La República Dominicana
(Análisis de su pasado y su presente)
COPATROCINADO POR:
JUAN ISIDRO JIMENES-GRULLÓN
LA REPÚBLICA DOMINICANA
(Análisis de su pasado y su presente)
SOCIEDAD DOMINICANA DE BIBLIÓFILOS
2004
Jimenes-Grullón, Juan Isidro
La República Dominicana (Análisis de su pasado y su presente). /
Juan Isidro Jimenes-Grullón
Santo Domingo, República Dominicana
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
2da. Edición. 270 páginas
ISBN: 99934-906-9-5 (Encuadernación rústica)
9945-8513-0-6 (Encuadernación de lujo)
TEMA DE LA OBRA
Historia dominicana
© Colección Bibliófilos 2000. Vol. XIII
Sociedad Dominicana de Bibliófilos (2004)
SUPERVISIÓN DE LA EDICIÓN
Sócrates Olivo Álvarez
CUIDADO DE EDICIÓN
Mario Suárez
DISEÑO GRÁFICO Y
DIAGRAMACIÓN ELECTRÓNICA / PORTADA
Iris M. Cuevas / Carla Brea
FOTOGRAFÍA DE PORTADA
Choza y Poblado (Oviedo) Hazard, Samuel. Santo Domingo, su pasado y su
presente. Catedral Primada de Santo Domingo. Erwin Palm. Los
Monumentos Arquitectónicos de la Española
IMPRESIÓN
Editora Búho
Santo Domingo, República Dominicana
Impreso en la República Dominicana
Printed in the Dominican Republic
SOCIEDAD
DOMINICANA
DE BIBLIÓFILOS
CONSEJO DIRECTIVO
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E X PRESIDENTES
Eleanor Grimaldi Silié
D IRECTORA EJECUTIVA
CONTENIDO
INTRODUCCIÓN ..................................................................... 13
PRÓLOGO ............................................................................ 15
DEDICATORIA ...................................................................... 25
UN PUEBLO EN UN LIBRO. (PALABRAS INICIALES POR JUAN BOSCH) .......... 27
P R I M E R A PA R T E. GE R M E N Y TI E R R A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
CAPÍTULO ÚNICO ........................................................... 37
EN POS DE LA UNIDAD ÉTNICA ........................................... 39
EMIGRACIONES Y ESTANCAMIENTOS ..................................... 40
LUCHA CONTRA LA ADVERSIDAD ......................................... 41
TIERRA RICA–HOMBRE POBRE ............................................. 43
PUGNA DE DOS IMPERIALISMOS .......................................... 45
FRUSTRACIÓN DEL LEVANTAMIENTO BURGUÉS ........................ 47
ACTUACIONES Y CONSECUENCIAS DE LA DOMINACIÓN HAITIANA .... 48
S E G U N D A P A R T E. BR O T E Y C R E C I M I E N T O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
C A P Í T U L O I . ES T A L L I D O Y C O N S O L I D A C I Ó N . . . . . . . . . . 53
EL INSTINTO TRIUNFA SOBRE LA RAZÓN ................................ 54
EL PUEBLO EN MANOS DE LOS LÍDERES ................................. 56
EL CESARISMO Y LA ANEXIÓN DE LA REPÚBLICA ...................... 58
REACCIÓN POPULAR CONTRA LA TRAICIÓN DE LOS DIRIGENTES .. 59
GREGORIO LUPERÓN, GLORIAS Y AMARGURAS DEL TRIUNFO ....... 61
PERSISTENCIA DEL ANEXIONISMO ......................................... 63
EL PARTIDO AZUL, SÍMBOLO DE LA DOMINICANIDAD ................ 64
IDEALISMO INFECUNDO Y REALISMO ARTERO .......................... 65
EL PROTECCIONISMO SUBSTITUYE AL ANEXIONISMO .................. 67
VIOLENCIAS Y PERSONALISMO ............................................ 68
ACTITUDES DE LA INMIGRACIÓN Y DESARROLLO EDUCACIONAL Y
ECONÓMICO ................................................................... 70
EL DESPOTISMO AL SERVICIO DE LAS MINORÍAS EXPLOTADORAS .. 72
PERFILES DERECHISTAS DEL RÉGIMEN ................................... 73
EL PRIMER TRIUNFO FUNDAMENTAL DEL PROTECCIONISMO ........ 75
10
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
C A P Í T U L O I I. LA E T A P A V O L C Á N I C A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
TRIUNFOS Y ERRORES DEL LIBERALISMO ................................ 77
LA VIOLENCIA CONTRA LA LEGALIDAD .................................. 79
TRANSICIÓN TARDÍA ........................................................ 80
EXALTACIÓN DE LO POLÍTICO ............................................. 82
INESTABILIDAD, SANGRE Y AFANES PROTECCIONISTAS ............... 83
EL IMPERIALISMO RESPALDA A SU CÓMPLICE IMPROVISADO ........ 84
EL PODER: ENCARNACIÓN DE LO POLÍTICO ............................ 86
EL PUEBLO Y LA INTELECTUALIDAD ANTE EL PROTECCIONISMO ... 86
UN PASO TRASCENDENTAL: LA CONVENCIÓN DEL 1907 ......... 88
CÁCERES, CÉSAR BENIGNO ................................................ 89
EL INTELECTUAL FRENTE AL REVOLUCIONISMO ....................... 92
PASOS HACIA EL LIBERALISMO ............................................ 93
C A P Í T U L O I I I. ES C O L L O S E N E L C A M I N O . . . . . . . . . . . . . . 95
ACENTUACIÓN DE LA TENDENCIA IMPERIALISTA EN LOS ESTADOS
UNIDOS ........................................................................ 98
FATALIDAD DEL FENÓMENO IMPERIALISTA .......................... 101
INMEDIATAS CONSECUENCIAS DE LA PRESIÓN IMPERIALISTA .... 103
LA LEY ESCRITA SIGUE EN PUGNA CON EL PUEBLO ................ 105
CAMPO CONTRA CIUDAD, POLITICASTROS AL SERVICIO DEL
IMPERIALISMO .............................................................. 107
UNA POLÍTICA ABSURDA: LA IDENTIFICACIÓN CONTINENTAL .. 108
EL UMBRAL DE LA FUTURA INTERVENCIÓN ......................... 109
ACENTUACIÓN DE LA CORRUPCIÓN POLITIQUERIL ................. 111
LUCHA CONTRA LA PRESIÓN EXTERNA ............................... 113
LA NOTA NO. 14. SU RECHAZO ...................................... 115
LA INTERVENCIÓN EN MARCHA ........................................ 116
T E R C E R A P A R T E. NA U F R A G I O Y P U E R T O . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
C A P Í T U L O I . PÉ R D I D A D E L A S O B E R A N Í A . . . . . . . . . . . . 121
POLITIQUERÍA Y BURGUESÍA COOPERAN AL HUNDIMIENTO DE LA
PATRIA ...................................................................... 122
ÚLTIMAS PROYECCIONES DEL INSTINTO DE CONSERVACIÓN ..... 124
EL ECLIPSE TRÁGICO ..................................................... 127
RAZONES FUNDAMENTALES DE LA INTERVENCIÓN ................. 128
PRIMERO LA PAZ .......................................................... 130
DESPUÉS LA PROSPERIDAD .............................................. 132
ENFLAQUECIMIENTOS Y REBELDÍA DE LA PERSONALIDAD
DOMINICANA ............................................................... 136
EN POS DE LA REINTEGRACIÓN ........................................ 139
EL INSTRUMENTO REINTEGRADOR ..................................... 143
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
11
LA SINRAZÓN DEL YERRO ............................................... 145
C A P Í T U L O I I. RE C O N Q U I S T A D E L A S O B E R A N Í A . . . . . 147
ÚLTIMO TRIUNFO ELECTORAL DEL CAUDILLISMO .................. 151
EL PROTECCIONISMO DE MANOS CON LA DESHONESTIDAD ...... 153
LIBERTAD POLÍTICA Y DESORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA .... 155
REALIZACIONES CONSTRUCTIVAS ...................................... 157
SUPERVIVENCIA Y CORRUPCIÓN DEL PASADO ....................... 158
TRANSFORMACIONES SOCIALES Y ECONÓMICAS .................... 160
VÁSQUEZ, VÍCTIMA DE LA TRAICIÓN ................................. 161
NUEVAS MODALIDADES DEL CAUDILLISMO .......................... 163
LOS LÍDERES ANULAN LA OPOSICIÓN DEL PUEBLO ................. 165
C U A R T A P A R T E. LA E R A T E N E B R O S A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
C A P Í T U L O I . IN I C I A C I Ó N D E L A E R A T E N E B R O S A . . . . 171
WASHINGTON RECONOCE A TRUJILLO ............................... 173
PSICOGRAFÍA DE TRUJILLO .............................................. 174
RAZÓN Y SINRAZÓN DEL EJÉRCITO .................................... 180
EL PÁRASITO ANULA EL IMPULSO VITAL DEL ÁRBOL .............. 183
DISPOSICIÓN DE LA MAQUINARIA GUBERNAMENTAL .............. 184
MUERTE DE LOS VIEJOS PARTIDOS .................................... 185
EL PARTIDO DOMINICANO, SÍNTESIS DE VIEJOS VICIOS POLÍTICOS .. 187
FORMAS Y CONSECUENCIAS DE LA REBELDÍA Y LA REPRESIÓN .. 188
SUPERACIÓN DEL SENTIDO POLÍTICO ................................. 190
EL CULTO DE LA ADULACIÓN .......................................... 192
APOYO Y RESPONSABILIDAD DEL INTELECTUAL ..................... 193
RESPALDO DE LA BURGUESÍA ........................................... 195
POSICIÓN DE LAS JERARQUÍAS CATÓLICAS .......................... 197
COOPERACIÓN DE LA ECONOMÍA IMPERIALISTA .................... 199
C A P Í T U L O I I. DE S A R R O L L O Y F O R M A S D E L A E R A
T E N E B R O S A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203
ORGANIZACIÓN DE LAS CORPORACIONES EXTRAOFICIALES ....... 204
UTILIZACIÓN Y SOMETIMIENTO DE ORGANISMOS OFICIALES ..... 207
REPERCUSIONES COLECTIVAS DE LA SUMISIÓN JUDICIAL ......... 209
OTRAS ACTIVIDADES MONOPOLÍSTICAS EXTRAOFICIALES ........ 210
LA LEY DE EMERGENCIA ................................................. 211
LOS EGRESOS DE DINERO SUPERAN A LOS INGRESOS .............. 213
C A P Í T U L O I I I. CL Í M A X Y D E C A D E N C I A D E L A E R A
T E N E B R O S A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
LA LEY FAVORECE A LA CORPORACIÓN EXTRAOFICIAL ............ 218
OTRAS MANIFESTACIONES DE LA POLÍTICA TRIBUTARIA ......... 220
CONTRA EL SUICIDIO. LA REBELIÓN .................................. 223
J U A N
12
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
RETORNO A UN FEUDALISMO “LEGALIZADO” ......................
SALUD EN CRISIS Y DESORIENTACIÓN SANITARIA ..................
EL ESTADO. VEHÍCULO DEL ENRIQUECIMIENTO DEL DICTADOR ..
EL CÁRTEL DE LAS CORPORACIONES EXTRAOFICIALES .............
ENTRE WASHINGTON Y EL EJE ROMA-BERLÍN .....................
OTRA TRAICIÓN AL PUEBLO ............................................
CONTROL INDIVIDUAL Y PROPAGANDA DICTATORIAL ............
PROGRESO MATERIAL GRACIAS AL TRABAJO DEL SIERVO ........
TRABAJADORES Y LEYES DEL TRABAJO ...............................
LA EDUCACIÓN DESEDUCA ..............................................
ORIGEN Y CONSECUENCIA DE LA MATANZA DE HAITIANOS .....
INMIGRACIÓN ESPAÑOLA Y JUDÍA .....................................
REALIDADES Y VATICINIOS .............................................
224
227
228
229
230
232
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239
240
242
243
Q U I N T A P A R T E. SÍ N T E S I S Y C A M I N O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
O . . . . . . . . 249
C A P Í T U L O Ú N I C O. FA T A L I D A D D E L P R O G R E SSO
EL ANSIA POPULAR Y LAS FUERZAS DEL RETROCESO .............. 250
EL RÉGIMEN DE TRUJILLO Y LA ORGANIZACIÓN DEL PARTIDO
REVOLUCIONARIO DOMINICANO ...................................... 251
LA NACIÓN, ENTIDAD MORAL .......................................... 253
EL DESPERTAR EN LA CONCIENCIA PÚBLICA ......................... 255
OPORTUNIDAD DEL EMPUJE RENOVADOR ........................... 256
TRASCENDENCIA DEL MOMENTO ...................................... 257
ÍNDICE
DE
NO M B R E S . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259
INTRODUCCIÓN
La Sociedad Dominicana de Bibliófilos se complace en poner en manos de
los socios y personas interesadas, el libro La República Dominicana (Análisis
de su pasado y su presente), de la autoría del Dr. Juan Isidro Jimenes-Grullón.
La edición anterior de este libro se encuentra agotada desde hace muchos
años, y consideramos importante que las nuevas generaciones tengan disponible un material valioso para que puedan aprender aspectos tan decisivos de
la historia pasada y presente de nuestro país.
Esta obra resalta las ideas de un intelectual que supo ser crítico en el
momento que le tocó vivir, y pensó siempre en la idea de un cambio social que
diera mejores oportunidades a los dominicanos.
Según expresa Roberto Cassá para referirse a sus ideas políticas: “Ningún
intelectual previo a Don Juan Isidro integró la adopción del materialismo histórico con la empresa de una historia nacional de nuevo tipo, el ejercicio de la
crítica radical contra el estado, todo dentro de la perspectiva de coadyuvar a
la eclosión de una idea revolucionaria”.
Es interesante conocer el pensamiento político de un hombre que lo arriesgó
todo, hasta su vida, al oponerse a una de las dictaduras más férreas que ha
tenido un pueblo de América y contribuyó con su pluma a promover entre sus
alumnos y contemporáneos ideas claras acerca de la libertad, y las luchas
sociales y políticas de la República Dominicana.
Con la edición de ésta obra, la Sociedad Dominicana de Bibliófilos cumple
con el propósito de rescatar una de las mejores obras que contiene los escritos
de un dominicano que expresa sus ideas con precisión y contribuye a enriquecer el acervo bibliográfico en beneficio de las generaciones jóvenes y del futuro a quienes beneficiará la lectura de la misma.
Agradecemos a la familia Jimenes Sabater, en la persona de su hijo Juan
José Jimenes Sabater, su gentileza al ceder los derechos para realizar la
presente edición que integra el volumen No. 13 de la Colección Bibliófilos
2000.
14
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
Asimismo, al Dr. Emilio Cordero Michel por entregar a la Sociedad un
texto original para la reedición de esta obra, así como por sus valiosas sugerencias.
Igualmente, al Dr. Roberto Cassá por la realización del prólogo.
Mariano Mella
Presidente.
PRÓLOGO
POR ROBERTO CASSÁ
La reedición de esta obra por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos cumple
el laudable cometido de ponerla al alcance del público joven, pues hace ya
muchos años que no se encuentra en el mercado de libros. Durante décadas,
en virtud del orden autocrático trujillista y los avatares de la década posterior,
La República Dominicana (Análisis de su pasado y su presente), estuvo fuera
del alcance de la casi totalidad de los lectores dominicanos. El descubrimiento
de su trascendencia, por ende, quedó reservado a los exiliados y, en los años
inmediatamente siguientes al ajusticiamiento de Trujillo, a unos pocos
interesados en la historia dominicana y las ideas que se habían esbozado en el
exilio.
Después de su aparición en La Habana, en 1940, el libro fue reeditado en
el país por primera vez en 1974, habiéndose sucedido luego, al parecer, otras
dos ediciones. El agotamiento de las tiradas constituyó una demostración de
la avidez con que la generación culta postrujillista, recibió las innovadoras
ideas exteriorizadas tanto tiempo antes por don Juan Isidro Jimenes-Grullón.
En esos años, él cumplía una preclara tarea de maestro en la Universidad
Autónoma de Santo Domingo y de crítico social y cultural en sus frecuentes
elaboraciones como investigador y publicista.
Cuando fue escrito, entre 1939 y 1940, el libro comportó una ruptura con
las nociones universalmente aceptadas acerca de la historia nacional que se
hallaban plasmadas en la tradición historiográfica. Representó la aparición,
de súbito, de un nuevo formato de hacer historia, a base de premisas teóricas,
problemáticas y conclusiones radicalmente innovadoras.
Hacía aparición no solo un estilo inédito en el país del quehacer del
historiador, sino un concepto global acerca de la posición del intelectual. El
autor asumía las consecuencias del intelectual crítico, opuesto al Estado, en
contraste con la postura de la generalidad de intelectuales tradicionales.
Implicaba, por ello, una recusación presente y retrospectiva de las condiciones
sociales y culturales por las que había atravesado el colectivo nacional. La
síntesis de historia nacional estaba concebida en función de una finalidad
16
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
pragmática de nuevo tipo: la gestación de un movimiento político organizado
que encabezara una revolución política y social.
Por primera vez, un intelectual acometía la relectura del decurso histórico
del pueblo dominicano desde la óptica del materialismo histórico. Fue uno de
los componentes para que este libro anunciara la génesis del intelectual crítico
moderno, comprometido con una cosmovisión teórica articulada a la tarea
revolucionaria. El correlato de la adopción del marxismo fue el abandono de
la generalidad de los fundamentos ideológicos y los objetivos políticos del
liberalismo. Los precedentes previos en tal dirección se habían caracterizado
por sus escasos alcances y, en algún que otro caso por flagrantes inconsistencias
que desembocaron hasta en felonías. En todo caso, ningún intelectual previo a
don Juan Isidro integró la adopción del materialismo histórico con la empresa
de una historia nacional de nuevo tipo, el ejercicio de la crítica radical contra
el Estado, todo dentro de la perspectiva de coadyuvar a la eclosión de un
orden revolucionario.
Se cumplía, así, uno de los corolarios del intelectual moderno y,
específicamente, del compenetrado con los propósitos enunciados por Karl
Marx. Sin embargo, Jimenes Grullón, en principio, no asumió la perspectiva
de la derivación “ortodoxa” del marxismo soviético, aunque tampoco la rechazó
de manera taxativa. La lectura de estas páginas podría autorizar la conclusión
preliminar —confirmada en cierta manera por la autocrítica del autor con
motivo de la edición de 1974— de que la adopción del materialismo histórico
aún tenía un carácter embrionario. A esto se añadía la reivindicación virtual
de otras herencias ideológicas, aun cuando el materialismo histórico
constituyera en el referente teórico-metodológico crucial para la plasmación
de esta historia nacional. En cualquier caso, Jimenes-Grullón utilizó
herramientas del pensamiento materialista en su correcta acepción de
determinaciones generales, alejado del esquematismo que, bajo los cánones
del régimen de Stalin, había transformado el marxismo en una ideología de
estado y lo había conducido hacia simplificaciones y deformaciones
contrapuestas irremediablemente con su intención de teoría crítica.
Sin embargo, del contenido se desprende que esta obra tuvo un carácter
transicional, conectado con la posición de mentor de una orientación
izquierdista del exilio antitrujillista. Junto a las adscripciones generales a los
análisis de corte materialista, contiene explicaciones que pueden ser
consideradas inversas. Esa peculiar situación teórica se explica en la medida
en que formaba parte de una cosmovisión del exilio radical, negador de la
precedente generación liberal-conservadora; se explica, asímismo, en la medida
en que estaba inserta en un momento histórico y en los subsiguientes “límites”
que podía presentar la realidad a los proyectos políticos. Precisamente por
ello, las aparentes desviaciones de cierto materialismo histórico esquematizado
proveen potencia intelectual y originalidad a la obra y le confieren su vigencia
como expresión de un momento político e ideológico.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
17
Resalta primeramente, a este respecto, la utilización de la categoría analítica
de clases sociales, en concordancia con los postulados convencionales de Marx.
Incluso más: se afirma, en esquema de difícil aceptación, la existencia desde la
colonia de una división de clases correspondiente al régimen capitalista
desarrollado. Así, la estructura social dominicana habría estado esencialmente
condicionada por la burguesía, la clase media y el proletariado. La burguesía
hizo aparición como la clase dominante derivada de la conquista española,
con la clave definitoria del acceso a la cultura occidental de raigambre urbana.
En todo caso, junto a una productiva atención a fenómenos culturales y
políticos, el precario materialismo histórico de esta obra se trasluce desde el
momento en que no se procede a una articulación entre las relaciones de
producción y las peculiaridades de las clases. Sin embargo, esto no fue óbice
para que Jimenes-Grullón captara ámbitos causales de enorme importancia
en los rasgos originales de la historia dominicana. Es de notar al respecto que
el libro puede ser percibido, ante todo, como una réplica a gran parte de los
postulados de la historiografía previa. Estas aproximaciones, aparentemente,
estaban normadas por un sentido de la experiencia vivencial, la recepción de
marcos intelectuales previos —fueran proveniente de la literatura disponible
o de la transmisión oral— y la subsiguiente función de la intuición, a manera
de compensación de la ausencia de informaciones producto de la investigación
histórica erudita. De estas diversas maneras, el libro terminó compuesto por
planos paralelos de explicaciones marxistas convencionales y reflexiones
originales que apuntaban a la captación de las originalidades de la historia
dominicana.
Así, la estructura de clases cobra cuerpo, para fines de la explicación de lo
acontecido, en un conjunto de mediaciones o formulaciones ad-hoc, que
conforman la porción medular de la elaboración y le permiten trascender un
esquematismo estéril. En primer término, se afirma de hecho que el dominio
de clase no se produce de manera espontánea, sino por medio de una alianza
alrededor del dominio estatal, que abarca a la burocracia —con su centro
nervioso en la intelectualidad— y el estamento militar (el “espadón ignorante”).
Segundo, y en conexión con lo anterior, la trama vital de la historia dominicana
ha estado mediada por la utilización del estado como instrumento central de
constitución del dominio social. Algunos pensadores radicales previos, como
Pedro Francisco Bonó y Eugenio Deschamps, habían llamado la atención de
este rasgo sistémico, pero es con esta obra que logra tal proyección que, por sí
sola, le sigue confiriendo actualidad.
A partir de esos determinantes, en La República Dominicana (Análisis de
su pasado y presente), se emite la tesis de que la política ha ocupado una
presencia distinta a la de otras sociedades. Si bien no deja de haber referencias
respecto a las condiciones coyunturales críticas que le confirieron tan ominoso
papel, se concluye con una derivación abstracta de “sublimación del ocio”,
elevada a una de las quintaesencias un tanto atemporales de la peculiaridad
de la historia nacional, junto con otras como la lucha contra la adversidad.
18
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
Tal utilización del poder implicaba una dinámica dominada por el
protagonismo de la burguesía y la clase media. La pragmática nacional de la
historia dominicana es sintetizada en la identidad entre burguesía y
anexionismo o proteccionismo y entre clase media y nacionalismo. Solo tras la
Guerra de la Restauración se advierte la aparición de una porción patriótica,
“pura”, de la burguesía, aunque sin referencias suficientes acerca de los
determinantes de su accionar. En todo caso, las expectativas de cambio de la
política revolucionaria moderna están justificadamente orientadas hacia la
clase media, en particular su sector rural, el campesinado, al cual se dedica la
obra en su intencionalidad.
Este entramado de fuerzas sociales queda envuelto en el caudillismo,
fenómeno previamente mencionado pero solo por primera vez analizado en
diversas vertientes. Aunque don Juan Isidro recupera la problemática de tantos
pensadores liberales acerca del “personalismo” como determinante del
caudillismo, la supera con una explicación materialista acerca de la plasmación
por ese medio de las expectativas de promoción social. Este tópico, junto a
otros, pasará en lo adelante a tener centralidad en las consideraciones globales
de la historia nacional conectadas con la propuesta política “populista”
inaugurada en este libro.
Por último, tales situaciones, en particular la nulidad histórica del
proletariado, son explicadas por el efecto del régimen agrario. E1 acceso
generalizado a la tierra es elevado a factor central de la fisonomía peculiar de
la historia dominicana moderna. A1 igual que Bonó, probablemente sin haberlo
leído, Jimenes-Grullón llama la atención sobre la ausencia de determinantes
para la insurgencia agraria. Acota que de tal rasgo proviene la ausencia de
motivos esenciales de diferenciación de los conflictos políticos. Los corolarios
de tal constatación expresan una preocupación política distinta, para no decir
que contrapuesta, de la que ha caracterizado la generalidad de los
continuadores de Marx.
Lo que está en juego en la propuesta esbozada por Jimenes Grullón es que
la defensa del pequeño campesinado debe orientar la causa sustantiva del
proceso revolucionario, en oposición al capitalismo. Siempre en sorprendente
similitud con Bonó, Jimenes Grullón asevera la identidad entre sector campesino
y comunidad nacional. E1 capitalismo, que conlleva proletarización, se
contrapone con la persistencia del hecho nacional, por lo que constituye un
retroceso histórico neto. La política revolucionaria, por consiguiente, no se
puede sustentar en las transformaciones de la formación de capitales, sino en
la conservación del orden ancestral como fundamento del proyecto de una
variante digna de modernidad, implícitamente conectada con la supervivencia
del pueblo-nación.
Lo anterior implica que la respuesta al capitalismo es inversa a la propuesta
por la generalidad de los marxistas. La mayor excepción previa la representaron
los narodnikis rusos, que llegaron a la conclusión de que sería factible pasar a
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
19
la construcción del socialismo en Rusia a partir de la comuna campesina.
Jimenes-Grullón ni siquiera toma nota de las propuestas de Haya de la Torre,
quien pondera positivamente el efecto capitalista del imperialismo para un
proyecto revolucionario. En República Dominicana, al igual que habían
afirmado los intelectuales nacionalistas de la década previa, el imperialismo
constituía un problema precisamente por desatar un proceso funesto de
proletarización. En cualquier caso, la propuesta resultante es la de una versión
de populismo, la cual se puede visualizar conectada con los entornos ideológicos
vigentes en América Latina, pero que sobre todo respondía con vocación de
realismo político y sentido de identidad socio-cultural a contornos de la realidad
dominicana.
En efecto, para Jimenes-Grullón el proletariado es un ausente histórico,
entre otras cosas, porque su presencia en la estructura social es francamente
exigua. Registra que, felizmente, el proceso de proletarización no había
alcanzado grandes proporciones por el golpe infligido a las compañías
azucareras por la coyuntura de bajos precios de inicios de la década de 1920.
La historia dominicana, por ello, se orientó por senderos distintos a la de Cuba
y Puerto Rico. En consecuencia, la viabilidad y el sentido del proyecto
revolucionario en el país estaban en función de operar en el entorno favorable
de una sociedad mayoritariamente compuesta por campesinos, aptos
potencialmente para constituirse en los sujetos centrales de la unidad nacional.
Con esta temática se inaugura uno de los corolarios más significativos de la
tradición populista, cuestionada por los intelectuales marxistas desde la década
de 1940. José Cordero Michel culminó estas críticas al aseverar el avance
capitalista como el contenido más significativo de la autocracia trujillista,
ponderando sus implicaciones progresivas.
La empatía por el campesinado traslucía en aquel momento el sentido
más medular del proyecto populista. De igual manera matizaba los corolarios
en materia de acción política. Relevantemente, el gran problema nacional era
visualizado alrededor de la ignorancia de la masa: esta carecía de instrumentos
organizativos para desplegar una política revolucionaria por sí misma. E1
corolario de todo esto se tradujo en uno de los componentes del proyecto
populista esbozado por Jimenes Grullón, alrededor de la pertinencia de
conformar un partido revolucionario que organizara el pueblo y le insuflara
conciencia nacional. En este punto, la convocatoria a la fundación del Partido
Revolucionario Dominicano traducía una deuda con la experiencia bolchevique
de la Revolución rusa, pero no estuvo dirigida a una política socialista. E1
partido revolucionario, en correspondencia con las condiciones vigentes, debía
trazarse el cometido de transmitir al pueblo, supliendo de hecho sus carencias,
los contenidos programáticos revolucionarios por medio de una acción
educativa; de la misma manera, debía acaparar un protagonismo universal en
la reivindicación del pueblo. Es posible llegar a la conclusión de que el
populismo, en sus etapas revolucionarias, en términos generales prolongadas
hasta las décadas de 1970 y 1980, acentuó todavía más que los marxistas
dominicanos la centralidad instrumental del partido-vanguardia.
20
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
Ambas dimensiones arriba consideradas dieron origen a los recortes de
los objetivos programáticos presupuestos. En especial, cabe anotar las
consideraciones tácticas coyunturales que aconsejaban alianzas —y
subsiguientes obliteraciones de temáticas políticas— en pos del derrocamiento
de la autocracia trujillista. Al fin y al cabo, el campesinado portaba en sí mismo
el contenido de una política revolucionaria. Pero su debilidad política, articulada
con la especificidad de la naturaleza histórica del conglomerado nacional,
exigía la concertación de la unidad nacional, con participación relevante de la
clase media urbana.
Esto contribuye a explicar consideraciones que debieron estar en el centro
de la aparente reticencia que inicialmente mostró don Juan Isidro a la reedición
de la obra. La postura intelectual y política plasmada en este libro se mantuvo,
en términos generales, hasta aproximadamente 1965 y explica la no
identificación con una política socialista y actuaciones políticas controversiales
entre 1960 y 1963. Seguramente el balance de esas experiencias constituyó el
factor principal que condujo a una ruptura con la adopción parcial del
marxismo y con la política populista, que él mismo pasó a denominar
socialdemócrata en 1962.
El entramado pragmático de esta empresa historiográfica dio lugar a que,
de manera natural, se centrara en el análisis del despotismo trujillista. El decurso
histórico previo puede ser visualizado como el telón de fondo para la explicación
del trujillato. Es significativo que, a diferencia de lo que harían los marxistas
ulteriores de vocación ortodoxa, en función del objetivo antitrujillista, JimenesGrullón insistiese en la continuidad de rasgos consuetudinarios del proceso
histórico dominicano. Sin embargo, con independencia de la mayor o menor
validez de tal perspectiva, tuvo la agudeza de desentrañar múltiples aspectos
originales del trujillato. La calidad del análisis histórico de la tiranía no tenía
parangón y todavía hoy esta obra es obligada referencia para aquellos que se
proponen comprender las claves del régimen de treinta y un años.
Por ejemplo, traza filiaciones entre el advenimiento de las condiciones
para la implantación de la tiranía y los cambios operados por los ocupantes
estadounidenses entre 1916 y 1924. Estos cambios no se limitaron al ámbito
económico, sino también a otros, como el político, el cultural y el moral. Asevera,
entre otros juicios intuitivos, que la hipertrofia política se trasladó del motivo
del poder por el poder al del poder en pos de la riqueza.
Lo más interesante a este respecto, sin embargo, radica en el realce de la
personalidad de Trujillo en la configuración de los perfiles del régimen, lo que
podría parecer un tópico convencional, en razón de la extrema impronta
patrimonialista del dictador sobre el conjunto del país. Pero fue una
contribución de este texto realzar las prácticas de extorsión que practicaba
Trujillo sobre la población, minuciosamente descritas alrededor de las empresas
y actividades del emporio de Trujillo y de su conexión con el dominio político.
Por consiguiente, aquí el análisis de la incidencia del tirano queda integrado
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
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como parte de una consideración global, producto de la investigación rigurosa.
No cabe duda de la validez del tratamiento, con independencia de que muchas
afirmaciones, consistentes en presentar a Trujillo como personalidad patológica,
estuviesen demasiado matizadas por la profesión médica del autor. Con todo,
luce problemática la conclusión final, consistente en que la clave de los rasgos
del régimen no era sino la exteriorización de la personalidad de Trujillo.
Adicionalmente, la descripción de la extorsión bajo el trujillato no llevó a
Jimenes Grullón a destacar el componente capitalista, sino a ponderarlo, en
todo caso, como retroceso histórico. Finalmente, juzgaba auspicioso que Trujillo
no estuviera en condiciones de impulsar de manera significativa la
proletarización de las masas. Si bien no dejó de reconocer que la dictadura
entrañaba novedad histórica, de hecho mantenía el eje de la acción
revolucionaria alrededor de la contraposición tradicional entre clase media
campesina y estado. Pero el proyecto revolucionario podía ser el de la
modernidad porque estaba surgiendo una vanguardia esclarecida, que
aportaría a la masa los contenidos de su reivindicación histórica. E1 partido
revolucionario sería, sutilmente, por sus designios educativos y organizativos,
algo más que mero representante de las masas, puesto que sustituiría la
ignorancia de estas.
En conclusión, este libro contiene hoy varias vertientes de trascendencia:
como novedad historiográfica, como momento de expresión de las modernas
ideas sociales en la historia intelectual dominicana y como hito de la reflexión
acerca del trujillato. Más aún, la riqueza de sus enfoques permite considerar
que estos no se limitan a lo pasado, sino que se proyectan hasta el presente,
proveyendo todavía claves palpitantes acerca de contornos del largo plazo de
la historia dominicana. Es, definitivamente, uno de los hitos productivos que
ha gestado la práctica intelectual del país.
“Servir humildemente a la Patria es más
bello aún que dominarla”.
Gregorio Luperón
DEDICATORIA
Dedico este libro —hijo de la expatriación— a los virtuosos campesinos
de mi país, sumidos hoy en el dolor y la esclavitud; a aquellos compatriotas
de pueblos y ciudades, víctimas de la explotación y la ignominia; a mis
compañeros de destierro, ejemplos de dignidad y rebeldía, y a todos los
jóvenes del mundo, razón de la esperanza, y esperanza de la razón y la
justicia.
UN
PUEBLO EN UN LIBRO
Palabras iniciales por
Juan Bosch
Todas las asociaciones humanas persiguen el bienestar y la dicha. La
República Dominicana, desgraciadamente, no ha logrado esos fines, y si en
algún momento de su historia ha creído alcanzarlos, de sí misma ha dado ella
las fuerzas necesarias para que se frustrara la esperanza. Esta patética, dolorosa
verdad, no puede ser negada por dominicano alguno, y aquellos que debido a
razones políticas más o menos comprensibles la nieguen, no son capaces de
mantener esa negación en la soledad de sus conciencias.
Frente a una conclusión tan definitiva y tan triste se pregunta uno cómo
es posible que los dominicanos sigan amando a una patria que sólo ha costado
lágrimas y sangre a los mejores de sus hijos. Del amor que pueda tenerla la
minoría que a lo largo de su historia se ha beneficiado a sus expensas, nada
hay que decir; se comprende ese interesado y hasta cierto punto lógico amor.
Pero el de los otros sólo puede explicarse con dos palabras: ignorancia y deber.
Por ignorancia la ama esa nutrida masa campesina donde se han mantenido
sin mengua las virtudes nacionales, y por deber la ama el escaso número de
hombres puros y conscientes que desearían hacer de ella lo que sus fundadores
pretendieron que fuera: una patria próspera, culta y feliz, de la cual se sintieran
orgullosos sus hijos.
En el corto número de los últimos está el Dr. J. I. Jimenes-Grullón, autor de
este libro.
Sabedor de que un pueblo no puede hacer su travesía por la Historia sin
fijarse una meta en el porvenir, y conocedor de que el porvenir no puede
verse si no en función del pasado, Jimenes-Grullón se dedica a estudiar en la
vida dominicana los orígenes de nuestras flaquezas. Eso es este libro: un estricto,
pero también piadoso examen de conciencia del fenómeno histórico
dominicano. El es a un tiempo doloroso y optimista, porque su ejecución fué
presidida por dos nobles sentimientos: la honradez y el amor.
El servicio que Jimenes-Grullón hace con esta obra a su pueblo no es para
ser apreciado por los dominicanos de mi generación, casi todos con posiciones
mentales, pasionales o simplemente económicas tomadas ya, por no importa
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J U A N
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cuáles causas. Antes que ellos sabrán agradecerlo los americanos a quienes
interesa el hecho político continental, los investigadores no dominicanos, que
hallarán en él la explicación de movimientos sociales comunes a todos nuestros
pueblos, y aquéllos a quienes el libro dará el conocimiento de la entraña de un
país que, como toda aglomeración humana, merece el interés de los hombres
conscientes.
Como médico que es, Jimenes-Grullón ha aplicado al estudio del caso
dominicano los métodos de investigación acostumbrados en la Medicina. Se
halla frente a un enfermo; debe diagnosticar, porque en el diagnóstico está
una gran parte de las posibilidades de curación, y para no errar, el facultativo
hurga los orígenes del quebranto, buscando sus gérmenes aun en las más
viejas generaciones relacionadas con el enfermo. Al cabo de este duro pero
honesto y amoroso trabajo, Jimenes-Grullón concluye afirmando que los males
dominicanos se deben a la explotación que a lo largo de la historia nacional ha
ejercido una casta minoritaria, secuestradora de la libertad del pueblo, de su
economía y de sus derechos más elementales. Para disfrutar ella de la libertad
de oprimir, de los dineros públicos, y de los bárbaros derechos de satisfacer
sus instintos, esa minoría no ha vacilado —durante un siglo de vida
independiente— en comprometer la salud de la República. “La República se
encontró desde su nacimiento con un cuerpo organizado de enemigos que la
combatía desde las posiciones más encumbradas” —afirma Jimenes-Grullón
al estudiar las disensiones que aparecen al nacer aquélla—.
Generalmente esa minoría ha estado encabezada por un hombre de garra
sostenido por la tropa, y los profesionales de la política. Al correr del tiempo
una nueva fuerza se unió a ésas. Fué el imperialismo extranjero, que, en su
actual forma de invasión financiera, empezó a dejarse sentir en el país hacia el
inicio del último tercio del siglo XIX. La detallada exposición de fuerzas maléficas
que hace Jimenes-Grullón puede reducirse a las ya dichas, porque en fin de
cuentas el intelectual corrompido y el cura no son sino politicastros. En cuanto
al ejército, que en una sociedad de normal desarrollo dentro del régimen
capitalista es un instrumento de la burguesía, debe ser considerado en nuestro
país como un hecho aislado, porque su desenvolvimiento histórico ha hecho
de él un cuerpo independiente, y algo así como el vientre malaventurado
donde se gesta siempre el hombre de garra que ha de enseñorearse de todo.
Al estudio de esas fuerzas victimarias de la República, y a las que en su
defensa les opone el pueblo, se dedica Jimenes-Grullón en el libro que se
prologa con estas líneas. El autor no se detiene en el aspecto externo de los
movimientos nacionales. Ese trabajo de ir enumerando motines, asaltos y
batallas, ha sido hasta ahora el de los historiadores cuyos textos leen los
niños dominicanos; éste de Jimenes-Grullón elude, con seriedad científica,
tales enumeraciones. Lo que él ha hecho es investigar las causas profundas
de la vida nacional. En tal sentido, este libro supone la más concienzuda
empresa que en el campo de la Historia se ha realizado en la República
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náá lisis de su pasado y su presente)
29
Dominicana. Y es precisamente esa cualidad lo que tal vez haga de la obra un
esfuerzo temporalmente estéril, porque la verdad hiere y duele allí donde
por primera vez hace su aparición.
Eso es este libro: la verdad del caso dominicano. A través de sus páginas
puede el lector seguir, ceñidamente, la formación del pueblo y de sus clases
parasitarias —subsuelo, estas últimas, en el cual se afinca la minoría
explotadora—. Después de estudiar los gérmenes de esa minoría en la Colonia,
Jimenes-Grullón acierta a dar con una explicación —a la vez freudiana y
marxista— para el nacimiento de la base humana en la cual florecen los
explotadores. Tal explicación es aquella de que la “sublimación del ocio” fué
la causa que llevó el hecho político a circunstancia preponderante en la vida
nacional. “Lo político, con o sin contenido ideológico, tomó el puesto que
preocupaciones de diverso carácter ocupan en la mente de otros hombres”
—asegura el autor—. El contenido ideológico de “lo político” apenas se
manifiesta, y también explica Jimenes-Grullón por qué cuando afirma, páginas
antes, que “las masas, poseedoras desde hacía tiempo de las tierras, carecían
de motivos para revoluciones agrarias. Las industrias estaban en su cuna; en
consecuencia, el proletariado industrial era poco numeroso. La instrucción
pública, por otro lado, había logrado escaso desarrollo… Dentro de esas
condiciones no podían surgir partidos que tuvieran aspiraciones
reivindicadoras en el campo económico-social”.
Hasta cierto punto, esas condiciones persisten hoy, y es a ellas a lo que se
debe la carencia de un partido que ligara a las masas para la defensa de sus
intereses de clase. Hasta cierto punto, hemos afirmado, porque si la posesión
de la tierra por el campesino hace innecesario un movimiento de reivindicación
agraria, y si el pueril estado de la Industria no permite la organización de los
obreros —simplemente porque no les hay en número suficiente para formar
con ellos una fuerza política—, no quiere esto decir que no haya motivos para
unir a los más —que son los que sufren— contra los menos —que son los que
medran a expensas de la mayoría—. Jimenes-Grullón lo reconoce así cuando
aboga por la formación de un Partido Revolucionario que sea el instituto de
opinión encargado de realizar desde el Poder las aspiraciones populares.
Esa necesidad de contar con un partido de médula ideológica suficiente
para arrastrar a las masas la sienten muchos dominicanos. ¿A qué se ha debido,
pues, su no formación? Nosotros contestamos que a la falta de un estudio
sereno, como éste de Jimenes-Grullón, que nos permitiera localizar aquella
parte del pueblo de donde sale la minoría explotadora. Localizarla para
aniquilarla era la clave del problema, porque señalar a un hombre solo, en un
momento dado, como el origen de los males del país no es razón bastante para
unir a las masas; ese hombre desaparece y no tarda en ser suplantado por
otro.
¿Cuál es el vivero de los explotadores? He ahí una pregunta que muchos
dominicanos han vivido haciéndose, interesados en acabar con él para salvar
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J U A N
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de una vez y por siempre a su pueblo de la fatalidad histórica que le impide
alcanzar el bienestar y la dicha.
Al cabo de larga y dolorosa búsqueda, nosotros estamos en condición de
responder a la dramática pregunta: EL VIVERO ES ESA PORCIÓN DE LA
SOCIEDAD DOMINICANA A LA CUAL EL CAMPESINO LLAMA, CON DESDÉN
OSTENSIBLE, “LOS PUEBLITAS”.
Debido a que “lo político tomó el puesto que preocupaciones de diverso
carácter ocupan en la mente de otros hombres”, la política pasó a ser industria
de la cual vivieron —y viven— aquellos que por ocuparse en ella abandonaron
toda labor productiva. Esos fueron, fatalmente, los habitantes de las ciudades
y pueblos, quienes, más astutos y más preparados, capitalizaron en su provecho
el respeto que el campesino tenía al burgués de la ciudad. Jimenes-Grullón
señala el fenómeno cuando afirma: “En síntesis, el campesinado, que forma en
su casi totalidad la clase media del país, fué corrientemente instrumento dócil
en manos de una burguesía urbana reducida en número, carente de ideales
patrios y de sentido social avanzado”. Esa burguesía de ciudades pasó a ser
profesional de la política y estableció —ya desde el origen de la República— su
sistema de gobierno y de explotación, que jamás ha abandonado.
Mientras las ciudades y pueblos tuvieron un número de habitantes no
excesivo, los profesionales de la política pudieron vivir en relativo sosiego,
pero al crecer las ciudades y pueblos sin que aparecieran industrias que dieran
trabajo a la población que se multiplicaba, las posiciones políticas debieron
padecer múltiples aspirantes. Todavía para esa época estaba vigente el concepto
burgués del honor —que, por lo demás, había de perdurar en el mundo hasta
la guerra de 1914—, y de acuerdo con ese código los hombres trataban de
resolver sus problemas en campos menos sórdidos que el de la intriga, la
calumnia y la delación. Así, pues, cuando una aspiración no podía ser cumplida,
se reaccionaba virilmente, peleando. Fué esa la razón preponderante en el
origen de la mayor parte de las “revoluciones” que asolaron al país hasta la
ocupación norteamericana, ocurrida en 1916. Los rivales políticos se alzaban
en armas, y las armas daban o negaban el derecho. Se peleaba, aparentemente,
por un caudillo, pero en el fondo de la admiración y de la pasión por ese
caudillo se agitaba casi siempre, como un demonio oculto, la esperanza del
cargo que hiciera posible el pan y el techo, aspiración elemental del hombre.
Desde luego que muchos iban a las batallas llevados solamente por lo que
Jimenes-Grullón llama “el complejo heroico” o por romántico amor a la libertad;
pero ésos eran casi siempre campesinos que, en nivel más o menos bajo, tenían
aseguradas sus vidas, o hijos de burgueses a quienes no amenazaba el hambre.
Fué en esas dos clases donde se reclutaron los nombres más numerosos y
destacados de nuestra penosa galería de héroes. Buscando la aureola que rodea
al valiente o el prestigio que da el Poder, ellos quisieron ganarse un puesto en
el alma del pueblo y en la agitada historia nacional; pero mientras ellos morían
tras la quimera de la Fama, los astutos se quedaban con las ventajas del triunfo.
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náá lisis de su pasado y su presente)
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Fué así como el Poder pasó en la República Dominicana a ser feudo de “los
pueblitas”, los cuales lo utilizaron —y lo utilizan— en su provecho y en perjuicio
de la mayoría.
Esa mayoría, a la cual no llegan las conquistas de la civilización, está
compuesta por la clase campesina y por los trabajadores de las ciudades. Del
millón seiscientos mil pobladores con que cuenta el país, un millón trescientos
mil son campesinos. Si de los trescientos mil restantes consideramos que
cincuenta mil —número expresamente exagerado— ganan su vida en las
contadas industrias, y nos preguntamos de qué viven los doscientos cincuenta
mil que no son ni campesinos ni obreros, ¿qué respuesta se nos da que no sea
la de que esa enorme población parasitaria vive o aspira a vivir de la burocracia
estatal o privada?
Esta afirmación, al parecer simple, es sin embargo tan dolorosa que alcanza
el rango de patética. Un cuarto de millón de seres no tienen profesión lucrativa
en un país pequeño y pobre. Agitándose en pos de un pan inexistente, no
hallando en qué emplear sus energías ni manera de satisfacer sus más urgentes
necesidades, sólo el empleo en el Comercio o en el Gobierno mantiene vivas
sus esperanzas; pero cuando se dirigen al Comercio le hallan agonizante y los
cargos públicos están ya ocupados. ¿Cómo alcanzar un puesto que salve a los
hijos, a los padres o a ellos mismos de las asechanzas del hambre? Antes se
conquistaba ese puesto jugándose la vida; ahora, degenerado y temeroso de la
técnica militar moderna, “el pueblita” no se atreve a exponerla. Mas es necesario
vivir, ¡vivir!, y si la conquista del pan no puede lograrse como hombre, dando
el pecho, se logra por otros medios, calumniando a quien ocupe el cargo que
puede resolverle a uno sus problemas, a fin de que aquél lo pierda y uno lo
herede, o asumiendo tan terribles responsabilidades en defensa de los que
tienen el Poder, que éstos, por gratitud o porque está en su conveniencia tener
servidores de fidelidad que nada arredra, se vean obligados a premiar a quien
tan radicalmente les sirviera, o aseguren para siempre la intangibilidad de la
posición ganada por esa vía.
Ya antes de la ocupación norteamericana se observaba ese mal. “Numerosas
familias urbanas de la burguesía y la clase media —dice Jimenes-Grullón— se
encontraron sin trabajo y apenas subvenían a las necesidades vitales. Empujadas
por la crisis económica, buscaban esas familias apoyo en la política. Una
urgencia básica: la de la conservación personal —y no propósitos patrióticos—
explica por lo general la actitud. Rodeaban ellas a los jefes políticos colmándolos
de manifestaciones de lealtad y de elogios; brindábanles sus consejos, y trataban
por todos medios de demostrarles la indispensabilidad de sus respaldos”.
Al aumentar sensiblemente la población —que casi se ha doblado en los
últimos veinte años— aumentaron, desde luego, los habitantes de las ciudades
y pueblos, pero como no aparecieron industrias para absorber esa población
aumentada, sino que, al contrario, languidecieron las que había y se
empobreció el Comercio, se ha agravado el mal de manera realmente pavorosa.
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Aferrados al Poder como única tabla de salvación, “los pueblitas” han olvidado
que hay una masa mayoritaria sufriendo a causa de su egoísmo y de sus
desaciertos.
Con el disfrute del Poder esa clase no sólo tiene las ventajas económicas,
morales y políticas que él da, sino que SOLO PARA SI utiliza esas ventajas. El
Presupuesto nacional se gasta mayormente en sueldos a la Burocracia —reclutada,
desde luego, entre la clase dominante— y en beneficios para los pueblos y
ciudades. Puede decirse, sin temor a exagerar, que a la masa campesina se le
devuelve en obras útiles sólo una ínfima parte de lo que ella da al Estado en
rentas directas e indirectas, y —lo que es peor— que no se la atiende ni
remotamente como ella, clase predominante en la producción de la riqueza,
merece ser atendida. Mientras las calles de la ciudad se arreglan para que por
ellas paseen sus perversas meditaciones “los pueblitas”, mientras la luz eléctrica
y la Escuela Superior y la radio y la Sanidad se ponen al servicio de una clase,
que representa la sexta parte de la población total y que, por no trabajar, nada
o muy poco da al Estado, el campesino vive en la miserable soledad de su
bohío, ignorante, enfermo y triste, escasamente algo más que una bestia de
trabajo.
Si el amor a los hombres, y no su propio bienestar, hubiera sido la
orientación de “los pueblitas” cuando tan astutamente lucharon por el Poder;
si el amor a sus congéneres hubiera iluminado sus pasos, habrían empezado
por organizar la vida económica del país de tal manera que la masa de las
ciudades y pueblos hubiera ganado su pan honestamente, sin tener que esperar
del cargo público la satisfacción de sus necesidades. No lo hicieron así y a ello
se debe el fracaso del pueblo organizado en Estado, pues mientras haya
centenares de hombres aspirando a cada puesto, habrá miles que en defensa
de su sustento llegarán a todos los extremos posibles, y sobre esos miles se
apoyarán los hombres de garra para someter a todo el mundo a su férula.
Ellos, “los pueblitas” y no otros, son, como se ve, los que sostienen gobiernos
de fuerza. Pero todavía hay una conclusión más aterradora: SI “LOS PUEBLITAS”
SIGUEN SIENDO CLASE DOMINANTE SERA INEVITABLE EL GOBIERNO
DICTATORIAL, PORQUE SOLO EL TERROR ES CAPAZ DE OPONERSE
TRIUNFALMENTE AL HAMBRE. ENTRE TANTOS HAMBRIENTOS, UNICAMENTE
EL TERROR ASEGURA LA OBEDIENCIA.
Alguien objetará que hay soluciones para ese mal, como es, por ejemplo,
la industrialización del país, y nosotros respondemos que esa empresa no
puede confiarse a “los pueblitas”, cuya historia de un siglo de fracasos los
inhabilita para tan seria obra, y que la industrialización es labor demasiado
larga para que pueda esperar por ella un pueblo hostigado por la necesidad
de vivir.
La República Dominicana está frente a un problema que se resuelve en un
círculo vicioso. “Los pueblitas” trajeron el mal, y ese mal degenera cada vez
más a “los pueblitas”. No hay más que un camino de salvación: ANIQUILAR A
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
33
“LOS PUEBLITAS” COMO CLASE DIRIGENTE.
Planteado el caso en tales términos, surge esta pregunta: ¿Cómo arrebatar
el Poder a “los pueblitas”: Y la respuesta lógica y espontánea sigue a la pregunta:
ORGANIZANDO EN PARTIDO POLITICO A LOS ENEMIGOS NATURALES DE “LOS
PUEBLITAS”, A LA GRAN MASA CAMPESINA.
El instituto de opinión que necesita el pueblo para realizar desde el Poder
sus aspiraciones, es pues, un Partido Revolucionario que dé a los campesinos
y demás explotados todos los derechos que se les han estado secuestrando
durante cuatro siglos. Hacer de ellos hombres completos mediante el disfrute
de la civilización es el deber histórico de la juventud dominicana; al tiempo
que cumpla este deber sagrado, habrá dado con la fórmula de la dicha y del
bienestar nacionales, porque al disfrutar de éstos la mayoría —olvidada hasta
ahora— podrá afirmarse que la disfruta todo el pueblo.
Sólo entonces será feliz el pueblo dominicano, porque —para decirlo con
las palabras de Jimenes-Grullón— “la auténtica dicha es la que nace del ejercicio
de la justicia dentro de los marcos de una vida específicamente propia”.
***
¿Servirá este libro para señalar a los dominicanos el camino del porvenir?
Preguntar implica dudar, y duele poner en duda la efectividad de las ideas.
Pero desdichadamente se duda por conocimiento del medio, si bien esa duda
no pasa de ser ligera y momentánea. No puede estar lejano el día en que este
libro sea estudiado y aclamado por todo el pueblo. Acaso ahora a él y al prólogo
se responda con insultos, aun sabiéndose que a la idea no la destruye ni oscurece
el denuesto, y que a ella sólo puede y debe oponerse otra idea tan elevada y
tan desinteresada como ella. Personalmente, el autor de este prólogo no busca
polémicas, importa poco el plano en que se desenvuelvan; pero tampoco rehuirá
nunca cualesquiera responsabilidades que se gane por hacer uso de su derecho
a enjuiciar el fenómeno dominicano y desear la dicha de su pueblo. Lo único
que reclamaría el prologuista, si pudiera, es que “los pueblitas” —a quienes
acaso duela que se les señale como autores de los males del país— respondan
a esa denuncia teniendo en cuenta que al hacerla no se ha perseguido ni se
perseguirá otro fin que dar a la patria una felicidad de la que también
disfrutarán los hijos de ellos mismos.
Fatalmente, no será así. A este libro y a su prólogo contestará el insulto,
aunque aquellos que lo produzcan no puedan, si son hombres de buena fe,
amparar esos insultos en la intimidad de sus corazones. A ellos pretenden
adelantarse las siguientes palabras:
La verdad es inconmovible, y una vez dicha queda fija cuando ya sus
adversarios han pasado. No hay fuerza que logre desterrar del espíritu humano
la luz que en él pone una verdad, y aquellos que se creen con poder suficiente
34
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para hacerlo olvidan que ellos —hombres al fin, llamados a morir más tarde o
más temprano— tendrán que cerrar un día el ojo vigilante y que aflojar el
puño implacable, mientras la Humanidad seguirá años y años luchando por
su felicidad, y, una vez libre de sus opresores, podrá sacar la verdad del obscuro
rincón donde se viera obligada a esconderla, y podrá blandirla entonces como
una espada terrible contra los que le hicieron soterrarla.
Una sola verdad, aun la más débil e indefensa, basta para combatir y
derrotar a todo un mundo de mentiras.
Juan Bosch
La Habana, 12 de agosto de 1940
PRIMERA PARTE
Germen y Tierra
CAPÍTULO ÚNICO
Conocer el país, y gobernarlo conforme
al conocimiento, es el único modo de librarlo
de tiranías.
JOSÉ MARTÍ.
Al llegar el conquistador español a la isla de Haití o Bohío —en cuya parte
oriental se formó, siglos después, la República Dominicana—, la encontró
habitada por indios pertenecientes casi todos a la rama taína, derivada del
gran tronco aruaca.
Llevaban esos indios, bajo el régimen del clan, una vida sosegada y fácil.
Su hermosa tierra no fué, como otras zonas del Continente, campo de constantes
luchas contra las invasiones de masas indígenas extrañas. Sólo las embestidas
de los caribes, iniciadas en época tardía, quebraban de vez en cuando la
monotonía de la sencilla paz reinante. Pudo así el taíno desenvolver su existencia
sobre una base de relativa estabilidad.
Su cultura era indudablemente inferior a la de buen número de razas
aborígenes americanas. Manifestábase ella en sus formas económicas típicas:
industrias domésticas y agricultura; y en las artes, especialmente la cerámica,
la alfarería, la poesía y la danza.
Como en casi todas las sociedades primitivas, la mujer contribuyó, de modo
notorio, a la evolución de esa cultura. A ella le estaban encomendadas las
labores agrícolas, que se orientaban principalmente al cultivo de tres productos
básicos: la yuca, el tabaco y el maíz.
Aunque la propiedad individual existía, la posesión del suelo era común.
Políticamente, la isla —que Colón denominó, por su similitud con Andalucía,
“La Española”— estaba dividida en cacicazgos. El cacique ejercía amplias
funciones de mando. Poco sabemos acerca de la constitución íntima del régimen,
que no tuvo, como en México, el carácter de una autocracia sacerdotal y
guerrera.
38
J U A N
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El panorama biológico y económico sufrió una modificación total tan pronto
el español inició la labor conquistadora. Traía éste consigo aspiraciones y
conceptos desconocidos por los pobladores. Sus gestos denunciaban un
dualismo de intención: el enriquecimiento propio, y la cristianización del indio,
tendencias ambas difíciles de armonizar, ya que la primera obligaba al
desarrollo económico intensivo de la tierra, a base del sometimiento y la
esclavitud —principios en sí anticristianos— de otros hombres.
El afán material se impuso rápidamente sobre el anhelo religioso. Los taínos
fueron utilizados para el trabajo. Pero no pudieron resistirlo. De constitución
física débil, y sin el hábito de la faena ruda, su naturaleza se fué agotando.
¡Pereció la raza! De nada sirvieron, en la práctica, las prédicas de los misioneros
o la legislación protectora que se dictaba en Madrid. Los gobernantes locales
actuaban a su modo. Querían asegurar el dominio completo de la isla como
paso previo a la explotación económica en gran escala. Y lo aseguraron mediante
la violencia. A sangre y fuego destruyeron los cacicazgos. Millares de indios
encontraron la muerte en manos del soldado español.
Actos de rebeldía sellaron la extinción total de aquellos hombres. Caciques
hubo que resistieron las acometidas del militar y los frecuentes abusos del
encomendero. Caonabo, en primer término, y Enriquillo después, fueron los
héroes culminantes de la raza dominada. Otros como Hatuey acorralados por
los ataques de los europeos, emigraron a Cuba, y encendieron allí la
insurrección.
La desaparición del taíno, con cuyo brazo se contó para la explotación de
las riquezas, obligó al español a buscar en África un substituto hábil: el negro.
Este fué paulatinamente importándose, en condiciones de esclavo. Su trabajo,
de tipo agrícola sobre todo, brindó en aquella tierra pródiga inmediato
provecho. Surgieron los primeros ingenios de azúcar de caña, planta importada
de las Canarias, que Gonzalo de Velosa y Pedro de Atienza trataron de explotar
industrialmente. La economía de la isla adquirió con ello nuevos perfiles. La
yuca, el maíz y el tabaco siguieron cultivándose, pero la producción de la
caña, con propósito industrial, superó a los pocos años la de los demás cultivos.
El negro realizaba la labor bajo la dirección del colono blanco, definitivamente
estabilizado en la isla.
Las actividades bélicas tendientes al sojuzgamiento del taíno provocaron
en los inicios, una crisis de la economía. Dominada esa crisis gracias a la
iniciativa del español y al trabajo del africano, no pasaron muchos años sin
que la isla produjera de nuevo más de lo que sus habitantes necesitaban.
La agricultura constituyó la base económica de la nueva sociedad. Al lado
de ella, tomó cierto incremento la minería. El descubrimiento de oro en el Río
Haina fué una de las razones que motivaron la decadencia y extinción de La
Isabela, primer esfuerzo urbano de los españoles en América, y la fundación
de la actual ciudad de Santo Domingo en la parte sur de la Isla. Pronto, empero,
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náá lisis de su pasado y su presente)
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se convencieron los europeos de que aquella tierra no era rica en minas. El
anhelo de enriquecimiento rápido no podía encontrar allí, por tanto, propicias
vías. Comenzó entonces la emigración de los colonos más codiciosos hacia los
países sobre cuyas fantásticas riquezas minerales se había enhebrado toda
una serie de leyendas.
Mientras tanto, continuaron llegando desde España las expediciones para
la conquista y la colonización de las otras tierras recién descubiertas. Producía
ya Santo Domingo, azúcar, casabe y frutos menores. Gracias a esa producción
pudieron abastecerse en productos de primera necesidad los nuevos
expedicionarios. Durante todo el primer siglo colonial la isla sirvió de base
americana para las futuras conquistas.
EN POS DE LA UNIDAD ÉTNICA
Extinguido el indio, e introducido el africano, la población comenzó a
sufrir serias modificaciones en su estructura. Hallábase por una parte el español,
dueño de la riqueza de numerosas razas; por otro lado, el negro; y en último
término, el mestizo de español con india. Desde el primer viaje de Colón, los
soldados del fuerte de la Navidad, avanzada bélica del europeo en el Nuevo
Continente, se hicieron de concubinas indígenas, ejemplo que fué seguido por
los inmigrantes que se fijaron inmediatamente después. Sus hijos, primeros
mestizos americanos, tenían el pelo lacio y el color trigueño. Mestizajes
ulteriores fueron modificando ligeramente sus características iniciales. A esa
mezcla de indio con español se añadió la del español con el africano. Es verdad
que muchos españoles vinieron con sus esposas e hijas, pero nunca hubo
hembras hispánicas en proporción con los nuevos pobladores de igual origen.
Esos hechos, junto a otros a que nos referiremos más tarde, fueron causa
inmediata de la morfología del pueblo dominicano, conglomerado de hombres
en el cual predomina de modo notorio el tipo mixto.
Aún no se ha intentado un estudio científico de esta interesantísima
cuestión. Se desconoce la proporción exacta que de cada raza tiene tal tipo…
¡Campo vasto y fecundo para las investigaciones del etnólogo! Abandonando
el concepto de “raza pura”, que ha sido desdeñado por los sabios modernos
por no responder a realidades en los pueblos civilizados, sería materia de vivo
interés la investigación de los grados de mestizaje en países que, como los
antillanos, han sido formados por hombres blancos, indígenas y negros.
El negro y el mestizo fueron en Santo Domingo las palancas capitales del
trabajo. Gracias a ellos, los blancos organizaron la producción de la tierra, y se
explotaron estancias y granjerías. No había enriquecimiento posible si no se
contaba con el brazo de ébano.
La esclavitud prosperó de modo sorprendente. Aquellos seres importados
de Africa (negros yorubas, congoleños, calabaríes, etc.) eran vendidos como
cosa, y estaban sujetos a la voluntad del amo. La explotación del hombre por
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el hombre adquirió sus perfiles de mayor vileza. Es cierto que a menudo el
estanciero, caballero magnánimo y cristiano, trataba al esclavo con dulzura.
Pero también se cometieron muchas veces actos de manifiesta ignominia. La
magnanimidad no fraterniza con la codicia. Y no hay duda, codiciosos eran
casi todos los hombres que dirigían para su provecho, en tierra americana, las
siembras pródigas.
Resulta interesante constatar que mientras en la Madre Patria se
desarrollaba el feudalismo, característica de la Europa medieval, en las Antillas
prosperaba la esclavitud. Esto aparecía como un franco retroceso histórico:
volvíase, en el Nuevo Mundo, a la Edad Antigua. Mas si se estudia a fondo el
fenómeno, una gran interrogación se apodera de los espíritus… ¿Pudieron las
cosas suceder de otro modo? ¿Estaban aquellos hombres —blancos y negros—
preparados para un régimen político económico más igualitario? ¿No era acaso
la fatalidad de su propia incultura y de su civilización rudimentaria, lo que
empujaba al africano hacia la aceptación de aquel doloroso sistema de vida?
Hay un hecho histórico positivo: dondequiera que los conquistadores franceses,
ingleses o españoles pusieron el pie en América, sembraron la esclavitud. Los
mismos aztecas y peruanos, creadores de cultura en tan variados aspectos,
vivieron durante largas décadas coloniales sometidos a una efectiva opresión
esclavizadora.
EMIGRACIONES Y ESTANCAMIENTOS
La esclavitud adquirió carácter legal en las Antillas. El negro fué siempre
para el europeo, bestia de carga. Y no había atenuación ni eufemismo en cuanto
a la realidad de su estado. Desconócense las cifras exactas del número
introducido en Santo Domingo. Pero hay un hecho claro: mientras las nuevas
conquistas alejaban a muchos pobladores blancos, el número de negros y
mestizos iba en aumento.
Parece, no obstante, que la emigración, las epidemias y las guerras, evitaron
la multiplicación rápida de los pobladores. El crecimiento de la población fué
lento… Según un censo de la época, el territorio de la actual República
Dominicana poseía en el año 1822 —tres siglos y cuarto después del
descubrimiento— 70,000 habitantes. Ello denuncia la lentitud con que se fueron
desarrollando todas las manifestaciones de vida, después de constituidos los
núcleos originales, y de haber sido edificadas, a cal y canto, a principios del
siglo XVI, por Roldán, Grunaldo y Briones, las primeras casas de la Ciudad
Primada.
La función de la ciudad como punto de escala forzosa de las expediciones
continentales, influyó tal vez en el auge que adquirió desde los comienzos, su
contextura urbana. Construyéronse iglesias y palacios. Aún ofrecen motivos
de admiración al viajero, entre otros monumentos, la magnífica Catedral, las
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náá lisis de su pasado y su presente)
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ruinas del Alcázar de Diego Colón, y las de los templos de San Nicolás y San
Francisco.
Junto al guerrero vino el colono, y junto al colono, el cura y el legislador.
El guerrero realizaba la conquista y mantenía la paz. El colono explotaba la
tierra. El legislador dictaba la política y dirimía las pendencias. El cura
evangelizaba las razas sometidas, y difundía a su modo, la cultura de la época.
Nacieron en la vieja ciudad la Primera Real Audiencia y la primera Universidad
de América., Pero las masas, sumidas en la esclavitud, no aprovecharon las
enseñanzas monjiles. Salvo excepciones escasas, la instrucción, en manos del
clero, se limitó a un reducido número de hijos de terratenientes, pequeños
comerciantes y funcionarios. Fué instrucción de minorías. No disfrutaban de
ella ni el negro esclavo, ni el mestizo emancipado, ni muchos blancos. Su
labor, además, circunscribíase a la Capital. Las otras poblaciones y los campos
no la conocieron. Hecho que no debe causar extrañeza, ya que la situación era
más o menos similar, durante esos años, en muchos países cultos de la vieja
Europa. Se imponía el contraste: mientras Santo Domingo de Guzmán hacía
galas de su saber y era llamada la Atenas del Nuevo Mundo, a pocas leguas de
distancia predominaban el oscurantismo y la superstición.
Durante toda la época colonial, la economía dominicana sigue siendo
esencialmente agrícola. También se incrementó, en potreros abiertos, la
ganadería. Pero no había comparación entre el movimiento económico de la
isla y el de las otras regiones americanas que apoyaban su riqueza en las
minas. El progreso se estancó. Mermáronse las actividades agrícolas, y toda la
vida del país parecía orientarse hacia la función que la carencia de minas y la
geografía señalaban: ser base económico-militar, guardián de las demás
conquistas de España en el Nuevo Mundo. El movimiento vital no se desarrolló,
por tanto, con propósitos de superación propia. Desenvolver la riqueza significó
mucho menos, ante los ojos de los gobernadores y de la burguesía que se fué
paulatinamente creando alrededor de ellos, que la defensa de los intereses de
la monarquía española en los demás y ricos puntos del Continente. Por eso no
se estimuló el trabajo de la tierra; en cambio, la ciudad fué dotada de magníficas
murallas y espléndidos edificios. No solamente era ella prominente sitio cultural,
sino también bastión, fuerte avanzada del imperialismo español en sus nuevos
dominios. A medida que fueron pasando los lustros se acentuó el carácter
militar de su destino.
LUCHA CONTRA LA ADVERSIDAD
Si el esclavo arrastraba su amargura, debido a su propio estado, el hombre
libre vivía en un desasosiego y un temor continuos. Toda la historia de Santo
Domingo —historia llena de vicisitudes— puede resumirse diciendo que fué
desde temprano una perpetua lucha contra la adversidad. Hoy se manifestaba
el hado adverso en forma de cataclismos geológicos o climáticos; mañana y
siempre, con el bélico perfil. Hubo que combatir las embestidas del pirata
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inglés y los constantes ataques de los bucaneros, corsarios de vida salvaje y
origen normando, que pasaban de la isla Cristóbal a la Tortuga, desolando sin
cesar el territorio del noroeste. La constancia de esa labor corsaria fué favorecida
por el gobierno francés. Establecidos los nuevos invasores en el territorio de la
Gran Isla, obligaron a los españoles a tratar con ellos. Trato que implicó el
primer fracaso de la política imperial española, política desacertada, que
transformó a la Capital en una fortaleza, y descuidó la construcción de bastiones
similares en otros puntos, y de los necesarios caminos que los unieran entre sí.
Ese primer fracaso tuvo el imperio que pagarlo caro. Pues se fué
constituyendo, en la parte oeste de la isla, una nueva colonia, que aunque
tenía las mismas finalidades y características económicas de la vecina,
enarbolaba otra bandera y hablaba una lengua distinta. La fijación de sus
habitantes al suelo no fué empresa fácil; los guerreros españoles hostilizaron
continuamente sus intentos. Pero como el número de soldados hispánicos era
escaso —otro error del imperio— se hizo imposible el mantenimiento de la
lucha. El Tratado de Riswick, al reconocer la soberanía francesa sobre la parte
oeste de la isla —consecuencia fatal de los dos errores anteriores— legalizó
para siempre la invasión y fué la lejana base jurídica de la futura República de
Haití. Desde entonces, el colono español y el colono francés se repartieron el
territorio. En la parte hispánica, diversas familias obtuvieron de la Corte
derechos para la posesión de las tierras. Pero mientras la producción agrícola
de éstas se mantenía a un nivel pobre, los franceses obtenían marcados éxitos
en el desarrollo agrícola de Haití, debido, especialmente, al interés que en él
puso la Metrópoli. Francia no había logrado en la América tropical grandes
conquistas. Por eso brindó toda su energía a la joven colonia.
El nacimiento del “Santo Domingo francés” y su gradual consolidación no
estimularon a Madrid, como era de esperarse, a alentar el progreso de la parte
española. Atraídos los políticos de la Madre Patria por las grandes riquezas de
México y Perú, desdeñaron la hermosa isla, de la cual dijo Colón, en un arrebato,
como los suyos, poético, que “no puede haber tierra que se pueda comparar a
ella en hermosura y bondad”. Mientras a otras regiones de América afluían
nuevos pobladores, y se construían en ellas ciudades y carreteras, la Española
—teatro de los primeros esfuerzos hispánicos en América— permanecía
estacionaria, ajena a las iniciativas progresistas. Sólo las guerras contra el inglés
o el francés cercano quebraban de vez en cuando el hilo incoloro de aquella
quietud negativa. Hubo, es cierto, gobernadores como Zorrilla de San Martín,
que estimularon el desarrollo del progreso atrayendo nuevos inmigrantes y
abriendo las puertas de la colonia al comercio de las naciones neutrales; pero
se trataba de casos esporádicos.
En el Oeste, por el contrario, la población aumentaba, y con ella, las siembras
y los beneficios. El observador superficial, al recorrer en esa época la totalidad
de la isla, creyó tal vez que eran más feraces las tierras occidentales que las de
Oriente. Error. Haití producía más porque se hallaba más poblado y el trabajo
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estaba mejor organizado. La explotación agrícola pudo realizarse en gran escala.
Se contaba para ello con los dos elementos esenciales: el músculo, y una
voluntad fecunda.
TIERRA RICA — HOMBRE POBRE
La escasez de población fué desde entonces uno de los grandes valladares
del progreso dominicano. Y sigue siéndolo. Santo Domingo hace al respecto
contraste con Puerto Rico. No podía esperarse que el país prosperara cuando
la base de toda prosperidad, el factor humano, era pobre. Pobreza que
contrastaba con la feracidad de la tierra. Colón, que se equivocó en tantas
cosas, acertó al afirmar la riqueza de ese suelo. De los 50,000 km. cuadrados
que tiene la actual República, 40,000 por lo menos son cultivables. Con la
ventaja de la diversidad climática, que permite el desarrollo de productos
variados. La isla es montañosa. Los taínos la llamaban “tierra alta”. Tres
cordilleras la recorren de este a oeste, ofreciendo entre ellas valles extensos,
risueños y fecundos. La misma montaña es pródiga: florecen allí los cafetales,
y se cultivan tres veces al año, frutos menores como la papa o la habichuela. La
cordillera central tiene los picos más altos de las Antillas. El pico llamado “La
Pelona” posee una altura de 3,200 metros. Y es motivo de solaz e íntimo regocijo
recorrer a lomo de mulo la espesura de esas montañas. A medida que se va
ascendiendo, el clima deviene más y más suave, hasta convertirse en riguroso.
Hemos sentido, en pleno mes de julio, a 2,200 metros de altura, una temperatura
de tres grados centígrados, cuando amanecía. Regiones hay como las del valle
de Constanza, a 1,200 metros, donde se cosecha con facilidad el manzano y
numerosos frutos de los países septentrionales. El trigo se da fácilmente. De
noche, en estío, la temperatura oscila entre 6 y 12 grados, y de día es raro que
ascienda a 25. Circula sin descanso en esos encantadores parajes una brisa
fresca, que se enfría al anochecer. Durante el invierno se observan a veces en
tales alturas, fríos de 0 grado, sumamente perjudiciales para las siembras. El
campesino ve con pavor la aproximación de esas olas polares. Las casas no
están preparadas para los arrebatos gélidos. Desde el anochecer, se refugian los
pobladores en las cocinas cercanas, donde hacen continuamente fuego.
El ascenso a esas lomas desenvuelve ante la mirada paisajes múltiples. Tan
pronto se llega a una altura vecina de mil metros, nos sorprende el cambio,
casi repentino, de la vegetación; desaparecen los cocotales y las palmeras, y se
desarrolla con todo su donaire, el pino típico e imponente. Camínase entre
pinares frondosos que cubren enormes extensiones kilométricas y acompañan
con su canto la curiosidad y el entrañado júbilo del viajero. Junto al pino
florecen la sabina, el cedro, la caoba, y una infinidad de maderas preciosas
que denuncian la riqueza del país. En los terrenos cultivados, se observa la
lozanía de las siembras: la tierra responde, con gesto generoso, a la invitación
del agricultor. Y las lluvias ayudan, en la mayoría de las regiones, a la
prodigalidad telúrica. Montañas y lluvias engendran numerosas vías fluviales.
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Cuatro grandes ríos dividen el territorio: el Yaque del Norte, el Artibonito, el
Yuna y el Yaque del Sur. Ríos poseedores a su vez de poderosos afluentes que
nacen en el corazón de la serranía y enriquecen con sus aportes la corriente
principal. La multiplicidad de esos “caminos líquidos” constituye una de las
primeras constataciones del viajero. Es doloroso que en el pasado no se
utilizaran esas vías y que aun apenas se utilicen.
Tampoco se le extrae utilidad a las potentes cataratas —especialmente la
del Jimenoa— que posee la República. Los expertos han demostrado que si se
lograra aprovechar la potencia de ese salto, transformando su energía mecánica
en energía eléctrica, se abastecería de electricidad toda la isla. ¡Empresa de
gran trascendencia! Pues Santo Domingo carece, como casi todas las repúblicas
hispánicas, de carbón de piedra, elemento esencial para el desarrollo de las
industrias. La central hidroeléctrica del Jimenoa podría proporcionar, a precios
módicos, el impulso necesario para el movimiento de las máquinas industriales.
Sólo en algunas regiones, como en la del Noroeste, se aprovechó, con fines
de irrigación, el agua de los ríos. En esos puntos, y también en los del Suroeste,
las lluvias son escasas. El aprovechamiento se inició a raíz de restaurada la
tercera República. Con anterioridad a esa fecha, los campesinos del lugar se
daban cuenta de que no podían cifrar grandes esperanzas de mejoramiento
económico en la agricultura. Dedicáronse casi todos al comercio de maderas y
a la ganadería, mientras las poblaciones costeñas orientaban sus actividades
hacia la pesca y sobre todo hacia la explotación, hoy prohibida, de las salinas.
Surgían a veces grandes negocios, como lo fué el corte y la venta del palo
campeche; pero tenían carácter esporádico: los campechales no eran eternos,
su colorante perdió valor ante los progresos químicos.
Esas condiciones geográficas y meteorológicas, la ausencia de una irrigación
adecuada y de vetas mineras, imposibilitaron en los mencionados puntos, el
desarrollo de una riqueza estable. Aparecían aquellas tierras, que son vastas
llanuras, negadas a ofrecer los productos de cosecha anual —café, cacao y
tabaco— en los cuales descansan las esperanzas y los empeños de los
campesinos. Innecesario señalar que el desenvolvimiento y la organización
justiciera de un adecuado sistema de riego traería un cambio básico de esas
realidades económicas.
Las otras tierras, las del centro, este, norte y sur, vieron desarrollarse
diversos cultivos. La caña, el café, el tabaco y el cacao fueron los principales.
Casi toda la parte Norte de la República, conocida con el nombre indígena de
Cibao —piedra dura— se dedicó a cosechar los tres últimos productos. En la
parte sureste, por el contrario, se intensificaron las siembras de caña. Y el
contraste económico entre la caña y el tabaco, magistralmente expuesto por
Fernando Ortiz, se hizo patente: mientras en el norte los dominicanos
conservaron sus tierras, en el sur las fueron perdiendo…1
1. Vidal Lablache. Geografía Universal. Tomo XIX.
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náá lisis de su pasado y su presente)
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La pobreza actual de Santo Domingo no obedece, pues, a una imaginaria
aridez del terreno. Hay que buscar los motivos en otros planos, de naturaleza
política y sociológica. Vivió el país durante la Colonia una vida letal,
interrumpida únicamente por los movimientos defensivos contra la piratería
inglesa y el invasor francés. La población era reducida, y parecía carecer de
interés por las cosas del medio. Sus directores actuaban desligados del terruño;
su vista y sus anhelos se orientaban hacia la península o las ricas regiones del
continente. Sólo el mestizo asomaba en plena ligazón con la tierra. ¿Pero qué
podía él hacer cuando su voluntad estaba subordinada a las voces jerárquicas?
PUGNA DE DOS IMPERIALISMOS
La Madre Patria se ocupaba tan poco de la Española, que después de haber
reconocido el derecho del francés al dominio de la parte oeste, cedió en el
1795, en virtud del Tratado de Basilea, toda la isla a Francia. Esta cesión,
injustificable ante los ojos del pueblo dominicano, de cuyo destino disponía,
sin consultarlo, la Metrópoli, iba a acarrear dolorosas consecuencias en el
futuro. Se hace difícil concebir cómo pudo el Gobierno de Madrid consentir en
ella. El acto aparecía, en efecto, aniquilador de toda una orientación política
secular. La función de avanzada estratégica del Imperio Español en el Nuevo
Mundo, desempeñada por la isla durante casi tres siglos, quedaba
repentinamente anulada. Razones de debilidad política explicaban el hecho.
Pero muchos sin duda se preguntaron si aquello significaba, conjuntamente
con la vieja ausencia de interés económico, una repentina pérdida de interés
militar; si Santo Domingo dejaba ya de tener, para los imperialistas hispánicos,
el valor estratégico que hasta esos momentos se le había concedido.
El hecho ocurrió a raíz de la revolución francesa, movimiento popular que
tuvo inmediata repercusión en Haití. Sobrevino allí en primer término, el
levantamiento “conservador” de los blancos; y después, la rebelión de los
negros. El elemento europeo, terrateniente, usufructuario de las riquezas
haitianas, se levantó en armas contra los principios proclamados por los
enciclopedistas. Su rebelión, francamente reaccionaria, dió origen al
movimiento abolicionista e independentista de los hombres de color. Surgió
la figura de Toussaint Louverture, negro extraordinario por su genio y su
carácter. Y fué tal la violencia del gesto insurreccional, que muchos colonos
franceses, escapados de la matanza, abandonaron sus tierras y plantaron sus
reales en el Oriente cubano.
La República de Haití nació a la vida en cuna de crueldad y sangre. Su
movimiento independentista tuvo inmediata trascendencia social. El esclavo
rompió sus cadenas y se apoderó de las tierras. No podemos restarle nuestra
admiración a aquella gesta.
Se sintió el haitiano dueño de sus destinos e invadió la parte oriental
dominicana. Por dondequiera que pasaban sus huestes, sembraban el dolor y
el aniquilamiento. El campesino dominicano blanco huyó de las costas y del
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valle a la montaña. Se registraron pavorosos degüellos en las poblaciones.
Carecíase de elementos guerreros aptos para combatir aquellas hordas llenas
de odio legítimo. Presas de pánico, numerosas familias dominicanas
aprovecharon la primera ocasión para emigrar a Cuba y Puerto Rico.
Louverture impuso, bajo el disfraz de la dominación francesa, su voluntad
sobre toda la isla. Fué entonces cuando Napoleón envió a su cuñado Leclerc al
frente de 16,000 soldados para reducir a la obediencia a aquellos hombres, y
robustecer, después del triunfo, las posesiones francesas en Norteamérica. La
lucha fué feroz. El europeo no combatía solamente contra el negro, sino también
contra la enfermedad y los rigores del clima. Algunas epidemias, especialmente
la fiebre amarilla, fueron diezmando aquel ejército. A pesar de estos obstáculos,
el gobierno francés, ayudado por los pobladores españoles, se impuso en la
parte oriental de la isla. Pero fué una victoria a lo Pirro… Se habían perdido
miles de hombres, Napoleón se veía obligado a renunciar a sus proyectos en
Norteamérica, y el país quedaba en ruinas. La adversidad seguía persiguiéndole.
Hubo razones psicológicas, raciales y económicas en la colaboración
prestada por el habitante español a los empeños franceses. Temía él ser víctima
de la venganza y la crueldad del negro rebelado; además, aunque el prejuicio
étnico no formaba parte de su índole, la tradición lo obligaba a ver con
repugnancia toda posibilidad de sometimiento a la voluntad del africano, hasta
ayer dominado. Por otra parte, el negro traía la disposición de transmutar no
sólo el orden social, sino también el económico, y las propiedades de los blancos
corrían el riesgo de pasar a manos de los ex esclavos. Todas esas razones
empujaron a los españoles de la isla a ver en el francés a un amigo. El
sentimiento de hostilidad hacia el galo, muy vivo en la península, perdió aquí
toda fuerza. Y quedó una vez más demostrado que el sentido patriótico de las
clases poseedoras oscila en gran parte según la conveniencia material.
La llegada de la expedición de Leclerc tuvo enorme importancia local; su
relativo fracaso, trascendencia americana. La importancia local la señala el
hecho de que el francés evitó la consolidación del régimen haitiano en toda la
isla, y brindó un aporte cuantioso de sangre nueva, que se fué mezclando con
la de los pobladores originales. De esa época data la existencia de numerosos
apellidos franceses en el territorio dominicano. Trajo además consigo, el hombre
galo, su actividad constructora. Pacificado el país, laboróse intensamente por
su revalorización económica, con la base de la esclavitud.
Sucesos futuros denunciarían la trascendencia continental del fracaso de
Leclerc. Napoleón se equivocó en sus cálculos. El creía que su ejército, después
de un triunfo rápido en la isla, podría continuar viaje, casi intacto, hacia la
Luisiana, hecho que, de haberse efectuado, habría dado otra fisonomía al mapa
y a las realidades americanas de hoy. El aniquilamiento casi total de la
expedición quebró, pues, el sueño napoleónico e influyó poderosamente en
los destinos ulteriores de América.
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Desde el punto de vista de la evolución político-social, Haití se encontraba
en esos momentos trágicos, en una posición de mayor avance que Santo
Domingo. Imperaban allí, al menos entre las personas más destacadas, ideas
de libertad y gobierno propio, que los individuos que en esa época se llamaban
de “orden” calificaron probablemente como conceptos de avanzado
extremismo.
En el alma dominicana, por el contrario, no palpitaba aún el ansia de la
nacionalidad. A pesar del régimen francés, la tradición española pesaba
demasiado. Y pesaba, salvo contadas excepciones, sin asomos democráticos,
sin matices de renovación política, ajena a toda influencia de los hombres que
orientaron y realizaron la Revolución Francesa. Surgió entonces lo que se llamó
el movimiento de la “Reconquista”, dirigido por Juan Sánchez Ramírez, con el
propósito de restaurar la soberanía de la Corona Española. Como las ansias
expansionistas de Haití habían sido aparentemente dominadas, las clases
españolas de rango resolvieron romper los lazos contraídos con el gobierno y
el militar francés. Vencido éste en el campo de batalla, capituló. Sánchez
Ramírez no quiso escuchar los consejos que en pro de la independencia le
daba un abogado ilustre, Núñez de Cáceres. Se izó de nuevo sobre el torreón
de la histórica fortaleza del Homenaje, la bandera de la Madre Patria… Volvióse
a la vida monótona de los últimos siglos de dominio hispánico. Y fué tal el
estancamiento y la desidia, que los historiadores llamaron a ese período, el de
la “España boba”.
