Las Ciudades Invivibles
Una visión novelada de la experiencia
urbana moderna
Mauricio Muñoz1
Universidad Antonio Nariño
Fecha de recepción: 01/02/2010. Fecha de aceptación: 15/06/2010.
Resumen
El artículo destaca la muy frecuente visión realista,
negativa e incluso sórdida de las ciudades modernas que se encuentra en muchas obras literarias,
en contraposición a la imagen positiva, idealista y
aséptica de las mismas ciudades que suelen presentar
los arquitectos y los urbanistas en sus documentos
teóricos. De esta manera, el autor hace un llamado
a los profesionales que diseñan y planifican las ciudades para que tengan en cuenta en sus análisis y
teorizaciones la visión humana, real y sensible que los
escritores hacen del fenómeno urbano. El artículo
se centra en las ciudades y en las novelas modernas,
y aborda un período que se inicia en el siglo XVIII
y finaliza en nuestros días. El autor concluye, a partir del análisis de la relación Ciudad/Literatura, el
hecho de que las ciudades modernas han sido para
sus habitantes, sobre todo, invivibles.
Palabras clave
Ciudad y literatura (relación), urbanismo y novela
siglo XVIII – XXI
Unlivable Cities
A fictional vision of the
modern urban experience
Abstract
The article portraits the ever more realistic, negative and even
sordid vision of the modern city found in many literary works,
in comparison with the positive, idealist and aseptic image
of the same places mostly provided by architects and urban
planners in their theoretical discourses. Thus, the author calls
for all professionals involved in the design and development
of urban settlements to take into account the more human,
real and sensitive vision that writers offer about the urban
phenomena when analyzing and rationalizing the city. The
article focuses on modern novels and cities, and encompasses a
time period from the early eighteen century to the present day.
As a final point, after examining the relation between City
and Literature, the author concludes that for its inhabitants
the modern city has been, in general, unlivable.
Keywords
City and literature (relation), urbanism and the novel 18th
– 21st centuries.
1
Arquitecto Pontificia Universidad Javeriana, M.ARCH Pratt Institute.
munoz.mauricio@gmail.com
Muñoz M.
Revista nodo Nº 8, Volumen 4, Año 4: 59-72 ! Enero-Junio 2010 !
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Introducción
Arriba de Izquierda a derecha: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Marcel Proust, George
Sand, Benito Pérez Galdós, Oé, George
Orwell y Honoré Balzac.
Mucho se insiste en que la ciudad es un ente que sólo puede entenderse
en la medida en que se viva, y por eso toma fuerza en algunos estudios
la necesidad de leer a los grandes prosistas en busca de esa experiencia
que quizás no ha contemplado la tradicional aproximación de arquitectos y urbanistas. El artículo presenta algunas de las visiones que
provee la novela sobre la ciudad moderna, partiendo de la hipótesis de
que los compendios históricos y urbanísticos no citan a los escritores
con la frecuencia que se quisiera, precisamente porque la literatura se
sitúa, acaso, en el bando opuesto de la teoría urbana. De ese modo,
se comparan algunas posiciones teóricas con apartes seleccionados
de obras muy reconocidas y se analiza cómo la perspectiva literaria
constituye otra «realidad», necesaria sobre todo cuando consideramos
la ciudad dentro del marco de lo sublime.
Ciudad/Literatura es una relación de vieja data. Tan vieja como la misma ciudad y la misma literatura. Casi tan vieja como la humanidad. Sus
procesos corren paralelos, se entrecruzan, se confunden: sabemos que
la escritura, así como las primeras civilizaciones urbanas, se remontan
más o menos al año tres mil antes de Jesucristo, pero exactamente no:
“Siglos más siglos menos”, dice Lewis Mumford (1961: 46), que es un
estudioso del tema. Lo que haya ocurrido antes, como él lo anota en el
mismo libro un par de páginas atrás, “son sólo conjeturas”. Y sabemos
también que hasta el siglo XVIII tanto la literatura como la ciudad se
volvieron “modernas”: la literatura por cuenta del nacimiento oficial
de la novela (Lehan, 1998: 30) y la ciudad por cuenta del nacimiento
del urbanismo (Benévolo, 1979: 7).
No es coincidencia, entonces, que los cambios políticos y económicos
más significativos hayan ocurrido simultáneamente con los desarrollos
urbanos más importantes, al mismo tiempo que salieron a la luz las
obras maestras de la narrativa mundial. Lo que no deja de sorprender
es que, durante esos casi trescientos años en los que aparecieron los
planes de ensanche, los utopistas, el Art Nouveau, la Ciudad Jardín,
la Ciudad Lineal, el Deutscher Werkbund, etcétera, no se cite en los
tratados de urbanismo a Proust, ni a James, ni a Goethe, ni a Orwell,
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Las ciudades invivibles. Una visión novelada de la experiencia urbana moderna
ni a Sand, ni a Wells, ni a Cortázar, ni a Oé… Porque desde la perspectiva literaria, los estudios a nivel nacional e internacional que se
dedican al tema de la ciudad en la literatura son incontables: los que
buscan descifrar el cosmos particular de cierto autor para entender el
rol que jugó la ciudad dentro de su vida diaria y cómo ésta se reflejó
en su obra (ej.: la Dublín de Joyce, la Viena de Musil, la Buenos Aires
de Borges, la Habana de Carpentier); los que recopilan las alusiones
de varios autores sobre una ciudad en especial (ej.: Fine, 2004; Ross,
1993; Grindea, 1996); o los que analizan la ciudad como género dentro
de la literatura a través de cierto periodo de tiempo (ej.: Alter, 2005;
Harding, 2003).
