CONTENIDO
Capitulo 1: Corazón de caballero
Capitulo 2: Las ligas mayores
Capitulo 3: El puño del campeón
Capitulo 4: Expediente borrado
Capitulo 5: Escuadrón de únicos
Capitulo 6: Determinado, decidido, entusiasmado
Capitulo 7: Esa extraña raza de visionarios
Capitulo 8: Hombres de negro
Capitulo 9: El divino Showman
Capitulo 10: La asombrosa historia de los Cohen
Epilogo: El disidente
Corazón de caballero
«Muchacho, Dios nunca usará a una persona como usted».
El hombre estaba enojado, y su dedo huesudo me señalaba sin piedad. La frase fue lapidaria, incisiva, categórica. Su
acento alemán estaba más acentuado que nunca, tal vez
porque el nerviosismo escarbó en sus raíces más profundas.
Ese pastor estaba enfadado, pero su sentencia hipotecaría
mi futuro por mucho tiempo. Una frase así, solo hace que un
muchacho de quince años crea que definitivamente es un
fracaso.
En esencia, este es un libro de códigos secretos, de esas
cosas que siempre quisiste preguntar y, como no te animabas, terminabas creyendo que eras el único con ese síndrome oculto.
¿Quieres sentir lo que pasa por el corazón de un jo-ven
acomplejado?, acompáñame y observa a este servidor, con
unos frágiles quince años de edad. Lo que acaba de decir
este patriarca alemán tiene algo de cierto:
no aplicaba para jugar en el gran equipo de Dios.
Desde I t s doce años tuve un gran problema de alimentación, mezclado con el inevitable crecimiento de la adolescencia. Podía consumir un cóctel de vitaminas, pero nada podía
hacer que engordara una mísera libra. Mis piernas parecían,
literalmente, las de un tero o un avestruz, las rodillas eran
unas tapas que sobresalían deformemente por sobre el pantalón. Una nariz prominente y ojos saltones, terminaban de
completar el menú para transformarme en alguien totalmente introvertido con un mundo interior en caos. No tengas en poco lo que trato de detallarte, solo los que han estado en esa estación de la vida, pueden recordarlo con una
amarga sonrisa.
Esas horripilantes gafas que te transformaban en un sabelotodo poco popular y detestable. Esa barriga que sobresalía por sobre el cinturón, aunque tratabas de ocultarla parándote derecho y levantando el mentón. Esos dientes irregulares y amarillos (sé que es desagradable, pero ayúdame a
hacer memoria), los zapatos especiales para pies planos. Las
enormes orejas que no podías aplastar ni ocultar con el pelo. Los endemoniados frenillos en la dentadura, esa estúpida
tartamudez cuando ibas a hablar en público, la voz aflautada
y esos granos, oh, esos intrusos terroristas que se habían
propuesto arruinar tu cara y el resto de tu reputación. ¿Has
estado allí?, si reconoces ese amargo lugar de la desubicación y la estima destrozada, seguramente aún sonríes con
cierto aire a dolor y nostalgia.
Todavía recuerdo mi apodo en el nivel secundario, me
molestaba, me marcaba a fuego cada vez que lo pronunciaban. Mi estructura física era tan endeble, tan frágil, que me
bautizaron «Muerto».
A la hora de elegir los equipos para un enfrentamiento
deportivo nadie quería al «Muerto» entre sus filas. —Ni
siquiera sabe correr.
—No es que no sabe, no puede... ya se murió, está pálido, no tiene color.
A la hora de los chistes, un gordito con la estima hecha
añicos, y el «Muerto» éramos el blanco perfecto para las
bromas pesadas.
Pero lo peor llegaba con el verano, tres largos y febriles
meses de tortura. Tenía que ingeniármelas para no usar pantalones cortos. Estos acentuaban mucho más mis piernas pálidas y raquíticas. A un acomplejado jamás le importa si hace demasiado calor, las mangas largas eran el refugio de
unos brazos esqueléticos. La abundante vestimenta siempre
parece protegerte de las ácidas bromas o las miradas indiscretas del prójimo.
Si a eso le sumas la patética frase de un pastor que, dominado por la ira, te apunta con su índice y te recuerda que
estás fuera del equipo de Dios, entonces ya no vives,
sobrevives.
Si a los quince años, todo el mundo que conoces, opina
que estás «muerto», no tienes un futuro alentador.
Afortunadamente, la historia dice que mucha gente
«muerta» decidió cambiar su destino.
Tu escudo de nobleza
—Algún día seré un caballero del rey —dice el niño rubio,
mientras observa un desfile militar.
—¡Ja, ja, ja! ¿Un caballero? ¡El hijo de un techador quiere
ser un caballero! —se burla un vecino algo viejo y moles-to
por los sueños de un niño demasiado ambicioso—, sería más
fácil cambiar las estrellas, antes que seas un caballero.
El niño siente la daga del sentido común que lo atraviesa. La
lógica dice que él no tiene sangre de nobleza, ya lo dijo el vecino: Es el hijo de un techador, apenas un reparador de goteras.
Sin embargo tiene una esperanza, débil, pero esperanza
al fin. Es el boxeador que perdió en cada asalto, pero se juega uno más. Es el corredor que se dobla el tobillo faltando
cincuenta metros para la meta, pero se reincorpora otra vez.
—¿Podré algún día cambiar las estrellas? —pregunta a su
padre.
—Siempre que quieras, podrás cambiar tu estrella —responde el sabio techador.
El film se titula «Corazón de caballero» y narra la historia
de alguien que logró cambiar su destino, trastrocó la lógica,
se peleó con el sentido común. Debió ser techador, pero prefirió anhelar ser caballero. Se enroló en los combates como si
fuese un noble, logró tantas victorias, que para cuando
descubren que no tiene sangre de nobleza, ya es demasiado
popular, demasiado campeón. Y un rey le otorga el verdadero título al mérito. Un corazón de león que cambia su futuro
aunque esté «muerto».
Puedes cambiar tu estrella.
—Ustedes pueden impedir que yo sea médico —les dice
Patch Adams a toda una comisión de importantes docto-res—,
pueden despedirme de la facultad de medicina. Pueden
negarme el diploma. Pero yo seré médico en mi corazón. No
pueden quebrar mi voluntad, no pueden detener a un
huracán. Siempre estaré abb. Ustedes deben elegir si de-sean
tener un colega... o una espina clavada en el pie.
Los médicos escuchaban aturdidos al aspirante, que en
pocos meses, con métodos poco ortodoxos como el humor, o
la contención afectiva de los pacientes, había logrado sanar a
mucha gente. Otra vez el mismo denominador: No eres noble,
eres techador. Pero no se puede quebrar al que está decidido
a cambiar su estrella, y Patch Adams, llegó a ser uno de los
especialistas más reconocidos del mundo,
fundando su propio centro asistencial, que luego se extendería a todo el planeta, con una terapia que revolucionaría al
doctorado mundial.
¿Quieres oír una historia aun más fascinante? ¿Qué opinas
acerca de sentarte en una cómoda butaca de cine y deleitarte con el largometraje que se perdieron de filmar los
mejores guionistas de Hollywood? Siéntate y observa.
El hombre espera en la quietud de la celda. Una molesta
gotera golpea sobre la áspera piedra. El calor es agobiante y
denso, pero a esta altura de las circunstancias, la temperatura es lo que menos importa. Las moscas lo invaden todo sin
piedad, pero no tiene sentido espantarlas; al fin y al cabo,
pueden llegar a ser la única compañía digna de apreciar. Los
demás presos observan al hombre con recelo. Acechan. Para
ser honesto, los últimos meses fueron pésimos para el callado prisionero. Sus hermanos lo odian con todo el alma y le
tendieron una trampa; una clásica rencilla familiar que terminó en tragedia, en viejos rencores arraigados.
El hombre es apenas la sombra de aquel muchacho que
solía lucir un impecable traje de marca italiana, con un delicado toque de perfume francés. Ahora viste harapos, una
suerte de taparrabo. Se comenta en la celda, que está marcado por la desgracia. Pudo haber sido libre, llegó a trabajar
como mayordomo para un importante magnate. Pero los comentarios afirman que quiso propasarse con la bellísima mujer del millonario. En su momento, negó la acusación, pero
«no pretenderá que creamos que fue ella quien lo acosó sexualmente», opinan.
«Si fuese como él dice, debió haberse acostado con ella»,
afirma un viejo recluso apodado «el griego», «una noche de
lujuria le habría otorgado su pasaporte a la libertad».
El misterioso hombre sigue recostado sobre una de las
paredes sucias de la prisión. Parece que supiera algo que los
demás ignoran. Como si tuviese un hábil abogado que
apelará su condena, o como si presintiese que la muerte está cerca y. le aliviará tanto dolor injusto. Sonríe en silencio,
sin alboroto. Técnicamente está muerto, sin esperanza. Pero
ya no siente el calor ni le molestan los grilletes. Es como si
pudiese ver tras los enmohecidos muros de la celda. Los demás presumen que está al borde de la locura. Pero el hombre espera como aquel que sabe que aún puede cambiar su
estrella. Toma la celda como parte del plan, como el último
escalón hacia el destino.
Las chirriantes puertas de acero se abren de golpe y dos
guardias entran en escena. Buscan al hombre. Unos de los
guardias tiene una voz gutural: «Faraón quiere verte, ha tenido un sueño y dicen que tú sabes revelarlos».
El prisionero no se sorprende. Sube los peldaños que lo
alejarán para siempre de la celda, en silencio.
Reclusos, observen la espalda de este hombre, contémplenlo mientras se aleja. Si tienen la fortuna de estar
vivos, la próxima vez que lo vean, lo encontrarán con vestimenta de rey, lucirá como Faraón. El magnate maldecirá
haberlo despedido. La mujer confesará que lo acusó por
despecho, injustamente. Y su familia se arrojará ante él,
para implorarle misericordia. Los presos lo convertirán en
leyenda.
«Yo lo conocí cuando era un don nadie, y se sabía que iba
a llegar lejos, siempre lo supe», alardeará y mentirá «el
griego».
José gobernará la nación, ocupará el sillón presidencial y
administrará los graneros de Egipto. Aprenderá a ganar, experimentará el sabor de la victoria.
Puedes cambiar tu estrella.
Solo necesitas seguir entero por dentro, con espíritu inquebrantable. Con corazón de león. Y tomar desprevenidos a
los fotógrafos que solo se dedican a observar las primeras
figuras. Los comentaristas y las comisiones de ética opinarán
que no se explican de dónde pudiste haber salido, no tienes
trayectoria, estabas muerto. Ellos esperan que se incendie
un ciprés, pero arde la zarza. La lógica sostiene que mueras
como un pescador de un remoto Capernaúm, pero sanas
enfermos con la sombra. Colocan las cámaras y los móviles
de televisión para hacer una gran transmisión satelital desde
el palacio, pero el rey decide nacer en un establo.
«Ustedes pueden negarme un diploma del seminario bíblico. Pueden impedir que sea un predicador con credenciales, pero seré predicador en el corazón. No pueden quebrar
mi voluntad, no pueden detener a un huracán. Siempre estaré allí. Ustedes deben elegir, si desean un predicador colega... o una espina clavada en el pie».
Estoy seguro de que los compañeros de secundaria que
me apodaron y se burlaban de mi raquítica humanidad, no
relacionan a aquel «Muerto» con el hombre de hoy. De hecho, uno de ellos, ya con treinta años de edad, conoció a
Cristo en una de mis cruzadas multitudinarias en el estadio
River Plate y jamás sospechó que él fue el compañero de
banco del predicador de esa noche.
«Conocí a un Gebel en la secundaria», le confesó a su esposa esa misma noche, «se llamaba igual que Dante Gebel,
el pastor de los jóvenes, pero aquel era un idiota».
No lo culpes. Cuando no eres popular y te destrozaron la
estima, solo se te recuerda al repasar un viejo anuario, en
una foto amarillenta. El infeliz del penúltimo banco.
Dos semanas después de aquella cruzada, cuando se dio
cuenta de que aquel idiota era el mismo que había predicado ante sesenta mil jóvenes y le presentó a Cristo, se sintió
como uno de los hermanos de José.
Ahora, detente un momento.
Tal vez no me expresé bien: no te pedí un poco de atención, quiero toda tu atención.
Obsérvame con cuidado.
Techador.
Esclavo.
Acomplejado.
Preso en la oscura celda del complejo.
Sentenciado por el dedo huesudo de un líder sin piedad.
Quiero que entiendas lo que voy a decirte. Cierra tu puño
con fuerza-porque vas a cambiar tu herencia. Aún me recuerdas a mí cuando tenía quince años; no dije que cerraras
un poco la mano, dije: Cierra tu puño con fuerza hasta que
casi sientas que puedes clavarte las uñas en la palma. Tengas
quince años... o cincuenta.
Nunca olvides estas palabras: tienes corazón de caballero,
posees la llama sagrada. La espada del Gran Rey se posa
sobre tu hombro derecho y ha de cambiar tu futuro para
siempre.
Ahora, escuchadas palabras del Rey.
Una por una.
Mastícalas, digiérelas.
Memorízalas para siempre.
Transfórmalas en tu lema, tu escudo de nobleza:
Puedes cambiar tu estrella.
Las ligas mayores
Ha sido un ladrón de toda la vida.
Cualquier mafioso tiene códigos, gente a la cual nunca
debiera robarles. Pero él los desconoce por completo. A los
siete años visitó el primer correccional de menores y más
tarde recorrería todos los de su ciudad. Alguien, conocedor de
la mala gente, vaticinó que ese pequeño nunca llegaría a ser
una persona decente, y no se equivocó. Tal vez existan
mortales que ya nacen con una mala marca, una especie de
karma, algo que los predispone antes de la vida adulta. Este,
damas y caballeros, es el típico caso.
Sin padres reconocidos y mucho menos alguien que hubiese
considerado adoptarlo. Se comenta por el barrio natal, que
carga con diez muertes en su haber. Otros opinan que muchas
más. Todos lo saben, pero nunca se pudo probar nada.
Cuentan que al llegar a los treinta y pico, entró en la mafia
grande, la de los amigos importantes, las influencias del
poder. Y tal vez por eso, nunca se le comprobó ningún
LAS LI GAS MAYORES
delito. Todos saben que es ladrón, cualquier hijo de vecino
no desconoce al mafioso que la propia ciudad engendró.
Desde e l 'alcalde hasta el juez, conocen que maneja negocios turbios. Droga, mercancía robada, trata de blancas.
Pero es su vinculación con el poder lo que le ha dado tan-ta
impunidad. Se ríe de los jueces y juega su turbulenta vi-da
ante la mirada absorta de los inocentes.
Pero el poder cambió. Tal vez alguna treta política le jugó
una mala pasada, o quizá un juez escrupuloso no permitió
que alguien le pusiera precio a su deber. Y desde hace un
año, está privado de la libertad. El periódico lo festejó colocando la noticia en la primera plana de la edición dominical.
Los ciudadanos respiraron cierto aire de justicia, tardía, pero
justicia al fin. Los políticos utilizaron el encierro del mafioso
para su campaña. Algún poderoso influyente hizo extensas
declaraciones en la televisión local, acerca de «cómo actúa
la justicia de nuestro país».
Si hubiese un hipotético y mínimo chance de que algún
preso fuese liberado, este no es el caso. No debe existir un
solo ciudadano de bien que no se alegre por el justo encierro
del oscuro personaje. Los que tenían miedo, declararon. Y
un hábil fiscal pudo probar cada delito. Y dicen también, que
ningún abogado pudo defender lo indefendible. Lo sentenciaron a cadena perpetua.
Pero todo eso fue hace un año. Los primeros doce largos
meses del resto de su vida en prisión. Hoy es un día festivo
en la ciudad, y la costumbre es darle un «regalo». Un premio
irónico. En el día de la fiesta, la gente puede votar para que
el gobierno suelte a un preso, tal vez para darle una nueva
oportunidad.
El nefasto hombre no aspira ni a soñar conque pueda
contar con ese deseo. La gente 10 odia demasiado. La prensa se le tiraría encima al gobierno como leones hambrientos.
No. No existe la posibilidad de pensar en la libertad... a
menos que... existiese alguien a quien la gente odie mucho
más que a él. Un violador de niñas, tal vez. O un ladrón con
menos códigos que él mismo. Un caníbal, una bestia que m at e ancianas, un Hitler, algún azote venido del mismísimo infierno. Si hubiese tal persona, por una logística comparación, el
mafioso podría garlarse el olvido de su condena y aspirar otra
vez la calle. Pero no vale la pena la ilusión, no existe alguien
peor que él mismo, y lo sabe.
De pronto, alguien interrumpe su delirio, es un guardia. Seguramente lo llevará al «agujero» de castigo o lo golpeará hasta desangrarlo, al fin y al cabo, es lo que le ha sucedido durante todo este infernal año. Pero el guardia no parece disgustado.
Ya no entiendo a este país —comenta el hombre de seguridad—, el maldito pueblo ha votado por hacerte un pájaro li
bre y encerrar a otro en tu lugar.
El afamado ladrón no da crédito a lo que acaba de oír: el
pueblo ha votado para liberarlo. Algo no está bien, o el país
enloqueció o quizá apareció alguien que despierte más odio
popular que él mismo.
Otros dos guardias le entregan su ropa de civil. Un escribano constata su firma en el libro de salidas de la penitenciaría. Es
demasiado milagroso, demasiado irreal para una sola tarde. Es
un contrasentido. El hombre condenado a cadena perpetua será
liberado gracias al mismo pueblo que lo encerró.
Afuera le aguardan los periodistas, las cámaras, los grabadores, los reporteros que se apretujan por la primicia. El ladrón gana la calle y los micrófonos lo apuntan. Quieren saber
su reacción, necesitan al menos una palabra suya. Alguna
declaración.
El mafioso solo pregunta. Debería responder, pero quiere
saber. Pregunta quién es el monstruo que será condenado en
su lugar. Quiere, por lo menos, saber el nombre de la bestia
que lo suplantó en las elecciones de la muerte.
«Jesús de Nazaret», responde una cronista del canal de
LAS
noticias, «la gente te prefirió a ti, antes que al tal Jesús». El
hombre no entiende mucho, y se abre paso entre la turba.
Tiene demasiadas cosas que preguntar, muchos interrogantes sin respuesta. Tiene libertad pero, por alguna curiosa
razón, no la disfruta, no la comprende.
El tal Jesús tiene que ser demasiado importante para ocupar su lugar o muy loco para ganarse el odio de toda la ciudad. O tiene pocas influencias en el poder o, quien sabe, tal
vez se trate de alguien que haga historia.
El hombre se detiene en el medio de la nada y solo tiene
un deseo. Uño tan fuerte como lo fue el de la libertad. El
mafioso quiere conocer quién lo reemplazó. Quiere saber
quién cargó con tanto odio, quiere saber quién le regaló, indirectamente, la libertad y una segunda oportunidad. Casualmente, en los próximos dos mil años, todos se harán la
misma pregunta. Todos lo querrán conocer. Millones, en todo el mundo, se preguntarán por qué el tal Jesús se dedica a
cargar con odios ajenos. Por qué reemplaza a delincuentes.
Es la incógnita divina, él es verdadero amor, el inexplicable
estilo Dios. Todos querrán preguntarle a Jesús «por qué».
Por ahora, el primer hombre de la historia en preguntar-lo
es un mafioso que acaba de ser libre injustamente, como si
una mano divina hubiese intervenido...
De espect ador a t it ular
Estoy seguro de que pensabas que no tenias nada en común con Barrabás, hasta que lo ves de esta manera: tú solo
eras un simple espectador de logros ajenos. No juegas el
partido, solo compras el boleto para verlo cómodamente
desde las gradas.
«La Copa de Oro es solo un placer reservado para los ganadores», piensas.
LIGAS MAYORES
No te inclinas para agradecer los vítores de la multitud, tú
estás entre los que aplauden. No te sacan fotografías, tú
compras el periódico de las noticias para ver cómo luce el
equipo campeón.
No te piden declaraciones, jamás te harán un reportaje ni
firmarás autógrafos. Eres parte de la masa que observa. A lo
sumo, gritas los goles o te dedicas a opinar.
—No me gusta el entrenador.
—Los asientos no son tan cómodos y hace frío.
—El juez del partido tomó una decisión que me desagrada.
— No debió expulsar a ese jugador.
—Debió haber expulsado a aquel.
— El campeonato es demasiado largo, no me agrada esta manera de jugar.
--Recientemente leí un libro acerca del fútbol y creo que
ahora sé más que el director técnico.
—Casi podría jugar. Desde niño mis padres me han traído
a ver los partidos.
Pero en el fondo, sabes que no hay posibilidad de que estés en el equipo. Aun si eligieran a un integrante del público
al azar, solo habría una remota posibilidad entre cien mil o
más.
Entonces te convences de que solo naciste para mirar y
opinar. Para oír grandes sermones ajenos y deleitarte con los
testimonios de modelos terminados. No estás en la reserva.
Ni siquiera eres una segunda opción. Solo vas a dedicar tu
vida a mirar los partidos y aplaudir al campeón.
Es entonces cuando sucede.
Un campeonato mundial. Compras tu boleto y te ubicas en
una posición donde puedas observar todo el estadio. El
equipo sale al césped central. Va a ser un gran juego, televisado a todo el planeta. Los flashes fotográficos transforman el
lugar en una tormenta eléctrica virtual. Y entonces, el direct or técnico se da media vuelta y busca entre la multitud.
LAS LI GAS MAYORES
Hay cien mil almas que colman el monumental estadio. El
entrenador habla al oído de su jugador central, la figura del
equipo, la estrella, el número diez. Y el jugador comienza a
subir las gradas, apretujado por la multitud que lo aclama.
Aún no comprendes lo que sucede. El gentío abuchea al
entrenador por retrasar el inicio del partido, mientras que la
figura central del juego sigue escalando las gradas laterales.
Se está acercando a ti, te busca con la mirada.
«No existe la más remota posibilidad de que esto esté
ocurriendo», piensas, «debe ser una broma pesada, una cá-
mara oculta para el programa de los sábados».
Ahora, el genio del fútbol, el multimillonario jugador, el
astro de la noche está frente a ti, completamente agotado.
—El entrenador quiere que yo te reemplace —dice.
— Q u e me qué?
—Que te reemplace, que ocupe tu lugar.
—Debes estar equivocado, yo solo soy un espectador, sol o vine a mirar —explicas.
—Por favor, no retrases el juego. Me sentaré a observar;
tienes que bajar a jugar.
—Pero... es que yo no... bueno, tú eres... yo solo vine a...
Ahora sí la multitud está enojada. Cien mil espectadores
observan la charla desde todos los ángulos del estadio. El
abucheo es ensordecedor. El director técnico sigue en el centro del césped, esperando tu decisión.
—Por favor, baja al césped. Estás en el equipo. Es un cambio estratégico del técnico. No retrases el campeonato —d i ce el mejor jugador del mundo, mientras se sienta en tu grada y te da su camiseta.
¿Te parece una historia irracional? Entrevístate con Barrabás
y pregúntale qué sintió cuando el Campeón ocupó su lugar. No
sabemos qué pasó luego con el afamado ladrón ni tampoco si
alguna vez jugó en el gran equipo. Pero estoy seguro de lo que
sintió cuando fue reemplazado. Nunca olvidas ese día.
Puedes olvidarte del lugar donde Dios te puso, pero jamás olvidas de dónde te sacó.
ERES UN LADRÓN. No PUEDES INGRESAR A ESTE CENTRO COMERCIAL. LO
QUE HICISTE FUE DESASTROSO.
No, no están hablando de Barrabás, corre el año 1990 y
están señalándome a mí.
Fui el gerente de ventas más joven de la empresa, pero algo se interpuso en el camino. Yo estaba absolutamente seguro de que jamás podría servir a Dios. Me faltaba carácter,
una estima saludable y carecía de determinación. Así que me
dediqué a ser vendedor.
Me esforzaba por ser el mejor, pero era un caos como administrador. Tan pronto estuve a cargo de mi propio negocio,
supe que aún no estaba capacitado para liderar gente ni para
administrar dinero. Una noche, los gerentes generales hacen
un inventario y descubren que falta mucho dinero en
mercadería. Gritos. Amenazas. Acusaciones entre los empleados y telegramas de despido para todos, incluido yo.
Hasta me restringieron la entrada al centro comercial donde
trabajaba, era un «individuo peligroso», un ladrón.
Es ahí cuando te convences de que solo puedes ser un espectador de las cosas de Dios. Si ni siquiera calificaste para
ser un simple vendedor, olvídate de soñar con lo santo.
Compras tu boleto y te sientas a mirar el partido. Lees libros y
te alimentas de las experiencias de otros. El que alguien
ponga la mirada en ti, es una utopía, una fábula.
Pero el Entrenador decide reemplazarte. Y te invita a integrar el equipo. Eras del montón, ahora eres único. Te llamaban multitud, ahora tienes apellido. Eras gris, ahora vistes la camiseta oficial del campeonato. Ya no llevas binoculares, ahora lo vives de cerca. Ya no sacas fotografías ni pides autógrafos, ahora te dedicas a ganar copas y medallas
de oro.
¿Recuerdas las palabras del entrenador cuando te invitó
a integrarte a las grandes ligas?, si aún no te ha llamado,
cuando ocurra, graba sus palabras. Todavía recuerdo lo que
me dijo, jamás lo olvidas. Fue en San Nicolás, una bella ciudad casi remota de la enorme provincia de Buenos Aires.
ya no te puedes volver atrás. Te he escogido para
que prediques a miles de mis pequeños. "Pastor de los Jóvenes" te dirán, "evangelista del nuevo siglo". Todos tus sueños te
seguirán y se cumplirán, uno a uno. El día que pares de visionar, dejarás de crecer. Creas o no, yo te di el ministerio. Irás
a las naciones sin descanso, saldrás y volverás a entrar».
