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Miguel Peyró
S
in duda el mayor error que se produce tradicionalmente al contemplar el universo de
las interrelaciones humanas al nivel de las “culturas” es adjudicar a cada individuo una
identidad cultural fundamental por encima de su identidad personal. Cuando György, que
además de otras muchísimas cosas es de nacionalidad húngara, y Ferdinand, que tiene
incontables cualidades y defectos además de un pasaporte belga, se ponen a hablar,
tendemos a creer que se está produciendo la comunicación de “un húngaro” con “un
belga”. Pero son esas dos personas concretas, reales, únicas, György y Ferdinand, quienes
se han encontrado en ese momento irrepetible, no el almirante Horthy y el rey Leopoldo (si
los dirigentes representaran de algún modo a los países que dirigieron). Las personas que
parece que pueden ser definidas fundamentalmente por su “cultura” no son personas
reales, con toda su compleja historia individual, son personajes, como los de los chistes
(“Van en un avión un inglés, un francés y un…”). En verdad, fuera de los chascarrillos y de
los discursos patrióticos totalitarios, los genuinos “representantes de las culturas” no
existen.
Esta perspectiva sobre el infinito universo de la diversidad humana, que aquí hemos
llamado benignamente “error”, es la base de las grandes barreras para la comunicación que
se conocen como estereotipos. Nunca sabré del György ni del Ferdinand reales mientras
crea que hablo fundamentalmente con “un húngaro” o “un belga”: los pasaportes les
taparán las caras, como en esos inquietantes cuadros de Magritte en que las manzanas
ocultan los rostros.
Los modernos estudios y trabajos en comunicación intercultural no siempre están bien
dotados para subsanar este “error”, puede que inadvertidamente en muchos casos lleguen
a alentar el culturalismo, paradójicamente el gran enemigo de una comunicación
intercultural exitosa.
Repasemos brevemente lo básico. En la comunicación humana se ponen en contacto
personas reales, que quieren “conseguir cosas” mediante un intercambio de señales más o
menos convencionalizadas. Estas “cosas” pueden ser de muy diversa índole: manifestar
cordialidad, obtener bienes, evitar riesgos, evocar experiencias, transmitir sentimientos…
Los propósitos en la comunicación son tantos como los objetivos personales que en un
momento dado consideramos que dependen de los demás.
En cada acto comunicativo hay un abanico de elementos en juego: los sentidos que
atribuimos a las señales que nos intercambiamos (el problema de los significados, y de los
códigos con los que los establecemos), la modificación que puede ejercer en esos sentidos
el aquí y el ahora del encuentro (el problema del contexto situacional), el conjunto de
aprioris vitales de los que partimos (el problema de los contextos personales, incluidas las
visiones de la realidad que llamamos culturas, con sus distintos universos de referentes), el
medio a través del que comunicamos y sus condicionantes formales (el canal) y seguramente algunos otros más. Pero los individuos que han puesto en marcha el ritual comunicativo (y que bajo esta perspectiva se designan como interlocutores) siguen siendo en
todo momento los centros del proceso, pues al servicio exclusivo de sus intenciones
personales todo esto se está produciendo. Ellos son indudablemente los protagonistas,
todo lo demás es instrumental.
La comunicación entre personas no está predeterminada por los contextos (las culturas en
este sentido, como acabamos de señalar, son contextos). Que mi interlocutor haya crecido
en una sociedad con una determinada forma de describir el mundo no me permite saber de
antemano qué propósito íntimo le ha hecho en este preciso momento dirigirse a mí e
invitarme a comunicar. Pensar que su contexto personal conllevará un pequeño y
recurrente puñado de intenciones es no reconocerlo como persona: es volver a la visión del
bárbaro, del ser plano que se mueve sin creatividad y sin individualidad. Suponer que otro
homo sapiens es predecible a causa de su sociedad de origen es racismo.
En la comunicación humana se ponen en contacto personas “de verdad” y por lo tanto lo
que está en juego es la relación que se establece entre ellas. Todo acabará hablando a una
de la otra. Mi imagen personal ante mi interlocutor y su imagen ante mí es realmente lo
que se negocia con todo ese despliegue de señales que acordamos activar. Cuando su
imagen personal logre ser lo suficientemente aceptable para mí, conseguirá aquellos
propósitos que de mí dependan, y viceversa. En esto consiste básicamente la intencionalidad comunicativa humana. Le llamamos “convencer” cuando se trata de objetivos
vinculados a la transmisión de ideas racionales, o le podemos decir “caer bien” o incluso
“atraer” cuando son objetivos de índole más emocional. Pero si comunico para obtener
algún fin que intuyo que depende del otro, lo que debo ganarme fundamentalmente es su
aquiescencia.