Desde el punto de vista del urbanismo, en cambio, las referencias
son casi inexistentes: no hay, simétricamente, estudios sobre cómo
la obra de cierto literato afectó la ciudad, ni recopilaciones de propuestas arquitectónicas y urbanas alrededor de una novela, ni análisis
de la literatura como inspiración para la planeación. De hecho, citar
a los novelistas no es una estrategia frecuente entre los urbanistas,
salvo cuando se acude a Dickens (1854) para retratar el Londres de la
Revolución Industrial:
“Era una ciudad de ladrillos rojos, o mejor, de ladrillos que hubieran
sido rojos si el humo y la ceniza se los hubiesen permitido; tal como
estaban las cosas, era una ciudad de un rojo y negro no natural, como
la cara de un salvaje. Era una ciudad de máquinas y altas chimeneas, de
las que salían, sin solución de continuidad, interminables serpientes de
humo que jamás llegaban a desvanecerse / Tenía un canal negro, un
río de color púrpura por los barnices malolientes, y grandes grupos de
edificios, llenos de ventanas, donde durante todo el día había un continuo
golpear y trepidar, donde los émbolos de las máquinas de vapor se movían
arriba y abajo, monótonos, como la cabeza de un elefante víctima de
una locura melancólica. Tenía muchas calles, anchas, iguales las unas a
las otras y muchas callejuelas, aún más iguales las unas a las otras, donde
vivían personas, igualmente parecidas las unas a las otras, que salían y
entraban, todas a las mismas horas con el mismo arrastrar de pies, sobre
el mismo empedrado, para hacer el mismo trabajo, personas para quienes
cada día era igual al día anterior y al día siguiente, cada año el duplicado
del año pasado y del año próximo.” (Dickens en Benévolo, 1999: 163).
Y las invitaciones, sin embargo, no cesan: “Todo aquello que al hombre
le afecta, afecta a la ciudad, y por eso muchas veces lo más recóndito
y significativo nos lo dirán los poetas y los novelistas. La gran novelística […] ha tenido casi siempre una ciudad como telón de fondo, y lo
mismo que las mejores descripciones del cuerpo y el alma de París se
las debemos a Balzac, las de Madrid son obra de Galdós. No deben,
pues, perderse de vista, al estudiar las ciudades, las valiosas fuentes
que nos ofrece la literatura” (Chueca, 1968: 7-8).
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Urbanismo versus Literatura
Escribe Balzac de París que entre los monumentos de Valde-Grâce y el
Panteón, las calles “cambian las condiciones de la atmósfera poniendo
en ella tonos amarillos y oscureciéndolo todo a su alrededor con las
sombras que proyectan sus cúpulas. En aquel lugar el pavimento está
seco, los arroyos no llevan barro ni agua y la hierba crece a lo largo
de los muros. Hasta el más indiferente de los seres que aciertan a pasar por allí, siente la tristeza del lugar; el ruido de un coche constituye
un acontecimiento, las casas son oscuras, las paredes huelen a cárcel”
(1984: 25). Nada alentador, realmente. Y más adelante, describiendo la
fachada de la Casa Vauquer, la pensión donde se lleva a cabo la acción:
“se compone de tres pisos y termina en buhardillas, está construida con
cantos rodados y embadurnada con ese color amarillo al cual se debe el
aspecto desagradable de casi todas las casas de París” (1984: 27). Esas
son las primeras páginas, la presentación detallada del entorno que se nos
advierte en la introducción del libro como un “prólogo indispensable”,
pues es la “delimitación precisa del campo observado” (1984: 11).
Y sobre Madrid, Benito Pérez Galdós tampoco nos deja mucho que
desear: “A un periodista […] debo el descubrimiento de la casa de
huéspedes de la tía Chanfaina (en la fe de bautismo Estefanía), situada en
una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del modo más irónico
con su altísimo y coruscante nombre: calle de las Amazonas. Los que no
estén hechos a la eterna guasa de Madrid, la ciudad (o villa) del sarcasmo
y las mentiras maleantes, no pararán mientes en la tremenda fatuidad
que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda” (1982: 7).