«Dante,
Cuando alguien te recuerde que eres un ladrón, menciona las palabras del entrenador. Cuando alguien te muestre
una fotografía amarillenta de tus complejos, repite la frase
del director técnico. No importa si nunca jugaste o si estás
demasiado acostumbrado a ser espectador. Primero tienes
que convencerte de que puedes cambiar tu estrella; luego,
solo necesitas que te convoquen para jugar en las ligas mayores. El resto es entrenamiento, trabajo duro y acostumbrarse a ganar.
El puño del campeón
El le propone matrimonio en un arrebato de pasión y tal
vez verdadero amor. Alguien decide que finalmente se dedicará a su verdadera carrera y vocación: la medicina. Ella deja sus distracciones e ingresa al Seminario Bíblico con el propósito de prepararse para trabajar en algún remoto lugar del
mundo. Un adolescente toma la decisión de ser el mejor en
el fútbol y, a partir de ahora, trabajará muy duro para lograrlo. Ambos cónyuges finalmente concuerdan en que ella no
debe abortar, y tendrán a ese hijo. Todos tienen un denominador común: decisiones fundamentales que ahora parecen
sencillas, pero afectarán su propio futuro e, inconscientemente, el de los demás.
El primero dejará de ser un soltero sin preocuparse por el
pantalón que usará el sábado, para transformarse en el eje
de una familia. Otro salvará cientos de vidas en un hospital,
desde una sala de emergencias. La chica que una vez decidió
prepararse en el seminario, ahora predica en un rincón
EL PUÑO DEL CAMPEÓN
de Nueva Guinea. El otro es un reconocido futbolista y acaba
de firmar un contrato millonario para jugar en I talia. La
pareja que una vez decidió no abortar, hoy escucha a su hijo dar su discurso presidencial desde la Casa Blanca. Decisiones que causan un golpe cósmico en algún lugar. Decisiones
que afectarán generacionalmente a otros. Pequeñas decisiones que pasarán inadvertidas para cualquier escritor de
grandes acontecimientos pero que, con el correr del tiempo,
se transformarán en historia grande.
Conozco una de esas historias, que habla de esas sencillas
y trascendentales decisiones.
Era una fría mañana de mayo y el hombre pasaba el cumpleaños más triste de toda su existencia. Cumplía sus primeras cinco décadas de vida y el saldo no era favorable. Su esposa había enfermado hacía unos cuantos años. No importaba cuántos, fueron eternos. El hombre, carpintero de oficio, había visto cómo gradualmente el cáncer se llevaba lentamente a la compañera de casi toda una vida. Era una enfermedad humillante. ¿Cuándo fue la última vez que este
hombre de manos rústicas había dormido toda la noche? Casi
no lo recordaba. Todo se había transformado en gris desde
que el maldito cáncer llegó a casa. Su esposa no tenía el
menor parecido con la foto del viejo .retrato matrimonial que
colgaba sobre una de las paredes del dormitorio. Ahora solo
era un rostro cadavérico, níveo, sin color y por debajo del
peso normal de cualquier mortal.
«Usted es una señora adulta», había dicho el médico,
«váyase a casa y... espere».
El hombre, temperamental y de manos rudas, sabía lo que
había que esperar. Lo inevitable. Aquello que le arrebataría a
su esposa y madre de sus cuatro hijos. Sin piedad, sin
otorgarle unos años más de gracia. El putrefacto aliento de la
muerte parecía llenar la atmósfera con el pasar de los días. La
bebida era como una anestesia para el viejo carpintero.
Por lo menos, por unas horas no estaba obligado a pensar.
Por el tiempo que durara la borrachera, tendría un intervalo
en medio de una vida que no le daba tregua. Había cualquier tipo de alcohol diseminado por toda la casa; en los armarios, la nevera, el garaje, el galpón y hasta una botella en
el aserrín de un viejo y enmohecido barril. Este era su cumpleaños. El hombre festejaba un año más de vida y un año
menos junto a su esposa.
El gemido de su esposa lo despertó del letargo.
«Recuerda», dijo suavemente la mujer, «que hoy estamos
invitados a ir a esa iglesia».
El hombre hizo un gesto de disgusto. Había sido luterano
desde su niñez y hacía años que no pisaba una iglesia.
Apenas recordaba algunas canciones religiosas en idioma
alemán que se entonaban en su pueblo natal. Pero el pedido
de su mujer no era una opción, era un ruego desespera-do.
Tal vez el último deseo de quien lucha cuerpo a cuerpo con
el tumor que se empecinó en invadirlo todo. Un último
intento por acercarse a Dios antes de partir para siempre. El
carpintero de las manos rudas y aliento alcoholizado, asintió
con la cabeza. La iglesia no quedaba muy cerca, pero
cuando el cáncer se instala en un hogar, a nadie le importa
el tiempo y las distancias. Ya nadie duerme en la casa del
carpintero.
Esa noche, la del cumpleaños, el matrimonio llegó con sus
dos hijos menores a la remota iglesia de una ciudad llamada
Del Viso, en el inmenso Buenos Aires. Los que lo vie-ron,
dicen que él se apoyó en la pared del fondo y oyó el
sermón.
«Linda manera de festejar el cumpleaños», habrá pensado
en tono irónico.
Pero continuó allí con cierto respeto, viendo como su esposa lloraba frente al altar. Casi ni oyó el mensaje, pero presintió que debía acompañar a su mujer y, lentamente, el
EL PUÑO DEL CAMPEÓN
hombre que escondía botellas de alcohol en el
aserrín, pasó al frente., MLos dos tomaron una decisión.
Aceptaron a Cristo como su único y suficiente Salvador. Una
sencilla decisión que no pareció demasiado histórica, y estoy
seguro de que muy pocos esa noche se percataron del
carpintero y su enferma esposa. Pero a ellos les cambió la
vida para siempre.
Ella observó cómo el cáncer retrocedía poco a poco has-ta
transformarse milagrosamente solo en un mal recuerdo. El
hombre se deshizo de todas las botellas de alcohol y ja-más
volvió a tomar. Lb que comenzó como un mal día ter-minó
con una decisión que afectó el futuro para siempre.
El viejo carpintero se dirigió a su galpón y levantó su puño al cielo. Ahora está decidido a tomar una determinación
radical y categórica. Ese no es cualquier puño levantado en
un desvencijado galpón, es el puño del campeón. Nunca
más volverá a beber. Jamás dejará a Dios. Es una promesa.
Una decisión.
Ocurrió un primero de mayo del año 1975. El carpintero
de las manos rudas jamás se hubiese imaginado que debido a
aquella determinación, no solo afectaría a su familia, sino a
miles de personas en todo el mundo. Su hijo menor, que por
aquel tiempo tenía apenas siete años, hoy predica a cientos
de jóvenes en casi todo el planeta y, entre otras cosas,
escribe este libro.
Un últ imo asalt o
¿Recuerdas al muchachito que tenía corazón de caballero?, siempre puedes cambiar tu estrella, pero necesitas determinación. El Señor puede llamarte a jugar en las grandes
ligas, pero si no tomas decisiones, tu vida ha de estar marcada por la mediocridad. Él puede insistir en que seas campeón, pero no te obligará.
El glamour de la visión termina en el momento en que
tienes que firmar un contrato. No puedes darte el lujo de
quedarte a vivir frente a la zarza que no se consume. A lo
largo del ministerio, me he encontrado con muchísima gente
que tiene visiones, se embriagan con grandes sueños, pero
les falta determinación y nunca logran vivir lo que visionaron.
Sé lo que estás pensando: «Bueno, si estuviera seguro de
que Dios me habló o me envió a hacer tal cosa, no dudaría ni
un segundo en hacer lo que me pide».
Yo pensaba lo mismo, hasta que tuve que estampar mi
firma en contratos millonarios. A los veinticuatro años de
edad, alquilé el primer gran estadio para una cruzada.
Aunque solo era una visión, era divertido, adrenalínico. Pero
cuando el dueño del estadio me miraba como a un insecto y
decía: «¿Está consciente de que el alquiler del estadio cuesta
sesenta mil dólares por una sola noche de cruzada y debe
abonarlo por adelantado?», es exacta-mente ahí cuando
quieres huir del planeta, por razones de sentido común. No
tienes dinero, no te conocen, no posees respaldo financiero,
estás solo; pero necesitas tomar una determinación. Una
decisión que podría afectar a otros miles y tu único respaldo
es la zarza que viste en la intimidad.
Ponte un poco más cómodo, que quiero contarte algunos
secretos que pocas veces he expresado; me he prometido no
ocultarte nada.
Durante el año 1998, nuestro ministerio estuvo en serios tratos con el gobierno de la ciudad de Buenos Aires para realizar
una gran cruzada en la Plaza de la República, el sitio que es más
conocido por su obelisco. Hasta ese momento, nunca se había
hecho una concentración cristiana masiva en el centro de la ciudad. Estábamos seguros de que Dios nos había dado la orden,
pero aún no teníamos el permiso oficial de la ciudad.
E L PUÑO D E L CAMPEÓN
Por aquel entonces, teníamos un programa de televisión
que se emitía todos los sábados por el canal estatal; así que
empezamos a anunciar una gran cruzada, un megaevento
en el corazón de Buenos Aires, el popular obelisco. Hicimos
miles de afiches que diseminamos por todo el país y promovimos el evento en todas las emisoras radiales de la nación.
A los pocos días, estábamos sentados frente a uno de los
re-presentantes del jefe de gobierno de aquel entonces, el
Dr. Fernando de la Rúa.
—A ver si nos entendemos, G e b e l —me dijo mirándome
por sobre sus anteojos—, usted no puede promocionar un
evento multitudinario en el obelisco de la ciudad si antes no
le otorgamos el permiso, ¿está claro?
El hombre estaba molesto, se podía percibir en el ambiente. Su escritorio era inmenso, una enorme biblioteca atiborrada de libros de código penal le daban un marco frío,
impersonal. Fumaba un horripilante cigarro y, de vez en
cuando, arrojaba las cenizas en un cenicero rodeado de fotografías que lo retrataban junto a famosos funcionarios del
país.
—Esta ciudad tiene dueño —dijo con tono impertinente—
y usted, jovencito, no me puede hacer una concentración
aquí. No podemos permitir un caos en el tránsito, calles
cerradas e hipotéticos incidentes lamentables.
—Entiendo perfectamente lo que me dice —dije casi a
media voz— pero ya hicimos la publicidad en todo el interior
del país; no creo que podamos detener a cientos de jóvenes
que vendrán en ómnibus desde distintos puntos del país.
Hubiese querido explicarle que además Dios me lo había
dicho. Que estaba obedeciendo órdenes divinas, que había
tomado una decisión que no podía revocar, pero el funcionario era expeditivo y austero de palabras. Así que, opté por
esperar su respuesta. El hombre hizo un silencio eterno,
mientras aspiraba el humo del tabaco e intoxicaba sin pie-dad
la fría oficina. Entonces, eligió subestimarme.
—En el caso de que le otorgáramos el permiso oficial,
¿cuántos jóvenes cree que va a reunir en el obelisco? —Más
de ochenta mil —contesté sonriendo.
—No se desmoralice, pero el único que reunió a esa gen-te
aquí se llama Ricky M a r t i n y, que yo sepa, usted no canta.
Póngase en mi lugar, si le doy el aval para realizar ese evento, cierro las calles, dispongo a la Policía Federal, genero un
caos en la ciudad, y a usted lo vienen a escuchar su mamá y
su abuela, y yo pierdo mi puesto. ¿Me entiende, G e b e l ?
Ahora quiero que dejes simplemente de leer el libro y me
acompañes a esa oficina. I magina que estás sentado allí conmigo, intoxicándote con el humo y congelándote el alma. Este
hombre que nos mira por sobre sus gafas y entre el humo de
su cigarro, no está bromeando. No es tu líder de jóvenes
tratando de desalentarte con respecto a la reunión del sábado
próximo. No es tu esposa diciéndote que no cree tener tiempo
de prepararte la cena. Tampoco es un patrón que no puede
aumentarte el salario. Este hombre representa al gobierno y
todo lo que dice tiene razón desde la óptica del sentido
común. Si él no quiere, no hay permiso oficial. Si se enoja,
estaremos fuera de su oficina y fuera de carrera. Y ahora,
quiere que lo convenza de que compartimos la mis-ma
popularidad con R i c k y M a r t i n . Que llegarán más de ochenta
mil personas allí, simplemente porque a mi se me ocurre.
¿Ves? Sabía que me ibas a abandonar. Quieres levantar-te
respetuosamente de la silla, excusándote de que todo es-to
fue un error. Nos vamos rápido y todo olvidado, esto es una
locura. ¿En qué pensábamos cuando solicitamos esta
entrevista?
Pero si quieres ser campeón, debes tener corazón inquebrantable. Debes tener determinación. Cuesta un
horror, pero hay que intentarlo. No puedes volverte atrás
ahora.
En los juegos olímpicos que se llevaron a cabo en Seúl,
Corea, en la final de los cien metros «mariposa» de natación,
Mat t Biondi era el favorito. Al mirar a los dos nadadores que
venían en los carriles cerca del suyo y viéndose delante de
ellos, no dio la última brazada. Error terrible. Anthony Nesty, a
quien no veía, llegó antes y se llevó el oro.
Así que no puedes permitirte no dar la última brazada. Un
último esfuerzo, otro round.
—Mire, estoy consciente de que no soy una estrella pop —le
dije respetuosamente, luego de tornar a i r e - , pero si no me
otorga el permiso, en lugar de un evento, habrá una enorme
manifestación. No puedo reprimir a la gente, apenas faltan
veinticuatro días y, créame, cuando le digo que colmaremos la
ciudad.
No sé qué se le cruzó por la cabeza, pero el hombre son-rió
o al menos trató de hacerlo. Tal vez le parecí un demente o,
en algún rincón del alma, le caí bien. Volvió a aspirar su
cigarro durante una eternidad, se reclinó sobre su sillón verde y me dijo en tono irónico:
—Está bien. Esto es lo que haremos. Voy a hacer todo lo
posible para que el gobierno de la ciudad le otorgue el permiso, pero aun así, si usted logra convocar a veinte mil personas, solo veinte mil, yo le ofrezco una oficina y un escritorio en el gobierno.
Había sido una enorme victoria. Aun a pesar de que el
funcionario me subestimaba, sentía que Dios se traía algo
entre manos. En menos de diez días, teníamos el permiso
que tanto anhelábamos, ahora solo había que trabajar duro
para una enorme cruzada.
Dos días antes del evento, el 10 de diciembre, se levantaba un imponente escenario frente al obelisco de la ciudad.
Enormes pantallas gigantes a los lados, un despliegue
de sonido inimaginable se erguía en grandes torres sobre la
avenida principal, pero te equivocas, no era nuestro evento.
Estaban preparando «la fiesta del tango», organizada por la
secretaría de cultura, que dependía directamente de la presidencia de la nación. Una fiesta de tango, el género m usical más popular de Argentina, organizada para el mismo día,
a la misma hora y en el mismo lugar.
Llamé de inmediato a mi ocasional amigo funcionario.
—Tiene que haber un error —dije temblando—, usted me
dio el permiso oficial para realizar una cruzada de jóvenes en
el obelisco, pero me acabo de enterar de que para ese
mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar, habrá una
fiesta del tango.
—Así es. En realidad usted quedó en medio de una terna
política. Le dimos el permiso como gobierno independiente
de la ciudad, pero la fiesta del tango la respalda el propio
presidente. Lo siento.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer? ---le pregunté indignado—, ¡no puedo suspender todo dos días antes!
—En fin, eso lo decide usted. Si quiere arme su escenario
enfrente. ¿No dijo que juntaba más gente que Ricky Mart in?
vamos, Gebel, que gane el mejor.
Parecía una broma de mal gusto. Un pesado chiste fuera de
lugar. Dos escenarios enfrentados a solo veinte metros. El
mismo horario de inicio para ambos eventos, el mismo día. Dos
al-tares. El evangelio y el tango. David y Goliat. Los baales y
Elías.
Suena épico, pero aún recuerdo lo que sentíamos mi esposa y yo. Naúseas. Jaqueca. Mareo. Dolor de estómago. Y
preguntas, muchas preguntas. Queríamos hacer una cruzada, no una guerra.
«Mi consejo, es que no sigas con esto», me dijo un past or por teléfono, «yo no puedo permitir que los jóvenes de
mi iglesia vayan a . una concentración donde pueden desatarse incidentes. La fiesta del tango la organiza el propio
presidente de la república. En tu lugar, cambiaría el evento
para un futuro cercano».
Determinación bajo presión. Decisiones tan mortalmente
serias que afectan el futuro de miles. Sencillas decisiones que
generan un golpe cósmico espiritual.
En las olimpíadas de Sydney, el luchador americano Rulon
Gardner determinó que podía ganar al favorito, el ruso Alexandre Kareline, conocido como King Kong, que jarnás había
perdido una sola lucha en trece años. Y logró la medalla.
Mist y I mán, una nadadora desconocida, le arrebató el título a Sussie 0' Nelly en los doscientos metros. O'Neill tenía la
marca mundial en su especialidad, hasta qué alguien determinó que podía ganarle.
¿Recuerdas al viejo carpintero?, cada vez que veo a mi
papá no puedo olvidar el día en que cerró su puño y determinó no volver a beber nunca jamás, y ya lleva veintisiete
años desde aquella sabia decisión. Un campeón no puede
abandonar la carrera faltando cien metros.
En Munich, en 1972, en la carrera de los diez mil metros, el
sueco Lasse Viren rodó por el suelo. El resto de los competidores le quitaron cincuenta metros de ventaja, pero Las-se
se reincorporó. Él no fue hasta ahí para quedar octavo o
noveno, o pedir una segunda oportunidad. Así que no se recostó en la pista, siguió corriendo como nunca, y alcanzó a sus
rivales. Llegó primero a la meta y batió el récord mundial: 27
minutos y 38 segundos.
No puedes dejarte intimidar por el rival, aunque sea el
mismísimo presidente. Y si no me crees, cuando vayas al cielo,
pregúntale a Moisés. Dile que te cuente acerca del Faraón y su
corazón endurecido. I nterrógalo con respecto a la diferencia
entre lo que sintió frente a la zarza y más tarde frente al
feudal gobernador de Egipto.
Cuando recibes la visión, te sientes un héroe; pero cuando
estás cumpliendo la orden y bajo presión, llegas a pensar
que Dios se equivocó de hombre.
Al fin, el 12 de diciembre de 1998, a las nueve de la noche, comenzó la cruzada en el obelisco, y a esa misma hora,
la fiesta del tango. Ellos convocaron a seiscientas personas,
nosotros a cien mil. La prensa estaba conmovida. Uno de los
más importantes matutinos del país lo describió así: «La fiest a
tradicional del .tango se vio opacada por una megaconcentración cristiana donde se promovieron los valores y el
predicador pregonó la necesidad de que la Argentina se volviera a Dios».
Históricamente, cien mil jóvenes colmaron la avenida
principal de la ciudad y exaltaron a Jesucristo durante más
de cuatro horas. Fue una de las victorias del Señor más grandes de nuestro ministerio.
Aquel funcionario del gobierno que nos había subestimado y no paraba de fumar, me llamó una hora antes del evento y me dijo que el Dr. Fernando de la Rúa podía estar en
nuestro escenario. Cuando le recordé por teléfono que prometió darme un escritorio en el gobierno, solo dejó oír una
ahogada risa. Aun así lo recibimos cordialmente y oramos
por él y el entonces jefe de gobierno.
La fiesta del tango apenas duró una hora y abortaron el
acto. No teníamos nada contra ellos, solo que nosotros teníamos el permiso y ellos eran los virtuales intrusos.
Aunque aún no hayas reunido el dinero, no abandones. A
pesar de que la enfermedad avance, no te detengas. Aun
después de ese desengaño amoroso o luego de esa amarga
decepción, vuélvete a incorporar. No permitas que el rival te
subestime y se quede con tu título. Una última brazada puede hacer la diferencia entre la derrota y el oro. Puedes levantar el puño del campeón al cielo y tomar una decisión.
Una simple determinación siempre afectará a una mult i
tud. Y si aún te quedan dudas, pregúntale al viejo carpintero
Expedient e borrado
Su esposa se lo había dicho antes de salir de casa: «Ese
no iba a ser un buen día».
Era un extraño presentimiento que le rondaba por la cabeza hacía semanas. Su esposo convivía con el peligro y la
muerte era muy posible en la disipada vida de su amado;
cualquier día, podía ser el último que lo viera con vida. Pero
esta vez, era distinto.
Ella sentía un helado presagio, una nefasta premonición. Y
ahora, el llamado telefónico le quitó cualquier duda. —
¿Señora de López?
—Ella habla.
—Le hablo del departamento de justicia de la ciudad. Lamentamos comunicarle que su esposo, Héctor López, fue detenido esta mañana, mientras intentaba robar el Banco Central
EXPEDIENTE BORRADO
El hombre continúa sin pausa—. Usted sabe cómo operan las
leyesen nuestro país, por ser reincidente, no tiene derecho a
apelar ni a un juicio justo. Será condenado esta misma tarde.
La mujer deja caer el teléfono, un escalofrío la recorre entera, mientras que siente que sus pies ya no la sostienen.
«No debiste casarte con él, nunca fue un buen hombre»,
le había pronosticado su madre y hoy pagaba la factura por
una mala elección y el desoír el consejo materno. Pero que
fuera un delincuente, no disminuía el amor que sentía por
él. Hubiese preferido un abogado, un ingeniero o un albañil,
pero no tuvo esa fortuna. Su esposo es un ladrón y el
gobierno lo acababa de apresar.
No le habría asustado que estuviese privado de la libertad, ya había pasado por esa situación antes. Lo dramático
era que esta vez no habría misericordia del juez, y la sentencia era inapelable.
«Solicito todo el rigor de la ley, aplicando la pena de
muerte inmediata», habría pedido el fiscal a un tribunal con
sed de justicia. Es que ese no iba a ser un buen día, pensó
la mujer una y otra vez. No debió haberse levantado de la
cama.
Era una tarde gris, helada, con una llovizna que cortaba
la cara.
«Tal vez lo perdieron las malas compañías», reflexionó
mientras recorría la calle principal.
«Su socio en las andadas también fue sorprendido en el
lugar del hecho, y morirá junto a tu esposo», le susurró una
vecina a modo de desgraciado consuelo. De igual modo, ya
no importa buscar culpables, lo cierto es que su esposo iba
a terminar como ella lo había soñado en tantas pesadillas:
en la peor de las muertes, la más vergonzosa, la más cruel, la
más atroz, la muerte pública. La dama no pudo despedir-se
de su amado, es que los ladrones no cuentan con ese lu-
jo, no hay piedad, humanidad ni últimos deseos para los
condenados a la pena máxima.
La dama se abre paso entre la multitud que exige justicia. La
gente está enardecida, exaltada. Para muchos, hoy es un día de
loable justicia. Los delincuentes pagarán por sus crímenes.
El horizonte recorta tres cruces, la de su esposo, la de su
compañero en las correrías y la de un desconocido. Ella conoce a su marido .y al otro ladrón, pero le resta importancia al
tercero.
«Otro in feliz que condenará a otra viuda y sus huérfanos
al olvido y la desgracia», piensa. El cuadro es estremecedor.
No la culpen por no llorar, ya gastó todas sus lágrimas en una
vida miserable junto a quien le prometió amor eterno y ahora
cuelga de una cruz. Gritos, súplicas, latigazos, sangre, ira. No
quiere mirar a su esposo, está allí, pe-ro prefiere -no
recordarlo así. Solo observa el árido suelo, mientras la sangre
surca la tierra entre los dedos de sus pies.
Uno de los ladrones, el cómplice de su esposo, insulta al
desconocido de la cruz del medio. Y una voz conocida, casi
imperceptible, se enoja: «¿Ni aun temes a Dios, estando en su
misma condenación?»
La mujer está sorprendida. Su esposo acaba de salir en
defensa de otro delincuente. Eso es ridículo, si se tiene en
cuenta que Héctor López pregonaba una filosofía: «Nunca te
metas en la vida de los demás, que cada uno aprenda a
defenderse por sí mismo».
Por eso, ella no entiende. Su esposo jamás habló por nadie
ni puso su cara por desconocidos. «Este es un mundo
egoísta», solía decir al brindar.
—Acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino —dice ahora.
Era la inconfundible voz de su esposo, sin duda, implorándole al desconocido de la cruz central.
EXPEDI ENTE BORRADO
—Hoy estarás conmigo en el paraíso —promete el otro,
como si en su condición pudiese cumplir algo.
En la cruz se ruega piedad, no se prom et en paraísos –
piensa la mujer.
Ella levanta la vista por primera vez. Quizá para mirar a los
ojos de su esposo de nuevo o para entender el diálogo tan
extraño que acaba de oír. El socio de su esposo sigue maldiciendo. El desconocido del centro pareciera un inocente que
paga por algo que jamás cometió y debe estar loco como para prometer paraísos, y su esposo, su esposo... sonríe. No
tendría por qué sonreír, no hay razones. Hizo de su vida un
mundo miserable y pende de una cruz frente a miles de ciudadanos enojados. Pero Héctor López se encuentra con la mirada de su esposa y le dibuja una sonrisa. Un último gesto de
que todo estará bien, a pesar de todo. El gesto de los que se
encontraron con la gracia en el momento menos pensado.
