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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
GAUDETE ET EXSULTATE
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL LLAMADO A LA SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
1. «Alegraos y regocijaos» (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados
por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad
para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con
una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la
Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el
Señor a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1).
2. No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y
distinciones que podrían enriquecer este importante tema, o con análisis que podrían
hacerse acerca de los medios de santificación. Mi humilde objetivo es hacer resonar una
vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus
riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió
«para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4).
2
CAPÍTULO PRIMERO
EL LLAMADO A LA SANTIDAD
Los santos que nos alientan y acompañan
3. En la carta a los Hebreos se mencionan distintos testimonios que nos animan a que
«corramos, con constancia, en la carrera que nos toca» (12,1). Allí se habla de
Abraham, de Sara, de Moisés, de Gedeón y de varios más (cf. 11,1-12,3) y sobre todo se
nos invita a reconocer que tenemos «una nube tan ingente de testigos» (12,1) que nos
alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta.
Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf.
2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones
y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor.
4. Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de
amor y comunión. Lo atestigua el libro del Apocalipsis cuando habla de los mártires que
interceden: «Vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de
Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo,
Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia?”» (6,9-10). Podemos decir que
«estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que
llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de
los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce».1
5. En los procesos de beatificación y canonización se tienen en cuenta los signos de
heroicidad en el ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio y también
los casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás,
sostenido hasta la muerte. Esa ofrenda expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es
digna de la admiración de los fieles.2 Recordemos, por ejemplo, a la beata María
Gabriela Sagheddu, que ofreció su vida por la unión de los cristianos.
Los santos de la puerta de al lado
6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama
santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios
el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con
otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera
1
BENEDICTO XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24 abril 2005): AAS 97 (2005),
708.
2
Supone de todos modos que haya fama de santidad y un ejercicio, al menos en grado ordinario, de las
virtudes cristianas: cf. Motu proprio Maiorem hac dilectionem (11 julio 2017), art. 2c: L’Osservatore
Romano (12 julio 2017), p. 8.
3
santamente».3 El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe
identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo
aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones
interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una
dinámica popular, en la dinámica de un pueblo.
7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con
tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su
casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta
constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es
muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de
nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase
media de la santidad».4
8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de
los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función
profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y
caridad».5 Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través
de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen
los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida
mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia
del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los
libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los
acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en
que todo lo oculto será revelado».6
9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y
en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los
mismos discípulos de Cristo».7 Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que «el
testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio
común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes».8 En la hermosa
conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del
año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte
que la de los factores de división».9
El Señor llama
10. Todo esto es importante. Sin embargo, lo que quisiera recordar con esta Exhortación
es sobre todo el llamado a la santidad que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese
llamado que te dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P
1,16). El Concilio Vaticano II lo destacó con fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de
cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de
3
CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.
Cf. JOSEPH MALEGUE, Pierres noires. Les classes moyennes du Salut, París 1958.
5
CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
6
Vida escondida y epifanía, en Obras Completas V, Burgos 2007, 637.
7
S. JUAN PABLO II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 56: AAS 93 (2001), 307.
8
Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 37: AAS 87 (1995), 29.
9
Homilía en la Conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX (7 mayo 2000), 5: AAS 92
(2000), 680-681.
4
4
salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella
santidad con la que es perfecto el mismo Padre».10
11. «Cada uno por su camino», dice el Concilio. Entonces, no se trata de desalentarse
cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables. Hay
testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de
copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor
tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y
saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12,
7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos
estamos llamados a ser testigos, pero «existen muchas formas existenciales de
testimonio».11 De hecho, cuando el gran místico san Juan de la Cruz escribía su Cántico
Espiritual, prefería evitar reglas fijas para todos y explicaba que sus versos estaban
escritos para que cada uno los aproveche «según su modo».12 Porque la vida divina se
comunica «a unos en una manera y a otros en otra».13
12. Dentro de las formas variadas, quiero destacar que el «genio femenino» también se
manifiesta en estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de
Dios en este mundo. Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más
relegadas, el Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos
espirituales e importantes reformas en la Iglesia. Podemos mencionar a santa Hildegarda
de Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila o santa Teresa
de Lisieux. Pero me interesa recordar a tantas mujeres desconocidas u olvidadas
quienes, cada una a su modo, han sostenido y transformado familias y comunidades con
la potencia de su testimonio.
13. Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese
proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad: «Antes
de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré»
(Jr 1,5).
También para ti
14. Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos.
Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a
quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para
dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos
viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí
donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con
alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu
esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo
con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela
o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes
10
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
HANS U. VON BALTHASAR, “Teología y santidad”, en Communio 6 (1987), 489.
12
Cántico Espiritual B, Prólogo, 2.
13
Ibíd., XIV-XV, 2.
11
5
autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses
personales.14
15. Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que
todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te
desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la
santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando
sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile:
«Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco
mejor». En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, encontrarás todo lo que necesitas
para crecer hacia la santidad. El Señor la ha llenado de dones con la Palabra, los
sacramentos, los santuarios, la vida de las comunidades, el testimonio de sus santos, y
una múltiple belleza que procede del amor del Señor, «como novia que se adorna con
sus joyas» (Is 61,10).
16. Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por
ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y
comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no
hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide
conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha
con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de
angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es
otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a
conversar con él con cariño. Ese es otro paso.
17. A veces la vida presenta desafíos mayores y a través de ellos el Señor nos invita a
nuevas conversiones que permiten que su gracia se manifieste mejor en nuestra
existencia «para que participemos de su santidad» (Hb 12,10). Otras veces solo se trata
de encontrar una forma más perfecta de vivir lo que ya hacemos: «Hay inspiraciones
que tienden solamente a una extraordinaria perfección de los ejercicios ordinarios de la
vida».15 Cuando el Cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuân estaba en la cárcel,
renunció a desgastarse esperando su liberación. Su opción fue «vivir el momento
presente colmándolo de amor»; y el modo como se concretaba esto era: «Aprovecho las
ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones ordinarias de manera
extraordinaria».16
18. Así, bajo el impulso de la gracia divina, con muchos gestos vamos construyendo esa
figura de santidad que Dios quería, pero no como seres autosuficientes sino «como
buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10). Bien nos
enseñaron los Obispos de Nueva Zelanda que es posible amar con el amor incondicional
del Señor, porque el Resucitado comparte su vida poderosa con nuestras frágiles vidas:
«Su amor no tiene límites y una vez dado nunca se echó atrás. Fue incondicional y
permaneció fiel. Amar así no es fácil porque muchas veces somos tan débiles. Pero
precisamente para tratar de amar como Cristo nos amó, Cristo comparte su propia vida
14
Cf. Catequesis (19 noviembre 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (21
noviembre 2014), p. 16.
15
S. FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor a Dios, VIII, 11.
16
Cinco panes y dos peces: un gozoso testimonio de fe desde el sufrimiento en la cárcel, México 19999,
21.
6
resucitada con nosotros. De esta manera, nuestras vidas demuestran su poder en acción,
incluso en medio de la debilidad humana».17
Tu misión en Cristo
19. Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla
como un camino de santidad, porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación» (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para
reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del
Evangelio.
20. Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo
la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la
muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar
constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia
distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su
cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La
contemplación de estos misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a
hacerlos carne en nuestras opciones y actitudes.18 Porque «todo en la vida de Jesús es
signo de su misterio»,19 «toda la vida de Cristo es Revelación del Padre»,20 «toda la vida
de Cristo es misterio de Redención»,21 «toda la vida de Cristo es misterio de
Recapitulación»,22 y «todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él
lo viva en nosotros».23
21. El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo
amando en nosotros, porque «la santidad no es sino la caridad plenamente vivida».24 Por
lo tanto, «la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado
como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya».25
Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y
regala a su pueblo.
22. Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no
conviene entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas.
No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es
auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino
entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando
uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona.26
17
CONFERENCIA DE OBISPOS CATÓLICOS DE NUEVA ZELANDA, Healing love (1 enero 1988).
Cf. Ejercicios espirituales, 102-312.
19
Catecismo de la Iglesia Católica, 515.
20
Ibíd., 516.
21
Ibíd., 517.
22
Ibíd., 518.
23
Ibíd., 521.
24
BENEDICTO XVI, Catequesis (13 abril 2011): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(17 abril 2011), p. 11.
25
Ibíd.
26
Cf. HANS U. VON BALTHASAR, “Teología y santidad”, en Communio 6 (1987), 486-493.
18
7
23. Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú también necesitas
concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la
oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué
espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar,
para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese
misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy.
24. Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere
decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que
eso sea posible, y así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también
en medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones el camino del
amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e ilumina.
La actividad que santifica
25. Como no puedes entender a Cristo sin el reino que él vino a traer, tu propia misión
es inseparable de la construcción de ese reino: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su
justicia» (Mt 6,33). Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por
construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere
vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también en las
alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto, no te santificarás sin entregarte
en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti en ese empeño.
26. No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y
rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser
aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora
en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en
medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la
propia misión.
27. ¿Acaso el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo
pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar
la paz interior? Sin embargo, a veces tenemos la tentación de relegar la entrega pastoral
o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si fueran «distracciones» en
el camino de la santificación y de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida tenga
una misión, sino que es misión».27
28. Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar,
ciertamente no será santificadora. El desafío es vivir la propia entrega de tal manera que
los esfuerzos tengan un sentido evangélico y nos identifiquen más y más con Jesucristo.
De ahí que suela hablarse, por ejemplo, de una espiritualidad del catequista, de una
espiritualidad del clero diocesano, de una espiritualidad del trabajo. Por la misma razón,
en Evangelii gaudium quise concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato si’
con una espiritualidad ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad de la vida
familiar.
27
XAVIER ZUBIRI, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 19993, 427.
8
29. Esto no implica despreciar los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios.
Al contrario. Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo
de los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios
vacíos donde resuene la voz de Dios. Todo se llena de palabras, de disfrutes
epidérmicos y de ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí no reina la alegría sino
la insatisfacción de quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no reconocer entonces que
necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar un espacio personal, a veces
doloroso pero siempre fecundo, donde se entabla el diálogo sincero con Dios? En algún
momento tendremos que percibir de frente la propia verdad, para dejarla invadir por el
Señor, y no siempre se logra esto si uno «no se ve al borde del abismo de la tentación
más agobiante, si no siente el vértigo del precipicio del más desesperado abandono, si
no se encuentra absolutamente solo, en la cima de la soledad más radical».28 Así
encontramos las grandes motivaciones que nos impulsan a vivir a fondo las propias
tareas.