FRUSTRACIÓN DEL LEVANTAMIENTO BURGUÉS
Algunos hombres eminentes pensaron que era preferible la independencia
a la continuación de ese letal estado de cosas. Pero parecía que la burguesía
dominicana de la época, integrada principalmente por escasos campesinos
holgados, por funcionarios y comerciantes acomodados o ricos, no estaba aún
madura para la germinación de la idea emancipadora. Fué esa burguesía de
criollos la que en casi todos los países de Iberoamérica dió una orientación
renovadora a la epopeya de la independencia y creó las nacionalidades. En
Santo domingo, su impreparación y su consecuente falta de entusiasmo
contribuyeron a la frustración, después del triunfo y una vida efímera, del
movimiento independentista iniciado y dirigido por el Lcdo. Núñez de Cáceres
a fines de 1821. Carecía ese movimiento de perfil democrático; pretendía,
exclusivamente, la ruptura de los lazos políticos que unían a las clases
poseedoras dominicanas con la Metrópoli. Nada se decía en la plataforma de
principios sobre la abolición de la esclavitud. Tratábase, por tanto, de un
pronunciamiento independentista, pero de franca esencia reaccionaria. A pesar
de ello, aparecía él como un paso de avance en el camino de la evolución
político-social; pues era mil veces preferible tener una República esclavista
que una colonia. Por otro lado, Núñez de Cáceres suplía su corta visión
económico-social con una amplia concepción americanista en el plano
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internacional. El estaba convencido de que su obra moriría —como murió—
en la cuna, si ella no se ataba, cual nuevo anillo, a la cadena de Estados
federados creados por Bolívar. Santo Domingo no debía ser, a su juicio, una
República independiente de las demás repúblicas iberoamericanas, sino por
el contrario, un trozo de tierra libre dentro de una Iberoamérica grande,
unida, y libre también. Substituía Núñez de Cáceres el concepto estrecho de
la Patria Chica por el ideal robusto y dilatado de la patria Grande. De ahí el
que pusiera a la naciente República bajo los auspicios de Colombia, la hija
amada del Libertador. Pero Bolívar nada pudo hacer por Santo Domingo,
que había adquirido personalidad jurídica sin ponerse a tono con la médula
del movimiento libertador bolivariano. Boyer, Presidente de Haití, dándose
cuenta de ello, y de la incertidumbre reinante entre los directores de la nueva
República, invadió su territorio, y proclamó la soberanía de Haití sobre la
totalidad de la isla. Impotente Núñez de Cáceres ante el ejército invasor,
entregó, en escena memorable, las llaves de la Ciudad Primada al Presidente
negro.
ACTUACIONES Y CONSECUENCIAS DE LA
DOMINACIÓN HAITIANA
¡Veintidós años duró la dominación de Haití! Para ganarse el apoyo de la
masa de color, uno de los primeros gestos del gobernante extranjero fué la
abolición de la esclavitud. El despotismo caracterizó su régimen. Toda expresión
de hostilidad era ahogada en sangre. Renovóse, ahora en gran escala, la
emigración de familias burguesas españolas. Hombres notables, que
prestigiaban con su sabiduría la Atenas del Nuevo Mundo, se hicieron a la vela
hacia playas cercanas. Muchos se fijaron en Cuba y Puerto Rico.
Aún no se ha hecho un estudio suficientemente hondo sobre la naturaleza
íntima y las consecuencias sociales y jurídicas del régimen haitiano en Santo
Domingo. Innecesario afirmar la trasmutación de cosas por él acarreado. El
pueblo dominicano, compuesto de blancos, mestizos y negros desarrollados a
la sombra de la cultura hispánica, se vió repentinamente dominado por un
gobierno compuesto de hombres de raza negra, sobre cuyas costumbres
semiprimitivas la cultura francesa imprimió ligeras influencias. Había que
distinguir, entre esos hombres, a aquéllos que vivían en plena autoctonía
cultural y civilizadora —hombres que parecían recién llegados del África— y a
los demás —minoría marcadísima— que supieron captar apariencias francesas,
y que utilizaron el ideario de la Revolución del 1789 como arma insustituíble
para la liberación de su raza. A la influencia de estos últimos en el seno del
gobierno se debió la abolición de la esclavitud y la adopción de las legislaciones
y códigos franceses, con sus normas igualitarias ligeramente modificadas.
Medidas éstas de tendencia liberal, en franco contraste con el carácter despótico
de régimen impuesto. Los primeros, que eran los más, y formaban la masa del
ejército invasor, no aportaron, por el contrario, ningún elemento de progreso.
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No lo aportaron, porque se encontraban en estado de inferioridad cultural
respecto al negro dominicano, y porque el número introducido, bastante escaso,
casi no se fijó en el nuevo suelo y tuvo reducidos contactos con sus pobladores.
Aunque por las venas de la masa dominicana de color corría la misma sangre,
había ella asimilado, gracias al comercio secular con españoles y mestizos,
mayores esencias de civilización, y una posición ética más refinada. El español
de los últimos tiempos trató pocas veces a sus esclavos con la violencia y la
rudeza que mostraron los colonos franceses; ellos eran considerados en
ocasiones como miembros de la familia; y se procreaban con sus mujeres,
hijos que recibían a menudo pruebas de afecto similares a las brindadas a los
hijos legítimos. La actitud de esos colonos no era, pues, idéntica a la de aquellos
que vinieron, hacía tres siglos, a imponerse y dominar, mediante una violencia
constante, sobre indios y negros.
El negro dominicano fué así diferenciándose, tanto en la lengua como en
la naturaleza y la expansión espiritual, del negro haitiano. La esclavitud era
para éste una carga infinitamente más dolorosa y pesada que para el otro.
Estas razones, de tipo cultural y social a la vez, empujaron con seguridad al
negro dominicano a abrazar, cuando sonó el grito de independencia y
separación, la causa dominicanista. El motivo cultural ejerció, pues, mayor
influencia sobre su ánimo que el sentimiento de gratitud hacia el haitiano por
haber éste roto, de un plumazo, la coyunda esclavista, y brindado, como
consecuencia de ello, campos para el desarrollo de la iniciativa individual con
posibilidades de enriquecimiento económico. Aparentemente, el factor psíquico
—los motivos culturales— predominaba sobre un factor de tipo material, el
mejoramiento económico, contradiciendo una de las leyes fundamentales de
la teoría marxista. Apreciación superficial y errónea, ya que cuando analizamos
las cosas constatamos que el cambio de bandera no implicaba para esos exesclavos, riesgos de perder las posesiones que ellos pudieron adquirir en el
curso de las últimas dos décadas. La pugna no asomaba, pues, entre un elemento
de tipo espiritual y otro material, sino entre dos factores espirituales: el
sentimiento de gratitud hacia el invasor por un favor grande ya casi olvidado,
y el conjunto de posiciones y proyecciones psíquicas que informaban una
cultura, posiciones y proyecciones a las cuales fue dando firmeza, relativa
conciencia y orientación trascendente la prédica de la mística patriótica.
Si de ese modo se manifestaron los negros dominicanos, que tenían motivos
étnicos y político-sociales para sentirse vinculados a Haití, aparece como un
fenómeno lógico que el mulato, emancipado por lo general desde hacía tiempo,
y el hombre blanco, encaminaran sus pasos, con mayor fuerza y precisión,
por idénticos senderos. En el blanco, la psicología netamente española se
presentaba con sus más auténticos relieves; el mestizo a su vez —mayoría ya
para esa época— se sentía dueño de una idiosincrasia psíquica propia, que
utilizaba para su expresión los instrumentos hispánicos. Esa idiosincrasia estaba
ya creando, al paso del tiempo, una nueva forma de cultura, con su genuino
sello personal, ramificada hacia los campos del arte y de la ética. El haitiano,
50
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poseedor de otras formas y sentidos de vida, tenía forzosamente que chocar
con las realidades culturales de estos blancos y mestizos, y aun negros,
dominicanos. Se trataba de dos naturalezas demasiado distintas para que
pudieran vivir en armonía o formar una inmediata simbiosis. El choque tuvo
sus primeras consecuencias bélicas casi a raíz de la invasión, cuando un grupo
de españoles y mestizos se levantó en armas contra el nuevo régimen en el
pueblo de los Alcarrizos. Sofocada esta conspiración, el violento rigor del
régimen impidió el estallido de nuevas manifestaciones de protesta. Pero el
choque seguía produciéndose en silencio, de alma a alma, sin expandirse, por
imposibilidad material, en gestos insurreccionales. El dominicano —negro,
mestizo o blanco— no se sentía contento con la dominación vecina. Sólo
minorías insignificantes manifestaron satisfacción. Minorías compuestas por
algunos negros y mestizos rebeldes al español, y por blancos y mestizos sin
personalidad, especuladores de todas las situaciones. Nada pudo esa minoría
contra el sentimiento colectivo. Nada pudieron tampoco las medidas
estratégicas, como el reconocimiento del derecho a la representación
congresional, adoptadas por el hábil gobernante de Haití. El ansia de la
separación estaba en el ambiente: sólo le faltaba encontrar cauces para
manifestarse.
SEGUNDA
PARTE
Brote y
crecimiento
CAPÍTULO I
Estallido y
consolidación
Esa entidad, ignorada del mundo, y
de si misma, era un pueblo, era la nación.
EUGENIO M. DE HOSTOS
Era lógico que los hombres de mayor relieve intelectual reconocieran los
avances que en el campo de las instituciones jurídicas provocó la dominación
haitiana; pero poco significaban esos avances, sobre todo ante los ojos del
blanco y del mulato, cuando la libertad, en casi todas sus manifestaciones,
estaba yugulada, y el sentido de la personalidad histórica anulado por el rigor
de un despotismo extraño. Esa opresión —opresión de un pueblo que hablaba
otra lengua, reaccionaba de un modo diferente ante el mundo y la vida, y era
considerado hasta ayer como de tipo inferior—, dió al blanco dominicano, al
mestizo, y también al propio negro, conciencia de su personalidad y su destino.
Rompiendo la regla establecida por los demás países de la América
Hispánica, la verdadera independencia dominicana no se realizó contra el
español, sino contra el haitiano. Por eso el movimiento no puede ser juzgado
del mismo modo que los demás movimientos emancipadores acaecidos en las
tierras suramericanas: como una guerra civil entre españoles monárquicos, y
españoles o criollos republicanos. Fué más bien una guerra de razas,
civilizaciones y culturas. Lograda la victoria, muchos de los avances jurídicos
introducidos por Haití en la arquitectura institucional dominicana,
permanecerían. Una palabra sintetizó todo el contenido del gesto y del anhelo:
separación. Urgía, en efecto, separarse de Haití, y adquirir posibilidades de
gobierno autónomo; formar una nacionalidad en armonía y dependiente de la
idiosincrasia y la voluntad del pueblo; disponer, en síntesis, sin intervención o
sumisión a poderes extraños, de los propios destinos.
El país estaba integrado a la sazón por una burguesía o clase elevada,
compuesta de algunas familias de raza blanca; burguesía que llevaba por lo
común vida urbana, dedicada al comercio, la burocracia de relieve y las
54
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profesiones lucrativas. Al lado de ella se movía una numerosísima clase media,
formada por hombres blancos, mestizos y negros que vivían menos en las
ciudades que en los campos, dedicados allá a los pequeños negocios u oficios,
y aquí a las labores agrícolas; clase media de poco brillo social, ilustración y
capacidad intelectual y económica. Junto a estas dos clases, y dedicada a
servirles, encontrábamos a una clase proletaria, escasísima en número, formada
en su gran mayoría por negros que trabajaban por salarios ínfimos en las
pequeñas industrias urbanas, se alquilaban como criados, o brindaban su labor
al terrateniente.
Las tres clases fueron partes actuantes del movimiento emancipador. La
burguesía, como en los demás países de América, lo dirigió. Pero las masas
pobres prestaron entusiastas su concurso, posibilitando el triunfo. La sociedad
secreta “La Trinitaria”, fundada por Juan Pablo Duarte, orientó y canalizó los
impulsos. Hombre de relativa cultura, grandes prendas morales y extraordinario
espíritu de sacrificio, Duarte comprendió la angustia de su pueblo y se entregó
de alma y cuerpo a la tarea libertadora. Fué el apóstol, el animador. A su lado
brillaron las figuras de Sánchez, Pina, Mella, y muchas más. Alejado por el
ostracismo en playas venezolanas, no le tocó la gloria de dirigir la maniobra
militar de la insurrección, que se realizó el 27 de febrero de 1844 con pleno
éxito. Capituló en la Fortaleza del Homenaje, el gobernador haitiano Desgrotte.
Intervino en dicha capitulación, de modo decisivo, el ministro francés.
Constituyóse una Junta de Gobierno, integrada por elementos de acrisolada
pureza y sincero patriotismo, y también, desgraciadamente, por individuos
que no tenían fe en la viabilidad de la República y que buscaban el apoyo o el
protectorado de grandes potencias. El peligro haitiano unificó, por un tiempo,
a esos hombres. Habían salido ejércitos de Port-au-Prince para combatir la
nacionalidad recién nacida. Carecía el país de generales de experiencia; las
circunstancias los crearon. Duvergé, figura inmaculada y epónima, y sobre
todo Pedro Santana, derrotaron al enemigo.
Como era de esperarse surgió, aureolado por el prestigio de la victoria, el
personalismo político. Santana comprendió que él era dueño de la situación.
Se adueñó del poder. Una constituyente reunida en San Cristóbal votó la
Constitución de la República. Y se inició entonces la gran contradicción de
nuestra América: se proclamaron los principios de una democracia absoluta,
sin restricciones, cuando la masa no tenía suficiente preparación educacional
para su ejercicio.
EL INSTINTO TRIUNFA SOBRE LA RAZÓN
Desde entonces, todo el movimiento emancipador tuvo que aparecer ante
los ojos del sociólogo, más como un arrebato instintivo que como el resultado
de un plan táctico organizado, hijo de concepciones y conclusiones racionales
sobre la realidad social imperante. La misma Sociedad “La Trinitaria” parece
haber dirigido sus actividades más hacia la elaboración material del complot,
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náá lisis de su pasado y su presente)
55
que al delineamiento de un programa de gobierno adecuado a las
condiciones del medio. Hubo, en suma, predominio de la parte afectiva,
que requería la creación de la Patria, sobre la parte racional, que brindaba
los medios para la organización científica de esa misma Patria. La razón
cedió ante el instinto. Demás decir, empero, que aun cuando algunos
hombres superiores hubieran tratado de enmarcar el movimiento dentro
de normas ideológicas derivadas del estudio de la realidad, el instinto se
habría inmediatamente impuesto, como se impuso en Venezuela sobre la
concepción teórico-práctica de Bolívar. Sólo al cabo de algunos lustros
hubieran podido aquellas normas dar frutos.
El movimiento tuvo, pues, un definido carácter romántico. Acudía al
sentimiento, lo alentaba, ignorando o desconociendo la fuerza de la razón. La
continuación de la lucha contra Haití acentuó esa tendencia afectiva. Lo que
importaba, en aquellos momentos, no era tanto organizar la Patria, sino
consolidar su creación. Ello sólo podía lograrse reconociendo la jerarquía de
los hombres de espada. Por eso la masa apoyó espontáneamente a Santana;
pero él no supo responder, con medidas de altura, a ese apoyo. Obró con
mano fuerte. Se ensañó contra muchos hombres puros que habían contribuído
a la creación de la Patria, expulsándolos o asesinándolos. Pero era honesto. No
se manchó con el oro del peculado.
Vimos entonces aparecer un fenómeno frecuente en tierras
iberoamericanas: la intelectualidad corrompida medró al lado del tirano. El
gobierno de Santana fué una dictadura militar apoyada por la intelectualidad
amoral y escéptica. Formáronse desde esos momentos dos tendencias políticas
capitales: la del personalismo hueco y oligárquico, representado generalmente
por espadones sin capacidad de pensamiento ni fe en los destinos patrios, y la
del liberalismo romántico, defendida casi siempre por hombres civiles,
dispuestos a un sacrificio total en aras de la República. Los caudillos que
personificaron la primera tendencia encontraron el respaldo de muchos
elementos destacados de la burguesía, que subordinaban el interés de la patria
al suyo propio. Fue entre éstos que comenzó a abrirse campo la tendencia
anexionista; algunos creían sinceramente que la República no tenía condiciones
para subsistir; otros —los más— escondían detrás de esa afirmación las ansias
de garantizar las posesiones y riquezas de que gozaban, posesiones y riquezas
amenazadas por las violencias de las guerras contra Haití y las probables
discordias intestinas. Los liberales, por el contrario, expresaban su fe en la
perdurabilidad de la Patria. Los más destacados de ellos pertenecían con ligeras
excepciones, a la clase media; esa clase, y también la proletaria, brindaron
masa al movimiento. Los anexionistas no se atrevían muchas veces, por temor
al sentido patriótico de estas últimas clases, que formaban la gran mayoría del
país, a expresar abiertamente sus miras.
Por desgracia, el movimiento emancipador no produjo hombres puros con
una visión político-social exacta. Entre los liberales, la intelectualidad aparecía
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ceñida a principios democráticos de casi imposible aplicación; creía en la
administración del país bajo legislaciones norteamericanas o suizas. Por el
otro lado, los caudillos que encarnaban la tendencia personalista, carecieron
casi siempre de un ideal; obedecían a instintos. No engendró Santo Domingo
en esa época figuras del genio, la virtud y la visión realista de Bolívar, Morelos
o Martí. De aparecer, hubieran sido de seguro víctimas. Pues ni el cesarismo
procaz ni el liberalismo romántico podían de por sí resolver los problemas
nacionales e iniciar, en medio de tantos obstáculos como los que existían, la
organización pacífica de la República. Y como la mezcla o el equilibrio de
ambas tendencias se dificulta o casi se imposibilita en la práctica, el pueblo
dominicano se entregó en manos de estas fuerzas, frutos naturales, espontáneos,
del estado cultural de la época. Los hombres alertas tuvieron que darse cuenta
de la fatalidad de ese período de transición amarga. El panorama no podía ser
más dramático: la República, sin haberse encontrado a sí misma, luchaba contra
los enemigos del exterior y sus colaboradores internos. Aquello era algo
inevitable… Las acechanzas del extranjero, la tiranía, la vida turbulenta,
engendrarían un gran dolor, momentáneamente irremediable.
EL PUEBLO EN MANOS DE LOS LÍDERES
El pueblo analfabeto, ignorante de lo que significaban las conquistas de la
democracia jurídica, alentaba, sin embargo, en la intimidad de su corazón,
ardientes entusiasmos, y confianza segura en los altos destinos de la Patria.
Pero no sabía cómo organizarla. Y en su ingenuidad, se dejaba muchas veces
engañar por el demagogo. Su reducido desarrollo cultural impedía que él
obedeciera a ideas; era el prestigio de los hombres, especialmente de los héroes
en la lucha contra Haití, lo que lo atraía. Asomó, pues, un marcado e inconsciente
dualismo en su actitud. Siendo de tendencia liberal, se puso a menudo al
servicio de los caudillos que simbolizaban la reacción, el despotismo, y lo que
es peor, el desamor y la desconfianza en la perdurabilidad de la Patria. El
personalismo cesarista encontró, por lo tanto, campo fértil en la escasa
instrucción de la masa. Y se impuso, como rasgo fundamental de la vida política,
sobre la tendencia liberal.
Había motivos accesorios para que las cosas sucedieran de ese modo. Uno
de ellos fué la ausencia casi total de reivindicaciones económicas. Cuando se
logró la independencia, el pueblo era más o menos dueño de la tierra. No
existió, pues, la causa capital de revolución agraria. Santo Domingo hacía
contraste con lo que sucedía en México, donde el rescate de la tierra aparecía
como el móvil consciente o inconsciente de los diversos movimientos
revolucionarios populares. Las guerras fratricidas dominicanas carecieron —y
ello es sumamente importante— de carácter económico-social. La población
era iletrada y escasa. Para la época, según testimonio de Mr. Hogan,
norteamericano que actuó en calidad de Agente Comercial, la República contaba
aproximadamente con 230,000 habitantes, de los cuales 100,000 eran blancos,
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náá lisis de su pasado y su presente)
57
40,000 negros, y el resto mestizos.2 La adquisición de propiedades agrícolas
era sumamente fácil. Todo individuo deseoso de poseer un pedazo de tierra
extendía una cerca —y aun en la actualidad la extiende— en un terreno
comunero, y compraba a los poseedores de los títulos que lo cubrían, uno o
tantos pesos o porciones, por sumas módicas, logrando de ese modo derechos
de propiedad inalienables. Cercar el terreno y cultivarlo ofrecía de por sí, aun
sin la compra del peso de título, ciertas prerrogativas que el uso otorgaba.
¡Restos de la legislación española! Así se fué extendiendo la pequeña propiedad
rural al través del territorio de la República. Cada familia campesina adquirió
una porción de tierra y extraía de ella el material necesario para su subsistencia.
Por eso, durante muchos años, el proletariado rural formó una clase sumamente
reducida en número. Lo que más abundaba era el pequeño propietario, es
decir, la clase media campesina. Sobre ella, ignorante, pero llena de
extraordinarias virtudes, ejercían manifiesta influencia el cura católico, el
pequeño cacique político de la comarca, y el gran comerciante de la ciudad
bajo cuya dependencia político-económica se desarrollaba el agro. Como los
intereses de esos caciques y comerciantes estaban a menudo en riña con el
auténtico bienestar de la Patria y con el bienestar económico inmediato de los
mismos campesinos, se vió en muchas ocasiones a estos últimos actuar, sin
saberlo, en contra de sus propios sentimientos y conveniencias. En síntesis, el
campesinado, que forma en su casi totalidad la clase media del país, fué
corrientemente instrumento dócil en manos de una burguesía urbana reducida
en número, carente de ideales patrios y de sentido social avanzado. Por suerte,
su instinto perspicaz descubría a menudo lo que la razón ignoraba. Bastaba
que la voz de un hombre puro señalara en plena montaña las maquinaciones
de los caudillos o los comerciantes sin ética, para que la protesta de todos esos
campesinos repercutiera en las oficinas gubernamentales.
Fué a principios del presente siglo cuando la gran factoría azucarera
comenzó a interesarse en la posesión de nuestro suelo. Surgió entonces, como
consecuencia lógica, el latifundismo foráneo, que nunca llegó a adquirir,
felizmente, las alarmantes proporciones que adquirió en Cuba y Puerto Rico.
Con excepción de algunas tierras de las provincias de San Pedro de Macorís,
Barahona y Seybo, el dominicano es, en términos generales, dueño de su
terruño. Sólo lograron establecerse 10 ingenios azucareros, cuyas propiedades
cubren menos del 10% del territorio nacional cultivado.
Dueñas de las tierras, y ajenas a toda inquietud reivindicadora de carácter
económico, las masas incultas se entusiasmaron con los prestigios guerreros.
La victoria contra Haití creó en el alma popular un positivo ardor patriótico.
Los generales vencedores, especialmente Santana, atrajeron la simpatía de los
soldados. El predominio del elemento militar sobre el civil se hizo, desde
entonces, hecho notorio, que las luchas de los primeros tres lustros acentuaron.
2. Sumner Welles — Naboth’s Vineyard. Tomo I.
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Haití no se conformó con perder su poderío sobre el territorio vecino; lo invadió
repetidas veces. Vivióse en pie de guerra. A pesar de que un Congreso se
reunía en la Capital, y de que se había promulgado una Constitución
democrática, el Presidente de la República actuaba casi siempre en forma
dictatorial.
EL CESARISMO Y LA ANEXIÓN DE LA REPÚBLICA
El primer período de vida republicana, que duró hasta marzo de 1861, no
fue más que una sucesión, con muy escasas excepciones, de recias autocracias
cesaristas. La Constitución escrita estaba en pugna con la constitución de las
cosas. Báez y Santana se dividieron el poder. El primero era hombre de
indiscutible capacidad política, pero de ética nula. Nos recuerda la frase de
Bolívar: “La inteligencia sin probidad es un azote”. Santana, hombre de dotes
militares innatas, aparece como el caudillo instintivo. Ni el uno ni el otro tenían
fe en los destinos de la República. Pero tampoco aceptaban, especialmente el
segundo, la sujeción a Haití. Ambos recibieron el respaldo de los elementos más
destacados de la intelectualidad burguesa, que se mostraba también contraria a
Haití, pero que alentaba principios reaccionarios y una total desconfianza en
las posibilidades del país para mantener su independencia. Estos intelectuales
se sintieron apoyados en su actitud por algunos comerciantes dominicanos y
extranjeros, y por casi todos los burgueses que temían perder en la guerra las
riquezas adquiridas. Sin tregua, conspiraron ellos contra la República. Esta se
encontró, pues, desde su nacimiento, con un cuerpo organizador de enemigos
que la combatía desde las posiciones más encumbradas.
Nada pudieron hacer los liberales, quienes prendieron en los espíritus la
llama independentista, contra esos hombres, cuyos consejos eran atendidos
por Santana y Báez. Si algo tendió a demostrar, empero, la potencialidad de la
naciente República, fué justamente el hecho de que a pesar de detentar el
poder durante 15 años el grupo que sin cesar la hería a mansalva, fué sólo
gracias a la violencia como se impusieron, más tarde, los proyectos proditorios.
Violencia inútil, ya que el pueblo, unificado, rescató, en lucha heroica, la
soberanía perdida.
Haití no era el único Estado que amenazaba a la joven República. Santo
Domingo se convirtió en esa época en punto de interés y campo de intrigas
para los imperialismos europeos y para el imperialismo norteamericano. En
repetidas ocasiones, Báez y Santana, estimulados por la burguesía que los
rodeaba, buscaron el apoyo o la anexión de la República a Francia, Inglaterra,
España, o los Estados Unidos. Puede asegurarse que si la anexión a la Madre
Patria se efectuó en el año 1861 y no antes, fué especialmente debido a que las
rivalidades de los diversos imperialismos evitaron la consumación anterior
del hecho. Parece que el gobierno norteamericano sólo en escasas ocasiones
mostró durante esa época verdadero interés por la posesión de la República.
La tesis del “destino manifiesto” era vivamente combatida por liberales
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
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norteamericanos. El ansia de la expansión político-económica hacia territorios
del Sur no parecía aún abarcar puntos lejanos como los de la zona del Caribe.
Francia e Inglaterra mostraban también marcado titubeo. Lo que no fué óbice
para que expresaran violenta oposición cuando Santana, en una de sus
administraciones, estuvo próximo a concertar con Washington un Tratado
que daba ciertos derechos sobre la bahía de Samaná.
Mayor interés demostraban los políticos burgueses en ofrecer la República
a cualquier potencia extranjera, que ellas en aceptarla. El temor a Haití, y la
carencia de medios nacionales con que desarrollar independientemente el
país, eran las razones esgrimidas por esa burguesía traidora, para justificar
sus velados y conscientes actos. Por suerte, mientras éstos se realizaban, las
energías populares se orientaban hacia la defensa del territorio nacional
invadido. Había la firme resolución, por parte del pueblo, de vencer
definitivamente a Haití y consolidar la nacionalidad. La guerra tuvo la virtud
de afianzar en la numerosa clase media, el proletariado y la escasa burguesía
liberal, la idea y el sentimiento de la patria. Mientras la intelectualidad
corrompida ofrecía la República a la potencia que con mayor presteza se
apoderara de ella, el patriotismo se hacía manifestación diaria en el alma de
las masas. Empujaba al sacrificio. Desde esos días, los dos campos quedaron
bien delineados: el del burgués codicioso y amoral residente en las ciudades,
que usa del espadón ignorante y fiero para la consolidación de sus privilegios,
y el de la clase media, urbana y rural, que unida a la clase proletaria, defiende
los principios éticos, y trabaja sin ostentaciones ni flaquezas, por el
mejoramiento colectivo.
La multitud que luchaba, tanto en el ejército como en retaguardia, contra
el haitiano, comenzó entonces a tener conciencia de lo que significaba la
personalidad nacional. Mientras los generales se improvisaban, y surgían, en
el campo de batalla, los héroes, la patria ahondaba y solidificaba sus cimientos.
De ahí que la tendencia anexionista chocara con la firme oposición de la
mayoría. De ahí que las gestiones realizadas en ese camino, se llevaran a cabo
a puertas cerradas, en el hermetismo de las oficinas diplomáticas. De espaldas
al pueblo, sus directores sin merecimientos traicionaban al pueblo mismo.
REACCIÓN POPULAR CONTRA LA TRAICIÓN DE LOS
DIRIGENTES
Santana, aconsejado y respaldado por el intelectual y el comerciante
burgués, obtuvo la reincorporación del país a España a principios del año
1861. El anexionismo logró sus objetivos inmediatos. La tendencia imperialista
española se impuso sobre los demás imperialismos en lucha. Retornóse a la
colonia, pero el pueblo no se sometió al nuevo hecho. Surgió a los pocos meses
el movimiento restaurador de la República. El territorio se inundó de sangre.
A fuerza de extraordinarios sacrificios, la masa demostraba su inquebrantable
voluntad de no soportar yugos extraños, aun fuese el de la Madre Patria.
60
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Junto al motivo de carácter romántico, el movimiento tuvo otras causas
fundamentales o accesorias. El General La Gándara las señala en su obra:
“Anexión y Guerra de Santo Domingo”: Existían quejas… “que España no se
hallaba en posición de atender, ya que vicios similares del propio gobierno
español se desatendían… La oligarquía original de Generales y comerciantes
que gobernaba a Santo Domingo fué reemplazada por otra oligarquía de
oficiales españoles; y los males empeoraron en vez de mejorar, ya que la única
panacea que ofrecía España a su nueva colonia, es decir, el sistema de
centralización y monopolio que gobernaba en la Península, en lugar de cautivar
y aplicar, más bien tendía a provocar, como ha sucedido siempre, descontentos,
dando origen a las terribles crisis que la sociedad moderna resuelve en el
campo de batalla”…3
La existencia de esos motivos tanto en España como en Santo Domingo
daba al movimiento dominicano un perfil esencialmente liberal y progresista.
Luchaba el pueblo por la abolición de las prácticas reaccionarias y de los
numerosos abusos y privilegios que la monarquía española trasplantó al suelo
de América. Ello denunciaba claramente el carácter “civil” de la guerra, en
oposición a la lucha independentista contra Haití, desprovista de marcados
incentivos de renovación económico-social. Esta vez se luchaba no sólo contra
la privilegiada situación de los militares y comerciantes peninsulares, sino
también contra las instituciones jurídicas retardatarias y el sistema de
centralización y monopolio impuesto por el régimen.
Estos factores provocaron un acentuado cambio de opinión en buen número
de elementos destacados de la burguesía. El Gobierno, en vez de proteger y
garantizar las posesiones y posibilidades de desarrollo financiero de éstos,
que era lo que aconsejaba la buena estrategia, las obstaculizaba o hacía mermar
con leyes y reglamentos inadecuados. No podía ofrecer el gobernante
monárquico español una prueba más fehaciente de incapacidad política; captóse
así la aversión de muchos elementos con los cuales, por su amoralidad, hubiera
podido contar a ciegas, en caso de haber empleado una táctica más acertada y
hábil.
No fué, empero, esa burguesía amoral la que encendió la chispa de la
rebelión. Nació ésta en la entraña de la clase proletaria y de la clase media. Sus
primeros jefes fueron individuos netamente del pueblo, que carecían de grandes
riquezas y de buenas letras. Algunos eran hasta analfabetos.
El Cibao, poseedor de una clase media campesina sumamente numerosa,
fué el teatro donde se iniciaron las primeras escenas de la armada rebeldía.
Encendida la chispa, apareció un fenómeno sumamente interesante: parte de
la burguesía de la región se sintió ganada por el ideario liberal-democrático y
apoyó abiertamente, sin ninguna clase de restricciones, el desenvolvimiento
3. Traducción del inglés.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
61
del gesto insurreccional. Ese grupo de burgueses puros, a la cabeza de los
cuales se encontraban Ulises F. Espaillat, Benigno Filomeno de Rojas, Manuel
de Jesús Bonó y Máximo Grullón, entre otros, actuó desde entonces como guía
intelectual del movimiento. Su actuación corre parejas con la realizada por
aquellos desinteresados e ilustres burgueses que formaron con Juan Pablo
Duarte, en la época haitiana, la sociedad “La Trinitaria”. Si la burguesía pura
de la parte sur de la República fué orientación y estímulo del movimiento
separatista contra Haití, la burguesía cibaeña pura ejerció idénticas funciones
contra España. Su comportamiento fué tan meritorio, su espíritu de sacrificio
tan marcado, que las familias de sus prohombres adquirieron desde entonces
una brillante aureola de gloria, e inspiraron el afecto y el respeto de las clases
inferiores. Sobre esas clases ejercieron ellas una marcada influencia, que se
prolongó, ya sin razones, hasta la época presente.
Es positivamente cierto que los intelectuales que integraron este grupo
tenían conocimientos y capacidad mayores que las de aquellos que apoyaron,
en la Capital, el movimiento separatista. No podía, sin embargo, exigírseles
que se adelantaran demasiado a su época. Fueron, pues, lo que invariablemente
tenían que ser: liberales románticos, que creían ciegamente en los postulados
de la Revolución Francesa, y descuidaban el estudio de las realidades
sociológicas y económicas junto a las cuales vivían. Aspiraban casi todos esos
hombres, como los ideólogos venezolanos que tanto combatió Bolívar, a curar
los males de la patria con medicinas adecuadas para el tratamiento de
enfermedades de pueblos extrañas en naturaleza biológica y condiciones
económicas y culturales. No quiere ello decir que dejaran de mostrar de vez
en cuando aciertos. Espaillat, por ejemplo, denunció la realidad imperialista
norteamericana. En una carta célebre dijo: “Debemos vivir en el futuro bajo la
sombra del temor y de una constante alarma, en razón de la política de
conquista de la gran República del Norte”.4
GREGORIO LUPERÓN, GLORIAS Y AMARGURAS DEL
TRIUNFO
El movimiento fué mucho más sangriento y dramático que el
desencadenado contra Haití. Se incendiaron ciudades; se combatió con ardor
y sin tregua. Los mismos extranjeros admiraban aquella lucha titánica de un
pueblo reducido en número, pero inflamado de fe patriótica, contra un enemigo
infinitamente superior. Surgieron entonces algunos de los hombres más
notables que el país ha producido; brotaron ellos de todas las clases sociales.
Se destacó de nuevo la espada de un adalid probo de las guerras contra Haití,
el general José María Cabral, bajo cuyas órdenes hizo sus primeras armas el
futuro Libertador de Cuba, Máximo Gómez. Y apareció la singular figura de
Gregorio Luperón, personalidad cimera, de valor ilimitado, patriotismo sin
4. Véase Sumner Welles. Obra citada, Tomo I.
62
J U A N
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doblez, espíritu claro y mentalidad fecunda. Fué él, a nuestro juicio, el varón
más sobresaliente entre todos los dominicanos. Mulato hercúleo, de origen
casi desconocido, es magnífico prototipo del hombre que se hizo por sí solo.
Militar sin escuela, pero de vocación, pensó, como Bolívar, que la espada debía
estar siempre al servicio de las leyes y el progreso humano. Hijo de la clase
proletaria, sus destacadas dotes intelectuales y patrióticas lo llevaron a ocupar
posiciones jerárquicas. Fué el idealista práctico, el político sagaz que no ignoraba
las condiciones del medio ambiente y pedía para su reforma leyes de acuerdo
con el momento sociológico; el hombre que dijo: “No tenemos nada y vivimos
y pensamos como si lo tuviéramos todo. El porvenir de una libertad no ilustrada
es un absolutismo idiota”. Su posición intelectual contrasta bastante con la de
los ideólogos románticos que modelaron su pensamiento al calor de las culturas
europeas. Mientras éstos parecían vivir algo alejados de la intimidad de su
pueblo, y desconocían sus esencias, Luperón se perfila como síntesis individual
de ese pueblo, en marcha hacia el modelamiento de una personalidad definida.
Después de una lucha cruenta, Madrid cedió. Y partieron los soldados
españoles de la primera tierra americana conquistada por sus abuelos.
Sucedieron estos hechos en el verano de 1865.
Readquirida la independencia, los líderes más puros del movimiento
procuraron consolidarla. El instante era dramático pues la guerra había
acarreado desorganización, paro de las actividades productivas y gasto
inusitado de energías. Ciudades y campos habían sido arrasados por el incendio,
y la población, pobre en número antes de iniciarse la lucha, aparecía sumamente
reducida. Era, claro está, labor ardua la que tendrían que realizar aquellos
hombres para encauzar por senderos de libertad y orden el desarrollo de la
renacida República. Los más desinteresados constataron con seguridad que a
los obstáculos de índole demográfica y material que se oponían al aludido
desarrollo, agregábase uno de gran importancia, ya que él había ejercido segura
influencia en la agonía y la muerte del primer ensayo independentista: nos
referimos a la preponderancia que sin duda iba a ejercer el elemento militar
sobre el desenvolvimiento de numerosas actividades públicas. Asomaba el
fenómeno como inevitable… La guerra creó las reputaciones guerreras; ya
creadas, y constituída la nacionalidad, ellas pretenderían proyectarse sobre lo
político. El hecho hubiera sido tal vez beneficioso si todos los hombres de
espada que siguieron actuando hubieran poseído la visión práctica, el sentido
patriótico y la capacidad de estadista que mostró casi constantemente Luperón.
Por desgracia, no fué ese el caso. Algunos, como Cabral, atesoraban solamente
dotes militares y amor a la Patria; otros, como Pimentel, aparecían como
hombres sin orientación fija ni entereza moral. Alrededor de los de este último
tipo fueron formando coro los descreídos y aventureros de todas las clases, y
sobre ellos ejerció perfilado poder, gracias a su cultura y posición social, la
gran mayoría del elemento burgués. Muchos de esos burgueses, un buen
número de los hombres de la clase media, y algunos proletarios que por sus
méritos o habilidades subieron de categoría social, fueron creando, con el
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náá lisis de su pasado y su presente)
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apoyo del espadón ignaro, una profesión nueva, que el sociólogo señala como
enfermedad infantil de los Estados: la profesión de la politiquería.
El politiquero desprecia y se burla de los sagrados intereses nacionales;
busca en el ejercicio de su profesión un modus vivendi, y si posible, ocasiones
de enriquecimiento rápido. Aun habiendo salido de la clase media, o
permaneciendo en ella, adopta la posición egoísta y amoral de la gran mayoría
de los burgueses. Esa posición tuvo hasta ayer restricciones y límites. Así, el
politiquero de la primera y segunda República, —especialmente el de la clase
media—, se manifestó casi siempre leal a su partido, y sufría enojo cuando le
hacían proposiciones de traición.
PERSISTENCIA DEL ANEXIONISMO
A pesar del fracaso de la anexión a España, el anexionismo subsistió como
tendencia política. El hecho, que ha sorprendido a tantos historiadores, no
debe, a nuestro juicio, causar asombro. El está, en efecto, íntimamente ligado
a las realidades económicas y a las divisiones de casta. La alta burguesía temió,
como a raíz del 1844, la pérdida de sus riquezas en las luchas intestinas, y
buscó, mediante el sometimiento,, el apoyo de los poderes del exterior. Un
gran porcentaje de los restauradores más sobresalientes, al darse cuenta de
esa dolorosa realidad, formaron entonces un partido con tendencias
nacionalistas y democrático-liberales, al cual dieron el nombre de “Partido
Azul”, en contraposición al “Partido Rojo”, eminentemente personalista y
antipatriótico, cuyo jefe era Báez.
Fracasados, en gran parte por incompetencia, los gobiernos de Pimentel y
de Cabral, acaeció un fenómeno que causó la indignación del patriota: a pesar
de haber aceptado durante la lucha restauradora la banda de Mariscal español,
Báez fué llamado de nuevo a ocupar la Presidencia de la República. “Profundos
e inescrutables secretos de la Providencia —dijo a la sazón Meriño—. Mientras
vagábais por playas extranjeras, extraño a los acontecimientos verificados en
nuestra Patria… tienen lugar en este país sucesos extraordinarios…”5
Nada de extraordinario tenían en realidad aquellos sucesos. Eran más bien
ordinarios, puesto que significaban una nueva culminación momentánea de
la poderosa tendencia anexionista. Esa tendencia, por la cual luchaban,
tesoneramente, los intelectuales corrompidos y los mercaderes de la burguesía,
no se manifestaba a las claras; sus propugnadores fueron, sin embargo, lo
suficientemente hábiles para atraer masa al partido que la propugnaba. Lo
hicieron sirviéndose de la prebenda a líderes de las pequeñas y grandes
comarcas, y de la siembra del prestigio caudillista en el corazón de las
colectividades incultas. Estas colectividades ignoraban que los líderes del
partido rojo no tenían fe en la capacidad del país para el mantenimiento de su
5. José Gabriel García. Historia de Santo Domingo. Tomo IV.
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independencia; ellas sólo sabían que Báez era un “gran hombre”, y simpatizaban
con él por instinto natural o porque así lo ordenaba la persona predominante
en la localidad. Ese viejo prestigio del caudillo rojo ejercía aún influencias
sobre el ánimo de muchos campesinos y proletarios, a pesar de su traición al
movimiento restaurador. Parecía que la Restauración, que había producido
ideólogos y generales, o ambas cosas unidas, como en el caso de Luperón, no
había logrado sembrar en el ánimo público nuevos prestigios caudillescos.
Con el tiempo, esos prestigios iban a nacer; Báez les llevaba la ventaja de su
larga militancia durante la turbulenta primera República.
EL PARTIDO AZUL, SÍMBOLO DE LA DOMINICANIDAD
El partido “azul”, nacionalista, logró rápido aumento. Representaba él la
tendencia del dominicanismo integral. Sus directores eran hombres que se
distinguían por la pureza de los sentimientos y el ansia de una labor
constructiva, para bien de la colectividad. La clase media le prestó su más
decidido apoyo. Entre ella se encontraban los más numerosos y valiosos sostenes
de la organización. Diferenciábase del partido “rojo” no solamente en cuanto
a las aspiraciones patrióticas y al desinterés de la gran mayoría de sus
principales líderes, sino también en la preponderancia menor del caudillismo
político. Así, mientras entre los “rojos” la figura de Báez aparecía como eje del
partido y atracción fundamental de las masas, entre los “azules” varias
personalidades compartían las funciones jerárquicas. Esas personalidades
atraían, sin duda alguna, por su propio prestigio, a buen número de elementos
populares. Pero en éstos ejercía también manifiesta fuerza el ansia de libertad
y patriotismo integral que palpitaba en sus corazones. Había, pues, dentro de
las masas “azules” un claro factor ético e ideológico que las impulsaba a la
lucha; poseían, de manera informe, cierto sentido revolucionario. Las masas
“rojas” carecían de ese factor; eran esencialmente personalistas. De ahí que
aparezcan ante la perspectiva histórica como representantes de una tendencia
primitiva y retrógrada, en oposición al credo renovador defendido por los
“azules”.
Por desgracia, no pudieron estos últimos imponer definitivamente sus ideas.
Aunque ellas eran esencia y entraña del pueblo, la falta de coherencia y
organización del partido, más la desproporción existente entre el ansia de
libertad y la reducida capacidad de las masas, por su escaso desarrollo ético,
para gozar democráticamente de su logro, implicaron el fracaso de los ensayos
que pretendieron materializarlas en todo su esplendor.
El partido aspiraba a más de lo que las circunstancias permitían. Aspiración
—fenómeno interesante— tan viva en el seno de las masas como en la mente
de los intelectuales puros que dirigían el movimiento. En aquéllas, era un
impulso inconsciente; en los otros, un propósito racional. Creían, efectivamente,
los hombres que pertenecían a este último grupo, sobre todo Espaillat, que era
posible la organización científica de la República con el concurso de todas las
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clases sociales, unificadas en un supuesto anhelo colectivo de bien común.
¡Como si Báez y el Partido anexionista, no estuvieran en acecho; como si fuera
humanamente posible armonizar, a las buenas, intereses encontrados, y
destruir, con un discurso, el hervidero de las pasiones, y arrancar mediante la
prédica, del corazón del codicioso, el sentimiento de la codicia! En su arranque
idealista, los ojos de aquellos hombres ilustres cegaban ante los factores
humanos y las realidades económicas. Pedirles a individuos para quienes la
política era una profesión lucrativa que renunciaran a sus sueldos; pretender
imponer, en un ambiente donde la violencia hasta ayer dominaba y las
filtraciones eran casi ley, honestidad administrativa total, basada en la
conciencia del deber, aparecen indudablemente como impulsos muy hermosos
pero quiméricos.
IDEALISMO INFECUNDO Y REALISMO ARTERO
Se veía, a las claras, que el país iba a obtener muy escasos beneficios
prácticos inmediatos de la lucha de aquellos dos partidos, ya que el rojo
representaba a los enemigos de la propia patria, y el azul a aquellos que
desconociendo las condiciones físicas y psíquicas de las colectividades,
pretendían brindarles felicidades paradisíacas. Los intelectuales rojos se
colocaban, para combatir al país, en el medio ambiente; utilizaban las pasiones
y deficiencias de éste; eran realistas; con armas de la realidad querían destruir
o apocar la realidad misma, para provecho de una minoría burguesa y de
algunos miembros aburguesados de la clase media. Los intelectuales azules,
por el contrario, con la excepción de un reducido número, especialmente de
Luperón, se empinaban sobre un mundo fantástico, o sobre arquetipos
puramente racionales, y señalaban entonces el camino a seguir. No eran
realistas. Por suerte, la frustración de los empeños de Espaillat, cuando llegó
al poder, convencieron a cierto número de directores intelectuales azules de
la necesidad de adaptar los propósitos del partido a las circunstancias
ambientales. Meriño fué probablemente uno de los que más cuenta se dió de
ello. Por eso pudo realizar un gobierno que bien podría considerarse como de
transición entre las elevadas finalidades perseguidas en los inicios por los
hombres de pensamiento del partido, y el precario estado cultural del país.
Pero antes de ese logro —año 1880— la vida de la República se caracterizó
por la turbulencia y el predominio del partido contrario. El despotismo
—despotismo para beneficio de las castas más conservadoras de la burguesía
y de algunos militarotes y politicastros de las clases populares— se hizo ley. El
patíbulo convirtióse en método de gobierno. Aquello no era ni remotamente
una República; era más bien una organización política con marcados perfiles
de cesarismo aristocrático. Báez, con su personalidad, lo dominaba todo.
Junto a él medraban la intelectualidad corrompida de la burguesía, el
comerciante y el aristócrata de la ciudad, y el político logrero, brotado de
todas las castas. Enfocado con una visión moderna, el régimen aparecía
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marcadamente derechista, a pesar de la cooperación prestada por algunos
elementos de extracción popular. Lo más trágico de su naturaleza residía no
tanto en la orientación reaccionaria de la política interna y las sanguinarias
técnicas de opresión, sino en los firmes propósitos anexionistas que persiguió
sin tregua.
Positivamente, los intelectuales y políticos que tales propósitos alentaban,
a veces con fervor, parecían hacer caso omiso de los sacrificios y la heroicidad
demostrados por el pueblo durante la campaña restauradora. Algunos creían
sinceramente en la incapacidad del dominicano de entonces para el gobierno
propio: eran abiertamente derrotistas. Otros, probablemente los más, veían
en el anexionismo un recurso para perpetuarse en el poder, como servidores
del imperialismo extraño. Demás afirmar que ahora, como en la época anterior
a la anexión a España, la tendencia encontró sus más fieles y tenaces
sostenedores entre la minoría burguesa. Las masas rojas alentaban en su
intimidad, de modo instintivo, propósitos contrarios. Razón por la cual las
gestiones anexionistas se llevaron siempre a cabo, hasta los momentos últimos,
dentro de un gran secreto. Fué por medio de la violencia y el terror como Báez
logró obtener la supuesta aceptación del pueblo al plan concertado con el
Presidente norteamericano Grant para la anexión total de la República a los
Estados Unidos, en el año 1869. Derrotado el proyecto en el Senado
norteamericano, que contaba con figuras liberales de arraigo, persistió el
funesto jefe del Partido Rojo en sus proditorios empeños. Después de algunas
negociaciones con banqueros norteamericanos, logró que una compañía
formada a propósito, la “Samaná Bay Company”, obtuviera derechos sobre la
bahía y la península de Samaná, que violaban la constitución y lesionaban la
soberanía de la patria.
Ese conjunto de actuaciones esencialmente antidominicanas obligaron al
Partido Azul a sostener una constante lucha contra Báez y sus sostenedores,
lucha que asomó desde entonces con su verdadero carácter; como la pugna
del pueblo deseoso de afirmar su personalidad y sus derechos históricos contra
los que querían desconocer esa personalidad y esos derechos. El instante, a
pesar de sus características semianárquicas, debido al desarrollo del
revolucionarismo endémico, se perfila como de extraordinario interés. Es en
esos momentos cuando la nacionalidad recién nacida se siente ya consolidada.
No había organización científica en el mecanismo gubernamental, parecían
ausentes los instrumentos necesarios para la estructuración armónica y
disciplinada de la patria, perdíase el tiempo en asonadas y guerras intestinas,
pero la dominicanidad adentraba sus raíces en la tierra hasta confundirse con
ella misma. Ese contraste, pocos intelectuales de la época lo vieron… Hoy, él
asoma con genuinos caracteres. Tal vez si aquellas luchas no se hubieran
desarrollado, carecería el pueblo dominicano de su personalidad actual y no
habría bases para su desarrollo futuro. Sólo la superficialidad de visión de
algunos intelectuales de la época pudo ponderar negativamente el desarrollo
de aquellos sucesos patéticos, estériles en apariencia.
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náá lisis de su pasado y su presente)
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EL PROTECCIONISMO SUBSTITUYE AL ANEXIONISMO
Fué tal vez gracias a esa constante campaña del patriota dominicano en
las filas azules, que la tendencia anexionista inició su desaparición gradual del
escenario político. Liquidado el partido rojo, pocos fueron los hombres que se
atrevieron a sostener la necesidad de renunciar a las prerrogativas de nación
libre e independiente. Sin embargo, el esfuerzo azul no pudo destruir de raíz
la idea de la incapacidad para el gobierno propio, que muchos seguían, en su
fuero interno, afirmando. Entonces, la tendencia anexionista franca fué
substituída por la tendencia “proteccionista”, que aspiraba a la protección y
el respaldo de una gran nación —los Estados Unidos principalmente— mediante
la concesión de aparentes ventajas mutuas y la cesión de algunas regiones del
país, como Samaná, o la abierta intervención de las aduanas nacionales por la
mencionada potencia.
La necesidad del desarrollo económico de la República era el argumento
esgrimido por algunos, como justificación práctica del anhelo proteccionista.
En verdad, las guerras intestinas, mas la inexistencia de una economía
organizada, ocasionaban trastornos y anarquías, tanto en el erario público
como en el desarrollo de la agricultura y el comercio. Se pensó entonces que el
modo más racional de buscarle una solución al problema era la obtención de
empréstitos extranjeros. Báez dirigió triunfalmente sus pasos por ese camino.
El inició la serie de empréstitos que fué comprometiendo paulatinamente la
soberanía del país, al contratar, con la casa Hartmont & Co., de Londres, un
convenio por medio del cual dicha casa se comprometió —compromiso que
violó descaradamente —a brindarle al Gobierno dominicano la suma de 420,000
libras esterlinas. Desde ese momento hubo, como era de esperarse, espíritus
alertas que comprendieron la falsedad de esa política. El préstamo a regímenes
aviesos, cuyos hombres estaban más interesados en el poder y en su prosperidad
personal que en el bien de las masas, asomó como un simple paliativo de la
ruina del tesoro gubernamental, y no como un remedio a males colectivos. La
colectividad, por el contrario, se perjudicaba con tales medidas, ya que esos
gobiernos, de tipo reaccionario, utilizaban por lo común los fondos así
obtenidos, en el yugulamiento de ansias populares, y comprometían a la vez
la futura independencia de la República. Casi todos los propugnadores de esa
política, lo sabían. Pero había que propugnarla, ya que era tal vez el medio
único de permanecer en el poder y de interesar en los negocios y la dominación
del país a potencias que hasta esos momentos parecían —salvo excepciones—
no haber extendido hacia la zona del Caribe sus propósitos expansionistas. El
derrotismo encontraba, pues, en la política de los empréstitos, un abierto cauce.
Subordinar la economía de la nación a convenios financieros que grandes
potencias garantizaran apareció como un medio ideal para obtener la
“protección” de esas grandes potencias.
La política “proteccionista” ha continuado, por desgracia, vigente, hasta
la época actual. La dictadura de Ulises Heureaux, y los gobiernos de Morales y
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Cáceres, especialmente, la hicieron culminar en tratados que lesionaron la
soberanía de la República, y que brindaron al gobierno norteamericano el
pretexto jurídico para la intervención armada del año 1916.
Heureaux, conocido con el sobrenombre de Lilís, dió en ese camino durante
su último período gubernamental, pasos firmes y constantes. Era él de
extracción azul, pero traicionó en los postreros años de su gobierno a los
propósitos fundamentales y al significado histórico del partido. Negro de
robusta personalidad, se distinguió desde su adolescencia luchando al lado de
Luperón en las filas restauradoras. Su valor y su talento lo empinaron sobre el
conjunto. Bastaban esas dos cualidades para dar relieve y preminencia a los
militantes en aquellos momentos patéticos; el pueblo, lanzado en una lucha
heroica e instintiva, se veía en la necesidad de improvisar sus líderes. Como
oficial y general azul, Lilís, cuyo nombre real era Hilarión Lembert, hizo notables
campañas. Su fina perspicacia, su tacto político y su conocimiento del medio y
de los hombres, más las cualidades ya anotadas, le sirvieron de estribos para
el escalamiento de las altas posiciones donde hubo de colocarse. Terminada la
guerra restauradora, fué el brazo derecho de Luperón. Parecía defender
sinceramente los ideales nacionales y progresistas que alentaba el gran caudillo.
Luchó contra Báez con el mismo tesón manifestado por su jefe. Esa lucha, en la
cual su valor y su inflexibilidad se hicieron legendarios, fué creándole en el
seno de las masas azules un sólido prestigio, que él supo capitalizar como
nadie.
VIOLENCIAS Y PERSONALISMO
La época era de violencias y desasosiego. Los regímenes azules no lograban
consolidarse en el poder. Báez, sin embargo, gracias a la disciplina impuesta
en su partido, y a los métodos de terror, triunfaba en su afán de cristalizar,
como antesala de sus proyectos anexionistas, oligarquías terribles. Parte del
pueblo, obedeciendo a simpatías personales instintivas, o a líderes y directores
locales de opinión, prestaba su apoyo al baecismo. Ninguno de los dos partidos
trataba de imponer una conocida plataforma de principios. Aunque el azul
encarnaba las más auténticas aspiraciones de la masa, esas aspiraciones, salvo
la de la consolidación de la nacionalidad, no habían sido codificadas, ni
formaban cuerpo de doctrina. El personalismo político parecía dominar —
insistamos en ello— el desenvolvimiento de ambos partidos. El “rojo” estaba
totalmente subordinado y movido por esa tendencia. Sus fieles no eran otra
cosa sino baecistas. Dentro de los “azules”, por el contrario, el personalismo
asomaba casi siempre como un medio de que se servía el sentimiento patrio
para manifestarse.
Desde entonces, hubo con seguridad quienes añoraran la organización de
banderías políticas fundamentadas sobre y obedientes a principios definidos.
Empero, las circunstancias existentes en la época hacían imposible su aparición.
Las masas, poseedoras desde hacía tiempo de las tierras, carecían de motivo
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náá lisis de su pasado y su presente)
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para revoluciones agrarias. Las industrias estaban en su cuna; en consecuencia,
el proletariado industrial era poco numeroso. La instrucción pública, por otro
lado, había logrado escaso desarrollo. El país contaba para la fecha con un
95% de analfabetos. Dentro de esas condiciones de cultura pobrísima, y de
desenvolvimiento económico atrasado a pesar de haberse superado la etapa
feudal agraria, no podían surgir partidos que tuvieran aspiraciones
reivindicadoras en el campo económico social. Esto no indica, sin embargo,
que las luchas carecieran totalmente de carácter clasista, ya que, como lo
vimos anteriormente, el partido azul estaba integrado y dirigido,
principalmente, por hombres de la clase media y proletaria, y por algunos
burgueses liberales que habían adoptado la posición ética y política
correspondiente a aquéllos, mientras el partido rojo obedecía al mandato de
una pseudo aristocracia y burguesía codiciosa y amoral que ejercía las funciones
de monopolización y privilegio que la historia le ha señalado. Aquellas guerras
intestinas tenían, pues, allá en el fondo, cierto contenido social, pero éste no
era manifiesto, como lo fué en los movimientos revolucionarios de las masas
mexicanas contra el predominio del clero, las clases conservadoras, y sus aliados
militares del exterior e interior.
Lo visible, en la pugna entre rojos y azules, era el sentido patriótico o
antipatriótico de ella. Se trataba del forzoso choque entre aquellos que
anhelaban una patria independiente para desarrollar un programa justiciero
aun no definido, y los que carecían de fe en la nacionalidad, la utilizaban para
su provecho personal, e intentaban venderla al mejor postor. Esas dos
tendencias, predominantes en el momento, reclamaron la formación de los
dos partidos, con el señalado sentido histórico. Había, pues, lógica en su
desarrollo. Robustecer el sentimiento patrio contra las fuerzas adversas era,
sin duda, la primera necesidad. El pueblo así lo comprendió. Instintivamente,
empujado por un impulso romántico, caminó por esas vías. Tocaba a los líderes
darle a ese romanticismo, a ese arranque idealista cuyas finalidades esenciales
no habían sido precisadas, debida organización y enmarcamientos prácticos.
Labor en la cual fallaron ellos, por causa ya conocidas.
El mismo Gobierno de Meriño llegó al poder sin que su partido hubiese
previamente elaborado un plan científico, derivado de las necesidades del
medio, para las realizaciones futuras. Había sin duda en marcha poderosas
fuerzas de carácter revolucionario genuino, pero carecían ellas de teoría
revolucionaria y de organización. Hostos lo vió claro más tarde, cuando dijo:
“Todas las revoluciones se habían intentado en la República, menos la única
que podía devolverle la salud. Estaba muriéndose de falta de razón en sus
propósitos, de falta de conciencia en su conducta y no se le había ocurrido
restablecer su conciencia y su razón”.6 Por desgracia, las cosas siguieron
desenvolviéndose sin ese necesario restablecimiento. Había en aquello un gran
6. E. M. de Hostos. Obras completas. Tomo XII.
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peligro. Las pasiones y las ambiciones personales, estimuladas por la guerra,
la incultura popular, la ausencia de reivindicaciones económicas y el deleite
del poder, podían provocar la frustración de las nobles aspiraciones instintivas
del movimiento. Y la provocaron… La historia nos ofreció así una de esas
contradicciones que tan a menudo brinda: individuos que surgieron a la vida
pública como símbolos de una palpitación colectiva, dieron la espalda a esa
palpitación cuando se sintieron encumbrados en el poder y la gloria. La fuerza
de las vanidades humanas se superpuso sobre el anhelo purísimo de una
colectividad.
Ese fué el caso de Lilís. Conviene, sin embargo, señalar, que tanto los
gobiernos de Meriño y de Billini, con los cuales él cooperó, como su primer
período gubernamental, marcaron un positivo avance histórico. Los ideales
patrios se afirmaron: la instrucción pública urbana adquirió auge, y se
propendió a incrementar, con bases nacionales, el desarrollo de la economía.
El pensamiento encontró cauces —a veces estrechos— para su expresión; y la
constitución de la República, que había sido para casi todos los gobiernos
anteriores blanco de burlas y violaciones, fué relativamente respetada. La
libertad no imperó absoluta, no fué constante la reverencia a la ley escrita;
pero había en esa relatividad e inconstancia un marcado progreso sobre las
realidades anteriores.
ACTITUDES DE LA INMIGRACIÓN Y DESARROLLO
EDUCACIONAL Y ECONÓMICO
Durante el gobierno de Meriño, la inmigración cubana inició en la República
la crianza de ganado en potreros cerrados, y el desarrollo de la industria
azucarera con bases científicas. Levantáronse los primeros ingenios modernos,
que sirvieron de puntos de transición entre los antiguos trapiches y la gran
central de hoy. Esos ingenios estimularon a otros extranjeros, especialmente
norteamericanos e ingleses, a la creación de nuevas empresas del mismo tipo.
Los cubanos fraternizaron demográfica y económicamente con los dominicanos,
fenómeno lógico, ya que además de la identidad lingüística y racial intervenía
otro factor unificador de índole espiritual: la comunidad de empeños
independentistas. El europeo y el norteamericano, por el contrario,
permanecieron distantes del conglomerado, y orientaron casi todos sus pasos
hacia la explotación económica de hombres y tierras.
Fué para esa época cuando comenzó a realizar en el país una importantísima
labor educacional, el insigne filósofo y apóstol de la independencia
puertorriqueña Eugenio María de Hostos. Luchador incansable por la libertad
y la estructuración de una confederación política antillana, mentalidad de
extraordinaria organización y riqueza, realizó en aquel ambiente donde aún
prevalecían, muy a menudo, las oscuras fuerzas del instinto, una laudable
labor por estructurar sobre bases firmes y eternas el armazón y el
desenvolvimiento de la patria. Imbuído de las concepciones positivistas
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente)
71
prevalecientes en la época, quiso empujar a la intelectualidad dominicana
hacia el estudio de los hechos sociales, con fines de armónico progreso material
y superación ética. Nadie como él se dió cuenta del significado de las luchas
anteriores, y de la necesidad de darle al nebuloso sentimiento patrio una
entraña y una orientación racional. Completó, en ese sentido, la obra del
movimiento azul…
Creyó Hostos en la eficacia de la educación para la realización de esa tarea,
y preparó a algunos jóvenes con tal propósito. Hasta esos momentos, pocos
tenían un concepto exacto de la trascendencia de la Patria y de los deberes
constructivos que ella impone. Patria era una emoción, un afecto, no una idea.
Hostos, con su enseñanza, quiso darle bases racionales a esos impulsos afectivos;
pretendió coordinar alma y razón; hacer de la Patria una conclusión lógica en
el individuo y un organismo natural dentro del orden social; un cuerpo colectivo
en marcha precipitada y armónica hacia la superación material y ética. De ahí
que él aparezca en la historia dominicana como el más conspicuo continuador
de la obra de los libertadores.
Hostos vinculó la escuela a la solución de los problemas patrios. A pesar
de que enseñó a un número reducido de discípulos, su obra tuvo repercusión
en todos los ámbitos del país. Por desgracia, esa repercusión no fué
inmediatamente fecunda. Están, sin embargo, en el error, los que creen que
debido a la turbulencia de los lustros ulteriores y a la realidad actual del más
despótico y oprobioso de todos los regímenes que se impusieron en el país,
fuera esa obra inválida. No lo fué, porque aunque la coacción pretende ahogar
el grito de numerosas conciencias, ellas a menudo se rebelan, trabajan en la
sombra, y van hasta el martirio.
Hubiera sido demasiado pretender que todos los dominicanos adquirieran
del día a la noche, gracias a la sabia orientación hostosiana, una clara conciencia
de su deber y sus destinos. Era necesario contar con el factor de la pobreza
espiritual humana, que ofrece campos para que la traición a todas las
enseñanzas aparezca y fructifique. También había que anotar —fuerzas
negativas— la incultura general de la masa, especialmente del campesino, que
ignoraba lo que era una escuela rural; el reducido número de conciencias
civilizadoras que formó el maestro; y las circunstancias obstaculizadoras de
todo orden —especialmente la naturaleza despótica del régimen de Lilís—,
prevalecientes durante muchos años de su labor.
Consolidado en el poder Lilís, tuvo este dictador que ver con temor y
recelo el desenvolvimiento de la labor hostosiana. La tiranía no podía tolerar
que se predicara la libertad como ley y como deber.
Sólo en este plano educacional realizábase una labor progresista de poca
amplitud inmediata, pero de grandes posibilidades futuras. En las otras
disciplinas, la vida discurría estática. Lográbanse de vez en cuando buenas
cosechas de café, cacao y tabaco que beneficiaban a los campesinos. Pero la
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anarquía administrativa estaba en riña con la estabilidad de los negocios, y la
coyunda de la tiranía pesaba, horrorosamente, sobre los espíritus.
Lilís, y sus colaboradores azules de los inicios, olvidaron, ya en el poder,
que ellos eran expresión de un hondo sentimiento patrio. Estábamos ya a
fines del siglo XIX y la politiquería se desarrollaba sin obstáculos; el gobernante,
maleado por las ventajas personales que su posición de supremacía brindaba,
orientó todas sus actividades hacia la consolidación de su régimen, en abierta
violación al reclamo del pueblo y a los tácitos postulados de su partido. Había,
indudablemente, una aparente explicación para su actitud: la alternabilidad
en el poder y el imperio de la libertad brindaban cauces al estallido de
movimientos subversivos. La paz era necesaria; sin ella no podía organizarse
la evolución natural de las instituciones y el desarrollo de la riqueza privada y
pública. Sólo su mantenimiento en el poder, mediante la fuerza, podía asegurar
la permanencia de esa paz urgente. ¡Así pretendía el dictador justificarse! Y
hubo paz… Pero no la paz del orden y de la razón, sino la paz del instinto, la
paz que impone el crimen, la que nace del terror, la que buscan todos los
dictadores procaces y sus acólitos amorales como vía fácil para el
enriquecimiento personal y la traición constante a la dicha del pueblo y la
soberanía de la nacionalidad. Bien juzgadas las cosas, aquella paz aparece
como todo lo contrario de la paz misma, ya que era anarquía administrativa,
guerra sorda del pueblo por romper el yugo, protesta, zozobra e intranquilidad
en las almas, desconfianza en el futuro, en el destino de la propiedad y de la
vida.
EL DESPOTISMO AL SERVICIO DE LAS MINORÍAS
EXPLOTADORAS
Con acertado juicio, Lilís comprendió que la realización de sus propósitos
centralistas debía ser disfrazada con trajes hermosos. Así, rompiendo del todo
con su pasado, trabajó por una política de unificación de todas las clases y
banderías existentes. La unión de la familia dominicana fué su grito… Como
fué, también, en un momento dado, el grito de Espaillat. Con la diferencia de
que Espaillat aspiraba a esa unión con propósitos esencialmente patrióticos, y
creía en su posibilidad y conveniencia, mientras que Lilís la utilizaba como
simple arma política, a sabiendas de que tal unión era en el fondo imposible,
ya que siempre han existido opresores y oprimidos, temperamentos despóticos
y temperamentos liberales, lobos y corderillos. El sabía, pues, que en el fondo
de las cosas, su propósito no podía tener vigencia; pero conocedor de las
flaquezas humanas, sabía también que el común denominador de la casta
politiqueril es el dinero, y que tantos politicastros había en las filas azules
como en las contrarias. No existían, por tanto, obstáculos para que el
ofrecimiento de ventajas políticas y económicas a algunos líderes azules, no
diera resultados prácticos. Respecto a los rojos, su cooperación, dentro de las
mencionadas condiciones, ni siquiera se discutía…
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náá lisis de su pasado y su presente)
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Realizóse así la vinculación de elementos hasta ayer baecistas,
representantes de vicios políticos y propósitos antipatrióticos, con aquellos
de extracción azul incapaces de rechazar las ventajas que ofrecía una situación
en pugna ya con los principios sostenidos por el partido. Los azules auténticos,
encabezados por Luperón, lanzaron la voz de protesta, y denunciaron a Lilís
como un traidor al viejo ideal, denuncia que no arredró a este último en sus
aviesos propósitos.
Bajo la imposición de su fuerte personalidad y del sentimiento de terror
que despertaban los crueles métodos utilizados, el régimen se fue fortaleciendo.
Tres fueron sus fundamentales puntos de apoyo: primero, la burguesía rica;
segundo, el politicastro profesional; y tercero, el espadón ignorante.
Muchos se sorprenden al constatar cómo el burgués de familia encopetada,
pudo cooperar con aquella situación oprobiosa. La razón es obvia: Lilís le
ofrecía no sólo jerarquías políticas, sino también grandes ventajas económicas.
Esas mismas jerarquías y ventajas eran también brindadas a los miembros de
las otras dos castas (politicastros y militares). De ahí el gradual enriquecimiento
de éstas, su paulatina transformación en burgueses improvisados, y su actuación
en ese plano. Hombres analfabetos, desprovistos de conceptos éticos, lograron
así llevar vida regalada y codearse con la flor y nata de la pseudoaristocracia
del país.
Los verdaderos intereses nacionales nada contaban ante el vehemente afán
de conservar el poder y gozar de sus beneficios. Analizado el caso a la luz de
las ciencias políticas modernas, el régimen de Lilís asoma como de naturaleza
fundamentalmente reaccionaria, ya que se sirvió del despotismo como
instrumento de enriquecimiento y goce personal, en desobediencia completa
a los reclamos de las colectividades. “Todo hombre tiene su precio”, decía el
gobernante. Y lo decía por experiencia propia; pocos fueron, en efecto, los
hombres que en aquellos instantes de manifiesto retroceso moral y económico,
supieron rechazarle sus tentadoras ofertas. El gobierno devino así una máquina
corruptora; el erario público y las aduanas, fuente de ingresos personales
para una minoría; la política perdió en sí todo sentido elevado: transformóse
en simple engranaje politiqueril.
PERFILES DERECHISTAS DEL RÉGIMEN
Entre tanto, mientras la burguesía encumbrada, los militarotes y los
profesionales del politiqueo hacían su agosto y contribuían al yugulamiento
del pueblo, ese pueblo, imposibilitado para el ejercicio de sus más simples y
esenciales derechos, vivía bajo el temor del abuso, el pánico, y la incertidumbre
de una política económica desorientada. No había hambre, pues en las pequeñas
propiedades rurales se producía lo suficiente para el mantenimiento de las
familias; pero sí desorganización de la mecánica económica con las
consiguientes crisis y desvalorización del numerario. La inflación, a la cual
recurrió el dictador, trajo profundo descontento, y marcado desconcierto.
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Ignorábase el valor real de los objetos; había vivos presagios de ruina. Sólo
nuevos empréstitos, con la consecuente intervención y el control de potencias
extranjeras sobre las fuentes de riqueza y el desenvolvimiento económico
parecían ser, ante los ojos de Lilís, las medidas salvadoras. Y se recurrió a ellas.
La tendencia proteccionista se fué así acentuando en su política. Ofreció el
control de las aduanas como garantía para el pago de los préstamos, y se lanzó
al camino de las concesiones a firmas extranjeras, para el desarrollo de empresas
de servicios públicos y de la riqueza minera y agrícola del país. Esas concesiones
iban a beneficiar ampliamente al capitalista del exterior; el pueblo dominicano,
en cambio, sacaría poco o ningún provecho de ellas.
Contribuyeron estas medidas económicas, que implicaban verdaderas
hipotecas sobre el usufructo de la riqueza pública, a darle un perfil
esencialmente derechista al régimen. El hecho de que Heureaux y sus
compañeros de armas fueran casi todos oriundos del proletariado y la clase
media, no lo despojaba de ese perfil. Negro de color, y de padres casi
desconocidos, el tirano actuaba, políticamente hablando, como un aristócrata,
ya que creó un régimen de privilegios y ventajas personales, destructor de las
ansias y los derechos colectivos. Ese carácter aristocrático lo denuncia también
el respaldo firme de la burguesía holgada. Muchos burgueses que se negaban
a darle entrada en sus salones a los hombres de color, por considerarlos
plebeyos, se desvivían en gentilezas cuando el mandatario visitaba sus hogares.
¡Poder del dinero y del poder! Y no fueron únicamente los burgueses nacionales
quienes tal actitud mostraron: los extranjeros le prestaban también fervorosa
cooperación al inicuo sistema. A cambio, como es lógico, de concesiones,
negocios oscuros, sueldos lujosos, dádivas… De esta época datan las relativas
fortunas de algunos hombres del exterior.
Difícil encontrar, después de las administraciones de Santana y Báez, un
régimen que por la orientación de su política, fuera más antidominicano. Porque
antidominicanismo es oprimir a las masas del país; antidominicanismo es
beneficiar a una minoría de nacionales y extranjeros en perjuicio de la
colectividad; antidominicanismo es el ansia de ceder parte del territorio
nacional, y también, el afán de subordinar la política y la economía a potencias
del exterior. En estas últimas vías, se distinguió sobremanera el funesto régimen.
Repetidas veces propuso y gestionó con el gobierno norteamericano, según
consta en los documentos oficiales publicados por Sumner Welles en su obra
“La Viña de Naboth”, la cesión de la bahía de Samaná a los Estados Unidos y
un amplio protectorado de esta nación sobre la República. Aquello parecía,
pues, como un renuevo de las actividades realizadas por el Gobierno de Báez,
e indicaba que toda huella “azul” había desaparecido del alma del dictador.
La parte administrativa del régimen no podía ser más anárquica y
perjudicial a los intereses públicos. Aunque es un hecho cierto que Lilís no
dejó, al morir, riquezas, disponía de los fondos del Estado a su antojo,
gastándolos casi siempre en actividades partidistas. El no amaba el dinero,
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sino el poder. Por eso no se hizo de grandes propiedades agrícolas o urbanas
ni se adueñó de fuentes de riquezas privadas, ni monopolizó, para su provecho,
multitud de negocios e industrias; pero el tesoro nacional aparecía como un
arca donde él y sus amigos tenían amplio derecho a introducir la mano y
extraer grandes o pequeñas sumas. Esa fué, sin duda, una de las causas
sustantivas que le aseguraron el apoyo de numerosos elementos amorales.
También trajo ello como consecuencia las constantes manifestaciones de
depresión económica que se proyectaron sobre la colectividad, y que los
empréstitos momentáneamente remediaban.
EL PRIMER TRIUNFO FUNDAMENTAL DEL
PROTECCIONISMO
Después de reconocida la infame deuda Hartmont —concertada por Báez—
Lilís obtuvo de la casa holandesa Westendorp & Co. dos sucesivos préstamos.
El primero, por una cantidad nominal de 770,000 libras esterlinas; y el segundo
por un valor nominal de 800,000 libras esterlinas. Para obtener el primer
empréstito, fué necesario que el régimen autorizara a la mencionada casa a
percibir, mediante el establecimiento de una caja general de recaudación de
aduanas, los ingresos aduaneros de todos los puertos de la República. Esta
caja de recaudación o “Regie” inició, pues, con menoscabo de la soberanía, la
intervención de fuerzas extrañas en la economía del Estado dominicano, hecho
de extraordinaria importancia histórica. La política “proteccionista” había
logrado, con esa medida, uno de sus grandes triunfos. La utilización por el
Gobierno de las sumas adquiridas dió motivo a diversas quejas que trajeron
amenazas armadas de las potencias imperialistas europeas, y complicaciones
diplomáticas en las cuales intervino también el gobierno de Washington.
Washington comenzó a ver con enojo y recelo la actitud hostil de los gobiernos
europeos, ya que ella implicaba una velada o abierta violación de la doctrina
de Monroe. Desde entonces los gobernantes norteamericanos mostraron
simpatía hacia la conversión de la deuda a capitalistas de su país. Ellos vieron
con beneplácito las gestiones desarrolladas con éxito por Westendorp y Co. en
ese sentido, y la formación, como consecuencia de esas gestiones, de una
compañía que fué denominada “Santo Domingo Improvement Co.” Desde
entonces, el gobierno de Heureaux abandonó a Europa y puso los ojos fijamente
en los Estados Unidos. La influencia de este país salía vencedora sobre la de las
naciones europeas. El imperialismo norteamericano había logrado colocar el
puntal básico para sus ulteriores movimientos. La “Improvement Co.” ofreció
nuevos empréstitos y se hizo cargo del derecho a la percepción de los fondos
aduaneros. La deuda nacional iba en constante aumento sin que se tuviera
una idea precisa sobre el proceso y el montante de las operaciones. Los
financieros de la “Improvement” realizaban, de acuerdo con el dictador, y en
detrimento de la riqueza y la soberanía de la República, un negocio de
apariencias fabulosas.
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Ese estado deplorable de cosas provocó una saludable reacción en el pueblo
dominicano. Como en la época de las luchas contra Báez, la reducida clase
proletaria y la numerosa clase media se unieron al núcleo puro de la burguesía
para destruir el régimen. El único medio de lograrlo era la violencia. Trataron
de organizarse, y llegaron a estallar, sin éxito, movimientos insurreccionales.
Una expedición, la del “Fanita”, pudo desembarcar, bajo la dirección de su
jefe, Juan Isidro Jimenes, en las playas de Monte Cristy. Pero fracasó en sus
empeños. Esos fracasos encaminaron el pensamiento de algunos hacia el
atentado político como único medio —desesperado, es cierto— de resolver
aquella situación. Organizáronse las conspiraciones, y Lilís cayó envuelto en
su propia sangre, el 26 de julio de 1899.
Inicia esa fecha trágica un nuevo ciclo histórico que se extiende hasta los
comienzos de la intervención militar norteamericana, en el 1916. Ciclo en que
el personalismo político acentuó su vigencia y la orientación proteccionista
obtuvo sus más señalados triunfos. Ciclo que vió florecer los más organizados
ensayos liberales y, junto a luchas sangrientas, desconocidas manifestaciones
de progreso material.
CAPÍTULO II
La etapa volcánica
Por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra
América… porque las guerras que de pura
ignorancia le echan en cara los que no la
conocen, son el timbre de honor de nuestros
pueblos, que no han vacilado en acelerar con el
abono de su sangre el camino del progreso.
JOSÉ MARTÍ.
TRIUNFOS Y ERRORES DEL LIBERALISMO
Con la muerte de Heureaux, su régimen “derechista” quedó definitivamente
liquidado. Pero las fuerzas que le brindaron apoyo e informaron su estructura,
permanecieron, para desgracia del país, vivas. El pueblo que celebró la caída
del dictador, y que elevó, meses después, a Jimenes al poder, deseaba, sin
duda alguna, un cambio radical de cosas; aspiraba a la realización de una
revolución integral, en el concepto moderno de la palabra; una substitución
de la tiranía por un régimen intrínsecamente democrático; una subordinación
total de los intereses personales a las necesidades de la colectividad; el imperio
de la política científica sobre las ruinas de la politiquería destronada, y de la
ley sobre la violencia. ¿Había posibilidades para que esos deseos indefinidos
aunque ciertos cristalizaran? Seguramente… El afán de renovación popular
constituía de por sí un puntal para esa cristalización. El otro puntal lo brindaban
los nuevos directores, hombres que casi no habían terciado hasta entonces en
las faenas del poder y venían animados de las más limpias aspiraciones.
Jimenes inició sus trabajos dentro de esas favorables circunstancias. Hijo
de la burguesía, ex millonario, hizo añicos del egoísmo burgués, para entregarse
a la causa del pueblo. Su vida política y su muerte demostraron cabalmente
que él no vino a la República, como tiende a afirmar en su ya mencionada
obra —con una ligereza que sólo una torcida información excusa—, Sumner
Welles, a “rehacer su fortuna”. Vino, por el contrario, a darle realización efectiva
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al ansia de libertad, honestidad y patriotismo integral, que expresaban las
masas. Jamás constató el país, como en su gobierno, mayor vigencia de las
libertades públicas y un más perfilado respeto a las instituciones republicanas.
Se dió el caso —nunca visto hasta entonces— de que un Ministro fuera al
Congreso, tiza en mano, a demostrarles a los representantes del pueblo las
razones por las cuales convenía votar tal proyecto. Pero no es eso sólo lo que
destaca la obra de aquella administración. Hay algo más trascendente: en plena
armonía con ese orden justiciero, realizó constantes esfuerzos por romper las
cadenas económicas que mermaban la soberanía y ataban el desenvolvimiento
material del país a potencias del exterior. Fué un régimen, pues, esencialmente
nacionalista y liberal.
Secundado por hombres conspicuos, entre los cuales sobresalió el Dr.
Francisco Henríquez y Carvajal, Jimenes quiso brindarle a la nación las bases
de un armónico desarrollo, tanto moral como material, dentro del marco de
una completa independencia. Para lograrlo se hacía preciso destruir toda la
labor proditoria que en materia financiera realizó el régimen anterior; era
necesario arrancarle a la “Improvement Company” el control sobre los fondos
aduaneros, y llegar con esa compañía, así como con los tenedores de bonos
europeos, a acuerdos ventajosos para la República. Sus pasos en ese camino
fueron constantes, y obtuvieron un triunfo parcial, ya que, después de una
litis famosa, el gobierno despojó a la “Improvement Co.” de su relativo dominio
sobre las aduanas, acto de extraordinaria significación histórica, que implicaba
un manifiesto rescate de la soberanía menguada.
Por desgracia, no pudo él llevar a más hermosas culminaciones su obra.
Las ambiciones personales y los renuevos de aquella politiquería que caracterizó
en parte a la autocracia anterior, troncharon el árbol cuando apenas había
ofrecido algunos frutos valiosos.
Jimenes no se hizo cargo del poder como representante de un partido que
tuviera una plataforma política definida, sino como el hombre símbolo, en
aquellos instantes, de las renovadoras aspiraciones nacionales. Más que una
idea, o un conjunto de ideas, representaba él un sentimiento colectivo: el anhelo
de toda la clase media, el proletariado y parte de la burguesía. La unificación
completa del país con fines de libertad y progreso parecía esencia vital de ese
anhelo. Jimenes lo comprendió… Quiso poner un velo sobre el pasado, y atraer
la cooperación de todas las fuerzas de la nacionalidad a su obra. Ese fué, sin
duda, uno de sus errores. Pretendió, como Espaillat, formar un gobierno
nacional. Dió con ello cabida a algunos elementos que prestaron apoyo a la
liquidada tiranía. Contaminó, sin saberlo, el cuerpo duro de su ejemplar labor.
Se hacía, sin embargo, difícil actuar de otro modo, si se pretendía
permanecer en el plano legal y civilista. La tiranía de Lilís había realizado una
extraordinaria labor de corrupción que se proyectó sobre todas las clases
sociales, alcanzando especialmente a los hombres entendidos en las artes y la
mecánica gubernamental. Era imposible crear, del día a la noche, en cada
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náá lisis de su pasado y su presente)
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pueblo, nuevos líderes; había que utilizar a los viejos, dándoles, si posible,
una nueva y sana orientación. Así, politicastros, militarotes y burgueses aviesos
que habían contribuído, durante los tres lustros anteriores, a la opresión del
pueblo, se hicieron a veces oír en el seno del Gobierno. Sus voces alternaban
con las de los hombres totalmente desinteresados y puros —que eran los más—
y con las de aquellos que, sin haber sido lilisistas, daban a sus actuaciones
formas y sentidos de ese tipo. La unificación tuvo que aparecer, pues, ante la
mente del sociólogo, como una creación artificial que llevaba el germen de
futuras discordias. Constreñido por las realidades, y empujado por su afán
idealista, Jimenes cometió ese error político.
Su gobierno fué blanco de sucesivos ataques…
LA VIOLENCIA CONTRA LA LEGALIDAD
No fueron, sin embargo, los lilisistas auténticos los únicos en obstaculizar
la política del Presidente. El elemento de transición, que combatió a Lilís, pero
que era bastante lilisista en cuanto a métodos y algunas aspiraciones, causó
idénticos perjuicios. Estipularon ambos la división y el desacuerdo entre el
señor Jimenes y el Vice-Presidente Horacio Vásquez hasta llevar el país a una
situación convulsiva, caracterizada por la constancia de las guerras intestinas.
El nuevo régimen traía, por lo tanto, en su entraña, deficiencias y vicios que
llegaron a adquirir esplendor en los años anteriores. Junto a la gran mayoría
ansiosa de un cambio trascendental, se perfilaron figuras que simbolizaban la
supremacía militarista, el ansia burda de poder, la politiquería, y también el
afán proteccionista. Esas figuras se colocaron tanto al lado de Jimenes como
de Vásquez, y frustraron, a la postre, la patriótica labor del gobierno. Las que
estaban junto al primero, intrigaban contra el segundo; las que se colocaron
cerca del segundo lo espoleaban a la realización de una campaña oposicionista
que recurrió —gran pecado— sin excusas de índole patriótica, al uso de la
violencia, para derrumbar la administración. Vásquez dió así las espaldas a
los principios que había proclamado a raíz de la caída del lilisismo. Se lanzó
en armas contra las instituciones y el régimen legalmente constituído. Y fué
doloroso comprobar que entre sus más influyentes consejeros se encontraron
hombres del relieve intelectual de Emiliano Tejera, y discípulos de Hostos,
como Federico Velázquez y Hernández. Olvidaron esos hombres, cegados tal
vez por la pasión, las enseñanzas del Maestro. “El ensayo de Gobierno civil
—había dicho este último— es la única garantía que queda en la República”…7
Antes de caer por tierra ese ensayo, continuación enriquecida y hermosa
de la obra del partido azul, el Congreso dominicano, donde los amigos de
Vásquez tenían mayoría, derrotó el plan concertado por el Dr. Henríquez y
Carvajal con la “Improvement Co.” para el definitivo arreglo del problema de
la deuda. Esa derrota, para la cual no se esgrimieron razones fundamentales,
7. E. M. de Hostos. Obras completas. Tomo II.
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trajo complicaciones internacionales ulteriores y brindó campos para nuevos
triunfos de la tendencia proteccionista. Al iniciar Vásquez su régimen de fuerza
se encontró frente a dicho vital asunto, que resolvió mediante la concertación
—sin el respaldo de un Congreso inexistente— de un Protocolo o acuerdo
entre el gobierno dominicano y la “Improvement Company”, por medio del
cual aquél reconoció la cantidad de $4,500,000 como deuda a la compañía
norteamericana, y aceptó el principio del arbitraje para la solución de cualquier
diferencia. “La suma que se concedió de esta suerte a las compañías fué casi el
doble de la que, según proposición verbal del Presidente Jimenes, hubieran
aceptado las compañías en 1900, y mayor aun de la que, según los datos
adquiridos por el Gobierno dominicano en la época del Contrato Henríquez,
hubieran llegado a fijarse definitivamente si dicho contrato hubiese sido
aprobado por el Congreso dominicano”.8
TRANSICIÓN TARDÍA
El movimiento insurreccional de Vásquez contra el Gobierno, y el ascenso
de aquél al poder trajo consigo una profunda división de la opinión pública,
que adquirió un marcado sentido personalista. Jimenes y Vásquez se
transformaron en los líderes de dos banderías antagónicas, la “jimenista” y
la “horacista”; banderías a las cuales el pueblo prestaba su concurso
instintivamente, sin ponderar el real o inexistente contenido político de
ellas. Ni la una ni la otra constituyeron organizaciones partidistas en el
sentido moderno de la palabra; no lanzaron tampoco programas políticos a
cuya esencia permanecieron fieles; parecía existir, por el contrario, cierta
aparente solidaridad en el propósito, pues cuando se dirigían al pueblo
exaltaban la libertad, el progreso, la legalidad y la honestidad administrativa.
