta negra. Apuntó la fecha y el peso de Pandora anterior y posterior a la comida. 22 Decidimos que si íbamos a realizar nuestra fantasía, yo no podría seguir trabajando en el hospital ni en ninguna otra parte. No sólo serían calorías gastadas en vano en el traslado y la jornada laboral en sí; también estaba el hecho irrefutable de que el amor se nos notaba en la cara, en los ojos, en la manera de guardar silencio. Así que firmé una carta de renuncia que Gerardo redactó por mí. En la que sería mi última salida al mundo, la llevé a Recursos Humanos. No por eso el mundo lucía diferente. Los olores a antiséptico del hospital, el lustre de los pisos, las enfermeras apuradas con sus zapatos blancos de goma, los pacientes de consulta externa, el aire acondicionado excesivamente frío, todo era igual. Pero mis ojos eran otros: yo guardaba un secreto. Dejé mi carta de renuncia y nadie me preguntó el porqué, nadie trató de convencerme de que me quedara. No recibí ni un peso. No importaba: ya dependía por completo de Gerardo. Eso era parte de la fantasía también. Él se haría cargo de mí. Mi nuevo trabajo de tiempo completo consistía en comer mucho, engordar, hacer el amor con Gerardo, volverme más pesada. En el transcurso del día, yo veía televisión o navegaba por internet, mientras escuchaba a la señora del aseo trabajar en la casa o en el patio de servicio. Revisaba las noticias para estar al tanto de lo que sucedía en ese mundo al que ya no volvería más. O al menos en algún tiempo. Un largo tiempo. Prefería no pensar en el final de lo nuestro, en los plazos por cumplirse. Al aceptar esto, me prometí vivir el presente, el día a día, y no pensar más allá de una semana, a lo mucho. También examinaba la red para encontrar alguna referencia a mi desaparición: hacía días que no dormía en casa. Mi madre y mi hermana estarían preocupadas por mí. ¿Me estarían buscando?, ¿habrían pedido ayuda a la policía?, ¿me habrían reportado como desaparecida? Durante los primeros 30 días en mi nuevo hogar, revisé los diarios locales y los nacionales, y sólo encontré una pequeña nota en la sección de policía que hablaba de las personas desaparecidas en la zona como un problema público. Enumeraba nombres, entre ellos el mío, junto con unos diez más. Así que se había hecho al menos un reporte por mi desaparición; nadie me buscaba en la práctica. O sí. Era imposible saber. Yo no había vuelto a salir de la casa luego de haber renunciado al hospital. ¿Cómo iban a encontrarme? Tal vez mi foto, con las de otros desaparecidos, estaba en carteles pegados en las centrales camioneras de todo el país, en algunos postes o en la televisión local. Mi buzón de correo electrónico estaba vacío. Quizá nadie, fuera de mi familia inmediata, había advertido siquiera mi ausencia. Lloré mucho al comprobar que mi existencia no había dejado huella en nadie, que el mundo continuaba tal cual sin mí. Era como estar muerta en vida. Mejor saberlo y no vivir engañada creyendo que yo le importaba a alguien. Ahora mi única familia era Gerardo, mi todo. Luego de mucho llorar y buscar infructuosamente en internet, decidí que de ahí en adelante yo iba a comer, no por el dolor que me producía el sentirme no amada por mi familia, no por la tristeza de saberme obliterada por la gente que me rodeaba, sino por el placer de hacerlo, por complacerlo a él. Recordé que de niña comía hasta tener conciencia plena de mis vísceras llenas. En realidad comer y pasar las horas con mi padre eran lo único que entonces me traía felicidad. Mi infancia, un tiempo cruel que parecía interminable, se extendió hasta mi adultez, como si se tratara de acuarelas que se mezclan tras un exceso de agua: durante el tiempo en que viví en la misma casa que mi madre, sin importar mi edad, yo seguí siendo la niña gorda. Irónicamente, la comida siempre fue un placer para mí, pero el tiempo oficial para ingerir los alimentos era algo que yo temía con todo mi ser. Podía eludir el desayuno si me levantaba antes que los demás, o bien si dormía hasta tarde, como en los fines de semana. Con la merienda era parecido, e incluso podía saltármela por completo y compensarla con visitas nocturnas y furtivas a la cocina. La comida era el tiempo oficial de convivencia. Mi madre había leído en alguna revista que los miembros de familias que compartían la mesa al menos una vez al día tenían hijos con mejores calificaciones y con menor incidencia criminal. Tal vez tenía miedo de que una niña obesa y retraída como yo se entregara de tiempo completo al vicio y al crimen organizado si ella no tomaba cartas en el asunto. Así que a las tres de la tarde de cada día los cuatro lugares de la mesa eran ocupados por mis padres, mi hermana y yo, y Jovita servía la comida con una sonrisa comprometida. Los alimentos eran saludables, bajos en sales y en grasa, variados y hermosamente presentados. La escena era la misma repetida: un retrato perfecto de la infelicidad. Hubo una de esas ocasiones que se me quedó marcada en la memoria en particular, quizá por haber sido distinta a todas las demás. La hora de la comida iba en la recta final. Habíamos pasado ya por la bendición de los alimentos, cuando todos cerraban los ojos y mi hermana me pateaba con fuerza en las espinillas por debajo de la mesa. También habíamos dejado atrás la fase de «compartir» lo mejor de nuestro día. Afirmar que todo apestaba no era una opción. «Niña, tienes que ser más positiva», decía mi madre, tomándome con fuerza del brazo. «Dios nos da bendiciones diariamente: sólo los ingratos no pueden apreciarlas. ¿Eres ingrata, niña?» Esa tarde le pedí a mi padre que me sirviera más puré de papa. Se lo pedí a él porque era el único que podría compadecerse de mí. Sus ojos se cruzaron con los de mi madre: ninguno habló. Ella esperó felinamente a que él se decidiera a hacer algo. Luego de pensarlo un poco, tal vez sintió su orgullo viril en juego, mi padre falló a mi favor y hundió el cucharón en el puré, pero la mano de ella atajó su brazo tomándolo con firmeza por la muñeca justo antes de que el puré llegara a mi plato. Como si no le hablara a nadie en particular, dijo: «Suficientes carbohidratos por el día de hoy». Él murmuró algo como ya-oíste-a-tu-mamá, sin mirarme. Se concentró en cortar su carne en pedazos pequeños y masticarlos sin prisa. Yo, que todavía era pequeña y tenía una testaruda esperanza de que las cosas podían ser distintas, golpeé la mesa con mi puño y grité: «¡Yo tengo hambre, tengo un hoyo en la panza!». Mi madre me dedicó una mirada que me hizo retraerme aterrada dentro de mí misma. Volcó toda su atención en la ensalada que tenía enfrente para borrar la escena que su hija la gorda acababa de hacer. Mi hermana se reclinó hasta alcanzar el cucharón todavía cargado de puré: mis ojos siguieron toda la trayectoria del refractario hasta el plato de Irene. Ella había comido tan poco, que apenas había lugar en el plato para recibir el puré. La saliva que se formó dentro de mi boca me llenó de vergüenza y de odio. Mi hermana, mirándome con una sonrisa gatuna, comenzó a jugar con la comida: con el tenedor tomó un poco de puré, lo embarró sobre un trozo de carne, puso otra capa de puré y una más de bistec, ladrillo, cemento, ladrillo. Ninguno de mis padres parecía darse cuenta de la barda que construía mi hermana en su plato y yo seguía hambrienta. Jovita, de espaldas a la familia, lavaba trastes y tarareaba alguna canción mental que la permitía desconectarse de nosotros. Mi hermana destruyó su construcción con el tenedor, y sin dejar de mirarme ni de sonreír empujó su plato hacia el frente: todo estaba revuelto y ella no había probado ni un bocado. Puso las manos sobre su vientre plano e hizo un gesto de dolor y fastidio. «Mami, ya no me cabe; me sirvieron mucho.» Mi madre acercó su mano hasta el cabello de mi hermana y lo acarició: «Muy bien, reina, no tienes que limpiar tu plato.» Ése es uno de los secretos para no engordar. Mi madre no me miró. Por el tono de su voz era como si me hubiera apuntado con el dedo. Ordenó a la cocinera levantar la mesa: papá todavía trabajaba en capturar unos chícharos con su tenedor. Mi estómago crujía y me atreví a acercar la mano hasta el plato que había dejado mi hermana, pero Jovita lo tomó antes mirándome con pena y culpa. No iba a desafiar las órdenes de mi madre. Apreté los ojos para no llorar: las lágrimas salieron de todas formas. Papá rozó mi brazo cariñosamente antes de levantarse y abandonar la cocina en silencio. La sensación de abandono no se desvaneció en horas: dolía, punzaba, al igual que el vacío en mi estómago. Pensé en mi niñez, desarticulándome de la persona que fui, como algo que no tuviera que ver conmigo: lo que vi fue una máquina que hacía desaparecer una cantidad infinita de galletas a través de una abertura llamada boca y a cambio producía lágrimas ordeñadas a partir de un par de ojos rojos y tristes. Esa máquina no era metálica ni brillante como el tostador, sino que estaba cubierta de grasa, piel, pelos, sudor. La tristeza en mi niñez era un desierto que no tenía límites ni fronteras, o se extendía hasta donde alcanzaba la vista o la comprensión. Yo era una beduina obesa que provocaba asco a quien la miraba, que iba de un lado a otro sin poder salir de la arena movediza que era mi tristeza. Hasta ahora: porque mi niñez no terminó sino hasta que conocí a Gerardo. Si el hambre iba a ser la constante en mi vida, al menos ahora ya no sería dolorosa: él alimentaría cada antojo, llenaría cada espacio vacío. Yo no estaría hueca nunca más. Por mi parte, ya no volvería a buscarme en la red para saber si alguien me extrañaba o me necesitaba. Ahora sólo tenía que esperar a que mi amor apareciera en el umbral de la recámara, cargado de comida, con ganas de amarme. 23 «Confía en tus instintos. Si tienes sospechas, es porque algo se trae», le habían dicho sus amigas. Sólo hay que encontrar las pruebas. Sorprenderlo cuando menos se lo espere. Abril entró a la habitación y encontró a Gerardo, quien estaba tecleando en su computadora portátil. Quizá allí estaba la evidencia que buscaba. Pero él no movió sutilmente un dedo para oprimir un botón y cambiar de pantalla, ni reaccionó con susto al verla. Tampoco lo había visto entrar con su celular al baño, como si temiera que sonara en su ausencia, o para escribir mensajes de texto furtivos escudado en esa privacidad pasajera. De un tiempo a la fecha, Gerardo llegaba tarde a la casa, a una hora en particular, con una especie de ligereza existencial o una alegría disfrazada de cansancio, y dormía junto a ella bocarriba y de un tirón, con los brazos y las piernas extendidos: una estrella de mar. Era como si su cuerpo exigiera una tregua. Al verla entrar, Gerardo se puso de pie para darle un beso ligero sobre los labios. Hizo un comentario sobre el robo a mano armada a una tienda de donas y Abril vio que, efectivamente, la pantalla de la computadora estaba abierta en una página de noticias. Su esposo hizo una broma sobre cómo los ladrones regresarían más tarde por un poco de café. Ella se rio por cortesía; en realidad, nada de lo que decía él le provocaba risa ya. Ni siquiera recordaba si alguna vez había reído con sinceridad de sus ocurrencias, o si había comenzado a fingir desde que conoció a Gerardo. Las máscaras del noviazgo son muchas y la gente a veces termina por confundirlas con la verdad. Eso le pasa a cualquiera. Hay momentos en los que no es necesario hablar, porque la verdad no está en lo que uno dice, sino en lo que uno hace. Las palabras son una capa vieja de pintura: debajo subyace lo que realmente es. Abril debió quedarse con aquella risa hipócrita, pero su boca se abrió y agregó: –Qué bueno. –Revisó su figura en el espejo de cuerpo entero. Comprobó que seguía delgada y que ninguna protuberancia adiposa ofendía la mirada saliendo por algún lugar incorrecto de su anatomía–. Esos lugares tienen la culpa de que la gente engorde como cerdos. Quizá fue el tono de su voz o el gesto de asco que usó al decir aquella frase; Gerardo se le quedó mirando fijamente y lo que Abril vio en esa mirada hizo que la sangre dentro de ella cambiara la dirección en que fluía. Él le dio la espalda y permaneció frente a la ventana, como si el exterior pudiera cautivarlo más que cualquier cosa. Si su vida fuera una película de cine de arte, Gerardo hubiera sacado un cigarrillo y la cámara habría captado cada segundo de él fumando y mirando por la ventana un paisaje urbano en blanco y negro. Estaba claro que hacía un esfuerzo enorme por reprimir sus propias palabras: estaba apretando los puños. Lo único que se le ocurrió a Abril fue salir del cuarto y dejarlo allí. Llegó al pie de la escalera y se detuvo en la orilla. Tuvo la fantasía de dejarse caer y rodar como las mujeres de las telenovelas, llegar hasta el piso de abajo convertida en una muñeca rota e inservible. Es más fácil traicionar que ser leal. Hacen falta más agallas para levantarse cada día y vivir que terminar con la propia vida. Jugó con la idea de abandonarlo todo, al marido, a los hijos, a su vida tal cual. Lo perdería todo y ganaría la paz. La envolvería la tranquilidad de tener la casa vacía para ella, ya no como una especie de enemigo, sino como una compañera, porque sin la familia, la casa estaría limpia, en orden. Ya no tendría qué luchar contra esa fuerza ensuciadora, contra los poderes del polvo, los platos sucios y el tiradero, así que podría descansar en paz, victoriosa, y pensar sólo en sí misma. Ni siquiera tendría que verse en el espejo ni preocuparse por la comida. No existiría la presión de perder a un hombre que de por sí ya no tenía, y tal vez comería lo que quisiera de verdad en las cantidades que su apetito exigiera sin sentirse morir de culpa al terminar. Cerró los párpados con fuerza, inhaló profundamente y regresó a la realidad. Le dijo a Gerardo que ya se iba. Se había maquillado y peinado con especial cuidado: salir con sus amigas era demasiada presión. Había una competencia no hablada por verse mejor que las demás. –¿Adónde vas tan guapa? –Su voz intentaba trasmitir celos o inseguridad. A ella le pareció ensayado, palabras obligadas que le correspondía decir por ser el marido. No la miró de frente buscando un parpadeo, una mano que juega con el cabello nerviosamente, algún indicio de culpabilidad. Abril sintió una ráfaga de aire dentro del cuerpo, un vacío que bajaba y se alojaba dentro de su estómago, o de su alma. Él insistía en que ella debía salir más con sus amigas: no era necesario que pasara tanto tiempo con los niños, que era incluso positivo para ellos independizarse un poco de su madre y para que ella pudiera hacer las cosas que quería. Para eso estaban las abuelas y las niñeras. La última vez que se lo dijo había sido cuatro días antes: ella se rasuraba las piernas en el baño y él entró a lavarse los dientes. En su posición de avestruz, con una pata arriba del escusado con el rastrillo en la mano, Abril levantó la cabeza para mirarlo con sospecha: se cortó y quiso enterrar su cabeza bajo tierra. «Ponte alcohol», dijo Gerardo antes de escupir un buche de agua con pasta de dientes en el lavabo y salir del baño. –Voy con Silvia y Claudia. –Sabía que nombrar a sus amigas era irrelevante, que lo mismo podía decir Minerva o Herminia, y para él sería igual. Las mujeres con las que llevaba algún tipo de relación eran para su esposo una masa amorfa de tacones, senos, faldas, vaginas, luces en el cabello y maquillajes caros, no más. Nunca se interesó en cruzar más que un saludo con ellas. «Ya tengo suficiente con tratar mujeres en mi trabajo», era la excusa que enarbolaba si ella le recriminaba su falta de interés. Abril entró al baño y cerró la puerta: a través de la madera escuchó el sonido del sistema operativo de la computadora de Gerardo cerrándose. –Qué bueno que se pusieron de acuerdo al fin. – Abril tiró de la palanca del escusado y comenzó a lavarse las manos–. Yo tengo que ir a quitarle los puntos a una paciente y a checar a dos que empezaron labor de parto. Abril salió, y Gerardo ya no estaba allí. Se dirigió al cuarto de los gemelos. Se detuvo poco antes del umbral: risas infantiles y gritos de emoción. Vio a su esposo en cuatro patas y los gemelos montándolo. Uno lo sostenía por el cabello y el otro se abrazaba al cuerpo de su hermano para no caer. Gerardo relinchaba, respingaba ligeramente, y los niños gritaban felices. Para ella, las risas de sus hijos eran el sonido más bello del mundo. Ante la escena que tenía enfrente, le temblaba el corazón: quería verlos así por siempre. Él se dio cuenta de que Abril los miraba y se dejó caer sobre su estómago. –Este caballo ya se cansó. Los gemelos desmontaron y antes de que iniciaran otro juego o protestaran, Abril cargó a uno y Gerardo al otro. La acompañó afuera y le ayudó a ponerlos en los asientos infantiles en la parte de atrás de la miniván. Ella amarró los cinturones y él regresó a la casa: les dijo adiós efusivamente con la mano. Ella subió en el sillón del conductor y dirigió la camioneta a casa de su amiga Silvia, donde una niñera cuidaría de los hijos de todas. En el Applebee’s, a media luz y con varias pantallas trasmitiendo partidos de diversos deportes profesionales, estaba ya sentada Claudia con cara de fastidio, jugando con su teléfono celular. El lugar había sido idea de Silvia, pues decía que como era un sports-bar; además de restaurante, podían ver a los hombres guapos de la barra, comer postres y pedir bebidas preparadas. Las tres se saludaron con besos en el aire y pidieron micheladas y botanas saludables a un mesero muy joven que insistía en agacharse a la altura de la mesa para tomar la orden, como si ellas fueran un grupo de niñas pequeñas. Desde el ángulo de visión de Abril, el hombre no era más que una cabeza flotante, con gorro de bufón medieval y exceso de juventud. ¿Cómo sería su cuerpo? Desde que había cumplido los 30, y de eso hacía casi doce años, a Abril le inquietaba mucho sorprenderse a sí misma estudiando los rostros o cuerpos de hombres más jóvenes que ella. A medida que pasaron las horas, el apio y la zanahoria se transformaron en alitas adobadas; las rondas de bebidas se repitieron varias veces, inundando el flujo sanguíneo de Abril y sus amigas; la conversación comenzó a cambiar sutil y gradualmente. De los hijos, las guarderías y las maestras pasaron a la moda, las rebajas de las tiendas departamentales y los labiales nuevos que no había que retocar durante el día. Hablaron de las dietas y la presión que los medios y los hombres ejercían sobre ellas para que estuvieran delgadas, y de allí, de manera natural, la conversación mudó a los cuerpos de otras conocidas que habían fracasado ante la gordura, el descuido que provocaba la cotidianidad y las arrugas. Tras el primer viaje al baño con paso incierto, trastabillando con elegancia y aferrándose con discreción a una pared o a un respaldo, llegó finalmente el tema de los maridos como encabezado y el de las infidelidades como subtítulo. Al principio se habló de forma impersonal, como de algo que les sucede a otras, pero nunca a una. La vida es muy específica: al principio analizaron las infidelidades de famosos de la farándula, vecinas y familiares desafortunadas, pero tanto Silvia como Claudia se encontraron de pronto describiendo a las amantes de sus respectivos maridos. Era casi una competencia para ver cuál de las dos mujeres se arreglaba más como una prostituta, tenía los implantes mamarios más grandes o las agallas de llamar a la casa a altas horas de la noche preguntando por el hombre casado en cuestión. Abril las escuchaba con una especie de terror, fascinación y morbo. ¿Cómo podían asumir esa situación con tanta naturalidad y darse el lujo de ser cínicas al mismo tiempo; de criticar a las amantes y hacer mofa de sus esposos al mismo tiempo que sentían un dolor punzante? Porque les dolía; eso quedaba claro. En cierto momento, a sus amigas los ojos