A pesar de que los grandes compendios sobre la ciudad moderna
elaborados por los urbanistas pasan por Inglaterra, Francia, Estados
Unidos, España, Holanda, Alemania, Austria, Italia, Hungría, la antigua
Unión Soviética; a pesar de recorrer toda Europa y Norteamérica, de
saltar del Medio Oriente a Latinoamérica y de Asia a los países escandinavos persiguiendo los aportes arquitectónicos y urbanos de Cerdá,
de Owen, de Jefferson, de Horta, de Wagner, de Olbrich, de Wright,
de Loos, de Perret, de Sitte, de Soria, de Berlage, etcétera, ¿por qué
no se citan en ellos a los novelistas?
Podría pensarse que después de la difícil situación que pasaron Londres,
París y Madrid (y por extensión, todas las demás ciudades) durante los
siglos XVIII y XIX, éstas superaron sus problemas más apremiantes
y que, como terminan los cuentos de hadas, siguieron mil años de
prosperidad y progreso. Pero no. Todo lo contrario. Como sugiere
Rem Koolhaas, “el urbanismo, como profesión, ha desaparecido en el
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Las ciudades invivibles. Una visión novelada de la experiencia urbana moderna
momento en que la urbanización en todos lados ––después de décadas
de aceleración constante–– está en camino de establecer el ‘triunfo’
global y definitivo de la condición urbana […] Los profesionales de
la ciudad son como jugadores de ajedrez que pierden contra computadoras. Un perverso piloto automático que supera constantemente
todos los intentos que se hacen de capturar la ciudad, agota todas las
ambiciones de definirla, ridiculiza las aserciones más apasionadas de
su fracaso actual y de su imposibilidad futura, la conduce implacablemente más lejos en su vuelo hacia adelante. Cada desastre presagiado
es absorbido de alguna manera bajo el manto infinito de lo urbano”
(1995: 961-962).
Se sabe que a principios del siglo XVIII la población urbana era sólo
un quinto del total mundial, que más o menos un siglo después ––hacia
1830–– la cantidad de personas viviendo en el campo y la ciudad era
casi igual, y que hoy la proporción se ha invertido: cuatro quintos de
los más de seis mil millones que pueblan la tierra viven en las ciudades.
Es este crecimiento tan precipitado, precisamente, el que ha impedido
que cualquier esquema, estrategia o proyecto haya funcionado: es ese
“perverso piloto automático”, esa obstinada tendencia hacia la acromegalia la que ha permitido que en sus pocos años de vida hayamos
presenciado el nacimiento y la muerte de cientos de planes urbanos
para diseñar la ciudad y hacerla vivible, sin lograrlo: “La ciudad de la
arquitectura moderna (puede ser también llamada ciudad moderna),
todavía no se ha construido. A pesar de toda la buena voluntad y las
buenas intenciones de sus protagonistas, se ha mantenido o bien como
un proyecto o bien como un aborto, y no parece que haya ninguna
razón convincente para suponer que este estado de las cosas vaya a
sufrir modificación” (Rowe, 1978: 9). Y si nos remontamos un par de
años más, también encontramos que otro gran arquitecto retrata la
condición de las ciudades en un tono aún más desolador:
“Las relaciones naturales fueron violadas, y el hombre, en cierta forma
desnaturalizado, abandona sus caminos tradicionales, pierde pie, acumula
a su alrededor todos los horrores, frutos del desorden: su vivienda,
su calle, sus suburbios, sus campos. Un dominio recién construido e
invasor, inmundo, ridículo, sinvergüenza, malvado y feo, manchando
paisajes, pueblos y corazones. Todo se ha cumplido, llegando a los límites
de la peor catástrofe consumada. El hombre, en estos cien años de
sublimes e innobles confusiones, ha sembrado el suelo con los detritos
de su acción. La arquitectura muere, nace otra. En adelante, deberíamos
tratar de ver más claro en su interior” (Le Corbusier, 1942: 14-15).
Y así sucesivamente. Cada generación ve el desastre en el tiempo que le
toca y le achaca las culpas a la anterior; ese ha sido el tono en la historia
de la ciudad: nunca nadie considera que el desarrollo del urbanismo
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sea tan satisfactorio que no necesite una completa reconstrucción/
reconsideración. La ciudad siempre ha superado todas las expectativas,
siempre ha estado fuera de control. En el momento, las reacciones
son apasionadas, llenas de exaltación, quizás exageradas. Después, con
el pasar de los años, los ánimos se calman y la ciudad se analiza con
cabeza fría, con más serenidad. Eso es lo que se enseña en las facultades de arquitectura y urbanismo: lo bueno que nos dejó cada período.
La ciudad se entiende como un proceso de intento y error inspirado
por esas observaciones como las de Koolhaas, Rowe y Le Corbusier
citadas aquí. Y entonces, de ser la «Ciudad del Mañana», pasó a ser la
«Ciudad Collage» y terminó convertida en la «Ciudad Genérica».