30. Los mismos recursos de distracción que invaden la vida actual nos llevan también a
absolutizar el tiempo libre, en el cual podemos utilizar sin límites esos dispositivos que
nos brindan entretenimiento o placeres efímeros.29 Como consecuencia, es la propia
misión la que se resiente, es el compromiso el que se debilita, es el servicio generoso y
disponible el que comienza a retacearse. Eso desnaturaliza la experiencia espiritual.
¿Puede ser sano un fervor espiritual que conviva con una acedia en la acción
evangelizadora o en el servicio a los otros?
31. Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el
servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante
sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los
momentos serán escalones en nuestro camino de santificación.
Más vivos, más humanos
32. No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo
contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu
propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra
propia dignidad. Esto se refleja en santa Josefina Bakhita, quien fue «secuestrada y
vendida como esclava a la tierna edad de siete años, sufrió mucho en manos de amos
crueles. Pero llegó a comprender la profunda verdad de que Dios, y no el hombre, es el
verdadero Señor de todo ser humano, de toda vida humana. Esta experiencia se
transformó en una fuente de gran sabiduría para esta humilde hija de África».30
33. En la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el
mundo. Los Obispos de África occidental nos enseñaron: «Estamos siendo llamados, en
el espíritu de la nueva evangelización, a ser evangelizados y a evangelizar a través del
28
CARLO M. MARTINI, Las confesiones de Pedro, Estella 1994, 76.
Es necesario distinguir esta distracción superficial, de una sana cultura del ocio, que nos abre al otro y a
la realidad con un espíritu disponible y contemplativo.
30
S. JUAN PABLO II, Homilía en la Misa de canonización (1 octubre 2000), 5: AAS 92 (2000), 852.
29
9
empoderamiento de todos los bautizados para que asumáis vuestros roles como sal de la
tierra y luz del mundo donde quiera que os encontréis».31
34. No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas
miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano,
porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como
decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos».32
CAPÍTULO SEGUNDO
DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD
35. En este marco, quiero llamar la atención acerca de dos falsificaciones de la santidad
que podrían desviarnos del camino: el gnosticismo y el pelagianismo. Son dos herejías
que surgieron en los primeros siglos cristianos, pero que siguen teniendo alarmante
actualidad. Aun hoy los corazones de muchos cristianos, quizá sin darse cuenta, se dejan
seducir por estas propuestas engañosas. En ellas se expresa un inmanentismo
antropocéntrico disfrazado de verdad católica.33 Veamos estas dos formas de seguridad
doctrinal o disciplinaria que dan lugar «a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de
facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni
Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente».34
El gnosticismo actual
36. El gnosticismo supone «una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una
determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que
supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en
la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos».35
Una mente sin Dios y sin carne
31
CONFERENCIA EPISCOPAL REGIONAL DE ÁFRICA OCCIDENTAL, Mensaje pastoral a la conclusión de la
II Asamblea Plenaria (29 febrero 2016), 2.
32
La mujer pobre, II, 27.
33
Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la
salvación cristiana (22 febrero 2018), 4: L’Osservatore Romano (2 marzo 2018), pp. 4-5: «Tanto el
individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en
Cristo, el Salvador único y universal». En este documento se encuentran las bases doctrinales para la
comprensión de la salvación cristiana en relación con las derivas neo-gnósticas y neo-pelagianas actuales.
34
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 94: AAS 105 (2013), 1060.
35
Ibíd.: AAS 105 (2013), 1059.
10
37. Gracias a Dios, a lo largo de la historia de la Iglesia quedó muy claro que lo que
mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y
conocimientos que acumulen. Los «gnósticos» tienen una confusión en este punto, y
juzgan a los demás según la capacidad que tengan de comprender la profundidad de
determinadas doctrinas. Conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar la carne
sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al
descarnar el misterio finalmente prefieren «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una
Iglesia sin pueblo».36
38. En definitiva, se trata de una superficialidad vanidosa: mucho movimiento en la
superficie de la mente, pero no se mueve ni se conmueve la profundidad del
pensamiento. Sin embargo, logra subyugar a algunos con una fascinación engañosa,
porque el equilibrio gnóstico es formal y supuestamente aséptico, y puede asumir el
aspecto de una cierta armonía o de un orden que lo abarca todo.
39. Pero estemos atentos. No me refiero a los racionalistas enemigos de la fe cristiana.
Esto puede ocurrir dentro de la Iglesia, tanto en los laicos de las parroquias como en
quienes enseñan filosofía o teología en centros de formación. Porque también es propio
de los gnósticos creer que con sus explicaciones ellos pueden hacer perfectamente
comprensible toda la fe y todo el Evangelio. Absolutizan sus propias teorías y obligan a
los demás a someterse a los razonamientos que ellos usan. Una cosa es un sano y
humilde uso de la razón para reflexionar sobre la enseñanza teológica y moral del
Evangelio; otra es pretender reducir la enseñanza de Jesús a una lógica fría y dura que
busca dominarlo todo.37
Una doctrina sin misterio
40. El gnosticismo es una de las peores ideologías, ya que, al mismo tiempo que exalta
indebidamente el conocimiento o una determinada experiencia, considera que su propia
visión de la realidad es la perfección. Así, quizá sin advertirlo, esta ideología se
alimenta a sí misma y se enceguece aún más. A veces se vuelve especialmente engañosa
cuando se disfraza de una espiritualidad desencarnada. Porque el gnosticismo «por su
propia naturaleza quiere domesticar el misterio»,38 tanto el misterio de Dios y de su
gracia, como el misterio de la vida de los demás.
41. Cuando alguien tiene respuestas a todas las preguntas, demuestra que no está en un
sano camino y es posible que sea un falso profeta, que usa la religión en beneficio
propio, al servicio de sus elucubraciones psicológicas y mentales. Dios nos supera
infinitamente, siempre es una sorpresa y no somos nosotros los que decidimos en qué
36
Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (11 noviembre 2016): L’Osservatore Romano (12
noviembre 2016), p. 8.
37
Como enseña S. Buenaventura: «Es necesario que se dejen todas las operaciones intelectuales, y que el
ápice del afecto se traslade todo a Dios y todo se transforme en Dios. […] Y así, no pudiendo nada la
naturaleza y poco la industria, ha de darse poco a la inquisición y mucho a la unción; poco a la lengua y
muchísimo a la alegría interior; poco a la palabra y a los escritos, y todo al don de Dios, que es el Espíritu
Santo; poco o nada a la criatura, todo a la esencia creadora, esto es, al Padre, y al Hijo, y a Espíritu Santo»
(Itinerario de la mente a Dios, VII, 4-5).
38
Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el centenario de la
Facultad de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo 2015), p. 6.
11
circunstancia histórica encontrarlo, ya que no depende de nosotros determinar el tiempo
y el lugar del encuentro. Quien lo quiere todo claro y seguro pretende dominar la
trascendencia de Dios.
42. Tampoco se puede pretender definir dónde no está Dios, porque él está
misteriosamente en la vida de toda persona, está en la vida de cada uno como él quiere,
y no podemos negarlo con nuestras supuestas certezas. Aun cuando la existencia de
alguien haya sido un desastre, aun cuando lo veamos destruido por los vicios o las
adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que por
nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al Señor en toda vida humana. Esto
es parte del misterio que las mentalidades gnósticas terminan rechazando, porque no lo
pueden controlar.
Los límites de la razón
43. Nosotros llegamos a comprender muy pobremente la verdad que recibimos del
Señor. Con mayor dificultad todavía logramos expresarla. Por ello no podemos
pretender que nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una supervisión estricta
de la vida de los demás. Quiero recordar que en la Iglesia conviven lícitamente distintas
maneras de interpretar muchos aspectos de la doctrina y de la vida cristiana que, en su
variedad, «ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra». Es verdad que
«a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto
puede parecerles una imperfecta dispersión».39 Precisamente, algunas corrientes
gnósticas despreciaron la sencillez tan concreta del Evangelio e intentaron reemplazar al
Dios trinitario y encarnado por una Unidad superior donde desaparecía la rica
multiplicidad de nuestra historia.
44. En realidad, la doctrina, o mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, «no es un
sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas,
cuestionamientos», y «las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus
sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos
ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus preguntas nos
ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan».40
45. Con frecuencia se produce una peligrosa confusión: creer que porque sabemos algo
o podemos explicarlo con una determinada lógica, ya somos santos, perfectos, mejores
que la «masa ignorante». A todos los que en la Iglesia tienen la posibilidad de una
formación más alta, san Juan Pablo II les advertía de la tentación de desarrollar «un
cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles».41 Pero en realidad, eso
que creemos saber debería ser siempre una motivación para responder mejor al amor de
Dios, porque «se aprende para vivir: teología y santidad son un binomio inseparable».42
39
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 40: AAS 105 (2013), 1037.
Videomensaje al Congreso internacional de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina
(1-3 septiembre 2015): AAS 107 (2015), 980.
41
Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996), 38: AAS 88 (1996), 412.
42
Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el centenario de la
Facultad de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo 2015), p. 6.
40
12
46. Cuando san Francisco de Asís veía que algunos de sus discípulos enseñaban la
doctrina, quiso evitar la tentación del gnosticismo. Entonces escribió esto a san Antonio
de Padua: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos con tal que, en el
estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción».43 Él reconocía la
tentación de convertir la experiencia cristiana en un conjunto de elucubraciones
mentales que terminan alejándonos de la frescura del Evangelio. San Buenaventura, por
otra parte, advertía que la verdadera sabiduría cristiana no se debe desconectar de la
misericordia hacia el prójimo: «La mayor sabiduría que puede existir consiste en
difundir fructuosamente lo que uno tiene para dar, lo que se le ha dado precisamente
para que lo dispense. [...] Por eso, así como la misericordia es amiga de la sabiduría, la
avaricia es su enemiga».44 «Hay una actividad que al unirse a la contemplación no la
impide, sino que la facilita, como las obras de misericordia y piedad».45
El pelagianismo actual
47. El gnosticismo dio lugar a otra vieja herejía, que también está presente hoy. Con el
paso del tiempo, muchos comenzaron a reconocer que no es el conocimiento lo que nos
hace mejores o santos, sino la vida que llevamos. El problema es que esto se degeneró
sutilmente, de manera que el mismo error de los gnósticos simplemente se transformó,
pero no fue superado.
