Publicado en: Guillermo Hoyos & Eduardo A. Rueda (eds.), Filosofía política: entre la religión y la democracia,
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2011, págs 55-96. [ISBN 978-958-716-505-0]
La fuerza pública de la razón
El papel de la deliberación en los
procesos democráticos*
Juan carlos Velasco
1. El giro deliberativo de la
teoría de la democracia
Durante el siglo XX, y sin que faltaran periodos de claro retroceso,
la noción de gobierno del pueblo se expandió de tal manera que
se erigió en la forma normal de organización política a lo largo
y ancho del planeta. La novedad no estriba tan solo en el hecho
de que nunca han existido tantos países con regímenes formalmente democráticos como ahora, sino en que la democracia se ha
ha “convertido en el principio central de legitimidad política de
nuestra era” (Held 2007, 14). Este triunfo histórico de la democracia, esto es, su preeminencia frente a cualquier otra forma alternativa de gobierno, resulta aún más remarcable si consideramos
que el siglo pasado se caracterizó precisamente por ser el siglo
del derrumbe de múltiples referencias ideológicas presentadas
*
Artículo redactado en el marco de una estancia de investigación en la Technische
Universität de Berlín, inanciada por la Alexander von Humboldt Stitung.
56
Cuadernos Pensar en PúbliCo
hasta entonces como certidumbres sólidamente arraigadas.1 Sin
embargo, y a pesar de esta situación de indiscutible hegemonía
nominal, lo que se esconde tras su mera mención no corresponde, en realidad, a un único contenido que pueda ser reconocido
de igual manera por todos. Nociones claves como participación
política, representación, soberanía popular o autodeterminación se han trocado en meras cáscaras vacías que pueden ser
colmadas de signiicados diversos e incluso contradictorios. En
particular, el término democracia es un sustantivo que admite
una multitud de adjetivos: directa, representativa, participativa,
formal, sustancial, fuerte, liberal, burguesa, popular, populista,
pluralista, elitista, radical, orgánica, parlamentaria, corporativa,
nacional, etc. Pero todos estos epítetos, lejos de ser accidentales,
acaban determinando su sentido. Frente a esta inlación del término, la solución no pasa ciertamente por renunciar a la idea de
democracia, sino por dar un sentido más ajustado a la apelación
a la participación del pueblo a la hora de justiicar las acciones de
gobierno. Por ello, y dado que el desafío actual ya no es lograr una
mayor extensión espacial de la democracia, cabe preguntarse si
la formidable expansión experimentada ha transcurrido paralela
a su profundización y aquilatamiento.
Para no perderse en inoportunas disquisiciones históricas
que nos llevarían demasiado lejos del propósito de este artículo, cabe convenir que la teoría democrática hegemónica tras
la Segunda Guerra Mundial presupone la existencia de una
contradicción irresoluble entre participación democrática y
gobernabilidad. El origen teórico de esta grave discrepancia
1
Como muestra de la portentosa progresión experimentada por la democracia a escala
planetaria hace apenas dos décadas podría aducirse, por ejemplo, el cambio que se aprecia entre la introducción de la primera edición del libro de Norberto Bobbio El futuro de
la democracia y la de la segunda. Mientras que en la edición de 1984 se constataba que
“en el mundo, la democracia no goza de óptima salud” (Bobbio 2000, 15), en la de 1991
se destacaba que “las democracias existentes no solo han sobrevivido, sino que nuevas
democracias aparecieron y reaparecen allí donde jamás habían existido o habían sido
eliminadas” (Bobbio, 2000, 8-9). De hecho, como también constata Claus Ofe (2004,
213), “en 1974, el porcentaje de Estados que se deinían como democrático-liberales
no llegaba al treinta por ciento. En el año 2000, superaba el sesenta por ciento”.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
57
puede rastrearse en los debates del periodo de entreguerras y
en el profundo cuestionamiento de los presupuestos participativos efectuado por autores como Max Weber y Carl Schmitt
o, poco más tarde, por Joseph Schumpeter, entre otros. Tales
controversias y relexiones desembocaron en la formulación de
una teoría restringida de la democracia conocida como teoría
de competencia de élites, de acuerdo a la cual el buen funcionamiento del sistema político depende de que la soberanía de
las masas se limite en la práctica a un mero procedimiento de
selección de los gobernantes.2 Esta concepción fue elevada a la
categoría de paradigma por aquellos analistas que bien podrían
denominarse empiristas, entre los que se destacan los nombres
de Anthony Downs (1957), autor de la inluyente Teoría económica de la democracia, y el de Robert Dahl (1956, 1971), mentor
de la concepción pluralista de la democracia. Por su parte, los
ilósofos políticos de sesgo normativista, que tratan de atender a
la dimensión más estrictamente deóntica y conceptual del pensamiento democrático, han criticado e impugnado con especial
severidad y relativo éxito tales descripciones. Como es sabido,
en las últimas décadas quienes reivindican la dimensión moral
en la consideración de los sistemas democráticos han tomado
nuevos bríos gracias, sobre todo, al sesgo normativo que la obra
de John Rawls ha transmitido a gran parte de la teoría política
contemporánea (cf. Parekh 1996).
Las décadas de los años ochenta y noventa de la pasada
centuria sirvieron de escenario temporal a una serie de debates
sumamente fructíferos para el desarrollo de la teoría política contemporánea. En ese caldo de cultivo teórico fue donde prosperó
una nueva variante del pensamiento político empeñado en la búsqueda de una mayor calidad de los sistemas representativos, de una
democracia mejor y más plena: una inlexión que cabe denominar
el giro deliberativo de la teoría de la democracia (cf. Dryzek 2000).
2
De acuerdo con Schumpeter (1996), el sistema electoral sería un sucedáneo del mercado
económico y se regiría por reglas similares: los ciudadanos al emitir su voto adquieren
un producto que le venden los distintos partidos.
© Juan Carlos Velasco, 2011
58
Cuadernos Pensar en PúbliCo
La recuperación que por entonces se llevaba a cabo de la noción
de sociedad civil y las indagaciones –en cierta medida convergentes– sobre el concepto de esfera pública facilitaron la formulación
de una concepción deliberativa de la política, que posiblemente
constituya una de las aportaciones más notables efectuadas en la
teoría democrática a lo largo de la segunda mitad del siglo XX (cf.
Bohman 1998; Dryzek 2000; Greppi 2006; Martí 2006; Held 2007,
331-362). Con todo, y por mucho que los presupuestos teóricos
e históricos ya estuvieran puestos de antemano, probablemente
este impulso académico hubiera sido infructuoso si el completo
colapso del bloque soviético a inales de la década de los ochenta
–con la caída del muro de Berlín como suceso emblemático– no
se hubiera conformado como el caldo de cultivo adecuado para
la eclosión de tales relexiones.
La impresionante oleada democratizadora que barrió el Sur de
Europa durante los años setenta (en donde se inscribiría la transición española), que se extendió por buena parte de Latinoamérica
durante los años ochenta y que alcanzó con el cambio de década
al Centro y al Este de Europa (cf. Huntington 1994; Markof 1998;
Ofe 2004), no logró sofocar, sin embargo, la insatisfacción que
desde hacía tiempo despertaba la práctica real de las democracias
parlamentarias o representativas. Entre los ciudadanos no ha cesado de crecer la apatía ante una forma de organización política
en la que perciben que apenas tienen opciones para participar en
las decisiones importantes (las cuales de manera casi inevitable
caen en manos de profesionales de la política o de tecnócratas,
en todo caso, de instancias no sometidas al escrutinio público).
El desengaño es aún mayor cuando se constata que la opinión de
los ciudadanos apenas cuenta, pues importantes grupos de opinión privados iltran y estructuran cognitivamente las cuestiones
susceptibles de ser sometidas a la competencia política e incluso
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
59
deinen el inventario de las respuestas aceptables.3 Y si bien el
desengaño no llega a ser absoluto, resulta innegable el creciente
descrédito del que adolecen las democracias existentes, incluso
las más sólidamente establecidas. Se trata de una insatisfacción
que a veces aboca directamente a la desafección, pero que siempre
conduce al desprestigio del término democracia. No es de extrañar
que el recelo o el desengaño se encuentren detrás de gran parte de
esos esfuerzos teóricos que antes han sido anotados, para repensar
en serio la democracia.
En particular, la noción de democracia deliberativa –como
sucede también con la actual reivindicación del republicanismo,
con el que, como se verá, mantiene una estrecha vinculación– representa en sí misma una forma de crítica a las democracias liberales modernas, y su singularidad estribaría en que dicha crítica
se efectúa desde la perspectiva de una recuperación normativa del
concepto de ciudadanía activa. De hecho, no resulta nada ajeno
a los promotores intelectuales de la democracia deliberativa la
voluntad de elaborar una concepción de la política capaz de dar
cobertura teórica a los que en su día fueron denominados “nuevos”
3
Con independencia del mejor o peor funcionamiento de los mecanismos de participación cívica en el marco de cada Estado soberano, otro motivo que los ciudadanos
encuentran hoy para retirarse al cuidado de sus asuntos privados es la desalentadora
constatación de que sus intervenciones en la esfera pública pueden tener acaso algún
grado de inluencia en sus propios Estados, pero prácticamente ninguno más allá de
sus fronteras. Es aquí empero, en el ámbito internacional, más bien global, donde se
toman las principales decisiones en materias tan relevantes como, por ejemplo, la
economía o el medio ambiente. En particular, los mercados inancieros internacionales
son impermeables a la democracia y, sin embargo, desempeñan funciones de gobierno
exentas de control ciudadano. Como airma Habermas (2006, 113), “el privatismo
ciudadano se refuerza por la desmotivadora pérdida de función de una formación
democrática de la opinión y de la voluntad que, si acaso, sólo funciona todavía, y sólo
parcialmente, en los ámbitos nacionales y que, por tanto, no alcanza a los procesos de
decisión desplazados a nivel supranacional”. Y si a este nivel no cabe hablar, ni siquiera
en el ámbito de la Unión Europea, de una auténtica sociedad civil, entonces a muchos
le parecerán hueras las esperanzas de transformación depositadas en la participación
política de los ciudadanos de a pie. Con todo, también existen motivos para pensar
que la opinión pública animada por ciudadanos que trabajan más allá de sus fronteras
para crear movimientos cívicos globales ha estado detrás de muchos de los logros
institucionales y de movilización social más signiicativos de la última década.
© Juan Carlos Velasco, 2011
60
Cuadernos Pensar en PúbliCo
movimientos sociales (en su mayoría, movimientos “de resistencia” y “de protesta”), a las iniciativas cívicas y, en general, a todas
aquellas conductas políticas no convencionales que procuran o
favorecen la desinstitucionalización y la desestatalización de la
política, de modo que esta se halle al alcance de todo el mundo.
