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Acta Poetica 30-1
primavera
2009
J. J. Bachofen y el retorno de las Madres
Annunziata Rossi
El presente artículo trata sobre lo expuesto por Johann Jakob Bachofen en
su obra Matriarcado con respecto al sistema ginecocrático, imperante en las
primeras sociedades prehistóricas; su desarrollo a lo largo de la historia y su
declinación ante el advenimiento del patriarcado como sistema regulador de
la sociedad vigente aún en la actualidad. Asimismo se habla de la transición
de uno a otro sistema y de su alternancia a través de la comparación establecida por Bachofen entre el matriarcado y el patriarcado.
Palabras clave: matriarcado, Bachofen, cultura ginecocrática.
This article addresses different topics covered on Das Mutterrecht by J.
Jakob Bachofen about the gynaecocratic system that supposedly ruled on
early prehistoric societies: its historic development and its decline before
the ascension of patriarchy as the main social controller system, as seen
today. Similarly, this paper approaches the transition between both social
systems and their alternation, through the distinction between matriarchy
and patriarchy, as drawn by Bachofen.
Key words: matriarchy, Bachofen, gynaecocratic culture.
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Acta Poetica 30-1
primavera
2009
Annunziata Rossi
Instituto de Investigaciones Filológicas,
Universidad Nacional Autónoma de México
J. J. Bachofen y el retorno de las Madres
Primero entre todos los dioses, venero en mi plegaria a
Gea, vidente de los tiempos primordiales.
Esquilo, “Las Euménides”, Orestíada
Johann Jakob Bachofen (1815-1887), perteneciente a una familia aristocrática y acaudalada de Basilea, fue profesor de Derecho Romano en las universidades de Berlín y Basilea. Gozó de
gran estimación en el ambiente académico hasta que desvió su
atención del Derecho Romano hacia la prehistoria, y descubrió
que en los albores de la humanidad había imperado la ginecocracia, el reino de las madres y el derecho materno.
En un estupendo ensayo de 1936 sobre Bachofen, Walter Benjamin afirma que el pensador de Basilea fue el pionero de los
estudios sobre la mujer, el descubridor de la ginecocracia, un
“profeta” del retorno de las Madres en la segunda mitad del siglo xix. “Como un volcán, cuyo potente cono ha sido provocado por fuerzas subterráneas, que desde entonces han dormitado
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Mucho antes de que los símbolos arcaicos, el culto y la magia
mortuorios y los ritos de la tierra hubieran llamado la atención
no sólo de los exploradores de la mentalidad primitiva, sino también de los psicólogos freudianos y de la gente culta en general,
un sabio suizo [J. J. Bachofen] había elaborado una interpretación de la prehistoria que rechazaba todo cuanto el sentido común del siglo xix había imaginado sobre los orígenes de la reli
gión y de la sociedad. […] Con el paso del tiempo, esta interpre
tación, que pone en primer plano las fuerzas irracionales en su
significado cívico y metafísico, resultó ser muy interesante para
los teóricos fascistas; pero también atrajo pensadores marxistas
por su sugestiva evocación de una primera forma de sociedad
comunista justo en los comienzos de la historia […] (223).
Las “fuerzas irracionales” de las que habla Benjamin emer
gieron paulatinamente en el último decenio del siglo xix e irradiaron en varias direcciones, alimentando al marxismo, al psicoanálisis y al movimiento feminista, para confluir en los “Cósmicos
de Munich” y en la Bachofen-Renaissance de la Alemania de los
primeros decenios del siglo xx. Desembocaron, en fin, en los “teóricos fascistas” alemanes. Para estudiar ese estadio originario
de civilización Bachofen recurrió a un material enorme, hete
rogéneo, impresionante: símbolos y mitos, documentos históricos, literarios y artísticos (la filología, sin interés por las obras
de arte, afirma el estudioso, queda como un “esqueleto sin vida”), y también a la etnología, la antropología y la arqueología, citando de manera escrupulosa (y no siempre exacta) sus
fuentes. El resultado de su incansable investigación fue la obra
monumental Matriarcado (1861), de más de mil páginas, con
un subtítulo que precisa mejor el tema: Investigación sobre la
ginecocracia del mundo antiguo en sus aspectos religiosos y
jurídicos.1
En esos años, precisamente en 1859, habían salido a la luz otros dos libros
revolucionarios, El origen de las especies, de Darwin, y La introducción a la crítica
de la economía política, de Marx.
1
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El descubrimiento de la ginecocracia en los albores de la humanidad estaba en el aire. El jurista escocés McLennan desarrollaba conclusiones parecidas a las de Bachofen cuando tuvo
conocimiento del Matriarcado. En 1877, el norteamericano L.