48. Porque el poder que los gnósticos atribuían a la inteligencia, algunos comenzaron a
atribuírselo a la voluntad humana, al esfuerzo personal. Así surgieron los pelagianos y
los semipelagianos. Ya no era la inteligencia lo que ocupaba el lugar del misterio y de la
gracia, sino la voluntad. Se olvidaba que «todo depende no del querer o del correr, sino
de la misericordia de Dios» (Rm 9,16) y que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
Una voluntad sin humildad
49. Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de
la gracia de Dios con discursos edulcorados «en el fondo solo confían en sus propias
fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico».46 Cuando algunos de ellos se
dirigen a los débiles diciéndoles que todo se puede con la gracia de Dios, en el fondo
suelen transmitir la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si ella
fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia. Se pretende ignorar
que «no todos pueden todo»,47 y que en esta vida las fragilidades humanas no son
sanadas completa y definitivamente por la gracia.48 En cualquier caso, como enseñaba
san Agustín, Dios te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas;49 o bien a
43
Carta a Fray Antonio, 2: FF 251.
Los siete dones del Espíritu Santo, 9, 15.
45
ID., In IV Sent., 37, 1, 3, ad 6.
46
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 94: AAS 105 (2013), 1059.
47
Cf. S. BUENAVENTURA, Las seis alas del Serafín 3, 8: «Non omnes omnia possunt». Cabe entenderlo
en la línea del Catecismo de la Iglesia Católica, 1735.
48
STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I-II, q.109, a.9, ad 1: «La gracia entraña cierta
imperfección, en cuanto no sana perfectamente al hombre».
49
Cf. La naturaleza y la gracia, XLIII, 50: PL 44, 271.
44
13
decirle al Señor humildemente: «Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras».50
50. En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros
límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio
para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de
crecimiento.51 La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace
superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos. En
este caso, detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no corresponder a lo que
afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los hechos terminamos confiando poco
en ella. Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y limitada, tampoco
podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos pide en cada momento,
después de habernos capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente
y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva.52 Por ello, si
rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho podemos llegar a negarla y
bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras.
51. Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: «Yo soy Dios todopoderoso, camina en
mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1). Para poder ser perfectos, como a él le agrada,
necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta
caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que
perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que
nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra
existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad (cf. Sal 139,7). Y si ya no
ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que
examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto (cf. Sal 139,23-24). Así
conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos
que él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29,16). Hemos dicho tantas veces que Dios
habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite
vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del
Señor todos los días de mi vida (cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en
mi casa» (Sal 84,11). En él somos santificados.
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada
52. La Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o
por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa. Los Padres de
la Iglesia, aun antes de san Agustín, expresaban con claridad esta convicción primaria.
San Juan Crisóstomo decía que Dios derrama en nosotros la fuente misma de todos los
dones antes de que nosotros hayamos entrado en el combate.53 San Basilio Magno
remarcaba que el fiel se gloría solo en Dios, porque «reconoce estar privado de la
verdadera justicia y que es justificado únicamente mediante la fe en Cristo».54
50
Confesiones X, 29, 40: PL 32, 796.
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038.
52
La fe cristiana entiende la gracia como preveniente, concomitante y subsecuente a nuestras acciones
(cf. CONC. ECUM. DE TRENTO, Ses. VI, Decr. de iustificatione, sobre la justificación, cap. 5: DH, 1525).
53
Cf. Homilías sobre la carta a los Romanos, IX, 11: PG 60, 470.
54
Homilía sobre la humildad: PG 31, 530.
51
14
53. El II Sínodo de Orange enseñó con firme autoridad que nada humano puede exigir,
merecer o comprar el don de la gracia divina, y que todo lo que pueda cooperar con ella
es previamente don de la misma gracia: «Aun el querer ser limpios se hace en nosotros
por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo».55 Posteriormente, aun
cuando el Concilio de Trento destacó la importancia de nuestra cooperación para el
crecimiento espiritual, reafirmó aquella enseñanza dogmática: «Se dice que somos
justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación, sea la fe,
sean las obras, merece la gracia misma de la justificación; “porque si es gracia, ya no es
por las obras; de otro modo la gracia ya no sería gracia” (Rm 11,6)».56
54. El Catecismo de la Iglesia Católica también nos recuerda que el don de la gracia
«sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana»,57 y
que «frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito alguno de parte
del hombre. Entre él y nosotros la desigualdad no tiene medida».58 Su amistad nos
supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo
puede ser un regalo de su iniciativa de amor. Esto nos invita a vivir con una gozosa
gratitud por ese regalo que nunca mereceremos, puesto que «después que uno ya posee
la gracia, no puede la gracia ya recibida caer bajo mérito».59 Los santos evitan depositar
la confianza en sus acciones: «En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti con las
manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras
justicias tienen manchas a tus ojos».60
55. Esta es una de las grandes convicciones definitivamente adquiridas por la Iglesia, y
está tan claramente expresada en la Palabra de Dios que queda fuera de toda discusión.
Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería marcar nuestro estilo
de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos convoca no solo a aceptarla con la
mente, sino a convertirla en un gozo contagioso. Pero no podremos celebrar con gratitud
el regalo gratuito de la amistad con el Señor si no reconocemos que aun nuestra
existencia terrena y nuestras capacidades naturales son un regalo. Necesitamos
«consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra libertad
como gracia. Esto es lo difícil hoy en un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto
de su propia originalidad o de su libertad».61
56. Solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido,
podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más.62 Lo
primero es pertenecer a Dios. Se trata de ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle
nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad,
para que su don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros: «Os exhorto, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como
55
Canon 4, DH 374.
Ses. VI, Decr. de iustificatione, sobre la justificación, cap. 8: DH 1532.
57
N. 1998.
58
Ibíd., 2007.
59
STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I-II, q.114, a.5.
60
STA. TERESA DE LISIEUX, “Acto de ofrenda al Amor misericordioso” (Oraciones, 6).
61
LUCIO GERA, “Sobre el misterio del pobre”, en P. GRELOT-L. GERA-A. DUMAS, El Pobre, Buenos Aires
1962, 103.
62
Esta es, en definitiva, la doctrina católica acerca del «mérito» posterior a la justificación: se trata de la
cooperación del justificado para el crecimiento de la vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2010). Pero esta cooperación de ninguna manera hace que la justificación misma y la amistad
con Dios se vuelvan objeto de un mérito humano.
56
15
sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rm 12,1). Por otra parte, la Iglesia siempre
enseñó que solo la caridad hace posible el crecimiento en la vida de la gracia, porque si
no tengo caridad, no soy nada (cf. 1 Co 13,2).
Los nuevos pelagianos
57. Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación
por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia
capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del
verdadero amor. Se manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión
por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el
cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria ligada a
la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de
realización autorreferencial. En esto algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo,
en lugar de dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por
comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas
inmensas multitudes sedientas de Cristo.63
58. Muchas veces, en contra del impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia se convierte
en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos
cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias,
costumbres o estilos. De esa manera, se suele reducir y encorsetar el Evangelio,
quitándole su sencillez cautivante y su sal. Es quizás una forma sutil de pelagianismo,
porque parece someter la vida de la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a
grupos, movimientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces
comienzan con una intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o
corruptos.
59. Sin darnos cuenta, por pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por
normas y estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos de
un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo Tomás de Aquino
nos recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por la Iglesia deben exigirse con
moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se convertiría
nuestra religión en una esclavitud».64
El resumen de la Ley
60. En orden a evitarlo, es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de
virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes
teologales, que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. San
Pablo dice que lo que cuenta de verdad es «la fe que actúa por el amor» (Ga 5,6).
Estamos llamados a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el resto de
la ley […] por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8.10). «Porque toda la ley se
cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).
61. Dicho con otras palabras: en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones,
63
64
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 95: AAS 105 (2013), 1060.
Summa Theologiae I-II, q.107, a.4.
16
Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano.
No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno
solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el
más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. En
efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará su obra de arte con el desecho de esta
humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la
vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo.
Estas dos riquezas no desaparecen».65
62. ¡Que el Señor libere a la Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de
pelagianismo que la complican y la detienen en su camino hacia la santidad! Estas
desviaciones se expresan de diversas formas, según el propio temperamento y las
propias características. Por eso exhorto a cada uno a preguntarse y a discernir frente a
Dios de qué manera pueden estar manifestándose en su vida.
CAPÍTULO TERCERO
A LA LUZ DEL MAESTRO
63. Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y
distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las
palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda
sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,312; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de
nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la
respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el
sermón de las bienaventuranzas.66 En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos
llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.
64. La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque
expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí,
la verdadera dicha.
A contracorriente
65
Homilía durante el Jubileo de las personas socialmente excluidas (13 noviembre 2016): L’Osservatore
Romano (14-15 noviembre 2016), p. 8.
66
Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (9 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española (13 junio 2014), p. 11.
17
65. Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo van muy a
contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si
bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de
vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al
contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su
potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.
66. Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro.
Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un
cambio real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos ahora las
distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12).67
«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde
colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus
riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se
desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato, de ese hombre
seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día (cf. Lc 12,16-21).
68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan
satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los
hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores
bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre,
donde puede entrar el Señor con su constante novedad.
69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que
proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior:
«Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es
concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera,
que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza,
honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás».68
70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc
6,20), y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos
convoca a compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles,
y en definitiva a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).
Ser pobre en el corazón, esto es santidad.
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad,
donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente
clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de
hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno
67
68
El orden entre la segunda y la tercera bienaventuranza cambia según las diversas tradiciones textuales.
Ejercicios espirituales, 23.
18
se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca
imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus
propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que
viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).
72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás,
terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con
ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y
evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la
caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de
sus debilidades».69
73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23).
Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos
acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda:
«Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus
convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios
deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos
hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.
74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su
confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin
para referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso,
pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los
demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores
anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las
promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias,
esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de
inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese
pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is
66,2).
Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»
75. El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la
diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira
hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su
alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas,
cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias
donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad,
donde nunca, nunca, puede faltar la cruz.
76. La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y
llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser
69
Manuscrito C, 12r.
19
auténticamente feliz.70 Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con
el del mundo. Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las
situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al
otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona
siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se
compadece hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger
aquella exhortación de san Pablo: «Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).
Saber llorar con los demás, esto es santidad.
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»
77. «Hambre y sed» son experiencias muy intensas, porque responden a necesidades
primarias y tienen que ver con el instinto de sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad
desean la justicia y la buscan con un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya
que tarde o temprano la justicia llega, y nosotros podemos colaborar para que sea
posible, aunque no siempre veamos los resultados de este empeño.