Ella tampoco sabe por qué, pero presiente que su esposo finalmente encontró algo distinto. No entendió bien el diálogo
de los condenados, pero supo que algo había cambiado allí, a
escasos metros de ella, en lo alto de la cruz.
Su esposo cuelga de un madero, pero en forma inexplicable, irracionalmente, sonríe. Ella le devuelve el gesto en el
lenguaje del silencio, ese que solo pueden interpretar los que
se han amado lo suficiente como para no tener que hablar.
Su esposo acaba de encontrarse con la gracia en el minuto
final. Segundos antes de la cita con el verdugo inevitable, la
muerte. Ella sabe que no puede implorar justicia y mucho
menos misericordia. Ella sabe que su esposo paga por
crímenes verdaderos. Está consciente de que ese era el final
del camino, el terminal de la vida, tarde o temprano. Pero
ahora, la última sonrisa de su esposo le devuelve la cal-ma.
La sonrisa que se dibuja entre la sangre y los moretones,
extrañamente, la compensa por toda una vida miserable.
Su esposo parece no pender de una cruz. Muere como si
lo hiciese de viejo, en una cama caliente, rodeado de sus seres amados, luego de haber vivido una buena vida. El hombre no mereció nietos ni una vejez avanzada, una cristiana
sepultura o una importante lápida. Pero alguien, tan condenado como él, le prometió el paraíso en lo alto de la cruz.
Ese, no iba a ser un buen día. Y.mucho menos existía la más
remota posibilidad de que terminara bien. Héctor ha dejado
de respirar, pero nadie se explica por qué aún sonríe.
La dama no entiende nada acerca de teología, paraísos y
redentores. Solo sabe que algo milagroso acaba de ocurrir. Ella
descubrió el secreto: si para encont rarse con el paraíso había
que venir a la cruz, valió el esfuerzo de haberse levant ado.
Ahora quiero que me respondas algunas preguntas:
¿Cuántos coros de iglesia aprendió Héctor?
¿Cuántas veces escuchó un sermón?
¿Qué credenciales tenía?
¿Cuál era su llamado?
¿Y qué me dices de su ministerio?
¿Crees que tenía alguno?
¿Respondiste lo que creo?, pues déjame agregar que
además te lo encontrarás en el cielo, junto a Moisés, David y
el apóstol Pablo.
Damas y caballeros, eso es «gracia». La palabra viene del
griego caris, que significa «la divina influencia en el corazón
del hombre». Es la inmerecida bondad de Dios hacia cada
uno de nosotros. La gracia es lo que no nos merecemos por
justicia, es un regalo. Estás en la cruz, pero te sorprenden
con un pasaporte al cielo. Estás condenado a observar, pero
te llaman a jugar el campeonato. Mendigos que se transforman en príncipes. Olvidados que marcan la historia. Anónimos que engalanan la galería de los héroes.
EXPEDIENTE BORRADO
Esa oculta debilidad
Aún recuerdo la primera vez que sucedió. Fue en un congreso de líderes en la bella Sydney, Australia. La reunión era
avivamiento puro o, al menos, lo parecía. Mi tarea era predicar
un sermón alentador y culminar el servicio. La gente movía
ampulosamente las manos y no paraban de saltar, mientras
que los músicos entonaban melodías increíbles; la alabanza
australiana realmente es enriquecedora.
Los ministros que estaban a cargo de la reunión preguntaban una y otra vez si estaban dispuestos a conquistar el país,
mientras que la multitud no paraba de gritar eufóricamente.
Eres un predicador?, entonces debes saber lo que y o
sentía en ese entonces. Es más fácil predicarles a un grupo de
gente moribunda que tratar de sorprender con una pala-bra
fresca a gente que pareciera tenerlo todo. Los jóvenes no
paraban de bailar y saltar entre las butacas del enorme edificio.
Los más viejos, sin excepción, movían unos ruidosos panderos
por toda la congregación. Era lo que llamo un ser-vicio
ensordecedor. 0 cantas y gritas o te vas, no puedes mantenerte
en la mitad.
Mi pregunta era cuál sería el mensaje que debía darles. Esa
gente estaba a dos centímetros del suelo. Durante la úl-tima
canción, cambié mis bosquejos y me dispuse a darles un
sermón de aliento, algo acerca de conquista o victoria, o algo
así.
Cuando al fin todos se sentaron, algo comenzó a ocurrir.
Mientras que el público me miraba esperando que saludara, yo
podía sentir al Espíritu de Dios que me susurraba:
«Háblales de mi gracia».
Tuve una lucha espiritual intensa. Obviamente, Dios debió haber estado ocupado en alguna gran cruzada con Billy Graham,
llegó tarde a la reunión y es por eso que no conocía demasiado a
esta gente. Yo sí estuve todo el servicio. Estos australianos viven
un avivamiento. Quieren que alguien les hable acerca de lo que
viene por delante, de ministerios, de dones. Ellos ya están perdonados, son algo más que ovejas, son líderes de primera línea.
«Háblales de que mi gracia es abundante para ellos»,
insistió.
Y fue entonces cuando ocurrió. No lo hubiese hecho, de no
ser porque sabía que Dios estaba detrás del asunto.
«Quiero que los que tienen una intensa lucha con un estúpido hábito oculto, lo confiesen esta noche», dije, «me refiero a ese "gigante" que te abofetea en la intimidad. Nadie lo
sospecha, ni siquiera lo sabe tu esposa, tus padres, ni tu
mejor amigo, pero estás consciente de que ese "hábito" escondido está arruinando tu unción».
El silencio en el edificio era demoledor.
«Sabes que deberías tener un ministerio ungido, pero te
conformas con mucho menos, por culpa de esa debilidad que
no te da tregua. No importa cuán santo parezcas si sabes que
ese hábito hace que tu unción no sea pura».
Dios sabe que no fueron muchas más palabras, cuando
alguien irrumpió en un seco sollozo entre la multitud.
«Quiero que todos cierren los ojos», supliqué, «y necesito
que aun los que estén grabando apaguen sus cámaras, no
quiero que sientan vergüenza. Quiero pedirte que si reconoces
que un estúpido hábito te está amarrando al pasado e
hipotecando tu futuro, levantes tu mano».
Algunas manos, tal vez diez o doce, se levantaron con
timidez.
«Sé más específico», me dijo el Espíritu con una voz clara.
«Los que no pueden abandonar la masturbación compulsiva. Los que están atados a la pornografía por internet, revistas o cualquiera de sus formas. Los que amanecen en la
cama ajena virtualmente, engañando a sus esposas en su
EXPEDI ENTE BORRADO
mente. Los que anhelan que su mujer se muera, en algún
accidenté repentino, para enviudar y casarse con otra dama
que ya tienen en mente. Los que se sienten invadidos sin
piedad por pensamientos impuros, llenos de lujuria. Los que
se han permitido caricias íntimas y genitales con sus novias.
Los que luchan con pensamientos de homosexualidad».
Ahora todo el recinto estaba lleno de manos. Los líderes,
los colaboradores y los que hasta hace un momento estaban
dispuestos a conquistar la nación. Allí estaban, llorando
amargamente, hartos de pedir perdón por el mismo pecado
crónico.
La primera vez que pecas, te tiras ante la presencia de
Dios y suplicas piedad, ruegas que la sangre de Cristo te haga
limpio, puro otra vez. La segunda, consideras que es necesario prometer algo, decir alguna frase como: «Prometo
que jamás lo volveré a hacer», «Nunca jamás consumiré pornografía o acariciaré esos asquerosos pensamientos». La tercera vez, te autoimpones un castigo, algo que te duela, para
demostrarle a Dios que ahora va en serio: «Voy a quitar el
servicio de cable del televisor» o «Volveré al correo tradicional, ni siquiera usaré el correo electrónico, para no tentarme a
navegar en sitios sucios» o «Dejaré - a mi novio aunque
sienta que lo ame».
La cuarta vez, ya no quieres ir. Ahora sí, sientes que tu vida es un fraude. Y te sientas a los pies de la cama, a dialogar con Satanás.
«Ahora si la hiciste fea. Hasta Dios tiene sus límites. Una
cosa es equivocarse una vez, dos y tal vez hasta tres. Pero ya
has perdido la cuenta». Y dices: «Creo que Dios está harto
de verme fracasar».
«No lo dudes», responde quien desea verte arruinado.
«Tienes un problema, una debilidad, un horrible y repugnante pecado que te deja fuera de la liga. La masturbación
es tu kriptonita, te está destruyendo. En tu lugar, me distanciaría de las cosas santas, que obviamente no son para tipos
como tú».
Y es entonces cuando se produce el contrasentido, lo ilógico. Pospones orar hasta arreglar tu debilidad primero. Dejas
de lado la consagración porque te sientes indigno, sucio. No
te involucras porque consideras que has traspasado to-dos los
límites del.perdón. Y te convences de que no naciste para ser
campeón. El hábito logró dejarte en la I ona. A mi-tad de
camino, postrado en la pista.
Hice una última pregunta aquella vez en Sydney: «¿Cuántos sienten como si Dios ya no quisiera perdonarlos?»
Creo que todos, absolutamente, levantaron sus manos
temblorosas. Los mismos que parecían vivir una panacea de
avivamiento, ahora confesaban sentirse indignos del Señor.
No quiero que me malinterpretes, no trato de hacer apología del pecado. Me considero uno de los mayores defensores
de la santidad. Durante años solo me dediqué a predi-car
acerca de la integridad. Nuestras cruzadas han tenido como
lema proclamar una generación santa. Pero la santidad sin
gracia solo es legalismo.
Esos miles de líderes se equivocaron tanto, convivieron con
la debilidad a tal punto, que llegaron a creer que Dios ya no
estaba dispuesto ni siquiera a oírlos. Es que el hábito oculto
tiene la singularidad de colocarte a la puerta del templo, como
el cojo que pedía limosna en el templo de la Hermosa.
Tienes un área coja que te impide caminar. Tu vida de oración se reduce a la raquítica tarea de hilvanar dos o tres frases sin sentido antes de quedarte dormido. Tu comunión con el
Señor es nula. Estás a la puerta, sabes todo lo que pasa
dentro de la iglesia, pero también sabes todo lo que ocurre
EXPEDI ENTE BORRADO
afuera. Vives en la mitad, como un cristiano nominal. Sabes
demasiado como para considerarte un inconverso... pero no
lo suficiente como para ser un santo. Vives en santidad un
poco... pero también pecas un poquito. Alabas al Señor y
también maldices otro poco. Levantas tu vista al cielo a veces,
pero tus ojos son vagabundos en algunas ocasiones.
Cojo del alma. Minusválido espiritual. Lisiado ministerial.
Paralítico del corazón a causa de un estúpido hábito oculto. Y
la horrible sensación de que Dios ya no te quiere recibir.
«Lo siento», pareciera excusarse un ángel, «le dije a Dios
que vino a verlo, pero me dice que no puede recibirlo, usted es
demasiado inmundo para presentarse aquí».
G e o r g e B e s t fue declarado el mejor futbolista europeo del
año 1968. Los críticos del deporte decían que lo tenía to-do:
estilo, inteligencia, dominio del balón, condición física,
profesionalismo. Se decía que podía ser el mejor futbolista de
todos los tiempos. Sin embargo, un hábito oculto lo destrozó. Nunca llegó a ser lo que pudo. G e o r g e era un alcohólico empedernido y en los bares de Londres tenían la orden
de reo servirle bebidas alcohólicas porque podían causarle la
muerte.
Lo oculto arruinando lo público.
S i te sientes plenamente identificado y consideras que ya
es demasiado tarde, entonces recuerda a nuestro Héctor López colgando de la cruz. No merece el perdón, pero tiene la
fortuna de encontrarse con el dador de la gracia,
¿Aún no estás convencido? Entonces acompáñame a conocer a un rey. Seguramente escuchaste hablar de él.
Es valeroso en batalla, un excelente administrador. Un
líder dinámico e innovador. Es músico y goza de popularidad.
Las encuestas lo colocan en el primer lugar en el co-razón del
pueblo. Es un estratega y ama profundamente a Dios.
Se llama David. Y Dios dice que es un hombre
conforme a su corazón.
Pero David codicia a una mujer que no es la suya. Es la esposa de otro hombre. La mira y sus hormonas parecen estallar. Tiene que llevarla a la cama como sea. La desea, da una
orden, una cena a la luz de las velas, alista su dormitorio, y
tiene una noche de lujuria. Sexo pasional.
En unos días, la dama notará un retraso en su período femenino y llamará á l rey. Le dirá que espera un hijo.
«No cabe duda, el bebé es tuyo», dirá la bella mujer.
Entonces, el rey ya no actuará como un monarca. Se
comportará como una bestia, con culpa, temor y frialdad.
Querrá evitar el escándalo. Armará un plan maquiavélico,
calculador. Enviará todo un ejército, de ser necesario, para
traer al esposo de esta mujer de en medio de la batalla. Y le
dirá que lo quiere «beneficiar» con un regalo. Una noche de
amor con su esposa. Si el soldado acepta la propuesta, la dama jamás podrá reclamar que el bebé le pertenece al rey.
Pero el soldado tiene dignidad, considera que sería un
abuso tener relaciones con su mujer, mientras sus compañeros de batalla están en medio de una guerra. La del propio
David. Aun así, el rey lo invita a beber.
El soldado acepta a desgano y, de nuevo, la propuesta
del rey. Una y otra vez. Y todas son rechazadas por el
muchacho.
El soldado raso, borracho y tambaleante, tiene más dignidad que el rey sobrio.
Es entonces cuando el administrador, el salmista, el ungido, el corazón valiente... lo manda a matar. Que nadie jamás se entere en dónde pasó la noche el soldado. Un plan
casi perfecto, un crimen pensado. Una muerte honorable en
media de la batalla. Y un hombre descendiendo a lo más
oscuro de su alma por un pecado oculto. Primero fue
el deseo, luego una pasión de no más de quince minutos, el
adulterio, la mentira, transformándolo en el autor intelectual de un crimen.
El profeta Natán pide una entrevista con el rey y lo desenmascara. El monarca llora e implora que la unción no lo
abandone. Que la presencia del Altísimo no se vaya. Que sería capaz de olvidar el cetro y la corona con tal de recuperar
la intimidad con Dios. Y otra vez, entra en escena el dador
de la gracia.
David debe pagar las consecuencias del pecado, pero su
arrepentimiento genuino lo lleva hasta las puertas del verdadero perdón. Un perdón sublime, único, de aquellos que jamás recuerdan el pasado. De los que borran tu historial.
Como lo dijo una vez un conocido orador: «Cuando Dios
perdona, no solo se olvida, sino que olvida que se olvidó».
Años después, el dador de la gracia, le hablará al hijo de
David, a Salomón, y le recomendará que sea perfecto, íntegro, como su padre. David aún es un hombre conforme al
corazón del Señor. Su pecado ya no está más en los registros de los cielos. Tampoco aparece en el disco duro de alguna computadora. Ni siquiera figura en «elementos eliminados». Dios se olvidó. Y olvidó que se olvidó. El expediente fue borrado.
Aún recuerdo algunas expresiones en los rostros de aquellos líderes en Sydney. Fue la primera vez que prediqué acerca de la gracia y desde aquel entonces, no he dejado de
mencionarla. Cuando creían que ya estaban fuera de las
grandes ligas, alguien volvía a creer en ellos. Manos temblorosas de grandes campeones, que se negaban a subir al cuadrilátero por considerarse lisiados. El milagro de la gracia
ta-pando los huecos oscuros del alma. Los rincones
tenebrosos de la intimidad sacudidos por la luz de la nueva
oportunidad.
EXPEDI ENTE BORRADO
Dios, otra vez, dispuesto a perdonarlos, diciéndoles que su
gracia era abundante para ellos.
El sexo libre, la pornografía, la lujuria, la masturbación.
La mentira, el engaño, el adulterio.
La cama ajena, los pensamientos impuros, los ojos desenfrenados.
No importa el nombre del delito, el secreto es que si para
encontrarse con el paraíso, había que venir a la cruz, va-lió
la pena levantarse esta mañana.
Escuadrón de únicos
Nadie puede lograr que el francotirador apostado en la
cima del imponente rascacielos desista de su objetivo. La policía observa impotente como el mal viviente exige sus condiciones mientras los apunta desde lo alto de una de las torres más elevadas de la gran ciudad. Jueces, periodistas, fotógrafos, policías y cientos de curiosos se confunden en derredor del macabro espectáculo. Finalmente, el viejo comisionado limpia el sudor de sus lentes y dice una frase. Acaso
sea, la que todos estaban esperando: ((No hay nada más que
podamos hacer... llamen a SWAT».
Un suspiro de alivio se percibe en torno al respetado jefe
de policía.
I ndudablemente este es un trabajo para hombres entrenados en misiones riesgosas. En cuestión de minutos, el escuadrón SWAT toma el control. Los hombres de azul descienden de sus móviles con la precisión de águilas. Casi no
hablan entre sí. No hay gritos nerviosos, solo órdenes precisas, como si cada uno de ellos ya supiera lo que le corresponde hacer. Se comunican en clave, manejan un código secreto. Rodean el edificio, dos suben por las escaleras hacia la
tan temida terraza, otros aguardan en silencio desde la torre
contigua. No sudan, sus movimientos parecen calculados.
Estos hombres conocen el peligro, se tutean con él a diario y,
por sobre todas las cosas, saben que deben comenzar justamente cuando los demás abandonan.
Si ellos no lo logran, no existe una segunda opción. Son la
única y última alternativa. Es SWAT. El escuadrón de
emergencia para situaciones límites. El grupo de resistencia
armada contra las fuerzas invasoras. La última arma secreta
de los escuadrones policíacos. Son los hombres de azul.
Vencer o morir, esas son sus consignas. Son letales y
precisos. Se trata del escuadrón entrenado para misiones
únicas.
Otra historia
El hombre se desliza por la muralla como una gacela. Los
soviéticos están controlándolo todo desde sus sofisticados
monitores. Pero él burla la guardia rusa. El peligro acecha a
cada paso, sin embargo, nuestro intruso sonríe. Su trabajo
es mortalmente serio, pero sonríe como un duende que se
oculta tras la espesura del bosque. Está consciente de que
puede pilotear aviones, saltar desde quinientos metros, carnuflarse entre el enemigo y, por supuesto, llevarse toda la
información ultrasecreta de los soviéticos, en un diminuto
microchip.
Es el único que puede lograr esta misión. Fue entrenado
cuidadosamente para la presión dei peligro. Tiene licencia
para matar, de ser necesario. Sus enemigos le temen, sus colegas lo respetan y su jefe confía ciegamente en el. Es Bond,
James Bond. Otro hombre entrenado para misiones únicas.
Alguien que comienza en el mismo sitio donde otros ni siquiera se animarían a entrar.
Las dos historias se parecen y tienen un denominador
común: la misión. Es vencer o morir en el intento. De eso se
trata la nueva generación que Dios está levantando. Una
última generación de temerarios entrenados para la última y
única misión: Llevar al mundo entero a los píes de Jesucristo. Jamás retroceden, siempre están a la vanguardia.
Ellos no van detrás de un puesto o un lugar de reconocimiento humano. Saben que lo primordial es las almas perdidas. Mientras otros se excusan o tratan de argumentar,
ellos actúan. Cuando los demás le piden permiso al enemigo
y tratan de llegar a una negociación, ellos simplemente lo
invaden.
Este ejército no está formado por pasivos, son invasores
por naturaleza. Invaden los colegios, predican en las facultades, y conmueven la universidad. Trastornan la nación, revolucionan su ciudad, hasta llenarlo todo de Jesucristo. El infierno ha puesto precio a sus cabezas, pero ellos simplemente
sonríen porque saben para quien trabajan. No son predecibles ni rutinarios, solo sorprenden. Son el último escuadrón
al cual recurrir en situaciones riesgosas. O mejor dicho, son
los obreros de la undécima hora.
Gente con misiones únicas. Si tienes mentalidad de montón, ni siquiera deberías continuar leyendo este libro. Pero te
imagino con deseos de algo más que competir. Con sed de
victoria. Con esa cualidad que cuentan los que comienzan
luego que los demás abandonan. Prefieres morir en el intento, antes de quedarte solo con la visión de lo que pudo haber
sido. Estás decidido a cambiar tu estrella, a jugar el campeonato, a ganar el primer lugar.
Conozco a cientos de personas que abandonaron su sueño por creer que todos los recursos ya estaban agotados. En
ESCUADRÓN DE ÚNI COS
lugar de sentirse parte del escuadrón SWAT, creyeron pertenecer al montón de policías a cargo del comisionado obeso.
«Perdí el empleo».
((Al fin y al cabo, ese ministerio no era para mí».
((Buena, de todos modos no quería ese puesto».
«Casi me dan un aumento de salario».
«Asistí a la boda de la mujer de mis sueños, finalmente se
casó con otro».
«Me dijeron que dejara mis datos y que me llamarían».
«Hice todo lo posible, no creo que haya algo más por hacer».
«Me conformo con que me hagan un lugarcito».
S o n las declaraciones de los que se sienten condenados
al montón, de los que se conforman con un octavo puesto.
Carencia de determinación. Mentalidad de multitud.
Un nuevo intento
Observa al Señor acercarse a la barca de los discípulos. Están resignados, trataron de pescar toda la noche. Y ahora lavan las redes en silencio. Solo molestas algas y basura de
mar son el saldo de una noche de fracaso.
«Vamos a pescar», propone el Maestro.
Ahora detente por un momento en la expresión de los
apóstoles. Observa a Pedro. Está literalmente desencajado,
molesto.
intentó, pero no a quienes ya hicieron todo lo que se suponía
que se podía hacer.
¿Pasaste por eso alguna vez?, claro que sí.
Recuerdas la mañana en la que desconectaste la línea
telefónica para que no te llamaran los acreedores. Esperabas el milagro temprano, después de una larga vigilia, pe-ro
como nada sucedió, decidiste que lo mejor era quedar
incomunicado.
Vuelve a la febril y extensa noche en que te la pasaste colocando un pañuelo helado sobre la frente de tu niño. Toda
la noche. Hora tras hora, hasta el amanecer. ¿Puedes recordar cómo te sentías cuando los primeros rayos de sol invadían tu ventana sin darte tregua a un merecido descanso?
¿O aquella vez que regresaste con las manos vacías luego
de haber buscado empleo todo el día?, estabas descorazonado, profundamente angustiado. La noche anterior tenías
esperanzas, pero después de haberlo intentado todo, solo
quedó la desazón. El gusto amargo, la red vacía de pe-ces y
repleta de basura de mar.
Diste lo mejor en el examen, pero te reprobaron.
Trabajaste duro, pero al cliente no le gustó y prefirió la
competencia.
Preparaste tu mejor sermón y la gente no lo valoró.
Oraste toda la noche y, a la mañana siguiente, el enfermo
empeoró.
Enviaste un currículum excelente, y lo colocaron debajo de
un montón de papeles.
«Tú dedícate a levantar muertos, y nosotros a pescar»,
Y ahora aparece el Señor en la amarga playa de tu vida y
piensa el hombre de Capernaúm.
Pero no mires a Pedro como a un mal educado. La propuesta es descabellada. Ya lo intentaron toda la noche. No
unas horas, sino t0000000da la noche.
Una cosa es hacerle una propuesta así a quien aun no lo
te propone volver a intentarlo.
«Echa la red», dice.
«Parece que no estás enterado de la noche que acabo de
pasar. Estoy agotado, me siento muy cansado. Necesito dormir un poco, una siesta reparadora tal vez, pero no pescar».
A ver si nos entendemos, no está hablando con un vago,
-
ESCUADRÓN DE ÚNI COS
se está dirigiendo a alguien que lo intentó todo. Y cuando digo todo, es todo.
Pero el Señor insiste. Él quiere que comiences cuando los
demás abandonan. Quiere quitarte la mentalidad de montón.
Desea que burles a la guardia soviética; que neutralices al
francotirador del rascacielos. Quiere que seas único.
Que mañana salgas a buscar ese empleo, otra vez.
Que te prepares para el examen como si nunca antes lo
hubieses rendido.
Que pases otra noche de fiebre, sabiendo que podría ser
la última.
Que enfrentes, de nuevo, a tus acreedores y les pidas otro
plazo.
Que tires la red, por enésima vez.
Recuerda, otro round puede marcar la diferencia.
Pedro medita un momento y se da cuenta de la ventaja.
Esta vez, el Maestro estará en la barca. Es como jugar un
mundial de fútbol con el árbitro a tu favor. Y entonces, pronuncia la frase. Son las palabras de los que hacen la segunda milla. Es la declaración de los condenados al éxito: «Mas
en tu palabra, echaré la red».
Los peces perciben quién está en la barca y deciden que
es mejor morir en la red del Creador antes que vivir sin tener
el honor de conocerlo. Y ahora, la red explota de peces.
Alguien lo intentó cuando los recursos estaban agotados.
Alguien más comenzó mientras otros lavaban redes.
Cuando logras convencerte de que eres una persona para misiones únicas, entonces descubres el potencial de lo
que Dios puede hacer a través de ti.
Aún recuerdo lo que sentí en febrero del 2000, cuando el
Señor me mostró que debía recorrer palmo a palmo nuestro
país. Era una idea descabellada, fuera de presupuesto.