se les llenaron de lágrimas. Sin consultarlo con ellas, Abril pidió otra ronda de bebidas y una rebanada de cheesecake con fresas para cada una. El mesero trajo los postres y las margaritas; todas guardaron silencio y le dedicaron al chico una sonrisa que hizo que él se apurara a dejar las cucharas y las servilletas y se alejara de inmediato. Silvia se metió un pedazo de pastel de queso en la boca y se relamió el glasé que la fresa le dejó en los labios. Tenía los ojos entrecerrados, y Abril pensó en un gato malicioso y sobrealimentado. Su amiga le preguntó: –¿Y Gerardo ya te puso el cuerno? –¿O todavía no te has dado cuenta? –preguntó Claudia, y soltaron una carcajada que hizo que ambas asperjaran su bebida sobre la mesa. Entre mujeres ebrias, esas son las reglas del juego. Todas ponen sus cartas sobre la mesa: patéticas, humillantes, ridículas, risibles, catárticas al fin. Terapia de manada. Sólo faltaba Abril, la que tenía una vida demasiado perfecta para ser real: un marido médico que ganaba más que bien, los hijos con caras angelicales, la casa arreglada como de catálogo, la camioneta nueva, el cuerpo delgado y firme, como si el estrepitoso embarazo gemelar no hubiera sucedido, la cara aún juvenil a la que el maquillaje saca el mejor provecho, los dientes blancos y alineados, y una madre dispuesta a cuidar a los nietos. Nadie podía tenerlo todo y ser feliz. Las cosas demasiado buenas nunca pueden ser verdad, lo aconsejaba la sabiduría popular. Tenía que haber algo, una imperfección, un error en el sistema que justificara la infelicidad. Porque la tristeza en Abril era innegable. Negó con la cabeza, dio un traguito a su bebida y sacó la lengua anfibiamente para capturar la sal que quedó en sus labios. No importaba que tuviera todas las sospechas de que Gerardo tenía un amorío, que hubiera observado en él toda una gama de cambios sutiles y otros no tanto. En su corazón estaba casi segura de aquella infidelidad, pero seguía esperando una prueba contundente para poder desmoronarse. O matarlo. O abandonarlo. O quién sabe. No se había puesto a pensar en cuál sería su reacción. No sería algo que compartiera con las dos mujeres que la miraban a la expectativa, golosas de su inclusión en el club de las esposas engañadas. No les daría el gusto. –No, todavía no. –Fabricó una sonrisa coqueta–. Al menos no me lo ha dicho. –El silencio oscureció el ambiente por unos segundos; Abril soltó una pequeña carcajada, un temblor que consiguió arrancarle a sus amigas una réplica. Nadie que tuviera un marido infiel bromearía con eso. Su broma no consiguió disuadir a sus amigas, par de gansos al ataque. –¿Te acuerdas cuando tú también tratabas de ocultarlo, Silvia? –La terapeuta dice que la negación no sólo es una defensa contra el-qué-dirán… «sino un recurso para protegerse una misma del dolor». De la boca de Claudia salieron gotas de saliva que aterrizaron sobre la mano de Abril. Las dos mujeres reían desencajadas: tal vez les resultaba hilarante que una terminara la frase de la otra, esa repetición descerebrada de lo que la psicóloga les decía por un dineral. Abril tensó los músculos de las piernas y enderezó la espalda. –No estoy negando nada –comenzó a decir, y se dio cuenta de la humedad en sus propios ojos. Se detuvo para respirar profundamente y conservar la compostura–. Creo que ya nos pasamos con las copitas. –Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y lo lamentó de inmediato: de seguro el maquillaje se le había corrido. Ya no importaba. El alcohol había abierto la compuerta del dolor. –Eso no lo negamos –dijo una de las otras dos, y ella ya no pudo distinguirlas: eran el mismo ganso bicéfalo que aleteaba con fuerza y la perseguía sin tregua. –No tiene nada de malo llorar. –Un ala de plumas blancas la abrazó–. Es el primer paso. Un pico naranja se movía cerca de su cara–. Lo que tienes que hacer es sorprenderlo. Arruinarle el jueguito. –Los pies membranosos metidos en tacones la rozaron por debajo de la mesa–. Si te va a hacer sufrir, al menos que él no sea feliz. –Una cola ancha y blanca se reacomodó oronda sobre el asiento. –Ni siquiera estoy segura, no tengo pruebas. – Abril se sorbió los mocos–. Sólo sospechas. –¿Por qué no le llamas ahora –propuso una de las cabezas blancas–. Sí, siempre aprovechan que una está con las amigas y los niños encargados con alguien –secundó la otra clavando los ojillos negros y desafiantes en Abril. No supo si lo hizo por amor propio o por la ebriedad que la hacía sentirse flotando por encima de todo. Abril sacó su celular y llamó a Gerardo en ese instante. El ganso de las dos cabezas guardó silencio, a la expectativa, como en un programa de concursos antes de que alguien dé la respuesta de la que todo depende. Tras varios timbres, entró el buzón de voz. Abril colgó para intentarlo nuevamente, mordiéndose los labios con la esperanza de que Gerardo les probara a todas que estaban equivocadas. Se despegó el teléfono un poco para que ellas escucharan, pero ahora una voz femenina le indicó que el número que había marcado estaba fuera del área de servicio. Al hacer contacto visual con sus amigas, supo que se había convertido en una de ellas. –Dijo que estaría en el hospital. –Se arrepintió en el momento de haber dicho eso, porque estaba segura de que si llamara al hospital, le dirían que no había ido en toda la tarde. Los ojos de Abril se anegaron, y no hubo más qué decir. El ganso frunció el pico en una sonrisa amarga y le hizo una seña con su ala al mesero para que trajera la cuenta. El muchacho obedeció y de una de las carteras del ganso salió una tarjeta de crédito que se ocupó de todo. Las tres mujeres salieron al estacionamiento y se despidieron. Silvia se subió a la camioneta de Abril para ir a recoger a los gemelos. Encendieron la radio y escucharon un programa nocturno de comentarios de la farándula: ninguna de las dos dijo nada más en el trayecto. 24 Mi madre no es una mala persona. Es sólo demasiado perfecta para alguien como yo. Tal vez si yo hubiera sido su única hija no habría tenido más remedio que amarme así como soy; pero mi hermana existe y encarna todo lo que mamá, o cualquier mujer, quisiera en una hija. Leí en alguna parte que el que los hijos se parezcan a sus padres ayuda a afianzar el lazo amoroso: mi hermana se parece tanto a mi madre; es una versión más joven de ella, y no la culpo por preferirla antes que a mí. No se rindió nunca: creo que durante toda mi niñez vivió esperando un milagro, el toque mágico de un hada que me convirtiera en una niña esbelta y bonita. Quería también reutilizar la ropa que mi hermana mayor iba dejando. «Mira, está en perfectas condiciones, como nueva», decía alzando un vestido hermoso y breve que por un tiempo había abrigado el cuerpo de Irene. Por mi gordura, yo necesitaba ropa nueva, amplia, que apenas usaba por un corto periodo de tiempo. Como todas las niñas de mi edad, yo quería congraciarme con mi madre: en mi caso, eso significaba ser delgada. Todos mis intentos y sus estrategias para hacerme perder peso tenían en común el fracaso. Yo ponía de mi parte, pero no había manera: por más que quisiera complacerla, estaba la realidad. Y la realidad era que me encantaba, que me encanta comer. Una necesidad, un gusto, una debilidad en particular por las galletas, los pasteles, el pan dulce. Más que por el sabor de las cosas, mi gusto por la comida tiene que ver con el proceso de deglución. Disfruto sentir los músculos de mi cara moviendo las mandíbulas para triturar lo que sea que como; es un gusto sentir el bolo alimenticio pasar por mi garganta, bajar e ir anidando poco a poco en mi estómago, que se expande y se llena. Al pensar en mi madre, su imagen aparece con la expresión que adornó su cara desde que tengo memoria: un gesto que podría interpretarse como de disgusto o desilusión. Recuerdo una tarde; yo tendría unos 13 o 14 años. Era día de su reunión con las amigas del club de jardinería. Cada semana se juntaban en la casa de un miembro diferente, intercambiaban trucos para eliminar pulgones sin usar químicos, se presumían las nuevas adquisiciones vegetales o planeaban eventos venideros. Esa semana le había tocado a mi madre ser la anfitriona. Yo veía la tele y los anuncios de comida aumentaban mi hambre. Estaba esperando a que las jardineras se fueran para ir a buscar algo. Desesperé: esas reuniones podían alargarse por horas. Mi estómago hacía ruidos y el hambre dolía, así que decidí bajar a la cocina, que tenía dos entradas: una daba al pasillo y a las escaleras, y la otra al comedor. Si la puerta con la ventanita redonda estaba cerrada, yo podría pasar desapercibida para las señoras. Bajé las escaleras descalza, para amortiguar el sonido. La planta baja de la casa olía a una combinación de perfumes caros. Entré directamente en la cocina: nadie me vio. Abrí una de las gavetas de la alacena y saqué un paquete de galletas de las que mi mamá se resistía a comprar para evitarme las tentaciones, pero que mi papá adquiría para su propio consumo, si bien era yo quien terminaba dejando las cajas vacías. Tomé un vaso grande con leche y estaba a punto de regresar a mi cuarto, cuando escuché mi nombre en la plática del comedor. Me pegué a la puerta y contuve la respiración: «Al menos es inteligente». Era la voz de mi madre, segura y firme. «Es un cerebrito. Va muy bien en la escuela.» No me pude contener y me asomé el cristal de la puerta abatible. Mi mamá se veía mucho más joven que el resto de las señoras. Masticaba 30 veces cada bocado y nunca usaba aderezo para su ensalada ni azúcar para su café. «Pandora es la mejor de su clase. Al menos tiene eso. Dios aprieta, pero no ahorca.» La imaginé sonreír amargamente antes de llevarse la taza a sus labios. Nunca la había escuchado decir algo positivo sobre mí. Me quedé inmóvil, esperando escuchar el resto de la conversación. A mis oídos llegaba el tintineo de las cucharas contra las tazas. Volví a mirar, poniéndome de puntas. «Hay jovencitas que no tienen por qué preocuparse por su futuro», dijo una mujer con el cabello encrespado y aretes circulares lo suficientemente amplios para columpiar un canario. «Las bonitas sólo tienen que encontrar marido.» La que habló tenía los ojos hundidos, la cara larga y los pómulos sobresalientes. Tenía la piel ceniza, el cabello sin brillo y con canas, además de un labial muy rojo. Guardaron silencio, pensativas, y se dedicaron a masticar sus galletas integrales y a darles sorbitos al café. Mi madre tomó un palito de apio y lo puso entre sus labios, como si fuera un cigarro. Sentada en la cama, devoré las galletas a puños y bebí toda la leche de un trago. Mi pecho quedó lleno de migajas. Las sombras de la tarde se fueron colando por la ventana de mi cuarto todavía adornado de manera infantil con detalles rosas, animales de peluche y muñecas en los entrepaños del librero. Los últimos rayos del sol que se escondía alumbraron apenas a la adolescente gorda que era yo. Una sensación agridulce me recorrió: mi futuro era el mismo que el de las feas. Por eso mi madre se preocupa por mí. No, no es una mala persona. 25 Gerardo llegó a su casa pasadas las diez de la noche, como hacía desde varios meses atrás, cuando Pandora se instaló en la «casita», el modo en que se refería ahora a ese lugar alterno a su vida oficial. Ya podía distinguir la diferencia entre los dos hogares. El que compartía con su esposa e hijos tenía de trasfondo el olor del perfume de Abril, el limpiador de pisos aroma a pino, las velas de canela y vainilla que su esposa encendía a todas horas, y el olor de los gemelos, una combinación a talco, leche y su piel dulce, presente en el ambiente. En el hogar que albergaba a su amante persistía un olor a carne empanizada, alimentos fritos y el sudor dulzón que emanaba del cuerpo de Pandora, el aroma de gorda que lo volvía loco. Colgó las llaves en el sitio previsto por Abril para ello: un búho de madera con un par de ganchos en donde irían las patas. No encontró a su esposa esperándolo en el sillón de la sala, a oscuras, agazapada para atacarlo en cuanto abriera la puerta. Hasta ahora no lo había interrogado de manera frontal, no había hecho escenas ni dado señales de sospechar algo. ¿Sería que él era muy bueno para disimular, para esconder esa otra parte de su vida? O más bien que ella, inmersa en el mundo de la casa y los hijos, no le prestaba atención. A veces pensaba que para Abril la vida no existía fuera de las fronteras de su propia piel. Gerardo subió la escalera intentando no hacer ruido, se metió al baño y tomó una ducha. Sin mirarse al espejo secó su cuerpo, se puso una piyama limpia y, con el cabello todavía un poco húmedo, se recostó junto a su esposa, que ocupaba una almohada y abrazaba la otra. No encontró descanso para su cabeza. Se resignó: pelear por una almohada con una mujer dormida y engañada le pareció lo más desleal que podía hacer en ese momento. Así que se colocó bocabajo, con la cara hundida entre sus propios brazos. Estuvo tentado a tocar a su esposa, acariciarle la mejilla, recorrerle la piel como si la deseara: le resultó imposible. Por más que se sintiera lleno de cariño por ella, su mano se quedó en aire: al mirar aquellos brazos huesudos, el filo de esas caderas insinuadas bajo la sábana, no pudo dejar de visualizar a Pandora y sus carnes generosas, y sin querer terminó comparando a las dos mujeres. Se sintió el peor esposo del mundo. Se revolvió sobre el colchón por más de una hora antes de bajar a la cocina. Encendió la luz, sacó un vaso de cristal y hurgó en el congelador hasta conseguir un cubo de hielo. Llenó el vaso hasta la mitad con whisky, lo levantó y lo puso frente a su cara para mirar el color ámbar. Se calmó por un momento. Sintió una paz que le recordaba la época en que la vida era menos complicada. Sacó del refrigerador un refractario con espagueti y se sirvió en un plato. Lo metió al microondas y miró la comida girar. Alcohol, comida caliente: todo parecía estar bien en el mundo. Comió de pie, atisbando por la ventana de la cocina las casas de los vecinos. Gerardo no conocía a esa gente y prefería adivinar o inferir cosas de sus vidas que saludarlos, recibirlos en casa y convivir con ellos. La casa de los que vivían enfrente de la suya estaba en completa oscuridad, salvo por las lámparas que custodiaban la puerta principal y las luces del jardín que iluminaban un sendero empedrado. «Son personas mayores que se acuestan a dormir a las nueve de la noche», pensó. La ventana de la recámara de los vecinos a la derecha de la primera casa se veía iluminada con los reflejos intermitentes de la televisión, como explosiones contenidas. «Una pareja con hijos ya grandes y una vida asexual», diagnosticó. Tuvo que aceptar que él y su esposa tenían hijos pequeños, eran jóvenes aún y su vida en pareja era asexual para todo fin práctico. Él no era asexual, en absoluto: era su contexto, sus gustos heterodoxos, la delgadez de su mujer, lo que lo empujaba hacia ese adjetivo. En otra casa se veía la luz de la cocina encendida. ¿Alguien cenando tardíamente?, ¿podría ser una chica gorda asaltando el refrigerador cuando nadie la miraba? Imaginar eso lo excitó. Gerardo soltó la cortina floreada, se recargó en el fregadero y dio un trago largo a su whisky. Quizá se trataba de otro insomne como él, alcoholizándose para poder conciliar el sueño o para olvidar los miedos o los remordimientos. Enjuagó su vaso bajo el chorro de agua y, sin lavarlo, lo depositó en el trastero. Gerardo volvió a subir las escaleras y sintió que el proceso le costaba un trabajo inusual. La pesadumbre se había apoderado de sus piernas. Intentó no arrastrar los pies y se dirigió al cuarto de los gemelos. Las bisagras de la puerta rechinaron un poco. Una lamparita en forma de oso de felpa iluminaba precariamente la habitación. Cada uno tenía su cama propia; sin embargo, Gerardo los encontró durmiendo juntos, como un par de matatenas: el bracito de uno atrapado en el barandal de seguridad, la pierna del otro sobre el vientre de su hermano, las pequeñas bocas abiertas apenas, dejando escapar el aliento todavía dulce de los primeros años. Con cuidado liberó el brazo del barandal y dejó la pierna en su lugar. Puso la sábana sobre ellos; apenas sintieron la tela sobre sus cuerpos, casi al unísono dieron una especie de patada en el aire que los hizo destaparse por completo. Gerardo acercó la silla del escritorio y se sentó a mirarlos dormir. Pensó en cómo, cuando estaban enfermos, Abril se sentaba en ese mismo lugar y como una enfermera obsesiva vigilaba cada una de las respiraciones, midiendo los grados exactos de sus fiebres, atenta a la posible sed o hambre, como si pudieran morir de un momento a otro si ella despegara sus ojos por un segundo. Los gemelos dormían con sus pestañas, cortinas diminutas que adornaban aquellos rostros perfectos. A veces los párpados les palpitaban imperceptiblemente o se les dibujaba una sonrisa efímera en los labios, casi al mismo tiempo, como si soñaran las mismas cosas. Dormían ajenos a lo que Gerardo pudiera hacer a escondidas, a ese proseguir con aquella locura que podría arruinar su vida y la de ellos. Cierto: su matrimonio con Abril ya estaba mal y habría que admitir que quizá fue un error haberse casado con ella, en primer lugar. Ya había una grieta inicial en el cascarón y ahora él estaba jugando con un cincel. Miró a sus hijos: tenían la nariz de su esposa y el arco de las cejas de él. Las uñas de las manos y los pies eran claramente una copia de las suyas; las piernas, un poco arqueadas, se parecían a las de Abril. Gerardo los amaba, lo sabía bien; de eso no tenía duda alguna: no combinaría sus genes otra vez con nadie más. Era claro que daría su propia vida por ese par de criaturas; al mismo tiempo, lo sabía, no estaba dispuesto a dejar de vivir su vida por ellos ni por nadie. Ya lo había hecho por mucho tiempo: los años volaban y se asentaban en sus huesos. No más. Era paradójico, era egoísta, y era lo más lógico que pudo pensar a esas horas de la madrugada. Se puso de pie y besó las frentes de los gemelos, tibias y perladas por un fino sudor nocturno. Regresó lentamente, sin ganas de llegar, hasta su cuarto. Su esposa dormía en otra posición y había liberado al fin la almohada. Él dejó caer a plazos y despacio el peso de su cuerpo sobre el colchón para no perturbarla. Se apropió de lo que era suyo, y con el soporte suave bajo su cabeza, logró cerrar los ojos y evocar la imagen de Pandora desnuda y sonriendo para él. Bajó la mano y comprobó la erección que ese solo pensamiento le había traído al instante. Se acarició un rato y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no seguir. No había cosa más deshonrosa que un hombre masturbándose en la cama junto a una mujer que estaría más que dispuesta a complacerlo. Si ella despertara y lo sorprendiera así, no podría soportarlo. Era mejor dejarla pensar que el trabajo y la presión del mismo suponían un gran estrés y un cansancio excesivo que lo dejaba lánguido, con fuerzas suficientes apenas para arrastrarse a la cama y dormir. Habría que pensar en algún problema ficticio que pudiera traer a la mesa: tal vez la demanda legal de una mujer que quedó embarazada aun con el dispositivo intrauterino que él mismo le había colocado meses atrás. Abogados, juntas, tensiones. Abril entendería sus ausencias y su falta de libido: era comprensiva, cariñosa, como si estuviera en deuda con él. Su mente volvió a Pandora y a revivir su último encuentro. Se vio a sí mismo nadando en aquel mar de carne tibia y suave, hundiendo los dedos, las manos, el pene, a veces tiernamente, a veces con desesperación, otras con rudeza. El olor de Pandora y su humedad inundaban su memoria. No podía dejar de pensar en ella; a cada hora del día que no estaba a su lado en la casa tenía que evocarla. Todo su día giraba alrededor de esa hora tan esperada en la que por fin la veía. ¿Estaba enamorado? Por un breve instante sintió vértigo: estaba parado en la orilla de la felicidad. Detrás de él, sólo el vacío. Era el momento en el que aún podría bajarse, recapitular, disculparse, prevenir la catástrofe. Las heridas. Aún estaba a tiempo. Podría volver a ser el mismo de antes, el que no violentaba la integridad de su familia. El que iba del consultorio a su casa, el que organizaba una carne asada los fines de semana con los colegas. El que reservaba sus deseos escondidos para las mujeres virtuales y para el terreno de la fantasía. El que fingía estar bien, ser feliz, satisfecho con su vida. Podría. A las tres de la mañana con once minutos, según el despertador con números rojos sobre el buró de su lado, y a sabiendas que de romperse por completo el cascarón no podría pegarse de vuelta jamás, tomó la decisión de seguir adelante. 