M. Morgan, jurista y etnólogo, en su obra Ancient Society le
otorgaba a Bachofen el mérito por el descubrimiento del derecho materno. Esto en el ámbito de la ciencia. Hay que remarcar
que incluso antes de Bachofen, la reaparición de la mujer fue
anticipada por la literatura, la cual —como siempre— presiente las “fuerzas irracionales” que se agitan en el subsuelo social
antes de manifestarse a la luz de la consciencia. De hecho, las
Madres entran en escena antes de Bachofen, precisamente en
1804 en el teatro de Goethe, en el segundo Fausto, acto I:
Mefistófeles: Mal de mi agrado descubro el sublime misterio.
Hay unas diosas augustas que reinan en la soledad. En torno de
ellas no hay espacio y menos aún tiempo. Hablar de ellas es un
trabajo. Son las MADRES.
Fausto: (sobresaltado) ¡Las Madres!
Mefistófeles: ¿Eso te espanta?
Fausto: ¡Las Madres! ¡Las Madres! […] ¡Suena eso de un
modo tan extraño! […].
Mefistófeles: Y lo es en realidad. Diosas desconocidas para vosotros los mortales, y que nosotros nunca nombramos de buen
talante. Para descubrir su morada, puedes cavar hasta lo más
profundo […] (Fausto, 265).
Y Fausto se hunde en el reino subterráneo de las Madres, donde encuentra a Helena…
Ya antes, después de un viaje en 1857 a Italia, donde quedó
pasmado frente a las necrópolis de la Antigüedad, Bachofen había publicado El simbolismo funerario de los antiguos (1859).
En ese mismo año escribe a su amigo italiano Agostino Gervasio para anticiparle su futuro proyecto de investigación sobre un
tema “nunca antes tratado”: “Qué cosa más sorprendente —es277
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cribe en francés— que ver a la mujer de los primeros años de la
historia humana ocupar el rango, la posición que un desarrollo
más avanzado del género humano ha conferido irrevocablemente a los seres de nuestro sexo masculino”, añadiendo que
el derecho materno no había sido un fenómeno aislado de un
pueblo o de determinados pueblos:
[…] sino lo propio de un determinado estadio de la civilización
que, por la similitud y la regularidad de comportamiento de
toda la naturaleza humana, no puede ser reducido o limitado
a un solo grupo de poblaciones afines. Por lo tanto, es mucho
más importante penetrar en la unidad interna de la concepción
fundamental, en lugar de notar las similitudes entre cada una de
sus manifestaciones.
El “viajero en pantuflas”, como se autodenomina, fue el primer
estudioso en penetrar en ese terreno virgen que, como se dijo,
exploró con erudición impresionante.
Bachofen no se limita al área mediterránea de los primordios:
amplía su interés a Egipto, Etiopía, Libia y Asia, llegando inclusive al imperio Inca. Su punto de partida es Licia, a la que se
refieren los testimonios más explícitos y exhaustivos, como los
de Heródoto y Nicolás de Damasco. Ambos describen los usos
y las costumbres de los licios que, como los cretenses de quienes descendían, honraban más a las mujeres que a los hombres,
tomaban el nombre de la madre y no del padre, y trasmitían la
herencia a las hijas y no a los hijos. Heráclides del Ponto (De
rebus publicis), Apolodoro (Bibliotheca) y Plutarco (Historias)
confirman que los licios desde la Antigüedad eran gobernados
por las mujeres y no tenían leyes escritas, sino sólo costumbres;
a esos testimonios Bachofen añade el de otros historiadores. En
fin: nombre, soberanía y bienes hereditarios se transmitían por
la línea materna. Para confirmar la primacía de la mujer, el estudioso recurre también a los restos arqueológicos: al alto porcentaje de las estatuillas neolíticas representantes de la Gran Ma278
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dre, que supera con mucho en número a la figura masculina.
Cabe señalar que la existencia del derecho materno está cuestionada por muchas feministas y por la estudiosa italiana Eva
Cantarella.
La publicación del Matriarcado no tuvo una repercusión favorable en el público de la época, salvo admiradores excepcionales, como Marx, Engels (éste lo cita en El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado) y Nietzsche, quien
de 1869 a 1876 enseñó filología clásica en Basilea y conocía la
obra de Bachofen (está registrado en la biblioteca de esa ciudad
que el filósofo tomó prestado en junio de 1871 el Ensayo sobre
el simbolismo de los antiguos).
El libro no se tradujo a otros idiomas y recibió abundantes
críticas sin que se mencionara a su autor. Las razones de ello
fueron sobre todo de orden práctico e ideológico. Por un lado
estaba la edición confusa por culpa del tipógrafo, sin subdivisión en capítulos, con las notas integradas en el texto sin cambio de letra, erratas de imprenta —defectos que se repitieron en
la segunda edición. Asimismo, como subraya Furio Jesi, los temas del libro llegaban a “proporciones hipertróficas y maniáticas”, y es difícil que alguien lo haya leído por entero; inclusive,
es probable que sus pocos admiradores hayan hecho una lectura antológica del texto.