78. Pero la justicia que propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces
manchada por intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad
nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa
política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y cuánta gente
sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se
turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera
justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el
hambre y la sed de justicia que Jesús elogia.
79. Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las
propias decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles. Es
cierto que la palabra «justicia» puede ser sinónimo de fidelidad a la voluntad de Dios
con toda nuestra vida, pero si le damos un sentido muy general olvidamos que se
manifiesta especialmente en la justicia con los desamparados: «Buscad la justicia,
socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda» (Is 1,17).
Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad.
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»
80. La misericordia tiene dos aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también
perdonar, comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo lo que queráis que
haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12). El Catecismo nos
recuerda que esta ley se debe aplicar «en todos los casos»,71 de manera especial cuando
70
Desde los tiempos patrísticos, la Iglesia valora el don de lágrimas, como se puede ver también en la
hermosa oración Ad petendam compunctionem cordis: «Oh Dios omnipotente y mansísimo, que para el
pueblo sediento hiciste surgir de la roca una fuente de agua viva, haz brotar de la dureza de nuestros
corazones lágrimas de compunción, para que llorando nuestros pecados, obtengamos por tu misericordia
el perdón» (Missale Romanum, ed. typ. 1962, p. [110]).
71
Catecismo de la Iglesia Católica, 1789; cf. 1970.
20
alguien «se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos
seguro, y la decisión difícil».72
81. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la
perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el
evangelio de Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt 5,48) sino «sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y
se os dará» (6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos ignorar: «Con la
medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (6,38). La medida que usemos para
comprender y perdonar se aplicará a nosotros para perdonarnos. La medida que
apliquemos para dar, se nos aplicará en el cielo para recompensarnos. No nos conviene
olvidarlo.
82. Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que llama felices a aquellos
que perdonan y lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que todos
nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido mirados con
compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y afinamos el oído,
posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú también tener
compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18,33).
Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad.
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»
83. Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin
suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente
contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo. En la Biblia, el corazón son
nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo
que aparentamos: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S
16,7). Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí desea escribir su Ley (cf. Jr
31,33). En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).
84. Lo que más hay que cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23). Nada manchado por la
falsedad tiene un valor real para el Señor. Él «huye de la falsedad, se aleja de los
pensamientos vacíos» (Sb 1,5). El Padre, que «ve en lo secreto» (Mt 6,6), reconoce lo
que no es limpio, es decir, lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como
el Hijo sabe también «lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).
85. Es cierto que no hay amor sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos
recuerda que el Señor espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que «si
repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas,
pero no tengo amor, de nada me serviría» (1 Co 13,3). En el evangelio de Mateo vemos
también que lo que viene de dentro del corazón es lo que contamina al hombre (cf.
15,18), porque de allí proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás
cosas (cf. 15,19). En las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones
más profundas que realmente nos mueven.
72
Ibíd., 1787.
21
86. Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su
intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a
Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que «ahora vemos como
en un espejo, confusamente» (1 Co 13,12), pero en la medida que reine de verdad el
amor, nos volveremos capaces de ver «cara a cara» (ibíd.). Jesús promete que los de
corazón puro «verán a Dios».
Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad.
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»
87. Esta bienaventuranza nos hace pensar en las numerosas situaciones de guerra que se
repiten. Para nosotros es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de
malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo digo; e
incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo. Y si logro hacer
más daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El mundo de las habladurías,
hecho por gente que se dedica a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más
bien es enemiga de la paz y de ningún modo bienaventurada.73
88. Los pacíficos son fuente de paz, construyen paz y amistad social. A esos que se
ocupan de sembrar paz en todas partes, Jesús les hace una promesa hermosa: «Ellos
serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Él pedía a los discípulos que cuando llegaran a
un hogar dijeran: «Paz a esta casa» (Lc 10,5). La Palabra de Dios exhorta a cada
creyente para que busque la paz junto con todos (cf. 2 Tm 2,22), porque «el fruto de la
justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» (St 3,18). Y si en alguna
ocasión en nuestra comunidad tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer,
«procuremos lo que favorece la paz» (Rm 14,19) porque la unidad es superior al
conflicto.74
89. No es fácil construir esta paz evangélica que no excluye a nadie sino que integra
también a los que son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que
reclaman atención, a los que son diferentes, a quienes están muy golpeados por la vida,
a los que tienen otros intereses. Es duro y requiere una gran amplitud de mente y de
corazón, ya que no se trata de «un consenso de escritorio o una efímera paz para una
minoría feliz»,75 ni de un proyecto «de unos pocos para unos pocos».76 Tampoco
pretende ignorar o disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso».77 Se trata de ser artesanos de la paz,
porque construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y
destreza.
73
La difamación y la calumnia son como un acto terrorista: se arroja la bomba, se destruye, y el atacante
se queda feliz y tranquilo. Esto es muy diferente de la nobleza de quien se acerca a conversar cara a cara,
con serena sinceridad, pensando en el bien del otro.
74
En algunas ocasiones puede ser necesario conversar acerca de las dificultades de algún hermano. En
estos casos puede ocurrir que se transmita un relato en lugar de un hecho objetivo. La pasión deforma la
realidad concreta del hecho, lo transforma en relato y termina transmitiendo ese relato cargado de
subjetividad. Así se destruye la realidad y no se respeta la verdad del otro.
75
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 218: AAS 105 (2013), 1110.
76
Ibíd., 239: 1116.
77
Ibíd., 227: 1112.
22
Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad.
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los
cielos»
90. Jesús mismo remarca que este camino va a contracorriente hasta el punto de
convertirnos en seres que cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan.
Jesús recuerda cuánta gente es perseguida y ha sido perseguida sencillamente por haber
luchado por la justicia, por haber vivido sus compromisos con Dios y con los demás. Si
no queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no pretendamos una vida cómoda,
porque «quien quiera salvar su vida la perderá» (Mt 16,25).
91. No se puede esperar, para vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea
favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos
juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada una sociedad que,
en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la
realización de esta donación [de sí] y la formación de esa solidaridad interhumana».78
En una sociedad así, alienada, atrapada en una trama política, mediática, económica,
cultural e incluso religiosa que impide un auténtico desarrollo humano y social, se
vuelve difícil vivir las bienaventuranzas, llegando incluso a ser algo mal visto,
sospechado, ridiculizado.
92. La cruz, sobre todo los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el
mandamiento del amor y el camino de la justicia, es fuente de maduración y de
santificación. Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla de los sufrimientos
que hay que soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a las persecuciones (cf.
Hch 5,41; Flp 1,29; Col 1,24; 2 Tm 1,12; 1 P 2,20; 4,14-16; Ap 2,10).
93. Pero hablamos de las persecuciones inevitables, no de las que podamos
ocasionarnos nosotros mismos con un modo equivocado de tratar a los demás. Un santo
no es alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y
sus resentimientos. No eran así los Apóstoles de Cristo. El libro de los Hechos cuenta
insistentemente que ellos gozaban de la simpatía «de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33;
5,13) mientras algunas autoridades los acosaban y perseguían (cf. 4,1-3; 5,17-18).
94. Las persecuciones no son una realidad del pasado, porque hoy también las sufrimos,
sea de manera cruenta, como tantos mártires contemporáneos, o de un modo más sutil, a
través de calumnias y falsedades. Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien
de cualquier modo por mi causa» (Mt 5,11). Otras veces se trata de burlas que intentan
desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como seres ridículos.
Aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad.
El gran protocolo
78
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41c: AAS 83 (1991), 844-845.
23
95. En el capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús vuelve a detenerse en
una de estas bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos. Si buscamos
esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un
protocolo sobre el cual seremos juzgados: «Porque tuve hambre y me disteis de comer,
tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me
vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36).
Por fidelidad al Maestro
96. Por lo tanto, ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía
san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo,
tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo
ha querido identificarse».79 El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a
la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo».80 En este
llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo,
sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta
configurarse.
97. Ante la contundencia de estos pedidos de Jesús es mi deber, como Vicario suyo,
rogar a los cristianos que los acepten y reciban con sincera apertura, «sine glossa», es
decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos
dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas
exigencias suyas, porque la misericordia es «el corazón palpitante del Evangelio».81
98. Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría,
puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso,
un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que
deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O
puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi
misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de
Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede
entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser
humano?82
99. Esto implica para los cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque
aliviar a una sola persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los
Obispos de Canadá lo expresaron claramente mostrando que, en las enseñanzas bíblicas
sobre el Jubileo, por ejemplo, no se trata solo de realizar algunas buenas obras sino de
buscar un cambio social: «Para que las generaciones posteriores también fueran
liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y
económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión».83
79
Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 49: AAS 93 (2001), 302.
Ibíd.
81
Bula Misericordiae Vultus (11 abril 2015), 12: AAS 107 (2015), 407.
82
Recordemos la reacción del buen samaritano ante el hombre que unos bandidos dejaron medio muerto
al borde del camino (cf. Lc 10,30-37).
83
CONFERENCIA CANADIENSE DE OBISPOS CATÓLICOS. COMISIÓN DE ASUNTOS SOCIALES, Carta abierta a
los miembros del Parlamento, The Common Good or Exclusion: A Choice for Canadians (1 febrero
2001), 9.
80
24
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio
100. Lamento que a veces las ideologías nos lleven a dos errores nocivos. Por una parte,
el de los cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación personal
con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia. Así se convierte al cristianismo en
una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y
manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y
otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del
Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo
contrario.
101. También es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del
compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista,
inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más
importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos
defienden. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme
y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada,
y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es
la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la
postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos
privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte.84 No
podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde
unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al
mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba
miserablemente.
102. Suele escucharse que, frente al relativismo y a los límites del mundo actual, sería
un asunto menor la situación de los migrantes, por ejemplo. Algunos católicos afirman
que es un tema secundario al lado de los temas «serios» de la bioética. Que diga algo así
un político preocupado por sus éxitos se puede comprender; pero no un cristiano, a
quien solo le cabe la actitud de ponerse en los zapatos de ese hermano que arriesga su
vida para dar un futuro a sus hijos. ¿Podemos reconocer que es precisamente eso lo que
nos reclama Jesucristo cuando nos dice que a él mismo lo recibimos en cada forastero
(cf. Mt 25,35)? San Benito lo había asumido sin vueltas y, aunque eso pudiera
«complicar» la vida de los monjes, estableció que a todos los huéspedes que se
presentaran en el monasterio se los acogiera «como a Cristo»,85 expresándolo aun con
gestos de adoración,86 y que a los pobres y peregrinos se los tratara «con el máximo
cuidado y solicitud».87
84
Cf. La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, según el magisterio
constante de la Iglesia, ha enseñado que el ser humano «es siempre sagrado, desde su concepción, en
todas las etapas de su existencia, hasta su muerte natural y después de la muerte», y que su vida debe ser
cuidada «desde la concepción, en todas sus etapas, y hasta la muerte natural» (Documento de Aparecida,
29 junio 2007, 388,464).