26 El amor no correspondido tiene sus ventajas: ofrece todas las emociones y ningún riesgo, como esos refrescos dietéticos que anuncian en la televisión: todo el sabor, ninguna caloría. Los amores platónicos no interfieren con la vida cotidiana, no obligan a tomar ninguna decisión. Me asustan las decisiones. En realidad, todas las tomaron mis padres en general y mi madre en particular, que de los dos era quien llevaba la voz cantante sobre qué comer, a qué hora dormir o despertar, qué ropa ponerse, a qué eventos sociales asistir, de qué largo llevar el cabello, qué estudiar en la universidad. Nunca tuve que decidir nada; quizá eso me volvía una marioneta de mi madre, sí. También encontraba un cierto confort en no asumir ninguna consecuencia. Con la llegada de Gerardo, todo eso cambió: decidí aceptar sus invitaciones a comer, decidí propiciar ciertos temas de conversación, decidí compartir con él fragmentos de mi vida, decidí abrirme a él, decidí permitir que tocara mi pierna, decidí complacerlo en su fantasía, decidí abandonar a mi familia sin dar ninguna explicación y decidí irme a vivir a la pequeña casa. Nuestra casa. De la nada, pasé al todo en el universo de las decisiones. Una tortuga que un día cualquiera cambia la concha por las alas y recorre el mundo de un tirón. Tuve miedo: ¿qué pasaría si en medio de la nada, arriba del océano, se me acababa el ímpetu? Me ahogaría, me despedazaría, moriría. Tenía que confiar en él ciegamente. Yo, a quien la vida hasta ahora sólo me había enseñado que no se puede confiar en nadie. Yo no conocía el miedo que viene adherido al reverso de cada una de las decisiones que se toman en la vida; en especial las radicales, las anormales, como ésta. Las fantasías llevadas a la realidad son como fantasmas que pasan al plano de los vivos y se disponen a hacer daño. Todas las noches lloraba al quedarme sola. Cada mañana me aterraba pensar que él no volvería, que tendría que regresar con mi familia, desempleada, más gorda, con el corazón roto, con la imposibilidad de seguir viviendo. No tendría otra opción que morir. La libreta donde Gerardo apuntaba meticulosamente la fecha y mi peso descansaba sobre el monitor de la báscula. En esas hojas había constancia de que el peso podía subir entre tres y cuatro kilos al terminar cada «sesión alimenticia» y al día siguiente sólo uno de esos kilos permanecía intacto. Los que se iban quedando en mi cuerpo «eran kilos reales, palpables, deliciosos», decía Gerardo al escribir en el papel. Le gustaba demostrar que su letra no era horrible como la de otros médicos. Apuntaba mi peso antes de la sesión de comida y después; al día siguiente, al pesarme al inicio, con una simple sustracción sacaba el número de los kilos reales. Decía que le encantaba mirar cómo mi cuerpo crecía día con día. Yo también lo notaba: se me hacía más difícil moverme. Era casi imperceptible, pero cada acción se complicaba, si acaso de manera milimétrica. Actividades simples como tomar una ducha o ir a la cocina para prepararme un café se habían vuelto una tarea complicada. Yo ya había notado que para pasar por las puertas sin rozar los marcos tenía que caminar de costado y no de frente. En el futuro próximo me sería imposible pasar de cualquier forma, lo sabía. «Todos son números al fin», había dicho Gerardo intentando explicarme el proceso de aumento de peso. Un kilo de grasa está compuesto de siete mil calorías: para ganar un kilo al día, hay que consumir un exceso de siete mil calorías, además de las que el cuerpo gasta en moverse y en mantener los órganos funcionando: el costo de estar vivo. Hay que tomar en cuenta también que durante la ingesta de alimentos se gana peso por líquidos, que se pierden en los días siguientes. Gerardo había hecho números considerando un aproximado de mi gasto calórico diario, con un mínimo de movimientos, y había calculado que si yo seguía sus consejos y comía toda mi comida como una niña buena, podría estar ganando un promedio de dos o tres kilos reales por semana. Me hizo una serie de recomendaciones para engordar. Con los problemas de obesidad en el mundo y las tendencias de la moda que favorecen a las mujeres esqueléticas, usar su entrenamiento médico para fines contrarios a la salud podría calificarse de obsceno o maligno. Yo estaba segura de que él cuidaría de mí, que él sabía lo que traía entre manos y no haría nada para lastimarme jamás. Lo primero que me dijo parecía contrario a la lógica: me dijo que no comiera todo el tiempo, que intentara saltarme el desayuno y la comida también, si podía aguantar. La razón era sencilla: para cuando al fin comiera, comería muchísimo, pues estaría loca de hambre. Además, mi metabolismo estaría lento a causa del largo ayuno, de modo que casi todo lo que ingiriera después sería convertido a tejido graso. Para estimular el apetito, yo debía de alternar entre la comida salada y la dulce, una y otra vez, pues eso me daría la sensación de tener aún espacio para seguir comiendo. También debía beber alcohol junto con la comida, pues esto invita al cuerpo a almacenar las calorías extras como grasa. En cuanto al tema de las bebidas, debía tomar refrescos y jugos, nunca agua, e incluir como snack entre comidas malteadas para ganar peso, de las que usan los fisiculturistas. Finalmente, siempre que pudiera, habría de fumar mariguana o ingerirla en galletas o brownies, pues uno de los efectos secundarios de la droga es un aumento importante en el apetito. No parecía tan difícil: sonaba incluso divertido. Pensé en todas las mujeres que en ese momento pasaban hambre y masticaban hojas de lechuga sin aderezo, desabridas, como vacas resignadas a una vida sin mayores placeres, portando una osamenta visible que recompensa todas las privaciones. Ayer estaba en mi habitación, secándome después de un baño. Gerardo llegó en ese momento. En varias semanas, terminamos por forjar una rutina. Sé que hay un repertorio largo de canciones que llegan a la misma conclusión: la rutina mata el amor, pero yo no encontraba nada de malo en repetir los actos que nos llevan a lo que nos gusta; al contrario. Era un guión relajado, sin restricciones, repetitivo para darme seguridad. En él se especificaba que Gerardo se hacía presente en la casa después de que se había ido la señora del aseo, cargado de bolsas de comida, ya fuera preparada o para cocinar, más o menos a la misma hora, que podía variar, y en ese caso, el guión dictaba que avisara previamente sobre la alteración en el tiempo. A mí me correspondía esperarlo, limpia, desnuda y hambrienta, para poder iniciar con la sesión, que culminaba con orgasmos, estómago tenso, platos vacíos y más kilos en la bitácora. No se apegó a nuestra rutina. En lugar de entrar al cuarto con una charola llena de comida y un pay de limón, llegó con una bolsa de la que extrajo un estetoscopio, un embudo, un tubo transparente y largo, y un litro de leche entera. Yo me enredé la toalla en la cabeza y me acerqué para mirar de cerca aquellos instrumentos. Él me dijo que quería probar algo nuevo. Una vez leí que los matrimonios que llevan demasiado tiempo juntos y que han perdido la pasión necesitan probar cosas nuevas. Los expertos en relaciones de pareja aconsejan hacer el amor en lugares públicos, o al menos fuera de la recámara conyugal, interpretar a otras personas y encontrarse en un bar para seducirse como extraños, usar juguetes sexuales. ¿Es que la pasión se pierde tan rápido? El estetoscopio sobre la mesa era inquietante: yo no estaba enferma. En realidad, pocas veces llegué a pensar en Gerardo como un médico: para mí era el hombre más guapo del mundo que adoraba verme comer y nada más. Antes de que yo dijera cualquier cosa, él comenzó a explicarme que primero haríamos una prueba sólo usando leche. La expresión de mi cara le dijo que yo no entendía de qué hablaba. –Te voy a alimentar a través de un tubo. –Se acercó a mí y su mano acarició mi vientre, como si fuera a pulirlo–. Vamos a ver cuánto podemos inflar tu estómago directamente. Miré por la ventana: una vecina con cara de hastío y cansancio se agachaba para tomar una prenda de una canasta de plástico que tenía a los pies y se ponía de puntitas para alcanzar el tendedero. Él se acercó para cerrar las escamas de la persiana. Le dije que tenía miedo: él me pidió que confiara en él. ¿No había confiado en él desde el primer día que me invitó a comer? ¿No confié en él al abandonar mi casa para venir a vivir acá? ¿No era un ejercicio de absoluta confianza esperarlo cada día para ser alimentada? No dije nada. Vino a sentarse a mi lado y acarició mi cabello. Me besó el cuello y deslizó la mano por mi hombro, por mi brazo, hasta que me tomó por la muñeca. Yo era suya: me miró directamente a los ojos y volví a pasmarme con la belleza de ese rostro frente a mí. –Mientras más haya de ti, más voy a quererte. – Recorrió con su dedo índice mis cejas y bajó por mi nariz–. Con esto podría engordarte más rápido. –Yo suspiré y comencé a relajarme. Mi cuerpo respondía a las caricias de Gerardo sin mi autorización–. No tenemos que hacerlo todas las veces. –Me dio un beso–. Si no te gusta, no lo hacemos nunca más. –Otro beso–. Te lo prometo. Tuve una serie de arcadas que casi me hicieron vomitar cuando Gerardo metió por primera vez el tubo en mi garganta. Me había reclinado sobre varias almohadas contra la cabecera de la cama y vestía sólo playera y pantaletas. La televisión encendida en un canal de videos, Gerardo tarareando una canción de los ochenta, como si en lugar de meter un canal por la parte posterior de mi garganta trasplantara flores de una maceta al jardín. Escucharlo me distrajo, y poco a poco mi garganta perdió sensibilidad: sentí cómo empujó la manguera más profundamente: sentí que se deslizaba muy dentro de mí, presionándome. Cerré los ojos y escuché su voz que me decía que no me preocupara, que el tubo estaba ya dentro de mi estómago. Abrí los ojos. –Ya no hay peligro de que la comida vaya a dar equivocadamente a tus pulmones. –Tocó mi frente de manera paternal–. Eso sería muy peligroso. Parpadeé varias veces: creo que fue hasta ese momento que comprendí que la muerte podía ser un efecto secundario en este experimento. No dije nada; no sólo porque me era imposible hablar, sino porque el miedo se apoderó de mí. Temí que el tubo saliera de su lugar y se ensartara en el órgano equivocado. Una sensación fría bajó de mi cabeza y recorrió cada vértebra, desviándose por cada vena y arteria hasta alcanzar todos los rincones de mi cuerpo. Quizá esta es la diferencia entre el miedo y el pánico: con el primero uno puede gritar o gemir; con el segundo, uno se vuelve de piedra, inmóvil. Gerardo acercó su oído al tubo y dijo que podía escuchar los ruidos de mi interior. Sopló un poco y sentí que mi estómago se expandía ligeramente. Tuve ganas de reír; sólo pude fruncir los ojos. Él me besó en las comisuras de los labios antes de conectar el embudo a la punta del tubo. –Ahora voy a alimentarte, mi lechoncita. Cerré los ojos y lo dejé hacer: estaba en sus manos. Comenzó a verter con lentitud el litro de leche. Sentí pasar la frialdad a través del tubo, y anidar en mi vientre. Era extraña la sensación de ingerir alimentos sin poder paladearlos. Sin embargo, sí podía oler, imaginar el sabor, evocarlo. –Normalmente, el estómago puede recibir hasta un litro de alimentos sin problema –me dijo en su tono de doctor-en-control–. Pero puede alojar hasta tres litros, porque se expande. Podemos entrenarlo para que se expanda cada vez un poco más. –Siguió hablando: su voz se volvió el sonido de un riachuelo que corre a la distancia: mi mente enamorada, mi grasa suave y amarilla, mis huesos anchos, la enorme superficie de mi piel, mis órganos apretujados, todo se concentró en la sensación del estómago pleno. Pensé en un programa de televisión donde mostraban el crecimiento acelerado de un hongo gigante a partir de la espora. La capucha moteada empezaba como un pequeño botón que iba ensanchándose a medida que el tallo subía. Igual, dentro mío todo se había expandido: tal vez mi cuerpo se convertiría en un valle ancho que se integraría al mundo. La saciedad absoluta, los ojos de Gerardo sobre mí, amorosos como el sol a través de las nubes. Mi garganta y lengua se rebelaron en la amenaza del ahogo y del naufragio. Él se apresuró a sacar la manguera que escupió residuos de leche al abandonar mi cuerpo; viví un exorcismo de náuseas y arcadas, el bochorno de las manchas en las sábanas. Cerré los ojos, respiré profundo e hice un gran esfuerzo para no vomitar. Vomitar me parece una afrenta, una violación a las reglas naturales. La comida, su sabor, su textura, sus olores, todo el placer que genera al entrar al cuerpo, se convierte en su antítesis al ir en sentido contrario. Es humillante. No pude acordarme de la última vez que vomité en mi vida: muchos años, tantos, que no podía recordarlo. Me puse de pie y fui a bañarme otra vez. Salí envuelta en una toalla; Gerardo ya había terminado de limpiar todo y cambiaba las sábanas por unas limpias. En ese momento sonó su teléfono, contestó y salió de la habitación. Lo escuché en la sala hablar de manera cortante. Volvió a entrar y me dijo que tenía que irse. No me sentí con ánimos para cuestionar adónde y por qué: estaba segura de que era algo que tenía que ver con su esposa o con los hijos. Se disculpó por el final del experimento: la técnica podía perfeccionarse con la práctica. Se inclinó hasta mí para darme un beso de despedida y pincharme la panza, juguetón. Lo seguí hasta la cocina y lo vi cerrar la puerta. Escuché el motor de su carro al encenderse y alejarse hasta que no pude oírlo más. Saqué un plato grande y convertí una barra de pan blanco, tres latas de atún y un frasco nuevo de mayonesa en seis sándwiches. Llevé también al cuarto un refresco de cola de un litro, encendí la televisión y me perdí por casi media hora en un infomercial que pretendía vender un aparato más para bajar peso. Mostraban fotos de hombres y mujeres moderadamente obesos, con rostros amargados: al terminar una secuencia de las personas ejercitándose, venían las fotos de ellas mismas ahora esbeltas y cubiertas de músculos, sus caras mostrando enormes sonrisas de orgullo. Este tipo de programas ejercían sobre mí una fascinación parecida a ver nadar un tiburón en un acuario, pero me sentía muy triste para perderme en las imágenes. Era la primera vez, desde que estaba con Gerardo, que comía por tristeza y no por tratar de engordar y darle gusto a su bitácora. Cambié de canal: una telenovela. Engullí con prisa, como una ardilla que mastica lo más rápido que puede: tragué el bolo de panatún y volví a llenarme la boca una y otra vez. En la pantalla, una mujer madura, operada y excesivamente arreglada para lo que al parecer era su día a día, le gritaba a otra más joven, guapa, recatada y con cara compungida: «¡No dejaré que te acerques a mi hijo, zorra!». Sin importar lo predecible de la trama y las malas actuaciones, la telenovela ofrecía la certeza de que en algún momento todo se resolvería de la mejor manera: los malos recibirían un castigo y los buenos su recompensa. Entendí cómo alguien puede elegir perderse en esas historias dramáticas y prefabricadas en lugar de vivir su propia vida. Tomé el refresco y lo sentí bajar por mi garganta, frío, dulce, hasta que me sentí explotar. Me cubrí con la sábana, cerré los ojos y traté de no pensar. 27 Ese día, Abril realizó sus rutinas de la mañana con una perfección fuera de lo común. Estaba interpretando su papel cotidiano: hoy era especialmente importante hacerlo porque tenía una misión. Aún no amanecía: hizo ejercicio y se bañó. Ya arreglada, despertó a los gemelos, los vistió con ropa idéntica, les puso un programa educativo de la BBC en la televisión y bajó a la cocina a preparar sus desayunos y el de Gerardo. Para no levantar sospechas, se desesperó un poco con los niños y se quejó de los vecinos que la noche anterior escandalizaban en una fiesta. Su esposo escuchó sus comentarios y la miró con paciencia forzada; quería irse y dejar de escuchar su voz. Abril lo despidió en la puerta con ese beso obligado de las amas de casa de televisión; se quedó ahí hasta que vio el carro de Gerardo desaparecer en la esquina. Tomó a los gemelos junto con todos sus aditamentos: la mochila con snacks saludables, los jugos sin azúcar, pañales suficientes, un cambio de ropa por si hubiese algún accidente, algunos juguetes y la carriola doble. Cargó todo en la camioneta y manejó rumbo a casa de su madre, quien ya la esperaba. Abril volvió a agradecerle por cuidar a los gemelos: ella podría ir al fin con el dentista para que le arreglara esa muela que ya no soportaba. La abuela, que apenas unos años atrás habría jurado que su hija no iba a casarse nunca y mucho menos a tener hijos, le dijo que no tuviera cuidado, que se tomara el tiempo que necesitara, que era un placer tener a sus nietos adorados en casa. Tardó unos 20 minutos en llegar a la colonia donde vivía una amiga de la clase de yoga a la que asistía dos veces por semana. Estacionó su camioneta unas cuadras atrás y llegó caminando a la casa. Tocó el timbre: Julia salió a recibirla efusivamente. Abril le entregó unas galletas horneadas por ella misma. La amiga intentó persuadir a Abril para que se quedara a tomar un café en la casa; ella se excusó prometiendo que más tarde se pondrían de acuerdo. Un poco decepcionada, como las mujeres mayores cuyos hijos ya tienen vidas propias, Julia le extendió las llaves de su carro. Su cabello encrespado color carbón se cernía sobre su cabeza como una nube de smog. Llevaba ropa holgada y sandalias. Al abrazar a Abril, una mezcla de aceite de sándalo y sudor invadió el ambiente. Abril le dijo que no sabía cómo agradecerle su ayuda. La había llamado la noche anterior con la urgencia de que su camioneta estaba descompuesta y necesitaba un vehículo para hacer varias diligencias. Julia le dijo que podía usar su auto sin problema; ella no tenía nada planeado para ese día y, en todo caso, si por alguna razón necesitara salir, podría usar el de su esposo. Abril manejó rumbo al hospital en aquel carro mediano y gris, con algunos años de uso y evidente desgaste y limpio de manera casi obsesiva: la dignidad que le queda a quien no puede darse el lujo de cambiar de modelo con frecuencia. Entró al estacionamiento como si fuera un paciente cualquiera, se estacionó en el primer nivel y subió por las escaleras hasta el tercero, donde los médicos y los empleados solían estacionarse. Efectivamente, allí estaba el BMW de Gerardo, nuevo, inmaculado, en el cajón asignado para él. Era, sin duda, el vehículo que le correspondía a un hombre adulto, todavía joven y guapo, la bata blanca más cotizada del hospital. Pensó que su marido era el modelo ideal con el podrían filmar un comercial para ese carro: bien parecido, exitoso, seguro de sí mismo. No necesariamente casado, más bien con un séquito de mujeres en franco acoso. Tras comprobar que Gerardo estaba en el hospital, Abril se dio la vuelta, bajó por la escalera de caracol