Sabía de la experiencia de otros que no pudieron culminar
la misión. Argentina es un país extremadamente grande para
recorrerlo por tierra. La idea no resistía el más mínimo análisis
de sentido común. De hecho, ya lo habíamos intentado en
otras ocasiones.
«Echa la red», dijo.
I nmediatamente después, el Señor me daba el mensaje,
«Diagnóstico espiritual», y el equipo que me acompañaría. Y
las finanzas, claro, que llegarían en cuenta gotas, mes a
mes.
A partir de abril de ese año, recorrimos veintidós estados
en ocho meses. Llevamos el equipo técnico, el sonido, alquilamos los estadios y pagamos todos nuestros gastos.
La idea era ambiciosa y demandaba una enorme dosis de
fe, pero valía el esfuerzo.
Pasamos por el frío, la nieve, el calor, la lluvia y el cansancio demoledor. Hasta en una ocasión, recorrimos cuatro estados en cuatro días, el periplo La Rioja, Cat amarca, Tucumán y Santiago del Estero. Cada ciudad con su particular
cultura. El norte es la antítesis del sur. La gente reaccionaba
diferente ante el mismo estímulo. Argentina es un crisol de
razas y costumbres.
Cada estadio era un mundo aparte. Los técnicos tuvieron
que sonorizar modernos auditorios e inmensos galpones que
eran una suerte de anfiteatro. Recorrimos el primer tramo,
unas diez provincias, con un ómnibus que gentilmente nos
prestaron y un inmenso camión con los equipos de so-nido.
Más adelante, alguien nos donó un moderno minibus y se
agregaron varios vehículos. Algunos, los menos, viaja-ban
en avión, pero la mayoría de las cuarenta personas del
equipo, recorrieron veintiocho mil kilómetros por las rutas
nacionales. Los muchachos se turnaban para conducir hasta
que el cansancio era insoportable.
Pero no bien el himno nacional arrancaba en el estadio,
que era el puntapié inicial de las cruzadas, el agotamiento
ESCUADRÓN DE ÚNI COS
desaparecía. Ver a miles de jóvenes esperar una segunda
reunión bajo la nieve, observarlos oír el espectáculo desde
afuera por falta de capacidad en el estadio, escucharlos cantar desde el mediodía y, por sobre todas las cosas, ese común denominador que aún resuena en mi mente: la sed por
oír un mensaje distinto. Cuando comenzábamos, era la misma Argentina, el norte y el sur.
Luego, llegó el cierre en el imponente estadio Boca Juniors, donde asistieron setenta mil jóvenes. Y vinieron de todos esos recónditos lugares de nuestro golpeado país.
Allí hubo gente muy diferente entre sí. Gente de provincia
y porteños. Religiosos y ateos. Pero, estoy seguro, que en un
momento, solo en un glorioso e inolvidable momento, fuimos
iguales. Claro que valió la pena el cansancio y el es-fuerzo
financiero. En total, doscientos seis mil doscientos jóvenes
asistieron al tour nacional.
La red explotando de peces.
Comenzando donde los demás abandonan.
Mentalidad de único.
Misiones que otros abandonan.
Puedes excusarte detrás del escaso presupuesto. Alegar
que no estás preparado. 0 decir que en realidad aguardas la
orden de Dios, su perfecta voluntad, que en ocasiones, no es
otra cosa que pereza disfrazada de reverencia para que suene
bien. Nadie te obliga a salir del montón, puedes quedar-te
con la multitud. Dile que ya lo intentaste todo. Que él se
dedique a sanar leprosos y tú a rendir exámenes o buscar ministerios. Colócate a las órdenes del obeso comisionado y
observa como SWAT resuelve lo que no te animaste a hacer.
Dedícate el resto de tu vida a lavar redes.
No hay muchas opciones, la otra alternativa, es ser parte
del escuadrón de únicos.
Sus métodos son diferentes, pero resultan. No tienen
mentalidad de montón, son únicos en su estirpe, con licencia
para atar demonios.
Es la fuerza especial de emergencia en combate contra los
ejércitos invasores.
Combatientes espirituales en estado de alerta.
La fuerza de choque del nuevo siglo.
Un escuadrón para las líneas de vanguardia.
Una división armada y peligrosa que pone las reglas.
Violentos espirituales que solo pelean en las ligas mayores.
La peor pesadilla del infierno que jamás se haya levantado.
Un ejército de intocables al servicio del General de generales.
Agentes del ultraespionaje espiritual en el campo enemigo.
Una brigada de jóvenes entrenados para ganar.
Una fuerza que desconoce el significado de la palabra derrota.
Los únicos capaces de descender al mismo infierno y desafiar al enemigo.
Combatientes que no esperan que las cosas ocurran, si-no
que hacen que ocurran.
Un ejército que entra en escena inesperadamente.
Soldados sin margen de error.
Agentes con una consigna: evangelizar o morir. Retroceder: nunca, rendirse: jamás.
Combatientes en alerta rojo que viven en el ojo del huracán.
Un escuadrón con un lema: por cada alma que el diablo
destruye, reclamaremos cien para Jesucristo.
No hay una tercera opción: o eres único o parte del montón.
Det erminado,
decidido,
ent usiasmado
Se conocen desde la escuela primaria. Son cinco amigos,
de esos de toda la vida.
Todos los viernes se reúnen a saborear una pizza, aunque
sea solo la excusa para verse de nuevo. Tres de ellos están
casados, han formado una familia. Antonio es abogado y
tiene dos bellísimas niñas. Jorge, es un flamante marido, su
esposa espera un bebé. Ricardo, es padre de cuatro hijos.
Diego es uno de los solteros del grupo, quienes lo conocen,
dicen que ya le queda poco para ingresar al equipo de los
casados, está enamorado hasta la médula de una pelirroja
que conoció en la oficina.
Y el quinto amigo, se llama Javier. Él es... bueno, no es...,
mejor dicho, no tiene un oficio fijo ni está casado, no puede,
es lisiado., Un accidente a los cinco años de edad le trastrocó el
destino. Un conductor ebrio le quebró la columna y el futuro.
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
Hoy es un viernes distinto. Ni siquiera han probado la pizza; los amigos han tomado una decisión.
—Dicen que es muy bueno, y estará en la ciudad —dice
Diego.
—No tiene sentido, si vamos hasta allí y no resulta, me
sentiré peor.
La respuesta de Javier suena lógica. Los demás podrán
continuar con sus vidas pero, al fin y al cabo, él es el lisiado,
el paralítico. Si ese sanador forastero es un fiasco, en lugar de
sentirse mejor, solo empeoraría las cosas.
—No perdemos nada con hacer un intento —insiste Jorge—, me dijeron que ha logrado resucitar muertos, y ha sanado a varios leprosos.
—Yo tengo la dirección del lugar donde estará hoy por la
noche —indica Diego.
Javier no está muy seguro, pero no hay mucho que perder. Sus amigos están decididos.
El viernes por la noche crea el marco ideal para que una
multitud abarrote la casa donde disertará el Maestro. La
gente está apiñada en la cocina, sobre la alacena y encima de
la nevera. El borde de la chimenea- sirve para que se
amontonen una docena de personas, unas sobre otras. Ya
no hay sillas disponibles, !os que pueden, se sientan en el piso de madera. Los demás están abarrotados en los marcos
de las ventanas o encima de los muebles. Alguien propane
colocar algunas sillas afuera, no podrán verlo, pero al menos
tendrán el honor de oírlo.
Los cinco amigos llegan tarde,
—Sabía que esto iba a suceder —dice Javier— no cabe un
alfiler. Regrésenme a casa o volvamos otro día.
—No creo que el Maestro esté mañana aquí, tenemos que
intentarlo.
Los cuatro amigos cargan al lisiado con algo más que una
esperanza, tienen determinación.
—Lo siento —dice un grandulón con aliento a pescador,
que dice llamarse Pedro—, no hay más lugar aquí. Deberían
regresar otro día; además, el Maestro ya comenzó su exposición y no podemos distraerlo en medio de su mensaje tratando de acomodar a un paralítico.
La excusa presentada por el barbudo anfitrión es suficiente
para desalentar a cualquier mortal medianamente inteligente. Pero no basta para detener a los cuatro amigos, que
cargan a un quinto, con la decisión de llegar al Sanador. Y
ahora, no solo están decididos, sino también enojados.
—¡Usted es el que no entiende! —levanta la voz Antonio,
mientras señala con su dedo índice, directo a la nariz del rudo pescador , no hemos llegado hasta aquí para preguntar
cuándo será el próximo servicio. Nuestro amigo es minusválido y tiene que ver a su Maestro. Hoy. No mañana, ¡ahora!
Algunas personas que pujan por ingresar comienzan a
molestarse. Otros hacen callar a los intrusos, ya que ahogan
la voz del predicador que proviene del interior de la casa.
Pedro se encoge de hombros y vuelve a ingresar entre
apretujones.
—No hay nada que podamos hacer —suspira Javier—, no
podremos entrar, esto está atiborrado.
—Entraremos —dice Diego mirando hacia la terraza.
Diego y Antonio suben a la inmensa higuera que se recuesta sobre el tejado y ganan el techo. Jorge improvisa una
cuerda con las frazadas que cubrían las piernas de Javier. Ricardo comienza a atar los brazos y la cintura del amigo lisiado. Determinados. Decididos. Entusiasmados.
Nadie presta demasiada atención a los intrusos. Todos quieren oír de cerca al Maestro, tocarle, sacarle una fotografía.
Los amigos consideran la chimenea, pero es demasiado
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
angosta. Así que comienzan a levantar tejas. Antonio recuerda que siempre porta una caja de herramientas en el carro y regresa al estacionamiento por un serrucho. Tienen que
lograr una cita con el Maestro, aunque en el proceso, haya
que romper un techo.
El riesgo es alto. Podrían romper una viga importante y
todo el techo se podría desplomar. 0 Javier podría accidentarse. Pero ellos quieren llegar.
Pedro le hace señas a Tadeo de que hay intrusos tratando de romper el techo. Que están interrumpiendo el sermón
del Maestro, que están distrayendo a la gente, arruinando
un servicio de viernes.
Ahora los amigos saben que están en el punto sin retorno.
0 abren ese techo rápido o alguien los bajará a patadas. Los
discípulos buscan una escalera para alcanzar el techo y
enseñarles modales a estos impertinentes visitantes. Bartolomé consigue una linterna, mientras que Pedro está demasiado
impaciente como para esperar la escalera y comienza a
trepar por la higuera.
—Esto es una locura, ¡apareceremos en las portadas de
todos los periódicos! —exclama Javier asustado.
Pero sus amigos no lo dejan pensar mucho. El boquete ya
es lo suficientemente grande como para pasar a quien necesita una cita urgente con el orador. Toman las cuerdas y bajan al amigo. Determinados. Decididos. Llega Pedro y los ilumina con la linterna, está enojado, pero ya es demasiado tarde. El sermón acaba de interrumpirse. La gente observa sorprendida, algunos enojados, al primer ascensor de la historia.
El lisiado queda frente a frente con el Maestro. Los cuatro
amigos observan desde el techo. Lo lograron. Javier se
encuentra con Jesús.
El tecladista trata de subsanar el incidente tocando alguna
melodía, pero el Maestro dice que no hace falta. Que
está sorprendido de la fe de estos hombres. Hace una pausa
a su mensaje solo para perdonarle los pecados y ordenarle
que camine.
Ahora la gente que no lo dejaba pasar lo aplaude de pie.
Javier aún tambalea, pero ensaya sus primeros pasos. Alguien propone cantar una alabanza de victoria, y la música
comienza a sonar en este servicio de milagros del día viernes.
Dicen que nadie quiso arreglar aquel techo, que quedó
como un monumento a la determinación de cinco amigos.
Dicen que ese boquete les recuerda a los que se dan por
vencidos que nunca se llega demasiado tarde si aún el Señor
está en la casa.
Javier recuperó sus piernas por su fe. Y por la determinación de sus cuatro amigos de toda la vida.
La decisión hizo que la mujer que sufría de flujo de sangre
se abriera paso entre la multitud, solo para tocar el man-to
del Creador. El entusiasmo fue lo que determinó que Bartimeo continuara gritando entre la turba. La determinación es
la condición de los campeones, de los que anhelan llegar,
aunque haya que romper un techo o encontremos una circunstancia amarga en el camino.
Era mitad del siglo XI X y se escuchaba en las oficinas de
la escuela primaria de un pequeño pueblo de Ohio, en los
Estados Unidos, la siguiente conversación: «El niño tiene un
leve retraso mental que le impide adquirir los conocimientos
a la par de sus compañeros de clase, debe dejar de traer a
su hijo a esta escuela».
A la mujer no pareció afectarle mucho la sentencia de la
maestra, pero se encargó de transmitirle a su hijo que él no
poseía ningún retraso y que Dios, en quien confiaba fielmente desde su juventud, no le había dado vida para avergonzarlo, sino para ser un hombre de éxito. Que a pesar de la
sentencia, él podía cambiar su estrella.
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
Pocos años después, este niño, con solo doce años, fundó un diario y se encargaba de venderlo en la estación del
ferrocarril de Nueva York.
No fue todo, se dedicó a estudiar los fenómenos eléctricos y gracias a sus estudios logró perfeccionar el teléfono, el
micrófono, el megáfono y otros inventos como el fonógrafo,
por citar solo alguno.
Todo parecía conducirse sobre ruedas hasta que un día se
encontró con un gran obstáculo, su mayor proyecto se desvanecía ante sus ojos, había buscado incansablemente la
forma de construir un filamento capaz de generar una luz incandescente, pero que al mismo tiempo resistiera la fuerza
de la energía que lo encendía.
Sus financistas estaban impacientes, sus competidores
parecían acercarse a la solución antes que él, y hasta sus colaboradores se encontraban desesperanzados.
Luego de tres años de intenso trabajo, uno de ellos consideró que no valía el esfuerzo de romper un techo. Que el
paralítico podía esperar a otro servicio.
«Thomas, abandona este proyecto, ya llevamos más de
tres años, lo hemos intentado en más de dos mil formas distintas y solo conocemos el fracaso en cada intento».
Tenía razón y ya había dos mil excusas para no seguir intentándolo. Pero este hombre tuvo determinación. Miró a su
colaborador y le dijo: «Mira, no sé que entiendes tú por fracaso, pero de algo sí estoy seguro, y es que en todo este
tiempo aprendí que antes de pensar en dos mil fracasos, he
descubierto más de dos mil maneras de no hacer este filamento y eso me da la pauta de que estoy encaminado».
Pocos meses después iluminó toda una calle utilizando la
luz eléctrica.
Su nombre fue Thomas Edison, y poseía la cualidad de los
ganadores. La estirpe de los que triunfan. La llama sagrada de
los que tienen la fiebre de oro del primer lugar.
Determinación.
Juan Manuel Fangio fue el corredor que más veces ganó el
campeonato mundial de automovilismo en la categoría de
Fórmula Uno en toda la historia. Una vez le preguntaron cuál
era su secreto. «Para ganar, hay que llegar a la meta», respondió.
La respuesta parecía infantil, pero encerraba la determinación de llegar a pesar de las circunstancias, por sobre las
excusas, por encima de la mediocridad.
Puedes estar determinado a cambiar tu estrella, y es posible que te inviten a competir en las grandes ligas. Tal vez
tomes una gran decisión, levantando tu puño al cielo y peleando palmo a palmo con tu debilidad. Pero no lo lograrás si
no tienes determinación.
Una fascinant e hist oria de am or
Aún recuerdo la primera vez que supe lo que significaba
estar decidido. Determinado a morir, de ser necesario. A propósito, ¿has estado enamorado alguna vez?, entonces de-bes
leer esta historia.
Era una monumental campaña evangelística del conocido
ministro Carlos Annacondia, en San Martín, algún lugar de la
Provincia de Buenos Aires. Quien escribe tenla dieciséis años
de edad y, hasta la fecha, no conocía lo que era enamorarse
a primera vista.
Unas veinticinco mil personas colmaban el inmenso predio. Hacía un frío espantoso, pero al predicador y a las miles
de personas que llenaban el lugar, parecían no importarle.
Fue entonces cuando la vi.
Tendría dieciséis o diecisiete, tal vez. Monumentalmente
bella. Su tez era blanca, muy blanca y unas poquísimas pecas,
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
a modo de detalle decorativo, parecían iluminar más su rostro.
Cuandd sonreía, dos hoyuelos adornaban sus mejillas. Su cabello era negro intenso, y poblaba sus hombros con cierta delicadeza. Extremadamente delgada pero no menos escultural.
Medidas perfectas. Una falda azul marino, una blusa con tenues estampados, y una campera gris, con lunares negros,
perfectamente diseminados por su cuerpo.
Tenía un pequeño cartel que la identificaba como colaboradora de la campaña. En ese momento pensé que Carlos
Annacondia era un genuino ungido del Altísimo, por tener a
este tipo de colaboradoras en su equipo.
La belleza de esta damita era avasallante. Creo que unas
palomas muy blancas volaban a su alrededor y unas cristalinas campanas sonaban armoniosamente, mientras la señorita de mis sueños caminaba por el inmenso predio.
Mi corazón parecía a punto de salirse de su cauce. Tenía
que conocer a este ángel. Consideré seriamente simular que
estaba endemoniado para que pudiera notarme, pero el
riesgo era demasiado alto. No podía exponerme al ridículo y
no estar seguro de que aun así, ella no se diera cuenta.
Regresé a casa y tomé la decisión de congregarme en ese
descampado lugar hasta que la campaña finalizara. Mi madre pensó que un gran toque de Dios había operado en mi
corazón.
Fueron treinta y ocho días de cruzada y de amarla en silencio. Cada noche que finalizaba el servicio, regresaba a casa, sabiendo que al otro día la volvería a ver. Nunca me sonaron tan dulces los mensajes del evangelista. Los coros de
alabanzas eran cantos de sirena. Cada noche era mágica,
siempre y cuando pudiera observarla desde el anonimato.
El día treinta y nueve era un lluvioso sábado. La cruzada
comenzó como siempre, cuando alguien interrumpió mis
profundos pensamientos. Era una amiga de mi hermano, se
llamaba Celina. Me saludó respetuosamente y trató de hilvanar alguna conversación. A decir verdad, no me interesaba
hablar con nadie, no quería perder de vista a la mujer que
había logrado cautivarme.
De pronto, Celina observó hacia la misma dirección que
yo. Y sucedió lo imprevisible, lo estadísticamente imposible.
—¡Liliana! —exclamó mi casual vecina— ¡Liliana!
La mujer de mis sueños era la Liliana en cuestión. Lentamente giró su cabeza y miró hacia nuestra dirección.
—¿La conoces? —pregunté ensimismado.
—Oh, claro. Es compañera de colegio, estudiamos j unt as— respondió con naturalidad Celina.
Ese día aprendí dos verdades breves:
Uno: Jamás subestimes a alguien.
Dos: Celina era el arcángel Gabriel encarnado en una mujer para bogar por mi caso.
Ahora mi amada a la distancia se cristalizaba en realidad.
Tenía un nombre: Liliana y venía sonriente, en dirección a mi
persona y a esta amiga del alma, ungida del Altísimo, llamada Celina. Puedo cerrar los ojos y recordar cada segundo de
esa caminata. A medida que se acercaba se hacía más bella.
Todo alrededor parecía en cámara lenta, nada era tan importante. Las palomas seguían volando en su circunferencia y
las campanas parecían tocar alocadamente.
Las amigas se saludaron con emoción a escasos centímetros del lugar donde estaba parado. Recuerdo que oré de
manera frenética. Esa era la oportunidad que estuve esperando durante casi cuarenta días. Era Dios que había acomodado el cosmos y alineado los planetas para que el destino
permitiera este encuentro casual.
—Liliana, quiero presentarte a un amigo —dijo Celina,
totalmente «inspirada» por el Señor—, Dante Gebel. Fue en
ese momento cuando se produjo el encuentro. La
EL CÓDI GO DEL CAMPE6N
muj er de mi vida, la primera que habla logrado conquist ar
mi corazón, esperaba una respuest a mía, alguna gent ileza.
No me malinterpretes, yo había ensayado lo que le diría si
acaso el destino y la fortuna divina me la colocara frente a
mis ojos. Tenía que ser una frase corta, pero contundente.
I ncisiva, punt ual, demoledora.
Pero los nervios me jugaron una mala pasada.
— H 0 0 0 ....... l a —dij e con la voz aflaut ada.
Y miré compulsivament e a ot ro lado, como si no me
int eresara:
¿Por qué esperamos toda una vida que nos devuelvan la
mirada, y cuando eso ocurre hacemos como que no nos
import a?
¿Por qué pasamos toda una vida ensayando frente al espej o lo que le diremos y cuando la t enemos en frent e solo
nos sale la primera idiot ez sin edit ar?
Ella, la dama de mis sueños, asintió a mi ahogado saludo
con su cabeza, y con mucho respet o siguió charlando con
Celina. Quien escribe hoy este libro, seguía mirando al lado
opuesto tratando de pensar algo rápido, algo medianamente
inteligente que me pusiera en carrera otra vez. Pero mi cerebro est aba agot ado o demasiado conmocionado.
Liliana, mi bella amada a la distancia, se disculpó con su
amiga y se dio media vuelta para regresar a la campaña. La
tuve a unos escasos centímetros y solo pude decirle un aflaut ado «hola».
Me sent ía un fracaso, un fiasco. No pret endía declararle
mi amor; pero por lo menos, pude haberle dicho algo románt ico, o int eligent e, al menos.
Pasaron cinco años. Cinco largos años sin que la volviera a
ver.
A fines de 1989, me dedicaba a cant ar las alabanzas y
dirigir los servicios evangelíst icos de un conocido hombre
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
de Dios. Recorríamos dist int as congregaciones, realizando
ciert os encuent ros de avivamient o. Llegamos a una iglesia,
donde gracias a uno de los músicos, me ent eré de que Liliana se congregaba allí. No se había casado ni engordado
ni sufrido ningún accident e, t al como habérsele caldo los
dientes, el cabello o quemado la cara. Sé que suena frívolo y
superficial, pero para aquel entonces era muy importante
saber si había conservado su belleza, luego de extensos cinco años.
Est e iba a ser mi segundo encuent ro, después de t ant o
t iempo. Tenía que probarme a mí mismo qué sent iría cuando la volviera a ver. Si solo fue un enamoramient o de adolescent e o si aún perduraba aquel sent imient o en mi alma.
Estaba entonando una canción que decía: «Toma mis manos, te pido, toma mis labios, te amo, toma mi vida, oh, Padre, t uyo soy».
Fue entonces que la vi entrar. Su figura se recortó sobre
la ent rada principal del t emplo. Los años le hablan hecho
muy bien, est aba mucho más bonit a aún que cuando la conocí. Su figura era esbelta, delicada. Allí estaban las campanas y las palomas, otra vez, un tanto más viejas, pero allí, revolot eando alrededor de la princesa.
No hacia falt a nada más, mi corazón est aba a punt o de
estallar. Si me tocaba morir en ese instante, estaba listo, valió la pena haber vivido solo para volver a verla.
Seguidament e, det rás de ella, alguien más apareció y la
t omó del brazo.
Era su novio, o algo parecido. Era de suponer que alguien
pret endiera adueñarse de una muj er t an bella.
Sé lo que estás pensando y puedo verte sonreír.
¿Crees que me di por vencido?
No estaba dispuesto a dejar pasar esta oportunidad. Ahora t enía det erminación. Si la primera vez lo arruiné con mi
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
inexperiencia y mi falt a de decisión, est a era mi segunda
oport unidad y no iba a desaprovecharla.
I ba a romper un t echo en el proceso, si era necesario.
«Señor», oré, «si vas a permitir que sea el pastor de los
j óvenes de mi nación, permít eme demost rart e que puedo
ser fiel en lo poco. Antes de salvar a miles de jóvenes, déjame arrebatar a esta pobre de las garras de ese mal viviente».
El servicio t erminó y me abrí paso ent re el gent ío. El
novio de mi amada se alej ó un moment o para hablar con
sus compañeros de fechorías y me dej ó el campo libre. Sé
que no luce muy espirit ual, pero est aba profundament e
enamorado y no podría ment irt e diciendo que decidí esperar un t iempo prudencial. Est aba decidido. El mucha-cho
que había ent rado del brazo con ella, era simplement e un
escollo.
Era un jebuseo interponiéndose ante la tierra prometida.
Un filist eo desafiando a los escuadrones de I srael.
Un profet a de Baal haciendo un alt ar delant e del gran
Elías.
Era un t al I scariot e sost eniendo una bolsa con t reint a
monedas de plat a en dirección a la merecida horca.
Ahora si t e luce espirit ual?, lo sabía.
Me acerqué a Liliana y fui direct o al grano.
—Liliana, soy Dante, quiero present arme.
—Oh, sí, acabo de vert e cuando cant abas —dij o.
—No, no, no. Nosot ros nos conocemos desde hace mucho t iempo, unos... cinco años at rás.
—No puedo recordarlo —replicó.
A decir verdad, había orado para que no lo recordara.
—Lament o que no lo recuerdes —dij e, sorprendido— t uvimos una int eresant e conversación. Pero lo import ant e es
que hoy es mi último día en esta iglesia y tengo que decirte
algo que he guardado durant e cinco años.
Liliana me observó con detenimiento. Todas las personas
alrededor parecían invisibles. Esta era mi única segunda gran
oport unidad, la revancha que me ofrecía la vida. Si arruinaba
este momento, tal vez en cinco años más, o menos, esta chica
le pert enecería a ot ro hombre.
