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1 El liderazgo presidencial y las instituciones1 Luis Alberto Romero El funcionamiento del poder presidencial y la cuestión del liderazgo se encuentra en el centro del problema de la democracia en la Argentina y la respuesta explica por qué esta funciona razonablemente mal respecto del ideal mínimo, y razonablemente bien respecto de las posibilidades reales. El problema se relaciona con otros tratados en esta encuesta, como el consenso democrático, el funcionamiento de las instituciones y de la ley. La encuesta registra la opinión en un momento, o en dos. La opinión -sabemos- es volátil y no necesariamente coherente. Refleja más las heterogéneas facetas de las mentalidades antes que la articulación de las ideologías. La democracia que tenemos es el resultado de su historia, y las opiniones cobran sentido en relación con las experiencias y las expectativas generadas por esa historia. De modo que, antes de abordar la encuesta en si misma, señalaré las cuestiones relevantes del pasado y el presente de la democracia, a la luz del papel del liderazgo presidencia. 1. Dos experiencias democráticas Consideraré nuestra experiencia democrática a partir de la ley Sáenz Peña de 1912, que perfecciona el sufragio universal masculino existente, haciéndolo obligatorio, mientras que el sufragio secreto y el uso del padrón militar elevaban considerablemente la confiabilidad. Por otra parte, el sistema de lista incompleta estimuló la organización de distintos partidos políticos. La Constitución estableció el sistema republicano, representativo y federal, pero por diversas razones las elecciones fueron uj juego cerrado, con escasos participantes. Sobre todo, influyeron la cohesión y relativa disciplina de partido Autonomista Nacional, fundado en el acuerdo entre el presidente y los gobernadores y la práctica sistemática de las prerrogativas del gobierno elector, que alejaron a los posibles votantes. La propuesta de ampliación del sufragio, promovido por un grupo de la elite dirigente, surgió en el cruce de dos proyectos: la necesidad de integrar y nacionalizar a una porción importante de la nueva sociedad, crecida con la inmigración, y asegurar su lealtad a las instituciones del Estado, y más en lo 1 En: A.M.Hernández y D. Zovatto (comp). Segunda encuesta constitucional. Argentina: una sociedad anómica. Buenos Aires, Eudeba, 2016. 2 inmediato, la necesidad de encontrar una salida a la crisis de legitimidad, Llenar la vida política con nuevos ciudadanos fue la respuesta a ambos problemas. A partir de este impulso, que a la larga significó un cambio profundo, la Argentina vivió una experiencia democrática singular, que con sus avatares cubrió la primera mitad del siglo XX. Desde 1955 comenzó un largo interregno, que concluyó en 1983, cuando se inicia la segunda experiencia democrática, que hoy transcurre. A lo largo de este siglo -en 1916 se cumplen cien años de la llegada a presidencia de Hipólito Yrigoyen- los períodos claramente democráticos estuvieron jalonados por interrupciones institucionales, originadas en golpes de Estado militares. Sería un error considerarlos como ajenos a la historia de la democracia. Además de su creciente mesianismo -también presente en los políticos democráticos- los militares generalmente fueron convocados por algún sector político, para poner fin a una situación política para la que no hallaban respuesta. Sus soluciones a la larga empeoraron los problemas, y demandaron un nuevo esfuerzo democrático para restablecer el orden institucional. De modo que democracias y dictaduras se enlazan en una misma historia, en la que se inserta la cuestión del liderazgo presidencial. El tipo de liderazgo presidencial permite observar en conjunto esta primera experiencia democrática. Más allá de las enormes diferencias entre Yrigoyen y Perón, hay similitudes, que tienen que ver con una cultura política común que sustentó un tipo de liderazgo más bien plebiscitario y escasamente republicano. Dejaré de lado muchas deferencias importantes, para tratar de entender la singularidad de nuestra experiencia democrática, cuyas características se proyectan hasta hoy. En la primera mitad del siglo XX la sociedad -crecida con la inmigración masiva y remodelada por las migraciones internas- se caracterizó por un proceso sostenido de movilidad social y un sentimiento igualitario y democrático, en el sentido que Tocqueville dio a la palabra. La democratización, que diferencia a nuestra sociedad de las otras latinoamericanas, genera un tipo singular de conflictividad y una forma también singular de conformar las elites, pues tiende a erosionar las de rango o de conocimiento. La integración fue favorecido por el Estado mediante diferentes políticas de nacionalización y de integración, asociadas con el Estado providente. También fue singular la ciudadanización, es decir la construcción sistemática de nuevos ciudadanos, que reclaman por sus derechos y, en menor medida, asumen sus obligaciones, visible en los movimientos asociativos, base de los nuevos partidos políticos. Una sociedad democrática construyó un tipo singular de política democrática. Radicalismo y peronismo, los dos grandes partidos democráticos, tuvieron muchas similitudes. El radicalismo surgió de la protesta cívica de 1890, fue 3 durante mucho tiempo un partido de cuadros, que cultivó la intransigencia, la abstención y la revolución, y se transformó completamente desde la ley Sáenz Peña. Crecieron sus cuadros de modo un poco anárquico; perduraron y se reprodujeron los conflictos facciosos en cada provincia, y el partido solo se disciplinó sobre la base del liderazgo presidencial. La UCR fue un “partido moderno”, con comités, afiliados, carta orgánica, programa y democracia interna, pero todo eso se combinó con la dirección personal de Yrigoyen, quien utilizó las herramientas del Poder Ejecutivo -especialmente la intervención provincial- para evitar su disgregación. Desde 1945, en el peronismo la organización de las diversas fuerzas que se nuclearon detrás de Perón fue una tarea ingente, que llevó varios años hasta que se conformó un partido peronista organizado y alineado tras de un jefe que, otra vez, utilizó recursos estatales para disciplinarlo. Además del uso del poder presidencial, el liderazgo de Yrigoyen y