Por el otro lado, no sólo los defectos de la edición impidieron la difusión del libro. También influyó la hostilidad del ambiente académico, el cual juzgó a Bachofen como un diletante que no tenía los papeles en regla fuera de su especialidad,
el Derecho Romano. Fue muy criticado su uso de símbolos y
mitos que, como se ha visto, utilizaba como fuentes históricas
fehacientes, sin hacer distinción entre mito e historia. Para él,
el mito es espejo fiel de todos los periodos de la historia de los
pueblos primigenios, manifestación del modo de pensar originario, formulado en la lengua primordial.
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Igualmente fue censurada su libertad para acudir a varias disciplinas y vincular el derecho con otras visiones de la vida. Bachofen no se inmutó y a su vez señaló las delimitaciones convencionales entre las ciencias, rechazando la tendencia a aislar
cada disciplina y la historia de cada pueblo en casillas separadas; se pretende, objetó, profundizar las investigaciones limitando su campo de estudio a la especialización, método que
sólo lleva a una concepción superficial, carente de toda espiritualidad: no se puede conocer una civilización si se observa
aislada.
En pocas palabras, Bachofen sostiene y utiliza el método interdisciplinario y comparativo que hoy resulta indispensable.
Más fuerte fue el rechazo ideológico debido a la tesis novedosa
y revolucionaria de Bachofen, que ponía en crisis los presupuestos histórico-ideológicos de la familia, de la propiedad privada y por ende del patriarcado. De hecho, el descubrimiento de
una ginecocracia, de un reino de las Madres en los albores de la
historia de la humanidad, ponía en tela de juicio la continuidad
y la persistencia de la soberanía del derecho paterno, su inamovilidad, y comprobaba así su carácter transitorio.
Bachofen compara matriarcado y patriarcado, su enfrentamiento y su alternancia, las diferencias entre las normas de comportamiento de las dos formas de organización social: la primera natural y consuetudinaria, la segunda civil y positiva, escrita.
La etapa primordial, bajo el dominio de la mujer, había mantenido la sumisión a la naturaleza, vivida como la Gran Madre
procreadora y nutritiva, el politeísmo, la veneración de los dioses, de los vínculos sagrados de la sangre y el suelo, el culto de
los muertos, la comunidad de los bienes, la igualdad social, la
fraternidad universal y, por tanto, la estabilidad y la paz (en esa
etapa no se conocieron conflictos internos ni guerras).
Bachofen evoca con acentos nostálgicos la era materna, “poesía de la historia”, cuando el vínculo amoroso madre-niño era
más estrecho. En los estadios más profundos y oscuros de la
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existencia humana, dice Bachofen, el amor entre la madre y el
recién nacido de su cuerpo representa el punto más luminoso
de la vida, el único claror en la tiniebla moral, la sola beatitud
en la profunda miseria. Del principio de la maternidad generadora brota la fraternidad de todos los hombres, cuya consciencia y cuya legitimidad declinan cuando se desarrolla la noción
de paternidad. Y añade que en el principio materno se basa el de
libertad e igualdad universal que reconocemos como rasgo fundamental de los pueblos ginecocráticos.
Sin embargo, no obstante sus acentos nostálgicos, el autor no
deja de ser un burgués conservador, asertor de la superioridad
jurídica y sexual del patriarcado. De hecho, cuando a los cincuenta años y después de la muerte de su madre (mujer culta y
brillante, a quien Bachofen dedicó su Matriarcado) se casó con
una bellísima joven de veinte años y, como él mismo escribe
en sus memorias, vivió con ella un ménage gobernado “según
criterios imperialistas”, es decir, bajo las leyes del patriarcado.
Bachofen no cuestiona la superioridad del derecho paterno ni
plantea la necesidad de una recomposición o de una reinserción
de la mujer en el sistema patriarcal, como lo harán otros pensadores en el siglo xx. El psicoanalista Erich Fromm subrayará la
profunda contradicción en semejante proceder, afirmando:
Es evidente que existe una profunda contradicción entre el Bachofen que admira la democracia ginecocrática y el aristocrático Bachofen de Basilea, que se opuso a la emancipación política de su mujer y dijo: “Por la fuerza de las circunstancias,
la democracia siempre allana el camino de la tiranía; mi ideal
es una república gobernada, no por los muchos, sino por los
mejores ciudadanos”. Es una contradicción que aflora en varios planos distintos. En el plano filosófico, es el protestante e
idealista creyente contra el romántico; y el filósofo dialéctico
contra el metafísico naturalista. En el plano social político, es
el antidemócrata contra el admirador de una estructura social
comunista-democrática. En el plano de lo moral protestante-
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burguesa contra el defensor de una sociedad en que reine la
libertad sexual en lugar del matrimonio monógamo (Fromm,
Crisis del psicoanálisis, 142-143).
