El Tiempo en la Multimedia
Serie de textos en la búsqueda de una reflexión sobre la utilización del tiempo en distintos formatos,
con vistas en comprender el fenómeno temporal en las Artes Multimediales. Escritos durante el año
2014.
Ignacio Buioli, 2014.
ibuioli@gmail.com
28 de Abril de 2014
El tiempo en Aristóteles con el Empire State de Andy Warhol
No cabe duda de la existencia del tiempo en el Empire State de Andy Warhol. En algún momento
inicia, en otro momento finaliza. Sin embargo, la pregunta es otra: ¿Advertimos el paso del tiempo
durante la percepción del material audiovisual? Para Aristóteles el tiempo guarda una íntima
relación con el cambio. El cambio como percepción sobreviene a una determinada velocidad. En
ese caso existe el tiempo. La estructura está, por lo tanto, sujetada por nuestra percepción del
cambio y justificada por la velocidad a la que este se produzca. ¿A que velocidad se produce el
cambio en el audiovisual? Curioso el hecho de no poder percibir velocidad alguna. Entonces, ¿el
cambio en el Empire State se produce tan rápido que no somos capaces de percibirlo? O, por el
contrario, ¿es ese cambio tan lento que no llegamos a advertirlo jamás? O, quizás, ¿carece de todo
cambio? Parados en este punto, el Empire State no se encuentra atravesado por su dimensión
temporal.
Pero nos estamos deteniendo exclusivamente en que tan rápido o que tan lento sobrevienen los
acontecimientos y no concretamente en el sobrevenir del propio cambio. Aristóteles dice algo más:
niega la existencia del tiempo si el cambio no se presenta. Un audiovisual no es una imagen
detenida en el tiempo que debemos observar de forma continua.
Aunque así fuese, el cambio, en principio, existe desde lo interno. En cierto modo, parece tratarse
de una invitación al pensamiento, y en ese momento somos capaces de advertir al cambio en
cuestión. Así es evidente que el tiempo transcurre. Transcurre porque existen variaciones en el film
-una suerte de variaciones etéreas, pero variaciones en definitiva- que hacen las veces de mojones
en el tiempo y nos obligan a levantar la mirada. Necesitamos prestar atención porque advertimos
que algo ha cambiado. Y si advertimos que algo ha cambiado es porque el tiempo ha
transcurrido. Y si el tiempo transcurre, permanecemos. Finalmente, Aristóteles acusa al cambio de
la necesidad del movimiento. No hay tiempo sin movimiento. El Empire State no se mueve, lo que
se mueve es el film. Debemos tomar ese tiempo como un tiempo diferente al tiempo de nuestro
pensamiento. El tiempo no es ni largo ni breve respecto de sí mismo, pero si lo es la percepción de
la advertencia que le otorgamos. ¿Por qué continuamos observando un audiovisual que no se
mueve? Porque, de cierta manera, no es verdad que no se mueve. No somos capaces de atribuirle el
valor del movimiento cuando no pasa lo que nuestros pensamientos dictan que debe ocurrir. Y la
extensión del audiovisual produce el resto. Advertimos el cambio
con facilidad, pero no así el movimiento. Y esa extraña sensación nos hace permanecer y esperar,
nos genera una expectativa. Warhol está probando nuestra paciencia. Nos está generando un
contratiempo por un bien que nunca llega.
9 de Junio de 2014
Protocolo de Lectura: Lógica del Sentido
Texto: “Lógica del Sentido” - Vigésimo Tercera Serie, Del Aión. Guilles Deleuze
Retrato de un pensamiento estoico, Deleuze esculpe con tinta sutil, a la vez que austera, el mármol
del papel. En esta ocasión el tiempo es su tema. También lo es, en cierto modo, la mortalidad, la
trascendencia y la incesante búsqueda del límite sobrepasado.
