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Interlocutores y culturas

2018, Comunicación y Culturas

I nt er l ocut or esycul t ur as Miguel Peyró S in duda el mayor error que se produce tradicionalmente al contemplar el universo de las interrelaciones humanas al nivel de las “culturas” es adjudicar a cada individuo una identidad cultural fundamental por encima de su identidad personal. Cuando György, que además de otras muchísimas cosas es de nacionalidad húngara, y Ferdinand, que tiene incontables cualidades y defectos además de un pasaporte belga, se ponen a hablar, tendemos a creer que se está produciendo la comunicación de “un húngaro” con “un belga”. Pero son esas dos personas concretas, reales, únicas, György y Ferdinand, quienes se han encontrado en ese momento irrepetible, no el almirante Horthy y el rey Leopoldo (si los dirigentes representaran de algún modo a los países que dirigieron). Las personas que parece que pueden ser definidas fundamentalmente por su “cultura” no son personas reales, con toda su compleja historia individual, son personajes, como los de los chistes (“Van en un avión un inglés, un francés y un…”). En verdad, fuera de los chascarrillos y de los discursos patrióticos totalitarios, los genuinos “representantes de las culturas” no existen. Esta perspectiva sobre el infinito universo de la diversidad humana, que aquí hemos llamado benignamente “error”, es la base de las grandes barreras para la comunicación que se conocen como estereotipos. Nunca sabré del György ni del Ferdinand reales mientras crea que hablo fundamentalmente con “un húngaro” o “un belga”: los pasaportes les taparán las caras, como en esos inquietantes cuadros de Magritte en que las manzanas ocultan los rostros. Los modernos estudios y trabajos en comunicación intercultural no siempre están bien dotados para subsanar este “error”, puede que inadvertidamente en muchos casos lleguen a alentar el culturalismo, paradójicamente el gran enemigo de una comunicación intercultural exitosa. Repasemos brevemente lo básico. En la comunicación humana se ponen en contacto personas reales, que quieren “conseguir cosas” mediante un intercambio de señales más o menos convencionalizadas. Estas “cosas” pueden ser de muy diversa índole: manifestar cordialidad, obtener bienes, evitar riesgos, evocar experiencias, transmitir sentimientos… Los propósitos en la comunicación son tantos como los objetivos personales que en un momento dado consideramos que dependen de los demás. En cada acto comunicativo hay un abanico de elementos en juego: los sentidos que atribuimos a las señales que nos intercambiamos (el problema de los significados, y de los códigos con los que los establecemos), la modificación que puede ejercer en esos sentidos el aquí y el ahora del encuentro (el problema del contexto situacional), el conjunto de aprioris vitales de los que partimos (el problema de los contextos personales, incluidas las visiones de la realidad que llamamos culturas, con sus distintos universos de referentes), el medio a través del que comunicamos y sus condicionantes formales (el canal) y seguramente algunos otros más. Pero los individuos que han puesto en marcha el ritual comunicativo (y que bajo esta perspectiva se designan como interlocutores) siguen siendo en todo momento los centros del proceso, pues al servicio exclusivo de sus intenciones personales todo esto se está produciendo. Ellos son indudablemente los protagonistas, todo lo demás es instrumental. La comunicación entre personas no está predeterminada por los contextos (las culturas en este sentido, como acabamos de señalar, son contextos). Que mi interlocutor haya crecido en una sociedad con una determinada forma de describir el mundo no me permite saber de antemano qué propósito íntimo le ha hecho en este preciso momento dirigirse a mí e invitarme a comunicar. Pensar que su contexto personal conllevará un pequeño y recurrente puñado de intenciones es no reconocerlo como persona: es volver a la visión del bárbaro, del ser plano que se mueve sin creatividad y sin individualidad. Suponer que otro homo sapiens es predecible a causa de su sociedad de origen es racismo. En la comunicación humana se ponen en contacto personas “de verdad” y por lo tanto lo que está en juego es la relación que se establece entre ellas. Todo acabará hablando a una de la otra. Mi imagen personal ante mi interlocutor y su imagen ante mí es realmente lo que se negocia con todo ese despliegue de señales que acordamos