Hay que precisar que el heterismo (promiscuidad sexual) primitivo y brutal supuestamente atribuido por Bachofen a la mujer no tiene fundamento. De su lectura no se saca ninguna conclusión de que él atribuya los excesos sexuales a la mujer o a
la ginecocracia. El estudioso habla, más bien, de un estadio
primordial antes de la transición a la autoridad materna, de un
estadio “inferior” de la existencia humana, que habría sido dominado por la violencia y la fuerza bruta del hombre, durante
el cual la promiscuidad fue absoluta, desenfrenada, y el acopla
miento se realizaba en público, delante de todos. Bastaba que
el hombre plantara su bastón frente a la casa de la mujer (el
bastón clavado en el terreno era el símbolo del acto sexual) para unirse con ella.
Gradualmente, bajo la influencia de la mujer que se rebeló con
obstinación y astucia al abuso del hombre, esa promiscuidad se
transformó en matrimonio monogámico. Las jóvenes solteras
eran libres de unirse con quien quisieran, pero una vez casadas
debían, así como los hombres, guardar fidelidad al matrimonio; el adulterio, también el del hombre, era castigado con la
muerte. El primer paso a la ginecocracia se origina, pues, en
la resistencia femenina contra la condición animal que la fuerza bruta desenfrenada del hombre le imponía.
Según Bachofen, la influencia de la mujer en el niño y en el
hombre hubiera sido imposible en condiciones de promiscuidad
sexual, y por tanto fue posible sólo en el ámbito del matrimonio monogámico bajo Deméter. El estudioso suizo insiste en la
función educadora y civilizadora de la mujer en esa etapa de
la humanidad; a ella le fue dado domeñar las armas y el fuego
y apaciguar a los hombres en contienda, de ahí su carácter sagrado e intangibilidad. En este sentido, la ginecocracia fue una
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etapa necesaria en la educación de la humanidad. En el capítulo
“Orcómenos y los Minios”, Bachofen indica que fue la mujer
quien llevó la elevación del género humano hacia una más alta
norma de vida y de civilización; en las mujeres nació por primera vez el deseo de ordenar las condiciones de vida, así como
la necesidad y la inteligencia de una religiosidad más pura.
Ahora bien, es difícil conciliar esta imagen de la mujer civi
lizadora con la adoración femenina a Dionisos, dios de las mujeres, con el que el autor se entretiene en el mismo capítulo
“Orcómenos y los Minios”. Ningún otro culto como el báquico, dice Bachofen, ejerció una influencia tan profunda en la
estructura de la vida de los pueblos antiguos, ningún otro culto
contribuyó de manera tan tajante en la evolución del espíritu
femenino; en ningún otro los aspectos más nobles y al mismo
tiempo más bajos de los que es capaz el ánimo femenino aparecen tan interconectados; en ningún otro campo encontramos
tantas aristas sublimes y degradantes.
Bachofen hace énfasis en los estadios intermedios y alternos
entre el matriarcado y el patriarcado, en los que lo antiguo y lo
nuevo se encuentran lado a lado: fases intermedias de transición
entre la comunidad sexual, que respondía a preceptos religiosos
del principio materno, según los cuales el matrimonio era transgresivo de las leyes de la naturaleza y el patriarcado. En estas
fases se configuraría una relación de antagonismo abierto entre los dos sexos, durante la cual aparecería Dionisos, el dios
oriental llegado a Grecia a través de Tracia y que desempeña un
papel de gran importancia.
El culto báquico surge con la derrota del movimiento de las
amazonas —reconocido generalmente como hecho histórico y
no como ficción mitológica—, grupo de mujeres extremistas definido por Bachofen como una “degeneración de la ginecocra
cia”, quienes para conservar su supremacía se sublevaron contra el abuso masculino, pasando de la hostilidad hacia el dios
asiático contrario al amazonismo a su adoración. En las fies283
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tas en honor a Dionisos, las mujeres caen en un estado tal de
ebriedad física y psíquica, furor y locura (manía), desenfreno
orgiástico y trance colectivo que, poseídas por el dios, pierden
la conciencia de sí mismas. Ese estado de ánimo quedó representado por Eurípides en Las Bacantes; Ágave, cegada por el
frenesí, llega inclusive a descuartizar a su hijo Penteo, opositor
de Dionisos.
