LA ESPERANZA
LEONARDO POLO
l. Descripción de la esperanza
Voy a exponer a grandes rasgos los componentes de la esperanza. Con
ello intento poner a la vista el eje que da sentido y temple a la vida del hombre. La esperanza es el armazón de la existencia del ser humano en el tiempo.
La primera dimensión de la esperanza es el optimismo. No hay esperanza
sin optimismo, es decir, si no se entiende que existe un futuro por alcanzar que
es mejor que el presente; también al revés: el único optimismo legítimo es el
que mora en la esperanza, porque conformarse con las quiebras de la situación
sólo es propio de hombres tímidos y desilusionados. Ser optimista sin esperar
equivale a detenerse en una llanura sin relieve; en el fondo, es un modo tonto
de consolarse, como pone de manifiesto un dicho inglés, según el cual, el optimista sostiene que estamos en el mejor de los mundos posibles; el pesimista es
el que cree que eso es verdad.
En la aparente paradoja de este dicho se muestra un optimismo que no
es fiel a sí mismo, es decir, ajeno a la esperanza. Según la filosofía de Leibniz,
este mundo es el mejor de los posibles. La postura leibniziana es un claro ejemplo de optimismo pesimista. El optimista esperanzado rechaza la idea de estar
en el mejor de los mundos posibles, porque en ese mundo no hay nada que
hacer; es decir, no es posible mejorarlo ¡.
Así pues, el verdadero optimismo no es un optimismo cualquiera, sino el
abierto hacia el futuro. Ello comporta ponerse a prueba en la aventura de bus-
l . Curiosamente, Leibniz es el primer autor que habla del progreso, es decir, de la
existencia de la mónada como despliegue inacabable de sus atributos. Sin embargo, en
este planteamiento se anula la novedad que implica el futuro, puesto que los atributos
de la mónada están precontenidos en la sustancia.
SCRIPTA THEOLOGICA 30 (1998/1) 157-164
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car un nuevo estadio de la vida superior al actual. El que vive la esperanza
afirma que estamos en un mundo mejorable, y por eso no se instala en el presente, sino que emprende el trayecto que conduce a una meta. El mejor de los
mundos posibles está cerrado a los proyectos humanos; es un ámbito para jubilados, sin historia, sin innovación. Por eso he dicho que la esperanza es el armazón del existir humano en el tiempo: para ponerse en marcha con sentido es
menester avistar alguna ventaja a nuestro alcance, pero todavía no alcanzada.
Esto tiene que ver con la palabra existir: sistere extra, salir. ¿Salir de qué? Del
inmovilismo, de la pretensión de detenerse en lo que se estima bastante, suficiente, y rechazar también la interpretación del tiempo como mero transcurso.
Como ingrediente de la esperanza, el optimismo implica insatisfacción,
no conformarse con lo dado. Por eso, la esperanza se corresponde con un
modo de temporalidad vivida que es el crecimiento, por completo distinta de
la idea de transcurso. Crecer es el modo más intenso de aprovechar el tiempo,
es decir, de ponerlo al servicio de la vida. Conviene señalar que el hombre es
capaz de un crecimiento irrestricto, superior al crecimiento orgánico por pertenecer al orden del espíritu; dicho crecimiento es interior a las potencias más
altas: la inteligencia y la voluntad. El optimismo esperanzado se basa en este
tipo de crecimiento que, por irrestricto, es posible en todas las etapas de la vida
humana.
El segundo elemento de la esperanza es la convicción de que el advenimiento del futuro depende del actuar humano. Si se vuelve la espalda a esta
convicción, la esperanza sólo se puede montar interpretando aquello que se
espera como un final que llegará, que será real, en virtud de un dinamismo
exterior a la intervención del hombre. Esa esperanza, falsificada por estar hueca
de la intervención humana es característica de lo que se llama utopía. El hombre utópico habla así: los tiempos son malos, y no hay nada que podamos cambiar; sin embargo, sin mi intervención, sin contar conmigo, los males que nos
aquejan desaparecerán y se instaurará una situación óptima final. Como es
claro, de esta manera se repite el optimismo pesimista de Leibniz, pero trasponiéndolo: no estamos· en el mejor mundo posible, pero lo estaremos. Ahora
bien, esa mejoría centrada en el futuro sucederá de un modo automático, mecánico, o según el acontecer fatal de fuerzas extrahumanas.