Fueron cinco segundos de silencio o diez. Pero parecieron
una et ernidad. Sent ía que alguien debía ir al est acionamient o
por un serrucho para abrir urgent e el t echo. El punt o sin
retorno, o abrir las tejas y bajar al lisiado, o bajar del techo
con un puntapié del pescador, o como se llame su ocasional
novio.
— Eh, bueno, lo que voy a decirt e, no lo t omes como una
declaración formal. Respet o profundament e que est ás compromet ida. Lo que int ent o decirt e solo es a nivel profét ico.
El Goliat se acercaba lent ament e hacia nuest ra privada
charla, así que, t enía que apurarme.
— Solo para que est és ent erada, a nivel informat ivo, me
veo en la obligación de decirt e que yo soy el hombre de t u
vida. De hecho, est ás parada ant e el padre de t us fut uros
hij os.
Lo que pasó inmediat ament e después fue más que confuso. La bella dama cambió su expresión respet uosa y pasó
de la sorpresa al enoj o en cuest ión de segundos.
Las campanas enmudecieron y las palomas volaron alborot adas del recint o.
Liliana se acercó a mi oído lo suficiente como para no ser
oída por su filist eo privado y dij o:
—Nunca, nunca, nunca, tendría algo que ver contigo. No
eres mi t ipo de hombre, eres un desubicado y no me sient o
at raída por t i.
Se dio media vuelt a y se t omó de las garras de su no-vio.
Pero era un detalle. Estaba determinado. Y si Thomas Edi-
DETERMI NADO,DECI DI DO, ENTUSI ASMADO
son descubrió dos mil maneras de cómo no hacer luz, yo
apenas iba por la primera.
Así que, rompí el_techo.
Envié ramos de rosas para su cumpleaños.
Escribí cartas de amor.
Le ofrecí empleo para poder costearse sus estudios en el
seminario bíblico.
Hice amigos en común.
Le envié mensajes.
La encontraba «casualmente» ala salida de su casa.
Le envié más mensajes.
La tomé de la mano, con el único y sano propósito de
ayudarla a cruzar una avenida muy peligrosa de Buenos
Aires.
La llamé por teléfono.
Me confesó que aquel gigante filisteo pertenecía a su vida pasada.
Le envié más cartas.
Le caí simpático a su madre y le parecí trabajador a su
padre.
Le robé un beso.
Finalmente la enamoré.
Seis meses y unos días después de que me dijera que yo
no era su tipo, Liliana se convertía en mi esposa, en esa
mis-ma iglesia.
Aquella bella dama, se pone más bonita con el pasar del
tiempo y se ha transformado en la madre de nuestros dos
hermosos niños: Brian y Kevin. Aún vuelan las palomas en
nuestro hogar y suelen sonar las cristalinas campanas. La
compañera perfecta, la mujer ideal, la dama de mis sueños,
duerme conmigo:
Determinación, es la clave. Para comenzar a predicar o
iniciar un negocio. Para conseguir el empleo o lograr ese
aumento. Para bogar por tu ministerio o decirle toda la verdad a los tuyos. Para ser un invasor y no un pasivo. Para pasarle por encima a las cosas y que no sean las circunstancias
las que te atraviesen.
Tienes que llegar a la cita de tu vida.
Principalmente, si sabes que el Maestro aún está en casa.
Aunque tengas que romper un techo.
Esa ext raña raza
de visionarios
El hombre camina entre las tumbas encorvado y en
silencio.
Una brisa otoñal recorre el frío cementerio. Está más cerca
del final que del principio de la vida. Vive sus últimos años,
los de la vejez, los de la experiencia. Se le nota cansa-do,
pero hace un esfuerzo por caminar. Detrás de él, los que
parecen ser sus familiares, lo observan con profundo respeto. El caballero se inclina sobre una de las tumbas.
La lápida lleva el nombre de un teniente del ejército americano. No es de cualquier teniente, para el viejo hombre,
pertenece a quien le devolvió la vida. Fue quien cruzó el mapa en plena guerra para devolverle su libertad.
Hacía muchos años, el gobierno americano había revisa-do
los archivos para descubrir que una madre había perdido
ESA EXTRAÑA RAZA DE
cuatro hijos en el frente de batalla. Y no era justo
que per -diera a su quint o muchacho, baj o bandera en el
ej ércit o.
Había que indemnizar a la madre de algún modo y lo
mejor era buscar al quinto hijo en medio de la batalla, darle de baja, y enviarlo de regreso a casa. Que viviera los últ imos años j unt o a una madre que lo perdió casi t odo. Durante el rescate, el mismísimo teniente no puede creer que
t odo un pelot ón se sacrificara para rescat ar a un solo soldado. Pero le cost ó su propia vida y sus mej ores hombres
y antes de morir el teniente mira al soldado a los ojos y le
dedica sus últimas palabras: «Espero que te merezcas este
sacrificio, por lo menos vive una vida digna, que valga la
pena».
Ahora el soldado es el viejo que observa la lápida. La guerra terminó hace muchos años, pero él quiere saber si saldó
su deuda con el teniente. Contempla su tumba y le hace una
pregunta a su anciana esposa, que está a unos pasos detrás
de él.
«Necesit o que me digas si fui un buen hombre», dice.
«Dime si viví una vida buena. Dime si fui digno de t ant o
sacrificio», insiste entre lágrimas mientras se funde en un
abrazo con la muj er de su vida.
La escena es la más lograda del film Rescatando al soldado Ryan, int erpret ada por el laureado Tom Hanks.
Siempre me ha fascinado tratar de definir el corazón de
un visionario. Y posiblemente, esta escena del film de Spielberg sea la que más lo describa. Todo soñador siente que
tiene una deuda et erna con la cruz, est á conscient e de que
lo recibió de gracia, pero aun así, siente la presión de hacer
valer cada minut o de su vida, cada día de su exist encia.
Ryan no podía permit irse el luj o de pasarse la vida
jugando al baloncesto o-pescando junto al río. Todo un
pelotón murió para darle la opción de tener vida. Y debía
hacer algo
import ant e, algo que valiera semej ant e esfuerzo. Nunca inventó nada, ni ganó un Pulitzer o el Nobel de la paz. Pero le
bastaba con saber si al menos había logrado ser un buen padre y mej or esposo.
Este es un libro para campeones, para los que tienen sed
del oro del primer lugar. Pero fundamentalmente, este capít ulo es para los que sufren de insat isfacción sant a, los que
poseen un doble dosis de ambición espirit ual.
A través de los años, me sigue sorprendiendo la manera
en que se ha malint erpret ado la palabra visionario. Cualquier persona que const ruye una iglesia prominent e o emprende algún proyect o nuevo, no necesariament e est á nominado a engalanar la galería de los que pueden ver más
allá que los demás.
El visionario respira, duerme, se baña, sueña, ríe y llora a
t ravés de su visión. No t iene ganas de emprender algo porque el sermón del domingo pasado llegó a su corazón. Camina por encima de lo sobrenat ural, aunque el mundo se
derrumbe a su alrededor.
Quiero que lo veas de esta forma: Dios no cumple años,
no fest ej a aniversarios, no est á gobernado por el reloj . El
Creador ya t enía resuelt o el pecado, aun ant es de que Adán
pecara. El t iempo es una cápsula para el hombre, pe-ro no
para Dios. El est á en t u present e, en t u pasado y en tu
futuro. Parece algo infantil, demasiado lógico, pero si logras
ent enderlo, descubres que solo él es quien puede dar-te una
palabra en el presente, para sanar tu pasado y afect ar t u
fut uro.
Ahora bien, si entre otras cosas, él ya estuvo en tu futuro,
significa que vio lo que hay para t i algunos años más
adelant e.
Los que solo ven lo nat ural creen que t ienen que descubrir su destino; los visionarios hicieron un viaje de expedición
con Dios y ya est uvieron ahí.
Regreso al fut uro
Moisés envía a doce delegados de cada tribu a espiar la
tierra. Diez eran del montón, dos eran visionarios. Diez vieron los gigantes, los otros dos vieron los gigantes... y lo que
había detrás. Diez pensaron que Dios les pedía opinión, dos
entendieron que solo se trataba de una invitación de cortesía
al mejor estilo de los tickets premium.
Cuando es inminente el estreno de un buen largometraje,
las grandes compañías de cine suelen ofrecer una premier
para algunos destacados periodistas, colegas, los propios actores y selectas figuras del ambiente. No les preguntan si
pueden estrenar la película, a decir verdad, no les interesa en
lo más mínimo la opinión de los invitados. Solo creen que
ellos merecen ver, antes que el resto, lo que disfrutarán millones de espectadores alrededor de todo el mundo. Eso es,
exactamente, lo que Josué y Caleb entendieron.
Lo que Dios trataba de hacer era ofrecerles un adelanto,
un estreno para personas muy importantes, el Creador estaba ofreciendo una función exclusiva para sus invitados. Pero
los que no pudieron entenderlo, pensaron que el director de
la película los invitó para que escribieran una crítica en el
periódico de espectáculos.
—No podernos lograrlo, está lleno de gigantes. Es demasiado arriesgado —dijeron mirando por sobre sus anteojos.
—Podemos. Los devoraremos como a pan —opinaron los
visionarios fascinados por el viaje al futuro.
—Somos como langostas —finalizaron los religiosos ciegos.
—Dios pelea por nosotros —razonaron los visionarios.
Ahora, quiero que leas con cuidado. Tienes unos treinta y
tantos años y aún eres soltera. Has llegado a considerar seriamente que tal vez nunca llegues a casarte. No encuentras
el hombre ideal y presientes que vas a morir «doncella por
antigüedad», la sola idea de no tener con quien compartir
tu amor te aterra. Pero olvidé decirte que, además de predicador y aprendiz de escritor, soy un científico loco. Acabo de
inventar una máquina del tiempo y quiero estrenarla con alguien, si te parece bien, podemos hacer un viaje, digamos, al
año 2020. No es nada serio, solo hablo de echar un vistazo a
tu futuro.
¿Te fascina la idea?, sabía que podía contar contigo. I ngresas, apretamos los botones correctos, calibramos las
coordenadas correspondientes, y allí vamos.
I magina que te ves, no solo felizmente casada, sino además, rodeada de unos tres bellos niños. A decir verdad, has
engordado un tanto, pero no es lo que más importa. Observa
con cuidado, allí está él. Es como te lo imaginabas, alto, bien
parecido, y está trabajando en el jardín mientras que el
molesto perro no deja de ladrarle a la cortadora de césped.
¿Viste eso?, hasta tienes un perro, realmente puedes sentirte una joven afortunada.
Pero tenemos que regresar, nunca te dije que vinimos para
quedarnos. Tu tiempo aún no es este. Si te quedaras, podrías
interferir con tu propio yo y encontrarte contigo mis-ma, y
eso ocasionaría un golpe cósmico. Esto es solo un adelanto de
tu vida, un paneo general de lo que vendrá.
Ahora bien, ¿cómo crees que te sientes?
Después de haber visto tu futuro... ¿crees aún que podrías
preocuparte por morir soltera? Claro que no, estuviste allí y
sabes lo que vendrá. Ahora puedes dedicarte a disfrutar tu
presente y tu soltería en vez de maldecir el presente. Pero
convengamos en que te has transformado en una visionaria,
viste demasiado como para dejarte que la vida te pase por
encima.
Sigamos con el experimento, que pase el que sigue.
Miren a quién tenemos aquí. Me miras sorprendido y opinas que nunca serás un hombre de Dios. Si no me equivoco,
crees que no calificas para el campeonato espiritual, tienes
ESA EXTRAÑA RAZA DE VI SI ONARI OS
demasiados hábitos ocultos como para creer que Dios tenga
planes con tu vida. Pero claro, a ti tampoco te hablaron de mi
máquina del tiempo.
Súbete y vayamos juntos al 2012, no es tan lejano. Observa el imponente estadio del futuro. Miles de personas
pugnan por ingresar al predio, vienen de todas partes del
mundo. Formémonos en fila como los demás, aquí nadie nos
conocerá. Dicen que este predicador es usado tan poderosamente por el Señor que varios jefes de estado le han solicitado entrevistas. Hasta la CNN se alinea para obtener las
mejores imágenes de la cruzada. Y ahora, mi distinguido pasajero del tiempo, prepárate para el impacto de lo que vas a
ver. Observa al predicador saliendo al escenario central.
¿Ya viste quién es?
¡Sabía que no ibas a poder resistirlo!
Casi te desmayas de la emoción. Eres tú mismo, con algunos años más. El bigote no te queda del todo bien, pero lo
importante es lo que Dios hace contigo. Los paralíticos corren
desaforados por el estadio, la gente se aglomera para hacer
la oración del penitente. Realmente tienes un mensa-je
demoledor.
Pero debemos regresar.
Por favor, no hagas las cosas más difíciles, sé Jo que darías por quedarte el resto de la reunión y ver tu sueño cumplido, pero solo se trata de un vistazo.
La misma pregunta que le hice a la dama, ahora que estamos de regreso. Después de lo que viste, ¿aún te preocupa
el ministerio o si Dios va a usarte? La respuesta es obvia, claro
que no. Viste demasiado como para detenerte en pequeñeces
del presente.
El visionario ya estuvo en donde los demás aún no ingresaron. Él ya vio la película. Ahora solo queda esperar el estreno mundial, para que el resto la disfrute.
Por eso es que los que están un paso más allá, los que
ingresaron a su futuro, casi nunca pueden disfrutar su
presente.
Liliana, mi esposa, me ha enseñado a vivir un día a la vez.
Ella siempre dice que es muy difícil convivir con alguien que
ya estuvo en su futuro, porque puede cometer el gravísimo
error de perderse el presente.
Cuando Dios te permite ingresar en tu futuro y te embriaga con una visión, es para que aprendas a disfrutar lo que
tienes ahora y para que a cada minuto, hagas algo que haga
que valga la pena tanta gracia invertida en tu persona.
Los visionarios tienen a favor que ya estuvieron ahí, pero
pueden cometer el error de no bendecir su sala de espera. La
soltería pasa una sola vez. Los hijos pequeños corretean por
tu hogar solo mientras son pequeños. Hay que vivir ca-da
minuto sabiendo que ya no regresará.
Una vieja y conocida canción de un popular intérprete latino, dice:
De tanto correr por la vida sin frenos,
Me olvidé que la vida se vive un momento,
De tanto querer ser en todo el primero, Me
olvidé de vivir, los detalles pequeños.
El hecho de visionar el futuro tiene que lograr relajarte y
darte la tranquilidad de que Dios ya estuvo en lo que viene, y
nada ni nadie lo puede modificar. Josué y Caleb contaban
con eso. Ni siquiera otros cuarenta años por el desierto hicieron que olvidaran lo que habían visto.
Semillas y cheques posdatados
I magínate que compras semillas de tomate. Remueves las
hierbas molestas, abonas la tierra, rastrillas el suelo y
plantas tus semillas. Cada tanto, excavas el lugar, riegas la
zona y , esperas. Nadie sabe lo que hay bajo tierra fuera de
ti. Tú plantaste semillas de tomate y eso es lo que esperas
que germine.
Cuando el tiempo se cumpla y tus plantas de tomate asomen a la luz, vendrán los que antes no veían nada y harán
los comentarios pertinentes al caso:
—¡Uao! ¡Qué buenos tomates!
—¡Quién se hubiese imaginado que estas bellezas rojas
crecieran en tu huerta!
—¡Se me hace agua la boca solo con imaginarme una gran
ensalada!
Todos están sorprendidos, todo el mundo lo disfruta. Pasen y vean, la gran atracción turística, observen y deléitense
con los increíbles e inimitables tomates que conmueven al
planeta.
Solo hay alguien que aparenta no disfrutarlo, o por lo
menos no parece sorprendido: el visionario.
No te culpes, sucede que ya lo habías visto mucho antes.
Si viajaste hasta el almacén e invertiste tu dinero en semillas
de tomate, abonaste la tierra fértil, e hiciste lo que se suponía que hicieras... ¿qué esperabas que creciera? La respuesta
es más que lógica: ¡Tomates!
Mientras el gentío se deleita con tu flamante plantío e
imagina unas frugales ensaladas, tú ya tienes otros proyectos bajo tierra. Otras semillas que germinan y se bifurcan bajo la misma huerta.
De eso se trata. El visionario ya estuvo en su futuro y sabe lo que sencillamente ocurrirá cuando el sol vuelva a aparecer en el horizonte. El no se sorprende del lugar donde ya
estuvo. Es por eso que los que están adelantados tampoco
están capacitados para disfrutar de lo que alcanzan. Tienen
la sed del oro. Van por más. Quieren el campeonato. No
pueden detenerse a observar el diploma que pende de la
ESA EXTRAÑA RAZA DE VISIONARIOS
pared. Ellos quieren hacer la milla ext ra. Otro round. Una
vict oria más.
Antes de realizar nuestra primera gran cruzada, tuve una
visión. Fue en el año 1991. Recuerdo que caminé en el espíritu por todo el imponente estadio Vélez Sarsfield. Recorrí
cada pulgada del lugar. Subí cada grada y observé con
cuidado cada detalle del sitio. Y lo vi colmado de jóvenes de
todos los puntos del país. No existía la más remota posibilidad de que eso ocurriera, era una perfecta utopía, un joven
desconocido no poda alquilar ese estadio y mucho menos, en
base al sentido común, soñar con que se colmara con
una multitud.
Cuando la visión terminó, sentía que efectivamente yo
había estado allí. Y me comporté como que era lógico que
todo lo que había visionado iba a ocurrir, así de sencillo.
Había hecho un viaje a mi futuro y ahora estaba de regreso, enfrentándome a la realidad.
Cuando al fin se concretó la cruzada en 1996, el único
que no estaba sorprendido era este servidor. La gente
aplaudía azorada mi plantación de tomates, pero yo la había
disfrutado mucho antes, cuando compré las semillas en
mi visión.
Uno de los secretos fue que creí en las semillas que había
adquirido y, por consiguiente, me comporté como el dueño
del plantío.
Aún recuerdo lo que sentí en mi interior, luego de tener
aquella visión. Nada alrededor había cambiado, mi entorno
continuaba inerte. El teléfono no comenzó a sonar y nadie vino a nuestra puerta a ofrecerme un ministerio o un puesto en
la iglesia. Pero algo se había transformado en mi interior. Me
sentía el «Pastor de los Jóvenes». Apenas tenía las semillas y
solo yo podia disfrutar lo que estaba bajo tierra, pero eso bastaba para sanar mi estima y alegrar mi presente. Cambió mi
ESA EXTRAÑA RAZA DE VI SI ONARI OS
manera de levantarme de la cama y me puso erguido. Mi mirada adquirió otra personalidad y mi andar era seguro. Para
aquel entonces, la mayor multitud que me oía predicar era un
puñado de quince jóvenes, que soportaban mi inexperiencia
con mucha valentía y arrojo. Pero yo me sentía un predicador
de multitudes, había estado en mi futuro, y no cabía la menor duda de que eso iba a ocurrir.
Ahí es cuando te bañas, duermes, respiras, amas y lloras
a través de la visión. No es un proyecto lo que te man-tiene
vivo, -es tu futuro el que consume cada minuto de tu
presente.
¿Te sientes identificado? Solo déjame que avance un poco
más.
Ya llevamos siete capítulos juntos y creo que me he ganado tu confianza. Si te doy un cheque por un millón de dólares, pero posdatado... ¿crees que puedes confiar que ya eres
millonario?
Si me dices que no, herirás profundamente mi sensibilidad.
Si para ti soy una persona confiable, no veo por qué debes dudar de que ya eres millonario. El único detalle es que
no puedes cobrarlo ahora, el cheque es para dentro de un
año y dos meses, para ser exactos. Tiene el logotipo del banco, mi firma auténtica y los seis ceros que se necesitan. Ahora
eliges cómo quieres vivir: o maldiciendo y desperdiciando tu
presente, o levantas el ánimo y te paras derecho, sabiendo
que en tu bolsillo tienes un cheque por cobrar.
Cuando el calendario coincida con la fecha estampada en
tu cheque, irás al banco y lo harás efectivo. Si siempre has
confiado en mí, lo normal es que no te sorprendas. Te lo entregó alguien confiable, se suponía que el cheque era mucho más que papel pintado.
Si tu visión proviene de Dios, no cuentas con el lujo de la
duda. Él es confiable, su banco tiene solidez y hasta te
permitieron entrar a la bóveda y observar tu dinero a
cobrar en un futuro cercano. Eres un cheque posdatado.
¿Te da nervios la soltería?
Cuestión de tiempo.
¿Te parece que los ministerios y los dones te esquivan?
Observa tu cheque.
¿No consigues el empleo ideal?
Haz una llamada a tu banco y pregunta si tu dinero aún
sigue ahí.
Aquella profecía ¿tarda en cumplirse?
Da un pequeño paseo por la bóveda del banco.
¿Aún no eres correspondido en el amor?
Vuelve a abonar la tierra.
¿Quisieras ser parte de un gran avivamiento?
Mira la fotografía de los tomates en tu bolsa vacía de
semillas.
Cuestión de tiempo.
Los visionarios casi no disfrutan el presente porque han incursionado en su futuro. No se detienen en una victoria o un
sueño concretado, porque ya estuvieron allí antes. Y como el
viejo soldado Ryan, sienten que cada minuto de sus vidas vale oro. Tienen una deuda eterna con la cruz y con aquel que
los llevó a observar los años que estaban por delante.
No busques a un visionario en el parque de diversiones.
Tampoco los encontrarás en grandes ágapes o confraternidades tediosas. Mucho menos integrando burocráticos comités pastorales. No pasan su vida jugando al tenis o mirando televisión.
Ellos van por la conquista, quieren el oro de la medalla,
el cinturón y la corona.
Están unos quince o tal vez veinte años adelantados.
Pertenecen a esa extraña raza de visionarios y vieron demasiado corno para estar quietos.
Hombres de negro
Los dos visten de negro y usan lentes oscuros.
Caminan sin prisa, y cualquiera se daría cuenta de que están profundamente preocupados. El largo pasillo, tenebroso y
siniestro, se dibuja ante ellos como una premonición de lo
que les espera adelante, en cuestión de instantes. Casi no
hablan, pero los dos sienten lo mismo. Ese sentimiento agobiante e insoportable: el miedo. Uno de los dos rompe el silencio.
—¿Quién se lo dirá al jefe?
El otro casi no contesta, solo se le oye un murmullo. Un
rezongo, tal vez. Acaso porque sabe que lo inevitable es inminente. Cruzan el frío pasillo y la compuerta se abre en
medio de un chirrido lúgubre. Casi no hay oxígeno y la atmósfera está viciada. Los oscuros visitantes solo ven el imponente sillón rojo de espaldas. Apenas divisan la silueta de
su superior en medio de una espesa bruma. Uno de los
hombres de negro está sudando. El otro, apenas puede respirar del miedo. El jefe no pregunta, solo espera en silencio el
reporte.
HOMBRES DE NEGRO
—No pudimos... —el hombre se arregla la garganta—,
mejor dicho, no hay nada que podamos hacer.
El jefe sigue de espaldas, no ha dicho nada, pero ellos
saben que está muy enojado. Suele perder el control
cuando oye que una misión ha fallado. Por eso, los
hombres de negro están temblando. Pero esta vez no hay
gritos, no hay histeria. El jefe sigue de espaldas y se percibe
una honda frustración en sus palabras. Suena cansado.
Apenas, casi imperceptiblemente, mueve sus huesudos y
largos dedos.
— Deben tener algún punto débil —dice—, un talón de
Aquiles. ¿Seguro que lo probaron todo?
—Todo, jefe. Los hemos llenado de tentaciones las veinticuatro horas, tratamos de hacerles sentir culpa y autocompasión, pero sin resultados. Tratamos de llenarlos de odio y
resentimiento, pero los desgraciados tienen un anticuerpo.
Agotamos todas las armas con ellos.
— ¡Tienen que tener alguna maldita debilidad! —dice el
tenebroso jefe mientras cierra su puño derecho—, recuerden
que solo son mortales. ¿Probaron con pensamientos impuros y obscenos? ¡El arma de la pornografía y la obscenidad
siempre los afecta hasta destruirlos!
—No funciona con ellos. Vuelven a levantarse cada vez.
Tienen la estirpe de la nueva generación. Son temerarios,
forman parte del último escuadrón. Son una amenaza latente contra nosotros. No logramos quebrarlos, viven en estado
de alerta. Tienen corazón de caballeros.
—Lo sé —responde el jefe entre dientes—, mientras se sigan levantando jóvenes así, no tendremos un minuto en
paz, y lo peor es que dejaron de defenderse y ahora los
desgraciados nos atacan.
—Además reciben entrenamiento continuo, jefe. Un
adiestramiento de guerra. Los están adiestrando para una
lucha sin cuartel, sin treguas, y si esto continúa, se levantaran otros como él. Arrasarán los colegios, las universidades,
las oficinas. No jugarán al evangelio, serán cristianos llenos
de pasión. Completamente radicales. Nos perdieron el miedo.
Y ya se dieron cuénta por dónde pasa la verdadera batalla.
—ojalá se quedaran entre las cuatro paredes cantando
coritos, serían indefensos. Hemos visto desfilar generaciones
enteras de ese modo. Pobres ovejitas suplicando piedad.
—¿Está bromeando? Estos son de los que no se conforman con reuniones sociales, con confraternidades ridículas.
Esta generación tiene sed de conquista y no se detendrán por
nada. Tienen la sed del oro, quieren ser campeones.
Sencillamente son diferentes. Quieren invadirlo todo en el
nombre de Jesucris... bueno, en el nombre de quien usted ya
sabe.