Perón se sostuvo en buena medida en el ideario, con muchos rasgos comunes a ambos movimientos. Cada uno en su momento alimento la idea de representar al pueblo y la nación auténticos, e identificó a sus enemigos, ocasionales o permanentes, con el enemigo del pueblo o la antipatria. Este unanimismo político tiene muchas raíces, como el nacionalismo de los intelectuales, la idea de nación de las fuerzas armadas y la prédica sobre la nación católica de la Iglesia, pero ambos movimientos políticos, a su turno, integraron y aplicaron a la política esta idea de la homogeneidad del pueblo y la nación, unidos tras su líder para combatir a los enemigos del pueblo. El lugar del “otro enemigo”, único reservado para cualquier tipo de adversario, impuso el tono fuertemente faccioso a la convivencia política y dio vigor, en su momento, al anti yrigoyenismo y el antiperonismo que, más allá de la intención de sus dirigentes reprodujeron inversamente la idea de la unidad y la homogeneidad. En suma, fue un presidencialismo radicalmente democrático y escasamente republicano, acorde con lo que por entonces eran las tendencias en el mundo occidental. Tuvo similitudes con el presidencialismo de Roca y el PAN, constituido en parte alrededor del poder presidencial, pero se potenció en estas dos experiencias, genuinamente democráticas en cuanto a su origen, al sumarse a la autoridad presidencial ya acumulada este factor imaginario del liderazgo de la nación y el pueblo, unido a la idea de misión regeneradora o reconstructora. Ese liderazgo presidencial se advierte en la relación entre el presidente y el Congreso, crecientemente desbalanceada desde Yrigoyen. Las diferencias entre Yrigoyen y Perón son grandes: por ejemplo la elevada idea que Yrigoyen tenía de la Constitución. Pero lo que diferenció el liderazgo de Perón fue el desarrollo del Estado, que se expandió a partir de 1930 y tuvo un nuevo impulso con la Segunda Guerra Mundial. Este factor es importante para ubicar en esta historia al presidente Justo, 4 esquemáticamente asociado con el fraude electoral. Un rasgo saliente de su presidencia fue la reorganización del Estado, expandiendo sus funciones y su funcionariado, en un camino que se sostendrá hasta la década de 1970. Conducir ese Estado es lo que establece la diferencia principal entre los liderazgos presidenciales, similares en otros aspectos, de Yrigoyen y Perón. Otra diferencia importante -fundamental para quienes la vivieron- fue la sostenida marcha del autoritarismo presidencial peronista hacia el modelo de un Estado totalitario y un gobierno dictatorial. La intolerancia discursiva se trasmutó en violación de las libertades políticas y la clausura de la expresión de toda voz disidente. En este camino, el régimen no terminó de consolidarse y fue derrocado de manera violenta, pero la tensión facciosa acumulada solo cambió de protagonista, lo que explica mucho dela dificultad posterior para restablecer una vida institucional y democrática normal. 2. Interludio El período que transcurre entre 1955 y 1983 difícilmente puede incluirse en una historia de la democracia, pero sin embargo arroja luces interesantes sobre la cuestión del liderazgo. Para la democracia, la proscripción del peronismo constituyó una mácula que afectó la legitimidad de los dos presidentes electos, Frondizi e Illia. Su efecto corrosivo afectó a los partidos políticos no peronistas, pues inicialmente compartieron ese pacto proscriptivo, para luego tentarse, con la excepción de la UCRP, con la posibilidad de capturar esa masa electoral disponible. De ese modo, fue difícil la formación de un polo civil democrático republicano, que pudiera competir con el peronismo y que balanceara la presencia militar. Luego de 1955 los militares estuvieron siempre presentes, como tutores pretorianos o directamente a cargo del gobierno, cuando una crisis política devenía en una apelación a su intervención. Frondizi cultivó un tipo de liderazgo que se asemejaba en algo a los de Yrigoyen y Perón, pero sin la base popular, ni las dotes personales para imitarlos. Pese a sus credenciales democráticas, adoptó un estilo presidencialista, y no apeló al Congreso -donde tenía cómoda mayoría- para mejorar su legitimidad. Illia en cambio se aproximó al modelo de Alvear, ejemplo de presidencialismo republicano, lo que le fue duramente criticado en su momento por quienes buscaban un nuevo caudillo. Qué hacer con el peronismo fue el gran problema para presidentes civiles y también militares. Frondizi perdió pronto el apoyo con el que ganó la elección y no pudo escapar a la pinza de los sindicatos peronistas y los militares. Illia intentó de manera prudente y firme reincorporar al peronismo a la vida política, de manera gradual. Obtuvo resultados importantes, pero se opusieron Perón y el sindicalismo, cujyos poderes se reducirían. No sabemos cuánto habría avanzado por este camino si no 5 hubiera sido derribado en 1966. En cuanto a los presidentes militares, el más interesante desde el punto de vista del liderazgo fue Onganía, que llegó al poder con unas fuerzas armadas por primera vez en mucho tiempo unificadas, y con significativos apoyos en el mundo civil, que equilibraron la desafección de los partidos políticos tradicionales. Su estilo se asemejó al de Franco, pero si miramos solo nuestro país, es comparable con el de Perón. Ambos tuvieron una concepción revolucionaria y conservadora, como las europeas de las décadas de 1920 y 1930. Los proyectos fundacionales de Onganía eran vastos, tanto como su incapacidad política. Lanusse practicó un liderazgo diferente, personal pero orientado a la reinstitucionalización. Rodeado de dificultades -los militares desafectos, la oposición sindical y sobre todo la movilización social y políticalogró encauzar el retorno democrático de una manera no demasiado diferente de cómo la imaginaba. En estos años, las grandes discusiones y los acuerdos no pasaron por los partidos políticos sino por la mesa de las corporaciones: los sindicatos, las organizaciones empresarias, los militares y en algunos casos la Iglesia. Todos ellos crearon una red de equilibrios, ventajas sectoriales y vetos que fue instalándose en los lugares de decisión del Estado, limitando la capacidad de decisión de los presidentes. Desde 1969, con el Cordobazo, la política cambió