Pero no se vuelve a recurrir a la literatura en busca de imágenes urbanas porque la mayoría de ellas, cuando se ocupan del tema, es para
proveernos un retrato sombrío, que es el de la pasión del momento:
sin la distancia del historiador. En la novela, la imagen de la ciudad
necesariamente es mala, pues el escritor en ese caso hace el papel del
crítico, del denunciante, del acusador. En sus apreciaciones se hace
énfasis no en las virtudes de ese proceso, sino en los problemas que
evidencia el resultado. De ahí que Mario Vargas Llosa diga que “No
es casual que los momentos de apogeo novelístico hayan sido aquellos
que preceden a las grandes convulsiones históricas, que los tiempos
más fértiles para la ficción sean aquellos de quiebra o desplome de las
certidumbres colectivas” (1990). Por ejemplo, mientras en la academia
se celebra el nacimiento de la llamada Escuela de Chicago por cuenta
de la reconstrucción de esa ciudad después del incendio de 1871, para
los novelistas el asunto no deja de ser objeto de sátira. Una cosa es el
proceso creativo de Louis Sullivan, desde su “experiencia con el estilo
gótico ‘orientalizado’ de Furness”, pasando por su simplificación del
románico de Richardson “hasta convertirlo en una modalidad casi
neoclásica” y el “toque decididamente islámico en la disposición de la
decoración”, tal como lo detalla el historiador (Frampton, 1981: 51-56);
y otra la descripción de la escritora Ayn Rand, cuando la ciudad de
Chicago se preparaba para la Feria Mundial de la que sería anfitriona:
“La Roma de hacía dos mil años se levantó a orillas del lago Michigan,
una Roma remendada con piezas de Francia, España, Atenas y todos
los estilos que después aparecieron. Era una ‘Ciudad de Ensueño’, de
columnas, arcos triunfales, lagos azules, manantiales de cristal y palomitas de maíz. Sus arquitectos competían sobre quién era el mejor
para robar de la fuente más antigua y de la mayor cantidad de fuentes
al mismo tiempo. Expuso ante los ojos de una nación nueva todos los
crímenes arquitectónicos cometidos en los países más viejos en todas
las épocas. Era blanca como la peste y así se extendía” (2005: 34).
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Las ciudades invivibles. Una visión novelada de la experiencia urbana moderna
El fracaso del urbanismo es el motivo por el que el diseño de la ciudad,
aparte de las tradicionales intervenciones arquitectónicas y urbanas,
ahora se apoya en las más diversas disciplinas: sociología, antropología,
política, economía, filosofía, biología, etcétera. La ciudad ya no son sus
calles y edificios… O no sólo ellos. La ciudad, de alguna manera, trascendió lo físico: “No es una retahíla de edificaciones, sino la creación
más espiritual de nuestra civilización y, con el lenguaje, la más grande
obra creada por el hombre” (Salmona, 2003: 12). La ciudad también
la hacen los ciudadanos, sus costumbres, sus maneras de apropiarse
de los espacios y “sus formas de construir mundos urbanos a partir
de deseos colectivos”, como afirma Armando Silva (2003: 22) en su
investigación sobre las ciudades latinoamericanas “imaginadas”.
Por tanto, en busca de llegar a eso que el ciudadano piensa para concebir ciudades más amables, aparte de las encuestas, censos de opinión
y otros métodos para hacerse a abultadas cantidades de datos, algunos
dicen que es en la literatura en donde podemos encontrar las claves:
“Hay en las ficciones literarias [una preocupación] por el devenir
humano como devenir de lo urbano, que no acaba de articularse en
arquitectos, urbanistas y especialistas en ciencias sociales que se aproximan a fenómenos de la ciudad” (Rincón, 1995: 90). Claro, el escritor
no hace crítica urbana en el sentido académico de la palabra: él o sus
personajes simplemente dicen lo que piensan, anotan lo que se les pasa
por la cabeza cuando observan algo en la ciudad, como quizás lo haría
cualquiera de nosotros. Eso es lo verdaderamente importante: que es
la opinión de «cualquiera de nosotros». Porque de eso es de lo que se
trata ahora: de acercarse al usuario, al habitante de los espacios que
quizás de una manera autocrática se hacen ––o hacían–– en la mesa
de dibujo del proyectista, en el escritorio del legislador o en la oficina
del político. Leyendo lo que escribieron los grandes novelistas estamos
enterándonos de cómo era o cómo es realmente la ciudad, y de lo
que sienten sus habitantes. Darles la voz a los literatos es darle la voz
al pueblo. Porque el escritor no necesita ser arquitecto o urbanista o
planificador o estar medianamente involucrado en la construcción de
la ciudad, no. Como sostiene Luz Mary Giraldo: “La ciudad alimenta
imaginarios en los ciudadanos y en los seres ajenos, relacionando realidades y fantasías, toma de conciencia de historia, sociedad, identidad
y modos expresivos […] es necesario recordar que el ser humano es
arquitecto, ‘proyectista’ y artífice de su espacio y de las posibilidades
de su mundo” (2004: 15). El escritor es uno más de nosotros; uno con
especial agudeza para describir las pasiones humanas, los conflictos
existenciales y las intrigas de la sociedad en un mundo cada vez más
urbanizado. El escritor es el llamado a hablar por el resto de seres
anónimos que se benefician o sufren a causa de la ciudad: “[ésta],
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desde luego, impone sus reglas. Pero el narrador impone las suyas.