La esperanza utópica está falsificada no sólo porque la utopía no acontecerá nunca, sino porque no será posible reconocer ese futuro como propio, ya
que acontecerá como consecuencia de dinamismos exteriores a la aportación
del ser humano. La utopía dibuja un futuro mejor, pero como una situación
extrahumana, es decir, exterior al hombre por ser debida a un proceso determinista en el que la libertad está ausente.
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Un ejemplo de utopía es la doctrina marxista. Según Marx, la historia no
ha terminado porque el capitalismo encierra contradicciones todavía no resueltas. El gran defecto del capitalismo reside en la supeditación del trabajo, que es
el verdadero creador de valor, a la máquina, que es trabajo muerto. Ello lleva
consigo una disminución de la plusvalía y, por consiguiente, conduce al capitalismo a una crisis terminal. Con todo, aunque la alienación del trabajo se
debe a las máquinas, la sociedad se librará de la alienación, no prescindiendo
de ellas -pues eso sería retroceder a una época anterior al capitalismo-, sino
cuando las máquinas funciones solas: entonces no será necesario trabajar, sino
que el hombre podrá dedicarse a otras actividades.
Curiosamente, en su término, la economía automatizada libera al hombre
de trabajar: es la idea de hombre polivalente. Pero esta idea, además de ser ambigua, es insostenible, porque Marx define al hombre como el animal capaz de asegurar las condiciones objetivas de su existencia física a través del trabajo. Ello
implica que las actividades distintas de la producción son un reflejo fantástico: una
superestructura carente de valor real. Éste es el sentido marxista de la ideología. Por
tanto, si las condiciones objetivas de la existencia física del hombre están aseguradas por el funcionamiento automático de las máquinas, el hombre polivalente, al
no necesitar trabajar, no puede dedicarse a actividades dotadas de valor humano,
a las que Marx ha descalificado con la noción de superestructura (Überbau).
En resumen, la utopía es una forma de alienación, por más que quienes
sostienen versiones utópicas de la esperanza mantengan que ésa es la manera de
lograr la desalienación.
Con las observaciones anteriores hemos averiguado dos características de
la esperanza: la visión optimista del futuro, y la convicción de que el futuro sólo
es mejor si no se debe sólo a fuerzas extrañas al hombre. Pues bien, si la esperanza se instaura en el tránsito hacia el futuro, si lo mejor está por venir pero
no llegará sin contar con el esfuerzo humano, su advenimiento exige una tarea.
La tarea es el tercer factor de la esperanza, y comporta un compromiso íntimo;
por consiguiente, es un deber. La esperanza impone una obligación: ante todo,
el que tiene que mejorar -creciendo- es el ser humano.
Como imperativo, la esperanza propone un futuro intrínseco para el
hombre. El futuro es mejor con una condición: que el ser humano se haga
mejor; en otro caso, sólo hay sitio para la utopía. En la utopía se oculta un pesimismo o un reduccionismo antropológico: si el hombre no hace nada, permanecerá invariado en un mundo magnífico, como algunos de los convidados a la
boda en la parábola evangélica. Esa boda es la situación óptima, pero hay convidados que quieren entrar sin traje nupcial, es decir, sin haber cambiado, sin
haber mejorado. Yesos, son echados fuera.
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Aquí aparece otra dimensión de la esperanza: el hombre esperanzado, y no
aficionado a la utopía, sabe que el futuro comporta una tarea o que no advendrá
al margen de ella. Por tanto, se ha de preguntar con qué recursos cuenta para acometer la empresa. Los recursos son otra dimensión de la esperanza, y constituyen
una cuestión que hay que tratar detenidamente. El primer paso para afrontar este
asunto es el siguiente: por el momento no se cuenta con todos los recursos que
hacen falta para llegar a un futuro mejor, pues, en otro caso, no se trataría propiamente de un futuro, es decir, carecería de toda novedad y no sería mejor. Si se
poseen todos los recursos para que advenga ese futuro, en rigor, su advenimiento
es superfluo. No habría siquiera obligación de proponérselo porque, si ya se cuenta
con todo, lo mejor es la situación presente. Al fin yal cabo los recursos son contantes y sonantes, y si se tienen todos, lo único sensato es disfrutar de ellos.