A lo largo de la historia se han ofrecido innumerables deiniciones de democracia, pero quizás una de las más populares sea la
que ayudó a divulgar Abraham Lincoln: “el gobierno del pueblo,
para el pueblo y por el pueblo”. Difícilmente puede competirse
en rotundidad con dicha caracterización, pero lo cierto es que
resulta difícilmente operativa y poco ajustada a la realidad de las
prácticas políticas. Aunque habrá también quien discrepe, podemos coincidir con Norberto Bobbio (2000, 18) en lo que él llama
la “deinición mínima de democracia”, a saber: “se entiende por
régimen democrático un conjunto de reglas procesales para la
toma de decisiones colectivas en el que está prevista y propiciada
la más amplia participación posible de los interesados”. En este
sentido, y teniendo en cuenta el variado abanico de concepciones
de democracia disponibles en el actual mercado de ideas, la noción
de democracia deliberativa, al poner el énfasis en el reinamiento
y la extensión del ideal participativo, habría que catalogarla como
una versión fuerte o radical de esta.
La noción de deliberative democracy fue introducida por primera vez en el debate académico en 1980 con el in de caracterizar
una forma particular de democracia constitucional (cf. Bessette
1980). Desde entonces, investigadores provenientes de horizontes
teóricos sumamente diferenciados se han interesado por esta
concepción de la democracia: la elección racional (Elster 2001), la
teoría crítica del feminismo (Young 2000), la teoría y la ilosofía
del derecho (Nino 1997; Sunstein 2003, 2004), la sicología social
(Mendelberg 2003) o la ciencia política más clásica (Fishkin 1995;
Dryzek 2000). Aunque la nómina de autores que se han ocupado
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
61
de articular esta noción política es prácticamente inabarcable,4
las relevantes aportaciones efectuadas por Jürgen Habermas
representan para muchos la referencia inexcusable a la hora de
abordar esta cuestión. El peso de su inluencia va hasta el punto de
que se ha llegado a caracterizar la democracia deliberativa como
“la variante norteamericana de las teorías alemanas de la acción
comunicativa y de la situación ideal de habla” (Walzer 2004, 43).5
Por ello y por su descollante presencia en el ámbito académico
iberoamericano, a lo largo de este artículo se presta particular
atención a sus planteamientos, sin que esto sea impedimento para
considerar también otros desarrollos. Así, en la concepción de la
“razón pública” desarrollada por John Rawls (1996, 247-290; 2001,
153-205) muchos autores han encontrado también una fuente de
inspiración en la conformación de dicha teoría. En todo caso,
un rasgo característico del modelo deliberativo es la centralidad
de la razón y, para ser más precisos y rescatando una expresión
kantiana, del uso público de la razón, un rasgo que comparten
Hannah Arendt, Jürgen Habermas y John Rawls, probablemente
los máximos inspiradores teóricos de este modelo.
4
Por completar algo esta nómina, y sin ningún ánimo de exhaustividad, en el capítulo de las monografías más destacadas pueden añadirse a las arriba ya citadas las
de Gutmann y hompson (1996), Bohman (1996) y Martí (2006). Y, entre los libros
colectivos sobre la materia, véanse también Benhabib (1996), Bohman y Rehg (1997)
y Macedo (1999). Signiicativo resulta también la inclusión en la tercera edición de
Modelos de democracia, de David Held (2007, 331-362), de un nuevo capítulo dedicado
a la democracia deliberativa, un nuevo modelo que, según este autor, constituiría la
mayor innovación en el pensamiento democrático desde que en 1987 apareciera la
primera edición de su inluyente obra.
5
Ello no implica que la posición de Habermas sea la versión estandarizada de este tipo
de democracia, pues sus contribuciones han dado lugar a un desarrollo teórico singular y no generalizable. Así, Seyla Benhabib (2006, 227) entiende que “en el modelo
habermasiano de democracia deliberativa, que Cohen y Arato (1992), Nancy Fraser
(1992) y yo (1992 y 1996) hemos seguido desarrollando, la esfera pública no es un modelo unitario sino pluralista, que reconoce la variedad de instituciones, asociaciones
de la sociedad civil”. Es de reseñar que el amplio inlujo ejercido por Habermas sobre
la teoría democrática empezó a ser relevante en ese contexto estadounidense al que
se reiere Benhabib justo a raíz de la traducción al inglés en 1989 de su monografía
sobre la esfera pública (Habermas 1982) y del libro colectivo sobre esta obra editado
por Craig Calhoun (1992).
© Juan Carlos Velasco, 2011
62
Cuadernos Pensar en PúbliCo
¿Qué tiene qué ver la deliberación con la democracia?, ¿qué lugar
ocupa o ha de ocupar la deliberación en los procesos democráticos?,
¿hasta qué punto la idea de democracia deliberativa supone un
programa teórico capaz de renovar el liberalismo político? De la
elucidación de estas cuestiones se ocupa el presente trabajo y esto
se hace en cinco pasos: en el primero se presenta la deliberación
pública y las virtudes epistémicas asociadas a ella como ingrediente
central del proceso democrático; a continuación se muestran las
ainidades que el enfoque deliberativo comparte con el republicanismo contemporáneo; posteriormente se destacan las implicaciones
que las exigencias deliberativas generan tanto en el ámbito de la
sociedad civil como en el de las instituciones políticas públicas; en
el paso siguiente se analizan las oportunidades que las innovaciones
tecnológicas en el mundo de las comunicaciones ofrecen para el
desarrollo de la deliberación pública, y, inalmente, se argumenta a
favor de las potencialidades que ofrece la perspectiva crítico-utópica
que impregna el modelo deliberativo propuesto.
2. La democracia y el valor epistémico
de la deliberación pública
Para los ciudadanos de las polis griegas resultaría prácticamente
un pleonasmo hablar de democracia deliberativa, pues concebían
la deliberación como un momento esencial e insoslayable de la
democracia.6 Antes de tomar decisiones, los ciudadanos tenían que
deliberar en la asamblea, esto es, trataban de ponderar públicamente
las ventajas y los inconvenientes de las diversas alternativas propues6
Las intuiciones básicas de la política deliberativa han acompañado a las diversas expresiones de la democracia desde su nacimiento en la Atenas del siglo V (cf. Moufe 2003, 95).
Así, en su famosa Oración fúnebre, Pericles sostiene: “Somos, en efecto, los únicos que a
quien no toma parte en los asuntos públicos lo consideramos no un despreocupado, sino
un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos,
o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que
suponen un perjuicio de la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de
proceder a lo necesario mediante la acción” (Tucídides 1990, 40). Esto abonaría la tesis de
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
63
tas, ya fuera respecto a la mejor política a seguir como a la persona
más adecuada para ocupar un cargo. “Deliberar” proviene del verbo
latino deliberare, en cuya raíz está ya contenido el sustantivo libra
(balanza, peso). De este modo, la etimología propia de la noción nos
revela que en el proceso de razonamiento práctico se encuentran
incorporados elementos de la metáfora del peso de preferencias e
intereses divergentes, y de que en dicho proceso se han de ponderar
las posibles opciones con mayor densidad, complejidad y verosimilitud que en el caso de la aplicación mecánica de un axioma o norma
general (cf. Velasco 2010).
Desde un enfoque democrático, la democracia no se agota en
el simple mercadeo y transacción de preferencias privadas preexistentes. Desde un enfoque deliberativo, la política arranca, más bien,
justo en el momento en que los diversos agentes están dispuestos
a valorar y revisar sus preferencias, intereses y opiniones a la luz
del debate público, conforme van obteniendo, gracias a él, nuevas
informaciones o perspectivas alternativas. Quienes abogan por la
democracia deliberativa reniegan de la concepción agregativa de
la democracia, esto es, de su consideración como mero sumatorio
de los votos emitidos como expresión de preferencias particulares.
Estiman, por el contrario, que las votaciones no constituyen el
elemento central del proceso político, sino únicamente la fase inal
en un proceso racional de toma de decisiones: “la democracia no
reside sólo en elecciones y votos, sino también en la deliberación
y el razonamiento público” (Sen 2007, 83). Si la votación no viene
precedida por deliberaciones no cabe hablar apenas de un proceso
racional. Con la noción de democracia deliberativa se subraya
precisamente la necesidad de que haya un alto grado de relexión
y argumentación pública, tanto de la ciudadanía como del poder
Elster (2001, 13) de que con la noción de democracia deliberativa no se está procediendo a una innovación de la democracia, sino a una renovación de ella. En todo caso, el
ideal de debate público no es algo creado por el actual giro deliberativo de la teoría
democrática, ni tampoco es algo exclusivamente occidental. Se da en distintas partes
del planeta y también en épocas pretéritas. Amartya Sen (2007, 84) pone el ejemplo
de la Constitución de 17 artículos promulgada en Japón en el año 604 d.C., en donde
se recoge la siguiente sentencia: “Las decisiones sobre asuntos importantes no deben
ser tomadas por una sola persona. Deben ser analizadas entre muchos”.
© Juan Carlos Velasco, 2011
64
Cuadernos Pensar en PúbliCo
legislativo y del ejecutivo. Lo que se trata es de garantizar que,
tras los debates informados, las decisiones sean relexivas y bien
fundadas, y no simplemente instantáneas de las opiniones individuales vertidas en un momento dado. Se pone así el acento en
todos aquellos procesos que favorecen el intercambio de opiniones,
la relexión y la responsabilidad de los ciudadanos. Se contrapone
a una concepción del espacio público donde los ciudadanos se
encuentran entre sí tan solo para alcanzar compromisos sobre
posiciones e intereses cerrados de antemano. Frente a esta posición
individualista se aboga por la necesidad de instaurar un espacio
de interacción que permita, en primer lugar, generar y poner en
común puntos de vista e información para que los ciudadanos
identiiquen sus propios intereses y, en segundo lugar, alorar la
necesaria complicidad para poder deliberar sobre intereses comunes y acordar soluciones generales.
Democracia deliberativa no es ni antónimo de democracia
representativa ni tampoco sinónimo de democracia directa. Su
postulación implica, eso sí, el rechazo de las respuestas inmediatas a los problemas planteados, las respuestas irrelexivas ante
las presiones populares. Los diferentes métodos de participación
directa no resultan incompatibles, sin embargo, con dicha idea de
democracia (cf. Nino 1997, 204-205): así, por ejemplo, la iniciativa
popular (recogida en múltiples ordenamientos constitucionales)
o la celebración de referendos son medidas recomendables y en
sintonía con el ideal de que todos los afectados por las decisiones
participen de manera directa y relexiva. Subrayar la relevancia de
la deliberación en los procesos políticos no implica despreciar el
momento participativo de la democracia, sino todo lo contrario.
El peso que la deliberación pueda adquirir es, en gran medida, una
variable dependiente de la participación activa de los ciudadanos.
Por eso mismo, los derechos de participación política –tanto en
su vertiente activa como pasiva– deben estar debidamente protegidos pues son esenciales para el desarrollo de la ciudadanía
democrática. Pero la participación ciudadana no ha de limitarse
a la esfera de la política oicial: la formación de la voluntad en
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
65
espacios institucionales (parlamentos, tribunales, ministerios,
etc.) no tendrá calidad democrática si no viene precedida de la
elaboración informal de la opinión en espacios extrainstitucionales
(los diversos foros de la heteróclita y polifónica sociedad civil).
En el apartado cuarto se analiza con cierto detalle esta cuestión
relativa a los ámbitos propios de la deliberación y la participación.