Y son éstas últimas las que en realidad cuentan, pues del narrador
dependen tanto el tratamiento como la hondura de la exploración”
(Cruz, 1985: 23).
Pero, ¿qué tan verídicas son esas impresiones que leemos en las novelas?
Paradójicamente, aunque se nos advierte en la página destinada a los
créditos intelectuales de la obra literaria que “todas las situaciones,
lugares y personas son producto de la ficción”, aunque lo allí narrado
no constituya un documento fehaciente al cual podamos acudir sin
sospechas, seguimos apoyándonos en sus creaciones. La razón es que
la literatura, entre otras artes y disciplinas, es una herramienta válida,
NO para reemplazar la realidad sino para interpretarla. Los puntos
de vista esgrimidos por el autor (en el caso de las obras narradas en
primera persona) o por sus personajes (en el caso de aquellas en tercera
persona) son legítimos en la medida en que representan la visión de
un grupo de la población, aunque no pueda otorgárseles el privilegio
de fácticos: “La Praga de Kafka no es más irreal que el Londres de
Dickens o el San Petersburgo de Dostoievski; las tres ciudades sólo
tienen la realidad empírica de las obras en las que fueron creadas, la de
objetos que a nada reemplazan ni por nada son reemplazables, pero
que un día vienen a añadirse, de un modo real, a los demás objetos
reales del mundo. Nunca es mensurable el grado de realidad de una
novela; no representa más que el elemento de ilusión del que el novelista
quiere servirse” (Robert, 1972: 20-21). Una ilusión que, como sugiere
Ángel Rama hablando de la obra de Juan Carlos Onetti, inventan los
novelistas “para que la realidad la imite [pues] la capital no tendrá vida
de veras hasta que nuestros literatos se resuelvan a decirnos cómo y
qué es Montevideo y la gente que lo habita” (1967: 66-70).
Las novelas nos venden, entonces, otra realidad que se suma a la «realidad» que nos enseñan en las facultades de arquitectura y urbanismo,
valga decir, la de “las buenas intenciones”, la de la ciudad que quisimos
construir pero no hemos logrado: la «realidad» histórica. Una realidad
que, sin embargo, no está exenta de subjetivismo: “Se ha tomado conciencia de que no existe una realidad pasada objetivamente fijada y lista
para ser incorporada a la práctica histórica, ya que nuevos hechos se
añaden continuamente, a la vez que estos son sujetos a un continuo
reajuste. El propio historiador juega un papel esencial en el proceso
de interpretación y composición del pasado, porque es él quien tiene
que percibir la conexión entre los acontecimientos, quien elige u omite,
de entre la montaña de detalles que se le ofrecen, aquellos que mejor
dan sentido a éste” (Belmonte, 1998: 9).
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Las ciudades invivibles. Una visión novelada de la experiencia urbana moderna
Pero la ciudad existe. De eso no hay duda: se puede ver, tocar, oler,
oír y saborear. No la estamos imaginando. Ahí están las calles, los
edificios y las plazas; la gente, los carros y los animales; el aire, el cielo
y los árboles para comprobarlo… Es real, demasiado real:
“Galitzia es una ciudad de aire viciado, donde todo huele tan mal como en
una casa sucia, como en una posada de tercera categoría…, toda la ciudad
huele a comida barata, a perfumes baratos y a camas sucias” (Márai, 2004: 48).
“[En El Cairo] llegó a una plaza grande, y quedó sobrecogido ante el
espectáculo de miseria que le rodeaba: una plaza llena de mendigos, tullidos,
ciegos, hombres que alargaban sus muñones pidiendo que les dieran algo.
Olía a sudor, a orina y a excrementos, una pestilencia que llenaba el aire
y se hacía tan palpable como si fuera algo sólido” (Black, 1984: 96).
Dicha realidad, sin embargo, hace que cada ciudad sea única, en el
sentido en que es irrepetible: sólo hay una Bogotá, una Oslo, una
Nueva Delhi… Pero a la luz de este argumento, esa «realidad única»
es sólo material, física. La ciudad es también única e irrepetible para
cada individuo. No existe sino en la mente de cada persona pues,
aunque se basa en un hecho incontrovertible como lo es la ciudad,
su vivencia está empapada de visiones, imaginaciones, espejismos e
ilusiones alimentadas por realidades ajenas a la ciudad misma. En este
sentido la experiencia de la ciudad siempre es irreal, ficticia.
