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Publicado en: Guillermo Hoyos & Eduardo A. Rueda (eds.), Filosofía política: entre la religión y la democracia, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2011, págs 55-96. [ISBN 978-958-716-505-0] La fuerza pública de la razón El papel de la deliberación en los procesos democráticos* Juan carlos Velasco 1. El giro deliberativo de la teoría de la democracia Durante el siglo XX, y sin que faltaran periodos de claro retroceso, la noción de gobierno del pueblo se expandió de tal manera que se erigió en la forma normal de organización política a lo largo y ancho del planeta. La novedad no estriba tan solo en el hecho de que nunca han existido tantos países con regímenes formalmente democráticos como ahora, sino en que la democracia se ha ha “convertido en el principio central de legitimidad política de nuestra era” (Held 2007, 14). Este triunfo histórico de la democracia, esto es, su preeminencia frente a cualquier otra forma alternativa de gobierno, resulta aún más remarcable si consideramos que el siglo pasado se caracterizó precisamente por ser el siglo del derrumbe de múltiples referencias ideológicas presentadas * Artículo redactado en el marco de una estancia de investigación en la Technische Universität de Berlín, inanciada por la Alexander von Humboldt Stitung. 56 Cuadernos Pensar en PúbliCo hasta entonces como certidumbres sólidamente arraigadas.1 Sin embargo, y a pesar de esta situación de indiscutible hegemonía nominal, lo que se esconde tras su mera mención no corresponde, en realidad, a un único contenido que pueda ser reconocido de igual manera por todos. Nociones claves como participación política, representación, soberanía popular o autodeterminación se han trocado en meras cáscaras vacías que pueden ser colmadas de signiicados diversos e incluso contradictorios. En particular, el término democracia es un sustantivo que admite una multitud de adjetivos: directa, representativa, participativa, formal, sustancial, fuerte, liberal, burguesa, popular, populista, pluralista, elitista, radical, orgánica, parlamentaria, corporativa, nacional, etc. Pero todos estos epítetos, lejos de ser accidentales, acaban determinando su sentido. Frente a esta inlación del término, la solución no pasa ciertamente por renunciar a la idea de democracia, sino por dar un sentido más ajustado a la apelación a la participación del pueblo a la hora de justiicar las acciones de gobierno. Por ello, y dado que el desafío actual ya no es lograr una mayor extensión espacial de la democracia, cabe preguntarse si la formidable expansión experimentada ha transcurrido paralela a su profundización y aquilatamiento. Para no perderse en inoportunas disquisiciones históricas que nos llevarían demasiado lejos del propósito de este artículo, cabe convenir que la teoría democrática hegemónica tras la Segunda Guerra Mundial presupone la existencia de una contradicción irresoluble entre participación democrática y gobernabilidad. El origen teórico de esta grave discrepancia 1 Como muestra de la portentosa progresión experimentada por la democracia a escala planetaria hace apenas dos décadas podría aducirse, por ejemplo, el cambio que se aprecia entre la introducción de la primera edición del libro de Norberto Bobbio El futuro de la democracia y la de la segunda. Mientras que en la edición de 1984 se constataba que “en el mundo, la democracia no goza de óptima salud” (Bobbio 2000, 15), en la de 1991 se destacaba que “las democracias existentes no solo han sobrevivido, sino que nuevas democracias aparecieron y reaparecen allí donde jamás habían existido o habían sido eliminadas” (Bobbio, 2000, 8-9). De hecho, como también constata Claus Ofe (2004, 213), “en 1974, el porcentaje de Estados que se deinían como democrático-liberales no llegaba al treinta por ciento. En el año 2000, superaba el sesenta por ciento”. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 57 puede rastrearse en los debates del periodo de entreguerras y en el profundo cuestionamiento de los presupuestos participativos efectuado por autores como Max Weber y Carl Schmitt o, poco más tarde, por Joseph Schumpeter, entre otros. Tales controversias y relexiones desembocaron en la formulación de una teoría restringida de la democracia conocida como teoría de competencia de élites, de acuerdo a la cual el buen funcionamiento del sistema político depende de que la soberanía de las masas se limite en la práctica a un mero procedimiento de selección de los gobernantes.2 Esta concepción fue elevada a la categoría de paradigma por aquellos analistas que bien podrían denominarse empiristas, entre los que se destacan los nombres de Anthony Downs (1957), autor de la inluyente Teoría económica de la democracia, y el de Robert Dahl (1956, 1971), mentor de la concepción pluralista de la democracia. Por su parte, los ilósofos políticos de sesgo normativista, que tratan de atender a la dimensión más estrictamente deóntica y conceptual del pensamiento democrático, han criticado e impugnado con especial severidad y relativo éxito tales descripciones. Como es sabido, en las últimas décadas quienes reivindican la dimensión moral en la consideración de los sistemas democráticos han tomado nuevos bríos gracias, sobre todo, al sesgo normativo que la obra de John Rawls ha transmitido a gran parte de la teoría política contemporánea (cf. Parekh 1996). Las décadas de los años ochenta y noventa de la pasada centuria sirvieron de escenario temporal a una serie de debates sumamente fructíferos para el desarrollo de la teoría política contemporánea. En ese caldo de cultivo teórico fue donde prosperó una nueva variante del pensamiento político empeñado en la búsqueda de una mayor calidad de los sistemas representativos, de una democracia mejor y más plena: una inlexión que cabe denominar el giro deliberativo de la teoría de la democracia (cf. Dryzek 2000). 2 De acuerdo con Schumpeter (1996), el sistema electoral sería un sucedáneo del mercado económico y se regiría por reglas similares: los ciudadanos al emitir su voto adquieren un producto que le venden los distintos partidos. © Juan Carlos Velasco, 2011 58 Cuadernos Pensar en PúbliCo La recuperación que por entonces se llevaba a cabo de la noción de sociedad civil y las indagaciones –en cierta medida convergentes– sobre el concepto de esfera pública facilitaron la formulación de una concepción deliberativa de la política, que posiblemente constituya una de las aportaciones más notables efectuadas en la teoría democrática a lo largo de la segunda mitad del siglo XX (cf. Bohman 1998; Dryzek 2000; Greppi 2006; Martí 2006; Held 2007, 331-362). Con todo, y por mucho que los presupuestos teóricos e históricos ya estuvieran puestos de antemano, probablemente este impulso académico hubiera sido infructuoso si el completo colapso del bloque soviético a inales de la década de los ochenta –con la caída del muro de Berlín como suceso emblemático– no se hubiera conformado como el caldo de cultivo adecuado para la eclosión de tales relexiones. La impresionante oleada democratizadora que barrió el Sur de Europa durante los años setenta (en donde se inscribiría la transición española), que se extendió por buena parte de Latinoamérica durante los años ochenta y que alcanzó con el cambio de década al Centro y al Este de Europa (cf. Huntington 1994; Markof 1998; Ofe 2004), no logró sofocar, sin embargo, la insatisfacción que desde hacía tiempo despertaba la práctica real de las democracias parlamentarias o representativas. Entre los ciudadanos no ha cesado de crecer la apatía ante una forma de organización política en la que perciben que apenas tienen opciones para participar en las decisiones importantes (las cuales de manera casi inevitable caen en manos de profesionales de la política o de tecnócratas, en todo caso, de instancias no sometidas al escrutinio público). El desengaño es aún mayor cuando se constata que la opinión de los ciudadanos apenas cuenta, pues importantes grupos de opinión privados iltran y estructuran cognitivamente las cuestiones susceptibles de ser sometidas a la competencia política e incluso © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 59 deinen el inventario de las respuestas aceptables.3 Y si bien el desengaño no llega a ser absoluto, resulta innegable el creciente descrédito del que adolecen las democracias existentes, incluso las más sólidamente establecidas. Se trata de una insatisfacción que a veces aboca directamente a la desafección, pero que siempre conduce al desprestigio del término democracia. No es de extrañar que el recelo o el desengaño se encuentren detrás de gran parte de esos esfuerzos teóricos que antes han sido anotados, para repensar en serio la democracia. En particular, la noción de democracia deliberativa –como sucede también con la actual reivindicación del republicanismo, con el que, como se verá, mantiene una estrecha vinculación– representa en sí misma una forma de crítica a las democracias liberales modernas, y su singularidad estribaría en que dicha crítica se efectúa desde la perspectiva de una recuperación normativa del concepto de ciudadanía activa. De hecho, no resulta nada ajeno a los promotores intelectuales de la democracia deliberativa la voluntad de elaborar una concepción de la política capaz de dar cobertura teórica a los que en su día fueron denominados “nuevos” 3 Con independencia del mejor o peor funcionamiento de los mecanismos de participación cívica en el marco de cada Estado soberano, otro motivo que los ciudadanos encuentran hoy para retirarse al cuidado de sus asuntos privados es la desalentadora constatación de que sus intervenciones en la esfera pública pueden tener acaso algún grado de inluencia en sus propios Estados, pero prácticamente ninguno más allá de sus fronteras. Es aquí empero, en el ámbito internacional, más bien global, donde se toman las principales decisiones en materias tan relevantes como, por ejemplo, la economía o el medio ambiente. En particular, los mercados inancieros internacionales son impermeables a la democracia y, sin embargo, desempeñan funciones de gobierno exentas de control ciudadano. Como airma Habermas (2006, 113), “el privatismo ciudadano se refuerza por la desmotivadora pérdida de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad que, si acaso, sólo funciona todavía, y sólo parcialmente, en los ámbitos nacionales y que, por tanto, no alcanza a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional”. Y si a este nivel no cabe hablar, ni siquiera en el ámbito de la Unión Europea, de una auténtica sociedad civil, entonces a muchos le parecerán hueras las esperanzas de transformación depositadas en