MITOS DE LA ESPAÑA INMORTAL
Conmemoraciones y nacionalismo español en el siglo xx
JAVIER MORENO LUZÓN
“¡Mártires de la lealtad!, / que, del honor al arrullo, / fuisteis de la Patria orgullo / y honra de la Humanidad.
En la tumba descansad, / que el valiente pueblo
ibero / jura con rostro altanero, / que, hasta que España sucumba, / no pisará vuestra tumba / la planta del
extranjero”1.
La identidad nacional
y las conmemoraciones
Cualquier identidad, individual o colectiva,
constituye un fenómeno cambiante, en absoluto inmutable o perpetuo, y para persistir necesita renovarse periódicamente, actualizarse de acuerdo con las circunstancias
y con los intereses de los actores presentes
en cada situación. Toda comunidad precisa
de unas referencias culturales que le den
sentido de continuidad, tiene que asumir
un pasado y proyectar un futuro para seguir existiendo. En ese contexto resultan
útiles los mitos, lo símbolos y los rituales,
que sirven para crear y mantener vivas las
identidades, proporcionando cohesión al
grupo humano correspondiente. Las identidades nacionales no son, en lo fundamental, distintas de las demás, aunque poseen
un gran peso político. Los historiadores
preocupados por estos temas han concedido mucha importancia a la fabricación o
invención de las naciones como construcciones recientes, pensadas para legitimar los
sistemas políticos contemporáneos. Según
el enfoque historiográfico comúnmente
aceptado, son los nacionalistas quienes arman y restauran los imaginarios nacionales,
aunque también parece claro que semejante
tarea arquitectónica se hace imposible si no
se cuenta con materiales sólidos como la
lengua, la religión, la experiencia histórica,
algunas costumbres y leyes o los vínculos
1 Bernardo López García, “Al Dos de Mayo”
(1862-1863), citado por ejemplo en Historia de España.
Primer Grado, Zaragoza, Luis Vives, 1952, pág. 108.
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con un territorio concreto2. Entre los medios empleados en la construcción nacional
destaca la elaboración de mitos, de relatos
fabulados que explican el origen remoto y
los hitos principales en la trayectoria de las
naciones, marcas en las que se reconocen sus
rasgos más duraderos y que requieren también actualizaciones frecuentes. Los hechos
gloriosos y los héroes y mártires que dieron
su vida por la patria encarnan a ojos de los
nacionalistas las características esenciales y
cuasi-eternas de esa comunidad, que se manifestaron en una época dorada del pasado y
que hay que recuperar para que la nación
vuelva a ser grande. Como ha señalado John
R. Gillis, una de las cualidades más sobresalientes de las conmemoraciones nacionales
reside en su preferencia por los muertos. Los
muertos son el ejemplo de los vivos, les sirven de inspiración3.
El recuerdo de las fechas clave y de los
personajes heroicos de la historia nacional
cumple pues una misión de primer orden
en la creación y el mantenimiento de las
identidades nacionales. A través de las conmemoraciones, la mitología nacionalista se
consolida, se transforma y se pone al día.
De la misma manera, esos mitos se difunden con el propósito de articular y fortalecer lazos emocionales entre los habitantes
de un territorio y la idea de nación. Junto
2 Hay una bibliografía ingente sobre estas cuestiones, aunque es inevitable referirse a títulos como el de
Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.), La invención
de la tradición, Crítica, Barcelona, 2002 (1ª ed. 1983).
Véanse también, por ejemplo, las recientes relexiones de
Anne-Marie hiesse, “Les identités nationales, un paradigme transnational”, en Alain Dieckhof y Christophe
Jafrelot (dirs.), Repenser le nationalisme. héories et pratiques, Sciences Po, París, 2006, págs. 193-226.
3 John R. Gillis, “Memory and identity: the history of a relationship”, en John R. Gillis (ed.), Commemorations. he Politics of National Identity, Princeton
University Press, Princeton, 1994, págs. 3-24. Anthony
D. Smith, “Conmemorando a los muertos, inspirando a
los vivos. Mapas, recuerdos y moralejas en la recreación
de las identidades nacionales”, Revista Mexicana de Sociología, 60 (1) (1998), págs. 61-80.
con otros mecanismos, la conmemoración
contribuye a nacionalizar a los ciudadanos,
a homogeneizar la cultura de los pobladores
del país, algo especialmente signiicativo en
la era de las masas que arrancó en Europa
durante las últimas décadas del siglo xix y
se extendió por todo el xx, cuando la política ya no atañía sólo a las élites sino que
implicaba a una buena parte de la población. Las conmemoraciones se convierten
en experiencias que construyen identidad,
los individuos pueden reconocerse en la nación a través de sus ceremonias y festejos4.
Sin embargo, para eso no vale cualquier
mito, ya que su signiicado ha de parecer
verosímil y relevante. Los mitos nacionales
con más éxito son los que suscitan cierto
consenso social, es decir, aquéllos a los que
la mayoría de las opiniones concede un
gran valor, y que a la vez resultan polivalentes, es decir, soportan sin fracturarse múltiples interpretaciones por parte de unos y
otros. Es difícil asentar un mito nacional y
difícil también acabar con él; los buenos
mitos son, por así decirlo, de larga duración. El estudio de las conmemoraciones
abre pues una ventana al análisis de las
ideologías y los movimientos nacionalistas
y de las identidades nacionales en un momento dado, y también al de las vivencias
de la nación por parte de la gente.
La historiografía se ha ijado ante todo
en las instancias estatales dedicadas a la nacionalización, que, junto con los movimientos nacionalistas, recogen los mitos
confeccionados por los intelectuales y los
transmiten por diversos cauces, entre ellos
las conmemoraciones. Pero, vista de cerca,
la cuestión se hace más compleja. En primer lugar, porque en cada conmemoración
4 Para esta cuestión sigue siendo ineludible la
referencia a George L. Mosse, La nacionalización de las
masas. Simbolismo político y movimientos de masas en
Alemania desde las Guerras Napoleónicas al Tercer Reich,
Marcial Pons Historia, Madrid, 2005 (1ª ed. 1975).
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intervienen actores diversos y heterogéneos,
no sólo el Estado o las organizaciones declaradamente nacionalistas, y al lado de las
autoridades nacionales adquieren un relieve
notable las locales y la sociedad civil, compuesta por diferentes asociaciones y particulares. Una sola persona con iniciativa
puede ser determinante5. Y porque la transmisión de valores nacionalistas discurre en
sentido vertical, desde las instituciones hasta los individuos –a través, por ejemplo, de
5 Por ejemplo, el centenario de la independencia
norteamericana en 1876, donde no hubo apenas intervención gubernamental sino que predominaron las
iniciativas privadas: Lyn Spillman, Nation and Commemoration. Creating national identities in the United States
and Australia, Cambridge University Press, Cambridge,
1997.
Nº XX CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
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la escuela, del ejército o de las iestas oiciales– pero también en un sentido horizontal,
entre las fuerzas que interactúan dentro de
la arena política. Eso tan escurridizo que ha
dado en llamarse memoria nacional no se
asemeja a un compuesto cocinado por los
intelectuales que los gobernantes inoculan
sin más a ciudadanos pasivos; sino que se
parece más bien a un campo de juego, a un
terreno en el que múltiples protagonistas se
disputan el signiicado de la historia, reinterpretan el pasado patrio para reforzar su
propia identidad, imponer su versión y
apropiarse así de un instrumento crucial de
poder. De ahí la importancia de la pugna
por la memoria. Es decir, la conmemoración representa siempre un acto político –la
política de la memoria es parte de la vida
política general– y da lugar a conlictos entre partidos o facciones enfrentados6.
Cabe hablar de distintos tipos de conmemoraciones nacionalistas. Unas veces se
trata de efemérides habituales y pautadas,
como las que celebran cada año una fecha
memorable y en algunos casos, por su especial relevancia, adquieren la categoría de
iesta nacional. El calendario festivo marca la
existencia cotidiana de los ciudadanos, participen o no de los ceremoniales. Otras pueden ser extraordinarias, como los homenajes
esporádicos a alguna personalidad o los centenarios que proliferaron desde el último
cuarto del siglo xix hasta transformarse en
las ocasiones conmemorativas más frecuentes. Las conmemoraciones conforman lugares de memoria, señas de identidad, y a menudo esos lugares anidan en construcciones
reales, materiales, dedicadas a la memoria
nacional, como ocurre con los monumentos
o mausoleos erigidos en honor de los héroes
o de los muertos ilustres, caídos o mártires
de la causa, que se levantan en un momento
determinado pero se dotan constantemente
de signiicado mediante la orquestación periódica de rituales. Incluso algunos ediicios
históricos o paisajes naturales se convierten
en espacios sagrados para el nacionalismo.
Como consecuencia de todo lo dicho se ha
comparado a los nacionalistas con los feligreses de una iglesia, que se nutren también
de mitos, símbolos y ritos. Una confesión
cristiana recuerda continuamente el sacriicio de Cristo, se mira en el ejemplo de los
santos y mártires, establece el calendario vital de los creyentes, reairma su fe en ceremonias repetidas sin descanso y consagra espacios al culto. La misa discurre en torno a
una conmemoración. Así, el nacionalismo se
adorna con muchos de los rasgos de las religiones, transiriendo a la patria terrenal la
6 Henry Vivian Nelles, he Art of Nation-Building.
Pageantry and Spectacle at Quebec’s Tercentenary, University of Toronto Press, Toronto, 1999.