85
Regla, 53, 1: PL 66, 749.
86
Cf. Ibíd., 53, 7: PL 66, 750.
87
Ibíd., 53, 15: PL 66, 751.
25
103. Algo semejante plantea el Antiguo Testamento cuando dice: «No maltratarás ni
oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex
22,20). «Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El
emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás
como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto» (Lv 19,33-34). Por lo tanto, no
se trata de un invento de un Papa o de un delirio pasajero. Nosotros también, en el
contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos
presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir tu
pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no
desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora» (58,7-8).
El culto que más le agrada
104. Podríamos pensar que damos gloria a Dios solo con el culto y la oración, o
únicamente cumpliendo algunas normas éticas ―es verdad que el primado es la relación
con Dios―, y olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que
hicimos con los demás. La oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de
amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los intentos de vivir con
generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que recibimos en él se manifieste en
la entrega a los hermanos.
105. Por la misma razón, el mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es
auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la
misericordia. Porque «la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se
convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos».88 Ella
«es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia».89 Quiero remarcar una vez más
que, si bien la misericordia no excluye la justicia y la verdad, «ante todo tenemos que
decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de
la verdad de Dios».90 Ella «es la llave del cielo».91
106. No puedo dejar de recordar aquella pregunta que se hacía santo Tomás de Aquino
cuando se planteaba cuáles son nuestras acciones más grandes, cuáles son las obras
externas que mejor manifiestan nuestro amor a Dios. Él respondió sin dudar que son las
obras de misericordia con el prójimo,92 más que los actos de culto: «No adoramos a
Dios con sacrificios y dones exteriores por él mismo, sino por nosotros y por el prójimo.
Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que se los ofrezcamos por nuestra
devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los
defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad
del prójimo».93
107. Quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele
santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse,
88
Bula Misericordiae Vultus (11 abril 2015), 9: AAS 107 (2015), 405.
Ibíd., 10: AAS 107 (2015), 406.
90
Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016), 311: AAS 108 (2016), 439.
91
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 197: AAS 105 (2013), 1103.
92
Cf. Summa Theologiae II-II, q.30, a.4.
93
Ibíd., ad 1.
89
26
desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia. Es lo que había
comprendido muy bien santa Teresa de Calcuta: «Sí, tengo muchas debilidades
humanas, muchas miserias humanas. […] Pero él baja y nos usa, a usted y a mí, para ser
su amor y su compasión en el mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras
miserias y defectos. Él depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho
que lo ama. Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo
para los demás».94
108. El consumismo hedonista puede jugarnos una mala pasada, porque en la obsesión
por pasarla bien terminamos excesivamente concentrados en nosotros mismos, en
nuestros derechos y en esa desesperación por tener tiempo libre para disfrutar. Será
difícil que nos ocupemos y dediquemos energías a dar una mano a los que están mal si
no cultivamos una cierta austeridad, si no luchamos contra esa fiebre que nos impone la
sociedad de consumo para vendernos cosas, y que termina convirtiéndonos en pobres
insatisfechos que quieren tenerlo todo y probarlo todo. También el consumo de
información superficial y las formas de comunicación rápida y virtual pueden ser un
factor de atontamiento que se lleva todo nuestro tiempo y nos aleja de la carne sufriente
de los hermanos. En medio de esta vorágine actual, el Evangelio vuelve a resonar para
ofrecernos una vida diferente, más sana y más feliz.
***
109. La fuerza del testimonio de los santos está en vivir las bienaventuranzas y el
protocolo del juicio final. Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas y válidas para
todos, porque el cristianismo es principalmente para ser practicado, y si es también
objeto de reflexión, eso solo es válido cuando nos ayuda a vivir el Evangelio en la vida
cotidiana. Recomiendo vivamente releer con frecuencia estos grandes textos bíblicos,
recordarlos, orar con ellos, intentar hacerlos carne. Nos harán bien, nos harán
genuinamente felices.
CAPÍTULO CUARTO
ALGUNAS NOTAS DE LA SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
110. Dentro del gran marco de la santidad que nos proponen las bienaventuranzas y
Mateo 25,31-46, quisiera recoger algunas notas o expresiones espirituales que, a mi
juicio, no deben faltar para entender el estilo de vida al que el Señor nos llama. No me
detendré a explicar los medios de santificación que ya conocemos: los distintos métodos
de oración, los preciosos sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, la ofrenda de
sacrificios, las diversas formas de devoción, la dirección espiritual, y tantos otros. Solo
94
Cristo en los pobres, Madrid 1981, 37-38.
27
me referiré a algunos aspectos del llamado a la santidad que espero resuenen de modo
especial.
111. Estas notas que quiero destacar no son todas las que pueden conformar un modelo
de santidad, pero son cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que
considero de particular importancia, debido a algunos riesgos y límites de la cultura de
hoy. En ella se manifiestan: la ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y nos
debilita; la negatividad y la tristeza; la acedia cómoda, consumista y egoísta; el
individualismo, y tantas formas de falsa espiritualidad sin encuentro con Dios que
reinan en el mercado religioso actual.
Aguante, paciencia y mansedumbre
112. La primera de estas grandes notas es estar centrado, firme en torno a Dios que ama
y que sostiene. Desde esa firmeza interior es posible aguantar, soportar las
contrariedades, los vaivenes de la vida, y también las agresiones de los demás, sus
infidelidades y defectos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»
(Rm 8,31). Esto es fuente de la paz que se expresa en las actitudes de un santo. A partir
de tal solidez interior, el testimonio de santidad, en nuestro mundo acelerado, voluble y
agresivo, está hecho de paciencia y constancia en el bien. Es la fidelidad del amor,
porque quien se apoya en Dios (pistis) también puede ser fiel frente a los hermanos
(pistós), no los abandona en los malos momentos, no se deja llevar por su ansiedad y se
mantiene al lado de los demás aun cuando eso no le brinde satisfacciones inmediatas.
113. San Pablo invitaba a los romanos a no devolver «a nadie mal por mal» (Rm 12,17),
a no querer hacerse justicia «por vuestra cuenta» (v.19), y a no dejarse vencer por el
mal, sino a vencer «al mal con el bien» (v.21). Esta actitud no es expresión de debilidad
sino de la verdadera fuerza, porque el mismo Dios «es lento para la ira pero grande en
poder» (Na 1,3). La Palabra de Dios nos reclama: «Desterrad de vosotros la amargura,
la ira, los enfados e insultos y toda maldad» (Ef 4,31).
114. Hace falta luchar y estar atentos frente a nuestras propias inclinaciones agresivas y
egocéntricas para no permitir que se arraiguen: «Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que
el sol no se ponga sobre vuestra ira» (Ef 4,26). Cuando hay circunstancias que nos
abruman, siempre podemos recurrir al ancla de la súplica, que nos lleva a quedar de
nuevo en las manos de Dios y junto a la fuente de la paz: «Nada os preocupe; sino que,
en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones
sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros
corazones» (Flp 4,6-7).
115. También los cristianos pueden formar parte de redes de violencia verbal a través de
internet y de los diversos foros o espacios de intercambio digital. Aun en medios
católicos se pueden perder los límites, se suelen naturalizar la difamación y la calumnia,
y parece quedar fuera toda ética y respeto por la fama ajena. Así se produce un
peligroso dualismo, porque en estas redes se dicen cosas que no serían tolerables en la
vida pública, y se busca compensar las propias insatisfacciones descargando con furia
los deseos de venganza. Es llamativo que a veces, pretendiendo defender otros
mandamientos, se pasa por alto completamente el octavo: «No levantar falso testimonio
ni mentir», y se destroza la imagen ajena sin piedad. Allí se manifiesta con descontrol
28
que la lengua «es un mundo de maldad» y «encendida por el mismo infierno, hace arder
todo el ciclo de la vida» (St 3,6).
116. La firmeza interior que es obra de la gracia, nos preserva de dejarnos arrastrar por
la violencia que invade la vida social, porque la gracia aplaca la vanidad y hace posible
la mansedumbre del corazón. El santo no gasta sus energías lamentando los errores
ajenos, es capaz de hacer silencio ante los defectos de sus hermanos y evita la violencia
verbal que arrasa y maltrata, porque no se cree digno de ser duro con los demás, sino
que los considera como superiores a uno mismo (cf. Flp 2,3).
117. No nos hace bien mirar desde arriba, colocarnos en el lugar de jueces sin piedad,
considerar a los otros como indignos y pretender dar lecciones permanentemente. Esa es
una sutil forma de violencia.95 San Juan de la Cruz proponía otra cosa: «Sea siempre
más amigo de ser enseñado por todos que de querer enseñar aun al que es menos que
todos».96 Y agregaba un consejo para tener lejos al demonio: «Gozándote del bien de
los otros como de ti mismo, y queriendo que los pongan a ellos delante de ti en todas las
cosas, y esto con verdadero corazón. De esta manera vencerás el mal con el bien y
echarás lejos al demonio y traerás alegría de corazón. Procura ejercitarlo más con los
que menos te caen en gracia. Y sabe que si no ejercitas esto, no llegarás a la verdadera
caridad ni aprovecharás en ella».97
118. La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las
humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y
ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad.
La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo, ése
es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la
imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que
sigáis sus huellas» (1 P 2,21). Él a su vez expresa la humildad del Padre, que se humilla
para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cf. Ex
34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta razón los Apóstoles, después de la
humillación, «salieron del Sanedrín dichosos de haber sido considerados dignos de
padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
119. No me refiero solo a las situaciones crudas de martirio, sino a las humillaciones
cotidianas de aquellos que callan para salvar a su familia, o evitan hablar bien de sí
mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, eligen las tareas menos
brillantes, e incluso a veces prefieren soportar algo injusto para ofrecerlo al Señor: «En
cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de
Dios» (1 P 2,20). No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o escapar de la
sociedad. A veces, precisamente porque está liberado del egocentrismo, alguien puede
atreverse a discutir amablemente, a reclamar justicia o a defender a los débiles ante los
poderosos, aunque eso le traiga consecuencias negativas para su imagen.