Bachofen recurre al testimonio de Plutarco, quien en sus Quaestiones grecae narra cómo en Beocia, durante una fiesta dionisíaca, Ipaso había sido despedazado por su propia madre. En
“Orcómenos y los Minios”, el estudioso subraya la afinidad
entre Dionisios y la índole natural de la mujer, la ambivalencia
o duplicidad del dios del desenfreno de los sentidos, la desinhibición y la libertad de toda represión. En ese mismo capítulo compara a Dionisos, el dios de la metamorfosis, redentor y
liberador de los dolores del hombre griego, con Apolo, el dios
luminoso, sereno, eternamente igual y “tranquilizador”, comparación que nos remite automáticamente a Nietzsche en El
nacimiento de la tragedia y a su célebre distinción entre lo apolíneo y lo dionisiaco.
Es probable que Nietzsche, en su estancia en Basilea, de donde iba a menudo a Tribschen para visitar a Wagner, haya frecuentado también a Bachofen, y del contacto con su obra (que, como
apuntamos, había leído) y de las conversaciones con Wagner
(a quien dedica el libro) haya surgido la chispa que lo llevó a
ahondar en esa distinción. Sin embargo, Nietzsche va más allá
de Bachofen: Apolo y Dionisos son dos fuerzas, dos impulsos
opuestos de la naturaleza que se integran, en una relación dialéctica, en la obra artística. Apolo, el dios solar de la individuación, no puede vivir sin Dionisos, el dios de la ebriedad que lleva a la liberación del yo individual y a su aniquilamiento en el
yo colectivo.
El viraje de la ginecocracia al patriarcado, interrumpido, ya
se vio, por estadios intermedios como la lucha amazónica, fue
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lento, gradual y lleno de contrastes; en esos estadios lo antiguo
y lo nuevo coexistieron. La supremacía del matriarcado duró
milenios, pero tuvo que ceder frente al patriarcado después de
una larga interiorización de la imagen paterna, que terminó imponiéndose y desplazando al principio materno. El padre se
afirmó después de graves contrastes con el matriarcado, comprobados por los mitos que hablan de cruentas luchas contra
serpientes, dragones y monstruos, todos símbolos primigenios
del elemento materno. Cesa así la dependencia ciega hacia la
madre, cuya imago, hay que subrayarlo, es ambivalente y ofrece
dos aspectos, uno constructivo y otro destructivo: la madre buena, fuente de seguridad, que da calor, abriga y alimenta, pero
también la madre mala con su riesgo de opresión, debido a la
cristalización de su función de nodriza; se sabe que la fijación
en la madre, símbolo del inconsciente, amenaza con paralizar
el desarrollo del yo, su autonomía. El triunfo del principio paterno, dice Bachofen, implica la emancipación de las manifestaciones de la naturaleza, la elevación de la existencia humana
por encima de la vida corpórea, material; con ello el hombre
rompe las cadenas del telurismo.
Bachofen estudia el conflicto y la alternancia entre las dos fuerzas opuestas recurriendo no sólo a fuentes históricas, sino también a las tragedias de Esquilo (525-426 a. C.) y de Eurípides.
La última parte de la trilogía de la Orestíada de Esquilo, “Las
Euménides”, documenta el conflicto entre las dos fuerzas. En
la primera parte, Agamenón regresa a Argos después de diez
años de guerra contra Troya; su esposa Clitemnestra, que en
esos años había sido amante de Egisto, lo acoge con festejos
para luego asesinarlo. Orestes, el hijo de ambos, para vengar
al padre mata a la madre. Por ello, las Euménides, guardianas
del orden materno todavía vigente, intervienen para enjuiciarlo, y cuando él les pregunta por qué no habían castigado a la
asesina, ellas contestan: “No era consanguínea del hombre al
que mató”. Matar a la madre, con la que se tienen vínculos de
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consanguinidad, era la peor trasgresión de las normas inviolables del derecho materno, cualquiera que hubiese sido su motivación. Sin embargo, las Euménides terminan doblegándose a
Atenea y Apolo, es decir, a los dioses del principio paterno.
“Yo no tuve madre que me generara —dice la diosa Atenea,
nacida de la cabeza de Zeus olímpico—, y propendo por el hombre”. Apolo, el dios solar, va más allá de Atenea y niega cualquier derecho a la madre: “No es la que llaman madre la que
engendra un hijo, sino que es sólo la nodriza del embrión recién sembrado” (Esquilo, Tragedias, 523). Por lo tanto, Apolo
y Atenea llaman a un proceso público (el primer proceso de la
historia, observa Bachofen) y a una votación que absuelve a
Orestes. El diálogo entre las Euménides y los dos dioses abre un
debate acerca de la mujer que prevalecerá durante milenios.