Los hechos y las actitudes, sin embargo, fueron gradualmente perfilando la
entraña divergente de ambas banderías. Divergencias que las pasiones y el
imperio del capricho a menudo ahogaba… El horacismo asomó como un
partido de carácter relativamente reaccionario, donde el elemento militar
y la tendencia a resolver las cosas por medios violentos, se dejaban
poderosamente sentir; muchos de sus intelectuales eran de opinión
abiertamente proteccionista, y lograron imponer esa opinión en el seno de
diversos gobiernos dirigidos por hombres del partido. Fué, en efecto, bajo
la sombra del horacismo que los regímenes de Morales Languasco, y de
Ramón Cáceres entregaron las Aduanas del país al control norteamericano,
y que el gobierno de José Bordas Valdés solicitó de Washington el
nombramiento de una persona que ejerciera supervisión sobre todas las
operaciones financieras del gobierno dominicano; fué, además, durante la
postrera administración de Vásquez cuando se prolongó la Convención del
1907 y se concertó un nuevo y oneroso empréstito.
8. Max Henríquez Ureña. “Los Yanquis en Santo Domingo”.
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El jimenismo apareció, por el contrario, como un partido de esencia liberal,
donde el elemento civil y la tendencia civilista predominaban. Por otra parte,
sus propósitos nacionalistas eran marcados. Jimenes, en sus dos
administraciones, hizo todo cuanto pudo por rescatar las partes enajenadas
de la soberanía, obteniendo a menudo triunfos en ello; y rechazó, abiertamente,
las proposiciones imperialistas que le hizo el Gobierno de Wilson en el año
1914. Aunque sería arbitrario afirmar que el horacismo fué un continuador
lealísimo del extinto partido rojo, y el jimenismo un espejo fiel del antiguo
partido azul, se nos hace imposible negar las similitudes existentes, en cuanto
a la orientación y la estructura interna, entre las mencionadas organizaciones.
Similitudes, no identidad, puesto que las épocas y los hombres eran otros.
La rebelión de Vásquez contra Jimenes señalaba un retroceso histórico.
Encendía ella la apagada llama de las discordias intestinas y simbolizaba la
rebelión del instinto, de las fuerzas ciegas, contra la razón y la ley. El pueblo,
después de haber gozado de las ventajas de una auténtica democracia, vió
entonces amanecer una nueva era de violencias, despotismos y pasiones
exacerbadas. No iba a tener, el nuevo período, salvo en sus momentos actuales,
todo el dolor, la vergüenza y la injusticia de las dictaduras anteriores; pero
muchos de esos males iban a mostrar, imponentes, su supervivencia. Comenzó
la etapa más volcánica de la vida política dominicana. Etapa en la cual las
pasiones se desbordaron, anulando en su desbordamiento conocidas leyes
sociológicas y económicas. Todas las clases sociales se lanzaron por vías
convulsivas. El revolucionismo borró las diferencias de posición y de linaje.
Aunque la clase media prestaba mayor apoyo al partido jimenista, el horacismo
contaba también con valiosos colaboradores de sus cuadros. Idéntico panorama
nos ofrecía el proletariado. Y la burguesía. Burgueses puros e impuros hacían
sentir su influencia en el seno de ambos partidos, y cooperaban hombro con
hombro por la finalidad suprema: el logro del poder. Esa aspiración suplantaba
al afán natural de riquezas. Muchos burgueses dieron así, durante algunos
años, un mentís a su función histórica. Y fueron leales a sus banderías, como
también lo fueron los políticos y politicastros militantes.
A pesar del volcanismo de la etapa, que se prolongó, con cortas treguas,
hasta el momento de la intervención norteamericana; de su esterilidad aparente;
y de su dramatismo, denunciaba ella, en el plano ético, un manifiesto progreso
sobre las épocas de predominio baecista y lilisista. La historia como que se
desarrolló en sentido inverso; en vez de aparecer esa etapa como puente o
punto de transición entre el cesarismo de un Heureaux y el liberalismo
auténtico, apareció después de haberse efectuado el más fecundo ensayo de
régimen civil. La transición vino, pues, con posterioridad al salto… Fué, sin
duda, transición patética, que iba a conducir más tarde a una época de mayor
baldón por obra de la corrupción de sus más perfiladas fuerzas. Hay que admitir,
sin embargo, que antes de que ese envilecimiento se abriera campo, dichas
fuerzas tenían mayor significación moral que las predominantes durante la
autocracia lilisista, ya que el afán del poder para el enriquecimiento propio
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había casi desaparecido, y la tendencia proteccionista se manifestaba en tono
menor.
EXALTACIÓN DE LO POLÍTICO
El momento era de extraordinario interés para el estudioso. Una mirada
hacia la economía mostraba que las condiciones económicas del país seguían
siendo, en cuanto a su estructura intrínseca, casi idéntica a las de las etapas
inmediatamente anteriores. Gracias a la abolición de los derechos de
exportación por el gobierno de Jimenes la situación mejoró un poco; pero la
economía en sí permanecía sobre bases agrícolas, dentro del marco de la
pequeña propiedad rural. No se había logrado desarrollar aún industrias
importantes, y la carencia de caminos carreteros atenuaba el desenvolvimiento
material del país. Las familias campesinas vivían independientemente de su
producción agrícola, sin grandes afanes y con escasas aspiraciones.
Desconocíase el hambre. La lucha por la vida no era lucha, sino empresa fácil.
Tal vez esas condiciones, es decir, esas carencias de grandes afanes y problemas
fueron responsables directos de que el pueblo orientara su psicología, fijamente,
hacia lo político. El ocio se sublimó en esas vías. Lo político, con o sin contenido
ético o ideológico, tomó el puesto que preocupaciones de diverso carácter
ocupan en la mente de otros hombres. Allí donde más tranquila se desenvolvía
la vida, subordinada al negocio de la ganadería y al de la sal —en la región
conocida con el nombre de Línea Noroestana—, fué donde el fervor y el
fanatismo político lograron sus mayores exacerbaciones.
El país se convirtió en campo de lucha de las dos tendencias. Lucha feroz,
implacable, pero llena también de desprendimientos y rasgos sublimes. La
vida adquirió un sentido bárbaro y heroico. A menudo los jefes no podían
contener la erupción volcánica de los generales improvisados y las masas
hirvientes. Todo lo bueno y todo lo malo ardía en el alma de esos hombres; el
impulso bélico ahogaba la voz de las ambiciones egoístas y del instinto de
conservación. Se le rindió culto inusitado al valor y la hombría, culto que
degeneró en franco complejo heroico. Vivíase en un ambiente emocional,
ambiente destructor, pero capaz también de crear grandes cosas. Lo humano
aparecía subordinado a lo demoníaco, que quebrantaba las normas lógicas de
vida y hacía florecer el caos donde debía reinar el orden.
La división era completa: horacistas y jimenistas, rabudos o bolos. Sólo
había unidad en el monopolizador cultivo de la pasión política, centro y director
de las demás actividades vitales de la época. Confundidos y absortos se sintieron
pensadores y sociólogos. Ninguna interpretación sociológica o económica de
la historia, ninguna doctrina filosófica existente parecía explicar el
desenvolvimiento de aquellas realidades. Altas mentalidades que habían
elaborado, como Hostos, una concepción organicista y rígida del desarrollo
humano, se sintieron dominadas por el desaliento. “La situación de este pobre
queridísimo país —escribió Hostos a la sazón— es de las que aconseja la
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náá lisis de su pasado y su presente)
83
emigración”. En su afán de progreso y orden, él quiso encerrar al hombre
dentro del marco de un dogma, olvidando tal vez todo cuanto hay de
imponderable, irracional e instintivo en su naturaleza.9
INESTABILIDAD, SANGRE Y AFANES
PROTECCIONISTAS
El victorioso pronunciamiento de Horacio Vásquez, —hecho acaecido el
26 de abril de 1902—, iniciador de la nueva etapa, fué víctima de su propia
técnica. Régimen de fuerza, destructor de las libertades individuales, cayó por
tierra entre el estrépito de los cañones y los ríos de sangre. Las masas jimenistas,
que se lanzaron a la lucha armada al grito de “Viva Juan Isidro Jimenes”,
exigieron la elevación de su caudillo a la Presidencia. Factores extraños
imposibilitaron la realización de ese reclamo, y el General Woos y Gil se hizo
cargo del Gobierno. Comprendieron entonces los observadores que tanto dentro
del jimenismo como del horacismo trabajaban elementos ambiciosos de poder
e irreverentes a los mandatos y las aspiraciones colectivas; se dieron cuenta
de que aquella mezcla de mal y bien, de vicios añejos y ansias depuradoras, en
la naturaleza de ambos partidos, auguraba luchas rudas y casi inevitables
tragedias. El mal iba a dominar por momentos largos, combatido por los
revolucionarios auténticos.
El gobierno de Woos y Gil fué viva manifestación de esa deficiencia. A
pesar de que muchos de sus hombres habían apoyado la administración de
Jimenes, la esencia de sus actividades y las técnicas empleadas le dieron un
definido perfil lilisista. Hubo, en efecto, otra vez, marcada desorganización
administrativa, afán de lucro, violaciones de la legalidad, y hasta asomos
proteccionistas. Aceptó el régimen, en abierta pugna con el sentido histórico
del jimenismo, el “laudo arbitral” del 14 de julio de 1904, que dió facultades
al gobierno norteamericano para ocupar algunas aduanas, “como garantía”,
en caso de que se presentara algún retraso en los pagos.
El volcanismo de la época continuó su marcha. Woos y Gil fué derrocado
por un movimiento revolucionario “unionista”, resultado de la unificación de
rabudos y bolos, que llevó a Carlos F. Morales Languasco a la Presidencia de la
República. Esa unión de elementos hasta ayer hostiles, duró poco. Las pasiones
volvieron a tomar su cauce lógico.
Ya en el poder Morales, se apoyó abiertamente en el elemento horacista.
Inconforme con ello el bando contrario, al cual había pertenecido hasta entonces
el Presidente, se lanzó a la insurrección. El país volvió a ensangrentarse. Se
combatió con ardor extraordinario. Los jimenistas acusaban a Morales de traidor
al Partido y a los propósitos patrióticos que éste encarnaba. ¡Y había razones
para la acusación! Pues los hechos hablaban: claramente se veía que después
9. Juan Bosch. “Hostos el sembrador”.
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de Báez y Heureaux, ningún otro gobernante estaba dispuesto a llegar más
lejos que Morales en las concesiones al imperialismo. Su gran anhelo era el
poder. ¡El poder, aún siendo un simple gobernador norteamericano! Propuso,
según comunicación del Ministro yanqui en Santo Domingo al Secretario de
Estado en Washington, un amplio protectorado de los Estados Unidos sobre el
país, con control total de las entradas fiscales de la República. Desairado en su
propuesta por el gobierno norteamericano, buscó otras formas de protección.
Solicitó el apoyo que consideró necesario para debelar, con la ayuda de armas
extranjeras, el vigoroso movimiento insurreccional que pretendía su caída.10
Fué durante ese régimen cuando un barco de guerra norteamericano cañoneó,
en violación a todo derecho, la región de Villa Duarte, donde los insurrectos
habían levantado un campamento; fué en esa época, además, cuando se
concertaron las convenciones del 20 de enero y del 7 de febrero de 1905, que
estipulaban la entrega de todas las aduanas nacionales al Gobierno de
Washington. Desairado esta vez por el Senado norteamericano, que se negó a
impartir aprobación a dichos documentos, Morales dictó, en franco acuerdo
con la administración de Teodoro Roosevelt, un decreto por medio del cual
quedó resuelto el nombramiento, por el Presidente de los Estados Unidos, de
un Receptor General de Aduanas que se encargaría de cumplir los términos
estatuídos por el rechazado acuerdo del 20 de enero. Este acuerdo entró, pues,
en vigencia, antes de que los cuerpos legislativos de ambos países le hubieran
aceptado.
EL IMPERIALISMO RESPALDA A SU CÓMPLICE
IMPROVISADO
El asentimiento de Roosevelt a los proditorios planes de Morales estaba en
perfecta armonía con las tendencias imperialistas que prevalecían en el seno
de su gobierno. A él se debió el célebre corolario de la doctrina de Monroe,
por medio del cual los Estados Unidos se otorgaron la autorización de intervenir
en cualquier país de América, especialmente en los de la zona del Caribe, con
el aparente propósito de evitar que otra potencia europea lo hiciera.11 El control
aduanero aparecía ante sus ojos como una de esas formas de intervención. Ese
control implicaba, forzosamente, posesión de territorio extraño. Así lo reconoció
Roosevelt en su Mensaje al Senado, de fecha 15 de febrero de 1905. ¡La moral
de los Estados Unidos nada sufría con esa posesión, si ella se llevaba a cabo en
perfecta armonía con el gobierno intervenido! Los beneficios eran, según el
Presidente norteamericano, mutuos: en vez de aparecer el hecho con perfil
imperialista, asomaba como una manifestación de los buenos deseos de
cooperación, paz y progreso del gobierno de Washington hacia el otro gobierno.
Esos argumentos, de gran valor para conquistar incautos, o espíritus de un
10. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
11. Melvin Knight. “The Americans in Santo Domingo”.
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patriotismo pobre, aparecieron ante el criterio de todas las personas
clarividentes como anunciadores de nuevas y más vigorosas amenazas a la
soberanía nacional.
Roosevelt hizo todo cuanto estuvo a su alcance, sin llegar a manifestaciones
de cínica desfachatez, por sostener en el poder a aquel gobernante que tan
apresurada y diligentemente se ofrecía a servir de instrumento para la
expansión imperialista norteamericana. En la revista “The Outclook”, el escritor
Wintrop Packard escribió: “Los barcos de guerra de los Estados Unidos
representan una condición en el nuevo estado de cosas de Santo Domingo. La
otra radica en la personalidad del actual Presidente Carlos F. Morales. Puede
decirse que hasta cierto punto Morales debe su puesto a los citados barcos de
guerra; y no es fácil decidir si podría sostenerse en él sin su auxilio”.
Si el Gobierno de Woos y Gil tuvo algunas características lilisistas, el
Gobierno de Morales aparecía, salvo ligeras excepciones, con esas mismas
características acentuadas. Tal vez no se vió en éste el desorden administrativo
del régimen anterior; pero la tendencia despótica y el afán proteccionista se
manifestaron ampliamente, poniendo de nuevo en peligro la independencia
nacional. Numerosas personas lanzaron protestas. El sentimiento patriótico
venía por sus fueros. Horacistas puros le negaron su cooperación al gobernante
y unieron momentáneamente su gesto indignado a los esfuerzos de rebeldía
del jimenismo. Morales contestaba con actos de violencia y exponiendo, como
acostumbran hacer los agentes nacionales de poderes extraños, tesis absurdas
sobre lo que significa en sí el patriotismo. “La única forma útil de patriotismo
es aquella que ofrece resultados en trabajos de utilidad práctica”, afirmó él en
su Mensaje al Congreso dominicano de fecha 27 de febrero de 1905. El
horacismo, —señaló Welles— o al menos “la mayoría de los principales líderes
del partido, admitieron su acuerdo con esas opiniones”…12 Opiniones
sumamente peligrosas, ya que podían servir de excusa no solamente a actos
de tipo proteccionista, sino también a propósitos de anexión, con la consecuente
pérdida total de soberanía. Podía, en efecto, sostenerse, si se aceptaba la
mencionada tesis, que eran de tal alcance los beneficios prácticos que el país
podría derivar de su gobierno por una nación extranjera, que el gestionar ese
gobierno constituía la “única forma útil de patriotismo”. Los hombres alertas
se dieron cuenta, como era lógico, que aquellas afirmaciones de un pragmatismo
extremista —sinceras en la boca de algunos— encubrían por lo general una
pasión: el ansia de poder. Pasión en cuyo altar podían sacrificar quienes estaban
dominados por ella, sin temor a un arrepentimiento tardío, todos los valores
éticos del hombre.
12. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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EL PODER: ENCARNACIÓN DE LO POLÍTICO
Esa pasión del poder fué, durante aquella época, el equivalente de la pasión
política. No se era “político” porque se ansiaba —salvo excepciones— resolver
científica y decorosamente los problemas del país, sino porque había que escalar
el poder, y dominar sobre los contrarios. No con propósitos de riqueza, sino
única y exclusivamente con propósitos de dominación. Tanto la mayoría de
los líderes del jimenismo como del horacismo se sentían subyugados por esa
devoción al poder. Con la diferencia de que mientras éstos —según afirma
Welles— llegaban en su rapto pasional a aceptar como válidas tesis negadoras
en sí de todo patriotismo auténtico, aquéllos aparecían más fieles a la verdadera
entraña del sentimiento patrio. Lo que no niega que existieran también dentro
de los directores del horacismo patriotas intergérrimos, y en los cuadros
jerárquicos del jimenismo hombres sin fe en los destinos de la nacionalidad.
Hoy como ayer, casi todos estos hombres —en uno y otro bando—
pertenecían a las castas más destacadas de la sociedad, es decir, a la burguesía
urbana dirigente. Los otros, por el contrario, —los patriotas— eran en su
inmensa mayoría hombres del pueblo, hijos del proletariado y de la numerosa
clase media campesina. Repitióse ahora lo que vimos suceder en la época de
rojos y azules. Las masas, en su totalidad, eran instintivamente nacionalistas.
Cuando sus líderes querían perpetrar hechos que menguaran la soberanía,
procedían por vías de engaño; trataban de demostrarles a esas masas que su
actitud era patriótica, demostración que ellas, por ignorancia y fe en el jefe,
creían… La traición de los líderes a la patria implicaba, por tanto, una traición
al anhelo más definido y perfilado de las colectividades nacionales.
Para el pueblo no existían diferencias entre horacistas y jimenistas en el
plano de las aspiraciones patrióticas. Unos y otros mostraban disposición a
luchar hombro con hombro por la preservación y la consolidación de la patria.
Las diferencias surgían cuando se planteaba el problema de quiénes eran los
hombres que debían escalar el poder con fines de dirigir los destinos nacionales.
De ahí que aquellos partidos basaran en el personalismo político su razón de
existir; de ahí también que los líderes, seguros de la confianza popular,
traicionaran a veces a las más genuinas ansias de ese pueblo.
EL PUEBLO Y LA INTELECTUALIDAD ANTE EL
PROTECCIONISMO
Todas estas luchas, a pesar del desorden y el dolor que engendraban,
contribuyeron a fortalecer el sentimiento patrio. El grito de “¡Viva Dominicano
libre!” dejaba de ser un simple formulismo para transformarse en un estallido
del corazón. Fué tal la ascendencia y el creciente imperio de la dominicanidad
que ésta fué contagiando poco a poco los cuadros más escépticos de la
burguesía. Ya no luchaba esa burguesía, como en el pasado, por propósitos de
subordinación total o de entrega de la nacionalidad a un poder extraño. Ahora
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se conformaba con solicitar el apoyo o la protección de ese poder. “Sin ese
apoyo —decía— el caos continuaría imperando, y la República, desgarrada,
iría de tumbo en tumbo hacia la muerte”. Era preferible, a sus ojos, concertar
arreglos que implicaran ese apoyo, aun a trueque de cesiones parciales de la
soberanía. La actitud, antipatriótica si se la juzga en el plano de los principios,
ofrecía bases para una defensa racional. El desbarajuste de las finanzas, la
constante amenaza de potencias extranjeras, y la persistencia del
revolucionismo eran males terribles, a los cuales urgía poner coto. El apoyo
exterior parecía el remedio. En su afán por lograrlo dejó esa burguesía de
estimarlo también como un mal, y lo defendió con entusiasmo. Estados Unidos
apareció ante el juicio de esos hombres como “los protectores naturales de las
naciones hispanoamericanas débiles”.
Había probablemente un fondo de sinceridad en aquella actitud. Sinceridad
no tanto respecto a la función protectora de los Estados Unidos, sino más bien
al deseo de liquidar los males internos que afligían al país. No se daban cuenta
aquellos hombres que dichos males eran producto directo del estado cultural
y económico prevaleciente; que por situaciones similares habían pasado todos
los pueblos de la tierra, en la etapa infantil de su desarrollo; que los remedios
había que buscarlos no en fuerzas del exterior, sino en la entraña del pueblo
mismo; que todo afán por precipitar la superación de esas deficiencias con
apoyos extraños y con medidas adyacentes como las reformas constitucionales,
estaba abocado al fracaso. Mientras más se estudian las opiniones de aquella
burguesía, a la luz de las ciencias políticas y económicas modernas, más
sorprenden… Se llega a creer a veces que también había sinceridad en la
aceptación del papel protector de Estados Unidos, a pesar de que multitud de
hechos internacionales demostraba lo contrario, y de que la misma expansión
de esa gran potencia hacia territorios del Sur era de por sí argumento
suficientemente poderoso para borrar toda ilusión. Lo cierto es que esos
hombres parecían vivir encerrados en su isla, totalmente ajenos a las
palpitaciones mundiales. Sólo así se explican sus manifestaciones de confianza
hacia la política norteamericana, en momentos como aquellos en que, según
declaración de Sumner Welles en su ya citada obra, “un naciente sentimiento
de autoimportancia provocaba una agradable respuesta —en los Estados
Unidos— a la tonta exhortación de echarse sobre los hombros la carga del
hombre blanco”. Es probable que si los más sinceros de ellos hubieran leído a
Marx y se hubieran enterado de la significación, en el plano económico y
político, de las luchas entre los imperialismos, hubieran pensado de otro modo…
La tendencia se impuso en el seno del Gobierno. Morales había caído víctima
de una conspiración de sus ministros y del partido horacista, que lo sostenía.
Ramón Cáceres, Vice-Presidente de la República, se hizo cargo del poder.
Formó un ministerio en el cual tanto el afán proteccionista como el contrario
—independencia nacional completa—, estaba representado. Ministerio burgués,
pero de una burguesía en la cual no asomaba el deseo de hacer del poder un
medio de enriquecimiento propio. Emiliano Tejera, hombre de poderosa
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intelectualidad, y Federico Velázquez y Hernández, parecían ser sus más
conspicuos miembros.
El jimenismo recibió a ese gobierno con actos de oposición armada. En
diversos puntos del país encendiéronse movimientos insurreccionales, a los
cuales Cáceres contestó con mano fuerte. Se veía que él estaba dispuesto a
llegar a límites extremos en su ansia de obtener una pacificación total del país.
Y llegó. La campaña contra los insurrectos de la Línea noroestana se caracterizó
por la drasticidad de los métodos empleados. Viendo el Gobierno que no iba a
lograr sofocar, por los medios corrientes, las guerras de guerrillas de los
rebeldes, recurrió al bloqueo económico, y ordenó la concentración de todo el
ganado de la provincia, y su matanza, para evitar de ese modo que los
insurrectos encontraran alimento. Esa medida provocó gran descontento y
protestas de los elementos liberales, tanto horacistas como jimenistas, y trajo
consigo una angustiosa situación económica de las familias de la región. “El
terror —dice el historiador Pichardo— impuso la paz”. 13 Las masas
comprendieron que se hallaban frente a un régimen férreo, que no tomaba en
cuenta el valor moral de las medidas represivas. En ese aspecto, el gobierno de
Cáceres señalaba una indiscutible regresión histórica. Regresión ratificada por
el repugnante suceso conocido con el nombre de “La encerrona de Guayubín”,
en el cual varios jefes enemigos perdieron la vida por haber confiado en las
garantías que al través de un sacerdote ofreciera el gobierno. Violaba aquel
acto cruel una hermosa regla tradicionalmente respetada por las banderías
fratricidas: la confianza en la palabra y en la hidalguía del contrario.
UN PASO TRASCENDENTAL: LA CONVENCIÓN DEL
1907
Mientras tanto, la cancillería dominicana se esforzaba en resolver el
problema de la deuda pública dentro del marco proteccionista en que había
actuado el régimen anterior. Rechazada la Convención de febrero de 1905 por
el Senado norteamericano, se hicieron gestiones por llegar a un nuevo acuerdo,
más completo. Dichas gestiones tuvieron éxito. Después de cuidadosos estudios
y violentas discusiones, el Congreso norteamericano y el Congreso dominicano
ratificaron la Convención Dominico-americana del 8 de febrero de 1907,
concertada de común acuerdo por el gobierno de Cáceres y el gobierno de
Teodoro Roosevelt. Ese tratado internacional, que iba a regir de ahora en
adelante las relaciones dominico-norteamericanas, provocó, desde su gestación,
al través de todo el país, una ola de protestas. Constituía él, sin duda alguna, el
más sólido triunfo de la tendencia proteccionista. Sus cláusulas estipulaban la
concertación de un nuevo empréstito de $20.000.000 para el pago de la deuda
interna y externa de la República, y la entrega de las aduanas nacionales al
Gobierno norteamericano, que nombraría su Receptor General, como garantía
13. Bernardo Pichardo. Historia de Santo Domingo.
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náá lisis de su pasado y su presente)
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para los tenedores de bonos. El convenio estipulaba la conversión de la deuda
pública a capitalistas norteamericanos, de acuerdo, y con la garantía de
Washington, a quien el Gobierno dominicano cedía, al entregar las aduanas,
según opinión del Presidente Roosevelt, “parte del territorio nacional”.
Dicho tratado tenía tal trascendencia que motivó honda conmoción del
espíritu público. El movimiento de protesta adquirió una amplitud general;
abarcó todas las castas sociales. Aun muchos burgueses horacistas que se
sintieron atraídos durante el gobierno de Morales por la extraña definición
que éste ofreció del patriotismo, parecieron dar en esos momentos graves, un
viraje hacia vías integralmente nacionalistas. El mismo jefe del partido expresó,
en cierta ocasión, su oposición al proyecto; no tuvo, sin embargo, la firmeza
de sostener pública y constantemente esa opinión contraria. Las masas
jimenistas y horacistas hicieron de nuevo causa común, exaltadas por el
sentimiento patrio. A través de la pluma de los más destacados periodistas, la
prensa nacional, casi unánimemente, atacaba el proyecto. Numerosos
gobernadores locales manifestaron también su oposición. Cáceres se vió así
hostilizado en el asunto —para él fundamental— por sus propios servidores.
Pero se impuso. Por medio de las amenazas y la coacción, logró dominar el
empuje vigoroso de la opinión pública.
El régimen no representaba, positivamente, en aquellos instantes
transcendentales para el país, las más íntimas y sinceras aspiraciones del pueblo.
Simbolizaba más bien lo contrario: el marcado desdén, y a veces la hostilidad
a esas aspiraciones. Los métodos empleados por sus hombres estaban en
perfecta armonía con los utilizados desde los comienzos de la administración;
eran métodos despóticos, reñidos con el espíritu de las leyes vigentes. No
había, por tanto, democracia intrínseca. Sin embargo, la expresión del
pensamiento no se hallaba totalmente cohibida. Sólo se ejercían violencias
cuando ellas aparecían indispensables al logro del propósito gubernamental.
CÁCERES, CÉSAR BENIGNO
Las elecciones que confirmaron al honesto y rudo mandatario en el poder,
no fueron libres. La constitucionalidad del régimen era, pues, como la de casi
todos los regímenes anteriores que se decían constitucionales, —salvo tres o
cuatro excepciones—, ficticia. Por medio de sus organismos represivos, el
Presidente imponía su voluntad… Las características cesaristas del gobierno
no se perfilaron, empero, con el vigor y la extensión que tuvieron durante las
administraciones de Báez, Santana y Heureaux. Mientras éstos fueron Césares
absolutos, conscientes de sus funestas proyecciones históricas, Cáceres asomaba
como un César benigno, que creía en la necesidad del cesarismo para establecer
un orden progresista cierto. Su actitud parecía premeditada e hija de una
buena intención. Sus consejeros intelectuales lo habían convencido de la
impreparación del país para regirse, por falta de cultura cívica, de acuerdo
con el ideario democrático. La República era para aquellos hombres una
90
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anticipación histórica. Precisaba según ellos —y así lo afirmaron varias veces—
un gobierno bien orientado, organizado, honesto, fuerte e implacable a un
tiempo, que no titubeara en violar la constitucionalidad, si ello se hacía
necesario, con el fin de debelar insurrecciones y asegurar una paz armónica,
base de todo desenvolvimiento progresista. Esas tendencias eran combatidas,
en los círculos gubernamentales, por aquellos que pretendían ir más lejos aun
en el cesarismo, por los caudillos que se sentían bajo el influjo dominador del
complejo heroico; y fuera de la administración, por todos los elementos liberales
de uno y otro bando. Pero Cáceres salía vencedor del combate. Su régimen fué
así adquiriendo, a los ojos de los que estaban en la intimidad, perfiles de
definida autocracia intelectual. Gobernaba el Presidente, es cierto, pero él no
hacía más que llevar a la práctica, sin tener en cuenta el latido de las masas,
las indicaciones de la élite intelectual que lo rodeaba, especialmente de don
Emiliano Tejera y don Federico Velázquez y Hernández. Si esa élite poseía la
verdad, la salvación del país estaba asegurada; si en cambio, ella obedecía a
concepciones erróneas, los resultados iban a ser funestos.
¿Se equivocaron esos hombres, o acertaron? Los lustros se han sucedido,
ricos en acontecimientos. Acontecimientos que brindan perspectivas
suficientemente claras para la formulación de juicios. Asoman, como hechos
indiscutibles, tanto para los partidarios de la izquierda como de la derecha,
los beneficios del régimen: su fecundo afán por darle una estructura científica
a la mecánica gubernamental; sus moderados esfuerzos por substituir el
inusitado apogeo de la politiquería con fuerzas de tipo político puro; sus
fructíferas gestiones por abolir concesiones privadas en beneficio del estado;
sus triunfales diligencias por incrementar el progreso material del país para
quebrar así la monotonía de una vida y una estructura económica interna que
explicaban, a nuestros ojos, muchas deficiencias en numerosas esferas; su
constante y prolífica labor por imponer orden y honestidad en los
departamentos gubernamentales; y su laudable celo por asegurar una creciente
producción agrícola y difundir el movimiento educacional. Junto a esos
positivos beneficios —muchos de ellos hasta ayer no logrados— aparecieron
los perjuicios. Se equivocó la aristocracia intelectual del Gobierno, al
diagnosticar las causas de las revoluciones, y al juzgar el problema imperialista.
La Convención Dominico-americana que propuso, y que fué a la postre
ratificada por el Congreso, no trajo consigo, como ella aseguraba, la salvación
del país, sino por el contrario, su paulatino hundimiento. Los hechos lo
demostraron… Las ventajas prácticas que esa Convención y el consiguiente
empréstito de $20.000.000 momentáneamente brindaron al restablecer el
crédito de la nación y permitir una organización más firme y armónica de las
estructuras gubernamentales, no podían nunca reparar el gravísimo yerro de
la pérdida parcial de soberanía que la entrega de las aduanas implicaba, ni
hacer olvidar la constante amenaza que para la total independencia del país,
contenían los términos del acuerdo. Esa amenaza se fué haciendo sentir más y
más cada día. ¿Acaso no la previeron los padres del tratado? ¿No intuían ellos
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náá lisis de su pasado y su presente)
91
todo cuanto él entrañaba como excusa para futuras violaciones del derecho
por parte del imperialismo norteamericano? Si lo entrevieron, pensaron con
seguridad que aquel sacrificio de lo ético ante lo práctico era conveniente e
inevitable. No había, a su juicio, otro medio más eficaz para la estabilización
de la vida del Gobierno y la estimulación del progreso material del país. Las
protestas del pueblo nada significaban ante ese convencimiento. ¡Grandes eran
las ventajas prácticas que con el apoyo del generoso gobierno norteamericano,
iba a ofrecer su obra¡ ¡La minoría sabia debía imponerse sobre la voz de las
mayorías ignorantes! ¡Como si los pueblos no obedecieran en sus actitudes
irreflexivas a un poderoso instinto de conservación! ¡Como si ellos, incapaces
a menudo de razonar, no presintieran dónde está su salvación y su ruina!
La Convención debía ser, según los hombres que la propugnaban, jalón de
progreso, inicio de un trascendental y favorable cambio en la historia del país.
¡Gran error! Error de todos los intelectuales que quieren amoldar la naturaleza
de un pueblo dentro de los cánones de un dogma rígido. ¿En qué basaban
ellos sus empeños? La respuesta es obvia: en la necesidad de reformar los
modos y las formas nacionales de vida. “¿Qué sucederá —le decía don Emiliano
Tejera en carta al Ministro norteamericano— si el Congreso no acepta el
Tratado? Ud. lo sabe tanto como yo; ello significaría el triunfo de los
especuladores de los años pasados; la guerra civil permanente; la imposibilidad
de pagar a los acreedores internos y externos porque todos nuestros recursos
serán gastados en esas contiendas intestinas; el descrédito y la final caída de
los pocos hombres puros del país; la ruina de la nación en todo el sentido de la
palabra”.14 El Tratado fué ratificado, y los sucesos posteriores se encargaron
de darle un severo mentís al señor Tejera. A pesar de la ratificación —salvador
remedio, seguro preventivo contra los males señalados— todos esos males
fueron gradualmente manifestándose, en perjuicio de la nacionalidad.
¡Fracasaron preventivo y remedio! Y las realidades futuras mostrábanse aun
más sombrías que las señaladas en los pronósticos de Tejera, si la Convención
no se ratificaba. El país perdió totalmente su soberanía durante el período del
1916 al 1924. Recobrada ésta, aumentó su deuda pública, y cayó, años después,
bajo el yugo del más ignominioso de los regímenes políticos. La convención,
en vez de ser instrumento salvador, devino aparente justificación de los actos
imperialistas realizados durante 15 años por el Gobierno norteamericano; cada
vez que este Gobierno decidía inmiscuirse en los negocios interiores de la
República, utilizaba tal pretexto. Pero eso no es todo: la prolongación del
mencionado acuerdo, a través de su rejuvenecimiento y un nuevo empréstito
en 1924, más los convenios ulteriores, obtenidos por la politiquería en auge,
mantiene aún menguada la soberanía de la nación…
Contrariamente a lo que presagiaba el señor Tejera, los especuladores de
antes, u otros especuladores, siguieron haciendo negocios; la guerra civil —o
14. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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lo que de tal modo se denominaba— adquirió caracteres de permanencia; no
se pudo a menudo pagar a los acreedores debido a los desconciertos, las
discordias intestinas, y la mala orientación de casi todos los regímenes
siguientes; el descrédito y la final caída de los numerosos hombres buenos
— son muchos y no algunos— fueron asomando hasta llegar hoy a adquirir
proporciones trágicas; la ruina de la nación, en todo el sentido de la palabra,
es panorama visible… Indiscutiblemente, Tejera y Velázquez se equivocaron
en sus cálculos. Equivocación que se proyectó —cosa lamentable— sobre el
futuro del país. Welles da a entender en su citada obra, que Velázquez obedeció
muchas veces, en las gestiones previas a la Convención, a los consejos de
Teodoro Roosevelt. La Convención fué aprobada “dentro de las líneas —afirma
Welles— determinadas por el Presidente Roosevelt”.15 Tal vez si Velázquez
hubiera manifestado mayor sagacidad y firmeza en la defensa del interés patrio
se hubieran podido obtener condiciones mejores, ya que era grande el interés
del Presidente norteamericano por lograr un acuerdo, para alejar de ese modo
toda amenaza europea a la soberanía de la República del Caribe. Era de dudarse,
además, que Roosevelt, después de la experiencia de Panamá, se decidiera, en
vista de una negativa dominicana, a actuar de modo abusivo y violento. Si
pocos meses antes él se negó a tomar en consideración la proposición de
protectorado para la República que le hizo Morales, había que dar por aceptada
su voluntad de abstenerse de toda medida drástica. El momento era, pues,
propicio para que la Cancillería dominicana y el Departamento de Hacienda
mantuvieran con solidez patrióticos reclamos. Favorecía, además, una actitud
en tal sentido, la inminente celebración en La Haya de la segunda Conferencia
Internacional de la Paz, donde tanto los Estados Unidos como la delegación
dominicana se mostraron de acuerdo en votar una resolución tendiente a
impedir, en armonía con la doctrina Drago, que las potencias se sirvieran de la
fuerza para el cobro de las deudas contractuales.
EL INTELECTUAL FRENTE AL REVOLUCIONISMO
Se equivocó también aquella élite intelectual en sus apreciaciones sobre
las causas del revolucionismo. Insistimos en ello por haber servido esas
apreciaciones conjuntamente con los otros motivos, de fundamento para la
Convención. Pensaba dicha élite que el revolucionismo, en vez de ser hijo de
un estado cultural y económico sui géneris, nacía únicamente de ciertas
deficiencias de la estructura gubernamental. Esas deficiencias, meros detalles
o causas secundarias, eran señaladas como la médula del problema. Los
investigadores de hoy no llegan a veces a comprender cómo pudieron
elaborarse tales opiniones. Sorprende, en efecto, el que se pensara que el aludido
mal podía ser curado de raíz con el mágico remedio de entregar el contrato de
las aduanas a un poder extranjero. ¡Confundíase un síntoma con la verdadera
15. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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náá lisis de su pasado y su presente)
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causa de la enfermedad! Pues si bien es cierto que a menudo los insurrectos
trataban de apoderarse de las entradas aduaneras, ese afán no constituía la
razón básica del movimiento. ¡Tánta ingenuidad y tánto desacierto había en
dicho criterio, como en aquel expresado por el Ministro norteamericano
Sullivan, cuando dijo, entusiasmado, en carta al Secretario Bryan, que el auge
del baseball en la República Dominicana iba a constituir un “real substituto a
la excitación de las revoluciones!”16
Parece que el señor Hollander, quien cooperó como Comisionado Especial
del Presidente Roosevelt con el señor Velázquez, en los arreglos relacionados
con la Convención, llegó, sobre la naturaleza del revolucionismo, a conclusiones
similares. En una Revista de Derecho Internacional, él afirmó, enfáticamente,
que el apoderamiento de las aduanas era el método ideal que debía emplearse
para gobernar a distancia las Antillas. “La paz quedaría asegurada —dijo— el
día en que alguien dispusiese permanentemente de los derechos de
importación, ya que toda revuelta tiene por objeto un asalto a las aduanas”.
Tales declaraciones demostraban que él no se había adentrado en la íntima
estructura sociológica del país. El experto extranjero contribuía, pues, a aumentar,
con esas ligerezas, la desorientación y el confusionismo prevalecientes sobre
numerosas cuestiones esenciales. Como bien señala el historiador Carlos
Pereyra: “Las revueltas continuaron. Y pudo observarse que el máximum de
intensidad en las agitaciones correspondía al máximum de rendimiento de las
aduanas”.17 ¡Fehaciente negación a las torcidas afirmaciones de Hollander!
PASOS HACIA EL LIBERALISMO
Ratificada la Convención y pacificado el país, Cáceres fué paulatinamente
renunciando al cesarismo y adaptando ciertas formas liberales de actuación.
Hijo de una inconstitucionalidad real —que supo disfrazarse de legalidad—, el
régimen caminaba ahora hacia metas de democracia auténtica. Los beneficios
ya señalados se hacían más y más visibles. La justicia funcionaba dentro de
una independencia casi completa; había positiva separación entre el poder
ejecutivo y el poder judicial. Virtud menguada, desgraciadamente, con el modo
inequitativo en que se fueron ajustando gracias al empréstito, las deudas
internas y externas. Mientras los deudores extranjeros obtuvieron a veces un
saldo a la par de sus acreencias, hubo cuentas dominicanas que se saldaron al
10%. Discrimen que nada parecía justificar.
A pesar de su evolución hacia un liberalismo limitado y conservador, el
régimen seguía siendo blanco de ataques. El pueblo era antiproteccionista, y
aspiraba a vivir en un ambiente de libertad total. No se conformaba con las
realidades existentes. Simbolizaban éstas, empero, una etapa de transición
entre el conservatorismo extremista de un Heureaux, y el liberalismo extremista
16. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
17. Carlos Pereyra. “Historia de América Española”. La América Central y las Antillas.
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de un Jimenes. Actuaba Cáceres como moderador y organizador de los impulsos
nacionales. Por desgracia, el proteccionismo anuló, por su significación ética y
las dolorosas consecuencias materiales que acarreó, el brillo de los beneficios.
Cuando su conveniencia era tema de debates, el Gobierno se transformaba de
moderador en hostilizador de las voluntades nacionales. Por eso, nunca lo
mirarán con simpatía las personas conscientes del significado del imperialismo
y los dominicanos entrañablemente identificados con las esencias de la
dominicanidad. Puede afirmarse, en síntesis, que él fué expresión de una
burguesía aun descreída en cuanto a las posibilidades de desarrollo nacional
totalmente independiente, pero honesta en la actuación, y disciplinada en la
aspiración y el método. Aunque bastante apta para dirigir el funcionamiento
de la mecánica gubernamental, carecía ella, a pesar de las huellas dejadas por
el movimiento positivista y racionalista de Hostos, de una noción precisa y
clara sobre la naturaleza íntima de las realidades ambientes. De ahí, tal vez, su
orientación proteccionista, su desdén por las palpitaciones nacionales, y sus
apreciaciones erradas sobre el origen y la terapéutica de diversos males sociales.
A los pocos años de ratificada la Convención, comenzó esa burguesía a
comprender, probablemente, la inexactitud de sus juicios. Hechos negadores
de ellos hablaban con elocuencia. Cáceres había perecido, como Heureaux, en
una conjura, y el revolucionismo tomaba de nuevo amplitud. No bastaba, por
lo tanto, para liquidarlo, con reformar la Constitución suprimiendo la
Vicepresidencia, y con dar a un poder extraño el control de las aduanas. Las
causas, más hondas, urgían otra clase de remedios. Tampoco había la
Convención evitado al país futuros trastornos internacionales. ¡Todo lo
contrario! Lo único que se constató fué un cambio de decorado: ya no eran las
Cancillerías europeas las que provocaban el disturbio, exigiendo pagos;
Washington ocupaba su lugar; día tras día su actitud se hacía más amenazadora,
y menos respetuosa de la soberanía dominicana. ¡La escena seguía siendo,
pues, la misma! Con la diferencia de que mientras las perturbaciones
ocasionadas antes por las Cancillerías europeas asomaban sólo de vez en
cuando, el Gobierno norteamericano hacía sentir a diario su presión creciente.
CAPÍTULO III
Escollos en el
camino
Los Gobiernos que en su ceguedad creen
posible matar una revolución ahogando la voz
que la predica, son tan dementes como el que
creyera apagar la luz con arrancarse los ojos.
Las revoluciones reconocen causas
permanentes y universales.
GREGORIO LUPERÓN.
Año 1912…
El país estallaba otra vez en manifestaciones de volcanismo. El nuevo
Presidente, Eladio Victoria, nombrado por el Congreso, no surgió de la libre
voluntad de los representantes del pueblo, sino del cuartel. La maquinaria
militar, organizada eficientemente por Cáceres para el resguardo del orden
público y el sostenimiento del Gobierno, ordenó, y fué obedecida. Su orden,
lógicamente, nada tenía que ver con la palpitación popular. Constituyóse así
un Gobierno de acentuadas características cesaristas. El César, sin embargo,
no era el Presidente de la República, sino su sobrino, jefe del ejército. Anomalía
que volvió a repetirse, sin el vínculo familiar, en los días presentes…
El país reaccionó, instintivamente, contra aquella situación arbitraria. No
podía él resignarse a ser dominado por un régimen que ni siquiera había
tenido los tradicionales y discutibles méritos de surgir en medio de la sangre,
el fuego y las pasiones de una insurrección armada. Perfilábase aquello como
cosa demasiado artificial y absurda! Volvieron a unirse los partidos y se lanzaron
a la revuelta. Pocas veces se combatió de modo tan sangriento y tan heroico…
El Gobierno, utilizando al Ejército, intentaba dominar el movimiento hostil,
que aunque carecía de una definida orientación constructiva, simbolizaba la
rebeldía de las masas contra toda imposición. El instinto volvió a desbordarse.
La tragedia clavaba sus garras en todos los puntos de la República. Parecía que
aquellas colectividades llevaban en el alma el sino de la desgracia.
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Victoria, aleccionado por los primeros años del régimen de Cáceres, creyó
que por medio de la violencia le iba a ser fácil imponer la paz. Olvidó que
junto a Cáceres campeaba un viejo prestigio político, que él, —hombre casi
desconocido de las masas— no poseía. Su afán de poder, aun sin respaldo
popular, hablaba al través de sus conminatorias órdenes.
Las ambiciones caudillistas seguían, pues, en pie. No solamente se
manifestaban en los gestos de los caudillos viejos, sino también en las actitudes
de los jefes improvisados en el vivac. La depuración política iniciada por la
élite intelectual que acompañó a Cáceres cedía de nuevo el campo al orgullo
personal y a las mañas de la politiquería. Volvían todos los líderes secundarios
a aspirar al Poder por el Poder mismo. ¡No eran ideas las que estaban en
pugna, sino pasiones, ansias de predominio! Asomaba otra vez el espectáculo
como un manifiesto retorno a las esferas del instinto. ¿Qué se había hecho, en
efecto, la razón, en medio de aquellas luchas? No demostraba Victoria, con su
apego al poder, poseerla; tampoco la poseían aquellos cabecillas para quienes
el revolucionismo simbolizaba toda su aspiración de vida. La razón estaba en
el secreto sentido de la pugna; en la actitud erguida de las masas, tesoneras en
el valor y el sacrificio. Era, es cierto, razón instintiva, razón de multitudes,
razón del alma, pero razón cuya existencia ha creado nacionalidades y ha
impedido el ocaso de muchos pueblos. Y se dió entonces la paradoja de que
contra esa razón —colectiva y superadora— luchaban sin saberlo, numerosos
líderes que se habían proclamado jefes de las masas insurrectas. Casi todas
esas masas aspiraban, en su intimidad, a algo que no podían definir, pero que
equivalía al ejercicio de la política, con reales fines de mejoramiento y justicia.
Los líderes, por el contrario, se manifestaban en pugna con el sentimiento
popular. Las masas los levantaban y exaltaban, como expresión personal de
ellas mismas; mas tan pronto se veían colocados en posiciones jerárquicas,
olvidaban la fidelidad a ese latir de todos para obedecer únicamente al impulso
individual. Era doloroso constatar el espectáculo: un pueblo lleno de
aspiraciones puras, traicionado a diario por los jefes que formaba y
engrandecía…
El régimen de Cáceres no logró modificar la estructura de ese pueblo.
Aunque la paz y la buena organización administrativa contribuyeron a
incrementar las actividades comerciales, no pudieron desarrollarse nuevas
industrias, ni hubo suficiente tiempo para que el movimiento educacional
provocara un cambio de actitud en los espíritus. Las causas de los vicios de
antes, persistían. Lo político seguía siendo el eje alrededor del cual giraban las
demás actividades humanas. El complejo heroico adquirió nueva amplitud,
estimulado por el ambiente bélico. Guerrear devino casi una religión. Se iba a
las batallas con el místico impulso con que el creyente va al martirio.
Sólo los intelectuales apergaminados podían sentir asombro ante dicho
proceso de cosas. El historiador penetrante, por el contrario, debía considerarlo
lógico, ya que lo veía íntimamente enlazado con el tipo de civilización y el
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náá lisis de su pasado y su presente)
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grado de cultura poseídos. No era aquello, de ningún modo, síntoma de
insuficiencia racial o de inferioridad biológica. Cualquier raza, colocada en
similares condiciones, habría actuado de idéntica manera. El tipo dominicano
homogéneo, producto de la unión de diversas ramas étnicas, estaba aún en la
infancia, y buscaba, en medio de aquellas vicisitudes, la culminación de su
personalidad. ¿No habían vivido análogos períodos de guerras internas los
países de la vieja Europa? ¿No podían equipararse aquellas luchas caudillescas
con las que libraron entre sí los señores feudales? ¿Había acaso traspuesto la
nación dominicana los dinteles de su propia Edad Media? Todas esas
interrogaciones debían acudir a la mente del historiador, forzándolo a risueños
augurios. Era grave error pretender encasillar la naturaleza juvenil de aquel
pueblo que marchaba en busca de formas autóctonas de vida, dentro del
armazón de instituciones creadas para pueblos con otra estructura y en
diferente etapa vital. Llegaría un día que los directores y las mismas masas se
darían cuenta de ello. Y entonces amanecería para ese pueblo la auténtica
dicha, la que nace del ejercicio de la justicia dentro de los marcos de una vida
específicamente propia. Pero iba a ser necesario, para llegar a esa comprensión,
que la tragedia acentuara su hondura y su ritmo. ¡Pues sólo así, en campos de
un dolor desgarrador, despiertan y se encuentran los pueblos!
El historiador veía, pues, en aquellas angustias, el presagio de tragedias
más profundas y cercanas. La politiquería y el caudillismo continuarían su
evolución hasta desaparecer más tarde, víctimas de su propio envilecimiento.
La burguesía indecorosa que los respalda perdería entonces todo vigor e influjo.
Y el pueblo —proletariado y clase media— impondría al fin su voluntad, sin
trabas.
Los acontecimientos se siguieron desarrollando dentro de esas previstas
líneas. La sujeción de Victoria al poder trajo desgracia tras desgracia. Se perdían
en la guerra riquezas materiales y energías humanas. Washington, a su vez, en
acecho, intervenía directamente, con menoscabo de su propio prestigio, en la
contienda.
¡Qué angustia debía hincar en aquellos instantes el corazón de todos los
buenos dominicanos! La amenaza trágica latía en los aires… Se veía ahora,
claramente, que los errores diplomáticos del pasado régimen habían facilitado
el desarrollo de los planes de expansión de los Estados Unidos. Planes cuyos
alcances eran ignorados, pero se presentían… El desconocimiento, por parte
de la intelectualidad que guiaba a Cáceres, del problema imperialista, aparecía
en alto grado responsable de aquella situación patética. La Convención del
año 1907 fué la excusa invariablemente esgrimida por la gran nación del Norte
en todos sus intentos de violación y en su violación efectiva de la soberanía.
La élite burguesa que creyó o fingió creer en la generosidad y el desinteresado
proteccionismo de Washington, ocupaba ahora, ante el sentir de los
dominicanos auténticos, el puesto de consciente o inconsciente colaboradora
del imperialismo. Se vió, pues, en Santo Domingo, el mismo espectáculo que
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adquirió realidad en tantos otros países de la América indohispánica: los
pensadores y los politicastros burgueses, en declarado divorcio con el espíritu
nacional del país —espíritu que entraña la base y el impulso de todo progreso
real—, propiciando, a menudo sin saberlo, la subordinación lamentable del
pueblo a intereses extraños.
ACENTUACIÓN DE LA TENDENCIA IMPERIALISTA EN
LOS ESTADOS UNIDOS
Coincidieron aquellos momentos con la intensificación de las tendencias
imperialistas en los Estados Unidos. Teodoro Roosevelt y su Secretario de Estado
Root, habían sido reemplazados en el gobierno, por Taft y P. C. Knox,
respectivamente. Este reemplazo trajo consigo cierta variación en las técnicas
de política imperialista. Quizás no se hacía sentir mucho esa variación en la
generalidad de los países de la América Latina; los de la zona del Caribe, en
cambio, sí sufrieron sus efectos, especialmente Nicaragua y la República
Dominicana. Taft, empujado por su Ministro Knox, ex-abogado de grandes
corporaciones, parecía dispuesto a ir mucho más lejos en los propósitos de
dominación norteamericana sobre los territorios del Sur, que su agresivo y
dinámico antecesor. El no era responsable de lo acaecido en Panamá; no tenía,
por lo tanto, que lavar, con una política más respetuosa y discreta, aquella
indeleble mancha…
Es probable que si Victoria, imitando a Morales Languasco, hubiese
solicitado del nuevo gobierno de Washington el protectorado para Santo
Domingo, Taft hubiera accedido a ello, placentero, sin tener en cuenta las
protestas del pueblo. Lo importante era imponer la paz en un país revoltoso, y
garantizar, gracias a esa paz, la estabilidad del comercio y de las inversiones
norteamericanas. Ese anhelo “pacifista” servía de adecuada justificación a las
repetidas violaciones del Derecho Internacional perpetradas por su política.
Obrando de ese modo, Taft y Knox no hacían más que seguir la huella de los
primeros pasos del gobierno de Roosevelt, y obedecer al célebre corolario de
la doctrina de Monroe enunciado por este último Presidente. Se basaba Knox
en dicho apéndice al monroísmo cuando afirmaba: “La lógica de la geografía
política y de la estrategia, y el gran interés nacional creado actualmente por el
Canal de Panamá, hacen que la seguridad, la paz y la prosperidad de la América
Central y de la zona del Caribe sean de vital importancia para los Estados
Unidos. Y precisamente en las regiones donde constituye una amenaza mayor
para nosotros, es más agudo y más grave el mal de las revoluciones y del
colapso financiero. En esos lugares es, por tanto, donde debemos aplicar el
remedio. No es juicioso mantener un gran principio político como la doctrina
de Monroe, y a la vez repudiar sus corolarios y descuidar la aplicación de las
medidas indicadas por la razón como la indispensable salvaguardia del mismo”.18
18. Ramiro Guerra. “La expansión territorial de los Estados Unidos” (subrayamos nosotros).
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náá lisis de su pasado y su presente)
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La mentalidad de negociante de Knox le impedía ver en las contiendas
armadas que en aquellos instantes se desenvolvían sobre el territorio
dominicano —y sobre otros territorios— el definido afán colectivo por no
soportar regímenes de imposición. Olvidaba él, además, que en su propio país
se habían desarrollado guerras fratricidas, y que la historia enseña que el
desenvolvimiento de los pueblos no se ha efectuado obedeciendo a un ritmo
isócrono, sino por el contrario, de modo incoordinado. Tampoco preveía él
que años más tarde iba a caer, víctima de las balas de sus conciudadanos
libres, en el Estado de Louisiana, un hombre, que elevado a posiciones de
altura, actuó despóticamente contra la voluntad del pueblo. Su única visión
parecía ser el comercio, la prosperidad material, base indispensable para la
estructuración de una nacionalidad fuerte. Como la “prosperidad de la América
Central y de la zona del Caribe eran de vital importancia para los Estados
Unidos” quiso él asegurarla, en la República Dominicana, mediante la
acentuación de la política conocida con el nombre de “diplomacia del dólar”,
iniciada meses antes por Roosevelt. Esa política —de la cual la Convención
dominico-americana del año 1907 era vivo ejemplo— tendía a estimular el
progreso de las naciones iberoamericanas mediante empréstitos garantizados
por el control aduanero, la inversión de capitales, y la obtención de concesiones
financieras a empresas norteamericanas. Si estas medidas no eran suficientes
para asegurar el orden de la hacienda pública y la liquidación de las revueltas,
se exigiría el control financiero total y la dirección de las fuerzas armadas del
país. Lo urgente era asegurar la paz, para permitir el florecimiento económico,
florecimiento que podía excusar la ilegalidad de las medidas empleadas.
Es obvio que el triunfo de tal política hubiera convertido a Santo Domingo
en un protectorado político y una colonia económica. Su situación hubiera
mostrado grandes semejanzas, en ese caso, con la que nos ofrece hoy, en el
plano de la economía, la Isla de Puerto Rico. Poco a poco las tierras dominicanas
hubieran ido cayendo en manos de cuatro o cinco magnates del exterior, la
masa campesina del país hubiera constatado su servidumbre y su ruina, con
provecho de aquellos magnates y de una minoría burguesa despojada de
personalidad propia y convertida en colaboradora de los pulpos capitalistas.
Por suerte, el pueblo dominicano se rebeló, instintivamente, contra dicha
actuación. Rebelión que triunfó, a la postre, ayudada por circunstancias
excepcionales, sobre las imposiciones de la fuerza.
Con tales ideas sui géneris, para beneficio del comercio y de las clases
gobernantes en los Estados Unidos, inició Knox negociaciones con el Gobierno
de Victoria y sus inflexibles opositores. Poco o ningún relieve tenían ante sus
ojos la justicia o la injusticia de la causa insurreccional, o las motivaciones
reales del revolucionismo. Lo perentorio —lo repetimos— era asegurar, por
cualquier medio, la paz… Viendo, pues, que la lucha se alargaba, envió una
comisión de ciudadanos norteamericanos al país con el ficticio objetivo de
organizar las aduanas fronterizas. A los pocos días de llegada la Comisión,
pudo verse que su propósito esencial era investigar las condiciones políticas
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J U A N
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imperantes, e imponer un gobierno que pudiera garantizar la paz. En
declaraciones hechas a la prensa, los comisionados manifestaron que el pueblo
dominicano “como cualquier otro del mundo, tiene perfecto derecho a
marchar acorde con la civilización”. Para propiciar esa marcha, sometieron
al Gobierno de Victoria unas cuantas proposiciones entre las cuales figuraban
una amnistía general y una reorganización de las finanzas dominicanas de
acuerdo con los empleados de la Receptoría. Parece que el Presidente Victoria
mostró disposición a aceptar esas propuestas, a cambio de un empréstito
que le permitiera cubrir la nueva deuda en que incurrió el Gobierno, con motivo
de la insurrección.19 Taft condicionó la aceptación de la demanda de empréstito
al nombramiento de un consejo financiero norteamericano. Esa proposición
fué rechazada por Victoria. En vista de ello, y de que la guerra continuaba cada
día con mayor ardor, Washington resolvió sitiar por hambre al régimen.
Acusándolo de violaciones a la Convención, ordenó a la Receptoría se abstuviera
de entregar los fondos que legítimamente le correspondían. Además, por voz
de los comisionados, Washington hizo pública su negativa a reconocer a un
gobierno surgido de un movimiento armado. Para lograr ese reconocimiento, el
régimen tenía que ser de carácter constitucional, es decir, electo por el Congreso,
y debía mostrarse dispuesto a aceptar la ayuda económica del Gobierno
norteamericano por vía de un empréstito, y el nombramiento de un consejero
financiero yanqui que controlara el desembolso de los fondos. Victoria
comprendió que, frente a la situación creada por las últimas decisiones de Taft
no le quedaba otra alternativa que someterse o renunciar. Prefirió,
patrióticamente, esto último. El Congreso eligió entonces al Arzobispo, Monseñor
Dr. Adolfo A. Nouel, Presidente de la República.
Estos acontecimientos constituían un ejemplo clarisimo de las nuevas
técnicas con que Taft y Knox enriquecían la política de la “diplomacia del
dólar”. El monroísmo dejaba de ser una doctrina de mutua ayuda y a la vez
de mutuo respeto interamericanos, para convertirse en manifiesto
instrumento de dominación de los Estados Unidos sobre las naciones del
Sur. Ningún canon legal o principio ético autorizaba ese viraje o esa
interpretación viciosa de la doctrina. La Convención dominico-americana
del año 1907 —perenne excusa— no brindaba tampoco bases jurídicas para
los nuevos pasos. Washington imponía claramente su voluntad, en violación
al Derecho Internacional, sobre los destinos de una nación debidamente
constituída y reconocida, e intervenía directamente en sus negocios internos.
Santo Domingo no era ya el hermano menor cuyos derechos se reconocían
de igual a igual; era ahora el niño sin derechos, condenado, por sus
turbulencias, al sometimiento y la reclusión.
Nada, empero, excusaba ese trato rudo. Aunque sus fundamentos
reposaban, según los gobernantes del Norte, en las responsabilidades contraídas
19. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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náá lisis de su pasado y su presente) 101
por la Convención del año 1907, él sólo podía justificarse “legítima y
legalmente —¡bien lo reconoce Welles!— en el caso de que Santo Domingo
hubiera sido un protectorado”.20
La actitud de Knox con la República traspasaba los límites de los excesos
diplomáticos admitidos por una opinión pública tolerante. Se diferenciaba
ella, indiscutiblemente, de la del Roosevelt de los últimos años. Este, al parecer,
sólo daba consejos, señalaba amigablemente métodos para resolver los
problemas, indicaba a algunos ministros de Cáceres los pasos, a su juicio,
convenientes. No llegaba a imponer, por vía de fuerza, esas indicaciones. Knox
llegó mucho más lejos. Como llegarían también, en el porvenir, Bryan y Lansing.
Devino agresivo, autoritario, brutal. O se realizaban las cosas como él quería,
o la vida económica del Gobierno, y por ende del país, no podría desenvolverse.
Su presión, su influencia directa, se hicieron, pues, palpables…
¡Graves y dolorosas iban a ser las consecuencias que tal actitud acarrearía,
tanto para la estabilidad de la nación dominicana como para el propio desarrollo
biológico y cultural del país! Una fuerza extraña, en total desconocimiento de
los verdaderos problemas y de la médula y las formas de la dominicanidad, no
podía positivamente, brindar campos adecuados para el desarrollo espontáneo,
lógico, del ser nacional colectivo. Más bien iba ella a actuar como factor
desordenador, desorientador y obstaculizador del desarrollo autóctono. El
orden que su actuación podría originar sería orden arbitrario, superficial, y
no el orden espontáneo que surge, aun en medio de anarquías externas, del
cumplimiento justo de las leyes biológicas y espirituales que todo pueblo crea
y a cuyo imperio se somete. ¡Angustiosas realidades irían desde entonces
apareciendo! Los vicios, tanto privados como públicos, lastre que todas las
sociedades van superando en el curso de su evolución, se hipertrofiarían, y
situaciones completamente anormales, en total riña con el alma y las
aspiraciones de la colectividad, impondrían su nefasta vigencia.
No hay arbitrariedad en afirmar que casi todos los males que se fueron
desarrollando después, encontraron su raíz, principalmente, en las
impertinentes gestiones con que esas fuerzas extrañas intervinieron en el
desenvolvimiento espontáneo del pueblo dominicano, torciendo su orientación
y tergiversando su sentido histórico.
FATALIDAD DEL FENÓMENO IMPERIALISTA
Aquellas gestiones parecían, sin embargo, casi inevitables. Eran ellas fruto
directo del momento histórico. No podía, en efecto, pretenderse que Santo
Domingo, país pequeño y en la etapa infantil de su desarrollo, lograra colocar
valladares infranqueables en el camino de la expansión imperialista. Así como
los indios se hallaron en la imposibilidad de defenderse contra el primitivo
20. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
102
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imperialismo español, por carecer de las necesarias fuerzas, el tipo dominicano
de comienzos del siglo, poco podía hacer contra los desbordamientos del
imperialismo estadounidense. Quiso la fatalidad histórica que en Norteamérica,
debido a razones geográficas y económicas especiales, naciera y se desarrollara
una gran potencia que, llegada a la etapa industrial de su desarrollo, buscara
en las Antillas campos para la expansión económica y para su resguardo político
contra los demás imperialismos en auge. Lo doloroso del caso es que esos
planes encontraran en la burguesía dominicana —sobre todo en su
intelectualidad— conscientes o inconscientes colaboradores.
Naturalmente, estas últimas consideraciones, hijas del estudio del
desenvolvimiento del capitalismo, no podían ser elaboradas ni captadas en
aquellos instantes, por el pueblo dominicano y sus líderes. El capitalismo, así
como el feudalismo, constituyen formas de dominación político-económicas a
las cuales los pueblos se someten. No representan ellas, empero, manifestaciones
naturales e insustituíbles de vida. Constituyen más bien algo externo, pero
íntimamente vinculado con el diario existir. Dicha vinculación las ha hecho
aparecer a veces como esencias vitales de la especie. Así, el hombre de hoy,
especialmente en las sociedades donde la economía capitalista no ha llegado a
su meta, tiende a menudo a juzgar esa economía cual parte fundamental de la
naturaleza humana. No puede existir error mayor. La economía capitalista, como
el régimen económico feudal, no son más que formas objetivas de vida, sistemas
de normas que el hombre o sus élites han creado para lograr un desarrollo
relativamente armónico de la colectividad. Los pueblos en una etapa de
rudimentaria economía capitalista, sirven justamente para demostrar la exactitud
de esta última apreciación. Esos pueblos actúan sin tomar en consideración la
naturaleza y las proyecciones del capitalismo en el plano internacional. Y tiene
tanta fuerza y tanta espontaneidad esa actuación, que ella los coloca a menudo
en posiciones contrarias a sus propios y momentáneos intereses. El caso
dominicano ofrece un clarísimo ejemplo. Si el pueblo de Santo Domingo hubiera
sabido lo que significa en sí el capitalismo, y hubiera podido ponderar los alcances
de su movimiento expansivo, hubiera tomado, con toda seguridad, actitudes de
prevención y defensa. No las tomó, sino de modo parcial; lo hecho en ese sentido
fué obra de algunos líderes. Y no las tomó porque era su sino, su fatalidad
histórica, seguirse desarrollando de acuerdo con los impulsos de su propia
naturaleza, obedeciendo a su voz instintiva; y no en patente sumisión a fuerzas
doblemente externas; externas tanto por su significado político económico como
por su simbolización nacional, significado y simbolización cuya amplitud y
esencias ese pueblo ignoraba. De ahí que, aun después de la ascensión de
Monseñor Nouel al poder, el revolucionismo, las pasiones políticas y el
caudillismo, siguieran en pie. Como seguían también en pie los refranes
populares, las décimas típicas, los merengues, el desprecio a la vida, la
hospitalidad del campesino, el servicialismo, la lealtad al amigo, y todo aquello
que iba ya informando la cultura autóctona en su período juvenil.
Los jefes secundarios no comprendían que la permanencia de las primeras
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 103
manifestaciones de vida —revolucionismo, caudillismo, etc.—, y hasta de
algunas de las últimas, se hallaba en manifiesta pugna con los intereses del
capitalismo y del gobierno norteamericanos, unificados en la actuación
antillana. Y que de esa pugna saldrían parcialmente victoriosos, por un tiempo,
los mencionados intereses.
El nombramiento de Monseñor Nouel como Presidente de la República no
trajo ningún cambio básico del panorama. Cesaron, es cierto,
momentáneamente, las guerras fratricidas; pero permanecían vigentes sus
causas, aumentadas tal vez en número.
En teoría, era sin duda humanitario y laudable el esfuerzo pacifista del
Gobierno norteamericano; lo hubiera sido mucho más si el propósito real
escondido tras ese esfuerzo hubiera sido el de la cooperación en planos de
absoluta justicia y desinterés material, al desenvolvimiento armónico de la
personalidad dominicana. Los sucesos ulteriores demostraron, por desgracia,
que eran otras las finalidades. Además, los métodos empleados —métodos de
violencia y de ilegalidad— asomaron en riña con toda ansia de humanitarismo.
Riña clara, imposible de atenuar con manifestaciones verbales. Ese divorcio
entre las intenciones declaradas y los métodos, tenía forzosamente que causar
sorpresas… Sorprendía, en efecto, que el Secretario Knox deseara un retorno
total a la constitucionalidad en la joven República, mientras violaba con su
proceder, no sólo esa misma constitucionalidad, sino también principios básicos
de derecho internacional.
No puede existir felicidad colectiva, ni se concibe un desarrollo espontáneo
y proporcional de la vida de un pueblo, cuando elementos ajenos a él tratan, sin
un previo estudio de su estructura íntima, de señalarle caminos, y de enmarcar
sus actos dentro de normas legales momentáneamente repudiadas por el anhelo
popular. Cada vez que se ha intentado imponer a la fuerza, desde afuera, una
solución dada a un estado social, las consecuencias han sido dolorosas y funestas.
Cosa explicable, pues la naturaleza humana es hostil a todo lo arbitrario; ella
aspira a un desarrollo tan libre como el viento. Cuando cánones extraños a su
sentir quieren forzar sus esencias, ese sentir los viola. En su afán de ser como
son, los pueblos sacuden toda coyunda y rompen lo artificioso.
INMEDIATAS CONSECUENCIAS DE LA PRESIÓN
IMPERIALISTA
Por eso fué gran error, de parte del Gobierno norteamericano, constreñir
al implantamiento de un régimen constitucional en aquella hora de violencias
legítimas, y negarse a reconocer cualquier gobierno que surgiera del campo
de batalla. El momento era de fuerza; fuerza que no representaba un exabrupto
de una minoría envilecida, sino el instrumento de que se servía el pueblo para
hacer oír su reclamo; debía dársele a esa fuerza, por lo tanto, la decisión final…
¡Otro hubiera sido el panorama posterior si de tal modo se hubiera procedido!
104
J U A N
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La prolongación de la lucha era un factor contrario al gobierno. A pesar de
que éste contaba con la lealtad de un ejército disciplinado, carecía del elemento
básico y decisivo en toda contienda política: la simpatía y el respaldo de las
colectividades. Es casi seguro que su caída, como consecuencia del movimiento
insurreccional, y no de intervenciones extranjeras, hubiera dado origen a un
régimen de fuerza, pero de indiscutible raigambre colectiva. En ese caso,
horacismo y jimenismo, momentáneamente unidos, —como lo hicieron para
derrocar a Woss y Gil— habrían más tarde roto, logrado ya el triunfo, todo
vínculo, implicando esta desunión una prolongación de la lucha; pero a la
postre, hubiéramos visto a uno u otro partido consolidado en el poder,
brindando, como lo hizo Cáceres, posibilidades de reconstrucción nacional.
La presión norteamericana impidió ese desarrollo lógico de los sucesos.
Forzó al nombramiento de un gobierno constitucional cuando, a decir verdad,
la Constitución era en sí un mito, ya que aquel Congreso no había sido elegido
en condiciones de libertad absoluta, y que el mismo Presidente Victoria escaló
el poder empujado por las bayonetas a las órdenes de su sobrino. Monseñor
Nouel, nombrado Presidente en condiciones de tanta anormalidad, no podía,
como era de preverse, brindar un gobierno que garantizara la tranquilidad
pública, y que encauzara al país por vías de progreso. Siendo todo progreso
auténtico un derivado de la armonía social, se hacía él imposible en una
situación tan inarmónica y artificiosa. Las pasiones estaban sumamente
exaltadas. Horacismo y jimenismo deseaban para sí el poder. Era lamentable
observar cómo esos dos partidos se unían a veces para dar al traste con
regímenes positivamente impopulares, y, lograda la finalidad, volvían al viejo
antagonismo. Concertábase la unificación para destruir; cuando llegaba el
momento de la construcción, cada cual quería realizar por sí y para sí la obra.
Naturalmente, aquella destrucción era en su entraña —aunque parezca
paradójico— constructiva, ya que los pueblos sin duda construyen cuando se
desembarazan de situaciones contrarias a su voluntad y a su espíritu. Y
destruyen, —en el sentido hondo de las cosas—, se destruyen a sí mismos,
cuando toleran mansamente esas situaciones.
El fenómeno se explica. Encuentra motivación en la perenne dualidad y en
los necesarios antagonismos de la naturaleza humana. Los procesos cósmicos
y vitales denuncian una constante lucha entre contrarios. La situación que se
impone hoy, lleva en su seno el germen que habrá de destruirla. Ya sea en éste
u otro plano, el principio de Heráclito, base de toda la filosofía hegeliana y de
la doctrina del materialismo histórico, se pone de manifiesto. Dos fuerzas
contrarias pueden transitoriamente coordinarse para destruir a un enemigo
común; mas después de efectuada la labor, vuelven a sus cauces antagónicos.
No se conformó el Departamento de Estado de Washington con propiciar
la ascensión de Monseñor Nouel al poder, reconocer su gobierno, y ofrecerle,
de acuerdo con la Convención, un nuevo empréstito de un millón y medio de
dólares que posibilitara una inyección de vida a las exhaustas finanzas del
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 105
país. Fué mucho más lejos: creyendo que el motivo del visible volcanismo
popular se hallaba en la superficie y no en la entraña, quiso forzar al recién
nacido régimen a una reforma completa de la ley electoral y a una revisión
cuidadosa de toda la legislación vigente. Mientras tanto, ajeno a los pasos que
Nouel daba en ese sentido, el pueblo, totalmente desinteresado de aquello,
secundaba a los líderes políticos en sus aspiraciones encontradas. A menudo
no eran los reconocidos jefes supremos de las dos banderías quienes dejaban
oír sus voces, sino líderes secundarios, surgidos casi todos del proletariado o
de la clase media. Desiderio Arias, líder jimenista, fué uno de los que más
habló y exigió. Hijo neto del pueblo, sus hazañas militares, su innato sentido
patriótico y su positivo liberalismo, virtudes cuya fuerza disminuían en gran
parte las deficiencias de su ignorancia, lo fueron perfilando como una figura
popular y representativa de aquel instante turbulento.
Convencido Nouel de que la unión nacional a la cual aspiraba y sobre la
que quiso fundamentar su gobierno no podía tomar positivo cuerpo en medio
de las violentas realidades imperantes, sintió desaliento, y quiso retirarse al
seno de su hogar. Taft, sin embargo, lo constriñó, mediante sucesivas súplicas,
a la permanencia en el alto puesto. Permanencia que implicaba su obligada
inclinación hacia uno de los dos bandos militantes. Así lo hizo. El resultado no
tardó en llegar. El horacismo se sintió defraudado, en posición desventajosa, y
amenazó, por boca de su jefe, con “nuevos ríos de sangre” si el prelado
Presidente persistía en su actitud.21 Esa amenaza, augurio de nuevas y casi
inevitables tragedias para el país, lo empujó a presentar, con carácter definitivo,
la renuncia de su elevada investidura.
Se hundía, pues, en el más completo de los fracasos, el primer ensayo
directo de política francamente intervencionista del Gobierno de Washington.
Su aspiración a un régimen constitucional en momentos en que el pueblo
protestaba de hechos de violencia perpetrados contra su voluntad a la sombra
de la Constitución, había dado origen a aquella nueva situación confusa. Se
sacrificó la aspiración de las masas, que es médula y esencia, a un rito legal; la
concepción del abogado prevaleció sobre la del estadista y del sociólogo.
LA LEY ESCRITA SIGUE EN PUGNA CON EL PUEBLO
Tocó al Congreso elegirle un sucesor al Presidente renunciante.
Enardeciéronse, más de lo que estaban, las pasiones. Junto al reclamo sano del
pueblo asomaba el laborantismo de los politiqueros. Los legisladores se
encontraban frente a un dilema: o daban paso a un régimen armónico con
una de las dos corrientes importantes de opinión y sentimiento, o se decidían
por una situación intermedia. Prevaleció este último criterio. José Bordas Valdés
fué elegido. ¡Lastima grande! Es muy posible, en efecto, que si esa elección
hubiera recaído en las personas de Juan Isidro Jimenes o de Horacio Vásquez,
21. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
106
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la vida política del país habría podido encauzarse, después de un probable
período de transición sangrienta, por vías de normalidad y de progreso. Eran
ellos, en casos instantes, los únicos hombres que representaban definidamente
el mayor número de aspiraciones colectivas. Su ascensión al poder hubiera
marcado el comienzo de una situación con perfiles claros y precisos. Razones
especiales indujeron al Congreso a actuar de otro modo. Creían muchos de sus
hombres que, tratándose de un gobierno provisional, como era el que se gestaba,
convenía más colocar en el timón a una personalidad de secundario relieve.
Los hechos demostraron que esta opinión no estaba en consonancia con
el anhelo público. Bordas era un líder de cierto prestigio militar, pero carecía
de respaldo colectivo. En su nombramiento no intervino directamente la
cancillería norteamericana; sin embargo, su gobierno iba a tener
características similares a las del anterior, ya que las realidades políticas
internas permanecían invariables. Iba, en efecto, ese gobierno a confrontarse
con el mismo problema básico que ocasionó la caída de Nouel: la imposibilidad
de estructurar una situación basada en una unión nacional estable. Seguía,
pues, el sueño de una unificación ideal perturbando el desenvolvimiento
espontáneo del pueblo. Sueño en aquellos instantes más quimérico que nunca
debido al desbordamiento de las pasiones y a la hipertrofia de las ambiciones
políticas.
Aunque de antigua filiación horacista, Bordas no contaba con el apoyo del
partido y la simpatía del jefe; tampoco poseía una organización política adicta.
No representaba él ni siquiera a una minoría importante. Esas realidades
explican la inmediata disparidad de su función ejecutiva con el alma del pueblo,
en quien la pasión política personalista había llegado a altas metas. Para
gobernar, se vería obligado a atraer, por medio del halago burocrático, la
simpatía y el apoyo de otros tantos líderes secundarios y de la burguesía
políticamente indefinida, pero siempre en acecho de ocasiones de poder y
lucro. La situación aparecía en sí tan artificial como la que llevó a Monseñor
Nouel al gobierno, y que éste mantuvo durante algunos meses.
Tenía tanta amplitud el hervidero pasional, que pocos fueron con seguridad
los hombres que se dieron cuenta en esa hora, de los males que encerraba
aquel torcido estado de cosas. Desde la caída de Victoria, la ley escrita aparecía
en manifiesto divorcio de la aspiración popular, ley suprema del espíritu. Ese
divorcio presagiaba luchas violentas, que no tardaron en aparecer. Bordas
repitió entonces el gesto de Victoria; quiso consolidar, a la fuerza, una situación
contraria al querer público, levantado en armas. Ayudado por unos cuantos
burgueses en el cabal cumplimiento de su función histórica —burgueses para
quienes la Patria estaba subordinada a sus ansias de enriquecimiento y mando—,
y por algunos jefes menores, víctimas de la corrupción, ya iniciada, del sistema
caudillista, pretendió llevar a cabo sus fines antipopulares. Escasos días
hubieran durado sus gestiones si él no hubiese encontrado la anterior ayuda,
y el respaldo franco y poderoso del Gobierno norteamericano.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 107
CAMPO CONTRA CIUDAD, POLITICASTROS AL
SERVICIO DEL IMPERIALISMO
La paralización del movimiento progresista del país en los últimos años
había ocasionado cierta decadencia económica, tanto en campos como en
ciudades. En los campos, la existencia de la pequeña propiedad rural con
los consiguientes conucos, gallineros y pocilgas, evitaba que esa decadencia
adquiriera tonos alarmantes. En las ciudades, por el contrario, ella aparecía
en sus más vivas y patéticas formas. Mermado el comercio, disminuído el
número y la producción de las pequeñas industrias, imposibilitado a veces
el intercambio agrícola de campo a ciudad y viceversa, numerosas familias
urbanas de la burguesía y la clase media se encontraron sin trabajo y apenas
subvenían a las necesidades vitales. Empujadas por la crisis económica,
buscaban esas familias apoyo en la política. Una urgencia básica —la de la
conservación personal— y no propósitos patrióticos, explicaba por lo general,
la actitud. Rodeaban ellas a los jefes políticos colmándolos de
manifestaciones de lealtad y de elogios; brindábanles sus consejos, y trataban
por todos medios de demostrarles la indispensabilidad de sus respaldos.
Así, con el aporte personal de los más destacados miembros de esas familias
fué enriqueciéndose la casta politiqueril y maculándose la fuerza pura de
los dos partidos históricos. A medida que la situación económica empeoraba,
mayor extensión adquiría aquella casta. El desarrollo de la riqueza pública
estaba en relación inversa al desarrollo del politiqueo. Lógicamente, la fuerza
que movía a esos politicastros no era otra sino el afán burocrático. Toda
aquella lealtad al caudillo tenía un común denominador: el puesto público.
Colocándose en el Gobierno se dispondría de un sueldo seguro y la familia
podría vivir tranquila.
Junto a esa hipertrofia del afán burocrático campearon otras causas de
corrupción política, especialmente las ventajas brindadas por el dominio de
ciertas oficinas de recaudación monetaria, tales como el ferrocarril central del
Cibao. Ventajas ilegítimas, de las cuales algunos jefes disponían, sin sanciones
gubernamentales. Estos hombres, representantes por lo general de nobles
aspiraciones del pueblo, pervirtieron en muchas ocasiones el sentido histórico
de sus gestos insurreccionales, al dejarse contaminar por el afán de lucro.
Señalemos, empero, que fueron muy escasos los que utilizaron esos dineros
mal obtenidos en el enriquecimiento de sus personas y familiares. Se emplearon
más bien para fines políticos, para pagos y dádivas a los subalternos, y para
cubrir deudas revolucionarias.
Ese aumento de la corrupción política, capitalizado a su favor por Bordas,
lo ayudó a prolongar su estancia en el poder; ayuda que no tuvo, sin embargo,
la trascendencia y la fuerza de la que prestó el Gobierno norteamericano,
dirigido en aquellos momentos por Woodrow Wilson, sucesor de Taft.
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UNA POLÍTICA ABSURDA: LA IDENTIFICACIÓN
CONTINENTAL
El ascenso de Wilson a la Presidencia no trajo modificaciones esenciales de
la política de Washington hacia la América Hispánica. Continuaron las
manifestaciones verbales de mutua cooperación y respeto, y también las
gestiones intervencionistas, cada día más acentuadas en la vida gubernamental
de los países del Sur. Bryan, Secretario de Estado de la nueva administración,
se evidenció como un celoso e idóneo continuador de los métodos de Knox.
Amparado en que Wilson ansiaba una identificación de los intereses nacionales
de los Estados Unidos con los de las Repúblicas de la América Latina, se abrogó
abiertamente prerrogativas ilegales para el logro de esa conveniente
identificación. “Lo que deseamos hacer, y haremos —había dicho Wilson— es
mostrarles a nuestros vecinos del Sur que sus intereses y los nuestros son
idénticos”.22 Es obvio que tal propósito de identificación obedecía, si era sincero,
a un desconocimiento total de las diversas realidades de los pueblos de América.
Aparecía, en efecto, como cosa absurda, pretender encasillar bajo la misma
etiqueta a colectividades diferenciadas tanto en el campo étnico como en el
plano de la lengua, las costumbres, la cultura y la economía. Wilson podía ser
un buen tratadista de Derecho Internacional, pero carecía, a todas luces, de
visión sociológica, y mostraba un marcado sedimento romántico en sus ideas,
romanticismo que disminuía en gran parte su capacidad política.
Innecesario subrayar la ausencia de bases de su doctrina de identificación.
Y asombra el que toda una política reposara en tales principios ápodos. Las
consecuencias podían preverse; tenían que entrañar el desarrollo de
acontecimientos y realidades carentes también de lógica.
Como los pueblos del Sur no habían captado dicha hipotética identidad,
Washington se impuso la misión de obligar a esa captación. Su actitud fué la
del maestro que enseña, por todos los medios, un nuevo catecismo. Si en los
Estados Unidos había paz interna, esa misma paz debía existir en la República
Dominicana. Si allí el comercio y la industria habían adquirido auge, debía
contemplarse, en la isla del Caribe, un espectáculo similar. Si el pueblo
norteamericano tenía hondo respeto a la Constitución, era lógico que el pueblo
dominicano manifestara una actitud análoga. Si el Gobierno norteamericano
se defendía del capitalismo alemán, igual posición debía adoptar el Gobierno
dominicano. Los intereses eran idénticos, y al serlo, la orientación vital debía
tomar el mismo cauce.
No se detenía Bryan en la meditación honda sobre estas cuestiones; en las
causas básicas del revolucionismo; en los motivos reales de la decadencia del
comercio y de la pobreza industrial; en si la irreverencia de los dominicanos
hacia la Ley Sustantiva y otras leyes accesorias no nacía de la desproporción
existente entre los cánones de esas leyes y el estado cultural y económico; en
22. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 109
las razones por las cuales el capitalismo alemán significaba en aquellos instantes
para el pueblo de Santo Domingo un peligro que en nada anulaba el entrañado
por el capitalismo norteamericano. En síntesis, Bryan ponía de lado toda política
científica para seguir las normas de una tesis arbitraria en la esencia y en el
método, basada en concepciones míticas.
Tan irreales aparecen ante las miradas de los hombres de hoy esas
concepciones, que se hace difícil depositar fe en su sinceridad. Parecen más
bien ideas creadas a posteriori, con el propósito de justificar las ilegítimas
actuaciones y los vejámenes del imperialismo económico y político de los
Estados Unidos, en definida y victoriosa marcha hacia las regiones del Sur.
Cuando se recuerda, empero, que Bryan era un decidido defensor de las
afirmaciones bíblicas sobre la génesis del hombre, se llega a pensar en la
posibilidad de que él fuera un sostenedor sincero de la política de identificación
continental americana, y que sirviera de inconsciente instrumento a los
financistas hábiles y despiertos que tantos hilos movían entonces en el escenario
de la Casa Blanca y del Congreso de Washington.