Debajo del cuadrilátero
Hace poco, me contaron una anécdota que protagonizó un
conocido pastor amigo, que fue citado por un importan-te
comité de ministros y teólogos. Estaban intrigados por los
mensajes de este prestigioso orador y fueron directo al grano. Le dijeron, sin rodeos, que les diera una razón por la cual
jamás mencionaba a Satanás en sus mensajes. Nunca hacía
referencia al diablo ni a sus huestes.
El predicador se reclinó sobre su silla e hizo un gesto como intentando recordar. Luego de un extenso silencio, frunció el ceño y dijo:
—Satanás... Satanás... me suena conocido. Si mal no recuerdo debe ser aquel que la Biblia menciona que fue vencido y aplastado en la cruz, ¿verdad?
Los demás asintieron en silencio.
—Entonces tendrán que disculparme —agregó—, sucede
que paso tanto tiempo con Dios, que no me resta tiempo
HOMBRES DE NEGRO
para dedicarlo a personajes derrotados. En mi lenguaje no
me permito incluir a los vencidos.
Los que estuvieron en aquella reunión dicen que nadie
pudo discutir ni agregar nada a lo que el hombre de Dios había dicho. Su razonamiento era inobjetable.
Durante años y generaciones enteras, nos hemos pasado
el tiempo teniéndole pánico al diablo. Desde que conocemos
a Jesucristo, se nos dispara al subconsciente que en cualquier
momento el equipo contrario puede ganar la batalla. Inclusive
los libros más vendidos tienen que ver con aquellos que
invierten sus páginas en tratar de definir y des-cubrir cómo es
el enemigo.
El común denominador con el que me he enfrentado cada vez que Dios me puso ante una multitud de jóvenes, fue
el terrible miedo implícito que ellos sienten hacia Satanás. La
guerra espiritual pareciera ser la única y determinante arma
secreta y vital para una vida victoriosa o un verdadero
avivamiento.
Es como si el Señor hubiese dicho que logró vencerlo un
poquito, pero que como no pudo completar la obra, nosotros
tenemos que terminar de derrotarlo.
Quiero que leas con atención lo que trato de decirte:
Satanás está vencido.
Sin poder.
Derrotado.
Acabado.
Terminado.
Destruido.
En la lona.
La cruz acabó con ese bravucón.
Y un gran secreto: Le tiene terror a los campeones.
Cuando un boxeador logra alcanzar su título, si lo desea,
ya no tiene que volver a pelear. No tiene nada que demostrar, ya ha logrado superar a los que disputaban su cinturón.
Pero si aparece alguien que lo desafíe, el único que puede
autorizarlo para una pelea... es el propio campeón. Si el dueño de la corona no le autoriza la pelea, no importa lo que diga, no podrá subir al ring.
El día que entiendas que —a través de la gracia y el sacrificio redentor—, el Señor te entregó el cinturón de ganador,
absolutamente nadie podrá subir a tu ring. Estarás por encima. Con tu título. Lo único que puede hacer el perdedor es
intentar desafiarte debajo del cuadrilátero. Pero no está a tu
nivel, a menos que se lo permitas.
En el huerto de Edén, Dios sentenció a la serpiente, que
se arrastraría por el polvo. Ese es el nivel que le corresponde
al enemigo: arrastrado, ni siquiera está en el ring, y el única
que lo puede autorizar a subir eres tú mismo. Cuan-do logras
entender la dimensión de estas palabras, descubres que el
enemigo no está preocupado en atacarte, sino en
defenderse.
Lo curioso de la guerra espiritual es que hemos errado en el
blanco a atacar. El fatídico 11 de septiembre, personajes
siniestros tuvieron por objetivo destruir uno de los mayores
exponentes arquitectónicos de la gran manzana, las Torres
Gemelas. Ni siquiera a sus mentes perversas se les hubiese
ocurrido atentar contra el arquitecto o el diseñador de las torres. El blanco era el símbolo del poder financiero del país.
Cuando el cristiano cree que la guerra espiritual se reduce
a reprender demonios u ordenarle a Satanás a los gritos que
salga fuera, en realidad, solo intenta librar una batalla con el
arquitecto, el diseñador de un sistema perverso, pero no
afecta su obra. Mientras perdamos nuestro valioso tiempo en
inútiles griteríos místicos, el sistema diabólico seguirá
arrastrando almas al infierno.
El problema ya no es Hitler, sino el nazismo.
El problema no es el diablo, sino sus obras.
HOMBRES DE NEGRO
Cuando no tenemos claro el objetivo y pensamos que la
guerra es con Satanás, es cuando comenzamos a tenerle
miedo, y esa justamente es la manera que él tiene para hacerte bajar del ring o permitirle subir a él. Olvidamos que lo
que tenemos es mayor que cualquier cosa de afuera. Creemos
que esta victoria es pasajera porque, tarde o temprano, el
enemigo vendrá por la revancha. Consideramos que nun-ca
podremos ser campeones, ignorando el cinturón que por
gracia sostiene nuestro pantalón.
N o digo que no tengas que estar alerta, sino que cuan-do
sepas el nivel en el que el Creador te puso, ya no perderás tu
tiempo escuchando a torpes que gritan debajo del
cuadrilátero.
Juguet es del Comando Est elar
Veamos si te lo digo de esta forma. Soy padre de dos hermosos varones, Brian y Kevin. Así que puedo considerarme un
experto en videojuegos (no los practico, pero conozco to-do
el árbol genealógico de Mario Bross). Podría hacerte una visita
guiada por las habitaciones de mis niños y contarte las
cualidades de Spiderman y los X-Man, estos últimos son bastantes complicados de entender, pero sé que el hombre araña está perdidamente enamorado de su vecina.
Y también, obviamente, sé todo lo que puedas imaginar-te
acerca de las películas animadas. Soy casi un crítico en el
género, he visto esos largometrajes cientos de veces, conozco
las canciones, los secretos del Rey León y sé por qué la Bella
ama a la Bestia.
Pero hay una en particular que me recuerda a algunos
cristianos tipo Toy Story. Más puntualmente, el singular Buzz
Lightyear, es mi personaje favorito.
¿Tienes hijos? Entonces debes saber de lo que te hablo.
¿N o l o s tienes? Entonces deberías tenerlos. No puedes
pasar por esta vida sin conocer la fascinante película acerca
del mundo de los juguetes.
El guión muestra la vida de los juguetes de un niño y el
amor que sienten al saber que forman parte de su niñez. Todos son juguetes y lo saben, excepto uno: Buzz Lightyear,
que es un robot que acaba de arribar a la casa. Él cree que
realmente pertenece al Comando Estelar y está convencido
de que llegó a la habitación del niño porque hubo un error
en las coordenadas de su nave espacial. El pobre muñeco articulado cree que vive una guerra espacial y se defiende activando su «rayo láser paralizador».
«¿En verdad crees que ese es un rayo láser?», le pregunta
incrédulo un pequeño vaquero del tamaño de una Barbie,
«ano te das cuenta que es solo una lucecita? ¡Eres un
juguete!»
Pero Buzz prefiere creer que tiene un gran arma secreta
en s u mano derecha. Y que su caja de embalaje es su nave
espacial. Está absolutamente convencido de que viene de
una lejana galaxia, a pesar de que en su espalda dice «Made in Japan» [ Hecho en Japón] .
Finalmente, otro juguete se harta y le levanta su casco espacial. Y Buzz cree que va a morir por respirar el oxígeno terrestre. Se ahoga, tiene convulsiones, espasmos, hasta que
se da cuenta de que todo es su ilusión, el aire no lo daña. A
decir verdad, pronto descubrirá que no es un superhéroe espacial... sino un nuevo juguete en serie.
A través de los años, he visto a muchos cristianos que se
parecen a Buzz. Podrían vivir con naturalidad, pero prefieren
creer que vienen de una galaxia lejana. Deberían darse cuenta de que esa caja de embalaje es la interminable gracia que
les permite caminar y decidir, pero prefieren pensar que es una
nave espacial de poder. Olvidan que tienen la inscripción de
«Made in Dios» en la espalda para dar lugar al pensamiento
HOMBRES DE NEGRO
de que están en una guerra interplanetaria. Podrían ser sal y
luz donde hay sinsabores y oscuridad, pero jamás se quitan su
casco transparente-espacial, para no contaminarse.
Y por supuesto, viven apuntando al enemigo con su lucecita de color, pensando que es un imponente rayo láser paralizador. Gritan y reprenden, hacen mapeos geográficos y
tomas simbólicas de ciudades. Viven una guerra que nadie
declaró, cuando podrían sentirse campeones y levantar los
brazos en el ring.
El diablo solo puede andar como león rugiente alrededor
de los ganadores, pero no puede tocarte si traes el cinturón
puesto. Dicho sea de paso, un león que ruge es aquel que
no tiene garras ni dientes y está acabado. No tiene autoridad
para darte pelea, si tú no se lo permites. Tú eres su pesadilla y no lo contrario.
Cuando logramos entender este concepto, ya no perdemos tiempo en un arquitecto derrotado, sino en sus obras,
en su sistema perverso. Pero los Buzz Lightyear, en lugar de
marcar una diferencia en la sociedad, prefieren atacar al
enemigo con su «lucecita de color».
¿Para qué cambiar el rumbo de un gobierno corrupto integrándose en el ámbito político como José en Egipto, cuando pueden reprender desde su habitación?
¿Para qué cambiar las leyes injustas y parciales de una nación, preparándose en una universidad, cuando pueden pasar
su vida tocando un teclado y cantando dentro de la iglesia?
¿Tiene sentido capacitarse para ser un juez incorruptible,
un abogado imparcial o un empresario que invierta en el reino, cuando se puede dar solo siete vueltas simbólicas e irse
a mirar televisión a casa?
Pereza disfrazada de guerra espiritual. Falta de compromiso con un mundo agonizante disfrazado de guerra interplanetaria. Lucecitas paralizadoras donde debería haber und
contracultura.
No ganamos la batalla atacando al diseñador del sistema.
No ganamos el título enfrentando a alguien que está derrotado. No podemos darnos el lujo de seguir peleando con Satanás, cuando el verdadero problema son sus obras.
Un orador muy reconocido dijo una vez que descontextualizamos que nadie es salvo por obras para no tener que
amar, para no tener que comprometernos demasiado.
Los verdaderos campeones no pelean para llegar a la victoria, simplemente retienen el título. El cinturón es algo que
el verdadero Héroe te entregó por pura gracia, pero eso te
habilita para el primer lugar, no es discutible.
Ahora, como campeón, puedes utilizar tu influencia para
cambiar algunas cosas. Puedes revolucionar la facultad y
afectar el sistema de tu trabajo. Puedes cambiar los códigos
de tu ciudad y prepararte para las ligas mayores del gobierno. Puedes dar vuelta al concepto lujurioso del entretenimiento y generar nuevas ideas revolucionarias y santas. Puedes demostrar que es posible ser rico sin tener que estafar o
ser un trepador inescrupuloso.
O claro, puedes colocarte el casco anticontaminante y jugar a la guerra espacial.
Un amigo periodista, que además es un excelente profesional, me dijo que en ocasiones, algunos cristianos se parecían
a un singular padre de familia que compra un automóvil.
Es el auto de sus sueños, imponente, marca alemana. Lo
estaciona dentro de su garaje y le quita las cuatro ruedas,
que reemplaza por unos soportes de ladrillo. I nvita a su esposa y sus tres hijos a subirse para dar un paseo, le da
arranque al motor, coloca música rock en su estéreo,
enciende las luces y aprieta el acelerador. En cuestión de
minutos el garaje es invadido por una intensa humareda y un
espantoso olor a aceite y combustible quemado. El ruido del
motor mezcla-do con la música que proviene del vehículo
hacen un cóctel ensordecedor.
El automóvil soñado, mucha bulla, pero no se ha movido
del garaje: no tiene ruedas. Este curioso dueño del flamante
auto se parece a los cristianos que no entendieron por dónde pasa la verdadera batalla espiritual. El ruido y la música
por sí solos, no amedrentan al enemigo. El humo y el aroma a
combustible quemado no lo espanta.
Ahora, acompáñame otra vez a ese tétrico lugar y oigamos el resto de la conversación, antes que finalice.
Los hombres de negro contemplan en silencio a su siniestro comandante, aguardan con respeto una respuesta.
Por primera vez, el jefe se pone en pie. La bruma sigue
siendo aplastante y densa. Una honda preocupación invade
el lugar. El jefe mira a sus dos mejores emisarios y les ordena, con un chasquido de dedos, que se retiren de su vista.
No quiere verlos ni oír más. Sabe que perdió y le duele a su
endemoniado orgullo.
«No puedo permitir que destruyan lo que construí con
tanto esfuerzo», dice, «perder con teólogos es más dignificante y hasta entretenido, pero no puedo luchar contra una
generación diseminada por toda la ciudad».
Nadie habla en las esferas del averno. No hay nada que
festejar ni agregar cuando la misión fálla. Satanás contempla
su derrota, impotente y sus servidores tienen temor, mucho
temor. Acaso porque saben que una nueva estirpe está siendo entrenada para vencer o morir en el intento. Y, acaso, porque también sospechan que les han perdido el respeto.
Están sobre el cuadrilátero.
Y los hombres de negro tienen miedo.
El divin o sh ow m a n
Los niños le tienen pánico y las damas de la ciudad no
hablan de eso. Los jefes de hogar aconsejan a sus hijos a
alejarse de él. Dicen que es muy peligroso y nadie sabe lo
que sería capaz de hacer. Lo llaman «el loco del cementerio», aunque algunos afirmen que en realidad no es esquizofrenia sino un viejo demonio lo que lo atormenta. Es parte de la leyenda urbana de la pequeña ciudad. Aunque moleste e indigne, forma parte del oxidado inventario de la gris
sociedad.
En algunas macabras noches de campamento, al lado de
una fogata, se cuentan historias increíbles de este siniestro
personaje. Un viejo patriarca les dijo a sus nietos que una
vez, hace muchos años, un grupo de muchachos inexpertos
intentaron entrar al cementerio para maniatarlo con
cadenas. Pero dicen que el loco rompió los grilletes como si
se tratara de un hilo de seda. Tiene una fuerza diabólica y
sobrenatural.
Se dice por ahí, que alguna vez fue un reconocido abogado, pero quedó así desde que descubrió a su mujer engañándolo con su mejor amigo. Otros disienten con esa historia
y afirman que es producto de un pacto satánico de su madre,
a cambio de riquezas, y que lo dejaron abandonado junto a
un sepulcro cuando era niño. Algunos pueden jurar que vio
suicidarse a su hijo y jamás se perdonó no haberle brindado
de su tiempo, y es por eso que se autoflagela con piedras
hasta sangrar. Pero la historia más fuerte es la que dice que
alguna vez fue un famoso magnate de alguna tierra lejana y
qúe su ambiciosa esposa le hizo ingerir unas extrañas drogas
que le quitaron sus facultades mentales y lo empujaron a
vagar por el mundo, hasta dar con el cementerio de la
ciudad.
Sea lo que sea, «el loco del cementerio» hiela la sangre con
solo mencionarlo y se oculta tras los enmohecidos sepulcros.
En pocos minutos, alguien cambiará la historia de la leyenda urbana para siempre.
El Maestro desciende de la barca con su sonrisa part icular.
Alguien detrás de él le cuenta un chiste, tal vez sea Pedro,
que está intentando distender a su amigo luego de tan-to
trabajo. Juan está orillando la barca, mientras Tadeo aún
recuerda la tormenta que anoche casi acabó con ellos, mientras baja unas maletas.
De pronto, la calma se interrumpe en forma abrupta. Alguien desencajado y fuera de sí, grita desaforadamente. Es-tá
desnudo, empapado en sangre seca y huele muy mal. Pedro
intenta proteger a su Maestro, mientras unos niños, que
conocen al loco sonríen ocultos detrás de unas rocas.
Pero el Maestro no necesita guardaespaldas. lnexplicablemente, el singular atacante se tira de rodillas ante él y
comienza a implorar. Ruega piedad. Algunos vecinos curiosos no pueden oír la charla, pero observan el cuadro desde
lejos. El loco y el forastero. La leyenda urbana y alguien
que pareciera conocerlo, aunque no viva en esta ciudad.
El recién llegado hace un par de preguntas puntuales y
luego señala unos cerdos. No hay ademanes ampulosos, solo órdenes precisas. De pronto, unos dos mil puercos enloquecen, gritan, se muerden entre sí y asombrosamente, se
suicidan cayendo al mar, desde lo alto de unas rocas.
«EI loco del cementerio» se reincorpora y los curiosos lo
ven sonreír por primera vez. Alguien le alcanza un abrigo y le
ofrece un buen baño a la orilla del mar. Milagrosamente,
recuperó su juicio cabal. Y el Maestro sigue sonriendo, mientras observa al último de los cerdos ahogarse.
Pudo haber liberado al gadareno de otra manera, tal vez
un tanto más formal. Tal vez debió haberle impuesto las
manos y el loco se hubiera caído hasta quedar libre. O quizá
debió llevarlo a un templo y orar por él como corresponde,
sin mucha alharaca. Pero ese no es el estilo del Maest r o.
Jesucristo es un creativo nato. Un show m an innovador y
desestructurado.
¿Quieres seguir viéndolo en escena? Acompáñame al otro
lado de la ciudad y desterníllate de la risa con lo que vas a ver.
Un ciego se acerca para pedirle que lo sane. Y otra vez, el
factor sorpresa. Podría imponerle las manos y sanarlo. O tal
vez ordenarle a Felipe que toque el teclado «y preparar el
ambiente para los milagros». Quizá podría hacer un soplido
leve sobre los ojos del no vidente. Pero ese no es su estilo.
Jesús observa de reojo a los doctores de la ley que lo observan detrás de un árbol. También se percata de unos fariseos
curiosos que miran detrás de los sucios vidrios de una ventana. Y entonces intenta llamarles la atención. Y tiene una
ocurrencia. Una innovadora y flamante manera de sanarlo.
Escupe en la tierra, prepara Iodo, improvisa un parche de
barro sobre los ojos del casual amigo y lo envía a lavarse a
un estanque. En pocos minutos, el ciego gritará a los cuatro
vientos que recuperó la vista. Cae el telón, el público
EL
sorprendido aplaude de pie y el excéntrico Hijo de D i o s saluda
sonriendo.
Los discípulos no pueden acostumbrarse a su estilo. Improvisa un almuerzó gigantesco, multiplicando peces y panes
como por arte de magia. Lo invitan a una boda y no tiene
mejor idea que transformar el agua en un buen vino de
excelente cosecha. Les dice a sus amigos que se le adelanten
con el bote y se les une a mitad de la travesía, caminan-do
sobre el mar. Es creativo, innovador, todo un artista de la
escena.
Es increíble como a través de la historia, se nos escapa el
detalle de la creatividad divina. Tal vez porque al ser humano
ordinario no le gustan los cambios, prefiere lo conocido, el
estilo en serie, lo estándar. Por esa misma razón, D i o s le dice
a Josafat que abandone las armas y prepare una gran
orquesta, mientras los rivales se matan entre sí.
Tal vez, por esa misma razón, le ordena a Josué dar unas
singulares vueltas a Jericó. O le diga a Moisés que mantenga
las manos en alto para hacer diferencia en la batalla. Indudablemente, D i o s no gastó todos sus recursos en los seis
días de la creación, sigue generando ideas innovadoras a través de la historia. Y es por eso que su Hijo se le parecía a la
hora de entrar en escena. Y es por eso.que debiéramos parecernos a él también. Pero lamentablemente, muchos consideran a la creatividad una falta de respeto.
Los campeones en cualquier disciplina, que han marcado la
historia de la humanidad a través de los siglos, fueron aquellos
que le imprimieron un estilo nuevo a lo que hacían.
Y obviamente, generaron controversia.
«¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los
ancianos?», preguntaban incrédulos aquellos que no podían
concebir un cambio. Amaban la tradición, veneraban la doctrina, se inclinaban ante la ley, pero se perdían al Hijo de D i o s .
D I V I N O SHOWMAN
La religión fue la autora intelectual del crimen de Cristo, los
romanos fueron apenas los ejecutores. Obediencia debida a
los teólogos de la época.
Una iglesia que at rasa
E s increíble ver a miles de jóvenes apresados en la celda
de la rutina. Sin creatividad, sin correr riesgos, atiborrados de
métodos ya probados, envueltos en la tradición o en el «porque sí».
Los jóvenes cristianos del 2003 observan las generaciones
pasadas y creen revolucionar el dogma por mover de un la-do
a otro algunos estandartes. 0 creen que dejan fluir la
creatividad divina por danzar hasta sudar por completo o
realizar alguna que otra coreografía al compás del último coro de moda. Otros se consideran pioneros por formar una
banda de rock cristiano o predicar sin corbata. Pero no es la
música lo que te hará innovador o una camisa hawaiana al
momento de pararte detrás del estrado.
La creatividad no es una postura, es dejar fluir lo nuevo de
Dios, aunque eso no sea compartido por el cónclave de la
tradición. Hace unos diez o quince años pensar en una noche de concierto o una coreografía de mantos o estandartes,
hubiese sido una herejía. Pero ahora, es tomado como parte
de «lo medianamente aceptable» dentro de nuestro cerrado
contexto religioso.
Tenemos nuestro propio lenguaje, nuestras propias canciones, nuestra manera de saludarnos y hasta nuestra manera de vestir. Nos queda perfecto. Sabemos qué se nos está
permitido y lo que ni siquiera se nos ocurriría pensar.
Nuestra idea de reunión creativa e innovadora es un mensaje ofrecido por el grupo de mimos de la congregación, que
harán su pantomima durante los tres minutos de una canción,
E L DIVINO S H O W M A N
y luego pasará el pastor de jóvenes a pedir disculpas si alguien
se ofendió, explicará que esta también es una manera
diferente de predicar y además tratará de explicar lo que
quisieron decir los mimos, ya que nadie entendió nada.
Para los cristianos, una reunión evangelística debe componerse de tres eternas horas de alabanza, media hora de
adoración, alguien explicando por qué levantarán la ofrenda,
y el mensaje final, no olvidando claro concluir el servicio con
otra eterna media hora de alabanza para despedir a los
feligreses. Los más innovadores, organizan un concierto, con
muchas luces de colores, cantidades industriales de humo
sofocante y un sonido capaz de perforar cualquier tímpano
normal. Esa es nuestra mayor idea de la creatividad para intentar ganar al mundo. Pero alguien tiene que darnos la ma-la
noticia: «La iglesia vive en los años setenta». Hacemos to-do
lo que se suponía que debimos hacer hace unos treinta
años. Nuestro reloj dogmático atrasa horrores y muy pocos,
lamentablemente, se han percatado del asunto.
La mentalidad del cristiano promedio es que si algo resulta,
hay que repetirlo hasta el hartazgo y mantenerlo por los
próximos veinte años. No me imagino a los apóstoles yendo
por la vida, buscando «locos de cementerios» y endemoniando cerdos. Tampoco creo que alguien acarició la idea de
organizar un servicio de «salivadas» en la tierra para sanar a
los ciegos de la región. 0 a una nueva denominación basa-da
en transformar agua en vino.
Nos encanta lo que ya resultó y alguien pagó un precio
antes que nosotros por la innovación. Siempre preferimos
imitar, antes que crear.
Hace poco, llevé a un famoso productor de espectáculos a
un servicio cristiano. Él se considera un «seguidor de lejos»
del Señor. Nunca había visitado una iglesia. Se dedica a
montar y hacer la puesta en escena de grandes obras de
teatro en B r o a d w a y y en las capitales más importantes del
mundo. Su concepto del show es potencialmente elevado. Nos
conocimos en nuestro más reciente proyecto evangelístico,
logramos cierta amistad, y aceptó mi cordial invitación a un
servicio dominical.
Media hora después de lo anunciado, dio inicio la reunión.
Alguien probó los micrófonos una y otra vez, mientras los
músicos improvisaban y afinaban los instrumentos frenéticamente. El baterista parecía quitarse los nervios de una
mala semana encima de su instrumento, antes de comenzar la
primera canción. Finalmente, un joven nos invitó a poner-nos
de pie y comenzó la alabanza. La primera canción duró unos
doce o catorce minutos, la repetimos una y otra vez, primero
las mujeres, luego los hombres, todos juntos, a ca-pella, con
palmas, sin palmas, todos juntos otra vez.
Mi amigo estaba serio. El muchacho que dirigía el servicio
nos pidió que abrazáramos a dos o tres personas y le dijéramos algo así como: «Prepárate para la unción que vendrá
esta noche sobre ti y te dejará lleno de gozo...» y no recuerdo qué más.
Mi amigo estaba más serio aun. Otra canción. Ninguno de
los músicos sonreía, más bien parecía que estaban en trance
o, en el peor de los casos, pensando en otra cosa.
Pasó otra persona y nos volvió a pedir que le dijéramos algo al que estaba a nuestro lado y a dos o tres personas alrededor. Luego pidió un aplauso. El tecladista no entendió la
seña del cantante y entonces pidió otro aplauso, que le da-ría
el tiempo para explicarle la seña al músico.
Mi amigo me dijo al oído que se retiraba.
Mientras se abría paso a la salida, oía con asombro, que el
joven anfitrión les volvía a pedir que le dijeran algo al de al
lado y que luego tendrían que saltar y dar unos gritos de
guerra.
En nuestra cultura, era un gran servicio de alabanza,
E L DI VI NO S H O W M A N
digno de recordar. Para quien acababa de ingresar ala iglesia
po.Lprimera vez, era un enorme grupo de improvisados, sin
creatividad, ni sentido común.