Bachofen acude también a Eurípides (¿480?-406 a. C.) quien
en su Medea enfrenta el conflicto entre el viejo y el nuevo principio de vida y lo simboliza en el mito de los argonautas: la relación entre el héroe Jasón y Medea y el inicial connubio amoroso entre los dos. El mito de los Argonautas registra claramente el choque entre el mundo asiático, gobernado por el derecho
de las madres, y el mundo griego, sometido al principio paterno. El héroe griego Jasón se dirige con sus compañeros en la
nave Argos a la isla de Cólquida, en busca del vellocino de oro.
La asiática Medea, hija del rey de Cólquida, se enamora del él
y lo ayuda con sus artes mágicas a apoderarse del vellocino;
llega a matar a su propio hermano para defender al héroe y lo
sigue a Grecia como su esposa. Una vez en su patria, Jasón la
repudia para casarse con Créila, hija del rey de Corinto. Traicionada, Medea se venga, y con su poder mágico mata a Créila
y a su padre; después da muerte a sus propios hijos y huye en
un carro tirado por dos dragones.
El ocaso definitivo de la ginecocracia dio inicio a una nueva
etapa en la historia de la humanidad, la del patriarcado, etapa
necesaria porque sin intervención activa en la naturaleza el gé286
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nero humano no habría podido sobrevivir. El humano es un
animal biológicamente desprovisto. La ciencia y la técnica introducidas por el hombre nacieron como “remedio” a la insuficiencia biológica de un ser que, al contrario de los animales que
nacen oportunamente abastecidos de todo por la naturaleza, es
incompleto: el humano nace desnudo, descalzo, indefenso. Gracias a las construcciones técnicas, a los artefactos, la humanidad
ha logrado “culturalmente” la estabilidad que el animal posee
por naturaleza; la técnica ha seguido al ser humano desde los
primordios (Prometeo).
Con la victoria del patriarcado empieza el desarrollo arriesgado y unilateral del espíritu masculino, no equilibrado por el
mundo de la psique materna. Bajo el orden paterno, el principio de racionalidad modifica por completo la naturaleza, que se
volverá objeto de la intervención y de la explotación en exceso
del hombre, hasta la catástrofe ecológica que hoy amenaza su
supervivencia. La naturaleza, despojada de sus calidades metafísicas, será reducida a objeto de utilidad y de cálculo, y el
sistema social se verá invertido.
Al universalismo del principio materno sigue el individualismo; a la igualdad, la diversidad y la discriminación social; a
la libertad sexual propia del derecho materno, la moral represiva de la sexualidad; a la preeminencia del lado izquierdo, el
lado derecho; al politeísmo religioso de la Madre, el monoteísmo paterno autoritario (la familia, la propiedad privada y el
Estado); a la paz y la justicia, la violencia y la guerra. En fin,
Bachofen dirá que la unidad de la masa se disgrega, y la realidad indiferenciada será superada por el principio de separación
(“Preámbulo e introducción”). La división del trabajo, que había empezado en la Edad de Bronce y de Hierro, alejará a la
mujer de cualquier actividad fuera del ámbito de la reproducción. Ella, que había introducido la agricultura, la cerámica, el
tejido, se limita ahora a criar a sus hijos. Su rol como madre se
invierte: de protectora pasa a ser madre “protegida” por el hijo.
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Como dice Benjamin, la transición del derecho materno al derecho paterno estará documentada en el siglo xx por los estudios científicos de etnografía y antropología sobre las sociedades pertenecientes aún al estadio salvaje.
La madre, “materia-tierra-tinieblas-luna”, y el padre, “espíritu-cielo-luz-sol”, van a ser estereotipos para siempre. La mujer pierde su rol protagónico y queda encuadrada en el sistema
patriarcal como un apéndice bajo la tutela del hombre. Da inicio la misoginia del mundo occidental, teorizada por Aristóteles,
a la que sucederá la satanización de la mujer por parte de la Iglesia católica. El antifeminismo acompañará a la mujer durante
centurias, hasta finales del siglo xix. Salvo excepciones, escritores y poetas manifestarán desprecio o ninguneo hacia ella. Un
ejemplo es la Physiologie du mariage, de Balzac, en la que se
la condena así: “El destino de la mujer y su gloria única consisten hacer latir el corazón de los hombres” (Balzac apud Beauvoir, Segundo sexo, 102). Asimismo, el novelista francés pensaba que “hay que negarle la instrucción y la cultura, prohibirle todo cuanto podría permitirle desarrollar su individualidad,
imponerle ropas incómodas, animarla para que siga un régimen
conducente a la anemia” (102).Y él añade que “la mujer casada
es una esclava a quien hay que saber sentar en un trono” (102103).