La deliberación pública y discursiva constituye una forma
peculiar de comunicación, pues quienes deliberan están obligados a hacer accesibles sus opiniones, preferencias y convicciones,
en el marco de interacciones comunicativas, mediante razones
comprensibles y aceptables para todos. Deben convencer a quienes
interactúan con ellos de la corrección de sus posiciones: argumentos justiicados, en lugar de coacciones y manipulaciones,
son ingredientes básicos de un proceso deliberativo. No obstante,
la democracia deliberativa no se reduce al diseño de requisitos
procedimentales, sino que se ofrece como una reinterpretación
de una intuición democrática básica, a saber: que las decisiones
políticas son legítimas y, por tanto, vinculantes tan solo en la
medida en que sean resultados de procesos deliberativos colectivos en los que hayan participado todos aquellos a quienes van
dirigidas y que, por tanto, se verán afectados (cf. Habermas 1998,
363-406). De este modo se rehabilita una vieja fórmula de hondo
contenido democrático: Quod omnes tangit, ab omnibus tractari
et approbari debet (“lo que concierne a todos debe ser tratado y
aprobado por todos”).
Si la idea de democracia tiene que ver conceptualmente con
un procedimiento de toma de decisiones, los defensores de la democracia deliberativa sostienen que la deliberación no solo es el
procedimiento que otorga mayor legitimidad, sino que también
es el que mejor asegura el fomento del bien común al promover la
adopción de la decisión más correcta. Con respecto a lo primero,
y en contraste con la teoría de la elección racional y el modelo del
mercado, que señalan el acto de votar como institución central de
la democracia, los deliberativistas argumentan que las decisiones
solo pueden ser legítimas si se derivan de una deliberación pública
© Juan Carlos Velasco, 2011
66
Cuadernos Pensar en PúbliCo
en la que haya participado la ciudadanía. En esto consistiría precisamente el núcleo normativo de la democracia deliberativa: “la
elección política, para ser legítima, debe ser el resultado de una
deliberación acerca de los ines entre agentes libres, iguales y racionales” (Elster 2001, 18). De modo que la legitimidad democrática
puede ser medida en términos de la capacidad u oportunidad que
gocen todos para participar en deliberaciones efectivas dirigidas
a tomar las decisiones colectivas que les afecten. Con respecto a
quienes desde planteamientos realistas consideran que la deliberación resulta inocua para la toma de decisiones, y que es incapaz
de cribar los intereses particulares de quienes participan en ella,
cabe argüir que un escenario deliberativo público induce la formación de resultados independientemente de los motivos de sus
participantes y posee efectos beneiciosos en la calidad global de
los resultados del debate. Veamos esto con mayor detalle.
Las exigencias deliberativas –en particular, la publicidad y la
imparcialidad– generan efectos benéicos sobre la forma y el contenido del argumentar del conjunto de actores. El mismo hecho de
participar en debates públicos induce (e incluso fuerza) a efectuar
planteamientos razonables –en el sentido de dirigidos hacia el bien
común– aunque solo sea por razones meramente estratégicas: los
actores están obligados a emplear razones generales, aunque no
sea más que para reforzar la eicacia persuasiva de su propio discurso. Argumentos en pro de intereses estrictamente particulares
difícilmente prosperarán en una asamblea deliberativa. En ella se
hace valer la “fuerza civilizadora de la hipocresía”, un argumento
a favor del uso de la deliberación en la esfera pública aducido por
Jon Elster: “incluso los oradores impulsados por sus propios intereses resultan forzados o inducidos a argüir en función del interés
público” (Elster 2001, 26). A favor de esta idea, Elster invoca la
autoridad de Habermas: “aunque, como era de esperar, el curso real
de los debates se aparta del procedimiento ideal de la política deliberativa, los presupuestos de la misma ejercen un efecto orientador
sobre los debates” (Habermas 1998, 420). Dicho de otro modo, en
un debate público incluso los agentes orientados exclusivamente
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
67
por su propio interés “han de implicarse en el estilo deliberativo y
en la lógica especíica de los discursos políticos” (Habermas 1998,
347) y se ven obligados a apelar a razones de interés general o a
hacer concesiones al interés de otros grupos. Las prácticas deliberativas cribarían, pues, los argumentos en los que se expresan las
preferencias individuales o de grupo. Inducen una manera determinada de justiicar posiciones, demandas e intereses, de modo
que se “ceda preferentemente la palabra a razones generadoras de
legitimidad” (Habermas 1998, 420). Este sería el efecto benéico
del denominado iltro deliberativo, que bien podría interpretarse
como una manifestación más de lo que, tomando prestado una
expresión de Hegel, podríamos denominar la astucia de la razón,
pues en deinitiva da la posibilidad de que designios racionales o
ideas universales se ejecuten mediante pasiones particulares y con
independencia de la voluntad de los individuos. El análisis empírico
de Elster únicamente constata este tipo de comportamiento, mientras que en el análisis normativo de Habermas ve en ello, además,
la fuerza de un núcleo de racionalidad (noción inseparable de la
exigencia de justiicar ante los demás tanto las opiniones como las
decisiones propias).
A la deliberación pública cabe asignarle relevantes valores
epistémicos: modera la parcialidad y ensancha las perspectivas;
fomenta la ampliación del panorama de los juicios mediante el
intercambio de puntos de vista y de razones que sustentan las cuestiones concernientes a la política; permite además la detección de
lagunas informativas, errores inferenciales e inconsistencias lógicas.
Por otra parte, para el buen desenvolvimiento de la deliberación
es crucial una actitud de apertura para reconocer la posibilidad de
estar equivocados y aceptar la idoneidad de las tesis del contrario.
No obstante, una justiicación de la democracia deliberativa centrada en el aspecto epistémico carece de recursos internos para
explicar por qué la deliberación debe ser conducida de manera
democrática. La defensa de la deliberación, si no va de la mano de
la defensa de una amplia participación ciudadana, conduce a una
suerte de elitismo: a la deliberación de los más sabios y virtuosos.
© Juan Carlos Velasco, 2011
68
Cuadernos Pensar en PúbliCo
3. Democracia deliberativa y republicanismo
Cuando hoy se invoca la tradición política republicana como
portadora de un robusto modelo normativo de ciudadanía democrática resulta evidente que con esto se está pretendiendo conceder
una base teórica respetable a los repetidos llamamientos dirigidos
a alentar el espíritu participativo y solidario en las sociedades
contemporáneas (cf. Velasco 2005). Al hablar de republicanismo
ciertamente resulta inevitable la remisión a aquella corriente de
pensamiento político surgida en las municipalidades italianas del
renacimiento que conirió nuevo sentido a las tradiciones ciudadanas griegas y romanas, animó gran parte de los debates políticos
ingleses y holandeses de los siglos XVII y XVIII, inluyó sobre los
padres fundadores de la independencia estadounidense y, tras casi
dos siglos de discreto silencio, ha llegado hasta nuestros días como
soporte de los ideales del vivere libero.7 No obstante, es preciso advertir que el nuevo republicanismo, al menos el que aquí se reivindica, representa una reconstrucción selectiva de esa tradición, una
tradición que nunca generó una ortodoxia escolástica ni constituyó
un conjunto coherente y sistemático de postulados políticos. Particularmente rescatable de esta tradición política sería su compromiso
con cuatro principios generales: la deliberación pública, la igualdad
política, el universalismo como ideal regulativo y la ciudadanía (cf.
Sunstein 2004).
Desde los tiempos de Cicerón y Tito Livio hasta el momento
presente, con autores como Quentin Skinner, Maurizio Viroli o
Philip Pettit, el republicanismo se ha articulado como un discurso
político contrario a toda forma de tiranía y defensor del autogobierno de los ciudadanos. El republicanismo se reconoce en el rechazo de la dominación y en la reivindicación de una idea robusta
y positiva de la libertad. Para el sostenimiento de dicha libertad,
7
Cf. Skinner 1995 y Wood 1969. Pocock (2002, 75), por su parte, aquilata algo más esta
genealogía: el republicanismo (o humanismo cívico) sería “la historia de un cierto
patrón de pensamiento político e histórico, primero italiano, luego inglés y escocés,
y inalmente americano”.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
69
tales autores consideran imprescindible el concurso de la virtud
cívica, que a su vez requiere de ciertas precondiciones políticas: en
particular, que las instituciones básicas de la sociedad queden bajo
el pleno control de los ciudadanos. En consecuencia, la tradición
republicana concede un valor intrínseco a la vida pública y a la
participación política: el ciudadano ha de implicarse activamente
en algún nivel en el debate político y en la toma de decisiones,
ya que ocuparse de la política es ocuparse de la res publica, esto
es, de lo que atañe a todos. Para el pensamiento republicano, la
democracia no se reduce a una mera confrontación entre grupos
ni a una simple agregación de preferencias. Su apuesta es por una
democracia robusta en la que los ciudadanos participan activamente en los procesos de coniguración de la opinión y la voluntad
colectiva (cf. Barber 1984). La participación política es esencial para
consolidar una sociedad libre y autogobernada. Sin participación
de poco sirven las mejores instituciones democráticas.
Participación, deliberación y amor patrio se implican mutuamente, al menos en la práctica, pues es difícil encontrar mejor modo
de interesar a los hombres en la suerte de su patria –la república– que
el de hacerles partícipes en la toma de decisiones colectivas. Hay
además una intuición básica sobre la naturaleza de la política que
comparten los autores de la tradición republicana y las diferentes
versiones de la democracia deliberativa, a saber: “las preferencias
individuales prerrelexivas deben ser examinadas en un espacio
público a la luz de razones” (Ferrara 2004, 6). La común reivindicación de las ideas de autodeterminación, igualdad política y participación en los procesos públicos de toma de resoluciones, así como
también la común promoción de una forma de vida caracterizada
por la preeminencia del espacio público, permite airmar, tal como
sostiene este mismo autor, que “el republicanismo tiene una clara
ainidad electiva con las concepciones deliberativas de la democracia” (Ferrara 2004, 11). Dada la especial relevancia que adquiere la
participación política de los ciudadanos en la comprensión de la
política deliberativa, esta encaja ciertamente mucho mejor con un
modelo republicano de ciudadanía, movido por el interés por los
© Juan Carlos Velasco, 2011
70
Cuadernos Pensar en PúbliCo
asuntos públicos, que con un modelo liberal preocupado solo por
aumentar la esfera privada del individuo y reducir la acción estatal
a su mínima expresión.