completamente. La protesta callejera fue habitual y su intensidad creciente. Los motivos fueron variados, pero les daba unidad y fuerza un vago anhelo revolucionario. Desde entonces, y hasta 1976, la calle se convirtió en el principal escenario político y la fuerza de cada sector se midió por la cantidad de gente que podía movilizar. Paralelamente, crecieron las organizaciones armadas, relacionadas de muchas maneras con este movimiento de calles pero que desarrollaron su lógica propia, regida por el ejemplo cubano, adecuado a las circunstancias locales. Como había ocurrido con los partidos políticos en 1955, el peronismo -una masa que parecía disponible- era el horizonte de estos movimientos, que aspiraban a ser su voz y su brazo. Lo singular de este movimiento es que no hubo un líder -Perón, a la distancia, se acomodaba a lo que pasaba-, y ese lugar finalmente fue ocupado por una de las organizaciones armadas. Montoneros. La reinstitucionalización de Lanusse y la protesta generalizada revitalizaron a los partidos políticos, y también a la CGT, desbordada por el sindicalismo de base. A su acuerdo apostó Lanusse, para canalizar la ola de descontento. Aquí entro a jugar Perón, que recuperó el liderazgo, apartó a Lanusse y se sumó al gran acuerdo, imponiendo sus condiciones pero reconociendo, por primera vez, que todas las fuerzas políticas tenían existencia legítima y que era indispensable actuar en conjunto. Así comienza un breve y abortado intento de restauración democrática, 6 basada en un liderazgo fuerte. Se basó en la enorme autoridad y legitimidad de Perón, en el acuerdo de los partidos políticos -un antecedente muy valioso para la reconstrucción de 1983- y en un pacto social entre los principales sectores corporativos, para aplacar la inflación y reconstruir el Estado, que oucpaba un lugar central en la concepción de Perón. Perón se desempeñó como un líder adecuado a las circunstancias: un presidente fuerte pero no totalitario ni dictatorial, más parecido a De Gaulle que a Mussolini, que mantuvo buenas relaciones con las fuerzas políticas y el Congreso. Pero el problema no pasaba por allí sino por dos enfrentamientos extra partidarios: la lucha interna dentro del peronismo y el conflicto social corporativo. En poco tiempo, se sucedieron la ruptura con Montoneros y la quiebra del pacto social. La muerte de Perón, y el problema de la sucesión -constitutivo de los liderazgos personales- desembocaron en la crisis de 1975 y el golpe militar de 1976. En este trágico episodio la democracia tuvo poca presencia. Tampoco hubo liderazgos relevantes, pues a diferencia de ocasiones anteriores, las Fuerzas armadas aspiraron a establecer un a dictadura institucional, sin un dictador. La falta de liderazgo, y la fuerte lucha interna por el poder, es una de las principales razones de su fracaso. La anarquía de un gobierno que aspiraba a legitimarse en el orden facilitó la transición hacia una democracia que, por primera vez, se propuso ser republicana y plural. El régimen militar creó las condiciones para facilitar el desvío posterior de la democracia hacia el personalismo. Esto se debió a la corrosión y destrucción de la institucionalidad estatal, sobre todo por la cotidiana destrucción de la norma burocrática, que está en la base de su ética. El régimen militar siempre fue arbitrario y pasó por encima de los procedimientos establecidos, llegando hasta el extremo de establecer normas de efecto retroactivo. Por otra parte, la aspiración a dividir la acción del Estado en dos áreas -una diurna, regular, y otra nocturna, terrorista- no impidió que la segunda contaminara de un modo u otro a la primera, sobre todo en dos zonas muy sensibles y que, a la larga, fueron difíciles de recuperar: las fuerzas de seguridad -de manera paradigmática, la policía bonaerense- y la justicia. Todavía hoy, 2016, seguimos pagando los costos de ese deterioro. 3. La segunda experiencia democrática Con el derrumbe de la dictadura militar comenzó la segunda experiencia democrática, que dura hasta hoy. Es exitosa vista en esta larga perspectiva, pero a lo largo de estos 33 años las variaciones son grandes, e importan para vislumbrar un futuro todavía no definido. En 1983, bajo el liderazgo de Raúl Alfonsín, se desarrolló un experimento sin precedentes en nuestra historia: la constitución de un régimen democrático 7 institucional, fundado en el Estado de Derecho y en el pluralismo, con instituciones respetadas, partidos políticos consistentes y el reconocimiento de las ventajas de la pluralidad, la discusión argumentada y los acuerdos. Toda una novedad, en un país cuyas experiencias democráticas habían sido de tipo mayoritario y plebiscitario. Fueron decisivos los Juicios a las Juntas militares, que cimentaron el Estado de Derecho, y la vitalidad de los partidos, por la afiliación masiva y la aparición de una camada de dirigentes políticos muy capaces, que se adecuó al nuevo contexto del debate, la argumentación y el acuerdo. En el caso del peronismo, su derrota en 1983 abrió el camino a una renovación a tono con el nuevo contexto político. La Argentina siguió teniendo una democracia presidencial, que giró al ritmo del fuerte liderazgo de Raúl Alfonsín. Pero aunque se inscriba en esta tradición, y a veces se encuentren atisbos de aquella herencia, la persona y el contexto se conjugaron para encuadrar este liderazgo en la democracia institucional y plural: la preocupación del presidente por dar cabida a todas las opiniones, y asignarle lugares institucionales para expresarse, sin que ello esterilizara la potencia de su iniciativa; la fuerza de los partidos políticos opositores y la necesidad de llegar a acuerdos en el Congreso -con un Senado difícil de convencer-, y sobre todo la militancia de las organizaciones de la sociedad civil, de las organizaciones de intereses y, más en general, de una civilidad movilizada y estimulada a expresarse, que comenzó a utilizar el espacio público. De modo que las iniciativas presidenciales -buenas, regulares y malas- pasaron por múltiples filtros, dando realidad, por primera vez en mucho tiempo, a un sistema de balances y contrapesos. Esta fase muy virtuosa no duró mucho. En 1987, coincidiendo con el levantamiento “carapintada”, comenzó el ciclo descendente del gobierno. La suma de los problemas de todo tipo, viejos