La mujer permanecerá definitivamente mutilada hasta principios del siglo xx, cuando despierta la autoconciencia femenina,
que se manifiesta en la realidad histórica, con las reivindicaciones de las sufragistas en Inglaterra —que a menudo terminan en
la cárcel. El movimiento llega de arriba, de la clase aristocráti
ca y la alta burguesía para propagarse hacia abajo y por todo
Occidente.
Si bien la mujer desaparece de la historia, su imago, sin embargo, permanece relegada en el inconsciente colectivo, y como
observa justamente Melanie Klein, es probable que la sucesiva
conquista de la naturaleza y su explotación por parte del hom288
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bre hayan sido vividas por el inconsciente colectivo como una
agresión sádica contra la Madre, como un matricidio. De hecho
la Gran Madre permanece presente en el historiador Plutarco
(¿46?-127 d. C.) —sacerdote en Delfos del templo de Apolo,
dios de lo masculino—, quien todavía atribuye a Isis, la Gran
Madre egipcia, estas palabras: “Yo soy todo lo que ha sido, lo
que es y lo que será, y mi peplo jamás me lo levantó ningún
mortal” (Plutarco, Obras, 73). El romano Apuleyo (¿125?-184
d. C.) dedica su Asno de oro a Isis, la Madre de la creación, “el
tronco que da origen a las generaciones, la suprema divinidad”
(Apuleyo, El asno, 325). Milenios después, la pérdida de la
unidad originaria con la naturaleza continuará viviéndose como
una mutilación. Hasta el siglo xx la mujer estará condenada,
como dice Simone de Beauvoir (Le deuxième sexe), a permanecer encerrada en el mundo de la inmanencia, de las labores fijas
y repetitivas del quehacer cotidiano, encarnando sólo el aspecto pasivo, estático e inmutable de la sociedad, mientras que el
hombre entra en el mundo de la trascendencia: creador, constructor, proyectado hacia el futuro.2 Trascendencia e inmanencia, el espíritu contra la vida, será el lema de los intelectuales del
siglo xx (a los que se unió el Mann de Consideraciones de un
impolítico); alma-espíritu serán los temas de la filosofía de Ludwig Klages y del poeta Stefan George.
Hemos sintetizado esquemáticamente el contenido del Matriarcado de Bachofen, una obra que ha dado origen a interpretaciones opuestas. El mitólogo Furio Jesi, estudioso de la obra
bachofeniana, la critica a pesar de reconocer la objetividad de
su descubrimiento histórico. Según Jesi, Bachofen sería un an
ticuario que acumula objetos originales como prueba de un material demasiado heterogéneo. No obstante, la obra de Bachofen
tuvo amplia influencia en las corrientes culturales más diver
Dicho sea de paso, Simone de Beauvoir nombra sólo dos veces a Bachofen,
estropeando su nombre —Brachoffen— y liquidándolo en una breve nota como un
autor ya superado por la moderna sociología.
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sas, desde la izquierda marxista y anarquista del siglo xix hasta
el psicoanálisis, y el movimiento feminista, cuando despierta
en la realidad histórica la autoconciencia femenina y empieza
la lucha de las mujeres por su emancipación; influirá también
en la cultura de derecha del siglo xx y en los nazis.
Es importante recalcar que la rebeldía femenina al autoritarismo masculino está anticipada por Ibsen en su Casa de muñecas (1879). Después de ocho años de matrimonio, la protagonista Nora se rebela ante el esposo, quien la trata y la mima
como a una niña (“mi alondra”, “mi ardilla”, “mi pajarito”), pero a la primera dificultad la critica duramente; ella abandona el
techo conyugal junto a sus hijos.
La posición con respecto al movimiento feminista del siglo
xx será de apoyo o de rechazo. En 1903, un poeta de aguda sensibilidad como Rainer María Rilke advierte la necesidad de una
integración de los dos géneros, y en una carta al joven Franz
Xavier Kappus sostiene que “la gran renovación del mundo
quizá consista en que el hombre y la mujer, liberados de todos
los sentires erróneos y desganas, no se buscarán como opuestos, sino como hermanos y vecinos, y se reunirán como personas” (Rilke, Cartas, 48).
Sigmund Freud, al contrario, sostendrá la visión patriarcal y
verá en la transición de la madre al padre una victoria de la espiritualidad sobre la sensualidad, y por lo tanto un progreso
cultural. De Freud diverge Theodor W. Adorno en su Minima
moralia de 1945 (subtitulado significativamente Reflexiones
desde la vida dañada), que critica la escisión naturaleza-hombre, sosteniendo que la mujer es el efecto del látigo del hombre
(Nietzsche había dicho: “Si vas con la mujer, no olvides el látigo”). En el aforismo 59, Adorno comenta:
El carácter femenino y el ideal de la feminidad conforme al
cual se halla moldeado, son producto de la sociedad masculina.