de concreto, subió al carro de Julia, pagó su boleto en la caseta de salida, y se estacionó afuera, en una esquina de donde podía ver la entrada y salida del hospital. Abril traía lentes oscuros, iba sin maquillaje y llevaba un peinado diferente al que usaba todos los días. Se había preparado para una larga espera: tomó su taza-termo de café, le dio un sorbo cuidadoso y se resignó a esperar. Había llevado también una bolsa con unas galletas dietéticas y una revista para mujeres de mediana edad que tenía por título el nombre de una locutora de radio. La comenzó a hojear con desgano, mirando cada 20 o 30 segundos hacia el hospital. Pensó en los detectives de las películas que deben pasar muchas horas metidos en un automóvil esperando que suceda algo. Le hubiera gustado traer los cigarros: para los que fuman el tiempo pasa más rápido. Dejó la revista sobre el asiento del copiloto: no podía concentrarse. Se puso a jugar con el celular, revisó las redes sociales y terminó comiéndose las galletas. Bajó el visor frente a ella y se miró en el espejo: las arrugas enmarcaban sus ojos, y las que formaban un paréntesis a cada lado de sus labios eran mucho más evidentes a esa distancia. Tuvo la sensación de querer llorar: cerró el visor y comenzó a pensar fuertemente en Gerardo, invocándolo para que saliera de una buena vez: de niña tenía la idea de que pensar mucho en una persona provocaba que esta llamara o llegara hasta uno. Estar allí esperando a que su marido saliera para seguirlo y comprobar su infidelidad le producía una ira triste que aumentaba a medida que pasaban los minutos. Empezaba a experimentar ganas de orinar cuando vio salir el carro de su esposo. Abril se enderezó de inmediato, volvió a ponerse los lentes oscuros, se abrochó el cinturón y encendió el motor para seguirlo. Había un carro entre el suyo y el de Gerardo; ella podía verlo claramente, así que permaneció en esa posición, sin rebasar. Primero avanzaron por varias calles con mucho tránsito; al cabo de varios minutos, él se incorporó a una avenida ancha y fluida que los llevó hasta lo que antes eran las afueras de la ciudad y ahora era una zona que florecía con fraccionamientos de interés social, cadenas de supermercados y pequeños comercios rémora. Abril apretó el volante y se concentró en no perder de vista a su marido; no le importó no hacer nada por evitar los baches, que abundaban, ni frenar debidamente antes de los numerosos topes que debía pasar. Estaba claro que Gerardo sí tenía una amante y muy pronto tendría todas las pruebas que buscaba hace meses. No, nada más importaba ya. La sangre se le fue agolpando en la cara y perdió noción de cualquier sensación que no fuera el miedo. Recorrieron una calle con casas idénticas a cada uno de los lados, indistinguibles unas de otras, salvo por ligeras modificaciones o el color. En los hoyos cuadrados sobre las banquetas había árboles muy jóvenes, casi recién plantados, en un esfuerzo de la constructora por embellecer el fraccionamiento y terminar de vender todas las casas. Ningún carro mediaba ya entre el que manejaba ella y el de su esposo: Abril se estacionó momentáneamente frente una frutería desde donde pudo observar que él había dado vuelta en una esquina. Volvió a seguirlo y, al girar para tomar la calle perpendicular, vio el carro de Gerardo estacionado frente a una de las casitas. Esperó hasta que él entrara antes de avanzar. Abril pasó de largo, pero tomó nota del número de la casa. Cerca de la entrada había una maceta con la forma de una tortuga y un cactus que parecía un sahuayo en miniatura. Muy cerca alcanzó a ver un gnomo colorado. Eran de resina: los había visto hace poco en el Home Depot. El jardincito, de un metro por dos a lo mucho, se veía seco y con malezas incipientes. Una planta de geranios recargada contra la pared le daba cierta dignidad a la construcción. Abril se estacionó una cuadra más adelante y apuntó el nombre de la calle y el número. Apenas podía entender su propia letra: le temblaba la mano. Su piel estaba caliente y la cabeza comenzó a dolerle de una manera que no conocía. Se dio cuenta de que todo su cuerpo temblaba: no podía evitarlo. Tenía ganas de bajarse y correr hasta esa casa, derribar la puerta y hacer un escándalo. Necesitaba golpear a Gerardo, arrancarle los cabellos a la otra, gritar hasta romper su propia garganta. Debía ser más inteligente que sus impulsos: había que calmarse y hacer bien las cosas. Respiró y sintió un mareo. Calma, Abril. Ya había conseguido lo que había venido a buscar: la certeza del engaño. Es más, había obtenido mucho más: una dirección precisa. Le llevaba la delantera a Gerardo y a la arpía que se había convertido en su amante: lo más prudente era regresar, intercambiar el carro por su camioneta, comprar algo de comer, ya que no podría cocinar a esa hora, e ir a recoger a los niños. Necesitaba recibir a su esposo esa tarde como siempre, entre fastidiada por lo doméstico y alegre por verlo, y pensar muy bien lo que haría a continuación. Suspiró profundamente y trató de relajarse: había visto a Gerardo visitar la casa de su amante, la prueba irrefutable de todas sus sospechas, la causa tangible de todas sus inseguridades, su miedo hecho carne y hueso, y ella se mantenía en una pieza. Era verdad que sus músculos estaban tensos, que la sangre que la recorría por dentro estaba fría, como si le hubieran inyectado alguna sustancia refrigerada por las venas, y que le temblaba el cuerpo, pero su cerebro conservaba una serenidad inusitada. Estuvo a punto de encender el motor otra vez para irse, pero sin pensarlo, como si su cuerpo se manejara por una lógica distinta a la de su mente, se bajó y fue caminando en contrasentido de la calle, hasta llegar a la casa. Precisaba esa cercanía, darle una forma más completa a la realidad. Tocó el carro de Gerardo: la lámina se sentía tibia. Miró la casa: la pintura se veía reciente, las ventanas estaban cubiertas por persianas y era imposible vislumbrar lo que había en el interior. Sobre el suelo, Abril vio tres sobres. Volteó para ver si alguien la miraba. Aparte de dos mujeres que platicaban en la esquina, la calle estaba desierta en ese momento. Se agachó y rápidamente tomó los sobres: uno era publicidad, otro el recibo del agua y uno más, el del teléfono, a nombre de Gerardo Vieira. Se guardó el recibo del teléfono y regresó al automóvil. Aquel sobre cerrado la acompañó durante todo el camino de regreso: una presencia muda, viva. Abril manejó con cuidado, se detuvo en las luces rojas, cedió el paso, llegó a casa de su amiga, entregó el carro, agradeció mucho, y caminó varias cuadras hasta donde había dejado su camioneta. Volvió a manejar en automático y llegó hasta una cocina económica donde compró comida para llevar. Apenas se había estacionado frente a la casa de su madre, la puerta se abrió y los gemelos salieron a recibirla con pasos trastabillantes. La madre de Abril tenía la pañalera en el hombro y todas las cosas listas cerca de la puerta: era una mujer meticulosa, llena de vida social y con una debilidad absoluta por sus nietos; los amaba tanto que por ellos sacrificaría una tarde de jugar barajas con sus conocidas o su clase de tai-chi. Abril se felicitó por no haber hecho una escena de telenovela frente a la casa de la amante: se habría retrasado para recoger a sus hijos y no quería abusar de su madre. Sufría de las articulaciones y se cansaba con facilidad de un tiempo para acá. Comieron en casa: los niños albóndigas y arroz; ella, lechuga, pepino y tomate. Al terminar, puso a los gemelos sobre un tapete afelpado y extendió frente a ellos los bloques de colores para que jugaran. Encendió la televisión, buscó algo que pudiera interesarle medianamente y se dejó caer sobre el sillón: estaba exhausta, como hacía mucho no se sentía. Si cerrara los ojos podría quedarse dormida hasta el día siguiente. No, no era verdad: no podría dormir, porque le era imposible no pensar. Extendió su brazo y tocó el sobre del recibo telefónico que aún no se atrevía a abrir. Se paró y fue hasta la ventana: un hombre moreno y obeso regaba el jardín de los vecinos, una motocicleta cruzó la calle, una vecina paseaba a sus perros, un par de monstruos con ojos saltones y hocico inexistente. Era estúpido que pensara que Gerardo llegaría en cualquier momento y la descubriría, y sin embargo, Abril no podía dejar de sentir esa opresión en el pecho, como si unos puños enormes apretujaran sus pulmones hasta dejarla sin aire. No pudo más y se soltó a llorar. La destrozaba la certeza de que el hombre de su vida, la razón por la que toda su familia y amigas la envidiaban, estaba con otra mujer que sin duda era más hermosa, más inteligente, más todo que ella, la esposa aburrida, la madre de sus hijos. Se sentía rechazada, estúpida, fea, gorda, inútil. Se sentía nada. Dolía tanto. Era como una negación de su propia existencia, de las cosas que creía ser. Fue a sentarse otra vez: la casa era una prisión y los hijos una distracción que le impedía pensar en la verdad. Enterró la cara entre sus manos sollozando, como supuso que han hecho todas las mujeres que se permiten admitir la infidelidad de sus esposos. Abrió el sobre del recibo telefónico y se quedó mirando los números por un largo rato, hasta que se grabaron en su memoria. 28 Yo, la gorda que se queda al margen de todo. Yo, la gorda que mira cómo suceden las cosas, sin participar. Yo, la gorda a la que nunca habían besado. Sé que es un cliché, pero tal vez sea lo único en lo que soy igual a cualquier otra mujer de peso regular: yo sólo quería que alguien me quisiera. Anhelaba una mirada que reconociera lo que soy yo. Alguien que pudiera verme a mí, lo que sea que yo soy, sin este lastre de kilos que cargo desde que tengo memoria. Me pregunto si en verdad habrá alguien debajo de todas estas capas de grasa. ¿En qué parte de mi cuerpo estoy yo? ¿En algún resquicio entre los huesos y el músculo? ¿Entre mis órganos vitales comprimidos por una estola blanca de tejido adiposo? ¿Es Pandora, yo, algo más que este cuerpo que todos ven con repulsión? Quizá me he transformado en una colección de células que se mantienen unidas debajo de la inmensa bolsa que es mi piel. Yo soy sólo un gran bulto extendido sobre la cama. No hay forma de quererme, porque yo soy sólo eso: carne, grasa, agua, huesos, piel, soledad. ¿Por qué nadie me quería antes de Gerardo? ¿Es que es muy egoísta ocupar demasiado espacio en el mundo? Como si mi gordura fuera contagiosa, los desconocidos se alejan de mí. En cambio, las personas que me conocen no huyen de mí abiertamente para no parecer groseras. Yo sé que les urge irse. Lo sé al mirar sus sonrisas forzadas, esas sonrisas que nunca muestran los dientes. Lo sé porque miran con angustia a su alrededor buscando una buena excusa para huir. Siempre estuve sola, hasta que lo conocí a él. 29 Comenzaba a atardecer más temprano con el invierno a la vuelta de la esquina: los árboles en los camellones se cargaban de pájaros negros que se preparaban para la noche. Las nubes blancas y alargadas como estrías surcaban el cielo que comenzaba a mutar de azul a morado oscuro. Como todas las tardes, Gerardo abrió la puerta de la casita. La señora del aseo se había ido hacía poco: los pisos olían a pino. La ropa limpia ondeaba colgada en el tendedero del minúsculo patio. La mujer, delgada y correosa como momia de charamusca, parecía ser reservada y nunca había dicho nada sobre la relación entre Gerardo y Pandora. Llegaba, saludaba secamente, hacía su trabajo, tomaba el dinero que le correspondía, y se iba cerrando la puerta con cuidado de no azotarla. Él la había contratado a través del personal de limpieza del mismo hospital: la señora Licha era la tía de uno de los jóvenes que se encargaba de deshacerse de la basura tóxica del hospital. Por muchos años se había dedicado a limpiar casas, pero ya llevaba un par de meses sin empleo. La propuesta de Gerardo le había resultado conveniente: la casa era muy chica en realidad y su aseo podía hacerse en relativamente poco tiempo. El extra era que tenía que lavar la ropa de cama y la de Pandora, que no era tanta, ahora que pasaba todo el día en cama metida en una bata, además de hacer los trastes, cocinar si fuera necesario y traer cosas de un minisúper que estaba a un par de cuadras, cuando se ofrecía algo de la despensa. El sueldo era generoso: el doctor Vieira le pagaba dos veces lo que ella ganaba en su último empleo, aparte de una cantidad fija para sus pasajes. Gerardo entró a la habitación principal y besó a Pandora, quien lo esperaba en piyama y debajo de las sábanas. Ella le dijo que tenía que contarle algo y hablar con él. Él se pregunto en silencio si aquello no era lo mismo. Era así: una mujer con la necesidad de hablar y un hombre forzado, por las razones que fueran, a escucharla. Tomó asiento resignadamente en el sillón individual frente a la cama y miró a su amante con una atención un poco falsa y cubierta de impaciencia. Parecía representar su papel de médico que se dispone a escuchar la lista de síntomas de una paciente hipocondríaca. Comenzó a tamborilear los dedos sobre sus muslos. Pandora le relató cómo por primera vez, al menos de manera evidente, sus piernas ya demasiado gruesas tenían problemas para dar cada paso. Los muslos aguerridos se adherían uno al otro y le impedían avanzar. Le contó a detalle cómo había tenido que apoyarse en la pared y levantar con sus dos manos una pierna para moverla hacia adelante y caminar. Había tenido que repetir el movimiento con la otra pierna. Le dijo que era como si fuera un tronco gigantesco en mitad del camino: algo ajeno a ella misma. Al final había podido llegar hasta el baño y sentarse sobre el escusado, donde sus nalgas se desbordaron hacia ambos lados. De regreso tuvo que levantar otra vez cada pierna con ayuda de sus propios brazos para llegar hasta la cama. Era increíble, le dijo a Gerardo mirándolo a los ojos: sólo el día anterior había batallado mucho, pero aún pudo avanzar. Era cierto, de un tiempo a la fecha se le había vuelto más oneroso moverse. Al menos ayer había caminado: trabajosa y lentamente había caminado como un ser humano, y esta mañana, ya no. Eso la aterraba, confesó. Estaba previsto en la fantasía, y sin embargo, ahora que era una realidad, tenía mucho miedo. Luego de la expedición al baño, Pandora se había sentado en la orilla de la cama y se había recostado acomodando su cuerpo en el colchón como si fuera un mamífero marino sobre la arena. Había permanecido quieta durante varios minutos, hasta que su ritmo de respiración se normalizó. De un tiempo a la fecha, estaba continuamente agitada. La hazaña de haber ido al baño le había mandado el pulso por los cielos. ¿Qué había pasado entre ayer y hoy? –Es normal que tengas un poco de dificultad para moverte. –Gerardo hundió la cara entre los pechos de Pandora y emergió sonriendo como un niño que se toma un vaso de leche con chocolate de un tirón–. Para eso está la señora Licha, para asistirte en lo que haga falta. Claro. Pandora pensó en la señora Licha. Esa mañana se había despertado con los ruidos que hacía al limpiar la casa. Pandora la había llamado y la mujer se había asomado por el umbral de la puerta, mirando hacia la ventana cerrada, para no contemplar aquel cuerpo extendido sobre la cama. Ella le pidió un omelette con diez huevos, jamón, cinco panes tostados con mantequilla y un litro de jugo de naranja. La mujer sólo respondió: «Sí, señorita», y desapareció. Por más que intentaba seguir el consejo de Gerardo sobre no desayunar, el dolor físico de no comer era difícil de sobrellevar. Pandora había encendido la televisión: un infomercial de pastillas que encapsulan la grasa prometía adelgazar a las personas en tan sólo unos días. La pantalla mostraba imágenes de mujeres perfectamente maquilladas y peinadas, de menos de 50 kilos y de senos redondos que desafiaban la gravedad, metidas en bikinis o vestidos entallados, emparejadas con fotos de mujeres gordas, despeinadas, con el rostro fuera de foco, mostrando las lonjas en ropa interior o enfundadas en un pants gris y playera demasiado grande: el antes de las pastillas y el después del milagro. Doña Licha había entrado al cuarto con la charola; apenada, Pandora había cambiado rápidamente el canal de televisión a un programa que pretendía ayudar legalmente a mujeres buscando el divorcio de sus maridos abusivos. Una abogada vestida de traje sastre gris y anteojos, el cabello en un chongo arquetípico y cara de constipación, aseguraba que era posible escapar de un mal matrimonio y rehacer la vida: sólo había que tener valor, ganas de cambiar y la información legal necesaria. La sirvienta había acercado la mesita y depositado allí el desayuno antes de preguntarle si se le ofrecía algo más. Nunca la miraba de frente: su patrona era una gran montaña de carne y ella se empeñaba en actuar como si no existiera. Pandora no sabía si su cuerpo le causaba repugnancia o lástima. No sabía si ese comportamiento cortante y esos gestos contenidos obedecían al desprecio que la obesidad le producía o, más bien, a un rencor de clase. Mientras que su familia, como muchas otras, pasaba limitaciones, aquí había una gorda que no trabajaba, sino que pasaba todo el día en cama, como un parásito, comiendo hasta el hartazgo. Una glotona sin miedo de Dios, podía leerse en la mirada de la mujer. Pandora dijo que no, gracias, que no se le ofrecía nada más, y la mujer salió en silencio para continuar con la limpieza de la casa. Pandora había comido en silencio escuchando historias de mujeres desesperadas por separarse de sus esposos. La conductora y el panel de abogados las aconsejaban diciéndoles qué pasos tomar y adónde ir. Sus rostros mostraban esa expresión de la gente que está segura de lo que hace. Las víctimas de la violencia doméstica ponían atención, ojos anegados, manos sobre el regazo, sumisas. Parecían estar diseñadas para sufrir, para asumir ese papel en la vida. No se parecían en nada a su madre, que tenía una mirada altiva y un aire casi metálico: una fortaleza que doblegaba a los demás. Pandora empujó la mesita hacia un lado y abrió el cajón del buró para sacar la bitácora de Gerardo. Más o menos había estado ganando unos tres kilos por semana. Kilos firmes que permanecían en su cuerpo al cabo de existir diariamente. A partir de su llegada a la casa, había subido casi 70 kilos. Llevaba ya seis meses siendo alimentada. Se había quedado dormida por varias horas, hasta que Gerardo llegó. –Ese es el problema –dijo Pandora–. Si le pregunto cualquier cosa, me contesta con un sí o con un no. Gerardo la ayudó a pararse de la cama y a subirse a la báscula. Tomó nota del peso y reacomodó las almohadas para que Pandora se recargara. Ella se dejó hacer. Así debe ser como las madres cariñosas tratan a sus hijos, pensó. Le vino a la mente la suya, que no tenía paciencia para las enfermedades y las tomaba como una afrenta en su contra, como una debilidad de carácter de la persona supuestamente convaleciente. Cuando tuvo varicela, su abuela había tenido que ir a cuidarla, porque su madre se rehusaba a dedicarle su atención: no era nada grave. –No le pago para que sea tu amiga. –Gerardo salió del cuarto. A los pocos minutos regresó con el tubo y el embudo colgando del hombro, y una charola con un pastel de betún blanco, un bote de crema líquida para batir, una bolsa de azúcar, un cucharón, una jarra vacía, un recipiente desechable cubierto de aluminio, platos, servilletas y un par de refrescos de lata–. Le pago para que limpie y no se meta en lo que no le importa. –Es que a veces me siento sola. –Gerardo acercó la mesa, dispuso los platos, y se sentó en la orilla de la cama. Quitó el aluminio y le mostró a Pandora su contenido. –Treinta tacos al pastor. –El olor inundó la habitación. Gerardo transfirió seis a su propio plato y el resto al de ella–. Tú sabes que no estás sola: yo vengo todos los días. –Abrió los refrescos, repartió las servilletas, ceremoniosamente, como hacen los hombres al realizar una tarea que no consideran propia. Pandora hizo un puchero y puso el plato de tacos sobre su vientre. Las tortillas se veían diminutas entre sus manos gruesas. Él la observaba sonriendo, deleitado. Antes de conocer a esa mujer, ¿cuál había sido el propósito de levantarse todos los días en la mañana, lavarse los dientes y lanzarse al mundo? ¿Cómo había logrado vivir sin ella? Se acercó para besarla en la boca: sus labios sabían a carne, grasa, cilantro y cebolla. Comieron en silencio por un rato. –Hay días en los que me aburro mucho. –Voy a contratarte ese servicio de películas para que puedas ver lo que quieras a la hora que quieras. –Gerardo retiró los platos, se sirvió una rebanada de pastel y puso el resto frente a Pandora–. Parece Pacman. Los dos rieron y terminaron con el pastel, mirándose, sonriendo con la boca llena. Él recogió las cosas, las llevó a la cocina y, al regresar, comenzó a desabotonarse la camisa. Al quitarse los bóxers, le preguntó a Pandora si tenía huequito para algo más. Ella asintió sonriendo: al fin había logrado dominar sus reflejos y ya podía ser alimentada a través del embudo y el tubo. A Gerardo se le iluminó la cara, justo como a un niño, un niño de esos hermosos e improbables que usan para la publicidad televisiva. Tal vez ella hacía las cosas que hacía sólo para verlo sonreír de esa manera. Él se acercó y la ayudó a desvestirse. Para ella, la ropa era una barrera que impedía que sus extremidades se tocaran entre sí, se frotaran y rozaran hasta dejar la piel al rojo vivo. Levantó los brazos y él la despojó de la parte superior de la piyama que tenía un estampado de animales africanos: leones, jirafas, hipopótamos y cebras. Clavó los pies en el colchón y haciendo un visible esfuerzo levantó las nalgas lo suficiente para que el pantalón saliera también. Una vez que la tuvo desnuda, Gerardo vació el bote de crema para batir en una jarra, agregó la bolsa de azúcar y comenzó a integrarla con el cucharón. El resultado fue una sustancia espesa y dulce, lo suficientemente líquida para pasar por el tubo. Pandora abrió la boca como si estuviera con el dentista, y Gerardo la entubó sin problema. Tomó la jarra y se trepó a la cama, de frente a Pandora y con las piernas abiertas en A, un pie a cada lado de las caderas de ella, que tenía a la vista el vientre plano y cubierto de vello oscuro de Gerardo; podía observar cómo su pene se erguía al tiempo que sentía su propio estómago inflarse por lo que él vertía en el tubo. Su excitación, su amor, se retroalimentaban. Cerró los ojos y se concentró en sentir la humedad entre sus piernas. Intentó abrirlas lo más posible para evitar que el interior de sus muslos se tocara con su contraparte: sus carnes permanecieron unidas. Gerardo terminó de vaciar el contenido de la jarra dentro del embudo, despacio. Ella experimentó milímetro a milímetro cómo su piel se estiraba hasta dejarle las sensaciones más finas, más precisas, como si se tratara de alguna droga especial. Al terminar, sacó el tubo de su garganta con todo el cuidado del mundo. Pandora tomó la verga de Gerardo y la apretó con fuerza. Sus caras estaban cerca, así que pudo escucharla cuando ella murmuró: –Quiero que te vengas en mí. Con mucho trabajo y con ayuda, se puso de rodillas y se levantó a sí misma: sus pechos se bambolearon con pesadez. Él podía ver todas las estrías, hermosas, decorando esa masa de carne tierna, la más suave del mundo, de la que emanaba también ese olor que lo volvía loco. Tomó cada pecho entre sus manos para chuparlos y besarlos alternadamente, con desesperación; Pandora guió aquella carne tan dura hasta el claustro de su vulva hecha agua. Él se sintió encapsulado en tibieza y humedad, en ese estado casi de ensoñación. La carne de Pandora se puso en movimiento, ondulando con inercia como respuesta a las embestidas. Estaba lubricadísima, con el vientre tenso y las caderas a punto de derretirse sobre el colchón, como si toda ella estuviera hecha de mantequilla. Las gotas del sudor de Gerardo le llovían encima, sobre la cara, sobre su papada que descansaba vibrando contra su pecho, cubriendo el lugar en donde su esternón se escondía capas de grasa debajo. Su propio sudor resbalaba por entre sus pechos y los pliegues de toda su carne. Le faltaba espacio para contener tanto placer. Gerardo inundó el interior de Pandora y se dejó caer sobre el cuerpo mullido y suave que tenía enfrente. No usaba protección: ella le dijo la primera vez que hicieron el amor que tomaba pastillas desde hacía años para regularizar sus periodos, y Gerardo le creyó sin más: le fascinaba poder sentirla piel a piel. En realidad, ella no tomaba pastillas, porque había leído que la obesidad mórbida impedía el embarazo del mismo modo en que las anoréxicas se volvían estériles al convertirse en humanos de piel y varilla. A los extremos, en la naturaleza no se les permitía reproducirse. «¿Y qué bebé querría tenerla a ella de madre?», bromeaba Pandora consigo misma a solas por las mañanas, al preocuparse por todo: una gotita que escuchaba caer y no sabía adivinar si se trataba del grifo de la cocina o del baño, o si tendría piyamas limpias para toda la semana, ahora que se había convertido en su atuendo regular, o un posible embarazo no deseado. Gerardo le pidió que se levantara para pesarla. Ella se había quedado dormida y renegó un poco ante la petición; él insistió y ella terminó por acceder. No podía negarle nada a alguien tan atractivo como él: así funcionaba el mundo. Era mucho más sencillo ser cruel o indiferente con la fealdad. Pandora subió casi cinco kilos en esa sesión: él estaba feliz, dijo, pero tenía que irse ya. Se vistió y llevó el embudo y todo lo demás a la cocina. Regresó con una jarra de agua y la puso en el buró, encendió la televisión, le pasó a Pandora el control, la cubrió con la sábana y la besó en la frente. –¿Se te ofrece algo más? Pandora negó con la cabeza e hizo un esfuerzo por sonreír. –No me gusta que te vayas. Gerardo le dedicó una mirada que oscilaba entre la desesperación y la conmiseración. –No puedo quedarme. –Se agachó para besarla otra vez–. Sabes que estaré pensando en ti todo el tiempo, hasta que vuelva a ser hora de verte otra vez. 30 Cuando la vida no es generosa, una se vuelve más dura. Como la piel de los párpados, de niña yo era sensible a las burlas, al desprecio, al asco que los otros sienten y demuestran al estar cerca de mí. Por eso llevo agregándole capas a mi coraza todos estos años. No hubo un segundo en que no fuera consciente de mi gordura: nunca faltó quien estuviera allí para recordármelo, empezando por mi madre y mi hermana, seguidas por los compañeros de la escuela. Las reacciones de extraños por la calle me lo confirmaban todos los días, por si yo hubiera tenido dudas. Recuerdo, por ejemplo, aquella única vez que viajé en avión. Un curso de verano en Canadá, a mitad de la carrera, para mejorar mi inglés. Había sido idea de papá, claro. Yo iba caminando con dificultad por el pasillo, de lado y sumiendo la panza. No hacía gran diferencia: mis lonjas, mi panza y mis nalgas se apretaban contra los respaldos de los asientos y los hombros de algunos pasajeros, sólo para liberarse y soltarse en el vacío, entre una y otra fila de asientos y volverse a atorar nuevamente. Lo peor no era eso, sino la mirada de horror de la gente que me veía avanzar hacia la parte de atrás del avión. Yo trataba de no hacer contacto visual con nadie, porque no quería ver el alivio en sus caras al pasarlos y que fuera evidente que mi lugar no estaba allí. No quería ver las expresiones que indicaban que me compadecían por ser gorda: nunca falta alguien, por lo regular señora madura y enjuta como una vara, que se acerca para intentar explicarme que hay cosas que puedo hacer para dejar de estar gorda, como tomar dos litros de agua al día, hacer caminata, comer zanahorias o usar el Ab Master. Envidio a las personas que no están al tanto de su propia fealdad: eso les da una ventaja en la vida, porque son incapaces de avergonzarse de sí mismas. No era mi caso. Porque ser gorda es diferente a ser fea. Ser gorda es como ser un suicida: hay un elemento de reproche que hace que la gente se sienta incómoda cerca de uno. Porque la gente supone que ser gordo es una elección. A diferencia de los adictos a las drogas, a quienes no se les puede reprochar su dependencia física a la sustancia favorita, se da por hecho que los gordos elegimos autodestruirnos poco a poco, y por eso no merecemos clemencia ni comprensión ni simpatía. Es peor si se trata de mujeres: a las mujeres sólo se les pide belleza, su valor se contabiliza en esa subjetiva medida y, hoy por hoy, eso significa delgadez: mientras menos haya de la persona, mejor. Por eso son aborrecibles las que guardan barras de chocolate en el bolso y comen en su casa a escondidas, todas las que subliman los momentos de tristeza en la noche, alumbradas por la luz del refrigerador. Eso es imperdonable. «Gorda» es uno de los insultos más efectivos que una mujer puede lanzarle a otra si quiere hacerle daño. Ser gorda es peor que ser celosa, vengativa, superficial, vana, aburrida, truculenta, cruel o maligna. Por eso, todo mundo intenta orillar a las gordas a que se pongan a dieta y pierdan peso: hacerlo es lo positivo y, por lógica de contraste, la obesidad es todo lo negativo. Significa que no eres lo suficientemente buena. Que ser como yo es como estar descompuesta y tener la necesidad de ser arreglada. Y ahora todo eso se veía nulificado con el culto a mi sobrepeso que Gerardo me procuraba. Me alentaba a subir, jamás a bajar. Era tan fácil dejarse y rodar por aquella colina de calorías y besos y palabras hermosas. Era increíble. Sin embargo, esa mañana me sentí un poco más sola que de costumbre. Cerré los ojos y pensé en mi madre. ¿Cuáles fueron las últimas palabras que me dedicó? Recuerdo que yo había bajado la escalera para ir a desayunar algo antes de ir al hospital: ella estaba justo al pie de las escaleras, las manos en la cintura como un jarrón moderno y delgado, examinándome. No dijo «buenos días», sino que preguntó mi edad. Ella, mi madre. ¿Tan poco le importaba yo o fui un evento tan traumático en su vida que borró todo recuerdo de mi llegada al mundo? Treinta y tres. Callada un momento, giró para dirigirse a la cocina, y dándome la espalda dijo: «Es que te ves más vieja por lo gorda». Me ofendía, no porque hubiera hecho algo malo y me lo mereciera, como yo pensaba de niña, sino porque podía hacerlo. Me decía las cosas más hirientes porque podía salirse con la suya y nadie se lo impedía. Ni mi padre. Mi madre era experta en comprimir significados hirientes en el mínimo posible de palabras. En una sola mirada, un mero levantamiento de ceja o una mueca de asco. Aquella vez yo no dije nada, sólo apreté la quijada, pasé de largo por la cocina y salí de la casa. Tal vez ella estaba segura de que me hacía un bien: había evitado que yo desayunara esa mañana. Yo me dirigí a un restaurante de comida rápida y me llené con tres hamburguesas, un cerro de papas fritas, refresco gigante y, de postre mañanero, un helado con jarabe de chocolate. Recuerdo que comí con desesperación: me sentía afrentada y esa era mi respuesta, mi contraataque. Se me llenaron los ojos de lágrimas. No había vuelto a ver a mi madre. Esa tarde pasé por un par de maletas con mi ropa, tomé un taxi y fui con Gerardo. No me despedí de mi madre ni de mi hermana, y ellas jamás me buscaron. Tal vez hicieron una fiesta con bocadillos saludables, con jugos de verduras y frutas mixtas, para celebrar que al fin la gorda había desaparecido de sus vidas perfectas. ¿Por qué me seguía afectando? Sorbí los mocos y traté de pensar en Gerardo. En mi nueva vida. En esta burbuja que me protegía de las agresiones diarias del mundo, empezando por las de mi propia familia. El otro lado de la moneda era que estaba sola gran parte del día. Trataba de no montarme en ese tren de pensamiento. La razón por la que Gerardo me dedicaba tan poco tiempo no era sólo porque fuera un médico que tenía que revisar a varias embarazadas, dar consulta, atender partos y hacer cesáreas, sino porque era también un hombre casado. Antes de conocer a Gerardo, yo nunca le había puesto atención a los hombres como él. El simple hecho de que estuvieran casados cancelaba toda posibilidad, no por ser algo prohibido o porque le habían jurado amor eterno a una mujer ante la ley y ante Dios, sino porque la infidelidad me parecía banal, como el futbol. Era fácil evitarla: para sufrir una infidelidad, primero hay que tener una relación, y yo no había tenido ninguna. Si le preguntaran a mi madre, ella diría que porque ningún hombre, casado o soltero, podría alguna vez fijarse en una vaca como yo. Yo me enamoré de él por su devoción a mi gordura: no reparé en el hecho de que era un hombre casado. En concreto, un hombre casado que estaba siendo infiel con otra mujer, y esa otra era yo. Yo, Pandora, la gorda asquerosa, era la amante de un doctor casado. Cierto, yo no era una mujer de cuerpo espectacular, tacones imposibles y maquillaje sensual. Aún así, era casi un estereotipo: vivía en la «casa chica» y me autolavaba el cerebro pensando que yo podía darle a mi hombre lo que no tenía en casa. Aunque fuera verdad. No sé si serían los años en esa primaria católica: el estigma de ser «la otra» se adhirió a mí como la carne de mis muslos al tocarse. Nunca estuvo en mis planes ser eso. Pero ya lo era. Sé lo que diría mi madre si supiera que soy la amante de un hombre casado. Diría que yo soy el betún en su pastel, mas nunca, nunca sería su pastel. Lo que importa es tener el respeto y las quincenas de un hombre. Más que sus orgasmos, la seguridad social y la pensión alimenticia son lo primordial. Sé que lo diría, porque en más de una ocasión la escuché hablar así de la amante del esposo de alguna conocida. Mi madre daba por hecho que su posición social les confiere a las casadas el derecho de mirar con desdén a las madres solteras y con lástima a las solteronas. Miré el reloj despertador sobre mi buró. Faltaban todavía unas seis horas para que viniera Gerardo. Me solté a llorar: era un llanto que había contenido por muchas semanas y ahora se desbordaba amenazando con arrasar todo a su paso. Yo no quería destruir mi relación con Gerardo. En ese momento, su ausencia y el que estuviera casado me hicieron odiarlo con una intensidad que me asustó. Escuché la cerradura de la puerta de entrada: era la señora del aseo. Al poco vi su cara asomarse en mi cuarto y saludarme con un estoico y frío buenos-días-señorita-yallegué. Como todos los días, no me miró a los ojos. Su mirada fue a dar a los pies de la cama: parecía costarle mantener aquella sonrisa apretada y falsa. Le pedí que me ayudara a levantarme para ir al baño y tomar una ducha. Yo estaba en el baño y ella aprovechaba para limpiar la habitación, cambiar las sábanas y llevarse la ropa sucia. Yo me vestía en el baño; ella entraba con mi desayuno y lo dejaba sobre la mesita. Allí dentro, con la puerta cerrada, la escuché abrir la ventana para ventilar la habitación. Oía alguno que otro ruido y la visualicé quitando las sábanas con asco, evitando tocarlas en lo posible. Intenté imaginar qué se sentiría limpiar la suciedad que dejan otros luego de comer o de tener sexo. O ambas, porque en este caso, las dos actividades sucedían en el mismo sitio. La señora se sentiría superficial, forzada a saber cosas que no quería saber, obligada a presenciar aberraciones a través de los despojos de terceros. Por eso me odiaba con la agresividad pasiva de su mirada esquiva, con su falta de conversación, con esas ganas de querer estar en cualquier otra parte excepto conmigo. Su desprecio y su desaprobación vibraban por toda la casa y chocaban contra mi enorme cuerpo. Me desnudé y abrí la llave del agua, dejándola correr. Escondí el bote de champú dentro del tanque de agua del escusado y tiré la toalla en el suelo. Me pegué a la puerta e intenté escuchar y adivinar lo que doña Licha hacía. ¿Tal vez estaba revisando el cajón del buró? ¿Qué pensaría si viera la libreta donde Gerardo apuntaba mi peso? En cierto momento la escuché echar un suspiro o una exhalación de fastidio: en ese momento abrí la puerta de golpe y le mostré mi cuerpo gigantesco y deforme. Pensé en la frase «más desnuda que un pez». La señora volteó hacia mí y por unos segundos mi imagen grotesca retuvo su mirada. Lanzó un grito ahogado: se hubiera persignado, pero prefirió cubrir sus ojos con las manos. –No tengo champú, doña Licha –dije con voz casi llorosa y traté de cubrir con mis manos la parte de mis pechos de donde salían mis pezones. Mi vientre era tan grande ahora, que caía hacia adelante y casi hasta la altura de mis rodillas, tapando mis genitales tras una gruesa cortina de carne–. Se me cayó la toalla y no puedo levantarla. Miré hacia la toalla que estaba a mis pies. Ella avanzó hacia mí tanteando el camino, cubriéndose los ojos con una mano y con el otro brazo extendido hacia el frente. Al acercarse lo suficiente, dobló las rodillas, prendió la toalla entre el índice y el pulgar y la subió hasta mi altura. La tomé y doña Licha salió rápidamente del cuarto. Yo emparejé la puerta del baño y, cuando ella regresó con una botella nueva de champú, sólo la esperaba un brazo grueso lleno de lonjas que culminaba en una mano gorda con dedos de salchicha saliendo de la ranura entre el marco y la puerta. Le di las gracias. Ella no respondió. Durante mi ducha me acordé de mis tiempos de secundaria, en una escuela de monjas para jóvenes de clase-media-baja. Yo era una jovencita gorda, muy entrada en carnes, todavía sólida y compacta. Nadie podría clasificarme de mórbidamente obesa en aquel tiempo: quizá por eso las otras chicas no me excluían por completo y hasta hablaban conmigo. La secundaria fue un respiro de la crueldad infantil de la primaria. Mis compañeras hablaban de un hombre perverso y asqueroso que merodeaba la escuela en una especie de callejónatajo por el que muchas de las estudiantes pasaban para ahorrarse un buen trecho del camino y llegar a la parada del autobús. Solía estar recargado en una pared, fumando, o sentado sobre la banqueta pretendiendo leer un periódico. Siempre sucedía si alguna chica pasaba sola por el callejón, pero jamás si eran varias en grupo: el hombre chistaba para que la joven volteara; en ese momento, él sacaba su pene flácido del pantalón y comenzaba a moverlo con su mano rápidamente, como si quisiera sacar cátsup de una botella de vidrio. En el breve instante entre que la adolescente en turno miraba aquello poniendo cara de terror y el momento en que, procesada la escena, se decidía a salir corriendo, el hombre conseguía una erección. Un día tuve que pasar yo sola por allí. El hombre estaba recargado contra el muro, con la pierna doblada, su zapato manchando la pared. Lo vi y titubeé un poco antes de seguir: él sacó un cigarro, lo encendió y comenzó a fumar. Avancé con paso decidido, mirando hacia el frente. Me sentía una mujer valiente que no habría de subyugarse ante un pervertido: no andaría el camino largo sólo porque un perdedor se exhibía a las muchachitas solas. Al pasar yo frente a él, el hombre echó la cabeza hacia atrás y exhaló el humo hacia arriba, como para no dirigirlo hacia a mí. Siguió fumando, miró su reloj de pulsera como si esperara a alguien. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no lloré: me tragué el llanto y apreté los labios. Ser gorda era tan repugnante que ni los pervertidos exhibicionistas tenían ojos para mí. Ahora había asustado a la señora del aseo. Lloré mucho debajo del chorro del agua, gemí, aullé. Si el ruido del agua opacó mis sonidos lastimeros o si la señora del aseo prefirió ignorarlos, no lo sabré jamás. Estuve mucho tiempo bajo la ducha. Salí del baño; ella ya se había ido. Dejó mi comida lista sobre la mesa del cuarto. Yo estaba sola otra vez. Puse la televisión en el canal de la comida, en donde a todas horas del día varios chefs comparten sus recetas, o bien muestran realities en donde varios jóvenes aprendices de chef tratan de salir airosos de todos los retos que los jurados les imponen. Comí llorando y me quedé dormida. 