y nuevos reveló que no solo la crisis del liderazgo de Alfonsín sino la sobre estimación inicial de la potencia per se de un gobierno democrático, constreñido entre otras cosas por las escasas capacidades estatales. Luego de la derrota electoral de 1987 el liderazgo de Alfonsín se disolvió, y aunque nunca dejó de proponer iniciativas, lo cierto es que en sus últimos dos años fue un pato rengo. En 1989 triunfó el candidato opositor, el peronista Carlos Menem. Pero lo que hubiera sido una sucesión constitucional virtuosa quedó empañado por la virulenta crisis hiper inflacionaria que, entre otras razones de más peso, se relaciona con la escasa confianza en un sistema institucional todavía no bien afirmado. Este tropezón institucional se tradujo en el adelanto de la entrega del mando en seis meses, algo no demasiado grave, aunque muy útil para lo que en adelante sería parte de la retórica peronista. El gobierno de Carlos Menem puede ser visto como un complemento del de Alfonsín y a la vez como su contrario. Centrado la afirmación de la democracia y la institucionalidad, Alfonsín postergó el problema de la crisis 8 del Estado. En 1987 encaró el tema y ensayó un nuevo rumbo, que no pudo concretar por su debilidad política. Inesperadamente, Menem se hizo cargo de este problema y utilizó la crisis hiper inflacionaria para proponer y hacer viables una serie de transformaciones sustanciales, que afectaban a los intereses construidos en torno del Estado. Las reformas que propuso fueron apoyadas en general por el establishment empresario, y sobre todo por quienes se beneficiaron con las privatizaciones de empresas estatales. Pero encontró fuertes resistencias en el peronismo sindical y el político, con peso en el Congreso. Con mucha dificultad, y con negociaciones y concesiones de todo tipo, Menem logró que el Congreso lo autorizara a usar poderes excepcionales, justificados en una emergencia económica a la que el presidente nunca dejó de referirse. Sobre esa base se constituyó un nuevo liderazgo, democrático en su origen, y fortalecido por la delegación por el Congreso de una serie de facultades, que el presidente completó con un uso amplio de los decretos de necesidad y urgencia. A esa base jurídica se sumó un ejercicio de nuevo tipo del tradicional liderazgo peronista, en el que la dimensión plebiscitaria dejó de centrarse en la plaza para relacionarse con los medios de difusión y la cuidadosa construcción de la imagen presidencial. Esta forma mediática de liderazgo personal se complementó con un recurso mucho más tradicional: el uso de los recursos del Estado para montar una red clientelar que incluyó desde gobernadores hasta trabajadores mal pagos o desocupados, mediante subsidios focalizados. Sobre eso construyó una base política territorial que a la larga cambiaría el sentido del ejercicio del sufragio. Desde 1991, el ministro de Economía Domingo Cavallo logró estabilizar la economía y darle un nuevo impulso con la llegada de capitales. La prosperidad económica fortaleció la popularidad del gobierno, que se consolidó en 1994, cuando la Convenció Constituyente habilitó la reelección presidencial. De este modo, sin romper con la institucionalidad democrática de 1983 pero introduciendo en ella cambios importantes, se conformó una nueva versión del presidencialismo poco republicano, que a diferencia de su precedente peronista, no afectó las libertades públicas ni fue hostil al debate. Aunque minoritaria, en el Congreso hubo una oposición importante, y surgió una tercera fuerza, el Frente Grande/ Frepaso. Desde 1997 comenzaron a crfecer electoralmente, y en 1999, unidos a los radicales, vencieron al candidato justicialista, poco apoyado por Menem. Por segunda vez, un cambio de gobierno normal, y el triunfo de una fuerza opositora, ratificó las sólidas bases consensuales de una democracia que en otros aspectos comenzaba a distanciarse de los prospectos de 1983 y a acercarse a las formas de la primera mitad del siglo XX. El gobierno de De la Rúa fue más respetuoso de las instituciones, aunque la cuestión de los sobornos en el Senado empañó su imagen. Pero De la Rúa 9 fracasó estrepitosamente como líder democrático. Fue incapaz de mantener la alianza que lo llevó al gobierno, y fracasó también cuando quiso remplazarla por otra. Pero sobre todo, fracasó en el modo de enfrentar la inevitable salida de la convertibilidad. Visto en perspectiva, esa situación exigía un liderazgo con decisión para enfrentar a la opinión, con capacidad para articularse con la oposición y con fuerza para anticiparse a la catástrofe con medidas enérgicas. Es posible que aún así no se hubiera podido evitar la crisis, pero lo cierto es que el gobierno se entregó mansamente, y posibilitó que, con ella, el poder terminara volviendo al peronismo. Las dos semanas que median entre la renuncia de De la Rúa y la asunción de Duhalde, elegido por el Congreso, fueron verdaderamente excepcionales, aunque también mostraron la capacidad de las instituciones para sobrevivir y mantener, mínimamente, la continuidad. Como Menem en 1989, Duhalde encontró en la crisis el respaldo para las medidas draconianas -la devaluación yla pesificación asimétrica- que posibilitaron la salida de la crisis. La crisis terminó de definir la escisión social que se venía gestando y la constitución de un mundo de la pobreza. Que cambió los datos de la política. La sociedad volcada a la marginalidad se hizo presente de manera permanente en las calles, a través de organizadas conocidas genéricamente como “piqueteras” por su modalidad de acción. Hubo un amplio desarrollo de organizaciones destinadas a asegurar la supervivencia de los pobres e indigentes, y a conseguir la concesión y el mantenimiento de los subsidios que el Estado comenzó a repartir, en las que se perfiló un nuevo tipos de dirigente social de base, con capacidad para conectarse con la red política. La otra cara de la crisis fue la debacle de toda representación política y el descrédito abrumador de los políticos en general. El malestar con la democracia, que venía acumulándose, pegó un salto y se consolidó como forma de pensar. La alternativa a la vieja representación pasó por proyectos regeneracionistas de refundación de las instituciones de la república, testimoniales de un estado de opinión pero carentes de consistencia. El