Como es muy educado, trató de disculparse, pero me interesé en su punto de vista. Reconozco que pude haber tomado un atajo religioso. Pude haberle dicho que «él no entendía las cosas del Espíritu» y también pude haberme convencido de «que no resistió la gloria y la unción». Pero preferí ponerme en su lugar, y tratar de oírlo. Quizá podía
aprender algo.
«Me sorprende», dijo, «que no haya nada preparado, ensayado, principalmente si es para Dios, como dicen. Por otra
parte, cuando contrato músicos, tienen la obligación, por
contrato, de sonreír mientras actúan. Ellos... solo tocaban.
Además —agregó— los vi desconcertados, sin ideas de cómo
seguir».
Me quedé en silencio y ensayé alguna explicación. Pero me
percaté de que hacía falta una reforma. Un cambio drástico y
radical de nuestros dogmas y costumbres.
Si una película se extiende más de dos horas, sentimos
que se nos embota el cerebro, lo mismo pasa si un espectáculo va más allá de la hora y media. Pero somos capaces de
tener cinco o seis horas de servicio.
Cierta vez llegué como predicador invitado a un país muy
querido, donde se realizaba un congreso en el estadio p r i n c i p a l . La reunión comenzó a las diez de la mañana, y eran las
cinco de la tarde y habían desfilado tres oradores sin interrupción, yo era el cuarto.
«Predique tranquilo», me dijo el anfitrión a modo de consuelo, «aquí la gente está acostumbrada». Pero la multitud
no estaba «acostumbrada». Tenía un hambre voraz y un
cansancio mental insoportable. «El corazón resiste lo que la
cola aguanta», súele decir un predicador amigo.
Los saludé con amabilidad y los envié a descansar, luego
de enterarme de que habían estado allí por siete largas horas.
No tenemos creatividad, escasea el sentido común. Programamos servicios y congresos para nosotros, pero espantamos al inconverso. Realizamos eventos dirigidos a quienes
se supone que entienden lo que quisimos hacer, pero olvidamos al que no nos conoce ni comprende lo que queremos
hacer o decir.
La r e f o r m a u r g e n t e
Por un momento, vuelve a observar a Jesús. Sana a un leproso y predica en menos de quince minutos. Los sorprende y
los tiene en su puño. Acapara l a atención de sabios e indoctos. Lo comprenden los ancianos y los niños, que lo apretujan para ganarse una sonrisa o un guiño de ojo del Hijo de
Dios.
Se va a otra ciudad, y vuelve a crear algo nuevo, Cambia
el estilo, revoluciona las formas, genera controversias, hace
pedazos a la tradición. Podría apelar a su arsenal de conocimientos eternos y asombrar a los teólogos, pero prefiere la
sencillez de una parábola.
Los hace reír, comparando la fe con un grano de mostaza.
O diciéndole al rico que un camello tiene más posibilidades
que él. Sorprende todo el tiempo. E l no está diciendo al-go:
tiene algo que decir. Pero que no esté sujeto a un pro-grama
no significa que improvise.
Dale una hoja de papel blanco a un religioso y se queja-rá
de que no tiene nada que leer, dásela a un dibujante o escritor y te agradecerá por proveerle material para trabajar.
Lamentablemente, muchos cristianos permiten que alguien
les escriba todo en su hoja blanca. No se permiten soñar con
algo nuevo, porque le sienten un aroma a herejía.
E L DIVINO SHOWMAN
He hablado con decenas de jóvenes que solo conciben dos
maneras de servir a Dios: predicando o tocando la música. Si
no poseen oído musical o no tienen la soltura para predicar
ante la gente, se sienten excluidos del equipo, fuera de las
grandes ligas.
Nuestro dogma tiene que experimentar una reforma
drástica, similar a la que generó Lutero. No hablo de una
postura de transgresión gratuita que hiere sensibilidades, sino una reforma basada en principios bíblicos y calibrada con
el corazón del Señor: las almas perdidas.
Descubrimos la alabanza y nos transformamos en adoradores de la adoración. Hacemos un culto del cántico nuevo
como si se tratara de una fórmula mágica para hacer d e s c e n d e r la presencia de Dios. Legalistas de la libertad: si no
saltas o danzas, eres un extraño, un frío espiritual que está
fuera del mover de Dios; cuando en realidad los que quedan
fuera son los que no pueden descifrar nuestros códigos religiosos internos.
Vivimos en la época de los setenta, excusándonos en que
Dios nunca cambia y en que no tenemos que imitar al mundo. Decir que Dios nunca cambia es desconocer su estilo para crear cosas nuevas, y afirmar que no hay que imitar al
mundo es un contrasentido, todo cristiano medianamente
inteligente sabe que Satanás es el imitador en lugar de nosotros, en todo caso, tiene su reloj en hora, mientras el
nuestro sufre un atraso demoledor.
Nos negamos a cambiar nuestros cultos, pero no soportamos mirar una película en blanco y negro. Disfrutamos
junto a nuestros hijos de los efectos especiales de H o l l y w o o d , pero consideramos que los jóvenes inconversos vendrán corriendo a nuestros servicios solo porque hoy estrenaremos dos coros nuevos.
Nos sorprendemos con la puesta en escena de cualquier
obra teatral de D i s n e y , pero nuestro concepto de llamar la
atencion a los inconversos es danzar de manera irregular al
compás de la adoración. Quedamos boquiabiertos ante la
elocuencia de un político, pero predicamos un sermón extraído de un libro de mensajes de hace cien años atrás. Nos
quejamos si pagamos una entrada para el cine y la película
comienza diez minutos tarde, pero somos capaces de anunciar un servicio a las siete y lo comenzamos cuando creemos
que ya está viniendo la gente.
Seríamos capaces de abuchear a Luciano Pavarotti si desafinara en su ópera prima, pero aplaudimos al líder de alabanza que «desafina para la gloria de Dios».
Pediríamos que nos devolvieran el dinero de la entrada si el
comediante olvidara la letra e intentara llenar sus baches
mentales diciendo: «Salude al espectador que se le sentó a
su lado y dígale: Qué lindo es venir a ver a este comediante
lleno de humor», pero somos capaces de hacerlo durante
horas enteras, si es para el Señor.
No estoy en contra de los saludos o la alabanza o los gritos de júbilo, solo que no tenemos una cultura que impacte
a los que no conocen a Dios. Nosotros lo comprendemos, el
de afuera apenas lo soporta.
Hace unos dos años atrás conocí a un pastor de jóvenes
que no lograba el éxito que quería con su grupo juvenil. A
pesar de sus buenas intenciones, no tenía ascendencia entre
los suyos. Estuvimos juntas tratando de descubrir el problema. De pronto, se me ocurrió hacerle una pregunta: «.Cuál
es tu sueño? ¿A qué aspiras en un futuro?» El joven me miró sorprendido como si hubiese hecho una pregunta demasiado obvia. «Quiero ser pastor de una congregación. Quiero
tener una iglesia y conquistar mi ciudad».
Ese era su problema. En lugar de concentrarse en ideas
novedosas para llegar al corazón de los jóvenes, tomaba esta etapa como un ensayo para su verdadera vocación. El departamento juvenil, para él, solo significaba las ligas menores.
E L DI VI NO S H O W M A N
Un lugar en el que pudiese
practicar para el verdadero ministerioY eso, ahogaba su éxito.
El joven se vestía como su pastor, se dejaba los bigotes
para parecer de más edad y realizaba los servicios juveniles
imitando al culto central dominical.
Cuando iba a la radio, en lugar de hablarle a la audiencia
joven, se dirigía a los oídos del pastor, para que «considerara
al gran predicador que se estaba gestando».
En lugar de enfocar su energía en los jóvenes, dirigía sus
esfuerzos para ganarse un lugar en l a iglesia central. Dios
no podía darle una unción especial para el trabajo actual,
cuando mentalmente, ya había armada las maletas para
mudarse de llamado.
La tradición y el querer imitar lo que vio toda su vida lo
condujeron al fracaso inminente. El corto camino hacia la
tradición hueca. Llegará al pastorado, fundará su propia
i g lesia y cr eerá que ha logrado su máximo sueño, cuando en
realidad, alguien le escribió su papel en blanco y le dijo, inconscientemente, lo que se suponía que él debía hacer.
Vivimos desfasados en el tiempo. Nuestros jóvenes tienen
toda la información que deseen al instante, gracias al internet. El control remoto de la televisión es una extensión de
sus extremidades nerviosas, si_algo lo aburre, lo cambiará al
instante. El nuevo milenio arrasó con la sensibilidad de nuestros hijos. Y si la iglesia no se percata de esos cambios, tratará inútilmente de evangelizar con métodos arcaicos.
El D ios de la or igin a lida d
En junio del año 1991, mi esposa y yo sentimos que e l Señor nos entregaría un ministerio con la juventud. Nuestro
primer impulso fue comenzar un programa de radio enfoca-do
a ese objetivo particular. Pero no llegaríamos al corazón
de los muchachos haciendo un programa tradicional. Ellos
no están dispuestos a oír a un predicador durante una hora,
con un anuncio de las reuniones cada quince minutos. Así
que nos pusimos a orar intensamente y echamos a volar
nuestra creatividad. Hablamos de los sufrimientos de un
hombre de Dios a través de un bloque titulado: «Los pensamientos del perro del pastor». Nos inmiscuimos en la salud
espiritual con un personaje que era mitad carnal, mitad cristiano y lo llamamos «Cristianeitor». «Las aventuras del superdiácono» nos hacía reflexionar respecto a las vicisitudes
que pueden aparecer en una reunión. Decenas de bloques
más hacían que el programa se hiciera ameno y didáctico a
la vez. En menos de seis meses nos transformamos en el programa más oído por la juventud. Actualmente, «El Show de
los Jóvenes» se transmite por quinientos cincuenta emisoras
en veintidós países de habla hispana, formando una de las
cadenas radiales más grandes de I beroamérica.
En el verano del 2002, estrenamos un show evangelístico
multimedia en uno de los teatros más renombrados de A r g e n t i n a . Nuestro equipo montó un show de una hora y media con dobles de riesgo, efectos en tres dimensiones, telones de fibra óptica, cambios escenógraficos, vestuario, láser
y actores de primer nivel. Lo llamamos «Misión Rec» [ Recuperemos el Control] y logró excelentes críticas de las revistas
y programas de espectáculos. Obviamente, a cierta parte de
la tradición le resultó una total herejía, pero nos alentaba ver
a cientos de personas que al salir del teatro eran tierra fértil
para predicarles el evangelio completo.
Tuvimos que trabajar duro, ensayar, calibrar la labor actoral con el sincronismo de los efectos, pero valió la pena el esfuerzo. Mientras escribo este capítulo, estamos cerrando las
negociaciones con una importante empresa que costeará todo el tour de Misión Rec por cada provincia de Argentina y
en varios países de Latinoamérica.
EL DIVINO SHOWMAN
Un famoso productor de espectáculos me dijo que nuestra obra.fracasaría por no tener mujeres desnudas y palabras
con doble sentido. Luego del estreno, y al ver las largas filas
que la gente hacía por ingresar al show, tuvo que reconocer
que la creatividad divina era superior a su escasa y procaz tabla de valores.
La reforma no tiene que ver necesariamente con un show
o un programa de radio o televisión innovador, sino con un
cambio drástico de nuestra manera de pensar. Tenemos que
cambiar los.odres para que el vino nuevo pueda ser habitáculo en nuestro interior.
Hay cientos de maneras de servir a Dios utilizando a plenitud tu potencial. Puedes ser actor y ganarte una estatuilla
como «mejor película extranjera», demostrando que puedes
hacer cine para toda la familia. Puedes ganar la copa del
mundo siendo el mejor jugador de fútbol de la historia sin
apelar a anabólicos o drogas estimulantes. Puedes ser productor de contenidos y aportar nuevas ideas a una televisión
devaluada y sin ideas. Puedes ser un excelente político y administrar los graneros de tu país, en lugar de tener que orar
para que los presidentes corruptos se arrepientan o regalarles biblias para que las amontonen en algún armario. Puedes
ser un empresario o un gerente de banco, que financie los
grandes proyectos evangelísticos.
Pero para todo eso, necesitas prepararte.
Un campeón sabe que el entrenamiento es vital y determinante. Cuando te sorprendan las ganas de servir a Dios a
«tiempo completo» y de «vivir por la fe», resiste y ponte a
estudiar. Capacítate. Trabaja duro, ve por el oro, por el p r im er lugar.
Para experimentar una verdadera reforma, necesitamos
genuinos locutores de radio, excelentes conductores y periodistas llenos de capacidad intelectual y unción, para que
ya no tengamos esas mediocres programaciones cristianas
hechas por hermanitos que solo cuentan con buenas intenciones en su haber.
Necesitamos una manera de predicar envuelta en distintos
formatos para televisión; de otro modo, solo tendremos una
televisión cristiana llena de predicadores que le hacen la tarea
más fácil a los que quieren ver el servicio desde la sala de su
hogar. Poseemos medios de comunicación que solo
consumen la familia del predicador, dos abuelas y el que tiene
encendida la televisión cristiana todo el día, para que «Dios le
bendiga la casa». No producimos, no generamos ideas, no
disparamos originalidad.
Ahora ponte una mano en el corazón y respóndeme con
sinceridad. No tienes que dar una respuesta inteligente, so- lo
tienes que decirme lo que piensas realmente.
¿En verdad crees que ese amigo inconverso y hombre de
negocios aguantaría uno de nuestros eternos servicios del
sábado por la noche? ¿Crees que cambiarla su película favorita por ver nuestro canal cristiano? ¿Estás realmente convencido de que entendería alguna palabra de lo que ese Ií-der
espiritual dice por la radio?
Si se te cruza por la mente un remoto «ni pensarlo», es
que necesitamos una reforma urgente, un golpe de timón a
nuestro concepto de ganar al mundo para Cristo.
Por último, quiero que te detengas a leer el siguiente diálogo, ya que fue algo verídico y comprobable.
—Creo que necesita paz en su vida, y solo si tiene a Cr is- t o
lo logrará...
—No lo creo. Siento mucha paz. Mi vida es relajada. —
Bueno, pero tal vez las crisis económicas le afligen. —
No tengo ese problema, soy millonario.
—Ahá... pero cuando se siente solo...
—Nunca me siento solo, tengo una familia que me
contiene.
—Y si se enferma...
EL
—No. Mi médico de cabecera logra prevenir cualquier
problema de salud.
—Bueno, entonces regresaré a predicarle cuando necesite
algo.
¿Crees que es ficción? Te equivocas.
Hace poco en la República Dominicana me encontré con
un cristiano que tuvo ese desopilante diálogo con un conocido cantante del ámbito secular. Su única manera de predicar era partiendo de la necesidad. El día que se topó con
alguien que creía tenerlo todo, no supo cómo hablarle del
Señor.
El éxito no es que un vendedor logre que alguien descalzo compre un par de zapatos, sino que alguien que se cree
coleccionista de ellos, le compre un nuevo par.
El endeudado, el pobre, el descorazonado, la mujer que
se acaba de enterar de que su marido le es infiel, el joven
que anoche intentó suicidarse, todos ellos, estarán en nuestros servicios durante cinco horas, harán lo que les digamos,
asentirán con su cabeza lo que apenas comprenden y
aplaudirán todas las veces que se lo pidamos. Pero hay otro
grupo de gente allá afuera. Gente que no nos entiende,
aunque hagan un gran esfuerzo. Empresarios, universitarios,
intelectuales, gente con poco tiempo. Hombres que
dependen de la cotización de la bolsa de valores. Gente de
celulares que no paran de sonar. Hombres de negocios que
transitan su vida sobre cheques posdatados. Críticos de los
buenos espectáculos.
Gente que cree tenerlo todo: una esposa, dos hijos, una
casa, dos autos, un perro y una amante para los fines de semana. Ellos también necesitan a Cristo tanto como el drogadicto que anoche visitó el templo. Solo que nadie sabe cómo
decírselo. Tenémos el mejor producto, pero somos pésimos
vendedores.
DI VI NO S H O W M A N
Tal vez sea necesario pegarle otro vistazo al Señor .
El Maestro camina por una de las principales arterias de la
ciudad, mientras un gentío se agolpa tras él. Una llovizna
helada humedece sin piedad a la multitud. De pronto, uno de
los discípulos se percata de que deberán detenerse en la
esquina para dejar pasar a un cortejo fúnebre. Cuatro vecinos llevan el ataúd. Y una mujer llora sin consuelo mientras
acaricia el lúgubre y frío cajón. Ella no sospecha que es observada por el Creador, por quien acomodó el cosmos en su
lugar y metió el mar en su cauce.
Jesús se para en la mitad de la esquina e interrumpe la
procesión. Simón se agarra la cabeza y observa de reojo a los
familiares que se sienten molestos por la intromisión.
Pero el Maestro oculta un as bajo la manga, otra vez,
romperá las estructuras. Le dice a la mujer que no hay razón
para llorar. Alguien se enoja por la falta de respeto y un adolescente deja oír una ahogada risita.
Pero el Señor es creativo. E innovador.
Toca el féretro y le dice a su ocupante que se levante.
Ahora el que estaba muerto se sonríe y pregunta a dónde lo
llevan. La mujer, que además es la madre, se desmaya de la
emoción.
Los vecinos gritan despavoridos y los que ofrecían el servicio fúnebre maldicen por haber perdido un negocio. La
multitud que seguía al Maestro experimenta una mezcla de
asombro y miedo.
El Señor no tiene un método, sencillamente se dedica a
asombrar. No es predecible, es majestuosamente extraño e
inverosímil. Los discípulos lo siguen hace tres años y aún no
pueden descifrar cuál es su dogma. Hasta ahora, ningún
mensaje fue igual, ningún servicio se pareció entre sí. Tiene
el estilo de los grandes genios. Se parece al Padre.
Un Eterno y Divino S h o w m a n .
La asombrosa
historia de
los Cohen
«Si tuvieras que definir lo que haces, en una sola pala-bra...
¿cuál escogerías?»
La pregunta fue disparada sin previo aviso por uno de los
conductores de una de las cadenas de televisión más importantes de Puerto Rico, y confieso que logró hacerme pensar.
Alguna vez la prensa de mi país me bautizó como el «Pastor de los Jóvenes», pero ese título generó cierta molestia en
aquellos que mantienen que es necesario tener una iglesia
para llamarse pastor. Mi denominación, hace unos años, me
entregó una credencial de predicador, como una especie de
reconocimiento, pero para ser honesto, no me siento muy
encuadrado en ese título. Tampoco me considero escritor (de
hecho, aún no sé cómo los editores siguen confiando en mí).
Cada vez que me toca llenar la planilla de migración, me
siento en un gran dilema. A veces, escribo «dibujante» (soy
EL
CÓDIGO DEL CAMPEÓN
caricaturista desde que tengo memoria), pero según el estado de ánimo, puedo llegar a escribir conferencista o sencillamente «comunicador». Creo que, definitivamente, es la palabra que más m e - def ine: comunicador.
Me fascina relatar historias o escribirlas. Uno de los mayores placeres de mi vida es ver a la gente metida en el
mensaje, sin perderse un solo detalle, mientras avanzo en la
prédica.
Creo que uno de los artes más difíciles es captar la atención de los demás, escarbar el alma, a partir de un fascinante relato.
Un querido pastor, que conoce mi debilidad por las historias, me provee de ellas. Se llama I talo Frígoli, lo considero
uno de los mejores oradores de los últimos veinte años, es
un excelente esposo, amante de las pastas italianas, radica
en Chile, y es el director de un ascendente equipo de fútbol.
(talo suele llamarme por teléfono y decirme con su voz de locutor: «Dant e, tengo una historia a la que podrás sacarle el
jugo con tu estilo».
Y entonces, sin que tenga que pagarle los derechos, me
regala algún detonador. Alguna historia que logra movilizarme. Esta, que les voy a contar a continuación, es una de
ellas. Cuando mi amigo trasandino me contó la idea, supe
que tenía que incluirla en el libro, a lo mejor, porque todo
campeón debe conocer el momento oportuno para tomar
una decisión.
Pero antes de meternos en esta fascinante historia, tengo
que aclararte que a través de los años, junto a mi esposa,
siempre hemos mantenido una singular «paranoia santa».
Nuestro mayor temor es hacer algo que Dios no nos mandó,
salirnos de la voluntad de él, adelantarnos en sus planes. Tal
vez el temor se deba a que conocemos los beneficios de estar en el centro de su perfecta voluntad. Por eso, nos aterra
el solo pensar que podemos alejarnos de sus designios.
LA ASOMBROSA HI STORI A DE LOS
La historia es testigo de muchos deportistas que en la cima
de su carrera firmaron el contrato equivocado. Presiden-tes
que estamparon su sello a un decreto incorrecto. Actores que
eligieron un mal libro y una peor película que los empujó al
olvido. Boxeadores que salieron a pelear cuando debieron
haberse retirado a tiempo. Predicadores que se equivocaron
en un proyecto que no había nacido en el corazón de Dios.
Si alguien quiere experimentar la victoria, no puede obviar
el momento de las decisiones fundamentales. Por eso quiero
que me acompañes a conocer a un personaje muy particular,
porque siempre he creído que esto pudo haber ocurrido.
Es robusto, porta un espesa barba rojiza y tiene unos cuarenta y tantos años. Tiene cierto aire latino, aunque no hay
muchas posibilidades de que naciera en América. Se llama
Felipe Cohen y es esposo de Rebeca (una dulce mujer muy
bien parecida) y padre de cinco hermosos hijos, que van desde los quince a los cinco años de edad.
Los Cohen son una familia típica, él trabaja con la ganadería, saca la basura, tiene un gran danés como mascota y
juega al golf en los ratos libres. Ella es una excelente cocinera, ama a sus hijos con locura y tiene debilidad por los mariscos. A decir verdad, los Cohen nunca hubiesen pasado a la
historia, de no ser porque eran una de las tantas familias que
integraban el éxodo por el desierto. Nuestros nuevos amigos
se dirigen hacia la tierra prometida y son liderados por un
viejo patriarca, llamado Moisés.
Para ser más precisos, hace unos catorce años que están
dando vueltas por el interminable y árido desierto. Una nu-be
los guía durante el día y una columna de fuego los prot ege
por las noches. La filosofía de trabajo es más que sencilla: si
la nube se queda quieta, todo I srael acampa debajo;
LA ASOMBROSA HISTORIA DE LOS COHEN
si la nube comienza a moverse, todo el mundo levanta campamento y se dispone a seguirla. En pocas palabras: son nómadas hasta nuevo aviso.
Los Cohen ya lo han incorporado a su habitual rutina. En
efecto, sus niños no conocen otra cosa que la blanca arena
del desierto. Lo único que altera la semana es cuando los
centinelas anuncian que la nube ha comenzado a moverse;
recién entonces, renace la esperanza de estar más cerca del
destino, de esa famosa región que Moisés les prometió una y
otra vez que conocerían. De eso se trata la vida de los Cohen. Acampar, embalar maletas, arriar el ganado, desempacar maletas, volver a acampar hasta la nueva señal.
Pero algo mortalmente serio va a ocurrir en la vida de los
Cohen. Algo que la leyenda dice que los marcó para siempre.
Un colapso. Un sorprendente giro inesperado.
Dicen que todo comenzó con una charla privada en la cama matrimonial, un incierto día, alrededor de las once de la
noche.
—Estoy harta de dar vueltas.
La frase de la mujer paralizó a Felipe, que intentaba hojear el periódico, luego de un día agotador. Pensó que solo
se trataba de sus habituales cambios de carácter, de algún
desfasaje hormonal de último momento.
—Dije que estoy harta de dar vueltas por este desierto
árido.
Esto viene en serio. No es un sencillo planteamiento trivial
de quién se ocupará de regar los gladiolos. Rebeca está
molesta. Y ya lo ha dicho dos veces.
Felipe baja el periódico y trata de hilvanar alguna frase
alentadora.
—Tú sabes que nos dirigimos a la tierra que Dios habló...
no creo que falte mucho...
—¿Cuál es tu concepto de «mucho»? ¿Catorce años más?
Quiero un futuro diferente para mis hijos, un lugar
estable; necesito tener una tarjeta personal mediante la cual
la gente normal pueda localizarme; un sitio donde sacarme
fotografías y mostrárselas a mis nietos diciéndoles que esa es
la casa de la abuela... ¡no quiero ser una gitana por el resto de
mi vida!
No quiero que te confundas ni te hagas un mal concepto
de la mujer. Existe un cansancio lógico en las palabras de
Rebeca. Quiere parar, establecerse. Pertenecer a algún lugar.
—Entiendo —dice Felipe acariciando los cabellos de su
mujer— sucede que estamos bajo la nube de Dios, bajo cierta
protección. Hemos estado catorce años siguiendo su dirección,
como el resto del pueblo. Es demasiado arriesgado pensar
en...
—¿Pensar en nuestros hijos? ¿Es demasiado arriesgado
pensar por una vez en nosotros? ¿No te parece un poco raro
que nunca lleguemos a esa famosa tierra del «nunca ja-más»?
¿Quién nos asegura que Moisés esté en sus cabales? ¿Y qué si
el sol le quemó sus neuronas y estamos a merced de un loco
idealista?
Felipe tiene muchos años de casado y sabe cuando su
mujer habla en serio. También sabe que podría enfrentar a un
ejército pero jamás desafiar a la dama con quien comparte el
dormitorio. No hay mucho más por hablar, Rebeca no quiere
seguir con la caravana. Quiere quedarse aquí, sin nada más
para discutir.