Una cosa es la «realidad» que retrata la literatura; otra, la «realidad» que
nos enseña la historia, es decir, la de la utopía; y una tercera, la «realidad» de la ciudad física, tal como nos lo muestra Juan Carlos Pérgolis
en Las Otras Ciudades al aproximarse a la experiencia urbana. Y, como
anota Silvia Arango en el prólogo del mismo libro, “Evidentemente
nos damos cuenta de que las dos primeras no son menos reales que la
última. Cada una es una faceta distinta de la misma realidad y las tres
forman una entidad ‘más real’ de la de cada una de ellas por separado.
Es posible ––más que posible, probable–– que esto sea un requisito
de toda verdad: la de desdoblarse en varias perspectivas o ‘distancias’
desde las cuales se presenta una porción de la realidad” (1995: 9).
¿Cuál es esa «realidad» que nos muestra la literatura y, en particular,
la novela moderna sobre la ciudad? Usualmente es una imagen negativa, como ya se ha visto. La experiencia urbana, en la literatura,
está llena de dificultades, de contratiempos, de infortunios. Pero no
es porque necesariamente la ciudad fuera así. Quizás sí, un sector,
unos días… Pero lo más probable es que no toda París fuera como
la retrataron Gustave Flaubert, Guy de Maupassant o Émile Zolá. La
ciudad de la novela francesa del siglo XIX es objeto de temor, como
muestra Gretel Wernher en su tesis de maestría para el postgrado de
Muñoz M.
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Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura de la facultad de artes de
la Universidad Nacional de Colombia, pero como se concluye desde
las primeras páginas del libro, “la imagen de la ciudad que provee la
novela es una creación de la literatura y no una copia de una realidad
autónoma a la expresión literaria. Es una invención que, hasta cierto
punto, crea una realidad” (2002: 17).
Quizás desde los estudios literarios se trate de entender el rol que
desempeña la ciudad en la novela, ya sea por país, por periodo histórico o por autor, pues ésta “ayuda a construir, a ordenar la realidad,
a pre-verla o a desvigorizarla, a difuminar y a disolver su presencia y
absolutismo, suponiendo, en este caso, que esta realidad sea el espacio
urbano” (Argüello, 1999: 13-14). Y quizás desde los estudios urbanos se
trate de ver cómo esa «realidad» que se evidencia en la novela moderna
nos ayuda a entender la experiencia urbana, cómo todas las ciudades
se parecen entre sí, en cualquier época, en cualquier continente y no
sólo durante el expresionismo europeo, que es el ejemplo más citado
en todo el mundo:
Shahkot, 1998: “Cómo odiaba su vida. Era un flujo de miseria sin fin.
Era una prisión donde había nacido. Cada vez que estaba pasándola
aceptablemente bien, lo encerraban y castigaban. Había nacido
sin suerte, eso era. A su alrededor las casas vecinas parecía que se
elevaban como una trampa, un laberinto de escaleras y paredes con
ventanas que se abrían solamente para mirarse entre sí / Sentía una
gran amargura en su corazón. Seguro, pensó, sus alrededores iban en
detrimento de su salud mental. El cielo era una serie de cuadrados
y rectángulos entre cuerdas para colgar ropa y antenas de televisión,
balcones, materas y tanques de agua. Se veía como pieza de un
rompecabezas” (Kiran Desai, Hullabaloo in the Guava Orchard, 2002: 43).
Cali, 1966: “El sol. Cómo estar sentado en un parque y no decir nada.
La una y media de la tarde. Camino caminas. Caminar con un amigo y
mirar a todo el mundo. Cali a estas horas es una ciudad extraña. Por eso
es que digo esto. Por ser Cali y por ser extraña, y por ser a pesar de todo
una ciudad ramera […] Sí, odio a Cali, una ciudad con unos habitantes
que caminan y caminan… y piensan en todo, y no saben si son felices,
no pueden asegurarlo […] Odio la fachada de mi casa, por estar mirando
siempre con envidia a la de la casa de enfrente […] Odio la Avenida Sexta
por creer encontrar en ella la bienhechora importancia de la verdadera
personalidad. Odio al Club Campestre por ser a la vez un lugar estúpido,
artificial e hipócrita, odio al Teatro Calima por estar siempre los sábados
lleno de gente conocida” (Andrés Caicedo, Calicalabozo, 1998: 11-15.).