31 Abril sabía que Gerardo no esperaba verla allí y por eso no se movió de su lugar, aun estando segura de que él no tardaría en llegar. No podría decir si no le importaba que la viera así o si en realidad deseaba que lo hiciera. La encontró en la cocina, encorvada, con los ojos irritados y la mirada perdida en el vaso de plástico con pequeños dibujitos de varios colores que tenía enfrente. Se acercó para besarla de buenas noches; si él notó el olor a alcohol al darle ese beso al aire junto a su mejilla, no dio señales de haberlo hecho. Dentro del vaso infantil había un líquido oscuro que no podía ser otra cosa que vino tinto, pero él sólo dijo que estaba muy cansado, que había tenido dos cesáreas de última hora. Una triste excusa para no haber llamado en todo el día y aparecer más tarde que de costumbre. Abril hizo un gesto patético. Sus músculos faciales eran incapaces de producir algo medianamente parecido a una sonrisa. Atrás de esa máscara se adivinaban varios sentimientos revueltos: angustia, tristeza, ira, desesperanza. A ella le pareció ver que su esposo cerraba los ojos, tomaba aire y se preparaba para el conflicto; no pasó nada porque ella no podía permitírselo aún. Si abría la tapa de aquel frasco de alacranes justo en ese momento, jamás sabría cómo era la otra mujer: perdería la oportunidad de enfrentarla, de medirse con ella, de hacerle daño de la manera que fuera. Quizá su marido negaría la infidelidad, o en su defecto la aceptaría y pediría perdón, además de cortar todo contacto con la otra mujer. Al menos durante algún tiempo, hasta que creyera que podía verla sin peligro. Y entonces se volvería tan cuidadoso que ella, la engañada, sería engañada otra vez y no podría ya saberlo con certeza. Abril sintió náuseas y una especie de mareo que poseía todo su cuerpo: se levantó y se arrastró rumbo a las escaleras. Se sentía como una bolsa de té que ha sido usada ya varias veces hasta perder todo el sabor. –¿Te sientes bien? –Él la alcanzó en las escaleras para tocarle la frente en busca de fiebre. Se volvió a mirarlo. Hasta antes de saber la verdad, pensaba que no había nada que pudiera sustituir el confort que da la relación rutinaria y estable con alguien. El poder dar algunas cosas por sentadas en su vida era un bálsamo para todas sus angustias. Había problemas, sí, pero al menos su marido era alguien con quien podía contar en las rutinas. Ahora, al mirarlo sabiendo lo que recién había descubierto, tenía la sensación de estar parada en un cable delgado sobre un precipicio entre dos montañas. No tardaría en caer y morir destrozada en las rocas. Quiso gritar: no lo hizo. –Estoy muy cansada. –Tenía los ojos húmedos y los labios le temblaban. Él aceptó esa respuesta y le aconsejó irse a descansar cuanto antes. Abril subió hasta su habitación, se encerró en el baño, abrió la llave del agua y se echó a llorar. Se calmó. Miró el desastre de su rostro en el espejo. Suspiró, se ordenó a sí misma tener calma, y comenzó a lavar su cara con agua fría; cepilló sus dientes, se puso crema de noche y una piyama. No había nadie en el cuarto, así que abrió la cama y se metió bajo las cobijas, de espaldas al lado que solía ocupar él. Cerró los ojos y fingió dormir hasta que escuchó los pasos de su marido entrar al cuarto y hacer su rutina nocturna en el baño. Abril apretó los ojos y tensó su cuerpo al sentir aquel otro cuerpo ocupar espacio sobre el mismo colchón. Sintió un ligero estirón de las mantas y contuvo su aliento. Tuvo el impulso de volverse contra él, golpearlo con los puños hasta perder todas las fuerzas, reclamarle por todo ese dolor, por ese bulto de infelicidad que le había lanzado y que estaba a punto de romperla. Había llorado mucho en el baño y ahora se sentía fortalecida por las lágrimas. Logró contenerse de reclamarle a Gerardo cualquier cosa. Tantos años de estar metida en el marasmo de ser la esposa de un médico, la madre de los gemelos y la señora de su casa y ahora tenía la sensación de que estaba en una misión importante. Peligrosa. Casi emocionante. Esa noche en la que su marido la vio triste y tomando fue la única ranura que Abril se permitió en su máscara de aquí-no-pasa-nada. El resto de los días se volcó por completo en el papel de detective y cónyuge afectada. Investigó, por ejemplo, que había una nueva recepcionista en el hospital. También pudo capturar por unos minutos el teléfono celular de su marido y revisar bien su agenda. Así descubrió que tenía un viaje a un destino de playa dentro de unos días para un congreso internacional de Ginecología: tendría que estar fuera de casa un total de cinco días. ¿Se llevaría a la amante de viaje? Eso estaba por verse. Los días antes de su viaje eran clave. Abril revisó un calendario: tenía tres días para actuar antes de que su esposo se fuera al congreso. Más tarde, ya sola y con las fechas anotadas en un papelito, concibió el mejor plan que su mente pudo armar. Llamó a su madre y le pidió ayuda. Ni siquiera tuvo que mentir: le dijo que necesitaba salvar su matrimonio pasando más tiempo con su esposo y que habían comenzado a ir a terapia. ¿Podría quedarse con los niños? Los recogería en la noche. Su madre aceptó de inmediato. Abril dejó escapar el aire y no pudo evitar un gesto de satisfacción: todo parecía marchar. Durante los siguientes días se convertiría en la sombra de Gerardo. Luego de dejar a los niños en casa de su madre y darle varias indicaciones, Abril se despidió efusivamente. Manejó hasta el hospital y, antes de entrar, caminó hasta un teléfono público y sacó de su bolsa el recibo que se había robado de la casa chica. Marcó el número de la amante. Tras varios timbres, una voz femenina contestó. Era un «diga» débil, en un tono de interrogación incierto y medroso, como si no esperara ninguna llamada. Abril permaneció en silencio: la amante repitió la pregunta dos veces más antes de quedarse callada también. La línea se cortó y Abril colgó. Miró el temblor de su propia mano y sintió el calor de la piel de su rostro. Exhaló el aire que había contenido durante todo ese tiempo. Caminó hasta el hospital, saludó a los vigilantes, tomó el elevador y subió hasta el piso donde consultaba su marido. Preguntó a la nueva recepcionista, una mujer de al menos 50 años y rostro maquillado excesiva y fallidamente para cubrir la abundancia de arrugas, si se encontraba el doctor Vieira. Ante la respuesta afirmativa, Abril fue a sentarse en uno de los sofás de la sala de espera y comenzó a hojear una revista de chismes de la farándula y realeza europeas. La recepcionista le preguntó si tenía cita y ella contestó que no, que era personal. Antes de que la cincuentona pudiera informarle que no podía esperar sin cita, una enfermera saludó a Abril: –Buenos días, señora Vieira. La recepcionista abrió la boca y se llevó la mano al collar de perlas falsas que colgaba de su cuello arrugado. –Señora, ¿le aviso al doctor que está aquí? –No. Es una sorpresa. Al cabo de unos minutos, Abril bajó otra vez y volvió a llamar del teléfono público. En cuanto la voz de la otra mujer contestó, colgó de inmediato. Repitió la acción tres veces más y regresó a la sala de espera. Al cabo de una hora, Abril pudo ver al doctor Gerardo Vieira salir de su consultorio y avanzar por el pasillo que desembocaba en la recepción y sala de espera. Era fácil explicarse por qué su miedo de perderlo no era infundado: su esposo era guapo y se veía sencillamente hermoso dentro de esa bata blanca, caminando con pasos largos y firmes. Cualquier mujer normal querría un hombre así, sin contar las cosas materiales que él podría proveer sin esfuerzo. Abril lo vio inclinarse hacia la recepcionista para preguntarle algo; la mujer extendió un dedo huesudo hacia la sala de espera. En ese momento, Gerardo la vio; Abril pudo registrar en el rostro de su esposo la mutación entre la sorpresa inicial y el terror; segundos después, por fuerza de voluntad, su gesto se transformó en una sonrisa falsa. Menuda y breve, sentada en el sofá, entre dos mujeres en avanzado estado de gravidez, Abril lo saludó con un pequeño movimiento de su mano, sin levantar el brazo, como una aleta de talidomida, y una sonrisa coqueta. Se levantó y caminó esquivando las piernas abotagadas y varicosas de las que seguramente serían pacientes de su marido, llegó hasta él y lo besó en la boca. –Vengo por ti para llevarte a comer. Dejé a los niños con mi mamá. –Pero tengo varias pacientes… –Yo te espero. Él se las arregló para sonreír, pidió un café a la recepcionista y regresó a su consultorio. La mujer se puso de pie de inmediato para traérselo. –Que sean dos cafés, por favor. –Abril volvió a su puesto en el sofá, moviendo sus caderas esbeltas, y se puso a jugar con su teléfono celular. En cuanto se terminó el café, volvió al teléfono público y llamó y colgó cinco veces al número de la amante. En la última llamada, la voz al otro lado de la línea preguntó, casi llorando, quién era y qué quería de ella. Abril sonrió, colgó y volvió al hospital. Tras casi dos horas y cinco pacientes más, Gerardo emergió nuevamente del consultorio. Ella se puso de pie, lo tomó del brazo y se dirigieron hasta el elevador. En el camino hacia el carro, Abril habló emocionada de un nuevo restaurante de comida del medio oriente que quería probar: además, estaba muy cerca de allí. Él manejó hasta el lugar, apagó el motor, se bajó para abrirle la puerta y se portó caballerosamente como de costumbre. Ella podía ver que todo aquello era una actuación magnífica para cubrir la verdad: estaba aterrado. Era tan imperceptible como el pasar su mano por su cabello varias veces durante lo que duró la comida, o ese escarbar con la uña del dedo índice la cutícula del pulgar, o mirar de soslayo la hora en la pantalla del celular. Para hacer más tiempo y desorientarlo un poco más, Abril pidió postre y café. Su esposo estaba claramente desesperado y comenzó a tamborilear los dedos sobre la mesa: la miró endulzar el café y cortar un pedazo minúsculo de pay de limón. –¿Postre? –Había un tono de molestia en su voz–. Tú nunca comes postre. Abril sonrió y terminó de masticar antes de limpiarse los labios con la servilleta de tela. –Es bueno darse un gustito a veces. –Extendió su mano huesuda y manicurada hasta él–. Creo que me lo merezco. Gerardo asintió en silencio, se enderezó sobre el asiento y miró su reloj de pulsera. El tiempo se arrastraba con una lentitud terrible y ella no terminaba de comer. –¿Pasa algo? –preguntó inocentemente Abril y extendió el tenedor con un poco de pay hacia la boca de Gerardo. Él la abrió con cierta renuencia y masticó pensando su respuesta. Ella se adelantó–: La recepcionista me dijo que no tenías más pacientes agendadas para la tarde. El rostro de su marido palideció. Su boca permaneció abierta por varios segundos antes de que su cerebro supiera cómo actuar. Abril estaba atenta a cada detalle. –¿Estás segura? –Si quieres llámala para confirmar. –Miró el celular de su esposo, retándolo. Él lo tomó y lo guardó en el bolsillo del pantalón. –No, está bien. –Hace años que no vamos al cine. –Abril se llevó la taza de café a los labios y observó a su marido por encima de la porcelana–. Desde que nacieron los gemelos sólo hemos ido una sola vez. ¿Puedes creerlo? –Volvió a poner su mano sobre la de él. Abril sintió que Gerardo hizo un gran esfuerzo por no retirarla. ¿Temblaba? Lo vio inhalar profundamente antes de hablar. –¿Tanto tiempo, de verdad? –Gerardo dejó escapar el aire contenido en los pulmones. Abril asintió varias veces, sonriendo, y comenzó a contarle de cierta película de la que sus amigas no dejaban de hablar. Dijo que se sentía relegada por no haberla visto aún. Además, tenía antojo de palomitas de maíz. Los gemelos no serían problema: su mamá se quedaría con ellos hasta la noche. Tendría libre toda la tarde para ir al cine. ¿No era maravilloso? Él respondió que sí con un tono tristísimo y pidió la cuenta. 32 Me es imposible no pensar en que si yo hubiera nacido en otro lugar o en otra época mi suerte habría sido diferente. En una de esas culturas en las que una mujer gorda, al igual que el ganado bien alimentado, es un símbolo de riqueza, yo hubiera vivido feliz. Estaría junto a un hombre pudiente que a través de mi cuerpo generoso le mostraría al mundo que podía alimentarme en exceso mientras que otros padecen de hambre. Una vez vi un lugar así en el canal del National Geographic. No recuerdo el país: allí lo estético son las lonjas del vientre que caen como cascada, las caderas que se multiplican con sus pliegues, las estolas de grasa de una papada doble o triple. Allí la máxima insignia de belleza femenina son las estrías plateadas que adornan los brazos, los pechos, el vientre y las nalgas de esas mujeres hermosas. El experto del programa afirmaba que las gordas somos biológicamente correctas. Las hembras de la especie humana en edad reproductiva están diseñadas para ser redondeadas y depósitos de grasa en los senos, caderas, muslos y nalgas. Toda esa grasa, que marca la diferencia con los hombres, es para que ellas puedan afrontar los rigores físicos de tener hijos. Una mujer bien acolchada está lista para reproducirse y no morir de inanición al alimentar a sus crías. De allí que los primeros humanos representaran la fertilidad con estatuillas de barro de mujeres como yo. No se puede negar que se asocia lo materno con una mujer rolliza, que recuerda el confort de un bebé al apretar la carne suave de la madre al amamantarse. Durante la carrera, en una clase de Psicología, leímos que por esa razón a todos los hombres, incluidos los de nuestro tiempo y nuestra cultura, les fascina tocar, amasar, chupar los pechos de las mujeres; mientras más grandes, mejor. No sé por qué esta obsesión por el tamaño, ese deleite con la suavidad de la carne, no se trasmite al resto del cuerpo de la mujer. Nadie se cuestiona que a los hombres les gusten los pechos enormes. Así es y punto. Sin embargo, la misma actitud no se sostiene con las otras partes femeninas. Intento convencerme a mí misma que no estoy mal, que sólo estoy en el lugar equivocado y en un pésimo tiempo para tener proporciones desbordadas. Eso es todo. 33 Gerardo miraba alternativamente de la carátula del celular sobre su pierna y más allá de la ventanilla del asiento del copiloto: moteles, fábricas, enormes lotes baldíos, gasolineras, puestos de carretera que pasaban rápidamente y se fundían en una mancha grisácea donde terminaba su visión. Su esposa conducía la miniván y se quejaba del tarado que iba en el carro rojo de adelante, o bien ofrecía alguna anécdota cotidiana de los gemelos que a él le resultaba aburridísima: nunca le habían cautivado las historias que no eran otra cosa que evidencia del desarrollo esperado en niños normales. La miraba de reojo y le parecía encontrar en ella una concentración falsa en el camino. Tenía el impulso de intentar llamar a Pandora una vez más para explicarle que no había podido quitarse a su esposa de encima, que lo había seguido como una sombra literalmente a todas partes. Había tenido pequeñas oportunidades para hablarle, en el baño, el consultorio, o mientras Abril se ocupaba con los niños y él tenía un momento a solas en la cocina, mas le resultó imposible comunicarse con ella: una voz femenina y automatizada le indicaba que el número que había marcado estaba desconectado o fuera de servicio. –Hay un musical que quiero ver. Todas mis amigas dicen que está buenísimo. Gerardo volteó hacia su esposa, que sonrió ligeramente al sentir su mirada. ¿Qué bicho se le había metido que ahora quería hacer tantas cosas con él? En estos últimos días habían ido a comer y cenar a distintos restaurantes, al cine, al teatro, a caminar por las plazas comerciales y mirar las vitrinas de las tiendas. Habían hecho más actividades juntos en ese breve tiempo que en los últimos dos o tres años, quizá. Ella lo había esperado en el hospital y ahora estaba al tanto de todas sus citas porque se había sentado con la recepcionista para revisar la agenda. Era desesperante. Llamar a la casa y decir que llegaría tarde porque todavía no terminaba con las pacientes ya no era una opción. Le había sido imposible escaparse para ver a Pandora, y no poder contactarla se estaba volviendo algo desesperante. Ahora Abril lo llevaba al aeropuerto, donde él tendría que abordar un avión que lo dejaría en una playa mexicana llena de extranjeros para asistir a un congreso internacional de Ginecología. Lo peor: no podía regresarse apenas llegara, pues su presencia era requerida en el evento. Tenía que impartir una conferencia sobre embarazos de alto riesgo en mujeres mayores de 40. Gerardo inhaló profundamente para contener la impaciencia. –Vamos al musical cuando regrese. –¿Empacaste tu traje de baño? –Abril le acarició el muslo con la mano derecha. Él se estremeció al sentir aquellos huesos sobre su propia carne y estuvo a punto de tirar el teléfono celular–. Vas a ser el más popular entre las enfermeras. –Cerró un ojo, cómplice. Gerardo apretó los puños: nunca había sentido ese deseo tan poderoso de destruirle la cara a golpes a alguien. Esa mujer era la madre de sus hijos, sí: en este momento era el ser humano que más detestaba sobre la tierra. Se obligó a pensar en que si explotaba sólo sería peor: no podía darse el lujo de delatar nada. Nunca había sido violento y su esposa tampoco solía ser así de exasperante. En todos estos años juntos había sido sumisa, conciliadora, dispuesta a complacerlo y, si bien a veces podía llevarle la contraria, lo hacía de un modo circunvalatorio al conflicto. –Abril, las enfermeras no van a estos congresos –dijo en el tono más neutral que le fue posible. Ella, en cambio, soltó una carcajada que a Gerardo le pareció desconocida. –Claro, alguien tiene que trabajar en los hospitales. Gerardo encendió la radio y sintonizó una estación donde pasaban noticias. Sonrió sin querer: las esposas de los médicos estaban perpetuamente celosas de las enfermeras. Dirigían sus escopetas a los patos equivocados, pues no sabían que en todos los congresos los médicos eran clientes entusiastas de los table dance, que las escorts llegaban a las habitaciones como las hamburguesas de servicio al cuarto y que los lobbys de los hoteles estaban repletos de prostitutas semiprofesionales que pedían bebidas en espera de cazar un médico que las llevaría a cenar a un lugar fino antes de conducirlas a sus habitaciones de cinco estrellas. –Dejarás enamoradas a todas las doctoras que vayan. –Había un aire de dolor en las palabras de su esposa. Gerardo se obligó a extender la mano y a acariciarle el cuello raquítico, como el de algún ave lampiña, y a no retirarla. –Abril, por favor… –Tragó saliva antes de recitar el lugar común que, sentía, era lo más apropiado en ese momento–: Tú sabes que tú y mis hijos son todo para mí. Las manos de ella se aferraron con fuerza al volante y su pie se hundió en el acelerador. Las cabezas de ambos respondieron al cambio de velocidad con un ligero respingo. Abril se volvió a mirarlo con algo que parecía una sonrisa pero que era más bien una contracción amistosa de sus músculos faciales. –Yo sé. –La miniván giró hacia la izquierda, donde un letrero indicaba el acceso al aeropuerto–. Por eso sé que me llamarás todos los días que estés fuera. –Abril revisó su maquillaje en el espejo de la camioneta–. Para que me cuentes cómo te está yendo. Gerardo prometió que así sería y se preparó para bajar en el área de ascenso y descenso; ella no disminuyó la