120. No digo que la humillación sea algo agradable, porque eso sería masoquismo, sino
que se trata de un camino para imitar a Jesús y crecer en la unión con él. Esto no se
entiende naturalmente y el mundo se burla de semejante propuesta. Es una gracia que
95
Hay muchas formas de bullying que, aunque parezcan elegantes o respetuosas e incluso muy
espirituales, provocan mucho sufrimiento en la autoestima de los demás.
96
Cautelas, 13b.
97
Ibíd., 13a.
29
necesitamos suplicar: «Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentir que
estoy detrás de ti, en tu camino».
121. Tal actitud supone un corazón pacificado por Cristo, liberado de esa agresividad
que brota de un yo demasiado grande. La misma pacificación que obra la gracia nos
permite mantener una seguridad interior y aguantar, perseverar en el bien «aunque
camine por cañadas oscuras» (Sal 23,4) o «si un ejército acampa contra mí» (Sal 27,3).
Firmes en el Señor, la Roca, podemos cantar: «En paz me acuesto y enseguida me
duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9). En definitiva, Cristo
«es nuestra paz» (Ef 2,14), vino a «guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc
1,79). Él transmitió a santa Faustina Kowalska que «la humanidad no encontrará paz
hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina».98 Entonces no caigamos
en la tentación de buscar la seguridad interior en los éxitos, en los placeres vacíos, en las
posesiones, en el dominio sobre los demás o en la imagen social: «Os doy mi paz; pero
no como la da el mundo» (Jn 14,27).
Alegría y sentido del humor
122. Lo dicho hasta ahora no implica un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico,
o un bajo perfil sin energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor.
Sin perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. Ser
cristianos es «gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17), porque «al amor de caridad le
sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […]
De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo».99 Hemos recibido la hermosura
de su Palabra y la abrazamos «en medio de una gran tribulación, con la alegría del
Espíritu Santo» (1 Ts 1,6). Si dejamos que el Señor nos saque de nuestro caparazón y
nos cambie la vida, entonces podremos hacer realidad lo que pedía san Pablo: «Alegraos
siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
123. Los profetas anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como
una revelación de la alegría: «Gritad jubilosos» (Is 12,6). «Súbete a un monte elevado,
heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén» (Is 40,9). «Romped a cantar,
montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados»
(Is 49,13). «¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y
triunfador» (Za 9,9). Y no olvidemos la exhortación de Nehemías: «¡No os pongáis
tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!» (8,10).
124. María, que supo descubrir la novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi
espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47) y el mismo Jesús «se llenó de alegría en el
Espíritu Santo» (Lc 10,21). Cuando él pasaba, «toda la gente se alegraba» (Lc 13,17).
Después de su resurrección, donde llegaban los discípulos había una gran alegría (cf.
Hch 8,8). A nosotros, Jesús nos da una seguridad: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza
se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os
quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22). «Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11).
98
99
Diario, p. 132.
STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I-II, q.70, a.3.
30
125. Hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría
sobrenatural, que «se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un
brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de
todo».100 Es una seguridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una
satisfacción espiritual incomprensible para los parámetros mundanos.
126. Ordinariamente la alegría cristiana está acompañada del sentido del humor, tan
destacado, por ejemplo, en santo Tomás Moro, en san Vicente de Paúl o en san Felipe
Neri. El mal humor no es un signo de santidad: «Aparta de tu corazón la tristeza» (Qo
11,10). Es tanto lo que recibimos del Señor, «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), que
a veces la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar tan encerrado en sí mismo
que uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de Dios.101
127. Su amor paterno nos invita: «Hijo, en cuanto te sea posible, cuida de ti mismo […].
No te prives de pasar un día feliz» (Si 14,11.14). Nos quiere positivos, agradecidos y no
demasiado complicados: «En tiempo de prosperidad disfruta […]. Dios hizo a los
humanos equilibrados, pero ellos se buscaron preocupaciones sin cuento» (Qo 7,14.29).
En todo caso, hay que mantener un espíritu flexible, y hacer como san Pablo: «Yo he
aprendido a bastarme con lo que tengo» (Flp 4,11). Es lo que vivía san Francisco de
Asís, capaz de conmoverse de gratitud ante un pedazo de pan duro, o de alabar feliz a
Dios solo por la brisa que acariciaba su rostro.
128. No estoy hablando de la alegría consumista e individualista tan presente en algunas
experiencias culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede
brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. Me refiero más bien a esa
alegría que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque «hay más dicha
en dar que en recibir» (Hch 20,35) y «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). El
amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de gozar
con el bien de los otros: «Alegraos con los que están alegres» (Rm 12,15). «Nos
alegramos siendo débiles, con tal de que vosotros seáis fuertes» (2 Co 13,9). En cambio,
si «nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca
alegría».102
Audacia y fervor
129. Al mismo tiempo, la santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que
deja una marca en este mundo. Para que sea posible, el mismo Jesús viene a nuestro
encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: «No tengáis miedo» (Mc 6,50). «Yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Estas palabras
nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el Espíritu
100
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 6: AAS 105 (2013), 1221.
Recomiendo rezar la oración atribuida a santo Tomás Moro: «Concédeme, Señor, una buena digestión,
y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el
pecado, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no
conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no permitas que sufra
excesivamente por esa cosa tan dominante que se llama yo. Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda
comunicársela a los demás. Así sea».
102
Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016), 110: AAS 108 (2016), 354.
101
31
Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo. Audacia, entusiasmo,
hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía,
palabra con la que la Biblia expresa también la libertad de una existencia que está
abierta, porque se encuentra disponible para Dios y para los demás (cf. Hch 4,29; 9,28;
28,31; 2 Co 3,12; Ef 3,12; Hb 3,6; 10,19).
130. El beato Pablo VI mencionaba, entre los obstáculos de la evangelización,
precisamente la carencia de parresía: «La falta de fervor, tanto más grave cuanto que
viene de dentro».103
¡Cuántas veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de la orilla! Pero
el Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más profundas
(cf. Lc 5,4). Nos invita a gastar nuestra vida en su servicio. Aferrados a él nos
animamos a poner todos nuestros carismas al servicio de los otros. Ojalá nos sintamos
apremiados por su amor (cf. 2 Co 5,14) y podamos decir con san Pablo: «¡Ay de mí si
no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
131. Miremos a Jesús: su compasión entrañable no era algo que lo ensimismara, no era
una compasión paralizante, tímida o avergonzada como muchas veces nos sucede a
nosotros, sino todo lo contrario. Era una compasión que lo movía a salir de sí con fuerza
para anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos
nuestra fragilidad pero dejemos que Jesús la tome con sus manos y nos lance a la
misión. Somos frágiles, pero portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede
hacer más buenos y felices a quienes lo reciban. La audacia y el coraje apostólico son
constitutivos de la misión.
132. La parresía es sello del Espíritu, testimonio de la autenticidad del anuncio. Es feliz
seguridad que nos lleva a gloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza
inquebrantable en la fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad de que nada
«podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8,39).
133. Necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el
cálculo, para no acostumbrarnos a caminar solo dentro de confines seguros.
Recordemos que lo que está cerrado termina oliendo a humedad y enfermándonos.
Cuando los Apóstoles sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y
peligros, se pusieron a orar juntos pidiendo la parresía: «Ahora, Señor, fíjate en sus
amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch 4,29). Y
la respuesta fue que «al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los
llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (Hch
4,31).
134. Como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar
seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento
en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados,
103
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 80: AAS 68 (1976), 73. Es interesante advertir que
en este texto el beato Pablo VI une íntimamente la alegría a la parresía. Así como lamenta «la falta de
alegría y de esperanza», exalta la «dulce y confortadora alegría de evangelizar» que está unida a «un
ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir», para que el mundo no reciba el Evangelio «a
través de evangelizadores tristes y desalentados». Durante el Año Santo de 1975, el mismo Pablo VI
dedicó a la alegría la Exhortación Apostólica, Gaudete in Domino (9 mayo 1975): AAS 67 (1975), 289322.
32
dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal vez nos resistimos a salir
de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo, las dificultades pueden
ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el
sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de
hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia
constante y renovadora.
135. Dios siempre es novedad, que nos empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos
para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras. Nos lleva allí donde
está la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la apariencia de
la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta por el
sentido de la vida. ¡Dios no tiene miedo! ¡No tiene miedo! Él va siempre más allá de
nuestros esquemas y no le teme a las periferias. Él mismo se hizo periferia (cf. Flp 2,68; Jn 1,14). Por eso, si nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo encontraremos, él
ya estará allí. Jesús nos primerea en el corazón de aquel hermano, en su carne herida, en
su vida oprimida, en su alma oscurecida. Él ya está allí.
136. Es verdad que hay que abrir la puerta del corazón a Jesucristo, porque él golpea y
llama (cf. Ap 3,20). Pero a veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra
autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para que lo
dejemos salir. En el Evangelio vemos cómo Jesús «iba caminando de ciudad en ciudad
y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios»
(Lc 8,1). También después de la resurrección, cuando los discípulos salieron a predicar
por todas partes, «el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los
acompañaban» (Mc 16,20). Esa es la dinámica que brota del verdadero encuentro.
137. La costumbre nos seduce y nos dice que no tiene sentido tratar de cambiar algo,
que no podemos hacer nada frente a esta situación, que siempre ha sido así y que, sin
embargo, sobrevivimos. A causa de ese acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y
permitimos que las cosas «sean lo que son», o lo que algunos han decidido que sean.
Pero dejemos que el Señor venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra
modorra, a liberarnos de la inercia. Desafiemos la costumbre, abramos bien los ojos y
los oídos, y sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro
alrededor y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado.
138. Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se
dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y
ciertamente a costa de su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la Iglesia no
necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el
entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos sorprenden, desinstalan, porque
sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante.
139. Pidamos al Señor la gracia de no vacilar cuando el Espíritu nos reclame que demos
un paso adelante, pidamos el valor apostólico de comunicar el Evangelio a los demás y
de renunciar a hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos. En todo caso,
dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús
resucitado. De ese modo la Iglesia, en lugar de estancarse, podrá seguir adelante
acogiendo las sorpresas del Señor.
33
En comunidad
140. Es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y
tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos aislados. Es tal el bombardeo
que nos seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente perdemos el sentido de la
realidad, la claridad interior, y sucumbimos.