Lo cierto es que esa política, sincera o insincera, tuvo consecuencias bien
amargas para la República Dominicana. Sin ambajes, el ministro Sullivan,
portavoz de Bryan, afirmó el supuesto derecho de Estados Unidos a evitar por
los medios oportunos, la continuación de un estado revolucionario. Sus frases
eran terminantes: “El Gobierno de los Estados Unidos ha decidido que ninguna
disputa o desavenencia sea arreglada, ni causa establecida, ni hombre alguno
colocado en el poder de la República Dominicana, por otros medios que no
sean los que marcan la Constitución”.23 Y agregaba: “Los Estados Unidos pueden
ir mucho más lejos de lo que yo estoy dispuesto a decir, para poner remedio a
esta situación”.24
Los jefes insurrectos tomaron para sí, como era lógico, tales declaraciones.
Se veía que Sullivan había recibido órdenes de apoyar al régimen constitucional
de Bordas, a pesar de que contra él se habían levantado todas las fuerzas
políticas importantes del país. Washington respaldaba de nuevo la legalidad
aparente contra la voluntad del pueblo. Y en ese camino traspasó muchos
linderos. Ordenó a Sullivan exigir del Gobierno dominicano autorización para
supervisar las erogaciones. Y como las finanzas gubernamentales se hallaban
próximas a la ruina, propuso otra vez el nombramiento de un Consejero
financiero norteamericano.25
EL UMBRAL DE LA FUTURA INTERVENCIÓN
Bordas cometió la debilidad de aceptar estas últimas proposiciones,
creyendo tal vez —gran error— que el apoyo norteamericano iba a brindarle
las armas finales del triunfo.
23 y 24. Max Henríquez Ureña. Obra citada.
25. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
110
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Parece que el Presidente, en su ignorancia del problema imperialista, no
se daba cuenta de que Washington lo estaba utilizando como instrumento
para el logro de algunos fines importantes. Obtenidos esos fines, su permanencia
en el poder no interesaba; máxime cuando esa permanencia iba a nacer de
tácticas visiblemente ilegales. Cumplido, pues, su período de Presidencia
provisional, y rechazadas, como inválidas, las elecciones celebradas, su
Gobierno se transformó en régimen de facto y dejó de gozar de los favores de
Washington, que veía en la prolongación de la guerra intestina, un marcado
obstáculo al desenvolvimiento de la diplomacia del dólar y de la política de
identificación.
Había que liquidar ese obstáculo. Proclamar una inmediata intervención
militar era demasiado violento. Wilson y Bryan prefirieron métodos más
pacíficos. Sitiaron económicamente a Bordas y exigieron tanto de él como de
los más importantes jefes de Partidos la aceptación de un plan que pusiera
coto a la insurrección existente, y diera nacimiento a un régimen constitucional
definitivo. Ese Plan, conocido con el nombre de Plan Wilson, proponía el
nombramiento, por aquellos ciudadanos, de un Presidente Provisional que
organizara unas elecciones libres. Dichas elecciones serían presenciadas por
observadores norteamericanos, que informarían a su gobierno sobre la
honradez de su ejecución. En caso de que los jefes de Partido y el Sr. Bordas no
pudieran ponerse de acuerdo respecto a la persona que debía ser elegida para
la Presidencia Provisional, el Gobierno de Washington se abrogaba la facultad
de nombrar un Presidente a su gusto, respaldándolo con todo su poder.
La aceptación de este plan era conminatoria. Los comisionados
norteamericanos les hicieron saber a los señores Juan Isidro Jimenes, Horacio
Vásquez, Federico Velázquez y Hernández y Luis Felipe Vidal, jefes de las
principales organizaciones políticas del país, que traían instrucciones de
carácter drástico. La Secretaría de Estado norteamericana había ordenado “no
brindar oportunidades para argumentaciones a ninguna persona o facción. Se
desea —agregaba la orden— que Uds. presenten el plan y velen por su
cumplimiento”.26 Los jefes de Partidos se encontraron, pues, frente a un dilema
grave: someterse, sin chistar, a las propuestas de Washington, o dar campo a
que éste resolviera de por sí, sin consultar previamente a los representantes
del pueblo o al mismo pueblo, las medidas que considerara oportunas. Como
esas medidas iban a conllevar, con entera seguridad, una intervención militar
y el consecuente despojo de la soberanía dominicana, los prominentes
ciudadanos llamados consideraron más en armonía con el patriotismo aceptar,
en todos sus términos, el plan. Entre los dos males, inevitables en sí, este
último era el menor. Aunque él entrañaba el tácito reconocimiento de supuestos
derechos del Gobierno norteamericano a inmiscuirse en las cuestiones internas
dominicanas, ofrecía, por otra parte, la seguridad de que la soberanía del país
iba a ser respetada, y posibilidades para que el gobierno que resultara victorioso
26. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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náá lisis de su pasado y su presente) 111
en las venideras elecciones tratara de rescatar, mediante una labor
fundamentalmente patriótica, los enajenados miembros del cuerpo nacional.
Considerada aisladamente, en el plano de un patriotismo absoluto, la actitud
no parecía decorosa; si se estudian, empero, las circunstancias que la envolvían,
se llega a la conclusión de que había más decoro en adoptarla que en permitir
que el país cayera totalmente bajo el yugo exterior. Negarse a su adopción
implicaba la lealtad a un criterio romántico del patriotismo, que hace dejación
total de las realidades y entraña a menudo peligros hondos, difíciles de
remediar.
El plan era en sí un ultimátum. O se aceptaba, o la nación perecía…
Manifestación la más marcada hasta entonces de la política intervencionista
del Gobierno de Wilson, denunciaba a la vez, un ligero cambio en las tácticas.
El afán de respetar la constitucionalidad dominicana cedía el campo a
procedimientos de carácter completamente inconstitucional; inconstitucional
era, en efecto, el Plan en sí; e inconstitucional iba a ser, en consecuencia
—ante las realidades legales dominicanas—, el Presidente Provisional que los
jefes de Partido eligirían. Sin embargo, era tal el deseo del pueblo de violentar
los cánones de la ley escrita y llevar al poder a uno de los partidos poseedores
de mayor opinión pública, que, a decir verdad, la inconstitucionalidad del
hecho no provocó estallidos de protestas. Protestábase más bien contra la
intromisión de los Estados Unidos en cuestiones que no eran de su incumbencia.
Bordas renunció al poder. Reunidos con él los jefes políticos ya citados, se
eligió al Dr. Ramón Báez, Presidente Provisional de la República. Su misión
casi exclusiva era la organización de unas elecciones libres. A ese propósito
encamináronse sus pasos. Dentro de un ambiente de libertad trabajaron los
partidos. Verificado el cómputo electoral salió victorioso el Sr. Juan Isidro
Jimenes, jefe del viejo partido jimenista, al cual se le sumaron los votos de una
organización relativamente nueva, presidida por el Sr. Federico Velázquez y
Hernández. Lograba al fin formar gobierno después de veinte años de lucha,
una de las banderías políticas que respondía a un numeroso sector de la opinión
pública. Con el apoyo de ese sector —y del que representaba Velázquez— iba
a ser tal vez posible orientar la vida gubernamental, dentro de líneas bien
definidas, hacia la reconstrucción moral y material del país. Ese era, sin duda,
el propósito básico de Jimenes.
ACENTUACIÓN DE LA CORRUPCIÓN POLITIQUERIL
Pronto tuvo él que convencerse, empero, de las dificultades de su labor.
Las condiciones del país no mostraban ahora la fisonomía risueña que él
encontró cuando se hizo cargo del poder a raíz de la muerte de Lilís. Aunque
la opinión era casi unánime en el deseo de una vida normal y libre, que
permitiera el desarrollo del progreso, las pasiones, la marcada división partidista
con sus incontenibles odios recíprocos, la heterogeneidad de las fuerzas
sostenedoras del régimen —fuerzas donde caudillismos secundarios
112
J U A N
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asomaban—, la corrupción de muchos cuadros directores de todos los partidos
existentes, incluyendo a los gubernamentales, y la constante amenaza
intervencionista, iban a constituir poderosos obstáculos a la política trazada
por el Presidente y reclamada por las masas puras del país. Agregábase a estos
factores negativos de carácter esencialmente político, la seria situación de las
finanzas gubernamentales. Luchar contra estas realidades no era cosa baladí.
Pero no había otro camino… Urgía vencer uno tras otro los obstáculos, o ser a
la postre vencido por ellos. Y urgía vencerlos, sin que los derechos individuales
sufrieran merma, para ser así fiel a la tendencia anticesarista, liberal, civilista,
simbolizada por el Partido.
Por desventura, los esfuerzos no pudieron cosechar el merecido éxito. Y se
explica: las ambiciones personales y la politiquería tenían mayor peso, ante
los ojos de muchos líderes secundarios, que los intereses reales del país. El
caudillismo, como sistema de gobierno, había entrado ya en un período de
franca desintegración. Los líderes menores se proyectaban en sus actitudes
como enemigos del pueblo. Buscaban ventajas personales, consolidación del
mando, oportunidades de enriquecimiento. La maquinaria politiqueril viciada
colocóse así en oposición al anhelo de paz y de progreso auténticos que
expresaban las masas. Horacismo, velazquismo, jimenismo, dejaban, pues, de
tener en las altas esferas, la significación que señalaba el sentimiento popular.
Todo cuanto había de aspiración pura en esas tendencias era tergiversado y
anulado por las actitudes de numerosos líderes secundarios —y a veces de los
líderes principales— ávidos de beneficios y de supremacías. El politiqueo
ahogaba en su cuna todo esfuerzo político noble. La mecánica del movimiento,
y sus cuadros jerárquicos, se volvían contra él mismo.
Dramática era la lucha sostenida por el Presidente. Difícil se le hacía reparar
la deficiencia de aquella maquinaria cuyo funcionamiento incoordinado
amenazaba esterilizar los esfuerzos provechosos, liquidar el régimen, y
propiciar el hundimiento del país. La corrupción del sentido político aparecía
como una fuerza firme en las posiciones adquiridas. Su liquidación no podía
ser obra de un día. Forzaba, por el contrario, a un ciclópeo esfuerzo que tendiera
a anular las causas. Nada se lograba, en efecto, con suprimir la maquinaria,
cuando se dejaban vivas las motivaciones de su existir. Había que adentrarse
en la médula y pretender una modificación total de las circunstancias culturales
y económicas que explicaban el fenómeno. Modificación imposible de realizar
si no se aseguraba previamente una paz estable, segura de sí misma, y
garantizada contra los embates imperialistas.
Jimenes dirigió sus pasos por esas vías. Debeló por el convencimiento o la
fuerza las primeras insurrecciones de algunos líderes hostiles, y reglamentó la
introducción de armas y materiales explosivos al país. Pero no bastaron esas
medidas. El enemigo no sólo se encontraba en el campo de batalla, sino también
en el seno del gobierno —en posiciones administrativas estratégicas—, y en la
Legación norteamericana. Era imposible que dentro de tales circunstancias
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 113
pudiera reinar una paz real, nacida de la armonía de las funciones
gubernamentales entre sí y con el pueblo. Jimenes se convenció, seguramente,
de ello. Entonces, se dió mayor cuenta de las grandes dificultades de su empresa.
Mas no podía cejar. Triunfaba, o salía vencido…
Numerosos fueron los motivos de desaliento, y amargas y hondas las ideas
que al contacto con aquellas realidades debieron surgir en su espíritu.
Comprendió él probablemente que aquella maquinaria politiqueril no podía
funcionar con eficacia. Había algo fatal y doloroso en su ritmo, que denunciaba
la vejez y el envilecimiento del material; los vicios parecían de la entraña; de
ahí la rebeldía de la máquina al esfuerzo depurador. No bastaba con corregir,
superficialmente, una o dos deficiencias; era el instrumento en sí el que tenía
que ser substituído por otro juvenil y puro; eran los cuadros jerárquicos de la
politiquería, cuadros negados a un retorno a la virtud, los que debían ser
barridos por la escoba purificadora. ¡Ciclópea empresa! ¡Tarea para la cual
cualquier gobernante hubiera sido incapaz en aquellos momentos!
LUCHA CONTRA LA PRESIÓN EXTERNA
No eran esas, sin embargo, las únicas ideas amargas que debían poblar la
mente de Jimenes. La lucha contra el enemigo interno, presente en la propia
casa, no tuvo nunca el profundo y perdurable patetismo de la efectuada contra
el enemigo exterior. Aunque ambas luchas estaban íntimamente vinculadas
entre sí, esta última aparecía ante sus ojos con demandas de mayor urgencia,
demandas graves y dramáticas, ya que de su desenlace dependía el destino
inmediato de la nacionalidad. No podía, empero, negarse la vinculación entre
ambos problemas. Liquidar el problema interno, es decir, los males del
revolucionismo, significaba reducir el número de motivos aparentes para una
intervención del Gobierno norteamericano en los negocios del país; triunfar
sobre el enemigo exterior, entrañaba la desaparición de la amenaza más
poderosa y clara a la estabilidad nacional.
El gobierno no cesó de marchar con ambas orientaciones. Comprendiendo
que la presencia del Consejero financiero aceptado por Bordas implicaba una
nueva mengua de la soberanía, gestionó de Washington la anulación del cargo.
Con anterioridad a esta gestión, el Gobierno norteamericano pasó a la Legación
dominicana en Washington un Memorándum en el cual manifestaba su deseo
de que la administración del Sr. Jimenes ampliara las funciones del Consejero
financiero, nombrándolo Superintendente de Hacienda de la República; y
sugería además, una serie de medidas, tales como el traspaso a la Receptoría
del cobro de las rentas internas, y el aumento de la capacidad del Director
General de Obras Públicas, puesto que ocupaba, por convenio de un gobierno
anterior, un ciudadano norteamericano nombrado por Washington.27 Todas
estas medidas indicaban el sistemático intento de la administración de Wilson
27. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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de seguir interviniendo —como cosa casi suya— en las cuestiones internas del
gobierno dominicano.
En vista de que el régimen de Jimenes, de acuerdo con la mayoría
parlamentaria, se mostró negado a aceptar esas proposiciones, cosa que
complicó las relaciones dominico-norteamericanas, se pensó en la conveniencia
de enviar a Washington una Comisión compuesta de personalidades
dominicanas para discutir directamente con el Departamento de Estado
norteamericano, todos los asuntos pendientes. Tomada la decisión del envío,
fueron nombrados los Sres. Dr. Fco. Henríquez y Carvajal, Lcdo. Jacinto B.
Peynado, Sr. Federico Velázquez y H., y Lcdo. Enrique Jimenes, Ministro
dominicano en Washington. Contrariamente a lo que muchos esperaban, la
Comisión logró un triunfo cabal en sus gestiones. Gracias a su intervención,
pudo obtenerse la anulación del Perito o Consejero Financiero, y quedó
admitido el derecho del gobierno dominicano a exigir que los nombramientos
de los empleados de la Receptoría fuesen de su agrado.
Constituían estos logros un marcado éxito del gobierno en su política de
rescate de la soberanía. El éxito adquiere aun mayor relieve cuando se toma
en consideración el momento histórico y se examina la orientación francamente
imperialista de los pasos del gobierno norteamericano en aquella época. Sigue
todavía causando asombro a los estudiosos de aquel momento antillano, el
que Washington consintiera en dar un paso hacia atrás en una cuestión
importante como aquella, que había sido debatida varias veces, y propuesta
en repetidas ocasiones a diversos gobiernos dominicanos. La única explicación
aceptable del hecho asoma cuando se piensa en que la imposición del Perito
violaba abiertamente las leyes y la Constitución dominicana, leyes y
Constitución que Washington se comprometió a respetar, de acuerdo con el
Plan Wilson. Siendo el gobierno dominicano hijo indirecto de ese Plan, es
probable que Bryan se asustara ante las consecuencias que podría traer la
violación de su propia obra.
Si así él pensó, Lansing, su sucesor, no siguió sus huellas. Bajo su batuta, el
Departamento de Estado trató de reparar la última “debilidad” de Bryan. Insistió
en que era posible que el Gobierno norteamericano dispusiera el “desembarco
de tropas” para sofocar definitivamente los conatos insurreccionales. Esa
proposición había sido rechazada más de una vez por el Presidente Jimenes;
parece que Washington se enojó con ellos. Amparándose en la Convención
—eterna excusa—, criticó las erogaciones hechas para el mantenimiento de las
tropas dominicanas encargadas de debelar los brotes subversivos.28
Jimenes se daba perfecta cuenta de las intenciones escondidas tras aquellas
críticas. Haití se encontraba ya bajo el mando del soldado interventor. Idéntico
destino cabría a Santo Domingo si sus líderes políticos no renunciaban a las
ambiciones personales, a las técnicas politiqueriles y a los arrebatos de la
28. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 115
pasión. La marcha del fenómeno imperialista norteamericano era visible; y
aparecía como cosa lógica el que esa marcha se acelerara si los Estados Unidos
decidían lanzarse a la guerra mundial, en calidad de combatientes. El momento
era de honda gravedad y trascendencia. Urgía el dominio del sentido patriótico
del pueblo dominicano sobre todas las otras manifestaciones políticas. El debía
reclamar concordia y unificación de las banderías en lucha, frente al inminente
peligro que amenazaba destruir las conquistas obtenidas por las masas en su
anhelo de crear y consolidar la nacionalidad.
Desgraciadamente, esa voz, que era la del patriotismo auténtico, no fué
escuchada. Inútiles resultaron las admoniciones. La politiquería envilecida
continuaba, empujada por un sino trágico, su laborantismo destructor. Nada
la arredraba en su ruta: parecía cumplir, sin desviación, un dramático destino.
Los esfuerzos de los patriotas alertas se frustraban ante la granítica contextura
de esa realidad.
LA NOTA No. 14. SU RECHAZO
La República caminaba hacia su muerte. ¡Y lo más trágico del caso era que
el pueblo ansiaba vida! Sus líderes secundarios le habían vuelto otra vez las
espaldas, y en el viraje, arrastraron a hombres que habían sido hasta esos
momentos símbolos de genuinas aspiraciones públicas. Fue desolador observar
la ruta de figuras conspicuas por su historia revolucionaria limpia, atadas
entonces a la cola de la intelectualidad burguesa corrompida —en función
fundamentalmente politiqueril—, y de los politicastros funestos de todas las
castas. ¡Las masas volvían a ser víctimas de un grupo de sus directores! Y con
ellas, hombres surgidos de sus entrañas, que simbolizaban sus ansias de
superación y sus deficiencias de cultura. Desiderio Arias fué tal vez el más
genuinamente representativo de esos hombres en aquel período. Incapaz de
ponderar los alcances de la proyección imperialista, a pesar de su perfilado
patriotismo, se dejó conducir por el consejo avieso de profesionales del
politiqueo, hábiles en estimular las pasiones menores de su alma y la débil
chispa de su ambición personal. Lo vimos tomar, definidamente, rumbos falsos.
Siendo Secretario de la Guerra, mostró rebeldía contra la autoridad presidencial
legítima. Rebeldía en aquellos instantes menos excusable que nunca, ya que la
lógica de la historia señalaba claramente que un acontecimiento de ese tipo
era aguardado, como regalo de Dios, por el poder extranjero, para iniciar la
marcha hacia una subordinación total de la República.
Con anterioridad, ese poder, visiblemente dominado por las castas
financieras y el elemento conservador, había pasado al Gobierno de Jimenes
una enérgica nota, conocida con el nombre de Nota No. 14, en la cual se
hacían exigencias cuya aceptación hubiera implicado nuevas menguas de la
soberanía nacional. En esa nota, el gobierno norteamericano, basado como
siempre en los supuestos derechos que le concedía la Convención del año
1907, insistió en dos puntos esenciales: la aceptación de un Perito Financiero
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norteamericano, puesto recientemente abolido por los esfuerzos de la Comisión
que envió Jimenes a Washington; y la creación de una Guardia Civil, bajo la
dirección de un oficial norteamericano, designado por el Presidente de los
Estados Unidos, arrogándose éste el derecho de decidir “cualquier cuestión de
reglamento que afecte la organización, y sobre la cual no estén de acuerdo el
gobierno dominicano y el Director”.
Esta nota señalaba la inconformidad del Secretario de Estado Lansing con
la concesión que hizo Bryan al abolir el Perito Financiero, y la firme
determinación del Gobierno norteamericano de seguir interviniendo en la
política dominicana interna. Es muy posible que de haber sido aceptado sus
términos por el Presidente Jimenes, la República Dominicana se hubiera
convertido en un protectorado real de los Estados Unidos. En efecto, las
atribuciones solicitadas para el Consejero financiero hacían casi innecesaria
la existencia de un Ministro de Hacienda dominicano, ya que su labor se hubiera
circunscrito a refrendar las decisiones que el Consejero y la Receptoría tomase.
Por otro lado, una Guardia Civil al mando de un oficial norteamericano
nombrado por Washington, con el convenio expreso de que la decisión final
en cualquier controversia la daría el Presidente de Estados Unidos, despojaba,
de hecho, al Gobierno dominicano de la jefatura y el control de las fuerzas
armadas del país. Ese despojo entrañaba una violación a la Constitución
dominicana, y convertía al Presidente en un perfecto muñeco movido por los
hilos del otro Gobierno.
Visiblemente Jimenes no podía aceptar los términos de la nota. Hacerlo
hubiera significado una traición a los principios patrióticos que él siempre
sostuvo, y que dieron sentido histórico al partido bajo su mando. Hubiera
dejado de ser el jimenismo, en tal caso, el continuador leal de los postulados
por los cuales combatió, incansablemente, el partido azul. En documento sereno
y hondo, lleno de atinadas reflexiones, el Gobierno dominicano rechazó, pues,
la totalidad de las demandas de Washington.
LA INTERVENCIÓN EN MARCHA
El rechazo hubo de provocar, con seguridad, manifiesto desagrado al
Departamento de Estado norteamericano. Trastornaba él, a todas luces, los
planes delineados por Lansing, en su política para con la República Dominicana.
Desde entonces, la situación adquirió para ambos países perfiles completamente
claros. No iba ya a ser necesario esconder los respectivos propósitos tras
manifestaciones de verbalismo o estrategias políticas ambiguas. El gobierno
de Jimenes aparecía, decididamente, como un defensor resuelto de los derechos
del pueblo dominicano a su independencia; Washington, por el contrario, surgía
ante los ojos de todos con una inquebrantable voluntad de inculcar esos
derechos y someter la República Dominicana a su dominio.
Ante la gravedad del punto, Jimenes convocó al jefe más conspicuo de la
oposición a una entrevista para llevar a su conocimiento las demandas
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norteamericanas y la negativa del Gobierno. Vásquez se mostró de acuerdo
con la actitud gubernamental. Algunos esperaron que surgiera entonces una
tregua de las pasiones y los antagonismos, con propósitos de conservación
patria. ¡Esperanza vana! Veíase claramente que el mal no estaba tanto en la
pasión con que las diversas banderías defendían sus causas, sino en el ansia
—ansia nueva dominadora en muchos líderes secundarios— de adquirir
posiciones estratégicas, que brindaran tanto el goce del poder como ventajas
económicas legales e ilegales. En síntesis, el mal estaba en la corrupción de los
cuadros jerárquicos de las diversas banderías, corrupción más bien en aumento
a medida que la situación política y económica se agravaba. Contra ella, todos
los esfuerzos depuradores resultaban infructuosos.
Jimenes se daba perfecta cuenta de que esa degeneración del sentido
político en los encargados de la función política iba a servir de seguro umbral
a la vergonzosa entrada de las fuerzas militares norteamericanas en los campos
de la pequeña y desgraciada nacionalidad. Su patriotismo se rebelaba contra
aquello. Comprendía él que le iba a tocar la dolorosa misión de cerrar un ciclo
histórico. El dolor y la lucha minaban su salud; pero continuaba, firme, en la
faena. La conciencia de sus responsabilidades históricas le prestaba alientos.
Abrumaba a su espíritu la angustia de quien contempla la aparente esterilidad
de los esfuerzos de toda una vida; la del patriota que ve a sus pies desmoronarse
la patria sin los instrumentos necesarios para evitarlo. Era aquello dolor hondo,
y no, como afirma gratuitamente Sumner Welles, con ligereza inexplicable en
un hombre de su talla, “terror a ser asesinado”.
No hay duda, la situación del Gobierno era crítica. El rechazo de la nota
No. 14 traería como consecuencia una creciente hostilidad de Washington a la
administración dominicana. Jimenes comprendía que los días del régimen
estaban contados. Había que hacer, pues, un último esfuerzo hacia la
organización del país. La maquinaria politiqueril debía ser substituída por
una maquinaria política; su persistencia estaba en pugna con el anhelo colectivo
y era sólido obstáculo al propósito de superación. La alternativa aparecía clara:
se imponía orden tanto dentro como fuera de la casa, o el régimen caía en el
descrédito, brindándole una valiosa excusa al marino interventor. Lo primero
era lo adecuado y digno. Jimenes resolvió, pues, intensificar su lucha en ese
sentido. ¡Lucha titánica y amarga! Pues el enemigo parecía invencible, y se
aprovechaba de la liberalidad del régimen para urdir maquinaciones oscuras
y lanzar, al través de la prensa y el discurso, constantes improperios.
Estéril fué la faena. ¡La maquinaria politiqueril se mostraba vencedora sobre
el esfuerzo presidencial! Desiderio Arias, el caudillo que más parecía simbolizar
la naturaleza del pueblo en aquel instante, sirvió de instrumento. El régimen se
sintió, pues, hostilizado por fuerzas que contribuyeron a su propia vida; las
fuerzas —entonces menos ricas que posteriormente— de la corrupción política.
No fué por tanto, Arias quien precipitó aquel trágico desenvolvimiento de cosas,
sino la minoría procaz y ciega que en un partido y otro ejercía funciones
politiqueriles y todo lo sacrificaba a sus mezquinas ansias.
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Los políticos imperialistas de Washington probablemente experimentaron
regocijo cuando asomó aquella culminación dolorosa de las luchas internas.
Ellos sabían perfectamente que los dos bandos en pugna representaban: el
uno al principio de la organización, en consonancia con la voluntad del pueblo;
y el otro, al de la anarquía. Pero ese significado teórico del movimiento carecía
de interés ante sus ojos. Lo que importaba era capitalizar la realidad para el
logro de proyectos posiblemente decididos desde meses. En términos
conminatorios, exigió el Gobierno norteamericano del Presidente Jimenes
autorización para desembarcar tropas que vinieran en ayuda del régimen.
Jimenes se negó. Solicitó éste, en cambio, armas y municiones. Washington
devino entonces imperioso en su demanda. Tan imperioso, que colocó al
Presidente ante un patético dilema: la aceptación de la oferta, o la inmolación.
Lo último fué, sin titubeos, resuelto…
Todo el país se conmovió ante aquella renuncia. Los hombres del pueblo
intuyeron su significado simbólico. No era en realidad Jimenes, cuyo nombre
representó las aspiraciones nacionalistas y civilistas de las masas durante 25
años, quien había renunciado. Era todo el pueblo, débil y pequeño porque así
lo quisieron la geografía y la historia, quien, convencido de que carecía de
medios para una lucha suicida con un enemigo infinitamente poderoso, se
inclinaba ante los dictados de la fuerza bruta. Esa inclinación no contenía,
lógicamente, una abdicación a la protesta y a las aspiraciones nacionales. Había,
en medio de la desgracia momentánea, fe en el triunfo ulterior. Los campesinos
sobre todo, hacían, en su lenguaje sencillo, afirmación de una dominicanidad
que el sociólogo tuvo que juzgar imperecedera.
TERCERA PARTE
Naufragio y Puerto
CAPÍTULO I
Pérdida de la
soberanía
Por la patria se abandona la familia
y se sacrifican los intereses. El amor a
la patria produce la templanza, el
desprecio de los peligros, la miseria.
El que ama la Patria no puede
comprometerla, no puede venderla,
traicionarla, sino servirla y defenderla.
GREGORIO LUPERÓN
Los acontecimientos se desenvolvieron siguiendo un ritmo precipitado.
Tocaba al Congreso, integrado por conspicuos cuadros de la politiquería vigente,
elegir a un nuevo Presidente de la República. Tropas norteamericanas habían
ya desembarcado con el propósito nominal de guarecer la Legación
norteamericana, la Receptoría, y otros sitios donde se encontraban, en busca
de asilo, ciudadanos extranjeros. Las fuerzas rebeldes controlaban a la Capital.
Ese control sirvió de excusa al jefe de las tropas yanquis para exigir su rendición
y asegurar así “la libre elección por las Cámaras del nuevo Presidente”. El Lic.
Manuel de Js. Troncoso de la Concha, miembro prominente de la burguesía
políticamente indefinida, dió a conocer la conminatoria proclama —verdadero
ultimátum— al pueblo, e insistió en que se le habían dado seguridades de que
las tropas extranjeras no realizarían actos hostiles en caso de no ser atacadas.
Arias, consciente de que su resistencia al ultimátum traería inevitablemente
la destrucción de la ciudad por los barcos de guerra anclados en el puerto,
resolvió partir hacia el norte de la República, acompañado de sus fuerzas. El
15 de mayo de 1916, a las 6 de la mañana, se verificó la entrada del invasor,
en medio de un silencio completo que denunciaba el duelo y la protesta de los
pobladores.
Desde esos momentos, los jefes norteamericanos se sintieron dueños del
país. Todos los métodos: el convencimiento, la coacción y la astucia, iban a ser
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utilizados para el logro de un éxito cabal. Cuerpos expedicionarios
desembarcaron en otros puntos. Mientras tanto, los intereses politiqueriles
seguían en lucha en el Congreso, ajenos, al parecer, al paulatino naufragio de
la nacionalidad. Alegando que el país permanecía bajo un estado revolucionario,
los representantes de Washington, sin tener en cuenta su promesa anterior de
garantizar una libre elección presidencial, suplicaron al Congreso diferir dicha
elección hasta cuando el estado de revuelta fuera “suficientemente mejorado”.
Pero el Congreso no hizo caso a la súplica y siguió celebrando sesiones.
Durante esos días, la autoridad ejecutiva se había bifurcado. En obediencia
a la Constitución, el Consejo de Secretarios de Estado del Presidente renunciante
se hizo cargo de las funciones del gobierno. Funciones en gran parte mermadas
por obra de las prerrogativas que se atribuyeron los jefes norteamericanos.
Hubo de parte de algunos Secretarios de Estado, desde los primeros momentos,
ansias de secundar al Presidente Jimenes en su gesto de inmolación. Pero el
Ministro norteamericano Russell, al tener conocimiento del propósito, significó
a esos Secretarios de Estado las trágicas consecuencias inmediatas del gesto: si
ellos renunciaban, Washington nombraría, sin pérdida de tiempo, un
gobernador norteamericano. Esa advertencia los indujo a permanecer, durante
algunos días más en sus puestos.29
Hubo entonces claros intentos de parte de algunos, de desconocer la
autoridad del Congreso, y hacer nombrar, “por los pueblos”, al Sr. Federico
Velázquez y Hernández, Secretario de Fomento en el Consejo actuante,
Presidente de facto. El Ministro norteamericano Russell se prestó a cooperar,
probablemente con la aquiescencia de Washington, a ese objetivo, que no
pudo cristalizar.30
El Congreso continuó celebrando sesiones, bajo el ojo vigilante de Mr.
Russell, quien interponía, constantemente, sus “buenos oficios”. Al fin, después
de muchas combinaciones y discusiones, logróse un acuerdo, gracias al cual el
Dr. Francisco Henríquez y Carvajal fué elegido Presidente de la República.
POLITIQUERÍA Y BURGUESÍA COOPERAN AL
HUNDIMIENTO DE LA PATRIA
¡Dos meses y medio fueron necesarios para que el objetivo de las sesiones
congresionales cristalizara! ¡Aquello parecía insólito al observador superficial!
Empero, los que estaban en la entraña del asunto no se sorprendían, pues las
causas eran visibles. La dilación fué debida a la manifiesta persistencia y
supremacía de las dos fuerzas negativas que ocasionaron la caída de Jimenes:
la corrupción de la maquinaria política —fuerza interna—, y el imperialismo
norteamericano, fuerza externa. Hostiles en numerosos aspectos, esas fuerzas
29. Declaraciones del Sr. J. M. Jimenes ante la Comisión Senatorial Norteamericana.
30. Max Henríquez Ureña. Obra citada.
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náá lisis de su pasado y su presente) 123
cooperaban en la labor más pecaminosa del instante: el hundimiento de la
nacionalidad.
Adueñados los marinos norteamericanos de la Capital y de otros puntos
del país, Washington impartió órdenes a sus subordinados para que continuaran
dando pasos hacia el dominio de todas las actividades gubernamentales. Aún
no había sido elegido Presidente el Dr. Henríquez y Carvajal, cuando el Ministro
Russell y el Receptor General Baxter se dirigieron al señor José Manuel Jimenes,
Secretario de Hacienda del Consejo de Secretarios de Estado, exigiéndole que
la recaudación de todas las rentas internas pasara a manos de la Receptoría,
cosa contraria a lo establecido por la Convención. El Secretario de Hacienda se
negó a ello; negativa contestada por una carta-ultimátum, que lo obligó a
presentar su renuncia y a expresar una firme protesta. Este incautamiento de
todo el material de finanzas, más la dirección asumida en dicho departamento
por los empleados de la Receptoría iba a colocar al gobierno venidero frente a
una situación financiera confusa y angustiosa, ya que se le iba a hacer
totalmente imposible disponer de los fondos públicos sin el debido
consentimiento de las autoridades norteamericanas.
Cuando el Dr. Henríquez Carvajal juró la Presidencia, ya los marinos habían
extendido su dominio sobre la totalidad del país. Encontraron ellos en su marcha
poca oposición armada. La desorganización de las fuerzas militares de la
República, y el convencimiento de que cualquier lucha bélica que se entablara
era suicida, por tratarse de un enemigo incomparablemente superior, y carecer
el país de los materiales adecuados, motivaron el renunciamiento a la resistencia
por medio de las armas. Se registraron, empero, actos heroicos de grupos e
individuos, como el de Gregorio Gilbert, que atacó solo a los marinos
desembarcados en San Pedro de Macorís, matando al Capitán; y el de Máximo
Cabral, que encontró una muerte gloriosa cerca de Mao.
Imposibilitado para oponer, disciplinadamente, la fuerza a la fuerza, el
pueblo manifestó por medio de la no cooperación y la hostilización oculta, su
constante rebeldía. Los marinos se dieron inmediatamente cuenta de que la
población veía indignada su presencia. Esa indignación no la calmaron las
continuas manifestaciones de buena intención, y el anuncio, repetido varias
veces, de que el propósito de aquella ocupación militar era “respaldar a las
autoridades constituídas y poner fin a las revoluciones”. Por desgracia, no
hubo unanimidad en la protesta ni en el movimiento que predicaba la nocooperación. La burguesía descreída, no fué anexionista en el primer período
de vida republicana, y más tarde proteccionista, le ofreció inmediatamente
sus servicios al marino interventor, registrándose casos, poco numerosos por
suerte, en que se deshizo en halagos y complacencias. Esa élite parecía ver en
la invasión norteamericana la magnífica culminación de viejos anhelos. Cooperó
en esa actitud proditoria, gran parte de la burguesía extranjera, especialmente
aquella que pretendió llevar en el país vida totalmente aristocrática, lejos de
la palpitación de la colectividad. Constatáronse, por suerte, visibles excepciones,
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ofrecidas especialmente por miembros de la colonia siria, que es una de las
que más se han hermanado con el pueblo, y por la colonia española, hostil,
por razones históricas y culturales, al predominio del sajón.
Tanta hostilidad demostró la masa dominicana hacia el intruso que,
liquidado por fuerza, más tarde, el régimen del Doctor Henríquez y Carvajal,
difícil le fué al marino encargado entonces del Gobierno, encontrar entre esa
masa individuos que se prestaran idóneamente a labores deshonrosas, tales
como las del servicio de investigación. Fué necesario traer de otros países
personas especializadas en esas repugnantes tareas.
En realidad, no pudieron ser más anormales y desfavorables las condiciones
en que encontrara el país el Dr. Henríquez y Carvajal cuando asumió el poder.
El nuevo Gobierno no disponía de fuerzas públicas ni de entradas financieras.
Ambos factores básicos de vida se encontraban en manos de funcionarios
norteamericanos. Estos problemas, de carácter material, precisaban ser
resueltos con anterioridad al cumplimiento de cualquier programa político.
Urgía, pues, ponerse en inmediato contacto con las autoridades de los Estados
Unidos, especialmente con el Departamento de Estado de Washington, para
gestionar un arreglo de los graves asuntos pendientes, arreglo que implicara
el reconocimiento oficial del nuevo régimen. Iniciáronse con el Ministro Russell
las conversaciones en ese sentido. Y llegaron los miembros del Gobierno
dominicano a la conclusión de que sólo sometiéndose, por lo menos
parcialmente, a las demandas que el gobierno norteamericano hizo en la famosa
nota No. 14 al régimen del Presidente Jimenes, podría la administración del
Dr. Henríquez y Carvajal ser reconocida. Como el Presidente manifestó oposición
a aceptar dichas demandas, el Ministro Russell, a quien su Gobierno había
concedido amplios poderes, ordenó a la Receptoría suspender todo paso a la
nueva administración. Basaba Russell su actitud en que era preciso llegar
previamente a un acuerdo sobre la interpretación del artículo de la Convención
que autorizaba al Gobierno norteamericano —según Washington— a controlar
las finanzas dominicanas y a dirigir la organización militar. La Convención del
1907 —fatídico documento— seguía siendo la excusa para todos los vejámenes
y las exacciones. Las conversaciones continuaron, sin resultados visibles. Fué
tal la actitud asumida por los norteamericanos que todo arreglo favorable
para “ambas partes” se hizo imposible.
ÚLTIMAS PROYECCIONES DEL INSTINTO DE
CONSERVACIÓN
El Dr. Henríquez y Carvajal hizo un último esfuerzo. Ordenó al Secretario
de Hacienda, Licdo. Francisco J. Peynado, hacer un detenido análisis de las
proposiciones norteamericanas, e investigar las posibilidades de llegar a un
acuerdo que satisficiera a los Estados Unidos, sin infringir los cánones
constitucionales dominicanos. Obedeciendo a esas instrucciones, Peynado
presentó un documento que sirvió de base a una proposición conciliadora del
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náá lisis de su pasado y su presente) 125
Gobierno dominicano. Esta proposición aceptaba al Perito financiero aunque
reduciéndole las atribuciones demandadas por Washington; y autorizaba a la
Receptoría a cobrar, durante una cantidad indeterminada de años, las rentas
internas de la Nación. A pesar de que ella entrañaba una marcada concesión a
las exigencias del Ministro Russell, éste se negó a aceptarla, insistiendo en que
“la paz doméstica del país” no podía ser preservada sino mediante la
organización de una Guardia rural colocada bajo el comando de un oficial
norteamericano y de oficiales asistentes, de idéntica nacionalidad, nombrados
según indicación del Presidente de los Estados Unidos.31
La necesidad de garantizar la paz seguía siendo, por tanto, el estribillo de
toda la actuación norteamericana. Ello se explica, ya que sin la paz los propósitos
de explotación económica ulterior no podían desenvolverse. Urgía arrancar
de raíz el mal de las insurrecciones, movimientos armados a los cuales tanto el
pueblo dominicano como el Gobierno de Washington denominaban
indebidamente “revoluciones”. Pensaba este último desacertadamente, que el
medio más radical, tal vez el único efectivo para el logro de dicho propósito,
era la unificación de todas las fuerzas armadas del país en una sola organización
militar bajo el comando y el control real de oficiales norteamericanos
designados por el Presidente de Estados Unidos, y obedientes, en último
término, a éste. Aunque hay que admitir que la ejecución de esas ideas podía
obstaculizar nuevos movimientos insurreccionales no curaba ella el mal ni en
la entraña ni en la superficie, ya que, como bien señaló más tarde el Dr.
Henríquez y Carvajal: “Un ejército disciplinado, fuerza pública a las órdenes
de un jefe irresponsable y de un Presidente que no fuera producto de la
verdadera opinión nacional, es un inmenso peligro, lejos de ser una garantía
de orden; serviría para sostener todas las tiranías que al jefe militar le pluguiera
sostener; serviría igualmente para derrocar a Presidentes o a Gobiernos o a
Cámaras, cada vez que al jefe militar, por sí o por instigaciones de dentro o de
fuera del país, le pluguiera contribuir a ello con sólo dejar inactivas las fuerzas
que están bajo su mando”.32
Tampoco prometían labor de terapéutica efectiva las medidas propuestas
por el Gobierno dominicano. Esas medidas se basaban en el criterio expuesto
por el Licdo. Peynado y sostenido en trabajos ulteriores por el Dr. Henríquez y
Carvajal. Respondían ellas, claramente, a una concepción errónea sobre el
origen del revolucionismo. La médula de problema no era captada por aquellos
estadistas, a pesar de la innegable capacidad intelectual poseída. Explican el
hecho, las tendencias ideológicas, matizadas aún de romanticismo, imperantes
en la intelectualidad del país. El esfuerzo de Hostos sólo había sido parcialmente
fructífero. Su orientación hacia el racionalismo, y su concepción organicista
de la sociedad colocaron a los hombres de pensamiento de las generaciones
siguientes en una posición mental que hizo a menudo abstracción de la
31 y 32. Max Henríquez Ureña. “Los yanquis en Santo Domingo”.
126
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importancia de ciertos factores, tales como el económico, en el proceso del
desenvolvimiento histórico. La sujeción al spencerianismo impidió, por tanto,
que se ponderaran en su exacto valor, las verdades enunciadas por Carlos
Marx. Eso explica el que el mismo Hostos no viera con claridad el sentido real
del fenómeno imperialista; admiraba él las instituciones democráticas de los
Estados Unidos sin tomar en consideración la estructura capitalista del régimen
y sin columbrar la subordinación del movimiento expansivo norteamericano
a esa estructura. Por eso menospreciaron muchas veces sus discípulos, en sus
consideraciones sobre las realidades sociales, cuestiones básicas,
imprescindibles para la buena armonía del producto mental. Por eso se
colocaban ellos en planos de ensoñación cuando elaboraban proyectos de
saneamiento y de progreso. Era, en efecto, un ensueño, suponer que por el
hecho de investir a los civiles —y no a los militares— de las posiciones
jerárquicas más importantes, y de legislar estableciendo penalidades para
aquellos gobernadores de provincia y “demás autoridades civiles y militares”
que realizasen “reclutamientos forzosos” o que distrajeran “fondos públicos
de los fines que les dan las leyes”, o que ordenaran “prisiones fuera de los
casos de flagrante delito de derecho común, sin orden del juez competente”,
podían conjurarse, en el porvenir, los movimientos insurreccionales…
Olvidaban, los que con el Licdo. Peynado sostenían tal criterio, que los civiles
podían ser utilizados como instrumentos por los militares, y que aun sin el
concurso de éstos, podían ellos declarar rebeliones contando con el número
de soldados a su disposición y la ayuda de parte de la población armada.
Olvidaban también que las penalidades que las leyes previeran sólo podían
constituir frenos, nunca obstáculos insuperables, y que esas mismas leyes no
tendrían valor ante un movimiento insurreccional triunfante. No era, pues,
con remedios de ese tipo como podía curarse la enfermedad de las
“revoluciones”. Esos remedios atacaban síntomas, o tendían a disminuir los
motivos accesorios del padecimiento, pero dejaban vivas las causas esenciales.
Cometían los gobernantes de ahora el mismo error de apreciación en que
incurriera la intelectualidad que rodeó a Morales y a Cáceres. Al acercarse al
estudio del problema tomaron orientaciones falsas; y llegaron, en consecuencia,
a conclusiones también erradas. Para aquella intelectualidad, la entrega de las
aduanas a un poder extranjero liquidaría el problema; para los estadistas del
momento su liquidación dependía del nombramiento de funcionarios civiles
en vez de militares, de la prohibición del reclutamiento, y del establecimiento
de penalidades para quienes incurrieran en él.
Sorprende el que a pesar de la dramática y larga vigencia de la enfermedad,
anduvieran aún los hombres de pensamiento, tan equivocados respecto a su
verdadera naturaleza. No bastaba, en efecto, para terminar con las
insurrecciones, “una reforma total de las instituciones del país, arrebatando a
sus autoridades el carácter militar tradicional que hasta ahora han tenido y
atribuyendo al pueblo la plena garantía de sus derechos; en una palabra,
matando de una vez o reduciendo a la inanición progresiva al caudillismo”,
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náá lisis de su pasado y su presente) 127
como había dicho el Dr. Henríquez y Carvajal. Era necesario ir más lejos:
provocar una trasmutación o un enriquecimiento de las formas naturales de
vida, especialmente en el campo de la economía y de la educación. Eso era lo
urgente; porque mientras la economía y la cultura siguieran dentro de la etapa
rudimentaria en que se hallaban, el revolucionismo seguiría desarrollándose
como derivado lógico de ellas. Había, por tanto, que ir a la entraña, en vez de
permanecer en la superficie; el problema no era de legislación, sino de vida;
de espíritu, en vez de letra. El gobierno de Jimenes parece que lo vió con
bastante claridad, al afirmar en la contestación a la Nota No. 14 de la legación
norteamericana, que “el lado más importante del asunto es económico, y que
restablecida la vitalidad productora del país, los fenómenos sociales y políticos
que actualmente alarman a propios y extraños serán de fácil y provechosa
modificación”.
EL ECLIPSE TRÁGICO
La negativa del Dr. Henríquez y Carvajal a someterse totalmente a las
exigencias del Ministro Russell complicó, como era de esperarse, la situación
de su gobierno. A los pocos días, la Receptoría se negó a reconocer el nuevo
presupuesto, lo que fué interpretado como una manifestación más de hostilidad.
Mientras tanto, ocurrían en el país, de modo ininterrumpido, dolorosos hechos
de sangre. Los marinos norteamericanos siguieron extendiendo su dominio y
arrogándose nuevas atribuciones, especialmente de carácter policial. Los planes
para el control y el dominio absoluto de la República, seguían, pues,
desenvolviéndose matemáticamente. Ese desenvolvimiento —realidad brutal—
no fué óbice para que los partidos políticos, o para mejor decir, los cuadros
directores de esos partidos, aparentemente unificados en el seno del Gobierno
Provisional, continuaran de hecho divididos e intensificaran sus campañas
para el logro de un poder que se hacía cada día más ilusorio. Cumplían esos
cuadros jerárquicos, dominados por intereses politiqueriles, su función
histórica: empujar al abismo a la débil nacionalidad. De nada valieron los
esfuerzos del Dr. Henríquez y Carvajal, tendientes a la concertación de un
“acuerdo saludable”. El ansia del poder, y de las ventajas del poder dominaba
en aquellos hombres, cuya actitud traidora el pueblo, por ignorancia o por
resabios pasionales, no podía entonces ponderar.
El 29 de noviembre de 1916 la situación llegó a su climax. Ese día, el
Capitán H. S. Knapp, recién llegado al país, dió a conocer una proclama
declarando que desde esos momentos la República Dominicana quedaba bajo
un estado de ocupación militar, “sometida al Gobierno Militar y al ejercicio de
la ley militar”. El régimen del Dr. Henríquez y Carvajal dejaba, pues, de existir,
siendo substituído por un gobierno directo de la nación interventora. No
pretendía ese gobierno, según declaración de la misma proclama, “destruir la
soberanía” de la nación; su objeto era “ayudar al país a volver a una situación
de orden interno”; y sus motivaciones declaradas, las violaciones “constantes”
a la Convención del 1907.
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La República había muerto… La habían apuñaleado hombres que el pueblo,
en su afán de superación, llevó a las más altas cimas; y una poderosa fuerza
extraña, cuyas intenciones, gestos y naturaleza, el alma popular apenas
comprendía. El dolor marchaba de manos con la indignación. ¡Y con el asombro!
Pocos descifraban el verdadero significado del acontecimiento; entre las mismas
castas intelectuales había perplejidad y discutíanse las causas, las formas y las
probables consecuencias. ¿Por qué actuaba el Gobierno norteamericano, regido
por una Constitución esencialmente democrática, de modo tan brutal? ¿No
constituía aquel paso una marcada violación a los cánones del Derecho
Internacional y del principio, tantas veces proclamado por Washington, del
respeto a las naciones débiles? Y apartándose del campo teórico, ¿cuáles iban
a ser los beneficios prácticos del acto? ¿Qué interés podía tener una nación tan
poderosa en el sojuzgamiento de pueblo tan pequeño y pobre? Muchas de
esas preguntas golpeaban la mente de ignaros y de cultos. Sólo una minoría,
escasísima, comprendía los móviles reales de la actitud. Esa minoría había
seguido con atención la marcha del movimiento expansionista de los Estados
Unidos hacia el Sur; la existencia de libertades republicanas en dicho país no
había provocado en sus espíritus el entusiasmo que nubló los ojos de tantos,
impidiéndoles ver lo que llamó Martí “las entrañas del monstruo”; por el
contrario, ella se percataba de las acentuadas contradicciones existentes entre
la vigencia de instituciones liberales y la rudeza de los métodos empleados
cada vez que la nación trató de adquirir o adquirió nuevos territorios; entre la
afirmación de un panamericanismo basado en la cooperación y el mutuo respeto
interamericano, y la interpretación unilateral de la doctrina de Monroe, con el
célebre corolario de Roosevelt. Se daba cuenta, además, esa minoría, de la
subordinación del Gobierno de Washington a los intereses de los capitalistas
de Wall Street, y de la importancia que desde el punto de vista estratégico
habían adquirido las Antillas a raíz de la apertura del Canal de Panamá.
El conocimiento de esas realidades hizo descubrir las motivaciones exactas
del injustificable proceder. ¡La violación de la Convención no había sido más
que una burda excusa! El establecimiento del Gobierno Militar norteamericano
obedecía a fines políticos, íntimamente atados a la interpretación rooseveltiana
de la doctrina de Monroe, y también a propósitos económicos. Los primeros
asomaban a plena luz. Los segundos aparecían como consecuencia de éstos.
RAZONES FUNDAMENTALES DE LA INTERVENCIÓN
El mundo atravesaba en aquellos instantes una profunda crisis. Los Estados
Unidos estaban próximos a intervenir en la contienda mundial para
salvaguardar sus intereses de un posible triunfo del imperialismo alemán.
Convenía, pues, ejercer, en esas hora de decisión, un control total sobre todas
las regiones que los estrategas norteamericanos habían considerado
importantes para la defensa de la nación, y de sus bases vitales, como el Canal
de Panamá. Santo Domingo era una de esas regiones. Precisaba, por tanto,
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náá lisis de su pasado y su presente) 129
forzar a sus gobernantes a la sumisión, y en caso de negativa, barrerlos. Para
llevar a cabo ese propósito debían capitalizarse todos los motivos que pudieran
servir de justificaciones. ¡Los Estados Unidos, nación democrática, no podía
obrar de modo desfachatado y cínico! La persistencia de un estado de
intranquilidad pública brindó uno de los motivos fundamentales; el otro lo
ofreció la supuesta violación de la Convención de 1907.
Desde hacía tiempo venía preparándose el campo para la utilización del
revolucionismo como excusa. Teodoro Roosevelt había anunciado, en su
Mensaje al Congreso, ya citado, que los Estados Unidos tenían derecho, de
acuerdo con la doctrina de Monroe, a intervenir en cualquier país americano
donde “una impotencia que provoque relajamiento de los lazos de una sociedad
civilizada”33 invite a la intervención de cualquier poder europeo. Esa tesis,
compartida abiertamente por el Secretario Knox, fué también sostenida, tanto
en teoría como en los hechos, por Bryan y por Lansing. La ratificación de la
Convención de 1907 alejó el peligro europeo. La tesis, empero, siguió en vigor.
De un modo constante, Knox y Bryan afirmaron el supuesto derecho de Estados
Unidos a imponer la paz en la República Dominicana. Esa afirmación la ratificó
Lansing en su memorándum al Presidente Wilson, del 22 de noviembre de
1916. “Debemos determinar inmediatamente un plan de acción —decía—; de
otro modo, la revolución y el desastre económico son inminentes”. El 26 de
noviembre, Wilson aceptaba, “con el más profundo desagrado” la política
drástica de Lansing, y la proclamación del Gobierno Militar, “convencido de
que ese era el menor de los males a la vista en esta situación perpleja”.34
Esa aceptación cuadraba dentro de su política de “identidad continental
americana”. Era necesario, a su juicio, que Santo Domingo gozara de la misma
paz que tanto progreso había engendrado en los Estados Unidos. Bajo el amparo
de esa paz, garantizada por el Gobierno foráneo, podrían los Estados Unidos
desarrollar los fines económicos que también se proponían con su política
intervencionista. Pocas veces estuvieron las grandes corporaciones financieras
norteamericanas tan íntimamente atadas y acordes con las decisiones
gubernamentales como en aquellos instantes. La guerra europea brindaba la
ocasión de pingües e insospechados negocios. La industria de armas adquirió
inusitado esplendor. América se vió transformada, del día a la noche, en la
abastecedora de Europa. Numerosos productos alcanzaron precios elevadísimos
en el mercado. La producción de azúcar constituyó, especialmente, un negocio
tentador. Las centrales azucareras se multiplicaron en Cuba y Puerto Rico,
gracias a nuevas y copiosas inversiones de capitalistas norteamericanos. Santo
Domingo apareció ante los ojos de esos capitalistas como un país ideal para el
desarrollo de esa industria en gran escala. El escaso valor de las tierras y la
mano de obra, más la riqueza intrínseca del terreno, eran alicientes poderosos.
33. Mensaje del Presidente Teodoro Roosevelt al Congreso norteamericano, en fecha 15
de Febrero de 1905.
34. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
130
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El desenvolvimiento de esa actividad económica brindaría riquezas
fabulosas a los inversionistas norteamericanos, y progreso y trabajo al país.
No fué con seguridad necesario que los negociantes insistieran mucho en el
Departamento de Estado para convencer a sus funcionarios de las aparentes
ventajas del proyecto. Su realización traería también como consecuencia una
vinculación mayor entre Santo Domingo y los Estados Unidos. Nada más
favorable, a todas luces… La paz era, empero, el requisito esencial. Si ella no se
aseguraba, ¿de qué garantía gozaría el capital norteamericano? Los riesgos de
pérdida serían mayores que los espléndidos beneficios esperados. Urgía, pues,
asegurar previamente esa paz. Asegurarla de modo definitivo, gracias a un
gobierno estable y sólido, como solamente podía ofrecerlo, dada la aceptada
incapacidad dominicana, un régimen norteamericano. Estas razones se
añadieron, pues, a las de carácter político, para hacer más imperioso y
aparentemente justificable el establecimiento del Gobierno Militar.
PRIMERO LA PAZ
Ya establecido, los primeros pasos del nuevo régimen tendieron a asegurar
la pacificación total del país. Con indiscutible sentido práctico, el Gobernador
Knapp comprendió que el desarme del pueblo era la condición fundamental
de la paz pública. Emprendió, pues, la realización de esa obra, a la vez que
imponía una censura estricta sobre la prensa, coartaba toda manifestación de
libertad política, y autorizaba el funcionamiento de cortes prebostales. Bien
comprendió él, ante la marcada y creciente hostilidad del pueblo, que sólo
por medio de la fuerza y el terror podía imperar. Denunció, sin embargo, su
actuación, cierta habilidad política. Consciente, al parecer, de la pobreza moral
de la mayoría de familias burguesas, solicitó a las pocas semanas su cooperación
a la obra de gobierno emprendida. Esa solicitud fué también extendida a
elementos políticos destacados, especialmente a aquellos que se distinguieron
por sus tendencias proteccionistas. La intervención —en parte consecuencia
de la actuación de esos elementos— no debía ser considerada por ellos como
un gran mal. Es verdad que sus aspiraciones personales quedaban defraudadas;
había, sin embargo, la esperanza de que la nueva situación no fuera duradera,
y la posibilidad de ser escogidos por Washington para dirigir los destinos de la
nación cuando llegara el momento de la reintegración de la soberanía. Todas
estas razones las tuvo en cuenta el nuevo gobernante al hacer su solicitud.
La medida era hábil; ella tendía a enfriar la indignación del pueblo
restándole el concurso de elementos que habían actuado indebidamente de
directores o canalizadores de la opinión pública. El objetivo, como era de
esperarse, fué logrado. Individuos conspicuos de la burguesía y la política
militante aceptaron la invitación. Hombres de cierto relieve intelectual y social
se prestaron a servirle al régimen extranjero. En la misma actitud de cooperación
mostráronse el Sr. Federico Velázquez y Hernández, jefe del Partido velazquista,
y los líderes principales del Partido horacista. Horacio Vásquez aconsejó a sus
seguidores obedecer las órdenes de desarme expedidas por el Gobierno. En
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 131
carta del Sr. Joubert, Vicepresidente del Comité Nacional del Partido (abril 19
de 1917), se ofreció una explicación de esa actitud. El jefe del horacismo deseaba
que “el período de infructuosa guerra civil termine; y que se hagan esfuerzos
para precipitar también la terminación de la presente y anormal ocupación,
cooperando a suprimir los obstáculos que la prolongan. Por tanto, sus esfuerzos
se dirigen a convencer a sus amigos y correligionarios acerca de la utilidad de
cumplir la orden de desarme de los ciudadanos privados”.35
La carta demostraba cierto desconocimiento de los motivos reales del nuevo
régimen. La paz no era en realidad un fin, sino un simple medio para el logro
de propósitos ulteriores. Por otro lado, ella era ya un hecho real en aquel
momento. Parecía, pues, innecesario el consejo del señor Vásquez. Con
seguridad, no había él meditado en las consecuencias que el desarme entrañaba,
aun después de recuperada la soberanía. El país iba a encontrarse a la merced
de los jefes militares, colocados en una situación sumamente propicia para
insurrecciones y pronunciamientos. Es muy probable que años más tarde,
derrocado su gobierno por la traición del jefe del Ejército, meditara él,
entristecido, sobre los funestos resultados de aquella actitud. No sólo era ella
innecesaria, sino también opuesta a los reclamos del más acrisolado patriotismo.
El país estaba, en efecto, bajo la ley marcial. Habían ocurrido numerosos choques
sangrientos entre grupos de marinos y ciudadanos dominicanos levantados
en armas. La región del Este se convirtió en teatro de actos de guerra y de
terror. Grupos de dominicanos conocedores del terreno hostilizaban a los
marinos extranjeros y a las propiedades cañeras de los absentistas
norteamericanos. Los ataques contra la propiedad constriñeron al Gobierno a
declarar que esos grupos estaban compuestos de foragidos o “gavilleros”. La
campaña iniciada contra ellos, violentísima, utilizó en su desenvolvimiento
todos los medios civilizados o bárbaros de que es capaz el hombre cuando se
propone dominar. Se obligó a la reconcentración de los campesinos en diversos
puntos, y cometiéronse crímenes inconcebibles, tales como el suplicio del agua,
y el arrastre de un anciano de la cola de un caballo. Esos crímenes, que el
pueblo comentaba, indignado, entre dientes, exasperaron el sentido patriótico
de todos los dominicanos puros, y crearon al Gobierno extranjero una situación
sumamente complicada. La hostilidad hacia él creció desmesuradamente, sobre
todo en esas regiones del Este (Seybo y San Pedro de Macoris), donde el terror
más absoluto imperaba.
No era ese, sin duda, el instante propicio para declaraciones y actos que
expresaran un deseo de cooperación con el marino interventor. Por el contrario,
la única actitud que parecía digna era la de la resistencia, activa o pasiva.
Instintivamente el pueblo adoptó esa última actitud. Difícil se le hizo al
gobernante extranjero encontrar ciudadanos dominicanos honrados,
pertenecientes a la clase media y al proletariado, que se prestaran gustosos a
35. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
132
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cualquier labor de manifiesta antidominicanidad. Sólo hombres sin sentido
moral actuaron de ese modo, y por desgracia, se mostraron a menudo más
perversos e indignos que sus propios jefes. La gran mayoría, empero,
manifestaba positiva y constante resistencia. Violar esa resistencia equivalía,
por tanto, al desprecio de una actitud colectiva que nacía en las intimidades
del ser. Algunos burgueses y politicastros traidores no tuvieron en cuenta esa
realidad. Se pusieron, de nuevo, en contra de un anhelo fundamental de sus
compatriotas. Y al actuar así, denunciaban una vez más la visible corrupción
de las capas más elevadas o directoras del pueblo, en su papel trastornador de
un espontáneo desarrollo colectivo dentro del marco que señala la biología y
el espíritu.
No tuvieron tampoco en cuenta esos hombres la conveniencia de respaldar,
no sólo con palabras, sino con hechos, la protesta erguida del Dr. Henríquez y
Carvajal, Presidente de jure en el exilio. Cualquier cooperación que ellos prestaran
a los fines del régimen iba a ser inmediatamente interpretada en el extranjero
como una aceptación tácita del gobierno de fuerza imperante. A su vez, los
funcionarios del régimen capitalizarían ante Washington el gesto a su favor. Así
lo hicieron. Respaldado por las escasas manifestaciones de colaboración, el
Ministro Russell afirmó al Secretario Lansing en fecha enero 5 de 1917, que las
condiciones del país mejoraban día tras día, y que “el pueblo había aceptado al
Gobierno Militar con una notoria buena gracia”.36 Innecesario señalar que
mientras él hacía estas afirmaciones la justicia prebostal funcionaba, la censura
estaba vigente, y el más ignominioso terror predominaba en algunas regiones.
Knapp pretendía imponer de cualquier modo la paz. Ella era necesaria
como justificación del gobierno y como base de los planes económicos en
cartera. Y lo logró. Liquidada la rebelión de las provincias del Este, todo intento
de alterar el orden impuesto se hizo imposible. No era aquella, sin embargo
—afirma el mismo Sumner Welles—, “la pacificación resultante de un deseo
de paz; era la pacificación impuesta por la fuerza de las armas, una paz artificial
que no provenía de las causas naturales que engendran la paz”.37
Obtenida ella, el Gobierno orientó sus pasos hacia la formación de una
Policía Nacional que pudiera garantizarla sin el concurso necesario de los
marinos interventores; hacia el saneamiento de los títulos de posesiones
agrícolas; hacia la realización de obras públicas que coadyuvaran en el
desenvolvimiento económico; y hacia la intensificación del movimiento
educacional y sanitario.
DESPUÉS LA PROSPERIDAD
La formación de una Policía Nacional y el saneamiento de los títulos de
posesiones agrícolas fueron propósitos que desde los comienzos aparecieron
36 y 37. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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náá lisis de su pasado y su presente) 133
como fundamentales en la nueva política. Había lógica en ellos. Se acercaba la
intervención de Estados Unidos en la guerra mundial, y el Ejército y la Marina
organizada iban a ser inmediatamente despachados a tierras europeas.
Convenía, por tanto, constituir un cuerpo policíaco dominicano que realizara
las funciones encomendadas a los marinos extranjeros. Ese cuerpo, dirigido y
disciplinado por la oficialidad americana, podría velar por el mantenimiento
de la paz y del orden impuesto; garantizaría, en síntesis, el imperio de las
leyes recién promulgadas; y en caso de una reintegración a la soberanía,
mantendría la tranquilidad pública durante el proceso de la desocupación
extranjera, y brindaría apoyo sólido al régimen legal que surgiera de las urnas.
Mediante la organización de esa maquinaria policial pretendía el gobierno
norteamericano destruir el caudillismo militarista, germen probable de muchas
insurrecciones de antaño, y forzar a una paz permanente, tanto dentro de la
nueva legalidad, como de aquella que nacería cuando la etapa del Gobierno
foráneo tuviera término.
Aunque cuerpos militares análogos habían sido creados en colonias
norteamericanas vecinas, como Puerto Rico, su organización hizo que muchas
personas hasta entonces pesimistas acerca de la transitoriedad de aquel período,
acariciaran algunas esperanzas para el porvenir. Pensaron ellas que la
mencionada organización, más el hecho de que Washington no se atreviera a
borrar el nombre de la República y dejara en pié muchas de las estructuras
nacionales, era claro indicio de que no había intención de permanecer con el
dominio total del país durante largo tiempo. En realidad, no se equivocaban
en sus apreciaciones. Los Estados Unidos, nación democrática, tenía que ajustar
sus actos, siquiera en parte, a los principios de libertad y de mutuo respeto
internacional que pregonaban y exaltaban sus instituciones. Podía el Gobierno
permitirse ciertas actitudes reñidas con esos principios; pero era inconcebible
y perjudicial desde todo plano, extralimitarse en el camino. Explicábase, pues,
que después de la guerra hispano-americana, se apoderara Washington de
Puerto Rico, isla que aunque gozaba para la época de autonomía, no constituía
una nación independiente reconocida por los demás estados; pero no podía
explicarse y menos aun justificarse, que se privara por siempre de toda
independencia a una nación como la República Dominicana, que la había
conquistado en medio de grandes sacrificios, y la hizo reconocer por los demás
pueblos del orbe. Tal actitud hubiera entrañado una violación demasiado cínica
del derecho internacional y de las esencias democráticas. Había que presumir,
por tanto, que aunque alguien pudo haber sostenido esa tesis en el
Departamento de Estado, no sirvió ella jamás de brújula para orientar la política
hacia la nación intervenida. Lo que importaba en sí a Washington no era
mantener un control absoluto y permanente en la República, sino parcial,
pero suficientemente poderoso para que el país marchara acorde con sus miras
de política internacional y desarrollo económico. Comprendíase, pues, que
tan pronto la paz quedara definitivamente asegurada, la economía estabilizada
sobre nuevas bases, y la mecánica gubernamental rejuvenecida, Washington
134
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no iba a tener inconveniente en restaurar al país la perdida soberanía.
Restauración que podía ser precipitada por el reclamo patético y constante de
un pueblo unánime en la aspiración patriótica; pero que nunca se llevaría a
efecto antes de que los enunciados propósitos se cumplieran.
Las nuevas bases sobre las cuales la economía debía levantarse eran la que
reclamaba el desarrollo de la industria azucarera. Es sabido que esa industria
trabaja sobre los siguientes pilares: el latifundio agrícola, y la mano de obra
barata. Convenía, pues, asegurar el dominio de muchas tierras por las
corporaciones dedicadas a ese negocio. Como existía confusión sobre los
derechos y límites de cada propietario rural, y esa confusión podía dar motivos
a litigios después de las ventas, se hizo perentorio el saneamiento de los títulos,
y consecuentemente, la mensura de los terrenos. Creóse para el efecto, el
Tribunal de Tierras. Poco a poco, cada propietario fué conociendo el alcance
de sus derechos y la cantidad de hectáreas o caballerías por él poseída. Se le
hizo así fácil a la corporación extranjera comprar a precios ínfimos inmensas
extensiones de terrenos previamente saneados. Esas compras realizáronse
—ya lo dijimos— casi exclusivamente en las provincias de San Pedro de Macorís,
Seybo y Barahona. Adquirió de ese modo relativa amplitud el latifundio
extranjero, que con anterioridad a la intervención norteamericana, apenas
existía. Y hubiera adquirido amplitud mucho mayor si la guerra mundial no
hubiera terminado casi a raíz de haber sido creadas algunas nuevas centrales
en la República.
Puede asegurarse que la derrota alemana del 1918 salvó a Santo Domingo
de una ruina total futura. Ruina total después de un corto período de
extraordinaria riqueza para algunos y de relativo bienestar económico para la
mayoría. Los precios elevados del azúcar hubieran provocado el bienestar; su
baja estrepitosa, el derrumbe. Endeudados los colonos, habrían entregado sus
tierras —casi todas las tierras de las planicies, en plena prodigalidad cañera—
a las centrales y los bancos; el minifundio, la pequeña propiedad rural, habría
desaparecido entre los tentáculos latifundistas, y los campesinos de hoy, por
ventura dueños casi todos de sus terruños, se habrían convertido en obreros
de la gleba y esclavos de las corporaciones, aumentando la gravedad y el
drama del instante político económico presente.
Era de presumirse que los gobernantes y financieros norteamericanos se
dieran cuenta de que su planes traerían esos lejanos resultados. La guerra no
podía durar indefinidamente y su terminación acarrearía una forzosa baja del
azúcar en el mercado. Mas ¿qué importaba esa baja cuando se habían hecho
ya tan cuantiosos beneficios? ¿Iban los corazones de esos negociantes a
enternecerse por el hecho de que todo un pueblo quedara reducido a la miseria
y a la esclavitud económica? De ningún modo… Ya tratarían ellos de ajustar la
producción azucarera a las nuevas circunstancias, para que siguiera brindando
ventajas, aunque pequeñas. Lo demás no era asunto de ellos, sino de los
temperamentos románticos, poco prácticos, que tienen aun la ridiculez de
sentir compasión y piedad…
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 135
Conviene sin embargo, observar, que la baja del precio del azúcar alcanzó
y se mantuvo durante meses y meses en un nivel tal, que el negocio perdió en
gran parte interés para aquellos que lo habían emprendido. Desde esos
momentos, los grandes financistas dejaron de ejercer presión sobre el
Departamento de Estado norteamericano para que éste prolongara durante
un buen tiempo el período del Gobierno Militar. Desinteresado Wall Street de
los negocios del país, y desinteresados también en parte los estrategas
norteamericanos, por haber terminado la guerra, la continuación de la
intervención extranjera dejaba de tener motivos. Por eso, y también por la
presión de la protesta popular y de las demandas de toda América, Washington
resolvió reconsiderar el paso dado, y propiciar gestiones encaminadas hacia
el restablecimiento de la soberanía despojada. De nada valieron, ante esas
fundamentales razones, las demandas del Ministro Russell y del Almirante
Snowden, quien sustituyó a Knapp en las funciones de Gobernador Militar.
Mientras tanto, el régimen continuaba desarrollando su plan de obras
públicas, de difusión educacional y de organización sanitaria. Construyéronse
algunas carreteras, especialmente la que puso en comunicación al Norte con
el Sur del país, —obra de indiscutible relieve— algunos edificios públicos,
especialmente escuelas, y una estación agrícola experimental que fracasó en
sus propósitos. Para llevar a cabo estos trabajos, y para pagar, además, la
deuda flotante de la República, que una Comisión nombrada al efecto,
compuesta por dos norteamericanos, un puertorriqueño, y dos dominicanos
—el Licdo. Ml. de Js. Troncoso de la Concha, y el Sr. Emilio Joubert—, había
fijado aproximadamente en $3,500,000, se utilizaron dineros de las rentas
normales del país, más parte de unos $5,000,000 de un nuevo empréstito
autorizado por Washington en 1918, y de los empréstitos obtenidos más tarde,
con la misma autorización. Esas obras denunciaban, sin duda, cierto progreso
material; sus beneficios, empero, no podían nunca contrabalancear el notable
daño moral que representaba en sí la intervención para el pueblo dominicano,
que amó siempre la libertad y forcejeó constantemente por su logro. Además,
la organización de esos trabajos no obedeció a un escrupuloso plan
administrativo. Era visible que se gastaba en ellos sumas exorbitantes y que
conspicuos oficiales y empleados de departamentos centrales obtenían pingües
y deshonestos provechos. El vicio de las filtraciones y de los gastos innecesarios
en gran escala alcanzó en esos momentos proporciones marcadísimas. Podía
asegurarse que nunca se había visto en el país el lujo y el despilfarro que
reinaron entonces. Todos los dominicanos sagaces hicieron comparaciones
entre la estrechez y la honestidad que mostraron generalmente los gobiernos
de los últimos años, y el boato y la facilidad con que se enriquecían en esa
hora altos funcionarios extranjeros. La política de la etapa anterior denunciaba
turbulencia, volcanismo, luchas apasionadas por el poder con la consiguiente
paralización del desenvolvimiento material, y las lógicas crisis administrativas.
Durante meses dejábanse de pagar los sueldos a los empleados públicos por
falta de fondos o por haber sido utilizados éstos en el sofocamiento de alguna
136
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rebelión; constatábanse además sus frecuentes filtraciones, y se sacaban del
presupuesto sumas para contentar a los generales adictos. Pero esas filtraciones
y gastos eran ínfimos en comparación con los que se observaban ahora. Por
otro lado, todos los Presidentes —sin excepción— de la etapa que se inicia a la
muerte de Lilís y termina con los comienzos del Gobierno extranjero, murieron
pobres, sin haberse manchado las manos con el oro del peculado. Lo mismo
podemos decir, salvo contadas excepciones, de los miembros de los diversos
gabinetes, especialmente, de los Ministros de Hacienda. Existía un marcado
afán de poder; pero no de riqueza. La misma burguesía, que tiene el alma en
los bolsillos, procedió casi siempre en esa época, de modo honesto.
Con la intervención, el panorama cambió. Ahora se pagaban los sueldos;
se construían precipitadamente algunas obras públicas, y la parte
administrativa del gobierno parecía obedecer a planes más científicos; pero el
despilfarro y la inescrupulosidad en el manejo de los fondos públicos, la
utilización del poder, en síntesis, como medio ideal de enriquecimiento, se
hicieron manifiestos. Estas realidades iban a tener sobre el futuro
desenvolvimiento del país consecuencias mucho más funestas que las
turbulencias instintivas y superables a la postre, de la época anterior. Durante
dicha época, pocas veces tuvo la corrupción de las jerarquías políticas, un
sentido económico. Tarde o temprano, hubiera llegado el momento de la
reacción popular contra los líderes que defraudaban al pueblo, y esa reacción
se habría desarrollado dentro de los cauces lógicos que brinda la propia
naturaleza. Las fuerzas colectivas hubieran tomado su nivel, como lo han
tomado ya en casi todos los países de la América Hispánica, especialmente en
Colombia, Costa Rica, Chile y México.
ENFLAQUECIMIENTOS Y REBELDÍA DE LA
PERSONALIDAD DOMINICANA
La intervención impidió ese desenvolvimiento normal de las cosas.
Trastornó, definitivamente, la marcha de la biología y de la historia
dominicanas. Y contribuyó a incrementar la corrupción política sin que tuviera
el pueblo, debido al desarme, remedios en manos para ponerle coto. Además
propició el aparecer de situaciones anormales, y apocó momentáneamente el
sentido cívico y el impulso hacia el sacrificio por la libertad, características
preponderantes hasta ayer en las clases media y proletaria del país. El terror
contribuyó, sin duda alguna, a ese apocamiento del sentido cívico y del espíritu
de sacrificio. Nunca se habían cometido, en las épocas luctuosas de la vida
independiente del ayer, los excesos a que llegaron, en materia de torturas, los
marinos norteamericanos. En carta al Ministro Russell, el Arzobispo Nouel
bien lo decía: “El pueblo ha soportado por espacio de tres años una censura
para la prensa, no sólo humillante y despectiva, sino también ridícula y pueril.
Yo recuerdo haber visto un artículo científico observado por el censor con su
sello y firma, prohibiendo su publicación porque el autor de dicho artículo
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náá lisis de su pasado y su presente) 137
decía: “Kant, el gran pensador alemán…” La guerra había estallado contra
Alemania y aquel infeliz censor creyó tal vez que el elogio tributado al gran
filósofo alemán podía causar la derrota de los ejércitos aliados. El pueblo
dominicano —agregaba— presenció más de una vez en sus conmociones
políticas, injustas persecuciones, pero jamás supo del tormento del agua, de la
cremación de mujeres y niños, del terror de la soga, de la caza de hombres en
la sabana… Nosotros, no lo niego, conocíamos el fraude en los negocios y el
robo al detalle en los fondos públicos; pero con la ayuda y las lecciones de
varios extranjeros nos perfeccionamos en el arte del engaño y en las
dilapidaciones al por mayor”.
El enflaquecimiento o la anulación de viejas virtudes pudo observarse al
poco tiempo de organizado el Gobierno militar. Junto a la inclemencia y la
coacción del régimen actuaron también como fuerzas disolventes las nuevas
costumbres introducidas y el desconocimiento o el menosprecio que
demostraban los marinos extranjeros hacia las tradiciones y las formas de
vida ética del país, factores integrantes de la cultura vernácula. Se le hacía
difícil al dominicano desenvolver su existencia empujado por su propio ritmo;
fuerzas extrañas, hasta ayer ignoradas, intervenían pasiva o activamente en
ese desenvolvimiento, trastornándolo. La sola constatación de las normas a
las cuales la vida del marino norteamericano se ceñía, era de por sí suficiente
para provocar confusión en el espíritu del pueblo. Fueron, sin embargo, los
políticos profesionales y los burgueses más encopetados quienes mayor
receptividad mostraron ante los nuevos factores éticos introducidos. La clase
media y la clase obrera, representantes auténticas de la dominicanidad,
ofrecieron, consciente e inconscientemente, positiva resistencia.
Esa resistencia no se mostró solamente en el plano de las costumbres; tuvo
también un sentido político. Se la hacía difícil al gobernante encontrar en esas
clases cooperación sincera para sus propósitos. Sólo el hambre obligaba a
claudicaciones aparentes. Por el contrario, la burguesía y los politicastros no
tenían reparos en prestar servicios. Se dió el caso de que líderes de
organizaciones políticas reclamaran para sus adictos más sobresalientes la
mayoría de los puestos públicos gubernamentales. El burócrata profesional,
que vivía generalmente en las ciudades, se fué trasformando, constreñido a
veces por la necesidad, en un colaborador del régimen. Pero la gran mayoría
del país, formada por la clase media campesina, siguió mostrando en todos los
órdenes, disgusto y hostilidad. La administración extranjera aparecía ante sus
ojos como un gobierno mucho más reñido con su sentir, que los regímenes de
los políticos dominicanos traidores a las esencias del pueblo.
A medida que pasaron los meses, los militares encargados del Gobierno
—y también Washington— se dieron cuenta de que no iba a ser posible, aunque
se hicieran inauditos esfuerzos, destruir aquella hostilidad y captarse las
simpatías de las masas. Tal vez entonces comprendieron ellos que aquel pueblo,
aparentemente desorganizado y anárquico, poseía una definida personalidad
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y un sentido nacional indestructible. Los más alertas del grupo se convencieron
probablemente del verdadero significado de la desorganización anterior,
realidad inevitable en la etapa infantil de todas las nacionalidades, característica
señera de los pueblos que tratan de encontrarse a sí mismos, para el logro y la
consolidación de una amplia justicia colectiva.
Ese conocimiento, más la anulación de los motivos básicos del movimiento
intervencionista, al terminar la guerra y bajar los precios del azúcar, coincidió
con el robustecimiento de la campaña que para el rescate total de la soberanía
dominicana realizaba el Presidente depuesto, Dr. Henríquez y Carvajal, en
playas extranjeras. Después de efectuar en Europa importantes gestiones, logró
él hacerse oír en Washington. Se había intensificado, para la época, el
movimiento de simpatía iberoamericana hacia la causa de Santo Domingo.
Formáronse en numerosos puntos del Continente Comités de Propaganda y
de recaudación de fondos, que elevaban constantes protestas al Departamento
de Estado de Washington. Comprendiendo el Gobierno norteamericano los
perjuicios que a su política interamericana ocasionaba ese movimiento, y
teniendo también en cuenta los motivos ya enunciados, resolvió dar un
definitivo viraje en la cuestión. El Dr. Henríquez y Carvajal aprovechó aquel
estado de cosas para presentar diversos Memorándums relativos al caso. Al
principio, exigió la restitución inmediata del Gobierno propio. Después cambió
de criterio, y propuso un sistema gradual de devolución de la soberanía, cuya
realización implicaba la necesaria cooperación de los dominicanos a dicha
obra. El plan estaba condicionado por el restablecimiento de las libertades
civiles y políticas; dados esos pasos previos, se recomendaba la realización de
un censo general de la República, y el nombramiento de una Comisión
Consultiva de Dominicanos, encargada de “preparar las principales leyes que
servirán de base a la reorganización política del país”. Pretendía el Dr. Henríquez
que esas leyes impidieran que la República Dominicana fuera de nuevo víctima,
tan pronto recuperara su soberanía, de los “errores políticos y financieros que
ha sufrido en otras épocas”. El plan señalaba las más importantes de esas
leyes, a saber: Ley Electoral, Ley de Partidos Políticos, Ley Orgánica de los
Municipios, Ley Orgánica del Poder Judicial, Ley de Regulación del Presupuesto,
Ley de Hacienda, Ley de Contabilidad Pública, Ley del Servicio Civil, Ley de
Sanidad Nacional, Ley de Comunicaciones, Ley de Instrucción Pública, y Ley
de Policía. “Establecidas éstas y otras bases de reorganización nacional por la
Comisión Consultiva, se procederá a ensayar su aplicación, empezándose por
las elecciones municipales… Una vez que se puedan apreciar los resultados, se
convocará a elecciones provinciales, para elegir gobernadores y demás
funcionarios de la administración provincial” electivos; después, convocaríase
para elecciones de los miembros del Congreso y de un Presidente de la
República.
Es indiscutible que este plan ofrecía bases prácticas para la realización del
propósito inmediato: la devolución de la soberanía. El otro móvil, en cambio
—anulación definitiva de los errores políticos y financieros del pasado, en
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 139
especial la desaparición de las revoluciones y de la anarquía económica— no
podía ser logrado con su ejecución. Es seguro que el Dr. Henríquez y Carvajal,
cuya formación intelectual positivista permitía —cosa rara— numerosas
expansiones románticas de su espíritu, depositó fe en la eficacia de su
proposición. El y muchos hombres de su época, creían en la invulnerable
efectividad de las leyes escritas: eran legalistas. Colocados en esa posición,
descuidaban la importancia de numerosos factores imponderables en el proceso
evolutivo de los pueblos. En vez de pretender una legislación adaptada a las
realidades sociales, trataban de encasillar esas realidades dentro de leyes a
menudo extrañas a su propia naturaleza. De ahí que, sin tener en cuenta que
el estado cultural y la economía del país en aquellas horas explicaban
perfectamente la existencia del personalismo político, quisieran forzar,
mediante cánones legislativos, la desaparición de ese personalismo. Parecían
esos hombres desconocer que tales cánones, reñidos con el momento evolutivo
del pueblo, no podían adquirir vigencia. Nada se hacía, en ese camino, con
obligar a las banderías a organizarse, por medio “de asambleas de origen
popular y electivo, así en los barrios como en los municipios y provincias,
hasta constituir la asamblea nacional”. Era ingenuo suponer que tal
organización evitaría que los partidos dependieran de la “voluntad de un
caudillo”. El caudillo impondría su querer sobre la asamblea así constituída, y
los demás líderes, de mentalidad caudillista, se inclinarían. Era, por tanto, esa
mentalidad, dependiente del status cultural y económico, lo que había que
transformar.
Los hechos ulteriores se encargaron de señalar el error del Dr. Henríquez
y Carvajal. Casi todas las leyes por él propuestas fueron más tarde votadas. Y
sin embargo, la corrupción política y administrativa acentuó su imperio, y
volvieron a constatarse movimientos insurreccionales.
EN POS DE LA REINTEGRACIÓN
Algunas sugerencias prácticas de su plan fueron aceptadas por el Gobierno
de Washington. Una Junta Consultiva de ciudadanos dominicanos prominentes
quedó constituída, el 3 de noviembre de 1919, y actuó durante algunas
semanas. A la vez, el despotismo atenuó su vigor, y la censura se mostró menos
rígida. Escritores y oradores aprovecharon el momento para atacar
abiertamente la política seguida por el Gobierno y protestar de su existencia;
esto provocó la promulgación de una nueva Ley de censura, más severa que la
anterior, que obligó a la Junta Consultiva a renunciar en pleno ya que “el
Gobernador no deseaba que se discutieran públicamente sus recomendaciones”.
La nueva Ley surtió escasos efectos; el pueblo continuó manifestando sus
sentimientos. Numerosos dominicanos y extranjeros prominentes en las letras,
como Fabio Fiallo, Horacio Blanco Fombona y Manuel Flores Cabrera fueron
encarcelados o expulsados. En marzo de 1920 quedó constituída una
organización, con el nombre de Unión Nacionalista Dominicana, con el
declarado propósito de obtener la reintegración de la República al concierto
140
J U A N
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de las naciones soberanas e independientes, y la formal promesa de no aceptar
convenio alguno con los Estados Unidos que pudiera lesionar esa soberanía. A
la vez, organizáronse en diferentes puntos del país, Juntas Patrióticas de Damas
y Asociaciones de Jóvenes con fines similares.
La labor de dichas asociaciones, especialmente de la primera, exacerbó
grandemente el sentido patriótico del pueblo. Constatábase por doquier una
manifiesta agitación, a pesar de las medidas represivas. Esa agitación nacional
coincidió con la multiplicación y la acentuación de los movimientos de protesta
a través de toda la América latina y en la propia España. La cuestión fué así
adquiriendo un marcado carácter internacional. No se trataba de un asunto
que concernía exclusivamente a los Estados Unidos y al país invadido, sino a
todo el Continente americano integrado por numerosas naciones débiles que
veían en aquel gesto de Washington amenazas para su propia existencia. La
trascendencia que fué adquiriendo el caso motivó serias preocupaciones en el
Departamento de Estado norteamericano. Sus funcionarios se daban perfecta
cuenta de que mientras hechos de esa naturaleza persistieran iba a ser difícil
despertar confianza en los pueblos vecinos e iniciar una política de verdadera
solidaridad y concordia interamericana. Hay indicios de que el Subsecretario
Colby llegó en aquellos instantes a la conclusión de que las aprehensiones y
los temores mostrados por las naciones iberoamericanas eran debidos
principalmente a la política seguida por los Estados Unidos con la República
Dominicana.38 Urgía, pues, dar el viraje decisivo… Obedeciendo a esa decisión,
el Gobernador norteamericano lanzó una proclama dando a conocer que el
momento de la desocupación militar había ya llegado, y que una nueva Junta
Consultiva iba a ser nombrada para preparar las leyes electorales y de
organización interna indispensables.