velocidad. Entró al estacionamiento, buscó un lugar libre y apagó el motor. Permanecieron un largo minuto en la camioneta, mirando al frente y en silencio. Al fin él se bajó, abrió la cajuela y sacó su maleta. Caminaron en silencio: el único sonido era el de los tacones de Abril golpeando el pavimento y las llantas de la maleta rodando. Gerardo podía sentir la mirada de su esposa examinándolo, quizá tratando de leer su pensamiento en esos momentos. Se sentía nervioso y sudaba. Las puertas eléctricas se abrieron para ellos y el aire acondicionado le refrescó la piel. Llegaron hasta el área de seguridad. Abril se despidió de él frente a un guardia que revisaba los boletos. Le echó los brazos escuálidos al cuello, acercó su cara de pómulos cadavéricos a la suya y lo besó en la boca. La repulsión le recorrió todo el cuerpo como un escalofrío y tuvo que corresponder al beso. En cuanto pasó los filtros de seguridad, Gerardo marcó una vez más el número de la casa de Pandora. La grabación le informó nuevamente que el número estaba desconectado o fuera de servicio. «Por falta de pago no puede ser», pensó. La compañía telefónica hacía un cargo automático cada mes a una de sus varias tarjetas de crédito. Fuera lo que fuera, Pandora debía estar furiosa con él. Se mordió los labios. Nunca habían discutido ni habían tenido ninguna desavenencia. En verdad, ella sólo se había quejado varias veces de sentirse muy sola y de lo poco amistosa que era doña Licha. Gerardo se dirigió al área de comida, compró un café y buscó lugar en una de las mesas. A su derecha, un par de adolescentes famélicas se pusieron a hablar entre risas y grititos. Imaginó a su amante extendida sobre la cama, sola, probablemente enojada con él, o peor, sintiendo que la había abandonado: se estremeció. Al menos la sirvienta estaba allí para ocuparse de las cosas. Lo primero que haría al llegar del congreso sería correr a verla. Antes tendría que ponerle un alto a Abril, decirle que no podía irrumpir así en su consultorio y en sus tardes. Tendría que ser firme, hacerle ver que habría consecuencias. Dio varios tragos a su café: las jovencitas seguían lanzándole miradas furtivas y sonrisas. Se concentró en mirar sus manos alrededor del vaso térmico. Tal vez lo de su esposa era sólo una fase que pasaría pronto. A veces sus amigas y las revistas para mujeres a las que era asidua le metían ideas estúpidas en la cabeza sobre cómo reactivar el romance en el matrimonio, por ejemplo, y ella no dudaba en ponerlas en práctica. Ya una vez había entrado en una etapa de preparar comidas exóticas, supuestamente afrodisíacas y muy elaboradas, con velas y vino, para «propiciar conversaciones sobre su relación en una inolvidable velada». En otra ocasión le había dado por la lencería y por aprender técnicas de seducción avaladas por dominatrices y exprostitutas regeneradas, que ahora se dedicaban a ayudar a amas de casa con matrimonios moribundos. Había pasado también por el sexo tántrico y el budismo, una dieta de frutas afrodisíacas y orgánicas, películas de cine de arte erótico, suplementos vitamínicos y la consulta de una sexoterapeuta con fama de reconstruir relaciones destruidas. Quizá este afán de invadir sus espacios los últimos días era sólo una más de esas modas pasajeras que se desvanecería en el olvido al igual que las otras. Sobre todo si él ponía todo de su parte para hacerla creer que las cosas entre ellos estaban bien. Eso la calmaría por algún tiempo. Terminó el café y le regaló una sonrisa torcida, levantando sólo la comisura del labio derecho, a una mujer madura de cabello teñido de rubio, con evidentes operaciones en la cara y los senos. Cruzaba y descruzaba, con la coquetería que habría visto en alguna película americana, las piernas comprimidas por medias que brotaban de una minifalda. Le llevaba al menos unos 15 años a Gerardo, pese a todo el trabajo que había invertido en esconder su edad. Esa sonrisa torcida les encantaba; cada vez que le dedicaba una a cualquier mujer tenía el efecto de hacer que tarde o temprano esta se acercara con algún pretexto: pedir un encendedor o preguntar la hora. Gerardo se levantó, tiró el vaso en un bote de basura y se alejó antes de que ella reaccionara. Había un poco de tiempo antes de abordar. Gerardo intentó otra vez localizar a Pandora: obtuvo los mismos resultados. Caminó hasta su sala y esperó sentado. Se sentía inusualmente exhausto. Un mal presentimiento se apoderó de él, pero antes de ponerse a pensar obsesivamente, echó la cabeza hacia atrás en el asiento, suspiró y cerró los ojos. Intentaría llamarle otra vez al bajar del avión. Si ella estaba enojada, a él no le quedaba más que dejarse llevar en los próximos días por las múltiples actividades del congreso, tanto las académicas como las recreativas, y por los colegas que sólo querían divertirse. No podía hacer otra cosa. Ya lo arreglaría todo al llegar, y tal vez, sólo tal vez, aquello no fuera tan malo. 34 Nunca creí que esto pudiera pasarme a mí. En la escala de pesadillas, esto se encontraba en uno de los peldaños más altos, junto a estar desnuda en la escuela o ser abandonada en un país desconocido, sin dinero y sin conocer el idioma. Claro que la sensación de vergüenza no era nueva para una gorda como yo: toda mi existencia, desde que tuve conciencia hasta el presente, estuvo marcada por incidentes bochornosos y burlas hirientes. El mundo me había provisto de muchos momentos en los que hubiera querido morir de vergüenza o desaparecer. Nada podría haberme preparado para esto. Pensé en mi abuela, en los últimos meses de su vida, sufriendo aquellos accidentes en la sala, en misa, en el supermercado, en cualquier lugar. Le tomó varios tortuosos meses aceptar que la incontinencia era parte de su realidad antes de resignarse a usar pañales para adultos durante el tiempo que le restaba en este mundo. Yo tenía unos cinco años y mi madre me ordenaba a mí, jamás a mi hermana, que fuera a saludar con un beso y un abrazo a mi abuela, con la que ella tenía la relación más estereotípica entre suegra y nuera. Yo la obedecía y me parecía vislumbrar en los ojos de mi madre una especie de regocijo: la abuela correspondía a mi abrazo, consciente del hedor que emanaba de su cuerpo. Yo decía que algo olía muy mal, sin tener idea de que era abuelita. Son medicinas, decía la abuela y al poco rato desaparecía en silencio. Nunca, nunca, ni con todo el extenso catálogo de humillaciones que había coleccionado a lo largo de todos mis años, me hubiera imaginado que sería yo la que esperaría acostada sobre mis propios excrementos a alguien que llegara a ayudarme. La mañana de ayer, doña Licha me despertó con un señorita-necesito-hablar-con-usted, asomada tras el umbral de la puerta, como si yo fuera un oso polar que pudiera lastimarla. Era más temprano que de costumbre. Ella, que hacía lo posible por evitarme y hubiera aprovechado mi sueño para terminar su trabajo e irse sin dirigirme la palabra, dio varios pasos hasta quedar frente a mi cama y por primera vez me miró a los ojos. Ya se sabe que cuando la gente le anuncia a uno que necesita «hablar», generalmente lo que sigue nunca es una buena noticia. Intenté enderezar mi espalda y me preparé para lo peor. O lo casi peor, porque cualquier cosa que esta mujer amargada pudiera decirme no podía afectarme de forma directa. No podía ser tan malo, pensé. –Señorita Pandora –comenzó, y la palabra «señorita» parecía brincarle dentro de la boca como un pedazo de comida hirviendo que uno quisiera escupir, pero por educación no puede–. Ya no voy a trabajar aquí. –Tenía el rostro encendido, tal vez por indignación o por pena: sus brazos colgaban a cada lado de su cuerpo, las palmas abiertas. La imaginé cantando el himno nacional en la primaria: seguro era de las niñas que sí podían estar erguidas, mirando al frente y sin jugar con sus manos. –¿Por qué –me escuché preguntando sin querer saber–. ¿Pasó algo? La pregunta era estúpida: siempre ha pasado algo. Por un instante pensé que lo que fuera tenía que ver con un incidente en la vida privada de doña Licha. Un pariente enfermo, quistes en los ovarios, algo así. Quizá quería un préstamo o un aumento de sueldo. Cruzó su mirada con la mía por unos segundos. Quizá encontraba fuerza en la repulsión que mi cuerpo le causaba. La vi tragar saliva y, situando sus ojos en un punto indefinido arriba de mi cabeza, dijo: –Tengo que regresar a mi pueblo a cuidar a mi hija. –Doña Licha hizo una pausa y se acomodó la falda alisando arrugas invisibles. Me di cuenta de que no llevaba puesto el delantal: no había venido a trabajar, sólo a decirme esto. Yo, que estaba aún adormilada y había tardado un poco en procesar sus palabras, me puse alerta de inmediato. Su mano fue a posarse sobre un crucifijo que pendía de su cuello–. Se acaba de aliviar y no tiene quién le ayude con el niño. Puso sobre el buró las llaves que usaba para entrar a la casa con fuerza, como si intentara incrustarlas en la madera, dio media vuelta y salió de la habitación. Escuché sus pasos y el ruido de la puerta principal cerrándose tras ella. Gerardo me había contado recién la contrató, que doña Licha era una señorita soltera, algo como una rata de sacristía, pero con necesidad de trabajar. No supe si era como para agradecerle la mentira piadosa antes que la verdad: le daba asco verme. Eso fue ayer: todavía pude ponerme de pie para ir al baño y prepararme algo de comer con lo poco que quedaba en la cocina, pues Gerardo es quien surte la despensa y la sirvienta desertora no me hizo el último favor de ir a comprar comida. Al regresar al cuarto, miré el teléfono que había desconectado porque había estado recibiendo en los últimos días constantes llamadas de alguien que guardaba silencio al escuchar mi voz, y colgaba sólo para volver a llamar otra vez. Pensé en llamarle a Gerardo; no lo hice porque estaba triste, preocupada y algo desesperada, sí. ¿Cómo anticipar esto? Quería que él apareciera y me buscara, que me pidiera perdón por su ausencia. Las gordas también tenemos nuestro orgullo. No quería ser una rogona. Cómo desearía ahora haber hecho la llamada cuando todavía estaba de pie y podía conectar el teléfono. Fue así como de un día para el siguiente todo cambió. Mi existencia entera: había llegado al fin a la inmovilidad que se anunciaba de la manera más escatológica posible. «Batida en mi propia mierda», era la frase que retumbaba dolorosamente en mi mente desde esta mañana en que intenté ponerme de pie para ir al baño y no pude. De un par de semanas a la fecha, todos los días me costaba un poco más salir de la cama y caminar; tras muchos pujidos y esfuerzos, finalmente lo conseguía. A veces doña Licha o Gerardo, quien estuviera más a la mano, jalaban de uno de mis brazos para ayudarme. Ya sobre mis dos piernas, usaba el baño, me duchaba, me lavaba los dientes, iba a la cocina a comer, bebía agua, volvía a usar el baño, me abastecía de comida cercana a la cama, revistas, el control remoto, antes de volverme acostar. Esta mañana no me pude levantar. Me urgía llegar hasta el escusado. Me sentí un escarabajo volteado sobre su espalda: movía los brazos y las piernas, me balanceaba en un vano intento de capturar el moméntum necesario para erguirme, pero fue imposible. Estaba bañada en sudor por el esfuerzo. Grité desesperada. Descansé unos minutos y volví a intentarlo. Nada. Grité otra vez. Nadie podía oírme, o a nadie que le importara, al menos. Sentí que mi cuerpo no podía contenerse más. Me di cuenta de que eso era un parteaguas en mi vida. A partir de ese momento, todo lo que sucediera conmigo se dividiría entonces entre la primera parte de mi existencia, una gorda que aún podía caminar, y la segunda parte, la de la dependencia, el excremento y las humillaciones. Al acceder a esta fantasía estaba al tanto de que la inmovilidad era la consecuencia lógica y final de aumentar tanto de peso. No pensé que llegaría ese día: en todo caso, nunca imaginé que estaría sola. De alguna manera estaba convencida de que eso no me sucedería a mí. Comencé a llorar como la niña que fui hace tanto: con abandono, sin esperanza de consuelo de nadie. Era un llanto privado, sólo para purgar mi propio dolor, que no aspira a la compasión. No sé por cuánto tiempo lloré, pero recuperé la calma. Pensé que quizás por cansancio o algún problema muscular no había podido levantarme, por un calambre quizá. Si descansaba un poco, podría hacerlo y arreglar el desastre que eran mi cuerpo y las sábanas. Me bañaría y metería todo lo sucio en la lavadora. No: las tiraría en una bolsa negra a la basura y le pediría a Gerardo unas nuevas para reponer ese juego. Exhalé profundamente y traté de concentrarme en no vomitar por mi propia pestilencia: no podía permitirme empeorar las cosas de esa manera. Sin querer, mis labios se movieron en silencio invocando una ayuda divina antes de intentarlo otra vez. Sabía que tenía una sola oportunidad, que invertiría las últimas fuerzas que quedaran en mi cuerpo. Apreté con fuerza los músculos de mi abdomen y giré hacia el lado del piso: sólo mis brazos y cabeza obedecieron: el resto de mi cuerpo permaneció inmóvil sobre el colchón. Mi espalda alcanzó a levantarse unos centímetros y volvió a caer sobre mi excremento, haciendo el mismo ruido que los autos al pasar por un charco lodoso, que se había expandido ya hacia arriba y hacia los lados. El miedo se esparció por toda mi piel como una comezón en un lugar inaccesible. Volví a intentarlo y fallé y fallé y fallé y fallé. Me faltaba el aire y las lágrimas venían de mi estómago, apretándome la garganta a medida que subían por el interior de mi cara y brotaban por mis ojos. Estaba sola. Comencé a pedir ayuda, primero en voz baja, como haciendo una pregunta, y después con todas mis fuerzas, como las mujeres de las películas de terror que se encuentran de frente con el hombre que las destazará. Grité tanto que perdí la voz. Terminé gimiendo, ya sin fuerzas, como cuando era niña y tenía pesadillas, y mi madre me regañaba diciéndome que era mi culpa por cenar tanto: apagaba la luz y cerraba la puerta, dejándome en una completa oscuridad. Intenté relajarme, recuperar mis fuerzas. Descansé por unos minutos. Volví a intentar incorporarme. No pude. Grité. Volví a intentar. No pude. Era imposible. Yo era la tortuga que moriría sobre su caparazón, carbonizada bajo el sol del desierto. Guardé silencio y escuché el ruido de los carros transitando por la calle y el de un perro ladrando; nada más. De las casas vecinas no salía ninguna voz o indicio de que alguien estuviese cerca. ¿De qué hubiera servido de cualquier forma? Yo no podía ponerme de pie para abrirles la puerta. Y aún así, si pudieran entrar de alguna manera, ¿qué cosa iba a decirles yo? Buenos días, vecinos, estoy nadando en mi propia mierda, por favor, ayúdenme a ponerme de pie, y si no es mucha molestia cambien las sábanas y abran las ventanas para ventilar. Solté una carcajada llena de amargura. Me mordí los labios, cerré los ojos y me concentré en no llorar más. Me ardían las nalgas y parte de la espalda. Quería rascarme, aunque llenara mis manos de mierda, pero mi cuerpo se había vuelto tan ancho y pesado que ya no podía rodarme sobre mí misma. De hacerlo, no serviría de nada: mis brazos no eran lo suficientemente largos como para llegar a mi espalda. Mi cuerpo se había vuelto un país extenso, demasiado grande y ajeno para mí: ingobernable. Contraje los músculos del vientre lo más que pude; irremediablemente, la orina comenzó a fluir por entre mis muslos, haciendo un charco caliente entre las sábanas, la mierda y mi propia piel. Y de pronto, como si alguien accionara un switch dentro de mi cerebro, mis preocupaciones cambiaron de un segundo a otro. En lugar de lamentarme por el nuevo accidente, mi mente se volcó sobre algo distinto: el hambre. Esta enorme masa maloliente que era yo tenía hambre, un hambre que me volteaba el estómago al revés y dolía. Llevaba horas hambrienta: la última vez que comí había sido la noche anterior. Las prioridades de mi cuerpo estaban claras: antes que limpiarme y salir de la condición terrible en la que me encontraba, prefería comer. Mi apetito era más grande que nunca. Lo único que deseaba era comer, introducir algo, lo que fuera, a mi boca, y seguir haciéndolo hasta que mi estómago se llenara, tenso y satisfecho. Me quedé dormida por no sé cuánto tiempo. Abrí los ojos deseando que aquello fuera una pesadilla: mis cinco sentidos me recordaron cuál era mi realidad. No tenía idea de qué horas eran, de qué día era. Estaba convencida de que moriría: mi única certeza. Estaba derrotada: nunca tuve alma de guerrera, como decía mi madre de mi hermana, que participaba en todas las competencias atléticas. Gerardo me había abandonado, mi familia nunca se interesó en buscarme, nadie más sabía que yo estaba aquí. La señora del aseo, mi única esperanza tal vez, había renunciado ayer y no volvería jamás. Lo peor era que a pesar de no haber comido nada, mi cuerpo seguía expulsando los restos de comidas anteriores. Yo era un depósito gigantesco de mierda que seguía vaciándose. Alcancé a ver por el rabillo del ojo que los excrementos se habían desbordado de la cama: podía escuchar cómo caían al suelo, líquidos y espesos, en gruesas y pestilentes gotas. Al mismo tiempo, la parte que se escondía tras mi espalda comenzaba a secarse: era como si las sábanas se integraran a mi piel. Me ardía y al mismo tiempo sentía mi espalda tensa, apretada, como si alguien me hubiera puesto un corsé. Miré el techo: la última vez había una telaraña en una de las esquinas y ya no podía localizarla. La lámpara del cuarto era sólo un brillo amorfo que me cegaba. Giré un poco la cabeza y me concentré en la ventana cerrada con la persiana. No podría decir si era de día o de noche. La televisión mostraba figuras en movimiento; apenas pude enfocar las imágenes. Estaba mareada, todo me daba vueltas. Mi cuerpo había cancelado casi todas mis percepciones y se concentraba en la sensación pura del hambre. Y la sed. Comencé a juntar saliva en mi boca para beberla. En mi mente dije las mismas palabras que las monjas me contaron que Cristo había dicho al agonizar en la cruz: «¿Dios mío, por qué me has abandonado?». Si Dios abandonó a su propio hijo, ¿qué sería de mí, una gorda apestosa a la que nadie quería? Moriría lentamente, consumida por el hambre, o de alguna infección terrible por estar postrada sobre la suciedad y la miseria. Pensé en mi madre con todas mis fuerzas. Yo sabía que no me quiso nunca como a mi hermana; sin embargo, pensé en ella. Era el instinto más básico, clamar por la madre en momentos difíciles, así fuera una mujer que sentía asco por su hija. Mi padre estaba muerto, no valía la pena ni siquiera gastar mis pocas fuerzas en invocarlo. Intenté llamar a Gerardo pensando insistentemente en él, porque me era imposible conectar el cable del teléfono. Le recé a la Virgen, a Dios y a todos los santos que pude recordar. Estar desesperada me hizo volcarme en la superstición: me sentí falsa e hipócrita. Era mi último recurso. Dormí, sólo para despertar más tarde y darme cuenta de que seguía en el mismo lugar y en peores condiciones. En algún momento dejé de llorar, supongo que por deshidratación. 