141. La santificación es un camino comunitario, de dos en dos. Así lo reflejan algunas
comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades
enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos
sus miembros. Pensemos, por ejemplo, en los siete santos fundadores de la Orden de los
Siervos de María, en las siete beatas religiosas del primer monasterio de la Visitación de
Madrid, en san Pablo Miki y compañeros mártires en Japón, en san Andrés Kim Taegon
y compañeros mártires en Corea, en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y
compañeros mártires en Sudamérica. También recordemos el reciente testimonio de los
monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos para el martirio. Del
mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de
Cristo para la santificación del cónyuge. Vivir o trabajar con otros es sin duda un
camino de desarrollo espiritual. San Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo
con otros «para que te labren y ejerciten».104
142. La comunidad está llamada a crear ese «espacio teologal en el que se puede
experimentar la presencia mística del Señor resucitado».105 Compartir la Palabra y
celebrar juntos la Eucaristía nos hace más hermanos y nos va convirtiendo en
comunidad santa y misionera. Esto da lugar también a verdaderas experiencias místicas
vividas en comunidad, como fue el caso de san Benito y santa Escolástica, o aquel
sublime encuentro espiritual que vivieron juntos san Agustín y su madre santa Mónica:
«Cuando ya se acercaba el día de su muerte ―día por ti conocido, y que nosotros
ignorábamos―, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos
encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la
casa donde nos hospedábamos […]. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de
las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti […]. Y mientras estamos
hablando y suspirando por ella [la sabiduría], llegamos a tocarla un poco con todo el
ímpetu de nuestro corazón […] de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este
momento de intuición por el cual suspiramos».106
143. Pero estas experiencias no son lo más frecuente, ni lo más importante. La vida
comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en cualquier
otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos. Esto ocurría en la comunidad
santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de manera paradigmática la
belleza de la comunión trinitaria. También es lo que sucedía en la vida comunitaria que
Jesús llevó con sus discípulos y con el pueblo sencillo.
144. Recordemos cómo Jesús invitaba a sus discípulos a prestar atención a los detalles.
El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
104
Cautelas, 15.
S. JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996), 42: AAS 88 (1996), 416.
106
Confesiones, IX, 10, 23-25: PL 32, 773-775.
105
34
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se
demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras
esperaba a los discípulos de madrugada.
145. La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor,107 donde los miembros
se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la
presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. A veces,
por un don del amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan
consoladoras experiencias de Dios: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como
de costumbre, mi dulce tarea […]. De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un
instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo
resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas,
prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la
pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando
sus gemidos lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que
sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal
modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi
felicidad».108
146. En contra de la tendencia al individualismo consumista que termina aislándonos en
la búsqueda del bienestar al margen de los demás, nuestro camino de santificación no
puede dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús: «Que todos sean uno, como tú
Padre en mí y yo en ti» (Jn 17,21).
En oración constante
147. Finalmente, aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una
apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El
santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien
que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus
esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la
contemplación del Señor. No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate
necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos.
148. San Juan de la Cruz recomendaba «procurar andar siempre en la presencia de Dios,
sea real, imaginaria o unitiva, de acuerdo con lo que le permitan las obras que esté
haciendo».109 En el fondo, es el deseo de Dios que no puede dejar de manifestarse de
alguna manera en medio de nuestra vida cotidiana: «Procure ser continuo en la oración,
y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Sea que coma, beba, hable con otros,
o haga cualquier cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él su corazón».110
107
Especialmente recuerdo las tres palabras clave «permiso, gracias, perdón», porque «las palabras
adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el amor día tras día»: Exhort. ap. postsin.
Amoris laetitia (19 marzo 2016), 133: AAS 108 (2016), 363.
108
STA. TERESA DE LISIEUX, Manuscrito C, 29v-30r.
109
Grados de perfección, 2.
110
ID., Avisos a un religioso para alcanzar la perfección, 9b.
35
149. No obstante, para que esto sea posible, también son necesarios algunos momentos
solo para Dios, en soledad con él. Para santa Teresa de Ávila la oración es «tratar de
amistad estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama».111 Quisiera insistir
que esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos, porque «todos tenemos
necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada».112 La oración confiada es
una reacción del corazón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos
los rumores para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio.
150. En ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad
que el Señor nos propone. De otro modo, todas nuestras decisiones podrán ser
solamente «decoraciones» que, en lugar de exaltar el Evangelio en nuestras vidas, lo
recubrirán o lo ahogarán. Para todo discípulo es indispensable estar con el Maestro,
escucharle, aprender de él, siempre aprender. Si no escuchamos, todas nuestras palabras
serán únicamente ruidos que no sirven para nada.
151. Recordemos que «es la contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado la
que recompone nuestra humanidad, también la que está fragmentada por las fatigas de la
vida, o marcada por el pecado. No hay que domesticar el poder del rostro de Cristo».113
Entonces, me atrevo a preguntarte: ¿Hay momentos en los que te pones en su presencia
en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego
inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su
ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu
testimonio y tus palabras? Y si ante el rostro de Cristo todavía no logras dejarte sanar y
transformar, entonces penetra en las entrañas del Señor, entra en sus llagas, porque allí
tiene su sede la misericordia divina.114
152. Pero ruego que no entendamos el silencio orante como una evasión que niega el
mundo que nos rodea. El «peregrino ruso», que caminaba en oración continua, cuenta
que esa oración no lo separaba de la realidad externa: «Cuando me encontraba con la
gente, me parecía que eran todos tan amables como si fueran mi propia familia. [...] Y la
felicidad no solamente iluminaba el interior de mi alma, sino que el mundo exterior me
aparecía bajo un aspecto maravilloso».115
153. Tampoco la historia desaparece. La oración, precisamente porque se alimenta del
don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa. La
memoria de las acciones de Dios está en la base de la experiencia de la alianza entre
Dios y su pueblo. Si Dios ha querido entrar en la historia, la oración está tejida de
recuerdos. No solo del recuerdo de la Palabra revelada, sino también de la propia vida,
de la vida de los demás, de lo que el Señor ha hecho en su Iglesia. Es la memoria
agradecida de la que también habla san Ignacio de Loyola en su «Contemplación para
alcanzar amor»,116 cuando nos pide que traigamos a la memoria todos los beneficios que
hemos recibido del Señor. Mira tu historia cuando ores y en ella encontrarás tanta
misericordia. Al mismo tiempo esto alimentará tu consciencia de que el Señor te tiene
111
Libro de la Vida, 8, 5.
JUAN PABLO II, Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 16: AAS 87 (1995), 762.
113
Discurso en el V Congreso de la Iglesia italiana, Florencia (10 noviembre 2015): AAS 107 (2015),
1284.
114
Cf. S. BERNARDO, Sermones sobre el Cantar de los Cantares 61, 3-5: PL 183, 1071-1073.
115
Relatos de un peregrino ruso, Buenos Aires 1990, 25.96.
116
Cf. Ejercicios espirituales, 230-237.
112
36
en su memoria y nunca te olvida. Por consiguiente, tiene sentido pedirle que ilumine
aun los pequeños detalles de tu existencia, que a él no se le escapan.
154. La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no
puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura
creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas
veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de
intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo
tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen
que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si
los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario,
la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella,
por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La
intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces
de incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores
sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras
bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M
15,14).
155. Si de verdad reconocemos que Dios existe no podemos dejar de adorarlo, a veces
en un silencio lleno de admiración, o de cantarle en festiva alabanza. Así expresamos lo
que vivía el beato Carlos de Foucauld cuando dijo: «Apenas creí que Dios existía,
comprendí que solo podía vivir para él».117 También en la vida del pueblo peregrino hay
muchos gestos simples de pura adoración, como por ejemplo cuando «la mirada del
peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios.
El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio».118
156. La lectura orante de la Palabra de Dios, más dulce que la miel (cf. Sal 119,103) y
«espada de doble filo» (Hb 4,12), nos permite detenernos a escuchar al Maestro para
que sea lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro camino (cf. Sal 119,105). Como
bien nos recordaron los Obispos de India: «La devoción a la Palabra de Dios no es solo
una de muchas devociones, hermosa pero algo opcional. Pertenece al corazón y a la
identidad misma de la vida cristiana. La Palabra tiene en sí el poder para transformar las
vidas».119
157. El encuentro con Jesús en las Escrituras nos lleva a la Eucaristía, donde esa misma
Palabra alcanza su máxima eficacia, porque es presencia real del que es la Palabra viva.
Allí, el único Absoluto recibe la mayor adoración que puede darle esta tierra, porque es
el mismo Cristo quien se ofrece. Y cuando lo recibimos en la comunión, renovamos
nuestra alianza con él y le permitimos que realice más y más su obra transformadora.
117
Carta a Henry de Castries (14 agosto 1901).
V CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Documento de
Aparecida (29 junio 2007), 259.
119
CONFERENCIA DE OBISPOS CATÓLICOS DE INDIA, Declaración final de la XXI Asamblea plenaria (18
febrero 2009), 3.2.
118
37
CAPÍTULO QUINTO
COMBATE, VIGILANCIA Y DISCERNIMIENTO
158. La vida cristiana es un combate permanente. Se requieren fuerza y valentía para
resistir las tentaciones del diablo y anunciar el Evangelio. Esta lucha es muy bella,
porque nos permite celebrar cada vez que el Señor vence en nuestra vida.
El combate y la vigilancia
159. No se trata solo de un combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos
engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo. Tampoco se
reduce a una lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene
la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás). Es también una lucha
constante contra el diablo, que es el príncipe del mal. Jesús mismo festeja nuestras
victorias. Se alegraba cuando sus discípulos lograban avanzar en el anuncio del
Evangelio, superando la oposición del Maligno, y celebraba: «Estaba viendo a Satanás
caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18).
Algo más que un mito
160. No aceptaremos la existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo
con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente, la convicción de que
este poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a veces el
mal tiene tanta fuerza destructiva. Es verdad que los autores bíblicos tenían un bagaje
conceptual limitado para expresar algunas realidades y que en tiempos de Jesús se podía
confundir, por ejemplo, una epilepsia con la posesión del demonio. Sin embargo, eso no
debe llevarnos a simplificar tanto la realidad diciendo que todos los casos narrados en
los evangelios eran enfermedades psíquicas y que en definitiva el demonio no existe o
no actúa. Su presencia está en la primera página de las Escrituras, que acaban con la
victoria de Dios sobre el demonio.120 De hecho, cuando Jesús nos dejó el Padrenuestro
quiso que termináramos pidiendo al Padre que nos libere del Malo. La expresión
utilizada allí no se refiere al mal en abstracto y su traducción más precisa es «el Malo».