El nombramiento de los miembros de la nueva Junta provocó numerosas
protestas. Gran parte de la opinión pública, orientada por la Unión Nacionalista,
insistía en que la evacuación debía realizarse “pura y simplemente”, sin
necesidad de convenios previos. Esa insistencia estaba respaldada por la actitud
de numerosos norteamericanos liberales que protestaban de la ocupación, y
por miembros importantes del Partido Republicano de Estados Unidos, que
realizaba a la sazón una afanosa campaña eleccionaria. La cuestión dominicana
jugó un papel trascendental en esa campaña. Fué entonces en realidad cuando
el pueblo norteamericano, pueblo de sentimientos positivamente democráticos,
se enteró de todos los sucesos acaecidos últimamente en Santo domingo, y
manifestó su definida reprobación. Celebráronse numerosos mítines en los
que se exponía el caso, con propósitos, como es lógico, de capitalización
partidista. Los oradores mostraban la duplicidad de la política wilsoniana, que
por un lado afirmaba el derecho de las pequeñas nacionalidades, y por el otro,
intervenía a mano armada, en la vida interna de ellas, destruyendo su
independencia. Tomó tanto vigor la protesta y se indignó de tal modo el público
38. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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náá lisis de su pasado y su presente) 141
norteamericano ante las atrocidades cometidas por algunos oficiales de la
marina de su país en Santo Domingo, que el Congreso de Washington decidió
el envío de una Comisión Senatorial Investigadora, ante la cual los agraviados,
testigos y personalidades importantes, declararon con entera libertad. La
publicación del informe de esa Comisión fué un acontecimiento sensacional.
En un mitin celebrado en la ciudad de Nueva York, el célebre Senador Borah,
uno de los hombres más brillantes del Partido Republicano, pronunció un
discurso importantísimo en el cual atacó violentamente el imperialismo del
Gobierno norteamericano y denunció los propósitos de expansión económica
perseguidos con la ocupación de Haití y de Santo Domingo.
Era lógico que tal campaña, reflejo del verdadero sentir de las masas
norteamericanas, produjera saludables efectos en la colectividad dominicana.
Comprendió ella que era víctima del atropello de un Gobierno, y no de un
pueblo. En la casi totalidad de ese pueblo ella encontraba, por el contrario,
entusiastas defensores. Nada pudo enardecer más sus fuerzas y robustecer
sus esperanzas. Parecía cosa lógica, frente a esas favorables perspectivas, colocar
la aspiración sobre los planos del más puro patriotismo. La colaboración del
propio elemento norteamericano en la obra de la reivindicación autorizaba y
hasta señalaba la conveniencia de esa actitud. Washington se mostraba casi a
la defensiva; carecía de motivaciones sólidas para respaldar el yerro cometido.
Era, pues, de buena estrategia, hacer el mayor número de exigencias, máxime
cuando esas exigencias estaban basadas en el derecho y la justicia.
La campaña nacionalista prosiguió, de acuerdo con esta última orientación,
su curso. Sus directores tenían fe en que el ascenso al poder de Mr. Harding,
Presidente republicano recién electo, trajera un inmediato cambio. El había
declarado, durante su campaña presidencial, que su Gobierno “no haría mal
uso del poder ejecutivo para cubrir con un velo de secreto repetidos actos de
injustificable interferencia en las cuestiones internas de las pequeñas Repúblicas
del hemisferio occidental”.39 La tácita referencia al caso dominicano asomaba
claramente en esas palabras.
Los hechos no se hicieron esperar. A los pocos meses de inaugurada la
nueva administración, el Almirante Snowden fué substituído por el Almirante
Robinson en las funciones de Gobernador, y el 14 de junio de 1921 se lanzó
una proclama conocida con el nombre de Plan Harding ofreciendo bases para
un acuerdo que traería como consecuencia, de ser aceptado, la devolución de
la soberanía perdida. Ese plan proponía entre otras cosas, la ratificación de
todos los actos del gobierno militar, la validez de un empréstito final de
$2.500.000 para continuar las obras públicas, la ampliación de los poderes
del Receptor General de las Aduanas para el cobro de las rentas internas en
ciertos casos, y la obligación, de parte del Gobierno dominicano, de mantener
una guardia Nacional eficiente, urbana y rural, compuesta de nativos, pero
39. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
142
J U A N
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dirigida en los primeros años por oficiales norteamericanos nombrados a
propuesta del Presidente de los Estados Unidos.
Dicho plan fué unánimemente rechazado por el pueblo dominicano.
Manifestaciones públicas sumamente concurridas y declaraciones de los
hombres de relieve de todas las clases sociales demostraron la inconformidad
nacional con aquellas proposiciones que entrañaban, junto a la ratificación de
todos los actos del Gobierno extranjero —reclamo difícil de aceptar—, el
cumplimiento de las demandas que sobre el control de las finanzas y de las
instituciones militares, le hicieron al gobierno de Jimenes y al gobierno del
Dr. Henríquez y Carvajal. Los mismos elementos conocidos por sus actitudes
constantemente proteccionistas, se manifestaron en contra del plan, o por lo
menos permanecieron silenciosos.
Es indudable que Washington recibió con sorpresa y desagrado la noticia
del rechazo. Se había tomado la decisión de liquidar el problema, y el rechazo
aparecía ante los ojos de los funcionarios del Departamento de Estado como
un obstáculo en el camino de esa decisión. Es probable que el Secretario Hughes
comprendiera entonces que debía hacer algunas concesiones. Pero antes de
hacerlas resolvió tantear de nuevo el terreno, con fina habilidad política.
Conocedor de la corrupción reinante entre las jerarquías secundarias de los
diferentes partidos políticos dominicanos, y de la ambición de sus directores,
recomendó al Gobernador Robinson citar a las figuras más prominentes de
esos partidos con el propósito de hacerles saber que era conveniente que ellos
aceptaran el plan original, ya que el rechazo definitivo obligaría a la
prolongación del gobierno extranjero hasta cuando los trabajos públicos se
terminaran y la Guardia Nacional quedara definitivamente organizada;
agregando, además, que Washington intentaba autorizar un nuevo empréstito
de $10.000.000.
La gestión de Robinson no dió momentáneamente resultados. Todos los
líderes y las personalidades presentes en la entrevista concertada rechazaron
la invitación a cooperar dentro de las bases establecidas por el plan. En vista
de ello, el Gobernador Militar lanzó una nueva proclama anunciando que el
Gobierno extranjero continuaría en vigor durante algún tiempo más, por lo
menos hasta el 10 de julio de 1924.
A las pocas semanas se vió, empero, que las nuevas tácticas de Washington
comenzaban a fructificar. Después de varias conversaciones con el General
Horacio Vásquez, don Federico Velázquez llegó a la conclusión de que “el
punto de vista de los dos partidos políticos que ellos representaban era muy
semejante en lo que concernía a la anunciada política de los Estados Unidos”.
Había, por tanto, posibilidad de hacer ofertas en nombre de ambas
organizaciones. En ese sentido se encaminaron las actividades de los dos jefes.
Anunció el Sr. Velázquez al Gobernador que tan pronto la situación económica
del Gobierno mejorara gracias al nuevo empréstito, y quedara definitivamente
consolidada la nueva Guardia Nacional, ellos harían una proposición al
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náá lisis de su pasado y su presente) 143
Gobierno de los “Estados Unidos con el propósito de llegar a un acuerdo que
permitiera celebrar elecciones nacionales”.40
EL INSTRUMENTO REINTEGRADOR
Pocas semanas después llegó a Washington el Lic. Francisco J. Peynado,
quien se puso inmediatamente en comunicación directa con el Departamento
de Estado. Las conferencias celebradas por él con el Secretario Hughes lo
convencieron de que era posible llegar a un arreglo si el pueblo dominicano se
mostraba dispuesto a hacer algunas concesiones. La idea de la desocupación
“pura y simple” seguía siendo en aquellos instantes el anhelo de la gran mayoría
del país. En una Convención de todas las organizaciones nacionalistas, celebrada
en Puerto Plata a fines del año 1921, se adoptaron resoluciones derivadas de
ese propósito, que fueron calurosamente acogidas por el pueblo. La protesta y
la agitación pública continuaban creciendo. Era, por tanto, lógico, que cualquier
gestión tendiente a obtener una aceptación parcial de algunos de los puntos
establecidos por el Plan Harding, fuera obstaculizada. A pesar de ello, el Lic.
Peynado consideró su deber dar pasos en ese sentido, que culminaron en una
proposición concreta al Departamento de Estado para la reintegración gradual
de la soberanía dominicana. Esa proposición, conocida con el nombre de Plan
Hughes-Peynado, fué aceptada por Mr. Hughes, y sometida inmediatamente a
la consideración de los jefes de partidos, que fueron llamados a Washington.
Dicho sometimiento obedecía a una acertada estrategia: tanto Mr. Hughes como
el Lic. Peynado se daban perfecta cuenta de que debido a la persistencia del
caudillismo nacional el pueblo se inclinaría ante el criterio de sus líderes. Si se
lograba convencer a esos líderes de la conveniencia del nuevo plan propuesto,
había grandes probabilidades de que la masa del país obedeciera, como rebaño
dócil, a sus indicaciones..
No se equivocaron los autores del proyecto… Sumados los jefes de partidos
a las ideas en él expuestas, los obstáculos se fueron venciendo, aunque con
alguna dificultad. Después de varias semanas de continuadas campañas, la
tesis de la desocupación “pura y simple” cedió terreno, y el Plan HughesPeynado entró, a la postre, en vigencia. Aceptaba ese plan la validación de
numerosos actos del Gobierno extranjero, especialmente de los empréstitos
concertados, y la permanencia en vigor de la Convención del 1907, hasta
cuando los bonos del 1918 y 1922 fueran pagados. Recomendaba, además, el
nombramiento de un Gobierno provisional, con el “objeto de promulgar la
legislación que regule la celebración de elecciones y provea la reorganización
de los gobiernos provincial y municipal”. Celebradas las elecciones y
juramentado el Presidente definitivo, las tropas norteamericanas desocuparían
la República.
40. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
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Nada decía el plan sobre la misión militar extranjera; Washington cedió,
pues, en ese punto. En cambio, se mantuvo el principio de la ratificación,
siquiera parcial, de los actos del Gobierno anterior. Esos actos (órdenes
ejecutivas, resoluciones, reglamentos, contratos, etc.), podrían ser abrogados
por el Congreso dominicano después de recuperada la soberanía, pero esa
abrogación no podría nunca afectar “la validez y seguridad de los derechos
adquiridos en virtud de esas órdenes”. Cualquier controversia que surgiera en
relación con la interpretación de este punto, sería resuelta por los Tribunales
dominicanos, y en caso de “injusticia notoria o denegación de justicia” se
recurriría al arbitraje.
Es indudable que aunque el plan en sí implicaba el reconocimiento de
actos de violencia cometidos por un régimen que se instaló y desarrolló en
pugna con los principios del Derecho Internacional y no podía ser aceptado
de buena gana por aquellos dominicanos que se colocaban en el plano del
más puro y absoluto patriotismo, ofrecía él el conjunto de condiciones
estimadas por muchos como las más favorables que se podían obtener en
aquellos momentos. Aunque la campaña nacionalista seguía en pie, la
situación del problema dominicano en los Estados Unidos había ligeramente
variado, en comparación con los meses anteriores. Harding se encontraba
ya en el poder, y no necesitaba seguir haciendo del caso de Santo Domingo
un argumento favorable a su política interna. Terminada la campaña
electoral, la cuestión dejó de trascender a las masas, y el movimiento
reprobatorio de la gran injusticia cometida fué sofocado al demostrar el
nuevo Gobierno su clara intención de reparar la falta. Sin embargo, era tal
la presión de toda la América Hispánica, y tan palpable el efecto producido
por esa presión en el seno del Departamento de Estado, que no debe
rechazarse de plano la posibilidad de la obtención de condiciones mejores,
en el caso de que el pueblo dominicano, unánimemente, las hubiera exigido.
A pesar de que ya había en gran parte cesado la agitación interna en los
Estados Unidos, el caso seguía siendo de carácter internacional, y la
prolongación del statu quo podía traerle complicaciones a Washington mil
veces más perjudiciales para su política exterior, que el sometimiento
completo o casi completo a las exigencias dominicanas. Como bien dice
Sumner Welles “los beneficios obtenidos por la República Dominicana fueron
de una importancia infinitesimal cuando se comparan con las sospechas,
los temores y los odios a los cuales la ocupación dió nacimiento a través de
todo el Continente americano, y cuando se comparan con la duradera
hostilidad que hacia el pueblo norteamericano provocó esa ocupación en
los corazones de numerosos dominicanos”.41 De continuar aquel estado de
cosas, mayor hubiera sido la hostilidad y mayores hubieran sido las
sospechas, los temores y los odios a través del Continente.
41. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 145
LA SINRAZÓN DEL YERRO
La ocupación constituyó para Washington, en todo sentido, un desacierto.
Es indudable que ella fué obra de las circunstancias y no de un plan
cuidadosamente preconcebido durante años y años. La verdadera intención
perseguida era obtener fines político-económicos mediante medios menos
ilegales y violentos. Más estaba en su espíritu la organización de un gobierno
dominicano totalmente sometido a la voluntad de los Estados Unidos que la
proclamación del régimen interventor. Es absolutamente cierto que si Jimenes
o el Dr. Henríquez y Carvajal se hubieran plegado a las exigencias de la Nota
No. 14, Washington se habría sentido satisfecho. En tal caso, la República
hubiera dejado de ser soberana. Jimenes o el Dr. Henríquez y Carvajal habrían
actuado como Presidentes-muñecos. Por suerte, ni el uno ni el otro aceptó ese
papel. La negativa desconcertó los planes norteamericanos y obligó al
Departamento de Estado a decidirse a la creación del Gobierno Militar. Todos
los pasos anteriores obedecían a una definida orientación: el control político y
económico del país. Ya que no era posible lograrlo con la cooperación del
Gobierno y del pueblo dominicano, no había más camino que renunciar al
propósito, u obtenerlo por la fuerza. Lo primero hubiera implicado un
desprestigio; lo segundo aparecía como una manifiesta violación al derecho.
Ambos eran dos males, pero el último fué considerado menor. Creían los
defensores de la política originadora de este mal, que los perjuicios por él
ocasionados iban a ser generosamente compensados por las ventajas políticas
y económicas que los Estados Unidos derivarían. ¡Gran error! Los hechos
demostraron que el Gobierno Militar no era en absoluto necesario para asegurar
ventajas estratégicas norteamericanas en aquella hora de guerra internacional.
Era, en efecto, de supremo interés para cualquier gobierno dominicano, cuestión
vitalísima, prestarle a los Estados Unidos toda la cooperación que las leyes
dominicanas permitieran, con miras hacia el mantenimiento de la estabilidad
continental amenazada. Ofrecerle privilegios a una potencia europea hubiera
sido suicida.
Tampoco era necesario ese Gobierno para la realización de los propósitos
económicos, es decir, la transformación del país en un inmenso latifundio
azucarero. Aunque esos propósitos obedecían a condiciones anormales del
mercado y llevaban en sí el sello de lo transitorio, es casi seguro que ellos
hubieran podido desenvolverse hasta llegar al punto alcanzado durante el
régimen extranjero, dentro de administraciones nacionales, ya que ni los
estadistas ni el pueblo columbraban los peligros del monocultivo y el latifundio.
La aceptación por Washington de la contraproposición sometida por el Gobierno
del Doctor Henríquez brindaba bases para el inicio de una nueva época y
ofrecía cauces para una futura paz interna. De todos modos, aunque esa paz
no hubiera sido definitiva, ni constante, puede asegurarse que los perjuicios
que su alteración hubiese podido provocar a la economía azucarera hubieran
sido análogos a los que experimentó esa economía con motivo de las rebeliones
146
J U A N
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y el terror que se desarrollaron en la región del Este durante el régimen militar
extranjero.
Por otro lado, cometieron también los Estados Unidos, decidida ya la
intervención, el gran yerro de organizar un Gobierno militar. El carácter civil
del régimen impuesto hubiera tal vez evitado muchos de los vejámenes y
atropellos cometidos.
Era, en síntesis, tan absurda esa política, que se hace difícil comprender
cómo pudo ella desarrollarse. El deseo de garantizar la expansión del
imperialismo económico hacia el Sur la explica, pero no la justifica. ¿Fué acaso
necesario tomar medidas de ese carácter para lograr dicha garantía en los
demás países de la América? ¿No advinieron en ellos, como consecuencia natural
de su propio desenvolvimiento histórico, situaciones que ofrecieron, de espaldas
al querer público, esas seguridades? ¿No logró estabilizarse el capital
norteamericano en Bolivia, en el Perú, en la Argentina, y también en el más
turbulento pero el más admirable de los países de América —México—, sin
necesidad de ser despojados esos pueblos de su soberanía?
Por ventura, el Secretario Hughes comprendió los extraordinarios alcances
del yerro. El plan sometido por él y el Lic. Peynado comenzó a entrar en vías
de ejecución. Puestos de acuerdo los jefes de Partidos, formaron, conjuntamente
con el Lic. Peynado y el Arzobispo Nouel, una Comisión de Representativos,
que celebró conversaciones con el Comisionado Especial del presidente Harding,
señor Sumner Welles. En el curso de esas conversaciones fueron discutidos
todos los aspectos del plan propuesto, que firmaron el 19 de septiembre de
1922, siendo inmediatamente publicado. A los pocos días se reunió de nuevo
la Comisión de Representativos, para elegir, de acuerdo con el plan, al Presidente
Provisional de la República. Recayó esa elección en el señor Juan Bautista
Vicini Burgos, miembro prominente de la burguesía capitaleña rica.
CAPÍTULO II
Reconquista de la
soberanía
El desdén del vecino formidable, que no la
conoce, es el peligro mayor de nuestra América;
y urge, porque el día de la visita está próximo,
que el vecino la conozca, para que no la desdeñe.
Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la
codicia. Por el respeto, luego que la conociese,
sacaría de ella las manos.
JOSÉ MARTÍ
Como el señor Vicini Burgos no había tomado parte activa en la política
durante la época anterior a la intervención norteamericana, numerosas
personas depositaron fe en su actuación benéfica. Pensábase que a pesar del
corto tiempo para el cual había sido electo, y de las dificultades del momento,
él iba a poder brindar un gobierno de tendencias reaccionarias, pero de
estructura científica, que sirviera de ejemplo en este último aspecto, a las
administraciones venideras. Indudablemente, hizo él todo cuanto pudo por
lograr ese objetivo. Sus esfuerzos por mantener vigente la Ley del servicio
Civil —paso laudable del régimen extranjero— contra los ataques de la creciente
politiquería, harto lo demostraron. Impidió, sin embargo, esa realidad
politiqueril, la realización cabal de sus propósitos.
El hecho tenía visible origen… La habilidad de Hughes al revestir de
trascendentes funciones directoras en aquel instante a viejos jefes políticos,
que pertenecían en realidad a la etapa histórica anterior, comenzaba a dar sus
funestos frutos. Dominados esos hombres por la ambición, y rodeados de
cuadros jerárquicos maleados por el ansia presupuestívora y el afán de poder,
era lógico que renacieran los antagonismos pasionales, y que continuara su
proceso evolutivo, estimulado por el ejemplo avieso de numerosos funcionarios
de la administración extranjera, la corrupción —visible desde la época de
Bordas— del sistema caudillista nacional. Los vicios políticos de antaño, es
decir, el politiqueo, la subordinación de los intereses patrios a los intereses
148
J U A N
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partidistas o personales, el burocratismo, el militarismo cesarista, iban a
adquirir de nuevo amplitud, junto a otros vicios, casi desconocidos hasta ayer,
como el despilfarro administrativo, la receptividad al soborno, y el
apoderamiento de fondos públicos.
Vicini Burgos probablemente se dió cuenta de que esos males —fuerzas
obstaculizadoras de su actuación— perturbarían, si no se dominaban a tiempo,
el desenvolvimiento progresista del gobierno venidero. La raíz de esos males
residía en la restitución del valor político de los viejos partidos y cuadros.
Muchos así lo comprendieron; y pensaron que el momento reclamaba un
cambio total de instituciones, y también de técnicas y banderías políticas.
Había sido demasiado doloroso y trastornador el período intervencionista para
que su terminación no impusiera el inicio de una nueva etapa de vida pública.
El empleo de otros métodos en el plan y el proceso de la desocupación hubiera
tal vez permitido el triunfo de esas nuevas corrientes. Revividos los partidos
de antaño, era imposible lograr dicho triunfo, pues aunque sus maquinarias
no funcionaban de acuerdo con el sentir del pueblo, y sus jerarquías estaban
contaminadas por la enfermedad del politiqueo, las masas, siempre crédulas,
ignoraban esos hechos. Persistía en el espíritu de ellas la tendencia caudillista;
el mito del líder las subyugaba; las viejas pasiones, en vez de haber
desaparecido, sólo dormían…
No había provocado la intervención los cambios culturales y económicos
necesarios para que las posiciones espirituales y por ende, políticas, del pasado,
hubieran podido superarse a cabalidad. El pueblo, confuso y desviado en
muchos aspectos por la presencia de las realidades del gobierno interventor,
seguía poseyendo, en el fondo, la misma naturaleza. Así como continuaba
bailando sus merengues y jugando gallos, mostraba, en el campo político, las
actitudes de antaño. Seguía siendo “bolo o rabúo”. Y si los planes de la
desocupación hubieran ignorado esas tendencias, ellas hubieran asomado,
probablemente aminoradas en fuerza, por otros cauces.
Ese fué, sin duda, el motivo cardinal que impidió el triunfo de las
organizaciones nacionalistas, y del partido que más tarde se fundó bajo ese
nombre. Ese partido defendía la intangibilidad del principio independentista,
y pretendía el triunfo de los principios sobre los hombres. Su aparición
significaba, por lo tanto, algo nuevo. Gran parte de la juventud ilustrada, y
buen número de intelectuales, se adhirieron a su credo. Pero el movimiento
fué minoritario. A pesar de que disponía de una mística poderosa —la
patriótica— no llegaba a las masas, y no pudo, en consecuencia, lograr extensión.
¡Cosa de lamentarse! Pues el Partido entrañaba en sí un manifiesto paso de
avance sobre las tendencias predominantes en las épocas anteriores. Por
primera vez en la historia dominicana apareció con él una organización política
fuerte, que obedecía definidamente a un ideario. Estudiado ese ideario, nos
convencemos de que su contenido era de esencia puramente liberal, y mostraba
desvinculación de las doctrinas y transformaciones económicas del momento
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 149
histórico. El mismo propósito nacionalista asomaba más bien desde una ventana
romántica, y no como la proyección del despertar de hombres ante la realidad
del imperialismo —que es en su médula de naturaleza económica— y del
rudimentario desarrollo de la economía nacional. Parecían ignorar los creadores
del Partido, las tesis del materialismo histórico. Pero su esfuerzo era loable;
demostraba el ansia de evolución en los métodos y las orientaciones políticas,
y una aspiración hacia un sistema coherente, orgánico y altamente patriótico.
Los otros partidos que militaban en aquella época eran el horacista, dirigido
por su viejo caudillo, el General Horacio Vásquez; el velazquista, bajo el liderato
de Sr. Velázquez; y el jimenista que, muerto su jefe, el ex-Presidente Jimenes,
se desorganizó momentáneamente, pero fué de nuevo vertebrado por las
jerarquías secundarias, y postuló al Lic. Peynado para la Presidencia de la
República. Cada uno de estos partidos disfrazó su estructura personalista con
palabras de significado vago; así, el partido horacista se hizo llamar “nacional”,
el velazquista “progresista”, y el jimenista “coalicionista”, por haber él
constituído, en apariencia, una Coalición Patriótica de Ciudadanos. Con esa
formación y esos nombres fueron ellos a la lucha electoral más tarde, dentro
de las disposiciones dictadas por el gobierno provisional de Vicini Burgos.
Es innegable que los partidos dirigidos por los señores Vásquez y Velázquez
mostraban mayor solidez en sus estructuras, que la organización postuladora
del señor Peynado. Carecía el señor Peynado de un generalizado prestigio
político, y apareció, además, como el representante de una tendencia intermedia
entre las dos banderías anteriores —que formaron una alianza— y el partido
nacionalista. No era, en efecto, el señor Peynado hombre de un patriotismo
radical, pero aspiraba a ciertos cambios de las instituciones y a una renovación
de las técnicas políticas vigentes, que él consideraba anticuadas. Asomaba
más bien como hombre de ideas, que como un caudillo de la época. Innecesario,
por lo tanto, insistir en que su fracaso estaba de antemano asegurado; sus
aspiraciones no podían encontrar cauces en aquel terreno convertido en
hervidero de las pasiones y los vicios políticos de antaño. La desviada
maquinaria politiqueril de todos los partidos, aun del suyo propio, iba a frustrar
con seguridad sus intentos. La politiquería continuaría desarrollándose como
un cáncer del organismo político nacional, imponiendo a la postre, para
desventura del país, su más absoluto dominio sobre las actividades públicas.
Renació con tan marcado vigor el movimiento partidista, y se luchó de
modo tan tesonero por el logro del futuro poder, que los directores de los
diversos bandos, sin tener en cuenta la condición aflictiva por que aún
atravesaba la República, utilizaban todos los medios asequibles para obtener
la ansiada supremacía. No hubo triquiñuela politiqueril o argumento legalista
que no fuera esgrimido contra el partido adverso. Llegó la pasión política a
tales extremos que hasta los mismos sentimientos patrióticos fueron a veces
subordinados a ella. Mr. Sumner Welles ofrece en su obra un caso típico:
discutíase, en la Legación norteamericana, la legalidad de algunos actos
150
J U A N
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cometidos en obediencia a la nueva Ley Electoral. Participaban en la discusión
los señores Vásquez y Velázquez, jefes de la Alianza nacional-progresista, y el
señor Elías Brache, miembro destacado del partido coalicionista. Brache trataba
de justificar los actos, favorecedores de su partido; al terminar su exposición,
el señor Velázquez “saltó sobre sus pies, y con una vehemencia inacostumbrada”
declaró que él no estaba de acuerdo con esa justificación de los hechos, y que
si tales hechos se repetían, como el señor Brache daba a entender, la Alianza
tomaría medidas para “evitar que las elecciones nacionales se llevaran a cabo,
implicando ello la continuación de la ocupación militar norteamericana”.42
Por suerte, después de numerosas conversaciones, pudo llegarse a un
entendido. El proceso preelectoral siguió su curso. Con anterioridad a estos
hechos, las tropas norteamericanas fueron concentradas en algunos puntos, y
la Policía Nacional Dominicana, organizada por el marino interventor, velaba
por la estabilidad de las instituciones y del orden.
Difícil le fué al Gobierno extranjero encontrar entre la clase media
dominicana individuos que se prestaran a recibir instrucción militar para actuar
más tarde como oficiales de esa Policía. “Fué casi imposible —afirma Welles—
persuadir a los dominicanos poseedores de la educación y el relieve necesarios,
a que sirvieran como oficiales en esa fuerza bajo el Gobierno Militar”.43 Y
como urgía crear esa oficialidad, ya que la devolución de la soberanía estaba
decidida, resolvieron los gobernantes enganchar como cadetes del cuerpo a
individuos a veces bondadosos, pero carentes de patriotismo y a otros a menudo
sin personalidad moral, cuyos únicos méritos eran los de haber servido con
extraño celo al marino interventor, en diversos campos. Entre estos últimos
encontróse un hombre a quien el Destino reservaba una posición desdorosa y
prominente en el futuro: Rafael L. Trujillo. Ocupaba él un puesto de mediano
rango dentro de la oficialidad, cuando aquellas luchas electorales se llevaron
a cabo. Sus innegables dotes disciplinarias y organizadoras, más la utilísima
cooperación prestada a los militares extranjeros antes y después de entrar él
al nuevo cuerpo policíaco, le fueron ganando consecutivos ascensos. Pero
mientras mayor estimación le profesaban los invasores, con mayor indiferencia
o desprecio lo miraban las grandes masas del país. Se le medía con la misma
vara utilizada para medir a los extranjeros que colaboraban con calor y
entusiasmo en la obra de aquel régimen destructor de la dominicanidad.
Acusábasele de haber actuado en misiones secretas contra el patriotismo
dominicano en rebeldía. Esas acusaciones no causaban espanto; su vida anterior,
maculada por el desorden y el delito, autorizaba su crédito.44
Cuando, en el momento de las elecciones se le veía impartir órdenes en
Santiago de los Caballeros a los policías bajo su comando, nadie imaginaba
42 y 43. Sumner Welles. Obra citada. Tomo II.
44. E. R. Gruening. “The Dictatorship Santo Domingo”. Edición de “The Nation”. 23 de
mayo de 1934.
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náá lisis de su pasado y su presente) 151
que a los pocos años iba él a empinarse, por la violencia, en la Primera
Magistratura del Estado. Es probable que desde aquellos instantes comenzara
a acariciar la idea del poder. Idea que para su realización obligaba a toda una
serie de pasos previos, sobre un terreno firme. El primero de esos pasos era la
colaboración, aparentemente sincera, al gobierno del General Horacio Vásquez,
que acababa de ser elegido. En el seno de ese Gobierno debía él ir colocando,
con sumo tacto, los puntales de sus futuros planes.
ÚLTIMO TRIUNFO ELECTORAL DEL CAUDILLISMO
El 12 de julio de 1924 juró Vásquez la Presidencia Constitucional de la
República. A fines de septiembre del mismo año ya no había un solo marino
extranjero en territorio dominicano. A pesar de que con Vásquez triunfaba el
personalismo político que ensangrentó la última etapa de vida independiente
dominicana, muchos fueron los que acariciaron halagüeñas esperanzas en
relación con el futuro del país. Dando un ejemplo de civismo, el Licdo. Peynado
congratuló al triunfador y ofreció su cooperación al Gobierno. Había, además,
en el ánimo de la mayoría, la impresión de que aquel régimen iba a responder
con fidelidad a sus anhelos de superación colectiva. Muerto Jimenes, el jefe
del partido horacista representaba el mayor número de fuerzas populares.
Era él, por tanto, símbolo de una aspiración progresista frecuentemente
traicionada. Esa aspiración brotaba con espontaneidad del alma del pueblo.
Obedecer a ella, convertirse en instrumento de los constructivos reclamos que
contenía, implicaba la identificación total del hombre y la masa. Darle, por el
contrario, las espaldas a esa aspiración entrañaba un movimiento proditorio
que podía traer fatales consecuencias al país.
Desde los comienzos de este Gobierno los observadores sagaces pudieron
contemplar la creciente lucha entre las fuerzas puras —símbolo y proyección
de la voluntad de un pueblo—, y las jerarquías políticas corrompidas, que
veían en el nuevo gobierno adecuado campo para la realización de sus proyectos
sórdidos. Esas jerarquías políticas, dominadoras de la maquinaria
gubernamental, harían de nuevo caso omiso de las urgencias del país y los
anhelos patrióticos, para entregarse, tal vez con mayor afán y deleite que
nunca, a sus bastardos sentimientos de supremacía y codicia. La politiquería
continuaría, pues, su evolución lógica, su proceso degenerativo; ella asomaba
como expresión de los funestos vicios políticos inherentes al sistema caudillista.
Era, por tanto, todo el sistema, todas las estructuras directoras y formadoras
del movimiento político nacional desde la creación de la República a la fecha,
lo que haría crisis, lo que se acercaba ya a su ocaso definitivo.
Con verdadero deleite debían contemplar los patriotas despiertos aquella
marcha hacia la muerte, de todo un conjunto de normas y esencias políticas
que apenas tenían razones de pervivir. Veían esos patriotas que su liquidación
iba a sobrevenir como consecuencia de una enfermedad nacida en la entraña
del sistema, de un cáncer de las jerarquías y las maquinarias coordinadoras,
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J U A N
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equivalentes a la voluntad y la arquitectura nerviosa de ese organismo colectivo.
Esa muerte parecía fatal: evitarla implicaba un milagro. Pero aún no había
llegado su momento. Era preciso que la corrupción política alcanzara
monstruosas culminaciones; que ella fuera casi la única manifestación de vida
pública; que el poder usurpado ahogara toda expresión de anhelo o
pensamiento colectivo; que la riqueza pasara de manos de la generalidad a las
de unos pocos; que el afán burocrático, en vez de desaparecer, llegara a límites
inconcebibles; que el cesarismo militarista impusiera mediante el crimen y el
vejamen, su supremacía; que todo el pueblo, en síntesis víctima de esos
apocalípticos males, sufriera un hambre, una vergüenza, una angustia y una
injusticia jamás sufridas. Sólo entonces, en pleno apogeo de su aciago triunfo,
le llegaría a ese sistema político dominado por la corrupción, la hora de su
muerte.
El momento, empero, aparecía propicio para la realización de una magnífica
obra de gobierno. Desarmado el pueblo, y de acuerdo el partido gobernante
con el oposicionista, el peligro de nuevas guerras intestinas apenas asomaba.
Sólo un pronunciamiento militar podía dar origen a ellas; mas Vásquez tenía
fe ciega en los hombres colocados en la jefatura de la Policía Nacional,
transformada a los pocos meses de su dominio en Ejército dominicano. El
aseguraba que habría paz y prosperidad, y esas seguridades despertaron
confianza en el ánimo público. Confianza incrementada por la favorable
situación económica provocada por los precios relativamente buenos
alcanzados por el café, el tabaco y el cacao, que seguían siendo los productos
más provechosos para el campesinado nacional.
Al cabo de poco tiempo, esa confianza comenzó a desvanecerse. Se esperaba,
en efecto, que el Gobierno, obedeciendo al anhelo público, orientara sus pasos
primordialmente hacia el rescate total de la soberanía, rescate que entrañaba
la recuperación de las Aduanas dominicanas de manos extranjeras. Precisaba,
pues, hacer esfuerzos con ese propósito fundamental. Había obstáculos —claro
está—, en el camino. Se hacía difícil lograr un acuerdo inmediato con el Gobierno
norteamericano, ya que el plan Hughes-Peynado ratificaba la Convención de
1907 y declaraba la validez de las dos emisiones de bonos realizadas por el
Gobierno interventor, así como la garantía de las rentas aduaneras para el
pago de dichos bonos. Aunque la paz parecía asegurada, era poco probable
que Washington aceptara cualquier otra garantía directa del Gobierno
dominicano que entrañara la devolución del dominio aduanero. En vista de
ello, precisaba dirigir los pasos por otro camino: el de la organización científica
de la parte administrativa del régimen, dentro de un marco de economía y
absoluta honestidad. Esa organización iba a permitir, ayudada por el probable
aumento de los ingresos nacionales, la amortización rápida de los empréstitos
cuya existencia condicionaba el mantenimiento de las aduanas en poder
extranjero. De haberse obedecido esa política, a los pocos años hubiera quedado
resuelto el problema.
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náá lisis de su pasado y su presente) 153
EL PROTECCIONISMO DE MANOS CON LA
DESHONESTIDAD
Vásquez hizo todo lo contrario: celebró, con el Gobierno norteamericano,
a fines de 1924, una nueva Convención, análoga a la de 1907, que lo autorizó
a consolidar las emisiones anteriores de bonos y a lanzar al mercado otra
cantidad por la suma total de $25.000.000. Quedó establecido en esa
Convención que las Aduanas seguirían bajo el control extranjero hasta cuando
esa nueva emisión de bonos que vencía en el 1940, quedara cubierta. Por
tanto, en vez de tratar de rescatar el trozo aun enajenado de la soberanía, el
Gobierno prolongó su enajenación.
Amparada por las amplias libertades individuales que propició y aseguró
el nuevo régimen, levantóse una ola de protestas contra dichos actos. Protestas
inútiles; la decisión obedecía, aparentemente, a toda una política: continuar
realizando, con los dineros del empréstito, las obras materiales que la
reconstrucción del país reclamaba. El rescate total de la soberanía, cuestión de
carácter ético, apareció, pues, subordinado a un problema de naturaleza
material. La carne cedía ante el espíritu… Cesión que no hubiera tenido una
trascendencia extraordinaria si los fondos recaudados por concepto del
préstamo hubieran sido escrupulosamente invertidos, en obediencia a normas
científicas, en los fines constructivos para los que fueron destinados. Por
desgracia, no fué ese el caso. Emprendiéronse obras públicas; pero los gastos
superaron en mucho al costo.
Comprendióse inmediatamente que la maquinaria politiqueril se había
adueñado de todos los resortes gubernamentales. No sólo se presentaba la
corrupción de esa maquinaria en manifestaciones de un acendrado e
injustificable proteccionismo, sino también en ansias de lucro personal con
merma para los fondos del Estado, que mostraron muchos de sus más
conspicuos funcionarios. Este era un síntoma casi desconocido en la anterior
etapa de vida independiente; su aparición actual denunciaba la acentuada
virulencia del cáncer politiqueril. No aspiraban esos funcionarios, como antes,
al poder por el poder, sino al poder por la riqueza. El despilfarro y los negocios
deshonestos, las concesiones de trabajos innecesarios a cambio de comisiones
lucrativas, en síntesis, la inescrupulosidad y el olvido de los intereses públicos
en provecho de la fortuna personal, se transformaron en normas
administrativas. Numerosos fueron los altos empleados que se enriquecieron
asombrosamente. Pocos departamentos permanecieron inmunes al mal de la
deshonestidad. Las funestas normas tendían a invadir todo el cuerpo del
Gobierno. El pueblo, ignorante de las combinaciones de palacio, carecía de
pruebas cuando llegaba el momento de respaldar la denuncia, pero su
perspicacia, extrañada de que se pudieran improvisar fortunas del día a la
noche, acusaba principalmente a algunos Secretarios de Estados, y al jefe del
Ejército, que lo era a la sazón, el Gral. Rafael L. Trujillo. El rápido
enriquecimiento de esos hombres brindaba un sólido motivo de sospechas. El
Presidente, en cambio, no se lucraba.
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Pocas veces llegó el despilfarro, y también la desorganización financiera,
en medio de una situación de opulencia, a límites tan absurdos y extravagantes.
Demostraban el señor Vásquez y sus compañeros carecer totalmente de sentido
administrativo, o no tener conciencia de sus responsabilidades históricas. A
pesar de que los ingresos del gobierno alcanzaban sumas elevadísimas, muy
superiores a los gastos considerados como necesarios, nada se hacía por ahorrar
para las futuras amortizaciones de los empréstitos, y muy poco se realizó en
materia de labor constructiva, si se tienen en cuenta las altas erogaciones
correspondientes. En los años de 1927 y 1929 los ingresos totales del país
ascendieron a más de $15,000,000; en lugar de poner de lado una reserva, se
aumentaron los gastos en proporción aun mayor y en forma innecesaria y
extravagante, brindando campo para lucrativas filtraciones.
Obróse, pues, en sentido contrario al que la buena lógica y el patriotismo
indicaban; no se ajustó la administración a sus entradas ordinarias ni hizo
sacrificios para amortizar rápidamente las deudas y rescatar totalmente la
soberanía; en cambio, concertóse el nuevo empréstito, extendiendo hasta el
1940 la intervención aduanera; y obtenidos esos fondos, se gastaron,
conjuntamente con los intereses de las rentas internas, —considerablemente
aumentados por halagadoras circunstancias económicas mundiales—, de modo
completamente inescrupuloso y anticientífico.
Harto probaban aquellos hechos la manifiesta corrupción del politicastro
profesional. Sin embargo, era de interés observar que muchos de los que más
se beneficiaban de aquel torcido y pandórico estado de cosas, no habían sido,
hasta esos momentos, políticos profesionales, en el verdadero sentido de la
palabra. Eran más bien individuos de secundario o ínfimo relieve en el campo
de la política, pero de resaltante brillo en la esfera social; eran, en síntesis
personalidades destacadas de la burguesía. Esos individuos vieron en aquel
gobierno, dirigido por un hombre débil, una insustituíble ocasión para el
enriquecimiento precipitado y fácil. Y la aprovecharon. Conscientes de que
iban a encontrar el respaldo decidido de las jerarquías secundarias de todos
los partidos militantes, en marcada desviación ética.
Es absolutamente cierto que las enseñanzas del marino interventor
ejercieron influencia en la aparición de estas actitudes espirituales morbosas.
Bien analizados los hechos, el régimen de Vásquez aparece, en su parte
administrativa, como muy aventajado discípulo del gobierno militar
norteamericano. Observáronse, en forma más marcada, los mismos gastos
innecesarios, las mismas filtraciones, y el mismo boato que dieron sello
característico a la dominación extranjera.
Pero no era únicamente en la acentuación de la tendencia proteccionista y
en el desorden y la inescrupulosidad administrativa donde aparecía, viva y
señera, la corrupción politiqueril. Había otro punto donde ella asomaba
definidamente: en el soborno a líderes y funcionarios. Ese soborno adquirió
proporciones insospechadas; tanto porque jamás se concibió en el Sr. Vásquez,
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náá lisis de su pasado y su presente) 155
tal actitud, como por la alarmante receptividad y hasta la complacencia a
veces, del sobornado. Denunciaba ello un marcadísimo viraje, una definida
modificación de la fisiología política. Los líderes no eran ya los hombres
hirvientes de pasión, pero firmes en la lealtad, que llegaban a sacrificios estériles
por conservar incólume e inmaculada la bandera del partido, y eran capaces
de descargar sus iras y sus revólveres sobre quienes les propusieran
transacciones deshonestas. Ahora se presentaban con la mano extendida a las
monedas, y el alma del mercader.
Fué especialmente en el seno del Cuerpo Legislativo donde más se
desenvolvieron las tácticas silenciosas y hábiles del sobornador. Cuando el
Gobierno mostraba perfilado interés en hacer pasar una ley que la oposición
combatía, y no lograba imponer su criterio por medio del convencimiento,
recurría a esas lamentables prácticas. Así llegaron a promulgarse numerosas
legislaciones, contrarias a menudo al verdadero interés público.
LIBERTAD POLÍTICA Y DESORGANIZACIÓN
ADMINISTRATIVA
¡Pero había libertad! La expresión del pensamiento no tenía cortapisas. La
prensa y la tribuna convirtiéronse en vehículos de las manifestaciones públicas.
Amigos y enemigos del régimen se sentían cabalmente garantizados en vidas
y propiedades. Apartóse Vásquez de las técnicas despóticas que tan
ampliamente utilizó en su gobierno anterior, hacía más de veinte años. Las
condiciones, es cierto, eran distintas. El había escalado aquella vez el poder
gracias a un movimiento insurreccional; ahora, por el contrario, lo había
obtenido por métodos constitucionales, y los enemigos del régimen,
desarmados, estaban en la imposibilidad de una actuación hostil eficiente y
amenazadora. Hubiera carecido, por tanto, de aparente justificación, el
despotismo.
A la sombra de esas circunstancias libérrimas tomó incremento la
corrupción pública. La politiquería ahogaba al nacer todo asomo de buena
intención y de saneamiento. La misma libertad, de la cual se disfrutaba con
amplitud, asomaba en parte infecunda, ya que el régimen se mostraba casi
siempre sordo a las críticas lógicas y depuradoras. Con oro y pitanzas pretendían
sus hombres acallar el grito de las conciencias rebeladas, anhelosas de una
política acorde con las necesidades colectivas.
Aunque la desorganización del sistema financiero era un mal visible, del
cual pocos departamentos gubernamentales estaban exentos, nada contribuyó
tanto como el Informe de la Comisión Norteamericana Dawes, que llegó al país
a solicitud del Gobierno, para proyectar sus intimidades al público. Pudo
apreciarse claramente no sólo la anarquía reinante en el desenvolvimiento de
la economía gubernamental, sino también los numerosos gastos injustificados
que se realizaban casi con el exclusivo propósito del enriquecimiento personal
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J U A N
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de funcionarios importantes. Uno de los departamentos que fué más criticado
por esos gastos resultó ser el del Ejército Nacional. La Comisión hizo una crítica
severa de varias partidas que “en conjunto hacen un gasto de $529,875, y que
se hallan representadas por distintas sumas globales o estimadas sobre una
base de computación arbitraria”. La Comisión opinó, “decididamente, que
podrían hacerse unos ahorros muy substanciales, si esos gastos relativamente
grandes fuesen supervigilados de una manera más estricta y más científica”.45
También denunció la Comisión los métodos anticientíficos que prevalecían en
el otorgamiento de contratos y en el inicio de las obras públicas declarando
que en muchos “casos, importantes desembolsos habían sido mal aconsejados
o prematuros. En algunos casos —añadía— sumas globales han sido votadas
sin que se haya hecho previamente la estimación consiguiente del costo de la
obra a realizar”. Pretendían los miembros de la Comisión —que tan interesante
labor realizaron— suprimir esas anormalidades en el Departamento de Obras
Públicas mediante el cumplimiento de algunos requisitos previos, en especial
de la creación del Servicio Civil, y por un detenido estudio del costo de los
materiales, la labor y otros servicios, con anterioridad a toda apropiación de
fondos.
Los diversos organismos de control recomendados por la Comisión al
Gobierno, como esenciales para el buen funcionamiento de la máquina
económica gubernamental, demuestran que los comisionados se dieron
perfecta cuenta de que la anarquía económica imperante era debida no sólo
a la ignorancia sino principalmente a la deshonestidad de muchos
funcionarios, en pleno vértigo de corrupción politiqueril. De ahí que ellos
insistieran en que es “deber de todo funcionario ejecutivo bajo cuya dirección
trabajen personas que desempeñen empleos de confianza, imbuir en tales
personas una convicción profunda de la naturaleza sagrada de sus
responsabilidades”, agregando que el uso de los bienes nacionales “para fines
de beneficio particular es ilegal e inmoral, aun cuando no resultare de ello
pérdida aparente para la República”.46
Comprendieron, además, los comisionados, que todas sus
recomendaciones serían letra muerta si no se le infundía una nueva
orientación y un nuevo ritmo al sistema político. Nada se lograría con nombrar
un Auditor y un Contralor General si ese funcionario no estaba moralmente
capacitado para su puesto; y de nada servirían los nuevos organismos
recomendados con miras a supervigilar el desembolso de los gastos y a
coordinar las funciones de los diversos departamentos, si los hombres
escogidos para dirigir los engranajes no tenían una perfecta conciencia de su
misión. Y como esa conciencia no se le podía pedir al politicastro profesional,
era perentorio que el Gobierno se apartara de las técnicas politiqueriles en
vigor y resolviera organizar los servicios públicos sobre la base de la capacidad
45 y 46. Informe de la Comisión Dawes.
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náá lisis de su pasado y su presente) 157
intrínseca del funcionario. Esa captación del aspecto político-social del
problema, demostró con mayor fuerza que las recomendaciones
administrativas, la sapiencia de los comisionados.
Por desgracia, de bien poco sirvió ese laudable esfuerzo. La Ley del Servicio
Civil no fué promulgada, y aunque se crearon algunos cuerpos para ejercer el
control y la coordinación, casi infructíferas fueron sus ejecutorias. La
politiquería continuaba infectando el organismo gubernamental. Bien poco se
esforzaba aparentemente, el General Vásquez, en colocar barreras contra la
diseminación del cáncer, que extendido a las partes vitales del organismo
ejecutivo y legislativo, lanzaba sus mortales metástasis sobre los miembros
adyacentes. Prisionero se veía el mandatario en la red admirablemente tejida
de aquella maquinaria de anarquía administrativa y corrupción. Y aunque
espíritus esclarecidos, como el Dr. Ramón de Lara, le señalaban la realidad del
mal, y lo empujaban a las necesarias operaciones quirúrgicas, los cuadros y la
orientación política permanecían inalterables. “La polilla palaciega” —frase
feliz de Monseñor Nouel— proseguía su labor destructora, amenazando
derrumbar todo el edificio.
REALIZACIONES CONSTRUCTIVAS
Algo, empero, se hacía de constructivo en medio de aquel desbarajuste.
Parte de los fondos adquiridos mediante los empréstitos y las rentas de la
nación, —que en el año 1929 ascendieron a sumas hasta entonces
desconocidas— fué utilizada en obras materiales, especialmente en la
construcción de carreteras necesarias para el desenvolvimiento económico
del país. Después del Gobierno de Cáceres, esta última administración de
Vásquez aparece como la que mayor progreso material brindara hasta la fecha.
Es cierto que el régimen interventor había dado en ese camino pasos firmes.
Vásquez continuó por la misma senda. A mediados del año 1928 poseía ya la
República 1010 kilómetros de carreteras terminadas y 339 kilómetros de
carreteras sin terminar; construyéronse, además, el acueducto de Santo
Domingo, —que era una vieja necesidad—, y algunos edificios públicos y
muelles. Por desgracia, casi todas estas obras se realizaron, como lo informó la
Comisión Dawes, sin estar “precedidas de las consideraciones preliminares
necesarias”, y brindaron por ello campo a las negociaciones fraudulentas, con
miras de enriquecimiento personal. Es verdad que el Presidente no se
enriquecía; pero dejaba que los demás se enriquecieran a sus anchas, sin
imponer las sanciones debidas. Por eso él aparece ante el país, como responsable
indirecto de esos hechos.
Otra de las obras materiales que fué emprendida por su régimen y que a la
larga, brindaría ubérrimos frutos, fué la irrigación de tierras ricas castigadas
por una sequía casi permanente. Gracias a los empeños de la Secretaría de
Agricultura, lleváronse a cabo esos trabajos en la región de la “Línea
noroestana”, cuyo desenvolvimiento económico reposaba —lo vimos ya— casi
158
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exclusivamente, en la ganadería, la explotación de las maderas, y la sal. Tratóse,
además, de incrementar el desarrollo agrícola del país, mediante la
cientificación de la agricultura, y de favorecer la inmigración de campesinos
extranjeros idóneos. Fué, sin duda, este Departamento gubernamental el que
actuó con miras más desinteresadas y constructivas, hecho que demuestra su
incontaminación por el cáncer politiqueril. Los miembros de la Comisión Dawes
tuvieron frases de elogio para su labor
Pero los beneficios y el brillo de estas obras quedaban en gran parte
menguados por la fatal administración reinante en casi todos los demás
departamentos y por el dominio de la politiquería corrupta y corruptora sobre
los resortes sustantivos de la maquinaria gubernamental. Se veía, claramente,
que el régimen, víctima de ese dominio, caminaba hacia el abismo. ¡Su muerte
era cuestión de poco tiempo! Pero era probable, casi seguro, que el sistema y
las técnicas por él simbolizados, supervivieran… Caería el hombre, podría
quedar definitivamente liquidada la organización política que lo respaldaba,
mas las deficiencias, los vicios, la orientación torcida de su gobierno, en síntesis,
todo el conjunto de normas y costumbres políticas derivadas del caudillismo
en la etapa final de su desarrollo, continuaría su evolución lógica y se
proyectaría a la realidad en formas más viles y alarmantes.
SUPERVIVENCIA Y CORRUPCIÓN DEL PASADO
El probable advenimiento de esos hechos no debía causar sorpresa. Un
análisis detenido del panorama político del momento demostraba, en efecto,
la carencia de bases firmes para levantar sobre ellas esperanzas de inmediata
renovación. El régimen de Vásquez no señalaba progresos en la evolución de
las técnicas y las ideologías políticas. Los viejos partidos, bajo el disfraz de los
nombres ya mencionados (nacionales, progresistas, liberales, republicanos),
seguían siendo de tendencia personalista. Sus cuadros estaban dominados
por profesionales del politiqueo. Dentro o fuera del gobierno manifestaban
las mismas deficiencias y vicios, en especial la hipertrofia del afán burocrático.
Aun el Partido Nacionalista, de más reciente aparición, se sintió contagiado
por esos males. La realidad no ofrecía, pues, en aquellos instantes, fuerzas y
organizaciones políticas nuevas, conscientes de la urgencia de un cambio
integral de vida, en beneficio del pueblo. El anhelo de renovación dormía.
Tanto las masas como las élites parecían estar aún ciegas ante la verdad del
momento. Escuchábase —sí— el reclamo depurador de las grandes mayorías;
pero no se habían encontrado los instrumentos ni los nuevos cauces para
llevar a vías de hecho ese reclamo. Faltaban las organizaciones que respondieran
intrínsecamente a él. La vida política seguía atada al carro del pasado.
En esas condiciones, era natural que ese pasado, aun vigente a pesar de su
corrupción y su senectud, continuara proyectando sobre algunos años del
porvenir, su funesta realidad. Los males de la politiquería seguirían, pues,
redundando en dolor del pueblo. Y sólo cuando ese dolor alcanzara límites
inconcebibles, sobrevendría la reacción saludable.
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náá lisis de su pasado y su presente) 159
Así veía el observador estudioso el presente y el más inmediato futuro.
Para él, casi todas aquellas banderías militantes representaban, más o menos,
la misma cosa: un sistema político en plena descomposición. Y aunque sobre
los directores recaían, sin duda alguna, graves responsabilidades, él era
tolerante para con ellos, pues la mayor responsabilidad de aquella trágica
evolución de las cosas pesaba directamente sobre el sistema. Lo más trágico
del caso era que la situación no podía ser liquidada intempestivamente, ya
que ella aparecía como la consecuencia de las únicas normas posibles de vida
política, y que sus raíces —hijas legítimas del momento— asomaban ante la
mirada de todos. Tal vez podía sofrenarse el vértigo de la corrupción, pero no
podía ser ésta totalmente anulada, pues había pasado a ser esencia y médula
de la maquinaria política vigente. Tampoco era factible la transformación de
aquel régimen, —producto y expresión del más absoluto personalismo—, en
un gobierno de principios: ello hubiera entrañado su desvinculación del
ambiente y de las fuerzas a que debía su aparecer y su sostén.
Por otra parte, el aumento de la corrupción política no era un fenómeno
caprichoso, sino que encontraba sus causas en diversos factores visibles, de
índole social, como el relajamiento de las costumbres y de la posición ante la
vida —consecuencia de la intervención norteamericana—; y de naturaleza
económica y demográfica. Este último factor no se veía tan a las claras, pero
su influencia era innegable. De ochenta años a la fecha, la población
experimentó un positivo aumento. Para el 1928, la República nutría alrededor
de 1.400,000 habitantes. El 80% de ellos vivía en los campos dentro de las
condiciones favorables ofrecidas por los altos precios alcanzados en aquellos
años por los productos principales del país (tabaco, café y cacao). El dinero
corría, y muchos se apegaron a los placeres y las comodidades que él ofrece.
Los principios éticos fueron así cediendo el campo ante una concepción
practicista de la vida. Escaseó el político digno y honesto. Buscábase el
enriquecimiento personal y se consideró al Gobierno como un medio
insustituíble para su logro rápido.
Era tal la tergiversación de los ideales y la torcida actuación de la gran
mayoría de líderes; y tan cierta la incapacidad de Vásquez para detener, siquiera
parcialmente, aquel movimiento trastornador, que el instante aparecía propicio
para una reacción favorable, canalizada por la aparición y el tesonero trabajo
de organismos políticos renovadores. Pero nada se hizo. Muchos hombres
limpios y bien intencionados de todas las castas, se abstuvieron de intervenir
en la política para no “ensuciarse”, ya que la palabra “político” había llegado
a ser sinónimo de “corrompido”; prefirieron desinteresarse de la cosa pública,
dejándola a merced del profesional del politiqueo; desidia, retraimiento
doloroso, cuyos angustiosos resultados hoy contemplamos. Si esos hombres
hubieran actuado de modo contrario, habría sido posible refrenar la
desorientada carrera de la cosa pública, y precipitar, en consecuencia, la
liquidación de la etapa caudillista.
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Esa liquidación asomaba como la única base de un positivo y armónico
progreso popular. La desaparición de los males presentes no podía ser obtenida
sino mediante la anulación de sus causas; había que substituir el politiqueo
por la política científica; el caudillismo, por el reino de los principios; y la
violación a las leyes y los deberes administrativos, por una absoluta obediencia
a su letra y a su espíritu. Vásquez actuó en sentido opuesto: después de haber
predicado durante años y años el respeto a la Constitución, favoreció una
interpretación aviesa de ella para prolongar su período por dos años más, y
no contento con esto, hizo campaña abierta, meses más tarde, por obtener su
reelección, a pesar de que la Carta Fundamental del Estado enfáticamente la
vedaba. Esa actitud suya era una pública demostración de su renunciamiento
a los ideales liberales y legalistas por los cuales él decía haber propugnado
durante los años anteriores a la intervención norteamericana. La prolongación
y el continuísmo aparecían, en efecto, como tendencias reñidas con la doctrina
de la alternabilidad en el poder, que sustentan los partidos liberales en las
democracias auténticas. Los que continuaban depositando fe en la liberalidad
y la rectitud política del viejo caudillo, sintieron esa fe violentamente socavada
por el inadecuado paso del mandatario. No conciliaban ellos la nueva actitud
con las declaraciones tantas veces hechas por él acerca de “la necesidad de
acortar el período presidencial y de abolir la reelección de un Presidente”
(“Listín Diario” 9 de diciembre de 1911). Y pensaban que aun cuando el cambio
de criterio hubiera sido sincero, el hecho de que el pueblo considerara que él
estaba identificado con esos principios legalistas, lo cohibía de darle validez a
su nueva orientación.
TRANSFORMACIONES SOCIALES Y ECONÓMICAS
Entretanto, el status económico del país presentaba algunos cambios
importantes que trascendían a lo social. La circulación del numerario y el
desarrollo del comercio, estimulados por los altos precios que alcanzaron
nuestros productos principales a raíz de la Guerra Mundial del 1914, hicieron
aumentar el número de familias burguesas urbanas y rurales, poseedoras
muchas de ellas de costumbres sanas y anhelos de mejoramiento. Nacieron
algunas pequeñas industrias. Pero el bienestar económico fué breve. La crisis
del 1929 provocó inmediatamente la desvalorización del cacao, el café y el
tabaco, y por tanto, la ruina de numerosos agricultores. El azúcar, a su vez,
—artículo que no beneficia en nada al campesino nacional— se vendía a precios
excesivamente bajos. La situación era seria. Muchos campesinos, al verse
arruinados, acudieron a la ciudad, y se transformaron en artesanos y en obreros.
El proletariado nacional, cuyo número era reducido hace unos 20 años, aumentó
repentinamente. Aumento que coincidió con la disminución de la capacidad
adquisitiva, consecuencia del desbarajuste económico mundial y de causas
políticas internas. Miles de familias que llevaron hasta entonces vida burguesa
se vieron obligadas a proletarizarse o a burocratizarse.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 161
Esas nuevas realidades sociales eran hijas, sobre todo, de la imprevisión.
Los campesinos no ahorraron cuando sus productos alcanzaron buenos precios.
Como tampoco ahorró el Gobierno cuando sus entradas ascendieron a más de
$15.000.000. De una época de increíble bonanza se pasó rápidamente a una
situación de pobreza; situación que el régimen, monopolizado por las luchas
politiqueriles y el afán reeleccionista, en nada remedió. Los impuestos que
recaían directamente sobre las masas pobres, permanecieron en vigor. Y se
acentuaron, o por lo menos continuaron en pie, junto a la tendencia a la
realización de obras materiales, los vicios políticos y el desbarajuste
administrativo. A medida que pasaban los meses el pueblo fué dándose mayor
cuenta de que aquel gobierno, hijo de su voluntad, actuaba en sentido opuesto
a sus reclamos. El descontento no tardó en manifestarse. Protestaban las
masas contra la supremacía y las ventajas obtenidas por los burgueses y
politicastros que parecían haber hecho del Estado cosa suya. Esas protestas,
brotadas a menudo de individuos sin filiación ni cultura política, tendían a
demostrar un aumento de la conciencia cívica y de la capacidad de
comprensión de las masas. No querían esas masas seguir siendo víctimas del
engaño. Gozaban, es cierto, de la libertad que brindaba el régimen; pero no
se conformaban con ese beneficio; pedían la liquidación de los males vigentes
y el amanecer de una política nueva, que garantizara el imperio de la justicia
social y el desarrollo armónico de la República dentro de un marco de
escrupulosidad y eficiencia.
VÁSQUEZ, VÍCTIMA DE LA TRAICIÓN
Los partidos de la oposición capitalizaron ese reclamo popular, que cada
día adquiría mayor extensión y fuerza. Convencidos sus jefes de que el Gobierno
llegaría, en su afán de continuísmo, a todos los extremos menos al del asesinato
político, ponderaron la conveniencia de recurrir a métodos insurreccionales.
Los líderes del Partido Republicano, débil organización personalista creada
por el Lcdo. Rafael Estrella Ureña, optaron por el empleo de esas tácticas,
quiméricas en apariencia, debido al desarme total del país. El Lcdo. Estrella
Ureña se encontró frente a este dilema: introducir armas del extranjero, cosa
costosa y difícil, o celebrar pactos secretos con miembros importantes del
ejército para realizar a su lado y con los armamentos que ellos brindaran, el
movimiento subversivo. Resuelto a aceptar esta última fórmula, se puso en
contacto, por medio de emisarios hábiles, con el jefe del ejército Sr. Rafael L.
Trujillo. El contacto trajo como consecuencia la concertación de un convenio
confidencial, cuyos términos fueron más tarde conocidos. Trujillo se
comprometió a ir colocando en diversos sitios un número de rifles para que
los hombres de Estrella Ureña los utilizaran cuando llegara el momento
oportuno; además, prometió tomar todas las disposiciones para que las tropas
no hicieran fuego, sino más bien cooperaran con los civiles armados, tan pronto
estallara el movimiento. Todos estos aportes los haría él a cambio de que
Estrella Ureña apoyara abiertamente su candidatura para la Presidencia.
162
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
Los acontecimientos no tardaron. Con las armas entregadas por el jefe del
Ejército, y las órdenes de cooperación que recibieron numerosos oficiales, se
realizó el pronunciamiento de Santiago, dando con ello comienzo a lo que en
aquellos momentos de frenesí denominó el pueblo “El Movimiento Cívico”,
calificativo substituído más tarde, bajo el peso de los oprobiosos sucesos, por
el de “cínico”. El acontecimiento tuvo lugar el 23 de febrero de 1930.
Las masas, anhelosas de un cambio, no se detenían a pensar en los métodos
empleados por el Licdo. Estrella Ureña para la obtención de las armas. La
insurrección aparecía ante sus ojos como el vehículo cardinal para el logro del
más imperioso anhelo del momento: la caída del gobierno de Vásquez.
Intuitivamente pensaban que lo que advendría después tendría que ser mejor.
Ni Estrella Ureña ni ninguno de los jefes actuantes serían capaces de traicionar
aquel fervoroso entusiasmo, expresión viva de un positivo afán de progreso y
mejoramiento. Esa confianza en si mismas, en el porvenir, y en los líderes, las
empujó a la cooperación y al júbilo. Pero la alegría no fué duradera… Nubes
fatídicas comenzaron a proyectar sus sombras. El nombre de Trujillo sonó
para la Presidencia de la República. Hubo asombro y angustia. La confianza y
la alegría tornáronse en desaliento y pena. Y casi todos se convencieron entonces
de que aquella insurrección, que parecía pura de origen y justiciera en sus
objetivos, había nacido en cuna maculada, y llevaba en su entraña el germen
de trágicos destinos. Los hombres de experiencia no pudieron engañarse: la
pasividad de Trujillo en sofocar el movimiento denunciaba a las claras su
activa participación. Los idealistas comprendieron que aquel intento, que
parecía cívico, se había frustrado. Pues nada podía esperarse de Trujillo, cuyo
pasado delictuoso era harto conocido, y cuya ausencia de sentido patriótico
quedó ampliamente demostrada en la época intervencionista. No tenía tampoco
aquel movimiento derechos para titularse reparador de vicios administrativos
del régimen de Vásquez, ya que surgía en contubernio con uno de los hombres
más manchados, durante ese mismo régimen, por el crimen del peculado.
Una vez más, líderes populares dieron las espaldas a la voluntad popular.
Era, en efecto, contraria al sentimiento del pueblo, toda combinación política
con un hombre a quien el pueblo había siempre visto con desdén y repugnancia.
Estrella Ureña burló en su afán de preeminencia, ese anhelo colectivo. En vez
de tratar de resolver a plena luz del día y con una orientación ceñida a la
voluntad pública, los problemas del momento, prefirió pactar a la sombra, sin
parar mientes en las graves responsabilidades históricas que su paso entrañaba.
¿Pensaba él acaso en la posibilidad de utilizar a Trujillo para futuros planes?
Tal pensamiento hubiera implicado una ingenuidad inconcebible en un espíritu
como el suyo, avezado a la lucha política. La supremacía de Trujillo dentro del
ejército hacía ver, claramente, que todos sus colaboradores tendrían que actuar
como subordinados. Y actuaron… Dos hombres: un líder político y un militar
de personalidad fuerte y de carencia total de escrúpulos, decidieron, pues,
ocultos, sin que el pueblo se percatara de lo más ínfimo, los dolorosos destinos
de la nacionalidad dominicana durante más de dos lustros.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 163
Dominado Vásquez por la insurrección, renunció la Presidencia después
de firmar el nombramiento del Licdo. Estrella Ureña como Secretario de lo
Interior, legalizando de ese modo la situación de fuerza que provocó su caída.
Estrella Ureña ocupó la Presidencia Provisional. Desde los primeros momentos
todos se dieron cuenta de que no era él en realidad quien gobernaba, sino el
jefe del ejército, dueño de la fuerza pública. Asomó desde entonces la positiva
habilidad de este último. Habilidad que le captó, durante e régimen de Vásquez,
la confianza del mandatario, y que explica sus progresivos ascensos. Habilidad
que le permitió crear, tan pronto ocupó la jefatura de las fuerzas armadas, un
cuerpo de oficiales más unido a él que al propio Presidente. Habilidad que lo
hacía salir intacto de los intentos de investigación sobre los negocios ilícitos
que realizaba con los fondos de los “gastos imprevistos” del Ejército y de otros
gastos previstos sobre los cuales, como informó la Comisión Dawes, se ejercía
apenas control. Esa habilidad hizo de sus manos, seguros vehículos para la
dádiva útil y oportuna; y obligaba a sus ojos a cegar cada vez que ante su mesa
de trabajo llegaba una denuncia cierta respecto a los manejos o actividades
deshonestas de algún oficial necesario e íntimo.
NUEVAS MODALIDADES DEL CAUDILLISMO
El ascenso del Lcdo. Estrella Ureña a la Presidencia Provisional señala la
aparición de nuevas y macabras proyecciones de la política caudillista. Esas
proyecciones no autorizan, sin embargo, a separar el período que allí se iniciaba,
del agitado período anterior; pues si bien es cierto que el terror y el crimen
político se desarrollaron en él sin obstáculos, y que la utilización del Estado
como instrumento de enriquecimiento personal adquirió una amplitud nunca
vista, muchos de esos males se manifestaron también en la administración
precedente, y los que no hicieron su manifestación, podían preverse, ya que
estaban íntimamente vinculados a la naturaleza enferma del sistema
gubernamental. El advenimiento del régimen Estrella Ureña-Trujillo no marca,
pues, en su esencia, una novedad; es más bien la continuación, en forma
trágica y casi inconcebible, de toda una etapa histórica que comenzó con el
nacimiento de la República y que urge ya superar definitivamente. Tanto la
gestación del régimen, como su nacimiento y desarrollo respondieron a las
mismas técnicas, con ligeras variantes, que presidieron al nacimiento y a la
consolidación de casi todos los gobiernos anteriores. Carecieron aquellos
gobiernos, como éste, de un programa definido, que obedeciera al ansia de
satisfacer científicamente las más perentorias necesidades populares;
simbolizaban, como éste, la tendencia personalista. Las disimilitudes existentes
residían, por tanto, en la superficie, en el vigor y la extensión de los métodos
empleados; no en la entraña. La entraña seguía siendo la misma; el caudillismo
político, llegado ya a una etapa de desintegración y senectud, en la cual se
hipertrofiarían todos sus vicios y quedaría anulada la casi totalidad de sus
virtudes.
164
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Sin embargo, conviene señalar el hecho siguiente: sin la intervención
norteamericana es casi seguro que numerosas manifestaciones de la corrupción
caudillista, mas la consolidación del régimen ulterior, no se hubieran visto. La
intervención desvió la marcha evolutiva de las normas naturales de vida política
del pueblo al provocar desquiciamientos, tanto en lo social como en lo
psicológico. Sin ella, hubiera llegado el momento de la superación de la actual
etapa dentro de cuadros infinitamente menos viles y dramáticos; hubiera
habido una lógica constante en el desarrollo político. Antaño, el país armado
de pies a cabeza, no habría tolerado la imposición de un gobierno impopular
como el que sucedió a Estrella Ureña; se habría rebelado contra él con mayor
vigor y entusiasmo que los demostrados cuando luchó contra los gobiernos
impopulares de Victoria y de Bordas. La intervención extranjera dió, pues, un
sentido ilógico y encauzó por sendas anormales la marcha del caudillismo.
Por ese motivo, aparece ella como grandemente responsable de las presentes
penalidades del pueblo dominicano.
A los pocos días de instalado en el poder el Lcdo. Estrella Ureña, hizo su
aparición el crimen político. El pueblo, estupefacto ante la rápida transición
de un régimen de libertad absoluta y de respeto a la vida, como lo fué el de
Vásquez, a una situación despótica, que se servía del asesinato para imponerse,
no pudo darse cuenta de que la nueva situación era una prolongación del
régimen anterior, muy acentuado en sus males y vicios. Ante la indignación
provocada por el panorama de violencia y terror, su mentalidad simplista
tendió a reducir la vida política a la lucha de una fórmula antagónica: libertad
contra tiranía. Y era obvio que así fuese, ya que los males del despotismo
pesaban como fardos y anulaban directamente toda posibilidad de dicha
individual y colectiva. Aquel cambio de técnicas políticas asomaba ante el
espíritu público como un mal infinitamente mayor que la desorganización
administrativa del régimen de Vásquez. Una y mil veces el pueblo hubiera
preferido la continuación de la administración anterior, con todas sus
deficiencias éticas y económicas, al amanecer de aquella situación que se
proyectaba con marcados tintes de crueldad y de barbarie.
El propósito legal del Gobierno del Lcdo. Estrella Ureña era darle paso,
después de unas elecciones, a un régimen constitucional definitivo.
Organizáronse con tal objeto, los diversos partidos actuantes. Los horacistas
que siguieron fieles al mandatario caído, uniéronse de nuevo al partido
encabezado por el Sr. Velázquez, partido que contribuyó al triunfo del General
Vásquez, pero que se separó del poder al cabo de algunos años. Formaron
estas dos organizaciones una nueva Alianza, que postuló al Sr. Velázquez para
la Presidencia de la República, y al Lcdo. Angel Morales para la Vicepresidencia.
Los partidos contrarios constituyeron una “Confederación”, nombre totalmente
impropio; eran estos partidos: el liberal (antiguo jimenista), dirigido por el
General Desiderio Arias; el republicano (o estrellista), dirigido por el Presidente
Estrella Ureña; el nacionalista, encabezado a la sazón por el Dr. Teófilo
Hernández; y el obrero, cuyo jefe era el Dr. W. Medrano. Este último partido
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náá lisis de su pasado y su presente) 165
era una pura ficción, forjada por su creador para la obtención de canonjías.
Uniéronse ellos, y resolvieron postular al General Rafael L. Trujillo para la
Presidencia de la República y al Licdo. Estrella Ureña para la Vicepresidencia.
El solo anuncio de la posibilidad de esta postulación obligó a los elementos
sanos de los tres primeros partidos a celebrar entrevistas con el propósito de
buscar medios para evitarla. Pero fueron inútiles los intentos. El Lcdo. Estrella
Ureña mantuvo enfáticamente que él cumpliría su compromiso apoyando la
candidatura de Trujillo. Por otra parte, se hacía casi imposible poner esa
candidatura de lado, ya que toda la fuerza pública, representada por el Ejército,
dependía de las órdenes del presunto candidato. Esta posición privilegiada
brindó la clave del triunfo. Sin necesidad de recurrir a amenazas hizo él
proclamar, definitivamente, su postulación.
LOS LÍDERES ANULAN LA OPOSICIÓN DEL PUEBLO
Innecesario señalar que el pueblo no fué en absoluto consultado antes
de que se dieran estos últimos pasos. Los líderes tenían fe en arrastrar a las
masas como manadas de ovejas; y en caso de resistencia, ahí estaba el ejército,
y a su lado las organizaciones de represión, dispuestas a vencerla.
Indiscutiblemente, nada más antidemocrático que todo aquel proceder… ¿Pero
tenía acaso importancia la arbitrariedad del método? O que importaba, ante
los ojos de casi todos esos hombres que se decían del pueblo y actuaban
como enemigos del pueblo, era el logro del poder, para gozar de los placeres
del mando y satisfacer el ansia burocrática. Tan pronto quedó concertada y
publicada la candidatura Trujillo-Estrella Ureña, los líderes de los cuatro
partidos que formaban la absurda Confederación celebraron conferencias
con el General Trujillo para fijar la parte que tocaría a cada partido en la
repartición de empleos públicos del futuro gobierno. Las técnicas de antaño
seguían en pie. Los cuadros jerárquicos de esas banderías continuaban
traicionando, en beneficio propio, a la voluntad popular. Reafirmaron
entonces los hombres que estudiaban aquellos acontecimientos desde un
plano realista, su viejo criterio: la vida política del momento, en su esencia,
seguía siendo idéntica a la anterior; sólo se habían substituído algunos
personajes, se había variado en parte el decorado del escenario; la
tragicomedia, en cambio, desenvolvía el mismo tema, mostrando ahora
escenas más pavorosas y dramáticas.
Los partidos que firmaron la Alianza dieron pasos análogos. Tanto esta
última como la Confederación dispusiéronse para la lucha. Lucha que si
simbolizaba en aquel instante la pugna entre la libertad y el despotismo, tenía
también un sentido mucho más trascendental y profundo, ya que era expresión
de la última contienda entre las fuerzas del personalismo político en franca
desintegración y decadencia.
La postulación de Trujillo provocó un estallido de positiva repulsión
popular. Desde la entraña pura del pueblo surgió repercutiendo por todos los
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ámbitos, un grito instintivo: “No puede ser”. En esas tres palabras quedaba
impresa la voluntad unánime de toda la clase media, la escasa burguesía
incontaminada y el proletariado. Nada más espontáneo y más elocuente que
esa sintética frase, explosión de una conciencia colectiva indignada y
sorprendida ante la posibilidad de lo inimaginable. Pero el Gobierno estaba
dispuesto a pasarle por encima a la voluntad del pueblo. Más aún: toda
manifestación de abierta hostilidad al candidato gubernamental debía ser
definitivamente barrida. Trujillo, y con él los líderes de la Confederación, sabían
que aquella postulación no contaba en absoluto con respaldo público. Era,
por lo tanto, imposible pretender el triunfo por vía de unas elecciones legales.
La violencia, y sólo la violencia, podía garantizarlo. Convencido de ello,
dispuso el candidato los planes para llevar a cabo una sistemática campaña
de abusos y crímenes, que atemorizara los ánimos. Y lo hizo con habilidad.
Ordenó la supresión de algunos importantes elementos hostiles, como el señor
Virgilio Martínez Reyna, que fue asesinado conjuntamente con su esposa,
del modo más criminal y macabro, en San José de las Matas; la persecución
de los líderes políticos que luchaban por la candidatura contraria, y la
legalización, por la fuerza, de todos sus intentos. Inicióse así una era de
terror y sangre, poseedora de características hasta entonces desconocidas.
Los más viles métodos, tales como la emboscada, los asesinatos a mansalva,
estuvieron a la orden del día.
Utilizaba Trujillo para consumar esos actos, a criminales de conocidas
ejecutorias, que actuaban aisladamente o que formaban parte de organizaciones
represivas creadas al afecto. El comprendió que era improcedente servirse en
las ciudades, con esas miras, de soldados uniformados; organizó grupos de
hombres civiles o vestidos de civil, encargados de sembrar el terror y el
pánico. Tenían esos grupos misiones similares a los “destacamentos de asalto”
creados por Hitler años antes de escalar el poder en Alemania, es decir,
desbaratar por la violencia mítines y reuniones contrarias, impedir la
expresión de pensamientos hostiles, y “liquidar” a todos los que hicieran
resistencia. Esas organizaciones, cuya actuación aún persiste, fueron
denominadas por el pueblo: “La 42”, “El carro fantasma”, etc. Transitaban
sus miembros, armados hasta los dientes con látigos, macanas, puñales y
revólveres, tanto a pie como en automóvil. Limitaban su radio de acción a las
ciudades. En los campos, por el contrario, el soldado, escogido por su
impiedad, actuaba a sus anchas.
Estas ejecutorias dieron los resultados apetecidos. Poco a poco el terror se
fué imponiendo. Los líderes de la Alianza comprendieron que en esas
condiciones, toda lucha electoral devenía imposible. “En cartas del 17 y 18 de
abril dirigidas al Presidente de la Junta Central Electoral, el señor Federico
Velázquez, presidente de la Junta Superior de la Alianza Nacional-Progresista,
acusó a los partidarios de Trujillo, en muchos casos oficiales y soldados del
Ejército, de haber disparado contra varias reuniones y manifestaciones de la
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náá lisis de su pasado y su presente) 167
Alianza, así como agredido a sus jefes y atacado sus oficinas en varias ciudades,
incluyendo a sus comisiones de propaganda, llegando al extremo de matar,
herir y encarcelar a muchos de sus partidarios.
En mayo, los tres miembros de la Junta Central Electoral renunciaron en
masa. Habían sido escogidos por convenio entre los partidos oponentes,
habiéndose, por este hecho, captado la confianza de todos. Por un decreto del
6 de mayo, el Presidente Provisional, Jacinto B. Peynado, quien sustituyó a
Estrella Ureña cuando este último se presentó como candidato a la
Vicepresidencia (cumpliendo así el rito legal), reemplazó esta junta por otra
cuyos miembros no fueron reconocidos por la Alianza, alegando ésta que ellos
eran partidarios de Trujillo.
Velázquez puso seguidamente el caso en manos de la Corte de Apelación,
con miras de probar la ilegalidad de esta nueva junta. El estudio de la demanda
fué fijado para el día 15 de mayo. Dos días después, cuando los jueces estaban
listos para dar sentencia, los salones de la Corte fueron invadidos por una
turba desordenada que pedía la vida de los jueces. A causa de esto, los miembros
de la Corte se retiraron sin dar su opinión sobre el asunto”.47 La turba que
invadió la Corte estaba integrada principalmente por miembros de la
organización represiva “La 42”.
La retirada de la Alianza de la lucha electoral facilitó ampliamente el
desenvolvimiento de los planes de Trujillo. Las elecciones se llevaron a cabo el
16 de mayo de 1930, sin oposición. En los campos, numerosas personas,
amenazadas por las autoridades militares, acudieron a las urnas. En las
ciudades, hubo una abstención más marcada; pero como no había control de
los votos por las inexistentes delegaciones de los partidos contrarios, los
encargados del cómputo fijaban a su antojo, cerradas ya las urnas, el número
de los votantes.
47. Charles A. Thompson. Dictatorship in the Dominican Republic. (Informe de la Foreign
Policy Association). (Paréntesis nuestro).
CUARTA PARTE
La Era Tenebrosa
CAPÍTULO I
Iniciación de la era
tenebrosa
Si la humanidad anterior, cuando se
trata de la vida general del derecho, ha
faltado sistemáticamente al deber de
ejercitarlo, hasta el punto de que se haya
creado contra el derecho natural, que
abarca a todos, un derecho artificial, que
privilegia a pocos, necesario es entonces
matar con armas homicidas el privilegio
consuetudinario que se ha erigido en
derecho positivo.
EUGENIO M. DE HOSTOS
Elegido Trujillo en esas condiciones, juró la Presidencia de la República el
16 de agosto de 1930. Aunque él ya gobernaba de hecho, fué entonces cuando
pudo comprobarse la trascendencia trágica de los últimos sucesos. Por obra
de la fuerza había adquirido legalidad una situación totalmente reñida con las
aspiraciones populares. El pueblo volvía a aparecer en franca hostilidad a la
ley escrita y al deficiente sistema institucional que permitía que tales cosas
sucedieran. Columbrábanse las futuras características del régimen. Su
impopularidad lo obligaría a mantener en pie y en constante disciplina
organizaciones militares y policíacas, y grupos civiles de represión como el de
la famosa 42. Esos grupos y organizaciones tendrían la misión de mantener la
vida pública bajo la constante amenaza de insospechadas violencias. Su función
no sería garantizar el orden reglamentado por el imperio hipotético de las
leyes democráticas, sino, opuestamente, la violación continua de esas leyes,
que autorizan la emisión libre del pensamiento, y proclaman el derecho a la
vida y la propiedad. Trujillo amparado en el Ejército, podría disponer a su
antojo de las riquezas del Estado y de las posesiones y la voluntad del pueblo.
Ningún organismo de control o sanción podría supervigilar o castigar sus actos
indecorosos. De la noche a la mañana, él se transformaría en César absoluto, y
obligaría a todas las clases sociales a diarios actos de homenaje y sumisión.
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J U A N
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Otra actuación parecía imposible. Hubiera ella estado en franca pugna
con los actos bochornosos de su pasado, expuestos con claridad en un artículo
de “The Nation” (Edición del 3 de mayo de 1924), por el connotado político y
escritor norteamericano Ernest R. Gruening. Y también con los perfiles
esenciales de su psicología. Su Gobierno tendría forzosamente que continuar,
sin desvíos, la trayectoria de su vida. Iba él a mostrar todos los relieves inmorales
del régimen anterior, y muchos más, desconocidos por éste. El caudillismo
alcanzaría su más alta culminación en la forma de un cesarismo militarista
científicamente organizado. El desbarajuste administrativo no continuaría
probablemente en pie, ya que éste era contrario a la tendencia organizadora
del presidente; pero la finalidad de ese desbarajuste, es decir, la concupiscencia
económica, permanecería en vigor, adoptando formas más perjudiciales para
el pueblo. La riqueza pública iría pasando paulatinamente a sus manos. El
Gobierno no sería otra cosa sino el instrumento para la legalización de sus
amplias e indecorosas combinaciones financieras. El país, en síntesis, se iba a
convertir en un feudo del nuevo y acaudalado Señor; y casi todos sus habitantes
en siervos desgraciados.
Pensar otra cosa era quimera. Hubo, sin embargo, algunos ilusos que
concibieron esperanzas. Creyeron ellos que la desvinculación total del nuevo
gobernante con la política activa del pasado, y su posibilidad de actuar sin
oposición, lo colocaban en condiciones de hacer un ejemplar gobierno.
Olvidaban quienes sostenían ese criterio que los hombres no pueden cambiar
repentinamente de mentalidad e índole psíquica. Las circunstancias favorables
lo que hacen, por lo común, es darle pábulo a las más genuinas características
del alma. Trujillo no iba a variar de temperamento; antes por el contrario, el
poder iba a brindar estímulos para que ese temperamento lograra su mayor
desarrollo. Y ahí era donde residía el gran peligro… ¿Qué devendrían, en efecto,
las riquezas públicas a la merced de este hombre que se había enriquecido, de
la noche a la mañana, en negocios ilícitos, al amparo de su posición en el
Ejército? ¿Qué sería de la Patria, entregada a la voluntad de un ciudadano que
comenzó su carrera pública al servicio de los enemigos de la Patria? Y la cultura,
¿cuál iba a ser su destino en medio del desquiciamiento de los valores éticos,
que ya asomaba? ¡No! El panorama era angustioso y patético. Había motivos
amplios para que se alarmara y desesperara toda conciencia digna. Razón
tenía el escritor venezolano Jacinto López, al afirmar, proféticamente: “¿Quién
protegerá a la República contra Trujillo? La situación es hoy peor que ayer.
Con Trujillo ha aparecido lo inverosímil, lo inimaginable, lo inconcebible. Nadie
pudo jamás haber esperado que el poder cayera tan abajo, tan abajo, en Santo
Domingo. Trujillo es imposible. Su advenimiento al poder será una especie de
juicio final, de fin del mundo”.48
48. Jacinto López. “El secreto de una revolución pacífica”, “La Reforma Social”, agosto
de 1930.