la participación política de los ciudadanos de a pie. Con todo, también existen motivos para pensar que la opinión pública animada por ciudadanos que trabajan más allá de sus fronteras para crear movimientos cívicos globales ha estado detrás de muchos de los logros institucionales y de movilización social más signiicativos de la última década. © Juan Carlos Velasco, 2011 60 Cuadernos Pensar en PúbliCo movimientos sociales (en su mayoría, movimientos “de resistencia” y “de protesta”), a las iniciativas cívicas y, en general, a todas aquellas conductas políticas no convencionales que procuran o favorecen la desinstitucionalización y la desestatalización de la política, de modo que esta se halle al alcance de todo el mundo. A lo largo de la historia se han ofrecido innumerables deiniciones de democracia, pero quizás una de las más populares sea la que ayudó a divulgar Abraham Lincoln: “el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”. Difícilmente puede competirse en rotundidad con dicha caracterización, pero lo cierto es que resulta difícilmente operativa y poco ajustada a la realidad de las prácticas políticas. Aunque habrá también quien discrepe, podemos coincidir con Norberto Bobbio (2000, 18) en lo que él llama la “deinición mínima de democracia”, a saber: “se entiende por régimen democrático un conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas en el que está prevista y propiciada la más amplia participación posible de los interesados”. En este sentido, y teniendo en cuenta el variado abanico de concepciones de democracia disponibles en el actual mercado de ideas, la noción de democracia deliberativa, al poner el énfasis en el reinamiento y la extensión del ideal participativo, habría que catalogarla como una versión fuerte o radical de esta. La noción de deliberative democracy fue introducida por primera vez en el debate académico en 1980 con el in de caracterizar una forma particular de democracia constitucional (cf. Bessette 1980). Desde entonces, investigadores provenientes de horizontes teóricos sumamente diferenciados se han interesado por esta concepción de la democracia: la elección racional (Elster 2001), la teoría crítica del feminismo (Young 2000), la teoría y la ilosofía del derecho (Nino 1997; Sunstein 2003, 2004), la sicología social (Mendelberg 2003) o la ciencia política más clásica (Fishkin 1995; Dryzek 2000). Aunque la nómina de autores que se han ocupado © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 61 de articular esta noción política es prácticamente inabarcable,4 las relevantes aportaciones efectuadas por Jürgen Habermas representan para muchos la referencia inexcusable a la hora de abordar esta cuestión. El peso de su inluencia va hasta el punto de que se ha llegado a caracterizar la democracia deliberativa como “la variante norteamericana de las teorías alemanas de la acción comunicativa y de la situación ideal de habla” (Walzer 2004, 43).5 Por ello y por su descollante presencia en el ámbito académico iberoamericano, a lo largo de este artículo se presta particular atención a sus planteamientos, sin que esto sea impedimento para considerar también otros desarrollos. Así, en la concepción de la “razón pública” desarrollada por John Rawls (1996, 247-290; 2001, 153-205) muchos autores han encontrado también una fuente de inspiración en la conformación de dicha teoría. En todo caso, un rasgo característico del modelo deliberativo es la centralidad de la razón y, para ser más precisos y rescatando una expresión kantiana, del uso público de la razón, un rasgo que comparten Hannah Arendt, Jürgen Habermas y John Rawls, probablemente los máximos inspiradores teóricos de este modelo. 4 Por completar algo esta nómina, y sin ningún ánimo de exhaustividad, en el capítulo de las monografías más destacadas pueden añadirse a las arriba ya citadas las de Gutmann y hompson (1996), Bohman (1996) y Martí (2006). Y, entre los libros colectivos sobre la materia, véanse también Benhabib (1996), Bohman y Rehg (1997) y Macedo (1999). Signiicativo resulta también la inclusión en la tercera edición de Modelos de democracia, de David Held (2007, 331-362), de un nuevo capítulo dedicado a la democracia deliberativa, un nuevo modelo que, según este autor, constituiría la mayor innovación en el pensamiento democrático desde que en 1987 apareciera la primera edición de su inluyente obra. 5 Ello no implica que la posición de Habermas sea la versión estandarizada de este tipo de democracia, pues sus contribuciones han dado lugar a un desarrollo teórico singular y no generalizable. Así, Seyla Benhabib (2006, 227) entiende que “en el modelo habermasiano de democracia deliberativa, que Cohen y Arato (1992), Nancy Fraser (1992) y yo (1992 y 1996) hemos seguido desarrollando, la esfera pública no es un modelo unitario sino pluralista, que reconoce la variedad de instituciones, asociaciones de la sociedad civil”. Es de reseñar que el amplio inlujo ejercido por Habermas sobre la teoría democrática empezó a ser relevante en ese contexto estadounidense al que se reiere Benhabib justo a raíz de la traducción al inglés en 1989 de su monografía sobre la esfera pública (Habermas 1982) y del libro colectivo sobre esta obra editado por Craig Calhoun (1992). © Juan Carlos Velasco, 2011 62 Cuadernos Pensar en PúbliCo ¿Qué tiene qué ver la deliberación con la democracia?, ¿qué lugar ocupa o ha de ocupar la deliberación en los procesos democráticos?, ¿hasta qué punto la idea de democracia deliberativa supone un programa teórico capaz de renovar el liberalismo político? De la elucidación de estas cuestiones se ocupa el presente trabajo y esto se hace en cinco pasos: en el primero se presenta la deliberación pública y las virtudes epistémicas asociadas a ella como ingrediente central del proceso democrático; a continuación se muestran las ainidades que el enfoque deliberativo comparte con el republicanismo contemporáneo; posteriormente se destacan las implicaciones que las exigencias deliberativas generan tanto en el ámbito de la sociedad civil como en el de las instituciones políticas públicas; en el paso siguiente se analizan las oportunidades que las innovaciones tecnológicas en el mundo de las comunicaciones ofrecen para el desarrollo de la deliberación pública, y, inalmente, se argumenta a favor de las potencialidades que ofrece la perspectiva crítico-utópica que impregna el modelo deliberativo propuesto. 2. La democracia y el valor epistémico de la deliberación pública Para los ciudadanos de las polis griegas resultaría prácticamente un pleonasmo hablar de democracia deliberativa, pues concebían la deliberación como un momento esencial e insoslayable de la democracia.6 Antes de tomar decisiones, los ciudadanos tenían que deliberar en la asamblea, esto es, trataban de ponderar públicamente las ventajas y los inconvenientes de las diversas alternativas propues6 Las intuiciones básicas de la política deliberativa han acompañado a las diversas expresiones de la democracia desde su nacimiento en la Atenas del siglo V (cf. Moufe 2003, 95). Así, en su famosa Oración fúnebre, Pericles sostiene: “Somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en los asuntos públicos lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que suponen un perjuicio de la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción” (Tucídides 1990, 40). Esto abonaría la tesis de © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 63 tas, ya fuera respecto a la mejor política a seguir como a la persona más adecuada para ocupar un cargo. “Deliberar” proviene del verbo latino deliberare, en cuya raíz está ya contenido el sustantivo libra (balanza, peso). De este modo, la etimología propia de la noción nos revela que en el proceso de razonamiento práctico se encuentran incorporados elementos de la metáfora del peso de preferencias e intereses divergentes, y de que en dicho proceso se han de ponderar las posibles opciones con mayor densidad, complejidad y verosimilitud que en el caso de la aplicación mecánica de un axioma o norma general (cf. Velasco 2010). Desde un enfoque democrático, la democracia no se agota en el simple mercadeo y transacción de preferencias privadas preexistentes. Desde un enfoque deliberativo, la política arranca, más bien, justo en el momento en que los diversos agentes están dispuestos a valorar y revisar sus preferencias, intereses y opiniones a la luz del debate público, conforme van obteniendo, gracias a él, nuevas informaciones o perspectivas alternativas. Quienes abogan por la democracia deliberativa reniegan de la concepción agregativa de la democracia, esto es, de su consideración como mero sumatorio de los votos emitidos como expresión de preferencias particulares. Estiman, por el contrario, que las votaciones no constituyen el elemento central del proceso político, sino únicamente la fase inal en un proceso racional de toma de decisiones: “la democracia no reside sólo en elecciones y votos, sino también en la deliberación y el razonamiento público” (Sen 2007, 83). Si la votación no viene precedida por deliberaciones no cabe hablar apenas de un proceso racional. Con la noción de democracia deliberativa se subraya precisamente la necesidad de que haya un alto grado de relexión y argumentación pública, tanto de la ciudadanía como del poder Elster (2001, 13) de que con la noción de democracia deliberativa no se está procediendo a una innovación de la democracia, sino a una renovación de ella. En todo caso, el ideal de debate público no es algo creado por el actual giro deliberativo de la teoría democrática, ni tampoco es algo exclusivamente occidental. Se da en distintas partes del planeta y también en épocas pretéritas. Amartya Sen (2007, 84) pone el ejemplo de la Constitución de 17 artículos promulgada en Japón en el año 604 d.C., en donde se recoge la siguiente sentencia: “Las decisiones sobre asuntos importantes no deben ser tomadas por una sola persona. Deben ser analizadas entre muchos”. © Juan Carlos Velasco, 2011 64 Cuadernos Pensar en PúbliCo legislativo y del ejecutivo. Lo que se trata es de garantizar que, tras los debates informados, las decisiones sean relexivas y bien fundadas, y no simplemente instantáneas de las opiniones individuales vertidas en un momento dado. Se pone así el acento en todos aquellos procesos que favorecen el intercambio de opiniones, la relexión y la responsabilidad de los ciudadanos. Se contrapone a una concepción del espacio público donde los ciudadanos se encuentran entre sí tan solo para alcanzar compromisos sobre posiciones e intereses cerrados de antemano. Frente a esta posición individualista se aboga por la necesidad de instaurar un espacio de interacción que permita, en