peronismo, que estaba a cargo del gobierno, también vivía su crisis de liderazgo. El presidente Duhalde consumió su crédito durante ese año. A la larga se le reconoció que respaldó la salida económica adecuada, instrumentada por el ministro Lavagna. En cambio fracasó en su propósito de ungir un nuevo líder; la competencia entre tres aspirantes peronistas se resolvió en la elección general, en la que peronismo se arriesgo a la posibilidad de ser derrotado por un no peronista. Finalmente, salió airoso Néstor Kirchner, electo presidente pero con la tarea de construir de ahí en más su liderazgo. A Kirchner la tarea le llevó dos años, y es dudoso que resultara exitosa de no contar con la sorpresiva bonanza económica de la década.Pero además hubo mucho talento y virtú en construir un artefacto muy eficaz, que no inventó 10 nada que no estuviera ya en la sociedad, en el estado o en la cultura institucional y política, pero que los combinó de una forma muy adecuada al país que emergió de la crisis. Su liderazgo fue clásico a innovador a la vez. En esa construcción, el partido Justicialista tuvo un lugar menor, y el sindicalismo peronista, sin ser hostilizado, fue mantenido a distancia. Kirchner alentó en cambio a organizaciones sindicales no peronistas, atrajo a muchas organizaciones sociales, y sobre todo a las organizaciones de derechos humanos más populares. Con todo ello constituyó un ente casi virtual -el Frente para la Victoria, que era poco más que un sello para uso electoral. La construcción de poder estuvo estrechamente asociada con los fondos del Estado, con los que se construía poder y se llenaba la caja privada. Hubo una amplia y desigual distribución, que benefició a los grupos amigos, desde nuevos empresarios a organizaciones vecinales, mientras que los reluctantes no recibían beneficios sino castigos. Los recursos públicos -concentrados en el Poder Ejecutivo nacional- se usaron para disciplinar a los gobiernos provinciales y a los municipales, con el mismo sistema de premios y castigos. Finalmente, los fondos se usaron para expandir, a través de subsidios de diverso tipo, la red de contención social que funcionó a la vez como productora de sufragios. La construcción de este sistema y su mantenimiento demandó una cuidadosa artesanía política y una férrea decisión en el uso del poder. Muchas veces se ha señalado la importancia de premios y castigos, elegidos y sumergidos, para sustentar regímenes autoritarios de diferente intensidad. Estos recursos, en muchos casos clásicos, ya habían sido empleados por Menem, con más laxitud. Lo novedoso del kirchnerismo fue el agregado de un discurso explicativo, el llamado “relato”. Esto había sido característico de la primera experiencia democrática argentina; el relato kirchnerista tiene en lo básico una forma similar a la del radical yrigoyenista o el peronista: el pueblo/ nación, encarnado en un líder en quien se delega la autoridad, y un enemigo del pueblo, con diferentes figuraciones sintetizadas en “los grandes poderes”. También es similar la versión mítica del pasado y el futuro: en 2003 el país estaba en llamas; desde la dictadura el Estado jamás se había ocupado del pueblo o los derechos humanos; Néstor Kirchner reivindicaba la política y el Estado para impulsar el crecimiento económico y a la vez la inclusión social, que conducía a un futuro prometedor pero impreciso. A diferencia de otros relatos, carecía de profundidad hacia el pasado o el futuro, pero tenía una enorme plasticidad, para que cada integrante de su heterogéneo frente uno le adosara su variante particular. El discurso probó su eficacia econ la construcción de un nuevo actor político: un sector militante radicalizado, de composición variada que con Cristina Kirchner se constituyó en la fuente de nuevos cuadros políticos. 11 Lo singular fue la intensidad del relato mismo y de su difusión. Luego de dos décadas de convivencia plural -Menem había cultivado las formas, por ejemplo consensuando la reforma constitucional- se volvía a la etapa anterior al abrazo entre Perón y Balbín: un espacio político tajantemente dividido y una política que privilegió la confrontación, incluyó a regañadientes la negociación y excluyó el diálogo y el debate. Su difusión fue aplastante, ocupando por las buenas o las malas una amplia zona del espacio público. El liderazgo de Néstor Kirchner, y más aún el de Cristina Kirchner, fue sistemática y deliberadamente contra institucional. En teoría se sostenía la versión crudamente plebiscitaria de la democracia: el sufragio concedía al presidente -directamente elegido por el pueblo- un poder muy amplio, extensible a aquellas instituciones, como la justicia, cuyos miembros no se eligen por el sufragio. En la práctica, tensó al máximo las facultades institucionales y se apoyó en un control muy fuerte de las mayorías parlamentarias. El Ejecutivo minimizó al Congreso, intervino en el poder judicial, subordinó los organismos estatales de control y finalmente anuló la acción de agencias que, como el Indec, podían significar alguna limitación al poder del Ejecutivo. Por esa vía, avanzó el deterioro del Estado y el gobierno -el presidente- se adueñó de él. Entre la etapa de Néstor Kirchner, prolongada hasta su muerte en 2010 y la de Cristina Kirchner gobernando sola hubo algunos cambios importantes. La presidenta se ocupó menos de la gestión cotidiana y se interesó menos aún en la negociación política; acentuó el uso de los elementos coactivos y punitorios, profundizó el disciplinamiento del campo propio y sobre todo, expandió notablemente el papel del discurso, que tuvo en ella una intérprete mucho más capacitada que su esposo. Desde 2011 el gobierno avanzó por la vía democrático autoritaria hasta rondar el límite de la dictadura. Al igual que lo sucedido con Menem, Perón o Yrigoyen, Cristina Kirchner obtuvo en su reelección un apoyo electoral contundente: 54% de los sufragios. El avance del Ejecutivo encontró débiles resistencias, que no se explican solamente por el uso masivo de los recursos estatales y la propaganda. Los partidos opositores tuvieron que enfrentar un discurso oficial que, anudando muchas de sus antiguas consignas -esto vale para los partidos emparentados con la tradición nacional y popular- los colocaba en bretes insolubles, como cuando se votó la