activar. Cuando su imagen personal logre ser lo suficientemente aceptable para mí, conseguirá aquellos propósitos que de mí dependan, y viceversa. En esto consiste básicamente la intencionalidad comunicativa humana. Le llamamos “convencer” cuando se trata de objetivos vinculados a la transmisión de ideas racionales, o le podemos decir “caer bien” o incluso “atraer” cuando son objetivos de índole más emocional. Pero si comunico para obtener algún fin que intuyo que depende del otro, lo que debo ganarme fundamentalmente es su aquiescencia. En el ámbito de la llamada comunicación intercultural, como disciplina, lo que entra en juego de manera central es esta imagen recíproca entre los interlocutores. No es un problema de recepción de los contenidos informativos de los mensajes: hay excelentes técnicas y dispositivos de traducción. En una reunión entre empresarios de dos países no hay riesgo real de que uno entienda “vender” donde otro dijo “comprar”, o que haya un baile de datos o de detalles técnicos. Lo que puede “salir mal” es la apreciación mutua de los asistentes. Que mi interlocutor iraní me perciba como una persona grosera o maleducada por haber entrado directamente a tratar del asunto que nos ha reunido, sin haber dedicado antes un rato a charlar distendidamente para conocernos mejor -mientras yo pensaba que estaba actuando correctamente, para no hacerle “perder el tiempo”… O que mi interlocutor mongol sienta que soy una persona inquietante porque le he comentado un accidente que he presenciado en la calle camino de nuestro encuentro y además le he obsequiado con una gorra de mi empresa, que es un regalo de “boca abajo”. Insisto en que no puedo predecir qué querrán o de qué me hablarán mis interlocutores de Irán o de Mongolia, lo único que sí puedo prever, con el asesoramiento adecuado, es cómo interpretarán determinadas señales. Hace varias décadas el filósofo británico Paul Grice estableció su modelo de “máximas conversacionales”, uno de los hitos de la investigación pragmática. Entre los aspectos más interesantes de su aportación se encuentra la constatación de que la violación de una de estas máximas conlleva un deterioro de la imagen psicológica del hablante, si el oyente no puede inferir cabalmente una información extra “implicada” en su mensaje. Este deterioro de la imagen psicológica del hablante constituye una forma auténtica de “sanción social”. Si mi vecino me dice una mañana de octubre en el ascensor: “Esta noche ha hecho frío”, y yo le respondo: “Parece que ya tenemos aquí el invierno”, formalmente la conversación ha tenido éxito, no sólo desde un punto de vista estrictamente lingüístico sino también interpersonal. Si mi respuesta es: “Sí, pero yo a las tres estaba igual que siempre, haciéndome un café y sin pegar ojo”, mi vecino sospechará que mi mensaje contiene una implicatura, es decir que le quiero “decir algo con eso”. Escarbará en el contexto situacional e interpersonal buscando un sentido a mis palabras. Si recuerda que en ocasiones los vecinos hemos comentado los ruidos que vienen de un establecimiento nocturno cercano, deducirá que estoy aprovechando nuestro encuentro para quejarme nuevamente de ese asunto. Si he ido en ocasiones a verle para pedirle que bajara el volumen de la televisión a partir de cierta hora, deducirá seguramente que le estoy recriminando de nuevo ese asunto. Pero si mi vecino y yo es la primera vez que coincidimos y no hay ningún problema general en el edificio, lo que pensará como mínimo es que soy “un poco raro”. Ante un fracaso comunicativo, y el desconcierto que provoca un mensaje es uno de ellos, la tendencia es a poner en cuestión el prestigio personal del interlocutor. Dentro de una cultura concreta se esperan determinados comportamientos comunicativos en contextos dados, algo que va más allá del correcto empleo formal de un código lingüístico específico. Y el incumplimiento de estos comportamientos no afecta a la transmisión del mensaje en sí, ni a su recepción, sino a la imagen del interlocutor. Lo que buscan en un experto en interculturalidad las empresas que van a otros países no es una forma de intérprete que cuide mejor la integridad formal de sus mensajes, sino alguien que vele por la imagen que no pueden dejar de dar mientras interactúan. Pues aquí, en las imágenes de sí mismos que los interlocutores revelan, radican el éxito o el fracaso últimos y profundos de toda comunicación humana. © Miguel Peyró Comunicación y Culturas Barcelona, octubre de 2018