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WASHINGTON RECONOCE A TRUJILLO
A pesar de contar con el apoyo firme del Ejército, los primeros pasos del
nuevo Gobierno dieron a entender a muchos que él no podría consolidarse. El
país había vivido varios años de libertad, y se hacía difícil aceptar, como cosa
posible, un sometimiento largo. Por otro lado, parecía que Washington no se
mostraba satisfecho con el cambio. Hay indicios de que por mediación de su
Ministro en Santo Domingo, Hoover trató de ponerle obstáculos a la postulación
del joven mandatario. Aquella actitud envolvía cierta paradoja: Trujillo había
sido obra de la intervención militar, y bien sabía la Casa Blanca que él había
actuado como un servidor celosísimo del marino intervencionista. Daba esto
bases para suponer que él habría de plegarse, desde su posición de Jefe del
Ejecutivo, a las demandas oficiales norteamericanas. ¿Por qué entonces aquel
aparente desagrado? La razón la ofrece el prestigio de la política internacional
de los Estados Unidos. Ese prestigio parecía menguado con el amanecer de
aquella situación, por medios violentos. Hoover sostenía, en efecto, muy
cordiales relaciones con el régimen caído, y veía en el ascenso de Trujillo al
poder la anulación de dos pretextos básicos utilizados para justificar la
intervención norteamericana: la consolidación de un régimen civil en Santo
Domingo, y el cese de las revoluciones. Además, es posible que Washington
viera con desagrado que aquel ejército, en cuya organización tanto se afanó el
régimen intervencionista, para que fuera una garantía de la constitucionalidad,
la libertad y la ley, sirviera de instrumento al logro de propósitos adversos a
los que aparentemente presidieron su creación.
Sin embargo, nada hizo el Departamento de Estado por imposibilitar la
consolidación del régimen. Trujillo sirviéndose de un diplomático hábil, logró
el reconocimiento. Reconocimiento que hubiera sido definitivamente negado
si Hoover hubiera visto en el nuevo gobernante a un nacionalista integral,
dispuesto a resolver el problema de la economía dominicana desde un plano
esencialmente patriótico y revolucionario. En ese caso, le hubiera cabido la
misma suerte que le cupo, dos años más tarde, durante la administración
demócrata de Roosevelt, al régimen de Grau San Martín, en Cuba.
Lo más doloroso y sorprendente para muchos fué que el reconocimiento
cayó como una bomba en ciertas esferas del país. La burguesía proteccionista
y liberal se sintió especialmente sacudida por el hecho. Alimentaba ella la
ilusión de que Washington no podría acatar la consumación de un suceso tan
escandaloso y prometedor de males para el pueblo dominicano. Mas tan pronto
se convenció de su error, casi toda esa burguesía modificó su actitud hacia el
régimen y se transformó en colaboradora. Escasos fueron los burgueses que se
mantuvieron fieles al liberalismo, continuando, por tanto, en actitud hostil a
la nueva situación. En la clase media, por el contrario, hubo mayor lealtad a
los principios de libertad y decoro que informan el credo democrático. Su
desorientación política, empero, la colocó a menudo en planos de ensoñación.
Sin ponderar el sentido de la Política del Buen Vecino, proclamada por
174
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Roosevelt, y de la actitud de los Estados Unidos frente a los problemas
internacionales de la América Latina en aquel momento, muchos miembros
de esa clase depositaron crédito en las promesas de políticos proteccionistas
sobre una posible labor de zapa, de parte del gobierno norteamericano, para
dar al traste con aquel régimen de ilegalidad y violencia. Tal actitud, totalmente
equivocada, desvió la marcha de parte del movimiento oposicionista tanto
dentro como fuera del país, y sirvió, indirectamente, a la consolidación de la
tiranía.
PSICOGRAFÍA DE TRUJILLO
Con dolor veía el pueblo acentuarse, a medida que pasaban los días, el
rigor despótico del gobernante. Tuvieron razón los que vaticinaron la mengua
o la tergiversación de los valores morales y el imperio de la barbarie. El
responsable de aquellas realidades nuevas, hombre casi desconocido hasta
ayer, fué apareciendo en su verdadera naturaleza ante los ojos de todos. Hay,
positivamente, mucho de anormal en su psicología. La mediocridad de su
inteligencia se muestra compensada por una singular astucia. Incapaz de llegar
a la entraña de los problemas y las cosas, su perspicacia le hace adivinar el
pensamiento y la actitud de muchos de los que lo rodean. Carece de imaginación
creadora en los campos de la especulación científica o de las realizaciones
artísticas, pero es hábil en la intriga política y en la construcción de situaciones
y escenas que redunden en su provecho. Lento en la palabra y en la hilación
de las ideas, se expresa, sin embargo, con precisión y vigor. Ha leído poco y
estudiado menos, mas tiene el don de ponderar el valor de los hombres con
sus virtudes y sus flaquezas. Su ilustración es pobre: ignora lo que significan
las ciencias políticas y económicas; suple, sin embargo, esa deficiencia, con un
conocimiento cabal de las técnicas politiqueriles y con el asesoramiento por
intelectuales competentes. No tiene elocuencia ni brillo; pero su figura proyecta
una personalidad fuerte, poseedora, aun en los momentos de serenidad y
silencio, de cierto magnetismo. En ese magnetismo reside, indudablemente,
su fuerza lideril.
Su ética tiene muchas analogías con la ética del hombre primitivo. Aunque
las circunstancias y el momento lo han obligado a distinguir el bien del mal,
estos principios carecen de dominio sobre su alma; ello denuncia la naturaleza
amoral de su temperamento. Así como hoy puede realizar una obra buena,
mañana es capaz de llegar al climax de la perversidad. Persigue, como todos
los hombres, la dicha, pero no la encuentra en el cumplimiento de los más
sagrados deberes, sino en la satisfacción de instintos envilecidos y de
sentimientos pobres o egoístas. Carece de sentido social y de la capacidad de
amar y sacrificarse por lo social. Sólo se ama a sí mismo —desmesuradamente—
y a aquellos que son prolongaciones, anticipaciones, o entrañadas vinculaciones
suyas… El dolor y la miseria del pueblo no provocan en su alma reacciones
piadosas o remediadoras. Tiende, instintivamente, a encerrar la vida en la
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náá lisis de su pasado y su presente) 175
esfera de la materia. No sabe lo que es una pura emoción estética ni conoce el
júbilo de anular dolores ajenos. Mide el progreso por la cantidad de casas que
se construyen y no por la amplitud de la dicha colectiva. Es trabajador como
pocos y tiene el don de la organización y el método. Estimula el desarrollo
material en ciertos planos pero esa estimulación obedece más a una actitud
ególatra que a una independiente ansia constructiva.
La egolatría constituye uno de los rasgos esenciales de su psiquis; tiene
ella tal amplitud y es tan dominadora que adquiere proporciones positivamente
patológicas. Posee él un concepto elevadísimo de su persona y siente honda
satisfacción cuando los demás rinden tributo a ese concepto. Su vanidad
desconoce límites. Como su megalomanía. No piensa y actúa en función de
hombre, sino de superhombre. Cree que todos sus actos tienen una fundamental
razón de ser, por el hecho de ser él quien los realiza. Ama la gloria, pero no
aquella que nace del espontáneo reconocimiento de reales y benéficas actitudes
éticas, sino la que brindan —gloria irreal y efímera— el poder y la riqueza. Son
otros dos factores los que ejercen una mayor atracción sobre su espíritu. El
deleite morboso del mando y el más morboso aun de la moneda ofrecen, sin
duda, la sustantiva razón de sus actitudes. Es difícil saber cuál de los dos
domina más su ánimo. Nos inclinamos a pensar que el segundo. Es más Creso
que César. Hay, sin embargo, cierto paralelismo en la trayectoria de los actos
directamente dependientes de esas dos grandes fuerzas, que son cardinales
en su vida. Donde no existe posibilidad de mando o de enriquecimiento, él no
se encuentra. Sentirse rico y poderoso colma su vanidad. Para la consecusión
de ambos propósitos capitales no titubea en violar todas las normas éticas.
Como es indiferente ante el bien y el mal, muestra una ausencia total de
escrúpulos. Con la misma serenidad con que ordena asesinar a miles, despoja
a los pobres de sus escasos bienes. Es suficientemente listo para no exigir
demasiado de los ricos, ya que tiene en ellos conspicuos sostenedores. Siendo
esencialmente ególatra procura que sus crímenes dejen limpio su prestigio.
Por eso los hace ejecutar en la sombra; así, aparentemente, no carga él con el
pecado. Carece, por tanto, del sentido de la responsabilidad. Esto,
especialmente, lo diferencia de los dictadores de antaño, como Santana, Báez
y Heureaux, que afirmaron siempre la paternidad de sus actos.
Su delirio de grandeza lo hace vivir en un ambiente de artificialidad y
extravagancias. Es un déspota, y tiene horror a que lo llamen públicamente
déspota. Obliga a decir, por el contrario, que es un gran demócrata; y a difundir
a través del mundo, mediante una campaña hábilmente dispuesta, las virtudes
y los méritos de su obra democrática. Vive dentro de esa dualidad: la esencia
sangrienta y arbitraria de su régimen, y el afán de una fama sin mácula. De
ellos se deriva su cinismo, que alcanza metas insospechadas. En esta esfera ha
colmado todas las medidas. Asombra, en efecto, oirlo afirmar, sin el menor
titubeo, que su vida es un perenne sacrificio por la libertad y la patria. Tales
afirmaciones, y numerosos actos de ese tipo hicieron exclamar a Juan Marinello
176
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una vez, que si la tiranía dominicana no mostrara “su costado trágico, podría
ser la mejor ocasión de una farsa valleinclanesca”.
El sabe que es odiado y ello contribuye a que cuide excesivamente de su
vida. Camina generalmente acompañado de un poderoso Estado Mayor armado
de revólveres y ametralladoras; sin embargo, cuando está seguro de que nadie
lo espera a una hora y en un sitio dados, o que quien lo espera es incapaz de
una felonía, se aventura a veces casi solo.
Su psiquis es más bien de tipo introspectivo. En todo momento, adopta él
una actitud de defensa, que ha sido estimulada por los odios que sus
procedimientos despóticos inspiran. No puede decirse que sea,
fundamentalmente, un político, como lo fué el dictador Heureaux y como lo es
en la actualidad Hitler. Es más bien un hombre de negocios, un financiero en
gran escala y desprovisto totalmente de ética. Si su escenario hubiera sido un
país como los Estados Unidos, él hubiera probablemente brillado en el campo
de los juegos de bolsa o de los negocios ilegales, conocidos allí con los nombres
de “rackets” y “gansterismo”.
Su delirio de grandeza, su vanidad, su hermetismo, su actitud defensiva,
dan a su temperamento marcados perfiles paranoicos. Es un caso de
constitución paranoica sobre una base instintiva. La vanidad, el hermetismo,
y cierta tendencia a la reivindicación, están marcadamente hipertrofiados.
Pero no se trata —y eso es lo grave— de una constitución paranoica en un
hombre depurado por el contacto con las costumbres morales y la cultura de
su propio pueblo, sino por el contrario, en un individuo cuya espiritualidad
denuncia muchos aspectos primitivos y bárbaros. La crueldad, el culto a la
fuerza, y la constante recurrencia al crimen —rasgos típicos de su psiquis—,
asoman, en efecto, como proyecciones anímicas inconcebibles en el hombre
corriente de las virtuosas colectividades dominicanas. Su primitivismo, empero,
no trasciende en todos los momentos y todas las actitudes. Si el psicoanalista
encuentra algo de interesante en la arquitectura mental y psíquica de este
hombre es justamente la adaptación de su inteligencia a numerosas normas
de la civilización moderna mientras la efectividad permanece en planos
inferiores. El choque con el mundo de hoy aguzó su astucia y le brindó
enseñanzas que no se aprenden en la escuela; comprendió él que tal como
está constituída la sociedad capitalista —él no imagina otra— sólo la posesión
de riquezas ofrece halagos y brinda supremacías; se dió a la vez cuenta de que
en el principio de la organización reside el éxito de cualquier iniciativa, y de
que aunque la ley trata de regular el desenvolvimiento de los negocios, sólo
quienes han sabido violar hábilmente la ley pueden llegar a poseer, en los
momentos actuales —salvo escasas excepciones— auténticas fortunas. Se
convenció de que la atadura a principios morales —cuya atracción él no sentía—
era un real obstáculo en el camino del enriquecimiento; palpó, a la vez, la
corruptibilidad de las más elevadas castas sociales y políticas. Con esas
enseñanzas, se lanzó a la lucha. Todo cuanto tiene, pues, de amoral y deficiente
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náá lisis de su pasado y su presente) 177
el actual sistema de vida fué capitalizado por su inteligencia alerta. Mientras
tanto, su espíritu seguía siendo, aun vestido de los más finos modales, de tipo
primitivo. Su pasión de la riqueza fué “civilizada” por todas aquellas
constataciones de las cuales él iba a derivar técnicas y procedimientos. La
primitividad de su alma facilitaría muchas veces el éxito de esas técnicas.
Como no había escrúpulos ingénitos, iba a ser fácil la actuación ilegal.
Naturalmente, precisaba proceder con frialdad, tacto y bien concebida
estrategia. Actuando de ese modo, podía vaticinársele el triunfo.
Sorprende, sin embargo, el que pudiera él, poseyendo un alma bárbara y
una constitución psíquica fuertemente paranoica, disponer y realizar sus planes
con precisión matemática. Parece casi imposible el que la pasión del dinero y
la del poder no quebraran de vez en cuando, en un rapto impulsivo, sus
ordenados proyectos. Eso es cierto. Pero comprendemos el hecho al recordar
que la pasión de la riqueza no entraña posiciones fanáticas ni provoca, por lo
general, exaltaciones de la afectividad; es más bien una pasión serena. La pasión
del poder, por el contrario, sí empuja a entusiasmos desbordados e inarmónicos,
mas ella aparece en este caso subordinada al afán de enriquecimiento.
Todas estas consideraciones denuncian que hay mucho de contradictorio
en su naturaleza. La inclinación al método y a la organización se muestra, en
efecto, reñida con la cínica tendencia a darle un sentido falso a sus actitudes y
obras; su delirio de grandeza, cuna de tantos actos de ridiculez y desproporción
inconcebibles, aparece en pugna con la ajustada disposición de su maquinaria
política; sus condiciones de negociante, con la conciencia de su función
mesiánica.
En pleno delirio ególatra, él ha llegado a convencerse del “indiscutible”
providencialismo de su misión. Y es lógico que así sea, ya que su mente no
supo nunca de las disciplinas educadoras, y que el coro de intelectuales
envilecidos a diario lo proclama. Creemos, sin embargo, que ese convencimiento
es algo adyacente a su gran pasión de dinero y poder. El vértigo de la altura lo
marea encendiendo en su espíritu la ilusión de que él está predestinado para
infundirle al llano un nuevo aliento de vida. Y como desconoce el valor de la
virtud y encuentra la dicha en la satisfacción de goces vulgares que brinda la
materia, estima que es mediante el espoleamiento de las actividades materiales
como puede él llevar al llano ese nuevo aliento de vida. Por eso lo vemos
insistiendo en la construcción de avenidas y edificios, a sabiendas de que ellos
se abren o se levantan con el trabajo de un pueblo hambriento y desgraciado.
Poder y riqueza personal constituyen, pues, los centros fundamentales de
los cuales irradian las demás actitudes; el sentimiento de su providencialismo
es una consecuencia clara del logro de ese poder y esa riqueza. Ello demuestra
una vez más que su temperamento no es esencialmente político, ya que en los
políticos auténticos, en los hombres que nacen y se sienten conductores de
pueblos, el sentido mesiánico de su misión es anterior a las demás actitudes
específicas del psiquismo.
178
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Aunque la pasión de la riqueza domina su espíritu no acarrea ella una
actitud de avaricia. Contrariamente a la mayoría de los avaros, él ama el dinero
mas por la infinidad de ventajas que proporciona, que por el dinero mismo. Se
desprende de sumas ínfimas o importantes cada vez que lo estima conveniente
para sus propósitos políticos. Claro está: lo hace a conciencia de que ese
desprendimiento lo coloca a veces en falsos planos de filántropo, y entraña
como consecuencia beneficios materiales a menudo cuantiosos. El gesto tiene,
por tanto, una raíz egoísta. Más se parece su actitud a la del negociante moderno
—que obra convencido de que el gasto de una pequeña suma es condición
primordial de entradas infinitamente mayores—, que a la de un Shylock. Hecho
el balance, siempre son ínfimas las cantidades que él eroga en el sostenimiento
de su política, comparadas con las fabulosas entradas que la permanencia en
el poder directa o indirectamente le brinda.
Lo que precisa, en vista de ello, es asegurar esa permanencia. Todos sus
actos aparentemente caritativos o altruistas, obedecen a ese propósito que es
garantía y vehículo de su constante enriquecimiento. No hay en realidad
altruismo cuando se extiende en forma de dádiva, una suma que de una manera
u otra, le fué arrebatada abusivamente al pueblo; cuando lo que se persigue —
como es el caso— no es remediar miserias, sino obtener ventajas materiales y
despertar en el favorecido un sentimiento de gratitud. Su vanidad se refocila
si el beneficiado lo llama sinceramente “Mi protector”. Es políticamente útil
que esto suceda; pues los favores recibidos obligan a la cooperación y la lealtad
hacia el favorecedor. Esos sentimientos y juicios lo condujeron a la organización
de todo un sistema de gratificaciones y limosnas; así fué él adquiriendo, ante
los espíritus ingenuos y simples, fama de generoso… Explotó de ese modo con
suma habilidad, la ignorancia y la bondad del pueblo. Y la sigue explotando.
No se da cuenta a veces ese pueblo de que la limosna que recibe forma parte
de su propio peculio, disminuído o agotado por los despojos que en forma de
impuestos irracionales e inequitativos, y en virtud de la monopolización de la
economía, a diario realiza directamente el dictador, o su maquinaria
gubernamental.
Como es propio de los temperamentos paranoicos, la cólera asoma con
facilidad en su palabra y gesto. Sabe, sin embargo, contenerla, cuando las
circunstancias lo demandan. Todo lo que hiere su vanidad tiende a provocarle
ira. Pasado el rapto, pondera, sereno, los hechos, y procura encontrar medios
para que los motivos enojosos cesen. Cualquier éxito en esa senda le despierta
satisfacción, y lo empuja a cubrir la herida con el vendaje de un olvido irreal.
Esa capacidad teatral de esconder en su ánimo, tras un decorado hábilmente
dispuesto, la verdadera naturaleza de la escena íntima, junto con la del dominio
de arranques pasionales, le han sido de positiva utilidad. Mediante ellas ha
logrado él congraciarse en la forma con enemigos que parecían irreconciliables.
Actitud efímera, pues como la herida no está en realidad cicatrizada, sino
simplemente cubierta, descubrirla y descargar sobre el nuevo amigo infinidad
de ultrajes, es cosa de un instante. Aguarda para ello, como es lógico, el
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momento oportuno. Se place primero en llevar al congraciado a posiciones de
encumbramiento; después, con gesto de desprecio, lo derrumba de la altura, y
lo hace beber, por los medios más refinados, el agua de todas las humillaciones.
Humillar a cuantos lo combatieron en un momento dado; o a todos los que se
atreven a mostrar en su presencia un gesto de altivez, o a hacer la más ligera
crítica de cualquiera de sus actitudes, o a poner en tela de duda su
providencialismo y su indiscutible grandeza, constituye una de sus acciones
más cotidianas y placenteras. Ella cuadra perfectamente dentro de la
constitución paranoica. Sin embargo, sorprende que no hayan sido los enemigos
de ayer, y aquellos que se presentan con las características recién mencionadas,
las únicas víctimas de esas humillaciones. Han caído también bajo su peso
muchos de los que fueron desde el primer momento servidores muy discretos,
sumisos y leales. Demuestra ello que no hay en su espíritu el más pequeño
resquicio donde se aliente el sentimiento de una amistad genuina.
El no sabe lo que son los verdaderos amigos. Se sirve de los hombres como
simples instrumentos para llevar a cabo sus aspiraciones egoístas. Cuando
ellos ya no pueden prestarle utilidad, les pone de lado. A veces, para que no se
mueran de hambre o dejen nacer en sus almas un odio inconveniente hacia
su persona, les tira una piltrafa. Actúa, por lo tanto, —vale la pena repetirlo—
como el hombre de negocios para quien la vida se mueve exclusivamente
alrededor de sus riquezas. Los interesados en las recopilaciones de hechos
derivados exclusivamente de la psicología de los personajes históricos, podrían
llenar largas listas si se dispusieran a hacer la enumeración de todos los
servidores de este dictador, que fueron despreciados o humillados por él,
después de haberles permitido probar, a su lado, algunos manjares de la
suntuosa mesa.
Es indudable que sus combinaciones políticas carecen de genio. No ha
logrado él, en la intriga, la grandiosidad macabra de un Fouché; o en el crimen,
la justificación religiosa de un Hitler. Sus gestos, aun aquellos hijos de la
anormalidad de su temperamento o de la naturaleza primitiva de su alma,
carecen del diabólico esplendor con que los hombres bárbaros pero superiores
sellan sus sangrientas o maquiavélicas hazañas. El es vulgar e incoloro aun en
lo extraordinario; común y pobre en medio de la ostentación y el empinamiento.
No tiene creencias religiosas definidas. Aunque fué bautizado, sería
arbitrario afirmar que es poseedor de fe católica. Desconoce, como la gran
mayoría del pueblo dominicano, el sentido de los dogmas del catolicismo.
Cumple, empero, por conveniencia política, y por concesión a las tradiciones
y costumbres, con algunos ritos de esa vieja religión. Su posición ante el
problema de ultratumba, y en general, ante los misterios de la vida, es más
bien la del hombre primitivo. No sabemos si adora en su intimidad algún
fetiche, pero sí es cierto que tiene inclinación a creer en supersticiones y que
le concede beligerancia a los brujos y a todos aquellos que se dicen capaces de
interpretar numerosos enigmas y el porvenir. La naturaleza bárbara de su
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alma explica ampliamente esa tendencia; mas ayuda también en la explicación
la extraordinaria importancia que han tenido los azares del mundo en gran
parte de sus éxitos políticos. No es abusivo afirmar que en muchos de sus
triunfos el factor “suerte” ha ejercido preponderante influencia. El lo sabe
bien. Y aunque coloca, en el tablero del ajedrez político todas sus piezas en las
posiciones adecuadas, no desprecia la imponderable intervención de esos
factores extrahumanos.
Sabe ser magnánimo cuando las circunstancias políticas así lo demandan.
Pero la obediencia a ese mandato no es constante: el instinto se sobrepone a
menudo al reclamo político. Empujado por ese instinto, que él cree infalible,
comete errores trascendentales. La fe en la infalibilidad de sus impulsos
irreflexivos nace de la autosugestión de su grandeza; no deriva ella, por tanto,
como en las personalidades políticas de tipo religioso, de intuiciones, o
sentimientos ultraterrenos.
Su don de la organización y la disciplina —condición necesaria a todo
gobernante— hubiera podido producir, al servicio de su alma culta y
desinteresada, desde las alturas del Poder, frutos positivamente benéficos para
la colectividad. Por desgracia, ese don no es en él esencia, sino vehículo. Puede
ser utilizado tanto para el bien como para el mal. Y lo ha sido: ponderados sus
actos, las obras buenas aparecen ínfimas en número y extensión comparadas
con las malas. El se ha servido, pues, del vehículo disciplinario, para la
proyección de su psiquis demoníaca. Quien lanza una mirada superficial sobre
el conjunto de sus realizaciones, percibe lo más visible, que es justamente la
parte mecánica: el método y el orden; pero cuando la mirada se detiene y
capta la entraña, entonces los ojos se abren desmesuradamente y el espíritu se
llena de pavor; se siente la emoción de lo burdamente monstruoso; le parece a
uno presenciar, sobre el campo de un paisaje rígido, descolorido y monótono,
una marcha aniquiladora y lenta de fuerzas feroces. No hay nada de
esplendoroso ni de bellamente trágico en sus ejecutorias; despiertan ellas la
sensación del desierto y no la del abismo que se abre entre montañas salpicadas
de nubes; carecen de la sublimidad del incendio y del impulso apocalíptico de
la tormenta; son más bien vulgares en la médula y en la forma, y dejan en el
ser el panorama desolador y hosco con que la tierra responde al peso de las
largas sequías.
RAZÓN Y SINRAZÓN DEL EJÉRCITO
Ese hombre iba a dirigir los destinos de aquel pueblo que supo ser siempre
altivo y que, alentando vehemente ansias de superación, todavía no se había
encontrado a sí mismo. Todo su régimen no iba a ser otra cosa que un reflejo
de las actitudes de su propia vida, un derivado fiel de su psicología. La pasión
del poder, definitivamente satisfecha, iba a proyectarse sobre la colectividad
en la forma de una autocracia cesarista; la pasión del enriquecimiento, satisfecha
también, iba a acarrear la pobreza de los demás. Nunca aparecieron los actos
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náá lisis de su pasado y su presente) 181
de un gobierno, tan claramente en armonía con la índole espiritual del
gobernante. Si ellos asombran por lo absurdo, el asombro desaparece cuando
se recuerdan sus anormalidades mentales; si satisfacen por la coherente
disposición, el secreto de ésta lo hallamos en el don del método. Cada vez que
en el análisis de su régimen se encuentran cosas inexplicables, que el estudioso
quiere descifrar, su tipología las descifra. Por eso hemos insistido tanto —
saliéndonos un poco del carácter de esta obra— en la descripción global de su
naturaleza mental y psíquica.
Tan pronto tomó él las riendas del poder, sus primeros pasos se
encaminaron a consolidarlo. Como la hostilidad contra su persona y el régimen
era general, comprendió que tenía que gobernar por el terror. La fuerza selló
los labios de todos, y liquidó en sangre a los más rebeldes. El crimen político,
que vimos aparecer durante el gobierno provisional teóricamente dirigido
por el Lcdo. Estrella Ureña, amplió su radio y multiplicó su número. El ejército
devino una auténtica fuerza de opresión; su supremacía trascendió a las demás
esferas.
Ese predominio del militar sobre las manifestaciones colectivas fué juzgado
por todas las personas cultas y sensatas como el colmo de una manifiesta
aberración. Pensaban ellas que Santo Domingo no tenía razones para poseer
un ejército numeroso, ya que el país carecía de enemigos internacionales, y
que la función del ejército, en todas las naciones civilizadas, es el resguardo
de la soberanía contra las potencias exteriores que pretenden destruirla.
Alegaban algunos que Haití constituía un enemigo potencial contra el cual
convenía precaverse, y que en vista de ello, la existencia del soldado era
necesaria. Esa opinión no la compartían los hombres más enterados del
desenvolvimiento de la política internacional. Creían estos últimos que Haití
estaba imposibilitado, debido a sus vinculaciones y su sujeción a los Estados
Unidos, para intentar aventuras imperialistas contra la República Dominicana.
Pero aun aceptando la posibilidad remotísima del hecho, era necesario admitir
que los cuerpos armados haitianos no encerraban en aquellos instantes un
peligro para el Estado vecino. Bastaba a este último poseer un cuerpo policíaco
nacional bien organizado, transformable, si las necesidades así lo requerían,
en organismo defensivo de la patria. Estas razones eran suficientemente
poderosas para demostrar que el argumento de la amenaza internacional y la
consiguiente creación del ejército con miras de frustrar toda sorpresa bélica,
carecían de fundamento en las realidades; obedecían ellos más bien a una
actitud romántica, hija de la tendencia imitativa, que tanto ha desviado, en los
países hispanoamericanos, la marcha natural de la historia. Consideraban
quienes mantenían esa actitud que si las viejas naciones civilizadas poseían
ejércitos, era lógico que la República Dominicana también poseyera el suyo;
no tomaban en cuenta la diferencia marcadísima de circunstancias y épocas;
hacían recordar las célebres frases del escritor brasileño Nabuco en su critica
a la ya olvidada guerra del Paraguay contra la coalición de la Argentina, el
Uruguay y el Brasil: “Esa lucha por cuestiones territoriales entre países como
182
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los de la América del Sur, dueños de extensiones más grandes que las que
pueden ocupar, y por cuestiones de hegemonía entre nacionalidades aun no
formadas, cuya importancia dependía principalmente de la afluencia de
capitales y de inmigrantes, era una locura, una manía de diplomáticos influídos
por los prejuicios y los procedimientos históricos de Europa, en donde la guerra
ejerce otra función”.49
Esos mismos prejuicios y procedimientos históricos parecían presidir, en
el instante estudiado, la organización y consolidación de aquel ejército, cuya
inactualidad era visible. Su surgimiento no respondía en esa hora a los reclamos
reales del país; constituía más bien una aberración de los legisladores y
estadistas que actuaron a raíz de la desocupación militar norteamericana. No
quiere ello decir, sin embargo, que su existencia en la primera etapa de vida
nacional careciera de motivo. Entonces estaba ella ampliamente justificada,
pues la República había nacido en cuna sangrienta, en medio del fragor de los
combates. La persistencia del soldado apareció como cosa lógica; pero dejó
gradualmente de serlo, a medida que la nacionalidad se afirmaba.
Esa raíz guerrera de la Patria justificó que hombres como Gregorio Luperón
abogaran, lustros después de haber triunfado el movimiento restaurador, por
la creación de un ejército fuerte, y hasta por el servicio militar obligatorio.
Temían esos hombres que los enemigos de ayer siguieran hostigando a la
República. Pero las circunstancias cambiaron. Los enemigos de ayer
convirtiéronse en amigos. Cuando al ejército dominicano le tocó cumplir en el
año 1916, con la misión que teóricamente le estaba encomendada, sus jefes
consideraron que ese cumplimiento era inoportuno y suicida. Reconquistada
por medios pacíficos la soberanía en 1924, los Estados Unidos, nación a la cual
el pueblo veía con hostilidad, apareció en planos amistosos; pensar en la
constitución de un ejército para combatir cualquier nuevo intento de inmediata
invasión de su parte, era cosa absurda; lo conveniente era organizar cuerpos
armados de acuerdo con las nuevas circunstancias imperantes.
Parece que al principio prevaleció esta última idea. Pero pronto quedó
abandonada. Se decidió —sin motivos visibles— crear una fuerza esencialmente
militar, transformando en ejército a la policía organizada por los marinos
interventores. El número de clases y de oficiales de ese ejército apareció
manifiestamente excesivo. El instante, de necesario reajuste interno, y de
absoluta paz internacional, no reclamaba una organización de ese tipo. Se
iban a gastar cuantiosas sumas en su sostenimiento, que debían más bien
emplearse en propósitos superadores. Si las condiciones internacionales
hubieran sido otras; si las competencias entre los imperialismos hubieran
alcanzado un clímax bélico, imprimiéndoles confusión, aprehensiones e
incertidumbres a los pueblos, tal vez dicha creación se hubiera explicado. En
aquella era de paz nada, por el contrario, la justificaba. El país sólo requería la
49. Carlos Pereyra. Breve historia de América.
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náá lisis de su pasado y su presente) 183
existencia de un cuerpo policíaco disciplinado, consciente de sus deberes, que
mantuviera en todo momento el orden y fuera garantía del imperio de la ley.
EL PÁRASITO ANULA EL IMPULSO VITAL DEL ÁRBOL
El pueblo no captó la anormalidad de aquel ejército. Más bien juzgó su
existencia lógica, cosa que no era de extrañarse, ya que él creció junto al soldado,
y estimaba axiomático el que no pudiera existir nacionalidad sin una
organización militar defensiva. Lo más doloroso del caso fué que esa
organización, artificial e innecesaria en el momento, se superpuso sobre su
voluntad y garantizó el desarrollo del presente régimen. Substancialmente
ajeno a las necesidades públicas, ese cuerpo sirvió, pues, para apoyar y
robustecer una administración política extraña también a las necesidades
públicas. El antagonismo que se hizo a veces manifiesto, en épocas anteriores,
entre gobierno y pueblo, adquirió de nuevo insospechada realidad. La situación
en sí parecía absurda; de modo unánime las masas deseaban algo
fundamentalmente opuesto a aquello que se había creado, y que se superpuso
sobre su querer, anulándolo. El gobierno apareció como un cuerpo extraño
dentro de aquel organismo colectivo que ansiaba un desenvolvimiento
autónomo. Cuerpo extraño poseedor, por desgracia, de terribles instrumentos
de fuerza que fueron eficientemente utilizados en el desarrollo del plan
despótico.
No hay duda: nunca se había visto en la República —ni en la época final de
Heureaux, ni en los cortos períodos de Victoria o de Nouel— una situación tan
arbitraria e incoherente. ¿Lo comprendía Trujillo? ¡Tenía que comprenderlo!
Por eso organizó con sumo cuidado y esmero su sistema represivo; por eso
colocó en numerosos puestos militares de importancia a individuos conocidos
por su impiedad y sus ejecutorias criminales; por eso creó y veló por el buen
funcionamiento del servicio de investigación y espionaje.
En los hombres que dirigen esas organizaciones encargadas de mantener
el terror reposa la estabilidad del régimen. La preeminencia política de esos
hombres aparece, por tanto, a todas luces. Ello explica el que reciban constantes
halagos y dádivas del supremo jefe. Son ellos los únicos amigos reales y sinceros
de la situación. Se sienten responsabilizados con sus crímenes, y dueños de
riquezas y supremacías jamás soñadas. Han logrado formar una casta de ricos
improvisados y burgueses sin hábitos burgueses, cuya presencia las masas
ven con pavor. ¡El ascenso de esos hombres parecía imposible! Nunca pensó,
en efecto, el pueblo dominicano, que iba a llegarse a tales excesos en la
tergiversación de los valores. El estimaba que el mal debía recibir castigo en
vez de premio, y ahora veía cómo la capacidad en la perversidad y el crimen
era condición requerida para la jerarquía, el enriquecimiento y la gloria.
Aquellas realidades tendían, como era lógico, a confundirlo y a desmoralizarlo.
Las encumbradas posiciones en que se encuentran esos matones
profesionales parecen inconmovibles. Son ellos tal vez los únicos que reciben
184
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de Trujillo constantes manifestaciones de protección y gentileza. Por ser ellos
leales se sostiene el régimen. Sus deseos son satisfechos con prontitud. Saben
sin embargo, que no pueden excederse en el reclamo, ni externar críticas cuando
éste es desatendido, ya que cualquier palabra inadecuada llega inmediatamente
a oídos del “ilustre protector”. ¿Por qué vía? Pues por boca del compañero…
¡Cada matón es un espía del más íntimo camarada!
Nunca conoció el país un servicio de espionaje tan bien organizado y
efectivo. Ni en la época de Lilís, que fué experto en esas artes, hoy tan en boga.
Hombre de por sí desconfiado, es únicamente en esos individuos de
amoralidad y perversión reconocidas en quienes el dictador ha depositado
confianza. Y lo hace individualmente, con todo el maquiavélico tacto
requerido. Los demás funcionarios de la administración se ven por lo general
obligados a respetar y reverenciar a esos hombres. Los mismos intelectuales
que tienen la responsabilidad de la actuación de diversos departamentos
aparecen como figuras secundarias al lado de ellos, estrellas de primera
magnitud en el firmamento gubernamental. No todos —ya lo dijimos— están
en el ejército. Algunos ocupan posiciones especiales dentro de los cuerpos
de represión que actúan independientemente. O ejercen el control de la
política de una región.
DISPOSICIÓN DE LA MAQUINARIA GUBERNAMENTAL
Trujillo se halla en el centro de las actividades. El dirige la marcha de la
máquina. Constata los desgastes de las piezas y los desvíos en el funcionamiento.
Cualquier ruido accesorio hacia él converge. A su derecha, en las posiciones
trascendentes inmediatas, se encuentran los matones; más allá, dependiendo
de él y de éstos, aparecen, en puestos secundarios por el relieve jerárquico, los
intelectuales y los burgueses; los burócratas de la clase media limpian la
máquina y cooperan en la precisión de los movimientos. El pueblo sufre el
humo y el ruido, y se ve, casi sin poder impedirlo, aprisionado y yugulado por
el cerco de todos aquellos hierros y resortes.
La preponderancia del elemento criminal dentro de esa maquinaria, la
eficiencia del cuerpo de empleados y la indiscutible disciplina prevaleciente
en todos los ramales, dan al conjunto una coherencia macabra, y autorizan a
definir al régimen como una canallocracia organizada con rigor científico.
Refiriéndose al funcionamiento del servicio de espías, el señor Charles A.
Thompson afirma en el justiciero y sintético informe publicado por la acreditada
sociedad “The Foreign Policy Associación”: “El régimen posee un vasto sistema
de espionaje. Los espías se presentan en todas partes: nadie sabe en quién
confiar. Las familias sospechan de sus sirvientes; los amigos sospechan de los
amigos. De acuerdo con muchos observadores, Cuba, en los días más negros
de la tiranía de Machado, nunca fué tan castigada por el terror, como lo es en
la actualidad la República Dominicana”. Enfocando el problema de la
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náá lisis de su pasado y su presente) 185
centralización gubernamental en un hombre, el mismo informe afirma: “El
Congreso y las Cortes de Justicia continúan funcionando, pero no sirven en
nada de control al poder del Presidente. Su propia fuerza de carácter, su
despiadada represión, combinados con un control absoluto de todas las
dependencias del Gobierno y el nombramiento personal de los empleados,
han hecho de él un poder supremo”.
MUERTE DE LOS VIEJOS PARTIDOS
Gracias a esa organización implacable y rígida del sistema de fuerza, logró
el régimen imponerse. Contribuyó a ello la colaboración prestada por algunos
grupos sociales, en especial, por los cuadros directores o secundarios de los
partidos políticos militantes. Al iniciarse el Gobierno, lo respaldaron únicamente
las banderías que lanzaron su candidatura; inmediatamente exigieron ellas
del mandatario el cumplimiento del convenio de repartición burocrática.
Trujillo consideró oportuno ceder, siquiera parcialmente, a esa exigencia. Pero
al cabo de algunas semanas actuó como si aquel compromiso no existiera, y se
empeñó en traer a su lado a los hombres más importantes de todos los partidos.
Siguiendo las huellas de otros, quiso hacer un gobierno de tipo aparentemente
nacional, a sabiendas, como es lógico, de que dado el carácter tiránico del
régimen la unificación de fuerzas nacionales carecía de sentido. A la verdad,
el propósito real de aquellos hechos era la liquidación de todo cuanto fué
accesorio en su elevación a la Presidencia. No era, en efecto, a los partidos que
formaban la Confederación a quienes él fundamentalmente debió su triunfo,
sino al Ejército. Esos partidos sólo fueron utilizados como instrumentos, para
darle una ficción de apoyo popular a su candidatura. Cumplida su misión, ya
él no los necesitaba. Su permanencia podía más bien traer molestias y obstáculos
al desenvolvimiento de la obra de gobierno. Por eso resolvió destruirlos,
substituyéndolos por una nueva creación, todavía más en pugna con el querer
público que las torcidas organizaciones de la vieja política.
Bastaban pocos gestos para lograr ese objetivo. Era suficiente llamar a los
más conspicuos líderes de las antiguas banderías e insinuarles la conveniencia
de la nueva actitud. Trujillo sabía que esos hombres, símbolos de la politiquería
caduca, ya no representaban grupos, sino intereses personales. Con su concurso
se formó la nueva organización, denominada Partido Dominicano, que nombro
Jefe único al Presidente. La facilidad y rapidez con que se desenvolvieron esos
sucesos brindaron una clara prueba del grado de corrupción a que habían
llegado casi todas las jerarquías políticas de antaño. Sin embargo, el movimiento
encontró cierta resistencia en los jefes supremos de los más importantes
partidos. Desde que Trujillo tomó las riendas del poder, los señores Fed.
Velázquez y H., Lcdo. Angel Morales y Dr. J. Dolores Alfonseca, director el
primero del partido velasquista, y personalidades conspicuas las segundas,
dentro del horacismo militante, tomaron camino del exilio y desde él actuaron
en franca oposición al régimen. A su vez, los señores General Desiderio Arias y
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Lcdo. Rafael Estrella Ureña, jefes de los partidos liberal y republicano,
respectivamente, mostraron franco disgusto con la orientación política del
Presidente. Arias, sobre todo, hombre de temperamento liberal y opuesto al
crimen, no podía esconder su desagrado. Asomaba, además, como seguro, que
debido a su vieja historia política, su constante oposición a los intereses del
horacismo, y su convencimiento de que era un líder popular, él no iba a
renunciar a sus aspiraciones y a su partido. Trujillo así lo comprendió; se dió
cuenta de que su presencia en el seno del gobierno iba a constituir un constante
obstáculo al logro de sus aspiraciones de cesarismo absoluto. Lo indicado, en
vista de ello, era liquidarlo. Cosa que quedó resuelta. Negado Arias a entrar
como oveja en la manada, e imposibilitado de partir hacia el extranjero, se vió
frente a la siguiente alternativa: la insurrección, o la muerte en manos del
asesino. Como carecía de armamentos adecuados, se le veía, empero, titubear.
El gobierno tomó entonces la ofensiva. Lo consideró rebelde y envió tropas
para que se apoderaran de él en su residencia de Mao. Avisado a tiempo de la
decisión gubernamental, huyó… Internóse en las montañas de Gurabo, que
supieron, en la época volcánica, de su estrategia guerrillera. Y allí lo entregó la
delación. Traicionado por compañeros de las viejas luchas, el cuerpo de matones
enviado por Trujillo lo acribilló a balazos, y paseó más tarde por las calles de
Mao, como trofeo de la victoria, su cabeza lívida.
El país quedó consternado. Se sabía que aquella decapitación no era la
decapitación de un hombre, sino la de una esperanza colectiva. Todos, jóvenes
y viejos, hombres y mujeres habían hecho de aquel caudillo ignorante, pero
de alma pura, el símbolo de la aspiración insurreccional para sacudir el
pavoroso yugo del momento. Con su muerte desaparecía el hombre más
popularmente representativo de una etapa histórica, el que parecía encarnar
más las deficiencias y las ansias de superación del pueblo. Prototipo auténtico
de la dominicanidad, caía víctima de los disparos ordenados por un hombre
que se levantó a la sombra de la intervención extranjera. ¡Aquello era
significativo! Como también tenía significación la deslealtad que provocó su
muerte y el modo abominable con que se ultrajó el cadáver. Hablaban, esa
deslealtad y ese modo, de la inconcebible corrupción a que habían llegado las
jerarquías políticas secundarias, y de la vigencia de un gobierno por burdas
fuerzas diabólicas desencadenadas.
Aquellas escenas demostraron al pueblo la imposibilidad de una existencia
digna y decorosa mientras duraran las presentes condiciones políticas. El
régimen, iniciado por medio del terror, no tendría otro camino que seguirse
sosteniendo por medio del terror. La sumisión y el deshonor iban a ser el
precio de la vida. Y lo más inconcebible del caso era que ningún programa,
ninguna idea, ningún sectarismo podían justificar el advenimiento y la
vigorización de aquel estado de cosas. No nacía el régimen de una actitud
fanática sobre concepciones políticas; era, por el contrario, la resultante de
dos aspiraciones puramente egoístas: poder y dinero, en un hombre primitivo,
incapaz de poner su pasión y su impiedad al servicio de una doctrina.
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náá lisis de su pasado y su presente) 187
Muerto Arias, e identificados los jefes del Partido Nacionalista, y del grupo
“obrero” con el régimen, el Lcdo. Estrella Ureña apareció como el único jefe
de partido —excluyendo a los que se hallaban ya expatriados— aun reacio a
aceptar todas las normas del déspota. Ello lo obligó a solicitar permiso para
dirigirse al extranjero, donde actuó, durante algún tiempo, en las filas
oposicionistas.
EL PARTIDO DOMINICANO, SÍNTESIS DE VIEJOS VICIOS
POLÍTICOS
Los líderes secundarios de los partidos nacional, liberal, progresista y
republicano, dieron casi todos las espaldas a sus directores y se prestaron a
cooperar en los propósitos de Trujillo. El Partido Dominicano actuó como
única organización política existente. Su creación dió al gobierno la apariencia
de un respaldo popular directo, y robusteció el centralismo. Aquello, que era
en la superficie y en el nombre un cambio, no implicaba, sin embargo, una
modificación de la esencia. El nuevo Partido iba a representar las mismas
ansias burdas y a ser expresión —mucho más acentuada— de las técnicas
corrompidas que dominaron el desenvolvimiento político de los últimos años.
La escena denunciaba, por tanto, no una evolución favorable en el plano de
las costumbres y las ideologías políticas, sino todo lo contrario: un retroceso,
un agravamiento del statu quo. Había, empero, en aquella degeneración de
las técnicas políticas vigentes, ciertas promesas halagüeñas para el futuro.
La unificación de las viejas banderías en un nuevo partido demostraba al
pueblo la sinrazón de aquellas banderías; iba a ser positivamente imposible
resucitarlas después de un período tiránico más o menos largo. Además,
había alcanzado niveles tan altos la desvergüenza de los líderes secundarios
que no era concebible que el pueblo volviera a depositar confianza en ellos.
El Partido Dominicano aparecía, pues, como la residencia última de una
política envilecida, como el visible sepulcro de prestigios políticos maculados
y caducos.
Aunque la inmensa mayoría de los cuadros secundarios de los partidos se
mostraron servidores dóciles y colaboradores del dictador, es justo señalar
que hubo algunos líderes de indiscutible relieve, que se mantuvieron, sin
desmayos, en franca actitud hostil. Brilló entre ellos, especialmente, el General
Cipriano Bencosme, quien se lanzó al iniciarse el régimen, a la manigua, con
un grupo escaso de hombres, para hallar, después de infructuosa lucha, la
muerte. Su sublevación adquirió magnitud trágica por la crueldad y la
implacabilidad de los métodos represivos empleados. Dondequiera que la
soldadesca imaginaba que existía alguien en connivencia con el rebelde, barría
con la metralla. Aquellas técnicas, nuevas en la historia de la República
independiente, eran análogas a las que fueron empleadas por los marinos
norteamericanos y sus escasos colaboradores nacionales cuando se debeló el
movimiento insurreccional de las regiones del Este.
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FORMAS Y CONSECUENCIAS DE LA REBELDÍA Y LA
REPRESIÓN
La oficialidad del ejército permaneció fiel a esas enseñanzas cada vez que
nuevos grupos hostiles, como el de los hermanos Perozo, se internaron en
actitud rebelde por llanos y montañas. El gesto de esos grupos denunciaba la
actitud hostil y el amor a la libertad del pueblo. No fueron causas suficientes
para que éste dejara de manifestar su inconformidad por vías subversivas, la
colaboración de la mayoría de políticos profesionales al régimen, la actitud
traidora de gran parte de la burguesía indefinida o militante ayer en las diversas
organizaciones políticas, y el oprobioso terror prevaleciente. La proyección
práctica de esa inconformidad tomó cauces variados. Cuando se comprendió
que era casi imposible, por la carencia de los medios materiales necesarios, la
realización de un movimiento insurreccional de gran envergadura, recurrióse
al complot político. En todas las ciudades se conspiraba y se sigue conspirando.
Esa nueva orientación culminó en actos terroristas y en varios atentados
frustrados contra la vida del déspota. La juventud estudiantil —depositaria,
en todos los países, de la mayor cuantía de idealismo y audacia—, y lo más
granado del elemento consciente y puro de la burguesía y las clases proletaria
y media, cooperaron en esos actos liberadores. El pueblo mostró y sigue
mostrando disposición a utilizar todas las coyunturas para el aniquilamiento
del régimen. No se desperdiciaron posibilidades ni técnicas. Pensóse en un
momento que lo más indicado era gestionar la cooperación de algunos oficiales
del ejército para tales fines. Y se dieron fructíferos pasos en ese sentido,
auguradores de un futuro triunfo. Pero fracasaron los planes concertados. La
delación ahogó en sangre el movimiento que tramó, con el respaldo de gran
parte de la oficialidad del ejército, el Coronel Leoncio Blanco. ¡Murió éste, por
orden del déspota, en la prisión de Nigua!
La esterilidad de estos estallidos de rebeldía trajo consigo una acentuada
consolidación del régimen. Aumentó el celo del espía y se vigorizó el rigor
despótico. Alcanzaron tanto poder y eficiencia las organizaciones investigadoras
y represivas, que casi se imposibilitó la coordinación de los más importantes
elementos oposicionistas que actuaban dentro del país, para una acción común
fecunda. Por doquiera, tras los pasos del caminante, o en la intimidad de la
alcoba, asomaba el ojo del espía. Los matones, a su vez, actuaban a plena luz
meridiana. En ciudades y campos, sin cuidarse de la presencia inoportuna del
transeúnte, descargaban sus revólveres sobre los enemigos peligrosos. Al otro
día, la prensa anunciaba que X había sido muerto por unos desconocidos… De
ese modo han muerto a lo largo de diez años de despotismo, alrededor de
cinco mil dominicanos y de veinte mil extranjeros. Antiguos políticos de relieve,
como José Brache; estudiantes como Gerardo Ellis Guerra, e infinidad de
campesinos y de miembros de las clases media y proletaria de las poblaciones
pagaron así su decoro y su rebeldía con sus propias vidas. El régimen carcelario
adquirió proporciones de verdadera ignominia; los supuestos acusados eran y
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son sometidos a torturas y vejámenes para arrancar de sus labios la confesión
probatoria. Nigua se ha hecho célebre como presidio donde se desarrollan
escenas de la mayor crueldad y barbarie. Allí se lleva a los presos que deben
ser sometidos a un largo martirio, o asesinados por la tortura o el piquete de
ejecución. Todo cuanto se escriba para pintar sus horrores no puede nunca
alcanzar el nivel de lo exacto. Aquello es la residencia de lo abominable, del
dolor más desesperante y hondo, de la desolación y el perpetuo crimen. Su
cementerio, denominado “Camunguí”, sitio donde algún día habrá de levantarse
un túmulo en honor a las víctimas de la tiranía que allí reposan, es visto por
muchos presos como un paraje liberador.
Aunque la reducida extensión de las ciudades, y el conocimiento de las
personas hostiles o dudosas facilitaba la actuación de los cuerpos de vigilancia,
las conspiraciones se sucedían. En su afán de libertad, el pueblo olvidaba las
secretas redes que coartaban sus movimientos. El régimen contestaba entonces
con nuevas leyes y actos represivos. Legislóse considerando un criminal común
“a cualquier persona que por sus escritos, cartas, discursos o de cualquier
manera, regara noticias de carácter subversivo, insultos a la autoridad o
difamación al gobierno”; prohibiósele a todas las farmacias expedir, sin llenar
requisitos importantísimos, fórmulas que contuvieran glicerina o cualquier
substancia utilizable para la preparación de materiales explosivos; recogiéronse
todas las escopetas de cacería e intensificóse la búsqueda de armas. Quien
viola esas leyes u órdenes está expuesto a un severísimo castigo, que puede
llegar hasta la muerte.
Las masas se sentían, pues, oprimidas, y casi totalmente imposibilitadas
para darle coherencia y eficacia al movimiento popular. Situación que continúa,
visiblemente agravada, en los momentos actuales. Todo trabajo oposicionista
tenía que fraguarse y desenvolverse en la sombra, bajo la amenaza de ser
descubierto. Y para posibilitar su triunfo, precisaba ser realizado entre pocos,
ya que existía —y sigue existiendo— el temor de la delación o de las
indiscreciones. La nueva situación, macabra y despiadada, obligaba, por tanto,
a los contrarios, al empleo de nuevas técnicas de combate.
Había que amoldar la lucha al carácter, hasta ayer desconocido, de las
insospechadas circunstancias del instante. Trajo, pues, la tiranía, una
trasmutación de la actitud colectiva en ese plano; trasmutación que se proyectó
sobre muchos otros conceptos y disciplinas. Muertos Jimenes y Arias, y
liquidado políticamente Vásquez, las masas, personalistas aun, no encontraban
los hombres de relieve en quienes depositar de nuevo su fe política. Sufrían
ellas la inclemencia del despotismo y se hallaban totalmente desorientadas en
cuanto al gesto y las directivas que reclamaba el momento. El tirano había
sido hábil en asombrar y confundir. El ansia de libertad no veía cauces propicios.
Columbrábanse solamente la labor y la promesa de los conductores políticos
que tomaron el camino del exilio. Ninguno de los tres más conspicuos
—Velázquez, Morales y Estrella Ureña— gozaba de una extendida simpatía,
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prometedora de sucesos importantes. El último parecía ser el que mayor
atracción popular despertaba. Su ostracismo voluntario tendía a demostrar
que él se hallaba consciente del gran error cometido al pactar en secreto con
Trujillo para dirigir aquel movimiento que en los primeros instantes pareció
cívico y que a los pocos días el pueblo, unánimemente, condenó asombrado.
Pero el fracaso de los planes expedicionarios que tramó en Cuba, más sus
actitudes ulteriores, especialmente su reciente regreso al país y sus últimos
contactos con el déspota, mermaron grandemente su prestigio.
Constatóse, pues, desde los primeros instantes, la inexistencia de líderes
de arraigo profundo y generalizado en el corazón de las masas populares,
para encauzar y dirigir el movimiento oposicionista. Velázquez murió a los
pocos meses de lucha; Morales, es cierto, permanente en ella; mas aunque
todos reconocen su lealtad a la causa, muchos señalan los errores de su
orientación y su estrategia.
SUPERACIÓN DEL SENTIDO POLÍTICO
Esa crisis de conductores auténticos, —que tanto sirvió para la consolidación
del régimen—, encerraba, sin embargo, gérmenes de un halagüeño futuro.
Obligaba ella al pueblo a reflexiones constantes. Se dió éste cuenta de que el
cambio de circunstancias y realidades se había hecho manifiesto en numerosas
esferas. Urgía, por tanto, contestar a cada realidad nueva, con una nueva actitud.
Esta conclusión denunciaba una positiva crisis de ideas, a cuya aparición
contribuyeron los sufrimientos y las miserias engendrados por la tiranía. Crisis
que asomaba, sin duda, como un fenómeno favorable. La fidelidad a las técnicas
y a los conceptos que presidieron el desenvolvimiento político de antaño sólo
podía propender a una consolidación perdurable del régimen. Era, pues, lógico
y conveniente que se buscaran nuevos hombres, no con el propósito de que
ejercieran, como en el pasado, una supremacía sin control sobre las masas,
sino para que sirvieran de vehículo a las ansias de libertad y renovación que
alentaba el pueblo. La tendencia personalista adoptaba ahora, por tanto, una
actitud restringida; ya no se pretendía la sumisión incondicional al caudillo;
se reclamaba su presencia como elemento director y coordinador, pero
sometido a la supervisión popular.
La lucha a emprender no era ya entre hombres, sino entre dos ideas,
sagrada la una: la idea de la libertad; abominable la otra: el concepto de la
opresión.
Esa marcha del momento político ideológico hacia planos más elevados
contrastaba con la indiscutible barbarie de las manifestaciones
gubernamentales represivas, y la ausencia total de ética en sus demás
actividades. Era natural que el elemento de las nuevas generaciones estuviera
a la vanguardia en las filas de la renovación. Pero —cosa sorprendente para
muchos— los viejos también cooperaron; rompieron muchos de ellos, ante la
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náá lisis de su pasado y su presente) 191
ignominia, las ataduras a las banderías políticas del ayer. Dejaron de sentirse
bolos o rabudos, progresistas o republicanos, y manifestaron una sola ansiedad:
la de volver a ser hombres libres.
Fué así paulatinamente evidenciándose el despertar del pueblo ante sus
verdaderas realidades. No se razonó o actuó en función de los viejos partidos,
sino en función de amante de la libertad. Comprendieron las masas que casi
todos los líderes que militaron en el pasado más inmediato, las habían
traicionado. Producto de esa comprensión, surgió una unificación espiritual
con miras de resistencia y liquidación de las fuerzas opresoras. Era, sin embargo,
tan efectiva la vigencia de la tiranía, que se hacía difícil enlazar, en actitudes
militantes y disciplinas, las voluntades que formaron, espontáneamente, aquella
unidad. Con el tirano sólo estaba una minoría reducidísima; en su contra, la
casi totalidad del pueblo. Pero como ese pueblo no contaba con armas ni
medios económicos de acción, pudo la minoría poseedora de todos los medios
de represión y dominio, y desprovista de escrúpulos, imponer totalmente su
voluntad, creando una estructura gubernamental absurda.
Repitióse así la escena que tantas veces se ha desarrollado en el curso de la
historia. Un reducidísimo grupo de amorales audaces y alertas logró dominar,
mediante el terror, sobre la definida mayoría de un pueblo. Ese dominio
obligaba a manifestaciones ilógicas y artificiales en todas las esferas. Expresión
él de la fuerza, y no de la naturaleza, provocaba el aparecer de escenas
extraordinarias, inconcebibles en la vida común. Lo arbitrario daba nacimiento
a arbitrariedades. El alma colectiva se desvió de sus cauces específicos y mostró
desquiciamientos; obligábasele, bajo la amenaza del crimen, a actitudes
fundamentalmente en riña con su sentir. El pánico se hizo dueño de la
emotividad. Y como se carecía de instrumentos para combatir aquello, y
proyectar la rebeldía recóndita, surgió en muchos una actitud de sumisión y
derrotismo.
El Gobierno aprovechó esa actitud para acrecentar la ficción del respaldo
popular a su obra. A diario se le hacían nuevas demandas de adhesión al
pueblo, que se veía forzado a asistir a revistas y reuniones donde los oradores
oficiales extremaban el ditirambo al régimen. Su forzada asistencia a esos actos
fué aviesamente interpretada como manifestación de solidaridad. Y no se
detuvieron ahí los pasos… Acólitos y bufones de la tiranía visitaban y visitan
los hogares para arrancar del jefe de familia, de los hijos y del servicio,
fantásticos elogios a aquel “gobierno de honradez y orden, y a la ilustre persona
del Generalísimo Doctor Trujillo, salvador y benefactor de la Patria”.
Ha sido siempre con positivo disgusto que las masas populares satisficieron
y satisfacen tales demandas. Ellas saben que una negativa puede, sobre todo
en los campos, ser juzgada como un desacato a la autoridad, y costar la vida.
En las ciudades, por el contrario, los solicitantes de adulaciones encuentran
mayor resistencia. Muchos son, sin embargo —es doloroso decirlo—, quienes
pudiendo mostrar firmeza o evitar los vejámenes partiendo hacia el extranjero,
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se inclinan con debilidad. Ese sometimiento de tantos a las exigencias
gubernamentales ha permitido al régimen crear una ficticia estructura de apoyo
colectivo a su obra. Estructura que él muestra hábilmente al forastero, o cuyos
reflejos difunde, mediante una bien organizada labor de propaganda, en el
exterior.
EL CULTO DE LA ADULACIÓN
Todas esas imposiciones tienden a la satisfacción de la vanidad del déspota.
En su contradictoria aspiración de una fama sin máculas, él se esfuerza en
despertar en los incautos la idea de que es amado y admirado por la colectividad.
Cooperan en el torcido esfuerzo, los politicastros profesionales, los intelectuales
mercenarios, la burguesía traidora, las jerarquías clericales. Esos grupos han
llegado a inconcebibles puntos en el vértigo de las manifestaciones de servilismos
y bajezas. Compiten en elogios descabellados hacia el déspota. La constancia y
el hiperbólico contenido del elogio han dado a su función cierto carácter religioso.
No se trata de actos esporádicos, sin sentido, sino de un verdadero culto, que
Thompson, en el “Informe de la Foreign Policy Association” llamó “el culto de la
adulación”. La vanidad del dictador se siente halagada. Sus panegiristas han
dicho que su pericia militar sobrepasa la de los grandes capitanes; que su genio
político es muy superior al de los más célebres estadistas; que sólo Dios tiene
relieves superiores a los de su grandeza. “Dios y Trujillo”, frase creada por el
Lcdo. Jacinto B. Peynado, —uno de los intelectuales de mayor amoralidad que él
tuvo a su servicio— devino famosa. El la anteponía a su firma en todos los
documentos privados y públicos.
Ha llegado a tales extremos la genuflexión y el ditirambo que el déspota,
megalómano de por sí, se autosugestionó con su extraordinaria grandeza.
Ayudaron a ello numerosos gobiernos e instituciones extranjeras que le han
otorgado títulos, medallas y diplomas. En esa labor condecoradora distinguióse
el Vaticano. Es para Trujillo motivo de hondo júbilo mostrar y exhibir esos
objetos con que entidades del exterior manifiestan la administración que les
inspiran sus virtudes y su gloria. Tales hechos tienden, como es lógico, a
exacerbar la anormalidad de su psiquismo.
Las manifestaciones de adulación son tanto individuales como colectivas.
Dentro del país, el Congreso, formado por acólitos incondicionales, se extrema
en ellas. Hay momentos en que da y lo es la impresión de que esa es la única
finalidad de su existir. Carente de independencia en su actuación, sus diputados
y senadores son nombrados por voluntad y cumplen la voluntad del déspota.
Sus sesiones son claro espejo del servilismo predominante en las esferas
politiqueriles. Jamás asoma en ellas una crítica; se celebran más bien para
darle un respaldo total a las preposiciones del ejecutivo. Obrando así se le
imprime una ficción de democracia parlamentaria al régimen.
Se han dado casos en que una ley haya sido declarada de urgencia,
estudiada en tres lecturas consecutivas, y votada, en el curso de pocas horas.
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Lo más curioso es que la mayoría de las leyes aprobadas de ese modo no
propende a la modificación de realidades materiales, educacionales,
internacionales o jurídicas, sino a la satisfacción de la megalomanía del dictador.
Tienden ellas por lo común a exaltar sus imaginarios méritos y los de su familia.
Por medio de leyes se le concedió el título de Benefactor de la Patria y se le
otorgaron infinidad de honores. Su nombre y el de los suyos han substituído
los viejos nombres de muchas poblaciones, calles, carreteras, escuelas, puentes
y edificios públicos; y se les adjudican a todas las obras materiales importantes
construídas bajo su régimen. Ha habido ocasiones en que la sesión de la Cámara
de Diputados (Gaceta Oficial del 24 de junio de 1933) casi circunscribió su
actividad a cambios de 15 nombres de pueblos y plazas.
En los hogares es casi obligatoria la constante exhibición de su retrato. El
climax de ese movimiento de adulación lo alcanzó la ley por medio de la cual
quedó definitivamente dispuesto el cambio de nombre de la ciudad de Santo
Domingo, Primada de América, por el del férreo gobernante. Aunque este acto
provocó en todo el mundo civilizado una reacción repulsiva, no fué ello
obstáculo para que continuaran las normas serviles. Pocas son las cosas de
cierto relieve que no se llamen “Trujillo”. A pesar de que todos los panegíricos
parecen haberse ya agotado, surgen a diario nuevos. Ultimamente acordó el
Congreso señalar en todos los documentos públicos, conjuntamente con el
aniversario de la Independencia y el de la Restauración, el año de la “era de
Trujillo”. Por suerte, esa ley puede ser interpretada en sentido contrario a la
intención que encierra, ya que en el alma de todos los dominicanos dignos
existe el convencimiento de que al iniciarse el actual régimen, comenzó
efectivamente una era inconcebible de crímenes y de tergiversación de todos
los valores morales, una era positivamente tenebrosa.
APOYO Y RESPONSABILIDAD DEL INTELECTUAL
Trujillo es el responsable mayor de todas esa vergonzosas manifestaciones;
pero también recaen responsabilidades graves sobre sus más conspicuos
sostenedores. Cosa interesante: el elemento militar toma escasa parte en las
exhibiciones de indignidad, a pesar de que su organización constituye el pilar
fundamental del régimen. Son más bien los politicastros corrompidos, y los
intelectuales de todas las castas —en actitud abiertamente politiqueril— los
autores más corrientes de esos actos bochornosos. Han llegado esos intelectuales
a límites inimaginables en el plano del servilismo y la abyección. Sus
conocimientos y su capacidad de ponderar el valor de los principios éticos,
despojan a su actitud de toda justificación posible. Trujillo, en cambio, podría
tener el atenuante de su índole psíquica bárbara.
La existencia de ese apoyo intelectual a la dictadura dominicana no es
fenómeno que sorprende, sobre todo en las tierras de Iberoamérica. Todo
César iberoamericano encontró dentro de la intelectualidad un rico número
de lacayos. El hecho obliga a la reflexión. El depende, a nuestro juicio, de las
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mismas motivaciones del caudillismo político y del revolucionismo, es decir,
del rudimentario desarrollo económico y cultural de la colectividad. Influyeron
también, probablemente, los falsos conceptos que orientaron la educación
secundaria y universitaria. Las Universidades creaban solamente abogados,
médicos y farmacéuticos, que se vieron, en las épocas de crisis, frente a
dificultades serias para lograr el sustento. Los estudios económicos, en cambio,
así como los de las ciencias industriales y la agronomía, eran descuidados. Por
tanto, en vez de contribuir con su sapiencia al desenvolvimiento de las
actividades esenciales para un progreso nacional armónico, desarrollaron esos
intelectuales capacidades que la Patria no necesitaba en aquellos momentos.
Se dió la incoherencia de multitud de abogados y muy escasos litigios; de
infinidad de farmacéuticos sin capital para establecerse o seguros de fracasar
en el caso de hacerlo, por la reducida capacidad adquisitiva del pueblo; de
periodistas con escasísimas probabilidades de vivir de sus plumas. Esas
desarmonías denunciaban una marcada deficiencia en los hombres que
encauzaron las actividades educacionales; deficiencia bastante común en
nuestras tierras, y que urge imperiosamente anular: la falta del sentido de la
proporción y la medida.
Fué, además, fenómeno corriente el que esa intelectualidad le tomara gusto
a la vida burguesa, gusto que la empujó a buscar en actividades políticas o
politiqueriles los medios que pudieran proporcionar tal vida, cuando la
profesión se mostraba parca en ofrecerlos. Ya en ese camino, fueron sus
hombres gradualmente perdiendo el sentimiento del decoro. ¡Había que
sostener el rango! ¡Y que evitar el hambre! Tales exclamaciones servían de
excusa. Aquellos que conservaron ciertos escrúpulos, actuaron por lo general
de modo discreto en la cooperación al mal. Los demás obraron
desfachatadamente: fueron los corrompidos sinceros. Junto a unos y otros
figuran hombres de menor valía mental, individuos que entran más bien dentro
del marco de los intelectualoides que de los intelectuales. Los daños que todos
ellos han hecho al país son incalculables. Sin su cooperación, Trujillo habría
encontrado grandes dificultades para resolver numerosos problemas, ya que
habría carecido de un personal capaz para el desempeño de puestos de
importancia. Su apoyo fué, pues, factor trascendental en la consolidación del
despotismo. Pero pesan también otras responsabilidades sobre sus hombros:
han servido ellos de instrumentos corruptores. Sus panegíricos al déspota, sus
torcidas afirmaciones sobre el fementido progreso actual, contribuyeron a
desviar las mentes de muchos ingenuos— letrados e iletrados— de la masa
campesina y urbana, que fueron gradualmente creyendo en los verdaderos
méritos civilizadores del tirano. Nació así, en algunos espíritus simples, esa
ilusión perjudicial y peligrosa. La incultura popular fué causa de que pudiera
ella nacer y abrirse, en ocasiones, paso. Los principios éticos de nuestras masas
son más bien instintivos que racionales. Ellas son buenas por naturaleza, y no
por conciencia. Su ingenuidad tiende a colocarlas a veces en posiciones
admirativas ante el brillo de cosas superficiales, mientras descuidan la
investigación del contenido —a menudo horroroso— de la entraña.
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náá lisis de su pasado y su presente) 195
El país no podrá perdonar nunca a esos intelectuales su actitud corruptora.
Ellos eran quienes estaban llamados a manifestar mayor lealtad a los principios
éticos, llegando en esa actitud hasta el sacrificio. Mas, en su gran mayoría, no
lo hicieron. Traicionaron totalmente a las tesis hostosianas, y tendrán mañana
que responder, ante la indignada conciencia pública, de sus abyectas actitudes.
El Tribunal Revolucionario que habrá de crearse cuando caiga por tierra la
presente tiranía, sabrá imponerles las sanciones merecidas.
Los procedimientos de esa intelectualidad, repugnantes en sí, motivaron
en el ánimo de los intelectuales puros, hondas reflexiones sobre la posición
adoptada por algunos de ellos en el pasado, frente a las cuestiones públicas.
En lugar de actuar decididamente en la política, para servir de luminares, y de
dique contra el movimiento corruptor, prefirieron éstos encerrarse en sus
torres de marfil y concretarse a la labor estrictamente intelectualista. “Mi
creencia cada vez más arraigada de que el pueblo dominicano constituye nación,
me ha vedado en absoluto ser político militante”, dijo en admirable y valiente
carta al tirano Trujillo, el ilustre escritor Américo Lugo. Esa posición —corriente
en muchos otros hombres de pensamiento— era doblemente errónea; en primer
término, porque implicaba una identificación de la personalidad nacional con
el concepto que de ella tenían los constitucionalistas de la democracia; en
segundo lugar, porque permitía que la cosa pública cayera en manos de los
más impreparados. Si ante sus ojos el país carecía de los atributos nacionales,
su deber era lanzarse a la lucha para crearlos, y no la deserción y el retraimiento.
Desertar implicaba una actitud de derrotismo, inconcebible en aquellos que
por su preparación e inteligencia se daban perfecta cuenta de que el proceso
de la evolución de los pueblos es lento, aunque sucesos trasmutadores den a
veces la impresión de un devenir precipitado. En medio de esa marcha evolutiva,
a ellos toca actuar como guías y ofrecer la palabra del porvenir. No importa
que sus pensamientos u obras aparezcan como frutos inmaduros o actos
anticipados. Pues es propio de los conductores de los pueblos anticiparse
generalmente a su instante histórico. Su capacidad política reside en el esfuerzo
de adaptación de su ideal a las realidades circundantes. Lo que debe importarles
a ellos es realizar, en cada momento, la parte realizable del ideario.
Si los intelectuales puros hubieran obedecido, en el pasado, a ese deber,
tal vez hubieran podido evitarse algunos males presentes. La trinchera que a
ellos correspondía fué, como era lógico, ocupada a menudo por los más
desvergonzados y audaces.
RESPALDO DE LA BURGUESÍA
Después del ejército, la intelectualidad corrompida ofrece el segundo pilar
que sostiene al régimen.
El tercer pilar está integrado por el elemento político profesional, cuya
colaboración al gobierno hemos ya descrito, señalándola como una prueba de
la acentuada degeneración politiqueril.
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Estos dos últimos pilares a veces se confunden, ya que es propio del
intelectual corrompido actuar como un politicastro. El hecho, empero, de que
la mayoría de politicastros carezca de capacidad intelectual, nos obliga a
establecer la diferenciación.
El cuarto pilar lo constituye el burgués auténtico. Dedicado éste a sus
negocios, ve con indiferencia total la desgracia del pueblo. Sólo procura obtener
ventajas y beneficios personales. Como esos beneficios no podrían lograrse si
él adoptara una actitud hostil, opta por la cooperación abierta o por la pasividad
aparente, que es una forma de cooperación. Viven los burgueses, por lo general,
en las ciudades, y acceden gustosos a toda clase de demanda que con fines de
adulación hacen los intelectuales corrompidos o los politicastros militantes.
Forman ellos ficticias asociaciones para brindar homenajes, celebrar los
natalicios del dictador, o construirle estatuas. En sus centros sociales, la tiranía
recibe los más espléndidos agasajos. A menudo experimentan ellos orgullo
cuando en las fiestas, sus hijas y señoras conversan o bailan con el “Supremo
Jefe”.
Trujillo responde con acertada estrategia a esas demostraciones. El sabe
que la voz de esos hombres de preeminencia social y comercial es escuchada
en el extranjero. Además, sus actitudes encierran —por fatal supervivencia de
un viejo criterio— ejemplos para los hombres y las mujeres de las clases media
y proletaria del país. Esas clases están acostumbradas a considerar como cosa
buena, debido a su ingenuidad y su ignorancia, los procedimientos y las obras
de las personas conspicuas de la burguesía. Forman esas personas, ante sus
ojos, la casta de los “honorables”. En el pasado existieron bases para esa
denominación ya que la pureza era virtud relativamente extendida dentro de
la burguesía. Pero las cosas fueron paulatinamente cambiando. Pocas familias
burguesas permanecieron ajenas al vértigo de desenfreno y corrupción que se
desarrolló en el curso de los últimos lustros. El término “honorable”, aplicado
a esa clase social, no tuvo ya razón de ser. Sin embargo, sus miembros fueron
suficientemente astutos para capitalizar a su favor todo cuanto aquella
denominación entrañaba en materia de confianza y admiración popular hacia
ellos. Se sirvieron esos “pseudo honorables” de la ignorancia de las masas, con
miras de explotación y lucro; el viejo patriarcalismo fué substituído por una
tendencia utilitaria; los directores de empresas y jefes de familia, dejaron de
ser, por lo común, bondadosos para con sus servidores pobres; establecían
separaciones fijas entre ellos y esos servidores, y los obligaban a una faena
ímproba por un salario de esclavitud; insistían, además, en la reconocida
superioridad de su clase, y la indiscutible bondad de sus obras. Esto último
trajo como consecuencia el que las adulaciones y el apoyo que dichos burgueses
brindaron a la tiranía, sirvieran de espejo y norma a las masas adoloridas y
hambrientas. El pueblo razonó de esta manera: “si don, hombre honorable,
dice que Trujillo es Dios, positivamente debe serlo, porque don no dice mentiras,
ni se equivoca nunca”…
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Así fue contribuyendo eficazmente gran parte de la burguesía a la obra de
perversión colectiva que la intelectualidad tiranófila y los politicastros realizan.
Por suerte, el hambre y el dolor ocasionados por el despotismo están ya
provocando una reacción popular contra esas funestas actitudes mentales.
Ante esa reacción, los “honorables” van perdiendo su vieja supremacía. Es tal
el impulso creciente del movimiento, que no es aventurado vaticinar la
liquidación cercana de esa honorabilidad fementida.
Lógicamente, mientras perdure la dictadura, perdurará la relativa
supremacía de esa casta. Sus miembros obtienen en la actualidad, del gobierno,
casi todo cuanto anhelan. El tirano sólo los hostiliza cuando llegan lejos en el
enriquecimiento. Entonces, es posible que les exija participación en el negocio;
y si éste es sumamente beneficioso, tal vez llegue a apoderarse totalmente de
él. Pesa, por lo tanto, una amenaza trágica sobre la cooperación del burgués.
Amenaza trágica con ribetes ridículos. ¡Cómo se place, en efecto, el tirano,
cuando obliga a esos hombres a llenar los cometidos más risibles y vulgares!
Siente entonces la alegría que experimenta el ser primitivo al imponer su
voluntad sobre individuos de ilustración mayor que la suya, que fueron hasta
ayer directores de numerosas e importantes actividades sociales.
Es con escondida aflicción que dichos burgueses extienden su apoyo
monetario al régimen. Con sonrisas, empero, entregan el cheque… Ellos
prefieren desprenderse de esas sumas antes de que surja una situación de tipo
revolucionario que ponga en peligro sus bienes y rompa el monótono discurrir
de sus holgadas vidas.
Si se hace un cómputo, se llega a la conclusión de que han sido bien escasos
los miembros de esa clase social que han conservado intacto el sentimiento de
la dignidad y del decoro. Repitióse ahora, pues, exagerada hasta el extremo,
una situación similar a las que vimos aparecer en las épocas de Santana y Báez
y especialmente durante la dictadura lilisista. Ahora, como entonces, el
elemento rico, nacional y extranjero, devino un poderoso sostén del régimen.
Con la diferencia de que en aquellas épocas las excepciones eran numerosas y
de valor. Actualmente, por el contrario, escasean…
POSICIÓN DE LAS JERARQUÍAS CATÓLICAS
El quinto pilar en que se apoya el régimen es la alta jerarquía del clero
católico. Numerosos sacerdotes, representantes del Cristo —que fué todo
humildad, desinterés, virtud y condenación de iniquidades— compiten con
los politicastros, y los intelectuales corrompidos, y los burgueses ricos, en el
sahumerio y el servilismo. El actual Arzobispo, un italiano de apellido Pittini,
se ha convertido en mensajero de la voz cesárea. Anduvo hace meses por el
Brasil, haciendo propaganda por el Faro de Colón, cuya erección a Trujillo
interesa, para satisfacción de su megalomanía, y como fuente de nuevos
negocios deshonestos. El Nuncio del Papa calificó en una ocasión al Presidente
como creador de una gran obra de civilización; ello dió motivo a una carta
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irónica a Su Santidad, publicada por un exilado dominicano, el Sr. Pedro Julio
Sánchez, en una edición de “El Imparcial” de San Juan de Puerto Rico, pidiendo
la “canonización de Trujillo”.
El apoyo religioso no es, sin embargo, general. Hay muchos curas que han
tratado de oponerse a la corriente de sus superiores y de evitar las bajezas e
indignidades a que han llegado otros compañeros. Por desgracia, esta labor de
oposición —enojosa, con seguridad, para las altas jerarquías clericales— no
puede adquirir amplitud ni realizarse a las claras. Si un sacerdote quiere
permanecer en su parroquia sin ser molestado, tiene forzosamente que hacer
acto de sumisión al déspota. Esto no permite que se realice desde el púlpito la
más ligera crítica a su régimen. La intervención de la voluntad dictatorial
trasciende, pues, hasta el campo de las creencias. Lo más repugnante del caso
es que las altas dignidades se muestran aparentemente complacidas de ello.
En verdad, si así no fuera, todos los bienes de la Iglesia correrían peligro, ante
la codicia y el rigor del gobernante. Para que la Iglesia católica pueda subsistir
como institución espiritual y como cuerpo de negocios, se hace necesario el
sometimiento y la loa. ¡Aberración extraordinaria! Pues ello implica el elogio
directo o indirecto del crimen, y la traición constante a los principios más
sagrados de la moral cristiana.
Tiene, por otro lado, esa posición cínica y proditoria de la Iglesia frente a
la tiranía gravísimas consecuencias en el campo de la ética colectiva. Pues si
las masas respetan y tienden a imitar las actitudes de los burgueses e
intelectuales, por considerarlas ejemplares, hay marcada obediencia a los
consejos del sacerdote, que es visto por ella como el representante real de
Dios en la tierra. Esas masas no tienen conciencia exacta del significado de los
dogmas católicos, pero profesan positiva fe a numerosos santos. El sentido
religioso de la vida es en ellas hondo, como en casi todas las poblaciones que
no han llegado a un grado de cultura elevada. Ciertos cultos, el de la Virgen de
la Altagracia, por ejemplo, cuentan con verdadero fervor popular. Tal actitud
predispone a recibir la palabra del cura como si fuera palabra divina. Los
elogios a Trujillo, adquieren en su boca extraordinaria fuerza convincente.
¡Por eso su pecado es magno cuando tales actos realiza!
Debido a esa profunda religiosidad del pueblo, es probable que la eficacia
corruptora del servilismo clerical sea mayor que la del intelectual y la del
burgués. El temor a violar los mandatos sacerdotales contribuye en gran parte
a refrenar la instintiva rebeldía contra las ignominias del régimen.
Por otro lado, la posición religiosa ante la vida ha hecho nacer en el ánimo
de la gente sencilla supersticiones sobre la naturaleza suprahumana del
mandatario, que atenúan en parte los raptos de hostilidad. Algunos hombres
de rudimentaria cultura han llegado a creer que Trujillo está protegido por
fuerzas demoníacas contra las cuales es imposible luchar. El fracaso de las
conspiraciones fué segura raíz de esa actitud, que ha ganado, por ventura,
pocas almas.
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COOPERACIÓN DE LA ECONOMÍA IMPERIALISTA
Las corporaciones extranjeras ofrecen el sexto pilar en que reposa la
estructura del régimen. Se dedican ellas, principalmente, al negocio azucarero.
Ese negocio ha llegado a adquirir vastas proporciones: puede afirmarse que él
constituye la actividad económica más importante y disciplinada del país. Las
corporaciones lograron organizar sobre bases científicas la industria. Su
existencia imprime movimiento a la vida bancaria. Por desgracia, casi todas
ellas trabajan con capital extranjero, y los beneficios que ofrecen van también,
por ende, hacia al exterior. La ausencia de tratados comerciales de reciprocidad
con los Estados Unidos obliga a vender el producto a precios muy inferiores
de los que obtiene Cuba y Puerto Rico. El Canadá y la Gran Bretaña son los
compradores principales. Los bajos precios repercuten sobre los salarios. Es
raro que un cortador de caña llegue a ganar más de 30 ó 40 centavos por diez
a doce horas de trabajo diario. El panorama adquiere, por tanto, un aspecto
de explotación y de injusticia mucho más intenso que el que ofrece la misma
industria en las vecinas islas. El beneficio es también inferior. En Cuba y Puerto
Rico, la industria azucarera constituye un gran negocio para los dueños de
centrales; en Santo Domingo, por el contrario, el negocio tiene menor
importancia, ya que es menos productivo.
Cuando el azúcar se vendía a 90 centavos y a un dólar, los provechos eran
casi nulos. Actualmente se vende a $1.40, precio que brinda una ganancia
seria.50 Desconócese a cuánto asciende esa ganancia. Las estadísticas publicadas
arrojan sumas que oscilan alrededor del 25% de la entrada total; no puede,
empero, depositarse fe en esas estadísticas, ya que ellas son suministradas
directamente por las centrales, sin ninguna clase de supervisión científica. Es
casi seguro que los beneficios sean pues, mucho mayores.
Garantizar la estabilidad o mejorar las condiciones que permitan el logro
de esos beneficios es función vital de los directores del negocio. Sabedores
ellos de que el Gobierno puede, mediante medidas tributarias, reducirlos,
ofrecieron a Trujillo una especie de tácito pacto recíproco que se ha estado
cumpliendo ampliamente. Comprometiéronse a convertirse en los defensores
de la administración dominicana ante los círculos gubernamentales de
Washington y los centros financieros de Wall Street; en cambio, exigieron del
mandatario —cosa a la cual él visiblemente accedió— la promesa de que no
pondría trabas o cortapisas al desarrollo de la industria. Es materialmente
imposible obtener pruebas concretas del pacto; varios hechos, empero, lo
denuncian: no pagan las compañías impuestos sobre las propiedades poseídas
(vastas zonas agrícolas y pequeños centros industriales) ni sobre los beneficios
logrados, y se hacen a su favor constantes excepciones a las leyes inmigratorias
y del trabajo, a su vez, los directores manifiestan a menudo opiniones favorables
50. En los últimos meses experimentó el azúcar una nueva baja.
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al régimen. Prueba de ello, las siguientes declaraciones del Sr. E. J. Kilbourne,
uno de los directores de la industria: “Nos regocija hondamente poder expresar
nuestro afecto y lealtad al Presidente Trujillo. Esa lealtad no es solamente la
consecuencia de las amistosas relaciones personales existentes entre cada uno
de nosotros y el General Trujillo, sino también la consecuencia de la sabiduría
y la previsión que él ha mostrado respecto a los problemas de nuestra industria.
Cuando el General Trujillo ascendió a la Presidencia en 1930, cambió totalmente
la actitud del Gobierno para con las compañías azucareras. El reconoció
inmediatamente el verdadero carácter nacional de la industria, y le brindó su
invariable apoyo y su estímulo; gracias a ello, hoy vemos el futuro no sólo con
confianza, sino también con la completa comprensión de que el apoyo que
recibimos nos obliga a asumir responsabilidades… Puedo aventurarme a decir
que no existe en ninguno otro país de la América Latina una situación similar
a la que existe en la República Dominicana, en cuanto se refiere al capital
extranjero aquí invertido…”51 Estas declaraciones fueron hechas en un banquete
ofrecido por los representantes de las compañías azucareras. No podía el señor
Kilbourne denunciar de modo más claro las vinculaciones existentes entre la
dictadura y los magnates de la industria. El dictador Trujillo aparece en ellas
como un definido colaborador del imperialismo económico. El hecho no
sorprende… Sin embargo, es muy interesante constatar que esas afirmaciones
se hicieran justamente en los momentos en que los países políticamente más
avanzados de la América indohispánica, como Chile y México, se esforzaban
en rescatar de manos extranjeras la riqueza pública, y en imponerle tributos
al capital absentista. Quien no conociera las verdaderas orientaciones de Trujillo
se asombraría al saber que él reprodujo las frases de Mr. Kilbourne, en un
libro que contiene una compilación de estadísticas financieras, informes y
datos realizada, según rumor muy socorrido, por una firma de abogados
norteamericanos, y publicado bajo su nombre. Ello demuestra que él tiene tal
declaración a orgullo. Y se comprende… El ha creado un régimen de oprobio
que necesita apoyos valiosos en el exterior. Cualquier ataque contra el capital
absentista, —con miras, naturalmente, de interés personal—, podía repercutir
en Washington y acarrear grandes riesgos a la perdurabilidad de su obra. Por
el contrario, el contubernio con las corporaciones azucareras le brindaba los
anhelados apoyos. El no vaciló. Celebró el tácito pacto. Y mostró con ello, una
vez más, su positiva capacidad de hombre práctico, su sentido de negociante
y su ausencia total de patriotismo.
Ciertamente, tanto él como las corporaciones obtenían beneficios del trato.
El único perjudicado era el pueblo dominicano, que iba a seguir perdiendo
sus tierras, que continuaría trabajando por salarios ínfimos para que magnates
extranjeros y el Presidente de la República aumentaran sus riquezas, y que
veía en aquella vinculación de potentados un robustecimiento de la tiranía, y
en consecuencia, una acentuación de su dolor. Pero eso no les interesaba a las
51. Lawrence de Besault. President Trujillo, his work and the Dominican Republic.
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corporaciones. Su asunto era asegurar y aumentar los beneficios. Si Trujillo se
comprometía a ello había que considerarlo un magnífico gobernante. Y que
prestarle todos los respaldos al alcance.
Lo contradictorio del caso es que el mandatario codicia, en su intimidad,
los beneficios de esas corporaciones. Comprende, empero, que son mayores
las ventajas por él derivadas al permitir que ellas trabajen y se lucren.