La ciudad moderna se retrata en la novela moderna como un ente hostil
porque, como dice Tolstoi en la primera línea de Ana Karenina: “Todas las
maneras de sentirse uno feliz se parecen entre sí; pero los desdichados ven
siempre en su infortunio un caso personalísimo” (1965: 7). La necesidad
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Las ciudades invivibles. Una visión novelada de la experiencia urbana moderna
de decir algo, la urgencia de escribir tiene un tinte de denuncia, de crítica. La ciudad perfecta, así como la vida perfecta ––si es que existen––,
se agotan en un par de líneas, como nos lo muestra Tim Burton en
Big Fish, la adaptación cinematográfica de la novela de Daniel Wallace
(1998), cuando Edward Bloom llega a Spectre (espejismo), un pueblo
de gente cordial, donde se sirve “el mejor pastel” y “todo sabe mejor,
hasta el agua es dulce”; un lugar donde “nunca hace demasiado calor
ni frío ni humedad”; un paraíso en el que “en la noche, el viento en los
árboles suena como una fantasía dedicada sólo para ti”; un poblado en
el que todos andan descalzos porque “no hay piso más suavecito”. Por
eso, sin duda, Spectre es “el secreto mejor guardado de Alabama”, como
le dice el alcalde a Edward Bloom a su llegada. Cuando cae la tarde, al
borde de un lago y arrullados por las chicharras, Norther Winslow, “el
poeta laureado” del poblado, originario también de Ashton (el pueblo
natal de Edward Bloom), confiesa que lleva trabajando doce años en
un poema. ––“¿En serio?” le pregunta Edward.–– “Hay mucha expectativa. No quiero desilusionar a mis fanáticos,” le responde Norther.
––“¿Puedo verlo?”–– Edward insiste y Norther le pasa un cuaderno
de escolar con las hojas dobladas en las esquinas y al recibirlo Edward
lee el poema: ––“El pasto tan verde / Los cielos tan azules / Spectre
es realmente fabuloso.”
“El bien no admite variaciones,” como anotó Umberto Eco en la
presentación de su libro Historia de la Fealdad (2007). La urbe que
interesa al novelista necesariamente se aleja de lo bello y se acerca
más a lo sublime. La ciudad nos asombra y, como anota Edmund
Burke, “con cierto grado de horror” (1995: 42-66): la vastedad de su
geografía, el miedo que producen algunas de sus calles, la magnitud
de sus construcciones, la oscuridad sobrecogedora de sus parques, el
poder que ejercen los ricos sobre los pobres, la soledad, el silencio,
el ruido; todo se magnifica dramáticamente en la ciudad: la infinidad
de personas, la sucesión de viviendas, la uniformidad de los barrios,
el infinito que sugieren las autopistas, la dificultad de movilización, el
color opaco del cemento, la agresividad contra el paisaje, los olores
rancios, la aspereza de las superficies, la indiferencia ante el dolor… Las
pasiones causadas por lo sublime son más profundas, más complejas,
más «reales» porque son más humanas.
Por eso quizás, mientras Morris nos describe el diseño urbano de
Detroit como una “combinación de calles ortogonales y diagonales
con una gran variedad de espacios libres” (1974: 429); Céline narra
una experiencia siniestra en la misma ciudad: “[…] vi grandes edificios
de vidrio todos ocupados, casas de muñecas gigantes en las que usted
puede ver hombres moviéndose, pero apenas moviéndose, como si
Muñoz M.
Revista nodo Nº 8, Volumen 4, Año 4: 59-72 ! Enero-Junio 2010 !
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estuvieran luchando contra algo imposible […] Nosotros, los trabajadores, nos convertimos en máquinas, nuestra carne temblaba con el
furioso estruendo, palpitaba en nuestras cabezas y entresijos y nos salía
por los ojos en espasmos rápidos y continuos […] Mis minutos, mis
horas, igual que las de los otros, todo mi tiempo, se me iba pasando
pines al hombre ciego que tenía al lado, quien llevaba calibrando esos
mismos pines desde hacía años […] La existencia estaba reducida a
una especie de indecisión entre el estupor y el frenetismo. Nada importaba, salvo la continuidad rompe-tímpanos de las máquinas que
comandaban a todos los hombres” (1983: 192-195).
Las novelas no narran la vida de una ciudad, sino la de sus habitantes.
La ciudad es el telón de fondo, un personaje incluso en la acción que se
desarrolla, pero la novela no es SOBRE la ciudad. La ciudad trasciende a todos los seres humanos que la recorren, es objeto de múltiples
intervenciones arquitectónicas y urbanas a través del tiempo, sus usos
varían, se revalúan las estrategias para planearla, etcétera. El mismo
barrio, la misma calle y hasta la misma casa pueden ser el escenario
de generaciones enteras y cada vez que ambientan una historia, cada
vez que se someten al punto de vista del escritor, ese mismo barrio,
esa misma calle y esa misma casa, cambian. Físicamente pueden haber
permanecido incólumes frente al paso del tiempo, pero su experiencia
siempre será diferente. Y como en el cuento de Borges, recopilar todas
las imágenes que haya inspirado una calle, en todas las personas que
la han recorrido, durante todos los años desde su trazado, a todas las
horas del día; toda esa información sería más grande que la calle misma. Una ciudad, por muy pequeña que ésta sea, si tenemos en cuenta
los puntos de vista de todos los que la viven, es inconmensurable. Por
eso, parafraseando la famosa máxima de Heráclito “No volveremos
a bañarnos en las aguas del mismo río”, no volveremos a recorrer las
calles de la misma ciudad. Es imposible.