Nos inicia en un camino infinito: el tiempo. Sin embargo, no nos encontramos solos, el titan Cronos
camina a nuestro lado. Su inmensidad es tan basta que ha devorado el pasado y el futuro. Ahora esas
dimensiones del tiempo habitan dentro suyo, expandiendo su cuerpo constantemente en un
gigantesco presente.
Cronos nace del presente compuesto por todos los instantes y se alimenta de esos momentos, sin
dejar nunca de crecer. No admite las nociones de pasado ni de futuro, puesto que si Cronos vive en
todos los instantes y si todos los instantes son el presente ¿qué necesidad tiene de suponer siquiera
que algo se ha ido o que algo vendrá?
Habita en un tiempo corporal y desgarrador. Si existe Cronos, existe un cuerpo y, por aquella lógica
aplastante que nos caracteriza, si existe un cuerpo, existen las pasiones. En Cronos el presente es
corporal y coincide con el hecho de que el futuro y el pasado sean los vestigios de esa pasión. Este
cuerpo es el Cronos al cual evoca Deleuze, no sin antes concluir que debe existir otro cuerpo: un
cuerpo divino. Al realizarse las huellas de una pasión se hace ostensible la existencia de la pasión
que las originó. Cronos es un titan, se trata de un cuerpo cuya extensión es infinita, a pesar de ser
limitado. El presente divino será, entonces, la mezcla de lo corpóreo.
Pero al aceptar la presencia de una mezcla se admite, por definición, la presencia de las partes. A
partir de este concepto el mar de significantes es torrentoso, porque ya no se trata de pensar a
Cronos simplemente como un tiempo corporal, sino de pensar a Cronos en tanto que un cuerpo
completo, con piel y entrañas: superficial y profundo.
Existe un Cronos que grita desde el interior de Cronos. Cronos, como presente vivo, tiene una
guerra con otro Cronos, el presente que deviene en sí mismo. Este último Cronos nace de las
dimensiones temporales devoradas anteriormente: el pasado y el futuro. Las pasiones corporales,
desde dentro del cuerpo, intentan salir de las profundidades. Pretenden ser regurgitadas y devorar al
cuerpo exterior. Es una venganza abrasiva e imparable de Cronos que intenta disolver el cuerpo de
Cronos.
Y producto de este desdoblamiento, Deleuze nos presenta a un mediador: Aión. Nacido de lo que se
ha ido y de aquello que vendrá, Aión vive en un presente que se nos escapa constantemente. En
Aión solo puede existir el pasado y el futuro. ¿Por qué razón nace Aión? ¿No es suficiente enemigo
para Cronos aquello que lo carcome desde sus profundidades? En principio, Aión y Cronos se
oponen al Cronos corporal. Sin embargo, no ocurre en Aión que el futuro y el pasado busquen el
desmoronamiento del presente. Por el contrario, se trata de la herramienta del “instante” la que
corrompe al cuerpo mortal del tiempo. El presente está pervertido por Aión y, por consiguiente, es
el instante quien lo divide en pasado y en futuro. Por lo tanto, si Cronos era limitado e infinito, Aión
será, por oposición, ilimitado y finito.
Por Cronos existe Aión, así como por las causas existen las consecuencias, los efectos. Cronos es
mortal, en cambio Aión es eterno. Conocemos a Cronos, se mueve con nosotros y por medio de
Cronos podemos conocer a Aión. Es inevitable no cruzarnos en el camino de Aión en alguna
ocasión, sin embargo, así como ese instante es eterno para Aión, será eterno para nosotros, y
perderemos a Cronos para siempre.
No existe pensamiento concebible en el cual Cronos conviva junto con Aión, delimitan tiempos
diferentes, viviendo sus propias dimensiones temporales. Sin embargo, los efectos de Aión son, en
contraposición, incorporales y otorgan sentido al cuerpo de Cronos. En esta masa fluctuosa de
causas, efectos y de espectros temporales es donde nos movemos.