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MI TO S DE L A ES PAÑA I NMO R TAL
sacralidad antes reservada al ámbito sobrenatural y formando una comunión de ciudadanos. En algunos momentos llega a alumbrar
una religión civil –o incluso una auténtica
religión política–capaz de rivalizar con los
credos tradicionales7.
Una conmemoración nacional moderna
suelen abarcar numerosas manifestaciones y
no se reduce a la mera erección de estatuas o
a ciertas iniciativas gubernamentales, por lo
que conviene atender a su complejidad dentro de una esfera pública en desarrollo donde intervienen múltiples actores y medios de
comunicación. Las conmemoraciones cambian, en cada periodo adquieren formas singulares, se intensiican o desaparecen. Abundan cuando urge la legitimación popular de
un sistema político o en épocas de crisis,
cambios acelerados y creciente inseguridad,
que suelen conducir a la búsqueda de referentes estables en el pasado. El siglo xx, protagonizado por las masas y sacudido por rápidas transformaciones, fue terreno abonado
para la conmemoración.
Las peculiaridades
del nacionalismo español
Hasta hace poco, la interpretación más asentada acerca del nacionalismo español en la
época contemporánea lo caracterizaba como
un nacionalismo endeble y fracasado, un
juicio que se basaba en la debilidad del proceso de nacionalización española durante el
siglo xix, considerado normalmente como
una excepción en la Europa occidental. Las
carencias del españolismo se vinculaban a la
falta de voluntad de las élites gobernantes,
encerradas en el disfrute oligárquico del poder, y a la consiguiente escasez de los recursos estatales puestos al servicio de los ines
nacionalizadores, así como al enfrentamiento entre varios proyectos nacionales incompatibles y al peso de la Iglesia católica como
un imponente obstáculo en el desarrollo de
una nacionalidad moderna. Esta tesis formaba parte de la narrativa melancólica de la
historia de España, pendiente de las ausencias más que de las presencias, atravesada
por la tristeza y el desasosiego ante lo que
faltaba y poco antenta a lo que efectivamente había. Si hace décadas se habían subrayado la inexistencia de una verdadera revolución burguesa o la fallida democratización
política, ahora se predicaba lo mismo de la
nación. Bien es cierto que ya no se hablaba
7 Carlton J.H. Hayes, Nationalism: a Religion,
Macmillan, Nueva York, 1960. Anthony D. Smith,
“he ‘sacred’ dimension of nationalism”, Millennium:
Journal of International Politics, 29 (3) (2000), pp. 791814. Múltiples casos, en Maurizio Ridoli (ed.), Rituali
civili. Storie nazionali e memorie pubbliche nell’Europa
contemporanea, Gangemi Editore, Roma, 2006.
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de la burguesía sino de los liberales, a quienes sin embargo se aplicaban los mismos razonamientos que antes habían acusado a los
burgueses para airmar que, pese a que se
daban ciertas condiciones favorables, no habían representado el papel que les correspondía: así, los liberales españoles del Ochocientos no habían cumplido con la misión
histórica de nacionalizar a sus paisanos. Para
ello se aportaban unos cuantos datos indiscutibles, como una escolarización deiciente,
causa de la pertinacia de un analfabetismo
abrumador; o un ejército injusto, ajeno a la
movilización democrática. Junto a ellos se
remarcaba la insólita ausencia de iestas nacionales y de símbolos poderosos: apenas un
himno nacional sin letra, inadecuado por
tanto para emocionar al público; una bandera discutida, que más que unidad provocaba
división; y algún intento fallido de fundar
un panteón nacional. En deinitiva, esa débil
nacionalización habría permitido la subsistencia de fuertes identidades locales y habría
dado lugar a un vacío que ocuparon otros
nacionalismos allí donde había culturas susceptibles de ser tratadas como nacionales,
como en Cataluña y el País Vasco8.
Recientemente se han puesto en cuestión estas tesis por varias razones, que van
desde la escasez de investigaciones de base
que las sustenten hasta las acusaciones de
presentismo o cripto-nacionalismo 9. En
cualquier caso, las críticas contribuyen a
abandonar la visión melancólica del asunto,
incitan a profundizar en él y, si bien parece
absurdo negar que la identidad nacional española resultara problemática, animan a establecer una perspectiva comparada que acabe con prejuicios acerca del fracaso o la excepcionalidad del caso español. Una manera
de evitar estos riesgos consiste, por ejemplo,
en revisar el ejemplo de Francia, tenido durante mucho tiempo como un modelo de
éxito indiscutible en la construcción nacional debido a la labor de sus gobiernos. Con
8 El repaso historiográico más actualizado sobre el
tema es el de Fernando Molina Aparicio, “Modernidad
e identidad nacional. El nacionalismo español del siglo
xix y su historiografía”, Historia Social, 52 (2005), págs.
147-171. Los elementos básicos de esta interpretación se
hallan en obras, por otro lado fundamentales, como las
de Borja de Riquer, Escolta Espanya. La cuestión catalana
en la España liberal, Marcial Pons Historia, Madrid,
2001 (recopilación de trabajos de 1990-2001); y Carlos
Serrano, El nacimiento de Carmen. Símbolos, mitos y nación, Taurus, Madrid, 1999. Una visión más equilibrada,
en José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España
en el siglo xIx, Taurus, Madrid, 2001, págs. 533-565.
9 Véanse, por ejemplo, las críticas de Ferran Archilés, “¿Quién necesita la nación débil? La débil nacionalización española y los historiadores”, en Carlos Forcadell,
Gonzalo Pasamar, Ignacio Peiró, Alberto Sabio y Rafael
Valls (eds.), Usos de la Historia y políticas de la memoria,
Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2004,
págs. 187-208.
un simple vistazo a los numerosos conlictos
surgidos en torno a la nación francesa, que
echan por tierra la supuesta unanimidad republicana, o los descubrimientos acerca de
la tardía nacionalización de los campesinos
franceses, incompleta hasta los años previos
a la Gran Guerra, se relajaría mucho la dolida perspectiva hispánica10. Algo más fácil
aún si se desplaza el foco de atención hacia
el último tercio del siglo xix y el primero del
xx, cuando la irrupción de las masas en la
arena pública hizo más necesarias que nunca
las campañas nacionalizadoras en la mayor
parte de Europa. Desde luego, en la España
del Novecientos la pasividad de las autoridades queda en entredicho, pues tanto las élites
nacionales como las locales emprendieron
múltiples políticas de la memoria destinadas
a reairmar sus propias versiones del imaginario españolista y convencer con ellas a la
población: políticas educativas y culturales –
en escuelas, museos, bibliotecas, archivos,
excavaciones arqueológicas, iniciativas turísticas o exposiciones–, erección de estatuas,
establecimiento y celebración de fiestas y
centenarios, homenajes a los héroes y caídos
nacionales, etc. En esta lucha por la memoria no sólo intervenían los gobernantes sino
muchos otros elementos, como la prensa, los
partidos políticos de cualquier color y un
sinfín de asociaciones. Las conmemoraciones se convertían a menudo en festejos populares. Y en muchas de esas manifestaciones se mostraba la enorme fuerza del relato
nacionalista de la historia de España cuajado
en el siglo xix a partir de crónicas anteriores
y completado más tarde con motivos añadidos. Los mitos que conformaban ese relato
se difundieron en conmemoraciones de todo
tipo y en los lugares sagrados de la memoria
nacional.
Conviene aclarar que, en contra de lo
que suele airmarse, cuando llegó el cambio
de siglo los símbolos nacionales estaban bastante extendidos y aceptados por buena parte de los españoles. Eran, eso sí, y como
ocurría en otros países con regímenes monárquicos, los símbolos asociados a la monarquía y asumidos como propios por el Estado: la bandera rojigualda, empleada incluso por los republicanos durante el xix y presente en muchos lugares, desde las escuelas
hasta las verbenas y las corridas de toros; la
marcha real o marcha de granaderos, el himno que se tocaba en los actos oiciales y so-
10 Herman Lebovics, “Creating the authentic
France: struggles over French identity in the irst half
of the Twentieth Century”, en Gillis (ed.), Commemorations, pp. 239-257. Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. he Modernization of Rural France, 1870-1914,
Stanford University Press, Stanford, 1976.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº XX
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J AVI ER MORENO LUZ ÓN
naba en zarzuelas y desiles; o el brillo público de los días señalados en el calendario cortesano. La imposición de su obligatoriedad
por parte de las autoridades a comienzos del
xx, en respuesta a los retos catalanistas, se ha
confundido a menudo con la extensión de
su uso, muy anterior. Además, no sería exagerado considerar al rey o a la reina símbolos
de España en sus momentos de mayor exposición popular, como los viajes regios. Se
pueden destacar así tanto el peso de la monarquía en la identidad nacional española –
para muchos españolistas ambas resultaban
inseparables– como la capacidad nacionalizadora de la corona, con la que podían medirse muy pocas instituciones. Una de las
debilidades del republicanismo español residía precisamente en la fuerza de esa identiicación entre patria y monarquía, que diicultó en los años treinta, bajo la Segunda
República, el asentamiento de un imaginario nacionalista alternativo. En cuanto a las
conmemoraciones, las visiones habituales
del nacionalismo español han insistido en
que no hubo iesta nacional hasta la declaración del 12 de octubre como tal en 1918,
una llegada tardía que abona la frágil nacionalización de los españoles. Como ya se ha
dicho, los historiadores han mirado casi
siempre a Francia, en este caso a la iesta revolucionaria del 14 de julio, y han lamentado que en España no hubiera nada parecido.