Es preciso puntualizar, no obstante, que no todas las posibles
versiones de la democracia deliberativa resultan igual de aines con
el pensamiento republicano (cf. Martí 2006, 238-243). En general,
las teorías deliberativas establecen un vínculo entre la justicia (y la
corrección) de los procedimientos y la justicia (y la corrección) de
los resultados. Por ello es importante implementar una forma cualiicada de procedimiento: un proceso de intercambio de razones o
deliberación. El intelectualismo que se transluce en la acentuación
de las propiedades epistémicas del proceso deliberativo (por el que
se lograría conocer cuáles son las decisiones correctas o incorrectas)
puede desembocar en una salida elitista y antidemocrática que
desprecie un elevado grado de participación ciudadana y potencie
únicamente la de aquellos que poseen una mayor competencia
epistémica (un precedente histórico de esta posición sería Edmund
Burke). Pero esta opción elitista de desconianza hacia la ciudadanía
no es la única posible, ni tampoco la mayoritaria entre los demócratas deliberativos. Los defensores de la versión republicana de
este tipo de democracia salvan esta posible deriva apoyándose en
la relevancia moral y en los efectos pedagógicos de la práctica de
interacción asociada a los procedimientos deliberativos. Además
extienden su pertinencia más allá de las sedes institucionalizadas y
abogan por prácticas deliberativas informales en el mayor número
de foros públicos posibles (pese a su profesión de fe liberal, John
Stuart Mill puede nombrarse entre los precedentes históricos de
esta modalidad republicano-deliberativa).
Con la salvedad apuntada, la ainidad entre la propuesta
deliberativa y el republicanismo resulta evidente para autores
como Skinner, Sunstein, Barber o Pettit. Algo similar puede
predicarse con respecto a Habermas, cuyo pensamiento político
admite diversas caliicaciones, aunque quizás las más ajustadas
sean las de “demócrata radical” y “republicano”. Es más, dado
que explícitamente deiende una “lectura del republicanismo
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
71
realizada desde la teoría de la comunicación” (Habermas 1999,
118), su planteamiento bien puede caracterizarse como republicanismo deliberativo. El núcleo de sus propuestas prácticas –que
se resumen precisamente en su concepción de la política deliberativa– van dirigidas a facilitar una mayor participación de los
ciudadanos en los diversos procesos de toma de decisión, una
intensiicación del espacio público y, sobre todo, una renovación
del constitucionalismo liberal en una clave más democrática (cf.
Habermas 1998, cap. VII). En deinitiva, y en la misma línea que la
apuntada por otros autores que han contribuido al actual resurgimiento del ideal republicano, Habermas pone todo su empeño en
combatir la creciente apatía política de las sociedades avanzadas
para recuperar así el pulso de las democracias (cf. Velasco 2003,
cap. V). Así, con el objeto de lograr una democracia cualiicada
en donde prime el compromiso con una vida cívica activa, preconiza una democracia deliberativa en la que la esfera pública
represente el escenario en donde se dilucide la legitimidad de las
decisiones políticas. En su relexión acerca de la democracia, el
tono que mantiene no es ni descriptivo ni tampoco resignado. Más
bien, y con esa misma sensibilidad neorrepublicana que muestra
incomodidad ante la merma de la calidad de la democracia y
desolación por el bajo nivel de participación, el planteamiento
habermasiano supone una denuncia en toda regla de la pérdida de
legitimidad para aquellas decisiones políticas que no encuentran
mejor apoyo que la desgana o la indiferencia de los ciudadanos.
Este discurso choca con el pensamiento liberal, para el que la
consideración de que una cierta indolencia política, un cierto
desinterés, no solo resulta conveniente en términos funcionales,
sino que además responde a lo que podría llamarse una constante
antropológica. Así, por ejemplo, la delegación que la mayoría de
los ciudadanos hacen del ejercicio de sus funciones políticas en
unos representantes obedecería, según un clásico liberal como
Benjamin Constant (1988), a que el común de los mortales no
quieren o no pueden ejercerlas por sí mismos, dado que no se
consideran suicientemente capacitados para ello o preieren de-
© Juan Carlos Velasco, 2011
72
Cuadernos Pensar en PúbliCo
dicar su tiempo a otras cosas. Frente a la obsesión liberal por los
derechos e intereses particulares, la reivindicación de la política
como defensa de los ines públicos forma parte, sin duda, de la
parte más valiosa del legado republicano (cf. Velasco 2004).
La acción “política” presupone la posibilidad de decidir, a
través de la palabra, sobre el bien común. Esta acepción del término, solo válida en cuanto ideal aceptado, guarda un estrecho
parentesco con el modelo político defendido por Habermas. Un
modelo que responde a un propósito no disimulado de extender
el uso público de la palabra y, con ello, de la razón práctica a las
cuestiones que afectan a la buena ordenación de la sociedad. Sin
el poder de la palabra, en la que, según Arendt (1973, 146), se basa
la capacidad humana para “actuar concertadamente”, no habría
acción política y, menos aún, democracia.8 De ahí la convicción
de que es preciso examinar las cosas a fondo antes de pasar al
momento insoslayable de la acción. Con la democracia deliberativa
se busca precisamente la manera en que el poder comunicativo
de la palabra, esto es, el poder generado por la participación, el
diálogo y la deliberación pública, pueda resultar eiciente como
mecanismo resolutivo.
La democracia sería, de acuerdo con los presupuestos arendtianos y habermasianos, aquel modelo político en el que la legitimidad
de las normas jurídicas y de las decisiones públicas radicaría en haber
sido adoptadas con la participación de todos los potencialmente
afectados por ellas. Pero la intuición más genuina de la concepción
deliberativa de la democracia consiste en la airmación de que, llegado el momento de adoptar una decisión política, el seguimiento
8
Entre los inspiradores teóricos de la democracia deliberativa un nombre imprescindible es el de Hannah Arendt. La ilosofía política de Arendt debe entenderse como
una reivindicación de la participación ciudadana en la vida pública, como un alegato
en favor de la virtud ciudadana frente al desguace de la política democrática por
parte del totalitarismo. Los teóricos de la democracia deliberativa le rinden cumplido
tributo intelectual sobre todo por haber propuesto las líneas esenciales de lo que ha
de entenderse por una genuina república democrática. En particular, la comprensión
comunicativa del poder acuñada por Arendt (1973) le sirve a Habermas (1998, cap.
IV.2). como fundamento de su concepto normativo de democracia.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
73
de la regla de la mayoría ha de subordinarse al previo cumplimiento
del requisito de una discusión colectiva capaz de ofrecer a todos los
afectados la oportunidad de defender públicamente sus puntos de
vista y sus intereses mediante argumentos genuinos y negociaciones
limpias. La deliberación en ningún caso debe confundirse con la
mera ratiicación colectiva de posiciones ya cristalizadas, tal como
sucede en la inmensa mayoría de los regímenes democráticos realmente existentes, democracias empobrecidas en donde al ciudadano
no le resta más que votar, sin que importe la relexión previamente
efectuada; solo cuenta el número de votos emitidos en favor de
cada opción, no la calidad de las razones que coniguran y avalan
la decisión tomada. En cambio, desde el republicanismo deliberativo se postula que todas las preferencias y opiniones políticas han
de someterse a un proceso de debate e ilustración mutua, lo que
presupone que todos los actores políticos deben estar dispuestos a
cambiar sus posiciones iniciales si como resultado de la deliberación
pública encontraran razones para hacerlo. Si esta actitud no está
presente, la discusión queda como un mero trámite que hay que
cumplir antes de proceder a votar y de aplicar mecánicamente el
poder de la mayoría. En la práctica política cotidiana, resulta ciertamente difícil someterse a los exigentes requisitos de la democracia
deliberativa, pero es ahí donde se ponen a prueba la madurez y el
fuste de una democracia. No hay forma de medir estas cualidades
si no es en función del nivel discursivo del debate público (Habermas
1998, 381). De ahí que lo decisivo sea la mejora de los métodos y
condiciones del debate.
4. La praxis democrática
4.1. Instituciones políticas y sociedad civil
La política deliberativa consiste, en suma, en una modalidad de
democracia participativa que vincula la toma de decisiones y la
© Juan Carlos Velasco, 2011
74
Cuadernos Pensar en PúbliCo
resolución racional de conlictos políticos a prácticas argumentativas o discursivas en diferentes espacios públicos. Para su puesta en
marcha resulta vital, por tanto, que pueda contarse con el escenario
de una esfera pública asentada sobre la sociedad civil articulada.
Esta es, como se verá, una situación de hecho que no siempre se
da. Se trata de una cuestión de carácter empírico, que habrá de determinarse con los métodos correspondientes, pero que en ningún
caso cabe desconocer y muchos menos presumir. Por ello, para que
resulte mínimamente convincente, la propuesta de la democracia
deliberativa ha de estar sociológicamente informada y partir de una
interpretación lo más objetiva posible de la realidad social.
La existencia de una esfera pública constituye una condición
de posibilidad para la democracia deliberativa. Tal esfera pública
estaría conigurada por aquellos espacios de espontaneidad social
libres de interferencias estatales, así como de las regulaciones del
mercado y de los poderosos medios de comunicación. En dichos
espacios es donde pueden emerger las organizaciones cívicas, así
como la opinión pública en su fase informal y, en general, todo
aquello que desde fuera inluye, evalúa y cuestiona la actividad
política. En última instancia, la efectividad de este modelo de democracia se hace recaer –de un modo que inevitablemente resulta
circular– sobre procesos informales que presuponen la existencia
de una vigorosa cultura cívica. Ahí se encontraría también, sin
duda, la mayor debilidad de la propuesta.
La vigencia de la política deliberativa depende ciertamente
del grado de articulación interna que posea la sociedad civil, así
como de su capacidad para llevar a cabo la puesta en cuestión y
el procesamiento público de todos los asuntos que afectan a la
sociedad y a sus ciudadanos. Para ello se requiere que los ciudadanos relexionen acerca de los problemas de la sociedad y se
responsabilicen de su propio destino en común. Pero la energía
procedente de los procesos comunicativos ha de luir a través de
medios de conducción en buen estado, de modo que se eviten
distorsiones y se favorezca una eicaz transmisión a todos los
sectores sociales.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
75
Los salones, los cafés y los clubes sociales que proliferaron
a partir del siglo XVIII, sobre todo, en Inglaterra y en Francia,
constituyeron en su momento esos imprescindibles espacios de
civilidad, en la medida en que propiciaban el intercambio de
información sobre todo lo que sucedía en el momento, así como
la emergencia de corrientes de opinión mediante la discusión y
difusión de ideas y propuestas (cf. Habermas 1982). Tales foros
representaban espacios de civilidad ajenos, en principio, al poder
estatal y a sus formalidades institucionales. En la actualidad, y
pese a que el repliegue hacia la privacidad constituye un rasgo de
hombre contemporáneo (cf. Sennet 1978), se requiere también de
espacios similares para hacer efectivos los ideales democráticos.
Desde una perspectiva jurídico-formal, la democracia puede caracterizarse como un sistema político que convierte la expresión
de la voluntad popular en normas vinculantes para todos los
sujetos políticos y para todos los poderes estatales. Por eso, una
adecuada descripción del complejo proceso de elaboración de las
normas jurídicas en un Estado democrático no puede alcanzarse
con la mera consideración de los aspectos institucionales. Dicho
proceso depende en gran medida de la variedad y riqueza de otros
elementos no institucionalizados de la vida ciudadana, que sirven
de cauce para el ejercicio de los derechos de participación.