Por consiguiente, el futuro propio de la esperanza requiere una dosis de
aventura, de riesgo, ya que, como se acaba de decir, si se cuenta con todos los
recursos dicho futuro no existe. También hay una parábola evangélica para este
caso. Es la de aquel hombre que tuvo una gran cosecha y estimó inútil seguir
trabajando, es decir, volver a sembrar (la razón de futuro de la siembra es lo que
se espera cosechar; por eso, la cosecha es mejor que la siembra). Ahora bien,
dice la Escritura que ese hombre era un insensato. Por tanto, se impone una
doble conclusión: la esperanza es irrenunciable, pues el futuro, en cuanto que
depende del hombre, es mejor que el presente; pero sólo es posible, no seguro,
porque los recursos de que se dispone ahora no son suficientes para garantizar
el éxito. Cuando se siembra no es seguro que se logrará la cosecha.
Es falsa la hipótesis de que se cuenta de antemano con todo lo necesario
para llevar a cabo la tarea que se ha de realizar. Los recursos contantes y sonantes son siempre escasos en el orden de la esperanza, puesto que esperar es querer ser más. Esperar es querer ser más porque ahora se es poco. Con estas observaciones se ha dado un primer paso para enfocar la cuestión de la relación de
los recursos con la esperanza.
Conviene notar que la tarea esperanzada es imposible si se pretende
afrontar en estricta soledad. El hombre aislado no puedo llegar a un futuro
mejor precisamente porque no tiene todos los recursos. Por tanto, la aventura
de la esperanza no se puede acometer si no se cuenta con la ayuda de los demás.
Esa ayuda reside, sobre todo, en la cooperación. Por consiguiente, la tarea esperanzada no se puede emprender si el futuro no es común, y ello comporta el
carácter común del bien que se pretende. El trabajar en régimen de esperanza,
el existir abierto a horizontes nuevos, es un carácter del ser humano que se desarrolla de modo comunitario, es decir, de acuerdo con el valor convocante de la
esperanza. Este valor tiene un especial interés para la moral.
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La existencia humana, en cuanto que articulada por la esperanza, es constitutivamente épica. La épica es la narrativa de una pluralidad de experiencias
intensas con las cuales el hombre llega a conocerse con profundidad. Un magnífico ejemplo de épica literaria es la figura de Ulises comprometido en la tarea
del regreso a Ítaca. Otro ejemplo de existencia épica más profundo -y además
real- nos lo ofrece la figura de Abraham.
Estos ejemplos ponen de manifiesto que la épica posee una estructura global: no bastan los recursos propios. Dicha estructura define el ser temporal del
hombre, que puede narrarse como una historia porque tiene un pasado cuyo sentido se ha de actualizar y un empuje hacia un fin que convoca. Por eso, la contrafigura de la historia es la narración sin futuro, que considera la vida como un
transcurrir sin dirección. Un ejemplo claro de anti-historia es la narrativa de
Kafka, en la cual el hombre no es ayudado por nadie y no encuentra nada, porque está sumido en un angustioso proceso burocrático que se prolonga al infinito.
Ante todo, la narración épica contiene la tarea de un sujeto humano.
Para que esa tarea sea esperanzada es menester que no obedezca al mero capricho del sujeto, sino que haya sido encomendada, es decir, que se comprenda
como un encargo. Aquí reside la ayuda, el acompañamiento original. Al que
pretende existir aislado, se le podría preguntar ¿quién te ha dado vela en este
entierro? Cualquier tarea es asignada, por lo pronto, por la pertenencia a la historia: es la metáfora de la entrega de la antorcha. Pero, en rigor, el autor de la
encomienda es el Creador. Por eso, hay que entender el encargo como una
misión otorgada. Los que entienden esto a fondo son los santos.
En el transcurso de la acción aparece un elemento coadyuvante, es decir,
una ayuda acompañante, que se presta al sujeto en cuanto que camina hacia el
objetivo futuro. Por otro lado, sin embargo, a la esperanza siempre se le oponen
dificultades o contrariedades: un adversario que la pone a prueba. Pero esto no
es todo. Otro factor de la esperanza reside en que el beneficiario de la acción no
puede ser tan sólo el sujeto que la lleva a cabo. En este sentido cabe decir que el
motivo de la esperanza es siempre trascendente. Ese motivo no puede faltar porque la esperanza es incompatible con el aislamiento. El futuro mejor que se pretende no puede ser para uno solo; el beneficio esperado debe alcanzar a otros.