Han obviado en cambio otros ejemplos relevantes como el de Inglaterra, que no tuvo
una iesta nacional al estilo francés y cuya
efeméride oicial más importante solía ser el
cumpleaños de la reina o del rey, lo mismo
que pasaba en otras monarquías y en España, donde el santo y el cumpleaños de los
monarcas y del príncipe –sobre todo la onomástica del soberano– tenían esa misma
consideración11. Además, se ha subrayado
que la iesta nacional ha acarreado dudas,
conflictos y discontinuidades, como demuestra el hecho de que cada régimen del
siglo xx impusiera su fecha preferida: el 14
de abril la República, el 18 de julio la dictadura franquista. No obstante, pocas veces se
ha reparado en que el 12 de octubre, día del
descubrimiento de América, ha sido iesta
nacional de forma ininterrumpida desde
1918 hasta hoy, lo cual obliga a buscar las
razones de un fenómeno tan signiicativo.
O, dicho de otro modo, a colocar las presencias junto a las ausencias antes de hacer balance.
11 Se amplían estas cuestiones en Javier Moreno
Luzón, “El rey patriota. Alfonso XIII y el nacionalismo
español”, en Ángeles Lario (ed.), Monarquía y República
en la España contemporánea, Biblioteca Nueva, Madrid,
2007 (en prensa).
Nº XX CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
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Respecto a la Iglesia, que se ha considerado un impedimiento al progreso de las tareas nacionalizadoras, lo cierto es que también podría contemplarse como un factor de
nacionalización desde el momento en que
hizo suya la idea de nación, la asoció con lo
religioso y se dedicó a difundirla de acuerdo
con una versión del españolismo que acabó
desembocando en el nacional-catolicismo.
Basta recordar que una de las primeras grandes conmemoraciones nacionalistas organizadas por los católicos se produjo en 1889 –
en respuesta al centenario de la Revolución
Francesa– para rememorar el 1300 aniversario del abandono de la herejía por parte del
rey visigodo Recaredo, que simbolizaba la
unidad católica de España12. No debe menospreciarse, como ocurre a menudo, la utilización de medios modernos de hacer política por parte de sectores conservadores o reaccionarios. Más aún, hoy no parece en absoluto probado que la fortaleza de las identidades locales o regionales implique la debilidad de la identidad nacional, puesto que en
España, como en otros países, unas resultaban a menudo complementarias de la otra y
muchas veces sólo se accedía a la identiicación con el imaginario nacional a través de
la sublimación del local, un rasgo muy presente en las conmemoraciones. La manera
regional de ser –la asturiana, la valenciana o
la aragonesa– se tenía no sólo por una de las
variadas formas de ser español, sino con frecuencia por la mejor de las posibles, y cabía
airmar que a cuanta más región, más nación. Algo que, como ha indicado Xosé Manoel Núñez Seixas, creyeron incluso las dictaduras españolistas. El descubrimiento por
parte de la historiografía europea de los lazos
entre estos campos identitarios ha conducido a hablar de un giro local en los estudios
sobre el nacionalismo13.
Por último, cabe pensar de nuevo sobre
los efectos que pudo tener la existencia de
distintas visiones enfrentadas del nacionalismo español sobre la identidad nacional y la
nacionalización de los españoles14. Los mitos nacionales admitían lecturas diversas, pe-
12
La nacionalización de los mensajes católicos,
en Álvarez Junco, Mater dolorosa, págs. 405-457. Jordi
Canal, “Recaredo contra la Revolución: el carlismo y
la conmemoración del ‘XIII Centenario de la Unidad
Católica’ (1889)”, en Carolyn P. Boyd (ed.), Religión y
política en la España contemporánea, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007, págs. 249269.
13 Véanse los trabajos recogidos en Xosé Manoel
Núñez Seixas (ed.), “La construcción de la identidad regional en Europa y España (siglos XIX y XX)”, dossier de
Ayer, 64 (2006), pp. 9- 231.
14 Carolyn Boyd, Historia Patria. Política, historia e
identidad nacional en España: 1875-1975, Pomares-Corredor, Barcelona, 2000.
ro ello no conllevaba necesariamente una
gran debilidad, ya que su misma importancia los hacía objeto de disputas: en realidad,
muchos de los mitos eran los mismos para
unos y para otros, aunque cada cual los interpretara a su gusto. Las diferencias obstaculizaban a veces, eso sí, la difusión de mensajes eicaces por parte de las autoridades,
aunque quede en el aire la duda sobre si este
hecho impedía la nacionalización por otros
medios no oiciales. De cualquier modo, lo
que parece indiscutible es que el siglo xx español ha estado marcado por la lucha a
muerte entre varios españolismos. Por un lado, el nacionalismo liberal, con su versión
democrática y republicana; por otro, el nacionalismo conservador y católico y, durante
pocos años, un incipiente nacionalismo fascista. El triunfo del nacional-catolicismo bajo la prolongada dictadura de Franco marcó
profundamente el españolismo y ha tenido
consecuencias decisivas hasta la actualidad.
Centenariomanía
Ya en las últimas décadas del siglo xix y las
primeras del xx se manifestó en España una
iebre conmemorativa sin precedentes. Se ha
hablado de estatuomanía por la abundancia
de monumentos públicos, pero podrían
añadirse otros caliicativos como centenariomanía y conmemoracionitis. Pocas cosas quedaron sin celebrar y las iniciativas de cualquier año llenarían muchas páginas. Algo
que pasó casi a la vez en otros países occidentales, donde se orquestaron grandes festejos como los del centenario de la Revolución Francesa o los del Jubileo de la reina
Victoria de Inglaterra en 1897, y que se ha
interpretado como una reacción política a la
falta de cohesión social y a las convulsiones
provocadas por la modernización económica
que recorrió el periodo. En España, donde
la preocupación por las conmemoraciones se
hizo patente bajo los diferentes gobiernos de
la Restauración, se añadieron algunos estímulos especíicos en torno al cambio de siglo. Primero, el surgimiento del catalanismo
–y en menor medida del nacionalismo vasco–como desafío al modelo de Estado-nación ochocentista. Segundo, el golpe a la
conciencia nacional que supuso el Desastre
de 1898, la fulminante derrota en la guerra
colonial con Estados Unidos que, pese a no
tener efectos económicos catastróicos, afectó profundamente a las élites españolas. Y,
tercero, los inicios de la enorme conlictividad social que iba a caracterizar la primera
mitad del nuevo siglo. El nacionalismo español se puso en marcha para responder a los
otros nacionalismos, para atajar el malestar
social y para sacar a España de su postración
o, dicho en términos de la época, para rege29
MI TO S DE L A ES PAÑA I NMO R TAL
nerarla. Lo cual implicaba alentar la nacionalización de los españoles. Con ese in se
conmemoraron las glorias patrias, sentidas
como ejemplos que debían seguirse y aprovecharse para reconstituir a la nación15.
Hubo, claro está, conmemoraciones de
muy distinto signo, pero la mayoría tenía
como in recordar, celebrar y actualizar mitos nacionalistas. La historia de España variaba dependiendo de quién la contara: no
era lo mismo la versión liberal progresista,
que ponía el énfasis en los logros y heroicidades del bendito pueblo español a través de
los siglos, que la versión católica conservadora, más atenta a los indisolubles vínculos de
la nación con la defensa de la fe religiosa y
de la monarquía. Sin embargo, había algunos mitos comunes que estructuraban la
historia nacional y que, canonizados en su
mayor parte por la historiografía decimonónica y la pintura de historia, se difundían a
través de cauces diversos, de los manuales
escolares al teatro o la zarzuela, la poesía o la
prensa. En ellos se encarnaban los rasgos
esenciales de lo español, inmutables desde
los tiempos más oscuros hasta la actualidad,
desplegados en un marco territorial inequívoco y dirigidos hacia el logro y la preservación de la unidad nacional, uncida de un
modo u otro a la monarquía. La historia en
cuestión arrancaba con episodios sacados de
la antigüedad como el sitio cartaginés de Sagunto y el romano de Numancia, pruebas
de la resistencia inveterada de los hispanos a
las invasiones extranjeras; seguía luego con
la romanización, la llegada del cristianismo y
las vicisitudes del reino visigodo para, tras la
invasión árabe, iniciar en la batalla de Covadonga la Reconquista, cuando las aspiraciones españolas se habían fundido con los reinos cristianos en su lucha contra los musulmanes. La empresa culminaba con la uniicación conseguida por los Reyes Católicos,
que traía una verdadera edad dorada, y se
prolongaba en el descubrimiento y la conquista de América. Con variantes signiicativas respecto a la España moderna, regida por
dinastías extranjeras con desigual fama, el
relato desembocaba en la Guerra de la Independencia frente a la agresión napoleónica,
la epopeya nacional por antonomasia. A lo
largo de él se traslucía una imagen de los es-
pañoles como gentes belicosas e individualistas, celosas de la libertad nacional y capaces de los mayores sacriicios con tal de preservar su forma de ser16.