primer lugar, generar y poner en común puntos de vista e información para que los ciudadanos identiiquen sus propios intereses y, en segundo lugar, alorar la necesaria complicidad para poder deliberar sobre intereses comunes y acordar soluciones generales. Democracia deliberativa no es ni antónimo de democracia representativa ni tampoco sinónimo de democracia directa. Su postulación implica, eso sí, el rechazo de las respuestas inmediatas a los problemas planteados, las respuestas irrelexivas ante las presiones populares. Los diferentes métodos de participación directa no resultan incompatibles, sin embargo, con dicha idea de democracia (cf. Nino 1997, 204-205): así, por ejemplo, la iniciativa popular (recogida en múltiples ordenamientos constitucionales) o la celebración de referendos son medidas recomendables y en sintonía con el ideal de que todos los afectados por las decisiones participen de manera directa y relexiva. Subrayar la relevancia de la deliberación en los procesos políticos no implica despreciar el momento participativo de la democracia, sino todo lo contrario. El peso que la deliberación pueda adquirir es, en gran medida, una variable dependiente de la participación activa de los ciudadanos. Por eso mismo, los derechos de participación política –tanto en su vertiente activa como pasiva– deben estar debidamente protegidos pues son esenciales para el desarrollo de la ciudadanía democrática. Pero la participación ciudadana no ha de limitarse a la esfera de la política oicial: la formación de la voluntad en © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 65 espacios institucionales (parlamentos, tribunales, ministerios, etc.) no tendrá calidad democrática si no viene precedida de la elaboración informal de la opinión en espacios extrainstitucionales (los diversos foros de la heteróclita y polifónica sociedad civil). En el apartado cuarto se analiza con cierto detalle esta cuestión relativa a los ámbitos propios de la deliberación y la participación. La deliberación pública y discursiva constituye una forma peculiar de comunicación, pues quienes deliberan están obligados a hacer accesibles sus opiniones, preferencias y convicciones, en el marco de interacciones comunicativas, mediante razones comprensibles y aceptables para todos. Deben convencer a quienes interactúan con ellos de la corrección de sus posiciones: argumentos justiicados, en lugar de coacciones y manipulaciones, son ingredientes básicos de un proceso deliberativo. No obstante, la democracia deliberativa no se reduce al diseño de requisitos procedimentales, sino que se ofrece como una reinterpretación de una intuición democrática básica, a saber: que las decisiones políticas son legítimas y, por tanto, vinculantes tan solo en la medida en que sean resultados de procesos deliberativos colectivos en los que hayan participado todos aquellos a quienes van dirigidas y que, por tanto, se verán afectados (cf. Habermas 1998, 363-406). De este modo se rehabilita una vieja fórmula de hondo contenido democrático: Quod omnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet (“lo que concierne a todos debe ser tratado y aprobado por todos”). Si la idea de democracia tiene que ver conceptualmente con un procedimiento de toma de decisiones, los defensores de la democracia deliberativa sostienen que la deliberación no solo es el procedimiento que otorga mayor legitimidad, sino que también es el que mejor asegura el fomento del bien común al promover la adopción de la decisión más correcta. Con respecto a lo primero, y en contraste con la teoría de la elección racional y el modelo del mercado, que señalan el acto de votar como institución central de la democracia, los deliberativistas argumentan que las decisiones solo pueden ser legítimas si se derivan de una deliberación pública © Juan Carlos Velasco, 2011 66 Cuadernos Pensar en PúbliCo en la que haya participado la ciudadanía. En esto consistiría precisamente el núcleo normativo de la democracia deliberativa: “la elección política, para ser legítima, debe ser el resultado de una deliberación acerca de los ines entre agentes libres, iguales y racionales” (Elster 2001, 18). De modo que la legitimidad democrática puede ser medida en términos de la capacidad u oportunidad que gocen todos para participar en deliberaciones efectivas dirigidas a tomar las decisiones colectivas que les afecten. Con respecto a quienes desde planteamientos realistas consideran que la deliberación resulta inocua para la toma de decisiones, y que es incapaz de cribar los intereses particulares de quienes participan en ella, cabe argüir que un escenario deliberativo público induce la formación de resultados independientemente de los motivos de sus participantes y posee efectos beneiciosos en la calidad global de los resultados del debate. Veamos esto con mayor detalle. Las exigencias deliberativas –en particular, la publicidad y la imparcialidad– generan efectos benéicos sobre la forma y el contenido del argumentar del conjunto de actores. El mismo hecho de participar en debates públicos induce (e incluso fuerza) a efectuar planteamientos razonables –en el sentido de dirigidos hacia el bien común– aunque solo sea por razones meramente estratégicas: los actores están obligados a emplear razones generales, aunque no sea más que para reforzar la eicacia persuasiva de su propio discurso. Argumentos en pro de intereses estrictamente particulares difícilmente prosperarán en una asamblea deliberativa. En ella se hace valer la “fuerza civilizadora de la hipocresía”, un argumento a favor del uso de la deliberación en la esfera pública aducido por Jon Elster: “incluso los oradores impulsados por sus propios intereses resultan forzados o inducidos a argüir en función del interés público” (Elster 2001, 26). A favor de esta idea, Elster invoca la autoridad de Habermas: “aunque, como era de esperar, el curso real de los debates se aparta del procedimiento ideal de la política deliberativa, los presupuestos de la misma ejercen un efecto orientador sobre los debates” (Habermas 1998, 420). Dicho de otro modo, en un debate público incluso los agentes orientados exclusivamente © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 67 por su propio interés “han de implicarse en el estilo deliberativo y en la lógica especíica de los discursos políticos” (Habermas 1998, 347) y se ven obligados a apelar a razones de interés general o a hacer concesiones al interés de otros grupos. Las prácticas deliberativas cribarían, pues, los argumentos en los que se expresan las preferencias individuales o de grupo. Inducen una manera determinada de justiicar posiciones, demandas e intereses, de modo que se “ceda preferentemente la palabra a razones generadoras de legitimidad” (Habermas 1998, 420). Este sería el efecto benéico del denominado iltro deliberativo, que bien podría interpretarse como una manifestación más de lo que, tomando prestado una expresión de Hegel, podríamos denominar la astucia de la razón, pues en deinitiva da la posibilidad de que designios racionales o ideas universales se ejecuten mediante pasiones particulares y con independencia de la voluntad de los individuos. El análisis empírico de Elster únicamente constata este tipo de comportamiento, mientras que en el análisis normativo de Habermas ve en ello, además, la fuerza de un núcleo de racionalidad (noción inseparable de la exigencia de justiicar ante los demás tanto las opiniones como las decisiones propias). A la deliberación pública cabe asignarle relevantes valores epistémicos: modera la parcialidad y ensancha las perspectivas; fomenta la ampliación del panorama de los juicios mediante el intercambio de puntos de vista y de razones que sustentan las cuestiones concernientes a la política; permite además la detección de lagunas informativas, errores inferenciales e inconsistencias lógicas. Por otra parte, para el buen desenvolvimiento de la deliberación es crucial una actitud de apertura para reconocer la posibilidad de estar equivocados y aceptar la idoneidad de las tesis del contrario. No obstante, una justiicación de la democracia deliberativa centrada en el aspecto epistémico carece de recursos internos para explicar por qué la deliberación debe ser conducida de manera democrática. La defensa de la deliberación, si no va de la mano de la defensa de una amplia participación ciudadana, conduce a una suerte de elitismo: a la deliberación de los más sabios y virtuosos. © Juan Carlos Velasco, 2011 68 Cuadernos Pensar en PúbliCo 3. Democracia deliberativa y republicanismo Cuando hoy se invoca la tradición política republicana como portadora de un robusto modelo normativo de ciudadanía democrática resulta evidente que con esto se está pretendiendo conceder una base teórica respetable a los repetidos llamamientos dirigidos a alentar el espíritu participativo y solidario en las sociedades contemporáneas (cf. Velasco 2005). Al hablar de republicanismo ciertamente resulta inevitable la remisión a aquella corriente de pensamiento político surgida en las municipalidades italianas del renacimiento que conirió nuevo sentido a las tradiciones ciudadanas griegas y romanas, animó gran parte de los debates políticos ingleses y holandeses de los siglos XVII y XVIII, inluyó sobre los padres fundadores de la independencia estadounidense y, tras casi dos siglos de discreto silencio, ha llegado hasta nuestros días como soporte de los ideales del vivere libero.7 No obstante, es preciso advertir que el nuevo republicanismo, al menos el que aquí se reivindica, representa una reconstrucción selectiva de esa tradición, una tradición que nunca generó una ortodoxia escolástica ni constituyó un conjunto coherente y sistemático de postulados políticos. Particularmente rescatable de esta tradición política sería su compromiso con cuatro principios generales: la deliberación pública, la igualdad política, el universalismo como ideal regulativo y la ciudadanía (cf. Sunstein 2004). Desde los tiempos de Cicerón y Tito Livio hasta el momento presente, con autores como Quentin Skinner, Maurizio Viroli o Philip Pettit, el republicanismo se ha articulado como un discurso político contrario a toda forma de tiranía y defensor del autogobierno de los ciudadanos. El republicanismo se reconoce en el rechazo de la dominación y en la reivindicación de una idea robusta y positiva de la libertad. Para el sostenimiento de dicha libertad, 7 Cf. Skinner 1995 y Wood 1969. Pocock (2002, 75), por su parte, aquilata algo más esta genealogía: el republicanismo (o humanismo cívico) sería “la historia de un cierto patrón de pensamiento político e histórico, primero italiano, luego inglés y escocés, y inalmente americano”. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 69 tales autores consideran imprescindible el concurso de la virtud cívica, que a su vez requiere de ciertas precondiciones políticas: en particular, que las instituciones básicas de la sociedad queden bajo el pleno control de los ciudadanos. En consecuencia, la tradición republicana concede un valor intrínseco a la vida pública y a la participación política: el ciudadano ha de implicarse activamente en algún nivel en el debate político y en la toma de decisiones, ya que ocuparse de la política es ocuparse de la res publica, esto es, de lo que atañe a todos. Para el pensamiento republicano, la democracia no se reduce a una mera confrontación entre grupos ni a una simple agregación de preferencias. Su apuesta es por una democracia robusta en la que los ciudadanos participan activamente en los procesos de coniguración de la opinión y la voluntad colectiva (cf. Barber 1984). La participación política es esencial para consolidar una sociedad libre y autogobernada. Sin participación de poco sirven las mejores instituciones democráticas. Participación, deliberación y amor patrio se implican mutuamente, al menos en la práctica, pues es difícil encontrar mejor modo de interesar a los hombres en la suerte de su patria –la república– que el de hacerles partícipes en la toma de decisiones colectivas. Hay además una intuición básica sobre la naturaleza de la política que comparten los autores de la tradición republicana y las diferentes versiones de la democracia deliberativa, a saber: “las preferencias individuales prerrelexivas deben ser examinadas en un espacio público a la luz de razones” (Ferrara 2004, 6). La común reivindicación de las ideas de autodeterminación, igualdad política y participación en los procesos públicos de toma de resoluciones, así como también la común promoción de una forma de vida caracterizada por la preeminencia del espacio público, permite airmar, tal como sostiene este mismo autor, que “el republicanismo tiene una clara ainidad electiva con las concepciones deliberativas de la democracia” (Ferrara 2004, 11). Dada la especial relevancia que adquiere la participación política de los ciudadanos en la comprensión de la política deliberativa, esta encaja ciertamente mucho mejor con un modelo republicano de ciudadanía, movido por el interés por los © Juan Carlos Velasco, 2011 70 Cuadernos Pensar en PúbliCo asuntos públicos, que con un modelo liberal preocupado solo por aumentar la esfera privada del individuo y reducir la acción estatal a su mínima expresión. Es preciso puntualizar, no obstante, que no todas las posibles versiones de la democracia deliberativa resultan igual de aines con el pensamiento republicano (cf. Martí 2006, 238-243). En general, las teorías deliberativas establecen un vínculo entre la justicia (y la corrección) de los procedimientos y la justicia (y la corrección) de los resultados. Por ello es importante implementar una forma cualiicada de procedimiento: un proceso de intercambio de razones o deliberación. El intelectualismo que se transluce en la acentuación de las propiedades epistémicas del proceso deliberativo (por el que se lograría conocer cuáles son las decisiones correctas o incorrectas) puede desembocar en una salida elitista y antidemocrática que desprecie un elevado grado de participación ciudadana y potencie únicamente la de aquellos que poseen una mayor competencia epistémica (un precedente histórico de esta posición sería Edmund Burke). Pero esta opción elitista de desconianza hacia la ciudadanía no es la única posible, ni tampoco la mayoritaria entre los demócratas deliberativos. Los defensores de la versión republicana de este tipo de democracia salvan esta posible deriva apoyándose en la relevancia moral y en los efectos pedagógicos de la práctica de interacción asociada a los procedimientos deliberativos. Además extienden su pertinencia más allá de las sedes institucionalizadas y abogan por prácticas deliberativas informales en el mayor número de foros públicos posibles (pese a su profesión de fe liberal, John Stuart Mill puede nombrarse entre los precedentes históricos de esta modalidad republicano-deliberativa). Con la salvedad apuntada, la ainidad entre la propuesta deliberativa y el republicanismo resulta evidente para autores como Skinner, Sunstein, Barber o Pettit. Algo similar puede predicarse con respecto a Habermas, cuyo pensamiento político admite diversas caliicaciones, aunque quizás las más ajustadas sean las de “demócrata radical” y “republicano”. Es más, dado que explícitamente deiende una “lectura del republicanismo © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 71 realizada desde la teoría de la comunicación” (Habermas 1999, 118), su planteamiento bien puede caracterizarse como republicanismo deliberativo. El núcleo de sus propuestas prácticas –que se resumen precisamente en su concepción de la política deliberativa– van dirigidas a facilitar una mayor participación de los ciudadanos en los diversos procesos de toma de decisión, una intensiicación del espacio público y, sobre todo, una renovación del constitucionalismo liberal en una clave más democrática (cf. Habermas 1998, cap. VII). En deinitiva, y en la misma línea que la apuntada por otros autores que han contribuido al actual resurgimiento del ideal republicano, Habermas pone todo su empeño en combatir la creciente apatía política de las sociedades avanzadas para recuperar así el pulso de las democracias (cf. Velasco 2003, cap. V). Así, con el objeto de lograr una democracia cualiicada en donde prime el compromiso con una vida cívica activa, preconiza una democracia deliberativa en la que la esfera pública represente el escenario en donde se dilucide la legitimidad de las decisiones políticas. En su relexión acerca de la democracia, el tono que mantiene no es ni descriptivo ni tampoco resignado. Más bien, y con esa misma sensibilidad neorrepublicana que muestra incomodidad ante la merma de la calidad de la democracia y desolación por el bajo nivel de participación, el planteamiento habermasiano supone una denuncia en toda regla de la pérdida de legitimidad para aquellas decisiones políticas que no encuentran mejor apoyo que la desgana o la indiferencia de los ciudadanos. Este discurso choca con el pensamiento liberal, para el que la consideración de que una cierta indolencia política, un cierto desinterés, no solo resulta conveniente en términos funcionales, sino que además responde a lo que podría llamarse una constante antropológica. Así, por ejemplo, la delegación que la mayoría de los ciudadanos hacen del ejercicio de sus funciones políticas en unos representantes obedecería, según un clásico liberal como Benjamin Constant (1988), a que el común de los mortales no quieren o no pueden ejercerlas por sí mismos, dado que no se consideran suicientemente capacitados para ello o preieren de- © Juan Carlos Velasco, 2011 72 Cuadernos Pensar en PúbliCo dicar su tiempo a otras cosas. Frente a la obsesión liberal por los derechos e intereses particulares, la reivindicación de la política como defensa de los ines públicos forma parte, sin duda, de la parte más valiosa del legado republicano (cf. Velasco 2004). La acción “política” presupone la posibilidad de decidir, a través de la palabra, sobre el bien común. Esta acepción del término, solo válida en cuanto ideal aceptado, guarda un estrecho parentesco con el modelo político defendido por Habermas. Un modelo que responde a un propósito no disimulado de extender el uso público de la palabra y, con ello, de la razón práctica a las cuestiones que afectan a la buena ordenación de la sociedad. Sin el poder de la palabra, en la que, según Arendt (1973, 146), se basa la capacidad humana para “actuar concertadamente”, no habría acción política y, menos aún, democracia.8 De ahí la convicción de que es preciso examinar las cosas a fondo antes de pasar al momento insoslayable de la acción. Con la democracia deliberativa se busca precisamente la manera en que el poder comunicativo de la palabra, esto es, el poder generado por la participación, el diálogo y la deliberación pública, pueda resultar eiciente como mecanismo resolutivo. La democracia sería, de acuerdo con los presupuestos arendtianos y habermasianos, aquel modelo político en el que la legitimidad de las normas jurídicas y de las decisiones públicas radicaría en haber sido adoptadas con la participación de todos los potencialmente afectados por ellas. Pero la intuición más genuina de la concepción deliberativa de la democracia consiste en la airmación de que, llegado el momento de adoptar una decisión política, el seguimiento 8 Entre los inspiradores teóricos de la democracia deliberativa un nombre imprescindible es el de Hannah Arendt. La ilosofía política de Arendt debe entenderse como una reivindicación de la participación ciudadana en la vida pública, como un alegato en favor de la virtud ciudadana frente al desguace de la política democrática por parte del totalitarismo. Los teóricos de la democracia deliberativa le rinden cumplido tributo intelectual sobre todo por haber propuesto las líneas esenciales de lo que ha de entenderse por una genuina república democrática. En particular, la comprensión comunicativa del poder acuñada por Arendt (1973) le sirve a Habermas (1998, cap. IV.2). como fundamento de su concepto normativo de democracia. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 73 de la regla de la mayoría ha de subordinarse al previo cumplimiento del requisito de una discusión colectiva capaz de ofrecer a todos los afectados la oportunidad de defender públicamente sus puntos de vista y sus intereses mediante argumentos genuinos y negociaciones limpias. La deliberación en ningún caso debe confundirse con la mera ratiicación colectiva de posiciones ya cristalizadas, tal como sucede en la inmensa mayoría de los regímenes democráticos realmente existentes, democracias empobrecidas en donde al ciudadano no le resta más que votar, sin que importe la relexión previamente efectuada; solo cuenta el número de votos emitidos en favor de cada opción, no la calidad de las razones que coniguran y avalan la decisión tomada. En cambio, desde el republicanismo deliberativo se postula que todas las preferencias y opiniones políticas han de someterse a un proceso de debate e ilustración mutua, lo que presupone que todos los actores políticos deben estar dispuestos a cambiar sus posiciones iniciales si como resultado de la deliberación pública encontraran razones para hacerlo. Si esta actitud no está presente, la discusión queda como un mero trámite que hay que cumplir antes de proceder a votar y de aplicar mecánicamente el poder de la mayoría. En la práctica política cotidiana, resulta ciertamente difícil someterse a los exigentes requisitos de la democracia deliberativa, pero es ahí donde se ponen a prueba la madurez y el fuste de una democracia. No hay forma de medir estas cualidades si no es en función del nivel discursivo del debate público (Habermas 1998, 381). De ahí que lo decisivo sea la mejora de los métodos y condiciones del debate. 