Si alguno de los elementos épicos de la esperanza desaparece, la historia
humana se falsea y tiene lugar una mutilación de la esperanza tan ridícula como
la utopía. En la utopía marxista, se hace trivial la actividad del sujeto, porque
el hombre polivalente es incompatible con proyectos dotados de alcance social.
Pero la mutilación de la estructura esencial de la esperanza puede afectar a otros
elementos. Ello da lugar a distintas modulaciones del individualismo nihilista;
el egoísta recorta su esperanza y la rodea de nada.
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Es posible que un sujeto humano responda a la siguientes preguntas de
este modo: ¿quién te ha encargado la tarea de existir? Nadie. ¿Con qué ayudas
cuentas? Sólo con mis propios recursos. ¿Quién es tu adversario? Todos los
demás. ¿Quién es el beneficiario? Solamente yo. Sin embargo, conviene tener
en cuenta que el que pone su esperanza en una tarea que nadie le ha encargado,
y sin más beneficiario ni más coadyuvante que él mismo, se engaña.
En la concepción cristiana de la vida, el que encarga la tarea es el más
interesado en que salga adelante. Es el amigo por excelencia, al que siempre se
puede acudir. Por eso, en la vida del cristiano la oración ocupa un lugar central.
En la oración se descubre que el que ayuda está dentro de uno mismo, como lo
más innovador, como lo mejor y, en definitiva, como lo más inesperado por el
hombre trivial.
Existen otros dos tipos humanos incapaces de vivir con esperanza: los dubitan tes y los inconscientes. El dubitante es el que hecha cuentas sobre los recursos
de que dispone olvidando que se pueden incrementar, y aprecia en demasía las
dificultades. Es el que se deja asustar por el dolor y no sabe acudir a la ayuda o a
la cooperación. Por su parte, el inconsciente es aquel que se atiene a la frase de
Foch: primero se lanza uno, después se mira. Mejor aún, el inconsciente lo es para
todo menos para el rencor. La tarea esperanzada es incompatible con el rencor
porque el rencor es hijo del miedo. Si el miedo se introduce en el esperar, éste es
sustituido por el sentimiento de urgencia o por el exceso de cálculo.
Precisamente por ser acompañada por el riesgo, la esperanza es fuente de
solidaridad. El poder de convocatoria de la esperanza está en que el que espera se
arriesga y el que no se arriesga no espera. La esperanza convoca dos grandes fuerzas del espíritu: la amistad y el antagonismo; una positiva y otra negativa. Pero la
primera es la más poderosa. Como la esperanza es asunto de un corazón que
-al igual que la proa de una nave- abre horizontes, el que espera está siempre
protegido; y no porque se ponga a cubierto, sino al contrario, porque se expone
y no se conforma, ni se refugia en un bunker. Por eso arrastra a los demás.
Correr riesgos equivale a jugar. Si la sociología se desarrollada apelando
a la teoría de juegos, la sociedad se ha de definir como un juego de suma positiva. Ello es posible por la esperanza tal como ha quedado descrita.
Por eso, la actividad esperanzada es un juego que no agobia: un juego alegre al que cabe apostar porque todos ganan. El último elemento de la esperanza
es la alegría. Incluso de ella deriva la alegría del universo. Como dice San Pablo,
las criaturas están a la espera de la manifestación de la gloria de los hijos de
Dios; mientras tanto, están sujetas a vanidad (cf. Romanos 8, 19-20); o dicho
de otro modo, se aburren.
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2. El amor de esperanza
¿Qué añade el cristianismo a la esperanza del hombre, es decir, qué es la
esperanza en el orden del amor personal? Esta pregunta también se puede
expresar así: ¿cuál es la tarea de mi vida? La tarea es una dilatación de la libertad. Para los griegos, la libertad es el dominio sobre los actos voluntarios en
tanto que guardan una relación con el fin. Pero ha de haber una libertad mayor
en la tarea esperanzada inserta en el otorgamiento amoroso, es decir, en la dilatación de la intimidad. El amor no es posible sin la libertad personal.