Entre las conmemoraciones más visibles
en los decenios iniciales del xx, algunas sublimaban mitos que, por su preeminencia y
su protagonismo ulterior, podrían considerarse parte del núcleo central del imaginario
español contemporáneo, sujetos a varias interpretaciones y resistentes a los violentos
vaivenes políticos que sufrió el país a lo largo
del siglo. Uno de los principales era, ya se ha
dicho, el de la Guerra de la Independencia,
concebida por los nacionalistas como un levantamiento unánime contra la invasión
francesa en 1808 que, tras inmensos sufrimientos, había conducido a la victoria sobre
Napoleón. Una prueba irrefutable de la existencia y el vigor de la nación española. El
primer centenario de la contienda, entre
1908 y 1913, dio lugar a la reivindicación
de las glorias nacionales, de batallas y héroes
que parecían modelos válidos en el presente
para demostrar, tras el infausto Desastre, que
España era una gran nación, una sola, y podía elevarse al rango de potencia respetable.
El ejemplo de los mártires de 1808 debía
inspirar a los españoles de 1908 la regeneración de la patria. No obstante, la ocasión
contó con un apoyo gubernamental intermitente, retraído en ciertos momentos por
razones de política interior y exterior, de
manera que la mayoría de las celebraciones
partió de los municipios y las fuerzas vivas
locales. Cada ciudad recordó a sus propios
héroes, lo cual no implicaba que las identidades provincianas o regionales contradijeran la identidad nacional sino todo lo contrario, ya que tendieron a fortalecerla. Agustina de Aragón, la heroína más famosa, representaba a toda España. Hubo excepciones
en Cataluña, donde un nacionalismo alternativo alentaba otras lealtades y conmemoraciones, pero en general cada lugar puso de
relieve lo magníica que había sido su contribución al esfuerzo conjunto por librarse de
los franceses. Como ha comprobado Christian Demange, proliferaron medallas, estatuas, placas, iluminaciones y hasta proyecciones de cine y competiciones deportivas.
El anclaje local de los festejos nacionalistas
15 Sobre estatuas, véanse Carlos Reyero, La escultura conmemorativa en España. La edad de oro del monumento público, 1820-1914, Madrid, Cátedra, 1999;
y Mª del Carmen Lacarra Ducay y Cristina Giménez
Navarro, Historia y política a través de la escultura pública 1820-1920, Zaragoza, Institución Fernando el
Católico, 2003. Reflexiones generales acerca de las
conmemoraciones de esta época, en Eric Storm, “La
conmemoración de héroes nacionales en la España de
la Restauración. El centenario de El Greco de 1914”,
Historia y Política, 12 (2004), pp. 79-104.
16 Álvarez Junco, Mater dolorosa, págs. 187-279.
Juan Sisinio Pérez Garzón, “La creación de la historia
de España”, en Juan Sisinio Pérez Garzón y otros, La
gestión de la memoria. La historia de España al servicio del
poder, Crítica, Barcelona, 2000, págs. 63-110. Roberto
López-Vela, “De Numancia a Zaragoza. La construcción
del pasado nacional en las historias de España del Ochocientos”, en Ricardo García Cárcel (coord.), La construcción de las historias de España, Fundación Carolina/Marcial Pons Historia, Madrid, 2004, págs. 195-298.
30
facilitó además una notable participación en
los mismos, de modo que el entusiasmo popular desbordó a las élites17.
Casi todos los actores políticos quisieron
así beneiciarse del mito antinapoleónico.
Sobresalieron el ejército, la prensa de izquierdas, numerosas asociaciones y también
la corona: el rey Alfonso XIII mostró su
compromiso con el españolismo y su enorme poder de convocatoria. De hecho, fue él
quien salvó del abandono oicial el centenario del Dos de Mayo –el alzamiento contra
Napoleón en el Madrid de 1808–, uno de
los mitos populares más relevantes. Había,
eso sí, diferencias en cuanto al signiicado de
la francesada. Si los católicos y conservadores
veían la guerra como un esfuerzo para preservar las tradiciones monárquicas y religiosas frente a la amenaza que provenía de la
Revolución Francesa, los liberales y republicanos subrayaban la vitalidad del pueblo y la
deserción de la aristocracia respecto a la causa nacional. Esta discusión no afectó negativamente a la mayoría de los actos y ceremonias, sino que los multiplicó. Sí que perjudicó a las celebraciones que no contaban con
el consenso de ambas partes, como el centenario de las Cortes que habían elaborado en
Cádiz la primera Constitución española, la
de 1812, una efeméride rechazada por la
Iglesia aunque respaldada por el gobierno liberal y por los republicanos, muy conscientes del carácter cívico y educativo del evento.
Sin embargo, los progresistas lograron poner
su sello en los números principales del centenario, como la Exposición Hispano-Francesa organizada en Zaragoza para conmemorar los sitios a que se había visto sometida
esa ciudad por parte de las tropas francesas,
feria que contó con bastantes recursos oiciales bajo la égida de un ideario regeneracionista que iaba el progreso de la patria a la
ciencia, la tecnología y el acercamiento a
Europa. Frente a la francofobia acostumbrada se impuso la francoilia modernizadora18.
El segundo mito que podría destacarse
es el de Miguel de Cervantes, quintaesencia
del genio español, del Volksgeist encarnado
en la lengua castellana y vertido en su obra
17 Javier Moreno Luzón, “Entre el progreso y la
virgen del Pilar. La pugna por la memoria en el centenario de la Guerra de la Independencia”, Historia y Política, 12 (2004), pp. 41-78. Christian Demange, “Mitos
y memorias de la Guerra de la Independencia. La construcción nacional vista desde las conmemoraciones del
primer centenario”, ponencia presentada en el coloquio
Mito y memorias de la Guerra de la Independencia en España (1808-1908), celebrado en la Casa de Velázquez de
Madrid del 23 al 25 de noviembre de 2005.
18 Javier Moreno Luzón, “Entre el progreso y la virgen del Pilar”, y “Memoria de la nación liberal. El primer
centenario de las Cortes de Cádiz”, Ayer, 52 (2003), págs.
207-235.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº XX
■
J AVI ER MORENO LUZ ÓN
maestra, Don Quijote de la Mancha. Como
otros países europeos, España buscó a su escritor nacional, y tras haber conmemorado a
Calderón y a Santa Teresa lo halló en Cervantes, cuyo mito surgió con fuerza a inales
del siglo xix, se consolidó en el xx y ha perdurado hasta nuestros días. El españolismo,
en contra de lo airmado en alguna ocasión,
no fue nunca exclusivamente cívico o político, como no lo fue ningún nacionalismo, sino que posee un carácter étnico o cultural,
vinculado con la historia, con la religión y
sobre todo con la lengua. A comienzos del
Novecientos ese rasgo se agudizó al sublimarse, por parte de los intelectuales, la identiicación de España con el paisaje austero
de Castilla y con su idioma frente a los de
las otras culturas peninsulares. Castilla, cuyo
predominio ya habían señalado las historias
generales decimonónicas, se convirtió en la
región-símbolo de la nación española. En
ella se localizaron espacios sagrados de la patria como el Guadarrama, espina dorsal de
España según los hombres de la Institución
Libre de Enseñanza; el monasterio de El Escorial, recuerdo de las glorias imperiales a
sus faldas; y la ciudad de Toledo, síntesis de
los valores españoles, guerreros y ascéticos, y
escenario de episodios decisivos en su despliegue como los concilios visigodos, la coexistencia entre religiones durante la edad
media y el apogeo de El Greco, alabado en
esta época como el artista que mejor había
captado el espíritu nacional. Lo castellano,
entendido como lo español, podía encontrarse en toda clase de expresiones artísticas
contemporáneas, desde la escultura hasta la
poesía. Y uno de sus héroes, quizá el mayor,
nacía de la mezcla entre Cervantes y sus
criaturas, don Quijote y Sancho. En deinitiva, lo quijotesco representaba a España19.
El mito cervantino se asentó por medio
de diversas iniciativas. La iesta más importante tuvo como excusa el tercer centenario
de la publicación de la primera parte del
Quijote en 1905, acompañado de exposiciones, desiles, ceremonias académicas y escolares, conciertos, ediciones cultas y populares
del libro, ensayos y ciclos de conferencias.
Todas las regiones participaron en la conmemoración, incluso Cataluña, aunque no faltó la polémica entre los escritores españolistas y los aines al catalanismo que se oponían
a su uso como emblema castellano. Se erigieron asimismo varias estatuas a Cervantes
y a don Quijote. En los actos conmemorati19
Algunas de estas ideas a lo largo de Inman Fox,
La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad
nacional, Madrid, Cátedra, 1997; y de Javier Varela, La
novela de España. Los intelectuales y el problema español,
Taurus, Madrid, 1999, sobre todo págs. 153-184.