—Cuando la nube vuelva a moverse, puedes irte tú, si lo
deseas. Yo me quedaré aquí con los niños —finaliza Rebeca,
antes de darse media vuelta y apagar la luz.
Al día siguiente, muy temprano, los centinelas anuncian
que la nube a comenzado a moverse. Miles de acampantes
dan inicio a un nuevo éxodo. Todo el mundo corre contra el
reloj, exceptuando a los Cohen, que anoche tomaron una
importante determinación: no seguirán bajo la nube.
LA ASOMBROSA HI STORI A DE LOS COHEN
Los vecinos no caben en su asombro y se acercan a preguntaaes el porqué de esa extraña actitud. En tantos años,
nadie jamás había osado quedarse. Don Cohen trata de dar
algunas explicaciones. Dice que está cansado, que le dedica-rá
el resto de su vida a su esposa, que no comparte la visión de la
mayoría, les confiesa a los más íntimos que no está de acuerdo
con el liderazgo de Moisés, alega que es una decisión
definitiva.
Unos cuatro millones de israelitas desfilan por la puerta de
la carpa de Felipe. Todos preguntan por la inercia de la familia.
Es el comentario generalizado del pueblo. Los Cohen se
quedan en el desierto.
Cuando el último rayo de sol se oculta tras una inmensa
montaña de arena, la silueta de la última familia se recorta en
el horizonte. Los Cohen han quedado silenciosamente en
medio de la nada. La calma es absoluta, casi ensordecedora.
Felipe respira y llena sus pulmones con aire fresco varias
veces.
«Finalmente», piensa, «no fue una mala decisión».
No tienen que estar esperando a que una nube les tenga
que decir lo que tienen que hacer. Tampoco dependen de
Moisés ni de su ocasional locura. No tienen que soportar a
vecinos molestos ni a la chismosa de enfrente. No fue tan
mala idea, después de todo.
El
frío del alma
Acaba de oscurecer y ya deberían estar en la cama. Rebeca
casi no habla, solo sonríe, agradecida por el apoyo incondicional de su marido en una decisión tan trascendental.
«Hace un poco de frío», dice el mayor de sus hijos.
Es cierto, la temperatura no para de bajar. Rebeca abriga a
sus niños más pequeños y le agrega una manta al chiquito
de cinco años, que no para de temblar. El frío
comienza a transformarse en espantoso. Atraviesa
los huesos. Se mete por los huecos de la carpa.
Los detractores de la Biblia afirman que jamás existió un
éxodo por el desierto, ya que ningún mortal hubiese resistido las altas temperaturas diurnas y las bajísimas temperaturas nocturnas, habituales en el desierto. Lo que no saben los
ateos, y tampoco lo sospecharon los Cohen, es que la nube
de gloria durante la noche se transformaba en columna de
fuego y eso mantenía la temperatura ideal en el ambiente.
Ahora la nube se fue con el resto de I srael, por lo tanto,
esta noche no hay calefacción para la familia.
Los Cohen perdieron el fuego.
Siempre he mantenido la idea de que nadie se enfría por
deporte o porque se disponga a hacerlo. Los grandes derrumbes siempre son precedidos por pequeñas grietas. Una
trivial decisión errónea logra que un día nos congelemos el
alma. Nos permitimos un error, una componenda, y una noche descubrimos que nuestra vida de oración es raquítica.
Tratamos de hilvanar una que otra frase ordenándole a la
mente que no se distraiga, hasta que finalmente nos quedamos dormidos. El fuego de la presencia divina solo es un
añorado recuerdo de nuestros primeros pasos. La Biblia comienza a tornarse monótona y sin sorpresas. Los pasajes que
hasta ayer nos alentaban hoy son oscuros jeroglíficos sin
sentido.
Los sermones no nos saben como antes, nos resultan predecibles, redundantes.
La alabanza nos suena insípida y hasta perdemos el sentido de congregarnos.
Un domingo descubrimos que nos cuesta un esfuerzo sobrehumano colocarnos una corbata o un buen vestido para ir
a la iglesia. Y ese día, comenzamos a morir un poco. El frío
nos comienza a congelar el corazón.
LA ASOMBROSA HI STORI A DE LOS COHEN
Los Cohen pasan la peor noche de sus vidas, la más helada. Lc,~ s primeros rayos del sol que se asoman en el horizonte son como un regalo esperado. Rebeca sale de la tienda a
buscar el maná diario. Un desayuno frugal les devolverá el
alicaído ánimo a su familia, luego de una pésima noche. Pe- r o
la mañana les tiene reservada una amarga sorpresa: tam-poco
hay maná para el desayuno.
«Es imposible», rezonga Felipe, «ien catorce años, jamás
nos faltó de comer!»
Lo que ignora Don Cohen es que el maná provenía de la
nube. Ahora que no están bajo la nube, tampoco hay provisión de Dios.
Una mala decisión afecta tu billetera. Una movida incorrecta, en el tablero de la vida espiritual, ocasionará una m esa
vacía. Cuentas sin pagar. Sueldos que no alcanzan. El os-curo
fantasma del desempleo. Vencimientos que nos acorra-I an.
Tarjetas de crédito con intereses que nos abruman y cheques
sin fondos.
Es que, lamento decirte, en el caminar con Dios no hay
fórmulas mágicas. Si no estás en la perfecta voluntad, quedas fuera del contrato y de las grandes ligas.
Pero Felipe Cohen tiene sangre latina. Y alguien como él,
está acostumbrado a sobrevivir con poco. «Tal vez Dios quiere
que ayunemos», dice.
Él cree que Dios está tratando con ellos. Dice lo que le
gustaría que Dios dijese, pero que no dice. I ncreíblemente,
llama «prueba de Dios» a una situación que él mismo generó. Es que la crisis suena mejor si la disfrazamos de reverencia
que si la llamamos por su verdadero nombre: producto de la
desobediencia.
A Rebeca se le ocurre que, por lo menos, tomarán algo
de agua. Un té, quizá. Cualquier ser humano puede sobrevivir bastante tiempo sin comer, pero muy poco sin beber algo líquido.
Los primeros rayos del sol, sin embargo, ya evaporaron
cualquier vestigio de agua. No hay nube, no hay piedras milagrosas que viertan agua, no está Moisés ni los vecinos que
solían almacenar un poco de líquido en una cantimplora.
Este sí que es un mal día. Aun así, Don Cohen no ha perdido la esperanza. Considera que cualquiera puede tener una
mala jornada, pero que mañana todo será diferente. Aunque
no haya nada para cenar, el matrimonio y sus hijos se toman
de la mano en derredor de la mesa para realizar un breve
devocional familiar.
«Dios no pudo haber olvidado que le servimos tantos
años», razona Rebeca entre lágrimas.
No se trata de mala memoria divina, sino de conocer cuál
es el lugar correcto. En la universidad de Dios, no se califica
por promedio:
«Bueno... veamos, están fuera de mi perfecta voluntad,
han decidido hacer lo que quieren, pero debo tener en cuenta
que me sirvieron en otras ocasiones».
«Esta vez no se preparó para ministrar, ni buscó mi rostro, pero voy a bendecirlo por los viejos tiempos».
«Ha decidido sacarme del medio y buscarse su propia pareja sin consultarme, pero de igual modo bendeciré su futuro
matrimonio ya que en el anterior noviazgo realmente buscaba
mi dirección.
Aun así, Cohen trata de comenzar una oración en la cabecera de la mesa familiar. Pero es Rebeca quien nota que el
niño más pequeño está más rojo que de costumbre. Su piel
parece un tanto quemada. Se le acerca, toca su frente y
descubre, con horror, que el niñito vuela de fiebre. Para ser
sinceros, el muchacho del medio también está insolado. Y la
niña se queja de que le duele la cara y la cabeza. El m ay or se
quita la camisa para descubrir su espalda completa-mente
llagada.
LA ASOMBROSA HISTORIA DE LOS COHEN
«Esto no puede estar ocurriendo», dice Rebeca interrumpiendouna oración que casi no pudo comenzar, «¡en catorce
años, nunca el sol dañó a nuestros niños!
Tal vez olvidó que el filtro solar para sus hijos era la nube.
La inevitable despedida del hogar
Cuando en cierta ocasión le dijeron al rey David que su
hijo Absalón había muerto, el monarca levantó la voz y dejó
oír en todo el palacio palabras que pudieron haber sido el
epitafio para su difunto muchacho: «Hijo mío, Absalón,
¡ojalá pudiera estar muerto yo en tu lugar!»
Fueron las palabras más tristes que jamás expresó el salmista. Acaso porque la pérdida de un hijo no resiste la más
mínima comparación con el dolor.
Y sin lugar a dudas, Dios jamás lo permita, no necesariamente tenemos que despedir a un hijo en derredor de un
ataúd. Pero todos, sin excepción, vamos a encontrarnos con
la despedida de un hijo del hogar.
¿No lo has vivido como padre? Entonces, seguramente lo
experimentaste como hijo.
El fatídico día en que el niño abandona sus juguetes para
transformarse en hombre. AI principio, solo es un cambio de
carteles en su habitación, se despide de Barney y Mickey para
dejarle paso a una estrella del fútbol o un cantante de
moda. Luego, como si fuese de un día para otro, nos presenta a su novia. La mujer con la que compartirá el resto de su
vida. Una perfecta desconocida que se atreverá a llevarse a
tu muchacho.
«¿No está listo para casarse», argumentará la mamá, g no
sabe nada de la vida, tiene apenas treinta y ocho años».
Pero ese día, tarde o temprano, tocará a tu puerta.
El día en que nuestra niña, en quien depositamos todos
nuestros sueños, nos confiese que tiene un novio, y que además, lo traerá a casa. Sé lo que estás pensando.
Ese muchacho no es digno para tu princesa. Ella se merece algo mejor, ¿verdad? No tiene un buen empleo, parece
inmaduro, tiene demasiados granos y, además, no te gusta
cómo mira a tu hija.
«Tiene una mirada lujuriosa», me dices. Y tengo que darte la razón. Tu experiencia de padre hace que te des cuenta
inmediatamente cuando alguien tiene ese tipo de mirada que
intenta desnudar a tu pequeña. Acaso porque reconoces que
es la misma mirada tuya cuando eras soltero. Ese día,
también llegará para ti.
Tal vez no tengas que despedir a un hijo viéndolo con un
estilizado traje negro o un vestido blanco. Quizá se va de casa a vivir solo o tenga que irse a otra ciudad para estudiar. 0
un divorcio de sus padres hará que no lo veas hasta el próximo fin de semana.
Y entonces, recién entonces, es cuando hacemos memoria de aquellas malas decisiones que pudieron haberlo marcado para siempre. Que los afectó en su niñez.
Uno siente dolor por aquellas palabras que les dijimos en
los momentos de ira. Por aquellas veces que los ignoramos o
por las ocasiones en que la agenda y ese empleo que cuidamos toda la vida nos quitaron las ganas de jugar.
«Ojalá pudiera volver atrás unos quince años y arreglar mi
relación con mi hijo», pensamos.
El día de la despedida daríamos cualquier cosa por detener el reloj, por parar el sol, aunque sea por una semana. La
vida nos ocupó tanto tiempo que perdimos a nuestros hijos.
Hoy ya no quiere jugar al fútbol contigo, tiene veintidós
años y le importan otras cosas. Ya no tienes una segunda
oportunidad para ir a su graduación, felicitarlo por su calificación en matemáticas o regañarlo por manchar su cuaderno
con tinta. Hoy casi no te habla. La separación es tan brusca
EL
CÓDIGO DEL CAMPEÓN
que hace un par de años que no existe el diálogo entre padre e
hijo, sOn casi desconocidos. Cuando era un niño, era tu camarada y tú eras su Superman. Hoy son dos potencias tratando de negociar por un territorio y tú eres su dictador.
En algún momento hubo un rompimiento en la relación.
Algo que se quebró en el camino del crecimiento. Es que
nuestros hijos lo saben todo. ¿Quieres conocer realmente el
corazón de un hombre? Pregúntale a su hijo.
Ellos te observan en los momentos de las victorias... y
también en Ins de las derrotas. Saben cómo reacciona su padre cuando las cosas marchan medianamente bien y cuando
está bajo presión. Ellos saben que eres un hipócrita... en el
hipotético caso de que lo fueras, claro.
Ellos son los mudos testigos que parecieran mirar televisión, mientras su padre critica sin piedad a la iglesia. El niño
pareciera no entender demasiado cuando su madre chismea
en contra de los líderes o la visión de la iglesia. Pero lo oyen
todo, aun a través de las paredes.
«Yo no critico», dices, «es solo un desahogo en familia».
Pero tu hijo no comprende el detalle de la semántica. Y
almacena absolutamente todo en su diminuto corazón. Y algún día, en la despedida del hogar, todo aquello que inconscientemente marcó su niñez, le pondrá el herrumbrado marco a una gris relación entre padre e hijo.
No nos sirve de nada ser famoso, lograr un ministerio, un
reconocimiento, una buena casa o una iglesia que nos quiera, si nos ganamos el desprecio de nuestros hijos.
Las pésimas decisiones como padres, estimados Felipe y
Rebeca, harán que el sol haga estragos en la piel de nuestros niños.
La madre puede observar la piel llagada de su pequeño y
culpar al líder juvenil. O tal vez a la iglesia que no supo
contenerlo. 0 quizá el departamento juvenil no tenía un buen
programa. 0 lo más fácil, un demonio se apoderó de
LA ASOMBROSA HISTORIA DE LOS COHEN
él. Pero en este caso, Rebeca sabe la verdad: si no estás bajo
la nube, no pidas protección para tus hijos.
Tal vez consideró que si no seguía a Moisés, ella era la
única perjudicada. «Es mi decisión, soy adulta y no afecto a
nadie», habrá pensado.
Pero olvidó la maldición generacional. Pasó por alto la salud de los suyos, de los más chicos, de los que inocentemente pagarían la consecuencia de una decisión equivocada.
Los Cohen se miran y no hace falta decir nada más. Arman las maletas lo más rápido que pueden, la luz de la luna
les sirve para buscar algunas cosas en la oscuridad. Deciden
unirse a los demás, meterse bajo la nube.
De pronto, a lo lejos, puede sentirse el estruendo que
producen los cascos de caballos en la arena.
«Tal vez alguien nos echó de menos», piensa Felipe.
Pero no se trata de ex vecinos. Son bandidos, forajidos.
Suelen ir detrás del campamento buscando rezagados sin
protección. Querrán robarles lo último que les queda, raptar a
sus niños y quizá algo peor.
La leyenda dice que los Cohen abandonaron todo y se
dieron a la fuga en las penumbras de la noche, en dirección a
la nube.
Nadie sabe, a ciencia cierta, si llegaron a tiempo. Algunos
afirman que viajaron toda la noche y, a la mañana siguiente,
se unieron al campamento, al otro lado de la montaña. Pe-ro
otros dicen que fue demasiado tarde. Imposible correr con
cinco niños por el desierto. Por eso, esta es una historia con
final abierto. En realidad, nunca sabremos lo que pasó.
No obstante, si sientes la helada brisa del frío espiritual
por las noches. El hambre por algo de Dios se está tornando
insoportable.
La sed por su presencia te acaba de resecar la boca.
Tus finanzas no gozan de buena salud.
Y los tuyos están desprotegidos e insolados por la vida.
Entonces, mi querido Cohen, corre por tu vida.
Un campeón puede perderlo todo por no estar donde se
supone que debería. Si te pones a correr, quizá aún no sea
demasiado tarde.
EPÍ LOGO
El
disidente
El acusado aguarda silencioso en el banquillo.
No parece estar intranquilo o preocupado, al contrario,
solo deja entrever una sonrisa, como aquellos que saben algo que los demás ignoran. Viste ropa de fajina azul y aun-que
no está uniformado de gala, pareciera tener algún ran-go
militar. El caso no registra antecedentes.
El juez tiene fama de ser justo e imparcial y todos confían
en su sobria decisión. El golpe seco del martillo anuncia que
se abre la sesión. El fiscal, de estilizado traje negro, toma la
palabra.
—Señor juez, honorable jurado, tenemos aquí un claro
caso de un disidente del sistema. Por razones que responden a
algún contexto religioso, el acusado parece ignorar el p o pu lar
estilo de vida de las honorables familias. La sociedad es una
especie de ecosistema donde, si todos se ajustan a las
EPÍLOGO
reglas preestablecidas, la rueda completa funciona perfectamente:''Pero en ocasiones —agrega en un tono más ofuscado el fiscal— aparecen personajes que pretenden alterar el
orden público levantando banderas revolucionarias y contrarias a lo estipulado y a lo que pasivamente hemos aceptado
corno normales y que hacen a nuestra cultura.
—Necesitarnos que sea más claro en su alegato —interrumpe el juez—, no tenemos mucho tiempo.
—Por supuesto, su Señoría. Para ser más claro, el imputado se ha levantado en pos de una «nueva revolución» en
contra del sistema. Ha reclutado más gente que la que ningún político soñó jamás, ha invadido las escuelas, las facultades, las oficinas y las fábricas con un mensaje totalmente
contrario al que hemos aceptado desde nuestra más tierna
infancia. Llama crímenes a los abortos, que no es otra cosa
que una elección de vida; rotula de pecadores y adúlteros a
los que se suscriben a la libre expresión del divorcio legal; defiende la virginidad ignorando que el placer sexual es un derecho de todo ciudadano; esgrime que la nación no tiene integridad, poniendo en tela de juicio la moralidad de quienes
nos gobiernan.
—Objeción, su Señoría —reclama el defensor, que luce un
atípico traje blanco—, el fiscal no es específico y puntual en
su acusación. No podemos realizar un juicio de valores o
ideales en esta sesión, necesitamos que vaya directamente a
lo medular de la cuestión.
—Tiene razón el abogado —dice el juez, reclinándose en
su imponente sillón—, explíquese mejor, señor fiscal.
—Por supuesto. El acusado está «enfermo» de moralina
y pecatería. Defiende valores dignos de la prehistoria como
el respeto y la obediencia ciega a los padres o la fidelidad
matrimonial eterna. Eso coarta la libre expresión
de nuestros jóvenes. Además, pretende erradicar el vocabulario procaz de los medios de comunicación, trayéndonos
un aroma a represiones y censuras que nadie quiere volver a
vivir. Por otra parte, denuncia actos de corrupción e
inmoralidad; como si él fuese el único que tuviera la autoridad moral para hacerlo.
—Eso es ridículo —interrumpe el abogado con total calma— no se puede acusar a alguien por el simple hecho de
marcar una diferencia en la sociedad. La democracia y la verdadera libertad no son sinónimos de libertinaje. No hay fundamentos legales en contra del acusado.
—Bienvenido al sistema, mi querido abogado —responde
el fiscal en tono irónico— gente como el acusado solo incomodan al resto, a la mayoría que solo pretende vivir en armonía con el orden nacional. Él es un revolucionario contracultural. Esta oponiéndose a los parámetros establecidos. Y
lo que empeora su causa es que ya ha reclutado a muchísima gente en favor de ese ridículo estandarte.
—Lo que trata de decir el fiscal —dice el juez, arriesgando una conclusión— es que el acusado, en lugar de ceder a
la presión de la sociedad, ha impuesto una forma diferente
de vivir, aun poniendo a riesgo su propia reputación y —
agrega, como si ya supiese la respuesta— quiere decir que
no le importó su popularidad y buen nombre, con tal de levantar una causa que considera justa, aunque esta vaya en
contra de la corriente y el consenso general.
—Exactamente —responde el abogado, mientras se pasea lentamente delante del jurado— se acusa a alguien, solo por el hecho de llevar a las multitudes a un regreso a la
verdadera integridad y a cosas que ya estaban establecidas
mucho antes de que este sistema perverso cambiara el orden de los valores de todo ser humano.
EPÍ LOGO
—Es el t iempo el que debe decir si son verdaderos o no
—replica el j uez en t ono cort ant e.
—Que sea él quien ponga a riesgo su reputación no es el
punt o —apunt a el fiscal mient ras se desaj ust a la corbat a
nervioso—, pero se agrava con el hecho de que esa revolución de disidentes se acentúa con movimientos a través de
t oda la nación que pret enden ent renar a un nuevo escuadrón de rebeldes.
—¡ ¡Por Dios, fiscal!! —interrumpe el juez—. No estamos
aquí para discutir sobre métodos de evangelismo. Esto se ha
tornado irrelevante. No encuentro motivos para condenar a
un hombre que solo intenta ser diferente. No creo que eso
destruya el sistema. El estado no puede condenar a alguien
por el solo hecho de ser dist int o y, menos aun, si la gent e
que abraza su causa lo hace de una forma totalmente voluntaria. La sociedad ha visto desfilar a miles de jóvenes
idealist as como él persiguiendo ut opías o levant ando
quimeras que finalment e han muert o.
El juez hace una seña casi imperceptible y alguien llama
al acusado a declarar en el estrado. Tiene muy pocos minutos para alegar algo a su favor. Debe ser conciso, incisivo, direct o. El j oven t oma la palabra.
—Señor juez, señores del jurado, damas y caballeros. Hoy
pueden decidir si van a dej arme predicar y promulgar mi
verdad oficialment e. 0 si me t ransformarán en un disident e del sist ema que manipulan. Pero no pueden quebrant ar
mi voluntad. Siempre estaré allí, en la nueva reforma de la
iglesia, en la revolución. Cuando nadie creía en mí, alguien
decidió que podía j ugar en las ligas mayores y me dio una
oportunidad que no pienso desperdiciar. He trabajado muy
duro para cambiar mi est rella y promover una nueva cult ura en est a generación. Cada mañana de mi vida, he lucha-
do con un est úpido hábit o ocult o, hast a acabar con él. Cada minut o de mi vida, he respirado la visión de afect ar a
miles con un mensaj e radical.
La sala se llena de un bullicio ensordecedor, algunos solapados periodist as t rat an de inmort alizar al acusado en alguna fot ografía, inundando la cort e con molest os flashes. El
j uez golpea su mart illo en el est rado ordenando silencio.
—Est oy conscient e de que mis mét odos son muy pocos
ort odoxos —cont inúa el j oven—, pero est oy decidido a ir
cont ra lo que el manual de const it ución espirit ual considera
perverso y nocivo.
»No se confundan, no t ienen delant e de ust edes a uno
más del mont ón, fui ent renado para misiones únicas. Est oy
det erminado a invadirlo t odo en el nombre del Señor que
confió en mí. Puedo comenzar una y ot ra vez. Aunque le
pongan un precio a mi cabeza.
»Decídanlo. 0 t ienen a un colega que luchará por una
nueva
generación,
o
una
espina
clavada
en
el
pie.
Lament ablement e, no puedo ir en cont ra de mi código.
Prefiero morir int ent ándolo, ant es que ret roceder en mi
act it ud.
El j uez pareciera no respirar. El aire de la sala podría cort arse con un cuchillo. Solo algunas miradas nerviosas del
público se mueven de un lado a ot ro como buscando aprobación a las palabras del acusado de revolucionar el sist ema. El juez se inclina hacia el micrófono y pronuncia su sent encia:
—El t iempo será el mej or j uez; si est a revolución es una
de las tantas se disolverá como otras que hemos visto pasar
inadvertidas, pero si realmente existe algo Superior en todo
esto... nadie la podrá detener. Condenaremos a este muchacho y se levant aran ot ros miles. Podremos encerrar a unos
EPÍ LOGO
cuantos, pero la revolución se extenderá por toda la nación
como una inundación. Dejemos que la historia juzgue a los
protagonistas. Por otra parte, no tengo nada más que objetar,
declaro al acusado inimputable.
de los vencedores, de los visionarios que nacen para ganar.
Son los ojos de los que poseen un corazón de caballero. Forma parte de la estirpe de la nueva generación. Pero si te fijas
bien, notarás que hay un detalle más, casi imperceptible.
Se levanta la sesión.
El martillo repica sobre el estrado en medio de un mur-
mullo ensordecedor. El juez, confuso, se retira a su sala privada. El abogado, de impecable traje blanco, le hace un guiño
cómplice a su defendido.
El oscuro y controversial fiscal maldice y golpea sus puños
contra el estrado. Los periodistas, cronistas y fotógrafos tratan de sacar sus propias conclusiones en medio de flashes y
apretujones.
El acusado sigue sonriendo. No ha abierto la boca en toda la jornada, pero sonríe. El código de honor de los campeones no le permite hacer declaraciones a la prensa. Se
pone en pie, en medio de unas pocas felicitaciones y camina
hacia la salida. Casi no llega a los veinte y tantos años, pero
su madurez es asombrosa. Afuera lo espera la revolución y
la causa. La bandera que trastorna al sistema. El escuadrón
de resistencia. Los que no quieren ser influencia-dos por
una sociedad enferma. Los que van a ser llevados a juicio
una y otra vez, y siempre sonreirán callados, sabiendo que
para defenderlos estará el hombre de níveo traje blanco.
A la salida del juzgado, un fotógrafo retrató al disidente
para la primera plana del periódico local. Por eso, te ruego
que observes la fotografía con cuidado. Detente en el muchacho que sale del juzgado entre apretujones y periodistas.
Solo los detallistas reconocerán esa mirada marcada a
fuego. Es la llama sagrada, imposible de imitar. Es la mirada
Acércate más.
Obsérvalo con cuidado.
Ve detrás de su mirada.
Escarba hasta su corazón de león.
Es inquebrantable.
Ese es El Código del Campeón.