Si bien el principio de la soberanía popular, en la medida
en que concibe a la ciudadanía como poder legislativo e incluso como poder constituyente, mantiene una estrecha relación
con el momento de creación de las normas jurídicas, su mera
invocación abstracta no explica suficientemente la génesis y la
transformación del derecho, complejos fenómenos que tampoco quedan completamente aclarados desde la perspectiva
del proceso legislativo en su dimensión institucional, esto
es, la creación estatal de normas jurídicas (cf. Maus 1991). La
democracia vive de presupuestos que ni las instituciones ni
las normas jurídicas crean, sino que solo canalizan. La democracia no se agota en el mero parlamentarismo, por mucho
que el parlamento constituya la asamblea deliberativa por
© Juan Carlos Velasco, 2011
76
Cuadernos Pensar en PúbliCo
antonomasia.9 El parlamento, que encarna el poder legislativo
ordinario en cuanto órgano que representa la voluntad popular
en los sistemas constitucionales, es, desde el punto de vista de
la autocomprensión normativa de los Estados democráticos de
derecho, la caja de resonancia más reputada de la esfera pública
de la sociedad, donde en realidad se generan las propuestas que
luego se debaten en las cámaras legislativas. Si esto es así –y, al
menos, normativamente, lo es–, la génesis de la formación de la
opinión se encuentra en los procesos no institucionalizados, en
las tramas asociativas multiformes (sindicatos, iglesias, foros de
discusión, asociaciones de vecinos, organizaciones voluntarias
no gubernamentales, etc.) que conforman la sociedad civil como
una auténtica red de redes (cf. Taylor 1997; Barber 2000). En ese
ámbito de organizaciones de participación abierta y voluntaria,
generadas y sostenidas (al menos parcialmente) de forma autónoma respecto al Estado, se encuentra precisamente la fuente de
dinamismo del cuerpo social, la infraestructura de la sociedad
para la formación de la opinión pública y la formulación de las
necesidades comunes. La sociedad civil constituye además la
primera instancia para la elaboración de propuestas políticas
concretas y, algo sumamente importante, para el control del
cumplimiento práctico de los principios constitucionales. Si
como afirma Habermas (2006, 29), “el estado de una democracia
se deja auscultar en el latido de su esfera política pública”, la
pujanza del espíritu cívico y, por ende, la salud de la vida democrática de una sociedad depende en gran medida del grado
de actividad sostenida por las asociaciones voluntarias.
Sin embargo, en la práctica de las democracias modernas, a
la laqueza de la sociedad civil política se le suma la debilidad de
9
Así lo señaló ya Edmund Burke (1854) en un famoso discurso a los electores de Bristol
en 1774. Es preciso señalar, sin embargo, que la versión burkeana de la deliberación es
restrictiva, pues concerniría exclusivamente a la élite dirigente. Su discurso era una
vindicación de la autonomía de los representantes elegidos frente a la voluntad de
sus electores: el lugar para la deliberación y la toma de decisiones era el parlamento y
no la calle. Era también expresión del afán liberal de separar a los ciudadanos de sus
representantes.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
77
los instrumentos de control parlamentario, lo que, además de reforzar la preeminencia del ejecutivo, aleja aún más al parlamento
de la centralidad del sistema político, relegándolo a una posición
subordinada o secundaria en el panorama de las instituciones
políticas. Por si esto ya fuera poco, los partidos políticos –con
sus estructuras burocratizadas y férreamente controladas por sus
cúpulas dirigentes– han monopolizado estas funciones, negando a
los ciudadanos de a pie la oportunidad de deinir la oferta electoral
y el control del cumplimiento de los programas. De esta experiencia negativa surge la convicción de que es preciso articular otras
formas de participación ciudadana que no pasen necesariamente
por el tamiz de los partidos. Los ya no tan nuevos movimientos
sociales (ecologismo, paciismo, feminismo, etc.), algunos más
nuevos (como el heterogéneo movimiento antiglobalización) y el
actual renacer, al menos teórico, de la idea de sociedad civil son
muestras reales de esa creciente inquietud y de la toma de conciencia
de que la vida democrática no se agota en las instituciones políticas convencionales (cf. Ofe 1992, cap. VII; Cohen y Arato 2001,
cap. X). Tales movimientos sociales, aunque extrainstitucionales
en cuanto al origen de sus demandas, tienen en el Estado, en sus
diversos organismos y centros de decisión, el objetivo último de su
labor. Las pautas de actuación de estos movimientos siguen, por lo
general, dos lógicas que pueden ser diferenciadas con el apoyo de la
distinción habermasiana entre “mundo de vida” y “sistema”: por un
lado, una lógica expresiva dirigida por estrategias comunicativas
de deinición de necesidades y reairmación de la identidad; por
otro, una lógica instrumental orientada estratégicamente hacia los
recursos de poder.
El carácter normalizado e institucional de las relaciones
políticas con que funcionan realmente las democracias liberales
conlleva a menudo una burocratización de estas, un fenómeno
que, como ya se ha indicado, alcanza a la estructura misma de los
partidos políticos, sujetos privilegiados de la representación política de los ciudadanos. De ahí que sean precisamente los grupos
y movimientos sociales relativamente marginales, en el sentido
© Juan Carlos Velasco, 2011
78
Cuadernos Pensar en PúbliCo
de escasamente institucionalizados, los que mejor pueden ejercer
la función de contrapoder crítico que actúe como vigilante del
desarrollo efectivo de los principios democráticos.10 Desempeñan,
pues, un papel suplementario, pero que a la postre se revela como
indispensable para la vitalidad de una democracia: “El papel de
los movimientos sociales en una democracia no es el de suplantar
a los partidos políticos, sino más bien el de enriquecer los canales
de deliberación y ejercer inluencia en los aparatos de toma de decisiones. Nada más, pero tampoco nada menos” (Casquete 2006, 7).
Grupos más o menos reducidos de ciudadanos pueden desempeñar un papel central en la articulación de la voluntad común, en
la medida en que inluyen e inspiran los cambios de mentalidad
que experimentan las sociedades. No solo la difusión de nuevos
valores, sino también el ritmo de ciertos cambios sociales lo marcan a menudo pequeños movimientos o agrupaciones –minorías
críticas– constituidos con voluntad de inluir en el conjunto
social: “las innovaciones sociales son impulsadas con frecuencia
por minorías marginales, aunque más adelante se generalicen a
toda la sociedad en un nivel institucional” (Habermas 1991, 185).
Solo ciertos individuos aislados y algunos grupos minoritarios
son capaces en un momento dado de mostrar públicamente posturas discrepantes y enfrentarse a las generalizaciones heredadas
y acríticas que conforman la corrección política dominante. Por
eso, las manifestaciones de protesta de una conciencia disidente,
organizada en movimiento social, representan un instrumento
importante e incluso decisivo para emprender reformas normativas e institucionales positivas para el conjunto de la sociedad.
Desde esta perspectiva puede comprenderse también el fenómeno
de la desobediencia civil como un mecanismo dinamizador de las
sociedades democráticas (cf. Velasco 1996; Cohen y Arato 2000,
10
Esta idea coincide con aquello que Pierre Rosanvallon (2006) ha denominado “contrademocracia”: la airmación de los poderes indirectos diseminados en el cuerpo social que,
a diferencia de la democracia “normalizada”, no trataría tan solo de sancionar el poder en
las urnas, sino de vigilar y controlar el poder establecido y que se haría sentir mediante
los sondeos, la presión de los medios, las manifestaciones o los recursos ante la justicia.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
79
cap. XI).11 En una sociedad de la información en donde la opinión
se encuentra dirigida (y, con reiterada asiduidad, también manipulada) por los mass media, la desobediencia civil aparece como
un instrumento óptimo para lograr que un determinado asunto o
problema se introduzca como tema de debate dentro de la agenda
política y sea objeto de deliberación pública.
La disidencia y la protesta precisan de un ámbito físico en
donde esceniicarse y poder encontrar la resonancia social buscada.
A falta de un acceso rutinario a los medios de comunicación de
masas y a los mecanismos establecidos para hacer política institucional, las calles y las plazas son el lugar habitual para hacerlo.
Las manifestaciones en la vía pública no son obviamente el camino
más adecuado para quienes disponen de un acceso habitual a los
canales resolutivos de la política establecida, como, por ejemplo,
los partidos políticos dotados de una notable representación parlamentaria. Salvo en circunstancias extraordinarias, la utilización
de este recurso por tales actores políticos cualiicados denotaría
una clara desconianza en el funcionamiento de la democracia
parlamentaria de cuyas instituciones y beneicios participan. Algo
bien distinto cabe airmar de quienes carecen de esos medios y del
grado de organización requerido, que se ven impelidos a hacer uso
de formas extrainstitucionales de expresión. Sin embargo, incluso
estos últimos disponen hoy en día de conductos para hacer oír
su voz en la esfera pública. Como se verá en el punto siguiente,
en la era de la información existen canales de comunicación que
en potencia resultan accesibles a todos los actores políticos. No
obstante, ambas opciones no tienen por qué ser excluyentes.
11
No se trata tan solo de una mera posibilidad, sino de una potencialidad que con no poca
frecuencia ha sido materializada a lo largo de la historia, pues debería recordarse que
“los espacios de libertad de que podemos disfrutar hoy en las sociedades occidentales
son […] el producto de la sedimentación acumulada de las conquistas logradas en el
pasado por distintos movimientos sociales” (Casquete 2006, XIV). Reconocer esta
evidencia no implica, sin embargo, admitir que cualquier expresión de disidencia
represente per se un fenómeno siempre favorable a los intereses generales de una
sociedad ni que sus reivindicaciones resulten compatibles con los principios básicos
de un orden democrático. Por desgracia, minorías intolerantes y grupos movilizados
en defensa de sus privilegios también han menudeado a lo largo de la historia.
© Juan Carlos Velasco, 2011
80
Cuadernos Pensar en PúbliCo
4.2. Las nuevas tecnologías de la
comunicación y la deliberación pública
Entre las condiciones de posibilidad de la democracia se encuentran,
sin duda, unas condiciones cognitivas adecuadas que pongan a disposición de los ciudadanos la información relevante para deliberar
y decidir en cada caso. Como señala Sartori (2003, 44) con toda
razón “si la democracia es (como lo es) un sistema político en el que
los ciudadanos tienen una voz importante en los asuntos públicos,
entonces la ciudadanía no puede permanecer desinformada respecto
a estos asuntos públicos”. Pues bien: si descendemos desde el nivel de
los ideales deliberativos al de las realizaciones prácticas, nos topamos
con el hecho de que en numerosas democracias contemporáneas
el ciudadano de a pie no tiene garantizado adecuadamente su derecho a estar enterado12 y apenas existen espacios o ámbitos donde
relexionar y debatir en público las propuestas de los diferentes
agentes sociales y, menos aún, donde intercambiar razones sobre
la viabilidad y inanciación de estas o sobre su concordancia con
determinados principios y valores. En los canales de televisión, ya
sean públicos o privados, en los parlamentos o en las cámaras locales
no se expresan más que eslóganes, pero casi nunca argumentos. A
los ciudadanos se les sustrae la posibilidad de contemplar auténticos
intercambios de razones y contrastes directos de ideas entre los adversarios políticos. De este modo, “la multiplicación de los medios
de comunicación no se traduce en incremento de las oportunidades
para la expresión, sino en un incontrolado aumento del volumen
de las voces más poderosas” (Greppi, 2006, 18-19). ¿Cómo pueden
los ciudadanos hacer frente en este contexto a la información supericial y sesgada que reciben? El propósito de este apartado es,
precisamente, responder a la cuestión de cómo tender puentes entre
la excelencia del ideal deliberativo que se presentó previamente y
12
Joseph Stigliz (2004) insiste, con razón, en que una condición para participar y, más
aún para deliberar, es que exista un mínimo de transparencia en la vida pública y se
garantice el derecho “a estar enterado».