Esos son los seis sólidos pilares sobre los cuales ha edificado el régimen su
estructura. Existen otros, como la burocracia de la clase media, sin verdadera
consistencia, ya que no presta una colaboración sincera. Escasos son, en efecto,
los empleados gubernamentales de poco relieve, que se sienten amigos
incondicionales de la situación. Actúan más bien por necesidad vital, en
obediencia al apremio de la situación económica.
Frente a la organización así creada se encuentra la gran masa del pueblo;
la casi totalidad de la clase media, del proletariado, y parte de la burguesía. El
régimen es, pues, como los de Báez y Lilís, de carácter esencialmente derechista.
Negador de las esencias de la democracia, expresa el contubernio de las minorías
ricas y las minorías pobres amorales o inmorales, en función antipopular.
CAPÍTULO II
Desarrollo y
formas de la era
tenebrosa
El que abandona en un momento de
desidia su derecho; el que no siente
lastimado el suyo cuando se lastima el de
otro; el que ve sin sobresalto la violación
de una ley; el que contempla indiferente
la substitución de las instituciones con la
autoridad de una persona; el que no gime,
ni grita, ni brama ni protesta cuando sabe
de otros hombres que han caído vencidos
por la arbitrariedad y la injusticia, ese es
cómplice, o autor o ejecutor de los
crímenes que contra el derecho se cometen
de continuo por falta de cumplimiento de
los deberes que lo afirman.
EUGENIO M. DE HOSTOS.
Trujillo se hizo cargo del poder cuando tanto el pueblo como el Gobierno
atravesaban una situación económica aflictiva. La crisis política y la depresión
mundial provocaron una notable merma de las actividades comerciales. Los
ingresos del gobierno bajaron de $15,385,843 —suma del 1929— a $7,311,417
—suma del 1931—. Un pavoroso ciclón, que destruyó gran parte de la capital
en la tarde del 3 de septiembre de 1930, ocasionando millares de muertos y
heridos, trajo nuevas complicaciones. La desolación y la tragedia se unieron a
la pobreza. El Gobierno se vió obligado a solicitar la ayuda de los países
extranjeros para aliviar la angustia de la población capitaleña. Acudieron con
contribuciones organismos oficiales y privados. La Cruz Roja Dominicana, en
cuya Presidencia se colocó el mismo Trujillo, asumió la responsabilidad de
recibir todos los fondos donados y de cooperar con el gobierno en la obra del
salvamento y la reconstrucción. Es absolutamente imposible obtener datos
precisos sobre el monto de la ayuda recibida y los propósitos exactos a que fué
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destinada. Puede, sin embargo, asegurarse que las remesas del extranjero y
del interior del país —en virtud estas últimas de órdenes de transferencias del
Poder Ejecutivo— fueron sumamente elevadas. Como no hubo control sobre
los gastos ni se rindieron cuentas detalladas, existe en el ánimo público el
convencimiento de que Trujillo y algunos de sus más cercanos compañeros
dispusieron para su personal peculio de gran parte de estos ingresos. La tragedia
de la capital brindó, pues, una nueva aunque momentánea fuente de
enriquecimiento al déspota. El la supo explotar en todos los planos. Sin la
menor sombra de escrúpulos, forzó a numerosos comerciantes a venderle a
tipos reducidísimos las cuentas que cubrían órdenes gubernamentales para
reparaciones de daños ocasionados por el ciclón. A las pocas semanas, él se
hacía pagar dichas cuentas a la par. Actuaron en ciertas ocasiones como
intermediarios entre el Presidente y los comerciantes, personalidades
destacadas del Gobierno.
La desfachatez con que se realizaron esas operaciones deshonestas
denunciaba que Trujillo estaba dispuesto a llegar muy lejos en el desvío de los
ingresos públicos a sus manos. Hubo, empero, empleo de técnicas totalmente
imprevistas. El tirano no se conformaba con llevar a sus bolsillos dineros que
pertenecían al erario de la nación; aspiraba provechos mayores, como los
brindados por la organización de negocios fabulosos, para beneficio personal
exclusivo, en detrimento del pueblo. Esos negocios tendrían casi siempre la
característica de monopolios extraoficiales, amparados por la ley o por la fuerza
de las bayonetas. Aquello era algo totalmente nuevo en el país: ningún
gobernante lo había intentado. En el extranjero, por el contrario, se habían
visto algunos casos similares, especialmente en Venezuela, durante la tiranía
de Gómez, y en Cuba, bajo el régimen de Machado.
ORGANIZACIÓN DE LAS CORPORACIONES
EXTRAOFICIALES
La organización de los primeros negocios de este tipo provocó en el pueblo
la reacción de asombro que producen las cosas inconcebibles. Como el pasado
de Trujillo y las tendencias de su temperamento eran harto conocidos, no
podía causar la más ligera sorpresa el aprovechamiento, por su parte, de fondos
del Estado. Nadie imaginaba, empero, que además de esto, él estructuraría,
con el apoyo de la fuerza, todo un sistema de expoliación y despojo de los
medios naturales de vida de la colectividad. Se recordaba que el régimen de
Lilís, que en sus últimos años fué prototipo de desorden administrativo, permitía
y quizás estimulaba el apoderamiento de bienes públicos por parte de sus más
adictos; pero no se incautó de riquezas de particulares ni centralizó negocios
que brindaban medios de subsistencia al pueblo, ni impuso sobre ese pueblo,
para beneficio de su régimen o de su persona, absurdas cargas tributarias, ni
consintió por lo común, violaciones a la propiedad privada.
Ahora comenzaban a verse esas cosas. El monopolio de la sal fué uno de
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 205
los primeros creados. La ley que autorizó su creación es en todo sentido absurda;
fallaron, los intelectuales amorales que respaldan al régimen, al buscar, para
la justificación de crimen, razones ligeramente aceptables. Extendieron el
permiso para el monopolio basados en el siguiente “Considerando”: “que las
salinas del Estado que están situadas en la zona marítima o costera, por el
exceso de lluvias que se ha sufrido durante los dos últimos años y la extracción
de sal anormal, excesiva, que de un modo abusivo han hecho los concesionarios
y detentadores de tales depósitos naturales, están amenazadas de agotarse”; y
resolvieron: prohibir “extraer sal de las salinas propiedad del Estado, o sea de
todas las ubicadas en la zona marítima o costera e islas, islotes y cayos
adyacentes, siendo extensiva esta prohibición a las salinas concedidas a algunos
municipios o personas”; e “imponer un impuesto adicional a los actualmente
existentes, de $0.15 por cada saco de 50 ko. despachado por los depósitos de
salinas para usos del comercio”.52
Amparado en los monstruosos cánones de esta ley aviesa, pudo Trujillo
formar una Compañía, que se denominó “Compañía Salinera, C. por A.” para
ocuparse sin competencia, de la explotación de las salinas nacionales y la
venta del producto. El Administrador actual de esta corporación es un
norteamericano que se encuentra desde hace varios años al servicio del
dictador. A pesar de que él no ocupa puesto gubernamental alguno, su
automóvil posee placa oficial. El apellido de este señor es Hansard.
Estas operaciones, legalizadas en parte por el Congreso, repercutieron
inmediatamente sobre la economía del país. Numerosas personas ocupadas
antes en este negocio, se arruinaron. La región de Monte Cristy —donde la sal
constituía una de las fundamentales actividades económicas— se empobreció
extraordinariamente; empobrecimiento que obligó al gobierno a adjudicar a
la municipalidad montecristeña parte de un nuevo impuesto, para substituir
así la ausencia de entradas por concepto del negocio salinero. El monopolio
obligó, además, al pueblo, a consumir una sal impura, extraída de las minas
de Neyba. Esa extracción resulta menos costosa que la explotación de las salinas
marítimas. Casi todas estas últimas han sido destruídas; junto a sus ruinas, sin
embargo, el Ejército ejerce una vigilancia constante, para evitar que el pueblo,
empujado por la necesidad y la miseria, viole la ley. Toda persona sorprendida
recogiendo granos de sal en rocas y playas, es severamente castigada por los
cuerpos represivos del régimen. El costo del artículo, que era antes $0.40 y
$0.50 quintal, ha sido elevado a $3.00. Como es producto indispensable, el
pueblo se ve obligado a pagar por él, para provecho del Sr. Trujillo, esos
elevadísimos precios. Las entradas anuales que éste obtiene del negocio han
sido calculadas en $400.000.
Innecesario señalar el carácter inicuo de estas operaciones comerciales a
que se ve forzada la colectividad: se trata de un verdadero crimen contra un
52.Gaceta Oficial No. 4435 (3 de febrero de 1932).
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pueblo empobrecido por la depresión mundial y la depreciación de los
productos nacionales. La situación exigía medidas totalmente inversas, es decir,
la baja de los artículos de primera necesidad en vez de su subida de precio. El
café, que llegó a valer en el año 1925, $24, se vendía en el 1931 a $10, y siguió
bajando hasta cotizarse a $6. Lo mismo sucedía con el tabaco, el cacao y el
maíz. Este descenso en los precios de productos de cuya venta depende el
campesino, redujo, como era lógico, la capacidad adquisitiva y tributaria del
pueblo. Lo natural y científico era que el gobierno tratara de amoldar los
precios de los más necesarios artículos a esa reducida capacidad adquisitiva,
mientras estimulaba el desarrollo de la iniciativa personal y de nuevas fuentes
de riqueza. En vez de acaparar en pocas manos —o en una sola mano— los
negocios, era más prudente extenderlos, para multiplicar las posibilidades de
ingresos individuales.
El régimen no hizo caso a esas consideraciones lógicas. A medida que se
fué consolidando en el poder, tomó mayor auge la monopolización de la riqueza
pública y la elevación de los precios de los productos de mayor urgencia,
debido a injustificables impuestos sobre el consumo. Estos impuestos —y
numerosos de otro tipo— le aseguraron entradas que permitieron, junto a
medidas financieras internacionales, su subsistencia. Como era de esperarse,
directa a los nuevos tributos y a los nuevos monopolios. El gobierno se sostiene,
pues, gracias a la intensificación paulatina de esa miseria, cosa absurda,
totalmente opuesta a la función primordial de todo gobierno, que es brindarle
prosperidad y dicha al pueblo.
Nuevos monopolios, como el de la compra del ganado en numerosas
regiones del país, y su matanza en la capital, fueron creados —sin amparo
legal esta vez— para beneficio del déspota. Intensificó esta creación la gravedad
del malestar económico, ya que la crianza y venta del ganado eran también
actividades provechosas para el campesino y el intermediario de la ciudad. Se
estima que el país nutre hoy en día un millón de cabezas de ganado vacuno.
Durante el año de 1936 fueron sacrificadas en la capital más de 12,000 cabezas,
lo que arrojó un consumo per cápita (distrito de Santo Domingo) de más de
12 kilos de carne. Es lógico que si las reses, en vez de haber pertenecido
exclusivamente al dictador, hubieran sido propiedad de gran número de
personas, los dineros de su venta se hubieran difundido, entrañando ello un
incremento de las actividades económicas.
Casi todos los negocios derivados de la ganadería fueron centralizados
por Trujillo. Aunque no llegó a legislar prohibiendo la exportación de ganado
por otros comerciantes, puede asegurarse que ese negocio está casi totalmente
en sus manos y le produce cuantiosísimos beneficios. Utiliza, para realizar la
exportación, barcos de su propiedad o del Estado, que trafican entre Santo
Domingo y algunas Antillas Menores. Estos buques, pertenecientes en apariencia
a la “Compañía Naviera, C. por A.”, están tripulados principalmente por
miembros del Ejército, y realizan, con las finanzas que la mencionada Compañía
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Naviera aporta, un infame suministro de prostitutas a los prostíbulos de Curacao
y Aruba. Mr. Hansard, el norteamericano que preside la “Compañía salinera”
es también administrador de esta sociedad marítima. Para hacer el negocio
más productivo, Trujillo hizo votar por el Congreso la Ley No. 67 (Gaceta
Oficial No. 5272) que exime a los buques de matrícula nacional, del pago de
derechos e impuestos, y autoriza al Poder Ejecutivo a “asignar subsidios a
empresas navieras nacionales”.
También monopolizó casi totalmente el dictador, en la región capitaleña,
la venta de la leche, y las industrias derivadas de este artículo. El fija a su
antojo los precios. No se ha atrevido hasta ahora a prohibir el abastecimiento
y la venta por otros negociantes, pero hizo que el Congreso legislara para
forzar la desaparición de éstos. Votóse, al efecto, el Reglamento No. 330 (Gaceta
Oficial No. 5329) sobre la calidad de los productos lecheros, y los inspectores
de Sanidad recibieron órdenes de considerar injustamente como frecuentes
violadores del Reglamento a los negociantes que compiten con la organización
monopolística del déspota.
UTILIZACIÓN Y SOMETIMIENTO DE ORGANISMOS
OFICIALES
El desenvolvimiento de estas operaciones financieras extraoficiales no
implicó descuido en la utilización de fondos de empresas del Gobierno, para
provecho personal. Pocos meses después de inaugurado el régimen, promulgóse
la Ley No. 4317, que fué más tarde modificada por la No. 78, tendiente a hacer
de la Lotería Nacional un organismo de actuación casi independiente. El
mandatario nombró a su cuñado, señor Ramón Saviñón Lluberes,
Administrador del mismo. Aunque no poseemos pruebas al respecto, puede
afirmarse, enfáticamente, que se hacen operaciones inescrupulosas para la
adjudicación de los premios. Ello trajo el descrédito total del negocio, con la
consiguiente merma de las entradas. Trujillo forzó entonces a los empleados
públicos a la adquisición semanal de un número dado de billetes. Esta medida,
artificial y arbitraria, inconcebible porque implica el ejercicio de una violencia
sobre cuestiones totalmente dependientes de la voluntad personal, brindó de
nuevo a la Lotería —y también al dictador— los deseados ingresos. El organismo
funciona sin control efectivo, y se asegura que Trujillo recibe semanalmente,
de manos de su cuñado, una importante suma.
Aprovechóse también el déspota de la sumisión casi total del Departamento
de Justicia a sus órdenes. Entró en connivencias con abogados y politicastros
y forzó a los jueces —técnica aun en pie— a fallos que redundasen en su
beneficio. Algunos de sus familiares lo imitaron en esa actuación. Pocos han
sido los juzgados o cortes donde no se haya hecho sentir la influencia corruptora
del Presidente y sus más allegados. Uno de los más célebres procesos de los
cuales derivaron él y algunos de su acólitos, importantes provechos, fué el de
la Sucesión Alardo. Aun no se ha escrito la historia de esta litis; cuando se
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escriba, de modo imparcial, será ella exponente de la degradante corrupción a
que llegaron gobierno, jueces y abogados, en este período de desintegración
ética y económica.
La sumisión del poder judicial a la voluntad del déspota se ha puesto
también de relieve en los diversos procesos políticos que se han ido sucediendo.
A sabiendas los jueces de que los métodos empleados para arrancar
declaraciones de los presuntos acusados habían sido horrorosamente
coercitivos, y de que esos acusados vivían en las cárceles bajo constantes y
patéticas amenazas, utilizaron dichas declaraciones como base para las
investigaciones ulteriores. El desenvolvimiento de esos procesos tuvo siempre
el aspecto de una tragicomedia; los reos nunca encontraron abogados dispuestos
a hacer sus defensas: se veían obligados a aceptar al defensor de oficio, cuya
función se limitaba a cumplir con el formulismo legal, y no a demostrar la
posible inocencia del acusado. Viéronse en este plano cosas interesantes por
su aspecto grotesco, tales como la exaltación del régimen por el abogado de
oficio, al tocarle el turno inevitable, que él no podía eludir sin violar la
apariencia legal del juicio. Como era de esperarse, las sentencias las dictaba el
Dictador, y no el juez. Los más importantes de estos fementidos procesos fueron
los que se incoaron contra los conspiradores civiles acusados de participar en
la frustrada rebelión del Coronel Blanco; entre ellos encontrábanse hombres
distinguidísimos, como el Dr. Eduardo Vicioso, ex profesor de Derecho de la
Universidad, y uno de los más auténticos valores intelectuales y morales del
país; contra los que participaron en la conspiración estudiantil de Santiago de
los Caballeros, conspiración también frustrada, en la cual intervino el autor
de esta obra; y contra los acusados de tramar o cooperar en la abortada
conspiración capitaleña del 1935, que llevó a la cárcel y al martirio a hombres
como el Dr. Ramón de Lara, ex rector de la Universidad, y una de las figuras
más valiosas de la República por su intelectualidad y su pureza.
La sumisión del Poder Judicial al mandato del déspota la demuestra también
ampliamente el caso de Amadeo Barletta, Cónsul de Italia, que fué encarcelado
bajo la acusación de complicidad en el proceso incoado a los conspiradores
capitaleños. A este respecto, dice el Informe de la “Foreign Policy Association”:
“A pesar de las diligencias diplomáticas tanto del gobierno norteamericano
como del de Italia, Barletta permaneció en prisión por varias semanas. El día 4
de mayo fué sentenciado, sin que se le diera oportunidad para defenderse, a
dos años de prisión y a una multa de $2,000. El día 15 de mayo la Embajada
italiana en Washington comunicó al Departamento de Estado que su Gobierno
iba a mandar un barco de guerra a Santo Domingo si el caso Barletta no se
resolvía satisfactoriamente. Al siguiente día, la Corte de Santo domingo ordenó
la libertad del prisionero, bajo una fianza de $50,000; pero Barletta permaneció
en la cárcel. Al fin, el 20 de mayo, después de un enérgico ultimátum de
Musssolini, Barletta fué libertado, incondicionalmente”. Por mandato, como
es lógico, del dictador, que había también ordenado la sentencia.
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náá lisis de su pasado y su presente) 209
Cumple el Poder Judicial en los anteriores casos con uno de los propósitos
capitales de la dictadura: legalizar las violencias y los crímenes del régimen,
y sus despojos de la riqueza privada o pública. Esa actuación tiene origen en
una de las contradicciones psicológicas de Trujillo: el afán de mostrar al
mundo que su régimen no representa ni entraña las abyectas miras que los
actos denuncian, sino por el contrario, un perpetuo anhelo de superación
material y ética, dentro del más absoluto respeto a las normas democráticas
legales.
REPERCUSIONES COLECTIVAS DE LA SUMISIÓN
JUDICIAL
La gravedad de esta posición de la judicatura salta a la vista; implica ella la
supremacía real de un hombre, y no de la ley, sobre las actividades individuales,
lo que trae consigo la desintegración de las estructuras que encauzan el
desarrollo normal de la colectividad, y el imperio del desorden. No pueden
existir, dentro de esas condiciones, garantías para la vida, el desenvolvimiento
económico y la propiedad. Sólo si el mandatario no tiene interés en un proceso
es que les está permitido a los jueces actuar con independencia. El valor moral
de las leyes ha ido así desapareciendo. El pueblo ya se da cuenta de que la
existencia de ellas no responde a propósitos de bienestar colectivo, sino al
aumento del poder y la riqueza del gobernante. Las viejas legislaciones se
cumplen cuando ese cumplimiento conviene o no coarta los intereses del
dictador. Las nuevas tienden casi todas al sostenimiento del ignominioso
régimen. Sería tal vez exagerado hablar de la existencia de una anarquía
legislativa, pero sí se puede afirmar que hay un positivo divorcio entre los
propósitos éticos y superadores que toda ley debe en teoría perseguir, y los
que ella actualmente busca.
Se concibe que tal realidad provoque manifiesta confusión e incertidumbre.
La vida se desenvuelve con una total desconfianza respecto al porvenir. El
campesino no sabe si el bohío que adquirió a costa de sacrificios será mañana
suyo, y titubea, frente a situaciones claras, antes de tomar una decisión. Como
la injusticia triunfa en sus contornos, él ya tiene miedo de ser justo. Como los
perversos disfrutan de poderes y haciendas ajenas, él medita sobre la
momentánea esterilidad de su virtud. Y prefiere, para no violar el mandato de
un decoro ingénito, permanecer el mayor tiempo posible en el corazón de su
conuco, donde los “hombres del pueblo” sólo raras veces llegan, siempre con
la consigna de hacerle reclamos que pongan a prueba su forzada fe trujillista.
La soledad se ha transformado así, en un refugio de los hombres dignos. Frente
al extraordinario desorden prevaleciente tras la fachada de un orden superficial,
hijo de la violencia, no hay otro camino para éstos que la huída hacia el exterior
o la separación del frecuente contacto con las organizaciones colectivas. El
campo brinda a manos llenas esa separación; allí el alma pura se siente a sus
anchas y acrecienta bríos para la obra liberadora del mañana; allí se entrega
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ella al imperio de su propia naturaleza, cuyos reclamos tienen mil veces más
sentido que las absurdas y nefastas leyes prevalecientes a pocas millas, en
plena expresión despótica.
OTRAS ACTIVIDADES MONOPOLÍSTICAS
EXTRAOFICIALES
Pero el refugio del campo no es completo. Hasta su intimidad llegan los
ecos o las imposiciones del despotismo. El soldado o el alcalde pretenden
mandar en el bohío. Ambos informan sobre las nuevas tributaciones creadas.
Por su conducto el campesino se entera de que el azúcar que antes valía dos
centavos, se está vendiendo ahora a cinco. El amigo que vino de la ciudad
confirmó la noticia; trajo él, además, otras informaciones que sorprenden la
conciencia pura del hombre rústico. Cuenta —y dice verdad— que no es sólo
Trujillo el que se está aprovechando del poder para su enriquecimiento, sino
también sus familiares; uno de sus hermanos ha creado los monopolios de la
cal y de la leña. Infeliz de aquel campesino que en las vecindades de la capital
sea sorprendido amontonando palos para venderlos como combustible. ¡Sufrirá
las mayores violencias! Infeliz de aquel que se atreva a levantar, como antaño,
hornos de cal, sin entregar el producto. ¡Con la cárcel, por lo menos, pagará el
desacato! Y eso no es todo. Cuenta también el visitante que en otras manos
fraternas están casi todos los negocios de la región del Bonao; manos que se
ocupan sin competencia, de la exportación de plátanos y bananas. Un individuo
que se obstinó últimamente en comprar bananas con tal propósito, fué muerto
por “desconocidos”, cerca de Puerto Plata.
Estos negocios abusivos, importantes en sí, no tienen, sin embargo, la
trascendencia de otros en los cuales está interesada la actual esposa del dictador.
Dueña ella, desde hace tiempo, de la empresa de la lavandería del ejército, se
interesó también en actividades de tipo financiero, como la compra de sueldos
atrasados con enormes descuentos, y en la apertura de una ferretería que se
ocupa de la importación y la venta de materiales de construcción. Esa ferretería
funciona actualmente bajo el nombre de “Ferretería Read”; pudo ella hacer,
gracias al favor oficial, espléndidas negociaciones. Administrada por un
hermano de la dueña, el señor Paco Martínez, controla los suministros al
gobierno. Se asegura que muchas de sus importaciones están liberadas de los
derechos reglamentarios de aduana, por venir consignadas al ejército.
Recientemente anexó a los negocios la venta de automóviles y camiones. Aunque
ella no actúa en forma de monopolio, ni es protegida en sus actividades por
ninguna ley escrita, el goce de las citadas ventajas le ha brindado riquezas y
ha redundado en perjuicio de las demás ferreterías existentes, que se
encuentran imposibilitadas de competir, próximas a la ruina.
Al lado de estos negocios florecen otros, de tipo extraoficial también, que
favorecen directamente al déspota. Uno de los más importantes, por
proporcionar beneficios cuantiosos, como el monopolio de la sal y la venta del
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náá lisis de su pasado y su presente) 211
ganado, es el de la Compañía de Seguros sobre Accidentes del Trabajo, “San
Rafael”. El informe de la “Foreign Policy Association” señala las circunstancias
que precedieron al nacimiento de esa compañía: “Después de haber promulgado
una ley sobre accidentes del trabajo, en 1932, Victor Braegger, ciudadano
norteamericano, organizó la compañía “Victor Insurance Company”, con el objeto
de dedicarse a esa clase de seguros. Braegger declaró que él comenzó a hacer
negocios en septiembre de 1932 con el seguro personal de Tulio H. Pina, quien
era Superintendente de Seguros, y que llenó todos los requisitos de la nueva
ley. El 10 de octubre —antes de que se expidiera el decreto presidencial que
autorizaba a su compañía a trabajar —Braegger recibió órdenes de cancelar
todos los contratos que tenía ya firmados, debido a que el capital de su compañía
no llenaba todos los requisitos que disponía la ley (Ley No. 96, Gaceta Oficial de
fecha 25 de marzo, 1931). Al mismo tiempo, otra compañía de seguros, la “San
Rafael”, se organizaba bajo la presidencia de Teódulo Pina Chevalier, tío del
Presidente Trujillo y Secretario de Estado de Comunicaciones y Trabajo. El 27
de octubre, Mr. Braegger fué invitado a conferenciar con María Martínez”, actual
esposa del Presidente, y “agente de negocios de éste. En la reunión se le propuso
unirse al Presidente en una fusión de las dos compañías. Terminada la reunión
sin acuerdo de las partes, David León, agente local de los negocios de Braegger,
fué arrestado en su residencia el 28 de octubre, llevado a la Estación de Policía
y encerrado en una celda solitaria por un día. Viendo que el arresto de León era
una amenaza directa a su seguridad personal, Braegger liquidó rápidamente
sus negocios, con una pérdida —según él— de $30,000”.
La Compañía “San Rafael” quedó desde entonces dueña absoluta del
negocio. Por medio de la ley, obligóse a todos los comerciantes a asegurar a
sus empleados. No reciben éstos, en cambio, las debidas atenciones en casos
de accidentes. Raras veces las pólizas han sido cubiertas. Por lo general, la
compañía limita su labor a la hospitalización del accidentado. Las erogaciones
son ínfimas comparadas con los ingresos, que se calculan ascienden a más
de $150,000. En Santo Domingo se afirma que uno de los motivos del
momentáneo distanciamiento entre Trujillo y su tío Teódulo fué el haber
éste dispuesto de unos $30,000 en poder de la compañía, suma que Trujillo
reclamaba.
De todos estos monopolios o negocios a la sombra del Estado, los de la
ganadería y la sal han sido los que mayores perjuicios han proporcionado
al pueblo. Numerosas eran las familias que obtenían sus medios de
subsistencia directa o indirectamente de esas actividades económicas, y
que ahora se encuentran despojadas de su pan, muchas de ellas en el mayor
desamparo.
LA LEY DE EMERGENCIA
Las actuaciones y medidas ya descritas contribuyeron al empeoramiento
de la situación económica. Factores políticos internos se agregaron, pues, a las
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causas externas para disminuir la capacidad adquisitiva del pueblo, y acentuar
su miseria. Redujéronse, en consecuencia, las ventas del comercio, y sobrevino
como corolario de esto, la merma de las importaciones. El valor y la cantidad
de las exportaciones sufrieron también un descenso. Los campesinos obtenían
escaso o nulo provecho de la venta del café y el cacao; el tabaco y el maíz
dejaban pérdida. Esta situación, que amenazaba la estabilidad del régimen,
obligó a Trujillo a decretar una moratoria parcial en 1931, que se llamó Ley de
Emergencia. El Gobierno se comprometió, según los cánones de esa ley, a cubrir
los intereses de la deuda exterior, suspendiendo el pago de las amortizaciones
($1.850.000). Aunque esta ley violaba la Convención del año 1924 no tuvo el
Gobierno norteamericano fuerza moral para obligar a la República al
cumplimiento de sus viejas obligaciones, ya que admitía que los países europeos
dejaran de pagar los intereses de la deuda extranjera. Una negativa de
Washington en aquellos instantes habría provocado la caída del régimen. Pero
no podía esperarse tal actitud, violadora de normas en vigor, y del espíritu de
cooperación internacional a que dió nacimiento la crisis. La Ley de Emergencia
salvó, pues, a Trujillo, de una segura liquidación. Mermadas las rentas
aduaneras en casi un 50%, y las rentas internas en más de un 50%, el régimen
estaba condenado, si medidas salvadoras urgentes no acudían en su ayuda.
Fracasadas las gestiones realizadas en los Estados Unidos con el objeto de
obtener un nuevo empréstito, por $50,000,000 esta vez, no le quedó más
camino que desviar a su favor, de las rentas aduaneras, las sumas que
correspondían según la Convención del 1924, a pagos de amortizaciones. Logró
así el Gobierno obtener $1,500,000 anuales más, con los cuales atender a los
gastos administrativos ordinarios y al enriquecimiento del señor Presidente,
por vía extraordinaria y ordinaria.
Estas medidas produjeron un inmediato alivio. No podían ellas, empero,
conjurar por sí solas la crisis económica del Gobierno y garantizar el pago
del presupuesto vigente. Los economistas que asesoran al régimen se dieron
cuenta de que era absolutamente necesario reducir en algo los gastos públicos
y buscar otras fuentes de ingresos. Resolvióse entonces recurrir a una política
tributaria nefasta y hacer a la vez economías ligeras en los gastos públicos
mediante pequeñas rebajas en los capítulos de algunos departamentos. Como
era de esperarse, el Ejército no fué en nada perjudicado por estas últimas
restricciones. Sus gastos cubrían el 11.5% del presupuesto total de la nación,
en ese año de 1931. Mientras tanto, “se restringieron fuertemente las
asignaciones para Sanidad y Beneficencia, así como para el mantenimiento
de hospitales e instituciones de caridad. Se clausuraron escuelas y los sueldos
de los maestros se quedaron sin pagar. Las carreteras nacionales,
representando una fuerte inversión de capital, se descuidaron absolutamente
por no poder hacerse las reparaciones oportunas, exponiéndose a una
deterioración completa”.53
53. Rafael L. Trujillo. “Reajuste de la deuda externa”.
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La responsabilidad de estas últimas declaraciones recae directamente sobre
el señor Trujillo, ya que ellas figuran en la obra “Reajuste de la deuda externa”
publicada bajo su nombre. Mientras en ellas se hace hincapié en que “los
sueldos de los maestros quedaron sin pagar” y en que “se restringieron
fuertemente las asignaciones para Sanidad y Beneficencia”, se admite, con el
silencio, la situación privilegiada de que gozaba el Ejército en medio de aquella
crisis.
LOS EGRESOS DE DINERO SUPERAN A LOS INGRESOS
Bien vistas las cosas, la situación era mucho más grave de lo que las
estadísticas gubernamentales denunciaban. La balanza comercial favorable
no constituía en si un síntoma de prosperidad, ya que sus cifras nada dicen
del dinero que después de entrar al país se reexporta en una u otra forma.
Importaba más conocer las cifras de la balanza de pagos, pero no se había
trabajado en este campo de la estadística. Fué necesario, para salvar ese escollo
y llegar a una apreciación cercana de la verdad, hacer cálculos basados en
datos dudosos. Esos cálculos demostraban que de las sumas señaladas como
ingresos por concepto de exportaciones, alrededor del 70% correspondía a la
industria azucarera, que es en su mayoría absentista.54 Según el “Anuario
estadístico” esa industria obtuvo en el 1936 un beneficio de $2.300,000, que
se fué casi todo para el extranjero, Lo probable es que el beneficio fuera mayor,
ya que los datos suministrados por las centrales arrojan un montante de
$3.600,000 como jornales pagados, suma a todas luces excesiva, puesto que
los sueldos de los braceros son positivamente irrisorios. Los datos
correspondientes al año 1931 no han sido publicados; sin embargo, como el
balance favorable de ese año alcanzó cerca de $3,000,000, mientras que el del
1936 casi dobló esa cifra, existiendo en el valor de las exportaciones azucareras
$2,000,000 de diferencia, hay que inferir que las centrales redujeron sus
beneficios en el 1931, pero que entonces la remesa de ellos al exterior
perjudicaba más al pueblo que en 1936, debido al pequeño margen favorable
de la balanza de negocios.
Además de estas remesas de dinero, había que estimar también como capital
exportado el correspondiente a las primas de seguros a las compañías
extranjeras; el de los fletes y seguros sobre las importaciones y las exportaciones;
el remitido tanto al Cuerpo Diplomático dominicano como a los ciudadanos
dominicanos —y extranjeros con negocios en el país— que viajan o viven en el
exterior; y el que colocan en otras tierras los capitalistas con residencia en la
República. Si a esto se agregan los intereses y las amortizaciones de la deuda
exterior, la suma total del capital exportado aparece mucho más crecida que la
del que definitivamente ingresa. Informes técnicos presentados por el actual
Gobierno aseguran que durante los cuatro primeros años (1930 al 1933
54. Apenas existen colonos independientes.
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inclusive), esa suma total ascendió a $16,666,944,55 suma que nosotros estimamos
inferior a la real ya que algunas de las apreciaciones que le sirven de base, como
los beneficios de las compañías extranjeras durante ese tiempo, calculados grosso
modo a $2,500,000 muestran cifras demasiado reducidas. Si se exceptúa al
1933, que arrojó un total de exportaciones de $9,625,473, los tres años anteriores
no fueron malos para la industria azucarera. Fué más tarde, del 1934 al 1935
cuando los precios del azúcar bajaron considerablemente en el mercado
internacional. Durante la primavera de ese último año, Londres llegó a ofrecer
$0.80 f. o. b. por las 100 libras. Se afirmó entonces que la industria azucarera
no cubría el costo de producción, cosa difícil de creer, puesto que ella amoldó
sus gastos a las circunstancias del mercado y llegó a pagar a los braceros 8 y 9
centavos por tonelada de corte. Es, sin embargo, indiscutible que para esa época
los beneficios tuvieron que reducirse considerablemente, lo que hizo también
disminuir la exportación de capitales.
A pesar de la crisis del azúcar, el balance comercial del 1935 fué de
$5,697,116 a favor del país, lo que se debió especialmente a la reducción de
las importaciones. El pueblo, sangrado por los abusivos impuestos y los negocios
monopolísticos del dictador, e incapacitado para adquirir nuevos ingresos
debido a la baja de los productos fundamentales del país, disminuyó sus
compras al comerciante. Bien vistas las cosas, fueron estos últimos motivos y
no el descenso del azúcar, lo que provocó la rápida acentuación de su miseria.
Contribuía también a ello —lógico es— la exportación del capital, pero ese
factor se hizo sentir menos durante ese año, debido a que la industria azucarera
hizo, como vimos, beneficios menores.56
Señalemos, no obstante, que como el azúcar volvió a alcanzar buenos
precios, la balanza comercial arrojó otra vez, en el curso de los últimos años,
cifras muy favorables, brindando la ilusión de una prosperidad creciente,
cuando la verdad es que el pueblo ha seguido empobreciéndose, llegando
parte de él a sentir hambre, especialmente en las ciudades. Se trata,
positivamente, de una ilusión, pues casi todos los beneficios del azúcar salen o
permanecen en el exterior. Lo probable es que ni siquiera figuren esos beneficios
en las cuentas bancarias del país. El comprador extranjero paga directamente
a la gran corporación, con sede en Wall Street, de la cual las compañías
productoras son subsidiarias.
La suma total de la exportación en el año 1937 alcanzó $18,128,732; de
esa suma correspondió al azúcar y a las mieles —industria absentista—
$11,638,499, y a los demás artículos, que son los que realmente benefician al
pueblo, la diferencia ($6,490,233). Como las importaciones de ese año
55. En esa suma no está incluida la que corresponde a las importaciones.
56. En el 1937 volvieron a subir las exportaciones, hecho debido tanto al aumento del
presupuesto —fruto de la política tributaria injusta— que puso en circulación varios
millones más de dólares, como al agotamiento de las existencias comerciales.
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ascendieron a $11,691,896, se infiere que la balanza de pagos fué forzosamente
desfavorable al pueblo.
Los balances de las operaciones de los bancos establecidos en el país arrojan
por lo común —y ello muestra la intensidad de la tragedia— cifras favorables
al capital exportado. En el resumen de las operaciones bancarias efectuadas
durante los cuatro meses finales del 1936, que publica el Anuario Estadístico,
el balance favorable al capital exportado ascendió a casi medio millón de pesos.
(Suma recibida del exterior: $789,823.26; Suma remesada al exterior:
$1,255,907.64, ambas como producido de valores al cobro). Idéntico fenómeno
se observa generalmente en los otros meses. La cantidad de dinero exportado
es muy superior a los valores que entran a la República y permanecen en
bolsillos dominicanos.
Uno de los grandes exportadores de capital es el Dictador Trujillo. La mayor
parte de los beneficios que él obtiene del Estado o de las corporaciones
extraoficiales la envía a los bancos del exterior o la coloca en empresas
comerciales extranjeras. En un artículo publicado en el número correspondiente
al mes de mayo de 1938, de “The Economic Review of Puerto Rico” (órgano de
la Cámara de Comercio de Puerto Rico), el Sr. George L. Holliday, refiriéndose
a este asunto, afirma: “Un inventario de los edificios y las propiedades que se
presume pertenecen al Presidente Trujillo en San Juan (Puerto Rico es un país
pequeño y cualquier inversión poco corriente llamaría la atención) indicaría
que el Dictador dominicano tiene invertido en San Juan cerca de medio millón
de dólares… Sería imposible señalar con precisión sus muchas inversiones en
San Juan, porque éstas han sido hechas a través de terceras, cuartas y quintas
personas”.
Asegúrase que en los bancos de Inglaterra, los Estados Unidos y el Canadá,
ha colocado él también fuertes sumas. Ello agrava el delito que realiza al
despojar al pueblo dominicano de su legítima riqueza; algo quedaría en el
país de esos despojos —siquiera los salarios míseros— si el Dictador los invirtiera
en nuevas empresas industriales o agrícolas. El mal de la corporación
monopolística es menor que el de la exportación de capitales, ya que da vida
a algunos obreros, evita la importación del artículo producido, y ofrece la
posibilidad de expropiar la empresa, para provecho público, a la caída del
régimen. Mr. Holliday, en el artículo citado, da a entender que las inversiones
de Trujillo en el exterior obedecen al deseo de prevenirse contra riesgos
políticos, entre los cuales se halla, lógicamente, la mencionada expropiación.
Es posible que así sea. El tirano sabe que su régimen, a pesar de la aparente
robustez, reposa sobre artificios, y que nada estable puede construirse sobre
esas bases.
CAPÍTULO III
CLÍMAX
Y DECADENCIA
DE LA ERA TENEBROSA
Los generales que creen que por llevar
una espada todos les deben la vida, se
olvidan que la sociedad es una entidad
superior… que tiene su razón propia, su
derecho; que los tiranos pasan, que los
apóstatas desaparecen y los traidores se
envilecen para siempre; y sólo la sociedad
queda, soberana como la Justicia, sublime
como la libertad, eterna como la Patria.
GREGORIO LUPERÓN.
El desangre de la economía nacional, realizado por las vías señaladas, ha
contribuído en mucho al agravamiento de la situación. Dicha gravedad siguió
acentuándose, a pesar del acuerdo concertado en el mes de agosto de 1934
entre el Gobierno dominicano y el Comité de Protección para los tenedores de
bonos extranjeros. Con anterioridad a ese acuerdo, el régimen extendió por
un período indefinido los efectos de la Ley de Emergencia. Algunos tenedores
de bonos protestaron de esa prolongación, alegando, por mediación de su
abogado, Mr. Frank H. Vedder, razones discutibles, y haciendo algunas críticas
justas al sistema de distribución de los fondos públicos. Comprendían ellos
que la situación económica del Gobierno era seria, pero argüían que él no
había tomado las medidas adecuadas para remediarla; afirmaban, con sobrada
razón, que el régimen tributario no reposaba en principios científicos; y
denunciaban los copiosos gastos que se hacían en cosas superfluas, como el
Ejército. Algunas de las críticas hechas por Mr. Vedder estaban basadas en las
recomendaciones que para conjurar la dramática crisis presentó en un Informe
el ex-Consejero Financiero y Agente Especial de Emergencia, Mr. Dunn. Se
quejaba, en efecto, este último, de que “en algunas cuestiones importantes, de
naturaleza económica y fiscal, la opinión del Consejero Financiero no fué
solicitada. En otros casos, se tomaron decisiones contrarias a las
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recomendaciones hechas”. (Report of the Special Emergency y Agent, pág.
117 y 118). Es posible que esas recomendaciones contrariadas versaran sobre
los monopolios presidenciales o sobre la política tributaria.
¿Cuál fué la orientación de esa política? Ya lo vimos: gravar abusivamente
los productos de consumo diario, y extraer del trabajador libre, por medio de
las patentes, parte de sus escasos beneficios. Esa política remediaba la situación
del Gobierno, pero lo hacía agravando más la del pueblo, cuya capacidad
tributaria se hallaba —según lo confirmó Mr. Dunn— sumamente reducida.
Legislóse creando impuestos sobre el consumo de artículos de primera
necesidad, tales como el azúcar, la harina y el arroz, y sobre la importación de
otros productos que el pueblo se ve forzado a utilizar para su alimentación,
tales como el arenque y el bacalao. No podía concebirse orientación económica
más perjudicial y absurda. Se obligaba a las masas, empobrecidas por causas
ya señaladas, a adquirir a precios que representaban en ocasiones cuatro veces
el valor original, artículos esenciales para la vida. Lo que había hecho Trujillo,
personalmente, con la sal, lo hacía ahora el Gobierno con otros productos. El
azúcar, que se vendía en esa época a $1.00 el quintal, fué terriblemente gravado.
Por medio de sucesivas leyes, que culminaron en la Ley No. 1357 (Gaceta
Oficial No 5055), se fué aumentando el impuesto. Actualmente, el azúcar parda
para el consumo interior paga $2.00; el azúcar crema $2.40; y el azúcar refinada
del país $2.75. Lo producido en este impuesto se calcula en $1,000,000 anuales.
La venta del producto está de hecho monopolizada por una compañía con
sede en San Pedro de Macorís, que paga a Trujillo, en premio del monopolio,
una mensualidad elevadísima.
El arroz es otro de los productos más gravados. Lo mismo sucede con las
telas, y en términos generales, con todos los artículos de importación. A decir
verdad, las importaciones pagan dos aranceles: el que entra dentro de los
términos de la Convención dominico-norteamericana del 1924, y el creado
durante el Gobierno anterior por la Ley 190, modificada después por la Ley
número 854 (Gaceta Oficial No. 4774, marzo 13, 1935). Esta Ley amplió el
radio de los artículos gravados. Puede afirmarse que no hay artículo extranjero
libre de los recargos extraordinarios establecidos por ella. Pagan productos
alimenticios de primera necesidad, y otros de uso diario, como el jabón, los
sombreros, los zapatos, etc. Produce ella alrededor de $1,500,000.
LA LEY FAVORECE A LA CORPORACIÓN EXTRAOFICIAL
Muchos de esos impuestos han sido creados con el propósito exclusivo de
favorece industrias establecidas por el dictador. En su afán de enriquecimiento
multiplicado, él siguió adueñándose de empresas industriales ya existentes, o
creando nuevas. Compró de manos del alemán Sollner más del 50% de las
acciones de la Compañía Anónima Tabacalera, sociedad que controla la
producción de cigarrillos del país, e hizo aumentar por Ley del Congreso el
impuesto sobre la importación de cigarrillos extranjeros; como el valor
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 219
declarado de las ventas de la citada compañía ascendió en el 1936, según
estadística publicada, a $822,045, y los gastos alcanzaron un poco más de
$500,000, —cifra esta última a nuestro juicio falsa ya que nos resistimos a
creer que se invirtieran $426,000 en la adquisición de materia prima nacional—
Trujillo se benefició con más de $160,000 durante ese año. Dichos beneficios
fueron aumentados con los que proporcionó la producción de cigarros por la
misma compañía. Esta producción no ha sido aún monopolizada. En el 1936
la oficina de estadística computó 30 establecimientos dedicados a hacer
cigarros, industria en la cual se han especializado numerosos miembros de la
clase media nacional. Como esa competencia reduce sus beneficios, el tirano
promulgó legislaciones recargando las patentes de las cigarrerías, y aumentó,
por medio de la Ley No. 1274, modificadora de la 858, (Gaceta Oficial 5007),
el impuesto sobre la venta de cigarros, cigarrillos y picaduras.
Algo similar hizo con el negocio de zapatos. Después de haberse adueñado
de la compañía “Fadoc”, abastecedora del Ejército, hizo votar un recargo casi
prohibitivo sobre la importación del artículo (Ley No. 854, Gaceta Oficial No.
4774). En vista de ello, se le hace totalmente imposible al hombre de economía
reducida, adquirir zapatos extranjeros.
Se asegura que también se ha interesado él en la única fábrica de fósforos
existente en el país, cuyos beneficios declarados, en el 1936, ascendieron a
unos $200,000. A pesar de ser este artículo de primera necesidad, fué gravado,
por medio de la Ley No. 814 (Gaceta Oficial 4760) con un fuerte impuesto,
que el pueblo consumidor paga. Ese impuesto produce casi $150,000 al Estado.
Recargó además, para evitar una competencia perjudicial a los aceites de
maní y de palma que produce su compañía “Industrias Nacionales, C. por A.”,
el aceite de oliva y el aceite de algodón extranjeros (Ley No. 854). Impuso
también un pesado gravamen a la producción de alcohol nacional; ese gravamen
proporciona al Gobierno más de $400,000; el alcohol paga (Ley No. 814, Gaceta
Oficial 4760) $2.50 por galón. Según rumor muy extendido, los destiladores
brindan un subsidio mensual a Trujillo. Por suerte, el pueblo no sufre grandes
perjuicios con este último impuesto.
Otras de las más importantes e inicuas tributaciones existentes son las que
paga el arroz, producto básico de la alimentación popular, que hoy en día, por
los fuertes recargos sobre la importación, casi no se trae del extranjero (Ley
No. 1357, Gaceta Oficial 5052). Esta medida ha favorecido a los productores
nacionales, entre los cuales ocupa el dictador el puesto más importante. Ella
ha contribuído, sin duda alguna, a incrementar la producción nativa, que ha
aumentado enormemente durante la dictadura actual. El país ya casi se abastece
a sí mismo, y hasta ha logrado exportar excedentes momentáneos. El hecho
tiene gran importancia: en primer término, evita la exportación de capitales
por concepto de compras en el exterior; en segundo lugar, enriquece el
policultivo. El arroz ocupa ya en la economía nacional un sitio paralelo a los
del café y el cacao, y ha superado al tabaco. Esa realidad es prometedora de
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un porvenir espléndido. El presente, empero, no es tan hermoso. El
aprovechamiento de la rica gramínea está casi monopolizado por el déspota,
que la cosecha en las inmensas fincas de las cuales él se apoderó por medio de
la coacción, sin “indemnizar” a los propietarios, o compró a precios ínfimos,
utilizando la amenaza oficial. En esas fincas trabajan a menudo presos, soldados
del Ejército y también campesinos de los alrededores, a quienes por lo general
no se les paga.
La explotación de esas fincas por medio de miembros del Ejército fué
vivamente criticada en el Memorándum presentado por el Comité de Protección
de Tenedores de Bonos. Positivamente, es algo inimaginable… Nada demuestra
mejor que la verdadera función del Ejército de Trujillo es mantener al dictador
en el poder y ayudarlo —activamente— a enriquecerse. Por ventura, él no ha
logrado aún apoderarse de todas las regiones arroceras. Muchos son los
pequeños terratenientes que se siguen ocupando del negocio y que pueden
así brindar salarios a unos cuantos cientos de obreros rurales. Sin embargo,
son tantos los impuestos, que el productor se ve obligado a pagar (Ley No.
1380, Gaceta Oficial 5072) que sus beneficios se reducen a sumas pequeñas.
El gravamen sobre el arroz descascarado produce al Gobierno $150,000.
Esas tributaciones —que Trujillo, lógicamente, evade— obligan a vender el
producto al detalle a un precio sumamente elevado (5 y 6 centavos la libra) en
relación con la pobre capacidad adquisitiva de las masas. Demuestran estos
datos que la torcida organización presente despoja al negocio de las ventajas
que deberá proporcionarle al pueblo. El gran beneficiado de la explotación es
el mandatario, cuyo producto es comprado preferentemente en el mercado
interno. Después de él, se benefician también —o al menos encuentran medios
de subsistencia— unos cuantos centenares de familias. La mayoría del pueblo,
en cambio, empobrecida, se ve obligada a comprar el artículo a altos precios,
cuando con anterioridad a las leyes actuales adquiría el que se importaba, a 4
centavos la libra. El beneficio de aquellas pocas familias no puede
indudablemente compensar los perjuicios que para toda la población implica
ese aumento de 2 ó 3 centavos en un artículo de primera necesidad, sobre
todo cuando la clase media campesina es apenas poseedora de numerario, y el
obrero percibe —como es el caso— salarios que oscilan por lo común entre 20
y 50 centavos diarios.
OTRAS MANIFESTACIONES DE LA POLÍTICA
TRIBUTARIA
Si se estudian con detenimiento las medidas económicas internas adoptadas
por el régimen, se llega a la conclusión de que el 90% de ellas va directamente
en perjuicio de la colectividad. Pruebas accesorias de esta aseveración las
ofrecen especialmente los impuestos sobre cargas y arrimos en los muelles
(Ley No. 1303, Gaceta Oficial 5026); sobre la venta y la exportación de las
maderas nacionales (Leyes No. 1804 y No. 1387 modificada por la No. 1550);
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náá lisis de su pasado y su presente) 221
sobre la pesca (Ley No. 1578, Gaceta Oficial 5187); sobre el tránsito en las
carreteras (Ley No. 1535, Gaceta Oficial 5195); el impuesto sobre la harina
(Ley No. 1200); y los crecidos tipos de patentes que se ve obligado a pagar
todo aquel que pretende desarrollar libremente sus capacidades de trabajo. El
primero de estos impuestos (carga y arrimo en los muelles) proporciona al
fisco $1,000,000. El podría ser considerado equitativo si se dirigiera
exclusivamente a las compañías absentistas. Su aplicación a casi todas las
exportaciones lo despoja de ese carácter, pues aunque el exportador es quien
aparentemente paga, el verdadero perjudicado es el campesino, que se ve
obligado a disminuir del precio de la venta el montante del impuesto. La medida
reduce, por tanto, sus ingresos, repercutiendo a la vez, desfavorablemente,
sobre su capacidad adquisitiva. Los únicos que están exentos del pago de este
impuesto son los exportadores de ganado, como Trujillo, (Ley No. 1303), los
exportadores de maíz, y los exportadores de frutos y hortalizas nacionales,
como algunos familiares del dictador (Ley No. 1233, Gaceta Oficial 4978). El
maíz fué necesario incluirlo entre las excepciones debido a que el pago del
impuesto hubiera imposibilitado, por los bajos precios, su exportación.
Las maderas nacionales pagan también un impuesto crecido, que los dueños
de aserraderos y los exportadores hacen recaer sobre el campesino abastecedor.
La Ley No. 1550 aumentó el gravamen sobre la exportación de caoba a $15
por millar de pies. Innecesario señalar que los intermediarios del dictador
exportan constantemente maderas finas a Puerto Rico sin pagar impuestos. El
tiene casi totalmente controlado, mediante la “Compañía de Muebles y Portajes”
la fabricación de mobiliarios. Los ebanistas encuentran extraordinarias
dificultades en el desarrollo de empresas independientes. A pesar de ello, el
cómputo realizado en el año de 1936 arrojaba la cifra de 102 talleres, con un
valor total de ventas de $80,000. En ese mismo año el valor total de la
exportación de maderas —incluyendo postes y traviesas— sobrepasó la suma
de $150,000.
Legisló, además, el Gobierno, creando un derecho de pesca que oscila entre
$50 y $1.00. Dadas las precarias condiciones económicas del pueblo, y el
hecho de que la pesca brindara medios de subsistencia a numerosas familias
pobres, la ley apareció en todo sentido injusta e inadecuada. Como, por otro
lado, sus ingresos previstos eran reducidos, se hacía difícil concebir su origen.
Fué al cabo de días que la intuición popular pudo descubrirlo. Se dió ella
cuenta de que la ley obedecía al deseo de evitar la competencia que el pescado
le estaba haciendo a la carne, monopolizada por el déspota en la capital. La
legislación empujó a la miseria a innumerables pescadores.
Los derechos sobre el tránsito en las carreteras ofrecen otra de las cargas
que pesan sobre los hombros del pueblo. Todo vehículo público y privado los
paga, entrañando ello, como es lógico, un aumento sobre los precios de pasajes
y fletes. Los automóviles oficiales, de los cuales, a juzgar por el número de
placas concedidas, hay más de 500, está exentos de estos impuestos.
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También contribuyen al empobrecimiento de la colectividad los crecidos
tipos de patentes para el desenvolvimiento de actividades libres. No hay
trabajador independiente que no se vea obligado a pagar por esa
independencia, semestralmente, una suma al fisco. Muy a menudo, esas sumas
no guardan proporción con los beneficios del negocio. Ello trae como
consecuencia la liquidación de la empresa y la proletarización del negociante.
Pocas leyes han contribuído tanto como ésta a la transformación de numerosas
familias de la clase media en familias obreras. Esta Ley (No. 1444, Gaceta
Oficial 5110) proporciona al Estado más de $600,000 anuales. Nosotros no
combatimos el principio a que obedece, sino su aplicación actual a numerosos
trabajos y negocios en pequeña escala, que apenas brindan a quienes los
desenvuelven, los medios más necesarios de vida. También combatimos los
crecidos tipos de costo a que han sido fijadas algunas patentes, como las de los
automóviles públicos, que desempeñan una función social, y los reducidos
derechos que pagan por ellas las compañías absentistas, tales como los ingenios
($100 por cada trapiche o juego de tres masas).
Después de los recargos sobre el azúcar y el arroz, y de la elevación del
precio de la sal como consecuencia del monopolio, el impuesto sobre la harina
importada es quizás el que más resiente el pueblo. La ley (Gaceta Oficial No.
4961) obliga a pagar $2.00 por cada 100 ko. de harina importada, además de
los otros impuestos existentes con anterioridad. Ello ha acarreado el aumento
del precio del pan, que es producto básico de la alimentación colectiva.
Imposibilitadas para adquirirlo al costo actual, muchas familias lo han excluído
de la dieta, substituyéndolo por el maíz o el plátano. Aunque la importación
de harina no alcanza hoy los elevados niveles de antes, el mencionado gravamen
produce al Gobierno alrededor de $80,000 anuales.
Junto a los anteriores impuestos, casi todos abusivos y en franca
desproporción con la riqueza pública, creáronse otros, que responden a veces
a finalidades científicas —como el de la cédula personal de identidad— pero
cuya forma de aplicación no es equitativa. La Ley, que proporciona al fisco
unos $400,000 al año, obliga a todos los dominicanos adultos a pagar $1.00
anualmente por el documento identificador. Mide ella, por tanto, las
capacidades contributivas del pueblo, con un criterio uniforme. El obrero
hambriento y sin trabajo se ve forzado a rendir el mismo tributo que rinde el
rico.
Hace excepción a esta última norma el impuesto, recientemente creado,
sobre donaciones, particiones y herencias (Ley número 131, Gaceta Oficial
5323), así como el que se le aplica, desde hace algunos meses, a las propiedades
urbanas (Ley No. 127, Gaceta Oficial 5322). Ambos son proporcionales al valor
y la extensión del bien u objeto gravado. El impuesto sobre la propiedad
territorial, existente en todos los países civilizados, ya que se le considera
vehículo natural y justo de tributación, fué abolido por la Ley No. 822 (Gaceta
Oficial 4761). La abolición no obedeció al deseo de evitarle cargas al campesino
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empobrecido, sino a las “dificultades que encontraba el Gobierno para el cobro
del impuesto”. Las compañías absentistas celebraron jubilosamente el hecho,
que las favorecía en grado sumo. Con anterioridad, el Gobierno de Estrella
Ureña —constreñido, como es lógico, por Trujillo—, había promulgado la Ley
No. 1719, que eximió a las citadas compañías del pago de un impuesto crecido
(150% ad valorem) sobre la importación de maquinarias. Estas medidas
contribuyeron a atraer y a afianzar el apoyo de esas corporaciones al régimen.
CONTRA EL SUICIDIO. LA REBELIÓN
Científicos en su esencia y aplicación —cosa excepcional— o absurdos e
inequitativos, todos los impuestos anteriormente estudiados, tienden al
mantenimiento de una situación política totalmente reñida con la voluntad y
la dicha del pueblo. El panorama aparece incoherente y trágico: forzadas por
la coacción, las masas van gradualmente cooperando a su empobrecimiento y
su muerte. Pues a medida que más tributos pagan, más enriquecen al régimen,
y más acentúan su propia miseria. Sin pecar de hiperbólicos podemos sostener
que la dictadura las está arrastrando a un suicidio lento, que traería a la larga
la muerte de la propia dictadura, víctima del agotamiento casi total del
organismo que la nutre. Tal posibilidad, claro está, es de difícil realización;
pues la historia demuestra que los pueblos, antes de perecer, se desbordan
por plazas y calles, en gestos de franca rebeldía. A menudo, cuando más
sometidos parecen encontrarse es cuando más cercano se halla el estallido de
la cólera.
No es necesario ser profeta para vaticinar la proximidad de esa insurrección
en el caso actual dominicano. Son, en efecto, numerosos los factores que
empujan a dicha actitud. La ausencia total de libertad para la expresión del
pensamiento constituye en sí un motivo fundamental, ya que en esas
condiciones el desenvolvimiento de la vida humana se desvía o se detiene.
Empero, ella no brinda, cuando se presenta sin la compañía de otras causas de
descontento, base suficiente para levantar el anterior vaticinio. Los pueblos
llegan a veces a acostumbrarse a las dictaduras y a considerar como naturales
—cuando su cultura es reducida— las restricciones o la anulación de la libertad.
Es preciso, por tanto— si se quiere asegurar el brote de una rebelión—, que
existan mermas de las posibilidades de desarrollo económico. La presencia de
esas posibilidades fué tal vez causa segura del alargamiento del período
dictatorial de Juan Vicente Gómez en Venezuela. A pesar de que este dictador
se aprovechó del poder para realizar cuantiosos negocios, las fabulosas riquezas
venezolanas brindaron siempre amplios medios de vida al pueblo. Ese no es el
caso de Santo Domingo. Nación pequeña, sin producción minera y con una
vida industrial poco desarrollada, cifra en la agricultura todas sus esperanzas
de prosperidad. De ahí, que la baja de los productos agrícolas repercuta
inmediatamente sobre su estructura económica. Si a esa baja se agregan la
monopolización de las tierras y en general de casi todas las actividades
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productivas por una sola persona, más la expoliación de la masa empobrecida
por un sistema tributario injusto y torpe, el desbarajuste y la pauperización
asoman como consecuencias claras.
Se comprende que la unión de todos los factores mencionados provocará
tarde o temprano estados de ánimo tendientes a la liquidación de sus causas.
¡El instinto de conservación forzosamente se rebela! La vida, bajo el peso de
aquellas siniestras fuerzas, implica una esclavitud total. Esclavitud que equivale,
como dijo Luperón, a la muerte “moral y material” del pueblo.57 La historia
señala que los pueblos a veces pueden ser impunemente oprimidos; pero
también denuncia que no se les puede impunemente empobrecer, y menos
aun empujar a un suicidio lento, para beneficio de una minoría rapaz.
Eso es lo que ha hecho Trujillo. El se enriquece fabulosamente a costa del
pauperismo en aumento y la opresión colectiva. Para lograrlo se ha visto
obligado a romper muchas de las más naturales normas de vida económica
popular. La arquitectura minifundista de la distribución agraria ha resentido,
sobre todo, sus ataques. Por suerte, tal actuación lleva en el fondo el germen
de un bien futuro, que facilitará la solución de todos los demás problemas. Ese
bien es la cólera del hombre rural despojado de su propiedad agrícola, cólera
que se encauzará por vías revolucionarias, brindando bases a la etapa digna y
constructiva del porvenir. El campesino se hará, con su propio esfuerzo, justicia.
El no puede conformarse cuando lo obligan a ceder, a veces sin pago alguno,
el pedacito de tierra donde quizá sus padres o sus abuelos levantaron el bohío,
y de cuyo conuco obtiene los plátanos y las batatas para sus hijos.
RETORNO A UN FEUDALISMO “LEGALIZADO”
Es obvio que la generalización de estos despojos por parte del dictador, ha
implicado un positivo regreso histórico. País esencialmente constituído por la
pequeña propiedad rural, la República Dominicana ha visto ahora crecer y
desarrollarse las grandes fincas del gobernante y de sus acólitos. Lo que sólo
hizo parcialmente el expansionismo financiero norteamericano, lo han estado
realizando ellos con amplitud. Las tierras cultivadas de caña —tierras cuyo
90% está en manos de intereses absentistas— abarcan, según el censo de 1935,
una extensión de 96,144 hectáreas, sobre un total de 946,565 hectáreas de
tierra cultivada. Aunque esa estadística no señala el número de hectáreas
poseído por el dictador, sus familiares y sus más cercanos satélites, si se puede
asegurar que sobrepasa a la cantidad poseída por las compañías extranjeras.
No existe provincia donde él y los suyos no se hayan apoderado de extensas
propiedades. En muchas de ella, como en la de “Los Guayos” o en la de los
alrededores de Mao, ha organizado él siembras de arroz en gran escala; en
otras, como en la finca “Fundación”, situada cerca de San Cristóbal, se ocupa
especialmente de la crianza de reses, para abastecer el matadero de la capital,
57. Gregorio Luperón. Notas autobiográficas y apuntes históricos.
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náá lisis de su pasado y su presente) 225
y con propósitos industriales. Todos los visitantes hacen el elogio de esta ultima
finca. Se trata de una hacienda modelo, única en su clase en el país, y
comparable con seguridad a muy pocas de las Antillas. Pacen en ella magníficos
ejemplares de ganado cuyos padres fueron casi todos adquiridos por el
Gobierno. Se hace difícil saber qué entró allí con dineros gubernamentales o
con sumas de las cuentas particulares del dictador. Lo cierto es que la finca
funciona eficientemente, proporcionando a la capital casi toda la carne de res
y la leche que consume.
Siendo el Estado para Trujillo un vehículo de enriquecimiento y un sello
de goma con el cual legaliza sus magnos negocios a menudo lo ha hecho figurar,
públicamente, en operaciones relacionadas con esas fincas. Podrían citarse
muchos casos… Vaya un ejemplo: por medio de la resolución No. 1280 (Gaceta
Oficial 5015) el Congreso autorizó al Estado a ceder al señor Isidro A. Frómeta,
hijo, —que es uno de los agentes de negocios del déspota— los derechos de
propiedad de la finca “Altagracia Julia”, “en pago de créditos contra el Estado,
de que dicho señor Frómeta es propietario, legalmente depurados y reconocidos
como válidos, y que montan a la suma de $105,000”. La validez de los títulos
—claro está— escondía un traspaso fraudulento de Trujillo. Se apoderó él
gracias a ese fácil expediente, de una magnífica y fecunda extensión agrícola
que pertenecía a la República.
Cuando los terrenos son pequeños, descuida a veces legalizar su posesión.
Sin embargo, frecuentemente requiere del Tribunal de Tierras sentencias a su
favor.
Pocos son los enemigos políticos dueños ayer de fincas que no hayan sido
despojados de ellas por el mandatario y sus allegados. La más importante de
esas fincas es la que se halla situada en las proximidades de Mao, perteneciente
antaño al General Desiderio Arias. Después de haberse apoderado de ella, la
vendió Trujillo al Estado; más tarde, obligó al Congreso a autorizar de nuevo
su venta, por medio de la Resolución No. 72 (16 de febrero de 1939), al precio
de $40,000, al señor José Eugenio Veras, que sirvió de instrumento.
Es indudable que el acaparamiento de tierras constituye una de las
actividades económicas a las cuales mayor atención y entusiasmo dedica el
dictador. Su capacidad de negociante se orienta, por tanto, más hacia la
economía agrícola que hacia las explotaciones industriales puras. En esto se
asemeja él a casi todos los tiranuelos que impusieron su yugo en diversos
países de Iberoamérica. La propensión de éstos a convertirse en señores feudales
es corriente. Tanto la inexistencia de actividades industriales importantes,
como la carencia de técnicos en dicha rama de la economía, la explican. Sin
embargo, es frecuente observar que ellos no se detienen ahí. Monopolizadas
las tierras y desarrollado el negocio de la ganadería, tratan entonces de
desenvolver las industrias a que ese negocio da origen, pasando más tarde a
otras labores industriales.
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El acaparamiento de los terrenos fecundos significa en la historia de la
evolución económica dominicana, un paso hacia atrás: crea él un tipo especial
de feudalismo, que de seguirse extendiendo, acarrearía miserias espantosas.
Por ventura, todavía quedan en pie infinidad de propiedades rurales
pertenecientes a millares de campesinos. El Censo Agropecuario de 1935 arrojó
un número de 209,670 fincas, divididas entre 1,215,792 habitantes rurales. Si
se considera que cada familia campesina tiene un promedio de 4 hijos, se llega
a la conclusión de que hay alrededor de una finca por familia, conclusión
lógicamente arbitraria, ya que muchas de esas fincas son poseídas por personas
que viven en las ciudades. Queda, sin embargo, establecido el hecho de que la
pequeña propiedad rural no ha podido ser destruída, a pesar de la labor
latifundista del gobernante. Su permanencia ha salvado al país de una completa
ruina. En esas pequeñas fincas el campesino cosecha los productos básicos de
su alimentación (plátano, frijoles) y cría gallinas y cerdos, que le proporcionan
carne, manteca y huevos. También desarrolla en ellas pequeñas crianzas de
ganado, especialmente en las regiones del norte, donde el negocio no ha sido
aún monopolizado por Trujillo. La presencia de esas vacas en las fincas brinda
leche al niño del campo. Mientras en Puerto Rico, según afirmación de Miguel
Guerra Mondragón, “miles de niños pasan sin leche los 365 días del año”,58 en
los campos dominicanos raros son los niños que no se toman todos los días
varios vasos de ese precioso líquido. Esta diversidad de cultivos y negocios de
origen agrario en multitud de fincas ha permitido al pueblo la subsistencia, a
pesar de las angustiosas condiciones político-financieras, y de la monopolización
de las principales fuentes de riqueza. Santo Domingo siguió, por tanto, sin
saberlo, el sabio consejo de Martí. Si los dominicanos se hubieran entregado
como Cuba y Puerto Rico, exclusivamente en manos de la industria azucarera,
estaría atravesando el país una situación muy crítica, ya que los ingenios, que
hacen beneficios vendiendo el azúcar aun a $1.00, no habrían reducido esos
beneficios en provecho del pueblo trabajador; y que aun reduciéndolos, los
sueldos que el campesino dominicano, convertido en proletario, hubiera
percibido, no hubieran permitido subvenir a todas las necesidades de la vida.
La política del acaparamiento de tierras ha forzado a muchos campesinos
a emigrar a la ciudad, engrosando allí las filas del proletariado urbano. Como
las industrias escasean, se ven ellos obligados a convertirse a veces en miseriosos
y mendigos. El hambre, con todas sus trágicas consecuencias sociales, los
desorienta y martiriza. A medida que pasan los días, el cuadro adquiere mayores
tonalidades dramáticas. Su existencia perturba al mandatario, ansioso de dar
al turista la impresión de una creciente bonanza. Para combatirla,
promulgáronse leyes sobre la vagancia, medida ápoda, ya que no es la vagancia
en sí lo que hay que destruir, sino sus causas. Después, viendo que el problema
seguía en pie, resolvióse la repartición de algunas tierras del Estado, y de
58. Miguel Guerra Mondragón. “El médico ante el problema económico social de Puerto
Rico”.
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náá lisis de su pasado y su presente) 227
terrenos no cultivados de algunos grandes terratenientes—, contrarios, por lo
general, a la administración imperante— entre los campesinos desprovistos
de propiedades y medios económicos. Según el censo realizado en 1936, para
fines de ese año habían sido ya repartidas 115,255 hectáreas entre 58,266
agricultores. Es claro que si se pudiera depositar confianza en esos números, y
si la repartición se realizara siguiendo métodos científicos, después de un
hondo estudio del asunto, la medida aparecería salvadora. Pero no es ese el
caso. Se actúa sin plan previo. La ayuda pecuniaria al campesino es mínima o
inexistente: algunos implementos y semillas que las Cámaras de Comercio
—organismos allí gubernamentales y no particulares— distribuyen. Y tienen
los agricultores que comenzar a pagar al año el costo de la tierra, con lo cual
entran nuevos ingresos en las arcas del Estado.
Todos los que han estudiado el problema de la repartición de tierras en
otros países saben las dificultades que se encuentran cuando se pretende
resolver la cuestión con rigor científico y espíritu de justicia. No se conciben el
éxito y la equidad en la gestión sin la organización previa de un banco territorial
y agrícola, y sin un respaldo educacional técnico y económico a las masas
campesinas, factores éstos inexistentes en la República.
SALUD EN CRISIS Y DESORIENTACIÓN SANITARIA
El empobrecimiento colectivo provocado por la política económica
desacertada e injusta ha tenido repercusiones graves en la salud del pueblo. A
pesar de que el hambre sólo se hace sentir en las capas más abandonadas de
población urbana y en escasos rincones campesinos, la restricción de la dieta
es fenómeno que se extiende hoy al 70 u 80 por ciento de la colectividad. Ello
ocasiona deficiencias orgánicas, y visibles miserias fisiológicas, que atenúan la
capacidad defensiva del hombre contra las enfermedades. Algunas endemias,
como la tuberculosis, han adquirido un acusado incremento. Aunque no se
puede confiar en las pocas estadísticas publicadas, debido a la inexistencia de
un eficiente control sanitario de las poblaciones rurales, todos los conocedores
serios del país afirman que el contagio y la mortalidad por enfermedades
infecciosas han aumentado considerablemente, en comparación con los de los
años anteriores al advenimiento de Trujillo al poder. A esos males, la Sanidad
responde con medidas desorientadas, casi estériles. La apertura de unos pocos
dispensarios en los campos sólo representa un paliativo ínfimo, que apenas
debe tomarse en consideración. El mal está en la orientación económica del
régimen, que crea miseria; es imposible, por tanto, combatirlo con eficacia sin
hacer variar —requisito indispensable— esa orientación. La persistencia de
ésta invalida en gran parte cualquier esfuerzo encaminado a impedir la difusión
de las enfermedades y a curar los casos existentes. La terapéutica social moderna
es, mas que curativa, preventiva.
Pese a la gravedad del problema, la dictadura no se ha preocupado en
darle una solución conveniente, siquiera parcial. Imposibilitada, por su propia
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naturaleza, de encauzar la política económica por otras vías, hubiera podido
organizar una campaña sanitaria sobre adecuadas bases científicas y
financieras. No lo hizo. La suma de $50,000, asignada para tal propósito
(Presupuesto de 1939), no responde ni remotamente a la necesidad; es como
si quisiéramos satisfacer, con un sorbo de agua, una sed prolongada. Los
encargados de ejecutar el conato de campaña limitan su actuación casi siempre
a los tratamientos antisifilíticos, antipiánicos y antiuncinariásicos, y a repartir
algunas cápsulas de quinina contra el paludismo; todo lo cual se realiza sin
sujeción a un plan científico previo.
Mientras los mencionados $50,000 se gastan en dichos fines, el Cuerpo
Médico del Ejército dispone, según el Presupuesto aludido, de $115,660, suma
equivalente a más del doble de la cantidad anterior. La diferencia entre ambas
cifras denuncia el menosprecio con que el Gobierno responde a asuntos
fundamentales de la nación, y su solicitud en atender a las fuerzas minoritarias
en que se apoya. El Ejército recibe —ya lo vimos— casi dos millones de pesos,
a pesar de ser, en su estructura y orientación actual, un cuerpo parasitario y
funesto; los servicios sanitarios nacionales perciben, en cambio, menos de
medio millón, que se eroga especialmente en el mantenimiento de los hospitales
urbanos y de una burocracia de inspectores sanitarios, por lo general urbanos
también, de discutible capacidad técnica.
El campesino se beneficia muy escasamente de esos hospitales y esa
burocracia. No obstante, sus males físicos aumentan. Ahora enferma más que
antes, y se encuentra sin dinero para ir a la ciudad en pos de la consulta
médica y la medicina conveniente. Si el médico privado no le trabaja a crédito,
se ve obligado a recurrir al curandero, o a acudir al dispensario frecuentemente
lejano, donde por lo común no hay tiempo ni medios para someter su caso a
estudio, ni existe la medicación requerida.
EL ESTADO. VEHÍCULO DEL ENRIQUECIMIENTO DEL
DICTADOR
La tragedia de esa realidad campesina no preocupa al dictador. Lo que él
busca es su enriquecimiento constante. El Estado coopera a dicho
enriquecimiento. El ha tenido el tacto o la astucia de imprimirle a la maquinaria,
de ese Estado cierta eficacia funcional. Raras veces permite violaciones a las
normas que los reglamentos internos prescriben. En todo cuanto es superficial
y aparente, hay orden; si el Congreso vota una transferencia de fondos, el voto
se cumple; si la ley señala a tal empleado tal función, esta función se ejecuta.
Todo cuanto pudiéramos, pues, considerar como parte mecánica de la
administración, se desenvuelve disciplinadamente. Para el dictador, el Estado
es una corporación magna, dependiente de sus órdenes, que le ofrece directa
o indirectamente, beneficios substanciales. Su actuación personal es equivalente
a la de los magnates de empresas comerciales importantes; esos magnates no
permiten que sus subalternos distraigan fondos de la compañía con fines de
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náá lisis de su pasado y su presente) 229
provecho propio; del mismo modo Trujillo impide, generalmente, que los
empleados del Gobierno, sobre todo los civiles, se lucren con fondos del fisco.
En las grandes corporaciones, los que se enriquecen son los dueños y directores;
Trujillo procede de idéntica manera: él se enriquece mientras sus empleados
perciben sueldos ínfimos, reducidos por las diarias exigencias para fiestas,
homenajes y estatuas —expresión de la adulonería— y por el obligatorio 10%
que ellos tienen que regalar al Partido Dominicano, como contribución para
su sostenimiento, dineros de los cuales dispone a su antojo el Supremo Jefe
del Partido. El gran desorden está en la entraña, en la médula y la orientación
de toda la maquinaria; en la existencia de departamentos anexos como la
Lotería, que él domina sin control; en las numerosas asignaciones de fondos
que señala el Presupuesto, y de las cuales nunca se rinden cuentas; en resumen,
en el hecho básico y central: en la legalización de lo injusto y lo deshonesto.
Lilís hacía todo lo contrario: no atribuyó él nunca a la estructura
administrativa del gobierno la importancia que para Trujillo tiene. La
contabilidad era ante sus ojos casi innecesaria; ni veía él diferencias —siquiera
aparentes— entre los ingresos del Estado y los ingresos personales. Como dice
el Sr. Rufino Martínez en su obra “Hombres Dominicanos”, Lilís, “con ambas
manos metidas en las arcas nacionales, parecía exclamar: ¡Señores, esto es de
todos! Mientras daba con una mano a todo el mundo, con la otra apartaba lo
suyo”. Y lo apartaba para dar… Trujillo, por el contrario, estima que los fondos
del Estado están destinados, primordialmente, a mantener el funcionamiento
de la maquinaria del Estado, y que sólo los sobrantes —y lo que se puede
obtener por medios disciplinados, como la contribución sobre los sueldos —
son susceptibles de llegar a sus bolsillos y a los de un número escaso de
favorecidos. A su juicio, esos fondos no son “de todos”, en la acepción anárquica
que Heureaux —según Martínez— daba a la frase; son más bien de la
corporación gubernamental que él dirige, y su función sustantiva es servir
para el pago de los empleados que trabajan en la corporación, ayudando así a
sostener el régimen, base cardinal de su enriquecimiento. La originalidad de
Trujillo reside justamente en haber logrado imprimirle disciplina al
funcionamiento de esa corporación, sin la cual él no podría realizar sus
propósitos siniestros.
EL CÁRTEL DE LAS CORPORACIONES EXTRAOFICIALES
Como Lilís amaba mucho más el poder que el dinero, permitía que otros se
enriquecieran; Trujillo, por el contrario, no lo tolera. Sólo él, y las compañías
absentistas que lo protegen, tienen derecho a la riqueza. Todas sus actividades
giran, pues, alrededor de ese afán monopolizador de la economía. Siendo el
Estado el vehículo capital en la cristalización de ese afán, importa que los
integrantes de ese Estado sean fuertes, y que sus actuaciones muestren armonía
y eficacia. En realidad, no es ese Estado el manantial que directamente le
brinda sus más cuantiosos caudales auríferos. Pero permite, estimula y garantiza
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su obtención. Sin su existencia no hubiera podido el mandatario organizar la
vasta red de monopolios y negociaciones arbitrarias extraoficiales con la cual
ha ido gradualmente empobreciendo al pueblo.
Los tributos gubernamentales, factores en la labor del empobrecimiento,
no proporcionan por lo común al dictador muy crecidos beneficios directos.
Es la centralización de más del 75% de las más importantes actividades
económicas puramente nacionales o que ofrece a él, a manos llenas, la riqueza.
Junto a la corporación gubernamental funciona, pues, la gran corporación
extraoficial, o para mejor decir, la unión o el cártel de las corporaciones
extraoficiales, que gozan del favor oficial, y se apoyan en la fuerza pública.
Indudablemente, estas estructuras financieras, monstruosas en sus finalidades,
han sido diestramente ideadas y organizadas. Sus ramales se extienden a todos
los rincones del país. El cartel se compone de la corporación del ganado, la
corporación de la sal, la corporación arrocera, la corporación tabacalera, etc.,
y posee su propio banco: “La Compañía Bancaria Nacional, C. por A.” Aunque
esta institución bancaria se ocupa principalmente de operaciones de tipo
usurario, en ella convergen muchos de los beneficios de las diversas
corporaciones que integran el cartel. Su administrador es Paco Martínez, el
mismo cuñado del Presidente que vimos ya a la cabeza de la Ferretería Read.
Acostumbra ese banco descontar el 6% mensual de los salarios de los empleados
públicos, obedeciendo a la siguiente técnica: a principios de mes anticipa a
sus víctimas el 80% del sueldo, descontando el 6% sobre la totalidad. Cuando
el Gobierno paga los sueldos el 25 del mes, la Compañía entrega el remanente.
Como el descuento es sobre la totalidad, y se cobra por un mes completo, a
pesar de que el banco recibe el pago a más tardar a los 25 días, el interés real
que percibe no es el 6% mensual, sino mas elevado. El préstamo ofrecido es el
80% porque se deja un margen de 20% para cubrir las contribuciones regulares
que Trujillo impone para el Partido Dominicano, y las extraordinarias, tales
como los homenajes, las fiestas, etc. Se calcula que el Partido —o sea el dictador—
recibe de los empleados públicos no menos de $250,000 anuales. Como dicha
suma ingresa al fisco gracias a los tributos que paga el pueblo, éste así coopera,
pese al hambre de los hijos, al enriquecimiento del tirano.
ENTRE WASHINGTON Y EL EJE ROMA-BERLÍN
La conveniencia de cumplir el compromiso de la deuda exterior es otra de
las razones primordiales que obliga a Trujillo a imprimirle disciplina al
funcionamiento administrativo del régimen. Cualquier desequilibrio en ese
funcionamiento, con la consiguiente paralización de los pagos de intereses y
amortizaciones, podría perturbar la cordialidad de las relaciones dominicoamericanas. Ignorante de la sociología y del vigor de su propio pueblo, él ha
llegado a considerar a Washington como una fuerza de potencial mayor; teme
más a una insinuación suya que a la cólera popular escondida tras el manto
del sometimiento y la paciencia; y ha llegado, en esa actitud de temor, a
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posiciones totalmente ridículas, como la adoptada cuando hizo poner el nombre
de “U. S. Marine Corps” a una avenida de la Ciudad Primada, y cuando
subordinó su reconocimiento del régimen franquista al reconocimiento por el
Gobierno norteamericano.
Pero el temor a Washington no lo cohibe de simpatizar decidida aunque
veladamente con Hitler y sus métodos, cosa explicable, dada la similitud de
procedimientos y conceptos existente entre su régimen y el hitleriano. En varias
ocasiones, la prensa internacional se ha referido al establecimiento de bases
marítimas ocultas para submarinos nazis, con la venia del dictador; se ha
hablado, además, insistentemente, de la existencia de pactos secretos entre
ambos gobernantes. La realidad —muy posible— de esos hechos no ha podido
ser comprobada. En cambio, sí es absolutamente cierto que la Quinta Columna
alemana ha estado actuando en el país, disfrazada de “Instituto Científico
Dominico-Alemán”, con subvención, hasta hace poco, del Estado dominicano.
Ese “Instituto” realizó, con aparentes fines científicos, varios estudios de las
costas y la orografía dominicanas, cuyos resultados, remitidos a Berlín, no
fueron publicados en el país.59
Noticias recientes dan a entender que las actividades quinta columnistas
han adquirido en los últimos meses mayor extensión, debido a la llegada de
numerosos agentes nazis, a veces en calidad de “refugiados políticos”. En 1937,
Trujillo intentó un vasto plan inmigratorio: quiso brindar tierras dominicanas
a unos 40,000 inmigrantes alemanes.60 El proyecto fracasó, probablemente
por presión de Washington, que vió el peligro… Es casi seguro que el Dictador
se convenciera entonces de que no podía mostrar tan a las claras su devoción
nazista; y que por tanto, llegara a un acuerdo con Hitler para que éste le
enviara, de modo secreto y por pequeños grupos, sus agitadores y técnicos.
Como todos estos pasos se dieron con suma habilidad y silencio, el Gobierno
norteamericano parece que no pudo descubrirlos.
Trujillo realiza, pues, un juego diplomático doble: manifiesta vinculación
con Wall Street, y sumisión y solidaridad con Washington, a sabiendas de que
ambas fuerzas tienen en sus manos su inmediato destino político y económico;
pero entrega el corazón a Hitler y a los demás líderes del fascismo internacional.
Hace esto último sin testigos, dentro del mayor misterio. Esa duplicidad pone
de manifiesto, junto a su naturaleza bárbara, que lo empuja a respaldar la
barbarie hitleriana, sus dotes de financiero, que le aconsejan ser precavido y
sacrificar el sentimiento en aras del interés. Si los Estados Unidos intervienen
en el actual conflicto bélico, y obtienen la victoria, la juzgarán —se dice él a si
mismo— un colaborador honrado; si la balanza se inclina, por el contrario, del
lado nazifascista, los dictadores europeos sabrán premiar sus simpatías y sus
59. Samuel E. Badillo. “Alemania Tiene Planes Completos para Operar Militarmente en
República Dominicana” (“El Mundo”, San Juan, P. R., 31 de agosto de 1940).
60. “La Voz”, N. Y., 23 de Oct. de 1937.
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servicios útiles. Lo probable, en el caso de la intervención norteamericana, es
que él ofrezca a Washington “sincero” apoyo, y que permanezca en esa actitud
mientras su propio régimen no corra peligro, y las posibilidades de vencer
estén visiblemente del lado de las democracias. Sólo la seguridad de un triunfo
totalitario lo impulsaría a adoptar —si ello no conllevara una inmediata
amenaza a su poder— posiciones claras y definidas a favor del totalitarismo.
Hasta ahora, lo visible es la sumisión y el deseo de complacer a Washington.
Su respaldo a los dictadores europeos tiene hoy apenas proyección pública.
Ciertos hechos, no obstante, lo denuncian. El más acusado de ellos no ha sido,
como algunos creen, la ofrenda de una corona en la tumba de José Antonio
Primo de Rivera, sino la autorización dada a la prensa dominicana —reflejo
fiel de la voluntad del déspota— de publicar (“Listín Diario”, 19 de junio de
1940) el mensaje de gracias con que el Ministro de Alemania, Dr. H. F.
Roehrecke, contesta a las “numerosas felicitaciones y expresiones de simpatía
recibidas con motivo de los últimos acontecimientos en Europa”
Ese juego doble, lleno de peligros para el pueblo dominicano, en vista,
especialmente, de la gravedad del instante internacional, ofrece una prueba
más de la despreocupación del actual régimen por el desenvolvimiento libre
de los factores nacionales. Decimos despreocupación cuando en realidad la
palabra traición es la que corresponde. Traición manifestada, de modo continuo,
en casi todas sus demás ejecutorias.
OTRA TRAICIÓN AL PUEBLO
Traición al pueblo fué también el arreglo concertado por la dictadura con
el Comité Protector de los Tenedores de Bonos, en 1934. Al tratar el punto,
conviene recordar las siguientes ideas, extraídas del Informe que la Comisión
Dawes presentó al General Vásquez: “Mientras la deuda de la República, en su
forma actual no sea extinguida, la República tendrá que sufrir el indeseable
control de aduanas. Todo funcionario del Gobierno Dominicano, al luchar por
la economía, labora por la completa liberación de su patria del control
extranjero, y todo verdadero patriota, en éste o en cualquier otro país, aplaudirá
su esfuerzo”. ¿Pretendía el aludido arreglo ese propósito capital? Todo lo
contrario… Aunque él le quitó a la República la carga de una amortización
excesiva, prolongó, mediante pequeños pagos de amortización, el saldo de la
deuda de los dos empréstitos, que en vez de ser cubierto en 1940 y 1942,
como fijaba el arreglo original, será liquidado en 1962 y 1970. Se ha retardado,
pues, 30 años más, el último pago, y con ello, la permanencia de las Aduanas
dominicanas en poder de los Estados Unidos.