Nº XX CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
■
vos se formularon visiones opuestas del personaje y de la obra: el Quijote regeneracionista de los liberales, modelo de amor a la
patria y a la justicia que animaba la lucha
contra el atraso y la rutina; el caballero cristiano al servicio de la tradición de los católicos; o el nietzscheano, el superhombre rebelde y antiburgués de los escritores jóvenes. Se
transparentó pues la naturaleza polivalente
del mito20. La cosa supo a poco y se prepararon nuevos festejos, corregidos y aumentados, para el tercer centenario de la muerte
de Cervantes en 1916, suspendidos de repente por no parecer decorosos en mitad de
las masacres de la Gran Guerra, no sin la
protesta de quienes ansiaban propagar la vitalidad de la raza española. Esta última conmemoración dejó sin embargo algunos legados signiicativos, como el gran monumento
a Cervantes de Madrid, inanciado por suscripción universal, construido durante décadas en el espacio bautizado como plaza de
España y rodeado de un campo de olivos, el
árbol nacional; o la Casa de Cervantes de
Valladolid, comprada por Alfonso XIII, restaurada y reinventada como museo, biblioteca y centro de estudios cervantinos, pieza
de un delicado programa turístico de regusto españolista que apadrinaba el rey21.
Las loas a la lengua española contaban
además con una vertiente internacional que
le otorgaba su pretendida universalidad, la
americana, donde Cervantes emergía como
igura tutelar de los vínculos transatlánticos22. Lo cual remitía a otro de los componentes básicos del españolismo en el siglo
xx, el hispanoamericanismo, que, nacido en
los últimos lustros del xix, se consolidó por
la necesidad de compensar el Desastre mediante la proyección ultramarina, que si ya
no permitía alcanzar el rango de imperio en
sentido estricto, sí podía al menos desarrollarse en el plano cultural y simbólico hasta
conformar un sujeto respetado en el mundo.
Se trataba de enlazar, a través de un ideal colectivo, regeneración interna y política exterior. Aquí también hubo discursos nacionalistas distintos: el que difundieron los entor-
20 Eric Storm, “El tercer centenario del Don Quijote en 1905 y el nacionalismo español”, Hispania, 58
(1998), págs. 625-654. Carme Riera, El Quijote desde el
nacionalismo catalán, en torno al Tercer Centenario, Destino, Barcelona, 2005.
21 Mª del Socorro Salvador Prieto, La escultura monumental en Madrid, Alpuerto, Madrid, págs. 458-471.
Ana Moreno Garrido, Turismo y nación. La deinición
de la identidad nacional a través de los símbolos turísticos
(España 1908-1929), tesis doctoral inédita, Universidad
Complutense de Madrid, 2004, págs. 245-250.
22 Véanse por ejemplo las relexiones de Henry Kamen en Del imperio a la decadencia. Los mitos que forjaron
la España moderna, Temas de Hoy, Madrid, 2006, págs.
231-263.
nos intelectuales y políticos liberales, que
promovían la colaboración entre las naciones hispanas, reunidas por la lengua, para
que progresasen al unísono; y el de los conservadores, que, en pugna con la leyenda negra, reivindicaban más bien lo positivo de la
herencia colonial y el peso del catolicismo,
enfatizando el papel de España como madre-patria predestinada a guiar a sus hijas del
otro lado del océano. Si el nacionalismo liberal era prospectivo y práctico, y buscaba el
incremento de las relaciones económicas entre España y América, el conservador resultaba retrospectivo y retórico, admirado por
la gesta de la conquista y evangelización de
las Indias. En todo caso, el descubrimiento
se tenía por la mayor aportación de España
a la historia de la humanidad.
El movimiento hispanoamericanista,
surgido en la sociedad civil y respaldado por
los gobiernos de manera irregular, decantó
una conmemoración anual que se convertiría en la iesta nacionalista más longeva, el
12 de octubre, celebrada oicialmente en el
cuarto centenario del descubrimiento de
América en 1892 y proclamada iesta de la
raza por un gobierno nacional en 1918, después de que lo hicieran varios países americanos y de acuerdo con la versión del mito
adoptada en Argentina: “en homenaje a España, progenitora de Naciones, a las cuales
ha dado, con la levadura de su sangre y con
la armonía de su lengua, una herencia inmortal”. El 12 de octubre se instituyó desde
entonces como iesta nacional permanente
dentro de un calendario marcado por las celebraciones religiosas y por efemérides de la
familia real entre las que sobresalía la onomástica del monarca, por entonces el 23 de
enero. Como ha analizado de forma exhaustiva David Marcilhacy, la conmemoración se
extendió con rapidez por todo el país, ayudada por la popularidad de la exaltación ese
mismo día de la Virgen del Pilar, a través de
múltiples ceremoniales locales y de manera
creciente hasta los años treinta. El mito de la
raza, entendido como apoteosis de una civilización, se divulgó igualmente a través de
asociaciones, congresos, revistas, homenajes
a Colón y a los descubridores, procesiones
cívicas, programas de radio, películas sobre
el descubridor, festivales infantiles y juveniles, monumentos y santuarios de la memoria
americanista, todo ello bajo la omnipresencia de los símbolos nacionales23.
23 La cita, del proyecto de ley de 8 de mayo de
1918, Gaceta de Madrid, 17 de mayo de 1918. Todas
estas cuestiones se desarrollan en David Marcilhacy, Une
histoire culturelle de l’hispano-américanisme (1910-1930):
l’Espagne à la reconquête d’un continent perdu, tesis doctoral inédita, Université de Paris III, 2006.
31
MI TO S DE L A ES PAÑA I NMO R TAL
Desde los años de la Primera Guerra
Mundial pudo observarse un desplazamiento ideológico en las conmemoraciones nacionales, donde cedió terreno el españolismo liberal y regeneracionista en favor del
nacionalismo conservador que identiicaba
a España con la fe católica y que fue ganando respaldo en los círculos oiciales como
reacción ante lo que percibían como amenazas separatistas y revolucionarias a la unidad de la patria y al orden social. Por otra
parte, el españolismo hegemónico se hizo
inequívocamente militarista para arropar
las empresas coloniales en África contra los
rebeldes marroquíes. Lo cual dio actualidad
a otros mitos como el de la Reconquista, la
lucha secular contra los inieles que ahora
revivía en una nueva cruzada. En 1918 se
celebró el 1200 aniversario de la batalla de
Covadonga con la declaración del primer
parque nacional en aquel territorio sagrado,
cuna de la patria. Y en 1921, un nuevo desastre militar español, el de Annual (Marruecos), sorprendió a Alfonso XIII presidiendo en Burgos el centenario de la catedral, en una ceremonia que incluía el traslado de los restos de El Cid, el gran héroe
castellano de la Reconquista, ante las reliquias de San Fernando, el monarca guerrero que había arrebatado a los musulmanes
gran parte de Andalucía. No cabía mayor
densidad simbólica y una actualización de
los mitos más adecuada a las circunstancias
contemporáneas24. A partir de 1923, la
dictadura del general Primo de Rivera consagró esta deriva militar, católica y monárquica del españolismo y del hispanoamericanismo, que exhibieron un fastuoso muestrario monumental en las grandes exposiciones internacionales de Barcelona y Sevilla en 1929. Conmemoraciones como el
santo del rey o el 12 de octubre, ampliicadas por la radio, alcanzaron sus mejores
momentos y movilizaron a miles de personas. El cine, con producciones de éxito sobre la Guerra de la Independencia, contribuyó a los mismos fines nacionalistas25.
Además, el dictador acudió a numerosas
herramientas, desde la escuela hasta la represión policial, para emprender campañas
españolizadoras mucho más radicales que
las que habían alentado los gobiernos de la
monarquía constitucional, con efectos contraproducentes por el rechazo que desperta24 Carolyn P. Boyd, “Paisajes míticos y la construcción de las identidades regionales y nacionales: el caso
del santuario de Covadonga”, en Boyd (ed.), Religión y
política, págs. 271-294. El año político, 20 y 21 de julio
de 1921.
25 Pueden citarse las películas El Dos de Mayo
(1927), de José Buchs, y Agustina de Aragón (1928), de
Florián Rey.
32
ron en medios profesionales, catalanistas y
de izquierdas26.
El calendario y los muertos
En las décadas centrales del siglo decayó un
tanto la manera hasta entonces habitual de
conmemorar la nación. Pasó el tiempo de las
grandes exposiciones y, aunque se siguieron
levantando estatuas y no se olvidaron los
centenarios, se expandieron otras fórmulas
conmemorativas, se insistió más en la centralidad del calendario festivo, que cada régimen cambió a su gusto, y se inventaron
nuevos homenajes a los héroes y mártires. La
guerra civil transformó la mirada hacia el
pasado al urgir el hallazgo de motivos para la
movilización popular masiva, encontrados a
menudo en la cantera de los mitos nacionalistas clásicos, mientras que la dictadura del
general Franco recordó con pompa a sus
propios caídos en la contienda e impuso por
la fuerza un imaginario nacional-católico
que condenaba a la extinción cualquier otra
idea de España. Durante más de cincuenta
años disminuyeron de modo drástico las posibilidades de consenso en torno a las representaciones de la nación y sus correspondientes conmemoraciones: las distintas versiones del españolismo, que habían convivido con diicultades, se volvieron por completo incompatibles.
