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Azur y Asmar

Tren de Sombras. Revista de análisis cinematográfico

CRÍTICA: AZUR Y ASMAR (Azur et Asmar. Michel Ocelot. 2006) María Lorenzo [Escrito para Tren de Sombras. Revista de análisis cinematográfico, 2008, inédito] Dirección: Michel Ocelot Guión: Michel Ocelot Producción: Nord-Ouest Productions, Eurimages, Intuition Films, Lucky Red, Studio O, 2006, Francia, Bélgica, España, Italia. Música: Gabriel Yared Dirección de animación: Kyle Badla Fondos: Thierry Million Intérpretes: Cyril Mourali, Karim M'Riba, Hiam Abbass, Patrick Timsit, Fatma Ben Khell. Duración: 99 min. La crítica cinematográfica más frecuente, la que está destinada a dar noticia pronta de los valores —o denunciar la ausencia de éstos— de la oferta vigente en las carteleras, es la que se escribe justo después de visionar el filme en cuestión. No así sucede con ciertas manifestaciones del cine de autor —y más específicamente del de animación— que a duras penas alcanzan los niveles de distribución de otros géneros más extendidos. Surge así la crítica inactual, en la que el paso del tiempo ha hecho una criba de calidad; tal análisis a posteriori es necesidad del erudito y responde a su vez al gusto del cinéfilo empedernido que, en eventual ausencia de cine-club o filmoteca en su lugar de origen, se ha convertido en cinevidente doméstico, merced al floreciente mercado de DVD o las descargas de Internet. Así es posible que la película que en su momento del estreno no fuera un éxito comercial, o apenas tuviese repercusión en los medios, pueda convertirse a posteriori en un fenómeno de culto, siempre y cuando exista una voz que ponga a rodar la bola de nieve. Aunque presentada con todos los honores en el festival de Cannes de 2006, la coproducción franco-belga-italiana-española Azur y Asmar, dirigida por Michel Ocelot —uno de los más importantes autores que pueden distinguirse en el formato de largometraje animado, a quien yo pondría al lado de Sylvain Chomet por la originalidad de sus opciones y lo inconfundible de su estilo—, su estreno oficial a finales de año pasó desapercibido.i Mi visionado no data, por tanto, de esas fechas, sino del Festival Internacional de Animación de Annecy (Francia, junio 2006, véase referencia en nº 6 de Tren de sombras), y desde ese recuerdo elaboro esta crítica porque, tratándose de una película tan esperada como de efímera presencia, parecía que cualquier comentario publicable tenía que venir antes de su estreno, o muy posteriormente al mismo. El hecho de que haya quedado más de un año prendada en mi memoria debería de ser, en sí, significativo. Me pregunto qué razones impulsan a proteger a toda costa películas de animación nacional de discutible factura —tanto narrativa como visual, como la pretenciosa De Profundis (Miguelanxo Prado. 2006)—, como a ningunear en los medios y en cartelera un filme europeo de gran calidad, realizado con capital español, y que incluso cuenta con la prestigiosa aportación musical de Gabriel Yared. A pesar de estar comercialmente orientada al público infantil y juvenil, Azur y Asmar está en realidad dirigida a una audiencia más heterogénea; se trata de la clase de texto que habla a muchos niveles, articulando varios discursos a la vez, desde el más elemental seguimiento de la trama —la historia de dos hermanos de leche, uno europeo y el otro magrebí—, hasta el educador subtexto que debe permanecer en la conciencia del público —las connotaciones de fraternidad entre los pueblos de razas diferentes y el enriquecedor mestizaje cultural al que ha de llevarnos—, pasando por los valores formales de su realización, un tempo pausado y una extraordinaria estética que brindan un inigualable concierto para el cinéfilo. Si se puede resumir en una palabra la impresión que produce el cine de Michel Ocelot ésa sería inteligencia; una inteligencia práctica, eficaz, volcada en los recursos de la narración, buscando el mayor provecho de un mínimo de medios. Paralela a esta economía discurre la profundidad del mensaje, siempre accesible, expresando con ingenio los más sutiles matices. A fin de explicar el por qué de esta economía creativa, debemos hacer un poco de historia: si la animación tradicional, de la que el ejemplo paradigmático es Disney, requiere una gran división del trabajo para producir una abrumadora cantidad de dibujos, existen otros medios que permiten al autor controlar de principio a fin el proceso de da vida a lo inerte; las técnicas de animación bajo cámara, entre las que se halla la animación con recortes y siluetas —la escuela de Ocelot como animador—, facilitan la creación de una estética muy elaborada a partir de unos gastos de producción comparativamente reducidos. A su vez, estos lenguajes artísticos, diferentes del dibujo, generan sus propios recursos para describir con sencillez los sucesos más increíbles —lo fantástico, aquello que sólo puede expresarse mediante la animación—. Como subraya David Flórez en su análisis de Las aventuras del Príncipe Achmed (Die Abenteuer des Prinzer Achmed. Lotte Reiniger. 