Indica un ser personal que nos acosa. Jesús nos enseñó a pedir cotidianamente esa
liberación para que su poder no nos domine.
120
Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (11 octubre 2013): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (18 octubre 2013), p. 12.
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161. Entonces, no pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura
o una idea.121 Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más
expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la
envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para
destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades, porque «como león
rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1 P 5,8).
Despiertos y confiados
162. La Palabra de Dios nos invita claramente a «afrontar las asechanzas del diablo» (Ef
6,11) y a detener «las flechas incendiarias del maligno» (Ef 6,16). No son palabras
románticas, porque nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante.
Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad. Para el
combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se expresa en la
oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa, la adoración
eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el
empeño misionero. Si nos descuidamos nos seducirán fácilmente las falsas promesas del
mal, porque, como decía el santo cura Brochero, «¿qué importa que Lucifer os prometa
liberar y aun os arroje al seno de todos sus bienes, si son bienes engañosos, si son bienes
envenenados?».122
163. En este camino, el desarrollo de lo bueno, la maduración espiritual y el crecimiento
del amor son el mejor contrapeso ante el mal. Nadie resiste si opta por quedarse en un
punto muerto, si se conforma con poco, si deja de soñar con ofrecerle al Señor una
entrega más bella. Menos aún si cae en un espíritu de derrota, porque «el que comienza
sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. […] El
triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de
victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal».123
La corrupción espiritual
164. El camino de la santidad es una fuente de paz y de gozo que nos regala el Espíritu,
pero al mismo tiempo requiere que estemos «con las lámparas encendidas» (Lc 12,35) y
permanezcamos atentos: «Guardaos de toda clase de mal» (1 Ts 5,22). «Estad en vela»
(Mt 24,42; cf. Mc 13,35). «No nos entreguemos al sueño» (1 Ts 5,6). Porque quienes
sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden descuidarse en una
especie de atontamiento o adormecimiento. Como no encuentran algo grave que
reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a poco se va apoderando de su vida
espiritual y terminan desgastándose y corrompiéndose.
121
Cf. B. PABLO VI, Catequesis (15 noviembre 1972): Ecclesia (1972/II), 1605: «Una de las necesidades
mayores es la defensa de aquel mal que llamamos Demonio. […] El mal no es solamente una deficiencia,
sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y
pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su
existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra
criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y
fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias».
122
S. JOSÉ GABRIEL DEL ROSARIO BROCHERO, Plática de las banderas, en CONFERENCIA EPISCOPAL
ARGENTINA, El Cura Brochero. Cartas y sermones, Buenos Aires 1999, 71.
123
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 85: AAS 105 (2013), 1056.
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165. La corrupción espiritual es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una
ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la
calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que «el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras
el gran pecador David supo remontar su miseria. En un relato, Jesús nos advirtió acerca
de esta tentación engañosa que nos va deslizando hacia la corrupción: menciona una
persona liberada del demonio que, pensando que su vida ya estaba limpia, terminó
poseída por otros siete espíritus malignos (cf. Lc 11,24-26). Otro texto bíblico utiliza
una imagen fuerte: «El perro vuelve a su propio vómito» (2 P 2,22; cf. Pr 26,11).
El discernimiento
166. ¿Cómo saber si algo viene del Espíritu Santo o si su origen está en el espíritu del
mundo o en el espíritu del diablo? La única forma es el discernimiento, que no supone
solamente una buena capacidad de razonar o un sentido común, es también un don que
hay que pedir. Si lo pedimos confiadamente al Espíritu Santo, y al mismo tiempo nos
esforzamos por desarrollarlo con la oración, la reflexión, la lectura y el buen consejo,
seguramente podremos crecer en esta capacidad espiritual.
Una necesidad imperiosa
167. Hoy día, el hábito del discernimiento se ha vuelto particularmente necesario.
Porque la vida actual ofrece enormes posibilidades de acción y de distracción, y el
mundo las presenta como si fueran todas válidas y buenas. Todos, pero especialmente
los jóvenes, están expuestos a un zapping constante. Es posible navegar en dos o tres
pantallas simultáneamente e interactuar al mismo tiempo en diferentes escenarios
virtuales. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en
marionetas a merced de las tendencias del momento.
168. Esto resulta especialmente importante cuando aparece una novedad en la propia
vida, y entonces hay que discernir si es el vino nuevo que viene de Dios o es una
novedad engañosa del espíritu del mundo o del espíritu del diablo. En otras ocasiones
sucede lo contrario, porque las fuerzas del mal nos inducen a no cambiar, a dejar las
cosas como están, a optar por el inmovilismo o la rigidez. Entonces impedimos que
actúe el soplo del Espíritu. Somos libres, con la libertad de Jesucristo, pero él nos llama
a examinar lo que hay dentro de nosotros ―deseos, angustias, temores, búsquedas― y
lo que sucede fuera de nosotros —los «signos de los tiempos»— para reconocer los
caminos de la libertad plena: «Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).
Siempre a la luz del Señor
169. El discernimiento no solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay
que resolver problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un
instrumento de lucha para seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para estar
dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las
inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a crecer. Muchas veces esto se
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juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra
en lo simple y en lo cotidiano.124 Se trata de no tener límites para lo grande, para lo
mejor y más bello, pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de
hoy. Por tanto, pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo
con el Señor que nos ama, un sincero «examen de conciencia». Al mismo tiempo, el
discernimiento nos lleva a reconocer los medios concretos que el Señor predispone en
su misterioso plan de amor, para que no nos quedemos solo en las buenas intenciones.
Un don sobrenatural
170. Es verdad que el discernimiento espiritual no excluye los aportes de sabidurías
humanas, existenciales, psicológicas, sociológicas o morales. Pero las trasciende. Ni
siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que el
discernimiento es una gracia. Aunque incluya la razón y la prudencia, las supera, porque
se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada
uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y límites. No está en juego
solo un bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el deseo de
tener la conciencia tranquila. Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me
conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia que nadie conoce mejor que
él. El discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente misma de la vida que no muere,
es decir, conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que ha enviado: Jesucristo (cf.
Jn 17,3). No requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes
o instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25).
171. Si bien el Señor nos habla de modos muy variados en medio de nuestro trabajo, a
través de los demás, y en todo momento, no es posible prescindir del silencio de la
oración detenida para percibir mejor ese lenguaje, para interpretar el significado real de
las inspiraciones que creímos recibir, para calmar las ansiedades y recomponer el
conjunto de la propia existencia a la luz de Dios. Así podemos dejar nacer esa nueva
síntesis que brota de la vida iluminada por el Espíritu.
Habla, Señor
172. Sin embargo, podría ocurrir que en la misma oración evitemos dejarnos confrontar
por la libertad del Espíritu, que actúa como quiere. Hay que recordar que el
discernimiento orante requiere partir de una disposición a escuchar: al Señor, a los
demás, a la realidad misma que siempre nos desafía de maneras nuevas. Solo quien está
dispuesto a escuchar tiene la libertad para renunciar a su propio punto de vista parcial o
insuficiente, a sus costumbres, a sus esquemas. Así está realmente disponible para
acoger un llamado que rompe sus seguridades pero que lo lleva a una vida mejor,
porque no basta que todo vaya bien, que todo esté tranquilo. Dios puede estar
ofreciendo algo más, y en nuestra distracción cómoda no lo reconocemos.
173. Tal actitud de escucha implica, por cierto, obediencia al Evangelio como último
criterio, pero también al Magisterio que lo custodia, intentando encontrar en el tesoro de
124
En la tumba de san Ignacio de Loyola se encuentra este sabio epitafio: «Non coerceri a maximo,
contineri tamen a minimo divinum est» (Es divino no asustarse por las cosas grandes y a la vez estar
atento a lo más pequeño).
41
la Iglesia lo que sea más fecundo para el hoy de la salvación. No se trata de aplicar
recetas o de repetir el pasado, ya que las mismas soluciones no son válidas en toda
circunstancia y lo que era útil en un contexto puede no serlo en otro. El discernimiento
de espíritus nos libera de la rigidez, que no tiene lugar ante el perenne hoy del
Resucitado. Únicamente el Espíritu sabe penetrar en los pliegues más oscuros de la
realidad y tener en cuenta todos sus matices, para que emerja con otra luz la novedad
del Evangelio.
La lógica del don y de la cruz
174. Una condición esencial para el progreso en el discernimiento es educarse en la
paciencia de Dios y en sus tiempos, que nunca son los nuestros. Él no hace caer fuego
sobre los infieles (cf. Lc 9,54), ni permite a los celosos «arrancar la cizaña» que crece
junto al trigo (cf. Mt 13,29). También se requiere generosidad, porque «hay más dicha
en dar que en recibir» (Hch 20,35). No se discierne para descubrir qué más le podemos
sacar a esta vida, sino para reconocer cómo podemos cumplir mejor esa misión que se
nos ha confiado en el Bautismo, y eso implica estar dispuestos a renuncias hasta darlo
todo. Porque la felicidad es paradójica y nos regala las mejores experiencias cuando
aceptamos esa lógica misteriosa que no es de este mundo, como decía san Buenaventura
refiriéndose a la cruz: «Esta es nuestra lógica».125 Si uno asume esta dinámica, entonces
no deja anestesiar su conciencia y se abre generosamente al discernimiento.
175. Cuando escrutamos ante Dios los caminos de la vida, no hay espacios que queden
excluidos. En todos los aspectos de la existencia podemos seguir creciendo y entregarle
algo más a Dios, aun en aquellos donde experimentamos las dificultades más fuertes.
Pero hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos
lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida. El que lo pide todo
también lo da todo, y no quiere entrar en nosotros para mutilar o debilitar sino para
plenificar. Esto nos hace ver que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado,
una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el
misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien
de los hermanos.
***
176. Quiero que María corone estas reflexiones, porque ella vivió como nadie las
bienaventuranzas de Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo en la presencia de Dios,
la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la espada. Es la santa entre
los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña.
Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos.
Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de
muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que
nos pasa. Basta musitar una y otra vez: «Dios te salve, María…».
177. Espero que estas páginas sean útiles para que toda la Iglesia se dedique a promover
el deseo de la santidad. Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso
125
Colaciones sobre el Hexaemeron, 1, 30.
42
anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a otros en este
intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos podrá quitar.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del
año 2018, sexto de mi Pontificado.