35 Esa mañana, Abril amaneció en un estado de valentía alimentado por la adrenalina y la certeza de tener la razón; Pandora, por su parte, se encontraba en el indigno estado de los que están cercanos a la muerte. Faltaban dos días para que Gerardo regresara de su viaje. Le había tomado cuatro días a Abril decidirse a visitar la casa de la amante. Si no era ese mismo día, la oportunidad pasaría. Para Pandora eran casi tres días de abandono. La relatividad del tiempo era personal. Su plan no contemplaba todos los detalles: en realidad Abril no sabía qué iba a decirle a esa mujer al verla: tendría que improvisar, dejar que el arquetipo de la esposa afrentada hablara por su propia boca. Llevaba en su bolsa una fotografía familiar, algo así como un documento que comprobaba su papel de esposa y madre de los hijos de Gerardo. Eso sí, antes de salir había puesto todo el cuidado del mundo en arreglarse. Eligió un traje sastre que la hacía verse espigada como las altas ejecutivas o abogadas que salen en las series de televisión norteamericanas; su cabello castaño suelto, el maquillaje que la hacía verse joven y al natural, los zapatos de tacón que le regalaban unos diez centímetros de altura artificial. Abril abrió la pequeña verja y caminó desde la banqueta por el camino que cortaba el jardín hasta la puerta principal. ¿Cuántas veces había hecho Gerardo ese mismo recorrido? Inhaló, enderezó la espalda y tocó el timbre. Así se deben de sentir los Testigos de Jehová varias veces al día. No, peor. Ellos no van a enfrentar a la amante del marido. Le pareció escuchar algo al fondo de la casa: ¿serían gritos? Así parecía. Esperó unos minutos, volvió a timbrar, pero no obtuvo respuesta. Tocó con el puño y escuchó un alarido. Alguien pedía auxilio. Intentó asomarse por la ventanita de la sala: la persiana estaba cerrada. Abril miró hacia a las casas vecinas, a la calle, para ver si la voz provenía de alguna otra parte. No había nadie a la vista. Tocó otra vez: –¿Hay alguien allí? –Pegó una oreja a la puerta y pudo escuchar que alguien pedía ayuda, por favor. Por amor de Dios. Por lo que más quiera. Clamaba aquella voz. No era esto lo que Abril tenía en mente al decidirse a visitar a esta harpía. ¿Sería una broma?, ¿un contraataque? No, no había forma en el mundo en que supiera que ella vendría a verla justo hoy. –¿Qué pasa? –gritó Abril. Alguien adentro de la casa contestó que se estaba muriendo. Ayuda-que-me-estoy-muriendo. A eso le siguieron una serie de sollozos y, después, el silencio. Abril miró a su derredor: se aseguró de que nadie la veía. Tomó el gnomo que adornaba el jardín: no era de cerámica, sino de resina. Era lo suficientemente macizo. Se cubrió los ojos con una mano y lanzó la figura contra la ventana de lo que supuso era la sala. El cristal explotó: el duende estaba dentro. Abril sintió su cuerpo abrazándose a sí mismo: todos sus músculos se habían contraído y estaba lista para salir corriendo como una gacela en cualquier momento. Nunca había hecho nada así. Apretó los puños y extendió los dedos: las palmas le sudaban. Se quitó uno de los tacones y terminó de tirar los cristales que aún colgaban del marco. Ya no quiso cerciorarse de que nadie la viera: si alguien lo había hecho, no tardaría en llamar a la policía. Volvió a acomodarse el zapato y se acercó al hueco de la ventana. Introdujo el brazo con mucho cuidado para no rasgar el saco de su traje y tanteó el lado interior de la puerta. Había un pestillo deslizable que no ofreció resistencia alguna y el seguro interior de la perilla que se botó apenas la giró. Abrió la puerta: un hedor insoportable la aventó un par de pasos atrás, como si alguien la empujara golpeándola en el pecho. No sólo era el aire rancio de una casa que lleva días sin ventilación: apestaba a orines, a mierda, a descomposición. Jamás había experimentado una afrenta a los sentidos como esa. Antes de que las ganas de vomitar se apoderaran de ella, Abril sacó de su bolsa un puño de toallitas húmedas, de las que traía en su bolso por si los gemelos se ensuciaban las manitas con algo pegajoso, y se cubrió la nariz con ellas. Cerró la puerta. La casa estaba en penumbras; ninguna luz encendida. La pequeña sala-comedor estaba vacía; iba de puntas, para no hacer sonar sus tacones. Se asomó a lo que era la cocina: fuera de muchos trastes sin lavar, un enjambre de moscas y basura que se pudría en la bolsa dentro de un bote, no había nada más. Abril avanzó: no había demasiadas partes adonde pudiera ir. A medida que recorría el pasillo, supo que la fuente de aquella pestilencia se encontraba cada vez más cerca. Encontró la puerta que daba a la única recámara de la casa. Estaba abierta. Abril se detuvo y se dio cuenta de que estaba temblando: este era el momento para darse la vuelta, salir corriendo y tratar de olvidarse de todo. Fuera lo que fuera lo que sucedía en esa casa, ella no tenía por qué enterarse. ¿Y si se hubiera equivocado? ¿Qué tal si Gerardo no tenía una amante, sino que la vez que lo vio entrar a esta casa era porque fue a dar una consulta a una mujer enferma, de esas que no podían salir de su cama por alguna terrible razón? Pero no, sabía bien que su esposo amaba a alguien más, por más que ella misma quisiera negarlo. ¿Cómo explicar pues esos cambios en su persona, esas sonrisas con las que ella se había topado sin querer y que no tenían razón aparente? Por eso su nerviosismo estos días en que lo había seguido a todas partes. Había algo, sí, su marido tenía a alguien más, sí, mas no tenía sentido lo que estaba sucediendo en este lugar. Abril respiró profundamente en sus toallitas húmedas, el aroma a talco de bebé entró hasta sus pulmones, y se adentró en la habitación como quien se lanza al vacío. No estaba preparada para lo que vería. Aquello no era una mujer, sino un monstruo, una visión del infierno. El cerebro de Abril tardó en procesar la imagen que sus ojos habían capturado: aquel cuerpo fétido era casi tan ancho como la cama que lo sostenía: la carne deforme y pálida, los pechos y el vientre como gigantescos huevos estrellados, colgando hacia los lados, obscenos, horripilantes. Ella, aquello, era grotesco. Las piernas eran dos montañas de carne laceradas con mierda, con llagas abiertas de las que brotaban pus y sangre. El pubis enmarañado tenía la decencia de cubrir lo que de otra manera hubiera sido nauseabundo mirar. Las sábanas debajo de aquella masa de materia orgánica en descomposición estaban en un estado indescriptible. Todavía había un cierto movimiento en la parte donde tendría que estar el tórax, que indicaba que aquella criatura respiraba. Dejó escapar un grito de terror al ver esos ojos abrirse y centrarse en ella: –Agua –balbuceó la monstrua en un tono muy bajo. Abril apretó las toallitas contra su nariz y se acercó a la parte de la cama más cercana a aquella cabeza llena de papadas de piel rojiza y corrugada–: A-gua –volvió a suplicar. Tras esa mirada se asomaba un ser humano, un minúsculo brillo de vida que parecía estar a punto de apagarse. Abril salió corriendo hacia la cocina, buscó un vaso y lo llenó con el agua de un garrafón que descansaba sobre un mueble de madera. Antes de entrar al cuarto, decidió regresar: vomitó en el fregadero e hizo buches con agua del grifo para enjuagarse la boca. Tomó varias toallitas húmedas nuevas, las acomodó en el hueco de su mano a manera de máscara, tomó el vaso de agua y fue a la habitación. Tuvo que dejar las toallitas para sostener la cabeza de la mujer elefante con un brazo y poner la orilla del vaso en aquellos labios secos y rotos para que bebiera. La gorda daba tragos minúsculos que le provocaban espasmos, como si fuera a ahogarse; Abril tenía que retirar el vaso y esperar a que la otra se recuperara y volviera a pedir más. Tardó unos 15 minutos en verter poco a poco toda el agua y para examinar a esa criatura. Se sintió abochornada, culpable sólo por ver: no pudo sino dedicarle a ese cuerpo la misma mirada de asco con la que uno examina la fecha de caducidad de un yogur después de darle una cucharada. No, en realidad no había nada en su experiencia con lo que pudiera comparar aquello. El exceso de carne, la mugre, los excrementos, el hedor, ¡por Dios santo! Estaba pudriéndose en vida. Todos los adjetivos se desvanecían entre el asco y el desprecio. A nivel consciente sabía que ese ser humano sufría; en otro nivel le era fácil tratarla como si fuera una cucaracha en la cocina. Podría matarla, o dejarla morir, y no sentir nada, porque era una criatura despreciable, inmunda. ¿Cómo podía alguien llegar a ese punto? Algo dentro de Abril, tal vez su enseñanza en un colegio de monjas, la obligó a ser caritativa. O quizá fuera su morbo, nada más. O tal vez la inesperada y perversa sensación de sentirse por comparación la mujer más bella y delgada del mundo. Aquel ente monstruoso estaba respirando con dificultad. Abril fue a la cocina a traer otro vaso de agua. La gorda bebió más. Intentó hablar: –Tengo hambre. No he comido nada. Abril se mordió los labios para no decirle que la falta de alimento era algo bueno en su caso. Sacó una barrita energética de granola de su bolsa, le quitó la envoltura, y se la extendió. La otra la tomó con desesperación y la engulló en dos bocados. –Despacio, que te puede caer mal. Aquel ser repugnante disminuyó la aceleración de sus mandíbulas y se obligó a comer con pausa. Abril tuvo ganas de llorar. Debería salir corriendo. Encontrar algo que pudiera borrar de su mente todo esto. ¿Esta era la amante de su marido? La había imaginado más joven, más delgada, más bonita. Más todo. Así eran todas las amantes de sus amigas, o las que aparecían en películas y telenovelas: mujeres diseñadas para hacer sentir menos a la esposa, para evidenciar todas y cada una de sus carencias, para obligarla a asumir responsabilidad por los cuernos propios. ¿Pero cuál era el protocolo cuando la amante era un monstruo? No podía hacer una escena, jalarla del cabello y darle una cachetada: se estaba muriendo. Abril no supo qué hacer. Sólo se le ocurrió preguntarle su nombre. –Pandora. –¿Sabes quién soy? –Sí. Usted es la esposa del doctor Vieira. – Tragó saliva y sin mirar a los ojos a la señora oficial siguió–: Nos conocimos en la cena de Navidad. –No me acuerdo. –Abril recorrió mentalmente a toda la gente de aquella noche. Habían pasado tantos meses ya. –Soy la gorda que estaba en su mesa. La gorda asquerosa a la que su marido miraba idiotizado. ¿Y cómo iba a recordarla si en aquella cena su rostro todavía parecía humano y ahora era una cosa repugnante y amorfa? La diferencia entre la gordura aquella y la masa que tenía enfrente era descomunal. ¿Pero qué había pasado desde entonces hasta ahora? ¿Gerardo le había hecho esto? Las piernas de Abril se volvieron débiles: tenía que sentarse. Encontró una silla cerca de la cama y se dejó caer. Los tacones la estaban matando. Ni siquiera sabía cómo sentirse. ¿Aliviada porque la otra era un ser repugnante? ¿Cómo competir contra eso? Era como cuando al marido de una conocida suya lo habían sorprendido con otro hombre. Abril había tratado de consolar a la mujer: no es que haya otra mejor que tú, es que simplemente no estás en sus gustos, ni tú ni ninguna mujer. Pero una gorda descomunal seguía siendo una mujer. ¿Debía sentirse celosa porque su esposo encontraba en aquel ser algo que tenía con ella? ¿Qué decía eso del propio Gerardo? –Háblame de tú –dijo Abril, intentando calcularle la edad–. Vas a tener que explicármelo todo. Pandora levantó el brazo y señaló con el dedo el cajón del buró. Abril abrió el cajón y vio la libreta negra. Primero la revisó con indiferencia, dejando pasar las hojas rápidamente. Un viento muy ligero le abanicó la cara. Reconoció la letra de su marido y se detuvo en una página cualquiera para analizarla con cuidado. ¿Qué eran esas fechas y números? ¿Un experimento, un acto de amor, un intento de asesinato? ¿Aquella monstruosidad de mujer era culpable de lo que le sucedía ahora o era más bien una víctima? Las palabras se agolparon en la boca de Abril: no pudo articular ninguna pregunta. No supo qué hacer y sacó de su bolsa la fotografía que había cargado como si fuera un arma. Era una foto tomada en aquel último viaje a la playa: Gerardo en bermudas, mostrando su cuerpo perfecto, cargaba a uno de los gemelos con un brazo musculoso, al tiempo que abrazaba a Abril con el otro. Ella, a su vez, sostenía al segundo niño con ambos brazos. Llevaba un sombrero y tenía una sonrisa retorcida por el sol. La cara perfecta y varonil de Gerardo se escondía tras unos lentes oscuros. De fondo, el dorado de la arena, y más allá, el mar. Abril sostuvo la foto frente a los ojos de la gorda. Su mano temblaba. Pandora alejó la mirada, llena de culpa. Ver a su amante en la fotografía con su familia fue como leer una carta privada y ser sorprendida en el instante. –Perdón, perdón, señora. –Se soltó a llorar. Su cuerpo enorme se agitó y la respiración comenzó a fallarle–. Por favor, llame a una ambulancia. «Señora.» Esa palabra la hizo sentir vieja, inservible. No era abiertamente ofensiva; a veces incluso parecía darle un cierto nivel por encima de otros, como cuando la sirvienta se dirigía a ella de la misma manera. En boca de la amante de su esposo, la palabra la hería discreta, dolorosamente, como una cortada con una hoja para rasurar. Abril se cruzó de brazos. Su cuerpo ya se había acostumbrado al hedor, lo asumía como parte del paisaje. Era increíble cómo los seres humanos podían adaptarse a todo, incluso a la ignominia y al infierno. ¿Podría ella adaptarse a esto? Consideró sus opciones: podría irse, no decirle nada a nadie y esperar a que ese monstruo terminara de morir. Sus heridas abiertas, la falta de agua: no sobreviviría mucho más. ¿Qué cara pondría Gerardo si llegara a buscarla y además de la hediondez de la mierda percibiera también la de un cadáver con varios días de descomposición? Abril recordó sus viajes en carro, con su familia. Una vez su padre se había parado en la carretera para que ella orinara, y la pequeña Abril se había topado con una vaca muerta, abotagada: el olor era insoportable, fuera de este mundo. Si Abril quisiera, ese podría ser el escenario que Gerardo encontraría a su regreso. El dolor de él por muerte de la otra sería su venganza. Podría también tomar una almohada y acelerar el proceso, sacarla de su miseria, como hacían con los caballos heridos. Podría, también, hacer lo cristianamente correcto: pedir ayuda médica, perdonar, seguir adelante con su vida. Divorciarse tal vez: desplumar a su marido hasta convertirlo en un esclavo que sólo trabajara para sobrevivir y pagar la manutención de su exmujer y sus hijos, si es que quería el derecho de verlos. ¿Y si Gerardo era un psicópata? Quizá en el futuro intentaría hacerle a ella lo que le hizo a la amante. Abril miró a la mujer obesa, como un mamífero marino, la mujer fea, casi podrida, que tenía algo que la hacía especial a ojos de su esposo. La aludida sabía bien lo que aquella mujer casi perfecta para los estándares de la sociedad estaba mirando en esos momentos: toda esa carne inmensa, asquerosa, sucia, pestilente. Era todo lo contrario a Abril. Gerardo encontraba en esa ballena algo que no tenía en casa. Ahora estaba reducida. Destruida. Derrotada. Moribunda. Fuera lo que fuera, la mala fortuna se había acumulado a tal grado en su vida que ahora su peso la quebraba. Su dignidad, si es que las monstruosidades como esa la tenían, había sido trasquilada: aquello no era un ser humano, sólo la cáscara seca de un insecto que ha cambiado de piel. –¿Por qué te quiere? Pandora se mordió los labios. Estaba sufriendo físicamente; el dolor era además existencial. Quería morir para escapar de aquella situación; al mismo tiempo, estaba aterrada porque sabía que estaba a un paso de dejar de existir. –Si no me contestas, voy a salir por esa puerta y te quedarás aquí hasta que alguien más te encuentre. –Abril la miró con algo que se sentía como odio. Esa no era ella: Abril, que también había sido gorda, no así, sólo lo suficiente como para entender el sufrimiento que conllevan los kilos extras. No se reconoció a sí misma al hablar–. No creo que puedan hacer un hoyo de tu tamaño para enterrarte… O a lo mejor te creman… en partes. –Él no me quiere. Me abandonó –dijo Pandora entre sollozos. –¿Por qué tú? Él podría tener a cualquier mujer: ¿por qué tú? La pregunta retumbaba simultáneamente dentro de los cerebros de las dos mujeres. Hubo un largo silencio que sólo se rompía por la respiración jadeante de Pandora. ¿Cómo podría un hombre como Gerardo gustar de alguien como ella? Era inverosímil, sí, aun para ella, que lo había vivido en primera persona. Sabía que era atractiva para él: ese hecho conflictuaba tanto con la sociedad, con los medios, con el mundo en general, que parecía una mentira. Pandora recordó los momentos con Gerardo: las caricias, los orgasmos, los besos, sus palabras. La forma en que la miraba. Era casi devoción. Finalmente Pandora esbozó una sonrisa que lo mismo podría haber sido un gesto de dolor: –Por gorda. –Respiró con dificultad. Una fuerza inesperada se apoderó por un momento de su cuerpo débil–. Me quiere por gorda. A tu esposo le gustan las gordas inmensas como yo. –Miró suplicante a Abril, quien desvió la mirada. Por gorda. Por gorda. Desde que conoció a Gerardo no había hecho otra cosa que intentar adelgazar, luchar con su propensión natural a la gordura. Habían sido tantos años de privaciones, de sufrimiento, de hambre. También de frustraciones, porque sus esfuerzos no tenían respuesta en su marido: al contrario, la alejaban más de él, y ella no entendía el porqué. Hasta ahora. Las lágrimas dejaron surcos en el maquillaje de Abril: intentó meter el puño de su mano dentro de su boca para acallar sus sollozos. El llanto se le desbordó; su cuerpo menudo, casi esquelético, se convulsionaba. Lágrimas acumuladas durante años brotaban ahora, sin control, desesperadas, atropelladas, como un animal enjaulado que tiene al fin la oportunidad de huir. No podía ser, pero era. Dolía tanto el engaño, pero más la verdad. Al tiempo, algo se levantaba de sus hombros. No era culpa de Abril. Ella se había esforzado durante años por ser delgada. Ahora sabía que por más que lo intentara, no habría podido jamás darle gusto a Gerardo. Y si su gusto eran las mujeres mórbidamente obesas, ella no estaba dispuesta a complacerlo ya. Abril se sintió extrañamente liviana, libre. ¿Qué haría al regresar a su casa? Podría hacer cualquier cosa. La recorrió la certeza de que todo era posible. Antes de dar la vuelta para salir, llamó al número de emergencias y pidió ayuda para la amante de su marido. Su próximo exmarido. –Está a punto de morir. Salió de la habitación sin mirar a Pandora. No soportaba verla más. Tropezó con el gnomo, que desde el suelo parecía reprocharle algo. Lo pateó con la punta del tacón. Afuera, la luz del día la deslumbró. Una mujer que barría la banqueta se detuvo al escuchar el portazo en la casa vecina. Abril atravesó ágilmente los pocos metros entre la casa y la banqueta. Sentía que una energía inesperada fluía por todo su cuerpo. Se subió a la camioneta y se alejó acelerando con fuerza. Fin. Acerca de la autora LILIANA V. BLUM (Durango, 1974) es autora de la novela Residuos de espanto (2013) y de los libros de cuentos No me pases de largo (2013), Yo sé cuando expira la leche (2011), El libro perdido de Heinrich Böll (2008), The Curse of Eve and Other Stories (2008), Vidas de catálogo (2007), ¿En qué se nos fue la mañana? (2007), y La maldición de Eva (2002). Sus escritos son parte de las antologías Atrapadas en la madre (2006), El espejo de Beatriz (2009), El crimen como una de las bellas artes (2002), Óyeme con los ojos: de Sor Juana al siglo XXI (2010), y Three Messages and a Warning: Contemporary Mexican Short Stories of the Fantastic (2012). Es coeditora de la antología Perros de agua: nuevas voces en el sur de Tamaulipas (2006). © 2015, Liliana V. Blum Diseño de la colección: Guillemot-Navares Fotografía de la cubierta: © pidjoe / gettyimages Reservados todos los derechos de esta edición para: © 2015, Tusquets Editores México, S.A. de C.V. Avenida Presidente Masarik núm. 111, Piso 2 Colonia Polanco V Sección Deleg. Miguel Hidalgo C.P. 11560, México, D.F. www.tusquetseditores.com 1.ª edición en Andanzas: febrero de 2015 ISBN: 978-607-421-665-3 Primera edición en formato epub: febrero de 2015 ISBN: 978-607-421-664-6 No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Libro convertido a epub por: TILDE TIPOGRÁFICA Planetadelibros.com