La Segunda República conmemoró a algunos héroes progresistas del siglo xix, como
Mariana Pineda y el general Torrijos, ajusticiados por la monarquía absoluta, y exaltó
asimismo a los mártires republicanos de última hora, los capitanes Galán y García Hernández, que habían encabezado un pronunciamiento fallido contra la monarquía en
1930. Pero las novedades más destacables
fueron el cambio de los símbolos oiciales –
la bandera tricolor sustituyó a la rojigualda y
el himno de Riego a la marcha real– y la institucionalización de conmemoraciones republicanas a través de un calendario que barrió
iestas monárquicas y religiosas para señalar
tres días principales: el 11 de febrero, aniversario de la Primera República, el 14 de abril,
proclamación de la Segunda, y el 1 de mayo.
Todos adolecían de un carácter restringido,
partidista incluso, puesto que el primero sólo agradaba a los republicanos militantes,
que lo habían festejado durante décadas como una de sus señas de identidad, mientras
que el último mostraba un sesgo obrero e
internacionalista, no nacional, y respondía a
26
Alejandro Quiroga, Making Spaniards. National-Catholicism and the Nacionalization of the Masses
during the Dictatorship of Primo de Rivera (1923-1930),
tesis doctoral inédita, London School of Economics and
Political Science, 2005.
la presencia de los socialistas en la coalición
gobernante de 1931. Los movimientos obreros rechazaban usualmente la propaganda
nacionalista como cosa de la burguesía y, de
hecho, el Primero de Mayo oscureció al Dos
de Mayo, cuyos componentes populares y
patrióticos encajaban mejor, a primera vista,
en una conmemoración generalizada. Lo
más parecido a una iesta nacional fue el 14
de abril, que admitía tanto verbenas como
recepciones elitistas al viejo estilo, dependiendo del momento y del lugar. Sin embargo, era una fecha repudiada por las derechas
católicas, que cobraron mayor fuerza política
conforme avanzó el quinquenio27.
En síntesis, la República encontró serios
problemas para sustituir las conmemoraciones monárquicas por otras que asentaran su
nueva legitimidad. De una parte, el peso
simbólico del nexo tradicional entre monarquía y nación era difícil de evitar. De otra,
los gobiernos democráticos no mostraron al
comienzo un gran interés por promover la
nacionalización de las masas a través de la
diseminación de mitos nacionalistas, ya que
heredaron la desconianza de los intelectuales de izquierdas ante las fanfarrias patrioteras y la manipulación continua de dichos
mitos por parte de los sectores conservadores, sobre todo bajo la dictadura. No exentos
de preocupaciones patrióticas, los republicanos preirieron otros canales para transmitir
los valores cívicos que representaba la República, como la educación primaria, donde se
estimuló el aprendizaje activo de los principios contenidos en la Constitución de 1931;
y las misiones pedagógicas, que llevaban a
las aldeas más escondidas el teatro clásico
castellano y reproducciones de las obras de
los grandes pintores españoles, como buscando el renacer del Volksgeist en su humus
primigenio. En la práctica, el republicanismo conservador acabó acudiendo a los mitos nacionalistas, acordes eso sí con una interpretación liberal-republicana del pasado,
como muestran las láminas escolares donde
las glorias nacionales rodeaban el retrato del
presidente Niceto Alcalá-Zamora, situado
entre los de Colón y Cervantes. Resulta signiicativo que el gobierno del Partido Radical codiicara en 1934 la iesta del 14 de
abril “con ánimo de vigorizar la conciencia
de sí misma en la Nación española”, organizase ceremonias para retransmitirlas por radio, cabalgatas y representaciones teatrales, y
27 Pamela Radclif, “La representación de la nación. El conlicto en torno a la identidad nacional y las
prácticas simbólicas en la Segunda República”, en Rafael
Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza, Madrid,
1997, págs. 305-325.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº XX
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J AVI ER MORENO LUZ ÓN
repartiera entre los niños una cartilla patriótica en la que incluyó textos sobre El Cid y
elogios a la expansión de España en América, mitos consagrados del españolismo que
se aderezaban con poemas en catalán y gallego en reconocimiento de la pluralidad cultural del país28.
La guerra civil iniciada en 1936 trajo
consigo una rápida actualización de los relatos míticos nacionalistas, que cobraron vida
en la propaganda de ambos bandos con el
in de animar la movilización bélica de los
españoles. Ante todo se acudió a los episodios famosos de la sempiterna resistencia
hispana frente a las invasiones foráneas, desde Sagunto, Numancia y la Reconquista
hasta la Guerra de la Independencia, con el
Dos de Mayo presente tanto en la defensa
republicana del Madrid sitiado por las tropas rebeldes, donde se recuperaron hasta las
estampas goyescas y las canciones antinapoleónicas, como en el calendario festivo implantado por Franco, que lo proclamó su
primera iesta nacional en 1937. Los discursos empleados en las dos zonas negaban que
aquélla fuese una contienda civil entre españoles y preferían verla como una guerra de
liberación nacional contra nuevas ingerencias externas: para los republicanos de varias
tendencias, los invasores se encarnaban ahora en los fascistas italianos, los nazis alemanes y las tropas marroquíes del ejército de
África, los moros sanguinarios y eternos enemigos de España; mientras que para los
franquistas la amenaza a la patria emanaba
de potencias malignas como el comunismo
que, dirigido por Rusia, dominaba la República y se reproducía en las brigadas internacionales. En ambas partes se continuó celebrando el 12 de octubre, algo que no había
dejado de hacerse incluso en los años previos, revestido con un tono diplomático
americanista del que nadie quería prescindir.
La principal diferencia entre los mensajes nacionalistas de uno y otro aparato propagandístico, una vez más, se hallaba en el
énfasis que se ponía, o no, en la religión, y
en los elementos de índole diversa con los
que se les emparejaba. Los republicanos, en
sintonía con los liberales que les habían pre28 María del Mar del Pozo Andrés, “La construcción de la identidad nacional desde la escuela: el modelo
republicano de educación para la ciudadanía”, en Javier
Moreno Luzón (ed.), Nacionalismo español y procesos de
nacionalización en España, Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales, Madrid, 2007 (en prensa). Sandie
Holguín, República de ciudadanos. Cultura e identidad
nacional en la España republicana, Crítica, Barcelona,
2003. Eugenio Otero Urtaza (ed.), Las misiones pedagógicas, 1931-1936, Sociedad Estatal de Conmemoraciones
Culturales/Residencia de Estudiantes, Madrid, 2006,
ilustración en pág. 38. Cita del decreto de 23 de marzo
de 1934, Gaceta de Madrid, 25 de marzo de 1934.
Nº XX CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
■
cedido, iluminaron el papel de los héroes
populares en la historia, pues los milicianos
se consideraban dignos herederos de los pastores, guerrilleros, majas o chisperos de antaño. Eran los hijos del Cid, como rezaba el
himno de Riego, los nietos de don Quijote
ante los que se representaba la Numancia
imaginada por Cervantes y recreada por un
poeta comunista. Los llamados nacionales,
en cambio, recuperaron la bandera y el himno de la época monárquica y recurrieron a
mitos nacional-católicos, como los que ligaban las gestas españolas al patrocinio de la
divinidad, fuera con la intermediación del
apóstol Santiago, patrón de España y de la
Reconquista, o de la Virgen María en sus
múltiples advocaciones, de Covadonga al
Pilar. Su época predilecta era el imperio contrarreformista de los Austrias. Del mismo
modo, el recurso al nacionalismo se fundía
con temas diferentes, y lo mismo precedía a
la cruzada por la fe verdadera en un lado que
se codeaba con las reivindicaciones sociales y
revolucionarias en el otro. Lo más llamativo
es que cuando pareció necesaria la movilización de grupos poco politizados, sobre todo
campesinos, las autoridades republicanas recurrieran de manera creciente y abrumadora
a los tópicos españolistas, incluso para contrarrestar la inluencia de los otros nacionalismos. Si apostaban sobre seguro, esto induce a pensar que la nacionalización de los españoles había avanzado mucho en el primer
tercio del siglo xx, lo suiciente para que la
mayoría de los ciudadanos conociese y compartiera los grandes mitos de la historia nacional. Los franquistas, que lanzaban mensajes más coherentes y unívocos, aprovecharon
mejor que sus rivales este hecho29.
La dictadura de Franco se apropió consciente y constantemente, durante sus casi
cuatro décadas de duración, de los símbolos
y mitos nacionales. Los gobernantes emplearon energías estatales inéditas en impulsar
una españolización violenta de la cultura
que intentaba eliminar de una vez por todas
las otras identidades nacionales surgidas en
el país e imponer el nacional-catolicismo sobre los restos del nacionalismo liberal-republicano. Proliferaron pues las conmemoraciones propias del régimen, teñidas por el
inefable color del españolismo. Sin embargo,
también en sus primeros años pugnaron
dentro del magma político franquista discursos encontrados en el seno del nacionalis29 José Álvarez Junco, “Mitos de la nación en
guerra”, en Santos Juliá (coord.), República y Guerra
Civil, tomo XL de la Historia de España Menéndez Pidal,
Espasa-Calpe, Madrid, 2004, p. 635-682. Xosé Manoel
Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bélica durante la guerra civil española (1936-1939),
Marcial Pons Historia, Madrid, 2006.
mo español: por un lado, el que sostenían
los fascistas, de una retórica imperial y relativamente secularizada; por otro, el de los integristas católicos, más tradicional y conservador. Esta rivalidad se dejó notar en torno a
los rituales de integración nacional y al calendario, que multiplicó las efemérides y decantó una nueva iesta nacional, el 18 de julio, día de la sublevación de 1936 y mito de
origen del movimiento nacional, celebrado
como iesta del trabajo30. En los años cuarenta y cincuenta renacieron asimismo los
centenarios para conmemorar figuras de
santos y glorias nacionales como los Reyes
Católicos, el Cid, Goya o Cervantes. Los niños, en la escuela, recitaban la vieja oda al
Dos de Mayo, mientras el cine ilustraba pasajes épicos de la historia patria, de Alba de
América a Agustina de Aragón31.