nacionalización de YPF, o la Ley de Medios. El discurso gubernamental los dividió; en la elección de 2011, quien siguió a Cristina Kirchner obtuvo solo el 17% de los votos. Más fuerte fue la oposición de los medios de comunicación; aunque el gobierno controló a la mayoría, no pudo someter al Grupo Clarín, que desde 2007 se alineó en el bando opositor. Por su parte, las corporaciones empresarias se alinearon con las políticas gubernamentales, con la notable excepción de las rurales, y las organizaciones de la sociedad civil perdieron eficacia pues en la mayoría se 12 formó un núcleo de partidarios del gobierno. A partir de la “crisis del campo” de 2008, la división de toda la sociedad se profundizó; el kirchnerismo creció y se radicalizó, y la oposición logró organizarse y obtener significativos triunfos electorales en 2009 y 2013, pero no logró sacar los frutos de sus victorias y el gobierno pudo recuperar la iniciativa con facilidad. El resultado de la elección de 2013 sin embargo, descartó la posibilidad de una reforma constitucional que habilitara la reelección de Cristina Kirchner, con lo que comenzó, muy gradualmente, su declinación. No obstante, para ser un “pato rengo”, es notable cómo mantuvo su autoridad hasta el último minuto. El liderazgo kirchnerista extremó el camino de la primera experiencia democrática. Sin que la institucionalidad se interrumpiera seriamente, la segunda democracia llegó al mismo punto al que había llegado Perón en 1955, con la gran diferencia de que las fuerzas armadas habían dejado de ser un actor político importante. La adhesión al gobierno fue muy alta, mas allá de las expresiones de disconformidad, y su derrota electoral en 2015, con un candidato muy poco atractivo y un movimiento dividido, fue sin embargo muy ajustada. A la vez, la mitad opositora recuperó y consolidó sus convicciones democráticas institucionales, algo alicaídas durante los años noventa. En ese sentido, la experiencia kirchnerista fue una escuela de republicanismo. Con este panorama pasemos a ver qué pueden significar los datos de la Encuesta. ENCUESTA Por mi formación profesional, una encuesta me suscita más preguntas que respuestas. En el caso de la cultura institucional, es posible que sus resultados hablen de una experiencia histórica del país, combinada en cada caso con la experiencia personal y la edad, un dato del que no disponemos. También puede relacionarse con las narraciones del pasado incorporadas, que son encontradas y conflictivas. Es muy probable que esa experiencia solo esté presente en forma subconciente al momento de contestarse la encuesta. Por otra parte, seguramente las respuestas estuvieron condicionadas con la opinión del día o del año -en este 2014-, y dependan de la contingente agenda, y sus interpretaciones también contingentes. 2014 fue un año de fuerte polarización y futuro incierto, y es probable que las respuestas habrían sido distintas luego de las elecciones de 2015. Una tercera posibilidad es que esas respuestas se ajusten principalmente a lo que es considerado correcto, y reflejen en ese caso una opinión convencional, diferente de la que decide los comportamientos políticos. No son opciones excluyentes, y posiblemente haya algo de cada una. Pero en conjunto, en una primera lectura de esta encuesta, encuentro que los 13 resultados -muy correctos, para decirlo sintéticamente- no parecen coherentes con lo que se volcó en las urnas en las dos elecciones anteriores y en la de 2015. Algo valioso de la encuesta es la posibilidad de comparar los resultados con los obtenidos diez años atrás. Se puede comparar la situación al momento inicial del kirchnerismo y al final de su ciclo de gobierno. Encuentro otro problema, de interpretación: cómo transformar cinco o más alternativas (por ejemplo muy bueno, bueno, regular, malo y muy malo) en en dos opiniones, dado que el grueso suele ubicarse en la zona intermedia del “regular”. Sumar este sector a un extremo u otro es una cuestión de opinión, la que por ejemplo diferencia a un pesimista y un optimista. Aunque cruzando las respuestas puede refinarse el análisis de los resultados, sospecho que para cualquiera es difícil evitar una lectura que lleve a la respuesta deseada. Me centraré en la cuestión del liderazgo presidencial, encuadrándolo en las cuestiones contextuales imprescindibles: la democracia, las instituciones y la ley, los partidos y la opinión, y la cuestión de las libertades. La preferencia por la democracia -un 75%- es un dato contundente, abrumador. También es significativo el aumento de cuatro puntos entre 2004 y 2014, que puede referirse a las incertidumbres e insatisfacción, propias de la crisis de 2002, o quizá al entusiasmo suscitado por la experiencia democrática kirchnerista. Pero no hay que descartar una tercera posibilidad: los críticos del kirchnerismo se fortalecen en la convicción de que solo es posible una alternativa auténticamente democrática. Estas dudas remiten a la cuestión planteada en la primera parte: la palabra democracia evoca desde principios del sigo XX a dos grandes familias democráticas, una de base unanimista y plebiscitaria y otra fundada en las instituciones y el pluralismo. ¿El 76% incluye ambas alternativas? Eso explicaría su amplio predominio. Finalmente, un 17% opina que en algunas circunstancias puede ser mejor un gobierno no democrático. Aunque ha decrecido en diez años, no deja de ser un número inquietante. ¿A qué se refiere? Quizás a una dictadura de excepción, quizás a un gobierno de origen democrático que excepcionalmente emplée recursos no democráticos, como la represión o la censura de prensa. ¿Nostálgicos del Proceso? ¿Partidarios del “vamos por todo”? ¿Partidarios de una “dictadura del proletariado”? ¿Defensores de alguna de las propuestas de reconstrucción o regeneración? Cualquier alternativa es alarmante. En la pregunta sobre los factores de fortalecimiento de la democracia se precisan las alternativas pero se abren otros interrogantes. La forma en que se la plantea no ayuda: la elección de un factor por el encuestado no dice nada de su opinión sobre los otros. El peso del “respeto a la ley” -que pasa del 40 al 45%- hace suponer que hay una preferencia por una democracia institucional, aunque quienes son partidarios de la vertiente plebiscitaria 14 pueden creer que su opción no