Esperar no significa para el cristiano aguardar. La esperanza no versa tan
sólo sobre lo que sobrevendrá. La pregunta de Kant: ¿qué estoy autorizado a
esperar? No presupone un viaje hasta un término cuyo advenimiento y contenido haya que averiguar. Si el tener es continuado en la forma de la donación,
hay una noción superior a la de fin a la que llamaré el destinar. La cuestión del
destinar comporta que la actividad del hombre rebrota en dación desde la persona. El destinar no se confunde con el destino. Por decirlo de algún modo, al
hacer el balance de su vida desde su ser personal, el hombre se encuentra con
que no le basta un término último de su capacidad de desear, sino que ha de
buscar el término de su capacidad de ofrecimiento.
Trataré de expresar esta difícil cuestión de un modo más plástico. No se
trata primariamente de alcanzar nuevos horizontes, sino de dar. ¿Quién lo va a
aceptar? El ámbito de resonancia de la capacidad de dar ha de ser también personal; de otro modo es absurda. ¿Quién responde a la iniciativa esperanzada? El
problema clave es la correspondencia. Esto lo dice Tomas de Aquino de una
manera taxativa: hablando en absoluto, sin correspondencia el amor no existe.
En este punto no cabe la unilateralidad del deseo. Sin correspondencia, la
superioridad del amor donante de la persona no tendría sentido. La esperanza
aspira a la reciprocidad amorosa y se dirige a fomentarla por encima de las veleidades humanas. La esperanza deriva del amor e intenta corresponder.
El amor de esperanza busca aceptación y respuesta, es decir, al semejante.
Aquí semejanza no significa copia o reiteración, sino alteridad de iniciativas en
réplica que las acerca y coloca en un mismo plano. Por eso, una de las categoría centrales de la sociología cristiana es la noción de prójimo. Esta noción significa que si uno es capaz de amar, el otro no ha de ser inferior por estar privado de esa capacidad. La igualdad entre los hombres no es únicamente específica, sino que se concentra en su dignidad personal, y es una exigencia de la
vida cristiana respetar y fomentar la dignidad de los demás. Si los otros no son
iguales a mí, ¿qué quiere decir donar?, ¿a quién se da? El prójimo no es el des163
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tinatario de la donación tan sólo como su receptor. La donación mira, ante
todo, a la dignidad del otro. Esta intención regula el contenido del don.
La esperanza es un requerimiento doblemente dirigido, más allá de la
adaptación o del equilibrio. La esperanza no es homeostática, puesto que busca
la dignidad de todos los hombre y la promueve. De ella surge un imperativo
que, modificando una frase kantiana, puede expresarse así: no te conformes con
los medios. Este inconformismo lleva consigo insatisfacción; es la negativa a
detenerse, a decir basta.
La insatisfacción equivale al no cansarse de dar. No es un talante negativo, aunque lleva consigo un dejar. Este dejar se describe en muchos casos (en
otros, implica una renuncia) como compartir y ayudar a crecer. Lo que se suele
llamar comunicación interpersonal exige la correlativa flexibilidad entre lo mío
y lo tuyo, que es propia de la virtud de la amistad. Por eso, la esperanza no
reclama la autoría del otorgamiento ni exige su reconocimiento: renuncia a que
sobre ella recaiga la atención ajena, precisamente porque no renuncia a dar y
porque la insatisfacción equivale a no cansarse de dar.
Una capacidad de amar sometida a una situación de soledad es una tragedia. Si los demás no son dignificables, la esperanza amorosa carece de sentido;
es, por así decirlo, un fardo que no se puede descargar al quedarse solo, una
capacidad anulada en su término. Pero el cristiano no puede quedarse solo,
como «uno» que carece de prójimo. ¿Quién es mi prójimo? En la pregunta que
da paso a la parábola del samaritano está implícita una orientación entera de la
existencia. El prójimo es materia de búsqueda. Hay que encontrarlo. Por eso,
esa pregunta repercute en quien la formula. Buscar al prójimo quiere decir
tanto como estar dispuesto a proceder como prójimo. En rigor, el prójimo de
la parábola evangélica es el samaritano. Buscar al prójimo equivale a sustituir
las propias preocupaciones, cambiar la rutina de la vida por la irrupción en ella
de la persona 2.
Leonardo Polo
Departamento de Filosofía
Universidad de Navarra
PAMPLONA
2. Las observaciones contenidas en este artículo se encuadran dentro de una investigación más amplia, que lleva por título Antropología Trascendental
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