1927), lo sobrenatural del relato se expresa mediante la misma magia de la animación, un lenguaje artificial y arbitrario donde cualquier transformación visual —realizada desde el elemento gráfico de la imagen— se convierte en actual, perteneciendo a devenir del relato. Estos inesperados giros, que en universo cartoon de Tex Avery servían para llamar la atención del espectador sobre el propio código de la animación —dando lugar a un discurso autoconsciente—, en el marco de los cuentos de hadas sirven para agilizar la narración, realzando de manera espectacular su componente mágico. Este principio marca la obra de Michel Ocelot, consagrado durante décadas a la misma animación de siluetas de la que Lotte Reiniger fue pionera. De esa forma ha dado vida a los seres más exquisitos en los entornos más delicados, como en el cortometraje Les trois inventeurs (1979), con sus personajes rococó en papel texturado, o Le prince des joyaux (1994), donde recreaba una historia de Las Mil y Una Noches mediante un escenografía de sombras chinescas. Michel Ocelot ha demostrado además un gran dominio de esta artesanal técnica, al conceder gran importancia al diálogo de los personajes —la sincronización de voz y movimiento de labios representa una dificultad añadida en la animación—. Después de numerosos cortometrajes e incluso varias series televisivas —entre las que destaca Ciné Si (1988)—, Michel Ocelot ha abrazado las nuevas tecnologías, readaptando su lenguaje visual a los requerimientos de una producción más masiva pero no por ello menos personal, como demostró con su primer largometraje, Kirikú y la Bruja (Kirikou et la sorcière. 1998), y su continuación, Kirikú y las bestias salvajes (Kirikou et les bêtes sauvages. 2005). Proveniente de una familia francesa, Michel Ocelot se crió en el Congo. Esta circunstancia personal, la influencia de la cultura tribal, se hace patente en cada una de sus obras y especialmente en sus largometrajes, desde la saga del astuto Kirikú hasta la película que nos ocupa, plenamente inmiscuida en los problemas de la tolerancia entre los pueblos, reflejando esta tesitura con gran elegancia cinematográfica. El interés del director por los cuentos de hadas nos retrotrae a la cultural oral, a lo primitivo, donde el predominio de lo auditivo —que tanto estimula el pensamiento— se opone diametralmente a la cultura de la imagen, de lo inmediato, y que según Marshall McLuhan iba a señorear nuestros días. Michel Ocelot despacha con gracia e ingenio los problemas derivados de la ignorancia y la superstición, ofreciendo un discurso de necesaria vigencia en nuestra sociedad a partir de la típica estructura de los cuentos, que se articulan por repetición y variación de acontecimientos. Azur y Asmar es la primera incursión de Ocelot en la animación tridimensional por ordenador. Lejos de los modelos estándar de animación infográfica, que persiguen la mayor verosimilitud posible mediante la diversificación de materiales y calidades visuales, Michel Ocelot ha seleccionado la utilización del “render” —el proceso que da color y textura a las superficies— para dar lugar a una refinada estética, donde se combinan un rico claroscuro en la carne de los personajes, y áreas de color plano para describir sus vestidos. Los encuadres, donde destaca la simetría, también nos recuerdan la característica bidimensionalidad del cine de siluetas. Pero, donde hay simetría, generalmente hay también equilibrio; no un equilibrio estático, sino una tensión de contrarios, que es precisamente de lo que trata la historia. Es por ello que la elegancia de la película no se refiere únicamente a su carácter visual —que recrea maravillosamente las miniaturas árabes o los libros medievales—, sino que, retomando el sentido etimológico del término —por el que elegancia proviene de elegir—, la puesta en escena, y en consecuencia también la narración, toma forma a partir de una racionalización de recursos, para evitar el exceso de efectos del que suelen pecar las producciones hollywoodienses —donde, rara vez al servicio del relato, llegan a sugerir sentidos divergentes o incluso contradictorios con la historia misma. La dualidad del filme, subrayada visualmente por la simetría de que hablábamos, no es la de dos gemelos idénticos, sino la de hermanos opuestos. Azur y Asmar son en todo desiguales: uno es el hijo de un noble francés, huérfano de madre al nacer; el otro es hijo de un ama de cría magrebí, que canta y amamanta por igual a los dos. En la obra de todo autor que se precie —y la extensa filmografía de Michel Ocelot no es excepción—, existen momentos que se repiten como una marca de identidad. Kirikú nos embrujaba desde el momento de su nacimiento, con el increíble diálogo que mantiene con su madre desde el interior de su propio vientre. En esta película, la larga secuencia del comienzo, la canción de cuna de la nodriza, sirve de hipnotizador prólogo para una historia donde abundan el paralelismo y la rima visual. Con el paso del tiempo comenzará su antagonismo: Azur insiste en llamar “mamá” a su ama de cría; Asmar, por rivalidad, se empeña en llamarla “nodriza”. Rico uno y pobre el otro, cada uno tiene lo que desea el otro, pero sólo cuando deseen la misma cosa —el amor del hada Djin, oculta en una fantástica gruta, de la que les habla su