Pero lo más característico de las conmemoraciones franquistas no se hallaba en las
fechas feriadas o en los centenarios sino en el
recuerdo de los muertos en la guerra civil. El
culto a los caídos, que se había extendido
por Europa a raíz de la Gran Guerra, fue
utilizado con profusión por fascistas y nazis
y en España sirvió para ponderar los sacriicios del bando que venció en 1939. A través
de sus héroes y mártires, la nación moría y
resucitaba. El culto lo impulsó principalmente la Falange, el partido oicial de aliento fascista, que comenzó por santiicar a su
fundador, José Antonio Primo de Rivera,
ejecutado en 1936, el ausente que se invocaba al grito de ¡Presente! en los rituales. Cuando acabó la contienda, sus restos fueron
conducidos, en una impresionante ceremonia que se prolongó durante nueve días, del
cementerio de Alicante al monasterio de El
Escorial. En todas las parroquias se clavaban
placas conmemorativas con los nombres de
los caídos de cada localidad, encabezados
por el de José Antonio, y lo mismo hacían
corporaciones y círculos recreativos. Muchos
pueblos y ciudades erigieron también monumentos a quienes habían dado su vida por
Dios y por España, a menudo en forma de
cruz, iniciativas locales que solían partir de
30 Ismael Saz, Campos, España contra España.
Los nacionalismos franquistas, Marcial Pons Historia,
Madrid, 2003. Ángela Cenarro, “Los días de la ‘Nueva
España’: entre la ‘revolución nacional’ y el peso de la
tradición”, Ayer, 51 (2003), págs. 115-134. Zira Box,
“El calendario festivo franquista: tensiones y equilibrios
en la coniguración inicial de la identidad nacional del
régimen”, en Moreno Luzón (ed.), Nacionalismo español
y procesos de nacionalización (en prensa).
31 Sobre la huella que dejó la Oda a los escolares,
puede verse José Antonio Martín Pallín, “La nostalgia y
la nación”, El País, 14 de febrero de 2007. Agustina de
Aragón (1950) y Alba de América (1951), ambas de Juan
de Orduña, formaban parte de un amplio repertorio de
cine histórico patrocinado por la dictadura.
33
MI TO S DE L A ES PAÑA I NMO R TAL
excombatientes, familiares de víctimas o
ayuntamientos, sometidas, eso sí, a la supervisión de las autoridades nacionales. Este
tremendo esfuerzo conmemorativo culminó
con la construcción del mayor monumento
del franquismo, la basílica del Valle de los
Caídos, coronada también por una cruz, esta vez gigantesca, y excavada en la roca del
Guadarrama32. El traslado de José Antonio
a El Escorial primero y luego al Valle de los
Caídos, ya en 1959, remitía de nuevo a un
paisaje sacralizado del imaginario nacionalista español en Castilla, la sierra de Guadarrama, y a uno de sus emblemas, el monasterio
de El Escorial, símbolo del imperio de los
Austrias y, algo más importante aún, panteón funerario de los reyes de España. No en
vano el ediicio del Valle se construyó junto
a El Escorial según el modelo del siglo XVI
que reunía en un solo conjunto mausoleo,
basílica, comunidad religiosa y centro de estudios. Allí fue enterrado el propio Franco
en 1975.
Sea como fuere, el nacional-catolicismo
triunfó y determinó la ideología y la legitimación del franquismo. Actualizó los mitos
nacionales, los recubrió de un signiicado inequívocamente confesional y los puso al servicio de la dictadura. La hegemonía católica
impidió que en España se inventaran y consolidasen rituales civiles nacionalistas al margen de las ceremonias religiosas. La Iglesia,
en colaboración con el Estado, diseñó múltiples conmemoraciones; basta recordar los
paseos de reliquias que estudió Giuliana di
Febo, como la peregrinación por todo el país
del brazo incorrupto de santa Teresa en una
fecha tan tardía como 1962. No obstante,
donde el imaginario nacional-católico obtuvo su síntesis más lograda fue, de nuevo, en
la iesta nacional del 12 de octubre. La fecha
se vinculaba con la unidad de España, completada por los Reyes Católicos en 1492 al
terminar la Reconquista el mismo año del
descubrimiento de América, y el régimen
franquista la convirtió en 1958 en día de la
Hispanidad, un término acorde con la versión católica del hispanoamericanismo que
exaltaba la conquista y evangelización del
continente americano como misión universal de la nación española. Pero era a la vez
una antigua celebración religiosa, que con-
32 Zira Box, “Pasión, muerte y gloriicación de
José Antonio Primo de Rivera”, Historia del Presente, 6
(2005), págs. 191-218. Giuliana di Febo, “I riti del nazionalcattolicesimo nella Spagna franchista. José Antonio Primo de Rivera e il culto dei caduti (1936-1960)”,
en Ridoli (ed.), Rituale civili, págs. 189-202. José Luis
Ledesma y Javier Rodrigo, “Caídos por España, mártires
de la libertad. Víctimas y conmemoración de la Guerra
Civil en la España posbélica (1939-2006)”, Ayer, 63
(2006), págs. 233-255.
34
memoraba la aparición en carne mortal de la
Virgen del Pilar a Santiago Apóstol, evangelizador de la Península Ibérica y matamoros
en las batallas medievales. Además, la Virgen
había inspirado a los habitantes de Zaragoza
su resistencia numantina frente el invasor
francés durante la Guerra de la Independencia y después, desde su basílica milagrosamente salvada de las bombas rojas, había
protegido al bando nacional en la guerra civil. Así, el franquismo pudo encajar, en torno al 12 de octubre, las piezas de un relato
nacionalista y católico que arrancaba de la
cristianización de España y conducía a la
cruzada victoriosa que le otorgaba su legitimidad política, enlazando en él la Reconquista, el imperio ultramarino y la epopeya
contra Napoleón33. No es casualidad que,
en los trabajos previos al Guernica, Pablo Picasso dibujara a Franco enarbolando un estandarte de la virgen del Pilar.
Entre la fiesta nacional y las grandes
conmemoraciones
La apropiación franquista del españolismo
tuvo graves efectos sobre su futuro. A la
muerte del dictador, los viejos mitos nacionales apenas funcionaban, desprestigiados
por su asociación con el régimen autoritario
en amplias capas de la opinión pública, en
especial entre los jóvenes de izquierdas o
desligados emocionalmente del universo nacional-católico. En resumen, ser antifranquista signiicaba ser antiespañolista. Como
airma Anthony Smith, nada desanima más
al nacionalismo que el desenmascaramiento
de los mitos, la apatía, el cinismo y, cabría
añadir, la burla y el ridículo34. Esa actitud
puede representarla, por ejemplo, la canción
de Joaquín Sabina Adivina, adivinanza, de
1981, que parodiaba el entierro de Franco
con un desile grotesco en el que aparecían
el caballo del Cid, Colón, santa Teresa –dando su brazo incorrupto a don Pelayo, incapaz de soportar el mal olor–y alguna parte
disecada de Agustina de Aragón. Algo inimaginable décadas atrás. Frente a los mitos
españoles caídos en desgracia proliferaron
los que alimentaban otros nacionalismos,
adornados por una aureola democrática
gracias a su oposición a la dictadura, o los
que adoptaron identidades regionales o locales fortalecidas conforme se descentralizaba el Estado constitucional. Se instituyeron
33 Giuliana di Febo, Ritos de guerra y de victoria en
la España franquista, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2002.
Marie-Aline Barrachina, “12 de octubre: Fiesta de la
Raza, Día de la Hispanidad, Día del Pilar, Fiesta Nacional”, Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne,
30-31 (1999-2000), págs. 119-134.
34 Smith, “Conmemorando a los muertos, inspirando a los vivos”, pág. 76.
pues conmemoraciones propias por parte
de las comunidades autónomas: unas con
raíces en los respectivos movimientos nacionalistas, como el 11 de septiembre en
Cataluña, aniversario de la derrota en 1714
de los partidarios del archiduque de Austria
en la Guerra de Sucesión, o el domingo de
resurrección en Euskadi, símbolo del nexo
entre patria y credo religioso en el nacionalismo vasco; otras menos añosas, que a veces adaptaban las fechas consagradas por los
españolistas, como el día de la Virgen de
Covadonga en Asturias o el Dos de Mayo
en la recién nacida comunidad de Madrid.