es contraria a la ley, sino a una interpretación -llamémosle “liberal”- de la ley. Pero la asociación de democracia con recuperación institucional fue una de las opciones claramente marcadas por los candidatos en la elección de 2015, y este resultado del 45% parece consistente con los del sufragio presidencial. El sentido de las opciones por la honestidad y la rendición de cuentas, en cambio, no ofrecen lugar a dudas, pues ambos argumentos se usaron para criticar al gobierno kirchnerista en nombre de la democracia institucional, mientras que los defensores de este gobierno negaron que hubiera problemas significativos en ambos terrenos. Ambos también fueron temas fuertes durante la crisis de 2002. Las dos opciones, sumadas, caen del 55 a 44%. Parece posible advertir los efectos de la polarización kirchnerista, pues los 11 puntos fueron a engrosar dos categorías que pueden entenderse de manera diferente, como la ya mencionada sobre la ley y otra sobre las relaciones del presidente y el Congreso. Solo podemos estar seguros de que para un 10% ambas cuestiones perdieron especificidad y relevancia. En cuanto a la buena relación necesaria entre el presidente y los legisladores, que aumenta, probablemente se refiera al mal trato al Congreso por parte del presidente, aunque no hay razones para descartar la explicación inversa: el Congreso debe acompañar al presidente elegido directamente por la mayoría. La pregunta sobre el tipo de liderazgo político preferido es clave. El 75% prefiere un liderazgo respetuoso de las leyes, aún a costa de una reducción de su poder; esto corresponde al perfil del líder democrático del estilo de Raúl Alfonsín. El 24% restante prefiere la fórmula inversa -un líder fuerte aun cuando no fuera muy respetuoso de las leyes-, que parece adecuada para Cristina Fernández y para Néstor Kirchner. Esa cifra coincide con el número habitualmente atribuido al núcleo duro del kirchnerismo, aunque también cuadra para quienes recuerdan negativamente la experiencia de De la Rúa. Cabe destacar, para relativizar algo el significado de estas cifras, que las preguntas fueron formuladas de una manera muy amplia, neutra y poco comprometida, que no registra lo que suelen ser las opiniones extremas en uno y otro campo, y que invita a dar una respuesta cívicamente correcta, antes que referida a una experiencia. Quizás eso explique la posición del grupo que desechó ambas alternativas, que pasó del 7% en 2004 al 4% en 2014 y que podríamos atribuir a los partidarios de un régimen fuerte y duro. La reducción coincide con el crecimiento de grupo favorable a un líder más fuerte, que entre 2004 y 2014 pasó del 20 al 24%. En cualquiera de los casos, la respuesta no parece congruente ni con la sostenida preferencia por los liderazgos fuertes y poco republicanos del siglo XX ni con el resultado electoral reciente, en el que casi la mitad eligió al candidato que se presentó como la continuidad del kirchnerismo cristinista. Para estar seguro de su significación es necesario explorar otras partes de la 15 encuesta. En primer lugar, las ideas sobre la Constitución y la ley, que son los límites principales y generales para un liderazgo autoritario. Los datos son contundentes. La mitad cree que la Constitución es muy importante y el 40% cree que es importante; en este caso parece lícito sumar ambas opiniones. Debe recordarse que en nuestra tradición de liderazgos fuertes, de tipo plebiscitario, el valor de la Constitución nunca fue cuestionado, y las reformas que se hicieron en 1949 y 1994 implicaron la valoración de existencia de un texto constitucional. Tampoco hay que omitir que un 8%, que no es poco, no le asigna importancia, aunque es difícil saber si esta respuesta no está condicionada por lo que sigue. El nivel de conocimiento declarado de la tan apreciada Constitución es notablemente bajo. La gran mayoría supone que es importante, pero no podría explicar con precisión por qué. Sin embargo, las razones de la importancia atribuida -la pregunta tiene el mismo diseño de la relativa al fortalecimiento de la democracia, es decir que se elije una sola razón- en general apuntan a lo central: la Constitución es la ley de leyes, es decir es el marco institucional. Las preguntas siguientes, sobre el grado de acatamiento de la Constitución y las leyes tienen respuestas tan realistas como decepcionantes para quienes tienen convicciones ciudadanas. Solo un 18% cree que en el país se cumplen la Constitución y las leyes, lo que explicaría por qué, apreciándola, pocos se toman el trabajo de conocerla. A su vez, el 80% cree que no se la respeta y que los argentinos son básicamente transgresores. Más aún, la mitad de los encuestados (acá parece razonable sumar a los que aceptan eventualmente la posibilidad) está dispuesto a ir en contra de la ley cuando piensa que tiene razón (o, podríamos agregar, cuando antepone sus razones). No son los otros quienes incumplen la ley; la mitad está dispuesta a hacerlo. Carlos Nino fue contundente al respecto, cuando habló de un país al margen de la ley. En mi experiencia personal, lo llamativo -y estimulante- es que sean tantos quienes quieren permanecer en la ley en cualquier caso. La opinión positiva sobre la importancia de la ley refleja el deber ser cívico; esta segunda, en cambio, expone de una manera descarnada la experiencia histórica y la experiencia cotidiana. Treinta años de democracia no sirvieron para establecer la confianza en la ley, que es la base del Estado de derecho. Esto aclara la respuesta inicial sobre la naturaleza del liderazgo político: la mayoría cree que debería haber un liderazgo respetuoso de la ley, pero se reconoce que pocos la cumplen. ¿Se espera entonces que un liderazgo pulcramente limitado a la ley sea además un liderazgo eficaz? Más bien, parecería abonar las razones del 24% que prefería un liderazgo capaz de salirse al menos un poco de la ley. La relación entre el líder y las leyes depende de las instituciones que lo 16 controlan, directa o indirectamente, de modo que interesa saber cuánta confianza tiene la sociedad en ellas. Las preguntas se refieren a un conjunto variado de instituciones, directa o lejanamente implicadas, y las respuestas se agrupan en tres bandas -alta, media, baja-, de las cuales la media suele incluir a alrededor del 40%. Este es un caso en el