La ciudad moderna, como fruto de las dinámicas de producción y
consumo impuestas por el capitalismo, es igual en todos los rincones
del planeta, desde Washington hasta La Paz y desde Nueva York hasta
Lima. Claro que hay unas que recorren estados más avanzados. No
es lo mismo Ámsterdam que Bangkok ni Montreal que Venecia y, sin
embargo, la «condición urbana» global tiende a homogenizar tanto
los problemas como las soluciones, al punto que el ya citado Rem
Koolhaas, en otro de sus libros ––Mutations, dedicado exclusivamente
a estudiar éste fenómeno––, no duda en aseverar que “Lagos no nos
está alcanzando [en términos de lo que significa ser ‘moderno’ para
occidente]. Mejor, puede que seamos nosotros los que la estemos
alcanzando a ella [en términos de lo que significa ‘funcionar’ como
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Las ciudades invivibles. Una visión novelada de la experiencia urbana moderna
ciudad a pesar de no contar con ninguna de las
características que se consideran mínimas en el planeamiento urbano]” (2001: 652). Todas, pues, en el
siglo XVIII o en el XXI, en Holanda o en Nigeria,
están sometidas a los mismos conflictos derivados
de la creciente densidad, la apabullante migración, la
insufrible movilidad, la amenazante inseguridad, la
deficiente cobertura de los servicios públicos, etcétera. Atrás quedaron los tiempos de rígida linealidad
en los que anhelar parecerse a una de las grandes
urbes del primer mundo le tomaría a las ciudades del
segundo y del tercero, decenas o centenas de años,
según fuera el caso.
Conclusiones
La relación Ciudad/Literatura no necesariamente
implica resucitar la rivalidad entre el campo y la
ciudad en los términos del siglo XIX, aunque no
podemos negar que la agresividad que significaron
las grandes urbes sobre el ambiente natural hace
que la ciudad se vea como antítesis del campo y
que sus habitantes, en caso de escoger, duden de la
planeación de las ciudades y opten por ubicarse en
bandos opuestos: “En vez de una ciudad planeada, el
habitante quiere una ciudad vivida […] La Utopía del
morador es una Anti-Utopía para los planificadores”
(Fuentes, 1993: 133). De hecho, en la academia no se
enseña a diseñar mal ni a planear mal; la arquitectura
y el urbanismo existen precisamente para instruir a
los interesados en cómo hacerlo bien, cómo lograr
que las ciudades sean cada vez más cómodas, más
útiles, más vivibles; sobre esta base se forman los
estudiantes, y sobre esa misma base los profesionales
ejercen su vida profesional… En teoría: porque a
través de la historia se han cometido errores. Eso no
lo podemos negar. Nos educamos para evitar caer
en las mismas faltas, para aprender que las ciudades
se van haciendo todos los días, que la arquitectura
y el urbanismo están cambiando continuamente
para adaptarse a las nuevas necesidades, y que con
la colaboración de un sinnúmero de disciplinas nos
acercamos cada vez más al entendimiento de lo que
se conoce como “el fenómeno urbano”… En teoría:
Muñoz M.
porque pareciera más bien que las ciudades ––y específicamente las ciudades modernas–– están fuera de
nuestro control, que se resisten a nuestros métodos,
a nuestras estrategias… Quizás la relación Ciudad/
Literatura nos sirva para analizar el otro lado de la
moneda y darnos cuenta de que, desde la literatura,
las ciudades han sido, sobre todo, invivibles.
Acaso el único libro de literatura que se recomienda
leer en las facultades de arquitectura sea Las Ciudades
Invisibles (Calvino, 1998). Y se hace precisamente
porque insta a los estudiantes a pensar fuera de los
convencionalismos: las ciudades que Italo Calvino
plantea son ficticias, imaginadas, inconstruibles,
impalpables, inexistentes; son la materialización
de lo que sentimos en las ciudades, no las ciudades
mismas. Por eso para el estudiante de arquitectura
representan una excelente excusa para diseñar a
partir de la percepción, de las sensaciones que ya
conocemos por experiencia pero que no podemos
describir. Eso, el autor lo hace por nosotros. De
ahí su talento. Pero salvo este pretexto, usualmente
aplicado a alumnos de primer o segundo semestre,
el inconveniente radica en que Las Ciudades Invisibles son inservibles para la concepción de espacios
arquitectónicos y urbanos «reales», dado su elevado
lirismo y su portentosa invención. No es un libro
de viajes. Las ciudades de Calvino, si bien no necesariamente son ideales en el sentido más equitativo
de la palabra, son bellas, poéticas, imposibles. Parecieran sugerir que existieron o que existirán en otro
tiempo, antes o después de nuestra especie. No son
ciudades humanas…
Las Ciudades invivibLes, por el contrario, serían
las demasiado humanas, las imperfectas, las que
describen los escritores en sus ficciones, aquellas
en las que viven los seres de carne y hueso: las que
padecemos o disfrutamos todos, en el día a día, las
de la novela de nuestra vida. De ahí su valor.
Revista nodo Nº 8, Volumen 4, Año 4: 59-72 ! Enero-Junio 2010 !
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