Vivimos gobernados por una sucesión de causas y efectos a la cual llamamos tiempo, pero no es
más que una capa del tiempo mismo. Caminar de la mano de un Cronos bipolar regulado por un
etéreo Aión no es otra cosa que la dimensión del tiempo a la cual accedemos, ignorando la
multiplicidad natural que posee.
23 de Junio de 2014
El Reloj sobre el Tablero
El infinito en Jorge Luis Borges con el tiempo en Marcel Proust
Es de común conocimiento que -en tiempos de la ilustración- las partidas de ajedrez podían durar
indefinidamente, hasta que un funcionario depositó un reloj sobre el tablero. Un reloj que, si bien se
lo mira, es demasiado ambicioso: pretende regular la posibilidad de lo eterno, controlar el infinito.
Una vez más, dos son los jugadores: Jorge Luis Borges, con las blancas, y Marcel Proust, con las
negras. Borges abre el juego. Tema recurrente en su literatura, y clara medalla de su fascinación por
Xul Solar. Será otro panjuego para el maestro, que múltiples laberintos en el tablero vislumbra. El
infinito, en su relato, se hace presente en sesenta y cuatro casilleros que forman un nuevo e
intrincado desafío.
Del otro lado, es posible que Proust tenga la mirada fija en los corpúsculos luminosos que se posan
sobre el marco metálico del reloj. O tal vez sea Proust pensado a través de Stefan Zweig, y
encarnado en su emblemático Mirko Czentovič. De forma reiterada en Zweig, la literatura de Proust
es idealizada como una construcción de ajedrecista, como un juego de infinitas combinaciones
posibles. Pero ahora, mueven las blancas.
Blancas: El Infinito
No son casuales las amistades de Borges. Es muy probable que Gottfried Leibniz le halla enseñado,
en su juventud, que vivíamos en el mejor de los mundos posibles de una infinita combinación de
caminos. Una indeterminada sucesión de probabilidades que hacen eventual la existencia del propio
Borges. ¿Qué ocurre con la partida? Las piezas están inmóviles.
El ajedrez es un juego teóricamente infinito: cada vez que un jugador levanta la cabeza existen
alrededor de cuatrocientas jugadas posibles, eso extiende el número de salidas superando, con
comodidad, la cantidad de estrellas en el universo. Borges lo sabe por Xul Solar, y por Xul Solar
trae a su mente el panajedrez. Por cada ficha una consonante, por cada casilla una vocal, por cada
juego un texto infinito. De esta forma, la multiplicidad de combinaciones en el panjuego se da en
una suerte de viaje sin descanso. Maurice Blanchot afirma que es justamente ese camino sin freno
lo que corrompe a lo finito en infinito. Y Borges, desde la literatura, es un maestro en la generación
de esos caminos.
Herencia de Gilbert Chesterton, el infinito es en Borges a través de los símbolos, tal como la
imagen es a través del lente con que se mire. El Aleph, el libro de arena, el laberinto, el ajedrez. Y
es esta la construcción irreal a la que evoca, constantemente, Blanchot. Consiste en crear un infinito
lúdico diversificado en la realidad, y no buscar en la realidad el elemento infinito.
Sin embargo, su mirada oscura no se encuentra puesta en el tablero, sino en el reloj. El tiempo
que tarda en pensar la jugada es igualmente infinito al tiempo que tarda la aguja en recorrer, tan
solo, un segundo. Y es igualmente infinito el recorrido de una pieza, de casillero en casillero, que
cada una de las innumerables jugadas que han existido a lo largo de la historia. Un juego, el juego,
todos los juegos. Borges quiebra el silencio, ha detenido su reloj, pero sus piezas continúan
imperturbables. Es turno de las negras.