Así pues, en el último cuarto del siglo
xx no resultó fácil encontrar símbolos aceptados por la mayoría de los españoles para
representar a la nación que se dotaba de un
régimen democrático y autonómico. Algo
que ocurrió también en otros países con
pasados violentos y difíciles de asumir, como Alemania35. Las élites gobernantes en
la transición a la democracia tuvieron cuidado al emplear los emblemas nacionales
contaminados por el franquismo, pero tampoco se atrevieron a cambiarlos. Continuaron en vigor himno y bandera, y sólo se eliminó de ésta el escudo franquista en 1981.
Como había ocurrido al comienzo de la
centuria, los símbolos se aclararon en respuesta a las amenazas contra el statu quo,
provinieran del catalanismo o de un fallido
golpe militar. En realidad, la España democrática, de la que no había desaparecido la
identidad nacional, encontró su encarnación más exitosa en el rey Juan Carlos I,
que recuperó el viejo potencial nacionalizador de la monarquía española, malogrado
por su abuelo Alfonso XIII al respaldar a
los golpistas en 1923, y asentó de nuevo el
trono al hacer justo lo contrario que él en
1981. En el ámbito de las conmemoraciones, durante años se desarrolló una pugna
sorda por la iesta nacional entre el 12 de
octubre y el 6 de diciembre, el día en que se
había aprobado mediante referéndum la
Constitución de 1978. Como ha estudiado
Carsten Humlebaek, al inal cuajó el primero por su arraigo y porque despertaba
mayor consenso político, dado que la derecha seguía viendo la empresa ultramarina
como el gran logro histórico de la antigua
nación española y la izquierda socialista
abandonó sus propuestas sobre el día de la
Constitución y decidió en cambio abrazar
35 Michael E. Geisler, “In the Shadow of Exceptionalism. Germany’s National Symbols and Public Memory after 1989”, en Michael E. Geisler (ed.),
National Symbols, Fractured Identities. Contesting the
National Narrative, University Press of New England,
Lebanon NH, 2005, págs. 63-100.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº XX
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J AVI ER MORENO LUZ ÓN
un nuevo hispanoamericanismo. La ley que
aprobó el parlamento por abrumadora mayoría en 1987 aseguraba que “la fecha elegida, el 12 de octubre, simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de
concluir un proceso de construcción del
Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos
de España en una misma monarquía, inicia
un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”. El
mito se actualizaba una vez más, de modo
un tanto retorcido para no herir sensibilidades pero ligando de manera inequívoca la
unidad de España al inal de la Reconquista
con el descubrimiento de América, aunque
ahora no se hablase de evangelización sino
de proyección cultural36. Desde entonces,
cada 12 de octubre, el rey, en nombre de la
nación, deposita en la capital una corona
de lores ante el monumento a los héroes
del Dos de Mayo, rebautizado en homenaje
a todos los que dieron su vida por España.
Por otro lado, también a partir de la segunda mitad de los años ochenta, en España como en otros países occidentales se extendió el interés académico y político por la
memoria y se propagó una nueva conmemoracionitis, la bulimia conmemorativa de la
que habla Pierre Nora, nutrida ahora por
abundantes recursos estatales. Un fenómeno que se ha vinculado con la necesidad de
regularidades que trajo el triunfo del postmodernismo y con el cultivo de la identidad nacional en un contexto global cada
vez más homogéneo. La conmemoración
española más aparatosa y signiicativa llegó
con el quinto centenario del descubrimiento de América en 1992, ligado a una exposición universal en Sevilla el mismo año –el
año de España–en que se celebraban los juegos olímpicos de Barcelona. El mito de
1492 se puso al día dentro de un discurso
más general acerca de la modernización del
país, al que respondía el lema expositivo sobre la era de los descubrimientos, se recuperó la retórica hispanoamericanista liberal
que abogaba por la fraternidad internacional frente a motivos reaccionarios como el
de la madre patria, se habló del encuentro de
dos mundos eliminando contenidos incómodos, como el genocidio denunciado por
los indigenistas, y se consagraron las nuevas
ambiciones exteriores de España como po36 Carsten Humlebaek, “La Constitución de 1978
como lugar de memoria en España”, en Historia y Política, 12 (2004), págs. 187-210; y “La cuestión de la iesta
nacional durante la época socialista”, http://www.istitutosalvemini.it/humlebaek.ped, consultado el 2 de mayo
de 2007. Jaume Vernet i Llobet, “El debate parlamentario sobre el 12 de octubre, Fiesta Nacional de España”,
Ayer, 51 (2003), págs. 135-152.
Nº XX CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
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tencia europea cuya vocación atlántica le
permitía hacer de puente entre Europa y
América. Pero estos festejos, de gran repercusión popular, se enmarcaron en una oleada mucho más amplia de celebraciones –de
centenarios, cincuentenarios o lo que fueren–sostenidas, en palabras de Nora, por
los dos pilares de la conmemoración contemporánea, “la exposición obligatoria y el
fatídico coloquio”: desde el de Carlos III y
la Ilustración en 1988 hasta los de 1998,
Carlos V y Felipe II por un lado y el Desastre de 1898 por otro, recordado sin melancolía en medio de la rehabilitación de la España liberal. Las últimas conmemoraciones
del siglo valieron pues para olvidar los fracasos de la historia de España en una época
de crecimiento y optimismo37.
Conclusión
Puede concluirse que las conmemoraciones
representaron un papel fundamental en la
conformación, el despliegue y la evolución
del nacionalismo español a lo largo del siglo
xx. A través de ellas se muestran algunos de
sus rasgos esenciales. En síntesis, la gran
potencia y duración de mitos españolistas
polivalentes como la Reconquista, el descubrimiento de América, Cervantes y la Guerra de la Independencia; el relieve de las
identidades locales como primera vía de acceso a la identidad nacional española; la naturaleza cultural del españolismo, en torno
a Castilla y a la lengua castellana, capaz de
sacralizar paisajes simbólicos como Covadonga, Toledo o El Escorial; su proyección
hispanoamericanista, que garantizó la continuidad en el calendario del 12 de octubre
como iesta nacional, la única verdaderamente viable; su carácter reactivo frente al
catalanismo y al nacionalismo vasco, cuyas
demandas provocaron muchos de los repuntes españolistas; su extensión a grupos
importantes de la sociedad española, nacionalizados ya con bastante éxito durante el
primer tercio del siglo; la diicultad para
conseguir el acuerdo entre sus diferentes
versiones, que acabaron haciéndose incompatibles; y el peso decisivo del nacional-catolicismo, que se impuso a las demás y, al
identiicarse con la dictadura de Franco,
deslegitimó al españolismo ante amplios
sectores de la población. De modo que el
consenso nacional sólo se ha recuperado
parcialmente y alrededor de símbolos como
37 Pierre Nora, “L’ère de la commémoration”, en
Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire, Quarto Gallimard, París, 1997 (1ª ed. de 1992), 3, págs. 4687-4719
(citas en págs. 4687 y 4693). William M. Johnston,
Celebrations. he Cult of Anniversaires in Europe and the
United States Today, Transaction Publishers, New Brunswick, 1991.
la monarquía, que desde el comienzo mostró una notable capacidad nacionalizadora.
Todo lo cual decanta un caso más, en absoluto excepcional, en el marco europeo.
A comienzos del siglo xxi, los mitos
nacionales no se encuentran tan agotados
como podría parecer a primera vista, más
aún cuando una nueva oleada de conlictos
identitarios, subida a lomos de las reformas
territoriales recientes, ha alimentado la crecida de los discursos nacionalistas de distinto signo. Múltiples artículos de prensa, programas de radio, revistas de historia, novelas
históricas y libros de ensayo han salido en
defensa de la nación española frente a las
amenazas centrífugas y han recurrido para
ello a los relatos míticos tradicionales, convenientemente actualizados. Por otro lado,
sigue en buena forma el hispanoamericanismo, que arropa la celebración periódica de
cumbres internacionales y una política exterior expandida gracias a los intereses empresariales españoles en América. El cuarto
centenario del Quijote se ha celebrado en
2005 con gran presupuesto, desprendido ya
de la antigua obsesión por encontrar la
esencia de lo español pero vinculado a frecuentes expresiones triunfalistas sobre la
imparable expansión de la lengua castellana
en el mundo globalizado, un motivo de orgullo nacional aceptable para la mayoría de
los medios. La Reconquista aparece, aquí y
allá, como inspiración de los nuevos cruzados contra el islamismo, que traen a colación la larga experiencia peninsular en la
lucha con los musulmanes para reairmar
sus posiciones actuales. Y la Guerra de la
Independencia, que había perdido buena
parte de su atractivo, lo recupera con gran
rapidez de cara al bicentenario de 2008,
cuajado de conmemoraciones y ocasión
propicia para demostrar la indudable existencia de la nación española hace doscientos años. Son los mitos de la España inmortal, conmemorados una y otra vez con ines
políticos. ■
El autor agradece sus comentarios y sugerencias a
José Álvarez Junco, Giuliana Di Febo, Eric Storm y
Zira Box.
[Este texto forma parte del libro Discursos de la nación española en el siglo xx, Carlos Forcadell e Ismael
Saz (eds.), que publicarán próximamente las Prensas
de la Universitat de València en coedición con la Institución Fernando el Católico de Zaragoza].
Javier Moreno Luzón es profesor de Historia en la
Universidad Complutense de Madrid y subdirector
del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
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