4. La praxis democrática 4.1. Instituciones políticas y sociedad civil La política deliberativa consiste, en suma, en una modalidad de democracia participativa que vincula la toma de decisiones y la © Juan Carlos Velasco, 2011 74 Cuadernos Pensar en PúbliCo resolución racional de conlictos políticos a prácticas argumentativas o discursivas en diferentes espacios públicos. Para su puesta en marcha resulta vital, por tanto, que pueda contarse con el escenario de una esfera pública asentada sobre la sociedad civil articulada. Esta es, como se verá, una situación de hecho que no siempre se da. Se trata de una cuestión de carácter empírico, que habrá de determinarse con los métodos correspondientes, pero que en ningún caso cabe desconocer y muchos menos presumir. Por ello, para que resulte mínimamente convincente, la propuesta de la democracia deliberativa ha de estar sociológicamente informada y partir de una interpretación lo más objetiva posible de la realidad social. La existencia de una esfera pública constituye una condición de posibilidad para la democracia deliberativa. Tal esfera pública estaría conigurada por aquellos espacios de espontaneidad social libres de interferencias estatales, así como de las regulaciones del mercado y de los poderosos medios de comunicación. En dichos espacios es donde pueden emerger las organizaciones cívicas, así como la opinión pública en su fase informal y, en general, todo aquello que desde fuera inluye, evalúa y cuestiona la actividad política. En última instancia, la efectividad de este modelo de democracia se hace recaer –de un modo que inevitablemente resulta circular– sobre procesos informales que presuponen la existencia de una vigorosa cultura cívica. Ahí se encontraría también, sin duda, la mayor debilidad de la propuesta. La vigencia de la política deliberativa depende ciertamente del grado de articulación interna que posea la sociedad civil, así como de su capacidad para llevar a cabo la puesta en cuestión y el procesamiento público de todos los asuntos que afectan a la sociedad y a sus ciudadanos. Para ello se requiere que los ciudadanos relexionen acerca de los problemas de la sociedad y se responsabilicen de su propio destino en común. Pero la energía procedente de los procesos comunicativos ha de luir a través de medios de conducción en buen estado, de modo que se eviten distorsiones y se favorezca una eicaz transmisión a todos los sectores sociales. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 75 Los salones, los cafés y los clubes sociales que proliferaron a partir del siglo XVIII, sobre todo, en Inglaterra y en Francia, constituyeron en su momento esos imprescindibles espacios de civilidad, en la medida en que propiciaban el intercambio de información sobre todo lo que sucedía en el momento, así como la emergencia de corrientes de opinión mediante la discusión y difusión de ideas y propuestas (cf. Habermas 1982). Tales foros representaban espacios de civilidad ajenos, en principio, al poder estatal y a sus formalidades institucionales. En la actualidad, y pese a que el repliegue hacia la privacidad constituye un rasgo de hombre contemporáneo (cf. Sennet 1978), se requiere también de espacios similares para hacer efectivos los ideales democráticos. Desde una perspectiva jurídico-formal, la democracia puede caracterizarse como un sistema político que convierte la expresión de la voluntad popular en normas vinculantes para todos los sujetos políticos y para todos los poderes estatales. Por eso, una adecuada descripción del complejo proceso de elaboración de las normas jurídicas en un Estado democrático no puede alcanzarse con la mera consideración de los aspectos institucionales. Dicho proceso depende en gran medida de la variedad y riqueza de otros elementos no institucionalizados de la vida ciudadana, que sirven de cauce para el ejercicio de los derechos de participación. Si bien el principio de la soberanía popular, en la medida en que concibe a la ciudadanía como poder legislativo e incluso como poder constituyente, mantiene una estrecha relación con el momento de creación de las normas jurídicas, su mera invocación abstracta no explica suficientemente la génesis y la transformación del derecho, complejos fenómenos que tampoco quedan completamente aclarados desde la perspectiva del proceso legislativo en su dimensión institucional, esto es, la creación estatal de normas jurídicas (cf. Maus 1991). La democracia vive de presupuestos que ni las instituciones ni las normas jurídicas crean, sino que solo canalizan. La democracia no se agota en el mero parlamentarismo, por mucho que el parlamento constituya la asamblea deliberativa por © Juan Carlos Velasco, 2011 76 Cuadernos Pensar en PúbliCo antonomasia.9 El parlamento, que encarna el poder legislativo ordinario en cuanto órgano que representa la voluntad popular en los sistemas constitucionales, es, desde el punto de vista de la autocomprensión normativa de los Estados democráticos de derecho, la caja de resonancia más reputada de la esfera pública de la sociedad, donde en realidad se generan las propuestas que luego se debaten en las cámaras legislativas. Si esto es así –y, al menos, normativamente, lo es–, la génesis de la formación de la opinión se encuentra en los procesos no institucionalizados, en las tramas asociativas multiformes (sindicatos, iglesias, foros de discusión, asociaciones de vecinos, organizaciones voluntarias no gubernamentales, etc.) que conforman la sociedad civil como una auténtica red de redes (cf. Taylor 1997; Barber 2000). En ese ámbito de organizaciones de participación abierta y voluntaria, generadas y sostenidas (al menos parcialmente) de forma autónoma respecto al Estado, se encuentra precisamente la fuente de dinamismo del cuerpo social, la infraestructura de la sociedad para la formación de la opinión pública y la formulación de las necesidades comunes. La sociedad civil constituye además la primera instancia para la elaboración de propuestas políticas concretas y, algo sumamente importante, para el control del cumplimiento práctico de los principios constitucionales. Si como afirma Habermas (2006, 29), “el estado de una democracia se deja auscultar en el latido de su esfera política pública”, la pujanza del espíritu cívico y, por ende, la salud de la vida democrática de una sociedad depende en gran medida del grado de actividad sostenida por las asociaciones voluntarias. Sin embargo, en la práctica de las democracias modernas, a la laqueza de la sociedad civil política se le suma la debilidad de 9 Así lo señaló ya Edmund Burke (1854) en un famoso discurso a los electores de Bristol en 1774. Es preciso señalar, sin embargo, que la versión burkeana de la deliberación es restrictiva, pues concerniría exclusivamente a la élite dirigente. Su discurso era una vindicación de la autonomía de los representantes elegidos frente a la voluntad de sus electores: el lugar para la deliberación y la toma de decisiones era el parlamento y no la calle. Era también expresión del afán liberal de separar a los ciudadanos de sus representantes. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 77 los instrumentos de control parlamentario, lo que, además de reforzar la preeminencia del ejecutivo, aleja aún más al parlamento de la centralidad del sistema político, relegándolo a una posición subordinada o secundaria en el panorama de las instituciones políticas. Por si esto ya fuera poco, los partidos políticos –con sus estructuras burocratizadas y férreamente controladas por sus cúpulas dirigentes– han monopolizado estas funciones, negando a los ciudadanos de a pie la oportunidad de deinir la oferta electoral y el control del cumplimiento de los programas. De esta experiencia negativa surge la convicción de que es preciso articular otras formas de participación ciudadana que no pasen necesariamente por el tamiz de los partidos. Los ya no tan nuevos movimientos sociales (ecologismo, paciismo, feminismo, etc.), algunos más nuevos (como el heterogéneo movimiento antiglobalización) y el actual renacer, al menos teórico, de la idea de sociedad civil son muestras reales de esa creciente inquietud y de la toma de conciencia de que la vida democrática no se agota en las instituciones políticas convencionales (cf. Ofe 1992, cap. VII; Cohen y Arato 2001, cap. X). Tales movimientos sociales, aunque extrainstitucionales en cuanto al origen de sus demandas, tienen en el Estado, en sus diversos organismos y centros de decisión, el objetivo último de su labor. Las pautas de actuación de estos movimientos siguen, por lo general, dos lógicas que pueden ser diferenciadas con el apoyo de la distinción habermasiana entre “mundo de vida” y “sistema”: por un lado, una lógica expresiva dirigida por estrategias comunicativas de deinición de necesidades y reairmación de la identidad; por otro, una lógica instrumental orientada estratégicamente hacia los recursos de poder. El carácter normalizado e institucional de las relaciones políticas con que funcionan realmente las democracias liberales conlleva a menudo una burocratización de estas, un fenómeno que, como ya se ha indicado, alcanza a la estructura misma de los partidos políticos, sujetos privilegiados de la representación política de los ciudadanos. De ahí que sean precisamente los grupos y movimientos sociales relativamente marginales, en el sentido © Juan Carlos Velasco, 2011 78 Cuadernos Pensar en PúbliCo de escasamente institucionalizados, los que mejor pueden ejercer la función de contrapoder crítico que actúe como vigilante del desarrollo efectivo de los principios democráticos.10 Desempeñan, pues, un papel suplementario, pero que a la postre se revela como indispensable para la vitalidad de una democracia: “El papel de los movimientos sociales en una democracia no es el de suplantar a los partidos políticos, sino más bien el de enriquecer los canales de deliberación y ejercer inluencia en los aparatos de toma de decisiones. Nada más, pero tampoco nada menos” (Casquete 2006, 7). Grupos más o menos reducidos de ciudadanos pueden desempeñar un papel central en la articulación de la voluntad común, en la medida en que inluyen e inspiran los cambios de mentalidad que experimentan las sociedades. No solo la difusión de nuevos valores, sino también el ritmo de ciertos cambios sociales lo marcan a menudo pequeños movimientos o agrupaciones –minorías críticas– constituidos con voluntad de inluir en el conjunto social: “las innovaciones sociales son impulsadas con frecuencia por minorías marginales, aunque más adelante se generalicen a toda la sociedad en un nivel institucional” (Habermas 1991, 185). Solo ciertos individuos aislados y algunos grupos minoritarios son capaces en un momento dado de mostrar públicamente posturas discrepantes y enfrentarse a las generalizaciones heredadas y acríticas que conforman la corrección política dominante. Por eso, las manifestaciones de protesta de una conciencia disidente, organizada en movimiento social, representan un instrumento importante e incluso decisivo para emprender reformas normativas e institucionales positivas para el conjunto de la sociedad. Desde esta perspectiva puede comprenderse también el fenómeno de la desobediencia civil como un mecanismo dinamizador de las sociedades democráticas (cf. Velasco 1996; Cohen y Arato 2000, 10 Esta idea coincide con aquello que Pierre Rosanvallon (2006) ha denominado “contrademocracia”: la airmación de los poderes indirectos diseminados en el cuerpo social que, a diferencia de la democracia “normalizada”, no trataría tan solo de sancionar el poder en las urnas, sino de vigilar y controlar el poder establecido y que se haría sentir mediante los sondeos, la presión de los medios, las manifestaciones o los recursos ante la justicia. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 79 cap. XI).11 En una sociedad de la información en donde la opinión se encuentra dirigida (y, con reiterada asiduidad, también manipulada) por los mass media, la desobediencia civil aparece como un instrumento óptimo para lograr que un determinado asunto o problema se introduzca como tema de debate dentro de la agenda política y sea objeto de deliberación pública. La disidencia y la protesta precisan de un ámbito físico en donde esceniicarse y poder encontrar la resonancia social buscada. A falta de un acceso rutinario a los medios de comunicación de masas y a los mecanismos establecidos para hacer política institucional, las calles y las plazas son el lugar habitual para hacerlo. Las manifestaciones en la vía pública no son obviamente el camino más adecuado para quienes disponen de un acceso habitual a los canales resolutivos de la política establecida, como, por ejemplo, los partidos políticos dotados de una notable representación parlamentaria. Salvo en circunstancias extraordinarias, la utilización de este recurso por tales actores políticos cualiicados denotaría una clara desconianza en el funcionamiento de la democracia parlamentaria de cuyas instituciones y beneicios participan. Algo bien distinto cabe airmar de quienes carecen de esos medios y del grado de organización requerido, que se ven impelidos a hacer uso de formas extrainstitucionales de expresión. Sin embargo, incluso estos últimos disponen hoy en día de conductos para hacer oír su voz en la esfera pública. Como se verá en el punto siguiente, en la era de la información existen canales de comunicación que en potencia resultan accesibles a todos los actores políticos. No obstante, ambas opciones no tienen por qué ser excluyentes. 11 No se trata tan solo de una mera posibilidad, sino de una potencialidad que con no poca frecuencia ha sido materializada a lo largo de la historia, pues debería recordarse que “los espacios de libertad de que podemos disfrutar hoy en las sociedades occidentales son […] el producto de la sedimentación acumulada de las conquistas logradas en el pasado por distintos movimientos sociales” (Casquete 2006, XIV). Reconocer esta evidencia no implica, sin embargo, admitir que cualquier expresión de disidencia represente per se un fenómeno siempre favorable a los intereses generales de una sociedad ni que sus reivindicaciones resulten compatibles con los principios básicos de un orden democrático. Por desgracia, minorías intolerantes y grupos movilizados en defensa de sus privilegios también han menudeado a lo largo de la historia. © Juan Carlos Velasco, 2011 80 Cuadernos Pensar en PúbliCo 4.2. Las nuevas tecnologías de la comunicación y la deliberación pública Entre las condiciones de posibilidad de la democracia se encuentran, sin duda, unas condiciones cognitivas adecuadas que pongan a disposición de los ciudadanos la información relevante para deliberar y decidir en cada caso. Como señala Sartori (2003, 44) con toda razón “si la democracia es (como lo es) un sistema político en el que los ciudadanos tienen una voz importante en los asuntos públicos, entonces la ciudadanía no puede permanecer desinformada respecto a estos asuntos públicos”. Pues bien: si descendemos desde el nivel de los ideales deliberativos al de las realizaciones prácticas, nos topamos con el hecho de que en numerosas democracias contemporáneas el ciudadano de a pie no tiene garantizado adecuadamente su derecho a estar enterado12 y apenas existen espacios o ámbitos donde relexionar y debatir en público las propuestas de los diferentes agentes sociales y, menos aún, donde intercambiar razones sobre la viabilidad y inanciación de estas o sobre su concordancia con determinados principios y valores. En los canales de televisión, ya sean públicos o privados, en los parlamentos o en las cámaras locales no se expresan más que eslóganes, pero casi nunca argumentos. A los ciudadanos se les sustrae la posibilidad de contemplar auténticos intercambios de razones y contrastes directos de ideas entre los adversarios políticos. De este modo, “la multiplicación de los medios de comunicación no se traduce en incremento de las oportunidades para la expresión, sino en un incontrolado aumento del volumen de las voces más poderosas” (Greppi, 2006, 18-19). ¿Cómo pueden los ciudadanos hacer frente en este contexto a la información supericial y sesgada que reciben? El propósito de este apartado es, precisamente, responder a la cuestión de cómo tender puentes entre la excelencia del ideal deliberativo que se presentó previamente y 12 Joseph Stigliz (2004) insiste, con razón, en que una condición para participar y, más aún para deliberar, es que exista un mínimo de transparencia en la vida pública y se garantice el derecho “a estar enterado». © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 81 la mediocre realidad de la política de todos los días e incluso de las miserias de las democracias reales. Es cierto que las carencias antes apuntadas vienen de lejos: la posibilidad de participación activa de los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos entendida como presupuesto de la democracia no solo fue socavada desde el plano teórico, sino también por supuestos cambios históricos. El “cambio estructural” del espacio público, su deformación, se produjo ya con la aparición de los nuevos medios de comunicación de masas: dejó de estar ocupado por ciudadanos razonantes, por lo que cesó también de ser un lugar de discusión y debate (que cumplía además la función de transmitir en un proceso de decantación las inquietudes y necesidades privadas a los poderes públicos); se sometió, por el contrario, a una cultura integradora y de mero consumo de noticias y entretenimiento. De este modo se reestructuró con ines meramente demostrativos y manipulativos (cf. Habermas 1982). Este cambio estructural llegaría a su paroxismo con la aparición del homo videns, esto es, el individuo alfabetizado mediante la imagen y con una capacidad limitada para el razonamiento abstracto, lagunas que conllevarían un lento ocaso de la relexión política seria y la despedida de una ciudadanía competente.13 Sea o no correcto este análisis y sea cual fuere la valoración que merezca, lo cierto, en cualquier caso, es que, en la sociedad de la información en la que desde hace décadas se desarrollan nuestras vidas, la forma en que se lleven a cabo las deliberaciones sobre los asuntos públicos debe estar adaptada a los medios existentes. Las calles, plazas o parques, así como los salones y los cafés, que en otros tiempos servían como foros públicos para el debate, han sido reemplazados en la actualidad por los medios de comu- 13 Cf. Sartori 1998. Como es conocido, este reputado politólogo italiano deiende la tesis de que la visión del mundo, de la política y, en particular, de la democracia del homo videns se ha empobrecido por la subinformación y la desinformación que proporciona la televisión. Además “la televisión crea una “multitud solitaria” incluso entre las paredes domésticas” (Sartori 1998, 129), debilitando así también al demos en clave de “pérdida de comunidad”. © Juan Carlos Velasco, 2011 82 Cuadernos Pensar en PúbliCo nicación de masas: en un principio, por la prensa escrita, luego por la radio y la televisión y, más recientemente, por Internet. En este sentido, la frecuencia, por ejemplo, de los debates públicos televisivos –sin prejuicio de que también puedan hacerse mediante Internet, aunque el grado de socialización de ambos medios sea bastante dispar– sirve de baremo también de la calidad democrática de la vida política de una sociedad. Los debates televisivos entre los principales candidatos en cualquier campaña electoral son un espectáculo cívico de primer orden que debería constituir una exigencia electoral regulada. Sería una manera de que las campañas resultasen dialogadas y confrontadas y de evitar además las caras campañas meramente propagandísticas, cuyos costes a la postre deben pagar los contribuyentes. Un proceso político sin acceso equitativo a los medios de comunicación de masas y, en primer lugar, a la televisión, es un proceso viciado y, en consecuencia, señal inequívoca de una democracia no solo truncada sino trucada. Mientras que la genuina deliberación de los asuntos públicos brilla por su ausencia incluso en los parlamentos, en esta sociedad telecrática (en la que, según Sartori, impera el “video-poder”) todo parece estar decidido de antemano y tan solo se trata de deslumbrar a periodistas y telespectadores. No solo en los periodos electorales, en los que se utiliza una intensa publicidad no muy diferente a la comercial, sino también en el curso de la actividad política ordinaria: incluso los oradores parlamentarios no inducen a los demás parlamentarios a cambiar de opinión y –lo que aún es más grave– ni siquiera lo pretenden (cf. Schmitt 1990). La política y, en particular, la actividad parlamentaria se reducen así a mero espectáculo mediático. El monólogo se impone al diálogo (y cuando parece que existe, resulta ser de sordos). La propaganda prevalece sobre el debate. Hecho que además se agrava cuando la propaganda resulta mendaz y se da por sentado que una mentira repetida hasta la saciedad se convierte