En el ámbito de la llamada comunicación intercultural, como disciplina, lo que entra en
juego de manera central es esta imagen recíproca entre los interlocutores. No es un
problema de recepción de los contenidos informativos de los mensajes: hay excelentes
técnicas y dispositivos de traducción. En una reunión entre empresarios de dos países no
hay riesgo real de que uno entienda “vender” donde otro dijo “comprar”, o que haya un
baile de datos o de detalles técnicos. Lo que puede “salir mal” es la apreciación mutua de
los asistentes. Que mi interlocutor iraní me perciba como una persona grosera o
maleducada por haber entrado directamente a tratar del asunto que nos ha reunido, sin
haber dedicado antes un rato a charlar distendidamente para conocernos mejor -mientras
yo pensaba que estaba actuando correctamente, para no hacerle “perder el tiempo”… O que
mi interlocutor mongol sienta que soy una persona inquietante porque le he comentado un
accidente que he presenciado en la calle camino de nuestro encuentro y además le he
obsequiado con una gorra de mi empresa, que es un regalo de “boca abajo”. Insisto en que
no puedo predecir qué querrán o de qué me hablarán mis interlocutores de Irán o de
Mongolia, lo único que sí puedo prever, con el asesoramiento adecuado, es cómo
interpretarán determinadas señales.
Hace varias décadas el filósofo británico Paul Grice estableció su modelo de “máximas
conversacionales”, uno de los hitos de la investigación pragmática. Entre los aspectos más
interesantes de su aportación se encuentra la constatación de que la violación de una de
estas máximas conlleva un deterioro de la imagen psicológica del hablante, si el oyente no
puede inferir cabalmente una información extra “implicada” en su mensaje. Este deterioro
de la imagen psicológica del hablante constituye una forma auténtica de “sanción social”.
Si mi vecino me dice una mañana de octubre en el ascensor: “Esta noche ha hecho frío”, y
yo le respondo: “Parece que ya tenemos aquí el invierno”, formalmente la conversación ha
tenido éxito, no sólo desde un punto de vista estrictamente lingüístico sino también
interpersonal. Si mi respuesta es: “Sí, pero yo a las tres estaba igual que siempre,
haciéndome un café y sin pegar ojo”, mi vecino sospechará que mi mensaje contiene una
implicatura, es decir que le quiero “decir algo con eso”. Escarbará en el contexto
situacional e interpersonal buscando un sentido a mis palabras. Si recuerda que en
ocasiones los vecinos hemos comentado los ruidos que vienen de un establecimiento
nocturno cercano, deducirá que estoy aprovechando nuestro encuentro para quejarme
nuevamente de ese asunto. Si he ido en ocasiones a verle para pedirle que bajara el
volumen de la televisión a partir de cierta hora, deducirá seguramente que le estoy
recriminando de nuevo ese asunto. Pero si mi vecino y yo es la primera vez que coincidimos y no hay ningún problema general en el edificio, lo que pensará como mínimo es que
soy “un poco raro”. Ante un fracaso comunicativo, y el desconcierto que provoca un
mensaje es uno de ellos, la tendencia es a poner en cuestión el prestigio personal del
interlocutor.
Dentro de una cultura concreta se esperan determinados comportamientos comunicativos
en contextos dados, algo que va más allá del correcto empleo formal de un código
lingüístico específico. Y el incumplimiento de estos comportamientos no afecta a la transmisión del mensaje en sí, ni a su recepción, sino a la imagen del interlocutor. Lo que
buscan en un experto en interculturalidad las empresas que van a otros países no es una
forma de intérprete que cuide mejor la integridad formal de sus mensajes, sino alguien que
vele por la imagen que no pueden dejar de dar mientras interactúan. Pues aquí, en las
imágenes de sí mismos que los interlocutores revelan, radican el éxito o el fracaso últimos
y profundos de toda comunicación humana.
© Miguel Peyró
Comunicación y Culturas
Barcelona, octubre de 2018