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
81
la mediocre realidad de la política de todos los días e incluso de las
miserias de las democracias reales.
Es cierto que las carencias antes apuntadas vienen de lejos: la
posibilidad de participación activa de los ciudadanos en la gestión
de los asuntos públicos entendida como presupuesto de la democracia no solo fue socavada desde el plano teórico, sino también por
supuestos cambios históricos. El “cambio estructural” del espacio
público, su deformación, se produjo ya con la aparición de los nuevos medios de comunicación de masas: dejó de estar ocupado por
ciudadanos razonantes, por lo que cesó también de ser un lugar de
discusión y debate (que cumplía además la función de transmitir en
un proceso de decantación las inquietudes y necesidades privadas
a los poderes públicos); se sometió, por el contrario, a una cultura
integradora y de mero consumo de noticias y entretenimiento. De
este modo se reestructuró con ines meramente demostrativos y
manipulativos (cf. Habermas 1982). Este cambio estructural llegaría a su paroxismo con la aparición del homo videns, esto es, el
individuo alfabetizado mediante la imagen y con una capacidad
limitada para el razonamiento abstracto, lagunas que conllevarían
un lento ocaso de la relexión política seria y la despedida de una
ciudadanía competente.13 Sea o no correcto este análisis y sea cual
fuere la valoración que merezca, lo cierto, en cualquier caso, es
que, en la sociedad de la información en la que desde hace décadas
se desarrollan nuestras vidas, la forma en que se lleven a cabo las
deliberaciones sobre los asuntos públicos debe estar adaptada a
los medios existentes.
Las calles, plazas o parques, así como los salones y los cafés,
que en otros tiempos servían como foros públicos para el debate,
han sido reemplazados en la actualidad por los medios de comu-
13
Cf. Sartori 1998. Como es conocido, este reputado politólogo italiano deiende la tesis
de que la visión del mundo, de la política y, en particular, de la democracia del homo
videns se ha empobrecido por la subinformación y la desinformación que proporciona la televisión. Además “la televisión crea una “multitud solitaria” incluso entre las
paredes domésticas” (Sartori 1998, 129), debilitando así también al demos en clave de
“pérdida de comunidad”.
© Juan Carlos Velasco, 2011
82
Cuadernos Pensar en PúbliCo
nicación de masas: en un principio, por la prensa escrita, luego
por la radio y la televisión y, más recientemente, por Internet.
En este sentido, la frecuencia, por ejemplo, de los debates públicos televisivos –sin prejuicio de que también puedan hacerse
mediante Internet, aunque el grado de socialización de ambos
medios sea bastante dispar– sirve de baremo también de la calidad democrática de la vida política de una sociedad. Los debates
televisivos entre los principales candidatos en cualquier campaña
electoral son un espectáculo cívico de primer orden que debería
constituir una exigencia electoral regulada. Sería una manera
de que las campañas resultasen dialogadas y confrontadas y de
evitar además las caras campañas meramente propagandísticas,
cuyos costes a la postre deben pagar los contribuyentes. Un proceso político sin acceso equitativo a los medios de comunicación
de masas y, en primer lugar, a la televisión, es un proceso viciado
y, en consecuencia, señal inequívoca de una democracia no solo
truncada sino trucada.
Mientras que la genuina deliberación de los asuntos públicos
brilla por su ausencia incluso en los parlamentos, en esta sociedad
telecrática (en la que, según Sartori, impera el “video-poder”)
todo parece estar decidido de antemano y tan solo se trata de
deslumbrar a periodistas y telespectadores. No solo en los periodos
electorales, en los que se utiliza una intensa publicidad no muy
diferente a la comercial, sino también en el curso de la actividad
política ordinaria: incluso los oradores parlamentarios no inducen a los demás parlamentarios a cambiar de opinión y –lo que
aún es más grave– ni siquiera lo pretenden (cf. Schmitt 1990). La
política y, en particular, la actividad parlamentaria se reducen así
a mero espectáculo mediático. El monólogo se impone al diálogo
(y cuando parece que existe, resulta ser de sordos). La propaganda
prevalece sobre el debate. Hecho que además se agrava cuando la
propaganda resulta mendaz y se da por sentado que una mentira
repetida hasta la saciedad se convierte en un argumento irrebati-
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
83
ble.14 No se requiere gran perspicacia para entender que lo que más
ahuyenta a los ciudadanos de la política y fomenta su desafección
es el uso deliberado de la mentira en el ejercicio del poder y en la
gestión de lo público. Las mentiras representan auténticas armas
de destrucción masiva para la democracia. La indignación ante la
mentira política debería ser una reacción automática en cualquier
ciudadano, pero aún más desde una mentalidad republicana, ya
que el ciudadano engañado es un ciudadano que ha sido tratado
como un súbdito y al que se le ha desposeído de su status. Abundando en esta misma idea, pero ahora dicho de manera positiva,
puede constatarse que el crédito que las declaraciones de un
gobierno merecen no es lor de un día, ni surge por generación
espontánea, sino que es el resultado de políticas informativas basadas en la transparencia responsable, el pluralismo deliberativo
y la sinceridad de los comunicadores.
El acceso a la información es crucial para el desempeño de los
derechos cívicos. El problema estriba en que, como señala Sartori
(1998, 123), “la mayor parte del público no sabe casi nada de los
problemas públicos. Cada vez que llega el caso, descubrimos que la
base de la información del demos es de una pobreza alarmante, de
una pobreza que nunca termina de sorprendernos”. Para paliar este
relevante déicit de tantos regímenes democráticos, son muchos
quienes cifran sus esperanzas en la difusión de Internet, hasta el
punto de ver en él el ágora de nuestros días, los nuevos salones
ilustrados donde mantener una conversación culta y crítica. Es
indudable que la red telemática por excelencia se ha convertido ya
en un potente foro público, donde se discute e incluso se organiza
la acción colectiva, pero está aún por determinar cuál puede ser
su verdadero alcance en la innovación democrática.
14
“La publicidad no constituye una forma de diálogo racional, pues no construye un
argumento sobre la base de evidencias, sino que asocia sus productos a una imaginería particular. No hay posibilidad de respuesta. Su objetivo no es entablar un debate,
sino persuadir para comprar. La adopción de sus métodos ha ayudado a los políticos
a enfrentarse al problema de la comunicación con el público, pero no ha servido en
igual medida a la causa de la democracia” (Crouch 2004, 37).
© Juan Carlos Velasco, 2011
84
Cuadernos Pensar en PúbliCo
En lo que respecta al ejercicio activo de las prácticas de comunicación democrática, Internet puede competir con ventaja
frente a la radio y la televisión.15 Ciertas cualidades de los nuevos
medios telemáticos permiten la descentralización efectiva de la
información y, por ende, del poder. Este efecto se ve potenciado
por “el desarrollo de tecnologías de la comunicación que eluden
las prácticas convencionales de vigilancia” (Sassen 2003, 36). En
particular, el correo electrónico, los chats y los blogs (así como los
mensajes cortos por teléfono móvil) poseen un carácter no unidireccional, sino básicamente interactivo, una cualidad que favorece
que la información circule libremente en todas las direcciones.
Para su funcionamiento no se requiere de un centro neurálgico
ni de una fuente de emisión privilegiada que controle los lujos
informativos. Teniendo en cuenta estas virtualidades, no debería
despreciarse la capacidad de las nuevas tecnologías para coordinar
la acción colectiva, articular redes de resistencia y conigurar un
contrapoder crítico. Un ejemplo real de la realización de estas
potencialidades podría encontrarse en las manifestaciones convocadas con ayuda de tales medios durante la tarde y la noche del 13
de marzo de 2004, la “noche de los mensajes cortos”, en múltiples
ciudades españolas, una movilización masiva cuyos efectos posiblemente se concretaron en los resultados electorales de la jornada
siguiente.16 Además, las redes informáticas no reconocen fronteras
físicas y pueden ser utilizadas –y, de hecho, lo son– por activistas
15
La naturaleza unidireccional de la radio y, sobre todo, de la televisión, el medio de comunicación claramente predominante, se combina además con la creciente concentración
de la propiedad de la mayoría de las cadenas en un número cada vez más pequeño de
grandes consorcios que mezclan los valores del espectáculo con los del periodismo. La
mayoría de las cadenas televisivas hacen uso de técnicas de propaganda que aplican del
mismo modo tanto a la publicidad comercial como a la persuasión política de las masas.
16
Poco cabe discutir sobre la inluencia que ejercieron las nuevas tecnologías en el hecho
de que la indignación que una parte de la población española sentía por la manipulación
gubernamental de la información disponible sobre los atentados terroristas del 11 de
marzo se convirtiera en un movimiento colectivo con ocupación del espacio público.
Sin la capacidad autónoma de comunicación instantánea que proporcionan los móviles e
Internet difícilmente se hubiera producido una movilización tan rápida y masiva. Cuestión aparte, por supuesto, es la relativa a las razones que motivaron dicha movilización.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
85
políticos no convencionales como instrumentos de coordinación
de acciones translocales y transnacionales, permitiendo así “un
nuevo tipo de actividad política transfronteriza, centrada en
múltiples localidades conectadas digitalmente” (Sassen 2003, 37).
Existe ya un ciberespacio, un nuevo entorno en el que acontecen sucesos y cuyas dimensiones crecerán mucho más con el
paso de los años. Asunto diferente es determinar si en realidad
los nuevos valores, tendencias y eventos luyen con preferencia
en este espacio virtual y logran abordar el espacio real en el que
transcurre la vida de las personas en su dimensión individual y
colectiva. No es seguro que las cosas siempre sean así. Tampoco
es seguro que sirva para diversiicar y complejizar la percepción
que los individuos poseen de la realidad social. Ciertos estudios
empíricos niegan que la gente realmente conozca y encuentre
ahí personas diferentes y se informe desde perspectivas contrarias a las propias (cf. Sunstein 2003). No se buscaría tanto la
alteridad (acceder a lo que dice el otro), como la comunión y el
reforzamiento de intereses e ideas previas. Internet potenciaría,
más bien, la tendencia ya observable por la cual el público se va
fragmentando en una multitud de identidades “de consumo”
(cf. Whitaker 1999, 12). Las tecnologías de la comunicación tenderían, en deinitiva, más a relejar y reforzar que a transformar
las sociedades en las cuales emergen.
En cualquier caso, los avances tecnológicos de las comunicaciones revocan algunos de los tópicos de la teoría política
tradicional y, en particular, uno especialmente enraizado: en las
sociedades de masas, en razón de la población y del tamaño del
territorio, la democracia ya no puede ser sino democracia representativa. La interacción, tanto participativa como deliberativa,
ya no está vetada por cuestiones de escala. La posibilidad de que
los ciudadanos participen activamente no solo en la elección de
sus representantes, sino también en la elaboración de las leyes
que los afectan y, sobre todo, en su aprobación, es un hecho que
tan solo la inercia de la clase política impide poner en marcha (cf.