en un argumento irrebati- © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 83 ble.14 No se requiere gran perspicacia para entender que lo que más ahuyenta a los ciudadanos de la política y fomenta su desafección es el uso deliberado de la mentira en el ejercicio del poder y en la gestión de lo público. Las mentiras representan auténticas armas de destrucción masiva para la democracia. La indignación ante la mentira política debería ser una reacción automática en cualquier ciudadano, pero aún más desde una mentalidad republicana, ya que el ciudadano engañado es un ciudadano que ha sido tratado como un súbdito y al que se le ha desposeído de su status. Abundando en esta misma idea, pero ahora dicho de manera positiva, puede constatarse que el crédito que las declaraciones de un gobierno merecen no es lor de un día, ni surge por generación espontánea, sino que es el resultado de políticas informativas basadas en la transparencia responsable, el pluralismo deliberativo y la sinceridad de los comunicadores. El acceso a la información es crucial para el desempeño de los derechos cívicos. El problema estriba en que, como señala Sartori (1998, 123), “la mayor parte del público no sabe casi nada de los problemas públicos. Cada vez que llega el caso, descubrimos que la base de la información del demos es de una pobreza alarmante, de una pobreza que nunca termina de sorprendernos”. Para paliar este relevante déicit de tantos regímenes democráticos, son muchos quienes cifran sus esperanzas en la difusión de Internet, hasta el punto de ver en él el ágora de nuestros días, los nuevos salones ilustrados donde mantener una conversación culta y crítica. Es indudable que la red telemática por excelencia se ha convertido ya en un potente foro público, donde se discute e incluso se organiza la acción colectiva, pero está aún por determinar cuál puede ser su verdadero alcance en la innovación democrática. 14 “La publicidad no constituye una forma de diálogo racional, pues no construye un argumento sobre la base de evidencias, sino que asocia sus productos a una imaginería particular. No hay posibilidad de respuesta. Su objetivo no es entablar un debate, sino persuadir para comprar. La adopción de sus métodos ha ayudado a los políticos a enfrentarse al problema de la comunicación con el público, pero no ha servido en igual medida a la causa de la democracia” (Crouch 2004, 37). © Juan Carlos Velasco, 2011 84 Cuadernos Pensar en PúbliCo En lo que respecta al ejercicio activo de las prácticas de comunicación democrática, Internet puede competir con ventaja frente a la radio y la televisión.15 Ciertas cualidades de los nuevos medios telemáticos permiten la descentralización efectiva de la información y, por ende, del poder. Este efecto se ve potenciado por “el desarrollo de tecnologías de la comunicación que eluden las prácticas convencionales de vigilancia” (Sassen 2003, 36). En particular, el correo electrónico, los chats y los blogs (así como los mensajes cortos por teléfono móvil) poseen un carácter no unidireccional, sino básicamente interactivo, una cualidad que favorece que la información circule libremente en todas las direcciones. Para su funcionamiento no se requiere de un centro neurálgico ni de una fuente de emisión privilegiada que controle los lujos informativos. Teniendo en cuenta estas virtualidades, no debería despreciarse la capacidad de las nuevas tecnologías para coordinar la acción colectiva, articular redes de resistencia y conigurar un contrapoder crítico. Un ejemplo real de la realización de estas potencialidades podría encontrarse en las manifestaciones convocadas con ayuda de tales medios durante la tarde y la noche del 13 de marzo de 2004, la “noche de los mensajes cortos”, en múltiples ciudades españolas, una movilización masiva cuyos efectos posiblemente se concretaron en los resultados electorales de la jornada siguiente.16 Además, las redes informáticas no reconocen fronteras físicas y pueden ser utilizadas –y, de hecho, lo son– por activistas 15 La naturaleza unidireccional de la radio y, sobre todo, de la televisión, el medio de comunicación claramente predominante, se combina además con la creciente concentración de la propiedad de la mayoría de las cadenas en un número cada vez más pequeño de grandes consorcios que mezclan los valores del espectáculo con los del periodismo. La mayoría de las cadenas televisivas hacen uso de técnicas de propaganda que aplican del mismo modo tanto a la publicidad comercial como a la persuasión política de las masas. 16 Poco cabe discutir sobre la inluencia que ejercieron las nuevas tecnologías en el hecho de que la indignación que una parte de la población española sentía por la manipulación gubernamental de la información disponible sobre los atentados terroristas del 11 de marzo se convirtiera en un movimiento colectivo con ocupación del espacio público. Sin la capacidad autónoma de comunicación instantánea que proporcionan los móviles e Internet difícilmente se hubiera producido una movilización tan rápida y masiva. Cuestión aparte, por supuesto, es la relativa a las razones que motivaron dicha movilización. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 85 políticos no convencionales como instrumentos de coordinación de acciones translocales y transnacionales, permitiendo así “un nuevo tipo de actividad política transfronteriza, centrada en múltiples localidades conectadas digitalmente” (Sassen 2003, 37). Existe ya un ciberespacio, un nuevo entorno en el que acontecen sucesos y cuyas dimensiones crecerán mucho más con el paso de los años. Asunto diferente es determinar si en realidad los nuevos valores, tendencias y eventos luyen con preferencia en este espacio virtual y logran abordar el espacio real en el que transcurre la vida de las personas en su dimensión individual y colectiva. No es seguro que las cosas siempre sean así. Tampoco es seguro que sirva para diversiicar y complejizar la percepción que los individuos poseen de la realidad social. Ciertos estudios empíricos niegan que la gente realmente conozca y encuentre ahí personas diferentes y se informe desde perspectivas contrarias a las propias (cf. Sunstein 2003). No se buscaría tanto la alteridad (acceder a lo que dice el otro), como la comunión y el reforzamiento de intereses e ideas previas. Internet potenciaría, más bien, la tendencia ya observable por la cual el público se va fragmentando en una multitud de identidades “de consumo” (cf. Whitaker 1999, 12). Las tecnologías de la comunicación tenderían, en deinitiva, más a relejar y reforzar que a transformar las sociedades en las cuales emergen. En cualquier caso, los avances tecnológicos de las comunicaciones revocan algunos de los tópicos de la teoría política tradicional y, en particular, uno especialmente enraizado: en las sociedades de masas, en razón de la población y del tamaño del territorio, la democracia ya no puede ser sino democracia representativa. La interacción, tanto participativa como deliberativa, ya no está vetada por cuestiones de escala. La posibilidad de que los ciudadanos participen activamente no solo en la elección de sus representantes, sino también en la elaboración de las leyes que los afectan y, sobre todo, en su aprobación, es un hecho que tan solo la inercia de la clase política impide poner en marcha (cf. Echeverría 2003). Existen mecanismos técnicos que permiten no © Juan Carlos Velasco, 2011 86 Cuadernos Pensar en PúbliCo solo la consulta de los ciudadanos, sino también que esta se realice en condiciones de seguridad, anonimato y conidencialidad. Si se pusieran en marcha, el peril de las democracias reales cambiaría radicalmente y se tornarían en democracias descentralizadas, antijerárquicas y de participación más directa. Es cierto que, hoy por hoy, la interpenetración entre Internet y esfera política es un proceso aún bastante indeinido e incierto, y que existe además el riesgo, como ha sucedido con otros medios de comunicación, de que acabe siendo preso de las concentraciones de poder político y económico (cf. Winner 2003). Aunque como cualquier otro medio, Internet puede resultar ambivalente,17 no por ello habría que dejar de explorar las posibilidades que nos abre la tecnología informática, más aún cuando las nuevas tecnologías de la información están modiicando el sentido de conceptos tales como ciudadanía o comunidad, hasta el punto que hay quienes hablan ya del advenimiento de la sociedad-red (cf. Castells 1996). Con todo, las posibilidades de implementar la democracia deliberativa no se limitan ciertamente al mundo telemático.18 Las innovaciones en el campo de la tecnología de la información ofrecen nuevas oportunidades para desarrollar las comunicaciones laterales entre los ciudadanos, permitir el acceso de la información para todos, proporcionar a los ciudadanos vínculos entre grandes distancias y, en deinitiva, aumentar la comunicaci17 En este sentido, es preciso tener en cuenta que a través de Internet se transmite cualquier contenido, también aquellos de carácter antidemocrático. “Las autopistas de Internet se abren, mejor dicho, se abren de par en par por primera vez a las pequeñas locuras, a las extravagancias y a los extraviados, a lo largo de todo el arco que va desde pedóilos (los vicios privados) a terroristas (los lagelos públicos)” (Sartori, 1998, 145). 18 Existen diversos medios para incentivar la deliberación pública así como para pulsarla convenientemente. Una forma concreta ya experimentada en distintos lugares son los llamados sondeos deliberativos. A diferencia de las encuestas habituales, en la que se pide opinión sobre temas sobre lo que no se ha relexionado en exceso, en los sondeos deliberativos se pasan los cuestionarios a personas –convenientemente seleccionadas– que han debatido previamente sobre un determinado asunto con expertos y colectivos implicados (cf. Rueda Pozo 2005). Otras prácticas participativas como las propuestas, por ejemplo, por Barber (1984, cap. 10) para institucionalizar una versión fuerte de democracia en el mundo contemporáneo, tampoco requieren expresamente del ciberespacio. © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 87 ón deliberativa. Las potencialidades positivas de la red telemática están ahí y son difícilmente cuestionables, aunque también son posibles los usos menos loables. En todo caso, la tecnología solo resultará realmente democratizadora si se tiene claro el tipo de democracia que se quiere alcanzar. No será lo mismo, sin duda, si lo que se busca es una democracia representativa, una de tipo plebiscitario o una democracia deliberativa. La democracia puede acaso que mejore, pero “que esto suceda dependerá”, como airma Barber (2006, 253), “no de la calidad y carácter de nuestra tecnología, sino de la calidad de nuestras instituciones políticas y del carácter de nuestros ciudadanos”. 