madre al dormirlos con leyendas—, se convertirán en enemigos. La fábula que les arrulla, no en vano un cuento dentro de un cuento, marcará su destino alterno: Asmar conocerá la riqueza al llegar a la edad adulta; por su parte Azur se convierte en cabalgadura de un mendigo oportunista, cuando viaja a tierras orientales para conquistar su sueño. Las películas de Michel Ocelot, y muy notablemente Azur y Asmar, no se experimentan sólo con la vista, sino con los cinco sentidos. El oído juega el mismo papel crucial que la capacidad memorística en las tradiciones orales africanas; ningún diálogo, ninguna canción es superflua. Por su parte, el olfato, el gusto y el tacto —tan minimizados en la cultura occidental—, no están exentos de importancia en el desarrollo de la trama, donde el discurrir del personaje ha de alimentarse necesariamente de estos sentidos: obligado a fingirse ciego, Azur descubre dos de las llaves que lo llevarán hasta el Hada Djin mediante el olor a especias de una, y la diferencia de temperatura al tacto de la otra. Tanto el razonamiento integral como la memoria emocional están fuertemente ligados a una experiencia sensorial completa; una percepción parcial sólo puede engendrar una opinión, nunca una verdad contrastable. Así, cuando el mendigo al que transporta Azur —mezquino, miope de espíritu— le describe con palabras desdeñosas los paisajes que atraviesan juntos, se genera un sentido contrapuesto entre lo visual y lo auditivo. A la postre, cuando Azur descubre por fin la intrínseca belleza de aquel país exótico, la emoción del descubrimiento nos asalta en estado puro. A pesar de lo pausado del relato, el cine de Michel Ocelot está sacudido por conflictos latentes, y son los sentidos —proveedores de información— los que deben calibran su peligro. Una secuencia clave ilustra esta tensión entre lo que se oculta a unos, y simultáneamente se revela a otros: Azur se coloca en el umbral de la puerta y de espaldas al supersticioso pueblo magrebí que lo rechaza, para que sólo su nodriza, desde el interior de su casa, pueda discernir sus ojos azules y reconocerlo al punto, marcando un pico dramático similar al que en Kirikú y la bruja se produce cuando Karabá, que siempre aparece frontalmente desde el interior de su cabaña, es asaltada por Kirikú desde una perspectiva reveladora, el fondo de la cabaña donde por fin localiza su punto débil. Si en la animación de siluetas los personajes se mueven de izquierda a derecha, realzando la planitud de la escenografía, Michel Ocelot ha mantenido deliberadamente algunos rasgos de aquella estética, para revelar a continuación un espacio dramático lleno de tensiones, vibrante, casi táctil. En el desenlace de la película Michel Ocelot apuesta por el mestizaje, la atracción natural que surge entre los que son diferentes, en detrimento del recelo y la rivalidad que surgen del desconocimiento mutuo. ¿Quién dice que sólo haya una novia para los dos hermanos, que sólo exista una respuesta acertada al enigma final, que sólo pueda haber una verdad? En una cultura global, donde está demostrado que la diversidad produce mejores resultados que la exclusión y la endogamia, no puede seguir dominando el prejuicio hacia el otro, sino más bien una voluntad de enriquecimiento recíproco. Si existe un cine de animación humanista, formulado con madurez y evitando los tópicos en los que es tan fácil caer cuando de educar en el respeto y la tolerancia se trata, ése es el de Michel Ocelot: rico en ideas, de inigualable gracia, directo a la inteligencia de un espectador adulto al que a veces es necesario dirigirse con la claridad con que se expresa un niño. i El programa de Antonio Gasset Días de Cine del 25 de octubre de 2006 daba noticia de su primera proyección en España, durante la apertura de la Semana Internacional de Cine de Valladolid. Durante el reportaje, Antonio Gasset parecía atónito de que ésta —“una película destinada al público más infantil”— fuese la película que inauguraba el evento, para añadir con sarcasmo: “aunque no es de extrañar, porque El código Da Vinci abrió la pasada edición del Festival de Cannes y entonces nadie se rasgó las vestiduras”. Me pregunto, ¿se quedaría a verla? ¿confirmaría ese hipotético abandono de la sala las tesis expuestas por mi compañero José Mª López en su artículo “La catatonia nacional” (Tren de Sombras, nº 5), denunciando la desidia de la crítica en el seguimiento de los festivales de cine? Dejaré que sea un testigo del mismo evento quien dé réplica a Gasset: “In Valladolid, Spain, the serious movie-goers with extremely high standards when they evaluate movies applauded the film in the Fifty-First International Film Week (SEMINCI 2006). It is impossible to exceed in every way: The theme and story, the incredible cartoon drawings, the luscious colors and their combinations, the endearing characters, the creativity, the stunning difficulty of the sketching and the music and sounds of the languages involved all combine to offer us a memorable film. It may seem curious but the word that I voiced when it ended was DELICIOUS. There are so many impacting images that linger even now in my mind's eye.” (http://www.imdb.com/title/tt0439123/)