Alegaba Trujillo, cuando realizó el Convenio, que la República no podía
cubrir, por incapacidad económica, el tipo de amortización (más de un millón
de dólares). Estaba, desde su punto de vista, en lo cierto, ya que él no iba a
consentir en la reducción del ejército, que disponía en el presupuesto del año
anterior (1933) de casi el 23% de los egresos gubernamentales. Un gobierno
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honesto y bien orientado hubiera podido, por el contrario, mediante la creación
de impuestos científicos, economías administrativas, y la estimulación de las
fuentes de producción, subvenir, después de promulgada la ley de emergencia,
a esos gastos de amortización. Aun tomando como punto de partida al actual
gobierno, con su funesta política económica, nos vemos obligados a admitir la
posibilidad del pago de las amortizaciones al tipo en vigor en el año 1930, si
hubiera existido el deseo de hacerlo. Prueba de ello la ofrece el constante
aumento de los ingresos gubernamentales, en virtud de la nefasta política
tributaria; y los presupuestos en sucesivo aumento. En 1933, el presupuesto
ascendió a un poco más de $6.200,000; en el 1940 asciende a casi el doble:
$12.134,956. En este último, se le asignó al ejército más de $2,000,000, o sea
un 17% de los gastos generales de la nación; el capítulo de asignaciones varias
de dicho ejército monta a $352,700, mientras las atenciones varias de la
Presidencia, incluyendo la mansión presidencial, sobre cuyos fondos gira
Trujillo y no el Presidente-títere, alcanzan a más de $200,000.61 Es lógico que
una reducción de esos y otros capítulos podría permitir el pago de las
amortizaciones al tipo anterior a la Ley de Emergencia.
Pero eso no le interesa a Trujillo. El prefiere disponer de esos dineros para
los fines asignados. Sin embargo, le agradaría la anulación del control sobre
las aduanas, ya que ello lo haría aparecer como patriota y le brindaría nuevas
fuentes de enriquecimiento.
El afán de riquezas más cuantiosas explica la fundación de “La Nación, C.
por A.”, empresa editorial y periodística creada por el Sr. Trujillo con el
propósito de monopolizar los trabajos de litografía y de imprenta. En los talleres
de esa nueva corporación, que representa una inversión de $150,000, se
imprimen ya todos los documentos y pliegos gubernamentales.
CONTROL INDIVIDUAL Y PROPAGANDA DICTATORIAL
El nacimiento y desarrollo de esta sociedad comercial provocó
inmediatamente la hostilidad oculta de las otras dos grandes empresas
periodísticas capitaleñas: “El Listín Diario” y “La Opinión”, que no podrán
competir y tendrán a la larga, salvo circunstancias especiales, que liquidar sus
negocios. Ello no traería cambios o consecuencias en la órbita de la expresión
de las ideas, ya que la prensa en su totalidad ha estado sometida al régimen,
que la ha utilizado como vehículo de propaganda, y por ende, de desviación
intelectual y corrupción de las almas. Ese fenómeno, propio de toda dictadura,
ha adquirido en Santo Domingo una intensidad extraordinaria: la censura por
parte del Ejecutivo es absoluta; todo cuanto se publica tiene que ser con la
debida autorización.
61. Trujillo se retiró de la función presidencial en el 1938, pero sigue siendo de hecho
el Dictador de la República.
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Pero el Dictador no se conforma con ejercer ese dominio sobre la
manifestación pública del pensamiento; trata también de enterarse de todo
cuanto se conversa en la intimidad o se expresa por vía telefónica, telegráfica
o postal. El Departamento de Espionaje ha organizado servicios especiales en
esas oficinas de comunicación. Todas las cartas dirigidas a personas sospechosas
son ineludiblemente violadas, lo mismo que los periódicos procedentes del
exterior.
Esa supervisión sobre cualquier comentario acerca de la República trata él
de ejercerla también en el extranjero. Imposibilitado de lograrlo, pero
consciente de los perjuicios que para su persona y su obra acarrea la denuncia
de la naturaleza real de éstas, se esfuerza en contrarrestarla mediante una
campaña hábil de propaganda. El no ha escatimado medio en ese camino.
Utiliza el halago, y cuando éste no basta, se sirve del dinero. Es rumor muy
generalizado que muchas oficinas importantes de información periodística
reciben sus subvenciones. Y puede asegurarse que es crecido el número de
periodistas —mediocres y de relieve— que cobran todos los meses sueldos por
concepto de artículos encomiásticos.
En ciertas ocasiones, el dictador invita a esos hombres de pluma a que
visiten el país. Y ya en él, los colma de pleitesía y gentilezas, que mueven la
gratitud de los visitantes. Los hospeda, por lo común, en su propia y lujosa
casa, y les ofrece un trato de gran señor. El, y algunos de sus acólitos,
monopolizan sus pasos. Les enseñan algunas obras públicas, y les suministran
una información viciada y unilateral. Al regresar al extranjero, cuentan
—como no cesa de contarlas el chileno Carlos Dávila, tránsfuga del movimiento
socialista iberoamericano— maravillas. Y se explica…
La propaganda obedece, pues, a toda una organización eficiente y
coordinada. Con tal propósito se han creado periódicos, revistas y libros. Uno
de los más repugnantes volúmenes totalmente consagrados a la exaltación del
hombre y de su gobierno, lo publicó en los Estados Unidos el señor Lawrence
de Besault, plumífero norteamericano que estuvo también al servicio de la
dictadura de Machado en Cuba. Utilizó este señor para realizar su obra, la
documentación suministrada por las oficinas centrales de propaganda del
gobierno, y se dió el curioso caso de que a menudo se circunscribió él a hacer
traducciones literales. Este hecho quedó comprobado cuando se publicó, bajo
el nombre del dictador el libro “Reajuste de la deuda externa”. En efecto, el
capítulo “Descripción e historia de las emisiones de bonos”, de este libro, es
una traducción literal de casi todo el capítulo publicado por de Besault bajo el
título “Public finances”. Como Trujillo editó su obra con posterioridad al libro
del norteamericano, aparece él plagiando al otro.62
En esa labor de propaganda cooperan también los Consulados, que han
perdido, bajo el actual régimen, su valor comercial, para transformarse, sobre
62.Lawrence de Besault. Obra citada. Raf. L. Trujillo. Obra citada.
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todo el de Nueva York, en centros de espionaje; y algunas oficinas de abogados
notables. La misión encomendada es presentar al dictador y a su gobierno
bajo los más risueños e inverosímiles aspectos. En su comunicación al
Departamento de Estado de Washington, de fecha 18 de octubre de 1933, los
señores Davies y Newman, Consejero Legal y Consejero Económico y Financiero
respectivamente, del Gobierno dominicano, llegaron a afirmar, con una
naturalidad asombrosa, que bajo el gobierno de Trujillo “se ha conservado la
ley y el orden. Vidas y propiedades se han protegido y están garantizadas”.
Por lo general, los panageristas extranjeros se limitan a señalar las reales o
hipotéticas realizaciones del gobierno en la parte administrativa y en materia
de obras públicas. Han insistido ellos mucho en el reajuste de los ingresos y
egresos, el pago regular de los sueldos, y el poco monto de las obras públicas
realizadas. Como es lógico, esconden todo cuanto se oculta de indigno y
deshonesto tras las cifras y el brillo de esas realizaciones discutibles.
Nada dicen, tampoco, sobre el terror reinante o sobre el fantástico
enriquecimiento del dictador, cuya fortuna, una de las más cuantiosas de
América, se estima asciende ya a más de veinte millones de dólares.
PROGRESO MATERIAL GRACIAS AL TRABAJO DEL
SIERVO
El progreso material de la República ha experimentado, bajo el régimen de
Trujillo, un gran incremento. La dictadura continuó, en esa zona, la trayectoria
iniciada por el gobierno de Cáceres, y seguida, de acuerdo con las circunstancias,
por los gobiernos ulteriores, especialmente por el régimen del marino
interventor, y por la última administración de Vásquez. Es justo denunciar,
empero, que casi todas estas obras han conllevado un beneficio personal, a
veces cuantioso, para el mandatario, Realizar trabajos materiales tiene, pues,
ante sus ojos, dos aspectos atrayentes: en primer término, el aspecto espiritual
del prestigio que ellos brindan; en segundo lugar, el provecho pecuniario que
él deriva.
La más importante de todas las obras públicas construídas parece ser la
del puerto capitaleño. Los trabajos fueron realizados por el Ingeniero Félix
Benítez Rexach, a un costo de $2,500,000. La obra, impresionante por su
magnificencia, ha sido criticada desde el punto de vista técnico; ella obliga a
un dragado constante; muchos expertos opinan que no representa nada
definitivo; otros, por el contrario, la encomian. La mayor objeción que a nuestro
juicio podría dirigírsele reposa en su inoportunidad, y en la fehaciente escasez
de provechos que de ella deriva inmediatamente el pueblo. Aunque su presencia
ha contribuído a darle a la capital un aspecto de ciudad moderna, el país no lo
reclamaba imperiosamente, ni podía justificarse su realización en una época
de crisis económica. Los resultados de ella han sido, desde el punto de vista
práctico, casi nulos, ya que si ha habido una intensificación del tráfico marítimo
al través del puerto capitaleño en algunos momentos, no fué debida esa
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intensificación a su presencia. Los barcos que antaño venían, continuaron
viniendo. Sólo de vez en cuando aparecían vapores de calado mayor. Mas en
nada o en bien poco favorecían a la economía nacional esas apariciones.
Constreñido por gastos imprevistos, en varias ocasiones tuvo el ingeniero
Benítez Rexach que variar los planes originales. No se rendía cuentas al público,
como era deber, de nada de esto. Tampoco pudo el público averiguar con
certeza los beneficios personales que Trujillo estaba derivando. Sólo se sabe
que después de haber él ofrecido una comisión cuantiosa al intermediario, un
desacreditado abogado puertorriqueño, se vió éste constreñido a aceptar un
porcentaje ínfimo de la suma prometida.
Además de esta obra, la dictadura ha realizado, durante los diez años que
lleva ya en el poder, reparaciones y construcciones de algunas carreteras, y de
calles y avenidas de las más importantes ciudades. Vásquez dejó, al caer, unos
1,200 kilómetros de carreteras terminadas, y unos 400 kilómetros de carreteras
por terminar. Trujillo terminó estas últimas y agregó unos 400 kilómetros
más. Ambos regímenes se ocuparon de la colocación de puentes. “El Gobierno
de Vásquez —afirma el Informe de la “Foreign Policy Association”, ya citado—
contrató en 1928, con la “United States Steel Products Co. of New York”, la
construcción de siete grandes puentes. La administración de Trujillo encontró
todo este material ya fabricado, y lo que ha hecho es colocarlo en sus respectivos
puestos, habiendo comprado algo adicional”. Pero ya realizados, o mientras
se realizaban estos trabajos, hizo nuevos contratos para otros puentes
necesarios, que fueron construídos.
El embellecimiento y las mejoras a la ciudad capital han sido asuntos a los
cuales mayor atención y celo ha dedicado la dictadura. Es inexacto, sin embargo,
afirmar, como lo hacen sus acólitos, que el dictador ha reconstruído a la Ciudad
Primada. La construcción de algunos edificios, avenidas y parques no autoriza
semejante aseveración. La verdad es que la capital fué reedificada por los
propietarios urbanos, sin la menor cooperación directa de la municipalidad o
del gobierno.
El ritmo precipitado con que el régimen ha ido realizando su ambicioso
programa de obras públicas no debe causar extrañeza. Pues la tendencia a
incrementar y enorgullecerse de los trabajos materiales es propia de todos los
dictadores. Gómez en Venezuela, Porfirio Díaz en México, y Machado en Cuba,
hicieron constante demostración de ella. Trujillo no podía violar la regla. La
ha cumplido y sigue cumpliendo. Tal vez con intensidad mayor que los otros;
intensidad que salta a la vista, en razón del valor negativo de las demás facetas
de su gobierno.
Aceptadas esas realizaciones, preguntémonos: ¿de qué medios se sirve él
para llevarlas a cabo? La respuesta es obvia: de los fondos brindados por las
tributaciones injustas que paga el pueblo, y de la esclavitud de ese mismo
pueblo. Las construcciones y los arreglos de carreteras y caminos vecinales se
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efectúan gracias a la labor rendida por un número escaso de obreros
miserablemente pagados, y un número crecido de campesinos a quienes las
autoridades obligan a ofrecer, gratuitamente, varios días de labor, además de
los alimentos para el grupo. Se transforman entonces esos campesinos en lo
que el régimen ha denominado “los prestatarios”; prestan ellos sus energías
—o para mejor decir, las regalan— a cambio de las reparaciones o
construcciones deseadas. Se ha llegado, en estas últimas vías, a lo que ninguna
mente civilizada concibe: a obligar al discipulado de la Escuela Normal Superior
de Santiago, a rendir un día de trabajo, con el pico y la pala, en el canal de
irrigación de la Herradura, canal de gran utilidad para la finca de José Estrella,
uno de los más poderosos y detestables sostenedores del régimen.
En las ciudades, son los presos civiles y políticos, y unos pocos obreros
asalariados, quienes construyen y limpian las calles y levantan los edificios
estatales, municipales o del dictador. Es, por tanto, con el sudor del siervo
y con el dolor del pueblo desdichado y hambriento, que se realizan casi
todas esas obras. Por eso puede el régimen afirmar que lo que gasta en ellas
es ínfimo si se compara con las sumas que en labores semejantes despilfarró
el régimen de Vásquez. Claro está: ni lo uno ni lo otro es justo y adecuado.
No es justo ni adecuado gastar, como lo hizo el gobierno caído, más de
$20,000 por kilómetro en la carretera que va de Monte Cristy a Dajabón;
suma de la cual poco aprovechó la clase trabajadora. Pero es aun menos
justo y adecuado cubrir el costo de un kilómetro, como lo hace la dictadura
actual, en la misma carretera, con la suma modestísima de $1,147.00, ya
que de esas monedas nada, absolutamente nada, ingresa en los bolsillos de
la clase trabajadora.
Lo cierto es que el pueblo preferiría mil veces que ninguna de esas obras
se realizara, y en cambio, gozar de libertad, y sentirse protegido y no explotado
y esclavizado por el régimen.
TRABAJADORES Y LEYES DEL TRABAJO
Las leyes y la organización del trabajo ofrecen a menudo marcadas
incongruencias, que son reflejos de las facetas contradictorias de la psicología
del gobernante. Se promulgó, por ejemplo, la ley de las ocho horas (Ley No.
929); pero se requiere y utiliza el trabajo de los prestatarios; también se legisló
(Ley número 837) en el sentido de obligar a todos los patronos a emplear no
menos de un 70% de dominicanos en su personal, pero se les conceden a las
compañías absentistas, constantemente, permisos para la introducción de
braceros extranjeros. Estas contradicciones sorprenden a las personas que no
están familiarizadas con la naturaleza y los procedimientos del presente
régimen. Estudiadas a la luz de los hechos, las citadas leyes pierden casi
totalmente su fuerza. Pues se llega a la conclusión de que sólo se cumplen de
modo muy limitado. Para el campesino, que forma la gran mayoría de la
colectividad, son letra muerta…
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Los únicos que se benefician de la aplicación de la ley de ocho horas son
los empleados de las casas de comercio urbanas. Pero los alcances del beneficio
quedan en gran parte anulados por la imposibilidad en que se encuentran
ellos, así como toda la clase obrera, de organizarse independientemente en
estructuras sindicales. Conocedor el régimen del valor revolucionario de la
organización proletaria libre, legisló —medida fascista— (Ley No. 1793, Gaceta
Oficial No. 4988) creando gremios sometidos totalmente al control
gubernamental; los gobernadores de provincias, y los síndicos de las comunes
quedaron por esa ley investidos con el carácter de Presidentes Ejecutivos de
ellos. Es obvio que dentro de esas condiciones no pueden los obreros reclamar
en casos de abusos o coacción, o protestar contra los salarios de hambre que
en numerosas industrias y en casi todos los trabajos se pagan. Todos estos
hechos tienen, como se ve, grandes analogías con los que se observan dentro
de los regímenes nazi o fascista.
En realidad, debido al escaso desarrollo industrial del país, la clase
puramente proletaria sigue siendo reducida. Existen, sin embargo, en el
comercio, numerosos trabajadores de cuello blanco, que actúan más como
hombres de la clase media que del proletariado. Después de los empleados del
Estado, son ellos los asalariados que mejores sueldos perciben. El censo de
1936 computó un total de 1076 establecimientos industriales donde trabajan
76,791 empleados y obreros. Como según los autores de la estadística sólo
fueron computados alrededor del 50% de establecimientos industriales, se
llega a la conclusión de que el número total de esos obreros asciende
aproximadamente a 152,000. De esta cifra hay que rebajar 128,000, que es el
montante duplicado de los obreros que trabajaron en la industria azucarera,
ya que ellos, de nacionalidad extranjera en su mayoría, vienen al país con el
exclusivo propósito de hacer la zafra, y terminada ésta, regresan a sus tierras
de origen. (Duplicamos el montante por haber sido computada en el censo la
totalidad de los establecimientos azucareros). Suponiendo que de los 64,000
que los ingenios importan, 14,000 permanecen, y agregando estos 14,000 a
los 24,000 (diferencia entre 152,000 y 128,000) obreros nativos asalariados
en las otras industrias, se deduce que la cifra total del elemento obrero industrial
fijo en el país es de 38,000, cifra insignificante comparada con el monto de la
población adulta en 1936, que era de 1,479,417 habitantes. Naturalmente,
esa cifra hace caso omiso de los obreros portuarios, los obreros de construcción,
y los criados y sirvientes de numerosas familias de la burguesía y de la clase
media, obreros para quienes no existe, por lo general, la ley de ocho horas, y
que perciben por sus trabajos, salarios de hambre. Tampoco toma en
consideración aquella cifra, a los numerosos obreros rurales y a la infinidad
de hombres y mujeres que no tienen de qué vivir y buscan, hambrientos,
tanto en ciudades como en campos, un trabajo que siquiera les proporcione el
pan y el techo.
Si el Gobierno quisiera prestarle positiva ayuda a la clase obrera, podría
indudablemente hacerlo. Pero no se puede esperar esa actitud de su parte, ya
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náá lisis de su pasado y su presente) 239
que ella estaría en abierta pugna con la naturaleza del régimen, que se apoya
en fuerzas reaccionarias (el politicastro, el burgués rico, el empresario
absentista, el cura), y con la finalidad capital que persigue Trujillo: su
enriquecimiento. La codicia del dictador constituye, por tanto, el primer
obstáculo en el camino de una política obrerista auténtica.
Esa codicia, rasgo característico de su alma, se proyecta casi constantemente
sobre la colectividad. A veces, empero, asoman, aislados e inconfundibles,
otros rasgos; hoy es su vanidad, que él estimula dando pábulo a las
manifestaciones de adulonería con que sus secuaces gratamente lo abruman;
mañana es su cinismo, puesto tantas veces de relieve, y que hizo una de sus
más genuinas apariciones cuando les habló a los jueces diciéndoles: “No hay
pan más amargo que el que se adquiere deshonestamente; ni puede ser
placentera una fortuna cuando se la obtuvo contra los dictados de la conciencia.
Nada despierta en mi más amargo resentimiento que ver a un hombre que
goza de la confianza pública, traicionar a la sociedad, y dedicarse a las ganancias
privadas y a sus propios intereses”.63
Ese cinismo lo empujó también a imprimir bajo su nombre con fines de
repartición escolar, una “Cartilla cívica” que contiene pensamientos
moralizadores e indirectos consejos de sumisión al régimen por él encarnado.
LA EDUCACIÓN DESEDUCA
El funcionamiento del Departamento de Educación ofrece también aspectos
contradictorios. Por un lado, se le ha impreso a la educación primaria cierta
orientación práctica, adecuada al sistema de vida. Las clases de agricultura y
de crianza de animales, más los huertos escolares, tienen a ello. Por otra parte,
se anula esa obra buena con el ejemplo de servilismo e indignidad que ofrecen,
constreñidos por el régimen, los maestros. Las escuelas exhiben por doquiera
el retrato del tirano; los temas literarios que se les brindan a los discípulos
versan alrededor de su figura, su vida, la vida de su familia, y sus obras. Por
medio de la Ley No. 1317 (Gaceta Oficial 5036) se ordenó la recopilación de
sus discursos para ser leídos en las escuelas públicas. La conciencia infantil se
va desarrollando así, pervertida, al influjo de una labor sistemática de
corrupción. Se anula en el niño todo sentido crítico, facultad maravillosa,
característica la más genuina y constructiva del hombre; a pesar de que Santo
Domingo no tiene problemas bélicos, lo obligan a hacer ejercicios militares
bajo la dirección de un soldado; y a mantenerse horas enteras —conjuntamente
con los profesores— de pie bajo el sol cálido, en las paradas que el dictador
organiza para su propio homenaje.
La politiquería y la desvergüenza han llenado de cieno las altas esferas del
departamento educativo. Escuelas normales, escuelas rurales, universidad, todo
63. Lawrence de Besault. Obra citada. Frase traducida del inglés.
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se encuentra bajo el dominio directo del déspota. Los nombramientos se
obtienen a cambio de genuflexiones. Y ¡ay del profesor que no demuestre celo
en el ditirambo, que descuide el encomio diario del “Benefactor”! Hostos con
seguridad se habría avergonzado al ver a los hijos de los directores de conciencia
que él quiso formar, realizando esas tareas. Y se preguntaría a si mismo, en la
desesperación y el silencio: ¿qué será de estas nuevas generaciones que crecen
sometidas a férulas tan oprobiosas? ¿Cómo podrá prender en ellas el sentido
moral y el sentimiento cívico? ¡Interrogaciones que preocupan hondamente a
todas las conciencias dominicanas dignas! Responden a ellas, alentadas por la
esperanza, las frases de Luperón: “cuando parece que todos los sentimientos
han desaparecido en el pueblo dominicano, los principios de libertad y de
justicia, inculcados por los libertadores de la patria y por la civilización del
siglo, batallan todavía con vigor en el espíritu de los desterrados y de los
perseguidos, hasta que la moralidad, la verdad, la probidad y el derecho vuelvan
a reinar bajo el amparo de la paz y la democracia”.64 Mientras haya quienes
recojan y se sacrifiquen por el ideal hostosiano, no hay motivos para dolorosos
presentimientos. La verdad a la postre triunfa, y esas generaciones que la
maldad y la corrupción ahora desvían, serán tal vez mañana los más robustos
pilares de la revolución salvadora.
Es positivamente cierto que nunca sufrió el pueblo dominicano una
situación de mayor angustia, desdoro y violencia brutal. Los progresos
materiales nada significan frente a su miseria y al desbordamiento del crimen
y la barbarie. Pues no se vive para levantar palacios sobre la maldad y la
injusticia, sino para dignificar con la virtud de la vida.
ORIGEN Y CONSECUENCIA DE LA MATANZA DE
HAITIANOS
Los últimos años han provocado un visible empeoramiento de las trágicas
condiciones descritas. La matanza de miles de haitianos, ordenada por el
dictador, y la acentuación del despotismo y la miseria, constituyen los motivos
básicos del agravamiento. Muchos aún se preguntan a qué obedeció la orden
que arrebató, en el curso de pocos días, las vidas de aquellos infelices
extranjeros. El secreto lo brindan, a nuestro juicio, dos facetas de la primitiva
psicología del déspota: su crueldad, y su delirio de grandeza. La primera explica
el carácter abominable, inconcebible, de la orden: “asesinad con armas cortantes
a jóvenes, viejos, mujeres y niños”; la segunda aclara el propósito, al responder
a la pregunta que nadie debió haberse formulado: ¿para qué aquella matanza?
¿Para qué? Pues para brindarle a Haití un motivo de hostilización al pueblo
dominicano, hostilización a la cual el disciplinado Ejército de Trujillo estaba
listo para responder, avasalladoramente… El Dictador lo dijo en un discurso,
más tarde: “tiré el guante, pero no lo recogieron”. ¡Y qué guante! América,
64. Gregorio Luperón. “Notas Autobiográficas y Apuntes Históricos”. Tomo III.
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desde hacía lustros y lustros, no había contemplado una escena de mayor
horror y salvajismo. Pero el pueblo dominicano tiene las manos limpias. No
fué él el autor del espantoso crimen; fué el grupito de matones a las órdenes
del Sr. Trujillo, el “connotado pacifista”; grupito de matones que se encuentra
bajo todos los cielos y climas, pero que pudo en Santo Domingo, debido a
circunstancias ya narradas, hacerse del poder, y desbordar impunemente su
vesania; grupito de matones que ha arrasado ya y sigue arrasando con infinidad
de vidas de dominicanos puros y austeros. Ese grupito es el enemigo máximo
de la República.
El crimen acarreó, como era lógico, trastornos internacionales inmediatos.
Los Estados Unidos, Cuba y México, ofrecieron sus servicios de mediación.
Muchos esperaban el nombramiento de una Comisión Internacional
Investigadora, cuyas denuncias el régimen de Trujillo no hubiera podido resistir.
¡Espera vana! Llegóse a un acuerdo directo entre los dos gobiernos, por medio
del cual se comprometió el de Santo Domingo a pagar una indemnización de
$750,000 al Gobierno de Vincent. A los pocos días de firmado el acuerdo, el
Congreso dominicano, por medio de la Ley No. 1468, autorizó al Poder Ejecutivo
a obtener un préstamo de $250,000 para el primer pago. Meses después, la
Ley No. 78, dió autorización a Trujillo para realizar un nuevo préstamo de
$300,000, para otro pago, de $275,000, que cancelaba, por común convenio,
la mencionada deuda. La Compañía Bancaria, C. por A. —banco del cartel de
corporaciones extraoficiales del dictador— prestó el dinero; el fisco quedó
con la deuda a cuestas. Y el balance de la matanza pudo ser reducido a los
siguientes términos: animosidad innecesaria del pueblo haitiano contra el
pueblo dominicano inocente; considerable desprestigio internacional y moral
de la República; aumento de la deuda interna del Estado, sobre la cual se ve
obligado a pagar amortizaciones e intereses. Intereses que benefician a Trujillo,
dueño de la Compañía Bancaria, y que demuestran que él obtuvo beneficios
pecuniarios de la macabra operación. Todo esto, aunque parezca fantástico,
es rigurosamente cierto.
Innecesario señalar que el aumento de la deuda flotante trajo consigo
nuevas tributaciones que el Congreso votó (leyes No. 78 y No. 131) después
de haberle extendido al dictador, por medio del acuerdo No. 83, un “público
reconocimiento” por su celo en resolver el problema haitiano… El pueblo, con
sus contribuciones, proporcionará los medios para que se salde la nueve deuda,
sin olvidar los legítimos intereses. Aunque muchos, por falta de conocimientos,
no se dan cuenta de toda la infamia y el horror encerrados en este negocio, es
absolutamente exacto que la gran mayoría de la colectividad sufre el peso de
los impuestos —nuevos y viejos—, del creciente despotismo, y de la progresiva
depresión económica. La vagancia y el hambre en las poblaciones adquiere
cada día intensidad mayor. La clase media sigue proletarizándose, sin encontrar
en su nueva posición social, por la falta de industrias y la ruina del comercio,
medios de vida. La oscuridad del presente empuja a muchos hacia la emigración,
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que el gobierno pretende coartar mediante valladares legales (Ley No. 1529,
Gaceta Oficial 5195; Ley No. 1211, Gaceta Oficial 4965).
INMIGRACIÓN ESPAÑOLA Y JUDÍA
A pesar de la existencia de esta seria crisis económica sostenida y agravada
por las medidas oficiales y extraoficiales de Trujillo, hemos visto a éste abrirle
las puertas a los refugiados españoles y judíos. Sabemos que al tomar esa
actitud, obedece a móviles políticos y monetarios; políticos, porque le trae la
simpatía de los elementos liberales, especialmente de los que laboran en los
Estados Unidos, factores utilizables en cualquier momento de emergencia;
monetarios, porque la llegada de los semitas será motivo para nuevos ingresos,
que él sabrá capitalizar. Es claro que ningún dominicano consciente puede
oponerse en principio a la inmigración española en masa y a la inmigración
judía en pequeña escala. Por el contrario, la proyectada inmigración de 100,000
inmigrantes judíos es en sí criticable, ya que su llegada y fijación podría traer
consecuencias trasmutadoras en la biología y la cultura típica del país, aún en
pleno período adolescente. Es paradójico constatar que mientras los
dominicanos quieren salir de su patria, porque las circunstancias presentes
imposibilitan la vida, los extranjeros ansían llegar a ella con fines de
estabilización.
Si la situación gubernamental fuera otra, si la política económica del
régimen tendiera a la estimulación de las fuentes de riqueza para provecho
colectivo, y tratara de contrarrestar, con medidas científicas, las consecuencias
de la baja de los productos principales, una política inmigratoria bien orientada
rendiría, sin duda, magnos provechos al país. La existencia de esos factores
atenúa la posibilidad de tales provechos. Y si el inmigrante llega en condiciones
económicas precarias, innecesario manifestar que está expuesto a sufrir serias
penalidades, a pesar de la amplia y emocionante hospitalidad del pueblo
dominicano. Aun trayendo dinero, el reducido poder adquisitivo de la masa
destruye toda esperanza de enriquecimiento rápido, especialmente si las
actividades que intenta desarrollar el forastero son de índole agrícola. Sólo en
los campos de la industria y del comercio es donde podría él realizar, tal vez,
algunos progresos.
Estas consideraciones, pesimistas en cuanto a las posibilidades inmediatas
de los refugiados recién llegados al país no anulan las favorables proyecciones
futuras que dicha inmigración encierra. Es, en efecto, indudable que si la
mayoría de los ya fijados logra soportar la momentánea miseria, contribuirá,
por su preparación intelectual y política, y sus capacidades técnicas, al necesario
movimiento de renovación que ya asoma como reacción contra los pavorosos
males presentes.
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REALIDADES Y VATICINIOS
Trujillo sabe que la hora de la liquidación de su régimen se acerca. Por eso
ha dado mayor eficacia, durante los últimos tiempos, a los servicios represivos,
y se ha esforzado en la intensificación de la propaganda. Insiste en que su
gobierno no es dictatorial, sino democrático, y procura, por medio de
subterfugios legales, darle esa apariencia. A ello se debió el que cediera, en el
año 1938, su título de Presidente al Lcdo. Jacinto B. Peynado —hombre que
pasará a la Historia como paradigma de la casta intelectual corrompida—; y
que muerto éste, le diera el pergamino y el rango, al Dr. Manuel de Jesús
Troncoso de la Concha, intelectual, como su antecesor, reñido también con las
virtudes cívicas. Estos cambios de la superficie no alteran la naturaleza de la
entraña; el régimen sigue siendo toda una estructura uniforme, dependiente
de la voluntad del dictador. Los métodos, los propósitos y las consecuencias
son los mismos.
Mientras Trujillo se enriquece, el país continúa su precipitada marcha
hacia la ruina. Marcha que la guerra acelera, al acarrear el encarecimiento de
numerosos artículos de importación y una ausencia casi total de mercados
para los productos básicos de la prosperidad del pueblo: café, tabaco y cacao.
Alemania e Italia ya no compran. Francia tampoco. Ni Holanda. Inglaterra, a
su vez, ha disminuído las adquisiciones.65
Junto a esos males de carácter económico campean los perjuicios morales,
hijos de toda dictadura, pero que en el caso actual adquieren una acentuación
mayor, debido a la ferocidad del gobernante, y a la inmoralidad de los fines
perseguidos y las técnicas empleadas. El predominio de lo más inculto y
65.Ya próximo a salir este libro, llegan noticias sumamente importantes sobre las relaciones
político-económicas entre el régimen de Trujillo y el Gobierno de Washington. Conocedor
este último de la amplia labor quintacolumnista realizada por el Instituto Científico DominicoAlemán con la cooperación financiera del Estado dominicano, tomó visiblemente la decisión
de contrarrestar esa labor. Para el efecto, envió a Santo Domingo al ex Embajador en Berlin,
Mr. Hugh Wilson, quien, tan pronto llegó a la capital dominicana, inició conversaciones con
los más importantes miembros del actual gobierno. Esas conversaciones culminaron ya en
un acuerdo político-financiero, al que seguirán, con toda probabilidad, otros convenios del
mismo tipo.
El acuerdo concertado establece el renunciamiento por parte del gobierno norteamericano,
al control aduanero. Las aduanas pasarán, pues, a manos del Estado dominicano, en cambio,
y con el propósito de garantizar a los tenedores de bonos, el Gobierno de Trujillo grava en
primera hipoteca los i n g r e s o s t o t a l e s de la nación.
Por otra parte, el Poder Ejecutivo dominicano ha sido ya autorizado por el Congreso a
concertar un empréstito de $5,000,000, suma que será utilizada, según los funcionarios
dominicanos, en “obras públicas”. Es casi seguro que el Gobierno norteamericano respaldará
esta nueva operación financiera que hará ascender la deuda exterior dominicana a más de
$20,000,000, y por ende, el tipo de amortización e intereses.
Lo probable es que los acuerdos no se detengan ahí. Washington urgirá del régimen de
Trujillo pruebas de su tan decantada fe democrática. Y como el testimonio de mayor peso en
los actuales momentos sería la concesión de permisos para el uso de puertos y bahías, y de
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protervo, al lado de lo más sabio y a la vez corrompido de la sociedad, ha
provocado desquiciamientos y desintegraciones hondas, difíciles de remediar,
que irán aumentando si el régimen perdura. Espíritus simples, contaminados
por las fuerzas deletéreas del ambiente, llegan ya a estimar como cosa natural
e inevitable, el imperio de la brutalidad y el crimen, y se sienten
inconscientemente empujados a adoptar actitudes de ese tipo. Hombres
incapaces antaño de ejecutar hechos perversos, cooperan ahora, con frialdad
inconcebible, desde las posiciones burocráticas a que los llevó la miseria, en la
realización de hazañas bárbaras. ¡Y a veces se jactan de su cometido! Hay,
pues, en algunos, cierta adaptación de la vida y el sentir íntimo al sistema
prevaleciente en las esferas altas. La escuela y la propaganda gubernamental,
incansables en la insistencia de que todo cuanto hace el régimen es
incontestablemente bueno y digno de ser imitado, tienen también extendida
parte de responsabilidad en esa desviación peligrosísima del sentido moral de
las almas sencillas. La cultura ha sufrido con ello, tanto en su entraña filosófica
y su vigencia universal como en su función de expresión de un pueblo, un
duro golpe.
terrenos para bases navales y aéreas al Gobierno norteamericano, no dudamos que éste haga
la solicitud y que Trujillo acceda a ello, consciente de los peligros que implicaría una negativa.
El rescate de las Aduanas de manos extranjeras constituye, v i s t o a i s l a d a m e n t ee, un
triunfo para el régimen actual y para el país. Decimos v i s t o a i s l a d a m e n t e porque el
párrafo que condiciona el rescate implica una amenaza más grave que la que existía
anteriormente, al libre desarrollo de las finanzas gubernamentales y en consecuencia a la
soberanía de la nación. En caso de que la República, por cualquier motivo —y ahora,
debido a las condiciones nacionales e internacionales hay muchos— no pueda cumplir sus
compromisos financieros, el Gobierno norteamericano estaría legalmente capacitado para
apoderarse no sólo de las entradas aduaneras, sino también de las rentas internas del país.
A pesar de que el acuerdo último anula la Convención domínico-americana del 1924,
casi como el Convenio del 1934 entre el Gobierno dominicano y los tenedores de bonos, l a
p o l í t i c a p r o t e c c i o n i s t aa, eje de ambos instrumentos internacionales, sigue en vigor.
Puede afirmarse que la concesión del nuevo empréstito le da un gran ímpetu, ya que ata
más la economía del Estado dominicano al Gobierno norteamericano y aleja la fecha de la
total liberación económica de la República, aspiración esencial de toda administración
fundamentalmente patriota.
Es indudable que el empréstito implicaría un fortalecimiento momentáneo del régimen
de Trujillo. Como los ingresos del Estado han disminuído mucho en el curso de los últimos
meses, debido a la pauperización del pueblo y a la situación internacional, los dineros del
préstamo serán utilizados en pagos de sueldos y en el robustecimiento de la maquinaria
gubernamental, amén de los que Trujillo resuelva poner de lado para su personal peculio.
Equivale, pues, el empréstito a una inyección de vida a un régimen ya en agonía, víctima
de su política económica funesta, y de la deshonestidad de su director. Los efectos de la
inyección no serían, lógicamente, muy duraderos, pues la persistencia de la causa de los
males seguirá empobreciendo al pueblo. Los burócratas recibirán regularmente sus
sueldos, pero los campesinos, que forman la gran mayoría y la clase productora del país,
verán acrecentarse sus angustias, lo que repercutirá desfavorablemente sobre las entradas
del gobierno. La situación de éste se agravará probablemente de tal modo, que no le
quedará otro camino que recurrir a un nuevo empréstito. El hecho de que en el acuerdo
último se haya consignado que los i n g r e s o s t o t a l e s de la nación quedan gravados en
p r i m e r a h i p o t e c aa, da claramente a entender que el Gobierno de Trujillo dejó libre el
campo, previsoramente, para un nuevo empréstito, con una s e g u n d a h i p o t e c aa. A la
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náá lisis de su pasado y su presente) 245
La situación no puede ser más trágica. Analizada a la luz de la economía
científica y las realidades políticas, sobre la tiranía de Trujillo recaen las
responsabilidades reales de su existencia. Hija esa tiranía de los vicios políticos
del ayer, es expresión definida, auténtica, del desarrollo libre de esos vicios.
Culminan en su naturaleza, alcanzando un climax pavoroso: el caudillismo
personalista, la influencia de la politiquería, el burocratismo hipertrofiado, el
apoyo de las minorías explotadoras, el proteccionismo, la ausencia total de un
constructivo programa de gobierno, y la traición a los intereses fundamentales
de la colectividad en provecho de un hombre y una casta criminal y reducida.
Ni la colonia, ni la dominación haitiana, ni los regímenes de Santana, Báez
o Heureaux, ni el gobierno del marino interventor, encarnaron y proyectaron
de modo más eficiente e integral todos los abominables factores contra los
cuales ha venido luchando el pueblo, desde hace siglos en su aspiración de
justicia y dicha.
postre, el gobierno se sostendría merced a la ayuda económica exterior, sin parar mientes
en todo cuanto ello significa como sujeción económica del país, y como compromiso que el
Estado tendrá que atender con los tributos que pagan las masas. A final de cuentas, serán
esas masas las perjudicadas.
No se concibe que el Gobierno de Franklyn D. Roosevelt, defensor conspicuo de la
democracia, pueda prestarse a respaldar esos empréstitos, que encierran un apoyo directo
a un régimen oprobioso, de arquitectura totalitaria. Los indicios, empero, denuncian esos
hechos, que de confirmarse, amenguarían la fuerza de la actuación internacional
norteamericana a favor de la libertad de los pueblos. Es, en efecto, incomprensible que un
gobierno que en los momentos actuales se ha proclamado campeón de los más
fundamentales derechos del individuo, contribuya directamente a la opresión, el hambre y
la desgracia de todo un pueblo merecedor de dicha, y ansioso de luchar por los principios
democráticos. Se nos dirá tal vez que la supuesta actitud ha sido consecuencia de la
situación internacional y de la necesidad de obtener bases navales y aéreas en Santo
Domingo. Y nosotros responderemos: aun obtenidas esas bases, estarían ellas expuestas, en
primer término, a actos de sabotaje oculto según las técnicas hitleristas, dirigidos por el
gobierno; y en segundo lugar, a la hostilización por el ejército de Trujillo, que el dictador
convertiría, llegado el momento oportuno, en la vanguardia del nazismo en América. A
esos dos peligros, de carácter material, se agregaría la hostilidad y el resentimiento del
pueblo dominicano hacia los Estados Unidos, nación que ese pueblo señalaría como en
gran parte responsable de la continuación de su desgracia. Este factor, de naturaleza
espiritual, debería ser ponderado en toda su amplitud por el gobierno de Roosevelt, que
tanto se ha preocupado, a lo largo de los últimos años, en provocar o estimular la
corriente de simpatía de los pueblos de Hispanoamérica hacia los Estados Unidos.
QUINTA
PARTE
Síntesis y camino
CAPÍTULO ÚNICO
No basta tener República, es preciso
tener libertad; no basta tener
democracia, es preciso estar en la
Humanidad. Un pueblo debe ser un
hombre; un hombre debe ser un alma.
GREGORIO LUPERÓN.
FATALIDAD DEL PROGRESO
Las páginas que anteceden demuestran que desde hace más de tres siglos,
el pueblo dominicano ha venido luchando denodadamente por la libertad y la
justicia. Constituyó esa lucha el propósito cardinal de su existencia; en sus
aras se sacrificaron riquezas y vidas, y se realizaron las más heroicas hazañas.
No fué ella infecunda: los lustros señalan sus paulatinas victorias. Victorias
parciales, es cierto, pero que denunciaban la marcha segura de la aspiración.
Por momentos, esa marcha parecía detenerse; surgían períodos de franco
retroceso; mas superados éstos, el propósito lograba conquistas mayores. Fué
sin duda regresión caer bajo el despotismo de Boyer, después de proclamada
la República por Núñez de Cáceres. Fué regresión también el sometimiento a
la férula cesarista de Santana y de Báez, a los pocos días de creada, por obra
de los trinitarios, la Patria jurídica. Fué regresión la anexión a España; y el
resurgimiento de la jerarquía baecista, a raíz de realizada la epopeya
restauradora. Fue regresión, positivamente, la tiranía de Heureaux, después
del Gobierno de Espaillat y de la difusión del ideario azul. Fue también regresión
el levantamiento de Vásquez contra Jimenes; y los regímenes de Victoria, Nouel
y Bordas, reñidos con el pueblo. Fue regresión —de consecuencias graves— la
obra del marino interventor, y el menosprecio de Vásquez a la confianza en él
depositada. Y fué también regresión, inconcebible por su intensidad y lo
inesperada, el nacimiento y la consolidación de la canallocracia trujillista. A
cada uno de estos períodos, no obstante, siguió por lo general una etapa,
efímera a veces, que marcaba un positivo progreso sobre todo cuanto se había
ya logrado en el campo de la superación. Cultura y civilización fueron así, —a
pesar de las momentáneas derrotas que implicaban aquellas regresiones—,
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imponiéndose. Y pudo verse claro, allí también, que el desarrollo de esos
principios es ley ineludible de los pueblos.
Lo doloroso es que esta ley se cumpla en medio de aquellos torvos
acontecimientos, que parecen negarla. El hombre no manifiesta constante
lealtad a sus cánones; ello trae el pesimismo, y en ocasiones, la entronización
de la barbarie. Si existiera esa lealtad no estaría viviendo el pueblo dominicano,
en los momentos actuales, horas de baldón, ni habrían pasado —o pasan— los
demás pueblos por las etapas de abominación y vergüenza que su historia
registra.
La falta de esa lealtad al principio de un progreso continuado y armónico
ofrece el motivo más lejano y profundo de la parcial frustración de los empeños
libertarios y justicieros del pueblo dominicano. A pesar de las conquistas
realizadas, no ha podido aún ese pueblo estructurar normas de vida política
en armonía con sus más hondas aspiraciones. Constituye ello un estímulo
para sus hijos, que se dan ya cuenta, porque la historia así lo enseña, de dos
verdades fundamentales: que la liquidación de los períodos de retroceso puede
ser precipitada por una actitud digna, concreta y firme; y que la eliminación
de ciertas deficiencias aleja el aparecer de esos períodos. Para que éstos
renazcan, precisan nuevas causas, desconocidas a veces por las generaciones
que contribuyen, inconscientemente, a su creación.
EL ANSIA POPULAR Y LAS FUERZAS DEL RETROCESO
El análisis del desenvolvimiento político social del pueblo dominicano acusa
como razón inmediata de sus numerosas desdichas a la falta de conciencia y de
organización de sus aspiraciones superadoras. Ansiábase la libertad, perseguíase
la justicia, pero se desconocían las disciplinas y los cauces que podían conducir
a ellas; por eso, muchos sacrificios se perdieron en el vacío, y el heroísmo resultó
a veces gesto estéril. El propósito permanecía en el plano de la afectividad: no se
le hacía trascender, como dijo Hostos, a la zona del raciocinio.
Esa deficiencia provocó frustraciones momentáneas del ideal, y engaños y
vicios que culminan con el presente régimen de Trujillo.
Junto a la colectiva aunque nebulosa aspiración de libertad y justicia, y en
pugna con ella, desarrollábanse, en forma de sistema organizado, las fuerzas
del retroceso. Esas fuerzas explotaron, en la época colonial española, contra
su voluntad, al pueblo. Más tarde, dominado el país por Haití, obligaron ellas
a toda la colectividad al sometimiento. Conquistada después la independencia,
utilizaron a numerosos caudillos, y a los politicastros, y a los militares ignaros,
para la realización de sus finalidades. A pesar de que el principio de la
nacionalidad se fué con el tiempo consolidando, a la vez que el afán liberador
obtenía extensión y señalados triunfos, la vigencia de esas fuerzas se impuso
durante períodos largos, impidiendo el florecimiento real de la vida y las
instituciones democráticas.
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No fueron siempre esas fuerzas de naturaleza y carácter interno; venían a
menudo del exterior. Hoy se manifestaban éstas en la forma de la presión
diplomática; mañana de modo drástico, utilizando al soldado intervencionista;
ayer y siempre por las vías de la expansión económica. A su poder se debió el
nacimiento de algunos gobiernos, como el del Arzobispo Nouel; el eclipse total
de la soberanía en tres ocasiones; y la consolidación de numerosas
administraciones presidenciales. Su contubernio con las fuerzas retrógradas
internas ha sido fenómeno constante. De ahí en gran parte, la imposición y el
dominio de ambas durante tantos períodos históricos.
En su desconocimiento de los medios necesarios para organizar el imperio
de la libertad y la justicia, poco podía hacer el pueblo contra la tiránica
supremacía de esos factores negativos. Ello dió motivo al escamoteo de sus
más puras conquistas y a una continua fraternización con la desgracia. Por
eso, quienes estudiaban sólo superficialmente la proyección de sus gestos,
llegaban a veces a conclusiones pesimistas sobre su contenido superador. Era
necesario penetrar en la entraña para convencerse de ese contenido y
comprobar sus paulatinas victorias, en medio de tantas circunstancias adversas.
El devenir es ley de la vida. Así como las individualidades nacen, se
desarrollan y mueren, sufren también ese proceso evolutivo las fuerzas con
que la Humanidad se proyecta. La historia señala que a pesar de las injusticias
y las tragedias que asomaron ayer y que hoy nos circundan, las fuerzas del
bien han ido ganando terreno sobre el mal desencadenado. Realizáronse y
realízanse por lo general esas ganancias después de etapas en que la equidad
y el decoro parecen naufragar en aguas de podredumbre. Ello demuestra el
enriquecimiento del bien, en su ritmo progresivo, y el empobrecimiento del
mal, en su marcha trastornadora. Cuando una fuerza justa muere, nacen sobre
sus restos dos más poderosas; cuando una manifestación retrógrada desaparece,
es substituida por otras que no poseen ya su extensión e ímpetu. No implica,
empero, esa creciente expansión del bien sobre campos del mal, el logro de un
futuro paraíso humano; lo probable es que las fuerzas perversas sigan
proyectándose, ya que la lucha entre los contrarios es esencia de la vida. Pero
esa proyección podrá ser dominada con facilidad por el bien triunfante. El
poder estará, a la postre, en manos de las fuerzas bondadosas.
EL RÉGIMEN DE TRUJILLO Y LA ORGANIZACIÓN DEL
PARTIDO REVOLUCIONARIO DOMINICANO
El régimen de Trujillo, en la República Dominicana, es encarnación de
fuerzas protervas coordinadas, en su último período evolutivo. El aparece como
resultante de la corrupción de formas políticas pretéritas, que tuvieron su
razón de ser, pero cuya persistencia en el actual momento nada justifica.
Entregado a sí mismo, desaparecerá con seguridad, víctima de los absurdos
que su naturaleza encierra. Es, no obstante, imperioso deber de todos los
dominicanos honestos, precipitar esa desaparición.
252
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
Muchos se asombran de que aún no hayan podido las fuerzas del bien,
canalizadas por el movimiento oposicionista contra el artero régimen,
derrocarlo. Dimos anteriormente algunas razones del hecho. Se agrega a ellas,
la supervivencia, dentro de reducidas jerarquías que combaten el sistema, de
procedimientos, normas y concepciones pertenecientes a la etapa histórica
pretérita. El caudillismo político y el afán proteccionista han sido tal vez los
factores que más han supervivido, obstaculizando el anhelado logro. Las fuerzas
conscientes de la necesidad de una renovación total; las que pedían nuevas
organizaciones que sirvieran de instrumentos para la realización cabal de los
anhelos populares, encontraron en la persistencia de esas viejas y torcidas
tendencias valladares infranqueables.
Por suerte, se nota ya, tanto entre los cuadros dirigentes que actúan dentro
del país, como en los hombres del exilio, la liquidación de esas supervivencias
—que sirvieron, indirectamente, a la consolidación de la tiranía—, y el anhelado
despertar ante las realidades actuales. Consecuencia de la nueva actitud, se
han formado asociaciones secretas para el trabajo interno, y organizaciones
con definidos programas renovadores en el exterior. Puede vaticinarse que la
coordinación de todos esos esfuerzos, dará bien pronto origen a un Partido
Revolucionario, encargado de acelerar la liquidación de la tiranía, y vehículo,
en el porvenir, de las más puras y auténticas aspiraciones populares.
El nacimiento y la actuación de ese proyectado Partido aparece hoy como
el medio más adecuado y eficaz de garantizar el triunfo del pueblo. Crearlo
significa sacar el movimiento oposicionista del estado de pasividad y
desorganización en que se encuentra, capacitándolo para una actuación
determinada y clara en el futuro. Su necesidad surge del fracaso y la liquidación
de las banderías militantes del pasado, y de la urgencia de resolver, de acuerdo
con normas científicas, los dramáticos problemas que hoy confrontamos.
A los males actuales hay que oponer los remedios que esos males reclaman.
Si el Gobierno ha logrado organizarse eficientemente para la realización de su
obra proterva, sus contrarios deben perseguir el logro de una organización
similar, con fines opuestos. Si él es expresión genuina del imperio de minorías
egoístas, secuestradoras de los derechos y la felicidad del pueblo, la lucha,
debidamente vertebrada, ha de ser dirigida contra esas minorías.
Organización y teoría revolucionaria es, pues, lo que requiere el momento.
La organización brinda las posibilidades materiales del triunfo; la teoría
imprime el sentido vital y la adecuada orientación, factores básicos, donde
habrá de residir la diferencia fundamental entre las banderías de ayer y el
partido nuevo.
La República se ha desarrollado hasta ahora dentro de normas incoherentes
o contrarias a su naturaleza. La conciencia de esa realidad dolorosa obliga a
sus hijos de hoy a ofrecerle un sistema político ajeno a imitaciones
contraproducentes o estériles, que cuadre bien con su estructura, su
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 253
idiosincrasia, sus esencias, y que asegure el dominio de la mayoría, integrada
especialmente por la masa campesina, sobre las minorías explotadoras. El nuevo
sistema entrañará, lógicamente, un cambio radical de instituciones y de
costumbres políticas. Su vigencia implicará la substitución de las inmorales
normas imperantes, por un régimen racional, científico y justo.
Cualquier logro en ese camino constituye de por sí —claro está— un acto
revolucionario. La Revolución es eso: una visible trasmutación de ideas, leyes
y costumbres, con fines superadores. Por haber carecido de esa fuerza
trasmutadora y superadora no pueden ser calificados como “revolucionarios”
los diversos movimientos insurreccionales que ensangrentaron la vida de la
República. Pese a la sucesión de motines, violencias, dictaduras y
levantamientos, el panorama del pasado y del presente muestra relativa
analogía. Los escasos progresos amanecieron de modo gradual, hijos, más de
un espontáneo impulso colectivo, que de un esfuerzo consciente y responsable.
“La política —se ha dicho muchas veces— es el arte de organizar la realidad”.
Esa organización reposa sobre un principio cardinal: la dicha del conglomerado
humano. Dicha imposible de obtener si el sistema gubernamental no responde,
de modo preciso, a la naturaleza y a las necesidades del pueblo. La realidad
dominicana está desorganizada por haber actuado casi todos los gobiernos de
antaño —y especialmente el gobierno de hoy— de espaldas a esos conceptos
fundamentales; por haber los politicastros menospreciado, en interés propio,
las legítimas exigencias de la colectividad.
LA NACIÓN, ENTIDAD MORAL
La liquidación de los males presentes —hijos de los de ayer— se impone
de manera imperiosa. Urge hacer de la nación no solamente una entidad jurídica
y una entidad sociológica, sino también una entidad moral. ¿Cómo lograrlo?
Imponiendo un régimen auténticamente democrático, es decir, un gobierno
real y efectivo del pueblo para el pueblo, bien en armonía con su naturaleza,
su economía y su cultura.
La inexistencia —hasta hoy— de ese gobierno denuncia la esterilidad y la
traición a los postulados democráticos que proclaman la Constitución y las
leyes, y por ende, la naturaleza inmoral de los regímenes minoritarios que
salvo excepciones escasísimas gobernaron el país. Manifestóse esta inmoralidad
tanto en las actitudes y métodos, proyectados en forma de violencias y
crueldades, como en su significado filosófico, que fué siempre genuina expresión
de sórdidos egoísmos.
Realidades tan amargas tenían por fuerza que imposibilitar el progreso
armónico de las masas dominicanas. Vivieron ellas subordinadas a factores
que aunque brotaron por lo común de su propio seno, actuaron, ya adultos,
en su contra. Sobrevino la explotación y se hizo condición de vida el
sometimiento; la moral criolla, moral palpable, que denuncia el afán
254
J U A N
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constructivo del pueblo y su actitud ante los hombres y el paisaje, sintió su
desarrollo lógico desviado u obstaculizado; la dicha pasó a ser quimera, y el
esfuerzo de la colectividad por desenvolver libremente su cultura se vió torcido
o detenido por coacciones de jerarquías ignorantes o malévolas.
Se creó la Patria, adquirimos los dominicanos personalidad jurídica, pero
no se supo armonizar —ya hemos insistido en ello— la creación de esa Patria
con las funciones y las finalidades morales que toda patria debe perseguir. En
vez de ser ésta, como dijo Martí: “Dicha de todos, y dolor de todos, y cielo para
todos, y no feudo ni capellanía de nadie”,66 ha sido dicha para algunos, dolor
para casi toda la colectividad, y feudo —especialmente en los actuales
momentos— de dos o tres secuestradores de la riqueza pública.
Se impone, por tanto, el acuerdo de la función con la idea. La inexistencia
de ese acuerdo implica un vacío que invalida en parte la personalidad jurídica
de la nación, pues ¿para qué una Patria independiente cuando esa
independencia no trasciende al plano individual, tanto en la actitud como en
el raciocinio? Casi colonias son los países que poseyendo un Poder Ejecutivo
libre y todo el armazón del Estado autónomo, viven bajo el dominio de minorías
usurpadoras del poder y explotadoras de la colectividad. El disfrute de la
soberanía y la posesión de la bandera apenas tiene en esos casos valor
inmediato; limítase su virtud a ser fuerza de potencial futuro que invita y
facilita el desarrollo de los movimientos populares tendientes a dar legítima
valencia a la entidad nacional. Por eso es siempre preferible esa posesión y ese
disfrute —a pesar de la traición a la libertad y a la dicha del pueblo por las
clases minoritarias—, que la sujeción completa de la colectividad a un poder
extraño, aun cuando dicha colectividad goce de libertades relativas.
La nación debe ser el resultado no sólo de la aspiración romántica en pos
de la libertad y la justicia, sino también de un esfuerzo disciplinado y concreto
hacia la organización y la vigencia de medios racionales de vida justa y libre.
Los dos primeros movimientos: la aspiración romántica y la organización teórica
de esos medios de superación, se cumplieron ya en la República Dominicana;
falta por cumplir el tercero: la proyección de la teoría a la práctica; la
materialización, en síntesis, del ideal de la Patria.
Es indudablemente dentro de los principios de la democracia, que esa
materialización alcanza su plenitud. A pesar de las deficiencias y los vicios
que el funcionamiento de esta doctrina muestra aún en los países de mayor
desarrollo intelectual y económico, la tesis constituye, por las posibilidades
de superación material y moral que ofrece al hombre, el vehículo
gubernamental más en armonía con la naturaleza humana. Si ella no ha
asegurado el imperio de la justicia en los países que con mayor lealtad la
practican, no ha sido por carencia de dicho propósito, que es en sí fundamental,
66. José Martí. “Educación”.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 255
sino —como lo afirmamos en una ocasión67— por las falsas aplicaciones del
ideario, y las imperfecciones de la mecánica creada para viabilizarlo.
El poder político se subordinó, en las democracias más adelantadas, al
poder económico, a pesar de la conciencia y las posibilidades de actuación del
pueblo; dicha subordinación provocó desigualdades e injusticias intolerables.
Si ese fenómeno pudo desarrollarse en aquellos países, es comprensible que
en los de menor conciencia cívica y social él se manifestara con mayor fuerza
y dramatismo. En los primeros, encontró en su camino numerosas limitaciones;
en los segundos halló, por el contrario, el campo libre. En aquéllos constatóse
una frustración parcial de la tesis; en éstos, una anulación total, una traición
completa de quienes estaban más llamados a darle realidad y vida.
EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA PÚBLICA
Estos hechos, que la dictadura de Trujillo ha llevado, en la República
Dominicana, a un climax desquiciador y trágico, imponen el deber de luchar
por su definitiva anulación. Para llevar a feliz término esa lucha, precisa, como
requisito previo, junto a la posesión, por parte del pueblo, de un sentido
nacional marcado, la conciencia de las realidades y los problemas del país. Las
masas dominicanas han carecido, en su gran mayoría, de esa conciencia. Así
como su moral nació y se desarrolló obedeciendo a un impulso instintivo,
porque ella era una necesidad que el trato humano imponía, la nación surgió
también, como entidad jurídica, al conjuro de fuerzas de naturaleza análoga.
Lo necesario ahora es que esa moral adquiera vigencia política, que la nación
deje de ser enemiga del pueblo, por carecer de contenido ético, y se convierta
en instrumento fecundo de una colectividad cada día más celosa de sí misma,
y preocupada de sus destinos; que la Patria, en síntesis, supere su contenido y
su origen emocional transformándose en fruto del juicio.
Sorprende el que a pesar de que llevamos ya casi un siglo de vida
independiente y de constantes luchas por consolidar la arquitectura de la
Patria, no se haya logrado aún ese objetivo. La ignorancia pública aparece a
las claras como responsable parcial del hecho. En el camino del bien el pueblo
obedeció a voces sentimentales y no a razonamientos debidamente elaborados.
Su desconocimiento de los problemas internos y externos explica la
entronización del mal y el apoyo frecuentemente brindado a quienes menos
simbolizaron o simbolizan la voluntad de superación colectiva.
Combatir esa ignorancia será obra tanto de la escuela como del Partido
Revolucionario Dominicano. La tarea no es tan ardua como aparenta serlo,
pues ella no procura brindar a las masas conocimientos globales sobre
numerosas disciplinas, sino únicamente señalar, de modo claro y concreto, las
67. J. I. Jimenes-Grullón. “Ideas y doctrinas políticas contemporáneas”.
256
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verdades fundamentales que el análisis histórico acusa como causa de nuestros
males. No se tratará, pues, de dar al pueblo una simple instrucción libresca, o
de ofrecerle nociones de física o de literatura, sino de proporcionarle los
elementos de la ciencia de la cual él está más necesitado en los actuales instantes,
la ciencia de su conocimiento propio.
“Enderezar el rumbo de nuestro pueblo es lo que hay que hacer.
Incorporarlo al gran movimiento que hoy realiza la humanidad, encaminándose
al encuentro de su propio destino”.68
El hecho económico ayudará al Partido y a la escuela en la realización de
esa labor. Ningún maestro despierta tanto la conciencia de un pueblo como la
miseria pública. Esa miseria —ya lo hemos visto— se ha ido acentuando; y
seguirá probablemente, consecuencia lógica de la pérdida de los mercados
europeos, la monopolización de la riqueza en manos de Trujillo, y la nefasta
política económica del presente régimen. Ella obligará al hombre a indagar
acerca de los orígenes de sus males, preparando el campo a la labor orientadora
del Partido. El determinismo histórico se pondrá, pues, una vez más, de
manifiesto; quedará demostrado que la masa lleva en su seno, a pesar de las
etapas de regresión, la raíz de todo progreso; y que la faena de los directores
puros se circunscribe a precipitar y encauzar el movimiento.
OPORTUNIDAD DEL EMPUJE RENOVADOR
El momento actual se presta como pocos a la realización de las ideas que
anteceden. Ello es así porque tanto las condiciones dominicanas internas como
las internacionales, especialmente las que encierra el marco continental
americano, denuncian el aparecer de transformaciones político-sociales
inaplazables. La solidaridad, que hoy reina entre los pueblos del universo —
solidaridad por cuya jerarquía están peleando las naciones imperialistas de
Europa— constriñe a los estados de América a evoluciones hasta ayer
insospechadas.
Desde el ascenso de Franklin D. Roosevelt al poder en los Estados Unidos,
la tendencia imperialista norteamericana, expresión de la subordinación del
poder político ante el poder económico, moderó su ímpetu; la vieja técnica del
“big stick”, utilizada tan a menudo por Knox, fué substituída por una nueva
orientación, que se llamó la del “Buen Vecino”. Esta orientación proclamó una
política de no-ingerencia en las cuestiones iberoamericanas, así como el
renunciamiento al empleo del soldado como medio de dirimir los desacuerdos
internacionales del continente.
La práctica de la nueva política acarreó indiscutibles ventajas, tanto para
las naciones de Iberoamérica como para los Estados Unidos; las primeras se
sintieron más confiadas en su desenvolvimiento autónomo; el segundo borraba
68. Angel Miolán. “La Revolución Social frente a la tiranía de Trujillo”.
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 257
de ese modo errores viejos y recientes, y aparecía más limpio y desinteresado
en la actuación.
Con posterioridad a esos hechos, sobrevino la actual guerra europea, cuyos
alcances y formas mantienen al mundo en constante expectación y alarma. El
peligro que para América encierra un posible triunfo nazifascista ha obligado
a los Estados Unidos a adoptar una actitud casi beligerante a favor de Inglaterra.
Saben sus estadistas que si Hitler se impone en Europa amenazará de muerte
la soberanía de las naciones americanas, y provocará profundos trastornos,
de incalculables consecuencias, en la economía de todo el hemisferio. Un
sentimiento de defensa —defensa tanto del sistema financiero como de los
principios liberales que en gran parte han presidido el desenvolvimiento del
pueblo norteamericano— ha obligado al Gobierno de Washington a constituirse
en campeón de la idea democrática en América. Todos sus últimos pasos ponen
en evidencia esa nueva posición. La Conferencia de Cancilleres, celebrada a
mediados de año en la Habana, nació de ella.
Se ha procedido, empero, de modo perjudicial e incongruente; lo demuestra
la fementida cooperación que regímenes de tipo fascistoide, como los de Trujillo,
Vargas y Vincent, prometieron a los Estados Unidos en su propósito de afianzar
las instituciones democráticas sobre el continente. La diplomacia, que tanto
yerra y tantas cosas daña, prevaleció sobre las realidades. Hizo ella abstracción
de que los aludidos regímenes, vinculados al nazismo por la afinidad
institucional de métodos, y también, probablemente, por el pacto secreto,
constituyen negaciones manifiestas de la finalidad perseguida. A pesar de ello,
se aceptaron, como válidas, sus palabras… Y se prestó el Gobierno
norteamericano al peligroso juego que el trato constante e íntimo con los
representantes de esos gobiernos implica.
TRASCENDENCIA DEL MOMENTO
La anterior y sorprendente paradoja deja, no obstante, destacada y viva,
una realidad notoria: la urgencia que hoy manifiestan los estadistas y los
hombres liberales de nuestro hemisferio, en colocar un obstáculo infranqueable
a todo intento de penetración y dominio nazifascista en América. El Nuevo
Mundo se ha convencido de que en la actual contienda europea está en juego
su porvenir. El triunfo de Alemania e Italia entrañaría un retorno a épocas de
esclavitud y barbarie; nuestros pueblos regresarían a la existencia colonial
bajo el yugo de amos infinitamente más orgullosos y crueles que los de antaño.
En Santo Domingo se acentuarían, de realizarse tal posibilidad, los presentes
males. Trujillo, cuyas vinculaciones con el nazismo ya hemos dejado
establecidas, se vería obligado a actuar en calidad de títere; el país ofrecerá,
como la España de hoy, dos amos: uno nacional y otro extranjero. Esos hechos
trágicos obligarían a una intensificación de la lucha a favor de la democracia,
pero las posibilidades de éxito quedarían reducidas a términos ínfimos. El
258
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
período de esclavitud total se extendería probablemente hasta cuando
advinieran sucesos internacionales que pusieran término a aquella hipotética
noche histórica.
Por ventura, las reflexiones a que empuja la ponderación de las fuerzas en
pugna aseguran más bien que el nazismo, después de sus asombrosos éxitos,
entrará rápidamente en un período de liquidación final, bajo la presión del
enemigo exterior y de las circunstancias económicas internas, en creciente
agravamiento. Si ello así adviene, será en gran parte gracias a la cooperación
prestada a Inglaterra por los Estados Unidos y por la América democrática.
El dramático momento que vive el mundo impone a todos los americanos
dignos y a los gobiernos liberales del Continente, ese deber de cooperación.
¡La fidelidad a un porvenir venturoso para nuestros hijos así lo reclama! Amparo
y reserva del movimiento democrático universal, movimiento rico en fuerzas
rectificadoras de injusticias, debe ser hoy América. Y lo está siendo ya. Esa
realidad, de imponderable trascendencia, estrecha los lazos existentes entre
los pueblos americanos, y granjea a éstos la simpatía de todos los hombres
libres del planeta.
Algunos creerán que la cooperación de América —cooperación espiritual
y económica— al triunfo de la idea democrática implica una defensa abierta
del imperialismo británico y del imperialismo norteamericano. Grave error,
en el cual sólo quienes juzgan los hechos a través de apariencias superficiales,
pueden incurrir. Porque si algo se advierte en el horizonte como consecuencia
inevitable del triunfo inglés en la guerra actual es la mengua o la desaparición
del fenómeno imperialista, y la organización de la economía sobre bases justas.
Es obvio que tales logros enriquecerían y robustecerían el acervo y las
realizaciones de la más pura democracia.
Estamos en el vórtice de un importantísimo momento histórico.
Insospechadas transformaciones político-sociales aguardan a todos los países.
Si las democracias perecen, se iniciará una era, probablemente efímera, de
regresión. Si triunfan, comenzará una nueva etapa histórica, que ensanchará
el imperio de la dicha y la justicia entre los hombres.
El pueblo dominicano no puede menos que solidarizarse con los esfuerzos
que tienden a asegurar el éxito de esta segunda eventualidad. Hacia tal fin va
dirigiendo ya firmemente sus pasos. Y lo vemos proceder con lógica. El sabe,
en efecto, que no podrá cooperar al triunfo de la idea democrática universal si
no asegura con anterioridad el régimen de la democracia en sus propios límites.
Por eso, su pelea contra Trujillo tiende a tomar mayor amplitud y trascendencia.
Ya ella no trata solamente de obtener y asegurar un gobierno del pueblo
dominicano para el pueblo dominicano, culminación hermosa de cuatro siglos
de afanes y sacrificios, sino también de cooperar con las fuerzas puras de la
Humanidad en la dramática lucha por preservar y aumentar las conquistas
del espíritu.
ÍNDICE
A
Alardo, 207
Alfonseca, J. Dolores 185
Arias, Desiderio 105, 115, 117, 185,
186, 187, 189, 225
Atienza, Pedro de 38
B
Badillo, Samuel E. 231
Báez 58, 76, 63, 64, 65, 66, 74, 75,
89, 111, Báez 175, 196, 201, 249
Barletta, Amadeo 208
Baxter, General 123
Besault, Lawerence de 234, 239
Bencosme, Cipriano, 187
Benítez Rexach, Félix 235, 236
Besault, Lawrence de 200
Billini 70
Blanco Fombona, Horacio 139
Blanco, Leoncio 188
Bolívar 48, 55, 56, 58, 61, 62
Bonó, Manuel de Jesús 61
Bonó, Pedro Francisco 17, 18
Borah, Senador 141
Bordas Valdés, José 80, 105, 106, 107,
109, 110, 164, 249
Bosch, Juan 34, 83
Boyer 48, 249
Brache, Elías 150
Brache, José 188
Braegger, Víctor 211
Briones 40
Bryan 93, 101, 108, 109, 110, 114,
116, 129
DE
NOMBRES
C
Cabral, José María 61, 63
Cabral, Máximo 123
Cáceres, Ramón 80, 87, 88, 89, 90,
93, 94, 95, 96, 97, 101, 104, 126,
157, 235
Caonabo 38
Cassá, Roberto 13, 14, 15
Colby 140
Colón 37, 39, 42, 43, 197
Colón, Diego 41
Cordero Michel, Emilio 14
Cordero Michel, José 19
Cristo 197
D
Davies 235
Dávila, Carlos 234
Dawes 155, 156, 157, 163, 232
Deschamps, Eugenio 17
Desgrotte 54
Díaz, Porfirio 236
Drago 92
Duarte, Juan Pablo 54, 61
Dunn, Mr. 217, 218
Duvergé 54
E
Espaillat, Ulises F., 61, 64, 65, 72, 78,
249
Estrella Ureña, Rafael 161, 162, 163,
164, 165, 167, 181, 186, 187,
189, 223
Estrella, José 237
260
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
F
Fiallo, Fabio 139
Flores Cabrera, Manuel 139
Frómeta, Isidro A. 225
G
García, José Gabriel 63
Gilbert, Gregorio 123
Gómez, Juan Vicente 204, 223, 236
Gómez, Máximo 61
Grant 66
Gruening, R. 150
Grullón, Máximo 61
Grunaldo 40
Guening, Ernest R. 172
Guerra Mondragón, Miguel 226
Guerra, Gerardo Ellis 188
Guerra, Ramiro 98
H
Hansard, Mr. 207
Harding, Mr. 141, 143, 144, 146
Henández 79, 88, 90
Henríquez Ureña, Max 80, 109, 122,
125
Henríquez y Carvajal, Francisco 79,
114, 122, 123, 124, 125, 127,
132, 138, 139, 142, 145
Heráclito 104
Hernández 110
Hernández, Teófilo 165
Heureaux, Ulises (Lilís) 67, 68, 70, 71,
72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 81, 84,
89, 94, 110, 111, 136, 175, 183,
184, 201, 204, 229, 249
Hitler 176, 179, 166, 231, 257
Hoga, Mr. 56
Hollander 93
Holliday, George L. 215
Hoover 173
Hostos, Eugenio María de 53, 69, 70,
71, 79, 94, 125, 126, 171, 203,
240, 250
Hughes 142, 143, 147, 148
Hughes-Peynado, plan 152
J
Jimenes Sabater, familia 13
Jimenes, Enrique 114
Jimenes, José Manuel 122, 123
Jimenes-Grullón, Juan Isidro 15, 16,
17, 18, 19, 20, 27, 28, 29, 30, 31,
33, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 83,
105, 110, 111, 112, 113, 114,
116, 117, 118, 127, 151, 189,
249, 255
Joubert, Emilio 131, 135
K
Kant, 137
Kilbourne, E.J. 200
Knapp 127, 130, 135
Knight, Melvin 84
Knox, P.C. 98, 99, 100, 101, 103, 108,
129, 256
L
La Gándara, General 60
Lablache, Vidal 44
Lansin 101, 114, 116, 129, 132
Lara, Ramón de 157, 208
Leclerc 46
Lembert, Hilarión 68
León, David 211
López, Jacinto 172
Louverture, Toussaint 45, 46
Lugo, Américo 195
Luperón, Gregorio 23, 61, 62, 67, 95,
182, 217, 224, 240, 249
M
Machado 184, 236
Marinello, Juan 175
Martí, José 37, 56, 77, 128, 147, 226,
254
Martínez Reyna, Virgilio 166
Martínez, María 211
Martínez, Paco 210, 230
Martínez, Rufino 229
Marx, Carlos 17, 87, 126
Medrano, W. 165
L A R E P Ú B L I C A D O M I N I C A N A (A n
náá lisis de su pasado y su presente) 261
Mella 54
Meriño 63, 65, 69, 70
Miolán, Angel 256
Morelos 56
Monroe, doctrina 75, 84, 98, 128, 129
Morales Languasco, Carlos F. 67, 80,
83, 98, 126, 189, 190
Morales, Angel 164, 185
Morales, Carlos F. 84, 85, 87, 92
Mussolini 208
N
Nabuco 181
Napoleón 46
Newman 235
Nouel, Adolfo A. 100, 103, 104, 105,
106, 157, 183, 249, 251
Nouel, Arzobispo 136, 146,
Núñez de Cáceres, 47, 48 68, 249
S
San Martín, Grau 173
San Martín, Zorrilla de 42
Sánchez Ramírez, Juan 47
Sánchez, 54
Sánchez, Pedro Julio 198
Santana 54, 55, 57, 58, 59, 89, 175.
196, 249
Saviñón Lluberes, Ramón 207
Shylock 178
Snowden 135, 141
Sollner 218
Stalin 16
Sullivan 109
P
Pereyra, Carlos 93, 182
Peynado, Francisco J. 114, 124, 125,
126, 143, 146, 149, 150, 167,
192, 243
Peynado, Jacinto B. 114
Pichardo, Bernardo 88
Pimentel, 62, 63
Pina Chevalier, Teódulo 211
Pina, Tulio H. 54, 211
Pirro 46
Pittini, 196
Primo de Rivera, José Antonio 232
T
Taft 98, 99, 107
Tejera, Emiliano 87, 89, 90, 91, 92
Thompson, Charles A. 167, 184, 192
Troncoso de la Concha, Ml. de Js. 121,
135, 243
Trujillo, Rafael L. 15, 20. 21, 150,
153, 161, 162, 165, 166, 167,
171, 172, 173, 174, 183, 184,
185, 186, 187, 189, 191, 192,
193, 194, 195, 196, 198, 199,
200, 201, 203, 204, 205, 206,
207, 209, 211, 212, 213, 214,
215, 218, 219, 220, 223, 224,
225, 226, 227, 228, 229, 230,
231, 232, 233, 234, 235, 236,
239, 240, 241, 242, 243, 244,
245, 250, 251, 255, 256, 257,
258
R
Robinson 141, 142
Roehrecke, H. F. 232
Rojas, Benigno Filomeno de 61
Roldán, 40
Roosevelt, Franklyn D. 98, 99, 101,
128, 129, 173, 245, 256
Roosevelt, Teodoro 84, 85, 88, 89, 92
Russell, ministro 122, 123, 124, 125,
127, 132, 135, 136
V
Vargas 257
Vásquez, Horacio 79, 80, 81, 83, 105,
110, 117, 130, 149, 150, 151,
152, 154, 155, 157, 163, 164,
189, 190, 232, 235, 236, 237,
249
Vedder, Frank H. 217
Velázquez y Hernández, Federico
122, 130
262
J U A N
I S I D R O J I M E N E S - G R U L L Ó N
Velázquez, Federico 79, 88, 90, 92,
93, 110, 111, 114, 122, 142, 150,
164, 166, 167, 185, 189
Velosa, Gonzalo de 38
Veras, José Eugenio 225
Vicini Burgos, Juan Bautista 146, 147,
149
Vicioso, Eduardo 207
Victoria, Eladio 95, 96, 97, 98, 100,
104, 106, 164, 183, 249
Vidal, Luis Felipe 110
Vincent 257
Welles, Sumner 61, 74, 77, 84, 85,
86, 87, 91, 92, 93, 100, 101, 105,
108, 109, 110, 113, 114, 117,
129, 130, 132, 140, 141, 143,
144, 146, 149, 150
Wilson, Hugh 243
Wilson, Woodow 107, 108, 110, 111,
112, 114, 129
Woss y Gil, general 83, 85, 104
SOCIEDAD DOMINICANA DE BIBLIÓFILOS INC.
COLECCIÓN DE CULTURA DOMINICANA
␣ ␣ 1. La República Dominicana: Directorio y Guía General
Enrique Deschamps.
2. Lira de Quisqueya: Poesías Dominicanas*
José Castellanos.
3. Vida y Viajes de Cristóbal Colón*
Washington Irving.
4. Santo Domingo: Su Pasado y Presente* Tomos I - II
Samuel Hazard.
5. La Isla de la Tortuga*
Manuel Arturo Peña Batlle.
6. Historia de la Dominación y Última Guerra de España en Santo
Domingo*
Ramón González Tablas.
7. Notas Autobiográficas y Apuntes Históricos* Tomos I - II - III
Gregorio Luperón.
8. La Sangre: Una Vida Bajo la Tiranía*
Tulio M. Cestero.
9. Anexión y Guerra de Santo Domingo* Tomos I - II
José De la Gándara.
10. Al Amor del Bohío: Tradiciones y Costumbres Dominicanas
Ramón Emilio Jiménez.
11. Indigenismos* Tomos I - II
Emilio Tejera.
12. La Segunda Campaña de Santo Domingo*
J.B. Lemonnier - Delafosse.
*
Edición agotada.
264
13. Gregorio Luperón e Historia de la Restauración* Tomos I - II
Manuel Rodríguez Objío.
14. Reconocimiento de los Recursos Naturales de la República Dominicana*
Carlos E. Chardón.
15. Descripción de la Parte Española de Santo Domingo*
M. L. Moreau de Saint-Méry.
16. Folklore de la República Dominicana*
Manuel José Andrade.
17. Diario Histórico*
Gilbert Guillermín.
18. Estado Actual de las Colonias Españolas* Tomos I - II
William Walton.
19. Bosquejo Histórico del Descubrimiento y Conquista de la Isla
de Santo Domingo* Tomos I - II - III
Casimiro N. De Moya.
20. Los Estados Unidos y Santo Domingo*
Charles Callan Tansill.
21. Frey Nicolás de Ovando*
Úrsula Lamb.
22. Los Yanquis en Santo Domingo*
Max Henríquez Ureña.
23. Santo Domingo, un País con Futuro*
Otto Schoenrich.
24. Narraciones Dominicanas
Manuel de Jesús Troncoso de la Concha.
25. Santo Domingo, Pinceladas y Apuntes de un Viaje*
Randolph Keim.
26. Historia de la Isla Española o de Santo Domingo* Tomos I - II
P.F. Xavier De Charlevoix.
27. Santo Domingo, Estudio y Solución Nueva de la Cuestión Haitiana*
Tomos I - II
M.R. Lepelletier De Saint-Remmy.
265
28. Episodios Imperialistas*
Enrique Apolinar Henríquez.
29. Diario de una Misión Secreta a Santo Domingo*
David Dixon Porter.
30. Compendio de la Historia de Santo Domingo*
José Gabriel García.
31. Manual de Historia de Haití*
Jean Crisostome Dorsainvil.
32. Los Piratas de América*
Alexander Oliver Exquemelin.
33. Historia Eclesiástica* Tomos I - II - III
Carlos Nouel.
34. Obras Completas* Tomos I - II - III - IV
Fabio Fiallo.
35. La Vida en los Trópicos*
Warren Fabens.
36. Folklore Infantil de Santo Domingo
Edna Garrido de Boggs.
37. La Ciudad de Santo Domingo*
Luis E. Alemar.
38. Los Americanos en Santo Domingo*
Melvin M. Knight.
39. La Patria en la Canción*
Ramón Emilio Jiménez.
40. Estudios Mineralógicos en la República Dominicana*
Willy Lengweiler.
41. La Novela de la Caña:* Cañas y Bueyes: F.E. Moscoso Puello.
Over: Ramón Marrero Aristy.
El Terrateniente: Manuel A. Amiama.
42. Episodios Dominicanos*
Max Henríquez Ureña.
43. Trilogía Patriótica*
Federico García Godoy.
266
44. Vibraciones en el Tiempo y Días de la Colonia*
Flérida de Nolasco.
45. Reliquias Históricas de la Española*
Bernardo Pichardo.
46. Historia de los Caciques de Haití*
Emilio Nau.
47. Resumen de la Historia de Santo Domingo*
Manuel Ubaldo Gómez.
48. Un Reconocimiento Geológico de la República Dominicana*
T.W. Vaughan; Wythe Cooke; D.D. Condit; C.P. Ross;
W. P. Woodring y F.C. Calkins
49. Historia de la Restauración*
Pedro M. Archambault.
50. Segunda Reincorporación de Santo Domingo a España* Tomos I II - III
Adriano López Morillo.
51. Merengues*
Luis Alberti.
52. Antología de la Poesía Dominicana*
Vicente Llorens.
53. Monumentos Arquitectónicos de la Española
Erwin Walter Palm.
54. La Nación Haitiana*
Dantes Bellegarde.
55. Hombres Dominicanos*
Rufino Martínez.
56. Gallos y Galleros*
José M. Pichardo.
57. Episodios Nacionales*
Casimiro N. De Moya.
58. El Pueblo Haitiano*
James Leyburn.
59. Medina del Mar Caribe*
Eduardo Capo Bonnafous.
267
60. Los Restos de Colón en Santo Domingo*
Emiliano Tejera.
61. Historia de las Indias* Tomos I - II - III
Bartolomé De las Casas.
62. Antología de la Prosa Dominicana*
Vicente Llorens.
63. Las Finanzas de Santo Domingo y el Control Americano*
Antonio De la Rosa.
64. Escritos
Ulises Francisco Espaillat.
65. Historia de la Cuestión Fronteriza Domínico-Haitiana*
Manuel Arturo Peña Batlle.
66. Obra Dominicana
Pedro Henríquez Ureña.
67. Décadas* Tomos I - II
Pedro Mártir De Anglería.
68. Obras Lexicográficas*
Manuel A. Patín Maceo.
69. El País de las Familias Multicolores*
Arthur J. Burks.
70. La Cuestión de Santo Domingo*
Dexter Perkins.
71. La Historia del Nuevo Mundo*
M. Girolamo Benzoni.
72. Reseña General, Geográfico Estadística*
José Ramón Abad.
73. Historia de la División Territorial (1492-1943)*
Vicente Tolentino Rojas.
74. En la Estela de Colón*
Frederick Ober.
75. De Lilís a Trujillo
Luis F. Mejía.
268
76. Descubrimiento y Dominación Española del Caribe*
Carl Ortwin Sauer.
77. Ramón Lacay Polanco. Antología*
Ramón Lacay Polanco.
78. Antología de la Oratoria en Santo Domingo*
Diógenes Céspedes.
79. Antología de Cuentos
J.M. Sanz Lajara.
80. La República de Haití y la República Dominicana
Dr. Jean Price Mars.
81. Un Estudio sobre Psicología y Educación Dominicanas*
Fernando Sainz.
82. Viacrucis de un Pueblo*
Félix A. Mejía.
83. Sangre en las Calles*
Albert Hicks.
84. La República Dominicana y sus Relaciones Exteriores
Charles Christian Hauch.
85. La República Dominicana - 1906
José Ramón López.
COLECCIÓN
BIBLIOFILOS 2000
␣ ␣ 1. La Dictadura de Trujillo*
Lauro Capdevila.
2. Navarijo
Dr. Francisco E. Moscoso Puello.
3. Ideas de Bien Patrio
Ulises Francisco Espaillat.
4. Historia de la Provincia Y Especialmente de la Ciudad de San Pedro
de Macorís
Manuel Leopoldo Richiez.
269
5. Antología de la Flora y Fauna Dominicanas en Cronistas y Viajeros
(Siglos XV-XX)
Carlos Esteban Deive.
6. Obras Completas
Alfredo Fernández Simó.
7. La Imprenta y los Primeros Periódicos de Santo Domingo
Emilio Rodríguez Demorizi.
8. Una Gestapo en América
Juan Isidro Jimenes-Grullón.
9. El Viaje
Manuel A. Amiama.
10. La Ficción Montonera
Bruno Rosario Candelier.
11. Hostos en Santo Domingo (Volumen 1 y 2)
Emilio Rodríguez Demorizi.
12. Papeles de Arturo Logroño
Arturo Logroño.
13. La República Dominicana (Análisis de su pasado y su presente)
Juan Isidro Jimenes-Grullón.
COLECCIÓN
CLÁSICOS BIBLIOFILOS
␣ ␣ 1. Trilogía patriótica*
Federico García Godoy.
␣ ␣ 2. Narraciones Dominicanas*
Manuel de Js. Troncoso de la Concha.
␣ ␣ 3. La República de Haití y la República Dominicana
Jean Price-Mars.
␣ ␣ 4. Al Amor del Bohío
Ramón Emilio Jiménez.
270
␣ ␣ 5. Monumentos Arquitectónicos de la Española
Erwin Walter Palm.
␣ ␣ 6. La República Dominicana-Directorio y Guía General
Enrique Deschamps.
␣ ␣ 7. De Lilís a Trujillo
Luis F. Mejía.
␣ ␣ 8. Folklore Infantil de Santo Domingo
Edna Garrido de Boggs.