que resulta clave la decisión sobre cómo considerar ese grupo: si más cerca del positivo o del negativo. No tengo muchas razones para elegir una de las dos alternativas, de modo que compararé solamente los extremos. La Justicia -incluida la Corte Suprema- y el Congreso son las más importantes para el caso, pues de ellas depende el balance de poderes republicano, tan cuestionado en el caso de los liderazgos plebiscitarios. La reconstrucción democrática de 1983 se asentó en su respeto y credibilidad. Treinta años después los resultados son magros: cada una de ellas inspira confianza solo a una cuarta parte, y otra cuarta parte tiene una confianza baja. Dada su centralidad, es el dato más preocupante. En el caso del Congreso, alrededor de una mitad declara interesarse por lo que allí se trata, y otra mitad dice interesarse poco o nada. Esta relación ha mejorado entre 2004 y 2014 en favor del interés, lo que me parece depender de los fuertes debates generados por el impulso dado por el Ejecutivo a la aprobación de leyes que consideró trascendentes. No creo que interesaran tanto los debates parlamentarios, sobre todo porque el 75% coincide en que los congresistas no están preocupados por el interés de la gente. En el caso del Poder Judicial, entre un 50 y un 60% descree de la independencia de los jueces, incluidos los de la Corte Suprema, lo que explica la baja confianza que inspiran. La cuestión es muy grave para la legitimidad de la justicia. En el orden de responsabilidades, vienen luego los partidos políticos, cuya debida importancia en una democracia ha sido subrayada y reforzada en la Constitución de 1994. La reconstrucción democrática de 1983 los tuvo como protagonistas principales, pero desde 1989 su papel decreció, al tiempo que aumentó el descontento global con la “clase política”, que llegó a su extremo en 2001. El gobierno kirchnerista los ignoró, y de hecho, con excepción de la UCR, la vida política transcurre por otros carriles, con nombres más laxos, como “espacios”. El resultado es que un 50% de los opinantes tiene una baja confianza y solo un 12% apuesta por ellos. La referencia anterior acerca de los parlamentarios es pertinente: una gran mayoría le achaca a los partidos los vicios tradicionales de una clase política distanciada de la gente. Es el sector menos apreciado de la encuesta, incluso por debajo de la policía. Los sindicatos suscitan una confianza también baja, aunque probablemente por razones distintas de los partidos. En un nivel intermedio de la confianza están las organizaciones sociales, los 17 diarios y la Iglesia, con una opinión positiva significativa, del orden del 40% y una baja opinión negativa. Cada uno en su esfera, han actuado como controles del Poder Ejecutivo o como sustitutos de un Estado con pocas capacidades. Lo más elocuente está en el nivel superior de la confianza, que un 70% otorga a las universidades y a los maestros. Creo que no hay que tomarlo literalmente -quienes conocen de cerca esos dos ámbitos tienen opiniones menos optimistas sobre sus calidades- sino como expresión del desencanto generalizado por las instituciones que regularmente deberían operar como contrapesos del poder. Finalmente, está el caso del presidente. Aquí las opiniones se dividen exactamente por tercios entre los que tienen alta, media y baja confianza, por lo que es imposible hacer un balance. Ensayemos una lectura a la luz de la fuerte tradición presidencialista de nuestro país, y de manera más inmediata, de la última experiencia kirchnerista, que ha llevado el presidencialismo a su extremo. Dos tercios confían en la presidencia, en lo que fue o en lo que podría ser. Una respuesta compatible con las opiniones acerca del liderazgo político. Sobre su desempeño reciente, es indicativa la opinión acerca de la concesión de poderes especiales por parte del Congreso, que ha sido clave en el crecimiento del decisionismo presidencial desde la época de Menem: algo más de la cuarta parte se manifiesta de acuerdo -una cifra congruente con el respaldo de lo que hemos llamado kirchnerismo duro- mientras que algo más de la mitad está en desacuerdo. Con respecto a la forma en que el Ejecutivo los ha utilizado, el apoyo vuelve a rondar la cuarta parte y el rechazo, que ha crecido desde 2004, se acerca al 60%. Un dato significativo -dado la trascendencia de la cuestión, esencial en el rumbo decisionista tomado por la presidencia- es que en 2014 una quinta parte declara no conocer suficientemente el problema. Algunas consideraciones a modo de síntesis. La tradición política en la Argentina contemporánea ha girado en torno de un liderazgo político fuerte y en tensión con instituciones más débiles, que no constituyen contrapesos evidentes. Esto se traduce en una naturalización de esta forma de ejercer el poder, quizá no deseada pero difícil de evitar. A lo largo de un siglo, solo dos presidentes escapan a esta norma: Marcelo de Alvear y Raúl Alfonsín. Lo de “quizá no deseadas” refiere al apoyo que reciben algunas ideas generales como la valoración de la Constitución y la preferencia por liderazgos menos fuertes pero encuadrados en la ley. Estas afirmaciones contrastan con los comportamientos electorales: importantes mayorías respaldaron a Menem y a Cristina Kirchner, cuya popularidad se mantuvo elevada hasta el final. Tengo la impresión de que quienes apoyan esas 18 opiniones se ubican en el plano del deber ser o del wishful thinking, pero cuando deben confrontarlas con los desarrollos más concretos -como evaluar el grado de respeto a las instituciones de control o a la ley- revelan un escepticismo radical y hasta una escasa convicción personal. Cabe relacionar las respuestas de los encuestados con la conocida tensión política en el momento en que se realizó la encuesta. Es probable haya influido en el crecimiento de una opinión favorable a las instituciones, que parece advertirse en algunas respuestas. Es posible que ese giro, que hoy parece haberse extendido más allá de quienes votaron la candidatura opositora, pueda ser la base de sustentación de un nuevo liderazgo. El presidente Macri ha elegido un camino no autoritario ni personalista. Parece plausible suponer que existe la base para ese tipo de liderazgo democrático, y que el futuro depende de la capacidad del gobierno para construirlo para construirlo.