[…] Dondequiera que tal naturaleza pretende ser humana, la
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sociedad masculina aplica con plena soberanía en las mujeres
su propio correctivo, mostrándose con su restricción como un
maestro riguroso. El carácter femenino es una copia del “positivo” de la dominación. Así resulta tan mala como ésta. Lo que
dentro del sistemático enmascaramiento burgués se denomina
en general naturaleza, es simplemente la cicatriz que deja la mutilación producida por la sociedad. Si es cierto que el teorema
psicoanalítico según el cual las mujeres viven su constitución
psíquica como la consecuencia de una castración, éstas tienen
en su neurosis una vislumbre de la verdad (Minima, 99-100).
En el mismo libro Adorno se aleja de Freud y desaprueba lo
contradictorio de su posición. Por un lado, Freud critica la ideología burguesa, es decir, la condena del instinto; por otro lado,
adhiere a esa condena en nombre de la cultura. Critica la renuncia, el sacrificio del instinto contrario a la realidad, y al mismo
tiempo exalta ese sacrificio como sublimación promotora de
cultura. Freud, concluye Adorno, está a medio camino entre el
deseo de una emancipación de los oprimidos y la apología de
su supresión.
Después de la Segunda Guerra Mundial varios estudiosos toman su punto de partida del Matriarcado de Bachofen: Erich
Neumann (Historia de los orígenes de la conciencia, 1949 y La
Gran Madre, 1956); Erich Fromm (La crisis del psicoanálisis,
1970); Franz Baumer (La Grande Madre. Scenari da un mondo
mitico, 1995).
Particularmente interesante es un libro del psicoanalista francés Gérard Mendel, quien explica la rebelión de las generacio
nes de 1968 como una oposición a la opresión del mundo moderno tiránico y autocastrador; una rebelión contra el poder
paterno que habría causado un “trastorno de las alianzas”: la
alianza con la madre vengadora y el rechazo de la racionalidad,
así como nuevas formas místicas, nihilismo, rechazo psicopático de la realidad. El triunfo del padre sobre el elemento femenino llega a la autodestrucción.
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De hecho, afirma Mendel, la destrucción ecológica es también la gran metáfora de la destrucción del elemento femenino,
de la gran Madre tierra. ¿Qué se necesitaría para evitar la destrucción?, se pregunta el autor. Una guerra de las amazonas en
una nueva versión. El mundo femenino debería unirse y detener la caída en el abismo en el que ya nos encontramos, antes
de llegar hasta el fondo. Está en juego el destino de la humanidad. La mujer se ha erigido contra el hombre para declarar sus
derechos de igualdad, pero entre el modelo masculino. Sin un
proyecto revolucionario de ese mundo, ella misma contribuirá
a la destrucción de la humanidad.
Estos autores insisten en que el riesgo de la humanidad consiste hoy, en parte, en el desarrollo consciente, unilateral del patriarcado, no equilibrado por el mundo psíquico arquetípico de
lo femenino; insisten en la urgencia del desarrollo de cada individuo hacia la totalidad psíquica y la integración de los dos
principios, el paterno y el materno, que debería ser el ideal educativo del futuro: sólo este desarrollo integral hará posible una
vida fecunda de la comunidad.
Referencias
Adorno, Theodor Wiesengrund, Minima Moralia. Reflexiones desde
la vida dañada. Obra completa 4, Madrid, Akal, 2006.
Apuleyo, El asno de oro, trad. Lisandro Rubio Fernández, Madrid,
Gredos, 1995.
Bachofen, Johann Jakob, Il matriarcato, 2 tomos, Torino, Einaudi,
1988.
Baumer, Franz, La Grande Madre, Génova, ecig, 1995.
Benjamin, Walter, Obras, Libro II / vol. 1, Madrid, Adaba, 2007.
Beauvoir, Simone de, El segundo sexo, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.
Euripides, Tragedias: Medea, Las Bacantes, Ifigenia en Aúlide, Barcelona, Bruguera, 1973.
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Esquilo, Tragedias, trad. Bernardo Perea Morales, Madrid, Gredos,
2007.
Fromm, Erich, La crisis del psicoanálisis, México, Paidós, 1995.
Goethe, Johann Wolfang, Fausto, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1924.
Ibsen, Henrik, Casa de muñecas, Madrid, Cátedra, 1999.
Mendel, Gerard, La rebelión contra el padre, Barcelona, Península,
1968.
Neumann, Erich, Storia delle origini della coscienza, Roma, Astrolabio, 1978.
——, La Grande Madre, Roma, Astrolabio, 1981.
Plutarco, Obras Morales y de costumbres (Moralia) VI, Madrid,
Gredos, 1995.
Rilke, Rainer María, Cartas a un joven poeta, Madrid, Alianza, 2001.
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