Echeverría 2003). Existen mecanismos técnicos que permiten no
© Juan Carlos Velasco, 2011
86
Cuadernos Pensar en PúbliCo
solo la consulta de los ciudadanos, sino también que esta se realice
en condiciones de seguridad, anonimato y conidencialidad. Si se
pusieran en marcha, el peril de las democracias reales cambiaría
radicalmente y se tornarían en democracias descentralizadas,
antijerárquicas y de participación más directa. Es cierto que, hoy
por hoy, la interpenetración entre Internet y esfera política es un
proceso aún bastante indeinido e incierto, y que existe además el
riesgo, como ha sucedido con otros medios de comunicación, de
que acabe siendo preso de las concentraciones de poder político
y económico (cf. Winner 2003). Aunque como cualquier otro
medio, Internet puede resultar ambivalente,17 no por ello habría
que dejar de explorar las posibilidades que nos abre la tecnología
informática, más aún cuando las nuevas tecnologías de la información están modiicando el sentido de conceptos tales como
ciudadanía o comunidad, hasta el punto que hay quienes hablan
ya del advenimiento de la sociedad-red (cf. Castells 1996). Con
todo, las posibilidades de implementar la democracia deliberativa
no se limitan ciertamente al mundo telemático.18
Las innovaciones en el campo de la tecnología de la información ofrecen nuevas oportunidades para desarrollar las comunicaciones laterales entre los ciudadanos, permitir el acceso de la
información para todos, proporcionar a los ciudadanos vínculos
entre grandes distancias y, en deinitiva, aumentar la comunicaci17
En este sentido, es preciso tener en cuenta que a través de Internet se transmite cualquier
contenido, también aquellos de carácter antidemocrático. “Las autopistas de Internet
se abren, mejor dicho, se abren de par en par por primera vez a las pequeñas locuras, a
las extravagancias y a los extraviados, a lo largo de todo el arco que va desde pedóilos
(los vicios privados) a terroristas (los lagelos públicos)” (Sartori, 1998, 145).
18
Existen diversos medios para incentivar la deliberación pública así como para pulsarla
convenientemente. Una forma concreta ya experimentada en distintos lugares son los
llamados sondeos deliberativos. A diferencia de las encuestas habituales, en la que se pide
opinión sobre temas sobre lo que no se ha relexionado en exceso, en los sondeos deliberativos se pasan los cuestionarios a personas –convenientemente seleccionadas– que han
debatido previamente sobre un determinado asunto con expertos y colectivos implicados
(cf. Rueda Pozo 2005). Otras prácticas participativas como las propuestas, por ejemplo,
por Barber (1984, cap. 10) para institucionalizar una versión fuerte de democracia en el
mundo contemporáneo, tampoco requieren expresamente del ciberespacio.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
87
ón deliberativa. Las potencialidades positivas de la red telemática
están ahí y son difícilmente cuestionables, aunque también son
posibles los usos menos loables. En todo caso, la tecnología solo
resultará realmente democratizadora si se tiene claro el tipo de
democracia que se quiere alcanzar. No será lo mismo, sin duda,
si lo que se busca es una democracia representativa, una de tipo
plebiscitario o una democracia deliberativa. La democracia puede
acaso que mejore, pero “que esto suceda dependerá”, como airma
Barber (2006, 253), “no de la calidad y carácter de nuestra tecnología, sino de la calidad de nuestras instituciones políticas y del
carácter de nuestros ciudadanos”.
5. Horizonte crítico-utópico y
perspectiva pragmática
Al inicio del capítulo que Habermas dedica, en una de sus obras
capitales, al tema de la política deliberativa, pueden leerse las siguientes palabras:
Esta cuestión no voy a entenderla en el sentido de una contraposición entre ideal y realidad; pues el contenido normativo que, de
entrada, hemos hecho valer en términos reconstructivos viene
inscrito, por lo menos en parte, en la facticidad social de los propios
procesos observables. (Habermas 1998, 363)
El ideal, pues, ya estaría implantado de algún modo en la
realidad. No en vano, los teóricos de la democracia deliberativa
evocan con frecuencia dos experiencias históricas en defensa de
la viabilidad de su modelo: por un lado, las instituciones de la
polis griega clásica; por otro lado, los salones y cafés del espacio
público burgués de antes y después de la Revolución Francesa. Y
de manera paralela se remiten también a las experiencias institucionales desarrolladas en nuestros días: encuestas deliberativas,
presupuestos participativos, jurados ciudadanos, etc.
© Juan Carlos Velasco, 2011
88
Cuadernos Pensar en PúbliCo
La senda deliberativa constituye una de las principales vías
seguidas por la relexión política contemporánea para intentar
devolver atractivo y vitalidad a la noción de democracia. La democracia deliberativa no es, sin embargo, un mero producto intelectual
lanzado para animar los a menudo cansinos debates académicos,
sino que su contenido se entronca directamente con experiencias
contemporáneas que afectan a la política “real”, a saber: la multiplicación desde hace un par de décadas (la cronología puede variar en
cada país) de dispositivos de vocación participativa y deliberativa
que se presentan no solo como complementos, sino también como
alternativas a los procedimientos tradicionales de la democracia
representativa. Esas experiencias vividas tanto en Norteamérica e
Iberoamérica (con frecuencia, pionera en esto) como en Europa son
variadas y en muchos casos también innovadoras: sondeos deliberativos, foros cívicos de diverso tenor (consejos de barrios, consejos
de jóvenes, de niños, de ancianos, de residentes extranjeros, talleres
de urbanismo, comisiones extramunicipales, consejos consultivos
diversos, etc.) o los ya famosos presupuestos participativos. Esta
panoplia de prácticas no son los únicos puntos de anclaje que mantiene la teoría de la democracia deliberativa con los movimientos
sociales. Como ya se indicó al inicio, la emergencia de teoría está
asimismo vinculada de alguna manera a la rehabilitación de la
teoría de la sociedad civil a partir de la década de 1980 por obra de
movimientos cívicos en contra de las guerras, la energía nuclear,
etc. (cf. Cohen y Arato 2000).
Del análisis de las diversas experiencias reseñadas se derivaría
una lección relevante: la implementación de la democracia deliberativa depende de la existencia de una cultura política participativa
arraigada entre los ciudadanos. Dicha cultura es, sin duda, un
recurso escaso y además no compatible con cualquier concepción
de la política. Dada la especial relevancia que adquiere la participación ciudadana en la comprensión de la política deliberativa, esta
encajaría mejor con un modelo republicano de ciudadanía, movido
por el interés por los asuntos públicos y el bien común, que con un
modelo liberal preocupado solo por agrandar la esfera privada del
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
89
individuo y reducir la actividad política a su mínima expresión. No
obstante, los teóricos de la democracia deliberativa insisten en que
este modelo político no hace depender su propia puesta en marcha
tan solo “de una ciudadanía colectivamente capaz de acción, sino
de la institucionalización de los correspondientes procedimientos
y presupuestos comunicativos” (Habermas 1998, 374). La operatividad de este procedimiento ideal de toma de decisión está
supeditada, entonces, a la interrelación de procesos deliberativos
institucionalizados con las opiniones públicas informalmente constituidas. Al incidir no solo en las formas espontáneas de asociación
y comunicación política, sino también en los procedimientos jurídicamente institucionalizados de participación política, se apuesta
por una “política deliberativa de doble vía”: la participación de los
ciudadanos en la deliberación dentro de la sociedad civil y la toma
de decisiones en el ámbito de las instituciones representativas (cf.
Habermas 1998, 348-350, 381; Benhabib 2006, 180-184).
Las exigencias planteadas por el modelo deliberativo son, en
gran medida, un espejo invertido del terreno real en donde se desarrolla a diario la política democrática. De ahí que quepa airmar que
dicho modelo posee un cierto componente utópico. En el Diccionario
de la Lengua Española de la RAE se deine ‘utopía’ como una idea o
un proyecto “que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”. De hecho, gran parte de la ingente bibliografía generada
en torno a la democracia deliberativa no trata tanto de describir la
realidad política como de enunciar un tipo ideal. O dicho ya no con
términos weberianos, sino kantianos, la noción de democracia deliberativa ha de entenderse como una idea regulativa: el ideal de una
comunidad política en la que las decisiones se alcanzan mediante
una discusión abierta y sin coacción de los asuntos en litigio y en la
que el ánimo de todos los participantes es llegar a una resolución
por acuerdo. Sin embargo, y pese a tener mucho de diseño ideal, de
acuerdo con la citada deinición de utopía, el modelo deliberativo no
lo sería: no se sostiene la airmación de que se trata de un proyecto
“irrealizable”, pues existen, como ya se han señalado, experiencias y
ensayos a ciertos niveles (especialmente en el ámbito local) que han
© Juan Carlos Velasco, 2011
90
Cuadernos Pensar en PúbliCo
logrado un cierto grado de implementación de las exigencias deliberativas. Con todo, la formulación del ideal deliberativo desempeña
unas de las funciones tradicionalmente reservadas a las utopías: sirve
como espejo corrector de las realidades políticas de nuestro tiempo,
cumpliendo así también la función impagable de confrontarnos con
una demanda de cambio en el funcionamiento de las democracias.
Tomar conciencia de la tensión entre realidad e ideal y perseverar
en ella sin caer en brazos de ninguno de los dos polos es esencial
para provocar cambios sociales duraderos. Resulta, pues, bastante
razonable la siguiente airmación: “Ninguna democracia que podamos imaginar se ajustará de forma perfecta al ideal deliberativo.
Sin embargo, a menos que una democracia incluya algún elemento
deliberativo, su legitimidad será puesta en cuestión, y es posible que
produzca malas políticas” (Miller 1997, 123).
Como se señalaba al principio del artículo, la enorme brecha
que a menudo se abre entre el ideal democrático y la práctica política
cotidiana puede mover al desencanto de la ciudadanía. A pesar de la
extensión planetaria de la idea de democracia, en las circunstancias
sociopolíticas de nuestro momento histórico no hay indicios de que
dicha brecha se haya reducido. Pareciera entonces que la teoría no
pudiera hacer otra cosa que levantar acta de este fracaso e intentar
explicar sus causas. No obstante, el problema quizás adopte un cariz
algo distinto si, conforme a lo expuesto aquí, contásemos con un
punto de referencia normativo: de este modo podríamos al menos
caliicar el acontecer ordinario de los asuntos relativos al poder respecto de una meta deinida previamente. Y eso es lo que se ha tratado
de realizar a lo largo de este escrito: calibrar el comportamiento de
quienes actúan en la arena pública en referencia a una constelación
consistente de principios. Las democracias reales son ciertamente
imperfectas y cotidianamente se encuentran desvirtuadas, “pero los
valores en nombre de los cuales se las construye permiten sacar a la
luz sus desviaciones” (Wolton 2004, 29). En este sentido, la noción de
democracia deliberativa puede y debe ser entendida, more kantiano,
como un ideal regulativo de modo que simultáneamente haga las
veces de criterio para la crítica de las dinámicas sociales y también
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
91
de orientación utópica para la acción social. Tal noción puede ser
concebida, por tanto, como un referente normativo –una constelación de principios y exigencias– desde donde evaluar el acontecer
ordinario de los asuntos relativos al poder respecto de una meta
deinida previamente. Conforme a ella, toda normatividad reguladora de la vida social ha de pasar por el iltro de una deliberación
racional intersubjetiva para de este modo poder alcanzar status de
legitimidad democrática.