Negras: El tiempo
Suena en clac del reloj en las cercanías de Proust, su mano sobre las penumbras del caballo. Retrato
del impresionismo, su literatura está, igualmente, plagada de símbolos. Actúa su memoria
voluntaria. Casi puede divisarse a un relojero de mirada cansada, la mirada del tiempo que todo lo
mira, desarmar pieza a pieza los infinitos engranajes del reloj. Estos mueven el mecanismo
lentamente, porque así es como entendemos que el tiempo debe moverse. No obstante, no es
compatible con el mecanismo de nuestra memoria, capaz de retroceder incontables sucesiones en
pocos instantes. Es la memoria que Proust domina desde los símbolos literarios.
Probablemente -como asegura Gilles Deleuze en El Abecedario- la novela En busca del tiempo
perdido sea una construcción de símbolos mundanos. No obstante, Proust construye una idea de
tiempo desde esa mundanidad. Combray es, a la vez, espacio y tiempo del recuerdo. Son, como
afirma Deleuze, las impresiones de Proust hacia lo mundano lo que le permite evadir la discusión y
la confrontación; y son a su vez llaves para ingresar a la memoria involuntaria, siempre a través de
las vivencias.
Pero en esta partida, los ojos de Proust se posan sobre el infinito tablero. Cual magdalena que
produce un despliegue temporal, el viaje inicia sutilmente. Y viaja a través de los pilares mismos del
tiempo. Desde Egipto entra a la India y de la India a Europa. Siente crueles guerras, hambrunas,
desafíos. El ajedrez, detrás de todo hastío, el múltiple tiempo ya desata. Ya trae el gozo y la alegría,
ya trae el llanto y la agonía, de un pueblo y naciones, de reyes y pasiones. Es un peón, y son todos
los peones. Es un tablero, y son todos los tableros. Aquí, el tiempo, asiste como pureza de sí mismo.
Y, una vez más, Blanchot se hace presente. En cierto modo el tiempo es en Proust -como el infinito
en Borges- una construcción irreal. Proust se vale de vivencias para referirse a un tiempo compuesto
e inexistente. ¿Quien asegura la exactitud de sus recuerdos? Aún así es pertinente: cierto es que la
memoria funciona de ese modo. Descansa, entonces, su mano sobre el negro caballo, pero decide no
mover. El clac vuelve a sonar.
Entre el Tiempo y la Memoria
Quietos -en silencio- los jugadores, victimas son de la eternidad temporal. Así lo han querido, las
piezas están intactas. Sin cambio no hay movimiento y, por esa lógica aristotélica tan característica,
sin movimiento no hay tiempo. El tiempo que preside de todo cambio es un tiempo infinito. Se trata
del tiempo literario de Borges y de Proust, suscribimos a ese tiempo a través de la literatura de los
símbolos.
Y aún así, somos seres finitos. Pero si el tiempo es infinito, y sin embargo accedemos a su
propagación eterna, ¿Se trata, concretamente, de una extensión infinita? ¿Qué tan infinito es?
¿Existen infinitos más bastos que otros? Sugiero, entonces, un cuestionario más sencillo. ¿Dónde se
almacena el tiempo? ¿Qué efímero lugar del mundo tiene la virtud de cobijar un universo que no
para de crecer?. Preguntas que señalan a una única respuesta: la memoria. La memoria como
insignia clave del triunfo del ser finito sobre el infinito, de lo efímero sobre la eternidad del tiempo
puro. Tiempo puro que es traído por la memoria involuntaria. Por lo tanto, no se trata de un
constante reloj el que controla al infinito, son los recuerdos los que atan la eternidad a un poste.
Un infinito más grande que el infinito mismo: el infinito de la memoria. Eterno y solitario, el
laberinto del tablero es un laberinto dentro de sí mismo. Infinitos son los caminos e infinitos, son
también, los destinos. Y son, además, múltiples dimensiones temporales superpuestas (como aquel
punto que es también todos los puntos). A resguardo del tiempo, la partida -sin finalizar- se sostiene
imperturbable en los anaqueles de la memoria.