5. Horizonte crítico-utópico y perspectiva pragmática Al inicio del capítulo que Habermas dedica, en una de sus obras capitales, al tema de la política deliberativa, pueden leerse las siguientes palabras: Esta cuestión no voy a entenderla en el sentido de una contraposición entre ideal y realidad; pues el contenido normativo que, de entrada, hemos hecho valer en términos reconstructivos viene inscrito, por lo menos en parte, en la facticidad social de los propios procesos observables. (Habermas 1998, 363) El ideal, pues, ya estaría implantado de algún modo en la realidad. No en vano, los teóricos de la democracia deliberativa evocan con frecuencia dos experiencias históricas en defensa de la viabilidad de su modelo: por un lado, las instituciones de la polis griega clásica; por otro lado, los salones y cafés del espacio público burgués de antes y después de la Revolución Francesa. Y de manera paralela se remiten también a las experiencias institucionales desarrolladas en nuestros días: encuestas deliberativas, presupuestos participativos, jurados ciudadanos, etc. © Juan Carlos Velasco, 2011 88 Cuadernos Pensar en PúbliCo La senda deliberativa constituye una de las principales vías seguidas por la relexión política contemporánea para intentar devolver atractivo y vitalidad a la noción de democracia. La democracia deliberativa no es, sin embargo, un mero producto intelectual lanzado para animar los a menudo cansinos debates académicos, sino que su contenido se entronca directamente con experiencias contemporáneas que afectan a la política “real”, a saber: la multiplicación desde hace un par de décadas (la cronología puede variar en cada país) de dispositivos de vocación participativa y deliberativa que se presentan no solo como complementos, sino también como alternativas a los procedimientos tradicionales de la democracia representativa. Esas experiencias vividas tanto en Norteamérica e Iberoamérica (con frecuencia, pionera en esto) como en Europa son variadas y en muchos casos también innovadoras: sondeos deliberativos, foros cívicos de diverso tenor (consejos de barrios, consejos de jóvenes, de niños, de ancianos, de residentes extranjeros, talleres de urbanismo, comisiones extramunicipales, consejos consultivos diversos, etc.) o los ya famosos presupuestos participativos. Esta panoplia de prácticas no son los únicos puntos de anclaje que mantiene la teoría de la democracia deliberativa con los movimientos sociales. Como ya se indicó al inicio, la emergencia de teoría está asimismo vinculada de alguna manera a la rehabilitación de la teoría de la sociedad civil a partir de la década de 1980 por obra de movimientos cívicos en contra de las guerras, la energía nuclear, etc. (cf. Cohen y Arato 2000). Del análisis de las diversas experiencias reseñadas se derivaría una lección relevante: la implementación de la democracia deliberativa depende de la existencia de una cultura política participativa arraigada entre los ciudadanos. Dicha cultura es, sin duda, un recurso escaso y además no compatible con cualquier concepción de la política. Dada la especial relevancia que adquiere la participación ciudadana en la comprensión de la política deliberativa, esta encajaría mejor con un modelo republicano de ciudadanía, movido por el interés por los asuntos públicos y el bien común, que con un modelo liberal preocupado solo por agrandar la esfera privada del © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 89 individuo y reducir la actividad política a su mínima expresión. No obstante, los teóricos de la democracia deliberativa insisten en que este modelo político no hace depender su propia puesta en marcha tan solo “de una ciudadanía colectivamente capaz de acción, sino de la institucionalización de los correspondientes procedimientos y presupuestos comunicativos” (Habermas 1998, 374). La operatividad de este procedimiento ideal de toma de decisión está supeditada, entonces, a la interrelación de procesos deliberativos institucionalizados con las opiniones públicas informalmente constituidas. Al incidir no solo en las formas espontáneas de asociación y comunicación política, sino también en los procedimientos jurídicamente institucionalizados de participación política, se apuesta por una “política deliberativa de doble vía”: la participación de los ciudadanos en la deliberación dentro de la sociedad civil y la toma de decisiones en el ámbito de las instituciones representativas (cf. Habermas 1998, 348-350, 381; Benhabib 2006, 180-184). Las exigencias planteadas por el modelo deliberativo son, en gran medida, un espejo invertido del terreno real en donde se desarrolla a diario la política democrática. De ahí que quepa airmar que dicho modelo posee un cierto componente utópico. En el Diccionario de la Lengua Española de la RAE se deine ‘utopía’ como una idea o un proyecto “que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”. De hecho, gran parte de la ingente bibliografía generada en torno a la democracia deliberativa no trata tanto de describir la realidad política como de enunciar un tipo ideal. O dicho ya no con términos weberianos, sino kantianos, la noción de democracia deliberativa ha de entenderse como una idea regulativa: el ideal de una comunidad política en la que las decisiones se alcanzan mediante una discusión abierta y sin coacción de los asuntos en litigio y en la que el ánimo de todos los participantes es llegar a una resolución por acuerdo. Sin embargo, y pese a tener mucho de diseño ideal, de acuerdo con la citada deinición de utopía, el modelo deliberativo no lo sería: no se sostiene la airmación de que se trata de un proyecto “irrealizable”, pues existen, como ya se han señalado, experiencias y ensayos a ciertos niveles (especialmente en el ámbito local) que han © Juan Carlos Velasco, 2011 90 Cuadernos Pensar en PúbliCo logrado un cierto grado de implementación de las exigencias deliberativas. Con todo, la formulación del ideal deliberativo desempeña unas de las funciones tradicionalmente reservadas a las utopías: sirve como espejo corrector de las realidades políticas de nuestro tiempo, cumpliendo así también la función impagable de confrontarnos con una demanda de cambio en el funcionamiento de las democracias. Tomar conciencia de la tensión entre realidad e ideal y perseverar en ella sin caer en brazos de ninguno de los dos polos es esencial para provocar cambios sociales duraderos. Resulta, pues, bastante razonable la siguiente airmación: “Ninguna democracia que podamos imaginar se ajustará de forma perfecta al ideal deliberativo. Sin embargo, a menos que una democracia incluya algún elemento deliberativo, su legitimidad será puesta en cuestión, y es posible que produzca malas políticas” (Miller 1997, 123). Como se señalaba al principio del artículo, la enorme brecha que a menudo se abre entre el ideal democrático y la práctica política cotidiana puede mover al desencanto de la ciudadanía. A pesar de la extensión planetaria de la idea de democracia, en las circunstancias sociopolíticas de nuestro momento histórico no hay indicios de que dicha brecha se haya reducido. Pareciera entonces que la teoría no pudiera hacer otra cosa que levantar acta de este fracaso e intentar explicar sus causas. No obstante, el problema quizás adopte un cariz algo distinto si, conforme a lo expuesto aquí, contásemos con un punto de referencia normativo: de este modo podríamos al menos caliicar el acontecer ordinario de los asuntos relativos al poder respecto de una meta deinida previamente. Y eso es lo que se ha tratado de realizar a lo largo de este escrito: calibrar el comportamiento de quienes actúan en la arena pública en referencia a una constelación consistente de principios. Las democracias reales son ciertamente imperfectas y cotidianamente se encuentran desvirtuadas, “pero los valores en nombre de los cuales se las construye permiten sacar a la luz sus desviaciones” (Wolton 2004, 29). En este sentido, la noción de democracia deliberativa puede y debe ser entendida, more kantiano, como un ideal regulativo de modo que simultáneamente haga las veces de criterio para la crítica de las dinámicas sociales y también © Juan Carlos Velasco, 2011 FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia 91 de orientación utópica para la acción social. Tal noción puede ser concebida, por tanto, como un referente normativo –una constelación de principios y exigencias– desde donde evaluar el acontecer ordinario de los asuntos relativos al poder respecto de una meta deinida previamente. Conforme a ella, toda normatividad reguladora de la vida social ha de pasar por el iltro de una deliberación racional intersubjetiva para de este modo poder alcanzar status de legitimidad democrática. No cabe duda de que las exigencias que encierra la noción de democracia deliberativa difícilmente pueden ser satisfechas en su plenitud de manera inmediata y que, si se pretende ser mínimamente realista, se ha de evitar dar un salto en el vacío. Son, en primer lugar, exigencias que se hacen valer como crítica moral a los defectos de funcionamiento, fallos quizás estructurales, de las democracias contemporáneas. De ahí que, al proclamar el ideal deliberativo, siempre se aluda, aunque sea de manera tácita, “a la distancia que separa a la ética pública de la política cotidiana” (Greppi 2006, 55). Adoptar una posición realista y asumir la condición críticomoral de las propuestas deliberativas esbozadas no implica que haya que renunciar a su implementación, sino que habrá que mantener entre tanto alguna red de seguridad. Se habrá de evitar, por tanto, tirar por la borda las instituciones ya conocidas de la democracia representativa, procurando, eso sí, introducir en ellas cambios que de manera paulatina acentúen el momento deliberativo y participativo de la democracia. Se trata, en deinitiva de encontrar una vía intermedia entre una nueva interpretación de las instituciones del statu quo y la reforma radical del sistema democrático (cf. Strecker 2009). Referencias bibliográicas Arendt, Hannah. (1973). Crisis de la República. Madrid: Taurus. Barber, Benjamin. (1984). Strong Democracy. Berkeley: Univ. of California Press. © Juan Carlos Velasco, 2011 92 Cuadernos Pensar en PúbliCo – (2000). Un lugar para todos. Cómo fortalecer la democracia y la sociedad civil. Barcelona: Paidós. – (2006). “Las nuevas tecnologías de la comunicación: ¿frontera sin inal o el inal de la democracia?”, en Pasión por la democracia (217-253). Córdoba: Almuzara. Bessette, Joseph M. 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