No cabe duda de que las exigencias que encierra la noción de
democracia deliberativa difícilmente pueden ser satisfechas en
su plenitud de manera inmediata y que, si se pretende ser mínimamente realista, se ha de evitar dar un salto en el vacío. Son, en
primer lugar, exigencias que se hacen valer como crítica moral a
los defectos de funcionamiento, fallos quizás estructurales, de las
democracias contemporáneas. De ahí que, al proclamar el ideal
deliberativo, siempre se aluda, aunque sea de manera tácita, “a
la distancia que separa a la ética pública de la política cotidiana”
(Greppi 2006, 55). Adoptar una posición realista y asumir la condición críticomoral de las propuestas deliberativas esbozadas no
implica que haya que renunciar a su implementación, sino que
habrá que mantener entre tanto alguna red de seguridad. Se habrá
de evitar, por tanto, tirar por la borda las instituciones ya conocidas
de la democracia representativa, procurando, eso sí, introducir
en ellas cambios que de manera paulatina acentúen el momento
deliberativo y participativo de la democracia. Se trata, en deinitiva
de encontrar una vía intermedia entre una nueva interpretación
de las instituciones del statu quo y la reforma radical del sistema
democrático (cf. Strecker 2009).
Referencias bibliográicas
Arendt, Hannah. (1973). Crisis de la República. Madrid: Taurus.
Barber, Benjamin. (1984). Strong Democracy. Berkeley: Univ. of California Press.
© Juan Carlos Velasco, 2011
92
Cuadernos Pensar en PúbliCo
– (2000). Un lugar para todos. Cómo fortalecer la democracia y la
sociedad civil. Barcelona: Paidós.
– (2006). “Las nuevas tecnologías de la comunicación: ¿frontera sin
inal o el inal de la democracia?”, en Pasión por la democracia
(217-253). Córdoba: Almuzara.
Bessette, Joseph M. (1980). “Deliberative Democracy: he Majority Principle in Republican Government”, en R. Goldwin y W.A. Schambra,
eds., How democratic is the Constitution? (101-116). Washington:
American Enterprise Institute.
Benhabib, Seyla. (1996). Democracy and Diference Princeton: Princeton
U. P.
– (2006). Las reivindicaciones de la cultura. Buenos Aires: Katz.
Bobbio, Norberto. (2000). El futuro de la democracia. México: FCE.
Bohman, James. (1996). Public Deliberation. Cambridge (Ma): MIT Press.
– (1998). “he Coming of Age of Deliberative Democracy”, he
Journal of Political Philosophy, 6(4): 400-425.
Bohman, J., Rehg W. (1997). Deliberative Democracy. Cambridge (Ma):
ed. MIT Press.
Burke, Edmund. (1854). “Speech to the Electors of Bristol (3 Nov 1774)”
en he Work of the Right Honourable Edmund Burke (446-448).
Londres: Henry G. Bohn.
Calhoun, Craig. (1992). Habermas and the Public Sphere. Cambridge
(Ma): ed. MIT Press.
Casquete, Jesús. (2006). El poder de la calle. Madrid: Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales.
Castells, Manuel. (1996). La era de la información (vol. 1: La Sociedad
Red). Madrid: Alianza.
Cohen, Jean L. y Arato, Andrew. (2000). Sociedad civil y teoría política,
México: FCE.
Constant, Benjamin. (1988). Del espíritu de conquista. Madrid: Tecnos.
Crouch, Colin. (2004). “Los partidos políticos de la posdemocracia”.
Claves de razón práctica, 141: 36-42.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
93
Dahl, Robert. (1956). A Preface to Democratic heory. Chicago: University
of Chicago Press.
– (1971). Polyarchy. Participation and Opposition. New Haven: Yale U.P.
Downs, Anthony. (1957). An Economic heory of Democracy. Nueva
York: Harper.
Dryzek, John S. (2000). Deliberative Democracy and Beyond. Oxford:
Oxford U.P.
Echeverría, Javier. (2003). “Tecnociencias de la información y participación ciudadana”, Isegoría, 28: 73-92.
Elster, Jon (comp.). (2001). La democracia deliberativa. Barcelona: Gedisa.
Ferrara, Alessandro. (2004). “El desafío republicano”, Claves de razón
práctica, 139: 4-12.
Fishkin, James S. (1995). Democracia y deliberación. Barcelona: Ariel.
Greppi, Andrea. (2006). Concepciones de la democracia en el pensamiento
político contemporáneo. Madrid: Trotta.
Gutmann, A. y hompson, D. (1996). Democracy and Disagreement.
Cambridge (Ma): Harvard U. P.
Habermas, Jürgen. (1982). Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona: Gustavo Gili.
– (1991). La necesidad de renovación de la izquierda. Madrid: Tecnos.
– (1998). Facticidad y validez. Madrid: Trotta.
– (1999). La inclusión del otro. Barcelona: Paidós.
– (2006). Entre naturalismo y religión. Barcelona, Paidós.
Held, David. (2007). Modelos de democracia Madrid: Alianza.
Huntington, Samuel P. (1994). La tercera ola. La democratización a inales
del siglo XX. Barcelona: Paidós.
Luhmann, Niklas. (2000). Die Politik der Gesellschat. Frankfurt: Suhrkamp.
Macedo, S. (1999). Deliberative Politics. New York: Oxford U. P.
Markof, John. (1998). Olas de democracia. Madrid: Tecnos.
Martí, José Luis. (2006). La república deliberativa. Madrid: Marcial Pons.
Maus, Ingeborg. (1991). “Sinn und Bedeutung von Volkssouveränität in
© Juan Carlos Velasco, 2011
94
Cuadernos Pensar en PúbliCo
der modernen Gesellschat”, en Kritische Justiz, 2: 137-150.
Mendelberg, Tali. (2002). “he Deliberative Citizen: heory and Evidence”,
en Michael Delli Carpini et al. Research in Micropolitics. 6: 151-193.
Miller, David. (1997). Sobre la nacionalidad. Autodeterminación y pluralismo cultural. Barcelona: Paidós.
Moufe, Chantal. (2003). La paradoja democrática. Barcelona: Gedisa.
Nino, Carlos S. (1997). La constitución de la democracia deliberativa.
Barcelona: Gedisa.
Ofe, Claus. (1992). Partidos políticos y nuevos movimientos sociales.
Madrid: Sistema.
– (2004). Las nuevas democracias. Barcelona: Hacer.
Parekh, Bhikhu. (1996). “Algunas relexiones sobre la ilosofía política
occidental contemporánea”. en La Política, 1: 5-22.
Pocock, J.G.A. (2002). El momento maquiaveliano. El pensamiento político lorentino y la tradición republicana atlántica. Madrid: Tecnos.
Rawls, John. (1996). El liberalismo político. Barcelona: Crítica.
– (2001). El derecho de gentes y “Una revisión de la idea de razón
pública”. Barcelona: Paidós.
Rosanvallon, Pierre. (2006). La contre-démocratie. La politique à l’âge
de la déiance, París: Seuil.
Rueda Pozo, Silvia. (2005). “Deliberación representativa. Las encuestas
deliberativas”, Revista de Estudios Políticos, 128, pp. 221-253.
Sartori, Giovanni. (1988). Teoría de la democracia. Madrid: Alianza.
– (1998). Homo videns. Madrid: Taurus.
– (2003). Videopolítica. México: Instituto Tecnológico y de Estudios
Superiores de Monterrey/FCE.
Sassen, Saskia. (2003). Contrageografías de la globalización. Madrid:
Traicantes de Sueños.
Schmitt, Carl. (1990). Sobre el parlamentarismo. Madrid: Tecnos.
Schumpeter, Joseph. (1996). Capitalismo, socialismo y democracia.
Barcelona: Folio.
Sen, Amartya. (2007). Identidad y violencia. Buenos Aires: Katz.
© Juan Carlos Velasco, 2011
FilosoFía PolítiCa: entre la religión y la demoCraCia
95
Sennet, Richard. (1978). El declive del hombre público. Barcelona: Península.
Skinner, Quentin. (1995). “Las ciudadades-república italianas”, en John
Dunn (dir.). Democracia. El viaje inacabado (70-82). Barcelona:
Tusquets.
Stiglitz, Joseph E. (2004). “Sobre la libertad, el derecho a estar enterado
y el discurso público”, en M. J. Gibney (ed.). La globalización de
los derechos humanos. (125-161). Barcelona: Crítica.
Strecker, David. (2009). “Warum deliberative Demokratie?”, en Gary S.
Schaal, ed. Das Staatsverständnis von Jürgen Habermas (59-80).
Baden-Baden: Nomos.
Sunstein, Cass R. (2003). República.com. Internet, democracia y libertad.
Barcelona: Paidós.
– (2004). “Más allá del resurgimiento republicano”, en F. Ovejero,
J.L. Martí y R. Gargarella (comps.). Nuevas ideas republicanas
(137-190). Barcelona: Paidós.
Taylor, Charles. (1997). “Invocar la sociedad civil”, en Argumentos ilosóicos (269-292). Barcelona: Paidós.
Tucídides. (1990). Historia de la Guerra del Peloponeso. (Vol. 1). Madrid:
Gredos.
Velasco, Juan Carlos. (1996). “Tomarse en serio la desobediencia civil”,
Revista Internacional de Filosofía Política. 7: 159-184.
– (2003). Para leer a Habermas Madrid: Alianza.
– (2004) “Republicanismo, constitucionalismo y diversidad cultural.
Más allá de la tolerancia liberal”, Revista de Estudios Políticos.
125: 181-209.
– (2005). “La noción republicana de ciudadanía y la diversidad
cultural”, Isegoría. 33: 190-206.
– (2010). “Deliberation/deliberative Demokratie”. Voz de la Philosophie Enzyklopädie (2ª ed.). H.J. Sandkühler (ed.). Hamburgo:
Felix Meiner,.
Walzer, Michael. (2004): “Algo más que deliberar, ¿no?”, En Razón,
política y pasión (43-69.). La Madrid: Balsa de la Medusa.
© Juan Carlos Velasco, 2011
96
Cuadernos Pensar en PúbliCo
Whitaker, Reg. (1999). El in de la privacidad. Barcelona: Paidós.
Winner, Landgon. (2003). “Internet y los sueños de una renovación
democrática”. Isegoría. 28: 55-71.
Wolton, Dominique. (2004). La otra mundialización. Barcelona: Gedisa.
Wood, Gordon S. (1969). he Creation of the American Republic. Chapel
Hill: University of North Carolina Press.
Young, Iris Marion. (2000). Inclusion and Democracy. Oxford: Oxford
U.P,
© Juan Carlos Velasco, 2011